Águeda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante —dijo furioso el celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se distinguieron por la abundancia de esta virtud.

Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda, entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita, arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo —lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos—, no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le había oscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no puede ya tener alegría en este mundo».

Egoísta, como suelen ser no los solterones crónicos, sino la mayoría de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos, y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos la criada, más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo los platos preferidos y lanzándose a preguntarle:

—¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas…

Como don Sabas, igual que los demás varones, fuese unas miajas fatuo e inclinado a la malicia, al ver a Águeda, que era una rolliza cuarentona, con los ojos brillantes y los pómulos sofocados, y tan deseosa de complacerle, se dio a pensar cosas mejores para calladas que para dichas; pero la criada, en brevísimo plazo, volvía a caer en su mutismo y en su melancolía negra, y aquellos supuestos de picardihuela se los llevaba el aire. Muchas cosas hay así en el mundo, buenas, malas y peores, que no pasan «de las Musas al teatro»; que se agostan antes de echar flor.

Fijos, sin embargo, los ojos en su criada, observándola, con ese involuntario ahínco con que se observa lo que influye en nuestra vida diaria y la desquicia o la hace más grata y feliz, acabó Méndez por darse cuenta de los altibajos y cambios de aire de Águeda. Le guió, para orientarse, el sentido del olfato, que es el más primitivo, pero el más infalible. El hálito de Águeda enviaba al ambiente un tufillo sospechoso… ¡Allí andaba de por medio el alcohol!

—¡Demonio de mujer! ¡Vaya un resorte por donde sale!

No se formalizó, sin embargo, don Sabas con exceso. Esto de la copita de aguardiente es, como nadie ignora, un matapenas, y sin duda para matar la suya se había aficionado Águeda… Sí, no cabía duda… Tal era la explicación. Siempre hay que hacer, tratándose de servicio doméstico, la vista gorda en algo. En las circunstancias de don Sabas, no cabía ser intransigente; y estaba ya habituado a Águeda, a su cocina, a su presencia, a sus buenas cualidades. Servía aquella mujer con solicitud y hasta con cierta abnegación, enfermera solícita incapaz de sisar un ochavo, honrada en suma. El haber hablado mucho los periódicos del asesinato de un viejo carranca de solterón, cometido por su ama de llaves, confirmó a don Sabas en su criterio de tolerancia. Una mujer de bien vale mucho; hay que sufrir ciertas cosillas, a trueque de dormir tranquilo sin miedo a amanecer degollado. Don Sabas, que había dado en prestar pequeñas cantidades a crecidos réditos, tenía a veces dinero en casa. Era, pues, necesario evitar aventuras de servidoras nuevas, con todas las contingencias que traen los «cambios de ministerio», y más donde no hay señora, y el señor no va a andar contando los garbanzos, ni fiscalizando la conducta…

Y pasaron años. Águeda siguió triste, con intervalos de alborozo excesivo, debido sin duda al secreto consuelo que la desplomaba, por las noches, sobre el ángulo de la mesa de la cocina, donde soñoleaba con la cabeza sobre los brazos.

La embriaguez era latente, sorda; corría por dentro de las venas, sin que la delatasen más que los saltos del humor, unas veces puerilmente jovial, otras hosco y sombrío, y el tono de la piel, amarillenta y como rellena de grasitud rancia.

Lo peor, que iba descuidando el servicio. Empezaron a faltar a don Sabas mil detalles de esos que constituyen los hábitos de bienestar. Un día, al llevar a la boca un frito de sesos enganchado en el tenedor, vio, atravesado en él, algo que le hizo pegar un respingo y soltar un taco redondo.

—¿Qué porquería es ésta?

Con la punta de los dedos, elevó en el aire el cuerpo del delito, columpiándolo. Águeda, muda, bajaba los ojos. Al fin, pegando un chillido, rompió a sollozar. Se enfureció más don Sabas.

