Cuentos

Relatos breves

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección


A lo Vivo
A Secreto Agravio...
Accidente
Adriana
Afra
Agravante
Águeda
Aire
Al Anochecer
Al Buen Callar...
Anacronismo
Antiguamente
Apólogo
Apostasía
Ardid de Guerra
Arena
Argumento
Armamento
Así y Todo
Atavismos
Aventura
Bajo la Losa
Banquete de Bodas
Barbastro
Belona
Benito de Palermo
Berenice
Bohemia en Prosa
Bromita
Carbón
Casi Artista
Caso
Casualidad
Cena de Navidad
Ceniza
Cenizas
Cháchara de Horas
Champagne
Chucho
Clave
¿Cobardía?
Coleccionista
Comedia
Cometaria
Como la Luz
Compatibles
Confidencia
Consejero
Consuelo
Consuelos
Contra Treta...
Cornada
Corpus
Corro de Sombras
Crimen Libre
Cuatro Socialistas
Cuento de Mentiras
Cuento de Navidad
Cuento Inmoral
Cuento Primitivo
Cuento Soñado
Cuesta Abajo
Curado
Dalinda
De Navidad
De Polizón
De un Nido
De Vieja Raza
Deber
Delincuente Honrado
Desde Afuera
Desde Allí
Desquite
Diálogo
Diálogo Secular
Dios Castiga
Dioses
Doradores
Dos Cenas
Drago
Dura Lex
Durante el Entreacto
Ejemplo
El Abanico
El Ahogado
El Aire Cativo
El Alambre
El Alba del Viernes Santo
El Aljófar
El Alma de Cándido
El Alma de Sirena
El Amor Asesinado
El Antepasado
El Árbol Rosa
El Arco
El Aviso
El Azar
El Baile del Querubín
El Balcón de la Princesa
El Belén
El Brasileño
El Buen Callar
El Cabalgador
El Caballo Blanco
El Cáliz
El Camafeo
El Casamiento del Diablo
El Catecismo
El Cerdo-Hombre
El Ciego
El Cinco de Copas
El Clavo
El Comadrón
El Conde Llora
El Conde Sueña
El Conjuro
El Contador
El Corazón Perdido
El Crimen del Año Viejo
El Cuarto...
El Décimo
El Delincuente Honrado
El Depósito
El Desaparecido
El Destino
El Disfraz
El Dominó Verde
El Encaje Roto
El Enemigo
El Engaño
El Engendro
El Error de las Hadas
El Escapulario
El Escondrijo
El Espectro
El Espíritu del Conde
El Esqueleto
El Fantasma
El Fondo del Alma
El Frac
El Gemelo
El Guardapelo
El Gusanillo
El Hombre-cerdo
El Honor
El Indulto
El Invento
El Legajo
El Linaje
El Llanto
El Lorito Real
El Malvís
El Mandil de Cuero
El Martirio de Sor Bibiana
El Mascarón
El Mausoleo
El Mechón Blanco
El Milagro de la Diosa Durga
El Milagro del Hermanuco
El Molino
El Montero
El Morito
El Mundo
El Niño
El Niño de Cera
El Niño de San Antonio
El Oficio de Difuntos
El Pajarraco
El Palacio de Artasar
El Palacio Frío
El Panorama de la Princesa
El Panteón de los Años
El Pañuelo
El Paraguas
El Pecado de Yemsid
El Peligro del Rostro
El Peregrino
El Pinar del Tío Ambrosio
El Pozo de la Vida
El Premio Gordo
El Príncipe Amado
I
II
III
El Puño
El Quinto
El Revólver
El Rival
El Rizo del Nazareno
El Rompecabezas
El Rosario de Coral
El Ruido
El Sabio
El Salón
El Santo Grial
El Sino
El Sonar del Río
El Talisman
El Tapiz
El Té de las Convalecientes
El Templo
El Tesoro
El Tesoro de los Lagidas
El Testamento del Año
El Tetrarca en la Aldea
El Tornado
El Toro Negro
El Torreón de la Esperanza
El Triunfo de Baltasar
El Trueque
El Último Baile
El Vencedor
El Viaje de Don Casiano
El Viajero
El Vidrio Roto
El Viejo de las Limas
El Vino del Mar
El Voto
El Voto de Rosiña
El «Xeste»
El Zapato
Elección
En Babilonia
En Coche-cama
En el Nombre del Padre...
En el Presidio
En el Pueblo
En el Santo
En Semana Santa
En Silencio
En su Cama
En Tranvía
En Verso
Entrada de Año
Entre Humo
Entre Razas
Episodio
Error de Diagnóstico
Esperanza y Ventura
Eterna Ley
Evocación
Eximente
Fantaseando
Fantasía
I. La Nochebuena en el Infierno
II. La Nochebuena en el Purgatorio
III. La Nochebuena en el Limbo
IV. La Nochebuena en el Cielo
Fausto y Dafrosa
Femeninas
Feminista
Filosofías
Fraternidad
Fuego a Bordo
Fumando
Galana y Relucia
Geórgicas
Gipsy
Gloriosa Viudez
Hacia los Ideales
Hallazgo
Heno
Hijo del Alma
Idilio
Implacable Kronos
Infidelidad
Inspiración
Inspiración
Instintivo
Instinto
Interrogante
Inútil
Inútil
Irracional
Jactancia
Jesus en la Tierra
Jesusa
John
Juan Trigo
¿Justicia?
Justiciero
La Adaptación
La Adopción
La Advertencia
La Almohada
La Amenaza
La Argolla
La Armadura
La Aventura
La Aventura del Ángel
La Bicha
La Boda
La Borgoñona
I
II
La Cabellera de Laura
La Cabeza a Componer
La Caja de Oro
La Calavera
La Camarona
La Cana
La Capitana
La Careta Rosa
La Casa del Sueño
La Cena de Cristo
La Centenaria
La Charca
La Chucha
La Cigarrera
Primera versión
Segunda versión
La Cita
La Clave
La Cola del Pan
La Comedia Piadosa
I. Casuística
II. Cuaresmal
III. La conciencia de «Malvita»
IV. Los huevos pasados
La Cómoda
La «Compaña»
La Confianza
La Conquista de la Cena
La Cordonera
La Corpana
La Cruz Negra
La Cruz Roja
La Cuba
La Culpable
La Danza del Peregrino
«La Deixada»
La Dentadura
La Emparedada
La Enfermera
La Enfermera
La Estéril
La Estrella Blanca
La Exangüe
La Flor de la Salud
La Flor Seca
La Gallega
La Ganadera
La Gota de Cera
La Guija
La Hierba Milagrosa
La Hoz
La Inspiración
La Invisible
La Ley del Hombre
La Leyenda de la Torre
La Lima
La Lógica
La Madrina
La Maga Primavera
La Manga
La Mariposa de Pedrería
La Máscara
La Mayorazga de Bouzas
La Mina
La Mirada
La Moneda del Mundo
La Mosca Verde
La Muchedumbre
La Muerte de la Serpentina
La Navidad de «Peludo»
La Navidad del Pavo
La Niebla
La Niña Mártir
La Nochebuena del Carpintero
La Nochebuena del Papa
La Novela de Raimundo
La Novia Fiel
La Operación
La Oración de Semana Santa
La Oreja de Juan Soldado
La Palinodia
La Paloma
La Paloma Azul
La Paloma Negra
La Pasarela
La Paz
La Penitencia de Dora
La Perla Rosa
La Puñalada
La Punta del Cigarro
La Puntilla
La Redada
La Religión de Gonzalo
La Resucitada
La Risa
La Salvación de Don Carmelo
La Santa de Karnar
I
II
La Sed de Cristo
La Señorita Aglae
La Sirena
La Soledad
La Sombra
La Sor
La Sordica
La Tentación de Sor María
La Tigresa
La Turquesa
La Última Ilusión de Don Juan
La Venganza de las Flores
I
II
III
IV
La Ventana Cerrada
La Vergüenza
La Visión de los Reyes Magos
La Zurcidora
Las Armas del Arcángel
Las Caras
Las Cerezas
Las Cerezas Rojas
Las "Cutres"
Las Desnudas
Las Dos Vengadoras
Las Espinas
Las Medias Rojas
Las Setas
Las Siete Dudas
I. La amistad. La duda.
Las Tapias del Campo Santo
El señor doctoral
Las Tijeras
Las Veintisiete
Las Vistas
Lección
Leliña
Ley Natural
Linda
Lo Imposible
Lo que los Reyes Traían
Los Adorantes
Los Años Rojos
Los Buenos Tiempos
Los Cabellos
Los Cinco Sentidos
Los Cirineos
Los de Entonces
Los de Mañana
Los Dominós de Encaje
Los Dulces del Año
Los Escarmentados
Los Hilos
Los Huevos Arrefalfados
Los Magos
Los Novios de Pastaflora
Los Padres del Santo
Los Pendientes
Los Ramilletes
Los Rizos
Los Santos Reyes
Los Zapatos Viejos
Lumbrarada
Madre
Madre Gallega
Madrugueiro
Mal de Ojo
Maldición de Gitana
Maleficio
Mansegura
Martina
Más Allá
Memento
Mi suicidio
Miguel y Jorge
Milagro Natural
Morrión y Boina
Náufragas
Navidad
Navidad de Lobos
Nieto del Cid
No lo Invento
Nochebuena del Jugador
Nube de Paso
Nuestro Señor de las Barbas
Obra de Misericordia
Ocho Nueces
Ofrecido
Omnia Vincit
Oscuramente
Otro Añito
Padre e Hijo
Página Suelta
Palinodia
Paracaídas
Paria
Paternidad
Pelegrín
Pena de Muerte
Perlista
Pilarito
Pilarito
Piña
Planta Montés
Poema Humilde
Por Dentro
Por el Arte
Por España
Por Gloria
Por Otro
Porqués
Posesión
Prejaspes
Presentido
Primaveral-moderna
Primer Amor
Profecía para el Año de 1897
Prueba al Canto
Puntería
Que Vengan Aquí...
Rabeno
Racimos
Recompensa
Reconciliación
Reconciliados
Reina
Remordimiento
Responsable
Restorán
Rosquilla de Monja
Saletita
Salvamento
Sangre del Brazo
«Santi Boniti»
Santiago el Mudo
Santos Bueno
Sara y Agar
Sedano
Semilla Heroica
Sequía
Sí, Señor
Sic Transit...
Siglo XIII
Siguiéndole
Sin Esperanza
Sin Pasión
Sin Querer
Sin Respuesta
Sin Tregua
Sinfonía Bélica
So Tierra
Sobremesa
Solución
Sor Aparición
Sud-Exprés
Sueños Regios
Suerte Macabra
Sustitución
Sustitución
Temprano y con Sol...
Teorías
Testigo Irrecusable
Tía Celesta
Tiempo de Ánimas
Tío Terrones
Traspaso
Travesura Pontificia
Un Buen Tirito
Un Diplomático
Un Duro Falso
Un Matrimonio del Siglo XIX
Un Náufrago
Un Parecido
Un Poco de Ciencia
Un Sistema
Un Solo Cabello
Una Pasión
Una Voz
Vampiro
Vendeana
Vengadora
Vida Nueva
Vidrio de Colores
Viernes Santo
Vitorio
Vivo Retrato
Vocación
Vocación
Volunto
Voz de la Sangre
Zenana

A lo Vivo

Era un pueblecito rayano, Ribamoura, vivero de contrabandistas, donde esta profesión de riesgo y lucro hacía a la gente menos dormida de lo que suelen ser los pueblerinos. Abundaban los mozos de cabeza caliente, y se desdeñaba al que no era capaz de coger una escopeta y salir a la ganancia.

Las mujeres, vestidas y adornadas con lo que da de sí el contrabando, lucían pendientes de ostentosa filigrana, patenas fastuosas, pañuelos de seda de colorines; en las casas no faltaba ron jamaiqueño ni queso de Flandes, y los hombres poseían armas inglesas, bolsas de piel y tabaco Virginia y Macuba. Al través de Portugal, Inglaterra enviaba sus productos, y de España pasaban otros, cruzando el caudaloso río.

Algunos días del año se interrumpía el tráfico y la industria de Ribamoura. El pueblo entero se congregaba a celebrar las solemnidades consuetudinarias, que servían de pretexto para solaces y holgorio. Tal ocurría con el Carnaval, tal con la fiesta de la Patrona, tal con los días de la Semana Santa. A pesar de ser éstos de penitencia y mortificación, para los de Ribamoura tenían carácter de fiesta; en ellos se celebraba, en la iglesia principal, espacioso edificio de la época herreriana, la representación de la Pasión, con personajes de carne y hueso, y encargándose de los papeles gente del pueblo mismo.

Venido de Oporto, un actor portugués, con el instinto dramático de la raza, organizaba y dirigía la representación; pero sin tomar parte en ella. Esto se hubiese considerado en Ribamoura irreverente. «Trabajaban» por devoción y por respeto tradicional a los misterios redentores; pero nunca hubiesen admitido a nadie mercenario, ni tolerado que hiciese los papeles nadie de mala reputación. Gente honrada, aunque contrabandease; que eso no deshonra. Ni por pecado lo daban en el confesionario los frailes.

Han corrido varios lustros desde la Semana Santa en que soliviantó a Ribamoura cierto rumor, salido no se sabía de dónde, que cundió de oreja a oreja y de silla a silla, bisbiseado y secreteado, pues nadie se resolvía a decirlo en alta voz, y, además, nadie tenía certidumbres que añadir a suposiciones, en ningún hecho concreto fundadas. Así, el runrún fue en parte reprobado por calumnioso. Sin embargo, escandalizaba. Tratábase de Antonia, la esposa del Nazario, «el Alerta», linda criatura que ya había desempeñado durante cuatro años el papel de Magdalena en el auto sacro de la Pasión. Era Nazario el más activo contrabandista, y por las festividades de Semana Santa tenía durmiendo un considerable alijo, allá lejos, a la otra margen del río, en casa de una confidente. Bronco y desapacible gesto, fiero y violento de condición, contrastaba Nazario con su mitad, muñeca de alabastro teñida con zumo de rosas. Cuando la mujer de Nazario hacía el papel de la de Magdala, causaba admiración, no sólo su belleza, sino su mata de pelo rubio, destrenzada sobre los hombros, ondeando hasta los pies.

El rumor insidioso atribuía a Antonia delito de amor, señalando como cómplice a un mozo sin oficio ni beneficios, hijo de un prestamista; un Daniel Pereira, de estirpe israelita, como tantos lo son en la frontera; un vago, que no hacía sino recitar y componer versos. Su tipo físico, semejante al de las efigies del Salvador, le señalaba principalísimo papel en el auto sacro. Los que sostenían la hipótesis del delito, aseguraban que durante los ensayos y representaciones fue cuando Antonia empezó a responder a las ojeadas de Daniel. Los defensores de Antonia aseguraban que era materialmente imposible su delincuencia. Vivía encerrada, vigilada, con su suegra y con una hermana de su marido; jamás salía sola ni a la iglesia; y en tales condiciones era poco cristiano suponer lo que constaba que no podía haber sucedido. Los malignos argüían que el diablo siempre arregla ocasiones, y apoyaban sus malicias en ciertas endechas que habían corrido manuscritas, obra de Daniel, en que se aludía a un amor imposible, se renegaba de la fatalidad y se ensalzaba el oro de unos cabellos. Los benignos contestaban que, justamente, si el amor se declaraba imposible, es que Antonia, la de Nazario, no tenía nada que echarse en cara. No cabía pensar en nadie más que en ella para el papel de la arrepentida pecadora. Además, ¿dónde estaban otros cabellos así?

¿Sospechó «El Alerta»? Siempre fuera del pueblo y por caminos y veredas los más de los días, no debía cuidarse de comadreos y chismes. Pero, defendiendo el hogar, la madre, vieja todavía fuerte, a pesar de los setenta y cinco, y la hermana, instintivamente celosa del oro de la cabellera, algo debieron percibir y algo susurrarían, en forma velada, con reticencias y repulgos femeniles. Al menos, esto se supuso. De positivo, no se llegó a saber.

Hacíanse en la vasta iglesia los preparativos, y se alzaba un tablado, alrededor del cual, colgaduras de rojo damasco formaban un telón de fondo anacrónico, pero solemne y de vistoso efecto. Se erigían tres cruces de madera obscura, sobre el montículo del Calvario. La longitud de la nave se destinaba a los espectadores.

La tarde del Viernes Santo fue llenándose la iglesia de un gentío ansioso de la emoción que se preparaba. No se cabía en el ancho recinto; la mayor parte de la concurrencia se quedaría sin ver. Hasta de Portugal, de los pueblecitos fronterizos, había venido gente. Hormigueaba la multitud, empujándose, como en prensa, y había sofocadas exclamaciones, suspiros de congoja, discusiones tan pronto iniciadas como terminadas por los murmullos desaprobadores del concurso, que quería anticipado silencio para oír las octavas y décimas del auto, los maternales quejidos de la Virgen, las frases doloridas de San Juan y la Magdalena, al pie de la cruz. Aún no empezaba el espectáculo; inmenso cortinón de tela negra cubría el escenario. Al fin, manos invisibles lo descorrieron, y el cuadro apareció, un artista hubiese censurado el tipo de San Juan, que personificaba un mozuelo afeminado, con peluquilla de rizos, y aun hubiese quedado descontento de la Virgen madre, que no sabía manejar el manto azul que envolvía su cuerpo de cuarentona, su ajada hermosura, rota y vulgar. En cambio, la figura del Redentor y la de la Magdalena eran dignas de pincel.

Antonia vestía una antigua túnica de brocado verde, rameada de oro, con cinturón de topacios, y caía por sus espaldas el espléndido desate de la cabellera, en ondas simétricas, como en las efigies bizantinas. Estaba pálida; al vestirse, al salir de casa, había notado algo singular en los ojos de las mujeres, algo extraño en el acento, siempre áspero, del esposo. De nada la acusaba su conciencia: los que la consideraban sin culpa tenían razón. Sólo de lo íntimo había salido, involuntario, algún reflejo a los ojos. La mirada, a pesar suyo, la había vendido. Y la había vendido cada año más, en aquella representación dramática, en que por fuerza tenía que alzar la vista hacia el que pendía del suplicio. Y ahora, son poderlo evitar, comprendiendo que se perdía, que cometía impiedad, que Dios debía castigarla, también miraba intensamente al que había escrito aquellos versos tan exaltados, al que tenía dulzuras y mieles, distintas de las rudezas de su hogar, una magia de poesía, ignorada, irrazonada, la atraía hacia el mozo, y sentía deseos de llorar verdaderas lágrimas ante su rostro fino, su barba ahorquillada, su pelo, que se había dejado crecer en bucles y que rebosaba bajo la corona de espinas inofensiva. El mirar descubría el corazón. Fácil era observarlo, y alguien lo observaba. Detrás del tablado, oculto, Nazario ya no podía dudar. La indignación estremecía su cuerpo, un desprecio furioso le sacudía, en temblores de odio. Por aquel judío, aquel cómico, con los dedos manchados de tinta, ofender a un hombre de temple, que se juega la vida a cada paso para traer a la malvada brincos y joyas, cruces y cadenas de oro de Oporto, piezas de lienzo, cortes de traje de seda. La desnudez a que obligaba a Daniel su papel en el auto, añadía al furor del esposo cruel mordedura de materiales celos. Su imaginación se poblaba de sombras, de ideas cínicas e injustas… «El Alerta» se deslizó por la esquina, detrás del tablado, y, cruzando una puertecilla de escape, pasó a la sacristía. No llevaba intención alguna: sólo huir de aquel cambio de miradas.

En la sacristía refrescaban con queso, bizcochos y tinto, José de Arimatea, Nicodemo, Longinos: los secundarios, que saldrían a escena después. Le ofrecieron un vaso y, ceñudo, lo trasegó. Contra la pared estaba apoyada la lanza de Longinos —una auténtica lanza de los tiempos de las guerras fronterizas—, con la cual haría el simulacro de traspasar el costado del Señor. La asió, sin que nadie reparase. Volvió a escurrirse, y, subiendo la escalerilla trasera que al tablado conducía, y apartando las colgaduras de damasco rojo, blandió el lanzón y ensartó, de un bote, al actor, mientras un alarido de espanto de la multitud atronaba la bóveda…

A Secreto Agravio...

Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar a los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus docks, no dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Ríopardo, que compite con los mejores del extranjero.»

Y competía. Los amplios vidrios, los escaparates de blanco mármol, las relucientes balanzas, los grifos de dorado latón, el artesonado techo, las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht, las brillantes latas de conservas formando pirámides, las piñas y plátanos maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la golosina. Así como en Madrid salen las señoras a revolver trapos, en la apacible capital de provincia salían a «ver qué tiene Ríopardo de nuevo». Ríopardo sustituía al teatro y a otros goces de la civilización; y los turrones y los quesos, y los higos de Esmirna eran el pecadillo dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo cual no faltaban censores malhumorados y flatulentos que acusasen a Ríopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal sencillez de las comidas en fausto babilónico…

Entre tanto, el establecimiento medraba, y Ríopardo, moreno, afeitado, lucio, adquiría ese aplomo que acompaña a la prosperidad. Los negocios iban como una seda, y esperaba morir capitalista, a semejanza de otros negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes aún… Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas… , y así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje a Barcelona y Madrid.

De uno de estos volvió casado Ríopardo; su mujer, linda muchacha, hija de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en el despacho a su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela. Sin ser activa ni laboriosa como su esposo, María era zalamera y solícita, y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado, cortar con su blanca manecita de afinados dedos una rebanada de Gruyère o una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas pulcramente y envolverlas en papeles de seda, atados con cinta azul. La tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie como María para aplacar a una parroquiana descontenta, para halagar a un parroquiano exigente, para regalar un cromo a un niño o deslizar un puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona.

El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia habían influido en el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Ríopardo, Germán era hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le arregló el cuarto —porque Germán vivía con sus patronos en el piso principal—, le surtió de un buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó a luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el establecimiento, que al fin las cosas de bucólica gusta recibirlas de gente aseada, moza y no fea… «También se come con la vista», solían decir.

Una tarde, casi anochecido, Ríopardo, volviendo de arreglar asuntos urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera, que caía a la Marina, ahorrándose así diez minutos de callejeo inútil, pues era, a fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el bolsillo el llavín; abrió, salvó un pasadizo y empujó la puerta del almacén que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina, estaba a oscuras, y allá a su extremidad, Ríopardo creyó percibir un cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica y miró. Al pronto no se ve nada viniendo de afuera, cuando la luz es poca; pero a los tres minutos la vista se acostumbra y algo se percibe. Ríopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda» Y el modo de separarse, brusco, azorado, fue más inequívoco aún que la proximidad de los dos bultos…

Retrocedió Ríopardo; salió por donde había entrado y sin cuidarse ya de economizar tiempo, penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta a la hora habitual; cenaron los tres: marido, mujer y dependiente, y se recogieron en paz a sus respectivos dormitorios María y Germán, Ríopardo volvió a bajar; era el momento de repasar las cuentas y manejar libros. Llevaba su linterna sorda, que le servía para registrar el almacén, en precisión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo y probar los cerrojos de la que con la tienda comunicaba.

Después, entregóse a una faena extraña: abrió buen número de latas de petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban, barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazadas de paja, papeles y astillas —residuos de los embalajes de las botellas—, y los hacinó hasta formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió a la altura de las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dio la vuelta al grifo de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Ríopardo sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la puerta exterior, dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no paró hasta su alcoba. María dormía o aparentaba dormir serenamente. La alcoba no tenía ventana. Ríopardo, con maravilloso silencio, colocó delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos pudo trasladar sin hacer ruido.

Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave a la puerta del gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez a la tienda, metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se alzó le chamuscó pestañas y cabellos. Solo tuvo tiempo de huir a la tienda. El almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.

El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando recio. Golpeó la puerta del dormitorio de Germán que salió medio desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego… Huele a humo… Baje usted… ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se precipitó sin más ropas que unos pantalones vestidos a escape y babuchas. Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no comprendía lo que pasaba. Le precedía Ríopardo con la indispensable linterna.

Tienda y portal estaban llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase usted; mire a ver dónde es… » Titubeaba el dependiente, ciego y atónito; Ríopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al portal y a la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de qué por allí no andaba el sereno ni pasaba nadie, y probablemente sucedería lo mismo durante el cuarto de hora necesario…

Sin embargo, a los diez minutos el humo era tal, que temeroso de ver abrirse las ventanas y oír voces de socorro, el mismo Ríopardo gritó. Al llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y el principal, no formaban más que una hoguera. Se atendió a aislar las casas vecinas y a salvar con escalas a los inquilinos del segundo y tercero. La fatalidad —observaron las gentes— quiso que el fuego se iniciase en la parte del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de Ríopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse a pedir socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo de imprudencia temeraria por fumar en el almacén.

No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado casi completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Ríopardo dice tristemente a su antigua y fiel clientela:

—Ya no tengo ilusión… ¡Una esposa y un dependiente como los que perdí no he de encontrarlos nunca!

«El Imparcial», 16 noviembre 1896.

Accidente

Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...

Y la vieja, entre dos chupadas, declaró sentenciosamente:

—El que con chiquillos se acuesta... Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la ropa y le pego un buen azote...

No era verdad; el vecindario de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero andaba siempre alabándose de abofetear al uno y de destripar al otro. Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo, sonriendo al escuchimizado rapaz.

Desde que sonó la hora cesaron las confidencias. La taciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica les atontaba quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la repetición incesante, espaciada por la acción de alzar y bajar la piqueta, del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable, desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los jornaleros adónde. ¿Qué les importaba, además?

El rapaz, Raimundo, trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista, hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a los que tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el año.

No sospechaban, y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias indiferentes a todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción del nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de color de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella una cava, que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos taludes y que no refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas cuando se enteran de que ya los cobija el desmonte.

Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡A-hum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.

—¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a la billarda?

El amor propio, el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada de desprecio con que le dijo al concederle jornal:

—Te tomo..., no sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera puedes con la herramienta...

¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más... La tuerca notó el arrechucho del novato, y le dijo, maternal, bondadosota:

—No te mates, hombre, que igual ha de ser. El negocio no está en dar tanto piquetaso, sino en arrincar de cada golpe buena pella.

Y señalaba el hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que hacía caer Raimundo. El suspiro, sin responder, volviendo a la carga.

Un automóvil pasó, haciendo retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas, no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate,en el diario integrista: «Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima cuando menos lo piensen». Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca oscura y sin apearse arrimóse al socavón, gritando:

—¡Eh! ¡Vosotros! Que se os viene encima esa tierra. ¿Estades ciegos?

La alcoholizada le contestó pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza tuerta solo refunfuñó:

—¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el trabajo.

Raimundo, por su parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren, para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de cansancio, el corrusco de pan de maíz!

El cura, no obstante, seguía vociferando caritativos insultos.

—¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tarde eso en venirse!

Y como la vieja se lanzase fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en seguida, un silencio siniestro, interrumpido por el rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que vigorosamente perneaba, cabeceaba para salir de entre la masa de tierra de la impensada sepultura.

Acudieron al párroco y la bruja; la ayudaron; se le vio sacar primero la rodilla, después una pierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio le olvidaron. Cuando se empezó a solevantar la tierra, porque acudieron vecinos de las casucas y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre el pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez compacta.


«Blanco y Negro», núm. 710, 1904.

Adriana

Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:

—Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente... ¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!

—Yo sí lo sabía —declaró el vizconde de Tresmes—, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.

—Entérenos usted —suplicamos todos.

Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:

—Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.

Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado a los chicos —advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes—, confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza (parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una precocidad (pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio celestial), que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas.

De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando a la nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así que empezó a interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir «tochas», les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja de soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque tenía confianza con ella:

—Hija, estáis malcriando a este pequeñín...

—Déjele que se divierta ahora —me contestaba—; demasiado rabiará algún día... ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!

El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes que clasifique la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza.

A pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban a tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había escapado a corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y a Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad singular.

Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el té en un cenador del jardín —me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque hay cosas que impresionan, aunque uno no quiera—, vimos cruzar como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos. «¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara, levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó fue: «¿Dónde estará Ventura?» «Ese le habrá soltado, de fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos servían, y que corrían hacia el cenador, clamando con angustia: «Señorito, señorito», nos obligaron a precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra; un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía aguas de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.

El padre, con ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a las bohardillas y salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el desatino de subir por ella a la formidable altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:

—Por la Virgen..., quietos..., todos quietos..., no se mueva nadie... Y silencio..., no chillar..., no chillar...; hagan como yo... Quietos...; si le asustamos, le tira.

Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.

Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:

—Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy por la carabina.

Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono haríamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que su marido se mordió los puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:

—Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que esconderse; que no nos vea.

Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en el tejado, le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito (un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y, recogiendo a Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos, todos, menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al chico ileso y se refugió en su caseta.

Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras, y desde entonces padeció del corazón. Parecía que se había repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y ella no lo ignoraba...

—¿Y qué fue del mono? —preguntamos como chiquillos.

—Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba lástima! —repuso el vizconde.


«El Imparcial», 12 octubre 1896.

Afra

La primera vez que asistí al teatro de Marineda —cuando me destinaron con mi regimiento a la guarnición de esta bonita capital de provincia recuerdo que asesté los gemelos a la triple hilera de palcos para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar un muchacho de veinticinco años no cabales.

Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpaba. Observé también que su belleza consiste, principalmente, en el color. Blancas (por obra de Naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo oscuro. De pronto, en el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en hermosura a los demás, sino que se diferenciaba de todos por la expresión y el carácter.

En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto vi un rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de absorber los jugos vitales y causar daño a su poseedora… Aquella fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen a las claras desde el primer momento a quien las contempla: «Soy una voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante maniquí femenino escondo el acerado resorte de un alma.»

He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía doblarse al peso del voluminoso rodete; su oreja menuda y apretada, como para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar a aquella mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía mi compañero de armas, Alberto Castro:

—¡Cuidadito!

—Cuidadito, ¿por qué? —respondí, bajando los anteojos.

—Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda, debemos a los forasteros.

—Pero ¿tiene historia? —murmuré, haciendo un movimiento de repugnancia; porque aun sin amar a una mujer, me gusta su pureza, como agrada el aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.

—En el sentido que se suele dar a la palabra historia, Afra no la tiene… Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva una miradita, o le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz la prueba: dedícate a ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la cabeza. Te aseguro que he visto a muchos que anduvieron locos y no pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.

—Pues entonces… ¿que? ¿Tiene algo… en secreto? ¿Algo que manche su honra?

—Su honra o, si se quiere, su pureza… , repito que ni tiene ni tuvo. Afra en cuanto a eso… , como el cristal. Lo que hay te lo diré… . pero no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el Espolón, donde nadie se entere… Porque se trata de cosas graves… . de mayor cuantía.

Esperé con la menor impaciencia posible a que terminasen de cantar La bruja, y así que cayó el telón. Alberto y yo nos dirigimos de bracero hacia los muelles. La soledad era completa, a pesar de que la noche tibia convidaba a pasear y la luna plateaba las aguas de la bahía, tranquila a la sazón como una balsa de aceite y misteriosamente blanca a lo lejos.

—No creas —dijo Alberto— que te he traído aquí solo para que no me oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues solo este mar… y Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera respecto a la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los demás la juzgamos por meras conjeturas… . ¡y tal vez calumniamos al conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias, hay apariencias tan acusadoras en el mundo… . que no podría disiparla sino la voz del mismo Dios, que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.

Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo en un colegio inglés; pero su padre tuvo quiebras y por disminuir gastos recogió a la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de independencia y mucha afición a los ejercicios corporales. Cuando llegó la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y vigor para nadar: una cosa sorprendente.

Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí; Flora Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que les escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa presencia, primo de Flora, y empezó a decirse que el marino hacía la corte a Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo velado de la voz. Cuando a los pocos meses se supo que el consabido marino realmente venía a casarse con Flora, se armó un caramillo de murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para siempre. No fue así: aunque desmejorada y triste, Afra parecía resignada, y acompañaba a Flora de tienda en tienda a escoger ropas y galas para la boda. Esto sucedía en agosto.

En septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos amigas fueron, como de costumbre, a bañarse juntas allí… . ¿no ves?, en la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las acompañaba el novio, pero aquél día sin duda tenía que hacer, pues no las acompañó.

Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba a vestirse a las señoritas refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje marinero, de sarga azul oscura, animó con chanzas a su amiga. Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vio nadar, agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.

Poco más de un cuarto de hora después salió a la playa Afra sola, desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que a Flora la había arrastrado el mar…

Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo reapareció al otro día un cadáver desfigurado, herido en la frente… El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos fue que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas gritó: «¡Me ahogo!»; que ella, Afra, al oírlo, se lanzó a sostenerla y salvarla; que Flora, al forcejear para no irse a fondo se llevaba a Afra al abismo; pero que, aun así, hubiesen logrado quizá salir a tierra si la fatalidad no las empuja hacia un transatlántico fondeado en la bahía desde por la mañana. Al chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible y Afra recibió también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y rostro…

¿Que si creo en Afra… ?

Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió a vérsele por aquí; y Afra desde entonces, no ha sonreído nunca…

Por lo demás, acuerdate de lo que dice la Sabiduría: «El corazón del hombre… . selva oscura. ¡Figúrate el de la mujer!»

«El Imparcial», 5 marzo 1894.

Agravante

Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.

A los pocos días se esparció la voz de que la ciencia sinense había sufrido cruel e irreparable pérdida con el fallecimiento del doctísimo Li-Kuan —que así se llamaba nuestro filósofo— y de que su esposa Pan-Siao se hallaba inconsolable, a punto de sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores pueden revelar la más honda pena, advertíanse en Pan-Siao el día de las exequias: torrentes de lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas para soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y frecuentes síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni conciencia, y sólo a fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto y desmayarse con mayor denuedo.

Entre los amigos que la acompañaban en su tribulación se contaba el joven Ta-Hio, discípulo predilecto del difunto, y mancebo en quien lo estudioso no quitaba lo galán. Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la viudita, toda suspirona y gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en muy discretas y compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan rabioso y nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos del fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no serviría para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.

Respondió la viuda con sollozos, declarando que para ella no había en el mundo consuelo, además de que su inútil vida nada importaba desde que faltaba lo único en que la tenía puesta; y entonces el discípulo, con amorosa turbación y palabras algo trabadas —en tales casos son mejores que muy hilados discursos—, dijo que, puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan, alguno podría haber que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que si en vida del maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por lo menos, desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que era donde Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso, prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos pies de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo, le alzó gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto, ser echado a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la mucha estimación en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda, la misma estimación y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco —cuando todavía por mucho que la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de Li-Kuan— impulsaron a su viuda a contraer vínculos eternos con el gallardo Ta-Hio.

Vino la noche de bodas, y al entrar los novios en la cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo esposo estaba no alegre y radiante, sino en extremo abatido y melancólico, y que lejos de festejarla, callaba y se desviaba cuanto podía; y habiéndole afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con modestia que, le asustaba el exceso de su dicha, y le parecía imposible que él, el último de los mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia, el ilustre Li-Kuan. Tranquilizóle Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que Li-Kuan era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina del Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón suprema y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había embelesado ni miaja. Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho estar advirtiendo los primeros síntomas de cierto mal que solía padecer, mal gravísimo, que no sólo le privaba del sentido, sino que amenazaba su vida. Y Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado, con los ojos en blanco, agitado ya de un convulsivo temblor...

—Mi sándalo perfumado —le dijo—, ¿con qué se te quita ese mal? Sépalo yo para buscar en los confines del mundo el remedio.

Suspiró Ta-Hio y murmuró:

—¡Ay mísero de mí! ¡Que no se me quita el ataque sino aplicándome al corazón sesos de difunto! —y apenas hubo acabado de proferir estas palabras cayó redondo con el accidente.

Al pronto quedó Pan-Siao tan confusa como el lector puede inferir; pero en seguida se le vino a las mientes que, en los primeros instantes de inconsolable viudez, había mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el jardín, para tenerle cerca de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad, no había ido nunca: de todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una linterna para alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar las tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.

Dejó en el suelo la linterna y el hacha, dio un azadonazo..., y en seguida exhaló un chillido agudo, porque detrás del sauce surgió una figura que se movía, y que era la del mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto por dos palmos de tierra!

—Sierpe escamosa —pronunció el filósofo con voz grave—, arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que venías a hacer conmigo; voy a sacarte los sesos, si es que los tienes. Entre mi discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que sondaríamos el fondo de tu malicia, y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu inconstancia que sólo a mí ofende, sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas de la dama del abanico?

Y el esposo cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el complicado moño, y contra el tronco del sauce le partió la sien.


«El Liberal», 30 de agosto de 1892.

Águeda

—Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante —dijo furioso el celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se distinguieron por la abundancia de esta virtud.

Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda, entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita, arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo —lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos—, no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le había oscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no puede ya tener alegría en este mundo».

Egoísta, como suelen ser no los solterones crónicos, sino la mayoría de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos, y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos la criada, más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo los platos preferidos y lanzándose a preguntarle:

—¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas…

Como don Sabas, igual que los demás varones, fuese unas miajas fatuo e inclinado a la malicia, al ver a Águeda, que era una rolliza cuarentona, con los ojos brillantes y los pómulos sofocados, y tan deseosa de complacerle, se dio a pensar cosas mejores para calladas que para dichas; pero la criada, en brevísimo plazo, volvía a caer en su mutismo y en su melancolía negra, y aquellos supuestos de picardihuela se los llevaba el aire. Muchas cosas hay así en el mundo, buenas, malas y peores, que no pasan «de las Musas al teatro»; que se agostan antes de echar flor.

Fijos, sin embargo, los ojos en su criada, observándola, con ese involuntario ahínco con que se observa lo que influye en nuestra vida diaria y la desquicia o la hace más grata y feliz, acabó Méndez por darse cuenta de los altibajos y cambios de aire de Águeda. Le guió, para orientarse, el sentido del olfato, que es el más primitivo, pero el más infalible. El hálito de Águeda enviaba al ambiente un tufillo sospechoso… ¡Allí andaba de por medio el alcohol!

—¡Demonio de mujer! ¡Vaya un resorte por donde sale!

No se formalizó, sin embargo, don Sabas con exceso. Esto de la copita de aguardiente es, como nadie ignora, un matapenas, y sin duda para matar la suya se había aficionado Águeda… Sí, no cabía duda… Tal era la explicación. Siempre hay que hacer, tratándose de servicio doméstico, la vista gorda en algo. En las circunstancias de don Sabas, no cabía ser intransigente; y estaba ya habituado a Águeda, a su cocina, a su presencia, a sus buenas cualidades. Servía aquella mujer con solicitud y hasta con cierta abnegación, enfermera solícita incapaz de sisar un ochavo, honrada en suma. El haber hablado mucho los periódicos del asesinato de un viejo carranca de solterón, cometido por su ama de llaves, confirmó a don Sabas en su criterio de tolerancia. Una mujer de bien vale mucho; hay que sufrir ciertas cosillas, a trueque de dormir tranquilo sin miedo a amanecer degollado. Don Sabas, que había dado en prestar pequeñas cantidades a crecidos réditos, tenía a veces dinero en casa. Era, pues, necesario evitar aventuras de servidoras nuevas, con todas las contingencias que traen los «cambios de ministerio», y más donde no hay señora, y el señor no va a andar contando los garbanzos, ni fiscalizando la conducta…

Y pasaron años. Águeda siguió triste, con intervalos de alborozo excesivo, debido sin duda al secreto consuelo que la desplomaba, por las noches, sobre el ángulo de la mesa de la cocina, donde soñoleaba con la cabeza sobre los brazos.

La embriaguez era latente, sorda; corría por dentro de las venas, sin que la delatasen más que los saltos del humor, unas veces puerilmente jovial, otras hosco y sombrío, y el tono de la piel, amarillenta y como rellena de grasitud rancia.

Lo peor, que iba descuidando el servicio. Empezaron a faltar a don Sabas mil detalles de esos que constituyen los hábitos de bienestar. Un día, al llevar a la boca un frito de sesos enganchado en el tenedor, vio, atravesado en él, algo que le hizo pegar un respingo y soltar un taco redondo.

—¿Qué porquería es ésta?

Con la punta de los dedos, elevó en el aire el cuerpo del delito, columpiándolo. Águeda, muda, bajaba los ojos. Al fin, pegando un chillido, rompió a sollozar. Se enfureció más don Sabas.

—No me venga usted con pamplinas… Eso faltaba… Cuidar y no hipar…

Pero no cesaba la aflicción, y la mujer, en vez de calmarse, rompió a gritar, transformado el llanto congojoso en estridente risa.

«Adiós, está como una uva —pensó el viejo—. La hicimos buena. Se prepara aquí una escenita de nervios…».

No pensaba decir tanta verdad. En la crisis que se iniciaba, Águeda se dejó caer en una silla del comedor, gritando entrecortadamente:

—¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! ¡He nacido bien desdichada! ¡Para nacer así, valiera más morirse! ¡Tantos desprecios! ¡Tantos, tantos! ¡Y el hijo de mis entrañas! ¡Con veinte años! ¡Tan guapo! ¡El alma mía! ¡Aquel tifus horroroso! ¡En ocho días, en ocho días no más, se me muere! ¡Y en casa, ni dos duros para el entierro! ¡Y el pillo de mi esposo, divirtiéndose con la Bibiana, la muy pindonga, que me lo traía revuelto, y sin acordarse de su hijo, de cuerpo presente! ¡Dios lo había de castigar, y lo castigó, vaya si lo castigó! ¡Año y medio más que su hijo duró solamente! ¡Y yo, sin nadie! ¡Y yo, sola en este mundo! ¡Y el hijo de mi vida, pudriéndose! ¡Con lo buen mozo que era! ¡Y yo sola, sola, sola! ¡Y despreciada! ¡Y sin tener a quien querer! ¡Sin un perro, un triste perro! ¡Vale más morir, sí, señor!… ¡Para lo que es este mundo!…

Todo esto le salió como a golpetones, entre gemidos y carcajadas dolorosas, temblores y retorcimientos. Don Sabas, renunciando a almorzar aquel día, se dio a consolar a su criada; en parte, su abstinencia era repugnancia; el recuerdo del cabello gris enredado en la superficie dorada del frito…

Y no pareció sino que el incidente rompiese los diques de la hasta entonces contenida sentimentalidad de Águeda. A todas horas, bajo el influjo de la bebida, se desbordaba el río de amargura, y era lo peor que tal desate alternaba con otro de rabioso júbilo, si así puede decirse; de ironías feroces, de insultantes chanzas. Unas veces se permitía familiaridades incorrectas, otras ponía a don Sabas como un denegrido trapo; otras, y eran las más, le abandonaba por completo, dejándole carecer de todo, retrasándose en planchar, presentándole la comida hecha carbón o cruda, la sopa en agua chirle, escondiéndole las zapatillas, teniéndole hechas flecos las bocamangas del forro del gabán, no barriendo la sala, y hasta alguna noche dejando la cama sin hacer, revuelta, teniendo el amo que ir a buscarse él mismo el agua y el azucarillo nocturno al aparador. Lo que más molestaba a don Sabas del cambio sufrido por la sirviente era el lenguaje que ésta empezaba a usar. Malas palabras, como un hombre de boca sucia y soez. ¡Una vergüenza! Vamos, esto ya no podía aguantarse.

La gota de agua fue que una noche, al retirarse a su dormitorio, vio don Sabas a su canario trinador con las patitas estiradas, tumbado, muerto, al lado del bebedero vacío. El solterón profesaba vivo cariño al regocijado cantor…, que animaba, con sus gorjeos y trinos, la huraña calma de su comedor de soltero y solitario. Una furia indecible le hinchó la garganta y las sienes. ¡Haberle dejado morir de sed a Chiquito! ¡Maldita chispona; las había de pagar!

Dirigiose, enfurecido, a la habitación de la criada. No sin gran sorpresa, oyó hablar dentro a Águeda. Murmuraba palabras halagüeñas, en voz ronca, pero con tiernas inflexiones. Hasta sonó el chasquido de un beso… ¡Hola! ¡No nos faltaba más! A ver si entro con un garrote… Y entró, aunque a furtivo paso, como quien intenta sorprender… Águeda, sentada en la cama, tenía en brazos a un ser peludo y sucio…, al cual prodigaba caricias. «Hijo mío, hijo mío…», repetía afanosamente. ¡Había que ver al can! Era una bola de lanas erizadas, pegoteadas en lodo, famélico, color de cieno, que, aturdido por tanta demostración, se encogía medroso, mirando de reojo a don Sabas…

—¿Qué locura es ésta? ¡Ea!, ya me harté. Todo tiene un límite. Ahora mismo se pone usted en la calle con esa alimaña asquerosa. ¡Pues, hombre! A ver si lo destripo de una patada…

—No se apure, ya me voy —balbució, irguiéndose, la borracha—. ¡Ya, ya me largo, después de quince años que llevo aquí! ¡Por lo visto, yo no puedo tener a nadie a quien querer! ¡El animalito me hace compañía, como a usted el canario! ¡Sola yo siempre, sola en el mundo! ¡Sobre que se me ha muerto el hijo de mi alma, ahora esto! ¡Quédese usted con sus riquezas, que yo me voy a pedir limosna con este pobrecito, tan desgraciado como yo!

A pesar suyo, advertía don Sabas algo que calificaba de tontería, y no era sino piedad humana, un poco de blandura en las entrañas secas. También entraba la tiranía del hábito, que nos apega hasta a las molestias, a lo que sufrimos por culpa de los demás, a lo incómodo del vivir. Con sus descuidos y abandono, Águeda era la vida diaria para el viejo.

—Bueno, bueno, mujer… —articuló—. Ahora no se iba usted a largar, claro es… Acuéstese; mañana hablaremos. A ese animalito, dele de las sobras. No se va a dejarle morir.

Como si el perro adivinase el giro de la conversación, meneó agradecido la cola. La mujer se levantó, tambaleándose. Con el perro apretado contra el pecho, se dirigió a obedecer la orden de su amo y quiso buscar un plato en la fresquera, restos de cocido. Sus manos temblorosas de alcohólica lo dejaron caer, y el plato se hizo tiestos en los baldosines. El can empezó a devorar con avidez la comida desparramada. Águeda le contemplaba, le animaba a saciarse.

—Come tú, mi tesoro… Llena, llena la tripita… Cuánto tiempo hará que no… Desde que tenías el tifus, ¿eh?, y no te dejaban probar de nada…

Al estrépito de la rotura, don Sabas acudió, airado de nuevo.

—¿Será posible? ¿Hará usted cosa con cosa? ¡Demontre de borracha!…

¡Borracha! Sí que lo estaba: como que no se tenía de pie. Un viento fragoroso cruzaba al través de su cerebro embotado, zumbando en sus oídos. Sus ojos no veían sino una amoratada niebla, en que se movían confusamente sombras; don Sabas riñendo, un muchacho extendido en la caja, muy pálido; un perrucho tragando garbanzos aplastados, y que era el otro, el hijo, o su espíritu, o sabe Dios…, y que venía a consolarla…

Y en apasionado transporte, agarró al perro, lo apretó contra el corazón. El animal refunfuñaba: quería seguir comiendo. Águeda se lo llevó de un impulso al pasillo. La ventana estaba abierta; una ventana grande. El fresco atrajo a la beoda, por instinto. Allá abajo, la fetidez del patio de vecindad, enseñando, como un vientre roto las asas intestinales, sus tubos de plomo, retorcidos. La mujer se inclinó, pesándole la cabeza hacia el abismo. Una silla baja, oportuna, dejada allí para poder tender ropa, facilitó la empresa. Ascendió, estrechó más al perro, y se dejó ir sin esfuerzo alguno.

Contra las losas, su cabeza dio un encontronazo brutal. Quedó sin huelgo, inerte. El perro, ileso, ladrando lúgubremente, avisó a los vecinos.

Aire

—Tenemos otra loca; pero ésa, interesante —díjome el director del manicomio, después de la descorazonadora visita al departamento de mujeres—. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que esta loca está enamorada...; pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni una vez sola... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado...

—No —contesté—. En la Antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos característicos de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro...

—¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas.

—Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha?

—Vamos; pero antes pondré a usted en algunos antecedentes... Ésta es una joven bien educada, hija de un empleado, que se quedó huérfana de padre y madre y tuvo que trabajar para comer. Se llama, deje usted que me acuerde, Cecilia, Cecilia Bohorques. Quiso dar lecciones de piano, pero no era lo que se dice una profesora, y por ese camino no consiguió nada. Pretendió acompañar señoritas, y le contestaron en todas partes que preferían francesas o inglesas, con las cuales se aprende... ¡sabe Dios qué! Entonces, la chica se decidió a coser por las casas, y en esta forma ya encontró medio de vivir: dicen que tiene habilidad y gracia para la cuestión de trapos... Se la disputaban y la traían en palma sus clientes. De su conducta todo el mundo se deshacía en alabanzas. Entonces la salió un novio, el hijo del médico Gandea, muchacho guapo, algo perdido. Amoríos, vehementes, una novela en acción. Según parece, el muchacho quería llevar la novela a su último capítulo, y ella se defendía, defensa que tiene mucho mérito, porque, repito, y los hechos lo han demostrado, que se encontraba absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las señales que caracterizan el poderío de esta ilusión es el efecto extraordinario, absolutamente fuera de toda relación con su causa, que produce una palabra o una frase del ser querido. Dijérase que es como palabra del Evangelio, que se graba indeleblemente en los senos mentales, y de la cual se deriva, a veces, todo el contenido de una existencia humana ¡Extraño dominio psíquico el que otorga la pasión!

El novio de Cecilia, al final de las escenas en que él solicitaba lo que ella negaba dominando todo el torrente de su voluntad rendida, solía exclamar en tono despreciativo:

—¡Tú no eres nadie; eres más fría que el aire!

Con su asonamiento y todo, la frasecilla acusadora se clavó como bala bien dirigida dentro del espíritu de la muchacha, y allí quedó, engendrando un convencimiento profundo... Ella era, seguramente, aire no más... Lo repetía a todas horas —y ésta fue la primera señal que dio de su trastorno—. Como que no hizo otra cosa de raro, ni menos de inconveniente. Con el mismo aspecto de pudor y de reserva que va usted a verla ahora, siguió presentándose en las casas de las señoras para quienes trabajaba, y de estas señoras ha partido la idea de traerla aquí, a fin de que yo intente su curación. Se interesan por ella muchísimo.

—¿Y usted espera que cure?

—No —respondió el médico en tono decisivo y melancólico—. La experiencia me ha demostrado que estas locuras de agua mansa, sin arrebatos, sonrientes, dulces, apacibles en apariencia, son las que agarran y no se van. No temo a las brutales locuras de la sangre, sino a las poéticas, las refinadas, las delicadas, las finas... Yo les he puesto, allá en mi nomenclatura interna, este nombre: «locuras del aire»...

—¡Como la de Ofelia! —respondí.

—Como la de Ofelia, justamente... Aquel gran médico alienista que se llamó —o no se llamó— Guillermo Shakespeare, conocía maravillosamente el diagnóstico y el pronóstico...

Después de estas palabras de mal agüero, el médico me guió a la celda de la «loca del aire». Estaba muy limpio el cuartito, y Cecilia, sentada en una silleta baja, miraba al través de la reja, con ansia infinita, el espacio azul del cielo y el espacio verde del jardín. Apenas volvió la cabeza al saludarle nosotros. Era la demente una muchacha delgadita y pálida; sus facciones aniñadas, menudas, serían bonitas si las animasen la alegría y la salud; pero es cierto que hay muy pocas locas hermosas, y Cecilia no lo era sino por la expresión realmente divina de sus grandes ojos negros cercados de livor azul y enrojecidos por el llanto cuando respondió a nuestras preguntas:

—¡Va a venir, va a venir a verme de un momento a otro! ¡Me quiere a perder, y yo..., vamos, no sé decir lo que le quiero! Lo malo es que, acaso, al tiempo de venir, ya no me encontrará... Porque yo, aquí donde ustedes me ven, no soy nada, no soy nadie... ¡Soy más fría que el aire! Como que soy eso, aire... No tengo cuerpo, señores... ¡Y como no tengo cuerpo, no he podido obedecerle con el cuerpo ¿Se puede obedecer con lo que uno no tiene? ¿Verdad que no? Yo soy aire tan solamente. ¿No me creen? Si no fuese esa reja, verían cómo es verdad que soy aire... Y el día que quiera, a pesar de la reja, se convencerán de que aire soy. ¡Y nada más que aire! Él me lo dijo..., y él dice siempre la verdad. ¿Saben ustedes cuándo me lo dijo la primera vez? Una tarde que fuimos de paseo a orillas del río, a las Delicias... ¡Qué bien olía el campo! Él me quería estrechar, y como soy aire, no pudo. ¡Y claro! ¡Se convenció!... ¡Soy aire, aire solamente!

Comentó estas declaraciones una carcajada súbita, infantil. Salimos de la celda previo ofrecimiento de avisar al novio, si le encontrábamos, de que su amiga le esperaba con impaciencia. Y fue una semana después, a lo sumo, cuando leí la noticia en los periódicos. Llevaba este epígrafe: «Suceso novelesco...». ¡Novelesco! Vital, querrían decir: porque la vida es la grande y eterna noveladora.

Aprovechando quizá un descuido de los encargados de su custodia, presa de un vértigo y aferrada a la idea de que era «aire», Cecilia trepó hasta la azotea de uno de los pabellones, se puso en pie en el alero y, exhalando un grito de placer (realizaba al fin su dicha), se arrojó al espacio.

Cayó sobre un montón de arena, desde una altura de veinte metros. Quedó inmóvil, amodorrada por la conmoción cerebral. Aún alentó y vivió angustiosamente dos días. El conocimiento no lo recobró.

Su última sensación fue la de beber el aire, de confundirse con él y de absorber en él el filtro de la muerte, que cura el amor.

Al Anochecer

En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.

Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.

—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.

—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.

—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.

—No puedo contestarte —declaró Sabas, apoyándose en su cayada, fruncidas las cejas—. Soy un labrador, y no un doctor de la Ley. Cuando recojo mis racimos y los prenso en el lagar, y hago el vino rojo, y lo vendo, y lo cato, he cumplido la tarea que el Señor me impuso. Que el Rabí sea o no el rey de lo judíos, y hasta el que ha de sentarse a la diestra del Padre, como diz que anunció su primo Yokaanam, el que degollaron por malas artes de la Tetrarquesa, es cosa que no me incumbe resolver. Pero Yesúa me parecía inocente, y fue abuso y demasía enviarle al patíbulo.

—Pienso lo mismo que tú. Sabas —confirmó el ebanista—. No hallo en él culpa, si no es culpa apiadarse de los hombres. Y el Pretor era de nuestro parecer. Hay gente que no está contenta si no persigue... Los fariseos...

—Mira si alguien escucha, y no nombres...

Daniel lanzó una ojeada en derredor, y como a nadie viese en los agros vecinos, iluminados por la luz violeta de un Poniente desleído en lívidas tintas, continuó:

—Los fariseos son aficionados a suplicios. Desde que Sión se halla sometida a los extranjeros, he aquí que se ha vuelto más cruel el Sanedrín.

El viñador escuchaba preocupado. En su espíritu nacía una inquietud. ¿Cómo había sido lo del Rabí? ¿Tardó mucho en morir? ¿Qué dijo?

—Yo —explicó el ebanista— me hallaba en mi taller, labrando, por encargo del Pretor, un triclinio, y nada supe hasta que un tumulto de gente pasó por delante y oí el patear de los caballos y un ruido sobre las losas de la calle, como si arrastrasen un leño. Era el Rabí, que porteaba su propia cruz y no tenía fuerzas para soportarla, hasta que le ayudó Simón de Cirene. Salí a la puerta. Si no me dijesen algunos del gentío que era Yesúa, no le conociera. ¡Tan demacrado, tan ensangrentada y amoratada la faz! Ya sabes que la tenía muy bella, y unos rizos, como la flor del jacinto, apretados y obscuros. Ahora, su melena era un pegote polvoriento, bajo la corona de ramas de espino entretejidas, que le laceraba la frente.

—¿Corona? —inquirió Sabas—. ¿Por qué corona?

—Bien se ve que te pasas el año en tus heredades y tus viñedos... A Yesúa le pusieron por mofa insignias regias. Corona, manto de púrpura, un cetro hecho de cañas. Y sobre su cruz había un letrero que decía, en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos.» Por cierto que los Pontífices...

—¿No hay nadie? —receló Sabas, inquieto.

—Nadie... No temas... Los Pontífices no querían la inscripción así. Fue el Pretor... Y dijo cuando querían quitarla: «Lo escrito, escrito...»

—¡Oh Daniel! —susurró el viñador—. Ahora temo yo... Mi aliento se acorta. ¿No será el hijo de David? ¿No será el que esperamos? Labrador, ignorante soy; pero he oído decir que, en otro tiempo, el Profeta Isaías anunció que nuestro Salvador sería llevado como un cordero a la muerte, y sufriendo y muriendo sin resistir, nos redimiría. Sí; esto se lo he oído repetir a mi padre, que era un varón entendido y leía las Escrituras.

—Como un cordero le llevaron, efectivamente —afirmó Daniel—. Arrastrado, con una cuerda al cuello. Las mujeres lloraban a gritos en mi calle. Y entonces yo me uní a la comitiva. Cayó varias veces; la cruz debía de pesar mucho; era de madera verde y recia. Eso lo entendemos los del oficio... No sé cómo llegó vivo al Gólgota. Hubo alguien que, conociéndome, me propuso que manejase el martillo cuando le clavaron manos y pies. Me resistí. Antes me dejo clavar yo. ¡Clavarle! Eso, allá los sayones.

—¿Gritó mucho?

—Él, no. Sólo un gemido a cada martillazo. Los otros sentenciados aullaban. ¿No sabes? Eran dos salteadores, Dimas y Gestas.

—¿Que si sé? Ese Dimas me quitó cabras y las asó en el monte.

—Perdona a su alma —imploró el ebanista—. Yesúa le perdonó y le prometió el Paraíso, porque Dimas, agonizante, lloró sus pecados y creyó en el Rabí.

Por segunda vez Sabas quedó meditabundo. El velo de la noche que caía le oprimía como un sudario estrecho. Debían de ocurrir cosas solemnes a tal hora. ¿Cuál era la verdad? Y en su interior se alzaba la figura del Rabí cuando entró en la santa ciudad, caballero en el asna pacífica. Toda su actitud y su semblante destellaban amor. Su mano, muy blanca, trazaba bendiciones en el aire y las sembraba sobre la muchedumbre. Y ahora el Rabí colgaba de la cruz, cerrados los ojos. Sabas ya olvidaba su terruño recién labrado, los retoños tan frescos y verdes de las vides, que le prometían cosecha pingüe en el otoño. ¿Qué significaban los sucesos? No entendía bien. ¿Y si era el hijo de David? Dudoso, meneó la cabeza y pronunció lentamente:

—Daniel, ha llegado la hora de compadecerse de Sión. Se ha vertido la sangre de un justo. Esta noche, el sueño tardará en cerrar mis ojos, aunque estoy muy cansado del trabajo de todo el día. Yo no he cometido, a sabiendas, iniquidad; y con todo eso, mi espíritu se ha conturbado.

A su vez, Daniel notaba que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra. Había anochecido del todo, y un soplo estremecedor se alzaba de las tierras que el rocío, lentamente, como lluvia de ligeras lágrimas, iba empapando. Un temblor repentino sacudió todo el cuerpo de Sabas, y, ya sin miedo de que les oyese nadie, exclamó:

—¡Era el hijo de David, Daniel! ¡Era el esperado, el enviado! ¡Y le han dado muerte! ¡Ay de nosotros!

Alzando la voz a su turno, Daniel gritó:

—Él ha dicho a las mujeres que le lloraban que llorasen por sí mismas y por sus hijos. Y él ha dicho también: «¡Felices las estériles, cuyos pechos no amamantaron!»

A un tiempo, los dos hombres del pueblo, el viñador y el artesano, sollozaron angustiosamente:

—¡Ay de nosotros! ¡Ay de la ciudad! ¡Han matado al Rabí!

Mientras los dedos convulsos de Daniel rasgaban su túnica, las manos forzudas de Sabas herían su rostro y arrancaban puñados de cabellos. Y ambos se postraron, la faz contra el caminillo pedregoso.

Cuando alzaron la frente, sin levantarse, entre el cielo y la tierra, como suspensas, vieron dos nubes blancas, prolongadas, de imprecisas líneas. En lo alto, un resplandor tan tenue que apenas se distinguía, dibujaba doble círculo luminoso, dos discos de oro pálido, casi invisibles. Alrededor de las nubes misteriosas flotaba una claridad como de plateada nieve, esparcida en trazos trémulos.

—¡Son los mensajeros del Señor! —dijo en voz ahogada Sabas.

—¡Los ángeles! —balbució Daniel.

—¿No ves cómo se agitan sus anchas alas?

—¿No ves cómo alumbra su cabeza?

Postrándose otra vez, imploraron:

—¡Misericordia! ¡Nosotros no somos quienes le colgamos de la cruz!

—¡Nosotros le amábamos, esperábamos en él, aunque no lo sabíamos!

—¡No nos sea imputada su sangre!

—¡No se nos cobre la cuenta de la iniquidad!

Como un soplo, una voz que parecía son de cítaras y arpas, les acarició el oído:

—No temáis. Resucitará el Rabí.

—No lloréis. Saldrá del sepulcro.

Cuando se incorporaron, el blancor difuso había desaparecido. No se notaba sino el negror de la noche, cerrada, profunda. A tientas, envueltos en tinieblas, buscándose para abrazarse, los dos hombres del pueblo repetían:

—¡El Rabí resucitará! ¡El Rabí resucitará!

Al Buen Callar...

No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

— Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma — advertía a su hijo el duque —. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe — solía añadir.

Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:

— Hijo Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.

Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.

— Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.

— Antes pienso, padre — replicó el precoz don Sancho —, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada.

Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:

— No, hijo — exclamó por fin —, no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.

Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.

— Yo sé el remedio — afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.

Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal te corto y te hecho a los canes.»

Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»

Anacronismo

En el asilo de dementes de Z. me enseñaron, hace bastantes años ya, la fotografía de un alienado que acababa de morir, lamentando que yo no hubiese podido verle vivo y oír sus predicaciones.

La historia de Celso era que se había cogido, mejor diré cazado, en una cueva montés, donde llevaba vida salvaje mortificando su cuerpo con extravagantes y asperísimas penitencias. El retrato estaba hecho al día siguiente de su ingreso en el manicomio.

Lo contemplé largo rato, sorprendida de la típica y espiritual belleza que resplandecía en los rasgos de tan extraña figura. La tarjeta le presentaba de medio cuerpo arriba, desnudo, con el cabello y la barba crecidos desmesuradamente. Su cara era muy larga, su nariz fina y angosta; su cráneo prolongado y abovedado recordaba la traza de los pórticos ojivales; sus ojos, hundidos en las cuencas, expresaban una abstracción profunda. Sobre la tetilla izquierda se percibía el tatuaje de una cruz apoyada en una esfera que simbolizaba sin duda el mundo. Estaba la anatomía de Celso seca y consumida como la de una momia, y me recordó la plumada feliz con que ha sido descrito San Pedro de Alcántara, diciendo que parecía hecho de raíces de árboles.

Me enteraron de que esta flacura y demacración se debía al ayuno que Celso rigurosamente practicaba, y a que no bebía más agua de la que cupiese en el hueco de la mano. Y cuando pregunté qué significaba la zona oscura que se advertía desde la mitad de las costillas hasta donde empezaba el paño femoral, me respondieron que era la huella del horrendo cilicio de púas de hierro que le quitaron trabajosamente antes de recluirle en la celda.

—No se puede V. figurar —añadieron— las barbaridades que hacía con su cuerpo el pobre hombre. Tenía en las rodillas dos durezas de un centímetro de grueso, formadas por el hábito de permanecer de rodillas sobre un peñasco horas y horas, hasta que caía desmayado de debilidad.

Si le hubiésemos fotografiado de espalda, vería V. el mapa que lucía en los lomos de los disciplinazos que se arreaba con una cuerda de nudos, o con un trapo enrollado donde escondía unos quijanillos.

Increíble parece que resista tales embates la naturaleza humana. Aquí, después que se le retrató, vino un barbero y le desmochó esa selva de pelos; le arreglamos, le vestimos, le dimos una buena cama y una comida aceptable; ¡digo!, sobre todo, después de las hierbas sin sal con que se mantenía en su antro. Pero, a buena parte ¡cómo si le diese a una estatua! Empeñado en no probar alimento, porque decía el muy bolo que era demasiado bueno para él.

Llegamos a temer que se muriese, ¿y qué discurrimos? Una cosa bastante aguda. Le presentamos la comida en un plato roto, diciendo al ofrecérsela. «Esto te lo damos de limosna; cómelo por el amor de Dios». Si más pronto lo rezamos más pronto se lo engulle.

—¿Y les daba a ustedes mucho qué hacer ese infeliz? —pregunté con interés sumo— ¿Alborotaba? ¿Escandalizaba? ¿Tenía accesos?

—¡Quiá! Ni por pienso. Siempre tan manso y tan humilde. Sólo que no nos obedecía sino en lo que le daba la gana; y ahí te quiero para reducirle a que se acostase, a que no se pasase las noches de invierno descalzo y medio en pelota, arrodillado sobre el baldosín. Llegamos a atarle a la cama, pero vimos que el remedio era peor que la enfermedad, porque trabajaba para hincarse las ataduras en la carne y reemplazar una mortificación con otra. Y no se figure V., trabajaba algo; ayudaba a los loqueros siempre que fuese en cosas bajas y en menesteres muy ínfimos.

Si veía algún loco en la cama, se ofrecía para las tareas que repugnan, para lavar lo que da asco… y lo ejecutaba con un gusto y un garbo pasmosos. Luego besaba los pies al enfermo y le hacía mil fiestas, tendiéndose como un perro al pie de su tarima.

Una vez le dio a otro loco por tomarle ojeriza a Celso.

Como los locos son tan vengativos y generalmente no abandonan el tema hasta que la satisfacen, procuramos que no se encontraran cerca en el patio a la hora de la recreación, ni en la capilla, ni en parte alguna. ¿Pues quién le dirá a V. que Celso de su propia voluntad nos cogió la vuelta y se fue a entregar a su enemigo, diciéndole que allí estaba, que ya podía hacer de él lo que quisiera y castigarle si así le placía, pero que por Dios tuviera caridad en interés de su alma?

El maldito loco ya se ve, ¿qué más quiso? Trincó un palo y dio la gran solfa a Celso.

Llegamos a tiempo de quitárselo medio moribundo, y a mí se me figura que debió de quedar resentido de la paliza porque le alcanzaría algún golpe en mal sitio; el caso es que desde aquel día siempre anduvo renqueando, siempre con calenturilla, hasta que se postró y no se levantó más.

Como viesen que me había quedado pensativa después de la historia y que volvía a examinar el retrato, me preguntaron qué opinión formaba de Celso.

—Primero desearía que me dijesen ustedes —respondí— en qué consistía su locura.

—¡Su locura! ¡Cómo su locura! Después de lo que acaba V. de oír… ¿Le parece a usted poca guilladura no comer, matarse a golpes, dejarse reventar por otro demente, hacer esa vida de irracional, de bestia feroz en las cuevas de las montañas, lejos de la humanidad, sin provecho para nadie? Mire V. Aquí vienen, claro está, muchísimos enfermos, y algunos realmente tarda en conocérseles la manía, y hasta la conciencia, cuando los observamos tan sensatos, tan formales, tan correctos, no podríamos jurar que fuesen locos.

Lo que es Celso… con verle bastaba. De fijo que si V. lo ve, no le deja andar suelto por el mundo.

Sonreí por deferencia, comprendiendo que no nos entendíamos. Y cerrando los ojos, evoqué un instante la austera visión de la Tebaida, los anacoretas en éxtasis, casi sin carne mortal, abrasados por la llama interior de sus fervores.

Los siglos no habían pasado: la imaginación suprimía el curso del tiempo.

Antiguamente

Lo que se suele decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del buen servicio de otros tiempos —opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge, como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles, que deben preferir el chocolate y el tresillo—, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones redomados.

—Sin embargo, era otra cosa —insistió don Braulio Malvido—. Algo había entonces en el ambiente que reprimía un poco la desvergüenza de la bribonada. No existía tanta desfachatez.

—Mala es la desfachatez —declaró el muchacho—; pero ¿le gusta a usted la hipocresía? No sé cuál será más repugnante. Acaso a mí la hipocresía me parezca peor, porque tuve en la historia de mi familia un caso de hipócrita que nos perjudicó no poco en nuestros intereses. Mi padre me lo refirió, porque la cosa ocurrió en tiempo de nuestros abuelos. Parece que mi abuelo paterno era un señor muy bueno... Diré a ustedes que yo detesto cordialmente a los buenos señores, mucho más funestos que los malos. Los buenos señores son aquéllos que se dejan engañar por todo el mundo. Sin embargo, conviene añadir que para engañar a mi abuelo se desplegó una habilidad que no debía de ser necesaria, siendo él, como consta, materia tan dispuesta. Es el caso que en mi casa, quiero decir en la solariega, que es un magnífico palaciote, allá en la comarca más vinícola de estas provincias, existía una leyenda a la cual unos daban crédito y otros no: se refería a un tesoro que se suponía enterrado en no se sabe cuál rincón de la casona. Claro es que cuanto más ignorantes eran las personas más creían la conseja; pero mi abuelo se reía de ella a mandíbula batiente, y había prohibido, con la mayor severidad y del modo más categórico, que se hiciesen excavaciones, registros ni nada relacionado con la búsqueda de tal riqueza, cuyo origen decían ser la venida de un antepasado virrey del Perú, cargado de onzas y barriles de polvo de oro, y a cuya muerte, acaecida muy poco después, no se encontró sino un escasísimo haber. El virrey había anunciado que pensaba transformar la casona en un magnífico palacio que fuese asombro de la comarca, y los planos del palacio sí que se hallaron, completos y ostentosísimos, y aún se conservan hoy en el archivo nuestro.

En fin, lo repito, mi abuelo dio por paparrucha lo del tesoro, aun cuando la gente seguía empeñada en que el tesoro había y tres más. Ya por entonces estaba a su servicio Froilán Mochuelo.

¿Les hace gracia el nombre? Los nombres, amigos, son una cosa muy significativa. Yo encuentro algunos que retratan a las personas. ¡Froilán Mochuelo! ¿No encuentran ustedes algo de especial, de significativo en esta manera de llamarse? Puede que ahora no; pero esperen el fin de la historia.

Froilán era sobrino de un cura. Había estado en Portugal varias veces, y hablaba medio portugués, dulzarrón y nasal. No se sabía qué oficios ejerció hasta entrar en el servicio de mi abuelo; pero era, por lo visto, mañoso para todo, y entendía de descubrir manantiales, de cuidar viñas, de enfermedades del ganado y de herrero y carpintero. Tantas habilidades sedujeron a mi abuelo; pero lo que más le conquistó fue le devoción y piedad del sirviente. Daba gozo verle ayudar a misa, y la capilla, desde que él entró a servir, parecía un espejo de limpia y de primorosa. Él dirigía el rosario con toda especie de requilorios, y él enseñaba a las muchachas a cantar gozos, trisagios y letanías. Como si fuese poco, a veces se iba a rezar solito, y, desde la tribuna, mi abuelo le veía prosternarse y besar el suelo, o pasarse las horas muertas de rodillas y con los brazos en cruz. En la aldea le llamaron el santiño. Jamás se encolerizaba; jamás incurría en falta, ni más leve, ni de respeto, ni de probidad. Y, poco a poco, mi abuelo fue tomándole un cariño desmedido. No hablaba más que de Froilán. Froilán era sus pies, sus manos, su brazo derecho.

Pasaron así doce años, sin que se desmintiese la perfección del sirviente y sin que dejase de crecer el entusiasmo del señor. Parece que mi abuela no participaba de los entusiasmos de su marido por Froilán, y el asunto hasta llegó a ser causa de polémicas y disensiones en el por otra parte muy bien avenido matrimonio.

—Pero, mujer, ¿qué tacha puedes ponerle?

—Tacha, ninguna; pero no me gusta, Ramiro (el abuelo se llamaba como yo, o, mejor dicho, yo me llamo como el abuelo). Mira, no le fiaría yo a ese santiño el valor de cinco duros.

—Las mujeres tenéis el espíritu de contradicción —respondía mi abuelo.

Pero fue él quien lo tuvo, y no su esposa, pues tal vez por darle en la cabeza, como suele decirse, resolvió demostrar a Froilán la mayor confianza.

Llamándole un día a su despacho, diz que le dijo:

—Atiende, Froilán; tengo que contarte un secreto... ¿Has oído tú hablar del tesoro que suponen que hay enterrado en esta casa? Yo he prohibido que se busque, y he corrido la voz de que todo eso eran cuentos y patrañas.

—Y serán, señor —parece que respondió, en el tono más indiferente, el Mochuelo.

—No, no; a ti te digo la verdad; estoy persuadido de que no son sino realidades. No se sabe qué fue del contenido de los cofres del virrey. Trajo una impedimenta enorme, y al morir aparecieron los cofres y arcas vacíos, y nunca se pudo rastrear dónde estaba su fortuna. El aire no se la llevaría. No puede estar sino aquí. ¿Dónde? Eso es lo que tú puedes tratar de averiguar, porque si yo me pongo a escarbar aquí y allí, llamaré la atención, y me expongo hasta a un robo a mano armada. Tú, a la sordina, puedes registrar la casa: como en requisa de construcción, a pretexto de reparos, lo miras todo, despacio y a gusto, y mucho me sorprenderá que no hallemos nada... ¡Ah! —añadió—. Y como lo encuentres, no necesito decirte que aseguraré tu suerte para toda la vida.

Autorizado así, tan en regla, Froilán empezó a desempeñar el encargo. Quejándose de la vetustez de la casa, que tanto remiendo le obligaba a echar, desorientó a los aldeanos, y no extrañaron verle manejar la sierra y la azuela, la pala del albañil y la del revocador. Dos años anduvo como un ratonzuelo, revolviendo aquí y allí. Hasta cavó en el huerto, porque tenía, según dijo, que poner árboles. ¿En qué rincón halló el tesoro? Eso no lo cuenta la crónica; o, mejor dicho, lo cuenta de tantas maneras diferentes, que no hay modo de poner en claro si fue en la tierra, si en las vigas, o dentro de las paredes donde lo había ocultado el señor virrey. Lo positivo es que, después de muchas gestiones que declaraba inútiles, un día Froilán cargó dos mulas con sacos que, según él, contenían grano, que iba a llevar al molino de Rioriba, en que la harina salía más fina para el pan de los señores. No consintió que le ayudase nadie a cargar los sacos. Esta particularidad se recordó después. Los sacos parecían pesar mucho; Froilán sudaba al izarlos. Él siguió a pie a las mulas. Dijeron que se le había visto subir, en efecto, hacia Rioriba, donde está el puente viejo, que del Miño lleva a tierra portuguesa. Después, sus huellas se perdieron, y nadie dio razón de haberle visto en parte alguna. Llegaron rumores de que estaba en Lisboa, viviendo como un gran señor; también se susurró que había pasado al Brasil. Lo positivo, en casa de mis abuelos, fue que el matrimonio, hasta entonces bien avenido, se desunió, por las constantes reconvenciones de mi abuela, que no cesaba de tratar de cándido y de bolonio a mi abuelo, por haberse fiado en aquel cazurro, en cuyos ojos, cuando podían vérsele, había un resplandor de todas las maldades. Y mi abuelo, que en vez de dar por perdido alegremente un tesoro que al fin no había descubierto, ni acaso tuviese la paciencia de descubrir jamás, cayó en una negra melancolía, acusándose también de haber dejado escapársele de entre las manos el porvenir de su casa, el oro del virrey, llevado en sacos por el infiel sirviente Dios sabe a qué tierras remotas. Mi padre creía también que no era sólo la codicia defraudada lo que así abatió el espíritu del abuelo, sino también el desengaño, el haber sido burlado de una manera tan audaz, el haber pasado por un necio a los ojos de todos, no sólo a los de su esposa. Porque después de la fuga de Froilán, se había hecho público todo el caso, y en la aldea, y en muchas leguas a la redonda, y hasta en la ciudad, se hablaba del tesoro, de la burla, de la inmensa riqueza perdida por mi casa, por causa de la infelicidad de aquel señor tan bueno y tan confiado que había conseguido perderlo todo. Y la tristeza dio al traste con mi abuelo, que tardó poco en morir, a los treinta y seis años.

Como unos quince después de estar bajo tierra el bendito señor, grande fue la sorpresa de mi abuela al recibir a un sacerdote portugués, que le traía una fuerte suma, restitución —dijo— hecha por un moribundo. El sacerdote se negaba a dar el nombre, pero mi abuela le dijo categóricamente:

—Quien envía este dinero no envía ni la décima parte de lo que nos ha robado... Es el pillastre de Froilán.

—El que manda esto, señora, ya no existe, y me consta que manda cuanto le quedó de una fortuna muy considerable. Me ha encargado que pida a ustedes el perdón, que cristianamente no le podrán negar.

—¿Pero era cristiano ese tuno? —preguntó mi implacable abuela.

—No sé si se condujo como tal; pero los sufrimientos y el remordimiento le cambiaron mucho. Murió, señora, de una enfermedad horrible, que sólo pueden padecerlas los negros.

—Y yo —añadió Ramiro— detesto desde entonces a los hipócritas.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 27, 1913.

Apólogo

Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?

Lo cierto es que la elección de Laura fue muy perjudicial a su tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por atavismo y tradiciones de raza, llevaba en la sangre el virus corrosivo de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos dondequiera que aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama a mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene derecho el público a usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio de los halagos de la amada sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día o, para no faltar a la verdad, una noche en que a la salida del teatro había acompañado a Laura —ya no acertó a reprimirse, y abrió su corazón, mostrando lo profundo de la llaga.

—Mi sufrimiento es tal —declaró, estrujando las manos de su amiga, en aquel momento heladas de terror—, que necesito echar por la calle de en medio, realizar una acción decisiva; a seguir así me volvería loco, haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al teatro— cuando se te llena de necios y de osados el camerino, se me ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos a diestro y siniestro. La tentación es tan fuerte, que por no ceder a ella, suelo marcharme a mi casa; pero como me conozco y sé que tarde o temprano cedería, prefiero consultarte, confesarme contigo, a ver si entre los dos discurrimos modo de salvarnos.

Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus labios, cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, la alteración de su voz y con dulce sonrisa y acento que chorreaba ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:

—¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.

—¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa! —declaró Zegrí.

—¿Y que yo… renuncie al arte?

—¡Pues si no renunciases, bonito negocio! —exclamó el enamorado con exaltada vehemencia—. Te habrás figurado otra cosa, ¿eh? Desde el momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, a tu marido pertenecerás, y él solo él podrá contemplar tus hechizos, oír tu canto y ver desatada esta cabellera —al hablar así agarró la profusa mata de pelo, sacudiéndola con furor apasionado.

Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios ni un punto cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose a Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:

—¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, donde tienen muchas ganas de que vuelva una temporadita.

Pasándose la mano por la frente, como para espantar una pesadilla, Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto a oír.

—Parece —empezó Laura— que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un rey muy malo y feroz, a quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el sobrenombre de Iván el Terrible. Aunque con Dios no debía de estar muy a bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, dedicada a un santo, que allí la llaman Vassili Blagennoi, lo cual significa el Bienaventurado Basilio.

—¿Y qué tiene que ver… ? —murmuró Vicente, no sin impaciencia.

—¡Aguarda, aguarda! El rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que dejó al rey encantado. Elevóse el templo, y fue pasmo y admiración de todos; y el rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y distinciones al arquitecto. Un día, terminadas las obras, le llamó a palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan magnífico y sorprendente como aquel. El arquitecto, lisonjeado, respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase al primero en belleza y esplendor. Entonces, el bárbaro rey, sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre a la cintura, le vació al pobre arquitecto los dos ojos, uno tras otro, a fin de jamás pudiese construir para nadie un templo.

Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del apólogo, la miró con una especie de extravío. Ligera espuma asomó al canto de su boca y por su venas serpeó el frío sutil del aura epiléptica, que incita al crimen, dominándose con esfuerzo supremo, se incorporó, dispuesto a marcharse y articuló pausadamente mientras recogía su airosa capa española:

—Ese rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.

Diciendo así, con súbito impulso, se acercó Vicente a Laura, la rodeó con los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo, incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de esos que solo dicta el instinto de conservación, el horror a la nada y al sepulcro. Al oír el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y salió tropezando con las paredes.

Pasose lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un estado tan horrible, que dos o tres veces se recostó en una puerta para llorar. El día que siguió a aquella noche no fue menos cruel. Escribió a Laura cien cartas que desgarraba después con furia; adoptó y desechó mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, en abrasar el barrio, en secuestrar a su amada a viva fuerza y, por último, la idea de la muerte fue la que se esculpió en su espíritu con relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia, destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico, que tantas veces acompaña al amor, se alzaba, rugiente y desatado, como racha de huracán. Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el aplomo; las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo a sí los ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun creía amar a Laura; la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por momentos que la odiaba con toda la voluntad iracunda, y este odio clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.

Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al bolsillo el revólver.

Si sufría demasiado… , allí tenía el remedio. Ya habían alzado el telón, pero no aparecía Laura, y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de notar, por fin, que la gente profería exclamaciones de descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, corrió a informarse entre bastidores… Aquella mañana misma, la cantante había rescindido su contrato, perdiendo lo que quiso el empresario, y partido en dirección a San Petersburgo.

«Blanco y Negro», núm. 358, 1898.

Apostasía

Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, derrumbábase el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y dijérase que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta ala vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.

Echaron, pues, la casa por la ventana en Villantigua para obsequiar al que llamaban Niño de Plata del partido. Hubo solemne velada en el Círculo tradicionalista, con mucho piano, himnos, discursos y lectura de composiciones poéticas alusivas; al final, cuando Diego se levantó a pronunciar «dos palabras», estallaron inmediatamente aplausos frenéticos, y a la salida fue llevado a su residencia casi en triunfo. No faltó la serenata, ni el banquete monstruo de ciento ochenta cubiertos, ni se omitió la jira a las pintorescas orillas del Narrio, ni la visita a la Virgen de la Ortigosa. Las gentes de fuste de Villantigua sobra decir que se rifaban a Diego, el cual todos los días se veía precisado a rehusar, en galante forma, varios convites, pues si fuese a comer dondequiera que le invitaban, no tendría bastante con una docena de estómagos.

Últimamente, cansado ya de enseñarle iglesias y paisajes, museos provinciales y fábricas, los gabinetes de física e historia natural del Instituto, y hasta la colección de monedas medallas que el respetable numismático señor Mohoso, C. de la Historia, ocultaba a todo el mundo como un crimen y por especial favor dejó admirar a Diego, los admiradores del joven diputado resolvieron llevarle a la casa de Orates, o dígase al manicomio.

Con gran acompañamiento de médicos y sacerdotes entró Diego en la morada triste. El director, avisado de antemano, había puesto orden en las dependencias, procurando que resaltase y luciese la inteligencia de su gestión. Sonriendo picarescamente, llevó a Diego al departamento de las locas, por donde pasaron aprisa, pues a algunas infelices las exaltaba la presencia del varón, y quitado de su espíritu el freno de la vergüenza, que la razón no quebranta jamás, declaraban con palabras y aun con acciones su penoso extravío. Llegados al departamento de los hombres, el director fue mostrando a Diego varios casos curiosos y dignos de ser observados: un loco místico, cuya manía era haberse encerrado en una cueva y practicar allí la pobreza, la austeridad y la oración; un inventor que enseñaba los planos de un globo dirigible a voluntad y una mecánica de palitroques con la cual declaraba resuelto el problema del movimiento continuo; un enamorado que escribía el nombre de su amada hasta en las suelas de las botas, y un economista que proponía planes de hacienda dignos del famoso arbitrista de Quevedo. Entre tanto tipo original, vio Diego uno que pareció despertar en sumo grado su interés.

Era un vejezuelo calvo, pálido, de ojos sumidos y párpados amarillentos. Su rostro tenía algo de sepulcral; diríase que ya no estaba en el mundo de los vivientes: la ausencia de color, la inmóvil solemnidad de su fisonomía, eran propias de cadáver. Su voz resonaba hueca y sorda, sin inflexiones. Hablaba con escogida frase, con palabras dignas y majestuosas, y tomó por asunto del discurso, que dirigió a Diego, la injusticia que se cometía al retener cautivo, y en el manicomio, a un hombre cuyo único delito consistía en haber realizado, a fuerza de cavilaciones, cierto descubrimiento soberano.

Como Diego le preguntase qué descubrimiento era ése, el loco explicó que se trataba nada menos que de parar el mundo, el pícaro mundo en que habitamos y que hasta que el día no ha cesado de rodar con perenne y vertiginoso volteo. Ese giro incesante —añadió el loco— es la causa de todos nuestros males y luchas. ¿Se concibe que existan paz, estabilidad, instituciones duraderas y próvidas, en un planeta desquiciado, precipitado en carrera insensata a través del espacio y sometido a una trepidación profunda que todo lo desmorona y lo hace polvo? ¿Es mucho que pasen y se desvanezcan los imperios, las civilizaciones, las grandezas y poderíos, si el mundo, epiléptico, agitado por perpetua convulsión, no puede evitar cubrirse de ruinas, destrozarse a sí propio, en el estéril y vano temblor que le consume?

El verdadero redentor de la Humanidad sería el que lograse fijar con clavos de diamante la esfera andariega y corretona, dándole la hermosa quietud, la serenidad del reposo, la grandeza de lo inmutable que ya por sí solo tiene algo de divino. Y ese redentor estaba allí: era él, indignamente sujeto entre cuatro paredes por los que no le comprendían, ni se daban cuenta de los beneficios del invento.

Y el loco desarrollaba su vasto plan, el sistema de poleas, pesos, compensaciones, tornillos y barras que habían de fijar, mal de su grado, al rebelde planeta, quitándole las ganas de hacer cabriolas...

—¡Con qué atención oía nuestro don Diego a ese demente! —observó el director, siempre bromista, cuando salieron del patio—. Hasta parece que se ha quedado meditabundo. ¿A que sí?

—En efecto —contestó Diego, alzando la cabeza—, le aseguro a usted que me ha dado qué pensar el hombre.

—¡Extraña manía! —advirtió uno de los que acompañaban a Diego, rico propietario muy rígido y neto en sus ideas—. Es el primer caso que veo.

Diego calló, y al día siguiente salió de Villantigua, despedido por entusiasta multitud que quiso vitorearle una vez más.

Honda y amarga fue la decepción que padecieron los villantigüenses o villantigüeños aquel invierno mismo, cuando se reunieron las Cortes. ¡Diego Fortaleza, el propio Diego, el Niño de Plata, el adalid del pasado, apostató, reconociendo lo presente, deponiendo su actitud quijotesca y noble, envainando su fulgurante espada de arcángel exterminador, y dedicándose exclusivamente a una campaña de moralidad administrativa, raquítico fin de tan brillantes esperanzas! La Voz del Empíreo le excomulgó, y La Santa Maldición fue más lejos, pues le supuso vendido al Gobierno por un plato de lentejas viles. En Villantigua se organizó un comité numeroso, sin más programa que el de silbar a Diego Fortaleza cuando aporte otra vez por allí, ¡que no aportará el muy Judas!

La única persona que aún habla bien de Diego es el director del manicomio, porque el joven diputado le envió varias cajas de soberbios Londres, con encargo de ofrecer una al loco que ha descubierto la manera de parar el mundo.


«El Imparcial», 25 de septiembre de 1893.

Ardid de Guerra

¡Aquellas elecciones iban a ser sonadas! Las de más sona desde hacía muchos años, y cuenta que el distrito de Eiguirey siempre da que hablar en casos tales. Pero acrecía la resonancia dramática del presente el que luchasen dos hermanos, últimos vástagos de la antigua estirpe de Landrey Lousada, el señorito Jacinto y el señorito Julián. Enemistados desde las partijas de la herencia paterna, enzarzados en interminable pleito, trababan ahora campal batalla en el terreno electoral. Jacinto representaba a los conservadores; Julián, al poder, a los fusionistas. El propio ministro de la Gobernación, llamando a su despacho al candidato, le había dirigido observaciones prudentes, y en vista de su decisión irrevocable, acabó por transigir. ¡Allá ellos, después de todo! ¡Que se matasen, si era capricho!

Y es que el odio aproxima como el amor; es que en el alma de los contrincantes hervía el impulso del encuentro cuerpo a cuerpo y cara a cara (el montielismo, decía Raide, médico rural muy leído y muy diserto). La vanidad también los inducía a disputarse a Eiguirey; ahora que no existen vínculos ni mayorazgos, con igual derecho podían ocupar la cabecera del banco de roble de su capilla en la iglesia parroquial, donde, sobre ennegrecidas piedras, se inscriben, en letras góticas, los foros de la familia. ¿Acaso el pazo, el destartalado caserón, con su torre aún erguida, su escudo rudimentario, sus balcones de hierro atacados por el orín, su aspecto de majestad caduca; acaso aquella residencia secular, testigo del dominio de los Landrey, no estaba también en litigio? ¿Sabía alguien si se lo llevaría el mayor o el menor? Lo decidirían los jueces; pero el resultado de las elecciones, ¡calcule usted si pesaría en el desenlace de la cuestión! La telaraña de influencias entretejida alrededor del importante asunto tendía sus hilos por el campo de la política; ninguno de los dos Landrey podía retroceder una pulgada.

Dentro de sus gruesas paredes guardaba el pazo a una mujer —elemento patético en la fratricida contienda—, la viuda de Landrey Losada, la madre de ambos contendientes. Desde el primer inidicio de la desavenencia entre los hermanos, la señora, negándose a vivir en la ciudad con ninguno de ellos, se había retirado allí, al antiguo solar; cada vez que Julián o Jacinto venían a Eiguirey para manipular la elección, pretendían saludar a su madre, y ella se negaba a recibirlos, «a no ser que fuesen juntos». Al pasar ante el caserón, las comadres de la parroquia proferían exclamaciones de lástima, con el enfático tono que adopta la gente de aldea para comentar las desdichas del señorío.

—¡Vaya una compasión!

—¡A nadie le falta su cruz, Asús, Asús nos valga!

Y tal vez una comadre, dándola de escéptica, formulaba su voto particular:

—Callade, parvas de vosotras... ¡Quién se viera en el pellejo de la señora, diaño! ¡Mi vida como la suya! ¡La mesa muy bien puesta mañana y tarde, ella muy bien descansada, con sus criadas para la descalzaren! ¡Desdichadiñas nosotras, que andamos al sol y a la friaje para nos ganar el no morir!

Un rumor de protesta ahogaba estas manifestaciones díscolas. ¿No veían las comadres que la señora se iba acabando, acabando? ¿No estaba en la misa el domingo, flaca, flaca y amarilla, amarilla? ¿No había visto Marijuana la Chosca, con su único ojo, correr por las mejillas de la señora abajo unas lágrimas así? ¿No tenía el señor cura en su poder la cera para la función solenísima a la Virgen de los Dolores, que la señora ofrecía si hacían paces sus hijos? ¿Y no juraba el secretario, Pedro Miñato, que antes se vería al Avieiro remontar corriente arriba que abrazarse a los dos Landrey? ¿Qué val la comida rica, si quien hala de comer tiene el corazón atragantado en el gañote? ¿Qué interesa la cama mol, si quitan el sueño pensares amargos?

Y el caso era que aquella madre dolorosa, recluida en aquel caserón, complicaba más de lo que parecía el problema electoral. Así lo creía y lo repetía el gran muñidor y cacique Pedro Miñato, que andaba loco trabajando por don Julián a fin de desbaratar los planes del terrible cura de Cerverás, factótum de don Jacinto. Porque, ¡velay!, la señora disponía de una buena mano de votos, poseía en el distrito numerosos caseros, arrendatarios de sus lugares, fuerza, en fin, y había dado en la peregrina tema de advertir que si alguno de los suyos votase le quitaría las tierras inmediatamente. La fuerza de la señora inclinaría la balanza. ¡No poder apoderarse de elemento tan capital! ¡Si al menos la señora no residiese allí; si dejase el campo libre! La idea echó raíces en el fértil cerebro de Miñato, famoso por sus estratagemas y ardides electorales hasta más allá de los términos de la provinica. ¡Expulsar a la señora! ¡Aprovechar su ausencia para copar los votos! No se trataba de hacer picardías..., ¡que si se tratase, allí estaba Miñato también! Solo de un destierro temporal, de despejar el ruedo... «Y no hace falta —añadía Miñato para su chaquetón—, que se entere don Julián: puede que se enfadase y lo estropease todo. Estas cosas, allá, yo, yo solito me las amaño...»

Cuatro días después, observando Miñato a la señora, al salir de misa mayor, no pudo reprimir la chispa de satisfacción que asomó a sus pupilas. ¡Ya empezaban a surtir efecto los «avisos» anónimos! Dos había escrito, con su habilidad pendolística de ex maestro de escuela, disfrazando la letra, esmerándose en la redacción. Si la señora no daba los votos a su hijo don Julián, que se atuviese a las consecuencias: la noche menos pensada, el pazo —¿lo entendía bien?—, el pazo saltaría por los aires. Y al notar cómo la senora apenas podía sostenerse; al mirar su cara de desenterrada, sus ojos de espanto, Miñato calculó: «No aguanta el miedo ni una semana. Toma el coche y se limpia».

Corrió la semana y no dio señales de disponer viaje la señora. Al contrario, tuvo Miñato soplo de que había convocado a todos los caseros, reiterándoles, con imperiosa energía, la consigna de neutralidad y abstención.

El que vote ya sabe lo que le aguarda. Será despedido y le ejecutaré por justicia. Todos me debéis. Todos andáis atrasados. Si no os mezcláis para nada en las elecciones, os perdono. Si no..., os arruino. He de veros pedir limosna. ¡No decir que no os avisé!

Y Miñato, al tratar inútilmente de arrastrarlos a la desobediencia, les decía al oído.

—No tener miedo, parvos, gallinas. La señora no vos hace nada, porque luego ha de espichar. ¿No le veis estampada en la cara la muerte?

No moría, sin embargo, y a las elecciones se las llevaba Judas —para el Gobierno, se entiende—, porque don Jacinto, el conservador, el mejor, gracias al activo apoyo del cielo y del señorío, ganaba terreno. Miñato vaciló, luchando con la diabólica tentación o, mejor dicho, con las consecuencias que de ceder a ella pudieran seguirse. Preocupado e indeciso, rondó a deshora el caserón, ocultándose entre las sombras de la noche. «Si no es más que asustarla —se repetía a sí mismo—. Pondré una cantidad insignificante... Bomba de palenque más o menos».

Entre el silencio nocturno, sólo interrumpido por la queja misteriosa del Avieiro, que eternamente plañe las miserias de la vida, resonó pavoroso el estrépito de la detonación; la repercutieron los ecos de las vertientes, la prolongaron los escarpes de la montaña. ¡La dinamita! ¡Volaba el pazo! Los aldeanos sacudieron el sueño, corrieron a armarse de hoces, de palos, de horquillas; las mujerucas rezaban ringleras de oraciones, apretando contra el seno a los chiquillos. ¡Volaba el pazo! Cuando llegaron al pie de la anciana torre, la vieron con asombro impertérrita... Ni una grieta, ni conmovido un sillar. Había resistido como paladín de leyenda al fendiente de un gigantesco follón. En el cuerpo de edificio los vidrios se hicieron añicos. Algún marco de puerta se desquició... Insignificante de verdad sería la dosis graduada por el pirotécnico... Una bomba más o menos, un episodio de fiesta y algazara. Una estratagema, un chiste, un susto.

A la señora la encontraron tendida en la cama, caliente aún su cuerpo, pero sin señal de vida. La volvieron, le prestaron auxilios inútiles. Si cada corazón no guardase su secreto hincado como un puñal, se sabría que aquella madre no murió de miedo a un ruido, ni del temblor de unas paredes. Lo clavado hasta el mango en el pobre sangriento corazón maternal era el último anónimo, que decía: «Por orden del señorito, se va a tomar una providencia...» ¡Por orden de su hijo! Y temerosa de comprometer a su Julián, uno de sus dos tristes e inmensos amores, la señora, ya en las ansias del último trance, había quemado en la bujía el infame papel. Al abrirse la puerta, negras películas cenizosas revolotearon alrededor del cadáver.


«El Imparcial», 13 de enero de 1903.

Arena

No le había visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al salir del café donde almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde mi habitual residencia de El Pardo.

Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su mirar tenía un brillo exaltado, y una especie de ansia febril animaba su semblante, de ordinario grave y tranquilo.

—Tú estás enamorado, Braulio —le dije.

—Y tanto, que voy a casarme —respondió, con ese género de violencia que desplegamos al anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos satisfacen a nosotros mismos.

Minutos después, sentados ambos ante la mesita, y empezando a despachar las apetitosas doradas criadillas, regadas con el zumo fresco y agrio del limón, entró en detalles: una muchacha encantadora, de la mejor familia, de un carácter delicioso...

—¿Sin defectos?

—¡Bah!... Un poco inconsistente en las impresiones... No toma en serio nada...

—¿Arenisca? —pregunté.

—Es la definición exacta: arenisca —contestó él súbitamente, plegado de preocupación el negro ceño—. Le dices hoy una cosa, parece hacerle impresión, y al otro día comprendes que todo se ha borrado... ¡Por más que quiero fijarla, no lo consigo! En fin, eso, ¿qué importa?

—Sí importa, Braulio...

Y viéndole silencioso, agregué:

—¿Me permites evocar un recuerdo de viaje? Este verano estuve en el monte de San Miguel... ¿Sabes tú cómo hay que hacer para llegar? Por tres caminos se puede emprender la expedición: Avranches, Pontaubault o Genêt. En cualquiera de ellos hace falta, ante todo, provistarse de un guía. Los coches de línea llevan delante un explorador o batidor, que, con larga pértiga, reconoce los arenales antes que el carruaje se aventure; porque no son raros los casos de haberse hundido la diligencia, con todos sus viajeros, como sorbida por invisible boca, y haber sido dificilísimo el salvamento, cuando no imposible... ¡Pide a Dios —añadí, haciendo una digresión intencionada— que tus pies se apoyen en dura roca, o pisen el ardiente polvo del desierto africano, o la lava volcánica del Vesubio, o aquel suelo sembrado de guijarros tan cortantes y agudos, que nuestros soldados, desgarrándose los pies, le llamaron sierra de las Navajas! ¡Todo, todo, excepto la arena! La arena es horrible...

Y notando que Braulio apenas podía tragar las colitas de los langostinos y se ayudaba con frecuentes libaciones, él tan sobrio, continué:

—A primera vista, la arena movediza es sencillamente una extensión gris, en la cual creeríamos poder aventurarnos sin recelo. Hay arenas, sin embargo, más pérfidas que otras. Algunas parecen líquidas: absorben inmediatamente lo que se les arroja. Siguiendo las indicaciones de mi guía, hice el experimento. Nos llevamos un carnero vivo y lo lanzamos a vuelo a la arena, como lo hubiéramos lanzado al mar. Y en realidad fue lo mismo. Le vimos desaparecer: ni aun la cabeza surgía. En pocos segundos no quedó señal alguna del pobre animal: ni siquiera depresión en la árida superficie.

Al preguntar yo si era frecuente que ocurriesen desgracias en los arenales que rodean al monte, me contestaron que ahora pocas veces, desde la construcción del dique extendido entre la tierra firme y la Abadía. No obstante, siempre existen insensatos que se juegan la vida, sea por curiosidad, sea porque hay en el peligro atractivo misterioso, que nos fascina y nos hace olvidar la más elemental prudencia...

Me interrumpió Braulio, dejando de chupar la cabeza roja de un langostino.

—Te entiendo —murmuró—. La alusión es transparente... En las arenas movedizas del alma de una mujer, algunos nos atrevemos a arriesgarnos cuando estamos realmente enamorados; pero en esas otras arenas que me estás describiendo, me figuro que pocos se aventurarán.

—Te engañas... Lo que voy a referirte ocurrió encontrándome yo allí. Y el que se arriesgó a desafiar las arenas fue un viajero que conocía perfectamente los peligros de la aventura. Y la que le incitó, una mujer...

Siguiendo la estela de cierta viajera muy guapa, ya viuda, que le traía al retortero, un muchacho sudamericano, aficionado al deporte, algo jactancioso, a quien yo conocía de París, se encontraba en la hospedería. Suele decirse que los valientes no son nunca fanfarrones; pero esta sentencia, como todas las que la psicología se refieren, no es infalible. Aquel muchacho, Sotero Hernández, fanfarroneaba, sin carecer de un valor temerario. Bien lo probó la aventura.

Cuando nos reuníamos a la hora del té o de sobremesa —yo formaba parte del corro, o, mejor dicho, corte, de la viuda— se hablaba de las arenas, de sus peligros, de lo que pudiera acontecer, caso de atravesarlas sin guía. Sotero había tomado el estribillo de reírse de tales historias.

—Son —repetía— cuentos y leyendas que fraguan aquí para prestar cierto atractivo dramático a la estancia en el monte. Este elemento se cultiva cuidadosamente también en Suiza: forma parte del reclamo. ¡Bah! A mí no me asustan.

Llegó un momento en que la viajera, fijándole con sus grandes ojos negros tropicales, dijo, entre desdeñosa y riente:

—Sí, sí... Una cosa es hablá, otra hasé... ¡Yo creo que las tales arenitas le dan a todo el mundo su miga de respeto!...

Hernández se encontraba en ese período en que un hombre, exaltado por la vehemencia pasional, quisiera realizar cosas tales, que asombrasen al mundo y demostrasen el temple extraordinario de su espíritu. Acaso también hubo un momento en que no fue dueño de su lengua, y anunció más de lo que a sangre fría debiese anunciar. Lo cierto es que, embriagado con sus propias palabras, y viendo lucir una chispa de interés en aquellas pupilas de infierno dulce, juró que cruzaría las arenas por la parte afuera del dique y por ellas regresaría a la Abadía sano y salvo.

A pesar nuestro, nos habían persuadido un poco sus graciosas «rodomontades», y no sé por qué imaginamos el peligro menor. Tampoco creímos quizá que aquel mala cabeza realizase su plan con tan fulminante rapidez.

No medió entre el alarde y el hecho más de media hora. Salió Sotero muy ceñido de cinturón y polainas, llevando por todo bagaje unos gemelos de turista, y ni más ni menos que si se tratase de cruzar los Alpes, un largo palo de herrada punta.

Con aquel palo empezó a reconocer el arenal, donde se enfrascó desde luego. Hay en las arenas movedizas zonas sólidas, y en conocerlas y seguirlas sin desviarse a derecha ni a izquierda están la dificultad y el triunfo. Tentando hábilmente, siguió Hernández una de estas vetas, demostrando gran sangre fría y seguridad de movimientos. Sabía que desde la terraza que domina las dunas le observábamos, y de cuando en cuando se paraba, sacaba sus gemelos, los dirigía hacia nosotros, que le asestábamos los nuestros, y nos hacía con la diestra, antes de proseguir, gentil saludo...

Al verle caminar con paso elástico, avanzando hacia el extremo de los arenales, más allá del cual el piso se consolida y la roca aflora la tierra, todos los del corro empezamos a tomar la hazaña a broma, y, por supuesto, «ella» se reía. Sólo yo, presa de angustia inmensa, que me había acometido de repente, notaba un sudor frío humedeciéndome la raíz del cabello.

No podían ser puras invenciones los relatos de hombres sorbidos por la arena, de coches hundidos con sus caballos, de rebaños de doscientas cabezas desaparecidos. Y era lo más aterrador recordar que, según se afirmaba, nadie conoce la profundidad de las arenas. Una bala de cañón lanzada al abismo arrastra toda la cantidad de soga que se le quiera poner, hasta el suelo de la bahía: es tragón, como las fauces de la eternidad. Los buques que en ella se pierden no quedan en el fondo visible; la arena los chupa en un santiamén. No hay sondas que alcancen a explorar ese terrible suelo.

De repente, las risas se trocaron en chillidos de horror. O Hernández había perdido la ruta segura, o, como era más probable, la zona firme cesaba y empezaba el terreno flojo. Ello es que le vimos hundirse, como por escotillón de teatro, suavemente, sin hacer movimiento alguno. Después supimos que, sereno, y sabedor de que toda contorsión precipita el naufragio en las arenas se limitó —al notar la atroz sensación de perder pie— a ejecutar lo único que en tal caso puede ser útil: abrir los brazos, sosteniendo horizontal en ellos la pértiga, y cortar por este medio el remolino que se lo tragaba... Le veíamos perfectamente, y nos veía él, y nos miraba, serio ya, y yo grité desesperadamente:

—¡Un guía! ¡Gente! ¡Un viajero se ahoga en la arena!

Tal vez el caso no era nuevo: ello fue que en un momento se organizó el envío de socorros, y dos prácticos volaron en auxilio del imprudente... Seguían el mismo camino por él emprendido; faltaba que él pudiese resistir hasta la llegada de los salvadores... Nos aterró ver que su cabeza bajaba al nivel del suelo. Fue esto, sin embargo, lo que le salvó. Reuniendo sus fuerzas y sus energías, logró tenderse, y, habiendo soltado las piernas, raneaba suavemente, de un modo casi imperceptible, hacia la parte sólida del arenal. Todo movimiento descompuesto podría provocar la formación de otro vórtice, aunque en aquella posición era ya más difícil... Y así, nadando o reptando, antes de que llegasen los que iban a auxiliarle, alcanzó el terreno sólido...

¡Lo alcanzó, sí...; pero en qué estado, con qué cara! Nos pareció ver a un muerto que salía del sepulcro. No hace falta ser cobarde para experimentar vértigo de espanto ante las arenas tragonas...

—¿Y qué hizo después con su amor? —interrogó Braulio.

—¡No hay amor que a eso resista! —contesté despreciativo.

Luego supe que Braulio no se ha casado... Sin duda, teme a la arena.

Argumento

¿Quién no conoce a aquel médico no sólo en la ciudad, sino en la provincia, y aun en Madrid, al que desdeña profundamente? Son muchas las cosas que desdeña, y entre ellas, el dinero. Lo desdeña con sinceridad, sin alharacas. Podría ser rico; su fama de mago, más que de hombre de ciencia, le permitiría exigir fuertes sumas por las curas increíbles que realiza; pero para él existen la conciencia, el alma, la otra vida —un sinnúmero de cosas que mucha gente suprime por estorbosas y tiránicas—, y se limita a tomar lo que basta al modesto desahogo de su existir. No tiene coche, ni hotel, ni cuenta corriente en el Banco; en cambio, espera tener un lugar en el cielo, al lado de los médicos que hayan cumplido con su deber de cristianos, que algunos hay, y hasta en el Santoral los encontramos, con su aureola y todo.

El doctor —llamémosle doctor Zutano— abre su consulta a las ocho de la mañana; y desde las cinco, en invierno, hay gente esperando en su portal, en su escalera y en su antesala, si el fámulo lo permite. Dentro ya, divídense los clientes: en un aposento aguardan los de pago, los ricos; en otro, aislado, los pobres, los que no pagan. Invariablemente, la consulta empieza por un pobre; pasa luego un rico, y así, alternativamente, hasta que el médico, rendido de cansancio, necesitando ya reparar las fuerzas con frugal almuerzo, da por terminada la faena del día. Jamás se vio ni leve diferencia en la duración de las consultas gratuitas y las pagadas. Con igual calma, con el mismo interés nuevo y fresco en cada caso, registra el doctor Zutano las peludas orejas de un faenero del muelle, que los limpios dientes, fregados con oralina, de la remilgada señorita, a la cual se dirige severo y conciso como un dómine. Porque el doctor reconoce siempre oídos y dientes ante todo, y uno de sus timbres de gloria es haber curado hasta casos de locura extrayendo, entre irónico y triunfante, una bolita de cera de un conducto auditivo.

Jamás se vio que el doctor aplazase operación que juzgara necesaria. Pocos preparativos, acción rápida, como la de un animal que se guía por el instinto, y esa felicidad en el resultado, que caracteriza al cirujano genial.

—Tanto aparato, tanto aparato para cosas tan sencillas —repite, despreciativo, burlándose un poco de la escenografía científica, que no se hizo para él—. ¡Bah, bah! Las cosas, a la pata la llana...

Lo más curioso de un hombre tan digno de estudio en su psicología, son seguramente sus ideas políticas y sociales. Para que nos las expliquemos, tendremos que retroceder hasta los místicos franciscanos de la Edad Media, aquellos que, prontos a la sumisión y al fervor y a la penitencia hasta morir, amaban a los pobres y a los humildes y reprendían dura y satíricamente los defectos del Papa. El doctor Zutano es grande amparador de los desheredados, y tiene para ellos preparado el auxilio y la generosa limosna de su ciencia a cada instante. A los poderosos de la tierra no los conoce sino cuando sufren, cuando son mísera carne enferma, iguales al menesteroso ante el dolor. De las señoritas y señoras que van a consultarle emperifolladas y trascendiendo a esencias, suele mofarse, poniéndolas como un trapo. Ni los personajes políticos, ni los aristócratas, ni los plutócratas impresionan al doctor. Hijo del pueblo, lo recuerda con fruición, como recuerda con expansión de gratitud íntima al señor que costeó su carrera. Lo demás, le es indiferente; los que acuden a su consulta no son sino hombres, y sus órganos que sufren no se diferencian de otros órganos encallecidos por el trabajo, o deformados y atrofiados por azares de una vida miserable, por falta de subsistencia, por miseria, en fin. Humanidad doliente ahora, polvo y ceniza mañana, excepto la luminosa partícula, el espíritu, que dará cuenta y será responsable ante la justicia inmanente... En el barro, el doctor no hace diferencias. Como ignora la ambición y la vanidad, no se inclina ante nadie. Tal vez se inclinase hasta el suelo ante dos cosas sagradas: la maternidad y la inocencia. Las madres que no aman a sus hijos con violento amor, le son antipáticas. La queja de la madre, la del padre, le ablandan, resuenan en su corazón. Y el doctor no tiene hijos.

Aceptador del destino y de la labor con la cual se gana el pan, el doctor detesta la agitación política. No conoce más ley que el trabajo. Nadie menos «burgués» y, sin embargo, nadie más enemigo de las huelgas, los meetings, las arengas y las luchas electorales. «Pillos que holgazanean y pillos que medran.» Tal es su definición, de la cual nadie le saca.

Un día, en aquella antesala del doctor, donde se entreoyen conversaciones palpitantes de oscura esperanza, y corre el vago estremecimiento de lo maravilloso, esperaba un hombre como de unos cuarenta y pico de años, vistiendo remendada blusa y acompañado por un niño de unos once, acaso más, porque la enfermedad que le consumía desmedraba su estatura y limitaba su desarrollo. La espera fue larga, y el fornido padre, para entretenerla, sacó del bolsillo del pantalón un zoquete e hizo que la criatura mordiscase, desganada, en él. Al cabo, llególes el turno, y, procurando no pisar fuerte, entraron respetuosos en el despacho sencillo, cuyas altas vitrinas, rellenas de instrumentos y material quirúrgico, relampagueaban con reflejos de acero, al rayo del sol que pasaba al través del cierre de cristales.

El doctor Zutano suele preguntar rápidamente, a veces no pregunta, porque adivina. Imponiendo las manos, como un antiguo taumaturgo, suele acertar con sólo el tacto.

—Ya sabemos, ya, lo que ocurre... El chiquillo padece un tumor..., bueno, un bulto..., no le importa a usted dónde..., dentro, ¿me entiende?, y hay que quitárselo, ¡y cuanto antes! Mejor ahora que mañana.

El padre se rascaba la cabeza indeciso.

—Y... eso... ¿me costará mucho dinero, señor?

—¡No le cuesta nada, santiño! ¿Qué le va a costar? Esta tarde vuelve usted con el chiquillo; le hago lo que hay que hacer; le pongo las vendas; trae usted una camilla o un colchón; se va con él a su casa; yo paso a verle unos días, hasta que no necesite más visitas; y concluido. ¿Piensa que no comprendo yo que usted no es ningún banquero?

—¡Soy un pobre obrero, señor!

—¿En qué trabaja? Mi padre era cerrajero, ¿sabe?

—Soy carpintero de armar... Pero ahora estamos en huelga.

—¿En huelga? —preguntó severamente el médico, frunciendo el ceño y clavando el mirar en la cara del cliente.

—Sí, señor... Eso no es cosa mala... Como usted me enseña, con la huelga nos defendemos de los patronos. Ejercemos un sagrado derecho.

—Bueno, bueno... ¿En huelga, eh? Pues venga esta tarde. Le espero.

A la tarde, el doctor desnudó al niño, le extendió sobre la mesa y le adurmió con el cloroformo, porque la operación era y tenía que ser larga. Con la celeridad asombrosa que le caracteriza, abrió de un seguro tajo el costado, por la espalda, y fue ensanchando la incisión y aislando el tumor para extraerlo.

El padre, de pie, y con el aliento congojoso, miraba el instrumento que sajaba y cortaba en aquella carne de sus amores. Un temblor agitaba sus miembros, y por su frente rezumaba un sudor frío, ¡Qué herida tan enorme! ¿No le sacarían por allí las tripas al malpocado? ¿No le vaciarían como a un cerdo? Y cuando la atroz hipótesis se le estaba ocurriendo, he aquí que el doctor suspende su trabajo, levanta el bisturí... y, sentándose cerca de la ventana, coge un libro y se pone a leer tranquilamente.

—¿Qué es eso, señor? ¿No sigue? —preguntó el padre, receloso.

—No, hombre... —exclamó el médico, calmosamente—. ¡Me declaro en huelga!

—¿Qué dice? —exclamó aterrado el obrero, sin saber si el doctor Zutano hablaba en serio o bromeaba.

—¿No está claro? Soy huelguista yo también... Vaya, esto se deja para otro día. Abur. Me retiro a descansar.

—Pero... ¿y el niño? ¿Va a quedarse así el niño?

—¿Y a mí qué me cuentas? La huelga es un derecho, un derecho sagrado.

—¡Pero, señor, el niño! ¡Que está abierto, que está ahí como muerto! ¡Señor, por el alma de quien tenga en el otro mundo!

—¿Crees tú en el otro mundo? —preguntó muy formal el doctor—. ¿Crees en el alma? Mira, lo dudo, porque os tienen mareados y ya ni sabéis lo que creéis... En fin, yo me voy a dormir una siesta; estoy en huelga, como sabes...

Más blanco que la cera el padre; empezando a entender que aquello iba de veras, que su hijo se moría, abierto, despedazado, con el estertor que le causaba el anestésico —echándose de rodillas, gimiendo, imploró:

—¡Señor! ¡Que es mi hijo! ¡Que soy su padre, señor! ¡Su padre!

—¡Eso te vale, zángano! —murmuró el médico—; y, dando un empujón ligero al hombre para desviarlo, y encogiéndose de hombros, continuó y remató brillantemente la operación emprendida.

Armamento

Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu... bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.

—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.

—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!...

Metiéronse en el portal e hicieron avanzar el carrito, que al fin cupo, no sin trabajo, por el hueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo con llave, sin echar los cerrojos otra vez, y ya defendidos de curiosidades —aunque en tal lugar y tal noche no era verosímil ningún riesgo—, bajaron los cuellos de los abrigos y se vieron unos rostros curtidos por la intemperie, animados por la resolución; unas barbas salpicadas de goteruelas: la respiración, liquidada al abrigo del paño.

—Suban —dijo el párroco solícitamente—. Hay en la mesa buen jamón, queso, vino... Echen un chisco, caliéntense.

—¡Mal truco! —juró el jefe de la partida—. Interín no se acomoda el género..., nadie bebe un chisco aquí. ¡A lo que venimos!

Obedeció el cura, alzando cuanto pudo la luz; quitaron prestamente la capa de paja que cubría el carro, y apareció relleno, atestado de armas diversas, desde la anticuada escopeta de caza y el arcaico trabuco, hasta los revólveres de ordenanza y el fusil Remington. Una corriente de orgullo, un espíritu de reto, de provocación, surgió de aquel hacinamiento de bélicos trastos. El párroco olvidó los temores que momentos antes hacían entrechocarse sus dientes; los tres mocetones montañeses rieron y blasfemaron de gusto. ¡A ver cuándo llegaba el día de estrenar el armamento! Y no había de tardar, ¡mal truco! Ahora, a esconder el arsenal donde ni el mismo diaño acierte con él...

—Más secreto, imposible... —afirmó el cura—. Mis sobrinas, en Compostela desde anteayer. ¡En lenguas de mujeres no hay fianza. El sacristán pasa todo el día de hoy y el de mañana en Cebre con su hermano, el tendero, que necesita que le saque las cuentas del almacén. Por aquí, con el frío lobero, la nieve amagando, no aporta alma cristiana. Tenemos veinte horas nuestras. Si prefieren cenar y dormir...

Repitieron que no. En quitándose de encima el ansia de esconder aquello, ya comerían, ya dormirían... Ahora, ¡al negocio! De la carga del carro tomó cada cual lo que pudo, y guiando el cura, que amparaba la luz con la mano, salieron al huerto, comunicado con la iglesia por una puerta baja abierta en el romántico ábside y que daba acceso a la sacristía. El frío del cañón de los fusiles les quemaba los dedos, y resbalaban en la escarcha de los senderos, guarnecidos de árboles frutales sin hojas. Dentro de la iglesia ya, encendió el cura los dos cirios colocados ante la efigie de Nuestra Señora, y se vio que los tableros que cubrían la mesa del altar habían sido desclavados; en el suelo yacía una espuerta con martillos, clavos, tenazas; la piedra de ara descansaba sobre las gradas del presbiterio, y el hueco oscuro del altar vacío semejaba la boca de un sepulcro...

—¿Nos cabrán ahí? —preguntó uno de los mocetones.

—Si no caben, ya tengo yo discurrido otro escondrijo muy bueno; pero me ayudarán a levantar la losa, que no soy hombre de hacerlo solo —añadió, señalando a un gótico sarcófago sostenido por dos leones toscamente labrados y sobre el cual reposaba un paladín de granito, armado de punta en blanco, ceñudo, severo.

Comenzaron a depositar el contrabando en el hueco del altar; a pocos viajes, quedaron acomodadas las dos terceras partes de las armas, hasta el borde. Clavaron otra vez los tableros, encajó el cura la piedra de ara, extendió el mantelillo, restableció en orden las sacras, los candeleros, el atril, y aquí no ha pasado cosa alguna. Ahora era preciso alzar la losa de la tumba de granito, interrumpir el sueño secular del guerrero noble. Aplicáronse a ello los tres forzudos mocetones; arrancaron la argamasa, dura como mármol, y sirviéndose de trabucos a guisa de palanquetas, lograron desquiciar y alzar la losa, corriéndola a un lado. El cura retrocedió despavorido: en el fondo del sepulcro había huesos, cenizas, guiñapos, polvo humano —lo que restaba de aquel batallador, ¡lo que ha de restar de todos los hombres!—. La idea de la profanación humedeció su frente con sudor frío; precipitadamente hizo la señal de la cruz. ¡De aquello no podía salir cosa buena! Entre tanto, los mocetones, sin cuidarse de la suerte que corrían los despojos del valeroso caballero, acomodaban en la tumba el resto del depósito —fusiles, escopetas, cartuchos, balas...—. Al volver a sentar con violento esfuerzo la losa, preguntaron:

—¿No habrá un poco de mezcla?

—No... Dejadlo ahora así; yo le echaré la mezcla cuando esté solo y tenga tiempo...

Hicieron desaparecer las últimas huellas de la misteriosa labor; apagaron los cirios; cruzaron el huerto; subieron a la salita de la rectoral, y ni los lobos que los habían seguido de lejos echándoles unos ojos como brasas, devoran así. Engulleron todo: el jamón curado de Lugo, el queso de San Simón, el pan de centeno; tres veces vieron el fondo del botellón de añejo vino. Rieron, contaron chascarrillos de cazadores, describieron plásticamente a la médica de Cebre, el mejor bocado en seis leguas a la redonda, y, sobre todo, evocaron las contingencias de un alzamiento ya inminente, la distribución y empleo de aquella ferranchinería escondida con tanta habilidad, que ni el mismo diaño... ¡Mal truco! ¡No tendría tiempo de comérsela el orín! ¡Ya sonaría, ya, manejada por quien sabemos! Estábamos en Nadal, ¿no? ¡Pues allá por Antruejo... lo más tarde! ¡A embromar al Gobierno y a la Guardia Civil!

Hartos, semichispos aún, después de un sueño de cinco horas, se marcharon a mediodía con su carrito, donde, por disimular, por si les daban el alto, metieron cerro, habas secas, haces de paja. Solo quedó el cura con el depósito.

Solo... y espantado. Siempre que decía misa en el altar, relleno de armas, creía oír que se entrechocaban, que el hierro hablaba y amenazaba, que las balas querían atravesar los tableros irradiando destrucción. «Paciencia —pensaba—; esto, poco ha de durar; allá para Antruejo...» Vinieron los gordos Carnavales, con su escolta de ollas tocineras y de filloas amarillas; vinieron la Semana Santa, la Pascua, el mes de María, y como si tal cosa; el país reposaba tranquilo. Estaba el cura lo mismo que si hubiese asesinado a alguien, enterrando el cadáver secretamente, y temiese a cada minuto que iban a descubrir el cuerpo. No comía ni dormía; en cada rostro pensaba leer que el secreto había transpirado, que se cuchicheaba, que vendrían los civiles a registrar, que se le llevarían a él, ¡un sacerdote!, atado codo con codo, sabe Dios a qué destierro, a qué presidio..., ¡a qué consejo de guerra! Y corría el año, y volvía la nieve a poner monteritas blancas a los abruptos picos de la sierra, y del famoso alzamiento..., ni indicios. «No puedo vivir más con este embuchado —resolvió el cura—. Me volvería loco». En arranque repentino y febril, metió ropa en el cofre, se despidió de sus sobrinas, montó en la yegua, llegó a Marineda en tres jornadas, y el primer vapor de emigrantes que salió de la linda bahía acogió en su seno a un hombre que iba huyendo de un altar y de un sepulcro.


«Blanco y Negro», núm. 619, 1903.

Así y Todo

—La sanción penal para la mujer —dijo en voz incisiva Carmona, aficionado a referir casos de esos que dan escalofríos— es no encontrar hombre dispuesto a ofrecerle mano de esposo. Una imperceptible sombra, un pecadillo de coquetería o de ligereza, cualquier genialidad, la más leve impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente infames y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré soltero, y no me pesa, bien lo sabe Dios.

El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos más lucidos del Ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar había merecido el glorioso sobrenombre de el adelantado. Era yo entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, a quienes queremos como se quiere a los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos ibamos al teatro, a los saraos, a las juergas —que ya existían entonces, aunque las llamásemos de otro modo—; juntos dábamos largos paseos a caballo, y juntos hacíamos corvetear a nuestras monturas ante las floridas rejas. Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero tampoco unos perdidos; muchachos alegres, y nada más.

De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato y compañía se daba a andar solo, como si tuviese algo que le importase encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que no calificaré de muy hermosa, pero peores que si lo fuesen: morena, menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto) era extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento, necesitaba emplear ardides de prisionero o de salvaje. El día en que se le frustraba una cita o se le malograba furtivo coloquio en la reja que abría sobre una callejuela oscura y solitaria, estaba el pobre muchacho como demente; ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban mucho, y un presentimiento —lo llamo así porque no sé cómo definir el disgusto y la inquietud que sentía— me anunciaba que algo grave, algo penoso debía acarrearle a Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos estaba —a mil leguas— de suponer la tragedia que aconteció.

Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había sido encontrado muerto, con un balanzo en el pecho y otro en la cabeza, casi a las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible sospecha; creía a Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber realizado la obra de tinieblas…

A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fue preso. Reunióse el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que caracteriza a la Justicia militar, estimulada por la voluntad expresa del capitán general, que deseaba se cumpliesen a rajatabla las prescripciones legales y se enterrasen a la vez a la víctima y al asesino. Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos o tres frases de indignación del fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó de plano que a traición había disparado dos pistoletazos, la noche anterior, al capitán Ortiz. En cuanto a los móviles del crimen, juró y perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe a subalterno, rencores por cuestiones de servicio. Llamada a declarar la esposa de Ortiz, compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro entró en capilla a las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar el siguiente día, a las treinta horas del crimen…

No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo, que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia, un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el reo se encerró en un silencio sombrío y noté que tenía los ojos tenazmente fijos en la puerta de la capilla, como en espera de que diese paso a alguien… ¡Lo que esperaba él sin ventura —no necesité para adivinarlo gran perspicacia era la llegada de la mujer por quien iba a beber el amargo trago! Sin duda que ella no podía faltar; no podía negarle el supremo consuelo de la despedida, sin duda, el sordo ruido de pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían vacilantes el miedo y el dolor… Pero corrió la tarde, empezaron a transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había de absolverle y darle la sagrada Comunión antes que el sol asomase en el horizonte se retiró un momento a descansar, y sólo yo con Ramiro, comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.

—Hace un momento sentía que «ella» no viniese —murmuró, cogiéndome las manos entre las suyas abrasadoras—; ahora me alegro. Ya que me cuesta la vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien cometió esa acción villana no fue Ramiro Quesada, sino otra persona, un hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo alegre de lo franco que era yo? Desde que me acerqué a… esa mujer… . me volví otro. Estaba embrujado… Su marido, a quien ofendíamos, me parecía mi enemigo personal, el obstáculo a nuestra felicidad; le odiaba… . creo que más de lo que la amaba a ella. Así que ella lo notó… , ¡guárdame siempre el secreto!, ¡no lo digas ni a tu madre!, empezó a insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; formábamos planes de retirarnos al campo después, y hasta (mira qué detalle) ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que «eso siempre sirve». Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen. Y así que ella me vio resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció que compartiría mi destino, fuese el que fuese…

Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro. Con voz húmeda, murmuró:

—Yo no quería tanto… ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el Consejo he logrado salvarla… Prefiero morir solo… Pero verla aquí, un momento… . antes de… Al fin, si fui asesino, lo secrétaire por ella, sólo por ella… ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco a esa mujer, soy siempre honrado, y tal vez me matan defendiendo a la Patria. ¡El sino del hombre!

—¿Y le fusilaron? —preguntamos ansiosos.

—¡Pues no! Según deseaba el general, a un tiempo se cavó la hoya del marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marche de M*** donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz… , y aquí de lo que decíamos; supe que vivía tranquila, casada en segundas nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública la causa del triste fin de Ramiro…

Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado por memorias crueles.

Atavismos

—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?

Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.

—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.

—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...

—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?

—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.

—A veces —observé—, los hechos son...

—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...

Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.

—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...

Asombrada, pero humilde, la aldeana se dejó aliviar y nos saludó con respetuoso «Nas tardes nos dé Dios». Era una vejezuela vestida de luto, el luto desteñido y pardusco de los pobres; iba descalza y sus greñas y su, curtida cara rugosa exhalaban el grato y bravo olor a resina de los pinares. Nos miraba no sin vago recelo, pero una pesetilla extraída de mi escarcela la tranquilizó y desató su lengua en acciones de gracias infinitas.

—¿Y del hijo, tiene noticias, tía Antonia? —interrogó el párroco.

—¡Ay! No, señor; queridiño... ¡Por aquellas tierras se habrá muerto tambiene!

Enjugaba con el pico del pañuelo de talle, andrajoso, los ojos, inflamados sin duda de tanto llorar, y el párroco entonces ordenó:

—A ver, muller, cuente su desgracia a la señora condesa, que puede dar pasos para que se averigüe el paradero de su hijo... Pero cuente verdad, ¿ey? ¡Verdad entera! Ya sabe que yo estoy bien enterado, y si miente... pierde el tiempo.

—¡Así caya un rayo y me abrase si cuento mentira! —respondió la mujeruca, sentándose a mi lado en el parapeto de granito, de espaldas a la pavorosa altura del puente—. Y sabe toda la parroquia, y toda la gente de las aldeas de por aquí, que mis hijos, Ramona y Pepiño, eran dos santos, que en su vida le hicieron mal a nadie de este mundo. ¡Asús me valla! Ellos a trabajare, ellos a obedecere, ellos a rezare... Unos santiños; no dirá menos el señor abad!

—Eso es cierto... —confirmó Gondás, dando vivas chupadas al pitillo y sonriendo con aprobación.

—Pero, señores del yalma, ¿quién se libra de un mal querere? ¡Pedir a Dios que no nos miren con mal ojo, o si no matar a quien nos mira así, para que no nos eche a perder del todo, como echaron a mis hijos pobriños, que fue su desgracia, que estaba preparada allí!

Hizo un guiño el abad, y acudió en auxilio de la narradora, que volvía a secar las lágrimas con el guiñapo del pañuelo.

—Pero diga, tía Antona; esa mujer, esa vecina de usted, la Juliana, ¿por qué les quería mal a usted y a su familia, mujer?

—¡Ay señore! Por envidia...

Oír hablar de envidia a aquella pobre criatura, harapienta y doblegada bajo un fardo de ramillas para la lumbre, me hiciera sonreír si no supiese que en toda vida humana cabe que otro recoja, pisándonos los talones, las hojas que arrojamos.

—Túvome envidia desde moza. Su mozo la dejó, y el rapaz se le murió de mal extraño. Y entramientras, mis dos fillos, mis dos rosas, dábanle enojo de se comere las manos. Según pasaba por delante de mi puerta, les echaba a mis palomiños unos mirares que acuchillaban. Y ellos, más aún Ramona, le tenían idea mala, a fuerza de la ver pasar mirando de aquel modo, que metía miedo... ¡Señor abad! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo! Vusté bien sabe que mis hijiños eran honrados, que no hicieron en jamás acción mala de Dios...Tentóles el demo, que no los tentara si la bruja no los mirara así... ¡Fueron los ojos de la Guliana, señores benditos, fueron los ojos, y no fue otra cosa, que con un palo se los había yo de sacare!

—Más cristiandad, mujer —respondió con sorna chancera el cura.

—¡El Señor me perdone...! ¡Háganse cargo vustés, que dos hijos tuve, y ninguno tengo, y sola me alcuentro y al pie de la sepultura! Mis hijos no me pidieron consejo, que yo bueno se lo había dar. Allá un día que la Guliana salió a sachar sus patatas, metiéronse en la casa por la parte del curral de la era, y...

Por segunda vez acudió el cura a activar la marcha del relato.

—Y vamos, señora Antona, que encontraron cosas sabrosillas, ¿eh? La Juliana, en tantos años de vivir como un sapo en su agujero, tenía arañados unos cuartitos, y los guardaba en el pico del arca; además sus hijos de usted cargaron con dos ferradiños de maíz, y unas buenas costillas de cerdo, y dos ollas de grasa, y unas pocas habas, y un pañuelo nuevo, amarillo...

—¡Ay, ay señor! —hipó la vieja—. ¡Cargaron, no digo yo menos, cargaron; pero sólo por la rabia que le tenían, que los iba consumiendo a los dos con el veneno del mirare! ¡Fue por se vengar, señor, y que se acabase el mal de ojo! Pero no hay quien pueda con las brujas, que mandan más que todos. La Guliana dio parte a la justicia, eso lo primero; y luego ¡malvada! salía todos los días a la puerta, y cada vez que pasaban mis joyas, les gritaba mismo así: «¡Permita Dios que lo gastedes en la mortaja! ¡Permita Dios que los ladrones mueran antes del año!» ¡Señores mis amos, las plagas caen siempre! La justicia no importa. Son las plagas lo que nos echa al campo santo...

Calló un momento, trágica, mientras en la superficie del río, lento, se apagaba el último resplandor del poniente.

—Pepiño —murmuró al fin— escapó para América. Me quedé sin el que labraba la tierra, sin quien trabajaba el lugar. Quedóme Ramoniña, y esa, desde el otro día de la desdicha, se empezó a secare, a secare como un palo, con perdón. Y hay que vere que otra moza como ella, tan sana y tan rufa, no la hubo en las parroquias de por acá...

—Eso es cierto —intervino el abad—. Parecía que a la muchacha le derretían la carne al fuego. Como que me sorprendió cuando la vi ponerse así, en tan pocos meses. Antes vendía salud y era recia como un hombre...

—¡Capás era de trabajar el lugar ella sola, si no le viene la enfermedá por las plagas de esa condenada! —insistió la madre—. Fue un milagro, un asombro. «¿Qué te duele, Ramoniña?» «Dolerme, nada.» «¿Por qué no comes, Ramoniña?» «Porque no tengo voluntá.» «¿Quieres que venga el médico, paloma?» «El médico no me cura, señora madre...» «Voy a ofrecerte a Nuestra Señora del Moniño.» «Tampoco me ha curar... Solo si me levantan la plaga que me echaron...» Y yo fui a casa de Guliana, y me arrodillé, así —hacía la vieja mímica, expresiva demostración—, y le pedí por las almas de sus padres... ¿Sabe lo que me contestó, que si soy otra la mato, la esmigo con los pies? «¡Lo que me robaron, que les valga a los ladrones para la mortaja!»

—Y Ramona, ¿murió antes del año?

—Por cierto... ¡El día que tenía que presentarse en la Audiencia de Marineda, señor, a responder! ¡Tal día estaba de cuerpo presente! Allí remató la causa. No había a quién dar el castigo...

—Le queda su hijo, mujer —dije por vía de consuelo a aquella amargura—. A la hora menos pensada escribe, vuelve con mucho dinero...

—¡Los difuntos no escriben, ni tornan a su casa, mi señora! El hijo mío murió de la plaga, lo mismo que la hija. Y esa malvada vive, ¡que chamuscada con tojo la había yo de ver, Asús me perdone!

La noche descendía; el cura ayudó a la vieja a cargar el haz de espinallo, y vimos como, enderezándose trabajosamente, se alejaba a paso tardío.

—Toda la historia es para afianzar la superstición... —murmuré.

—Y será milagro —advirtió el abad— que un día, con estos haces de rama de pino que trae del monte, la tía Antona no arme una lumbrarada bonita en la casa de la hechicera... Y yo no podré evitarlo... Cuando reprendo, me dan la razón; pero luego hacen lo que les dicta su instinto... ¡La brujas mandan!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1912.

Aventura

La señora de Anstalt, mujer de un banquero opulentísimo, nerviosa y antojadiza, agonizaba de aburrimiento el domingo de Carnaval, después del almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Qué horas de tedio iba a pasar! ¿En qué las emplearía? No tenía nada que hacer, y la idea de mandar que enganchasen para dar vueltas a la noria del eterno Recoletos, contestando a las insipideces o humoradas de los tres o cuatro muchachos de la crema que acostumbraban destrozar su landó tumbándose sobre la capota; la perspectiva del bolsón de raso pitado, lleno de caramelos y fondants; lo manido y trivial de la diversión, le hacía bostezar anticipadamente. ¿Se decidiría por la Casa de Campo o la Moncloa? ¡Qué melancolía, qué humedad palúdica, qué frío sutil de febrero, de ese que mete en los tuétamos el reuma! No, hasta abril la naturaleza es avinagrada y dura. «¡Lástima no ser muy devota! —pensó Clara Anstalt—, porque me refugiaría en una iglesia... «

Mujer que se aburre en toda regla, y no es devota, y es neurótica a ratos, está en peligro inminente de cometer la mayor extravagancia. Clara, de súbito, se incorporó, tocó el timbre, y la doncella se presentó; al oír la orden de su ama hizo un mohín de asombro; pero obedeció en el acto, sin preguntas ni objeciones de ninguna especie; salió y volvió al poco rato, trayendo en una cesta mucha ropa doblada.

—¿Está usted segura, Rita, de que es la librea nueva, la que no se ha estrenado aún?

—¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: la trajo el sastre ayer noche; la recogí yo de mano del portero, y pensaba entregársela ahora...

—Que no sepa que ha venido. Deje usted esa cesta en mi tocador, y vaya usted a comprarme una cabeza entera de cartón, la más fea y la más cómoda que se encuentre.. Una que no me impida respirar... ¿El señor ha salido ya?

—Hace un tato.

—Pues todo en silencio, chitito..., ¿eh?

Regresó Rita prontamente, con sobrealiento; Clara se impacientaba, corría de aquí para allí y reía en alto, como los niños cuando se prometen una diversión loca, incalculable. Encerráronse en el tocador ama y criada, y ésta recogió a aquélla el sedoso pelo, y le calzó las botas de campaña del lacayito, después de vestirle el calzón de punto y la levita corta, y ceñirle el cinturón de cuero. Por último, afianzó en sus hombros la careta enorme.

Desfigurada así, con la vestimenta que se adaptaba perfectamente a sus formas gráciles, esbeltas y sin turgencias, parecía un señorito fino que por ocultarse mejor ha pedido prestada la librea del mozo de cuadra.

Clara brincó de júbilo. La asaltó la idea de si podrían maltratarla, y pensó llevar un arma; pero recordando una frase favorita de su marido: «No hay bala que alcance como un billete de mil», sacó de su secrétaire bastante dinero y lo echó en el fondo de un saco de brocatel, cubriendo la boca con una capa de confetis y escarchadas violetas. «Saldré por las habitaciones del señor al jardín. Traiga usted la llave y mire si anda alguno que me vea». Y ya en la verja, que caía a una calle solitaria, Clara, una vez más, se volvió hacia Rita aplicando el dedo a los labios de cartón, como si repitiese: «¡Silencio!»

Al verse en la calle, primero anduvo muy aprisa; después acortó el paso, saboreando su regocijo. ¡Verse libre, sola, ignorada, perdida entre la multitud, sin trabas ni convenciones sociales; dueña de ir a donde quisiese, de entretenerse en un espectáculo nuevo y original, el de la gente pobre, el populacho, en cuyo oleaje empezaba a sumergirse! En efecto; encontrábase Clara a la entrada de la calle de Génova, por donde descendían hacia el paseo de coches abigarrados grupos, una corriente no interrumpida de gentuza, que arrastraba pilluelos y mascarones desharrapados. Envueltas en la raída colcha y enarbolando la destrozada escoba o el pelado plumero; embutidos en la lustrina verde, colorada o negruzca de los diablos rabudos; ostentando la blusita del bebé o agitando a cada movimiento millones de tiras de papel de colorines chillones que de arriba abajo los cubrían, los mascarones pasaban alegres y bullangueros, charlando en falsete, requebrando a las chulas de complicado moño, literalmente oculto bajo una densa capa de confetti multicolores, que volaban en derredor a cada movimiento de la airosa cabeza. Algunas de aquellas mocitas de rompe y rasga, al pasar cerca de Clara, tomándola, como era natural, por un lacayito atildado y mono, la provocaban, la requebraban con pullas picantes. Clara se reía; no recordaba haberse divertido tanto desde hacía muchísimo tiempo.

La animación del Carnaval callejero se le subía a la cabeza, como se sube el mosto ordinario, pero fresco y vivo, de una fiesta popular. Encontraba el día hermoso, la vida buena, y un aire de primavera, al través de los agujeros de la máscara, acariciaba su boca y sus ojos. «Si lo saben y me despellejan» —pensaba—, «peor para ellos. Yo habré pasado una tarde encantadora. Ahora me acerco al paseo y me entretengo en insultar a todos mis amiguitos y amiguitas... ¡Valientes infelices!... Allí estarán aguantando jaquecas y comiendo pato...» Cuando discurría así, una vocecilla aguda resonó a sus pies, y unas manos débiles y tenaces se agarraron a sus botas.

—Oye, tú..., dame una limosna, por amor de Dios, que tengo mucha hambre.

Clara bajó la vista. Cien veces había oído el mismo sonsonete, y una moneda de cobre bastaba para desembarazarla del mendiguillo. Éste se me pega como una garrapata —pensó—. No tiene ganas de soltarme». Sacó del bolsillo del levitín una peseta y se la presentó al niño. Esperaba una expresión de júbilo, frases truhanescas y desenfadadas, de esas que saben decir los pordioserines del arroyo...

Con gran asombro vio que el chico, al tomar la peseta, cogía aprisa la mano del supuesto lacayo y la besaba humilde. Una especie de vergüenza y de pena desconocida hasta entonces penetró en el alma de la opulenta señora de Anstalt. ¡No había pensado nunca que con una peseta —cantidad para ella sin valor apreciable, como para otros el céntimo— se podía hacer brotar un chorro de agradecimiento tan ardoroso y tan espontáneo! Bajó los ojos trabajosamente con el estorbo de la cabeza de cartón, y, tomando al chico en brazos, le alzó en vilo.

—Pequeño, ¿de quién eres hijo? A ver.

—De nadie —contestó el pilluelo.

—¿Cómo es eso? ¿De nadie? ¿No tienes padre?

—No lo sé..., no lo conozco.

—¿Y madre?

—Sá muerto hace ocho días de una enfermedad muy mala.

—¿Y tú?

—A mí... querían llevarme al asilo; pero me escapé, y ando así por la calle. De noche me meto en el rincón de una puerta... De día pido limosna.

Clara reflexionó un momento. Después dejó en el suelo al chico, y le acarició la cabeza con la mano.

—Te quieres venir a una casa donde te darán de comer y dormirás en cama buena y caliente?

El chiquillo, al pronto, no respondió. Precoz instinto de independencia absoluta se alzaba sin duda en su espíritu, y las ventajas materiales del ofrecimiento no le tentaban; sin duda, su endeble pescuezo advertía la molestia del yugo, y sus manos descarnadas, vivo testimonio de la miseria fisiológica de un organismo sometido a las privaciones, se rebelaban contra los grillos y las esposas que pretendían ponerle en nombre del bienestar... Mientras dudaba y se sentía inclinado a escaparse corriendo, a fin de que no le llevasen a ningún lugar que tuviese techo y paredes, la mano de Clara, despojada del rudo guante, suave, femenil, halagaba el pelo enmarañado y golpeaba amorosa las escuálidas mejillas del granuja... Y este, magnetizado de pronto, exclamó:

—Vamos, vamos a esa casa..., ¡si estás tú en ella!

A la efusión el chico respondió inmediatamente, como un chispazo eléctrico al contacto de los alambres, el impulso ardoroso, irresistible, maternal, de la señora, que volvió a coger en brazos al pequeño, y no pudiendo besarle, le apretó contra su corazón.

—Sí, hijo mío... Estaré... ¡Verás cómo he de quererte!

..............................................................

Para que la resolución de Clara sea más meritoria, el mundo la ha calumniado, suponiendo que la criatura que recogió y que tan cariñosamente cuida y educa es un hijo hurtado, un contrabando doméstico. ¿Qué le importa a Clara? Ya no bosteza de tedio ninguna tarde del año.


«Blanco y Negro», núm. 406, 1899.

Bajo la Losa

Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?

Mi padre no añadió palabras sobre el asunto, porque tuvo que dar disposiciones relacionadas con el problema de cenar y dormir. Todo estaba abandonado en el caserón; aquella gente labriega tenía los muebles destrozados, y las camas torneadas, de columnas salomónicas, dedicadas a frutero. Al fin logramos que nos habilitasen dos colchones y que se friesen unos huevos y se calasen unas sopas de leche. Después de la frugal refacción, mi padre se fue a celebrar una conferencia con los caseros, matrimonio ya encanecido, y yo me asomé a un balcón que daba al antiguo jardín de mirtos, y sobre el cual, formando ángulo, presentaba su fachadita algo barroca la capilla donde reposaba doña Clotilde. El jardín era ya bosquete confuso y enmarañado. Cada planta había crecido a su talante, y la forma severa y geométrica del diseño ni adivinarse podía. Arboles enormes se destacaban sobre la masa de verdor oscuro, y a trechos las sendas y glorietas aún blanqueaban. Olores de miel subían de los macizos en flor. A lo lejos, la ría enroscaba su lomo de dragón de plata, dormido bajo los ópalos misteriosos de la luna. Se escuchaba el cristalino gotear de una fuente, oculta entre los arbustos, que, sin duda, en otro tiempo manó hermoso chorro de agua; pero ahora, obstruido el caño, exhalaba un sollozo interrumpido, lento. Y dentro de mi alma le contestaba otro sollozo. Porque yo —y al llegar aquí de su relación, el sobrino y nieto de doña Clotilde estaba tan pálido como debió de estarlo su tía y abuela en el féretro—, yo, entonces, tenía el corazón más enfermo de lo que pudieran tenerlo las mozas a quienes la Santa curaba aplicándoles la mano; y enfermo de peor enfermedad, pues no era impureza, sino pasión desesperada a fuerza de ser pura y llena de idealismo, lo que yo padecía, lo que ocultaba como debiera Don Quijote haber ocultado su locura generosa, y lo que, habiendo subyugado mi razón, amenazaba dar al traste con ella, llevándome sabe Dios a qué abismo, entre negras ondas de melancolía... Clavando los ojos en la cerrada puerta que guardaba el arcano de una vida más cercana al cielo que al suelo vil, invoqué a la Santa, recordándole que soy de su estirpe, que me une a ella un lazo que jamás se rompe... «¡Santa Clotilde —murmuré, como a mi pesar—, la del cuerpo incorrupto!... Pon tu palma fina sobre este corazón donde circula la misma sangre que circulaba por el tuyo, superior a las miserias de la vida y a los afanes que la consumen... Sáname, sáname... Que yo piense en otra cosa, que yo me liberte de esta idea mortalmente adorada...».

Y con la fuerza y el relieve que tienen las alucinaciones, me representé a la tía Clotilde tal cual estaría en el momento en que alzásemos la lápida desgastada que cubría sus restos... Parecería dormida, no muerta. Sus ojos, dulcemente cerrados, darían sombra con las pestañas largas a las mejillas de magnolia. Sus manos, llenas de sortijas, largas como manos de retrato, cruzadas sobre el pecho, no habrían perdido nada de su flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; y yo, cometiendo una respetuosa profanación, cortaría una de esas sagradas manos, para aplicármela sobre el corazón y curarme. Después guardaría la mano milagrosa en una caja de plata, lo más rica posible, cuajada de gemas y de topacios, y siempre que la pasión me rondase en la sombra, sacaría el talismán, y su contacto de sedosa nieve volvería la calma a mi espíritu...

En medio de mi ensueño, me sobrecogí... La puerta de la capilla se abría sin ruido, y salía de ella una mujer... Era imposible distinguir a aquella distancia y entre la sombra que proyectaban los arbustos, entrelazados y espesos, ni sus facciones, ni aún su forma; su ropaje era una vaguedad blanca, y su rostro, una mancha más blanca aún, bajo el ópalo triste de la luna. Más indecisa aún la visión, porque, como temerosa, se escondió prontamente entre el follaje. Hasta podría dudarse si era real su aparición.

Ya se deja entender que apenas dormí. No era la incomodidad de la cama lo que me impedía cerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de ver las manos divinas que consuelan los corazones y mitigan las fiebres de las almas locas...

Apenas mi padre despertó y despachó un frugal desayuno, bajamos a la capilla provistos de herramientas para desquiciar la losa. El casero nos acompañaba. La capilla estaba más abandonada y destruida aún que el resto del edificio. Por los claros del techo, podrido de humedad, entraba la luz del día. Paja y boñiga alfombraban el pavimento. Mi padre, enojado, se volvió hacia el casero.

—¿Por qué metéis aquí los bueyes?

El hombre negó primero; luego, trató de excusarse torpemente... Empezó a desquiciar la losa de carcomidos caracteres góticos, y mi padre y yo le ayudamos con nuestros palos de hierro. Al fin logramos conmoverla, y fuimos alzándola cuidadosamente. Mi fantasía, excitada, me hacía percibir un aroma exquisito, que sin duda era el de las rosas del jardín pasando al través de la puerta.

Salió la losa de su engaste. Un hueco sombrío apareció. Era una sepultura en cuyo fondo se veían algunos huesos carcomidos, trozos de tela de color indefinible y próximos a deshacerse en ceniza; en suma, lo que suele hallarse en todo sepulcro. ¡No ya cuerpo incorrupto, ni siquiera cuerpo momificado!

Nos miramos llenos de contrariedad...

Resolvimos dejar caer otra vez la losa en su sitio, cuando reparé en un puntito brillante que asomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogí un medallón pendiente de cadena sutil. No me vieron cometer el piadoso latrocinio: mi padre estaba distraído en examinar los desperfectos del retablo, de suntuosa talla dorada, y el casero en disculparse. Habían hecho establo, y sabe Dios si pajera, de la capilla...

Después, así que averigüé que el casero tenía una hija joven, comprendí que era ella la que vi salir de noche, recatándose, después de haber borrado precipitadamente y mal la huella de tantos abusos.

Y cuando examiné el medallón hallado en la tumba de Clotilde, comprendí también por qué no podría curarme su mano... El medallón contenía un retrato y un rizo de pelo. ¿Cómo me había de curar la desdichada, si debió de padecer mi propio mal, y acaso de él murió?


«La Ilustración Española y Americana», núm. 28, 1909.

Banquete de Bodas

Una noche de Carnaval, varios amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele volver de esas fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y sólo se encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La caminata les despejó la cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados, devolviéndoles esa alegría espontánea que es la mejor prenda de la juventud. Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la vida solteril, y tres de los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto —el mayor en edad, Saturio Vargas— como oyó nombrar matrimonio, hizo un mohín de desagrado, o más bien de repugnancia, que celebraron sus compañeros con las bromas de cajón y con intencionadas preguntas. Entonces Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a contar la causa de la antipatía que le inspiraba sólo el nombre y la idea del lazo conyugal.

Es una de las cosas —dijo— que no pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis, sino que allá, interiormente, me comprendáis... Hay impresiones más fuertes y decisivas que todos los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas... y la obedezco y la obedeceré hasta la última hora de mi vida. Estad ciertos de que moriré con palma... de soltero.

Recibí la tal impresión cuando vivía en provincia, bajo el ala de mi madre. Tenía dieciocho años de edad, no sé si cumplidos, cuando una mañana me anunció mamá que al día siguiente se casaba una prima nuestra, a quien había traído su tutor de un convento de Compostela, donde era educanda, y que estábamos convidados a la ceremonia en la iglesia y a la comidas de bodas, en casa del novio, cierto notario ya maduro. Alegreme como chico a quien esperaba un día de asueto y jolgorio; madrugué, y me situé en la iglesia de modo que no perdiese detalle. Cuando llegó la novia, entre el run run del gentío que se apartaba para dejarla paso, y la vi de frente, me sorprendí de lo linda que era, y sobre todo de su aire candoroso y angelical, y de su mucha juventud —una niña más bien que una mujer—. No vestía de blanco; tal costumbre no existía en Marineda aún; llevaba un traje de seda negro, una mantilla de blonda española y en el pecho un ramito de azahar artificial; pero su cara de rosa y sus grandes y dulces ojos azules lucían más con clásico tocado español, que lucirían bajo el velo de Malinas.

De pronto retrocedí como asustado: acababa de aparecer el novio, don Elías Bordoy, cincuentón, alto, fornido, grueso y calvo. Recuerdo que estuve a punto de gritar: «¿Pero es este hipopótamo el que se lleva esa criatura tan preciosa?» El movimiento que hice fue marcadísimo; lo advirtió mi madre, y como estaba pegada a mí, me tiró de la manga y recuerdo que ¡la pobre! puso un dedo sobre los labios, sonriendo con malicia y gracia, como si me dijese: —¿Pero a ti que te importa? No te metas en lo que no te va ni te viene».

Si hubiese podido responder en alta voz y dejar desbordarse mis sentimientos, le gritaría a mamá: «Pues sí me importa. Cuando se casa un hombre, idealmente se casan todos. El que es joven y hace versos a escondidas; el que siente y le hierven las ilusiones, se ha figurado mil veces esta ceremonia y el misterio que la acompaña, y lo ha revestido de todos los encantos de la belleza. El pudor, la pasión, la incertidumbre, la esperanza, la felicidad que se sueña, menor, sin embargo, que la realidad iluminan con tal aureola este momento supremo de la vida, que el espectador tiene derecho a silbar, si el espectáculo es vergonzoso y grotesco». Mientras pensaba así, la novia, con voz clarita y argentina, había articulado un sí redondo...

La hora señalada para la comida de bodas era la de las tres: don Elías vivía a la antigua española. Nos introdujeron en una sala anticuada, con sillería de marchito color, en que cuadros de santos se mezclaban con oleografías de pésimo gusto. Éramos, con los de la casa, quince o veinte personas las que debíamos disfrutar del banquete. La novia, ya sin mantilla, pero con su ramo de azahar en el pecho, charlaba con la hermana de don Elías, solterona avinagrada, que tenía una de esas bocazas negras que parecen un antro sepulcral. El novio se había retirado, apareciendo pocos minutos después despojado de la levita, con un macarrónico batín de franela verde, en zapatillas, y calada una especie de gorra grasienta, a pretexto de catarro y confianza; en realidad por no desmentir la añeja y groserísima costumbre de sentarse a la mesa cubierto.

Figuraba entre los comensales uno de esos graciosos de oficio que no faltaban en ninguna ciudad, y al ver al novio en tan extraño atavío, le soltó un ¡hurra! y le anunció que a los postres bailarían una danza con mucho y remucho aquel... Al oír esta proposición miré a la novia con angustia. Cándida y sonrosada, inclinando la cabeza gentil, la novia sonreía.

Una maritornes sucia, de arremangados brazos, anunció en voz destemplada que estaba «la comida lista»; y don Elías nos enseñó a empellones el camino del comedor. «Nada de cumplimientos —chillaba el cetáceo— ya saben ustedes que esa palabra significa cumplo y miento». Porque cedí el paso a una señora, me llamaron señorito almidonado. Sentámonos a la mesa en tropel, y aquel desorden hizo que me colocase enfrente de la novia y pudiese estudiar con afán su rostro; pero nada advertí en él, más que el sencillo regocijo de una chiquilla salida del convento y que se divierte con el barullo y la novedad de la situación.

La comida era espantosa en su abundancia y en su pesadez: un pecado de gula colectivo. La hermana de don Elías, la de la bocaza sepulcral, sentada a mi lado, me hacía cucamonas aborrecibles, empezando por destapar un soperón ciclópeo, y echarme en el plato una cascada de tallarines humeantes y calientes como plomo derretido. El cocido le fue en zaga a la sopa: cada fuente encerraba una montaña de chorizos, patatas y garbanzos, libras de tocino, una costilla salada, y obra de dos rabos de cerdo.

Mis esfuerzos para abstenerse fueron inútiles: la terrible solterona, consagrada, según decía, «a cuidarme», notó que me faltaban garbanzos, que estaba privado de tocino, y que nadie más desprovisto de carne que yo, y remedió al punto estas faltas. Cuando uno es muchacho padece de raras aprensiones: cree que tiene que hacer el gusto a los demás, y no el propio. Obedecí a la harpía, y comprendiendo que me envenenaba, comí de aquellas porquerías grasientas. Era el tonel de las Danaides; cuanto más tragaba, más me ponía en el plato. Apenas me descuidaba veía venir por el aire una mano seca y rigurosa, y me llovía en el plato una media morcilla o un torrezno gordo. Y lo que acrecentaba mi indignación hasta convertirla en furor, era ver a la novia, la del rostro angelical, la de los ojos de luz y zafiro, comer con excelente apetito, y escoger con refinada golosina los mejores bocados. Onzas de sangre daría yo porque apareciese desganada y meditabunda. ¡Desganada! ¡A buena parte! Recuerdo que al ofrecerla su marido un platazo de aceitunas, exclamó hecha unas castañuelas, de vivaracha: «¡Ay, cómo me gustan! Y en el convento, espérate por ellas...».

Después de los innumerables principios, todavía trajeron un tostón o marranilla y un pavo relleno, de inmensa pechuga, tersa como el parche de un tambor, un pavo que me pareció la cría de un elefante. Destaparon el champagne, de pésima calidad, pero suficiente para alborotar las cabezas, y por primera vez oí reír alto a la novia, con risa cristalina, impulsiva, pueril, que a poco me arranca lágrimas... Sí; entre el calor, el vaho de la comida y el drama que se representaba en mi imaginación, declaro que estuve a pique de soltar el trapo allí mismo. El novio se había retirado a aflojarse los tirantes y volvía a la mesa hecho una fiera de puro feo, con el cogote rollizo, el rostro apoplético y los ojos inyectados. Era el instante en que las chanzas del gracioso de oficio adquirían subido color; en que las señoritas y señoras, sofocadas, se abanicaban con periódicos, y en que empezaban a desfilar con los postres los licores —noyó, naranja, kummel y «perfecto amor»—. De este último quiso el gracioso escanciase el novio una copa a la novia, y aprovechando la algazara formidable que armó esta ocurrencia, yo me levanté, me deslicé hasta la puerta sin ser visto, salvé la antesala, salté a la escalera, bajé disparado y me encontré en la calle, respirando por primera vez desde tantas horas...

Al otro día caí en cama. La recia indigestión paró en fiebre, y fiebre de septenarios, tifoidea, que me puso a dos dedos de la sepultura. Convaleciente ya, un día desahogué con mi madre los recuerdos de la fatal comida. ¿Qué pasaba? ¿La novia había perdido la razón? ¿Se había escapado en bata del domicilio conyugal?

—¡Qué bonito eres! —respondió mi madre—. La novia, muy contenta; y don Elías y su hermana, entusiasmados. Entre meterse monja por falta de recursos o vivir hecha una señorona en casa de don Elías, que no se deja ahorcar, de fijo, por un par de millones... ya comprendes la diferencia, hijo.

No objeté nada. Mamá tenía razón. Me guardé mi desilusión, convertida, poco a poco, en horror profundo. Cada vez que pienso que pueden casarse conmigo como se casaron con don Elías... juro concluir mi existencia entre un gato y un ama de llaves... ¡Solo... solo!... Mejor que mal acompañado.

—Comprendo —exclamó uno de los que oían a Saturio Vargas—. Se te indigestó la boda... y manjar que se nos indigesta, ya no lo catamos.

Barbastro

Aquella discreta viuda que en Madrid acostumbraba referirnos cada jueves una historia me ofreció hospitalidad veraniega en la bonita quinta que poseía a pocos kilómetros de M***, y como todas las tardes saliésemos de paseo por las inmediaciones, sucedió que un día nos detuvimos ante la verja de cierta posesión magnífica, cuyo tupido arbolado rebasaba de las tapias y cuyas canastillas de céspedes y flores se extendían, salpicadas y refrescadas por lo hilillos claros y retozones de innumerables surtidores y fuentes que manaban ocultas y se desparramaban en fino rocío, resplandeciendo a los postreros rayos del sol. Gentiles estatuas de mármol blanqueaban allá entre las frondas, y el palacio erguía su bella escalinata y su terraza monumental en el último término que alcanzaba la vista.

A mis exclamaciones de admiración y a mi deseo de entrar para ver de cerca tan deleitoso sitio, la viuda respondió sonriente:

—Entraremos, ya lo creo… Llame usted; ahí está la campana… La finca es de un millonario, el señor Barbastro, que se ha gastado en ella muy buenos pesos duros, y tiene, como es natural, gusto en ostentarla y lucirla, y en que se la alaben y ponderen.

En efecto, a mi llamada acudió solícito un criado, que, abierta la verja y con mil reverencias, se dio prisa a guiarnos hasta un mirador calado, tupido de enredaderas olorosas, donde encontramos a los dueños de la regia finca, marido y mujer. Él se levantó, obsequioso, con esa cortesía algo almidonada de los que han residido en América largo tiempo; ella medio se incorporó, y, toscamente, y a gritos, nos dijo, alargándonos la manaza, aunque a mí no me había visto hasta aquel crítico instante:

—Miren, miren por ahí cuanto «haiga»… Dicen que está muy precioso. No se encuentra otra cosa así en toda la provincia. ¡Vaya!… Tampoco nadie se gastó el dinero como nosotros. ¿Eh, Barbastro?

Observé que al interpelado dueño le salían a la cara los colores, y mi asombro subió de punto al detallar bien la catadura y pelaje de la dueña. Era bizca, morena, curtida, de deprimida faz, de frente angosta, de cabello escaso y recio; en suma: feísima, y, además, ordinaria y zafia. Vestía de seda, con lujo y faralaes, en sus negruzcos dedos brillaban anillos caros. Tenía a su lado una mesita cargada con licorera y copas, y no por adorno, pues cuando me acerqué me echó vaho de anisete. No continué examinando a tan extraña señora, porque su esposo, acongojado y confuso, se apresuró a sacarnos de allí a pretexto de enseñarnos «la chocilla». Dejamos a la castellana platicando con la licorera, y recorrimos el palacio, jardines y bosques, que, en realidad, bien merecían la detenida visita que les consagrábamos. A medida que nos alejábamos del mirador y que íbamos admirando y elogiando calurosamente los amplios estanques, la linda pajarera, las sombrías grutas, las majestuosas alamedas, y las estufas, en que tibios chorros de vapor sostenían la vegetación de raras orquídeas, el semblante del poseedor y creador de tantas maravillas se despejaba, llegando a irradiar ventura y satisfacción de artista aclamado. Cuando nos despedimos hízonos mil ofrecimientos cordiales; nosotros, por nuestra parte, le encargamos que presentase nuestros respetos a la señora, pues se acercaba la noche y no teníamos tiempo de volver al mirador y romper su íntimo diálogo con el anís.

Naturalmente, al hallarnos otra vez en el camino real, al vivo trote de las jaquitas indígenas que arrastaban la cesta, mi primera pregunta a la viuda tuvo por objeto enterarme de la esposa de Barbastro.

—¿Cómo es que un señor tan correcto, tan cortado, tan digno, se ha casado con esa farota, que parece una labriega?

—No lo parece, lo es —respondió la viuda, saboreando mi curiosidad.

Se llama Dominga de Alfónsiga, y antes de casarse andaba «sachando» el «millo» y recogiendo y apilando el estiércol; ¡buenas manos tenía para eso, y menudo rejo el de la bellaca!

—¿Y cómo ascendió al tálamo del ricachón? ¿Era bonita?

—¡Bonita, sí! ¡Bonita! Siempre tuvo cara de carbón a medio apagar; la conocían por el apodo de Morros Negros.

