Cuentos de la Tierra

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección



Las medias rojas

Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

—¡Ey! ¡Ildara!

—¡Señor padre!

—¿Qué novidá es esa?

—¿Cuál novidá?

—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

—Luego nacen los cuartos en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

—¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

—¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

—Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...


«Por esos mundos», 1914.

Un poco de ciencia

Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre —cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado— me obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.

Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta, aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de sangre de lo que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce escepticismo en lo que respecta a la infabilidad de los demás especialistas en los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia se divide, como torta cortadita en trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y consuelo de ignorantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una parra, cuyas uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y confianzudas, nos miraban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en seguida entre cañas y espadañuelas.

Caldereta reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por la idea de que también estas eminencias de extranjis, trompeteadas y célebres, se equivocan como cada hijo de vecino, como puede equivocarse la notabilidad de campanario que vegeta en el rincón silencioso de un pueblo, igual que las ranas en su palude, croando a la luna.

—Si, sí —repetía—. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Champollion, del gran preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló, mediante ellos, el misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora tan oscuro como están los códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico: una de esas historias que recuerdan a veces, al final de las sesiones académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días ha vuelto a salir a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao, fabricados ayer por un falsificador y consagrados un momento por todo el areópago de los inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo...

La cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la primera del mundo. Diariamente recibía el director del Museo fardos y cajas conteniendo momias, diosecitos, collares, objetos encontrados en las sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos misteriosos. Al punto los copiaba exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan modesto se ganaba el pan.

Y he aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega un papiro con infinitos garabatos y dibujos.

—Agradeceré —advirtióle— que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo convidado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que antes que nadie vea la nueva remesa y la traduzca.

Cargó el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso dio principio a su labor... Y he aquí que, por culpa precisamente de los nervios, alterados con la prisa, da un manotón involuntario, y el tintero, enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de papiro que el escriba, con su delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos miles de años...

Era un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal. Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba la tinta, borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo.

«¿Qué hacer? —pensó el mísero—. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el sustento de sus hijos?»

El mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros, justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto acudió la idea, salvadora acaso!

«Desde que copio estas malditas tiras —pensó—, ¿no he notado que son todas iguales? Hiladas y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de escarabajos, de cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de Champollion viene a comer; por muy sabio que sea, después de comer no va a ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá echar un sueñecito, o fumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba, al menos mientras digiere! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre con la nariz sobre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el tintero..., y malo será que, por lo menos, no les quede la duda...»

Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho —pues él no entendía palabra de lo que copiaba diariamente—, de ibis, cocodrilos, escarabajos sagrados y cruces con asa... Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al director, que estaba en gran conferencia con el propio Champollion, comentando los recientes envíos.

—Bueno —exclamó el director, bondadoso—; hoy come usted con nosotros... Es muy justo...

Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres —a los amargos postres—, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque el director, frotándose las manos, ordenó:

—Ahora, enséñele usted al señor de Champollion la sorpresita...

Con manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más echarse de rodillas, confesar, pedir misericordia?

Champollion, reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con la mano, y se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él comprensibles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la respiración congojosa del falsario, a pique de ser descubierto...

De pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo... Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la inscripción que no existía!...

—«A la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo...»

El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el último jeroglífico!

—Y ahí tiene usted —añadió Caldereta— por lo que he llegado a desconfiar de la ciencia y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no puede ocurrir con una lápida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso no cabe falsificación... ¡Las lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 31, 1909.

Sin querer

Ocurren en el mundo cosas así; se diría que la casualidad, inteligente, se complace en arreglarlas... o en desarreglarlas. En el presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Rozas y Culás de Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las proezas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se hubiesen encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás.

Cierto que concurrían a las mismas fiestas; es indudable que allí pudieran haberse tropezado; imposible negar la hipótesis; pero fuese porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado.

Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra con Culás de Bonsende, y las respectivas parroquias ya lo hallaban extraño, shocking, diríamos si el ambiente no lo vedara.

Los que conocen tan sólo a la España superficial y epidérmica creen que esto de la guapeza y la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol, las naranjas y las palmeras. Los valientes, que comparten con el buen vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en pandereta, pero no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido en tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones achican a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma retórica de los guapos.

Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se propusieron tomar el pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno había escabechado a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un fortín, rechazando a cuatrocientos de negrada.

—Y tú, ¿qué hiciste, gallego? —preguntaron, irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios.

—¿Yo? —respondió él, levantando la cabeza—. Yo..., ¡morrín en todas las batallas!

No sé si serían capaces de esta homérica respuesta Juaniño y Culás; pero si lo eran de repetir, a su modo, el célebre reto del Romancero:


Y siquiera salgan tres,
y siquiera salgan cuatro,
y siquiera salgan cinco;
y siquiera salga el diablo...
 

cantando en tono irónico, de desafío, al pasar de noche por el sitio más oscuro, requiriendo la garrota claveteada:


Yo soy hombre para dos...
Esta noche ha de haber leña...
 

o cualquiera otro de los retos que atesora la musa popular.

No obstante, por muchas canciones que den al viento, es imposible probar la guapeza cantando; llega un día en que es preciso también solfear, y de firme. Los gallegos guapos, profesionales, tienen, respecto a los andaluces, la desventaja de trabajar para un público más escamón, crédulo solamente en lo supersticioso, y de tejas abajo, desconfiadísimo. Por algún tiempo se sostendrá una reputación sin pruebas positivas; al cabo habrá que darlas, o caer del pedestal entre solapada burla. Juaniño y Culás llegaron a comprender que el hecho de no haberse afrontado los comprometía seriamente ante los mozos rifadores, los sesudos viejos petrucios, las mociñas, hipócritamente cándidas y las viejas medrosicas, que a todo se persignan exclamando:

—¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene!

Las dos parroquias tenían su honor; el consabido honor de andar a porrazos, puesto en manos de Culás y de Juaniño, sus campeones; no era cosa de sufrir que lo empañasen no administrándose una rociada de las de padre y muy señor mío, con el fin de aquilatar cuál de las dos parroquias, la de la tierra baja o la de la alta, la ribereña o la montañesa, puede preciarse de tener hombres más hombres, ¡rayo!

Ya principiaba en las romerías el juego de dichos, insultillos y burletas. Como los héroes de Homero, los mozos de Rozas y de Bonsende se ejercitaban en la inventiva, esperando el instante en que Aquiles se midiese con Héctor. Había risotadas ofensivas, fumaduras de tagarnina impertinentes, escupiduras de costado y puños que apretaban mocas y cardeñas, o que, con sentido más modernista, se deslizaban en la faltriquera, cerciorándose de que estaba allí, cargado y brillante, el revólver... Porque estos adelantos de la civilización han llegado a las idílicas aldeas, y el comercio de navajas y armas de fuego es activo y fructuoso, y cada noche, en las carreteras, resuenan detonaciones, no se sabe contra quién...

A la salida de misa, funcionaban activamente las lenguas. Se convenía en que si Juaniño y Culás no se daban prisa a despachar aquel cuento, sería difícil, en la primera fiesta, contener a los demás mozos, impedir que se enredasen, según andaban de alborotados... Y todos convenían en que, a suceder tal desdicha, muchos emplastos había que aplicar al día siguiente y no pocos pesos que aflojar para que se certificasen de leves y curables, en cortos días, heridas gravísimas, y evitar que más de cuatro rapaces de bien fuesen «echados» a presidio...

En vista de esto, Culás, el más vivo de los dos guapos, vio claramente que no era posible retrasar el encuentro; había llegado la hora...

Como el matador remolón en la plaza de toros, sintió la voluntad colectiva sustituyéndose a su voluntad personal, y decidió, aquella misma tarde, decirle dos palabrillas a Juaniño, que tornaría de la feria por el camino del crucero.

Bajo el crucero mismo se apostó, encendiendo un papel y sacando fumadas lentas, con ademán despreciativo. Lo que pensase en su alma Culás de Bonsende, eso lo sabrá Dios, pues sabe hasta lo que la policía ignora; pero el gesto era gallardo, la mano no temblaba, ni en el tostado semblante había rastro de palidez. Las patillas rojas del mozo relumbraban como hilado cobre a los últimos rayos del sol, y sus ojos verdes, de gato joven, relucían fieros.

Volvía Juaniño de la feria cabalgando un jaco peludo que acababa de mercar. Como era un mocetón hercúleo, las piernas casi le arrastraban, porque el fracatrús pertenecía a la exigua y resistente raza del país.

Al oír las pisadas del caballejo, Culás tiró el cigarro y empezó a silbar, desdeñoso, atravesándose en el angosto camino. Y como Juaniño, sin hacer caso del obstáculo, intentase pasar, el de a pie abrió los brazos y gritó ásperamente, con claridad y estridencia de gallo arrogante:

—¡Ey! ¡No se pasa! ¡Bajarse del caballo, que aquí está un amigo!

La salvaje ironía de la última frase fue bien comprendida... Juaniño pensó para su chaqueta:

«Vamos... No hay remedio... Milagro que no fue antes...»

Pausado, frío, descabalgó y amarró al castaño más próximo su ridícula montura. No había pronunciado palabra, ni Culás añadió ninguna a las ya articuladas. Así que sujetó al jaco, volvióse, y preguntó lacónico:

¿Qué se ofrece?

El ademán fue la respuesta... Culás hacia molinetes con su garrote en el aire.

Juaniño asintió. No valía aplazar. No sentía, en el fondo de su alma, ni chispa de malquerer contra Culás. No mediaba ni una rapaza bonita, ni un vaso de vino, ni una brisca mal jugada. No pleiteaban. No se habían hablado. Y era necesario que se agarrasen. Lo exigía el honor de dos parroquias. El único honor que ellos conocían.

Y cayeron el uno sobre el otro. Juaniño, especie de gigantón, parecía deber llevar ventaja; sólo que Culás era más ágil, más diestro. Sin sospechar ni en el nombre del jiu-jitsu, poseía sus tretas. Asestó cierto golpe al tórax ancho, y Juaniño se tambaleó, aturdido, pronto a desplomarse. Más antes tuvo tiempo de descargar, maquinalmente, el puño sobre la cabeza de su adversario, que se doblegó como un muñeco de goma.

Ambos cayeron al suelo. Volvieron a erguirse. La lucha se reanudó entre sofocadas interjecciones.

Se habían propuesto no emplear armas. No era cosa para dejar el pellejo. ¡Si no se querían mal! Pero al recibir otro porrazo cruel en la cara, Culás, viendo estrellas y círculos rojos ante sus pupilas cegatas, echó mano al cuchillo... ¡Juaniño se derrumbó! No hubo sangre. La herida sangraba por dentro.

Culás se alzó. Él, en cambio, estaba como un carnero degollado: por narices y boca arrojaba hilos purpúreos. Corrió a lavarse en una fuente. Y corrió más después, porque comprendía que, no se sabe cómo, había matado a un hombre, y la justicia le echaría mano... No quedaba más recurso que esconderse unos días, arreglar en Marineda el asunto y embarcar para Buenos Aires.


«Blanco y Negro», núm. 954, 1909.

La Corpana

Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana; y celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios que le hipaba a la faz.

Cuando me encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se tendía para implorar.

Los que tenían el valor de ponerse al habla con ella, de eso precisamente la oían jactarse: de que «se valía sola»; de que vivía y se embriagaba a cuenta de su trabajo... ¡Su trabajo!... Parecía increíble: la arpía encontraba labor..., ya que de algún modo hemos de decirlo... Trajineros y arrieros que incesantemente cruzaban el pueblecillo llevando sus recuas cargadas de pellejos de mosto, cueros o alfarería vidriada; mendigos, transeúntes que corrían tierras espigando la caridad; jornaleros que acababan de gastarse en la taberna parte del sudor de la semana; mozallones desvergonzados que salían de tuna y se recogían antes del amanecer, temerosos de una tolena de sus padres..., he aquí los que ofrecían a la Corpana, entre bisuntas monedas de cobre, fieras zurribandas con las cinchas de los mulos, puñadas entre los ojos, puntillones de zueco y bofetones de los que inflan el carrillo... Porque ha de saberse que los más se acercaban a la Corpana con objeto de tener el gusto de majar en ella, y la diversión consistía en la lucha, de la cual la mujer, con sus bríos de hembra terne, salía rendida y vencida en todos los terrenos, excepto en el verbal, no agotándose el chorro de sus injurias y sus pintorescos dicterios, ni cuando yacía en el suelo, medio muerta a fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llamaría sadismo a la peculiar atracción, salvaje y cruel, que ejercía la Corpana en su clientela especial; y si hubiese sadismo en este caso, preciso será conocer que no es la literatura quien propaga tales iniquidades, pues la mayoría de los atormentadores de la muyerona no creo que hubiesen deletreado, no digo yo al consabido divino marqués, pero ni aún el abecé en la escuela.

Vagaba la Corpana siempre sola; ni las regateras, fruteras ni panaderas del mercado, ni las aldeanas que venían a vender gallinas y leña, ni las golfas de la calle, en pernetas y sin peinar, se hubiesen juntado con semejante barredura. Equivocado estará el que crea que la noción de la desigualdad social la cultivan las altas clases. Es en las bajas, y aún en las ínfimas, donde se acata mejor esa ley de la clasificación y la desigualdad ante los seres humanos. El mohín de desprecio que hacía a la Corpana, por ejemplo, la Gorgoja, panadera de las más humildes, que compraba la harina averiada y se sustentaba de revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, si hemos de atender a las murmuraciones, no puede compararse sino al que hace la gran señora a la burguesa entremetida, que aspira a forzar las puertas de su trato. A bien que la Corpana, altanera a su modo, digna a su estilo, no se acercaba a ninguna de aquellas desdeñosas: se contentaba con soltarles, a distancia, una ristra de insultos: «¡Lamelonas! ¡Porcallonas! ¡No tenedes faldra en la camisa!».

Y cuál sería el grado de desprecio que inspiraba la Corpana, que ni aún se dignaban cruzarse con ella. Reían entre sí, escupían de lado, se limpiaban con el delantal y después aparentaban, diplomáticamente, no haberla visto ni oído.

Indescriptible fue el asombro de la gente cuando un día apareció la Corpana llevando de la mano a una niña.

Y no a una niña del arroyo; no a una de esas criaturas enlodadas y famélicas, hoscas y escrofulosas, que representan, para tantas pobres mujeres el fruto ansiado de las entrañas, sino una especie de señorita gentil y escantadora, rubia y blanca, vestida con esmerada pulcritud... Una chiquilla como un sol, de unos nueve a diez años, altiva, trajeada de cretona gris, con su cuello blanco, su lazo azul en el pelo y la mata de reflejos dulcemente trigueños tendida por la espalda. La extrañeza, elevada a pasmo, se reflejaba en los cándidos ojos, de violeta de la flor de lino, que la pequeña alzaba hacia su madre... Porque todo el pueblo lo sabía a la media hora: la chiquilla era hija de la Corpana, recogida, criada y educada en casa de una hermana mayor de la perdida, que tenía tienda allá en Puentemillo, y que acababa de morir súbitamente. Los herederos, los sobrinos legítimos, devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allí andaban las dos, madre e hija, todo el día de la mano; la borracha, sin borrachera; la criatura, atónita y encogida de miedo a algo, no sabía ella decir a qué... Sus mejillas palidecían, su boca se contraía, sus manos se ponían color de sebo, su vestidito planchado se ajaba y a la semana siguiente había adquirido el aspecto sórdido de las pobretonas...

Un domingo, al cruzar la plaza para ir a misa, vi que la propia Corpana me salía al encuentro y me cortaba el paso. No temí la racha de injurias que hasta involuntariamente expelía aquella boca: la Corpana venía de paz, venía con los ojos en el suelo... y, en aquel mismo instante, sentí dentro de mí dos cosas: la primera, que aquella mujer no profería una palabra que no fuese dolor y vergüenza de sí misma; la segunda, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén. Había entre nosotras algo humano que tácitamente nos ponía de acuerdo.

—Por caridad de Dios —balbucía la que nunca había pedido limosna y lo tenía a menos—. Saquen de mi poder a esta criatura, señores... Sáquenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven que no puede ser!

—No puede ser —repetimos todos, comprendiendo inmediatamente; y tomando a la niña con nosotros, la rodeamos como de un círculo defensivo, la aislamos, por un movimiento al cual el instinto dio la precisión de una maniobra militar.

Y lo terrible fue que la niña, sonrosada de gozo y emoción, se nos entregaba, presurosa de libertarse de su tremenda madre; se nos pegaba, huyendo horripilada de la que le había dado el ser... Y yo, fijando el mirar con involuntaria atracción en la Corpana, vi que de los ojos inyectados de la alcohólica saltaba una lágrima pequeña, que debía de ser muy acre, amargosa como el zumo de las retamas en el monte bravío...

Cuando hubimos colocado a la chiquilla en un convento de enseñanza, a fin de que pasase allí los años que le faltaban para tener edad de ganarse el pan honradamente, me dijo un día Tropiezo, el médico de Vilamorta:

—¿Llorar la Corpana? Sería aguardiente de orujo.

¡No! Era sangre y agua, era dolor líquido... En todo corazón está oculta una lágrima. Y los moribundos la vierten en la agonía, si en vida no pudieron...


«El Imparcial», 16 septiembre 1907.

Lumbrarada

En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.

—Ayudando Dios, bien lo carretaré hasta la era del tío Miñobre.

—¿El tío Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo chiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miñobre?

—Su hija, ¡vaya! ¿Qué había de ser?

El mozo, asombrado, se quedó pensativo. Su figura esbelta, bien plantada, lucía con el traje de marinero, que le descubría el cuello robusto, atezado, hendido en la nuca por enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.

—¡Camila! ¡Camila! ¿No te alcuerdas de mí?

Soltó la rapaza el hacha de leñadora y juntando las manos en señal de admiración, exclamó placentera:

—¡Félise! ¡Ya lo estaba cavilando: este, o es Félise o es el mismo demonio en su figura!

—¡Vaya, mujer! ¡Conque Camila!

—¡Vaya, hombre! ¡Conque Félise! ¡Tantos años que largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a quedar en la aldea?

—A eso vengo. Serví, cumplí, traigo unos pesos y hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí me ha de sostener la tierra.

—Por muchos años... —deseó ella, bajando la vista, con el dulce mohín vergonzoso de las vírgenes aldeanas.

—Y entonces, ahora que nos conocemos, ¿cortamos la ramalla de una vez? Porque yo falto de la aldea desde que era pequeño como un botón, y tengo ganas de armar la lumbrarada, como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?

Cada uno de los dos interlocutores rompió a esgrimir con ánimo el hacha. Había, en el movimiento de cortas ramas y hasta pinos menudos, una especie de porfía de vigor y de fanfarronada juvenil; tratábase de reunir pronto más leña, para avergonzar al compañero. Era ese pugilato de fuerzas físicas entre el varón y la hembra, que es uno de los atavismos de la raza, en la cual las hembras no han sido vencidas por los hombres, ni en caletre ni en musculatura. Y aunque Camila Moñobre tuviese poco de virago, y sintiese que el sudor brotaba de cada onda de su pelo negro, alisado con agua e indómito ya, se daba prisa, incansable, apilando madera verde, envuelta en el vaho de resina y cubierta por el espesiallo de finas púas, que caía a cada golpe. Las mariposas forestales de alas de terciopelo castaño huían despavoridas; los pájaros monteses se disparaban revolando, alarmados ante aquel estropicio; una liebre salió por pies de entre las uces. Félix sintió una compasión irónica.

—Deja, mujer, que ya tienes ahí para dos fogueras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego no puedes cargarlo a lomos.

—Si puedo o no puedo, se verá... ¿Tú cortaste ya lo que te cumplía?

—Paréceme que sí

—Pues ¡hala!

Y, con resolución furibunda, atropelladamente, la moza, desciñéndose una cuerda que llevaba arrollada al talle, empezó a liar el haz. Otro tanto hizo Félix, también provisto de soga. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar el haz de Camila: él ya se las arreglaría para echarse a cuestas el suyo. Y lo hizo, apoyándose en el vallado, hinchándosele un poco las venas del cuello. Los haces eran enormes; el ramaje barría el suelo y cubría a los portadores que, al romper a andar trabajosamente, agobiados, parecían un matorral ambulante. Avanzaban dando traspiés, cegados, y del fondo del matorral salía a veces una risada, violenta por la fatiga y el esfuerzo.

Ninguno de los dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiese confesado que aquello pesaba de más. Al resistir el peso significaban, con bizarra vanidad, ella: «Soy hembra de labor, capaz de ayudar a mi hombre», y él «Aunque me ves de marinero, sigo siendo un mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo». Y continuaban, habiendo salido ya a la carretera vecinal, que ocupaban de cuneta a cuneta, con el desbordamiento del fajo reventón. De pronto, el haz de Camila pareció aplastarse en tierra: era que la rapaza se había caído de rodillas. No podía Félix ayudarla... Se irguió como supo, y de entre las ramas tupidas brotó una protesta.

—Fue que di contra un croyo... Velo ahí, ¿ves?

Félix desvió con el pie la piedra, y siguieron marchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, y el lucero tembloroso como una perla colgaba en pendentivo, titilaba en el cielo pálido. En la revuelta, el crucero abría sus brazos de piedra ruda donde, toscamente esculpido, moría el Redentor. El sol no quería acabar de ocultarse: estaba quieto, rendido de tanto haber bailado al salir en la mañana mañanera del señor San Juan. El crepúsculo era infinitamente largo y dulce. Los dos mozos se habían detenido a la vez, soltando el haz y pasándose la mano por la frente inundada, en que latían las arterias.

—¿Aquí? —murmuró él, transigiendo.

—Bueno, aquí... —contestó ella, hipócrita, como quien se deja obligar.

Emprendieron a desliar el fajo, y él, echando de soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima, propuso:

—¿Armamos dos lumbraradas..., o una sola, Camiliña de azúcar?

—Según sea tu gusto, Félise.

Sin más, autorizado, juntó el marinero los dos haces en enorme pira y, restallando un fósforo, les prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba, activaba. Chasquearon las ramas, se alzó humo denso, y el olor a manzanilla y saúco que venía del prado vecino quedó ahogado entre el vaho a trementina del pino frescal... Félix, con agilidad de marino, saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas, y al tomar vuelo fue a caer contra Camila, que reía otra vez y que le amparó.

Y como la hoguera iba terminando —¡qué pronto arde tanta rama!— se miraron, y enganchados del dedo meñique alejáronse lentamente del crucero, entre la apacible penumbra del crepúsculo, que no terminaba nunca. Félix, a la oreja de Camila susurraba:

—Buena lumbrarada la que hemos armado, mujer.


«El Liberal», 5 agosto, 1907.

La advertencia

Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

—Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?

La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.

—¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece.

—Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.

Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.

—¿Yo, don Caliste? ¿A mí...?

—A ti, claro, a ti... No sé de qué te pasmas... A mí no había de ser... Si te dijese que te llamaban para guiar el coche, bueno que te asombrases...

—Y entonces, ¿quiérese decir que tengo que largar para Madrí, don Caliste?

—No siendo que pienses darle teta desde aquí al pequeño de los señores...

—No se burle... No se burle... ¿Y qué dirá mi hombre cuando sepa que dejo la casa y los rapaces?

—Dirá que perfectamente. ¿Qué diantre ha de decir? Os cae en la boca una breva madura. Ocho pesos de soldada al mes, comida..., ¡ya supondrás qué comida! Y ropa... ¡De ropa, como la reina! Collares y pendientes de monedas de oro, pañuelos bordados, mantel de terciopelo... ¡Hecha una imagen!

—Ocho pesos —repitió impresionada la aldeana, mientras el mamón, acogotado de hartura, cerraba los ojuelos y se adormecía—. ¿Dice que ocho pesos?

—¡Y propinas! ¡Propinas gordas!

Maripepiña meneó la cabeza, cubierta de densa crencha, de un rubio magnífico, veneciano, que, sencillamente alisado para domar su rizosa independencia, brillaba a los últimos rayos del sol. Cubrió el globo del seno, que todavía rozaba, descubierto, la cabeza del niño dormido, y repitió:

—¿Qué dirá mi hombre?

—¿El trabaja en la viña de Méntrigo?

—Sí señor... Allí está el enfelís, aguantando calor desde la madrugada.

—Pues, paso por allá y se lo remito... porque esto no da espera, mujer. Si te determinas, has de salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevo a Vilamorta; la diligencia sale a las once de la noche, por aprovechar las horas frescas.

Nada contestó la moza... Su estrecha frente estaba como abarrotada de pensamientos contradictorios. El médico cabalgó otra vez y se alejó, con el mismo choque de eslabón de las herraduras contra las lages de la calzada bruñidas por el tiempo.

Un cuarto de hora después, el hombre de Maripepa aparecía, chaqueta al hombro, azadón terciado. No hubo explicación: ya venía informado por el médico:

—Y luego, Julián, ¿qué nos cumple hacer?

El aldeano, al pronto, calló, con cazurro silencio. Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de la herrada un tanque de agua fría, que apuró a tragos largos, como se deben apurar las amarguras inevitables...

Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa de soltar al crío en la cuna.

—Nos cumple, nos cumple... —repitió sentencioso—. Nos cumple a los pobres obedecer y aguantar... El amo, si está de buenas, puédese dar que nos perdone la renta del año; y que la perdone, que no la perdone, tus ocho pesos nadie te los quita. Y tú, según los vas cobrando, aquí los remites, que yo tengo mi idea, mujer, y nos perdonando la renta, si tú se lo sabes pedir con buen modo a la señora, con tu soldada mercábamos el cacho de la viña que está junto al pajar, y ya teníamos huerta, patatas y berzas, y judías, y calabazas, y todo...

—Bien; estando tú conforme, voy a recoger la ropa.

El marido gruñó:

—Lleva no más lo puesto, parva, que ropa ha sobrarte.

—Y a los rapaces, ¿quién los atiende?

—Estarán atendidos. Vendrá mi hermana, la más pequeña. Ya cumplió los diez años por San Juan; sirve para cuidarlos.

—Que no le falte leche a Gulianiño —imploró la madre, señalando a la cuna.

Y al pronunciar el nombre cariñoso del nene, se le quebró la voz a Maripepa y las lágrimas apuntaron en sus ojos verdes, del color de los pámpanos de la vid.

El marido, por su parte, también sintió no sé qué allá, en lo hondo de sus toscas entrañas de labriego amarrado sin reposo a la labor que gana el pan oscuro y grosero... Por un instante los esposos se miraron, con el mismo ¡ay!, con la misma devoción a la cría, a la prole.

—Voyme de mala gana, mi hombre —suspiró la hembra.

—¡No hay remedio! —articuló él, reflexivamente.

Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Maripepa, la besó sin arte, restregándole la cara.

—Cata que eres moza y de buen parecer —refunfuñaba entre estrujones—. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Tú vas para el chiquillo y no para los grandes, ¿óyesme? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos...

La aldeana sonreía interiormente, bajando hipócrita los ojos. Ella sería buena por el aquel de ser buena; pero su hombre no tenía un pie en Norla y otro en Madrid, y los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese... Y, con modito maino, se limpió los carrillos del estregón y sacudiendo la mano en el aire, articuló mimosa:

—¡Asús, lo que se te fue a ocurrir, santo! ¡Nuestra Señora del Plomo me valga!...

Obra de Misericordia

El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.

—No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...

—Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...

—Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.

—Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.

—Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!

El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.

—¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...

Un coro de súplicas se alzó:

—Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.

—Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...

—A la mía, que mayor desdicha no la haberá...

Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos —hubiese preferido descansar y una taza de café muy caliente— siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.

Por callejas sucias y pedregosas se dirigieron a una casa algo más cuidada, de mejor apariencia que las restantes. Las maderas de esta casa, puertas y ventanas, eran nuevas, y tenían el aspecto de solidez de lo bien construido. Como que el moribundo era el mejor carpintero del pueblo, y le sobraba trabajo, sobre todo desde que se había declarado la fatal epidemia... Sí: desde que caían diariamente diez o doce personas, aterradora proporción para tal vecindario, Mateo Piorno no descansaba de día ni de noche, serrando y ajustando tablas destinadas a ese luengo estuche, más ancho y alto por la cabecera, en que ha de contenerse todo el orgullo, toda la maldad, toda la miseria y toda la ilusión humana. Los ataúdes producían más que otro trabajo cualquiera, porque aún los muy pobres no suelen regatear tratándose de estos artículos, y llovían los pesos duros en la hucha de Mateo Piorno, hasta el día en que le acometió también a él —a fuerza de cerrar cajas acercándose a los muertos y manejándolos— el mal, aquel mal que de los muertos venía, que era seguramente la emanación deletérea de tanta carne de hombre hacinada en los campos de batalla, mal cubierta por la tierra madre, horrorizada de ver sus entrañas profanadas así. Y mientras el carpintero, todavía joven y vigoroso, luchaba con el morbo, al principio hipócritamente benigno, de repente avasallador, el hijo, de dieciséis años, se rendía a su vez, y la queja sorda de los dos enfermos era un ruido quizá doblemente fatídico que el de los martillazos clavando las cajas...

Cuando el médico entró, Mateo, desde hacía media hora, había cesado de quejarse. Don Saturio alzó el embozo y miró el rostro, que empezaba a adquirir tintas plomizas.

—¡Para este —gruñó— no hago falta!...

La mujer exhaló un chillido desesperado. Comprendería de súbito. Y cuando empezaba a lamentarse una voz familiar la llamó desde la puerta:

—¿Qué es eso, Cándida? ¿Qué ha pasado?

Era un fraile mendicante, alto, seco, que venía cargado de un brazado enorme de rama de eucalipto; y con él entró una ráfaga de esencia pura, fuerte; un aire de salud. El médico le hizo una seña.

—Me encontré esta novedad... Y no será la única... Falté del pueblo unas horas, porque fui a Lebreira, donde el abad ya falleció. Esto es el fin del mundo. La mitad más uno de los vecinos con la tal peste. Aquí, el muchacho me parece que salvará; haga usted la desinfección con el formol, y déle otro sello de aspirina. Yo me voy, que me esperan quince o veinte. Aún no he comido. Me duele la cabeza. Y lo peor es que no sirve de nada tanto fatigarse. ¡Caen como moscas!

El fraile entró. Empezó por rezar brevemente ante la cama de Mateo. Se volvió luego hacia la mujer, y poniéndole la palma de la mano en el hombro, no sugirió: ordenó la conformidad.

—Lo manda Aquel... No somos nadie para rebelarnos contra lo que manda. Y tú, Cándida, ¿puede saberse por qué no me avisaste antes? No debiste dejar que tu marido se fuese así... A más, yo estaba bien cerca: en casa de Manuel el albéitar, que la madre también... ¡Ea, mujer, ánimo! Reza conmigo, y después, no te falta quehacer con el muchacho. Dale a beber agua con una cucharada de ron. Yo le administraré las medicinas. Va a sudar; ponle otra manta.

La mujer iba a coger la de la cama de Mateo; un respingo del fraile la contuvo.

—Pero, señor, si ya mi marido, malpocado, no necesita la manta...

—Hay que perdonarte porque no sabes lo que haces. Coge una de las que tienes de reserva, para el enfermo. Después, ve a avisar que vengan a llevarse a tu esposo: ya sabes que no permiten que estén en casa ni una hora.

Mientras la mujer cumplía los menesteres, el franciscano entró en la pieza que servía de taller a Mateo. Había en ellas olas de virutas, hacinamiento de astillas y tablones, el banco reluciente por el uso, con esos curiosos esgrafiados que son la vanidad de los carpinteros. Y en el centro del taller, un féretro nuevo, oliendo gratamente a resina, al cual sólo faltaba una tabla en la tapa. El carpintero no pudo acabar su labor...

El fraile tomó el martillo y, torpemente, clavó la tabla, pegándose más de una vez en los dedos. Luego arrastró tapa y caja al dormitorio, donde yacía Mateo, y donde su hijo empezaba a amodorrarse, en el bienestar del sudor resolutivo. Tapó al enfermo, desinfectó rápidamente. Cándida no tardó en presentarse gritando de un modo histérico:

—¡Ay señor! ¡Ay santo! ¡Ay padre! ¡Infames, perdidos! No querían darle sepultura.

—¿Qué dices, mujer?

—Que el enterrador está en la cama, y los otros dicen que no es cosa suya, que no es obligación. ¡Tienen miedo! ¡Malvados!

—Motivo hay... —declaró el franciscano, moviendo la cabeza—. No los insultes. Bastante infelices sois todos.

Y como Cándida sollozase amargamente, compadeciéndose a sí misma, el fraile añadió con imperio:

—Ayúdame, hermana. Aquí tenemos el ataúd; tú envuelve en la sábana el cuerpo.

Mientras la mujer realizaba esta tarea, el fraile corrió de nuevo al taller, y con dos astillas y una tachuela hizo una cruz.

—¡Ahora, ánimo! Agárralo por los pies, yo por los hombros...

Lo depositaron cuidadosamente en el féretro, y el fraile depositó sobre el pecho la tosca cruz, sujetando lo mejor que supo la tapa de la caja.

—¿Y ahora, señor? —murmuró la mujer.

—¡Ahora, arriba! ¡A los hombros! ¿Puedes?

Había que poder. El carpintero pesaba. Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del fraile. Cándida no penaba tanto, hecha a más rudas labores, sin duda, pero la sacudía el zopillar angustioso.

—Calla, mujer, calla; ya hiparás después...

A nadie encontraron en su fúnebre paseo. El cementerio estaba próximo, por fortuna. No tardaron en hallar las herramientas. Los brazos les dolían, la respiración les faltaba al cavar en el suelo endurecido la ancha fosa. El fraile, cuando ya vio el ataúd depuesto, pensó en orar. Dijo las preces, bendijo la sepultura cristiana. Luego cubrió el ataúd con los removidos terrones. Y enjugándose el sudor, ya frío en sus sienes, iba a retirarse, a tiempo que divisó a dos hombres, portadores de otra fúnebre carga. Sólo que esta vez faltaba el féretro. ¿No faltaba también el carpintero? Venían los despojos envueltos en una manta. Y el fraile, sencillamente, suspirando de fatiga, tomó otra vez el azadón...

—Yo los ayudo, hermanos.


«Raza Española», núm. 1, 1919.

Bajo la losa

Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?

Mi padre no añadió palabras sobre el asunto, porque tuvo que dar disposiciones relacionadas con el problema de cenar y dormir. Todo estaba abandonado en el caserón; aquella gente labriega tenía los muebles destrozados, y las camas torneadas, de columnas salomónicas, dedicadas a frutero. Al fin logramos que nos habilitasen dos colchones y que se friesen unos huevos y se calasen unas sopas de leche. Después de la frugal refacción, mi padre se fue a celebrar una conferencia con los caseros, matrimonio ya encanecido, y yo me asomé a un balcón que daba al antiguo jardín de mirtos, y sobre el cual, formando ángulo, presentaba su fachadita algo barroca la capilla donde reposaba doña Clotilde. El jardín era ya bosquete confuso y enmarañado. Cada planta había crecido a su talante, y la forma severa y geométrica del diseño ni adivinarse podía. Arboles enormes se destacaban sobre la masa de verdor oscuro, y a trechos las sendas y glorietas aún blanqueaban. Olores de miel subían de los macizos en flor. A lo lejos, la ría enroscaba su lomo de dragón de plata, dormido bajo los ópalos misteriosos de la luna. Se escuchaba el cristalino gotear de una fuente, oculta entre los arbustos, que, sin duda, en otro tiempo manó hermoso chorro de agua; pero ahora, obstruido el caño, exhalaba un sollozo interrumpido, lento. Y dentro de mi alma le contestaba otro sollozo. Porque yo —y al llegar aquí de su relación, el sobrino y nieto de doña Clotilde estaba tan pálido como debió de estarlo su tía y abuela en el féretro—, yo, entonces, tenía el corazón más enfermo de lo que pudieran tenerlo las mozas a quienes la Santa curaba aplicándoles la mano; y enfermo de peor enfermedad, pues no era impureza, sino pasión desesperada a fuerza de ser pura y llena de idealismo, lo que yo padecía, lo que ocultaba como debiera Don Quijote haber ocultado su locura generosa, y lo que, habiendo subyugado mi razón, amenazaba dar al traste con ella, llevándome sabe Dios a qué abismo, entre negras ondas de melancolía... Clavando los ojos en la cerrada puerta que guardaba el arcano de una vida más cercana al cielo que al suelo vil, invoqué a la Santa, recordándole que soy de su estirpe, que me une a ella un lazo que jamás se rompe... «¡Santa Clotilde —murmuré, como a mi pesar—, la del cuerpo incorrupto!... Pon tu palma fina sobre este corazón donde circula la misma sangre que circulaba por el tuyo, superior a las miserias de la vida y a los afanes que la consumen... Sáname, sáname... Que yo piense en otra cosa, que yo me liberte de esta idea mortalmente adorada...».

