Cuentos de Marineda

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección



Por el arte

Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada —porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles—, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.

Durante el acto, inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada. Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insipiencia; en el paraíso me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y enseñar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado, hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el más frecuentado de sabios; la facultad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allí se derramaba ciencia a borbotones y, al calor de las encarnizadas disputas, se desasnaban en seguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse Magrujo, revistero de El Harpa —periódico semiclandestino—, cuyo suspirado y jamás cumplido ideal era una butaca de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz anticuado de corte. A este Magrujo competía ilustrarnos acerca de si las «entradas» y «salidas» de los cantantes iban como Dios manda; y desempeñaba su cometido como un gerifalte, por más que una noche le pusieron en visible apuro preguntándole qué cosa era un semitono y en qué consistía el intríngulis de cantar sfogatto. A mi izquierda estaba Dóriga, un chico flaco, ayudante de una cátedra de Medicina, el cual tenía el raro mérito de no oír nunca a los cantantes, sino a la orquesta, y para eso, de no oírla en conjunto, sino a cada instrumento por su lado, de manera que, al caer el telón, nos tarareaba pianísimo, con entusiasmo loco, los compases, ¡morrocotudos! de los violines antes del aria del tenor, o las notas ¡de buten!, que tiene el corno inglés después del coro de sacerdotes, verbigracia. Un poco más lejos, silencioso y mamando el puño de su bastón, que era una esfera de níquel, veíamos a don Saturnino Armero, oráculo respetadísimo, ya porque sólo hablaba en contadas ocasiones y para resolver las disputas de mayor cuantía, ya porque era uno de esos maniáticos de arte que tienen la habilidad de meterse por el ojo de una aguja en casa de las eminencias más ariscas e inaccesibles, y ahí le tienen ustedes íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y de Gayarre y de Uetam y de Monasterio, y él sabía antes que nadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid, y esperaba a la diva en el andén, y a él le confiaba la Reszké la cartera de viaje, para que hiciese el favor de llevársela hasta su domicilio, y él asistía a las conversaciones más privadas, siempre silencioso y mamando el puño del bastón, pero oyendo con toda su alma, sin pestañear siquiera, adquiriendo conocimientos profundos y erudición peregrina y datos siempre nuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar butaca gratis, pues desde el empresario hasta el último tramoyista, todo el mundo era amigo de don Saturnino Armero; pero iba al paraíso por no mudarse camisa después de embaular el garbanzo.

Quien más alborotaba el corro era Gonzalo de la Cerda, teniente de Estado Mayor, con puntas y collares de artista. Éste no venía siempre a las altas regiones; muchas noches le veíamos en las butacas luciendo su linda y afeminada figura y su blanquísima pechera, y no dando punto de reposo a los gemelos. Cuando subía a compartir nuestra oscuridad, se armaba un alboroto, una Babel de discusiones, que no nos entendíamos. Porque La Cerda, de puro quintaesenciado y sabihondo que era en asuntos de música, nos traía mareados a todos, diciendo cosas muy raras. Aseguraba formalmente que el peor modo de entender y apreciar una ópera era oírla cantar. Eso se queda para el profano vulgo; los verdaderos inteligentes no gozan con que les interpreten otros las grandes páginas; han de traducirlas ellos, sin intermediario, en silencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y el pensamiento, lo mismo que se lee un libro, el cual no hay duda que se entiende mucho mejor leyéndolo para sí que si nos lo lee otra persona.

—Según eso —le replicábamos— el verdadero placer de la música, ¿lo saborean principalmente los sordos?

Contábanos, además, La Cerda que él se pasaba horas larguísimas, desde la una hasta las cuatro de la madrugada, acostado, con la luz encendida, la partitura, sinfonía o sonata sobre el estómago, interpreta que te interpretarás, tan absorto, que se creía en el quinto cielo.

—Entonces, ¿para qué viene usted aquí? —le gritaban todo el corro unánime.

—Para que no me lo cuenten. Y tampoco se viene siempre al teatro por la función, contestaba sonriendo, mientras las vecinitas (teníamos por allí dos o tres de recibo) hacían que se ruborizaban, dándose aire muy aprisa con al abanico japonés.

Aún chillábamos y aturdíamos más a La Cerda por su inexorable modo de maltratar nuestras óperas preferidas. Aida le parecía una rapsodia, una cosa que «no le había resultado» a Verdi; Rigoletto, un mal melodrama; Somnámbula, arrope manchego; Fausto, una zarzuela. Esto fue lo que acabó de sulfurarnos. ¡Una zarzuela, Fausto, el Fausto de Gounod! ¡La ópera que siempre llenaba el paraíso; la que sabíamos todos de memoria y tarareábamos enterita desde la sinfonía hasta la apoteosis final! Y nada, él firme en que era una zarzuela —«una mala zarzuela», añadía con descaro—, falta de inspiración, de seriedad y de frescura. En prueba de este aserto, canturreaba algunos motivos de Fausto, que, efectivamente, se encuentran en zarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos nosotros entonando motivos también zarzueleros y hasta callejeros y flamencos, que, sobre poco más o menos, pueden encontrarse en el Don Juan, de Mozart; con lo cual imaginábamos aplastarle, porque el Don Juan era para nosotros la autoridad suprema, la ópera indiscutible; lo demás podía ponerse en tela de juicio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todo el mundo. Vimos, sin embargo, con indignación profunda, que ni ese sagrado respetaba el iconoclasta de La Cerda. Para él, Don Juan era una ópera riquísima en temas y asuntos, pero mal trabada y defectuosa en su composición; algo parecido a esos libros gruesos, tesoro de noticias eruditas, y que nadie lee enteros; únicamente se archivan en las bibliotecas, como obras de consulta, para hojearlos si ocurre.

Cuando le preguntábamos a La Cerda si había alguna ópera que él considerase perfecta, digna de proponerse hoy por modelo, solía citarnos las de Wagner y también otras de compositores franceses, como Massenet, Bizet, etc. —que para mí ni son carne ni pescado—. Ello es que entre la feroz intransigencia del iconoclasta, la crítica parcial de Dóriga, las observaciones de Magrujo y las escasas, pero contundentes advertencias de don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio, y ya casi me juzgaba doctor en estética musical. En el dichoso rincón llovían maestros. Cada cual tenía su especialidad: el uno se sabía de memoria las óperas, y en el entreacto nos cantaba todo el acto pasado y el futuro; el otro estaba fuerte en argumentos: sabía al dedillo la letra de los recitados, y por él nos enterábamos de lo que decía el coro, y del motivo por qué andaba tan furioso el tenor, o la tiple tan melancólica; el de más allá despuntaba en la crónica de entre bastidores, y nos revelaba secretos psicofísicos, que son clave de muchas ronqueras, de varios catarros y de ciertos «gallos» intempestivos. Insensiblemente, con los «elementos que cada cual aportaba», tomando de aquí y de acullá, a todos se nos formaba el gusto y se nos desarrollaba de un modo portentoso el chichón de la filarmonía. Añádase a esto el grato calor de intimidad que en el paraíso une a gentes que, acabada la temporada de ópera, no vuelven a verse en todo el año; el gusto de estar en contacto perpetuo con hermosas cursis, tan amables que, mientras llegaba, me guardaban el sitio, colocando en él sus abrigos para señal; la sección de chismografía y despellejamiento de las damas de alto coturno que, a vista de pájaro, distinguíamos tan orondas, y a veces tan aburridas, en sus palcos forrados de carmesí, entre un mar de caliente luz y un vago centelleo de pedrerías; el placer de sudar mientras fuera nevaba; otras mil ventajas y atractivos que el paraíso reúne, y diga cualquiera si no había yo de pasarlo bien en mi rinconcito.

Por desgracia, el amigo de un diputado poderoso codició mi puesto en la oficina y en la corte, y como favor especial se me dio a escoger entre la traslación o la cesantía. Claro que me agarré a lo primero con dientes y uñas; pero se me partía el corazón al despedirme de mi paradisíaca banqueta. Pude lograr ir a Marineda de Cantabria, capital de provincia afamada por su buen clima y su próspero comercio, y donde con mi sueldecillo y mis metódicas aficiones, que ya iban siendo de solterón empedernido e incurable, esperaba llevar una existencia apacible y pálida, sin alegrías ni disgustos de marca mayor, cumpliendo mi obligación y procurando no meterme con nadie; en suma, vegetar, que es mi humilde aspiración de hombre oscuro, resignado a no dejar huella grande ni chica en la memoria de sus semejantes.

Instaléme en una casita de huéspedes de las de poco trapío, aunque céntrica y regida por patrona agasajadora y afable, y arreglé como un cronómetro mis quehaceres y mis horas. Mañana y tarde, a la oficina; un paseo antes de anochecer, por las Filas y calle Mayor; al café y al Casino de la Amistad un rato, así que se encendía luz, para leer los periódicos y echar un párrafo con los conocidos; y a las once, a casa, donde me esperaba mi camita de hierro, a cada paso más solitaria y melancólica...

Es infalible que al poco tiempo de residir en provincia, todo hombre de bien se siente inclinado al matrimonio y echa de menos los «purísimos goces del hogar». La situación del soltero, considerado «partido», «proporción» o «colocación» para las niñas, se pasa de comprometida y difícil en pueblos semejantes a Marineda. Por todas partes se le tienden lazos, se le asestan flecheras miradas y tiernas sonrisas; los amigos casados —supongo que con la intención de un miura— le asaetean a bromas incitándole a entrar en el gremio; las mamás y papás le dedican peligrosas amabilidades o, si la niña es rica, le obsequian con inesperados sofiones; pero, sobre todo, el tedio, la insufrible pesadez de la vida angosta le producen eso que ahora llaman «sugestión», y le incitan a acurrucarse en un caliente nido familiar que se supone asilo de la dicha, sin que para esta ilusión, como para las demás humanas, haya escarmiento posible en cabeza ajena. En mí influía especialmente el aburrimiento de las noches. Porque ni el Casino de la Amistad, con sus mesas de tresillo y su gabinete de lectura, ni otros pequeños centros de reunión que se formaban en cafés, boticas y tiendas, equivalían, desde que empezaron las largas y lluviosas veladas de otoño, a mi querido paraíso.

Faltábanme aquellas graciosas escaramuzas artísticas a que yo estaba acostumbrado. En Marineda se habla eternamente de cuestiones locales mezquinas, que me importaban un bledo, que ya me desesperaba oír comentar, si algunas veces con ingenuo y sandunga, por lo regular con machaconería insufrible. La misma murmuración (de la cual yo no reniego, al contrario, pues la cuento entre las cosas más divertidas e instructivas que hay en el mundo) no tiene en provincia aquella ligereza cortesana, que parece que les pone alas a los chistes; en provincia se gruñe quince días por lo que en Madrid entretiene y provoca chistes dos minutos, y más que latigazo, semeja la censura cruel carrera de baquetas, en que ya ningún corazón generoso puede dejar de interesarse por la víctima y detestar a los verdugos. Como además no soy muy aficionado al juego, faltábame el recurso de fundar una partida de tresillo. Malhumorado, me acostaba a las diez y conciliaba el sueño leyendo y releyendo La Correspondencia, El liberal, los periódicos de la corte, sobre todo cuando hablaban de la temporada lírica y traían alguna crónica de Magrujo, quien, desde El Harpa, había logrado ascender a la Prensa de fuste y, sin duda, a la suspirada butaca de favor. Pero, gradualmente, se me hacía más árida y más triste la soledad de mi alcoba de posada, con sus cortinillas de muselina de dudosa limpieza, el feo lavabo de hierro, la desvencijada mesa de noche y la desolación de las ropas colgadas en la percha, que parecían siluetas fláccidas de ahorcados.

A principios de noviembre se abrió el Teatro principal, llamado Coliseo por la Prensa marinedina. Una compañía de zarzuela, ni mejor ni peor que las que actúan en la corte, se dedicó a refrescar los secos laureles del repertorio clásico: Magiares, Diamantes de la corona, Dominó azul, alternando con las zarzuelas nuevas, Molinero de Subiza, Tempestad, Anillo de hierro, y no sin intercalar de cuando en cuando La Gran Vía, Niña Pancha y otras humoradas de las que hoy gozan el favor del público. Como buen aficionado a la música, yo detesto la zarzuela; pero concurrí asiduamente al teatro por lo consabido «¿Adónde vas, Vicente? A donde va la gente.» Los días en que se representaban ciertas obras de pretensiones, como La tempestad, me las echaba de entendido, despreciando aquella «ridícula parodia de la música formal» y alzando desdeñosamente los hombros cuando algunos profanos de las butacas la ensalzaban mucho. Así fui ganando fama de competente y filarmónico, y empezaron a respetarme los grupos que se formaban en los pasadizos. Mis once años de paraíso eran un diploma de suficiencia que imponía a los más lenguaraces. Cuando me veían, repantigado en mi butaca, fruncir el ceño a ciertos descuidos de la tiple y subrayar las desafinaciones y los berridos del barítono, me decían con acento respetuoso:

—Estará usted aburrido, ¿eh, amigo Estévez? Esto no es oír a la Patti ni a Gayarre.

—¡Bah! Lo que menos le importa a Estévez es lo que pasa en la escena— replicaban otros dándome en el hombro palmadicas.

Y era verdad. Generalmente, mis ojos tomaban la dirección de la platea cuarta, donde lucían sus encantos dos niñas de las más bonitas que honran a Marineda —y cuenta que allí las hay bonitísimas y a granel; una de las razones por que en aquel pueblo pesa tanto la soltería—. Las dos niñas sabían perfectamente que yo miraba hacia su palco; pero lo gracioso fue que al principio las miraba a ambas, pues me gustaban lo mismo; eran muy parecidas, como dos gotas, solo que una tenía la cara más cándida y la otra el respingo de la nariz le daba un aire de picardía saladísimo. Por lo cual llegué a preferirla; más ellas, no sabiendo de fijo a cuál se dirigía el homenaje de mi «oseo», determinaron que era a la inocentilla, y, en efecto, ésta fue la que, con disimulo y por el rabo del ojo, empezó a corresponder a mis amorosas finezas. A los pocos días me avine y acostumbré de tal modo al cambio, que hasta llegué a dudar si en efecto sería a Celinita y no a Natividad a quien desde el primer momento había dedicado mis tiernas ansias.

En este entretenimiento inofensivo se pasó la primera temporada teatral, que duró hasta fines de enero —setenta o setenta y cinco mortales zarzuelas que nos encajaron, entre el doble abono y las extraordinarias y beneficios—. Ya todo Marineda sabía de memoria los aires y letra de La Gran Vía y de Los lobos marinos; los pianos caseros nos martilleaban los oídos con música de las mismas obras, y las bandas militares las ejecutaban por las tardes en el paseo y en misa de tropa por las mañanas. A los artistas de la compañía los considerábamos como de la familia, por decirlo así, y el barítono y el gracioso se habían creado —lo afirmaban los periódicos— verdaderas simpatías en la población.

Sólo yo les ponía la proa, asegurando que los zarzueleros no merecen consideración de artistas, ni ese es el camino. En suma, ellos, el día que se marcharon, mostrábanse tristes, sintiendo dejar aquel pueblo donde tan afectuosamente se les trataba, donde alternaban con lo más granado del sexo masculino. La contralto, a quien le había salido un protector (según malas lenguas), iba hecha un mar de lágrimas. No me conmovió la partida de la compañía, lo confieso; sin embargo, al día siguiente de la marcha noté un vacío: las noches volvían a ser eternas, otra vez al Casino de la Amistad, en medio de un aguacero desatado, a oír las mismas murmuraciones, a discutir horas enteras si la plaza de médico del hospital se le debió dar a Barboso o a Terreiros; y si fueron intrigas de Mengano o imposiciones de Perengano; y Celinita metida en su casa o refugiada en ciertas tertulias caseras, pero graves, donde yo no me atrevía ni a poner el pie, porque era tanto como ponerlo en la antesala de la iglesia, y al pensar en eso, con toda mi nostalgia de la familia, me entraban escalofríos.

Yo veía a Celinita en la platea, y me encantaba contemplarla, recreándome en el precioso conjunto que hacía su cara juvenil, muy espolvoreada de polvos de arroz como un dulce fino de azúcar; su artístico peinado, con un caprichoso lazo rosa prendido a la izquierda; su corpiño de «velo» crema, alto de cuello, según se estila, que dibujaba con pudor y atrevimiento la doble redondez del seno casto; pero cuando saltaba con la imaginación un lustro y me figuraba a la misma Celinita ajada por el matrimonio y la maternidad, con aquel pecho, tan curvo ahora, flojo y caído; malhumorada y soñolienta por la noche feroz que nos había dado nuestro tercer canario de alcoba..., entonces, a pesar de mis soledades nocturnas y mis ansias de vida íntima, me felicitaba de que Celinita se aburriese sola en alguna de esas tertulias de provincia donde las muchachas se ven obligadas a bailar el rigodón unas con otras mientras los hombres disponibles y casaderos entran furtivamente y embozados hasta los ojos, en la casa de tal o cual modistilla o cigarrera alegre, allá por los barrios extraviados y sospechosos.

A mediados de febrero comenzó a fermentar en Marineda una noticia. Venía, venía, venía y venía muy pronto, ¡nada menos que compañía de ópera!, ¡un cuarteto de primer orden, con cantantes aplaudidos y admirados en los mejores teatros de Portugal, de Italia y hasta de Rusia! La nueva circuló rápidamente y alborotó los corrillos y originó interminables polémicas. La mayoría de los marinedinos estaban a favor de la Empresa, aunque les escamaba un tanto lo de los precios, pues entre la compañía de zarzuela y los bailes de Carnaval andaban muy exprimidos los bolsillos, y, una butaca en dieciocho reales, ¡era un ladronicio escandaloso! Pero, en cambio, se llenaban la boca con decir que en su coliseo tendrían un espectáculo no inferior a los que se disfrutan en Barcelona y Madrid. Gustábales leer en la lista del cuadro de compañía renglones sonoros, como: Prima donna, signora Eva Duchesini. Soprano, signora Lucrezia Fioravalle. Primo basso, signor Filiberto Cavaglione. Y más abajo de estos nombres melodiosos y rimbombantes, que suenan como gorgoritos, una tentadora lista de óperas, de las cuales, desde hacía bastantes años, no se oía en Marineda sino algún trozo ejecutado por las charangas o hecho picadillo por los pianos: Lucía, Barbero, Fausto, ¡y hasta Roberto el Diablo y Hugonotes!

Desde el primer momento voté en contra de la compañía: oposición a rajatabla, con un furor que a veces me asombraba a mí mismo. En primer lugar, me fastidiaba soltar dieciocho reales por ver mamarrachos, yo, que tanto tiempo había estado oyendo por seis reales o una peseta lo mejorcito que hay en Europa en materia de arte lírico. En segundo, mi conciencia de aficionado antiguo se sublevaba: ¿Qué Hugonotes ni qué alforjas en el teatro de Marineda? ¿Qué Roberto? ¿Quién era la Duchesini, muy señora mía, que jamás la había oído nombrar? ¿Qué becerro sería ese Cavaglione, conocidísimo en su casa a las horas de comer?

Sin embargo, como en provincia no hay originalidad posible en el vivir y es fuerza que todos vayan unos tras otros como mulos de reata, la perspectiva de encontrarme sólo en el salón del Casino de la Amistad, en aquel salón lúgubre cuando no lo puebla el ruido de las disputas; el terror de pasarme la velada en compañía de tres o cuatro catarros crónicos (el senado machucho que no suelta por nada su rincón); el recelo de que me llamasen tacaño, y dijesen que había querido ahorrar el dinero del abono; el fastidio de que viniesen a contarme novecientas grillas sobre la hermosura de la contralto y la voz del tenor, y acaso una comezón secreta de volver a cruzar mis ojos con los de Celina y fantasear amores sin riesgo ni compromiso, todo me impulsó a abonarme, escogiendo mucho la butaca, como se escoge la casa donde se piensa habitar largo tiempo.

Otras razones había para que aquel abono fuese un acontecimiento, un estímulo y un interés en mi monótona existencia. La oposición sañuda que yo había hecho por espacio de quince días a la ópera, me había dado ocasión de desplegar en corrillos, casinos, cafés y tiendas mis variados conocimientos en arte musical, y de lucir aquel mosaico de teorías, análisis, juicios y doctrinas que debía a la enseñanza de mis compañeros de paraíso. Asombrábame, cual se asombraría el fonógrafo si fuese consciente, de notar cómo me subían a la boca y se me salían por ella a borbotones las mismas palabras de mis doctores y maestros. Yo había absorbido, a modo de esponja, la sabiduría de todos ellos juntos. Unas veces charlaba con la verbosidad y petulancia de Magrujo; otras juntaba el pulgar y el índice, alzando los demás dedos y estirando el hocico para alabar un pizzicatto o un crescendo, igual que Dóriga; ya imitaba la campanuda gravedad del venerable Armero, dando exactísimos detalles biográficos, que todo el mundo ignoraba, acerca de Gayarre, Antón, Stagno, la Patti y la Theodorini; ya, como Gonzalo de la Cerda, desarrollaba aquellas profundas teorías de que el peor modo de entender una ópera es oírla cantar, y el más inefable placer artístico se cifra en tenerla sobre el estómago a las altas horas de la noche, entre el silencio, y leerla para sí. Hasta juré que esto último lo había yo ejecutado varias veces; y como el afirmar mucho que se sabe una cosa equivale a saberla, y ya desde la temporada de zarzuela alardeaba de entendido, mi reputación creció bastante, y me sentí temido, influyente y poderoso, lo cual halagó mi amor propio.

Cuando fui a recoger mi butaca, el encargado de la cobranza me dijo con suma deferencia y en voz conciliadora:

—Señor de Estévez, ya sabemos que entiende usted muchísimo de música... Verá usted que el cuadro de compañía es digno de figurar en cualquier parte... Creo que ha de quedar usted contento del bajo... es una notabilidad: también la tiple... Ya me dirá usted ciertas faltitas. ¿Usted me entiende?; por supuesto, que en teatros que no son el Real, hay que perdonarlas; y más les temo yo a los ignorantes, que nunca olfatearon una buena ópera, que a las personas ilustradas y competentísimas, como usted. Aquí (bajando la voz) no hay criterio propio; no, señor. En fin, le voy a decir a usted, en reserva, una cosa: ya tres o cuatro personas me han pedido que les guarde butaca cerca de la que usted tome para oír su parecer y enterarse. Conque imagínese usted... Nada de lo que usted diga se les pasará por alto. Su fallo se espera con impaciencia.

Comprendí que el bueno del recaudador me estaba camelando para que no les hiciese mala obra, y esto lisonjeó infinito mi vanidad y me sobornó; seamos francos. Después de todo, ¿qué eran los cantantes sino pobres diablos que venían a ganar su pan? Casi experimenté un sentimiento de conmiseración y cariño hacia aquellas gentes desconocidas, que ya me proporcionaban dejos de emoción artística, arrancándome a las empalagosas chismografías del Casino.

Marineda, que es una ciudad comercial y bastante culta, a quien quitan el sueño los laureles de Barcelona, se precia ante todo de entender de música; y no hay duda, sus hijos revelan disposición para lo que los periódicos locales llaman «el divino arte»; mas la falta de comunicación, la imposibilidad de oír a menudo verdaderas eminencias, de asistir a conciertos y de tomar el gusto, hacen que la inteligencia no iguale a las aptitudes y, sobre todo, que les falte la noción exacta del mérito relativo y se alabe lo mismo a un gran compositor, por ejemplo, que a un aficionado que toca medianamente el cornetín. Sin embargo, como en todo pueblo que se despierta al entusiasmo artístico, hay en Marineda efervescencia y ardor, y el estreno de la compañía de ópera, desde una semana antes, era el acontecimiento capital del invierno. Se había resuelto que empezaría con Hernani.

Ya supondrán ustedes que la primera noche que se cantaba ópera en Marineda no era cosa de sacar el cuarteto «bueno», ni menos de exhibir a la «estrella», al clou, a la Duchesini, con la cual nos traían mareados antes de haberla visto. No; la Duchesini se reservaba, y de Hernani saldríamos... como pudiésemos.

De los dos tenores, también fue el más averiado el que se calzó las botas de papel imitando cuero, se ciñó el coleto seudoante y salió, rodeado de tagarotes, a echarla de «bandito». Conocíasele a aquel deshecho o zurrapa del arte que allá en sus treinta o treinta y cinco habría recorrido, si no gloriosa, cuando menos honrosa carrera; pisado escenarios de renombre, tenido sus horas de ovación, sus triunfos de toda índole... y aun la esbeltez del cuerpo, la estudiada colocación del cabello, la bien tajada y picuda barba, protestaban contra los estragos prematuros de la edad o de la vida desastrada y azarosa, revelada no solo en los desperfectos físicos, sino muy principalmente en la voz, tan extinguida, que desde las butacas apenas la podíamos apreciar; tan empañada y blanca, que parecía voz de hombre que canta con residuos de una cucharada de gachas atravesadas en el gaznate. Como Hernani es «ópera de tenor», los abonados se manifestaron descontentos, viendo tan mal principio y notando las escandalosas desafinaciones del coro, y en pasillos y palcos principió a fermentar sorda inquina contra la Empresa y el «cuadro»; los periodistas, desde sus butacas de primera y segunda fila, cuchichearon cabeceando y trocando en voz baja fatídicas impresiones; el telón cayó en medio de un silencio glacial, y antes de concluirse la ópera ya corría por el teatro el rumor —mañosamente esparcido— de que se iba a rescindir la contrata de «aquel hueso». «Buen principio de semana cuando el lunes ahorcan», decía con detestable humor y satírico énfasis el almacenista de pianos Ardiosa, a matar con la Empresa y la compañía por ciertas quisquillas relacionadas con la organización de la orquesta...; y los defensores del empresario protestaban: «Hombre, bien; ya sabemos que hoy toca este cuarteto... ¿Querría usted que echasen el resto el primer día? Pero ¡ya verán ustedes la Duchesini! ¡La Duchesini!». Y hacían el gesto del que prueba un dulce muy rico.

¿Lo confesaré? Lejos de compartir el espíritu de hostilidad que hervía en el callejón de las butacas y en todos los puntos del teatro, donde se aglomeraban espectadores contra el cuartero malo, yo, desde que se alzó el telón pausadamente sentí compasión, muy luego trocada en simpatía, no solo hacía el ruinoso tenor (que respondía por signor Ettore Franceschi), sino hacia toda la troupe. La propia ridiculez de los coros reforzó este sentimiento súbito e inexplicable, que sólo puedo comparar al deseo de protección que nos inspira un perro viejo y cochambroso que recogemos en la calle y a quien, por su mismo pelaje sucio y espinazo saliente, nos empeñamos en salvar de la estricnina. No sabré expresar toda la piedad que los infelices coristas me despertaban. Verlos allí, de coleto, de chambergo, con el aparato romántico de bandidos del siglo XVI, que cantan los novelescos amoríos de su jefe; verlos después en el subterráneo donde reposan las cenizas del sommo Carlo, embozados en sus viejas capas y con sus birretes de lacia pluma, echándola de tremendos conspiradores... y leer, bajo la torpe e inhábil mascarada, la realidad de unos hambrones infelices, que ni dinero tenían para adquirir zapatos de época, por lo cual sacaban, con indiferente impudor, botas de elásticos para tramar el asesinato de Carlos Quinto..., ¿No es cosa que hace llorar? ¿Hay espectáculo más lastimoso que éste?