—Vamos, barrunto que en la boda de este señor opulento, atildado y de unos gustos tan a la moderna, existe alguno de esos enigmas indescifrables de «elección conyugal» que usted colecciona para un muestrario de las extravagancias humanas, y que le interesan a título de rareza, de caso patológico…

—No es indescifrable, pero sí muy peregrino, el caso… Verá usted. Este señor Barbastro, que no es todavía ningún viejo, salió muy joven para América; sus padres habían muerto, y la suerte le deparó en Montevideo un pariente que ya había juntado rico pellón, esa primera millonada, doblemente difícil de reunir que las segundas. El pariente se aficionó al muchacho, le adoptó, le adoctrinó, y tuvo la oportunidad de morirse a los dos o tres años, legándole cuanto poseía. Sobre la base firme de la herencia, Barbastro especuló y supo lanzarse a grandes empresas con feliz acierto. En corto tiempo se encontró riquísimo, y asustado por las revueltas y disturbios de aquel país, no quiso establecerse definitivamente en él —como si aquí viviésemos en alguna balsa de aceite—. Liquidó su caudal, lo impuso en fondos europeos, y se vino a su tierra, deseoso de realizar dos ensueños: construir una casa de campo nunca vista y desposarse con una muchacha sin bienes, pero linda y virtuosa, como tantas de M***, que es un vergel en este punto.

Empezó por la quinta: primero el nido; después vendría el ave de amor, el ave tierna y arrulladora. Para la quinta sólo le convenía este sitio, porque en él radicaba la vieja y ruinosa casita que habitaron siempre sus padres, y el orgullo de Barbastro era erigir un palacio en reemplazo de la casucha. Rescató el terreno, que estaba en las garras de un usurero, compró predios alrededor, y encargó sus planos, los cuales, como suele suceder, fueron al principio relativamente modestos, y después adquiriendo vuelo y grandiosidad. La verja que debía rodear la posesión tenía elegante forma oval; pero Barbastro saltó al notar que por la izquierda, en vez de la línea armoniosamente desarrollada del otro lado, presentaba una inflexión, una entrada que parecía un mordisco. ¡Y aquello caía precisamente hacia el frente del camino, a la parte en que todos tenían que ver la falta! El arquitecto, interrogado, respondió sin inmutarse:

—¿Qué haremos? Eso es un pedazo de tierra, un prado, que no nos quieren vender.

—¿Ha ofrecido usted por él una regular cantidad?

—¡Ya lo creo!

—Ofrezca más.

Extraordinaria desazón sufrió Barbastro al saber que la aldeana poseedora del prado que mordía la finca se mantenía en sus trece. Las obras empezaron: el palacio surgió del erial; nacieron los encantadores jardines; pero Barbastro sólo pensaba en el quiñón maldito que desfiguraba su verja. Fue en persona a hacer proposiciones a Dominga —ella era la propietaria, ya lo habrá usted adivinado— y encontró una obstinación estúpida y maligna, un «no» de argamasa, una indiferencia despreciativa hacia el oro de que ya ofrecía el indiano cubrir literalmente el malhadado pedazo de tierra. El ansia de adquirir llegó a convertirse en fiebre. Barbastro, en su opulencia, era desgraciado, porque cada vez que recorría las obras e inspeccionaba la colocación de la verja, de ricas labores y dorada, envidia y pasmo de M***, le saltaba a los ojos el defecto, y hubiese dado, no ya dinero, sangre de las venas, por el trozo de prado que estropeaba su creación. Esta obsesión no la comprenderá sino el que haya construido en el campo. Hay motas de terruño colindantes que pueden ser pedazos del alma, médula del deseo…

Así es que, enloquecido, después de luchas estériles, de ofrecimientos insensatos, de amenazas, de ruegos, de hacer jugar influencias y de servirse del párroco, que pretendió despertar la obtusa conciencia de Dominga, una mañana Barbastro entró en la casuca de la aldeana, como quien se lanza al mar, resuelto a todo…, y encontró una rural Lucrecia, que sólo ante el ara sagrada rendiría su zahareña y nunca asaltada virtud. Terrible era la condición; pero Barbastro se hallaba tan ofuscado, tan emperrado, tan fuera de sí, que cerró los ojos, a manera del que se precipita a un abismo, y… ¡ya lo sabe usted!, entregó su mano y sus millones a Dominga de Alfónsiga, alias Morros Negros.

—¡Desdichado! —exclamé, entre chazas y veras.

—¡Y tan desdichado! —repuso la viuda—. Al principio quiso pulirla; pero ¡quiá! Más fácil sería hacer de una guija de la carretera un diamante… Ella, la Domingona, ha vencido en la lucha; hace lo que quiere, le tiene bajo el zapato; se pasa la vida echando traguetes de licor, y merendando, y jugando a la brisca con las doncellas y el cocinero; y él para consolarse de su atroz mujer, enseña a todo el mundo las bellezas de su amada, de su verdadera novia…, que es la quinta.

Belona

El destacamento, al regresar de su arriesgada expedición de descubierta, no volvía de vacío: traía un prisionero, y era nada menos que un oficial. Venía suelto, arrogante y despreciativo, fruncido el rubio ceño, contraídos los labios juveniles por una mueca colérica, como si retase a los que, sorprendiéndole en la avanzada, le habían cogido casi sin lucha, sin darle tiempo a una defensa leonina. Ni aun preguntaba adónde le llevaban así; seguro estaba de que no era a cosa buena, porque ya conocía de oídas la siniestra fama del Zurdo, el cabecilla en cuyas garras había caído, y como no esperaba misericordia, quería al menos morir en actitud de caballero y de valiente.

Los que le escoltaban iban silenciosos. Dígase lo que se diga, y por muy avezado y endurecido que se esté en ver correr sangre, infunde cierto respeto indefinible el hombre que va a morir, y si el que va a morir es un joven, como se ha tenido madre, se piensa en el dolor de la mujer desconocida, asimilándolo al que sufriría en caso igual la otra mujer que nos llevó en las entrañas. Quizás este pensamiento no se define: es un sentir obscuro y vago, una sorda opresión ante la fatalidad que nos subyuga a todos. Ello es que los de la escolta callaban, callaban con huraño silencio. Únicamente lo rompieron para decir hoscamente:

—La tienda del general... Adentro.

Era orden del cabecilla que se le llevasen directamente los prisioneros, de los cuales sacaba, con su astucia característica de leguleyo, con su cautela de perseguidor y perseguido que combate empleando la precaución tanto como las armas, noticias e indicaciones útiles. El cautivo entró, siempre altanero y firme: pero guardando esas fórmulas de respeto a que nadie falta en campaña, saludó militarmente. El Zurdo contestó al saludo haciendo la indicación de que el prisionero se sentase.

—Es usted muy joven... —fueron sus primeras palabras—. ¿Lleva usted mucho tiempo en campaña, señor oficial?

—Ocho días... Poco más de una semana hará que llegué de Madrid, y sirvo a las órdenes de don Juan Cabañero.

—Y vamos, dígame... ¿Cómo andan ustedes por aquel campamento? ¡Cabañero estará satisfecho de su última victoria!

El oficial se echó atrás indignado. ¿Le tomaban por un niño o por un delator? Venía prevenido; sabía el fin de las preguntas capciosas del cabecilla.

—Perdone usted; no quiero hablar de eso ni de nada... Voy a ser fusilado y necesito recoger mi espíritu.

El Zurdo sonrió, haciendo con la mano el ademán inequívoco que significa «calma», y en tono mesurado y cortés pronunció:

—No será usted fusilado porque tendrá usted cordura; comprenderá cuál es el deber sacratísimo de todo buen español y reconocerá a nuestro legítimo rey. Ya ve usted de qué manera tan sencilla, y para usted tan honrosa, no sólo no morirá usted, sino que habrá dado hoy el primer paso de una brillante carrera, señor don... ¿Cómo se llama usted? Espero que no tendrá inconveniente en decirme su nombre.

—Desde luego... Jacinto Aguilar me llamo.

—¿Aguilar de los Aguilares de Burgos? —exclamó alborozado el guerrillero.

—Justamente.

—¿Y su padre de usted se llamaba don Cayetano de Aguilar, oidor en la Audiencia de Zaragoza? ¡Hola! Pues si yo he sido íntimo amigo suyo. Entonces no me apodaban el Zurdo, porque no sabían que al tirar a los pájaros me servía de la izquierda... Entonces se me conocía por don Joaquín Jimeno, fiscal de aquella misma Audiencia. ¡Las partidas de tresillo que hemos jugado su padre de usted y yo! Y le advierto a usted, y usted bien lo sabrá, que su padre no fue nunca cristino. ¡Sí, cristino él! Partidario era de lo que somos los españoles leales.

—Mi padre sería lo que quisiese —respondió Jacinto, que a su pesar sentía inquietud de esclarecer su situación—. Yo, señor don Joaquín, no puedo faltar a mis compromisos, a mi honor, a mi bandera. Soy oficial del Ejército cristino, y no me paso. Haga usted de mí lo que quiera; no me paso.

El Zurdo miró fijamente al joven, en quien encontraba rasgos de la conocida fisonomía paternal: el ceño algo severo, el arranque del pelo muy bajo, los ojos garzos, claros; el gesto reservado y señoril.

«¡Lástima de muchacho!», pensó.

Y en voz alta insistió cordialmente:

—Mírelo usted bien... A su edad de usted la vida es amable, y hay mucho camino que andar todavía. Vamos, si quiere, le daré plazo largo... Reflexione... Tiene usted tiempo. Pero preferible sería, sin embargo, que se decidiese usted cuanto antes. A lo mejor nos enzarzamos con Cabañero..., y, en tal ocasión, los prisioneros pueden estorbar...

El tono con que pronunció la frase fue elocuente por su misma moderación estudiada. Jacinto, moviendo la cabeza, confirmó su negativa:

—No quiero plazos. Mañana, dentro de un año, diré lo mismo que ahora.

El Zurdo parpadeó ligeramente, y llamando al centinela, dio una orden:

—A ver si me traen la cena... El señor cenará conmigo.

Un cuarto de hora después servían al cabecilla y a su huésped. Jacinto estaba desfallecido de hambre; cuando probó las apetitosas magras de jamón y mojó los labios en el vino generoso del Priorato —el Zurdo se trataba a cuerpo de rey—, su actitud reservada cambió insensiblemente y empezó a fantasear con optimismo el porvenir. ¿Era posible que aquel íntimo amigo de su padre le sacrificase a él, a quien no tenía motivo alguno para querer mal? ¿Se invita a un hombre a la mesa, se le obsequia, con ánimo de destrozarle horas después la cabeza a tiros? La incredulidad en la propia muerte —ese curioso fenómeno tan humano— crecía en Jacinto a cada bocado de la sabrosa pitanza, a cada sorbo del zumo añejo que llevaba a sus venas calor eficaz. Le habían contado, es cierto, muchos casos terribles del expeditivo sistema con que los prisioneros eran despachados al rehusar pasarse; mas esos casos no podían ser el suyo; no cabía que le tratasen como a los demás, y que aquel señor bien educado que le servía primero y le colocaba en el plato la mejor porción del asado de cabrito, dispusiese que a la madrugada... ¡Bah! ¡Qué locura! Y la conversación se animaba, y Jacinto reía gozoso al escuchar de labios del cabecilla la broma inevitable:

—Muchas novias allá en Madrid, ¿eh? ¡Lo que se divierten los jóvenes allí; qué sal tienen aquellas madrileñitas!

Las frutas, los licores, el bienestar físico de la feliz digestión que empieza... y un soberbio habano ofrecido por el Zurdo, completaron la ilusión dichosa del joven. Le pondrían en libertad, tendría ocasiones de combatir, ascendería, volvería a Madrid con humos de vencedor a mirarse en unos ojos negros que ensombrece más una mantilla de blonda jugueteando sobre un puñado de claveles carmesíes... Así es que cuando el Zurdo se levantó, murmurando con extraña expresión la vulgar frase «Buenas noches», el oficial se cuadró gentilmente ante el antiguo compañero de su padre.

—Buenas noches, y gracias, mi general...

—¿Dice usted verdad? ¿Servirá a mis órdenes?...

—¡Ah! ¡Eso no...! Pero crea usted que lo siento de veras...

—Yo más...

Apenas hubo salido el prisionero, custodiado por dos partidarios de aplastada boina, entró en la tienda un capitán, el mismo que había capturado a Jacinto. El Zurdo dio una orden lacónica...

—¿Al amanecer? —repitió el capitán.

—Sí; detrás de las tapias de la iglesia...

Y el cabecilla arrancó la última chupada y tiró el cigarro, con un gesto de contrariedad y fatalismo.

Benito de Palermo

Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama —riquísimo criollo conocido por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de defender la esclavitud— porqué singular capricho llevaba a su lado en el coche y sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y morros bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando tufaradas de aguardiente, que no lograban encubrir el característico olorcillo de la Raza de Cam.

—Hay —le decían— negros graciosos, bien configurados, de dientes bonitos, de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima. Más que negro es verde violeta; es una pesadilla.

Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de conmiseración indolente:

—¡Probrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.

Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor —en plata, algo chispo—, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito de Palermo —así se llamaba el negrazo— gozaba de tan extraordinarias franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros, de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo la mesa, completamente beodo:

—Por borracho, cabal; por borracho.

No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa de privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con entonación perezosa:

—Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se sabrá cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de la muerte más horrorosa y cruel.

No ignora usted que me he educado en los Estados Unidos, y me aficioné a los viajes desde la niñez, porque allí el viajar se considera complemento de toda escogida educación. Antes de cumplir los veinticinco años había recorrido las principales ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania; sabía cómo se vive en cada nación culta. En París, sobre todo, me había pasado inviernos enteros. Sin embargo, la monotonía de la civilización empezaba a causarme tedio, y me hurgaba el caprichillo de ver países menos cultos a la moderna. Dediqué unos meses a registrar la hermosa Italia, parando mucho en Roma y consagrando temporaditas a Florencia, Nápoles, Sicilia, Malta y Córcega. Y engolosinado ya —Italia siempre será un paraíso—, propúseme realizar al año siguiente otro delicioso viaje, el de Oriente: Grecia, Turquía y Palestina. Para venir a lo que importa de este cuento, lleguemos ya a Atenas, donde, por recomendaciones que llevaba, encontré excelente acogida en el cuerpo diplomático y en la corte, lo cual, y otra, cosa que añadiré contribuyó a que se prolongase mi estancia en la capital de Grecia bastante más de los que pensaba.

Es el caso que en una fonda magnífica de Florencia había yo visto, por espacio de pocas horas, a una hermosísima inglesa, la cual grabó en mi espíritu una impresión que no habían conseguido borrar el tiempo ni la distancia. Era de esas mujeres que no se olvidan porque a la belleza plástica incomparable, reunía una gracia, una viveza y una originalidad excéntrica y picante, que empeñaban en perseguirla y adorarla. El vulgo cree que todas las inglesas son sosas; pero yo le aseguro a usted que la que sale donosa vale por diez. Eva... (suponga usted que se llamaba así) era viuda, y viajaba con una dama de compañía, sin rumbo fijo a donde le llevaba su imaginación artística y fogosa. En los cortos momentos que conseguí hablarle, volvióme loco. No me atrevía a galantearla abiertamente, y sólo con los ojos le revelé el efecto que en mí causaba.

Debo advertir que no me hizo maldito caso, que me toreó, y en una vuelta que di me encontré con que había desaparecido, sin que me fuese posible acertar con ella, por más que la busqué desalado al través de toda Italia.

Calcule usted mi sorpresa y mi emoción, cuando en el primer sarao a que asisto en la embajada inglesa en Atenas, me encuentro a Eva radiante de hermosura, divinamente prendida y dispuesta a valsar. Excuso decir que inmediatamente me dediqué a cortejarla y a fuerza de atenciones logré algunas ligeras señales de complacencia, pequeños indicios de que no le era desagradable mi persona. Sin embargo, en los saraos sucesivos, y en todos los lugares donde yo procuraba encontrarme con Eva y acompañarla, noté cuán difícil era ganar terreno en aquel corazón caprichoso y rebelde. Eva me desesperaba con sus coqueterías y sus arrechuchos; nunca estaba yo seguro de llegar a vencerla; si me veía alegre me quería triste; y si yo decía negro, ella respondía blanco. Creo que este sistema me trastornaba más, y ya me encontraba a punto de darme a todos los demonios, cuando...

—Pero —interrumpí— lo que no sale a relucir es Benito de Palermo; y confieso que Benito me importa más que la hermosa Eva.

—Cachaza, ya llegaremos a Benito —respondió, sonriendo, el marqués—. Iba a decir que por entonces fue cuando parte de la colonia inglesa que se encontraba en Atenas dispuso organizar una excursión a caballo y en coche, con objeto de visitar la célebre llanura de Maratón.

—¡Ah! —exclamé estremeciéndome involuntariamente—. ¡Ya sé, ya sé! ¡Con que lo tocó a usted ese chinazo! ¡Qué cosa tan horrible!

—Veo que recuerda usted el episodio. ¿No es para olvidarlo, no! Toda la Prensa europea habló de eso detenidamente, publicando grabados, retratos y por menores, día por día. Pues sepa usted que la expedición se combinó en la embajada entre un rigodón y un vals de Strauss. La colonia acogió la idea con fruición y entusiasmo; las mujeres, sobre todo, estaban alborotadísimas. Pero yo, que había conversado largamente con palikaros, intérpretes y comerciantes judíos, recordé las noticias que me habían dado sobre una gavilla de bandoleros que infestaba las inmediaciones de Atenas, y cuyo número, arrojo y sanguinarias costumbres eran motivo suficiente para alarmarse y reflexionar. Emití un dictamen de prudencia, indicando que convendría, o llevar numerosa y bien armada escolta, o renunciar al proyecto. Y entonces adquirí la persuasión de que todos los ingleses tienen vena. Lord*** y los demás, que formaron parte de la fatal expedición, sonrieron desdeñosamente cuando les hablé de peligros; y a aquella sonrisa, que ya me encendió la sangre, correspondió Eva con algunas frases tan secas y burlonas, que me restallaron como latigazos sobre las mejillas. Vino a decir que el que no se sintiese con ánimos para arrostrar el riesgo haría mucho mejor en quedarse, pues las inglesas no quieren compañía sino de gente resuelta, capaz de no achicarse ante los bandidos, caso de haberlos, que eso estaba por ver. El que recuerde los veintiséis años que yo tenía y lo enamorado que andaba de Eva comprenderá que me propuse formar parte de la expedición, aunque supusiese que nos acechaban todos los salteadores del mundo. ¡Ir con Eva de viaje! ¡Galopar a su lado! ¡Qué felicidad! Y ella, al conocer mi propósito, giró como una veletita me sonrió, y estuvo conmigo insinuante, coqueta, hasta mimosa. La excursión quedó fijada para la mañana siguiente; al despuntar el día nos reuniríamos en un punto dado, fuera de las murallas de Atenas llevando cada cual o coche o caballo, provisiones y armas. De los guías se encargaba Lord***.

Aquí aparece Benito de Palermo; no se impaciente usted, que ya sale el figurón. Nacido en casa de mis padres, yo le llevaba conmigo como quien lleva un perro de lanas, porque la verdad es que no me servía para maldita la cosa, pues siempre ha sido torpón y desidioso. Escondiéndole la bebida, aún se lograba hacer carrera de él, pero en cuanto lo cataba, un cepo, una piedra. En Atenas a fuerza de prohibir yo en el hotel que le diesen a probar ni vino ni alcohólicos, íbamos saliendo del paso. Al regresar de la embajada, la víspera de la excursión, llamo al bueno de Benito, y le doy órdenes y las llaves, y le encargo repetidamente que al rayar el día tenga mi caballo ensillado y preparadas mis armas, y me despierte aunque sea a trompicones; hecho lo cual me adormezco pensando en Eva.

Cuando abro los ojos, el sol entra a torrentes en mi cuarto. Despavorido, me echo de la cama y miro el reloj; marcaba las once. Grito como un insensato llamando a Benito. Benito no contesta. Salgo al cuarto del tocador, de allí al pasillo... y tropiezo con un bulto negro, una bestia que ronca...; es Benito, ¡Benito, más borracho que un pellejo! Comprendo instantáneamente... Dueño de mis llaves, había asaltado un armario donde yo guardaba, entre mis trastos, una cave a liqueurs, y a aquellas horas la cabalgata se encontraría cerca de Maratón, y yo sería para Eva el ser más despreciable y más ridículo.

Desde que estaba en el viejo continente, no había empleado el bejuco. Cegué, y arremetiendo contra el negro, le di tal soba, que volvió en sí llorando y gimiendo que le asesinaban. Cuando me harté de pegarle, pensé en ensillar el caballo y reunirme a la comitiva... Pero era preciso buscar guía, pues de otro modo, ¿cómo orientarme en la planicie? Y antes de que el guía pareciese, ya se divulgaba por Atenas la noticia espantosa; los bandoleros habían copado la expedición, cogiendo prisioneros a los expedicionarios, después de una heroica resistencia y de herir gravemente a alguno; las mujeres habían sufrido peor suerte, escarnecidas a la vista de sus maridos y hermanos, que, atados de pies y manos, no las podían defender... Ya supone usted cuál me quedaría, no he sufrido nunca impresión más atroz.

—Recuerdo el caso... Se llevaron a los ingleses, exigiendo un enorme rescate y amenazando con atormentarlos mientras el rescate no llegara... Si no me equivoco a Lord*** le fueron mechando y cortando en pedacitos: no hay idea de martirio semejante...

—¡Ea!, pues de eso me libré yo por estar Benito borracho perdido —afirmó el marqués, requiriendo la petaca—. Desde entonces le dejo beber lo que quiera... y el amo aquí es él.

—Según eso, ¿habrá usted comprendido que un hombre de color no es un perro?

—Claro que no. Los perros no se emborrachan nunca.

—¿Y Eva? ¿Sufrió el destino de las otras? Estaría muy bien empleado.

—¡Pues ahora caigo en que falta lo mejor! —exclamó el marqués—. Eva, por un antojito, porque no le gustaba su traje de amazona, también se había quedado en Atenas... ¡y si Benito me despierta y acierto a ir con la expedición, no sólo pierdo la vida, sino los deliciosos ratos que debí a Eva después..., cuando ya se ablandó su corazón intrépido!


«El Imparcial», 26 febrero, 1894, Arco Iris.

Berenice

Fue en un libro encuadernado en pergamino, impreso en caracteres góticos y taraceado por la polilla, donde encontré la leyenda de Berenice, a quien suelen llamar la Verónica. Sin darle crédito ni atribuirle autoridad alguna, voy a trasladarla aquí, lector piadoso, que acaso habrás adorado alguna reproducción de la Santa Faz.

Berenice, casada con Misael el rico, era de origen hebreo, nacida, sin embargo, en Alejandría. De su ciudad natal había traído a Sión costumbres refinadas, un vestir lujoso, gasas más sutiles, y joyas más caprichosas que las que usaban sus convecinas y aun las romanas del séquito de la esposa de Pilatos. Berenice gastaba exquisitos perfumes, iguales a los de la tetrarquesa Herodías, y se los traía Misael de sus frecuentes viajes a los países de Arabia y Persia. Con todo eso, Berenice no era dichosa y Misael tampoco.

No tenían hijos. Las entrañas de Berenice no eran fecundas. Y, como la esperanza en la venida del hijo de David, del Mesías prometido, se hubiese exaltado con el yugo puesto en Jerusalén por la despótica Roma, cada matrimonio soñaba con engendrar al Salvador. Las estériles eran objeto de compasiva burla. Cada vez que una aguadora cargada con sus ánforas y con el peso de su embarazo pasaba ante la puerta de Berenice, la opulenta arrojaba una mirada de envidia a la miserable. ¿Quién sabe si sería tan venturosa que albergase en su seno la redención de Israel?

La multitud pensaba en el Redentor y le veía como guerrero formidable semejante a los Jueces campeadores, que antaño hicieron triunfar al pueblo elegido. Traería al cinto espada reluciente, al brazo un escudo de fortaleza, y al impulso invencible de su ardimiento huiría el invasor y sería libre Israel. Volverían los tiempos gloriosos, el triunfo de Jehová y, entre cánticos de alegría, el Templo daría cobijo, también como antaño, a las muchedumbres de las tribus, y el Arca sería otra vez llevada en apoteosis, al son de las chirimías y las cítaras, entre los clamores de gozo del pueblo delirante...

Misael era de los que soñaban así. Y la pena de que Berenice no le diese el hijo esperado le fue alejando de ella y tuvo pasajeros encuentros con campesinas, al paso de las ciudades donde solía pasar. La frialdad creció cuando Misael pudo advertir que Berenice se inclinaba a las sectas que empezaban a surgir en Jerusalén, hombres de blancas túnicas y largos cabellos, que llevaban una vida pura y entendían (al revés de los Doctores de la Ley y Príncipes de los Sacerdotes) que el Mesías no sería un combatiente, sino un manso, varón de paz y humildad, y por el espíritu de mansedumbre redimiría a Sión.

Antiguas profecías lo tenían anunciado: Isaías, el de los labios purificados por el ascua de fuego, lo había dicho expresamente. No un león de Judá, sino un corderillo. No trataría de defenderse, pues descendía a ser sacrificado. El precio de su sacrificio era la redención, pero no sólo de Israel, sino de todo el mundo. Y ésta le parecía a Misael la herejía peor. El Mesías tenía que venir para Israel tan solo. ¿Cómo se entiende? ¡El Mesías era para los judíos, para el pueblo de Dios!

Y los esposos disputaban día y noche, aferrado Misael a su exclusivismo patriótico, porfiando Berenice con suave terquedad.

—De todos modos —insistía Misael— yo veo que no viene, pero si ha de venir también para estos romanos que nos oprimen, que nos han hecho esclavos, creo que más vale...

Decíalo, no obstante, de dientes afuera. Según iban alejándose las esperanzas de que Berenice se sintiese madre, aumentaba el afán de Misael. No desesperaba; cierto que su esposa ya iba dejándose atrás la juventud, pero mucho más madura era Sara cuando concibió. Así es que, un día, al volver de una de sus excursiones, trayendo por cierto a Berenice joyeles espléndidos, y mientras ella, agradecida, le rogaba que se sentase a comer y se preparaba a servirle el aguamanos y a lavarle los pies con la húmeda toalla, insistió el marido:

—Berenice, sabe que, en el desierto, bajo la tienda he tenido un sueño: te he visto rodeada de posteridad numerosa. Y el primero de tus retoños, sábelo también, era el Mesías prometido a nuestro pueblo. Tenía la faz muy triste, sangrienta, cubierta de sudor y polvo. ¿Quién me interpretará este sueño? Inquieto estoy.

Calló la esposa, lavó a su señor y le presentó el asado, las tortas de miel y manteca, las uvas de cuelga y las granadas rojas. Le escanció el vino de rubí y le ofreció el agua fresquísima. Y, cuando se hubo saciado y pasado a la terraza, a respirar el aire, regaladamente, Berenice murmuró, con emoción profunda:

—No desees más, Misael, que en mi seno se forme el Mesías. No puede ser. El Mesías ya está entre nosotros.

Y como Misael, atónito, dudase y negase con la cabeza, Berenice replicó:

—Ha venido, ha venido el Hijo de David. Le anunció Yokaanam, ¿no te acuerdas? Aquel varón justo y penitente a quien degollaron, después de la impúdica danza de Salomé, por artimañas de la tetrarquesa. El Hijo de David, unas veces va por los pueblecillos enseñando a las multitudes, otras se le ve en Jerusalén, donde ha arrojado a latigazos del Templo a los mercaderes. Eblis le ha tentado vanamente en la cima de una montaña, y en otra montaña el Maestro ha predicado una ley mejor que la de Moisés, más dulce, más hermosa.

Misael, ya recobrado del asombro, rompió a reír.

—Siempre te dije, esposa mía, que esos nuevos sectarios que hemos visto aparecer te revolverían el seso. Aquí no tenemos más camino, si no viene el Libertador que esperamos, sino ceñirnos los riñones, requerir la espada y caer sobre los invasores, exterminándolos uno por uno. Así hicimos con los moabitas, los amalecitas y los filisteos, y nos fue bien; eran otros tiempos. Había patria. Con Profetas descalzos y que van por los caminos como mendigos, poco medraremos. El Mesías no puede ser el primo de Yokaanam, que era un vagabundo, comedor de langostas silvestres. El Mesías vendrá terrible en su fortaleza, como las haces bien ordenadas. Cuando llegue, menearemos el hierro.

—Te aseguro que se halla ya entre nosotros —repitió tenazmente Berenice—. Lo he sentido en mí; mi corazón ha saltado, como un cabrito que ve a su madre. No lo dudes, Misael. No vivas en la ceguera.

Volvió el comerciante a reírse y tomando su manto, salió a la calle. Quería informarse del tal Mesías, algún embaucador, de seguro. El primer amigo que encontró en la plaza, le dio noticias de la mayor actualidad.

—¿El loco visionario, que se dice Rey de los judíos? ¿Uno al cual siguieron las turbas y le hicieron una entrada triunfal? ¡Bah! Hoy mismo le prenden, y se afirma que le darán muerte mañana.

Misael se estremeció. Nada le importaba el seudo-Profeta, pero le molestaba la pena que iba a sentir Berenice. Y decidió callar. Tiempo había de que lo supiese. De noche, sin embargo, fue agitado su sueño. Dio mil vueltas y habló alto, con inarticuladas voces. A las afectuosas preguntas de Berenice, contestó con efugios. No sabía... Acaso la comida, el vino, el cansancio que sigue a un largo viaje...

Al día siguiente, recorrió la ciudad. Se hablaba mucho de la captura del Rabí. Supo Misael que le habían flagelado. Habló con fariseos y saduceos, que se quejaban de la indulgencia del Pretor romano con el impostor. A bien que ellos habían fomentado un movimiento popular, una especie de motín, y los romanos temían siempre a los desórdenes y algaradas, que podían fomentar en el pueblo la rebelión.

Y por la tarde, supo más Misael: el Rabí iba a ser crucificado...

Volvió a su casa el comerciante con extraña sensación de peso y amargor en la conciencia. Deseaba hablar, informar a Berenice, y temía, de hacerlo, que corriese desalada al lugar del suplicio. Taciturno, se sentó en el patio, donde una fuente se deshilaba en un tazón de jaspe.

Berenice estaba a su lado. Pálida y triste, no respondía casi a sus palabras. Enmudecieron al fin los dos. Los despertó un tumulto en la calle. Las siervas clamaban con histéricos gemidos. Llantos femeniles se oían en la calle también. Berenice saltó, se precipitó. Pasaba una lúgubre comitiva, y entre ella, un hombre cargado con enorme cruz, que no podía levantar en peso, y que arrastraba de rodillas cayendo y levantándose. El hombre sería joven y hermoso, pero no era fácil comprenderlo, porque el semblante apenas podía distinguirse entre las guedejas del pelo pegado a las sienes por el sudor de la agonía y la coagulada sangre que había corrido por la frente abajo. Berenice no sollozaba, no gritaba; permanecía con los ojos dilatados de horror, fascinada por la intensidad del sentimiento. Al fin, se lanzó, desenrolló el velo fino que cubría su cabeza y corrió, abriéndose paso entre la muchedumbre y rechazando con la mano a los verdugos, a secar aquel rostro empapado, a limpiar aquellas facciones ultrajadas y embebidas de impurezas. El sentenciado la miró un momento, y la mirada se clavó como hierro ardiente en el alma de la piadosa.

Misael la había seguido para protegerla y fue el primero en notar el prodigio...

La faz del reo se había quedado impresa en la tela tres veces, en tres dobleces simétricos, y era el mismo rostro, y el mirar, el mirar maravilloso que derretía el corazón más duro...

Y Misael, cayendo prosternado, gritó:

—¡Era cierto! ¡Había venido el Mesías!

Bohemia en Prosa

Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.

Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.

—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.

Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!

Por razones de vecindad en el campo y por habladurías de domésticos, conocía yo la existencia íntima de Vieyra, y estaba en el secreto de sus interioridades. Habitaba Vieyra una casa ni de aldea ni de pueblo, un poco más alta del Lazareto, en la primera revuelta del camino real. La casa, semirruinosa, no tenía huerto; un seto de zarzales la guarnecía.

Pero puede decirse que Vieyra habitaba allí, como se diría que el pájaro habitaba en la rama. Porque realmente, no paraba en su vivienda más de lo preciso para no dormir en un pajar, y sí bajo tejas. Cuando no le invitaba algún amigo, algún señor residente en las quintas o pazos de las aldeas cercanas, entraba en la taberna más próxima, engullía una escudilla de pote y una tortilla de chorizo, pagaba sus tres reales, y tan conforme.

Hubo, sin embargo, en esta existencia diogénica dos notas que le dieron un relieve: un día, Vieyra adquirió un caballo de montar; otro día, Vieyra se casó.

Siquiera por un sentimiento de respeto a la jerarquía de lo creado, debemos dar la procedencia al casamiento. Hubo en él algo de singular, o, por lo menos, no está dentro de las costumbres, ni de las malas ni de las buenas.

Debe advertirse ante todo, para comprender aquel episodio, que es tal la flaqueza humana, que casi nadie se exime de un resbalón, si Dios no le ayuda, y Vieyra, desde hacía algunos años, por la necesidad de adquirir en buenas condiciones pitillos, picadura y maryland, que le servían, como sabemos, de lengua inglesa, trabó relaciones con algunas operarias de la Fábrica de Tabacos, y en especial con una, ojinegra y no mal engestada, en cuyo trato halló más especial atractivo, sin duda, pues fue largos años su proveedora. Vino un día en que algunos amigos, y entre ellos un respetable sacerdote, a quien Vieyra miraba con deferencia, emprendieron una campaña para que aquello se arreglase.

—Hombre, va muy largo... Es hora de que haya una solución...

—¡No sé para qué! —respondía Vieyra.

—Para... Por decoro, por...

—¡Pchs! El decoro es cosa de ricos. Los pobres no podemos...

—Pero... ¡no te merece ella!...

—¡Sí! Me merece mucho..., sólo que, por lo mismo, no es cosa de que la convide a morirse de hambre... Hoy ella vive de su trabajo; yo..., bueno..., de mi pereza si queréis. El día en que nos unamos, moriremos... Porque ella verá cómo está mi vivienda y le darán ganas de barrer y de poner el pote a la lumbre..., y ya no trabajará..., y yo tendré que mantenerla y que comprarle en invierno una saya... Y esto es superior a mis medios, y supone economías, que ni hago, ni haré, ni nadie haría si la Humanidad tuviese sentido común.

A pesar de estas razonadas objeciones, tanto porfiaron los amigos susodichos, que Vieyra, por cansancio y por no discutir, se avino a poner el cuello al yugo.

Una mañana, muy de madrugada, Vieyra fue con su amiga al altar. El sacerdote, fautor de la boda, quiso también bendecirla, y brindar en el café una jícara de chocolate a los novios. Al salir del establecimiento, aun cuando la novia, ¡pobrecita!, se agarraba ufana al brazo de su esposo, éste se desasió, y en tono categórico e imperativo le dijo, impulsándola hacia otra calle:

—Bueno mujer. Ya estamos casados. Por muchos años sea. ¡Ahora tú a tu casa y yo a la mía! ¡Larga, que se hace tarde!

Y como se produjese entre padrinos y testigos la natural estupefacción, Vieyra, subiéndose el cuello del gabán, porque hacía humedad, y corría fresco, añadió:

—¿Qué se habrían figurado?

Así se estableció la vida conyugal de Vieyra...

En cambio, la adquisición del caballo de montar dio ocasión a que Vieyra desarrollase una serie de sentimientos afectuosos y cordiales que nunca se hubiesen sospechado en él.

Al decir caballo de montar, ruego a los lectores que no asocien a esta frase ideas muy retóricas; que no piensen en los alazanes gallardos y fieros de los romances y los dramas. No; que se figuren en cambio un ejemplar típico de la raza del país, un bicho cuyas dimensiones oscilan entre las del perro de Terranova grande y el borriquillo castellano pequeño. Sus ranillas están cubiertas de pelo híspido, su cabeza no guarda proporción con el cuerpo, y sus ojos, zainos y traidores, miran siempre de soslayo, preparando el mordisco, con el cual se defiende mucho más que con la coz.

Tal fue el innoble bruto que Vieyra trajo a casa por la suma de cincuenta y ocho reales, de la feria del primero, y que bautizó con el nombre de Peral —debido a una persistente convicción de que aquello del submarino no salió bien por manejos de la envidia...

Chiquito y todo, Peral llevaba a lomos a su dueño hasta las casas de señores esparcidas por la campiña, donde Vieyra tenía puesto su cubierto y hasta preparada su cama. Antes de entrar en el patio de las quintas, Vieyra, prudentemente, ataba al caballejo a un árbol, y lo dejaba allí entregado a sí mismo, sin temor de que le robasen tal prenda.

Conviene advertir que aun cuando Vieyra vivía en la más estrecha unión e intimidad con su montura, la cuestión de mantenerla jamás le preocupó. Había dos razones para este descuido. La primera, que en el presupuesto del bohemio no existía partida para pienso de irracionales —¡tantas veces no la había para el del racional!—. La segunda, que no conviene alterar las costumbres establecidas, y verdaderamente, Peral no estaba habituado a comer. Es más: el comer, lo que se dice comer, le ocasionaba, según se verá desórdenes graves.

Así es que Vieyra arregló este asunto con singular facilidad... Peral subsistiría del merodeo. En las lindes mordisqueaba hierba; alguna vez entraba a saco en los ajenos pajares; devoraba los desperdicios y tronchos que encontraba en el camino real y a las puertas de las tabernas; a la playa bajaba a mariscar, goloso de almejas y cangrejillos, y en las heredades donde la cosecha maduraba, cometía numerosos delitos, con el instinto de saber ocultarlos. Vieyra, en las casas amigas, se metía en el bolsillo mendrugos, dulces de los postres, y todo era para Peral igualmente delicioso. Dormía Vieyra sobre el establo donde Peral se recogía. Algunas tablas del piso estaban rotas. Cuando el amo, fatigado, apagaba su candileja, tenía cuidado de echar por las aberturas del piso El Imparcial que acababa de leer y que el caballo se zampaba inmediatamente...

Teníamos la broma de que la montura de Vieyra estaba mantenida con periódicos. Esperábamos que a cualquier hora rompiese a hablar en forma de despacho telegráfico.

No rompió a hablar..., pero hizo una trastada y le costó la vida.

Un día tuvo Vieyra una mala idea. En vez de dejar a Peral atado a un árbol, pidió hospitalidad para el facatrus en la cuadra de una quinta. El dueño, a quien divertía mucho el célebre penco, ordenó que se le diese a discreción cebada. ¡Qué festín! Y Peral no se indigestó, como era lógico; lo que hizo fue embriagarse...

Sí, embriagarse absolutamente, como si hubiese absorbido una cuba de jerez... Lo primero rompió la cuerda y se deshizo de la cabezada. Después salió al patio y rompió en una zarabanda de brincos, corcovos, zapatetas, coces y todo género de acrobatismos. Después la borrachera del animal tomó otro aspecto: furor amatorio y furor homicida. El olor de las yeguas del coche llegaba hasta él, y quiso lanzarse a la cuadra... Como el cochero le contuvo, convertido en fiera se defendió a muerdos... El lacayo, que sufrió terribles mordeduras en la mano izquierda, agarró un palo y brumó las costillas del pobre jaco hasta dejarlo por muerto. No murió, sin embargo; era duro, pero quedó resentido. Al llegar el invierno contrajo pulmonía.

—No conviene que los hambrientos coman a su talante una vez —solía decir Vieyra muy entristecido—. A Peral no le hacía falta comida, ni a mí dinero. A bien que no lo he de tener nunca...

Tal vez por falta de los cincuenta y ocho reales para comprar un sustituto a Peral, Vieyra espació sus visitas a las casas donde encontraba alimento sano. La consunción avanzó.

¡Una hoja más que el viento se lleva!


«El Imparcial», 25 de octubre, 1909.

Bromita

Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito —díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo—. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

—Verá usted lo que todos opinan…

—A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.

—¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!

No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.

Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.

Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado —fue el nombre que le dio—, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:

—Pero ¿qué le pasa a este imbécil?

No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.

Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.

—Dejémosle ya en paz —recuerdo que dije al bromista—. Da fatiga torearle tanto.

—Nada de eso —protestó él—. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.

Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.

Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.

—¿Ha cortado usted el bastón? —pregunté sofocando la risa.

—Tan poco, que apenas se nota —respondió Anís en el mismo tono—. Y pienso continuar todos los días, pero sólo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.

Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.

Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:

—Oiga usted, Anís: no más… Hay que desengañarle.

Anís se rió y asintió:

—Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.

Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.

—¿Y su hija? —pregunté.

—No sé qué habrá sido de ella —contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.

Carbón

No se llamaba así, pero alguien se lo puso de mote, y el mote corrió en el balneario. Su verdadero nombre, o por lo menos el de cristiano, el que había recibido en la pila bautismal, era Francisco Javier. El de Carbón prevaleció porque pintaba con un solo enérgico trazo la cara negrísima del niño catequizado, recogido y prohijado por el buen obispo de R..., a quien acompañaba, como muestra viviente de los frutos del Evangelio en las posesiones lusitanas del África.

Al pronto, Carbón y su obispo fueron muy curioseados y celebrados; después la gente se acostumbró a ellos, y pasaban casi inadvertidos entre la muchedumbre de agüistas. A mí, por el contrario, cada día me interesaban más los dos portugueses, el apóstol y el catecúmeno. Aunque por lo general los obispos dan alto ejemplo de caridad y de dulzura, el de R... sobrepujaba en esto a cuantos conozco. Veíase en él al misionero que ha vivido en contacto con gente de muy varias creencias, y que siempre tuvo por armas la humildad y el amor, sin apoyo alguno en la autoridad ni en la fuerza. No por eso realizaba el tipo modernista del prelado vividor y cortesano: en medio de su tolerancia, el obispo respiraba una fe ardiente, tanto, que era refrigerante para el espíritu acercarse a él, escucharle. Cuando refería sus campañas y aventuras de soldado de la fe y los mil riesgos de que le había salvado casi milagrosamente la Providencia, su rostro amarillento y desecado por terrible enfermedad hepática parecía irradiar luz, y en sus pupilas pálidas y amortiguadas se encendía un resplandor celeste. Sólo el movimiento de su mano extendida sobre la cabeza de Carbón, sólo su sonrisa al decir al negro: «Hijo mío», bastaban para revelar el ardor de la bondad en su alma, y para probar que la sangre de Cristo florecía en ella, como los rojos granados en los oasis del desierto sahariano.

La donosa geta de Carbón realzaba el macilento rostro del prelado. Carbón era de ese negro azulino de las ciruelas ya maduras; sus ojuelos parecían dos cuentas de vidrio, y su dentadura, entre los gordos bezos, deslumbraba de puro blanca. La testa, chica y esférica, se cubría de lanosa vedija mate, y las manos, de descoloridas uñas y clara palma, eran fuertes y algo mayores de lo que pedían la corta estatura y los pocos años de Carbón. La faz del negrito expresaba sumisión e inocencia, esa inocencia de los perros buenos y jóvenes, que no muerden ni gruñen. Los días en que a Carbón se le permitía sacar del fondo del baúl sus galas y lucir la corbata de seda y el chaleco de piqué y la cadena de níquel, no cabía en su pellejo de vanidad y se pavoneaba cuando exclamábamos: «¡Ay, qué reguapo viene hoy Francisquiño!». A diario solía poner un gesto triste.

—¿Tienes saudades de tu país? —le pregunté, mientras él, solícito, como de costumbre (Carbón se perecía por servir de algo), me presentaba mi abanico, olvidado sobre un banco de piedra.

—No, señora, saudades no; Francisco está muy contento aquí; la tierra, preciosa, si no hiciese tanto frío...

Es de advertir que al pronunciar Carbón estas palabras mediaba una tarde de las últimas de agosto, y el sol parecía infiltrarse por cada poro de nuestra piel, traspasar el follaje de los árboles, impregnar el vibrante suelo y envolvernos en una atmósfera de oro derretido.

—Pero ¿sientes frío en este momento, criatura? —dije al negrito, que, sin sombrero, recibía los rayos del astro.

—Ahora, no —chilló, lanzando una carcajada impetuosa y fresca (a Carbón le hacía reír así la menor cosa)—; pero ¡al anochecer! En R..., en tiempo de invierno..., me ponen sobre la cama mantas, muchas mantas..., colchas, muchas colchas..., y frío siempre, ¡frío como si nevase! ¡Francisco soplando así en los dedos!

Al hacer el ademán correspondiente a las palabras, Carbón soltó otro chorro de risa, igual que si hubiese dicho la cosa más divertida del mundo, recobrando inmediatamente su faz la expresión melancólica de costumbre.

Noté que el obispo, al hablar Carbón del incontrastable frío que padecía en R..., también se mostró preocupado.

—Le aseguro a usted —dijo al interrogarle yo— que a veces, a pesar de lo encariñado que estoy con el niño y de lo bien que a mi lado estudia, me dan ganas de mandarlo al África otra vez, a nuestro Colegio. ¡Se pasa el invierno empalmando catarros y tiritando! No hay fuego, no hay abrigo que le baste. Le nieva en las venas; crea usted que sí. Pero ya se ve: les tomamos ley a estos pobrecillos...

Al decir así el obispo miró a Carbón, y éste, por una percepción de su vehemente sensibilidad, más viva acaso en las razas incultas, comprendió de lo que se trataba, tomó carrera y vino a recostar la frente en el pecho del apóstol, a la altura del corazón (porque Carbón era chiquito), como si gritase: «No quiero separarme de ti.».

Había en el balneario muchos niños, algunos de la misma edad de Carbón, otros más pequeños, que corrían por el jardín retozando y llamándose al través de los macizos de arbustos. Carbón no estaba excluido de los juegos; hasta se le acogía bien. Él era ágil, forzudo, complaciente, y sin duda por alguna misteriosa ley atávica a que obedecía sin darse cuenta de ello, se prestaba siempre a llevar la peor parte, a pandar, a ser gallina ciega, a todo lo que no querían hacer los niños blancos. Quizá por esto mismo, o por otras razones que demuestran la innata malignidad e ingratitud del hombre, terminado el juego, los chicos no hacían pizca de caso de Carbón. No era que le rechazasen, sino que prescindían de él, como se prescinde del perro amaestrado así que acaba de saltar por el aro o de hacer el ejercicio. Y el negro se quedaba solo, llamando tímidamente a sus compañeros de una hora, invitándolos a jugar más, ofreciéndose a servir el pandote..., con tal de verse rodeado, de que no le abandonasen, de que no se rompiese aquella solidaridad fortuita. Pero cada cual se iba por su lado; las niñas, especialmente, se apartaban cuchicheando, desdeñosillas, muy púdicas. Carbón las seguía con los ojos tiernamente, discurriendo qué podría serlas agradables, dónde encontraría flores para juntar un ramilletito y obsequiar a aquellas criaturas de distinta especie que él, destacadas sin duda del coro de los ángeles, puesto que eran blancas y rubias y de labios diminutos, ¡de un carmín tan lindo!

Un día encontré a Carbón empuñando un haz de rosas, y más cabizbajo que nunca.

—¿Para quién son? —le pregunté, acariciándole el lanoso pelo como acariciaría a un perrillo.

—Se las doy —me contestó evasivamente.

—¿Que me las das? Mil gracias; sólo que no eran para mí, tunante.

Gran carcajada repentina de Carbón, promovida por el calificativo.

—Pues no, que eran para Julianiña y para Concha... No las quisieron, y Concha me pegó con la sombrilla..., ¡así!

Carbón volvió a reírse, celebrando la gracia del sombrillazo.

—Y tú, ¿lo sentiste mucho?

—Ya me pasó.

—¿Volverás a ofrecer rosas a las chiquillas?

—Hoy no, ni mañana; cuando abran los capullos que quedan en el rosal.

—¿Tú estudias para cura, Francisco? —pregunté, deseando sorprender algún ensueño de aquel alma primitiva—. ¿No te gustaría ser como el señor obispo, que bendice a todos, y volver a tu país predicando, y decir misa con una casulla de seda?

Carbón alzó los ojos, y orgullosamente contestó:

—Quiero ser militar.

—¡Militar! —dije sorprendida.

—Sí, señora; militar..., y muy bueno, muy bueno.

—Vamos, ¿muy valiente?

—Muy valiente y muy bueno..., porque también hay santos militares.

—¿Y para qué quieres tú ser santo?

—Para ir al cielo..., porque en el cielo... —y aquí Carbón se echó a reír con tal fuerza que se le saltaron las lágrimas—, en el cielo, Francisquiño será blanco... ¡En el cielo son blancos todos!

Al año siguiente, el obispo de R... volvió al balneario, pero sin su negrito. Cuando le pregunté por él, suspiró hondamente.

—Culpa mía —murmuró—, que debí enviarle al África; sino que ya se ve, después que a una criatura de Dios la sacamos de la idolatría, la traemos a casa, la enseñamos, la cuidamos..., se nos pega a las entrañas. Nada; no pudo luchar con el frío del invierno en el Alemtejo. Una pleuresía...

Y en la cara del obispo se pintó el sufrimiento.

—¡Pobre Carbón! —exclamé—. Ahora ya será blanco... ¿No se acuerda, señor obispo, de que decía él que en el cielo se volvía blanco todo el mundo?

Consolado con la idea de la bienaventuranza, el apóstol sonrió y exclamó persuasivamente:

—¡Es verdad!

Casi Artista

Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de las tabernas al taller donde él trabajaba —es un modo de decir—, preguntando a todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echado a la cara para esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera —apodábanla así por haber sido cartero su padre—, se retiró a su tugurio con el alma más triste que el día, y éste era de los turbios, revueltos y anegruzados de Marineda, en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...

Sentose en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aires no van a saber que el carpintero a quien llaman para ejercer su oficio es un borracho y deja en su tierra obligaciones. La ley dicen que prohíbe que se embarquen los casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y los tunos, a embarcar... y los señorones y las autoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; pero corteza al fin. Por eso (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto) lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.

Acordose de que allá en tiempos fue pizpireta aprendiza en un taller que surtía de ropa blanca a un almacén de la calle Mayor. Casada, había olvidado la aguja, y ahora, ante la necesidad, volvía a pensar en su dedal de acero gastado por el uso y sus tijeras sutiles pendientes de la cintura. A boca de noche, abochornada —¡como si fuera ella quien hubiese hecho el mal!—, se deslizó en el almacén, y en voz baja pidió labor «para su casa», pues no podía abandonar a las criaturas... La retribución, irrisoria; no hay nada peor pagado que «lo blanco»...

Dolores no la discutió. Era la corteza —muy dura, muy menguada, eventual— que volvía a su hogar pobre...

Corrió el tiempo. Habitaba hoy la Cartera un piso modesto, limpio, con vista al mar: su chico concurría a un colegio; la pequeña ayudaba a su madre, entre las oficialas del obrador. Porque Dolores tenía obrador y oficialas; hacía por cuenta propia equipos, canastillas, y poseía una clientela de señoras, que iban personalmente a encargar, probar y charlar su rato.

—¡Buena mujer! ¡Y muy puntual, y habilísima! —repetían al bajar las escaleras, despidiéndose todavía, con una sonrisa, de la costurera, que salía al descansillo, a murmurar por última vez:

—Se hará, señora... No tenga cuidado... Como guste...

Así se ha ganado la parroquia, por medio de humildades dulces, de discretas confidencias de esas penas domésticas con que toda hembra simpatiza, y poniendo cuidado exquisito en entregar la labor deslumbrante de blancura, primorosa de cosido y rematado, espumosa de valenciennes, hecha un merengue a fuerza de esmero. Con la reputación de tantas virtudes obreras vino el crédito, el desahogo; con el desahogo, el trabajo suave y halagador y el cariño intenso del artífice a la obra perfecta, en la cual se recrea y goza antes de enviarla a su destino. En la Cartera había desaparecido la esposa del carpintero vicioso, chapucero y zafio, en chancletas y desgreñada, y nacido una pulcra trabajadora, semiartista, encantada, aun desinteresadamente, con los lazos de seda crespos y coquetones, los entredoses y calados de filigrana, las ondulaciones flexibles de la batista y las gracias del corte, que señala y realza las líneas del cuerpo femenil. Algo de la delicadeza de su trabajo se había comunicado a todo su vivir, a su manera de cuidar a los niños, al claro aseo de sus habitaciones, a la frugalidad de su mesa. Aunque todavía fresca y apetecible, la Cartera guardaba su honra con cuidado religioso —no por miramientos al pillo, de quien no se sabía palabra, sino porque esas cosas estropean la vida y dan mal nombre—, y era preciso que a su casa viniesen sin recelo sus parroquianas, las señoras principales...

Extendida estaba sobre las mesas del obrador una canastilla de hijo de millonario —la más cara y completa que le había encargado a la costurera, un poema de incrustaciones, realces y pliegues—, cuando se entró habitación adelante, entre las risas fisgonas de las oficialas un hombre de trazas equívocas. Venía fumando un pitillo, y al preguntar por «Dolores» y oír que no se podía hablar con ella —lo cual era un modo de despedirle—, soltó a la vez un terno y la colilla ardiendo; el terno sólo produjo alarma en las chiquillas; la colilla, chamuscó el encaje de Richelieu de una sábana de cuna.

—¡Soy su marido! —gritó el intruso—, y a cualquier hora «me se» figura que la podré ver...

No cabía réplica. Corrieron a avisar a la maestra; se presentó temblona, y se retiraron a un cuarto, allá dentro. No se sabe lo que conversarían; acaso el Verderón confesase que se hallaba ya convencido de que también en el Nuevo Continente tienen la absurda exigencia de que se trabaje, si se ha de ganar la plata... Lo cierto es que se hizo un convenio: el Verderón comería a cuenta de su mujer, y hasta bebería y fumaría, comprometiéndose a respetar la labor de ella, su negocio, su industria ya fundada, su arte elegante. Y Frutos prometió.

Mas no era el holgazán del escaso número de los que cumplen lo pactado, y su orgullo de varón y dueño tampoco se avenía a aquella dependencia, a aquel papel accesorio... ¡Vamos, que él tenía derecho a entrar y salir en «su casa» cuándo y cómo se le antojase! ¡Bueno fuera que por cuatro pingos de cuatro señorones que venían allí se le privase de pasarse horas en el taller requebrando a las oficialas! Y así lo hizo, a pesar del enojo y las protestas de Dolores.

—Tienes celos, ¿eh, salada? —preguntábale él, sarcástico.

—¡Celos! —repetía ella—. Si te gustan las oficialas, llévatelas a todas..., pero fuera de aquí, ¡entiendes!... A un sitio en que tus diversiones no me manchen la labor. ¡Eso no! Eso no te lo aguanto y te lo aviso... ¡No me toca a mis encargos un puerco como tú!

Con la malicia de los borrachos, así que Frutos comprendió que ahí le dolía a su mujer, empezó a meterse con la ropa blanca. Escupía en el suelo, tiraba los cigarros sin mirar, manoseaba las prendas, se ponía las enaguas bromeando, se probaba los camisones. Naturalmente, cualquier desmán de las oficialas lo disculpaban achacándolo al marido de la señora maestra. Venían ya quejas de clientes, recados agrios: el descrédito que principia... Un día «se perdieron» unos ricos almohadones... Dolores averiguó que estaban empeñados por Frutos para beber.

* * *

Una tarde de exposición de equipo de novia, anunciada hasta en periódicos, el carpintero volvió a su casa chispo y maligno. La madre de la novia, la novia y parte de la familia examinaban el ajuar. Entró el Verderón, y su boca hedionda, de alcohólico, comenzó a disparar pullas picantes, a glosar, en el vocabulario de la taberna, los pantalones y los corsés, las prendas íntimas, florecidas de azahar... Cuando las señoras hubieron escapado, despavoridas e indignadas, exigiendo el envío inmediato de su ropa y jurando no volver más a tal casa y contárselo a las amigas, Dolores, pálida, tranquila, se plantó ante el esposo.

—Vuelve a hacer lo que hiciste hoy... y sales de aquí y no entras nunca...

—¿Tú a mí? —rugió el borracho—. ¿Tú a mí? Ahora mismo voy a patear esas payaserías que haces... ¿Ves? Las pateo porque me da la gana.

Y agarrando a puñados las blancuras vaporosas de tela diáfana, orladas de encajes preciosos, las echó al suelo, danzando encima con sus zapatos sucios... Dolores se arrojó sobre él... La pacífica, la mansa, la sufrida de tantos años se había vuelto leona. Defendía su labor, defendía, no ya la corteza para comer, sino el ideal de hermosura cifrado en la obra. Sus manos arañaron, sus pies magullaron, la vara de metrar puntilla fue arma terrible... Apaleado, subyugado, huyó Verderón a la antesala y abrió la puerta para evadirse. Todavía allí Dolores le perseguía, y el borracho, tropezando, rodó la escalera. La cabeza fue a rebotar contra los últimos peldaños, de piedra granítica, quedando tendido inerte en el fondo del portal... Su mujer, atónita, no comprendía... ¿Era ella quien había sacudido así? ¿Era ella la que todavía apretaba la vara hecha astillas?... El chiquillo de una oficiala que subía la aterró... El hombre no se movía, y por su sien corría un hilo de sangre.

Caso

No es secreto de confesión —dijo el padre Morata—, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de adivinar nombres.

Llamaré a aquella desventurada Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica, libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse.

Regresaron, y yo, que les había dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa, magníficamente alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas, por lo cual —lo declaro paladinamente— temí por su porvenir, pues he notado, y es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso, que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados:

«Un jubón sin alegría,

un sayo de desear

y una capa de pesar

que me traigo cada día...»

En efecto, me había parecido notar en la cara de Artemisa, a pesar de todas las vehemencias y derretimientos que caracterizaban su estado, cierta ansiedad, cierto falso regocijo nervioso, una inquietud, que no respondía a la idea de un contento sereno y sin nubes. Como pocos días después me invitase Artemisa a tomar, por la tarde, chocolate y un poco de almíbar, y estuviésemos solos, me contó su pena: eran celos, celos sin objeto, porque Luis no hacía nada que a celos diese motivo...

—Creo que por lo mismo sufro más —añadió la esposa—. Si tuviese celos de algo determinado, me curaría o me moriría o le mataría a él... Perdone usted, padre, no sé lo que digo... No estoy en el confesionario.

—Allí no te permitiría hablar de ese modo; tendrías que ofrecer enmienda de tales propósitos si eran verdaderos y no una afectación involuntaria de tu espíritu, como sucede a veces, respondí gravemente.

—¡Qué más quisiera yo que arrepentirme de esto! —murmuró Artemisa—. Si es como una maldición, padre. A sospechar que el amor, el más lícito, el más natural, tiene este contrapeso... creo que me hago monja. Lucho y padezco lo que usted no se imagina para vencer la locura y disfrutar el bien de amor sin miedo a que me lo roben, pero no lo consigo. Y por temor a hacerme odiosa, por no parecer ridícula y antipática asegurando así la pérdida que temo, disimulo, me violento, escondo mi alma a Luis... ¿Le parece a usted poca amargura? ¿No poder ser franca, no poder decir la verdad a quien más se quiere? ¡Mi alma está cerrada para su propio dueño! ¡Nuestras almas no se confunden la una con la otra!

—El alma no encuentra nunca su reposo en el amor humano..., respondí a la queja de la desgraciada mujer, cuyo rostro expresaba bien la sinceridad de su desesperada querella.

Pasaron dos años sin que volviese Artemisa a hacerme confidencias, hasta que un día, por un párrafo de periódico, supe que se encontraba «delicado de salud» su esposo Luis. Me di prisa a visitarles. La primera vez sólo hablé con Artemisa breves momentos, lo suficiente para saber que, en efecto, era cosa seria la enfermedad del joven artista. La segunda, el pintor dormía un sueño de modorra, y Artemisa me llevó a una habitación retirada, creo que su propio tocador, y allí, deshecha en lágrimas, retorciéndose las manos, me enteró del caso psicológico... Confieso que al pronto una idea atroz cruzó por mi mente.

—¿Qué es eso, Artemisa? —pregunté con severidad terrible—. ¿Has sido capaz de hacer algo para que enferme tu marido...?

—No... —murmuró ella—. Nada hice... Pero no se alegre usted, no se alegre... Si es peor lo que pasa.

—¿Peor...? Estás trastornada con el sentimiento, hija mía... ¿Peor que eso...? ¿Es que le cuidas mal, que no te dedicas a asistirle como es tu deber?

—Le cuido noche y día... ¿No ve usted mis ojos, no ve usted mi cara?

En efecto, pude observar que se encontraba demacradísima, con todo el aspecto de una persona que ni descansa ni duerme y que consagra su tiempo a una tarea penosa.

—Entonces, ¿qué te sucede? Vamos a ver si sigue haciendo de las suyas la pícara imaginación.

—¡Ah! No, no es la imaginación... Eso creí yo al principio, y repetía: «Locura, fantasía, no es verdad, yo no siento así...». Un día tras otro no he tenido más remedio que ver claro; ninguna duda puede caberme... Oiga usted bien —añadió temblando—. ¡El caso horroroso es que yo... yo deseo la muerte de Luis!

—¡Delirio!

—¡Realidad! La deseo con todas mis fuerzas... con todo mi corazón... a cada momento... Cuando le sirvo las pociones; cuando le enjugo el sudor; cuando le acaricio; cuando le sonrío para decirle que está mejor, que tiene mejor cara... la idea dentro de mí se alza, crece, me domina. Al morir Luis, mueren mis celos, muere mi tortura, se afirma mi seguridad de que no me hará traición. Mío sólo su recuerdo, mías sus cenizas, mío su retrato... Un culto ardiente, pero dulce, tranquilo, a su memoria. La víbora que he llevado enroscada desde los primeros días de nuestro casamiento, cesará de morderme... Y cuando viene el médico del cuerpo, al preguntarle con una ansiedad que él interpreta de otro modo, «¿hay esperanza...?», el torpe no sabe comprender con qué estremecimiento interior de gozo le veo mover la cabeza de un modo fatídico...

Y Artemisa sollozaba, se arrastraba por el suelo a mis pies...

No sé que le dije; agoté los consuelos, las reprimendas, toda mi elocuencia de amigo y de sacerdote... Fue inútil, porque ella, o no podía o no quería arrepentirse, y si estuviésemos en el tribunal donde la misericordia del cielo baja a la tierra, yo no podría extender los dedos para absolverla con palabras de perdón... Huí de la casa y de la mujer en cuyo espíritu había penetrado Belial, el demonio de la pasión egoísta... Antes de salir la dije:

—Tú no amas a ese hombre, tú no le has amado nunca, tú no sabes lo que es amor.

—¡Ojalá...!

La interjección sonó como un gemido del infierno... Poco tardé en saber la muerte de Luis. ¿Qué fue de Artemisa...? No quise verla. Se ausentó de Madrid, se encerró en una finca que poseía allá en tierras de Levante, y dicen que llevó vida ejemplar, retirada y caritativa. Hizo trasladar allí los restos de su marido... ¡Dios haya perdonado a la infeliz!

Casualidad

Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor —sostiene Luis— debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente:

—Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.

Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.

No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico —repetíamos— tiene música dentro.»

Me llamó la atención ver que de pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces, inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente, o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó.

—Te prohíbo —me dijo severamente— que dudes de mi cordura... Sólo que, entérate: eso de la pasión y demás zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el padecerlo como el hacerlo sentir... Igual fastidia querer o ser querido... ¿Te has enterado? Y mutis.

—Como tú eres tan listo para mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera...

—Yo me entiendo... —repuso él, fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión regocijada.

Pasaba esta conversación en mi despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y, en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando, minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesa-escritorio se había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella.

Lo delicado —lo reconozco, señores— hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la cartera, que contenía un fajillo de billetes, y, en el otro departamento, papeles doblados y un retrato de mujer.

—¡Calle! —exclamé—. ¡La señora de Ramírez Madroño!

Era, en efecto, la esposa del riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. ¡Vaya, conque también ella! ¡De fama tan limpia! ¡Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos! ¡Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera...

No es fácil detenerse cuando ha empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos..., cuando, en lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo... Acababa de leer un párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos... Todo obstáculo entre nosotros debe desaparecer..., y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores...»

Tan horripilado me quedé, que ni aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me hubiese visto leyendo. ¡Qué plancha! Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosamente:

—No te apures, hijo, no te apures... En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me has visto pensativo, cosa en mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la primera, bueno, es enamorarse; la segunda...

—¡Sí, ya sé! —pude, por fin, articular—. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti.

—¡Ajá! De eso se trata. He metido la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. ¡Condenado! El caso es que la señora...; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama.

—No, no lo ignoro... Y de veras que me ha sorprendido. La tenía por...

—Sí, sí, claro... Una señora intachable... hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que entonces pasase yo y no otro... En fin, que está, ¡no sabes!, de atar... Se le ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda la vida, para lo cual tiene que...

Se le atragantó el verbo, y yo vine en su ayuda, articulando:

—Que cometer un crimen... ¡Atiza! ¡De tales entusiasmos líbrenos Dios!...

—Eso he dicho yo siempre: ¡líbrenos Dios! Ya sabes mis teorías... Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo, trascendental... ¡Si no tiene vuelta!... Pero, en fin, ahora no se trata de eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro me encuentras tan cabizbajo.

Respiró un instante. Luego se decidió:

—Todo cuanto te diga de la resolución de esa mujer sería poco... ¡Si bregaría yo con ella! Todas mis razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, ¿qué dirás que he discurrido? Desde hace un mes la envío paquetitos de un veneno activísimo... De lo que remedia las dispepsias y el flato... ¡Bicarbonato de sosa químicamente puro!... ¡Y eso es lo que surte efecto!...

La risa de mi amigo se me pegó... Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente.

—¡Y figúrate que me dice que ya nota efectos!...

Redoblamos las carcajadas. Sin embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano:

—¡Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si advierte que es inofensivo lo que la remites..., ¿puede... sustituir..., idear... otra cosa?

Mi amigo se puso blanco de terror. Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo único en que no había pensado.

—¡Demonio! —fue lo que pronunció, al fin, dándose una palmada en la frente.

Momentos después, ya hecha alianza ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París..., a Buenos Aires..., al Polo Norte...

Yo aconsejé el de la semicobardía: el aplazamiento.

—Mándale otra dosis mayor de bicarbonato —propuse— y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo.

Se avino a mi parecer Luis, y transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió.

Las cartas, sin embargo, denunciaban algo increíble: el creciente efecto de una droga tan inofensiva...

—¡Esto no puede ser! ¡Esa mujer está como una cesta de gatos! —declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra con la indignación—. ¿Qué diantres de efecto cabe? ¿Me lo quieres decir?

—Oye, Luis —resolví—: ése es un punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente que tú mismo las indagases.

Mi procedimiento fue de lo más sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería pedí un diario de la noche, y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño había muerto.

Cuando comuniqué esta nueva a Luis casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con vinagre y, a la salida, le insulté:

—¡Cobarde! ¡Tonto! ¡Ánimo! ¡Vaya un simple! ¿Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? ¿Entonces? Se murió porque Dios lo ha dispuesto...

No conseguí que mi amigo se reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia.

Yo volví a Madrid tan pronto como pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de la razón y la salud de cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes meses. En efecto, tardó mucho en volver.

Pude cerciorarme de que el fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en el estómago una úlcera mortal.

En cuanto a su esposa, tampoco sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas, explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la mañana. Era para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito.

Cena de Navidad

Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica.

Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado —y no había más remedio sino obedecer—. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».

Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.

Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde —el tren pasaba a las ocho—, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.

Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me interpelaban.

—¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!

El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:

—¡Hala p’alante!

Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:

—¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!

Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:

—¡Hala p’alante!

Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro:

—Ya tamo cerquiya... Aúpalo.

Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.

La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera.

—Espabílate, Ramonsiyo —dijo el jefe—, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...

La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:

—A esatarle.

Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:

—Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...

Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.

Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.

—Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa.

Carmelo me miró con siniestra frialdad.

—Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco...

Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré:

—No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre...

Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.

—Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.

Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.

—Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?

—Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío.

¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí...

Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...

—Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... —decíame poco después mi amigo—. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!

En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...

—Adiós, señó Carmelo —le dije—. Su cena estaba riquísima...

—¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! —respondiome brutalmente.

Ceniza

Ya despuntaba la macilenta aurora de un día de febrero, cuando Nati se bajó del coche y entró en su domicilio furtivamente, haciendo uso de un diminuto llavín inglés. No tenía que pensar en recatarse del cochero, pues el coche no era de alquiler, y alguien que acompañaba a la dama, al salir ella, se agazapó en el fondo de la berlina.

Nati subió precipitadamente la solitaria escalera, muy recelosa de encontrar algún criado que en tal pergeño le sorprendiese. El temor salió vano, pues reinaba en la suntuosa casa silencio profundo. Sin duda, no se había despertado ninguno de sus moradores. En la antesala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo los pies la blandura del denso y profundo tapiz de Esmirna. A tientas buscó el registro de la luz eléctrica; giró la llave, y se inundó de claridad el recinto. Orientada ya, abriendo y cerrando puertas con precaución, cruzando un largo pasillo y dos o tres espaciosos salones ricamente alhajados, Nati, en puntillas, llegó a su tocador. Encendidas las luces, hizo lo que hace indefectiblemente toda mujer que vuelve de un baile o una fiesta: se miró despacio al espejo. Éste era enorme, de cuerpo entero, de tres lunas movibles, y las iluminaban oportunamente gruesos tulipanes de cristal rosa, facetados. Nati vio su imagen con una claridad y un relieve impecables.

Apreció todos los detalles. El dominó blanco, arrugado, mostraba sobre la tersura del raso, pegajosos y amarillentos manchones de vino; un trozo de delicada blonda pendía desgarrado, hecho trizas. Caído hacia atrás el capuchón y colgado de la muñeca el antifaz de terciopelo, se destacaba el rostro desencajado, fatigado, severo a fuerza de cansancio y de crispación nerviosa. Las sienes se hundían, las ojeras oscurecían y ahondaban, los ojos apagados revelaban la atonía del organismo; la boca se sumía contraída por el tedio, las mejillas eran dos rosas marchitas y lacias, dos flores sin agua, sin perfume, pisoteadas, hechas un guiñapo. El pelo, desordenado y revuelto sin gracia, se desflecaba sobre la frente, y en la garganta, poco mórbida, las perlas parecían cuajadas lágrimas de remordimiento y de vergüenza...

Nati se estremeció, sintió un escalofrío mientras iba desnudándose, quitándose los zapatos de seda, desprendiendo alfileres y desabrochando corchetes. Cuando, después de soltar el dominó y de arrancarse las joyas, abrió el grifo del lavabo y se pasó por ojos y cara la esponja húmeda, volvió no ya a estremecerse, sino a temblar, a tiritar de frío, notando un malestar que le llenó de aprensión. No era, sin embargo, enfermedad; era la náusea, la invencible repugnancia que engendran los desórdenes y es su reato y su castigo.

¿Será ella misma, Nati, la que ha pasado así la noche del martes de Carnaval? ¿Ella la que ha preparado aquel capuchón, la que ha combinado el modo de salir secretamente, la que ha jugado su decoro y su fama por unas horas de delirio? ¿Qué hacia ella en aquel palco, entre aquellos insensatos, en aquella cena, cerca de aquel hombre cuyo hálito quemaba, cuyos labios reían provocadores, cuyas palabras destilaban en el corazón llama y ponzoña? Aquellas necias carcajadas, con la cabeza echada atrás, con la boca abierta y descompuesta la actitud, ¿las había exhalado ella? Aquellas frases a cual más profanas y libres, ¿era Nati, la esposa, la madre de familia, la dama respetada por todos, quien las había escuchado, y consentido, y celebrado entre el aturdimiento y la algazara de la bacanal?

Nati miró a la vidriera, que había quedado abierta. Una claridad lívida, azulada y triste hacia amarillear la de los focos eléctricos. Era el amanecer que derramó en las venas de Nati más hielo. Apagó las luces, se envolvió en una bata acolchada y con inmensa fatiga se dejó caer en el ancho diván oriental. Por un instante le pareció que cerraba sus ojos invencible sueño; pero casi al punto la despabiló una idea. ¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la mañana del Miércoles de Ceniza... para su desatinada aventura.

... ¡Miércoles de Ceniza!... El mismo día en que su madre, después de una vida de virtudes y sufrimientos, había entregado el alma; día que conmemoraba para Nati el más triste aniversario. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar la escapatoria? ¿Cómo la imagen del martes de Carnaval borró de su mente el recuerdo del Miércoles de Ceniza?

Saltó Nati del diván, dando diente con diente, pero animada por una resolución: la de expiar, la de hacer penitencia, la de reconciliarse con Dios sin tardanza. Abrió el armario y se calzó ella misma: descolgó un traje, el más sencillo, negro; se echó una mantilla, se envolvió en un abrigo..., y desandando lo andado, volviendo a recorrer salones y pasillos, bajando la escalera, lanzóse a la calle. Iba como en volandas, impulsada por una sed de purificación parecida al deseo de lavarse que se nota después de un largo viaje, cuando nos encontramos cubiertos de suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia! ¡La redentora, la consoladora, la gran piscina de agua clara agitada por el ángel y en que se sumerge el corazón para salir curado de todos los males y nostalgias! Nati corría, pareciéndole que cuanto más se apresuraba más se alejaba de la bienhechora iglesia. Por fin la divisó, cruzó el pórtico, persignándose, tomó agua bendita y se arrodilló delante del altar, donde un sacerdote imponía la ceniza a unos cuantos fieles madrugadores... Nati presentó la frente, oyó el fatídico Memento homo, quia pulvis eris..., y sintió los dedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y a la vez un agudo dolor, como si la hubiesen quemado con un ascua... Al mismo tiempo, los devotos, postrados alrededor, la miraron fijamente, y deletreando lo que en su frente se leía escrito, repitieron atónitos: «¡Pecado!»

Alzóse Nati de un brinco, y huyó de la iglesia. Había amanecido del todo; era hermosa la mañanita, y las calles estaban llenas de gente. Nati percibió que se volvían, que la contemplaban con extrañeza, que la señalaban, que se reían, que exclamaban: «¡Pecado! ¡Pecado!»

Y los transeúntes se detenían, y se formaban grupos, y la palabra «pecado», pronunciada por cien voces, formaba un coro terrible de reprobación y maldición, que resonaba en los oídos de la señora como el rugido del mar en los del náufrago... «¡Pecado! ¡Pecado!...», dicho en el tono de la indignación, de la cólera, del desprecio, de la mofa, de la ironía, de la conmiseración también... Nati bajaba el velo, quería taparse la frente donde aparecía en caracteres rojos el letrero fatídico...; pero la negra granadina volvía a subir, y la humillada frente se presentaba descubierta ante la multitud... Nati puso las manos, pero conoció que se volvían transparentes como el vidrio, y que al través se leía el letrero más claro, más rojo... Entonces, horrorizada, exhaló un clamor de agonía y se desplomó al suelo moribunda.

Cuando Nati despertó —porque realmente se había quedado dormida sobre el diván—, vio al abrir los ojos (el tocador estaba inundado de sol) a su marido de pie, examinando la careta y el arrugado dominó, caídos delante del diván, hechos un rebujo.


«El Imparcial», 1 de marzo 1897.

Cenizas

Nos encontrábamos reunidos en el gran balneario muchos clientes del célebre especialista doctor Veiga, que tanto nombre se ha ganado en el tratamiento de las enfermedades hepáticas, y al saber que llegaba, se resolvió ofrecerle un familiar almuerzo en la robleda. Así se hizo; aceptó complacidísimo el sabio médico; reinó la mayor cordialidad; se comió fuerte y se bebió seco, pese a la dieta y al régimen y a los alifafes de cada uno, y como el doctor aseguraba no haber medicamento más probado para el hígado que el buen humor, salieron a relucir jubilosos recuerdos de la mocedad e historietas picantes. A cosa de las cinco, cuando ya regresábamos dirigiéndonos al manantial, pisando el sendero con precaución, por la rama de pino seca que lo hacía resbaladizo, se cruzó con nosotros un señor machucho, de vacilante andar, uno de esos despojos humanos que en los balnearios suelen verse prorrogando, merced al agua y con permiso del sepulturero, existencias ya temblorosas como la luz que se extingue.

Aquel decrépito, iluminado por un rayo de sol tan moribundo como él, llamó la atención del doctor, que fue a atravesarse en la senda para verle la cara. El viejo, con mano incierta, elevó su sombrero saludando. Veiga, muy emocionado, repetía:

—¡Pues era verdad! ¡Estaba aquí! ¡Es el mismo!

Nos habíamos quedado solos: los demás comensales ya nos llevaban regular delantera. Pregunté con curiosidad al doctor a quién creía reconocer en el decrépito. Veiga refrenó el paso enganchó su brazo en el mío, y todavía bajo la impresión, dijo con nerviosa viveza:

—¡El pasado que sale de su sepulcro! ¡Mire usted que volver a encontrar en el mundo a Juanito Morán! ¡Al famoso Juanito Morán!

Como la celebridad de Morán no había llegado hasta mí, pedí al doctor explicaciones. Él dudaba; aún le infundía terror el drama sobre el cual muchos lustros habían rodado olas de olvido y silencio. Cuando se resolvió a unir al nombre de Juanito Morán el relato de la leyenda, me volví, queriendo ver una vez más al decrépito, con el natural afán de buscar en las líneas de un cuerpo alguna expresión de las fuerzas devastadoras que arrasan las almas... Ya no se divisaba al anciano; el sol acababa de ponerse, y su reflejo no enrojecía el paisaje. Un soplo suave y fresco salía del río. La hora era propicia a las confidencias.

—¿Bien habrá usted oído en Montañosa —murmuró el doctor en voz contenida, como si todavía se le impusiera la reserva— la tradición de la reja del convento de San Juvencio? ¿La que cae a la plaza de la Muerte?

—¿Si la he oído? —respondí—. Jamás paso por allí sin mirar a la reja.

—Pues el héroe de esa novela trágica... acaba de cruzarse con nosotros.

Hice un movimiento de interés. La destruida figura del caduco acababa de transformarse, y se me presentaba con todas las energías juveniles, entre el hervor pasional del romanticismo, que la envolvía como en dorada nube. Mi fantasía, donde las imágenes sensibles cristalizan con tal rapidez, cristalizó el tipo gallardo envuelto en amplio montecristo de largos pliegues, y le situó en su ambiente más favorable: aquella plaza de la Muerte que forman antiguos edificios, y en cuyos ámbitos retumba pausada, honda, la campana del reloj de la catedral. El tiempo que cuenta esta campana no se parece al tiempo que miden los demás relojes. Es un tiempo marcado con el sello de la eternidad, y al dilatarse en la brumosa atmósfera el grave sonido, diríase que los muertos yacentes bajo las losas de la plaza y que le dan nombre se revuelven en la húmeda tierra y entrechocan sus huesos gimiendo de inmensa fatiga.

—Tenía yo entonces —comenzó el doctor— quince años, y Juanito Morán veinticinco; ya ve usted que hoy se le tomaría por mi padre. La vida agitada y acaso el remordimiento... Juanito era simpático, y perdido como nadie; el ídolo de las aulas, el coquito de las niñas. Usted le ha visto... Pues tenía una presencia arrogante, una cabeza de artista, y tocaba la guitarra y la pandereta que las hacía hablar. Los catedráticos le temían, los burgueses le detestaban, las mujeres se ruborizaban al pasar a su lado, y los chiquillos adorábamos en él, soñando imitarle cuando entrásemos en carrera mayor. Le creíamos gran poeta, porque publicaba a veces versos del género de los de Espronceda y Zorrilla... y aun de la misma tela, si se ha de creer a los maliciosos. La juventud no analiza tanto, y los muchachos nos volvíamos locos si el gallardo Morán se dignaba dirigirnos la palabra con su voz de tenor, vibrante y acariciadora.

Entretejía Juanito mil amorosas aventuras...; pero el círculo de su acción era necesariamente reducido; lo limitaban las paredes de las últimas casas de Montañosa. No cabían allí extraordinarios y novelescos sucesos; todo era chico y, por decirlo así, rutinario. Acaso por esta razón Juanito quiso emprender algo que rompiese la monotonía de la eterna seducción de modistillas, fregonas y señoritas de medio pelo y estuviese en armonía con El trovador y el Tenorio.

Forma el convento de San Juvencio, como usted no ignora, uno de los lados de la cuadrilonga plaza de la Muerte. Sus formidables muros, enverdecidos por la humedad, pueden llamarse ciegos; apenas los rasgan pocas negras ventanas enrejadas y altísimas; San Juvencio no tiene rejas bajas. La iglesia, cuya portada adorna la efigie del santo degollado, en la agonía y con el cuchillo hincado en la garganta, tampoco posee tribuna baja; la del coro remata en la bóveda. Las monjas ya sabe usted que son benedictinas, muy damas, contemplativas, aristocráticas, del tiempo en que no se concebían estas monjas de ahora, seculares, de ropa burda y zapatos gordos. Apartadas del mirar profano, las de San Juvencio pueden llevar un traje arcaico, elegante y curioso, y bajo la fina toca, en la eterna e inexorable clausura, sus rostros presentan una mística delicadeza, adquieren una palidez lunar.

No sé cómo se las arreglan los estudiantes, que llevan el alta y baja de las monjas bonitas de San Juvencio. ¿Las han visto o las imaginan? Ello es que entonces, en el tiempo en que estoy hablando, corría fama de la belleza singular de una religiosa, sobrina del marqués de Ulloa y profesa desde hacía dos años, y a principio de curso empezó a susurrarse que Juanito Morán rondaba el convento y frecuentaba con insólita piedad la iglesia. Versos incandescentes publicados en El Negro Capuz, periodiquito melenudo, dieron cuerpo a las hablillas; pero si mucho se murmuró, nadie se preocupó seriamente, como no nos preocupamos de los revuelos de un milano en derredor de inexpugnable palomar.

No era Juanito el primero que daba vueltas en la plaza de la Muerte poniendo en blanco los ojos. Inofensivo deporte, desahogo de la soñadora juventud. ¿Qué cosa más platónica? En San Juvencio no se entra; de San Juvencio no se sale. Aquellas paredes enormes, semiciegas, son tan sepulcro como las frías losas de la plaza.

Arrastrado por la curiosidad de lo extraordinario y romancesco, tan fuerte en la adolescencia, me di yo entonces a seguir los pasos a Juanito Morán, y pude convencerme de que, en efecto, a horas desusadas no cesaba de rondar, fijos siempre los ojos en la ventana a que corresponde la reja, y que cae sobre la escalinata de las Casas del Cabildo. A ella se arrimaba el galán, y fijo allí aguardaba. Un día —¡cómo latió mi corazón de niño!...— vi que un rostro pálido, aureolado por una línea blanca y otra negra, se pegaba a los hierros, y unos ojos de ascua se clavaban en los de Juanito. Una mano, que parecía de papel, hizo misteriosa seña... Todo tan rápido, que creí haber soñado. Pero a la otra mañana y a la otra repitiose la escena... No me cupo duda. Y aquel gran secreto romántico sorprendido por mí llenó de pueril orgullo mi alma. ¡Nadie lo sabía! Crea usted que me acostaba tan exaltado como si fuese yo mismo el dichoso...

También creí que me moría de pena y de horror al ser, a la madrugada, de los primeritos a cuyos oídos llegó la tragedia... Las devotas que atravesaban la plaza de la Muerte para oír misa de alba en la catedral vieron al pie del muro de San Juvencio el cuerpo ensangrentado e inerte de una novicia. El corro se había formado. Me abrí paso, me acerqué. La cabeza descansaba sobre el primer peldaño de la escalinata que asciende a las Casas del Cabildo. Un hilo de sangre manchaba la sien. Alrededor de la cintura estaban arrolladas las tiras de sábana convertidas en cuerdas. El otro extremo, roto, colgaba allá arriba de la reja, cuyos hierros limados mostraban el boquete por donde, magullándose, habría pasado el cuerpo. Miré con afán el rostro de la novicia. ¡Mis ilusiones! Ni era fea ni bonita: como cien mujeres que andan por ahí. Sus ojos, vidriados, permanecían entreabiertos, con una expresión de espanto, de miedo y de voluntad.

Quisieron echarle el guante a Juanito, pero había huido de Montañosa, y desde Portugal pasó al Brasil. ¿Cree usted que se acuerda ahora del episodio? Apuesto a que sólo piensa en los resultados de un análisis que ha de hacer mi colega, el director del balneario... ¡Vejez, vejez; cenizas yertas!...

Cháchara de Horas

El grupo de las veinticuatro hermanas se ha detenido delante de la puerta por la cual va a salir el Nuevo Año. Charlan y se miran con curiosidad, pues como nunca están reunidas, dijérase que apenas se conocen.

Las doce de la noche. (Morena ya algo madura, fresca todavía, vestida de morado oscuro, y que empuña una escoba).— Yo, hermanas mías, más he perdido que ganado con los adelantos de la civilización. Antes era la hora de las orgías, de la magia, de la citas apasionadas y de los crímenes aromáticos. Antes, mis doce campanadas hacían alzarse a los espectros de sus tumbas, y a las hechiceras, barnizadas de untos fríos, salir como cohetes, cabalgando en esta escoba, por la chimenea. Ahora no soy la hora romántica, sino la burguesa, en la cual nada de particular sucede... Ya las orgías son juergas; ya no hay magia, sino telepatía; los crímenes se cometen a la luz del sol; las citas... se dan a cualquier hora. Y en cuanto a las brujas... ¡Pobres mujeres! Las llaman histéricas y las someten a tratamiento en las clínicas...

La una de la madrugada.— Pues ¿y yo? A mí sí que se me ha anulado. Mi hermana las doce habrá perdido en categoría; yo en vida. Antes me alumbraban las candilejas de la escena. Ahora, a las doce y media no queda sobre las tablas un farsante. La espada de la multa les corta los parlamentos. Y yo llego cuando los últimos coches ruedan llevando a sus casas a los últimos trasnochadores.

Las dos.— Vedme a mí. Me han envenenado con beleño. Sólo los gatos me eligen para sus rondas nocturnas. De ser hora de desvelo febril y gozoso, en que los nervios vibran y la fantasía enciende sus farolillos de colores; de ser la hora en que las estrofas acuden aladas al llamamiento de los poetas, y el champagne bulle en las copas cristalinas, alegrando por un momento el plomizo sueño de la vida, he venido a ser la hora en que se ronca; ¡una hora con gorro de algodón y camisón amplio!

Las tres.— Peor es mi caso. Soy una hora inoportuna. Ni pez ni rana. Ni pertenezco al placer ni al reposo. Pocos me oyen sonar estando despiertos. Muchos comienzan a soñar que deben despertarse pronto, porque han de madrugar.

Las cuatro. (Llevando en una mano un farol del alumbrado público y en la frente un reflejo de sol naciente, apenas visible).— ¡A mí se me echan infinitas maldiciones! Los pobres trabajadores que tienen que alzarse en lo mejor del sueño y pensar en matar el gusanillo y salir cargados con la herramienta reniegan de mí.

Las cinco. (Envuelta en los claros velos de la aurora, sacudiendo perlas de rocío, con unos dedos que parecen hechos de rosas y rodeada de un enjambre de pajarillos de arpada lengua, que revolotean trinando).— ¡A mí sí que me mandan a todos los demonios! Tú aún consientes que se dé una vuelta en la cama y se diga: «Es temprano». Yo abro con insolencia las ventanas del Oriente; yo, traigo al rubicundo Febo asido de las mil hebras de oro de su cabellera luminosa.

Las seis.— Yo espanto las postreras perezas con la esquila argentina de mis burras de leche.

Las siete.— Tus burras son remedio de viejas, desacreditado.

Las ocho.— Mejor sienta mi café, con leche también..., probablemente de cabra. La de vaca, pura y cremosa, es uno de esos bellos mitos que la antigüedad creó para adornar el otro mito de las Filidas y las Galateas.

Las nueve.— Hermanas diurnas y nocturnas, saludadme. Vosotras habéis bajado y yo he subido. Como la gente se acuesta más temprano, a las nueve nadie permanece entre las ociosas plumas. Las nueve verdaderamente inician al día.

Las diez.— Yo desempeño un papel triste. Soy la hora en que pretendientes, acreedores y sablistas se ponen en campaña, a fin de «coger en casa» a sus víctimas.

Las once.— Mejor es eso que ser hora de entrada en las oficinas, como yo.

Las doce.— O de la gazuza, como yo... El que a las doce no almuerza, por lo menos abre la boca y se para embobado ante los escaparates de Tournié y Lhardy.

La una.— Hermanas mías, vosotras no habéis sabido salir de la clase media. Yo soy la hora del almuerzo elegante, con trufas y buisson d’ecrevisses.

Las dos.— Conmigo empieza la verdadera vida, la vida aristocrática. Las bellas perezosas se deciden a las dos a existir.

Las tres.— Y conmigo la vida intensa, la vida parlamentaria, las sesiones del Senado, del Congreso...

Las cuatro.— Yo toco el clarín y doy salida al astado bruto. En mí suenan cascabeles, relucen bordados de oro, se agitan abanicos.

Las cinco.— ¡Pobres cursis! Yo soy miss five o’clock.

Las seis.— Sí, ponte moños... En España el five o’clock lo hemos convertido en six o’clock, y como en eso el Gobierno no puede intervenir, la verdadera hora del té y de la murmuración soy yo misma.

Las siete.— Yo soy una hora humanitaria. Ya nadie trabaja. ¡Al vermouth! La escarola y las patatas guisadas esperan en su hogar a la gente laboriosa.

Las ocho.— Yo destapo la sopera de plata de los ricos.

Las nueve.— Si el género humano tuviese cordura, yo reinaría sobre los durmientes.

Las diez.— ¡Pues y yo!

Las once.— Callad, charlatanas... El Año Nuevo está a la puerta. Él traerá en sus manitas la reforma de costumbres, usos y abusos.

Las doce (otra vez).— ¡Chist! ¡Ahí le tenemos! ¡Ya viene!

(Por la inmensa puerta sale, titubeando graciosamente, un chiquitín rubio, fresco. En el mismo umbral tropieza y cae de bruces, llorando).

Las horas (a una voz).— ¡Ay! ¡Igual que todos los años! ¡Ha tropezado en la misma piedra!

Champagne

Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro… el día de mi boda.

—Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? —preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no —repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa—. Por haberme casado, ando como me ves.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros… Miles, sí, o cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso… ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa… ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah! —murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.

—Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo se las arreglaban. Murió mi madre; a mi padre le quitaron el destino… ; y como no podía mantenernos el pico a mi hermano y a mí, y era bastante guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica y se casó con ella en segundas. Al principio, mi madrastra se portó… , vamos, bien; no nos miraba a los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fui creciendo y haciéndome mujer, y que los hombres dieron en decirme cosas en la calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al espía… : la madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas fue que se echaron a buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo encontraron pronto. Sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, seriote… En fin; mi mismo padre se dio por contento y convino en que era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo bien descuidada… , ¡a casarse!, y no vale replicar.

—¿Y qué efecto te hizo la noticia? Malo, ¿eh?

—Detestable… . porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de mujer… , de «uno» de Infantería, un teniente pobre como las ratas… . y se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese a capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra, que no me dejaba respirar, me aturdieron de tal manera, que no me atreví a resistir. Y vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la corona de azahar, y a la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, a mí, que más ganas tenía de lloriquear que de probar bocado…

—Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.

—Aguarda, aguarda —advirtió amenzándome con la mano—. Ahora entra lo ridículo, la peripecia… Pues, señor, yo en mi vida había probado el tal champagne… Me sirvieron la primera copa para que contestase a los brindis, y después de vaciarla, me pareció que me sentía con más ánimo, que se me aliviaba el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo… Entonces me deslicé a tomar tres, cuatro, cinco, quizá media docena…

Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo bebía buscando en la especie de vértigo que causa el champagne un olvido completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. Sin embargo, me contuve antes de llegar a transtornarme por completo, y sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los ojos y que estaba sofocadísima.

Nos esperaba un coche, a mi marido y a mí, coche que nos había de llevar a una casa de campo de él, a pasar la primera semana después de la boda. Chiquillo, no sé si fue el movimiento del coche o si fue el aire libre, o buenamente que estaba yo como una uva, pero lo cierto es que apenas me vi sola con el tal señor y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe a pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale con que si me han casado contra mi gusto, y toma con que ya me desquitaría y le mataría a palos… Barbaridades, cosas que inspira el vino a los que no acostumbran… Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió a mi casa. Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro borrachita, ¿sabes?… , de nada me enteré.

—¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?

—Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves: quien hablaba por mi boca era el maldito espumoso…

—¿Y… en tu casa? ¿Te admitieron contentos? —¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por los rincones… Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!

—¿Y… el teniente?

—¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se casó con ella poco después.

—¿Sabes que has tenido mala sombra?

—Mala por cierto… Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que piensan, como hice yo por culpa del champagne, más de cuatro y más de ocho se verían peor que esta individua.

—¿Y no te da tu marido alimento? La ley le obliga.

¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito «que tuve»… ¡El diablo que se meta a pleitear! ¿Voy a pedirle que me mantenga a ese, después del desengaño que le costé? Anda, ponme más champaña… Ahora ya puedo beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.

Chucho

Mi íntimo amigo Leiva suele convidarme a comer los jueves y a la hora del café cuenta anécdotas de cuando era pobre… tan pobre, se complace en repetir, [que] recurrió a ese procedimiento que la gente llama «esgrima de sable», y no es sino uno de tantos arbitrios defensivos contra la miseria.

Tales relatos adquieren picante sabor al ser escuchados en la sala donde Leiva manda servir la aromática bebida, y que parece un prodigio de riqueza cara (porque hay decorados ricos baratos); pero el día de la estancia a que me refiero, aparentemente sencillo, es, por el gusto artístico, una maravilla, y, por la magnificencia, un alarde de archimillonario.

Sólo la mesa, alrededor de la cual nos agrupamos para saborear nuestro moka, ha sido solicitada por museos extranjeros en sumas fuertes.

Los bronces y las miniaturas que la adornan valen cualquier precio.

¿Usted cree —me dijo una noche, mientras con gesto distraído aplastaba la ceniza de su cigarro en el cenicero— que soy ahora más feliz que entonces? Estoy por jurar que usted será de las pocas personas capaces de comprender que no.

—¿Era usted soltero en aquellos tiempos? —pregunté.

—Soltero… y huérfano. ¡Ya entiendo, ya! Usted quiere decir que las privaciones no nos importan por nosotros mismos.

—¡Naturalmente!… La pobreza estimuló sus energías: quiso usted triunfar de ella y triunfó. Si oyese usted a su lado llorar de hambre a un ser querido… ni fuerzas le quedarían para la lucha.

—¿Sabe usted —murmuró Leiva reflexivo— que no he dicho verdad al afirmar que estaba solo? Tenía conmigo… va usted a ver… un perro. Y, justamente… aquel perro fue el origen de mi fortuna.

Nada de energía: el Chucho. Era un can feísimo, uno de esos canes golfos que vagan por las calles, famélicos y sucios, con las lanas envedijadas y las patas negruzcas de cieno. No hay perro, por ruin que sea, que no tenga el encanto de la mirada; mi Chucho ni aún eso tenía; era tuerto. ¿En qué riña callejera, en qué lance brutal había perdido el ojo izquierdo y parte de una oreja también? ¡Quién lo sabe!

Ya estaba lisiado cuando se pegó a mí, atrayéndome y confraternizando nuestras miserias. Debo añadir que la sordidez física de Chucho estaba compensada por un admirable desarrollo de inteligencia perruna. Si hay superperros, Chucho fue uno de ellos; pero la infelicidad de su condición impidió que brillasen sus altas dotes… excepto para mí, que las supe apreciar. De veras; yo quise a Chucho como se quiere a un amigo… Y por él, maldije la indigencia.

Deseaba lavarle, perfumarle y que luciera un collar tintinador.

Indigentes éramos los dos: sin embargo, Chucho se defendía; no le hacía falta ropa, y su panza estrecha, su tronco arado por el resalte del costillaje se hartaban cumplidamente con los mendrugos y desperdicios de los polveros.

En realidad, Chucho era flaco porque quería, porque su actividad ardiente no le dejaba engordar, pero comida, le sobraba. ¡No podía su dueño decir lo mismo!

Y aquí entra la parte más difícil de esta confesión y evocación del pasado… Leiva miró alrededor, para cerciorarse de que estábamos solos.

—No es que yo tenga escrúpulo… ni que, en efecto, haya cometido, a mi parecer, delito alguno… Si lo cometí, o, mejor dicho, si fui cómplice de él, involuntariamente, y hasta lo aproveché, he procurado borrarlo; ya le diré a usted cómo… En fin, ¡allá la historia!…

Usted no ignora que los perros, en especial los perros humildes, quieren a su amo, pero, por regla general, son sociales, y menean la cola cuando les halaga un desconocido… Chucho no quería sino a mí, no atendía sino a mi voz, no conocía a nadie más en el mundo. Escarmentado, sin duda, por la crueldad de que era testimonio su ojo tuerto, regañaba sordamente amenazador apenas se le aproximaba alguien.

Para mí, en cambio, tenía actitudes de adoración, miradas con el único ojo, que era un poema de gratitud y de idolatría… una caricia que le hiciese le volvía loco. Entendía mis alabanzas y mis reprensiones, como no suelen entenderlas los servidores bípedos. Cuando yo le susurraba: «¡Buen perro!. ¡Chucho sabio!…» deshacíase de felicidad.

Como suele suceder, las alabanzas desmoralizaron y perdieron a Chucho. Porque el pobre bicho, en su afán de serme grato, en su penetración sutilísima para observar lo que me gustaba, empezó a sustraer objetos para mí. Desaparecía de pronto y a la media hora regresaba corriendo a todo correr con un puro o con una lata de conservas entre los dientes.

Me traía pañuelos, guantes calados; me trajo un sombrero hongo nuevo, una chalina, un puño de camisa, un lapicero… ¡qué sé yo! Desde racimos de uvas y bollos de pan tierno —que respetaba sin hincarles el diente—, hasta cartas de baraja y cajas de fósforos, de todo me surtía el animal; y no se trataba de cosas de valor, yo me reía, celebraba la gracia, y él se lanzaba más afanoso a su extraña pesca…

No ocultemos la verdad: a veces me venían muy bien los insignificantes latrocinios de Chucho. Crujida más negra que aquélla, no la pasé nunca. No tenía literalmente con qué darme el festín de un cocido de a real.

Me arrimaba a las paredes desfallecido, y los transeúntes, viendo mi palidez, me alargaban una moneda que yo no pedía… Chucho, trayendo un queso o un pastel, hurtado sabe Dios dónde, me salvó frecuentemente de las angustias del vacío en el estómago. Yo le abrazaba y le acariciaba, «¡Chuchito, hijo, tesoro!», decíale sinceramente, mientras él, arrebatado de gozo me lamía las manos y me saltaba al pecho…

Una tarde, rondando yo por las cercanías del Café Suizo, sable en alto… —¡qué compasivos debiéramos ser con los desventurados «petardistas»!, nadie petardea por gusto…— vi regresar a escape a mi perro, que había desaparecido dos horas antes, trayendo delicadamente, entre la blanca dentadura, un objetito chato. Alargué la mano… él desapretó la tenaza… ¡Una cartera!

De piel de Rusia, lisa y llana, algo rozada, sin iniciales ni corona. Dentro —aún siento al recordarlo, el vértigo que sentí entonces—, un fajo de billetes. Ni más ni menos. Los billetes ascendían a la suma de ochenta mil y pico de pesetas…

Sudando, frío, temblando, volví a registrar por si la cartera encerraba algún papel indicador de quién fuese el propietario. No había nada. ¡Oh! Eso lo juro: mi instinto fue restituir. Emprendí una serie de investigaciones; recorrí cafés, casinos, restaurantes y hoteles, preguntando si alguien había perdido alguna cosa. Me hablaron de pérdidas de bastones, de manguitos, de alfileres de corbata, de un «caniche» escocés… Nadie nombró una cartera. Leí los diarios; no mencionaban pérdidas ni robo de cartera tampoco.

Se me había ocurrido que pudo ser un carterista el que, apurado, soltó en el arroyo el cuerpo del delito, y contestáronme que no, que ninguna hazaña de carterista constaba aquel día en Madrid…

Usted dirá que debí publicar anuncios, depositar la cartera en la Delegación… Eso no lo hice. ¡Dios me perdone: no lo hice!… Advertía en mí mismo la capacidad y el anhelo de negociar, y la casualidad me ofrecía medios de intentarlo. Al año había doblado mi capital. Entonces fue cuando anuncié la cartera, inútilmente; vinieron algunos a reclamarla, pero ni sabía dar las señas ni precisar la cantidad que contenía. No eran sus dueños.

Para acallar mi conciencia, hago lo siguiente: averiguo cuándo un mísero empleado pierde una suma y no la puede reponer, y se la doy… He salvado a muchos empleados el pan y la honra.

—¿Y Chucho? —pregunté con interés.

—Murió, creo, de tristeza… Andaba limpio, perfumado, bien atendido, con collar de plata… pero mi nueva vida de negociante no me permitía llevarle conmigo a todos lados, y no pudo resistir la separación.

Y Leiva tosió, para disimular que se le humedecían los ojos.

Clave

El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.

Atusóse Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:

—Que pasen al salón.

A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:

—Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería... desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir.

El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Sentóse al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases la aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que sólo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Confundiéronse las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austriaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico años que ya contaba el ilustre maestro...

Entre tanto, las dos mujeres, al salir a la calle, se miraban, se cogían las manos y se echaban a reír gozosamente.

—¿Lo ves? —exclamó la madre—. ¡Bien sabía yo que tu voz es un portento!

—Pues mira —respondió la hija—, hasta hoy no lo creí; pero después, que me lo dice este hombre tan competente y tan famoso...

—¡Lo que es si dudases ahora... chiquilla!

—No, ya no dudo. En Madrid sí dudaba. ¡Influye tanto la posición en los juicios de los amigos entusiastas! Pero Redlitz, que me tiene por una pobre, por una muchachuela desconocida, que no me ha visto jamás, ¿por qué había de engañarme? Estoy convencida. ¡Qué alegría! No sé lo que me pasa.

—Ya ves que la idea de disfrazarnos de pobres ha sido excelente.

—¡Divina! Este sombrero mío lo he de guardar en cristalera.

Y la joven soltó una carcajada de júbilo.

—¿Qué opinas? ¿Te convendrán las lecciones de Redlitz? —preguntó la madre.

—¡Qué disparate! De humorada ya bastó. Esta noche misma nos volvemos a Madrid; también hay allí buenos profesores de canto.

Y llamando el primer coche alquilón que pasaba, las dos señoras se metieron en él, dando las señas de un hotel caro y céntrico. Al día siguiente, Redlitz, que había adornado su gabinete con flores raras y olorosas, esperó en balde a su nueva alumna. Lo mismo sucedió toda la semana. El maestro se acordó con desesperación de que no se había enterado de dónde paraban las españolas; pensó en una enfermedad, en una desgracia; apeló a la Policía, escribió a España, puso en juego influencias... Nadie pudo darle razón de las dos extranjeras de humilde pergeño a quienes nunca volvió a ver.

Y siempre fue un enigma para los admiradores del talento de Redlitz el por qué estuvo más de dos meses triste y preocupado, así como fue otro misterio para los admiradores de la hermosura de la marquesita de Polvareda verla empeñada en que tenía una voz admirable, cuando lo que tenía eran unos ojos de «date preso» y una cara y un talle de patente.

¿Cobardía?

Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.

Una noche —serían las doce y media— en que ni había teatro, ni reunión, ni distracción alguna nos juntábamos en el Club ocho o diez peces —gran bandada para un acuario tan chico—. Se había fumado, murmurado, debatido problemas administrativos, científicos y literarios; contado verdores, aquilatado puntos difíciles de ciencia erotológica; roído algo los zancajos a la docena de señoritas que estaban siempre sobre la mesa de disección; picado en la política local y analizado por centésima vez la compañía de zarzuela; pero no se había enzarzado verdadera gresca, de esas que arrebatan la sangre a los rostros y degeneran en desagradables disputas, voces y manotadas. A última hora —casi a la de queda, pues rara vez trasnochaban los peces hasta más de la una— se armó la cuestión recia e infalible. Minutos antes entraba en La Pecera una persona a quien yo profeso gran cariño: Rodrigo Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales. Habiéndole conocido en ocasión muy crítica para mí, nos unía desde entonces una amistad, por decirlo así, clandestina. Ni andábamos siempre juntos, ni con frecuencia siquiera; no cultivábamos ese trato pegajoso que, en opinión del vulgo, caracteriza a los amigos íntimos. Mis novias podían escribirme sin que yo enseñase a Rodrigo sus gazapos de ortografía. Pasábamos un mes sin vernos, y no por eso se nos desquiciaba la vida; nos veíamos al cabo del mes, y sentíamos —sentía yo, por lo menos— cierta efusión interior, cierto bienestar del alma. No por eso se entienda que congeniábamos. Al contrario: nuestro carácter y modo de ser opuestos nos impedían la verdadera compenetración amistosa. Yo tenía a Rodrigo por estrecho de criterio, medio beato, cerrado, meticuloso y triste; él, probablemente, me conceptuaba un libertino escéptico, un vividor egoísta. Entre el hombre que comulga todos los meses y el que sólo lo hace con ruedas de molino se alza siempre un muro o invisible valla moral.

Al entrar Rodrigo en La Pecera hallábase la disputa en sus comienzos: era de las que pueden tomar fácilmente un giro peligroso, porque de comentar ciertas bofetadas y bastonazos administrados aquella misma mañana por un tendero a un concejal a causa de no sé qué enjuagues de matute, se había pasado a discutir el valor y los modos de probarlo.

A mí, estos altercados me proporcionaban un género de distracción muy original. Apenas principiaban a exaltarse los ánimos, fijaba la vista en la pared de espejos, donde se reflejaba el grupo de contendientes, observando algo fantástico, al menos para mí. Al copiarse en las lunas no solo el grupo, sino la imagen del mismo grupo devuelta por las lunas de enfrente, parecía como si discutiese una innumerable muchedumbre en una galería larguísima, a la cual no se le veía el fin. Recreo de ilusionismo barato, que me causaba una especie de extravío imaginativo bastante curioso. Había dado en figurarme que las imágenes reflejadas en los espejos eran sombras, espectros y caricaturas morales de los disputadores vivos. Sus actitudes y movimientos, que reproducían las lunas, me parecían irónicas, lúgubres y mofadoras. Y de fijo era yo quien reflejaba en el espejo la actitud de mi propio espíritu ante tanta polémica huera, tanta vanidad, tanta exageración, tanta vaciedad y tanta palabrota como allí se oía en diciendo que empezaba el debate.

El de la noche a que me refiero iba por los caminos que ustedes verán, si leen.

—Yo —decía Mauro Pareja, pez de muchas libras— comprendo que en casos así se ciegue el más pacífico, se le suba el humo a las narices y la emprenda a linternazos hasta con su propia sombra. Eso de que le llamen a uno matutero... Señores, aunque yo lo fuese, no le tolero que me lo llame ni al lucero del alba. Pero... ¡las armas naturales! Ya me apesta lo del cambio de tarjetitas y la farándula de los padrinos con sus idas y venidas, y la farsa de los sables romos, y el sueltecillo de cajón: «Anteayer, jugando con unos sables, recibió un arañazo en una bota el distinguido joven Periquito de los Palotes...» Pleca, y luego: «Ha quedado honrosamente zanjada la cuestión surgida entre Periquito de los Palotes y Juanito Peranzules...» ¡A freír monas! ¡Y vaya una manera de volver por la decencia! El puño, señores..., y a vivir.

—El puño es de carreteros —arguyó el comandante Irazu, hombre desmedrado, lacio como un guante viejo, mirando de soslayo, con aparente desdén, la enorme diestra huesuda de Mauro Pareja.

—El puño y la bota, y peor para la gente esmirriada —repitió, con acento incisivo, Mauro—. Y hasta los dientes y las uñas, ¡qué demontre!

—Como las verduleras —bufó Irazu—. Bonito sistema. El mejor día nos arrancamos el moño. ¡Taco, oye uno cada cosa!

—El duelo —declaró el redicho jurisconsulto Arturo Cáñamo en voz muy flauteada— es contrario a las enseñanzas de la religión y a los adelantos de la moral social. Nos retrotrae..., pues...; nos retrotrae a los tiempos perturbados de la Edad Media. Es una costumbre bárbara, importada por los germanos de sus selvas vírgenes...

—¡Que la importase el moro Muza!... —exclamó Pablito Encinar, el pececillo más nuevo del acuario, acabado de salir del colegio de artillería—. Mire usted: ¡a mí, qué!

—¿De modo —recalcó Cáñamo, engallándose mucho— que usted se batiría en duelo? ¿Usted sostiene que cometería un asesinato legal?...

—Señor mío, eso según y conforme... Ahora hablamos a sangre fría. Pero supóngase usted que un hombre me injuria atroz, mortalmente... ¿Me trago la injuria? ¡Tráguesela usted, y buen provecho le haga! Usted no viste uniforme. Es decir, yo, aunque tampoco lo vistiese, no me la trago. ¡Qué había de tragar! Figúrese usted..., vamos, verbigracia..., que aquí, delante de todos viene un individuo y le planta a usted un bofetón en mitad de la jeta... ¿Qué hace usted? ¿Se lo guarda y se consuela con que los germanos...?

Al llegar a este punto la discusión, mi observatorio de los espejos me reveló una cosa rara. Rodrigo Osorio tenía vuelto el rostro hacia la pared; pero lo copiaba la luna más próxima, y vi que se ponía no pálido, sino verde, lívido, desencajado como un moribundo. Sus labios se movían convulsivamente, y su mano crispada hacía dos o tres veces el ademán de aflojar la corbata, propósito irrealizable, pues era de las que llaman de «plastrón». A la vez que comprobaba en Rodrigo esta impresión profunda e iba a volverme para preguntarle si estaba enfermo, las delatoras lunas me hicieron nuevas revelaciones: en ellas vi a tres o cuatro Mauros Pareja guiñando el ojo y tirando de la manga a otros tantos Pablitos Encinar, y a los Pablitos Encinar dándose tres o cuatro palmadas en la boca, de ese modo que significa: «¡Tonto de mí! Soy un charlatán imprudente». Y al punto que observé estos dos hechos, vi en el espejo que las figuras cesaban de accionar, mientras mis oídos percibían, en vez del alboroto de la polémica, un silencio repentino, embarazoso, helado. Dos o tres segundos después sentí un dramático escalofrío: Rodrigo se levantaba, tomaba su sombrero y, sin pronunciar una silaba, abandonaba el salón.

Fue todo ello tan de repente, tan impensado, que al pronto me quedé sobrecogido, no acertando ni a preguntar a los que, indudablemente..., «sabían». Al fin conseguí exclamar, dirigiéndome a Pareja:

—Pero ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado aquí?

—¡Este Pablito! —contestó Pareja señalando al joven teniente, que se mordía el bigotillo, muy nervioso—. ¡Le ponen a uno en cada compromiso los novatos!

—¿Pero qué es ello? ¡Si yo no sé nada!

—¡Hombre! ¿No ha de saber usted? Rodrigo le quiere a usted mucho..., y, además, hasta los gatos lo saben.

—Pues las personas, no; yo, al menos. Le ruego a usted que me ponga al tanto...

—¡No saberlo usted! —repuso Pareja con suspicacia—. Bueno; pues en dos palabras le enteraré... La cosa es muy sencilla. ¿Se acuerda usted de aquella generala tan salada, tan guapetona y tan seria que tuvimos hace tres años? ¿No? Verdad que usted no estaba entonces aquí... Pues era una mujer... de patente, y no faltaron almas caritativas para susurrar que este Rodriguito y ella... En fin, cosas del pícaro mundo. Si fuese verdad, el caso probaría que los chicos educados en tanto beaterío son lo mismito que los demás mortales que no andan comiéndose los santos... Digo, no; ya verá usted cómo, en ciertos casos, resultan diferentes. El general se enteró de las murmuraciones, hay quien cree si por algún anónimo..., y se dejó decir que él no se batía con chicuelos, pero que tiraría de las orejas y hartaría de bofetones a Rodrigo donde le encontrase. La mamá se asustó, se llevó al niño a Compostela y allí le metió de coronilla, sin duda para acabar de volverle loco, en iglesias, confesonarios y conventos.

Al cabo de dos o tres meses regresaron aquí. No estaba la generala. Se había ido a las aguas de Cuntis. El general, sí, y ahora entra lo bueno de la historia. Una tarde, paseábase el general, con su ayudante al lado, por la calle Mayor, y Rodriguito, que venía en sentido contrario, se le acerca, se encara con él y le dice (hay quien lo oyó como usted me oye): «Sé que usted desea abofetearme. Aquí estoy. Puede usted cumplir su deseo». El general alza la mano..., y ¡pum! De cuello vuelto, ¡terrible, monumental! Todos creían que el muchacho iba a sacar un revólver... ¡Nada, señores, nada! Aguantó, agachó la cabeza, se volvió..., y se retiró lo mismo que ahora, con mucha pausa, sin decir chuz ni muz, arrimando el pañuelo a las narices, que le sangraban.

Hubo una explosión de risas y de comentarios. Pablito Encinar juró y se retorció el naciente bigote. Sentí en la cara el ardor del recio bofetón, como si acabase de recibirlo. Temblé de ira. Comprendí en aquel instante toda la fuerza del afecto que Rodrigo me inspiraba. La lengua se me entorpecía, de pura rabia y cólera frenética. Por medio de un esfuerzo terrible me dominé y pude articular estas frases, que dejaron a los peces más boquiabiertos de lo que estaban por costumbre:

—He conocido a Rodrigo Osorio hace un año en Madrid. No le conocí en ninguna soirée ni en ningún teatro, ni en timba ninguna, sino a la cabecera de mi cama. ¿Cómo? Aguarden ustedes... Parábamos en la misma fonda. Supo él que un paisano suyo, un marinedino, se encontraba enfermo de una tifoidea, bastante solo y casi abandonado. No preguntó más. Se metió en mi cuarto a cuidarme. Me cuidó como un hermano, como una hermana... de la Caridad. Pasó diez noches sin desnudarse. No contrajo mi mal porque Dios no lo quiso. Ahora, el que sea más valentón que Rodrigo Osorio, que salga ahí. ¿Lo están ustedes oyendo? ¡A ver, a ver si alguno tiene ganas de que yo sea el general! Porque a mí me hormiguea la mano...

* * *

Mauro Pareja no esgrimió contra mí los dientes ni los puños. No me vi tampoco en ocasión de «jugar» con ningún sable, florete ni otra arma mortífera.


«El Imparcial», 16 marzo 1891.

Coleccionista

Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga —a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días— la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca —cuyo nombre verdadero era Rosario— no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.

La Urraca, vestida con un mantón de indefinible tono térreo, tocaba la cabeza con un pañuelo negro verdoso, de algodón, salía diariamente, en lo más crudo del invierno y en lo más achicharrante del verano, a pedir y a merodear. Cuando los alcaldes hacían justicia de enero y apretaban en que los pordioseros fuesen recogidos, tía Rosario no extendía la mano; se limitaba a espigar, como siempre, las porquerías del arroyo. Pasada la racha, reincidía. «¡... Para esta abuelica de más de setenta años!... ¡La pobre abuelica, que está muy enferma, que tiene un mal que la mata!... ¡Un perrillo, señora marquesa!...»

La Urraca distribuía los títulos a su modo: las señoras gordas y cincuentonas, marquesas de fijo; las damas de pelo blanquísimo y avanzada edad, duquesas; las buenas mozas de treinta a cuarenta, condesas. Era cuanto sabía de heráldica.

Nadie había penetrado jamás en la vivienda de la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de las vecinas era aguda, rabiosa. ¿Qué encerraba aquel misterioso cuarto tercero interior de la calle de las Herrerías? Y casi —al tener un pretexto para descorrer el velo del misterio— se alegraron, sin decirlo, de lo que hubiese podido ocurrir.

Dos horas después la autoridad penetraba en el domicilio de Rosario. Desde la misma puerta, el hedor cadavérico atosigaba.

Lejos de encontrar, como pensaron, una especie de desván lleno de trastos en desorden, de inmundicias, hallaron tres habitaciones de pobre mobiliario, pero muy arregladas, barridas y sin señal de polvo. La vejezuela, en efecto, sacaba diariamente la basura a la calle envuelta en un periódico y oculta bajo el indefinible mantón color de tierra; y lejos de guardar, como la urraca, las cosas que absolutamente nada valían, las desechaba al día siguiente de recogerlas, previo el más minucioso trabajo de clasificación que se ha realizado nunca con despojos y residuos de la vida en una capital.

Centenares de cajitas de tabacos, de esas pulcras cajitas cuya madera seca y sedosa conserva el aroma de los habanos que han contenido, servían a la Urraca para almacenar y guardar, con primoroso orden, su botín. Se supo después lo que las cajas contenían: como que hubo que tasarlo e inventariarlo. Unas encerraban guantes, doblados, delicadamente; otras, pedazos de encaje; otras, alfileres de todos tamaños y formas, horquillas de todos los metales, peines, jabones, pañuelos, alguno de ellos blasonado y enriquecido con puntos de aguja y Venecia... Había flores artificiales, objetos de cotillón, desdorados y marchitos; portamonedas de plata, piel y cartón vil; devocionarios, libritos de memorias, peinas de estrás, agujas de sombreros, frascos de esencias y de medicinas. Había retratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, en una cajita especial, billetes de Banco, una bonita suma. Más extrañó el contenido que encerraba un cofre de hierro: amén de ¡un collar de perlas!, alhajillas de menos valor, piedras sueltas, un reloj muy malo, dos o tres sortijas...

Prolijo en verdad sería el recuento del contenido de las cajas: recuérdese todo lo que puede hallarse en la calle, todo lo que diariamente se pierde en una populosa ciudad. ¿Quién no ha tenido, al volver a casa después de un paseo o de una reunión, la sensación desagradable de que algo le falta? ¿Quién no ha echado de menos, al desnudarse, la joya, el manguito, la cadena de los lentes? Fácil es inferir lo que en treinta y cinco años de mendicidad y rapiña llegó a reunir la Urraca.

Y allí estaba la vieja sobre su cama mísera, con el rostro ya afilado: sin duda la muerte la había sorprendido en el primer sueño... La raída manta, rechazada en algún espasmo de la agonía, colgaba, caída hacia el lado izquierdo, descubriendo el cuerpo sarmentoso, los secos pies de esparto, las canillas como palos de escoba maltratados por el uso... Diríase que pies y piernas cansados y gastados de tanto pisar la calle, de tanto vagabundear acechando la presa, se habían rendido y pedían descanso. La camisa, remendada, cubría mal el resto de la anatomía pavorosa de la mendiga. Las greñas, lacias, se esparcían sobre la almohada, de percalina gris, sin funda de tela.

Ropas y mobiliario acusaban la miseria, la sórdida vida de una pordiosera reducida a lo estricto.

El vecindario quedó algo desilusionado: no había crimen; no había ni aun delito; ni asesinato, ni robo. La Naturaleza era la autora de aquella muerte oscura, solitaria, quizá sin sufrimiento, y que bien podía atribuirse a la falta de todo cuidado, al desabrigo bajo la intemperie matritense, a la vida antihigiénica de la mísera Urraca... Si la anciana hubiese echado mano de los recursos no escasos que poseía; si hubiese tenido buena alimentación, un mantón nuevo y lanoso, zapatos que no embarcasen la humedad, ropa interior de franela..., diez años más, tal vez, hubiese podido vivir. Pero —al menos, así me lo he explicado— entonces no hubiese gozado una felicidad que debió de compensarla todas las privaciones voluntariamente sufridas, el frío en el estómago y en los huesos, el puchero aguanoso, el calzado ensopado, que «se ríe»... ¡No hubiese experimentado esas fruiciones sabrosas que disfruta la vejez en compensación de tantas dichas como pierde! ¡No hubiese saboreado la gustosa locura del coleccionismo, el goce egoísta y callado de reunir lo que nadie ve y lo que de nada nos ha de servir!

Sí, esta era la clave; yo no podía dudarlo: la Urraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetos que nunca, dada su condición social, hubiese podido poseer; los objetos que a ningún fin podía aplicar; los objetos más heteróclitos, pero cuya busca, en la calle, constituía la ventura y la pasión de su ancianidad. Cazadora en la selva de la capital, de noche, a la luz de la pobre candileja, experimentaría emociones de intensidad violentísima al recontar y clasificar el botín. Allí estaban las riquezas que otros habían dejado de poseer y que ahora formaban el tesoro de la mendiga: allí estaban, deslumbradoras. ¿Desmembrarlas? ¡Nunca! Ni aun tocaría al billete de Banco hallado entre el cieno, a la puerta del Casino o en el umbral de la tienda... Si se deshiciese de sus hallazgos, ¿qué placer o qué comodidad podrían compensar el de guardarlos, de saber que los tenía allí, que aumentaban cada día, con la exploración ardiente en la manigua urbana? Cuanto más la aumentaba, crecía la avaricia de enriquecer la colección... Ni ante la muerte la hubiese descabalado...

Y eché la última ojeada al cadáver de la mujer que fue feliz a su manera, que gozó emociones de refinada y estética intensidad...


«La Ilustración Española y Americana», núm. 6, 1910.

Comedia

Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública... ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se claustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer —una sirviente, niñera en casa de modestos empleados pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

—El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

—Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

—¿Qué edad tienes?

—Veintiuno... Malito ha cumplido tres.

—Eres muy rebonita, Lorenza... ¿Hace mucho que sirves?

—Del pueblo he venío en agosto, porque se murió mi madre, y padre casó a las pocas semanas...

Desde entonces, diariamente, a la hora en que el ensayo remata, y las luces del alumbrado no parpadean aún entre la arrecida neblina de las tardes del invierno, el comediante buscó a Lorenza en el jardincete. El palique era corto. ¿De qué se va a charlar con una pobre sirviente, una lugareña? Se charla lo estrictamente necesario para trastornar su espíritu hasta donde requiere una seducción vulgar y regocijada. El chiquillo les embullaba; servía de pretexto a los diálogos. Un día que consiguió el comediante llevarse a Lorenza sola a un café vecino, apenas sabía qué decirla. Faltaba Malito, alrededor de cuyo cuerpo se encontraban las manos de los dos personajes del idilio callejero.

Situación al pronto tan desabrida, la salvó el comediante con un fragmento de comedia apasionada y romántica, cortada para otro escenario. Lorenza no había puesto los pies en el teatro jamás. El que nunca jugó, gana la primera vez que apunta a una carta; el que nunca vio representar, no distingue la ficción de la vida —¡que tanto tiene de ficción!—. Entregó Lorenza aquel día todo su ser, cometiendo la locura mortal de no reservarse el alma. Cuando volvió al lado de su niño, le empujó distraídamente; el chico rompió en congoja, uno de esos lloriqueos de criatura que parecen no tener causa conocida.

Vino la primavera. Los actores, cumplidas sus tareas de Madrid, buscaron contratas en provincias. Lorenza supo por el conserje del teatro que Mariner, segundo galán, pasaba a un cuadro de compañía formado para recorrer las ciudades catalanas. Le esperó, le preguntó tímidamente, con el encogimiento noble del amor profundo, cuándo, dónde, volverían a verse. El actor, previas unas cuantas evasivas, soltó la tardía verdad. Se iba, y de todas formas... Era casado; tenía ya dos retoños... Lorenza, más blanca que su delantal, no le acusó, no protestó del engaño. Los golpes de feroz violencia no dejan acción a la defensa. Tampoco lloró. Todo se le había paralizado en el cuerpo; diez minutos permaneció sostenida por la pared del teatro después de alejarse Mariner a paso rápido y cobarde de avergonzado deudor. De repente los nervios saltaron, la sangre cuajada ardió y rodó en las venas. Echó Lorenza a correr hacia su casa —la de sus amos, su refugio—, y apenas oyó la reprimenda de la señora que la noche anterior había secreteado en la alcoba conyugal.

—No sé qué tiene esta chica. Ya no atiende a Malito; ya no le muda la ropa; ya ni barre; es un escándalo.

Y el marido, adormilado y deseoso de paz:

—Pues, mujer, ¡a la calle con ella!

A la mañana siguiente, Lorenza desmintió las censuras del ama: nunca fue mejor cuidado, más mimado de su chacha el pequeñín. Le hartó de caricias y le regaló dos medallas de plata con la efigie de la Virgen de la Trebolera, únicas preseas que Lorenza había poseído. Hizo cuidadosamente las camas, barrió la casa entera, ayudó en la cocina a mondar patatas, y aun charoló las botas del matrimonio. Un cuarto de hora antes de servir el almuerzo salió, empujando sin violencia la puerta; subió con agilidad dos pisos, del tercero a las bohardillas, y se detuvo ante la ventana del rellano de escalera que caía al patio. Un vértigo la forzó a sentarse en el duro banco destinado a aliviar el cansancio producido por tantos escalones. Era la altura de un quinto piso —cuatro y el entresuelo—. Lorenza se enderezó y se aproximó a la ventana, que entreabrió con cautela. Allá abajo, las losas del patio recién fregadas lucían al sol; en el centro, el hundido sumidero formaba un negro y férreo ombligo. La niñera se retiró amedrentada; pensó advertir el frío, la dureza del enrejado en el rostro, en las sienes. Entonces se humedecieron sus lagrimales. Sentía perder la vida, y no podía soportarla.

Unas chanclas se arrastraron; el ruido ascendía por la oquedad de la escalera. El portero, morador de la bohardilla, era de seguro quien subía a comerse su pucherete. Lorenza se irguió: aquel hecho insignificante revestía las proporciones de una sentencia. ¡Si la encontraba el portero allí! Arrimó del todo a la pared las hojas de la ventana y se inclinó más. Un hormigueo irresistible en las plantas de los pies; una sensación de pueril miedo de que se la cayesen los aretes... Se echó las manos a los lóbulos de las orejas. Entre dientes, sin conciencia, murmuraba: «¡Jesús, Virgen de la Trebolera, valedme!». Y beoda de aire y de tristeza, ansiosa de volar, no de caer, se descolgó más, abrazó el vacío, se abismó, dando una voltereta y un chillido involuntario...

Cometaria

Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo...; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda...

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?

Mi fantasía se desataba. Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo —era lo más espantoso—, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo... entre la infinita desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velázquez, las estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los montones de billetes y centenes de oro... que ya nada valían, porque nadie me los exigiría a cambio de cosa alguna.

A mi alrededor, la muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía... Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!

Y, al acercarse la noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía articular palabra... No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. La eché los brazos al cuello, y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas...

Y al estrecharla así, al comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva, no en el Paraíso, sino en páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal... Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el pícaro mundo.

Como la Luz

Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.

Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.

—Un día —declaró, gravemente, Riquín—, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.

—¿Y el dinero para el tren? —objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su raza.

—Nos lo da papá, tonto.

—No querrá, señorito...

—Se lo cogeremos de la mesa de noche.

—¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.

Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: «Anda a ganarlo». ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le habían dado, por ahora. «Cuando sepas.» Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto... Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que no tuviese que «echarle una mano»; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.

—No coja nada para mí, señorito, por Dios —rogaba el botones—. Mire que voy a llevar la culpa.

—¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.

Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!

Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres él era el responsable.

Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!

La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos ansioso.

—Eres talludo ya para juguetes —le había dicho su papá—. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.

—Les disparo un tiro —contestó, resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.

Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes —¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!—, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas... A eso de las doce —no habían dado aún— sintió, en efecto, Riquín como una catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.

Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»

Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su alcoba.

Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo inevitable.

Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:

—Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!

—¡Valiente paparrucha! —protestó el padre.

—¿Y por qué paparrucha, caramba?

¿No decís que los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!

Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.


«El Imparcial», 31 de diciembre, 1917.

Compatibles

El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

—¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

—Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

—¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! —murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

—Hablemos formalmente, ¿eh?

—¿A qué llamas hablar formalmente?

—A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

—¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

—Está bien —repuso ella—. Entonces, si de eso no se trataba...

Se levantó, haciendo ondular la cola de su graciosamente desmañado traje de interior, de «meteoro» malva, con bordados acachemirados y flequillos de seda floja; y, al dar la espalda a su interlocutor (aquel Francisco Javier Solano con el cual había flirteado tantas veces en tan diversas ocasiones), pudo él notar la plenitud que los treinta y tres años habían prestado a las bellas formas de Irene y el esplendor de su nuca, donde nacían, entre nácares y marfiles, rebeldes rizos cortos, aborrascados, como si un soplo ardiente los encrespase.

—Estamos hechos un sol, criatura —murmuró, cual si hablase consigo mismo.

Ella, entre tanto, sacaba de un secreter incrustado y taraceado, diminuto mueble de dama, unos papelitos, que puso en manos de su admirador.

—Por lo mismo que entre los dos ya no hay ni esto —dijo con monería—, permíteme que te ofrezca un servicio de amigo..., de amigo cariñoso.

—¿Me das dinero? —tartamudeó él—. ¿Por qué me das dinero, hija mía?

—Porque si no has venido a hablar de casamiento, y amor no existe, ¿de qué tratamos sino de asuntos? Y yo conozco el estado de los tuyos y cómo te trae la juerga perenne en que vives. Y si somos, ea, amigos nada más..., la amistad..., me parece...

—No.

La negación fue firme y categórica, con sabor de dignidad varonil.

—Mira, hija mía —añadió Solano, fijando sus ojos en Irene con insistencia abrasadora—. Es exacto que no he venido a hablarte de casamiento. Harías la mayor locura del mundo si te casases conmigo. No tengo cabeza ni sentido común, y lo sabes de sobra: soy incorregible; eres la mujer que más me gustas y no te sería fiel, porque me gustan, aunque en menor grado, las demás; tengo adoración por casi todos los vicios. ¡Bah! No parece sino que te estoy contando algo nuevo... Para marido no cuentes con este tipo, mujer... Yo soy el Enamorado, que es cosa muy distinta. ¿Reconoces que soy el Enamorado?

—Corriente —murmuró ella, divertida e interesada, como siempre, por aquel diantre de hombre—. No quiero discutir.

—Pues si lo reconoces, tienes que confesar también que a mí me corresponde el Amor; es mi lote, es mi hijuelo. Luego, niña, aunque yo no venga para decirte cosa alguna que tenga que ver con el santo yugo, no es razón para que no me escuches cuando te hable del santísimo y precioso amor. ¡Oye mi trova! Porque en mí debes ver a un trovador de aquellos tiempos en que se endechaba al pie de una ventana gótica... Sólo que los procedimientos se han perfeccionado: hemos progresado mucho, y ahora las trovas las cantamos en el propio y misterioso gabinete de nuestra dama.

Y con mezcla de cómico y serio, Solano se medio arrodilló ante Irene, y en el respaldo de lira de una silla imperio hizo ademán de tocar la guzla.

—Eres de remate —exclamó Irene, sofocada, a pesar suyo, por la risa.

—Bueno —murmuró él, enderezándose—. Te hago reír. Preferiría otra nota... Pero ¿sabes lo que te profetizo? Que hoy has de pronunciar a solas mi nombre, suspirando. Sí, lo has de hacer, porque soy para ti eso que se sueña, a lo que aspira, sin saberlo nosotros mismos, todo nuestro ser. Nada te falta: fortuna, juventud, hermosura; el mundo te halaga, vas a todas partes...; pero eso, sin amor, es un paisaje que le falta el cielo. Y el amor no lo encontrarás en los salones, no lo encontrarás en los pretendientes que te salgan, no lo encontrarás sino en mí, Francisco Javier Solano, la calamidad... Te digo más: y es que tú me adoras. ¡Vaya si me adoras! Lo mismito que siempre, aun cuando me lo hayas negado si he conseguido hablarte o verte a solas. Tus ojos decían que sí y tu boca que no... Yo creo a tus ojos, a los dos negritos.

—Mira —balbució ella, no sin un poco de sobrealiento y con la cara encendida—, tu conversación interesa; pero es la hora en que a algún amigo pueda ocurrírsele venir, y sabe Dios lo que pensarían... Estamos perdiendo el tiempo. Nuestras vidas van por distinta órbita... Es decir, que debes largarte.

—Esos amigos que vienen a verte, ¿serán pretendientes! No, no creas que voy a pedirte cuentas.

—Ni yo a dártelas...

Un instante permanecieron mirándose, como si desafiasen sus almas en aquel duelo incruento de dos voluntades. Los ojos cruzaron un relámpago. Y, de pronto, Solano, con movimiento lleno de soltura, el airoso gesto del que recoge una flor, rodeó el talle de Irene, la atrajo a sí, y ella, vencida, se dejó ir, sintiendo sobre su pecho, entre un vértigo que la desvanecía, el batir y golpear del corazón de Solano... Las palabras que éste murmuraba a su oído eran como una música distante, más suave, arrobadora.

—¿Lo ves? ¡Si yo lo sabía! En cuanto te acercases a mí... ¿Y qué tiene de extraño? ¿Lo ves, tonta, niña de mi alma? ¿Lo ves, gloria de mi vida?

Y lo primero que ella pudo articular fue, en tono de súplica:

—Mira, vas a irte... Te lo pido por favor... De un momento a otro espero gente.

—¿Gente?... ¿Qué gente?

Ni el uno ni el otro pensaban en lo que decían. Hablaban como se habla en sueños. Ella se desvanecía de felicidad.

—Gente, gente... Qué más da? Visitas...

—Si puedo volver esta noche..., te suelto ahora. Si no, me quedo, aunque venga el Papa.

Y la ahogaba a caricias, entre un susurro tierno, mientras ella, rendida, ya había olvidado la inminencia de las visitas anunciadas, que no eran invención para alejarle, sino un hecho cierto que ocurriría de un momento a otro.

Fue Solano, ducho en lances tales, el primero que recobró la razón.

—Te dejo, no quiero perjudicarte, ¿entiendes? A las diez vuelvo..., y de tus visitas nos vamos a reír. Tú aguardas a un aspirante a tu mano... ¿A que sí? ¿A que he adivinado perfectamente?

—No, te aseguro...

—¡Boba! Pero si yo no vengo con buen fin... Todo se sabe, niña, todo, y he oído esta temporada muchas cosas... ¿A que te las cuento y no las puedes negar? Álvarez del Páramo, el senador por Vitoria... ¡Vaya, vaya! ¡Era verdad! ¡Te has sobresaltado! Pues sosiégate: ¡entre ese señor y yo no hay competencia ni afinidad! ¡Dale con confundir, nena! Si está bien, muy bien. Lo más indicado. Gordo, personaje, cincuentón, sus cien mil de renta, algunos negocios, cacho de influencia política... A pedir de boca. Mira, es preciso que acabes de enterarte... No tengo veta de marido yo.

Y mientras ella, temblando aún, se alisaba el revuelto pelo, él, desde el umbral, la enviaba rápido halago de despedida...

—¡Hasta luego, mi delirio!

Era tiempo. En la antesala se cruzó con un señor apersonado, perfumado, pulcramente enguantado, que le saludó con llaneza cortés.

—Irene le aguarda a usted —advirtió Solano.

Y al estrechar la mano gruesa, un poco oprimida por el guante, añadió:

—¿Cuándo hay boda? En el Casino dicen que pronto...

—Malas lenguas, malas lenguas —murmuró el senador, recreciéndose satisfecho.

Confidencia

Nunca me había sido posible adivinar qué oculto dolor consumía a Ricardo de Solís, imprimiendo en sus facciones una huella tan visible de siniestra amargura.

Todos cuantos le veían experimentaban la misma curiosidad punzante, igual deseo de conocer el secreto —que había secreto saltaba a los ojos— de por qué aquel hombre parecía la tétrica imagen de la pena.

Los más sagaces ni presumían siquiera dónde podría hallarse la clave del misterio. Ricardo de Solís era soltero; su hacienda, mucha; limpia y noble su ascendencia; vigorosa su complexión; su presencia, gallarda. Alguien atribuyó su abatimiento a males físicos; su médico lo desmintió, asegurando que nada le dolía a Solís. Las damas cuchichearon no sé qué de amores imposibles y secretos lazos ilegales; púsose en acecho la malicia, fisgoneando como entremetida dueña, y sólo descubrió patentes indicios de una indiferencia suprema en cuestiones femeniles.

Se habló de pérdidas en Bolsa, de deudas, de usuras, de atolladeros sin salida; pero el agente que manejaba fondos de Solís, su abogado, sus proveedores, sus compañeros de Casino, desmintieron tales voces, declarando que no existían en Madrid cien fortunas tan saneadas ni tan bien regidas como la de don Ricardo. Por ninguna parte se veía el punto negro, y justamente el no verlo excitaba más la sed de saber y enterarse de lo que a nadie importa, sed que aflige y caracteriza a los desocupados e inútiles, o sea, a la mayoría social.

A mí también declaro que me daba en qué pensar el enigma; pero mi curiosidad —y perdónenme los demás curiosos— tenía alguna justificación, al modo que la tiene la crueldad del vivisector que despelleja a un conejo en interés de la ciencia. Cuanto más vivo, más voy creyendo en la Biblia en cuyas páginas se estudia el supremo saber de la humanidad. Como los rancios y primorosos horarios que iluminaba la mano paciente del monje en la Edad Media, el libro del corazón humano no tiene página que sea igual a otra. Como en esos mismos horarios, al lado de la página donde los ángeles, cercados de luz, saludan a la Inmaculada Doncella, está la página donde los vicios, representados al natural o en forma de inmundas alimañas, ostentan sin rebozo su fealdad y desnudez. Como en los mismos horarios, la impresión definitiva que produce en el alma el conjunto de divina pureza y desnuda fealdad, es una impresión religiosa.

Defendida así mi propia causa, diré que puse en juego todos los recursos decorosos y lícitos, todas las estratagemas de buena guerra, para descifrar el logogrifo viviente. Busqué con maña el trato de Solís, estudié el modo de atraerle a mi casa, le serví en dos o tres asuntos de poca monta y tuve la habilidad de presentarme como persona a quien son profundamente indiferentes las historias ajenas. No sé si lo creyó, pues la impertinencia de las gentes le tenía muy prevenido y en guardia; sé que aparentó creerlo, y estimó mi cauta discreción en lo que valía. Quizá lisonjeado por ella —la discreción es siempre una lisonja, pues implica respeto—, fue dejándose ganar al trato frecuente, siempre reservado, siempre serio, siempre mudo sobre lo esencial, lo que todos deseaban saber, y yo más que todos.

Cuando ya íbamos siendo amigos, me pareció notar que la escondida llaga de la vida de Solís se enconaba. La contracción de su rostro, lo torvo de su mirar, la expresión de condenado visible en ojos, boca y hasta en la nerviosa dilatación de la nariz —por donde exhalaba involuntariamente el suspiro de agonía a que los apretados labios no querían abrir camino—, eran otros tantos indicios delatores del desastre moral, sujeto, como el físico, a las leyes fatales de progresión. El alma de Ricardo de Solís naufragaba; hundida en las olas y sin fuerza ya para combatirlas, sacaba a flor de agua la cabeza, miraba con desesperación al cielo y volvía a sentirse absorbida por el remolino inexorable.

Al mismo tiempo que observé todos estos síntomas alarmantes, creí percibir otros... —¡cuán leves eran!, ¡cuán vagos!, ¡cuán indefinibles!— de una tendencia a quebrantar aquel horrible silencio, a deshacer el nudo de la garganta, a despedazar la glacial costra, dejando paso al torrente de lava que estremecía el subsuelo. Los librepensadores que hacen mofa de la confesión auricular desconocen la íntima contextura de nuestro espíritu, que rara vez puede resistir sin desfallecer el peso del secreto propio. El reo que, acosado, acorralado, con la sentencia de muerte encima, sabe que el confesar es peligroso, pero confiesa, porque no puede menos, saborea un placer inefable, cuya causa no adivina, porque ignora que la afirmación de la verdad complace a nuestra alma racional, como a nuestra vista la línea recta.

Tal era, sin duda, el estado psíquico de Ricardo de Solís: en varias ocasiones sospeché que le subía a la boca la confesión, y allí se paraba, espantada de sí misma. Y, por último, adquirí el convencimiento de que Solís —un día u otro, quizá mañana, quizá dentro de un año— hablaría, porque era necesario, era fatídico que hablase. Lejos de facilitarle ocasión, me esmeré más que nunca en que me creyese indiferente y distraída. Los cismáticos griegos se confiesan a una pared y no tienen rubor. Yo fingí ser de cal y canto, para que, al llegar la segura y tremenda confidencia, fuese absoluta, sin hipócritas reticencias, ni atenuaciones, ni distingos.

Una noche entró Solís. Nadie estaba conmigo; ardía mansamente la chimenea; la pantalla verde apenas dejaba filtrar la claridad del quinqué; el aposento se encontraba a esa fantástica semiluz que favorece la expansión de la confianza. Fuera zumbaba el viento de invierno, lúgubre y sordo; dentro la alfombra y las cortinas amortiguaban el ruido más leve. En el modo de saludar, de sentarse, de iniciar la conversación, comprendí ¡desde el primer instante! que aquella noche se descorría el velo misterioso.

He de confesar mi cobardía. A las primeras palabras de la historia de Solís sentí impresión tal, que quise rechazar la confidencia, y aconsejé al desgraciado que fuese a arrodillarse a los pies de un hombre bueno y justo, con facultad para absolver a los mayores culpables en nombre del que murió por ellos. Mi repulsa fue hábil, pues acrecentó en Solís el ansia de abrir su corazón.

—No hay sacerdote para mí —me dijo, ronco y tembloroso, apoyando en las manos la frente—. Ni hay sacerdote, ni yo quiero ser perdonado... ¡El perdón me horroriza! —añadió, rechinando los dientes—. No, no se asuste usted todavía. Ahora verá usted. ¿Usted sabe lo que quieren a sus hijos las madres? Pues pinte usted el cariño de cien madres de las más extremosas, y comprenderá usted lo que era la mía... No me separé de ella desde el día en que nací, y creo que eso mismo..., creo que el exceso... Lo cierto es que, cuando fui un minuto hombre, hirvió en mí un ansia insensata de libertad.

Quería vivir a mi gusto, no sé si mal, o si bien, pero dueño de mí, sin traba ninguna de voluntad ajena. Un instinto diabólico me llevaba a hacer todo lo contrario de lo que quería y aconsejaba mi madre. Sospecho que aquello tenía algo de manía o demencia. El alma es insondable. No sé cómo fue, puedo jurarlo; pero lo cierto es que la contradecía, la afligía, la maltrataba con rabia, primero de palabra, después...

Aquí Solís exhaló una especie de gemido convulsivo y calló. Yo me guardé muy bien de manifestar que me asustaba la revelación horrenda. Mi silencio y mi serenidad animaron al reo.

—Lo que más la angustiaba era el que yo bebiese..., y, sin ganas, bebía..., solo por mortificarla, por... Adquirí costumbre... Sucedió que una vez vine a casa... ebrio..., ebrio... Con toda la energía de su amor me reprendió, afeó el mal hábito..., y... después... quiso acostarme, cuidarme como cuando era niño... Salté furioso..., la rechacé brutalmente..., no sé lo que dije..., la amenacé, jurando que si se empeñaba en tratarme como a un muñeco, pegaría fuego a la casa... Y al decirlo, arrimé la luz que estaba sobre la mesa a una cortina... La llama subió de prisa, culebreando... Yo entonces tuve no sé qué vislumbre de razón, y huí pidiendo a voces: «¡Agua, socorro!» Por pronto que acudieron los criados, que ya dormían... mi madre..., desmayada, aturdida del golpe que le di al rechazarla..., caída en el suelo al pie de la cortina..., su traje en comunicación..., rodeada de llamas...

El parricida alzó la cabeza y clavó en mí dos ojos que eran dos ascuas vivas. Pedí a Dios que les enviase a aquellos ojos una lágrima..., y Dios, compasivo, debió de oírme, porque las ascuas se apagaron, se vidriaron... Un sollozo acompañó el fin de la confesión.

—Mi madre dijo a todos que ella misma, con la bujía, se había prendido fuego a la ropa... De allí a ocho días..., porque duró ocho días..., entre sufrimientos que hacen erizar los pelos... Las ballenas del corsé, de acero, incrustadas en la carne... La camisa adherida a la piel, que salió con ella a tiras...; los ojos, ciegos...; las costillas, descubiertas; el hueso del brazo, hecho carbón...

—Segura estoy —dije, interrumpiendo a Solís— de que su madre de usted, antes de morir, le perdonó y le bendijo.

Contestóme un ahogado grito del hombre que ya no podía reprimir la convulsión, y su voz, que apenas se oía:

—Eso..., eso fue lo malo... el perdón maldito... No, si yo no tengo remordimientos..., si yo no me arrepiento, no... Solo quiero me quiten aquel perdón..., y volveré a gozar, a reír, a tener amores, a comer, a vivir como los demás... El perdón... El perdón que me dio agonizando... ¡Ese perdón! ¡Ah! ¡Qué venganza tan infame! El perdón es lo que yo tengo aquí... ¡De eso me muero! Y seco ya el llanto, rugió una maldición y salió huyendo como en la noche de su crimen. Oí el portazo que dio, y quedé trémula, pesarosa de saber y queriendo saber más todavía.

No supe más. Ricardo de Solís no volvió a mi casa. Pocos días después desapareció de la villa y corte. Se cuenta que pasó al África, y que en Tánger se pegó un tiro en la sien.


«El Imparcial», 5 de diciembre de 1892.

Consejero

La silla de posta se detuvo a la puerta del convento con ferranchineo de ejes, entre repiques apagados de cascabeles y retemblido de vidrios, que gradualmente cesó. Un lacayo echó pie a tierra, y arqueando el brazo y presentándolo ayudó a descender al nobilísimo señor don Diego de Alcalá Vélez de Guevara, sumiller de cortina del rey, de su Consejo, y comisario general apostólico de la Santa Cruzada, y cuarto marqués de la Cervilla. Sus flacas piernas vacilaron al dar el salto, y su cara amarillenta, pergaminosa, se contrajo penosamente al herirla un picante rayo solar. Sus ojos, negros y duros, parpadearon un momento; volviose hacia el interior del coche, y ordenó:

—Baja.

Un crujir de seda, un espejear de reflejos de tafetán tornasol, el avance de un pie breve, de un chapín aristocrático... La mujer brincó ligeramente, con graciosa agilidad de paloma que se posa, y, sumisa y callada, esperó nuevo mandato.

—Entra —dijo don Diego imperiosamente.

Ella comprendió. Donde había que entrar era en aquel zaguán enorme, enlosado de piedra, en cuyo fondo se veía el torno monástico, la enorme puerta, de gruesos cuarterones y, encima de la puerta, un relieve en piedra, enyesado: la Virgen de la Angustia, con su divino Hijo sobre el regazo, muerto. Al pie del relieve, en anchas letras negruzcas, podía leerse: «Morir para vivir.»

Asió don Diego el cordón de la campana y dio tres toques, pausados, solemnes. Aún no se había extinguido el eco de las campanadas, cuando volteó el torno y asomó por el hueco del aspa la faz pacífica de una monja.

—¡Ave María!

—Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.

—¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.

Ruido de cerrojos, rechinar de llaves... La gruesa, sólida, grave puerta giró sobre sus goznes lentamente, y un perfume de rosas vino del jardincillo claustral. La joven compañera de don Diego respiró con avidez aquel aroma delicioso, y corriendo, se acercó a los rosales, que la hermana hortelana acababa de regar y en cuyas hojas brillaban resbalando las gotas de agua, trémulas y cristalinas. La voz severa de don Diego la interpeló:

—Aurora, ¿qué haces?

Se detuvo, intimidada. La luz diurna la hería de lleno; había dejado caer la capelina de su sobretodo de viaje, de fosca seda torzal con cambiantes rojizos, y la hermosa cabeza, ya casi desempolvada a fuerza de traqueteos del coche, se gallardeaba con el poderoso encanto de los dieciséis años, rubios y virginales. Un poco de miedo y otro poco de vergüenza —la vergüenza del mal que otros hicieron, la vergüenza de las almas puras— excitaban penosamente el corazón todavía infantil de Aurora. Y la tornera, compadecida, murmuró:

—¿Quiere rosas? Cortaré un ramo ahora mismo...

Don Diego hizo un gesto de reprobación, y murmuró secamente:

—Déjese de flores, hermana... No perdamos tiempo... Al locutorio.

El locutorio, blanco de cal, recibía sol de una reja exterior; la estera pajiza que cubría los ladrillos del piso estaba toda bañada en oro. Esperaron silenciosos mientras la tornera se precipitaba a avisar. Un Cristo se destacaba sobre la pared —un Cristo de talla, melancólico, que alzaba sus ojos piadosos y resignados hacia las vigas sombrías de la techumbre—. Aurora ni a respirar se atrevía. Se abrió una puerta lateral, y la abadesa, alta, majestuosa, muy semejante a don Diego en la cara, avanzó, tendiendo fuera de la amplia manga del hábito una mano fría y fina, que Aurora se arrojó a besar respetuosamente. La abadesa tomó asiento en un frailero; los pliegues de su sayal de lana blanca la rodeaban de un modo escultórico y señoril. Una mirada elocuente se cruzó entre los dos hermanos.

—Puedes salir al patio y coger rosas, Aurora —exclamó don Diego—. La hermana tornera te acompañará.

Solos quedaron la madre y el alto personaje de la Corte de Carlos IV... Él agachaba la cabeza, como persona a quien consumen melancolías y cuidados: ella movía los labios secos, como si rezase, y la viveza de la claridad que la alumbraba descubría los surcos de su tez y el afilamiento de sus delicadas facciones, que parecían labradas en marfil rancio, muy antiguo. Al fin, don Diego se resolvió.

—Te la traigo —murmuró en tono angustioso y confidencial—. Viene para quedarse aquí.

—¿Por mucho tiempo?, interrogó la abadesa.

—Para siempre... Es preciso que tome el velo cuanto antes. No tenemos segura la vida, Beatriz. Si faltásemos tú y yo..., podría volver al mundo.

—¿Y estás bien determinado, Diego? ¿Has consultado el caso con tu confesor, el venerable padre Argote? ¿Has meditado en conciencia esta tu resolución?

—Meditada está... Pudo mi justo enojo llegar a mayores extremos; pude casarla con algún criado de mi casa y confinarla en alguna de mis dehesas de Extremadura. La traigo a un noble recogimiento, al lado de mi propia hermana; ¿qué más puede pedir?

—Lo que debes advertir, Diego —insistió la señora—, es que Dios nos ordena ser clementes y perdonar a los que nos han ofendido. Con más razón, a los que en nada nos ofendieron; porque la ofensa está en la voluntad, y con la voluntad no pudo agraviarte tu... tu hija.

Los ojos negros y duros centellearon; las mejillas, marchitas y pergaminosas, se inflamaron como las de un viejo retrato al resplandor de un incendio, y la boca, austeramente desdentada, repitió con amargura:

—¡Mi hija!

—¿No pudiera serlo? —preguntó la monja, titubeando.

—No... Hermana, no me pidas explicaciones que remuevan el escozor de mi afrenta... Tengo pruebas, tengo testimonios, tengo la seguridad completa, absoluta... Es más: ella lo sabe. No me llama «padre», me mira con el mismo horror que la miro yo a ella.

—¡Diego! —imploró la monja—. Acuérdate de que todos somos pecadores, y de que Aquél nos redimió a todos.

La mano elegante, transparente al regio sol que atravesaba los hierros y derramaba calor y vida en el locutorio, señaló al Cristo resignado, sufridor, de abiertos brazos sobre el leño.

—¿Quieres que Diego, mi único hijo, venga acaso a morir sin descendencia, y mi casa, mi sangre, la represente esa... esa niña? ¿Quieres que yo consienta tal vileza y tal burla? ¿No he sido bastante escarnecido, no he padecido engaño bastante? Bien se habla desde la paz del claustro. En el siglo no pensarías así, hermana. ¡Que pague la hija de los pecados de... de la madre! Que pida a Dios, desde esta santa casa, por... los que murieron. ¿No lo haces tú, y tampoco delinquiste?

La abadesa se levantó, rígida, cruzadas sus manos de gran señora, y fue a arrodillarse delante de la santa imagen de la Misericordia infinita. Así, postrada, sin volverse hacia el inflexible vengador, balbució:

—Señor mío Jesucristo, Tú sabes que soy una miserable pecadora, indigna de tu bondad.

Don Diego también se había incorporado, y miraba a su hermana con estupor. La veía como antaño, sin tocas ni sayal, sin vejez, sin arrugas, alegre, reidora, vistiendo de brocatel rameado, tapando la boca con el abanico de marfil; la veía alzar el pie en un minueto de Palacio, y el pie calzaba estrecho zapatito de tafilete azul, y la media era calada, de torzal... ¡Oh juventudes, venenos vitales, hervores de la sangre, fermentos de la fantasía! También doña Beatriz Vélez de Guevara había sido moza; no se nace en el claustro, no se nace con monjil y rosario al cinto... La abadesa se levantó penosamente; el reuma la tenía medio baldada, y gran parte de su penitencia era el arrodillarse para orar, sin cojines ni reclinatorio.

—¡Diego de Alcalá! —pronunció enclavijando los dedos, suplicante, bajando los párpados sobre las pupilas llenas de lágrimas glaciales y abismadas en memorias.

Don Diego frunció las cejas. Cuando se conmovía, exageraba la fiereza del rostro.

—¡Se quedará aquí! —dispuso—. No puedo verla; me hace daño. Su cara bonita me parece más horrible que la de un monstruo... Es mi afrenta hecha carne. ¿Por qué quieres que la sufra respirando a mi lado?

—Que se quede —asintió la abadesa—. Pero si no tiene vocación..., no profesará. Que pueda volver al mundo cuando...

—Cuando yo muera, que será pronto —suspiró el cortesano viejo.

—Cuando des cuenta de tus actos a Aquél...

Los dos hermanos, magullados, doloridos por la vida, alzaron a un mismo tiempo la mirada hacia el crucifijo, esperando no haberle hincado más adentro los clavos de manos y pies. El sol, ascendiendo, había cesado de bañar la estera y glorificaba con reverberaciones de oros derretidos la imagen.

Consuelo

Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campana, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro —no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras—, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.

Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía destrozado el hueso de la pierna —fractura complicada, gravísima—. El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con los ojos abiertos, y vio cómo el bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada a que la enterrasen… Y no exhaló un grito ni un gemido; tan sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.

Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura; cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar a Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos…

Al escribir a su novia desde el hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta la carta siguiente, donde él participase su mejoría?

Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a regresar, a ver a su adorada, y que ella le vería también… , pero ¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta figura y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece; tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción y que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por caridad a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la impresión de su novia, cuando él llegase así, cojo y mutilado —él, el apuesto novio que antes envidiaban las amigas—. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados… . ¡qué triste sería, qué triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su futura… Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que surgía al canto del lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta de rompimiento y despedida eterna.

Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir a la calle, una tarde encontró de improviso a la que fue su novia, y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas e innoble pie… y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante grave y varonil.

Consuelos

María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.

—Aún es de más, mujer... Apaña esos cuartos, que falta te harán... Y, ¡qué carala!, vuelve por ti, que ese no es modo ni manera. A mí se me llevó Dios a cuatro rapaces, y para esos menos tengo que trabajar. Anda, que moza eres, y cuando vuelva tu mozo de servir al rey y casedes, verás... ¡A fellas que los chiquillos nácente y médrante más pronto que los carballos!

—Selme —respondió la costurera, con la misma frialdad—, coge ahí de la lacena una botella que hay mediada y echarás un vaso.

No hubo que decirlo dos veces. Mientras Selme revolvía la alacena, fueron entrando comadres y mocitas aldeanas, porque ya sabían el regreso del cantero con el ataúd a cuestas, y les picaba curiosidad de ver la caja bonita, un objeto de lujo. La señora Antonia, la viuda, tenía a su cargo el pésame y la oratoria consoladora, por ser la más suelta de lengua y de mejor explicación entre todas las viejas de la parroquia de Boiro. ¡Como que hasta sabía improvisar coplas!

—María Vicentiña, prenda de mi corazón... —exclamó la comadre, abrazando a la costurera—. Echa cohetes, que hoy le envías a Nuestro Señor del Cielo divino un ánguele. Dios está alegre, Nuestra Señora está alegre, el bendito San Antón está que hasta pega gargalladas, y los demás anguelitos..., todo se les vuelve cantar como locos. Llega allá, a los cielos divinos, tu neno, y lo reciben con violines, panderetas, conchas, gaita... ¡A fellas que oigo la música! ¡Dichoso dél! ¡En una caja así, tan preciosa, nos hubiesen llevado a nosotras, enfelices, que nos hemos pasado la vida sudando para ganar el triste comer! A tu neno ahora le regala rosquillas la Virgen, y San Antón le está poniendo una ropa toda de oro, y de plata, y de perlas, con unos fleques colorados... ¡Mujer, boba, María Vicentiña, alevántate, quita esas manos de la cara, no seas desagradecida con el Señor, que tanto bien te hizo!

La costurera se levantó, extendiendo los brazos para rechazar a la consoladora. Involuntariamente la despidió contra la pared. Silenciosa, avanzó hacia el jergón donde yacía el cuerpo, pero lo rodeaban las mocitas, admirando la gorra de moños y el traje con tiras bordadas. ¡Cuánta majeza! Por algo María Vicenta tenía aquella habilidad y aquellos dedos primorosos...

—¡Apartad, apartad! —mandó la madre, sin esforzar la voz; y las rapazas se desviaron, estremecidas sin saber por qué...

María Vicenta se echó al suelo, pegó el rostro al de su hijo y así permaneció un rato largo, sin llorar, sin moverse, cual si se hubiese dormido. Por fin, la llamaron, la sacudieron, gritaron a su alrededor:

—¡Los señores amos! ¡María Vicenta! ¡Érguete! ¡Están ahí los señores amos!

Rígida, muda, se levantó la costurera, mostrando respeto. Eran, en efecto, los señores, los propietarios de su humilde casa, los que le daban costura, la enseñaban a trabajar, la protegían bondadosamente. Eran los amos de la aldea, los dueños de la quinta; un caballero de barba gris, una dama cuarentona, muy retocada, de traje de percal incrustado de entredoses, sombrero y sombrilla de encaje negro. La pareja se aproximó a María Vicenta y la interpeló con dulzura:

—¡Sea todo por Dios! ¡Al fin se te murió la criaturita!... —dijo la dama—. En cuanto supe yo que tenía convulsiones, ¡cosa perdida! Así se nos quedó muerto un sobrinito monísimo, que era mi encanto... Tranquilízate tú ahora, María Vicenta, que, como estabas criando, puede arrebatársete la leche a la cabeza, y eso es muy serio. ¿Por qué no te vienes allá así que... en cuanto... «no tengas nada que hacer aquí?» Te pondremos la cama en el cuarto que cae a la carretera... Te distraerás con los compañeros en la cocina...

No hubo respuesta. La costurera, inmóvil, quizá ni escuchaba el murmullo sedoso y blando de las consoladoras frases. La señora, entonces, la cogió suavemente por un brazo, la arrinconó y le secreteó algo más personal y directo.

—Es preciso ser razonable, María Vicenta. Ya sabes que te hemos amparado en tu... «desgracia». Nada te ha faltado, ¿verdad? Ni asistencia, ni caldo, ni ropita para el nene... Ya ves, podríamos ser como otros, que en casos así despiden a las muchachas... Hasta el día antes de tu apuro, has cosido en casa, has tenido buena comida, que en tu estado... Después, lo mismo. Te llevaban el chico, le dabas de mamar; nadie te ha dicho una palabra desagradable. ¿Es cierto? Pues, hija, cuando Dios dispone lo que dispone..., por algo será. ¿No se te ha ocurrido que puede ser un castigo de..., de tu... ligereza? Recíbelo así; a título de castigo. Ten paciencia. A serenarse, y a vivir mejor desde ahora. ¿Eh? Aunque vuelva... ese, tu amigo de antes..., como si no existiera. Y si te persigue, le respondes: «No me propongas picardías... Soy la madre de un ángel». ¡Si hoy debías estar más contenta! ¡Debías reír! Conque ¿te vienes allá? Sin coser, por supuesto, en unos días... A distraerte...

La madre del ángel hizo con la cabeza signos negativos y trató de volverse hacia la pared. Las mocitas habían aprovechado la ocasión para meter el cuerpo en la caja. Selme la cerró y la tomó a cuestas; ya pesaba doble, pero a bien que hasta el camposanto el viaje era corto. Formadas en fila, las mujeres siguieron al cantero, y apenas fuera de la casa, alzaron las voces, el griterío obligado en todo entierro de aldea, lúgubre cuando acompañan a un adulto, regocijado cuando se trata de un niño. Aquellos clamores despertaron a María Vicenta...

Pegó un salto de fiera y se abalanzó al jergón. No quedaba en él sino la depresión leve marcando el sitio del cuerpo. Un alarido ronco, profundo, como de animal herido, salió de la garganta de María Vicenta, al desplomarse al suelo con el ataque de nervios. Se retorcía, se golpeaba, rugía... y también se reía, sí. Cumplía la consigna de reírse, con risa violenta, inextinguible, terminada, a cada acceso, en sollozos. El caballero y la dama se miraron, apurados, confusos. ¡Qué terquedad! ¿Pues no habían hecho todo lo posible para consolarla?


«El Imparcial», 23 de febrero de 1903.

Contra Treta...

Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.

—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...

—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...

El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!

Callaba el indiano y apenas comía, torturado por las punzadas de su hígado, o lo que fuese, mientras Martiño devoraba, saciando su estómago, condenado a caldo de berzas perpetuo; y cuando el anfitrión hubo pedido queso de Flandes y dulces, ¡que fuesen corriendo a la confitería a buscarlos!, creyó el Codelo ver el cielo que se abría, porque Camilo, lentamente, pronunció:

—Esa deuda, compañerito, hemos de ver como te la quitamos de encima... ¿Sabes? Y si puedes prestarme un cuarto en tu casa, ¿eh?, será conveniente, porque en Seigonde no tengo nadie ya. Mi padre murió, mi hermana se fue a servir en Buenos Aires y no sé de ella...