Y con la fuerza y el relieve que tienen las alucinaciones, me representé a la tía Clotilde tal cual estaría en el momento en que alzásemos la lápida desgastada que cubría sus restos... Parecería dormida, no muerta. Sus ojos, dulcemente cerrados, darían sombra con las pestañas largas a las mejillas de magnolia. Sus manos, llenas de sortijas, largas como manos de retrato, cruzadas sobre el pecho, no habrían perdido nada de su flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; y yo, cometiendo una respetuosa profanación, cortaría una de esas sagradas manos, para aplicármela sobre el corazón y curarme. Después guardaría la mano milagrosa en una caja de plata, lo más rica posible, cuajada de gemas y de topacios, y siempre que la pasión me rondase en la sombra, sacaría el talismán, y su contacto de sedosa nieve volvería la calma a mi espíritu...

En medio de mi ensueño, me sobrecogí... La puerta de la capilla se abría sin ruido, y salía de ella una mujer... Era imposible distinguir a aquella distancia y entre la sombra que proyectaban los arbustos, entrelazados y espesos, ni sus facciones, ni aún su forma; su ropaje era una vaguedad blanca, y su rostro, una mancha más blanca aún, bajo el ópalo triste de la luna. Más indecisa aún la visión, porque, como temerosa, se escondió prontamente entre el follaje. Hasta podría dudarse si era real su aparición.

Ya se deja entender que apenas dormí. No era la incomodidad de la cama lo que me impedía cerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de ver las manos divinas que consuelan los corazones y mitigan las fiebres de las almas locas...

Apenas mi padre despertó y despachó un frugal desayuno, bajamos a la capilla provistos de herramientas para desquiciar la losa. El casero nos acompañaba. La capilla estaba más abandonada y destruida aún que el resto del edificio. Por los claros del techo, podrido de humedad, entraba la luz del día. Paja y boñiga alfombraban el pavimento. Mi padre, enojado, se volvió hacia el casero.

—¿Por qué metéis aquí los bueyes?

El hombre negó primero; luego, trató de excusarse torpemente... Empezó a desquiciar la losa de carcomidos caracteres góticos, y mi padre y yo le ayudamos con nuestros palos de hierro. Al fin logramos conmoverla, y fuimos alzándola cuidadosamente. Mi fantasía, excitada, me hacía percibir un aroma exquisito, que sin duda era el de las rosas del jardín pasando al través de la puerta.

Salió la losa de su engaste. Un hueco sombrío apareció. Era una sepultura en cuyo fondo se veían algunos huesos carcomidos, trozos de tela de color indefinible y próximos a deshacerse en ceniza; en suma, lo que suele hallarse en todo sepulcro. ¡No ya cuerpo incorrupto, ni siquiera cuerpo momificado!

Nos miramos llenos de contrariedad...

Resolvimos dejar caer otra vez la losa en su sitio, cuando reparé en un puntito brillante que asomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogí un medallón pendiente de cadena sutil. No me vieron cometer el piadoso latrocinio: mi padre estaba distraído en examinar los desperfectos del retablo, de suntuosa talla dorada, y el casero en disculparse. Habían hecho establo, y sabe Dios si pajera, de la capilla...

Después, así que averigüé que el casero tenía una hija joven, comprendí que era ella la que vi salir de noche, recatándose, después de haber borrado precipitadamente y mal la huella de tantos abusos.

Y cuando examiné el medallón hallado en la tumba de Clotilde, comprendí también por qué no podría curarme su mano... El medallón contenía un retrato y un rizo de pelo. ¿Cómo me había de curar la desdichada, si debió de padecer mi propio mal, y acaso de él murió?


«La Ilustración Española y Americana», núm. 28, 1909.

Milagro natural

En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.

Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.

Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el coche —cuyas jacas se mosqueaban impacientes— que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo, llanamente:

—Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:

—La carrerita de un can...

Se organizaba el cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso, resquebrajado. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de sol velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan riguroso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer ante los aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro valor. ¡Ahora se verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una serie de portillos que saltar; y después, las tierras labradías, el angosto carrero, orlado de manzanillas ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego, más empinada. El gentío iba como hilera de hormigas, pero hormigas de chillón colorido, y la tolvanera que se alzaba era asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, a ratos se metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía haber andado ya kilómetros.

A una revuelta del caminillo, un manchón de arboleda, un prado reseco, y detrás, un hórreo y una especie de establo. La casa de la enferma.

Las mujerucas del rueiro habían revestido la puerta con colchas de zaraza remendada, en obsequio al Señor, y allá, al fondo del establo, en un jergón, también disimulado bajo sobrecamas y sábanas con puntillas, hipaba la moribunda.

No se veía de ella sino una máscara senil, lívida, un mechón gris, una mano amarilla, desecada y nudosa. Y su biografía, exclamada entre compasivos gemires de las comadres, era la de una malpocada, sin familia, venida nadie sabía de qué tierras, acaso de la montaña, que es donde vinieron todos los desheredados de la orilla-mar; agazapada en lo que fue cuadra de bestias y ahora albergue humano, bajo un tejado a tejavana, que da paso al viento y a la lluvia; mendiga por las puertas desde veinte años, y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué mal, de vejez, sin duda... El cura se había acercado al camastro, y, administrado el Viático, recitaba la recomendación del alma. Los aldeanos se desviaban, respetuosos, para que no perdiésemos nada del espectáculo: de los callosos pies descubiertos, pronto ungidos con los óleos; del estertor que sacudía el pecho, en que resaltaban visibles las costillas. «¡Y, alma mía, aquello era el gunizar!» Y otras viejas sollozaban, pensando en su propia hora...

El anhelar de la enferma se mitigaba: parecía haber caído en síncope. Se hacía tarde: las vacas, los cerdos, aguardaban su sustento; el pote gorgoriteaba a la lumbre, y la gente aldeana se disponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta. Por la cuesta abajo, todos los santos nos ayudaban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó elásticamente sobre la carretera, en que el sol, ya descarado, hacía relucir las partículas de mica entre el polvorín que alzaban las ruedas.

Al pasar bajo las enormes acacias, una de nosotras expresó su opinión:

—Esa mujer se muere de hambre. No tiene otra cosa sino necesidad.

—¿Enviarle un frasco de somatosa? ¿Leche?

—¡Bah! ¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, mantecadas, chuletas fritas y jamón, que lo hay en lonchas...

Reímos. Ya conocíamos el sistema. ¿Aquel cadáver comer mantecadas? El portador del cesto, sin embargo, salió volandero hacia la bodega desmantelada donde la mísera se moría por instantes, y todos los días ya volvió a salir con su canasto bien repleto.

Y fue quince días después —ni uno más ni uno menos— cuando nos avisaron de que allí estaba la resucitada, la pordiosera, que venía a darnos las gracias. Ella misma, por su pie, derrengaba sobre un báculo de aliaga, que es madera que sustenta mucho y pesa poco, arrastrándose, pero viva, y hasta con remoce de color de teja en los carrillos y cierta alegría picaresca e ingenua en los ojuelos, cercados de pliegues y arrugas...

—¡Un milagre, santiñas, un milagre! La Virgen Nuestra Señora que me arresucitó estando yo en las ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre de Nuestro Señor!

Era un día primoroso de julio. Había llovido en los anteriores; el prado se vestía de seda color manzana, y las últimas rosas del primer ciclo foral trascendían a gloria. Nos mirábamos, satisfechas y persuadidas del portento. El contenido de los cestos, cosa material, no bastaba para explicar la curación de la infeliz. Milagro lo había; milagro de vida y de gozo. Y las esencias del campo, y la claridad del firmamento luminoso, y la paz de la tarde, nos infundieron la alegría del milagro, de la muerte y la nada vencidas un momento, de la Segadora, que huía con su guadaña inútil...


«El Imparcial, 15 de noviembre 1909.

La casa del sueño

Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...

Mi deseo adquiría mayor vehemencia, porque apenas definía yo su objeto; y me hubiese sido difícil describir, ni aún inexactamente, lo mismo que ansiaba. Sabía yo que se trataba de una casa, bajo unos árboles, en una aldea, lejos, muy lejos de las ciudades que me habían zarandeado con su oleaje; pero era lo curioso que ignoraba por completo en qué parte de España se encontraba esa casa, esa aldea, esos árboles, cuyo verdor engañaba aún mi desecado espíritu. Cuando habité la casa ¡era tan niño! Pero, niño y todo, me había quedado en el paladar el sabor de la bienaventuranza, en el regazo de mi madre o abrazado al Melampo, que me lamía lealmente la faz... Desde que dejamos aquel rincón, ¿dónde estaba, cuál sería su nombre?, empezaron mis desventuras. Perdí a mi madre; mi padre me abandonó, recibí la torturante protección de mi tía, que me hizo sufrir tanto, y comenzó la forjadura de la cadena de fallidos intentos y frustrados propósitos.

No tenía a quién preguntar para orientarme respecto a la situación del lugar en que aún aleteaba para mí el ave rara del ensueño. Porque, vencido y náufrago, había resuelto retirarme a aquel rincón en que había probado el gusto a miel de la ventura, y vegetar allí, procurando no acordarme sino de los tiempos buenos, borrados casi, como pintura cuya belleza aún se adivina en medio de la destrucción.

En balde daba tormento a la memoria, forzándola a que precisase qué provincia, qué localidad era aquella donde yo comprendía que aún me restaban fuerzas para seguir viviendo. Sabía que de allí nos habíamos venido en diligencia a Madrid; que allí existían montañas, ni muy bajas ni muy ingentes, montañas vulgares; que allí se alzaba una iglesia, con su atrio; semejante a la mayor parte de las iglesias; que allí cerca pasaba un riachuelo, análogo a millares de riachuelos; que la sombreaban unas altas frondas (pero yo, en aquella edad, mal podía comprender si se trataba de castaños, álamos o pinos...). Y, a pesar de no serme posible concretar nada— ¿y quién sabe si justamente por eso mismo?—, era aquella casa, y no otra; eran aquellos árboles, y no otros, los únicos cuyas sombras apetecía; era el frescor de aquel riachuelo el único que pudiera refrigerar mi alma, y eran las bóvedas de aquella iglesia las que me devolverían, entre tantas cosas para mí perdidas, el lejano y celeste tesoro de la fe, o, al menos, de la misteriosa confianza en lo desconocido.

A veces me hacía yo razonamientos para demostrarme que tal empeño se asemejaba a manía, y era acaso la dolorosa huella del trastorno mental sordo y manso que producen las reiteradas contrariedades, las magulladuras del náufrago, batido sin cesar por la resaca contra las peñas. ¿Por qué aquel afán, que crecía con el correr del tiempo? ¿Por qué la casa poco a poco llegaba a constituir una obsesión para mí? ¿Por qué cifrar en una casa, idéntica a cien mil casas, la probabilidad de encontrar, si no la dicha, al menos un poco de paz y de sosiego? ¿No era lo mismo recogerse a la primera morada solitaria en el campo y figurarse que fuese la otra?

No debía de ser lo mismo, al menos para mí, cuando iban indisolublemente juntos mi ensueño y la idea de aquel rincón en que supe lo que era la felicidad..., la cual se compone de nada, de un estado de indiferencia, de no anhelar, de no aspirar, de olvidar que corre la hora.

Retirarme a otro sitio me hubiese sido imposible. Y parecía imposible también descubrir aquel, isla perdida en un archipiélago de islotes confusamente iguales...

La casualidad, mi eterna enemiga, por una vez aparentó servirme. El caso fue, como obra suya, inesperado. En un puesto de libros y papeles viejos, que revolvía por instinto, encontré, entre mil cartas amarillentas, una de mi padre a mi madre...

Parecióme que se abría un ataúd y salía de él ese vaho peculiar a flores secas hechas polvo... La misiva era insignificante, sin trascendencia alguna; lo interesante para mí, las señas del sobre. Decía: «En San Martín de Maceira, provincia de...» Y, como si de repente se desgarrase un velo, recordé... ¡No haber recordado antes!... Claro, San Martín de Maceira; en letras, de lumbre veía el nombre... Y aquella misma tarde hice mi hatillo y corrí a la estación...

No acierto a decir cómo iba. No hay quien refiera estas cosas, que se componen de sensaciones tenues, o tan hondas como los hondones callados de los ríos. Lo que puedo afirmar es que, por primera vez desde hacía tanto tiempo, experimenté una alegría extraña, un impulso reanimador. Empecé a fantasear la tranquila vida del sabio y del filósofo, que desdeña las contingencias de su propia suerte y las domina desde la altura de su calma. En mi retiro estaba libre de las fatalidades que, ensombreciendo mi destino, me lo convertían en tormento y argolla. Y ahora, próximo a rêver, recordaba todo, detalles de la casa, menudencias del jardín, la forma de nuestras habitaciones. ¡Qué goce ver de nuevo aquellos muebles arcaicos, aquellas consolas de patas retorcidas, aquellas mesitas de tocador de nublado espejo, donde reaparecen las caras muertas, aquella vieja cama de caoba, toda desbarnizada, deslucida por la humedad! Yo compraría la mansión, los muebles, todo, al precio que me pidiesen; y, sentado ante la puerta, miraría a los que pasasen (sin darles el aviso piadoso de que no intentasen dirigirse a parte alguna, puesto que todos los caminos van a parar al mismo paradero...)

Andaba apresurado, reconociendo las veredillas, los accidentes del terreno, las ciénagas, los valladares pedregosos. Anochecía. El segmento de la luna asomaba, bogando plácido por el cielo apacible. No me separaban del ideal sino algunos pasos. Una sorpresa empezaba a embargarme. ¡No veía los árboles, la espesura que doselaba la casa! Raso todo. Una mujer vieja, renqueante, se acercaba a mí.

—¿Han cortado los árboles, madre? —interrogué, con temblor de voz.

—Sí, hijo, cuando arrasaron la casa.

Me detuve. Se me enfriaron las sienes.

—¿Y qué hay ahora en el sitio de la casa?

—Nada. Araron, sembraron trigo.

Me oyó un sollozo... Vino, compadecida, a atenderme.

Y me eché en sus brazos, como si la conociese de toda la vida —no he vuelto a verla jamás—. Mientras duró el abrazo sentí un poco de calor de bondad humana. Por eso no me he arrojado ya desde mi balcón a la calle. Compadeced, que lo han menester los tristes.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 12, 1911.

Entre humo

A los pocos días de residir en el poblachón de la montaña donde me confinaba mi carrera y la necesidad de empezar a formarme un porvenir —éramos seis hermanos, y mis padres tenían lo estricto y nada más— empezaron a hablarme de mi patrona a medias palabras reticentes.

Para combinar un arreglo económico, mi madre había escrito a aquella mujer, de quien supo por referencias, para que me cediese habitaciones y guisase mi pitanza. El precio nos pareció inverosímil, y cuando probé el trato creció mi sorpresa. Vivía yo como un príncipe por una cantidad módica hasta lo sumo. No faltaban en mi mesa frescas truchas del río, pollos tiernos, jamón excelente, embutidos sabrosos y otros regalados manjares; mi alcoba y mi despachito eran tazas de plata; a mi ropa blanca no le faltaba cinta ni botón, y Mariña, la huéspeda me hablaba en tono de respeto, que gradualmente fue matizándose con unas ráfagas de algo que parecía cariño. Al oírme ensalzar las cualidades de Mariña, su habilidad de cocinera, en la tertulia de la botica y en las tardes ociosas del Casino, menudearon las indirectas, unas en tono de chanza, otras con acentuación grave y fúnebre. Mariña..., ejem... Mariña..., jum... Mariña..., ¡vamos! Bueno, Mariña...

Supuse, al pronto, que me insinuaban algo respecto a la conducta de la patrona en el terreno amoroso; y a la verdad, como este punto me tenía perfectamente sin cuidado y me encontraba en el hospedaje cual ratón en queso, me encogí de hombros, echándome a reír. ¡Historias de mujeres y de hombres! ¡Pchs! Un comino... Sin embargo, miré con cierta curiosidad a Mariña. Frisaría en los treinta y pico, y su cara, de facciones bien perfiladas, no mostraba ese tono rojizo de las mujeres laboriosas de baja clase, sino una firme palidez, que daba realce al colorido de los labios, muy rojos. El pelo, negrísimo, abundoso, liso y fuerte, lo recogía en rodetes tras de la oreja. Los brazos, arremangados, eran de un modelado correcto. Bajo su blusa de percal, el seno conservaba proporciones juveniles. La mirada, un poco cautelosa, la velaban pestañas densas. Las cejas, sombrías, pobladas y juntas, imprimían cierta dureza a la fisonomía. Era, en suma, una mujer que, sin ser fea, no sugería ideas voluptuosas; un no sé qué en ella, alejaba la tentación. En cambio, indefinible recelo me empezó a acometer en medio del bienestar que la solicitud de Mariña me proporcionaba. Y es que un día tras otro, las vagas indicaciones hacen mayor efecto que haría la forma calumnia. Se apoderan del ánimo con fuerza superior; su lento trabajo es más seguro. Por otra parte, las insinuaciones, al reunirse, se condensaban.

—¿Qué tal los guisos de Mariña?

—Guisa bien la patrona, ¿eh?

—¡Compone muy ricas las anguilas! ¡Qué empanadas! ¿Le da empanada?

—Hay que comerlas con cuidado, que a veces hacen daño.

—Sí, esos platos fuertes...

—No se atraque mucho, por si acaso, registrador... —me aconsejaban, sardónicos.

Preocupado ya, decidí esclarecer el misterio. Cogí a Agonde, el boticario, hombre formal, de buen consejo, y le intimé mi formal voluntad de saber qué era aquello... ¡de una vez!

—Diré a usted... —murmuró el boticario, a la defensiva, sobándose reflexivamente la barba gris—. Son gaitas... La gente... ¡Cuentas claras!

El boticario escupió de soslayo, y, con calma, encendió un puro, dióme otro y, confortado y refugiado tras del humo de la primera chupada, profirió:

—Bueno, ahí va esa... Mariña fue bonita y se casó con un tío suyo, un usurero, siendo moza como de veinte años. Que el tío le dio mala vida, hasta los gatos lo saben; la hacía levantar a las altas horas para guisarle caprichos, carne así y huevos del otro modo; le tiraba a la cara la tartera si no estaba a su antojo el guiso, y un día, por ese pelo tan largo que tiene aún, la amarró a la columna de la chimenea, en la cocina, y también tiene la lengua demasiado larguita.

—Al contrario; yo me quejo de la lengua corta... Cuando se suelta un cabito, desembuchar ya de una vez.

—Bien dice usted —observó, astutamente, Agonde—. Sólo que, para desembuchar, es necesario saber las cosas a punto cierto, y ahí está el quid, registrador... Hablar no es probar, ¿eh? Hablan, por que tienen boca.

—Agonde —insistí—, estamos solos, y le doy mi palabra de caballero de que me callo. No le pido tampoco su opinión, pido nada más que saber a qué, mentira o verdad, aluden cuando me echan esas indirectas transparentes. Ea..., salga a relucir lo que demonios fuere: fue milagro que no se le pegase fuego a las ropas y no quedase ánima del purgatorio. Y así, nueve o diez años... De este modo salió tan buena guisandera, ¿eh?

—No es milagro... ¡Hay que empezar por contar lo del marido antes de llegar a lo de ella...!

—Vamos, que tomaría un querido...

—¡Ca! No, señor. En ese particular, de Mariña no hubo que decir ni tanto... ¿Un querido? Más valiera... ¡Dios me perdone! —y Agonde rió, envuelto en el humo, que le prestaba atrevimiento y picardía.

—Entonces...

—Entonces... El cuento que corre es que, habiendo pescado el Miñoca, ¿no sabe?, ese viejo que saca del río las truchas a docenas, una anguila magnífica, gorda como mi brazo, se la trajo al marido de Mariña, que ordenó una empanada. La mujer se esmeró, y la empanada estaba tan rica, tan rica, que mi hombre se excedió tal vez... Ello fue que aquella misma noche, ¡pum!, al otro barrio.

Un frío sutil me serpeó por las venas...

La tragedia se me presentaba completa, lógica, como escrita por la mano profundamente artística de la Fatalidad. No me quedó ni sombra ni duda... ¿Quién podrá explicar por qué, al mismo tiempo, se me impuso la idea, el propósito firme, de tomar la defensa de la envenenadora y rehabilitarla si pudiese? Son fenómenos o aberraciones de la sensibilidad, anomalías del alma.

—¡Vamos! —exclamé, en voz alta, velándome también con el humo para disimular la expresión involuntaria de mis ojos—. ¿Y no hay más que eso? ¿Se hicieron averiguaciones serias? ¿Qué opinaron los médicos? ¿Medió la justicia? ¿No? —Agonde, tras la cortina de humareda, hacía con la cabeza signos negativos—. Pues entonces permítame que le diga que todo ello se reduce a chismes lugareños, a murmuraciones... El marido era viejo, ¿a qué sí? Tragaba como un bárbaro... ¿a qué sí? Y sobrevino la congestión... ¿a que sí? —Los signos negativos se habían convertido en afirmativos—. Y si no, Agonde, a ver: usted era entonces el único farmacéutico aquí, como ahora... Usted bien sabrá que no le despachó a esa mujer droga ninguna...

Apenas lo lancé me arrepentí; tal fue, y lo vi al través del humo, la descomposición de las facciones del boticario. Comprendí que había puesto el dedo en viva llaga, y que la inquietud de haber vendido, inadvertidamente, sabe Dios qué pócima, le atenaceaba mil veces, en horas insomnes. Y exclamó, con voz alterada, tartamudo:

—¿Qué había de despachar? ¿Qué había de despachar? Pues no anda uno con poco cuidado...

Callamos breves momentos, y luego añadí, decisivo:

—Estamos usted y yo en el deber de atajar esos chismes...

Y el humo se mezcló, formando nube de misterio. Con dos o tres desplantes, nadie volvió a susurrarnos cosa alguna, aunque era fijo que continuaban pensando... Y yo pensaba también, y perdía el apetito no obstante los piperetes con que Mariña me regalaba, desvivida por cuidarme...

Solicité permuta, la obtuve, y me fui, no sin cierta pena. Los ojos de Mariña, al través de su denso pestañaje, perdida la cautela, parecían preguntar la causa de mi partida y en qué había podido desagradarme, ella que, noche y día, sólo se ocupaba en discurrirme platos gustosos, y en mullir mi limpia cama... Nunca he vuelto a encontrar patrona como Mariña.


«La noche», 6 diciembre 1911.

La señorita Aglae

Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.

Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.

—¡Medardo! ¿Tú por aquí?

—¡Jacobito! ¡Otro abrazo!

El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.

En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.

—Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito —murmuró, afectuosamente—. ¿Qué te ha sucedido a ti?...

Nos sentamos en un café de los muchos que existen en los muelles. Solana pidió coñac, y le conté mis cuitas: la muerte de mi madre, la meningitis que se llevó a mi hermano, mi soledad, el estado de mi espíritu...

—¿Por qué no haces una humorada? ¿Por qué no te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sin más ni más!

—¡Este Medardo! —respondí—. Te envidio, y no creas que es de ahora: envidio tu genio, tu buen humor. Mira, además de que aún tengo aquí asuntos que arreglar, de esos que quedan pendientes como una pena más al faltar las personas queridas, créeme que estoy tan abatido, tan descorazonado, tan escaso de fuerzas, que no me atrae plan ni idea ninguna. Me es imposible interesarme por nada. Los días corren monótonos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo me voy habituando a esta calma dormilona. ¡No me propongas cambios! Me parece que me convendrían, sí; pero carezco de ánimos para hacer la prueba.

Él me miraba, compadecido, sin duda, y arrugaba la frente como le había yo visto hacer al reflexionar, y después de un sorbito de coñac, exclamó:

—Si es así, ¿qué le haremos? Sentirlo, y no más... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme a mí un favor muy grande. ¿Vas a negármelo?

—¡No! ¡Será un placer! ¿De qué se trata?

—Ya te he dicho que me llevo a Buenos Aires un espectáculo, que soy empresario... ¡Qué quieres! Los que no tenemos patrimonio nos hemos de ingeniar, a ver si juntamos un poco de dinero. Has de saber que en mi troupe va una joven encantadora, la señorita Aglae, que me sigue porque está enamorada de mí. ¿No lo crees? Pues es muy cierto. Te advierto que yo, aunque la adoro, he respetado su pudor, y hasta el día en que nuestra unión sea bendecida por la Iglesia y la ley, pienso seguir respetándolo. A bordo, o en la Argentina, nos casaremos... Pero como es una hija de familia, y sus padres son gentes muy distinguidas y poderosas, y acaso sospechan con quién está Aglae, y acaso en el último instante nos prendan, hasta verme en alta mar no estoy tranquilo, y tengo el mayor interés en ocultar a Aglae en un sitio donde no puedan dar con ella. ¿Comprendes?

Yo, al pronto, no comprendía, y Medardo añadió:

—¡Tu casa! Allí nadie la va a buscar. El barco llega al amanecer, y sale dos horas después. En el último momento, si no hay moros en la costa, nos embarcaremos, ¡y ya me tienes feliz! Aglae es un prodigio de hermosura y un ángel de pureza...

Accedí, sin fijarme en ciertas inverosimilitudes de la relación, y convinimos en que yo preparase habitación para Aglae, y, ya cerrada la noche, el mismo Medardo la conduciría a mi casa, que está en una calle solitaria de la ciudad antigua, encargándome de alejar a los criados cuando entrase la pareja. Sin tardanza me retiré a arreglarlo todo.

Agitado, a pesar mío, por la novedad de la situación, dispuse para Aglae el departamento que mi madre había ocupado, y que adorné con la mayor coquetería, llenándolo de flores y de objetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanas mejores, con encajes, y la colcha de Manila celeste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces, emparedados, una botellita de Málaga, y todo lo coloqué sobre un velador, en el gabinete que precedía a la alcoba. Mientras hacía estos preparativos, mi corazón latía, como si aquella mujer desconocida, y que debía serme indiferente, significase algo para mí.

A boca de noche vino Medardo, y contempló con satisfacción el elegante hospedaje que yo destinaba a su novia.

—Mira, aún tengo que pedirte otro favor más... Llegaremos a eso de las once, porque ella cena con las demás artistas, y como me ha dicho que le da, vamos, cierta fatiga el que tú la veas, yo la traigo a su habitación, y mañana la recojo a la hora del embarque. ¿No te parece mal?

—¡No, por cierto! Lo que os sea más grato a ella y a ti...

Entregué la llave de mi puerta a Medardo y me encerré discretamente, después de ordenar a los criados que se acostasen en el piso de arriba. A cosa de las once, como la habitación de mi madre estuviese contigua a la mía, sentí que alguien entraba, y creí percibir un cuchicheo. Poco después, Medardo volvió a salir, y quedé solo en la casa con la señorita Aglae. Desde el primer momento comprendí que no me sería posible conciliar el sueño un minuto. Mis nervios estaban tirantes; mi imaginación, desatada y loca.

¡Qué diferencia entre mi estado moral y el de los días anteriores! Me parecía despertar de una modorra estúpida, y, sin saber lo que hacía, maquinalmente me acerqué a la puerta del cuarto donde la señorita Aglae reposaba... Mi asombro fue inmenso al encontrarla abierta.

Eché una mirada al interior de la cámara... Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz velada de la alcoba dejaba pasar entre las cortinas tenue reflejo.

El silencio era tal, que supuse dormía a pierna suelta la señorita Aglae.

Titubeaba, dudoso, entre retirarme o avanzar unos pasos; porque, al fin, es prometerse mucho de la naturaleza humana no concederle ni el derecho a la curiosidad. Ardía en deseos de saber cómo era la enamorada de mi amigo. En eso, ¿qué mal había? Verla un instante y retirarme en punta de pies... Aunque una voz interior me argüía que no era delicado ni respetuoso, la tentación se hizo tan fuerte que, reprimiendo el aliento y andando como deben de andar los ladrones, avancé, y miré ávidamente al través de las cortinas de la alcoba, entreabiertas...

Echada de lado, vuelto el rostro hacia mí, yacía la señorita, cuya vista me deslumbró.

Contemplaba a una belleza perfecta, singularísima, aumentada por el tendido cabello, color de mies madura, que se esparcía en ondas abundantes sobre sus hombros de nácar. La mano y el brazo me asombraron por su delicadeza. Los encajes de la camisa velaban castamente el escote, y una suave respiración subía y bajaba esos encajes. La actitud era tan púdica, tan hechicera, que caí de rodillas ante la cama, pensando, aterrado y extático: «¡Yo adoro a esta mujer!».

No sé cuánto tiempo permanecí así, embelesado en mirar a la señorita Aglae, repitiendo para mis adentros que la adoraba y formando desatinados planes, a fin de unir su destino al mío... Seguir a la compañía hasta el fin del mundo; raptar a viva fuerza o como fuese a aquella criatura divina y llevármela a mi casa de campo hasta que lograse su amor; matar a Medardo; en fin, cuantos absurdos pueden cruzar por la mente a las tres de la madrugada y a la cabecera de una beldad sobrehumana que nos ha enloquecido sólo con su vista..., todo se me ocurrió y todo lo deseché... Lo poco que me restaba de razón me consejaba huir de allí; pero no quise hacerlo sin imprimir un beso en la mano celestial que se ofrecía a mi boca. En todo el largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez se había vuelto la señorita Aglae; no había hecho un movimiento... Su sueño tenía que ser profundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Me incorporé a medias y apoyé los labios en la deliciosa manita...

Una sensación singular me arrancó un grito...

Cinco minutos después estaba completamente seguro de haber hecho el papel más ridículo del mundo y de que la señorita Aglae era buenamente ¡una figura de cera de las que, mediante un mecanismo, simulan la respiración!...

Y Medardo me dijo al día siguiente, en el puente del buque:

—Siento que no hayas podido admirar todo mi museo: hay en él cosas notables. Supongo que me perdonas... No sé si te dejo amoscado conmigo; pero se me figura que te he curado... Lo que tú padecías era histérico del corazón... Ya lo sabes: ¡el amor es el remedio!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 1, 1913.

El pañuelo

Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.

Cuando Cipriana disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?

Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta; un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo? Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!

Sólo que, para mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana:

—Si apañas allí una buena cesta, te damos dos reales.

¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más... y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras, rematadas por centenares de lívidas uñas...

Entre tanto subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba, qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el cuerpo de la huérfana.


«Pluma y Lápiz», núm. 30, 1901.

El legajo

Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.

—Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...

—¿Una cosa? —repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza—. ¿Qué?

—Ya verá...

Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.

—Parecen huesos... —murmuró el primer cavador.

—Huesos de persona —confirmó el segundo.

Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.

Mandó apresuradamente:

—Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...

Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...

—¿Qué se hace con esto? —preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.

—Traigan la carretilla —ordenó Lucio—. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... —y, completando su pensamiento, advirtió:

—Pónganlos sobre la alfombra...

Así que los trabajadores se retiraron a esparcir por toda la aldea la nueva terrorífica del descubrimiento, Lucio se dirigió a la sala, no sin haber tomado antes una sábana fina. En ella envolvió con sumo cuidado los despojos y los puso sobre una mesa, pensando: «El Juzgado vendrá probablemente. Es preciso que pueda ver estos restos, y cerciorarse de que no me alcanza responsabilidad alguna...»

La tarde caía. La sala de la capilla, llamada así porque desde su recinto se pasaba a la sacristía y a la capilla antigua del pazo, iba impregnándose de la gris melancolía del crepúsculo, y los retratos de los abuelos, colgados de la pared, se borraban, para confundirse en una mancha sola. Lucio no pudo menos de pensar: «Alguno de estos ha debido ser el asesino del hombre cuyo esqueleto acabamos de recoger».

Un trabajo mental, ahincado, se produjo en el cerebro del descendiente para averiguar cuál de aquéllos pudiera haber ejecutado la terrible venganza.

De pronto se dio un golpe en la frente.

—¡Tonto de mí! ¡Pues si es la cosa más fácil de saber de fijo! El cuerpo no estaba enterrado al pie de la muralla, sino muy hondo bajo los cimientos de la muralla misma... Es decir, que al tiempo en que la muralla se construyó, ya se encontraba allí el cuerpo...

Examinó los objetos encontrados, y al limpiar con el pañuelo las monedas, arrancó una vislumbre dorada entre la negrura de la pátina terrosa.

—¡Las monedas son de oro!

Subió a su cuarto de tocador y las fregó fuertemente con jabón y agua. De oro eran, en efecto, y de Fernando VII: doblillas, centenes, medias onzas; unas ocho o nueve en todo.

¡Se trataba de un caballero, de una persona de posición!

Confirmó la hipótesis el examen de las pistolas. La madera, podrida, se deshacía; pero los metales eran bronces, y los adornos, de plata cincelada. No cabía duda: la tragedia ocurrió entre gente de clase, y todo autorizaba a suponer una historia de amor, celos, venganza sombría. ¿Cómo habrían podido ocultarla a los ojos curiosos y maliciosos de los aldeanos?

Lucio pasó al archivo y se entregó con avidez al examen de viejos papelotes. Quería averiguar en qué época y bajo qué poseedor del pazo se había construido aquel muro.

Excitado, calenturiento, pasó casi toda la noche en esta labor. Blanqueaba la luz del alba y se despertaban los pajaritos, haciendo su trinada música, cuando, rendido de la vela, se dejó caer en un sofá antiguo, de esos enormes, de crin, y mientras reposaba un poco, con los ojos cerrados, recogió mentalmente el resultado de su indagatoria.

—El muro —calculó—, según las cuentas que existen, fue construido en tiempo de mis bisabuelos paternos doña Dolores Andrade y don Andrés Avelino Novoa, a principios del siglo pasado. Doña Dolores tenía entonces treinta y dos o treinta y tres años...: la edad de las pasiones. De mi bisabuelo he oído decir a mi padre, que lo había oído al suyo, que era un señor bastante vicioso y que medio arruinó la casa. En su tiempo se vendieron muchos foros y fincas libres... A no ser por él, los Novoa seríamos muchos más ricos. Bien; discurramos un poco para interpretar este suceso aterrador. Doña Dolores tendría, por estos pazos vecinos, algún primo, algún amigo de la niñez, que poco a poco fue convirtiéndose en algo más dulce. A los coloquios bajo los castañares y los robles de la fraga seguirían entrevistas tiernas; y la esposa, que ya no amaba a su marido, y que tal vez hasta le detestase por su mala conducta, acabó por ceder a un sentimiento que la arrastró a recibir aquí a su amante. Seguramente salió doña Dolores a deshora, pisando la hierba, impregnada de rocío, palpitante de emoción, a reunirse con su amigo, o más bien, abriría la ventana y por ella saltaría el atrevido galán, en ausencia del esposo. Un día, ¿quién lo duda? fueron sorprendidos... Hubo lucha, funcionaron acaso las pistolas, cuyos restos he examinado; pero el ladrón de honra sucumbió, y, quizá en un momento espantoso, fue obligada la misma Doña Dolores a ayudar al marido ofendido a arrastrar el cuerpo hasta la fosa, abierta en un paraje retirado, y sobre la cual, para mayor precaución, se edificó después la tapia de la cerca...

Lucio se representaba la vida de la mísera doña Dolores, bajo la impresión terrible de aquel secreto, perdido el amor, perdida la estimación en el hogar, y viniendo, siempre que el marido cruel se ausentaba, a visitar la para siempre ignorada, sepultura del desventurado que murió por amar... La imaginación de Lucio, joven y un poco romántico, a lo cual inclinan la soledad y la sugestión de los pazos seculares, tejía alrededor de la bisabuela una leyenda semejante a la de Macías el trovador, convirtiendo a la dama en Elvira, enferma de añoranzas de la felicidad perdida y del horrible destino del ser querido, hasta más allá de la tumba...

De pronto recordó Lucio que quedaba una miniatura, con marco de oro, representando a doña Dolores. Corrió a buscarla, y la miró con inmenso interés, casi con piedad amorosa. Representaba doña Dolores unos veinticinco años; era gruesa, mórbida, pero de negro y duro ceño y facciones acusadas, enérgicas. Quedó pensativo el bisnieto. No realizaba la señora el tipo de la soñadora apasionada, sino el de la mujer resuelta, de recio carácter, ante cuya voluntad todo se doblega. De la pared colgaba el retrato al óleo, de mala mano de don Andrés Avelino, el esposo. Un hombre rubio, de tipo sensual, labios gruesos, ojos halagüeños, bonita cabeza, rizada...

«De estos retratos nada saco en limpio... —pensó, algo desconcertado, el descendiente—. Don Andrés no tiene trazas de un esposo vengador de su honra, y ella no se parece a una enamorada de novela... En fin, ¡la cara engaña! Y no cabe encontrar otra explicación al fúnebre hallazgo de esos huesos...»

Recordó que, cansado ya de su papeleo, se había dejado un legajo por registrar. Abrió la puerta de hierro del archivo de familia, y acertó con el legajo, amarillo ya por el tiempo, y que olía a humedad rancia. Sentóse ante la mesa y empezó a destripar el legajo, bastante voluminoso.

Era justamente del tiempo de doña Dolores. Lo primero que en él figuraba, la autorización judicial para que la señora administrase todos los bienes de la casa, por ignorarse el paradero de don Andrés Avelino, ausente desde hacía cinco años, sin que hubiese dado noticia alguna de su suerte a su mujer e hijos.

—¿A ver, a ver? —dijo, casi con voz alta, Lucio—. ¿Ausente, sin dar noticias? Y el muro, ¿en qué fecha exacta se construyó?

También pudo hallar en el legajo este dato decisivo. La desaparición de don Andrés la fijaba la providencia judicial hacia enero de 1815, y la construcción de la tapia se comenzó en abril del mismo año.

