Bajo la Losa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?

Mi padre no añadió palabras sobre el asunto, porque tuvo que dar disposiciones relacionadas con el problema de cenar y dormir. Todo estaba abandonado en el caserón; aquella gente labriega tenía los muebles destrozados, y las camas torneadas, de columnas salomónicas, dedicadas a frutero. Al fin logramos que nos habilitasen dos colchones y que se friesen unos huevos y se calasen unas sopas de leche. Después de la frugal refacción, mi padre se fue a celebrar una conferencia con los caseros, matrimonio ya encanecido, y yo me asomé a un balcón que daba al antiguo jardín de mirtos, y sobre el cual, formando ángulo, presentaba su fachadita algo barroca la capilla donde reposaba doña Clotilde. El jardín era ya bosquete confuso y enmarañado. Cada planta había crecido a su talante, y la forma severa y geométrica del diseño ni adivinarse podía. Arboles enormes se destacaban sobre la masa de verdor oscuro, y a trechos las sendas y glorietas aún blanqueaban. Olores de miel subían de los macizos en flor. A lo lejos, la ría enroscaba su lomo de dragón de plata, dormido bajo los ópalos misteriosos de la luna. Se escuchaba el cristalino gotear de una fuente, oculta entre los arbustos, que, sin duda, en otro tiempo manó hermoso chorro de agua; pero ahora, obstruido el caño, exhalaba un sollozo interrumpido, lento. Y dentro de mi alma le contestaba otro sollozo. Porque yo —y al llegar aquí de su relación, el sobrino y nieto de doña Clotilde estaba tan pálido como debió de estarlo su tía y abuela en el féretro—, yo, entonces, tenía el corazón más enfermo de lo que pudieran tenerlo las mozas a quienes la Santa curaba aplicándoles la mano; y enfermo de peor enfermedad, pues no era impureza, sino pasión desesperada a fuerza de ser pura y llena de idealismo, lo que yo padecía, lo que ocultaba como debiera Don Quijote haber ocultado su locura generosa, y lo que, habiendo subyugado mi razón, amenazaba dar al traste con ella, llevándome sabe Dios a qué abismo, entre negras ondas de melancolía... Clavando los ojos en la cerrada puerta que guardaba el arcano de una vida más cercana al cielo que al suelo vil, invoqué a la Santa, recordándole que soy de su estirpe, que me une a ella un lazo que jamás se rompe... «¡Santa Clotilde —murmuré, como a mi pesar—, la del cuerpo incorrupto!... Pon tu palma fina sobre este corazón donde circula la misma sangre que circulaba por el tuyo, superior a las miserias de la vida y a los afanes que la consumen... Sáname, sáname... Que yo piense en otra cosa, que yo me liberte de esta idea mortalmente adorada...».

Y con la fuerza y el relieve que tienen las alucinaciones, me representé a la tía Clotilde tal cual estaría en el momento en que alzásemos la lápida desgastada que cubría sus restos... Parecería dormida, no muerta. Sus ojos, dulcemente cerrados, darían sombra con las pestañas largas a las mejillas de magnolia. Sus manos, llenas de sortijas, largas como manos de retrato, cruzadas sobre el pecho, no habrían perdido nada de su flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; y yo, cometiendo una respetuosa profanación, cortaría una de esas sagradas manos, para aplicármela sobre el corazón y curarme. Después guardaría la mano milagrosa en una caja de plata, lo más rica posible, cuajada de gemas y de topacios, y siempre que la pasión me rondase en la sombra, sacaría el talismán, y su contacto de sedosa nieve volvería la calma a mi espíritu...

En medio de mi ensueño, me sobrecogí... La puerta de la capilla se abría sin ruido, y salía de ella una mujer... Era imposible distinguir a aquella distancia y entre la sombra que proyectaban los arbustos, entrelazados y espesos, ni sus facciones, ni aún su forma; su ropaje era una vaguedad blanca, y su rostro, una mancha más blanca aún, bajo el ópalo triste de la luna. Más indecisa aún la visión, porque, como temerosa, se escondió prontamente entre el follaje. Hasta podría dudarse si era real su aparición.

Ya se deja entender que apenas dormí. No era la incomodidad de la cama lo que me impedía cerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de ver las manos divinas que consuelan los corazones y mitigan las fiebres de las almas locas...

Apenas mi padre despertó y despachó un frugal desayuno, bajamos a la capilla provistos de herramientas para desquiciar la losa. El casero nos acompañaba. La capilla estaba más abandonada y destruida aún que el resto del edificio. Por los claros del techo, podrido de humedad, entraba la luz del día. Paja y boñiga alfombraban el pavimento. Mi padre, enojado, se volvió hacia el casero.

—¿Por qué metéis aquí los bueyes?

El hombre negó primero; luego, trató de excusarse torpemente... Empezó a desquiciar la losa de carcomidos caracteres góticos, y mi padre y yo le ayudamos con nuestros palos de hierro. Al fin logramos conmoverla, y fuimos alzándola cuidadosamente. Mi fantasía, excitada, me hacía percibir un aroma exquisito, que sin duda era el de las rosas del jardín pasando al través de la puerta.

Salió la losa de su engaste. Un hueco sombrío apareció. Era una sepultura en cuyo fondo se veían algunos huesos carcomidos, trozos de tela de color indefinible y próximos a deshacerse en ceniza; en suma, lo que suele hallarse en todo sepulcro. ¡No ya cuerpo incorrupto, ni siquiera cuerpo momificado!

Nos miramos llenos de contrariedad...

Resolvimos dejar caer otra vez la losa en su sitio, cuando reparé en un puntito brillante que asomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogí un medallón pendiente de cadena sutil. No me vieron cometer el piadoso latrocinio: mi padre estaba distraído en examinar los desperfectos del retablo, de suntuosa talla dorada, y el casero en disculparse. Habían hecho establo, y sabe Dios si pajera, de la capilla...

Después, así que averigüé que el casero tenía una hija joven, comprendí que era ella la que vi salir de noche, recatándose, después de haber borrado precipitadamente y mal la huella de tantos abusos.

Y cuando examiné el medallón hallado en la tumba de Clotilde, comprendí también por qué no podría curarme su mano... El medallón contenía un retrato y un rizo de pelo. ¿Cómo me había de curar la desdichada, si debió de padecer mi propio mal, y acaso de él murió?


«La Ilustración Española y Americana», núm. 28, 1909.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 37 veces.