—No me venga usted con pamplinas… Eso faltaba… Cuidar y no hipar…

Pero no cesaba la aflicción, y la mujer, en vez de calmarse, rompió a gritar, transformado el llanto congojoso en estridente risa.

«Adiós, está como una uva —pensó el viejo—. La hicimos buena. Se prepara aquí una escenita de nervios…».

No pensaba decir tanta verdad. En la crisis que se iniciaba, Águeda se dejó caer en una silla del comedor, gritando entrecortadamente:

—¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! ¡He nacido bien desdichada! ¡Para nacer así, valiera más morirse! ¡Tantos desprecios! ¡Tantos, tantos! ¡Y el hijo de mis entrañas! ¡Con veinte años! ¡Tan guapo! ¡El alma mía! ¡Aquel tifus horroroso! ¡En ocho días, en ocho días no más, se me muere! ¡Y en casa, ni dos duros para el entierro! ¡Y el pillo de mi esposo, divirtiéndose con la Bibiana, la muy pindonga, que me lo traía revuelto, y sin acordarse de su hijo, de cuerpo presente! ¡Dios lo había de castigar, y lo castigó, vaya si lo castigó! ¡Año y medio más que su hijo duró solamente! ¡Y yo, sin nadie! ¡Y yo, sola en este mundo! ¡Y el hijo de mi vida, pudriéndose! ¡Con lo buen mozo que era! ¡Y yo sola, sola, sola! ¡Y despreciada! ¡Y sin tener a quien querer! ¡Sin un perro, un triste perro! ¡Vale más morir, sí, señor!… ¡Para lo que es este mundo!…

Todo esto le salió como a golpetones, entre gemidos y carcajadas dolorosas, temblores y retorcimientos. Don Sabas, renunciando a almorzar aquel día, se dio a consolar a su criada; en parte, su abstinencia era repugnancia; el recuerdo del cabello gris enredado en la superficie dorada del frito…

Y no pareció sino que el incidente rompiese los diques de la hasta entonces contenida sentimentalidad de Águeda. A todas horas, bajo el influjo de la bebida, se desbordaba el río de amargura, y era lo peor que tal desate alternaba con otro de rabioso júbilo, si así puede decirse; de ironías feroces, de insultantes chanzas. Unas veces se permitía familiaridades incorrectas, otras ponía a don Sabas como un denegrido trapo; otras, y eran las más, le abandonaba por completo, dejándole carecer de todo, retrasándose en planchar, presentándole la comida hecha carbón o cruda, la sopa en agua chirle, escondiéndole las zapatillas, teniéndole hechas flecos las bocamangas del forro del gabán, no barriendo la sala, y hasta alguna noche dejando la cama sin hacer, revuelta, teniendo el amo que ir a buscarse él mismo el agua y el azucarillo nocturno al aparador. Lo que más molestaba a don Sabas del cambio sufrido por la sirviente era el lenguaje que ésta empezaba a usar. Malas palabras, como un hombre de boca sucia y soez. ¡Una vergüenza! Vamos, esto ya no podía aguantarse.

La gota de agua fue que una noche, al retirarse a su dormitorio, vio don Sabas a su canario trinador con las patitas estiradas, tumbado, muerto, al lado del bebedero vacío. El solterón profesaba vivo cariño al regocijado cantor…, que animaba, con sus gorjeos y trinos, la huraña calma de su comedor de soltero y solitario. Una furia indecible le hinchó la garganta y las sienes. ¡Haberle dejado morir de sed a Chiquito! ¡Maldita chispona; las había de pagar!