—¡Hola, hola, hola! —repetía, aturdido, el descendiente.

Veía ahora, claro como la luz, el crimen más espantoso de lo que había imaginado. El consorte, dilapidador e infiel, asesinado por la esposa cuando se disponía a algún viaje en pos de sus antojos, y teniendo sus pistolas ceñidas; el enterramiento, sabe Dios con qué complicidades; el muro, construido para resguardar eternamente la fosa, y que nunca pudiese el azar descubrir el negro atentado, y doña Dolores, disfrutando libremente de aquella fortuna, salvada, por su crimen, para su descendencia...

«La verdad —pensó Lucio, asombrado de la realidad que salía del legajo amarillo— que, si no es doña Dolores, yo sería casi pobre o pobre del todo, y no poseería ni este solariego caserón de mis antepasados... Daré sepultura cristiana al esqueleto, haré un funeral en sufragio...; pero nadie sabrá nunca, por mí, la verdad del drama...»


«La Ilustración Española y Americana», núm. 5, 1913.

Como la luz

Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.

Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.

—Un día —declaró, gravemente, Riquín—, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.

—¿Y el dinero para el tren? —objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su raza.

—Nos lo da papá, tonto.

—No querrá, señorito...

—Se lo cogeremos de la mesa de noche.

—¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.

Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: «Anda a ganarlo». ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le habían dado, por ahora. «Cuando sepas.» Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto... Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que no tuviese que «echarle una mano»; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.

—No coja nada para mí, señorito, por Dios —rogaba el botones—. Mire que voy a llevar la culpa.

—¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.

Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!

Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres él era el responsable.

Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!

La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos ansioso.

—Eres talludo ya para juguetes —le había dicho su papá—. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.

—Les disparo un tiro —contestó, resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.

Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes —¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!—, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas... A eso de las doce —no habían dado aún— sintió, en efecto, Riquín como una catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.

Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»

Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su alcoba.

Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo inevitable.

Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:

—Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!

—¡Valiente paparrucha! —protestó el padre.

—¿Y por qué paparrucha, caramba?

¿No decís que los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!

Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.


«El Imparcial», 31 de diciembre, 1917.

El último baile

En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?

Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba —dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo— se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...

Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...

Y gracias a la manificencia del señorito y del párroco, seguía bailándose aún el repinico; pero no por la gente moza, que lo había olvidado completamente y se entregaba con delicia al otro baile pecador. Los que salían al corro, a trenzar puntos, invitando a la pareja, eran tres viejos caducos: Sebastián el Marro, el tío Achoca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, rendidas a su llamamiento, pero vergonzosas y recatadas, acababan por asomar al redondel moviendo el pie tímido, con los ojos bajos y las yemas de los dedos junturas, eran la tía Nabiza, la Manuela de Currás y la señora María la Fiandeira; entre las tres parejas contarían, de seguro, sus cuatrocientos y pico de años. Nadie sin embargo, se reía burlonamente cuando las estantiguas rompían a bailar; una sensación de respeto convertía la mofa en aprobación. No era el respeto a las canas ni a las arrugas, sino a la veneración involuntaria del pueblo a todo el que realiza perfectamente un ejercicio corporal, porque no sabía cuál de las parejas repinicaba con mayor garbo, ligereza y donaire. En los primeros momentos, dijérase que los goznes mohosos de aquellos cuerpos se resistían y rechinaban; pero una vez calientes las junturas, daba gozo ver cómo brincaban, cómo señalaban los puntos y pasos, al son de las postizas, meneadas ágilmente por los dedos que había deformado el reúma. Un poco de juventud volvía, no se sabe gracias a qué milagro, a las piernas temblonas, a los brazos cansados de la labor, a las cabezas en que ya la piel se pegaba a los huesos secos... y el repinico, una vez todavía, era vitoreado y aplaudido por el concurso, pareciendo la gaita sonar más alegre y estridente para acompañar el baile tradicional, la danza de los mayores, de los que duermen en los cementerios herbosos, en la gran paz de lo eterno...

Y del poético cementerio, en la falda del Montiño, con sus cuatro arciprestes y sus matorrales de zarzas al borde, cuyas moras maduras tentaban a los chicos, salió la voz que impuso el descanso —descanso sin fin— a tres de los bailarines... El invierno se llevó al tío Atocha de «un frío malo»; a Manuela de Currás, de un «pasmo por todo el cuerpo», y a Matabóis, de la paliza que le atizaron al volver de la feria los pillavanes para robarle los cuartos de la venta de una yunta que daba envidia... Quedaron descabaladas las parejas, dos mujeres para un hombre... Y el hombre, Sebastián el Marro, era la única esperanza del abad y del señorito de Mourelle —no despreciando, un señorito cabal— cuando se planteó el problema de que se bailase el repinico, según los usos patriarcales, en el atrio de la milagrosa Santa Comba, al pie del crucero dorado por el liquen.

—¡El Marro! Que venga el Marro... ¿Dónde está?

Descubrieron por fin al que había de salvar una vez más la tradición sagrada. Sentado en una piedra, en el escarpe de la montañita, con su cabeza toda blanca y su tez toda amoratada, apenas si podía, con lengua estropajosa, responder a las interrogaciones y a las órdenes terminantes:

—¡Eh!... ¿Qué hace ahí, tío Sebastián?

—¿En qué cavila?

—Que es ahora el repinico... Venga, este año nadie le disputa los dos pesos.

—Ande, menéese...

—¿Seque está tonto?

—Lo que está es borracho como una uva... —declaró, escandalizado, el abad.

—No..., no, señor...; borracho, dispénseme —articuló al fin el viejo—. Con perdón de las barbas honradas que me escuchan, un hombre es un hombre, y un hombre tiene que echar un vaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno un mozo... Están duros los huesos y cuesta caro el arrincar.

—¡Arriba! —incitó chancero el señorito ayudándole; y Sebastián se enderezó difícilmente. Sus pies titubeaban, sus rodillas temblaban, su cara tenía una expresión entre jocosa y humilde—. ¡Al corro! La gaita ya espira sus notas de preludio; el tamboril, porfiado, marca el compás...

Sebastián de despoja de la chaqueta, se adapta las postizas y se queda en pie, oscilante, próximo a caer, sostenido por un prodigio de equilibrio y voluntad oscura. Empieza a marcar los pasitos —la invitación a la hembra, repicando las castañuelas también bruñidas de vejez—, y todas las miradas buscan a la Nabiza, habitual pareja del Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoya en una muleta; el invierno, que acabó con otras, a ella la ha dejado medio tullida... Todos la acosan; una le arrebata la muleta, empujándola suavemente al espacio del corro, donde entra risueña y azarada, enseñando su boca, que ningún diente guarnece ya, y moviendo sus dedos retorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidos en zapatones gruesos...

Ya está la pareja en baile. Sebastián, desenfurruñado, hace primores. Sus pies dibujaban en el polvo, y un rumor de admiración saluda sus vueltas y mudanzas. A veces vacila: es la humareda del vino que sube a su cerebro y le embarga. Se rehace en seguida: enderézase y vuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamente graduados. Galantemente se quita el sombrero, saluda a la concurrencia, lo arroja y se queda en el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel sol de brasa dijérase que le calienta y anima: baila aprisa, con un frenesí mecánico, con saltos que no son naturales, sino que semejan las de un muñeco de resorte... Y —a un salto más rápido— se tiende cuan largo es sobre la hierba agostada del atrio, sin proferir un grito. Le levantan, le socorren, pero no vuelve en sí. La congestión fue de las buenas...

Y así se acabó la danza tradicional del repinico, en el Montiño, donde, una vez al año, sonríe Santa Comba, en sus andas pintadas de azul, a los que suben al santuario por festejarla.


«Blanco y Negro», núm. 916, 1908.

So tierra

—Aquella historia ya puede contarse, porque han muerto los únicos que podían tener interés en que no se supiese, y yo no he sido nunca partidario de descubrir faltas de nadie, y menos crímenes.

Así se expresaba el registrador, en un momento de descanso, momento que bien pudiera llamarse hora de los expedicionarios al monte del Sacramento. Habían dejado el automóvil donde ya la senda se hacía impracticable, buena sólo para andarla en el caballo de San Francisco; y, después de merendar bajo unos castaños remendados, huecos a fuerza de vejez y rellenos de argamasa, fumaban y departían, traídos a la conversación los sucesos de actualidad y los antiguos por los de actualidad.

—¿De modo que queréis oírla? —añadió—. Pues no deja de ser interesante:

Había en Rojaríz, donde yo estaba entonces por asuntos, un matrimonio que pasaba por ejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de la comarca; ella, una señora también vistosa y, sobre todo, tan prendada de su marido, que se le caía la baba cuando salía a la calle con él del bracero. Yo los trataba, no muy íntimamente, pero lo bastante para ver que allí existían todas las apariencias de la felicidad más completa. Eran gente rica, y tenían, según fama, muchos ahorros. Hasta extrañaba que él, no teniendo hijos, demostrase tal manía y tal empeño en economizar, por lo cual ella tenía costumbre de embromarle.

Por entonces, cosas que hace el demonio, sucedió que yo me enamoré de una señorita lindísima, huérfana y con fama de ser así... un poco mística, que no pensaba en casarse, sino más bien en algo de monjío, pues se la veía mucho en la iglesia. Claro es que, al enamorarme, di en rondar su casa, como es estilo y costumbre en provincia. Quería verla cuando saliese a la catedral, y quería también de noche espiar su paso por detrás de las cortinas cuando fuese, percibir al menos su sombra. Estaba lo que ahora se dice colado.

Así es que, involuntariamente, me convertí en un espía. La casa de la señorita, que vivía sola con una criada vieja, daba a una calle muy poco frecuentada y estrecha, pero hacía esquina y por la parte de atrás se enfrentaba con las tapias de unos huertos. Tenía la casa también un jardincito chico o, por mejor decir, un huerto, con algo de arbolado, y una puertecilla muy vieja y muy igual en color a la pared, por lo cual, al nochecer, apenas se distinguía de ella. Por allí no cruzaba nadie, y era preciso estar como estaba yo, tan ferido de punta de amor, para meterse en el barro inmundo que formaba el suelo de la tal callejuela, para nada; para no ver siquiera a mi tormento.

Había un ángulo en la tapia de los cercados fronterizos, que me permitía disimularme y recatar mi presencia... ¿Recatar? ¿De quién? Ahí está el intríngulis... A poco tiempo de rondar la casa de Teresa —supongamos que se llamaba así— se me puso en la cabeza que otro la rondaba también... Un hombre, embozado en amplia capa, se acercaba con sospechosa insistencia a la casa de Teresa, mirando alrededor y avizorando si le observaban. Esto fue para mí como una banderilla para un toro. Teresa tenía otro galanteador, no cabía duda.

Hasta aquí podía pasar, y, si bien la cosa me indignaba, no tenía por qué extrañarme. Lo que ya pasó del límite de mi sufrimiento y hasta de mi comprensión, fue que, en otras dos noches de espionaje pasadas, me convencí de que había un tercero en discordia. Un sujeto no muy bien vestido, de bufanda y chaqueta, daba sospechosas vueltas por allí, fijándose también mucho en la casa, en sus tapiales, como si intentase asaltarla...

Y, claro, no tardé en darme un cachete en la frente, y en llamarme a mí mismo tonto... Allí podía haber un rondador, y era el de la capa, el alto, el bien plantado; pero el segundo, el mal fachado, ¿qué querían ustedes que fuese? ¿Qué podía ser sino un ladrón? Desde aquel momento, mi empresa amorosa tuvo el interés de un drama o de una novela de folletín. Todas las hipótesis cruzaron por mi mente. Mis facultades de observación se agudizaron. Me armé de una pistola, cargada. La luna estaba en menguante, y me daba el corazón que a la primera noche nublada sucedería algo de cuenta.

A decir verdad, por el lado del galanteador no creía que ocurriese cosa que digna de contarse fuera. La vanidad de los hombres es tal, que siempre les ha de costar trabajo creer que otro logra lo que ellos no han logrado. Valido de la oscuridad, me escondí en mi puesto de acecho, dejando apenas asomar algo de la cabeza por la tapia del muro. Era un admirable acechadero aquel huerto abandonado a la maleza, y en el cual no había perros que os saltasen a las canillas. La cosa tenía mucho de romántica y yo sentía hasta palpitaciones.

Pero la aventura me pareció menos bonita cuando, en vez de aparecer el ladrón, vi entrar por la calleja, cuidadoso y mirando a todas partes por si le seguían, al hombre bien plantado... El embozo de la capa le cubría por completo el rostro, pero su paso ágil y elástico revelaba a un sujeto en la fuerza de la edad. Así que se creyó seguro, se acercó a la puertecilla, y mis ojos desesperados vieron cómo se abría desde adentro, y cómo el hombre se colaba por ella... Les aseguro a ustedes que pasé un mal cuarto de hora. ¡En eso habían venido a parar los repulgos místicos de aquella Teresa tan adorada! ¡Y yo que pensaba en ella, como se piensa en la Virgen!

La puerta se había cerrado y no tenía trazas de abrirse; las horas pasaban; yo permanecía clavado en mi puesto de acecho, pues quería saber cuándo se terminaba la entrevista. Mil ideas insensatas me hacían devanarme los sesos. ¿Por qué este misterio en la cita? Teresa era soltera, era libre. Podía recibir ante el mundo a su novio, podía casarse... Y, a fuerza de dar y tomar en esta idea, se me ocurrió la más lógica: Teresa era libre, ¿y si él podía no serlo? Y ya entonces me pareció que se hundía el mundo dentro de mí y que sus ruinas me aplastaban. ¡Teresa! ¡Teresa capaz de tal atrocidad!

De súbito (cuando está uno así adquiere una perspicacia extraordinaria), se me figuró que se rasgaba una cortina de niebla y que se destacaba la figura del hombre para quien la puerta se había abierto... Yo conocía aquella silueta, y me lo había dicho a mí mismo varias veces, durante el acecho; una cara puede recatarse con un embozo, pero un modo de andar y una postura no se recatan. Era Fajardo, el marido modelo, el hombre económico, el que llevaba siempre en los bolsillos fuertes cantidades... ¿Qué quería decir todo esto?

Y si no me había dado cuenta antes de que era Fajardo, en efecto, era porque me lo estorbaba una suposición de imposibilidad, que acababa de abolirse. Si el que entraba en casa de Teresa no podía hacerlo en público, cabía que fuese de Fajardo aquella silueta que lo parecía.

Todo eso pasó en dos horas, de diez a doce. Cerca ya de la medianoche, mis ojos, que no se apartaban de la puerta, vieron algo que me sobresaltó: el segundo rondador, el tercero contándome a mí, el mal fachado, acababa de aparecer saliendo de la oscura travesía y se situaba detrás de la puerta...

Se me alborotaba el corazón, pero ahora no de celos ni de rabia, sino de susto. Aquel agudo discurrir que notaba desde hacía dos horas, me decía claramente que el nuevo personaje estaba apostado para robar a Fajardo, aprovechando la singular y conocida manía del rico propietario de llevar siempre encima fuertes sumas.

No tuve tiempo de pensar lo que más convenía hacer, si intervenir o limitarme al papel de espectador. Al sonar, en lejano reloj, las trémulas campanadas de la medianoche, la puerta se abrió sigilosa, y vi en ella, entreví dijera mejor, dos figuras enlazadas estrechamente.

Se deshizo el abrazo, y el hombre salió, y la mujer se esfumó tras de la puerta. Al punto mismo, el mal fachado alzó el brazo y escuché un grito apagado y desgarrador. Fajardo cayó al suelo y el asesino empezó a registrarle, a tientas. Y volvió la puerta a abrirse, y la mujer asomó, dando señales de susto, pero el bandido huía ya, con su presa, la cartera repletísima de que Fajardo no se separaba nunca...

Salté de mi murallón. Teresa, sollozando, se inclinaba sobre el cadáver, pues el golpe había sido certero, en la arteria, que seccionó. Yo no podré decir cómo nos entendimos en aquel terrible instante: la mujer medio loca, y yo, que me proponía salvarla del deshonor seguro. Ni entiendo cómo se fió en mí: es verdad que me conocía, sabía que quien la andaba rondando era, al menos, una persona incapaz de una cosa enteramente mala. Yo creo que es que hay instantes en que se razona eléctricamente o, mejor dicho, no es que se razone, es que se procede de un modo instintivo, y el instinto es más seguro que nada, y es instantáneo. Entre los dos trasladamos el cuerpo al jardincillo; entre los dos borramos las huellas de sangre del suelo: por fortuna, lo más de la hemorragia lo habían absorbido las ropas. Teresa no quería creer que estuviese muerto y, sin recato, cubría de besos el rostro frío y la ya amoratada boca. Y, con igual impudor, olvidada de cuanto no fuese el espantoso caso, respondía a mis preguntas:

—¿Tiene usted una cueva, un sótano?

—Sí, hay uno.

—Pues es preciso llevar allí el cuerpo... Si no, se hará público todo, y hasta se verá usted en una cárcel. No podemos probar que lo asesinaron otros. Yo también me estoy jugando muchas cosas.

La convencí, y me ayudó en la fúnebre tarea. Cavamos en aquella especie de cueva, cuyo suelo era terrizo, y enterré bien hondo el despojo triste. Teresa sufrió varias convulsiones.

Entre sus accesos de llanto, repetía:

—¡Ya tenía yo miedo siempre, con llevar él encima tanto dinero!

—¿Para qué lo llevaba? —no pude menos de preguntar.

—Para marcharnos juntos si era preciso... y lo sería muy pronto... Así es que hoy me dejó el dinero en mi poder...

Las palabras de Teresa me sugirieron algo que ya era necesario; no podía aquella mujer quedarse allí, custodiando aquel muerto, pensando verlo salir de su huesa. Como la hubiese preparado el mismo Fajardo, en vida, preparé yo la fuga de la muchacha. El alba asomaba ya cuando la saqué de su casa, envuelta en tupido manto lutero, y la empaqueté en la diligencia que iba a Tuy. Desde Tuy a la frontera portuguesa, un paso. Y en Portugal, Teresa estaba segura, si lograba esconderse.

Por adoptar todas las precauciones, la obligué a que escribiese a su vieja asistenta, anunciando un corto viaje a tomar unas aguas, y encargándola de ventilar la casa alguna vez.

Y esperé los acontecimientos.

La desaparición de Fajardo alarmó, no tanto como se hubiese podido suponer, pero lo bastante para que se indagase y revolviese. Se habló del asunto quince días o más; pero como no había Prensa, o si la había no tenía aún la costumbre de ocuparse de estas cuestiones, nada se averiguó de positivo. Yo oía los comentarios; claro es que se susurró cosa de amores; pero nadie pronunció el nombre de Teresa, de quien, por su vida retirada y devota, nadie sospechó.

Y pasó el tiempo, y vino el olvido, y sólo yo sé que en una cueva hay unos huesos, que ya estarán hechos moho por la humedad... Y el saberlo sólo yo, ¿creerán que me da a veces escalofríos de remordimiento?

Rieron los circunstantes y, hartos y descansados, se pusieron otra vez en camino.

Madrugueiro

Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.

El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».

Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.

Un día se supo en la parroquia que acababa de morir, súbitamente, el cura. Una hemoptisis fulminante se lo llevó, y la misma enfermedad había dado cabo, tres o cuatro años antes, del hermano del párroco que, desde Montevideo, vino a reponer sus fuerzas y a descansar de una vida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar en las faenas del menaje a la vieja Angustias, ama del sacerdote. Una idea tenaz la impulsaba a prestar estos servicios desinteresadamente, y con asiduo celo. Aprovechando todas las ocasiones, la bruja moza registraba sin cesar la casa, a pretexto de asearla y barrerla. El desván, sobre todo, era objeto de sus predilecciones. En él se guardaban los tres baúles, que trajo el indiano, de cuero de buey, con cantoneras de latón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, con la llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentas comerciales, periódicos viejos, botas, una bufanda... La moza no cesaba de percudar, esperando siempre el indicio. Y un día, como pasase su mano por el fondo de uno de los baúles, en un ángulo, sus uñas arrastraron un objeto menudo, circular... Lo miró a la escasa luz que entraba por la claraboya. Sus pupilas destellaron. Era una monedita de oro, una doblilla menuda, donde brillaba la grave faz paternal del pelucón Carlos III.

Ya no cabía dudar. ¡En esos baúles había venido la fortuna del indiano!

Con husmear de gata fina, con sigilo de vulpeja cazadora, con maña de ratoncillo que busca la entrada de una despensa, empezó Micaela a investigar. Angustias, interrogada capciosamente, fue soltando retazos de lo probable, mezclados con mil fábulas. Sí, ya estaba ella enterada de que en la aldea eran unos mentirosos; creían que el hermano del señor cura venía relleno de onzas..., y pensaban que toda esa riqueza la había escondido el párroco debajo del altar mayor... ¡Invencionistas del demonio, que armaban un cuento en el aro de una peneira!...

En su casa, mientras Manuel envolvía en sucias cartas de baraja la cabeza de los cohetes, sacaba Micaela la conversación del tesoro del párroco. ¿Sería verdad que estuviese escondido en la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas! El indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pesetas roñosas; justamente había muerto de privaciones, de la miseria que pasó allá en Montevideo. La muchacha agachaba la cabeza y apretaba contra el pecho la monedita de oro, que llevaba colgada del cuello, en un saco. Dos o tres veces tuvo al borde de los labios la súplica: «Señor pá, aúdeme a buscare el tesoro...» Un inexplicable recelo la contuvo. Notaba en su padrastro algo de singular. Andaba como agitado, como fuera de sí. Para adquirir, según decía, los elementos del fuego artificial que había de arder el día de la fiesta del Patrón, hacía salidas frecuentes, viajes a Compostela, que duraban días. Y Micaela se quedaba sola frente al problema: averiguar dónde se ocultaba una riqueza de cuya existencia no le quedaba ni la menor duda, pero cuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa del cura no estaba el tesoro. Y en el altar mayor... ¡Imposible! Otro era el escondrijo. ¿Cuál? Una hermosa noche de plenilunio, la bruja resolvió apelar a los encantos. Recitaba la fórmula del libro y, provista de una varita de avellano, salió de su casa, encaminándose a la del cura. No corría ni un soplo de viento: las madreselvas de los zarzales esparcían fragancia deliciosa y pura: a lo lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!, y la queja de un carro estridulaba muy distante también, como una despedida. Micaela desató el pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente, y desenvolviéndolo, lo ató sobre los ojos, mientras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas, creía sentir mejor la corriente de esa extraña inspiración que se resuelve en adivinanza. No era ella la que avanzaba: era una virtud desconocida la que la impulsaba hacia un lado o hacia otro. Por allí se iba a la casa del cura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la varita, que se estremecía entre sus dedos?

Impulsada por aquel temblor de la varita, andaba Micaela sin ver..., tropezando en los conocidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron en la tierra blanda de un huerto y por poco dan contra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría los ojos, y reconoció dónde estaba. Ante ella alzábase el abandonado palomar del cura. Era una especie de torrecilla redonda, pequeña, cuyo tejado caía en ruina. La puerta, medio desvencijada, aparecía abierta de par en par. La moza, derechamente, se fue hacia el interior, donde penetraba la clara plata de la noche. Un instinto le decía que era allí, y no en otra parte, donde había que buscar la riqueza del indiano... Sus asombrados ojos miraban, miraban con ansia, recorrían el recinto, confusamente tapizado de viejos plumajes y de telarañas... A pique estuvo de hocicar un hoyo, no pequeño, recién abierto, al borde del cual un objeto oscuro yacía caído. Micaeliña miraba, fascinada, el agujero, la tierra de fresco removida, todas las señales de haber sido allí destripado y violado un secreto, su secreto. Otro se había adelantado, otro recogido el oro... Y no pudo la muchacha dudar ni un instante de quién fuese el ladrón; allí estaba el testimonio acusador, la rota y deformada caperuza de su padrastro...

Uno de los ataques nerviosos de que era acometida, atacó a la moza, haciéndola retorcerse y lanzar gritos y de arrojar espuma y, por último, provocando una crisis de lágrimas.

¡Aquel malvado! Aquel oro, en que ella fundaba sus esperanzas de otra vida diferente, hermosa, colmada, se lo llevaba el tunante, que ya le había robado, años antes, el amor de la madre, y acaso matándola a disgustos y a celos.

La crisis cesó. La bruja se alzó, quebrantada, dolorida, y esta vez sin venda en los ojos, con paso de autómata, zumbándole los oídos y sintiendo un raro deseo de morder alguna cosa, se encaminó a su casuca. En el umbral de la puerta vio ya a Madrugueiro despabilado y alerta. Reía con risa maliciosa e irónica, que se convirtió en carcajada cuando Micaela le metió casi por el rostro la caperuza perdida.

A las injurias, a los dicterios de la muchacha, el cohetero sólo respondía:

—Madrugaras, filla, madrugaras... Quien no madruga, no llega a la misa..., ¡je! Y dejáraste de meigallos y de encantaciones. La encantación es llegare antes y tenere el ojo abierto. Anda y tira al fuego las meiguerías y la uña de la Gran Bestia. A te acostar... Paciencia y dormire.

—No se ría tanto —rezongaba ella sombríamente—. Mire que le puede salir cara la risa.

A partir de este momento, la incertidumbre envuelve el episodio... La aldea de Baizás sólo pudo saber que poco antes de la salida del sol un ruido espantoso estremeció las pocas casas de la aldea, la misma iglesia, que pareció tambolearse. La morada del cohetero acababa de saltar, como castaña en la hoguera. Al discurrir sobre las causas del caso atroz, opinaron los mejor enterados que Madrugueiro tenía preparado el fuego de la fiesta patronal y por descuido dejaría caer un ascua del fogón sobre tanta pólvora. Se encontró su cuerpo carbonizado, no lejos de Micaela. Y sólo un año después se averiguó que el cohetero era rico. Un sobrino descubrió los caudales, depositados en seguro en Compostela.

«La Deixada»

El islote está inculto. Hubo un instante en que se le auguraron altos destinos. En su recinto había de alzarse un palacio, con escalinatas y terrazas que dominasen todo el panorama de la ría, con parques donde tendiesen las coníferas sus ramas simétricamente hojosas. Amplios tapices de gayo raigrás cubrirían el suelo, condecorados con canastillas de lobelias azul turquesa, de aquitanos purpúreos, encendidos al sol como lagos diminutos de brasa viva. Ante el palacio, claras músicas harían sonar la diana, anunciando una jornada de alegría y triunfo...

Al correr del tiempo se esfumó el espejismo señorial y quedó el islote tal cual se recordaba toda la vida: con su arbolado irregular, sus manchones de retamas y brezos, sus miríadas de conejos monteses que lo surcaban, pululando por senderillos agrestes, emboscándose en matorrales espesos y soltando sus deyecciones, menudas y redondas como píldoras farmacéuticas, que alfombraban el espacio descubierto. Evacuado el islote de sus moradores cuando se proyectaba el palacio, todavía se elevaban en la orilla algunas chabolas abandonadas, que iban quedándose sin techo, cuyas vigas se pudrían lentamente y donde las golondrinas, cada año, anidaban entre pitíos inquietos y gozosamente nupciales.

En la menos ruinosa se había refugiado un ser humano. Era una mujer enferma y alejada de todos. Eso sí, para el sustento no le faltaba nunca. Las gentes de los pueblos de la ribera, pescadores, labradores, tratantes, sardineras, al cruzar ante el islote en las embarcaciones, ofrecían el don a la Deixada, que así la llamaban, perdido totalmente el nombre de pila. Nadie hubiese podido decir tampoco de qué banda era la Deixada; nadie conocía ni los elementos de su historia. ¿Casada? ¿Viuda? ¿Madre? ¡Bah! Un despojo. Y los marineros, saltando al rudimento de muelle que daba acceso al islote, depositaban sobre las desgastadas piedras la dádiva: repollos, mendrugos de brona, berberechos, que cierran en sus valvas el sabor del mar, frescos peces, cortezas de tocino. Nunca salía la Deixada a recoger el «bien de caridad» hasta que la lancha o el bote se perdían de vista. Permanecía escondida mientras hubiese ojos que la pudiesen mirar, como un bicho consciente de que repugna, como un criminal cargado con su mal hecho.

En el balneario de lujo emplazado en la isla próxima se temía vagamente, sin embargo, la aparición de la Deixada. ¿Quién sabe si un día cualquiera se le ocurría salir de su escondrijo y presentarse allí, trágica en fuerza de fealdad y de horror, descubriendo el secreto, bien guardado, de la miseria humana? Con ello vendría el convencimiento de que es la especie, no un solo individuo, quien se halla sometida a estas catástrofes del organismo; que somos hermanos ante el sufrimiento... y que es acaso lo único en que lo somos.

Y sería horrible que se presentase esta mujer predicando el Evangelio del dolor y de la corrupción en vida. Verdad es que parecía improbable el caso: no la admitirían en ninguna embarcación, y a nado no había de pasar... Para que no necesitase salir de su soledad a implorar socorro, del balneario empezaron a enviarle cosas buenas, sobras de comida suculenta, manteles viejos y sábanas para hacer vendas y trapería. Le mandaron hasta aceite y dinero, que no necesitaba.

Hallábase a la sazón de temporada en el balneario un religioso, joven aún, atacado de linfatismo. Modesto y retraído, no se le veía ni en el salón, ni donde se reuniesen para solazarse y entretener sus ocios los demás bañistas. En cambio, hacía continuas excursiones, y cuando no andaba embarcado, estaba recostado bajo los pinos, bebiendo aire saturado de resina. Una tarde, yendo a bordo de la lancha que traía el correo, vio, al cruzar ante el islote, cómo el marinero colocaba sobre los pedruscos resbaladizos la limosna.

—¿Para quién es eso? —interrogó curiosamente.

—Para la Deixada —contestó, con la indiferencia de la costumbre, el marinero.

—¿Y quién es la Deixada?

—Una mujer que vive ahí soliña. Nadie se le puede arrimar. Tiene una enfermedá muy malísima, que con sólo el mirare se pega. ¡Coitada! Pero no piense; la boena vida se da. Yo le traigo de la cocina del hotel cosas ricas. Aun hoy, cachos de jamón y dulces. No traballa, no jala del remo, como hacemos los más. ¡La boena vida, corcho!

El religioso no objetó nada. Sin duda, para el marinero las cosas eran así, y se explicaba, por mil razones, que lo fuesen. Hasta era dueña la Deixada de un pintoresco islote. Podía pasearse por sus dominios horas enteras, cuando el rocío de la mañana endiamanta el brezo y sus globitos de papel rosa, cuando la tarde hace dulce la sombra de los arbustos, donde se envedijan las barbas rojas de las plantas parásitas.

Nadie le robaría el bien de la soledad; nadie turbaría su pacífico goce, ni se acercaría a ella para sorprender el espanto de su figura, en medio de la magia de una Naturaleza libre y serena, entre el encanto de los atardeceres que tiñen de vívido rubí las aguas de la ría.

Pensaba el religioso cuán grato fuera para él vivir de tal modo, lejos de los hombres, leyendo y meditando. ¿Quién se arriesgaría a visitar a la Deixada? Una idea le asaltó. La Deixada era, seguramente, una leprosa...

Aquella enfermedad que se pega «sólo con el mirare»; aquel esconderse del mundo, como si el mostrarse fuese un delito... ¿Qué otra cosa? Y el andrajo humano, no obstante, tenía un alma. Sabe Dios desde cuánto aquella alma no había gustado el pan. El cuerpo enfermo se sustentaba con cosas sabrosas, regojos de banquetes opíparos; el alma debía de tener hambre, sed, desconsuelo, secura de muerte. La verdadera deixada era el alma... Y el religioso se decidió después de breve lucha con sus sentidos.

—Desembárcame en el islote.

El marinero creyó haber oído mal.

—Señor, ahí nadie le desembarca.

No hubo remedio. Renegando, meneando la crespa testa bronceada, el marinero obedeció. Y el religioso saltó al atracadero con agilidad y se metió valerosamente isla adentro. Soledad absoluta; no se escuchaba ni un rumor; sólo se agitaba el cruzar asustado de los conejos, el relámpago rubio de alguna mancha de su pelaje. El religioso avanzó, recorrió las casucas. A la puerta de una de ellas divisó al cabo un bulto informe, que en rápido movimiento se ocultó dentro de la vivienda. Al entrar en ella, el religioso estuvo a punto de retroceder. Veía una forma entrapajada, una cabeza envuelta en vendas pobres, rotas, y, detrás de las vendas, le miraban unos ojos sin párpados, y asomaba una encarnizada úlcera, cuya fetidez ya le soliviantaba el corazón.

Se dominó, y la palabra de amor salió de su boca, envuelta en el halago del dialecto.

—Mulleriña, no vengo a molestar... Vengo a preguntarle si quiere que la atienda.

La Deixada hacía gestos desesperados, furiosos.

—Váyase, apártese. Váyase corriendo —repetía en sorda, en estropajosa voz.

El religioso, en vez de irse, se sentó en un tallo y empezó a hablar, lenta y calurosamente. Venía a ofrecer lo único que poseía. Un alma requería su auxilio. Allí estaba él para ocuparse de esa alma, que valía más que el pobre cuerpo roído por la enfermedad. Vestida de luz el alma subiría hacia su patria, el cielo, cuando el cuerpo se rindiese. Atónita, la mujer escuchaba. Al fin de la exhortación, murmuró, ronca, vencida:

—No entiendo. Será verdade, cuando usted lo dice.

—No hubo —dijo después el religioso— confesión más conmovedora. La Deixada, como casi no tenía voz, contestaba a mi interrogación por signos. Le exigí que perdonase a los que la «dejaban»... Le costó algún trabajo, porque al lado de la llaga del padecimiento roía su corazón otra llaga de enojo y cólera contra los hombres. Lo mismo que no sabía la naturaleza de su otra llaga, no sabía la de ésta; fue mi interrogatorio lo que se la reveló. Su ira dormía como sierpe enroscada, y yo la alcé, silbadora, para machacarle la cabeza. Se creía con derecho a maldecir, y hasta con derecho a pegar su mal, si no temiese ser apedreada. Sus ojos, secos, me miraban con siniestra furia. ¡Lo que me costó que, al fin, se humedeciesen!... No fue sólo por medio de la palabra.

Y el religioso no quiso explicarse más. No habiendo presenciado nadie la entrevista, no hay por qué creer que hubiese acariciado a su penitente como a una madre. Sería o no sería... Lo cierto fue que al otro día le llevó la santa comunión.

Aquel invierno notaron los marineros que la comida para la mujer quedaba en las piedras. Algún tiempo la disfrutaron los pájaros. Después cesó la limosna. Y la islita fue ya definitivamente deixada.


«El Imparcial», 6 de mayo 1918.

Antiguamente

Lo que se suele decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del buen servicio de otros tiempos —opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge, como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles, que deben preferir el chocolate y el tresillo—, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones redomados.

—Sin embargo, era otra cosa —insistió don Braulio Malvido—. Algo había entonces en el ambiente que reprimía un poco la desvergüenza de la bribonada. No existía tanta desfachatez.

—Mala es la desfachatez —declaró el muchacho—; pero ¿le gusta a usted la hipocresía? No sé cuál será más repugnante. Acaso a mí la hipocresía me parezca peor, porque tuve en la historia de mi familia un caso de hipócrita que nos perjudicó no poco en nuestros intereses. Mi padre me lo refirió, porque la cosa ocurrió en tiempo de nuestros abuelos. Parece que mi abuelo paterno era un señor muy bueno... Diré a ustedes que yo detesto cordialmente a los buenos señores, mucho más funestos que los malos. Los buenos señores son aquéllos que se dejan engañar por todo el mundo. Sin embargo, conviene añadir que para engañar a mi abuelo se desplegó una habilidad que no debía de ser necesaria, siendo él, como consta, materia tan dispuesta. Es el caso que en mi casa, quiero decir en la solariega, que es un magnífico palaciote, allá en la comarca más vinícola de estas provincias, existía una leyenda a la cual unos daban crédito y otros no: se refería a un tesoro que se suponía enterrado en no se sabe cuál rincón de la casona. Claro es que cuanto más ignorantes eran las personas más creían la conseja; pero mi abuelo se reía de ella a mandíbula batiente, y había prohibido, con la mayor severidad y del modo más categórico, que se hiciesen excavaciones, registros ni nada relacionado con la búsqueda de tal riqueza, cuyo origen decían ser la venida de un antepasado virrey del Perú, cargado de onzas y barriles de polvo de oro, y a cuya muerte, acaecida muy poco después, no se encontró sino un escasísimo haber. El virrey había anunciado que pensaba transformar la casona en un magnífico palacio que fuese asombro de la comarca, y los planos del palacio sí que se hallaron, completos y ostentosísimos, y aún se conservan hoy en el archivo nuestro.

En fin, lo repito, mi abuelo dio por paparrucha lo del tesoro, aun cuando la gente seguía empeñada en que el tesoro había y tres más. Ya por entonces estaba a su servicio Froilán Mochuelo.

¿Les hace gracia el nombre? Los nombres, amigos, son una cosa muy significativa. Yo encuentro algunos que retratan a las personas. ¡Froilán Mochuelo! ¿No encuentran ustedes algo de especial, de significativo en esta manera de llamarse? Puede que ahora no; pero esperen el fin de la historia.