Tan poderosa fue en mí la compasión, que, comprometiendo mi prestigio, en todos los corrillos defendí a «aquella parte» de compañía, declarando que las faltas que se notaban eran culpa de la ópera, y de la ópera no más. «Hernani es capaz de reventar a un buey, señores... Si estas óperas de "bravura" no hay cantante que las resista... Por eso van desterrándose... Ese Franceschi no merece el desprecio con que ustedes le tratan... Tiene muy buen método de canto... Es lo que se llama "un artista de temporada"... De fijo que la tan cacareada Duchesini no sabe su obligación como él... Me huele a que será una cursi, de esas que ponen flecos a las cavatinas...» Muchos se enojaban por estas afirmaciones prematuras; pero yo, a fuerza de retórica a lo Magrujo, conseguía que parte del auditorio, la inconsciente, se pusiese a mi lado.

—¡Hombre —objetaba Ardiosa—, me llama la atención! ¿Pues usted no se las echaba de tan severo ocho días hace?

—Por lo mismo —replicaba yo—. Mi opinión es que en Marineda ni puede ni debe haber ópera; pero ya que se ha traído, «contra todo mi parecer», no vienen al caso aquí las exigencias que tendríamos en el Real.

—Pues la Duchesini —me contestaban— en el Real «haría furor»... Ya lo verá usted... Nada, a la prueba.

En medio de estas discusiones no crean ustedes que me olvidé de Celinita ni de mi inocente flirteo con aquella gentil criatura. Entre otras virtudes, tiene la música, para temperamentos como el mío, la de producir cierta embriaguez poética que anula las nociones de lo real. El brío y estrépito de Hernani me ha infundido siempre inconsiderada intrepidez, suprimiendo la consideración de los pequeños obstáculos y dificultades que en la vida estorban adoptar grandes resoluciones. Interpretando las sonoridades de los metales de la orquesta como explosiones de la furiosa pasión de Hernani, claro está que habían de parecerme grano de anís los inconvenientes que me impedían formalizar mi trueque de ojeadas con la linda niña de la platea. ¡Indigno sería de mí, en los instantes en que me sentía arrebatado al quinto cielo del romanticismo, pensar en nada práctico! ¿Acaso Hernani veía a su dama como yo solía ver a Celinita para huir de tentaciones: ajada, en zapatillas, madre ya de varios retoños? Las heroínas de ópera no tienen chiquillos ni envejecen nunca. Así es que mis ardientes guiños, mis denodados gemelos dijeron claramente aquella noche a Celinita (que por cierto estrenaba una original casaquilla azul y una corona de miosotis muy graciosa) que en mí había la madera de un «Hernani»... capaz de todo... ¡Vicaría inclusive!...

Era miércoles el día siguiente, y el estreno del otro cuarteto ¡y de la Duchesini!, con el Barbero, llenó de bote en bote el teatro. Cantó el nuevo tenor, Martinetti, la deliciosa serenata, con voz que hacía temblar las arracadas y colgantes de la lucerna; pero lo que aguardábamos, unos ansiosos y otros hostiles, era la salida de la Duchesini. Cuando se presentó hubo en el auditorio ese movimiento especial, eléctrico, que se llama «sensación», y después reventó un trueno de aplausos. Yo pensaba sisear; pero me pareció que una mano firme, gigantesca, me agarraba de los pelos y con blandura me suspendía, elevándome sobre el asiento de la butaca.

A los primeros gorgoritos de la Duchesini, modulados con agilidad y coquetería, ya mis ojos no acertaban a separarse de la «diva donna». Me olvidé instantáneamente —prefiero declararlo desde luego, aunque destruya el interés dramático de esta narración— no solo de mis prevenciones, sino de Celinita, cuyos ojos, medio adormecidos y como descuidados, preguntaban cada cinco minutos al respaldo de mi butaca la causa de mi súbita indiferencia..., ¡cuando con mirar a la escena y despojarse de la vanidad natural a las Evas y también a los Adanes pudiera comprender tan fácilmente!...

Iba y venía la diva por las tablas, zarandeando ese traje de Rosina que parece imponer la viveza de los movimientos, el donaire en el andar y toda la desenfadada y clásica gracia española. Su monillo de terciopelo verde me hacía compararla, allá en mis adentros, con una culebra de serpenteo airoso. El zapatito de raso negro realzaba un piececillo como un piñón de redondo y chico; de esos pies sucintos y arqueados, que hoy no están de moda, pero que son para los sentidos lo que el fósforo para la bujía. La cabeza de la diva... Ahora caigo en que, si mi descripción tuviese cierta formalidad jerárquica, por ahí debí principiar y no por el pie, y, sin embargo, espero que mis lectores me perdonen y aun me justifiquen, porque la pupila del doctor Bartolo no necesita tener la cabeza hermosa; su encanto se cifra en el piececillo español: menudo, embriagador como el jerez, que hiere el pavimento y pisa triunfante los corazones... Iba yo comprendiendo, con suma claridad, por qué El barbero de Sevilla me parecía distinto en Marineda que en Madrid: «otra cosa», una impresión totalmente diversa. Es que en el Real yo atendía a la música, a la orquesta, a las voces, mientras aquí la peligrosa proximidad sólo me consentía escuchar el ritmo de dos pies, cubiertos con una telaraña de seda rosa pálido, y presos en cárcel de raso negro, salpicadito de azabache...

Exige el buen orden de mi narración que diga quiénes eran los sujetos que ocupaban las dos butacas contiguas a la mía. Arrellenábase a mi derecha, silencioso, atento e impasible, como si estuviese en su caja, el banquero Nicolás Darío, hombre de unos cincuenta años de edad, de mezquina estatura, cabeza nevada a trechos, sonrisa y ojos más jóvenes que el resto del cuerpo, y rostro que, por lo escaso de la barba, lo carnoso de los labios, lo abultado de los pómulos, recordaba la fisonomía que prestan a los faunos los escultores. Darío no era desagradable en figura ni en trato, antes muy atildado y cortés; procuraba siempre que no me estorbasen ni su abrigo, ni su sombrero, ni sus codos; jamás tarareaba anticipadamente los motivos de la ópera; no interrumpía ni estorbaba el placer de escuchar; prestaba con oportunidad unos magníficos gemelos acromatizados y oía con deferencia mis observaciones técnicas. Aunque juraba delirar por la música, yo no sorprendía nunca en él expresión de entusiasmo ni de arrobamiento. Estaba en la ópera como está en misa un incrédulo bien educado. Miraba de continuo hacia la escena y respondía a mis observaciones con la mitad de una sonrisa llena de indiferencia y urbanidad.

Vivo contraste con el banquero lo formaba, a mi izquierda, el joven teniente de Artillería Mario Quiñones. Este manojo de desatados nervios no paraba un minuto desde que subía el telón. Alto, enjuto, bien proporcionado, morenísimo, guapo en suma, Mario Quiñones perdía, en mi concepto, todas estas ventajas por su inquietud mareante y su vertiginosa exaltación. Agitábase en el asiento sin cesar; sus brazos parecían aspas de molino; su cabeza, la de un muñeco de resorte. Hasta sus cejas, ojos y labios participaban de tan extraordinaria movilidad. Cuando a fuerza de pellizcos lograba yo que nos dejase saborear las fioriture de una cavatina o detallar los compases de un dúo, Mario se crispaba, retemblaba, movía convulsivamente el sobrecejo o se comía las guías del bigote, llegándolas a los dientes con auxilio del pulgar. Por supuesto, era imposible impedir que en voz cavernosa y trémula nos adelantase las frases musicales que iban sucediéndose, por lo cual, una noche, no pude menos de decirle, impaciente de verdad:

—Pero hombre, esta maldita Duchesini no me deja oírle a usted.

A las dos funciones estaba yo muy harto de semejante vecindad. Quiñones me trastornaba, me volvía loco. Aquella emoción delicada y honda que me causaban los gorgoritos... no... los piececitos de la Duchesini, y que yo hubiese querido archivar y gozar pacíficamente, me la estropeaba el nervioso mancebo, que desde el aparecer de la diva se sentía atacado de una especie de epilepsia entusiasta. Tan hondos eran sus «¡bravos!», que me recordaban los arrullos de un encelado palomo, sonando así: «¡Broovoo!». Y no era sólo con la voz, ni con las manos, despellejadas ya de aplaudir, con lo que Mario jaleaba a la Duchesini: era con el bastón, con los tacones, con el cuerpo en incesante vértigo, y hasta con el alma, que, por decirlo así, se le salía boca afuera para aplaudir, requebrar y tortolear a la cantante.

En provincias, las actrices se hacen cargo bien pronto de dónde están sus admiradores y partidarios; y la verdad es que con Quiñones no era difícil tal perspicacia. A la segunda ópera que cantó (y fue, si no me equivoco, Sonámbula), ya la Duchesini se fijaba en nuestra peña y nos sonreía dulce y picarescamente. También nos miraba con simpatía y aprecio el bajo Cavaglioni, especie de elefante de muchos pies de alzada...

Yo creo que de nuestra peña fue de donde salió el vuelo de la fama de la Duchesini, extendida por las cuatro provincias, por España y no sé si por la América española. ¡Cómo supimos improvisarle la gloria! ¡Cómo alborotamos, cómo batimos las claras para que alzase el merengue! Aquella mujer con su voz..., ¿con su voz?..., salvó a la compañía. Entre tanto, al tenor Ettore Franceschi le habían rescindido la contrata, y fue preciso dar una función caritativa para costearle el regreso a Madrid. Lo que no se hizo fue contratar otro para el sitio del expulsado, y el pobre becerro Martinetti cargó con las treinta óperas que había que despachar en el primer abono. «Yo canterò hasta que rivente», decía resignado, en su jerga semiitaliana y semiespañola. En cuanto a la signora Fioravalle, padecía una ronquera crónica, de resultas de no sé qué percance; y las demás partes de la compañía, la que no tenía una mácula tenía otra. ¡Sólo la Duchesini era al par ruiseñor, hurí, hada, artista y, en particular..., sus pies, sus pies en El barbero!

Claro que esto de los pies (verdadero móvil de mi entusiasmo) me guardé de decirlo al público. Era mi secreto. Tenía esperanzas de que nadie más que yo hubiese reparado en aquella perfección divina... Y de fijo que no habrían reparado. Era indudable que los demás sólo admiraban en la Duchesini la primorosa garganta, los ágiles revoloteos, que movieron a un cronista local a llamarla «la pequeña Patti...», nombre que yo hubiese reformado así: «La pequeña patita.»

Algunas veces me argüía mi conciencia de antiguo abonado al paraíso. ¡Era posible que hubiese dado al olvido tan presto las sabias doctrinas y lecciones prácticas de Magrujo, los minuciosos análisis del flaco Dóriga, las trascendentales teorías de La Cerda, todo lo aprendido, lo sentido, lo gozado en aquel purísimo santuario el arte! ¡Era posible que, en vez de estudiar a la Duchesini desde el punto de vista desinteresado y noble de su voz, de sus facultades, de su estilo, de sus méritos de artista, en fin, sólo viese en ella y sólo la juzgase por la parte más íntima de su individuo!

¡Cómo no había de callármelo!

Era una vergüenza, sí..., una vergüenza terrible, que me había prometido que no saliese a la superficie... Una llaga, una ignominia que debía cubrir cuidadosa y esmeradamente...

Y, además... ¡Además, también me había prometido, me había jurado, me había dado la mano para afirmarme a mí propio que nunca, jamás, amén, en ninguna circunstancia y por ningún pretexto, atravesaría el lóbrego pasillo que conduce a la mortífera región de entre bastidores!...

¡Ah! No; eso sí que no... De algo nos han de servir los años, la experiencia, toda una vida de cautela y moderación, consagrada a defenderse del huracán de las pasiones y del hálito letal del vicio... para algo te han de valer, amigo Estévez, tus esfuerzos, tus principios, tus precauciones, tu gimnasia moral. ¡Antes se hunda el techo y se desplome la lucerna! En cualquier parte una intriga de teatro comprometería tu formalidad de funcionario público y tu modesto bolsillo de empleado de Hacienda; pero ¿aquí, en Marineda, donde no es posible dar un paso sin que se enteren hasta los gatos de la calle, donde se toma nota de que hemos regateado un par de guantes en «El Ramo de Jazmín», a las doce y media en punto? No; yo no traspasaré esos cuatro tablones del piso del Coliseo, que son, hoy por hoy, único dique puesto a mis desenfrenados apetitos y única valla que me separa del abismo profundo. ¡Porque yo conozco que si me aproximo a la sirena; si veo de cerca los piececitos eléctricos y dominadores..., seré hombre perdido, y no tendré fuerzas para no acercarme todavía más a ellos, cayendo de rodillas ante la Duchesini!

Hombres que no estimáis el mérito de la resistencia a la tentación insidiosa, yo os ruego que fijéis la consideración en este punto; a veces se requiere tanta fuerza de voluntad para no salvar cuatro tablones como para poner en fuego vivo ambas manos y no retirarlas. Reflexionad que, mientras desde mi «luneta» (todavía hay en Marineda quien las llama así), me sepultaba en la contemplación de las bases del lindo edificio, ya cautivas en el chapín de Rosina, ya encerradas en el botincillo de raso blanco de Amina (la Sonámbula), mis dos vecinos me decían a cada momento:

—Estévez, no sea usted raro... venga usted entre bastidores. La Duchesini tiene ganas de conocerle... ¡Dice que le parece usted tan inteligente en música...! ¡Que sigue usted con una atención tan discreta el canto...! Que le quiere dar a usted gracias por los buenos oficios que le hace... Que vaya usted a saludarla en su cuarto, aunque sólo sea un minuto...

Y yo, con la vista nublada, los oídos zumbadores, la garganta seca, tenía que responder:

—Denle ustedes mil expresiones... Díganle que soy su más apasionado admirador, y que ya iré... cualquier día...

Y los veía filtrarse por el lóbrego pasillo, y quedaba envidiándolos..., no solo por aproximarse a «ella», sino porque tenían la fortuna de no ver en «ella» más que a la cantante, a la artista... Iban impulsados del móvil más noble; ¡iban rebosando desinterés! Yo era el que no podía acercarme a la deidad de mis sueños... ¡y no me acercaría, no!... Conocía muy bien toda la fuerza de mis resoluciones y sabía que, aunque tascase el freno, podría contenerme... hasta morir. Mi voluntad era omnipotente, mi voluntad triunfaba.

En lo que no me contuve ni me reprimí, ni había para qué, fue en la manifestación externa de mi entusiasmo fingidamente artístico. Por lo mismo que me imponía el doloroso sacrificio, la cruel privación, creíame autorizado para ofrecer... a los pies, realmente a los pies de la Duchesini, mi prestigio de inteligente, mis influencias sociales y hasta el superávit de mi limitado presupuesto. Yo fui el faraute, yo el coribante de la conspiración duchesinista, que ha dejado en las faustos musicales de Marineda eterna memoria. A mí puede decirse que se debe la serie de ovaciones que espero nunca podrá olvidar la seductora «diva». No; nunca, olvidará ella —aunque viva cien años— la noche de su beneficio en Marineda. Como que otra igual no la pesca, señores.

Desde un mes antes la veníamos preparando. Sueltos y artículos en la prensa local, conversaciones en los corrillos, frenéticas salvas de aplausos apenas aparecía en escena la Duchesini, envíos de ramos de flores, con que sabía yo que estaba embalsamado su cuarto —aquel Edén cuya entrada me había vedado a mi propio—, todo iba formando en torno de la «diva» esa atmósfera candente y electrizada que precede a las apoteosis. Y un día tras otro se susurraba que el beneficio sería un acontecimiento sin igual; que ni la Nilson, ni la Sembrich, ni la Patti, con quien comparábamos a nuestra heroína, podrían jactarse de haber recogido, en su larga carrera de triunfos, homenaje más brillante y fastuoso...

Estos augurios traían soliviantada a la misma Duchesini. A simple vista notábase en ella el soplo vivo y dulce del aura próspera. Estaba coquetona y alegre; se vestía mucho mejor; brillaban más sus ojos, mariposeaban como nunca sus funestos e incomparables pies... La dicha la transformaba; el empresario tuvo que subirle el sueldo para el abono supletorio; no se hablaba sino de ella, y hubo noche en que se la hizo salir a la escena «diecisiete» veces después del «rondó» de Lucía...

Y en medio de este frenesí, de este halago, de esta idolatría de todo un pueblo, llegó la noche memorable del beneficio. Los palcos se habían disputado como si fuesen asientos en el cielo, a la diestra de Nuestro Señor. En cada uno se reunían dos familias, de modo que parecían retablos de ánimas. Las señoras habían sacado del ropero lo mejorcito, y muchas se habían encargado trajes para el caso. Predominaban los escotes, y veíase, como en el Real en días solemnes, mucho hombro blanco, algunos brillantes, guantes largos, abanicos de nácar, que agitaban un ambiente de perfumes. También se habían extralimitado los señores: en el palco de la Pecera y en las butacas, los admiradores locos de la beneficiada obedecían a la consigna de presentarse de frac, cosa que reprobaban con expresivo movimiento de cabeza los formales, entre ellos Nicolás Darío, firme en su acostumbrada y correcta levita. Por hallarse tan atestado el teatro, en los huecos que quedan entre butacas y palcos se habían colocado sillas, y no se desperdiciaba ni una. En fin, estaba aquello que, como suele decirse, si cae un alfiler no encuentra donde caer. No hablemos de la cazuela, confuso hervidero de cabezas humanas; abajo se murmuraba misteriosamente que arriba se ocultaban «personas decentísimas, gente de lo mejor del pueblo».

Pero lo que sobre todo realzaba el aspecto del teatro era la magnífica decoración discurrida por nosotros. Las delanteras de los palcos habíamos ideado empavesarlas con banderas italianas y españolas, cruzadas en forma de pabellón o trofeo; encima destacábanse coronas de laurel natural y grupos de rosas blancas. Hubo, por cierto, dos o tres de esos eternos descontentos y gruñones que encuentran defectos a lo más loable, y agriamente censuraron que para obsequiar a una tiple se sacase a relucir la bandera española... Calculen ustedes lo que les contesté... Yo, ¡que hubiese tendido a los pies de la «diva» el mismísimo palio!...

La ópera elegida para el beneficio era la del estreno de la diva, o sea, El Barbero. Conveníamos los inteligentes en que el papel de Rossina constituía el triunfo de la Duchesini. Cuando se presentó la diva en escena, fue aquello un espasmo, un delirio, un desbordamiento. Los de los fracs nos levantamos, gritando: «¡Viva!», y haciendo mil extremos insensatos. Calmado al fin nuestro ímpetu, nos arrellanamos en la butaca, suspendiendo hasta la respiración para mejor escuchar y no perder...

Iba a decir ni una nota; pero esto de la «nota» aplíquenlo ustedes a los que me rodeaban, al resto del honrado público, no a mí, prevaricador del arte y desertor de la moral, que, en vez de atender a las melodías de Rossini, sólo tenía ojos y oídos y sentidos corporales para el moverse de dos piececillos traviesos, afiligranados, cucos, que estrenaban aquella noche solemne una funda de seda lacre; lacre era también el gracioso monillo y la falda ceñida e indiscreta que lucía la Duchesini, velada con volantes de rica blonda española...

Hay en el segundo acto de El barbero una situación que suele elegir la tiple para lucirse y el público para manifestar toda su benevolencia. Es la de la «lección de música», donde la pupila del gruñón vejete ejercita el derecho de cantar lo que más le agrade o acomode, la pieza con que mejor luzca sus facultades. La Duchesini tenía señalada de antemano para tal circunstancia, una de esas arias de gorgoritos sin fin, que remedan cantos de pájaros trinadores. No bien comenzó a dejar salir de su boca sartitas de perlas, estalló la ovación preparada.

Principiaron a caer de la lucerna, de las galerías, de los proscenios altos, de las bambalinas, de los palcos terceros, papelicos rosas, verdes, azules, amarillos, blancos, grises, que como lluvia de pétalos de flores, inundaron el aire, tapizaron el escenario, alegraron los respaldos de las butacas y se quedaron colgados en los mecheros de gas. Las señoras alargaban la enguantada mano y atrapaban al vuelo los tales papeles; los chicos se entregaban a una verdadera caza para «reunir» toda la colección, que se componía nada menos que de diez hojas volantes, o sea de otras tantas poesías, obra de ingenios de la localidad, entre los cuales se llevaba la palma el acreditado Ciriaco de la Luna, vate oficial en inauguraciones, festejos, entierros, beneficios y días señalados, como, por ejemplo, el Jueves Santo o el de Difuntos.

De los papelitos resultaba que, al aparecer en el mundo la Duchesini, ruiseñores, cisnes moribundos, malvises y bulbules habían pegado un reventón de envidia; que la llama del genio cercaba su frente (la de la Duchesini); que era «divina»; que había nacido del apasionado contacto de un trovador y una hurí, y que al partir ella, Marineda, por algún tiempo transportada a la mansión de los ángeles, iba a caer en las tinieblas más profundas, en el limbo del dolor. ¿Quién nos consolaría, cielos? ¿Quién nos devolvería, aquellas horas edénicas, mágicas, de inefable felicidad? Ella era una estrella, un cisne, que ya volaba a otro lago; ella iba a donde la aclamarían multitudes delirantes y donde reyes y príncipes arrojarían a sus pies cetro y corona...; pero nosotros..., ¡ay!, nosotros, ¡cuál nos quedábamos! Probablemente nos moriríamos de nostalgia... Sí; Ciriaco de la Luna vaticinaba su propio fallecimiento...

A la lluvia de papelitos y de ripios, siguió otra de pétalos de rosa y de rosas enteras, que alfombraron el escenario; luego, gruesos ramos fueron a rebotar contra las tablas, a los pies de la «diva». Con este motivo se rompieron dos o tres candilejas de reverbero, y la concha del apuntador fue literalmente bombardeada. El director de orquesta, vuelto hacia el público, sonreía, empuñando la batuta; los músicos, interrumpida su tarea, sonreían y aclamaban también... Y entonces principiaron a entrar los ramos «formales» y las coronas.

Comparsas, acomodadores, mozos de los casinos y Sociedades y hasta algún criado de casa particular —el de Nicolás Darío, verbigracia—, desfilaron, dejando a los pies de la Duchesini, ya unos ramilletes colosales, como ruedas de molino, con luengas cintas de seda y rótulos en letras de oro, ya coronas de follaje artificial. Iba formándose un ingente montón; la «diva» quiso conservar en sus manos el primer ramo, después de llevarlo a la boca, pero se lo impidió el peso, y pálida, sonriendo, cortada de emoción, tuvo que ir soltando bouquets por todas partes, sobre las mesas, sobre las sillas, sobre el clavicordio, ante el cual el tenor, vestido con el eclesiástico disfraz de Don Alonso, presenciaba la ovación sin saber qué cara poner...

Mas esto de las flores era sólo el prólogo. Faltaba lo mejor, lo gordo, lo inaudito en Marineda. Empezaron a entrar estuches en bandejas de plata; venían abiertos, uno contenía una corona de hojas de laurel de oro; otro, un brazalete; otro —el último, el más importante sin duda—, una cajita minúscula de terciopelo, donde brillaban dos hermosos solitarios...

Al mismo tiempo se repartía y vendía por los pasillos del teatro un periodiquín tirado en una imprenta microscópica y enriquecido con una larga e insulsa biografía de la Duchesini, versos a la Duchesini, agudezas y anécdotas, en, con, por, sobre la Duchesini, pronósticos de que la Duchesini eclipsaría a las más refulgentes estrellas del arte musical..., y un fotograbado que representaba a la Duchesini...; pero, ¡ay!, a la Duchesini... de cintura arriba. ¡No había tenido en cuenta el artista que aquellos pies sublimes eran los que merecían los honores del fotograbado!

* * *

En semejante noche me quedé afónico de gritar, ronco de bravear, desollado de aplaudir; así es que bien puedo afirmar que tenía fiebre cuando, a la siguiente mañana, despedimos a la Duchesini, que se embarcaba prosaicamente para Gijón. Sí, la vi de cerca... Como ya no había peligro, me atreví a estrecharle... ¡ay de mí!, la mano, sólo la mano, a bordo del esquife que la conducía al vapor. Ella iba muy llorosa, envuelta en velos y abrigos, quebrantada, al parecer, por la pena, la gratitud, el placer, la impresión honda que de Marineda se llevaba. Yo, sin respirar, tembloroso, silencioso, la ayudé a subir por la escalerilla del vapor..., y como estas escalerillas son tan indiscretas, aún pude divisar el pie enemigo de mi calma, metido en elegante botita de viaje; el pie, que resonaba sobre la madera de la cubierta, y al romper el buque las olas con hirviente estela, se alejaba y se perdía para siempre.

No hice caso nunca de Celinita. Estuve malo, tristón; fui a las aguas para curar mi estómago y mi espíritu.

Dos años después volvió a verse en Marineda compañía de ópera: barata, mediana, bastante igual. Darío y Quiñones eran nuevamente mis vecinos de butaca; y, ¡claro!, a las primeras de cambio, recayó la conversación en la para mi inolvidable Duchesini.

—¿Sabe usted —dijo con su calma algo irónica y siempre cortés el banquero— que se me figura que hemos levantado de cascos a aquella infeliz, y la hemos hecho desgraciada para toda su vida?... Porque ya sabrá usted que en Madrid le atizaron una silba horrible... y en Barcelona por poco le arrojan las butacas.

—Es que la Duchesini no valía gran cosa, si hemos de ser francos y justos —respondió febrilmente Quiñones, que atendía extático a las notas de la contralto—. La que es una notabilidad es esta Napoliani.

—Lo que tenía la Duchesini —murmuré yo, como quien desahoga el corazón de un pesado secreto— eran unos pies... ¡inimitables, sin igual! Yo no he visto pies así... nunca, más que en ella.

—¡Ah! —confirmó Quiñones, arrastrado por un vértigo de sinceridad—. ¡Pues si los admirase usted en babuchas turcas..., las que traía por casa!

Darío hizo una mueca que parecía contracción galvánica; pero dominóse al punto, sonrió y, clavando los ojos en Quiñones, articuló lentamente:

—Hay que confesar que la... la... continuación de los pies no desmerecía del principio. ¿Verdad, amigo Quiñones? Pero nuestro Estévez nunca quiso ir al cuarto de la...