Dirigiose, enfurecido, a la habitación de la criada. No sin gran sorpresa, oyó hablar dentro a Águeda. Murmuraba palabras halagüeñas, en voz ronca, pero con tiernas inflexiones. Hasta sonó el chasquido de un beso… ¡Hola! ¡No nos faltaba más! A ver si entro con un garrote… Y entró, aunque a furtivo paso, como quien intenta sorprender… Águeda, sentada en la cama, tenía en brazos a un ser peludo y sucio…, al cual prodigaba caricias. «Hijo mío, hijo mío…», repetía afanosamente. ¡Había que ver al can! Era una bola de lanas erizadas, pegoteadas en lodo, famélico, color de cieno, que, aturdido por tanta demostración, se encogía medroso, mirando de reojo a don Sabas…

—¿Qué locura es ésta? ¡Ea!, ya me harté. Todo tiene un límite. Ahora mismo se pone usted en la calle con esa alimaña asquerosa. ¡Pues, hombre! A ver si lo destripo de una patada…

—No se apure, ya me voy —balbució, irguiéndose, la borracha—. ¡Ya, ya me largo, después de quince años que llevo aquí! ¡Por lo visto, yo no puedo tener a nadie a quien querer! ¡El animalito me hace compañía, como a usted el canario! ¡Sola yo siempre, sola en el mundo! ¡Sobre que se me ha muerto el hijo de mi alma, ahora esto! ¡Quédese usted con sus riquezas, que yo me voy a pedir limosna con este pobrecito, tan desgraciado como yo!

A pesar suyo, advertía don Sabas algo que calificaba de tontería, y no era sino piedad humana, un poco de blandura en las entrañas secas. También entraba la tiranía del hábito, que nos apega hasta a las molestias, a lo que sufrimos por culpa de los demás, a lo incómodo del vivir. Con sus descuidos y abandono, Águeda era la vida diaria para el viejo.

—Bueno, bueno, mujer… —articuló—. Ahora no se iba usted a largar, claro es… Acuéstese; mañana hablaremos. A ese animalito, dele de las sobras. No se va a dejarle morir.

Como si el perro adivinase el giro de la conversación, meneó agradecido la cola. La mujer se levantó, tambaleándose. Con el perro apretado contra el pecho, se dirigió a obedecer la orden de su amo y quiso buscar un plato en la fresquera, restos de cocido. Sus manos temblorosas de alcohólica lo dejaron caer, y el plato se hizo tiestos en los baldosines. El can empezó a devorar con avidez la comida desparramada. Águeda le contemplaba, le animaba a saciarse.

—Come tú, mi tesoro… Llena, llena la tripita… Cuánto tiempo hará que no… Desde que tenías el tifus, ¿eh?, y no te dejaban probar de nada…

Al estrépito de la rotura, don Sabas acudió, airado de nuevo.

—¿Será posible? ¿Hará usted cosa con cosa? ¡Demontre de borracha!…

¡Borracha! Sí que lo estaba: como que no se tenía de pie. Un viento fragoroso cruzaba al través de su cerebro embotado, zumbando en sus oídos. Sus ojos no veían sino una amoratada niebla, en que se movían confusamente sombras; don Sabas riñendo, un muchacho extendido en la caja, muy pálido; un perrucho tragando garbanzos aplastados, y que era el otro, el hijo, o su espíritu, o sabe Dios…, y que venía a consolarla…

Y en apasionado transporte, agarró al perro, lo apretó contra el corazón. El animal refunfuñaba: quería seguir comiendo. Águeda se lo llevó de un impulso al pasillo. La ventana estaba abierta; una ventana grande. El fresco atrajo a la beoda, por instinto. Allá abajo, la fetidez del patio de vecindad, enseñando, como un vientre roto las asas intestinales, sus tubos de plomo, retorcidos. La mujer se inclinó, pesándole la cabeza hacia el abismo. Una silla baja, oportuna, dejada allí para poder tender ropa, facilitó la empresa. Ascendió, estrechó más al perro, y se dejó ir sin esfuerzo alguno.

Contra las losas, su cabeza dio un encontronazo brutal. Quedó sin huelgo, inerte. El perro, ileso, ladrando lúgubremente, avisó a los vecinos.


Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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