Froilán era sobrino de un cura. Había estado en Portugal varias veces, y hablaba medio portugués, dulzarrón y nasal. No se sabía qué oficios ejerció hasta entrar en el servicio de mi abuelo; pero era, por lo visto, mañoso para todo, y entendía de descubrir manantiales, de cuidar viñas, de enfermedades del ganado y de herrero y carpintero. Tantas habilidades sedujeron a mi abuelo; pero lo que más le conquistó fue le devoción y piedad del sirviente. Daba gozo verle ayudar a misa, y la capilla, desde que él entró a servir, parecía un espejo de limpia y de primorosa. Él dirigía el rosario con toda especie de requilorios, y él enseñaba a las muchachas a cantar gozos, trisagios y letanías. Como si fuese poco, a veces se iba a rezar solito, y, desde la tribuna, mi abuelo le veía prosternarse y besar el suelo, o pasarse las horas muertas de rodillas y con los brazos en cruz. En la aldea le llamaron el santiño. Jamás se encolerizaba; jamás incurría en falta, ni más leve, ni de respeto, ni de probidad. Y, poco a poco, mi abuelo fue tomándole un cariño desmedido. No hablaba más que de Froilán. Froilán era sus pies, sus manos, su brazo derecho.

Pasaron así doce años, sin que se desmintiese la perfección del sirviente y sin que dejase de crecer el entusiasmo del señor. Parece que mi abuela no participaba de los entusiasmos de su marido por Froilán, y el asunto hasta llegó a ser causa de polémicas y disensiones en el por otra parte muy bien avenido matrimonio.

—Pero, mujer, ¿qué tacha puedes ponerle?

—Tacha, ninguna; pero no me gusta, Ramiro (el abuelo se llamaba como yo, o, mejor dicho, yo me llamo como el abuelo). Mira, no le fiaría yo a ese santiño el valor de cinco duros.

—Las mujeres tenéis el espíritu de contradicción —respondía mi abuelo.

Pero fue él quien lo tuvo, y no su esposa, pues tal vez por darle en la cabeza, como suele decirse, resolvió demostrar a Froilán la mayor confianza.

Llamándole un día a su despacho, diz que le dijo:

—Atiende, Froilán; tengo que contarte un secreto... ¿Has oído tú hablar del tesoro que suponen que hay enterrado en esta casa? Yo he prohibido que se busque, y he corrido la voz de que todo eso eran cuentos y patrañas.

—Y serán, señor —parece que respondió, en el tono más indiferente, el Mochuelo.

—No, no; a ti te digo la verdad; estoy persuadido de que no son sino realidades. No se sabe qué fue del contenido de los cofres del virrey. Trajo una impedimenta enorme, y al morir aparecieron los cofres y arcas vacíos, y nunca se pudo rastrear dónde estaba su fortuna. El aire no se la llevaría. No puede estar sino aquí. ¿Dónde? Eso es lo que tú puedes tratar de averiguar, porque si yo me pongo a escarbar aquí y allí, llamaré la atención, y me expongo hasta a un robo a mano armada. Tú, a la sordina, puedes registrar la casa: como en requisa de construcción, a pretexto de reparos, lo miras todo, despacio y a gusto, y mucho me sorprenderá que no hallemos nada... ¡Ah! —añadió—. Y como lo encuentres, no necesito decirte que aseguraré tu suerte para toda la vida.

Autorizado así, tan en regla, Froilán empezó a desempeñar el encargo. Quejándose de la vetustez de la casa, que tanto remiendo le obligaba a echar, desorientó a los aldeanos, y no extrañaron verle manejar la sierra y la azuela, la pala del albañil y la del revocador. Dos años anduvo como un ratonzuelo, revolviendo aquí y allí. Hasta cavó en el huerto, porque tenía, según dijo, que poner árboles. ¿En qué rincón halló el tesoro? Eso no lo cuenta la crónica; o, mejor dicho, lo cuenta de tantas maneras diferentes, que no hay modo de poner en claro si fue en la tierra, si en las vigas, o dentro de las paredes donde lo había ocultado el señor virrey. Lo positivo es que, después de muchas gestiones que declaraba inútiles, un día Froilán cargó dos mulas con sacos que, según él, contenían grano, que iba a llevar al molino de Rioriba, en que la harina salía más fina para el pan de los señores. No consintió que le ayudase nadie a cargar los sacos. Esta particularidad se recordó después. Los sacos parecían pesar mucho; Froilán sudaba al izarlos. Él siguió a pie a las mulas. Dijeron que se le había visto subir, en efecto, hacia Rioriba, donde está el puente viejo, que del Miño lleva a tierra portuguesa. Después, sus huellas se perdieron, y nadie dio razón de haberle visto en parte alguna. Llegaron rumores de que estaba en Lisboa, viviendo como un gran señor; también se susurró que había pasado al Brasil. Lo positivo, en casa de mis abuelos, fue que el matrimonio, hasta entonces bien avenido, se desunió, por las constantes reconvenciones de mi abuela, que no cesaba de tratar de cándido y de bolonio a mi abuelo, por haberse fiado en aquel cazurro, en cuyos ojos, cuando podían vérsele, había un resplandor de todas las maldades. Y mi abuelo, que en vez de dar por perdido alegremente un tesoro que al fin no había descubierto, ni acaso tuviese la paciencia de descubrir jamás, cayó en una negra melancolía, acusándose también de haber dejado escapársele de entre las manos el porvenir de su casa, el oro del virrey, llevado en sacos por el infiel sirviente Dios sabe a qué tierras remotas. Mi padre creía también que no era sólo la codicia defraudada lo que así abatió el espíritu del abuelo, sino también el desengaño, el haber sido burlado de una manera tan audaz, el haber pasado por un necio a los ojos de todos, no sólo a los de su esposa. Porque después de la fuga de Froilán, se había hecho público todo el caso, y en la aldea, y en muchas leguas a la redonda, y hasta en la ciudad, se hablaba del tesoro, de la burla, de la inmensa riqueza perdida por mi casa, por causa de la infelicidad de aquel señor tan bueno y tan confiado que había conseguido perderlo todo. Y la tristeza dio al traste con mi abuelo, que tardó poco en morir, a los treinta y seis años.

Como unos quince después de estar bajo tierra el bendito señor, grande fue la sorpresa de mi abuela al recibir a un sacerdote portugués, que le traía una fuerte suma, restitución —dijo— hecha por un moribundo. El sacerdote se negaba a dar el nombre, pero mi abuela le dijo categóricamente:

—Quien envía este dinero no envía ni la décima parte de lo que nos ha robado... Es el pillastre de Froilán.

—El que manda esto, señora, ya no existe, y me consta que manda cuanto le quedó de una fortuna muy considerable. Me ha encargado que pida a ustedes el perdón, que cristianamente no le podrán negar.

—¿Pero era cristiano ese tuno? —preguntó mi implacable abuela.

—No sé si se condujo como tal; pero los sufrimientos y el remordimiento le cambiaron mucho. Murió, señora, de una enfermedad horrible, que sólo pueden padecerlas los negros.

—Y yo —añadió Ramiro— detesto desde entonces a los hipócritas.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 27, 1913.

Atavismos

—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?

Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.

—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.

—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...

—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?

—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.

—A veces —observé—, los hechos son...

—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...

Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.

—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...

Asombrada, pero humilde, la aldeana se dejó aliviar y nos saludó con respetuoso «Nas tardes nos dé Dios». Era una vejezuela vestida de luto, el luto desteñido y pardusco de los pobres; iba descalza y sus greñas y su, curtida cara rugosa exhalaban el grato y bravo olor a resina de los pinares. Nos miraba no sin vago recelo, pero una pesetilla extraída de mi escarcela la tranquilizó y desató su lengua en acciones de gracias infinitas.

—¿Y del hijo, tiene noticias, tía Antonia? —interrogó el párroco.

—¡Ay! No, señor; queridiño... ¡Por aquellas tierras se habrá muerto tambiene!

Enjugaba con el pico del pañuelo de talle, andrajoso, los ojos, inflamados sin duda de tanto llorar, y el párroco entonces ordenó:

—A ver, muller, cuente su desgracia a la señora condesa, que puede dar pasos para que se averigüe el paradero de su hijo... Pero cuente verdad, ¿ey? ¡Verdad entera! Ya sabe que yo estoy bien enterado, y si miente... pierde el tiempo.

—¡Así caya un rayo y me abrase si cuento mentira! —respondió la mujeruca, sentándose a mi lado en el parapeto de granito, de espaldas a la pavorosa altura del puente—. Y sabe toda la parroquia, y toda la gente de las aldeas de por aquí, que mis hijos, Ramona y Pepiño, eran dos santos, que en su vida le hicieron mal a nadie de este mundo. ¡Asús me valla! Ellos a trabajare, ellos a obedecere, ellos a rezare... Unos santiños; no dirá menos el señor abad!

—Eso es cierto... —confirmó Gondás, dando vivas chupadas al pitillo y sonriendo con aprobación.

—Pero, señores del yalma, ¿quién se libra de un mal querere? ¡Pedir a Dios que no nos miren con mal ojo, o si no matar a quien nos mira así, para que no nos eche a perder del todo, como echaron a mis hijos pobriños, que fue su desgracia, que estaba preparada allí!

Hizo un guiño el abad, y acudió en auxilio de la narradora, que volvía a secar las lágrimas con el guiñapo del pañuelo.

—Pero diga, tía Antona; esa mujer, esa vecina de usted, la Juliana, ¿por qué les quería mal a usted y a su familia, mujer?

—¡Ay señore! Por envidia...

Oír hablar de envidia a aquella pobre criatura, harapienta y doblegada bajo un fardo de ramillas para la lumbre, me hiciera sonreír si no supiese que en toda vida humana cabe que otro recoja, pisándonos los talones, las hojas que arrojamos.

—Túvome envidia desde moza. Su mozo la dejó, y el rapaz se le murió de mal extraño. Y entramientras, mis dos fillos, mis dos rosas, dábanle enojo de se comere las manos. Según pasaba por delante de mi puerta, les echaba a mis palomiños unos mirares que acuchillaban. Y ellos, más aún Ramona, le tenían idea mala, a fuerza de la ver pasar mirando de aquel modo, que metía miedo... ¡Señor abad! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo! Vusté bien sabe que mis hijiños eran honrados, que no hicieron en jamás acción mala de Dios...Tentóles el demo, que no los tentara si la bruja no los mirara así... ¡Fueron los ojos de la Guliana, señores benditos, fueron los ojos, y no fue otra cosa, que con un palo se los había yo de sacare!

—Más cristiandad, mujer —respondió con sorna chancera el cura.

—¡El Señor me perdone...! ¡Háganse cargo vustés, que dos hijos tuve, y ninguno tengo, y sola me alcuentro y al pie de la sepultura! Mis hijos no me pidieron consejo, que yo bueno se lo había dar. Allá un día que la Guliana salió a sachar sus patatas, metiéronse en la casa por la parte del curral de la era, y...

Por segunda vez acudió el cura a activar la marcha del relato.

—Y vamos, señora Antona, que encontraron cosas sabrosillas, ¿eh? La Juliana, en tantos años de vivir como un sapo en su agujero, tenía arañados unos cuartitos, y los guardaba en el pico del arca; además sus hijos de usted cargaron con dos ferradiños de maíz, y unas buenas costillas de cerdo, y dos ollas de grasa, y unas pocas habas, y un pañuelo nuevo, amarillo...

—¡Ay, ay señor! —hipó la vieja—. ¡Cargaron, no digo yo menos, cargaron; pero sólo por la rabia que le tenían, que los iba consumiendo a los dos con el veneno del mirare! ¡Fue por se vengar, señor, y que se acabase el mal de ojo! Pero no hay quien pueda con las brujas, que mandan más que todos. La Guliana dio parte a la justicia, eso lo primero; y luego ¡malvada! salía todos los días a la puerta, y cada vez que pasaban mis joyas, les gritaba mismo así: «¡Permita Dios que lo gastedes en la mortaja! ¡Permita Dios que los ladrones mueran antes del año!» ¡Señores mis amos, las plagas caen siempre! La justicia no importa. Son las plagas lo que nos echa al campo santo...

Calló un momento, trágica, mientras en la superficie del río, lento, se apagaba el último resplandor del poniente.

—Pepiño —murmuró al fin— escapó para América. Me quedé sin el que labraba la tierra, sin quien trabajaba el lugar. Quedóme Ramoniña, y esa, desde el otro día de la desdicha, se empezó a secare, a secare como un palo, con perdón. Y hay que vere que otra moza como ella, tan sana y tan rufa, no la hubo en las parroquias de por acá...

—Eso es cierto —intervino el abad—. Parecía que a la muchacha le derretían la carne al fuego. Como que me sorprendió cuando la vi ponerse así, en tan pocos meses. Antes vendía salud y era recia como un hombre...

—¡Capás era de trabajar el lugar ella sola, si no le viene la enfermedá por las plagas de esa condenada! —insistió la madre—. Fue un milagro, un asombro. «¿Qué te duele, Ramoniña?» «Dolerme, nada.» «¿Por qué no comes, Ramoniña?» «Porque no tengo voluntá.» «¿Quieres que venga el médico, paloma?» «El médico no me cura, señora madre...» «Voy a ofrecerte a Nuestra Señora del Moniño.» «Tampoco me ha curar... Solo si me levantan la plaga que me echaron...» Y yo fui a casa de Guliana, y me arrodillé, así —hacía la vieja mímica, expresiva demostración—, y le pedí por las almas de sus padres... ¿Sabe lo que me contestó, que si soy otra la mato, la esmigo con los pies? «¡Lo que me robaron, que les valga a los ladrones para la mortaja!»

—Y Ramona, ¿murió antes del año?

—Por cierto... ¡El día que tenía que presentarse en la Audiencia de Marineda, señor, a responder! ¡Tal día estaba de cuerpo presente! Allí remató la causa. No había a quién dar el castigo...

—Le queda su hijo, mujer —dije por vía de consuelo a aquella amargura—. A la hora menos pensada escribe, vuelve con mucho dinero...

—¡Los difuntos no escriben, ni tornan a su casa, mi señora! El hijo mío murió de la plaga, lo mismo que la hija. Y esa malvada vive, ¡que chamuscada con tojo la había yo de ver, Asús me perdone!

La noche descendía; el cura ayudó a la vieja a cargar el haz de espinallo, y vimos como, enderezándose trabajosamente, se alejaba a paso tardío.

—Toda la historia es para afianzar la superstición... —murmuré.

—Y será milagro —advirtió el abad— que un día, con estos haces de rama de pino que trae del monte, la tía Antona no arme una lumbrarada bonita en la casa de la hechicera... Y yo no podré evitarlo... Cuando reprendo, me dan la razón; pero luego hacen lo que les dicta su instinto... ¡La brujas mandan!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1912.

En silencio

Todos creían que la hija del tabernero de la Piedad aspiraba a casarse con un señorito. No con un señorito de los que, a veces, al pasar ante la taberna a caballo o en automóvil, se detenían a beber un vasete del claro vinillo del país, y piropeaban a la muchacha; con estos, no había que pensar en bendiciones; solo algún curial de Brigos, algún lonjista de Areal que bien pudieran prendarse de aquella moza frescachoncilla, peinada a la moda, y tan peripuesta con su blusita de percal rosa, incrustada en entredoses. Y se prendarían o no se prendarían; pero lo cierto fue que, con gran sorpresa de la clientela y del contorno, Aya —que así la llamaban, con el nombre de una santa mártir allí de mucha devoción— tomó por esposo a un albañil humilde, que ni siquiera era de la tierra: un portugués, venido a trabajar en las obras de una quinta próxima al santuario de la Piedad, y que los domingos solía comer en la taberna.

Cierto que el portugués era lo que en su patria llaman un perfeito rapaz. De mediana estatura, forzudo, con el pelo rizado, negro y brillante, cuando se endomingaba soltando la costra de cal, y bien acepillado de chaqueta y blanco de camisa, iba a pelar la pava con la joven tabernera, se comprendía que esta le hubiese preferido a todos. Otra estampa así...

El tabernero, cardíaco y con las piernas hinchadas frecuentemente, vio sin desagrado a aquel yerno robusto y que se traía a casa un jornal de dieciocho reales diarios, limpio de polvo y paja. «Ha hecho bien mi hija, nadie debe salirse de su clas», repetía, congratulándose con la parroquia. Y como tardó poco en morir el viejo, quedó el matrimonio al frente de la taberna. Luis Feces, el marido, iba a su trabajo; pero, como hoy ya las horas de éste no son «las de otros tiempos», volvía lo más temprano posible, y a la hora de mayor despacho y más peligrosa de riñas o borracheras, estaba al lado de su mujer, para protegerla y auxiliarla. Y no querían criada, por economía, pues aspiraba Luis a que, en algunos años, su fortuna se redondease y pudiesen establecerse en Marineda como maestro de obras y adornista, pues sabía manejar el estuco y doraba y pintaba bien las molduras y adornos.

Cuatro o cinco años llevaba de casada la tabernerita, y mientra el marido parecía cada vez más enamorado ella empezaba a desear vagamente no sabía qué, algo, un suceso que distrajese su imaginación, cansada de lo monótono de aquel vivir. Pensaba en cómo sería la casa que habitarían en la ciudad, y si tendría ventanas para ver pasar la gente, y si habría cines y teatros, y que, al anochecer, se podría dar una vuelta por las calles, rozándose con el señorío. Porque, en el fondo de su alma, a pesar de haberse casado cediendo a la atracción que ejerció sobre sus sentidos el arrogante mozo, Aya continuaba siendo muy remilgada y fantasiosa, y repugnaba servir vino a los blasfemos carreteros de sucia boca, a los arrieros de mofletes colorados, a los labriegos hirsutos, que olían a boñigas de buey. Estaba harta de brutalidades y suponía, que en una ciudad, volvería a querer a su marido como el primer día, ilusión frecuente en los humanos, que atribuyen a los sitios lo que está en nosotros. Pero el portugués, que desde el primer día habló sin timidez y como amo, había fijado de antemano la suma que necesitaban para montar la industria en Marineda, y más valía que sobrase que verse allí ahogados. Se necesitaban, lo menos, cuatro mil duros, y mejor cinco mil. Hasta verlos juntos, taberna y jornal. No quedaba otro remedio.

De pronto, parecieron calmarse las impaciencias de Aya. No habló ya de Marineda, no propuso el traspaso de la taberna para completar la suma. Al mismo tiempo dio en componerse más que de costumbre, aunque siempre había gustado de presentarse hecha una semiseñorita. Se hizo blusas, se compró calzado fino y medias de algodón muy caladas en el empeine. Y estas y otras coqueterías de su atavío, encandilaron la pasión de Luis, nunca apagada, y le hicieron asiduo y exacto en volver a casa a las horas más tempranas que podía. Había para esto una razón más. Siempre había sido celoso, con celos vagos, porque sin duda tenía algunas gotas de sangre africana, que se revelaban en sus gruesos labios y en el rizado crespo de su pelo; y la exacerbación de coquetería de su mujer le causaba esa extrañeza, que es la puerta de la sospecha. Con enlazar dos cabos sueltos, la sospecha pidiera trocarse en acusación. Aya no hablaba ya de Marineda, parecía encontrarse en la Piedad muy a gusto... Había coisa, como dicen sus paisanos; había algo que era preciso aquilatar... ¡Y vaya si lo desenredaría!

La observación de las tardes, en la taberna, no dio ningún fruto. Aya servía a todos, sin fijarse en nadie. Les servía, les presentaba la cazuela de bacalao o el guiso de patatas, les escanciaba la cerveza, a que empezaba a aficionarse la gente aldeana, con aire más bien desdeñoso, con cierto repulgo de persona superior al cometido que está desempeñando. Ninguno, entre aquellos rudos parroquianos, se hubiese atrevido a llamarla «mi comadre» ni a chuscarle un ojo, aunque la encontrasen muy repolluda y fresca; pero la gente del terrón respeta la coyunda, y no caza en vedado, a menos que la veda se levante de suyo. Luis Feces, que había rodado algo antes de hacer alto en la taberna de la Piedad, era experto y no era tonto. Por allí comprendió que nada había. ¿Por dónde, pues?

Por donde... Su instinto creía haberlo adivinado. Es más: lo sabía de fijo, pero no de ahora, sino de atrás, de muy atrás... ¡Qué! Si se lo habían advertido antes de que se casase, y sus compañeros, los que con él trabajaban en la obra de Cordeira, le habían dado más de una festiva cantaleta con las rivalidades que pudiera temer del señorito Raimundo, el dueño del pazo de Morcelle.

Ése, y sólo ése, puede ser. Era el único que tenía las costumbres libres, el que acostumbraba a «echar a perder» a las garridas mozas... Había rondado a aquella de soltera, y la festejaba ahora también...

Una mañana, de rocío y niebla, de un otoño que se anunciaba húmedo, se abrió el postigo del corral de la taberna, y salió por él un hombre de gentil talante, que rápido se dirigió al pinar, y en su seno desapareció, como si la masa oscura de los pinos se lo hubiese bebido. Era aún la hora incierta del amanecer, y el albañil había salido casi con noche, para ser el primero en la obra de la casa que en Brigos decoraba. Un bonito negocio; le pagaban espléndidamente. Pero, apenas dejó su cama y engullido el café a tragos largos, habíase apostado Luis en dando la vuelta al recodo del camino y escondido por un matorral. Y había visto salir por el postigo su deshonra. Permanecía en pie, inmóvil, un poco sacudido por un horrible temblor de rabia, con un borde de espuma franjeando sus gruesos labios...

Aquella misma noche se encaró con Aya, para decirle sin preámbulos:

—¿No sabes, mujer? He acordado que lo del taller de Marineda era una tontería...

—Sí, hombre —confirmó Aya—. A mí también me lo parecía, solamente que no te lo quise decir.

—No, pues tú bien entusiasmada estabas al principio —dejó caer, no sin cierta ironía, el portugués—. Pero mejor nos ha de ir en América. Tengo proposiciones de allá, de Buenos Aires..., superiores. Se pueden ganar quince mil pesos al año...

Un deslumbramiento pasó por ante los ojos de Aya. ¡Ser rica! ¡Poder tener trajes como los de las señoras! ¡Que la sirviesen, en lugar de servir ella a aquellos brutanes de trajineros y de feriantes que apestaban! Sentiría, claro, su idilio amoroso, el señorito que olía a cosas exquisitas, a fragancias caras. El horizonte, sin embargo, era tan amplio, tan lisonjero para sus vanidades y deseo de lucir, que sonrió halagando los cabellos rizosos del portugués.

—¡Quince mil duros! —repitió soñadora.

—Hay que juntar —murmuró Luis— cuanto tenemos. Mañana me darás autorización para traspasar la taberna y recoger el dinero. El que la quiere, porque yo ya me he enterado, es Armuña, el del café en Brigos; exige que se le ha de blanquear todo, y de eso me encargo yo. También quiere una despensita... nada, un rincón ahí junto a la cocina. Todo se hará.

Con su fina percepción femenil, notó Aya en todo ello algo extraño.

—¿Qué tienes? Hablas así... de mala gana... ¿eh?

—Es que ciertas cosas dan para cavilar mucho —contestó el portugués sombríamente.

Realizóse el programa, y Luis, amén del blanqueo, construyó una despensilla, con tabique de ladrillo. Aya le interrogaba curiosa y algo preocupada también.

—¿Para qué haces esa pared delante de la otra?

—Quiere así Armuña... Es como un armario más reservado —dijo él.

Cuando todo estuvo pronto, se enteró Luis del barco, y fue a Marineda a tomar el pasaje. La víspera del día de su marcha, enviado ya por el coche su pequeño equipaje, despachada la criada desde dos días atrás, se acostaron los esposos. A medianoche, hubo como el ruido y trajín de una lucha, y poco después encendió luz el marido, por cuya frente rezumaba un glacial sudor. Cogiendo el cuerpo inerte de Aya, lo llevó hasta el supuesto armario, en la nueva despensa; y recostándolo de pie contra la pared, trajo ladrillo y mezcla, que había dejado en el patio, y tapió el hueco de la puerta que debía cerrar aquella cavidad. Con tal esmero lo hizo, que nadie hubiese podido sospechar, cuando al amanecer terminó de cerrar aquella sepultura, que no era una pared lisa, sin comunicación con nada.

Recogió aún, cuidadosamente, las ropas de su mujer; las puso en un lío con las suyas del primer momento; se terció al hombre la chaqueta, y dejando la llave en la puerta —Armuña ya estaba avisado— emprendió la vuelta de Marineda, por el camino real, blanco y desierto.

Las piernas le vacilaban un poco; pero según se alejaba de la taberna, donde había emparedado su venganza, corría más. Y bien le vino darse prisa, porque el gran transatlántico calentaba ya sus calderas, y fue de los últimos en llegar entre los emigrantes.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1914.

Bohemia en prosa

Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.

Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.

—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.

Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!

Por razones de vecindad en el campo y por habladurías de domésticos, conocía yo la existencia íntima de Vieyra, y estaba en el secreto de sus interioridades. Habitaba Vieyra una casa ni de aldea ni de pueblo, un poco más alta del Lazareto, en la primera revuelta del camino real. La casa, semirruinosa, no tenía huerto; un seto de zarzales la guarnecía.

Pero puede decirse que Vieyra habitaba allí, como se diría que el pájaro habitaba en la rama. Porque realmente, no paraba en su vivienda más de lo preciso para no dormir en un pajar, y sí bajo tejas. Cuando no le invitaba algún amigo, algún señor residente en las quintas o pazos de las aldeas cercanas, entraba en la taberna más próxima, engullía una escudilla de pote y una tortilla de chorizo, pagaba sus tres reales, y tan conforme.

Hubo, sin embargo, en esta existencia diogénica dos notas que le dieron un relieve: un día, Vieyra adquirió un caballo de montar; otro día, Vieyra se casó.

Siquiera por un sentimiento de respeto a la jerarquía de lo creado, debemos dar la procedencia al casamiento. Hubo en él algo de singular, o, por lo menos, no está dentro de las costumbres, ni de las malas ni de las buenas.

Debe advertirse ante todo, para comprender aquel episodio, que es tal la flaqueza humana, que casi nadie se exime de un resbalón, si Dios no le ayuda, y Vieyra, desde hacía algunos años, por la necesidad de adquirir en buenas condiciones pitillos, picadura y maryland, que le servían, como sabemos, de lengua inglesa, trabó relaciones con algunas operarias de la Fábrica de Tabacos, y en especial con una, ojinegra y no mal engestada, en cuyo trato halló más especial atractivo, sin duda, pues fue largos años su proveedora. Vino un día en que algunos amigos, y entre ellos un respetable sacerdote, a quien Vieyra miraba con deferencia, emprendieron una campaña para que aquello se arreglase.

—Hombre, va muy largo... Es hora de que haya una solución...

—¡No sé para qué! —respondía Vieyra.

—Para... Por decoro, por...

—¡Pchs! El decoro es cosa de ricos. Los pobres no podemos...

—Pero... ¡no te merece ella!...

—¡Sí! Me merece mucho..., sólo que, por lo mismo, no es cosa de que la convide a morirse de hambre... Hoy ella vive de su trabajo; yo..., bueno..., de mi pereza si queréis. El día en que nos unamos, moriremos... Porque ella verá cómo está mi vivienda y le darán ganas de barrer y de poner el pote a la lumbre..., y ya no trabajará..., y yo tendré que mantenerla y que comprarle en invierno una saya... Y esto es superior a mis medios, y supone economías, que ni hago, ni haré, ni nadie haría si la Humanidad tuviese sentido común.

A pesar de estas razonadas objeciones, tanto porfiaron los amigos susodichos, que Vieyra, por cansancio y por no discutir, se avino a poner el cuello al yugo.

Una mañana, muy de madrugada, Vieyra fue con su amiga al altar. El sacerdote, fautor de la boda, quiso también bendecirla, y brindar en el café una jícara de chocolate a los novios. Al salir del establecimiento, aun cuando la novia, ¡pobrecita!, se agarraba ufana al brazo de su esposo, éste se desasió, y en tono categórico e imperativo le dijo, impulsándola hacia otra calle:

—Bueno mujer. Ya estamos casados. Por muchos años sea. ¡Ahora tú a tu casa y yo a la mía! ¡Larga, que se hace tarde!

Y como se produjese entre padrinos y testigos la natural estupefacción, Vieyra, subiéndose el cuello del gabán, porque hacía humedad, y corría fresco, añadió:

—¿Qué se habrían figurado?

Así se estableció la vida conyugal de Vieyra...

En cambio, la adquisición del caballo de montar dio ocasión a que Vieyra desarrollase una serie de sentimientos afectuosos y cordiales que nunca se hubiesen sospechado en él.

Al decir caballo de montar, ruego a los lectores que no asocien a esta frase ideas muy retóricas; que no piensen en los alazanes gallardos y fieros de los romances y los dramas. No; que se figuren en cambio un ejemplar típico de la raza del país, un bicho cuyas dimensiones oscilan entre las del perro de Terranova grande y el borriquillo castellano pequeño. Sus ranillas están cubiertas de pelo híspido, su cabeza no guarda proporción con el cuerpo, y sus ojos, zainos y traidores, miran siempre de soslayo, preparando el mordisco, con el cual se defiende mucho más que con la coz.

Tal fue el innoble bruto que Vieyra trajo a casa por la suma de cincuenta y ocho reales, de la feria del primero, y que bautizó con el nombre de Peral —debido a una persistente convicción de que aquello del submarino no salió bien por manejos de la envidia...

Chiquito y todo, Peral llevaba a lomos a su dueño hasta las casas de señores esparcidas por la campiña, donde Vieyra tenía puesto su cubierto y hasta preparada su cama. Antes de entrar en el patio de las quintas, Vieyra, prudentemente, ataba al caballejo a un árbol, y lo dejaba allí entregado a sí mismo, sin temor de que le robasen tal prenda.

Conviene advertir que aun cuando Vieyra vivía en la más estrecha unión e intimidad con su montura, la cuestión de mantenerla jamás le preocupó. Había dos razones para este descuido. La primera, que en el presupuesto del bohemio no existía partida para pienso de irracionales —¡tantas veces no la había para el del racional!—. La segunda, que no conviene alterar las costumbres establecidas, y verdaderamente, Peral no estaba habituado a comer. Es más: el comer, lo que se dice comer, le ocasionaba, según se verá desórdenes graves.

Así es que Vieyra arregló este asunto con singular facilidad... Peral subsistiría del merodeo. En las lindes mordisqueaba hierba; alguna vez entraba a saco en los ajenos pajares; devoraba los desperdicios y tronchos que encontraba en el camino real y a las puertas de las tabernas; a la playa bajaba a mariscar, goloso de almejas y cangrejillos, y en las heredades donde la cosecha maduraba, cometía numerosos delitos, con el instinto de saber ocultarlos. Vieyra, en las casas amigas, se metía en el bolsillo mendrugos, dulces de los postres, y todo era para Peral igualmente delicioso. Dormía Vieyra sobre el establo donde Peral se recogía. Algunas tablas del piso estaban rotas. Cuando el amo, fatigado, apagaba su candileja, tenía cuidado de echar por las aberturas del piso El Imparcial que acababa de leer y que el caballo se zampaba inmediatamente...

Teníamos la broma de que la montura de Vieyra estaba mantenida con periódicos. Esperábamos que a cualquier hora rompiese a hablar en forma de despacho telegráfico.

No rompió a hablar..., pero hizo una trastada y le costó la vida.

Un día tuvo Vieyra una mala idea. En vez de dejar a Peral atado a un árbol, pidió hospitalidad para el facatrus en la cuadra de una quinta. El dueño, a quien divertía mucho el célebre penco, ordenó que se le diese a discreción cebada. ¡Qué festín! Y Peral no se indigestó, como era lógico; lo que hizo fue embriagarse...

Sí, embriagarse absolutamente, como si hubiese absorbido una cuba de jerez... Lo primero rompió la cuerda y se deshizo de la cabezada. Después salió al patio y rompió en una zarabanda de brincos, corcovos, zapatetas, coces y todo género de acrobatismos. Después la borrachera del animal tomó otro aspecto: furor amatorio y furor homicida. El olor de las yeguas del coche llegaba hasta él, y quiso lanzarse a la cuadra... Como el cochero le contuvo, convertido en fiera se defendió a muerdos... El lacayo, que sufrió terribles mordeduras en la mano izquierda, agarró un palo y brumó las costillas del pobre jaco hasta dejarlo por muerto. No murió, sin embargo; era duro, pero quedó resentido. Al llegar el invierno contrajo pulmonía.

—No conviene que los hambrientos coman a su talante una vez —solía decir Vieyra muy entristecido—. A Peral no le hacía falta comida, ni a mí dinero. A bien que no lo he de tener nunca...

Tal vez por falta de los cincuenta y ocho reales para comprar un sustituto a Peral, Vieyra espació sus visitas a las casas donde encontraba alimento sano. La consunción avanzó.

¡Una hoja más que el viento se lleva!


«El Imparcial», 25 de octubre, 1909.

Reconciliados

Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.

Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.

Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...

¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?

Saqué la verdad, como se saca de la tierra un objeto que escondió un culpable porque probaría su delito, de las inconexas explicaciones del viejo Avelaniera, que, un tanto comprometido por aquel suceso, y temeroso de que la justicia se metiese «en lo que no le importaba», no tenía ganas de soltar mucho la lengua. Pero sabía yo un medio infalible de que el curandero la soltase, y aún más de la cuenta, si a mano venía. Era este remedio eficaz una botella de aguardiente del Rivero, de esas que parece que tiene aceite cuando llevan en la bodega algunos años. En cuanto se hubo echado por el embudo de la garganta un par de copas de aquel néctar peligroso, Avelaneira empezó a divagar unas miajas, y, últimamente, a espontanearse, sacando yo por el hilo de su alegría aguardentosa la realidad de un hecho que a los diez días estaría olvidado por su mismo misterio. El aldeano trata de no hablar de lo que puede acarrearle alguna desazón con alguien. Y no hablando de las cosas, se borran, como si no hubiesen sucedido jamás.

Ahora bien: tío Roque de Manteiga y tío Selmo de Vieites poseían tierras lindantes, que cultivaban con sus propias manos. Estaba deslindada la propiedad de cada uno cien veces y escrupulosamente, mata por mata y terrón por terrón; pero existía un arrecuncho, un retal de terreno, mal deslindado y que habían pleiteado ya en el Juzgado, camino de la Audiencia. Lo fatal de aquel rinconcete, que, según la gráfica frase del Avelaneiro, era «grande como una sepultura», consistía en que, a favor de la pretensión de poseerlo, cada uno quería aumentarlo, y tomaba pretexto del litigio para roerle al otro, al margen, unas raspillas de esa tierra, para el aldeano más preciada que el oro. Mil veces ya se habían encontrado frente a frente los dos viejos, puesto el pie sobre lo que cada uno de ellos creía su propiedad, y se miraron con ardientes ojos de codicia, saludándose entre encías, pues dientes no les quedaban. Las manos sarmentosas se estremecían empuñando el mango del azadón, y la cólera les hacía babear, aunque por el buen parecer murmurasen:

—Santos y buenos días nos dé Dios.

—Muy santos y buenos.

La discusión nacía en seguida, agria y empeñada.

Roque, el ganancioso del pleito en el Juzgado, había puesto patatas en el terreno que ya, según la ley, era suyo; y, por la mañana, encontraba que una mano aviesa se las había desenterrado todas, una por una.

—¡Si supiese yo quién fue el capón, el carina, que me desenterró mis patatas... malia para él! —rezongaba, cerrando el puño.

Y el capón estaba allí, a dos pasos, hipócritamente ocupado en cavar su heredad de maíz.

A la noche, poco después, la venganza no se hizo esperar mucho: apenas nacido el maíz, cuando era una tiernecita planta, poco más alta que una hierba, por la noche una mano airada los arrancó todos. Y fue el tío Selmo el que, jurando como un demonio, cerró los puños en dirección de la casa de su enemigo, que aquel día, con un disimulo revelador, no había querido venir a trabajar, haciéndose el enfermo y gimiendo mucho. Era, en parte, verdad cuanto de sus achaques y dolencias dijéranse los dos vejestorios, pues estaban ambos bastante averiados: el uno, no cumpliendo los sesenta y ocho; el otro, con los setenta a cuestas; pero sólo el anhelo de lucro, ese lucro tan humilde de la tierra labradía, bastara a moverlos, a apasionarlos de tal modo, que sus cuerpos usados y tomados de orín por la edad y las fatigas parecían recobrar un vigor juvenil cuando manejaban el sacho o, empeñados en no interrumpir sus amores con la tierra morena, la amada de toda su vida, y en fecundarla una vez más. ¿Y por qué tenían tanto afán de hacer producir a la tierra aquellos dos carcamales? Ni uno ni otro eran lo que en la aldea se dice pobres. El tío Roque era viudo y no tenía más familia que una sobrina, sirviente en Marineda. El tío Selmo había mandado a América dos hijos ya hombres, y desde allá le remitían a veces una letrita, con la cual compraba otro retazo de tierra, alguna heredad pequeña, un cacho de monte, un manchón de castaños. Poseer, poseer: he ahí el empeño loco de ambos ancianitos. Y todo lo que poseían les importaba menos que aquel retal grande como una tumba, que se disputaban con furor. Por ganar el pedazo hubiesen sacrificado con gusto el resto de lo que tenían, aun cuando luego hubiesen de mendigar por los caminos o pedir un jornal, que ya no les daría nadie.