Me sentí palidecer de vergüenza y de celos retrospectivos; noté en el corazón angustia y en el estómago mareo..., pero me rehice me encuaderné y, serio y enérgico, respondí:

—¡Bah! ¿Qué importa, después de todo, que una cantante tenga los pies feos o bonitos? Aquí se viene... por el arte.


«Nuevo Teatro Crítico», núms. 7, 8, 9 y 10, 1891.

Morrión y Boina

¡La casa número 16 de la calle de la Angustia, en Marineda, trae a mi memoria tantos recuerdos! Y no de esos que producen melancolía, sino de los que infunden cierta nostalgia regocijada y benévola; algo como el ritornello de una sana explosión de risa al acordarse de un castizo sainete.

Hace ya ocho años que los inquilinos de los pisos principal y segundo de aquella vieja casa se fueron a habitar en otra más espaciosa, aunque de aposentos angostos, helados y oscuros; más alta de techo, como que se lo da la bóveda celeste; más poblada, aunque siempre muda... Ocho años, si..., ¡y en ocho años, cuántos sucesos y qué rodar del mundo!, hace que duermen en el camposanto de Marineda, al arrullo del ronco Cantábrico, las dos irreconciliables estantiguas, los dos vejestorios enemigos, a quienes, por no andar zarandeando los apellidos de su esclarecida prosapia, llamaré sonora y significativamente don Juan de la Boina y don Pedro del Morrión.

Al primero le conocí y traté mucho más que al segundo. Lo que se ofrece a mi fantasía cuando evoco la forma corpórea en que se encerraba el bien templado espíritu de don Juan, es... su nariz. ¿Quién podría olvidarla? Comprendo que se borren otros detalles fisonómicos e indumentarios de varón tan insigne, por ejemplo: los ojillos pequeños como cabezas de alfiler de a ochavo, emboscados tras la broza desigual de las cejas; los labios belfos, haciendo pabellón a la monástica papada; el cráneo puntiagudo, con erizada aureola de canas amarillas; las orejas de ala de murciélago, despegadas, vigilantes, sirviendo de pantalla a las mejillas coloradotas; las manos hoyosas y carnudas, de abadesa vieja... Hasta cabe no recordar aquel vestir tan curioso, proyección visible de un criterio anticuado: el levitón alto de cuello y estrecho de bocamanga, ceñido al talle y derramado por los muslos de amplísimos faldones; el chaleco ombliguero; el reloj con dijes; el pantalón sujeto al botín blanco por la trabilla de los lechuguinos de 1825, pero generalmente abrochado de un modo asaz incorrecto; el corbatín de raso; la almilla de franela, color de azafrán; la chistera cónica; el pañuelo de hierbas a cuadros; la caja de rapé; el famoso raglán, prenda que sólo en hombros del señor Boina pudo admirar la Marineda contemporánea, y tantas y tantas particularidades como merecían especial mención en el decano de los tradicionalistas marinedinos. Pero eran flor de cantueso al lado de su severa, majestuosa, aquilífera y arquitectónica nariz.

En mis tiempos de chiquilla, al venir a casa el chocolatero (entonces se molía el chocolate a brazo y nos tomábamos, desleídas en la jícara del caracas, gotas de humano sudor), concluida la elaboración de la molienda, y en espera yo de los obsequios de última hora que en casos tales no se regatean a los niños, recuerdo que el buen artesano se pasaba el dorso de la mano por la húmeda frente, suspiraba como quien exhala el postrer aliento, y me decía: «Espera, espera..., que te voy a hacer dos conchitas y un don Juan Boina de chocolate». Inmediatamente se ponía a modelar el monigote, de perfil, con una prolongación en mitad de la cara, mayor que la cara toda. Y era un don Juan Boina que estaba hablando.

Algo conviene indicar sobre la historia política del insigne personaje, a fin de que se comprenda la trascendencia del seudónimo que elegí para él. Y no piensen los maliciosos —gente, por desgracia, la que más abunda— que si en esta historia no se contienen hechos memorables en el terreno cívico ni en el militar, es en mengua del esforzado corazón y gallardo ánimo de don Juan Boina. No, y mil veces no. Antes penetraría el aire ambiente en los apretados poros de un fino diamante, que el pavor en el alma de don Juan. Si la suerte le destinó a mero espectador de grandes sucesos, no es culpa suya ni de su tesón indomable, por el cual alguien dijo que el señor Boina tenía el meollo como la caja de una carretera: relleno de guijarros.

Insisto en que don Juan no hizo cosas extraordinarias, porque no estaba de Dios que las hiciese; y atrévase nadie a desmentir esta verdad. Si dispusiese la Providencia que don Juan fuese un Napoleón I, llegaría a serlo..., probablemente. ¡Pues apenas sentía él en su alma nobles ímpetus y ansia de señalar con un rastro de gloria su paso por el mundo!

Don Juan había nacido en los primeros años del XIX, por lo cual afirmaba él que «iba con el siglo», aun cuando su modo de pensar y sentir desmentía palmariamente esta aseveración. Sus tempranos bríos juveniles los gastó, durante la primera guerra civil, en limpiar furtivamente trabucos naranjeros y pistoletes de chispa; dedicar en el Rosario muchas oraciones al triunfo de la buena causa, y eludir las asechanzas de los liberales compostelanos, resueltos a medir las costillas de los carlinos, como los carlinos se las habían santiguado a ellos en los años de reacción absolutista. ¡Ah! Es que entonces la gente no se andaba en chanzas, no; por los caminos reales encontraba el viajero los cuartos de algún cuerpo humano, y oía sin asombro que aquel brazo o aquella pierna era del faccioso Fulano de Tal, si es que no entraban en Compostela los cruentos despojos atravesados en una mula y goteando sangre... Cualquiera entiende que la prudencia de don Juan tuvo muchas ocasiones de ejercitarse en época tan azarosa, y el haber salido ileso de ella prueba suficientemente sus condiciones de sagacidad y su diplomacia admirable. Como Sièyes, bajo el Terror, don Juan pudo responder al que le preguntase por sus actos en tan crítico momento: «He vivido».

Restablecida la paz y afianzada la «inocente Isabel» en el Trono, don Juan descansó de sus fatigas refugiándose en el seno de la ventura doméstica; o, para hablar en romance llano, se casó. Tomó por esposa a una señorita de Lugo, fina, espiritada, romántica y sensible, que hacía unos versos flébiles y gemidores como el aura. Por orden de su marido ocultó los tales versos cual la violeta su perfume; dedicóse a la práctica de las virtudes conyugales, fundamento de la sociedad cristiana, y vivió dedicada a abrochar a don Juan las trabillas, hacerle el nudo del corbatín, plancharle las percheras, pegarle botones en las camisas, marcarle pañuelos..., hasta que entregó a Dios el alma, que fue pronto, y de una murria o consunción inexplicable, dada su felicidad. Entonces pagó don Juan tributo a las letras imprimiendo las poesías de su difunta, con este título y subtítulo: Suspiros del corazón. Obras poéticas de la señora doña Celia Monteiro de la Boina. Dalas a luz su desconsolado esposo, en memoria de sus virtudes.

Antes de la enfermedad de la señora de Boina, ciertas malas lenguas, merecedoras de que las hiciesen picadillo, murmuraron algo que tuvo graves consecuencias, para el porvenir de su marido, siendo el primer chispazo de un odio inextinguible. Lo que se susurró fue si la esposa de don Juan se asomaba o no se asomaba a la galería para ver pasar la milicia capitaneada por el apuesto don Pedro del Morrión, el más fogoso nacional de Marineda. Este tal era un abogadillo tronera y bullanguero, cabeza caliente y corazón expansivo, alma de todos los motines y pronunciamientos de aquella época, en que los había diarios. En cuanto a que la señora de Boina se dejase o no se dejase impresionar por las relucientes charreteras y la magnífica pompona del señor Morrión, es punto que no ha dilucidado la historia, tan solícita en aquilatar otros menos importantes. Lo indudable es que las hablillas referentes al caso llegaron a oídos del esposo y encendieron en su ánimo un furor que cincuenta años después ardía igual que en los primeros instantes. Comparado con aquél, ¿qué valen los frenesíes de Otelo ni las iras del Tetrarca? Apenas don Juan se enteró del rumorcillo —sin duda por algún chismoso—, es fama que hizo el soliloquio siguiente:

«España está perdida. No se respeta el honor ni el hogar. Si en vez de mandar Espartero tuviésemos rey y religión como es debido, don Pedro del Morrión sería ahorcado por sedicioso; pero en los tiempos que corren, ese libertino cobra el barato en Marineda. ¡Si algún día cae bajo mi poder...!»

A su vez, el miliciano, viendo acaso que la señora de Boina no se asomaba ya, y encontrándose por las noches al marido, muy embozado, que rondaba su propia casa, velando por su dignidad, como él decía, se echaba esta cuenta:

—Servilón de Satanás, cuando vuelva la de apalear a los de tu casta, del primer garrotazo... te despachurro esas narices de mascarón de proa, y quedas bonito.

Si aquel drama interior se exteriorizase, sólo Dios puede saber qué habría pasado; no cabe duda: con la voluntad, el señor Boina se comía diariamente los hígados del señor Morrión, y el señor Morrión solfeaba a estacazos al señor Boina. Pero con la voluntad, entiéndase bien: con la voluntad tan solo. En el terreno de los hechos no sucedía más sino que cada vez que se encontraban los dos héroes, fruncían el ceño, chispeaban sus ojos, se les hinchaban las narices, tosían, mirábanse de soslayo, y... maldito si pasaba otra cosa.

Corrieron años, y allá en el 44 gozó don Juan la dulce emoción de esperar que acaso el tremendo Puig Samper, Capitán General de Galicia, le mandase atizar a don Pedro unos tiritos por haberse entremetido en el alzamiento de Iriarte. No se le cumplió el gusto, y, dominado el motín, don Pedro siguió paseándose por Marineda, tan orondo, alborotando con la reorganización de la milicia. Tampoco se le logró el deseo a don Juan dos años después, fecha de la famosa hecatombe de Carral. Según Boina, no era Solís el organizador de la revolución sino don Pedro, bajo cuerda, por supuesto; y cuando llevaron atado codo con codo al jefe del Estado Mayor de Samper para arcabucearle, don Juan bramaba y repetía:

—¡Mientras no lleven así al botarate de Morrión!...

La efervescencia montemolinista dio luego mucho en que entender al señor Boina, y casi le distrajo de su odio. ¡Con qué afán siguió las operaciones de Cabrera en Cataluña! Él se sentía capaz de hacer otro tanto en Galicia... si le facilitasen mimbres y tiempo. No sería el caudillo militar, pero sí el genio organizador, la cabeza. En ésta rehizo todo el plan de campaña, y a seguirse el suyo, no hubiese terminado como terminó aquella empresa malograda y heroica.

Por su parte, el señor Morrión andaba también muy entretenido en aquellos días de pronunciamientos, conspiraciones, golpes de Estado y milicia nacional siempre en danza. Cuando tocaron a disolver la fuerza popular, en el memorable año 56, sobrábanle ya a don Pedro motivos para tener juicio, porque sus sienes lucían canas y arrugas su rostro; no obstante, perdió la chaveta, y se adhirió a la resistencia barricadera del pueblo marinedino, cuyos nacionales no quisieron rendirse hasta que lo hiciesen los de Madrid. La mañana luctuosa en que fue preciso entregar las armas, como acertase a pasar don Juan Boina, que volvía de misa, y fuese visto por un grupo de milicianos, hubo dos o tres silbidos, se cantó el trágala, y el corneta de la compañía se destacó a pintarle con tiza un borrico en la espalda del raglán que ya gastaba entonces. ¡Qué inefable placer le produjo el desarme de aquellos pilletes, y contemplar a Morrión cariacontecido, con las orejas gachas, privado para siempre del gusto de ostentar su brillante uniforme y jugar al coronel! Y emitiendo un juicio histórico más profundo de lo que él mismo creía, se dijo don Juan, respirando fuerte:

—La milicia ha muerto. Nunca más resucitará. Se reirán de esta farsa las generaciones venideras. La causa, la santa causa, en cambio, vive y ha de vivir mientras haya españoles. Yo, yo soy inmortal. Ya verán cómo renazco de mis cenizas cuando menos se lo figuren. Y así que tal suceda..., ¡ay del infame seductor, masón y perdido!

Renació, en efecto, el fénix, con misterioso aleteo, allá por el año de 60, cuando se fraguó el complot extraño y romancesco de la Rápita. No había entonces ferrocarril ni señales de él para Galicia, y, sin embargo, a Marineda, llegaron unos vientecillos de noticias, exhalados quizá de la famosa casa de la calle de Amaniel, y a boca de noche los vecinos curiosos pudieron ver entrar en el portal de don Juan Boina a dos o tres pajarracos, quiénes rebozados en negros manteos, quiénes envueltos en cumplidas pañosas. La sinceridad de fiel cronista me obliga a declarar que en aquellos clandestinos conciliábulos no acontecía más que lo siguiente: leer de cabo a rabo La Esperanza, periódico de simbólico título; toser y estornudar, roncar a veces al amor del brasero y despertar entre sueñecillo y sueñecillo para decirse muy bajo —tan bajo como si detrás de cada puerta estuviese apostado un espía que se preparaba ¡algo!, ¡algo! Ellos no sabían qué...; pero, vamos, algo se preparaba. ¡Algo!

Al estallar lo que se preparaba, quedáronse con la boca abierta. Todo lo aguardaban, menos eso. Para decir cumplida verdad, sus informes no les autorizaban a protemeterse ni eso ni otra cosa, porque, seamos francos, ni sombra de informes auténticos tenían que comentar en sus nocturnas reuniones; pero, sea como quiera, siempre la imaginación pinta, y a ellos les pintaba entradas por Portugal, intervenciones de Inglaterra con motivo de lo de Marruecos, órdenes del Papa; todo, menos la tartana y el sacrificio del novelesco y simpático Jaime Ortega. Ortega..., ¿quién era Ortega? ¡Humillación indescriptible! Ninguno lo sabía. En fin, ahora, después de la catástrofe, lo que importaba era ponerse a salvo. Había transpirado en Marineda el misterio de aquellos conclaves subversivos; el diablo, que todo lo añasca llevó a oídos de las autoridades alarmantes rumores..., y don Juan y compañía se dedicaron a buscar agujeros y refugios para no sufrir la suerte del mísero capitán general de las Baleares. ¡Ahí sería nada si los metiesen en un bote con trampa en el fondo, y bajo pretexto de conducirlos al castillo de San Andrés, los dejasen hundirse bonitamente en mitad de la bahía! ¡Pues no digo si los trincasen, y en la revuelta de un camino, alegando que habían intentado desatarse, les escalfasen los sesos de una descarga! Lo que más color daba a estos recelos, lo que los elevó a pánico, fueron unos anónimos sombríos y preñados de amenazas, cerrados con migas de pan y escritos por mano indocta, que rezaban así: «Muerciélagos: encomendad vuestras almas a Dios; llegó vuestra última hora. Ya se descubrieron vuestras negras tramas. Se os arrancará la careta. Mochuelos que huís de la luz, ahora sí que os quemamos la madriguera. Pereceréis entre las llamas, ya que nos queríais asar a nosotros en las de la ominosa Inquisición». Al poner en el buzón para el correo interior estos y otros disparates, don Pedro del Morrión y dos amigotes suyos, asiduos concurrentes a la logia de Marineda, se perecían de risa.

—De esta hecha mueren de canguelitis. El doctoral ya está enfermo de..., pues de flojedad en el ánimo. A don Juan Boina se le ha estirado un palmo la nariz.

Pasaron, por fin, aquellos tragos y aquellos sustos; vino el gran acontecimiento revolucionario, y con él una serie de trascendentales sucesos, que vengaron cumplidamente a don Juan de las picardías de su antiguo rival. Mientras el señor de Morrión, hecho ya un pasa, arrollado por la gente nueva que trajo consigo la marea de la septembrina, se quedaba arrinconadito en el instante mismo de triunfar sus ideas de toda la vida, y, en unión de su partido, empezaba a momificarse, el señor de Boina, precisamente cuando se desencadenaba la anarquía, iba subiendo a las colosales proporciones de jefe de partido en Marineda. Sin saberse cómo ni por qué, el señor de Boina era ya un personaje político a tiempo que se eligieron las Constituyentes de la revolución. Tanto, que una mañana se le vio enderezar el espinazo asaz encorvado; despedir lumbres por los microscópicos ojitos; ajustarse marcialmente el raglán; echar calle arriba, camino de la iglesia donde oía misa todos los días del año; y, una vez allí, hincarse de rodillas ante el altar de los Dolores, abrir los brazos y, con un impulso de verdadera fe —tal vez el único momento estético y sublime de su larga existencia—, rezar en alta voz una Salve. Era diputado electo por el distrito de la Formoseda.

Es seguro que con el mismo entusiasmo que puso en sus labios la oración, don Juan hubiese pronunciado en las Cortes largos y magníficos discursos, a no tropezar con cierta premiosidad en la elocución y cierta carencia de... de ideas no precisamente, sino de las fórmulas en que se envuelven esas ideas para salir a luz revestidas con las galas de la oratoria. No obstante, fue muy digna de encomio en aquella campaña parlamentaria la docilidad del señor Boina al votar con la minoría tradicionalista, y la modestia con que se hizo a un lado dejando los primeros puestos a los Aparisis, Monescillos y otras personalidades eminentes, con las cuales ni siquiera intentó entrar en pugna.

Lo que le desacreditó un poquillo, inutilizándole para las legislaturas venideras, fue el fiasco de la delicada comisión que le encomendó el partido tradicionalista gallego, delegándole por la provincia de Lugo para asistir a la importante Junta de Vevey. La idea de viajar por el extranjero puso a don Juan fuera de quicio; es indecible el desdén con que miraba a su enemigo Morrión cuando en aquellos días le encontraba casualmente en las calles de Marineda. «Ahora verás, quídam pelagatos, la diferencia que va de un furriel de nacionales a una notabilidad política». Preciso es confesar que el señor de Morrión andaba cariacontecido y mohíno. «Lo admito todo —decía a sus amigos y compinches de logia— Que vuelvan a cantar la Pitita; que manden los curas; que se restablezcan los autos de fe; que tengamos que tragar otra vez los diezmos... Pero, ¡caramillo!, no comprendo esto de que se consigan tales cosas haciendo personaje político a una calabaza..., que más gorda no la ha producido nunca ninguna huerta». ¡Cuál sería el regocijo de los malévolos detractores del señor don Juan al saber que éste, en vez de dirigirse a Ginebra para acudir a Vevey, había ido a dar con sus huesos a Génova, y desconociendo el idioma, confundido, mareado, indispuesto, no había conseguido llegar a la Asamblea magna sino con toda la oportunidad del mundo, después de la última sesión!

Todos los periódicos de Marineda, El Adalid, El Nautiliano, El Grito Marinedino, publicaron en esta ocasión chispeantes sueltos y cómicas reseñas del viaje de don Juan. Los tradicionalistas, que le habían elegido por mandatario, quedaron tan satisfechos como puede suponerse y el astro político del señor Boina empezó a apagar sus resplandores, quedándole sólo unas tenues lumbres que todavía conservaba cuando yo le conocí y traté.

En suma, ¿qué importaba a don Juan la decadencia? Es ésta compañera inseparable de toda humana gloria: no hay grandeza que no decline, no hay imperio que no fenezca y se acabe. Hundióse el poderío romano; cayeron en ruinas Babilonia y Nínive; Jerusalén, Cartago, Itálica, sufrieron la misma suerte. En esto pensaría don Juan para consolarse si a tanto llegase su erudición y si no le bastase el recuerdo... que a los sesenta y tantos años reemplaza a la realidad de un modo satisfactorio. ¿Quién le podía quitar haber sido diputado en las Constituyentes? ¿Quién haber ido a Vevey..., aunque fuese por el camino de Génova? ¿Quién la sonrisa cariñosa y las atentas palabras de doña Margarita de Borbón? Que rabiase el viejo ex miliciano, pues no registraba en su historia efemérides tales.

Recién salida del horno la Restauración conocí personalmente al señor don Juan, y aún tuve el placer de que se sentase varias veces a mi mesa. La primera fue, por más señas, un día de días; creo que un San José, patrono de casi todos los españoles. Colocado a mi derecha, luciendo en la almidonada pechera un descomunal y arcaico broche de diamantes y rubíes entrefalsos; con la servilleta puesta a guisa de babero, el patriarca me inspiraba una especie de respetuosa conmiseración mezclada con unos impulsos de reír, a que me guardé bien de dar salida porque para algo se hicieron la cortesía y la buena crianza. Él se había propuesto ser galante conmigo, y desde la sopa empezó a ofrecerme con los dedos, yemas y almendras de las que contenía un plato montado puesto frente a nosotros. Una yema me la dio con el cocido; otra, con el frito; otra, con las perdices. Y había aquello de:

—Ésta por mí. Ésta por el señor de los días. Si me desaira usted me ofendo. Usted no querrá desairarme.

No; no quería desairarle, y me tragué las yemas. Mi buen natural impidió que meditase proyectos de venganza; pero la casualidad y la suerte me sirvieron mejor que solicitaba yo misma, poniéndome en ocasión de dar el disgusto magno al señor Boina. He aquí cómo:

Carteábame por entonces con un ilustre paisano mío, un marinedino que ha dejado memoria, escuela, partido y hasta dinastía en España; hombre de agudísima inteligencia, que gracias a ella obtuvo la jefatura del tradicionalismo español y consiguió, andando el tiempo, desde el fondo de la tumba, sobreponer el prestigio de su nombre al del mismo principio monárquico, en la conciencia de la gente más monárquica del mundo: señalado ejemplo del poder de la dialéctica y de las doctrinas cerradas y radicales. Este varón notable a quien llamaré don Máximo Robledal, me escribía, como digo, si no muy a menudo, por lo menos las veces suficientes para causarle al bueno de don Juan Boina berrinches, jaquecas, melancolías y desazones de toda especie, porque tenía determinado, en su fuero interno, que la única persona a quien don Máximo Robledal podía escribir en Marineda era a él. ¡Él, el delegado de Vevey, el diputado a Cortes! Cada vez que recibía el correo, latíale el corazón como a niña con novio ausente, y acostumbraba quedarse con las cartas en la mano, calados los espejuelos, los párpados con traídos, saliente el labio inferior y destacado el sobrecejo coronando su poderosa nariz, la cual rascaba suavemente con la uña del pulgar izquierdo, murmurando:

«Pero ¿de quién será esta carta? A ver, ¿de quién? Del señor penitenciario de Lugo no pude ser: no es su letra, que bien la conozco. Pues del marqués de la Figueira menos: como que se encuentra imposibilitado y no escribe a nadie. De mi primo Jacinto María..., ¡si tuve otra ayer!..., y las "bes" mayúsculas de Jacinto son de distinta hechura que éstas. Tampoco me parece del cura Bouzas. ¡Quia! Si trae sello de Madrid. ¿Será?... ¡Santo Dios! Acaso sea... Probablemente... Como estos días ocurren cosas importantísimas en nuestra comunión... Se prepara "algo"... El chiquillo se va, se va, ahora es la cierta... La cosa andaba muy mal allá por Francia... ¡Ah, de fijo que la carta es de don Maaáximo!»

Si presenciaban estas fluctuaciones los habituales tertulianos del señor Boina, solían, pasados unos diez minutos, decirle, con gran sensatez:

—Pero, señor don Juan, abra usted la carta, que es el modo de saber quién le escribe.

Seguía el consejo, y... ¡oh desengaño! No era de don Máximo la epístola. Cuando se agregaba que, por los mismos días tuviese yo alguna que enseñarle, don Juan no dormía, ni sosegaba, ni me dirigía la palabra sino desde el fondo de su cólera, con una especie de reticencia dolorosa y continua.

Represéntese el pío lector cuál se quedaría don Juan al enterarse de una carta más solemne que todas, donde Robledal me participaba cómo el Señor (que Dios guarde) le había nombrado su representante en España, y me encargaba de ponerlo en conocimiento de los leales de Marineda. Una granada que estallase a sus pies; la vista de un dragón fierísimo; el techo que se cayese y le cogiese debajo, no dejaría al señor Boina más apabullado y patitieso que la tal misiva. Para él era una real orden, igual que si las palabras de don Máximo saliesen en la Gaceta y trajesen esta coletilla: «Está rubricado de la real mano».

Inmediatamente me pesó de habérsela leído. Disipada la primera estupefacción, vi sus mejillas que pasaban del rojo oscuro al color violáceo; vi encenderse su venerable nariz y temblar su colgante belfo y sus pobres manos ancianas; hasta creo que oí entrechocarse los dijes de su gran saboneta, como los dientes del medroso ante el peligro. No obstante pudo más que la piedad el buen humor de los pocos años que entonces contaba yo, y le pregunté con involuntaria malicia:

—¿Qué le parece, señor de Boina, la galantería de nuestro ilustre Robledal? Me da la noticia antes que a nadie. ¿Ve usted qué deferencias hacia el bello sexo?

Don Juan me miró de alto a bajo; rechinó los dientes; enarcó las cejas, y sólo pudo exclamar con ronca y trémula voz:

—¡Está bien..., está bien!

Tuve la fortuna de que, al salir de estampía el patriarca, le acompañase uno de sus tertulianos, el cual me refirió después la sabrosa escena ocurrida a las puertas de mi casa. Paróse allí sin aliento el señor de Boina; elevó la frente y miró hacia mis balcones; bajó después la cabeza y siguió corriendo cuanto se lo permitía el peso de los años hasta la esquina de la calle. Allí volvió a detenerse y, dando salida a lo que le hubiese ahogado si lo reprime un minuto más, alzando el sombrero, llevando la diestra a sus amarillentas canas, exclamó, tartamudeando:

—¡Señor..., Señor..., Señor! ¡La comisaría regia..., la comisaría regia de Marineda..., y, por consiguiente, de Cantabria..., en una hembra!... ¡Robledal!... ¡Robledal! ¡Señor, Señor, detenle al borde del abismo..., guíale, alúmbrale... La comisaría..., el gobierno de esta región de España..., en manos femeniles! ¡Señor..., salva a España..., salva el mundo!

—La verdad es —dijo el acompañante del señor de Boina con la más sana intención de acabar de desatinarle— que esta comisaría regia era pintiparada para usted.