En un segundo, con la malicia cautelosa del aldeano, comprendió Martiño las ventajas de la combinación. El indiano chorrearía para todo...

—¡Asús! Aquella probeza para ti es, Camiliño... Cunchiña y yo dormimos en el fallado, y tú, en el cuarto de abajo.

—¡Por mí no incomodarse! Bien estará. Se han pasado muchas penalidades, compañero, que la plata no se gana sin sudores...

Aquella misma tarde, el tosco indiano, con sus dos baúles, su maletín, sus mantas, se instaló en la taberna de Martiño.

En la aldea se armó un escándalo de envidias y chismorreos. ¡El indiano había traído a Martiño en coche! ¡En uno de los coches de alquiler que en Marineda están de punto cerca del monumento erigido a un jefe superior de Administración! ¡Y para más, Martiño traía una cesta repleta de gallinas, pollos, carne, pan, café, azúcar en paquetes! La esposa de Martín, Cunchiña, sorprendida por el acontecimiento, lejos de mostrar ese descontento involuntario de las mujeres cuando sus maridos se vienen con algo que no se esperaba, dio señales de alegría, se deshizo en atenciones y se sonrió con su sonrisa más meiga para acoger al huésped, confundiéndose en excusas, ¡porque todo estaría tan mal! ¡Eran tan pobriños! Pero la voluntá allí la tenía el señor dispuesta...

—¡No diga señor! —protestó Camilo—. Soy de la parroquia, ¿sabe?

Cunchiña no sabía. Cuando el indiano salió de Saigonde era Cunchiña rapacita, hija de una costurera de Areal, y costurerita fue hasta casarse. ¡Ahora se veía tan esclava, teniendo que trabajar la tierra! Mientras trajinaba para arreglar lo mejor posible el cuarto del huésped contaba sus disgustos. El negocio de la taberna no les valía. Si al menos la taberna estuviese al borde de la carretera... Pero así, retirada, que no pasaba nadie..., una desdicha, señor... ¡Asús! ¡No tenían ni sábanas para la cama! ¡Cómo iban a hacer, Madre mía de la Angustia!

—No apurarse; una noche, de cualquier modo; mañana, todo se compra en Marineda, comadrita... Ahí va un billete de cien...

Al dar unas gracias que parecían un acto de adoración, Cunchiña fijó de soslayo la mirada de sus ojos verdes, limpios, sesgos, de pestañas rubias, en el forastero. Mirábala éste también un poco zaino, pero engolosinado, con la ojeada segura del hombre que ha luchado sin escrúpulos y ha ganado para darse ratos buenos. Abatido y enfermo, con todo eso Cunchiña le gustaba, y sentía el encanto de su habla mimosa y de su humildad de esclava que se ofrece. Se le haría llevadera la temporada de Seigonde con aquella comadrita, aunque no pensase en nada malo; era que siempre agrada más, ¿eh?, una cara agraciada y un habla mansita, zalamera, que un gesto de furia y una voz ronca...

Pocos días después teníanlo todo hablado los esposos entre sí, muy confidencialmente; se les había entrado su suerte por las puertas, y tontos serían si no la aprovechasen. Al indiano darle cuerda, darle cuerda..., y que fuese largando billetes de cien, de cincuenta, de veinticinco... Que tuviese a su gusto la cama, la comida; que no le faltase nada; su boca medida en el servicio... Pero tocante a otras cosiñas... ¡ay!, en eso, engañarle, entretenerle...

—¡No tengas miedo! ¡Está muy malo el pobriño! —contestaba la esposa—. Paréceme que cada día le va peor. Ayer echó cuanto había comido.

—No te fíes —contestaba Martín—. Hácense muy pillos por allá. Y lo otro, corriente; pero eso no, a fe de Martiño ¡porque te parto el espinazo de un palo, y a él le meto un cuchillo por las tripas!

—¡Bueno, hom, bueno, no te enfades! Si no fuera lo que nos lleva dado, que ya pasa de trescient...

La mano callosa del labriego tapó la boca de la mujer antes que puntualizase la suma.

—Tú no hagas sino lo que yo ordene, ¡y andarme derecha! —refunfuñó, con involuntaria explosión de celos brutales.

Cunchiña, sin embargo, no mentía; el indiano no insinuaba nada que fuese en mengua de la fe conyugal. Mostraba, sin embargo, cada día mayor deseo de tenerla cerca, de ser servido por ella, de no tomar nada sino de su mano; capricho de enfermo, de hombre, probablemente, sentenciado a morir pronto, minado por el sordo trabajo de un padecimiento que los médicos desesperaban de vencer, y para el cual sólo recetaban paliativos. El alma embotada de aquel hombre se despertaba al cariño, en la forma que podía, sin darse cuenta él mismo de la pureza y la profundidad del sentimiento. Un día, al fin, aquella alma sórdida, comprimida, tomó vuelo en el cuerpo, afinado por la enfermedad, y el indiano hizo a Cunchiña, cogiéndole una mano, proposiciones extrañas.

A la noche, el marido saltó colérico:

—¿Quiérese ir contigo ese peine? ¡Ya lo sabía yo, muller! Le voy a esganar hoy mismo.

—Pero si no es lo que te figuras, hombre... Si es otra cosa. Si es que le doy gusto para el cuidado de su mal. Dice que tengo mucha gracia en le presentar la comida. Y que me lleva para eso solamente, para no se quedar sin mí. Que mismo me ha cogido la afición, y que no se haría con otra persona para lo cuidar.

Con un solo vocablo regional, enérgicamente recargado, como una interjeción, expresó el marido su incurable desconfianza:

—¡Leria, leria!

Y, al mismo tiempo, bajo, cautelosamente, ordenó a la mujer:

—¡Tú contéstale que corriente, que sí; que tome el pasaje; que se entere de cuándo hay barco! Dile amén a todo. Y ende estando yo informado...

Se hizo como lo ordenaba el legítimo dueño de Cunchiña. Derrochó disimulo el aldeano, cazurro y precavido por costumbre. El indiano, al anunciarle que se volvía allá, llamado por los inflexibles negocios, entregó a Martiño los doscientos pesos que habían de cancelar su deuda. Cuando tuvo este rasgo de generosidad, en los bolsillos de la americana guardaba los dos pasajes, y el corazón le latía de gozo: ¡iba a viajar cuidado por Cunchiña, y la tendría a su lado, atendiéndole sólo a él, limpiándole el sudor de la angustia gástrica con su pañuelo de lienzo, que olía a manzanas camuesas!

Estaba acordada la marcha para el día siguiente, de madrugada. En secreto, el indiano había advertido a Cunchiña de lo que debía hacer: a pretexto de despedirle, se quedaría escondida dentro del barco; Martiño no subiría a bordo. Al complot ilegal siguió el legal. Marido y mujer se concertaron. Pasaron en vela la noche. Antes del amanecer estuvieron dispuestos. En breve escena violenta, ayudando Cunchiña, con vigor no suponible en sus brazos mórbidos, el indiano quedó amarrado a la cama por fuertes sogas, amordazado, tapado con sus ropas, asfixiándose. Martiño se apoderó de los billetes del barco, de la cartera, del reloj, de las mantas, de cuanto valía. Un coche encargado de víspera aguardaba en la carretera. Los esposos subieron a él, y salieron arreando hacia el puerto. Cuando fue auxiliado el indiano, que estaba en las últimas y deliraba con la calentura, llevaban marido y mujer cinco horas de navegación.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1912.

Cornada

Una corrida en un pueblo, al estrenarse plaza, es un acontecimiento y da que hablar para el año todo; y si se trata de una ciudad del Norte, en la cual no existe ni ambiente ni verdadera afición, el alboroto es mayor aún. Cada cual se cree en el caso de echárselas de entendido, y se arman apuestas y polémicas sin fin.

Tal sucedía en Nublosa, donde desde hacía tiempo se venía procurando atraer en verano gente forastera, y con igual objeto se celebraban festejos, aumentando gradualmente las atracciones y soñando con terminar la famosa plaza mudéjar, de ladrillo, admiración y envidia de las demás ciudades de la región. Merced a la liberalidad de un indiano, don Tomás Corretén, terminose la plaza en menos de dos años; y como el generoso nublosense, que tanto amaba a la ciudad que le vio nacer, falleciese al poco tiempo de haber asegurado la construcción de la plaza con unos cuantos miles de duros, los diarios publicaron necrologías sentidísimas, y se habló de erigirle un monumento.

Dejaba don Tomás una viuda joven y no mal parecida: en opinión general, el mejor partido de Nublosa, pues el indiano la había instituido heredera de su capital, en perjuicio de los sobrinos y demás parentela.

—¡Lo que es la suerte de las personas! —repetían en tono enfático las comadres, recordando que aquella Carmela Méndez, hija de un empleadillo, en otros tiempos iba a la compra con una toquillita al pescuezo y echando los dedos por las botas rotas—. ¡Y ahora, gran casa, cercada de jardín, construida por el indiano en lo mejor de Nublosa; coche reluciente de barniz, forrado de seda, con lacayos enlutados; treinta mil duros de renta, una vida de abadesa; cocinera, capellán!…

No pocas damiselas casaderas del pueblo le envidiaban a Carmela la herencia, y también, con más secreta envidia, la viudez, ¡la libertad! Porque actualmente Carmela, libre de toda presión, de toda traba, iba a poder hacer su gusto: a casarse de nuevo, quizá con el joven vizconde del Pinabete, que era lo más entonado y a la vez lo más atractivo en hombres de Nublosa… Y Carmela Méndez sería vizcondesa y se trataría con lo mejor…

Había que decirlo en honor de la verdad: Carmela Méndez guardaba su luto. Al principio supusieron los maliciosos que no tardaría la viudita ni tres meses en romper a divertirse, con todo el arranque de la edad en que la mujer siente más ansias de goces: la treintena. Desmintiose la profecía y, dos años y medio después del fallecimiento del esposo, aún estaba Carmela en el período de los paseos en coche cerrado y por sitios solitarios, y todavía las blancuras del alivio no alegraban el negro mate de sus vestiduras.

¡Fue una sorpresa fulminante la de Nublosa al enterarse de que a la corrida inaugural de la plaza, que se debía a la generosidad del indiano, asistiría su viuda!

Se sabía positivamente. Ella se lo había dicho a sus amigas, a cuantas iban a verla; no hacía misterio alguno. Proclamaba que, habiéndose construido la plaza con dinero de su esposo, y siendo, por tanto, propiedad suya gran parte de las acciones emitidas, encontraba natural ir, como hubiese ido él, y ocupar el palco que se había reservado a perpetuidad el bienhechor. Y ya, de asistir, quería presentarse según corresponde, y había encargado a Madrid el más suntuoso mantón de Manila, blanco sobre negro, y la más rica mantilla de blonda blanca. ¡Al fin! Era previsto. Tanto retiro, y ahora salir por ahí… Sólo dos o tres la defendieron; la mayoría dijérase que la acriminaba por el decoro guardado hasta entonces, peor que si desde el primer día hubiese llevado vida divertida y echando a rodar hasta las apariencias…

Puede afirmarse que, más que el afán de ver cosa tan completamente nueva para Nublosa como una corrida, arrastró a la gente el deseo de admirar a Carmela con su mantilla y su pañolón…

Y no lo habían previsto todo. No se calculaba la majeza con que se presentó la viuda de Corretén. El tendido se amotinó al entrar ella. Peinada con provocativos rizos; acribillado el moño de brillantes, con peineta magnífica de brillantes y rubíes; agobiada la cabeza por puñado enorme de blancos claveles; vestida con escotado traje de «glasé» negro, sobre el cual caían las ondas de la mantilla; calzada con la mayor coquetería, Carmela representaba seis años menos. ¿Era ella misma, la de los crespones, la del ropaje de lana, la de las sartas de cuentas de madera comprimida? Nadie miraba sino a su palco. Fue tal la impresión de los espectadores, que el primer espada, el ya famoso Ramón Colmenares, «Moreniyo», ávido de aplausos, ansioso de gloria como ninguno, extrañó que la plaza se distrajese, alzó la cabeza, miró:

«¡Valiente cosa! ¡Una mujé como mir mujeres!», pensó para sí.

Pero uno de la cuadrilla, el más sabido, Antoñón er Salao, explicó en dos palabras:

—¡La viuda er dueño e la plasa! ¡Una jembra con má miyone que er Banco, niño! Y dende que enviudó, metía en casa como la monha… Y su primer salía…, por ti, ya ve…

Moreniyo, sonriente, se acercó al palco, llegado el momento de despachar al Concha y Sierra, y con palabras galantes, a su modo, brindó el toro, sacudiendo hacia atrás, de un movimiento de cabeza, la airosa montera, y caminando luego hacia el astado bruto con un desenfado y una gallardía que no siempre, decían los críticos taurinos, demostraba. Porque Moreniyo era un torero justamente elogiado, pero desigual: tenía momentos sublimes y tardes fatales, en que no daba pie con bola. El público le repartía indulgencia y entusiasmo, porque, si desacertaba, de cobarde nunca podía motejársele, y cuando estaba de vena, era realmente un portento. Además, prevenía en su favor la cara de color aceitunado fino, los ojos brillantes y rasgados, la boca, que alumbraba con nacarina luz el resplandor de la intacta dentadura, y aquel garbo suyo, aquel gentil diseño de un cuerpo que ante el peligro no perdía jamás su elegante apostura, y en el cual un escultor genial pudiera personificar «el quiebro».

—¡Hoy etá pa eyo, vaya si etá! —murmuró el mozo de estoques, respondiendo a una ansiosa pregunta que desde la barrera le dirigía «la afición» de Nublosa.

¡Que si estaba! Al terminar el brindis, desde que sus ojos se habían encontrado con los de Carmela, el diestro percibía el extraño y característico síntoma de los días triunfales. Una sensación de calor y un gusto a vino añejo en el paladar. Al menos, él así creía poder definir la excitación gozosa que le impulsaba, infundiéndole seguridad, como la de los grandes capitanes que olfatean la victoria. En tales momentos aseguraba Moreniyo que ni sabía lo que se toreaba, y que, dejándose llevar del instinto, todo le salía como «la propia rosa». Esta vez, por lo menos, así fue. El trasteo, los quites hasta cuadrar a la fiera, la única y limpísima estocada con que lo despachó redondo, metiéndose en la cuna con inverosímil seguridad…, todo parecía faena realizada en sueños, sin el esfuerzo que la realidad siempre impone…

La plaza se venía abajo literalmente. Tabacos, sombreros, volaban al ruedo, entre aclamaciones frenéticas. El hielo del carácter reservado y dormilón de Nublosa se había roto. Ya nadie se acordaba de Carmela y su aparición radiante.

Digo mal… En los palcos había un rumoreo.

—Le ha brindado este toro, y ella no le ha dado nada.

—No sabrá que es costumbre…

—¿No ha de saber?…

—Entonces, es bien raro…

Moreniyo ejecutaba su paseo alrededor del ruedo, agradeciendo, con el ademán característico de la mano y del brazo. Al llegar delante del palco de la viuda, su mirada era insistente, vanidosa, vencedora: «¿Eh? ¿Qué tal? ¿No es jasí como un toro se espabila?».

Al otro día se supo en Nublosa que Moreniyo había estado más de una hora de visita en casa de Carmela, adonde había sido llamado para entregarle una sortija con grueso brillante. La gente se escandalizó un poco, porque el brillante, de fijo, había pertenecido al difunto. No podía ser otra cosa: no había ni tiempo de que Carmela hubiese adquirido la alhaja. Como el torero se fue aquella tarde misma, cesaron pronto los comentarios.

Dos meses después se ausentó también la viuda: su rumbo era a Sevilla y París.

Hasta tres años después no reapareció en Nublosa, casada con un guapo mozo, en quien era difícil reconocer al un día tan célebre Moreniyo. Llevaba bigote y vestía como el más atildado. La cosa se sabía, pero sin detalles.

Y Carmela dijo a una de las pocas amigas antiguas que se arriesgaron a visitarla:

—Estaba resuelta a casarme con el primer pretendiente que me gustase y fuese hombre de bien. Nada más. Y a escoger yo, y que no me escogiesen. Y a no consultar a nadie lo que sólo a mí me importaba. Y a conducirme tan bien con el segundo que yo elegía como me porté con el primero, a quien le estoy agradecidísima, pero que…, a la verdad…, tenía setenta años y un catarro crónico…

Por su parte, Moreniyo había dicho a un confidente:

—¡Sangre del arma ma costao dejá el ofisio! ¡Ya se sabe! Pero, hiho, una día o el otro lo había de dejá de una corná…, ¡y de buena corná lo he dejao!…

Corpus

En el sombrío y sucio barrio de la Judería vivían dos hermanos hebreos, habilísimo platero el uno, y el otro sabio rabino y gran intérprete de las Escrituras y de las doctrinas de Judas-Ben-Simón, que son la médula del Talmud.

De noche, cuando cesaba la tarea del oficial y las lecturas y oraciones del teólogo, se reunían a conservar íntimamente, se confiaban su odio a los cristianos y su perpetuo afán de inferirles algún ultraje, de herirles en lo que más aman y veneran.

Nehemías, el platero, proponía atraer a la tienda al primer niño cristiano que pasase y sangrarle para tener con qué amasar los panes ázimos de la venidera Pascua. Pero Hillel, el rabino, decía que ésa era mezquina satisfacción y que a los cristianos no había que sustraerles un chicuelo, sino a su Dios, a su Dios vivo, al mismo Rabí Jesuá, presente en el Sacramento.

Quiso la fatalidad que un día, cuando ya se acercaba el Corpus, se descompusiese la magnífica custodia de plata, el mejor ornato de las procesiones, y como en el pueblo sólo Nehemías era capaz de componerla, al tenducho del hebreo vino a parar la obra maravillosa de algún discípulo de Arfe.

La vista del soberbio templete, con sus tres cuerpos sostenidos en elegantes columnas y enriquecidos por estatuas primorosas, con su profusión de ricas molduras y de cincelados adornos, enfureció más y más a Nehemías y a Hillel. Rechinaron los dientes pensando que mientras el señor de Abraham y de Isaac ve arrasado su templo, el humilde crucificado del cerro del Gólgota posee en todo el mundo palacios de mármol y arcas de plata, oro y pedrería. Una idea infernal cruzó por la mente de Hillel el rabino; la sugirió a su hermano, y fue dócilmente realizada.

Nehemías forjó para sí una llavecita igual a las tres que abrían el sagrario y que guardaban en su poder tres dignidades del Cabildo. Entregó a su tiempo la custodia bien compuesta, limpia, resplandeciente, y esperó ocasión propicia de utilizar su llave.

La ocasión ha llegado. Hillel, que aguarda con el corazón palpitante de esperanza y ansiedad, abre la puerta a su hermano, el cual se desliza furtivamente, escondiendo algo bajo los pliegues de su mugrienta hopalanda. Un rugido de gozo del rabino contesta a las sordas frases del platero, que murmura:

—Lo traigo aquí.

Y acercándose a la mesa, arroja sobre ella un paño que Hillel desenvuelve, y dentro del cual, ¡oh alegría salvaje!, aparecen siete transparentes y delicadas Hostias.

—Los ojos de Hillel despiden lumbre. Una risa espasmódica desgarra su laringe, y con furia de demonio escupe dos veces sobre las Formas sacras. Su rostro, alumbrado por la luz dura y amarilla del velón de tres mecheros, recuerda las esculturas de rabiosos sayones que en los pasos tiran de la cuerda o golpean a Cristo...

—¡Ése es su Dios, su Mesías! —exclamaba el talmudista con infinito desdén.

—¿Qué te parece, hermano? ¿Cómo le burlaremos mejor? ¿Se lo echaremos a la marrana? ¿Lo revolveremos con la basura del estercolero?

—Hillel —contesta Nehemías, que ha permanecido inmóvil—, no sé qué decirte; me siento temeroso y confuso. Si ese pan no es más que pan, al ultrajarlo procedemos como el niño que no sabe dirigir sus actos y se entrega a cóleras necias. Si ese pan es realmente el Mesías de los cristianos, ¡ah!, entonces vivimos en tinieblas los que no quisimos reconocerle por el Hijo de Dios.

Hillel mira a su hermano con asombro y desprecio profundo; pero el platero, torvo y trémulo, exclama:

—Has de saber que esas Hostias pesaban como si fueran de plomo. Hillel, haz tú lo que quieras con ellas. Yo te las he traído, pero lavo mis manos; no caiga sobre mí la iniquidad.

El rabino crispa el rostro para sonreír con ironía inmensa, ocultando la amargura que le causa la flaqueza de Nehemías, y de pronto, arrojando al suelo las Formas, las patea y danza sobre ellas con frenesí, para reducirlas a partículas impalpables, que se confundan e incorporen a la inmundicia del suelo...

Al cabo de diez minutos, cuando el judío, sudoroso y con la vista extraviada, se detiene y mira a ver si aún quedó algún fragmentillo de las Hostias, ve que todas siete están enteras, en fila, blancas como pétalos de azucena, tersas, inmaculadas...

Nehemías se convirtió y fue bautizado. Las Hostias milagrosas no se guardan ya como reliquias, porque en cierta grave enfermedad una reina de España quiso comulgar con ellas, y a esta comunión se atribuyó su restablecimiento.

Corro de Sombras

En los Campos Elíseos. Una luz difusa y sin brillo ilumina un boscaje de hojas de un verde mate y flores que parecen transparentarse al través de un tul. Al centro del boscaje, un prado de hierba menuda, espesa y también enflorecida; estrellitas de oro, margaritas blancas la salpican graciosamente.

Una sombra sale del boscaje. Detrás de ella asoman otras muchas que van agrupándose en el prado. Al decir sombras, debe entenderse que son cuerpos, pero cuerpos en extremo sutiles, despojados del gravamen de su materia y rellenos como buñuelos de viento de algo más fino y leve que la carne y los huesos y las vísceras y la sangre mortal. Quedan, sin embargo, bien patentes las formas que revistieron en vida, y nadie podría desconocerlas; son celebridades, poetas, oradores, conquistadores, semidioses, humanidad superior. Se acercan y cambian impresiones en voz algo sorda, perceptible, sin embargo.

LA SOMBRA DE ORFEO: ¿Qué es eso? ¿Vuelve el tedio a dominaros? Aquí de la lira de oro. Os cantaré mis versos, oiréis un himno que no conocéis aún.

LA SOMBRA DE AQUILES (A LA SOMBRA DE HÉCTOR): Antiguo enemigo mío, tú, a quien maté y arrastré por los talones alrededor de los muros de Troya, ¿te entretenía la música? A mí, seamos francos, no es cosa que me divierta mucho. Y el bueno de Orfeo, cuyo mérito reconozco, se pone pesadito con sus himnos y sus arpegios. No me extraña que las mujeres del monte Rodope le hicieran pedazos.

LA SOMBRA DE HÉCTOR (confidencialmente): En cuanto empieza a preludiar, el sueño invade mis párpados. Sólo de pensarlo… ¡Aaaah! (Bosteza).

LA SOMBRA DE PLATÓN: ¿Por qué no disertamos, como se acostumbraba en mis sobremesas, de la naturaleza del alma, de la índole del amor expresada por la contemplación…?

LA SOMBRA DE SÓCRATES: Mejor sería disertar de moral y de política. Son cosas más inmediatamente aplicables al bienestar y a la utilidad de los ciudadanos.

LA SOMBRA DE CICERÓN: De política especialmente, de política. Sin política no hay patria. La política romana de mi época fue la causa de que…

LA SOMBRA DE MARCO ANTONIO: ¡Válgame Júpiter! Ya se prepara éste a endilgarnos por centésima vez su historia. Va a salir a relucir lo de mi enojo por sus últimas arengas, y lo de las listas de proscripción, y lo del presagio de los cuervos, y lo de cómo tendió la garganta para ser degollado más pronto, y lo de las bofetadas que le descargó mi dulce esposa Fulvia a la cabeza cortada antes de atravesar la lengua con aguja de oro… A la verdad, estamos harto saturados de este episodio histórico… ¿Verdad que ya por un oído nos entra y por otro nos sale?

LA SOMBRA DE CLEOPATRA: ¿Quieres que les distraiga yo refiriendo lo del áspid? Es posible que este relato…

LA SOMBRA DE AGRIPINA: A mí tampoco me falta qué narrar. Tengo una biografía de las más complicadas…

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Amigos míos, nada contéis. ¡Si aquí todos nos conocemos! Y yo, que tanto y tan a fondo he conocido al género humano, os digo que es preciso estar siempre ensartando cosas nuevas, sean verdaderas o falsas, para recrearle. ¿Sabéis el secreto de este corro y de estas proposiciones de hablar de lo que a cada uno le interesa o le interesó? Que el inmenso aburrimiento, del cual hemos padecido en vida, nos sigue al beato recinto donde los dioses nos trajeron para honrarnos. Y si no, decidme, ilustres sombras: ¿os divertís mucho en estos prados? ¿Anheláis permanecer aquí siempre?

LAS SOMBRAS (a un tiempo): No, no, no.

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Sin embargo, ésta es la beatitud, y habéis sido bien desgraciadas allá en la tierra. La traición y la ferocidad os rodearon como manada de hienas carniceras en busca de víctimas. A ti, Orfeo, en premio de encantar y civilizar a tus contemporáneos, te hicieron picadillo y lanzaron al mar tu cabeza. A ti, divino Aquiles, cuando te ofrecías a la muerte por vengar los agravios de los atridas, un atrida te quitó a la mujer amada. A ti, Héctor, te arrastraron de los pies, entre polvo y sangre, por las culpas de Paris, que entretanto se solazaba con Helena. A ti, Sócrates, se te acusó de impiedad y de venalidad, y te hicieron beber de una salsa verde que te impulsó a sacrificar un gallo a Esculapio porque te curaba de la vida. Tú, Cicerón, recordarás que fue tu discípulo predilecto el que enseñó a la tropa que venía a sacrificarte el camino por donde acababas de huir. A ti, Marco Antonio, la reina de Egipto, por quien te perdías, te abandonó en la batalla. A ti, Agripina, fue tu hijo quien te envió los asesinos: habías sido criminal por él, por darle la diadema, y te lo pagó con el matricidio aquel Barba de Cobre… Y tú, venerable Homero, ¿no mendigaste? Y tú, Safo, la del largo velo, todo chorreante de agua salobre, ¿no fue el ascua de dolor sobrehumano y de inquietud infiel lo que quisiste apagar al arrojarte del promontorio…?

LAS SOMBRAS (a la vez): No obstante… Con todo eso… En la actualidad…

LA SOMBRA DE OCTAVIO (con indulgencia): Bien, no digáis más… La inconsecuencia de los deseos humanos es una de las cosas sencillas y naturales que los necios no comprenden. Se nos arguye lo que queríamos ayer para confundir y condenar nuestro querer de hoy, y es lo mismo que si nos arguyesen con nuestra figura y nuestra conformación del tiempo en que éramos muchachos, para persuadirnos de que no somos viejos… Amigas sombras (que hayáis sido o no amigas cuando andábamos por allá), no os avergoncéis de obedecer la ley que a todos se nos impone, a grandes y a pequeños, a los ilustres y a los que pasan por la tierra como el aire por las frondas, sin dejar rastro… Los grandes y los pequeños…, son, antes que grandes y que pequeños, hombres y mujeres. Tienen más de común que de diverso… Y vosotras os aburrís, ¡oh sombras ínclitas!, como si fueseis menos que hombres, como si fueseis ostras del lago Lucrino, aquellas que tantas veces nos hicieron chuparnos los dedos, ya crudas, ya confitadas en miel. ¡Oh!, ya sabéis que no fui glotón, pero he querido conocer todas las sensaciones sin ser esclavo de ninguna.

LA SOMBRA DE CICERÓN: Ya que tú, tan morigerado, comprendes nuestro estado de alma…

LA SOMBRA DE AGRIPINA: Ya que te das cuenta de que aquí, donde dicen que estamos en la gloria, no se pasa muy bien…

LA SOMBRA DE MARCO ANTONIO: Ya que nos has entendido, sácanos de aquí. Sagaz político fuiste: haz una negociación que nos redima.

La sombra de Octavio desaparece, ocultándose detrás del boscaje. Pasada una hora, regresa el augusto. Viene con ese aire, a la vez reservado y satisfecho, que adoptan los diplomáticos cuando les sale bien una combinación enrevesada.

LAS SOMBRAS TODAS: ¿Has logrado que nos permitan volver a esa maldita tierra?

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Sí, el sumo Jove me lo otorga, pero bajo condiciones que no sé si aceptaréis.

LAS SOMBRAS: Vengan, vengan.

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Recobraréis vuestros cuerpos, aquellos pícaros cuerpos con los que hicisteis mil travesuras: mas no recobraréis las condiciones y situaciones que disfrutabais; os veréis en otras muy inferiores. Tú, divino Orfeo, serás músico de murga.

LA SOMBRA DE ORFEO: ¡Qué horror!

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Tú, Aquiles, el de los pies veloces, serás cojitranco… Tú, Platón, serás estudiante de filosofía en el Instituto… A ti, noble Sócrates, te encasillarán entre los de la mayoría… Cicerón, renacerás tartamudo; Marco Antonio, serás sargento de Infantería… ¡Y las pobres señoras Cleopatra, Agripina y Safo! Su porvenir es de lo más incierto y de lo más equívoco… Con decir que Safo será poetisa y hará versos a un geranio, y se los publicará un semanario de su pueblo, que se publica cada dos meses…

Las sombras permanecen confusas algunos instantes. Por fin recobran voz y movimiento, y murmuran: «Si no hay remedio… Si Jove lo quiere… ¿Y cuándo salimos de aquí?».

LA SOMBRA DE OCTAVIO: Ahora mismo…, si gustáis.

Las ilustres sombras se precipitan, se empujan, vuelan, desaparecen. Octavio se queda solo. Mueve la cabeza, sonríen sus delgados labios; se envuelve mejor en su clámide, y poco a poco se pierde entre los árboles, murmurando entre sí: «Buen viaje…, y divertirse. ¡A mí no me engaña segunda vez la histrionisa de la vida!… ¡La conozco!…».

Crimen Libre

Los tres que nos encontrábamos reunidos en el saloncito de confianza del Casino de la Amistad nos habíamos propuesto aquella tarde arreglar el Código y reformar la legislación penal con arreglo a nuestro personal criterio. Lo malo era que ni con ser tan pocos estábamos conformes. Al contrario, teníamos cada cual su opinión, inconciliable con los restantes, por lo cual la disputa amenazaba durar hasta la consumación de los siglos.

Tratábase de un juicio por Jurado, en que una parricida había sido absuelta; así como suena, absuelta libremente, echada a pasearse por el mundo «con las manos teñidas en sangre de su esposo», exclamaba el joven letrado Arturito Cáñamo, alias Siete Patíbulos, el acérrimo partidario y apologista de la pena de muerte bajo todas sus formas y aspectos. La indignación del abogado contrastaba con la escéptica indulgencia de Mauro Pareja, solterón benévolo por egoísmo, que todo lo encontraba natural y a todo le buscaba alguna explicación benigna, hasta a las enormidades mayores.

—Sabe Dios —decía Mauro— las jugarretas que ese esposo le haría en vida a su amable esposa... Los hay más brutos que un cerrojo, créalo usted y más malos que la quina, y el santo de los santos pierde la llave de la paciencia, agarra lo primero que encuentra por delante, y izas! Entre matrimonios indisolubles existe a lo mejor eso que puede llamarse «odio de compañeros de grilletes»... El jurado habrá visto muchas atenuantes, cuando absolvió a la mujer.

—Perfectamente —refunfuñaba Cáñamo, cuyo bigotillo temblaba de biliosa cólera—. Ya sabemos lo que son jurados. En tocando la cuerda de la sensibilidad, capaces de echar a la calle al mismísimo Sacamantecas. A ese paso, la seguridad, la vida de los ciudadanos llegará a depender del capricho de unos cuantos ignorantes, que ni han saludado el Código. Ahí tiene usted las consecuencias funestas..., ¡sí, funestas, no me desdigo!, de las lecturas perniciosas, de las nocivas teorías de mosié Lucas...

Este mosié Lucas es un abolicionista anterior al año 30, y de quien no se acuerda nadie en el mundo sino Arturo Cáñamo, para impugnarle una vez por semana en el casino de Marineda.

—Pero hombre —arguyó Pareja— ¿usted cree que los jurados han leído a ese mosié ni nada? Y los magistrados tampoco, si usted me apura... Para leer estaban ellos... Lo que hay es que a veces..., ¡qué demonio!, los que parecen crímenes no son, bien miradas las circunstancias, sino delitos..., y yo, jurado, probablemente absuelvo también a la infeliz.

—Usted, jurado, desorganizaría la sociedad más aún de lo que está...

—Pues Dios nos libre de usted, magistrado, que es capaz de ahorcar al nuncio...

—Y tanto como le ahorcaría, si el nuncio delinque...

Cuando la gresca llegaba a enzarzarse mucho, yo intervenía prudentemente para templar los ánimos, adoptando la estrategia de dar la razón a todos, con lo cual lograba no dejar contento a ninguno.

—Señores, eso de que una mujer escabeche a su marido, y el Tribunal la mande a la calle, fuertecito es. Con algunos años de presidio...

—¡Presidio! —gritaba Cáñamo—. ¡La casi impunidad! ¡Un fantasma de vindicta pública! ¡Hipocresía y desmoralización!

—¡Presidio!... —exclamaba Mauro—. Cuando regularmente quien merecía el presidio sería el difunto.

Y ande la marimorena.

Mientras ellos se peleaban, me asaltó con lúcida precisión un recuerdo. «A ver si los pongo en apuro y doy nueva dirección a sus ideas», pensé, mientras humedecía un terrón de azúcar en kummel y lo chupaba con golosina.

—¿No les parece a ustedes —pregunté en alta voz— que por muy lista que supongamos a la Policía y muy rigurosos y sagaces que sean los jueces, siempre habrá más crímenes impunes que descubiertos y castigados? ¿No les parece también que existe un orden de crímenes que no puede estimar como tales la ley, y, sin embargo, revelan en su autor más perversidad, más ausencia de sentido moral que ninguna de las acciones penadas por el Código?

Arturito me miró con los ojos blanquecinos y turbios, que parecían los de un pez cocido acabado de salir de la besuguera; Pareja sonrió como si medio entendiese.

—¿Quieren un ejemplo? —añadí—. Pues se lo voy a dar, refiriéndoles un caso que presencié años hace.

Arturito dijo «que sí» con la cabeza; el sibarita de Mauro encendió un puro con sortija, y yo principié:

—Era un invierno de ésos de prueba que saltan a veces en Madrid. Nunca he visto días de sol más claro y brillante, ni cielo azul más limpio; aquello era un trozo de raso turquí: de noche, las estrellas resplandecían lo mismo que diamantes; hacía una luna soberbia; todo hermoso, pero con un frío... vamos, un frío de los que cuajan la sangre y hielan en el aire las palabras. Por la mañana perdía uno lo menos hora y media deliberando si echaría o no la pierna fuera, intimidado ante la perspectiva del cuarto de la posada, en cuya atmósfera ya no quedaban ni rastros del braserito de la víspera; con el terror al lavatorio en agua casi sólida; a la inevitable salida a la nevera de los pasillos o al comedor, donde tampoco reinaría la más dulce temperatura...; y a veces acababa uno por seguir los malos consejos de la pereza, dar al diablo el hato y el garabato, y quedarse entre sábanas, en el cariñoso nido del hoyo del colchón, leyendo algún libro, sin sacar fuera más que la punta de los dedos, porque la mano entera se volvería sorbete.

Sólo que esta debilidad de pasarse la mañanita en las ociosas plumas se pagaba cara después. Como al fin y al cabo no había más remedio que levantarse, lo realizábamos a mediodía, y no lográbamos ya entrar en reacción. El aseo se hacía de mala gana y de un modo incompleto: salía uno a la calle forrado en cobre, con el gabán ruso que aquel año principió a llevarse, y al sentar el pie en el umbral, al recibir el primer latigazo sutil de un cierzo afilado como navaja barbera, se le encogía el espíritu, se le ponía carne de gallina, se le secaban los labios igual que al contacto de un hierro candente, y no tenía fuerzas sino para sepultarse en un café, aguardando la hora de volverse a casa, para arrimar las narices al vaho caliente del cocido. Salida de una atmósfera viciada a la Siberia: romadizo, trancazo o bronquitis segura...

Ya verán ustedes, ya verán cómo esto del frío tiene mucho que ver con lo del crimen. Si no les hago a ustedes persuadirse de la inclemencia del invierno aquel, que ha dejado memoria, no comprenderían el alcance de lo que sigue. Conque tengan cachaza.

—Bueno; ya nos hemos convencido de que hacía mucho frío...; pero ¡muchísimo! —exclamó Pareja—. Venga la historia.

—A eso vamos inmediatamente... —respondí con firme propósito de no suprimir ni un toque de mi «efecto de país nevado»—. Ya se figurarán ustedes que, dada la temperatura boreal que sufríamos, no faltarían nieves. Las primeras vinieron hacia Nochebuena; pero a mediados de enero arreciaron en tales términos, que los puertos se cerraron completamente, y como entonces no se había terminado la línea férrea, estuve más de diez días incomunicado con mi familia y mi país. En cambio tuve el gusto de ver a Madrid muy pintoresco; sobre todo, los paseos, como si los hubiesen espolvoreado de azúcar molida, a ciertas horas del día; a otras, como si los árboles se hubiesen vuelto de cristal, cristal claro y purísimo. La nevada tuvo también para mí la ventaja higiénica de arrancarme a mis perezosas costumbres y obligarme a saltar de la cama a primera hora, con objeto de ver hoy los reyes de la plaza de Oriente con barbas blancas y flecos y encajes de hielo en los tahalíes y en los mantos; mañana, la bonita fuente de la Red de San Luis toda cuajada de estalactitas; al otro día la de Antón Martín convertida en garapiñera.

—Y a todo esto, ¿el crimen? —preguntó Pareja socarronamente.

—Ya voy... ¡He dicho que los preámbulos son indispensables! La nieve tiene mucho que ver con el crimen. Sepan ustedes que más que las fuentes y las estatuas me cautivó el espectáculo del Retiro. ¡Aquello sí que merecía la madrugona! Los árboles de hoja perenne, sobre todo los pinos, eran pirámides blancas salpicadas de polvo de diamante; los que se hallaban despojados de hojas tenían, sobre la pureza de la atmósfera, un brillo raro; parecían de vidrio hilado de Venecia... No íbamos sólo por gozar este espectáculo bonito y grandioso a la vez; lo que más nos atraía era ver patinar en el estanque, el cual, enteramente congelado, asemejaba inmensa placa de vidrio verdoso.

Aquí me detuve un instante, mojé otro terrón en la copa de kummel, lo saboreé y, viendo impaciente al auditorio, proseguí sin entretenerme ya en tantas menudencias:

—No estaba por entonces tan extendida como ahora la costumbre de patinar, y no siempre había valientes que se prestasen a calzarse los patines y a describir curvas sobre la superficie lisa. Apenas se ablandaba unas miajas la atmósfera, el temor de que se hubiese adelgazado o resquebrajado la capa de hielo retraía a los aficionados a ese género de sport, impropio de nuestros climas, y los mirones nos quedábamos chasqueados, contemplándonos los unos a los otros por vía de compensación.

Sin embargo, a uno de los susodichos mirones se le ocurrió una idea sumamente divertida, que podía ayudar a pasar el tiempo mientras no llegaban los patinadores formales. Sacaba del bolsillo calderilla y la arrojaba a granel a la superficie del estanque, lo más desparramada y lo más lejos posible. Inmediatamente, una horda de pilluelos se precipitaba a recoger las monedas, y teníamos una sesión grotesca de patinaje, de lo más cómico que ustedes pueden imaginar. Las culadas y las hocicadas de los chicos en el hielo las coreábamos desde la orilla con risas inextinguibles, agudeza y aplausos. De aquellos improvisados patinadorcillos, la mayor parte no llegaban a pescar los cuartos; pero algunos iban adquiriendo singular destreza para evitar resbalones, y sacaban buena cosecha de «perros» grandes y chicos.

Una mañana de ésas de muchísimo bajo cero (porque los grados justos no los sé, y más quiero dejar dudoso el punto que dar una cifra equivocada), estábamos cebados varios curiosos en la diversión de lanzar las monedas, y se deslizaban en pos de ellas más de veinte granujas, cuando de pronto se alza un rumor comprimido, uno de esos murmullos hondos de la multitud que, sobrecogida ante la inmensidad de una desdicha, no tiene fuerza ni para gritar... Algunos espectadores preguntaban, se empujaban y no comprendían; pero yo ni preguntar necesité, porque «había visto»: había visto romperse la helada superficie, como se estrella la luna de un espejo colosal, y desaparecer por la boca recién abierta a dos de los gurriatos que recogían calderilla... La multitud, lo repito, no gritó: ¿a qué había de gritar en balde? Allí era inútil pedir socorro, y segura la muerte de los dos infelices chicos, sobrecogidos por el frío mortal del agua, sujetos por una losa de plomo transparente a su líquida tumba... Ni un rumor, ni un eco, ni un quejido venían de la sima que acababa de tragarse a los muchachos...

De repente se destaca de entre la multitud un hombre, un mozo como de unos veinte años de edad, delgadillo, pálido, resuelto; sin falso pudor se quita la chaqueta y el chaleco, se desabrocha los pantalones... Cobardes, aplastados por la grandeza de la acción, transidos al verle desnudarse en aquella atmósfera glacial, le dejamos hacer...

La verdad es que todo ello fue, como suele decirse, ni visto ni oído. Aún no estábamos convencidos de que se arrojaría, cuando se arrojó, mejor dicho, se enhebró por la rotura del hielo. Pasaron dos minutos, pasaron tres... o, quizá, no fuesen minutos, sino segundos, que a nosotros nos parecían horas... y por la grieta ensanchada ya de degolladoras márgenes, salió un brazo, otro brazo, un grupo informe... Era el salvador..., con las dos criaturas.

—¿Vivas? —preguntaron a la vez Cáñamo y Pareja.

—Viva una y la otra... tiesa ya; no fue posible reanimarla. De todos modos entonces sí que gritamos: «¡Bravo! ¡Ole tu madre! ¡Llevarle en triunfo!»

—Un beso le quiero dar —exclamaba una mujer del pueblo, ronca, trémula de alegría y de entusiasmo.

El pobre y aclamado salvador, morado, chorreando, tiritaba y temblaba al sol con las ropas interiores pegadas a las carnes.

—¿Quieren ustedes pasarme mi pantalón? —fueron sus primeras palabras, dictadas no sé si por el frío o, más bien, por la vergüenza de verse así, medio en cueros y abrazado por la chusma. Buscamos el pantalón... Él sabía dónde lo había dejado... Pero ¡buen pantalón te dé Dios! Ni chaqueta, ni chaleco con el reloj y los cuartos... Mientras él salvaba al niño, un ratero le escamoteaba su ropa.

Callé para apreciar el efecto de mi narración, y Arturito Cáñamo me miró atónito, abriendo más y más sus blancuzcas pupilas.

—¿Y dónde está el crimen? —preguntó al fin—. Porque yo ahí veo una acción humanitaria, digna de una recompensa del Gobierno.

—¿Cuál? —preguntó con sorna Pareja—. ¿La de robar los pantalones al salvador del niño?

—¡Ah! ¿Hablaba usted de eso? —interrogó el abogado—. Como decía usted que un crimen..., y ése no pasa de un delito penado por el Código con unos meses de arresto, pues ni hay nocturnidad, ni escalamiento, ni fractura, ni ninguna de las agravantes...


Cuentos escogidos, Valencia, 1891. Arco Iris.

Cuatro Socialistas

Por extraordinario, estaba la mar como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.

De los pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas, cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto..., es decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres; era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie, reclinados en la borda.

—Pues na, que el hombre se cansa de vivir a la sombra y aguantando mal quereres —gruñía el de la blusa, ceceando y escupiendo de costado—. O ha de ser un borreguiyo que diga amén a cuanto se le antoje al patrón, y se deje chupar la sangre toda, o ya sa fastidiao. Y aluego le cuelgan a usté el sambenito; que levanta usté de cascos a los demás, y que donde está usté se armó la gresca. Porque me vieron en un mitin, ya too Dios que se desmandaba tenía yo la culpa. Porque un día cae una pelotera cerilla..., un descuido..., en el almacén, y se alsa una llamará que se quería tragar la fábrica..., ¿quién había de ser? Curro, y aposta. Yasté ve que... fumando.

—Pues mucho cuidadito —respondió el de los lentes— con que en el gran establecimiento agrícola industrial en que le daré a usted trabajo caiga cerilla ninguna... ¿eh? Porque yo tengo tan malas pulgas como los patronos.

—Y es la fija; toos los burgueses, idénticos —declaró el obrero con voz opaca y sombrío mirar.

—No soy burgúes —repuso con imperceptible desdén el aludido—. Mi padre hacía zapatos en Écija. A fuerza de privaciones me dio carrera. Seguí la de ingeniero mecánico. No poseo un céntimo de capital; sólo tengo mi cabeza y mi corazón. Paso al África a dirigir en parte una empresa que se funda con dinero inglés y brazos españoles, a competencia con las industrias francesas, que son allí las boyantes. Estaré al frente de los talleres. Se me ha dado carta blanca, y podré aplicar las nuevas y humanitarias ideas sociológicas relativas a la vida fabril. Bajo mi dirección no habrá explotados. Se amparará a la mujer y al niño. Se ensayará la cooperación. Moralidad, equidad, justicia. Si no, dejo el puesto. Pero... ¡al que me revuelva el cotarro..., sin escrúpulo ninguno, y como a un lobo rabioso..., le salto la tapa de los sesos! Usted verá si le trae cuenta entrar en mis talleres.

Habíase puesto en pie el obrero, y en sus morenas facciones y por su frente de bronce, expuesta al sol, corrían como olas encrespadas arrugas profundas, surcos de odio. Su mano se crispó en la cintura, señalando bajo la blusa el relieve de la ancha navaja cabritera. Mas de pronto, y sin transición, con la movilidad del meridional, adoptó expresión halagüeña, melosa, casi humilde y dirigiéndose al franciscano y a la hermanita más que al de los lentes, exclamó:

—¡Pues no que no entraría! Clavos timoneros soy capaz de arrancar con los dientes pa enviar algo de parné a la mujer y a los chiquititiyos. El corazón traigo como una lenteja, de que se me queden allá hambreando, después de tantas crujidas y tantas necesidades como aguantaron ya en este pinturero mundo. En especial la gurruminiya de once meses me la llevaría yo, si pudiera, en los hombros, como San Cristóbal, y le daría yo tortas de almíbar amasás con mi sangre. ¡Por éstas!

Y al besar la cruz de los dedos, una lágrima asomó repentinamente a los lagrimales del anarquista incendiario.

—¡Válganos la Virgen Santísima, qué desgracias hay en la tierra! —exclamó la hermanita con simpatía profunda.

—Eso está muy bien —pronunció con calma el ingeniero—. Quiera usted mucho a sus chicos, y trabaje para ellos, y no se ladee, y le irá mejor. De los atentados y los crímenes no nace la justicia social. ¿A que el padre está conforme? —añadió, dirigiéndose al franciscano.

—Entiendo poco de estas novedades de ahora —contestó el fraile afablemente, en su voz cascada y lenta—. Yo, con decir misa, confesar y obedecer... Lo único que sé es que nosotros, desde hace quinientos años, vivimos bajo el sistema de la comunidad de bienes. Por nosotros, aunque todo se repartiera... Ya ve usted: no podemos poseer ni el valor de un céntimo; no somos propietarios ni aun del sayal que nos cubre. Si usted me pregunta sobre eso, de que tanto se habla del socialismo..., un pobrecito fraile como yo, lo único que opina es que los ricos, por su propia conveniencia y para ganar el cielo, deben ablandarse de entrañas y dar mucha limosna..., y los pobres ser resignados y laboriosos, porque dice el Evangelio que pobres siempre los habrá en el mundo, siempre...

—Bonito conzuelo e tripaz —gruñó el anarquista.

—¿Qué hizo nuestro santo patriarca? —prosiguió el viejecito con una llama de entusiasmo en las pupilas—. Dio cuanto tenía a los pobres... No quiso propiedad, no quiso dinero, porque la codicia es la que estraga el corazón... Nos descalzó, nos mandó pedir limosna... Quiso que todos fuésemos iguales, sin vanidades ni distinciones ni soberbias tontas, que se han de acabar en el sepulcro... ¿Hablan de nivelación social? Me parece que para nivelados... Que lo diga aquí la hermanita; es cosa muy buena el ser libre y pobre; el dar de puntapiés, así, como la sandalia, al mundo y a las riquezas malditas.

—¡Ay padre! —respondió la simplona—. Ya que pregunta a servidora... si no me regaña..., le diré mi parecer. No soy como usted. Soy muy codiciosa. ¡Vaya si me gustaría que se repartiesen tantos millones como andan por ahí mal empleados! Cogería servidora un par de cientos de milloncitos... y ¡anda con ella!

—¡Hermana Belén! —advirtió severamente el fraile.

—¡Pero, padre Salvador!, usted es un santo, y como un santo, ni ve, ni oye, ni entiende. ¿Ha estado en Madrid, en alguno de esos palacios tan atroces? Servidora, sí..., que me llevó la mujer del cochero a ver las cuadras de aquel grandísimo que está junto a Recoletos..., antes de la Castellana. ¡Padre del alma! Hasta espejos y fuentes, y pilas de mármol blanco, y alfombras tenían los caballos allí. ¡Y nuestros ancianitos sin mantas con que abrigarse en el invierno, arrecidos, tiritando! ¡Y los niños, ángeles míos, traspillados de miseria! No me llame tonta...; yo sé lo que me digo... Había un perrito de la señora marquesa, que me lo trajeron en un cesto acolchado de raso, y era un bicho horrible..., con unos pelos..., una rata me pareció, tanto, que servidora pegó un chillido, así: «¡Huy!» Pues el perro había costado allá en Inglaterra cinco mil pesetas... ¿Usted lo oye, padre? Cinco mil... Con cinco mil pesetas se echan los cimientos del asilo para los ancianos... ¡Y al avechucho aquel me lo lavaban con jabón y agua de olor todos los días!... ¡Que si quiero reparto!

La carita de madera se había transfigurado; una ráfaga de pasión hacía brillar los ojos, fruncirse las cejas, palidecer las mejillas y dilatarse la nariz redonda.

—Si no fuera tan sencilla como es, hermana Belén, ahora merecería una peluca gorda —contestó el fraile—. Baje, baje a la cámara a ver cómo sigue del mareo la compañera.

La monjita obedeció, cruzando las manos, y echó a andar, sonándole las cuentas del rosario cuando bajaba la escalera. El vapor volaba, como si le animase la proximidad de la costa.

A lo lejos se divisaba ya el faro de Tánger.


«El Liberal», 1 de mayo de 1893.

Cuento de Mentiras

Había una vez cierto país venturoso, cuyos destinos regía un Gobierno consagrado exclusivamente al bien común, sin que entre los siete ministros que lo componían existiera uno solo a quien se pudiese acusar de negligencia, torpeza o mala fe en el desempeño de su cometido. ¿Decís que es imposible?… Alzad los ojos, releed el título de este cuento… y esperad; ya parecerá la moraleja.

Era tal la prosperidad del susodicho país; con tanto vigor florecían y se desarrollaban en él ciencias, artes, letras, agricultura, industria… —(Y aceitera, aceitera… como dicen los chicos)— que la nación vecina —donde por el contrario todo andaba manga por hombro y los gobernantes parecían jauría de canes que destrozan a dentelladas una presa, a ver cuál se lleva mayor piltrafa— se reconcomía de envidia y ardía en curiosidad deseando saber en qué consistía el intríngulis de la dicha de la otra nación, a la cual llamaremos Elisia, por distinguirla de su vecina y rival, que se nombraba Erebia.

Deseosos pues los que mangoneaban en Erebia de sorprender el secreto de la afortunada Elisia, reuniéronse, formaron una junta oficial, y comisionaron a tres sabios que estudiasen el mecanismo del estado elisense, las instituciones y leyes que tan excelente resultado daban a sus naturales, y la razón de por qué en Elisia el monarca y sus consejeros rivalizaban en poner cada vez más alta la bandera de la moralidad y de la integridad política. Recorrieron los tres sabios el reino de Elisia de punta a cabo, preguntando más que el Catecismo, observando más que Noherlesoom, y tomando más apuntes que un revistero taurómaco. Tres años enteros y treinta arrobas de papel por barba se gastaron en la investigación y en las voluminosas Memorias que llevaron a Erebia, para justificar el tiempo y dinero invertidos. Mas cuando la junta que les había conferido la comisión los recibió en sesión secreta y les rogó que, dejándose de cálculos, de tecnicismos y de datos estadísticos, resumiesen su parecer y concretasen en breves y sustanciosas palabras el misterio de la grandeza y ventura que disfrutaba Elisia, los sabios, unánimes, respondieron como sigue:

—«Nada hemos encontrado en las leyes e instituciones del país de Elisia, que se diferencie esencialmente de las leyes e instituciones de Erebia, o que les lleve ventaja. Tampoco los gobernantes que chuparon a Elisia son de superior talento o de virtudes más altas que los que le chupan los tuétanos a Erebia. Nos hemos devanado los sesos para averiguar cómo, siendo esto así, (y podemos afirmarlo) en Elisia andan las cosas de un modo tan distinto que en Erebia; cómo ellos medran y les luce el pelo, y a nosotros se nos cae a puñados. Renunciando a exponer los detenidos cálculos, detalladas noticias y profundas disquisiciones que constan en papeles y que hemos debido realizar para dar a nuestros asertos base rigurosamente científica, declaramos, bajo palabra de honor, que la clave del enigma no es otra sino la que vais a oír:

—Las instituciones y leyes de Elisia no superan a las nuestras, lo repetimos, pero son efectivas; nadie permite que se falsee una institución; nadie deja quebrantar las disposiciones convenientes a todo. Los gobernantes de Elisia son hombres como los de aquí, con iguales vicios y flaquezas; pero están persuadidos de que, si el país les viese desviarse del recto camino, serían apedreados, arrastrados y lanzados a la honda sima donde cada año, simbólicamente, acostumbran los elisienses a despeñar a un asno y un zorro, indicando que tal será el destino de los funcionarios ineptos o prevaricadores. Y como todo ciudadano de Elisia está resuelto a cumplir este programa, y es capaz de cumplirlo, de ahí la grandeza y la gloria de esa envidiable nación».


* * *


¿Que si les dieron alguna recompensa a los tres sabios?

Lamento decir que varias crónicas erebienses hablan de que los pobrecitos fueron arrojados al mar, con una mordaza en la boca, mientras el verdugo quemaba sus escritos dentro de un horno cerrado, para que no volase alguna hoja y llegase a conocimiento del vulgo.

¿Preguntáis por la moraleja? No me la censuréis; ¡yo misma reconozco que es tan trillada, tan resobadilla!… Ahí va…

Cada país tiene el Gobierno que merece y la suma de felicidad que sabe conquistarse.

Cuento de Navidad

Érase un niño enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así le llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta, pero insuficiente para un hombre.

Trataba la madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses. Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro.

El desfile de doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con algodón los oídos...

Fuera no acabar nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.

Pero el amor — que era la madre — no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo demás era, cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:

— Tú, Señor, que me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.

Desde el punto mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas, el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad.

Y la tarde del día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:

—¿No sabes? El Niño Dios ha venido a verte.

Pero estas palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en sueños:

— Niño Dios, Niño Dios...

— Y la Virgen — insistía la madre —. Y los angelitos.

— Tengo frío — insistía el muchacho, temblando ligeramente.

Por un instante, sintió la madre que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo. ¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía, y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...

Era la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:

—¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando!

Cruzando un largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.

Y, parados ante la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana!

Entre el silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso: «¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».

Cogió la madre a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito:

—¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!

Y, ya al pie de la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente:

—¡Bésalo, Fernando!

El muchacho dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:

—¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!

Y aplicó los labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía...

Cuento Inmoral

—La oportunidad y la resolución —decíame aquel terrible doctor en filosofía práctica— han sido siempre cualidades distintas de los hombres cuyos hechos resaltan sobre el tejido de la Historia. Quien pierde un instante, todo lo pierde. Sé cierto maravilloso sucedido, y lo referiré para comprobar de lleno esta verdad, tan grande como olvidada.

Un mozo de ilustre progenie y refinadísima educación, pero enteramente arruinado por las locuras de sus padres, ocultaba su miseria entre el bullicio de la populosa ciudad. Careciendo de ropa decente, salía al oscurecer y se deslizaba avergonzado, pegado a las casas, procurando que no le reconociesen los que en otro tiempo eran amigos de su familia. Veía pasar trenes suntuosos, caballos de raza regidos por hábiles jinetes, gente regocijada y vestida de gala; oía salir de los cafés, de las fondas y de los círculos torrentes de luz, choques de cristal y carcajadas locas; deteníale la ola de la multitud al entrar en los teatros; y a veces le sorprendía el soplo glacial de la madrugada atisbando a la puerta de palacios donde se celebraban saraos espléndidos, y le encendía el corazón la silueta de las mujeres que, descubierto el dorado moño y subido hasta la barba el cuello del abrigo forrado de cisne, apoyaban ligeramente su diminuto pie calzado de raso en el estribo del coche. ¡Qué sufrimiento tener que desviarse del farol para ocultar el sombrero grasiento y la raída capa, las botas torcidas y la camisa negruzca!

En tan críticas situaciones, cualquiera que sea la cultura moral del individuo, creed que surge en el alma una protesta enérgica y ardentísima contra la injusticia de la suerte. Tratadistas hay que aseguran que todo hombre nace «propietario» y «ladrón»; pero esta desolladora observación clínica de la naturaleza humana es más verdadera que nunca si se aplica al individuo que se crió rodeado de bienestar, y a quien ese bienestar impuso necesidades incompatibles con la estrechez.

De carácter recto y sentimientos delicados; empapado en las nociones del honor y de la probidad, mi héroe —a quien llamaré Desiderio— notó con sonrojo que la codicia, furiosamente, se despertaba en su alma, y que al pasar por delante de las tiendas de los cambistas, sin querer calculaba los goces que representarían para él aquellos montones de oro y plata, y aquellos billetes de Banco sembrados a granel en el escaparate. Pensamientos que le afrentaban; ansias que se apresuraba a rechazar con ira; vergonzosas sugestiones; instintos brutales de apropiación violenta y súbita le perseguían sin tregua, y en la deshecha borrasca de su espíritu ya se veía perdiendo lo único que le restaba de la dignidad de su originaria condición social: el honor vidrioso y exaltado; y además perdiéndolo sin fruto, sin ventaja alguna, pues mientras prevaricaba su imaginación, continuaba envuelto en la capa raída y arrastrando por las calles las innobles y tuertas botas.

Una noche, mientras Desiderio daba vueltas en el camastro esperando vanamente el sueño porque le desvelaba el estómago vacío, el cuartucho se iluminó con sulfúrea luz, y a la cabecera del pobrete se apareció el diablo... o, por mejor decir, «su» diablo; lo que para Desiderio era realmente el espíritu maligno —llámese Satanás o Eblis—; el Mal que en aquel instante actuaba sobre el alma de aquel hombre. El ángel rebelde sonreía, y trazando un círculo en el aire con su dedo índice, incluida en el círculo y llenándolo por completo se dibujó instantáneamente una gigantesca, relevada, amarilla y fulgentísima onza de oro.

—¿Quieres poseer, quieres gozar? —preguntó el tentador a Desiderio.

—¿No lo sabes? —respondió el mozo afanosamente.

—Pues escucha. Hace cinco siglos, yo te haría firmar con tu sangre un pacto donde declarases que me vendías tu alma por los bienes de la tierra. Hoy todo ha progresado, hasta la fórmula de los pactos diabólicos. ¿A qué comprar almas que ya se entregan? El contrato es libre, eres dueño de romperlo a cada instante. Quedas en posesión de tu albedrío; puedes sacudir mi yugo con sólo resignarte a eterno trabajo y a perpetua miseria. En cambio yo te ofrezco el medio de saciar tus apetitos. Cuando al pasar por sitios donde ruede el oro y se ostenten las riquezas quieras tender la mano y apropiártelas, serás «invisible»; los poseedores notarán que «han sido robados», pero se volverán locos sin sospechar ni averiguar «por quién». Como soy leal y no engaño nunca, digan lo que digan los necios, te añadiré que habrá un momento —no puedo advertirte cuál—, en que perderás el privilegio, y podrán cogerte in fraganti y con las manos en la masa. Ese momento será muy corto: llamémosle «la hora de Dios»; en cambio, «los años del demonio», si los aprovechas, te habrán permitido vencer en opulencia a los nababs y a los rajás de la India. Sé diestro, decidido y cauto, y el porvenir te pertenece.

Apagóse la luz; borróse el relieve de la gigantesca onza, y Desiderio, aturdido, dudando si la calentura de la debilidad era la que le obligaba a soñar disparates, vio amanecer y se levantó febril. Apenas se echó a la calle volvieron a atormentarle las palabras del Maldito. Es decir, que con un impulso de la voluntad, con sólo transformar el acto en deseo, podía inmediatamente satisfacer sus antojos, apurar las alegrías de la vida.

—Precisamente pasaba entonces por delante de la joyería, en cuyo escaparate chispeaba una riviére de chatones gordos como avellanas. Si se apoderaba de ella, el botín representaba una fortuna. Pero ante todo, en realidad, ¿no podrían verle cuando echase mano a la joya? Era preciso saber si mentía el diablo, si había querido sencillamente burlarse de un infeliz.

Entró Desiderio en la tienda, y notó con asombro que los dependientes no dieron la menor señal de haberle visto, ni se movieron de su sitio, ni levantaron la cabeza al ruido de sus pasos. Desiderio avanzó, acercóse al escaparate, descorrió el pasador de la vidriera, alargó la diestra, tomó el estuche... Los dependientes, como si tal cosa.

No cabía duda, no le veían; estaban cegados por mágico poder. Ni se les ocurría que un hombre andaba por allí, dueño de las preciosidades que juzgaban resguardadas por el vidrio. Desiderio sentía bajo sus dedos los brillantes, comprendiendo que podía llevárselos impunemente. De pronto los soltó, exhaló una especie de gemido... Le parecía que las soberbias piedras le abrasaban las yemas de los dedos.

Desde aquel minuto vagó como alma en pena y sufrió como un condenado, probando todas las amarguras del delito sin recoger su precio. Los principios mamados con la leche, espectros de un pasado de caballeresca altivez y de inmaculada honra, se aparecían, le paralizaban. Hamlet de la codicia, como el otro fue de la venganza, asesinábale la indecisión, y habiendo perdido su estimación propia al notar la continua tendencia de su voluntad hacia el atentado, no granjeaba los apetecidos bienes, porque se los impedían vallas invisibles, telarañas morales interpuestas entre el propósito y su realización. Y así pasaban días y días, y Desiderio continuaba acongojado, perplejo, famélico, haraposo, miserable, triste, envidiando y no poseyendo..., y al paso que con la imaginación pecaba a cada minuto, con las manos no se hubiese resuelto a tomar ni un alfiler, ni un confite, ni una flor...

Sin embargo, un día en que no había comido nada, en que la vista se le nublaba y las piernas le temblaban negándose a sostener el cuerpo, Desiderio, ante el escaparate de una pastelería, sucumbió por fin. Entró, tendió la mano, asió una morcilla reluciente y olorosa, le hincó el diente con rabia... Y al punto mismo tuvo la sensación de que aquél era el momento crítico, el fatal momento en que le verían y le echarían el guante y pasearían por las calles atado codo con codo, entre befa y escarnio...

Y así fue. De improviso los pasteleros vieron al raterillo, se lanzaron sobre él, y hartándole de bofetadas y mojicones le entregaron a la Policía.

Aquella noche durmió en la cárcel.

La moraleja del cuento —añadió el filósofo— es que la ocasión la pintan calva, y que no conviene pecar a medias.

—Creo —respondí con brío— que, a pesar de esa moraleja de bronce y acíbar, ni en el mundo físico ni en el moral se pierde un átomo de fuerza y de energía, y la larga y valerosa resistencia de Desiderio a las malas sugestiones ya se habrá cristalizado en alguna forma bella.


«El Imparcial», 9 abril 1894, Arco Iris.

Cuento Primitivo

Tuve yo un amigo viejo, hombre de humor y vena, o como diría un autor clásico, loco de buen capricho. Adolecía de cierta enfermedad ya anticuada, que fue reinante hace cincuenta años, y consiste en una especie de tirria sistemática contra todo lo que huele a religión, iglesia, culto y clero; tirria manifestada en chanzonetas de sabor más o menos volteriano, historietas picantes como guindillas, argumentos materialistas infantiles de puro inocentes, y teorías burdamente carnales, opuestas de todo en todo a la manera de sentir y obrar del que siempre fue, después de tanto alarde de impiedad barata, persona honradísima, de limpias costumbres y benigno corazón.

Entre los asuntos que daban pie a mi amigo para despacharse a su gusto, figuraba en primer término la exégesis, o sea la interpretación —trituradora, por supuesto— de los libros sagrados. Siempre andaba con la Biblia a vueltas, y liado a bofetadas con el padre Scío de San Miguel. Empeñábase en que no debió llamarse padre Scío, sino padre Nescío, porque habría que ponerse anteojos para ver su ciencia, y las más veces discurría a trompicones por entre los laberintos y tinieblas de unos textos tan vetustos como difíciles de explicar. Sin echar de ver que él estaba en el mismo caso que el padre Scío, y peor, pues carecía de la doctrina teológica y filológica del venerable escriturario, mi amigo se entremetía a enmendarle bizarramente la plana, diciendo peregrinos disparates que, tomados en broma, nos ayudaban a entretener las largas horas de las veladas de invierno en la aldea, mientras la lluvia empapa la tierra y gotea desprendiéndose de las peladas ramas de los árboles, y los canes aúllan medrosamente anunciando imaginarios peligros.

En una noche así, después de haber apurado el ligero ponche de leche con que espantábamos el frío, y cuando el tresillo estaba en su plenitud, mi amigo la tomó con el Génesis, y rehízo a su manera la historia de la Creación. No vaya a figurarse nadie que la rehízo en sentido darvinista; eso sería casi atenerse a la serie mosaica de los seis días, en que se asciende de lo inorgánico a lo orgánico, y de los organismos inferiores a los superiores. No; la creación, según mi amigo —que, sin duda, para estar tan en autos, había celebrado alguna conferencia con el Creador—, fue de la guisa que van ustedes a ver si continúan leyendo. Yo no hago sino transcribir lo esencial de la relación, aunque no respondo de ligeras variantes en la forma.

***

En el primer día crió Dios al hombre. Sí, al hombre; a Adán, hecho del barro o limo del informe planeta. Pues qué, ¿iba Dios a necesitar ensayos y pruebas y tanteos y una semana de prácticas para salir al fin y al cabo con una pata de gallo como el hombre? Ni por pienso; lo único que explica y disculpa al hombre es que brotó al calor de la improvisación, aun no bien hubo determinado el Señor condensar en forma de esfera la materia caótica.

Y crió primero al hombre, por una razón bien sencilla. Destinándole como le destinaba a rey y señor de lo creado, le pareció a Dios muy regular que el mismo Adán manifestase de qué hechura deseaba sus señoríos y reinos. En suma, Dios, a fuer de buen Padre, quiso hacer feliz a su criatura y que pidiese por aquella bocaza.

Apenas empezó Adán a rebullirse, dolorido aún de los pellizcos de los dedos divinos que modelaron sus formas, miró en derredor; y como las tinieblas cubrían aún la faz del abismo, Adán sintió miedo y tristeza, y quiso ver, disfrutar de la claridad esplendente. Dios pronunció el consabido Fiat, y apareció el glorioso sol en el firmamento, y el hombre vio, y su alma se inundó de júbilo.

Mas al poco rato notó que lo que veía no era ni muy variado ni muy recreativo: inmensa extensión desnuda, calvos eriales en que reverberaba ardiente la luz solar, y que la devolvían en abrasadoras flechas. Adán gimió sordamente, murmurando que se achicharraba y que la tierra le parecía un páramo. Y sin tardanza suscitó Dios los vegetales, la hierba avelludada y mullida que reviste el suelo, los arbustos en flor que lo adornan y engalanan, los majestuosos árboles que vierten sobre él deleitable sombra. Como Adán notase que esta vestidura encantadora de la superficie terrestre parecía languidecer, aparecieron los vastos mares, los caudalosos ríos, las reidoras fuentecillas, y el rocío cayó hecho menudo aljófar sobre los campos. Y quejándose Adán de que tanto sol ya le ofendía la vista, el infatigable Dios, en vez de regalar a su hechura unas antiparras ahumadas, crió nada menos que la luna y las estrellas, y estableció el turno pacífico de los días y las noches.

A todas éstas, el primer hombre ya iba encontrando habitable el Edén. Sabía cómo defenderse del calor y resguardarse del frío; el hambre y la sed se las había calmado al punto Dios, ofreciéndole puros manantiales y sazonados frutos. Podía recorrer libremente las espesuras, las selvas, los valles, los pensiles y las grutas de su mansión privilegiada. Podía coger todas las flores, gustar todas las variadísimas y golosas especies de fruta, saborear todas las aguas, recostarse en todos los lechos de césped y vivir sin cuitas ni afanes, dejando correr los días de su eterna mocedad en un mundo siempre joven. Sin embargo, no le bastaba a Adán esta idílica bienandanza; echaba de menos alguna compañía, otros seres vivientes que animasen la extensión del Paraíso.

Y Dios, siempre complaciente, se dio prisa a rodear a Adán de animales diversos: unos, graciosos, tiernos, halagüeños y domésticos, como la paloma y la tórtola; otros, familiares, juguetones y traviesos, como el mono y el gato; otros, leales y fieles, como el perro, y otros, como el león, bellos y terribles en su aspecto, aunque para Adán todos eran mansos y humildes, y los mismos tigres le lamían la mano. No queriendo Dios que Adán pudiese volver a lamentarse de que le faltaba acompañamiento de seres vivos, los crió a millones, multiplicando organismos, desde los menudísimos infusorios suspensos en el aire y en el agua, hasta el monstruoso megaterio emboscado en las selvas profundas. Quiso que Adán encontrase la vida por doquiera, la vida enérgica y ardorosa, que sin cesar se renueva y se comunica, y que no se agota nunca, adaptándose a las condiciones del medio ambiente y aprovechando la menor chispa de fuego para reanimar su encendido foco.

Al principio le divirtieron a Adán los avechuchos, y jugueteó con ellos como un niño. No obstante, pasado algún tiempo, notó que iba cansándose de los seres inferiores, como se había cansado del sol, de la luna, de los mares y de las plantas. Si el sol todos los días aparece y se oculta de idéntico modo, los bichos repiten constantemente iguales gracias, iguales acciones y movimientos, previstos de antemano, según su especie. El mono es siempre imitador y muequero; el potro, brincador y gallardo; el perro, vigilante y adicto; el ruiseñor, ni por casualidad varía sus sonatas; el gato, ya es sabido que se pasa el muy posma las horas muertas haciendo ron, ron. Y Adán se despertó cierta mañana pensando que la vida era bien estúpida y el Paraíso una secatura.

Como Dios todo lo cala, en seguida caló que Adán se aburría por diez; y llamándole a capítulo, le increpó severamente. ¿Qué le faltaba al señorito? ¿No tenía todo cuanto podía apetecer? ¿No disfrutaba en el Edén de una paz soberana y una ventura envidiable? ¿No le obedecía la creación entera? ¿No estaba hecho un archipámpano?

Adán confesó con noble franqueza que precisamente aquella calma, aquella seguridad, eran las que le tenían ahíto, y que anhelaba un poco de imprevisto, alguna emoción, aunque la pagase al precio de su soñoliento reposo y amodorrada placidez.

Entonces Dios, mirándole con cierta lástima, se le acercó, y sutilmente le fue sacando, no una costilla, como dice el vulgo, sino unas miajitas del cerebro, unos pedacillos del corazón, unos haces de nervios, unos fragmentos de hueso, unas onzas de sangre..., en fin, algo de toda su sustancia; y como Dios, puesto a escoger, no iba a optar por lo más ruin, claro que tomó lo mejorcito, lo delicado y selecto, como si dijéramos, la flor del varón, para constituir y amasar a la hembra. De suerte que al ser Eva criada, Adán quedó inferior a lo que era antes, y perjudicado, digámoslo así, en tercio y quinto.

Por su parte, Dios, sabiendo que tenía entre manos lo más exquisito de la organización del hombre, se esmeró en darle figura y en modelarlo primorosamente. No se atrevió a apretar tanto los dedos como cuando plasmaba al varón; y de la caricia suave y halagadora de sus palmas, proceden esas curvas muelles y esos contornos ondulosos y elegantes que tanto contrastan con la rigidez y aspereza de las líneas masculinas.

Acabadita Eva, Dios la tomó de la mano y se la presentó a Adán, que se quedó embobado, atónito, creyendo hallarse en presencia de un ser celestial, de un luminoso querubín. Y en esta creencia siguió por algunos días, sin cansarse de mirar, remirar, admirar, ensalzarse e incensar a la preciosa criatura. Por más que Eva juraba y perjuraba que era hecha del mismo barro que él, Adán no lo creía; Adán juraba a su vez que Eva procedía de otras regiones, de los azules espacios por donde giran las estrellas, del éter purísimo que envuelve el disco del sol, o más bien del piélago de lumbre en que flotan los espíritus ante el trono del Eterno. Créese que por entonces compuso Adán el primer soneto que ha sido en el mundo.

Duró esta situación hasta que Adán, sin necesidad de ninguna insinuación de la serpiente traicionera, vino en antojo vehementísimo de comerse una manzana que custodiaba Eva con gran cuidado. Yo sé de fijo que Eva la defendió mucho, y no la entregó a dos por tres; y este pasaje de la Escritura es de los más tergiversados. En suma, a pesar de la defensa, Adán venció como más fuerte, y se engulló la manzana. Apenas cayeron en su estómago los mal mascados pedazos del fruto de perdición, cuando..., ¡oh cambio asombroso!..., ¡oh inconcebible versatilidad!..., en vez de tener a Eva por serafín, la tuvo por demonio o fiera bruta; en vez de creerla limpia y sin mácula, la juzgó sentina de todas las impurezas y maldades; en vez de atribuirle su dicha y su arrobamiento, le echó la culpa de su desazón, de sus dolores, hasta del destierro que Dios les impuso, y de su eterna peregrinación por sendas de abrojos y espinas.

El caso es que, a fuerza de oírlo, también Eva llegó a creerlo; se reconoció culpada, y perdió la memoria de su origen, no atreviéndose ya a afirmar que era de la misma sustancia que el hombre, ni mejor ni peor, sino un poco más fina. Y el mito genesíaco se reproduce en la vida de cada Eva: antes de la manzana, el Adán respectivo le eleva un altar y la adora en él; después de la manzana, la quita del altar y la lleva al pesebre o al basurero...

Y, sin embargo —añadió mi amigo por vía de moraleja, tras de apurar otro vaso del inofensivo ponche—, como Eva está formada de la más íntima sustancia de Adán, Adán, hablando pestes de Eva, va tras Eva como la soga tras el caldero, y solo deja de ir cuando se le acaba la respiración y se le enfría el cielo de la boca. En realidad, sus aspiraciones se han cumplido: desde que Dios le trajo a Eva, el hombre no ha vuelto a aburrirse, ni a disfrutar la calma y descuido del Paraíso; y desterrado de tan apetecible mansión, sólo logra entreverla un instante en el fondo de las pupilas de Eva, donde se conserva un reflejo de su imagen.


«El Imparcial», 7 de agosto de 1893.

Cuento Soñado

Había una princesa a quién su padre, un rey muy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salir del más alto torreón, a cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de punta en blanco, dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspasar con sus venablos agudos a quien osase aproximarse. La princesa era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua los inhiesta.

En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburría entre las cuatro recias paredes de la torre, sin ver desde la ventana alma viviente, más que a los guardias inmóviles, semejantes a estatuas de hierro.

Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar ante la torre, aunque fuese a muy respetuosa distancia. En la centenaria selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían a internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre doncellita, condenada a la eterna contemplación del cielo y del bosque, y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.

De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía entregarse a vagos ensueños, aspirando a venturas que no conocía, de las cuales formaba idea por referencia de sus damas y por conversaciones entreoídas, sorprendidas —pues estaba vedado tratar delante de la princesa del mundo y sus goces— Así y todo, reuniendo datos dispersos y concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como cisnes sobre la superficie de los lagos y veía las parejas que, cogidas de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incasable ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas, rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno.

Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían de carmín hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para sí:«¿Cómo será el amor?»

Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda a cierto pastorcillo, que por costumbre bajaba a apacentar diez o doce ovejas blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero abríase una boca de cueva, y metiendose por ella intrépidamente pudo cerciorarse de que pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa (aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la cueva lograría verla a su sabor, sin que se lo estorbasen los armados, los cuales, bien ajenos a que nadie pudiera introducirse en el recinto, casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta del río. Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor se interponían extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza y pronto vería a su amada.

Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquél pelo de siderales hebras. No sabía cómo expresar su admiración y enviar un saludo a la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su camarillo… . pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, margaritas y amapolas… . pero era inaccesible el alto y calado ventanil. Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y así que pudo volver a deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver a abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol a su camarín, divisó al pastorcillo, que la contemplaba estático. La cautiva sonrió, el enamorado comprendió que aceptaba su obsequio… , y desde entonces, todos los días, a la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y le cantó un amoroso himno que se confundía con la voz profunda de la selva allá en lontananza…

De pronto, sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa. Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos, pajes y damas vino a buscarla solemnemente y a escoltarla hasta la capital de sus estados. Y la que pocos días antes solo conversaba con los pájaros, y solo esperaba el rayo de sol del pastorcito, se halló aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría loca…

Habíanse pasado muchos, muchos años, cuando la princesa reina ya y casi vieja ya, tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la reina y la obligó a reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de lágrimas los ojos. La tarde caía, inflamando el horizonte; el bosque exhalaba su melodioso y hondo susurro… , y la reina, tapándose la cara con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente a través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido en el torreón; el largo cautiverio, el fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que a eso atribuís el llanto de tan alta señora!

Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de menos el rayo de sol que todos los días, a la misma hora, le enviaba el pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquél trozo de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona real. Sólo aquel rayo podría iluminar su corazón fatigado, lastimado, quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años primaverales… Nunca volvería el pastorcillo a enviarle el divino rayo.

«El Imparcial», 16 abril 1894.

Cuesta Abajo

A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.

—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

—De Las Morlas.

—¿Cara a Areal?

—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.

—¿Cómo te llamas, rapaza?

—Margaridiña.

—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.

El zagal, lisonjeado, acarició el testuz de los animales, murmurando enfáticamente:

—Mil y trescientas pesetas han de arrear por ellos los del barco inglés, y si no... pie ante pie tornan a casa. ¡Los bueyes del cohetero de Las Morlas!... ¡No se pasean otros mejores mozos por toda la Mariña!

—Mira no te den un susto en el camino cuando tornes con el dinero —indicó, solícita, Margarida—. Hay hombres muy pillos. Andan voces de una gavilla. Yo tornaré temprano, antes que se meta la noche. ¡La Virgen nos valga!

Esteban contempló un instante a la miedosa. Era una rapaza fornida, morena, como el pan de centeno; entre el tono melado de la tez resplandecían los dientes, semejantes a las blancas guijas pulidas y cristalinas que el mar arroja a la playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos, reían siempre.

—Ende tornando yo contigo, asosiégate —exclamó Esteban, fanfarroneando—. Tengo mi buena navaja y mi buen revólver de seis tiros. Vengan dos, vengan cuatro ladrones, vengan, aunque sea un ciento. ¡Soy hombre para ellos! ¡Conmigo no pueden!

A su vez, la mocita miró al paladín. Esteban tenía el sombrero echado atrás, las manos, a lo jaque, en la faja, y un pitillo, acabado de encender, caído desgarbadamente sobre la comisura de los labios, bermejos como guindas. Su rostro fino, adamado, sin pelo de barba, contrastaba con sus alardes de valentón. La zagala acentuó la alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado, y para disimular la timidez, dio al cigarro una feroz chupada.

Después se encogió de hombros. ¿Qué hacían parados allí? Cruzaba mucha gente en dirección a la feria. Las mejores ventas se realizan temprano... ¡Hala! Y ella antecogió sus marranos, y él atirantó la cuerda y dio aguijada a sus bueyes. Ya no pensó ninguno de los dos en bobería ninguna, sino en su mercado, en su negocio. ¡Hala, hala!

Al revolver de la carretera, festoneada de olmos, descubrieron el pueblecito, tendido al borde del río —pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico, irregular—. Ningún efecto les hizo la hermosa vista. Se apresuraron, porque ya debía de estar animándose la feria. Margarida pasaba las del Purgatorio cuidando de que no se perdiesen, entre el gentío, los cinco diminutos fetiches, adorables con sus sedas blancas nacientes sobre la tersa piel color rosa. Acabó por coger a dos bajo el brazo, sin atender a sus gruñidos rabiosos, cómicos, y ya solo por tres tuvo que velar, que era bastante. Esteban, columbrando entre un grupo de labriegos y un remolino de ganado las patillas de cerro del tratante inglés, se apresuró a acercarse con su magnífica pareja de cebones para empatársela a los otros vendedores. Así se apartaron, sin ceremonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil y trescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en la faja; guardó ella entre la camisa de estopa y el ajustador de caña unos duros, producto de la venta de los lechones; fue él convidado al figón por el inglesote de azules ojos y patillas casi blancas; devoró ella, sentada en el parapeto del puente, dos manzanas verdes y un zoquete de pantrigo añejo, y a cosa de las tres y media de la tarde —cuando el sol empezaba a declinar en aquella estación de otoño—, volvieron a encontrarse en el camino, y sin decirse oste ni moste, acompasaron el paso, deseosos de regresar juntos. Margarida tenía miedo a la noche, a los borrachos que vuelven rifando y metiéndose con quien no se mete con ellos; Esteban, sin saber por qué, iba más a gusto en compañía, ahora que no necesitaba aguijar ni tirar de la cuerda. El diálogo, al fin, brotó en lacónicos chispazos.

—¿Vendiste? —dijo la moza.

—Vendí.

—¿Pagáronte a gusto?

—Pagáronme lo que pedí, alabado Dios.

—¡Qué mano de cuartos, mi madre! ¿Y los bueis? ¿Van para el barco? —Para se los comer allá en Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán los ingleses con esa carne rica! ¡Qué gordura, qué lomos!

—Callaron. Anochecía. Se escuchó detrás un silbido, pisadas fuertes, y la zagala, alarmada, se arrimó al zagal. La alarma pasó pronto: eran dos chicuelos que zuequeaban y soltaban palabrotas. Esteban rodeó los hombros de Margarida con su brazo derecho, para protegerla, y siguieron andando así, sin romper el silencio. La carretera serpenteaba por la vertiente de un montecillo cubierto de pinos; a la izquierda, los esteros y los juncales inundados brillaban, reflejando en rotos trazos la faz de la luna; el camino, lejos de ser fatigoso, como a la ida, descendía suavemente. Corría un fresco de gloria, un airecillo suave, más de primavera que de otoño; y el zagal y la zagala sentían algo muy hondo, que eran absolutamente incapaces de formular con palabras. Lo único que Esteban acertó a decir fue:

—¡Qué a gusto se va cuesta abajo, Margaridiña!

—Se anda solo el camino, Esteban —respondió ella, quedito.

—¡Todos los santos ayudan! —insistió él.

—Los pies llevan de suyo —confirmó ella.

Y siguieron dejándose ir, cuesta abajo, cuesta abajo, alumbrados por la luna, que ya no se copiaba en los esteros, sino en la sábana gris de la ría.


«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.

Curado

Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.

Lejos, en el fondo de la cocina, apenas alumbrada por una candileja de petróleo, se oía el fatigoso anhelar del enfermo y el hálito igual, dulce, de los tres niños echados en un mismo jergón de hojas de maíz. El fuego del lar aún ardía semiextinguido. Una sabandija corrió un instante por la pared y se ocultó en un resquicio, dejando la medrosa impresión de su culebreo fantástico, agigantado por la proyección de sombra. La vaca, en el establo, mugió insistente, llamando a su ternerillo; fuera aulló el perro. La mujerona, con movimiento de cólera, agarró la receta y la echó a las brasas, donde se consumió trabajosamente el recio papel...

Quejóse el enfermo, con aquel quejido suyo, desgarrador, de rabia y náusea, y la madre, acercándose al cajón de tablas pegado al muro —el lecho aldeano—, se inclinó sobre el mozo y susurró a su oído:

—Calla, mi yalma, que ende amaneciendo voy por el mediquín, y te lo traigo, y te cura.¡Como hay Dios que voy por él! ¡Ya no me pasa el médico esa puerta!

Era el supremo recurso, la postrera ilusión de todo labriego en aquella parroquia de Noan —el curandero, el médico libre, sin título, que ejercía secretamente, acertando más, ¡buena comparanza!, que los otros pillos—. El mediquín no recetaba. Llevaba consigo, en el profundo bolso, tres o cuatro frasquetes y papelitos doblados, unas gotas y unos polvos, y en el acto administraba lo preciso; no había que trotar hasta Areal, esperar los siete esperares en la botica y después largar pesos al boticario, que el diaño cargue con él. Una peseta o dos al mismo mediquín, y campantes; y el mozo, antes de una semana, sachando en la heredad.

Aún no blanqueaba el alba, anunciándola tan sólo vago reflejo cárdeno hacia el bosque, cuando salió la mujerona, arrebujada la cabeza en su mantelo de burel, haciendo saltar barro líquido ¡flac!, ¡flac! de los charcos, al hincar en ellos las enormes zuecas. Cuando volvió, acompañada del curandero, que renegaba del tiempo— ¡vaya una invernía, vaya un perro llover!— a la puerta de la choza la esperaba el mayor de los pequeños, Juaniño, asustado, descalzo, manoteando.

—¡Señora madre..., que Eugenio está al cabo! ¡Que ya no atiende cuando le gritan!

La mujerona y el curandero se precipitaron; el interior de la choza parecía tenebroso a quien venía del exterior, de la claridad que ya empezaba a derramar un mustio amanecer de noviembre, y el mediquín encendió cerillas, y a la intermitente luz examinó al moribundo. Un gemido horrible, lento, rumiando, por decirlo así, salió de la fétida cama.

—¡Ay Virgen de la Guía! ¡Ay San Mamed! —clamó la madre—. ¡Es el estortor! ¡Está gunizando!

—No, mujer, no; calle, no se desdiche, que va a descansar.

La voz del curandero fue como un conjuro. El gemido se atenuó. Por la única ventana de la choza entró un rayo dorado del sol naciente. Los tres chicuelos, asombrados y respetuosos, permanecían en pie, mal despiertos, enredados los rubios rizos, sofocados aún los carrillos, metido el índice en la boca. Esperaban el milagro que iba a realizarse, y sus almitas cándidas y nuevas se entreabrían para acoger el rocío de lo maravilloso. ¡Aquel señor regordecho, de gabán de paño azul y gorra de cuadros verdes, podía curar a Eugenio! ¿Cómo? ¿De qué manera? Por una virtud... Eso, por una virtud... El caso es que iba a curarle. Eugenio no gemiría más; no tendría aquellas ansias tan grandísimas; cerraría los ojos y dormiría como un santo bendito.

El curandero, entretanto, sacaba del bolso uno de sus frasquetes no rotulados, lo miraba un instante al trasluz, enderezaba el cuentagotas, pedía agua, que le traían en un cuenco de barro, dosificaba y, cuenco en mano, volvía a llegarse al lecho... Con un brazo pasado alrededor del cuello del moribundo, le hacía beber, beber... ¡Asombroso caso! El mozo bebía y guardaba lo bebido... Cruzó las manos la madre, deshaciéndose en bendiciones. El curandero dejó suavemente sobre la almohada de follato la cabeza de revueltas greñas, de cara demacrada, color de arcilla. Una imperceptible sonrisa, una ráfaga de paz, de bienestar, sosegaron un momento la dolorosa faz atormentada del enfermo.

—Te va bien, yalma? —preguntó, embelesada, la mujerona.

—Sí, señora...; muy bien... —respondió él, dulcemente.

Del pico de un pañuelo salieron tres pesetas, que el curandero, al retirarse, guardó en el ancho bolsón de su abrigo; el precio de la visita y de la pócima. Los pequeñuelos permanecían absortos. ¡Eugenio no se quejaba ya! ¡Le veían así... dormido, tan sereno.... respirando maino, a modo del aire entre el trigal! ¡Como un santo, un santo bendito!

Ni se enteraron de que, hacia el mediodía, aquel ligero susurro cesó... La madre, al acercarse para administrarle otra dosis de la medicina milagrosa, tocó algo ya frío, rígido: un cuerpo inerte. Alzó estridente alarido. Se mesó las canas a puñados, se clavó las uñas en el pergamino del rostro... y Juaniño, consolándola, cogiéndose a su zagalejo remendado, repetía:

—No se apure, señora... Voy por el curandero... Calle, que se lo traigo ahora mismo...


«Blanco y Negro», núm. 617, 1903.

Dalinda

—¡A echar el mantel bueno! —ordenó el mesonero de Cebre a la moza entrada a su servicio la víspera—. Nos están ahí los señoritos de Ramidor, y han de querer almorzar de lo mejorcito. Largay al puchero chorizos gordos... ¡Menéate!

Llegaban, en efecto, los señoritos, levantando polvareda, al trote picado de sus caballejos del país, y precedidos de alegre repiqueteo de cascabeles y ladridos atronadores de perros de caza. En el mesón estaban hartos de conocer a don Camilo, el mayorazgo; al segundón, don Juanito; pero les sorprendió y llenó de curiosidad la presencia de un caballero guapo, con ropa lucida, polainas de cuero crujiente y cinturón-canana avellano, flamante, sin la capa de mugre negruzca que cubría los arreos cinegéticos de los señoritos de Ramidor. Tiempo le faltó a la mesonera para interrogar a Diaño —el criado que porteaba un saco de perdices muertas a perdigonadas—. Y Diaño dijo que el forastero era un señorito de Madrid que estaba pasando temporada con don Camilo; que se llamaba don Mariano, y que era —no despreciando a nadie— muy llano y muy habladero; que daba conversa a todo el mundo, y a las rapazas —¡San Cebrián bendito!— las repicaba como si fueran panderetas...

—Sobre la mesa, tendido ya el mantel blanquísimo, disponía la moza pan de mollete, platos vidriados, tenedores de peltre y jarrillas para el vino picón, prescindiendo de vasos para el agua, porque no suelen gastarla los cazadores.

—Estos, aureolados ya por el humo de sus cigarros, sentados a horcajadas, se fijaron en la muchacha que ponía el cubierto. Era una niña casi, vestida de luto pobre, dividido en dos trenzas el hermoso pelo rubio; finita de facciones y con boca de capullo de rosa, menuda y turgente, hinchada de vida. Juanito Ramidor, el más joven de los cazadores, extendió la mano y ciñó el talle estrecho de la sirviente. Ella saltó hacia atrás, y hasta la frente se le puso bermeja.

—¡No molestes! —exclamó el forastero, interviniendo—. ¡Es una criatura! Déjala en paz. ¿Cómo te llamas, hija mía? Contesta, que yo he de tratarte con el mayor respeto.

—Dalinda me llamo, señor —murmuró ella, con el acento cantarín de la comarca, fijando en don Mariano la mirada agradecida de sus ojos azules.

—¡Bonito nombre! ¿Hace mucho que estás en el mesón? Y la voz de Mariano indicaba interés.

—Entré ayer, señor; porque soy huérfana de padre y madre, y ahora se me murió mi tío, el señor cura de Doas, que si viviera él, no sirviera yo más que a Dios —respondió la niña, con lágrimas en el acento, pero las lágrimas no brotaron.

—Pues sírvenos bien, Dalinda, y toma esto para comprarte un pañuelito de seda, que tienes un pelo precioso.

Don Mariano intentó deslizar un duro en la mano de la muchacha, que lo rechazó suave y porfiadamente.

—Se estima... Al señorito se le sirve de gana, sin necesidad de eso.

Como lo dijo, lo hizo Dalinda. Activa y gentilmente presentó los manjares, que eran sabrosos y toscos, adecuados al apetito recio de los cazadores: pote con rabo, olla con jamón y chorizo, y tragos, tragos, tragos de clarete color de vinagre, que la tierra da copiosamente. Las cabezas se calentaban; don Juanito y don Camilo, guiñando el ojo, bromeaban con don Mariano, a medias palabras, convertidas en desvergüenzas enteras cuando la sirvienta salía para traer algo que hiciese falta.

—Eres un hipócrita, un farandulón —decía Camilo—. El que no te conozca, que te compre.

—¿De cuándo acá —confirmaba Juanito— te dedicas tú a proteger la inocencia de estos arcángeles? A fe que la cosa es chusca. Tú, hombre, tú... Si uno no se hubiese criado contigo, como quien dice, cuando estudiábamos juntos en Santiago..., nos la pegas; vaya, que nos la pegas.

—¡Chist! —exclamaba Mariano, viendo venir a Dalinda, que alzaba, con gracioso movimiento, la fuente de arroz con riles y la depositaba en la mesa.

Y así que la niña salía en busca de otro plato, el forastero murmuraba, atusándose el negro bigote:

—Qué queréis, yo sé refinar. Vosotros tenéis el gusto acostumbrado a estos guisos de figón, muy sanos, aunque grasientos... Coméis a bocados, andáis después ocho leguas a caballo o tres a pie..., dormís como canónigos... Encontráis una muchacha, y con tal que podáis estrujarla y ella no chille, tan contentos. Que ella sea así o de otro modo... no os importa. Os basta un cacho de carne con ojos.

—Di claro que somos unos brutos... —refunfuñó Juanito Ramidor, algo picado; y callóse, porque Dalinda entraba, portadora de un bacalao oloroso y humeante.

—Si lo vuestro es brutalidad, yo la envidio —confesó Mariano—, porque revela salud y normalidad. Yo necesito otros estimulantes... Me ha caído en gracia esa niña de las trenzas de oro, porque me parece una figura de retablo.... ¡La sobrina de un cura! Una azucena mística, intacta... O pierdo el nombre que tengo, o me la llevo del mesón, a pasar en Madrid una temporadita; y ha de ir contenta, o, mejor dicho, loca... ¡Si sois buenos amigos, ayudadme!

—Por nosotros que no quede —contestaron riendo los señoritos—. Hacia esta parte vendremos a cazar, aunque se acaben las perdices en tres leguas a la redonda.

—Y vosotros la acosáis un poco, no mucho, ¿eh?, y yo soy un paladín; a mí me cree otro santo como ella.

Cuando Dalinda volvió presentando una olla de castañas cocidas echando vaho caliente, tapada con un trapo, y recendiendo a anís, aún celebraban estrepitosamente la ocurrencia los tres comensales. Y al despedirse, pagado el escote al mesonero, Mariano llamó aparte a la niña y le dijo, en tono sencillo y confidencial:

—Ya que no quieres dinero, acepta éste dije en recuerdo mío...

El dije era un capricho de oro y turquesas, de esos que se cuelgan en la cadena del reloj, y se lo había regalado a Mariano, una novia, una señorita con la cual estuvo a pique de casarse. Dalinda, con movimiento infantil, casto y apasionado, besó la joyuela al recibirla...

Cumpliendo lo pactado, los señoritos de Ramidor y su huésped llevaron sus cacerías por la parte de Cedre, y Mariano tuvo frecuente ocasión de ver y hablar a la sobrinita del cura. Transcurrido algún tiempo, por las bardas de la corraliza, no muy bajas, tenían sus paliques el forastero y la niña.

—¿Qué tal? ¿Te la llevas? —solían preguntar Juanito y Camilo, ya un poco burlonamente.

—Paciencia; todo se andará —contestaba, algo mohíno e impaciente, el galán cortesano—. Es que estas chiquillas educadas a la mística... Lo que os digo es que mujer más apasionada, y al mismo tiempo más... más... más difícil, ¿entendéis?, no la he encontrado en toda mi larga carrera...

De esta franca confesión tomaron pie los amigos para torearle, primero solapadamente, después a descubierto, con la clásica pesadez rural en las bromas. Los dichos, al pronto picantes, se convirtieron en mortificadores. Los dos gallos de villorrio se reían del intruso y frustrado gallo forastero, al cual sentían despechado, bajo la capa de una ironía desdeñosa. ¿Fue este despecho, o estímulos de otra naturaleza, lo que precipitó a Mariano? Cierta mañana anunció a sus amigos que aquella noche no volvería a Ramidor. Se proponía pasarla en el mesón, y no en el cuarto que le diesen, sino en otro del piso segundo, «¿no sabéis? Aquel que tiene, en la solera del balcón sin balaustre, un tiesto de claveles reventones...» ¡El aposento de Dalinda! Si querían cerciorarse, que rondasen a medianoche; él entreabriría un momento la ventana, y le verían...

Y, en efecto, poco después de sonar en el reloj del Ayuntamiento doce tristes campanadas, Camilo y Juanito Ramidor se internaron en la solitaria calleja que cae al costado del mesón. Al pasar ante la tapia de la corraliza habían visto la puerta abierta y se dieron al codo. Apenas avanzaron dos pasos por la calleja, tropezaron con un bulto que yacía en el fangoso suelo; y una mujer que venía de la corraliza, desmelenada, retorciéndose las manos, los arrolló.

—¡Ay Dios! ¡Virgen mía! gritaba la mujer.

—¡Ay pobriño del alma! ¡Socórranme, ayúdenme a levantarle de ahí! ¡Ay, no permita el Señor que esté muerto!

—Pero ¿cómo ha sido? —preguntó Camilo a Dalinda.

—¡Yo misma le tiré por el balcón abajo! —respondió ella, sollozante.

—¿Sabes lo que hiciste? —gritaron, amenazadores, los dos hidalgos.

—¡Hice bien! —exclamó la niña, enderezándose y relampagueando indignación—. ¡Vuelvo a hacerlo ahora mismo! —y rompiendo en convulsivo lloro, se arrodilló en el barro de la sucia calleja—. ¡Ay Virgen mía! ¡Sangra! ¡Sangra! ¡Está sin conocimiento! —y sus brazos rodeaban el cuerpo inerte, su cara bañaba en lágrimas la del señorito...

Mariano tenía rota una pierna por el muslo, herido el cráneo por el tiesto de claveles, que cayó con él, y dislocada una muñeca.

La asistencia fue larga y penosa; se temió la amputación; al fin sanó, quedando cojo. Dalinda no se apartó de su cabecera hasta verle respuesto; y entonces, a sus ofrecimientos, respondió pidiendo una corta suma: el dote para entrar en un convento de Clarisas.


«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.

De Navidad

Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.

Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.

Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él —¡horrible sacrilegio!— de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.

Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.

Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.

Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena.

La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.

Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.

Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.

Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.

Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.

Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos.

—Esta noche —dijo el Niño amorosamente— he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.

Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.

—Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei.

Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.

—¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!

Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve.

A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.

Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.

Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.

—Soltad a esa mujer —gritó Orso—. Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate como a mi persona...

Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.

El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.

—Que suelten a éste —mandó Orso—. Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!

Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos.

—Piedad, gran señor —exclamaba—, piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.

Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.

Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal.

A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de la noche.

El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!


«La Época», 1896.

De Polizón

Queriendo ver de cerca una escena triste, fui a bordo del vapor francés, donde se hacinaban los emigrantes, dispuestos a abandonar la región gallega. La tarde era apacible; apenas corría un soplo de viento, y el cielo y el mar presentaban el mismo color de estaño derretido; el agua se rizaba en olitas pesadas y cortas, que parecían esculpidas en metal. Desde el costado del vapor nos volvimos y admiramos la concha, el primoroso semicírculo de la bahía marinedina, el caserío blanco y las mil galerías de cristales, que le prestan original aspecto.

Trepamos por la escalerilla colgante a babor, y al sentar el pie en el puente, no obstante la pureza del aire salitroso, nos sentimos sofocados por el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Poco avezados a moverse en espacio tan reducido, hechos a la libertad campestre, los labriegos se empujaban, y había codazos, resoplidos y patadas impacientes. Las familias de los emigrantes no acababan de resolverse a marchar, y el marino francés encargado de recoger el inevitable papelito amarillo se impacientaba y gruñía: Cette idée de venir ici faire ses adieux! On s’embrasse sur le quai, et puis c’est fini. El navegante, curtido por innumerables travesías, no comprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje a América! ¡Valiente cosa!

Nos entretuvimos un rato en observar las variadas fisonomías de los emigrantes. Había rostros cerrados y bestiales de mozos campesinos, y caras expresivas, como de santos en éxtasis, alumbradas por grandes pupilas meditabundas. Las muchachas, con los ojos bajos y el continente modesto peculiar de las gallegas, parecían el botín de la guerra de un corsario. Entre los recién embarcados podían distinguirse los pasajeros ya recogidos en San Sebastián, y se veían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hoscas, pálidas de mareo con la marca de su raza: el duro diseño de las facciones.

En medio de aquella abatida grey, de aquellas figuras que sólo perdían el carácter bajo y plebeyo para adoptar expresión resignada y mística, me llamó la atención un aldeano viejo, exclusivamente consagrado a cuidar del transporte de su equipaje, reducido a un lío metido en un trapo de algodón y un arcón roído de polilla.

Contaría el viejo lo menos setenta años, y de su sombrero de fieltro, atado con un pañuelo para que no volase, se escapaba una rueda de argentados mechones que hacían resaltar el tono cobrizo de la tez. Vestía el traje del país, los blancos calzones de lienzo llamados «cirolas», la faja oscura y el «chaleque» con triángulo en la espalda. La cara denotaba gran astucia, y las pestañas blanquecinas daban singulares reflejos a los ojos azules, penetrantes y cautelosos. Iba solo; nadie le auxiliaba en su faena, y aunque nada deba sorprender, me sorprendía que tan próxima a la hora de la muerte emprendiese aquel hombre largo viaje y se arrojase a un cambio total de vida y costumbres. ¿Qué haría en el Nuevo Mundo? ¿Qué confusión no serían para él los usos, los trajes, el habla, el ambiente, tan diverso del respirado hasta entonces? ¿A qué usos iba a aplicar su vetusta máquina, y qué buscaba en el país americano, si no era el cementerio?

Mientras yo devanaba estas reflexiones, el viejo seguía preocupado de desenredar su equipaje, entre el bullicio y el hervidero de la gente. No interrumpían su faena el cabestrante y la grúa, y ésta parecía inmenso brazo que desde el vapor arramblase con cuanto había en tierra; la mano de gigantesco pirata barriendo el puerto de Marineda y trayendo arcas, sacos, baúles, muebles —sirviendo de tendones al brazo los fuertes cables—, para llevárselo todo a otra tierra más clemente con el hombre. Inclinado el viejo sobre la borda, seguía, palpitante de inquietud, los movimientos de la grúa, portadora del equipaje. Al fin se dilató su rostro y chispearon sus pupilas: balanceábase en el aire y descendía pausadamente el arca. ¡Cuánto conocía yo ese mueble familiar de nuestros aldeanos, donde guardan lo que más estiman! Allí se encierran, entre espliego, «lesta» y olorosas manzanas, el «dengue» majo, la randada camisa de lino, el «paño» de seda y los brincos de filigrana de plata, galas que sólo salen a relucir el día de fiesta del patrón; allí, en el pico, se esconden, dentro de una media de lana, los ahorros que tantas privaciones presentan, desde el amarillo centén hasta el roñoso ochavo «de la fortuna».

El arca del viejo era de las mayores, pero también de las mas mugrientas y desvencijadas: traía remiendos de madera nueva y zunchos de hierro torpemente aplicados. Cuando vino a caer bruscamente sobre la cubierta, el viejo tendió las manos nudosas y se precipitó a parar el golpe; pero le empujó el tropel y dio de bruces contra un baúl de cuero, jurando enérgicamente. Al erguirse, su primer pensamiento fue para el arca. La estaban arrinconando, sepultándola bajo mundos de hojalata y líos de jergones —pues, como es sabido que en Montevideo no se da cama a los sirvientes, los emigrantes se llevan la suya—. Al ver que desaparecía el arca, el viejo blasfemó otra vez, y, apartando jergones, se lanzó a sacarla de entre tanta balumba. Los dueños corrieron a defender su propiedad; hizo resistencia el viejo, y se trabó una disputa que iba a convertirse quizá en batalla. Intervino el sobrecargo, que hablaba español, y, tratando de idiota al viejo, le preguntó qué carabina le importaba que el arca estuviese encima o debajo, pues siendo pesada y voluminosa, tenía que acomodarse de manera que no estropease los baúles. El viejo balbucía: un temblor extraño agitaba su cabeza, y la mirada escrutadora del francés se clavaba en él como la hoja de un cuchillo. «A sacar fuera ese condenado arcón», ordenó a los marineros; y aunque el viejo intentaba cubrir con su cuerpo el mueble, el sobrecargo, reparando en dos agujeros circulares que a los costados tenía, corrió a avisar al capitán. «Ouvrez», mandó éste imperiosamente; y como el viejo, barbotando protestas no quisiese entregar la llave, hicieron ademán de echar a la bahía el arca.

Palideció el aldeano bajo la pátina que el sol había depositado en su rugoso cutis; dos lágrimas corrieron por sus mejillas, y, volviendo la cara, alargó la llave. Abierta el arca misteriosas, un grito se alzó del corro formado alrededor: dentro venía un muchacho como de quince anos, medio asfixiado ya… Era lo que se llama en la jerga del puerto un «polizón», un pasajero que se cuela a bordo sin pagar billete… Entonces comprendí no sólo la desesperación mímica del viejo y sus afanes porque el arca no quedase debajo de los baúles, sino cómo se atrevía a cruzar los mares, estando al borde del sepulcro. No iba solo; se llevaba la esperanza simbolizada en la juventud, ¡y qué esperanza! ¡Así que anocheciese y el barco se hiciese a la mar, el abuelo abriría la puerta de la jaula y el nieto saldría gozoso, seguro ya!…

Entre tanto, el viejo de rodillas, arrastrándose, arrancándose las canas greñas, sollozaba amargamente. Algunos se reían y se burlaban; los más se sentían conmovidos. El capitán, accionando, encolerizado, hablaba de hacer perder al viejo el pasaje y despacharle en seguida a tierra. Mediamos para aplacarle, representándole la miseria de aquella gente, recordándole que hombre pobre todo es trazas, y que la necesidad dicta esos ardides. El viejo, sintiéndose protegido, redobló los extremos y nos contó una historia de dolor: su yerno, emigrado hacía años; su hija, muerta; el nietecillo, sobre sus cansadas espaldas; la cosecha, perdida; la vaca, vendida por no haber hierba que darle; la contribución, doblada; el fisco, sin entrañas; el Cielo, sordo a las oraciones…

¿Qué haríais si escuchaseis estas lástimas? Hubo cuestación, y el capitán se conformó con bastante menos del precio del billete, porque tampoco el capitán era ningún tigre.

Y abandonamos el barco, próximo ya a emprender su rumbo hacia otro hemisferio. Había anochecido, y la concha de la bahía ostentaba un esplendente collar de luces, en el centro del cual destellaba como enorme rubí el rojo farol del Espolón. Del vapor salían las notas frescas del zortzico donostiarra; los gallegos, viendo desaparecer entre las sombras las amadas costas de su tierra, no tenían valor ni para entonar uno de sus cantos prolongados y melancólicos.

De un Nido

Teniendo que ir a Madrid para la gestión de un asunto importante, de ésos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella me acomodé en una sala «decente», con vistas a la calle de Preciados.

Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre nosotros esa familiaridad de mal gusto, ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped que demostraba reserva era un muchacho como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco, de través; bebía agua, respondía con buena educación, pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas cualidades me infundieron simpatía.

Sólo yo en una ciudad donde no conocía a nadie; separado de la familia, a la cual siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en el cariño que cobré a aquel mozo apenas le vi espontanearse y logré que entrase en mi cuarto, contiguo al suyo, dos o tres veces para aceptar un café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino, se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia. Mi olfato me dijo que la historia no estaba completa, y que detrás de aquellas revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y ofrecí servicios. Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la situación, asaz apurada, de Demetrio…

Detrás de la juventud suponemos el amor, y para el amor tenemos indulgencias y condescendencias infinitas. Yo creía a Demetrio enamorado y pendiente, para realizar su felicidad, del consabido destino. Así me explicaba la preocupación del mozo, sus desapariciones, los aspectos misteriosos de su vivir, su desgana, su color quebrado y macilento. Adelantándome a la confidencia, di lo del amor por hecho, y con tal seguridad lo afirmé, que Demetrio vino a declarar que sí, que estaba enamorado hasta los tuétanos, y en cuanto pudiese casarse…

Manifesté deseo pueril de conocer a la novia; me prometió llevarme a verla asomada al balcón; me enseñó, en efecto, a una preciosa muchacha, rubia como unas candelas, blanca, esbelta, elegantísima, de pechos en un segundo piso de la calle próxima, y como yo extrañase que la niña no nos echase una ojeada siquiera, Demetrio sonrió y dijo:

—¡Ah! En viéndome acompañado… Es lo más delicada, lo más susceptible… Si supiese que está usted enterado…, reñimos, de seguro.

Desde entonces le hablé constantemente de la rubia, la puse en las nubes, alabé sus encantos…; en fin, de tal manera me interesé por la vida íntima de Demetrio, que me sucedía de noche soñar con ella, y de día pasar por la calle donde la rubia se asomaba al balcón, mirándola disimuladamente, como se mira lo que nos importa. ¿Lo he de confesar todo? Apartado de los míos, sucedíame por momentos olvidarme de que existían, borrárseme entre neblina los contornos de la realidad. Aturdido por tantos pasos y vueltas como tiene que dar un solicitante; cansado y rendido de andar de ceca en meca y ver rostros indiferentes o altaneros, el único reposo y la única satisfacción era la que encontraba en interesarme por mi joven vecino. Una puerta comunicaba su habitación con la mía; descorrí el cerrojo, y de día y de noche hablábamos, nos acompañábamos y nos prestábamos pequeños servicios. El tintero, el jabón, los peines, eran bienes comunes. Viendo a Demetrio salir a cuerpo un día frío, le propuse mi capa. Yo me arreglaría con el gabán…

Ahora que recapacito y pienso en aquel extraño episodio, comprendo que todo fue culpa de la soledad y el aislamiento, que ejercen una acción excitadora y depresiva alternativamente sobre el hombre habituado a la blanda y enervante atmósfera del hogar. Yo no podía vivir sin la comunicación de los seres de mi especie: padecía la mala enfermedad, tan peligrosa para el hombre, de necesitar del hombre (como si cada uno de nosotros no llevase en sí una fuerza propia e incomunicable, una suma de alegría y de dolor que nadie puede acrecer ni aminorar…). Hoy conozco que, por mucha gente que nos rodee, vivimos solos siempre, hasta cuando nos creemos cercados de pedazos de nuestra alma y de retoños de nuestra sangre. Y esta convicción, manzana del árbol de la ciencia —amarga manzana—, fue para mí fruto de la aventura que voy relatando, porque cuando regresé a mi casa en busca de amor y consuelo, encontré en ella el menosprecio y la cólera mal disimulada, y estuve en ridículo entre los míos, que hablaron de mí con esos meneos de cabeza reveladores de un concepto de inferioridad y lástima indignada…

Volviendo a Demetrio Lasús, tanto fue estrechándose nuestra amistad, que le confié mis esperanzas todas. No le oculté que, empopado ya el asunto que en Madrid me detenía, iba a recibir una suma, plazo primero y mayor de la contrata. El día en que la suma llegó a mi poder, Lasús vio cómo la guardaba en mi baulillo —las llaves de las fondas no ofrecen seguridad—, y cuando tuve que salir, dije a mi amigo:

—Voy sin cuidado, porque usted no piensa moverse de casa.

—Vaya usted tranquilo —me respondió.

Y, en efecto, tan tranquilo fui, que al regresar, ni me cercioré de si estaba allí la cantidad, los fajos de billetes verdosos, mugrientos, sobados, tan gratos, sin embargo, a la vista. Me acosté temprano; Lasús me aseguró que se acostaba también. A medianoche creí oír ruido en su cuarto. Se habrá desvelado —pensé— acordándose de su linda rubia. Y me entró el alborozo. ¡Amor! ¡Juventud! ¡Qué divinas cosas! A la mañana siguiente yo tenía que entregar la cantidad. Me levanté, me arreglé activamente, y ya con el sombrero puesto, abrí sin recelo la maleta… Aún recuerdo que me quedé sin voz: lo que se dice mudo, afónico por completo. ¡No había allí ni rastro de los billetes! Palpé, revolví con alocados movimientos… ¡Nada!

Caí al suelo acogotado. Me encontraron roncando una congestión. Me acostaron, me sangraron, mucho derivativo… El médico dijo que salvaría… pero ¡cuidadito! Si se repitiese…

Y así que pude hablar, preguntar, armar alboroto, risas irónicas me contestaron.

—Pero ¿a quién, a no ser a usted, santo varón, se la pega Lasús? ¿Quién no sabía que era un jugador de oficio, un tahúr eterno y sempiterno? ¿Por qué se hace usted uña y carne de un hombre así? ¿Quién le mandaba intimar con él y ni siquiera cruzar la palabra con los demás huéspedes, gente honrada y formal? ¿Y se ha tragado usted lo del destino, y lo de los amoríos, y todo?

Y como yo, furioso, hablase de tribunales y jueces, la bigotuda patrona añadió:

—Sí; cítele usted ante el Padre eterno… ¡Han traído los papeles que a la salida de la timba se pegó un tiro y quedó redondo! Se conoce que perdería en una noche toda la guita de usted…

Sin poderlo remediar —¡cuidado que soy majadero!— perdoné al alma atormentada y crispada del pasional incorregible, que me arruinaba y me desconceptuaba para siempre.

De Vieja Raza

A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!

Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine, y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás, temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.

Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de L'Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!

Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero... ¿y la honra?

Por espacio de largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo, sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: «Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».

Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa, en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance. Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una sonrisa tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su cuchilla de acero...

Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial, hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas, provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del suplicio. «No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos. Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura del su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo..., pero, por los resultados, se adivina.

Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo, cogió brutalmente a la señorita de L'Hermine por el talle, por donde pudo, y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada, contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...

El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa de L'Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte, pensaba con satisfacción heroica:

«¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!»'


«Blanco y Negro», núm. 509, 1901.

Deber

De los que, a la desesperada, habían desembarcado en los escollos, quedaba una hacina de troncos palpitantes, mutilados y sangrientos, que casi a la vez tumbó sobre el recanto de la playa el plomo enemigo. ¿Qué fin se proponían al desembarcar así? Ninguno; quizá no sobrevivir a los otros, cuyos cuerpos obstruían el paso, revueltos con las embarcaciones sacrificadas, echadas a pique. No habiendo podido cerrar la bahía, tratábase de morir.

Y habían muerto con el gesto sencillo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozadas ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el devaneo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante —a pesar de su uniforme europeo— a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente, los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil, ingenua, de la faz, lo exiguo de la cabeza, la negrura lustrosa del lacio pelo. Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero moribundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empezaban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, naturalmente artística.

El herido se encontraba en un jardín, terraza colgada sobre un río, cercada por tapia de escasa altura, hecha de azulejos de porcelana polícroma. Macetas diminutas, con arbustos enanos, coronaban la tapia, y árboles recortados en figura de peces, esquifes o jarrones, rodeaban el quiosco de porcelana también.

Dentro, en platos primorosos, se brindaban frutas, nísperos de oro, pavías de felpa rosa, naranjitas bruñidas, guanteadas por su flexible piel. Confituras ligeras, capullos e insectos en almíbar, completaban el refresco. Dos tibores sostenidos por un dragón o endriago fabuloso se alzaban sobre peanas de madera laqueada en los ángulos del delicioso quiosco, todo enramado y enguirnaldado de campanillas abiertas, que sobre las columnas de porcelana parecían adornos cerámicos, de una cerámica milagrosamente frágil.

Frente al quiosco, apoyada en la tapia, flanqueada de cerezos en flor, cuyas negras, desnudas y lisas ramas salpicaban estrellas carmesíes, una fontana, un hilo de agua recayendo en concha gigantesca, emperlaba el aire con su cántico de cristal fino. En el seno de nácar de la tridacne, dentro del agua blanca, movida, monstruos de esmalte turquí y bermejo nadaban lentamente, y en el cáliz de las flores del cerezo, gotas de humedad refulgían al sol. Y el herido sintió una sed rabiosa, infinita. ¡Aquel agua! ¡Aquel agua! Era la misma que había mojado sus labios, refrescando su lengua, cuando niño; reconoció la fuente, el delgado chorro, el musical gorgoteo que producía al recaer en la valva, estremeciendo de gozo a los ciprinos... Se arrojó con salto nervioso hacia la fuente. En el instante mismo, los endriagos de los tibores, desperezándose, pegando un brinco felino y cruel, se interpusieron. Sus fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz. Y la canturía misteriosa del hilito cristalino parecía repetir: «Sagrada es la fuente».

El herido, desalentado, se desplomó en un taburete de laca, bebiendo, a falta de cosa mejor, la frescura que subía del río. Iba a ponerse el sol; el horizonte era violeta y púrpura; una luna inflamada asomaba detrás de una colina de estaño, escueta y geométrica en su dibujo. Así que el globo encendido se alzó, palideciendo, del fondo sombrío de la perspectiva confusa, velada por tules negruzcos, empezaron a surgir puntos lucientes, chispitas imperceptibles, que aumentaron hasta formar hormiguero infinito de farolillos, linternas y faroles de papel.

La noche se esclareció con el resplandor de millones de luces, y las figuras raras, el abigarrado surgir de muecas, visajes y vuelos de alimañas fantásticas en las faces de las grandes farolas, alborozaron al herido, causándole un transporte de orgullosa locura. Porque había comprendido: la ciudad se incendiaba, delirante, celebrando la victoria, el magnífico triunfo de los ágiles y de los resignados a perecer, sobre una enorme masa pesada y dura, fría y resistente como una pirámide de basalto. Aquellos faroles eran lenguas de llama que le gritaban «¡vítor!», y la innúmera muchedumbre que llenaba las calles, que se esparcía por las orillas del río y lo surcaba en barquitos chatos, en juncos estrechos, ascuas de lumbre sobre el agua aceitosa, alzaba un himno a su valor sublime, y al de los que yacían en el fondo del abra, entre los restos de los inmolados cañoneros, perdidos allí para que el enemigo no pasase.

En la otra orilla, los barcos de flores, las casas de té, resplandecían más que ningún edificio. Las musmís de nombres de flor, de sonrisa trazada con un rasgo de cinabrio, de rizos simulados con una voluta de tinta china, de cara pálida, lisa, graciosamente tristona; las aseñoritadas meretrices de formas recogidas y puras, de púdico ropaje, se asomaban a las barandillas de sus balconadas, le llamaban, le cantaban versos elogiosos, llamándole guerrero divino, terror del Occidente, sucesor de los héroes que la crónica fiel rodea de leyendas, en caracteres de cobalto y oro.

El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas acompañaba la acción. Mirábase, y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samuray o tradicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosamente trabajada por desconocido artista; su izquierda columpiaba el abanico, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados puntilleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le enmascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. Él caminaba hacia el palacio imperial, hacia los parques y los bosques de la sacra residencia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de detenerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en volandas, en hombros, en brazos, en alto, en improvisado palanquín, no sabía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de farolitos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas de luz, se anegaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasas su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.

Un dolor agudo le devolvió el conocimiento.

El sol caía a plomo sobre su frente. Le estaban incorporando, palpando, arrancándole entre el montón de cadáveres. Unas barbas frondosas y rubias, un semblante ancho, sonrosado, serio, se inclinaba sobre él, y el aliento del hombre del Norte se mezclaba con el suyo.

—La camilla —oyó decir—. Con cuidado: hacedle el menor daño posible.

El herido, fríamente, miró a su salvador, escrutó sus ojos claros, húmedos de vida, sus sienes blancas bajo la gorra de campamento y, echando mano al cinturón, en un relámpago, sacó y disparó a boca de jarro el revólver. Cinco tiros contestaron al suyo, y uno de los que le remataron le apoyó el cañón en el hueco del oído. Pero el oficial ruso había caído boca arriba fulminado.

Delincuente Honrado

—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.

Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que, después de cumplir el fallo de la Justicia, hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedentes acceder en este particular a sus deseos; pero hoy los invoco, y me autorizan para contarles a ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:

—Padre confesor —empezó por decir—, ante todo sepa usted que yo soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña… que maté… nació al año de haberme casado. Era bonita, y su madre también… . ¡ya lo creo!, preciosa, que daba gloria el mirarla. Yo tenía ya algunos añitos… , y ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así como heredan los dineros del que los tiene… . heredan otras cosas… Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero… , ¡a caballero no me ha ganado nadie!

La madre… , yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según corresponde a un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo… . ¡porque eso es antes!, a diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo de vino y su gallina… No me remuerde la conciencia de haberle escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y a mí se me quitaban las penas de oírla. Lo malo fue que como le celebraron la voz y las coplas, y empezaron a arremolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja una pulla, y aquél que suelta un requiebro… . en fin, vi que se ponía aquello muy mal, y le dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que le gustaba el gentío, y oír cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural, y que no le rompiese la cabeza con sermones… De allí a un mes (no se me olvida la fecha, el día de la Candelaria) desapareció de casa, sin dar siquiera un beso a la niña… , que tenía sus cinco añitos y era como un sol.

—Aquí —intercaló el padre Téllez— tuvo una crisis de sollozos, y por poco me enternezco yo también, a pesar de que la costumbre de asistir a los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di a beber un trago de anís, y el desdichado prosiguió:

—Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo… Y lo que más me barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabaja mucho!, era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador: «No tienes vergüenza… Yo que tú, la mato». De tanto oírlo, se me pegó el estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán!, repetía en alto: «No tengo vergüenza… ¡Había que matarla!» Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la llevaron a América… , ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve cómo murió su hija… !

El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez a fuerza de exhortaciones y consejos.

—Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunque me dijese, es un verbigracia: «Padre, tengo ganas de correr», o «Padre, me pide el cuerpo ir a la plazuela», nada, yo sujetándola, que se divirtiese con su canario, o con los pliegos de aleluyas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacar un dedo fuera! Y así que fue espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida a ella como una gota a otra gota… . y con una voz de ángel también, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije: «No, lo que es tú… . no has de echarme el borrón».

Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana, a ver si andaba por allí algún zángano; tanto, que la castañera de la esquina me dijo así: «Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos más escamones!»

Pero no lo podía remediar. Toda cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía desconfianza. Se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar. Y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué a que me jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró. Solo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí a pocas mañanas, acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone a regar las macetas, y que al mismo tiempo, a competencia con el canario, rompe a cantar… Me dio la sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví a casa, entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarle bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda.

¿Creerá usted, padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo a rondar y vuelve a asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y le dice muchos olés…

Callé; no entré a castigarla. Y por la tarde, mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes: «No tienes vergüenza… Había que matarla.»

Cené muy triste, y después que me acosté, la misma voz, erre que erre: «Matarla, matarla… »

Entonces me levanté despacio, cogí la herramienta, en puntillas, me acerqué a la cama, y de un solo golpe… Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra desempeñada.

—¿Creerán ustedes —añadió el padre Téllez— que no le pude quitar la tema de la honra? Se arrepentía… . pero a los dos minutos volvía a porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar… En este terreno casi murió impenitente…

—Estaría loco —dijimos, a fin de consolar al sacerdote, que se había quedado muy abatido al terminar su relato.

«El Imparcial», 12 abril 1897.

Desde Afuera

A la pregunta de Lucio Sagris si habíamos sentido alguna vez el estremecimiento de lo sobrenatural, aquel soplo que en la alta noche hacía erizarse los cabellos de Job, casi todos nosotros respondimos (a fuer de burgueses prosaicos que somos) un «no» risueño. Dos o tres, sin embargo, exclamaron sin titubear que «sí»; y a los restantes, los puso la afirmación meditabundos.

—La impresión de lo sobrenatural —dijo Sagris, enderezándose en la mecedora—, a lo menos para mí, reviste formas variadísimas. No es sólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejo de los cirios que alumbrarán al muerto, ni en la gruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando lo inefable nos roza con sus alas. A veces basta el choque de una mirada, la luz de unos ojos, el movimiento de unos labios al articular palabras solemnes...

Interrumpieron a Sagris las chungas del auditorio, que creyó ver en aquellas frases una alusión al amor y a su peculiar afecto magnético. Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mohín desdeñoso y un ademán que significaba «atiendan».

—Manía muy común —pronunció así que callamos— la de explicarlo todo por la recíproca atracción sexual. Hay en el mundo otras fuerzas y otras corrientes. Lo más notable de las revelaciones hipnóticas es que han demostrado hasta la evidencia que una persona enteramente desconocida y extraña puede, sin preliminar alguno, modificar profundamente nuestra sensibilidad nerviosa...

—Si es una mujer bonita, vaya si puede —advirtió Tresmes el incorregible.

—¡Bah! —murmuró flemáticamente Sagris—. El italiano Caminetto, con sólo fijar en usted las pupilas, le haría caer en sopor muy profundo... No me armen ustedes disputa sobre el hipnotismo; sacaríamos lo que el negro del sermón. El hipnotismo, hoy por hoy, tiene parte de charlatanismo y parte de ciencia, y no vamos aquí a deslindarlas. Que fotografíen efluvios y cuerpos astrales; yo no necesito esas pruebas materiales de la vida del espíritu. El mío, a guisa de balanza sensible, nota el peso más leve; cualquier influencia espiritual lo inclina. ¿Quieren que les confiese hasta qué extremo me dominó la fuerza de una voluntad? Confesión es, porque mucho hubo de pecado en mí, y siempre dura el remordimiento.

La cosa ocurrió siendo yo juez en Pontenova, una villita encantadora, como todas las que bañan las aguas del Miño, sea en la margen española o en la portuguesa. Debe Pontenova su nombre a un magnífico puente de la época de Carlos III, por el cual suelen pasar el río y refugiarse en Portugal los criminales a quienes persigue la Justicia. Así es que en Pontenova se reconcentra muchas veces la Guardia Civil y los desconocidos de mala traza infunden recelos. El puente se encontrará como a un cuarto de legua de la villa. Estos detalles son necesarios para que ustedes comprendan lo que sigue:

Una tarde, al volver de dar mi acostumbrado paseo, vi a la orilla de la carretera el cuerpo de un hombre, que más que vivo parecía cadáver. Acerquéme y noté que respiraba, y al mismo tiempo, al último rayo rojizo del sol, advertí la siniestra catadura del que yacía recostado en un montón de guijo. Los andrajos de la ropa, la descalcez de los pies destrozados y envueltos en trapos, la lividez del rostro, lo hirsuto de la barba, el anhelo de la respiración decían a las claras lo que era aquel hombre y por qué se encontraba en el camino de Pontenova. Mi instinto de magistrado se despertó, y pensé: «Un malhechor... Buena caza para mi amigo el teniente Pimentel».

Cuando me acudía tal idea, el hombre abrió los ojos, y vi cruzar por ellos un terror humilde, un miedo de liebre, una súplica elocuentísima. «Ahora eres cristiano y no juez», me gritó dentro una voz piadosa. Y tendiendo la mano al caído, le ofrecía asilo y socorro.

—No tengo más que hambre y cansancio... Hace cincuenta horas que no he probado alimento...

Al oír las palabras, y el acento lastimero que las profería, miré alrededor. La campiña y el camino estaban enteramente solitarios, y a mi casa, situada en las afueras de la población, podríamos llegar sin encontrar a nadie. Levanté como supe al desvalido; le hice apoyarse en mi brazo y, medio arrastra, le llevé hacia las tapias de mi jardín, al cual entraba yo por una puertecilla que daba a un soto. No tropezamos con alma viviente. Introduje a mi protegido en un cuarto bajo donde se guardaban trastos de desecho y, señalándole un sofá, le indiqué que descansase, mientras le traía de comer.

A los diez minutos volví con pan, una botella de jerez, bizcochos, jamón frío, fruta, queso, y me hice el distraído para permitirle devorar ansiosamente, a dentelladas, apurando copa tras copa. Y fue una cosa fulminante: acabar la postrera migaja, escurrir la postrera gota y caer en el viejo sofá, harto, feliz, dormido como una piedra.

Entonces me retiré y subí a mis habitaciones con ánimo de dejarle pasar la noche allí y despertarle a la madrugada, a fin de que cruzase el puente y se salvase. Ni aun se me ocurría reflexionar acerca de lo extraño de la situación, cuando vino a recordarme mis funciones y mis deberes el recado de que una mujer solicitaba hablar con el señor juez en aquel mismo instante. Mandé que entrase, y la claridad de mi lámpara alumbró una figura imponente.

Era, a juzgar por el traje, una aldeana de Castilla. Vestía de luto, y su estatura, ya muy elevada, la aumentaban las negras haldas y el ceñido justillo de estameña. Venía cubierta de polvo; apoyábase en un largo palo, y sus greñas grises se revolvían sobre una frente atezada, sombreando dos ojos de brasa, cuyo mirar me subyugó, como subyuga el de algunos retratos antiguos. Flaquísima, enhiesta, grave, la mujer se quedó en pie al otro lado de mi mesa-escritorio; y a mis preguntas, contestó en el lenguaje claro y castizo de su tierra:

—Soy viuda. Desde Burgos vengo siguiendo al asesino de mi marido, para que no consiga meterse en Portugal. Al principio me llevaba bastante delantera, pero hace días le voy a los alcances, sin dejarle entrar en poblado ni descansar en sitio ninguno. He pensado: «En no consintiéndole que duerma ni que coma, él acabará por entregarse». Y van dos días, por mi cuenta, que ni ha podido comer ni dormir.

Aquí la mujer calló y me clavó su mirada ígnea, como se clava un puñal. Al recibirla, sentí ese estremecimiento de que antes tratábamos, un escalofrío que no tiene nada que ver con el de la enfermedad ni con el que causa la baja temperatura, un escalofrío «no físico», sino más hondo.

«Lo sabe —pensé—. Sabe de cierto que su enemigo está aquí, oculto, amparado por el juez...»

Y mientras yo guardaba un silencio cargado de electricidad, la mujer añadió secamente, sin tratar de moverme a compasión, sino más bien a estilo del que acusa:

—A mi marido le mató «ése» aguardándole de noche en el robledal... Cinco cuchilladas le dio: una en el corazón, dos en el cuello, las otras dos en el vientre... Allí quedó para que lo comiesen los cuervos. Y yo aguarda, aguarda, hasta que viendo que no volvía, salí a buscarle y le topé así, con un charco de sangre negra debajo... Al momento dije a la Justicia: Fulano ha sido... Cuando quisieron echarle mano..., ya estaba él huyendo; pero yo detrás, como su sombra. Mi casa ha quedado abandonada; ni cerré la puerta al irme. Mi equipaje, este palo; mi vida, anda que te andarás. Nadie me dio seña ninguna; pero acerté con el rastro yo sola. En mi pueblo soy una persona acomodada, he venido pidiendo caridad. «Él» pudo esperarme en despoblado y acogotarme también; sólo que ya sabía yo que no se atrevería... ¡Porque a mí me acompaña Dios!...

Al pronunciar este santo nombre, con expresión tan trágica y solemne que creí escucharlo por primera vez, la vengadora alzó un dedo descarnado y se quedó muda, hincándome en el alma su terrible mirar. Fue un combate que duró más de un minuto entre sus ojos y los míos, hasta que acabé por querer desviarlos y no lo logré.

Comprendí que se apoderaba de mí, por la tensión increíble de su espíritu, por la energía de su deseo. El criminal también había influido en mí un instante; sólo que satisfecha la materia con la comida, la bebida y el sueño, el anhelo de salvarse que al pronto demostró, quedó extinguido. En cambio, la mujer que me presentaba despreciando las necesidades físicas, en pie, después de correr leguas y leguas, convertida en bronce, pero bronce caldeado por la llama de la voluntad.

Ríanse ustedes si quieren... Aquella mujer fea y vieja «pasó a mí», se me incorporó y me fascinó hasta tal punto, que, como en sueños, automáticamente, me levanté del sillón, tomé la lámpara, eché a andar, y bajando la escalera seguido de la negra figura, abrí la puerta del cuartucho y señalé al sofá donde el asesino reposaba...

Sagris, al llegar aquí, respiró fuerte, oprimido por la angustia.

—Y cuando le ahorcaron ¿sufrió usted?

—No sufrí más, ni siquiera tanto, como al otro día de entregarle... La vida de aquel malvado, en suma, no me importaba gran cosa. Lo que me alborotó la conciencia fue el hacerme cargo de que «desde afuera» pueden impulsarme así, obligarme a un acto tan decisivo... Por efecto de esta página de mi historia, temo más a una voluntad entera que a un cartucho de dinamita.


«El Imparcial», 28 enero 1895.

Desde Allí

Don Javier de Campuzano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin temor; arrepentido de sus culpas, confiaba en la misericordia de Aquél que murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud le acuciaba algunas noches, de ésas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones, acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor, pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos. Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano mayor; pleito intrincado, encarnizado, interminable, que empezó entibiando el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haberle injuriado y difamado, y hasta —¡tremenda memoria!— de haberle esperado una noche en las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el peso que por muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba al imaginar que sus hijos, a quienes amaba tiernamente, llegasen a detestarse por un puñado de oro. La Naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa lección: sus dos hijos, varón y hembra, eran mellizos; al reunirlos desde su origen en un mismo vientre, al enviarlos al mundo a la misma hora, Dios les había mandado imperativamente que se amasen; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que dos gotas de sangre de las mismas venas, cuajadas a un tiempo en un seno de mujer, podían, sin embargo, aborrecerse hasta el crimen. Para evitar que celos de la ternura paternal engendrasen el odio, don Javier dio a su hijo la carrera militar y le tuvo casi siempre apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques le empujaban a la tumba, llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen con los de María Josefa. A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole con solemnidad:

—Hija mía, antes que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo que te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No necesito afirmar que te quiero mucho; pero además tu sexo debe ser protegido de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre lo ojos..., así que reces un poco por mí..., te irás al cortijo de Guadeluz, y en la sala baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy pesado que dicen es gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, dieciséis ladrillos —fijate, dieciséis—, una onza de ladrillos, ¿entiendes?, y levantarás el que hace diecisiete, que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo, y en él un millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar de este asunto. ¡Cuando yo falte...!

María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas y aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado. Llegó José María aquella misma noche, y ambos hermanos, relevándose por turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo y creyó que los ojos, vidriosos ya, sin luz interior, decían claramente a los suyos: «Acuérdate: dieciséis ladrillos... Un millón de reales en peluconas...»

Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y una noche en que José María y María Josefa se encontraron solos en el vasto salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué hacía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana se aproximó al hermano, le tocó en el hombro y murmuró tímidamente, en voz muy queda:

—José María, he de decirte una cosa..., una cosa rara..., de papá.

—Di, querida... ¿Un cosa rara?

—Sí, verás... Y te admirarás... «Hay» un millón de reales en monedas de oro escondido en el cortijo de Guadeluz.

—No, tonta —exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María—. No has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en la dehesa de la Corchada.

—¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos y señales... Es en la sala baja; haya que contar dieciséis ladrillos a la izquierda desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que cubre el tesoro.

—¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores que no cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se abandonó, existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay una arqueta medio arruinada y al pie de la arqueta, una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un millón en peluconas y centenes...

—Hijo del alma, pero ¡si es imposible! Créeme a mí. Cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme: ipobrecillo! Y tengo sus palabras aquí, esculpidas...

—María —declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un instante—, lo cierto es que hay dos depósitos y sólo así nos entenderemos. Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a mí...

—Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío...

—¡Pobre papá! —murmuró conmovido el oficial—. ¡Qué cosa más extraña! Pues..., si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero, y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino uno!

—Dices bien —confirmó María Josefa triunfante—. Primero a donde yo digo, ¡porque verás cómo allí está el tesoro!

—Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla? Has de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer que papá te excluía, que me prefería a mí... ¡Qué sé yo! Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui un tonto.

—No, no; tenías razón —repuso María, confusa y apurada—. Soy una parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro y hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡Qué falta de pesquis!

—Pues yo deploro que te hayas adelantado —contestó sinceramente José, apretando los finos dedos de su hermana.

De allí a pocos días, los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz, y encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El tesoro se guardaba en un cofrecillo de hierro cerrado; la llave no apareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo, siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie de la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también, de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta, encerráronse de noche y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió o, mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas, que los dos hermanos, sin contarlas, uniendo ambos raudales, derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto, María se estremeció.

—En el fondo de mi caja hay un papel.

—Y otro en la mía —observó el hermano.

—Es letra de papá.

—Letra suya es.

—El tuyo, ¿qué dice?

—Aguarda..., acerca la luz...; dice así: «hijo mio: si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo del sepulcro para bendecirte...»

—El sentido del mío es idéntico —exclamó después de un instante, sollozando y riendo a la vez, María Josefa.

Los mellizos soltaron los papeles, y, por encima del montón de oro, pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron abrazados buen trecho.


«Blanco y Negro», núm. 338, 1897.

Desquite

Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril —¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?— disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.

Lecciones le salían a docenas no sólo porque era, en realidad, un excelente profesor, sino porque tranquilizaba a los padres su ridícula facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba a correr peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón; cuyas manos, desproporcionadas, parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas a medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo alguno, al llamarle para enseñar a su hija canto y piano, la madre de la linda María Vega. Sólo a un sujeto «así como él» le permitiría acercarse a niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!

Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó, sin duda, la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, sabría de sobra que era un monstruo; y, ciertamente, Trifón, se había mirado y conocía su triste catadura; y así y todo, le hirió, como hiere el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidió entre sí: «Ésta pagará por todas; ésta será mi desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espíritu se puede seducir a las mujeres que tienen espíritu también!».

Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era, en efecto, un niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien fácil le fue observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la música producía en ella impresión profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían más propensa a exaltarse y a soñar. Por experiencia conocía Trifón esta manera de ser y cuánto predispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas. Cautivamente, a modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los hábitos de María, las horas a que bajaba al jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, eligiendo la música más perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo a que iba a entregarse María.

Dos o tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encontró un billetito doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era suave preludio de ella, no tenía firma, y el autor anunciaba que no quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, pensativa, rompió el billete; pero el otro día, al regar la maceta, su corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo billete —tierno, dulce, poético, devoto—; pasada otra más, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del jardín, y a cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos renglones que depositó en la maceta, besándola; y eran la ingenua confesión de su amor virginal. Varió entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado. «¿A qué ver la envoltura física de un alma? ¿Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un corazón?» Y María, entregado ya completamente el albedrío a su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el ser más bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el invisible y la reclusa, María recibió una epístola que decía en sustancia: «Quiero que vengas a mí»; y después de una noche de desvelo, zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la contestación terrible: «Iré cuándo y cómo quieras.»

¡Oh! ¡Que temblor de alegría maldita asaltó a Trifón, el monstruo, el ridículo Fenómeno, al punto en que dentro de carruaje sin faroles donde la esperaba, recibió a María con los brazos! La completa oscuridad de la noche —escogida, de boca de lobo— no permitía a la pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor… Pero balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas frases divinas que arranca a la mujer de lo más secreto de su pecho la vencedora pasión… , y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, mojó la mejilla demacrada del corcovado… El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fue que Trifón, sacando la cabeza por la ventanilla, dio en voz ronca una orden, y el coche retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía a entrar en su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la fuga.

Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la incredulidad de los contados amigos que Trifón posee cuando le oyen decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:

—También a mí me ha querido, ¡y mucho!, ¡y desinteresadamente!, una mujer preciosa…

«Blanco y Negro», núm. 324, 1897.

Diálogo

En un rincón del Ateneo. Mesas con servicios de café, unos ya consumidos y que un mozo retira, otros que trae para señores ateneístas que leen periódicos o discuten a media voz. En un rincón, ocupando el ángulo de un diván y una butaca contigua, Teolindo y Galo conversan, sintiéndose perfectamente solos entre el rumor de charlas. Su diálogo parece continuación de otros anteriores. De esos temas que, entre amigos, salen a relucir una vez, cuando menos, por semana.

—Galo: No me cabe en la cabeza ese empeño tuyo de que somos libres y podemos hacer lo que nos dé la gana.

—Teolindo: ¡Qué quieres! ¡No me siento piedra ni vegetal!… Tengo mi conciencia.

—También la tendremos los demás… Sólo que, ante lo imposible, la conciencia se limita a darnos tormento, sin sacarnos del pantano.

—Galo: Bah.

—Teolindo: ¡Bah! A todas horas te ves en situaciones que te permiten afirmar la conciencia. A cada paso luchan tu honradez y tus apetitos. No querrás decir que vencen siempre estos últimos, ¿eh?

—Galo: Qué diantres. También yo tengo mi propia estimación. Y no es la honradez solamente. Es el buen sentido. Mira aquello que más me fastidia es no probar lo que me gusta… Y lo sigo.

—Pues me das la razón.

—Galo: No. Ésas son cosas que podemos hacer, sin más que unas miajas de entendimiento para discernir entre lo que está en nuestra mano y lo que no está, y escoger, como egoistones, lo que más nos conviene… porque, al fin, es el egoísmo el que nos mueve, en eso y en todo. Eso no me lo negarás.

—Teolindo: Según como se entienda… el supremo egoísmo sería virtud absoluta.

—Galo: No lo dudes ni un momento. No hay nada que se parezca a la felicidad tanto como esa virtud que llaman heroica… Lo único que he querido dejar sentado, es que las circunstancias nos mandan y hacen de nosotros lo que se les antoja. Te contaré la historia de un golfillo… historia fantástica, dirás… Fíjate y la verdad te saltará a los ojos.

Este golfillo, por uno de esos contrastes frecuentes entre el nombre y la persona, se llamó Félix. No pudiera ningún científico explicar por qué, desde el mismo instante en que se animó, en el claustro materno, el germen de lo que había de ser Félix en la pila bautismal, aquel germen poseyó lo que muchos no adquieren después de hallarse en el mundo años y años: conciencia clarísima de su existir y de lo que ese existir influiría y pesaría, antes y después de salir al mundo. Milagro parece, y acaso no fuese sino uno de esos arcanos que la naturaleza se permite, sin pedir permiso al hombre.

En suma, el embrión de Félix sabía ya que era embrión, y que tardaría pocos meses en ser un niño. Sabía más, y esto sí que asombra: sabía que los autores de su vida era una infeliz lavandera y un albañil sin trabajo porque era alcohólico. Y el germen en su oscura prisión materna, empezó a protestar y renegar. ¿Por qué no era la amorosa unión de dos seres jóvenes, hermosos y ricos lo que le traía a este mundo perro? (El germen no dudaba de la perrería del mundo).

En fin, de buena o mala gana, tuvo que desarrollarse el germen y salir, convertido en bebé que sale a la luz, con la fatalidad de que un brazo se le estropeó en el momento de nacer, y siempre quedó defectuoso. El mamoncillo comprendía que la comadrona era una pazguata, sin conocimientos ni habilidad, y que le dejaba así el brazo, ya para toda la vida; pero de buena gana gritaría «venga un médico, y arrégleme este brazo»; pero sus inarticulados quejidos no respondían a los avisos de su conciencia racional… y el brazo quedó atrofiado, delgado como un hilo y sin movimiento.

Toda la niñez de Félix respondió a su menguado nacimiento. La criatura veía claramente que no comía lo bastante para nutrirse; que se iba esmirriando; que su padre le daba puntapiés; que su madre se mataba a trabajar sin conseguir alejar el espectro del hambre… Y bien quisiera hacer algo por mejorar de suerte, pero no se le alcanzaba en qué. La conciencia le iluminaba; pero, sin embargo, como sus medios de expresión no alcanzaban a revelar lo que le sugería esa conciencia, sufría cruelmente, incapaz de evitar lo que entendía allá dentro. Notaba que su madre tosía cada vez más, y que el único remedio para ella hubiese sido no ir al río a mojarse, y que ya no tenía fuerzas; notaba que su padre iba degenerando en alcohólico furioso, y malos tratos y roncas amenazas acompañaban a las forzosas negativas de dinero; notaba que otros niños iban a la escuela y él no, y por último notó que le enviaban a pedir, en voz lastimera o con timitos humorísticos, «pá ayuda de un panecillo…». Aquello debía de ser malo, humillante; pero… ¿y si no había otro medio de vivir? La conciencia, desde el fondo de su espíritu, le dijo entonces a Félix que tal vez el vivir no fuese cosa muy buena en condiciones tales. Y añadió que no era él quien había pedido la vida; que vivía por fuerza. Si le consultan… Bueno: el caso es que vivía, y hasta juntaba perros, con los cuales compraba rebojos de bacalao, para telas, rancios cacahués y castañas. La indigna de la conciencia le gritaba: «Trabaja». ¿En qué? Aprende un oficio. Era manco…

Un día, fue para su madre el último. A la semana siguiente, su padre, en riña de beodos, dio un navajazo. Le prendieron. Félix quedó solo, con un pequeñín de cuatro meses, su hermanito, que por ironía se llamaba Ventura: Turín. Le cogió en brazos y salía con él a pedir limosna. Pero su conciencia le avisaba: el niño, que unas veces bebía leche y otras roía una corteza, que iba sucio, enfrascado en porquería, iba a morirse. Entonces Félix le depósito en el torno de las Inclusas. Allí lo cuidarían, al menos. Y siguió su vagancia. Había discurrido una fórmula deprecatoria, que repetía maquinalmente.

—¡Señorito… tómeme de criado! ¡He de servirle muy bien!

Hubo un caprichoso, algo filántropo, que accedió en un arranque de piedad hacia «el manquito», Félix fue desinfectado, lavado, rapado, hasta perfumado, y se convirtió en un gracioso «botones». Se propuso ser bueno, leal, querer mucho a su amo obedecerle ciegamente.

Los demás del servicio le tenían su poco de envidia, porque el amo le trataba con mayor dulzura que a nadie; y aprovechando el tiempo de Carnaval, trajeron botellas de licores, y consiguieron que Félix aceptase copa y más copa. Es de notar que la conciencia de Félix protestaba; sólo que algo del alcoholismo paterno había en su sangre de muchacho, que, probado el Bizard, no Mono, le fue imposible resistir y siguió bebiendo. Se sentía indulgente con el recuerdo de su padre, y casi se acusaba de haberle acusado. Una alegría física le inundaba… y le inundó hasta que cayó de bruces bajo la mesa…

El amo desde aquel día le trató severamente. La conciencia más. —¡Bruto, borracho!— Félix borracho, bruto… lo peor era que el tántalo del comedor, que guardaba vigilante y celoso los licores, le hacía bizcar. A pesar suyo miraba hacia las botellas de colorines. «¡Bruto, borracho, golfo!». —No importa: seguía bizcando… La propina del día del santo de su amo le perdió. «Tira a la alcantarilla ese duro —decíale la conciencia— Dalo si no a un pobre». Y lo que hizo fue comprar una botella que ocultó entre su jergón y que apuraba, cada noche un sorbo.

Ya le gustaban las muchachillas que encontraba en la calle. Siempre la previsora conciencia le había dicho: «Huye de las mujeres como del fuego». Aquella conciencia, avispada, desengañada, embebida de realidad, clamaba: «Mira que te darán nueve mil penas por cada momento de ilusión… Ojo. Félix… Peor es el amor que ningún gas asfixiante…». Y mientras pensaba así, iba detrás de una modistuela de nariz respingada, chula madrileña viciosamente candorosa… La seguía por la calle, para obtener una ojeada llena de malicia, de reto, de coquetería populachera… El crujir de la falda de percal y de los zapatos relucientes de tacón altísimo, le enloquecía. ¡Bah la conciencia! ¡Qué sabe la conciencia de estas cosas! Los compañeros le daban coba, sabedores de las correrías de Félix tras la Quiteria, a la cual conocían todos. Por «hacer de rabiar» al chico, a quien siempre tenían entre ceja y ceja, el lacayo dio en rondar habitualmente a la Quiteria, no bastándole, se lo «refregó» al muchacho, burlándose de él.

—¿Te has creído tú que va esa barbiana a querer a un manco, a un golfo?

Le aseguro a usted, Teolindo, que fue aquél el momento en que la conciencia habló más alto dentro del ánimo de Félix… Le dijo que las burlas cobardes se desprecian; que las mujeres no se ganan a puñadas; que vale más reír lo que no hay modo de castigar; que cuando los más fuertes atacan a los débiles, los débiles no tienen otra defensa que la pasividad y el silencio… Todo esto lo voceó la conciencia, sí; pero una especie de hierro ardiendo de vergüenza estaba clavado en el sentir del chico, y le abrasaba las carnes y el corazón. Estaban en la cocina; asió un hacha, la de partir los huesos, y con el brazo sano, el derecho, la asestó a la cabeza del lacayo. Éste, vigoroso mocetón, de treinta años, paró el brazo en el aire, exclamando: «¿hola, hola?, ¿sales por ahí?», y derribando al chico, le pateó muy a su sabor el pecho, a taconazos…

Intervinieron. Aquello pasaba de broma. Alzaron a Félix, le dieron agua, le cuidaron, le acostaron. No se llamó al médico, por ocultar el lance. Aquel día, el muchacho no tuvo fuerzas, se arrastró para hacer el servicio. Lo que más le afligía era la tal conciencia, repitiéndole que cuanto le pasaba, era por culpa suya y rogó a Dios, en sus sueños febriles:

—¡Quítamela! ¡Para lo que me ha servido!

Se la quitó la misericordia divina, y entonces, Félix sufrió muchísimo menos. Fue extinguiéndose dulcemente inconscientemente hasta que se disolvió en los elementos…

—Teolindo: ¿Y qué prueba esta conseja, Galo?

—Galo: Tú dirás, hijo…

—Teolindo: Tu héroe pudo, pudo… Realmente, no pudo dejar de nacer como nació, ni de tener esos padres… Lo confieso. Pero pudo perfectamente, desde que entró en casa del filántropo, portarse bien, y no seguir modistas, ni beber Mono, ni…

—Galo: Es cierto… Ahora, sácame de una curiosidad. ¿Sigues fumando? Teolindo: No debiera…

—¿Te acuerdas de la influencia de la nicotina en las lesiones cardiacas?

—Sí, hombre, te entiendo… Desde mañana (sacando la petaca) voy a renunciar al vicio…

Diálogo Secular

La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

—La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...

Todo era verdad —lo de la sencillez, lo de la distinción—, pero la profesora no por eso se sentía menos achicada —hasta el extremo de emocionarse— cuando la madre de esa alumna, siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Ínsula, que no sabía ni cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.

—Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...

¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.

—¡Doña Consola! ¡Doña Consola! —repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia alegre—. Venga usted... ¡Hay novedades!

«Doña Consola» corrió, no sin grave peligro de enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se había levantado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:

—¡Por Dios!

La chiquilla batía palmas.

—¡Mamá, mamá, díselo pronto!...

—Dame tiempo... —contestó risueña la madre—. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos... Vamos a ver: ¿no tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?

—Yo...

La profesora se puso amoratada, que es el modo de ruborizarse de los cardíacos.

—Yo... ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora! —prorrumpió de súbito, en involuntaria efusión de un alma que hubiese podido ser artista si no fuese de madre de familia obligada a ganar el pan de tres chiquitines—. ¡Ya lo creo! Sólo una vez oí una ópera... ¡y hace tantos años ya! ¡Y Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente...

—¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stolli! ¡Si es un bordado! Bueno; pues se trata de que esta noche tenemos dos asientos...

El amoratado fue morado oscuro. ¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?

—Son dos butacas que le han enviado a nuestro jefe —prosiguió la dama—, y yo no sé por dónde lo ha sabido este diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no quiere aprovechar esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...

—¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! —balbució la maestra, ya recobrada de su primera emoción—. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría mucho oyendo la ópera, que no conozco sino en papeles...; pero ni mi esposo ni yo tenemos ropa..., vamos..., como la que hay que tener para ir a las butacas del Real.

—¡No importa! —gritó Enriqueta, que no renunciaba a su benéfico antojo—. Mamá le da a usted un vestido bonito... ¿No lo dijiste? —añadió, colgándose del cuello de su madre como un diablillo zalamero, habituado a mandar—. ¿No dijiste que aquel vestido que se te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña Consola?

—Sí, todo eso es verdad —confirmó la marquesa—. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...

La profesora no sabía lo que le pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón enfermo y mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso y a la diversión de la mascarada, insistía.

—¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su señor esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar aquí. Toinette les viste...

—¿También va Toinette a vestir al marido de doña Consolación? —preguntó la marquesa, contagiada del buen humor de la chiquilla.

—No; quise decir que Toinette la viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego les tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo tomabas mamá?, y se van ustedes al teatro.

La marquesa hacía señales de aprobación, y, entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarse delante de aquella Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que vería la ropa interior desaseada, los bajos destrozados, el corsé roto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmas de la miseria sufrida heroicamente, la flojedad de las carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de barros, con el desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una vergüenza, una humillación dolorosa, la impulsaban a gritar: «No, no iré; no me vestirán de carnaval con la librea de lujo...» Pero los ojos preciosos, límpidos, de Enriqueta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a su profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que doña Consolación tuvo miedo de negarse a aquella humorada o gentil travesura. «Pueden quedar descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los dieciocho duros al mes, casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz alta, tartamudeó:

—Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que quiera...

Dos horas después estaba vestida y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo para la elegante marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente adornado con bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacía resaltar el brillo del pelo castaño, rizado con arte. Las mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del traje terminaba en el codo; pero Toinette, con alfileres, lo arregló, y la maestra lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bailaba de contento. No hacía sino contemplar a su profesora y repetir:

—¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la de los demás días!

Bajaban la escalera interior doña Consolación y su consorte, para meterse en el cochecillo, y apenas se atrevían a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa etiqueta, envarado; ella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, bonita y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar el simón, el marido murmuró, bajo y como si se recatase:

—¿Sabes que me gustas así?

Y ella —pensando que al otro día iba a recobrar sus semiandrajos, su traje negro, decente y raído, y que la vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los ataques de sofocación al subir tramos de escaleras— se echó en brazos de él y rompió en sollozos.

Dios Castiga

Desde la mañana en que el hijo fue encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza, como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...

Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño». ¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas, Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!

Cuchicheábase todo esto muy bajo, porque en las aldeas hay sus conjuras de silencio, y toda la reserva que se guarda en otras esferas, en asuntos diplomáticos es nada en comparación con la reserva labriega, cuando está de por medio un delito y puede venir a enterarse «la justicia». Sabían los labriegos ¡vaya si lo sabían!, en quien pudiesen recaer las sospechas. No ignoraban que el matador no podía ser otro que Agustín, el de Luaño, valentón de navaja en cinto y revólver cargado en faltriquera. No era su primera fazaña, pues en el alboroto de «una de palos» de alguna romería, dejó un hombre con las tripas fuera; pero esto de ahora parecía mayor traición, y denotaba peor alma en el criminal que, por lo mismo, infundía doble temor, pues era capaz de todo.

Había recibido el Juzgado una denuncia anónima, escrita con mala letra y detestable ortografía, pero con redacción clara y apasionada, delatando terminantemente a Agustín. Decía también el papel que dos muchachas de Vilar, Silvestriña y su hermana, pasando algo tarde por la correidora que a su casa conducía, oyeron, no un tiro, sino dos, y vieron caer al mozo, y hasta escucharon que pedía auxilio, que no le dieron; se limitaron a encerrarse en su morada. Y el anonimato delator instigaba al Juzgado a que incoase diligencias y tomase declaraciones, que descubrirían al culpable.

El Juzgado, muy lánguidamente, no tuvo más remedio que hacer algo... Tropezó, desde el primer momento, con una pared de silencio. Nadie había visto nada; nadie sabía nada; por poco responden que no conocían ni a la víctima ni al supuesto matador. Las muchachas, esa noche, no habían salido de casa; no oyeron, pues, los gritos de auxilio; y la primera noticia la tuvieron, ellas y los demás, a la madrugada siguiente, cuando el cuerpo de Félise apareció rígido, helado, todo empapado de orvallo mañanero... Esto repitieron las dos mociñas, pellizcando mucho el pañuelo y bajando los ojos.

—Bien te avisé, Pedro, que no cumplía escribir tal carta —decía la señora Amara a su marido, cuando ya se demostró que las diligencias resultaban completamente infructuosas y que ni venticuatro horas estuvo preso el de Luaño—. Como ninguén ha visto el caso, y si lo vio se calla, más te valiera callar tú. Non vos vale de nada esa habilidá de saber de letra. Sedes más tontos que los que nunca tal deprendimos.

—Mujer —balbuceó el viejo, secándose el llanto con un pañuelo a cuadros, todo roto—, mujer, como era mi fillo, que no teníamos otro, y nos lo mataron como si lo llevasen a degollar... Yo ya poco valgo, ¡pero si puedo, no se ha de reír el bribón condenado ese!

—No hagas nada, hom, te lo pido por la sangre de Félise. ¡No te metas quillotros!

Y la actitud de la vieja era tan firme y amenazadora, sus duros ojos miraban con tal energía, con tal imposición de voluntad, que el padre agachó la cabeza subyugado. Y no se volvió a hablar del asunto, aunque fuese visible que no se pensaba sino en él.

Al aparente olvido de los padres, respondió el olvido real de la aldea. Nadie recordaba —al menos aparentemente— a aquel Félise, tan amigo de todos los demás rapaces. Su cuerpo se pudría en el cementerio humilde, bajo la cruz pintada de negro que los padres habían colocado sobre la fosa. Y el de Luaño, más arrogante y quimerista que nunca, venía todas las tardes a Vilar, a cortejar a su novia, Silvestriña, con la cual era público que iba a casar cuando vinieran las noches largas de Nadal y Reyes.

Se comentaba mucho, y con dejos de envidia, la boda. El señor de Cerbela, que tenía propiedades en Luaño, daría al nuevo matrimonio en arriendo uno de sus mejores lugares, acasarados, de los más productivos del país. Comprendía largos prados, con su riego de agua de pie; fértiles labradíos, montes leñales bien poblados de tojo, arbolado de soto de castaños, que dividía la casa de la carretera; huerto con frutales, y una vivienda mediana, unida a la pajera, herbeiro y establos. Un principado rústico, que requería, en ello estaban de acuerdo los labradores, un casero, el propósito de trabajar de alma, para sacarle el jugo; y, como dudaban de que Agustín, tan amigo de broma y jarana, tuviese formalidad para tal obra, él contestaba con firmeza:

—Lo han de ver. Cuando Agustín el de Luaño, destremina de hacer una cosa, hácela, ¡recorcio! ¡En comiendo el pan de la boda, meto ganado y un criado en la casa, espeto el arado en la tierra, se abona, se siembra y para el año veredes si ha cosecha o no! ¡Y yo a trabajar como el primero, que de cosas más malas soy capaz por Silvestriña!

Toda la aldea y todo Luaño fueron convidados al festín nupcial. Es costumbre, en estos casos, que los convidados regalen vino, pan, manjares; pero Agustín, rumboso, no consintió que nadie llevase nada. Él traía a casa de su novia sobrado con que hartar hasta los pordioseros que tocaban la zanfona y echaban coplas impulsados por el hambre. Y de beber, ¡no se diga! Vinieron dos pellejos y un tonel, amén de una barrica de aguardiente de caña. Agustín, expansivo y gozoso, contaba que el señor de Corbela le había dicho, mismo así: «Mira, que para llevar bien un lugar como el tuyo, hay que tener mucho cuidado con la bebida, y tú eres amigo de empinar.» Y que él había contestado, mismo así: «Señor mi amo, las tolerías de la mocidá son una cosa y otra el juicio. El día de mi boda será el último en que beba yo por el jarro.»

Menos los padres de Félise, que antes de ponerse el sol se habían encerrado en su casa, toda la aldea se refociló en la comilona. Contábase que el padre había gritado amenazas cuando los novios pasaban hacia la iglesia, y que la señora Amara, cogiéndole de una manga, imponiéndole silencio, se lo había llevado. Ante la esplendidez de la cena, se olvidó el incidente. Había montañas de cocido, jamones enteros hervidos en vino con hierbas aromáticas, pescados fritos a calderos, y pollos, y rosquillas, y negro café, realzado por la «caña» traidora. El novio menudeaba los tragos, repitiendo su frase: «Es el último día que bebo por jarro.» A la novia le presentaron como cuestión de honra el beber también. Y la pareja, ya a los postres, estaba completamente chispa. A puñados, casi en brazos, los fueron llevando los mozos a la nueva casa que debían habitar. Se diría que el aire libre les aumentaba la embriaguez. Como quien suelta en el suelo un par de troncos, los tendieron en la cama. Por no encerrarlos, dejaron la puerta arrimada solamente.

Los convidados se volvieron a Vilar a continuar el festín. Sólo al otro día empezaron a susurrar, siempre en voz muy queda, no se enterase «la justicia», que los había seguido, al ir a Luaño, una sombra negra; otros dijeron que una mujer vestida de luto. Nadie precisó estos datos, y hubo quien los trató de invención.

Lo cierto fue que, a cosa de las dos de la noche, se descubrió ya, por llamaradas, el fuego que consumía la pareja y los establos, vacíos de ganado aún. Comunicado el incendio a la vivienda, las altas llamas mordieron y se cebaron en el seco maderamen. El humo salía hacia fuera; pero aún cuando hubiese alguien despierto en las casuchas más próximas, es probable que no lo viese, por taparlo la cortina del espeso soto de castaños. Los novios, asustados, sin comprender, se irguieron en el lecho, y Silvestriña gritó; pero ya era tarde, porque una cortina roja se alzaba ante sus espantados ojos, y el humo la asfixiaba. La habitación era un inmenso brasero; los chasquidos de la llama y su ronquido pavoroso ahogaban los lamentos de los moribundos, cuyos cuerpos aparecieron al otro día reducidos a carbón.