No era ya el pedazo; era su honra, era su dignidad, era su amor propio, era, sobre todo, su odio insatisfecho lo que en ellos se lanzaba con la fuerza que adquieren en la vejez las manías, y les decía en sueños y despiertos que esto no se quedara así, que ya había alguien que tenía que pagarlas todas juntas... Caía la tarde del día de San Juan, cuando se rompieron las hostilidades ya a mano armada. Exasperado por la arrancadura de su maíz nuevo, el tío Selmo se emboscó al paso del tío Roque y le disparó un croyo, una piedra perlada y lisa, con filo, como una antigua hacha de sílex. Apuntaba el viejo a la cabeza; pero su mano caduca erró la puntería, y la peladilla fue a dar en el brazo. Al agudo dolor, Roque cayó en tierra, gimiente. Pensando haberle dado un buen golpe, huyó el agresor cuan ligero pudo. Al otro día, en virtud de unas fricciones de ruda, aceite y romero cocido que el curandero le administró, salió a su heredad el lesionado, sin mal de ninguna clase. Allí estaba ya Selmo trabajando el pedazo maldito, echando en él no se sabé qué simiente... La sangre, aún no helada, de Roque, dio una vuelta.

—Si no se va... largo...

La amenaza la acentuaba el movimiento de alzar la horquilla de puntas de hierro, que había sacado, no sabemos si para traer un haz de árgoma, o si para llevar arma defensiva y ofensiva. Selmo, por su parte, requirió la azada, reluciente por el uso. Avanzaron los dos, en vez de retirarse con prudencia, y sus labios sumidos murmuraban juramentos atroces, blasfemias bárbaras. Las piernas les temblaban a los dos; pero ni uno ni otro querían que se les notase la flaqueza, y suponían que jurando iban a parecer más fuertes, más recios. Al aproximarse, Selmo sacudió el primer golpe, un débil azadonazo, en el hombro de Roque. Este se hizo atrás, pero no sin esgrimir su horquilla, dirigiéndola contra el pecho del enemigo. Fue a clavarse en el estómago. Las puntas aguzadas penetraron en la carne. Aulló el herido, maldiciendo. Roque acababa de caer, arrastrado por la propia fuerza con que había querido asestar el golpe, consumiendo en tal arranque cuanto le restaba de energía. Y, al verle en tierra, el otro recogió del suelo su azada, y ya esta vez fue certero. La cabeza sonó como una olla que se parte. Luego, un azadonazo vigoroso quebró huesos y costillas...

Ambos contendientes, arrastrándose, se retiraron a su casa, mal como pudieron. Denuncia a la Justicia, no la hubo. El aldeano pleitea por la propiedad; por la vida, rarísima vez acude a los jueces. Ni aun al médico. Fue el bueno de Avelaneiras el que los vio a los dos. El del horquillazo en el estómago no conservaba la comida; la herida era poca cosa, pero el órgano se negó a funcionar, y ya se sabe lo que es esto para un viejo. El del azadonazo en los sesos, saltó a fiebre y delirio, y a coma mortal. Y el mismo día los depositaron en un espacio de terruño igual en dimensiones al que pleiteaban, pero donde, al menos, estuvieron en paz. No discutieron, no se agredieron, no se dijeron malas y feas palabras de denostación. Y las flores que después crecieron allí no hicieron diferencia entre los dos hombres que se odiaron.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 18, 1914.

La salvación de don Carmelo

Los que conocíamos a aquel cura de Morais estábamos un poco escandalizados de que continuase al frente de su parroquia. Y, en efecto, confirmando nuestras extrañezas, y que rayaban en indignaciones, poco tardó en tener un coadjutor in capite, quedando así como un militar de reemplazo, ya sin poder cometer desafueros en su ministerio.

Era don Carmelo una calamidad. Siempre a caballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acaso no peligrase su equilibrio a lomos del jacucho; pero, al volver, parecía milagro verdadero que se tuviese en el tosco albardón, porque la gravedad es, según dicen, imperiosa ley natural, y el cura se inclinaba con exceso a uno y otro lado. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta. No se hizo daño. Hay estados en los cuales el cuerpo se vuelve de goma. No suele, en estas solemnidades y reuniones campesinas, andar solo Baco. Naipes mugrientos le hacen compañía, y don Carmelo era capaz de jugarse hasta el alzacuello y el bonete. Así estaba de trampas y de miseria, que a veces no tenía, materialmente, con qué comer, aun cuando aseguran que de beber nunca le faltó.

Por si tantas cualidades fuesen pocas, aún dice la crónica que don Carmelo pasaba de quimerista. Donde se armase greca allí estaba el cura de Morais, congestionada la faz, color berenjena, chispeantes de cólera los ojos y alzado el puño para sacudir sin duelo, imponiéndose con la valentía más fanfarrona, porque donde estuviese él no campaba ningún guapo, y cuando a él se le subía el vinagre a las narices, mejor era tener la fiesta en paz.

Tocante a otras flaquezas que revelan lo mísero de la condición humana, mucho se discutía, y había partidarios de que el cura no hubiese cometido, en tal respecto, graves desmanes; pero los que también en este respecto le acusaban, dispusieron de un argumento poderoso el día en que vieron en casa de don Carmelo a un niño, por cierto precioso, casi recién nacido, al cual criaron como pudieron, dándole a beber leche de vacas y puches de harina de maíz, la vieja y cerril ama del párroco.

El niño resistió a este régimen, y hasta a los sorbos de vino que le atizaba, para «consolarlo», en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte, travieso, lindo y crespo como un arbusto del monte, dando cada día más que decir, porque nadie sabía quiénes eran sus padres.

—Entonces, el rapaz, econtrástelo detrás de un tojo, ¿eh? —preguntaba maliciosamente el arcipreste de Loiro, hombre de gran autoridad entre el clero diocesano.

Y don Carmelo, que le veía venir, contestaba bruscamente:

—Hom, poco menos. Volvía yo de Estela, cuando aquello de los ejercicios que nos encajó el arzobispo, que así le encajen a él... ya sé yo qué... y tan cierto como que Dios nos oye, iba fumando, bien distraído, y si pensaba era en que se hacía tarde para llegar a la hora de la cena a mi casa. A más, empezaba a llover, y el jaco no tenía ganas de menearse; con tantos días como llevaba en la cuadra, se conoce que tenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le daba con los tacones para meterle prisa, cuando se me ocurre: «Si tuviese una varita verde no se reiría de mí este zorro.» Justamente veo a la izquierda de la carretera unos vimbios, y salto a cortar una vara con la navaja, cuando oigo un llanto de chiquillo pequeño. Miro para todas partes y allí estaba el rapaz, liado en mucha ropa, trapos viejos y guiñapos colorados, que no se le veía la cara. Miré para todas partes, pensando que la madre andaría por allí. Di voces. No acudió nadie de este mundo. Anduve arreo un cuarto de legua, preguntando en todas las casas, con el rapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, y nadie sabía nada, todos se hacían cruces. En una casa me dieron por caridad una cunca de leche, y el mocoso bien que se la bebió poco a poco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con el chiquillo y me presenté con él en casa. Ramoniña me quiso arañar; dijo que iba a echar al rapaz en el pozo... como a las crías de la gata... y ahora se quita de la boca el pan para que él coma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna salerosa —don Carmelo llamaba así a las hembras alegres— que le estorbó el neno y le soltó allí para que se muriera; pero no estaba de Dios.

A pesar de las detalladas circunstancias con que autentificaba su relato el cura, un guiño del arcipreste a otros párrocos solía indicar que a él no se la daban con queso, y que a perro viejo no hay tus tus.

La propia Ramoniña, el ama, que parecía hecha de sebo, no tragaba la narración del encuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Al principio, don Carmelo rechazó, encolerizado, las sospechas. Después se limitó a encogerse de hombros. El moneco sin embargo, tenía gran parte de culpa en la severa decisión del arzobispo, cuando puso al coadjutor a aquel párroco tan censurado.

Don Carmelo se resignó. Ya ni se tomaba el trabajo de repetir la historia de la vara verde y del recién envuelto en trapos. Cuando Ramoniña enseñó a Ángel —tal era su nombre— a llamar hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo, soltando un pecado, vocejoneó:

—¡No, llámame señor padre! Al fin te han de decir todos, mal rayo los coma, que eres mi hijo.

Y el chico lo creyó de buena fe, y con la mayor sencillez decía mi padre, sin notar, al pronto, las risas malévolas de los que le oían. Sin embargo, los niños crecen y hasta en la aldea se despabilan, se hacen listos, en especial si lo son tanto como lo era éste. A la primera vez que Ángel percibió la intención denigradora con que le preguntaban por su papá —tenía el rapaz sólo doce años—, descargó tal puñada en las narices de su interlocutor, un cura joven, muy relamido, que le dejó temblando los dientes y la cara bañada en sangre.

Y como don Carmelo estuviese cada vez más beodo y más pobre, el muchacho, creyendo llenar un deber más sagrado aún que el de la gratitud, se dio a trabajar para mantenerle.

No se sabe cómo aprendió el oficio de carpintero, además de los menesteres de la labranza. Con su jornal, y trabajando además en el huerto, pudo alejar de la rectoral la miseria, y desplegando una energía que parecía aconsejarle la naturaleza, combatió el vicio, que, con la vejez, había dominado ya a don Carmelo totalmente. Le ayudaron los ataques de gota que, sujetando al cura en un viejo sillón de baqueta, no le permitían buscar en las ferias y tabernáculos satisfacciones a su crónica sed de dipsómano. Ramoniña había muerto, de juntársele las mantecas, y la nueva criada, una moza parva como un conejo de monte, obedecía ciegamente al muchacho. Allí no entraba vino ni sus derivados, a pesar de las súplicas angustiosas de don Carmelo.

—Rapaza, veme por un chisco...

—No; hame de dispensar...

Y el cura tuvo, efecto de este régimen riguroso, una notable mejoría, hasta sentirse tan bien, que, como quien se fuga de una cárcel, con precauciones de ladrón, se escapó, aparejó el jacucho y se fue al funeral de don Antonio Vicente de la Lajosa, un gran señor local, rico mayorazgo. Ya se sabía: después de la función religiosa, gran cuchipanda, el festín fúnebre en la casa solariega, cuyas bodegas eran famosas por su cubaje magnífico, y su vino, el mejor de la comarca. Corrió éste, no digamos que a raudales, pero sí a colmados jarros, y don Carmelo, feliz como hacía tiempo no se había sentido, fue estibando en su estómago la poderosa carga del mucho cerdo, los pollos con azafrán, el bacalao guarnecido de patatada y la carne con patatada también, sazonada de pimiento picante rabioso. Y como todos estos platos son ahogaderos y ponen la boca más seca que la de un can cuando corre, hubo que diluirlo en mucho de aquel bendito licor, reposado y frío en las grandes cubas, y que no parece sino que cada vaso llama por su compañero, con voces apremiantes, como si no pudiese valerse solo... Tal fue el desquite del cura de Morais, que ni aun pudo, de sobremesa, tomar parte en una partidilla que allí se armó. Los licores, el aguardiente servido con el café, le dieron el golpe de gracia. Ángel, que acudió desolado, le tuvo que recoger y que llevar, con ayuda de varios vecinos y a puñados, a la rectoral. Al día siguiente el médico soltó una porción de terminachos, que todos venían a resumirse en que el párroco no salía de aquella. Y se le sangró, y se le aplicaron revulsivos; pero como si se los pusiesen a un cepo. Murió sin recobrar el conocimiento, mientras Ángel, deshaciéndose en amargas lágrimas, se negaba a creer en la realidad del caso.

Y aquí viene lo sobrenatural de la aventura. Algún reportero debió de entrevistar a San Pedro, pues de otro modo parece difícil comprender cómo llegó todo esto a conocimiento de los mortales. Es el caso que el pobre cura de Morais se presentó a las celestes puertas cogido de la mano de un niño pequeño.

—¿Tú aquí, calamidad? —refunfuñó San Pedro, que hizo sonar hostilmente su manojo de llaves recién bruñiditas.

—Yo, señor... Ya conozco que es un atrevimiento.

—¿Y con el arrapiezo te has venido?

—Sí, gran Apóstol... porque yo creo que aquí se sabe la verdad y no han de hallar eco las calumnias de mis colegas. Aquí lograré yo averiguar quién fue la grandísima perra que soltó a este pequerrucho cerca del arroyo para fastidiarme a mí. Es cosa de risa: cuanto malo hice en mi vida no me costó los disgustos que esta única buena acción.

—¡Pues por ella entrarás... que como no te acompañase este picarillo, a la puerta te me quedabas!

El niño tiró de la mano del cura y le empujó adentro. Él se quedó fuera, y con voz gorjeadora exclamó:

—¡Adiós, hasta la vista, papá!


«La Esfera», núm. 7, 1914.

Episodio

Cada diez o quince años los piratas argelinos hacían desembarcos en la costa.

Metíanse tierra adentro por las aldeítas, arrasando y robando la plata de las iglesias, el tocino de las huchas, el ganado de los establos y, de las pobres chozas, las muchachas y muchachos bonitos. No siempre lo hacían a mansalva. También los labriegos tenían sus garrotes de tojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran sorprendidos en sueño profundo y acuchillados inmediatamente, sabían resistir. Por eso preferían los piratas, para sus incursiones, las horas nocturnas.

Y era noche bien oscura y larga aquella de diciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletargada en su paz humilde, despertó al fulgor de las teas y a los alaridos de hombres con cara de bronce y ojos blancos —hombres semejantes a demonios—. Cuando los del rueiro se dieron cuenta del peligro, ardían ya dos o tres casuchas como yesca, cebado el incendio con la hierba seca de las medas y los haces blondos de los pajares, Las voces de socorro, los ayes de muerte, los ¡Dios nos valga!, fueron la única defensa de los infelices.

Capitaneaba a los piratas un renegado español, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. No era misericordioso, en general, ninguno de los que a su mismo oficio se dedicaban; pero Alí Buceya, según noticias, no desplegaba sólo la inhumanidad inherente a tales empresas, sino que se gozaba y complacía en cuantas atrocidades conseguía realizar.

Extraña fruición experimentaba cuando, por orden suya, eran aplicadas torturas a sus prisioneros, y las presenciaba y dirigía, lo mismo a bordo de su galeota que en los jardines de su residencia. Con ser tan grandes su dureza y maldad, las superaba su lascivia. Mejor dicho, se confundían ambas inclinaciones. No había para él goce si no lo sazonaba el ajeno sufrimiento. Decíase que, castigado antaño por la Justicia, en su patria, con pena dolorosa e infamante, se desquitaba ahora, que era rico y poderoso, de lo que había padecido; y érale más sabroso el desquite cuando torturaba a compatriotas suyos. Por eso hacía siempre tanto prisionero; víctimas señaladas de antemano para el apaleamiento, empalamiento y los azotes mortales.

Ocioso era, con semejante corsario, que las mujeres de Santa María de Freseira, hincadas de rodillas, pidiesen misericordia. Apartada la presa que habían de llevarse, los piratas se hartaron de degollar, arrojando a los semivivos al brasero del incendio, que ya se propagaba a la aldea toda.

Dilatadas las fosas de su nariz de ave de rapiña, Alí Buceya contemplaba el estrago. Acababan de segar el pescuezo a una mujer que tenía en brazos a un niño, y que, convulsivamente agarrada a él, no lo soltaba ni al desangrarse, cuando trajeron a rastras, por su copiosa mata de pelo rubio, a una mocita como de veinte años. Venía según la arrancaron de su lecho, cubierta sólo por la gruesa camisa de estopa, descalzos unos pies blancos que el uso del zueco no había logrado desfigurar. Intentaba cubrirse el rostro con los redondos brazos; pero se los apartaron, y Alí vio, con sonrisa sardónica jugando entre el corvo bigote, un semblante celestial, unos ojos azules en que se pintaba el terror, una garganta como marfil y un pecho donde dos azoradas palomas palpitaban.

Con una seña la marcó para botín, y un pirata, comprendiendo perfectamente la intención del arráez, echó sobre el cuerpo tembloroso de la bella su manta argelina. Pálida e inmóvil ya, como cuajada por el miedo mismo, permanecía entre los que la guardaban, cuando dos piratas trajeron a empellones a un viejo semiparalítico, golpeándole para empujarle y dándole con los pies en las costillas a fin de hacerle avanzar. Entonces la muchacha, como si despertase de un sueño de letargo, saltó hacia el maltratado viejo, y asiéndose a su cuello, gritó:

—¡Pa! ¡Mi pa!

Buceya miraba la escena y sonreía burlón y desdeñoso. La mocita se arrojó a los pies del pirata, abrazando sus rodillas. Sollozaba, rogaba, sacudía las piernas del corsario, en la vehemencia de su imploración. Él acentuaba su sonrisa de felino. Alzó la mano, movió la cabeza; un pirata, rápido, hundió en el pecho del anciano su gumía. La muchacha se precipitó a recoger el cuerpo ensangrentado, a besarlo ardientemente. Cuando se convenció de que el viejo petrucio estaba muerto, se alzó sacudida por horrible temblor nervioso y se desplomó al suelo también. En estado de estupor la llevaron en brazos hasta la costa y la izaron a bordo de la galeota, depositándola en el camarote contiguo al de Buceya.

Los primeros días de navegación rehusó la comida, como si anhelase morir ella también. Una tarde, oyendo lamentos y quejidos en el puente, se asomó a ver sin saber lo que hacía. Era que estaban apaleando a un mozo de su parroquia, uno de los cautivos, que forzado a remar, había cometido no se sabe qué falta o había tratado de fugarse, y Buceya castigaba su rebeldía con el suplicio. La espalda del mozo era toda una llaga ya, y los hinchazos verdugones reventaban al caer nuevamente la vara sobre ellos. Y así como la niña aldeana, en trágica hora, había clamado por su padre, el labriego exhalaba de su garganta el llamamiento profundo, el supremo.

—¡Mi má! ¡Mi má!

El corsario, con una onda de saliva al borde de los labios negruzcos, reía, sin apartar la vista del atormentado, al cual poco después salaron las llagas y tiraron, moribundo, en un rincón del entrepuente. La cautiva se había retirado a su camarote al terminar el castigo. Desde aquella hora aceptó la comida y hasta el vino que, mahometanos y todo, consumían por pellejos los piratas. Y se adornó con las preseas que, galantemente, le enviaba Buceya. Vistió las telas listadas de oro, se colgó las sartas de perlas barrocas y de venecianos cequíes, y ante un espejo, de Venecia también, dio en atusarte, hasta que apareció en el puente bizarra sobremanera. Podrá parecer censurable al pronto; pero todos los que refirieron este caso están de acuerdo en que la mocita, Adelina la de Freseira, se condujo así, y hasta más tarde, ante el arzobispo de Compostela, que la oyó en confesión, declaró haberse adornado y perfumado con esencias de rosa y jazmín para agradar al pirata. Y el pirata, al pensar con codicia en la linda prisionera, se representaba también el gusto de someterla después a una tortura sabiamente complicada si hallaba en ella la resistencia menor.

No la halló, por cierto. Empapada de aromas, sarteada de collares, acudió solícita a la primera orden del pirata, que al cubrir de caricias despóticas el cuerpo juvenil, calculaba cómo se retorcería bajo el látigo o bajo la mordedura del hierro candente. Como prueba anticipada de la fruición cruel, clavó sus dientes duros en el hombro de la rapaza, que no exhaló ni un grito.

—Parece de corcho —murmuró para sí el arráez—. ¡Ya la despertaremos, a fe de Alí Buceya!

Alta iba la luna en el cielo cuando el pirata se quedó dormido. La cautiva parecía dormida también; pero entre las pestañas brillaron un instante sus entornados ojos. Deslizóse, sin hacer ruido, de la yacija de pieles amontonadas sobre la alfombra, y llegándose a donde refulgía un haz de armas, tomó un yatagán luciente y cortante. A la luz de la lámpara de vidrio irisado buscó en el cuello del arráez sitio para descargar el golpe. Y sin temblar, con puño firme de segadora de hierba, al sesgo, que otra cosa no consentía la postura de Buceya, descargó el tajo. Un caño de sangre tibia, saltando hasta su inclinado rostro, le probó que había acertado bien.

Entonces, como una sombra, se deslizó fuera del camarote, y desde el puente, en un salto, se precipitó al mar. Era la noche luminosa y apacible y apenas un manso vientecillo rizaba el oleaje.

Desde horas antes venía siguiendo a los piratas una galera española. Le iba ya a los alcances cuando todavía los de la galeota no señalaban su presencia. Al caer al agua el cuerpo de Adelina, al agolparse en el puente los piratas, fue cuando se vieron cazados.

La embarcación perseguidora se detuvo para recoger a la náufraga, que después de bajar al fondo acabada de salir a flote. Los de Alí Buceya corrieron a llamarle y vieron su tronco en un lago de sangre que se empezaba a cuajar, y colgando de un retal de piel, la lívida cabeza.

Así fue de fácil para los perseguidores el abordaje y la victoria. De las entenas suspendieron a muchos corsarios, y el primero, uno que señaló con la mano la náufraga salvada, y era el mismo que acuchilló a su padre en la siniestra noche. Con su presa tomó el rumbo de España la galera otra vez.

Y la muchacha sólo pidió que la llevasen al convento de las Claras de Santiago, donde quería hacer penitencia toda su vida. Las joyas con las cuales se había arrojado al mar fueron su dote, y las ostentó largos años, hasta la desamortización, la Custodia del convento.


«El Imparcial», 10 diciembre, 1917.

Ofrecido

No sabía el señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja carcomida aquella, según volvían de la feria del primero y subían el áspero repecho que conduce al mesón, donde es costumbre inveterada pararse a refrescar.

Detuviéronse, pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos mesas paticojas, prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el señorito brindó a la bruja un ancho vaso del alegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.

—¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia la Cohetera, a ofrecer lo que no es tuyo?

—¡Mi joya! —contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el claro y agromosto, que huele como los amorotes bravos y las moras maduras.

—Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este mundo?

El señorito se echó a reír de buena gana.

—Según eso, estoy en el mundo porque a ti se te antojó.

—¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para eso le ofrecí yo cosa viva.

—¿Cosa viva? —repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su sombrero gris, flexible de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca de plata martillada, donde brillaba un trebolico de rubíes.

—Sí, señor querido... Cosa viva, como quien dice, un animal, una gallina o un cerdo...

—¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, vamos a ver?

—Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan el alma de usía, con perdón.

Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie ante él, le miraba con cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez, avivada por los dos toques de azabache de los ojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, la rosa del vino, recién bebido, florecía con abermellonado rancio.

—Ríase a gusto, palomiña... Ríase, que es bueno para la hiel. ¡Santa Comba le deje reír muchos años! No quita, señorito, que si yo no le ofrezco... Usía no puede acordarse, que aún no pensaba en nacer; pero aquí no se le hablaba de otro cuento, sino del disgusto que había en Valdeorás, motivado a que la señora, en gloria esté, después de ocho años de maridada, era estérea... Un día la vi yo, con estos ojos, que lloraba muy triste; ya no esperaba familia..., y cata, ¡ofrecí lo que viniese, al Montiño, llevando criatura viva, por supuesto..., y a los nueve meses, santa gloriosa!

Nolasco, deseoso de continuar su camino, pegó cariñosa palmada en el hombro de la bruja; sacó su bolsa de malla, extrajo unas monedas de plata y se las presentó:

—Ahí va, para ayuda de la «cosa viva...», y se estima el favor, Natolia, mujer, si es favor lo que me hiciste.

La mano, hecha de raíces, de Natolia, se extendió, rechazando la dádiva.

—Dios nos aparte, señorito, de andar dinero en ese caso. ¡Santa Comba nos valga! Dinero, no.

—Pero tú, Natolia habrás gastado cuartos en comprar esa gallina o ese puerco que me representaron dignamente.

—¿Yo qué tenía de gastar, señorito? —articuló ella asombrada—. ¿Yo qué tenía de gastar, si es usía en persona el que ha de ir a la Santa? Quien está ofrecido es usía, y créase de mí y vaya cuanto más antes, que han pasado muchos años y la Santa espera y la paciencia se te podrá rematar.

—¿De modo que soy yo...? —Y Nolasco volvió a reír estrepitosamente—. ¡Pues me gusta! ¿Yo qué ofrecimiento hice?

—No lo hizo, pero ofrecido está; cumpla, señorito. Ahora que lo sabe, cumpla; por el alma de su madre, que está en el cielo. Quítese el estorbo de la concencia; Santa Comba le trajo al mundo; no vaya el enemigo, ¡Asús!, a sacarle de él. Mire que he visto volar un cuervo de un pino para otro, y este no es tiempo de cuervos, que sólo se ven allá, en octubre. Mire que ahora, cuando venía andando delante de mí por la carretera, el cuerpo de usía no hacía sombra ninguna.

Nolasco, esta vez, se rió, enojándose. ¡Qué agorerías, qué supersticiones! Sólo por eso no iría a Santa Comba en su vida. Así quedaría demostrado que son ridículos cuentos de viejas semenjantes historias de ofrecimientos y de peligros.

—¡No diga pecados! —suplicaba la Cohetera, afligida—. ¡No se ponga contra la Santa! ¡Cumpla, cumpla! Si no va en vida tendrá que ir después...

Ya iba lejos Nolasco, al trote de su yegua alazana, y aún se oía la voz cascada, implorante, temblorosa:

—¡Cumpla! ¡Cumpla! Mire que...

El señorito, sin que acertase a explicarse la causa, sentía una inquietud dolorosa, mezcla de enfado, terquedad y remordimiento. Avanzaba, y de vez en cuando arrojaba a la carretera una mirada oblicua, a fin de cerciorarse de que la sombra del jinete y del caballo se proyectaba sobre la blancura de la carretera. Creía escuchar la voz rota, sumida, de la vieja sin dientes, repitiendo, fatídicamente: «¡Cumpla! ¡Cumpla!...» Abajo, a sus pies, la cuenca del río extendía el verdor de los juncales y el gris plateado del agua. Y enfrente, roja como el orín de las armas antiguas, la eminencia rogosa del Montiño, donde el templo primitivo de Santa Comba se asienta, surgía recogiendo el oro de los últimos rayos de la tarde... La luna asomaba ya en el firmamento, enverdecido cual las turquesas enfermas y pálidas; el olor del samo en flor y de la boñiga fresca, dejada por tanto ganado como durante el día había cruzado el camino, flotaba en el aire.

«¡Cumpla!... ¡Cumpla!...»

El chirrido estridente, quejoso, de un carro, a lo lejos, parecía pronunciar esas dos sílabas del encargo de la carcomida e ignorante Natolia. El ofrecido se detuvo un instante. ¿Seguiría por la vuelta hasta Cornelle o atajaría para llegar a Valdeorás mucho más pronto? Malo era el atajo, entre pinares y pedregales resbaladizos; pero representaba una hora menos de aquella soledad penosa, consigo mismo, en angustioso y pueril recelo, mirando al soslayo si su sombra le acompañaba y maltratándose a sí mismo interiormente cada vez que lograba persuadirse de cómo, en efecto, la sombra trotaba en su compañía...

«¿Por qué no he de ir al santuario con mi ofrenda?», murmuró para sí. Y, como minutos después, había resuelto no ir jamás, no cumplir el rito de la superstición aldeana. ¡Eso no! Porque luego tendría que mofarse de sí mismo la vida entera...

Entró en el atajo bien decidido a no acordarse más de que su rescate, su precio, su equivalencia, eran algo viviente, llevado por él mismo al santuario. Siguió la estrecha vereda, salvó de un salto de su yegua un valladito y se internó en el pinar. Por instinto miró de lado, y se estremeció al percibir que no tenía sombra.

—¡Qué desatino! —murmuró—. ¿Cómo la he de tener si la luna se ha oscurecido y estoy en lo más espeso del pinar?... Cargue el diablo con la vieja y maldito sea el ofrecimiento...

Había que salvar otro vallado más alto. La yegua, acostumbrada a tal ejercicio, tembló, hizo un extraño e indicó defensa. Nolasco le clavó los espolines, cruzó el anca con el látigo. El animal resopló, obedeciendo de mala gana. Fue más que salto, corcoveo. Cayó mal al otro lado; rota la cincha, el jinete fue lanzado con el estrecho galápago; el tronco rudo de un roble añoso recibió la masa del cuerpo; en primer término, la cabeza, que al terrible golpe se abrió y rajó como una sandía madura. La yegua, loca de terror, salió galopando hacia Valdeorás. Nolasco yacía en la vereda, con los brazos abiertos y los ojos vidriados; tal vez su espíritu trepaba por el Montiño a cumplir el sagrado ofrecimiento.

La soledad

Los dos estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se echaron a la calle.

Eran dos muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres, y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental, les hacía aspirar —a Jacinto especialmente— amores sublimes, con acompañamiento de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para comprender el efecto que les causó la extraña aventura.

Apenas salieron de su posada, cada paso que daban fue un encuentro, deleitoso. Figuras femeninas enmantilladas, calzadas hechiceramente, con zapatitos de raso, cuyas galgas ceñían, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzaban por los arcaicos soportales, encaminándose a la catedral de Estela, para asistir a los divinos oficios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blonda, coqueteando sin reír, y Marcos y Jacinto no tenían tiempo sino de deslumbrarse con el relámpago que vibraban sus ojos, bajo la sombra dulce de los encajes, que aureolaban sus caras —no siempre juveniles—. Cogidos del brazo los dos escolares, de súbito se lo apretaron recíprocamente, al ver pasar a una señora de cara oval y pálida y pupilas infinitamente tristes, llenas de expresión, que fijó un instante en el grupo. Ellos se estremecieron; y el estremecimiento parecía transmitirse de los nervios del uno a los del otro.

A un tiempo, en voz baja, se susurraron:

—Yo la he visto ya en alguna parte.

—Yo, lo mismo.

Y ninguno se atrevió a completar el pensamiento. Ninguno era capaz de decir dónde había visto a la descolorida de tan puras y perfectas facciones. Acaso no lo sabían en aquel momento. Lo cierto es que, simultáneamente, experimentaron el impulso de seguirla, equivalente, quizá, a un impulso apasionado. Un anzuelo de oro se les clavaba sin sentirlo. La señora, sin ocuparse de los estudiantes, adelantaba entre las columnas de piedra con viejos y desgastados capiteles, que tan bien encuadraban su aparición. Al salir a la plaza que precede a la escalinata, pudieron los dos mozos fijarse en su vestido negro. Era de ese rico terciopelo casi azul al sol, que se fabricaba en España antiguamente y del cual están vestidas muchas imágenes. El adorno, un azabache de brillo sombrío, mezclado con pasamanería mate, caía con regularidad a ambos lados de la falda. Y este detalle del vestido empezó a inquietar a los dos galanes improvisados. El vestido completaba la impresión de la faz. También habían visto el vestido... De nuevo se apretaron el codo.

—Cada vez más, se me figura...

—Y a mí, chico, y a mí...

Ella ya subía, ágil y grave, los peldaños de la escalinata que gastaron tantas generaciones. Le iban los muchachos a los alcances, y en la meseta superior de la escalinata la dama de negro se volvió y los miró otra vez cara a cara, fija y enigmáticamente. Más que antes, la sensación singular se les impuso. Penosamente, con esa fatiga del esfuerzo vano de la memoria, discurrieron, ¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragó el pórtico bizantino y ellos se precipitaron a perseguirla en el templo.

Había entrado en la nave, y, haciendo signos de cruz, se encaminaba al gran altar de la Virgen. Le costaba algún trabajo acercarse, porque estaba atestado de fieles la capilla, y se oía el rumoreo de las Salves murmuradas, bisbiseadas, ante la imagen. Ésta se erguía, rígida bajo su manteo negro, con el único puñal clavado en el lugar del corazón. Al fin consiguió la dama llegar al pie del altar, y tras ella fueron deslizándose los dos muchachos, que se situaron, como automáticamente, a su izquierda y a su derecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia la efigie, los galanes la imitaron, y un gesto mudo de asombro los inmovilizó. La revelación los paralizaba. No hubiesen sabido decir cuál era la imagen, ni si estaba en el altar, o al lado de ellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendían el origen de su persuasión de conocer a aquella dama.

Semejanza tal, en tal grado, tenía mucho de terrible. Con una ojeada se comunicaron su miedo. Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios se movían y sus manos, cruzadas, enclavijadas, exageraban el parecido con la Señora de la Soledad. Terminada la oración, volvía a deslizarse entre el gentío, y salió a las naves laterales, que rodean capillas, velados, en tal día y momento, sus retablos por paños de luto, y casi vacías, porque la multitud se agolpaba en torno del altar mayor, atendiendo a los divinos oficios. Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la dama de negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?, que entraba en una de las capillas, la del conde de Trava; pero pronto se cercioraron de que no se encontraba allí: en la capilla no había nadie. Ansiosos, registraron, al pronto, la compacta muchedumbre, confundiendo a la dama, de lejos, con otras que también vestían mantilla y negra ropa aterciopelada y golpeada de azabache; después, en todo el grandioso recinto, ansiosos, cambiando miradas sin cordura, escandalizando a las viejas, que les arrojaban miradas de reprobación. Al fin, desalentados, salieron de nuevo al rellano de la escalinata.

—¡La hemos perdido! —exclamó Jacinto, atónito, amarillo como un cirio del monumento.

—Acaso vale más así, ¿no te parece? —contestó Marcos, que estaba rojo de cólera—. Llévesela Pateta...

—A mí —repuso Jacinto— me está sabiendo mal este lance, y me duele la cabeza como si me la barrenasen con un clavo. No me ha pasado nunca una cosa así. ¡Es bien raro, bien raro!

—¡Igual a la Soledad! —reflexionó Marcos en voz alta—. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene de particular? La Soledad es obra de un escultor. La señora esa podrá ser el modelo...

Jacinto protestó:

—¡Qué modelo! Algo más andaba en el asunto.

—No, pues yo —insistió Marcos— no renuncio a saber... No será un fantasma, no será un duende tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendo la pista...

Calenturientos, empezaron sus averiguaciones, que no dieron resultado alguno. Nadie sabía dar razón de la mujer pálida, que tanto se parecía a la Virgen de la Soledad. Marcos acabaría por renunciar, si Jacinto no continuase preocupadísimo con la aventura. No dormía, apenas comía y empezaba a temerse que diese en maniático, cuando le acometió una de aquellas fiebres que en Estela ha segado tantas vidas de estudiantes, decíase que por contagio de ciertas aguas, Marcos avisó a la madre del mozo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deliraba siempre con la mujer vestida de negro. Marcos tuvo que enterar a la madre de lo que había pasado.

—Le hizo impresión... Un parecido tan raro... Un caso tan nunca visto...

—¡Dios mío! —exclamó la madre súbitamente—. ¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle al pobre la aprensión! Esa señora que tanto se parece a la Soledad es hermana de un señor que vive con ella en una casa de campo, llamada de la Sabugosa. Es muy hermosa, y todos los años, en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen. Toma la diligencia, hace sus devociones y se vuelve. La cosa más sencilla y más natural del mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido a figurar!

Marcos escuchaba con un sentimiento de pena y de dolor. También creía que Jacinto era víctima de una idea absurda y de una semejanza fácilmente explicable. Olvidaba que él también había estado, al principio, medio loco, y hasta pensando en cosas sobrenaturales.

Cuando Jacinto empezó a convalecer, quiso su madre afianzar la curación de su espíritu refiriéndole la historia. Pero el muchacho fue insensible a tal confortante. El sabía lo que sabía... Y apenas pudo salir a la calle, una tarde larga y serena de fines de junio, llamó a la puerta del convento de Franciscanos.

Eterna Ley

Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divinamente serenas y apacibles, que engendran en el ánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma parece flotar en un ambiente de dulzura, no ajena a cierta melancolía noble, que no deprime el ánimo. La majestad con que declina el sol; la radiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro se rafaguea de encendidas fajas de oro rojo; la cristalina resonancia de los ruidos del campo; la tinta sombría que adquieren los árboles; el sorbo sutil que estremece las hojas de las madreselvas..., predisponen a contemplación y dictan altos pensamientos y generosas visiones del porvenir.

Así nos sucedió. Salíamos de la romería de Santa Tecla, y antes de desviarnos del monte, donde se alza el santuario, nos habíamos sentado en unas piedras, al borde del pinar, dominando la pintoresca vista del valle, ya medio velado por las sombras grises del crepúsculo, y oyendo tan solo, como se oye desde lejos el retumbo del mar, el rumoreo del gentío aldeano, que hormigueaba en torno del santuario, formando corro alrededor del mocerío que danzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa de la distancia, repique de pandero, quejidos semialegres de gaita, algún grito estridente que interrumpía los cantares. Y la luna, esfumada como toque gracioso de acuarela, empezaba a redondearse, fina y suelta, sobre el celaje desmayado.