—No; yo, no; yo, no —exclamó el honrado viejo con explosión de indignada modestia—. Yo no soy más que un veterano de cien campañas, inválido ya; yo para nada sirvo sino para pedir a Dios una buena muerte; yo..., soldado de fila, el último; pero... ¿cómo quiere usted que vea con indiferencia al señor de Robledal..., a don Máximo..., tocado de locura, invadido del espíritu diabólico, entregando la comisaría regia a una hembra? ¿Conque llevamos todo lo que va de siglo luchando, sufriendo persecuciones, derramando nuestra sangre, cubriéndonos de gloria, sí, de gloria, para evitar que ocupen el trono las hembras, y hemos de tolerar ahora que una nos rija y mande en estas provincias? ¡Ah don Máximo! Las atribuciones que a usted ha conferido el rey son muy grandes, muy respetables, sin duda alguna; yo me inclino ante el rey; pero llegando un caso de estos, un acto así de tiranía..., no me doblo: nos veremos, señor don Máximo. Ya sabe usted la fórmula: se obedece, pero no se cumple. Los cristianos acatamos al rey, pero no nos humillamos al César. Resistiré como los mártires a los procónsules. Protesto, protesto y protesto. ¡Comisario regio una hembra!

Había que saber el sentido que tenían en los labios y en la mente de don Juan estas últimas palabras; había que conocer su dictamen respecto a la «misión», según decía él, de la mujer en sociedad, para darse cuenta exacta de la ironía y la amargura con que las articulaba. Protestó en efecto, y la primera forma de su protesta fue no volver a poner los pies en mi casa, lo cual sentí mucho. Por más que procuré evitar el rompimiento con el pobre señor enviándole varios recados de que no había tal comisaría regia ni cosa que lo valga, no conseguí disuadirle y siguió aferrado a su inocente chifladura, encerrado en su casa, donde concurría diariamente a darle tertulia el elemento joven tradicionalista de Marineda. Esta tertulia era su consuelo, su solaz y su compensación. Con esta tertulia me hacían la oposición a mí.

En efecto, ¿qué bálsamo para sus heridas morales como saber a ciencia cierta que el día de San Carlos Borromeo; el de Santa Margarita, reina de Escocia; el del Apóstol Santiago, patrón de las Españas, y el de Nuestra Señora de las Nieves, en su casa se juntaban para salir a oír la misa; en su casa era donde se celebraba la ceremonia oficial del besamanos, y en su casa se redactaba y firmaba el mensaje de felicitación? ¿Qué comisario regio era yo, cuando nadie se acordaba de mí para presidir estos actos tan serios y tan interesantes a la vida del partido? ¡Ah! A despacho de los contrafueros de Robledal, el verdadero comisario regio... bien, bien se comprendía dónde estaba.

En los años de retraimiento que corrieron sin que yo viese al señor de Boina, ocurrió un hecho curioso, de esos que parecen bromas de la casualidad. Habitaba el señor de Boina, según queda dicho, en un caserón de la calle de la Angustia, la más costanera, pedregosa, húmeda y antigua de Marineda, si se exceptúa la de la Sinagoga, más fea todavía. El tal caserón, que cualquier arquitecto declararía ruinoso, era, sin embargo, bastante claro y de condiciones higiénicas superiores a las de las casas nuevas marinedinas; pero por encontrarse sito en aquella calle extraviada y melancólica, costaba la mitad menos, y con unos cuantos realitos diarios podía el señor Boina permitirse el lujo de un salón donde celebrar sus recepciones oficiales. Pues bien: el segundo piso, igualmente barato y destartalado se vino a vivir ¿quién dirán ustedes? El señor don Pedro del Morrión, en persona.

Desde la Revolución, este héroe, mandado retirar lo mismo que el partido progresista, en cuyas filas formaba, y tan pasado de moda como la milicia, se había ido acartonando y quedándose hecho una castaña pilonga. La edad, que traía a don Juan un desarrollo majestuoso y pletórico de los tejidos y de las formas, secaba y reducía al ex abogado y ex bullanguero. Aquella vivacidad antigua suya remanecía, sin embargo, en sus movimientos y gesticulaciones, y, sobre todo, en su fogoso corazón, que conservaba todo el calor de los tiempos juveniles, por más que las facultades intelectivas y el vigor físico anduviesen muy desmayados. No se había entibiado un punto el ardor de sus convicciones; aborrecía más que nunca a los que seguía llamando facciosos; para él había un espectro; la teocracia, y cuanto en España ocurría de malo, que era casi todo, lo atribuía a manejos de los jesuitas y a intrigas de la gente negra. La pura verdad es que nadie le hacía caso, y que se le tomaba a broma en todas partes, no tanto a causa de sus opiniones, ni más discretas ni más tontas que las de la mayoría de los políticos de casino, sino porque la mucha edad, cuando no es augusta por el genio, por el nacimiento, por la virtud, tiene algo de cómico, máxime si no la sazona y condimenta la sal de la experiencia y del desengaño. Lo que a los veinticinco fue base de la popularidad de don Pedro, a los setenta y pico largos hacía sonreír hasta a la gente benévola. Así, la prenda elegante que un tiempo realzó la hermosura, pasa a ser disfraz carnavalesco y divierte por su extravagancia.

Lo triste para don Pedro era verse, a sus años, tan solito; porque aquellos amigotes de logia que le ayudaron a divertirse con don Juan, cuando lo de la Rápita, se habían ido muriendo —claro está, como que contaban las mismas Navidades que el famoso miliciano—. ¡Qué soledad la de los viejos sin hogar, sin familia y hasta sin ese calor ficticio, pero animador y benéfico, de las amistades políticas! Cada vez que don Pedro oía bajo sus pies el rodar de sillas y estrépito de pisadas de los que acompañaban en las largas noches de invierno al patriarca del tradicionalismo, y les sentía bajar, metiendo bulla y riendo a carcajadas, la vetusta escalera, una hipocondría profunda se apoderaba de él, y envolviéndose en su vieja bata de tartán, único preservativo que contra el riguroso frío usaba, y paseando de arriba abajo en su desmantelado e inútil salón, daba vueltas al problema siguiente:

«Vamos a ver: yo conocí a ese búho de don Juan Boina hace la friolera de cincuenta y tantos añitos. Ya entonces sus ideas eran una ridícula antigualla, desterrada por la esplendente luz del progreso. Desde entonces, en España, la causa de la libertad ha ganado terreno siempre; hemos echado a los frailes, consumado la desamortización, destruido los fueros, logrado la libertad de cultos... y, sin embargo, ese esperpento, en vez de quedarse arrinconado en el desván, se ha visto diputado, casi personaje, y aún hoy, retirado de la vida activa, recibe corte; vienen todas las noches seis u ocho personas de las más conocidas y respetadas aquí a hacerle tertulia, se encuentra mimado, y halagado, y hasta obedecido, y yo no sirvo sino para que se me rían en mi cara cuando me atrevo a decir algo de política. Vamos a ver, repito: ¿quién ha sido aquí el bolonio? ¿Quién el loco y quién el cuerdo? ¡Cuándo pienso que él está rodeado de jóvenes! Ese caduco despojo de edades oscurantistas, ¡con una escolta de muchachos! ¿Si retrocederá el siglo en vez de avanzar? ¿Si seré yo un memo, y la santa libertad una engañifa? Porque si hubiese justicia en la tierra, Marineda a quien debía traer en palmas es a mí, el nacional veterano; y a ese terco vejestorio servilón, encerrarle en la cárcel, donde otros están con menos motivo.»

Es inexplicable la murria que estas cavilaciones infundían a don Pedro. Tanto subió de punto que la tertulia de abajo, con sus risotadas, sus taconeos, sus sillas removidas y todo su alegre trajín vino a ser la idea fija del señor de Morrión; idea que, ayudada por la debilidad mental y las manías, compañeras inseparables de los años provectos, consiguió dar al traste con la serenidad del vejete, persuadiéndole de que andaba sobre un volcán, o, para decirlo más claro, de que bajo sus plantas se tramaba alguna formidable conspiración semejante a la de Ortega, y de la cual resultaría Marineda el centro, siendo foco del incendio aquella misma casa.

«¡Ah lechuzos! —exclamaba para sí el señor de Morrión—. A mí no me la pegáis. Vosotros no os reunís ahí tan solo para hacerle el mondiú a ese melón de don Juan Boina. A otro perro con ese hueso. ¿Si me acordaré yo de cuando, so color de hacerle cocos a una muchacha, nos juntábamos a llenar cartuchos y fundir balitas? Ya soy machucho y la experiencia me ha enseñado a desconfiar. Aquí se trama algo... Pero yo lo descubriré o pierdo el nombre que tengo.»

Lo cierto es que, después de tomada esta determinación, don Pedro no volvió a aburrirse. Había encontrado eso que se necesita a todas las edades, y más en la vejez: un objeto, una distracción, en fin, una forma cualquiera de la actividad moral humana.

Así que cerraba la noche, recatando la cara con el embozo, agazapado en un ángulo del tenebroso portal, atisbaba don Pedro a los tertulianos de su vecino y trataba de interpretar las palabras sueltas que pronunciasen al tirar de la campanilla. Después, tumbándose en el piso, pegando el oído a las rendijas de los tablones, procuraba sorprender el cuchicheo de la reunión oscurantista. Primero oía un murmurio acompasado y monótono, que alternativamente se apagaba o sonaba con más fuerza: era don Juan guiando el rosario de sus tertulios. Después notaba los acostumbrados ruidos de arrastrar muebles; se organizaba la partida de tresillo. Choques como de hueso con loza: las fichas. Carcajadas: un codillo al patriarca dado por medio de unas trampas de lo más irreverente. Y luego, lectura en alta voz, entrecortada por comentarios, exclamaciones, protestas, gritos y disputas interminables: era la lectura de El Siglo Futuro y de La Fe, no incompatibles todavía en aquellos tiempos, si bien ya muy esquinados y torcidos; como que no tardarían en arrojarse los platos a la cabeza. Estos eran los ecos de la tertulia para un espíritu desapasionado y observador; no así para el viejo maniático, que no podía explicarse semejantes rumores sino atribuyéndolos a alguna ocupación ilícita, perturbadora y completamente extralegal.

Una noche, sobre todo, llegó su excitación al paroxismo a causa de un suceso inexplicable para él y que ocurrió en el misterioso conciliábulo. Antes de referirlo, conviene advertir que los asiduos cortesanos del señor de Boina, gente moza y de festivo genio, iban cansándose de hablar y oír todas las noches las mismas cosas; y encontrando que la tertulia pecaba de soporífera, trataban de animarla con bromas y jugarretas. En los primeros tiempos se habían portado con gran formalidad, mostrando sumo respeto al patriarca; pero así como los sacristanes acaban por familiarizarse con las imágenes y objetos sagrados, y andar entre ellos como andarían entre cachorros o espuertas, ya los tertulios de don Juan no veían en él al figurón respetable de su partido, sino al viejecito chocho, con cuyas ideas estrambóticas se divertían en grande. Era aquella una generación nueva, no educada para venerar, o al menos infiltrada de ese virus de libre examen que funda la veneración en la crítica: que si venera, quiere saber por qué, y a quien en último término sólo se imponen positivamente la inteligencia y el vigor. Así es que la casa de don Juan poco a poco fue convirtiéndose para ellos de santuario en entremés, y cada día ideaban una diablura diferente para solazarse a cuenta del pobrecito. Empezaron por tomarla con la criadita del señor don Juan, recomendada de un canónigo, que tenía la voz monjil y el andar muy repulgado, que saludaba diciendo: «¡Ave María purísima!», y que era, en opinión de don Juan Boina, la suma de las virtudes y el paraninfo de la castidad: flaquezas de juicio frecuente en los viejos que toman a su servicio muchachas. Para quemarle la sangre al señor Boina, nada como decirle chicoleos a su Verónica.

—Es un cargo de conciencia, señores —gruñía, poniéndosele la nariz colorada como el moco de un pavo—. ¿No comprenden ustedes que esa muchacha es la inocencia misma, que perturban ustedes su virginal corazón? ¡Una chica que se proponía entrar monja y ha dejado el convento para servirme! ¡Buen ejemplo y buena seguridad la que disfruta bajo mi techo! Señores, esto no puede seguir así. Al que diga algo atrevido a Verónica... se le expulsa, señores, se le expulsa.

Con esta orden draconiana tuvieron materia de diversión para rato. Es de saber que el señor Boina era el más desgraciado mortal del mundo cuando le faltaba un tertuliano; y hubo de observar con disgusto que alguno de ellos no parecía en tres o cuatro días por la tertulia.

—¿Qué tendrá el señor don Feliciano Mosquera? ¿Estará enfermo?

Guardaban silencio los cómplices, hasta que, apremiados por las preguntas y la aflicción del señor Boina, bajaban la cabeza y contestaban como avergonzados:

—Señor don Juan, Mosquera no se atreve a ponerse delante de usted... Tuvo la desgracia de echarle flores a Verónica..., y como usted ha sentenciado a expulsión al que en tal error incurriese...

Esta explicación la daba con aire gazmoño y voz contrita el joven abogado Martín Gómez Canido, el tertuliano de aspecto más modesto y formal, y en el fondo el más terrible guasón de cuantos mareaban al patriarca. Y don Juan solía contestarle, echándola de magnánimo:

—¡Jesús, María Santísima..., qué frágil es la humana naturaleza! En fin, por esta vez dígale al señor Mosquera que venga, que le echamos muy en falta... Pero con condición de que no reincida. ¡Si reincide...!

Agotada ya la vena de los requiebros a la sirvienta, discurrieron otra humorada sobre el mismo tema, y fue asegurarle a don Juan que su criada estaba ferida de punta de amor por él, lo cual la traía a mal traer, llena de escrúpulos y con el alma toda acongojadica.

—Señor don Juan, usted no sabe lo que es una muchacha sensible. Claro, la ponen a la infeliz al borde del abismo; la traen a vivir en compañía de una persona como usted, con ese prestigio y esa fascinación que ejerce sobre cuanto le rodea; me la colocan, como quien dice, sobre el barril de pólvora..., y no quieren que salte, Señor don Juan, tiene usted sobre su conciencia un gran peso. Ha envenenado usted la existencia de esa desgraciada. Antes de conocerle a usted sólo pensaba en Dios, y ahora..., figúrese usted en lo que pensará.

A lo que respondía don Juan, cayéndosele la baba en hilos hasta la pechera:

—Son ustedes unos exagerados, señores. Una joven tan virtuosa no deja fácilmente que se la apoderen de las potencias las pasiones desenfrenadas. Con las prácticas cristianas de Verónica..., pues, vamos, no puede ser. Yo no digo que no tenga su sensibilidad lo mismo que cualquiera; todos somos..., en fin, somos mortales, no somos nada; pero la virtud siempre se levanta por encima de las asechanzas de esta carne maldita...

Viendo los empecatados bromistas la credulidad del buen señor, recargaron el cuadro:

—Señor de Boina: mucho sentimos dar a usted una mala nueva...; pero el cariño que le tenemos nos obliga... Nosotros debemos velar por su buena fama de usted. No conviene que el ilustre jefe del partido tradicionalista se vea tildado...

Aquí el señor Boina fruncía el sobrecejo, se echaba atrás con dignidad y articulaba con énfasis:

—Ustedes dirán, señores.

—Pues se trata de que, con motivo de esa pasión que por usted siente la infeliz Verónica..., anda por ahí cada cuento y cada chisme y cada historia... imponente.

—¿Qué me dicen ustedes, señores? Yo no sé lo que me pasa... ¿Están ustedes seguros?

—¡Toma! —replicaba Martín Gómez—, ¡que si estamos seguros! El director de El Pimiento Picante nos enseñó hasta el proyecto de caricatura que va a publicar contra usted. Sale usted de Fausto, y Verónica, de Margarita. Por supuesto que, si tal hace, le rompemos un alón; pero el escándalo..., el escándalo no se evita.

—Pues el escándalo es lo que conviene evitar, señores...

Y don Juan dejando caer la cabeza, incustrando la quijada en el pecho, desmayando la fisonomía, pareciera, efectivamente un búho atontado si no le faltasen los redondos ojos melancólicos que dan a esta ave nocturna aspecto tan grave y reflexivo. No inspiró lástima a los bromistas la actitud doliente del patriarca; lejos de eso, continuaron poniéndole la cabeza como un bombo, refiriéndole murmuraciones de vecindad y supuestos planes maquiavélicos de los librepensadores marinedinos, a fin de sorprender en malos pasos al mayor enemigo del liberalismo en Marineda: al eximio don Juan.

—¿A qué no sabe usted —insinuaba Gómez Canido, bajando los ojos, como siempre que iba a soltar una gran bellaquería— quién propala todas esas especies de ofensivas para el decoro de usted y, en general, de nuestra comunión? Y, claro, viniendo de tal origen, las cree todo el mundo..., figúrese. ¿No sospecha usted a quién me refiero?

El señor Boina, relampagueando con los ojos, alzaba el índice y lo movía de arriba abajo, pronunciando al mismo tiempo:

—Ya estoy, ya... Ese galafate del piso segundo...

—¡Ajá! Justamente. Don Pedro del Morrión es quien corre la voz de que si usted y Verónica...

Gómez completaba la frase poniendo horizontales los dos índices de la derecha y la izquierda, y dando en la yema del uno con la del otro repetidas veces.

—Hombre —articulaba, al fin, el señor de Boina—, a ese bicho malo convenía... sí, convenía que ustedes... me lo desalojasen de ahí. Si les he de ser a ustedes franco..., yo no estoy enteramente tranquilo con semejante vecindad. Una calumnia..., como ustedes dicen muy bien..., procediendo de un inquilino de la misma casa..., rueda y se divulga y tiene autoridad.

—Que sí; se lo correremos a usted de ahí. ¡No faltaba otra cosa! ¡En la misma casa de nuestro ilustre jefe ese revolucionario! No, no...; déjelo usted de nuestra cuenta.

Así estaban los dos inveterados enemigos: rebosando indignación, refrescadas sus antiguas discordias por la proximidad y atravesando con su ira el piso de carcomidas tablas que los separaba; la suerte que sus miradas no eran lanzas ni puñales; que si no, poco hubiese tardado en clavarse, pasando la débil valla, en ambos cuerpos.

En tal ocasión fue cuando los tertulianos, cansados de revolverle al señor de Boina armarios y alacenas para sacar a luz estrambóticas antiguallas; de hacer rabiar a Verónica en la cocina robándole los postres o escondiéndole el vino; de atarle al gato latas en el rabo y de volver los cuadros cara a la pared, idearon cierta infantil travesura, más propia de chicos del Instituto que de hombres barbados; y fue meter una rata enorme de las que en Marineda se llaman «lirios», en una cajita de madera, que, sellada y precintada, hicieron entregar por un mozo, diciendo que era un encarguito venido por la diligencia compostelana. La orden fue que el encargo se trajese cuando estuviese reunida toda la tertulia; y mientras don Juan sostenía la cajita en las manos sin resolverse a abrirla, dando vueltas al rótulo y discurriendo, según costumbre, si el regalo sería del señor penitenciario de Lugo o del primo Jacinto María, los tertulianos se empujaban con el codo y ahogaban la risa pellizcándose las manos o mordiéndose los labios. Por fin, don Juan determinó abrir, con gran prosopopeya, la caja, y, ¡pif!, saltó la rata hecha un basilisco, arrastrando más de treinta varas de bramante delgado con que le habían atado una patita y a cuyo extremo opuesto estaba sujeta la caja. Es indecible la confusión y algarabía; los chillidos de don Juan, que tenía un miedo cerval a las ratas; las carreras de los tertulianos para atrapar al animalejo, los brincos y fuga desesperada de éste; sus ascensiones a los muebles más altos; su refugio tras de una cortina; su trágica muerte a espadín, que fue el arma que más pronto se hubo a mano en el arsenal del señor Boina...

Arriba, don Pedro del Morrión, con el oído pegado al piso, el corazón en prensa y la respiración anhelosa, no podía darse cuenta del motivo de tan tremenda algazara.

—A alguno persiguen, es evidente; a alguno acosan; pero ¿a quién? —y de pronto, saltando como si el espadín que abajo consumaba la ejecución del asqueroso bicho le hubiese atravesado a él los riñones, exclamó—: ¡Caramillo! Ahí gritan ¡«muera»! ¡Se me eriza el cabello! ¡Ah!, no en vano decía yo que aquí hay más que una inocente tertulia. Aquí se conspira; aquí... se llega hasta el crimen.

Y al escuchar una voz que desde abajo dijo clara y distintamente: «Ya murió», el pobre hombre, tan sorprendido como si no acabase de anunciarlo, se quedó absorto, paralizado de horror.

Hay que insistir en que las potencias intelectuales del señor del Morrión habían ido debilitándose mucho con la edad, pues, de otro modo, no era posible que dejase de comprender, reflexionando serenamente, lo que bajo sus pies acontecía. Pero la edad enflaquece el juicio, y a don Pedro se le caían, de puro viejo, los calzones. Es indecible la trágica impresión que produjeron en su espíritu aquellos «mueras» y aquél «ya murió», oídos resonar, entre el silencio nocturno, en un caserón fantásticamente grande, donde cualquier ruido se agiganta y cualquier hecho se dramatiza. Don Pedro se acostó calenturiento y tiritando de fiebre: no pudo pegar ojo en toda la noche; lidió con mil pensamientos: de rencor y venganza los unos, de hidalguía los otros; hasta que a la siguiente mañana, apenas despachado el mezquino desayuno y vestídose el gabán de paño de pólvora y tomado el bastón de muleta bajó las escaleras y llamó con energía a la puerta de su enemigo.

¡Momento solemne en la existencia de entrambos! No se habían hablado nunca; no se conocían el metal de voz; y cuando don Juan vino a abrir en persona, porque la criada había salido al mercado, los adversarios y antiguos rivales se miraron con estupor consiguiente a aquella rara entrevista. Don Juan parecía una visión del otro mundo en el negligé matutino, con su elástica de franela amarilla, su gorro negro y sus babuchas; y don Pedro, al acercársele, sintió una mezcla de aborrecimiento, de asombro y, fuerza es decirlo, de consideración involuntaria. No obstante, entró con paso marcial, sin saludar más que por medio de un «felices días» seco y áspero. Pasó al salón, y ante el silencio orgulloso e interrogador de don Juan, que le miraba con altanería, perdió el aplomo, turbóse y balbució:

—Ya comprenderá usted el objeto de mi visita... Hay cosas que le ponen a uno en compromisos muy serios..., ¡muy serios! Cuando uno es caballero y lo ha sido toda su vida... El papel de delator es odioso... Y, al mismo tiempo, la conciencia de los deberes de ciudadano y de hombre honrado..., ¡de hombre honrado!, porque me precio de serlo...

—Haga usted el favor de explicarse inmediatamente —pronunció don Juan, que estaba purpúreo, y cuyas masas de carne temblaban como gelatina puesta en el plato.

—Que..., que si usted sigue celebrando aquí reuniones sediciosas que den lugar a escenas tan horribles como la de anoche, con mucho ¡con mucho! sentimiento mío me veré precisado a..., a... delatarle a las autoridades. Ya lo sabe usted, ¡ea!; ya lo sabe usted..., ya lo sabe. La ley ante todo..., la ley. Se inclinarán ustedes ante la ley..., mal que les pese. Tendrán ustedes que disolverse y... que respetar el orden establecido.

Todo el cuerpo de don Pedro vibraba a impulsos de la pasión interior; sus pupilas centelleaban, sus labios se contraían convulsos; sus mejillas estaban lívidas. Por impulso unánime los dos viejos se levantaron, y andando un par de pasos trágicamente, se quedaron a muy poca distancia el uno del otro. Se comían con la vista, y sus puños se crispaban. Al fin, don Juan rompió a hablar, trabándose de lengua.

—¿Con que..., con que usted me toma en boca... a la ley? ¿A la ley... eh? Usted... liber... libertino, la ley..., la ley... ¿Y qué ley reconoce un difamador..., ateo, como usted? ¿Eh? ¡La ley del..., del cerdo!

—Y usted..., hipócrita..., ¿porqué llama a los demás ateos?... Creemos en Dios... más que usted. ¡Usted..., bajo esa capa de religión, encubre... delitos, delitos como el de anoche! ¡Ateos nosotros..., los liberales de... siempre! ¡Nosotros no somos capaces de... acogotar a..., un ser humano! ¡No somos a... asesinos!

—¿A quién..., a quien he asesinado yo..., calumniador, disoluto?

La verdad es que don Pedro no lo sabía, a pesar de lo cual, penetrado de su razón, se empinó en las puntas de los pies, porque no era muy alto, cerró los puños y, hecho ya una fiera, anduvo, anduvo, anduvo hasta metérselos a don Juan por la cara... Y con voz que tenía todo el timbre de los años verdes, gritó:

—¿Qué a quién? ¡A la Libertad..., y... a... tu santa esposa..., mamarracho!

Una pálida criatura, ya reducida a polvo, surgió de repente entre los dos hombres. ¡Quién le dijera que aún podían acordarse de ella en el mundo de los vivos! Y don Juan, enarbolando una silla, aulló más que contestó:

—¡Yo te daré la esposa..., seductor, ladrón de honras ajenas!

Al querer descargar el silletazo, las fuerzas del viejo le hicieron traición, y enredándose en los pies cayó de bruces, desplomado, contra el suelo.

* * *

Dad un empujón al muro vetusto y ruinoso y se vendrá a tierra. Así sucedió a aquel par de estantiguas. Ninguno de los dos pudo resistir la descarga eléctrica del odio acumulado tantos años. Casi al mismo día enfermaron y se encamaron para no levantarse más. Una diferencia curiosa hubo, sin embargo, entre sus últimos instantes, y es preciso consignarla para dar a cada uno lo suyo, según manda la justicia.

Apenas vislumbró don Pedro que la cosa iba de veras, llamó a un sobrino suyo, única persona que velaba a su cabecera, acaso atraído por el olor del testamento, y murmuró a su oído con gran misterio y humildad, como quien pide una gollería:

—Anda a buscarme... un confesor

—¡Tío, qué disparate! No parece sino que se va usted a morir mañana.

—Que me busques un confesor te digo..., y basta que yo lo diga, que ahora no es ocasión de bromas. Mira..., tal vez esté ocupado el cura de la parroquia... Si está..., me traes..., me traes..., aunque sea..., aunque sea un jesuita... Ahí cerca creo que viven.

Un jesuita vino, en efecto, y él preparó aquella alma para salir, sin duda alguna, a vida mejor y más hermosa. Cuando el padre se encontraba enfrascado en su santa faena, haciendo repetir al moribundo los actos de fe, llamóle precipitadamente a la antesala un tertuliano de los más fieles de don Juan, que venía afligidísimo, pues a vueltas de diabluras y judiadas habían llegado todos a cobrar al patriarca un apego y cariño piadoso.

—Se nos va por la posta —dijo el tertuliano, que no era sino Mosquera—. Tememos que no pase de esta noche; y mire usted, padre, por más raro que a usted le parezca, nos encontramos con que no hay medio de meterle en la cabeza que debe confesarse. Ni indirectas del padre Cobos, ni directas, ni nada sirve con él; indudablemente que era muy buen cristiano y su conciencia estará limpia; pero de todas maneras como está es la de vámonos...

—Comprendo y no me admira eso tanto como ustedes imaginan —cuchilleó el hijo de Loyola—. Bajaré en cuanto me sea posible, y ya se arreglará el asunto; pero en este instante...