Y cuando le dieron a la señora Amara algunas comadres: «¿Ve? Dios castiga sin palo ni piedra...», ella contestó sosegadamente:

—A mín, dejádeme de eso... Yo, ya sabedes que no me meto en nada... Es mi marido el que anduvo por ahí parlando, con si Dios castiga o no castiga... Pues si castiga Dios, nosotros, ¿qué tenemos que vere? Callare...

Dioses

Cuidadosamente elegidos en el mercado, según es ley cuando se trata de mercancía destinada al servicio del templo, los dos esclavos eran hermosos ejemplares de raza, y si él parecía gallarda estatua de barro cocido, modelada por dedos viriles, ella tenía la gracia típica y curiosa de un idolillo de oro. Los pliegues del huépil apenas señalaban sus formas nacientes, virginales; los aros de cobre que rodeaban su antebrazo acusaban la finura de sus miembros infantiles. Entre él y ella no sumarían treinta y cinco años y, recién cautivos, el trabajo no había alterado la pureza de sus líneas ni comunicado a sus rostros esa expresión sumisa, aborregada, que imprime el yugo.

Al encontrarse reunidos en la casa donde los soltaron —casa bien provista de ropas, vajillas y víveres—, se miraron con sorpresa, reconociendo que eran de una misma casta, la de los belicosos tecos, adoradores del Colibrí. Desde el primer instante hubo, pues, entre los esclavos confianza, y se llamaron por sus nombres —él, Tayasal; ella, Ichel—. Sin preliminares se concertó la unión. Tayasal se declaraba marido y dueño de Ichel, «la de los pies veloces», y ella le serviría a la mesa y en todo. Dócilmente, Ichel presentó a su esposo los puches de maíz, el zumo del maguey y el agua para purificarse las manos, y a su turno comió después, con buen apetito juvenil.

De la suerte que les esperaba apenas hablaron, haciendo sólo breves alusiones sobreentendidas. El quejarse hubiese sonado a cobardía. No ignoraban la costumbre del poderoso pueblo donde tenían la desgracia de sufrir esclavitud, y ni aun la censuraban, porque las de su patria eran asaz parecidas, y el Colibrí, aún más sanguinario que los dioses del agua, en cuyas aras debía ser sacrificada la joven pareja a la vuelta de un mes. Aprovecharían a solaz, eso sí, los días que restaban; harían vida descuidada y deleitosa, de engordadero y amadero, y llegada la fecha, la sexta veintena, el 7 de junio, se despedirían del mundo bailando incansables hasta que la luna, subiendo por el cielo, señalase la hora de morir.

El día fatal ascenderían a divinidades. Ichel se revestiría con los atavíos de la diosa del agua; Tayasal, con los del dios. No cabía nada más honorífico para esclavos que respetaban a las deidades, aun cuando no fuesen las que desde niños adoraban con temblor fanático. Frecuentemente hablaban de cómo pasarían la fiesta, mil veces oída describir. No se trataba de una solemnidad guerrera, sino agrícola. Las aguas estarían entradas ya; las sementeras, crecidas y con mazorcas. Los sacerdotes, a la aurora, irían a quebrar cañas de maíz y clavarlas en las encrucijadas; las mujeres acudirían con ofrendas. Por la mañana también, una niña, vestida de azul, sería llevada, entre cánticos y música, al centro del lago, en ligera canoa, y allí, con fisga de descabezar patos, la degollarían, arrojando a las ondas rosadas por su sangre el corpezuelo y la destroncada cabeza. En cada vivienda, los instrumentos de labranza, en trofeo, se verían engalanados con ramaje y adornados. En ríos y fuentes se bañaría la mocedad; en las plazas danzarían los señores, llevando en la diestra una caña, en la siniestra una cazuela de fríjoles y maíz cocido; la plebe, de puerta en puerta, mendigaría el mismo plato, la abundancia que el agua produce y asegura... Y mientras tanto, los dos esclavos, Ichel y Tayasal, diademados de oro y perlas, encollarados de oro con pinjantes de esmeraldas, vestidos de túnicas y mantos delicadísimos de plumas que reverberan como esmalte, perfumados, embriagados por continuas libaciones de zumo de maguey, danzarían entre las aclamaciones delirantes de la multitud, sin notar que el sol caía y que la terrible luna, sedienta de sangre y dolor humano, iba señalando con su majestuoso curso el instante del suplicio. Hasta el género de muerte les era notorio: víctimas civiles, de paz, no les abrirían el pecho con la rajante hoja de obsidiana, para sacarles chorreando y palpitando el corazón; se limitarían a reclinarlos en un hoyo y cubrirlos de tierra —la bendecida tierra que produce el maíz y que el agua fecunda. No pasaría más..., y habrían sido dioses, tan dioses como los ídolos que en el escondido santuario oían preces y recibían humo de gomas exquisitas...

Sin embargo, según iba aproximándose el día de la apoteosis, Tayasal se entristecía; tenía momentos de profunda preocupación. Ichel, que cantaba jubilosa, mojando las mazorcas para las frescas tortillas de la cena, solía acercarse a él preguntarle dulcemente:

—¿Qué tienes, esposo mío? ¿Sientes morir por una nación que no es la nuestra? ¿Te da miedo la fosa que ya cavan al pie del templo de Tlaloc y que nos servirá de último lecho nupcial?

Él fruncía el ceño sin responder. Una noche —faltaban tres para la del sacrificio—, apretando contra su pecho a Ichel, en medio del silencio y la oscuridad, balbució a su oído:

—No quiero que mueras, ni por esta nación ni por ninguna. ¿Entiendes, Ichel? No quiero que echen pellones de tierra sobre tu boca olorosa. Mi alma se ha pegado a ti como la goma al árbol, y te desea como la caña desea la lluvia. No morirás. Escaparemos mañana mismo, antes de que la luna cruel asome su cara blanca. Conozco el camino; soy esforzado; no nos vigilan. Nos amanecerá en la sierra. Tus pies veloces volarán. ¿Has comprendido? ¿Por qué callas? Contesta, contesta.

Ichel tardó en hacerlo. Por fin pronunció despacio:

—Y si nos escapamos, Tayasal, ¿qué ocasión tendremos nunca de ser dioses?

Él se quedó mudo. No se le había ocurrido que, en efecto, fugarse era perder la divinidad...

—Ichel —murmuró al cabo, apasionadamente—, ¿no es mejor renunciar a ser dioses un momento; ser hombre y mujer y vivir así, así, unidos como ahora?

—No, no es mejor —declaró ella—. ¿Sabes por qué no nos vigilan? Porque conocen que nadie renuncia de buen grado, neciamente, a ser dios. Si nos evadimos, si ganamos la libertad y una larga existencia, no creas tampoco que estaremos así siempre... Yo envejeceré; tú ganarás con tu brazo otras esclavas mozas, hábiles en tejer lana y moler grano, y entonces maldeciré mi ánima. Un mes hemos sido esposos. Ahora seamos dioses. Sólo hay en la vida una hora en que poder serlo; ¡esa hora es corta y no vuelve nunca! Duérmete, Tayasal, mi colibrí. No pienses en fugas... Duerme.

Y Tayasal se durmió: la de los pies veloces sonreía triunfante. Un orgullo delicioso agitaba su pecho de niña.

Al alba del tercer día, cánticos y gritos despertaron a los dos amantes, que se habían olvidado en absoluto de la muerte. Sobre la linda escultura del cuerpo de Ichel, semejante a esbelto idolillo de oro, y frotado de aromas y copal por los sacerdotes, cayeron las galas y preseas de la diosa del agua. Para colgarle el bezote de cristal de roca hubo que perforar a Ichel el labio. Estoica, no se quejó siquiera. Se sentía divina.

A su alrededor, el místico vocerío de los fieles comenzaba. Todos ansiaban tocar sus ropas, coger una hoja de haz de cañas que empuñaban, besar la huella de sus pies, robar uno de sus cabellos peinados en pabellones, como los lleva la imagen de la Dispensadora del agua, la excelsa Chalchi. La esclava creía caminar como en sueños, y al son de pitos y clarinetes, de las sonajas de barro y las tamboras de piel, que acompañaban al areyto del agua vencedora, la víctima, infatigable, danzaba, brincaba, giraba en un vértigo, moviendo los veloces pies, entornando los ojos extáticos, hasta el momento en que un sacrificador la empujó, y cayó, al lado de Tayasal, en la zanja profunda. Derramaron sobre los dos cascadas de tierra, que apisonaron reciamente, y el pueblo siguió bailando encima hasta el amanecer.


«El Imparcial», 13 de julio de 1908.

Doradores

Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!

Unas manos fuertes, gruesas, desviaron el mandilillo, descubrieron el contrabando: la ollita desportillada, con el guiso de patatas bazuqueando en su salsa clarucha.

—¿Está tu abuelo dentro? —interrogó, con gravedad, el que parecía capitanear a los otros.

El llanto de la niña fue entonces desesperado. Ahogándose, repetía:

—¡Mi abuelo no hace mal! ¡No hace mal a nadie!

Un molinete rápido lanzó el puchero a estrellarse contra la pared de la fábrica, pringándola de pebre, y una voz ronca pronunció, echando una vaho de cólera aguardentosa a las mejillas de la mujercita:

—Anda, entra y dile a ese viejo chocho que por hoy se le perdona la cochinada; pero que si mañana viene a la fábrica... que sepa lo que le espera.

A la hora de salida todavía el grupo, relevándose y turnando, permanecía frente a la puerta; pero la fatiga, el tedio y esa ira reconcentrada que infunden la espera y la calma indiferente de las cosas, la contemplación de paredes, detrás de las cuales está nuestro destino y anhelamos forzar o arrasar, habían comunicado expresión más sombría a los rostros, palidez más biliosa a las frentes, a los ojos fulgor más iracundo. Y hubo un clamoreo de indignación cuando vieron salir a Pedro Camino, el único dorador que, adelantándose a la hora de entrada, los había burlado y venía a cumplir su tarea. Era un anciano como de setenta años, todavía robusto, de barbas blanquísimas, cara venerable de santo de retablo de aldea. Con involuntario respeto se contaba de él que no probaba el vino ni el aguardiente. Era de casta labriega, fuerte, sencilla y sobria; no conocía más que su obligación, su contrato, su oficio. Y miró hostilmente a los que hacían guardia, a los que habían roto su puchero, estropeando su almuerzo, amenazado su vida.

—Aquí estamos, Pedro —exclamó el jefe, en tono semiconciliador, semienojado—. Ya le diría Manueliña nuestro acuerdo, ¿eh? Hasta acabar la huelga no trabaja nadie, y a quien trabaje le ha de pesar.

El viejo se cuadró, sin miedo. Cruzóse de brazos, mirando al jefe con fijeza, casi despreciativo, y al cabo, entre el silencio expectante del grupo, profirió:

—Entonces a vuestra casa iré a cobrar el jornal, que lo precisamos yo y mi nieta para la comida.

—¿Y nosotros, no lo precisamos? —saltaron algunos, airados, más que en las palabras, en el ademán.

—Eso hijos, allá vosotros... Seréis ricos, cuando pasáis sin trabajar los meses... Yo soy pobre; pobre nací y pobre he de morir; sólo que, mientras viva, a Manueliña no le faltarán unas patatas, ni un cuarto para dormir, ni toquilla para el cuello. Y no se irá a perder, como otras...

La alusión era sangrienta: referíase a uno de los del grupo, y hería más, por lo mismo que, realmente, el obrero no tenía culpa de la conducta de su mujer, si no se llama culpa al defectillo de la afición a bebidas fermentadas.

—No se ande con bromas, Pedro —insistió el jefe, en tono significativo—. Fíjese en lo que hace y en lo que habla, que a sus años los hombres deben tener mucha prudencia, pero mucha. No provoque a la gente trabajando cuando todos huelgan. Si no mirásemos a la edad se lo diríamos de otro modo; y piénselo bien, y quédese en su casa, porque mañana no se le consiente entrar, ¿lo oye?

Mientras el jefe hacía estas advertencias, el grupo rumoreaba en marejada de furia. Iban armados de estacas y, no pudiendo desahogar contra nadie más, empezaban a encolerizarse especialmente con el viejo terco.

—No sois nadie —gruñó él— para consentir o no que yo entre. ¿Soy vuestro esclavo, por si acaso? Ahora es cuando os digo que entraré, y si es preciso, pediré ayuda a la autoridad. ¡Pues hombre!

Cuando esto decía enérgicamente Pedro, de una calleja próxima desembocó Manueliña. Venía color de yeso temblorosa. Y lanzándose hacia el grupo, gritó:

—¡Socorro, vecinos! ¡Matan a mi abuelo!

La verdad era que nadie le había tocado aún al pelo de la ropa. Los huelguistas enseñaban los dientes, sin decidirse a morder; y dijérase que misteriosa valla de veneración a la ancianidad y al derecho de aquel hombre, que no pedía sino trabajar para mantener a una niña, los contenía, obligándoles a permanecer a cierta distancia, a pesar de las crispaciones de sus puños en torno del garrote, que deseaban blandir. La llegada de Manueliña, al pronto, los distrajo; fue una nota patética, a que sus almas respondían. La criatura acudía en defensa de su único amparo en el mundo, de su abuelo. En sus ojos había extravío de locura. Un huelguista hasta la consoló.

—No hay duda, Manueliña; con tu abuelo nadie se mete...

En el mismo momento, y sin duda atraídos por los gritos de la muchacha, apareciéronse por allí cuatro guardias y un cabo de ronda. Venía la fuerza pública como a remolque, nada deseosa de emprender cuestión, porque aquellos enredos de huelgas eran el diablo, y el que más y el que menos de los guardias es amigo, vecino, compadre de alguno de los amotinados; pero, al fin, tenían órdenes, y venían a ver qué demontre pasaba allí. Como viesen que nada pasaba realmente, retrocedieron, y se enhebraron por una de las callejuelas, afectando prudencia, y disimulo. Pero su presencia como un latigazo, había embravecido a los huelguistas.

—A nosotros no nos meten miedo los guardias.

—Ya no falta más que echarnos encima la fuerza.

—Los más bribones son los hijos del pueblo que la llaman...

—¡Concho con los vendidos!

Y como el tío Pedro, a quien tiraba de la manga Manueliña, iniciase el movimiento de querer desfilar, uno de los huelguistas —el aludido por el viejo al hablar de mujeres que se pierden— enarboló la estaca, y fue tan bien asentado el primer golpe, que partió el cráneo del viejo, haciéndole caer como acogotado buey. Lo que siguió tuvo los caracteres de esa epidemia, de ese contagio homicida que, en un momento dado, se apodera de las multitudes. Veinte estacas cayeron sobre el cuerpo, y una alcanzó a la niña, que valiente como cachorrillo de león, interponía su débil corpezuelo para resguardar al abuelito. Cuando llegaron corriendo, revólver en puño, los guardias, todavía alentaba Pedro Camino. No murió hasta el día siguiente, en el hospital.

Dos Cenas

—Hoy es un día muy señalado y una noche en que no se debe cenar solo —dijo Rosálbez, el banquero, a su amigo el joven conde Planelles, a quien encontró «casualmente» en su misma calle, casi frente al suntuoso palacio. Usted es soltero, no tendrá quizá comprometida la cena... Si quiere hacernos el obsequio de aceptar..., a las ocho en punto... Yo apenas cenaré: me siento malucho del estómago; usted despachará mi parte...

—Mil gracias, y aceptado —respondió cordialmente el conde—. Pensaba cenar con unos cuantos en el Nuevo Club. Les aviso, y en paz... Aunque casi no era necesario avisarlos: al no verme allí...

—¡Perfectamente! Hasta luego —murmuró Rosálbez, saltando a su berlinita, que le aguardaba para llevarle, como todos los días, a una plazuela, y de allí, a pie, a cierta casa, hasta la cual no le convenía que llegase el coche.

Era el secreto de Polichinela, como dicen nuestros vecinos los franceses; nadie ignoraba en Madrid que Rosálbez protegía a aquella rasgada moza, Lucía la Cordobesa, de tanta gracia y garabato, y que el entretenimiento le salía carísimo: el que lo tiene lo gasta.

Ha de saberse que Rosálbez, el opulento, había llegado a los cincuenta y seis años, y empezaba a cambiar sensiblemente de genio y de gusto. En otro tiempo no necesitaba la nota afectuosa en sus relaciones con mujeres: sólo exigía que le divirtiesen un instante. Ahora, sin duda, el desgaste físico de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que buscaba era agrado tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija verdadera, Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia pasiva y mecánica, y Rosálbez aspiraba a encontrar en la Cordobesa espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese ceniza y alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo, llamaba a su puerta el día de Navidad.

Lucía estaba en su tocador. Vestía una bata de franela rosa. La doncella, que le recogía con ancho peine la magnífica mata de pelo ondulado, de un negro azabache, al ver entrar al protector retiróse discretamente.

La Cordobesa sonrió; Rosálbez le tomó una mano y, acariciando con reiterados pases la piel de raso moreno y los torneados dedos, la interpeló así:

—¿Conque cenamos juntos esta noche, nena? ¿Conque tú misma irás a la cocina y dirigirás la sopa de almendra y la compotita con rajas, al uso de tu país?

Lucía entornó un instante los párpados pesados y sedosos, y su boca pálida, en la cual refulgían los dientes como trozos de cuajado vidrio frío y blanco, hizo un gesto de mal humor.

—¡Ay hijo! Pero ¡qué caprichos gastas, vaya por San «Rafaé»! ¿Te lo he de decir cantando o «resando»? Ya sabes que está en Madrid mi prima la de Ecija, y quiere que la acompañe a la misa «el» Gallo, a medianoche. Si te conformas con cenar a las ocho y largarte a las once en punto..., santo y bueno; después..., tengo compromiso.

Rosálbez se soliviantó; se inyectó de sangre su cráneo calvo.

—¡Compromiso! ¡Me gusta! ¿Y qué compromiso es más que yo para ti? A las ocho se cena en mi casa; tal noche como hoy no he de dejar a mi hija sola, y menos teniendo convidados.

—¡Hola! ¡Convidados! ¿Quién?

—Gente que no conoces. Los Ruidencinas, Mario Lirio, el conde de Planelles...

Lucía se echó a reír. Su carcajada era vulgar (nada como el eco de la risa delata la extracción, la educación y la calidad del alma).

—¿De qué te ríes? —exclamó el banquero, impaciente.

—De ti —respondió ella con cinismo—. ¡Mira tú que «empeñate» en que no conozco a ésos! Conozco yo a «to» el mundo.

Aquella risa insolente y mofadora, que continuaba, le hacía daño a Rosálbez. Hubiese pagado a buen precio una luz de melancolía en los grandes ojos árabes de la Cordobesa, un aire de mansedumbre en su morena faz.

—¿Me das de cenar o no? —insistió secamente, sintiendo en las manos como unas cosquillas, impulso de tratar con brutalidad a la reidora.

—A las «dose»..., ni que te lo imagines, criatura —declaró ella con la misma desdeñosa inflexibilidad.

—Bien, hija —exclamó Rosálbez con laconismo, levantándose y encaminándose hacia la puerta.

A medio pasillo sintió detrás de sí las pisadas y la voz de Lucía, que le llamaba bromeando; pero en vez de volverse apretó el paso, tiró vivamente del resbalón de la puerta y bajó las escaleras a escape. Al verse en la plazuela, recordó que había despedido su coche, y echó a andar a pie, para calmar su agitación nerviosa. Claridad repentina alumbraba su mente; comprendía lo que estaba sucediendo. Era, sin ambages, que se encontraba enamorado de Lucía, de la Cordobesa agitanada e indómita. Hasta entonces la había mirado como un mueble o un objeto de lujo: indiferencia absoluta. Pero la crisis de su madurez ablandándole el corazón, hacía germinar en él un sentimiento desconocido. Al acercarse la noche inmortal, consagrada al amor puro, en que se desea reclinar la frente sobre el pecho de un ser amado, Rosálbez soñaba que ese pecho sería el de la Cordobesa, y las proporciones de su pena ante el desengaño le daban la medida exacta de su ilusión. «¡Después de lo que hice por ella! —pensaba el banquero—. La he sacado de la abyección y de la miseria; me debe hasta el aire que respira. La he tratado mejor que a «nadie»; la he rodeado de bienestar y de lujo; le he guardado incluso consideraciones... La quiero, la idolatro... ¡Ingrata!»

La idea de la ingratitud de Lucía causó a Rosálbez una especie de enternecimiento: sintió lástima de sí mismo; se tuvo por muy desventurado. A aquella hora de su vida, ante la vejez amenazadora, con la caja bien repleta y el alma completamente árida y oscura, Rosálbez lo que echaba de menos para tapar el negro agujero, era «cariño». Su mujer fue una dura vascongada, una rígida ama de llaves, una secatona administradora, que no pensaba sino en cooperar dentro de casa, por medio de una economía estricta, a las brillantes especulaciones del marido. Cuando murió, Rosálbez notó su falta en que le robaron los cocineros y subió bastante el gasto diario. Y Fanny, la única hija, algo inclinada a la devoción, seria y callada por naturaleza, tampoco tenía para su padre halagos. Hasta se diría que le miraba como a un amo que manda, un superior, con quien no existe comunicación afectiva. Actualmente, la absorbían del todo sus amoríos con el conde de Planelles no formalizados aún. Rosálbez lo sabía; y en el súbito acceso de bondad que le había acometido, en el deseo de ver algún rostro que le sonriese, al volver a casa se apresuró a entrar en el saloncito de Fanny y darle la noticia de que estaba invitado Planelles a cenar. Equivalía a decir: «Autorizo tus relaciones; ya tienes oficialmente novio.»

Fanny, al recibir la nueva, se puso roja como una cereza, tembló; pero sólo respondió:

—Está bien...

Rosálbez fantaseaba otra cosa: que le saltasen al cuello, que le abrazasen estrechamente. Acababa de traslucir una solución para su vida: unirse a su hija, crearse un hogar en el suyo, adorar y mimar a los nietos que enviase Dios. Ya veía una larga serie de Navidades futuras, de gozosas cenas de familia, con árbol cargado de juguetes, con sorpresitas retozonas y babosas del abuelo. Creía sentir sobre sus rodillas el peso del «mayorcito» y en las barbas la sobadura de las manos tibias de «la pequeña». ¡Ah sí; aquello era lo bueno, lo honrado, lo digno, lo que debía hacerse! Y conmovido se acercó a Fanny y besó su frente marmórea, bebiendo ansioso la nitidez virginal de la fresca piel.

Espléndida fue la cena, servida a las ocho en punto. En nada se pareció a la que pretendía Rosálbez organizar en casa de la Cordobesa: ni hubo sopa de almendra, ni besugo con ruedas de limón, ni compotita con rajas de canela. Esos platos clásicos, familiares, no suelen dignarse presentarlos los cocineros de miles de pesetas de sueldo. Esos platos son mesocráticos. En cambio, desfilaron por la mesa del banquero los peces y mariscos más suculentos, aderezados al genuino estilo francés, y regado con vinos añejos, raros y preciosos. El triunfo del cocinero fue un fingido jamón en dulce hecho de pescado prensado (no se podía infringir el precepto de la vigilia), que engañaba, no sólo a la vista, sino al paladar. Fanny, sentada a la derecha del que ya consideraba su prometido, en la penumbra del centro de mesa formado de lilas blancas forzadas en estufa y tallitos de cimbalaria alternando con camelias rojas, le hablaba quedo. Rosálbez, que los miraba a hurtadillas, no pudo menos de exclamar:

—Pero, Planelles, ¡qué poco come usted!

A lo cual contestó el conde:

—Es que me siento malucho del estómago...

Tan sencilla frase hizo estremecerse al banquero. Era exactamente la misma que él había pronunciado por la mañana, al invitar a Planelles, cuando proyectaba reservarse para la otra cena, íntima, en casa de Lucía, a las doce. Aquella singular coincidencia, no descifrada todavía, heríale, sin embargo, como chispa lumínica el pensamiento. ¿Quién averiguará por qué inmateriales hilos es conducida la leve sospecha que precede a la entera revelación de la verdad? No fue el protector apasionado de la Cordobesa, sino el padre de Fanny, quien calculó, fijando los ojos en los del futuro yerno:

«A mí con ésas. Tú ayunas para guardar apetito. ¡Ah! Yo te vigilaré. ¿Buscas en mi hija el oro o el amor? ¡Cuidado conmigo!»

La impresión adquirió fuerza cuando, a pesar de que Fanny anunció que a medianoche justa, al dar las doce, serviría a los convidados una copa de champaña para celebrar el Nacimiento, el conde manifestó que se retiraba.

Un cuarto de hora después que el conde, bajaba el banquero la escalera de mármol blanco, y saltaba en el primer coche de punto varado en la esquina. El simón destartalado se paró a la puerta de la Cordobesa. No acudió el sereno a abrir: Rosálbez le daba muy generosas propinas porque le dejase servirse de su llavín, sin oficiosidades importunas. Cruzó el tenebroso portal, y, girando a la izquierda y encendiendo un fósforo, encontró la cerradura de la puerta del cuarto bajo.

Sufría una agitación honda cuando introdujo en ella el otro extremo del llavín. ¡Aún dudaba! ¿Quién sabe? Tal vez, como buena andaluza apegada a la tradición y creyente, la Cordobesa no había querido pasar la noche del 24 de diciembre sin asistir a la misa del Gallo, la más alegre y tierna de todas las misas. ¡Qué dicha esperarla en el cuartito forrado de felpa azul, y, cuando regresase a la una, depositar en su regazo el estuche con las calabazas de perlas, el último capricho! Giró la llave sordamente; el banquero sintió bajo sus pies la alfombra de la antesala. Dio luz al tulipán, y al mismo tiempo oyó que salía del comedor algazara y risa. De puntillas se coló en el ropero, que estaba a la derecha del pasillo: quería saber a qué atenerse; iba a ver, a saber, a cerciorarse de la infamia. Del ropero se pasaba a un gabinete, y ya en éste, al través de una puerta vidriera, era fácil distinguir cuanto en el comedor sucedía. Rosálbez se agachó, entreabrió las cortinas... Enfrente tenía a la Cordobesa con mantón de Manila y flores en el moño; a su lado, Planelles alzaba la copa.

El banquero retrocedió; reclinóse en un sofá y creyó que una mano le apretaba la nuez hasta asfixiarle. Era el desastre completo; era no solamente la burla para él, sino el desprecio de su pobre Fanny, de su hija. Las risas, las coplas venidas del comedor, le azotaban como látigos. Se levantó; a tientas buscó la salida y se encontró de nuevo en la antesala. Dejó la puerta abierta; en la calle tiró la llave al primer agujero de alcantarilla, y subiendo a otro coche dio las señas de su palacio. Todavía estaban iluminados los salones; Fanny, en la antesala, despedía a los convidados. Cuando desaparecieron, Rosálbez se acercó a su hija y, cogiéndola de la mano, tartamudeó:

—¡Valor! ¡No te sobresaltes!... Acabo de adquirir la prueba de que el conde de Planelles no te merece; de que es un miserable, que te engaña con la última de las mujerzuelas. Te lo juro; tu padre te lo jura; acaba de cerciorarse de ello, positivamente... Jamás consentiré que vuelva a poner los pies aquí.

Y Fanny sin replicar, blanca como su traje, balbució:

—Entraré en las Reparadoras.

Rosálbez vio, mirando al porvenir, una larga serie de Navidades frías y solitarias, inmenso agujero tétrico en su existencia...


«La Ilustración Artística», núm. 1043, 1901.

Drago

Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.

¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.

La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de casa —clavada en un sillón por el reúma— la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.

Quizá la admiración vehemente mostrada al domador —que en los carteles adoptaba el título de vizconde de Praga, enteramente fantástico, imposible de descubrir en cancillería alguna— fuese la primera inconveniencia cometida por Rosa. Sin duda, el hecho constituía una exhibición de mal gusto en una joven soltera, y más en España, donde es sospechosa para el honor cualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto es que Rosa llamaba la atención, y su actitud empezaba a darle notoriedad. Se discutía su figura, su modo de vestir; se convenía en que, sin ser una belleza, no carecía de encanto. Rubia, alta, bien formada (extremo que la moda ceñida hace muy fácilmente demostrable), la hermoseaba, sobre todo, la expresión como de embriaguez divina que adquiría su semblante al salir el vizconde de Praga a desempeñar su número: el encierro en una jaula con un sólo león, pero terrible: Drago, que, indómito, vigoroso, valía por seis de los criados en cautiverio.

—Las bacantes, en los misterios órficos, tendrían ese gesto —decía Tresmes, que había leído todo lo concerniente a anomalías amorosas y perversiones antiguas y modernas.

Pero Tresmes, en este punto, confundía. El gesto de Rosa, lejos de expresar nada impuro, sólo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico. Eran nobles, hasta la sublimidad, los sentimientos que asomaban a aquel rostro de mujer, y si el amor entraba a la parte, sería con el carácter más espiritual, como transporte ante la nobleza del valor viril. Por otra parte, Rosa no practicaba el menor disimulo.

Abonada a diario a dos sillas, las más próximas al sitio en que se colocaba la jaula de Drago, entraba poco antes que comenzase el trabajo del domador, y, concluido éste, se levantaba con desdeñosa indiferencia, envolviéndose en un abrigo de última moda y pasando por entre los espectadores sin mirarlos. Su lindo landaulet eléctrico esperaba siempre a la puerta. Y, sin cuidarse del run-run curioso que alzaba a su paso, retirábase, pálida aún de la emoción.

El domador había notado lo que todos notaban. Era un hombre joven, aunque no tanto como parecía, por la robusta esbeltez de su cuerpo y la finura acentuada de sus facciones, debida a la sangre georgiana. Nada más airoso que su torso, nada mejor delineado que sus pies y manos, a no ser su bigote o los rizos naturales de sus cabellos negrísimos. No era el tipo del dandy, del elegante que se ha formado su distinción a fuerza de alta vida y de hábitos de lujo; era un ejemplar de las razas humanas aristocráticas de abolengo, perfectamente arianas.

Consciente del efecto que producía en Rosa, el domador adoptaba posturas románticas, quebraba la cintura como un torero, avanzaba la pierna, nerviosa y de perfecta forma, cautiva en el calzón de punto gris perla, y sacudía con gentileza los bucles de su frente, húmeda de sudor, enviando a la señorita una sonrisa y un ligero signo de inteligencia. Por señas, que en el palco de los elegantes, este signo fue considerado indicio de algo serio, y sólo cambiaron de opinión al exclamar Tresmes:

—¡Qué tontería! Si se entendiesen, ella no vendría ya a exhibirse aquí. Os digo que, a pesar de las apariencias, ese hombre y esa mujer no han cruzado palabra. Pongo la mano derecha a que no.

Y razón tenía el calvatrueno, sagacísimo conocedor del alma de la mujer. El domador no había dado un paso por ponerse en contacto con su apasionada, por una razón prosaica y sencilla, era casado. Vivían su esposa y sus dos hijos en una casita, al borde del lago de Como, y la fortuna de la señorita española —fortuna de la cual, por otra parte, ella no podía aún disponer— no le resolvía problema alguno. Halagábale, ciertamente, aquella devoción, aquel homenaje; aunque otra cosa diga la leyenda, no es tan frecuente que las espectadoras se enamoren de tenores, domadores y cómicos. Semejante fascinación, no oculta, acababa por envanecer al supuesto vizconde, llamado realmente Marco Diáspoli. Pero una aventura, de pasada, no se podía intentar. La contrata iba a terminar, y el domador era esperado en Viena. Y como, fuera de la aventura no existía finalidad, el domador se limitaba a dejarse acariciar por los magnéticos ojos fijos en él.

—¿En él? He aquí una pregunta que su vanidad de histrión heroico no le permitió formular, pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran extrañeza del auditorio.

—¿Estáis seguros de que a esa muchacha quien la entusiasma es el domador? Porque yo, que la estudio mucho, he llegado a dudar ¡si no será más bien el león!

Se rieron. Sin embargo, Drago reunía todas las condiciones para producir eso que en Italia se nombra il fascino. Si hay un género de belleza sublime que se funda en la energía, nada más bello que Drago.

No era la fiera rendida, cansada, pelada, de los demás domadores, y en eso consistía la originalidad del trabajo temerario. Drago, con su bravura y fuerza, por su talla no común, lo enorme de su cabezota, lo rutilante y abundoso de su melenaza, imponía una especie de respeto, al cual se unía atracción misteriosa. Sus actitudes conservaban la gracia terrible y natural de la fiera que está en su propio ambiente, en el cálido desierto, y detrás de la majestuosa masa de su cuerpo se hubiese deseado ver extenderse el rojo rubí del celaje líbico. Su rugido infundía pavor, y sus ojos de venturina derretida, en que el sol de África parecía haberse quedado cautivo, tenían un encanto peculiar, amenazador y feroz. Drago había sido cogido no hacía seis meses en el Atlas. La única defensa del domador con aquel felino era la temeridad, la sorpresa. En realidad, ni estaba habituado a la sugestión y al olor del hombre ni a la obediencia de la varita. Acordábase de sus soledades, de que bajo sus dientes habían crujido costillas de caballos, ¡quién sabe si de jinetes moros!... El interés de la labor de Praga estaba en eso: en que cada noche sostenía un duelo a muerte.

Y así se podía explicar la palidez constante de Rosa, sus ojos dilatados de susto, su mano con tanta frecuencia llevada al corazón, como si no pudiese contener su latido, y hasta aquella especie de éxtasis con que seguía los incidentes de la lucha. Marco entraba en la jaula de pronto, y a los rugidos del rey de los animales contestaba con gritos estridentes de mando, de reto, de furor. El león le miraba y él arrostraba su mirada aterradora. Íbase acercando, ganando terreno, sin más armas que un latiguillo de puño de pedrería. Los rugidos se hacían menos roncos. El león bajaba la cabeza, como si no pudiese afrontar los ojos del hombre. Por último se tendía, siempre rugiendo sordamente, y Praga, un momento, alargando la bella pierna y el pie, calzado con reluciente bota de borlita, lo apoyaba en los lomos del vencido, y en rápida vuelta, antes que su enemigo se rehiciese, salía de la jaula, sonriendo, alzando el látigo, enviando besos a la multitud que aplaudía...

Dos noches antes de la última, pudieron notar algunos espectadores que Drago estaba de muy mal talante. Revolvíase inquieto en la estrecha prisión, y sus rugidos estremecían por lo hondos y roncos. Cuando el domador franqueó la puerta de la reja, la fiera, sin darle tiempo a nada, se lanzó contra él de un brinco feroz. Otras veces lo había hecho; pero al punto retrocedía, dominado, como a pesar suyo.

Algo distinto debía suceder aquella noche, porque Praga vaciló y se puso blanco. No tenía, sin embargo, más defensa que la valentía absoluta, y, vibrando el latiguillo, avanzó resuelto. Pero la fiera se había dado cuenta de aquel desfallecimiento momentáneo...

Un rugido tremebundo envió al rostro del domador el hálito bravío del felino. Sin intimidarse, Praga descargó el látigo, silbante, en las orejas del animal. Más que el imperceptible dolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como una masa cayó sobre su enemigo; sus garras hicieron presa en un hombro, y sus dientes en el costado. En el circo se alzó un grito de horror, formado de mil clamores. No había modo de intervenir. Drago, que había probado la sangre, la bebía con áspera lengua en el mismo cuello de su víctima...

Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada, electrizada, ya fuera de sí, sin atender a ningún respeto, aplaudía al vencedor.

—¡Bravo, Drago! ¡Bravo! ¡Drago, Drago, así!...

Por eso suele decir Tresmes:

—Yo bien lo sabía. No era el domador, era el león el que a la muchacha le parecía hermoso... Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡caramba con las mujeres! ¡Ponerse a aplaudir, a vitorear! Bueno fue que, como todo el mundo chillaba, sólo nosotros oímos la atrocidad... Si no, la linchan.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 47, 1911.

Dura Lex

Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas —las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio—, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.

Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.

—El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos —decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes—, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! —repetía Igor en torno enfático—. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!

Reprimimos una sonrisa, porque los rusos, en general, no gozan fama de aseados, y para que un ruso se horripile de la suciedad de algo o de alguien, ¿cómo será y qué abismos de inmundicia encerrará la vida de los cazadores de pieles del país del armiño inmaculado? ¿Y quién sabe si un holandés que estuviese presente —ellos que lavan las fachadas— sonreiría, a su vez, de nuestro sonreír?

—¡Es una gente! —repetía Igor, en cuya cara pomulosa y barbuda se leía una repugnancia antigua, evocada de nuevo—. ¡Cualquiera se asombra de lo que comen! ¡No es comer; es como si un saco tuviese la boca abierta y en él echásemos todo, crudo, medio cocido, medio perdido ya..., o perdido enteramente, que yo lo he visto! ¡Delante de mí hirieron a un reno y se comieron pedazos de su carne antes que expirase! ¡Y luego devoraron la papilla, a medio digerir, de las hierbas que el reno tenía en el estómago!

—Si esa gente no come lo mismo que fieras, no resiste el clima —observé.

Igor no apreció la excusa. Hacía gestos de desagrado, muecas de horror, y acabó por referirme un episodio que traslado, de su lenguaje semiespañol, falto de vocabulario y abundante en exclamaciones y onomatopeyas, al habla corriente.

—No son hombres como nosotros, no... Aparentan mucho afecto a sus niños; nunca les riñen ni les castigan; pero si abundan, los depositan en una cuna de hielo, al borde del mar, y allí los dejan morir de frío... El respeto a los padres es exagerado; delante de ellos no alzan la voz: ¡y he aquí lo que ocurrió a mi vista; lo que no pudimos impedir, y el jefe de la factoría me dijo que sucedía siempre y que anda escrito en los libros de los sabios!

En la ranchería de los Inuitos, donde adquirimos muchos lotes de pieles magníficas, conocí a un viejo, llamado Konega, que dirigía las ventas, por ser el mejor cazador y pescador de la tribu. Esta especie de patriarca, venerado en la tribu como si fuese adivino o mágico, ejercía verdadero mando entre una gente que no tiene forma de gobierno alguna. El mejor trozo de foca era siempre para él, y no se le escatimaba el aceite de ballena, que bebía a grandes tragos.

Un día, Konega cayó enfermo. Todos, y especialmente sus nueras y sus hijos, se desvivían por cuidarle, con tal celo, que empecé a estimar a los bárbaros por su ternura filial. Aunque nada sé de Medicina, con tanto viajar he tenido que aprender algunos remedios, y les ofrecí dos o tres drogas de que disponía. Poco después pregunté a los de la tribu que vinieron a la factoría a vender pieles y plumas de aves de mar, y supe que mis medicinas habían sentado bien al paciente.

—Lo sabemos, sin que quepa duda —me dijeron—, porque la piedra que Konega tiene debajo de su cabecera disminuye de peso, señal de que la enfermedad mengua también.

Pasó algún tiempo sin noticias del viejo pescador. No me decidí a visitarle en su cabaña o cueva subterránea, construida con pieles de foca y costillares de ballena, porque, a la verdad, aquel ambiente y aquel olor eran para tumbar de espaldas, por recio que se tenga el estómago. Llegó, sin embargo, un momento en que nos acercamos a la ranchería a fin de contratar a alguno de los esquimales más robustos y diestros en la caza, que nos acompañasen con sus trineos y sus perros en una expedición que proyectábamos, y entonces quise informarme del estado de Konega. Sin indicios de aflicción me respondieron que, ahora, la piedra pesaba más, indicio evidente de que el enfermo empeoraba...

¡Y vuelta con la piedra! ¿Quién se pone a discutir con esquimales? ¿Qué decirles a gentes que comen, a manera de confituras, el sebo y la vaselina y, cuyas mujeres os abrazan si les regaláis una pastilla de jabón, que saborean, quitándole el papel de plata, lo mismo que si fuese un marron glacé?

Al desviarnos un poco de la ranchería, vi que acababan de construir una cabaña nueva, hecha por el sistema, usual en estos pueblos del círculo polar, de emplear como materiales de construcción grandes bloques de hielo. Estos sillares transparentes son sólidos y duran mucho. Y la cabaña de hielo, al principio, es bonitísima. Un templete de cristal. Al través de hielo pasa una luz misteriosa, una claridad dulce, de infinita calma; y si el sol, al ponerse hiere los muros, les arranca reflejos de fuego y pedrería y juega con luces peregrinas, como si todo el edificio ardiese. Algunos esquimales se ocupaban en amueblar la nueva habitación con lujo: tendían cuidadosamente en el suelo pieles de reno, de oso y de perro polar, mulliendo una cama; colocaban sobre un poyo de hierro una jarra de agua de nieve derretida, y una lámpara de las que ellos usan, donde arde un puñado de musgo seco alimentado con aceite de ballena o de foca. ¿Y qué imaginé yo? Como acababa de dejar en una aldeíta, cerca de Moscú, a mi novia, y me acordaba bastante de ella en aquellas soledades, creí que la cabaña era para unos desposados, y sentí envidia, porque, aun en tierra de mujeres tatuadas y que llevan a sus hijos dentro de las botas, siempre es cosa buena el amor...

Aquella noche nos convidaron en la ranchería a un banquete. Rehusamos políticamente, porque sabíamos que se trataba de devorar cuartos de perro marino y morsa, y de beber aceite congelado; ofrecimos dos o tres botellas de aguardiente, y prometimos ir un momento, como el que dice, a los postres. Aun esto requería valor. Nos brindarían algún asqueroso regalo... Grande fue mi sorpresa al ver al anciano Konega presidiendo el festín. Estaba tan demacrado que daba miedo, y no comía, mientras los demás tenían la cara roja de indigestión; les salía por los ojos la comilona. Al final le fue presentada a Konega —supremo obsequio— una pipa rellena de tabaco, y el patriarca la apuró con voluptuosidad lenta, tragándose el humo para no perder nada del goce... Su cara expresaba perfecta beatitud.

Al otro día salimos a la expedición, en la cual hicimos una matanza regular de morsas y focas, y regresamos a los dos días, exhaustos de cansancio y habiéndosenos agotado los víveres. Para los esquimales había hartura, porque ellos devoran la foca fresca y podrida con igual deleite... Nosotros sentíamos necesidad, y la cabaña de la factoría, un poco más decente que las de ellos, nos pareció un paraíso.

Mi primera salida fue para rondar la nueva residencia, por curiosidad de ver a los novios, a quienes suponía comiendo el pescado crudo de la boda. Un silencio absoluto reinaba alrededor. Dentro se oía un gemido estertoroso, y se veía un bulto informe. Desvié el sillar de hielo que cerraba la puerta, y encontré al viejo Konega en el trance de morir. La lámpara estaba apagada, la cántara vacía. Me incliné para socorrerle; el moribundo abrió a medias los ojos y, sin articular palabra, se volvió hacia la pared. Fue como si me dijese: «Déjame irme en paz; mi hora ha llegado...»

En la factoría me enteraron luego de la costumbre. Cuando se prolonga el padecimiento, el enfermo es abandonado dentro de una cabaña, cuya puerta se cierra. Ni él protesta, ni titubea la familia. El cariño es una cosa y esto es otra...

—¿Verdad que es un pueblo extraño? —añadió Igor, que aún parecía sentir la horripilación de la cabaña que creyó tálamo y era ataúd.

—No es pueblo —respondí—. Es una plaza sitiada por hambre... ¡Sobran las bocas inútiles...!


«Blanco y Negro», núm. 991, 1910.

Durante el Entreacto

El silencio de la alcoba —silencio casi religioso— se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.

—¿Traes eso?

—¡Chis! Aquí viene.

—¿Se han fijado?

—Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...

—Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!

—Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?

—No se les ocurrirá, me parece...

—¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!

El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

—Desnúdale ya —ordenó imperiosamente a la mujer.

Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.

—Miguel —articuló por fin—, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.

El hombre había depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestía la pared, un bulto informe. Era algo envuelto en raído y pingajoso mantón.

—¿Ahora me sales con esas? —articuló, mascando un terno—. ¿No vale lo tratado? Entonces se hará otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de ná a nuestro nene... La ocasión es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto se lo han dejao y colgás las yaves!

Un movimiento de feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule moderno, incrustado y recargado de bronces de artística cinceladura; ya hacía descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la mujer le paró la acción.

—¡Eso no!... ¡Maldita sea! Si tal barbaridá cometes, ¡como soy Ginesa, que grito y llamo y nos perdemos pa toa la vía!... Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro nenito... Esto sería robar, y yo no nací pa ladrona, ¿te enteras? Aunque estuviesen ay los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿lo oyes?

Miguel había retrocedido, lívido.

—¡Caya, loca, no escandalices, que va a venir gente!... Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, que son las once, y si a tus amos les da la manía de volver trempano... ¡Me caso en...! ¡Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves!... ¡Me...!

—¡Quiera Dios y la Virgen la Paloma no sea hoy cuando nos hundamos, Miguel!...

Con manos inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecía en acecho, temeroso de una sorpresa, que no sería, por otra parte fácil evitar... Ginesa desempeñaba y desfajaba al niño de sus amos, que gruñía y lloriqueaba, despertado súbitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa encima de la nitidez de la sábana, le amamantó para calmarle.

—¡Vivo, vivo, no tanto cuajo! —repetía, con terrible expresión de zozobra, la voz del hombre.

Del lío abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de trapos había otra criatura. Ginesa, al oír aquella especie de gemido dulce y tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad, serenidad. Era la queja de su crío, a quien, necesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le daría, no leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho.

Y lo tenía entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberón sabe Dios cómo, encanijándose tal vez; y el chorro de dulzura que surtía de sus senos era para un chiquillo rico, que podía comprarlo.

Ella no robaría un céntimo jamás; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquillo de sus entrañas sería quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor...

Emprendió la otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia del calor del corpezuelo, se la ponía al hijo de los señores. Embriagada ya en la temeraria acción, repetía mofándose:

—Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver si te gusta...

El niño, satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecía... Lo soltó Ginesa sobre el mantón astroso, y vistió al otro con las prendas delicadas, que marcaba una coronita minúscula de marqués. La voz del marido, ronca por un terror que iba graduándose, insistía:

—Pero, ¿acabas u no, mardita? ¡Qué güelvan y nos piyen en la faena!...

Terminó el trueque, Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna. Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasión satisfecha. Y, bajándose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto.

—¡Adiós, marqués! —murmuró, irónico—. Pué que argunos haya por el mundo como tú...

—Por muchos años sea —exclamó Ginesa, vehemente.

—¡Menuda vía se dará el tunantón! —añadió, a guisa de comentario, Miguel.

Y recogiendo de la meridiana el bulto, cargó con él de nuevo, rezongando:

—¡Tú, ala pa mi casa!... A ver si te paece mejor que esta.

Ginesa, ya sin miedo ni escrúpulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en ella, empujándole, a fin de que no se demorase ni un segundo más... Habían salido bien del lance; no lo enredase el diablo...

Y sería el diablo o quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel transponía el umbral, cara a cara se halló con el señor marqués en persona.

—¿Qué es esto? ¿Quién va? ¡Alto!... ¡Quieto!... ¡A desembozarse!...

Dos puños de hierro, de fuerte sportman, sujetaban, zarandeaban al presunto ladrón...

—¡Ginesa! ¡Ama Ginesa! ¿Quién es este hombre?

Y serena, sin perder la presencia de espíritu, Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando:

—Señor marqués... Perdón... No es nadie, señor; es mi marío... Señorito, no goverá a suceer... Quince días que no veía a mi nene, y me lo ha traío pa que le diese un beso... Muy mal hecho fue; pero, señorito, una es madre...

—¿No le habrá dado usted de mamar? Ya sabe que hemos convenido...

—¡Ca! No, señor... Ya sé que eso es «otra cosa»... Pero una miradiya...

—Estas no son horas —reprendió, severamente, el marqués— de venir ni de traer al chico... Se solicita permiso, se viene por la tarde...

—Así se hará, señor —respondió Miguel, que agasajaba al niño contra su pecho cariñosamente—. No tenga cuidao. Y, con su licencia, me llevo al pequeño, que la noche está muy fría.

—Lléveselo cuanto antes... ¡Me gusta la ocurrencia! ¡Y ese portero! Ya me oirán... ¡Ea! Andando...

Cuando se alejó el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqués se volvió hacia Ginesa:

—Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Si me acompaña la señora, mañana busca otra ama.

Y tendría razón de sobra. Y es lo que merecían ustedes. ¡Pues hombre!

Ginesa se echó a llorar, con un dolor que no podía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allí al nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle!

—Bueno; no se apure, no se le ponga mala leche; por esta vez, pase; que no se repita... Diga usted... ¿Ha estado usted siempre aquí?

—Sin moverme. ¿Lo ice el señorito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque hubiese ahí miyones...

—Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amos antiguos respondieron por usted...

Y el marques recogió el manojillo, reparando el olvido que había motivado su vuelta impensada.

Bajando las escaleras aprisa, saltó en el mismo coche que le había traído, para llegar al teatro Real, a tiempo de no perder el último acto del Crepúsculo, la entrada de los dioses en la Walhalla.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 26, 1911.

Ejemplo

Mi tía Flora me recibió en su salita, amueblada con muebles bellos; en las paredes había bellos cuadros de una antigua escuela española, eran heredados. Admiró mi flamante uniforme, —lo vestía por primera vez—, y me dijo al darme un beso leproso con sus labios flácidos y cansados:

—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!

Y como si comprendiese inmediatamente que algo más era necesario, se levantó, abrió un escritorio en que brillaban bronces, y caída la curva tapa, de un cajoncillo sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes… Me palpitó el corazón. ¡Iba a poder realizar el antiguo capricho, a afrontar la fortuna, a jugar, para perderlo todo o achinarme de una vez! Y tenía seguridad de lo último, ¿por qué? Por esas inexplicables corazonadas que sólo en el juego se presentan con tal lucidez y energía…

Debió de salir a mi rostro algo de mi esperanza, porque mi tía, dándome una bofetadita cariñosa, me preguntó:

—Vamos a hacer grandes cosas con este dinero, ¿eh?, ¿nos vamos a divertir mucho? Y como yo balbucease no sé qué, añadió, maternalmente:

—Los muchachos deben divertirse, ¡estoy conforme! Pero siempre como caballeros… Porque eso no hay que perderlo de vista nunca. Como caballeros, porque tú lo eres; tienes obligación.

—Tía Flora —contesté— me da curiosidad… ¿Qué cree usted que debe y no debe hacer un caballero?

Permaneció un momento indecisa. Para su casuística, el problema era de difícil solución. Hay así, mil cuestiones que resolveríamos bien en cada caso, pero formular su teoría completa, ya es más difícil, otra cosa. Mi tía meditaba, trataba de ver claro en las palabras que acababa de pronunciar.

Al cabo, contrayéndose a lo presente, a lo inmediato, que era el rollo que yo conservaba en la mano y que aún no me había decidido a trasegar al bolsillo, declaró:

—Un caballero, por ejemplo, no malgasta nunca en vicios lo que puede servirle para presentarse con decoro y para disfrutar las diversiones que en su edad son naturales…

Parecía como si la anciana señora me hubiera leído en el corazón. Sonreí forzadamente, y exclamé:

Gracias por el consejo…

—¡No te dejes llevar por el demonio!

Cuando esto decía la hermana de mi madre, sus ojos, apagados por la edad, reflejaban una especie de terror. Yo lo eché todo a broma.

—¡El demonio! Contesté —Pero tiíta, ¿usted cree en el demonio?

Calló, resignada a mi escepticismo. Un suspiro triste brotó de su pecho.

Recordaba, sin duda, pasadas y tristes horas. Por último se decidió.

—Te lo voy a contar, a ver cómo te lo explicas tú —tembló su voz, como hilo gemidor de antigua fuente, casi seca—. Y así que te lo cuente olvídalo, porque se trata de tu padre… ¿Lo oyes? ¡De tu padre! Ya no vive, ni tampoco mi pobre hermana… en vida suya, no me atrevería…

Un poco pálido me senté en una butaca antigua, y aguardé con ansiedad.

—¿Te acuerdas de tu padre? Siempre le habrás visto tan abatido, tan negro de humor… Y tu madre, que parecía que hasta de hablar tenía miedo…

Mi infancia se evocó de pronto. En efecto, así veía reaparecer esas figuras amadas, el padre sentado ante una mesa, leyendo o escribiendo, pero siempre hondamente melancólico, la madre apocada, rondando la habitación, como si temiese grandes desgracias que de un momento a otro pudiesen acaecer; y la casa, con un ambiente de disgusto callado, que se reflejaba en todo, y que me entenebrecía el espíritu.

—Sí, sí te acuerdas… lo que tú no sabes, es la causa de todo ello, porque no la supo casi nadie… Y aunque la supiesen, no la entenderían… ¡Lo que se ve no es sino la cáscara de lo que anda por dentro!

Tu padre era un hombre no malo, pero débil de voluntad, y además había sentido, desde mozo, una afición desmedida al juego.

Me estremecí ligeramente. Esa misma afición, ¿no la llevaba yo en la masa de la sangre? ¿No se perfilaba ya, al través de ella, mi destino futuro?

—Hay que hacerle esa justicia —prosiguió mi tía— que luchó con su tendencia al vicio, y que muy rara vez se dejó dominar por él, hasta que… Aquí empieza lo raro de la historia y es preciso que tú me ayudes a comprenderla. Venían mucho a casa, entonces, unos primos nuestros, y ella… No quiero pensar mal, pero me parece que… En fin, llevaba demasiado lujo, era extravagante en todas sus cosas. Fue el momento en que tu padre jugó de firme y unas tras otras se vendieron muchas fincas. Tu madre estaba aterrada, y creía que el final de todo sería pedir limosna. Un amigo de la casa, persona formal y que se interesaba por nosotros, vino a advertir a tu madre que quien llevaba a tu padre al juego, y le ganaba todas las noches cantidades fuertes, era su propio primo, el marido de Adelfa Ruiz Sánchez. Parecía como si entre los dos se hubiesen establecido un duelo, un duelo a muerte. Y las estocadas iban todas contra tu padre, porque el contrincante ganaba como un loco, y le dejaba reducido poco a poco a una apuradísima situación. Y un día, tu madre me confesó, entre lágrimas, algo que me impidió dormir aquella noche.

—Flora —me dijo— estoy desesperada… No sé qué hacer… Mi hijo va a quedarse sin un pedazo de pan… Andrés juega cada vez con más furia, y ya lleva perdido la mayor parte de lo que tenemos… Yo le he hablado al alma, me he arrodillado pidiéndole que cese de entregarse a esa fatal pasión… Y nada he conseguido, sino que cada vez me profese menos cariño… He hecho ofrecimientos a todos los santos, a todas las devociones que tenemos y ya no para que deje de jugar, sino para que, al menos, gane… porque le veo en un estado tal de ánimo, que hasta por su razón he llegado a temer, ante tal obstinación de la mala suerte… Y como no me han hecho en el cielo caso ninguno, ¿qué dirás que hice hoy? Invocar al Enemigo…

Ante mi horror, tu madre no sabía qué decir. Me confesó que había ido a casa de la bruja, y hecho una oferta a Satanás…

Y, pasado el primer momento, determiné tomarlo a broma…

—Ya verás, ya verás el caso que te hace Lucifer…

Mira, hijo mío… Como si estuviese sucediendo… Todos los pormenores tengo presentes…

—¿Sabes lo que ha pasado? ¿Lo sabes? ¡Qué había yo de saber! Las palabras salían de la garganta de tu madre como desmenuzadas por un cuchillo, roncas y anhelantes.

—Ha ganado, ha ganado, ha ganado disparatadamente. El dinero se le venía a las manos, y se hartaba de coger billetes, de llenarse los bolsillos de oro. Por último, su primo, no teniendo allí más, empezó a perder sobre su hacienda, sobre su palabra, a firmar pagarés. La banca estaba asombrada, todo el mundo acudía a presenciar lo nunca visto. Al terminarse la partida, tu padre era dueño de más de dos mil millones…

Y media hora después de haber vuelto a casa, supo la noticia: el primo se había pegado un tiro de pistola en la sien, y seco, había caído al suelo, sin que le alcanzase ningún género de auxilios. Tu madre se retorcía las manos…

¡Bien se había cobrado el demonio!

Me hizo jurar que nunca nada diría del caso. Y lo cumplí… Si falto hoy a la promesa, es porque los dos, tu padre y tu madre, están ya en el mundo de la verdad, y expiaron sus errores sobradamente. Tu madre me consta que hizo penitencia muy rigurosa y dura; tu padre no volvió a pisar una sala de juego, y se temió hasta por su razón, del disgusto. Debió de abreviarles la vida aquel continuo pesar, que en ambos estaba impregnado de remordimiento.

El único consuelo que les quedaba eras tú. No sabes lo que pensaban en ti, los encargos que me hicieron. Por eso, ahora que empiezas a engolfarte en la vida, quise prevenirte contra el que ronda de noche y nos acecha entre las tinieblas. Áridas lágrimas de vejez cayeron de sus pupilas. Tomé la mano marchita y la besé ardientemente. Dentro de mí, la conciencia emergía, fuerte y desnuda, como un mármol antiguo. Y dije desde el fondo de la voluntad vigilante:

—Pierde cuidado…

El Abanico

—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.

—Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje rancio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la juguetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos similares de la tez y de la vestidura. Sobre su pelo castaño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clavelones enormes, de ese matiz indeciso que no es rojo ni rosa y que al remate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, dentro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su manita, cuajada de sortijas, relucía al manejar el abanico, un gran pericón manileño sembrado de flores extravagantes, imposibles. La aureola de la mantilla, haciendo sombra a frente y sienes, profundizaba sus ojos atrayentes e insondables... En fin, era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicología, de que impresiones fuertes e inesperadas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer momento sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos detalles de la fiesta nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquier enseña nada nuevo a nadie en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contrariado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta delicia en rasgar el velo...! Para más mortificarme, trocándose los papeles, ella misma, experta por intuición, me iba guiando a mí...

—Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y El Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy elegante, muy esbelto. De cara morena... Es chistosa su cara...

—De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así —advertí, porque a ningún novio le hace maldita la gracia que su novia ensalce a otro hombre—. Un tío más bruto que un cerrojo. Si le zamarrean, echa bellotas.

—¡Bah! De cerca creo que no habrá muchas ocasiones de contemplarle —respondió Bertina, riendo coquetamente, penetrando mi intención con agudeza de mujer—, por más que a él y a los de su cuadrilla me los encuentro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes.

—Veo que estás informadísima...

—¡Ah, el toro! —exclamó vivamente.

La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro, poderoso, que parecía modelado por Benlliure. Sus astas, finísimas en la punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la cabeza estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora, cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su sangre, excitado su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido; pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el toro no sentía más que extrañeza y la nostalgia con que el instinto le recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los pastos, el borboteo del agua del arroyo...

Iba a comenzar la faena de caballos. Allí esperaba yo a Bertina. Espiaba, en el lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo imprevisto y brutal del espectáculo cruento; la sensación material es nueva necesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica, los varilargueros esperaban la embestida de la fiera, que, después de recorrer a escape el redondel dos o tres vueltas, distraída y desdeñosa, se fijó, por fin, en aquellas macizas estantiguas ecuestres, en los famélicos bultos que las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca en la proyección de sombra. Resopló el toro, partió como un rayo, y mientras la puya se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal; fiemo y sangre, en hedionda mescolanza, se emplastaron en la arena; las patas del caballo, al querer arrancar en espantada huida, se enredaron en el revoltijo de tripas colgantes, y lo pisotearon y despedazaron, sacudiendo trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tembló convulsivo sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pesadamente, tumbose desplomado, mascando el aire con bascas de agonía...

Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la mantilla, salía acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz delicada, palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de magnolia, recién abierta, tersas y blancas, que jamás ha regado el rocío...

Es indudable que siente —pensé al pronto—. Es el horror lo que hace aletear su corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta carnicería.

Volvíase Bertina, en efecto. Su rostro, al buscar el mío, sonreía, con travesura deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y chuscada, que desafiaba el pincel del retratista más expresivo. Y su mano, cual relicario de anillos de pedrería, engaste de la joya más valiosa aún de los deditos ebúrneos y las uñas rosadas, alzaba airosamente el abierto abanico madrileño, poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el país exornado con extravagantes flores no interceptaba, libre el campo para contemplar ávidamente cómo El Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo de condescendencia del diestro...

—De estas cosas feas, lo mejor es defenderse con el abanico —murmuró, traduciendo a su manera la pregunta de mis ojos—. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...

—¿Te basta a ti con el abanico? —respondí en el mismo tono confidencial y afable.

—Claro que sí... Ya no se ve ese asco —afirmó, acercando a su nariz el esenciero, que con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro.

Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de un modo suave e insensible mi candidatura a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no quiebra... ¡Y yo no quiero un corazón que se regula por la materialidad de los ojos!

—No estaba usted enamorado de Bertina —objeté—. Si lo estuviese, prescindiría de estos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud era eminentemente social. Nadie hace otra cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.

El Ahogado

Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».

La verdad ha de decirse: el pícaro «modo» era como un hueso que se le atragantaba a Tristán. Entre el sincero deseo de dejar la vida y el acto de quitársela media un solo movimiento; ¡pero qué movimiento, señores! Comparado con este, parece fácil el de levantar en peso una montaña... Las indecisiones de Hamlet, tortas y pan pintado en comparación con las de muchos infelices hijos de este siglo, a un tiempo codiciosos y temerosos del no ser. Ni pizca de cobarde tenía Tristán; pero el valor no es cantidad fija; hay quien no teme a un león, y se pone pálido al ver a una cucaracha. Nervioso, de imaginación cruel, Tristán se horripilaba del instante fugacísimo en que la bala del revólver destrozase la masa de su cerebro, o la cuerda estrujase brutalmente su garganta. Por extraña contradicción convencido del aniquilamiento final, hasta le preocupaba lo que sucedería «después» a su cuerpo, y veía la escena póstuma, el grupo formado alrededor de su cadáver y oía las frases triviales, las inevitables reflexiones lastimosas de amigos y sirvientes, todo ello ridículo, semigrotesco, parodia de algo trágico y grande no realizado. Su buen gusto se sublevaba contra semejante final, «Morir, si; pero sin dar espectáculo; irse de la vida como quien se retira de un salón, discretamente.» Maduro el propósito, Tristán discurrió que el lugar más oportuno de ponerlo por obra era un viejo castillo que poseía a orillas del mar. Recogiéndose allí algún tiempo, la sociedad, si al pronto extrañaba su falta ya le habría olvidado cuando sucediese lo que debía suceder...

El caso era no dejar rastro alguno. «Como averigüen Perico Gonzalo y Manolo Lanzafuerte mi paradero, allí se descuelgan a pretexto de cazar o pescar...». Y rodeó su último y solitario viaje del complicado misterio propio de otras escapatorias más gratas. «Creerán que mi fuga tiene cómplice...», se dijo a si propio, con irónica tristeza, el futuro suicida.

Al verse en el castillo, antiguo solar de su familia, Tristán comprendió que no cabía mejor fondo para el sombrío cuadro que intentaba pintar. Las abruptas montañas, las renegridas piedras, los paredones que la hiedra asaltaban, la costa erizada de escollos, la playa siempre azotada por el recio oleaje, la torre donde anidaban lechuzas y búhos, respiraban desolación y fúnebre melancolía. Acrecentaba el horror del paisaje la estación, que era la del equinoccio de otoño con sus furiosas tempestades y los frecuentes naufragios por la niebla, empujadas por el temporal, venían a encallar y a deshacerse en los traidores bajíos de la Corvera, próximos a la playa que se extendía a los pies de la residencia de Tristán. El incesante y ronco mugido del oleaje; el horizonte cerrado en brumas o surcado por lívidas exhalaciones; la tierra empapada en agua; el arenal sembrado de despojos, tablas y barricas, cuando no de cadáveres, armonizaban tan bien con el estado de ánimo y los proyectos de Tristán, que decidió buscar reposo en el fondo de las aguas, haciendo creer que le había arrebatado una ola. Y para familiarizarse con la idea, bajaba a la playa diariamente, sintiendo que se apoderaba de su alma el vértigo de lo desmesurado y la atracción del hondo abismo. Su plan de suicidio se concertaba aprisa, y se le agarraba al espíritu de tal manera, que ya soñaba con él lo mismo que se sueña con la primera cita de una mujer hermosa y adorada.

Una tarde de horrible tempestad, en el que el huracán sacudía las veletas del castillo y retorcía los árboles, desmelenando locamente el ramaje, creyó Tristán que era llegado el momento de ejecutar su determinación, y descendió, o, mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando a brazo partido con el viento y alumbrado por el repentino fulgor de los relámpagos. Uno que encendió el horizonte le mostró, sobre la cresta de enorme ola, algo que podía ser o profecía o imagen fiel de su destino: era el cuerpo de un hombre, un ahogado que, flotando, venía a ser despedido contra los escollos. «Me pondré un buen peso a la garganta para no sobrenadar», calculó Tristán al divisar al muerto que se acercaba; y dos minutos después, la ola gigantesca, rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya, depositaba sobre la arena al ahogado.

Tristán se precipitó hacia él por instinto, y, alzando el cadáver, lo arrastró hacia el fondo del arenal, reclinándolo en una peña. A la claridad macilenta del poniente pudo observar que era un hombre joven y robusto. «¡Cuánto habrá luchado éste —pensó— para evitar lo que yo busco a todo trance!» Palpó el torso desnudo, magullado por las piedras, y no creyó advertir en él la rigidez de la muerte. Hasta le pareció percibir un resto de calor vital. Sintió una sacudida eléctrica. «¡Vive! ¡Este hombre vive aún!» Temblando de emoción, recordando los primeros socorros que deben prestarse a los ahogados, colocó al hombre con la cabeza alta, le inclinó hacia el lado derecho y le sacudió reiteradamente hasta que hubo arrojado un chorro de agua por la boca. Volvió a hincar la palma sobre la tetilla izquierda, y creyó notar un débil latido del corazón, que le hizo exhalar un grito de alegría. Con sobrehumano vigor, cargando a hombros el cuerpo inerte, se lanzó por la cuesta que trepaba al castillo. El peso era grande; a mitad de la cuesta, notó Tristán que la respiración le faltaba; detúvose un instante, y con doblados bríos siguió después, sin detenerse hasta soltar al ahogado en la cocina del castillo, donde ardía un buen fuego de leña.

—¡Pronto! —gritó Tristán a sus servidores—. Vengan mantas; a calentar ladrillos y a llenar botellas de agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hay aguardiente?

Y mientras corrían para facilitarle lo que reclamaba, Tristán, inclinado sobre el cuerpo, veía con inquietud la azulada palidez del rostro, señal cierta de la asfixia, y creía que la chispa de vida, la débil llama, iba a extinguirse. «Hay que intentar el gran remedio.» Y con más ilusión que nunca había probado al acercar sus labios a los de ninguna mujer, pegó su boca a la boca yerta del ahogado, acechando el primer soplo de aire, mientras sus manos fuertes y elásticas oprimían rítmicamente el esternón y el vientre, provocando, por medio de enérgicas tracciones, la respiración artificial. Palpitante de esperanza y de caridad, se regocijaba cuando a la boca fría asomaban buches de agua amarga, mezclados con impurezas. ¿Si era que ya penetraba en los pulmones el aire bienhechor? De súbito percibió bajo sus labios un estremecimiento ligero; no cabía duda: ¡el hombre respiraba! Afanoso, redobló la espiración, enviando aquella onda tibia que era la existencia, la resurrección, la salvación del moribundo... Y así que el rostro de éste se coloreó ligeramente, así que se entreabrieron sus párpados, Tristán, rendido, sin darse cuenta de lo que hacía, cayó de rodillas, cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas, dulces, frescas, se descolgaron de sus lagrimales...

A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni es de creer que piense en suicidarse. ¿Consistiría en que apreció la vida cuando la dio envuelta en su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con la primera buena obra, como el fantasma al canto del gallo?


«Blanco y Negro», núm. 402, 1899.

El Aire Cativo

Felipe da Fonte no estaba con humor de romperse el cuerpo en aquella mañana tan bonita de mayo, con aquel chirrear de pájaros que alegraba el corazón, y aquel olido tan gracioso de las madreselvas, que ya abrían sus piñas de flor blanca matizada de rosa y amarillo. Harto se encontraba de golpear la tierra con el hierro, para despertar en el oscuro terruño los impulsos germinadores, y nunca había sentido pereza y desgano sino en aquel momento, en que sus pensamientos no le dejaban descansar, le paralizaban los brazos y le quitaban las fuerzas que requiere la labor mecánica y ruda.

Sus pensamientos iban hacia cierta moza, fresca y colocara como amapola entre el trigal, y que, según voz pública, no tenía voluntad de casarse, porque los hijos dan muchos trabajos. Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera, mujer activa y negociadora, a la cual le había ido demasiado mal en el matrimonio para que animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. Y Camila, enemiga del laboreo del campo, ayudaba a su tía en el despacho de bebidas, cerillas, jabón y otros artículos semejantes, y hacía viajes a la villa próxima para surtir el establecimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, y si el surtido tenía que ser más copioso, con un carrillo tirado por un borrico viejo, que ella misma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, y en el contorno se murmuraba que aquella valentona trajinanta escondía entre los dobleces del pañuelo de talle, de colorines, un revólver cargado.

Todo ello, que repelía a no pocos galanes de la aldea, amigos de hembras mansas y cariñosas, agradaba a Felipe. Fuese que su condición humildosa y tímida le inclinase a buscar en otro ser las energías que le faltaban, fuese por algo que en un hombre de otra esfera y otra cultura llamaríamos romanticismo, aquel aldeano rubio, de facciones delicadas bajo el tueste de la faz, y a quien la vida rústica no había conseguido curtir y endurecer, se sentía atraído hacia la recia morena de manzaneros carrillos, al verla tan desenfadada y decidida, tan capaz de soltarle un estacazo o un tiro a quien se metiese con ella.

Y en ella estaba pensando Felipe intensamente cuando, de malísima gana, no tuvo más remedio que levantar el azadón y empezar a batirse con los terrones. Flojamente, porque quien da tensión al brazo es la voluntad, principió a desbrozar un manchón de maleza que, bajo el influjo vital de la primavera, se había formado al margen del riachuelo y se extendía por el prado adelante. Era una maraña de zarzas y malas hierbas, una viciosa exuberancia de follaje, tallos y raíces, que le subía hasta el pecho al aldeano. Las espinas le punzaban, y las plantas, envedijadas, resistían al golpe de la herramienta. Por fin consiguió abrir un boquete en la espesura, y alrededor de aquel boquete fue arrancando retoños y vástagos, que arrojaba a un lado, con reniegos sordos, pronunciados entre dientes.

Una crispación involuntaria encogía su mano, porque, nervioso lo mismo que un señorito, temía siempre que de la vegetación sombría, bañada y encharcada por el agua, saliesen reptiles. El caso era frecuente, y aún cuando en aquel país los reptiles son más bien inofensivos, Felipe sufría, a su vista, un estremecimiento indefinible, un misterioso terror. La menor sabandija le alteraba el pulso de la sangre, haciéndola afluir a su corazón, en vuelco súbito. Y ya, durante la faena, había brincado fuera del tupido matorral un lagarto, encantador a la luz del sol, que reverberó un instante en las imbricaciones de su verde piel, y encendió dos chispas en las cuentecillas de azabache de sus vivos ojuelos. Felipe, trémulo, había alzado el azadón y asestado certero golpe a la alimaña, partiéndola por la mitad. Los dos trozos quedaron vibrando y moviéndose, y, rabioso, Felipe abrió diminuta fosa y enterró los pedazos, bailando el pateado encima de la tierra con que los dejaba cubiertos... Se secó la frente sudorosa y, resignado, volvió a su tarea.

Apenas daría media docena de azadonazos más, cuando retrocedió horrorizado. Un ser repugnante y monstruoso asomaba entre las tupidas hojas, pegado al suelo, craso por la descomposición del follaje durante todo el invierno en aquel lugar húmedo. Tenía figura de sapo, sólo que era mayor, más ancho, más corpulento. Sobre su lomo, simétricas manchas anaranjadas le darían aspecto de algo metálico, de un capricho de joyería, si su boca de fuelle no se abriese amenazadora y su vientre blanquecino no subiese y bajase, en anchas aspiraciones, animado de una vida odiosa...

Sintió Felipe el ciego instinto del miedo, y estuvo a punto de apelar a la fuga. Comprendía qué clase de espantajo era el que se le aparecía así. Había oído hablar de él mil veces, siempre con acento de terror. Le llamaban la salmántiga, y el vaho de su aliento emponzoñado acarreaba la muerte... Temblando, Felipe discurrió cómo podría, sin peligro de aspirar el vaho, deshacerse del monstruo. Buscó una piedra grande, pesada. Desde lo más lejos que pudo la arrojó sobre el batracio. Seguro de haberlo reventado, se atrevió a acercarse. Y casi se dio un encontrón en la frente con la frente de una mujer, envuelta en el turbante amarillo pano. La mujer reía, mirando a Felipe, lívido.

—¡Home, home! —repetía Camila—. ¿Me tirabas piedras a mí?

—A ti, no, miña xoya... —balbuceó él—. Tiré a la salmántiga.

—En la vida la he visto —declaró la moza—. Quiérola ver. Yergue esa piedra.

Vaciló el muchacho en cumplir la orden. Por último levantó el pedrusco y pudo ver el bicharraco, semiaplastado, pero alentando todavía. Una exhalación fétida soliviantó el estómago de Felipe. Parecía que la salmántiga sudaba veneno por su piel rota.

—Quitaday, Camila... ¿No te da enojo?

—Cosa de gusto no es —contestó ella—; pero mal no lo hace ese bichoco.

—Mal lo hace, sí señor. Ya sabes que trae el aire cativo.

Fue una carcajada mofadora la que exhalaron los labios de púrpura, y la joven trajinanta se cogió las caderas para no desencuadernarse de tanto reír. Guiñaba los ojos, y en las pomas de carmín de sus mejillas se señalaban dos hoyuelos picarescos y tentadores. Estaba para condenar a un santo; pero Felipe más bien percibía la burla que la magia de la apetecible figura inundada de sol.

—Rite, rite... Quiera Dios no llores tú, y más yo, por haber tocado a la salmántiga.

La trajinanta hizo un gesto de indiferencia y buen humor. Luego, subiendo a la altura de su cabeza la cesta, emprendió, a paso gimnástico, el camino que conducía a la taberna. Felipe no intentó detenerla para un sabroso palique. Sentía cansancio inexplicable; pero por no dejar los restos del bichoco descubiertos allí, tuvo una idea. Se acercó al pinar vecino, cortó un brazado de ramas y, hacinándolas sobre el matorral, prendió una cerilla y les puso fuego. La llama se alzó, viva y chispeadora, y a toda la maleza fue comunicándose aquel reguero de viva lumbre; un humo espeso, el de la leña verde, se alzó, envolviendo a Felipe, que se alejó lentamente, yendo a derrumbarse en un vallado, para considerar de lejos el incendio que iba a ahorrarle la molestia de rozar tanta mala casta de zarzales y hierbas moras. Cuando se hubo extinguido la llama, acercóse, todavía receloso. Revolvió las cenizas con el mango del azadón..., y entre ellas, carbonizado, el cuerpo deforme de la salmántiga aún conservaba su hechura de pesadilla, de tentación de San Antonio...

Desde aquel día..., ¡ello sería lo que fuese!, lo cierto es que el labrador adoleció de un mal que todos en la aldea atribuyeron al consabido aire cativo. Era languidez, cansera, dolor de huesos, invencible deseo de pasarse el día echado, y por último, lenta fiebre que le consumía. Ya estaba muy adelantada la enfermedad, cuando una tarde Camila, la trajinanta, que hacía veces de mandadera, se llegó a la casuca del mozo a traerle un medicamento. Venía alegre, rozagante de salud, y el mozo, mirándola con una mezcla de admiración y envidia, exclamó penosamente, anhelando al hablar:

—¿Ves cómo fue el aire cativo? ¿Lo ves?

Ella se sentó un momento al borde de la cama del muchacho. Llena de piedad, le ofreció, de una garrafa que llevaba para el consumo de la taberna, un buen vaso de caña; y Felipe, reanimado con la bebida alcohólica, y hasta electrizado, le echó la mano por el hombro con un sordo gemido de amor...

—¡Camiliña! —susurró—. Nunca bien me quisiste... Nunca me diste crédito... Ahora voyme a morir y te pido un consuelo. Ten caridad, mujer...

Pero la trajinanta, la animosa, el espíritu fuerte, retrocedió estremecida ante los labios que se le tendían suplicantes, exclamando:

—Vaday... Sabe Dios si el aire cativo se pega...

El Alambre

(Mansegura).


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para…?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:

—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?

—Yo, no… yo, no…

—Yo, sí, cuando me llamaron a declarar en Auriabella…

—Pues igual viene a ser. En trueco de caballos lleva dentro un maquinismo, a modo de reló… Y el maquinismo, ¡careta!, es lo que empuja.

A su vez el Viajante, con desprecio:

—Pero ¿tú no sabes que el tren va por carriles, y esta endrómena por todas las carreteras, hom? ¿Qué tiene que ver lo negro con lo blanco?

—Pues a ver entonces, ¡careta!, en qué consiste.

—En eso.

—Y eso…, ¿qué es?

—Que va, ¿estamos?, por onde se le entoja —declaró enfáticamente el tío Manuel, echando a andar en busca de su yegua.

No quería el tratante esperar a que atardeciese, que es mal negocio para quien lleva dinero en la faja; pero urgíale sobre todo evadirse de aquel interrogatorio comprometedor para su fama de sabiduría universal. Jácome, encogiéndose de hombros, mofándose, tiró de su pequeñuelo, su Rosendo, Sendiño, y se dispuso a emprender también la vuelta a la aldea. No tenía en el mundo más que aquella criatura: su mujer, hallándose recién parida, había muerto a consecuencia del susto de ver entrar a los civiles, que venían a prender al marido por sospechas de no sé qué alijo de tabaco y sal. Sólo en la tierra con el chiquillo, Jácome le crió sabe Dios cómo; y ahora se le caía la baba viendo despuntar en Sendiño, a los seis años mal contados, otro cazador, otro merodeador, sin afición alguna al trabajo lento y metódico del labriego, fértil ya en ardides y tretas de salvaje para sorprender nidos y pajarillos nuevos, para descubrir dónde ponen las gallinas del prójimo y aun para engolosinarlas echándoles granos de maíz, hasta atraerlas a la boca del saco. El padre estaba embelesado con tal retoño, y le enseñaba nuevas habilidades cada día. Era la criatura lo único que despertaba en Jácome, bajo la dura coraza metálica que revestía su corazón, palpitaciones de humana ternura.

Apenas echaron carretera arriba, en dirección a las alturas de Sandiás, el chico, traveseando, corrió delante: saltaba sobre una pierna, haciéndose el cojo. El padre, con el instinto siempre vigilante del cazador, escrutaba sin proponérselo los espesos pinares, las madroñeras y los manchones de castaños, que revestían los escarpes pedregosos de la montaña. «Si volase una perdiz, si cruzase una liebre…». Pensaba en esta hipótesis, cuando un relámpago blanco y color canela lució entre un seto. Mansegura se echó la carabina a la cara y disparó casi sin apuntar. Sendiño, loco de alegría, brincó, tomó vuelo, se lanzó en dirección a la maleza. Era su encanto hacer de perro, portando la caza. A los dos minutos salió del matorral el chico, balanceando, agarrada de las patas traseras, una liebre poco menor que él. Padre e hijo se confundieron en un grupo, admirando la hermosa pieza. Caliente estaba aún el cuerpo del animal; la blanca y densa piel de su vientre relucía como seda manchada de sangre; sus enormes orejas pendían; sus ojos se vidriaban.

—¡Careta, lo que pesa! —balbució, gozoso, el cazador, sopesándola, babándose de vanidad paternal, porque Sendiño reía fanfarronamente columpiando su carga.

Y se entretuvieron así, padre e hijo, confundidos en la complacencia de la destrucción y la victoria, palpando la presa, distraídos. Tan distraídos, que el vigilante contrabandista, habituado al acecho, de sentidos despiertísimos, no oyó el ruido insólito, semejante al resuello y jadeo trepidante de alimaña fabulosa y despertó al tener encima ya al monstruo, ¡taf, taf, taf!, al desgarrarle los oídos el rugido de metal de su bocina. Jácome, instintivamente, saltó de costado, evitando la embestida furiosa; vio tendido a Sendo; a su lado, en el polvo, el cuerpo de la liebre… y ya del «coche de Judas» ni rastro, ni señal en el horizonte… Se arrojó fiero, loco, a recoger al niño, que yacía de bruces, la cara contra la hierba de la cuneta; le llamó con nombres amantes, le acarició… El niño le blandeaba en los brazos, inerte, tronchado, roto. Jácome conocía bien las formas que adopta la muerte… Soltó el cadáver y alzó los ojos atónitos, sin llanto, al cielo, que consentía aquella iniquidad… Después, sobre el padre que sufría se destacó el hombre de lucha, pronto a la acometida y a la emboscada, vengativo y feroz. Cerró los puños y amenazó en la dirección que llevaba el «coche de Judas». ¡No se reirá don Roberto! ¡Se lo prometo yo!… Él va a Paramelle… Allí no duerme… ¡Volverá!

Alzó otra vez a Sendiño, y con infinita delicadeza le transportó a lo más oculto del pinar, depositándole sobre un lecho de ramalla seca. Cerca del muerto colocó la carabina, y la liebre muerta, polvorienta, ¡vengada ella también! Volvió a la carretera, y recorrió un largo trecho estudiando el sitio a propósito para su intento. Una revuelta violenta se le ofreció. Ni de encargo. A derecha e izquierda, árboles añosos avanzaban sus ramas sobre el camino, como brazos fuertes que se brindasen a secundar a Mansegura. Él extrajo del bolsillo el rollo de alambre, desenrolló un trozo, midió, cortó con su navaja, retorció uno de los extremos, calculó alturas, lo afianzó a una rama sólidamente, ensayó la resistencia y, pasando al otro lado, probó si había rama que permitiese tender el hilo metálico recto al través del camino. Mientras practicaba estas operaciones, atendía, no fuera que pasase alguien y le viese. Nadie: la carretera desierta; por allí sólo se iba a Sandías y al pazo de don Roberto… Por precaución, sin embargo, Jácome no sujetó el otro cabo del alambre. Tiempo tenía. Con él agarrado se tumbó en el pequeño resalte de la cuneta, y pegó la oreja a la tierra lisa, aguardando. Dos veces saltó y se ocultó en la maleza: eran transeúntes, «gente de a caballo», un cura, una pareja a estilo de Portugal, hombre y mujer sobre una misma yegua, apretados y contentos. La tarde caía, el rocío enfriaba y escarchaba la hierba, enmudecían los pájaros o piaban débilmente. Un sordo trueno, lejano, llenó con su mate redoblar el oído del contrabandista. Ágil, con la precisión de movimientos del impulsivo, se incorporó, amarró firme el otro cabo a la rama y se agachó entre el brabádigo espeso. Si se descuida, ¡careta! El trueno ya se venía encima, resollante y amenazador. ¡Taaf! Mansegura vio distintamente, un segundo, al señorito, su gorra blanca, su rostro guapo, desfigurado por los anteojos negros… «¡Ahora!», pensó. El rostro guapo se tambaleó violentamente, como cabeza de muñeco que se desencola; un alarido se ahogó en la catarata de sangre… Fue instantáneo; el automóvil, loco y sin dirección, corrió a despeñarse por la pendiente, arrastrando a su dueño, a quien el alambre había degollado, con la misma prontitud y limpieza que pudiera la mejor navaja de barbería…

Y Mansegura, después de cerciorarse de que el señorito quedaba bien amañado, se entró en el pinar, recobró su escopeta, echó una mirada de dolor y de triunfo a Sendiño, que parecía dormir, y dejando el camino real, se perdió en los montes, por atajos de él conocidos, en dirección de la frontera portuguesa.

El Alba del Viernes Santo

Cuando creyendo hacer bien hacemos mal —dijo Celio—, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.

Es el caso que —por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas— se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.

En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa.

No empiecen ustedes a suponer que amaga algún episodio amoroso, de esos que en viaje caminan tan rápidos como el tren mismo. No me echó sus redes el amor, sino algo tan dañoso como él: la piedad. Era mi compañera de departamento una señora como de unos cuarenta y pico de años, con señales de grande y extraordinaria belleza, destruida por hondísimas y lacerantes penas, más que por la edad. Sus perfectas facciones estaban marchitas y adelgazadas; sus ojos, negros y grandes, revelaban cierto extravío y los cercaban cárdenas ojeras; su boca mostraba la contracción de la amargura y del miedo. Vestía de luto. Para expresar con una frase la impresión que producía, diré que se asemejaba a las imágenes de la Virgen de los Dolores; y apenas me refirió su corta y terrible historia, la semejanza se precisó, y hasta creí ver sobre su pecho anhelante brillar los cuchillos; seis hincados en el corazón, el séptimo ya a punto de clavarse del todo.

—Yo soy de S*** —declaró con voz gemidora—. He tenido siete hijos, ¡siete!, a cuál más guapo, a cuál más bueno, a cuál más propio para envanecer a una reina. Tres eran niñas, y cuatro, niños. Nos consagramos a ellos por completo mi marido y yo, y logramos criarlos sanos de cuerpo y alma. Llegado el momento de darles educación, nos trasladamos a Madrid, y ahí empiezan las pruebas inauditas a que Dios quiso someternos. Poco a poco, de enfermedades diversas, fueron muriéndose seis de mis hijos..., ¡seis!, ¡seis!, y al cabo, mi marido, que más feliz que yo sucumbió al dolor, porque su mal fue un padecimiento del hígado, de esos que la melancolía engendra y agrava. ¿Comprende usted mi situación moral? ¿Se da usted cuenta de lo que seré yo, después de asistir, velar, medicinar a siete; de presenciar siete agonías, de secar siete veces el sudor de la muerte en las heladas sienes, de recoger siete últimos suspiros que eran el aliento de mi vida propia, y de amortajar siete rígidos cuerpos que habían palpitado de cariño bajo mis besos y mis ternezas? Pues bien: lo acepté todo, ¡todo!, porque me lo enviaba Dios; no me rebelé, y sólo pedí que me dejasen al hijo que me quedaba, al más pequeño, una criatura como un ángel, que, estoy segura de ello, no ha perdido la inocencia bautismal. Así se lo manifesté a Dios en mis continuos rezos: ¡que no me quite a mi Jacinto y conservaré fuerzas para conformarme y aceptar todo lo demás, en descargo de mis culpas!... Y ahora... Al llegar aquí, la madre dolorosa se cubrió los ojos con el pañuelo y su cuerpo se estremeció convulsivamente al batir de los sollozos que ya no salían afuera.

—Y ahora, caballero..., figúrese usted que también mi Jacinto se me muere.

Salté en el asiento; la lástima me exaltaba como exaltan las pasiones.

—Señora, ¡no es posible! —exclamé sin saber lo que decía.

—¡Sí lo es! —repitió ella, fijándome los ojos secos ya, por falta de lágrimas—. Jacinto, creen los médicos, tiene un principio de tisis; me voy a quedar sola..., es decir, ¡no, quedarme no!, porque Dios no tiene derecho a exigir que viva, si me arrebata lo único que me dejó. ¡Ah! ¡Si Dios se me lleva a Jacinto..., he sufrido bastante, soy libre! ¡No faltaba otra cosa! —añadió sombríamente—. ¡A la Virgen sólo se le murió uno!

—Dios no se lo llevará —afirmé por calmar a la infeliz.

—Así lo creo —contestó ella con serenidad que encontré asombrosa—. Así le creó, así lo espero y a eso voy a mi pueblo, donde está el Santo Cristo, del que nunca debí apartarme. El Santo Cristo fue siempre mi abogado y protector y a Él vengo, porque Él puede hacerlo, a pedir el milagro: la salud de mi hijo, que allá queda en una cama, sin fuerzas para levantarse. Cuando yo me eche a los pies del Cristo, ¡veremos si me lo niega!

Transfigurada por la esperanza, irradiando luz sus ojos, encendido su rostro, la señora había recobrado, momentáneamente, una belleza sublime. ——¿Usted no ha oído del Santo Cristo de mi pueblo? Dicen que es antiquísimo, y que lo modelaron sobre el propio cuerpo sagrado del Señor, cubriéndolo con la piel de un santo mártir, a quien se la arrancaron los verdugos. Su pelo y su barba crecen; su frente suda; sus ojos lloran, y cuando quiere conceder la gracia que se le pide, su cabeza, moviéndose, se inclina en señal de asentimiento al otro lado...

No me atreví a preguntar a la desolada señora si lo que afirmaba tenía fundamento y prueba. Al contrario: la fuerza sugestiva de la fe es tal, que me puse a desear creer, y, por consecuencia, a creer ya casi, toda aquella leyenda dorada de los primitivos siglos. Ella prosiguió, entusiasta, exaltadísima:

—Y dicen que cuando se le implora al amanecer del día de Viernes Santo, no se niega nunca... Iré, pues, ese día, de rodillas, arrastrándome, hasta el camarín del Cristo.

Así terminó aquella conversación fatal. Prodigué a la viajera, lo mejor que supe, atenciones y cuidados, y al bajarnos en S*** nos dirigimos a la misma fonda —tal vez la única del pueblo—. Dejando ya a la desdichada madre, fui a visitar la catedral, que es de las más características del siglo XII: entre fortaleza e iglesia, y con su ábside rodeado de capillas obscuras, misteriosas, húmedas, donde el aire es una mezcla de incienso y frío sepulcral, parecido al ritmo, ya solemnemente tranquilo, de las generaciones muertas. Una de estas capillas era la del Cristo, y naturalmente despertó mi curiosidad. Di generosa propina al sacristán, que era un jorobado bilioso y servil, y obtuve quedarme solo con la efigie, a horas en que los devotos no se aparecían por allí y podía, sin irreverencia ni escándalo, contemplarla y hasta tocarla, mirándola de cerca. Era una escultura mediocre, defectuosa, que no debía de haber sido modelada sobre ningún cuerpo humano. Poseía, no obstante, como otros muchos Cristos legendarios, cierta peculiar belleza, una sugestión romántica indudable. Sus melenas lacias caían sobre el demacrado pecho; sus pupilas de vidrio parecían llorar efectivamente. Lo envolvía una piel gruesa, amarillenta, flexible, de poros anchos, que sin ser humana podía parecerlo. Bajo los pies contraídos y enclavados, tres huevos de avestruz atestiguaban la devoción de algún navegante. Su enagüilla era de blanca seda, con fleco de oro. Registrando bien, armado de palmatoria, vi que el altar donde campea el Cristo, destacándose sobre un fondo de rojo damasco, está desviado de la pared, y que, por detrás, queda un hueco en que puede caber una persona. Carcomida escalerilla sube hasta la altura de las piernas de la efigie, y encaramándose por ella, noté que el paño de damasco tenía una abertura, un descosido entre dos lienzos, y que por él asomaba la punta de un cordel recio, del cual tiré maquinalmente. Al bajar de nuevo a la capilla y mirar al Cristo, observé con asombro, al pronto, con terror, que su cabeza, antes inclinada a la derecha, lo estaba a la izquierda ahora. Sin embargo, casi inmediatamente comprendí: subí la escalera de nuevo, tiré otra vez, bajé, y me cercioré de que la cabeza había girado al lado contrario. ¡Vamos, entendido! Había un mecanismo, el cordel lo ponía en actividad, y el efecto, para quien, ignorándolo, estuviese de rodillas al pie de la efigie, debía de ser completo y fulminante.

Creo que ya entonces germinó en mí la funesta idea que luego puse por obra. No lo puedo asegurar, porque no es fácil saber cómo se precisa y actúa sobre nosotros un propósito, latente en la voluntad. Acaso no me di cuenta de mi inspiración (llamémosle así) hasta que mi compañera de viaje me advirtió, la noche del Jueves Santo, que pensaba salir a las tres, antes de amanecer, a la capilla del Cristo, y me encargó de sobornar al sacristán para que abriese la catedral a una hora tan insólita.

—Yo deseaba más aún —advirtió ella—. Deseaba quedarme en la capilla toda la noche velando y rezando. Pero tengo miedo a desmayarme. ¡Estoy tan débil! ¡Se me confunden tanto las ideas!

Cumplí el encargo, y cuando todavía las estrellas brillaban, nos dirigimos hacia la catedral. Nos abrieron la puerta excusada del claustro, luego otra lateral que comunica con las dos primeras capillas absidales, y pretextando que me retiraba para dejar en libertad a la señora —cuyo brazo sentí temblar sobre el mío todo el camino—, aproveché la obscuridad y un momento favorable para deslizarme detrás de la efigie, en lo alto de la escalera, donde aguardé palpitándome el corazón. Dos minutos después entró la señora y se arrodilló, abismándose en rezos silenciosos. El alba no lucía aún.

Transcurrió media hora. Poco a poco una claridad blanquecina empezó a descubrir la forma de los objetos, y vi la hendidura, y vi el cordoncito, saliente, al alcance de mi mano. Al mismo tiempo escuché elevarse una voz, ¡qué voz!... Ardiente, de intensidad sobrehumana, clamando, como si se dirigiese no a una imagen, sino a una persona real y efectiva:

—¡No me lo lleves! Promételo... ¡Es lo único que me queda, es mi solo amor, Jesús! ¡Dios mío! ¡Promete! ¡No me lo lleves!

Trastornado, sin reflexionar, tiré pausadamente del cordoncito... Hubo un gran silencio, pavoroso; después oí un grito ronco, terrible, y la caída de un cuerpo contra el suelo... Me precipité...

—¿Se había desmayado? —preguntamos a Celio todos.

—Eso sería lo de menos... Volvió en sí..., ¡pero con la razón enteramente perdida! Nos burlamos de las locuras repentinas en novelas y comedias... ¡Y existen! Cierto que aquélla venía preparada de tiempo atrás, y sólo esperaba para mostrarse un choque, un chispazo.

—¿Y el hijo? ¿Se murió al fin?

—El hijo salvó, para mayor confusión y vergüenza mía —murmuró Celio.

El Aljófar

Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.

Aunque relegada al pie de la sierra, en paraje bravío y montuoso, próxima solamente a un pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal nombradía, y la fama de la milagrosa Virgen, extendiéndose fuera de la región, cundió por España entera. Más de un rey, de la trágica dinastía de Trastámara o de la melancólica dinastía de Austria, vino a la Mimbralera en cumplimiento de voto, en acción de gracias por algún favor obtenido del cielo mediante la intercesión de la Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el tesoro con rica presea. Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doña Mariana, madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló el incomparable manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amén de infinitos hilos de aljófar; una red de hilos, que recordaba el rocío de la mañana sobre los prados, y que al salir la imagen en procesión, se soltaban y eran recogidos piadosamente por los devotos en un cuenco, ya destinado de tiempo inmemorial a este uso.

El amor del pueblo de Villafán había salvado del saqueo este manto célebre y el resto del tesoro de la Virgen, en la época de la exclaustración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera, la imagen, luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de inmenso gentío venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se recogía a su camarín antes de ponerse el sol, permaneciendo en él, engalanada y ataviada, hasta el amanecer del siguiente día, hora en que la camarera, ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.

El año del robo, memorable en los humildes anales de Villafán, al entrar la camarera —esposa del juez municipal, señora de mucho visto— en el trasaltar, y subir las escaleras que conducen a la plataforma donde se apoya la peana de la imagen, por poco se cae muerta.

La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas, sólo con la túnica interior de tisú. Y, detalle espantoso: estaba decapitada. La cabeza, serrada a raíz de los hombros, más abajo del sitio donde se atornillaba la gargantilla de piedras preciosas, había desaparecido.

Media hora después, el pueblo entero, frenético, delirante de indignación, invadía la iglesia, y los comentarios y las hipótesis principiaban a hervir en el aire. Alcalde, secretario, médico, juez, párroco, sargento de la Guardia Civil, cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reunía para deliberar. Era preciso descubrir a los malhechores, sin pérdida de tiempo, porque de otro modo el vecindario de Villafán haría una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado llanto del mujerío, se destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los tacos, las interjecciones y las blasfemias, y las manos, vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, o requerían, en las vueltas de la faja, la navaja de muelles.

Dos cosas interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen trizas. Si no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud haría lo segundo con el cura, con el sacristán, con todos los que debían velar, y no habían velado, por la adorada patrona del pueblo, cuya mutilación acababan de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero... ¿dónde estaban?

Ese ruido sordo y profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por centenares de voces, que se llama el rumor público, acusaba ya, designaba ya a los reos. No eran, ni podían ser, sino los acróbatas que la víspera, en la plaza, habían ejecutado sus habilidades y recogido buena cosecha de cuartos. ¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban el tesoro de la Virgen! Al anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y jaulas los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les había visto alejarse en dirección a la Mimbralera, diciendo que se proponían trabajar al día siguiente en Guijadilla. Para bergantes así, avezados a toda truhanería, no era difícil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las sombras, asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sacristán, contrito y trémulo, confesaba que en vez de vigilar había dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las mejores celdas del antiguo convento; el cura de la Mimbralera no negaba haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde, después de una cena copiosa. ¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones, teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes se veían las señales: la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja del camarín, limados y arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio camarín, sobre el piso de mármoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho olvidado al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de cometerse. Como decía muy bien Ricardo el Estudiante el hijo de la difunta tía Blasa, que era el que más enardecía a la amotinada muchedumbre, los infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito. ¡Ellos, ellos eran! ¡No cabía dudarlo!

Púsose en movimiento la Guardia Civil, y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la precedieron bastantes mozos, de los más resueltos y fornidos, que así andan diez leguas a pie como trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del hércules de la compañía, el titiritero que levantaba en vilo, jugando, una pesa de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la Mimbralera. «¡A descubrir a los ladrones, contra!»

Sin embargo, el veterano sargento de la guardia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo, parecía rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada astuta, penetrante como un punzón, escrutaba el grupo que marchaba a vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que blandía una vara recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrílegos.

Los guardias son muy mal pensados. Ni pizca le gustaba Ricardo al buen sargento. Conocíale de sobra: un jugador eterno y sempiterno, tan poseído del vicio, que no pudiendo satisfacerlo en Villafán, pues sólo los días de feria hay quien tire de la oreja a Jorge, se iba por los pueblos, y hasta por Madrid y Barcelona, apareciendo siempre donde se hojease el libro de las cuarenta hojas, el libro de perdición. Por insisto y costumbre, el sargento recelaba de los jugadores. Sabía que son simiente de criminales, como lo es todo apasionado que va al objeto de su pasión sin reparar en medios. No podría fundar el escozor que allá dentro notaba; pero mientras seguían el camino de Guijadilla, polvoriento y devorado de sol, guarnecido de carrascales y olivos blancuzcos, involuntariamente, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiaba su cabeza greñuda, su fisonomía hosca, colérica y por momentos sellada con una expresión de cansancio indefinible, una especie de fatiga inmensa, cual la sombra de unas alas negras que la velasen. Y pensaba el sargento: «Si tú has pasado esta noche en tu cama..., quiero yo que mal tabardillo me mate.»

Perfilábase ya en el horizonte la torre de la iglesia de Guijadilla; era la hora meridiana, cuando la turba, excitada por el calor y la molestia de la caminata hasta entonces inútil, divisó, en un campo donde verdeaban espadañas frescas, señal evidente de existir allí un arroyo, a la sombra de un grupo de alisos, a los titiriteros acampados. Indudablemente esperaban ocasión propicia de entrar en el pueblo anunciando con tambor y trompeta sus ejercicios. Tendidos en el suelo, echados panza arriba, recostados sobre los instrumentos, los saltimbanquis dormían la siesta, descansando de su jornada y del trabajo de la víspera.

Allí estaba completo el cuadro de la pobre y asendereada compañía: el payaso y director, embadurnado de harina y colorete, mostrando la boca abierta y oscura en la enyesada faz; el hércules, jayán sudoroso, de rizada testa, ancho tórax y bíceps acentuados bajo la malla rosa vivo; la funámbula, más fea que un susto, larga y esqueletada como estampa de la muerte; la saltarina de aros, regordeta, morena, graciosa, hecha un mamarracho con su faldellín de gasa amarilla y su corpiño de lentejuela azul, y, por último, los dos niños gimnastas, hijos del hércules; la chiquilla de doce años, rubia, pálida, de dulces facciones; y el chiquillo, de seis, gordinflón, derramados los rizos de oro en alborotada madeja alrededor de la sofocada carita. Los niños reposaban abrazado, recostado el pequeñín en el pecho de la hermana: ambos vestían la malla color de carne, sobre la cual llevaban túnicas de seda celeste prendidas con rosas de papel; y un aro plateado, ciñendo sus frentes, les daba aspecto de ángeles de gótico retablo.

La turba, detenida un instante, vociferó, aulló, precipitándose al campillo, y entre exclamaciones de sorpresa, voces que pronunciaban injurias y rugidos de alegría bárbara, en un santiamén, los saltimbanquis, mal despiertos, aturdidos aún, incapaces de defenderse, se vieron cogidos, asaltados, rodeados cada cual de una docena de paletos, que blandían estacas, esgrimían cuchillos, sacudían y zarandeaban y hartaban de mojicones a los supuestos reos del robo de la Virgen del Triunfo.

A su vez, corrieron los guardias, comprendiendo que allí podía ocurrir algo terrible. Mientras los niños lloraban y chillaban las mujeres, el hércules, sin más arma que sus cerrados puños, juntándolos contra el pecho y despidiendo los brazos como movidos por acerado resorte, se defendía. Dos paletos mordían ya la tierra, el uno con las costillas hundidas, el otro con la nariz rota, soltando un río de sangre. Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricardo, el Estudiante, lívido y feroz, azuzaba contra el saltimbanqui a los lugareños; llovían garrotazos. Uno, bien asestado, le cruzó la nuca, haciéndole tambalearse como acogotado buey; otro le alcanzó en la muñeca, partiéndosela casi. A manera de jauría que acosa al jabalí y se le cuelga de las orejas —sin que los guardias, dedicados a proteger al resto de la compañía, a los niños y a las mujeres, pudiesen impedirlo— los paletos se estrecharon contra el hércules, que desapareció entre el grupo.

Se oyó el fragor de la lucha, el ronco resuello de la víctima; los guardias, echándose el fusil a la cara, se prepararon a hacer fuego a los verdugos; apartáronse éstos, saciada la ira, y se vio en el suelo una masa informe, sangrienta, algo que no tenía de humano sino el sufrimiento que aún revelaban las palpitaciones del pecho y la convulsión de las extremidades.

Los niños, sollozando, se arrojaron sobre el padre moribundo, cubriéndole de besos; y, en aquel mismo punto, el sargento veterano, asiendo del brazo a Ricardo el Estudiante, clamó en formidable voz:

—¡Date preso! Tú, y nadie más que tú, es quien ha robado las alhajas de la Virgen.

Y como el Estudiante protestase y los mozos acudiesen a su defensa, el guardia, extendiendo un dedo acusador, señaló a las greñas de Ricardo, a la inculta y revuelta melena que siempre gastaba. Todas las miradas se fijaron en el sitio indicado por el guardia, y una convicción y un estupor cayeron de plano, súbitamente, sobre todos los espíritus. Entre la cabellera de Ricardo se veían, enredados aún, dos o tres hilos de aljófar, de los que, como telarañas irisadas de rocío matinal, bordaban el manto de Nuestra Señora de la Mimbralera.

* * *

El Estudiante confesó y fue a presidio. Las joyas, entregadas a un tahúr, un cómplice encubridor venido de Madrid y apostado en las cercanías del Triunfo para recoger la presa, nunca se recobraron, ni tampoco la divina cabeza, de dulce sonrisa estática, la amada cabeza de la Virgen.

Y de aquellos dos niños hijos del hércules, ya huérfanos y solos, ¿quién sabe lo que habrá sido? Continuarán rodando por el mundo, adoptando posturas plásticas en algún circo, y poco a poco se irá borrando de su memoria la imagen del campo verde, festoneado de alisos y espadañas, donde vieron asesinar a su padre...


«La Ilustración artística», núm. 1044, 1902.

El Alma de Cándido

Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir cuando hacen el negocio.

Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía, subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es doblemente difícil de conseguir.

Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le franquease el ingreso en el paraíso.

Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.

—Alto ahí —ordenó el vigilante—. No se pasa hasta que esté averiguado tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su tribunal.

El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.

—Habla, que te oímos —advirtieron a Cándido, que sin explicarse la razón, sintió un escalofrío leve a lo largo del espinazo.

—¿Me pedís que hable, oh justos jueces? —murmuró estremecido aún—. ¿Queréis saber mis pecados? Serán muchos, pero creo haberlos confesado escrupulosamente, y además, me conviene que se sepa en el cielo que he sido llamado «el santo» por mis contemporáneos y convecinos. Al confesarme, recuerdo que me costaba trabajo encontrar materia de qué acusarme... Esto no quiere decir que yo me suponga perfecto. ¡No! Al contrario, me creo un gusanillo, un miserable...

—Lo que has de hacer —ordenó el primer juez— no es acusarte de pecado alguno, sino referir cómo has vivido y qué has hecho allá en tu planeta. De ese relato saldrá el conocimiento de tus culpas.

Cándido reflexionó.

—Se me figura, señores jueces —repuso con mayor humildad—, que he vivido honestamente, y que, hasta donde alcanza mi comprensión, he practicado la virtud. Siendo todavía muy joven, favorecí a un amigo, al cual me traje a vivir a mi lado porque estaba en la indigencia, era algo perezoso y no sabía ganarse la vida, y partí con él toda mi hacienda, hasta que un día me pidió que le hiciese donación de mis bienes, y se la hice, y al siguiente se escapó con una muchacha que, por cierto, era mi novia, la única que tuve... Después mi padrino me dejó una herencia considerable, y entonces me consagré a gastarla toda en socorrer a los necesitados...

—¿A qué necesitados?, preguntó el tercer juez.

—¿A qué necesitados, señor juez? —contestó algo sorprendida el alma—. A los que necesitan a los que no tienen... Es decir... Perdón, señor... Me he expresado mal... A los que me dijeron que necesitaban. Sí, señor; y puede que... Ahora lo comprendo... Parece que se rasga un velo ante mis ojos... Puede que yo, de puro confiado, no me enterase bien de si aquella gente a quien socorría lo necesitaba efectivamente, y hasta puede que, en cierto modo, al mostrarme liberal con ellos, haya defraudado a otros más dignos de mi compasión... No me cabe duda; así debió de ser... ¡Cuando digo que soy un gusano!

Los jueces se miraron y trocaron una seña confidencial.

—En este momento —prosiguió Cándido— parece que me saltan a la vista las cosas que hice y que acaso no debí hacer. Mi intención era excelente... Sí, lo que es por la intención no se me podía acusar. Presté sin garantía alguna a tramposos reconocidos, y, naturalmente, no sólo no me devolvieron un céntimo, sino que me volvieron la espalda. Afiancé a gente sin responsabilidad, y hube de ser quien respondiese. Y cuando me encontraba en la calle a estos sujetos, daba la vuelta para no cruzarme con ellos, porque sentía vergüenza. Era yo el avergonzado, yo el que evitaba su contacto, temeroso de afligirles y afligirme.

Los jueces conmovidos, cambiaron una expresiva mirada. Estaban deseando hacerle alguna demostración de cariño, mas no lo consentía su cargo. La actitud benévola de los jueces animó al reo, y continuó el relato de sus fechorías.

—Una vez... Sospecho que esto que voy a referir es lo peor... Les va a parecer un disparate... Una vez vino a pedirme compasión un hombre desconocido y todo derrotado... Me refirió su historia, y atribuyó lo malo que de él se contaba a envidias y a calumnias. Me pintó el cuadro de su familia: su mujer enferma, su hijo encanijado... Me aseguró que no encontraba colocación alguna, y que estaba deseoso de trabajar, de ganarse honradamente el sustento... Hasta lloró, señores jueces, hasta lloró. Le caían así las lágrimas. Yo entonces me propuse buscarle acomodo, y le recomendé como si lo conociese de antiguo, y con tal calor, que le saqué un buen puesto...

—Sí, sí —rezongaron los jueces—. Eso hacéis en la tierra. Recomendáis sin más ni más. Hasta aquí llega lo de las recomendaciones. Hay quien las trae para nosotros y para San Pedro a fin de obtener en el cielo mejor lugar... —Señores jueces —temblequeó el alma—; ya vi que hacía muy mal... Es decir, ya lo vi después. Porque mi recomendado, a poco de desempeñar su cargo en la fábrica, robó la caja, y para ocultar el delito puso fuego al edificio, que ardió por completo —¡y no estaba asegurado!—. Cuando se descubrió el pastel, mi hombre ya iba camino de la América del Sur...

—Te luciste, Cándido —dijeron irónicos los jueces.

—Creí acertar —suspiró el reo, agachando la cabeza—. He pagado también muy cara mi confianza excesiva. Me castigó la realidad; sólo que la lección, ni yo sabía aprovecharla, ni, a la verdad, me dejaron tiempo de empaparme de ella. La recibí la víspera de mi muerte.

Había yo tomado... no, recogido en la calle, a un muchachito, a quien llamaba criado, aunque de nada me servía. No tenía padre, y me había impuesto el deber de mirarle como a un hijo. Era holgazán, vicioso, malintencionado, y yo pensaba que todos estos defectos eran debidos al abandono en que había vivido, hasta entonces, a su desgracia. La idea de que pueda haber hombres malos por naturaleza, orgánicamente, yo la rechazaba, y entendía que con mis bondades sanearía aquel espíritu y curaría sus úlceras. ¿No es verdad que tenía razón?

Los jueces no contestaron. Hasta hubo uno que frunció temerosamente el entrecejo.

—Pues el que ya llamaba hijo adoptivo, una noche en que yo guardaba en casa una fuerte cantidad que me habían entregado para ir distribuyéndola en limosnas, me sorprendió durante mi sueño y me dio una puñalada en el costado de la cual fallecí al día siguiente. Cuando le vi coger con manos ensangrentadas los billetes de banco, recuerdo que le dije: «Hijo mío, ¿por qué no me lo pedías?».

Sacaron los jueces unas tabletas y en ellas anotaron, después de preguntárselo al alma, el nombre de las personas caritativas que le habían encargado de repartir socorros. Y como quisiere saber la razón del apunte, le respondieron:

—¡Porque irán al mismo sitio que tú!

—¿A dónde?, interrogó con afán Cándido.

Sin contestar, los jueces se retiraron, y el ángel avanzó, siempre blandiendo su espada ígnea. Se acercó a Cándido y le dio paz en el rostro, tiernamente, efusivamente. Hecho lo cual ordenó:

—Sígueme.

—Pero ¿no entro en el edén? ¿No me dejas pasar, celestial portero?

—No puede ser... Y mira que lo siento mucho... ¡Vamos al limbo de los justos o seno de Abraham! ¡Los santos como tú, ahora, no se nos cuelan aquí!

El Alma de Sirena

Ya los cipreses del campo santo no resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el último rayo del sol poniente.

Llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su camino.

Pasó la verja de la quinta. Moro, el perro de guarda, le recibió con la alegre y humilde efusión de costumbre. Todas las puertas estaban abiertas; en la salita, sobre la gran mesa de rudo castaño, el criado había puesto la encendida lámpara, y contra su tubo de cristal, las falenas, idealistas empedernidas, soñadoras de la luz, se destrozaban las alas de polvillo de plata y los coseletes de felpa, cayendo abrasadas en un éxtasis de martirio. Leonelo se encajó en el sillón de cuero lustrado por el uso, y colocó ante sí el ligero cesto de mimbres: las flores cortadas lo colmaban en gracioso y artístico desorden.

—¡Las mismas flores, las mismas que crecen a la orilla de la presa del molino, en el sendero, en los matorrales de la linde, en cada rincón! —murmuró alto, con asombro inmenso.

Hasta aquel instante no se había dado cuenta del hecho sencillo y maravilloso: las flores del campo santo eran exactamente idénticas a las otras, a cualesquiera. Las manzanillas tenían el propio olor amargo, igual blancura abrasada en el centro por toque súbito de rubor; las trigueñas madreselvas, igual penetrante aroma; las cicutas, el eterno oro vivaz de sus pétalos; las digitales, la habitual primorosa elegancia de sus campanas atigradas y velludas. ¿Era posible que no se diferenciasen de las que sólo absorbían jugos de terruño, aquellas flores nutridas con la sustancia de alguien que le había amado a él, que le había amado tanto, hasta la última hora del vivir?

Sobre la fosa de Sirena —fue depuesta en tierra, hasta sin ataúd, por su expresa voluntad— brotaban aquellas flores que Leonelo contemplaba fascinado, a las cuales preguntaba secretos de la región desconocida. Si el mundo fuese algo más que incoherente sueño; si bajo las apariencias estuviese oculta la raíz sagrada de la verdad, las flores que Leonelo revolvía con diestra febril debían manar sangre y gotear llanto. No lucía en ellas sino el primer rocío vespertino, pálido aljófar apenas visible. El alma de Sirena no se escondía en sus cálices.

Por la ventana, abierta sobre el cortinaje movible y frondoso del jardín, entró con ímpetu algo negro, que vino a batir contra la lámpara y mató la luz, arrancándola un estertoroso gemido. La sala quedó a obscuras, y al rostro del aterrado Leonelo se adhirieron dos como palmas de manos frías, palpitantes, y unos labios glaciales, yertos para siempre. Leonelo echó atrás la cabeza y se desvaneció de terror, de superstición, de un miedo sobrenatural al beso funerario que recibía.

Cuando recobró el conocimiento, el criado estaba allí; había vuelto a encender la lámpara, cerrado la ventana, y a toallazos aturdido al murciélago, que semivivo yacía encima de las flores, apagando la alegría del colorido con la mancha de humo de sus alas encogidas y de su cuerpo de visión goyesca.

«¡Un avechucho horrible! —pensó dolorosamente Leonelo—. ¡No fue tampoco el alma de Sirena la que me acarició la cara!»

Se levantó vacilando; se dirigió a su dormitorio y descolgó de la cabecera de la cama una pálida miniatura, con cerco de oro cincelado. La aproximó a la lámpara y surgió una figurita con traje blanco, encuadrada en una orla de castaños cabellos. Leonelo se esforzaba en reconstruir, con los rasgos de la miniatura, la imagen familiar de la mujer que ya iba borrándose allá dentro de su memoria. ¿Era Sirena, la verdadera Sirena? ¿Qué, tenía aquel cuello delgado, aquel talle redondo, aquel corte de cara que se prolongaba hacia la barbilla, aquellas sienes deprimidas, aquellos ojos? ¡No; los ojos de Sirena no podían retratarse! ¡Miraban de otra suerte, con una expresión tan distinta! Lo que miraba por los ojos de Sirena era también su alma, un alma intensa, de múltiples capas agitadas y espumantes que terminaban en sereno fondo, criadero de perlas magníficas. El pintor se había limitado a copiar un fugaz momento de expresión del mirar de Sirena; tal vez aquel en que, pudorosa o fatigada, su alma se recogía al santuario, y aparecía únicamente en las anchas pupilas el agua muerta, el cendal que encubre los misterios. Leonelo depositó la miniatura sobre la mesa, apoyó en ella los codos, descansó la frente en las cruzadas manos, y, cerrando los ojos, prestó oído, involuntariamente, al ritmo de su corazón.

Lo sintió desigual, ora precipitado y violento, ora desmayado, torpe, confuso. Ya se activase, ya se adurmiese, causaba a Leonelo un dolor sordo, fijo, cual si una mano estuviese comprimiendo la víscera, sin estrujarla, gozándose en percibir y prolongar el sufrimiento. Dominando la sensación flotaba en el cerebro la idea triste: «No la encuentro, no la encontraré en ninguna parte, nunca. Es inútil que llame a su alma; no está ni en las flores, ni en el aire, ni en la placa de marfil de una miniatura...» Como si desde lejos le respondiesen, su corazón, entre los dedos infatigables, atormentadores, se debatió, saltó, y con su aleteo, formó una palabra, zumbadora en los oídos. Decía: «Aquí.»

—¡Aquí! —repitió con alocada vehemencia Leonelo.

No podía dudarlo; el alma de Sirena, ¿dónde había de estar? Libre ya de su cuerpo, libre de toda traba, libre en absoluto, se había refugiado en el sitio preferido, de elección. Y era ella la que, poco a poco, para mejor delatar su presencia, oprimía el corazón olvidadizo, le obligaba al recuerdo. Quedamente, quedamente, zumbando de un modo sordo y fatídico, repetía:

—¡Aquí! ¿Por qué me buscabas fuera?

El Amor Asesinado

Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.

El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar…

No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre… , no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló… El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.

Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía…

El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

El Antepasado

—Durante la temporada de los baños de mar —dijo Carmona, nuestro proveedor de historias espeluznantes— hice migas con un muchacho que ostenta un apellido precioso, mitad español y mitad italiano, evocador de nuestras glorias pasadas: Ramírez de Oviedo Esforcia. Familiarmente, los que le conocíamos en la linda playa de V*** le llamábamos Fadriquito, y abreviando Fadrí. Existía curioso contraste entre los sonoros y heroicos apellidos de Fadrí y su persona. Era una criatura endeble, anémica, clorótica, de afeminado semblante, de ojos claros y transparentes como el agua de dulce carácter y exquisita finura; y los facultativos, al enviarle a V***, le habían encargado que viviese en la playa; que se saturase de aire salobre, que se impregnase de sales marinas; en broma, decíamos que para remedio de su sosería, y en realidad, para prestar algún vigor a su empobrecida complexión y a su organismo débil y exangüe. «¡Qué quieren ustedes...! —repetía Fadrí—. Soy huérfano, no tengo quien me cuide... y he de cuidarme solo.»

El joven aristócrata se me aficionó, y juntos nos bañábamos, almorzábamos, salíamos a paseo y concurríamos al casino. Había yo notado en Fadrí una singularidad, que despertó mi instinto de observador: al desnudarse para entrar en las olas, se cuidaba de no descubrir la garganta ni un momento, manteniéndola envuelta en un pañuelo blanco muy ancho, que sustituía por otro, después de arroparse en la sábana con el mayor recato. Los cuellos almidonados de sus camisas subían casi hasta las orejas, y esto, que algunos creyeron afectación de elegancia, lo relacioné con el detalle del pañuelo, sospechando que podría tener por objeto encubrir los estigmas de la escrófula, que llamamos lamparones. Sin embargo, «algo» me indicaba causa distinta para tan excesiva precaución; y un día, a pretexto de echarle la sábana, me arreglé de suerte que el pañuelo quedó en mis manos, y patente la garganta de mi amigo.

Él exhaló un gemido, como si le hubiesen arrancado el vendaje de una llaga; y yo reprimí un grito —tan extraño me pareció lo que veía—. Superaba a mis presentimientos... Destacándose sobre la blancura de los hombros y las espaladas, señalaba el arranque del cuello ancha marca circular, entre sangrienta y lívida, de irregular contorno, semejante a la huella que deja el cuchillo al separar del tronco la cabeza. Diríase que, después de cortada, habían vuelto a colocarla allí, y que al menor movimiento rodaría al suelo. No me quedaría, si sucediese, más helado de lo que me quedé, notando la horrible señal. Fadrí se cubría ya, con trémulas manos, y yo permanecí inmóvil; el asombro me paralizaba la lengua. Por fin, recobrando el uso de la palabra, me deshice en tan sinceras y sentidas excusas, que el pobre muchacho sólo contestó a ellas con un abrazo largo y expresivo como amistosa confidencia...

Y la confidencia tenía que seguir al abrazo, por ley natural de las cosas. Acaso Fadrí la deseaba, pues el corazón no resiste fácilmente la pesadumbre de ciertos secretos... Por la tarde nos sentamos sobre una peña de la costa, en lugar solitario y salvaje, y al pavoroso ruido de la resaca se mezcló la voz de Fadrí, relatándome lo que tanto deseaba saber: la historia de la señal.

—Después de cinco años de matrimonio estéril —empezó—, mis padres iban perdiendo la esperanza de tener hijos. Los médicos lo atribuían a la complexión de mi madre, que era enfermiza, nerviosa y de una exaltada sensibilidad; y para que se robusteciese le aconsejaron una larga residencia en el campo y una vida enteramente rústica: de levantarse temprano, acostarse con las gallinas, comer mucho, pasear a pie y evitar todo género de emociones. ¡Sobre todo, las emociones le eran funestas! Para dejarla más tranquila y atender a varios asuntos pendientes, mi padre resolvió no acompañarla a la finca de Castilbermejo, que era el lugar escogido por su amenidad y salubridad, y también porque la familia del mayordomo, gente honrada y adicta, cuidaría y atendería a la señora.

Me agrada Castilbermejo —advirtió mi padre— porque, si bien en los siglos XV y XVI fue una fortaleza donde se batió el cobre, al reconstruirla se convirtió en una casa grande, cómoda y apacible. Ya no queda allí ni rastro de los tiempos crueles..., sino la historia de la cabeza, que supongo es una patraña.

—¿De la cabeza? —preguntó mi madre con interés—. ¿Qué cabeza es ésa?

—¡Nada, mentiras! —se apresuró a exclamar él, ya arrepentido—. Como no estuve en Castilbermejo desde chiquillo, apenas recuerdo...

Ella insistió, y mi padre, de mala gana, dio algunos detalles.

—Pues aseguran que existe en la casa, dentro de un cofre de terciopelo granate, la cabeza de un antepasado, un Esforcia, que degollaron en Italia en el siglo XVI... Parece que fue hijo o sobrino de aquel famoso Galeazzo, el que envenenó a su propia madre, Blanca Visconti... ¡Tonterías, consejas! Ya te estás poniendo pálida, criatura... No debí ni mentar semejante embuste.

Calló ella, olvidóse el incidente, y mi madre salió al fin para Castilbermejo, sentándole divinamente los primeros días de rusticación. Según confesó después la pobrecilla, el campo le produjo efectos tan bienhechores, que no pensó en la cabeza del antepasado, aunque la relación de mi padre se había quedado fija en su imaginación vehemente, como un clavo en la pared. El aire puro, el sol, la paz y el sosiego de la comarca, la leche fresca, la fruta, el sueño tranquilo, los cuidados y sencilla amabilidad de la familia del mayordomo, influyeron tan provechosamente en la señora, que su rostro recobró el color, su estómago el apetito y su carácter la alegría de los pocos años. No obstante, ¿se ha fijado usted en este fenómeno? El campo, si tranquiliza los nervios, también a la larga, por efecto de la soledad y de la misma carencia de cuidados, ocupaciones y distracciones, acaba por exaltar la fantasía. Esto le sucedió a mi madre. Al mes o poco más de residir en Castilbermejo, la idea de la cabeza cortada empezó a preocuparla día y noche —de noche especialmente—. La veía en sueños, destilando sangre, y se despertaba estremecida, a las altas horas, como si un fantasma acabase de tocarla con mano glacial... Comprendiendo —porque era una señora de claro talento— lo quimérico de estas figuraciones, no quería decir palabra de ellas a los que la rodeaban ni preguntar por el cofre de terciopelo, recelosa de que se trasluciese su delirio en la pregunta... Había momentos en que sospechaba que tal vez, positivamente, fuese todo una conseja ridícula; y así, entre incrédula y fascinada decidió registrar la casa, hasta ver confirmados o deshechos sus temores. No sabía ella misma si deseaba o recelaba encontrar la cabeza. Quizá consideraba una desilusión el no descubrir el cofre.

A pretextos de arreglos, muy propios de una dama hacendosa, revolvió la casa de arriba a abajo, escudriñando los desvanes, los sótanos y hasta las bodegas; pero el cofre no aparecía. Cuando ya iba cansándose de pesquisas infructuosas, recibió una carta de mi padre, avisando que llegaba a pasar una semana de campo. Alegre, olvidada momentáneamente de sus quimeras, púsose a arreglar y disponer el vasto aposento que servía de dormitorio, limpiándolo y adornándolo cuanto pudo, trayendo flores del huerto y despejando para guardarropa las hondas alacenas que formaban uno de los lados de la habitación. En el estante más alto hacinábanse objetos llenos de moho y de humedad, frascos de caza, monturas antiguas, papeles amarillentos; y la hija del mayordomo, que encaramada en una escalera, iba sacando estos trastos, chilló de pronto:

—Aquí hay también uno a modo de cajón... ¿Lo bajo?

—Bájalo —ordenó mi madre, que extendió las manos y recogió cuidadosamente una caja no muy grande, desvencijada, sombría, con herrajes comidos de orín, y cuya tapa, desprendida de los goznes, se ladeó y descubrió en el interior un objeto trágico y terrible: una cabeza cortada, momificada, que aún conservaba parte del pelo y la intacta dentadura.

Fadrí se interpuso, suspiró y clavó los ojos en los míos.

—¡El cofre! —exclamé, sugestionado.

—¡El cofre!... ¡Usted suponga la sacudida nerviosa que sufrió mi madre! Lo que buscaba por toda la casa, el enigma, lo tenía allí, en su cuarto, a dos pasos de su cabecera, en el único sitio que no se le había ocurrido examinar. Cuando llegó mi padre la encontró con unas convulsiones muy violentas. A fuerza de cuidados y cariño, logró que se repusiese un poco, y la sacó enseguida de Castilbermejo. ¡De allí a nueve meses y días nací yo..., con esta señal que usted ha visto!

Volvió a guardar silencio Fadrí, y pregunté, lleno de compasión:

—¿Y... su madre de usted...?

—No pudieron ocultárselo... ¡Fue su perdición, fue lo que acabó de trastornar su cerebro! Murió en la casa de salud del doctor Moyuela..., que prometió con su sistema devolverle la razón... ¿Mal antecedente, verdad? Yo necesito doble método y grandes precauciones... ¡Esas cosas se heredan!

El Árbol Rosa

A la pareja, que furtivamente se veía en el Retiro, les servía el árbol rosa de punto de cita. «Ya sabes, en el árbol...»

Hubiesen podido encontrarse en cualquiera otra parte que no fuese aquel ramillete florido resaltando sobre el fondo verde del arbolado restante con viva nota de color. Sólo que el árbol rosa tenía un encanto de juventud y les parecía a ellos el blasón de aquel cariño nacido en la calle y que cada día los subyugaba con mayor fuerza.

Él, mozo de veinticinco, había venido a Madrid a negocios, según decía, y a los dos días de su llegada, ante un escaparate de joyero, cruzó la primera mirada significativa con Milagros Alcocer, que, después de oída misa en San José, daba su paseíllo de las mañanas, curioseando las tiendas y oyendo a su paso simplezas, como las oye toda muchacha no mal parecida que azota las calles. El que la mañana aquella dio en seguir a Milagros a cierta distancia, y al verla detenerse ante el escaparate se detuvo también en la acera, nada le dijo. Mudo y reconcentrado, la miró ardientemente, con una especie de fuerza magnética en los negros ojos pestañudos. Y cuando ella emprendió el camino de su casa, él echó detrás, como si hiciese la cosa más natural del mundo, y hasta emparejó con ella, murmurando:

—No se asuste... Sentiría molestar... ¿Por qué no se para un momento, y hablaríamos?

Ella apretó el paso, y no hubo más aquel día. Al otro, desde el momento en que Milagros puso el pie en la calle, vio a su perseguidor, sonriente, y vestido con más esmero y pulcritud que la víspera. Se acercó sin cortedad, y como si estuviese seguro de su aquiescencia, la acompañó. Milagros sentía un aturdido entorpecimiento de la voluntad: sin embargo, recobró cierta lucidez, y murmuró bajo y con angustia:

—Haga usted el favor de no venir a mi lado. Puede vernos mi padre, mi hermano, una amiga. Sería un conflicto. ¡No lo quiero ni pensar!

—Pues ¿dónde la espero? ¿Diga? ¿Dónde?

Ella titubeó. Estuvo a pique de contestar: «En ninguna parte.» El corazón le saltaba. Al fin se resolvió, y susurró bajo, con ansiedad:

—En el Retiro... A mano izquierda, hay un árbol todo color de rosa..., todo, todo... Como un ramillete... Allí...

Y echó a andar, casi corriendo, hacia la calle de Alcalá. Él, discretamente, se quedó rezagado; al fin tomó la misma dirección. Cuando llegó al árbol no vio, al pronto, a la mujer. No tardó en aparecerse: se había alzado de un banco, y venía sofocada por la emoción. Se explicaron en minutos, con precipitada alegría. Él la había querido al mismo punto de verla. Ella, por su parte, no sabía lo que le había pasado; pero comprendía ahora que le había pasado dos cuartos de lo mismo. ¡Cosa rarísima! Ella jamás soñó en novio, jamás se le importó por nadie... Su padre era empleado; su madre había muerto, y ella disfrutaba de bastante libertad; pero no hacía jamás de esa libertad uso para ningún enredo, y por primera vez tendría que ocultar en su casa algo. Él, apasionadamente, la tranquilizó. ¿Qué hacía de malo, vamos a ver? Seguía los impulsos de su corazón, y eso es la cosa más natural del mundo. Hombres y mujeres han de atraerse mutuamente por ley ineludible, y eso es lo más hermoso de la vida. ¡Buenos estaríamos si no existiese el amor! ¡Cómo sería este parque si le faltase su árbol rosa!

Hablaba con persuasión y energía, y de un modo pintoresco, como quien conoce la vida o pretende dominarla, y estrechaba las manos de Milagros, comunicándole el calor y el deseo de las suyas. La señorita advertía la sensación del que resbala en una pendiente húmeda que conduce a un pozo profundo. La razón, casi extinguida, lanzaba, sin embargo, alguna chispa de luz. ¿Quién era aquel sujeto que así se apoderaba de ella? ¿De dónde procedía, en qué se ocupaba; era, por lo menos, un hombre bueno, honrado? Cuando descubrieron un banco en un solitario rincón, Milagros abrumó a preguntas al acompañante, sin reflexionar cuán fácil era decir una cosa por otra. El tono en que respondía al interrogatorio le pareció, no obstante, sincero. Confesó su pasado; nombre, Raimundo Corts: humilde obrero al principio, después, por su fuerza de voluntad y sus conocimientos, encargado de una fábrica de tejidos en Lérida; ¡mucho trabajo, no poca ganancia! «Sin embargo —advirtió—, si quisiese comprarle a usted— no habían empezado aún a tutearse —una de esas joyas que miraba ayer en el escaparate no podría. Y hay gente que sin trabajar puede regalar joyas, como esa, o mejores. Injusticias, ¿no l'sembla?»

No estaba ella, ciertamente, para perderse en disquisiciones sociológicas; y hablaron de su ternura naciente, y convinieron en verse todos los días, sin falta, en el árbol rosa. A sitios más ocultos y menos poéticos hubiese deseado él decidirla a ir; pero Milagros no sabía ella misma que fuese tan capaz de resistir al impulso. «No —repetía—. Eso no. Aquí me parece que no hago nada censurable. En otra parte... no. Eso no me lo pidas.» La chispa que cruzaba por las pupilas del muchacho era expresiva; para quien conociese el lenguaje del alma al través de los ojos, decía a voces: «Tú transigirás, tú no tendrás remedio; me quieres demasiado para negarte mucho tiempo ya.» A la vez, en la mente de ella, había otro cálculo; porque el amor también calcula, como si fuese logrero o comerciante: «¿En qué ha de parar un amor como el mío, sino en boda? Nos uniremos, nos iremos a Lérida, viviremos felices. Pero hay que dar tiempo al tiempo..., y procurar que no se tuerza este carro. Si procediese con ligereza, él mismo dejaría de estimarme.» Su honradez de burguesa la amparaba, y el ataque y la defensa continuaban bajo la sombra amiga del rosado árbol, todo él una llama dulce, bajo la caricia clara del sol de primavera.

Un día, con extrañeza al pronto —las cosas más usuales nos sorprenden, como si no las esperásemos—, notó Milagros que el árbol rosa se descoloraba un poco. Sus florecillas se desprendían y empezaban a alfombrar el suelo. Tan sencillo suceso la oprimió el corazón, como pudiera hacerlo una gran desgracia. Instintivamente, la suerte de su amor le parecía ligada a la del árbol. Confirmando la supersticiosa aprensión, aquel día mismo Raimundo se presentó mohíno y fosco, como el que tiene que decir algo triste y rehuye la confesión de la verdad. En vez de explicar las causas de su abatimiento, insistió en la acostumbrada porfía. ¿No iban a verse nunca, nunca, en sitio más seguro y libre? ¿No era absurdo que no conociesen más asilo que aquel árbol, como si Madrid no fuese una gran ciudad y no se pudiese en ella vivir a gusto? Se negaba porque no le quería; se negaba porque era una estatua de yeso... Entonces la señorita pareció recobrar valor, decidirse. Se negaba porque siempre entendió que entre ellos se trataba de otra cosa; de algo digno, de algo serio. ¿No lo creía él también? ¿O había querido solamente distraerse, entretener unos días de viaje? Bajaba él la cabeza y fruncía el ceño; su cara se volvía dura, y surcaba su frente juvenil, de lisa piel, una arruga violenta. Al fin rompió en pocas y embarazosas palabras. Sí, sin duda... Ella decía muy bien... sólo que no eran cosas del momento. Eran para muy pensadas, para realizarlas sin precipitación. Él tenía pendientes asuntos de suma importancia, cosas graves, que de la noche a la mañana no podía abandonar, y que ignoraba él mismo hasta dónde le llevarían. ¿Quién sabe si tendría que emigrar, que pasar al extranjero? Él no era como esos señores que no se mueven de una oficina. Su vida, agitada, podría dar asunto a una novela... Por eso debían disfrutar del momento feliz, debían reunirse donde nadie les pudiese tasar la dicha...

—¿No?

—¡No! Eso nunca... ¡Nunca, Mundo de mi alma!...

Él, cabizbajo, pálido, no replicó. Cogió una diminuta rama del árbol rosa y la guardó en el bolsillo del chaleco. Al despedirse se citaron para el día siguiente. «A la misma hora, ¿eh?»

Por el correo interior recibió aquella noche Milagros una carta sucinta. Mundo tenía que irse; le avisaban, por medio de un telegrama, de que urgía su presencia. Ya daría noticias. Y no las dio. La señorita esperó, en balde, otra carta. Lloró bastante, hubo jaquecas y nervios; pero experimentaba la impresión de haber evitado algún terrible peligro. ¿Cuál? No lo podía definir. ¿No la quería aquel hombre? ¿Con qué objeto fingía? ¿Quién era? Con suma habilidad, por medio de una amiga, logró informarse en Lérida, y resultó que allí nadie conocía a tal Raimundo Corts.

Cansada de sentir y de añorar, de hacer calendarios y de esperar bajo el árbol rosa, ya sin flor, donde acaso él volvería a aparecer, fue consolándose, y a veces creía haber soñado su idilio.

Algún tiempo después se casó con un tío suyo, que venía de Cuba «con plata». Al pasearse por el Retiro en primavera, con un niñito de la mano, miró hacia el árbol rosa. Estaba todo iluminado, todo trémulo de floración. Una brisa muy suave lo mecía.

El Arco

Sobre el trozo de firmamento, no siempre despejado ni azul, que se veía desde mi ventana, fantaseo que aún se recorta, ahora que no existe, el gallardo contorno del Arco, que me infundía una especie de orgullo infantil de haber nacido en Arcosa y me dominaba con la sensación de respeto que causa lo que no se comprende.

En los días de sol —que no eran todos en la Arcosa cenicienta y húmeda que baña sus pies en un sacro río, de los infinitos que por la Península corren más o menos ledamente—, cuando salía yo a la calle, gozaba, con una alegría misteriosa, la sombra proyectada por el Arco, y mis ojos no acertaban a separarse de sus relieves, casi aniquilados por el tiempo. Muy desgastado se hallaba el granito, que el paso de los años lo gasta todo; pero aquellas figuras borrosas, a fuerza de contemplarlas, resucitaban dentro de mí, y flotaban las enseñas inmóviles, se plegaban las túnicas que apenas conservaban señales de su forma, y hasta resaltaban las cabezas que sólo eran vago bulto sin facciones. En el gran relieve que decoraba el tímpano y corría por todo el frontón, parecían revivir los personajes y sus actitudes nobles y heroicas, y al verificarse esta resurrección imaginativa, también se alzaba de su tumba secular el hecho de armas, o por mejor decir, los dos hechos conmemorados por el monumento, y tan contrarios, que el uno recordaba la gloria y dominio del Imperio de Roma, y el otro la lucha de independencia que sostuvo toda la Península con otros invasores más modernos. Sobre el tímpano corría la inscripción romana, ilegible ya, y en el dintel había encontrado hueco la otra, que hacía constar el hecho de Arcosa, su resistencia al francés, la página más brillante de sus fastos.

Estas páginas más brillantes suelen ser las más olvidadas. Yo he notado que casi nadie sabe su propia historia. Las naciones, lo mismo que los pueblos y pequeñas localidades, rara vez, en conjunto, pudieran responder a quien les preguntase acerca de lo que un día las formó o las sostuvo en pie. Y el Arco de Arcosa no desmentía esta regla. No existía en Arcosa nada menos conocido históricamente que su Arco.

En cambio, dentro del lenguaje familiar, se le debían algunos giros. Cuando algún arcense salía a la calle con ropas viejas y raídas —y era frecuentísimo el caso—, se decía, aludiendo a lo gastado y borroso de los ropajes de las figuras:

—Parece mismamente un monigote de los del Arco.

La frase era siempre reída, aunque su gracia estuviese ya más gastada que las túnicas de aquellos «monigotes».

Yo, poco a poco, había ido intensificando mi cariño al viejo monumento. Las ausencias obligadas, para cursar mi carrera de abogado, en ciudades universitarias, y mis estudios, tan modestos y distantes de las ciencias arqueológicas, me fueron, con todo, permitiendo estimar, en su valor y con conocimiento de causa, aquel resto de otras edades. No era ya la inexplicable veneración del niño, que no se da cuenta, ni hace falta que se la dé, de por qué venera: había algo más consciente, que me apegaba a las bellas piedras, las hacía algo mío. Llegó un instante en que fuerzas psíquicas todavía poderosas me apegaron al Arco. Fue justamente el año que acababa mi carrera; noté el estado de deterioro del monumento, por culpa del abandono de los ediles, sin duda.

El viento había traído a las junturas del granito, que, según el estilo romano, no unía argamasa alguna, puñados de polvo; las lluvias las fertilizaron, y a la primavera, enredaderas leves y alhelíes de anaranjado color rompieron con gracia por entre las grietas y atacaron la solidez del Arco. Una pieza del coronamiento se vino al suelo. Los chiquillos se apoderaron de ella y se la llevaron a la plaza contigua, aprovechándola como saltadero en las horas de zanganear. A los pocos días, un albañil, que la vio allí dejada por cosa perdida, la aprovechó en una obra. ¡Son tan buenos y tan fuertes estos materiales antiguos para las chapuzas nuevas!…

Me pareció que me habían arrancado a mí algún añico del cuerpo, y me puse hasta de mal humor, por más que me distraían otros pensares. El gran tirano del alma, Amor, se adueñó de la mía, o a decir verdad, ya estaba adueñado, por medio de una muchacha de Arcosa, sobrina de cierto curial intrigante que se llamaba expresivamente Raposada. No podía yo sufrir al tío, que para más se tomaba la libertad de embromarme no con su sobrina, sino con el Arco, en su opinión «una antigualla redícula». «Más redículo es él», gritaba yo sin recatarme. Mi novia me rogaba que me contuviese, porque su tío era grande amigo y paniaguado de cierto personaje político, en cuyas promesas fiaba yo para obtener un trozuelo de lo que antes se llamaba turrón y ahora se llama de modos muy diversos.

La encantadora Aya, mi novia, aunque parecía ángel, era mujer corpórea y real, y comía y se vestía, y para todo eso tendría yo que ganar el día en que nuestros amores fuesen bendecidos. El término de mi carrera, y las esperanzas cada vez más explícitas del magnate «cuando vengamos», me permitían soñar la proximidad de tal dicha. Por lo menos, me consentía formalizar aquellas relaciones hasta entonces reducidas a ojeadas y lejanos suspiros, y hasta a proponer a mi amada algunos paseos por los alrededores de Arcosa, en las tardes veraniegas que nunca se acaban y en que hay, por las orillas del río, moras maduras y pájaros trinadores. Íbamos como embelesados en la dicha, sin anhelar otra más positiva, disputándonos las ramas de los zarzales y las penquitas floridas de la madreselva, y, al regresar despacio, como hubiese salido la luna, nos parábamos bajo el Arco y allí nos despedíamos. Nadie ignora qué mieles hay en estas despedidas «hasta mañana». Y sólo yo sé lo que fue para mí, desde aquellos incidentes sencillos, el Arco secular, en cuyos cimientos, al derribarlo, aparecieron unas monedas de Augusto…

Ya lo he escrito: ¡derribaron el Arco! La cosa sucedió a principios del verano siguiente, cuando yo volvía ya dispuesto a casarme y casi seguro de que iban a cumplirse las halagadoras palabras del magnate político. Y sucedió de la noche a la mañana: había que realizar la «reforma» de la plaza donde se elevaba el Arco, y éste estorbaba al solar donde edificaban un inmueble que, por casualidad, pertenecía al bueno de Raposada, que era de los que intrigan en los ayuntamientos y, desde lo oscuro, ejercen acción casi incontrastable. No se dio tiempo a que se tomase la defensa del Arco, ni que se discutiese ante la publicidad el perjuicio que se causaba a Arcosa, que sufría hasta en su propio nombre, ni a que se sustentase la idea de que, en último caso, al derribar el Arco antiguo, podía erigirse de nuevo en sitio en que no molestase a ningún vividor… Se cometió la profanación a la chita callando, y hasta de noche, ¡a la misma romántica luz de la luna que había alumbrado mis coloquios de amor! Al despertarse Arcosa al otro día, sólo quedaban del Arco despedazados escombros, y ni eso pude ver yo, porque presto desaparecieron de allí. Todo había sido vendido como ripio y cascote… ¡Aquellas piedras sublimes, que desafiaron el paso de las centurias, ahora servían de umbral a alguna cuadra, o de pocilga a los cerdos!

Y por la tarde, en el paseo clásico donde se juntaba lo más selecto de Arcosa, vi al señor Raposada, que venía con la diestra extendida para saludarme. Una de esas impulsiones que suben de lo hondo de nuestro ser me lanzó contra él, como se dispara una pistola cargada al pelo y fuera del seguro. Y aún ahora no cambio tal minuto por el resto de mi vida. Me sentía grande, caballeresco, como los que defendieron a Arcosa invadida; me sentía firme, musculoso, dueño del mundo, como los romanos del relieve. Un goce de fiebre vital me estremecía. Mis puños caían rítmicamente sobre aquel obtuso cráneo, sobre aquel rostro aguzado, donde no cabían casi los bofetones. Me despertaron de mi sueño de vigor y justicia los chillidos de mi novia, que tan malparado vio a su tío. Me detuve. Si no me detengo, creo que le rompo toda la osamenta.

Después pensé: «¿No fuera mejor haber recogido los restos del Arco, como pudiese, y reconstruirlo?…». Porque después de haberlo vengado así, me fue forzoso salir de Arcosa, condenado a destierro por la causa que se me siguió, y mi padrino político, lejos de ayudarme en el trance, me retiró su protección, y se rompió, naturalmente, mi boda. Pero lo que más siento, ahora que han pasado los años, es no poder deternerme a la sombra del Arco unos instantes… Nadie me devolverá el Arco. Sólo lo llevo en las pupilas y en la memoria, y el día en que me derribe a mí el tiempo, irá conmigo, a la tierra, lo único que restaba del monumento glorioso.

El Aviso

—No desconfiemos nunca —decía el padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario—, no desconfiemos nunca de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en las tinieblas!

Voy a referirles a ustedes —prosiguió— un sucedido, que puedo contar porque no lo aprendí en los dominios del sigilo absoluto, o sea en la confesión. El mismo protagonista de la historia se la confió a algún amigo, y aunque no hemos de considerarla pública, tampoco es hoy ningún secreto.

Era el héroe, a quien llamaré Román, un hombre como hay bastantes en la sociedad contemporánea; cristiano y católico, y hasta sincero creyente, pero indócil a la regla y a la ley y tomando por letra muerta los preceptos establecidos para vivificar las almas. No desacataba los mandamientos de la Iglesia; preciábase, al contrario, de observarlos; pero hacía mangas y capirotes de los de la ley de Dios; como aquí todos somos gente formal, no repararé en decir que el capítulo en que Román se creía más exento de obligación era el de las mujeres. Este error es comunísimo, y no contribuye poco a sostener la anemia y la miseria fisiológica de las generaciones actuales. La pureza de costumbres es un tónico, y el pueblo que sabe conservarla, conserva también la virilidad y la salud. Ya ven ustedes que prescindo del aspecto religioso y moral de la cuestión y sólo miro el social. Es para mí motivo de gran sorpresa el ver que hoy, con tanto como se invoca la higiene y se procura la robustez corporal, se erige en axioma que todo es lícito en ciertas materias, y las restricciones, antiguallas y ridiculeces deben caer en desuso. Suprimir la responsabilidad; desatar el apetito; cubrirlo todo con el manto de la risa; transformar el mundo civilizado en bosque donde el cazador acecha la caza, ¿qué es sino retroceder al estado de barbarie? No me extraña el retroceso en los ateos y en los impíos, que van a él por la fuerza de la necesidad moral; pero me duele que almas como la de Román, a pesar de continuas amonestaciones allí donde no hablamos nosotros sino Jesucristo en persona, a pesar de la medicina, recaigan siempre, desdeñando parte de la ley como se desdeña un texto viejo y arrinconado.

Viniendo a la historia —continuó el padre reponiéndose de una involuntaria emoción—, diré a ustedes que Román, acérrimo defensor de una causa política siempre vencida, guerrillero varias veces, se había visto en trances apuradísimos, y en la última guerra civil, encontrándose rodeado de enemigos, herido y perdiendo sangre, debió la vida a un indomable veterano, el general Andueta, que, con riesgo de la suya, le acorrió. Cuidóle después en la ambulancia, le escogió para ayudante, y tratada la paz, le proporcionó medios de que viviese en Madrid con algún decoro. Retirado hacía años Andueta con su familia en una aldea de los Pirineos, enfermo y acribillado de mal cerradas cicatrices, Román casi no sabía de él, pero conservaba el culto de su recuerdo, y a veces me daba una misita de a duro «por la salud y la dicha del general Andueta, marqués de la Real Confianza». Entro en estos pormenores para que vean ustedes si tenía chispa de incrédulo Román. ¡De incrédulo! Tanto como de ingrato... Las misas las ayudaba él en persona.

Indiferente por naturaleza al lucro, siempre apurado de dinero, vivía Román en una modesta casa de huéspedes de la calle de Atocha, con las incomodidades y estrecheces propias de tales alojamientos. Era el verano, tiempo en que Madrid se despuebla, y sólo tres huéspedes albergaba la posada: un burgalés venido a despertar cierto expediente; Román, que era fijo, y una señorita como de diecinueve años, silenciosa, triste, vestida pobremente, de riguroso luto. El humor franco y comunicativo de Román no bastaba para animar la mesa redonda; pero a pocos días marchóse el burgalés y quedaron solos Román y la señorita, comiendo y almorzando juntos. No sería Román el que era, no tendría el criterio que tenía si no juzgase ridículo verse mano a mano con una mujer joven y agraciada y no ponerle, como suele decirse, los puntos. No sentía por ella pasión, ni aun el capricho tenaz que la remeda; no le quitaba el sueño por ningún estilo la enlutada a Román; pero la encontraba allí, y era suficiente. Informóse de la pupilera, y averiguó que la señorita se llamaba María Mestre; que era huérfana; que venía muy recomendada de unas monjas de Pamplona a buscar colocación en alguna casa rica para acompañar señoritas o cuidar de los niños; que se dudaba que la encontrase, ni aun a la entrada del invierno, porque para tales oficios sólo gustan las extranjeras, las gringas; y que doña Micaela, la susodicha patrona, le aconsejaba que bajase los humos y entrase de doncella, único medio de saldar la cuenta del hospedaje, que iba engrosando.

Semejantes noticias, lejos de purificar la intención de Román respecto a la pobre muchacha, la inflamaron con el torpe incentivo de la fácil ocasión. No formó ningún plan, sino que se dejó llevar de la corriente, y la estrategia se la dictaron los acontecimientos. Empezó prodigando a María mil atenciones en la mesa, y la muchacha comenzó a deponer su reserva y mutismo. Estas cosas se enredan como los gajos de cereza; de dar gracias y decir sí y no, se pasa a dialogar, de dialogar a platicar; de aquí a la sobremesa larga y a celebrar ocurrencias y chistes, luego al contento de estar juntos, a aceptar un paseíto a la hora en que refresca, en la jardinera tranvía; más tarde, una taza de chocolate o un vaso de horchata de chufas; después la excursión de noche, a pie, hacia las arboledas de la Florida o del Depósito de Aguas... Finalmente, llegó Román a requerirla de amores y ella a dejarse requerir, pues la afición ya tenía raíces en el pensamiento. Suprimo —advirtió con dignidad el sacerdote— los detalles de ésta que bien puede llamarse seducción, porque ni debo puntualizarlos ni hay quien no los advine. Aunque María, inexperta y abandonada, quiso defenderse, no lo hizo con la resolución necesaria, y hubo un día en que Román la combatió de tal suerte que pudo dar por hecho que aquella misma noche conseguiría su vergonzoso triunfo. Quedaron citados, y Román, agitado e intranquilo sin saber por qué, se echó a la calle con ánimo de entretener las horas que faltaban.

Hacía un calor bochornoso; el celaje madrileño estaba color de plomo y púrpura, como el del célebre boceto de Goya, y la tempestad amagaba con rápidas exhalaciones, que por momentos rasgaban con luz sulfúrea las nubes. Román iba al azar, callejeando, distraído y absorto, sin reflexionar en qué; cuando dentro de la lógica del pecado debía hallarse gozoso, en realidad sentía una especie de angustia. La costumbre le trajo a las puertas de la iglesia donde yo celebraba entonces y donde muchas veces me había servido de acólito, vio que entraba gentío y entró también por instinto o pensando tal vez que un acto de devoción atenuaba la gravedad del delito ya inminente... La iglesia estaba iluminada por cientos de cirios; el altar mayor adornado con flores; revestidas de colgaduras de damasco encarnado las paredes; era el último día de una solemne novena, y había manifiesto, gozos, reserva y plática.

—¿Predicaba usted? —exclamamos interrumpiendo al padre Baltar.

—Creo que sí —contestó, algo cortado—; pero no me atribuyan ustedes mérito ninguno, porque cuando Román entró en la iglesia, el sermón había concluido e iban a reservar. ¡El único predicador que da en mitad del corazón es Cristo! Román fijó la mirada en el Sagrario, y al reflejo de los cirios, conservando tal vez en la pupila el color de las nubes o el tono de las cortinas, vio que la Sagrada Forma no era blanca, sino roja, de un rojo intenso, ¡rojo de sangre! Espantado se abrió camino entre la multitud, y salió a la calle, y halló el cielo no ya encarnado a trechos, sino incendiado todo él, como una hoguera; y volviendo a entrar en el templo, se arrodilló, sollozó, y sólo cuando salió el último fiel y comprendió que se iba a cerrar tomó lentamente el rumbo de su posada...

¿Creerán ustedes que iba arrepentido, que iba resuelto a quitarse del peligro y del pecado?... ¡Ojalá! No por cierto. Sería no conocer la psicología de hombres como Román. Iba a la manera del esquife cuando una ola lo sube y otra lo baja, y, sin embargo, poco a poco se acerca al abismo. Al ascender por la escalera de la casa de huéspedes, ya casi había desechado el temor, y las lágrimas de atrición se habían secado en sus ojos... Entró en el comedor con la fiebre de la culpable esperanza, con el vértigo de una ilusión que viste de flores cuanto toca... Allí debía esperarle María. Y allí le esperaba, en efecto; pero con ella, en íntimo coloquio, se encontraba también un mozo de veinte años, de riguroso luto igualmente y tan parecido a María, que el más ciego los tuviera por hermanos. Al entrar Román se levantó el enlutado mozo y le tendió una carta, y como Román le mirase sorprendido, dijo cortés y tristemente:

—Es de su amigo de usted, del general Andueta.

—¡Del general Andueta! —repitió, aturdido y sin comprender, Román.

—Soy su hijo... Ésta es mi hermana —explicó con afabilidad el muchacho—. Aquí usaba el nombre de mamá porque ya ve usted..., teniendo que ponerse a servir..., un apellido tan famoso como el de Andueta... No diga usted nada a nadie, que yo también vengo con ánimo de trabajar, y me da fatiga. Seremos Mestre hasta que Dios...

—Pero mi general..., su padre de usted... —tartamudeó Román, que temblaba con todo su cuerpo y hasta con su alma.

—Ha subido al cielo... —pronunció el mozo con solemnidad—. Escribió esta carta muy poco antes de morir, para recomendarme a usted..., porque decía que era usted su mejor amigo, su otro hijo, y que era usted muy bueno..., ¡muy bueno! En usted confiamos, pues...

—Y de esta vez, ¿se dio Román por avisado? —preguntamos al padre Baltar.

—Tan avisado..., que aquella misma noche se mudó a otra posada, y al año se casó con María... ¡Un matrimonio ejemplar!

—¡El granito de trigo! —exclamamos satisfechos.


«Blanco y Negro», núm. 298, 1897.

El Azar

No había conocido Micaela, la de Estivaliz, otro colegio, otros profesores, otras maestras de costura. Cuanto sabía era aprendido allí, ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella máquina. Y, naturalmente, sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias cosas, malas y buenas, exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo del domingo.

Por las enseñanzas del cinematógrafo había llegado la obrerita de apretadas trenzas a comprender, o a figurarse que comprendía, el uso de lo que fabricaba durante la semana entera. Del taller, donde, mezclados los alientos, juntas las rodillas y los hombros, trabajaban sobre sesenta obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a veinte, salían naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y españoles, de vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba tranquilamente las yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía sin tocar las manos morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.

Al principio se perdía en curiosidades insatisfechas. ¿Para qué servirían, señor, tantos, tantísimos naipes? Por cientos de miles los amontonaban en el taller, y por gruesas los empaquetaban para remitir a toda España, a las Américas. Viajaban incesantemente los redondos ases de oros, los brutales ases de bastos, los heroicos ases de espadas, los regocijantes ases de copas. Y Micaela los veía correr, llevando, para unos, la fortuna, la ruina para otros. Sólo le sugerían estas consideraciones los naipes españoles, pues de los franceses, que también pasaban por su cuchilla, apenas conocía el valor. ¡Aquéllas no debían de ser cartas de jugar! Cuando alguna vez cruzaba ante las tabernas, en su paseo dominguero, deteníase fascinada, mirando hacia las mesas donde, resobados y mugrientos, caían los naipes, empujados por la suerte; y empezaba a formularse en el espíritu de Micaela la idea de que los coquetones cartoncitos que ella recortaba con tal arte y presteza eran cosa del diablo, añagaza para perder a los hombres. Su confesor se lo había dicho una vez:

—¡Cuántos de pecados, hija! ¡Cuántos, por los maldecidos naipes!

En el cine, cuando podía asistir a él, también veía cosas que confirmaban su recelo creciente, la aprensión, que le provocaba un estremecimiento imperceptible, al comenzar la cotidiana tarea. A veces se desarrollaban películas con episodios de juego, y, a consecuencia, dramas terribles, desfilando vertiginosamente hombres con armas empuñadas, o esgrimiendo espadas de desafío en algún campo rodeado de centenarios árboles. Y los letreros comentaban el suceso en jerigonza francoespañola: «El marqués había trichado...». «Él era forzado a pagar en las veinticuatro horas...». «A la mañana siguiente, un cadáver...». Lo que resaltaba para Micaela, de estos folletines, era que el juego traía consigo terribles daños.

Y mientras faenaba Micaela, manejando la cuchilla, entre la nube de diminutos recortes que deja el ovalado de las barajas finas, tarea a la cual ahora la dedicaban, la niña se convertía en mujer. Crecía en estatura, y suaves redondeces agraciaban su cuerpo. Había cambiado de peinado, y la mata de pelo trigal se recogía en un moño de ninfa antigua, protuberante y retorcido briosamente. Su talle adquiría flexibilidad y sus ojos garzos eran, como a pesar suyo, prometedores. Cuando se presentan estos síntomas, en puerta está el novio.

El de Micaela era un mocete corpulento, inocentón, fornido, de oficio hortelano. Todas las mañanas traía a la ciudad su cestón de magníficas hortalizas, de enormes acelgas, de blancas y cuajadas coliflores, y todas las tardes esperaba a la puerta de la fábrica a su novia.

Primero faltaría el sol en el firmamento que Iñasi ante aquella puerta a la hora en que la obrerita salía contenta de haber terminado su tarea, dispuesta a gozar del corto momento libre. Las primeras veces cargaron sobre Micaela las pullas y chanzas de sus compañeras; pero acabaron por acostumbrarse a la presencia de aquel zagalón, que parecía un cacho de pan.

—¡Ene! —decían—. Ya está ahí Iñasi, el de Socaldo...

Y acabaron por no decir ni eso. Sonreían al mozo, que, a su vez, les hacía un gesto de concordia. Pero no las miraba siquiera. Estando allí la suya, la única para quien tenía ojos...

Y, sin hablarse al principio, los novios emprendían la caminata hasta la vivienda, no muy céntrica, de la obrerita.

Al fin se les soltaba la lengua y acudían las palabras, escasas y graves en él, parleras en ella como gorjeo de ave. Naturalmente, el tema de la conversación era el porvenir. Cuando se casasen... Y podían hacerlo dentro de dos años a lo sumo, porque si bien Micaela carecía de ahorros, habiendo dado siempre su jornal a sus padres céntimo por céntimo, Iñasi, en cambio, atesoraba sus ganancias, y ya guardaba en una hucha lo suficiente para el ajuar y los gastos de la boda. Entonces ella dejaría la fábrica y se dedicaría a cuidar la casa y los chiquitos que viniesen, ¡pues! Ni aun sentía Micaela, ante la suposición, que acudía un lampo de rubor a sus mejillas. Todo ello era natural, y los matrimonios tenían pequeños, que para eso se casaban las gentes. Pero antes de la santa bendición, que se guardase el novio hasta de pasarla el brazo a la cintura... Ni lo intentaba él. Las cosas, derechas...

Al hilo de las pláticas sobre lo futuro vino la confesión de Micaela respecto a lo presente: su repugnancia a los naipes, una aprensión vaga que no sabía cómo definir.

—¿Tú, Iñasi, ya juegas? —preguntó una tarde, con ansiedad, al muchacho.

—Mus y brisca ya he jugado, pues —contestó él sinceramente.

—¡Nunca más te vuelvas a jugar! —suplicó ella, con acento tan acongojado, que el hortelano se echó a reír, prometiendo lo que le pedía, a no ser que se viese en estrecho compromiso.

—Visioso no te soy —repetía—. Sólo que, los domingos, solían reunirse mozos, o para deportes de fuerza física, barras y pelota, o para dar tormento a los naipes. Y no puede uno a veces negarse; un mutil es un mutil, ¡ene! Cuando estuviesen casados, ya vería Micaela, ya vería cómo pasaba los domingos en su huerto, o iba con ella a donde fuese... Pero, entre tanto...

Y sucedió entonces que Micaela enfermó. Mal leve, unas calenturillas, que le obligaron a guardar cama un septenario. El médico temía la gástrica, que provoca el tifus, enemigo de la juventud y de la robustez. Pero a los ocho días la muchacha estaba levantada, deseando salir a la calle. Así que pudo conseguirlo, se acercó a la fábrica, al anochecer, buscando con los ojos a Iñasi. No estaba. Inquieta, con mal presentimiento, se atrevió a emprender el camino del huerto, cosa que nunca hubiese intentado si el mal no hubiese alborotado sus nervios, por la fuerza de la misma debilidad. Encontró a su novio cabizbajo, sentado en un poyete, al pie del arroyillo que regaba los tablares. Y, a las primeras palabras, broncamente, el mozo se acusó. No sabiendo cómo entretener las horas del domingo, cómo engañar la impaciencia, había jugado. No en el campo, sino en la misma ciudad, adonde le llevaba el ansia de saber noticias de Micaela. Se había dejado arrastrar a una partida fuerte. Y había perdido todo el pequeño tesoro que destinaba a su establecimiento. Y se iría a los Estados Unidos a ganar pronto eso y más, porque ya no quería esperar tanto, ¡no quería!

Sollozando, Micaela le increpó. ¡Bien se lo había dicho! Sí, Iñasi convenía en que ella le había advertido cuanto hay que advertir; y él la había oído resuelto a cumplir su voluntad, y hasta sin importarle un comino de tal diversión. ¡Si el abstenerse de jugar no era para él sacrificio alguno! Lo que pasó fue de eso que no se piensa. Hay mucho así en la vida: se distrae uno un instante, y cogido estás por la rueda. Si Iñasi fuese elocuente, diría por la fatalidad. Pero de palabras sonoras no sabía el mutil... Y los sollozos de Micaela y su palidez de convaleciente le penetraban de remordimiento infinito.

—Iñasi, te castiga Dios —fue lo único que la muchacha supo exclamar.

Y al otro día volvió a la fábrica. ¡Qué remedio! Colocando su diestra enflaquecida al borde de la cuchilla afilada, fueron cayendo ante ella los menudos confetti del recorte y las esquinas de los naipes, quedando delicadamente ovadas, primorosas. En el alma de Micaela había una resaca de congoja y pesadumbre. ¡Las maldecidas cartas! Y en una vuelta, un segundo, tan rápido como el palpitar de un corazón, se fue con el pensamiento al huerto donde Iñasi también sufría. ¡Un vuelo! ¡Zas! La cuchilla, en vez de morder en el cartón, mordió en la carne. Una placa de sangre fresca se extendió por los naipes, coloreándolos. Al grito de dolor de la obrera corrieron las demás. Dos dedos y un colgajo faltaban a la mano de Micaela, que acababa de desmayarse.

Y cuando, vendada y atendida, recobró el conocimiento, para sufrir, comprendió aquello que, humillado, confesaba Iñasi. El minuto de distracción, de olvido... Lo casual, lo que el azar dispone. Por ese momento de inconsciencia, él, a bordo de un transatlántico, va hacia la América del Norte, y ella, medio manca, trata de reaprender con lo que le resta de mano el movimiento de un trabajo que defienda la vida...