Platicando, fantaseábamos lo que había sido el mundo, hasta tiempos recientes, lo que debiera ser ya, lo que llegaría a ser. Todos nos sentíamos un poco humanitarios. Desde la amiga inglesa, que había venido a vernos en el curso de un viaje de turismo, hasta el joven periodista en vacaciones, que contaba con la impresión de la romería para un bonito artículo descriptivo y campestre, maldecíamos de la guerra, que se lleva a la juventud campesina a morir en abrasadas y estériles llanuras, y desarrollábamos teorías pacifistas, que nos ponían el corazón ligero y permeable como una esponja. No estábamos, no, por el derramamiento de sangre, y no dejó de escandalizarnos un poco que el cura párroco que nos acompañaba disintiese. Era el cura hombre de instrucción escasa, pero vivo y despabilado como candil de vieja, y conocía perfectamente, era su frase, a aquel ganado...

—Bueno —decía mientras arrancaba, jugando, brezos, gramíneas y manzanillas que se alzaban a sus pies—, ustedes hablan como personas de la ciudad... Yo no digo que todo eso, para hablado, no sea muy bonito. Pero cuando dos tienen intereses encontrados, ¿cómo se arreglan, a ver, en todas partes? Las cosas que han pasado desde que el mundo es mundo seguirán pasando hasta que se acabe, porque está, ¿me explico?, en su manera de ser... No se rían de este pobre clérigo... Todos, sabios o ignorantes, nos hemos hecho nuestra composición de lugar... Paz universal, la habrá tan solo al ser ángeles los hombres.

Nos parecieron en extremo vulgares y resobados los argumentos del párroco, pero estaba en nuestra cortesía no dejarlo ver y disimular nuestra superioridad de criterio, y lo hicimos, reconociendo que la experiencia también debe tenerse en cuenta para todo.

—Vean —nos dijo— si sigue habiendo guerras. Esta de los Balcanes no ha sido moco de pavo. Y colea y ha de colear hasta sabe Dios... ¡Pues si nunca hubo más armamentos, ni más cañones, hombre! Eso de la paz será excelente, pero mientras haya una nación que pida camorra, las otras estarán al quién vive. Y la guerra no la hay solo de nación a nación. Aquí la tenemos de parroquia en parroquia, y, si me apuran, de mozo a mozo...

A tiempo que esto decía, vimos surgir, ascender, del sendero en cuesta, rápida, una figura arrogante; un fornido labriego, que de veinte años no pasaría, pues era su cara lampiña y hermosa, como de mujer. Llevaba al hombro la chaqueta parda; su chaleco era rojo, sus pantalones de pana aceituna. Aunque no vestía rigurosamente el traje del país, que cada día va perdiéndose, y aunque en lugar de la montera picuda con su airón de pluma de pavo real, cubriese su cabeza la vulgar boina, era una aparición en extremo típica, y todos dijimos a la vez:

—¡Vaya un muchacho guapo!

El cura le llamó familiarmente.

—¡Hola, Juliane!... ¿Qué es eso? ¿Cómo tan tarde a la fiesta?

Descubriéndose y deteniéndose el mozo, después de indecisiones, aflojó esta respuesta ambigua:

—Ahí está... ¡Qué se yo!

Le mirábamos, admirando el ejemplar. La estatura, las formas eran atléticas; pero el semblante, apenas curtido por el sol, tenía la corrección y el modelado de una estatua antigua. Un bozo rubio empezaba a sombrear los labios de cereza, y los ojos, de oscuro y profundo azul, eran grandes y candorosos. El pelo, rizado, color de miel, que se vio al quitarse el galán su fea boina, completaba la perfilación de la testa y su carácter de modelo artístico.

—Vaya, a mí no me digas... Es que tu madre no te dejaba venir, para que no te encuentres con el Corvo, que te la tiene jurada. Y te escapaste por la ventana a lo mejor. ¡Sois el diaño los rapaces por ir trás de una rapaza...!

Movió la cabeza el muchacho, como para excusarse; bajó los ojos, alicortado, y un tono de fuego se extendió por sus mejillas, delicadas aún.

—Vay, bueno, hom, no te avergüences... Las rapazas bonitas a todos gustan, y Marica de Sanguiño es como rosa de mayo... Con todo, tú no te metas en fregados, que el Corvo es una mala alma.

Con la misma cortedad, el mozo volvió a descubrirse, a manera de despedida. Le estábamos haciendo un tercio de los diablos con darle conversación. Apretó el paso, como si huyese.

—No me chista —advirtió el párroco— esta escapatoria. La fiesta iba en paz, pero quiera Dios que no haya gresca aún esta tarde. Y si no la hubiese sería el primer año... No suele acabarse la romería de Santa Tecla sin trompadas. Tienen a gala romperse las cabezas, y como por lo regular son duras, a los tres días de abierto un cráneo van como si tal cosa a arar o a sachar. A este mozo se la tienen jurada los de Migoeiro, porque como es tan bonito, se pierden por él las mozas. Milagro será...

Como si los temores del cura fuesen un conjuro, oímos, desgarrando la placidez de la muriente tarde, una especie de grito retador, salvaje, violento, proferido por una docena de voces.

—¡Ey! ¡Viva Migoeiro!

Y casi inmediatamente —el tiempo necesario para concertarse, que en tales casos siempre es un minuto— contestó el otro grito, de aceptación de riña:

—¡Rayo! ¡Viva Rapela!

—¡Vaya, ya se armó! —gritó el cura levantándose—. Les aconsejo que se retiren. En estas trifulcas siempre hay que temer que se pierda un estacazo y se lo encuentre quien menos debiera. Y que los muy jumentos, metidos en zambra, ya no respetan a nadie.

Bueno era el consejo, pero no lo seguimos —es la suerte que suelen correr los consejos buenos—. Nos detenía allí la curiosidad, el interés que despierta toda lucha. Y hasta hicimos lo contrario: acercarnos al lugar donde se desarrollaba el drama. El vocerío era ensordecedor: se oían chillidos de mujeres, imprecaciones de apaleados, llantos de chiquillos; el tamboril, la gaita y la flauta habían enmudecido, y allá, a lo lejos, se veía correr, afaenada, a la pareja de la Guardia Civil, que no sabía por dónde empezar a poner paces. Nadie sabía ya contra quién llovían palos, puñadas y coces: seguramente, no existía en todo ello rencor; si acaso, la bravata de parroquia a parroquia, recuerdo quizá atávico de las viejas luchas tribales, y otra cosa: el gusto discutible, singular, todo lo que se quiera, pero innegable, de romperse la crisma.

Vimos un momento a Juliane, metido en harina, agarrado con el Corvo, hombrachón de corta estatura. Entre los dos sí que había algo: la rivalidad del gallo con el gallito nuevo y ya peleador, las coqueterías rústicas de la mozuela, que ahora, con agudos jipidos, corría a ponerse en salvo detrás de la pinarada. Un turbión de gente envolvió al grupo que forcejeaba, y oímos, entre tantos ruidos diversos, el inconfundible de una detonación.

Cuando sucede algo grave, las grescas suelen interrumpirse súbitamente. Así sucedió. Hubo ayes de verdadero horror, voces de socorro, ¡que han matado a un cristiano! Corrimos, ya sugestionados por el drama...

La Guardia Civil acababa de echar mano al homicida. El mozo estaba blanco como una azucena; la muerte debía haber sido instantánea y el tiro, al través del cráneo, casi a quema ropa. Las mujeres zollipaban. Nosotros callábamos, aterrados, mirando a aquel ser que tan temprano vería la orilla del lago de los muertos y bajaría a la Estigia llorando su juventud floreciente...

Y pensábamos en la madre, en la que no había querido dejarle salir aquella tarde, y que, al cabo, fue burlada...

Y el cura, demudado, inclinándose por si quedaba un resto de vida que permitiese auxiliar al espíritu, ya tan lejos del triste despojo, refunfuñó:

—¡A ver! ¿No valía más que fuese en la guerra?

El escondrijo

Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.

La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.

La piqueta —sin atender a tales consideraciones— empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.

En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.

Una tarde, la pequeña brigada trabajaba en la medianería que unía la casa de los Barbosas con la contigua de los Roeles. No menos altivo en su porte y traza, e igualmente minado por los años, el caserón de los Roeles se mantenía, sin embargo, enhiesto, como el combatiente que sobrevive y se yergue al lado del compañero de armas que ha tenido que morder la tierra. Ambas residencias eran contemporáneas, mejor dicho, anteriores al célebre sitio de la ciudad por los ingleses, y acaso las balas del corsario que empezaba a fundar la fortuna marítima del reino de la Gran Bretaña rebotarían en aquellos muros sólidos, estrellándose contra el granito de sus ventanas. Y los Roeles, en pie, parecían desdeñar a los Barbosas, resistiendo a la herida de los picos con su medianería firme

En el calor del trabajo, uno de los operarios, Martín el Trenco, llamado así a causa de sus estevadas piernas, hubo de reparar en una argolla que el polvo y las telarañas cubrían casi enteramente. La argolla estaba empotrada en una losa irregular de piedra. Alrededor de la losa subsistía dura la argamasa con que había sido recebada. Los operarios se hicieron un guiño. Escondrijo podría ser aquello.

¡Tantas veces habían oído hablar de estos escondrijos misteriosos, en los cuales aparecían riquezas! Instintivamente, los obreros miraron alrededor, por si alguien los veía. El maestro de la obra no andaba por allí. El viejo señor de Barbosa era sabido que no aparecía hasta las tres de la tarde, dándose su paseíto higiénico post prandium. Y, con arranque súbito, procedieron a desencajar la piedra. Resistía el cemento secular, y la piqueta caía fatigada; pero, por fin, insistente, vencía.

Los operarios temblaban de emoción. Allí estaba el escondrijo —un hueco no muy grande, húmedo, de donde se exhalaba vaho de sepultura, el olor mohoso de los siglos—. Y dentro, una olla de barro. De la olla rebasaba el puño de un arma desconocida. Los operarios la miraron con asombro, porque en nada se parecía a la que ellos habían dado recientemente en usar, ni más ni menos que si en vez de ser pacíficos hijos del Noroeste, fuesen majos de Cádiz o de Jerez. Aquello no se asemejaba ni a la navaja, ni al puñal del puñalero Albacate. ¿Cómo habían de reconocer los obreros la daga? La hoja de la noble arma caballeresca se hundía en el vientre oscuro de la olla. Martín el Trenco, decidido, la arrancó y la tiró despreciativamente, no sin algo de aprensión respetuosa, al suelo. Después cogió el puchero. Soltó un taco. Estaba medio repleto de monedas de oro.

Otros ternos y exclamaciones corearon el de Martín. «¡Rayo, cacho, mal toño, mi madre la Virgue, lo que había allí de cuartos!» Volcando el contenido del ollón sobre el fondo del escondrijo, la amarilla cascada parecía deslumbrarlos más. Eran doblas pedreñas, monedas de los Reyes Católicos, con las flechas y el yugo; doblones de a dos, que habían logrado escapar de que topase con ellos el señor de Xebres; un pedazo de arte y de historia, que refulgía saliendo de entre el polvo y humedades de tumba, como de una larva oscura una mariposa áurea. Ninguna moneda era posterior a la fecha del famoso sitio...; sin duda, el dueño del tesoro, un anciano achacoso, lo escondió cuando llegaban a la vista del puerto las naos enemigas y el saqueo amagaba. En una hora de angustia, allí depositó su caudal y ocultó el arma inútil, con la cual no podía defender a su patria. Y después, ¿quién sabe?, salió con los demás convecinos, ya que no a pelear, a empuñar el arcabuz, o la espada, o la lanza fuerte, como corresponde a quien lleva el nombre de Barbosa; al menos a ver, a alentar con sus voces; y no volvió nunca, y sus descendientes no conocieron el secreto del escondrijo...

Nada de esto sospechaban los albañiles. Para ellos, era la olla una cosa del tiempo de los moros; pero encerraba oro, y el oro, creían ellos, no tiene fecha, pertenece a todas las épocas, a todos los tiempos, al nuestro, especialmente... El concierto fue rápido, casi silencioso. Nada se le diría al maestro; ninguna necesidad había tampoco de que lo supiese el dueño de la casa. ¡No faltaba otro cuento! Reclamarían, exigirían su parte... ¡Cacho! Todo distribuido entre los compañeros, los presentes nada más, ¿eh? Porque tampoco venía al caso repartir con los demás que acudiesen al otro día, porque le diese la gana al maestro de reforzar la brigada, un suponer. Eran cuatro: pues a contar las monedas, y tantas corresponden a cada uno, y a echarlas al bolsillo, y acabóse. Después demolerían todo alrededor del escondrijo, para que nadie adivinase el secreto. Aquel ferrancho —la daga— la arrojarían a la bahía. Como lo pensaron lo hicieron. El reparto, sin embargo, no fue tan fácil, porque el Trenco, atribuyéndose la prioridad del hallazgo, exigía mayor cupo. Hubo zainas miradas de soslayo, y gruñidos que descubrían dientes loberos, y palabras sordas que mascullaban maldiciones. El Trenco amenazaba con hablar, con delatar y dejar a todos iguales; nombraba a la justicia, ejercía coacción. Hubo que darle dos partes a aquel demonio, pero el Caldelo, un valentón de marca, murmuró, refunfuñando:

—Que aspere, que aspere... Ya verá si le quedan ganas de robar, porque robo es...

A la tarde —al salir del trabajo—, el jaque aguardó al Trenco, y jugando puños y navaja, le quitó su presa. Al otro día, el Trenco hablaba con el señor de Barbosa y denunciaba el hecho. Y al siguiente estaban en la cárcel todos, y el juez citaba al platero a quien habían vendido a cualquier precio las monedas. El hallazgo, o mejor dicho, su ocultación, costó un año de cárcel y arruinó a las familias de aquellos menguados, que se habían atrevido a tocar con sus manos el cuerpo muerto y siempre formidable del pasado y a repartirse sus reliquias. Y fue justo castigo que merecen cuantos a tal se arrojen. El ánima en pena que guardaba el escondrijo hizo bien en sentarles la mano.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 30, 1910.

Los adorantes

Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.

La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.

Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.

A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.

Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.

Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.

Y los adorantes, que jamás entrarán en la iglesia, aunque su ingreso se abre ante ellos todas las mañanas de par en par: los adorantes, a quienes retiene suspensos en el aire misterioso entredicho, se transmiten sin palabras secretos de mundos que no se asemejan al nuestro.

En la invisible difusión de las ondas del aire se envían confidencias. Y lo inefable de lo que se dicen los transporta; es un éxtasis de azucena desmayada y en deliquio dulce bajo el rocío.

Late en los adorantes, palpitando como las palomas cuando las tenemos agarradas, la idea de una existencia ultraterrestre, exaltada con divina exaltación.

Bajo sus pies, juntos y largos, de calzado puntiagudo, corre la otra vida, la vida de barro, la ruidosa, la turbia, la mezquina, la corruptible. Esta vida rueda sus ondas por la calle, bulle en el atrio, trepa por las escaleras, entra en el templo, marmonea rezos sin efusión, se expansiona al volver afuera con estrépitos vanos y conversaciones desabridas sin objeto.

Y los adorantes, sordos a la chusma, ignorantes de sus vociferaciones, insensibles cuando los chicos, precoces pelotaris, les envían las balas rechazadas por la rigidez de la piedra, siguen mirándose, bebiéndose, absorbiéndose.

Sus manos hieráticas, bellas, suplicantes, no se desunen; sus cuerpos no se aproximan.

Nada temen los adorantes, como no sea algún cataclismo de la tierra, alguna violencia de los hombres, que impulsando sus masas, los precipite al uno contra el otro.

Saben o adivinan la mentira de las uniones, la decepción de los intentos de identificarse acercándose.

Quieren evitar lo que les haría pedazos, conservar su figura delicada, su gracia mística, su calma engañosa, interiormente trepidante de ilusión y de afán.

La ciudad duerme; los propios angelotes del retablo de la iglesia han cerrado sus párpados, fatigados del luminar de los cirios y del apremio de las oraciones. La luna, rompiendo un velo de nubes, asoma como una gota de llanto cuajada y fría. Las duras ventanas, cerradas; el paso tardo del sereno; las campanadas graves del reloj de Palacio, son cosas solemnes, en que hay lo hermoso de lo triste sin causa.

Y los adorantes, solos, quisieran, sin unirse, acercarse un poco más, sólo un poco, no mucho.

A la distancia en que un perfume de flor es suave todavía y no embriaga aún.

A la distancia en que las líneas del rostro que se lleva dibujado en las entrañas no se ven borrosas, pero tampoco se marcan como relieve excesivo, sino que las idealiza una delicada bruma.

Quieren balbucirse cláusulas que el viento de la noche conduce de espíritu a espíritu, sin que las sorprendan los curiosos apóstoles de la archivolta, perpetuamente inclinados en actitud de no perder de vista a los adorantes.

Y él le dice a ella:

—¿No recuerdas que hace seiscientos años, la noche de nuestras bodas, cuando por primera vez, lisas de juventud nuestras mejillas, inmaculadas nuestras vestes, nos dejaron solos aquí, mirándonos, la luna semejaba, como hoy, una perla gris muy melancólica, y los luceros asomaban cansados, sin brillo? El mundo era viejo ya cuando principió nuestra juventud infinita.

Y ella a él:

—Me acuerdo que desde entonces todas las noches me hablas, y el silencio es un cántico.

Y él a ella:

—Los niños jugaron en el atrio esta tarde. Sus voces sonaban alegres. Puede que ellos no comprendan lo enfermo que está el mundo, lo caduco de todo.

Y ella a él:

—¿No notas cómo todavía andan flotando vahos del incienso de la última procesión? La cera huele a muerte; el incienso, a paraíso. Pero, estando ahí tú, frente a mí, ni deseo la libertad ni la bienaventuranza.

Y él a ella:

—No hace mucho cruzaron entre tú y yo dos que venían a unirse delante del altar. Él vestía de negro y estaba descolorido. Ella se cubría el albo traje con velo de albo tul, y se coronaba con flores de naranjo. Debajo del velo resplandecían las joyas. Temblaba, y el color de su cara ruborizada se transparecía. Su ropaje caudaloso la seguía por los peldaños como una catarata espumante. Al salir, oí que él pronunció: «¡Para siempre!» Iban ya del brazo... Y después he vuelto a verlos, pero nunca juntos.

—Extraño —opinó ella.

Insistió él:

—Y no habrás olvidado aquella otra pareja que, a la medianoche, al descender la última campana, buscó asilo en este pórtico, entre nosotros. No querían que los viesen. El calor de sus cuerpos traspasaba la piedra de mis pies. Sus promesas precipitadas, repetidas, suspiradas, eran fuego; yo creí que un incendio nos envolvía, poniendo término a nuestra dulce contemplación. No dialogamos aquella noche: los dos refugiados la encontraron corta y no se apartaron hasta que el amanecer horripiló de frío sus calcinados huesos. ¡Cómo te alarmaste, cómo tendiste tus manos imploradoras! Y la noche siguiente volvieron y nos hicieron sentir algo no sentido, envidia miserable de la vida terrestre... Pero ya nunca más les vimos, y estoy seguro de que no se ven tampoco ellos, separados por ríos, montañas y mares, por océanos de distancia, de dolor, de desengaño. ¿Verdad que es incomprensible?

—Incomprensible —declara ella, pensativa.

—Extraordinaria esta casta de los hombres —reprueba él.

—¡Ten piedad! —sugiere ella—. ¡A mí me contristan cuando los traen ahí, a la nave, a depositarlos sobre un túmulo, y huele tanto a cera consumida, y el rezo es hondo y anuncia terrores sin fin. ¡Son mortales! Su corazón es mortal...

Y él repite, bajo:

—Morir...

Y ella susurra:

—Morir...

***

Cuando le enseñé a un arquitecto famoso los adorantes, un día en que los alhelíes de las grietas florecían y las golondrinas se posaban sobre los curiosos apóstoles de la archivolta, el sabio objetó:

—Esas figuras no tienen razón de ser. Ni dan solidez al edificio, ni se explican ahí colgadas. ¿Qué hacen, me quiere usted decir?

Creo que respondí:

—Adorar...


«Blanco y Negro», núm. 703, 1904,

Contra treta...

Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.

—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...

—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...

El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!

Callaba el indiano y apenas comía, torturado por las punzadas de su hígado, o lo que fuese, mientras Martiño devoraba, saciando su estómago, condenado a caldo de berzas perpetuo; y cuando el anfitrión hubo pedido queso de Flandes y dulces, ¡que fuesen corriendo a la confitería a buscarlos!, creyó el Codelo ver el cielo que se abría, porque Camilo, lentamente, pronunció:

—Esa deuda, compañerito, hemos de ver como te la quitamos de encima... ¿Sabes? Y si puedes prestarme un cuarto en tu casa, ¿eh?, será conveniente, porque en Seigonde no tengo nadie ya. Mi padre murió, mi hermana se fue a servir en Buenos Aires y no sé de ella...

En un segundo, con la malicia cautelosa del aldeano, comprendió Martiño las ventajas de la combinación. El indiano chorrearía para todo...

—¡Asús! Aquella probeza para ti es, Camiliño... Cunchiña y yo dormimos en el fallado, y tú, en el cuarto de abajo.

—¡Por mí no incomodarse! Bien estará. Se han pasado muchas penalidades, compañero, que la plata no se gana sin sudores...

Aquella misma tarde, el tosco indiano, con sus dos baúles, su maletín, sus mantas, se instaló en la taberna de Martiño.

En la aldea se armó un escándalo de envidias y chismorreos. ¡El indiano había traído a Martiño en coche! ¡En uno de los coches de alquiler que en Marineda están de punto cerca del monumento erigido a un jefe superior de Administración! ¡Y para más, Martiño traía una cesta repleta de gallinas, pollos, carne, pan, café, azúcar en paquetes! La esposa de Martín, Cunchiña, sorprendida por el acontecimiento, lejos de mostrar ese descontento involuntario de las mujeres cuando sus maridos se vienen con algo que no se esperaba, dio señales de alegría, se deshizo en atenciones y se sonrió con su sonrisa más meiga para acoger al huésped, confundiéndose en excusas, ¡porque todo estaría tan mal! ¡Eran tan pobriños! Pero la voluntá allí la tenía el señor dispuesta...

—¡No diga señor! —protestó Camilo—. Soy de la parroquia, ¿sabe?

Cunchiña no sabía. Cuando el indiano salió de Saigonde era Cunchiña rapacita, hija de una costurera de Areal, y costurerita fue hasta casarse. ¡Ahora se veía tan esclava, teniendo que trabajar la tierra! Mientras trajinaba para arreglar lo mejor posible el cuarto del huésped contaba sus disgustos. El negocio de la taberna no les valía. Si al menos la taberna estuviese al borde de la carretera... Pero así, retirada, que no pasaba nadie..., una desdicha, señor... ¡Asús! ¡No tenían ni sábanas para la cama! ¡Cómo iban a hacer, Madre mía de la Angustia!

—No apurarse; una noche, de cualquier modo; mañana, todo se compra en Marineda, comadrita... Ahí va un billete de cien...

Al dar unas gracias que parecían un acto de adoración, Cunchiña fijó de soslayo la mirada de sus ojos verdes, limpios, sesgos, de pestañas rubias, en el forastero. Mirábala éste también un poco zaino, pero engolosinado, con la ojeada segura del hombre que ha luchado sin escrúpulos y ha ganado para darse ratos buenos. Abatido y enfermo, con todo eso Cunchiña le gustaba, y sentía el encanto de su habla mimosa y de su humildad de esclava que se ofrece. Se le haría llevadera la temporada de Seigonde con aquella comadrita, aunque no pensase en nada malo; era que siempre agrada más, ¿eh?, una cara agraciada y un habla mansita, zalamera, que un gesto de furia y una voz ronca...

Pocos días después teníanlo todo hablado los esposos entre sí, muy confidencialmente; se les había entrado su suerte por las puertas, y tontos serían si no la aprovechasen. Al indiano darle cuerda, darle cuerda..., y que fuese largando billetes de cien, de cincuenta, de veinticinco... Que tuviese a su gusto la cama, la comida; que no le faltase nada; su boca medida en el servicio... Pero tocante a otras cosiñas... ¡ay!, en eso, engañarle, entretenerle...

—¡No tengas miedo! ¡Está muy malo el pobriño! —contestaba la esposa—. Paréceme que cada día le va peor. Ayer echó cuanto había comido.

—No te fíes —contestaba Martín—. Hácense muy pillos por allá. Y lo otro, corriente; pero eso no, a fe de Martiño ¡porque te parto el espinazo de un palo, y a él le meto un cuchillo por las tripas!

—¡Bueno, hom, bueno, no te enfades! Si no fuera lo que nos lleva dado, que ya pasa de trescient...

La mano callosa del labriego tapó la boca de la mujer antes que puntualizase la suma.

—Tú no hagas sino lo que yo ordene, ¡y andarme derecha! —refunfuñó, con involuntaria explosión de celos brutales.

Cunchiña, sin embargo, no mentía; el indiano no insinuaba nada que fuese en mengua de la fe conyugal. Mostraba, sin embargo, cada día mayor deseo de tenerla cerca, de ser servido por ella, de no tomar nada sino de su mano; capricho de enfermo, de hombre, probablemente, sentenciado a morir pronto, minado por el sordo trabajo de un padecimiento que los médicos desesperaban de vencer, y para el cual sólo recetaban paliativos. El alma embotada de aquel hombre se despertaba al cariño, en la forma que podía, sin darse cuenta él mismo de la pureza y la profundidad del sentimiento. Un día, al fin, aquella alma sórdida, comprimida, tomó vuelo en el cuerpo, afinado por la enfermedad, y el indiano hizo a Cunchiña, cogiéndole una mano, proposiciones extrañas.

A la noche, el marido saltó colérico:

—¿Quiérese ir contigo ese peine? ¡Ya lo sabía yo, muller! Le voy a esganar hoy mismo.

—Pero si no es lo que te figuras, hombre... Si es otra cosa. Si es que le doy gusto para el cuidado de su mal. Dice que tengo mucha gracia en le presentar la comida. Y que me lleva para eso solamente, para no se quedar sin mí. Que mismo me ha cogido la afición, y que no se haría con otra persona para lo cuidar.

Con un solo vocablo regional, enérgicamente recargado, como una interjeción, expresó el marido su incurable desconfianza:

—¡Leria, leria!

Y, al mismo tiempo, bajo, cautelosamente, ordenó a la mujer:

—¡Tú contéstale que corriente, que sí; que tome el pasaje; que se entere de cuándo hay barco! Dile amén a todo. Y ende estando yo informado...

Se hizo como lo ordenaba el legítimo dueño de Cunchiña. Derrochó disimulo el aldeano, cazurro y precavido por costumbre. El indiano, al anunciarle que se volvía allá, llamado por los inflexibles negocios, entregó a Martiño los doscientos pesos que habían de cancelar su deuda. Cuando tuvo este rasgo de generosidad, en los bolsillos de la americana guardaba los dos pasajes, y el corazón le latía de gozo: ¡iba a viajar cuidado por Cunchiña, y la tendría a su lado, atendiéndole sólo a él, limpiándole el sudor de la angustia gástrica con su pañuelo de lienzo, que olía a manzanas camuesas!

Estaba acordada la marcha para el día siguiente, de madrugada. En secreto, el indiano había advertido a Cunchiña de lo que debía hacer: a pretexto de despedirle, se quedaría escondida dentro del barco; Martiño no subiría a bordo. Al complot ilegal siguió el legal. Marido y mujer se concertaron. Pasaron en vela la noche. Antes del amanecer estuvieron dispuestos. En breve escena violenta, ayudando Cunchiña, con vigor no suponible en sus brazos mórbidos, el indiano quedó amarrado a la cama por fuertes sogas, amordazado, tapado con sus ropas, asfixiándose. Martiño se apoderó de los billetes del barco, de la cartera, del reloj, de las mantas, de cuanto valía. Un coche encargado de víspera aguardaba en la carretera. Los esposos subieron a él, y salieron arreando hacia el puerto. Cuando fue auxiliado el indiano, que estaba en las últimas y deliraba con la calentura, llevaban marido y mujer cinco horas de navegación.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1912.

«Santi Boniti»

Domicia Corvalán, invariablemente, hacía lo mismo todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. Se levantaba a igual hora, con iguales movimientos y ademanes, automáticos ya, a fuerza de repetidos, al calzarse las babuchas, atarse el cíngulo de la bata, alisarse el pelo con el cepillo y pasarse la toalla húmeda por el rostro. No se daba cuenta de esos actos, porque el hábito embotaba sus impresiones. La envolvía una modorra moral invencible.

En el propio estado de indiferencia sopeteaba su chocolate sin encontrarle sabor; despachaba su yantar atenuada la sensación de apetito por la monotonía de los manjares y, alzados los manteles, con paso lánguido, se acercaba Domicia a la ventana, desviaba un poco el abarquillado visillo con lacios y flojos dedos, y sin pensar en abrir las vidrieras miraba lo que sucedía en la plazuela y en el atrio de la iglesia de Santiago, cuyo frontispicio tenía enfrente.

Llevaba quince años de viudez y se había casado muy joven. Contaba ya treinta y seis. No tenía ni padres ni otra familia; habitaba sola la casa que fue de su marido, y en la ciudad, sordamente, pasaba por rica; en realidad, poseía lo suficiente, una holgura modesta, y no necesitaba dedicarse a ningún trabajo. Retraída, tímida de carácter, no conocía amigos, ni pretendientes, ni menos enemigos. La olvidaban como se olvida a la parietaria que vegeta en el muro. Su fortunita, en fondos del Estado, era fácil de cobrar. Ningún cuidado, ninguna lucha agitaba su límbica existencia.

Por los vidrios de la ventana se veían siempre iguales escenas. Con andar sesgo iban las devotas, arrebujadas en sus mantos color de ala de mosca, asegurado en las manos, que cubrían viejos mitones, el sobado libro de rezo. Un cura subía las escaleras a paso rápido, recogido el manteo, echada atrás la teja. Los chiquillos jugaban a la pelota contra la pared. Un caballejo, montado por un labriego que llevaba en las alforjas carga de hortaliza, vencía despacio la cuesta. Cruzaba una mozallona, con una cesta plana, pregonando sardinas: «Vivitas, como el agua.» Algún escribiente de la notaría apretaba entre codo y costado un fajo de papeles. Se oía llorar desesperadamente a un niño de pecho. Una doméstica de la casa fronteriza se asomaba y sacudía un tapete. Un ciego entonaba, plañendo, canciones verdes y jocosas...

Domicia se aburría del desfile, de la familiaridad de la calle; no gozaba otra distracción, y, sin embargo, ésta le producía la cansera de lo muy conocido. Sus ojos, de mirada atónita, se sentían atraídos únicamente por la portada de la iglesia, cuyas elegantes archivoltas apuntadas, ya de transición al ojival, parecían coronar en triunfo a los dos bellos adorantes que, en actitud mística, alzaban sus testas rizosas, de piedra patinada por los años. Domicia recordaba, como un sueño lejano, las figuras de barro y yeso con que jugaba de niña en el taller de su padre, escultor de oficio. Sus muñecas fueron angelillos de sepulcro, amorcillos de fuente, ninfas envueltas en amplios paños, ánforas y vasos ornamentales para jardines, alguna mano primorosa apretando una tela, algún pie suelto, de bien formados dedos, entre los cuales pasan las cintas de la sandalia. Todo ello no lo entendía Domicia; pero le había quedado de los primeros años en aquel ambiente no sé qué misteriosa religión estética en el fondo del alma.

En su casa, sin embargo, no existía un solo objeto de arte. Ocurrió la muerte de su padre siendo ella de edad muy corta, y su marido, oscuro negociante, ni nombraba tales cosas. Aquellas figuras, con las cuales se solazó en la infancia, vendidas quizá en almoneda, se le aparecían entre la vaga esfumadura del tiempo, sin que tuviese de ellas conciencia alguna. Sólo al contemplar la portada, donde el imaginero había labrado cabezas de ángeles y bultos de santos, creía recordar un país desconocido, visitado antaño, en el cual la vida tenía interés. ¿Por qué? No hubiese podido decirlo. Por algo extraño, distinto de lo que vino después, de la gris sucesión de los años, sin sentido ni fisonomía. A su ventana estaba Domicia, siguiendo con mirar distraído el giro de una rueda de pequeñuelas del barrio que cantaban a coro «la viudita, la viudita...», cuando oyó un pregón nuevo y vio a un mercader ambulante que llevaba una banasta llena de figuras de yeso. El hombre se había parado en la plazuela y clavaba la vista en balcones y ventanas con aire suplicante e interrogador. En voz atenorada, vibrante, simpática, volvía a gritar:

—¡Santos, santos baratos, bonitos!

Domicia abría los ojos, y en su corazón aletargado algo rebullía, una palpitación se iniciaba. ¡Muñecos, como los de la casa paterna, como los que modelaba su padre! Y sin transición, como en sueños, abrió la ventana de golpe, hizo apresurada seña al mercader. Él contestó con una sonrisa, golosa y dulce, humilde y prometedora. Minutos después entraba Márgara, la criada de Domicia.

—Ahí está uno... Dice que le ha llamao usté... Usté sabrá...

—Sí, sí; que pase...

El italiano entró y, ante todo, fatigado, descansó su banasta. Domicia estaba más encarnada que una amapola. ¿Desde cuándo no se había ruborizado Domicia? El vendedor iba presentando el género. Hablaba un español bastante corriente, entreverado con vocablos italianos.

—Veda, signorina, es la Santa Vergine de Lourdes... Aquí tengo el San Giuseppe..., el Angelo de la Guarda... Un Cristo, modelo de Benvenuto el grande Benvenuto...

Suponía en Domicia, por la traza sencilla de su vestir, por la lisura de su peinado, a una beatita de pueblo pequeño, y escondía con disimulo, en el hondón de su banasta, un busto de la República Francesa y un grupo de Psiquis y el Amor, el eterno grupo, reservado para los clientes solteros y pillines, que no apreciaban la espiritualidad de la obra maestra, sino lo sugestivo del asunto. Pero Domicia escrutó también el rincón donde se cobijaban los santos sospechosos, y una luz de interés y de emoción se encendió en el líquido remanso de sus pupilas, habitualmente dormilonas. Miraba tan pronto a los santos bonitos como al vendedor, encontrando un encanto especial en su figura ágil, en su traje descuidado, de obrero casi mendicante: blusa de dril manchada de yeso, zapatos de lona, que señalaban la forma del pie y marcaban los dedos como en relieve; corbata roja, de seda deslucida, mal anudada, con flotantes cabos. Así estaría en su taller el padre de Domicia; así o cosa muy análoga. La infancia renacía, el arte reaparecía con sus sorpresas inspiradoras de un vivir diferente de aquella existencia de rana en el charco, o de insecto en la grieta de la madera. La impresión abría un abismo entre la vida pasada de Domicia y la que le quedaba por consumir. No era la misma mujer que media hora antes hacía, desde la ventana, señal para que subiese un mercader ambulante que pregonaba monigotes de escayola...

Miraba al hombre que tenía delante y le parecía distinto de los demás de la pacata ciudad, burgueses consagrados a prosaicas tareas. Éste llevaba una luz especial en los ojos meridionales, una expresión vehemente en las morenas facciones, un sonreír de sol en la boca roja, orlada por negro bigotillo. Domicia sentía la atracción profunda, el abandono del ser, como un vértigo, que caracteriza estos casos fulminantes...

Entre tanto, él ensalzaba su mercancía. En el entusiasmo de la propaganda se dejaba ir hacia su natal idioma, prodigando los vedete, vedete, che bellezza! Domicia, en voz trémula, le preguntó:

—¿Es usted mismo quien hace estos santos?

—Io stesso, sí, signorina... Yo mesmo, yo; y si pudiese hacía el natural... Ma... bisogna vivere, si ha da vivere...

«¡Si yo le pusiese un taller! —pensaba ella—. ¡Un taller como el de mi padre! ¡Entonces sería un artista verdadero! ¡Haría cosas hermosísimas, bustos, estatuas! ¡El pobre tiene que llevar esta vida errante, miserable, ganar al día tal vez un par de pesetas!»

Mientras Domicia erigía su castillo interior, el errante comenzaba a encontrar que se retardaba el negocio. Si la signorina le compraba algo, que se decidiese de una vez.

—¿Qué prendeva? ¿La Vergine, el San Giuseppe?

—¡Todo! —exclamó Domicia, violentamente—. Desocupe usted la banasta y vaya colocando por ahí las figuras.

Aturdido y encantado, el italiano fue sacando sus títeres. No se atrevía, no obstante, a alinear el grupo ni ciertos desnudos y picarescos Cupidillos; pero Domicia los señaló, imperiosa:

—¡Todo he dicho!

Llegado el momento del pago, el italiano, receloso, pronunció una cifra loca: ciento veintisiete pesetas... Corrió Domicia a la gaveta de su dormitorio y trajo ciento cincuenta justas. Dos billetes... El mercader, atónito, se confundía en expresiones de agradecimiento. Casi andando hacia atrás, de puro respeto a la cliente generosa, fue acercándose a la puerta. Quería escapar, no se arrepintiese la signorina. Domicia sentía una pena honda, como la que causa la desaparición de un ser muy querido; imaginaba que todo quedaba a su alrededor oscuro, frío, desierto —a pesar de la formación de santi boniti que se extendía no sólo por las consolas y veladores, sino por el piso, con blancura de yeso, rojeces de terracota y verdor oscuro de falso bronce... Aquel hombre, que había evocado su pasado infantil, que infundía en sus venas mágico temblor, se iba, se iba para siempre sin remedio. Y Domicia no lo podía evitar; no sabía cómo evitarlo. Ya el mercader transponía la plazuela, y aún ella quería intentar cualquier cosa para detenerle, para volver a verle, aunque sólo fuese un instante. Le pesaba haberle comprado los santos todos. Si quedase alguno, era abonado pretexto para volver a llamarle...