Y con la cabeza señaló hacia la alcoba de donde acababa de salir.

—¿Y... ése? —preguntó Mosquera.

—¡Ah! Perfectamente, gracias a Dios...; perfectamente. En realidad, puedo decirlo..., una muerte edificante. Con permiso de usted... Allá me vuelvo. La sábana mortuoria cubría ya la faz de don Pedro cuando el confesor empezó a trastear a don Juan para hacerle entender que era ocasión de prepararse para el viaje eterno, del cual nadie ha regresado, y el ejemplo y el fin del miliciano nacional fue asunto de la exhortación con que dispusieron a bien morir al hojalatero, absolutista. Costóle mucho trabajo, pero, al fin, no tuvo remedio sino de enterarse de la más desagradable noticia: desagradable siempre, hasta a los ochenta, hasta en el fondo de un calabozo, hasta al que nada espera ni de nada sirve, que tal es la ley natural y ninguno puede eludirla.

Don Pedro y don Juan fueron enterrados, con diferencia de horas, en dos nichos contiguos, queriendo la suerte que ni en el cementerio separasen su morada. Atravesando el tabique que los aísla ¿riñen todavía sus espíritus? Al sentirse tan cerca, ¿crujen de rabia sus huesos en el fondo del ataúd?

Bien quisiera saberlo... y también quisiera sospechar qué diría don Juan Boina, si levantase la cabeza, del cisma que se ha movido entre los tradicionalistas desde hace un año. ¿Seguiría a la progenie de Robledal o a don Carlos de Borbón?


«La España Moderna», enero 1889.

Las tapias del Campo Santo

Entre todas las tiendas de que se compone el comercio marinedino, la más humilde, anticuada y estacionaria es la de Bonaret, el quincallero. Increíble parece que el patrón de aquel zaquizamí sea un mestizo de francés y catalán, dos razas tan mercantiles y emprendedoras. Acaso la explicación del problema consista en que dos fuerzas iguales, al encontrarse, se neutralizan.

Para el observador no carece de interés —de interés simpático— la tienda de Bonaret. Contrastando con los magníficos vidrios biselados, los relucientes bronces, las claras bombas de cristal raspado y las barnizadas anaquelerías que poco a poco, van echándose los demás industriales de Marineda, la quincallería conserva sus maderas pintadas toscamente de azul, sus turbios vidrios de a cuarta, su piso de baldosa fría y húmeda, sus sillas de Vitoria y su papel, despegado en parte, de un color barquillo, que el tiempo trueca en tono arcilloso indefinible. El escaparate (si con tanta pompa ha de calificarse la delantera de Bonaret) luce —en lugar de crujientes sedas y muebles terciopelos, cacharros artísticos o sombreros recargados de plumas— algunas sartas de cuentas verdes, cajitas de cartón llenas de abalorio, naipes bastos, tijeras enferrizadas, navajillas tomadas de orín, madejas de felpa y estambre para bordar...: todo atrasado de fecha medio siglo, cubierto de un tul gris por el polvo; en términos, que los ojos perspicaces y burlones de los ociosos marinedinos comprobaron diariamente los progresos del tapiz que tejía una gruesa araña, muy pacífica, en el ángulo izquierdo del escaparate.

La impresión que produce la tienda de Bonaret es la de un lugar solitario, donde no entra alma viviente; y, en efecto, rarísima vez se acerca la clientela al mostrador. Cuando las señoras de Marineda inventan una labor caprichosa o necesitan para un disfraz carnavalesco algún objeto pasado de moda desde hace treinta años lo menos, se acuerdan de Bonaret, y van a revolverle la casa. Son días nefastos para la araña tejedora; días en que el polvo y las correderas ven comprometida su tranquilidad. Que a la magistrada, la brigadiera o la cónsula le entra antojo de tal cachivache..., pues Bonaret sea con nosotros. Es indecible los tesoros que puede esconder una quincallería entre su complicado y heteróclito surtido. ¿Que se estilan hebillas de acero en los cinturones? Bonaret desentierra tres o cuatro. ¿Qué se bordan de canutillo las blondas? Lo tiene Bonaret. ¿Qué vuelven a llevarse los abanicos antiguos, de «medio paso»? Bonaret saca del fondo de una alacena cajitas de cartón dorado, y allí están los abanicos de nácar chapeado de oro, con paisajes de la época imperial.

Bonaret era un hombre enfermizo y triste. Dormilón para el negocio, vendía, al parecer, por condescendencia; al recoger en el cajón el dinero, suspiraba. No sostenía regateo; no defendía el género, y tan pronto daba por tres pesetas un abanico de estimación como reclamaba un duro por un ovillo de algodón encarnado. En su rostro marcara indelebles señales la ictericia; y ni en tiempo de verano riguroso prescindía de la gorra de seda y las babuchas de abrigo. Vivía con sus dos hijas; su mujer había muerto de tisis pulmonar.

La hija mayor, Joaquina, ya talluda ofrecía, en lo largo, insulso y verdoso del semblante, cierta semejanza con un calabacín, y por lo desgarbado del talle era un palo vestido. De su bondad se hacía lenguas la gente. Con todo, ignorábase que hubiese ejecutado ninguna acción reveladora de excepcional virtud, y probablemente su buena fama procedía de su resignada fealdad y soltería incurable. La menor, Clara, sin dejar de parecerse a Joaquina, tendría singular atractivo para un artista delicado de la escuela mística anterior a Rafael. El óvalo muy prolongado de su cara exangüe descansaba en un cuello finísimo, verdadero tallo de azucena. Sus ojos, asombrados y cándidos, eran pensativos y profundos a fuerza de ser puros. La inmensa frente ostentaba el bruñido del marfil y la luz de la inocencia. Sobre un cuerpo delgado y de rígidas líneas, el seno virginal, redondo y diminuto, campeaba muy alto, como el de las madonas que en las tablas del siglo XV lactan al Niño Jesús.

En Marineda no se le había ocurrido a nadie que fuese bonita Clara. Y, en realidad, no lo era sino vista su figura al través de la imaginación excitada por recuerdos artísticos y convencionalismos estéticos. Además, la hermosura en Marineda abunda como antaño el dinero en La Habana, y sobran muchachas frescas, guapetonas y airosillas a quien hacer guiños. Por otra parte, ni Joaquina ni Clara se dejaban ver en parte alguna; su tienda les servía de claustro. Ni bajaban los domingos al paseo de las Filas, cuando toca la música militar, ni jamás compraban dos asientos de «galería» en el Coliseo, ni asistían a los bailes del Casino de Industriales, ni siquiera iban a misa de tropa. Vivían lo mismo que en su concha el caracol. A nadie trataban. Su recreación dominical consistía en leer —mientras su padre hacía solitarios sobre el desteñido tapete de la mesa— cuadernos de folletines franceses, todos sucios y destrozados, recortados de este y aquel periódico, cosidos de cualquier manera por no gastar en encuadernación y, a lo mejor, faltosos del primer capítulo o del desenlace.

Aquellas dos arrinconadas criaturas, cuya existencia equivalía a un sonambulismo incoloro, melancólico a fuerza de monotonía; aquellas dos plantas que se ahilaban en la atmósfera polvorienta del mísero tenducho, no pudiendo alzar su copa hacia el sol, se volvían afanosas hacia las luces de bengala de la fantasía novelesca. Las aventureras damiselas de Walter Scott; los castísimos amantes de Bernadino de Saint Pierre; las altivas e independientes heroínas de Jorge Sand; las perseguidas y galantes reinas de Dumas, les tenían devanados los sesos a ambas hermanas. Creían todo sin examen, mejor dicho, «sentían» todo, y no se les ocurría ni reflexionar en si las cosas pasaban así en el mundo en general y, particularmente, en la capital marinedina. El resto de la semana, mientras las dos doncellas, por modo automático, ayudaban a su padre a despachar tres adarmes de torzal o un papel de alfileres con cabeza de vidrio, su mente, y casi pudiera decir que toda su alma, la tenían, vaya usted a saber si en algún lago de Escocia, debajo de un platanero en la isla de Francia o colgada del manto del duque de Buckingham. Y era lo peor de esta guilladura que las dos hermanas ni aun entre sí hablaban de ella. Cada una archivaba sus pensamientos, y seguía, en apariencia, tranquila y apática, sentada en su rincón al lado del silencioso padre.

A bien que por allí no andaban galanes escoceses de pluma en gorra. Los ojos de Clara y Joaquina, al fijarse en los transeúntes por la calle Mayor, reconocían perfectamente a cada burgués marinedino: el que pasa ahora es Realdo, el lampista; síguele Taconer, el armero; el otro, Casaverde, concejal y fabricante de cerillas; aquel, Baltasar Sobrado, antes militar, hoy de reemplazo y al frente de su casa de comercio; luego, Castro Quintás, que expende petróleo y aguardiente de caña al por mayor. ¡Imposible representarse a Edgardo de Ravenswood en figura de alguno de estos tan apreciables convecinos!

Menos tipo de héroe de novela, si cabe, era el de don Atilano Bujía, tendero de ultramarinos establecido frente por frente al tugurio de Bonaret. Chiquito, arrebolado de cutis, bigotudo, peludo, de voz atiplada y muy tripón, don Atilano pasaba, no obstante, por furioso tenorio, y ni casadas ni solteras se veían libres de sus empresas galantes. Hubo una temporada en que no se sabe qué viento le llevó con suma frecuencia a casa de Bonaret. Siempre encontraba pretexto a la visita, y en presencia del mismo padre se familiarizaba groseramente con las muchachas, en especial con Clara, objeto de sus baboseos lascivos. Las muchachas se apartaban de su contacto como del de un sapo venenoso, y el padre, indiferente al principio, agarró un día una silleta para rompérsela en las espaldas. La causa no se supo jamás. Hubo sospechas de que Bujía osó ofrecer a Bonaret algún dinero «para salir de hambres». Fuese lo que fuese, Bujía no aportó más por el tenducho, y ahora se le achacaban libertinos propósitos respecto de una zapatera, muy guapa, rubia como unas candelas y legítima esposa de un esposo joven y buen mozo, por añadidura.

La desaparición de Bujía satisfizo a las dos hermanas, que sentían por él aversión y el miedo indefinible que causan a las doncellas absolutamente castas los hombres disolutos, por más grotescos e inofensivos que sean. Y desde entonces, cuando veían que les suscitase una idea cómica —el bombo de la murga, el faldero de la brigadiera—, lo comparaban a don Atilano.

—¡Qué facha! Parece Bujía —murmuraba Clara, sonriendo pálidamente.

Poco tardó, sin embargo, en borrarse el recuerdo del ridículo industrial ante un suceso gravísimo, único, que señalaba honda huella de luz en el alma juvenil de Clara. Vio a un hombre, cuyas prendas exteriores podían servir de cimiento al palacio de cristal de la ilusión..., y se enamoró de él, mejor dicho, cayó en el amor como en un pozo, atada de pies y manos, indefensa, loca.

No nos importa su nombre... Clara no lo supo tampoco hasta meses después de haberle rendido a discreción la voluntad. ¿Quién había de decirle aquellas dulces sílabas? Con nadie hablaba Clara; nunca salía, y «él» era forastero, recién llegado a formar parte de la guarnición de Marineda. Todas las tardes, la hija de Bonaret veía a su ídolo, ya ceñido por el brillante uniforme, ya elegantemente vestido con chaqueta de terciopelo y calzón de punto gris, al trote de su caballo bayo de pura sangre; y sin poder detallar las facciones del gallardo oficial, la deslumbraba el relámpago de sus ojos, que al paso se clavaban rápidamente en el rostro de la niña. Viérais entonces a ésta cambiar su tez de marfil por otra de encendidísima amapola; y este rubor ardiente, instantáneo, que ascendía como ola vital a aquella frente tan honesta, sería para el jinete —si lo pudiese comprender— cosa más dulce y lisonjera que todos los triunfos obtenidos sobre adversarios duchos en rendirse y contra fortalezas que rabiaban por facilitar al sitiador sus llaves.

¿Adivinó algo de esto el jinete? ¿Fue tan solo efecto de la inveterada costumbre de no dejar hembra sin ojeada, por si acaso? Lo cierto es que sus miradas eran intensas, constantes, fascinadoras. Clara aguardaba aquel mirar como el pan de cada día. La alimentaban los ojos de su absoluto dueño. Esperaba, con la fe mesianista de los seres humildes y olvidados, que el jinete, parando el generoso corcel, le dijese: «Pues, nada, que ahora te encaramas a la grupa y te vienes conmigo». ¿Adónde? ¡Bah! A donde él mandase: a Melilla, a Filipinas, a Fernando Poo...; ¡siempre sería a la gloria!

Tan tenaz se hizo en Clara esta obsesión, que secretamente, con fuerza de voluntad espantosa, realizó sus preparativos de viaje. Del mísero presupuesto de la familia ahorró real tras real una irrisoria suma y la cosió entre el forro de un abrigo que tenía siempre colgado al pie de su lecho. Destinaba aquel caudal a la adquisición del indispensable saquillo y a la de un velo tupido para cubrirse el rostro. Lo que no se presentaba era la ocasión de salir de ocultis a todas esas compras urgentes. Sin embargo, acechándola bien...

Aracne silenciosa que labrabas tu tapicería en el rincón del tenducho, ¡cómo te avergonzarías si pudieses ver los bordados de seda, plata, perlas y orientales rubíes que una labrandera rival tuya, la ilusión, recamaba en el cerebro de Clara Bonaret! Misterioso abrazo; fusión de dos espíritus simbolizada por dos cuerpos juveniles y hermosos; abrazo que nunca te manchas con el barro de la sensualidad; poema de estrofas rimadas por caricias de ángeles; viaje a la tierra donde la materia no existe, donde no hay prosa, donde se anda sin tocar el suelo, donde las flores narran consejas a la luna... Ensueño divino que unge y mata al que en sí lo lleva, ¡cómo hervías, cómo te elevabas en columna de oro del espíritu de Clara Bonaret al cielo, tu verdadera patria!

Un día el jinete no pasó. Clara se acostó febril. No cabía duda: ocupaciones o enfermedad... Tampoco al día siguiente se oyó el trote del caballo arrancando chispas de las piedras y del corazón de Clara. Ni al otro, ni al otro... Una semana había transcurrido.

La niña no se tomó el trabajo de inventar pretextos. Así que no pudo más, cogió las vueltas a su padre y hermana; atravesó rápidamente, sin avergonzarse, la calle Mayor, donde algunos transeúntes, conociéndola, la miraban con extrañeza; bajó hacia el Páramo de Solares y se fue derecha como un dardo al cuartel. ¿Al cuartel? ¡Vaya! A peores sitios iría ella sin vacilar. El centinela la detuvo, preguntando un instante, medio guasón y medio solícito, qué quería. «Saber dónde vive...» (Aquí el nombre, que no nos importa). Como el soldado no acertase a responder y pasase por allí un sargento, fue éste quien sacó de dudas a la enamorada: «Ese señorito hace más de ocho días que largó de Marineda. Siempre quiso ir destinado a Sevilla, y tanto trabajó, que lo consiguió por fin. Si tiene algo que decirle..., escriba».

¡Escribir!

Clara no articuló palabra alguna. Dio media vuelta se echó a la cara instintivamente el velo del manto y rodeó el lado derecho del cuartel, en dirección opuesta a su casa.

Volver a ella no lo pensó ni un segundo. En medio del caos de su pobre meollo, quizá la única idea concreta y dominante era huir, alejarse mucho de su casa. Su casa era un limbo gris, una tumba de vivos. Su casa..., ¿y no ver pasar el jinete? Para ella todo se había concluido, todo; no encontraba fondo en que asentar la existencia ni razón para continuarla. Esto no lo discurría; lo sentía dentro, bajo el dolorido seno izquierdo, en la apretada garganta, en la vertiginosa cabeza.

Iba andando lentamente, lo mismo que si se recrease en pasear. Era, en realidad hora de gozar plenamente la hermosura y calma de la tarde. En las callejuelas que siguen al cuartel, la proximidad de la noche infundía paz; los chiquillos se recogían a cenar y a acostarse; un soplo fresco y salitroso venía de la costa y en la capillita pobre, frecuentada únicamente por pescadores, el esquilón convocaba al rosario.

Clara andaba y andaba maquinalmente. No sentía, al avanzar, la flexión de sus piernas. Tenía la sensación de caminar sobre algodón en rama, con la frente hecha un horno y la boca seca y untada de hiel.

De súbito, se paró. Había recorrido toda la calle del Faro, y al concluirse las casas se le aparecía la extensión sin límites del Océano.

En aquel punto no estaba azul, sino verde, de un verde negro casi, pero sereno, con admirable serenidad. Sobre la cima de los montes fronterizos asomaba una encendida luna, envuelta en rosados vapores. Clara permanecía quieta, paralizada, invadida de repente por un dolor agudísimo. No acudieron a sus ojos las lágrimas, pero sí a su garganta un sollozo ronco, un anhelo de ave herida de muerte por el plomo del cazador.

Sus ojos se fijaban en el disco saliente de la luna. El hermoso astro, al asomar, relucía enorme, incandescente, glorioso. A medida que iba ascendiendo su inflamado color palidecía. Al fin se convirtió en placa de oro pálido, y poco después, en la blanca faz de un muerto. Tal le parecía, por lo menos, a Clara, que no pudo menos de establecer, sin expresarla o darle forma, una comparación instintiva entre la suerte de sus afectos y aquella poética decadencia sideral.

Así eran las cosas: extinguido el fuego, la dicha borrada, el único interés de la vida suprimido como aquel fugitivo resplandor de la luna. La existencia ya oscura y tétrica eternamente; un mar sombrío, sin límites, sin esperanza...

¡Cuán veloz germinó la idea en su cerebro! ¡Cómo prendió, a modo de chispa en seca paja! ¡Decir que no se le había ocurrido antes! ¡Un remedio tan pronto, tan seguro, tan eficaz!

Con alegría pueril echo a correr hacia la costa. No veía; la vereda era pedregosa, costanera, abierta entre los sembrados y a lo mejor interrumpida por charcos y zanjas, donde Clara tropezaba frecuentemente. Una vez hasta cayó. Soltando carcajadas, convulsiva, volvió a levantarse y siguió su camino, después de recogerse las faldas, procurando, por hábito de pudor y como si alguien la viese, que no pasase el remango más arriba del tobillo. Ya distaba poco del mar..., cuando advirtió que no podía llegar hasta él. Agrios peñascales, picudos y resbaladizos, la separaban del Océano. Cien veces se rompería las piernas antes de acercarse al agua salvadora.

¿Qué hacemos?

Miró alrededor. La luna, enmascarada ya por nubes grises, alumbraba poco el paisaje; sin embargo, Clara pudo ver que el sendero, a la izquierda, se torcía bajando hacia el mar. Por allí debía de haber salida. Solo que para tomar aquella ruta era preciso pasar rozando con las tapias del campo santo. Y Clara, resuelta a morir, tenía miedo a las tapias.

¿Miedo a los espantos de ultratumba? ¿Miedo a algún ánima del Purgatorio? No, por cierto; ni se le ocurrió siquiera. Miedo al sitio, muy sospechoso y de fatal reputación en la capital marinedina. No obstante lo retraídas que vivían las hijas de Bonaret, habían llegado a sus oídos historias trágicas relacionadas con las tapias malditas. Allí se recogían suicidas con el cráneo roto o mujeres asesinadas con un puñal clavado en el pecho; allí se dirimían las cuestiones a garrotazos, y allí, por último, buscaban infame seguridad las parejas sospechosas. Clara temblaba a las tapias del campo santo. ¿Qué podría sucederle peor de lo que ya tenía resuelto? Nada, en verdad; pero..., enigmas de nuestro ser, temblaba.

Al fin se decidió. El corazón le pegaba grandes brincos. El sendero faldeaba precisamente la tapia, revolviendo al tocar con el ángulo, donde un vallado lo guarnecía. Clara se deslizaba, llena de ansiedad, deseando llegar al final de su carrera...

Disponíase a dar la vuelta al ángulo de la tapia, cuando tuvo que detenerse, o, mejor dicho, el terror la inmovilizó de golpe. Por el otro lado de la tapia sonaban voces, un cuchicheo entrecortado y singular.

Aproximóse el grupo, y se detuvo precisamente en el ángulo, antes de salvarlo y encontrarse faz a faz con Clara. En vez de proseguir, sentáronse en el vallado, tan juntos, que hacían una sola mancha oscura sobre el fondo del cielo. Fija, muda, reprimiendo el aliento, dominada por la malsana curiosidad de las doncellas, Clara los devoraba con los ojos. Eran dos amantes, no cabía duda; así estarían ella y su ídolo, si lo hubiese permitido la triste suerte... ¡Dos amantes, dos futuros esposos! ¿Qué otra cosa habían de ser, cuando así se acariciaban y estrechaban y fundían? No obstante, a los dos o tres minutos de espectáculo, Clara sintió una especie de náusea moral, algo parecido a la sensación de la primera chupada de cigarro para un chiquillo. Y esta náusea se convirtió en horror al salir la luna recogiendo su velo de nubes y distinguir claramente, en la enlazada pareja, las figuras y rostros de don Atilano Bujía y la hermosa zapatera vecina de Clara, rubia como unas candelas y mujer de un marido joven y buen mozo.

Clara miraba al grupo, sin hacer un movimiento, cortada hasta la respiración por el asco... Su misma repugnancia le impedía huir, librarse del espectáculo grotesco y odioso. También el asco fascina, prende los ojos, prende la imaginación y fuerza la atención, quizá con más energía que el gusto... Clara no quería ver, y miraba; no quería oír, y oía distinta y sutilmente; no quería entender, y en su alma de virgen se rasgaba un velo blanco...

Hacía diez minutos que se había alejado la pareja, dando, sin duda, vuelta a las tapias por el lado opuesto, y aún Clara no tenía ánimos para arrancarse de allí. Sentía un hielo, una anestesia interior, la congelación de su novelesco ideal. Una voz mofadora repetía a su oído: «Ahí tienes tú lo que es el amor, chiquilla...»

Una ráfaga de aire muy vivo, marino, delicioso, la despertó. Exhalando un suspiro, volvió pies atrás, se ciñó el velo y tomó a buen paso el camino de la ciudad, impulsada por el temor de que su padre y su hermana estarían vueltos locos echándola de menos.


«La España Moderna», tomo XXV, 1891.

El señor doctoral

A la verdad, aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como sacrificio en que hace de víctima el mismo Dios, yo preferí siempre oír la del señor doctoral de Marineda, figurándome que si los ángeles tuviesen la humorada de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos a los hijos de los hombres, cualquier día veo a un hermoso mancebo rubio, igual que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzándole respetuosamente al señor doctoral la casulla.

Vivía el señor doctoral con su ama, mujer que había cumplido ya la edad prescrita por los cánones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por «malvises», y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves cantoras. La casa era, más que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el ama del doctoral, doña Romana Villardos Cabaleiros, había sido, in illo tempore, toda una señora, en memoria de lo cual tenía resuelto trabajar lo menos posible, y señora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en memoria de la cual seis días cada semana se guillaba enteramente, entregándose a tristes recordaciones y olvidando que existen en el mundo escobas y pucheros. En el hogar del canónigo ocurrían a menudo escenas como la siguiente:

Volvía de decir la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la canaleja, su débil estómago repetía con insinuante voz. «Es la horita del chocolate». Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba media... Ningún síntoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz tímida y cariñosa:

—¡Doña Romana..., doña Romana!

Al cabo de diez minutos respondía un lastimero acento:

—¿Qué se ofrece?

—¿Y... mi chocolate?

—¡Ay! —exclamaba la dolorida dueña—. Hoy no estoy yo para nada... ¿Sabe usted qué día es?

—Jueves, 6 de febrero; Santas Dorotea y Revocata...

—Justo... El día que, hallándome yo más satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que mi cuñado el comandante se había muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mío! ¡El Señor de la vida me dé paciencia y resignación!

Nunca la buena pasta del doctoral le consintió preguntar a la matrona si, por haberse muerto del vómito su cuñado, era razón que su amo se muriese de hambre. Lo que solía hacer era abrir la alacena de la cocina, sacar de su envoltura mantecosa la onza de chocolate y roerla, con ayuda de un vaso de agua. Después solía dedicar un ratito a consolar a doña Romana, que hipaba en el rincón de un sofá, con la cara embozada en un pañuelo.

—Doña Romana... Dios... La conformidad... No tentar a Dios, por decirlo así... ¡Si llora usted más perdemos las amistades...!

—Mañana tendrá usted el chocolate a punto —respingaba con aspereza la vieja.

—¡Si no es por el chocolate, mujer!... Es que nuestra santa religión..., ¿lo oye usted? nos manda que tengamos correa..., que no nos desesperemos..., y que cada uno se someta a la voluntad divina..., aceptando la situación que...

Doña Romana se volvía toda venenosa, exhalando un bufido comparable al «¡fu!» de los gatos.

—¡Ya entiendo, ya!... Ahora mismo me voy a poner la comida, para que no tenga usted que echarme en cara ni que avergonzarme por cosa ninguna.

—¡Jesús, doña Romana!... ¡Vaya por Dios! Todo lo toma usted por donde quema... —murmuraba el doctoral apiadado y contrito.

El caso es que, cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el caldo. Nada de esto molestaba al buen señor como los fracasos de su oratoria, que no lograba serenar el atribulado espíritu de la dueña. Porque si en algún escondrijo del alma del doctoral crecía la mala hierba de una pretensión, era en el terreno de la elocuencia. Por componer un sermón que dejase memoria, diera el dedo meñique, ya que no la mano. Cada vez que subía al púlpito algún jesuita, de estos que tienen pico de oro y lengua de fuego para echar pestes contra las impiedades de Draper y Straus (en Marineda perfectamente desconocidas), o algún curita joven vaciado en moldes castelarinos, de estos que hablan del «judaico endurecimiento», y de la «epopeya de la Reconquista», y de la «civilizadora luz que el sacro Gólgota irradia», el señor doctoral no se reconcomía de envidia, por imposibilidad psicológica, pero se abismaba dolorosamente en la convicción profunda de su propia inutilidad, y sus reflexiones —suponiéndolas una ilación que no tenían y peinándolas mucho— podrían transcribirse así:

—¡Jesús mío, ya está visto que yo no te sirvo para maldita la cosa! Soy un trapo viejo, un perro mudo. Necedad grande la mía en desear, como he deseado, que me enviasen a predicar el Evangelio en tierras salvajes, donde abunda la cosecha de almas. ¡Bonito soy yo para apóstol, con esta lengua torpe, estos dichos sosos, esta voz de carraca y esta fachilla insignificante! Señor, ¿por qué no me habréis concedido el don de la palabra? ¡Sería tan hermoso cantar vuestras alabanzas, llenar de una conmovida multitud vuestro templo, siempre vacío; derretir los corazones, derramando en ellos, viva y caliente, la infusión de la gracia! Y el caso es, Jesús mío, que si con vuestro infinito poder me desatarais el habla, si me cortaseis el frenillo y me otorgaseis el palabreo bonito y los períodos sonoros que gastan los predicadores de rumbo..., ¡se me figura que diría yo cosas muy buenas! Porque en mi interior siento unos fervorines... y así como unas ideas raras, nuevas y eficaces... Cuando el padre Incienso está a vueltas con aquello del «helado indiferentismo» y lo otro del «determinismo positivista, nefanda resurrección del fatalismo pagano», me entran a mí arrechuchos de gritarle: «¡Padre Incienso, por ahí, no!... ¡Si aquí no existen semejantes positivistas ni deterministas, ni hay tales carneros!... Aquí lo que importa es apretar en esto, en esto y en lo otro». ¡Ah, si me ayudasen las explicaderas! Jesús mío, ¿por qué consientes que sea tan zote?... ¡Vaya un señor doctoral! Señor animal es lo que debían llamarme.