El Baile del Querubín

Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.

Ajustándose al curso de los años, fue variando la índole de las travesuras y el carácter de nuestra birlesca. Recorrimos todas las etapas del retozo pueril. Apenas destetados, las escobas haciendo de corceles, las sillas atrailladas representando el tiro de la diligencia, los cazos y sartenes elevados a la categoría de instrumentos músicos, los muñecos despanzurrados, las pelotas pinchadas con alfileres y vacías de aire, las panderetas sin sonajas, las aleluyas hechas picadillo —despojos de la inquietud bullidora y ciega destructiva de la criatura entre tres y siete—. Luego, otros juegos ya más razonados, que revelan mayor refinamiento y conciencia; los que delatan, en el hombrecito, la tendencia a determinar profesión, y en la mujercita la vocación amorosa, el instinto maternal y el hábito, adquirido hereditariamente, del gobierno de casa. En este período, los chiquillos se apartan desdeñosamente de las chiquillas, organizan revistas y desfiles, se uniforman con quepis y apuntados de papel, ármanse con espadas de palo y fusiles de caña, desentierran los herrumbrosos sables de miliciano y los fanfarrones pistoletes de chispa, mientras alguno de la cohorte —un futuro obispo quizá— revístese la casulla hecha del floreado sayo de la abuela, y declarándose capellán del ejército, erige en un rincón su altarcillo, iluminado por mil candelicas, puestas en afiligranados candeleros de plomo, y nos emboca la gran misa de campaña. Las niñas, entre tanto, cortan refajos y gorros para una muñeca declarada en período de lactancia, y que tiene cinco o seis amas secas por lo menos: una le embadurna los carrillos de sopa, otra le compone un biberón del almidón y agua de fregar, ésta le limpia el trasero con un retal de hule, y aquella, todavía más aseada, la sepulta en un baño completo, de donde sale la mísera muñeca hecha papilla. También hay chicuelas más frívolas, menos apegadas a los santos deberes del hogar doméstico, que, en vez de cuidar de prole, se dedican a hacerse visitas o a salir de paseo, desde la sala a la antesala, muy peripuestas, luciendo ricas mantillas de guiñapos y abanicándose con la pantalla o el soplador. ¡Curioso panorama infantil de la existencia futura, teatro de inocentes marionetas, en quienes la mimesis o parodia se adelanta al conocimiento reflexivo y a la comprobación de la vanidad universal!

A todas éstas, el tiempo no paraba su rodezno volador, y llegábase para muchos de nosotros la edad empalagosa comprendida entre el segundo y el tercer lustro, transición que introducía alteraciones nuevas en nuestros pasatiempos y barrabasadas. Claro está que no todos habíamos dejado de ser chiquillos a la vez; pero por el ascendiente que ejercen los mayores sobre los pequeños, las aficiones del decanato predominaban en la taifa de rapaces. Bien se colige que ningún zangolotino anda ya recortando casullas de papel de plata, ni arranca al gallo los tornasoles del rabo para empenachar el sombrero, ni calza al gato con nueces, ni sustrae el azúcar y las pasas, con otras demoniuras del mismo jaez; en desquite, durante esa edad, llamada no impropiamente del pavo, éntrales a los chicos un furor de independencia, un delirio por fumar a escondidas y un prurito de conducirse en todo como los hombres hechos y derechos, que los lleva, ya a extremos de incivilidad, ya a derroches de galantería con las muchachas. Ellas, a su vez, hácense las dengosas y las misteriosas, unas veces riendo alto, fuerte y sin motivo alguno, otras provocando a los varones con bromas incisivas, ya confabulándose y secreteando, ya fingiendo una dignidad precoz, dominando a los chiquillos con su temprana intuición del trato y la perfidia social...

Entre nosotros, ni fueron muy prontas ni muy empeñadas estas escaramuzas de sexo a sexo. Por lo mismo que nos habíamos criado juntos desde la cuna, que los primos y primas jugaban con nosotros diariamente, no nos producíamos ese efecto, esa perturbadora impresión, mitad moral y mitad física, que causa en las imaginaciones frescas lo desconocido. No distinguíamos a las primitas de las hermanas, y con unas y otras retozábamos casta y brutalmente, a empellones, a palmadas, a carreras, sin asomo de incitativo melindre y sin rastro de cortesía o deferencia hacia el bello sexo. La fraternidad que preconiza el conde Tolstoi para las relaciones entre las dos medias naranjas de la Humanidad, realizábase plenamente en nuestros dominios.

No obstante, lo repito, la forma de nuestras distracciones ya no era la misma. Nos parecía ignominioso —particularmente a los que rayábamos en los dieciséis y calentábamos los bancos de Universidad— que todo se volviese escondite y corro, y no tener nuestras tertulias, nuestra pizca de baile, al que podíamos convidar, dándonos tono, a algún amigote privilegiado. Los días festivos, los onomásticos, los cumpleaños, servían de pretexto a la reunión: charlábamos, proponíamos acertijos, apurábamos una letra, jugábamos a prendas, echábamos los estrechos —aunque no fuesen primeros de año— y, sobre todo, nos entregábamos a bailar.

¡Bailar! En los años mozos, esta palabra tiene un sonido, un eco, un retintín especialísimo. Hay en ella prestigio singular, recóndito aleteo de esa esperanza compañera de la juventud, cuando presentimos la vida a modo de interesante novela y esperamos a la ventura como a algo positivo, que infaliblemente ha de realizarse cuando menos nos percatemos. Aparte del goce que encierra como ejercicio muscular, el chico adivina en el baile otra cosa: la representación simbólica del futuro drama amoroso, inseparable de la juventud.

Así es que bailábamos, si con total inocencia, con poderosa ilusión. Ya no envidiábamos a los estudiantes que, libres del yugo paterno, concurrían a los saraos zapateriles de los Liceos; ni a los señoritos de levita y bomba, que en el Casino obsequiaban a las damiselas con azucarillos y bandejas de yemas acarameladas. También nosotros éramos gente, y nuestra recepción se la pasábamos por el hocico a cualquiera. ¡Allí sí que nos divertíamos!

¿Qué se bailaba? Todos los bailes que Dios crió. En la inmensa sala, económicamente alumbrada, porque aún no se había generalizado el petróleo, a los sones de un piano que era en puridad una matraca, aporreado por las primillas o las hermanas menores, agotábamos el menguado repertorio de la coreografía moderna —valses, mazurcas, rigodones y galopes—, pasando después a los bailes anticuados —lanceros, virginia, minué— y a los regionales —jota, bolero, zapateado, ribeirana, contrapás—. Saltábamos como empujados por resortes internos; el sudor nos arroyaba de la frente a las mejillas; las carcajadas se mezclaban a los desacordes del piano; retemblaba el suelo; alzábase polvareda de la alfombra; y los colgantes de arañas y candelabros acompañaban nuestro brincoteo con suave y cristalino tlin, tlin.

Alguna que otra vez, desde el próximo gabinete, asomaban la cabeza las personas mayores, curioseando. Los entretenía hasta lo sumo la zambra nuestra, y el semblante un tanto severo de mi padre y la faz de mi madre, marchita por la ruda faena materna, se iluminaban de placer viéndonos contentos. Acaso nos encargaban cuidado con algún mueble de especial estimación.

—A ver si vais a romperme el fanal del florero de concha, niños.

—Ese juego de café, de porcelana, retiradlo, que si tropezáis con la consola...

—No salgáis ahora al frío; sudáis como pollos.

—Ya tenéis en el comedor el queso y el dulce de membrillo...

Nunca oíamos advertencias más duras.

Aconteció que la tarde del día de Inocentes del año... —no, la fecha la suprimo, que ya las arañas del otoño de la vida me hilaron muchos hilos de plata en el cabello—; la tarde, digo, de un día de Inocentes, bajaba yo dos a dos las escaleras de la Quintana, y por punto no me estrello contra un clérigo que las subía una a una, pausadamente, y que me llamó aturdido y mala cabeza. Nos detuvimos en el mismo escalón donde nos encontramos, y el vicario de las monjas Bernardas —pues no era otro sino él— empezó a darme el gran solo, crucificándome a preguntas. Parecíame el sitio inoportuno para la conferencia; y si a los fatigados pulmones del respetable clérigo les convenía un descansito en mitad de la escalinata, mis pocos años y mucha viveza estaban pidiendo que me pusiese en cobro. No me entretenía la conversación, ni me indemnizaba el contemplar la bella fachada gótica de la catedral, que surgía coronando la escalinata, ni allá abajo, en la plaza, la fuente monumental, en cuyo pilón los caballos marinos remojaban sus palmeados pies. Además, mi interlocutor me inspiraba cierta tirria, un violento capricho de jugarle alguna trastada. Si me dejase llevar de mis impulsos— ¡qué despiadada es la niñez!—, le empujaría para verle aplastado como una rana contra el suelo.

El padre vicario de las monjas Bernardas, fraile exclaustrado y excelente sujeto, según comprendí años adelante, cuando la experiencia me hubo enseñado tolerancia, tenía el defecto de meterse hasta en los charcos y de estar siempre arreglando las conciencias y las vidas ajenas, a poco resquicio que encontrase. ¡Ay de la casa donde tenían la debilidad de obsequiarle con una tacita de chocolate y un platillo de almíbar! ¡Ay de quien, respetando su estado y edad, oía con sumisión real o aparente alguna de sus homilías caseras! Que contase, el mejor día, con encontrar al padre vicario en la sopera, tasando las cucharadas de sopa que debe consumir una familia cristiana, o fijando el precio de la vara de seda que una señora, cristiana también, puede vestir sin menoscabo de su cristiandad. La fiscalización del padre descendía a tales pormenores, que yo, yo en persona, había oído este diálogo entre mi madre y la cocinera:

—Pepa, ¿se puede saber por qué no trajiste la lamprea, como te tenía mandado? ¿Es que no hay lampreas en la plaza?

—Hay lampreas, hay, sí, señora, y tenía ajustada una de gorda como mi brazo, con perdón.

—¿Y entonces...?

—Y entonces pasaba el padre vicario, y me riñó mucho, y me mandó comprar fanecas, porque dice que solo entre los moros se come lamprea a la colación, y que en esta casa los señores tienen conciencia, y aquel, y temor de Dios, y no se les debe traer lamprea en semejante día. ¡Me regateó las fanecas él mismo..., que las sacó bien baratas!

Excuso añadir que para los muchachos ver al padre vicario era ver al demonio. Sus consejos acerca de la severidad en la educación, la supresión de todo recreo, el sistema celular y claustral, nos parecían nacidos de un corazón maligno y cruel; y sus entremetimientos nos indignaban hasta el punto de que bastase que el padre vicario dijese haches, para salir nosotros chillando erres. Declarado esto, nadie mostrará extrañeza ni me tachará de mentiroso, por el modo con que respondí a las preguntas del exclaustrado, cuando me paró en la escalinata.

—Con que bailecitos, ¿eh? Ha llegado a mis oídos..., porque todo se sabe. ¿Y mamá lo permite? ¿Y papá no pone dificultad? ¿Y cómo se baila, hombres con hombres y mujeres con mujeres, o promiscuando? Y en la sala, ¿estáis solitos? ¿Ninguna persona formal autorizando y presenciando... el jolgorio? ¿Campáis por vuestros respetos? ¡Así, república, república! Pero, y mamá, ¿no dice ni esto? ¿Y qué bailáis? ¿Bailaréis de esas danzas tan bonitas, ¡tan asquerosas!, en que se pegan las chicas a los chicos como la oblea al papel? ¡Ah! ¡Con que efectivamente! ¡Ya lo había olfateado, ya! ¡Tengo la nariz muy larga! ¿Y por dónde os cogéis? ¿Por la cintura? ¿También las manos? ¿Las piernas... así? ¡Jesús, Jesús y Señor! Imposible parece que tu mamá, una persona hasta hoy prudente, religiosa, cuerda, esté tan ciega y tan... Y la verdad; vamos, háblame aquí como si nos encontrásemos, tú en el santo tribunal de la Penitencia, y yo con los dedos levantados para absolverte. ¡No me ocultes nada, hijo mío, nada! Un buen movimiento... ¡Salga de aquí la verdad! ¡La verdad, que es hija de Dios!... Vamos, nadie nos escucha; puedes espontanearte y descargar la conciencia de un peso. En esa sala medio oscura..., en esa soledad en que os dejan..., con esos bailes infernales y lúbricos..., ¡discurridos por el que siempre está en acecho y no se duerme nunca!..., no ha habido..., quiero decirlo con toda la limpieza posible..., no ha habido algún..., vamos, algún roce..., en fin, algún contacto..., deshonesto..., indiscreto..., alguna aproximación excesiva..., imprudente..., entre personas de distinto sexo..., algún..., alguna... posición... que...

—Sí, señor, que hubo —exclamé fuera de mí, dando salida a mi impaciencia y amontonando disparates por el gusto de amontonarlos—. ¡Vaya si hubo! ¡Pues qué! ¿Somos de cartón nosotros? Ya hemos pasado de chiquillos. Nos aprovechamos cuanto podemos, y nos damos cada panzada de sobadura que tiembla el misterio, padre vicario. Los besos se oyen desde la calle. ¿Qué se había figurado usted? ¡Aquello arde que es una gloria!

—¡Jesús, Jesús, María Santísima, Dios y Señor! Hijo mío, pero ¿qué me estás contando? —gimió el fraile consternadísimo, apretándose las sienes y dilatando los ojos de terror al ver confirmados sus recelos—. ¡Ya me lo sospechaba yo, sí que me lo sospechaba! Pero no tanto, no tanto; creí que el mal sería cosa de menos trascendencia. ¡Hijo, hijo, medita, reflexiona, detente, escúchame! Pierdes tu alma y pierdes las de tus infelices compañeros; das ocasión a un escándalo gravísimo. ¡Señor! ¡Señor! ¡Abrid los ojos a los ciegos, a los padres, que debieran vigilar y se duermen! Atiende, Ramón: es preciso poner remedio a ese daño... Es indispensable, es de conciencia que vayas inmediatamente y se lo cuentes a tu mamá, diciéndole, por ejemplo, así: «Madre..., usted no se asuste, pero tenemos que ponerla sobre aviso... En la casa ocurre esto, esto y esto... Cesen estos bailes, apáguense estas luces, entren aquí el recogimiento y el orden...»

—Pero ¡si estamos todos que nos chupamos los dedos!... —contesté, divirtiéndome en ver al señor vicario enrojecerse y despedir chispas por sus ojuelos, enterrados entre el párpado y emboscados tras la ceja tupida e hirsuta—. ¡Si no vemos el momento de que llegue el baile!...

—Muy bien, caballerito —interrumpió él con severidad y fiereza repentina—. Muy bien. El bobo soy yo. No es a usted a quien toca arreglar este asunto. Y se arreglará..., ¡pues no nos faltaba otra cosa! Se arreglará, Dios mediante. Se lo digo yo a usted que se arreglará.

Embozado en el manteo, aun cuando no hacía frío ninguno, y con heroico esfuerzo atacó velozmente la escalinata.

Aquella noche teníamos reunión danzante, por ser día festivo. Excuso decir que mucho antes de la hora, adelantándola en nuestra impaciencia, nos hallábamos congregados en la sala los futuros danzarines, divirtiéndonos, para esparcir la sangre, en hacer el remolino, ejercicio que acompañábamos con resonantes carcajadas, no bien, a fuerza de girar, se declaraba mareada alguna humana peonza. Estábamos en lo mejorcito, cuando por la entreabierta puerta del gabinete se deslizó mi madre, y en su cara y actitud comprendimos que se trataba de asunto urgente y serio.

—Ramón, ven acá —dijo encarándose conmigo y llevándome hacia un rincón—. Mira, ya eres crecido, y puedes hacerte cargo —añadió, no tan bajo que los demás, si prestaban oído atento, no pudiesen enterarse—. Está ahí el vicario de las Bernardas, y nos ha puesto la cabeza como un bombo a tu padre y a mí. Dice que sois el escándalo de la población; que nos cortan sayos las señoras de respeto, horrorizadas de lo que en esta casa acontece; que el padre te sacó los ochavos esta mañana y que tú confesaste cosas muy feas; que ni en el callejón de la Apalpa sucede lo que aquí, y que ni somos cristianos ni padres, si no ponemos correctivo... Tu padre se ha disgustado: yo también por poco suelto el trapo a llorar.

—Pero mamá, ¡por los clavos de Cristo! —interrumpí—, ¿a qué haces caso de las chocheces del padre? Por darle cuerda y hacerle rabiar, le encajé hoy en la Quintana mil absurdos. Cuanto te dijo lo inventé yo, y fue pura guasa. ¿Qué viene a contarte? ¿No presencias tú y papá, siempre que se os antoja, nuestra reunión?

—No importa, hijo mío, no importa. Tu padre está alarmado, yo también. Realmente eso de bailar... así..., cogidos...

—¡Pues así se baila en todas partes, mamá! —objeté con fuego—. En las tertulias más elegantes...

—Aquí no es tertulia elegante —arguyó mamá, que, careciendo de razones, apeló al argumento de autoridad, imponiéndose—. Y, sobre todo, los demás... allá se arreglen con su conciencia. La mía y la de tu padre nos mandan deciros lo siguiente: no más bailes. Esto se acabó. Jugad... al corro..., a las esquinas...

—¡Al corro! ¡A las esquinas! —clamé indignado—. ¡Como si tuviésemos cinco años!

—Bueno; pues si no, leed..., o armad una partida de tresillo.

—¡Como si tuviésemos sesenta!

—¡Pues haced lo que se os antoje... menos bailar agarrados! ¡Está dicho y... basta! Te encargo de hacer cumplir la orden...

—Salió la señora, y yo transmití el ucase maternal a la asamblea. Tristes y alicaídos, como si nos hubiesen administrado a cada cual una paliza, nos agrupamos alrededor del piano, amparándonos al altar del numen protector de la danza. Nos mirábamos carilargos y silenciosos, y aunque a nadie le inspiró Satanás la idea de desobedecer, a todos les sopló en el corazón la protesta. Nos sentíamos no sólo privados de un juego favorito, de un goce, sino humillados, disminuidos, reducidos nuevamente a la condición de rapaces, de mequetrefes. ¿A quién, no siendo a un chiquillo, se le veda bailar? Una de mis primitas, de once años, sofocada, se escondió detrás de una cortina, a hacer pucheros. Otra, más varonil, de doce, me dijo por lo bajo:

—Déjame encontrar en la calle al padre vicario, déjame. Le he de poner de soplón y de chismoso y de acuseta, que no haya por donde cogerle ni con tenazas. Ya verás.

—Así permanecíamos, consternados y furiosos, cuando, ¡oh sorpresa!, en la misma puerta vimos encuadrarse la respetable persona del autor de nuestros disgustos, a quien acompañaban los de nuestros días. Venía el buen vicario —porque era bueno, no lo digo con retintín irónico— rebosando por el semblante gozo y paternidad espiritual. La alegría de haber sido obedecido; la satisfacción de haber rescatado nuestras almas le infundían un júbilo visible, revelado en el afectuoso «Felices y santas noches, señoritos y señoritas», que pronunció antes de entrar. Mi madre, sonriente y como reclamando indulgencia, le daba explicaciones.

—Ahí los tiene usted... Se han quedado aturdidos los pobres... Sienten no bailar, lo mismo que si les arrancasen las muelas.

—Vamos, vamos, ¡pobrecitos! ¡Sienten no bailar! Pero, señora mía, ¿quién les manda no bailar? Yo no he dicho que no bailen. Todas las cosas de este mundo pueden hacerse; depende solamente de cómo se hagan. No pueden ni deben sus hijos de usted danzar danzas impúdicas y lascivas, a ejemplo de la meretriz aquella, Salomé, que danzaba... ¡Ya sabemos todos con qué objeto danzaba la gran culebrona! Pero danzas honestas, como la de David ante el arca...

—Pues, padre —intervino mi madre no sin asomos de impaciencia revelada en la voz—, díganos usted cuáles son esas danzas que la moral no reprueba, porque a mí me disgusta ver a los niños aburridos y tristes, y, cuando están satisfechos, parece que se me quita de encima un peso de diez arrobas. A ver, ¿qué deben bailar, según usted, los chicos?

—¿Qué deben bailar, qué deben bailar? Para que vea usted cómo me pongo en la razón, pueden bailar mil cosas bonitas... Por ejemplo: el baile del Querubín.

—¿Del Querubín? —gritamos todos, sacándonos la curiosidad de nuestra digna reserva—. ¿Qué baile es ese?

—¿No lo saben? ¡Ay! ¿Ve, ve cómo no saben lo mejor? ¿Cómo sólo aprenden las picardías? —y con ímpetu casi juvenil, el digno sacerdote se adelantó al centro de la sala—. Pues ya que no saben, voy a enseñárselo. Tú, Ramoncito, acá... —diciendo y haciendo, me condujo a una esquina del salón, dejándome allí plantado—. Ahora tú, Conchita... —igual maniobra con mi hermana mayor, solo que situándola en la esquina opuesta—. Ahora... tóquenme en ese piano una tonadita... religiosa... que conmueva mucho..., vamos, el Tantum ergo... no, ¡un villancico será más propio!... Eso... bien... lailalaro, lailá... —y el padre, animadísimo, gorjeaba—. Bueno; ahora tú, Ramoncito, sales así..., moviendo los brazos como si fueran alas, alzando un pie con mucho compás..., luego otro..., mira... —y nos daba el ejemplo—. Tú, Conchita..., cruzas las manos sobre el corazón..., bajas los ojos, muy modesta..., haciendo una reverencia a cada paso que el Querubín dé hacia ti... Así, Ramón... Conchita, bien... Los movimientos de alas..., ¡a compás! ¡A compás!

Yo no sé quién estalló primero: creo que fue la primilla que lloraba detrás de la cortina, y cambió el llanto, instantáneamente, en una explosión de risa tan melodiosa, que parecía la caída del agua en el tazón de una fuente de cristal. A aquella bonita risa de candor, provocada por el espectáculo del padre vicario, arremangando la sotana y alzando «¡a compás!, ¡a compás!» el pie, siguieron otras carcajadas agudas o graves, que partían del grupo arrimado al piano. Yo mismo, el Querubín, no supe contenerme, y solté la risa a borbotones; y Conchita, mi pareja angelical, dando al diablo el compás y la modestia, se agarró con ambas manos la cintura, que de tanto reír se le partía. Y como la hilaridad es contagiosa, mi madre, que no pecaba de risueña, acabó por sacar el pañuelo y aplicárselo a la boca y llenársele de lágrimas de risa los ojos... Hasta observé que mi padre se volvía de espaldas y se retiraba hacia el gabinete; y a despecho de su precaución y disimulo, yo juraría, por el sube y baja convulsivo de sus hombros, que iba perdido, derrotado de risa...

Ahí tienen ustedes cómo nunca nos divertimos más que la noche en que pensamos aburrirnos mortalmente.

***

¡Cuán lejos veo ya aquellas doradas horas! La vida me tomó en sus rudos brazos y me zarandeó sin duelo, dándome, según acostumbra, a pena por día, y algunas veces ración doble. Sintiendo allá dentro un sublime hormigueo que llaman sed de gloria, me consagré a las letras, y emborroné algunas páginas, que ignoro si habrán de sobrevivirme. Y en el curso de mi carrera literaria, encontré varios críticos que, inspirándose en las tradiciones del padre vicario, quisieron obligarme a que sólo bailase el baile del Querubín... ¡con muchísimo compás!


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 2, 1891.

El Balcón de la Princesa

Ésta era una de las princesas más liliales y exquisitas que la imaginación puede concebir, no acertando la pluma ni el pincel a trasladar su imagen, de puro idealmente bonita que la había hecho Dios. Figuraos una carne virgen y nacarada, como formada de hojas de rosa té y reflejos de perla oriental; una cascada de cabello fluido, solar, esparcida por la espalda y juguetona en dorados copos ligeros hasta el borde de la túnica; unas formas gráciles y castas, largas y elegantes, nobles como la sangre azul que le corría por las venas y se transparentaba dulcemente al través de la piel de raso; unos ojos inocentes, santos, inmensos, en que copiaba su azul el infinito: una boca risueña, fragante; unos dientes cristalinos; unas manos largas, blancas como hostias; y aun sumando tantas perfecciones, os quedaréis muy lejos del conjunto que se admiraba en la princesa Querubina.

¿Se admiraba he dicho? Temo que sea inexacta la frase, porque, sujetándonos a la estricta verdad, la princesa Querubina no podía ser admirada, en atención a que casi nadie la había visto, llegando al extremo algunos de sus vasallos de poner en duda su existencia. Fue el caso que el rey, sintiendo una especie de culto de adoración por una hija que no se le parecía en nada (el monarca era fornido, batallador, rudo y terrible), dio en la peregrina manía de pensar que, siendo el mundo y la humanidad un hervidero de maldades, brutalidades y crímenes, un ser tan delicado y celeste como Querubina debía mantenerse siempre lejos y por cima de las miserias del existir. No quería el rey meter a Querubina en un convento, porque, además de convenirle recrearse con su vista y conversación, la idea de que la princesa mortificase con penitencias y abstinencias su cuerpo y de que lo ofendiese con grosero sayal, le era al padre profundamente repulsiva. Y para aislar y reservar a Querubina sin privarla de los regalos y refinamientos que siempre la había prodigado, la trasladó, niña aún, de sus habitaciones a una alta torre construida expresamente y comunicada con el palacio por misteriosa, afiligranada galería.

Es costumbre de los reyes que figuran en los cuentos esto de encerrar a las princesas en torres, y los viejos romances narran casos lastimosos, como el de Delgadina, muerta de sed; pero este rey de mi historia, en vez de emparedar a su hija con objeto de maltratarla, se proponía lo que se propone el devoto al cerrar con llave el sagrario: dar digno asilo al Dios que adora y resguardarlo de la multitud profana o sacrílega.

La torre de Querubina fue, pues, fabricada con los mármoles y jaspes más ricos y las maderas más odoríferas e incorruptibles, donde el gusano no hinca el diente. En su decoración interior se agotó la fantasía y la habilidad de los mejores artistas, siendo cada estancia y camarín un asombro de hermosura, lujo y gusto. Desde el cuarto de baño, todo revestido de cristal hilado de Venecia, que imitaba cascadas irisadas y diamantinas cayendo en la pila, enorme concha también de cristal, con orla sinuosa de corales y madreperlas, hasta el camarín donde la princesa pasaba las tardes, y que revestían franjas de oro cincelado y esmaltado, sujetando paneles de miniaturas deliciosas en marfil, todo era un sueño realizado, pero un sueño de refinamiento y poesía tal, que la reina de las hadas no pediría a los silfos que le construyesen otra residencia sino la de Querubina.

Estaba mejor que quería la princesa. Esclavas hábiles en tañer, cantar y bailar, la daban conciertos y armaban zambras para divertirla; esclavas cocineras la discurrían golosinas y piperetes y refrescos para los días calurosos; esclavas modistas y bordadoras la sorprendían diariamente con atavíos elegantes y extraños; su ropa blanca parecía hecha de pétalos de azucena; sus joyas y collares eran rayos de soles y lágrimas de la aurora. Y, sin embargo, la princesa, desdeñando con hastío profundo y creciente todo el aparato y la complicación de los goces sin cesar inventados para ella, sólo experimentaba verdadero placer cuando se asomaba al balcón volado de su camarín.

Ciertamente, el balcón era la perfección de los balcones, cuajado de columnitas de alabastro, tan finas que alarmaba su fragilidad; y corría por sus arcos y capiteles ornamentación de griega pureza, copiada por un gran escultor de los frisos helénicos.

El antepecho estaba almohadillado y rehenchido para que la princesa no sintiese, al apoyarse, el frío mármol. Una enredadera de hojas de terciopelo y flores rosa, que despedían olor a almendra, se enroscaba a las columnas con estudiada coquetería.

Arrastraban hasta el balcón el taburete de Querubina, y allí se estaba la princesa las horas muertas, sin cansarse nunca, fijos los ojos en lo que desde el balcón podía dominarse. En primer término, los solitarios jardines de palacio, con su arbolado denso, sus blancas estatuas, sus estanques espejeantes, y más allá, detrás de la fuerte verja que defendía los jardines, un suburbio de la gran ciudad, un barrio pobre, de casuchas bajas, de huertos cercados por palitroques y murallejas ruines... La atención de la princesa no se fijaba en el parque regio; en cambio, no se apartaba su vista afanosa del barrio pobre. Lo verdaderamente nuevo y desconocido para ella, allí se encontraba. A tal distancia, los detalles repugnantes desaparecían, y sólo se apreciaba lo pintoresco, lo vario, lo picante de tal vivir. Por la carretera que cortaba el barrio pasaban carros cargados, borriquillos abrumados bajo tiestos de flores o serones de hortaliza, coches de línea, enormes galerones, tal vez un jinete entre nubes de polvo. Las mujeres trajinaban, disputaban, se agarraban, daban de mamar a sus críos en plena calle; detrás de los tapiales, por los mezquinos huertos de coles y habas, a la sombra de un retuerto manzano, los enamorados se pasaban la tarde mano a mano y juntos. Y Querubina, meditabunda, triste, sublevada, murmuraba:

«Son libres. ¡Qué existencia tan dichosa!».

La forja de un herrero, especie de cíclope que trabajaba sin cesar, era el punto más cercano en que podía fijarse la princesa. No oía el ruido del martillo sobre el yunque, pero divisaba la aureola de chispas que levantaba y que le rodeaban de una lluvia luminosa. El ansia de entrar en aquella forja llegó a ser en Querubina una obsesión. El trabajo del cíclope la parecía algo sobrenatural. En su ignorancia de las realidades, desconocía la vulgar tarea del herrero. ¿Qué labraba, para alzar así centellas de oro? ¿Por qué no le era permitido bajar y recorrer el barrio humilde, recorrer el ancho mundo?

Un día rogó a su padre que la consintiesen salir de la torre. La cólera del rey la hizo callar y prometer obediencia... Pero así que la noche descendió, muda y protectora, Querubina ató unas a otras sus fajas de seda turca, fuertes y flexibles, y amarró el cabo al balaustre de su mágico y perfumado balcón. Sin miedo alguno, cabalgó, se agarró y se dejó deslizar lentamente, girando un poco, con instinto seguro. Llegó al suelo, soltó el cabo, saltó y echó a andar hacia la verja, en dirección al lugar que ocupaba la casuca del herrero. Su corazón palpitaba de alegría. La verja era un obstáculo; Querubina lo había previsto; llevaba sus limas de tocador, de oro y acero; limó pacientemente, con energía; al fin vio rota la barra, y su cuerpo fino pudo deslizarse afuera. ¡Qué gozo!

Pisando barro y detritus, llegó a la fragua... Amanecía. El robusto herrero se había puesto a su diaria tarea. Al ver a la gentil damisela que le miraba con ardiente interés —que miraba su labor, su faena extraña—, el jayán sonrió, avanzó, tendió los brazos negros de escoria y apretó contra su pecho de oso a Querubina.

Y el rey, loco de rabia, buscó a la princesa inútilmente. Porque la creyó raptada de algún príncipe gallardo y atrevido, y declaró a varios la guerra, sin sospechar que, a dos pasos de palacio, andrajosa, ahumada, maltratada, sujeta por el miedo y la vergüenza de su degradación, Querubina ponía a la lumbre la escudilla del bárbaro marido... Tal fue la libertad de la princesa.

El Belén

De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga —sentado en el tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y maniquetas de pieles— rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de una tentación.

Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores —mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa.

—Ante la desgracia de la quiebra, Costavilla perdió la energía y la esperanza; pero Anita Dolores, en cambio, se reveló llena de aptitudes comerciales, dispuesta, activa, resuelta a salvar la casa de cualquier modo. Para sus gestiones se asesoraba con Revenga, le pedía auxilio, préstamos, celebraban conferencias que duraban horas. Al manejar los papeles, al calcular probabilidades de liquidación, establecíase entre los dos una intimidad chancera, que se convertía de repente, por parte de Anita, en afición inequívoca. Al sospechar Revenga lo que iba a sobrevenir, ya estaba interesado su amor propio, encendida su imaginación. Sin embargo, la fiebre duró poco: el esposo leal, el hombre honrado e íntegro, se dio cuenta de que era preciso cortar de raíz lo que no tenía finalidad ni excusa. Sacrificó de buen grado algunos miles de duros para sacar a flote a Costavilla, y se apartó de Anita Dolores con propósito de no verla más.

No contaba con las fatalidades de la Naturaleza. Ocultamente, en apartado rincón de provincia, Anita Dolores dio al mundo una criatura. Fue el castigo providencial, no sólo para ella, sino para Revenga, que no había tenido prole de su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del tranvía, que apresuraba su marcha, el vacilar de la luz de la linterna que se proyectaba sobre los vidrios nublados por el cielo del aire exterior, Revenga quería dominar una tristeza inconsolable, una amargura que le inundaba como ola de hiel. Nunca vería a su niña; nunca la estrecharía, nunca la tendría sobre las rodillas ni la besaría riendo... Anita Dolores, vengativa y tenaz, la había escondido, la había hecho desaparecer. ¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta este verbo!

¿Qué era de la niña?... A aquella hora, cuando Revenga penetraba en su morada lujosa, en su comedor que la electricidad alumbraba espléndidamente y la leña de encina calentaba, intensa y crujidora; cuando la intimidad del hogar le sonriese, y las golosinas de Nochebuena lisonjeasen su apetito, ¿dónde estaría la abandonada? ¿En qué casucha de aldeanos, en qué glacial dormitorio del Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Valía más que viviese?

Estremeciéndose de frío moral, Revenga subió el cuello del gabán y caló el sombrero. Desolación inmensa caía sobre su alma. Precisamente acababa de saber en casa de unos amigos de Costavilla, donde solía preguntar disimuladamente por Anita Dolores, noticias alarmantes. ¡Anita Dolores se casaba! El nuevo socio de Costavilla, mozo emprendedor y dispuesto, era el novio. No mortificaban los celos a Revenga; no le quitaban el sueño memorias de lo pasado... Pensaba en la suerte de su niña, y aquella boda oscurecía más aún el misterio de su destino. ¡Ah! ¡Pues si creían que iba a quedarse así, con los brazos cruzados y mucha flema británica! ¡Desde el día siguiente —desde temprano—, que Anita Dolores se preparase! ¡Allí iría, a reclamar la chiquilla, a escandalizar si era preciso! El escándalo repugnaba a su carácter; el escándalo podía herir de muerte a Isabela, su mujer, enterándola de lo que debía ignorar siempre... No importa, escandalizaría, ¡voto a sanes! Cantaría claro; desbarataría la boda; pondría en movimiento a la Policía, si era preciso...; pero le darían su pequeña, y la entregaría a personas que la cuidasen bien, y la educaría y haría que de nada careciese..., y, sobre todo, la vería, la besuquearía, le llevaría juguetes en la Navidad próxima... Con firme determinación cerró los puños y apretó los dientes. ¡Amanece, día de mañana!

Entre tanto, Isabel, la esposa de Revenga, acababa de adornarse en su tocador. La doncella abrochaba la falda de seda rameada azul oscuro, y prendía con alfileres la pañoleta de encaje, sujeta al pecho por una cruz de brillantes y zafiros —el último obsequio de Revenga, traído de París—. Con inocente coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba en el espejo de tres lunas, cerciorándose de que las señales de las lágrimas se habían borrado del todo, después del lavatorio con colonia y el ligero barniz de velutina. ¡El llanto no tenía para qué notarse!

Ya vestida y engalanada, pasó a un cuartito contiguo a la alcoba, donde solía guardar baúles, pero que ahora presentaba aspecto bien distinto del de costumbre. Tapizaban las paredes ricas colchas y cortinas de raso y damasco; corría por el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría el piso blando tapiz. En el testero, como a una vara de altura, se levantaba un tabladillo, y sobre él un Nacimiento, el Belén clásico español, con su musgo en las praderías, sus pedazos de vidrio y de hojalata imitando lagos y riachuelos, sus selvas de rama de romero, sus torres puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de barro, sus dromedarios amarillos y sus Magos con manto de bermellón, muy parecidos a reyes de baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor argentino, bañando las plantas enanas en que se emboscaba el Portal. Isabel se detuvo a contemplar los hilitos del agua, a escuchar el musical ritmo, y recordó sus propias lágrimas, y sintió nuevamente preñados de ellas los ojos y rebosante el corazón... La injusticia, la maldad, la mentira, lastimaban a Isabel más aún que la ofensa. ¿Por qué la engañaban, a ella que era incapaz de engañar, enemiga de la falsedad y el embuste? ¿Cabía salir de casa despidiéndose con una sonrisa y una caricia para ir a pasar horas en compañía de otra mujer?

Los surtidores goteaban, gimiendo bajito, e Isabel también gimió; el son del agua que cae se adapta a la alegría lo mismo que a la pena; para unos es concierto divino, para otros, queja desgarradora.

Quejábase el alma de Isabel, pidiendo cuentas, exponiendo agravios, alegando derecho y razón. ¿No había ella cumplido sus promesas, lo jurado al pie de aquel altar, pedestal y morada de su Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce, enamorada, dócil, casta, buena, en fin? ¿Por qué su compañero, su socio en la familia, rompía secretamente el pacto?

La mirada de la esposa de Revenga se fijó, nublada y húmeda, en el Belén, y la luz de la estrellita, colgada sobre el humilde Portal, la atrajo hacia el grupo que formaban el Niño y su Madre. Isabel lo contempló despacio, y un cuchillo aguado de dolor se le hundió en el pecho.

«No pidas cuentas... —parecía decir la voz del grupo—. No te quejes... Tú no has dado a tu esposo sino la mitad del hogar; tú no le has dado el Niño...»

La esposa permaneció un cuarto de hora sin ver el Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblas interiores de sus penas, lo que cada cual, durante ciertos supremos instantes que deciden el porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su existencia, el resquicio por donde la desgracia hubo de entrar fatalmente... Suspiró muy hondo, como para echar fuera toda la pesadumbre, y poco a poco se apaciguó; su condición era resignarse, aceptar lo dulce, rechazando mansa y tenazmente lo amargo.

«El Niño Dios me está diciendo que hice bien, muy bien...»

La sonrisa volvió a sus labios, aunque sus ojos estaban anegados en un llanto que no corría. En aquel mismo instante se oyeron pisadas fuertes en el pasillo, y apareció Julio Revenga.

—¿Qué es esto? —preguntó con festiva extrañeza a su mujer—. ¿Has hecho un Nacimiento para divertirte?

—Para divertirme yo, no —respondió expresivamente Isabel, ya serena del todo—. Tengo los huesos durillos para divertirme con Belenes... Es... ¡para divertir a una criatura...!

—¡A una criatura! —repitió maquinalmente el esposo—. ¡No será nuestra esa criatura! —añadió de un modo irreflexivo, que tal vez respondía a sus íntimas preocupaciones.

—¡Qué sabes tú! —murmuró Isabel con calma.

Debió de palidecer Revenga. Bajó la cabeza, desvió el rostro. Tales palabras despertaban eco extraño en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado Isabel la sencilla frase!

—No entiendo... —tartamudeó el infiel, con raros presentimientos y peregrinas sospechas.

—Ahora entenderás... ¿No tienes hijos, Julio? —interrogó ella derramando dulzura y compasión, y, por extraña mezcla, despecho involuntario.

Él no contestó. Medio arrodillado, medio doblegado, cayó sobre la banqueta de terciopelo frente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo que adivinaba era tan grande, tan increíble! Quería pedir perdón, disculparse, explicar..., pero la garganta se resistía. Isabel, llegándose a su marido, le echó al cuello los brazos, sofocada su indignación, pero magnífica de generosidad.

—No se hable más del caso... Tranquilízate... Así como así, estábamos muy solos, muy aburridos a veces en esta casa tan grandona. Yo tenía muchas, muchas ganas de un chiquillo, ¿sabes? No te lo decía por no afligirte. Hace catorce años que nos hemos casado, de manera que ya las esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer! No es uno quien dispone estas cosas... Vamos, no te pongas así, Julio, hijo mío... Alégrate. ¡Hoy nos ha nacido una pequeña!...

Revenga, en silencio, besó las manos, besó a bulto la cara y el traje de su mujer. Temblaba, más de vergüenza y de remordimiento —es justo decirlo— que de gozo. Sus labios se abrieron por fin, y fue para repetir desatentadamente:

—¿Cómo has sabido...? Mira, yo no veo a esa mujer..., te juro que no, que no la veo... Te juro que no me importa, que la detesto, que...

—Estoy bien informada —contestó Isabel un tanto desdeñosa, apacible—. Me consta que no la ves ni la oyes. Su venganza, su desquite por tu abandono, fue enterarme de «todo»... y, por fin de fiesta, enviarme la niña... Y ya que me la envía..., ¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes? Está en mi poder... La reconoceremos, arreglaremos lo legal. Que no le quede a «ésa» ningún derecho...

Al aflojarse el nuevo abrazo de los esposos Revenga imploró:

—¡Tráemela!... No la conozco todavía...


«La Ilustración Artística», núm. 886, 1898.

El Brasileño

Cuando nos reuníamos en el café los nacidos en una misma tierra (por entonces no había centros regionales ni cosa que lo valiese), acostumbraba sentarse a nuestro lado un viejo curtido como cordobán, albardillado, recocido al sol, muy mal hablado, y que en sus ojos, todavía claros y de mirada fija, conservaba la vivacidad de la juventud. Sabíamos de él que se llamaba don Jacobo Vieira, y que había sido marino y corrido mucho. Sobre esta base podíamos fantasear a gusto; pero no nos ocupábamos en tal cosa. Allí se discutía asaz, sobre todo de política, pero nadie preguntaba a nadie su vida pasada.

Cierto día noté que don Jacobo lucía una presea que me llamó la atención. Sobre su chaleco de blanco piqué, tieso y mal planchado, ostentaba pesado medallón de oro, en cuyo centro fulguraba gruesa piedra amarilla.

—¡Vaya un topacio que se trae don Jacobo hoy! —dijeron varios.

Sólo yo, más inteligente en pedrería, comprendí que no se trataba de topacio, sino de un espléndido brillante.

La piedra, rara por su color y tamaño, hizo que mi curiosidad se fijase más aguda en don Jacobo. Le esperé a la salida, emparejé con él, y bajamos la calle de Alcalá platicando. Él vivía en el barrio de Salamanca.

—Ese brillante —le dije—, ¿es brasileño? ¡Sabe usted que vale algo el directo!

—¡Ya lo creo! —respondió—. ¡Cómo que me lo ha dado una reina que se enamoró de mí!

—¿Una reina?

—Vamos al decir... reina... de salvajes.

Me eché a reír, mostrando gran alborozo e interés, para arrancar al viejo el relato de la aventura de la lejana mocedad.

—No crea usted —añadió—. Más de cuatro veces he estado apique de tirar por la ventana el demontre del dije, ¡rayo!, porque tiene una virtud, o como se le quiera llamar, que...; en fin, serán aprensiones..., ¡retoño!, pero yo creo que está hechizado... Al mismo tiempo, me daría vergüenza hacer tal disparate.

—¿Por qué no lo ha vendido usted?

—¡Bah! No me falta lo necesario para mí, para darme todos mis gustos..., ya que, por desgracia, me toca morir en tierra y no en el mar. El maldito brillante me ha costado desazones, pero, al mismo tiempo (es una cosa rara; todo es raro en esta piedra), le tengo así una especie de cariño...

—¿Y cómo logró usted el amor de la reina? —pregunté, mientras consideraba la bravía y atezada fealdad del anciano, y miraba, a la luz muriente del sol de primavera, los pelos cerdosos que emergían rígidos de las fosas de su nariz y de la oquedad de sus oídos.

—Le diré a usted... A mí me han sucedido muchísimas cosas en mis navegaciones, y todo eso de mujeres, ¡retoño!, es de lo más particular... El caso es que no me faltaban hembras, no, señor... Yo he sido siempre de buen acomodo, y entraba con todas, ¡je, je!, como la romana del diablo. A ellas les gusta que nosotros tengamos buen estómago..., y a veces, falta hace.

—¿Usted navegaba... por comerciar? —pregunté, vacilando.

Se detuvo, se volvió hacia mí, y, frunciendo el doble peludo arco de las cejas, rezongó:

—Ya, ya, entiendo la sorna... ¡Malaje! ¡Usted ha oído decir que fui negrero!...

—No, don Jacobo, no he oído tal cosa...

—¡Sí, sí! ¿A qué andar con historias? Si lo saben hasta los gatos... No crea usted que lo voy a negar, ni que voy a avergonzarme... Yo he traficado en carne negra. ¡Cuántos señorones andan por ahí, que se han ganado el señorío traficando en carne blanca! ¡Cuántos trafican hasta con la de su propia mujer, mal rayo! No se figuren que he de tenerme por peor que ellos. Los negros son una mercancía, y los blancos otra. Todo el mundo explota a alguien..., ¡retoño! La diferencia es que yo explotaba corriendo peligros y jugándome a cada momento la vida, y los que aquí arriendan carne de esclavos blancos, lo hacen sentados en sillones y sin arriesgar la pelleja.

—Tiene usted razón mil veces, don Jacobo... ¿Y fue en esos... viajes donde la reina le dio el brillantito?

—En uno de esos viajes fue. Solíamos internarnos algo, en busca de género, porque ya el ébano escaseaba en la ribera, y nuestra industria andaba muy perseguida. Realizábamos otro negocio: trocábamos aguardiente por caucho, tabaco y maíz. ¡Lo que se terciaba! Entre mi clientela se contaban unos salvajes llamados Tapuyas (que quiere decir enemigos), que se extienden allá desde los cinco a veinte grados de latitud Sur, por las tierras de Para y Matto Groso. No son muy feos los indios de esta casta; pero algunas tribus tienen la maldita costumbre de estirarse el labio de abajo metiéndose un bodoque de madera, que no parecen sino el mismísimo demonio... Además se tatúan el cuerpo.

—Pues estaría guapa la reina con su bodoque.

—¡No, camarada, la reina no llevaba bodoque ninguno! Era de otra tribu; había sido robada, y la había reservado para su botín el rey. Los Tapuyas son muy guerreros y feroces. Les gusta la carne humana, como a los niños los caramelos. En dos o tres semanas que estuvimos en la aldea tapuya, vimos sacrificar a varios prisioneros, y con tortura previa; no le quiero a usted decir —porque a los terrestres todo les asusta— lo que fue aquella orgía desde que el aguardiente intervino...

—¿Y la reina también comía?...

—No. Aparentaba. Así que la gente empezaba a emborracharse, se retiraba a su cabaña con sus sirvientes, y yo iba a hacerle compañía, mientras su esposo seguía bebiendo. No era maleja, compadre, y, sobre todo, un cuerpo como un mástil; daba gloria verla andar. No le oculto a usted que olía bastante a hormigas, a pesar de que todos los días se bañaba dos veces en el río.

—Y el rey, ¿era celoso? —pregunté, divertido con tan original aventura de amores.

—El rey..., o mejor dicho, el cacique, no se acordaba de sus ocho o diez esposas sino cuando le daba la gana de visitarlas. Se me figura que eso de los celos varía mucho con las latitudes.

—Y cuando le regaló a usted ese diamante de la corona la reina, ¿no se enojó el rey?

—¡Bah! Ni sabía ni supo de eso palabra. ¡Si tampoco lo supe yo hasta algún tiempo después! La reina, que se llamaba Baraní, me tomó una querencia desatinada. A ella debo el no haber dejado allí la piel, porque me dio un aviso, y escapamos de la emboscada que nos tendían, para quedarse con nuestro aguardiente y su caucho, y además, supongo que con nuestros cuerpos, destinados al asador. Baraní me pidió de rodillas que la llevase conmigo para cojín de mis pies, para esclava. Claro que me negué. Al despedirse, como una europea me pondría un escapulario, me colgó una bolsa de fibras. Era un talismán, y sabiendo que estos indios practican infinitos ritos mágicos y mil supersticiones, no lo extrañé. Baraní, al colgármelo, exclamó:

—¡El Tupa (ellos llaman así al Espíritu que adoran) hará que ninguna blanca sea tu compañera, ni viva a tu lado bajo tu techo!

—¿Qué hubiese usted hecho? Lo que hice yo: soltar la risa. Unos cuantos meses llevé colgada la bolsa, sin ocuparme de ella, hasta que un día, al lavarme, se me ocurrió mirar su contenido. Había dentro fragmentos de huesos humanos, dientes de pez, semillas de árbol, y el brillante. Estaba en bruto, y abultaba más que ahora. Por la costumbre del tráfico, comprendí que era piedra de gran valor, y la guardé. Las otras porquerías las tiré al mar.

Mandé tallar el brillante, y quedó como usted ve —añadió, haciendo resaltar sobre su pecho el medallón, que resplandeció, encendiendo en un rayo solar irisadas luces—. Mientras viajé, no me acordé del conjuro de Baraní, porque mis amores eran de días, de horas, de minutos. Pero cuando me retiré, con un caudal regular, a mi tierra, y me entró deseo de casarme y de tener chiquillos —la vejez en soledad no siempre es alegre, ¡se acuerda uno de tantas cosas cuando está solo!—, se me vino a la memoria, no sé por qué, lo que me había dicho la salvaje... Claro es que lo consideraba una tontería; pero frecuentemente pensaba en ello. Y será casual, o serán artes del diablo, pero no se explican sólo con hablar de coincidencias. Mi primera novia, que era sobrina carnal mía, hija de mi hermano Rafael, enfermó y murió tísica apenas se concertó la unión. ¡Muchacha más angelical! Mi segunda novia, nieta de un arrendador, ¡una chiquilla formalísima!, se escapó de su casa, tres o cuatro días antes de la boda, con un hijo de un fondista, que se la llevó a América. Mi tercera novia fue una viuda guapa, que tenía fincas en Santander, y la mejor reputación, y próximo también nuestro enlace, hasta que se averigua que vivía el primer marido... Mi cuarta novia era mi criada, una muchacha como un pino, montañesa; estaba entusiasmada con lo de ascender a señora... Y, sin causa conocida, la entra un histérico, y se vuelve loca, pero de atar; en Ciempozuelos la tiene usted aún... Ya desesperando de noviazgos, busqué otros consuelos, otros arrimos..., aventurillas, ¡qué sé yo! Y lo propio: no hubo cosa que me durase quince días; parecía que una mano invisible rompía los hilos... Mire usted que se lo digo en serio: llegó a hacerme cavilar, ¡recontratoño! Claro es que todo podía atribuirse a lo más natural!, ¡pero tantas veces! ¡No conseguir lo que cualquiera consigue: un hijo, una mujer!

El marino se detuvo, me ofreció un puro exquisito (él no lo fumaba sino así), y, clavándome los ojos escrutadores de lejanías, murmuró:

—¡Ahora ya, quién piensa en eso!... ¡Los huesos están muy duros! ¡Ahora..., a ver qué tiempo puede navegar aún un barco viejo, bien carenado!...

El Buen Callar

No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

—Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma —advertía a su hijo el duque—. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe —solía añadir.

Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:

—Hijo Sancho, mira que lo que haces… La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.

Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.

—Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho… Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.

—Antes pienso, padre —replicó el precoz don Sancho—, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada.

Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:

—No, hijo —exclamó por fin—, no es así como tú supones… Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora sólo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.

Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.

—Yo sé el remedio —afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.

Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal te corto y te hecho a los canes».

Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho».

El Cabalgador

En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.

De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.

Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».

Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.

Herrera, después de mirar alrededor un momento, me dijo lentamente, saboreando el cuento de otros días:

—No sabes lo que yo he revuelto para averiguar por qué se llama este huerto el del «Cabalgador»… Ante todo, ¿qué era un cabalgador? Por lo visto, daban en Castilla ese nombre a ciertos guerrilleros, ocasionales y libres, no afiliados a mesnada ni a pendón, que cuando les venía en gana montaban a caballo y se metían por tierra de moros, no a dar batalla alguna, sino sencillamente a traerse, pendiente del arzón de la silla, una cabeza de moro. Conseguido este trofeo, volvían a su casa (excepto los que no volvían). Generalmente, la atrevida empresa salía bien… El antepasado mío, el Herrera que habitaba con su familia aquí, fue cabalgador famoso. En el intervalo de sus arriesgadas expediciones era un hidalgo labrador, que trabajaba rudamente para sostener a sus hijos con la labranza. Cuatro tenía, ninguno en edad de acompañarle; y, además, el cabalgador iba mejor solo, porque su salvación estaba en el caballo para huir libremente. Entre la familia del cabalgador había una mocita de diecinueve años, dos varones de doce a ocho y una pequeñuela de seis. Y, aunque parezca extraño, el principal móvil de las salidas aventureras del cabalgador eran estas criaturas. Le gustaba traer para ellas despojos de los infieles, sartales de coral de las mujeres, hiladas de perlas barrocas, chales rayados de oro, armas incrustadas —el botín—. Y los hijos esperaban impacientes, porque, a falta de riquezas, preseas y joyas, siempre traería el padre la cabeza del moro muerto, y jugarían con ella a su sabor…

»Hoy horripila esto de dar juguete a un niño la cabeza cortada —advirtió el paisajista—, pero entonces formaba parte de la dura educación de un pueblo en perpetua lucha. No era objeto de horror el despojo del enemigo. Mejor que el padre trajese la testa del moro, que dejar la suya para ludibrio… En aquellos tiempos, la infancia era viril.

»Hacía algún tiempo que el cabalgador no salía a jornada, cuando, una mañana, Inés, la hija mayor, una santita, al bajar al huerto a cortar clavellinas, vio abierta la puerta de la cuadra y vacío el sitio del negro caballo de su padre. Comprendió entonces que éste había salido a caza y, temblando, se acogió a su aposento otra vez y encendió dos cirios delante de una imagen de la Virgen, negra y bizantina, que sonreía con sonrisa inocente.

»La semana entera estuvo ausente el cabalgador. No era extraordinaria la tardanza, pero Inés renovaba los cirios y rezaba y hacía promesas a los santos. Al fin, un torbellino de polvo, en el horizonte, anunció el regreso del padre…

»Cuando entró en el patio, vieron los hijos, ante todo, la caza, la cabeza… Ya no destilaba sangre, porque al trotar del corcel se había desangrado. El cabalgador la desató, dejando sueltos los largos cabellos negros por los cuales venía amarrada, y la arrojó al niño de doce años, que la recogió dando un chillido de gozo. Grave y ufano, el guerrillero explicaba: “Esta vez —dijo— es moro de gran calidad y valiente. ¡Bien se defendía! A poco me degüella. Traigo su rico yatagán de puño incrustado de perlas, y su vestimenta magnífica. La veréis, pero no para jugar. He de venderla al judío, que la pagará aína. Solazaos con la cabeza del perro, y tú, Inés, dame que coma, que estoy rendido”.

»Inés obedeció. Así que su padre quedó saciado y se tendió a dormir, salió al huerto, donde sus hermanos habían puesto la cabeza sobre una piedra y la consideraban, entreteniéndose en tirarle, de vez en cuando, chinitas a la frente. La doncella contempló el trofeo. Siempre eran las cabezas que traía su padre muy feas y negruzcas, de abultados labios, tez morena y narices chatas. Ésta no. Era una faz semítica, de cabal hermosura. Los largos bucles, tupidos por la sangre y pegados con el polvo, parecían finos y sedosos como pelo de hembra. Los ojos se cerraban misteriosamente, y, sin embargo, se adivinaba entre los párpados el vidrioso negror de las anchas pupilas. Las mejillas lívidas tenían un cerco de barba ahorquillada, ondulosa. Los labios cárdenos descubrían una dentadura perfectísima. Era la cabeza de un hombre como de treinta años, y la muerte la embellecía con su romántico sello.

»Inés se volvió hacia las criaturas.

»—No le deis más tormento, harto ha sufrido —suplicó—. ¡Por el amor de Dios y por su santa Madre, que no ofendáis más a esa pobre cabeza! Gilico, Gonzalico, Maricuela, dejadla…

»Los niños, entre confusos y rebeldes, resistían. Inés apretó más.

»—Miradle. Parece la cara de Nuestro Señor Jesucristo… ¡Ea, Gil, tú que eres mayor, hazlo como bueno!… Espérame y trae el azadón, que vamos a darle sepultura…

»Corrió la doncella a su aposento y sacó del arca unos ricos lienzos con randas sutiles; además, trajo el lavamanos, donde vertió agua de olor y vino blanco, a partes iguales. Piadosamente, tomó entre sus blancas manos la cabeza muerta y lavó despacio el polvo y los cuajarones, peinando los rizos de oscura seda, que se extendieron como trágica aureola alrededor del bello semblante lívido. Se vieron las orejas delicadas, de las cuales colgaban dos aretes de oro…

»Inés permaneció largo rato mirando la testa, grabándola en su memoria, en su retina, en su imaginación, mientras lágrimas lentas corrían por sus mejillas, casi tan descoloridas como la cabeza cortada. Al fin, con dulce gesto, la envolvió en el paño delgado y puro, mientras Gilico, que había traído el azadón, decía:

»—¡Loca se ha vuelto la hermana Inés! La sabanilla rica le pone al perro…

»Encima de la sábana, Inés resguardó todavía el precioso despojo con un trozo de brocado y, tomando el envoltorio como se toma el cuerpo de un niño para no hacerle mal, se dirigió a este ángulo…

—¿Aquí? —pregunté involuntariamente.

—Aquí mismo —repitió Herrera—. Gilico, a una orden imperiosa de su hermana, cavó la fosa, honda, ancha, y la misma Inés depositó en ella el despojo. Apenas acababa de hacerlo, oyéronse furiosos ladridos; los mastines que guardaban el huerto y volvían con las cabras habían venteado la cabeza cortada. Ellos solían encargarse de las otras que traía el cabalgador, cuando los niños se cansaban del juego. Inés se volvió, terrible.

»—¡Gilico, por tu vida, encierra esos canes! ¡Enciérralos, Gil, o los mato!

»El niño cumplió la orden, y la hermana fue echando tierra, amorosamente, como quien teme lastimar. Con las manos la extendió, porque el hierro de la azada no hiriese al enterrado. Sus lágrimas volvían a fluir, cayendo sobre el removido terrón. Así que rellenó el hueco, rebuscó por todo el huerto las matas de clavellinas y juntas las plantó aquí…

—¿Son éstas?

—Éstas son… De tiempo inmemorial, para adornar los altares, se viene por ellas a este huerto. Aún hoy me las piden a mí. Dicen que no hay otras ni tan rojas ni tan dobles.

—¿Y qué fue de Inés? —pregunté.

—No se sabe…

Callamos un instante. Después, Herrera se levantó y, asiendo una azada, de dos que había arrimadas a la tapia y dándome la otra, dijo solemnemente:

—Ahora, vamos a encontrar la realidad de la leyenda.

Comprendí. Cavamos en silencio, apartando el cepellón de las clavellinas para volver a colocarlo después. Ahondamos bastante. Dimos un grito. La calavera acababa de aparecer… La cogió Herrera y me señaló la dentadura, intacta y perfectísima…

Y al mismo tiempo, yo recogía un objeto semicircular, oscurecido por el tiempo y las humedades… Era una de las argollitas de oro que adornaban las orejas de la cabeza cortada. La leyenda resucitaba. Un estremecimiento nos sobrecogió. Tal vez fuese porque anochecía entre los esmaltes verdosos de un celaje metálico.

El Caballo Blanco

Allá en el primer cielo, en deleitoso jardín, Santiago Apóstol, reclinando en la diestra la cabeza leonina, de rizosa crencha color del acero de una armadura de combate, meditaba. Mostrábase punto menos caviloso y ensimismado que cuando, después de bregar todo el día en su oficio de pescador en el mar de Tiberíades, vio que ni un solo pez había caído en sus redes; solo que entonces el consuelo se le apareció con la llegada del Mesías y la pesca milagrosa. Ahora, aunque en tiempos de pesca estamos, el hijo del Zebedeo, mirando hacia todas partes, no adivinaba por dónde vendría la salvación, siquiera milagrosa, de los que amaba mucho.

Frente al Patrono, en mitad del campo, se elevaba un árbol gigantesco, de tronco añoso, rugoso, de intrincado ramaje, pero casi despojado de hoja, y la que le quedaba, amarillenta y mustia. Infundía respeto, no obstante su decaimiento, aquel coloso vegetal; a pesar de que no pocos de sus robustos brazos aparecían tronchados y desgajados, conservaba majestuoso porte; su traza secular le hacía venerable; convidaba su aspecto a reflexionar sobre lo deleznable de las grandezas. De las ramas del árbol colgaban innúmeros trofeos marciales. Petos, golas, cascos, grebas y guanteletes, con heroicas abolladuras y roturas causadas por el hendiente o el tajo; espadas flamígeras sin punta y lanzas astilladas y hechas añicos; rodelas con arrogantes empresas; albos mantos que blasona la cruz bermeja, trazada al parecer con la caliente sangre de una herida; yataganes cogidos a los moros; turbantes arrancados en unión con la cabeza; banderas gallardas con agujeros abiertos por la mosquetería; el alquicel de Boabdil y la diadema pintorescamente emplumada de Moctezuma... Al pie del árbol, sujeto a él con fuerte cadena de hierro, se veía un ser hermosísimo, un corcel de batalla luminoso a fuerza de blancura: el Pegaso cristiano, aquel ideal bridón que galopaba al través de las nubes y descendía a traernos la victoria.

Los ojos del Apóstol se fijaron en el caballo, cual si no le hubiese contemplado nunca. Notó la lumínica blancura del pelo, la fluida ligereza y ondulación delicada de las crines, el fuego de las pupilas, el aliento ardiente que despedían las fosas nasales, la delgadez de los remos, finos cual tobillo de mujer; la especie de electricidad que desprendía el cuerpo del generoso animal celeste. Con solo advertir que le miraba su jinete de antaño, el caballo se estremeció, empinó las orejas, respiró el aire, hirió la tierra con el reluciente casco y pareció decir en lenguaje de signos: «¿Cuándo llega la hora? ¿Vamos a estar siempre así? ¿Por qué no me desatas? ¿Por qué no cruzamos otra vez entre lampos y chispas el firmamento rojo, el aire encendido de las campales batallas?»

Levantóse el Apóstol guerrero y fue a halagar con las manos el lomo de su cabalgadura. Quería consolarla, quería calmar su impaciencia y no sabía cómo, pues él, glorioso veterano, también soñaba incesantemente renovar las proezas de otros días. Sin duda para acrecentarle el ansia y avivarle el recuerdo aparecióse por allí un alma acabada de ingresar en el Paraíso, pues daba claras señales de no conocer los caminos, de hallarse como desorientada e incierta. Era el recién llegado de mediana estatura, moreno, avellanado y enjuto; rodeaban su tronco retazos de tela amarilla y roja, que apresuradamente igualaba en matiz la sangre fluyendo de varias mortales heridas. Santiago corrió hacia aquel valiente con los brazos abiertos, y el español, al ver ante sí al Apóstol de la patria cayó de rodillas y le besó los pies con infinita ternura.

—Bonaerges, hijo del trueno —murmuraba devotamente el español—, ¿por qué nos has abandonado? En nuestro infortunio, confiábamos en ti. Esperábamos que hicieses vibrar sobre nuestros enemigos el rayo o lloviese sobre ellos fuego celeste, como el que quisiste lanzar contra aquellos samaritanos que cerraban las puertas de su ciudad a Jesús. Mira, Santiago, adónde hemos llegado ya. Te lo diré con palabras de la Epístola que se lee el día de tu fiesta: hemos sido hecho espectáculo para las naciones, los ángeles y los hombres. Hemos venido a ser lo último del mundo. Y todo por faltarnos tú, Apóstol de los combates. Desata tu corcel, guíale al través del aire, ponte a nuestra cabeza. El caballo blanco olfatea la lid. ¿No oyes cómo relincha, deseoso de arrancar el grito de «cierra España»? Desciende: te esperan «allá». Te aguarda la tierra que por ti se creyó invencible. El bridón quiere romper la cadena. ¡Santiago! ¡Buen Santiago! ¡Señor Santiago!

Al oír tan apremiantes súplicas, el Apóstol se conmovía más. ¡Soltar el corcel blanco, salir al galope, esgrimir otra vez el acero llameante! ¡Hacía tanto tiempo que lo anhelaba! No por su gusto permanecía en la inacción, con la montura amarrada al árbol y las armas colgadas del ramaje... Y alzando y consolando al español y apretándole contra su pecho, Santiago empezó a vendarle las heridas cruentas, hecho lo cual llegóse al tronco y desató al blanco bridón, que, loco de júbilo al verse libre, al suponer que remanecían las aventuras de otros tiempos, agitó la cabeza, hizo flotar la crin, corveteó gallardamente y, batiendo el polvo con sus bruñidos cascos, alzó una nubecilla de oro. Por su parte, el Patrón descolgaba la cota de malla y se la vestía, calzábase el ancho sombrerón orlado de acanaladas conchas, afianzaba en los hombros el manto, embrazaba el escudo y ceñía el tahalí y la espada terrible. Entre tanto, el español echaba al caballo la silla recamada de oro y le ponía el freno y el pretal incrustado de cabujones de pedrería. Y cuando ya el Apóstol trataba de afianzar el pie en el estribo de plata para saltar, he aquí que aparece, saliendo del vecino bosque, otro español, vestido de paño pardo calzado con groseras abarcas, haciendo señas para que se detuviese el Apóstol. Este aguardó; en el villano de tez curtida y de rústico atavío acababa de reconocer a San Isidro, pobrecillo jornalero laborioso, que en su vida montó más que jumentos cargados de trigo, porque los llevaba a la molienda.

—¡Orden del Señor! —voceaba el labriego descompasadamente—. ¡Orden del Señor! Ese caballo nos hace falta para uncirlo al arado y que ayude a destripar terrones. Y ese español que está ahí, que venga a llevar la Junta. Bien sabes, Bonaerges, lo que dijo el Señor en ocasión memorable, cuando tu madre le pidió para ti y tu hermano el puesto más alto en el cielo: «Los que quieran ser mayores, beban primero su cáliz.» Paisano mío, a arar con paciencia y sin perder minuto...


«El Imparcial», 28 de agosto de 1899.

El Cáliz

Ante la amenaza de que, como entonces se decía, los de Napoladrón llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón, mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.

Vino, y encerrose con el tío en la celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores se retirasen, se desenterraría el depósito.

Claro es que el escondrijo había de ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.

A pesar de que Ramón, en interés del salvamento, encargó a su tío que no se escondiese sino aquello que tuviese valor excepcional, porque algo se debía dejar para presa del enemigo, se obstinó el abad en poner a salvo la efigie de Nuestro Señor Sangreiro, tosca talla, muy primitiva, que en un saqueo carecería de valor. Pero la historia de la efigie iba unida a la de la misteriosa copa o cáliz, que en aquellos lugares selváticos había tenido una leyenda análoga a las que se refieren en otros puntos de España. En Sangreiro, a decir verdad, ya la leyenda sólo era conocida de los monjes y de la gente aldeana, que creía firmemente que en la extraña copa, adorada en la iglesia el día del Corpus, había rebosado el vino de la Cena, transubstanciado en divina sangre. Y los monjes enseñaban a los contadísimos viajeros que aportaban por allí una vez cada cincuenta años, ciertos trazos que, al pie del crucifijo titular, figuraban groseramente un cáliz. Las leyendas no han menester más.

Como se pensó se ejecutó. La misma noche fue llevado el tesoro de Sangreiro a una encrucijada y depositado al pie de un árbol secular, entre la maleza que lo rodeaba. Allí esperaba el cazador. Muchacho apuesto, moreno y robusto, no había descuidado traer su escopeta cargada con balines —nadie sabe lo que puede ocurrir— y un azadón, que había de servirle para enterrar los sacos. Un perro perdiguero, echado a sus pies, jadeaba; habían venido muy aprisa. De cuando en cuando, el can mosqueaba las orejas; en asperezas tales, pudieran no andar lejos el raposo ni el lobo.

Entregando al muchacho un apagado farol, se despidieron los monjes, no menos temerosos que el can, y quedó solo Ramón, que al punto dio comienzo a su faena.

Buscó cierto sendero que bajaba hacia el río, y cargando un pesado saco, donde se entrechocaban con ruido metálico candeleros, portapaces y cajas de reliquias, se dirigió al rincón señalado para escondite. Lo formaban dos peñas enormes, que por detrás dejaban hueco a la entrada de una cueva. Ya dentro, echó yesca, encendió el farol, lo puso en el suelo y acabó de transportar los sacos. Hecho lo cual, comenzó a abrir un hoyo profundo. Sudaba, fatigado.

Al cabo, él no era un gañán, sino un señorito, que holgaba cuando no cazaba. Pero la idea de salvar la copa mística de Sangreiro le daba fuerzas. Al sacarla del saco la miró y la besó fervorosamente. Fue acomodando en el agujero el cáliz, la efigie, los objetos de plata y pedrería, y cuando llegó el momento de cubrir el tesoro, pensó con satisfacción que el suelo de la cueva era arenisco y no se notaría la excavación apenas quedase alisado. Faltaba lo más arduo, no obstante: tapar con disimulo la boca de la cueva para que nadie la sospechara.

Buscó trozos de peñasco, y cuidando de no despojarlos de sus líquenes y musgos viejos, los colocó en estudiado desorden alrededor de la boca. Le ayudaba la luz de la aurora, que despuntaba en el horizonte. Era, sin embargo, un inconveniente esta ventaja misma. Podía pasar un labriego, un pescador de truchas del río, un cazador madruguero, y verle en su faena. Por fortuna, nadie pasó, y Ramón pudo terminar la obra de arte que estaba realizando. Quedó de tal suerte la entrada del escondrijo, que nadie creyera aquellas piedras musgosas y decrépitas colocadas allí sino desde hacía siglos.

Los sacos estorbaban: Ramón los echó al pozo del río, envolviendo una piedra. Suspiró de fatiga y consagró la última mirada a su trabajo. ¡Estaba bien! Después subió en dirección al monasterio. Al llegar a la parte del monte en que la pedregosa calzada de los monjes enlaza con el camino real, vio a sus pies una nube de polvo. Se estremeció. Era, sin duda, el enemigo; venía hacia Sangreiro, que, puesto en la cumbre de la montaña como un penacho, no podía ocultarse a las miradas y atraía la atención hacia su mole magnífica, conjunto de edificios que poco a poco se habían ido agrupando en derredor del primitivo cenobio, no muy posterior a los tiempos apostólicos.

Ramón había oído hablar mucho todo el invierno, en tertulias de sacristías, de lo que pasaba cuando entraban los invasores en iglesias o monasterios. La destrucción, el escarnio, el ultraje, les acompañaban. Los religiosos eran arrastrados por los claustros, aporreados o cruzados con las bayonetas; los altares ardían; la bodega, inundada de vino, se llenaba de beodos, que bailaban vestidos con las casullas y las capas pluviales de los ornatos. Este cuadro creía estarlo presenciando Ramón, y temblaba de cólera. Una nube roja cubría sus ojos. ¿No había hombres en Sangreiro? ¿Dónde se habían metido aquellas liebres, aquellos gallinas? Los invasores no eran tantos: una columna, tal vez cien o doscientos... Con las hoces, con las bisarmas, con palos, se les podía despachurrar, ¡echarles al río! Y la columna avanzaba; ya se divisaba, a la cabeza de los marciales jinetes, el comandante, rubio, corpulento, rigiendo un caballo que manoteaba... Ramón no supo qué fuerza le impulsó al movimiento decisivo. Con su escopeta de perdices, pero cargada aquel día, como sabemos, con balines, apuntó, disparó... El comandante soltó las riendas y cayó hacia atrás; el caballo, desmandado, se alocó. El momento de asombro de la columna dio tiempo a que Ramón se pusiese en salvo, desapareciendo entre los árboles.

El oficial que tomó el mando al punto entró en el monasterio declarando que no pensaban antes hacer daño alguno ni a la comunidad ni al edificio, que sólo querían repostarse y descansar; pero que ahora darían fuego por los cuatro costados si no les entregaban al que había matado a su comandante. En vano el abad protestó de que ignoraba quién fuese el autor de la agresión; en vano suplicó clemencia por un hecho del cual los monjes de Sangreiro eran inocentes. Viendo que pasaba la mañana y que no les era entregado el brigante, empezaron los invasores a hacinar leña alrededor de las paredes de la iglesia y a destrozar la sillería del coro para combustible. Reservadamente, el abad había mandado aviso a la casa de Ramón, ¿para que se presentase? Mal conocería al recio abad quien tal creyese. No; para que se ocultase, a ser posible, bajo tierra.

Y esta generosa precaución fue la que perdió al muchacho. Por ella supo que Sangreiro iba a ser una hoguera y acuchillados sus monjes. Y, sin vacilar, apoyado en un palo, sintiendo un impulso caballeresco —él no era un gañán, en su puerta había un escudo—, tomó el camino del monasterio y se presentó al oficial, diciendo con sencillez:

—Yo fui quien disparó sobre el comandante de la columna. Aquí estoy a responder de lo que hice.

Y el oficial dio órdenes para que fusilasen sin tardanza «a aquel beau gaillard» y no se molestase a los monjes. Quería el abad confesar al sentenciado y saber el escondite; pero sólo se le permitió absolver a su sobrino cuando estaba ya de rodillas. La noticia del escondite bajó con él a la fosa.

Y mientras esperaba el desenlace, veía que una mano traspasada le ofrecía un cáliz, ¡el de Sangreiro!...

El Camafeo

Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio del estudio y el trabajo.

Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su ardiente aspiración y sus mil fracasos.

El joyero que recibió de socio a Antón Carranza tenía una hija, cuyo enlace con el artista fue la base de la nueva razón social. Luisa, la esposa de Carranza, no era bonita, ni aun agraciada: la desfiguraba su tez amarillenta, sus facciones angulosas y una cojera muy visible. Carranza, con todo, aceptó el trato sin repugnancia alguna; su futura le inspiraba, a falta de sentimientos más vehementes, simpatía y cariño. Como suele suceder a los hombres excesivamente poseídos de la fiebre artística, desconocía Carranza otras pasiones; la mujer era para él una necesidad momentánea, y el matrimonio una prudente garantía de paz y de afecto. Casóse, pues, satisfecho y tranquilo, y se condujo como marido bueno y leal.

Rico y en situación de satisfacer sus caprichos, Carranza rebuscó y adquirió preciosidades; ya que no acertaba a modelar estatuas, las hizo desenterrar en Nápoles y Grecia, y pudo colocar en su despacho-taller un lindo Fauno, una curiosa Belona policromada, encanto de los arqueólogos, y varios fragmentos de mérito e interés.

Conocida su afición, presentáronle los vendedores medallas de revelado cuño y piedras grabadas, y entre varios ejemplares que no rebasaban del límite de lo usual y corriente, la lúcida ojeada del artista malogrado descubrió un camafeo griego, que, desde luego, reconoció y diputó por pieza única tal vez en el mundo. Ni el famoso, contemporáneo de Alejandro, que representa a Psiquis y el Amor; ni la Venus marina, de Glicón; ni la celebre sardónica de la galería Farnesio, podían eclipsar a aquel sencillo camafeo, que sólo ostentaba una cabeza de mujer o, mejor dicho, de diosa. La ignorancia relativa del traficante cedió la divinidad por un precio irrisorio, atendida la importancia del camafeo, y Antón Carranza, dueño del inestimable tesoro, lo guardó con transporte en una caja de malaquita y pedrería, de donde lo sacaba mañana, tarde y noche para contemplarlo a su sabor.

¡Qué sobriedad y pureza de líneas, qué misteriosa vida respiraba aquella cabeza! Cuatro rasgos; unos planos que apenas se indican; unas superpuestas capas de ágata que se matizan insensiblemente..., y una obra maestra, digna de conservar un nombre al través de los siglos; una obra que fija y encarna la idea de una beldad sublime. ¿Por qué no había acertado jamás él, Antón Carranza, a concebir nada que se asemejase a aquel camafeo prodigioso? Una obra así bastaría para hacerle feliz toda la vida, colmando su anhelo y realizando su destino...; ¡y nunca, nunca de sus dedos torpes y su estéril fantasía había de brotar algo que se pareciese al camafeo!

Su entusiasmo por la piedra adquirió carácter extraño y enfermizo. Con fijeza más propia de la perturbación mental que de la cordura, pasábase Carranza horas enteras mirando el portento y tratando de explicarse qué secreta fuerza, qué rayo luminoso llevaba en sí el desconocido que hacía tantos siglos produjo aquel milagro. Quizá ni él mismo sospechó el valor de la huella genial que imprimió en la dura ágata su diestra paciente y firme. Quizá alguna joven de Mitilene o de Samos lució en el anular o colgó a su garganta el camafeo sin conocer que poseía una riqueza ideal. Ni los que lo habían desenterrado y vendido ahora, en el siglo presente, comprendieron lo que tenían entre manos. El primer verdadero poseedor de la joya era Antón Carranza... Y en arrebato nervioso de desordenada pasión, Carranza pegaba los labios al camafeo, lo estrechaba contra su pecho, queriendo incrustarlo en él, adherirlo a su carne...

Notó por fin Luisa y notaron todos los de la casa, dependientes y amigos, clientes y responsables, alarmantes síntomas en Antonio; y los que le veían de cerca se asustaron de su afición a la soledad, su hábito ya adquirido de encerrarse a deshora, su silencio en la mesa, y le tuvieron por maniático, opinando que los intereses comerciales de la sociedad peligraban en su poder. Era para Luisa doblemente triste que se hubiese anublado la razón de su esposo, ahora que, cumplidos sus más dulces deseos, se sentía encinta y soñaba en el momento inefable de estrechar a la criatura que esperaba. Consultado al médico acerca del estado de Carranza, y habiéndole observado despacio, con persistencia y disimulo, su fallo fue terrible: tratábase de un caso de monomanía tenaz, acompañada de graves desórdenes en las funciones del hígado y del corazón; y para salvar la razón y acaso la vida del enfermo era preciso encerrarle sin tardanza en una casa de salud, sujetándole a un método riguroso.

No hubo más remedio que acceder, y Carranza, una mañanita, fue conducido al triste asilo, donde, separado de los que le amaban, iba a verse abandonado del mundo... Con peregrina indiferencia se dejó llevar el maniático; tenía consigo el camafeo, y nada más necesitaba para ser dichoso en la región de sus delirios. Luisa iba a verle con frecuencia, pero se interrumpieron sus visitas cuando llegó el esperado trance; el nacimiento de una niña puso su existencia en peligro, dejándola semiparalítica y sujeta a ataques dolorosos, y transcurrió largo tiempo sin que pudiese ver al pobre recluso. Decía el médico que Carranza mejoraba y pronto saldría de su encierro; pero corrían meses y años y no llegaba el momento feliz.

Luisa, que amaba a su marido tiernamente, no tenía otro consuelo sino ver crecer a su hija, y envanecerse de su sorprendente hermosura. La niña, en efecto, era una perla. No se parecía a su madre ni a su padre; ni el mínimo rasgo de sus facciones recordaba a los que le habían dado el ser. Las líneas de su rostro, puras y correctísimas, desesperarían a un escultor por su incopiable elegancia y delicadeza y los rizos que se agrupaban sobre su frente y caían sobre su cuello torneado tenían una colocación graciosa y noble, como sólo la obtiene el arte.

Un día, Luisa, sintiéndose algo aliviada, se metió en un coche con su hija, se apeó a la puerta del asilo. Al penetrar en la habitación que ocupaba su esposo, al mirarle, exhaló un grito de terror y pena: pálido, demacrado, con la mirada fija, Carranza contemplaba un objeto, y de esta contemplación nada podía distraerle, era el camafeo..., y siempre el camafeo. Luisa comprendió con espanto que el enfermo no la reconocía, y herida en el alma, guiada por su instinto de madre, presentó, elevó a la niña en alto. Carranza dejó caer sobre ella una mirada indiferente... De súbito, sus ojos se animaron, brillaron, recobraron la luz de la inteligencia y del amor; sus brazos se abrieron, sus dedos soltaron el camafeo mágico y fatal; sus lágrimas brotaron, y, como el que se despierta, corrió hacia su mujer y su hija... ¡Acababa de advertir que la faz de la niña era la misma faz de la diosa grabada en la piedra dura..., y comprendía que, sin saberlo, había prestado ser y realidad, carne y hueso, a la belleza soberana!

El Casamiento del Diablo

Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.

Concedida la gracia, el ángel exterminador bajó al limbo, y sin penetrar en la mansión doliente, presentó a Satanás tres novias. Tenía la primera ojos de lumbre, aceitunada tez, pelo color de ala de cuervo, talle flexible, y entre sus dedos morenos y afilados temblaban las andaluzas castañuelas y repicaba la pandereta encintada de vivos colores. A su cuerpo de serpentinas curvas se ceñía el mantón manileño, y sus pies calzados de raso herían el suelo con gracioso ritmo.

«Te conozco», calculó Satanás apenas echó la vista a la meridional belleza. «Eres un tipo que me ha sido en extremo útil para trastornar cabezas vacías y perder almas bobas. Que carguen contigo los hijos del mentecato Adán: no me convienes, porque me volverías loco a mí, y pata arriba el infierno, con tus quiebros y tus zalamerías».

Y se fijó en la segunda novia, que en vez de bailar flamenco permanecía reclinada en rico sofá de raso. Su traje de terciopelo negro, escotado y de manga corta descubría y realzaba la magnificencia de sus formas esculturales y la deslumbradora blancura rosada de su cutis. Su cabellera abundantísima ondeaba por las espaldas hasta el suelo, con el matiz del oro en las joyas antiguas, y su boca era una rosa teñida en sangre fresca. «Te conozco, beldad rubia, beldad soberana», volvió a decirse Satanás. «Si no condenas las almas de los demás como la morena, en cambio siempre pierdes la tuya embriagada por el humo del incienso y ofuscada por la vanidad. No te quiero para esposa: me afrentarías, sólo por jactancia de encontrar adoradores y esclavos en el mismo infierno». Y haciendo una señal negativa, fijó sus miradas en la novia tercera.

Ésta no era fea ni bonita. Blanca, de pelo castaño, de facciones sin expresión, bajaba los ojos y no levantaba la mano de la costura. «Hacendosa ésta parece», reflexionó Satanás, «y no cabe duda que no se ocupa de pretendientes ni amoríos. Se me figura que cargo con ésta». Y el Ángel exterminador, encargado de arreglar la boda de Satanás, apenas adivinó el pensamiento del precito, le entregó la mujer elegida, diciendo con sonrisa celestial: «No te quejes de la divina misericordia. Te ha tocado en suerte una mujer fiel, virtuosísima».

Regocijose el diablo, pensando que sería muy llevadero el castigo; tanto más cuanto que la nueva diablesa parecía al pronto lo que se suele llamar una esposa modelo. Sin embargo, al poco tiempo empezó la señora de Satanás a sacar las uñitas; y a echar un geniecillo que bien podía sin hipérbole llamarse de mil demonios. Satanás, no conseguía paz ni un minuto: por cualquier pretexto gruñía, tronaba o relampagueaba su cónyuge. Que si estaban los salones infernales mal barridos y llenos de colillas de cigarros; que si los diablos menores no la respetaban y delante de ella se tomaban la libertad de escupir azufre y maldiciones; que si Satanás no se lavaba y jabonaba como es debido al salir de las calderas de pez; que si la semana pasada se había gastado una arroba de aceite de más en freír condenados, lo cual era un desbarajuste y una ruina; que si todas las horquillas de ensartar almas estaban rotas, y el holgazán del diablo herrero no las componía nunca… En fin, la serie de broncas y gazaperas fue tal, que Satanás tenía la cabeza como un bombo, jaqueca diaria, y un ataque al hígado por mes. Y cuando reprendía a su mujer y se quejaba de vida tan infernal, replicaba ella: «Todos mis enojos son justos; todo lo que chillo y pataleo es en bien de tu hacienda y para ordenar tu casa, y debieras darte con un canto en los pechos, pues te ha deparado la suerte mujer fiel, virtuosísima».

Tanto arreció la fiereza de la esposa y la melancolía y rabia del esposo, que un día Satanás, vencido, bajando la cresta y rogando al cielo, exclamó: «Señor, ya que me quieres casado, obedeceré, pero dígnate enviarme una pecadora, porque así a lo menos inspiraré compasión a alguno. Con las mujeres fieles y virtuosas, ni aún queda el desahogo de quejarse».

El Catecismo

Hasta las diez duraba la velada de familia, y Angelito regateaba siempre cinco minutos o un cuarto de hora, refractario a acostarse, como todos los niños en la edad de seis a siete años, cuando empieza a alborear la razón. Mientras Rosario, la madre, cosía sin prisa, levantando de tiempo en tiempo su cabeza bien peinada, su cara sonriente, que la maternidad había redondeado y dulcificado, por decirlo así. Carlos, el padre, daba lección al muchacho. «Si había de perder el tiempo en el café...», solía responder, como excusándose, cuando los amigos, en la calle le embromaban, soltándole a quema ropa: «Ya sabemos que te dedicas a maestro de primeras letras...»

La verdad era que Carlos se había acostumbrado a la lección, a la intimidad dulce de las noches pasadas así, entre la mujer enamorada y contenta y el niño precoz, inteligente, deseoso de aprender. Fuera, la lluvia caía tenaz; el viento silbaba o la helada endurecía las losas de la calle; dentro, la lámpara alumbraba cariñosa al través de los rancios encajes de la pantalla; la chimenea ardía mansamente y la atmósfera regalada y tranquila del gabinete se comunicaba a la alcoba contigua, nido de paz y de ternura, tan diferente de las sombrías y hediondas madrigueras donde solían agazaparse los amigotes de Carlos, los mismos que se creían unos calaverones y se burlaban solapadamente del padre profesor de su hijo.

Aquella noche, Angelito estaba rebelde, distraído, desatento a la enseñanza. Al leer se había comido la mitad de las palabras y, obligado a volver atrás y repetir lo saltado, su vocecilla adquirió esos tonos irritados y chillones que delatan la cólera pueril. Al escribir hizo la trompeta con el hociquito, engarrotó el portaplumas, echó más de una docena de «calamares» en el papel y, por último, estrelló la pluma en un movimiento precipitado, y la tinta saltó hasta la blanca labor de la madre, que exhaló un grito de sorpresa y enojo. Carlos miró a su mujer, y meneó la cabeza y se tocó la frente, como significando: «No sé qué le pasa hoy a esta criatura.» Y Rosario, levantándose, cogió al rapaz en el regazo y le dirigió las inquietas interrogaciones maternales:

—¿Qué tienes, vida? ¿Te duele algo? ¿Es sueño? ¿Es pupa aquí, aquí?

Y le acariciaba las mejillas y las sienes, tentando por si sorprendía el fuego de la calentura. ¡Enferma tan pronto un niño!

No encontrando calor ni ningún síntoma alarmante, Rosario engrosó y endureció la voz.

—Vas a ser bueno... Ya sabes que no me gustan los nenes caprichosos... El pobre papá se pondrá malito si le haces rabiar; después tienes tú que cuidarle a él y que llevarle las medicinas a la cama... Vamos, Ángel, a concluir las lecciones; aún te falta por dar el Catecismo...

Ángel, sin responder, miraba fijamente a un rincón oscuro del cuarto. La contracción de su carita, la inmovilidad de sus ojos, de un azul fluido y transparente, delataban una de esas luchas con ideas superiores a la edad, que devastan y maduran a la vez el tierno cerebro de los niños.

—Mamá —respondió, por fin, muy despacio, como si hablase en sueños—, ¿y el tío Alejandro no viene nunca?

La madre se estremeció. El recuerdo del hermano que estaba en la guerra con su regimiento le asaltaba también a Rosario muchas veces en medio de su ventura doméstica, y se le envenenaba con el temor de que a la misma hora en que ella descansaba entre limpias sábanas, cerca de unos brazos amantes, pudiese Alejandro yacer cara al sol, con el pecho taladrado y las pupilas vidriadas para siempre.

—¿No viene nunca tío Alejandro, mamá? —repitió el chico con ese acento infantil que anuncia llanto.

—Vendrá si Dios quiere, hijo mío —respondió la madre con rota voz, apretando contra el seno a la criatura.

—¿Cuándo vendrá? Papá, ¿cuándo? ¿Vendrá esta semana, di?

—No sé, querido —exclamó el padre—. A ver: la cartilla, que es tarde, muñeco.

—Pero ¿cuándo, papá? ¿Por qué no lo sabes tú?

—Porque hasta que se acabe la guerra, mi cielo..., hasta que se acabe, tío Alejandro no puede venir.

Los ojos de turquesa del niño se oscurecieron a fuerza de concentración y de ímprobo trabajo para entender.

—¿Cómo es la guerra? —exclamó, por último.

—Pelear unos contra otros, a ver quién gana.

—¿Los buenos con los malos, papá?

—Sí; los buenos con los malos.

—Tío Alejandro es bueno —declaró Ángel—. ¿Y cómo pelean?

—Con fusiles, con espadas, con cañones.

El niño batió palmas.

—Me has de llevar, papá. Me has de llevar.

—¡Pobretín! —suspiró Carlos—. La guerra no es para chiquillos.

—¿Es para hombres grandes?

—Sí.

—Y entonces, ¿por qué no estás tú en la guerra? Tú eres grande, grande.

—Porque no soy militar —dijo el padre contrariado, algo mortificado, (como si aquellas palabras no las hubiese articulado una lengua de seis años), y hablando para convencer—. Tío Alejandro es militar; ya sabes que vino a enseñarte el uniforme. Los militares estudian para eso, para defender a la patria...

—La patria... —repitió el niño, impresionado por el tono enfático y grave con que Carlos pronunció la palabra—. La patria..., ¿es aquí?

—Aquí..., ¿dónde?

—En nuestra casita.

—No...; es decir, sí... Nuestra casa está en la patria; pero la patria es mucho más...: son todas las casas que ves en el pueblo y en otros pueblos, tantos, tantos. Y es, además, la tierra, y los bosques, y las aldeas, y Madrid, y todo...

—¿Y las iglesias también? —murmuró Ángel, con el tono con que decía sus oraciones al acostarse.

—También.

—¿Y la Virgen? ¿Mamá del Cielo?

—También la Virgen; sí, mamá del Cielo es la Patria.

—¿Y tío Alejandro quiere a la Patria?

—Ya ves —interrumpió Rosario, sin ocultar la emoción que empañaba sus ojos—. El pobre tío la quiere mucho. Como que se expone a que le den un tiro y a morirse así, de pronto, figúrate tú. Reza, hijo mío, reza para que no maten al tío.

El niño calló, reflexionando laboriosa, casi dolorosamente.

—¿Y los que no van a la guerra no mueren nunca? —preguntó al fin, siguiendo el hilo de temprana lógica.

—También mueren.

—Entonces quiero ir a la guerra cuando sea grande —declaró con energía el pequeñuelo—. Y quiero que tú vayas, papá. Al fin hemos de morir, ¿no? Pues morir por eso..., por eso... Por mamá del Cielo, ¡por la patria!

Un silencio siguió a las palabras del niño. Los padres se miraban, mudos, penetrados de un respeto extraño como si la voz del inocente viniese de otras regiones de más arriba. Y al cabo de unos instantes, Carlos dijo a su mujer:

—Acuéstale. Son las diez largas.

—¿Y la lección del Catecismo?

—Hoy ya la ha dado —respondió el padre, besando a Ángel con ardor sobre el nacimiento de la rubia melena.


«Blanco y Negro», núm. 265, 1896.

El Cerdo-Hombre

Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.

Si existe el consabido fluido, o lo que sea, nadie lo poseyó en tanto grado como Durof, el tonto. Emanaba sin duda de él algo que atraía y subyugaba a nuestros hermanos inferiores. Los aficionados a esta clase de espectáculos no olvidarán nunca las habilidades de cierta pareja de caniches, a quien Durof enseñó a representar la más divertida comedia amorosa, acabada en boda, y después, con la intervención de un tercer caniche, en desafío por celos. Tampoco han acabado aún de reírse de las gracias del pavo amaestrado, que tan donosamente ponía en caricatura la vanidad humana. Pero el triunfo de Durof, lo que le valió ventajosas contratas y aplausos sin cuento, fue la educación de un cerdito, que llegó a eclipsar en cultura y conocimientos a muchos individuos de nuestra especie.

Aquel cerdo maravilloso hacía más monerías que ningún niño. El número del cerdo sabio, del cerdo-hombre, llenaba el circo todas las noches; la multitud, encantada de sus habilidades, le echaba a la pista hasta cajas de bombones de chocolate, como si se tratase de un chiquillo genial y sublime, a quien era preciso mimar.

El cerdo leía, o aparentaba leer; escribía con sus pezuñas, danzaba, hacía escalas cromáticas en el piano, adivinaba el pensamiento, apagaba una vela, comía con tenedor, servilleta y vaso; era, en fin, un tesoro.

Durof había presentado al admirable tocino en una tournée por Italia, España, Francia y Turquía. Al contratarse para el circo de San Petersburgo, Durof descontaba, naturalmente, el efecto que su alumno había de producir. Fue, sin embargo, mayor de lo que él mismo pensaba. El cochinillo se tragó a los demás artistas, así irracionales como racionales. Era un éxito clamoroso, al cual tal vez en parte contribuía el hecho de que a Durof se le conociese en los círculos de la muchachería elegante, de los cuales formó parte en otro tiempo. Con cierto interés veían los distinguidos ociosos de los palcos de Círculo a uno de los suyos dedicado a tan original profesión, y creían de su deber aplaudirle. ¿No era aquél el propio Sergio Orlik, pariente de los Dolgoruki? Sergio en persona... Pero ¡qué cerdito, qué asombro! Realmente no se comprendía que un animal... Y recordaron: ya antaño, en el colegio, Sergio domesticaba arañas, atraía moscas... El gorrino realmente rayaba en fenómeno: daban ganas de preguntar si tenía dentro un hombre, si era un autómata, una mecánica admirable...

Fue entonces cuando el príncipe Vladimiro Strogonof, no el más linajudo, pero acaso el más rico de aquellos señores colmados de todos los goces de la existencia, murmuró:

—Eso, pronto lo vamos a saber.

—Sí, hay que averiguarlo... Es preciso que Sergio nos haga trabar conocimiento con el cerdo-hombre.

—¡Bah! —exclamó Vladimiro—. Hay un medio más sencillo, y voy a ponerlo en práctica. Ese cerdo me lo como yo asado, y os convido a vosotros al festín...

Hubo una explosión de carcajadas. ¿Comerse el cerdo-hombre? El bocado parecía caro... Pero (conociendo el desenfreno en el capricho que caracterizaba al príncipe Strogonof, y que es un signo de raza) empezaron a barruntar algo que disiparía el aburrimiento.

En el entreacto, Vladimiro pasó a conferenciar con Durof. Nada dijo, sin embargo, de los resultados de negociación tan delicada. Sólo tres días después, cuando volvió a reunirse la sociedad aristocrática y alegre en el palco, el príncipe, con el pulgar en el escote de su chaleco blanco, el monóculo más seguro que nunca en el ligero frunce de la nariz, dejó caer el notición:

—Estáis invitados mañana a mi casa a cenaros el cerdo-hombre... Hoy trabaja por última vez.

Se produjo el alboroto consiguiente... ¡Ese Vladimiro! ¡Qué ocurrencias las suyas! Pero ¿era posible? ¿Durof vendía...? ¡Pchs! En cincuenta mil rublos bien se puede vender un ejemplar de la especie suina. La cena costaría eso y algunos centenares de rublos más, porque era preciso inundar de champagne los despojos del cerdo-hombre.

Y todos miraron curiosamente a Durof, que, en aquel mismo instante, con ligera varita en la mano, dirigía el trabajo artístico de su alumno, haciéndole berrear un aria, el «Vissi d'arte, de Tosca», cómicamente remedado. La sala entera se desplomaba de risa. La ovación era delirante. Las señoras, de pie, aplaudían. Cucuruchos de dulces y fondanes caían ante las pezuñas del impertérrito cochino. Y al terminar, más pronto que otras veces, el trabajo, «la despedida del cerdo-hombre», según rezaba el cartel, y mientras el público reclamaba «bis», se vio al tonto, que, acercándose a su discípulo, le abrazó con cariño. Aumentó la algazara, porque creyeron en una nueva facecia. El cerdo gruñía de placer, apoyando sus codillos en los hombros de Durof. Éste, pálido, rechazó al discípulo. Dos lágrimas ardientes saltaron de sus ojos; lágrimas invisibles.

Entre bastidores se hablaba del caso: se envidiaba a Durof, un bobo con suerte. ¡Cincuenta mil rublos! El alma hubiesen vendido por tal suma atletas, barristas, hasta la amazona, la baronesa Strinski... Ahora Durof podía retirarse, comprar una casita en Italia, casarse, vivir de su renta...

Al otro día, en el suntuoso palacio del príncipe, la cena fue un desate de libre alegría orgiástica. Durof asistía, sombrío. Cuando sirvieron el asado del cerdo-hombre (a la salsa picante), el bobo rehusó; pero aquellos insensatos, entre carcajadas, le forzaron a comer. Después se armó el juego, el bacará, entre hombres semiebrios, que, sin embargo, recobraban lucidez ante la eventualidad de una gruesa pérdida. Durof, al pronto, resistió a la tentación. ¡Llevaba tanto tiempo sin tocar a las cartas, que le habían perdido! Pero hoy era rico... Cincuenta mil rublos... Y necesitaba la emoción fuerte, la emoción que todo lo avasallaba, para olvidar que en su boca había el gusto a sangre fresca de las comidas impías, y en su estómago el peso del plomo de las digestiones brutales, las que sufren aquéllos que, hambrientos, en una plaza sitiada, se resuelven a ingerir el sacrílego alimento... Y cayó otra vez en el abismo del juego, cerrando los ojos.

Al amanecer salía de casa de Strogonof. Le quedaban, del precio de su trato, algunos rublos, dejados por lástima. Pero ni aun se daba cuenta de lo sucedido: la borrachera le envolvía en sus tórpidas brumas.

Y el príncipe sonrió cuando le dijeron:

—Has hecho golpe doble. Acabaste con el cerdo y con el amo... ¿No sabes? Durof se ha colgado por el cuello de uno de los montantes del Circo...

El Ciego

La tarde del 24 de diciembre le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico y desolado.

Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.

Arreció el viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:

—¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios, que va a nacer...; una limosnita señor!

Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.

Era un hombrachón alto, descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y se apoyaba en recio garrote. La oscuridad no permitía distinguir cómo tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en el vago reflejo plateado de las greñas blancas.

—Apártese —murmuró impaciente el señorito—. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al río de cabeza... ¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito para saltar delante de la montura! ¡Brutos!

El pordiosero se había quedado como hecho de piedra.

—¿Dónde está el río? —gritó con hondo terror—. ¿No es aquí el camino de la iglesia de Cimáis? Señor: no me desampare... ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista! ¡Pobre del que no ve!

Mauricio comprendió. El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía... ¿Y quién iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde de Navidad, a cenar, a pasar alegremente la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era internarse en la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo... ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.

Sí; como un criminal. Así definió su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar a Maceo, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de que había caído enteramente la noche.

Velada por sombríos nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento combatía, haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago alumbró la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una desgracia. ¿Se habrá caído?... Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz...? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo creería... Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba, hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota en el Sil su cuerpo..., el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo... ¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?...»

Maceo volaba; un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más próximas, las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas...

«¿Estaré loco? —pensó—. ¡Ea!, ánimo... Debo volverme...» Y no se volvía; su garganta apretada, su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido galope, sacando chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró bruscamente sobre sus patas traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia..., y el caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero, tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del ciego que tropezaba y gemía.

El Cinco de Copas

Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.

Entre las iglesias a que Agustín se sentía más atraído, había dos adonde le llamaban no sólo la nostalgia consabida, sino —fuerza es decirlo— otros móviles asaz profanos. Era la una soberbia basílica en que el arte del Renacimiento había agotado sus esplendores, y en ella, destacándose sobre el fondo de la luz de ancha ventana, se admiraba la escultura de cierta Magdalena bellísima, vestida sólo de un pedazo de estera y de sus ondeantes y regios cabellos. Al través de la crencha rubia y del grosero tejido, se adivinaban líneas de euritmia celestial. Agustín devoraba con ojos ávidos a la santa meretriz y se deshacía en afán de resucitarla. En el otro templo predilecto de Agustín no había pecadoras bonitas, ni siquiera maravillas de arte; paredes casi desnudas, salpicadas por los sombríos lienzos del vía crucis; retablos humildes, una pila ancha, honda, llena de agua hasta el borde, y allá en el techo, en vez de emperifollada e historiada cúpula, un solo emblema pictórico, muy triste; sobre la fría blancura, cinco manchas de almazarrón, que recordaban a los distraídos cómo aquel templo pertenecía a una comunidad franciscana. Agustín llamaba a los chafarrinones bermejos el Cinco de Copas.

No podía acertar Agustín con la razón de sus visitas a la iglesia austera, desprovista de esa opulencia ornamental que fascina los sentidos. Quizá la soledad del convento, situado a un extremo de la población, al pie de una colina, en el repuesto Valceleste; quizá la misma silenciosa nave, donde retumbaba el ruido de los pasos; quizá las sugestivas figuras de los dos frailes, en oración a uno y otro lado del altar; quizá el oficio de difuntos, que ciertos días salmodiaba la comunidad de un modo tan profundo y extraño... Agustín, sin embargo, atribuía su interés por la escondida iglesia al Cinco de Copas embadurnado de almazarrón. Le inspiraba una especie de aversión atractiva. Irritábale lo grosero de la pintura, y, más que nada, sus denegridos y secos tonos. «Eso no ha sido sangre nunca. ¿En qué se parece eso a la sangre? ¡Vaya una manera de representar llagas! ¡Y qué frailes estos, que dejan ahí en el techo ese naipe ordinario y no lo borran siquiera por decoro!» Algunas veces el estudiante se llevaba a Valceleste a sus compañeros de aula y también de jarana y francachela, y, apoyados en la pila del agua bendita, no sin prodigar carantoñas a las devotas vejezuelas que entraban persignándose, hacían chacota del Cinco de Copas, celebrando la ocurrencia de quien tan oportuna y gráficamente lo bautizara.

De pronto, un interés nuevo y avasallador llenó la vida de Agustín. Había llegado al pueblo, estableciéndose en él, una familia que el estudiante conocía casualmente, relación de temporada de balneario; y como entrase a visitarlos algo temprano, antes de la hora de comer, tropezóse en el pasillo con la hija mayor, Rosario, de quince años, que salía de su cuarto, suelto el pelo y en ligerísimo traje. Chilló y huyó la niña; quedóse el estudiante confuso, pero la imagen apenas entrevista, el rielar del flotante pelo rubio sobre las carnes de nácar, le persiguió como visión de la fiebre, mezclando en su desenfrenada imaginación la inerte escultura de la Magdalena y la escultura viva de la doncella.

Del matrimonio pensaba horrores Agustín; constábale, además, que en muchos años no tenía probabilidad racional de sostener una familia; y aunque asomos de innata honradez le decían que era infame perder a la hija de unos amigos confiados y afectuosos, el mal deseo pudo más. Miradas, sonrisas, paseos por la calle, encuentros en la catedral, palabras de miel, cartas abrasadoras... No tanto se requería para vencer a la criatura inexperta, que ignoraba toda la extensión del mal. Al cabo de cuatro meses de asedio, Rosario otorgó la peligrosa cita. Sus padres salían del pueblo, a una aldeíta próxima; ella se quedaba sola, veinticuatro horas lo menos, con la vetusta y sorda criada; todo dispuesto a maravilla, como por el gran galeoto Lucifer.

Al recibir el aviso, Agustín sufrió un acceso de alegría insana; sus nervios se cargaron de electricidad, y sintióse poseído de tal necesidad de correr, gesticular y pegar brincos, que parecía loco. Faltaba una semana aún, y la enervante espera le sacaba de quicio. Llevaba cinco noches sin dormir y cinco días en que, rehusando el alimento sano y sencillo, le sostenían algunas copas de coñac. Cuando solo una tarde y una noche le separaban del instante supremo, resolvió dar largo paseo, a fin de que el ejercicio violento le permitiese dormir de víspera, por no caer malo y desperdiciar la ocasión.

Salió del pueblo, subió carretera arriba, respirando con deleite la frescura de la tarde, el olor de los pinares y de los prados, y dando un gran rodeo a campo traviesa alcanzó la senda que guiaba a lo alto de la colina, bajo la cual descansan Valceleste y el convento. Al llegar a la cruz del Humilladero, desde donde los peregrinos, cara contra el polvo, saludaban a la santa ciudad, Agustín sintió que le rendía la fatiga, y sentándose en las gradas durmió. ¿Cuánto tiempo? ¿Media hora? Tal vez más; porque cuando despertó, el sol ya quería transponer las violadas crestas del monte.

Su primer pensamiento, al recordar, no fue para Rosario ni para las esperadas venturas, sino para el Cinco de Copas.

«¡Cuánto tiempo hace que no veo aquel mamarracho!», dijo entre sí el mozo, riendo en alto y registrando con la vista, allá en el fondo de Valceleste, el convento, el claustro, la huerta, las torres de la iglesia, que ya empezaban a anegarse en las sombras del crepúsculo. Casi al mismo tiempo que se acordaba de los rojos brochazos, sintió levísimo roce de pisadas, y un fraile, calada la capucha, sepultadas en las mangas ambas manos, cruzó por delante de él. Nada tenía de extraño que pasase un fraile a tales horas; sin duda, por ser la de la queda, regresaba a Valceleste; y, con todo, el estudiante percibió esa sensación súbita que no puede definirse y que es preludio del miedo. Antes de salvar el recodo de la senda, volvióse el fraile, y su cara puntiaguda, exangüe, sumida, chupada, momia, surgió de la capilla; sus pupilas cóncavas y ardientes se clavaron en Agustín y, sacando de la manga una pálida mano, hízole una seña... El estudiante se estremeció, pero al punto saltó del asiento de piedra.

«¡Bueno, y qué! Un fraile que me saluda... La cosa no tiene nada de particular... He de saber quién es, o no me llamo Agustín.»

Bajó precipitadamente la agria cuesta; ya no se veía allí rastro de fraile. No obstante, al acercarse al atrio, parecióle a Agustín que le veía entrar en el templo. «Irá a rezarle al Cinco de Copas. Allá voy yo también, y si el fraile flaco me habla, le digo que borren semejante adefesio.»

El templo estaba completamente vacío y casi oscuro; Agustín alzó la mirada hacia la cúpula, y apenas distinguió los cinco brochazos, confusos y lívidos. La idea fija de toda la semana remaneció entonces, al disiparse la vaga impresión de temor causada por la aparición frailesca. Mientras echaba atrás la cabeza para ver el famoso naipe. Agustín, súbitamente, recordó con gran lucidez a Rosario, y su inocencia, y su frescura de azucena en capullo... Sus oídos zumbaron, secósele el paladar..., y apenas la voluptuosa imagen invadió sus sentidos, notó que, de pronto, los cinco redondeles del techo adquirían color sangriento, abriéndose y palpitando como los labios de una herida. De su vivo seno fluían líquidas gotas, que empezaron a caer lentamente, con centelleo de rubíes, y que salpicaron el suelo todo alrededor del estudiante.

—¡Ahora veo que son verdaderas llagas! —gimió Agustín sin poder bajar las pupilas.

Una gota más gruesa, roja, resplandeciente, descendía de la llaga central, y despaciosa, pesada como plomo, vino a rebotar sobre la frente del estudiante...

***

Hace bastantes años que viste el sayal, habiéndose dejado en el mundo, para que otros los recojan, versos, devaneos, libros de Strauss y Buchner, naipes y risas. Alguna vez, en la portería de Valceleste, le he preguntado, a fin de animarle y ver qué contesta:

—Padre, ¿se acuerda del Cinco de Copas?


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 26, 1893.

El Clavo

Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.

Leocadio, para quien, como para la mayoría de nuestros contemporáneos, la idea del convento tenía algo de penal, había llegado, sin embargo, a desear el retiro, a percibir una oscura sensación de enfado de vivir con sus semejantes, atribuyendo a esta convivencia el tedio congénito. Al ver a aquel joven de treinta años, bien vestido, de figura agradable, nadie creyera que era una víctima del fastidio vital; no sólo no sabía en qué emplear sus horas, sino que ni aun sentía el deseo de emplearlas en algo. «¿Y el amor, supremo interés de la existencia?», —preguntarán los que todo lo arreglan con la palabra «amor»—. ¿Por qué no amaba Leocadio, vamos a ver?. Habría que responder: «¡Por lo mismo!». El amor es energía, y Leo cadio no la encontraba en sí. No llamaba amor a devaneos breves y sin huella. No llamaba amor a la sensualidad. Y la sensualidad redoblaba su tristeza, vaga e indefinible. No creía que el amor, un amor grande y fuerte, fuese provocable a voluntad. Esas cosas vienen cuando no se buscan. Leocadio no era rico; su padre había despabilado alegremente lo más sólido de la fortuna patrimonial, dejando a su hijo una renta muy escasa, que no le permitía lujos ni gastos extraordinarios. No podía Leocadio intentar, para distraerse, largos viajes al extranjero, que, con el cambio de impresiones, le sacasen del encierro de sí mismo. Este medicamento es para los opulentos… Leocadio, resignado a su modestia, pensó en algo accesible a sus medios: una temporada de campo.

De verdadero campo, se entiende. No la temporadita de San Sebastián, que se reduce a hacer, con canotier de paja y zapatos blancos, la misma vida que en Madrid, con botas negras y sombrero de copa. Un sitio donde se viviese como viven los animales, que son felices porque no son civilizables ni progresivos. Un sitio en que se pensase poco y se durmiese y comiese mucho. Un sitio en que fuese lícito, en mangas de camisa, echarse sobre la hierba y pasarse las horas muertas cara al sol, protegido por el follaje de algún árbol, y oyendo correr el agua del río, que, como nuestros días, fluye sin cesar, a perderse en algo muy hondo, sin límites.

Y este sencillo, humilde ensueño, logró interesar a Leocadio. Se sintió casi dichoso cuando pudo descubrir, no muy lejos de Madrid, a pocas horas de tren, lo que buscaba. Era no una quinta —las quintas no abundan en Castilla—, sino una especie de casa de labor, pero arreglada por sus dueños para habitarla durante los meses de primavera. Alrededor, labradíos y alcornocales se extendían hasta perderse de vista, y la graciosa industria de los colmenares rodeaba la casa de campo de espliego, romero y flores silvestres. No había río, pero sí un arroyuelo que desde unas peñas abruptas bajaba al valle, desempeñando su viejo oficio de murmurar. Todo ello componía un paisaje bastante pintoresco, y de la soledad del lugar baste decir que no lejos se alzaba un convento de Carmelitas, con los pisos y las paredes de las celdas forradas de corcho. Quien no ignore cómo procuran estos monjes el desierto, comprenderá que Leocadio había acertado si quiso aislarse.

Le hacía la comida la mujer del guarda, la señá Sempronia, humilde comida de jornaleros: sopas de ajo y gazpacho, huevos pasados por agua y algún embuchado picón. Con esto y unas latas de conserva, y la miel de los panales, encontrábase muy a gusto el solitario. Empezaba a experimentar que la vida tenía un sabor claro y atractivo, como el de los sencillos manjares.

Su habitación, grande y encalada, no le desplacía. Algo dura la cama, algo desvencijada la mesa…, pero aire y luz. Lo único que desde el primer instante le descontentó fue un clavo, un clavazo enorme, de negra cabeza, que justamente asomaba sobre su cabecera. El tal clavo —en que no reparó los primeros días— empezó a obsesionarle desde que se hubo fijado en que estaba allí, resaltando sobre la albura de la cal, como gigantesco escarabajo sombrío, y preguntó a la señá Sempronia:

—¿Qué hace ahí ese clavo? ¿Sirve de algo, mujer?

—¡Ay, señorito! —contestó la paleta—. ¡Como servir, de ná sirve! Yo no cuelgo ná en él, ni mi marío tampoco. Ahí está desde los años témpora: ¿lo ve usté? Y, amos, no sabemos por qué está ahí el demónchico del clavo.

A los dos días de la luminosa explicación, como el desasosiego de Leocadio hubiese ido graduándose, dirigió a la Sempronia —cuando ésta entraba cargada con un jarro de agua fresca para aquel señorito de Madrid, que tan sucio debía de ser, cuando tanto necesitaba lavotearse y tanta agua consumía— una pregunta anhelosa:

—Oiga, Sempronia: ¿no podría quitarse de ahí ese clavo?

La guardesa, del susto, casi dejó caer el jarro, derramando parte del agua por el suelo.

—Señorito, ¿qué? ¿Arrancá el clavo, dice? ¡Buena me esperaba con el señó y la señora, di cuando viniesen! Que no toque a ná, es la orden. Y menos a ese clavo.

—¿Menos a ese clavo? ¿Por qué?

La Sempronia se puso grave.

—¿Qué quié usté que le iga, ñorito? ¡Cosas! ¡Cosas! Ca uno tié las suyas…, y los probes, con obeecer…

Fue cuanto logró Leocadio saber del misterio del clavo negro, de cabeza formidable, igual a los que se ven en los cuadros de la Crucifixión. Y esto, poco y confuso, que insinuó la paleta, hizo meditar al solitario. ¿Por qué encargaron tanto los señores que no se tocase al clavo aquél? ¿Señalaría un escondrijo, el lugar donde hubiesen ocultado algún tesoro, algunos papeles de extrema importancia? ¿Sería más bien un capricho, una orden de tantas como se dan, por dejar detrás de sí una huella de voluntad, el respeto a la memoria del amo y señor? ¿O era grosero ardid de Sempronia para que él no insistiese en su demanda?

Fuese lo que fuese, Leocadio no podía apartar un instante de su pensamiento el clavo dichoso, el clavo maldito. De noche, en la vaguedad del primer sueño, la figura del clavo, que no veía, se transformaba: tan pronto era un gran murciélago negro, de ojos fosforescentes, como un zumbón escarabajo, de alas de charol, de patas armadas de pinchos, que se disponía a caerle sobre la cabeza, con ruido de birimbao. Mudó de sitio la cama, con sus manos mismas; pero el resultado fue nulo, o mejor, contraproducente: el clavo, que antes no veía, lo estaba viendo continuamente ahora. Se acostaba, cerraba los ojos, mataba la luz, y seguía viéndolo, como si en vez de ser negro fuese rojo, de tonos de lumbre, un foco ardiente, infernal, que iluminaba el aposento de modo siniestro y extraño. Y al notar que la obsesión se acentuaba, y que perdía ya aquel apetito recobrado, aquel sueño apacible, Leocadio se levantó una mañana con una gran resolución: extraería el clavo, ¡vaya si lo extraería! Ni una noche más resistía tal estorbo; no se reiría de él un hierro condenado; lo vería en sus manos, y sabría que era cosa sin ningún valor, vil y vulgar ferranchillo… En efecto, despierto al amanecer por sus ansias, Leocadio se empinó sobre una silla, y con toda su fuerza tiró del clavo, pesando sobre la cabeza martillada. Ni una línea lo vio ceder, ni señales dio de desquiciamiento. Firme, inconmovible, como si fuese de una pieza con la pared, resistió al tirón, al arranque desesperado del joven. Anheló, se despellejó las manos… Nada conseguía. Recordó haber visto en la cocina, entre otros chismes herrumbrosos, unas tenazas; bajó por ellas furtivamente; agarró con la boca férrea el tronco del clavo… Igual. Ni aun se movía…

El suceso hirió la imaginación del mozo neurasténico —será preciso ya dar a Leocadio este nombre—. ¿No hay algo de fatídico en un clavo que no se deja arrancar? ¿Acaso —porque nos encariñamos con nuestras manías— no hubiese creído a quien le dijese que todo lo natural por lo natural se explica, y que si el clavo no era arrancable, consistía, sencillamente, en que en él terminaba la barra de hierro que aseguraba una viga, sostén del tejado, y que para facilitar la reparación o la sustitución de la barra si se oxidase o rompiese habían ideado terminarla en la gruesa, desproporcionada cabeza que tanto le daba que hacer? Lejos de imaginar esta cosa tan vulgarísima, Leocadio pensó en todo menos en ella… Era aquel clavo la fatalidad, su fatalidad, que se le ponía delante, color de noche, color de piel diabólica, color de abismo… La soledad, que pudiera curarle, le había enfermado más, de un modo más intenso, reconcentrando sus pensamientos y uniéndolos en una sola idea fija, espantosa. «Mi destino lo quiere…», repitió la víspera de la noche última.

Con esa astucia que poseen los maniáticos y que les hace tan temibles, sustrajo una cuerda a Sempronia; una soga recia y fuerte, de amarrar bueyes y cabras. Con igual cautela hurtó sebo, y la ensebó. Hasta estuvo diestro en hacer el nudo corredizo, el consabido nudo…, y en sujetar el extremo al clavo… Y en un movimiento de esos que son perfectos porque son ciegos, porque los guía el instinto, saltó sobre la silla, pasó al cuello el nudo, y despidiendo la silla de un puntapié, quedó balanceándose a media cuarta del suelo…

El Comadrón

Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa:

—Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?

Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!

La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa. ¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el impermeable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.

Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con humildad involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre: si la casa donde iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En pocas y bien medidas palabras respondió el desconocido que el castillo distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el trance tan duro y difícil, que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa la criatura», añadió con energía, como el que da una orden para que se obedezca sin réplica. Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.

Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso, cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se destacaban con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto inexplicable se apeó en el ancho patio de honor, y, guiado, por el desconocido, entró por una puertecilla lateral, directamente, a una cámara baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama antigua, rica, yacía una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse, observó el facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los labios color de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y azules, dos piedras preciosas engastadas en el cerco de oro de las pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica:

—No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar a la criatura.

De mala gana se determinó el comadrón a cumplir los deberes de su oficio. Le parecía un crimen, aunque fuese con buen fin, lacerar aquel divino cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía con acento persuasivo, y terrible, tuteando al médico:

—No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto es hermoso sino en apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición y sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida!

Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo se disponía a emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole al oído:

—¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir encierra no un ser humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que puede acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón heroico!, a sacar a luz «una verdad»?

—El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía y de egoísmo. «¡Una verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le había de agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué mayor delito para su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen se paga tan caro? Quería arrojar el bisturí... Por último, la conciencia profesional triunfó. ¡El deber, el deber! No se podía dejar morir al engendro. Y después de una faena angustiosa, realizada con seguro pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura extraña y repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco, informe.

—Este monigote no puede ser «una verdad» —exclamó, respirando a gusto, el facultativo.

—Porque es «verdad» te parece fea al nacer —declaró el desconocido, que miraba con transporte a la criatura—. Cuando las verdades nacen, horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro pecho; hasta que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra sangre; hasta que afirmamos su belleza como si existiese; hasta que nos cuestan mucho, no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabado con su madre... ¡No se lleva impunemente en las entrañas una verdad! Y ahora la verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla. Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad?

Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde al llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace la vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y declaró gallardamente:

—Ya tiene padre.

El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima; ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién nacida; que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra vez su rocín, y con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió la vuelta.

Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses del invierno; pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca, porque ya se acercaba la mala consejera: la noche.

Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada. ¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y sedosa, dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo! Desvió los paños, contempló a la criatura... Ya no estaba amoratada. Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre sus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al mundo, la recién nacida — buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.

El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores? Tapar la boca... Primero apoyó la palma de la mano; después furioso, porque seguía el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta del impermeable; y, por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se apagaron los quejidos... Cayó la noche; llegó el momento de vadear el río; y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadrón desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo arrojó a la corriente.


«El Imparcial», 2 de abril 1900.

El Conde Llora

Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...

El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.

Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.

El aspecto de la pobrallada era pintoresco hasta lo sumo, en aquella mañana radiante, primaveral. La fealdad que generalmente caracteriza el mujick se doraba y se revestía de algo sonriente y bueno, bajo la claridad pura del astro, que descendía sobre el grupo como bendición y esperanza. La ropa parecía menos vieja; los mismos andrajos se encendían. Los semblantes expresaban esa infantil curiosidad y esa astucia no menos pueril del aldeano y del mendigo, ante el rico y el señor que se toma la molestia de ocuparse de su bien. ¿Por qué lo haría? ¿Sería cierto que era un santo, igual a los bienaventurados Basilio, Trófimo, Sergio, Alejandro y demás del calendario ruso? Pero éstos hacían penitencia, oraban, mientras que el conde escribía no se sabía qué cosas que publicaban los periódicos y que los aldeanos no habían leído ni leerían nunca, entre otras razones, porque no sabían leer.

Y, en su cándida picardihuela, estudiaban al barinio, esperando siempre que un día u otro le acometiese un acceso más fuerte de liberalidad, y a pesar de la oposición de su mujer y sus hijos, se decidiese a distribuir sus bienes entre los pobres. ¡Aquél sería un gran día para la aldea! Porque, naturalmente, sólo los de la aldea tendrían opción; si alguno de los poblados vecinos asomase, le ajustarían cuentas con un garrote, por atreverse a mezclarse en lo que no le incumbía. Y el ensueño del reparto era una secreta alegría más, en la jubilosa y fresca luminosidad de la mañana.

El conde avanzaba ya, y Efimio, impasible como corresponde a un buen criado, entreabría el saco de trigo y presentaba la medida para regular la distribución.

—Tú, Iván, acércate... ¿Cuántos hijos tienes? Se te dará una medida por cabeza...

El rebaño se puso en movimiento, marmoneando esas bendiciones plañideras que son comunes al aldeano y al pordiosero. Llevaban prevenidas alforjas, talegos remendados, y alguna mujeruca apañaba en su delantal. Los niños, sin esperar a que se terminase la distribución, mordían a dentelladas el pan excelente, bien cocido y crocante, del conde. Se oían risotadas ahogadas inmediatamente por un torniscón de las madres, que no consideraban respetuosa la risa en presencia del barinio. El cual miraba a los niños con especial predilección. Al mismo tiempo que creía que la raza humana debiera extinguirse, no había cosa que le interesase como un niño.

Sobre todo, fijaba su atención un muchachuelo como de unos diez años.

Si el conde hubiese sido una naturaleza estética, el chiquillo, lejos de atraer su mirada, la rechazaría. Para los que conocen un cuadro célebre de Murillo, Santa Isabel, es ocioso describir al muchacho que el conde contemplaba, fascinado de compasión. El mismo aspecto de sufrimiento sin enfermedad conocida, a menos que fuese una de esas afecciones parasitarias que a los refinados, y aun a los que no lo son, les infunden ganas de desviarse mil leguas. Y el rapaz, mientras con la diestra empuñaba la hogaza hincándole el diente, con la siniestra hacía el característico gesto de rascarse la pelona que tan felizmente sorprendió el gran realista sevillano. El sol caía oblicuo aún, bañando en lumbre clara la testa del tiñoso. El conde hizo un gesto, entre familiar y dominador. De mala gana, empujado por su madre, aproximose el rapaz.

—¿Eres hijo único? —el conde ignoraba por qué abría el interrogatorio con esta pregunta, la primera que se le había ocurrido.

—Tiene cinco hermanitos, barinio —respondió por el chico la madre, gimiente—. El mayor es él. Los otros son demasiado pequeños para venir. Hay uno que podría, pero le tengo enfermito, acostado sobre unas pieles de oveja.

—Efimio —ordenó el conde—, que ese niño tenga desde hoy unas mantas limpias en que envolverse.

El que se rascaba, envalentonándose un poco, advirtió:

—Yo no tengo manta.

—Que haya una manta nueva para éste también —dispuso el conde.

—León Nicolaievitch —suplicó la mujer—, sería bueno que nos enviases médico y medicinas. La fiebre del niño es muy tenaz. Llevamos ya tres meses de verle postrado. Acaso algún poder dañino le tiene así, para que sean castigados en él los pecados que cometimos. Apiádate de nosotros, barinio, porque sólo tú nos puedes amparar...

—Se os darán medicinas; el doctor irá y dirá cualquier cosa, el muy pedante —exclamó el conde, que no podía resistir a los médicos—. Pero vosotros, barred y asead un poco la isba, y haced que el niño no esté entre inmundicia y pieles de oveja, que pueden transmitirle contagios del ganado.

Al hablar así, el conde luchaba entre su repugnancia a los modernos refinamientos y a las prescripciones científicas, y su conciencia, que le decía que eran las pieles infestadas lo que había contagiado seguramente al morriñoso que veía, y probablemente al febricitante que en la isba aguardaba socorros.

—Y tú —añadió dirigiéndose al muchacho— vas a quedarte hoy aquí, hasta que te freguemos. Efimio —ordenó—, hay que rapar a este muchacho, enjabonarle bien la cabeza con jabón negro, mudarle.

Torcieron el gesto, a la vez, el servidor y el protegido del conde. Efimio consentía en auxiliar a la distribución de limosna, pero todo tiene sus límites. En fin, había que llevarle el genio al señor, por expreso encargo de la señora condesa, y el ayuda de cámara calculó que saldría del apuro encargando la tarea al último de los mozos de cuadra, Alejo, asaz bruto para aceptar tales comisiones.

El chico, en cambio, remiso, miraba a su madre. Ésta, comprendiendo que de la limpieza no saldría el muchacho sin alguna ropa mejor de la que usaba, le empujó hacia Efimio, que se le llevó en dirección a los cobertizos próximos a las cuadras y establos.

Ya había comido el conde, en familia, excelentes potajes de legumbres y deliciosos platos de leche que la condesa dirigía al cocinero, cuando, al salir a hacer un poco de ejercicio saludable, se le presentó el muchachillo. Parecía otro. La crasitud y el tono gris de la miseria habían desaparecido de su piel, que aparecía linfática, pero suave y ligeramente rosada aún del estregón. En su cráneo se rizaban sortijillas de pelo corto, lavado, que brillaba como oro blanquecino. Sus ojos, purificados, eran de un cándido azul.

—¿Te han tratado bien? —inquirió el conde.

—Sí, barinio.

—¿Te han dado de comer abundantemente?

—Sí, barinio.

—Ese traje, ¿te gusta más que el que tenías?

—Ya lo creo, barinio.

—Dime si deseas algo más... Toma —añadió el conde, poniéndole en las manos algunos kopecks.

—Barinio, deseo algo —repuso el chico, y sus ojos resplandecieron de codicia.

—¿Qué deseas? ¿Golosinas?

—No... Deseo un potrito, para montar y correr. ¡Un potrito negro! ¡Un potrito tan hermoso! Efimio dice que tú lo das todo a los pobres. ¡Dame el potrito!

El conde hizo una señal negativa.

—No tengo potrito que darte. Vete con tu madre, que te estará aguardando.

El niño clavó en el conde aquellas dos turquesas de sus pupilas. La mirada tenía una expresión casi sobrenatural. Era la mirada del devoto que ve caer del altar a la santa icona, rota en pedazos. Porque el señor mentía: en sus cuadras existían numerosos potros de su yeguada, especialmente uno negro, del cual los hijos del conde se prometían maravillas. Y el niño veía derrumbarse algo, y el barinio sufría el peso de aquella mirada, como se sufre vergonzoso suplicio.

Al fin, el chico agachó la cabeza, y, con un movimiento especial (no es fácil decir si de reproche o resignación), volvió las espaldas y emprendió el camino de su isba.

El conde quedó inmóvil. Un sentimiento de desolación infinita se había apoderado de él. ¡Dar un potro! ¿Y si el potro fuese lo único que representaría la caridad? Lo otro..., lo sobrante... Él tenía un potro que dar al niño... El niño sabía que podían dárselo, que el señor mentía...

Y, con el alma triste hasta la muerte, el conde sintió que sus ojos se humedecían ante lo fallido de su caridad con límite, de su caridad burguesa...

El Conde Sueña

Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.

Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.

Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.

Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.

Desde la santa Rusia, viose transportado rápidamente a otras regiones de claridad, de feracidad, de caliente atmósfera. Árboles seculares, entretejidos con enredaderas floríferas, extendían sus copas anchas, sus ramas horizontales, sombrosas, donde se posaban aves pinticoloreadas, y jugaban y hacían morisquetas monos de pelaje gris, con grotescos gestos infantiles. Los arbustos de la maleza aromaban como incensarios, y una embriaguez de miel flotaba en el aire y turbaba los sentidos.

Desde el primer momento, el conde percibió malestar indefinible. Acaso envolvía una asechanza la lujuriante espesura. Quizás le había traído allí el poder de las tinieblas, secreto de terror de su existir, desde los días de la niñez. La tentación acechaba acaso al místico ateo; la tentación que vela en la sombra, pero se esconde también en la gloria de los rayos de sol y en el alma pecadora de los perfumes. Y como el que apela a la fuga, avanzó, abriéndose paso al través de las rubias frondosidades, hacia un claro, donde se alzaba un árbol enorme, de un verde metálico, y que proyectaba sombra de geométricas líneas. El conde reconoció una magnífica higuera, materialmente cargada de frutos de piel grieteada y rosado pezón; un árbol que ofrecía millares de senos maduros, melosos. Al pie del árbol de seducción y delito corría un arroyo más fresco que la boca de una virgen, y al margen del arroyo, sobre un pedrusco tapizado de musgo, estaba sentado un hombre, cuyo rostro expresaba misteriosa beatitud. Le cubrían andrajos y una tiara de luz ceñía su frente. Y el conde, alegremente atónito, reconoció en el solitario al príncipe Saquiamuni, amador de cuanto vive, sufre y siente, desde el insecticillo hasta el paria. Y se postró, saludando.

—¡Salve buda! ¡Salve, redentor!

El buda, con el caer extático de sus ojos sesgos, hizo una señal, como imponiendo silencio al importuno. En el mismo instante oyose que rasgaba el aire un susurro, y una paloma vino a caer en el regazo del buda, que cerró los brazos, y la agasajó contra su corazón. Al punto desembocó de la selva un cazador, un hermoso chatria, semejante a una estatua de cobre dorado, de negras pupilas, ágil y esbelto, con su arco empuñado aún.

—Dame mi presa —ordenó con imperio, y, tendiendo la mano, asió por el ala, sangrienta del flechazo, al ave.

—Pide lo que quieras —suplicó el buda— y perdónala, dejándola vivir.

El cazador contempló con desprecio al penitente.¿Qué podía dar aquel haraposo? La tiara que le resplandecía en la frente, para el chatria era invisible. Y, por otra parte, merecía una lección, que le enseñase a no atribuir a las cosas un valor que no tienen. Ni aun la vida humana, incesantemente acechada por la muerte, importa cosa alguna: ni la ajena, ni la propia, y si algo merece interés, es lo que hermosea el rápido instante que brilla la fugaz llama. ¡Una paloma! En la selva llena de hirviente desbordamiento de vida, poblada de seres que la nutrición y la fecundación espolean con sus vitales estímulos, y que la destrucción, como otra fuerza divina, empuja a la tierra para dejar a otros su puesto, ¿qué representa una paloma palpitante de terror, con gotas de sangre en el candor de las alas? Quizás la belleza se cifra en esa mancha purpúrea; el cazador amaba el rubí encendido del labio de las heridas sobre la palidez de la carne moribunda.

—Asceta, si quieres salvar a esa ave que es mi presa, dame por su rescate un trozo de tu carne, igual en peso al de la paloma. ¿Conviene el trato?

Saquiamuni pasó la mano por el erizado plumaje de la zurita, y después hizo con la cabeza señal de que aceptaba.

El cazador, diestramente, improvisó unas balanzas de corteza, palos y cuerdas, y en un platillo sujetó a la paloma. Con el mismo cuchillo con que había descortezado los árboles, sin misericordia, cortó un trozo de la carne de Saquiamuni, en el hombro izquierdo. El conde miraba, transido de horror, estremecido de entusiasmo. Hubiese querido defender al buda: pero, como sucede en sueños, no podía moverse. Veía, con mezcla de dicha y furor, surtir roja fuente del brazo del asceta y teñirse el agua del arroyo de un rosa diluido.

Y la balanza, donde yacía la paloma, no subía aún.

El cazador entonces, sin apresuramiento, empuñó el cuchillo otra vez y del hombro derecho del solitario cercenó otro tajo de carne. El agua del arroyo adquirió tono más subido. Y el platillo seguía quieto. La víctima alada pedía más carne de la víctima humana. El cazador cortó nuevamente, descarnando un muslo.

El arroyo ya se enrojecía con estrías de coral. El platillo continuaba fijo. Dijérase que la paloma era de algún metal más pesado que el mismo plomo.

Y el cazador, encarnizado, con gesto cruel, con boca irónica, seguía cortando, cortando, y la blancura del hueso se descubría, y en el platillo no cabían más despojos, y el arroyo era ya púrpura viva, que el prado bebía sediento. El cazador no sabía ya qué pedazo tajar en el magro cuerpo; un respeto inexplicable le impedía llegar con su cuchillo al cuello y arrojar en la balanza la cabeza, siempre iluminada por sonrisa de extática beatitud...

Testigo callado del horrible rescate, el conde entreveía algo profundo, que no acertaba a comprender aún. ¿Cómo no pesaba el montón de despojos tanto como la paloma? Los ojos del mártir, volcados en las cuencas, parecían querer decir algo.

—Solitario —gritó el cazador—, perdemos el tiempo. Mi caza pesará siempre más que tu compasión. La recojo y me la llevo. Si el gran Brahma es tan piadoso contigo como tú con esta ave (y creo que será lo menos que Brahma pueda hacer), volverá a pegar a tus huesos la carne que desprendió mi cuchillo.

—Chatria —gimió el destrozado príncipe—, no me quites la paloma. Añade más peso en la balanza.

—¿Qué quieres que añada? —interrogó, burlón.

Y el buda, en arranque ardoroso, ordenó:

—¡Todo mi cuerpo!

—¿También la cabeza?

—¡También!

En movimiento rápido, el cazador tomó el cuerpo informe y lo lanzó sobre el platillo. Pegó al punto la balanza prodigioso salto, llegó hasta la región celeste, que se abrasó en un rompimiento de gloria y de magníficas luces...

Y el conde, entonces, comprendió la verdad: no basta dar pedazos de su carne, ni sangre de su corazón, cuando se ha concebido la idea redentora; hay que darse entero, o no aspirar a redimir... Y él había querido redimir, redimir sin dejar su señorial residencia de Yasnaya Poliana, sin renunciar al aroma de violeta con que la esposa perfuma la ropa del esposo; redimir, conservando en su hogar la dicha, la vida del gran señor territorial, viendo a sus hijos en automóvil, a su mujer engalanada, al mundo saludando su celebridad y su literatura, a los editores trayéndole millones, como Reyes Magos actuales...

Y el conde tuvo vergüenza de sí mismo, al despertar, en la molicie de la mañana turbia, en su lecho, que prepararon manos amantes.

El Conjuro

El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.

—¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? —articuló ansiosamente, interrogando—. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?

El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.

—No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.

El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!

—Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir «uno más», dije «uno menos». Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!

—En suma: ¿quieres librarte de mí?, exclamó el espectro.

—De tu poder infinito... Nada te resiste: eres el vencedor. Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!

—¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.

—No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.

—¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.

—Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas heroicas.

Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.

El Contador

Allá en tiempos, fue el conde de Montiel hombre de sociedad, «sportman», espadachín, y hasta tuvo sus ribetes de político. Hoy le imponían vida metódica los años y los achaques, y ni aportaba por teatros ni aceptaba invitaciones. Su único solaz era una apacible tertulia por la tarde, al amor del brasero tachonado, enorme, en la tienda de la anticuaria conocida por «la Galana», donde se reunían otros aficionados, y hecha abstracción de la vida moderna y actual, se respiraba el polvo de varios siglos, más o menos remotos. Embozados en las capas o sumidos en el cuello de piel del abrigo, los buenos señores discutían tenazmente, una semana entera, acerca de un plato mudéjar o de un díptico gótico. Allá fuera resonaba la lucha y se encrespaba el oleaje del mundo. Ellos no se enteraban siquiera.

La misma paz que en casa de «la Galana» disfrutaba el conde en la suya propia. También la condesa se había jubilado. Mundana y animadísima en sus mocedades, ahora devota y delicada de salud, no salía sino a la iglesia y a ciertas visitas de confianza. Nadie reconocería a la famosa Ángeles Luzán en 1875, alma de las fiestas y tormento de las modistas, en la señora de anticuado atavío que frecuenta las Pascualas tosiqueando y se tapa la boca al salir de misa, cuidando con igual solicitud el alma inmortal y el deteriorado cuerpo. Y nadie, al entrar en la morada de los Montieles, donde la calma del anochecer de la existencia tiende un crespón de apagados tonos sobre el mobiliario fastuoso y los densos cortinajes, creería que allí vibraron los violines y rieron las flautas de la orquesta del baile, ni que en el solemne comedor, ante las imponentes tapicerías flamencas, corrió el rubio champaña y susurró el amoroso deseo...

Más dichosos, quizás, más unidos seguramente que cuando eran jóvenes, los esposos, fundidos en la única aspiración egoística de conservarse todo lo posible, no solían discutir, sino en el punto de las antiguallas. A cada cajita de oro, a cada miniatura, a cada arcón o pieza de loza que entraba por la puerta, la condesa gruñía. ¡Manía de amontonar vejestorios, un capital muerto, un estorbo para el día de mañana! Cuando Frasquita Montiel —la hija de los condes, que vivía en Sevilla con su esposo— heredase tanto trasto, ¿cómo se desharía de ellos? Porque además, la condesa abrigaba la convicción de que su marido no sabía comprar, de que le clavaban, de que no entendía lo bastante. «Si tuvieses tú el acierto y el ojo del pobre Luis»... repetía a todas horas. Al oírlo irritábase el conde hasta el furor. Lo del «pobre Luis» se refería a un primo de la condesa, el vizconde de Venadura, amigo íntimo y comensal de la casa, fallecido en la epidemia del dengue. El conde aborrecía la memoria del vizconde, mortificante para su amor propio, invocada siempre en demostración de algún chasco, de alguna serranada de chamarileno, y a la vez, tenía dada orden de que se le avisase cuando saliesen a la venta objetos de la dispersa colección de aquel «pobre Luis», para adquirirlos todos, ¡todos, sin falta!

Una tarde, al entrar el conde en casa de la Galana, ésta le dijo misteriosamente, llevándole a un rincón:

—Ha caído el contador italiano... el de las pinturas.

¡Alegría! ¡El contador de las pinturas nada menos! ¡La mejor pieza, la joya de la colección del vizconde! En voz baja, apasionadamente, se convino el precio: un bonito pico... Bueno, lo que fuese, no se pasa un hombre quince años encaprichado por un mueble incomparable para regatear si la suerte se lo depara. ¡El contador! ¡Por fin los sobrinos y herederos del vizconde se decidían a venderlo! «Que esté en casa mañana a primera hora», advirtió el comprador, con fiebre de entusiasmo senil.

Aquella noche apenas durmió. Al salir la condesa a sus madrugadoras piadosas prácticas, ya estaba el conde —afeitado, vestido, pulcro— esperando su adquisición, como se espera a una hermosa mujer. Así que trajeron el mueble, atendió a su colocación en el despacho con cuidado infinito; despidió al mozo dando generosa propina, y echó el pasador de la puerta. ¡Que nadie le interrumpiese! Necesitaba mirar, remirar, palpar codicioso el tesoro. De este sí que no diría la condesa... Hay en Madrid centenares de contadores florentinos pero ¿dónde se hallará uno que a éste puede compararse? Las doce tablitas que lo decoran —delicadas escenas mitológicas— parecen debidas al pincel de Correggio. Los bronces, cincelados a mano, no tienen rival ni por el dibujo ni por la ejecución. Las incrustaciones y realces son de piedras preciosas, ágatas, lázuli, coralinas. Las columnitas del templete central, cristal de roca tallado, y la encantadora figurina central, la Venus, de oro puro, con cinturón de pedrería. La riqueza de los materiales se olvida ante los primores de la labor artística, del Renacimiento, ante la armonía de los tonos intensos y sombríos de metales y piedras, con el suave colorido de las magistrales pinturas. El conde las detallaba embelesado.

Había en su gozo algo de ese sentimiento inicuo, pero profundamente humano, que puede llamarse así: el triunfo de la supervivencia. Venadura sería más inteligente, convenido, pero ya se pudría en la Sacramental... y era Montiel quien disfrutaba del hermosísimo contador, con ansias de dueño celoso. ¡Después de envidiarlo tantas veces, estaba allí, allí! En los cajones iba Montiel a guardar sus papelotes, su correspondencia, inmediatamente, tomando plena posesión de «lo suyo»,

Abrió la puerta del templete con la linda llave trabajada como una joya: la puerta giró, y se descubrió el interior, que olía vagamente a finas maderas, a cedro y ciprés. Experto en los misterios de tales muebles, Montiel adivinó, allá detrás un «secreto». La pared del fondo del templete estaba hueca y debía de girar. Apoyó la yema del dedo, se esforzó un poco... ¡Efectivamente! La chapa de madera se arrolló sobre sí misma, y descubrió el escondrijo y el inevitable paquete de cartas. Sonrió Montiel, con la sonrisa de los viejos, que es una mueca hecha al pasado, y tomó los ya amarillentos papeles. «Hola, hola... Conque Luisín...». La letra le sorprendió de tanto como la conocía. Se frotó los ojos. Tardó más de un minuto en comprender. «¡Estaré delirando...!». Era letra de la condesa, su letra «de antes», cuando tenía firme el pulso, clara la vista, roja y fuerte la sangre...

Desató el paquete y leyó a saltos, al azar. Lo inmenso de la traición le aturdía: era, en su género, cosa tan extraordinaria como el mueble. ¡Decir que jamás le había cruzado por la imaginación la sombra de una sospecha! A su ceguera aludían reiteradamente las cartas, que respiraban seguridad absoluta. Organizado, tranquilo, envuelto en precauciones hábiles, el ultraje vivía en su hogar, le acompañaba a la mesa, a paseo, al teatro, disfrazado de amistad y parentesco. Detalles horribles surgían de la lectura, latigazos que le azotaban el rostro. Sus pupilas se inyectaban; crispábanse sus puños. ¡Matar! Y resolvía el modo. De noche, al retirarse a su cuarto, sobre la sien de su mujer el cañón de las pistolas de duelo, inglesas, que estaba viendo relucir en la panoplia. ¿Qué? ¿No era justo? ¿Merecía más ni menos la que todavía la víspera nombraba cariñosamente a «aquel pobre Luis»?

Paseando por el cuarto con agilidad y rapidez de mozo, el conde se detuvo ante el mueble. A pesar suyo, volvió a complacerse en su belleza. Por instinto lo cerró, ocultando en el secreto los papeles malditos. Así que desaparecieron, sintió que su ira, de pronto, se calmaba y se abatía su valor, su resolución de héroe calderoniano. El cansancio de la vejez se sobrepuso. ¡Polvo y ceniza todo! ¡Polvo y ceniza el ofensor, polvo y ceniza, en breve, la ofensora y el ofendido, polvo cuanto nos rodea...! ¡Viejos ya, viejos, de piernas temblonas, de blando pecho, de ojos marchitos, de labios sin turgencia, de manos arrugadas, flácidas, muertas para la caricia y para el golpe! ¡Ridículo ayer por el engaño, más ridículo hoy por la venganza! Y la casa en confusión, y los criados llenos de terror, y la justicia, y los periódicos, y las burlas de los «amigos», y tanto frío como hará en la cárcel! Suspiró; echó la llave al mueble, y sentándose en un sitial de guardamesí se dedicó a mirar el contador otra vez. El placer de poseerlo, una especie de desquite de ultratumba, le invadió el alma. ¡Pobre Luis! Que descanse, que descanse en el helado nicho... El conde pensó en su dulce casa, en las estufas, en la comida sana y sabrosa, en la tertulia al brasero. «Esta tarde les diré a los otros que vengan a ver mi contador»...

El Corazón Perdido

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas —como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—, el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.

Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué —pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto— se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.

Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.

El Crimen del Año Viejo

—¿Cree usted que vivirá, doctor? —preguntaron ansiosamente las doce fadas que, en cumplimiento de su misión clásica y tradicional, rodeaban la cuna del recién nacido y se disponían a colocar bajo su almohada el Talismán de la vida.

El doctor afianzó en las puntiagudas narices los redondos quevedos, que daban a su fisonomía un sello misterioso; se manoseó las barbas reflexivamente, y tardó más de dos minutos en contestar. Al cabo, dijo en grave acento:

—Tal vez vivirá… Y tal vez, si ciertos fenómenos se presentan, podrá no vivir… No veo claro en su estrella… ¡Dentro de doce meses será mucho más seguro el pronóstico!

Las fadas, a un tiempo, rompieron en risa cristalina y melodiosa. No eran ellas del número de las que comulgan con ruedas de molino: y aunque no habían inclinado jamás sus blancas frentes sobre librotes apergaminados y rancios, y no consumían aceite de lámparas, sino que lo hacían todo a la plateada luz de la luna, sabían perfectamente que los doce meses eran toda la línea vital del Niño, y al cabo de ese tiempo no sería aventurado contestar a la interrogación dirigida al célebre doctor y académico de la de Ciencias. El cual, ofendido por el buen humor de las fadas, se dio prisa a eclipsarse.

El Anciano, que ocupaba un lecho todo entapizado de damasco rojo, se unió, en voz cascada y que apenas se oía, a la risa de las madrinas del Año nuevo. Era, ya se habrá adivinado, el año de 1918, llegado a tal grado de decrepitud y agotamiento, que en su boca, entreabierta para dar paso a una trémula carcajada, se veían, muy adentro, más allá de las encías desdentadas, unas como telarañas, de un gris sombrío y sepulcral. Por medio de un esfuerzo angustioso, logró incorporarse, y rogó a la fada más próxima:

—Azulina, dame una cucharada del elixir de resistencia.

Con su cucharilla de zafiro, la fada deslizó el elixir en aquellos labios ya invadidos por las nieblas de la muerte; y al punto, galvanizado, se enderezó el viejo; su faz amarilla adquirió rosado tinte, y sus ojos apagados despidieron luz intensa.

—Yo —dijo con alarde de senil vanidad—, yo, el Abuelo, contestaré a lo que no ha sabido contestar la Ciencia. El nuevo Año, que parece, por lo débil y canijo, una figurilla de embrujar, vivirá igual que hemos vivido sus antecesores: tres meses de invierno, tres de otoño, tres de primavera y otros tantos de verano. Pero, encantadoras moninas mías, lo de menos, sabedlo, es vivir, ¿entendéis? Es vivir, sí… pero como Dios manda.

Volvieron las fadas a soltar el chorro de perlas de su alegría, y Azulina, tomado la representación de las demás, exclamó:

—Abuelito, ya sabes que somos paganas, y, por lo tanto, no sabemos lo que manda Dios. Nuestros dioses, los de las selvas y las landas célticas, mandaban una porción de cosas: por ejemplo, que se sacrificasen hombres sobre el ara de Teutatés. Ya ves tú qué antigualla ¡Sacrificar hombres! Ahora nadie haría eso.

—Azulina, eres tonta de bailar —murmuró otra fada, la Topacio, más sagaz y reflexiva, aunque no tan guapa.

—Bueno —intervino el Año viejo—, no deja de tener razón la fada del Azul. Hoy, sobre el ara de Teutatés, a nadie se sacrifica. Quedamos en que el Año nuevo vivirá sus doce meses, lo mismo que he vivido yo.

—¡Lo mismo que tú! ¡Mal agüero, abuelo! —murmuraron algunas de las fadas.

—¡Ah! —gruñó el caduco—, también vosotras, eternas y envidiables niñas, ¿vais a repetir la cantinela de que he sido muy malo, de que hay que señalarme con piedra negra en el curso de la Historia? ¿Qué queríais que hiciese?, un año es un recipiente donde el hombre vierte lo que su maldad le dicta. A mí me han colmado de iniquidades. Si me colmasen de bienes, yo recogería bendiciones. La humanidad nunca quiere reconocer que la culpa de todo es suya.

—Abuelito —dijo la fada Topacio—, tenemos que hacerte justicia. Tú no fuiste malo. Tú has traído al mundo la deseada paz. Con este nombre se te conocerá: el Año de la Paz; y me parece a mí que es bien bonito. Si tú, abuelo, debías irte de este mundo lleno de alegría. Has sido el de la Paz… ¡Pues ahí es nada!

Todas las fadas hicieron coro, con un rumor de aprobación. Sí, sí, que se diese por satisfecho el Abuelo con ser el de la Paz.

—Locuelas —murmuró el viejo, babándose de cariño—, eso de la Paz es lo mismo que lo de la Vida… Vivir y tener paz es lo de menos… El caso es saber cómo se vive y qué paz se tiene. Y yo os digo que no todas las paces son iguales. Justamente mi pena al irme de entre vosotras al frío panteón donde he de dormir eternamente, en compañía de los que me han precedido, consiste en que ignoraré en qué ha parado lo de la Paz. Me voy con esa curiosidad, y no sé lo que daría por satisfacerla. Envidio a esa criatura. Dichosa ella, que verá lo que yo no he de ver, y sabrá la palabra del enigma. ¡Dichosa ella! ¡Quien estuviese en su lugar!

Las fadas rieron nuevamente. Momentos después desaparecieron saliendo por la ventana, pues iban a sonar las doce de la noche, y en sus landas nativas las esperaban las demás compañeras para danzar en corro, al borde del mar, entre las retamas, la danza del encanto. Quedaron solos el viejo y el recién nacido infante. Y entonces, en un ángulo de la estancia, se fue formando una niebla, primero leve, luego densa y sombría; y en el centro de esa niebla brillaron dos puntos de luz fosfórica, que resultaron luego ser los vastos ojos redondos de un mochuelo enorme. Con voz graznadora se dirigió al Año moribundo:

—Si quieres saber lo que ha de ser la Paz —le dijo—, levántate como puedas de esa cama, y coge al nene y acuéstale en tu lugar. Y tú, ve y échate en la cuna…

¡Ya no serás el diez y ocho, sino el diez y nueve!

—Lo que me propones es la muerte del Niño… es un crimen —carraspeó el viejo.

El mochuelo también rió, con estridente carcajada.

—Veo que no estás en el movimiento. Eso de crimen es una noción inactual. Lo que te propongo es un acto dé. Pero que nadie sepa que tú eres el Año viejo que vuelve bajo otra forma. La gente quiere creer que siempre camina hacia delante, lo cual no es posible, porque entonces se retornaría al punto de partida. Se camina en todos sentidos, y la ilusión exige creer que se avanza. Haz tú que lo supongan así, y trata de parecer un Año nuevo, novísimo, diferente de los otros. Si no, eres perdido. ¡Ea, levántate, y a ello!

Tambaleándose, gimiendo de debilidad, se alzó el Año anciano, y varias veces, en el trayecto cortísimo, pensó dar con su cuerpo en tierra. Se apoyaba en los muebles, tosía como si fuese a exhalar el alma, y sus piernas parecían sacacorchos, por los zigzags temblorosos que describían. Al cabo logró llegar hasta la cuna del recién nacido, y, extendiendo las secas manos, lo alzó en peso —pesaba lo que una flor marchita—, y lo llevó a su lecho de rojo damasco, donde lo dejó abandonado, sin cuidarse ni de cubrirle para que no sintiese el frío de aquella cruda noche de diciembre. ¡Así como así, iba a morirse enseguida! Y, en efecto, apenas se hubo separado del talismán de Vida de las fadas, hizo el pobre Añito un puchero de dolor, puso los ojos en blanco, y se quedó rígido, inmóvil. Entretanto, el Año viejo trataba de acurrucarse en la cuna. Por sorprendente caso, sus miembros se reducían, su estatura menguaba, hasta llegar a las proporciones de la primera infancia, y sus blancas barbas y pelo desaparecieron. Pronto se pudo acomodar sin dificultad en la camita del mísero diez y nueve, que acababa de espichar en aquel crítico momento. El diez y ocho sentía elasticidad en sus venas, calor en su sangre: su respiración era fácil y libre, su boca destilaba fresca saliva, sus piececillos bailaban de gozo. Tendía las manos, ansiosamente, al porvenir, y saboreaba ya, de antemano, al placer de enterarse de lo que iba a ocurrir en otros doce meses, fecundos, sin duda, en capitales acontecimientos. En ese plazo, el enigma de la Paz se descifraría, y el mundo daría un paso gigantesco.

¡Vivir, vivir!

Y allá, en el rincón, en la sombra, el mochuelo miraba intensamente al criminal. Sus pupilas fatídicas alumbraban la estancia, aterradoras.

—Ten cuidado —repetía—. Ten cuidado… Que no te conozca nadie que eres el mismo… Porque si no, ¡ay de ti! Hazte el nuevo… Es lo único que han de pedirte…

El Cuarto...

Gran batahola aquel día, en el siempre pacífico y silencioso palacio episcopal de Arcayla. Entradas y salidas de presbíteros y canónigos, con la tejuela bajo el brazo y los manteos flotantes, y de señorones y caciques de la ciudad y de veinte leguas a la redonda, muy soplados, de levita cerrada, guantes prietos, acabaditos de estrenar, y bastones de puño dorado y reluciente contera; zambra en las amplias cocinas, bullir de pinches y marmitones, limpiando legumbres, batiendo claras y picando jamón; llegada de mandaderas de convento con recados de las monjitas y fuentes de natillas muy bordadas y festoneadas; bureo y trajín magno en el comedor, para disponer y adornar la luenga mesa de cuarenta cubiertos, disimulando que el servicio no era parejo, y que el señor obispo, no contando con dar banquetes de tanto rumbo, había tenido que pedir prestado un suplemento de mantelería, de cristalería, de servicio de plata y de vajilla de loza... El caso se consideraba mortificante para el amor propio del mayordomo «de Palacio», y dos o tres veces sus labios apretados dejaron escapar frases agridulces (más agrias que dulces, si toda la verdad ha de decirse), contra «el exceso de la caridad», porque «en todo cabe exceso», y el no «hacerse cargo» de que las dignidades y altos puestos tienen sus exigencias, y docena y media de tenedores con mellas no es nada para la casa de un prelado, expuesto a que de repente le caiga encima el chaparrón de un convite tan solemne como aquél...

¡Friolera! ¡El ministro del ramo, el de Gracia y Justicia en persona, que al pasar por Arcayla quería entregar en propia mano al más joven de los obispos españoles y uno de los más venerables ya por sus merecimientos y ejemplar virtud, el pectoral de amatista, regalo de una altísima persona!

Mal como se pudo, remediáronse las deficiencias y discordancias del servicio, y hasta quedó la mesa que daba gozo, con sus ocho compoteras de variados dulces monjiles, sus tres canastillas llenas de magníficas flores naturales, sus cuatro platos de escogidas frutas, sus cinco ramilletes de helados, caramelo y almendras, sus dos piñas, obsequio de un indiano, sus servilletas dobladas y repulgadas figurando una serie de blancas mitras, sus seis candelabros de plata con bujías de color, y su profusión de copas para los diversos vinos que habían de servirse.

Acudieron a «ver la mesa» algunas señoras de lo principal de Arcayla, y se extasiaron, llenas de orgullo y cayéndoseles la baba, por el lucimiento de su obispo ante los peces gordos de Madrid; que, al cabo, sobre Arcayla refluía el honor dispensado al obispo, y ahora verían los envidiosos y los malos e incrédulos cómo se estima en elevadas esferas al que lo merece, y cómo no hacían ellos nada de más en desvivirse por su pastor.

Las tres acababan de sonar pausadamente en el gran reloj de la torre de la arcaylense catedral, y el obispo, de ocupar una de las presidencias de la mesa, frente al ministro, que aceptaba, sonriendo e inclinándose, la otra, cuando el portero de Palacio vio cruzar el zaguán y dirigirse resueltamente hacia la escalera a una señora desconocida, de aspecto en tal sitio asaz extraño.

Para ojos inexpertos, ignorantes de ciertos artificios del tocador, la dama... o lo que fuese, representaba cuarenta años a lo sumo; para los inteligentes, sabe Dios si podrán añadirse a la cuenta cuatro lustros bien corridos. Cinchado por un corsé magistral, el talle de la señora se gallardeaba señalando ciertas curvas osadas, mórbidas aún. El traje era de corte exagerado y provocativo; y el sombrero, redondo, enorme, recargado de plumaje y broches de brillantes falsos, sombreaba la cara lunar, barnizada de afeites, en que los labios de bermellón se destacaban como herida reciente, mientras el pelo, teñido de un rubio de cobre, fulguraba recordando la aureola de fuego de Satanás.

Indignado y escandalizado, el portero se acercó en actitud hostil a la intrusa, y al llegarse a ella recibió una bocanada de esencias y perfumes que por poco le tumba de espaldas, apestándole más que si fuese vaho de infernal azufre, emanación de las calderas malditas.

—¡Eh, señora, eh! ¡No se pasa! —gruñó el portero. Pero la dama, que sin duda esperaba recibimiento semejante, se lanzó impávida por la escalera de piedra, empujó la mampara de damasco y se coló de rondón en la antesala, donde un familiar platicaba con dos o tres rezagadas devotas, con media docena de señores formales y tal cual bulle-bulle desperdigado del séquito del ministro.

En pos de la intrusa, subía el portero, desalado, sin aliento ni para reiterar el «no se pasa». Familiar, damas y caballeros volviéronse sorprendidos, mientras la señora, arrogante, se plantaba desafiándolos, retando si era preciso al universo.

—Señora —advirtió el familiar acudiendo en auxilio del portero—, no puede usted ver a su ilustrísima; tenga la bondad de retirarse.

—¿Que no puedo verle? —repitió la perfumada, despidiendo a cada contoneo del talle la misma inequívoca peste almizclada y oriental—. ¿Que no puedo? ¡Eso ya lo vamos a ver ahora! ¡No poder ver yo al obispo de Arcayla! ¡Pues está bueno!

—Imposible, señora; lo siento mucho —exclamó el familiar, algo preocupado. Y bajando cautelosamente la voz, porque notaba la extrañeza y recelo indefinible del grupo reunido en la antesala—. Su ilustrísima, en este instante, está comiendo... Mañana, a otra hora..., veremos si es posible que conceda a usted una audiencia.

—¡Audiencia a mí! Atrás, so simple... Audiencia... ¿audiencia a su madre?...

La frase cayó como una bomba en el grupo de la antesala. ¡Madre! Si la intrusa llega a soltar otra cosa, una enormidad realmente atroz, no sería mayor el escándalo. ¡Madre! ¡»Aquello», la madre del obispo de Arcayla! Salía cierto lo que decían en voz baja los impíos de la Prensa y los rebeldes del cabildo; lo que llamaban calumnia infame los amigos y admiradores del prelado: que éste era un hijo espurio, recogido por su padre a fin de que no se degradase al contacto de la mujer galante y venal que le había llevado en sus entrañas. ¡Aquella historia de oprobio se confirmaba con la presencia de la pájara, de la empedernida y vieja pecadora. ¡Y qué oportunidad la suya, aparecerse en tal momento! El familiar se interpuso, aterrado, tan fuera de sentido que ni acertaba a formar cláusula.

—La señora madre de su ilustrísima..., ha..., ha..., ha fallecido hace muchos años —tartamudeó, cruzando las manos con angustia, implorando misericordia.

—¡Fallecer! ¡Pronto me ha enterrado usted, curita! —exclamó riendo cínicamente la del perfume. Y como una cabra, deslizóse de entre el grupo hostil. Guiada por su instinto maléfico, se lanzó al largo pasillo, y, no sin tropezar con un mozo que llevaba una fuente de frito y volcarla entera, hizo irrupción en el comedor. El familiar la seguía desesperado, sin conseguir darle alcance.

Cuando vio surgir, a manera de espectro del pasado, a la mujer que tan amenazado le tenía con «armar la gorda» si no le enviaba dinero y más dinero, el obispo de Arcayla palideció y se demudó, como el sentenciado cuando ve el patíbulo. No amor, no ternura, sino vergüenza y espanto le causaba, por terrible anomalía, la presencia de la que le había concebido en el pecado, abandonado en la niñez, olvidado en la juventud y abochornado y torturado en la edad viril. Cabalmente la ignominia y degradación de la madre impulsaron al hijo a abrazar el sacerdocio, renunciando para siempre al amor, al hogar, a toda perspectiva de felicidad mundana. ¡Y ahora se le presentaba, le echaba en rostro la afrenta, allí, en presencia de todos, delante de los que venían a honrarle, en ocasión de estar recibiendo públicamente un testimonio de respeto, un homenaje halagüeño y merecido!

Era hombre el obispo, era de carne su corazón, y se retorcieron en él las víboras de una tentación horrible... ¡Desmentir, negar, expulsar a aquella mujer, sin perder un minuto, como a una pobre loca! Pero casi en el mismo instante, los brillantes del rico pectoral que estrenaba enviaron un rayo claro a sus pupilas... ¡La cruz resplandeció!

Y, descolorido, sereno, grave, cerrando los ojos, pisoteándose las pasiones, el obispo se levantó, fue al encuentro de la intrusa, tendió la frente al beso de los impuros labios maternales..., y, volviéndose a los convidados, dijo en voz algo velada, pero tranquila:

—Mi madre ha querido honrar hoy mi mesa... Madre, siéntese donde le corresponde: la presidencia, frente al señor ministro.

Años después decía el obispo, cargado de edad y de méritos, envuelta su humildad en la púrpura cardenalicia, como el cielo se envuelve en las magnificencias del ocaso:

—Así como hay «hijos de lágrimas», puede haber padres y madres «de penitencia». Yo pedí tanto por mi madre, que tuve el consuelo de verla morir en un convento de Arcayla, adonde se retiró voluntariamente.

El Décimo

¿La historia de mi boda?

Oiganla ustedes; no deja de ser rara.

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!

—Se lleva usted la suerte, señorito —afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.

—¿Estás segura? —le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el remusguillo barbero de diciembre.

—¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si compraría yo todo el billete.

—Pues, hija —respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación, ni un mal reintegro—, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:

—¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.

Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de la Montera, ni recordaba el incidente.