La esperanza la fijó en la ventana; no se movía de ella. Sin duda, el mercader pasaría de nuevo con más santos ¡Nadie! Desierta la plazuela y muda, excepto cuando las niñas salmodiaban la «viudita» o las mocetonas ofrecían la sardina «viva», o de la iglesia salía un apagado cántico, grave y triste.


«El Imparcial», 24 de junio 1918.

Responsable

—Mira por todo, tú me entiendes —repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas—, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!

El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:

—¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!

¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.

Los demás chiquillos de la aldea le hacían burla, porque ni quería salir al camino real a mendigar la perriña, ni a los huertos a robar manzanas, ni al viñedo a hurtar racimos, ni a los corrales ajenos a cazar huevos, echándole la culpa al zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, un señor muy majo, de tropa, como el que estaba retratado en el Ayuntamiento de Castro Real, con patillas y cruces... Fantaseaba que su padre habría vivido largo tiempo con su madre; que le habría tenido en brazos a él, Cirilo, muchas veces... Después, ¡sabe Dios!, se habría ido a América, o a servir al rey, de general... Desvanecerían sus ilusiones si le contasen la verdad, aquella casual distracción de un señorito a la vuelta de la caza, distracción de la cual ya no hacían memoria ni el seductor ni la víctima. Como que Cirilo daba por seguro que su padre, allá por donde anduviese, se añoraba de él con frecuencia, y se prometía venir el día menos pensado a recogerle, a llevarle consigo y a vestirle un uniforme militar, con muchos galones... ¡Así tenía que ser! Y el mirar de los grandes ojos negros del adolescente se perdía a lo lejos, en los montizuelos color de violeta que limitaban la cañada, en el trozo de ría de un azul hialino que se extendía más allá del castañar. Por allí llegaría su padre, a la hora crítica en que él más descuidado estuviese...

Un momento, hasta que se perdió la figura de su madre, cargada con la cesta, en la revuelta del camino, Cirilo permaneció pensativo, inmóvil, rumiando las palabras de la Sabidora. Después, precipitadamente volvió a entrar en la pobre casa; había oído llorar a una de las criaturas, Gustiña —Justa—, que era el mismo pecado, y de fijo habría hecho alguna maldad. Y, en efecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir al hogar, y aterrada de tener tan cerca la lumbre, de oír el glu del pote, sin acertar a retroceder, se desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, en camisa rota, de pie, miraba a la menor, absorto, metiéndose el pulgar en la boca rosada y sucia. Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbre y corrió a ordeñar la vaca, para dar a los chicos buenas sopas de leche con pan de maíz desmigajado. Estos menesteres piden tiempo. Así que atracó de sopas a los rapaces y los vio con el vientre tenso, redondo, los arrulló, los acostó juntos sobre un lecho de poma, hojas de maíz seco, con las cuales rellenan en el país los jergones. Aguardó impaciente hasta que la respiración igual y dulce de las criaturas le indicó que por una hora, al menos, no necesitaban vigilancia; rebañó el puchero de las sopas, y despacio, hundidas las manos, a falta de bolsillos, en la cintura del astroso pantalón, se metió por los sembrados hacia el hórreo de la señora Eufemia, detrás del cual se extiende la linde del bosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda de los castaños centenarios, las vigas magníficas que se yerguen a alturas de muchos metros, sobre el musgo enjuto y velloso y la delicada hierbecilla anémica que crece al sombrizo del follaje, Cirilo se tiende para continuar soñando... Su padre llega; viene jinete en un potro fiero, arrogante, haciendo corvetas y manejando un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y le aúpa al mismo caballo, y allí le aprieta contra su pecho, y le incrusta en la carne los bordados del gran uniforme, el metal de las condecoraciones... Cirilo, herido, magullado, venturoso, suspira y se despierta... Porque realmente era que se había dormido agobiado por el calor, y al abrir los ojos, la conciencia de su responsabilidad le alarma y le hace saltar, salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo, el seto... Mal despabilado aún, se frotaba los párpados... ¿Qué era lo que le nublaba la vista? Tardó unos segundos en comprender...

«¡Humo! pensó, al fin—. ¡Humo! ¿De dónde sale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humo sale de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!»

Aquello no era correr, era galopar. Los talones de Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca, abierta, llena de un torbellino de aire, no podía formar sonidos ni gritar el ¡socorro! ¡socorro!, que le subía a los labios. En su cerebro no había ideas, sólo el retemblido, el zumbido sordo de una enorme masa próxima a desprenderse y envolverlo todo en su caída... Según se aproximaba a la casuca, entre la humareda densa y creciente, distinguía el rojo de la llama, la lengua vibrátil que salía de las fauces de sombra. Tan disparado iba el niño, que, para detenerse en seco ante la puerta, necesitó sentir que se asfixiaba con el humazo...

Un instante vaciló. La casa ardía rápidamente; sola, abandonada, tranquila, ni un alma había acudido; alrededor no existían vecinos, y como en la canícula suelen inflamarse pajares y rastrojos, la gente de los contornos no se preocupaba de humaredas. Dentro estaban las criaturas, las que, sin duda, despertándose y jugando tercamente con los tizones, habrían prendido el incendio... Se quemarían allí, como dos pichoncitos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilo comprendía también que si entraba era para ganarse la muerte. Un sudor frío humedeció sus sienes, en donde latía la sangre, agitada por la carrera loca. ¡Perecer achicharrado! Al fin, los cativos ya estarían muertos; su llanto no se oía... El muchacho retrocedió.

«Quedas responsable, Cirilo», murmuraba dentro de él la voz materna.

Y la paterna, la de aquel apuesto general que tanto amaba a su hijo y se acordaba de él y vendría a buscarle, repetía:

«Anda, valiente, anda, que para eso tienes sangre mía...»

Cirilo hizo la señal de la cruz y se arrojó al horno, entre dos llamaradas, que le recibieron como dos brazos rojos de verdugo...


«Blanco y Negro», núm. 85, 1907.

El vidrio roto

Hay seres superiores o siquiera diferentes y hasta opuestos al medio donde aparecen. Uno de estos seres fue Goros Aguillán, protagonista de la verídica e insignificante historia que me refirieron en la aldea, donde la comentan sin entenderla ni mucho ni poco y buscándole explicaciones a cuál más absurdas.

Goros fue el mayor de los cinco o seis hijos de un sacristán labriego, perezoso como un caracol y pobre como las ratas. No habiendo en la casa ni un ochavo moruno, ni ánimos para ganarlo trabajando, puede calcularse cómo estarían de abandonados, miserables y sucios la vivienda y sus habitadores. La morada de los Aguillanes era, sin embargo, de las más espaciosas y bien construidas de la aldehuela; pero la incuria y el desaliño la tenían transformada en pocilga repugnante. Desde que Goros (Gregorio) tuvo edad para empuñar una escoba, fabricada por él con mango de palo de aliaga e hisopo de silbarda, se dedicó los domingos, con el ardor de la vocación que se revela, a barrer, asear, desarañar y dejarlo todo como un espejo. Los vecinos se burlaban, su madre le puso un apodo... y él barría, redoblando su actividad, y sintiéndose en un mundo aparte, superior, lejos de su gente, dentro de una existencia más noble y refinada, que no conocía, pero presentía con una especie de intuición, y de la cual sólo un tipo se había presentado ante sus ojos: el pazo del señor, con sus anchos salones mudos y graves, y sus ventanas de colores claros. Justamente Goros sufría un diario tormento al ver en la ventanuca del tabuco, donde dormían hacinados él y otros cuatro hermanitos, un vidrio roto, del que apenas quedaban picos polvorientos adheridos al marco, y que se defendía por medio de un papel aceitoso pegado con engrudo. ¡Si Goros hubiese tenido dinero...! Cada mañana, al despertarse, la vista del vil remiendo en el cristal le producía la misma impresión de rabia. No lo decía. ¿Para qué? Su padre le hubiese contestado que así estaban los vidrios de la parroquial; su madre, más viva de genio, le hubiese soltado un pescozón...; y en cuanto a los chiquillos, le mirarían atónitos: retozaban tan felices en la porquería como los patos y las gallinas en la charca y el cieno del corral.

A los quince años, Goros, poniendo por obra lo que meditaba, logró colarse de contrabando o polisón en un transatlántico que partía de Marineda con rumbo a la América del Sur. Empezaba a realizar su mundo propio, huyendo de aquel mundo inmundo —claro es que a él no se le hubiese ocurrido el juego de palabras— en que el destino le había confinado. Y es el caso que, al perder de vista la costa, al divisar a lo lejos como un ligero centelleo rojo que se extinguía, el relumbrar de las acristaladas galerías marinedinas, sintió una pena rápida, sorda, una punzada en el corazón, que era amor hacia lo que dejaba, detestándolo. ¡Anomalía de nuestro ser, espuma del mar de contradicciones en que nadamos!

El sentimiento de cariño de lo dejado atrás fue acentuándose con el tiempo. Goros, después de privaciones crueles y trabajos de bestia, empezaba a salir a flote. Así que sentó el pie en terreno firme, medró aprisa. Su inteligencia comercial, su olfato del confort moderno le adquirieron la estimación de sus patronos; asociado al negocio, le imprimió vuelo sorprendente; la riqueza, sólo deseada para satisfacer ciertos pujos artísticos de goce en el arte ajeno —porque artista creador no lo sería nunca—, acudió a sus manos. ¡A las del artista sería más difícil que acudiese...! Y Goros, una mañana, se despertó en camino de millonario, viendo el porvenir al través de lunas anchas, transparentes, sin una mota de polvo...

Más que nunca se acordó de la vieja casa de los Aguillanes, del feo vidrio roto y tapado con papel churretoso, que el aire hacía bambolear y las moscas nublaban con nube rebullente y zumbadora... Ya había girado distintas veces regulares cantidades para librar de quintas al hermano, para la grave enfermedad de la madre, para la boda de la hermanita, que se estableció poniendo en Areal una tienda. Era un gotear continuo; cada correo traía una súplica plañidera, dolorosa, un ¡ay! de la estrechez. Ahora consideró Goros que estaba en el caso de adelantarse, sin esperar a que le rogasen humildemente. Y giró rumboso un bonito pico: seis mil pesos oro, para que fuese sin tardanza reparada, restaurada, amueblada y arreglada decorosamente la casa patrimonial. «Que pongan en las ventanas vidrios bien fuertes, bien hermosos; que muden aquel roto, y que la criada, porque es preciso que mi madre tenga una criada para su servicio, los lave de vez en cuando. Lo encargó mucho. En los vidrios sucios está el germen de mil enfermedades, os lo advierto...» Y Goros, que ya era don Gregorio, escrito este párrafo, probó un bienestar íntimo y dulce, figurándose cómo estaría la vetusta mansión, antes tan miserable y hoy asombro de la aldea; pintada, encalada, con ventanas espejeantes al sol, y un huerto-jardín, cultivado por jornaleros, sin que el achacoso padre tuviese que encorvarse para destripar terrones...

Cuando tales imágenes asaltan la mente, engendran tentación irresistible de ir a contrastarlas con la realidad. Cada vez más fáciles y cortos los viajes, puestos en marcha los asuntos, don Gregorio decidió presentarse en su aldea de sorpresa —es el programa seguro de todo indiano—. Y así pensado, así hecho. Desembarcó en Marineda, donde nadie le conocía; alquiló el primer coche que vio enganchado al pie del muelle, cargó en él solo el magnífico saco de mano, y con voz que temblaba un poco, ordenó: «A Santa Morna...» Él mismo, no sabría expresar lo que embargaba su espíritu... Si consiguiese llorar, se sentiría completamente dichoso. Pensaba, más que en la familia, en la casa, el domicilio... ¡Qué emoción encontrar viva, reinozada, a la caduca, a la triste mansión! Y ofrecía propina al cochero para que volase.

Al avistar el sitio soñado, dudó de sus ojos... Porque la fe tiene esta rara virtud: creemos que es lo que debía ser, y descreemos de la evidencia... Allí estaba la casa, allí, pero idéntica a como don Gregorio la había dejado al marchar: el mismo montón de estiércol a la puerta, el mismo charco infecto que las lluvias habían saturado del hediondo puré del estercolero, iguales carcomidas puertas despintadas, igual fachada de tierra y pizarra, donde las parietarias crecían... ¿Es esto posible, santo Dios?

Se precipitó adentro como una bomba... En vez de abrazar, pidió cuentas. El padre, tembloroso, casi se arrodillaba ante aquel señor adinerado, que era su hijo.

—¡Válganos San Amaro!... Goros... mi alma... fue una cosa así... No fue con mal pensar... Mercamos tierras, santo bendito, con los santos cuartos que mandaste... La casa, buena está para nosotros; así Dios nos dé casa en el cielo...

—Y puedes subir —añadió, triunfalmente, la madre—, y has de ver que mudamos el vidrio a la ventana, como disponías...

Don Gregorio se lanzó a su tabuco, la mísera habitación donde aleteaban los sueños de la niñez. Era cierto: en el sitio del vidrio roto habían colocado uno nuevo, verdoso, manchado de masilla. No supo don Gregorio lo que le pasaba, qué conmoción sentía. ¡El vidrio aquel! Tanto como lo había mirado al despertarse, guiñando los ojos al sol que en él reía, a pesar de las impurezas, de las inmundicias, de que no se acordaba ya. Por aquel vidrio roto le entraban el fresco y el olor del campo, y hasta las moscas eran de oro sobre él, y hasta sus aristas fulguraban a veces. Y volviéndose tristemente a su madre, murmuró:

—¡Vaya por Dios! ¡Quitar el vidrio...!

***

Y en la aldea de Santa Morna no saben por qué el indiano se fue tan cabizbajo y tan cariacontecido, cuando su madre, según ella repite, le había complacido en casi todo.


«Blanco y Negro», núm. 856, 1907.

El invento

El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de barniz Flatting...

El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general, dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala noticia...

El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese caído encima un peso enorme...

Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:

—¿No tiene usted familia que le ayude?

Sobresalto... Me miró como quien pide justicia —de esas miradas que protestan, que claman al Cielo— y suspiró:

—¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...

Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.

—Pues si ha oído, comprenderá...

Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incongruente:

—Más nos valiera a todos nacer allá en otros tiempos, cuando no había invenciones... ¡Invenciones del demonio! ¡Para perdernos, para perdernos!

Inicié un murmullo de asentimiento, sin comprender. A los pocos días salió a relucir la historia: fue de actualidad, porque encontraron al tendero muerto en su cama, ya rígido. Su corazón estaba según dijeron, fatigado, y de pronto se habría negado a seguir prestando servicio; era hora de que reposase...

Aquel tendero, Nicolás Fortea, vino a establecerse en Areal haría más de treinta años, y su bazar, una innovación, dio mucho que decir en pro y en contra. Traía elementos de lujo, del lujo falso, chabacano, de esta época en que todos queremos ser iguales a todos. Le acompañaba su mujer, que a los del pueblo les causó la impresión de un ser supremo, porque se peinaba y se vestía graciosamente, hablaba fina y traía a su niño muy mono, aseado, almidonado, hasta con el pelo en bucles, moda que las mamás lugareñas empezaron a criticar y acabaron por imitar.

«Los del bazar» adquirieron rápidamente prestigio excitando envidias —pues el ínfimo comercio de Areal no les perdonaba aquella manía de embellecer la tienda, de presentar novedades en artículos, procedentes de Barcelona y hasta de Inglaterra, y de atraer compradores, armando bulla, repartiendo prospectos y recibiendo encargos de la capital de puntos muy distantes—, por lo cual corrió la voz de que los Fortea «se achinaban», «se hacían de oro».

Y algo había de verdad en la afirmación. El comercio es productivo, si el capital rueda mucho, y Fortea, en vez de guardar sus ganancias, las invertía inmediatamente en género o en mejoras. Quería el dinero a mano, para esparcirlo y recogerlo acrecido por la especulación; y el primer cofre de valores que se vio por aquellas tierras fue el que Fortea instaló en su escritorio. Entonces se aseguró que le sucedería un «chasco pesado», que le robarían, que ya se estaba organizando la gavilla clásica. Respondía riendo Fortea que los ladrones sí que se llevarían «el camelo del siglo», pues, dada la actividad con que manejaba y sacudía el dinero, probablemente se encontrarían dentro de la caja un ratón. ¡Los ladrones! ¡Que no se metieran con él, o les daría una lección de las que no se olvidan!

Otro género de extrañezas provocaba el que la linda esposa de Fortea hiciese tan frecuentes viajes a la capital. Fortea también se ausentaba a menudo, pero en él lo explicaban los negocios, que le traían a mal traer; y algo no bueno debía de sucederle, porque empezó a vérsele preocupado. La señora de Fortea pretextaba tener que atender a la salud de su madre, anciana y achacosa. Cuando no andaba atravesado por los caminos el marido, andaba la mujer. Y en Areal, las malas lenguas se despachaban a su gusto...

Los esposos vivían, sin embargo, en la mejor armonía, con trazas de ser muy felices, y el bazar subía como la espuma cuando ocurrió el terrible suceso, del cual corrieron versiones muy varias...

Acababa la esposa de regresar de uno de sus viajes, cuando el esposo le anunció que salía hacia distintos puntos, y tardaría lo menos una semana.

—¿Necesitas fondos? —añadió—. Los pagarés no vencen hasta mi vuelta, pero hay el gasto de la casa.

—Tengo bastante —se apresuró ella a decir—. No me hace falta nada... Sólo quisiera saber... si queda mucho guardado en la cala de caudales.

—¿Por qué? —exclamó Fortea, con ligero esgrerice de susto.

—Porque tengo miedo, hijo... ¡Si nos roban!

—Estate tranquila —respondió él, vivamente—. Queda una cantidad regular; sobre tres mil duros... Tú conoces la combinación para abrir, pero te prohíbo que abras..., ¿entiendes? Te lo prohíbo. Precisamente hay ahí una cuestión... Tengo unas sospechas...

—¿De qué? —interrogó ella, un poco pálida, escrutando la cara del marido.

—Es largo de contar... A mi vuelta... Ahora el coche se va... Tú deja la caja en paz... ¡Cuidado!

Aquella misma noche, a cosa de las diez, un ruido extraño, como de varias detonaciones consecutivas, y unos gritos agudos, alarmaron a la tendera de lienzos, que vivía pared por medio del bazar. Salió al balcón pidiendo auxilio, y, al reunirse gente, decidieron llamar a la puerta de los Forteas, y como nadie contestase, la forzaron, subieron aprisa a las habitaciones del primer piso, que, con almacén y tienda en el bajo, comprendía la vivienda toda. Del escritorio salía un resplandor y quejidos lastimosos. Entraron; el espanto los hizo retroceder. La mujer de Fortea yacía en el suelo, ante la caja de caudales... Las balas del aparato defensivo, del mata ladrones, traído de Londres e instalado el día antes por su marido, la habían fusilado literalmente; y, como al recibir el primer disparo se le hubiese caído de la mano el quinqué del petróleo, sus ropas se habían inflamado, y el cadáver ardía. A su lado se retorcía entre las llamas el niño, que, al acudir al grito de su madre, al estruendo de los disparos, inclinándose sobre ella, se le inflamó la camisa, los bucles, no pudo huir, y cayó al suelo desmayado de dolor, despierto luego en el brasero del suplicio... Toda la tragedia fue obra de un minuto...

Cuando Fortea, avisado, volvió y se convenció de su infortunio, le acometió una especie de locura frenética y habló a voces, arrojando alguna luz sobre el misterio... Se acusaba de haber sospechado de su dependiente, de haberle atribuido la desaparición de sumas que faltaban de la caja, de haber preparado impíamente la muerte de un hombre, de haber traído de fuera el maldito invento... Y a cada paso repetía:

—¿Por qué me robaba ella? ¡Díganmelo...! Ustedes lo sabrán... ¿Por qué me robaba?

Y nadie lo sabía ni lo supo... ¿Era para pagar los vicios de incógnito cortejo? ¿Era para dar a su madre buen trato, medicinas caras? ¿Era para comprar aquella ropa primorosa que vestía...?

Al cabo, Fortea, deshecho, peliblanco, volvió a aparecer detrás del mostrador... Pero nunca más guardó nada en la caja fatídica, y el producto de la venta pasó a un cajón, mientras el polvo invadía los rincones, y la tienda adquiría su aspecto de abandono, de indiferencia letal... En los rincones, las arañas tejían.


«Blanco y Negro», núm. 957, 1909.

La hoz

¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días —pensaba la Casildona—. Allá estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...

El, sí: él, trabajador era, y humilde, y sufrido. y nunca una palabra más alta a su madre, y la cabeza gacha, si le reñían; pero ¡de buena casta venía para no gustarle el pecado! Los recuerdos, como murciélagos, empezaban a revolar torpemente, sombríos, en el cerebro estrecho de Casildona, bajo el cráneo duro, cubierto de estropajosa pelambre gris. «¿Qué aventuramos a que sale como su padre, panderetero, con un cascabel en cada botón del chaleque?» ¡El padre de Avelino! Aquel señorito de Dordasí, vago de profesión, más bebido que un templo, sin dejar rapaza a vida, atreviéndose hasta con las casadas, ¡nos defienda San Roque! Sólo Casildona, la del caserío de Fontecha, le había puesto a ochavo la sardina... ¡Vaya! Así que vio que la cintura del refajo andaba estrecha, le soltó al señorito: «¡O te estripo, o las bendiciones del cura, que lo que naciere, mediante Dios, padre ha de tener!» Y como se sabía que Casildona era mujer para eso y más que para eso..., el señorito casó con ella. ¿Qué se le importaba, al cabo? En su degradación de vicioso, con su pequeño patrimonio hipotecado, comido de deudas y obligas, el hidalgo de Dordasí pasaba la vida en tabernas, entre gañanes y marineros. Unido a Casilda, ella fue quien trabajó para mantenerle, hasta que estalló de una borrachera, y para criar y enviar a la escuela al niño. Mientras ella, la bestia de carga, araba, sallaba y curaba del ganado, Avelino se instruía... La madre respetaba en el hijo la sangre, el señorío arrastrado y todo por el suelo. «No nació Avelino para la tierra...» Un confuso instinto de jerarquía social se alzaba en el espíritu de Casildona. Avelino trabajaría con el entendimiento, sentado a la sombra, lavadas las manos. Y así era: colocado le tenía en la oficina de la fábrica de conservas de don Eladio Marzoa, la mejor de Arcal...

A qué horas comería hoy el caldo!

Preocupada, Casildona arrimó más palitroques a la lumbre, y sacó al corral un cazolón de bazofia; era preciso que viviesen otra madre y su progenitura: la gallina pedriscada, que desde la víspera se pavoneaba con un rol de veinticuatro pollitos.

Un bulto surgió ante la cancilla del corral: era una rapaza a quien apenas se le veía la faz morena, tostada, en que relucían los dientes blancos como guijas marinas; en la cabeza sostenía inmenso cestón de hierba recién segada, olorosa, que se desbordaba por todos los lados: en la cima del monte de verdura relucía la hoz.

—¡Qué monada! ¡San Antonio los guarde! —anheló, señalando a las veinticuatro bolitas de plumón verdoso, con ojuelos de cuentas de azabache, que cómicamente apurados picoteaban a porfía los desperdicios—. ¡Qué rolada de gloria! A las buenas tardes.

—Dios te vea venir, María Silveria... ¿De dónde, mujer? ¿Del prado de arriba?

—De allí mismo, señora... Póseme, por el alma de sus difuntos, que sudo con el peso.

Casildona ayudó a bajar el cestón, y percibió que ni gota de sudor humedecía la frente de María Silveria, la hija del carretero, la cual se echó atrás las greñas, salpicadas de briznas de hierba y florecillas silvestres, y sonrió para congraciarse...

—Y luego..., ¿no yantaron aún?

—Aún no tornó Avelino, mujer...

En la voz de la madre había cierta condescendencia. Era sabedora de los retozos en el molino, de los acompañamientos a la vuelta de la feria, de los comadreos del caserío; cosas de rapaces. ¿Quién les da crédito? Su hijo no se peinaba para María Silveria. Sólo que ahora, cuidados nuevos quitan cuidados antiguos... La férrea vieja se humanizaba.

—Puede dar que no torne hoy, señora Casildona.

—¿Sucedióle mal? —exclamó azorada, la madre.

—Sucedióle que don Eladio le despidió de la fábrica.

—¿Qué cuentas?

—Lo que me contaron ahora mismo Roberto y su hermano, según pasaban por la vera del prado de arriba, estando yo a cortar la hierba que usté ve con sus ojos.

Y la rapaza pegaba manotadas en el cestón, como si la realidad de la hierba segada autenticase sus noticias.

—¡Despedir a Avelino! ¡A Avelino! —monologaba la madre, escéptica todavía ente el increíble caso.

—No sé de qué se pasma —intervino María Silveria, con veneno en la voz—. Había de suceder, que no le sabe bien al hombre pagar dinero y a más ser engañado miserablemente.

—¿Don Eladio?...

—Cogiólos en la maldad, señora... —recalcó la moza, apretando los dientes y con equívoco resplandor en las castañas pupilas—. Ni se escondían; en la playa se juntaban, escandalizando. Una poca vergüenza se juntar allí, a bañarse sin ropa... —María Silveria insistía, encontrando el delito en la falta de ropa y en la caricia del agua salobre, con indignación de aldeana ruda que no ha bañado jamás su piel—. Y la raída esa, llena de faldas almidonadas, con zapatos colorados, con medias coloradas también hasta riba... ¡A algunas mujeres era poco las ahorcar...!

—¡Que no se plante delante! —murmuró Casildona.

Y como si hubiese sido una evocación, por la revuelta del sendero asomó una pareja. Avelino, alto, esbelto, guapo como una estatua, traía a la mujer cogida por la cintura, sosteniéndola cariñosamente. El sol se filtraba al través de la sombrilla abierta y roja de la raída, y descubría la escasa belleza, la edad, ya casi madura, los afeites, el pelo teñido, ese elemento inexplicable de locura de amor que hace exclamar: «¡No se comprende!» Quien siguiese las miradas extáticas del mozo, observaría que allí el señuelo atrayente no era la cara, sino los pies, elegantes y menudos, que aprisionaban zapatos taconeados alto, de flexible cuero de Rusia: unos zapatos que a cada movimiento de su dueña enviaban fragancias perturbadoras. Y a su vez, los ojos fieros de la madre y de la abandonada celosa se clavaron en los pies insolentes, encarnados, pequeños, semejantes a dos capullos de amapola sobre el verdor húmedo de la senda campesina. Ellas, Casildona y María Silveria, estaban descalzas, y sus pies, deformados, atezados, recios, se confundían con el terruño pardusco de la corraliza, en cuyo ángulo, al calor del sol, hedía el estercolero. La misma sorpresa las dejaba inmóviles. La pareja avanzaba, charlando confidencialmente.

Al ver a su madre, el muchacho titubeó un segundo. Después, con respingo nervioso, avanzó.

—Madre, comida para mí y la compaña que traigo.

Y se entrometieron, salvando la puerta de la corraliza, medio obstruida por el cestón de hierba de María Silveria.

Los pollitos, arracimeados, gentiles en su redondez dorada, vinieron a picar los zapatos bermejos y la media calada sobre el empeine. La prójima soltó una risa alegre. La gallina, erizada y furiosa, revoló a proteger a su cría.

—El caldo, señora madre —Insistió Avelino—. Traemos necesidad.

Subyugada, callaba Casildona. En las manos sentía hormigueo; en el corazón, bascas insufribles. ¡Si aquello no era más que descaro, bendito San Roque! Pálida, bajo la capa de arrugas y lo curtido de su cutis de yesca, la aldeana hizo un movimiento como para cerrar el paso a su hijo; pero él, cariñosa y autoritariamente, niño mimado y hombre un poco más afinado, la desvió.

—Entra —susurró al oído de la pícara.

Espatarraba los ojos María Silveria. ¿Por qué no le saltaba al pescuezo a tal mujer la señora Casildona? ¿Por qué consentía semejante infamia? ¡Las madres, las lobas del querer, las esclavas de los hijos! ¡A que era capaz de servir de rodillas a la de los zapatos bermejos! Y, en efecto, la vieja se hacía a un lado, abriendo camino. La pareja desapareció, entrándose en la casa, y guiando Avelino con solicitud.

—Por aquí..., por aquí... Aquí hay asientos...

Mientras ella se sentaba, dejando la sombrilla y abanicándose con diminuto japonés, el hijo arrinconó a la madre, secreteando a su oído:

—No hubo remedio... Fue una cosa así... Por poco la mata el brutón de don Eladio. Aquí no vendrá a buscarla... ¡Y si viene!

El gesto completó la frase; el puño cerrado y los llameantes ojos revelaron claramente el impulso homicida.

—Y tú, sin colocación. ¡Estamos amañados! —objetó tristemente Casildona.

—A mí me echó de su casa ese bárbaro, que si me descuido le desojo la cara a bofetones... No se apure madre... Para todo hay remedio. Mañana me voy a Marineda, y allí colocaciones sobran. Y si faltasen, ¡a América! ¡Aire!

Hablaba febril, gesteando y balbuceando. La madre tembló. Creía ver al padre en sus últimos accesos de alcoholismo.

—Loco viene, loco... ¡Me lo ha vuelto loco la forastera!

Con manos trémulas de ira, les sirvió de comer lo poco y humilde que había: el caldo regional, leche y fruta. La prójima, abanicándose y haciendo mohines, se dejaba servir por la madre de Avelino. Avelino, a pesar de sus afirmaciones de traer tanta hambre, apenas probaba bocado. Miraba a su huéspeda fija y apasionadamente; le hacía plato, fregaba el único vaso de vidrio y corría a la fuente a llenarlo de agua cristalina para traérselo. Al salir, tropezó en el corral con María Silveria, en la cual ni había reparado antes. Sentada al lado del cestón de hierba, dejándolo marchitarse al sol, la rapaza lloraba, tapándose con su pañuelo de algodón y bajando avergonzada la cabeza.

—¡Eh, déjame pasar!... Tú, ¿qué haces aquí? —pronunció ásperamente Avelino.

—¿Qué hago aquí, qué hago aquí? —contestó ella, levantando súbitamente los ojos encendidos—. Ver cómo pasan los hombres que perdieron la vergüenza de la cara. Eso es lo que hago aquí, Avelino de azúcar.

Encogiéndose de hombros, el mozo la desvió con movimiento despreciativo, y siguió en busca de la fuente, que surtía a tres pasos de allí, entre helechos, bajo una higuera y un castaño, cuya sombra enfresquecía la corriente pura. María Silveria apretó el puño y lo tendió hacia su amor antiguo: antiguo, ¡ay!, y presente, que bien sentía en las entrañas, en la quemadura aquella, de rabia y desesperación, que el amor aldeano, furioso, vivía y se revolvía como gato montés o tejón salvaje acosado por cazadores. Regresaba Avelino ya, trayendo rodeado de plantas verdes para resguardarlo del calor de las manos el vaso de agua helada casi. Y María Silveria, incorporándose, le insultó otra vez.

—Anda, anda a servir a la de los zapatos rojos... Que te pise el alma con ellos, a ver si tienes alma, Avelino de azúcar... ¿Te acuerdas del molino de Pepe Rey? ¿Te acuerdas lo que parolamos?

—Larga de aquí, y cálzate esos pies, que das enojo —fue la respuesta de Avelino, al amparar el vaso por temor de verter el agua.

María Silveria calló... Sus puños morenos, de trabajadora, se alzaron al cielo, protestando. El cielo sabía que ella nunca había hecho mal a nadie, y el cielo no debe de ser amigo de las malvadas que embrujan a los hombres con zapatos colorados, moñudos. Se inclinó sobre el cestón; cogió de él la hoz de segar, afilada, reluciente, que manejaba con tanto vigor y destreza, y ocultándolo bajo el delantal, se metió por la casa adentro, segura de lo que iba a hacer, de la mala hierba que iba a segar de un golpe.

El sonar del río

La tradición era constante: en aquel vetusto pazo había enterrado un tesoro.

¡Se había hablado de él tantas noches en las veladas de la aldea, junto al hogar donde hierve mansamente el pote y se asan las primeras castañas, ya rellenas de sabrosa pulpa! En tantas ocasiones se había mentado el tesoro oculto, en la tertulia del atrio, a la salida de misa, apoyados los hombres en sus palos y bien rebozadas las mujeres en sus mantillas de paño y en sus pañuelos amarillos de lana con cenefas y flecos de vivos colore!

Y estaban conformes todos los pareceres: si ellos fuesen los dueños del pazo, ya lo habrían demolido, piedra por piedra, para buscar el tesoro hasta en sus cimientos. No comprendían cómo el señor, aquel señor de tan adusta traza y de tan consumido rostro, y al cual, en punto a intereses, no le iba muy bien, pues estaba comido de hipotecas y deudas, no desenterraba o sacaba de la pared, donde sin duda dormía, el tesoro fabuloso.

Y, en efecto, don Mariano José Lamela de Lamela andaba a la cuarta pregunta, y nunca había querido ni arañar la cal ni meterse con las telarañas de las vigas, por si el tesoro aparecía tras de ellas en algún escondrijo. Razón bien sencilla: don Mariano José no creía en la existencia de tesoro semejante.

No; no creía, ni predicado por frailes descalzos. ¿Cuál de sus ascendientes, a ver, guardó en el pazo de Lamela tal riqueza, y cuándo, y cómo? Los tesoros no llueven del cielo; si la gente es rica, no se ignora. Ahora bien: desde tres generaciones acá, los Lamela eran pobres, más cada vez, porque iban dejando mermar su hacienda, roída por los ratoncillos, o sea los malos pagadores, que, hoy uno y mañana otro, iban desertando, especialmente los foreros, que tienen la especialidad del atraso crónico, por el cual van apropiándose las tierras sin satisfacer ni la microscópica pensión. Los Lamela sufrían con paciencia que no se les pagase, y lentamente se deslizaban hacia la miseria. Don Mariano José no recordaba nunca que en su casa hubiese dinero, y lo que le ponía sombras de tristeza en el rostro era justamente ese ahogo continuo, encubierto bajo la apariencia de señorío, y no diré de pasada grandeza, porque nunca la hubo en aquel nido de menesterosos hidalgos. Un poco de remordimiento ante la ruina, en que no dejaba de caberles responsabilidad por las ocultaciones y negativas de rentas, era tal vez lo que instigaba a los aldeanos a recordar siempre el tesoro. Don Mariano José era pobre porque quería; con buscar el tesoro, sería opulento. La fantasía bordaba el tema. El tesoro eran miles de onzas portuguesas y castellanas; eran ollas de monedas de todas clases; eran sabe Dios qué magnificencias que ellos no pudieron describir, por no conocerlas de vista, por no tener idea de su forma; pero que pintaban a su modo, tomando por base las sartas y brincos llamados sapos de oro que lucían al cuello las mujeres en los días de fiesta.

El señor de la Lamela se encogía de hombros cuando alguno de sus convecinos tocaba este punto. ¡Cuentos de viejas! Que no le hablasen de tal patraña. Más valiera que le pagasen lo que le debían, para que él, a su vez, pudiese acallar a los que le abrumaban a demandas y reclamaciones de todo género.

Era uno de éstos un industrial muy despabilado, dueño de un almacén de quincalla establecido en la villa más próxima, y llamado Barcote de apodo, el que un día se presentó en la Lamela, no con el gesto fruncido y la tendencia a la grosería que caracteriza al acreedor desesperanzado, sino con el aire más cordial, y hasta un poco tímido, del que solicita.

—Don Mariano, yo vengo a proponerle... No le parezca mal... No piense que traigo exigencias, no, señor; todo lo contrario. Si nos avenimos, hasta le daré recibo finiquito de esa suma de novecientos veintiocho reales que tenía, ¿ya recordará?, que satisfacerme.

—Oiga usted —repuso el señor de Lamela, a cuyas mejillas descoloridas y flacas asomó un lampo de rubor—. Yo no admito regalos. Pienso pagarle como Dios manda. Sólo que, casualmente, en este momento...

—No, si no se trata de regalar... Es un convenio, y yo pienso ganar bastante en él. Se trata..., ¡verá usted!, del tesoro que hay en este edificio...

Saltó don Mariano José nerviosamente:

—Señor mío..., no hay tal tesoro. ¡Si lo sabré yo! Todo eso es una gran paparrucha.

—Señor don Mariano, usted no lo puede saber, una vez que no ha hecho ninguna diligencia para descubrirlo; ni usted, ni su señor padre, ni su abuelo, que santa gloria haya, ni nadie de su familia. Y yo no le pido sino una cosa bien sencilla y bien útil para usted. Me permite registrar el pazo. Si destruyo algo, lo construyo a mi costa. Si aparece lo que pienso, partimos. Si no aparece nada, está usted lo mismo que ahora. Quien ha perdido tiempo y el trabajo soy yo, Barcote.