En el confesonario luchaba el señor doctoral con la misma deficiencia de facultades. Jamás se le ocurrían esas parrafadas agridulces que entretienen los escrúpulos de las devotas, ni esos apóstrofes tremendos que funden el hielo de las empedernidas conciencias. Nada; vulgaridades y más vulgaridades. «Paciencia, que también la tuvo Cristo...» «Bueno; otro día procure usted no promiscuar...» «¡Ánimo! ¡Arránquese usted del alma esa afición tan peligrosa!...» «Está usted obligado a restituir, y si no restituye no puedo absolverle...» «A ese enemigo perdónele usted de todo corazón antes de comulgar... Sería un sacrilegio horrible recibir a Dios deseando la muerte a nadie». Y patochadas por el estilo; de modo que Arcangelita Ramos, presidenta de las Hijas de María; la marquesa de Veniales, fundadora del Roperito; la brigadiera Celis; en fin, la flor y nata de las devotas marinedinas, estaban acordes en que el señor doctoral era un clérigo de misa y olla, y el padre Incienso un encanto, según enredaba por la reja del confesonario flores de retórica y filigranas de místico discreteo.

En cambio, la gente baja decía primores del señor doctoral. Marineros, artesanos y cigarreras, al verle pasar arrastrando los pies y sonriendo con la vaga sonrisa de las almas bondadosas, murmuraban con misterio: «Es un santo». En la Fábrica de Tabacos (donde no hay noticia que se ignore ni suceso que no se comente) se referían mil anécdotas de la vida privada del doctoral. Que si había vendido las hebillas de plata de los zapatos para que no echasen a unas pobres del piso cuyo alquiler estaban debiendo; que si no teniendo moneda cuando en la calle le pedían limosna, daba el tapabocas, el pañuelo, el rosario; que si pasaba necesidades en su casa por socorrer las ajenas; que si a veces no se echaba carne en su olla; que si unos manteos le duraban diez años... Cuentos semejantes sofocarían muchísimo al doctoral si los oyese. Por aquel romanticismo de la limosna callejera se regañaba diariamente a sí propio, tratándose de hombre ñoño y sin sustancia y pensando que, en lugar del ochavo, le estaría mejor establecer alguna sociedad o congregación, escuela dominical o cocina económica, «a fin de recabar de la filantrópica abnegación de las colectividades lo que no logran los más gigantescos esfuerzos de la iniciativa individual», como decía un periódico local, El Nautiliense, tratando de una empresa para salvamento de náufragos. Solo que tales funciones requieren labia, expediente, agilibus..., y el doctoral no poseía semejantes dones, esencialísimos en los tiempos que corremos.

Una noche, el doctoral, bastante resfriado, hubo de acostarse con las gallinas. El tiempo era de perros; diluviaba, y el viento redondo de Marineda sacudía los edificios y rugía furioso al través de las bocacalles. Por lo mismo, la cama estaba calentita y simpática en extremo, y el doctoral, arropado, quieto y a oscuras, sentía ese bienestar delicioso que precede a la soñarrera. Sus huesos, torturados por el reuma, iban calentándose, y su pecho, obstruido por el recio catarro, funcionaba mejor. Era un instante de goce sibarítico, de esos que prolongan la débil existencia de los viejos. El murmullo del último padrenuestro moría en los labios del doctoral, cuando el aldabón y la campanilla resonaron casi a un tiempo estrepitosamente, y el vocerío de una discusión alborotó la antesala. La discusión seguía, convirtiéndose en disputa, hasta que doña Romana, palmatoria en ristre, se lanzó en la alcoba a noticiar que una mujer muy mal vestida, con trazas de pedir limosna, se empeñaba en que había de ver al señor inmediatamente, a la fuerza. Como el soldado que oye el toque del clarín, el doctoral saltó de la cama, y, apenas cubiertos los paños menores con otros mayores, salió a la antesala, enfrentándose con la mujer, la cual chorreaba agua, pues tenía pegado a los hombros el mantoncillo negro y a la cabeza el pañolito de algodón.

—Santo querido —exclamó intentando besar la mano del viejo—, mi hermano está en los últimos, dando las boqueadas, y se quiere confesar... Se muere, señor, y lo mismo que un can, con perdón de usted... A ver, santiño, si le convence a aquel alma negra para que no se vaya así al otro mundo.

—¿Quién es su hermano de usted, mujer?

—El escribano Roca...

El doctoral miró con extrañeza el pobre pelaje de la mujer, y ella, comprendiendo el sentido de la mirada, balbució:

—Yo soy cigarrera, y gano muy poco, que tengo mala vista, el Señor me consuele... Mi hermano, podrido de onzas, y nunca un cuarto me da... Allí tiene en casa una pingarrona, dispensando la cara de ustedes, sinvergüenza, que todo se lo come... y yo, con cuatro hijos que mantener de mi sudor infeliz. Pero no crea que es por el aquel de la herencia por lo que vengo. Pobre nací y pobre moriré, y no me interesa si no fuera por los hijos. Lo que no quiero es que el hermano se me condene, ni que se ría esa lambonaza que tiene allí, más pegada que la lapa a la peña... Santo, buena faltita me hace el dinero; pero Dios vale más. Dígnese sacar del infierno a mi hermano.

—Mire, mujer —arguyó el doctoral, subyugado ya por aquella voz enérgica— yo no sirvo para eso de convencer a nadie. Vaya al padre Incienso, que sabe persuadir y lo hará muy bien.

—¡Ay señor! Ese padre será bonísimo; yo no le quito su bondad; pero en Marineda no hay otro santo como usted. Las cigarreras dejamos por usted al Papa en su silla. Si no quiere venir, deme un no; pero no me diga de buscar otra persona, que si usted no hace el milagro, ni Dios lo hace.

¡Oh, eterna flaqueza humana! Sintió el doctoral un dulce cosquilleo en el amor propio.

—¡Doña Romana, mi paraguas!

—¡Su paraguas! —bufó la dueña—. ¿No sabe que parecía el banderín de los Literarios, y no hubo más remedio que enviarlo a forrar?

El doctoral vaciló un segundo; al fin indicó tímidamente:

—¡Vaya por Dios!... Bien; el manteo y el sombrero viejo..., y la bufanda.

Salieron. La lluvia se precipitaba de lo alto del cielo en ráfagas furiosas, batidas por el viento loco, que obligaba al doctoral a pararse rendido. El agua que, penetrando al través del raído manteo, llegaba ya a las carnes del venerable apóstol era helada, y su cruel frialdad creía él sentirla, mejor aun que la epidermis, en los tuétanos. Y no era floja la tirada hasta casa del escribano. La plaza, anchísima y salpicada de charcos; las lúgubres callejuelas del barrio viejo; el largo descampado del Páramo de Solares; la solitaria calle Mayor, por el día tan concurrida y animada; luego, el paseo de las Filas, donde el aguacero, en vez de aplacarse, se convirtió en diluvio...

El doctoral, caladito, advertía una sensación extraña. Parecíale que su alma se había liquidado, convirtiéndose después en un témpano de nieve. «¡Jesús mío —pensaba el varón apostólico—, conservadme siquiera un poquito de calor, una chispita de fuego no más! Con este frío del polo, ¿cómo queréis que yo logre inflamar un alma? ¡Jesús mío, no permitáis que me hiele del todo!...» La centellita de fuego disminuía, disminuía: era sólo un punto rojizo allá en el fondo de un abismo muy negro... Al llegar al portal del escribano la chispa titiló, y se quedó tan pálida, que podría jurarse que estaba apagada enteramente. Y el pensamiento del apóstol, al subir las escaleras, no giraba en derredor de conversaciones ni de actos de fe, sino de esta preocupación mezquina y terrenal: «¡Si me diesen un poco de aguardiente de anís o de vino añejo! ¡Si hubiese al menos un braserito donde secarse!»

La cigarrera llamó briosamente, y como tardasen en abrir segundó el toque con mayor furia. Apareció en la puerta una imponente mujeraza, gruesa y bigotuda, de ojos saltones y pronunciadas formas, que se desató en invectivas, queriendo cerrar otra vez; pero la cigarrera se incrustó a guisa de cuña para impedirlo, y hecha una sierpe voceó:

—¡Aparta, aparta, que aquí traigo a Dios para que mi hermano no se muera como un can! ¡Aparta, condenada raposa, saco de pecados!

Y, haciéndose a un lado, descubrió al doctoral, que chorreaba y tiritaba, hecho una sopa, trémulo, tan encogido, que había menguado media cuarta de estatura. ¡Cosa rara! La mujerona, sin embargo, le conoció; le conoció tan de pronto, que su actitud cambió enteramente; apagáronse las chispas de sus ojos; murió la injuria en su airada boca, y con sumiso acento pronunció:

—Pase, señor doctoral; pase... Perdone, que no le veía... A usted, que sacó de la necesidad a mi madre...; ¿no se acuerda? ¡En el cielo se encuentre los cinco duros que le dio para poner el puesto de hortalizas!... A usted no le pego yo con la puerta en los hocicos... Pase y haga lo que quiera, señor...; pero considérese de que estoy sirviendo hace tres años en esta casa, y es justo que, al morir el señor de Roca, no quede yo pereciendo... Entre ya.

El doctoral se enderezó... La centella renacía al soplo de aquel entusiasmo, de aquella gratitud inesperada, frutos de una buena acción ya vieja y puesta en olvido... Luz misteriosa alumbró su espíritu y una idea, al par terrible y consoladora, le estremeció hasta lo más profundo de su corazón. La tal idea convirtió el mortal frío de la mojadura en un ardor, una especie de fiebre apostólica. Con resuelto paso entró en la alcoba del enfermo.

Hallábase este muy fatigado, en una de esas angustiosas crisis que preparan la agonía. Su pecho subía y bajaba al compás de estertorosa disnea. El afanoso resuello podía oírse desde el pasillo. A pesar de tan violenta situación, de lo mucho que debía sufrir la entrada del doctoral no le pasó inadvertida, y, agitando los brazos y exhalando rugido vehemente, indicó que le desagradaba su visita y que el clérigo estaba de más. Sin embargo, la mujerona, después de arreglarle las almohadas, salió discretamente, dejándole a solas con el médico del espíritu.

Éste permanecía a la boca de la alcoba, como hombre indeciso que aguarda la inspiración para proceder. Sus miembros los paralizaba el frío mortal; pero allá en el foco donde antes titilara, próxima a extinguirse la sobrenatural chispita, había ahora estallado llama intensa, que empezara a arder lentamente, y después adquiriera tal incremento, que el apóstol se sentía abrasar... Ya no pensaba el señor doctoral ni en refocilarse con unas gotitas de anís, ni en arrimarse a un buen fuego de leña, ni en volverse a sus tibias sábanas. De repente se llegó a la cama del enfermo, y delante de ella se hincó de rodillas. El escribano clavó en él sus ojos apagados, amarillentos y turbios.

—¿Qué... hace usted... ahí? —articuló trabajosamente.

—Rezo —contestó el apóstol— para que usted se confiese, se arrepienta y se salve.

—Y a usted ¿qué... ajo... le importa... que yo...? ¡Por vida...! ¡Pepa!

—No llame usted, que Pepa sabe que ningún mal vengo a hacerle. El que usted se salve me importa mucho —contestó el doctoral irguiéndose, creciendo en voz, carácter y estatura, y encontrando en sí una fuerza de voluntad y hasta una afluencia de frases que no tenían nada que envidiar a las del padre Incienso—. Me importa mucho, porque usted podrá morirse hoy; pero yo estoy seguro, ¿lo oye usted?, de que no viviré ocho días. Me encontraba en la cama resfriadísimo; me he levantado para venir a confesar a usted; me he calado hasta los huesos, y sé que he ganado la muerte. Y como no he de presentarme delante de Dios con las manos vacías del todo, ¡caramba!, me he empeñado en salvar su alma de usted para no perder la mía. En mi vida le serví de nada a Dios..., ¿lo oye usted?; de nada absolutamente. Ahora me llama a sí, ¿y quiere usted que yo le diga: «Soy tan tonto que no supe ablandar al escribano Roca»? Ahora me ha entrado un don de persuadir que no tuve nunca; ¿quiere usted impedirme que lo aproveche? No, señor...; usted me oirá. Antes me hacen pedazos que irme de aquí sin absolverle... Máteme usted si gusta, pero atienda mis palabras.

* * *

El último episodio de la historia del doctoral ocurre en el pórtico del cielo. A él llegaron juntas las almas del apóstol y del escribano, convertido por su tardía elocuencia. El escribano, a la vez avergonzado y loco de gozo (porque con la ganga de ir al cielo, dígase la verdad, no había soñado él nunca), se apartó, a fin de dejar paso al alma del doctoral. Y el doctoral, sonriendo al pecador, se hizo atrás y dijo humildemente:

—No: usted primero...


«La Época», 26 febrero 1981.

En el nombre del Padre...

A principios de este mismo siglo, que ya se acerca a su fin, algo después que echamos al invasor con cajas destempladas, y un poco antes que se afianzase, a costa de mucha sangre y disturbios, el hoy desacreditado sistema constitucional, había en la entonces pacífica Marineda cierto tenducho de zapatero, muy concurrido de lechuguinos y oficialidad, por razones que el lector malicioso no tendrá el trabajo de sospechar, pues se las diremos inmediatamente...

Llamábase el maestro de obra prima Santiago Elviña, y sería la más gentil persona del mundo si no adoleciese de dos o tres faltillas que, sin desgraciarle del todo, un tantico le afeaban. Eran sus ojos expresivos y rasgados; pero en el uno, por desdicha, tenía una nube espesa y blanca que le impedía ver; y su tez fuera de raso, a no haberla puesto como una espumadera las viruelas infames. El cabello (que en sus niñeces es fama lo poseyó Santiago muy crespo y gracioso) había volado, quedando sólo un cerquillo muy semejante al que luce San Pedro en los retablos de iglesia. Y aun con todas estas malas partes ostentaría el zapatero presencia muy gallarda, a no habérsele quedado la pierna izquierda obra de una pulgada más corta que la derecha y estar el pie correspondiente a la pata encogida algo metido hacia adentro y zopo. Hasta se asegura que de este defecto se originó la vocación zapateril de Santiago, puesto que necesitaba calzado especial, con doble suela de corcho, y por deseo de calzarse bien dio en aprender a calzar a los demás con igual perfección y maestría.

Porque, eso sí, de las manos y de los brazos no solamente no era zopo Santiago, sino tan listo y bien dispuesto, que no había forma que se le resistiese ni labor que no sacase acabada y primorosa. Así contorneaba el menudo chapín de tabinete negro que lucía en Semana Santa la mujer del comandante de armas o la sobrina del deán, como batía la fuerte suela de las recias botas de soldados y marineros. Daba gusto ver un par de calzados en el instante crítico en que Elviña, extrayéndolo de la hormaza, lo alineaba juntándole las punteras, y, echándose hacia atrás, se recreaba en contemplar el brillo charolado, la limpieza de los puntos, la pulcritud del encerado reborde de la suela y, en fin, todos los detalles que hermosean una obra maestra de zapatería.

Pero no le sacasen de su oficio al buen Santiago; fuera de la habilidad pedrestre no se buscase en él otro mérito ni señal de agudeza, discreción, ingenio, oportunidad o donaire. Había nacido llano de entendimiento, pobre de espíritu, crédulo en demasía, más que por necedad y simpleza, por candidez y bondad de corazón; era su confianza en el género humano tan extremada, que, si teniendo manos de oro para su oficio no estaba ya rico, había que atribuirlo a los infinitos pufos y chascos que le costaba su ingenuidad inverosímil; y sería cuento de nunca acabar citar nombres de personas descaradas que andaban por Marineda, calzadas de balde a cuenta del seráfico Elviña. Y es lo bueno que, si alguien le daba matraca sobre el asunto, respondía moviendo la cabeza (pues era, aunque tan infeliz, unas miajas terco y tozudo):

—Pues si me debe los escarpines peor para él. En el otro mundo tendrá que pagármelos con réditos. Sobre su alma van. A no ser que el infeliz no tenga; que entonces... Al que no tiene, el rey le hace libre. Allá arriba hay quien lleve cuentas... ¡y bien justas!

Con su cutis de criba, su nube en el ojo, su cabeza pelada y su pata coja, Santiago consiguió la dicha de encontrar una esposa no solo ejemplar, sino de harto buen palmito y más que medianas entendederas comerciales. Bajo su dirección prosperó la casa, creció el modestísimo peculio, hubo aseo en la tienda, y en el hogar, paz y abundancia. La zapatera discernía de parroquianos, dirigía la venta y entrega del género y precavía las inocentadas del marido, cobrando a toca teja. Convencida de la edad moral de su esposo, se había erigido en su protectora y solía decir:

—¡Qué sería sin mí de este «pobriño»!

La dura suerte quiso que pronto conociese Santiago cuánto perdía al faltarle el numen tutelar... Murió la esposa dando a luz una niña..., y Santiago quedó solo y con el quebradero de cabeza de sacar adelante a la rapaza.

Ésta —que se llamaba Margarita— se crió de milagro; el padre la alimentó con vasitos de leche y sopas, ayudado de las vecinas compasivas, que eran todas en aquel barrio del Jardín, y jugando con recortes de suela, retazos de cordobán, leznas y martillos, la muchacha creció; fue espigando, formándose, engruesando, echando carnes y lozaneando lo mismo que albahaca en tiesto o rosa en rosal. Si entonces se conociesen el poema de Goethe y la ópera de Gounod, no faltaría quien encontrase poética semejanza entre la amante de Fausto y la no menos humilde Margarita zapateril, porque ésta tenía como aquélla el pelo rubio lo mismo que el oro, el aire modesto y jovial a la vez. No era delgada ni pálida, sino fresca y mórbida, como suelen ser las hijas de Marineda; fina pelusa suavizaba su tez; sangre juvenil y pura coloreaba sus mejillas, y sus ojos verdosos y límpidos eran como dos «pocitas» de agua de mar en que se refleja el cielo.

¿Vas comprendiendo, sagaz lector, por qué estaba tan concurrida de oficiales y lechuguinos la tienda del buen Santiago Elviña?

Al llegar a la edad en que la niña se transformaba en apetecible mujer, Margarita había descubierto, sola y sin ayuda ni consejo de nadie, el secreto de realzar la belleza con inocentes y baratos artificios, como el artístico peinado, la flor en el corpiño, el zapato bien hecho (tenía la fábrica en casa), el vestido de pobrísimo «guingán» o «zaraza», cortado con gracia y adornado... por la hermosura de quien lo vestía. Sin más arte ni más dispendios, Margarita era un sol, y casi me parece ocioso advertir que su padre la contemplaba, a hurtadillas, con pueril orgullo.

Y verán ustedes la composición de lugar que hizo para sí el zapatero: «Todos dicen que mi hija es muy bonita y muy preciosa. ¡Vaya si lo es! No dicen sino la verdad. Aún se quedan cortos, porque vale más que lo que piensan; como que reúne a esa belleza física otra cosa preferible: el genio de una santa y mucha alegría y mucho despejo, e igual disposición que su difunta madre para el gobierno y arreglo de la casa y el manejo de los cuartos. Como al mismo tiempo es tan buena y tan religiosa, ya sé yo que no tendrá un mal pensamiento ni una acción liviana. Reunida su fama de hermosa a su fama de honesta, no será ningún milagro que se prende de ella un señorito..., y si no un señorito, por lo menos un artesano acomodado, como Nicéforo el ebanista, que tantas vueltas anda dando alrededor de mi tienda. El que se enamore de ella, ¿qué ha de hacer sino venir inmediatamente a pegar conmigo y decirme: "Señor Santiago, yo quiero a Margarita, y esto, y esto, y lo otro?" Y yo ¿qué he de contestar? "En siendo ella gustosa..., esto y aquello, y lo de más allá". Y a la iglesia..., y al año, nietos».

Muy orondo vivía con semejantes esperanzas Santiago Elviña. Nunca había tenido tanta ni tan lúcida parroquia. Toda la oficialidad de la guarnición puede decirse que se surtía allí, en términos que fue preciso tomar aprendices y velar muchas noches hasta las doce y la una. Los militares pagaban al contado, no regateaban nunca; alababan el género y, por añadidura, decían a Margarita cosas de miel. Santiago estaba prendado de tal clientela.

Uno de los mejores clientes era francés, y se llamaba Armando Deslauriers, maestro de armas del regimiento de Borbón. Tenía este tal muy arrogante muslo y pierna, y gustaba de realzarla cuando salía a caballo por las tardes, con ciertas botas de montar de arrugado charol, que, según decía, nadie sabía hacer en España sino Santiago. No era la bien trazada pierna el único atractivo que realzaba al profesor de esgrima; podía envanecerse y alabarse de unos bigotes castaños, lustrosos de cosmético, un cuerpo ágil y estatuario, que el diario ejercicio del florete volvía más airoso, y, en el ramo de indumentaria, preciarse de una colección de látigos con puño de plata, calzones de punto, corbatas flotantes y dijes de reloj en extremo caprichosos, todo lo cual hacia a Armando Deslauriers muy peligroso para el mujerío marinedino de cualquier estado y condición: señoras y artesanas, dueñas, casadas y doncellas. Hay que añadir que la profesión de Deslauriers infundía cierto terror a padres, maridos, hermanos y novios.

Como íbamos diciendo, el guapetón maestro de armas dio en aficionarse a las botas que fabricaba Elviña, y no pasaba momento sin que viniese a indicar alguna reforma o mejora en las que poseía o a examinar cómo marchaban las que el zapatero tenía en obra. Ya era un pespunte más apretado, ya un forro media pulgada más alto, ya la borla que se había estropeado y hacía falta una nueva... Cada episodio de este género daba pretexto a Deslauriers para divertir largos ratos en la zapatería, sentado sobre una silla medio desvencijada, charlando y refiriendo, con labia y acento francés, si bien en muy inteligible castellano, anécdotas de la guerra, cuentos chistosos, que hacían reír de bonísima gana a Elviña...

De pronto, pareció como si Deslauriers les hubiese perdido todo el cariño a sus botas de montar. Corrieron días, días y días..., y ni asomó por la tienda. Santiago no paró la atención en tal fenómeno, porque otro gravísimo para él le absorbía y preocupaba. Margarita estaba enferma, muy enferma.

¿Y de qué? ¡Vaya usted a averiguarlo! ¡Vaya usted a saber por qué una mocita de dieciséis o diecisiete adelgaza, rehúsa la comida, se vuelve más amarilla que un limón, tiene siempre ojos de llorar y cara de morir, se encierra en su cuarto y se pasa el día echada sobre la cama o sentada en un rincón oscuro, caídos los brazos, caída la cabeza, sin responder cuando le hablan y sin decir, por más que la acosen y pregunten, ni qué le duele, ni el origen de su mal!

Así razonaba Santiago Elviña y así contestaba a las vecinas que, en distintos tonos, preguntaban noticias de la muchacha o comentaban su retraimiento... Un día, casualmente, fue el zapatero a confiar sus pesares a la madre del ebanista Nicéforo, aquel pretendiente asiduo de Margarita, que un año antes le rondaba la calle sin descanso. La comadre callaba, rascábase el moño con las agujas de hacer media. Por último, respondió a las lamentaciones de Elviña, pero con palabras truncadas y reticentes.

—Y usted qué quiere, señor Santiago... Las muchachas que son... así... piensan que el mundo es ancho y que no hay más que divertirse y campar... Les gustan los señoritos de bigote retorcido, los que gastan espuelas y trotan a desempedrar la calle... Desprecian a los artesanos honrados, a los hombres de bien, que las pretenden para casarse y hacerlas reinas de su casita... y se van con esos tunantes que están hartos de burlarse de todas... ¡Ya se ve!... Luego, las chicas se tiran de las orejas, ¡y las orejas no les sangran!

Digna era la cara de Santiago, en aquel momento, del pincel de un gran artista. Creo que hasta el ojo tuerto despedía chispas y lumbres.

—¡Señora Clara! ¡Señora Clara! —tartamudeó..., y de pronto, recobrando habla expedita y el uso de sus potencias, gritó con tal fuerza que se asustó a sí propio—: ¡Embustera! ¡Embustera!

—¡Embustero usted! —replicó la mujer, furiosa, levantándose como una sierpe—. ¿Nos querrá dar la papilla de que no sabe la verdad? A los tontos con eso..., que aquí no nos chupamos el dedo, señor Santiago. ¡Y ya que habla tan gordo..., ha de oír! He de decir que estamos hartas las madres de familia del mal ejemplo de su hija y de verla escandalizando el barrio con el demontre del franchute allá por los bancos del Jardín a las doce de la noche. ¡Valiente «cara lavada»! Aquellos paseos, ¿en qué quería que acabasen? Vaya preparando —añadió con ironía sangrienta— pañalitos para lo que salga... De aquí a siete años, aprendiz nuevo en la zapatería...

Santiago no contestó. Afonía completa. Su garganta no podía formar sonidos. De pronto se llevó las manos a las sienes y partió corriendo, con toda la rapidez que consentía el pie lisiado. Entró en su casa lo mismo que un obús, y subió derecho al cuarto de Margarita...

Se ignora lo que hablaron hija y padre, aun cuando puede deducirse de los consiguientes sucesos. Cosa de una hora después de la conferencia, Santiago se puso camisa limpia, sacó del fondo del arca la ropa dominguera, se calzó un par de botas nuevas chillonas y, metiendo mucho ruido con suela y tacones, se dirigió desde su morada al cuartel de Borbón, situado detrás del Jardín. Preguntó por el maestro de armas «señor Delorié» y le hicieron pasar a un cuarto, donde el francés bebía y fumaba en compañía de varios oficiales.

Al pronto nada vio el ofendido padre, tal era de espeso el humo de tabaco allí; pero no tardó en columbrar, al través de la niebla, a su ofensor, que se adelantaba copa en mano.

—Hola, señor Elviña... Qué agradable sorpresa, señor Elviña... Usted por aquí... ¡Qué honor tan grande!... Siéntese y acepte un sorbito de ron.