Pasados cuatro días, estando en la cama, oí vocear «la lista grande». Despaché a mi criado a que la comprase, y cuando me la subió, mis ojos tropezaron inmediatamente con la cifra del premio gordo: creía soñar; no soñaba; allí decía realmente 1.420... mi décimo, la edad de la billetera, ¡la suerte para ella y para mí! Eran muchos miles de duros lo que representaban aquellos benditos guarismos, y un deslumbramiento me asaltó al levantarme, mientras mis piernas flaqueaban y un sudor ligero enfriaba mis sienes. Hágame justicia el lector: no se me ocurrió renegar de mi ofrecimiento... La chiquilla me había traído la suerte, había sido mi «mascota»... Era una asociación en que yo sólo figuraba como socio industrial. Nada más Justo que partir las ganancias.

Al punto deseé sentir en los dedos el contacto del mágico papelito. Me acordaba bien: lo había guardado en el bolsillo exterior del gabán, por no desabrocharme, ¿Dónde estaba el gabán? ¡Ah!, allí colgado en la percha... A ver... Tienta de aquí, registra de acullá... Ni rastro del décimo.

Llamo al criado con furia, y le preguntó si ha sacudido el gabán por la ventana... ¡Ya lo creo que lo ha sacudido y vareado! Pero no ha visto caer nada de los bolsillos; nada absolutamente... Le miró a la cara; su rostro expresa veracidad y honradez. En cinco años que hace que está a mi servicio no le he cogido jamás en ningún gatuperio chico ni grande... Me sonrojo lo que se me ocurre, las amenazas, las injurias, las barbaridades que suben a mis labios.

Desesperado ya, enciendo una bujía, escudriño los rincones, desbarajo armarios, paso revista al cesto de los papeles viejos, interrogo a la canasta de la basura... Nada y nada; estoy solo con la fiebre de mis manos, las sequedad de mi amarga boca y la rabia de mi corazón.

A la tarde, cuando ya me había tendido sobre la cama a fumar, para ver de ir tragando y dirigiendo la decepción horrible, suena un campanillazo vivo y fuerte, oigo en la puerta discusión, alboroto, protestas de alguien que se empeña en entrar, y al punto veo ante mí a la billetera, que se arroja en mis brazos, gritando con muchas lágrimas:

—¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sacado el gordo.

¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor del disgusto, y me faltaba este cruel y afrentoso trance: tener que decir, balbuciendo como un criminal, que se había extraviado el billete, que no lo encontraba en parte alguna y que, por consecuencia, nada tenía que esperar de mí la pobre muchacha en, cuyos ojos negros, ariscos, temí ver relampaguear la duda y la desconfianza más infamatoria...

Pero la billetera alzándolos todavía húmedos me miró serenamente y dijo encogiéndose de hombros:

—¡Vaya por la Virgen! Señorito... no nacimos ni usted ni yo pa millonarios.

¿Cómo podía recompensar la confianza de aquella desinteresada criatura?

¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, de lo que le debía? Mi remordimiento y la convicción de mi grave responsabilidad pesaba sobre mí de tal suerte, que la traje a casa, la amparé, la eduqué y por último me casé con ella.

Lo más notable de esta historia es que he sido feliz.


Arco Iris, 1896.

El Delincuente Honrado

—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.

Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que, después de cumplir el fallo de la Justicia, hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedentes acceder en este particular a sus deseos; pero hoy los invoco, y me autorizan para contarles a ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:

—Padre confesor —empezó por decir—, ante todo sepa usted que yo soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña… que maté… nació al año de haberme casado. Era bonita, y su madre también… ¡ya lo creo!, preciosa, que daba gloria el mirarla. Yo tenía ya algunos añitos…, y ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así como heredan los dineros del que los tiene… heredan otras cosas… Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero…, ¡a caballero no me ha ganado nadie!

La madre…, yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según corresponde a un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo… ¡porque eso es antes!, a diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo de vino y su gallina… No me remuerde la conciencia de haberle escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y a mí se me quitaban las penas de oírla. Lo malo fue que como le celebraron la voz y las coplas, y empezaron a arremolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja una pulla, y aquél que suelta un requiebro… en fin, vi que se ponía aquello muy mal, y le dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que le gustaba el gentío, y oír cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural, y que no le rompiese la cabeza con sermones… De allí a un mes (no se me olvida la fecha, el día de la Candelaria) desapareció de casa, sin dar siquiera un beso a la niña…, que tenía sus cinco añitos y era como un sol.

—Aquí —intercaló el padre Téllez— tuvo una crisis de sollozos, y por poco me enternezco yo también, a pesar de que la costumbre de asistir a los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di a beber un trago de anís, y el desdichado prosiguió:

—Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo… Y lo que más me barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabaja mucho!, era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador: «No tienes vergüenza… Yo que tú, la mato». De tanto oírlo, se me pegó el estribillo, y mientras batía suela, ¡tan tan, catán!, repetía en alto: «No tengo vergüenza… ¡Había que matarla!». Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la llevaron a América…, ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve cómo murió su hija…!

El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez a fuerza de exhortaciones y consejos.

—Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunque me dijese, es un verbigracia: «Padre, tengo ganas de correr», o «Padre, me pide el cuerpo ir a la plazuela», nada, yo sujetándola, que se divirtiese con su canario, o con los pliegos de aleluyas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacar un dedo fuera! Y así que fue espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida a ella como una gota a otra gota… y con una voz de ángel también, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije: «No, lo que es tú… no has de echarme el borrón».

Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana, a ver si andaba por allí algún zángano; tanto, que la castañera de la esquina me dijo así: «Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos más escamones!».

Pero no lo podía remediar. Toda cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía desconfianza. Se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar. Y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué a que me jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró. Sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí a pocas mañanas, acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone a regar las macetas, y que al mismo tiempo, a competencia con el canario, rompe a cantar… Me dio la sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví a casa, entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarle bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda.

¿Creerá usted, padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo a rondar y vuelve a asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y le dice muchos olés…

Callé; no entré a castigarla. Y por la tarde, mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes: «No tienes vergüenza… Había que matarla».

Cené muy triste, y después que me acosté, la misma voz, erre que erre: «Matarla, matarla»…

Entonces me levanté despacio, cogí la herramienta, en puntillas, me acerqué a la cama, y de un solo golpe… Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra desempeñada.

—¿Creerán ustedes —añadió el padre Téllez— que no le pude quitar la tema de la honra? Se arrepentía… pero a los dos minutos volvía a porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar… En este terreno casi murió impenitente…

—Estaría loco —dijimos, a fin de consolar al sacerdote, que se había quedado muy abatido al terminar su relato.

El Depósito

Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu… bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.

—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.

—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!…

Metiéronse en el portal e hicieron avanzar el carrito, que al fin cupo, no sin trabajo, por el hueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo con llave, sin echar los cerrojos otra vez, y ya defendidos de curiosidades —aunque en tal lugar y tal noche no era verosímil ningún riesgo—, bajaron los cuellos de los abrigos y se vieron unos rostros curtidos por la intemperie, animados por la resolución; unas barbas salpicadas de goteruelas: la respiración, liquidada al abrigo del paño.

—Suban —dijo el párroco solícitamente—. Hay en la mesa buen jamón, queso, vino… Echen un chisco, caliéntense.

—¡Mal truco! —juró el jefe de la partida—. Interín no se acomoda el género…, nadie bebe un chisco aquí. ¡A lo que venimos!

Obedeció el cura, alzando cuanto pudo la luz; quitaron prestamente la capa de paja que cubría el carro, y apareció relleno, atestado de armas diversas, desde la anticuada escopeta de caza y el arcaico trabuco, hasta los revólveres de ordenanza y el fusil Remington. Una corriente de orgullo, un espíritu de reto, de provocación, surgió de aquel hacinamiento de bélicos trastos. El párroco olvidó los temores que momentos antes hacían entrechocarse sus dientes; los tres mocetones montañeses rieron y blasfemaron de gusto. ¡A ver cuándo llegaba el día de estrenar el armamento! Y no había de tardar, ¡mal truco! Ahora, a esconder el arsenal donde ni el mismo diaño acierte con él…

—Más secreto, imposible… —afirmó el cura—. Mis sobrinas, en Compostela desde anteayer. ¡En lenguas de mujeres no hay fianza! El sacristán pasa todo el día de hoy y el de mañana en Cebre con su hermano, el tendero, que necesita que le saque las cuentas del almacén. Por aquí, con el frío lobero, la nieve amagando, no aporta alma cristiana. Tenemos veinte horas nuestras. Si prefieren cenar y dormir…

Repitieron que no. En quitándose de encima el ansia de esconder aquello, ya comerían, ya dormirían… Ahora, ¡al negocio! De la carga del carro tomó cada cual lo que pudo, y guiando el cura, que amparaba la luz con la mano, salieron al huerto, comunicado con la iglesia por una puerta baja abierta en el romántico ábside y que daba acceso a la sacristía. El frío del cañón de los fusiles les quemaba los dedos, y resbalaban en la escarcha de los senderos, guarnecidos de árboles frutales sin hojas. Dentro de la iglesia ya, encendió el cura los dos cirios colocados ante la efigie de Nuestra Señora, y se vio que los tableros que cubrían la mesa del altar habían sido desclavados; en el suelo yacía una espuerta con martillos, clavos, tenazas; la piedra de ara descansaba sobre las gradas del presbiterio, y el hueco oscuro del altar vacío semejaba la boca de un sepulcro…

—¿Nos cabrán ahí? —preguntó uno de los mocetones.

—Si no caben, ya tengo yo discurrido otro escondrijo muy bueno; pero me ayudarán a levantar la losa, que no soy hombre de hacerlo solo —añadió, señalando a un gótico sarcófago sostenido por dos leones toscamente labrados y sobre el cual reposaba un paladín de granito, armado de punta en blanco, ceñudo, severo.

Comenzaron a depositar el contrabando en el hueco del altar; a pocos viajes, quedaron acomodadas las dos terceras partes de las armas, hasta el borde. Clavaron otra vez los tableros, encajó el cura la piedra de ara, extendió el mantelillo, restableció en orden las sacras, los candeleros, el atril, y aquí no ha pasado cosa alguna. Ahora era preciso alzar la losa de la tumba de granito, interrumpir el sueño secular del guerrero noble. Aplicáronse a ello los tres forzudos mocetones; arrancaron la argamasa, dura como mármol, y sirviéndose de trabucos a guisa de palanquetas, lograron desquiciar y alzar la losa, corriéndola a un lado. El cura retrocedió despavorido: en el fondo del sepulcro había huesos, cenizas, guiñapos, polvo humano —lo que restaba de aquel batallador, ¡lo que ha de restar de todos los hombres!—. La idea de la profanación humedeció su frente con sudor frío; precipitadamente hizo la señal de la cruz. ¡De aquello no podía salir cosa buena! Entre tanto, los mocetones, sin cuidarse de la suerte que corrían los despojos del valeroso caballero, acomodaban en la tumba el resto del depósito —fusiles, escopetas, cartuchos, balas…—. Al volver a sentar con violento esfuerzo la losa, preguntaron:

—¿No habrá un poco de mezcla?

—No… Dejadlo ahora así; yo le echaré la mezcla cuando esté solo y tenga tiempo…

Hicieron desaparecer las últimas huellas de la misteriosa labor; apagaron los cirios; cruzaron el huerto; subieron a la salita de la rectoral, y ni los lobos que los habían seguido de lejos echándoles unos ojos como brasas, devoran así. Engulleron todo: el jamón curado de Lugo, el queso de San Simón, el pan de centeno; tres veces vieron el fondo del botellón de añejo vino. Rieron, contaron chascarrillos de cazadores, describieron plásticamente a la médica de Cebre, el mejor bocado en seis leguas a la redonda, y, sobre todo, evocaron las contingencias de un alzamiento ya inminente, la distribución y empleo de aquélla ferranchinería escondida con tanta habilidad, que ni el mismo diaño… ¡Mal truco! ¡No tendría tiempo de comérsela el orín! ¡Ya sonaría, ya, manejada por quien sabemos! Estábamos en Nadal, ¿no? ¡Pues allá por Antruejo… lo más tarde! ¡A embromar al Gobierno y a la Guardia Civil!

Hartos, semichispos aún, después de un sueño de cinco horas, se marcharon a mediodía con su carrito, donde, por disimular, por si les daban el alto, metieron cerro, habas secas, haces de paja. Sólo quedó el cura con el depósito.

Sólo… y espantado. Siempre que decía misa en el altar, relleno de armas, creía oír que se entrechocaban, que el hierro hablaba y amenazaba, que las balas querían atravesar los tableros irradiando destrucción. «Paciencia —pensaba—; esto, poco ha de durar; allá para Antruejo…». Vinieron los gordos Carnavales, con su escolta de ollas tocineras y de filloas amarillas; vinieron la Semana Santa, la Pascua, el mes de María, y como si tal cosa; el país reposaba tranquilo. Estaba el cura lo mismo que si hubiese asesinado a alguien, enterrando el cadáver secretamente, y temiese a cada minuto que iban a descubrir el cuerpo. No comía ni dormía; en cada rostro pensaba leer que el secreto había transpirado, que se cuchicheaba, que vendrían los civiles a registrar, que se le llevarían a él, ¡un sacerdote!, atado codo con codo, sabe Dios a qué destierro, a qué presidio…, ¡a qué consejo de guerra! Y corría el año, y volvía la nieve a poner monteritas blancas a los abruptos picos de la sierra, y del famoso alzamiento…, ni indicios. «No puedo vivir más con este embuchado —resolvió el cura—. Me volvería loco». En arranque repentino y febril, metió ropa en el cofre, se despidió de sus sobrinas, montó en la yegua, llegó a Marineda en tres jornadas, y el primer vapor de emigrantes que salió de la linda bahía acogió en su seno a un hombre que iba huyendo de un altar y de un sepulcro.

El Desaparecido

En aquella calle popular, transitada, llena de tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era formidable hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar, cerró las maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los beodos, el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la gente está contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.

La familia Sampedro no vestía luto; era algo peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo menor, Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión —¡o vaya usted a saber!—, determinaron severidades del padre, honrado industrial, dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.

Abrumada por mortal pesadumbre, suponía la madre que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra, tragadora de gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los incidentes y pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su imaginación doña Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía en el hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y roja cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado, ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón, loco, aullando...

El resto de la familia —dos hijas, otro hijo muy laborioso y formal—, según iba pasando tiempo, por natural reacción, iba tranquilizándose, y hasta hubiese deseado distraerse un poco, que la vida normal siguiese su curso. Todos lo hubiesen deseado secretamente, sin confesárselo a sí propios; pero, custodiando el fuego sagrado del recuerdo y del dolor, manteniendo viva la memoria del desaparecido, estaba la madre, para quien era siempre «ayer». Y ante su cara pálida y marchita, ante sus ojos de rojizo borde hinchado, ante su paso espectral al través de las habitaciones, como una sombra de desdicha, nadie se atrevía a sonreír, ni casi a levantar la voz. Los conatos de alegría, natural en la juventud, se estrellaban contra aquella amargura silenciosa y obstinada, aquel temblor de labios que delataba la interior congoja.

Y no siempre era silenciosa la amargura, no... Había días en que, como se desborda un río, salía el dolor de aquella alma. Sin resignación, acusaba en veladas frases al padre por quien el chico había dado el «cabezazo», a la mujer causa de los disgustos, y sobre todo, insistía en lo imposible.

—Si yo no pido nada —articulaba roncamente—. Si yo ¡ya no quiero que mi hijo esté vivo y sano! Si yo sólo quiero una cosa bien sencilla, bien natural, bien justa... A ver si hay alguien que diga que no tengo razón... Sólo quiero saber lo que le ha sucedido. Saber, saber... Si está en un cementerio, que me lo digan. Si está herido, igual. No, no pido disparates. ¡Saber!

—Puede que esté mejor que nosotros, mamá, alegaba Celita, la hija mayor.

Y una mirada desgarradora, casi de odio, contestación de la madre, probaba a la muchacha que, como siempre, el más desgraciado era el único amado, amado hasta suprimir, en el sentimiento maternal, a los restantes...

Por eso temían, en casa de Sampedro, a la cena familiar de la santa Noche. Sería la menos regocijada, entre tantas que no lo eran, ni un instante. Poco importaba que la sopa de almendras estuviese exquisita, el besugo fresquísimo, con las rajas de limón taraceando su blanca carne; de nada servía que la luz de la lámpara se reflejase tan alegre en el cuerpo fino de las granadas y en el oro intenso de las naranjas agrupadas en el centro de la mesa; era inútil la invitación de los turrones compactos, en sus cajas de maderas claras y secas, y el rebrillar del manzanilla de las copas. Presidiendo la mesa, grave y concentrada, estaba la madre, fiscalizando al padre y a los hijos, contando, tal vez, los bocados que cada cual se llevaba a la boca, reprobando el goce que al hacerlo experimentasen. De vez en cuando, los ojos de la señora iban hacia el puesto vacío, la silla que no había consentido quitar. Y este solo giro de una mirada, era suficiente para cortar el apetito, para nublar la hora que debiera ser feliz, de expansión íntima, en el recogimiento del hogar, consolador de todos los males. Así lo entendían el mismo padre, los mismos hermanos del desaparecido. Tenían derecho al consuelo, que si el vivir pasa como el humo, también la pena debe pasar, o, al menos, calmarse. Lo pensaban, y jamás lo dirían. Un respeto, un amor les sujetaba al potro de la tristeza. El padre, acusado por su rigor de tener «la culpa de todo», hasta se hubiese arrodillado pidiendo perdón. La tragedia, sospechada, adivinada, romántica, le subyugaba ante el enojo vengador de la madre...

Y apenas se atrevía a masticar su trozo de pez sabroso, jugoso de aceite dorado; doña Mercedes, de reojo, le condenaba, por aquel placer egoísta —el hijo acaso, a tal hora, no tendría ni un mendrugo de pan que roer—, cuando la criada, entrando aprisa, le habló al oído. Sampedro saltó en la silla, se levantó, salió precipitado. Suspendiose la cena. Una interrogación curiosa se expresó en los semblantes.

—¿Quién es, Manuela?, preguntó al fin Celita, la más avispada.

—Es... yo no le puedo decir... Es una chica... guapa ella... Quería ver al señor, en seguida.

—¡Es raro!, observó Celita. A tales horas...

Una luz singular pasó por las pupilas de la madre. Siempre esperaba el milagro... Se irguió, echó a correr. Y vio a la «pícara», con su cara graciosa de chula afinada, su mantillita echada atrás, su atavío entre populachero y aseñoritado; y oyó que repetía:

—Que sí, que es verdad. Que vengo a que disfruten una Nochebuena tranquila. Él no me lo ha encargao, no señor, al contrario, me mandó que me callase; pero a mí me da lástima de la señora, su mamá, de lo que estará cavilando. No le ha pasao ná malo, gracias a Dios. Allá en Montevideo se encuentra, y con una colocación buenísima, según dice...

—¿Pero eso es seguro?, gritó el padre.

—¡Vaya! ¡Sí, que iba a engañarme él a mí! Les pueo enseñar las cartas.

La madre oía, fascinada, inmóvil. Una ola de sangre subía del corazón al rostro siempre descolorido, y lo enrojecía de púrpura. Pugnaba por hablar, por gritar, y un espasmo le cerraba la garganta. Agitó las manos en el aire y se dejo caer en un sillón, medio desvanecida. Las hijas, que ya estaban allí, corrieron al comedor otra vez, trajeron una servilleta húmeda, agua, vinagre; frotaron sienes y pulsos... Y la señora rompió en sollozos, en gritos delirantes.

—¡Mi hijo! ¡Hijo de mi alma!

La «pícara» no sabía qué hacer. Sin duda había sido imprudente. Debió dar la noticia así, más poquito a poco...

—Bueno, señores, dispensar, que no ha habío mala intención... murmuró confusa, disponiéndose a retirarse.

Don Elías la detuvo, casi con enojo. ¿Por qué no había dado antes la noticia?

—¡Anda! —murmuró ella, sonriente—. Si ya lo saben... Porque me prohibió que dijese a alma viviente palabra de lo que sucedía. Y le parecerá mal cuando lo sepa; pero ahora ya no me importa. Yo le desenfadaré, si se enfada. Voy a juntarme con él; dentro de unos días embarco en Cádiz. Allá nos casaremos. Perdonen si estuve imprudente. ¡Y que les vaya bien, y tengan felices Pascuas!

Media hora después, la familia volvía a sentarse a la mesa, para acabar la cena interrumpida. Estaban contentos; las cosas se habían arreglado. ¡Ya les parecían a ellos fantasías lo de las trincheras, y lo de las balas, y todo lo que discurría la pobre mamá! ¡Esto era mucho más natural y sencillo, y ahora, a sacudir la pesadilla, a vivir! Y saboreaban la compota, con su gusto de canela, su color simpático rosa intenso. En los vasos, el jerez lucía un instante, y su sangre, trasegada a las venas de la familia, era animación y gozo.

La madre, aturdida aún, empezaba a reponerse, a darse cuenta... Su hijo vivía, su hijo era hasta feliz... Y, sin embargo, en el fondo del atormentado corazón, el hábito de la pena dominaba. El desaparecido le parecía más desaparecido que antes. Le parecía hasta muerto... Por él, nunca sus padres hubiesen tenido noticias de su existencia. Fue necesario que «aquélla», la «pícara» se compadeciese, hablase, curase la llaga... Y el acíbar de los celos se mezcló con el viejo poso de la desesperanza, removido. Al ofrecerle Celita, con cariño, una copa de vino generoso, contestó la madre:

—No... Bebed vosotros... ya que podéis...

El Destino

Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida, inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya, por milagro…

Pocos estarán de ello tan seguros como Matías Reñales, mocetón de pelo en pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele encontrarse enredado en otros que nada tienen que ver con las gabelas del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano, amén de celoso y matón y reñidor sin jactancias, pero con derroches de valentía que rayan en bizarra temeridad; y a su manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo e indiferencia de fatalista.

—Porque, miusté —díjome en ocasión de haber venido a verme para pedirme cierta recomendación, la número quinientos mil de las que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente— en no estando de allá… —Y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio—. Si está de allí, sale usté a la calle, hace viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza…, y a San Ginés.

Se me había olvidado que Matías, recriado en Madrid, es albaceteño, no sé si de la propia ciudad puñalera, seguramente de la provincia; y convendrá advertir también que su tipo corresponde al del semimoro, bautizado, pero en el fondo incristianable, que con tal frecuencia encontramos en nuestras regiones del Mediodía. De arrogante figura, tez cetrina, ojos de fuego y terciopelo, barba de intenso negror y un bosque de descuidados rizos coronando la bella cabeza, Matías es grave y sentencioso a fuer de moro natural y ni se alaba de sus proezas, ni echa por tierra a nadie. Hay en él rasgos simpáticos de la dignidad mahometana, sobre todo cuando insiste en lo estéril de los esfuerzos humanos para contrarrestar lo que está escrito. No emplea esta frase; pero el concepto, sí. Y tirando del hilo del concepto, viene a sacar el ovillo del episodio que aún hace erizarse el cabello de Matías.

—Era yo criatura de unos siete años, y vivía con mi madre, ¡proecita!, en cá el agüelo, pae de mi pae, que era labraor. Yo no podía ayuar aún porque no tenía juerza, y mi quehacer era zamparme las golosinas y andar diableando. En la casa, además de mi madre y yo, estaba la otra nuera del agüelo y otros dos chiquillos, Roque y Melchorcico, hijos suyos. Mi tía se yamaba Tecla; mi madre, Llanos —de la Virgen e los Llanos, que es la patrona del pueblo—. Las dos, mi tía y mi madre, habían enviudao a un tiempo, cuando el cólera. ¡Que fue una compasión! Y el agüelo, ¿qué quería usted que hiciese? Las recogió y las amparó…, y tós comíamos.

Sólo que la comía a unos aprovecha y a otros paece que se les vuelve solimán. Mi tía Tecla era de esta casta. ¡Mujer más seca!… Parecía guindilla e sartal, o los gatos cuando pasan veinte días cerraos en un armario, que salen chupaos y echando lumbres. Gastaba un genio e vinagre, y andaba roía de envidia en vista de que sus dos criaturas no acaban de medrar, mientras yo, hecho una manzana y más duro que una guija. Mi madre estaba desvanecía conmigo; al fin no tenía otra cosa a qué mirar en el mundo; y el agüelo —¡caprichos de señores mayores!— se le caía la baba conmigo y me hartaba de mimos y me daba a escondías la mejor fruta del huerto. Y miusté que yo comprendo las cosas; vamos, la que ha pario un par de chiquitines tan de Dios como cualquiera, y a más delicaos, y ve que todo el cariño se lo yeva otro hijo e otra madre, ¿cómo quiusté que se ponga? Como una pantera. Así andaba tía Tecla: unos ojos me echaba a escondidas que yo corría a agazaparme en las faldas de mi madre temblando e susto.

Y no era yo muy medroso… Al contrario; más malo que un cabrito; siempre enzarzao en peleas y metiéndome a hacer hombrás fuera e tino y hora, tirando pedrás al mesmo sol y rompiendo la crisma a zagalones que me yevaban la caeza de altos. Pero elante tía Tecla me entraba un canguelo, que se me quitaban el habla y la acción. Era como aquel que ve una serpiente desmesurá, y en igual de echar a correr se quea quieto esperando la mordedura. Tía Tecla me encantaba con los ojos de basilisco que siempre me estaba flechando; y es que por los ojos aquellos salía un aborrecimiento tan de aentro de la entraña, que me parecían las hojas de dos puñales metiéndome por el corazón a partírmelo. Como me la echaba de guapo, vergüenza me daría de ecirle a madre que tenía un miedo tan horroroso; pero juraría que a ella le pasaba otro tanto, ¡proecilla!, y ca vez que yo me apartaba un minuto, andaba buscándome toda angustiá.

Por aquel entonces hizo mi agüelo una cosa na buena, y lo digo aunque sea faltar y parezca ingratitud, porque la gente de malos hígaos se güelve repeor cuando la esesperan con demasiá poca justicia. Pues el agüelo, ¡Dios le haya perdonao!, sintiendo que le pesaban los años, llamó a un escribano y dispuso de cuanto tenía: el huerto, los trastos de la casa y la labor, unas tierras… y tó en favor mío. A los chicos de tía Tecla, ni esto. ¿Verdad que es pa irritar? Yo no me enteré, y aunque me enterase, ¿qué entiende un chico? Lo único, que tía Tecla se puso más feroz, y cuando me encontraba sólo paecía que intentaba espeazarme. ¡Qué lástima que me dan los que pasan miedo! El miedo es cosa mala; es una enfermeá. Yo perdí el comer y me entró calentura.

Era una murria, que to el día me lo pasaba acurrucao a la vera de la lumbre, cerca del fogón. Estío era, y yo tiritaba. El sangraor ijo que aquello venía de la humedá de la acequia; pero sí ¡buena humedá! Mi madre me armó una especie de cama con un colchón y una colcha de percal, y de allí costaba trabajo sacarme. El agüelo juraba que una bruja me había hecho mal de ojo. Pué que sí, que los ojos suelten veneno.

No sentía miaja de alivio, cuando un sábado, ¡qué día tan señalao!, mi madre puso el caldero de la lejía a hervir. Mientras cocía el agua, mi madre aclaraba en el patio. El agüelo se había ido fuera a tomar el sol. Y cátate que uno de los chicos de tía Tecla, Roquillo, el mayor, que era de mi edad y se espepitaba por mí, viéndome acostao con la cara tapá por la colcha, me sacudió y me dijo: «Matías, ¿sabes que ha parío la perra? ¡Seis cachorros tiene! Y está tan celosa, que no me atrevo a cogerle uno. ¿Te atreves tú?». Yo he tenío siempre la debiliá de que cuando me preguntan si me atrevo, me atrevería me paece que a encararme con Dios. Contesté: «Ahora mismo», y salté de mi colchón. El chico —no sé por qué, ¡las veces que he pensao por qué pudo ser aquello!, ¡cosas de la suerte del hombre!— va y dice: «Pues yo, pa que no te escubran, aquí en tu sitio me escondo». Y se cuela en mi cama, y sube la colcha como yo, igualito…

Voy al cobertizo, me yego a la Pulia, me enzarco con ella, me clava los dientes en este brazo, me saca un peazo e pellejo —¡lo que son las madres pa defender la cría!—, agarro uno de los perriyos, ciegos aún, un canelo precioso, cierro la cancilla y a escape me vuelvo a la cocina. En la puerta me paro elavao de susto; ¡tía Tecla estaba ayí! Me quedo estatua. Con la perra, bueno; pero con la mujer… Y así, agachaito, la veo que tienta en mi cama, y el primo callao. Entonces, ¡Virgen de los Llanos!, la veo que agarra por las asas el caldero de la lejía, hirviendo a to hervir, que lo alza en peso, que se vuelve, que se acerca a la cama y que de pronto… ¡zas!, lo suerta encima de golpe… ¡Si viese usted lo que pasó, antes de morir, aquella criatura escaldá viva! ¡Ni un santo mártir!

Y ahí tiene usté por qué luego he creído que lo que está de allí… —añadió Matías, con relampagueos de espanto en las pupilas al recuerdo de la tragedia, y señalando hacia arriba.

El Disfraz

La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

—La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...

Todo era verdad —lo de la sencillez, lo de la distinción—, pero la profesora no por eso se sentía menos achicada —hasta el extremo de emocionarse— cuando la madre de esa alumna, siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Ínsula, que no sabía ni cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.

—Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...

¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.

—¡Doña Consola! ¡Doña Consola! —repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia alegre—. Venga usted... ¡Hay novedades!

«Doña Consola» corrió, no sin grave peligro de enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se había levantado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:

—¡Por Dios!

La chiquilla batía palmas.

—¡Mamá, mamá, díselo pronto!...

—Dame tiempo... —contestó risueña la madre—. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos... Vamos a ver: ¿no tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?

—Yo...

La profesora se puso amoratada, que es el modo de ruborizarse de los cardíacos.

—Yo... ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora! —prorrumpió de súbito, en involuntaria efusión de un alma que hubiese podido ser artista si no fuese de madre de familia obligada a ganar el pan de tres chiquitines—. ¡Ya lo creo! Sólo una vez oí una ópera... ¡y hace tantos años ya! ¡Y Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente...

—¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stolli! ¡Si es un bordado! Bueno; pues se trata de que esta noche tenemos dos asientos...

El amoratado fue morado oscuro. ¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?

—Son dos butacas que le han enviado a nuestro jefe —prosiguió la dama—, y yo no sé por dónde lo ha sabido este diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no quiere aprovechar esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...

—¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! —balbució la maestra, ya recobrada de su primera emoción—. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría mucho oyendo la ópera, que no conozco sino en papeles...; pero ni mi esposo ni yo tenemos ropa..., vamos..., como la que hay que tener para ir a las butacas del Real.

—¡No importa! —gritó Enriqueta, que no renunciaba a su benéfico antojo—. Mamá le da a usted un vestido bonito... ¿No lo dijiste? —añadió, colgándose del cuello de su madre como un diablillo zalamero, habituado a mandar—. ¿No dijiste que aquel vestido que se te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña Consola?

—Sí, todo eso es verdad —confirmó la marquesa—. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...

La profesora no sabía lo que le pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón enfermo y mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso y a la diversión de la mascarada, insistía.

—¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su señor esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar aquí. Toinette les viste...

—¿También va Toinette a vestir al marido de doña Consolación? —preguntó la marquesa, contagiada del buen humor de la chiquilla.

—No; quise decir que Toinette la viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego les tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo tomabas mamá?, y se van ustedes al teatro.

La marquesa hacía señales de aprobación, y, entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarse delante de aquella Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que vería la ropa interior desaseada, los bajos destrozados, el corsé roto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmas de la miseria sufrida heroicamente, la flojedad de las carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de barros, con el desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una vergüenza, una humillación dolorosa, la impulsaban a gritar: «No, no iré; no me vestirán de carnaval con la librea de lujo...» Pero los ojos preciosos, límpidos, de Enriqueta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a su profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que doña Consolación tuvo miedo de negarse a aquella humorada o gentil travesura. «Pueden quedar descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los dieciocho duros al mes, casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz alta, tartamudeó:

—Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que quiera...

Dos horas después estaba vestida y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo para la elegante marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente adornado con bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacía resaltar el brillo del pelo castaño, rizado con arte. Las mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del traje terminaba en el codo; pero Toinette, con alfileres, lo arregló, y la maestra lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bailaba de contento. No hacía sino contemplar a su profesora y repetir:

—¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la de los demás días!

Bajaban la escalera interior doña Consolación y su consorte, para meterse en el cochecillo, y apenas se atrevían a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa etiqueta, envarado; ella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, bonita y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar el simón, el marido murmuró, bajo y como si se recatase:

—¿Sabes que me gustas así?

Y ella —pensando que al otro día iba a recobrar sus semiandrajos, su traje negro, decente y raído, y que la vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los ataques de sofocación al subir tramos de escaleras— se echó en brazos de él y rompió en sollozos.

El Dominó Verde

Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase a todos los medios imaginables para acercarse a mí. Al romper la cadena de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio jurado y mortal.

Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó a atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos agradecen a su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro e insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca, a veces, a la mujer que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que sabemos que ha de verter sangre bajo nuestros crueles pies.

Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, a manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma; me desaté, movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo de regalar a cualquier mujer, a la primera que tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba a María —a María, triste y pálida; a María, medio loca por mi abandono; a María, enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.

Es la casualidad tan antojadiza, en esto de proporcionar aventuras, que si a veces presenta ocasiones en ramillete, otras nos brinda una por un ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido baile de máscaras del teatro Real.

Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba a hastiarme, y reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, a tiempo que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y no se atreviese, a pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que me impulsó a hendir la multitud y aproximarme a la encubierta. Al ir consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad, o algún empeño más hondo, debía de haberla arrastrado a un baile de tan mal género. «Grande será el interés que la trajo aquí —pensé—, y muy visible su posición en la sociedad para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el lance: que nadie la reconozca.» Y al advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban en medio del gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo.

Con tal suposición dio un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar a la gentil encapuchada. La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero insensiblemente deslizábase hasta perderse y el miedo de que se escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, más la enmascarada me llevaba gran ventaja, sin duda, y empecé a recelar que huía de mí, y que, después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una visión… Este temor que sentí fue ardoroso incentivo del deseo de reunirme a la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me oprimía, y aprovechando un resquicio me hallé poco distante del dominó verde. Sólo que éste, a su vez, apretó el paso y desapareció por una de las puertas del salón.

Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca, ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer, buscando dondequiera a la incitante máscara. Sin duda ella había adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en desesperarme; y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo de hombres o se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el fresco tono verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba jadeante a la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco minutos, tiempo suficiente a que la máscara se enhebrase por un pasillo, saliendo enfrente de mí a buena distancia. Desolado, loco, con la imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu sin dar alcance a la misteriosa hermosura que (ya era evidente) se complacía en burlarme.

La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas las primeras horas de la noche y evitaría el momento de las cenas y de las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para marcarme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más solitario, por la puerta menos alumbrada por la calle donde es más fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho, con tal fortuna, que al cuarto de hora de espera vi asomar a la encapuchada del verde dominó, la cual, mirando a uno y otro lado, como recelosa, exploraba el terreno. Me arrojé a cerrarle el paso, y a mis primeras palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese a su marcha y que no insistiese en acosarla así.

La creí sincera; pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase de que me mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me dejo caer de rodillas a los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente e inspirado, y noté que las frases acudían a mis labios incendiarias y dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento real, aunque sólo dure minutos.

—Si querías huir de mí —dije a la máscara, estrechándola de cerca—, ¿por qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me clavaste la saeta, dí, si habías de negarte a curar mi herida? ¿No estás viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine a este baile en la seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees que voy a dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor y sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.

Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al través de los reducidos agujeros del antifaz, vi temblar sobre el negro terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria.

—Es cierto: sólo por acercarme a ti, por gozar de tu vista, he adoptado este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira que extraño caso: queriéndote así, lloro… a causa de que me dices palabras de amor. Por oírlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este trapo verde, tú… huirías de mí si me presentase sin careta. Me has perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea… ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después… ya no tendrás que volver a mirarme nunca!

Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María… Aprovechando mi estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme precipitar detrás de ella oí el estrépito de las ruedas sobre el empedrado.

Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos transtorna es un trapo verde. La Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que siempre huye, la que todo lo promete… ; la que bajo su risueño disfraz oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.

«El Imparcial», 25 febrero 1895.

El Encaje Roto

Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.

No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.

Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso —detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel—. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen…

Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial… Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio… Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes… . el obispo formula una interrogación, a la cual responde un «no» seco como un disparo, rotundo como una bala. Y —siempre con la imaginación— notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice «no»? Imposible… Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!… «

Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.

Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el «sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escandalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran éstos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.

A los tres años —cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita—, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.

—Fue la cosa más tonta… De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las «pequeñeces» más pequeñas… Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.

Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza —los únicos que me tranquilizarían—. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.

Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho —una maravilla—, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.

En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria… No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.

Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás… Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo… Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible… Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia… . ¡para que lo oyesen todos!

—¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?

—Lo repito: por su misma sencillez… No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias…

«El Liberal», 19 septiembre 1897.

El Enemigo

El día en que por primera vez vestí el uniforme fui, ante todo, a visitar a mi tía Flora, que en cierto modo me había servido de madre. Entré pavoneándome, y ella me tendió sus brazos flacos y sus labios marchitos.

—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!

Se levantó, abrió un escritorio antiguo en que brillaban bronces y, caída la curva tapa de un cajoncillo, sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes... Siempre a ración de dinero, que mi tutor me regateaba, me alegraron las pajarillas aquellas monedas de oro. ¡Al fin podría probar fortuna en el juego! De todas las tentaciones que acometen a la juventud, ésta era la única que latía en mis venas, impetuosa. Sentía una inexplicable corazonada; estaba seguro de ganar, de ganar sin tino, apenas arriesgase la aventura. Mi tía vio la emoción que me causaba su regalo, y con inquietud, dándome cariñosa bofetadita, me preguntó:

—¿Qué pensamos hacer con ese dinero? ¿Calaveradas?

Y como yo balbuciese no sé qué, añadió maternalmente:

—No creas que soy una vieja rara... Ya sé que los muchachos han de divertirse; es muy natural... Lo único que te encargo es que no entre en tus diversiones el juego, ¿entiendes?

Me estremecí. Sin duda, aquella señora, alejada del mundo y candorosa como una monjita recoleta, leía en mi pensamiento, presentía lo no realizado aún...

Haciéndome sentar en una poltrona deslucida, de rico Aubusson, se dispuso a continuar la plática:

—El juego —declaró enfáticamente— es una cosa en que interviene el Enemigo. ¿No lo crees? ¿Eres escéptico, Fermín? Mira que te lo digo hoy, en una ocasión para ti señalada, cuando estrenas tu uniforme y contraes el deber de ser cristiano y caballero. No dejes que el Enemigo se apodere de ti. Andará a tu alrededor, de seguro, rondando y olfateando presa.

Y como una sonrisa, teñida de ironía suave, jugase en mis labios, que apenas sombreaba un bozo juvenil, ante aquella afirmación de la presencia y actividad del Enemigo, tía Flora insistió, con una especie de angustia que me causó extrañeza:

—Tú no lo sabes, niño; pero él está en todas partes. Nos acecha, nos espía en la sombra. Así que nos ve flaquear, nos acomete.

Mi sonrisa, levemente irónica, se convirtió en franca risa. Estrujé a mi tía en un abrazo.

—Aquí tengo yo un sable, una hoja afilada, para, ¡zas!, descabezar al Enemigo... Que venga, y le rebano el pescuezo...

En vez de compartir mi humorismo, la señora suspiró hondamente. Una lucha interior se reflejó en su cara, donde aún quedaban vestigios de belleza. Me miró ansiosa, vacilando.

—Dame tu palabra de honor de conservar en el mayor secreto lo que voy a decirte... Palabra de caballero, ¿lo oyes?

Su voz, que temblaba como hilillo de agua goteando de una fuente medio seca, se hizo más enérgica al exigir el juramento.

—Te lo voy a referir, a ver cómo tú te lo explicas... Fíjate que se trata de tus padres, de mi pobre hermana... Si viviesen, no me atrevería... Ya están en el mundo de la verdad... Ellos saben mi intención...

Después de una pausa ansiosa, añadió:

—¿Te acuerdas de Andrés, de tu padre? Siempre le habrás visto abatido, metido en sí... Y mi hermana, notarías que hasta tenía como miedo de hablar...

Mi infancia, de pronto, se evocó. Resurgían las amadas figuras: el padre, sentado, silencioso, ante una mesa donde se hacinaban papeles que no examinaba y libros que no leía; la madre, rondando la habitación, mirando con disimulo al través de la puerta, alocados los ojos, descolorido el semblante. Y el ambiente de pena que entenebrecía la casa, y las voces de los criados, que hablaban bajo, como se habla donde hay un enfermo grave o un difunto.

—Sí, sí te acuerdas —afirmó tía Flora—. Lo que no sabes es la causa... Casi nadie la supo. Y si la supiesen, no la creerían. ¡La gente no ve sino la cáscara de los hechos! Desde luego, Fermín, tu padre, no era malo; pero muy débil de voluntad y muy aficionado al juego, lo peor de todo...

Me estremecí. ¿No llevaba yo en la masa de la sangre esa misma afición? ¿No estallaría, como sale a la piel la oculta gangrena, un día u otro?

—Hay que hacerle justicia —prosiguió mi tía—. Luchaba con su tendencia al vicio, y se contenía, hasta que un primo nuestro, Fadrique Remisa, casi jugador de oficio, vino a establecerse en Madrid. Desde el primer momento adquirió influencia decisiva sobre tu padre. Salían juntos, pasaban el día juntos, y tu madre empezó a verse abandonada o poco menos. Notaba con terror que se vendían fincas, que vuestra fortuna se deshacía como la sal en el agua, y supo que el primo ganaba lo que tu padre perdía sin cesar. Era como un duelo, en el cual las estocadas herían a tu padre invariablemente. Avanzaba el peligro de que os viésemos reducidos a la miseria, y diariamente tu madre venía a mi casa a llorar, a pedirme consejo, a comunicarme mil planes insensatos. La última vez me dijo lo que vas a oír: «Yo no sé qué hacer», y juntaba las manos como las tienen las efigies de la Dolorosa. «Mi hijo va a verse sin un pedazo de pan. Andrés ha echado ya a la hoguera la mayor parte de nuestra fortuna. Le he hablado al alma, me he arrodillado, le he presentado al niño... Nada, insensible... He ofrecido misas, he acudido a todos los santos, he pasado en vela, rezando, una noche... Y Dios no me escucha. Andrés, cada vez más despeñado por el camino de esa afición maldita... Al verle, ¿qué dirás que hice? ¿A que no lo adivinas? No, no puedes adivinarlo, porque es preciso hallarse en mi estado de ánimo, en la situación moral en que me encuentro yo hace días, para que idea semejante cruce por la imaginación. ¡Se necesita la desesperación, Flora, se necesita...!», repetía con un acento y unos gestos que no te los sé pintar. «¡Bah! —exclamé tranquilizándola—. Cosa mala no la habrás hecho tú, pobrecita mía...». «¡Sí la hice, sí! ¡He invocado al Enemigo! ¡Me he puesto en sus manos! ¡Le he pedido auxilio! ¡Ya ves, ya ves lo que pasa cuando está uno trastornado por la pena!». «Bueno, pues no te apures —consolé yo—. ¡Lucifer no te hará caso!». Tengo presentes, hijo mío, todos los pormenores —prosiguió la señora, que al ver la atención creciente, dolorida, con que yo la escuchaba, iba dramatizando su historia—. A la mañana siguiente de esta conversación, veo llegar de nuevo a tu madre, medio loca. «¿Sabes lo que pasa? ¿Lo sabes?», gritó, encarándose conmigo, en voz ronca y que apenas se entendía. «¡Ha perdido más Andrés! —supuse—. ¡Estáis completamente arruinados!». «¡Al contrario, al contrario! ¡Ojalá fuese eso! ¡Ha ganado todo lo que antes tuvo que pagar a Fadrique! Ha ganado sumas enormes, más de lo que Fadrique pudo pagarle, ¡mucho más!... Fadrique firmó pagarés, se comprometió de todas maneras, y lo mismo que él, otros dos o tres jugadores... Somos más ricos que nunca... No te alegres... ¡Fadrique, hoy, al amanecer, se ha pegado un tiro en la cabeza!».

Mi tía calló. Yo miré alrededor. Experimentaba misteriosa sensación de algo que, en los rumores sombríos de la anticuada sala, se alzaba en incierta forma; chispas fosfóricas resplandecían entre el negror confuso. Iba cayendo la tarde, y los últimos reflejos del sol arrancaban luminosidades a los objetos dorados, a los cristales de la araña de La Granja, a una lámpara y un vaso de Venecia. En las pinturas devotas que adornaban la pared, una cabeza, un brazo torturado, emergían del fondo de betún.

—Me consta —añadió la tía Flora— que tu madre hizo penitencia, arrepentida de su voto impío... Me consta que jamás se consoló tu padre, y que a los dos la tragedia les abrevió la vida. No sé si hice bien en enterarte de este caso... Si hice mal, que ellos me perdonen...

Una lágrima árida rodó por las consumidas mejillas de la señora, y yo la sequé con mis labios filiales.

—Has hecho bien, tía Flora. No sabes lo bien que has hecho. No se me olvidará tu confidencia. No tengas remordimiento ninguno...

El Engaño

Acababa de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo meciéndome en el cierre de cristales de mi casa, después de la comida a la española embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la vista, siempre nueva de la bahía, donde los barcos se cuelan como alciones en su nido; y una pereza deliciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió la portier y entró, agitado, mi amigo y consocio en varios círculos. Valentín Beleño. Sólo con mirarle comprendí que algo extraordinario le ocurría. Como yo, Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana prosa; despacha su labor oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerto, o punto menos para que Beleño se propine tal sofoco.

En palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de toda esta ganga de viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mientras no llega el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa, duerme el sueño sin despertar, en el cementerio disidente, llamado por el vulgo «de los canes». A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de dos horas para hacerlo.

—¿Y creerá usted —añade Beleño— que esos malditos saltan a tierra para refrescar en los cafés o distraerse en el cine? ¡Quiá! La mayor parte de ellos toma un coche y se echa a correr el campo o a admirar los monumentos... ¡Monumentos en Marineda!... ¡Tres o cuatro iglesias de mala muerte y el faro! Y sacan el álbum, abren la boca y dibujan... En fin: ¡para mí, están locos!... El de hoy, que ha venido a bordo del Blue Star, no es inglés, sino inglesa —¡mujer guapa, por cierto!—, y figúrese usted que se empeña en que la he de acompañar a visitar el campo de batalla de Dorantes..., ¡que es una de las manías!...

Al oír lo de «mujer guapa» me eché a reír socarronamente. La señora de Beleño tiene fama de celosa, aun cuando mi amigo Valentín está en sus cuarenta y pico, asaz maduros y sin asomos de gallardía ni de travesura.

—¿Y usted quiere...? —pregunté, siempre risueño.

—Que venga usted también... Ande, hombre... Como usted ha recorrido esa zona levantando planos, conoce aquello mejor. Yo, a la verdad, dudo hacia dónde cae el dichosos campo de batalla, que Dios confunda.

—Mire usted, Beleño: yo iré, aunque estaba aquí mucho más a gusto; pero, franqueza: confiéseme que no quiere usted desazones en casa y me lleva de pararrayos...

—Bueno; será lo que sea... Ahí tengo el coche, y en él aguarda la inglesita...

—Hombre, deme usted cinco minutos para atusarme.

Y declaro que me atusé con esmero, y hasta eché unas gotas de Ideal en el pañuelo de seda marrón, exactamente parejo a la corbata. Cada uno tiene sus pretensiones... No era cosa de parecerle a la inglesita el coco. ¡Oh dolor! Momentos después de sentarme a su lado en el fondo del coche tuve que confesarme a mí mismo que había perdido el tiempo y las gotas de Ideal. Hermosa era, en efecto, la extranjera: la albura de su tez, la transparencia de sus pupilas grises, puntilleadas de oro; la abundancia de su pelo sedeño y tan rubio que parecía blanco a la claridad me encantaron; pero la inocente seriedad de sus modales, la indiferencia con que nos miraba sin vernos el exclusivo afán que demostraba por llegar al campo de batalla de Dorantes donde se verificó el hecho de armas realizado por tropas de España y de la Gran Bretaña unidas contra el invasor francés, me probaron que la turista no buscaba más guerra que aquélla cuyos recuerdos estaba evocando y que nuestras fatuidades de latinos se estrellaban, insospechadas, en una estricta formalidad anglosajona.

La inglesa declaró que había estado en México dos o tres años por negocios de su marido, y hablaba un español bastante comprensible. Venía con ella un niño, su hijo, choto fuerte y saludable, de ojos puros y labios en flor, que no se hartaba de mirar el camino que recorríamos. Y es que el camino lo merecía: a la izquierda, la ría, azul y brillante, como polvareda de cristal, con sus playales de arena blanca, que orlan pinos y alisos, mimbraleras y álamos argentados; a la derecha, una sarta caprichosa de casas de recreo, de cuyas tapias se desbordaba el ramaje de las coníferas y los ramilletes coralinos del geranio enredadera y la rosa de pitiminí. Pensábamos Valentín y yo exactamente lo mismo: que si la inglesa se contentase con este paseo delicioso, se lo agradeceríamos de todas veras. Lo malo era que no cesaba de preguntar por el campo de batalla, que renegado él sea, amén, toda vez que para llegar a pisarlo necesitábamos internarnos por tierras de labor, escalar un cerro empinado y, en suma, andar cerca de tres kilómetros por mal piso, bajo un sol picón, con calzado impropio de tales faenas y pies mal cuidados, no dispuestos para la marcha. No hubo remedio: llegó el momento de bajarse de la cómoda cesta y arremeter con la cuesta en dirección a Dorantes, siendo yo el guía y cicerone.

—¿Algún antepasado de usted tomó parte en la batalla? —no pude menos de exclamar, nervioso ya ante el interés de la turista.

—¡Oh! Todos los ingleses que ahí combatieron eran antepasados míos —declaró ella con gracia—. Cuando un inglés ha peleado por Inglaterra, los demás ingleses le creemos nuestro antepasado. ¿Verdad, Edward?

Y el rubio choto contestó flemáticamente:

—Yes, mother.

Seguimos trepando. Valentín Beleño sudaba y cojeaba. La viajera, animosa, andaba al paso largo e igual de una mujer bien formada, que calza holgadamente y usa ropa corta. Se me acercó Beleño y me interrogó con disimulo:

—¿Falta mucho para Dorantes?

—Kilómetro y medio —respondí, en igual tono.

—No estaremos de vuelta en casa, ni a las ocho... Yo voy reventando... ¡Demontres de chiflados estos ingleses!...

—¿Y qué le hacemos?

—¡Bah!, muy sencillo... Deles usted la batalla, ahí en ese primer grupo de árboles...

En efecto, al avistar el manchón de castaños y el altozano que detrás aparece, me detuve y exclamé:

—Aquí fue donde...

Se paró la inglesa, y con instintivo recelo murmuró:

—¿Aquí? Es extraño. Usted sabe que los franceses se atrincheraron en una ermita. ¿Y la ermita, señor?

Confuso, y arrastrado a la mentira por la fuerza de la mentira, balbucí:

—¿La ermita? La derribaron..., sí; la derribaron... hace poco...

—¡Oh! —gritó, dolorida, ella—. ¡La derribaron! ¡Muy mal hecho! De modo que aquí...

—Sí, aquí mismo..., donde crece ese laurel...

La casualidad había colocado allí un laurel magnífico, ya añoso, de los que parecen regados con sangre, aunque sólo los riegue el agua de la lluvia. El laurel disipó las últimas dudas de la bella viajera.

—Tú, recoge unas hojas, Edward —ordenó al chico, que, sacando reluciente cortaplumas, segó una ramilla del laurel gigante y se la guardó en el pecho—. Ahora, tú, besa el suelo, Edward —añadió la madre.

Y el chico se inclinó, se bajó, convencido y obediente, y apoyó su boca sana y ricamente dentada, incontaminada de tabaco, en el musgo del pradillo.

Una hora después regresábamos a la ciudad. Poníase el sol... No sé por qué, me acometió vaga tristeza. Acaso era remordimiento de haber engañado a un alma creyente; acaso la intuición confusa de que el alma engañada vale más que la mía.

El Engendro

Invitado por los alegres amigos a comer las uvas y festejar la entrada del año joven en un hotel de los de moda y lujo, allá me fui a las diez de la noche, de frac y gardenia en el ojal, como buen mundano.

La mesa, reservada desde cuatro o cinco días antes (andaban solicitadísimas), lucía, un centro de grandes y desflecados crisantemos amarillos. El anfitrión, Gerardo Martí, opulento banquero, debía de estar nervioso, porque ante los crisantemos se puso como un grifo, alegando que le recordaban el cementerio y las adornadas sepulturas, y que esa flor de muertos no debe figurar en banquete alguno. Yo pensaba como él; pero, de esas rarezas que hay, se me antojó llevarle la contraria y declarar que los crisantemos «daban una nota de color» preciosa. Martí, naturalmente colérico, contestó entre dientes un refunfuño desagradable, envuelto en forzada sonrisa. Ya con esto la bisque me cayó mal. Todo el mundo estaba cohibido y faltaba expansión.

Por renegar de algo y de alguien, Martí comenzó a decir pestes del año que concluía. ¡Año fatal, funesto, de hambre y miseria, de guerra con careta de paz, de malestar universal, de epidemias obscuras y traidoras, de ruina de haciendas y de crímenes sin castigo! ¡Año que debiera borrarse de la Historia! La voz irónica de Angelito Comején, siempre guasón, se alzó murmurando:

—Sí, año fatal... Y también de bonitos dividendos, ¿no, amigo Martí?

El hombre de banca se contrajo, porque era directo y acertado el golpe. Renegaba del año ya expirante; pero se guardaba de decir cómo había crecido en él su fortuna, cual espuma en batida chocolatera, a favor de las mismas calamidades que lamentaba. Se volvió hacia Angelito, como si le hubiesen pisado, y gruñó:

—Veo que recogen ustedes las paparruchas del vulgo... ¡Si estaré cansado de oír...!

Cada vez se ponía la cena más tempestuosa y desagradable. Y cuenta que era algo menos mala de lo que en tales presuntuosos hoteles suele ser. La carne al jerez tenía bastantes trufas, y el plato frío remedaba bien la suculenta pasta de Estrasburgo. Los vinos se podían llamar tolerables, excepto el champán, como siempre, infecto y tasado con parsimonia. Martí, que —hagámosle justicia— es amigo de quedar bien en estos casos, pidió otra marca y más botellas. Las cabezas fueron calentándose; el hielo se rompió; pero no para brotes de cordialidad, sino para ese camorrismo involuntario que la excitación de la bebida produce. Comején, que tiene pesadito el alcohol, volvió a suscitar la cuestión de los dividendos afirmando que Martí «y otros como él» eran los que debían soportar todo el peso de los nuevos tributos y costear, con sus repentinas ganancias, carreteras, escuelas y pantanos. Por más que yo, sentado cerca de él, le tiraba del faldón, no cejaba en su tema. Yo observaba con inquietud al banquero. Su palidez se había convertido en un tono rojo granate. Se veía que le era imposible contestar, por espasmo sin duda de la laringe. Tartamudeaba. Al fin, se llevó las manos al cuello y violentamente desabrochó la camisa y deshizo el nudo de la corbata. Le vimos tambalearse, agitar las manos en el aire como si quisiese asirse a algo y desplomarse pesadamente en la silla.

Nos precipitamos a socorrerle, pues comprendimos que algo grave le ocurría, y empezamos por inundarle de agua. Comején, casi desembriagado ante el suceso, pedía: «¡Un médico!», «¡Un médico!», a voces. El maestresala, aterrado —¡un caso así en el establecimiento!—, acudía ya con un médico, que apareció entre el concurso. Y cuando el doctor se inclinaba sobre el accidentado, para reconocerle y disponer, yo me froté los ojos, no pudiendo creer lo que veía.

El médico era un viejo caduco, rasurado, temblón, de fríos ojos azules y de manos de marfil rancio, casi esqueletadas. Su frac, holgado y raído, de solapas verdosas a fuerza de uso, dejaba percibir el bulto de los huesos en brazos y hombros. Cuando el médico se movía los huesos hacían ruido, chocaban secamente, y el mismo choque noté en sus mandíbulas, en que la dentadura castañeteaba. Lo que más me alarmó fue que al decirles a los comensales que el tal médico era un ser extraño, casi un aparecido, me contestaron riendo:

—¡Pero si es Martínez Algarrobo, el gran especialista!

Es decir, que yo estaba viendo visiones... Pero es el caso que las visiones, mejor dicho, la visión allí la tenía delante de mis ojos, sin poder dudar de su realidad, y la visión me miraba, me hacía señas, llevándose la mano a la nuez, como para indicar que quería hablar y no podía. Faltábale carne, faltábale sangre, sin duda; era una armazón de huesos y pellejo, que por milagro conservaba un poco de aliento vital: lo suficiente para trasladarse de un punto a otro y para dirigirme una ojeada suplicante, como si me pidiese amparo y justicia. Su dedo, flaco, en que podían contarse los descarnados artejos, se dirigió hacia su frente, y sobre la concavidad, casi tan lucia ya como la de la calavera, pude leer una fecha: 1919.

Comprendí. Era el año expirante, el año al cual sólo le quedaba una hora escasa de duración. Con macabra sonrisa, se acercó más al hombre privado de sentido, y le apoyó la mano sobre el pecho. Martí, de rojo púrpura, se puso de color cera; un leve suspiro se escapó de sus labios. Su cabeza rodó suavemente sobre el hombro izquierdo. Comprendí. El Año, injuriado, acababa de vengarse. No quería dejar este mundo endiablado sin castigar al que tanto mal dijo de él. Como se ve al través de un fanal lleno de agua una luz, veía yo el pensamiento del Año al través de la caja ósea de su frente. El Año se consideraba víctima de una injusticia, acusado sin razón. ¿Es acaso el Año el que determina el giro y curso de los acontecimientos? ¿Es acaso el Año el que desata las pasiones de los hombres? ¿Es el año algo más que la serie de los días? ¿Por qué culparle de lo que no depende de su iniciativa, de su voluntad? Sin duda el peso de tantas maldiciones había acabado por agobiarle, y un sentimiento de furiosa protesta se alzaba en su espíritu durante aquellos minutos que le restaban de existencia. Al oír a Martí acusarle tan duramente, el Año decidió: «Éste paga por todos. Casi juntos caeremos en el pozo de la eternidad.»

Esto que yo pensaba lo dije en alta voz; pero sólo el Año dio señales de haberme oído.

—Tú no eras culpable, y en eso razón tenías; pero has cometido un delito grave al matar a ese hombre. Y no hay manera de exigirte responsabilidad alguna, porque llevas también contigo la muerte...

Una voz funeraria, como si saliese de la tubería de un órgano, lejana y triste, me contestó:

—Cierto... Ya me falta el respiro... Pero me lloraréis, me echaréis de menos, sentiréis mi desaparición, me haréis justicia, hablaréis de mí como se habla de los buenos tiempos... Adiós, que ya no puedo resistir más. Ahí viene mi sucesor...

Un reloj de esos que tienen estridencias metálicas profundas, con las cuales parecen decirnos que la hora que suena no volverá, dio en aquel momento, con solemne lentitud, las doce de la noche. Tin..., tin..., tin... Cada toque resonaba en mi corazón con extraña energía. Y sobre la mesa en que estábamos comiendo, y donde ahora no había nadie, pues todos se habían ido, llevándose el cuerpo inerte de Martí, surgió un objeto extraño. Era una concha de nácar, acanalada y profunda, que parecía proceder de algún lejano mar y que todavía estaba revestida de algas verdes. En su concavidad, un niño recién nacido lloraba con desconsuelo, con un vagido amargo, comiéndose de hambre los puños y perneando con desesperación. Me acerqué, habiendo cogido una copa con agua, donde desleí un terrón de azúcar. Quise paladear a la mísera criatura... Pero al aproximarme a ella retrocedí con horror. El Añito Nuevo, cubierto de lacras y pústulas, infundía repugnancia. Y sobre sus ojos observé una membrana córnea semejante a la que protege las pupilas de las aves de rapiña. Sus dedos apenas tenían forma: parecían deshechos, aplastados con una piedra. Toda compasión faltó en mí.

—¡Así te mueras! —murmuré cruelmente.

Y volví la cabeza para interrogar al Año Viejo; pero observé que había desaparecido... Claro es: ya no pertenecía a este mundo. Ahora nuestro dueño era aquel engendro horrible, aquel escuerzo cubierto de lacería. Y huyendo del fatal recinto, trémulo de pavor y de asco, sólo pude decir, en estilo vulgar:

—¡Estamos frescos!

El Error de las Hadas

Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.

Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban, sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada de la vida, y la otra el hada de la muerte.

—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo la rosada a la pálida—. ¡Y cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano, que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser Supremo unas hadas auxiliares...

—¡Qué casualidad! —exclamó la descolorida—. Yo lo mismo. Pero, a pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase! He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos de lo mismo.

—¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana), creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...

—Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.

—¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.

Decidiéndose, cogidas de la mano —que la de la vida tenía ardorosa y la otra como un témpano—, penetraron en el molino. Al lado de la piedra enorme, que giraba incesante, moliendo, en vez de trigo, la harina gris del tiempo, veíanse dos lechos, y postrados en ellos, y gimientes, a un viejo desdentado, de barbazas fluviales, de arado semblante y de brazos que parecían hechos de cordeles retorcidos con todos los estigmas de la senectud en el cuerpo, sacudido ya por el hipo de la agonía, y a una mujer que también se quejaba, pero con el quejido fecundo y vital de las madres. Aunque era la Eternidad, en efecto, su sonrisa mostraba una gracia juvenil, y sus ojos brillaban con astrales fulgores. Era la eterna engendradora, la que guarda las llaves de oro de lo pasado y lo venidero. Los paños en que se envolvían estaban tejidos de luz.

Acudió cada una de las hadas a su respectivo paciente. El hada de la vida animó a la Eternidad con palabras cariñosas, con la esperanza de que el nene que iba a venir al mundo sería tal vez el Mesías de los años, que trajese a la Humanidad bienes sin cuento, una era de prosperidad y gloria, inventos científicos redentores, y, de propina, el buen sentido y la moderación propios de la edad adulta. Y la madre, halagada, sonreía, en medio de sus dolores.

En cuanto al hada de la muerte, trataba de consolar al vejestorio, que se finaba por puntos entre toses, flemas atravesadas, disneas, colapsos —los feos síntomas que preceden y acompañan al paso de la Seca—. Decíale que nada de malo tenía eso de morir, cuando se ha cumplido la misión que nos estaba encomendada; y el viejo protestaba, rabioso:

—¿De dónde saca usted que he cumplido yo misión alguna? ¡Pues si todo queda por hacer! ¡Trabajo le mando a mi sucesor!... Y, además, ¿qué hemos de esperar de un chiquillo, de un mamón? ¡Bonito andará todo, señora hada! ¡Habrá que alquilar balcones!

Entretanto, las horas corrían, las tinieblas invadían los sombríos ámbitos del molino eterno, y las hadas tuvieron que encender, para alumbrarse, unos humosos candiles pendientes de la pared. La dudosa luz hacía más triste la escena. La parturienta, rendida, ya no tenía ni fuerzas para quejarse, y el vestiglo, exánime o poco menos, no exhalaba, sino un gemido sordo, flébil, y, últimamente una especie de soplo estertoroso. Las hadas renunciaron a consolarles, y se limitaron a humedecerles los labios con un poco de agua, mientras llegaba el momento del descanso.

Fuera, todo dormía, bajo la luz de la magnífica luna de invierno y el velo frígido de la escarcha. El silencio era augusto: se diría que una expectación profunda dominaba a la naturaleza. Pero, augusto y todo, el silencio tiene la virtud de convidar al sueño, y he aquí que las dos hadas, viendo a sus pacientes sumidos en un estado comatoso, y hallándose, como siempre, fatigadísimas de la incesante labor, sintieron la tentación de cabecear una miaja. No, si aquello no se llama dormir... Apenas fue quedarse traspuestas medio segundo. Un clamor agudísimo de la Eternidad las despertó, aturdidas, entre la semioscuridad, equivocaron la dirección de sus pasos, y he aquí que, por tan levísimo descuido, el hada de la vida tomó en brazos al año viejo, y la de la muerte, al niño que acababa de nacer...

Cuando se dieron cuenta del error, se quedaron petrificadas. En el brazo del hada de la vida, el año próximo a expirar había recobrado la plenitud de sus fuerzas, y se erguía, vigoroso, sonriendo, resucitado. Y, en cambio, al estrecharle el hada de la muerte, el año nuevo se extendió rígido, cerrando los ojos que no habían visto la luz, y sin respiración la boca, que nunca recogería el aire...

—¡Buena la hicimos, hermana!, murmuró aterrada el hada de la vida.

—¡Buena!, repitió la del reposo letal.

—¿Y cómo se arregla este desavío?

—Muy sencillo —sugirió la de la vida, que tenía más recursos de imaginación—. El año viejo se disfraza de año nuevo; pasa por flamante, y con tal que él calle..., ¿quién se entera? Y a este angelín que vino muerto al mundo, lo echamos a la presa del molino...

—Tienes razón... ¡Gran idea!... ¡Pero que no lo sepan las hadas auxiliares! ¡No se reirían poco de nosotras!

Y he aquí por qué pudo decirse el año aquel que todo seguía lo mismo; que nada había cambiado en el mundo.

El Escapulario

—¿Ketty? ¿Ketty?

La inglesa despertó, se frotó los ojos y murmuró, sonriendo cándidamente:

—What is the matter?

—Levántate pronto —articuló una vocecita dulce, un poco puntiaguda—. Aquí está lo que me dijiste que le pidiese a Ramiro...

El salto elástico de la miss fue como el de una gata joven. Diez minutos después, habiendo dejado el lecho, estaba ya muy alisada, vestido el jersey, derecho el almidonado cuellecito blanco. La señorita Leonor sonreía, enseñándole los trozos de papel-cartón, en que un cromo modernista representaba una pareja, enlazada para el tango argentino.

Eran billetes para el baile que en el Real patrocinaba la elegante sociedad Smart Club, o por mejor decir, algunos de sus miembros gallardos y calaveras. Se jactaban de que concurrían todas las mujeres guapas de Madrid, lo cual significaba que irían todas las alegres, guapas o feas. Y Ketty, la carabina de la hija de los duques de la Morería, lograba con esos billetes lo que tramaba desde tiempo atrás: la complicidad de su señorita, tenerla sujeta, convertida en amiga complaciente. Aquella hija de Albión, de tez nacarada por las nieblas, de pelo dorado cenizoso, que colgaba en su habitación los retratos de los reyes de Inglaterra y una copia de la Concepción de Murillo, era lo que se llama una mezcla explosiva. La conocían bien los que en Madrid cultivan el género, y hasta le habían puesto un apodo: «Pólvoranieve». Los únicos que no se habían enterado eran los señores duques, ocupado él en derrochar su hacienda en sports, y ella en prácticas devotas, muy loables, pero no tanto como lo fuera el acompañar a su hija, en vez de fiarla a la fe británica.

Los billetes, pedidos por Leonor a un primo suyo, Ramirito Lanzafuerte, servirían para la primera escapatoria de Leonor. Ketty venía inflamándole la imaginación, pintándole cuadros atractivos. Ella, Ketty, alquilaría los disfraces. Nada de anticuados dominós: unas pelucas de color, unos antifaces que tapasen bien, y lo demás, a capricho. En el baile, podría Leonor embronar a su gusto, no sólo a amigos y conocidos, sino a todo bicho viviente. Hora y media de este ejercicio, y luego, ¡a casa otra vez, a dormir como santas!

—¿Y si lo sabe mamá? —repetía Leonor, medrosa.

—¿Cómo va a saberlo? Salimos por la verja del jardín, tapaditas con abrigos viejos... Yo tendré avisado un cochecillo... Nunca sucede que, después de acostadas, vengan a molestarnos...

El programa se realizó. Disfrazáronse en las habitaciones de Ketty, secundarias, en el piso entresuelo. Por allí nadie solía pasar. Leonor se divertía como en su vida se había divertido. El traje, lejos de ocultar su cuerpo, le prestaba líneas encantadoras. Era una larga funda Edad Media, de pana rosa, y una caperuza de tisú de planta, sobre un pelucón rosa pálido, cuyas crenchas le llegaban al talle.

—Estoy azarada... Me van a conocer... —repetía.

—¡Qué habían de conocerte! —repuso la inglesa, la cual, por afición a lo típico español, iba de gitana, faldellín de volantes, peines de celuloide rojo mordiendo las ondas azul ultramar de otra peluca fantástica.

El pie, genuino del Norte, sin gracia ni curvas, hacía estallar el raso de los zapatos.

Cuando entraron en el salón del Real, Leonor hizo un movimiento para retroceder, y Ketty la pellizcó.

—¡Tonta!

El tuteo, la familiaridad excesiva, indicaban sobradamente lo subvertida que estaba aquella relación, sin necesidad de conocer las circunstancias de la escapatoria...

—Mira, allí tenemos a Miguelito Alhama... ¿Quieres embromarle?

—¡No! ¡Va a conocerme! ¡Qué vergüenza!

Poco a poco, el ruido, las luces, los chillidos, la mezcla de perfumes insinuantes, las miradas y los piropos, las serpentinas que tendían como un velo en el aire, fueron envalentonando a la novicia. Rió, trabó conversaciones, oyó galanteos. Se había propuesto no separarse un minuto de Ketty, convenio entre las dos; pero, a una vuelta, notó con asombro primero, con terror después, que Ketty había desaparecido.

—¿Buscas a alguien, mascarita? —preguntó un elegante caballero rubio, extranjero por el acento y la figura, aunque hablaba bien el castellano.

—¿No has visto a una gitana que venía conmigo hace un momento?

—¿Una gitana? Espera, máscara, que miraré... ¡Ah! Allí... ¿Que no es la misma? Pero no te apures. Toma mi brazo, y vamos a buscarla.

Maquinalmente, Leonor aceptó el brazo. Iba transida de sobresalto y disgusto. La situación, meramente desagradable para mujer de alguna experiencia, era para ella terrible. Creía que todo el mundo estaba enterado ya de su caída —le llamaba así—, de aquella locura que, ahora lo veía, había de tener graves consecuencias. Y estas ideas, determinadas por la desaparición de Ketty, la acongojaban tanto, que el improvisado galán sentía temblar el brazo que se apoyaba en el suyo.

«¿Será —pensó— una mujer distinguida? Es bien raro en estos bailes, pero cabe en lo posible...»

—¿No ve usted a la gitana? —insistió Leonor, ansiosa.

«El demonio que sepa dónde está la gitana», pensó él. Y, en voz alta, desplegando su cortesía de secretario de Embajada y de hombre habituado a olfatear a las mujeres, con las cuales hasta para faltarles al respeto se debe ser respetuoso, murmuró:

—Mascarita, te repito que no tengas miedo... Nada malo te ocurrirá... Sube conmigo; me sospecho que tu amiga estará en el buffet...

Reanimada por la esperanza, se prestó Leonor a subir. Su acompañante le susurraba al oído frases dulces, no de amor, sino de simpatía, de galante rendimiento. Que no se preocupase; él estaba allí para sacarla de cualquier conflicto... Y, llegados ya al buffet, ofreció ¿una taza de consomé, un poco de salmón, una copa de champán?... Leonor rehusaba, moviendo tristemente la cabeza... Salieron del buffet, para continuar la indagatoria; pero Leonor apremiaba.

—Aprisa, aprisa... Tengo que encontrar a mi compañera y volver a mi casa, inmediatamente...

Hallábanse en una especie de antesala, contigua al buffet. No andaba mucha gente por allí. El extranjero indicó a Leonor un diván. Ella se dejó caer, porque sus piernas flaqueaban. Él se colocó a su lado.

—¿Quién era tu compañera, mascarita? ¿Tu mamá?

—¡Mi institutriz...!

Todavía sonrió él. ¡Institutriz! No parecía verosímil.

—Ella —añadió Leonor casi sollozando— debe de buscarme también... Estará como loca...

—¡Oh! Mascarita —replicó el extranjero—, no lo creas... ¡Siento darte un desengaño, pero la institutriz se ha apartado de ti a propósito! Probablemente ni siquiera se encuentra en el baile.

El efecto de estas palabras, en Leonor, fue fulminante. Un desvanecimiento cerró sus ojos, y hubiese caído al suelo desde la banqueta, a no sostenerla el galán. Rápido, éste desató las cintas de la careta, y vio el pálido rostro, de una belleza fresca y juvenil. Desabrochó los primeros botones de la luenga túnica Edad Media y dio aire a la garganta, mientras decía a un mozo:

—¡Un vaso de agua, a toda prisa!

Y siguió desabrochando, aflojando... La delicada operación iba trastornándole un poco, al respirar los efluvios de la belleza de Leonor... De pronto, del seno virginal salió un cordón, un pedazo de tela tosca, de lana, un escapulario...

Inmediatamente el extranjero cruzó la túnica, y como le trajesen el agua, empapó su pañuelo y mojó las sienes de la mascarita... Al volver ésta en sí, le dijo con expresión de profunda reverencia:

—No tema usted, señorita. Yo la llevaré a su casa, sin que corra usted ningún peligro. Nadie sabrá nada. Mire en mí a un hermano. Vuelva a ponerse la careta, y en marcha cuanto antes...

El Escondrijo

Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.

La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.

La piqueta —sin atender a tales consideraciones— empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.

En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.

Una tarde, la pequeña brigada trabajaba en la medianería que unía la casa de los Barbosas con la contigua de los Roeles. No menos altivo en su porte y traza, e igualmente minado por los años, el caserón de los Roeles se mantenía, sin embargo, enhiesto, como el combatiente que sobrevive y se yergue al lado del compañero de armas que ha tenido que morder la tierra. Ambas residencias eran contemporáneas, mejor dicho, anteriores al célebre sitio de la ciudad por los ingleses, y acaso las balas del corsario que empezaba a fundar la fortuna marítima del reino de la Gran Bretaña rebotarían en aquellos muros sólidos, estrellándose contra el granito de sus ventanas. Y los Roeles, en pie, parecían desdeñar a los Barbosas, resistiendo a la herida de los picos con su medianería firme

En el calor del trabajo, uno de los operarios, Martín el Trenco, llamado así a causa de sus estevadas piernas, hubo de reparar en una argolla que el polvo y las telarañas cubrían casi enteramente. La argolla estaba empotrada en una losa irregular de piedra. Alrededor de la losa subsistía dura la argamasa con que había sido recebada. Los operarios se hicieron un guiño. Escondrijo podría ser aquello.

¡Tantas veces habían oído hablar de estos escondrijos misteriosos, en los cuales aparecían riquezas! Instintivamente, los obreros miraron alrededor, por si alguien los veía. El maestro de la obra no andaba por allí. El viejo señor de Barbosa era sabido que no aparecía hasta las tres de la tarde, dándose su paseíto higiénico post prandium. Y, con arranque súbito, procedieron a desencajar la piedra. Resistía el cemento secular, y la piqueta caía fatigada; pero, por fin, insistente, vencía.

Los operarios temblaban de emoción. Allí estaba el escondrijo —un hueco no muy grande, húmedo, de donde se exhalaba vaho de sepultura, el olor mohoso de los siglos—. Y dentro, una olla de barro. De la olla rebasaba el puño de un arma desconocida. Los operarios la miraron con asombro, porque en nada se parecía a la que ellos habían dado recientemente en usar, ni más ni menos que si en vez de ser pacíficos hijos del Noroeste, fuesen majos de Cádiz o de Jerez. Aquello no se asemejaba ni a la navaja, ni al puñal del puñalero Albacate. ¿Cómo habían de reconocer los obreros la daga? La hoja de la noble arma caballeresca se hundía en el vientre oscuro de la olla. Martín el Trenco, decidido, la arrancó y la tiró despreciativamente, no sin algo de aprensión respetuosa, al suelo. Después cogió el puchero. Soltó un taco. Estaba medio repleto de monedas de oro.

Otros ternos y exclamaciones corearon el de Martín. «¡Rayo, cacho, mal toño, mi madre la Virgue, lo que había allí de cuartos!» Volcando el contenido del ollón sobre el fondo del escondrijo, la amarilla cascada parecía deslumbrarlos más. Eran doblas pedreñas, monedas de los Reyes Católicos, con las flechas y el yugo; doblones de a dos, que habían logrado escapar de que topase con ellos el señor de Xebres; un pedazo de arte y de historia, que refulgía saliendo de entre el polvo y humedades de tumba, como de una larva oscura una mariposa áurea. Ninguna moneda era posterior a la fecha del famoso sitio...; sin duda, el dueño del tesoro, un anciano achacoso, lo escondió cuando llegaban a la vista del puerto las naos enemigas y el saqueo amagaba. En una hora de angustia, allí depositó su caudal y ocultó el arma inútil, con la cual no podía defender a su patria. Y después, ¿quién sabe?, salió con los demás convecinos, ya que no a pelear, a empuñar el arcabuz, o la espada, o la lanza fuerte, como corresponde a quien lleva el nombre de Barbosa; al menos a ver, a alentar con sus voces; y no volvió nunca, y sus descendientes no conocieron el secreto del escondrijo...

Nada de esto sospechaban los albañiles. Para ellos, era la olla una cosa del tiempo de los moros; pero encerraba oro, y el oro, creían ellos, no tiene fecha, pertenece a todas las épocas, a todos los tiempos, al nuestro, especialmente... El concierto fue rápido, casi silencioso. Nada se le diría al maestro; ninguna necesidad había tampoco de que lo supiese el dueño de la casa. ¡No faltaba otro cuento! Reclamarían, exigirían su parte... ¡Cacho! Todo distribuido entre los compañeros, los presentes nada más, ¿eh? Porque tampoco venía al caso repartir con los demás que acudiesen al otro día, porque le diese la gana al maestro de reforzar la brigada, un suponer. Eran cuatro: pues a contar las monedas, y tantas corresponden a cada uno, y a echarlas al bolsillo, y acabóse. Después demolerían todo alrededor del escondrijo, para que nadie adivinase el secreto. Aquel ferrancho —la daga— la arrojarían a la bahía. Como lo pensaron lo hicieron. El reparto, sin embargo, no fue tan fácil, porque el Trenco, atribuyéndose la prioridad del hallazgo, exigía mayor cupo. Hubo zainas miradas de soslayo, y gruñidos que descubrían dientes loberos, y palabras sordas que mascullaban maldiciones. El Trenco amenazaba con hablar, con delatar y dejar a todos iguales; nombraba a la justicia, ejercía coacción. Hubo que darle dos partes a aquel demonio, pero el Caldelo, un valentón de marca, murmuró, refunfuñando:

—Que aspere, que aspere... Ya verá si le quedan ganas de robar, porque robo es...

A la tarde —al salir del trabajo—, el jaque aguardó al Trenco, y jugando puños y navaja, le quitó su presa. Al otro día, el Trenco hablaba con el señor de Barbosa y denunciaba el hecho. Y al siguiente estaban en la cárcel todos, y el juez citaba al platero a quien habían vendido a cualquier precio las monedas. El hallazgo, o mejor dicho, su ocultación, costó un año de cárcel y arruinó a las familias de aquellos menguados, que se habían atrevido a tocar con sus manos el cuerpo muerto y siempre formidable del pasado y a repartirse sus reliquias. Y fue justo castigo que merecen cuantos a tal se arrojen. El ánima en pena que guardaba el escondrijo hizo bien en sentarles la mano.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 30, 1910.

El Espectro

Mi amigo Lucio Trelles es un excelente sujeto, sin graves problemas en la vida y que parece normal y equilibrado. Como nadie ignora, esto de ser equilibrado y normal tiene actualmente tanta importancia como la tuvo antaño el ser limpio de sangre y cristiano viejo. Hoy, para desacreditar a un hombre, se dice de él que es un desequilibrado o, por lo menos, un neurótico. En el siglo diecisiete se diría que se mudaba la camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos que no se la mudarían en ningún día de la semana.

Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría de que desequilibrado lo es todo el mundo; que a nadie le falta esa «legua de mal camino» psicológica; que no hay quien no padezca manías, supersticiones, chifladuras, extravagancias, sin más diferencia que la de decirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. De donde venimos a sacar en limpio que el equilibrio perfecto, en que todos nuestros actos responden a los citados de la razón, no existe; es un estado ideal en que ningún hijo de Adán se ha encontrado nunca, en toda su vida. Lucio apoyaba esta opinión con razonamientos que, a decir verdad, no me convencían. Parecíame que Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasionales, que pueden desequilibrar momentáneamente, pero no son desequilibrios, pues son tan inevitables en la vida psíquica como otros procesos en la fisiología.

Ello es que a Lucio no le conocía nunca ni enamorado, ni encolerizado, ni apasionado, ni vicioso. Hasta me sorprendía la normalidad de su tranquila existencia, sazonada con distracciones de buen gusto y aun de arte, y dedicada a regir bien una fortuna pingüe y a acompañar y proteger a su hermana, con la cual se portaba lo mismo que un padre. Y solía yo decirle, cuando nos encontrábamos en una agradable tertulia adonde los dos concurríamos:

—Todos seremos desequilibrados, pero el desequilibrio de usted no se ve por ninguna parte.

Él meneaba la cabeza, y la confidencia parecía asomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de la pared, retirándose apenas entrevé la claridad... Ya en el camino de las curiosidades, di en notar que algunas veces las pupilas de Lucio revelaban extravío. No era que bizcase; la expresión respondía a un espanto íntimo sin relación con los objetos exteriores.

Lucio solía ir a la tertulia donde más nos veíamos, con su hermana y en carruaje. Como le viese una noche salir a pie, me dijo que su hermana estaba un poco indispuesta, y él no había querido hacer enganchar. Entonces caminamos juntos. No hacía la luna, y las calles del barrio estaban oscuras y solitarias.

Íbamos hablando animadamente, cuando de pronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravitaba sobre mi hombro, desplomado. Apenas tuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo. Al hacerlo oí que murmuraba frases confusas, entre gemidos. Yo no sabía qué hacer. No veía nada que justificase el terror de Lucio. Sin duda sufría una alucinación.

No recobró el sentido hasta momentos después, y soltó una carcajada forzada y seca, para tranquilizarme. Anduvo unos instantes vacilando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con terror indescriptible, un terror frío:

—¿Y el gato? ¿Y el gato?

—¿Qué gato es ése? —pregunté asombrado.

—El gato blanco. ¡El que pasó cuando yo caí...!

Recordé que había visto, en efecto, una forma blanca, deslizarse rozando la pared. Pero ¿qué importancia tenía?...

—¡Ninguna para usted! —murmuró sordamente mi amigo.

Yo sentía el retemblido de su cuerpo, el rechinar de sus dientes, y su mano crispada me asió, incrustándome los dedos en la muñeca. De su garganta, contraída, las palabras brotaron como un torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.

—Claro, no puede usted entender... para usted un gato blanco no es más que un gato blanco... Para mí... Es que yo... No, aquello no fue crimen, porque el crimen lo hace la intención; pero fue una desventura tan grande, tan tremenda... No he vuelto a disfrutar de un día de paz, un día en que no me despierte con el pelo rizado... Mi disculpa es que yo tenía entonces veinte años... —añadió con un sollozo—. Desde la niñez, la vista o el contacto de un gato me producían repulsión nerviosa; pero no en grado tal que no pudiese dominarla si me lo propusiese. Lo malo es que en ese período de la juventud no quiere uno dominarse, no quiere sino hacer su capricho... Cree uno que puede dirigir la vida a su arbitrio, solazándose con ella, como con los juguetes. Esto ocurría hallándome yo en el campo, en compañía de mi madre y de mi tía Lucy, la que me ha dejado mi capital, pues mis padres no eran ricos.

—Cálmese usted —dije, viéndole tan agitado y observando la poca ilación de lo que me refería.

—Sí, ya me voy calmando... Verá usted cómo es natural mi impresión.

¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo con mi madre y con mi tía Lucy, solterona, que adoraba en su gato blanco, el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acurrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qué gustos más raros! Yo —cosa de los veinte años, afán de dominar la vida y arreglarla a nuestro antojo— se la tenía jurada al bicho. Resolví que, si alguna vez lo atrapaba solo, su merecido le daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo un diminuto bull-dog, y ya no veía el momento de meter una bala en la panza gorda del monstruo, del odiado animalejo. Después, me proponía hacer desaparecer sus restos..., y negocio concluido.

Fue una noche... Una noche como ésta; sin luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto con ánimo de espaciarme en el jardín. Había en él un cenador de madreselva... ¡lo estoy viendo! Era todo tupido, y de costado tenía una especie de ventanita cuadrada, practicada recortando las enredaderas. Distraído miré... En el marco del follaje se encuadraba un objeto blanco. Ni por un momento dudé que fuese el gato aborrecido.

Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... Un grito me heló la sangre... Me arrojé al cenador... Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza una toquilla blanca...

—¿Muerta? —interrogué con ansia, empezando a comprender la historia.

—No... Herida levemente; rozadura; el pelo chamuscado...

Entonces... Mi madre me cobró horror... Nunca volvió a quererme... Nunca creyó mis protestas de que no intentaba asesinarla... Y murió poco después, de una enfermedad cardíaca, originada probablemente por la emoción... ¡Quedé bajo el peso del odio, de la eterna sospecha de mi madre!

—¿No la pudo usted convencer?

—Jamás...

Medité un segundo...

—¿Había algún motivo para que ella recelase que usted..., en fin, que usted... podía ser capaz... de... «eso»?

Sin duda herí una fibra sensible, porque Lucio se demudó y vaciló tambaleándose, próximo a caer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraron un instante. No contestó. Y al llegar a su casa, me dijo secamente, bruscamente:

—Buenas noches...

Nunca más, en ocasión alguna, volvió a hablarme del caso, por el cual un gato blanco es para él un espectro.

El Espíritu del Conde

¿Os acordáis de algo que os conté aquí mismo hace tiempo, no mucho? Pero todo va hoy tan de prisa, que presumo lo habréis olvidado.

Se trataba del conde filántropo, del que tuvo misericordia de las turbas, del que con exaltación profesó el culto de los humildes, del que, en su vocación entusiasta, tomó el arado en sus manos aristocráticas y, descalzos los pies, rompió las entrañas de la tierra para que produjese el dorado trigo que sustenta al hombre.

En aquella ocasión os narré algún episodio de la existencia del que amó a su naturaleza y a los humanos —no a todos por igual—, siendo la razón de su preferencia la mayor miseria e ignominia de los preferidos. Y os conté cómo San Francisco y el conde dialogaron una tarde otoñal, sentados en un muro, mientras dejaban rebosar la marejada del humano sufrimiento, que ambos habían convertido en materia religiosa, dulce y alegre en el fraile, en el conde sombría y pesimista.

Y he aquí que el conde, en un viaje por llanuras acolchadas de nieve, mientras un cierzo áspero y polar desgarraba los escarchados arabescos del ramaje sin hojas: yendo, como un «mujik», en la plataforma del tren, enfundado en su hopalanda de pellejas de carnero mal curtidas, endurecidas por el hielo, sintió en su pecho, repentinamente, como una punzada. A poco, la punzada era agudo dolor. Y al penetrar en el convento donde quería refugiarse, la calentura le abrasaba, mientras sus dientes entrechocaban por efecto de ese frío que no se parece a ningún otro: el frío de la invasora pulmonía.

Y en pos de algunos días de padecer, vino la Libertadora. El conde, en los instantes en que no sentía su cabeza embargada por el delirio, la esperaba de un momento a otro. Y no con miedo, ni con repugnancia, sino con una especie de gozo, con la serenidad del que la ha contemplado muchas veces sin torcer el semblante. La Libertadora traía en sus manos, momificadas en la sepulcral quietud, una rama fresquísima de laurel, en la cual el rocío de la mañana había depositado una red de perlas, que reflejaba en cambiantes la luz lunar de la última noche... Y el conde, sin poderlo remediar, sonreía a la idea de que la rama era inmarcesible. Eternamente, hasta la hora en que el planeta, cumplida su ruta por los espacios, estalle o disocie su materia en el seno de las fuerzas cósmicas, aquella rama de laurel recordaría la memoria y refrescaría la gratitud de los que un día recogieron en sus corazones la benéfica doctrina del conde, que se entregó al pueblo, en cuerpo y alma...

Y con esperanza tal, el conde, moribundo, palpitó de orgullo inconsciente, profundísimo, al ver a la Seca que avanzaba, hiriendo el piso de la celda con choque aflautado de huesos, y columpiando la rama por encima de una faz donde corrían los últimos sudores. Detrás de la Libertadora, el conde vio una figura larga, ojival, un hombre pálido, cuyos ojos irradiaban fulgor misterioso. Le reconoció en seguida.

—¿Eres tú, penitente de Asís? —balbució con esfuerzo—. No creas que te había olvidado desde aquella tarde...

—Sí, yo soy, el amador de la pobreza —contestó Francisco—. Jehová: «Ahora, Señor, puedes llevarte a tu siervo, que ha vivido lo bastante para ver al Mesías...». El espíritu del conde palpitaba de emoción bien legítima. Aquella transformación mágica, realizada tan presto, ¡hasta que punto la había preparado él en largos años de propaganda con la pluma, con aquella pluma de gran artista, rebosante de eficacia y sentimiento, de realismo y de contemplación elevada del fondo de la vida, ya pintando a los «sitaretzi», que guiados por su fe pasan a pie enjuto sobre el mar, ya transfigurando a la vulgar pecadora y redimiendo al que la perdió, por medio del dolor y de la abnegación, en caminos de luz y de sublime renunciamiento! Su doctrina sin duda había abierto, como la del de Asís, un surco en la dura tierra esteparia. Los tiempos se habían cumplido, y la fraternidad y la piedad regían la conducta de aquellas masas que tantos siglos aplastó la injusticia...

Y la férvida ilusión impulsaba al espíritu del conde. Volaba en dirección a la granja patrimonial, a la cual tantos recuerdos le atraían. Anhelaba volver a ver sus praderías, donde pastaban en libertad peludas yeguas y potrillos retozones; sus sembrados, en que antaño hincó el arado para dar ejemplo de cómo se trabajaba el pan; sus árboles, donde los pájaros anidaban; su escuela, en que se daba enseñanza renovadora, según él creía firmemente; su morada pacífica, familiar, de donde estuvo proscrito el lujo, donde la frugalidad y la modestia prestaron nuevo sabor a la taza de té y a la popular «kalatcha»... A pesar de su desdén de pensador por los objetos puramente materiales, sentía, en aquel punto, el espíritu del conde cómo se pegan a nosotros las cosas entre las cuales vivimos, y cómo forman parte de nuestra sustancia moral, y cómo su existencia es la nuestra misma...

Cerca ya de la granja, vaciló el espíritu del conde. No le parecía reconocer el lugar, ni los árboles, los amados árboles. No veía los muros, las tapias, las barandas de su escalera. Una nube negra lo envolvía todo. De la nube salían chispas y a veces llamaradas. La granja del conde ardía por los cuatro costados.

—Hermano León, no pienses ahora en los hombres, sino en Cristo. Mira que te llaman, que te hacen señas desde la sombra.

—Yo también he amado a Cristo —declaró el conde—. Pero he amado, sobre todo a los oprimidos. Ellos me recordarán siempre.

—Déjate de eso, hermano León. Todos somos pecadores. En Cristo amamos a los que sufren. En Cristo, que murió por ellos. Ni tú, ni yo lo hicimos. Pecadores, pecadores somos. Reza, hermano León, que la sombra acecha...

El conde creía sentir en tal instante la cabeza despejada, el espíritu claro y luminoso.

Y de pronto, como quien resbala y se sume en un lago, cayó en sopor absoluto; su corazón, loco pájaro, bailó en la cavidad que lo encerraba, y su pulso saltó, cual los cabritillos que trepan por una ladera difícil. Y el médico, que sabiendo cuánto aborrecía el conde a los de su profesión, no se atrevía a entrar sino cuando se amodorraba el enfermo, se precipitó llamando a los monjes que velaban.

—¡Está expirando!, pronunció.

Y en efecto, el espíritu del conde derivaba hacia la otra orilla.

Algunos años transcurrieron. Un día, el espíritu en pena pudo evadirse de la cárcel que lo sujetaba (fuese por arte de brujería o por divina permisión) y cruzó los espacios.

Se dirigió a su patria, a sus estepas nativas, y cruzándolas a manera de espíritu, sin gravitar sobre el suelo, bogando entre la niebla, se encaminó a la casa donde tantos años había residido ejerciendo un apostolado de redención, por el cual, según creía, los humillados, los hombrecillos de la gleba, iban a ser llamados a la libertad y a la plena conciencia de cristianos. Hasta las regiones extrahumanas, en que el espíritu del conde había morado desde que salió del mundo, llegó la voz de que la libertad y el derecho imperaban por fin en la tierra histórica de la opresión. Y el conde sintió, al saberlo, una alegría honda y grave, semejante a la que debió de experimentar Simeón cuando tomó en brazos al Niño y dijo a Jehová: «Ahora, Señor, puedes llevarte a tu siervo, que ha vivido lo bastante para ver al Mesías...». El espíritu del conde palpitaba de emoción bien legítima. Aquella transformación mágica, realizaba tan presto, ¡hasta qué punto la había preparado él en largos años de propaganda con la pluma, con aquella pluma de gran artista, rebosante de eficacia y sentimiento, de realismo y de contemplación elevada del fondo de la vida, ya pintando a los «sitaretzi», que guiados por su fe pasan a pie enjuto sobre el mar, ya transfigurando a la vulgar pecadora y redimiendo al que la perdió, por medio del dolor y de la abnegación, en caminos de luz y de sublime renunciamiento! Su doctrina sin duda había abierto, como la del de Asís, un surco en la dura tierra esteparia. Los tiempos se habían cumplido, y la fraternidad y la piedad regían la conducta de aquellas masas que tantos siglos aplastó la injusticia...

Y la férvida ilusión impulsaba al espíritu del conde. Volaba en dirección a la granja patrimonial, a la cual tantos recuerdos le atraían. Anhelaba volver a ver sus praderías, donde pastaban en libertad peludas yeguas y potrillos retozones; sus sembrados, en que antaño hincó el arado para dar ejemplo de cómo se trabajaba el pan; sus árboles, donde los pájaros anidaban; su escuela, en que se daba enseñanza renovadora, según él creía firmemente: su morada pacífica, familiar, de donde estuvo proscrito el lujo, donde la frugalidad y la modestia prestaron nuevo sabor a la taza de té y a la popular «kalatcha»... A pesar de su desdén de pensador por los objetos puramente materiales, sentía en aquel punto, el espíritu del conde cómo se pegan a nosotros las cosas entre las cuales vivimos, y cómo forman parte de nuestra sustancia moral, y cómo su existencia es la nuestra misma...

Cerca ya de la granja, vaciló el espíritu del conde. No le parecía reconocer el lugar, ni los árboles, los amados árboles. No veía los muros, las tapias, las barandas de su escalera. Una nube negra lo envolvía todo. De la nube salían chispas y a veces llamaradas. La granja del conde ardía por los cuatro costados.

Alrededor del foco del incendio bailaban turbas de hombres y mujeres, aullando de júbilo, celebrando el destrozo. El espíritu se paró, estremecido, y pasado el primer momento de sorpresa horrible, amargamente decretó que todo aquello era natural... Desde su altura, sí, lo encontraba explicable, lógico, y con gesto grandioso empezaba ya a murmurar las palabras del perdón, las que proyectan al exterior nuestra indulgencia con el error y la maldad continuos de nuestros semejantes. Y antes de que exclamase, sin voz: «Os perdono, hermanos, porque no sabéis lo que hacéis», del centro de la hoguera vio alzarse la figura del Penitente, que acercándose, pronunció:

—Perdona, sí... Perdonemos para ser perdonados, hermano León, ¡que también erraste! No perdones desde arriba. No perdones con orgullo...

Y entonces el espíritu del conde hubiese llorado, si tuviese ojos, porque creía hacer algo sublime, muy meritorio, al otorgar el perdón... y no le quedaba ya ni ese consuelo.

El Esqueleto

Al saber Mariano Gormaz cómo su amigo Carlos Marañón se encontraba recluido en una de esas que por ironía del lenguaje se llaman casas de salud, corrió a visitarle, ansioso de ver si cabía esperanza. Regresaba Mariano de un largo viaje al extranjero, y el cariño que profesaba a Carlos se despertó violentamente con las tristes noticias. ¡Loco! ¡Loco! Imposible. Sería pasajero achaque, melancolía originada por desengaños amorosos, quebrantos en la hacienda, alguno de esos golpes que momentáneamente pueden ofuscar la razón más clara y firme… Seguro se creía Mariano de que al acercarse al amigo lograría disipar las nieblas que le oscurecían el cerebro, arreglar los asuntos origen de su preocupación y traerle de nuevo a la vida de los que andan por el mundo al parecer muy cuerdos, aunque Dios sabe lo que se diría a mirarlo despacio y bien…

Con estos propósitos franqueó Mariano la verja del hotelito, cruzó el jardín, y en una sala alhajada con alarde de buen gusto, que adornaban grabados ingleses representando escenas de Hamlet y del Quijote —los dos ilustres dementes de la literatura—, encontró al enfermo. Iba a estrecharle en sus brazos; pero Carlos le acogió mostrando la frialdad, la extinción de los afectos que caracteriza ciertos períodos de los trastornos mentales.

Al yerto «Hola, Mariano» del loco, respondió el cuerdo con extremos y muestras de ternura y alegría; su terror era que Carlos ni aun le reconociese. Y como si aquel calor derritiese el hielo, empezó Carlos a responder a las demostraciones, a pagar las caricias, y su faz demacrada se animó con ese reflejo de actividad psíquica, que es la hermosa luz de la conciencia.

—Te habrán dicho que estoy de remate —pronunció, pasando un brazo alrededor del cuello de Mariano y arrastrándole a un sofá—. Te habrán contado que… —y se tocó la sien con el índice—. No hagas caso. Ya ves, si estuviese… —y volvió a apoyar el dedo en el mismo sitio—, no hablaría con esta serenidad; me exaltaría, gritaría, querría salir, escaparme… Pregunta al doctor, pregunta a los criados, a ver si he tenido un instante de arrebato, a ver si se me han dado duchas, ni se me ha puesto camisa de fuerza, ni se han enrejado mis ventanas, ni se me ha registrado siquiera… Aquí llevo mi certificado de juicio… Mira.

Diciendo así, echó mano Carlos al bolsillo, y con movimiento rápido desenvainó la reluciente hoja de un cuchillo inglés. Sin querer, Mariano se estremeció. A nadie le gusta ver un arma en manos peligrosas. Carlos sonrió tristemente y envainó el cuchillo meneando la cabeza.

—¡También tú! —dijo suspirando—. ¿Y qué tiene de particular? Pero no te asustes. ¿Quieres que te entregue el cuchillito? Anda, toma… ¿No quieres? Porque deseo que escuches con tranquilidad la historia de mi venida a este agradable retiro, donde tan satisfecho me encuentro.

Sintió Mariano vergüenza. No es grato confesar el miedo, impulso al fin mezquino y bochornoso de nuestra naturaleza animal, así como el valor y el desprecio de la muerte afirman con arrogancia la espiritualidad de nuestro ser.

—No sé si me comprenderás… —empezó Carlos cuando vio a Mariano dispuesto a oírle—. Hay cosas que por dentro aparecen clarísimas; pero las necias, las mudas, las imperfectas, las palabras, vamos, no las expresan ni en parte ni en todo, y entonces, ¡cuánto se sufre! Adivíname, Mariano, cuando no encuentre fórmulas en el lenguaje… Recordarás que hará cosa de año y medio tuve que ir a mis posesiones de la montaña, allá en mi país, a fin de arreglar asuntos embrollados que reclamaban mi presencia. Me quedó allí una casa antigua y grande, donde pasaron largas temporadas mi abuelo, mis padres y mi tío y padrino el general Marañón; casa que está llena de rastros y recuerdos de esos seres queridos y respetados por mí supersticiosamente. El tocador de mi madre conserva aún en sus cajones frascos de esencia, cintas, guantes y abanicos rotos; en el escritorio de mi padre encontré cartas amarillentas, borradores, apuntes, pedazos de su vida, que me causaban una emoción religiosa. ¡Mis padres! Yo puedo ser malo, hasta criminal; ¡pero ellos!… No habiéndoles conocido sino en la niñez (murieron los dos bastante jóvenes y casi a un tiempo; jamás supe pormenores, pues cuando sucedió me hallaba en casa de mi padrino), les consagré un culto. ¿Verdad que no se debe adorar a hombres ni a mujeres? Lo comprendo, lo comprendo… Ya ves que no estoy… —y llevó el dedo con furia a la sien, como para barrenarla—. Este culto, ¡qué funesto fue para mí! Si no es por él… No, vale más que no haga reflexiones; que solo refiera hechos…, hechos secos, desnudos… Desde el día en que llegué a la casa antigua, quise dormir en la que había sido habitación de mis padres, y se conservaba siempre cerrada; pero el mayordomo me objetó que amenazaba ruina: agrietadas las paredes, carcomidas las vigas, y acaso infiltrada de agua la panera que caía debajo. Esto me indujo a reparar aquella parte del caserón, por el deseo de conservarla piadosamente. Cuánto mejor sería dejarla caer, ¿eh? Las obras, hijo mío, no dan más que disgustos… ¡Cuestan, cuestan caro las obras!… En fin, yo llamé operarios, y ahí me tienes removiendo tablas y escombros. Solo que, a las primeras de cambio, ¿qué pensarás que descubrí? Una trampa, con argolla de hierro. Debajo de la cama de mis padres…, de la misma cama. Y comunicaba con una escalera, y por ella se bajaba a la panera, o lo que fuese; al subterráneo maldito… ¿He dicho maldito? Maldito, sí.

Carlos se detuvo, y Mariano, alarmado ya, observó que ligeras gotas de sudor rezumaban en su frente y un poco de espuma asomaba al borde de los labios.

—¿Por qué me miras? —prosiguió Carlos—. ¡Si aún falta lo bueno! Ya llegamos al final… Verás tú… Yo quise bajar antes que nadie. ¡Y gracias a eso! Porque la gente es tan mal pensada… Sabe Dios lo que creerían si no me adelanto, de noche, muy provisto de farol, a registrar aquella panera abandonada desde tantos años, y si otros ojos ven antes que los míos el esqueleto, derecho contra la pared, arrimado a la esquina. El esqueleto, allí, allí… ¿Comprendes tú? ¡Pero qué cosas pasan! El esqueleto…

Mientras Carlos repetía la lúgubre palabra, Mariano le miraba como si dudase de la verdad de su narración.

—¿Que he visto visiones? ¡Ay, hijo mío! ¡Allí estaba, créelo! ¿Que no tiene nada de particular el hallazgo? ¡Sí, ya lo sé! ¿Que en todas las casas de campo se encuentran así…, esqueletos? Bien, corriente; admito la teoría… Las teorías deben admitirse… Pero ya ves…, ¡allí! ¿Que si estoy cierto de que era un esqueleto, es decir, un esqueleto humano? ¡Vaya! Y conservaba restos del traje destruido y podrido por la humedad… Aguarda, aguarda… Ya sé lo que vas a preguntarme… ¿Que si era el esqueleto de un aldeano, de un pobre? ¡Quia! ¡No, no, reno! Ya ves qué rareza, qué inverosímil… El esqueleto vestía de paño fino…, y hasta encontré un reloj, una sortija…

—¿Y no averiguaste?… —interrogó Mariano con suprema ansiedad.

Carlos soltó una carcajada rechinante.

—¡Averiguar! ¡Pobrecito! ¡Tú sí que estás…! Solo faltaría eso, que me metiese en averiguaciones… ¿Soy tonto? ¿Soy infame? Nadie había visto el esqueleto sino yo. ¡Pues a suprimirlo!… ¡Si vieses cómo llovía y tronaba cuando lo enterré en el monte, lejos, lejos, a cuatro leguas de mi casa! Escogí un día de temporal deshecho, para que no me sorprendiesen ni los pastores… ¡Qué remojón! Después tuve una fiebre reumática…, pero sin delirio, ¿sabes?, sin delirio… ¡Delirar no quería! Quedé muy abatido… Y luego han dado en decir que estoy… —el índice a la sien— y me han traído aquí… No saben que me encuentro divinamente. Como que vivo lejos de los esqueletos andantes, de los hombres…, que son todos esqueletos… Solo siento una cosa —y Carlos hizo pausa y miró fijamente a su amigo—. Que se te antojase venir… Porque he charlado, he charlado…, ¿y quién sabe si tú serás de los que cuentan las charlas?

Al expresar esta duda, Carlos deslizó la mano hacia el bolsillo; su rostro se contrajo, sus ojos se inyectaron de sangre y relucieron con salvaje brillo. Y Mariano apenas tuvo tiempo de sujetarle e impedir que le asestase la cuchillada al corazón.

El Fantasma

Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?

Poco a poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la solución del problema. No es fácil a los veinte años permanecer insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba al Casino o a alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez o conversando. A veces las vecinas del segundo bajaban a pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba a retirarme, antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien singular que no tuviese don Ramón Cardona celos de mí.

Una de las noches en que no bajaron las vecinas —noche de mayo, tibia y estrellada—, estando el balcón abierto, y entrando el perfume de las acacias a embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví declararme. Ya balbucía entrecortadas las palabras, no precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones para oír las de la dama, y me fue poco grato escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso.

—Mi único remordimiento, mi único yerro —murmuró acongojada doña Leonor— se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.

Y vi, a la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas oscuras una lágrima lenta…

Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución. El marqués, a quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir y a las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció afablemente:

—No me sorprende el paso que usted da; pero le ruego que me crea, y le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy a decirle. Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos a que esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto… , porque gusto sería, de tratarla… ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!

Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad absoluta del marqués, yo puse cara escéptica, quizá hasta insolente.

—Veo que no me cree usted —añadió el marqués entonces—. No me doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra; pero ni usted ni nadie tiene derecho a suponer que soy hombre que rehuye, por medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me tiene a su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta cuestión de un modo o de otro consulte… al señor Cardona. He dicho «al señor». No me mire usted con esos ojos espantados… Oígame hasta que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etcétera. Bajo el influjo de ilusorios remordimientos le ha contado a su marido «todo»… . es decir, «nada»… ; pero «todo» para ella; y el marido ha venido aquí como usted, sólo que más enojado, naturalmente, a pedirme cuentas, a querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, a estas horas pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona… o él me habría matado a mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando a Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente que a la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla o en Londres. Con igual facilidad, probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esta señora, a quien después he procurado conocer (¡por la memoria de mi madre le juro a usted que antes, ni de vista!… ), sufre alguna enfermedad moral… . y ha tenido una visión… ; vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor… , y ese espectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomado mi forma. Y no hay más… No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará a no admirarse de casi nada.

Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del dandi, me dediqué desde aquel punto, no a cortejar a Leonor, sino a observar a Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle espontanearse, y fui sacando, hilo a hilo, conversaciones referentes a la fidelidad conyugal, a los lances que puede originar un error, a las alucinaciones que a veces sufrimos, a los estragos que causa la fantasía… Por fin, un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión a sus conquistas… Y entonces Cardona, mirándome cara a cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:

—¿Qué? ¿Ya te han enviado allá a ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está visto que no tiene cura!

No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:

—Has de saber que cuando fui a casa del marqués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se diría que me pierdo por confiado, he vigilado a Leonor siempre, porque la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné a la hipótesis de una falta imaginaria… ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento le sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas… ¡Y no volvamos a hablar de esto en la vida!

Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme a solas con Leonor, y hasta fijar la mirada en sus oscuros ojos, nublados por la quimera.

«Blanco y Negro», núm. 30, 1897.

El Fondo del Alma

El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.

Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.

La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.

Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!

—Allá él, señores... —así dijo el mayorazgo a sus tertulianos y tresillistas, otros hidalgos viejos, que sonrieron aprobando, y hasta clamando «enhorabuena», fácilmente benévolos para lo que no les «llegaba el bolsillo»... Al cabo, ellos no habían de dar biberón a lo que naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.

—La felicidad del noviazgo la saboreó Cesáreo desatadamente. Loco estaba antes de rabia, y loco estaba ahora de júbilo; las contadas horas que no pasaba al lado de su novia las dedicaba a escribirle cartas o a componer versos de un lirismo exaltado. En el pueblo no se recordaba caso igual: son allí los amoríos plácidos, serenos, con algo de anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidiaron a Candelita las niñas casaderas, encubriendo con bromas el despecho de no ser amadas así; y cuando, al preguntarle chanceras qué hubiese sucedido si Candelita no le corresponde, contestaba Cesáreo rotundamente: «me moriría», las muchachas se mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las otras, vamos a ver!...

En la jira a Penamoura estuvo hasta imprudente, hasta descortés, el hijo del mayorazgo: de su proceder se murmuraba en los grupos. Todo tiene límite; era demasiada cesta. Aquellos ojos que se comían a Candelita; aquellos oídos pendientes del eco de su voz; aquellos gestos de adoración a cada movimiento suyo... francamente, no se podían aguantar. Mientras la parejita se aislaba, adelantándose castañar arriba, a pretexto de coger moras, el sayo se cortó bien cumplido; sólo el viejo capitán retirado, don Vidal, que dirigía la excursión, opinó con bondad babosa que eran «cosas naturales», y que si él se volviese a sus veinticinco, atrás se dejaría en rendimiento y transporte a Cesáreo...

Habían decidido emprender el regreso a buena hora, porque, en otoño, sin avisar se echa encima la noche; pero ¡estaba tan hermoso el pradito orlado de espadañas! ¡Si casi parecía que acababan de comer! ¡Si no habían tenido tiempo de disfrutar la hermosura del campo! Daba lástima irse... Además, tenían luna para la navegación. Fue oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del sol coincidió una niebla, suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que no tardó en cerrarse, ya densa y pegajosa, impidiendo ver a dos pasos los objetos. Don Vidal refunfuñó entre dientes:

—Mal pleito para embarcarse. Vararemos.

Y ello es que no había otro recurso sino regresar a la villa...

Al acercarse a la barca los expedicionarios, no parecían ni patrón ni remeros. La registradora empezó a renegar:

—¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien empleado nos está si nos amanece aquí!

Por fin, al cabo de media hora de gritos y búsqueda, se presentaron sofocados y tartajosos los remerillos. Del patrón no sabían nada. Se convino en que era inútil aguardar al muy borrachín; estaría hecho un cepo en alguna cueva del monte; y el remero más mozo, en voz baja, se lo confesó a don Vidal:

—Tiene para la noche toda. No da a pie ni a pierna.

—¿Sabéis vosotros patronear? —preguntó Cesáreo, algo alarmado.

—Con la ayuda de Dios, saber sabemos —afirmaron humildemente. Se conformaron los expedicionarios, y momentos después la embarcación, a golpe de remo, se deslizaba lentamente por el río. Asía don Vidal la caña del timón y guiaba, obedeciendo las indicaciones de los prácticos.

Hacía frío, un frío sutil, pegajoso. La gente joven empezó a cantar tangos y cuplés de zarzuela. El boticario, para lucir su voz engolada, entonó después el Spirto. Las señoras se arropaban estrechamente en sus chales y manteletas, porque la húmeda niebla calaba los huesos. Cesáreo, extendiendo su ancho impermeable, cobijaba a Candelita, y confundiendo las manos a favor de la oscuridad y del espeso tul gris que los aislaba, los novios iban en perfecto embeleso.

—Nadie ha querido como yo en el mundo —susurraba el hijo del mayorazgo al oído de su amada.

—Esto no es cariño, es delirio, es enfermedad. ¡Soy tan feliz! ¡Ojalá no lleguemos nunca!

—¡Ciar, ciar, pateta! —gritó, despertándole de su éxtasis, la voz vinosa de un remero—. ¡Que vamos cara a las peñas! ¡Ciar!

Don Vidal quiso obedecer... Ya no era tiempo. La barca trepidó, crujió pavorosamente; cuantos en ella estaban, fueron lanzados unos contra otros. La frente de Cesáreo chocó con la de Candelita. En el mismo instante empezó a sepultarse la barca. El agua entraba a borbollones y a torrentes por el roto y desfondado suelo. Ayes agónicos, deprecaciones a santos y vírgenes, se perdían entre el resuello del abismo que traga su presa. Era el río allí hondo y traidor, de impetuosa corriente. Ningún expedicionario sabía nadar, y se colaban apelotados en los abrigos y chales que los protegían contra la penetrante niebla, yéndose a pique rectos como pedruscos.

Aturdido por el primer sorbo helado, Cesáreo se rehízo, braceó instintivamente, salió a la superficie, se desembarazó a duras penas del impermeable y exclamó con suprema angustia:

—¡Candela! ¡Candelita!

Del abismo negro del agua vio confusamente surgir una cara desencajada de horror, unos brazos rígidos que se agarraron a su cuello.

—¡No tengas miedo, hermosa! ¡Te salvo!

Y empezó a nadar con torpeza, a la desesperada. Sentía la corriente, rápida y furiosa, que le arrastraba, que podía más.

—Suelta... No te agarres... Échame sólo un brazo al cuello... Que nos vamos a fondo...

La respuesta fue la del miedo ciego, el movimiento del animal que se ahoga: Candelita apretó doble los brazos, paralizando todo esfuerzo, y por la mente de Cesáreo cruzó la idea: «Moriremos juntos».

El peso de su amada le hundía, efectivamente; el abrazo era mortal. Se dejó ir; el agua le envolvió. Su espinilla tropezó con una piedra picuda, cubierta de finas algas fluviales. El dolor del choque determinó una reacción del instinto; ciegamente, sin saber cómo, rechazó aquel cuerpo adherido al suyo, desanudó los brazos inertes; de una patada enérgica volvió a salir a flote, y en pocas brazadas y pernadas de sobrehumana energía arribó a la orilla fangosa, donde se afianzó, agarrándose a las ramas espesas de los salces. Miró alrededor: no comprendía. Chilló, desvariando:

—¡Candelita! Candela!

La sobrina del arcipreste no podía responder: iba río abajo, hacia el gran mar del olvido.


«El Imparcial», 11 de junio de 1906.

El Frac

Le conocí, y le conocíamos los pocos aficionados a cierta clase de estudios, en los cuales él era indiscutible maestro... Pero decir que le conocíamos no significa que estuviésemos enterados de ninguna intimidad suya; casi no sabíamos las señas de su domicilio. Era, para todos nosotros, un señor algo huraño, tímido entre gentes, vestido con el descuido propio de los sabios; y a lo mejor no le veíamos en tres años, a no tropezarle casualmente en alguna librería de viejo o en los pasillos de alguna Academia, un día de recepción... Ni frecuentaba cafés ni sitios públicos, y se le olvidaba sin sentir, entre la penumbra telarañosa que envuelve a las seminotoriedades, de las cuales nadie se acuerda, como no sea para exclamar enfática y distraídamente: «¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡Don Pedro Hojeda de las Lanzas! ¡Una eminencia! ¡Creo que ha escrito últimamente unos trabajos!». «¿Sobre qué?». «Hombre, deje usted que haga memoria». Y rara vez la hacían.

Los incógnitos trabajos de don Pedro Hojeda versaban sobre las épocas en que nuestra gloria nacional irradiaba como el sol, y también sobre otra en que se fue nublando... Austrias y Borbones... Detestador de las «grandes síntesis», que tanto visten en discursos y artículos de fondo, Hojeda se consagraba a esclarecer puntos controvertidos y a rebuscar menudencias épicas. ¿Cuándo había empezado su labor? Lo ignorábamos, porque era de esos sabios que parecen haber nacido sabios, no haber sido jóvenes nunca. Feo, con enjuta y avellanada fealdad española, no tenía edad: en lugar de envejecer iba acecinándose. Publicaba sus estudios en revistas, y alguna vez se arriesgaba a un folleto, generalmente aprovechando la composición. Nadie le leía, excepto algunos alemanes e ingleses, que le escribían respetuosas epístolas y le traducían en otras revistas tudescas y británicas, con menciones muy honrosas. La idea de tener un público no le había cruzado por la cabeza jamás; ni público, ni editores que le pagasen valor de una peseta por cuartilla. Sin embargo, se susurraba de una ambición de don Pedro: aspiraba a ser académico de la Historia.

Dos o tres veces se anunció su candidatura. Al fin fue elegido. No llegó a tomar posesión, a pesar de haber vivido bastantes años después de electo. Nadie se ocupó de preguntar el porqué. La misma discreta niebla que velaba sus escritos se extendía sobre los datos biográficos. Si no da la casualidad de que mi amigo Dávalos, por especiales circunstancias, se entera y me lo refiere, siempre hubiese ignorado la razón de que Hojeda de las Lanzas no llegase a disfrutar, habiéndolo obtenido, lo único con que había soñado la vida entera.

—El caso es —dijo Dávalos— que tenía escrito el discurso que es una catedral de sabiduría, como que esclarece varios problemas de los más debatidos respecto a nuestra administración en los Países Bajos, y demuestra que a los flamencos les preocupaba mucho menos la cuestión religiosa que la de los tributos... Si es cierto lo que he logrado saber por la viuda, Hojeda se murió del disgusto de no poder entrar en la Academia.

—Pero ¿era casado? Parecía un solterón.

—Era casado, sin hijos, que no fue poca fortuna, pues ha dejado como herencia el día y la noche... Verá usted cómo averigüé este caso lastimoso. Comisionado para asistir al entierro, me llamó la atención ver que una persona que vestía siempre tan desaliñada iba al nicho con un buen traje de etiqueta, frac y corbata blanca... Hay atavíos que se despegan de las personas, y yo no concebía a nuestro don Pedro sino con aquel célebre gabán marrón amarillento y aquel cuellecito de minino pelado que no bastó para preservarle de las corrientes de aire, puesto que de pulmonía, y por señas infecciosa, vino a morir el mísero... Le aseguro a usted que, como el hábito, digan lo que quieran, y mi historia lo demostrará, hace tanto al monje, parecía otro, así tendido en su modestísima caja, y su figura de capitán veterano de los tercios viejos adquiría una dignidad extraordinaria con la blancura de la pechera y el toquecito de raso de la vuelta de la solapa... No sé por qué vi algo de extraño en el frac de don Pedro, y pregunté a la pobre señora —una de tantas a quienes más le valiera, gloria y otras zarandajas aparte, haberse casado con un tendero de comestibles...

¡Y sabe usted que me dio la señora verdadera pena! Como que está pasada de remordimientos, y se atribuye buena parte de culpa en la depresión de ánimo y de fuerzas que, según el parecer de los médicos, preparó el terreno a la enfermedad traidora. A poco más se cree la viuda de Hojeda autora de la muerte de su marido, al cual adoraba, teniendo altísima idea de su valer, y, naturalmente, sin entender, ni aun por el forro, en qué consistía; cierto que lo mismo nos sucede a los demás... Y acaso este modo de admirar valga tanto como otros...

La confidencia de la viuda fue de tristeza infinita... Es el caso que nuestro don Pedro Hojeda de las Lanzas tuvo la mejor hora de su vida cuando supo que por fin era académico. Hombre sin ambiciones, sin codicias, alma de niño, cándida y unilateral, no aspiró a nada que mejorase su apurada existencia de menesteroso de levita, ni se preocupó jamás de la estrechez que le agobiaba. Era sobrio como los aventureros españoles del siglo XVI, cuyas gestas estudió, y no sabía ni lo que le presentaban en la mesa ni lo que llevaba puesto. Resistía el frío, encogía el vientre y no se inclinaba ante las vanidades sociales. Pero, en su conciencia, creía tener derecho a formar parte de aquel Instituto cuya Biblioteca se sabía de memoria, cuyas tareas eran las suyas, y no se concebía a sí mismo fuera de allí, molusco de tal concha, liquen de tal árbol. El objeto de su vida era ése, sentarse en los sillones que deben de trasudar datos y soltar partículas de lecturas polvorientas... Los retratos de los reyes borbónicos parecían llamarle, sonriendo bajo sus empolvados peluquines. «Tú que nos conoces, tú que nos tratas a diario, ven; nos vindicarás, ayudarás a iluminarnos con el sol moribundo de la historiografía». Y al fin, sin intrigas previas, por sólo la fuerza de su labor constante, caso raro, le habían elegido. Conviene revelar un secreto: tal era la fe de Hojeda en su esperanza, que antes de la elección tenía ya reunidos los datos y elementos, y hasta redactados trozos de su discurso de recepción, la obra capital de su existencia. Regalándolo, no faltaría quien lo editase. Quería dar un golpe de efecto (¡él, tan poco efectista!). Quería, si le elegían en marzo, por ejemplo, ingresar en mayo con aquel discursazo enorme... Y tal como lo pensó lo hubiese hecho..., a no atravesarse una menudencia..., el frac.

En la angustiosa vida económica del sabio, cualquier gasto extraordinario adquiría proporciones formidables. Cuando se trató de que sería necesario para el día de la recepción el traje de etiqueta, la mujer de don Pedro, encargada del ramo de hacienda, prorrumpió en exclamaciones: «¡Imposible! ¡Cuarenta o cincuenta duros! ¡Entrampados ya para toda la vida! Si nos tocase la lotería...». Y don Pedro calló. A estas razones no tenía qué oponer. Calló, esperando mejores tiempos... Esos mejores tiempos que nunca llegan para los hombres desinteresados, inermes para la consabida lucha...

Si don Pedro de Hojeda fuese otro de lo que era, en seguida descubre un frac, dado o prestado. ¡No hay estudiante que no resuelva conflictos análogos en Carnaval! Pero antes se dejaría el erudito hidalgo tostar que molestar a nadie ni pedir cosa alguna. Paciencia, el estoicismo resignado de la raza..., y aguardó. Enfrascado en sus estudios, aguardó, dolorido y paciente: cada mes que transcurría sin leer su gran discurso —ya formaba un libro— le abatía más el ánimo. Su decaimiento fue graduándose: tuvo vahídos, vértigos y flojedad de piernas. Entonces, algunos amigos que por él nos interesábamos, creyendo que el discurso era la rémora, nos echamos a gestionar que se imprimiese. Lo conseguimos: apareció un editor, que, bajo condiciones duras, se comprometió a sacarlo a la luz. Pero quedaba en pie —y esto no lo sospechábamos, ni se nos ocurría— la eterna cuestión del traje...

Al cabo, la esposa, notando la decadencia y postración del esposo, tuvo una idea.

—¿Si encontrase un frac muy barato en alguna casa de empeños?

Puso en hatillo su mantilla «de casco», unos cubiertos de plata antiguos... y toma y daca, y a cambalachear, y a añadir tres duros, y el frac, con su pantalón, chaleco, corbata blanca y camisa, fue encerrado en la cómoda cuidadosamente...

Aquella tarde, don Pedro volvió a casa quejándose de enfriamiento. A las cuarenta y ocho horas, pulmonía declarada. Y ahí tiene usted por qué le han enterrado vestido con tanta decencia...

El Gemelo

La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante esquela de invitación, hizo un movimiento de contrariedad. ¡Tanto tiempo que no asistía a las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a prescindir del mundo y sus pompas, concentrándose en el amor maternal, en Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada… No cabía negarse.

«Y lo peor es que han adelantado el día —pensó—. Se casan el dieciséis… Estamos a diez… Veremos si mañana Pastiche me saca de este apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas…».

Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la doncella.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó la condesa, impaciente.

—Ayudaba a Gregorio a buscar una cosa que se le ha perdido al señorito.

—Y ¿qué cosa es ésa?

—Un gemelo de los puños. Uno de los de granate que la señora condesa le regaló hace un mes.

—¡Válgame Dios! ¡Qué chicos! ¡Perder ya ese gemelo, tan precioso y tan original como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis buscando; ahora tráete del armario mayor mis Chantillíes, los volantes y la berta. No sé en qué estante los habré colocado. Registra.

La sirvienta obedeció, no sin hacer a su vez ese involuntario mohín de sorpresa que producen en los criados ya antiguos en las casas las órdenes inesperadas que indican variación en el género de vida. Al retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormitorio y tomó de su secrétaire un llavero, de llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un escritorio–cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:

«Suerte que las he retirado del Banco este invierno… Ya me temía que saltase algún compromiso».

Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza que estaba abierto.

—¿Es posible que yo lo dejase así? —murmuró, casi en voz alta.

Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado en él su gran rama de eglantinas de diamantes. Sólo encerraba chucherías sin valor, un par de relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada, turbada, pasó a reconocer los restantes cajones. Abiertos estaban todos; dos de ellos astillados y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias y las nupciales. Rama de diamantes, sartas de perlas, collar de chatones, broche de rubíes y diamantes… ¡Robada! ¡Robada!

Una impresión extraña, conocida de cuantos se han visto en caso análogo, dominó a la condesa. Por un instante dudó de su memoria, dudó de la existencia real de los objetos que no veía. Inmediatamente se le impuso el recuerdo preciso, categórico. ¡Si hasta tenía presente que al envolver en papeles de seda y algodones en rama el broche de rubíes, había advertido que parecía sucio, y que era necesario llevarlo al joyero a que lo limpiase! «Pues el mueble estaba bien cerrado por fuera —calculó la señora, en cuyo espíritu se iniciaba ese trabajo de indagatoria que hasta sin querer verificamos ante un delito—. Ladrón de casa. Alguien que entra aquí con libertad a cualquier hora; que aprovecha un descuido mío para apoderarse de mis llaves; que puede pasarse aquí un rato probándolas… Alguien que sabe como yo misma el sitio en que guardo mis joyas, su valor, mi costumbre de no usarlas en estos últimos años».

Como rayos de luz dispersos que se reúnen y forman intenso foco, estas observaciones confluyeron en un nombre:

—¡Lucía!

¡Era ella! No podía ser nadie más. Las sugestiones de la duda y del bien pensar no contrarrestaban la abrumadora evidencia. Cierto que Lucía llevaba en la casa ocho años de excelente servicio. Hija de honrados arrendadores de la condesa; criada a la sombra de la familia de Noroña, probada estaba su lealtad por asistencia en enfermedades graves de los amos, en que había pasado semanas enteras sin acostarse, velando, entregando su juventud y su salud con la generosidad fácil de la gente humilde. «Pero —discurría la condesa— cabe ser muy leal, muy dócil, hasta desinteresado…, y ceder un día a la tentación de la codicia, dominadora de los demás instintos. Por algo hay en el mundo llaves, cerrojos, cofres recios; por algo se vigila siempre al pobre cuando la casualidad o las circunstancias le ponen en contacto con los tesoros del rico…». En el cerebro de la condesa, bajo la fuerte impresión del descubrimiento, la imagen de Lucía se transformaba —fenómeno psíquico de los más curiosos—. Borrábanse los rasgos de la criatura buena, sencilla, llena de abnegación, y aparecía una mujer artera, astuta, codiciosa, que aguardaba, acorazada de hipocresía, el momento de extender sus largas uñas y arramblar con cuanto existía en el guardajoyas de su ama…

«Por eso se sobresaltó la bribona cuando le mandé traer los encajes —pensó la señora, obedeciendo al instinto humano de explicar en el sentido de la preocupación dominante cualquier hecho—. Temió que al necesitar los encajes necesitase las joyas también. ¡Ya, ya! Espera, que tendrás tu merecido. No quiero ponerme con ella en dimes y diretes: si la veo llorar, es fácil que me entre lástima, y si le doy tiempo a pedirme perdón, puedo cometer la tontería de otorgárselo. Antes que se me pase la indignación, el parte».

La dama, trémula, furiosa, sobre la misma tabla de la cómoda–escritorio trazó con lápiz algunas palabras en una tarjeta, le puso sobre y dirección, hirió el timbre dos veces, y cuando Gregorio, el ayuda de cámara, apareció en la puerta, se la entregó.

—Esto, a la Delegación, ahora mismo.

Sola otra vez, la condesa volvió a fijarse en los cajones.

«Tiene fuerza la ladrona —pensó, al ver los dos que habían sido abiertos violentamente—. Sin duda, en la prisa, no acertó con la llavecita propia de cada uno, y los forzó. Como yo salgo tan poco de casa y me paso la vida en ese gabinete…».

Al sentir los pasos de Lucía que se acercaba, la indignación de la condesa precipitó el curso de su sangre, que dio, como suele decirse, un vuelco. Entró la muchacha trayendo una caja chata de cartón.

—Trabajo me ha costado hallarlos, señora. Estaban en lo más alto, entre las colchas de raso y las mantillas.

La señora no respondió al pronto. Respiraba para que su voz no saliese de la garganta demasiado alterada y ronca. En la boca revolvía hieles; en la lengua le hormigueaban insultos. Tenía impulsos de coger por un brazo a la sirvienta y arrojarla contra la pared. Si le hubiesen quitado el dinero que las joyas valían, no sentiría tanta cólera; pero es que eran joyas de familia, el esplendor y el decoro de la estirpe…, y el tocarlas, un atentado, un ultraje…

Se domina la voz, se sujeta la lengua, se inmovilizan las manos…; los ojos, no. La mirada de la condesa buscó, terrible y acusadora, la de Lucía, y la encontró fija, como hipnotizada, en el mueble–escritorio, abierto aún, con los cajones fuera. En tono de asombro, de asombro alegre, impremeditado, la doncella exclamó, acercándose:

—¡Señora! ¡Señora! Ahí…, en ese cajoncito del escritorio… ¡El gemelo que faltaba! ¡El gemelo del señorito Diego!

La condesa abrió la boca, extendió los brazos, comprendió… sin comprender. Y, rígida, de golpe, cayó hacia atrás, perdido el conocimiento, casi roto el corazón.

El Guardapelo

Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados que no trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el mundo existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la perfecta mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso quien sorprende una de estas notables maravillas de la Naturaleza y tiene, al menos, la satisfacción de contemplarla!

Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos, sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan florecillas ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de la inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que Matilde, y todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en ella, formando incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más hermosa, la más distinguida, donosa, simpática, y también, por añadidura, la más honesta, firme y leal. Con esta persuasión él viviría completamente venturoso, a no existir en el cielo de su dicha —es ley inexorable— una nubecilla tamaño como una almendra que fue creciendo y creciendo, y ennegreciéndose, y amenazando cubrir y asombrar por completo aquella extensión azul, tan radiante, tan despejada a todas horas, ya reflejase las suaves claridades del amanecer, ya las rojas y flamígeras luminarias del ocaso.

La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro, un minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo, manifestó exaltado júbilo.

Desde el primer momento de intimidad conyugal, que permitió a Sergio ver brillar sobre el blanco raso del cutis de Matilde el punto de oro del guardapelo, aquel punto se le clavó en el alma, atrayendo sus ojos como si le hipnotizase. No llevaba Matilde cerca del corazón otra alhajilla ni escapulario, ni cruz, ni medalla, y Sergio, deseando arrojar de sí vagos temores, supuso buenamente que el guardapelo encerraría algún emblema religioso. Alzándolo como al descuido, preguntó:

—¡Tienes aquí una Virgen?

—No —respondió lacónicamente Matilde.

—¿Algún santo de tu devoción?

—Tampoco.

—¡Ah! —murmuró el esposo. Y se mordió los labios. Hay en el amor verdadero un instinto de delicadeza y altivez que impone la discreción: cuanto más crece el ansia de «saber», mayor es la exigencia de que sea franco y sincero, y que lo sea espontáneamente, el ser querido; se desea deber la tranquilidad a una expansión de cariño y ternura, Sergio sintió que su dignidad amorosa no le permitía insistir en la pregunta, y fingió olvidarse de ella; pero le quedó la espina hincada muy adentro.

Aparentó estar alegre, cuando realmente se encontraba abatido y melancólico, y apenas acertaba a pensar sino en el guardapelo de su esposa. ¿Que contenía? Hubiese dado la vida por salir de dudas... pero oyéndolo de boca de ella misma, de sus dulces labios, en uno de esos arranques leales y divinos en que los espíritus se besan, entrelazan y funden. Mas como Matilde, aunque siempre zalamera y halagadora, continuaba callándose lo del guardapelo, Sergio comprendió que se confundía su razón, que padecía mucho, y que, cuando tenía delante a su mujer, linda, adornaba, dispuesta a amantes expansiones, en vez de ver su codiciada hermosura, solo veía el siniestro punto de oro, el guardapelo fatal.

Matilde notó por fin la preocupación de su marido, y con coquetería y mimos quiso arrancarle la confesión de sus causas. Un día, tanto apretó, que Sergio, vencido —el que ama, fácilmente se rinde—, reclinando la cabeza en el seno de su mujer, declaró que le atormentaba ignorar lo que contenía aquel tan estimado guardapelo.

—¿Y era eso? —respondió Matilde sonriente—. ¡Válgame Dios! ¡Por que no lo dijiste más pronto! En este guardapelo..., hay un mechón de pelo de mi padre.

La explicación parecía muy satisfactoria; y, sin embargo, Sergio, al oírla, sentía hondo estremecimiento allá en lo íntimo de su conciencia. No le había sonado bien la voz de Matilde; no encontraba en ella ese timbre claro, que es como el eco de la verdad. Por primera vez desde su boda tuvo un violento arranque, y señalando a la cadena, ordenó:

—Abre ese guardapelo.

Leve palidez se extendió por las mejillas de Matilde, pero obedeció; apretó el resorte, y Sergio divisó, tras su cristal, un mechón de pelo fino, de un rubio ceniza... En vez de echar los brazos al cuello de su mujer, que repetía: «¿Lo ves?», Sergio volvió a percibir otro golpe, otra fría puñalada... Retiróse lentamente, y aquel día los esposos no se hablaron. Matilde, quejándose de jaqueca se acostó a mediodía, y Sergio salió al campo a pasear.

Cavilaba, discurría. Su suegro, ya difunto, y a quien había conocido calvo, con cerquillo de pelos grises, ¿sería en su juventud tan rubio? La cosa era bastante difícil de averiguar. Probablemente nadie recordaba ese detalle, pues para nadie tenía importancia, sino para él. Sergio, en aquella hora de su vida. ¿Quién le diría la verdad? Los días siguientes, disimulando la inquietud, preguntó a troche y moche, frecuentó el trato de contemporáneos de su suegro, revisó retratos antiguos, fotografías, una miniatura... Nada logró sacar en limpio, más que noticias contradictorias.

Por fin, recordó que hacía pocos meses Matilde le había interesado en una recomendación a favor de un quinto, nieto de cierta buena mujer que había sido niñera de su padre, y que vivía aún en una aldea cercana. Sergio, afanoso, ensilló el caballo y no paró hasta apearse ante la cabaña de la viejecita. Esta, que frisaba en los ochenta y tres años, estaba impedida, medio ciega y casi sorda. Costóle gran trabajo a Sergio hacer comprender a la anciana su extraña pregunta. ¿De qué color tenía el pelo su suegro, cuando era niño? Al fin, la vieja, meneando la cabeza decrépita, respondió en cascada voz, alzando el dedo índice:

—¿El pelo? Lo tenía negrito, negrito como la endrina. ¡Ay! Era muy guapo.

Sergio, que al pronto se quedó convertido en piedra, salió después corriendo como un loco. Matilde había mentido. ¡La condenaba aquel testimonio irrevocable! No podía ser recuerdo filial el mechón rubio.

Una semana tardó Sergio en volver a su hogar. Anduvo errante, desatinado, y durante aquella semana puede decirse que recorrió el ciclo de vida del sentimiento y que agotó entera la copa de la duda y la desesperación, sufriendo la profunda miseria moral que acompaña a los celos. Los dos primeros días dio por seguro que Matilde era una gran culpable y decidió matarla. Los dos siguientes supuso que el mechón no recordaba sino algún inocente amorío de la adolescencia. Y al correr los tres últimos empezó a sonreírle una hipótesis que a cada paso se le figuraba más cuerda y razonable: la anciana, chocha ya se había equivocado, como se equivocan hasta en lo más patente otras dos centenarias temblonas, la historia y la tradición. Al séptimo día, en el alma de Sergio, el amor consiguió reconstruir su mundo ideal: la condenada vieja mentía, era una bellaca embustera y maliciosa; el padre de Matilde tenía el pelo rubio, muy rubio, en último caso, si aquel mechón fuese «una memoria»..., ¿qué importaba? No hay mujer que no conserve un guardapelo y lo lleve, si no al cuello, en el corazón, lo que es peor, ¡peor infinitamente!

Y Sergio, dolorido, pero resignado y ferviente, volvió al lado de Matilde, acostumbrado ya al brillo siniestro del punto de oro.


«El Imparcial», 17 julio 1898.

El Gusanillo

Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de los blandones fúnebres, entre el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del difunto. Los amigos y parientes, que han de formar el duelo, esperan conferenciando a media voz.

AMIGO 1º.— (Persona conspicua y machucha). ¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!… ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2º.— (Semijoven, gomoso, atildado). Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes… Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural… Parece vivo.

AMIGO 1º.— ¿Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO 2º.—¡La autopsia! Y ¿a santo de qué?

MÉDICO.— Por eso justamente… Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tuvimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba… y bien muerto!

AMIGO 1º.— Y al fin, ¿se ha averiguado de qué…?

MÉDICO.— (Llevándoselos a un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente). ¡Ah! Una cosa muy curiosa. Verán ustedes… (Cuchichean).

EL MARQUÉS DE LA GALIANA.— (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz). Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?

EL CAPELLÁN.— (Anciano, pálido, afectadísimo, temblón de cabeza y manos). No, señor; se ha tranquilizado un poco… Esperamos por lo menos que se resigne…, con el tiempo naturalmente…

EL MARQUÉS.— Es tan angelical… ¡Le quería tanto a este pobre sobrino mío! Es decir… le llamo pobre a Alberto, no sé porqué; en realidad no he conocido hombre de más suerte… ¡Una suerte loca de remate; y todos los dones de la fortuna! Salud, buen humor, figura simpática, linaje, riquezas y el don de engatusar a cuantos… y a cuantas le conocían. Ya ve usted lo que pasó con Matilde… ¡Bien sabe a lo que aludo! Matilde…, que ha sido, y es todavía, una belleza, y que además heredaba muchos millones, tenía tratada la boda con el hermano mayor de Alberto, Lucianito… Y se cree, ¡je!, ¡je!, que ya entonces prefería Matilde a Alberto, que gustaba más del menor… y que a él, por su parte, le hacía Matilde tilín… ¡pero vaya usted a asegurar estas cosas!… La malicia, padre capellán…, ¡la pícara malicia!…

EL CAPELLÁN.— (Con abatimiento profundo). La malicia, inseparable de la mísera humanidad.

EL MARQUÉS.— La malicia…, sí, corriente… Sólo que algunas veces… la malicia tiene su fundamento, vamos… No; en este caso yo no aseguro que lo tuviese… Alberto era un chico excelente… ¡Convenido! Siempre lo dije; bueno a carta cabal. Algo descuidado en visitar… eso sí… Hasta desatento. En un año, le veíamos media vez… En fin, defectillos insignificantes. Como lo pasaba tan bien y se encontraba tan halagado, se olvidada de cumplir con las personas de respeto. Lo que sucede, padre: cuando todo nos sonríe… Y a Alberto le sonreía todo… Hasta los mismos disgustos tremendos, las desgracias de la familia, ayudaron a encumbrarle… La muerte de su hermano…, aquella muerte tan impensada…, tan trágica…, ¿no se acuerda usted?…

EL CAPELLÁN.— (Turbado y deseoso de cortar la conversación). Señor marqués… se me figura que ya se organiza el duelo…

EL MARQUÉS.— ¡Quiá, quiá! Si todavía no es la hora… Hay que cerrar la caja… Aún no ha llegado la mitad de los coches. ¡Qué sorpresa!, ¿verdad?, al ocurrir la catástrofe de Lucianito… Esos accidentes en las cacerías siempre aterran…; sí señor, aterran punto menos que un crimen…

EL CAPELLÁN.— (Aturdido, desencajado). ¡Van a entrar en la capilla! Hago falta allí, señor marqués… Con su permiso… Hasta luego…

EL MARQUÉS.— (Aparte, pensativo, frotándose las manos). —¡Je… je! ¿Qué mosca le ha picado al confesor de mi sobrinito? ¿Por qué huye así, lívido de terror? Si cuando me escamo yo…, ¡vaya, vaya! ¡Aquella muerte de Luciano fue particular! Despeñarse a un precipicio engañado por la niebla… Eso no le sucede a quien conoce el país y lo ha recorrido desde muchacho. Y su hermano Alberto, que aparece diciendo que también la niebla le hizo perder el camino y por eso se apartó del grupo de cazadores… ¡Hum…, hum!… Con la tragedia de Luciano se hizo personaje Alberto. Lo sentiría mucho, lo sentiría lo que ustedes gusten; pero le vino como un guante: único heredero de los bienes, de la grandeza, de los títulos, y a los dos años esposo de Matildita… En fin, lo que uno cree, lo cree… (Pausa). Matildita es una preciosidad. ¿Se consolará? ¡Je, je!… Ahora no le conviene rodearse de jóvenes casquivanos: queda al frente de una inmensa fortuna y necesita un sujeto experimentado y formal que sepa guiarla y aconsejarla con prudencia… ¡Encantadora Matildita! Vamos a verla, por si conseguimos que no note que sacan el cadáver… Luego me uniré al duelo… (Desaparece por una puerta interior).

AMIGO 2º.— (En el grupo del rincón). ¿Y dice usted que nada…, nada absolutamente?… ¿Ninguna lesión orgánica?

MÉDICO.— Ni tanto así… Y mire usted que pocas veces se da este caso… Diariamente estamos haciendo autopsias, y en individuos mayores de cuarenta años siempre encontramos, cuando menos, grietecillas por donde empieza a cuartearse el edificio. El que no tiene una predisposición tiene otra; la vida nos gasta a todos; el oleaje siempre se lleva partículas de la roca, hasta que la destruye; sólo que para acabar con la roca se necesitan siglos, y para acabarnos a nosotros…, ¡pschs!

AMIGO 1º.— Pero ¿han hecho ustedes una autopsia… en regla, formal?

MÉDICO.— ¡Formalísima… minuciosa! Nos picaba la curiosidad y nos entregamos por gusto a una apasionada exploración. No quedó sitio que no registrásemos: riñones, bazo, pulmones estómago, hígado, cerebro, fueron visitados escrupulosamente. ¡Qué limpios, qué intactos los encontramos! ¡Daba gloria! Inverosímil. Créalo usted, atendida la edad no provecta, pero sí madura, de ese señor.

AMIGO 1º.— (Insistiendo). De modo que el hígado, el estómago, etcétera… ¿a las mil maravillas? ¿Y el corazón? ¿No dice usted si el corazón?…

MÉDICO.— ¡Ah! El corazón… En reserva… Yo también creí, dado lo súbito del fallecimiento, que se trataba de un aneurisma… Grande fue mi sorpresa al notar que tampoco el corazón presentaba lesión alguna. Sin embargo, al llegar al centro mismo del órgano, vimos… En confianza… No lo repitan ustedes… Porque no nos lo explicamos; ningún compañero mío se lo explica…

AMIGO 1º.— ¿Qué, qué había?

MÉDICO.— Algo muy extraño… Un gusanillo pequeñísimo, escondido, cobijado, encerrado y domiciliado allí, que se dedicaba a roer su madriguera…

(Diálogo).

ROSALBA.— ¿Cómo te gustaría a ti que fuese? ¿Rubio, pelicastaño, ala de cuervo sombrío?

AURINA.— Ninguno de esos pelos.

ROSALBA.— ¿Rojo? Es de traidores…

AURINA.— Hay traidores de todos los pelajes.

ROSALBA.— Entonces, ni rojo, ni rubio, ni… ¿Entonces?

AURINA.— ¿Entonces? Gris, y si puede ser blanco, ¡mejor!

ROSALBA.— ¡Gris! ¡Blanco! ¿Para enviudar pronto?

AURINA.— Justamente. Ese rasgo de penetración me prueba que vas despabilándote un poco. Porque ¡cuidado que eres simplaina tú!

ROSALBA.— Muchísimo. Ya hago lo posible por adquirir malicia; pero genio y figura…

AURINA.— Pues, chúpate el dedo y verás el camino que llevas. Mira: las de tu calaña me exasperan a mí. ¿Qué te propones en el mundo?

ROSALBA.— ¿Y tú?

AURINA.— ¡Me gusta! ¿Qué he de proponerme? Al nacer, nos meten en la mano el limoncillo de la vida. Estrujarlo, hija, a ver qué sabor tiene el zumo.

ROSALBA.— Agrio. No, amargo. ¡Amargo!

AURINA.— Porque no sabes echarle azucarillo.

ROSALBA.— Échale cuanto azúcar quieras, un tinajón de melaza; entre el empalago ha de sobresalir, siempre y por último, la amargura.

* * *

AURINA no contesta; se levanta y se mira al espejo; sonríe a su imagen, se atusa el pelo que lleva peinado en tejadillo saliente y bufante, estilo modernista, y se arregla los chorritos de gasa que adornan el delantero de su blusa azul, toda incrustada de medias lunas de encaje amarillento.

ROSALBA.— (Benévola). ¿Qué haces, loquinaria?

AURINA.— Paso revista a la infantería, a la artillería y a la caballería.

ROSALBA.— ¿Aquí? Aquí no hay batallas. ¿Dónde está el enemigo?

AURINA.— Dice el Catecismo que los enemigos nos persiguen en todas partes. No veo por qué dejarían de perseguirme en esta casa.

ROSALBA.— Aquí no hay más que una amiga que te quiere de veras. Aunque pensemos de distinto modo, yo no vivo sin ti. Haces el sacrificio de venir a verme todos los días; te pasas conmigo, que no soy nada divertida ni nada alegre, tardes enteras y muchas noches; y ¡vamos!, sé estimar y agradecer.

AURINA.— ¡Eh, eh, eh! ¡Incorregible! ¡No estimes, no agradezcas, no tengas ley a nadie, no te fíes de tu sombra! Parece que conocemos a la gente… y ni de vista. ¡Ni de vista! Te lo aviso. De mí témelo todo: soy mujer, ¡y si vieras qué perros somos las mujeres y los hombres!

ROSALBA.— Haces alarde de mala y eres excelente.

AURINA.— No me injuries. ¡Buena! Llámame ya, para lo que te falta, fea y tonta. ¿Sábes lo único que no me gusta ser? Disimulada ni falsa; y así, te prevengo que te guardes de mí más que de los otros, porque si me quieres más estoy en condiciones de hacerte más daño.

ROSALBA.— Necesito creerte buena, creer bueno a alguien. ¡Dios mío! ¡Qué triste es dudar, Aurina! ¡Qué triste es sentirse solo, pensar que nadie nos quiere! (ROSALBA se acerca a su amiga y le pasa el brazo por el cuello). Ya sabes que no llegué a conocer a mamá… Soy hija única… ¡Si tuviese una hermana, una hermanita menor, con quien comentar de noche los sucesos del día!

AURINA.— ¿Y tu ínclito papá? ¿No te acompaña y entretiene bastante? Es muy entretenido el buen señor.

ROSALBA.— (Pensativa.) ¡Mi padre!

AURINA.— ¿Qué tienes que decir de él? Tan peripuesto, tan amigo de divertirse.

ROSALBA.— Acaso por eso… no nos entendemos enteramente… en ciertas ocasiones…

AURINA.— (Besándola). Y conmigo, ¿te entiendes?

ROSALBA.— (Estremecida). ¡Qué helada tienes la boca criatura!

AURINA.— (Riendo). ¿Es que mis dientes de nieve la enfrían? Bonito, ¿eh? Lo que digo es que me alegro, me alegro de que conmigo te entiendas. Pienso que estemos mucho tiempo juntas: digo, a no ser que te me cases.

ROSALBA.— O que te me cases tú, que será más probable; a ti te sobra gancho, y a mí no me dio Dios asomo de él.

AURINA.— Y si me caso, ¿qué razón hay para que no sigamos tan amiguitas?

ROSALBA.— (Con sentimiento). No sé. Todo lo que cambia la vida, cambia los afectos. Si te casas, el amor a tu marido te hará olvidar a la amiga. Pues ¿y los chicos?

AURINA.— ¿Chicos? ¡A la Inclusa con ellos! Prefiero los niños cuando ya saben sonarse y abrillantarse las uñas. Una hija como tú, me ilusionaría. Que otras den a luz los chicos: yo me encargo de llevarlos al teatro… ¿No estás conforme? ¡Tontona!

ROSALBA.— No sé qué veo en ti… ¿Qué te pasa? ¿Has arreglado ya tu porvenir? Mucho te brillan los ojos. ¿Estás nerviosa? ¿Hay misterio? Ábreme tu corazón.

AURINA.— Están forjando en Eibar la llave. Mi corazón tiene figura de cofrecito. He mandado que sea llave de ésas a la inglesa, contra ganzúas.

ROSALBA.— Noviazgo seguro. Lo que te preguntaba: ¿el pelo?

AURINA.— Lo que te respondía: blanco; y se me olvidó añadir: teñido.

ROSALBA.— ¿En serio?

AURINA.— En fúnebre.

ROSALBA.— Reflexiona, Aura. Es por toda la vida.

AURINA.— Claro. Por toda… la de él.

* * *

ROSALBA enmudece: silencio triste y reprobador. Vuelve los ojos por no mirar a su amiga, y aparenta distraerse con el ruido que se oye en la antesala. Pasos algo pesados, craqueo recio de botas nuevas, anuncian que se acerca un hombre. La puerta se abre, y en el hueco aparece el papá de ROSALBA, setentón atildado y retocado; su levita, gris hierro, última moda, acentúa la prominencia de su vientre. En el ojal luce un clavel blanco, rodeado de ramillas de cilantro. Calza guantes de Suecia, y al moverse despide emanaciones de Ideal (el perfume más caro de la casa Houbigant). Viene preocupado, y no saluda a AURINA.

ROSALBA.— (Mirándole como si le viese por primera vez). Milagro, papá, que vengas a estas habitaciones.

AURINA.— (Muy tranquila, dulcemente). ¡Milagro que un padre cariñoso entre a preguntar cómo lo pasa su niña!

ROSALBA.— Nunca acostumbra, y menos a estas horas…

AURINA.— Las buenas costumbres, si no existen, hay que inventarlas. Tu papá vendrá, desde hoy, todas las tardes a enterarse de cómo lo pasas y a prodigarnos su amable conversación…

ROSALBA.— (Atónita). Y tú, ¿por qué dispones…?

AURINA. (Apacible). Porque…, porque… (Al papá de ROSALBA). Pero ¿no se atreve usted a entrar? ¿Se queda usted ahí? Pase usted: deseando estábamos su llegada.

ROSALBA.— (Con súbita indignación, al oído de AURINA). ¿Esas tenemos? Voy a decirle…

AURINA.— (Al oído de ROSALBA). Perderás el tiempo. No atenderá a nada que vaya contra su pasión. Puedes repetirle lo que hablamos de pe a pa; te desmentiré, y me creerá a mí. ¡Cuidado que eres bobalicona!

* * *

Mientras ROSALBA, petrificada, sigue mirando de hito en hito a su padre y AURINA, los dos se acercan y se arrinconan en la ventana, riendo y coqueteando. ROSALBA, pasado un instante, agacha la cabeza, atraviesa la habitación, cruza una puertecilla, entra en su dormitorio y se echa de bruces sobre la almohada de la cama, sollozando.

El Hombre-cerdo

Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.

Si existe el consabido fluido, o lo que sea, nadie lo poseyó en tanto grado como Durof, el tonto. Emanaba sin duda de él algo que atraía y subyugaba a nuestros hermanos inferiores. Los aficionados a esta clase de espectáculos no olvidarán nunca las habilidades de cierta pareja de caniches, a quien Durof enseñó a representar la más divertida comedia amorosa, acabada en boda, y después, con la intervención de un tercer caniche, en desafío por celos. Tampoco han acabado aún de reírse de las gracias del pavo amaestrado, que tan donosamente ponía en caricatura la vanidad humana. Pero el triunfo de Durof, lo que le valió ventajosas contratas y aplausos sin cuento, fue la educación de un cerdito, que llegó a eclipsar en cultura y conocimientos a muchos individuos de nuestra especie.

Aquel cerdo maravilloso hacía más monerías que ningún niño. El número del cerdo sabio, del cerdo-hombre, llenaba el circo todas las noches; la multitud, encantada de sus habilidades, le echaba a la pista hasta cajas de bombones de chocolate, como si se tratase de un chiquillo genial y sublime, a quien era preciso mimar.

El cerdo leía, o aparentaba leer; escribía con sus pezuñas, danzaba, hacía escalas cromáticas en el piano, adivinaba el pensamiento, apagaba una vela, comía con tenedor, servilleta y vaso; era, en fin, un tesoro.

Durof había presentado al admirable tocino en una tournée por Italia, España, Francia y Turquía. Al contratarse para el circo de San Petersburgo, Durof descontaba, naturalmente, el efecto que su alumno había de producir. Fue, sin embargo, mayor de lo que él mismo pensaba. El cochinillo se tragó a los demás artistas, así irracionales como racionales. Era un éxito clamoroso, al cual tal vez en parte contribuía el hecho de que a Durof se le conociese en los círculos de la muchachería elegante, de los cuales formó parte en otro tiempo. Con cierto interés veían los distinguidos ociosos de los palcos de Círculo a uno de los suyos dedicado a tan original profesión, y creían de su deber aplaudirle. ¿No era aquél el propio Sergio Orlik, pariente de los Dolgoruki? Sergio en persona… Pero ¡qué cerdito, qué asombro! Realmente no se comprendía que un animal… Y recordaron: ya antaño, en el colegio, Sergio domesticaba arañas, atraía moscas… El gorrino realmente rayaba en fenómeno: daban ganas de preguntar si tenía dentro un hombre, si era un autómata, una mecánica admirable…

Fue entonces cuando el príncipe Vladimiro Strogonof, no el más linajudo, pero acaso el más rico de aquellos señores colmados de todos los goces de la existencia, murmuró:

—Eso, pronto lo vamos a saber.

—Sí, hay que averiguarlo… Es preciso que Sergio nos haga trabar conocimiento con el cerdo-hombre.

—¡Bah! —exclamó Vladimiro—. Hay un medio más sencillo, y voy a ponerlo en práctica. Ese cerdo me lo como yo asado, y os convido a vosotros al festín…

Hubo una explosión de carcajadas. ¿Comerse el cerdo-hombre? El bocado parecía caro… Pero (conociendo el desenfreno en el capricho que caracterizaba al príncipe Strogonof, y que es un signo de raza) empezaron a barruntar algo que disiparía el aburrimiento.

En el entreacto, Vladimiro pasó a conferenciar con Durof. Nada dijo, sin embargo, de los resultados de negociación tan delicada. Sólo tres días después, cuando volvió a reunirse la sociedad aristocrática y alegre en el palco, el príncipe, con el pulgar en el escote de su chaleco blanco, el monóculo más seguro que nunca en el ligero frunce de la nariz, dejó caer el notición:

—Estáis invitados mañana a mi casa a cenaros el cerdo-hombre… Hoy trabaja por última vez.

Se produjo el alboroto consiguiente… ¡Ese Vladimiro! ¡Qué ocurrencias las suyas! Pero ¿era posible? ¿Durof vendía…? ¡Pchs! En cincuenta mil rublos bien se puede vender un ejemplar de la especie suina. La cena costaría eso y algunos centenares de rublos más, porque era preciso inundar de champagne los despojos del cerdo-hombre.

Y todos miraron curiosamente a Durof, que, en aquel mismo instante, con ligera varita en la mano, dirigía el trabajo artístico de su alumno, haciéndole berrear un aria, el «Vissi d’arte, de Tosca», cómicamente remedado. La sala entera se desplomaba de risa. La ovación era delirante. Las señoras, de pie, aplaudían. Cucuruchos de dulces y fondanes caían ante las pezuñas del impertérrito cochino. Y al terminar, más pronto que otras veces, el trabajo, «la despedida del cerdo-hombre», según rezaba el cartel, y mientras el público reclamaba «bis», se vio al tonto, que, acercándose a su discípulo, le abrazó con cariño. Aumentó la algazara, porque creyeron en una nueva facecia. El cerdo gruñía de placer, apoyando sus codillos en los hombros de Durof. Éste, pálido, rechazó al discípulo. Dos lágrimas ardientes saltaron de sus ojos; lágrimas invisibles.

Entre bastidores se hablaba del caso: se envidiaba a Durof, un bobo con suerte. ¡Cincuenta mil rublos! El alma hubiesen vendido por tal suma atletas, barristas, hasta la amazona, la baronesa Strinski… Ahora Durof podía retirarse, comprar una casita en Italia, casarse, vivir de su renta…

Al otro día, en el suntuoso palacio del príncipe, la cena fue un desate de libre alegría orgiástica. Durof asistía, sombrío. Cuando sirvieron el asado del cerdo-hombre (a la salsa picante), el bobo rehusó; pero aquellos insensatos, entre carcajadas, le forzaron a comer. Después se armó el juego, el bacará, entre hombres semiebrios, que, sin embargo, recobraban lucidez ante la eventualidad de una gruesa pérdida. Durof, al pronto, resistió a la tentación. ¡Llevaba tanto tiempo sin tocar a las cartas, que le habían perdido! Pero hoy era rico… Cincuenta mil rublos… Y necesitaba la emoción fuerte, la emoción que todo lo avasallaba, para olvidar que en su boca había el gusto a sangre fresca de las comidas impías, y en su estómago el peso del plomo de las digestiones brutales, las que sufren aquéllos que, hambrientos, en una plaza sitiada, se resuelven a ingerir el sacrílego alimento… Y cayó otra vez en el abismo del juego, cerrando los ojos.

Al amanecer salía de casa de Strogonof. Le quedaban, del precio de su trato, algunos rublos, dejados por lástima. Pero ni aun se daba cuenta de lo sucedido: la borrachera le envolvía en sus tórpidas brumas.

Y el príncipe sonrió cuando le dijeron:

—Has hecho golpe doble. Acabaste con el cerdo y con el amo… ¿No sabes? Durof se ha colgado por el cuello de uno de los montantes del Circo…

El Honor

Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

—Ahí está… Dice que quie pasar…

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:

—Bueno; dila que estoy muy ocupao ahora, ¿entiendes? Que vuelva mañana, por la mañana, a eso de las nueve…, que entonces…

Salió el muchacho, con aire de persona que desempeña encargo de importancia, y no tardó en volver, más apremiante aún.

—Que dice que es cosa que urge… Ahora mismo…

—¡Mal ajo! —juró el cocinero, que seguía guarneciendo la soberbia trucha—. ¿No sabe esa liosa que estoy dando la comida?

Hizo el marmitón un gesto de indiferencia, como el que dice: «¿Qué me cuentan a mí?», y dejó caer, con desgarro chulo:

—Pues eya no quie irse. Usté dirá.

Otro movimiento de impaciencia, ya furiosa, se le escapó a Norberto; pero acabó por consentir.

—Que pase, ¡y así se la lleven los demonios!

La mujer tan mal acogida entró. Era una moza juncal, bien vestida, de peinado complicado y mordido por los dientes de concha de varias peinetas; una belleza dura y popular, morenaza y con ojos como cuentas de azabache; en aquel momento estaban hinchados y rojos, rellenos de lágrimas ardientes. Venía pálida, demudada, acezando, temblando; y, aunque tan absorto en su labor, Norberto, ante aquella desacostumbrada actitud, se impresionó.

—¿Se pué saber qué pasa? ¿Hay fuego?

Entre una explosión de llanto, ahogándose, hipando, la morena exclamó:

—¡Que se muere el niño!

Dio un respingo Norberto… ¡El niño! Si se encontraba, francamente, muy harto de la madre, tenía por el chico adoración, siendo sus manitas gordezuelas y su carita de Jesusín lo que le mantenía en contacto con la Manola, a quien pasaba la mitad de su sueldo, religiosamente.

Por un momento abandonó su tarea; dejó enfriarse la trucha sobre la servilleta de encaje y la enorme fuente pescadera de plata, y pidió noticias, angustiado, transido.

—Pero ¿cómo ha sío eso? ¿Qué tiene?

—Yo no sé… La caeza, la caeza, con muchismo dolor. Pega gritos…, unos gritos que no paecen de personas, sino talmente como un animal… Se quie echar de la camita…

—¡Capaz serás de no haber llamao médico!

—¡Anda! Lo primero que hice… Dice que es una cosa mala, mala… Un hatajo de medicinas he comprao… Dinero también me hace falta…

Alzando el delantal, sacó Norberto del bolsillo un billete de veinticinco y se lo metió en la mano.

—Mañana te daré más… Anda —continuó con esfuerzo—, ya te estás volviendo allá más pronto que la luz. ¡Capaz has sido de dejar sola a la criaturita!

—Está la vecina, señá Nataria. Y está también el escribiente, ya sabes.

—Sí, ya sé… ¡Buena ficha! A sacar raja irá ése…

—Y tú, ¿no vienes? —insinuó con atisbos de ternura la chulapa—. ¿No vienes a ver al nenito?

Norberto sintió como un escalofrío de pena. ¡No, no podía ir!… ¡Ni aun podía atender más, pedir nuevos detalles, satisfacer la sed de apurar su desdicha; era el momento en que no se pertenecía, en que le llamaba con voces, inflexible, su deber, su honor comprometido! No era ni necesario, para persuadirle de ello, que Remusgo, el primer pinche, que ya empezaba a darse tono, y aprendería con celo, para ascender, le instase bajo y apresurado:

—Que van a venir por la trucha… Que falta la salsa…

—Ya te estás largando, Manola… —dispuso el jefe, colérico, para ocultar la emoción que se le asomaba a los ojos—. Iré cuando pueda, ¿entiendes? ¡Y a ver cómo te me vuelves a apartar del chico! Y haz cuanto disponga el médico, ¿estás?

Desapareció la mujer con apretar de mantón. Norberto volvió a sus cacerolas. Una voz discreta susurró a su oído:

—Maestro, si permite…, doy la comida yo. Me figuro que no saldrá mal.

—¡Dar la comida Remusgo! ¡Eso quisiera el muy truhán, para lucirse a su cuenta!