No era posible negarse. Como última protesta, el señor de la Lamela exclamó todavía:

—Haga lo que le dé la gana... Pero lo que usted encuentre de tesoro, ¡que me lo claven aquí! —y apoyó con fuerza el índice en la frente.

Por toda contestación, Barcote murmuraba:

—Cuando el río suena...

Al día siguiente, el almacenista se instaló en el pazo y dio principio a su indagación. No manejó el pico, no demolió nada, limitándose a prolijos reconocimientos, tanteos de paredes y suelos, apoyando la cabeza y el oído para percibir si existían vacíos, huecos sospechosos. Don Mariano, de muy mal humor, empezó por encerrarse en su dormitorio; que no le hablasen de tales tonterías. Al poco tiempo, sin embargo, fue dejándose ver, y hasta interesándose, si bien en broma, por la labor de Barcote.

—¿Y luego, mi amigo? ¿Apareció ese gato? ¿No? ¿No se lo decía yo, hombre? Mire, es como la luz. El tesoro, caso de haberlo, no viene de muy antiguo; estos disparates comenzaron a correr allá en vida de mi abuelo don Juan Nepomuceno de la Lamela. Ni él, ni su padre, ni sus hijos, tenían onzas que enterrar. ¡Onzas! ¡Quién se las diera! Y siendo así, ¿de dónde procede semejante caudalazo?

Barcote miró fijamente al señor. Su fisonomía despierta y astuta expresaba algo singular, entre burla y lástima. Al fin prorrumpió:

—¿No pasó temporadas en este pazo el hermano de su abuelo de usted, que era canónigo en Compostela y falleció de repente?

Quedóse don Mariano hecho estatua. ¡Y más sí! ¡Allí había vivido el canónigo Lamela, y existían cartas de él a su hermano, un fajo, en el archivo!

—Ese canónigo —declaró Barcote— tuvo de ama de llaves a una tía mía, que ha muerto muy anciana. Ella le contó a mi padre que el canónigo pasaba por riquísimo, y a su muerte se le encontró muy poco. Por cierto que mi tía tuvo buenos disgustos, porque le preguntaban los herederos, y ella no podía dar razón. Vea, don Mariano, por dónde vine yo a escamarme. Si hay tesoro en el pazo, ese canónigo fue quien lo escondió. Según mi tía, el canónigo se quedaba solo aquí cuando su hermano salía fuera por algún motivo.

Don Mariano, sin responder, corrió al archivo. Sufría ya el contagio de la locura general, de la cual se había reído tantas veces. Buscó febrilmente las cartas del canónigo a su hermano. Allí estaban, atadas con un balduque, amarillentas, pero muy fáciles de leer por lo claro de la letra redondilla y lo terso del papel de hilo. Y el señor de la Lamela se enfrascó en su lectura. ¡Oh, desencanto! Nada en tal correspondencia podía interpretarse, ni aún remotamente, como alusión al tesoro. Había, sí, reiteradas quejas de los revueltos tiempos, de la inseguridad en que se vivía; esto era un hilo para devanar que el canónigo quiso soterrar su riqueza, pero ¡hilo tan tenue! Barcote quiso ver las cartas a su vez. Tampoco sacó gran cosa en limpio. Sin embargo, no parecía desconfiar del éxito. Era hombre tenaz, perseverante. Y no quedándole rincón por registrar y estudiar en el pazo, pidió a don Mariano las llaves de la capilla.

Hallábase abandonada; la humedad había comido las pinturas; el retablo, apolillado, se deshacía entre los dedos cuando se le tocaba. Barcote dio mil vueltas al altar, por si en él se ocultaba algo. No había sino polvo y maderas rotas. Entonces, el almacenista se fijó en el piso. Era éste de losas de piedra, y no ofrecía particularidad alguna sospechosa. Barcote, sin embargo, palpó las losas, pasó el dedo por sus junturas.

—¿Qué hay aquí debajo, don Mariano? —Interrogó afanosamente.

—¡Válgame Dios, hom! ¡Qué terco es! ¿Qué ha de haber? Huesos, cenizas de los antepasados.

—¡Lo que está aquí es el tesoro! —gritó enloquecido el almacenista—. ¡Tráigame, por Dios, una barra de hierro!

Don Mariano, con repugnancia, vacilaba. ¡Revolver los despojos de los muertos! A pique estuvo de mandar al diablo al almacenista.

Por fin, con el palo de hierro, Barcote desquició la losa. Sudaba gotas gruesas; del hueco negro que se descubrió salió un vaho de frialdad y sepulcro.

—¿Lo ve usted? Ahí no hay sino osamentas...

Desquiciada otra losa, apareció un ataúd, cubierto de un paño negro hecho pingajos. Barcote saltó al hueco y, sin vacilar, se abrazó al féretro. Mas no podía alzarlo; pesaba como plomo. Don Mariano, de mala gana aún, hubo de ayudarle, y antes que llegase a salir de la cavidad, ya por sus costados se escapaban las onzas y las medias onzas...

Y Barcote, rompiendo a bailar, riendo de placer, exclamó:

—¿Eh? ¿Qué tal? ¿Huesos? ¿Cenizas? Cuando suena el río...


«Blanco y Negro», núm. 1439, 1918.

Racimos

Desde que eran vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales. No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.

La vendimia se señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura más alegre.

Ello no quita para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago; pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.

Porque son de empuje aquellos mocetones riberanos, hechos al laboreo recio, y también amigos del bailoteo y el jarro, de las mozas para requebrarlas y del palo y la navaja para repeler una injuria. Hombres capaces de subir, no diré los cestones colmos de uva, sino los calvos peñascos detenidos como por milagro en su caída inminente a las profundidades del río. Y la fuerza muscular emanaba de sus cuerpos atezados, de sus pies encallecidos, que parecían echar raíces donde se posaban, de sus voces desentonadas y fuertes, de sus manos anchas tendidas siempre hacia la faena.

Con todo eso —era la opinión de Corchudo, el mayordomo— no sería posible aquel choyo de la vendimia sin el mágico efecto del continuo beber sin tasa, sin límite, por cuencos, por ollas, por moyos... Obligación del dueño de las viñas era dárselo a su talante, y aún, por la mañana, añadir la parva de aguardiente al desayuno de pantrigo. Y todo el día, dijérase que otro río de sangre de Cristo corría por las gargantas abajo para transmitir su vigor a las venas y salir hecho secreción viva por los poros abiertos. De satisfacción tenía que ser la cosecha, a fe, para que no la desfalcasen con lo que trasegaban los sedientos perpetuos y no se advirtiese la merma en las cubas, las enormes cubas panzudas, gloria y orgullo de la bodega más renombrada de los términos comarcanos.

A la hora del anochecer, los cantos de las vendimiadoras hacíanse menos gozosos y provocantes de lo que eran durante el día: la queja clásica, regional, descubría el inevitable cansancio de la jornada. Había, sobre todo, una mocita vendimiadora que, al prolongar el alalaa, parecía diluir en el canto un lloro. Y es que todos lo sabían: aquella rapaza, de mala gana acudía a su labor: más le valiera quedarse en casa, al lado de su madre, encarnada y paralítica. Pero si ella no trabajaba, ¿quién las mantenía a las dos? Los racimos no caen del cielo, que piden mucho trabajo. Para comer buenos guisos de carne, el compango de la vendimia, buen bacalao con patatas, hay que menearse. Rosiña venía al jornal todo el año. Sólo que ganaba menos que otra jornalera. El llamarla era casi una caridad.

Y en los días de la vendimia estaban fijos en ella los ojos de sus compañeras y compañeros, sabedores de algo que picaba la curiosidad. Aquella rapaza —contábase— sentía una repugnancia inexplicable que le hacía aborrecer hasta la vista de las uvas; del vino, no digamos. El solo olor de los racimos maduros le causaba contracciones dolorosas en el estómago; la vista de un vaso donde el rico tinto refulgía como granate, la hacía palidecer. Cada moza emitía una opinión sobre esta singularidad.

—¡Bah, bah! ¡Milindres! —sentenciaba una altona, morena, bigotuda.

—Es el mismo mal que tiene que le sale por ahí —opinaban las compasivas.

Una vendimiadora ya vieja, la casera del pazo, que no se desdeñaba de echar mano ella también, emitía un parecer, acaso el más fundado de todos.

—¿Sabedes qué es ese escrupol que le da con el vino a Rosiña? Que el padre era un borrachón y se volvió tolo de la bebida y la quiso matar cuando era de siete años, y a la madre le dio una paliza que la tullió. Por eso no puede ver el vino...

Como la luna colgase ya en el cielo su gran perla redonda, vendimiadores y vendimiadoras se juntaron en la era. Salieron a plaza panderos, triángulos y conchas, y las coplas se enzarzaron, ya amorosas, ya irónicas y retadoras, y dos parejas esbozaron un baile, que bien quisiera ser la ribeirana, pero iba perdiendo su carácter genuino. Una de las improvisadoras al pandero dirigió la flecha de una copla a Rosiña, que, silenciosa y abatida, se había sentado en un poyo de piedra. Versaba la copla sobre las excelencias del vino, y afirmaba que el que no bebe es un pavo soso o una santa mocarda.

Habituada estaba la muchacha a estas pullas; pero sin duda se encontraba exhausta de cansancio y destemplada de nervios, porque rompió en sollozos, limpiándose la cara con el pico del pañolón. Y fue grande la sorpresa de las vendimiadoras cuando vieron que Amaro, uno de los carretones más animosos y robustos, que a cualquiera de ellas le convendría para darle fala, saltó indignado, exclamando:

—¡A ver si vos callades, eia! ¡Tenedes mal curazón pra metervos con quien no se mete con vosotras! Rosiña, ríete. Es invidia que te tienen...

Nadie chistó. ¿Entonces, el Amaro quería a Rosiña, o qué? Nadie se lo había notado; es más, nadie suponía que a Rosiña la pudiese querer nadie. ¡Fea, fea, no sería; pero con aquella color de leche hervida, con aquel cuerpo flaquito..., donde estaban tantas nenas como manzanas, rollizas, sanotas, metidas en carnes! ¡Y, sin embargo, media hora después del incidente, las vendimiadoras no podían dudar qué, en efecto, el carretón buscaba la fala a la mocita. Sentado cerca de ella, le parolaba tan bajo, que entre el estrépito del triángulo y los panderos y el piafar del baile, no se oía lo que le dijese con tal ahínco. Y ella, la mosca muerta, ¡cómo le atendía y le contestaba! No sollozaba ahora, no... Hasta la oyeron reír, por no se sabe qué gracejo de Amaro...

Y era verdad. Por primera vez, la alegría, la juventud, los fermentos del amor calentaban las venas de Rosiña. La luna iba descendiendo y apagándose en el agua sombría del río, cunado el carretón, al lado de la muchacha, se fue con ella sin volver siquiera la cara hacia las otras, que cuchicheaban y reían irónicamente. Amaro le aseguraba a Rosiña que ya, desde tiempo, teniále voluntad. Bien pudiera casarse allá para Nadal, si venía una letra que esperaba del hermano que marchó a las Américas de Buenos Aires y que le iba bien por aquellas tierras y mandaba cuartiños. Rosiña no saldría a trabajar: en casa, a cuidar della. Y el mozo, mientras recorrían la senda demasiado estrecha, de resbaladizas lages, pasaba el brazo alrededor de un talle delicado como un junco, y murmuraba enternecido:

—¡Qué cintura finiña!

Una caricia más atrevida rozó la mejilla de la moza. La boca de Amaro se acercó a la suya, golosa y ávida. Y ella saltó, se echó atrás, como si hubiese pisado una sierpe, en violenta rebelión de sus sentidos y su alma.

—¡Quitaday! ¡Quitaday! ¡Apestas al vino!

El carretón se apartó, atónito... ¡Pues ya se sabe! Rosiña no podía resistir el vino, no lo podía resistir. ¡El vino, la cosa más buena que Dios ha criado en este mundo! ¡Lo que da alma para trabajar, lo que consuela, lo que recrea; el vino tinto del Avieiro, que si los ángeles pudiesen bajarían del cielo a lo catar! Y dejando caer los brazos, como quien ve un imposible alzarse ante él, el mozo dio rápida vuelta en sentido contrario al que llevaban momentos antes Rosiña y él, tan juntos... ¿Cómo no había pensado en eso, corcia? ¡En buena se iba a meter, hom!...

La guija

En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo.¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros.

La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie... Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?

Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barco; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.

La hipótesis del rapto o secuestro empezó entonces a abrirse camino. La imaginación de los moradores de Areal la patrocinaba. Se habían llevado a la criatura.¿Quién? ¿A dónde? Aquí tropezaba la indagatoria. Ni la Justicia, ni los padres, ni el público lograban en esto adelantar un paso. La Camarona y el patrón no tenían enemigos. En Areal no se cree en brujas ni en el mal de ojo o envidia. Esas son supersticiones de montaña. Tampoco hay malhechores de oficio.¿Qué pescador, qué fomentador, qué aldeano de las cercanías, de la bonita vega de Areal iba a robar a Tomasiño, sin objeto alguno?

Sin embargo, la Camarona, con esa viveza de fantasía de la mujer, sobreexcitada por el instinto maternal, indicó al juez una pista. Veinticuatro horas antes de la desaparición de Tomasiño, ella había visto por sus propios ojos, cuando llevaba su cesta de lenguados a vender al mercado de Marineda, un campamento de húngaros en el soto de Lama. Allí estaban los condenados, con unas caras de tigre, como demonios, puesto el pote a hervir en la hoguera que alimentaban con leña del soto, que no era suya. Ya se sabe que los húngaros, a pretexto de remendar sartenes y calderos, viven de robar. Ellos, y nada más que ellos, eran los autores de la fechoría. Apenas prendió en la idea, apresuróse la Camarona a buscar, en el soto de Lama, el sitio en que había reposado y vivaqueado la tribu errante. No tardó en encontrarlo: la hierba pisoteada por los caballos, las ramas rotas y las cenizas de la hoguera lo delataban. Y en el momento de fijar los ojos en el residuo negruzco sobre el verdor del suelo, la madre exhaló un salvaje grito de furor y de certidumbre. Acababa de ver, entre la ceniza, un punto blanco: una china, un pelouso. Recogiendo aquel indicio, corrió a alborotar el pueblo. ¿Qué duda cabía ya? Tomasiño llevaba siempre en el bolsillo del pantalón las guijas del mar con que jugaba. Eran conocidas, eran inconfundibles: blancas como la nieve, redonditas como bolas, y tan pulidas que ni hechas a mano. Escogidas, ¡malaña! Las distinguía ella entre mil, las chinas de Tomasiño. Y hubo en Areal exclamaciones de cólera, llantos de simpatía, clamores indignados, descabellados planes... Pero al presentarse el juez de Brigancia, la Camarona, con la guija en la mano, advirtió que aquel señor no demostraba gran convencimiento. ¿Los húngaros? ¡Bah! De todo se les culpa... ¿Y por una china de la playa se ha de afirmar...? En fin, él enviaría un exhorto... Se avisaría a la Guardia Civil... ¡Cualquiera acierta con el paradero de esos pajarracos! Hoy están aquí, mañana en Portugal... Bueno, se trataría de echarles el guante.

Se trató, en efecto; sólo que no era la Camarona, no era la desesperada madre, sujeta a Areal por las duras cadenas de la pobreza, quien perseguía a los raptores. ¡Y éstos, y su presa, se encontraban ya muy lejos! Así es que la infeliz pescadora, con su guija siempre en la mano, se sienta por las tardes en el muelle, a la espera de las lanchas, y dice a las comadres preguntonas:

—¡Si pasa el juez..., se la tiro! ¡Y le acierto en la sien, malaña!


«Pluma y Lápiz», núm. 3, 1903.

El aire cativo

Felipe da Fonte no estaba con humor de romperse el cuerpo en aquella mañana tan bonita de mayo, con aquel chirrear de pájaros que alegraba el corazón, y aquel olido tan gracioso de las madreselvas, que ya abrían sus piñas de flor blanca matizada de rosa y amarillo. Harto se encontraba de golpear la tierra con el hierro, para despertar en el oscuro terruño los impulsos germinadores, y nunca había sentido pereza y desgano sino en aquel momento, en que sus pensamientos no le dejaban descansar, le paralizaban los brazos y le quitaban las fuerzas que requiere la labor mecánica y ruda.

Sus pensamientos iban hacia cierta moza, fresca y colocara como amapola entre el trigal, y que, según voz pública, no tenía voluntad de casarse, porque los hijos dan muchos trabajos. Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera, mujer activa y negociadora, a la cual le había ido demasiado mal en el matrimonio para que animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. Y Camila, enemiga del laboreo del campo, ayudaba a su tía en el despacho de bebidas, cerillas, jabón y otros artículos semejantes, y hacía viajes a la villa próxima para surtir el establecimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, y si el surtido tenía que ser más copioso, con un carrillo tirado por un borrico viejo, que ella misma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, y en el contorno se murmuraba que aquella valentona trajinanta escondía entre los dobleces del pañuelo de talle, de colorines, un revólver cargado.

Todo ello, que repelía a no pocos galanes de la aldea, amigos de hembras mansas y cariñosas, agradaba a Felipe. Fuese que su condición humildosa y tímida le inclinase a buscar en otro ser las energías que le faltaban, fuese por algo que en un hombre de otra esfera y otra cultura llamaríamos romanticismo, aquel aldeano rubio, de facciones delicadas bajo el tueste de la faz, y a quien la vida rústica no había conseguido curtir y endurecer, se sentía atraído hacia la recia morena de manzaneros carrillos, al verla tan desenfadada y decidida, tan capaz de soltarle un estacazo o un tiro a quien se metiese con ella.

Y en ella estaba pensando Felipe intensamente cuando, de malísima gana, no tuvo más remedio que levantar el azadón y empezar a batirse con los terrones. Flojamente, porque quien da tensión al brazo es la voluntad, principió a desbrozar un manchón de maleza que, bajo el influjo vital de la primavera, se había formado al margen del riachuelo y se extendía por el prado adelante. Era una maraña de zarzas y malas hierbas, una viciosa exuberancia de follaje, tallos y raíces, que le subía hasta el pecho al aldeano. Las espinas le punzaban, y las plantas, envedijadas, resistían al golpe de la herramienta. Por fin consiguió abrir un boquete en la espesura, y alrededor de aquel boquete fue arrancando retoños y vástagos, que arrojaba a un lado, con reniegos sordos, pronunciados entre dientes.

Una crispación involuntaria encogía su mano, porque, nervioso lo mismo que un señorito, temía siempre que de la vegetación sombría, bañada y encharcada por el agua, saliesen reptiles. El caso era frecuente, y aún cuando en aquel país los reptiles son más bien inofensivos, Felipe sufría, a su vista, un estremecimiento indefinible, un misterioso terror. La menor sabandija le alteraba el pulso de la sangre, haciéndola afluir a su corazón, en vuelco súbito. Y ya, durante la faena, había brincado fuera del tupido matorral un lagarto, encantador a la luz del sol, que reverberó un instante en las imbricaciones de su verde piel, y encendió dos chispas en las cuentecillas de azabache de sus vivos ojuelos. Felipe, trémulo, había alzado el azadón y asestado certero golpe a la alimaña, partiéndola por la mitad. Los dos trozos quedaron vibrando y moviéndose, y, rabioso, Felipe abrió diminuta fosa y enterró los pedazos, bailando el pateado encima de la tierra con que los dejaba cubiertos... Se secó la frente sudorosa y, resignado, volvió a su tarea.

Apenas daría media docena de azadonazos más, cuando retrocedió horrorizado. Un ser repugnante y monstruoso asomaba entre las tupidas hojas, pegado al suelo, craso por la descomposición del follaje durante todo el invierno en aquel lugar húmedo. Tenía figura de sapo, sólo que era mayor, más ancho, más corpulento. Sobre su lomo, simétricas manchas anaranjadas le darían aspecto de algo metálico, de un capricho de joyería, si su boca de fuelle no se abriese amenazadora y su vientre blanquecino no subiese y bajase, en anchas aspiraciones, animado de una vida odiosa...

Sintió Felipe el ciego instinto del miedo, y estuvo a punto de apelar a la fuga. Comprendía qué clase de espantajo era el que se le aparecía así. Había oído hablar de él mil veces, siempre con acento de terror. Le llamaban la salmántiga, y el vaho de su aliento emponzoñado acarreaba la muerte... Temblando, Felipe discurrió cómo podría, sin peligro de aspirar el vaho, deshacerse del monstruo. Buscó una piedra grande, pesada. Desde lo más lejos que pudo la arrojó sobre el batracio. Seguro de haberlo reventado, se atrevió a acercarse. Y casi se dio un encontrón en la frente con la frente de una mujer, envuelta en el turbante amarillo pano. La mujer reía, mirando a Felipe, lívido.

—¡Home, home! —repetía Camila—. ¿Me tirabas piedras a mí?

—A ti, no, miña xoya... —balbuceó él—. Tiré a la salmántiga.

—En la vida la he visto —declaró la moza—. Quiérola ver. Yergue esa piedra.

Vaciló el muchacho en cumplir la orden. Por último levantó el pedrusco y pudo ver el bicharraco, semiaplastado, pero alentando todavía. Una exhalación fétida soliviantó el estómago de Felipe. Parecía que la salmántiga sudaba veneno por su piel rota.

—Quitaday, Camila... ¿No te da enojo?

—Cosa de gusto no es —contestó ella—; pero mal no lo hace ese bichoco.

—Mal lo hace, sí señor. Ya sabes que trae el aire cativo.

Fue una carcajada mofadora la que exhalaron los labios de púrpura, y la joven trajinanta se cogió las caderas para no desencuadernarse de tanto reír. Guiñaba los ojos, y en las pomas de carmín de sus mejillas se señalaban dos hoyuelos picarescos y tentadores. Estaba para condenar a un santo; pero Felipe más bien percibía la burla que la magia de la apetecible figura inundada de sol.

—Rite, rite... Quiera Dios no llores tú, y más yo, por haber tocado a la salmántiga.

La trajinanta hizo un gesto de indiferencia y buen humor. Luego, subiendo a la altura de su cabeza la cesta, emprendió, a paso gimnástico, el camino que conducía a la taberna. Felipe no intentó detenerla para un sabroso palique. Sentía cansancio inexplicable; pero por no dejar los restos del bichoco descubiertos allí, tuvo una idea. Se acercó al pinar vecino, cortó un brazado de ramas y, hacinándolas sobre el matorral, prendió una cerilla y les puso fuego. La llama se alzó, viva y chispeadora, y a toda la maleza fue comunicándose aquel reguero de viva lumbre; un humo espeso, el de la leña verde, se alzó, envolviendo a Felipe, que se alejó lentamente, yendo a derrumbarse en un vallado, para considerar de lejos el incendio que iba a ahorrarle la molestia de rozar tanta mala casta de zarzales y hierbas moras. Cuando se hubo extinguido la llama, acercóse, todavía receloso. Revolvió las cenizas con el mango del azadón..., y entre ellas, carbonizado, el cuerpo deforme de la salmántiga aún conservaba su hechura de pesadilla, de tentación de San Antonio...

Desde aquel día..., ¡ello sería lo que fuese!, lo cierto es que el labrador adoleció de un mal que todos en la aldea atribuyeron al consabido aire cativo. Era languidez, cansera, dolor de huesos, invencible deseo de pasarse el día echado, y por último, lenta fiebre que le consumía. Ya estaba muy adelantada la enfermedad, cuando una tarde Camila, la trajinanta, que hacía veces de mandadera, se llegó a la casuca del mozo a traerle un medicamento. Venía alegre, rozagante de salud, y el mozo, mirándola con una mezcla de admiración y envidia, exclamó penosamente, anhelando al hablar:

—¿Ves cómo fue el aire cativo? ¿Lo ves?

Ella se sentó un momento al borde de la cama del muchacho. Llena de piedad, le ofreció, de una garrafa que llevaba para el consumo de la taberna, un buen vaso de caña; y Felipe, reanimado con la bebida alcohólica, y hasta electrizado, le echó la mano por el hombro con un sordo gemido de amor...

—¡Camiliña! —susurró—. Nunca bien me quisiste... Nunca me diste crédito... Ahora voyme a morir y te pido un consuelo. Ten caridad, mujer...

Pero la trajinanta, la animosa, el espíritu fuerte, retrocedió estremecida ante los labios que se le tendían suplicantes, exclamando:

—Vaday... Sabe Dios si el aire cativo se pega...

Dios castiga

Desde la mañana en que el hijo fue encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza, como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...

Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño». ¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas, Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!

Cuchicheábase todo esto muy bajo, porque en las aldeas hay sus conjuras de silencio, y toda la reserva que se guarda en otras esferas, en asuntos diplomáticos es nada en comparación con la reserva labriega, cuando está de por medio un delito y puede venir a enterarse «la justicia». Sabían los labriegos ¡vaya si lo sabían!, en quien pudiesen recaer las sospechas. No ignoraban que el matador no podía ser otro que Agustín, el de Luaño, valentón de navaja en cinto y revólver cargado en faltriquera. No era su primera fazaña, pues en el alboroto de «una de palos» de alguna romería, dejó un hombre con las tripas fuera; pero esto de ahora parecía mayor traición, y denotaba peor alma en el criminal que, por lo mismo, infundía doble temor, pues era capaz de todo.

Había recibido el Juzgado una denuncia anónima, escrita con mala letra y detestable ortografía, pero con redacción clara y apasionada, delatando terminantemente a Agustín. Decía también el papel que dos muchachas de Vilar, Silvestriña y su hermana, pasando algo tarde por la correidora que a su casa conducía, oyeron, no un tiro, sino dos, y vieron caer al mozo, y hasta escucharon que pedía auxilio, que no le dieron; se limitaron a encerrarse en su morada. Y el anonimato delator instigaba al Juzgado a que incoase diligencias y tomase declaraciones, que descubrirían al culpable.

El Juzgado, muy lánguidamente, no tuvo más remedio que hacer algo... Tropezó, desde el primer momento, con una pared de silencio. Nadie había visto nada; nadie sabía nada; por poco responden que no conocían ni a la víctima ni al supuesto matador. Las muchachas, esa noche, no habían salido de casa; no oyeron, pues, los gritos de auxilio; y la primera noticia la tuvieron, ellas y los demás, a la madrugada siguiente, cuando el cuerpo de Félise apareció rígido, helado, todo empapado de orvallo mañanero... Esto repitieron las dos mociñas, pellizcando mucho el pañuelo y bajando los ojos.

—Bien te avisé, Pedro, que no cumplía escribir tal carta —decía la señora Amara a su marido, cuando ya se demostró que las diligencias resultaban completamente infructuosas y que ni venticuatro horas estuvo preso el de Luaño—. Como ninguén ha visto el caso, y si lo vio se calla, más te valiera callar tú. Non vos vale de nada esa habilidá de saber de letra. Sedes más tontos que los que nunca tal deprendimos.

—Mujer —balbuceó el viejo, secándose el llanto con un pañuelo a cuadros, todo roto—, mujer, como era mi fillo, que no teníamos otro, y nos lo mataron como si lo llevasen a degollar... Yo ya poco valgo, ¡pero si puedo, no se ha de reír el bribón condenado ese!

—No hagas nada, hom, te lo pido por la sangre de Félise. ¡No te metas quillotros!

Y la actitud de la vieja era tan firme y amenazadora, sus duros ojos miraban con tal energía, con tal imposición de voluntad, que el padre agachó la cabeza subyugado. Y no se volvió a hablar del asunto, aunque fuese visible que no se pensaba sino en él.

Al aparente olvido de los padres, respondió el olvido real de la aldea. Nadie recordaba —al menos aparentemente— a aquel Félise, tan amigo de todos los demás rapaces. Su cuerpo se pudría en el cementerio humilde, bajo la cruz pintada de negro que los padres habían colocado sobre la fosa. Y el de Luaño, más arrogante y quimerista que nunca, venía todas las tardes a Vilar, a cortejar a su novia, Silvestriña, con la cual era público que iba a casar cuando vinieran las noches largas de Nadal y Reyes.

Se comentaba mucho, y con dejos de envidia, la boda. El señor de Cerbela, que tenía propiedades en Luaño, daría al nuevo matrimonio en arriendo uno de sus mejores lugares, acasarados, de los más productivos del país. Comprendía largos prados, con su riego de agua de pie; fértiles labradíos, montes leñales bien poblados de tojo, arbolado de soto de castaños, que dividía la casa de la carretera; huerto con frutales, y una vivienda mediana, unida a la pajera, herbeiro y establos. Un principado rústico, que requería, en ello estaban de acuerdo los labradores, un casero, el propósito de trabajar de alma, para sacarle el jugo; y, como dudaban de que Agustín, tan amigo de broma y jarana, tuviese formalidad para tal obra, él contestaba con firmeza:

—Lo han de ver. Cuando Agustín el de Luaño, destremina de hacer una cosa, hácela, ¡recorcio! ¡En comiendo el pan de la boda, meto ganado y un criado en la casa, espeto el arado en la tierra, se abona, se siembra y para el año veredes si ha cosecha o no! ¡Y yo a trabajar como el primero, que de cosas más malas soy capaz por Silvestriña!

Toda la aldea y todo Luaño fueron convidados al festín nupcial. Es costumbre, en estos casos, que los convidados regalen vino, pan, manjares; pero Agustín, rumboso, no consintió que nadie llevase nada. Él traía a casa de su novia sobrado con que hartar hasta los pordioseros que tocaban la zanfona y echaban coplas impulsados por el hambre. Y de beber, ¡no se diga! Vinieron dos pellejos y un tonel, amén de una barrica de aguardiente de caña. Agustín, expansivo y gozoso, contaba que el señor de Corbela le había dicho, mismo así: «Mira, que para llevar bien un lugar como el tuyo, hay que tener mucho cuidado con la bebida, y tú eres amigo de empinar.» Y que él había contestado, mismo así: «Señor mi amo, las tolerías de la mocidá son una cosa y otra el juicio. El día de mi boda será el último en que beba yo por el jarro.»

Menos los padres de Félise, que antes de ponerse el sol se habían encerrado en su casa, toda la aldea se refociló en la comilona. Contábase que el padre había gritado amenazas cuando los novios pasaban hacia la iglesia, y que la señora Amara, cogiéndole de una manga, imponiéndole silencio, se lo había llevado. Ante la esplendidez de la cena, se olvidó el incidente. Había montañas de cocido, jamones enteros hervidos en vino con hierbas aromáticas, pescados fritos a calderos, y pollos, y rosquillas, y negro café, realzado por la «caña» traidora. El novio menudeaba los tragos, repitiendo su frase: «Es el último día que bebo por jarro.» A la novia le presentaron como cuestión de honra el beber también. Y la pareja, ya a los postres, estaba completamente chispa. A puñados, casi en brazos, los fueron llevando los mozos a la nueva casa que debían habitar. Se diría que el aire libre les aumentaba la embriaguez. Como quien suelta en el suelo un par de troncos, los tendieron en la cama. Por no encerrarlos, dejaron la puerta arrimada solamente.

Los convidados se volvieron a Vilar a continuar el festín. Sólo al otro día empezaron a susurrar, siempre en voz muy queda, no se enterase «la justicia», que los había seguido, al ir a Luaño, una sombra negra; otros dijeron que una mujer vestida de luto. Nadie precisó estos datos, y hubo quien los trató de invención.

Lo cierto fue que, a cosa de las dos de la noche, se descubrió ya, por llamaradas, el fuego que consumía la pareja y los establos, vacíos de ganado aún. Comunicado el incendio a la vivienda, las altas llamas mordieron y se cebaron en el seco maderamen. El humo salía hacia fuera; pero aún cuando hubiese alguien despierto en las casuchas más próximas, es probable que no lo viese, por taparlo la cortina del espeso soto de castaños. Los novios, asustados, sin comprender, se irguieron en el lecho, y Silvestriña gritó; pero ya era tarde, porque una cortina roja se alzaba ante sus espantados ojos, y el humo la asfixiaba. La habitación era un inmenso brasero; los chasquidos de la llama y su ronquido pavoroso ahogaban los lamentos de los moribundos, cuyos cuerpos aparecieron al otro día reducidos a carbón.

Y cuando le dieron a la señora Amara algunas comadres: «¿Ve? Dios castiga sin palo ni piedra...», ella contestó sosegadamente:

—A mín, dejádeme de eso... Yo, ya sabedes que no me meto en nada... Es mi marido el que anduvo por ahí parlando, con si Dios castiga o no castiga... Pues si castiga Dios, nosotros, ¿qué tenemos que vere? Callare...

La ganadera

No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía —este es su siniestro nombre— venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro —ironía llamarla así— se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o —mejor aún— una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.

Cada noche, cuando mugía el viento, lanzaba la resaca su honda y fúnebre queja y las olas desatadas batían los escollos, rompiendo en ellos su franja colérica de espuma; los aldeanos de Penalouca salían de sus casas provistos de faroles, cestones, bicheros y pértigas. ¡Aquellos farolillos! El abad los comparaba a los encendidos ojos de los lobos que rondan buscando presa. Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la cosa fatal a los navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya, cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la costa... Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a la tierra, caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios, armados de estacas, piedras, azadas y hoces... Esto se conocía por «ir a la ganadera». Y el cura, en sus noches de insomnio y agitación de la conciencia, veía la escena horrible: los míseros náufragos, asaltados por la turba, heridos, asesinados, saqueados, vueltos a arrojar, desnudos, al mar rugiente, mientras los lobos se retiran a repartir su botín en sus cubiles...

Los días siguientes al naufragio, todos los pecados que el resto del año no conocían las ovejas, se desataban entre la manada de lobos, harta de presa y de sangre. Quimeras y puñaladas por desigualdades en el reparto; borracheras frenéticas al apurar el contenido de las barricas arrojadas por las olas; después de la embriaguez, otro género de desmanes; en suma, la pacífica aldea convertida en cueva de bandidos...., hasta que los temores amainaban, el viento se recogía a sus antros profundos, el mar se calmaba como una leona que ha devorado su ración, y los hombres, mujeres y chiquillería de Penalouca volvían a ser el manso rebañito que en Pascua florida corría al templo a darse golpes de pecho y a recitar de buena fe sus oraciones, mientras enviaba al señor cura, como presente pascual, cestones de huevos y gallinas, inofensivos quesos y cuajadas...

—No es posible sufrir esto más tiempo —decidió el abad—. Hoy mismo me explico con el alcalde.

El alcalde era la persona influyente, el cacique; él vendía allá, en la capital, los frutos de la ganadera, y estaba, según fama, achinado de dinero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó de asombro. ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si era lo que desde toda la vida, padres, abuelos, bisabuelos, venían haciendo los de Penalouca para no morirse de necesidad! ¿Bastaba la pobre labor de la tierra para mantenerlos? Bien sabía el señor abad que no. Ni aún pan había en la aldea, a no ser por la ganadera; claro, con el fruto de la ganadera se había construido la Casa de Ayuntamiento; se había reparado la iglesia, que se caía ruinosa; se habían redimido del sorteo los mozos, los brazos útiles; se había construido el cementerio. No era posible ir contra una costumbre tan antigua y tan necesaria, y ninguno de los abades anteriores habían ni pensado en ello, y Penalouca era Penalouca, gracias a la ganadera...

—¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Y el cura, al escuchar el fragor de los cordonazos, las tempestades de otoño que vienen con los dos frailes, sintió que aquel conflicto ya dominaba su alma, que se volvía loco si tuviese que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabilidad de haber consentido, inerte, silencioso, tantas maldades...

Cierta espantosa noche de noviembre, el párroco se dio cuenta de que debía de haber naufragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea, sordos ruidos que salían de las casas, sombras que se deslizaban rasando las paredes, alguna exclamación de mujer, alguna voz argentina de niño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Penalouca ya era la manada de lobos, con dientes agudos y fauces ardientes, hambrientas... El párroco se alzó de la cama temblando, se puso aprisa un abrigo y una bufanda, descolgó el Crucifijo de su cabecera y echó a correr camino de la playa del Socorro.

Cuando desembocó en ella, el cuadro se le ofreció en su plenitud. La mar, tremendamente embravecida, acababa de arrojar náufragos, sobre los cuales se encarnizaba, con guturales gritos de triunfo, la chusma.

Al uno, después de romperle la cabeza de un garrotazo, le habían despojado de un cinturón relleno de oro; al otro, le desnudaban, y con una mujer, joven aún, viva, implorante, se disponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, la mujer pedía por Dios compasión...

El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre las fieras.

—¡Atrás! ¡Aquí está Dios! —gritó enarbolando la escultura—. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se mueva está condenado!

Los aldeanos retrocedieron; un momento les subyugó la voz de su párroco, y les impuso el gran Cristo cubierto de heridas, semejante al náufrago que yacía allí, desnudo, y ensangrentado también. Pero el alcalde, vigilante, empedernido, fue el primero que desvió al cura, blandiendo el garrote, profiriendo imprecaciones... Y la multitud siguió el impulso y se defendió, ciega, en la confusión del instinto, en la furia del desenfreno pasional...

Pocos días después salió a la orilla, con los de los náufragos, el cuerpo del párroco, que presentaba varias heridas. También él había ido a la ganadera.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 48, 1908.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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