Aquella acogida dejó suspenso al zapatero. Conoció que solo ver el rostro del francés le hacía temblar de ira, y que otra vez le era «imposible» hablar. Maquinalmente aceptó la copa de ron, y maquinalmente se la echó al coleto... Los hombres sobrios disponen de un recurso más que los intemperantes. El ron soltó inmediatamente la lengua de Elviña.

—Tengo que decirle a usted... —pronunció en tono categórico—; pero aquí, no; ha de ser a solas.

—¡Oh! ¡A solas nada menos! —contestó el francés remedándole—. ¡Y para qué, señor! Todos saben aquí el objeto de su venida. ¡Nadie ignora que yo he «derogado» diciendo cuatro chicoleos a la señorita Margarita..., y usted y ella pensaban de tenerme cautivo! Y, a propósito, ¿cómo está? ¿Siempre tan jolie? Preséntele usted mis cumplimientos...

Santiago se sintió temblar nuevamente. Sus dientes castañetearon..., ¡y no era de terror!...

—Otra copa de ron —contestó, alargando la mano.

Los oficiales se agruparon ya en torno de él, celebrando con risotas y bromas la escena. Elviña apuró el licor, y sintió que le encendía las entrañas.

—Ya que no quiere usted hablar a solas, hablaré delante de todos. Me es igual. No ha de ser más negro el cuervo que las alas. Vengo a que se case usted con mi hija en el término de veinticuatro horas. Si dentro de veinticuatro horas no se ha casado usted, le mato como a un perro.

Redobló la algazara, y Deslauriers hizo una cortesía irónica.

—Señor Elviña, muy agradecido al honor que usted me dispensa pidiéndome mi blanca mano para su preciosa hija... ¡Y yo sería su marido con la mayor satisfacción!... Pero tengo hecho un voto... ¿no se dice así?, de castidad...; ¡vamos!, de permanecer doncello.

Aquí las risas de los circunstantes fue tan ruidosa, que hizo retemblar los sucios cristales de la estancia. Santiago calló, apretó los dientes, cogió la botella de ron, llenó otra copa, bebió otro sorbo, y de improviso, sin chistar, alzando la diestra, se arrojó sobre el maestro de armas... Diez o doce brazos se interpusieron entre él y Deslauriers, no tan a tiempo que la mano del zapatero no hubiese rozado ya ligeramente la sien de su enemigo. Al verse sujeto, por reacción impensada y súbita, el zapatero... ¡se echó a llorar, a llorar perdidamente! Y el maestro de armas, que había contraído las cejas cuando se viera amenazado de un bofetón, al oír los sollozos del padre se aproximó a él, no sin dirigir antes expresivo guiño a los oficiales que le cercaban.

—¡Oh! ¡Señor Elviña! ¡Oh! Usted me ha ofendido gravemente... Usted me ha levantado la mano... Esto es muy serio, ¡ah!, entre gentilhombres... Sean testigos, señores, de la ofensa. ¡El señor Elviña me debe una reparación! Una reparación en el terreno del honor... ¡Ah!

—¿Oye usted, Elviña? ¡Que le debe usted una reparación al señor Deslauriers!

—¿Reparación? —balbució el zapatero sin comprender, con voz mojada en lágrimas.

—Sí... Que tiene usted que batirse.

—¿Batirnos? —contestó el padre—. ¡Claro que nos batiremos! ¡Había de quedar así! Ahora, sin tardanza... Salga usted ahí fuera... porque aquí me sujetan todos.

—¡Oh! No lo entendemos lo mismo, señor Elviña... No ha de ser una cachetina vulgar, sino un lance como entre caballeros. El honor lo exige.

—¿Y no me sujetarán los brazos? ¿No se meterán en medio estos señores? —gimió el mísero.

—¡Sujetar los brazos! ¡Cómo se entiende! ¿No le digo que se trata de un lance de honor?

—Pues corriente... ¡Vamos allá! De cualquier modo...

—No, no; ahora no; no conoce usted las leyes de la cortesía, señor Santiago... Los lances son de madrugada siempre... Mañana por la mañanita en el Jardín... Estos señores serán padrinos... A las seis le aguardamos. Soy el ofendido y escojo el sable.

—¿Me dan ustedes palabra de no sujetarme? —repitió con desconfianza, asombrosa en él, Santiago Elviña.

Le aseguraron que al día siguiente nadie se colocaría ente él y Deslauriers...

—¡Pues hasta mañana!

—Verán ustedes que bonne farce —dijo el francés cuando el pobre diablo hubo salido—. Cet animal-là no ha visto un sable. Le daré una paliza para que no vuelva a molestarnos..., y luego le traeremos aquí y le emborracharemos con ron..., y le haremos bailar. A fin de que la broma sea completa y que vean que no quiero abusar de su bobería, como él es tuerto yo me vendaré un ojo... Nous allons rire!

* * *

Dígase la verdad aunque redunde en mengua del heroísmo del zapatero: durmió bien poco aquella noche. A las cinco en punto entraba en la capilla de la Angustia a oír misa de alba. Oyóla con devoción; rezó varias Salves y, al salir, la casualidad, o un instinto difícil de explicar, le movió a fijar la mirada en el relieve que campeaba en el frontón de la portadita. Era la Virgen con su hijo muerto en brazos, advocación que se conoce por la Angustia. Santiago recordó a Margarita, a quien había dejado entregada al sueño..., y el único ojo válido se le nubló, con lo cual pudo decirse que no veía.

«Debí beber un trago de ron para tener ánimos», pensaba mientras se dirigía al Jardín.

Ya le esperaban en él Deslauriers y el grupo de oficiales, que al verle llegar, cambiaron codazos y sonrisas. El zapatero, cerrando los puños, iba a embestir contra el espadachín... Los fingidos padrinos le detuvieron. ¡No sabía él el ceremonial de un lance de honor! Pues iban a explicárselo punto por punto... El sable se coge así, se juega asá...

Santiago esperó resignado, abatido, y empezaron los requisitos burlescos. Hubo reparto de sol, cotejo y examen de armas, medición de terreno, todo con gran aparato; luego fue vendado Deslauriers, para que igualasen las condiciones... Despojóse Santiago de la chaqueta; Armando, de la casaca; agarró cada cual su chafarote, y se oyó una voz que decía:

—Atención a la señal.

Los curiosos aguardaban, muertos de risa, el duelo de un maestro de esgrima con un zapatero cojo, que nunca empuñara un arma. Deslauriers, gallardo, risueño en elegante posición de consumado duelista, tenía apoyada contra el suelo la punta del sable...

—¡En guardia! —volvió a gritar el padrino...

Lo mismo fue oírle Elviña que persignarse, exclamando en alta voz:

—En nombre del Padre y del Hijo...

Y correr blandiendo el sable, antes que su enemigo, cubierto un ojo por la venda, pudiese hacerse cargo del inesperado movimiento. Al decir «y del Espíritu Santo», ya la hoja había pasado a través del cuerpo del seductor, que vacilaba un momento, tambaleándose y, abriendo los brazos, caía desplomado a tierra... Un golfo de sangre salía de la herida, formando alrededor del cadáver una especie de laguna roja.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 11, 1891.

El mechón blanco

Los oficiales de la guarnición se hacían lenguas de la hermosura de su Capitana generala. ¡Qué cutis moreno más fresco! ¡Qué ojos más lánguidos y más fogosos a la vez! ¡Cómo caían, velándolos con dulce sombra, las curvas pestañas! ¡Qué gallardo cimbrear el del gentil talle! ¡Qué andar tan airoso! ¡Qué arranque de garganta y qué tabla de pecho, bellezas apenas entrevistas en el teatro, al través de la mínima abertura del alto corpiño!

Porque es de advertir que la generala para irritar la imaginación y estimular con mayor fuerza la codicia de los varones, unía a su tipo meridional, provocativo y tentador, una gran reserva, un alarde de formalidad y recato sobrado aparente para no pecar algo de artificioso y postizo. Jamás se descotaba. Apenas usaba joyas. Vestía mucho de lana negra. No bailaba nunca. No sonreía a sus admiradores. Frecuentaba las iglesias, y en sociedad apenas cruzaba palabra con los menores de cuarenta años. Seria más bien severa, se la podía citar como tipo acabado del decoro. Y el caso es que no sucedía así, y que en torno de la generala flotaba esa tempestuosa atmósfera que rodea a las mujeres cuya virtud es un enigma propuesto a la curiosidad del público. ¿Acusaban de algo a la generala? ¿Había derecho para censurarla en lo más leve? No. Y, sin embargo, notábase vagas reticencias en la voz, en el gesto, en la frase de las mujeres cuando comentaban su modestia y retraimiento, de los hombres, cuando chasqueaban la lengua contra el paladar para declararla bocatto di cardinale.

Acaso sus mismas devociones y gravedades fuesen quienes conspiraban contra la pobre señora. Cuando se ponía la mantilla echando el velo a la cara y rosario en muñeca se dirigía a oír misa temprano, la sombra de la blonda hacía más apasionada su palidez, más relucientes sus pupilas, y todo aquello del rosario y del encaje tupido parecía ardid destinado a encubrir furtiva escapatoria amorosa. Los trajes de lana negra, en vez de ocultar sus formas las acentuaban más, destacando el meneo de su andaluza cadera. La seriedad era en ella un gancho, lo mismo que en otras la risa. Su empeño en rehuir las ojeadas de los galanes hacía que sus ojos, al cruzarse por casualidad con otros, muy insistentes, despidiesen un relámpago que en vano pretendían esconder las pestañas traidoras. Su piedad era un señuelo, un cebo su melancolía mal encubierta por la corrección, propia de la distinguida dama, que sabía guardar ante los mirones. Por último existía en ella —y eso sí que no podían negarlo sus defensores más resueltos— un pasado, un secreto, una cosa «que fue», una ceniza aún humeante depositada en el fondo del volcán de su corazón. No era suposición gratuita ni fantástica novela: la generala llevaba la señal, la cicatriz de ese pasado; cicatriz indeleble, delatora. Entre los cabellos negros como la endrina, copiosos y ondeados, que recogía en lo alto de la cabeza sencillo moño, la generala lucía, junto a la sien izquierda, blanquísimo mechón de canas.

La malicia de los provincianos es como el ardid del salvaje: instintiva, paciente y certera. Acecha diez años para averiguar lo que no le importa. Hace arte por el arte; eclipsa a la Policía y en cambio, obtiene el triunfo de comprobar que del mismo barro estamos amasados todos. Cruel, implacable, araña la herida para arrancar un grito de dolor que denuncie el punto donde sangra.

Así que los marinedinos dieron en sospechar que aquel mechón blanco sobre aquella cabellera de ébano podía tener su historia, buscaron ocasión de poner el dedo en la llaga y consiguieron cerciorarse de que habían dado en lo vivo. A la primera pregunta capciosa relativa al mechón, la generala, más blanca que la pared, cerró los ojos y estuvo a punto de caer desvanecida. Y siempre que se repitió el pérfido interrogatorio, pudo advertirse en la señora la turbación misma, idéntica angustia, igual sufrimiento.

Otro indicio más elocuente aún para los perspicaces indagadores fue cierta contradicción, de esas que pierden a un reo ante un tribunal. Al ser interrogada por la señora del auditor respecto al mechón blanco, la generala, temblorosa y en voz apenas perceptible, contestó:

—Nada..., consecuencia del tifus que pasé en Huelva.

Y pocos días después, siendo la preguntona la marquesa de Veniales, el general, que estaba presente, fue quién respondió, alentando a su mujer con imperiosa mirada.

—Del susto de ver venírsele encima un aparador inmenso cargado de loza, se le puso repentinamente blanco ese mechón.

¡Qué par de bases para la curiosidad marinedina! ¡La generala y su marido contradiciéndose; la generala y su marido, de acuerdo para encubrir la historia verdadera del mechón misterioso!

Desde aquel día, el general se vio observado con tanto empeño como su mujer. Ojos de microscopio, ojos omnilaterales, ojos de mosca se posaron en el digno militar para disecarle el alma.

Se estudió su carácter, se comentó su edad y su figura. El general frisaría en los cincuenta y siete; pero sanito como una manzana, derecho, entrecano, enjuto, sólo representaba cuarenta y cinco. Con su uniforme a caballo, aún podía atraer alguna dulce mirada femenina. Ni era calvo, ni tosía; contrastaba con su mujer por lo comunicativo y afable, y la risa franca de sus labios, adornados por limpio bigote gris, descubría dientes blancos y auténticos. En nada se parecía al tipo del esposo incapaz de disfrutar y defender el cariño de una mujer apetecible y bella. Era el hombre joven por dentro, vigilante del honor y sediento del amor, y que lleva espada al cinto para guardar su tesoro. Pues no obstante...

Una persona había en Marineda a quien los rumores, las nieblas y las conjeturas que iban espesándose en torno de la generala hacían pasar la pena negra. No era ningún ayudante de dorada cordonadura, ningún húsar de arqueado pecho; éstos se chuparían quizá los dedos tras la generala, más no sabían consagrarle la silenciosa devoción que le consagraba Rodriguito Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales, mozo espigado ya. A los diecinueve años, con asomos de barba y más estatura y más cuerpo que el general, Rodriguito apenas conocía la maldad humana: habíase educado muy sujeto, muy en las faldas de su madre, y sus mejillas aún no habían olvidado los rubores de la niñez.

¿A qué detallar una vez más el conocido fenómeno de la pasión loca inspirada al adolescente por la mujer de treinta años cumplidos? Este caso se presenta en la vida real tan a menudo, que ya debe incluírsele entre las enfermedades de marcha fija, de crisis pronosticable, según las observaciones de la ciencia.

Rodriguito enfermó de mucho cuidado, siendo claro síntoma de la calentura el ansia de sublimar, de divinizar a la generala. Ocultaba el muchacho su mal como si fuese el pecado más vergonzoso —cuando realmente era el brote, en fragantes rosas, de su bella eflorescencia juvenil—, y oía los comentarios relativos al mechón con ímpetus de cólera unas veces; otras, con desaliento amargo. Si se atreviese a dar un escándalo, desharía a alguno de los maldicientes... sólo con apretar los dedos. Ya sentía rabiosa curiosidad por rasgar el velo del pasado de la generala; ya juzgaba sacrilegio el intentarlo siquiera; ya con infantil disimulo, torcía la conversación cuando su madre y las amigas de su madre discutían por centésima vez el secreto del mechón; ya, en los saraos de confianza de la Capitanía General, clavaba los ojos con doloroso éxtasis en aquel rasgo de plata que como pincelada trágica cruzaba la sien de la señora...

¿Adivinó ella lo que pasaba en el alma de Rodriguito? ¿Fue coincidencia de simpatía, fue capricho, fue necesidad de algo que la consolase del espionaje y la pública sospecha? La generala principió a fijar los ojos, a hurtadillas, en el hijo de la marquesa de Veniales... Hacíalo con tal disimulo, con tan hábil oportunidad, que sólo el venturoso Rodrigo pudo notarlo. Al pronto se creyó engañado por un casual encuentro de pupilas... Sin embargo, las ojeadas se repitieron tanto y fueron tan largas, tan intensas, tan elocuentes, tan propias para trastornar y enloquecer a quien ya no tenía por suyo el albedrío... ¡A todo esto, ni una palabra se había cruzado entre Rodrigo y la dama!

Una noche de invierno entró Rodrigo en la Capitanía antes que llegase nadie. La generala estaba sola, sentada ante un veladorcito, bordando; inclinaba la cabeza; la luz del quinqué bañaba su pelo y el mechón relucía como nieve. No hay seductor de oficio que tenga los desplantes de los novatos. La inexperiencia es madre de la osadía. Rodrigo miró alrededor, se convenció de que estaba solo, acercóse furtivamente, y en una de esas posturas que ni son arrodillarse ni sentarse que tienen algo de adoración y muchísimo de exceso de confianza echó a la generala los brazos al cuello y, delirando de felicidad, besó el mechón una y mil veces. Lo raro fue que la generala, en vez de rechazarlo, dejó caer la cabeza, suspirando, sobre el hombro del primogénito de Osorio.

Aquello duró un segundo. Las botas del ayudante rechinaban ya en el pasillo. Voces de señoras resonaban en la escalera. Separáronse los culpables, trocando una mirada insensata, sin freno, que lo decía todo. La generala volvió a bordar, derecha, grave y muda como siempre.

El héroe del sarao, aquella noche, fue el forastero presentado por la marquesa de Veniales: un sobrino suyo, que por influencias de su elevada parentela en la corte venía a Marineda a desempeñar un empleíto en Hacienda. Era el tal muchacho, elegante, de ameno trato, muy agradable danzarín y su presencia animó la reunión y alegró no poco a las señoritas marinedinas, siempre afligidas por el absentismo de los hombres. Al salir de la reunión, el forastero colmó la medida de la finura ofreciendo el brazo a su tía la marquesa. Francamente, lector, ¿no sospechas de qué hablarían tía y sobrino, hasta el portal de la casa de Veniales? ¿Del mechón blanco? ¡Naturalmente! Y el forastero hizo entrever el séptimo cielo a la señora, diciéndole con petulancia;

—¡El mechón blanco! Ya lo creo. Conozco su historia. ¿No ve usted que estando yo de oficial primero en la Delegación de Zaragoza, vivía allí el general con su mujer? Sólo que entonces era brigadier no más.

—¿De veras, Juanito? —balbució la marquesa, tartamuda de gozo—. ¿De veras sabes la historia del mechón blanco? ¿No me la contarás, dí?

Hallábase ya en el portal y Rodrigo, que venía un poco rezagado, se incorporaba al grupo.

—Hoy no, tía... Es tarde y ustedes van a subir...

—Hijito..., si te parece, ahora. En un instante...

—Pues abreviaré —contestó resignadamente el forastero—. Esta señora tenía en Zaragoza... lo que usted puede suponer..., con un oficial de artillería, muy guapo. El marido se ausenta..., cuatro o seis días, y al volver, lo de cajón: recibe un anónimo... Malintencionados, que nunca faltan..., o despechados, que es lo más probable. Escena dramática, reconvenciones, amenazas, gritos de ella, protestas, juramentos, aquello de ¡soy inocente!, por aquí, y ¡me calumnian!, por allá. El marido, que es todo un hombre, la agarra, me la lleva delante de un Cristo y le dice: «Júrame aquí, ante Dios, que es falso lo que cuenta el anónimo». La mujer, muerta de miedo, sale por este registro: «Te lo juro por la vida de nuestra hija». Se me había olvidado: tenía una chica de cuatro años preciosa. Bueno, el marido se conforma; hay reconciliación y todo como una balsa. A las veinticuatro horas, la chiquilla con calentura; a las cuarenta y ocho, en el otro mundo, de una meningitis. Cuando la madre volvió a presentarse en público, lucía ese mechón de canas. Adiós, tía, que está usted de pie y en ese portal hay corrientes.

El forastero se volvió, y dando un grito de sorpresa, añadió:

—Tía... ¿Qué es esto? ¿No ve usted? Rodrigo se ha puesto muy malo. A ver..., yo le sostengo... Pero ¿qué le pasa a este chico?


«La España Moderna», almanaque 1892.

¿Cobardía?

Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.

Una noche —serían las doce y media— en que ni había teatro, ni reunión, ni distracción alguna nos juntábamos en el Club ocho o diez peces —gran bandada para un acuario tan chico—. Se había fumado, murmurado, debatido problemas administrativos, científicos y literarios; contado verdores, aquilatado puntos difíciles de ciencia erotológica; roído algo los zancajos a la docena de señoritas que estaban siempre sobre la mesa de disección; picado en la política local y analizado por centésima vez la compañía de zarzuela; pero no se había enzarzado verdadera gresca, de esas que arrebatan la sangre a los rostros y degeneran en desagradables disputas, voces y manotadas. A última hora —casi a la de queda, pues rara vez trasnochaban los peces hasta más de la una— se armó la cuestión recia e infalible. Minutos antes entraba en La Pecera una persona a quien yo profeso gran cariño: Rodrigo Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales. Habiéndole conocido en ocasión muy crítica para mí, nos unía desde entonces una amistad, por decirlo así, clandestina. Ni andábamos siempre juntos, ni con frecuencia siquiera; no cultivábamos ese trato pegajoso que, en opinión del vulgo, caracteriza a los amigos íntimos. Mis novias podían escribirme sin que yo enseñase a Rodrigo sus gazapos de ortografía. Pasábamos un mes sin vernos, y no por eso se nos desquiciaba la vida; nos veíamos al cabo del mes, y sentíamos —sentía yo, por lo menos— cierta efusión interior, cierto bienestar del alma. No por eso se entienda que congeniábamos. Al contrario: nuestro carácter y modo de ser opuestos nos impedían la verdadera compenetración amistosa. Yo tenía a Rodrigo por estrecho de criterio, medio beato, cerrado, meticuloso y triste; él, probablemente, me conceptuaba un libertino escéptico, un vividor egoísta. Entre el hombre que comulga todos los meses y el que sólo lo hace con ruedas de molino se alza siempre un muro o invisible valla moral.

Al entrar Rodrigo en La Pecera hallábase la disputa en sus comienzos: era de las que pueden tomar fácilmente un giro peligroso, porque de comentar ciertas bofetadas y bastonazos administrados aquella misma mañana por un tendero a un concejal a causa de no sé qué enjuagues de matute, se había pasado a discutir el valor y los modos de probarlo.

A mí, estos altercados me proporcionaban un género de distracción muy original. Apenas principiaban a exaltarse los ánimos, fijaba la vista en la pared de espejos, donde se reflejaba el grupo de contendientes, observando algo fantástico, al menos para mí. Al copiarse en las lunas no solo el grupo, sino la imagen del mismo grupo devuelta por las lunas de enfrente, parecía como si discutiese una innumerable muchedumbre en una galería larguísima, a la cual no se le veía el fin. Recreo de ilusionismo barato, que me causaba una especie de extravío imaginativo bastante curioso. Había dado en figurarme que las imágenes reflejadas en los espejos eran sombras, espectros y caricaturas morales de los disputadores vivos. Sus actitudes y movimientos, que reproducían las lunas, me parecían irónicas, lúgubres y mofadoras. Y de fijo era yo quien reflejaba en el espejo la actitud de mi propio espíritu ante tanta polémica huera, tanta vanidad, tanta exageración, tanta vaciedad y tanta palabrota como allí se oía en diciendo que empezaba el debate.

El de la noche a que me refiero iba por los caminos que ustedes verán, si leen.

—Yo —decía Mauro Pareja, pez de muchas libras— comprendo que en casos así se ciegue el más pacífico, se le suba el humo a las narices y la emprenda a linternazos hasta con su propia sombra. Eso de que le llamen a uno matutero... Señores, aunque yo lo fuese, no le tolero que me lo llame ni al lucero del alba. Pero... ¡las armas naturales! Ya me apesta lo del cambio de tarjetitas y la farándula de los padrinos con sus idas y venidas, y la farsa de los sables romos, y el sueltecillo de cajón: «Anteayer, jugando con unos sables, recibió un arañazo en una bota el distinguido joven Periquito de los Palotes...» Pleca, y luego: «Ha quedado honrosamente zanjada la cuestión surgida entre Periquito de los Palotes y Juanito Peranzules...» ¡A freír monas! ¡Y vaya una manera de volver por la decencia! El puño, señores..., y a vivir.

—El puño es de carreteros —arguyó el comandante Irazu, hombre desmedrado, lacio como un guante viejo, mirando de soslayo, con aparente desdén, la enorme diestra huesuda de Mauro Pareja.

—El puño y la bota, y peor para la gente esmirriada —repitió, con acento incisivo, Mauro—. Y hasta los dientes y las uñas, ¡qué demontre!

—Como las verduleras —bufó Irazu—. Bonito sistema. El mejor día nos arrancamos el moño. ¡Taco, oye uno cada cosa!

—El duelo —declaró el redicho jurisconsulto Arturo Cáñamo en voz muy flauteada— es contrario a las enseñanzas de la religión y a los adelantos de la moral social. Nos retrotrae..., pues...; nos retrotrae a los tiempos perturbados de la Edad Media. Es una costumbre bárbara, importada por los germanos de sus selvas vírgenes...

—¡Que la importase el moro Muza!... —exclamó Pablito Encinar, el pececillo más nuevo del acuario, acabado de salir del colegio de artillería—. Mire usted: ¡a mí, qué!

—¿De modo —recalcó Cáñamo, engallándose mucho— que usted se batiría en duelo? ¿Usted sostiene que cometería un asesinato legal?...

—Señor mío, eso según y conforme... Ahora hablamos a sangre fría. Pero supóngase usted que un hombre me injuria atroz, mortalmente... ¿Me trago la injuria? ¡Tráguesela usted, y buen provecho le haga! Usted no viste uniforme. Es decir, yo, aunque tampoco lo vistiese, no me la trago. ¡Qué había de tragar! Figúrese usted..., vamos, verbigracia..., que aquí, delante de todos viene un individuo y le planta a usted un bofetón en mitad de la jeta... ¿Qué hace usted? ¿Se lo guarda y se consuela con que los germanos...?

Al llegar a este punto la discusión, mi observatorio de los espejos me reveló una cosa rara. Rodrigo Osorio tenía vuelto el rostro hacia la pared; pero lo copiaba la luna más próxima, y vi que se ponía no pálido, sino verde, lívido, desencajado como un moribundo. Sus labios se movían convulsivamente, y su mano crispada hacía dos o tres veces el ademán de aflojar la corbata, propósito irrealizable, pues era de las que llaman de «plastrón». A la vez que comprobaba en Rodrigo esta impresión profunda e iba a volverme para preguntarle si estaba enfermo, las delatoras lunas me hicieron nuevas revelaciones: en ellas vi a tres o cuatro Mauros Pareja guiñando el ojo y tirando de la manga a otros tantos Pablitos Encinar, y a los Pablitos Encinar dándose tres o cuatro palmadas en la boca, de ese modo que significa: «¡Tonto de mí! Soy un charlatán imprudente». Y al punto que observé estos dos hechos, vi en el espejo que las figuras cesaban de accionar, mientras mis oídos percibían, en vez del alboroto de la polémica, un silencio repentino, embarazoso, helado. Dos o tres segundos después sentí un dramático escalofrío: Rodrigo se levantaba, tomaba su sombrero y, sin pronunciar una silaba, abandonaba el salón.

Fue todo ello tan de repente, tan impensado, que al pronto me quedé sobrecogido, no acertando ni a preguntar a los que, indudablemente..., «sabían». Al fin conseguí exclamar, dirigiéndome a Pareja:

—Pero ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado aquí?

—¡Este Pablito! —contestó Pareja señalando al joven teniente, que se mordía el bigotillo, muy nervioso—. ¡Le ponen a uno en cada compromiso los novatos!

—¿Pero qué es ello? ¡Si yo no sé nada!

—¡Hombre! ¿No ha de saber usted? Rodrigo le quiere a usted mucho..., y, además, hasta los gatos lo saben.

