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—¡Ave María!
—Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.
—¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.
Ruido de cerrojos, rechinar de llaves... La gruesa, sólida, grave puerta giró sobre sus goznes lentamente, y un perfume de rosas vino del jardincillo claustral. La joven compañera de don Diego respiró con avidez aquel aroma delicioso, y corriendo, se acercó a los rosales, que la hermana hortelana acababa de regar y en cuyas hojas brillaban resbalando las gotas de agua, trémulas y cristalinas. La voz severa de don Diego la interpeló:
—Aurora, ¿qué haces?
Se detuvo, intimidada. La luz diurna la hería de lleno; había dejado caer la capelina de su sobretodo de viaje, de fosca seda torzal con cambiantes rojizos, y la hermosa cabeza, ya casi desempolvada a fuerza de traqueteos del coche, se gallardeaba con el poderoso encanto de los dieciséis años, rubios y virginales. Un poco de miedo y otro poco de vergüenza —la vergüenza del mal que otros hicieron, la vergüenza de las almas puras— excitaban penosamente el corazón todavía infantil de Aurora. Y la tornera, compadecida, murmuró:
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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