—Pues las personas, no; yo, al menos. Le ruego a usted que me ponga al tanto...

—¡No saberlo usted! —repuso Pareja con suspicacia—. Bueno; pues en dos palabras le enteraré... La cosa es muy sencilla. ¿Se acuerda usted de aquella generala tan salada, tan guapetona y tan seria que tuvimos hace tres años? ¿No? Verdad que usted no estaba entonces aquí... Pues era una mujer... de patente, y no faltaron almas caritativas para susurrar que este Rodriguito y ella... En fin, cosas del pícaro mundo. Si fuese verdad, el caso probaría que los chicos educados en tanto beaterío son lo mismito que los demás mortales que no andan comiéndose los santos... Digo, no; ya verá usted cómo, en ciertos casos, resultan diferentes. El general se enteró de las murmuraciones, hay quien cree si por algún anónimo..., y se dejó decir que él no se batía con chicuelos, pero que tiraría de las orejas y hartaría de bofetones a Rodrigo donde le encontrase. La mamá se asustó, se llevó al niño a Compostela y allí le metió de coronilla, sin duda para acabar de volverle loco, en iglesias, confesonarios y conventos.

Al cabo de dos o tres meses regresaron aquí. No estaba la generala. Se había ido a las aguas de Cuntis. El general, sí, y ahora entra lo bueno de la historia. Una tarde, paseábase el general, con su ayudante al lado, por la calle Mayor, y Rodriguito, que venía en sentido contrario, se le acerca, se encara con él y le dice (hay quien lo oyó como usted me oye): «Sé que usted desea abofetearme. Aquí estoy. Puede usted cumplir su deseo». El general alza la mano..., y ¡pum! De cuello vuelto, ¡terrible, monumental! Todos creían que el muchacho iba a sacar un revólver... ¡Nada, señores, nada! Aguantó, agachó la cabeza, se volvió..., y se retiró lo mismo que ahora, con mucha pausa, sin decir chuz ni muz, arrimando el pañuelo a las narices, que le sangraban.

Hubo una explosión de risas y de comentarios. Pablito Encinar juró y se retorció el naciente bigote. Sentí en la cara el ardor del recio bofetón, como si acabase de recibirlo. Temblé de ira. Comprendí en aquel instante toda la fuerza del afecto que Rodrigo me inspiraba. La lengua se me entorpecía, de pura rabia y cólera frenética. Por medio de un esfuerzo terrible me dominé y pude articular estas frases, que dejaron a los peces más boquiabiertos de lo que estaban por costumbre:

—He conocido a Rodrigo Osorio hace un año en Madrid. No le conocí en ninguna soirée ni en ningún teatro, ni en timba ninguna, sino a la cabecera de mi cama. ¿Cómo? Aguarden ustedes... Parábamos en la misma fonda. Supo él que un paisano suyo, un marinedino, se encontraba enfermo de una tifoidea, bastante solo y casi abandonado. No preguntó más. Se metió en mi cuarto a cuidarme. Me cuidó como un hermano, como una hermana... de la Caridad. Pasó diez noches sin desnudarse. No contrajo mi mal porque Dios no lo quiso. Ahora, el que sea más valentón que Rodrigo Osorio, que salga ahí. ¿Lo están ustedes oyendo? ¡A ver, a ver si alguno tiene ganas de que yo sea el general! Porque a mí me hormiguea la mano...

* * *

Mauro Pareja no esgrimió contra mí los dientes ni los puños. No me vi tampoco en ocasión de «jugar» con ningún sable, florete ni otra arma mortífera.


«El Imparcial», 16 marzo 1891.

El indulto

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

¡Veinte años de cadena! En veinte años —pensaba ella para sus adentros—, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.

La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

—¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro...

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.

En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.

¡Singular enlace el de los acontecimientos!

No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:

—Mi madre... ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!

El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde...

—¡Qué alcalde! —decía ella con hosca mirada y apagado acento.

—O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley...

Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.

Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!

—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! —clamaba indignado el coro—. ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?

—Dice que nos podemos separar... después de una cosa que le llaman divorcio.

—¿Y qué es divorcio, mujer?

—Un pleito muy largo.

Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.

—Y para eso —añadió la asistenta— tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.

—¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?

—Pero como nadie lo oyó... Dice el abogado que se quieren pruebas claras...

Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.

Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.

Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿Por qué le había de coger el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del catre.

Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!

Solo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.

—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?

Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.

¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.

—Pero ¿de veras murió? —preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.

—Si, mujer...

—Yo lo oí en el mercado...

—Yo, en la tienda...,

—¿A ti quién te lo dijo?

—A mí, mi marido.

—¿Y a tu marido?

—El asistente del capitán.

—¿Y al asistente?

—Su amo...

Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había «quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.

Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.

Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.

Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.

—¡Mal contabas conmigo ahora! —murmuró con acento ronco, pero tranquilo.

Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta.

El hombre se interpuso.

—¡Eh..., chst! ¿Adónde vamos, patrona? —silabeó con su ironía de presidiario—. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!

Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.

—¿Ese es el chiquillo? —murmuró el presidiario, y descolgando el candil llególo al rostro del chico.

Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.

—¡Qué chiquillo tan feo! —gruñó el padre, colgando de nuevo el candil—. Parece que lo chuparon las brujas.

Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.

—A ver: ¿No hay nada de comer aquí? —pronunció el marido.

Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.

—No tengo voluntad... —balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.

Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.

—¡Chst!... ¿Adónde vamos? —gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta—. Tengamos la fiesta en paz.

—A acostar al pequeño —contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.

Antonia le vio echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. El se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.

—¿Y tú? —exclamó dirigiéndose a Antonia—. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?

—Yo... no tengo sueño —tartamudeó ella, dando diente con diente.

—¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!

—Ahí... ahí..., no... cabemos... Duerme tú... Yo aquí, de cualquier modo...

Él soltó dos o tres palabras gordas.

—¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver como te acuestas, o si no...

Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño...

Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.


«La Revista Ibérica», núm. 1, 1883.

El rizo del Nazareno

A la hora en que él cruzó el pórtico del templo lucían las estrellas con vivo centellear en el profundo azul, saturaba la primavera de trépidos y aromosos efluvios el ambiente, hallábanse las calles concurridas, rebosando animación, y los transeúntes cuchicheaban a media voz, fluctuando entre el recogimiento de las recientes plegarias y la expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y halagüeña temperatura de abril. Eran casi las once de la noche del Jueves Santo.

Entróse a buen paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba la atmósfera, impregnada de partículas de cera e incienso. En el altar mayor ardían aún todas las luces del monumento, simétricamente dispuestas, alternando con vasos henchidos de gayas y pomposas flores de papel con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba azulados bullones de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido por angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los hombros, alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo chisporroteo de los cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el gran frente del altar irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en áureo y caliente vapor, y animado por la continua y parpadeante vibración de las candelas, y las notas de fuerte colorido de los contrahechos ramilletes.

Él avanzó hacia el luminoso foco, atraído por dos negras figuras femeniles —esbeltas a despecho del largo manto que las recataba— que de hinojos ante el presbiterio sobresalían, destacándose encima de aquel fondo de lumbre; mas en el propio instante las figuras se irguieron, hicieron profunda reverencia al altar, signáronse, y rápidas tomaron hacia la puertecilla de la sacristía, que a la derecha bostezaba, abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras las figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto cuando pasó frente al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado a sus perseguidas y se halló en la sacristía mal alumbrada por mezquino cabo de vela, que iba consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la antigua cómoda de nogal, almacén de las vestiduras sacras. En aquel recinto semitenebroso no estaban las damas ya.

Empujó la puerta de salida de la sacristía, que daba a lóbrega y retirada callejuela, y con ojos perspicaces escrutó las sombras, sin que en la angostura del solitario pasadizo viese ondear ningún traje, ni recortarse silueta alguna. Era evidente que se había perdido la pista de la res. Las fugitivas tapadas llegando a las calles principales, confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de indecisión, mi protagonista, a quien me place llamar Diego, encogióse levemente de hombros, y desanduvo lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que otorgase una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vio las borrosas pinturas pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo, los ornatos dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que tendían sus brazos blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un rincón, los cajoncitos entreabiertos dejando asomar una punta de cíngulo, todo el caprichoso desorden de la sacristía a última hora. Lentamente penetró de nuevo en la desierta iglesia, y al encararse con el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin que ningún murmullo de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al monumento, paróse a contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya al término de su vida; un hombre vuelto de espaldas a Diego, y encaramado en una escalerilla de mano, las mataba una a una, con ayuda de una luenga y flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra los frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas rosas artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por el fantástico pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver apagarse las efímeras constelaciones del firmamento del altar, y cuando sólo quedaron diez o doce astros luciendo en él, dio media vuelta, propuesto a abandonar el templo. Mas en mitad de la nave mudó instintivamente de rumbo, dirigiéndose a una de las dos capillas que hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia dibujaba. Era la capilla de la izquierda, fronteriza a aquella en cuyos muros encajaba la puerta de la sacristía.

Cerraba la capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta a la sazón, y en el fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de arriba abajo con paños de luto, descollaban expuestas en sus andas las imágenes que al día siguiente recorrerían las calles de la ciudad formando la dramática procesión de los «Pasos». Fijó Diego la vista en ellas con sumo interés, recordando, mediante una de las fugaces, pero vivísimas reminiscencias que impensadamente suelen retrotraernos a plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más lejanos aún en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada de la túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas, consideraba Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador, parecíale mirar y comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo hiciera allá en los albores de su infancia. Entonces eran para él símbolos del Cielo, invocado en sus cándidas oraciones; habitantes de una comarca felicísima, hacia la cual él deseaba remontarse por un impulso de las alas de querubín que en su espalda prendía la inocencia. Hoy le inspiraba igual curiosidad que un objeto cualquiera de arte. Advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las profanaba mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del escultor que las labrara o los conocimientos en indumentaria de la costurera que cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renacientes, y al notar que la soldadesca de Pilatos vestía, de medio cuerpo abajo, a la usanza española del siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional «Verónica», lucía brial de joyante seda al estilo medieval. Anacronismos que entretuvieron a Diego no poco, dándole ocasión de reconstruir en su mente, una por una, las impresiones de la edad en que acudía a visitar la capilla con erudición más corta y alma más sencilla y amante. En aquel punto y hora se encontraba Diego en la iglesia merced al más irreverente de cuantos azares existen: el azar de seguir los pasos a una bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego, bastando a empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que a no haber visto dirigirse a la gentil dama con su más familiar amiga —ambas rebozadas en tupidos velos— camino de la iglesia, donde se rezan las estaciones en aquella noche solemne; a no pensar que la hora, el tropel de gente arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión favorable de poner con disimulo rendido billete en unas manos quizá en secreto ansiosas de recibirlo..., no se anduviera él en tal razón en la capilla, sino en su casa, leyendo a la clara luz del quinqué los diarios, o respirando en el balcón la regalada brisa nocturna.

Mas como quiera que fuese, es lo cierto que había venido a dar a la capilla, y con la oleada de recuerdos infantiles olvidárase ya del galanteo, concentrando su atención toda en las imágenes que suavemente le conducían a los linderos del pasado. Parecíale tomar otra vez posesión de comarcas de antiguo perdidas, y con ellas recobrar la sencillez de su pericia venturosa. Allí estaba el San Juan, el amado discípulo, de rostro lindo y femenil, con su túnica verde, su manto rojo y sus bucles castaños, que caen como lluvia de flores en derredor de las impúberes mejillas y de la ebúrnea garganta. Allí, la Virgen Madre, pálida y orlados los ojos del dolor, tendidos los brazos, cruzadas con angustia las manos, arrastrando luengos lutos, trucidado por siete puñales el pecho. Allí, la «Verónica», pía, de arrogante hermosura, cubierta de galas y preseas, recamado de oro el rico velo de blanquísimo tisú, turbado el semblante con lástima infinita, presentando el limpio pañuelo que ha de enjugar el sudor de la sacrosanta Faz. Allí, los verdugos —que en otro tiempo hacían a Diego temblar de horror—, los sayones, de torvas cataduras y velludas fisonomías, de chatas frentes y cuerpos color de ocre, ostentando en la cabeza duro capacete o aplastado turbante, desnudo el torso, señalando con violentas actitudes la recia musculatura de sus fornidos brazos, tirando de las sogas o apretando, amenazadores, los iracundos puños. Allí, por último, el Nazareno, agobiado con el peso de su túnica de terciopelo oscuro, cuajada de palmas y cenefas de oro y sujeta por grueso cordón de anchos borlones, macilento y cadavérico rostro, apenas visible entre los flotantes rizos de la cabellera y las espirales de la ondeada barba virgen; el Nazareno, triste, de penetrantes ojos y cárdenos labios, de frente donde se hincan los abrojos de la corona, arrancando denegridas gotas de sangre. ¡Caso peregrino de verdad! Conocía Diego al dedillo las reglas de la estética y las teorías artísticas; sabía de sobra que el arte condena, severo, las imágenes llamadas «de vestir», sancionando las de bulto, donde el cincel puede revelar la armonía de las formas bajo el plegado de los paños. Y, no obstante, nunca maravillosa estatua, labrada en puro mármol pentélico por el artista más insigne de la antigua Grecia, le causara la honda impresión que aquella imagen ataviada por la ignorante piedad, sin tomar en cuenta los preceptos del arte ni las investigaciones arqueológicas. Tal era la fuerza y viveza de sus sentimientos ante la efigie, que creía notar en los labios el contacto de la rígida orla de la túnica; y, movido de curiosidad, deseando probar si algo del hombre de antaño sobrevivía en el de hogaño, miró alrededor, no fuera que estuviese oculto en los rincones de la capilla alguien que pudiese soltar la carcajada; y a falta de otro público, rióse él mismo al poner la boca en la fimbria del traje del Divino Nazareno. Alzóse, y a manera de disculpa, se alegó a sí propio que también los que en edad varonil vuelven al jardín donde, infantes, jugaron, gustan de esconderse en los bosquecillos como solían, por renovar el recuerdo de las alegres horas de ayer.

Hecho este soliloquio, resolvió Diego dejar definitivamente la capilla y la iglesia, que así lo pedía lo avanzado de la hora. Consagró la postrer mirada a las imágenes, cuyas vestiduras, al reflejo de la lámpara colgada de la techumbre y a la flava luz de dos altos blandones fijos en las andas, destellaban oro y colores, y, sin hacer genuflexión ni acatamiento alguno, pasó la verja. Estaba el templo del todo sombrío: en el monumento, negro y mudo ya, ni aun oscilaba el rojizo tufo de los pabilos recién apagados; apenas combatía las tinieblas de la nave el vago fulgor de los hachones de la capilla. Diego fue derechamente a una de las puertas que salían al vestíbulo del pórtico, empujóla con suavidad primero y fuerte después, y no sin gran sorpresa advirtió que resistían las hojas; la puerta estaba cerrada. Acudió Diego a la otra, y con mano impaciente buscó el pestillo; clausura completa. Palpó, nervioso y trémulo requiriendo la llave, que de fijo descansaría en la faltriquera del sacristán, puesto que estaba ausente de la cerradura. Entonces atravesó Diego apresuradamente la nave, y, llegándose a la puerta de la sacristía, probó a abrirla a tientas; empresa no menos vana que las anteriores. Herméticamente cerradas se encontraban todas las salidas del templo.

Hizo el mancebo ademanes de despecho y enfado. Su situación era clara: preso toda la noche en la iglesia. Mientras se embebecía en la contemplación de las imágenes, el sacristán, menos soñador y distraído, se recogía a saborear la colación en familia, cerrando bien antes. Diego torció y mordió con enojo su mostacho y meneó la cabeza, como diciendo: «Vamos a ver: ¿Y qué hago yo ahora?» Meditó varios expedientes, y ninguno tuvo por aplicable. Podría acaso, con sus vigorosos puños, forzar las cerraduras de las endebles puertas interiores; pero le detendría la fortísima exterior del pórtico, o la no menos resistente, aunque más baja, de la sacristía por la parte de la calle. ¿Y qué escándalo no iba a causar en la ciudad al verle a él, pacífico ciudadano, forzando puertas de templos, ni más ni menos que un burlador de capa y espada? Ocurriósele también gritar; acaso el sacristán, atareado aún en la sacristía, le oyese; pero inexplicable recelo embargó su voz, temiendo verla apagarse sin eco en la alta bóveda; además, algo pueril había en los gritos, que repugnaba a Diego. En estas imaginaciones transcurrieron diez minutos de angustia penosa; pero al cabo acudió la reflexión. Si el verse obligado a pernoctar en una iglesia no es recreativa aventura, tampoco grave mal ni terrible desdicha. Seguramente no se divertiría mucho Diego en la mansión sagrada; mas, en cambio, podría dormir a sus anchas, sin temor de que ningún importuno viniese a interrumpirle. Tratábase no más que de una noche, y mitad de ella era ya por filo, según anunció el reloj de la torre sonando doce lentas campanadas. Faltaban para la aurora, en aquella estación del año, cinco horas apenas, que bien podían dormirse en un banco, por duro que fuese. Antes de la del alba vendría el sacristán a franquear las puertas, a disponerlo todo para los divinos oficios, y entonces cátate a Diego libre y volando a su casa, a tenderse entre sábanas delgadas y limpias, a dormir hasta las once y a levantarse después para vez cómo sentaba la negra mantilla de fondo al talle de su perseguida beldad. Todo este raciocinio hilvanó el magín de Diego en un abrir y cerrar de ojos. Y pararon sus cálculos en resignarse y acogerse, atraído por las luces, a la capilla del Nazareno.

Ardían más amarillentos que nunca los cirios, soltando goterones de cera derretida, que a veces caían, y con rebote sordo se aplastaban en los palos de las andas de las imágenes. Reinaba, visible y palpable casi, el silencio. Diego se sentó en un banco, recostando la cabeza en la rinconada que formaba la saliente de un confesonario, y el crujido del duro asiento, al recibir el peso de su cuerpo, le sonó extrañamente. Trató de dormir, pero no acertaba a cerrar los ojos y recogerse para conciliar el sueño. Estorbábale mucho la absoluta tranquilidad del recinto, tranquilidad que agigantaba hasta el chisporroteo de los blandones. Aquella callada atmósfera estaba llena de cosas inexplicables e incomprensibles, que Diego percibía sin embargo. Quejas ahogadas, silabeo de oraciones en voz baja, grave salmodia de responsos, abrasadores lágrimas de arrepentimiento, sofocados suspiros flotaban en el ambiente como seres incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el aire, como átomos de mirra quemada ante el ara; dijérase que las almas de cuantos allí imploraron del Cielo paz o perdón se habían quedado cautivas en el círculo de los altos muros de la capilla. Diego se dio a creer que menos le turbarían acaso los siniestros rumores de derruido templo ojival donde mugiese el viento, silbase el cárabo y la corneja graznase, que el perfecto reposo de aquella iglesia moderna; y la aprensión más singular de cuantas le asaltaban, la más rara idea sugerida por el misterioso silencio, era la de figurarse que no se hallaba «solo». Por mucho que combatiese tan ridícula suposición, no podía arrancarse de la mente el pensamiento de que allí había alguien, o, mejor dicho, mucha gente, muchos ojos que le miraban atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él. Sacudió la cabeza, pasóse repetidas veces la mano por la frente, que comenzaba a arder; reclinóse de nuevo en el ángulo y probó a dormirse. Pero no es dado gozar el bálsamo del sueño a quien más lo solicita; antes suele huirnos cuando lo invocamos para aplacar la excesiva tensión de nuestros nervios y las tempestades de nuestro espíritu. Cerrados los párpados, no se disipó la indefinible zozobra de Diego. Parecíale oír tenues oscilaciones del aire, pisadas muy quedas, vagos murmullos, balbuceos trémulos, chasquidos leves, suave crujir de ricas estrofas, ráfagas de viento empujadas por manos que se tendían para acariciarle o cortadas por armas que descendían para herirle. No pudo sufrir más; mal de su grado se le despegaban los párpados violentamente retraídos por sus músculos tensores. Miró.

Las imágenes se erguían, inmóviles, en las andas; los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró ampliamente, increpándose a sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías entonan a las altas horas de la noche las capillas desiertas.

Tranquilo ya, recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y, cautivado, detúvose en la del Nazareno. Era ésta la que más próxima tenía; veíala de frente, y de costado a las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió a notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrara en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto despedían centellas como semejaban a Diego velados por turbia cortina de llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales a las flacas mejillas creyó Diego, asombrado, deslizarse unas gotas, que, al llegar a la negra barba, se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de araña campesina. Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio; mas al punto se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase a sí propio por demente y visionario. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación prendía sus pupilas a aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual a otra parte; imposible: los ojos del Nazareno no buscaban con empeño tal, preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de Diego! Lo que procedía era irse derechito a la efigie, mirarla de cerca, tocar su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reírse después. Sí: esto era lo sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias opina a las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero a igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en compañía de un Nazareno al que alumbran cirios, es verosímil que el mismo hombre hiciese lo que Diego; levantarse con ademán brusco, pasar ante el Nazareno, clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas en un pequeño espacio por menudilla rejilla, se interpusieron entre él y las imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo retirada.

Mas ni por sepultarse en tal escondite cesó Diego de tiritar y sentir zumbidos en las sienes, y dolorosa percepción del curso de la sangre por las venas de su cerebro. A través de la apretada rejilla, parecíale que los trágicos personajes del poema de la Pasión no estaban ya en sus andas, sino en el suelo muy cerca de él, tocando con las murallas de leño de su guarida. Oía choque de corazas y espadas, sonar de cuentos de lanza sobre baldosas, pasos trabajosos y desiguales, sordas imprecaciones, blasfemias cínicas, sollozos desgarradores arrancados de mujeriles pechos. Y también llególe el son de roncas trompetas y destemplados tambores, y, de tiempo en tiempo, el choque mate de un objeto pesado contra la tierra. Parecía como si cantasen un coro a telón corrido; pero con tal maestría, que cada voz se destacaba aisladamente entre las demás sin romper el concierto. Diego se apretaba la cabeza y tapábase los oídos con las manos; mas de pronto, las tablas del confesonario cesaron de interponerse entre su vista y el espectáculo que adivinaba: el telón subió y apareció la escena.

No estaba Diego ya en la capilla, ni le alumbraban los pálidos blandones, sino que se encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada ciudad, faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse a la cumbre. Hirviente multitud ondulaba en el sendero como flexible sierpe que colea; el sol, inflamado, rutilante en su cénit, pero de luz turbia y lívida, iluminaba, sin regocijarlo, el paisaje. Sus reflejos arrancaban vislumbres como de fuego y sangre a las armaduras, a los yelmos, a los hierros de lanza, a las águilas posadas en los pendones de la centuria de romanos jinetes que, indiferentes y marciales, arrendando sus briosos potros, daban escolta al cortejo. A ambos lados de la senda se enracimaban gentes del pueblo, mujeres y niños los más que, llorando y plañendo, maltratados a veces por la cohorte, se unían al grupo central de la lúgubre procesión. Formaban este grupo los hoscos sayones, los siniestros y grotescos verdugos, que bullían en torno de un hombre vestido con túnica nazarena.

Aquel hombre, cuyo rostro apenas se distinguía entre los copiosos y enmarañados bucles de su cabellera oscura, manchada de polvo y sangre, llevaba ceñida corona de espinas punzantes; sustentaba en sus hombros el árbol de enorme y pesada cruz, y sus pies descalzos y llagados pisaban dolorosamente los guijarros del camino. Apurábanle los sayones porque apretase el paso y llegase más presto al lugar del suplicio; cuál le descargaba fuerte puñada en los lomos; cuál le sacudía tremendo bofetón en la faz o le tiraba despiadadamente de los mechones del cabello. Diego miró con horror a los sicarios, y se lanzó hacia el grupo, deseoso de socorrer a la víctima; pero al alzar la mano para abrirse paso y apartarlos, halló que rodeaba su muñeca gruesa soga, pasada al cuello del reo. Entonces convirtió la vista a sí propio, y advirtió con espanto que tenía la propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces jayanes. Desnudos llevaba como ellos pecho y espalda; sujeto a la cintura, breve faldellín; pendiente del cinto de cuero, una bolsa con martillo, tenaza y provisión de férreos clavos. Quiso entonces desasirse de la cuerda maldita; tiró y logró solamente lastimar los lacerados hombros del reo que exhaló suave quejido. Siguió su marcha la comitiva, y Diego, confundido con ella, mecánicamente, como paja a quien arrastran las ondas del mar. Andados algunos pasos, los pies de la víctima tropezaron con una cortante piedra y desplomóse sobre las rodillas, abrumado por la cruz. Intentó Diego ayudarle a incorporarse; mas la soga volvió a rozar el herido cuello, y el reo a gemir.

Haciéndose cada vez más agria la cuesta, más grave el peso, aún vaciló y cayó, pero se sostuvo en las palmas de las manos; y entonces, como echase atrás la cabeza, apartáronse los descompuestos bucles y quedó patente el rostro maltratado y escupido, los dulces labios marchitos como pisoteada flor, la bella barba horquillada y rizosa, la cándida frente claveteada de espinas, los serenos abismos de los ojos, que con ternura y paz miraban en torno de sí. Diego sintió como si le traspasase el corazón agudo y penetrante dardo, y las entrañas se le conmovieron y derritieron de pena. «Álzate, sigue», vociferaban los verdugos en una lengua extraña, que Diego entendía, sin embargo; y se precipitaron sobre el Nazareno, para levantarle de grado o por fuerza. Cogido Diego en el vórtice del viviente remolino, extendió también los brazos y asió los del reo a tientas, según pudo entre la confusión; oyóse un clamor de agonía, contestaron a él las hijas de Jerusalén con histérico llanto, y Diego vio que las sienes de Jesús chorreaban sangre, y sintió en sus dedos un contacto blando, elástico, acariciador; enroscábase a ellos un rizo, arrancado de la frente del Nazareno.

* * *

Despertóse Diego en su lecho, rodeado de solícitos amigos, que le velaban y cuidaban desde que le encontraron sin sentido y sin pulso sobre el frío pavimento de la capilla, delante de las andas.

Ya tornaba a la vida y había en sus mejillas color, en sus pupilas luz e inteligencia. Recobrándose poco a poco, incorporado sobre la almohada, fue recogiendo lentamente los sueltos cabos de sus recuerdos y reconstruyendo lo pasado en su mente. Ensanchó el pecho, respirando con desahogo, y murmuró:

—¡Qué pesadilla!

Mas en el instante mismo hubo de advertir algo delicado y sedoso, como piel de mujer, como suave pétalo de flor, que tocaba con la yema del pulgar y envolvía su dedo índice. Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada su lengua. Aquella fina sortija era el rizo.


«La Revista de España», tomo LXVII, 1880.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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