Preparado todo por Norberto, hecho lo único difícil, o lo más difícil, pero faltando el supremo toque de última hora, se engreiría, podría decirle al amo, sin mentir: «La comida del día del Jueves Santo… ha sío este cura…».

Un movimiento hosco fue la única respuesta. El cocinero, entregado por completo a su obligación, sólo en ella pensaba. Había desaparecido todo lo demás, excepto una punzada sorda, al lado izquierdo, que, de tiempo en tiempo, le advertía: Mientras bordas y coronas los filetes de carpa a la Regencia; mientras te excedes a ti mismo en la langosta a la americana, mientras te desvives por las trufas al champagne, algo que te importa mucho y te aflige mucho está sucediendo en una casa que bien conoces, en la calle de Toledo. Pero la puntada la despreciaba. Absorto en su trabajo, cuando el plato estaba concluido, con los requisitos todos, desviábase un poco, guiñaba los ojos, con el guiño característico del pintor que admira su obra, y bajaba la cabeza, aprobando, creyendo escuchar las palabras de los convidados, la voz de su entusiasmo gastronómico:

—¡Álvaro, tienes un gran jefe! Esta comida de vigilia puede echarse a pelear con las de Lanzafuerte, que tanto ponderan.

Hasta creía escuchar cómo Gorito Chaves, el dicharachero, preguntaba asombrado:

—Pero, oye, tú… El cocinero, ¿te guisará la vigilia con jugo de carne y jamón?

—No, es católico —solía responder el dueño de la casa—. Y, además, tiene mucha vanidad y desdeña esos recursos de cocina vulgar, que en el fondo son una falsificación dañosa; el pescado, a pescado debe saber.

La artística bomba de piña, melón, naranja y grosella, por zonas, fue una estrofa de delicioso ritmo… Rodeábanlo tales filigranas de fondanes, tales exquisitos adornos, que era una verdadera pieza montada, digna del mejor repostero. La contempló su autor amorosamente, y sus ojos se recrearon en la belleza del frágil edificio…

Y, como su obligación había terminado, desató el mandil, colgó el gorro, revuelto con él, en el cuartucho donde hacinaban ropa y paños sucios, tomó de la percha la capa y el sombrero y saltó, dos a dos, los peldaños de la escalera de servicio. En la esquina llamó a un simón, dio las señas…

Antes de entrar, en la misma puerta, se le agarró al pescuezo Manola.

—¡Ay, Jesús, Madre mía de la Paloma, y qué desgracia tan grandisma!…

Se desprendió bruscamente de los redondos brazos, pasó a la alcoba… El médico estaba allí, y su primera frase fue para decir que no había esperanza…

Y Norberto se echó de bruces sobre una mesa a llorar ya libremente. Era artista, ¡pero también era padre!

El Indulto

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

¡Veinte años de cadena! En veinte años —pensaba ella para sus adentros—, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.

La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

—¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro...

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.

En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.

¡Singular enlace el de los acontecimientos!

No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:

—Mi madre... ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!

El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde...

—¡Qué alcalde! —decía ella con hosca mirada y apagado acento.

—O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley...

Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.

Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!

—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! —clamaba indignado el coro—. ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?

—Dice que nos podemos separar... después de una cosa que le llaman divorcio.

—¿Y qué es divorcio, mujer?

—Un pleito muy largo.

Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.

—Y para eso —añadió la asistenta— tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.

—¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?

—Pero como nadie lo oyó... Dice el abogado que se quieren pruebas claras...

Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.

Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.

Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿Por qué le había de coger el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del catre.

Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!

Solo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.

—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?

Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.

¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.

—Pero ¿de veras murió? —preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.

—Si, mujer...

—Yo lo oí en el mercado...

—Yo, en la tienda...,

—¿A ti quién te lo dijo?

—A mí, mi marido.

—¿Y a tu marido?

—El asistente del capitán.

—¿Y al asistente?

—Su amo...

Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había «quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.

Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.

Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.

Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.

—¡Mal contabas conmigo ahora! —murmuró con acento ronco, pero tranquilo.

Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta.

El hombre se interpuso.

—¡Eh..., chst! ¿Adónde vamos, patrona? —silabeó con su ironía de presidiario—. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!

Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.

—¿Ese es el chiquillo? —murmuró el presidiario, y descolgando el candil llególo al rostro del chico.

Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.

—¡Qué chiquillo tan feo! —gruñó el padre, colgando de nuevo el candil—. Parece que lo chuparon las brujas.

Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.

—A ver: ¿No hay nada de comer aquí? —pronunció el marido.

Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.

—No tengo voluntad... —balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.

Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.

—¡Chst!... ¿Adónde vamos? —gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta—. Tengamos la fiesta en paz.

—A acostar al pequeño —contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.

Antonia le vio echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. El se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.

—¿Y tú? —exclamó dirigiéndose a Antonia—. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?

—Yo... no tengo sueño —tartamudeó ella, dando diente con diente.

—¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!

—Ahí... ahí..., no... cabemos... Duerme tú... Yo aquí, de cualquier modo...

Él soltó dos o tres palabras gordas.

—¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver como te acuestas, o si no...

Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño...

Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.


«La Revista Ibérica», núm. 1, 1883.

El Invento

El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de barniz Flatting...

El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general, dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala noticia...

El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese caído encima un peso enorme...

Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:

—¿No tiene usted familia que le ayude?

Sobresalto... Me miró como quien pide justicia —de esas miradas que protestan, que claman al Cielo— y suspiró:

—¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...

Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.

—Pues si ha oído, comprenderá...

Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incongruente:

—Más nos valiera a todos nacer allá en otros tiempos, cuando no había invenciones... ¡Invenciones del demonio! ¡Para perdernos, para perdernos!

Inicié un murmullo de asentimiento, sin comprender. A los pocos días salió a relucir la historia: fue de actualidad, porque encontraron al tendero muerto en su cama, ya rígido. Su corazón estaba según dijeron, fatigado, y de pronto se habría negado a seguir prestando servicio; era hora de que reposase...

Aquel tendero, Nicolás Fortea, vino a establecerse en Areal haría más de treinta años, y su bazar, una innovación, dio mucho que decir en pro y en contra. Traía elementos de lujo, del lujo falso, chabacano, de esta época en que todos queremos ser iguales a todos. Le acompañaba su mujer, que a los del pueblo les causó la impresión de un ser supremo, porque se peinaba y se vestía graciosamente, hablaba fina y traía a su niño muy mono, aseado, almidonado, hasta con el pelo en bucles, moda que las mamás lugareñas empezaron a criticar y acabaron por imitar.

«Los del bazar» adquirieron rápidamente prestigio excitando envidias —pues el ínfimo comercio de Areal no les perdonaba aquella manía de embellecer la tienda, de presentar novedades en artículos, procedentes de Barcelona y hasta de Inglaterra, y de atraer compradores, armando bulla, repartiendo prospectos y recibiendo encargos de la capital de puntos muy distantes—, por lo cual corrió la voz de que los Fortea «se achinaban», «se hacían de oro».

Y algo había de verdad en la afirmación. El comercio es productivo, si el capital rueda mucho, y Fortea, en vez de guardar sus ganancias, las invertía inmediatamente en género o en mejoras. Quería el dinero a mano, para esparcirlo y recogerlo acrecido por la especulación; y el primer cofre de valores que se vio por aquellas tierras fue el que Fortea instaló en su escritorio. Entonces se aseguró que le sucedería un «chasco pesado», que le robarían, que ya se estaba organizando la gavilla clásica. Respondía riendo Fortea que los ladrones sí que se llevarían «el camelo del siglo», pues, dada la actividad con que manejaba y sacudía el dinero, probablemente se encontrarían dentro de la caja un ratón. ¡Los ladrones! ¡Que no se metieran con él, o les daría una lección de las que no se olvidan!

Otro género de extrañezas provocaba el que la linda esposa de Fortea hiciese tan frecuentes viajes a la capital. Fortea también se ausentaba a menudo, pero en él lo explicaban los negocios, que le traían a mal traer; y algo no bueno debía de sucederle, porque empezó a vérsele preocupado. La señora de Fortea pretextaba tener que atender a la salud de su madre, anciana y achacosa. Cuando no andaba atravesado por los caminos el marido, andaba la mujer. Y en Areal, las malas lenguas se despachaban a su gusto...

Los esposos vivían, sin embargo, en la mejor armonía, con trazas de ser muy felices, y el bazar subía como la espuma cuando ocurrió el terrible suceso, del cual corrieron versiones muy varias...

Acababa la esposa de regresar de uno de sus viajes, cuando el esposo le anunció que salía hacia distintos puntos, y tardaría lo menos una semana.

—¿Necesitas fondos? —añadió—. Los pagarés no vencen hasta mi vuelta, pero hay el gasto de la casa.

—Tengo bastante —se apresuró ella a decir—. No me hace falta nada... Sólo quisiera saber... si queda mucho guardado en la cala de caudales.

—¿Por qué? —exclamó Fortea, con ligero esgrerice de susto.

—Porque tengo miedo, hijo... ¡Si nos roban!

—Estate tranquila —respondió él, vivamente—. Queda una cantidad regular; sobre tres mil duros... Tú conoces la combinación para abrir, pero te prohíbo que abras..., ¿entiendes? Te lo prohíbo. Precisamente hay ahí una cuestión... Tengo unas sospechas...

—¿De qué? —interrogó ella, un poco pálida, escrutando la cara del marido.

—Es largo de contar... A mi vuelta... Ahora el coche se va... Tú deja la caja en paz... ¡Cuidado!

Aquella misma noche, a cosa de las diez, un ruido extraño, como de varias detonaciones consecutivas, y unos gritos agudos, alarmaron a la tendera de lienzos, que vivía pared por medio del bazar. Salió al balcón pidiendo auxilio, y, al reunirse gente, decidieron llamar a la puerta de los Forteas, y como nadie contestase, la forzaron, subieron aprisa a las habitaciones del primer piso, que, con almacén y tienda en el bajo, comprendía la vivienda toda. Del escritorio salía un resplandor y quejidos lastimosos. Entraron; el espanto los hizo retroceder. La mujer de Fortea yacía en el suelo, ante la caja de caudales... Las balas del aparato defensivo, del mata ladrones, traído de Londres e instalado el día antes por su marido, la habían fusilado literalmente; y, como al recibir el primer disparo se le hubiese caído de la mano el quinqué del petróleo, sus ropas se habían inflamado, y el cadáver ardía. A su lado se retorcía entre las llamas el niño, que, al acudir al grito de su madre, al estruendo de los disparos, inclinándose sobre ella, se le inflamó la camisa, los bucles, no pudo huir, y cayó al suelo desmayado de dolor, despierto luego en el brasero del suplicio... Toda la tragedia fue obra de un minuto...

Cuando Fortea, avisado, volvió y se convenció de su infortunio, le acometió una especie de locura frenética y habló a voces, arrojando alguna luz sobre el misterio... Se acusaba de haber sospechado de su dependiente, de haberle atribuido la desaparición de sumas que faltaban de la caja, de haber preparado impíamente la muerte de un hombre, de haber traído de fuera el maldito invento... Y a cada paso repetía:

—¿Por qué me robaba ella? ¡Díganmelo...! Ustedes lo sabrán... ¿Por qué me robaba?

Y nadie lo sabía ni lo supo... ¿Era para pagar los vicios de incógnito cortejo? ¿Era para dar a su madre buen trato, medicinas caras? ¿Era para comprar aquella ropa primorosa que vestía...?

Al cabo, Fortea, deshecho, peliblanco, volvió a aparecer detrás del mostrador... Pero nunca más guardó nada en la caja fatídica, y el producto de la venta pasó a un cajón, mientras el polvo invadía los rincones, y la tienda adquiría su aspecto de abandono, de indiferencia letal... En los rincones, las arañas tejían.


«Blanco y Negro», núm. 957, 1909.

El Legajo

Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.

—Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...

—¿Una cosa? —repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza—. ¿Qué?

—Ya verá...

Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.

—Parecen huesos... —murmuró el primer cavador.

—Huesos de persona —confirmó el segundo.

Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.

Mandó apresuradamente:

—Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...

Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...

—¿Qué se hace con esto? —preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.

—Traigan la carretilla —ordenó Lucio—. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... —y, completando su pensamiento, advirtió:

—Pónganlos sobre la alfombra...

Así que los trabajadores se retiraron a esparcir por toda la aldea la nueva terrorífica del descubrimiento, Lucio se dirigió a la sala, no sin haber tomado antes una sábana fina. En ella envolvió con sumo cuidado los despojos y los puso sobre una mesa, pensando: «El Juzgado vendrá probablemente. Es preciso que pueda ver estos restos, y cerciorarse de que no me alcanza responsabilidad alguna...»

La tarde caía. La sala de la capilla, llamada así porque desde su recinto se pasaba a la sacristía y a la capilla antigua del pazo, iba impregnándose de la gris melancolía del crepúsculo, y los retratos de los abuelos, colgados de la pared, se borraban, para confundirse en una mancha sola. Lucio no pudo menos de pensar: «Alguno de estos ha debido ser el asesino del hombre cuyo esqueleto acabamos de recoger».

Un trabajo mental, ahincado, se produjo en el cerebro del descendiente para averiguar cuál de aquéllos pudiera haber ejecutado la terrible venganza.

De pronto se dio un golpe en la frente.

—¡Tonto de mí! ¡Pues si es la cosa más fácil de saber de fijo! El cuerpo no estaba enterrado al pie de la muralla, sino muy hondo bajo los cimientos de la muralla misma... Es decir, que al tiempo en que la muralla se construyó, ya se encontraba allí el cuerpo...

Examinó los objetos encontrados, y al limpiar con el pañuelo las monedas, arrancó una vislumbre dorada entre la negrura de la pátina terrosa.

—¡Las monedas son de oro!

Subió a su cuarto de tocador y las fregó fuertemente con jabón y agua. De oro eran, en efecto, y de Fernando VII: doblillas, centenes, medias onzas; unas ocho o nueve en todo.

¡Se trataba de un caballero, de una persona de posición!

Confirmó la hipótesis el examen de las pistolas. La madera, podrida, se deshacía; pero los metales eran bronces, y los adornos, de plata cincelada. No cabía duda: la tragedia ocurrió entre gente de clase, y todo autorizaba a suponer una historia de amor, celos, venganza sombría. ¿Cómo habrían podido ocultarla a los ojos curiosos y maliciosos de los aldeanos?

Lucio pasó al archivo y se entregó con avidez al examen de viejos papelotes. Quería averiguar en qué época y bajo qué poseedor del pazo se había construido aquel muro.

Excitado, calenturiento, pasó casi toda la noche en esta labor. Blanqueaba la luz del alba y se despertaban los pajaritos, haciendo su trinada música, cuando, rendido de la vela, se dejó caer en un sofá antiguo, de esos enormes, de crin, y mientras reposaba un poco, con los ojos cerrados, recogió mentalmente el resultado de su indagatoria.

—El muro —calculó—, según las cuentas que existen, fue construido en tiempo de mis bisabuelos paternos doña Dolores Andrade y don Andrés Avelino Novoa, a principios del siglo pasado. Doña Dolores tenía entonces treinta y dos o treinta y tres años...: la edad de las pasiones. De mi bisabuelo he oído decir a mi padre, que lo había oído al suyo, que era un señor bastante vicioso y que medio arruinó la casa. En su tiempo se vendieron muchos foros y fincas libres... A no ser por él, los Novoa seríamos muchos más ricos. Bien; discurramos un poco para interpretar este suceso aterrador. Doña Dolores tendría, por estos pazos vecinos, algún primo, algún amigo de la niñez, que poco a poco fue convirtiéndose en algo más dulce. A los coloquios bajo los castañares y los robles de la fraga seguirían entrevistas tiernas; y la esposa, que ya no amaba a su marido, y que tal vez hasta le detestase por su mala conducta, acabó por ceder a un sentimiento que la arrastró a recibir aquí a su amante. Seguramente salió doña Dolores a deshora, pisando la hierba, impregnada de rocío, palpitante de emoción, a reunirse con su amigo, o más bien, abriría la ventana y por ella saltaría el atrevido galán, en ausencia del esposo. Un día, ¿quién lo duda? fueron sorprendidos... Hubo lucha, funcionaron acaso las pistolas, cuyos restos he examinado; pero el ladrón de honra sucumbió, y, quizá en un momento espantoso, fue obligada la misma Doña Dolores a ayudar al marido ofendido a arrastrar el cuerpo hasta la fosa, abierta en un paraje retirado, y sobre la cual, para mayor precaución, se edificó después la tapia de la cerca...

Lucio se representaba la vida de la mísera doña Dolores, bajo la impresión terrible de aquel secreto, perdido el amor, perdida la estimación en el hogar, y viniendo, siempre que el marido cruel se ausentaba, a visitar la para siempre ignorada, sepultura del desventurado que murió por amar... La imaginación de Lucio, joven y un poco romántico, a lo cual inclinan la soledad y la sugestión de los pazos seculares, tejía alrededor de la bisabuela una leyenda semejante a la de Macías el trovador, convirtiendo a la dama en Elvira, enferma de añoranzas de la felicidad perdida y del horrible destino del ser querido, hasta más allá de la tumba...

De pronto recordó Lucio que quedaba una miniatura, con marco de oro, representando a doña Dolores. Corrió a buscarla, y la miró con inmenso interés, casi con piedad amorosa. Representaba doña Dolores unos veinticinco años; era gruesa, mórbida, pero de negro y duro ceño y facciones acusadas, enérgicas. Quedó pensativo el bisnieto. No realizaba la señora el tipo de la soñadora apasionada, sino el de la mujer resuelta, de recio carácter, ante cuya voluntad todo se doblega. De la pared colgaba el retrato al óleo, de mala mano de don Andrés Avelino, el esposo. Un hombre rubio, de tipo sensual, labios gruesos, ojos halagüeños, bonita cabeza, rizada...

«De estos retratos nada saco en limpio... —pensó, algo desconcertado, el descendiente—. Don Andrés no tiene trazas de un esposo vengador de su honra, y ella no se parece a una enamorada de novela... En fin, ¡la cara engaña! Y no cabe encontrar otra explicación al fúnebre hallazgo de esos huesos...»

Recordó que, cansado ya de su papeleo, se había dejado un legajo por registrar. Abrió la puerta de hierro del archivo de familia, y acertó con el legajo, amarillo ya por el tiempo, y que olía a humedad rancia. Sentóse ante la mesa y empezó a destripar el legajo, bastante voluminoso.

Era justamente del tiempo de doña Dolores. Lo primero que en él figuraba, la autorización judicial para que la señora administrase todos los bienes de la casa, por ignorarse el paradero de don Andrés Avelino, ausente desde hacía cinco años, sin que hubiese dado noticia alguna de su suerte a su mujer e hijos.

—¿A ver, a ver? —dijo, casi con voz alta, Lucio—. ¿Ausente, sin dar noticias? Y el muro, ¿en qué fecha exacta se construyó?

También pudo hallar en el legajo este dato decisivo. La desaparición de don Andrés la fijaba la providencia judicial hacia enero de 1815, y la construcción de la tapia se comenzó en abril del mismo año.

—¡Hola, hola, hola! —repetía, aturdido, el descendiente.

Veía ahora, claro como la luz, el crimen más espantoso de lo que había imaginado. El consorte, dilapidador e infiel, asesinado por la esposa cuando se disponía a algún viaje en pos de sus antojos, y teniendo sus pistolas ceñidas; el enterramiento, sabe Dios con qué complicidades; el muro, construido para resguardar eternamente la fosa, y que nunca pudiese el azar descubrir el negro atentado, y doña Dolores, disfrutando libremente de aquella fortuna, salvada, por su crimen, para su descendencia...

«La verdad —pensó Lucio, asombrado de la realidad que salía del legajo amarillo— que, si no es doña Dolores, yo sería casi pobre o pobre del todo, y no poseería ni este solariego caserón de mis antepasados... Daré sepultura cristiana al esqueleto, haré un funeral en sufragio...; pero nadie sabrá nunca, por mí, la verdad del drama...»


«La Ilustración Española y Americana», núm. 5, 1913.

El Linaje

La noche había caído, envolviendo en sombras el arrogante castillo señorial, confundiendo los términos de sus jardines y parques, y prestando nueva y plañidera música al surtir y gotear de sus fuentes de mármol. Dijérase que lloraban, en aquella plácida y serena noche de Junio; y era que las lágrimas de la madre, velando en el inmenso salón el cuerpo del hijo que acababa de morir, iban sin duda, llevadas por la suave brisa, a confundirse con hilitos de agua, tan rientes a la luz, tan quejumbrosa ahora…

Velaba la madre —ella sola, pues no había querido consentir que la acompañase nadie, al rendir el postrer tributo de amor y de dolor al único fruto de sus entrañas—. Altos blandones, en candeleros de plata antigua, alumbraban apenas la parte del salón en que, dentro del blanco ataúd y sobre extendido paño heráldico, bordado de históricos blasones, yacía el niño, del mismo color de la cera que se consumía en los hacheros. La madre, arrodillada, sollozaba, sin fuerzas para orar; faltábale en aquel instante resignación, y no podía contener su desesperado llanto. Era la criatura que acababa de expirar, a la vez su consuelo y su esperanza: con el niño al lado, sentía menos la soledad y el abandono en que la dejaba un esposo inconstante, ingrato y libertino; por el niño se prometía reconquistar al padre, convertirle otra vez al hogar y al afecto. Al perderle, lo había perdido todo, hasta la sonrisa misteriosa y prometedora que el porvenir tiene para los más desventurados…

Poco a poco, la fatiga y el exceso de la pena trajeron una reacción inevitable: los nervios agotados y el cuerpo rendido por larga y trabajosa asistencia dijeron que más no podían: la materia sonrió irónicamente de su triunfo, y la madre, recostando la frente al borde del almohadón en que descansaba la cabeza inerte de su hijo, se quedó dormida, con sueño de plomo, con letargo mortal…

En medio del alto silencio que en el salón reinaba, un gran reloj de caja de laca y ricos adornos de bronce, trepidó y dio pausadamente, con infinita majestad, doce campanadas. Al punto, una claridad fantástica, tal vez la de la luna que desgarraba su velo de nubes, iluminó vagamente las paredes del salón, cubiertas de retratos antiguos, imágenes de los antepasados. Ninguno de ellos vestía la armadura del medioeval: eran personajes de época más reciente; a lo sumo del siglo décimo séptimo; habíalos de escarolada polilla y aristocrática venera, de casacón y bordada chupa, y de frac azul, alto corbatín y peinado puntiagudo, el tupé de la época romántica. En consonancia estaban los retratos de mujer, ya severos en el período del Hechizado, ya coquetones y rientes bajo la fina nube del empolvado erizón. Sin embargo, al momento en que los bañó la claridad incierta, al acabar de disiparse la vibración de la duodécima campanada, todas las caras aparecieron expresando grave cuidado y honda tristeza. Las damas del siglo XVIII hacían ademán de secarse con el pañolito de encaje los ojos… Las del místico monjil los alzaban al cielo: las de los luengos tirabuzones, las jorgesandianas, suspiraban…

Un caballero de Santiago, fue el primero que habló, en acento opaco y sepulcral, para decir fatídicamente:

—¡Se ha extinguido nuestro linaje!

Un murmullo corrió por los ámbitos de la estancia… Los antepasados repetían la frase: «¡Nuestro linaje de ha extinguido!…». De pronto, se destacó la voz aguda de un viejecillo de coleta y chorrera de encaje; el cual, después de aspirar una pulgarada de tabaco, exclamaba:

—¿Y por qué se ha de extinguir? ¡Esa dama que duerme ahí es joven!

—¡Y joven también y muy real mozo su marido; mi tataranieto! —aprobó una abuelita de manteleta tornasol y parches de tocama en las sienes.

Algunas risitas mal sofocadas salieron del grupo de los erizones. Y otra ascendiente más remota, de toca y grueso rosario, pronunció, escandalizada y afligida:

—No es caso de risa, a fe… ¡Extinguirse el linaje y estado de Saldaña! ¡Recemos, recemos para que Nuestro Señor no permita semejante desventura…! Porque ese linaje no decayese de su esplendor, para dejárselo todo a mi hermano el mayorazgo, entré yo en las Comendadoras, a los quince de mi edad…

—Y por las mismas razones —declaró una damita de vestido azul, con tocado de plumas— me desposé yo a los diecinueve con mi caduco tío, el duque de Oterona…

—¡Y yo —exclamó un militar de tricornio, casaca blanca y solapas rojas— fui muerto de un balazo al tratar de recobrar gloriosamente de los ingleses el castillo de San Felipe, en Puertomahón!

—Y yo —murmuró un lívido figurón de golilla, chupado como una lechuza— por acrecentar la hacienda y bienes de Saldaña, me impuse una economía tan sórdida, y viví con tal estrechez, que dieron los villanos en repetir la conseja de que perecí de hambre… A mi cabecera se encontró un arcón repleto de oro… y en mi archivo, las obligaciones de hartas propiedades de acreedores míos, propiedades que pasaron a la casa de Saldaña lindamente, y la levantaron en peso…

—Mala manera de dar lustre a un linaje —rezongó ceñudo el héroe de San Felipe.

—Buenas son todas, señor sobrino, que nunca hubiera opulentos si faltaren avarientos —refunfuñó el personaje sombrío y lívido.

—Señores míos —intervino el viejecillo de la coleta, volviendo a destapar su cajita de oro y a rellenarse las narices de cucarachero— todo eso me parece óptimo; el sacrificio de las mujeres, el heroísmo de los militares, la sobriedad y modestia de los propietarios, y, aunque me esté mal jactarme, la habilidad y buen gobierno de los sucesores que, como yo, beneficiaron el caudal con innovaciones y empresas sabias… Pero hay una cosa superior al esfuerzo humano, y es la sacra naturaleza, ¡como decía mi predilecto filósofo Juan Jacobo Rousseau…! Y lo único que puede hoy evitar la extinción del linaje de Saldaña, es esa diosa universal, agitando dulcemente el alma de nuestra desdichada nieta, la que ahí veis aletargada, cerca del cadáver del niño…

—¡Qué lerdos son los hombres! —murmuró picarescamente la del traje azul—. Ella duerme; pero su alama… ya sé yo que despierta está, y despiertísima.

—¿No ha de estarlo? —gritó con fuego, la romántica de los bucles y las ojeras profundas—. En esta noche admirable, poética y divina, el mosto de la juventud fermenta en las venas de Dios, como cantó el gran poeta. ¿No sentís la fragancia que exhalan los jazmines de los cenadores? ¿No percibís el blando gemido de la fuente? ¿No veis que todo, en derredor, se estremece y palpita? ¡Ah! ¡Cómo me gustaría ahora pasearme, a la melancólica luz de la luna!

Persignóse al oír esto la de la toca y el rosario, y murmuró, cruzando ambas manos sobre el pecho:

—Pidamos a Dios que toque en el corazón al esposo de nuestra nieta, que anda divertido en profanidades y en livianos amoríos.

—Ahí está el intríngulis, —chilló tosiendo la abuelita de los parches de tacamaca—. Mientras marido y mujer vayan cada cual por su lado, así brille la luna y los jazmines se deshagan en aromas…

Tomó en esto la palabra, una dama, hasta entonces silenciosa; una beldad de desnudos brazos y busto espléndido, de blanca túnica y faja roja, bordada de oro, ciñendo el corto talle, de cabeza que adornaba una profusión de negros rizos; y suspirando lánguidamente la rosa nunca marchita que desde hacía tantos años llevaba en la mano, mórbida y salpicada de hoyuelos, entornando sus ojos flechadores, emitió opinión como sigue:

—Si es cierto que los descendientes llevan siempre en la sangre a sus antecesores, pido que ahora me cedan todos su puesto y me permitan a mí sola gobernar a esa pobrecilla… Su marido es un tronera y un descastado; pero ella, por su parte, es una inocente; no conoce el filtro; ignora los ritos y los conjuros por cuyo medio se enciende la inextinguible tea… Déjenme a mí… Él va a llegar, desconsolado por la muerte del hijo… ¡Yo haré que no se extinga el linaje de Saldaña!

Convinieron todos, hasta la mística monja de la toca y el gordo rosario; y la hermosa abuela, desprendiéndose del marco, atravesó el salón, y, sonriendo, depositó la rosa sobre el seno de la madre dormida. Velóse la claridad de la luna; ardieron más amarillos los blandones; la sombra envolvió a los retratos; abrióse la puerta del salón, y un gallardo caballero, con paso rápido, se dirigió hacia el ataúd.

Despertó la esposa sobresaltada, y reconoció a su esposo, al ingrato, al inconstante. Una palabra de amor entreabrió sus labios secos de calentura; una chispa de gozo brilló en sus ojos quemados de llorar. Marido y mujer, con impulso irreflexivo, se echaron en brazos el uno del otro, mientras los viejos retratos se hacían, en la obscuridad, señas disimuladas.

El Llanto

¡Qué hermosa era la princesita! Robadle a la primavera los matices de sus rosas pálidas, y tendréis su cutis; al mar meridional su azur líquido, y tendréis sus pupilas, a la seda nativa su áureo y fino tusón, y tendréis la mata de su pelo. Y tomad (si sabéis dónde encontrarlas) las virtudes dulces y frescas de un alma de flor: la piedad, la ternura, la generosidad, el amor ideal hacia todos los humanos, y tendréis el espíritu celeste de la princesita hermosa.

Esta perfección era justamente lo que traía muy inquieto al rey, su padre. No tenía otra hija sino aquélla, y habíala conseguido tarde ya, cuando llegaba al límite que separa la madurez de la vejez; por lo cual hubiese anhelado resguardar con un fanal a la princesita, elevar alrededor suyo paredes de acero y, sobre todo, recubrir su corazón tierno, palpitante de presentimientos y de emociones sagradas, con la triple coraza de cuero batido del egoísmo, la indiferencia y la soberbia.

—Padre y señor —dijo un día la princesita, colgándose del cuello del rey—, si es verdad que me quieres, que deseas complacerme y hacerme la vida dichosa, permíteme que la dedique a consolar tanta desgracia como debe de existir en el mundo. No las he visto, porque tú me rodeas de esplendor y alegría y a mi alrededor se alza el bullicio de las risas y las canciones, pero yo adivino que lo habitual por ahí fuera será la desgracia, y que yo podría mitigarla quizás acercándome a ella.

—Ni lo imagines —gritó el rey con violencia amante—. Nada remediarías, y sufrirías en cambio infinito dolor. Cree en mi experiencia, y vive por encima de la muchedumbre miserable: vive alta, vive lejos; ni la mires ni la oigas. ¿No tienes fe en tu padre? Pues ahora mismo van a venir los sabios para que les consultes. ¡Ya verás si su consejo está de acuerdo con el mío!

Llegaron, en efecto, los sabios, y se formaron en semicírculo ante la princesita, que contemplaba con cierto asombro sus caras marchitas por el estudio, sus barbas desaliñadas y grises, sus ojos hundidos, de párpados abolsados protegidos por las gafas de plata, y sus frentes rugosas, que la calvicie hacía vastas y claras como lunas.

—El hombre —opinó el profesor de Antropología— no merece que nadie se moleste por él. Al hombre le quedan múltiples rastros y estigmas de su primitiva animalidad, el hombre es un lobo para el hombre, y su instinto y ley es la guerra de todos contra todos por la existencia. El hombre natural y verdadero es el salvaje, una fiera criminal.

—El hombre —opinó el profesor de Sociología— se encuentra aún en los comienzos de su evolución, lenta y trabajosísima, hacia un estado menos imperfecto que el actual. Lo que se hace por mejorar su condición equivale a soltar un chorrillo de agua dulce en las olas del Océano para desamargarlas. Transformaciones incalculables, la acción de siglos sin cuento, requerirá la obra de remediar en parte las deficiencias de nuestra organización social presente. ¿Y quién sabe si muchas de estas deficiencias son irremediables? La ciencia verdadera teme afirmar demasiado.

—El hombre —opinó el profesor de Psicología y Moral— paga con ingratitud y a veces hasta con odio el bien que se intenta hacerle. Su instinto, en este particular muchas veces acertado, le dicta que es rarísimo el desinterés, y que la beneficencia se ejerce, por lo general, con algún fin útil al mismo bienhechor. Y a los bienhechores del todo altruistas los desprecia en el fondo de su alma, porque la razón le grita: «No serías tú tan inocente».

—El hombre —opinó el profesor de Higiene— es una cloaca y una sentina. Para guardar la salud, nuestra época adelantada no ha sabido discurrir cosa mejor que lo discurrido por nuestros abuelos: el aislamiento. Feliz el que puede, como nuestra encantadora princesita, habitar lejos de toda infección y de todo contagio, respirando aire a torrentes embalsamado y puro, bebiendo agua de rosa que conducen cañerías de cristal. Donde se reúne gente pobre, acecha el germen maléfico, el mortal bacilo.

—El hombre —opinó el profesor de Estética— es la cosa más repulsiva que imaginarse puede, si le faltan condiciones para hermosear y robustecer su organismo desde la niñez. La educación griega era la única racional. La muchedumbre menesterosa causaría horror a la divina princesa si a ella tuviese el mal gusto de aproximarse. Que se recree en el arte, en la belleza eterna, noble y pura de los cuadros y las estatuas, en la armonía de los instrumentos, en la cadencia de los versos que se enlazan y se huyen como parejas de diestros danzadores… Que no profane sus ojos posándolos en la ruindad y degradación de las formas, en la fealdad, en la desproporción, en la chusma.

—¿Has oído? —advirtió el rey a su hija, la cual, con los ojos bajos, las manos oprimiendo el agitado seno, los labios cerrados, escuchaba la sentencia silenciosamente.

Aquella misma noche la anciana nodriza de la princesita, al acercarse a su cama para arreglarle la ropa, advirtió que por las mejillas tersas de la virgen corrían lágrimas abundantes, un río de llanto.

—¿Quién te ha hecho mal, niña? —preguntó la vejezuela cariñosamente.

—Nadie… Nadie ha querido hacerme mal.

—Pues tú lloras… Es la primera vez que te veo llorar así.

—Es que estoy infinitamente triste, ama… —contestó la princesita—. Y lloro por los malos, por los feos, por los sucios, por los que no tienen qué comer.

Y, sin reprimir las lágrimas, añadió:

—También lloro por los sabios… Y todas las noches, ama, he de llorar así. No puedo hacer otra cosa; no me dejan asociarme de otro modo al dolor… Nadie puede impedirme que llore.

Y la princesita, en efecto, lloró sin tregua, ya apoyada en el barandal de su balcón cuando salía la luna, ya escondiendo el rostro en la almohada de encajes, ya arrodillada en su reclinatorio para la plegaria nocturna. Nadie pudo explicarse en la corte del rey la enfermedad misteriosa que consumió en un año a la princesita, demacrando su cuerpo y secando su sangre. Los sabios, consultados diariamente, amontonaron remedios sobre remedios, sin ningún fruto. La vida de la princesita se fundió, se derritió en el hilo de sus lágrimas de amor ideal y de piedad suprema, y hoy enseñan en los reales jardines una fuente que dicen formada con ese llanto precioso. Los que beben de ella contraen la locura de hacer bien.

El Lorito Real

¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».

Sin embargo, o la tardanza del loro en aprender, o la poca paciencia de Tina, eran causa de que se eternizase la educación aquélla. Perico no pronunciaba bien claro, y Tina, que aquí en confianza os diré que estaba bastante mimada y consentida por sus papás, y tenía muy bien puesta la costumbre de que en todo se la cumpliese volando el santo gusto, empezó a rabiar y a enfadarse con el discípulo torpe.

Ya, en vez de repetirle las palabras cucas de al principio, sólo le decía otras muy feas, mil insultos que la salían de la boquita como sapos de una rosa: «¡Asno! ¡Sabandija! ¡Estúpido! ¡Panoli! ¡Idiota! ¡Borracho! ¡Indecente! ¡Puerco! ¡Bruto! ¡Porra! ¡Demonio!». Etcétera, etcétera.

Y se las decía con tal ahínco y tal furia, que el loro las repetía mucho más claro que las otras.

Si me preguntáis cómo Tina, una niña de familia respetable, podía haber aprendido tales nombres y palabrotas tan ordinarias, os contestaré que la ordinariez es igual que el barro de la calle: sale uno muy cepillado y limpio, lleva cuidado de no ensuciarse… y, ¡vaya por Dios!, vuelve uno a casa con el bajo del vestido lleno de motas.

De oír a los criados, de escuchar conversaciones al paso, ¡se aprende cada atrocidad! Por eso no sirve de nada el impedir que lleguen a vuestros oídos: lo único que se puede hacer es explicaros bien que son cosas malas y que si se oyen, no se repiten. Y vuelvo a Tina y a su discípulo.

Pues sucedió que un día, el padrino de Tina, el que había regalado el loro —y por cierto que le costó quince duros—, tuvo el capricho de enterarse de los adelantos que en hablar había realizado Periquín. Acercóse a la jaula, y Tina, algo confusa, colorada y con la cara de mojigata que ponía siempre que precisaba esconder una picardihuela, alzó el dedo y dijo al loro: «¡Lorito real!». Y el loro callado. «¡Rico!». Y el loro como si fuera de piedra. «¡Monín!». Lo mismo que un tronco.

—Vaya, creo que te traje un loro tonto —dijo el padrino, convencido de que el loro era incapaz de articular una sílaba. Oír el loro la palabra tonto y abrir el pico y arrojar al padrino de Tina con bastante claridad las mayores porquerías e insolencias de su repertorio, fue todo uno.

«¡Memo! ¡Cochino! ¡Calabaza! ¡Timador! ¡Ladrón! ¡Rata! ¡Esperpento!» y otras lindezas.

—Oye, chica, preguntó el padrino a su ahijada, cogiéndola una orejita. —¿Me quieres decir quién le enseña a este pajarraco a insultar a la gente?

—Paa… drii… no… yo… no… fui… Es que él… es… así… muy… malo… muy infame… muy perdido… Castíguele usted… ¡Dele usted azotes, padrino, que todo se lo merece!

—A ti —exclamó gravemente el padrino volviéndose hacia los padres de la niña— es a quien habría que castigar; que el discípulo no es responsable de lo que le enseña el maestro. ¿Por qué le echas la culpa al pobre animalito?

Mañana saldrás tú al mundo, y a tus padres y a los que te educan habría que darles la azotaina, si a las primeras de cambio disparases una retahíla de desvergüenzas como las que de ti aprendió Periquín.

El Malvís

Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas.

Era la del judío David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil lo cuidaba su hija Séfora, que solía asomarse para regar y para colgar al sol la jaula de un malvís, el ruiseñor de aquella comarca.

Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucían mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y bella, con ahorquillada barba rizosa.

Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, profesaba a los cristianos odio de muerte, acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compartían tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer que había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios que había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Frecuentemente, tomaba de la leñera dos palitos, los cruzaba, los ataba, y arrojándolos al suelo, se complacía en escupirlos y pisarlos repetidamente.

Cuando Séfora presenciaba estos ultrajes, su lindo rostro, delicado y pálido, se entristecía. Ella no podía creer que los cristianos fuesen todos malvados y réprobos. Tenía, secretamente, una amiga cristiana, la hija de un panadero que vivía al lado de la Iglesia conventual de Santa María, y vendía sus hornadas a los frailes. Oculta la amistad como un delito, era más íntima aún: buscaban ardides para reunirse, y se contaban esas naderías que lisonjean a la gente joven: cómo se enfila una sarta de corales, lo bien que cantaba el malvís, sobre todo en las noches claras, estrelladas o lunares. Muchas veces oía Séfora, bajando la cabeza y callando, las discusiones de su padre y su madre, pues no siempre lograba David evitarlas con su prudencia.

—¿Has olvidado, hombre sin fe —gritaba la matrona—, cómo ahorcó el conde de Lemos a nuestro cormano Simeón?

—Simeón acuñó moneda falsa —contestaba David—, y eso es un grave delito, que la ley castiga con la muerte.

—Hizo bien en falsificar la moneda de los perros, contra los cuales todo es lícito —replicaba vibrante de ira Raquel.

—Mujer —advertía el negociante—, los hijos de Dios no deben entre sí llamarse perros ni decirse raca. Hombres somos todos, los cristianos como los judíos, y todos pecamos ante la presencia del Señor. Ya te he dicho una vez que Rabí Jesúa enseñó cosas verdaderas. Para que nos perdonen, hay que perdonar.

—A Rabí Jesúa, el impostor, si volviese al mundo, debieran crucificarle otra vez —rugió Raquel, con luz siniestra en la mirada.

Séfora, sin alternar en la disputa, guardaba en su corazón las palabras de su padre. Salía éste, la siguiente mañana, a un viaje corto, para vender por los castillos circunvecinos sus mercancías preciosas, entre las cuales, no sin indignación de Raquel, iban rosarios de oro y misales encuadernados en piel arábiga y, acompañando Séfora hasta fuera del pueblo al traficante, conversaron, libres de la vigilancia de Raquel.

—Mi amiguita cristiana es muy buena —afirmaba Séfora—. ¿Por qué dice mi madre que todos los cristianos son lobos, canes y buitres?

—Séfora —respondía el hebreo—, ese odio que tu madre se complace en cultivar, y que a su vez nos profesan muchos cristianos, será nuestra perdición. No; lo ha sido ya. Por obra de ese odio feroz, vagamos sin patria y aislados como leprosos, dondequiera que nos lleva el destino. Tu madre me aflige, me envenena el pan, con la maldición incesante colgada de los labios. Lejos de condenar a los cristianos, ya que entre ellos vivimos, debemos hacer lo posible para unirnos a ellos, para hermanar nuestras almas. Oye un secreto, hija —articuló bajando la voz, aun cuando el arriero, con la reata de mulas cargadas de fardos, caminaba muy adelante—. Esos odios son propios de gente baja. Nuestro Rabino piensa como yo, aunque no lo dice, por temor a que lo apedreen. ¡Y esto importa mucho, Séfora! Atiende un consejo que voy a darte: ¡Guárdate de tu madre! ¡Es capaz..., quién sabe de qué! Yo estaré de vuelta el sábado próximo.

La ausencia del padre coincidía con la Semana Santa. Raquel, que evitaba las fiestas de los cristianos, todos los días, desde la mañana salía a vigilar algunos trabajos agrícolas en una granja que poseían allí cerca. Séfora quedaba al cuidado de la casa, con orden expresa de no abandonarla un momento. Y la niña obedeció, hasta el Miércoles Santo, en que un deseo impetuoso agitó su espíritu, como agita el viento las parvas en la era.

Quería asistir a las ceremonias religiosas en honor de Rabí Jesúa. Quería saber cómo era su culto, cómo narraban en el templo su historia, su martirio. Y fue a pedir a su amiga, la panadera, ropa humilde de cristiana.

Vistióse la doncella israelita en casa de su amiga, y ambas penetraron en la iglesia conventual, colocándose al pie del presbiterio. Iban a comenzar los oficios.

Séfora, fascinada, miraba el retablo, recientemente colocado, resplandeciente, con sus dorados nuevos, flamígeros, y sus frescas pinturas, obra de lo que hoy llamamos un primitivo —pues esta historia es contemporánea del arte que enseñaron los Van Eyck—. Allí estaba, en las tablas primorosas, Rabí Jesúa, en todas las escenas de su vida terrenal: en brazos de su madre, en la gloria de las Palmas, en la senda de la Cruz, en el patíbulo, y, por último, dulce y pensativo, triunfador, con el cabello partido en bucles, los ojos abismales, y entre dos dedos de la alzada, bendecidora mano, la blanca Hostia...

El relato de la Pasión empezaba. Era la traición de Judas, las palabras de Isaías: «Decid a la hija de Sión que su Salvador viene»... Y la ruina de Jerusalén, y el relato de la celebración de la Pascua, y la oferta del Cuerpo y de la Sangre, y luego, la hora de agonía en el Huerto, y el Prendimiento sellado con el beso de traición, y los azotes, y el escarnio. Séfora, extática, bebía el amargor celeste del drama, antes para ella ignoto. Ansiosamente, suplicó a su amiga que, por la tarde, volviesen al Oficio de Tinieblas.

Y como lo hubiese obtenido, los Salmos cayeron sobre su alma, los Salmos que ya conocía, pero cuyo sentido creía ahora entender por primera vez. Las lamentaciones y trenos arrancaron de sus ojos lágrimas puras. Medio desvanecida de emoción, tuvo su amiga que sacarla de la iglesia, vestirla otra vez y acompañarla hasta su casa.

En el zaguán esperaba a Séfora la sierva de su madre, la vieja Sara, alborotada, haciendo aspavientos.

—¿Dónde eras ida, hija Séfora? Te busqué por todas partes, cordera mía. ¿Y qué diré a Raquel cuando me pregunte?

Séfora hizo un gesto de indiferencia, entró y fue derecha al balcón; necesitaba aire. La noche había caído, las flores olían a miel. El malvís, al primer resplendor de la saliente luna, empezó a gorjear. El corazón de Séfora se colmaba, como un cuenco donde el vino aromado de las granadas rebosa. Toda la plenitud de la savia primaveral hinchaba sus venas, y cada trino del pájaro aumentaba su ideal delirio. Sentía que amaba; que el amor, por fin, la vencía deliciosamente. Y fue necesario que Sara la llamase a gritos para que se apartase de aquel alto balcón, que tan lejos estaba de la tierra y tan próximo al cielo bañado de opalina luz...

La mañana del Sábado de Gloria volvió Séfora a la encrucijada a esperar a su padre. Cuando le vio asomar, apoyado en su báculo, al modo de los antiguos patriarcas, se echó a su cuello y declaró con ardiente voz que suplicaba:

—Padre, tengo que confesarte lo que sucede. Perdóname, no lo he sabido remediar. He ido al templo de los cristianos en estos días, y he visto el retrato de Rabí Jesúa. ¡Tiene tu misma cara! Es más joven, pero semejanza mayor no cabe.

Callaba el negociante, sorprendido, hasta que al fin prorrumpió:

—Hija mía, no extrañes eso. Rabí Jesúa descendió directamente del Rey David, y yo..., yo, pobre traficante..., lo mismo. Por eso los varones de nuestra familia se han llamado siempre David. De nuestra casa esperamos que nazca el Mesías prometido.

—Pues bien, padre, has de saber que amo a Rabí Jesúa...

—¡Pobre niña! Hace siglos que el Rabí ha muerto, víctima de los odios —respondió el israelita sencillamente.

—Muchas vírgenes —contestó ella— se reúnen para amarle en solitarios monasterios, cerrados a las miradas profanas. ¡Así lo haré yo!

—¡Reflexiónalo, Séfora! Sobre todo, que tu madre no lo sospeche.

—No me importa. Siento un valor, una fuerza terrible que me impulsa. Yo misma se lo confesaré.

No hubo que confesarlo. La noticia de la «conversión» se había esparcido por el pueblo. Al llegar a su casa, el rostro lívido de la madre hizo comprender a la hija que Sara, indiscreta, había hablado. Raquel, sin embargo, no abrió la boca. Con manos trémulas, lavó los pies a su marido y los enjugó, desciñéndose la toalla ceñida al talle. Después le sirvió la cena. Hacía un lunar argentado y el aire traía por el abierto balcón auras de flor de saúco y brezo. Séfora se asomó.

Cantaba dulcemente el malvís, y la niña pensaba en la felicidad de amar siempre, siempre, a Rabí Jesúa entre las paredes blancas del retiro, después de recibir en la frente el agua jordánica que redime... Le amaría cada vez más. Le amaría por su cruz, por sus clavos, por la cárdena brecha de su costado, por las espinas desgarradoras de su blanca frente... Moriría amándole y luego subiría hasta besar sus pies taladrados, llevando la mirra de su amor en un cáliz, como una ofrenda... Y se reclinaba, escuchando al pájaro misterioso...

Un vértigo nubló de improviso los ojos de la soñadora. Sintió como si en su cabeza entrase una enorme tromba de aire que la asfixiaba. Aún oyó, en aquel supremo trance, el último y romántico arpegio del ruiseñor del Sila. Luego, nada: su cuerpo rebotó sobre los guijarros de la calle.

Y la tradición asegura que baranda y balaustres habían sido aserrados por la mano implacable del mismo odio que crucificó a Rabí Jesúa.

El Mandil de Cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió en nuestros días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna moraleja aprovechable, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del género humano si la Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia!

Érase que se era un rey de Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que según versiones más fundadas, debió de llamarse Doac, y fue matador y sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago brujo y sabidor; pero en vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores — fundando ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes —, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.

Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.

Al principio no dolían las tales excrecencias; pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que como no quería enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.

Desesperado ya de tantas recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros, un día amaneció con la persuasión de que el único remedio eran los sesos de un hombre, aplicados calientes aún a las enconadas heridas.

No vaya nadie a asustarse de la ignorancia que esto acusa en los tiempos de Doac, pues aún en los nuestros hemos podido ver que se receta el redaño del carnero, el pichón abierto en canal y el trozo de carne de buey sobre el lupus. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz se demuestra con que poco a poco fueron vaciándose las prisiones del reino de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos para sacarles el meollo. Mas no hay en el mundo cosa que no se agote, y también los criminales encerrados; así es que, cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo de dos hombres por día, que cobraban sayones y verdugos enviados aquí y allá a requisar. Solían éstos elegir, entre las familias numerosas, el individuo enfermizo, deforme, imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que, enterándose Doac de esta circunstancia, montó en furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho y lo peor de los sesos de sus vasallos, los degollaría a todos. Entonces los verdugos resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.

No se determinaron, sin embargo, a buscar víctimas entre la gente poderosa (magnates, empleados de la casa real); pero, en los primeros instantes, acordándose de que un pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos como dos pinos de oro, gallardos en extremo y diestros en todos los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena presa, los sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral caliente todavía.

Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos, acudieron a darle la fatal nueva. Al pronto pareció como si el mísero padre no se hubiese enterado de la inaudita desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó la relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable, cual transporte de león que rompe la cadera y arranca de un zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo salvar a Cavé fue saber que precisamente por ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos, los habían señalado para la cuchilla. «¡No dejarme ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro por la luz eterna del sol que me vengaré!» Y el herrero, gritando así, blandía su enorme martillo y al blandirlo, montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se acumulaban en su brazo desnudo y negro de escoria.

Desciñéndose el amplio mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató a la punta de un palo, y con el mandil por estandarte y el martillo por arma, salió a la plaza profiriendo clamores de maldición contra Doac. A la voz del desesperado padre, sucedió un extraño fenómeno: los habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados de miedo, recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un hombre que se atrevía a enarbolar un estandarte, corrieron a rodearle locos de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo tuvo tiempo de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.

Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto a disolver las hordas que un artesano capitaneaba y que tenían por bandera sucio y denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y oro, recamado de perlas, ostentando por emblema los siete planetas y la luna, hubo de retroceder ante el pedazo de suela que solo lucía los estigmas del trabajo y las huellas del humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando sangre, lívida, contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo despojado al tirano de sus vestiduras, se reían a carcajadas de las dos verrugas que en sus hombros figuraban cabezas de serpiente...

Al ser saludado rey por su ejército, el herrero se negó rotundamente a aceptar la corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe Feridún, que después fue un gran monarca y un sabio profundo, y enseñó a los persas la astronomía, la medicina y la botánica. La única gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil, que Feridún tomó por estandarte regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso rubor ni respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el abuso del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura. Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse perdido en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil, símbolo de que no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para que no se desborde la de la ira celeste; por haber desaparecido, digo, el estandarte de Cavé y su tradición de independencia, llegaron los persas, pueblo nobilísimo en su origen y de altas facultades intelectuales, al atraso, al servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.

El Martirio de Sor Bibiana

Vestida ya con el hábito blanco y negro de Santo Domingo, sor Bibiana, pasados los primeros fervores de novicia, sintió renacer aquella inquietud, aquella fiebre que la consumía sin cesar desde la adolescencia. Más allá del cumplimiento de sus votos, del rezo, de la minuciosa observancia de la regla, de la existencia tranquila y metódica del convento, entreveía algo diferente: un horizonte celeste y puro, y sin embargo, surcado por relámpagos de pasión, elementos dramáticos que aumentaban su belleza, encendiéndola y caldeándola.

Mientras meditaba a la sombra de los cipreses tristes y las adelfas de rosada flor que crecían en el huerto conventual; mientras pasaba las gruesas cuentas del rosario y entonaba en el coro las solemnes antífonas, que resuenan hondas y misteriosas cual profecías, su espíritu volaba por las regiones del sueño y en su pecho ascendía poco a poco la ola de los suspiros.

Dos años hacía que sor Bibiana alimentaba secretamente aspiraciones quiméricas e indefinidas, cuando se supo en el convento que algunas hermanas dejarían la vida contemplativa por la activa, y saldrían a ejercitar la virtud en un hospitalillo cuidando enfermos y asistiendo moribundos. Fundado tal establecimiento por dos sacerdotes, sin más recursos que la caridad pública, el obispo, asociándose a la buena obra, les ofrecía el personal de enfermeras reclutado en los monasterios. Bibiana se brindó gozosa; al fin encontraba un camino que recorrer: la deseada senda de espinas, que a su corazón parecía de flores. Y desde el primer día se dedicó a la faena con una especie de transporte, derrochando salud y juvenil energía, encontrando un goce en las privaciones y un interés extraordinario en las más insípidas y monótonas labores del hospital. Con la sonrisa en los labios y el regocijo en los ojos, volaba de las salas de enfermos al ropero y al botiquín, del botiquín a la cocina, y sus manos pulcras, empalidecidas y blancas como azucenas en claustro, se encallecían y se ponían rojas al contacto de las cacerolas que fregaba, acordándose de San Buenaventura, el cual también fregó con sus manos de serafín la pobre cacharrería conventual. No tomaba descanso, no quería sentarse ni un momento, y en las cortas horas que consagraba al sueño indispensable, despertábase con sobresalto cien veces, recelando que la llamaba el quejido de un enfermo o el tilinteo de las llaves de la superiora.

No obstante, al año de asistir empezó a extinguirse el entusiasmo de sor Bibiana. No era que vigilias y fatigas rindiesen su cuerpo, era que lo invariable, constante y oscuro de la labor abrumaba su espíritu. Volvían a acosarla las mismas ansias que en el convento; volvía a soñar con algo que tampoco en el hospital encontraba. La senda de espinas no subía enroscándose hacía la cima del enhiesto monte; se desarrollaba uniforme, sin interrupción, por una planicie árida. Lo que hacía ella, Bibiana, igual podría hacerlo una sirvienta, una lega de ésas que como máquinas funcionan, sin sentir vehemente impulso de heroico sacrificio. Mudar apósitos, doblar ropa blanca, graduar medicamentos, hacer camas, acercar a los labios del enfermo la taza de caldo o el vaso de limonada refrescante parecíanle ya a sor Bibiana, adquirido el hábito, quehaceres caseros que se cumplen por rutina, con el alma a cien leguas y el pensamiento adormecido. La repetición del acto embotaba la fina percepción y gastaba el celo de Bibiana; sólo el sentimiento del deber la sostenía, y a cada orden de la superiora obedecía estrictamente, pero sin ilusión. Una voz, la voz tentadora de antes, le murmuraba allá dentro: «Bibiana... Hay algo más.»

Ocurrió que por aquel tiempo vino a ingresar en el hospital un enfermito, del cual las monjas, aunque tan hechas a ver dolores y males, se compadecieron profundamente. Era un niño de cinco años, con todo el brazo izquierdo devorado por horrible quemadura, atribuida a negligencia intencional quizá, de la indiferente madrastra que no había venido a verle ni una vez, abandonándole como a pajarillo que el temporal lanzó del nido al pie del árbol. Rubio y lindo, demacrado por tanto sufrir, el niño atrajo a las hermanas en derredor de la cama donde gemía. Eran mujeres; bajo el sayal latía su seno que pudo haber lactado, y las traspasaba de lástima tanta inocencia desamparada y torturada cruelmente.

Degenerada la llaga en mortal úlcera, amenazando la negra cangrena, era preciso cortarle el brazo entero a la criatura. Tenían las monjas húmedos los ojos y descolorida la faz cuando el médico dispuso que se trajese lo necesario para proceder inmediatamente a la operación. Y la superiora, enternecida, con voz de abuela a la cabecera de su nietecillo, preguntó si no había medio de salvar al enfermo sin aquella carnicería espantosa.

—Hay un remedio... —contestó el doctor—, pero... ¡si este niño tuviese madre! Porque una madre únicamente... Ya ve usted: era preciso cortarle a una persona sana y fuerte un trozo de carne para injertarla sobre la úlcera y dar vida a esos tejidos muertos. El medio es atroz... Ni pensarlo.

La superiora calló; pero sus ojos mortificados, marchitos, vagaron por el grupo de las monjas, entre las cuales muchas eran robustas y jóvenes. Aquellos ojos graves y elocuentes parecían decir: «¿No hay alguien que ofrezca su carne por amor de Jesucristo?» El silencio de la superiora fue contagioso: las hermanas, trémulas, sobrecogidas, no respiraban siquiera.

De pronto, una de ellas se destacó del círculo, y haciendo ademán de recogerse las mangas, exclamó con voz vibrante:

—¡Yo, señor doctor; yo, servidora!

¡Sor Bibiana, que si de algo temblaba era de gozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolor súbito, intenso, sublime, el valor sin medida, la voluntad condensada en un rayo; aquello el martirio, y allí, sostenida en el aire por brazos de ángeles, invisible para todos, para ella clara y resplandeciente, estaba la corona que descendía de los cielos entreabiertos!

Rodeaban a Bibiana sus compañeras santamente afrentadas y envidiosas; la superiora la abrazó murmurando bendiciones, y el médico, inclinándose respetuosamente, descubrió el brazo blanco, mórbido, virginal, de una gran pureza de líneas, y buscó el sitio en que había de coger la firme carne. Y cuando, hecha la ligadura, al primer corte del acero, al brotar la sangre, se fijó en el rostro de la monja, que acababa de rehusar el cloroformo, notó en la paciente una expresión de extática felicidad y escuchó que sus labios puros murmuraban al oído del operador, con la efusión del reconocimiento y la suavidad de una caricia:

—¡Gracias! ¡Gracias!


«El Imparcial», 11 octubre 1897.

El Mascarón

No quería señá Cipriana, la prendera, cerrar tan temprano aquel lunes del Carnaval. La prisa que le estaba dando la buena pieza de su sobrino, era «motivá» por las ganas de largarse al baile, a gastar las perras y volver, si a mano viene, con la crisma rota.

El lunes de Carnaval era la gran ocasión de alquilar los mantones que se ostentaban en el escaparate, y hasta las once y las doce estaban viniendo chulillas del barrio, modistas y ribeteadoras, a llevarse aquellos trapos castizos, donde pajarracos y floripondios desplegaban sus formas, sus asiáticos colorines. Noches semejantes engrosaban el cajón del mostrador, y después, el fajo de billetes que, ocultos por algún tiempo en el buró, salían luego para préstamos a rédito seriecito, del quince o del veinte.

Tanto, sin embargo, la mareó el sobrino, alborotado por el olor de juerga que exhalaba el barrio entero, las calles regadas de confeti, los chiquillos vestidos de demonios verdes, azotando a los transeúntes con el rabo, que acabó por decirle:

—¡Ay, hijo! No vayas a mal parirte. Cierra el escaparate, deja la puerta encajá, pa que si pasa alguna de ésas, sepa que velo… Y listo, en aeroplano, pa llegar más antes.

Por conciencia, el mozo avisó:

—No debía usté velar. Cierre pronto. No quea usté bien, así sola…

—No me come el coco. Sola está una por lo regular…

Sin meterse en más advertencias, el sobrino requirió capa y gorra, y salió, al paso elástico de los que van hacia su deseo.

La prendera se sentó en la tienda, en su rincón favorito, notando lo mal que alumbraba aquel día la luz eléctrica, y su fulgor pálido y extraño.

«Como encienden pa tanta fiesta y tanto bailoteo…», pensó.

En la calle también reinaba una especie de penumbra tristona. Era de esas antiguas callejas de Madrid, en que los faroles parecen mortecinos candiles, y los rincones son sombríos y hasta siniestros. Otras veces, sin embargo, animaban aquélla melancolía las barbianas que venían metiendo bulla de reíres y decires, a alquilar no sólo mantones, sino caretas de seda, abanicos pericones y peinetas de carey. Acaso viniesen aún, a la medianoche.

Las palabras de su sobrino le escarabajeaban un poco, y nostalgias de cosas pasadas la asaltaron como impertinentes moscas. ¿Por qué no había ella de divertirse? ¿Por qué no había de volver a casarse? No era ningún vejestorio, apenas cuarenta, carnes lozanas, firme «dentaúra» y mata de pelo gruesa y reluciente. Un marido le daría sombra, la ayudaría al negocio… El sobrinito, ya se ve, ¡si no fuese por la esperanza de la herencia!… Cariño, ni chispa.

Era señá Cipriana mujer de bien, pero de suma normalidad, sana y cálida de sangre. Se trató a sí misma de sosa. Se prometió echarse su mejor mantón por los hombros, y concurrir a verbenas y bailes. ¿Y si le hacían burla? ¡Que la hiciesen! Ella, a darse el gran pisto, con sus zarcillos de brillantes y su coche… Porque era capaz de echar coche. ¿Para qué quería los ahorros?

Uno de los varios relojes de pared colgados en la tienda sonó, la media para las doce, y al punto mismo se abrió la entornada puerta, y entró un mascarón, de esos de colcha rameada y escoba en ristre. Una especie de informe capucha, de la misma tela de la colcha cubría su cabeza, rematando el frunce en un ajado lazo de gro rojo. Una sucia careta de raso, rojo también, dejaba entrever, bajo el volante, una barba negra, rizosa. Con solicitud, la prendera interrogó:

—¿Qué se le ofrece?

—¿No tendrá usted unos guantes?

—Veremos si los hay que le sirvan.

Revolvió la señá Cipriana en un estante, y cuando se volvió presentando la mercancía, un montón de guantes limpios con bencina, unos desaparejados, otros desgarrados, que solían comprarle los cocheros de punto para limpiar los metales de sus coches, vio que el mascarón se había quitado el antifaz y era de recia contextura, guapo mozo, «un tipazo», como se dice.

Sonriente, el mascarón imploraba.

—¿Querría usted ponérmelos? ¡A mí me va a costar un trabajo…!

—Apoye el codo sobre el mostrador…

Y empezó la prendera a desempeñar la grata faena de calzar los guantes a aquel buen tipo. Separados por la valla de madera, sus alientos casi se confundían, al tratar la señá Cipriana de embutir la mano nervuda del cliente en el canela, el par más decente de todos.

Los ojos del mascarón, insolentes de galantería, de nacarada córnea, húmedos de vida, bebían el rostro de la mujer. ¡Besaban ya aquellos atrevidos ojos!

—¿Es usted de aquí? —preguntó ella por disimular la repentina emoción.

—No… Soy de Cádiz, ¿sabusté? He venío a cobrar un pico, unos atrasos. Me gusta mucho Madrí. De gana me quedaría. Al fin, sólo como es uno, ¿qué más da un sitio que otro? Y usted…, ¿tiene familia?

—No —tartamudeó la prendera—. Solita vivo desde que he enviudao… Cosas de la vía, ¿verdá usté?

Él estrechó, insinuante, la mano que enguantaba la suya, y con gesto ya inequívoco, murmuró:

—¡A ver! ¡Cosas de la vía!

Las palabras decían uno, y los mirares, ya encandilados, otro… Los dedos de la prendera se enlanguidecían en la operación, al par que preguntaba ávidamente:

—¿Y usted en Cádiz tenía oficio?

—¡Vaya! Mi buen taller de ebanista. Pero están malos los tiempos, y se ganaba poco. Por eso macordé de los atrasos… Un piquillo regular, ¡no se crea usté!

En otro momento acaso se hubiese fijado la señá Cipriana en que las yemas que estaba calzando no tenían callo alguno, y aunque fuertes, eran de holgazán. Pero la adormecían los ojos del cliente, enviándole su fluido, y, semirrendida, consintió en el mariposeo de unos labios sobre su mejilla sofocada…

El mascarón, entonces, no respetando la valla, alzando la tabla que cerraba el mostrador, penetró en la tienda. Desató las cintas que sujetaban la colcha y rogó:

—Yo no voy al baile esta noche, gitana… Que se fastidie el baile… Ahora mismito cierro esa puerta… Esto ha sío como un tiro, ¿eh? ¡La simpatía…!

Sin esperar contestación, fue a cerrar, en efecto, dando vuelta a la llave y corriendo el cerrojo. Ella protestaba, en una reacción de bravía honradez:

—No, no, abra, váyase… Si es usted persona decente, se podrán hacer las cosas como manda Dios… No soy mujer de estos tratos, ¿lo oye usted…?

Él la había cogido por la cintura, arrastrándola hacia el dormitorio, débilmente iluminado por una bombilla de a cinco, las favoritas de la económica prendera.

El mascarón empujaba violentamente hacia la gran cama dorada de matrimonio que ocupaba casi todo el aposento. Vencida la resistencia, cerró ella los párpados, y en la diestra del hombre brilló una faca antes de hundirse dos veces en el pecho de la víctima. Alzando luego el cuerpo, lo tendió, dejándolo debatirse en la agonía, sobre el lecho. Guardó el arma el asesino y sacó otros instrumentos profesionales. Abierta la cómoda-buró, la vista del fajo de billetes le arrancó una imprecación de alegría. Allí relucían los zarcillos, pero no los tocó: ¡no hay idea de lo que comprometen las joyas!

Salió luego a la tienda y tiró del cajón que tenía puesta la llave; arrambló con los puñados de pesetas y duros, vistió otra vez la colcha, ajustó la careta, apagó las luces y salió, dejando la puerta encajada. En la primera alcantarilla arrojó los guantes salpicados de sangre. Y allá se quedó la señá Cipriana, rígida, con las pupilas reflejando el espanto de que el mascarón, en quien creyó ver el Amor, fuera la Muerte.

El Mausoleo

Esto de las ambiciones humanas tiene mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al vecino le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, extrañas y de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.

A pocos seguramente les desvelará lo que fue objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada.

Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del cuadrilongo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos, que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.

Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañante de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anticuado. Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a alguien, le gastaban la broma de decirle que ni aun después de muerto quedaría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.

En sus diarias visitas al campo santo, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda este género de lujo, y los edículos neogriegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se enredaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, incluso estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafinaba al sol como desafinaba la blancura sacarina del recién esculpido alabastro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento… Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predestinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un corazón, y, a falta de esto, en unas piedras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amistades; solterón sin relieve social ni sentimental, tímido y torpe con las mujeres, indiferentes a todos, cuando desapareciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso esta consideración, siempre mortificadora para el amor propio del aniquilamiento absoluto, explique el sueño monumental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, quería perpetuarse en granito y en bronce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.

No le era fácil, por otra parte, inferir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estrechamente. No era lo bastante loco para esperar en la lotería. No se le conocía más familia que un hermano menor, un bala perdida, jugador y borracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, prestándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.

Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nuestra vida, fue en una excursión al cementerio donde Gutiérrez López contrajo la enfermedad que no perdona.

Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia…, y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro y que, contra su costumbre, desempeñaba en una ceremonia el principal papel.

El mismo origen de la pulmonía traidora impidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento y que los pocos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y los vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se «ganaba la muerte». El día era horrible, lluvioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fango, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el constante acompañador.

El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo con toda decencia; pero, temerosos de un chasco desagradable, los compañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápida de mármol —lo indispensable y estricto—. Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gente pobre, y a quien su viuda, más avara que él, dispuso un entierro exactamente igual al de don Probo en el nicho contiguo. Para resistir la temperatura y la humedad, albañiles y sepultureros se previnieron con buena ración de caña; sorprendidos por el rápido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gutiérrez López.

Seis meses después llegaba a la ciudad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era este deseo de honores póstumos una propensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los planos, el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a chafar a los restantes, en que se mezclaban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios polícromos, hasta la cerámica, para una creación modernista sorprendente, donde se agotaba el tema de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema de inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mausoleo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.

Ya terminado, sin faltarle requisito vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo… del usurero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste —frustrado allende la tumba en su perenne anhelo—, continuaron disolviéndose olvidados en humilde nicho.

El Mechón Blanco

Los oficiales de la guarnición se hacían lenguas de la hermosura de su Capitana generala. ¡Qué cutis moreno más fresco! ¡Qué ojos más lánguidos y más fogosos a la vez! ¡Cómo caían, velándolos con dulce sombra, las curvas pestañas! ¡Qué gallardo cimbrear el del gentil talle! ¡Qué andar tan airoso! ¡Qué arranque de garganta y qué tabla de pecho, bellezas apenas entrevistas en el teatro, al través de la mínima abertura del alto corpiño!

Porque es de advertir que la generala para irritar la imaginación y estimular con mayor fuerza la codicia de los varones, unía a su tipo meridional, provocativo y tentador, una gran reserva, un alarde de formalidad y recato sobrado aparente para no pecar algo de artificioso y postizo. Jamás se descotaba. Apenas usaba joyas. Vestía mucho de lana negra. No bailaba nunca. No sonreía a sus admiradores. Frecuentaba las iglesias, y en sociedad apenas cruzaba palabra con los menores de cuarenta años. Seria más bien severa, se la podía citar como tipo acabado del decoro. Y el caso es que no sucedía así, y que en torno de la generala flotaba esa tempestuosa atmósfera que rodea a las mujeres cuya virtud es un enigma propuesto a la curiosidad del público. ¿Acusaban de algo a la generala? ¿Había derecho para censurarla en lo más leve? No. Y, sin embargo, notábase vagas reticencias en la voz, en el gesto, en la frase de las mujeres cuando comentaban su modestia y retraimiento, de los hombres, cuando chasqueaban la lengua contra el paladar para declararla bocatto di cardinale.

Acaso sus mismas devociones y gravedades fuesen quienes conspiraban contra la pobre señora. Cuando se ponía la mantilla echando el velo a la cara y rosario en muñeca se dirigía a oír misa temprano, la sombra de la blonda hacía más apasionada su palidez, más relucientes sus pupilas, y todo aquello del rosario y del encaje tupido parecía ardid destinado a encubrir furtiva escapatoria amorosa. Los trajes de lana negra, en vez de ocultar sus formas las acentuaban más, destacando el meneo de su andaluza cadera. La seriedad era en ella un gancho, lo mismo que en otras la risa. Su empeño en rehuir las ojeadas de los galanes hacía que sus ojos, al cruzarse por casualidad con otros, muy insistentes, despidiesen un relámpago que en vano pretendían esconder las pestañas traidoras. Su piedad era un señuelo, un cebo su melancolía mal encubierta por la corrección, propia de la distinguida dama, que sabía guardar ante los mirones. Por último existía en ella —y eso sí que no podían negarlo sus defensores más resueltos— un pasado, un secreto, una cosa «que fue», una ceniza aún humeante depositada en el fondo del volcán de su corazón. No era suposición gratuita ni fantástica novela: la generala llevaba la señal, la cicatriz de ese pasado; cicatriz indeleble, delatora. Entre los cabellos negros como la endrina, copiosos y ondeados, que recogía en lo alto de la cabeza sencillo moño, la generala lucía, junto a la sien izquierda, blanquísimo mechón de canas.

La malicia de los provincianos es como el ardid del salvaje: instintiva, paciente y certera. Acecha diez años para averiguar lo que no le importa. Hace arte por el arte; eclipsa a la Policía y en cambio, obtiene el triunfo de comprobar que del mismo barro estamos amasados todos. Cruel, implacable, araña la herida para arrancar un grito de dolor que denuncie el punto donde sangra.

Así que los marinedinos dieron en sospechar que aquel mechón blanco sobre aquella cabellera de ébano podía tener su historia, buscaron ocasión de poner el dedo en la llaga y consiguieron cerciorarse de que habían dado en lo vivo. A la primera pregunta capciosa relativa al mechón, la generala, más blanca que la pared, cerró los ojos y estuvo a punto de caer desvanecida. Y siempre que se repitió el pérfido interrogatorio, pudo advertirse en la señora la turbación misma, idéntica angustia, igual sufrimiento.

Otro indicio más elocuente aún para los perspicaces indagadores fue cierta contradicción, de esas que pierden a un reo ante un tribunal. Al ser interrogada por la señora del auditor respecto al mechón blanco, la generala, temblorosa y en voz apenas perceptible, contestó:

—Nada..., consecuencia del tifus que pasé en Huelva.

Y pocos días después, siendo la preguntona la marquesa de Veniales, el general, que estaba presente, fue quién respondió, alentando a su mujer con imperiosa mirada.

—Del susto de ver venírsele encima un aparador inmenso cargado de loza, se le puso repentinamente blanco ese mechón.

¡Qué par de bases para la curiosidad marinedina! ¡La generala y su marido contradiciéndose; la generala y su marido, de acuerdo para encubrir la historia verdadera del mechón misterioso!

Desde aquel día, el general se vio observado con tanto empeño como su mujer. Ojos de microscopio, ojos omnilaterales, ojos de mosca se posaron en el digno militar para disecarle el alma.

Se estudió su carácter, se comentó su edad y su figura. El general frisaría en los cincuenta y siete; pero sanito como una manzana, derecho, entrecano, enjuto, sólo representaba cuarenta y cinco. Con su uniforme a caballo, aún podía atraer alguna dulce mirada femenina. Ni era calvo, ni tosía; contrastaba con su mujer por lo comunicativo y afable, y la risa franca de sus labios, adornados por limpio bigote gris, descubría dientes blancos y auténticos. En nada se parecía al tipo del esposo incapaz de disfrutar y defender el cariño de una mujer apetecible y bella. Era el hombre joven por dentro, vigilante del honor y sediento del amor, y que lleva espada al cinto para guardar su tesoro. Pues no obstante...

Una persona había en Marineda a quien los rumores, las nieblas y las conjeturas que iban espesándose en torno de la generala hacían pasar la pena negra. No era ningún ayudante de dorada cordonadura, ningún húsar de arqueado pecho; éstos se chuparían quizá los dedos tras la generala, más no sabían consagrarle la silenciosa devoción que le consagraba Rodriguito Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales, mozo espigado ya. A los diecinueve años, con asomos de barba y más estatura y más cuerpo que el general, Rodriguito apenas conocía la maldad humana: habíase educado muy sujeto, muy en las faldas de su madre, y sus mejillas aún no habían olvidado los rubores de la niñez.

¿A qué detallar una vez más el conocido fenómeno de la pasión loca inspirada al adolescente por la mujer de treinta años cumplidos? Este caso se presenta en la vida real tan a menudo, que ya debe incluírsele entre las enfermedades de marcha fija, de crisis pronosticable, según las observaciones de la ciencia.

Rodriguito enfermó de mucho cuidado, siendo claro síntoma de la calentura el ansia de sublimar, de divinizar a la generala. Ocultaba el muchacho su mal como si fuese el pecado más vergonzoso —cuando realmente era el brote, en fragantes rosas, de su bella eflorescencia juvenil—, y oía los comentarios relativos al mechón con ímpetus de cólera unas veces; otras, con desaliento amargo. Si se atreviese a dar un escándalo, desharía a alguno de los maldicientes... sólo con apretar los dedos. Ya sentía rabiosa curiosidad por rasgar el velo del pasado de la generala; ya juzgaba sacrilegio el intentarlo siquiera; ya con infantil disimulo, torcía la conversación cuando su madre y las amigas de su madre discutían por centésima vez el secreto del mechón; ya, en los saraos de confianza de la Capitanía General, clavaba los ojos con doloroso éxtasis en aquel rasgo de plata que como pincelada trágica cruzaba la sien de la señora...

¿Adivinó ella lo que pasaba en el alma de Rodriguito? ¿Fue coincidencia de simpatía, fue capricho, fue necesidad de algo que la consolase del espionaje y la pública sospecha? La generala principió a fijar los ojos, a hurtadillas, en el hijo de la marquesa de Veniales... Hacíalo con tal disimulo, con tan hábil oportunidad, que sólo el venturoso Rodrigo pudo notarlo. Al pronto se creyó engañado por un casual encuentro de pupilas... Sin embargo, las ojeadas se repitieron tanto y fueron tan largas, tan intensas, tan elocuentes, tan propias para trastornar y enloquecer a quien ya no tenía por suyo el albedrío... ¡A todo esto, ni una palabra se había cruzado entre Rodrigo y la dama!

Una noche de invierno entró Rodrigo en la Capitanía antes que llegase nadie. La generala estaba sola, sentada ante un veladorcito, bordando; inclinaba la cabeza; la luz del quinqué bañaba su pelo y el mechón relucía como nieve. No hay seductor de oficio que tenga los desplantes de los novatos. La inexperiencia es madre de la osadía. Rodrigo miró alrededor, se convenció de que estaba solo, acercóse furtivamente, y en una de esas posturas que ni son arrodillarse ni sentarse que tienen algo de adoración y muchísimo de exceso de confianza echó a la generala los brazos al cuello y, delirando de felicidad, besó el mechón una y mil veces. Lo raro fue que la generala, en vez de rechazarlo, dejó caer la cabeza, suspirando, sobre el hombro del primogénito de Osorio.

Aquello duró un segundo. Las botas del ayudante rechinaban ya en el pasillo. Voces de señoras resonaban en la escalera. Separáronse los culpables, trocando una mirada insensata, sin freno, que lo decía todo. La generala volvió a bordar, derecha, grave y muda como siempre.

El héroe del sarao, aquella noche, fue el forastero presentado por la marquesa de Veniales: un sobrino suyo, que por influencias de su elevada parentela en la corte venía a Marineda a desempeñar un empleíto en Hacienda. Era el tal muchacho, elegante, de ameno trato, muy agradable danzarín y su presencia animó la reunión y alegró no poco a las señoritas marinedinas, siempre afligidas por el absentismo de los hombres. Al salir de la reunión, el forastero colmó la medida de la finura ofreciendo el brazo a su tía la marquesa. Francamente, lector, ¿no sospechas de qué hablarían tía y sobrino, hasta el portal de la casa de Veniales? ¿Del mechón blanco? ¡Naturalmente! Y el forastero hizo entrever el séptimo cielo a la señora, diciéndole con petulancia;

—¡El mechón blanco! Ya lo creo. Conozco su historia. ¿No ve usted que estando yo de oficial primero en la Delegación de Zaragoza, vivía allí el general con su mujer? Sólo que entonces era brigadier no más.

—¿De veras, Juanito? —balbució la marquesa, tartamuda de gozo—. ¿De veras sabes la historia del mechón blanco? ¿No me la contarás, dí?

Hallábase ya en el portal y Rodrigo, que venía un poco rezagado, se incorporaba al grupo.

—Hoy no, tía... Es tarde y ustedes van a subir...

—Hijito..., si te parece, ahora. En un instante...

—Pues abreviaré —contestó resignadamente el forastero—. Esta señora tenía en Zaragoza... lo que usted puede suponer..., con un oficial de artillería, muy guapo. El marido se ausenta..., cuatro o seis días, y al volver, lo de cajón: recibe un anónimo... Malintencionados, que nunca faltan..., o despechados, que es lo más probable. Escena dramática, reconvenciones, amenazas, gritos de ella, protestas, juramentos, aquello de ¡soy inocente!, por aquí, y ¡me calumnian!, por allá. El marido, que es todo un hombre, la agarra, me la lleva delante de un Cristo y le dice: «Júrame aquí, ante Dios, que es falso lo que cuenta el anónimo». La mujer, muerta de miedo, sale por este registro: «Te lo juro por la vida de nuestra hija». Se me había olvidado: tenía una chica de cuatro años preciosa. Bueno, el marido se conforma; hay reconciliación y todo como una balsa. A las veinticuatro horas, la chiquilla con calentura; a las cuarenta y ocho, en el otro mundo, de una meningitis. Cuando la madre volvió a presentarse en público, lucía ese mechón de canas. Adiós, tía, que está usted de pie y en ese portal hay corrientes.

El forastero se volvió, y dando un grito de sorpresa, añadió:

—Tía... ¿Qué es esto? ¿No ve usted? Rodrigo se ha puesto muy malo. A ver..., yo le sostengo... Pero ¿qué le pasa a este chico?


«La España Moderna», almanaque 1892.

El Milagro de la Diosa Durga

La historia religiosa y la civil y militar se encuentran tan íntimamente enlazadas en los pueblos antiguos de la India, que ni la crítica intenta separarlas; los textos históricos se hallan en los libros sagrados; las mismas epopeyas tienen carácter teológico, y obra son de bramanes o sacerdotes. En una epopeya de las más difusas encuentro el relato del hecho sobrenatural que vais a leer, si lo leéis, y a meditar, si gustáis. De mi sé decir que me dejó buen rato pensativa.

La ciudad y estados de Kapala, florecientes bajo los reyes de la casa de Dapatamali, decayeron poco a poco de su antiguo esplendor, y en plazo relativamente corto vinieron a ser invadidos y sometidos por sus constantes enemigos los de Karmirti. Tributos onerosos, vejámenes intolerables, humillaciones continuas, las leyes y las instituciones, el comercio y la agricultura de Kapala sometidos a la fiscalización y a la avidez codiciosa del enemigo, todo esto tuvieron los kapaleños que sufrir y llevarlo en paciencia, pues al soberbio vencedor le parecía harto haberles dejado la vida salva. Es verdad que cuando aconteció a Kapala tal desventura, ya estaba muy abatida y desbaratada por culpa de la mala administración, rapacidad y desmanes de los exactores, y de infinitos vicios que se habían ido arraigando en su constitución y enfermándola, hasta producir una atonía que hizo a los kalpaleños indiferentes a su propio decaimiento y vergüenza.

Como si todas las manifestaciones del espíritu se agotasen a la vez en Kapala, cayó también en olvido la religión, y quedó abandonado el maravilloso templo de la diosa Durga, emplazado al pie de la montaña de Sindoro, que es el Olimpo javanés, residencia favorita de los inmortales. Y se necesitaba que Kapala hubiese descendido tanto para que yaciese desierta la sacra montaña, poblada de arbustos en flor, regada por ríos y manantiales de deleitosa frescura, en cuyos remansos abrían los lotos azules, blancos y rosados, sus redondas y geométricas corolas; la montaña poblada de lindas apsaras (las ninfas de la mitología indostánica) y de aves canoras y dulces, cuyos gorjeos hacen insensible el transcurso de las horas, de los años y hasta de los siglos.

En la vertiente de la montaña alzábase la mole del templo de Durga, cuyas imponentes ruinas son aún hoy asombro de arqueólogos y viajeros. Salvada la puerta, lo primero que se divisa es la efigie colosal de la diosa, de aspecto venerando. Bajos los ojos como en misterioso éxtasis, y cubierta la cabeza por la alta mitra, en cuyo centro refulge enorme esmeralda; apoyados los pies en el lomo del toro Nandi, Durga tiende sus ocho brazos, y en cada uno de ellos lleva un atributo de sus enseñanzas y doctrinas. El primero empuña la cola de un búfalo, emblema de la agricultura; el segundo, una espada, que significa el heroísmo; el tercero el vaso sagrado, símbolo de la religión; el cuarto la maza, representación del vigor y la fuerza; el quinto la luna, imagen de la sabiduría; el sexto el escudo, que aconseja prudencia y ánimos para defenderse; el séptimo el estandarte, que es la Ley, y finalmente, el octavo agarra con brío y violencia los cabellos del muñeco Maikasur, personificación del vicio, ordenando así la diosa que no se omita el castigo de los culpables, tan necesario para ejemplo y escarmiento en las bien ordenadas repúblicas. Dentro no faltaban otras efigies de Durga, y se adoraban las de Siva y Ganesa.

Pena infundía ver el magnífico templo sin sacerdotes ni acólitos, vacío y mudo, invadido por las plantas parásitas que se agarran a la piedra y consuman su destrucción.

Aparte de las aves y de los reptiles, no quedaba dentro del santuario de Durga más ser viviente que un anciano solitario. Es verdad que valía por cien bramanes: la austeridad increíble de sus mortificaciones, que le habían desecado el cuerpo y consumido y destuetanado hasta los huesos, le tenían hecho una momia; pero tan comunicado con la esfera superior de Brama, que cuantas veces hincaba en el suelo su báculo, el seco tronco brotaba rama y flor, y que, sin sentirlo, a ratos se elevaba de tierra siete codos el penitente, con otros prodigios que despacio refiere la epopeya. La fama del santísimo Majamí, tal era su nombre, empezó a divulgarse, y llegando a oídos de tres kapaleños que no podían resignarse al triste estado presente de su nación, resolvieron peregrinar al santuario de Durga y pedir a Majamí consejo y a la diosa intervención eficaz.

Pertenecían estos tres últimos kapaleños patriotas a la casta de los chatrias o guerreros, que forma, después de los brahmanes o sacerdotes, la primer aristocracia de la India. Bien montados y llevando ofrendas para la deidad, se encaminaron a Sindoro al rayar la mañana, y salvando la odorífera selva y los lagos deliciosos, no tardaron en avistar las galerías de arcadas y las innumerables cupulillitas del vasto templo. Pasaron, sobrecogidos de religioso pavor, bajo la enorme puerta de entrada, en cuyas jambas hacen la guardia dos colosos armados de sendas porras; y dentro del patio, al pie de la estatua de la diosa, cruzado de piernas y mirándose al sitio en que debía estar el vientre —la posición en que suelen representar a los Budas—, calcinándose bajo un sol de fuego, hecho un pedazo de yesca o un tronco que abrasó el estío, vieron al santo Majamí, tan quieto, que un pájaro se había posado en su cráneo y sólo voló al ver aparecer a los tres chatrias.

—Grande y venerable asceta —dijo el que llevaba la palabra—, hemos venido a turbar tu quietud y a interrumpir las místicas meditaciones que te ponen en contacto con las esferas divinas, para rogarte que te acuerdes del daño, desastre y acabamiento de nuestras comarcas y reino de Kapala, y ejercites el formidable poderío que te otorga tu santidad para obtener de la diosa Durga, en otro tiempo tan propicia a los kapaleños, que nos restaure. Únicamente Durga puede hacer un milagro que nos saque del abismo. Concentra tu voluntad y obtén de la diosa el favor que solicitamos.

Permanecía Majamí como si fuese labrado en piedra. Los chatrias, respetando su inmovilidad, se prosternaron y adoraron a Durga, admirando los atributos de sus ocho brazos y la esmeralda que en su mitra resplandecía como una esperanza dulce. Entonces, con imponente lentitud, los blancos ojos del solitario giraron en sus órbitas; su boca quemada y negruzca se abrió solemnemente; su esternón, en que se contaban las costillas apenas sujetas por la piel, jadeó para recobrar el ritmo de la respiración olvidada; y al fin, con voz discorde y cavernosa, como el chirrido de una puerta de oxidados goznes, murmuró gravemente:

—Contemplad, ¡oh chatrias!, los atributos de la diosa. ¡Ellos os dirán cómo se hacen los milagros!

No les contentó la respuesta, e insistieron. El gran Majamí podía solicitar de Durga milagrosa intervención: ¡el poder de la diosa era tan infinito! Entonces el penitente, levantándose con trabajo, y renqueando y vacilando bajo sus canillas huesosas, registró bajo el zócalo de la estatua y sacó un pez muerto, o mejor dicho, un pez seco ya, de tonos metálicos, momificado como el propio Majamí —un pez que parecía de estaño y cobre—, y se lo tendió a los chatrias, que no pudiendo comprender el sentido de tan raro presente, sin replicar lo tomaron.

—Durga os manda alimentaros de ese pez —declaró Majamí—. Al sestear en la montaña lo asaréis... y el pez os dirá cómo se hacen los milagros.

Asaz mohínos se despidieron los tres kapaleños patriotas, comentando el regalo del pez y conviniendo en que Durga, airada o indiferente, no quería socorrer a Kapala. Con todo, a la primera parada bajo un grupo de limoneros y tamarindos, dócilmente encendieron una hoguera y arrimaron a la brasa el pez. Y, al caer sobre las ascuas, el pez empezó a hincharse, a esponjarse; sus metálicas escamas se hicieron flexibles; al cabo de pocos instantes, sus aletas se abrieron, se coloreó de rojo su abierta boca, palpitaron sus branquias, y ¡oh prodigio de Durga! el pez, de un brinco, saltó de la llama a la hierba, fresco, vivo, coleando.

—Durga nos manda imitar a ese pez —exclamó el primer chatria—. He comprendido, hermanos míos: «¡Resucitemos!»


«Blanco y Negro», núm. 389, 1898.

El Milagro del Hermanuco

Para contrastes, el de la comunidad de Recoletas de Marineda con su hermanuco, donado o sacristán, que no sé a punto cierto cuál de estos nombres le cae mejor.

Son las Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan camisa de estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el suelo, sobre las losas húmedas, con una piedra por almohada; se disciplinan cruelmente; se levantan a las tres de la mañana para orar en el coro; hablan al través de doble reja y un velo tupido; para consultar con el médico no descubren la cara, y son tan pobres, que los republicanos carniceros o polleros del mercado y las lengüilargas verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en ella el pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el torrezno, diciendo expresivamente: «Que sea para las madres, ¿eh?; para las enfermas.» Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres recoletas, lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y sardina.

No quedaban tranquilas, sin embargo, las caritativas verduleras, y lo probaba lo recalcado de la frase: «Que sea para las madres, ¿eh?» Porque así como se figuraban a las recoletas escuálidas, magras, amarillas y puntiagudas, así veían de rechoncho, barrigón, coloradote y enjundioso al donado.

Constábales, además —y a alguna por experiencia—, que el ejemplo de las madres surtía en el donado efectos contraproducentes, y que tanto cuanto eran las madres de castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras, era el donado... de todos los vicios opuestos a estas virtudes. No obstante, su humor jovial y bufonesco, sus cuentos verdes, sus equívocos, sus dicharachos, sus sátiras, le habían granjeado cierta popularidad en puestos y tenduchos.

Referíanse de él gorjas enormes, convites burlescos en que hacía de mesa un ataúd y de servilleta una pierna de calzoncillo; escenas cómicas de exorcismos y conjuros en que sacaba los demonios del cuerpo a las mozas con un gancho de escarbar la lumbre... y otras mil invenciones que se reían a carcajadas, y que lejos de perjudicar al donado le formaban aureola.

Acaso la plebe, subyugada y confundida ante la sublimidad de las mártires recoletas, encontraba alivio y descanso festejando en el hermanuco al gremio de la pecadora Humanidad.

Había en cambio una clase de mujeres que profesaban al hermanuco ojeriza singular y declarada, y decían de él horrores: eran las beatas, cosa de docena a docena y media de vestigios que no sabían salir de la iglesia del convento de Recoletas y a quienes no les parecía buena y cabal la misa, la novena ni ninguna clase de devoción, sino dentro de aquellas cuatro paredes.

La antipatía entre el hermanuco y las beatas nació precisamente de que andaba rabiando por cerrar, para largarse a donde el diablo sabía. En vano recorría la iglesia repicando el manojo de llaves; en vano tosía y mondaba el pecho y describía semicírculos alrededor de las arrodilladas, pues éstas, como si lo hiciesen a propósito, con los ojos en blanco y las manos juntas, continuaban bisbisando sus interminables, sus kilométricos rosarios. Si el hermanuco se dejase llevar de su genio, claro está que les daría con la escoba como a las cucarachas; lo malo era que la madre abadesa le tenía severamente prohibida toda viveza, todo regaño, toda descortesía con aquellas recoletas seculares, y si fracasaban las insinuaciones, no había más que aguardar cachazudamente a que se acabasen los «misterios gloriosos», o el septenario, o la meditación.

Distinguíase entre las demás una devota, no solo por la morosidad de sus rezos, sino por su catadura y años. Era el rostro de doña Mariquita de aquellos que, según Quevedo, pueden servir a San Antonio de tentación y cochino: en mitad de la chupada boca quedábale un solo diente, largo, temblón, diente que había inspirado a un ingenio local esta frase: «Así como hay ojos que muerden, hay dientes que miran y hasta que hacen guiños.» Para no creer que doña Mariquita iba a salir volando por la chimenea, a horcajadas en una escoba, era preciso recordar su mucha piedad, su continua oración, su incesante persecución de confesores, su sed perpetua de agua bendita. Así y todo, el hermanuco la nombraba siempre «la bruja».

Es de saber que cada devota tenía en la iglesia de las Recoletas su rincón predilecto, y que el hermanuco, al hacer la diaria requisa antes de cerrar, sabía de fijo que a doña Petronila, verbigracia, la encontraría bajo las alas de San Miguel; a doña Regaladita Sanz, acurrucada ante el Corazón de Jesús, y a doña Mariquita, en monólogo al pie del Cristo de la Buena Hora.

En esto de devoción, como en todo, hay gente afecta a novedades; y si Regaladita Sanz y otras de su escuela andaban siempre averiguando la última moda de la piedad y no hablaban sino de los Corazones, ni rezaban sino a esos cromos abigarrados que hoy se ven en todas las iglesias, las beatas del temple de doña Mariquita se atenían a las antiguas advocaciones y a las formas que ya van cayendo en desuso. Para doña Mariquita no había en las Recoletas más efigie que la del Cristo de la Buena Hora.

Segura estoy de que a mí me pasaría lo mismo, y si entro en la iglesia, flechada me voy también a la sombría capilla, de negra verja rechinante, y altar donde, sobre un fondo rojo oscuro, se alza la inmensa cruz, sosteniendo el cuerpo lívido, estriado de sangre, pendiente y desplomado sobre las crispadas piernas. Está el Cristo de la Buena Hora representado en ocasión de pronunciar alguna de las siete desgarradoras Palabras, pues tiene la boca entreabierta y la faz no caída sobre el pecho, sino un tanto erguida, con esfuerzo doloroso. No le falta la correspondiente enagüilla de terciopelo negro, bordada de plata, y bajo sus pies taladrados y contraídos, tres huevos de avestruz recuerdan la devoción de algún navegante.

Una sola lamparita mortecina alumbra la imagen y deja entrever —o dejaba, porque ahora se ha procedido a recoger estos ingenuos emblemas— amarillentos exvotos, brazos, piernas, figuritas de niños.

El nombre de Cristo de la Buena Hora da a entender, sin embargo, que lo que se pide a aquella efigie no es la salud del cuerpo, sino la del alma, la muerte no repentina, sino con arrepentimiento, con sacramentos, con todos los auxilios y remedios espirituales. Y esto solicitaba con tal fervor doña Mariquita —según las investigaciones del hermanuco—, y por eso, como cada día estaba la buena hora más próxima y la gordivieja beata arrastraba las piernas con mayor dificultad cada día, también prolongaba más las oraciones y cada día obligaba al donado a cerrar más tarde: así es que el donado había llegado a aborrecer al vejestorio, y al cabo se propuso jugarle alguna pasada que le quitase el hipo de tanto rezuqueo.

Discurriendo y discurriendo, acabó por encontrar una traza a su parecer muy linda. El camarín del Cristo era bastante hondo y tenía acceso por la sacristía, y el paño o cortinaje que lo revestía estaba suelto, de modo que, trepando al altar, no era difícil quedarse escondido detrás del paño, de suerte que nadie pudiese sospechar allí la presencia de un hombre.

Habiendo ensayado la habilidad, el hermanuco esperó el momento en que, abierta la iglesia por la tarde, se aparecía doña Mariquita.

Todo sucedió según estaba prevenido. Cuando la devota se hincó de rodillas en el suelo de costumbre, el hermanuco, agazapado, la espiaba por un agujero hecho en la cortina.

Conviene no omitir una circunstancia, y es que aquel donado irreverente, mofador epicúreo de sacristía y volteriano de plazuela, solo sentía cierta aprensión muy parecida al respeto ante la efigie del Cristo de la Buena Hora. Hubiese preferido mucho que su maligna travesura tuviera por teatro la capilla del Arcángel o el altar nuevo de la Saleta. Hasta creo que al subir agarrándose a las piernas del Cristo, le temblaban un poco las suyas al donado. El deseo de venganza contra doña Mariquita pudo más que aquella medrosa impresión, y desde que vio llegar a la vieja saboreó anticipadamente el placer del triunfo.

Dejó a la devota enfrascarse en su monólogo, prestando oído a fin de graduar mejor el efecto, y así que la vio con las manos enclavijadas y los ojos fijos en el rostro de la imagen; así que la oyó murmurar con ansia: «Señor mío Jesucristo, dame una buena horita, una buena horita», el maldito hermano se aferró bien, adelantó la cara hasta subirla a la altura de la del Cristo y, lentamente, con voz sepulcral y cavernosa articuló estas terribles palabras: «Tus oraciones no llegan a mí.»

Se oyó un golpe sordo. Doña Mariquita había caído al suelo.

El hermanuco, sin poderse reprimir, soltó la risa.

Transcurrieron dos minutos, tres, y ya ningún ruido turbó el silencio de la capilla. Entonces el hermanuco, algo alarmado, salió de su escondite y, bajándose, tomó en peso a la devota, al parecer privada de sentido.

Un recelo inexplicable se apoderó del burlador: corrió a la pila del agua bendita, mojó un pañuelo y lo aplicó a las sienes de la vieja. Ni por ésas; lejos de volver en sí, doña Mariquita pesaba cada vez más, como pesa el cuerpo muerto.

«¡Zambomba! —pensó—. ¿A que esta bruja me quiere dar un susto y se hace la desmayada?» Tomó una aguja del moño de doña Mariquita y se la afincó en un carrillo, primero suave, luego recio. Nada: como si la hubiese clavado en un tapón de corcho.

Gotitas de sudor frío asomaron en la raíz de cada pelo del hermanuco, que empezó a entrever la espantosa verdad.

Por no mirar a la difunta, que estaba más fea aún que de viva; por no verle en la sima de la abierta boca aquel único diente acusador, y también por el instinto de pedir socorro que nos asalta en las grandes congojas, el sacrílego hermanuco miró al Cristo como si le dijese: «Resucítame este estafermo, Señor; resucítame este estafermo, y haré penitencia, y seré honrado, piadoso, continente, sobrio y humilde.»

Al implorarle, y en medio de su turbación, el rostro de Cristo le pareció más importante, mucho más, que el de la beata; y de sus ojos airados, de sus labios entreabiertos, sintió caer una maldición solemne.

***

Así fue como las Recoletas de Marineda se quedaron sin hermanuco. Tuvo que dejar el oficio, porque no hubo fuerzas humanas que le moviesen a cruzar otra vez el umbral de la capilla del Cristo.

No por eso se convirtió. Al contrario, arreció en sus vicios y en sus maulas; pero repito que a la capilla, ni atado.

Y cuando oía nombrar la Buena Hora, un escalofrío le corría por la espalda. Hízose muy borrachín de aguardiente de caña, y al preguntarle las verduleras por qué andaba siempre chispo, respondía cínicamente:

—Porque así no sabe el hombre cuándo viene la hora.


«La Voz de Guipúzcoa», 15 de octubre de 1892.

El Molino

Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa densa cortina de castaños y grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida esmeralda del prado. Pero acercaos, y os prende y cautiva la gracia del molino rústico; delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua dormida, su fondo de limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas; luego, las cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda negruzca que bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de pie, con las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el moreno rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis XV el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia la vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella Chinto Moure...

Para ir al molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo, un saco de trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de la aldea ya lo saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión, dando las gracias encima. Provisto de una aguijada con que pica a su caballejo y de un luengo «adival» para amarrarle los sacos al lomo; descalzo en verano, calzado en invierno con gruesos borceguíes de suela de palo, Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Sentrove hasta el molino de Carazás, por ver un rato a Mariniña y gustar con ella sabroso parrafeo, entre el revolar de las finas nubes del moyuelo y la música uniforme del rodicio que tritura el grano incesantemente.

¿Por qué, si tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados como la blanca muela y el rubio maíz, no disponían casarse la Mariniña y el Chinto? Nadie lo ignoraba en la parroquia: Chinto no había entrado aún en suerte; y su terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le tocaba un mal número, había resuelto largarse a la América del Sur en el primer barco que del puerto de Marineda saliese... Y aún por eso se burlaban y hacían chacota larga de Mariniña los mozos de Carazás y los de las circunvecinas parroquias, anunciándole que con un amante y esposo tan cobarde y apocado, mal defendidos andarían el día de mañana la mujer y el molino, mal cobradas las maquilas, mal reprimidos los intentos de retozo con la frescachona y rozagante molinera.

El exterior de Chinto no puede negarse que prestaba fundamento a estas suposiciones y augurios del porvenir. De estatura mediana, esbelto, con una cabeza ensortijada semejante a la de los santos del retablo de la iglesuela románica en que oyen misa los de Carazás, Chinto parecía linda doncella disfrazada con hábito de varón; su voz era suave; su acento, humilde; sus modales, tímidos y corteses. El trabajo del campo no había sido bastante para curtir su piel, y al entreabrirse su camisa de estopa descubría un blanco cutis, raso y terso, una dulce seda que enloquecía a Mariniña... Porque conviene saber que la molinera, aquella moza resuelta y enérgicamente laboriosa, «una loba», como decían las comadres del rueiro, se enternecía, se bababa de gusto, se moría, en fin de amor por el mozo delicado y aniñado —hasta afeminado podría decirse— que todas las noches andaba y desandaba la vereda del molino.

No es que a Mariniña le faltasen otras proporciones. Al contrario: mujer más rondada y pretendida no existía en tres leguas a la redonda, desde la orillamar y los puertecillos de pesca que bañan las plateadas ondas de la ría, hasta los cerros de Britón, donde empiezan a erguirse los rudos peñascos célticos entre sombríos pinares. No consistía tanto en las turgentes formas y las floridas mejillas de la molinera como en el maldito señuelo de la molienda, en la complicidad del rodicio, en la familiaridad de la maquila. En la aldea no hay «Casinos» ni «Veloces» no se sabe qué sean un sarao ni un raou; pero no os fiéis; lo que pasa en la corte entre paredes vestidas de seda, ocurre allí en el atrio de la iglesia a la salida de la misa mayor, en la «desfolla», en el campo de la romería o en las noches del molino...

Sobre todo en las noches del molino; en verano, a la clara luz de la luna; en invierno, a la dudosa claridad de la candileja de petróleo, conciértanse las voluntades y se teje la guirnalda de amapolas y manzanilla del rústico amor. La brisa, la aglomeración del trabajo, obligan a moler la noche entera, y esperando su saco se juntan allí rapaces y rapazas, cruzando coplas de enchoyada, vivo diálogo galante, de finezas y desdenes, de sátira y picardía, que a veces acompaña la pandereta en argentino repique. Y en la atmósfera caldeada del «salón» campesino, Mariniña reina y atrae las voluntades: ya arisca, ya risueña; pronta a la chaza; instantánea en reprimir a los obsequiadores desmandados y sueltos de manos en demasía; activa y fuerte en el trabajo, animosa y de recios puños para erguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y a vaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino concurren, que no piense en la molinera, y no le profese ojeriza y tirria a Chinto, murmurando de él con frases despreciativas e irónicas: «¡Vaya un gusto raro, ir a antojarse de aquel papirrubio, de aquella madamita, a quien le venían las sayas antes que el calzón! ¡Uno capaz de desfondarse de miedo a la idea de servir al rey! ¡Uno que hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni «echaba palabras», ni el día de la fiesta cataba el aguardiente! ¡Un «papulito» que nunca había arrimado un palo a nadie, ni sabía romper una cabeza a golpe de bisarma!

La rabia de los desairados pretendientes contra el afortunado Chinto les inspiró una idea diabólica. Entraron en la conjura Santiago de Andrea, Mingos el de Sentrove, Carlos Antelo, Raposín... la «trinca» de calaverones de montera que solían recorrer las aldeas en son de parranda y tuna, pegando atruxos retadores y arrimándose a la cancilla de las raparigas casaderas para disparar coplas picantes... Sucedía esto allá por noviembre, cuando la senda que guía al molino se empapaba en rocío glacial, y las caídas hojas de los castaños formaban mullido tapiz, y los cendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo espeso, dejaban entrever las siluetas descarnadas de los árboles, parecidas a espectros de luengos brazos.

Sabedores los conjurados de que Chinto pasaría en dirección al molino a eso de la media noche, envolviéronse en blancas sábanas, encasquetáronse en la cabeza ollas con un par de agujeros cada una, y dentro, sendos cabos de vela de sebo; retorcieron haces de paja, y se apostaron en la linde del castañal, a la hora en que la luna se esconde y el mochuelo saluda a las tinieblas con su queja lúgubre.

Tardaba Chinto en llegar; no se oía rumor alguno en el sendero, sino a lo lejos el sollozo del molino, y el frío y la impaciencia producían honda desazón en los conspiradores. Al principio habían reído y bromeado, celebrando la ocurrencia, que era, como ellos decían, «una pava» preciosa. Remedar una procesión de fantasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre «compaña», encender el cabo de sebo y los haces de paja y desfilar así ante el medroso Chinto..., ¡para reventar de risa! Pero transcurría la vigilia; el rocío, lento y helado, impregnaba los huesos; y a lo lejos fanfarroneaba el cántico del gallo..., y ni señales de Chinto. Empezaban a deliberar si convendría retirarse, a tiempo que allá, de lo oscuro del bosque, salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más doliente, si cabe, respondió a la primera, y los cabellos de los conspiradores se erizaron al divisar dos blancos bultos que surgían de entre los castaños y avanzaban lentamente con sepulcral majestad. Los más, remangando el sabanón, echaron a correr; Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado; Carlos Antelo se postró de rodillas y empezó a confesarse y pedir perdón de sus culpas; Santiago de Andrea fue el único que quiso arremeter contra los aparecidos; y lo hiciera si una pedrada certísima, dándole en mitad de la frente, no le tumba en el suelo, medio muerto de veras...

Sábese todo en las aldeas, y a vueltas de mil supersticiosas invenciones y cuentos de «trasnos» y brujas, se averiguó la verdad, y se solazaron en el molino a expensas de los burlados burladores. Porque era la avisada y traviesa Mariniña, y era Chinto, por ella prevenido y aleccionado, quienes, con el disfraz de fantasmas y con un buen fragmento de cuarzo de la carretera habían dispersado la hueste y santiguado al de Andrea, el más terco de los rondadores que a la molinera asediaba. La rabia, el despecho, la vergüenza inspiraron al mozo un ansia terrible de vengarse, y de vengarse donde todos lo viesen, a la faz de la parroquia. Resolvió, pues, la primera noche que en el molino estuviese reunida gente bastante para servir de testigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano a bofetadas y coces, hasta desbaratarle.

A tiempo que con tan sañudos propósitos entraba en el molino Santiago (pocos días después de Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocupados en colocar un saco de harina, riendo tiernamente cuando sus dedos se tropezaban o sus rostros se aproximaban, en el calor de la tarea. Al punto conoció la molinera que el desdeñado y apedreado galán venía pendenciero, y con disimulada seña ordenó a Chinto que se apartase. La angustia y el temor de que pudiesen llegar los desquites a poner en riesgo la vida de Chinto, prestaron a Mariniña en aquel instante una rapidez de concepción y una energía de acción mayor aún de la acostumbrada. Encarándose con Santiago, y riendo y provocándole, le propuso loitar.

Esta costumbre de la lucha, que ya va desapareciendo, subsiste aún en algunas comarcas galaicas, resto quizá de un estado social belicoso en que la mujer combatía al lado del varón. Luchan todavía las mozas entre sí, y hasta desafían al mozo, degenerando entonces la batalla en deleitable juego. Pero desde el instante en que Santiago —cuya sangre ardía en tumultuosa ebullición— se arrodilló frente a Mariniña, también arrodillada, comprendió por instinto que aquella lucha no sería como otras; que iba de veras. Sólo con ver el movimiento de la moza al arremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, la rigidez de su talle, la dura barra de su entrecejo, se adivinaba la loita seria, en que se trata de derrengar al contrario, empleando todo el vigor de los músculos y toda la resolución del alma.

Mientras Chinto, pálido y tembloroso, se acogía a un rincón, los adversarios se asían de las manos, poniendo en tensión el antebrazo y acercándose hasta mezclar el afanoso aliento. Mozos y mozas, en corro, se empujaban por ver mejor, apostaban y discutían. Santiago desplegaba plenamente su fuerza, al notar que Mariniña, por momentos, le dominaba el pulso. Rojo el semblante, sudoroso el cutis, pugnaba el rapaz, en tanto que la amazona, firme y recia, sostenía su empuje ganando terreno. Tenerla así, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole el sentido; y ella, indiferente, atenta sólo a vencer, aprovechaba el trastorno de su adversario, e insensiblemente se le imponía. Al fin giró en el vacío la muñeca derecha del varón; doblóse el brazo; el izquierdo también cedió al pujante impulso de la mujer..., y Santiago, dando el «pinche», fue lanzado hocico contra tierra, sujetándole la triunfante Mariñina que sin piedad, le hartaba de mojicones, le molía a puñadas en la nuca y en los lomos, le refregaba el rostro en el salvado y la harina que cubrían el piso, y no le permitía levantarse hasta que se confesaba rendido, vencido, dispuesto a aceptar la paz bajo cualquier condición que se le ofreciese.

Apenas se alzó Santiago, magullado, enharinado y con careta, Mariniña le sacó a la represa del molino, donde, mojando su delantal le lavó ella misma la cara. Y mimosa y dulce, como es siempre la gallega, por forzuda y briosa que la haya criado Dios, dijo a su enemigo derrotado:

—Por la madre que te ha parido no me has de espantar a Chinto, «pobriño», que el infeliz no sirve para hacer «barbaridás» como tú y más yo, y es un santo, sin mala intención, que con su sangre se pueden componer medicinas... Y si él es medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he de casar más que con él, y si cae soldado, se vende el molino y se compra hombre... Si me tienes ley, Santiaguiño, con Chinto no te metas... ¿Palabra?

Suspiró el mozo, y acaso no sería porque le doliesen los arañazos ni los chichones, miró a Mariniña, toda roja aún de la lucha; le dio un cachete familiar, de cariño y resignación, y respondió lacónicamente, secándose con el pico del mandil que no se había humedecido en la represa:

—Palabra.


La Ilustración Artística, núm. 940, 1900

El Montero

Aquella noche, la roja Sabel —la mujer de Juan Mouro, el montero de la Arestía— notó algo extraño en aquella actitud de su marido, cuando este regresó del trabajo, negras las manos de la pólvora de los barrenos, y enredados en el grueso terciopelo de su chaqueta pequeños fragmentos graníticos.

—Mi hombre, la cena está lista —advirtió Sabel cariñosamente—. Hay un pote tan cocidito que da gloria. He mercado vino nuevo, y te he puesto una tartera de bacalao gobernado con patatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer como el rey!

El montero no respondió. Soltó la herramienta en un ángulo de la cocina, acomodóse cerca de la lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasó un golpe de tabaco picado entre las palmas de las manos. Lió después el pitillo, y lo encendió y chupó, sin desarrugar el entrecejo un instante, torvo y sombrío, fija la vista en el suelo. Sabel, con solicitud, porfió:

—Llégate a la artesa, mi hombre... Te voy a echar el caldo en la cunca... Mira cómo resciende.

Siempre enfurruñado, Juan Mouro tiró la colilla y se acercó a la artesa, cuya tapa bruñida y negruzca servía de mesa de comedor. Sabel le sirvió el espeso caldo de berzas y unto, observándole con el rabillo del ojo y esperando la confidencia, que no podía faltar. El montero y su mujer se entendían muy bien: ella afanándose en la casa, él bregando en la cantera de la Arestía, extrayendo piedra y más piedra, unidos por el deseo de juntar para adquirir el gran pedazo de sembradura que se extendía al norte de su vivienda y la mancha de castaños adyacentes. Jóvenes aún, se amaban a su manera, con sanas y rudas caricias, y ponían en común las aspiraciones limitadas y tercas del humilde. Así es que Sabel aguardaba, mientras su marido se saciaba, ávidamente, como hombre rendido que repara sus fuerzas. Y así que la satisfacción de la necesidad le produjo bienestar, reventó el embuchado.

—¿No sabes, mujer? Es una cosa que parece cuento. Que saltan con que no les da la gana de que yo arranque más piedra en todo el mes..., ¡y sabe Dios si en el otro!

—¿Qué dices, hom?...

—¡Asimismo... ray!

—¿Y quién tiene poder para eso? ¿El Auntamiento? ¿Los vecinos de la Arestía? ¿No soltamos por la cantera muy buenos cuartos? —refunfuñó Sabel, indignada, depositando sobre la artesa la tartera del bacalao y dos platos de barro vidriado, relucientes como cobre.

—¡Qué Auntamiento ni qué...! ¡No, mujer; si son los de la juelga! Los canteros de Sainís, de Bertial, de Dosiñas. Me leyeron la sentencia: que no se trabaja, y que no se trabaja, y que no se trabaja..., ¡ray!

—¿Y ellos mandan en ti? ¡Que manden en sus orejas!

—Mandar..., según: mandan y no mandan... Al tiempo que arman esas juelgas (el demonio las coma), todo Dios tiene que sujetarse a la voluntá de quien se le antoja volverlo todo de patas arriba... ¡ray, ray!

—¿Y no se asujetando? —insinuó Sabel—. Su voz trepidaba irritada; veía ya sus economías devoradas por el paro del trabajo, y el querido pedazo de sembradura perdido para siempre, adquirido por la codiciosa vecina, la Norteira, a quien un hijo, desde Montevideo, libraba a veces cantidades. —¿Y no se asujetando? —repitió ante el mutismo de Juan—. ¿Qué señorío tiene sobre de ti, pregunta mi curiosidad, para se meter en si subes o no subes a la Arestía?

—Señorío, ninguno; ya se sabe, mujer; pero una mala partida pronto se le hace a un hombre..., ¡ray!

Volvió Sabel a callar unos instantes. Luchaba con la impresión vaga y siniestra de las palabras de su marido. Su instinto de hembra sagaz le decía también que Juan, indeciso, no esperaba sino el consejo, la excitación de la dona. Fijó los ojos en el arca, en cuyo pico guardaba sus ahorros, y creyó ver salir los duros, tan bien ganados con el sudor del montero, en fila, para mercar el pan diario. Su hombre estaba hecho a la buena comida, al traguito, que arrancar piedra no es como ensartar abalorio..., ¡Y ahora! ¡Con los brazos quietos, con la cantera comprada, con las piezas encargadas, que sabe Dios si los maestros se cansarían y las encargarían a otra parte! ¡Gastar todo el peto; quizá tener que pedir prestado al usurero!... Sabel puso delante de Juan la jarra de loza colmada de vino. El vino da ánimos...

—¿De modimanera que salen con la suya? ¿No arrancas? —porfió así que Juan hubo bebido.

—Si arranco o no arranco, eso se verá —respondió él con arrogancia jactanciosa—. A mí nadie me manda por malas, ¿lo oyes? Y a dormir, que mañana cumple madrugar.

—Si al fin no vas al monte... —insinuó ella, como el que deja caer las palabras.

No hubo respuesta. Cubrió Sabel el fuego, y media hora después apagaba la candileja de petróleo. Al principio durmió con inquieto sueño, no libre de pesadillas; pero hacia el amanacer la salteó el letargo profundo que preparan la buena digestión y el cansancio normal de la labor diaria. Despertó con un rayo de sol matutino y un revuelo de moscas sobre la cara; las maderas, desunidas, dejaban pasar luz y aire. Al sentirse sola en la cama, saltó precipitadamente al suelo, despavorida.

—¡Juan, Juan! —gritó, lanzándose por la escalera, que retemblaba bajo sus pisadas de buena moza.

La cocina estaba desierta; la puerta de la casa, entornada había quedado; de la esquina faltaban las herramientas. No cabía duda: el montero iba camino del monte...

Sabel asomóse a la puerta, tembló; una ráfaga fresca, fría más bien, procedente del mar, que no cesa de abanicar a la tierra mariñana, fue acaso la causa de su escalofrío: reparó que estaba en camisa y que tenía los pies descalzos, y aprisa se metió dentro. Mientras se vistió, el temblorcillo proseguía, y allá en su interior una voz hueca y pavorosa murmuraba palabras de amenaza, de improperios, de maldición. «Te despabilamos a tu hombre, ahora mismo... Le abrasamos la cara, le cortamos el pescuezo... Le sacamos afuera las tripas...» Toda la brutal palabrería de las riñas aldeanas, las interjecciones y tacos de la guapeza rústica, zumbaban en los oídos de Sabel. El bocado de pan del desayuno se le atragantó. Ya no se acordaba de los duros, guardados en el pico del arca, sino sólo de su hombre, de su trabajador, del que lo ganaba, con los recios brazos y el hercúleo esfuerzo...

—¡Ay, si me lo mancan!... ¡Juaniño!

Poco a poco se fue serenando. El día avanzaba, y la claridad del sol es certero conjuro para disipar terrores. Sabel se puso a desgranar espigas de maíz. De improviso oyó en la carretera unas corridas como de animal perseguido que huye; empujaron la puerta y el montero se precipitó, sin sombrero, sin herramienta, cubierto de polvo, en mangas de camisa manchadas de sangre...

—Vienen tras de mí. Escóndeme, mujer...

—¿Qué hiciste, mi hombre? —sollozó Sabel—. ¡Ay pobres, desdichados de nosotros!

—Me salieron al camino. Que no arrancase... Me llamaron vendido. Me querían apalear. Dejé a uno, que ni da a pie ni a pierna. Le partí la cabeza con el picachón, así. ¡Ese ya es ánima del Purgatorio!

—Más vale que sea él que tú —contestó Sabel, abrazándose locamente a su marido, y escuchando ya en la carretera, a lo lejos, el tropel de la gente que perseguía al matador.


«Blanco y Negro», núm. 636, 1903.

El Morito

Se habló un poco de él, cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.

Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester acordarse de los preceptos del Profeta.

He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce, caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización. Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había siempre sitio para él en palcos y coches.

Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de felicidad… Y como le dijésemos:

—Pues oye, Hafiz, nosotros creíamos que, para los moros, por mucho trigo nunca fue mal año…

—Moro y cristiano —nos respondió juiciosamente— no tienen más que un solo cuerpo.

Por otra parte, Hafiz encontraba bastante que reprender en la facilidad con que las españolas pueden salir, y entrar, y pasearse, y asistir a sitios públicos; y los trajes y los peinados los encontraba «buenos para moro que mira, malos para cristiano que paga». Estaba asustado, no sólo de la inmoralidad, sino del derroche. Cuando se enteraba de que una pluma de sombrero podía costar trescientas o cuatrocientas pesetas, sin que fuese nada de extraordinario, movía su cabeza típica, juntaba su entrecejo aterciopelado, y repetía:

—No ha visto Hafiz llover pesetas del cielo… Hafiz desea que le llevéis a ver fuente de donde salen las pesetas…

Los toros, diversión de que tenía noticias desde Marruecos, no asombraron mucho a Hafiz; lo que le maravilló fueron dos cosas: lo caros que cuestan y lo mucho que se habla de ellos.

Varias veces manifestó su asombro al encontrar en los diarios consagrando tanta letra de molde a una cosa que se ve con los ojos.

—Hafiz conoce en la plaza al torero bueno y malo… maleta, decís. Hafiz allí aplaude o silba o calla. Después, no. El moro no gusta de hablar en balde.

Un día, a nuestra vez, le argüimos; los sucesos nos autorizaban para ello: Si era verdad que al moro no le gusta perder tiempo en palabras ociosas, que nos explicase Hafiz la razón por la cual tanto se demoraban los embajadores serifianos, entreteniéndose en interminable negociación, en la cual, naturalmente, la base era el jarabe de pico.

—No es culpa nuestra —repuso con su calma inalterable—. No es por nuestro gusto. Es que españoles no ser formales. A ver, responded vosotros: Nuestro embajador llega y le cuenta su cuento a Sidi Allende Salazar. Va entendiéndose con este señor y las cosas empiezan a arreglarse, cuando quitáis a Sidi Allende y ponéis a Sidi Pérez Caballero. Y hay que empezar desde el principio, y repetírselo todo, y el cuento es largo, vosotros lo sabéis… ¿eh? Bueno; enterado ya Sidi Pérez Caballero, ¡ahora vuelta a principiar con Sidi García Prieto! ¿Ser moro quien quiere gastar saliva, o ser cristiano?

No pudimos menos de reconocer que en las palabras de Hafiz había gran parte de razón, aunque entendiésemos bien que el malicioso viejo enviado enredaba a propósito las negociaciones, con ese arte de diplomacia que caracteriza a las razas atrasadas, y se parece al instinto de la vulpeja. El mismo Hafiz empezó a figurársenos, desde entonces (y no sólo por esta observación, sino por otras, igualmente impregnadas de socarronería satírica), un «tío muy largo» que se quedaba con nosotros. Nuestra desconfianza no dio por resultado que le tratásemos peor, sino al contrario, que exagerásemos nuestras atenciones, para que no pudiese referir de nosotros, allá en su tierra, nada malo, sino extremos de cortesía hospitalaria. Es cierto que el vizconde de Tresmes, profesor de mundología, nos avisó de que la opinión que de nosotros se formase en Marruecos debía ser una de las veintisiete cosas que nos tuviesen perfectamente sin cuidado; pero a pesar de la cordura del aviso no le hicimos caso y continuamos obsequiando a Hafiz, partícipe gratuito y agasajado de todas nuestras distracciones y fiestas. Y el morito se había habituado de tal suerte a su fortuna, que ya cuando venía con nosotros, ni traía cartera, ni cinco céntimos, y últimamente, tampoco petaca. Nadie, ni el Sultán, fumó mejor ni más barato que Hafiz durante una larga temporada, que a él debió de parecerle corta.

Hasta hubo entre nosotros alguno que se empeñó en dar a Hafiz elevada idea de lo que es España, y le acompañó a varios sitios, como Museos, establecimientos benéficos, el Banco, el Palacio Real —en la parte que es lícito ver— la Armería; en fin, aquello que puede asombrar y maravillar. Mirábalo todo atentamente el buen Hafiz, aunque, según su filosofía fatalista, de nada se asombraba, convencido de que sólo es grande, muy grande, Alá. En el Banco y en la Casa de la Moneda dijo, con su melancólica sonrisa iluminada por los nácares de la boca:

—Éstas son fuentes de pesetas, ¿eh? Aquí hacéis el dinero… Buena cosa, el dinero, ¿eh?

El dinero, pudimos notarlo, atraía la atención del infiel mucho más que las celosía floridas, las sultanas de negra melena y pecho de cristal, y otras escenografías de los versos zorrillescos, que uno de nosotros, elegante barnizado de literatura, le leyó un día.

El dinero, positivamente, le fascinaba doble. Con aquellos millones que veía danzar a su alrededor, invertidos en lujos que no necesitaba y en ostentaciones que no comprendía, ¡cuántos cañones y fusilas de tiro rápido para los hijos del Atlas y de la llanura ardiente, hoy surcada, dominada por jinetes extranjeros! Bajo la corteza del vividor dedicado a solazarse en compañía de unos cuantos ociosos madrileños, estremecíase el hombre de guerra y de independencia salvaje que hay en todo moro; y acaso no le faltase razón a Tresnes cuando aseguraba:

—¿Veis a Hafiz? Parece amigo nuestro, ¿no es eso? Pues muchas veces nos habrá mirado al pescuezo, pensando por dónde lo rebanaría mejor, si nos coge allá en los vericuetos del Rif… Hombre, para creer otra cosa, hay que ser memo. Hace una infinidad de siglos que estos moritos y nosotros andamos a si te degüello y si te masco la nuez… ¿y os figuráis que ellos lo olvidan un minuto? Para eso tendrían que ser tan blandufos como nosotros.

Esta opinión de gran calavera, a quien sus múltiples experiencias amorosas habían enseñado cierta sabiduría humana, se nos acordó el día en que, terminada la misión del embajador y anunciada definitivamente su partida, llevamos nuestra longanimidad hasta el extremo de dar a Hafiz un banquete de despedida cariñosa. Fue espléndido, y corrieron los vinos exquisitos —en esto Hafiz no hacía mucho caso de su Profeta—. A los postres hubo hasta brindis. Y cuando, a última hora, uno de nosotros preguntó a al morito qué impresión definitiva se llevaba de España, de Madrid, de sus amigos, que tanto se habían complacido en agasajarle —el infiel, algo excitado por el espíritu de la vid, sobándose la barba avelludada y suavemente ondulosa— contestó:

—Yo decir en mi país que vosotros queréis mucho moros, y tenéis fuente pesetas, para gastarlas con moro simpático. Y decir también que aquí mejor ser moro que general que ha peleado con moros allá en la guerra. Más obsequiado moro; eso diré. Y si contestan demás moros que vosotros tontos, diré que no, que buenos sí. Y diré que ricos los manjares, y guapas las huríes, y de primera los cigarros.

Y como se alzase un run run de risas mezcladas con indignaciones de semichispos —porque en aquel momento sospechábamos que habíamos hecho una primada—, Hafiz, asustado de su propia franqueza, despabilado de su comienzo de embriaguez, añadió:

—Y diré que España es grande. ¡Y que moros en ella, felices!

El Mundo

Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:

—Es que no sabéis de la misa la media… Creéis que únicamente hemos bajado de posición… Ayer me entregasteis carta del tío Manolo, que ha terminado la liquidación de nuestra fortuna… Estamos completamente arruinadas, y aún peor: estamos alcanzadas en seis mil y pico de duros. ¿Qué tal?… Llamad médico, llamad médico… ¡Si al fin yo duraré pocos días, y no hay médico en el mundo que pueda curarme! Con este golpe…, lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en el corazón… ¡Pobres pequeñas mías! ¡Ánimo, no lloréis!…

Era tardío el encargo, Dionisia y Germana, abrazadas, se mojaban recíprocamente los rostros con el llanto ardiente y salado de las grandes amarguras… La primera en dominarse fue la menor; arrastró fuera de la habitación a la mayor y la llevó hacia una salita amueblada con cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.

—¿Qué va a ser de nosotras? —tartamudeó hipando aún Dionisia.

—Trabajaremos —decidió Germana prontamente—. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No creas que aguardaré a que mamá se muera, a que nos echen de esta casa y perdamos nuestra única esperanza de salvación.

—Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú que sacaremos para vivir?

—De seguro. Y para volver a tener coche.

—¿Y los intereses de la deuda de los seis mil? Porque hay que pagarlos, ¿entiendes?

—¡Vaya si hay que pagarlos! —murmuró pensativa, lacrimosa, Germana—. No vamos a dejar en vergüenza la memoria de mamá. Sólo que entonces…, habrá que trabajar de otro modo.

—¿De qué modo? —interrogó, recelosa, Dionisia.

—Yo me entiendo.

—No vayas a hacer una de las tuyas…

Vistiose Germana con elegancia y coquetería: traje sastre de fino paño marrón; toca azul, donde anidaba un pajarito tornasolado; tomó un coche y fue recorriendo las casas de las amigas de antaño, que se mostraban frías o, por lo menos, alejadas, desde el momento en que «las de Ramos» se encontraron en mala situación económica… Donde la recibían, Germana entraba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un ramillo de violetas naturales, preso en la solapa, la anunciaba con la discreta brisa de su perfume; y soltaba el discurso, no en tono suplicante, sino como el que pide lo que se le debe.

—No estamos lo que se dice en grave apuro, eso no; sin embargo, hemos sufrido pérdidas… ¡Figúrate que vivíamos con tanto lujo…! Cuesta, cuesta el acostumbrarse a recortar gastos. Echamos de menos el coche, los abonos, los viajes. En vista de esto —añadía precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza y precaución que iban cubriendo la faz de su interlocutora—, hemos resuelto ser en breve más ricas que nunca. Yo tengo disposición, buen gusto, algo de chic. He aceptado la representación de una modista muy elegante de Biarritz, la que nos vestía antes; este traje es de ella… Reproduciremos aquí sus modelos con alguna rebaja, naturalmente… Haremos las toilettes y los sombreros; todo completo. Pago, eso sí, al contado; la modista nos lo exige… Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas…, ¿eh? No te pido otro favor… Es en ventaja tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y lo que lleves será igual, como que es el modelo, a lo que otras traigan de casa madama Lagazc… Te dejo las señas. Corre la voz… Ven a casa a ver los modelitos…

Los confeccionó ella misma, con trapos suyos, sobre maniquíes de alambre de unas cuantas pulgadas de alto. Había el traje de sociedad, el de calle, el de abrigo y hasta el alborotado, insolente, enorme sombrero. La fiebre de la inspiración hacía que Germana ni tuviese tiempo de notar que su madre empeoraba. Dionisia, desesperanzada y temblona, lloraba por los rincones. Germana, valerosa, esperaba las parroquianas seguras. Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió. Dos antiguas amigas se encargaron trajes sastre; tres o cuatro desconocidas, abrigos y sombreros; una dama de alto copete pidió el traje de sociedad muy aprisa, a plazo fijo, para comida y baile en la Embajada de Rusia…

—Oye, Dionisia —suplicó Germana, con voz rota por la emoción—: coge, sin que mamá te vea, todo el dinero que tenga ella en su armario… hay que adelantar tela, los adornos…

—No me atrevo… ¡Coger, así, del armario! ¡Las economías de mamá!

—¿Prefieres pedir limosna?

La energía sugestiona, la resolución fascina. Dionisia se apoderó de la cantidad, y los trajes empezaron a surgir. Las hermanas no dormían, no comían ni vivían. La enferma hubo de notar algo extraño.

—¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué me deja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué se dedica? ¡Ingrata! Que venga…

Una mañana, el ahogo de la señora fue más largo, o las fuerzas se hallaban más agotadas tal vez… Sobre el brazo de Dionisia cayó la inerte cabeza de la madre, libre ya de penas y sufrimientos, bañada en eterno reposo. Las hijas, arrodillándose al pie de la cama, sollozaban sin consuelo. Se oyó sonar la campanilla imperiosamente.

—¡Llaman!… —gimió Dionisia.

—¡Es la parroquiana del traje de sociedad!… ¡La había citado a esta hora! Viene a probar —hipó Germana, levantándose.

—¿Vas a recibirla? —reprobó la hermana mayor.

—¡Ya lo creo!…

Y Germana, limpiándose las lágrimas, salió aprisa.

—¿Llora usted? —preguntábale entre compadecida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba con el dedo un pliegue del cuerpo escotado, para señalar la arruga.

—Sí, señora. Acabo de saber que se me ha muerto una parienta… allá en Andalucía.

—¿Cercana?

No mucho… Pero la queríamos… ¿Le gusta a la señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahora se llevan poco…

—Más bajito…, así… Que no me falte usted mañana, ¿eh? Espero el vestido por la tarde…

Al día siguiente —horas después del entierro— Germana cobraba la primera toilette de las que hicieron la reputación de las famosas hermanas Ramos. Se ganaba en el traje sobre unas trescientas pesetas.

—Si yo confieso mi verdadera situación —decíame Germana, al referirme su escondida tragedia—, o me vuelven la espalda o me dan unas «perras» de limosna… Hay que pedir con soberbia y para lujo; no para comer…

El Niño

Según avanzaban las horas del fosco día de diciembre, tasada su mísera luz por los turbios vidrios de la venta que pretendía iluminar la guardilla, aumentaba el sufrimiento de la mujer. Había instantes en que pensaba morir —y aún lo deseaba— con la fuerza del dolor que atarazaba sus fibras. El marido no estaba allí; había desaparecido una mañana, no se sabía hacia dónde, aunque se suponía que a América, no tanto en busca de trabajo, que aquí no le faltaba, sino de libertad y vicios, dejando a su esposa como se deja la copa agotada sobre el mostrador de la taberna. Y ella, la mísera, que no sabía oficio alguno, que venía en derechura del campo cuando se casó, allí se había quedado, sin más amparo que el de la caridad; pues ni aun en el servicio doméstico más humilde la admitirían en el estado en que se encontraba.

Y con todo esto, sola, pobre, abandonada, retorciéndose de sufrimiento y de tortura, la mujer sentía por momentos que se estremecía de esperanza y de gozo. Andrajo de humanidad tirado en un rincón, olvidado, barrido, por decirlo así, de entre sus semejantes, la infeliz iba a dar vida, a producir, por el desgarramiento de sus entrañas, un nuevo ser. ¡Y sus pensamientos volaban, volaban hacia lo más alto, en un vértigo de esperanza ambiciosa! Oía, según iba cayendo la noche, el chirrido de las chicharras, el estridente himno de las cornetas, el silbo de los pitos, el rasgueo de los guitarros, y pensaba, enorgullecida, que todo aquel alborozo era por un Niño, por un Niño como el que ella iba a traer al mundo. No calculaba la diferencia de significación espiritual; de eso, ¿qué entendía ella, la cuitada? Veía otro Niño regordete, colorado, con pelusa en el cráneo, con un corpezuelo hecho a torno; otro Niño como el del pesebre, con una risa tempranera y una gracia candorosa al buscar el seno de la madre…

Con tales suposiciones se calmaban algo los rigores del suplicio, y por momentos quedábase adormecida; mejor dicho, amodorrada. La fiebre, que empezaba a apoderarse de ella, le sugería entonces singulares ensueños. Dentro de su cerebro surgían escenas que no eran del todo inventadas, pues procedían de sermones escuchados a retazos, de ideas recogidas aquí y allí, de alguna conversación suelta, de algún «Nacimiento» exhibido en el locutorio de las monjitas para regocijo de los pilletes del barrio. Con tales elementos la fantasía de la mujer trabajaba inconscientemente, al mitigarse un poco por el aletargamiento del dolor que la descuartizaba.

Veía un claror de luna, argéntico y lácteo, sobre la nieve que cubría una llanura y una aldea al parecer dormida. Y aquel cielo frío, de invierno cerrado, parecía de repente inflamarse con luces de aurora. Reflejos nacarados, de un azul de ópalo, irradiaban del celaje, y era como si una sola perla enorme llenase con sus irisaciones todo el firmamento. Sobre el mágico fondo, figuras delicadísimas se destacaban lentamente, como nieblas finas que se cuajasen. Flotantes túnicas de exquisitos pliegues acanalados las revestían, y cada túnica era de un color distinto; pero tan atenuado, tan esfumado, que más bien que color debiera llamarse matiz. Las cabezas de los arcángeles —por tales los tuvo la desdichada— brotaban de cuellos largos y mórbidos, y sostenían cabelleras rubias, tan foscas y ondeadas, que pudieran compararse a la aureola solar. Era un coro de soles lo que surgía sobre el fondo opalino, y aquel coro de soles cantaba la alegría de que el Niño hubiese nacido al fin. ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Abajo, en la tierra endurecida por el hielo que cuajaba la nieve, una muchedumbre avanzaba cantando, exhalando su júbilo. No eran bellos arcángeles ni se vestían de seda luminosa. Zaleas de cabra cubrían sus torsos, por encima de túnicas de lana grosera, sujetas a la cintura con cuerdas de cáñamo; se apoyaban en rudas cachavas, y sus pies, callosos y negros, iban desnudos. Empujaban ovejas y corderos recentales, y las mujeres, en cestillas, llevaban ofrenda de huevos y miel. Hacían sonar sus agrios rabeles y sus flautas rústicas. Uno azuzaba a un pollino cargado de odres de fresca leche. Otro porteaba en la cabeza un saco de vellón, para mullirle al Niño la cama. Una vieja sostenía por las duras patas espolonadas a un gallo. Una virgen agasajaba en el seno dos tórtolas.

Y toda esta comitiva iba loca de contento porque había nacido el Niño. Esto era lo que clamaban en sus cánticos; esto era lo que les llevaba, pisando escarchas y hielo, a la humilde aldea donde el Niño había venido al mundo.

La parturienta veía también que bajaba de un monte un séquito de asiático esplendor: camellos y dromedarios, caballos y esclavos daban escolta a tres Monarcas orientales, de rozagantes mantos orlados de armiños y martas, de vestiduras recamadas de pedrería. Iban camino también de la aldehuela, haciendo saltar la nieve bajo las pezuñas de sus monturas, y recogiendo la claridad lunar en las doradas vainas de sus alfanjes y en los gruesos diamantes que sujetaban sus garzotas. Y el murmurio de adoración que exhalaban sus labios era también consagrado al Niño. ¡Lo que bendecían aquellos sabios sultanes era al Niño; lo que ansiaban ver antes de regresar a sus lejanas patrias era el Niño; lo que adorarían de rodillas, columpiando el incensario, que soltaba nubes de aromático humo, era el Niño! Todo por el Niño… Y el sacrílego pensamiento volvía a fatigar a la mujer amodorrada: «Tú también vas a tener un niño… Y nadie se alegra. Y a nadie le importa, ni a su propio padre. Y te dejarán morir aquí, en el abandono, sin auxilio…».

Una ola de frío glacial que entró por los cristales de la guardilla despabiló a la mujer y renovó sus sufrimientos. Notó, entre nuevos tártagos, que había anochecido. La habitación estaba completamente a obscuras. Echó la mano fuera para buscar las cerillas. Pero alguien entró, que pisaba firme, y detrás otros pasos blandos, como de anciana, que llevaba una vela encendida en una palmatoria. Conoció a la castañera de la esquina, la señá Engracia, que vivía en el mismo tramo y venía a ofrecerse «pa todo». Y el de los firmes pasos, el doctor, tuvo un murmullo de aliento, de piedad.

—Vamos, no hay que apurarse… Esto avanza, y pronto quedará usted tranquila del todo… A ver…

Después del reconocimiento, con menos seguridad ya, exclamó:

—Buen ánimo; espero que hemos de ir bien…

La castañera sacó del hueco de su mantón una ollita vaheando, y advirtió:

—Aquí he calentao una chispa de caldo del puchero, que me lo da la cocinera del señor de Arróspide, un banquero riquísimo…

—No debe tomarlo ahora —declaró el doctor—. Tiene destemplanza. Hay que andar con cuidado.

Guardó la buena mujer su pucherico y se instaló en una silla.

—¿Será pa pronto?

—Creo que es inminente… Ya no me voy. En casa me esperan para cenar —¡la cena de esta noche!—, pero no puedo dejar a esta cuitada.

El ruido exterior ahogaba las palabras del médico y los gemidos de la paciente. El estrépito crecía, formidable. Cantos vinosos, chillidos discordes, músicas sin concierto hacían de la calle un trasunto de zahúrda infernal. Abajo, apenas se entreoían los acordes de un mesocrático piano. Y de pronto, un grito desgarrador indicó el desenlace del drama…

—Viene sin vida —balbució el médico, compasivo, nunca habituado a estas desventuras.

La triste había oído, y sus ojos, extraviados, giraron alrededor, del médico a la vieja caritativa, del techo al piso. En el pasillo, voces frescas de criaturas entonaban el villancico familiar: había nacido un Niño, blanco, rojo y colorado; un Niño que salvaría al mundo… Sí, aquel Niño había nacido; pero ¿y el suyo? Y la infeliz, delirando, empezó a blasfemar, a renegar. No sabía qué decirle el médico para darle algún consuelo. La ciencia en tales casos dimite…

Fue la vieja castañera la que, con su habla madrileña y semichulesca, argumentó:

—¡Vaya, mujer! ¿Querías que hubiá nacido tu nene vivo y robusto, a trueque e que te lo azotasen y le diesen hiel y lo clavasen en un palo? ¿Era eso lo que tú querías?

Ella cayó sobre la almohada, abatida. Una calma repentina la envolvió. De sus ojos comenzaron a fluir lágrimas. El doctor tocó sus sienes, tocó su pulso.

—Ha desaparecido la calentura… Me parece que la tenemos fuera del peligro.

Fuera, los rabeles, las chicharras, los guitarros, alborotaban más, como locos.

El Niño de Cera

—La señora aguarda ya —dijo en alemán la fräulein; y Nora, dócil como suelen ser las criaturas enfermizas, echó a andar, bajó las escaleras solita, agarrándose al pasamano, y solita se metió dentro de la berlina, al lado de su mamá, que viéndola tan seria y emperifollada al empezar a rodar el coche, le dio un beso en el poco trecho de mejilla que asomaba entre el sombrerón y el alto cuello de pieles.

—¿A que no sabes adónde vamos? —preguntó alegremente, pasándose por la fría nariz el sedoso manguito—. Vamos al convento. —¿A ver a la tía Leonor?

—¿Pues a quién? Y a la madre abadesa, y a las monjas todas.

Nora reflexionó, y una chispa de contento iluminó sus anchas pupilas entristecidas, dilatadas, como si hubiese tomado belladona. Por aquel tiempo de Navidad, la idea del convento se asociaba a la de mil golosinas y chucherías, de esos juguetes del claustro que encantan a los pequeños, porque son producto de un espíritu infantil…

La señora, entre tanto, vuelta la cabeza hacia el vidrio, sonreía a otras ilusiones… Viuda desde hacía dos años y medio, la osadía elegante de su toca orlada de violetas y el corte juvenil de su traje de pana morada con ribetes de piel, decían a voces, más que el alivio, el olvido del dolor. Consolada, sí. ¿Qué mal había en ello? Y si no se casaba inmediatamente, era porque no la despellejasen los murmuradores… Al cumplirse los tres años… Mientras tanto, que nada supiese Nora. ¿A qué disgustar a los chicos con cosas superiores a su alcance? Aquí se borraba la sonrisa. Aquella Nora, desde la muerte del padre, dijérase que era la verdadera viuda: como que no había vuelto a jugar ni a reír, y todas las recetas del médico y todos los cuidados de la madre no devolvían al menudo rostro de la huérfana color de salud. «Parece de cera esta niña…», decían las amigas y repetían los criados; y la señora al oírlo, sentía siempre un estremecimiento nervioso: el amarillo color aquél le recordaba otro color céreo, el de una cabeza difunta iluminada por blandones.

No se le ocurría solución alguna para el momento en que fuese forzoso enterar a la niña de que iba a tener nuevamente «papá…»; pero aquella misma mañana, víspera de Navidad, en un paseo a pie por las calles más solitarias del Retiro, a la hora en que el sol enrubia la arena con toques de esplendor, había quedado convenido que Nora entraría en el convento, en el propio convento de la Ascensión, al amparo de su tía doña Leonor Arlanza, para quedarse allí hasta una edad «presentable». «Si le dará la vida… Lo que tiene es puro mimo». Tal era la opinión del «papá» futuro, y la señora, entre preocupada y convencida, había acabado por acceder. Al menos, cuando Nora estuviese en la Ascensión, no vería su palidez, de cirio, sus dilatadas pupilas, la expresión precozmente grave de aquella cara que cada día, facción por facción y rasgo por rasgo, traía más a la memoria la faz del muerto.

Cosa resuelta. Mientras la niña se entretenía con las monjas, que sacaban regalillos al través de la reja y se deshacían en fiestas y arrumacos, la mamá cuchicheaba con la abadesa acerca del asunto. Sí, cuestión de hacer un viaje indispensable… El viaje duraría, ¿quién es capaz de saber?, quizás un año; más aún, probablemente… Norita no había de andar rodando por las fondas… En el convento estaría al primor. Y la abadesa aprobó con la cabeza; ¿dónde mejor? Allí, con su tía, con las madres, en aquel sosiego, lejos de peligros mundanos, preparándose a la primera comunión… Que la trajese cuando gustase, sin reparo; que la trajese y vería maravillas. ¡La madre Leonor iba a ponerse poco contenta! Tener allí a la sobrinita… Y la señora, al escuchar a la anciana monja, desdentada, babosa como una abuela, perdió los escrúpulos y se decidió a soltar de lleno el peso de la maternidad. ¡Se la cuidarían! Podía apartarla de sí, correr hacia la felicidad, como el barco que libre de lastre vuela al empuje de las olas…

Subiéronse otra vez al coche la niña y la madre. Rodó la berlina por las calles casi desiertas en aquella hora y con aquel glacial frío del diciembre madrileño. Niebla gris y densa empezaba a tender sus fluidos tules, y los mecheros del alumbrado, entre ella, amarilleaban y extendían su irradiación en fantásticos círculos de claridad, como ojos inmensos de mochuelo. Nora, de pronto, tocó en el codo a la dama.

—Mira lo que llevo aquí —dijo con cierta ufanía, entreabriendo el abrigo.

Se inclinó la madre, y en una intermitencia de luz que proyectaron los faroles de la berlina, vio el bulto de un muñeco, de un nene desnudo… Era el clásico Jesusín de las monjitas, ingenuo y castamente idealista en su modelado: pero tan mísero de formas, tan chiquitín y, sobre todo, tan mortecino de color, que la señora no pudo menos de exclamar riendo:

—¡Qué feo es el pobre muñequito! ¡Si no supiese que era el Niño Dios…!

Calló al pronto Nora, y después, con énfasis, murmuró, respondiendo a la observación de su madre:

—Feo será, pero se me parece mucho.

Y como su madre se echase a reír otra vez de la inesperada ocurrencia, añadió la chiquilla:

—Pues es verdad. Verás si fräulein dice o no que nos parecemos. ¡Si es igualito a mí! Como yo; de cera. ¿No soy yo de cera, mamá?

—¡Qué tontería! —exclamó la señora, involuntariamente acongojada por las ideas que el dicho despertaba en su conciencia—. ¡Qué has de ser de cera! Eres de carne. ¡Boba!

—Pues bien he oído —insistió la niña— que soy de cera; ¡vaya!, lo he oído. Y el otro día, el jueves, cuando vinieron a verte aquellas señoras, ¿no sabes?, las de Vivaldo…, también las oí que al salir decían que por eso…, porque soy de cera…, parezco un muerto. ¿Es verdad, mamá? ¿Son de cera los muertos? ¿Está muerto este Niño? ¿Era de cera papá…, después que se murió?

La congoja de la señora adquirió intensidad física tal, como si una mano de hierro la apretase el corazón, deshaciéndoselo violentamente. El lento rodar del coche entre la niebla; la voz de la niña, apremiante y suplicante; su rostro, en que la semiobscuridad llenaba de sombra la boca y los ojos, no dejando aparecer sino las vagas blancuras de la frente y las mejillas, todo contribuía a evocar los temidos recuerdos funerarios que de tiempo en tiempo asombraban su espíritu, deseoso de borrarlos para siempre.

—¡Pero qué ha de estar muerto ese niño, hija! —tartamudeó, evadiendo la otra pregunta—. ¡Si es el Niñín Jesús! ¿No sabes que ha de nacer mañana a medianoche? Mira, no digas disparates…

—Y si nace mañana…, ¿puedo yo ser su mamá? —interrogó la niña.

—No hay inconveniente… —contestó la señora con la respiración algo más desahogada, y atrayendo a sí a Nora para hacerle una caricia.

Antes de que los labios de la madre llegasen al rostro de la criatura, ésta había pegado los suyos a la carita pálida del Niño de cera, murmurando:

—Éste es mi hijo… Dormirá en mi cuarto, y ya no me separo de él. ¿Eh, mamá? Los niños… con sus madres.

La caricia de la señora se humedeció. Un rocío fresco, ascendiendo del corazón a las pupilas, dilató su alma, en la cual la maternidad dormía, pero alentaba aún poderosamente. Y apretando a Nora con una especie de furia, con la tierna brutalidad del instinto que despierta y rompe por todo, articuló como el que pronuncia un juramento:

—Los niños, con sus madres… Claro, cielo mío.

El Niño de San Antonio

Entre varias personas de entendimiento que no tenían ni el mal gusto y la mala ventura de ser impíos, ni la fanfarronería de ser intolerantes, suscitóse la atractiva e inagotable cuestión de lo sobrenatural, viniendo a discutirse el milagro, por qué era tan frecuente antaño y hoy escasea de tal modo. Hubo quien se limitó a decir «escasez»; pero no faltó quien resueltamente pronunciase la palabra «desaparición».

Los que defendían la persistencia del milagro protestaron en nombre de las maravillas que se realizan en Lourdes los días de procesión solemne: los paralíticos curados instantáneamente al sumergirse en aquellas aguas, estremecidas, como las de la piscina probática, por el aleteo del ángel que desciende a infundirles virtud; en nombre de las llagas de Luisa Lateau —adornada por la virtud del Cielo con cinco sangrientas señales—. A esto respondieron los escépticos que las llagas de Luisa Lateau eran un fenómeno patológico ya explicado por la ciencia, y que las curaciones de Lourdes se originaban de una impresión puramente subjetiva, un sacudimiento moral que repercute en el organismo, caso comparable a los felices resultados que obtienen algunos médicos empleando el hipnotismo para combatir males que no hallan remedio en la botica. Entonces, uno de los presentes, Tristán de Cárdenas, que había guardado silencio durante la discusión, tomó la palabra, y todo el mundo calló para oírle, pues su voz era armoniosa y vibrante, y su palabra, nunca vulgar, chispeaba a veces elocuencia fogosa.

—Si ustedes creen en Dios —dijo con su habitual energía—, no comprendo cómo le regatean la omnipotencia. No niego que hay ocasiones en que esta omnipotencia se manifiesta de un modo más evidente en el orden sensible, en lo físico; pero en el orden metafísico no concibo manifestación más clara de la que diariamente, con la razón, no cesamos de percibir. ¿Suponen ustedes que no hay «milagros»? Lo que no hay es «naturaleza». Si aquí cupiese una disertación filosófica, me comprometo a probar esta que parece paradoja, siendo una verdad de Perogrullo. El milagro es inmanente. El universo es un milagro espantoso de puro grande y de puro incomprensible. No lo vemos porque formamos parte de él. Jesús dijo a una santa que suspiraba por hallarle: «Difícil es que me encuentres si no me buscas en ti misma, en tu propio corazón.»

—Bien —arguyeron interrumpiéndole—: todo eso será muy cierto, pero nos quedamos lo mismo que estábamos en cuanto a explicar por qué antes abundaban los milagros en el orden sensible y ahora no se ve uno para un remedio.

—Verán ustedes cómo lo explico —dijo Tristán—. Estoy conforme: en otro tiempo, Dios se manifestaba en todo su esplendor a las multitudes. Cuando separaba las aguas del mar Rojo al paso del pueblo hebreo y las juntaba contra Faraón; cuando echaba un clavo a la rueda del carro solar y sacaba aguas vivas de la peña; cuando convertía en rosas los panes y en corderos a los leones del circo; entonces, ¡quién lo duda!, las naciones y las razas se convertían en tropel y el milagro dirigía la marcha de la Historia. Ha sucedido con esto de la manifestación divina lo que con la poesía, que al principio fue épica y colectiva, y ahora ya no puede ser más que lírica e individual. Créanme ustedes: ahora hay milagros lo mismo que en la Edad Antigua, sólo que son milagros líricos, para una sola persona, y el que los siente no los cuenta, porque, dada la incredulidad general, teme que se mofen y le tengan por mentecato. Para proclamar un milagro se necesita hoy ser más valiente que el Cid. ¿Bajan ustedes los ojos? Seguro estoy de que cada cual de ustedes tiene su milagro oculto; cada cual ha percibido el calor de la zarza que ardía en el monte Horeb... ¿A que ninguno me desmiente? Lo que pasa es que nos lo guardamos... Secretum meum mihi... Créanlo ustedes: si no fuese por el miedo, saldrían aquí cosas notables. Y si no fuese por la inconsecuencia propia del hombre, y por alguno de los tres enemigos del alma, en particular... nos meteríamos en la Trapa.

No sabiendo qué oponer a argumentos tan especiosos, apretamos a Tristán de Cárdenas para que nos contase su milagro, mas no pudimos conseguirlo, se negó resueltamente, declarando que era el mayor de los cobardes y temía nuestras burlas. Sin embargo, cuando se disolvió la tertulia y quedamos solos en el gabinete, a mi primera insinuación, Tristán entornó los ojos como el que quiere recordar, y habló así:

—Al empezar mi historia, temo que lo que a mí me pareció prodigio no le parezca a usted sino un suceso casual o insignificante... Es lo que antes decíamos: los milagros, hoy día, son internos o individuales. Yo experimenté ciertas impresiones que se me figuraron causadas por la intervención directa, en mi vida, de un poder superior a todos los poderes de la tierra; si usted no comparte mi fe, respétela al menos, ya que abro mi corazón tan lealmente.

Bien sabe usted que yo tuve un niño; pero no sabrá tal vez que soy... es decir, ¡que era!, un padre amantísimo, un padrazo de ésos que viven pendientes de la salud de la criatura, que se baban al oír sus gracias y se pasan el día con ella en brazos, prestándose a sus caprichos y dejándose arrancar el bigote. Además de este cariño instintivo y natural, yo creía firmemente que mi inocente hijo era símbolo de mi ángel custodio, y que su presencia santificaba mi casa y mi espíritu. Mis pasiones y mis flaquezas las ofrecía al pie de la cuna como al pie de un altar. Se me antojaba que si yo era bueno, Dios me conservaría mi hijo. ¿Ha leído usted los poemas indios? En ellos, a cada paso, salen a relucir unos ascetas que, por la virtud de sus mortificaciones, llegan a adquirir tan sobrehumano vigor, que se imponen a los dioses mismos. La idea me agrada, y es, en el fondo, la que expresa el Evangelio al decir que el «reino de los Cielos sufre violencia». La bondad es una poderosa energía; yo me revestí de bondad, a fin de evitar una prueba que creía no tener ánimo para resistir.

La prueba vino. La criatura cayó enferma, de una de esas fiebrecillas que al pronto no alarman, pero que, día tras día, consumen. Figúrese usted mis vigilias, mis terrores, mi calvario. Es decir, creo que no habiendo pasado por tales amarguras, ni concebirse pueden. Desesperando de los remedios humanos, miré hacia arriba y no atreviéndome a presentarme a Dios sin intercesor, abrumé a ruegos y colmé de ofertas a San Antonio de Padua, al amigo de las mujeres y de los niños, al «santo» por antonomasia, de quien yo había sido devoto siempre.

El santo no me oyó... ¡Ah! ¿Usted creía que el milagro había consistido en sanar al enfermito? ¡Bah! Milagros de ésos los hace el santo diariamente... ¿No ve usted a cada paso que un chico se echa fuera de una ventana y no se cae; que otro empuja un quinqué de petróleo, lo vuelca y no se abrasa; que éste rueda cien escaleras y no se hace ni un chichón; que aquél se mete entre las ruedas de un coche y no saca ni un rasguño? ¿No oye usted decir a las madres que sus hijos «viven de milagro»?

El mío murió. Me puse como un insensato; sí, creo que estuve fuera de juicio bastante tiempo. Me entró no «misantropía», sino otra cosa más rara: «misoteísmo», mala voluntad contra Dios y sus santos. No dejé de creer, pero sí de amar. Casi diría que aborrecí. Mis delirios, mis rabiosos pecados de aquella época, fueron otras tantas blasfemias en acción. Cesé de practicar; olvidé las oraciones; no pisé en un año los templos.

El día del aniversario de mi pequeño, a la misma hora en que había volado su blanca almita, como yo vagase sin rumbo por las calles de Madrid, me detuve a la puerta de una iglesia donde no recordaba haber estado jamás. Encontrábame tan triste, tan solo, tan anegado en las aguas del dolor, que, sin reflexionar lo que hacía, entré. Era el punto de la caída de la tarde, y lo primero que divisé en un altar lateral fue la efigie de San Antonio de Padua. Sentí como un golpe, y me acerqué vivamente colérico a pedirle cuentas al santo, a preguntarle por qué me había quitado a mi hijo, mi gloria. De pronto me quedé mudo de sorpresa. Usted habrá reparado, sin duda, en que a San Antonio de Padua siempre lo representan los escultores con el Niño en brazos. Pues bien, por primera vez en mi vida, veía un San Antonio sin niño... y mientras los ojos de la efigie parecían fijarse en los míos severamente, noté que su mano, alzando el dedo índice señalaba al cielo.

—Pero eso ¿lo imaginó usted, o lo vio en realidad? —pregunté cuando a Tristán se le calmó algo la emoción.

—¡Imaginarlo! La efigie existe, y puede usted cerciorarse cuando quiera.

—Pues, en efecto, no conocía efigies de San Antonio sin el Niño —murmuré como si hablase conmigo mismo.


«El Imparcial» 19 de febrero 1894.

El Oficio de Difuntos

—¿Creé usted —me preguntó el catedrático de Medicina— en algún presagio? ¿Cabe en su alma superstición?

Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a la puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las fachadas del pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus festoneadas hojas alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca, resquebrajada por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores, llamados «carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su carga de uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de racimos color violeta, de gordos y apretados granos.

¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:

—¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...

—¿Algo que le haya «sucedido» a usted?

—¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda mi vida...

—Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas impresionables..., o embusteras.

—No es cuento —afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos juveniles—. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En estas materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Qué quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el nacer, misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande! Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un guía ciego: la fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y acaso nunca penetrará en el fondo de las cosas.

Sacudió el catedrático su cabeza encanecida, sonrió y apoyando la barba en la cayada del bastón, se dispuso a escucharme —y a pulverizarme después porque suponía que iba a referirle algún sueño—. Los artistas no somos de fiar: vivimos esclavizados por la imaginación y cumpliendo sus antojos.

—¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? —principié yo.

—¿Que si la he conocido? Me llamaron a consulta el año pasado, cuando la operaron en Compostela, de un sarcoma en el pecho izquierdo. Por señas que desaprobé la operación, que sirvió para adelantar la muerte algunos días. Allí solo cabía dejar marchar las cosas a su desenlace inevitable.

—Pues sepa usted que Ramoniña, en sus mocedades, fue la chica más alegre y bailadora de todo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa de Vindome, tenía el prurito de divertirla; la vestía muy maja; no le negaba capricho alguno. Adoraba en ella, porque era vivo retrato de su difunta mujer, a quien había profesado una especie de devoción y culto.

No se concebía función ni feria sin que Ramoniña Novoa se presentase a lucir su mantón de flores —era la moda—, su traje de seda con volantes, su mantilla de casco. Los señoritos del Borde la obsequiaban mucho, y ella coqueteaba con unos y con otros, sin decidirse ni acabar de escoger, según deseaba don Ramón, que, al estilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un nieto.

Creían los antiguos que cuando quiere castigarnos Dios, realiza nuestros deseos insensatos. De improviso, Ramoniña, dejándose de coqueteos y bromas se enamoró hasta los tuétanos, ¿y de quién? De un pobrete estudiante, hijo de un cirujano romancista y sobrino del cura de Cebre, un perdido gracioso, que hacía versos y tocaba la pandereta con las rodillas y los codos. ¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa de Vindome, del solar de Fajardo! El padre, inquieto al principio, furioso después, hizo la oposición a rajatabla y no perdonó medio de quitarle a Ramoniña de la cabeza semejante locura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella; rogó; avisó; amenazó; puso en juego a los frailes, al confesor, a los parientes, a las amigas, al señor obispo... En vano. La cosa estaba adelantada ya; la libertad del campo y la falta de sospecha en los primeros tiempos habían estrechado el lazo y arraigado la pasión en el alma de la señorita..., y una noche se escapó con el estudiantillo, dejando a su padre en la mayor aflicción y vergüenza.

—Hemos concluido. Que se casen —decidió el señor Novoa—. Le entregaré la dote de su madre a mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oír nombrarla ni a verla delante de mí.

Ya sabe usted lo que suele suceder. El panal de miel robada, al principio es dulce, pero acaba en hieles. El estudiante no varió de condición al casarse; con la dote de la esposa creyó poder darse vida cómoda y alegre, y no miró lo que gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor de Novoa remediaría. Más éste fue inflexible, y cerró la puerta y la bolsa.

Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella, y Ramoniña, triste y preocupada por más de un motivo —se decía que el marido tocaba la pandereta en sus carnes y la zurraba de firme—, escribió al padre carta sobre carta, sin obtener respuesta. Había nacido un chiquitín —aquel heredero tan deseado—, y cuando la criatura tuvo tres años y Ramoniña tres mil desengaños, vino a verme, para rogarme que la acompañase en la expedición que pensaba emprender al pazo de Vindome, con propósito de echarse a los pies de don Ramón, presentarle la criatura y lograr el abrazo de reconciliación y paz. «Si no veo a papá —decía—, creo que me muero».

—No vaya usted —aconsejé a Romoniña—. No la recibirá don Ramón. Mire usted que le he hablado poco hace, y está firme en que no ha de cruzar con usted palabra en este mundo. «Sólo en la hora de la muerte la perdonaría...» son sus palabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El señor de Novoa parece un mozo: está fuerte, come bien, sale a cazar, no le duele nada; hasta parece que piensa en volver a casarse. Dice que se ha propuesto tener un hijo varón. Sesenta años mejor llevados, no los hay en todo el Borde.

Ramoniña me miró con expresión de honda ansiedad, de infinita angustia, e insistió en que deseaba «probar la suerte». Como la vi tan afligida, tan consumida por las penas, no supe negarme, y dispusimos la marcha.

Salimos de Auriabella a la una de la tarde, en uno de los días más largos del año; el veinte de junio. Íbamos a caballo, porque no existe carretera entre Auriabella y el pazo de Vindome. Nuestras cabalgaduras, unos jacuchos del país, trotaban duro; delante, un criado llevaba al arzón al niño; detrás, nosotras dos y un espolique; Ramoniña encaramada en el albardón, no sin miedo, porque ya se encontraba algo adelantado su segundo embarazo. El camino... ¿Usted bien conoce el camino de Auriabella a Vindome? Hasta el alto de las Taboadas, regular; pero en llegando a la iglesia de Martiños, un puro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza si mira hacia el valle, allá en el fondo; y se marea si contempla las revueltas de un sendero estrechísimo. Es hermoso pero imponente.

Por eso, sin duda, según llegábamos a donde se divisa ya el campanario de Martiños, gritó Ramoniña que quería bajarse y andar a pie el trecho que faltaba hasta el pazo. Accedí a sus deseos, natural en su estado y situación de ánimo, y dejando a las monturas adelantarse con el espolique, nos quedamos algo rezagadas, andando despacio. El sol se ponía, y allá, en el valle, empezaba a condensarse la niebla. A aquel paso, llegaríamos a Vindome al anochecer. Ramoniña me preguntaba afanosa:

—¿Cree usted que mi padre no me dejará dormir siquiera en casa esta noche?

Se me han fijado, como si los estuviese presenciando ahora, los detalles de aquel suceso. Llegábamos junto a un pinar que se llama de las Moiras, y como se había levantado brisa, me puse el abrigo que llevaba al brazo. En esto se alzó la voz de Ramoniña, exclamando con acento de profundo terror:

—¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús, María!

—¿Qué he de oír?

—Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia...

—Pero ¿qué? —repetí alarmada; tal era el espanto que la voz de mi compañera revelaba.

—¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Lo están cantando!

Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino el largo y quejoso murmurio de la brisa de la tarde en las copas de los pinos, y el trote, ya distante de nuestras cabalgaduras. Así se lo dije a Ramoniña, riéndome. Pero ella, abrazándose a mí, ocultando la cara en mi pecho, temblando, deshecha en sollozos, repetía:

—¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfectamente!... Son muchas voces... ¡Lo cantan! ¡Lo cantan!... ¡Jesús!

Hice una pausa, y el catedrático me interrumpió:

—Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. En estado de embarazo es lo más frecuente...

—Sí —objeté yo—; pero sepa usted que, cuando llegamos al pazo de Vindome, nos encontramos con que don Ramón acababa de morir súbitamente, de apoplejía; que su cuerpo estaba caliente aún; que ni aquel día ni los anteriores se había cantado el Oficio de difuntos en la iglesia de Martiños; y que Ramoniña lo oyó distintamente desde el pinar de las Moiras; ¿ve usted?, hacia allí...


«El Imparcial», 11 marzo 1901.

El Pajarraco

Así como es misteriosa la vena en el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con la respuesta.

Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños postizos. Allí, sin embargo —lo mismo que aquí— existen individuos que en opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.

Laurencio Deza, entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas, pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?

Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente. A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.

Jamás discutía principios de moral. Procedía como si no existiesen. Al oírle hablar con tal soltura y sencillez de enormidades, dijérase que suprimía leyes, respetos humanos y toda valla a sus antojos. Era elocuente en su charla, como lo son tantos españoles, y no carecía de donaire para poner en solfa a quien le placía. No ejercitaba jamás este don contra las mujeres, sino contra los hombres que, momentáneamente, podían estorbarle. No rehuía una cachetina, puesto que en aquella ciudad los lances dramáticos de honor eran casos rarísimos. Los cachetes, cosa quizá más seria, los afrontaba Laurencio con ímpetu juvenil, y también los repartía, si se terciaba.

Al punto de esta verdadera historia, andaba Laurencio, según murmuraban sus amigos, enredado en tres devaneos principales, sin contar los accesorios. Aunque practicase Laurencio esa discreción que el honor más elemental impone a los varones, en los pueblos pequeños todo se sabe, y a falta de otros intereses y emociones, la curiosidad vela. Sin que Laurencio se clarease, los socios del Casino estaban en ello. Tratábase de Cecilita, la hija de Mardura, el del almacén al por mayor de paños, lienzos y cotonías. De Obdulia Encina, mujer del librero de la calle Vieja. Y para broche del ramillete, de la guapetona Rosa la Gallinera, casada con un tratante en averío, Ulpiano Paredes, que empezó por despachar huevos y pollos y ahora lanzábase con brío a establecer negocios más en grande.

Era lo notable del asunto que entre Mardura, Paredes y Encinas existía íntima amistad, y se veían diariamente en la trastienda del librero. Y la consabida vocecilla pública susurraba que la hija de Mardura ya había sido burlada, la mujer de Encina pertenecía quizá al pasado, y sólo Rosa no sufría aún la fascinación. Pero la sufriría, y pronto. No podía augurarse otra cosa de una casquivana como ella.

A la verdad, era irritante lo que sucedía con Rosa. Aquello de presentarse hecha un brazo de mar en el teatro, en el paseo y hasta en los bailes del Casino, a los cuales la directiva tenía la debilidad de invitarla, poniendo la moda y hasta luciendo a veces joyas que no podían ostentar las esposas de los contados aristócratas de la ciudad, daba base y razón suficiente a las críticas. Todos recordaban, o afirmaban recordar, que no es lo mismo, a Rosa con refajo corto y pañuelo de talle, y hasta, según algunos, «en pernetas». ¡Y ahora, con salida de «teatro» de flecos y trajes de seda azul celeste, guarnecido de encaje «crudo»!

Lo más acerbo de la censura iba con el marido. ¿En qué pensaba, al consentir a su mujer ese lujo escandaloso? Lo «que sucedía» era natural...

Y llegando a preguntar lo «que sucedía», es el caso que nadie pudiera decirlo. Lo único positivo, que la Gallinera se presentaba de un modo inadecuado a su categoría social. El runrún, sin embargo, iba en aumento.

A pesar de la amistad que unía a su padre y esposo con Paredes, Cecilia Mardura y Obdulia Encina mordían a Rosa, soltando insinuaciones en los círculos de la devoción y de la clase media comercial, con una inquina en que se mezclaban los rencores celosos y el despecho de la ropa anticuada y modesta que vestían ambas, mientras la Gallinera, ayer, ayer mismo, había estrenado un sombrero de plumas..., y no de gallina, sino de legítimo avestruz.

Tomó doble incremento el rumor con motivo de una ausencia del marido de Rosa. Era Paredes activísimo en negociar, y creíase que, molestada su mujer por lo humilde, y prosaico de la esfera en que se desarrollaba su industria, deseaba salir de ella, e impulsaba a Paredes nada menos que hacía especulaciones en gran escala, negocios bancarios. Hablábase de emisión de acciones, de capitales dedicados a una fabricación vasta, de papel y serrería. Era voz unánime de la envidia, que se despereza rugiendo cuando alguien mejora de suerte, que por mucho que ascendiera Ulpiano el Gallinero, jamás llegaría a señor, ni perdería su facha ordinaria y tosca, sus manazas peludas, sus orejas coloradas y su faz ruda, en que los dientes sin limpiar, verdosos, infundían repugnancia.

Reíanse los guasones de los esfuerzos que hacía su mujer en las solemnidades para embutirle el corpachón en una levita, y las garras en unos guantes que estallaban y se descosían precipitados, y el pescuezo en un cuello alto que le ahorcaba, hasta agolpar la sangre a su cabeza, cual si fuese a sufrir una apoplejía. No faltaba, sin embargo, quien defendiese a Paredes. Era mozo muy listo, ¡vaya si lo era! En pocos años habíase abierto un porvenir, y desde la esfera social más humilde, llegaría a la más alta. Al Gallinero le verían en coche, en casa de campo, con muchos miles de duros en juego, porque bajo la apariencia zopa, torpona, del tratante, se ocultaba una resolución, una energía y una astucia de primer orden.

Y estas apologías de Paredes las hacían, en especial, Mardura y Encina. Del primero se creía que fuese socio en lo de la fábrica.

—Pero ¡si es un bruto Paredes! —decíanle al librero con retintín.

—No sé por qué ha de ser un bruto... Brutos y tontos, los que nunca pasamos de pobres.

«Es bruto cuando no ve lo de su mujer...», iba a contestar el murmurador de Casino; pero, advertido por un guiño expresivo de alguien, se limitó a decir, con diplomática reserva:

—Porque puede que ande a oscuras en lo que más le importe...

—Nadie anda a oscuras... —murmuró Encina, fosco y bilioso, clavando la quijada en el pecho—. La gente sufre a veces por prudencia..., hasta que un día u otro...

Sobre esta conversación hiciéronse infinitos comentarios. En el aire parecía flotar el drama. Algo ruidoso se preparaba, sí. La hermosa Gallinera, sola en aquel caserón viejo y enorme, en cuyo patio se recriaban las gallinas, y que tenía varias salidas y entradas: unas, al campo; otras, a callejas extraviadas y angostas, por donde no pasaba alma viviente... «Lo que es como a Rosa se le antojase..., sabe Dios, sabe Dios...», repetían los fantaseadores con sonrisa picaresca.

Ocurría esto en mitad del invierno, con una temperatura rigurosa, caso no muy frecuente en aquella ciudad, donde, si llueve a cántaros, rara vez desciende demasiado el termómetro. Y, por obra del frío, las capas treparon a envolver los rostros, igualando las figuras de los transeúntes. La capa, amplia y con embozos de felpa, subida hasta los ojos, que sepulta en sombra el ala del hongo blando, es como un disfraz protector de secretas aventuras. A Laurencio, que poseía otros abrigos, se le desarrolló en aquellos días desmedida afición a la capa; pero nadie hizo alto en ello, porque todos los moradores de la ciudad salían igualmente rebozados en los pliegues de sus pañosas.

Al par que sintió Laurencio decidida simpatía por la capa, se dedicó más que nunca a vagar por desviados y solitarios callejones. En sus correrías, le extrañó algo observar que varias noches, dos o tres bultos no menos embozados parecían coincidir en su itinerario, y que, si desaparecía a veces como por arte de magia, desvaneciéndose tras un soportal o en una rinconada sombría, otra cruzaban a lo lejos, sin que pudiese adivinar ni su edad, ni su condición social, pues la española capa, recatadora de rostros y talles, no es prenda exclusiva de gente acomodada, y el pobre artesano en ella se cobija. No obstante la impavidez del fascinador, los bultos habían llegado a inquietarle un poquillo, más por instinto que razonablemente. Laurencio era, como todos los fascinadores, un instintivo. Algo indefinible le escalofriaba.

Sin embargo, al llegar cada anochecer, después de mil revueltas, al pie de la ventana baja de Rosa la Gallinera, insistía en la súplica: «¿Cuándo se abriría, en vez de la ventana, la puerta, la que caía al campo? ¿Cuándo, en vez de palabritas insulsas, podrían entrelazar pláticas íntimas y dulces? El tiempo corría, volaba, y cuando menos se pensase, sería imposible, por lo que no ignoraba Rosa..., porque regresaría el ausente... Y ella reía, coqueteaba, se resistía... Estas resistencias, sin embargo, tienen término previsto; y una noche...

¡Oh noche, protectora de este y de tantos delitos, ya confitados en poesía, ya descarnados como la realidad! Te bendijo Laurencio, que empezaba a encontrar larga la espera, y, airosamente embozado, dio la vuelta al caserón y acercóse, como quien conoce perfectamente la topografía de los lugares, a una portezuela que salía al agro, y lindaba con un caminejo, de tierra generalmente fangosa, y ahora endurecida por la escarcha.

La luna, embozada ella también en aborregados nubarrones, alzó el velo, como fascinada a su vez, y dentro rechinó una llave y una voz de mujer, sofocada por alguna emoción intensa, profirió:

—Pase..., pase...

Hizo Laurencio lo propio que la luna, y se desembozó, para asir la ya ansiada presa... En el espacio de un segundo pudo ver que estaba en el patio de la gallinería, cerca de un alpendre o cobertizo, lleno de masas confusas de plumaje. Guardábase allí las plumas de las aves que Ulpiano, agenciador en todo, vendía desplumadas, sacando provecho del despojo, que le compraban para colchones. No supo jamás decir Laurencio por qué se fijó en aquel detalle, mientras echaba al cuello de Rosa ambos brazos. No llegaron a ceñirlo: dos hombres los asieron y los sujetaron, mientras otro descargaba el primer golpe en mitad del rostro. Y a éste, que hizo fluir de las narices copia de sangre, siguieron dos o tres más; de puños como mandarrias, en la boca, en la sien, que le tendieron desvanecido. Rosa inmóvil, presenciaba la escena, sin demostrar sorpresa; su actitud era de espectadora, aunque, a la claridad lunar, parecía de pálido mármol su cara. El esposo se restregó las manos con que acababa de infligir la feroz corrección, y ordenó:

—A casa, ahora mismo.

Retiróse Rosa, cabizbaja, volviendo, mal de su grado, la vista atrás, y los tres hombres, los tres vengadores —el librero, el almacenista, el gallinero—, procedieron a desnudar al desmayado. Cuando le hubieron dejado en cueros vivos, sólo con las botas, la frialdad del aire lo reanimó. Miró a su alrededor, espantado, y quiso alzarse, defenderse. Una lluvia de puntapiés y mojicones, sobre las carnes sin ropa, sobre el torso que el frío mordía, le aturdió de nuevo. Sus enemigos, riendo, trajeron del alpendre una orza descacharrada, en cuyo fondo dormitaba espeso líquido. Con una brocha enorme, pintaron a grandes brochazos el cuerpo inerte, untándolo de miel mezclada con pez. Y hecho esto, tomaron al fascinador, uno por los pies y dos por los sobacos, y llevándole bajo el cobertizo, le revolcaron en la pluma, hasta que lo emplumaron todo, de alto abajo. Y como en los movimientos de tal operación, segunda vez pareciese revivir, le empujaron hacia la puerta y le lanzaron a la calle en su extraño atavío, hecho una, bola de plumaje, cerrando la puerta de la corraliza con llave y cerrojo.

—Ahora —ordenó Paredes, natural director de la empresa—, vamos a tomarnos un café caliente y unas copas... ¡Hace un frío de mil diablos!

Tambaleándose, Laurencio tardó en darse a la fuga breves momentos. Hasta pensó llamar, gritar... Al fin, corrió, sin más propósito que el de verse a cien leguas y refugiarse en una cama, donde se aliviasen sus magulladuras... Fluía sangre de sus labios rotos, con dos dientes perdidos... Como sabemos, lo único que no le habían quitado eran las botas, y volaba, loco de terror aún, hacia las calles céntricas, hacia su posada, próxima a la catedral. Y he aquí que oyó risas, exclamaciones; dos transeúntes se habían fijado en su facha; un guardia le detenía severamente, amenazándole. Un grupo se reunía; las carcajadas le abofetearon; acudía gente de las bocacalles; se abrió un balcón iluminado.

—¡Vaya un pajarraco! —repetían—. ¡Buena gallina para el puchero! ¡Mira: tiene alas! ¡Hu, hu, el pajarraco!

Trémulo de frío, de vergüenza y de coraje, Laurencio imploraba:

—¡Señores...! ¡Una capa para cubrirme...! ¡Soy inocente; no me lleven a la cárcel!... ¡Que me desemplumen!

Salvado por el guardia de la rechifla y la agresión, al otro día del ridículo incidente, Laurencio estaba en la cama con fiebre; y en la cama permaneció un mes, dolorido, hecho un guiñapo. Antes de levantarse, solicitaba permuta de destino, y su primera salida la hizo furtivamente, para abandonar la ciudad testigo de su derrota.

Lo peor de su castigo fue que el mote de pajarraco le siguió ya a todas partes. La noticia iba con él, y el ridículo lo llevaba en su maleta, como llevaba Byron el esplín. Aumentaba su ignominia el que se dijese que Rosa, de acuerdo con su marido, había preparado la emboscada y sugerido la burla. Laurencio tenía impulsos de embarcarse para América o suicidarse. Al cabo, halló otro refugio, otro género de muerte. ¡Pecho al agua! Se casó...

El Palacio de Artasar

Después de Salomón, el rey más poderoso y opulento de la tierra fue, sin duda, Artasar, descendiente directo de uno de aquellos tres Magos que vinieron a postrarse en el establo y gruta de Belén, guiados por la luz de una estrella misteriosa, nueva, diferente de las demás, estrella que abría en el azul del firmamento surco diamantino.

Artasar conservaba entre otras muy gloriosas de su estirpe la tradición de la jornada de su antecesor a adorar al Mesías, Redentor del mundo; pero ya el bendecido recuerdo iba perdiéndose, y en el cielo turquí cada día se borraba más el rastro de la estrellita, así como su claridad celeste palidecía en el corazón del descendiente de los Magos (que fueron doctos por su arte de adivinar, y santos porque les infundió gracia el haber apoyado los labios sobre los tiernos piececillos del recién nacido Jesús). ¿Qué mucho que Artasar olvidase las enseñanzas transmitidas por los Magos, si Salomón, hijo de David, autor de libros sagrados, favorecido por el Señor con el don de la sabiduría, prevaricó de tan lastimosa manera, llegando a incensar a los ídolos? Mientras el hombre vive en la tierra, sujeto está a la tentación.

Artasar se parecía al hijo de David en la magnificencia, en el ansia de rodearse de lo más precioso, delicado y raro venido de los confines del orbe. Cada día, galeras cargadas de riquezas abordaban a los puertos del reino de Artasar trayendo al monarca presas y joyas. Alfombras blandas como el vellón de la oveja; tapices de seda, cuyos bordados representaban batallas y lances de amor; imágenes de mármol, de egregia desnudez; pebeteros de oro que embalsamaban el ambiente; jarrones y vasos de plata y ágata; pieles de tigre y plumas de avestruz se amontonaban en la regia mansión estrecha ya para contener tantos tesoros.

Mas ¿quién podrá llenar el abismo de un corazón? Artasar el magnífico vivía inquieto y triste. Ansiaba construir otro palacio, por ser ya el suyo mezquino y estrecho para la innumerable muchedumbre de guardias, cortesanos, esclavos, concubinas, tañedores, juglares, bufones, palafreneros y cocineros que en él se albergaban. Y empezó a soñar con un palacio nunca visto, que eclipsase al que Salomón edificó en trece años, sobre columnas de bronce y con el inmenso mar de bronce, cuyo borde imitaba pétalos de azucena.

El palacio debía ser tal, que inmortalizase el nombre y el recuerdo de Artasar por todos los venideros siglos, y que la fantasía no pudiese concebir nada tan espléndido ni tan deleitoso. A este fin, Artasar —acordándose de aquel Hiram que trazó el de Salomón —convocó a los más famosos arquitectos de su reino y de los vecinos, y, ofreciéndoles grandes recompensas, ordenó que dibujasen los planos de una residencia cual él la quería: amplia, suntuosa, cincelada como una diadema real. Los arquitectos fueron presentando sus planos, pero en los ojos de Artasar no encontraron gracia. Ninguno de ellos realizaba la quimera de su imaginación; ninguno correspondía al ideal que se había formado de un palacio nunca visto, sin igual en el mundo.

Cuando ya Artasar desesperaba de conseguir que le adivinasen el loco deseo y acomodasen a él la realidad, he aquí que le pide audiencia un hombre anciano demacrado, de luenga barba, de humilde aspecto, que traía bajo el brazo un bulto, afirmando que aquél era el proyecto de palacio que el rey aprobaría. No abonaban mucho las trazas al desconocido arquitecto, pero el desahuciado cualquier remedio ensaya, y Artasar permitió al anciano que entrase. Apenas el monarca hubo fijado los ojos en el plano en relieve y en los dibujos, batió palmas.

Aquello era su sueño, interpretado por un mágico que leía en su mente. Aquellas soberbias columnatas, aquellos balcones de majestuosos balaustres, aquellas galerías revestidas de mármoles y piedras preciosas, aquellos techos de cedro y oloroso pino, aquellas estancias cuyo bruñido pavimento tenía reflejos de agua, aquellos bosques, aquellas fuentes monumentales, aquellos miradores calados por mano de las hadas, aquellos pensiles colgados en el aire, aquellas torres que desafiaban las nubes... aquello era ideal, lo que ningún rey del mundo poseía; y Artasar, al verlo, tendió la regia mano cubierta de anillos, larga y fina y morena como el fruto de la palmera, y exclamó:

—Constrúyase el palacio como tú lo has proyectado, ¡oh varón sapientísimo! Yo te daré cuanto pidas, cuanto necesites. Para ti se abrirá mi tesoro secreto, y en los subterráneos de mi morada encontrarás oro, perlas, bezoares, diamantes y rubíes en cantidad suficiente para edificar no un palacio, una ciudad entera, con su casería, sus templos y su recinto fortificado. Y dime: ¿dónde te ocultabas y por qué es tan miserable tu aspecto, siendo tú un sabio tan grande?

—No soy sabio —respondió el viejo—. He vivido en el retiro, orando y haciendo penitencia.

—Desde hoy te conocerá el universo por el monumento que vas a erigir —declaró Artasar, que, en efecto, mandó poner a disposición del viejo sus riquezas y una inmensa extensión de territorio fértil, donde había selvas profundas y caudalosos ríos, llanuras risueñas y lagos apacibles.

Al cabo de un año, plazo fijado por el arquitecto para terminar el palacio, Artasar quiso ver las obras, y se trasladó al lugar donde creía que ya se elevaba su nueva vivienda.

Grande fue su sorpresa, fuerte su cólera, al no advertir por ninguna parte señales de jardines ni de palacio. Notó, eso sí, que aquel territorio, antes desierto, estaba pobladísimo, pues salían a aclamarle tribus enteras, niños y mujeres que aguardaban el paso del rey y le bendecían; pero ni aun logró divisar piedras y materiales esparcidos por el suelo, que anunciasen trabajos de edificación. Entonces Artasar, indignado, mandó que trajesen al arquitecto a su presencia, con propósito de hacerle desollar y colgar su piel, sangrienta aún, a las puertas de la ciudad, para escarmiento de prevaricadores. El viejo se presentó, tan humilde, tan demacrado, tan modesto como el primer día; y cuando el rey le increpó, dio esta respuesta extraña:

—El palacio que deseabas está construido, ¡oh rey!, y si quieres venir conmigo, tú solo, voy a mostrártelo en seguida.

Siguió Artasar lleno de curiosidad al anciano, y juntos se internaron en lo más selvoso y retirado de la floresta. Pronto salieron de la espesura a las orillas de un inmenso lago natural, y allí el viejo se detuvo. El sol se ponía; el firmamento aparecía rojo, abrasado, esplendente. Y el arquitecto, tomando de la mano a Artasar, le dijo con grave voz:

—Los tesoros que me has confiado, ¡oh rey!, los he repartido entre los miserables, entre los que sufrían hambre y sed, entre los que oían llorar al niño recién nacido porque el seno de la angustiada madre no daba leche. Mas no por eso he dejado de alzarte el palacio que deseabas, y tan soberbio te lo alcé, tan admirable, que ningún monarca de la tierra podrá jactarse de poseer uno así. Mira... ¿no lo ves? Allí lo tienes. ¡En el cielo se levanta ahora tu palacio!

Y Artasar miró, y vio efectivamente de entre las nubes de grana surgir un maravilloso edificio. Sobre columnas de plata, bronce y alabastro se erguían las bóvedas de dorado cedro, esculpidas con artificio tan hábil, que parecían un piélago de olas de oro. Cúpulas de esmalte azul coronaban el alcázar, y largas galerías de diáfano cristal, con cornisas de pedrería y mosaico, se prolongaban hasta lo infinito, entre el misterio de una vegetación fantástica, de hojas de esmeralda y de flores de vivo rubí y de oriental zafiro, cuyos cálices exhalaban una fragancia que embriagaba y calmaba los sentidos a la vez.

Y Artasar, transportado, se arrodilló a los pies del arquitecto y los besó, con el alma inundada de gozo.

Cuando regresaban de la selva, Artasar notó con sorpresa que el rastro casi extinguido de la estrella de los Magos fulguraba aquella noche como un collar de brillantes.


«El Imparcial», 6 julio 1896.

El Palacio Frío

¿Os acordáis de aquella princesa enferma, hija del rey de Magna, a quien curó como por ensalmo un viejo mostrándole cierto panorama muy lindo? Pues habéis de saber que a la vuelta de muchos años el cetro de Magna vino a recaer en un hijo de esta princesa, y este hijo, bajo el nombre de Basilio XXVII, reinó gloriosamente por espacio de más de un cuarto de siglo, persistiendo la huella de su paso por el trono en varios monumentos grandiosos y venerables, que estudian hoy los arqueólogos con particular interés, discutiendo si el estilo peculiar de tales construcciones es invención que exclusivamente pertenezca al vigésimo séptimo Basilio o procede ya de la influencia de su madre y quizá se remonta hasta la de su abuelo. Punto es éste acerca del cual se han escrito doce voluminosos libros y cosa de setenta monografías asaz doctas.

Lo que especialmente hizo darse de calabazas a los sabios fueron ciertas imponentes ruinas que la tradición popular llama del Palacio frío, sin que hasta hace poco tiempo se consiguiese averiguar el origen de tal nombre, que contrasta con el aspecto de lo que del edificio resta en pie.

En efecto; el palacio, del cual se conservan galerías, salones y estancias que decoran restos de ricas maderas y preciosos mármoles y jaspes, parece haber sido erigido por la madre de Basilio XXVII para asilo de un feliz amor conyugal; y su traza, su adorno, su carácter, en fin, son marcadamente amables y alegres, con la alegría de una dicha soberana, ostentosa y triunfante.

El emplazamiento, su orientación al Mediodía, su situación en el punto más despejado y dominando la perspectiva más risueña, sobre la bahía y entre bosquecillos de naranjos, limoneros y granados siempre en flor, tampoco permitían inducir por qué hubo de ser llamado «frío», nombre que parece delatar solemnidad y tristeza.

El enigma de semejante tradición llegó a preocupar al doctor Herr Julius Tiefenlehrer, sabihondo catedrático alemán, que se propuso descifrarlo a toda costa. Con la cachaza del que no regatea tiempo, se instaló en las mismas ruinas, y araña de aquí, escarba de allí, rebusca por allá y escudriña por acullá, consiguió desenterrar, al pie de una columna, en la cripta, bajo lo que fue salón del trono, un cofrecillo de hierro que contenía un rollo de manuscritos.

A pique estuvo el doctor Tiefenlehrer de volverse loco de júbilo con el inestimable descubrimiento; como que los manuscritos eran nada menos que unas instrucciones muy prolijas, de puño y letra del mismo Basilio XXVII, y destinadas a sus herederos y sucesores, para adoctrinarlos en la recta gobernación del Estado y en la conducta que debe seguir un monarca. Pero lo que sobre todo arrebató a Herr Julius al quinto cielo, fue que, por vía de ejemplo, Basilio refería allí con pormenores la historia del Palacio frío. Y nosotros, al traducirla del enorme volumen en lengua alemana en que el sabihondo la publicó, enriqueciéndola con toda especie de documentos, glosas, advertencias, referencias, notas, comentarios, planos y estudios comparativos con otras tradiciones de Magna y de los demás pueblos del mundo, la extractamos rápidamente y sólo damos en forma escueta el relato del extraño suceso por el cual se llamó «frío» el palacio de Basilio XXVII.

Es el caso que cuando el joven Basilio heredó la corona, hallóse en un estado de ánimo parecido al fervor de los que ingresan en una Orden religiosa, y se dio a pensar cómo debía conducirse a fin de cumplir sus deberes y desempeñar a perfección la alta y ardua tarea que le señalaba el Destino. Penetrado de la grandeza y hasta de la santidad de su cargo, pidió a Dios luz y fuerza para que su nombre pasase a la Historia con la aureola y el prestigio de los reyes que saben ejercer el poder sumo en provecho y honor de la patria. Sin embargo, tan excelentes intenciones se estrellaban contra una dificultad: el rey quería el bien, pero no sabía dónde estaba, ni en qué consistía, ni cómo era preciso arreglárselas para descubrirlo.

Así las cosas, y mientras Basilio cavilaba en el modo de acertar, empezó a darse cuenta de un sorprendente fenómeno; y es que dentro de su palacio —aquel deleitoso palacio construido por una reina enamorada para albergue de la dicha, y enclavado en un oasis, en lo mejor de un país de clima naturalmente benigno— hacía frío, mucho frío, un frío cruel. La sensación de este frío, al principio sutil y casi imperceptible, iba siendo a cada paso más fuerte y penetrante. Nadie dudará que el rey aplicó al punto los remedios que suelen emplearse contra el descenso de la temperatura; y el primero fue abrigarse, envolverse en ropas de invierno. Desde la hopalanda de enguatada seda hasta el manto de finas pieles de rata polar, colchón vivo que crea una atmósfera suave y tibia en torno del cuerpo; desde el casacón de terciopelo de media pulgada de alto hasta la funda de raso rehenchida de plumón de pato silvestre; desde la vedijosa zalea de cordero blanco hasta la gruesa manta lanuda, Basilio usó cuanto juzgó a propósito para entrar en calor, sin que se desvaneciese aquel frío singular, siempre más intenso. Desesperando ya del abrigo suyo, se dio prisa a calentar el palacio.

De entonces procede la construcción de las suntuosas y amplias chimeneas que por todas partes lo decoran, y en las cuales noche y día se quemaba un monte entero de leña seca, levantando mil lenguas y jirones de llama. No se conocía en aquel tiempo otro sistema de calefacción; pero sobraba para disipar cualquier frío natural y explicable en lo humano. No obstante, el frío continuó, arreció, redobló, invadiendo ya la médula del rey, que daba diente con diente a todas horas.

Cuando Basilio XXVII preguntaba a sus ministros y magnates y a los mil agradadores que bullen alrededor de los poderosos si sentían como él aquel extraño frío, le desesperaba oírles responder vagamente que sí, y al mismo tiempo verlos andar a cuerpo y abanicarse, mientras él se encogía castañeteando los dientes. Notaron los áulicos la contrariedad del soberano, quisieron llevarle la corriente y fue muy gracioso verlos fingir que también se helaban, vestidos de riguroso invierno y sudando como pollos. Y el joven rey, que tenía un espíritu sincero y leal, se indignó ante la comedia y miró a sus cortesanos con desprecio profundo al observar que en cosa tan evidente y palmaria le mentían y engañaban sin temor. Acometido de tristes recelos, pidiendo la verdad a la ciencia, Basilio llamó a un médico y le preguntó si el terrible frío que sólo él padecía sería debido a mortal enfermedad. Reflexionó el sabio, y después quiso saber si el rey notaba el mismo frío en todas partes. Abriendo una ventana, suplicó a Basilio que se asomase; y cuando este pensó tiritar y morir helado, observó que, por el contrario, el aire exterior le calentaba y reanimaba mucho.

—La solución de este problema no depende de la Medicina —declaró el doctor—. Vuestra majestad no está enfermo. No me consulte a mí, sino a su conciencia y a Dios, y pues aquí tiene frío y ahí no, salga a todas horas; viva fuera de este palacio fatal.

Y Basilio salió, en efecto, huyendo de la espléndida morada en que se congelaba su sangre y los mármoles parecían témpanos, y los dorados, irisaciones del sol en las paredes de alguna nevera. Echóse a todas horas a la calle, gozando con delicia la suave temperatura, y poco a poco fue tomando interés en lo que le rodeaba, y estudiando y conociendo lo que preocupaba y convenía a sus vasallos.

Vio con extrañeza que el mundo no era como sus cortesanos lo pintaban, y le pareció que se le barrían de los ojos unas telarañitas y que el cerebro se le despejaba y se le despabilaba el sentido. Mil cuestiones que no comprendía se le aparecieron claras, transparentes; conoció las necesidades, oyó las quejas, se asimiló las aspiraciones, hizo suyos los deseos y afanes del pueblo, y de tal modo se identificó a la vida de sus súbditos, que su corazón llegó a latir enteramente al unísono del gran corazón de la patria, como si a los dos los regase la misma sangre y los dilatasen y contrajesen iguales alegrías y tristezas.

Basilio estaba transportado. Lo único que todavía le contrariaba era que, al retirarse a palacio, le acometía el frío otra vez. Y, en un momento de inspiración, se le ocurrió que, pues fuera hacía calor, quizá el palacio se templaría abriendo de par en par las puertas y las ventanas para que lo llenase el ambiente exterior, las ráfagas de la calle y hasta la gente de la calle, la gente humilde. Dio, pues, la orden y fueron franqueadas a los súbditos las puertas del regio alcázar. Y a medida que el pueblo, respetuoso y lleno de amor por su buen monarca, recorría las estancias magníficas, verificábase el portento: derretíase el hielo, el aire se hacía blando, templado; las avecillas de las pajareras cantaban, los tiestos florecían, reía el dulce hálito de la primavera.

Resuelto estaba el enigma. Basilio XXVII no volvió a tener frío en su palacio.


«Blanco y Negro», núm. 386, 1898.

El Panorama de la Princesa

El palacio del rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba a la princesa Rosamor a no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes arcadas, y los salones revestidos de tapices, con altos techos de grandiosas pinturas, y el paso apresurado y solícito de los servidores, el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado e indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La princesa se moría de languidez… Nadie acertaba a salvarla, y la ciencia declaraba agotados sus recursos!

Una mañana llegó a la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y raída hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo, cuyos lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los guardias desviar con aspereza al viejo y a su borriquillo pero titubearon al oír decir que en aquella caja tosca venían la salud y la vida de la princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, dominados a pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya toca de plumas rizaba el viento, cuya melena oscura caía densa y sedosa sobre un cuello moreno y erguido, se acercó a los guardias, y con la superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás, el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.

Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un cajón la salud de la princesa, mandó que subiese al punto; porque los desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir a dos porteros abrumados bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje a quien nadie conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el primer ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle las vistas a la Princesa aquel singular curandero respondía de su alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas pullas.

Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto e invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron a aparecer, sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la cámara, y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto mostraba a la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como la hacía descender a las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las bóvedas celestes de la gruta de azur, no hubo aspecto sublime de la historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad humana que no se presentase ante los ojos de la princesa Rosamor —aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad—. Pero los ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre o congeladas por el hielo mortal. Y el rey, furioso al ver defraudada una última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el verdugo, provisto de ensebada soga, a la torre más eminente del palacio, para colgar de una almena. a vista de todos, al que le había engañado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al rey un plazo breve; faltábale por enseñar a la princesa una vista, una sola de su panorama, y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen enhorabuena, por torpe e ignorante. Condescendió el rey, no queriendo espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos, y su talle se enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el rey, en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la ofreció al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que le dejasen continuar la cura de la princesa, sin condiciones ni obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el rey se avino a todo, hasta a respetar el misterio de aquella vista prodigiosa que había empezado a devolver a su hija la salud.

No obstante —transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la enferma, mejoría tan acentuada que ya la princesa había dejado su sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y sonriente—, anheló el rey saber qué octava maravilla del orbe, qué portentoso cuadro era aquel, cuya contemplación había resucitado a Rosamor moribunda. Y como la princesa, cubierta de rubor, se arrojase a sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la milagrosa última vista del panorama. ¡Oh, sorpresa inaudita! Lo que se apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro cristal, no fue ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso. El rostro sostenía con dulzura y pasión a la princesa, y ella pagaba la sonrisa con otra no menos tierna y extática… El rey reconoció al supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba a sí propio, y sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, temblorosa, y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y aquiescencia:

—Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no equivalen a la vista de un rostro amado…

El Panteón de los Años

Allá donde las eternas nieves cubren, como un casquete de plata, la extremidad de la tierra, y existen soledades dilatadísimas, sin rastros de vida, no ya humana, sino de toda clase, con gigantescos bloques de hielo, se ha formado el eterno edificio.

Se alzan colosales sus bóvedas transparentes, y su estilo arquitectónico recuerda en gran parte el de las construcciones atribuidas a los cíclopes. La puerta, la única puerta, es baja, y no existen ventanas, ni cornisas ni adornos. Dentro, salas y más salas, y, abiertos en el mismo hielo, nichos donde descansan los años difuntos. Fue el Padre Tiempo, el viejo temeroso, el siempre joven interiormente, el que se renueva a medida que se consume, quien trazó el plano y erigió los muros deslumbradores de este edificio misterioso, para dar en él sepultura magnífica a sus hijos, según van precipitándose en el abismo del no ser.

Millones de años yacen allí, y el mayor número ha transcurrido sin dejar huellas en la memoria de nadie. Antes de que el hombre, en el período del último terciario y el primer cuaternario, hiciese su aparición sobre la tierra, años infinitos, que no es posible calcular, habían caído silenciosamente en la fosa común, como caen las hojas en las grandes selvas desconocidas, y se amontonan formando capas de mantillo, donde brotará nuevos gérmenes. Padre amoroso, aunque devore a su progenie por necesidad ineludible, el barbado Kronos recogió a esos años oscuros y sin historia, y los llevó al palacio fúnebre y glacial. Ninguna inscripción señaló el sitio que ocuparon. Eran los años anónimos, en que todo fermentaba para las evoluciones y los cataclismos futuros.

Desde que un ser desnudo, inerme, débil, lloroso, temblante de hambre y de frío, apareció sobre la tierra, los años empezaron a tener carácter propio. Se lo prestó la lucha de aquel ser recién nacido con los elementos y con la materia. Era de presumir que ésta se tragase a aquél, pero sucedió lo contrario. A cada paso, el ser hacía una conquista. Ya sus noches no eran oscuras; ya su cuerpo, aterido, podía calentarse a un fuego que mantenía con especial cuidado, no dejándolo extinguirse jamás. Y a estos años bienhechores les puso el caduco Tiempo un letrero que decía así: «Años del Calor y de la Luz». Ocupaban una crujía larguísima, pues largos fueron también los períodos en que la Humanidad errante no tuvo más consuelo que la llama y la tea, al peregrinar en busca de caza y de regiones benignas donde reposar, ignorante aún de que podía alzar ciudades y labrar el suelo para recoger cosechas.

Cuando lo averiguó y lo puso en práctica, empezaron los años que el Tiempo llamó «de las Artes». En las jóvenes ciudades, en los templos que las consagraban, el arte florecía. Eran arte los adoratorios; arte, las residencias y palacios de los tiranos y de las cortesanas; arte, las armas con que se combatía; arte, los cuencos en los que se bebía; arte, las máscaras de oro que cubrían el semblante de los guerreros, cuando iban a dormir en los hondos sepulcros, un solo camafeo encerraba toda la espiritualidad de un pueblo, una copa, modelada sobre lo vivo, toda la belleza, recién revelada, de la mujer.

Y he aquí que sobrevienen otros siglos. El Tiempo recuerda cómo se inauguraron. Fue una noche estrellad y helada, en un portalillo semirruinoso, de una aldea de Palestina. Como tantos millares de siglos antes, había nacido un ser inofensivo, inerme. Los pastores, dejando sus majadas, acudían a adorarle, guiados por un astro puro. Llevaban ofrendas, corderos recentales, leche en colodras chicas, miel en panales, manteca, a fin de que se cumpliese lo profetizado: «Enmanuel se llamará, y comerá manteca y miel».

Y venían también a postrarse ante el Niño, unos Magos, procedentes de lejanos reinos. Porque el Niño no había venido solamente para aquellos zagales, sino para todos los hombres del mundo. Así lo entendían los Magos, de los cuales el uno era negro, como carbón. Desde el primer instante, no existía diferencia de razas. Al menos, no existía dentro de aquel Portal. El infante sonreía al de la testa lanosa, y la Mujer celestial descubría, con gracioso movimiento, sosteniendo el paño entre sus dedos de marfil, el corpezuelo del Redentor, para que el Negro lo recibiese.

Y el Tiempo nombró a estos años, a muchos años que fueron transcurriendo y en los cuales cada día se erigieron templos al Niño, en los ámbitos de la tierra, «años de la Redención». Y les dio el lugar más señalado y honroso, el centro del Panteón de los años. A este departamento llamó «La Catedral». Lo parecía, en efecto, por la forma de sus bóvedas y por las múltiples columnas de bloques de hielo que lo sustentaban.

Otro grupo de años, fuertes y resplandecientes, colocó el Tiempo en un salón espacioso, grandioso. Durante aquellos años, un mundo se añadió al ya conocido, al mundo clásico, autor y formador de civilizaciones. Otro, de incalculable extensión, despuntaba en las planchas de madera de que se servía un inventor extraordinario. Mientras los mediterráneos completaban el planeta cruzando el tenebroso Océano, los teutones daban vuelo de águila al espíritu, descubriendo la imprenta. Y el Kronos rotuló a estos años fecundos, asombrosos, «años de la invención». Y aún sepultados, creyó ver que rebullían, que se agitaban, que querían renacer; tal era su vitalidad. No estaba muy seguro de que fuesen cadáveres de años. Algo germinal, una electricidad singular, emanaba de su huesa, como el perfume de los santos cruza las piedras de sus sarcófagos. Dijérase que palpitaban como mariposas que rompen su crisálida y reciben el primer soplo de aire.

El Tiempo, reflexivamente, consideraba ahora a los años que siguieron a los de la invención. Y le sorprendía verles tan momificados y secos. Veía su fealdad, su triste catadura, y no acertaba qué calificación les convendría. Lo que más le preocupaba eran los últimos en fecha. Éstos venían en un estado verdaderamente espantable. Mutilados, acribillados de recientes cicatrices, con la cabeza colgando, con los ojos fuera de las órbitas, rotas las mandíbulas y encharcados de sangre renegrida, dijérase que acababan de descolgarles de algún cruento patíbulo. No les envolvía ni un sudario; su desnudez dolorosa no tenía más velo que aquella146 sangre chorreada por todo el cuerpo.

Siendo tan aterrador el aspecto de estos años, aún parecía más repugnante el del último. Porque éste, que acababa de caer en el abismo, ya, ni era cadáver ni momia, sino un esqueleto, cuya osamenta sólo cubría un pellejo árido, que a pedazos se desprendía. De relieve dejaba traslucir toda la armazón ósea. No podía dudarse: de hambre había fallecido aquel infeliz año. De hambre, de privaciones, de insuficiencia fisiológica… un movimiento de repugnancia y un enojo hizo Kronos al recoger, a las doce de la noche en punto, del último día, aquel miserable despojo orgánico. Los huesos se le deshacían en las manos, carcomidos y polvorientos. Enojado, lo dejó caer, rehusándole hasta los honores del sepulcro. Y, para consolarse, se puso a fantasear cómo sería el año que había nacido, al dar su postrer campanada el reloj, una ilusión de paternidad le estremecía la barba velida y el corazón fatigado de tanto procrear. El Año Niño sería fresco, grueso, rubio, riente, sano, con una piel de seda rosa y una faz de angelote. Y evocó su imagen, y quiso verle aparecer allí mismo, donde dormían sus mayores, donde él, a su vez, yacería. La ardiente esperanza que se deposita en las criaturas se cifraba ahora en el añito novel, recién nacido, que venía a cumplir las promesas y a consumar las reparaciones.

A la evocación del Padre de los Años, se presentó, en efecto, el de 1918. Llevaba esta cifra en la frente, y sólo por ella pudo reconocerle Kronos, que, atónito, le contemplaba. El Año acabado de nacer no tenía forma humana; era una sombría Esfinge de bronce, medio monstruo y medio fiera. Y el bronce de la Esfinge estaba caldeado por un fuego interno, inextinguible. Y el pedestal de la Esfinge era de mármol rojo, color de sangre. Y, a su alrededor, el suelo humeaba…

El Pañuelo

Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.

Cuando Cipriana disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?

Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta; un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo? Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!

Sólo que, para mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana:

—Si apañas allí una buena cesta, te damos dos reales.

¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más... y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras, rematadas por centenares de lívidas uñas...

Entre tanto subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba, qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el cuerpo de la huérfana.


«Pluma y Lápiz», núm. 30, 1901.

El Paraguas

Estaba siempre allí, en el ángulo de la humilde salita, arrinconado, y todos los sábados lo desempolvaba Ángeles cuidadosamente. Era un magnífico paraguas, cuyo origen británico no podía ponerse en duda, y que tenía ese aspecto confortable que caracteriza a los productos de la industria inglesa; y lo elegante del puño, lo rico de la seda, lo recio y bien modelado de las bellotas que, pendientes de un cordón, decoraban el mango, producían una impresión de lujo.

Lo que rodeaba, en cambio, transcendía a pobreza vergonzante. Muebles marchitos y estropeados, que vanamente intentaban recomponer doña Máxima y Ángeles, vestidas también ellas, no diré de andrajos, pero de trapitos ala de mosca —vueltos, recosidos y rezurcidos—, y sujetas a régimen de patatas y sardinas, lo más barato que por entonces salía a la plaza.

Llevaban las señoritas de Broade, que tal era su apellido, con suma dignidad su triste situación. Las había reducido a ella un caso singular: la desaparición del padre y esposo, que tanto pábulo dio a las conversaciones; como que no se extinguió el alboroto en la ciudad hasta pasado un año. El señor Broade, el desaparecido, empleado en el escritorio de una importante casa de banca, era un hombre del cual nada malo se dijo nunca. Una tarde salió, como otras muchas, a dar su paseíto higiénico, y paseíto fue, que iban transcurridos largos años sin que el paseante hubiese vuelto a su domicilio.

Todas las conjeturas se agotaron; todas las hipótesis se emitieron; la justicia hizo diligencias, la policía indagó y no se pudo descubrir huella ni rastro. Hubo quien dijo haberle visto en la tarde fatal, cruzar bajo los arcos de la plaza en dirección al muelle: iba como de costumbre, a paso menudo, y empuñaba el paraguas. Hubo quien se jactó de que Broade le había devuelto el saludo «muy atentamente», lo cual no arrojaba demasiada luz. Lo positivo es que el buen señor… sttt… como una nubecilla de humo.

¿Se trataba de un crimen? Los crímenes suelen dejar señales; hay que suprimir el cuerpo de la víctima o esconderlo de suerte que no pueda ser hallado, y no es operación muy fácil. Además, ¿por qué un crimen? ¿A quién estorbaba el insignificante empleadillo? ¿El objeto sería el robo? Según declaración de doña Máxima, que lo repitió en todas las formas, de palabra y en sus declaraciones, llevaría en el bolsillo, en aquella ocasión, treinta y pico de reales. ¿Un suicidio? Tampoco el suicida puede hacerse desaparecer a sí propio. Hasta los ahogados salen, reaparecen. Dando vueltas a la noria, nadie encontraba explicación que satisfaciese. Broade se había evaporado «cual gota de agua que seca el ardor canicular» —exclamó uno de los empleados de la casa de banca, cómico de afición, que solía representar, en noviembre, el «Tenorio». El chiste abrió camino a otros muchos. Se bromeó acerca de la vida de hogar de Broade. Convenían en que la esposa y la hija del desaparecido eran personas excelentes; sólo que, de puro buenas, especialmente la mamá, nadie podía aguantarlas, y Broade, hastiado de babosos cariños, había huido de la cadena conyugal, yéndose no se sabe a qué regiones desconocidas. Pero llevando por viático treinta reales, ¿a dónde se va? Y la oscuridad de la tragedia se hacía más densa aún. Nada, que no tenía solución el enigma.

Y se fue relegando al olvido, en compañía del escándalo de la señorita que se fugó con su maestro de música y de la cuchillada que le dio al magistrado un licenciado de presidio, a la misma puerta de la Audiencia. Sólo en la pobre morada de las señoras de Broade la memoria estaba tan viva como en el primer momento. Había sido para ambas en culto el marido, el padre. Caídas repentinamente en el apuro económico, se pusieron a trabajar, sin una protesta, sin intentos de pedigüeñería. Bordaban primorosamente, y tomaron la aguja, cruel amiga de la mujer, que la mantiene y la ciega. La vista de la madre fue la primera que se resintió. Iba quedándose en sombras por momentos. Tampoco las lágrimas dejan de ayudar a la aguja, en esta faena de cegar. Doña Máxima lloraba cuando podía, a hurtadillas, de noche, en la iglesia, y cuando apoyaba la ya arrugada frente en los vidrios para mirar al mar, que con su voz pavorosa le murmuraba secretos. Porque secretos había en el suceso: los hay en todo y siempre. En primer término, la madre y la hija se habían comunicado uno.

—Apostaría lo que no tengo, mamá —decía la hija—, a que papá vive.

—¿Cómo lo sabes?, respondía la madre muy sobresaltada, más que alegre.

—Una pequeñez, que no se me quita de la cabeza, declaraba Ángeles. ¿Recuerdas tú que el día de la desgracia, papá te pidió prestado tu paraguas para salir, por si aquel viento del Sureste traía lluvia?

—Bien me acuerdo, bien… Aun le dije que mi paraguas era pequeño para hombre, y estaba viejo; pero me replicó que más viejo era el suyo, que la tela ya no se sujetaba, de puro rota en jirones, a las varillas. Y se llevó el mío… ¡Qué importa el paraguas!, gimió de súbito, dando suelta al llanto.

—Mamá, por la Virgen de los Dolores, no más llorar… Ya sabes lo que dice el médico… Bueno, al principio, por algún tiempo, estuvimos como locas… Yo no comprendía lo que me pasaba. Así que empecé a volver en mí, y me pude fijar, vi que papá tenía otro paraguas, suyo, de lo mejor, metido en una funda, en el rincón de la sala, junto al sofá. ¿Por qué entonces te pidió el tuyo, que no valía nada?

Doña Máxima parecía sobrecogida, temblorosa.

—No, hija —articuló por fin—. No quise decírtelo, pero ese paraguas es otro misterio… A los dos meses de la desdicha, lo trajo aquí un hombre desconocido, muy rubio, con traza de extranjero, y se lo dejó a la criada, diciendo que era para mí; fue el último día que estuvo en casa la pobre Micaela, porque ya no podíamos pagarla…

—Madre —exclamó con vehemencia Ángeles—, ¡eso me lo sospechaba yo! ¡El paraguas es la prueba de que mi padre vive! ¡Al menos, de que vivía bastante después de su desaparición! ¡El paraguas te lo ha mandado él, en recompensa del que le prestaste!

Las lágrimas de la señora volvieron copiosas, a fluir. Lloraba de ternura, de gratitud amorosa. ¡Su marido se había acordado de ella! ¡Le había enviado un regalo desde el país ignoto en que habitaba!

Volviose hacia Ángeles, palpitante de emoción:

—Por favor te pido, Ángeles, que a nadie digas nada de esto… Yo, desde el primer día, callé, callé. Cualquier cosa que se charlase pudiera perjudicar a tu padre… No hay nada como el silencio… ¡Y, además, tu padre tenía derecho a hacer lo que quisiese! ¡Se fue: sus motivos tendría!

—Madre —exclamó Ángeles—, yo no pienso así; pero haré lo que usted guste. Ahora, entre nosotras, mi padre no procedió bien al abandonarnos. ¿Qué queja tenía? ¿No le quisimos? ¿No le obedecimos? ¿No le adoraste como a un santo?

—¡Hija, hija, Ángeles!, tartamudeaba doña Máxima, tapándose los oídos.

—¡No madre! ¡Déjame desahogar el alma!, después se acabó… Mi padre no sólo nos dejó sin amparo, sino que dispuso de lo poco que guardabas para hacer frente a la miseria. No me lo niegues, porque lo sé de fijo…

Doña Máxima se levantó, dando gritos, fuera de sí.

—No sigas… Si eso se hace público por tu culpa, soy yo la que se arroja al mar… ¡Como treinta reales he dicho que llevaría cuando desapareció, y lo sostendré siempre! ¿Quieres la deshonra de tu padre? ¿No ves su buen corazón? ¿No ves el regalo que me manda? ¡Dios sabe lo que habrá tenido que privarse para comprar una cosa tan preciosa!

Ángeles sonrió de amargura. Envidiaba aquel generoso optimismo. ¡Qué no daría por ser así! Por su mal, a la luz del infortunio, veía claro. El desaparecido, egoísta, las lanzaba al arroyo como un despojo inútil, y partía hacia un destino más próspero, más feliz, llevándose, para la primera lucha, lo que ellas necesitaban, si no habían de morir de hambre. Ángeles no ignoraba en qué cajón de la cómoda de doña Máxima se guardaban en un saquito aquellos pequeños ahorros, reunidos a costa de tantas privaciones. Y sabía desde cuando faltaban… ¡Qué mundo éste!

Pasaban los años; Ángeles padecía ataques cardiacos; doña Máxima estaba ya del todo ciega. Nadie se acordaba en la ciudad de la tragedia que en un tiempo tanto dio que hablar y discutir. Las vidas oscuras caen como las hojas. Así caerían la hija y la madre, sin ruido…

Mas he aquí que un incidente vino a refrescar los recuerdos. En la casa de banca donde había prestado sus servicios Broade se recibió una letra de Londres, a la orden de doña Máxima y de su hija… Y no era grano de anís: ¡mil guineas!

La esposa al enterarse, en vez de alegrarse se afligió. ¡Distinto era su sueño, su sueño loco, entre las eternas tinieblas que la envolvían! Su marido, sin duda, iba a volver un día u otro: ella le palparía la ropa, le inundaría de llanto la cara… ¡Pícaro! ¿Por qué no viniste antes? Y he aquí que algo venía… ¡pero era solamente dinero, que le enviaba, a costa quizás de sacrificios sin número, el ausente!

—Mamá, déjate de reparos —opinó Ángeles—. Éste es a modo de otro paraguas que te dan en cambio del que se llevaron tuyo… Esto es lo que te quitaron al marchar, naturalmente, con réditos… Se ve que papá hizo fortuna…

—¡Ingrata! —tartamudeó furiosa la ciega, alzando la mano como para maldecir.

El Pecado de Yemsid

Refieren los viejos códices persas y cuentan las tradiciones conservadas en la India entre los emigrados «parsis», que guardan la religión reformada por Zoroastro, que no hubo en los ámbitos de la tierra rey más celebrado que Yemsid (ni el mismo Suleimán, a quien los hebreos llaman «Salomón»). Todo cuanto bueno y grato existe en el mundo, a Yemsid lo debieron sus súbditos, y gracias él, una comarca antes pobre y de groseras y selváticas costumbres, se transformó en emporio de civilización y en paraíso terrenal.

Viendo que su pueblo combatía con hondas, garrotes y hachas de sílex, inventó Yemsid las corvas cimitarras, las tajantes espadas, las corazas y cotas de fino temple y los puntiagudos cascos que ostentan los guerreros en las miniaturas del Schah-Nameh del poeta Firdusi; y los persas, antes indefensos y vencidos, fueron temidos de sus enemigos y dilataron los confines de su nación hasta más allá de la Bactriana y del Eúfrates. Viendo que andaban medio desnudos o vestidos de tosca lana, enseñóles a recoger, hilar y teñir las delicadas fibras del lino y hacer flexibles telas de lindos colores. Notando que moraban en chozas cónicas o en cuevas abiertas en la caliza, les mostró cómo se edifican amplias casas sustentadas en postes de cedro o en pilastras de jaspe, y cómo se trae al patio, rodeado de flores y arbustos, el surtidor de agua que recae en los tazones sembrando el aire de aljófares. Y el esmerado cultivo de la tierra y el sistema de la jardinería, y el trazado de las vías que unieron a la joven Persépolis con la antigua Babilonia, y el establecimiento de los bazares y ferias que dieron salida a los productos del suelo persa y riqueza a sus habitantes. Todo fue venturosa iniciativa del gran Yemsid.

No contento con haberles ofrecido victorias y oro, quiso proporcionarles gustos refinados y delicias incomparables, y esparció por su reino las enseñanzas del canto, de la música, de la poesía y de las artes, así como los secretos de la preparación de los aromas y esencias, ámbar, algalia e incienso, y de las bebidas y licores exquisitos que arrebatan los sentidos y acrecientan la intensidad de la vida, duplicando las facultades para el goce.

Y como si desease cifrar y compendiar en una sola fruición delicadísima y sublime el conjunto de cuantos bienes y deleites había proporcionado a sus vasallos, Yemsid creó para ellos «la mujer», esa «mujer» de finísimo tipo que reproducen las pinturas persas, la de rostro pálido como la luna, cejas de irreprochable arco, inmensos ojos de gacela, cabellera oscura como el jacinto, talle redondo y fino como el ciprés.

La creó del modo que se crea a la mujer, a la dama: por el adorno, por la elegancia, por la molicie, por el retiro y el descanso, a fin de que el pie, desnudo en la bordada babucha, sean una concha de nácar, y la mano, un pétalo de rosa del Gulistán.

La creó enseñando a los pecadores del golfo y a los que recorren las costas más allá del estrecho de Ormuz, a arrancar del seno de las aguas los corales encendidos y las redondas y lucientes perlas que en sartas rodean el cuello de las favoritas.

La creó trayendo de Arabia muelles, alfombras y cojines, donde se reclinase en lánguida postura, y ordenando a los poetas que la cantasen en sus estancias, y los músicos que afinasen las guzlas para que a su son se armasen danzas en los terrados, cuando la noche descorre su manto de estrellas.

Y con la aparición radiante de la mujer, los persas creyeron que descendían al mundo de los genios de la luz o las celestes Peris, que revelan la belleza de la existencia inmortal.

Entre tanto, el monarca bienhechor vivía recluido en los jardines de su palacio, en un recinto cerrado y misterioso, donde no penetraba nadie. Era, en el fondo de agreste bosquecillo, una pobre cabaña igual a la de los leñadores y carboneros, con techo de paja y piso terrizo. Allí, desnudo bajo el ardiente sol, ceñidos los riñones con una cuerda de cáñamo, comiendo desabridas raíces que él mismo recogía, bebiendo el agua de un pantano, llevaba el poderoso Yemsid la austera existencia del penitente.

Cuando se presentaba en público, le escoltaban mil soldados ninivitas, con corazas de plata, y le precedían doce elefantes blancos, con caparazones de púrpura. Pero en el retiro de su cabaña, después de haber saturado de dichas y placeres a sus súbditos, Yemsid se sometía voluntariamente a crueles maceraciones, y ni aún sabía el color de las pupilas de las innumerables esclavas hermosísimas que velaban todas las noches, encendida la perfumada lámpara, ungida de nardo y almizcle, en las cámaras interiores de palacio, esperando a su dueño.

Y como llevase ya muchos años de tan extraña vida, una tarde, a la hora en que el sol se oculta, apareciósele el Mal Principio, Arimán en persona, y le interrogó:

—¿Por qué te sujetas a tantas privaciones, Yemsid, mientras colmas de deleite y alegría a tus vasallos?

—Ahora lo sabrás, Maldito... —contestó desdeñosamente el rey—. Lo sabrás para gloria mía y afrenta tuya. Es que he querido dejar a los demás hombres las satisfacciones pasajeras y terrenales, y reservarme la dicha de ser el único de mi imperio que vive espiritualmente. Para ellos, el efímero recreo de los sentidos y de la imaginación, los perfumes, los acordes de la música, los suspiros de la poesía, las caricias de la mujer; para mí, la armonía de los planetas al girar en sus órbitas, los conciertos interiores de las siete virtudes, las emanaciones de la divinidad de Ormuz y las invisibles sonrisas de las inteligencias celestiales. Por eso, Maldito, tienes que prosternarte en mi presencia. ¡Yo te subyugo, mediante la fuerza de mi santidad!

Aparentando confusión y terror, Arimán se prosternó, en efecto. Pero entre espasmos de alegría infernal, pensó para sí:

«¡Eres mío! ¡Eres mío!»

De allí a algún tiempo empezó a esparcirse por Persia la noticia de que el poderoso Yemsid, el bienhechor, el civilizador, no era un mortal, sino una encarnación de la divinidad en forma humana, y muchos aduladores fabricaron idolillos que tenían la figura del rey, y los adoraron y les ofrecieron sacrificio. Era Arimán el que difundía esta voz. Pero cuando Yemsid lo supo, estremeciéndose de gozo, sin advertir que, envuelto en sus negras alas, el Mal Principio repetía no menos regocijado:

—¡Eres mío! ¡Mío el gran monarca de Persia!

Ciego de orgullo, resolvió Yemsid presentarse en el templo revestido con el traje del Fuego, bordadas las llamas de pedrería sobre su túnica y ceñida la frente con la mitra solar. Y como muchos que le acataban rey se resistían a reconocerle dios, los condenó a morir entre espantosos suplicios. Enajenáronle estas crueldades la voluntad de su pueblo, y cuando el príncipe de Arabia, Doac, al frente de su belicosas huestes, sitió a Persépolis, los habitantes le abrieron las puertas.

Huyó Yemsid, ocultándose en las cuevas y en las ruinas, mas al fin le descubrieron y le llevaron maniatado a la presencia del vencedor.

—Serradle al medio el cuerpo —ordenó éste—, y perezcan así los que son dobles en su alma y con las prácticas de los santos encubren la soberbia de los demonios.


«El Imparcial», 8 noviembre 1897.

El Peligro del Rostro

El fundador de aquel Imperio turco, que tanto dio que hacer antaño a venecianos y españoles, hasta que logramos contenerle definitivamente en sus fronteras europeas, por medio de la función de Lepanto, fue uno de esos héroes que, dotados de valor sin límites, unía a él —sucede lo mismo a casi todos los superhombres de acción— prudencia y astucia dignas de un discípulo de Maquiavelo, que aún había de tardar en nacer algunos siglos cuando vivió Gazi-Osmán.

Gazi-Osmán no nació en las gradas del trono, y todavía andaba lejos de él al ocurrir la aventura que os refiero. Los cronistas orientales se han complacido en atribuir al fundador del Imperio otomano fabulosos orígenes, remontando su genealogía hasta el diluvio; pero esto sólo prueba que en todas partes pasan las mismas cosas. No por eso se crea tampoco que Osmán hubiese nacido en las pajas: descendía de un general de la Horda, lo cual ya es honorífico. La sangre nómada que latía en las arterias de Osmán, le prestó esa energía de instinto que conduce a acometer sin recelo las más increíbles empresas. Mientras el padre de Osmán ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillo de tierra, el hijo meditaba en el Imperio magnífico que extendería la palabra y la doctrina del Profeta por Europa y Asia, cogiendo a los perros cristianos entre los brazos de la tenaza del Islam; los africanos por España y los turquestanos desde el canal del Bósforo hasta Transilvania, para avanzar de allí hasta donde fuese preciso.

Como nadie podía saber lo que Gazi-Osmán pensaba, y le veían en la minúscula corte de su padre, entregado a las distracciones y al amor, al que era asaz inclinado, a fuer de magnánimo, llamábanle Osmanlick, que quiere decir Osmancillo. Y ocurrió de súbito que, habiéndole conferido el Soldán de Iconio, en el Asia Menor, el tambor y el estandarte, lo cual significaba entregarle el mando de un ejército, además del derecho a acuñar moneda y a que su nombre se pronunciase en las oraciones de las mezquitas, la gente, siempre desdeñosa, dio en decir que se había vuelto loco el Soldán al atribuir a Osmancillo tan alto puesto. Fue preciso que Osmancillo ganase algunas batallas contra griegos y tártaros para que la afectación de desdén se volviese amarilla envidia y propósito secreto de venganza.

Venganza, ¿de qué? Como todos los ambiciosos de alto vuelo, Osmán no molestaba ni dañaba a persona que no le estorbase en el logro de sus designios. Era, al contrario, servicial y afable, y alardeaba de esa fidelidad a la palabra empeñada que distingue a los pueblos arabíes. Después súpose que Osmán creía necesario, al que ha de manejar hombres y razas, pasar siempre por leal, a fin de poder valerse, en caso extremo y crítico, de la traición como arma decisiva. Por entonces, la mano de Gazi-Osmán había cumplido siempre lo que prometía su boca.

Acaso lo que le valió a Osmán enemigos fuese el presentimiento de su altura... Y no falta quien insinúe que anduvo de por medio el rostro de una mujer. Ello es que se convino en tender a Osmán una celada, convidándole a las bodas del principal conspirador, Kalil, con la hermosísima Nilufer, celebrada y cantada por los poetas. Envanecida de su hermosura, Nilufer no quería cubrir su faz con el velo que empezaba a ser ritual en las mujeres de los buenos musulmanes; y así, las maravillas de su rostro eran conocidas y comentadas, y se hacían apuestas sobre si vencían sus labios a las flores de los granados, y si sus ojos rasgados y ovales brillaban tanto o más que la luna, alumbrando aquella tan bermeja boca, donde los dientes rebrillaban como las perlas que entretejían sus trenzas pesadas, luengas hasta besar el tacón de sus curvas babuchas. Kalil, el mayor enemigo de Osmán, joven, apuesto, señor de un principado y un castillo, había logrado cautivar a la presumida Nilufer, y pensaba reunir en un mismo día dos emociones: la posesión de la mujer amada y la muerte del enemigo, acaso del rival, que esto no lo aclaran las historias. Convidó, pues, a Osmán, y este prometió asistir, y hasta dirigió a Kalil un ruego, que denotaba la confianza más absoluta: que le permitiese transportar a su castillo el harén y los tesoros, a fin de prevenir alguna sorpresa de los griegos durante su ausencia. Y Kalil se avino con júbilo, felicitándose de la imprevisión de Osmancillo, que así le entregaba, con su persona, lo más preciado: sus odaliscas, sus riquezas.

El día señalado presentóse ante la fortaleza de Kalil una dilatada comitiva regia. Al frente, rigiendo su caballo, cuyos jaeces desaparecían bajo los bordados de plata, cabalgaba Osmán, vistiendo, con su habitual sencillez, caftán de larga manga perdida, colorado bonetillo que rodeaba blanco turbante de haldas —la corona korosánica— y, según conviene al que llega a casa de un amigo, ningún arma ni escolta fuerte. Era Osmán diestro jinete, y a caballo disimulaba el defecto de su configuración, los largos brazos que descendían hasta más abajo de la rodilla. La majestad de su actitud y la gravedad de su semblante barbudo y velloso infundían respeto. Kalil sintió un recelo indefinible. Iba a asesinar al huésped, maldad que pocos de su raza osarían cometer. Pero para retroceder era tarde. Los demás conjurados, en número de doce, estaban ocultos en el castillo aguardando el momento...

Detrás de Osmán, en prolongada fila, venían las jóvenes odaliscas, rigurosamente rebozadas hasta los pies. Imposible adivinar nada de sus facciones, ni aun de sus formas: tanto cendal las envolvía. Sólo se oía el choque metálico de collares y ajorcas. Y como Nilufer, chanceramente, vibrando una mirada de sus ojos de gacela al caudillo, le preguntase si no sería lícito admirar la beldad de las huríes, Osmán respondió con naturalidad que, mientras él viviese, nadie vería la faz de mujer que fuese suya.

—¡Ah, felices las que pertenezcamos a Kalil! —exclamó con coquetería la novia.

—Felices también los amigos de Kalil —declaró Osmán, sin recargar la ironía al pronunciar la ambigua frase.

Y cruzaron la puerta de herradura del castillo, y detrás pasaron las mujeres veladas, y sus guardianes, y los carros donde pesados cofres de cuero relevado encerraban los tesoros de Osmán. Pidió éste licencia para acomodar su harén lo primero, y se encerró con las mujeres en las habitaciones reservadas. Cayeron, en menos de un minuto, los densos cendales y sutiles lanas envolvedoras, y aparecieron las gallardas figuras y los viriles rostros de los cuarenta montañeses del Aral, que seguían a Osmán en los combates y le defendían como leales perros, formando una guardia a prueba. Sus armas eran lo que sonaba a metal. Recibieron una consigna, y Osmán, con la sonrisa en los labios y el puñal corvo oculto en el pecho, bajó a reunirse con Kalil. Conocía la conjura desde que se fraguó; la suerte, prendada de los que han de ejecutar cosas memorables, quiso que entre los conjurados hubiese uno que le previno...

Dio principio el festín de bodas... Osmán, sabedor de que pronto se arrojarían sobre él, apretaba el puñal y prestaba oídos, mientras su corazón tenía el latido involuntario de los momentos supremos. Allá dentro, en lo más recóndito del castillo sin almenas, de redondas cúpulas, creyó oír voces, ruido de lucha. Eran sus montañeses que ataban y amordazaban a los conjurados. Embebecido Kalil con tener a su lado a Nilufer, que le decía mieles, nada notó, aunque extrañaba que no viniesen sus cómplices. La hermosa del rostro descubierto se levantó y tendió a Osmán una copa, no de vino, prohibido a los creyentes, sino de licor de granada, que embriagaba como el vino. Nilufer conocía la conjura, y en el licor había mezclado un narcótico para que Osmán no sufriese ni se resistiese. Con su luengo brazo izquierdo, Osmán volcó la copa al rechazarla, y con el derecho sacó el puñal, mientras gritaba:

—¡A mí!...

Los montañeses irrumpieron en la sala del festín, pero ya Kalil estaba tendido a los pies del Longibrazo, con la garganta abierta...

Una hora después, Osmán cubría la faz de Nilufer —después de estampar en ella el último beso—, con velo tupido, murmurando sin cólera, firmemente:

—No lo alzarás nunca; y ninguna mujer tendrá descubierto el rostro donde mande Osmán...

La hermosa hubo de obedecer a su vencedor, al que ya era su dueño. Se cuenta que lloró tanto, que le dieron el nombre de Nilufer al río claro, caudaloso, rodeado de nenúfares, que cruza la llanura de Brusa, de Este a Oeste.

El Peregrino

Muy lejanos, muy lejanos están ya los tiempos de la fe sencilla, y sólo nos los recuerdan las piedras doradas por el liquen y los retablos pintados con figuras místicas de las iglesias viejas. No obstante, suelo encontrar en las romerías, ferias y caminos hondos de mi tierra, un tipo que me hace retroceder con la imaginación a los siglos en que por ásperas sendas y veredas riscosas, se oía resonar el himno ¡Ultreja!, cántico de las muchedumbres venidas de tierras apartadísimas a visitar el sepulcro de Santiago, el de la barca de piedra y la estrella milagrosa, el capitán de los ejércitos cristianos y jinete del blanco bridón, espanto de la morisma.

Siempre que a orillas de la árida carretera, sentado sobre la estela de granito que marca la distancia por kilómetros, veo a uno de esos mendigos de esclavina y sombrero de hule que adornan conchas rosadas, otros días y otros hombres se me aparecen, surgiendo de una brumosa oscuridad; y así como en el cielo, trazado con polvo de estrellas, distingo en el suelo el rastro de los innumerables ensangrentados pies que se dirigían hace siglos a la catedral hoy solitaria...

Me figuro que los peregrinos de entonces no se diferenciaban mucho de éstos que vemos ahora. Tendrían el mismo rostro demacrado, la misma barba descuidada y revuelta, los mismos párpados hinchados de sueño, las mismas espaldas encorvadas por el cansancio, los mismos labios secos de fatiga; en la planta de los pies la misma dureza, a las espaldas el mismo zurrón, repleto de humildes ofertas de la caridad aldeana... Hoy hemos perfeccionado mucho el sistema de las peregrinaciones, y nos vamos a Santiago en diligencia y a Roma en tren, parando en hoteles y fondas, durmiendo en cama blanda y comiendo en mesas que adornan ramos de flores artificiales y candelabros de gas...

En la choza del aldeano acogen cordialmente al peregrino. Para una casa donde le despidan con palabras acres, tratándole de haragán y de vicioso, hay diez o doce que abren la cancilla sin miedo y le reciben con hospitalaria compasión, dándole por una noche el rincón del «lar» en invierno y el «mollo» de fresca paja en verano...

De verano era aquella noche —16 de agosto, fiesta de San Roque milagroso—, cuando un peregrino pidió albergue al labrador más rico de la parroquia de Rivadas. El labriego, que era de éstos que llaman de «pan y puerco», había celebrado aquel día una comilona con motivo de ser San Roque patrón de la aldea y haber llevado él, Remualdo Morgás, el «ramo» en la procesión. Allí estaba todavía el ramo, respetuosamente apoyado en la pared, salpicado de flores artificiales, de hojas de talco y de rosquillas atadas con cintas de colores. Y la «familia», es decir, la parentela y los convidados, bien bebidos, bien comidos, regalados a cuerpo de rey, con esa abundancia que despliegan en día de hartazgo los que todo el año se alimentan mal y poco, se disponían a formar tertulia en la puerta, tomando «el lunar».

Los viejos se sentaron en bancos de madera, taburetes o «tallos»; una muchacha alegre requirió la pandereta; otra, no menos gaitera de condición, sacó las postizas; los mozos se colocaron ya en actitud de convidar al baile; los chiquillos, con el dedo en la boquita, el vientre lleno y estirado como un tambor, digiriendo el dulce arroz con leche, muertos de sueño y sin querer acostarse, esperaban a ver el regodeo. La reunión estaba muy alegre, animada por la buena comida y el vinillo, y dispuesta a solazarse hasta la medianoche, hora bastante escandalosa en Rivadas.

Aparecióse entonces el peregrino. Le reconocieron de verle por la mañana en la iglesia, donde había pasado el tiempo que duraron la misa y la función, arrodillado en la esquina del presbiterio, con los brazos abiertos, los ojos fijos en el Sagrario, y rezando sin cesar. Las plantas de los pies, que se le veían por razón de la postura, habían arrancado a las mujeres —tal las tenía— frases de asombro y lástima. Las guedejas largas, negras, empolvadas y en desorden, colgaban sobre la esclavina agrietada y vieja, donde ya faltaban algunas conchas, y otras se zarandeaban medio descosidas. La calabaza del bordón estaba hecha pedazos; el sayo, de paño burdo, mostraba infinidad de jirones y remiendos. No debía de llevar ropa interior, porque al subir los brazos para ponerlos en cruz, aparecían desnudos, flacos, con las cuerdas de los tendones señaladas de relieve y los huesos mareándose lo mismo que en una momia.

Con todo, al presentarse de noche el peregrino, no le miraron los labriegos sin alguna prevención. Estaban contentos, hartos, en ánimo de divertirse y aquel hombre ni venía a bailar ni a reír; advertíase que no era de esos bufones de la mendicidad, encanto de las tertulias de los campesinos, que pagan su escote diciendo agudezas y vaciando el saco sin fondo de los cantares y los cuentos. Hicieron sitio al peregrino, y hasta le ofrecieron un rincón del banco; pero se comprendía que hubiesen preferido no tener aquella noche semejante huésped.

Sentóse, o mejor dicho se dejó caer, rendido, sin duda, por el calor y la fatiga ya crónica. Desciñóse el zurrón, flojo y vacío por arriba, pero que en el fondo abultaba, y se quitó el sombrero adornado de conchas pequeñas. Era un hombre como de treinta a treinta y cinco años, de cara larga, cóncavos ojos y barba muy crecida. Sentado y todo, en vez de saludar al concurso, rezaba entre dientes.

—Déjese ahora de oraciones, y coma, que falta le hará —advirtió compadecido el tío Remualdo—. Rapazas, a traerle «bolla» de la fiesta y un vaso de vino viejo.

—No bebo vino —contestó el penitente; y todos callaron, sin atreverse a insistir, porque comprendieron que estaba «ofrecido», que había hecho voto de no catarlo. La moza de las castañuelas presentó el zoquete de «bolla» y el peregrino lo tomó con ansia; pero antes de llegarlo a la boca, se bajó, cogió con los dedos un puñado de polvo y lo esparció sobre el pan, hincándole al punto los dientes.

Mascó con avidez atragantándose, y pidió agua por señas, apuntando a la calabaza rota. Un mozo ágil y vivo salió por agua a la fuente..., pues en día como aquél del patrón San Roque, el agua estaba proscrita en casa de Morgás. Presto volvió con una «cunca» o escudilla de barro llena de agua fresquita, y el peregrino, arrojándose a la escudilla, la asió con las dos manos y la apuró de una vez, sin respiro. Limpióse la boca con el reverso de la mano, y pronunció en tono de compunción profunda:

—¡Gracias a Dios!

—Pudo venir antes, hombre —indicó en son de censura el tío Remualdo—. Pudo venir por la tarde..., y comía y bebía a gusto carne y bacalao a Dios dar.

—Por la tarde no podía, no, señor —objetó el peregrino—. Tenía que ayunar desde puesto el sol de ayer hasta ponerse el de hoy. Y tenía que pasar las horas del día éste rezando con los brazos abiertos...

—¡Jesús, Ave María; San Roque bendito! —murmuraron las mujeres con acento entre lastimero y respetuoso.

Ninguna pensaba ya en cánticos ni en danzas; el peregrino, que momentos antes les había parecido un estorbo, ahora absorbía su atención; asediábanle a preguntas.

—¿Va a las Ermitas? —indicaba una.

—No, irá a la Esclavitud —advertía otra—. No, al Corpiño... A Santa Minia de Briones...

—Voy a Santiago —respondió el peregrino—. Con ésta son siete las veces que tengo ido, siempre por caminos diferentes, cuanto más largos y más malos mejor.

—¿Por oferta?

—Por oferta de toda la vida.

—¡De toda la vida! —repitieron atónitos los aldeanos, que, sin embargo, son gente que hace lo posible por no admirarse de nada.

—¡Ay! —silabearon viejas y muchachas, agrupándose en torno de él—. ¡Ay, nuestra alma como la suya! ¡Éste sí que gana el Cielo! ¡Es un santo!

—Soy un pecador malvado, infame —contestó sombríamente el peregrino, que sin duda tenía aprendido de memoria y preparado el modo de acusarse y confesarse en público—. Soy un pecador malvado; no soy «dino» de que la tierra me aguante vivo ni de muerto... ¿Queréis darme de palos o hartarme de bofetones, almas cristianas? Haréis muy bien, y yo rezaré por vosotros.

Y como los aldeanos se quedasen suspensos, mirándose, reiteró la súplica.

—Ya me habéis dado de comer, y el Señor vos lo pagará y vos lo aumentará de gloria; ahora vos pido por el alma de vuestros padres que me deis con un palo. Hice oferta de dejar que me sacudan y de pedir por Dios aún más. Nadie quiere... Pues bien lo merezco... ¡Soy un pecador malvado! —repitió con entonación lastimera.

—¡Jesús! —gimoteó la provecta señora Juana, mujer del anfitrión, juntando las manos como para orar—. Tanto ayuno y tanta penitencia, «malpocadiño»... A la fuerza tiene que ser por un pecado muy grande, muy grande. ¿Qué pecado fue, «santiño»? Todos somos pecadores. ¡Jesús, Jesús!

No respondió el peregrino al pronto, y sus ojos, relucientes como ascuas, se fijaron en la mujer que le dirigía la pregunta. La luna había salido ya, y le alumbraba de lleno el rostro. A su luz, clara entonces como la del mediodía, se vieron correr por las demacradas mejillas del penitente dos lágrimas.

—Yo tuve un hermano —murmuró al fin con voz cavernosa—. Éramos solitos, porque quedamos sin padre ni madre. Mi hermano era el más pequeño. Trabajaba bien la tierra, y vivíamos. Él andaba loco detrás de una rapaza del lugar, que se llamaba Rosa. Y ella..., Nuestro Señor la perdone..., ríe de aquí, canta de allí..., y todo se le volvía alabarse de que a mi hermano le haría cara, pero que a mí me aborrecería, que no me daría ni una palabra si me arrimase a ella, que más se quería casar con el último de la aldea que conmigo... Y en las romerías y al salir de misa, me hacía burla y me decía vituperios... Y yo por tema me arrimé..., y Rosa...

—¿Qué hizo? ¿Le quiso? ¿Dejó a su hermano? —preguntaron ansiosas las mujeres, interesadas por el drama de amor que entreveían en aquel relato entrecortado e informe.

—Lo dejó..., ¡Dios la perdone! —respondió el penitente, arrancando de lo hondo del pecho un suspiro largo—. Y..., tanta rabia tomó el infeliz, que se vino a mí como un lobo a querer matarme... Yo me defendí... ¡Nunca me defendiera!... ¡Soy un pecador malvado, almas cristianas!...

Los gemidos y sollozos empañaron su voz. Todos callaban; la señora Juana se persignó devotamente...

—«Ahora» —continuó el peregrino alzando la cabeza— estoy ofrecido a pasar toda la vida peregrinando a Santiago y pidiendo limosna. Los días de fiesta, ayuno..., ¡porque un día de fiesta fue cuando!... Vamos, ya saben quién tienen aquí... ¿No me darán un rincón para pasar la noche?

La señora Juana se levantó y fue a disponer la paja más fresca y mullida, en un cobertizo pegado a la casa, sitio excelente para tiempo de verano. Buscó un saco de harina y lo colocó de modo que hiciese de cabezal; y, dispuesta así una cama envidiable, llamó a su huésped. Pero éste, abriendo el zurrón, sacó de él un piedra cuadrada, que era lo que abultaba en el fondo, y la puso en el sitio del saco de harina; hecho lo cual, se tendió en la paja. Sin duda estaba rendido, exhausto; se comprendía que le era imposible dar un paso más.

Después de su marcha, las mozas intentaron otra vez bailar, cantar y divertirse. Sin embargo, lo hacían con poco brío, sin animación ni empujones ni carcajadas. El peregrino las había «asombrado». Cantaron en dialecto coplas tristes, como ésta que traduzco:


Todas las penas se acaban,
mi glorioso San Martín;
todas las penas se acaban;
las mías no tienen fin.
 

Y los mozos, puesta la mano detrás de la oreja, columpiando el cuerpo, les respondían con esta otra:


Cuando oigas tocar a muerto,
no preguntes quién murió;
¡puede ser, niña del alma,
puede ser que sea yo!
 

A la madrugada, cuando la caritativa vieja señora Juana fue al cobertizo a llevar al huésped una «cunca» de leche fresca y espumante, no vio más que el hueco del cuerpo señalado en la paja.

La piedra había desaparecido, y el hombre también, continuando su eterno viaje.

El Pinar del Tío Ambrosio

Al volver de examinar la diminuta heredad que le daban en garantía de un préstamo al 60 por 100, se le ocurrió al tío Ambrosio de Sabuñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a ver qué testos y guapos estaban los pinos viejos y cómo crecían los nuevos. Aquel pinar era el quitapesares del tío Ambrosio. Dentro de un par de años contaba sacar de él una buena porrada de dinero; para entonces estaría afirmada la carretera a Marineda, y el acarreo sería fácil y los licitadores numerosos y francos en proponer. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal de vidrio resguardaría sus gallardos pinos de Magonde.

Apenas hubo traspasado el lindero, el viejo profirió una imprecación. A su derecha, y sangrando aún densa resina, se veía el cabezo de un pino recién cortado. Pocos pasos más allá, otro cepo delataba un atentado semejante. Ni rastro del tronco. Y el tío Ambrosio, espumando de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios, cercenados y sustraídos… ¿Por quién? Al punto, el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en Pedro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundo y ladrón de la parroquia. Sólo él sería capaz de un golpe de mano tan atrevido: sacar el carro de noche, cortar y cargar los pinos con ayuda de algún bribón de su misma laya, y venderlos baratos en Marineda, ¡porque para lo que le costaban!… ¡Mal rayo!

En medio de su furor, el tío Ambrosio concibió una idea genial. Creía haber encontrado medio de hacer el pinar inviolable. Regresó a la aldea, y guardóse bien de quejarse del robo de los pinos. Al contrario; en las conversaciones junto al fuego, en las deshojas, a la salida de la misa mayor, aseguró que ignoraba el estado del pinar, que no se atrevía a llegarse por allí nunca, aun cuando le interesaba vigilar sus árboles, desde que un día, al caer la tarde, había visto, pero ¡visto con sus propios ojos que había de comer la tierra!, una cosa del otro mundo, probablemente un alma del Purgatorio. Y como la tía Margarida y Felisiña la de Zas le preguntasen, muertas ya de miedo, las señas del alma, el tío Ambrosio la describió minuciosamente: era muy altísima; arrastraba unos paños blancos y unas cadenas que metían un ruido atroz, y daba cada suspiro que temblaba la arboleda. Dos ojos de lumbre completaban el retrato de aquel ser misterioso.

Algunos mozos, preciso es confesarlo, se rieron de la descripción, porque el escepticismo hace ya estragos hasta en las aldeas; pero las mujeres, los viejos y los niños patrocinaron la conseja del tío Ambrosio, y el Grilo fue de los primeros a persignarse si pasaba con sus bueyes por delante del pinar. Frotábase el tío Ambrosio las manos creyendo salvados los pinos, cuando experimentó una gran sorpresa y una impresión profunda: el rapaz de la tía Margarida, Goriños, volviendo del monte al anochecer con un fajo de retama a cuestas, había visto también, en la linde del pinar, el alma. El tío Ambrosio interrogó al muchacho, cuyos dientes castañeteaban aún de terror, y le oyó repetir puntualmente su propia pintura: la estatura agigantada, los blancos lienzos, los ojos de brasa y los plañideros suspiros de la visión del otro mundo.

Pensativo y maravillado en extremo quedó el tío Ambrosio con tan extraña noticia. Mejor que nadie sabía él que lo de la aparición era un embuste gordo. Sin embargo, Goriños lo afirmaba de tal manera y con tal acento de sinceridad, que, ¡francamente!, daba en qué pensar algo y aun harto. Y por si no bastaban las afirmaciones, Goriños cayó enfermo del susto y estuvo ocho días en la cama sangrando del brazo izquierdo.

Hasta que el chiquillo convaleció, el tío Ambrosio, sin saber la razón, sin definirla, no tuvo ganas de dar una vuelta por el pinar. Era preciso ver lo que ocurría, y el viejo necesitaba, para no quitar verosimilitud a su propia invención, ir de modo que no le viesen, a boca de noche. Así lo hizo, provisto de vara y navaja, y rodeando por entre maíces y después por una tejera abandonada ya, en que formaban barrancos los hoyos abiertos para extraer el barro. Iba cautelosamente buscando la sombra de los árboles, ojo alerta, palpitante el corazón. Al encontrarse cerca del pinar, se detuvo un instante, respirando. La luna, que acababa de asomar entre dos sombríos nubarrones, prestaba fantástico aspecto a los negros troncos erguidos y apretados como haces de columnas; y el viento, al cruzar las copas, les arrancaba salmodias lúgubres, que parecían llantos y lamentaciones de ánimas en pena. Volvió la luna a nublarse, y el tío Ambrosio, dispuesto ya a salvar la linde, oyó de pronto un golpe sordo y a la vez un doloroso suspiro. Erizóse su escaso cabello y, despavorido, dio a correr en dirección opuesta al pinar.

A poco trecho andando se rehízo, que, al fin, era duro de pelar el tío Ambrosio, y jurando entre dientes volvió atrás, proponiéndose entrar en su pinarcito, pese a todos los gemidos y porrazos que allá dentro sonasen. Otra vez refulgía la luna en lo alto de los cielos, y su luz, fría y triste, en vez de prestar tranquilidad al espíritu, aumentaba el pavor. Los mil ruidos de la naturaleza, el correteo de las alimañas, el manso rumor del follaje, adquirían a tal hora y en tal sitio medrosa solemnidad. Ya cerca, el tío Ambrosio creyó oír de nuevo el fatídico golpe, apagado, mate, a mayor distancia. Dominó el estremecimiento de sus nervios y adelantó dos o tres pasos. De repente, sus pies se clavaron a la tierra como las raíces de un pino. Saliendo de los más fragoso de la espesura, acababa de aparecérsele, ¡atención!, la «cosa del otro mundo».

Allí estaba, allí, conforme con su descripción, tan alta que sus inflamados ojos parecían brillar en la copa de un árbol, arrastrando melancólicamente las blancas telas del sudario, cuyos fúnebres pliegues movía el viento de la noche; caminando poco a poco, haciendo resonar las roncas cadenas y suspirando horriblemente, como deben de suspirar los precitos… El tío Ambrosio abrió la boca, los brazos después, se tambaleó y cayó para atrás, lo mismo que si le hubiesen atizado un gran palo en la cabeza… Se aplanó contra la tierra, sin movimiento, sin conocimiento, accidentado de susto.

Volvió en sí a tiempo que amanecía. El rocío nocturno, que tendía una red de aljófar y diamantes sobre la hierba, había empapado las ropas del labriego y penetrado hasta sus huecos secos y vetustos. Quiso incorporarse, y sintió agudísimos dolores; se encontraba tullido o poco menos. Gritó, pidiendo auxilio, pero ninguna voz respondió a la suya: el sitio era muy solitario; por allí, desde que faltaban los tejeros, no existía humana vivienda. Mal como pudo y arrastrándose, el tío Ambrosio tomó el camino de su aldea y de su casa; y su mujer, al verle moribundo, se decidió a avisar al médico, con quien estaban arrendados por seis ferrados de trigo anuales. Vino el doctor, y hubo receta larga, porque el tío Ambrosio sufría una fiebre reumática de las más peligrosas. Lenta fue la convalecencia, y el viejo usurero anduvo en muletas más de dos meses. Cuando pudo valerse por su pie, estaba tan consumido y desfigurado, que en la aldea no le conocían.

El tío Ambrosio volvía a la vida con una idea fija incrustada en su meollo agudo y sutil. Quería a toda costa ver el pinar, verlo claramente, lo que se dice verlo. Y como no estaba para caminatas largas, arreó su jumento, y a las doce del día, con un alegre sol, se metió por el sendero y cruzó la linde. Desde el primer instante, advirtió que aquello era una perdición. A derecha e izquierda, entre pocos pinos respetados para encubrir la tala, sólo se divisaban cepos, los unos, frescos, blancos y resinosos; los otros cortados ya de antiguo, denegridos y resquebrajados. Las dos terceras partes del magnífico pinar habían desaparecido. Y el tío Ambrosio, ante aquel espectáculo de horror, descifró perfectamente los golpes sordos, la aparición del alma en pena y la fácil credulidad del Grilo… Crispó los puños, se atizó un recio golpe en la frente, miró al manso borrico y murmuró en dialecto:

—Aún soy yo más.

El Pozo de la Vida

La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.

El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.

—No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.

Transcurrieron dos o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana. Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusión coloquíntida.»

Al día tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no lo consentían. Una virgen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohín de disgusto.

—¡Amarga más todavía que la del odre! —murmuró consternado.

La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruición.

—¿Qué dices de amargura? —interrogó burlándose—. Está más fresca que los copos de la nieve y más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazón. No he encontrado jamás agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quién se engaña.

Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hiciéronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.

El camellero quedóse solo otra vez. Como había mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.

Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constelaciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.

Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.

Una voz que le llamó —una voz imperiosa y grave— le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.

—No bebas, santo varón —aconsejó el camellero—. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.

Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.

—Este agua —murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su mano curtida por la intemperie— no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?

—Han venido —respondió el camellero— unas mozas vírgenes, muy alborotadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.

—Ya ves —dijo reposadamente el santón—. Que el ángel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevaría conmigo, sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me devorarán las fieras.

Y el santón se alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo —¡hasta para darse la muerte se necesita vigor!—, se precipitó dentro, de cabeza.

* * *

Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Sólo hay que añadir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.


«El Imparcial», 29 de mayo de 1905.

El Premio Gordo

Allá en tiempo de Godoy, el caudal de los Torres-nobles de Fuencar se contaba entre los más saneados y poderosos de la monarquía española. Fueron mermando sus rentas las vicisitudes políticas y otros contratiempos, y acabó de desbaratarlas la conducta del último marqués de Torres-nobles, calaverón despilfarrado que dió mucho que hablar en la corte cuando Narváez era mozo. Próximo ya á los sesenta años, el marqués de Torres-nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas de guardar, le hacía la partida de brisca, burro y dosillo (tales sencilleces divertían mucho al ex-conquistador), y le leía y comentaba los periódicos políticos más reaccionarios; un mayordomo ó capataz que cobraba á toca-teja y dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un cochero obeso y flemático que gobernaba solemnemente las dos mulas de su ancha carretela; un ama de llaves silenciosa, solícita, no tan moza que tentase ni tan vieja que diese asco; un ayuda de cámara traído de Madrid, resto y reliquia de la mala vida pasada, convertido ahora á la buena como su amo, y discreto y puntual ahora y antes; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid á tomar puerto y carenarse en Fuencar. Su salud se restablecía; el sueño, la digestión y demás funciones necesarias al bienestar de esta pobre túnica perecedera que sirve de cárcel al espíritu, se regularizaban, y en pocos meses el marqués de Torres-nobles echó carnes sin perder agilidad, enderezó algo el espinazo, y su sano aliento indicó que ya la feroz gastralgia no le roía el estómago.

Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para que no le dejasen les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia, y además los obsequiaba á veces con regalos y mimos. Así andaban ellos de contentos: poco trabajo, y ese metódico é invariable; salario crecido, y de cuando en cuando sorpresitas del dadivoso marqués.

El mes de Diciembre del año antepasado, hizo más frío de lo justo, y la dehesa y término de Fuencar se envolvieron en un manto de nieve como de una cuarta de grueso. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el marqués de noche á la cocina del cortijo, y buscando por instinto de sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar, calentó la palma de las manos castañeteando los dedos, y hasta se rió de los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor, y reparó que la cocinera tenía muy buenos ojos. Entre otras conversaciones más ó menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados proyectaban asociarse para echar un décimo á la lotería de Navidad.

Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio á la ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la cocina blandiendo unos papeles, y anunciando á sus domésticos, con suma benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos quedándose él con ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el pastor, viejo cano, zumbón y sentencioso, meneó la cabeza, afirmando que el que echaba con señores «espantaba la suerte», de lo cual le pesó tanto al marqués, que condenó al pastor á no llevar ni un real en los décimos consabidos.

Aquella noche el marqués no durmió tan á pierna suelta como solía desde que Fuencar le cobijaba; le desvelaron algunos pensamientos de esos que sólo mortifican á los solterones. No le había gustado pizca la avidez con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles.—¡Esa gente—decíase el marqués—no aguardaría sino á llenar la bolsa para plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de poner taberna... para beberse el vino sin duda! ¡Pues la pazguata de doña Rita (era el ama de llaves), no sueña con establecer una casa de huéspedes! Digo, y lo que es Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se calló, pero miraba con el rabo del ojo á esa Pepa (la cocinera), que, vamos, tiene su sal... Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar ¡bah! el marqués de Torres-nobles dió una vuelta en la cama y se arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer y así... tendrán que aguardarse por las mandas que yo les deje! Y á poco rato el buen señor roncaba. Dos días después celebrábase el sorteo, y Jacinto, que era más listo que Cardona, se las compuso de modo que su amo tuviese que enviarle á la ciudad en busca de no sé qué provisiones ú objetos indispensables. La noche caía, nevaba á mas y mejor, y Jacinto aún no había vuelto, á pesar de salir muy de madrugada.

Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando sintieron las opacas pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y un hombre, en quien reconocieron á su compañero Jacinto, entró como una bomba. Estaba pálido, temblón y demudado, y con ahogada voz acertó á pronunciar:

—¡El premio gordo!!!

Hallábase á la sazón el marqués en su despacho, y, las piernas arrebujadas en tupida manta, chupaba un habano, mientras el capellán le leía la política menuda de El Siglo Futuro. De pronto, suspendiendo la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina. Parecióles al principio que los criados disputaban, pero á los diez segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo, tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por comprometida su dignidad, despachó al capellán á informarse de lo que ocurría é imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento: «¡Me ahogo!» y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole el rostro con El Siglo Futuro logró oir brotar de sus labios una frase entrecortada:

—El premio gordo... nos ha tocaaa...ado el prem...

Á despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués con no vista ligereza, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban no sé si el jaleo ó la cachucha, con mil zapatetas, saltando como monigotes de saúco electrizados; Jacinto, abrazado á una silla, valsaba rauda y amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba, gritando ó mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron á él con los brazos abiertos, y sin que fuese poderoso á evitarlo lo alzaron en volandas, y cantando y danzando y echándoselo unos á otros como pelota de goma lo pasearon por toda la cocina, hasta que viéndole furioso lo dejaron en el suelo; y aun fué peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el talle, quieras que no quieras le arrastró en vertiginoso galop, mientras el capataz, presentándole una bota de vino, se empeñaba en que probase un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabía á ciencia cierta por haber trasegado á su estómago casi toda la sangre de la bota.

Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vió que el capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.

—¿Á dónde va Vd., don Calixto, hombre de Dios?—exclamó el marqués admirado.

—Pues, con su licencia, don Calixto iba á Sevilla, á ver á su familia, á darle la alegre nueva, á cobrar en persona su parte de décimo, un confite de algunos miles de duros.

—¿Y me deja Vd. ahora? ¿Y la misa? y...

En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el señor marqués le daba permiso, él también se marcharía á recoger lo que le tocaba. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el diablo en el cuerpo para largarse á tales horas y con una cuarta de nieve, á lo cual respondieron unánimes don Calixto y Jacinto que á las doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían á pié ó como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar: «Jacinto se quedará, porque me hace falta á mí,» cuando á su vez se encuadró en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin pedir autorización y con insolente regocijo venía á despedirse de su amo, porque él se largaba, ¡ea! á coger esos monises.

—¿Y las mulas?—vociferó el amo.—¿Y el coche, quién lo guiará, vamos á ver?

—Quien vuecencia disponga... ¡Como yo no he de cochear más!...—respondió el auriga volviendo la espalda y dejando paso á doña Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves, que entregó al marqués advirtiéndole:

—Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta del...

—¡Del demonio que cargue con Vd. y con toda su casta, bruja del infierno! ¿Ahora quiere Vd. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh? Váyase Vd. al...

No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió pitando, y tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el marqués mismo, que les siguió furioso al través de las habitaciones y estuvo á punto de alcanzarles en la cocina, sin que se atreviese á seguirles al patio por no arrostrar la glacial temperatura. Á la luz de la luna que argentaba el piso nevado, el marqués les vió alejarse, delante don Calixto, luégo Celedonio y doña Rita de bracero, y por último Jacinto muy cosido á una silueta femenina que reconoció ser Pepa la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la cocina abandonada, y vió el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó una especie de ronquido animal... Al pié de la chimenea, muy esparrancado, el capataz dormía la mona.

Á la mañana siguiente, el pastor, que no quiso «espantar la suerte,» hizo para el marqués de Torres-nobles de Fuencar unas migas y un ajo molinero, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día en que se despertó millonario.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos eran otros tantos poemas gastronómicos. Se cree que los primores de tan excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le produjeron la enfermedad que le llevó á la tumba. No obstante, yo creo que el susto y caída que dió cuando se desbocaron sus magníficos caballos ingleses, fué la verdadera causa de su fallecimiento, ocurrido á poco de habitar el palacio que amuebló en la calle de Alcalá.

Abierto el testamento del marqués, se vió que dejaba por heredero al pastor de Fuencar.

El Príncipe Amado

I

El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo á los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy contando que, ó mudarían de nombre aquellas regiones, ó se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.

Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor del mundo, y ni los agobiaban á contribuciones, ni perdonaban medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.

Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor, y entonces el reino se ponía también compungido para acompañar en sus pesares á los buenos reyes. El motivo de la pena de éstos era que no les había concedido Dios hijo alguno, y cada vez que la reina Serafina pasaba por delante de una cabaña y veía á la puerta jugar muchos niños descalzos, risueños y frescos, se le soltaban de envidia unos lagrimones como puños. No es posible contar las ofertas y rogativas que hizo la pobre reina para que el cielo le enviase una criatura que alegrase el palacio y fuese heredero del trono de Colmania; pero ya hacía veinte años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los súbditos también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que, si los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país vecino, que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar á Colmania, lo que haría sin duda alguna, porque era un rey muy emprendedor y ambicioso, y muy aficionado á dar batallas. Así es que los habitantes de Colmania se morían porque á la reina Serafina le naciese un príncipe; y como á este príncipe le querían tanto aun antes de que existiese, hablaban de él cual de una persona real y efectiva, y le pusieron el nombre de Príncipe Amado.

Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando pan á los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una fuente, sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder resistir al deseo de descabezar la siesta se reclinó en un banco de césped cubierto con un toldo de jazmines, y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo mejor del sueño sintió que la tocaban en un hombro, alzó la vista y vió ante sí una dama muy linda, vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni azul, sino una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que tiene la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada ó maga benéfica aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo inmediatamente:

—Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo á causarte gran alegría. Yo bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar á los mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos juntos, no puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus vasallos, de tu esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy á ver si, cumpliéndolos, me dejáis en paz.

Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la varita y añadió:

—Tendrás un hijo.

Y se fué tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del hada, y mucho más cuando vió que salía cierta, y que le nacía un hijo varón, robusto como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y regocijos que por tal acontecimiento celebró el reino de Colmania no pueden escribirse en veinte volúmenes. Baste decir que en las plazas públicas de las ciudades se pusieron unas fuentes de cinco caños de oro purísimo, y por un caño manaba vino generoso, por otro leche azucarada, por otro rubia miel, por los dos restantes agua de olor y licor de guindas. De estas fuentes podía beber todo el mundo, y llenar jarros y barriles para llevárselos á su casa. Pero la diversión que más gustó á los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se colocaron con gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban en letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie del mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos barcos, que cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color, y que se situaron de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una gigantesca B y una S enorme. Pero ¿quién me mete á mí en narrar tales fiestas? No acabaría el año que viene. Dejémoslas, y vamos á la alcoba de la reina Serafina, en donde se halla la cuna de marfil, incrustada en esmeraldas, del pequeño Amado (porque por unanimidad se dió al recién nacido este nombre). En aquel instante acababan de salir de la alcoba todos los ministros, títulos, generales, altos funcionarios y notabilidades de Colmania, que habían venido á cumplir la etiqueta besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo, dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando desapareció en el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y el último uniforme, el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un abrazo para desahogar el júbilo, que no les cabía en el pellejo. Estaban así abrazados y llorando como unos bobos, cuando he aquí que de pronto se les presenta el hada del Deseo cumplido. Venía más guapa que nunca: su traje brillaba como la luna misma, y el pelo suelto y negrísimo flotaba por sus hombros y caía hasta sus piés; en la cabeza lucía una corona de estrellitas que no se estaban quietas, sino que temblaban, temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey Bonoso iba á hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le debía su dicha; pero el hada, extendiendo la varita sobre la cuna, le dijo:

—Rey de Colmania, por aumento de bienes voy á dar á tu hijo hermosura, inteligencia y buen carácter; ahora á ti te toca educarle de manera que sea feliz.

Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.

Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera que fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en qué pensar, y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de mirar á Amadito, y comérsele á besos, ahora se quebraban la cabeza discurriendo métodos de educación.

El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios á los autores que más á fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de cómo se debe educar á un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal motivo más de 8,000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24,800 Memorias, llenas de preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy elegantes, pero que no sacaron de dudas al rey. Este convocó entonces á todos los sabios de Colmania y los reunió en su palacio á fin de que discutiesen y ventilasen el punto, prometiéndose atenerse á las decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron sabios de todos colores y clases: unos sucios, vestidos de andrajos y con luengas barbas; otros afeitados, peinaditos y con quevedos de oro; unos viejos, amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta. Abierto el debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron los pareceres más diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz, convenía enseñar al príncipe á mandar desde la niñez, con lo cual no le pesaría más tarde la corona en las sienes; otros, que era preciso adiestrarle en las armas para que adquiriese renombre de invencible; y hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha del príncipe, lo mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no teniendo pecados, se iría de patitas á la gloria; por cuyo dictamen la reina Serafina mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras á empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del Congreso de sabios que de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el extremo opuesto, es decir, llamar á una porción de mujeres sencillas del pueblo y consultarlas acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas las mujeres opinaron que la felicidad consistía en poseer cuanto se deseaba, sin restricción de ninguna especie, y que, por consiguiente, el modo de hacer dichoso al principito era cumplirle todos, todos los gustos, y bailarle el agua delante. El consejo satisfizo por completo al rey Bonoso, que estaba muerto por mimar á su hijo; á la reina, que ya lo mimaba desde que nació; á las damas, pajes y servicio de Palacio, que andaban bobos con las gracias del chiquitín, y á todos los colmanienses, que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa, nadie volvió á acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se entregó al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos tenía aún.

II

Creció Amado en medio del cariño universal, y sus juegos y sus ocurrencias traían embelesado el reino entero. Por supuesto que, consecuentes con el programa de educación que adoptaron, sus padres prevenían los más mínimos caprichos del heredero; y si en la época de la lactancia no le dieron dos amas en vez de una, fué porque los médicos de Palacio declararon que tal exceso podría comprometer su salud. No bien el príncipe comenzó á interesarse por los objetos exteriores, le pusieron entre las manos cuánto señalaba con su dedito; y como llega una edad en que los niños quieren tocar á todo, no hay que decir las preciosidades que hizo añicos, sin saberlo, el príncipe. En sólo una mañana destrozó la colección más rica de porcelanas y esmaltes que poseía Colmania, y que se guardaba en el Museo de los reyes como tesoro artístico inestimable. También tuvo el placer de reducir á fragmentos unos abanicos delicadísimos de nácar y marfil, regalo de boda que estimaba mucho la reina Serafina, y unas sabonetas muy curiosas que el rey Bonoso se entretenía en arreglar y poner en hora diariamente; sin hablar de las flores exóticas que arrancó en el invernadero, ni de los libros raros y únicos que rasgó en la biblioteca. Al empezar la época de los juguetes, ya se comprenderá lo pronto que Amado se aburrió de trompos, pelotas, cuerdas, soldados de plomo, tambores y otras baratijas comunes; todos los días pedía juguetes nuevos y distintos, y he aquí que Colmania se puso en conmoción para idear novedades que distrajesen al príncipe. Llamados de real orden, acudieron á Palacio los mecánicos más hábiles, y se dieron á discurrir creando muñecas que hablaban, cantaban y bailaban; bueyes que pacían, borricos que rebuznaban y multitud de artificios semejantes; pero sucedió que Amado hacía ya muecas de desdén á cada invención; y, por último, una noche, habiendo visto la luna, que apacible y majestuosa se reflejaba en un estanque, se empestilló en pedir aquel juguete, que le gustaba más que todos. Al verle patear y llorar, el rey Bonoso se puso casi de rodillas ante el mejor mecánico, rogándole que, por Dios, hiciese una luna falsa para aplacar á Amado con ella. El mecánico labró un lindo disco de plata muy reluciente, y haciendo como que se inclinaba al estanque para recogerlo, lo entregó al príncipe. Pero éste, que, según la promesa del hada, no tenía pelo de tonto, siguió gimiendo y asegurando que aquella luna era de mentirijillas y que no alumbraba como la otra. En semejante ocasión es fama que el mecánico, anticipándose mucho á los adelantos de la ciencia moderna, descubrió una aplicación de la luz eléctrica por medio de la cual logró que el disco esparciese una claridad suave como la de la luna, y contentó á Amado, haciéndole creer que poseía realmente el astro nocturno.

Pisando así sobre rosas, y viendo prevenidos sus deseos más leves, fué el príncipe haciéndose de párvulo niño, y de niño mancebo, y cumpliendo los diez y ocho años sin haber aprendido cosa de provecho; porque, es claro, como su primer movimiento fué negarse á trabajar y á estudiar, nadie soñó en insistir ni en molestarle. Por otra parte, su buena memoria y su natural despejo suplían un tanto á la instrucción que le faltaba; y como era, además de listo, muy guapo, rubio como unas candelas, con unos ojazos azules que daban gloria, toda Colmania consideraba á Amado el más perfecto de los príncipes.

Notábase, eso sí, que Amado tenia el rostro algo descolorido, y los bellos ojos algo apagados y tristes; que no mostraba interés por cosa alguna de este mundo, y que después de una temporada en que tuvo gran afición á perros, y después á loros y pájaros, y por último á la caza de cetrería, que se hace con unas aves amaestradas que llaman halcones, el príncipe había caído en absoluta indiferencia, y su hermoso semblante revelaba un aburrimiento invencible. Temióse que su salud se hubiese alterado, y el reino hizo públicas plegarias por su restablecimiento, con tanto más motivo cuanto que, hallándose el rey Bonoso muy cascadito y viejo, y la reina Serafina hecha una pasa, nadie dudaba de que presto pondrían ambos el cetro en manos de Amado, retirándose ellos del gobierno y del trono. Y es de advertir que los colmanienses deseaban muchísimo que así sucediese, porque desde hacía algunos años el reino andaba muy mal regido y los vasallos descontentos. El rey y la reina, buenos como siempre, pero embobados con su hijo, descuidaron los asuntos públicos, y un ministro orgulloso y audaz, el conde del Buitre, se hizo dueño del poder cargando al pueblo de tributos, persiguiendo aquí, encarcelando acullá, y dándose tal maña en derrochar los fondos del Erario, que, si en Colmania hubiese papel de tres, de fijo estaría casi tan por los suelos como el de España. Bonoso y Serafina se quejaban, pero no tenían resolución para coger al ministro y castigarle debidamente; y, entre tanto, en Colmania había muchas provincias cuyos habitantes perecían de hambre ó se alimentaban con las yerbas y raíces del monte, no queriendo cultivar sus heredades porque no les producían lo necesario para satisfacer las contribuciones inmensas que exigía el conde del Buitre. De manera que el pueblo, irritado y furioso, maldecía al ministro, y hablaba de sublevarse y de arrojarlo por fuerza del poder.

El rey y la reina, aunque no dejaban de afligirse por lo que sabían del mal estado del país, por más que el conde del Buitre se lo ocultaba todo lo posible, pintándoles, al contrario, una situación muy halagüeña, pensaban principalmente en Amado, cuya apacible melancolía empezaba á inquietarles. Si bien no imaginaban haber omitido nada para hacer á su hijo feliz, tenían barruntos de que no lo era viéndole pálido y abatido. Consultaron al médico de cámara, el cual recetó una temporada de campo. Los reyes entonces se fueron

con el príncipe á un magnifico sitio de recreo que se llamaba Lagoumbroso, y que estaba casi en las fronteras del reino, tocando con el país de Malaterra. Este lugar, que pocas veces visitaban los reyes, era amenísimo y de aspecto singular. Grandes bosques de árboles centenarios, cubiertos de musgo y liquen, rodeaban por todas partes un lago diáfano y sereno, en una de cuyas orillas, y sobre imponentes peñascos, se elevaba el castillo, residencia real; el castillo era ya muy antiguo y de arquitectura grandiosa; sus torres, cercadas de balconcillos calados de granito, se reflejaban en el lago; y la yedra, trepando por los muros, daba graciosísimo aspecto á la azotea, en cuyo borde unas estatuas de mármol, amarillosas ya con la intemperie, se inclinaban para mirarse en el lago también. Era tal la frondosidad de aquel parque, que parecía que jamás el pié humano pisara sus sendas. Á Amado le gustó mucho el sitio, y mostró animarse paseando por él y recorriéndolo en todas direcciones, por más que á los pocos días volviese á mostrarse taciturno y alicaído como antes. Una tarde el rey y la reina salieron con Amado, dirigiéndose á un punto muy fragoso del bosque que no conocían aún. El rey Bonoso, aunque sus años y sus achaques no le hacían muy á propósito para sostén de nadie, daba el brazo á Amado porque éste no se fatigara, y detrás iban dos pajes dispuestos á reemplazar al rey y á servir de apoyo al príncipe. Más atrás venía un palafrenero llevando del diestro el caballo favorito de Amado, por si á éste se le ocurría montar, y después seguían lacayos con una silla de manos, otros con blandos cojines, otros cargados de refrescos y dulces, todo por si el príncipe experimentaba en la selva ganas de sentarse, ó de comer, ó de beber. Amado fué despacio y por su pié hasta el sitio marcado, que era un valle en que un torrente; saltando entre dos negras rocas, caía al borde de un prado de fresca y menuda hierba, bañando las raíces de álamos gigantescos que sombreaban la pradería. Ésta convidaba al descanso, y olía á manzanilla, á menta, recreando la vista con las mil flores silvestres y acuáticas que al lado del torrente abrían sus corolas. Amado se quiso tender sobre el tapiz de helechos y ranunclos; pero, por listo que anduvo, ya sus pajes le colocaron en el suelo dos ó tres almohadones de terciopelo y seda, en los cuales quedó sentado. Estuvo así un rato sin hablar palabra, hasta que un espectáculo nuevo atrajo su atención. Al otro extremo de la pradería vió á un hombre que con un hacha estaba partiendo las ramas secas que alfombraban el piso, y juntándolas para reunir un haz de leña. Manejaba el hacha con tanto garbo, que Amado no apartaba la vista del leñador.

Amado se levantó y, escurriéndose entre los árboles, logró acercarse sin que el trabajador lo sintiese, y observarle. Era un mancebo de unos veinte años, pero robusto y vigoroso, con músculos de acero, que se señalaban en su cuello y brazos á cada golpe del hacha. Su estatura era alta, y su rostro noble y distinguido; y lo más extraño para Amado fué ver que el pobre leñador llevaba bajo un traje tosco una fina camisa de batista, y que los largos rizos de su cabello castaño oscuro relucían y eran suaves como si estuviesen ungidos de balsámico aceite. Amado salió de la espesura, y, llegándose al leñador, empezó á hacerle mil preguntas, á que éste contestó con respeto, pero sin turbarse. Dijo que se llamaba Ignoto; y como Amado se empeñase en que le había de mostrar su cabaña, el leñador le condujo á una próxima y muy pobre, en que sólo había un cántaro con agua, un banco de madera y tres ó cuatro pucheros y escudillas de barro. Amado, que simpatizaba cada vez más con Ignoto, no paró hasta que le hizo comer de los exquisitos manjares y catar los vinos y helados que sus pajes traían, á lo cual se prestó el leñador con muy buen apetito, asegurando que pocas veces gustara tan delicadas golosinas. El rey y la reina se maravillaban de lo divertido que Amado parecía hallarse con el leñador, y propusieron á éste que entrase al servicio del príncipe; pero Ignoto, con gravedad que hizo reir á toda la comitiva, contestó que su clase no le permitía servir á nadie, ni aun al heredero de una corona. Con esto se despidieron, y Amado prometió volver al otro día para pasar un rato con el leñador.

Pero aquella noche ocurrió una cosa muy terrible en Colmania. Y fué que el traidor conde del Buitre, sabiendo que el pueblo estaba decidido á aprovechar la ausencia de los reyes para vengarse de él, y conociendo que no podía resistir á la sublevación, porque hasta su misma guardia le quería mal, escribió una carta al rey de Malaterra ofreciéndose á entregarle el reino de Colmania si prometía hacerle á él primer ministro de ambos reinos juntos. El rey de Malaterra, que, como sabemos, era ambicioso y se moría por poseer á Colmania, aceptó en seguida, y á favor de la noche invadió el reino, sorprendiendo á las tropas descuidadas y penetrando en los cuarteles por medio de las llaves que el conde del Buitre poseía. Colmania se rindió por sorpresa, y un destacamento, mandado por el mismo rey de Malaterra, se dirigió al castillo de Lagoumbroso á prender á los reyes. Sin dificultad lo consiguieron; pero Amado, á quien despertó el tumulto, pudo ocultarse dentro de un jarro enorme que contenía flores artificiales, con tal primor imitadas, que parecían verdaderas. Allí, cubierto de dalias y rosas de trapo, oyó el príncipe pasar á los que le buscaban, y les escuchó decir que, si á los reyes viejos se contentarían con llevarlos á Malaterra cautivos, á él era preciso matarle, porque así no había que temer que hoy ó mañana reclamase su trono. Cuando los perseguidores se alejaron después de registrar mucho, salió Amado de su escondite y, viendo la ventana abierta y la azotea delante, arrancó un grueso y largo cordón de seda que recogía el cortinaje de su lecho, lo ató al balaústre y se descolgó por él hasta el pié del castillo, desde donde, y como si tuviera alas en los talones, emprendió á correr y no paró hasta la cabaña de Ignoto.

III

Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador, sobre el cual se tumbó muerto de fatiga. Lo que más admiraba á Amado era que, en medio de tan terrible é imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino perdido, no se sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras veces. Estaba rendido, eso sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no es por la destreza y el valor con que supo evadirse, á estas horas se encontraría en la eternidad. Pensando en esto empezó á apoderarse de él el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados á colchón de pluma de cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se quedó dormido como un lirón.

Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender cómo estaba en aquel sitio. Mas fué recordando los sucesos de la noche, y al mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba hambre. Levantóse esperezándose, y como viese en una escudilla unas sopas de leche y pan moreno, les hincó el diente con brío. ¡Qué plato para el príncipe de Colmania, habituado á desdeñar melindrosamente pechugas de faisán con trufas! En aquel momento entró Ignoto, y se mostró muy alegre al ver á Amado. En dos palabras le enteró éste de lo que ocurría, y concluyó diciendo:

—Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en qué dormir. Partiré leña contigo.

—No—respondió Ignoto;—lo primero es que dejes estos alrededores, que son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.

Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano á Amado, y juntos se pusieron en camino al través de la selva. Esta era muy espesa é intrincada, y Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le sangraban los piés. Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que aún llevaba el príncipe, y con corteza de olmo le fabricó unas abarcas para que pudiese seguir marchando. Anduvieron muchos días, durante los cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil que era en todo su compañero. El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía saltar un charco, ni cruzar á nado un río, ni trepar á una montaña; en cambio, Ignoto servía para cualquier cosa; era fuerte como un toro, veloz como un gamo, y no cesaba de reirse de la torpeza de Amado, quien, á su vez, renegaba de su inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe algo de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una castaña, y sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían una madeja de lino.

Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la cima de una colina una gran masa de edificios, ó mas bien un mar de cúpulas, techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta ciudad. Amado preguntó á Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica metrópoli, y el leñador contestó:

—La capital de Malaterra.

—¡Cómo!—gritó el príncipe.—¡Falso guía, así me conduces á meterme en la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!

—Mentira parece—respondió Ignoto—que te quejes cuando te traigo al sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos? ¿Quién te ha de reconocer con ese avío?

En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días más espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es tan claro como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues, sin temor en la ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía al dedillo las calles, le llevó por las más retiradas, hasta dar con una tapia enorme que les cerró el paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una llave y abrió una puertecilla medio oculta en el ancho muro. Por ella entraron Amado y él, y se encontraron en un jardín pequeño, pero cultivado con esmero extraordinario, y cubierto de flores raras y olorosísimas.

—Espérame—dijo Ignoto;—vuelvo presto.

Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella volvió acompañado de una mujer, que á la dudosa claridad nocturna le pareció á Amado joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi humilde, pero su voz muy dulce y su hablar distinguido.

—Señora—le dijo Ignoto presentándole á Amado,—aquí tenéis el jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el tiempo aprenderá lo que ahora no sabe.

—Bien está—contestó la dama.—Si es así, consiento en tomarlo á mi servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse: mañana le iré enterando de su obligación.

La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél á éste que la joven era una señorita noble de la ciudad, muy amiga de flores y plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que Amado se resignase á pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra y poder informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo á un pabelloncito en que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de jardinería, y una cama grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y ofreciendo volver á verle con frecuencia, le dejó que se entregase á un sueño reparador.

Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban á su puerta; echóse de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que vió colgados de un clavo, y fué á abrir. Era la dueña del jardín, que lo llamaba para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo el día se lo pasaron ingertando, podando y trasplantando; es decir, estas cosas las hacía la señorita, que se llamaba Florina; ella era la que con mucha maña y actividad enseñaba á Amado, que estaba hecho un papanatas, avergonzado de su ignorancia. Hacia la tarde, Florina le dijo:

—Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?

Amado se quedó muy confuso, y no acertó á contestar. Quería decir:—Sé extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías graciosísimas que todos los figurines de mi reino han copiado, y sé...—Pero no se atrevió á responder así, figurándose que Florina no apreciaría bien el mérito de tales habilidades. Ésta, como le vió callado, añadió:

—Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues, atender á mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de jardinero, que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan por cuidar de los jardines.

En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas á enseñar á Amado la jardinería. De paso le dió unas nociones de Botánica y Astronomía, y le corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la escritura, para que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas y flores. Florina vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para no enredarse en las matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo de paja; pero era tan linda, que Amado la miraba con gusto. Amado no podía consentir en que Florina fuese de la misma especie que las damas de la reina Serafina, que eran las pobrecillas tontas como ánsares, que se pasaban el día abanicándose y murmurando, y que lloraban como perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado y el traje. Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día se lo dijo, ofreciéndole casarse con ella. Florina contestó echándose á reir; y entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le despreciaba por su pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del trono de Colmania. Pero Florina siguió riendo, y dijo á Amado:

—¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuérais su heredero, habíais de reinar tan mal que no me lisonjearía nada compartir con vos la corona.

Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual entonces le dirigió este discurso:

—Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es una fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como sois, incapaz todavía de gobernaros á vos mismo. Ahora bien, si queréis, caro príncipe, casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que podáis ofrecerme un pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta por vos, una relación de vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta estará siempre abierta, y yo esperándoos siempre aquí. Adiós, y buen viaje.

—¿Y mis padres?—contestó Amado.—¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!

—En cuanto á vengarlos—repuso Florina—ya lo ha hecho el rey de Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer ministro, permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas, lo ha encerrado en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el conde se ofrece á entregar á traición el reino de Colmania, y así enjaulado lo pasean por Colmania, y en cada aldea los chicos le arrojan lodo y piedras, y lo silban y lo insultan. Al rey de Malaterra no le agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de un despreciable instrumento. Por lo que toca á libertar á vuestros padres, os advierto que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me encargo de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para completar su educación.

No quiso oir más Amado, y emprendió el camino. Embarcóse en el primer puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento sería el de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en sus excursiones le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años volvió siendo dueño de un caudalito que había ganado con su trabajo; de una flor preciosa descubierta en unos montes inaccesibles, que en los tiempos modernos ha vuelto á encontrarse y se ha llamado camelia, y de una descripción exactísima de sus viajes, en que se revelaban los muchos conocimientos adquiridos, con el estudio y la práctica de la vida. Al regresar á Malaterra, supo que el rey había muerto en una batalla y que mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque, sin ser tan aficionado á guerras como su padre, era valeroso é instruído, y no se desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó Amado á la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín. No dió dos pasos por él sin tropezar á Florina sentada en su banco de costumbre. En un minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las condiciones que ella le impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano y, llevándole hasta la verja que dividía su jardín, la abrió y entraron en otro jardín más hermoso y ancho. Anduvieron largo rato por arboledas magnificas, dejando atrás fuentes, estatuas y estanques soberbios, y al fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y los guardias que estaban en la escalera se apartaron con respeto dejando pasar á Florina. Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un hujier que, inclinándose, dijo:

—Su Majestad espera.

Atónito Amado, iba á preguntar qué era aquello; pero se encontró en una espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol rojo y negro, en donde vió sentados á una mesa y jugando al ajedrez á dos viejecitos, en quienes conoció á Bonoso y Serafina. Estos, al verle, arrojaron un grito, y llorando se fueron á abrazarle. Amado no sabía lo que le pasaba; pero más se admiró cuando vió á un rey joven y hermoso con corona de oro abrirle también los brazos, y pudo reconocer en él á Ignoto, el leñador de la selva. Afortunadamente las cosas agradables se explican pronto, y así no tardó Amado en enterarse de que Ignoto era el hijo del rey de Malaterra, que, disfrazado de leñador, estaba próximo á la frontera para ayudar á su padre en la sorpresa de Lagoumbroso; que había salvado á Amado porque le tomó cariño en aquella tarde en que Amado le vió cortar leña; que después de salvarle había querido instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese las lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al casarla con Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece inútil añadir que con tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban ya algo chochitos, lloraban á más y mejor; que Florina y Amado no cabían en sí de gozo, y que todo era júbilo en el palacio. Para colmo de alegría, aquella noche el hada del Deseo cumplido vino á honrar con su presencia una cena ostentosísima y un baile mágico que se celebró en aquellos salones. El hada dijo á Bonoso y Serafina que, aunque habían hecho lo posible porque su hijo fuese infeliz, ella, ayudada del hada de la Necesidad, lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes confesaron que eran unos bolos, y su buena intención hizo que el hada les perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se mezclasen en su educación por amor de Dios.

Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió á ser regido por su legítimo príncipe Amado, á quien tanto querían. Los habitantes de aquel reino no se cansaban de admirar la metamórfosis que había experimentado el príncipe, que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que volvía hombre robusto, inteligente y muy capaz de mandar él solo sin necesidad de recurrir á ministros, que á veces pueden ser tan malos como el conde del Buitre.

El Puño

Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.

Al margen del descampado que separaba a las dos mitades de la urbe, en una calle de las antiguas, empinadísima —tan empinada que llevaba el nombre poético y gráfico de la calle de la Amargura—, se ve aún la morada donde el caso sucedió. Era y es de ruin fachada: de mezquino aspecto por fuera, de angustiado portal, fétido y húmedo; pero si se ascendía la escalera negruzca y se lograba cruzar la segunda puerta, recia y resguardada interiormente por fuertes cerrojos, que daba acceso a la vivienda, se comprendía desde el primer instante que ésta no era ni reducida ni muy pobre. Era sórdida, que es distinto. Se adivinaba la estrecha economía en mil detalles; y, al mismo tiempo, entre las modestias exageradas de un ajuar cuyos servicios se prolongaban más tiempo del humanamente posible, asomaba a veces un signo indudable de desahogo, hasta de riqueza. Una jarra de plata, espléndidamente cincelada, sobre el aparador; un soberbio reloj inglés, de los que entonces empezaban a usarse, en la sala; un biombo de talla y damasco; una pintura en cobre, con todo el sello de Rubens, sobre el sofá. Y es que los moradores y dueños de la casa eran tratantes, como allí se dice, en alhajas, plata y muebles, y (adelantándose a los modernos chamarileros) solían hacer viajes a las aldeas y pueblecillos, trayendo objetos de mérito y valor, que revendían ventajosamente, en Marineda y en Estela, a la aristocracia de los caserones blasonados que aún hoy se ven en las hermosas calles de la ciudad antigua. Los dos hermanos, los Tomé, eran ambos semicontrahechos y en sumo grado listos y agenciadores, amén de tan ahorradores, que alrededor de su fortuna iba formándose una leyenda. «Más rico que los Tomé», decían habitualmente en el barrio. Y ellos se enfurecían, protestaban, lloraban, compraban en la plaza del Mercado, entre suspiros, el pescado barato y los pollos estíticos…; pero no les valía: «¡Más rico que los Tomé!».

Los Tomé no tenían criada. Eran misóginos, y ellos mismos, entre compra y compra de objetos preciosos, se hacían el puchero y se barrían el cuarto. Cuando se les preguntaba, alegaban razones de economía: la verdad era que temían que la criada, en alguna de sus frecuentes ausencias, les robase el tesoro que ocultaban en un escondrijo sólo de ellos conocido, pero que el diablo podía hacer que ella a su vez conociese…

Y vivían así, en el terror del robo, despertándose cada noche con el pelo de punta y la camisa empapada en sudor, trémulos por la pesadilla que acababa de mostrarles su caudal, trabajosamente ganado, arrebatado por un malhechor que, no contento con llevarse el dinero, les clavaba, antes de huir, largo y afilado puñal… Es justo decir que tales visiones teníalas principalmente el mayor de los dos, Jesús, que era pobre de espíritu, aunque sagaz para su granjería. Farruco, el segundo, en cambio, desconfiado «como un raposo», era resuelto, y solía murmurar entre dientes cuando se le mentaba a los ladrones:

—¡Que vengan! ¡Ya verán lo que es bueno!

Lo más singular de todo —lo que permitió que sucediese el caso atroz— que nadie sabía, en aquel momento, que existiese en Marineda ladrón alguno, o, por lo menos, de un grupo de ladrones capaces de organizarse para asaltar una casa habitada. Pero si en Marineda se ignoraba la presencia de tales elementos, se murmuraba en voz baja que en El Ferrol funcionaba una «gavilla» seria y organizada, y formaban parte de ella personalidades cuyos nombres se susurraban, sin decirse claramente: ¡tal asombro y escándalo envolvía la directa acusación! ¡Escribanos, comerciantes renombrados por su probidad, hasta oidores de la Audiencia!, figuraban entre los encubridores secretos y entre los valedores y directores de aquella asociación criminal, cuyos golpes de mano eran siempre contra pazos, donde se guardaban tesoros en buenas onzas peluconas de los últimos tres reinados, y contra conductas del correo que llevaban valores; en fin, para recoger botín cuantioso, nunca para pringarse en hurtos mezquinos. La «gavilla» actuaba pocas veces y a ganancia pingüe; mientras combinaba el golpe, reposaba en acecho. El duro Eguía, el terrible capitán general, no avanzaba un paso contra esta asociación, ni logró descubrir sus fechorías hasta más tarde, cuando, relevado el jefe político y militar de El Ferrol, puso en su lugar a otro, a un coronel llamado don Tomás Zumalacárregui.

Al ocurrir este episodio estaba aún de jefe Michelena, y la «gavilla» tenía aterrorizado al país.

Los dos hermanos Tomé, en su comedor, alumbrado por velón tríptico, acababan de cenar. Habían cerrado la puerta, según la patriarcal costumbre de entonces, desde el anochecer, y previas unas cuentas, asaz complicadas y prolijas, de los últimos negocios, se habían sentado a la mesa al toque de las diez. Era en invierno; llovía tenaz y pausadamente, y los canalones, que servían de desaguadero, hacían un ruido ahogado y vehemente, como de sollozos interrumpidos por un espasmo de dolor. El silencio era profundo: nadie pasaba por la calle, y en las viejas vigas de la techumbre, el trote de los roedores resonaba furtivo y burlón, como diablura de escondido duendezuelo.

Despachada la cena, rezados los dieces del rosario soñoliento, los hermanos, alzado el mantel, volvieron a cuchichear apasionadamente, porque no eran del mismo parecer: Jesús, el medroso, comunicaba a Farruco, el valiente, por centésima vez, su terror al guardar en casa aquella riqueza reunida a costa de trabajos y privaciones, y murmuraba:

—Tú dices que es más seguro esto que llevarlo a esconder en la aldea. Yo digo que no, y diré siempre que no. Porque si la escondemos con maña en un rincón de la casa de campo, como no estamos allí, los ladrones entrarán: no nos encontrarán para darnos tormento y confesemos el secreto del escondite; no van a derribar la casa…, y quedan burlados. Mientras que aquí, si entran y nos atan y nos dan cochura, habremos de confesar… y se llevarán, en una noche, toda la labor de nuestra vida.

Farruco, risueño, contestaba:

—No es tan fácil entrar aquí… ¡El escondrijo es bueno!… En todo caso, se llevarían cuatro chucherías de plata.

—¿Y si nos matan, hermano? —insinuó, trémulo, el jorobadito.

Un rayo de ferocidad pasó por la cara amarillenta, biliosa, del que pudiéramos llamar jorobado también, aunque su espalda era menos encorvada. Apretó los puños, enseñó los dientes y murmuró:

—Bueno, ya veremos… Tú déjalos venir, hombre.

Las once dieron en el reloj inglés, de argentino sonido, y las campanadas cayeron entre el gorgoteo de la lluvia, como un aviso de que el tiempo se va con la vida, mientras discurrimos planes que acaso no hayan de realizarse… En el mismo instante en que el péndulo dejó extinguirse su vibración última, Jesús murmuró con acento de pavor: «¡Silencio!». La mirada, el gesto, dijeron lo demás… En la puerta de la escalera, cerrada con dobles cerrojos, había sonado un ruidito singular, análogo al de los dientes de un roedor, un riqui–riqui cauteloso y porfiado, mordedura de acero en la madera resistente…

En los momentos de peligro, por instinto, hay uno que toma el mando. Viendo a su hermano lívido, Farruco ordenó:

—Apaga el velón callandito… Descálzate… Coge el candil pequeño de la cocina y una soga…, la de colgar los jamones…

Jesús obedecía a su hermano menor, protestando con una especie de ahogado suspiro de miedo. Lo que se debía hacer era asomarse inmediatamente a la ventana y alborotar a la vecindad a gritos, porque, no cabía duda, al verse descubiertos, los ladrones huirían. Pero, debilitada por el terror, su voluntad sufría el ascendiente de otra voluntad que el peligro encontraba serena, violenta, férrea. El mayor de los dos deformes hizo cuanto le ordenaban, y, a una seña del menor, como soldado cobarde que entra en fuego mal de su grado, se acercó a la antesala llevando el candil en la mano trémula, y andando con tal cuidado que no hiciesen sus pasos el menor ruido…

Farruco puso el dedo en la boca, y después señaló a la puerta. Esta vez no era el tímido roer del ratón furtivo y porfiado: la sierra ya apretaba de firme: desde fuera hacían un agujero amplio, redondo, para que cupiese por él la mano del ladrón, y descorriendo los cerrojos, pudiese franquear la entrada… Jesús notaba hielo en las sienes. Su corazón armaba un ruido de fragua. Pero Farruco, imperioso, se imponía. Y aguardaban, ignorando lo que iba a sobrevenir…

El agujero crecía rápidamente… La mano era experta. ¡La mano! El temblor de Jesús aumentaba al pensar que pronto, por el hueco que abría el fino serrucho, cuya extremidad de víbora de acero veían, asomaría una mano humana… ¡Oh, profundo horror! Una mano viviente, armada quizá, más terrible por ignorarse a qué cuerpo corresponde… Y, en efecto, la sierra apresuró sus mordeduras, el redondel de madera se tambaleó un instante, cayó entre serrín, y la mano asomó, velluda, forzuda, ardiente a la presa, como boca de alano… Pero, antes que hubiese tocado el cerrojo que buscaba, Farruco, rápido como un rayo, la ciñó con el nudo corredizo, tiró y amarró la mano, ahorcada y contraída, a la fuerte aldaba de la puerta, al mismo cerrojo que quería descorrer. La mano resistía desesperadamente, pugnando por desasirse; Farruco apretaba y atirantaba la cuerda recia, ensebada para que el lazo resbalase mejor…, y ni una voz fuera ni dentro, ni un gemido, ni nada, sino silencio hondo y espantoso… Hecho el último nudo, Farruco sonrió satisfecho.

—Ahora —dijo— está en la ratonera el ratón; ahora, tonto, es cuando se puede llamar a la vecindad…

Y así lo hicieron; y, despavoridos, fueron algunos vecinos bajando a la calle… Los hermanos no se atrevían a abrir la puerta ni acercarse a ella. Desde el balcón explicaban: «Hay un ladrón… ¡Está amarrado! No se podrá defender… Suban; lo tenemos atado, seguro…».

El tropel de vecinos, que, en efecto, ya subía armado, furioso, gritó a una voz: «¡No hay nadie! ¡No hay nadie!». Y entonces se atrevieron los hermanos; descorrieron el cerrojo, voltearon la llave… La mano estaba allí…, engarrotada, pálida, como una araña difunta… Sólo que no tenía cuerpo el puño…, y en el descanso resbalaban los pies en un charco de sangre…

Y nunca, nunca se logró saber quién era el dueño de aquella mano cortada, horrible. Un rastro de gotas rojas se perdía en las contiguas callejuelas… ¿Adónde se habían llevado al mutilado sus compañeros? ¿Dónde le ocultaban? ¿Cómo le curaron? ¿Quién le asistió? ¡Bah! No olvidemos que en la gavilla formidable había médicos, boticarios, oidores, señorío…

El mayor de los Tomé se impresionó de tal suerte, que murió al poco tiempo, dejando toda su fortuna a los hospitales y por su alma. Y entonces se supo el verdadero caudal de los Tomé. Más de tres millones de reales cada uno. Para aquel tiempo, una cosa fabulosa.

El Quinto

No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar los médicos; mis sobrinos la aguardan con secreta ansiedad… Ella está segura de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos de sus dedos sobre mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.

Viene como acreedora: sabe que le debo una vida…, que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba grabado el precepto santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio, por si a la luz de esta hora suprema lo descifro. Otros sienten remordimientos de haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo…, porque no maté.

Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que se impone: aquí fue Enrique, y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí ejercía, cuando lo advertí, experimenté cierta involuntaria mortificación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar mi personalidad si se presentaba una ocasión decisiva.

En las cosas pequeñas es a veces más difícil transigir que en las grandes. Yo, capaz de dar por Enrique Moncerrada hasta la piel, no acertaba a soportar su afición a rodearse de animales, sobre todo caballos y perros. A instancias suyas aprendí a montar, y de mala gana sufrí las caricias de Medora, la perrilla predilecta, una faldera rizada, blanca como el ampo de la nieve, con hocico rosado y dos ojos lo mismo que cuentas de azabache. La verdad es que era un encanto, y nos hacía mil travesuras graciosas, semejantes a coqueterías de niña o de mujer. Con Enrique partía el lecho, el suave calor del edredón y de las mantas.

Un día… Esto sí que lo tengo presente, hasta en sus circunstancias más mínimas. Volvía yo de alquilar unos dominós para el baile del Real por encargo de Enrique; eran las cinco de la tarde, y le encontré cerca de la ventana, aplicándose un parche de tafetán inglés sobre la mano derecha.

—Figúrate —exclamó— que Medorita me ha clavado los dientes… no sé hasta dónde. ¡Así son todas las hembras! ¡Tan pronto halagos, como mordiscos! La vi triste; me empeñé en distraerla y que jugase…, y ahí tienes el premio —y diciéndolo, reía.

Por mis venas corrió hondo escalofrío. Adiviné con tremenda lucidez, en un relámpago; la luz lívida, horrible, me cegó, y, viéndome vacilar, Enrique me miró asombrado.

—¿Qué te pasa?

No contesté. En un rincón, sobre fofo cojín de seda, se enroscaba Medorita, abatida, inerte. Mis ojos se fijaron con tal extravío en el animal, que Enrique, a su vez, comprendió. Nunca he visto semejante expresión de terror en un rostro humano. Su palidez fue de muerto, de muerto ya descompuesto en la tumba. No cruzamos palabra. Saqué del bolsillo mi cortaplumas; arranqué el tafetán inglés que cubría las heridas; las dilaté; calenté la hoja en la chimenea, hasta enrojecerla, y practiqué el cauterio, brutalmente, como supe, como pude. Enrique rechinaba los dientes, pero no gemía. Al fin murmuró con acento desesperado:

—Si está rabiosa…, tiempo perdido. ¡Es muy tarde! ¡Mordió muy hondo!

Huimos del gabinete, cerramos con llave, para asegurar a Medorita, y esperamos al veterinario, avisado urgentemente. Buscando un pretexto, yo le aguardé en el portal, y le rogué que sólo a mí dijese la verdad entera. Convinimos en que si la perra estaba, en efecto, rabiosa, él afirmaría que no, pero por precaución daría orden de matarla. Así se hizo. El veterinario examinó a Medorita, salió chanceándose torpemente, afirmando que no padecía sino los primeros síntomas de un mal cutáneo muy repugnante; que a eso se debían su tristeza y su furor, y que convenía evitarle sufrimientos con un tiro. «Y no tenga usted pizca de aprensión, señor marqués…». Cogí el revólver de Enrique, y a boca de jarro disparé dos veces. Medorita dio un salto y cayó, tiesa y erizada, con la cabeza deshecha y el espinazo partido… Al volverme, impresionado como si acabase de cometer un crimen, sentí que Enrique se abalanzaba a mi cuello. Fue un momento atroz… Creí que me mordía, y era que con acento sobrehumano murmuraba a mi oído:

—Es inútil tratar de engañarme…, ¿entiendes? Inútil. ¡Vas a prometerme por tu honor, por tu madre…, que al declarárseme la rabia me matarás a mí lo mismo que a Medora!

Y, subyugado, prometí: prometí, por mi honor. Enrique pareció tranquilizarse un poco. Inmediatamente nos dedicamos a consultar a las eminencias. Entonces no se practicaban los atrevidos métodos modernos para combatir la rabia; pero el misterio del extraño mal era el mismo que es hoy. ¡Inmensa extensión de nuestra ignorancia!

—Nada podemos afirmar, nada pronosticar —declararon los hombres de ciencia.

—La rabia puede presentarse y puede no presentarse. Si se presenta, no conocemos remedio seguro… Cruzarse de brazos… Calma y no preocupar el espíritu, que es peor.

¡No preocupar el espíritu! Enrique, al oír este consejo, soltó una risa demoníaca, una risa que blasfemaba. ¡Qué período aquél, el de los brazos cruzados! Mi amigo no me hablaba sino del fatídico plazo, de la hora espantable… «¡Me matarás!», repetía con imperio. En vano trataba yo de distraerle, de llevar su pensamiento a otros caminos. La idea fija derivaba hacia la locura. Sin embargo, corrían días, meses, trimestres; corrió medio año, un año…, y nada indicaba la aparición del mal. El tiempo hizo su oficio de lima: Enrique renació a la esperanza: empezó a interesarle algo de la vida exterior, a salir, a ver gente, a olvidar… ¡soberana medicina de todos los males de la tierra! Creyóse indultado, y entonces su juventud le rebosó por los poros, en vibrantes explosiones de alegría y de placer. Siempre había sido aficionado a la caza, y cuando me propuso una cacería, encontré en ella pretexto para disfrutar del campo, y acepté. Nos trasladamos al pueblecillo de Turnes, donde Enrique poseía una casa solariega.

Aún me parece respirar el hálito de fuego de aquella siesta de agosto… Habíamos resuelto bañarnos en el río, y nos desnudamos en un paraje solitario, bajo unos frondosos alisos. Enrique se quejaba, desde hacía días, de malestar vago, de tener la garganta apretada, las fauces secas: era sin duda, el bochorno canicular… Vi sus blancas piernas musculosas sumergirse en el agua transparente, y de pronto escuché un grito, un alarido más bien, algo estremecedor. Y le vi correr como un insensato hacia mí, agarrarse a mí, clavarme las uñas en la desnuda carne. Sus ojos salían de las órbitas.

—¡Ahí! —balbuceaba—. ¡Ahí! ¡Medora! ¡Ahí! ¡Está ahí quieta en el fondo del río! ¡La he visto en el espejo del agua!

Y cayó, revolcándose. Su boca espumaba; sus brazos se retorcían; pegaba prodigiosos saltos, como si no le pesase el cuerpo. Aparecía más aterrador en su desnudez de demente. Al fin se calmó un poco. Enjugué su sudor frío, le hice vestirse, me vestí, y cuando, sosteniéndole, volvíamos a casa, me suplicó, juntando las manos con angustiosa vehemencia:

—¡Acuérdate de lo que me has prometido!

¡Infeliz! No me atrevía a cumplir. Le dejé agonizar ocho días, entre torturas, en manos de curanderos, de médicos rurales, que le recetaban ruda cocida con sal y vino blanco, y que, por último, le sangraron, porque no se le podía sujetar.

No quise acceder a quebrantar el quinto mandamiento… Y por no infringirlo, por resistir al imperio que en mí ejercía Enrique, di lugar a que él, en un acceso más violento que ninguno, comunicase el horrible mal a la hija de la mayordoma, que, piadosa, le quería asistir. Enrique sucumbió entre dolores y frenesíes, y en los últimos momentos me gritó:

—¡Cobarde!

Yo huí; no sé qué hicieron de su cuerpo; no lo vi enterrar; no pregunté por la infeliz mordida, en quien la cadena de desesperación soldó otro anillo… A pesar de haber cumplido ¿mi deber?, no tuve una hora de alegría; viví huraño, solo, deseoso de morir también… Y ahora que ella se aproxima, quisiera cerrarle el paso. Pero avanza inflexible, y va a apoyar sobre mi agitado corazón los mondos huesecillos de sus dedos, parando el péndulo eternamente.

El Revólver

En un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora… Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas…

—Nada es nada —me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu—. Nada es nada…, a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.

El encendimiento enfermo de sus mejillas se avivó, y entonces me di cuenta de que habría sido muy hermosa, aunque estuviese su hermosura borrada y barrida, lo mismo que las tintas de un cuadro fino, al cual se le pasa el algodón impregnado de alcohol. Su pelo rubio y sedeño mostraba rastros de ceniza, canas precoces… Sus facciones habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos lentos, descomposiciones del organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer en otro tiempo; pero ahora, los afeaba algo peor que los años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir de locura.

Callábamos; pero mi modo de contemplarla decía tan expresivamente mi piedad, que ella, suspirando por ensanchar un poco el siempre oprimido pecho, se decidió, y no sin detenerse de vez en cuando a respirar y rehacerse, me contó la extraña historia.

—Me casé muy enamorada… Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los cuarenta, y yo sólo contaba diecinueve. Mi genio era alegre, animadísimo; conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír con las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida, el esposo apasionado y la brillante situación social.

Duró esto un año —el año delicioso de la luna de miel—. Al volver la primavera, el aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación: en Reinaldo se habían desarrollado los celos, unos celos violentos, irrazonados, sin objeto ni causa, y, por lo mismo, doblemente crueles y difíciles de curar.

Si salíamos juntos, se celaba de que la gente me mirase o me dijese, al paso, cualquier tontería de estas que se les dicen a las mujeres jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las personas que venían a verme; si salía sola yo, los recelos, las suposiciones eran todavía más infamantes…

Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi semblante entristecido, de mi supuesto aburrimiento, de mi labor, de un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir la vista hacia fuera… Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi propia familia, porque Reinaldo interpretaba como ardides de traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.

Cierto día, después de una de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:

—Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio. Me ha enajenado tu cariño, y aunque tal vez tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor. Las golondrinas que se fueron no vuelven. Pero como yo te quiero, por desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia y fiebre, te advierto que he pensado el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones, ni quimeras, ni lágrimas, y una vez por todas sepas cuál va a ser nuestro porvenir.

Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la alcoba.

Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el reloj, pañuelos, y me enseñó un revólver grande, un arma siniestra.

—Aquí tienes —me dijo— la garantía de que tu vida va a ser en lo sucesivo tranquila y dulce. No volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni de tus distracciones. Libre eres, como el aire libre. Pero el día que yo note algo que me hiera en el alma…, ese día, ¡por mi madre te lo juro!, sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te despiertas en la eternidad. Ya estás avisada…

Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido y recordé, sobrevino la convulsión. Hay que advertir que les tengo un miedo cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío. Mis ojos, con fijeza alocada, no se apartaban del cajón del mueble que encerraba el revólver.

No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza, y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinaldo, cumpliendo su promesa, me dejaba completamente dueña de mí, sin dirigirme la menor censura, sin mostrar ni en el gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de una voluntad que descansa en una resolución…, y víctima de un terror cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del revólver.

De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos, creyendo percibir sobre la sien el metálico frío de un círculo de hierro; o, si conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared… Y esto duró cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo, en que no di un paso sin recelar que ese paso provocase la tragedia.

—Y ¿cómo terminó esa situación tan horrible? —pregunté, para abreviar, porque la veía asfixiarse.

—Terminó… con Reinaldo, que fue despedido por un caballo y se rompió algo dentro, quedando allí mismo difunto. Entonces, sólo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!

—¿Y recogió usted el revólver para tirarlo por la ventana?

—Verá usted —murmuró ella—. Sucedió una cosa… bastante singular. Mandé al criado de Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver, porque yo continuaba viendo en sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la sien… Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:

—Señorita, no había por qué tener miedo… Ese revólver no estaba cargado.

—¿Que no estaba cargado?

—No señora; ni me parece que lo ha estado nunca… Como que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto…

—De modo —añadió la cardíaca— que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona…

El Rival

—La única mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo dominador —dijo Tresmes evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible—, ni era bonita, ni elegante, ni descendía del Cid… Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, porque, créanlo ustedes, estuve loco.

Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda… ¿No os acordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celita, mi prima, a la sazón mi «doña Perpetua» (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la perspectiva de pasarnos la tarde entera poniendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a una adivina, sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París. Dicho y hecho; nos embutimos en un simón —a esas cosas no se suele ir en coche propio—, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que recuerda la Inquisición, subimos una escalera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empalidecido damasco carmesí…

—¿Y cómo es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio? —preguntamos al vizconde.

—¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada —lo averigüé entonces— donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quirománticos.

Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.

—Esperamos —continuó— cosa de media hora, y la espera irritó la curiosidad. Sin embargo, tomamos la cosa como travesura. Cuando nos hicieron pasar al gabinete, nos dábamos al codo. Aunque era día claro, las seis de la tarde en abril, las ventanas estaban cerradas herméticamente, y la habitación, revestida de paños negros, la alumbraban cirios en candeleros de plata. Ante una mesita con tapete de raso negro vi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes que la llame así? ¡Como que jamás he sabido su verdadero nombre!

—Vaya por la bruja —respondimos burlones y condescendientes.

—La bruja, pues, era una mujer joven, pálida, muy pálida, casi demacrada, cuyos ojos, de un color de avellana amarillento, hervían en chispas de luz como la venturina al sol. Sus labios eran demasiado rojos; su pelo, lacio, negro, abundante, debía de pesarle. Vestía una bata grana y llevaba al cuello un collar de amuletos egipcios…

—¡Estaría hecha una birria! —exclamamos algunos, que habíamos determinado poner en solfa el cuento de Tresmes.

—Eso opinó Celita cuando salimos a la calle —repuso él—; pero ¿qué sabemos lo que es «risible», lo que es «ridículo»? El convencionalismo social dicta leyes; la pasión nos las conoce… Desde que puse los pies en el gabinete negro de la bruja me sentí, ¿cómo explicarlo?, «fuera» de o «sobre» lo convencional. Mi prima Celita, intachablemente vestida, me produjo el efecto de una muñeca. Los ojos chispeantes de la bruja me habían sorbido el corazón.

Sin levantarse, sin ofrecernos asiento, nos preguntó cuál era el objeto de nuestra visita.

—Que nos diga usted la buenaventura —gritó Celia, aturdidamente—. Mi hermano y yo (al decir «hermano» me miraba con malicia involuntaria) queremos conocer el porvenir.

—Denme ustedes a un tiempo la mano —contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abrasada y temblorosa con la de Celita, pronunció lentamente, sin mirarnos, con los ojos puestos en el techo—: Hermanos, no. Enamorados, tampoco. Parientes… y ligados por un lazo que ya se afloja.

Nos miramos con miedo. No cabía más amarga y completa lucidez. La bruja soltó mi mano, conservando asida la de Marcela; la extendió abriéndole la palma y me hizo señas de que alumbrase con un cirio.

—¿Debo decir la verdad? —preguntó gravemente.

—Venga la verdad —tartamudeó Celita, impresionada.

—Pues la línea de la vida, en usted, hace una rápida inflexión, ¡tan rápida…!

—¿Es… presagio… de muerte?

—Pudiera serlo… No lo afirmo así, en absoluto… Sólo…, convendría que tuviese usted cuidado…

Celita quiso reír, pero su risa era forzada y su cara estaba lívida.

—¿Y yo? —pregunté para distraerla, tendiendo a mi vez la mano. La bruja la tomó y sentí como una fuerte corriente eléctrica que atravesaba mi cuerpo.

—Usted… ¿A ver? Tenga la bondad de alumbrar, señora… ¡Oh! ¡Larga, muy larga existencia! Ni los excesos ni los placeres han conseguido atacar la vitalidad. A no ser por muerte violenta… La sangre que veo —continuó con una especie de extravío— es ajena. ¡Esta mano sabe dirigir la bala!

Tresmes calló un instante, preocupado; todos le imitamos, recordando su famoso desafío con Lamira, a quien había clavado una en mitad del corazón.

—En fin —prosiguió después de un rato de silencio—, salimos de allí, y aunque Celita declaraba haberse divertido muchísimo, en realidad íbamos los dos preocupados; ella, temblando ante la idea de la muerte; yo, sin poder olvidar el rostro descolorido y los ojos de venturina. Al otro día, a la misma hora, me fui sólo a la calle de la Cruz Verde. Recibido por la bruja, no sé qué le dije; le confesé el atractivo que en mí ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí. Helada y serena, me señaló una silla, y emprendimos larga conversación entre el olor de iglesia de los encendidos cirios y el tétrico silencio de una habitación tan semejante a una cámara mortuoria.

Algo emanaba de aquella mujer que yo no había hallado en ninguna. Conocedor y experto en el género —creo que ustedes saben que no es jactancia—; coleccionista de impresiones femeniles; aficionado al amor como otros al objeto de arte, encontraba allí «lo nuevo», y nada escasea en amor como la novedad. Si he de definir mis sentimientos por medio de una contradicción, diré que al lado de la bruja experimentaba lo que llamaré «frío ardiente». Todo en ella era glacial: su piel marmórea, lisa, semejante a un témpano; su rostro impasible de sibila; su habla solemne; el mirar de sus ojos de ágata, transparentes como un vino puro. No necesito decir que rompí con Celita; fue un trueno silencioso, sencillamente; no volví a poner los pies en su casa. Pasaba las tardes en el gabinete negro, tratando de leer en el alma enigmática de mi bruja, ¡en su alma, lo único de que yo sentía inextinguible sed! Averigüé que no era francesa, sino dinamarquesa; que no tenía familia, parientes ni allegados; que desde los quince años rodaba por el mundo, y que estaba casada, aunque no vivía con su marido.

—Mi esposo —díjome un día con orgullo— es un príncipe de la más ilustre progenie; sus dominios son tan vastos, que jamás podrá medirlos; su poder no reconoce límites; ningún soberano compite con él. Como sabe que tantas mujeres le adoramos, nos hace poco caso, y nos es infiel sin cesar. Conmigo sólo pasó un día —el de nuestras bodas—, y desde ese día le idolatro. ¡Nadie borrará su recuerdo, nadie!

Al pronto me causó suma extrañeza la conseja del príncipe archimillonario y poderosísimo que deja a su mujer ganarse la vida diciendo la buenaventura, y declaro que creí que la bruja mentía por vanidad; pero después una idea hirió mi imaginación, y se me ocurrió que el tal príncipe… sólo podía ser… ¡Ea!, si se ríen ustedes, me callo. Ese «personaje» no está de moda, y, sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!, en él «nos movemos, vivimos y somos» todos los pecadores y epicúreos de la coronada villa y de cuantas villas existen. La ocurrencia de que el esposo de la bruja era ni más ni menos que… el mismo «Diablo»; sí, ríanse cuanto quieran…; me empeñó más en su insensato amor, sin esperanza alguna. ¡Rival de Lucifer! Eso no se ve todos los días. Al tocar la mano de la bruja, el hielo de su piel me encendía el alma. Llegué a creer lo que cuentan de la posesión diabólica…

—¿Y cómo acabó esa rara manía, vizconde? —insistimos.

—¡Ah! De un modo extraño también. Ya me dirán si me equivoco… Oigan ustedes. Andaba yo más embebecido que nunca en mi pasión del otro mundo, cuando, casualmente, al leer un periódico, me encuentro con la noticia de que Celita había muerto… Una imprudencia a la salida de un baile; un enfriamiento… No sé qué enfermedad repentina… En fin: que aquel día la enterraban. Profundamente emocionado al ver realizada la profecía de la sibila resolví acudir al funeral; ¡no podía hacer menos! Al entrar en una iglesia, por primera vez después de muchos años, creí divisar a la bruja en la puerta, abriendo sus brazos blancos y sin calor para estorbarme el paso. Instintivamente —¡hábitos de la niñez!— me persigné, murmurando restos de una oración casi borrada de mi memoria. Entonces desapareció la figura de mujer y pensé ver el ataúd de Celita cubierto de paños negros y oí con terror, ¿a qué negarlo?, los rezos de difuntos… Me posterné de rodillas, hecho un doctrino. ¡Pobre Celita! Hubiese jurado que su voz, llorosa y débil, pronunciaba mi nombre… Se me enmudecieron los ojos…, y fue como si me arrancasen del pecho una raíz muy larga, de planta venenosa; ¡se me borró enteramente la imagen de la bruja! Ni volví a pasar por la calle de la Cruz Verde. ¡Cuando pienso que, ocho días antes, me había revolcado a sus pies, rogándole que se divorciase de mi rival y aceptase mi mano…!

Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro, añadió:

—Ante el amor, más aún que ante la muerte, debemos reconocer que «no somos nadie»… Polvo y ceniza.

El Rizo del Nazareno

A la hora en que él cruzó el pórtico del templo lucían las estrellas con vivo centellear en el profundo azul, saturaba la primavera de trépidos y aromosos efluvios el ambiente, hallábanse las calles concurridas, rebosando animación, y los transeúntes cuchicheaban a media voz, fluctuando entre el recogimiento de las recientes plegarias y la expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y halagüeña temperatura de abril. Eran casi las once de la noche del Jueves Santo.

Entróse a buen paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba la atmósfera, impregnada de partículas de cera e incienso. En el altar mayor ardían aún todas las luces del monumento, simétricamente dispuestas, alternando con vasos henchidos de gayas y pomposas flores de papel con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba azulados bullones de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido por angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los hombros, alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo chisporroteo de los cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el gran frente del altar irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en áureo y caliente vapor, y animado por la continua y parpadeante vibración de las candelas, y las notas de fuerte colorido de los contrahechos ramilletes.

Él avanzó hacia el luminoso foco, atraído por dos negras figuras femeniles —esbeltas a despecho del largo manto que las recataba— que de hinojos ante el presbiterio sobresalían, destacándose encima de aquel fondo de lumbre; mas en el propio instante las figuras se irguieron, hicieron profunda reverencia al altar, signáronse, y rápidas tomaron hacia la puertecilla de la sacristía, que a la derecha bostezaba, abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras las figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto cuando pasó frente al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado a sus perseguidas y se halló en la sacristía mal alumbrada por mezquino cabo de vela, que iba consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la antigua cómoda de nogal, almacén de las vestiduras sacras. En aquel recinto semitenebroso no estaban las damas ya.

Empujó la puerta de salida de la sacristía, que daba a lóbrega y retirada callejuela, y con ojos perspicaces escrutó las sombras, sin que en la angostura del solitario pasadizo viese ondear ningún traje, ni recortarse silueta alguna. Era evidente que se había perdido la pista de la res. Las fugitivas tapadas llegando a las calles principales, confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de indecisión, mi protagonista, a quien me place llamar Diego, encogióse levemente de hombros, y desanduvo lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que otorgase una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vio las borrosas pinturas pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo, los ornatos dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que tendían sus brazos blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un rincón, los cajoncitos entreabiertos dejando asomar una punta de cíngulo, todo el caprichoso desorden de la sacristía a última hora. Lentamente penetró de nuevo en la desierta iglesia, y al encararse con el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin que ningún murmullo de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al monumento, paróse a contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya al término de su vida; un hombre vuelto de espaldas a Diego, y encaramado en una escalerilla de mano, las mataba una a una, con ayuda de una luenga y flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra los frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas rosas artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por el fantástico pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver apagarse las efímeras constelaciones del firmamento del altar, y cuando sólo quedaron diez o doce astros luciendo en él, dio media vuelta, propuesto a abandonar el templo. Mas en mitad de la nave mudó instintivamente de rumbo, dirigiéndose a una de las dos capillas que hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia dibujaba. Era la capilla de la izquierda, fronteriza a aquella en cuyos muros encajaba la puerta de la sacristía.

Cerraba la capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta a la sazón, y en el fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de arriba abajo con paños de luto, descollaban expuestas en sus andas las imágenes que al día siguiente recorrerían las calles de la ciudad formando la dramática procesión de los «Pasos». Fijó Diego la vista en ellas con sumo interés, recordando, mediante una de las fugaces, pero vivísimas reminiscencias que impensadamente suelen retrotraernos a plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más lejanos aún en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada de la túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas, consideraba Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador, parecíale mirar y comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo hiciera allá en los albores de su infancia. Entonces eran para él símbolos del Cielo, invocado en sus cándidas oraciones; habitantes de una comarca felicísima, hacia la cual él deseaba remontarse por un impulso de las alas de querubín que en su espalda prendía la inocencia. Hoy le inspiraba igual curiosidad que un objeto cualquiera de arte. Advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las profanaba mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del escultor que las labrara o los conocimientos en indumentaria de la costurera que cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renacientes, y al notar que la soldadesca de Pilatos vestía, de medio cuerpo abajo, a la usanza española del siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional «Verónica», lucía brial de joyante seda al estilo medieval. Anacronismos que entretuvieron a Diego no poco, dándole ocasión de reconstruir en su mente, una por una, las impresiones de la edad en que acudía a visitar la capilla con erudición más corta y alma más sencilla y amante. En aquel punto y hora se encontraba Diego en la iglesia merced al más irreverente de cuantos azares existen: el azar de seguir los pasos a una bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego, bastando a empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que a no haber visto dirigirse a la gentil dama con su más familiar amiga —ambas rebozadas en tupidos velos— camino de la iglesia, donde se rezan las estaciones en aquella noche solemne; a no pensar que la hora, el tropel de gente arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión favorable de poner con disimulo rendido billete en unas manos quizá en secreto ansiosas de recibirlo..., no se anduviera él en tal razón en la capilla, sino en su casa, leyendo a la clara luz del quinqué los diarios, o respirando en el balcón la regalada brisa nocturna.

Mas como quiera que fuese, es lo cierto que había venido a dar a la capilla, y con la oleada de recuerdos infantiles olvidárase ya del galanteo, concentrando su atención toda en las imágenes que suavemente le conducían a los linderos del pasado. Parecíale tomar otra vez posesión de comarcas de antiguo perdidas, y con ellas recobrar la sencillez de su pericia venturosa. Allí estaba el San Juan, el amado discípulo, de rostro lindo y femenil, con su túnica verde, su manto rojo y sus bucles castaños, que caen como lluvia de flores en derredor de las impúberes mejillas y de la ebúrnea garganta. Allí, la Virgen Madre, pálida y orlados los ojos del dolor, tendidos los brazos, cruzadas con angustia las manos, arrastrando luengos lutos, trucidado por siete puñales el pecho. Allí, la «Verónica», pía, de arrogante hermosura, cubierta de galas y preseas, recamado de oro el rico velo de blanquísimo tisú, turbado el semblante con lástima infinita, presentando el limpio pañuelo que ha de enjugar el sudor de la sacrosanta Faz. Allí, los verdugos —que en otro tiempo hacían a Diego temblar de horror—, los sayones, de torvas cataduras y velludas fisonomías, de chatas frentes y cuerpos color de ocre, ostentando en la cabeza duro capacete o aplastado turbante, desnudo el torso, señalando con violentas actitudes la recia musculatura de sus fornidos brazos, tirando de las sogas o apretando, amenazadores, los iracundos puños. Allí, por último, el Nazareno, agobiado con el peso de su túnica de terciopelo oscuro, cuajada de palmas y cenefas de oro y sujeta por grueso cordón de anchos borlones, macilento y cadavérico rostro, apenas visible entre los flotantes rizos de la cabellera y las espirales de la ondeada barba virgen; el Nazareno, triste, de penetrantes ojos y cárdenos labios, de frente donde se hincan los abrojos de la corona, arrancando denegridas gotas de sangre. ¡Caso peregrino de verdad! Conocía Diego al dedillo las reglas de la estética y las teorías artísticas; sabía de sobra que el arte condena, severo, las imágenes llamadas «de vestir», sancionando las de bulto, donde el cincel puede revelar la armonía de las formas bajo el plegado de los paños. Y, no obstante, nunca maravillosa estatua, labrada en puro mármol pentélico por el artista más insigne de la antigua Grecia, le causara la honda impresión que aquella imagen ataviada por la ignorante piedad, sin tomar en cuenta los preceptos del arte ni las investigaciones arqueológicas. Tal era la fuerza y viveza de sus sentimientos ante la efigie, que creía notar en los labios el contacto de la rígida orla de la túnica; y, movido de curiosidad, deseando probar si algo del hombre de antaño sobrevivía en el de hogaño, miró alrededor, no fuera que estuviese oculto en los rincones de la capilla alguien que pudiese soltar la carcajada; y a falta de otro público, rióse él mismo al poner la boca en la fimbria del traje del Divino Nazareno. Alzóse, y a manera de disculpa, se alegó a sí propio que también los que en edad varonil vuelven al jardín donde, infantes, jugaron, gustan de esconderse en los bosquecillos como solían, por renovar el recuerdo de las alegres horas de ayer.

Hecho este soliloquio, resolvió Diego dejar definitivamente la capilla y la iglesia, que así lo pedía lo avanzado de la hora. Consagró la postrer mirada a las imágenes, cuyas vestiduras, al reflejo de la lámpara colgada de la techumbre y a la flava luz de dos altos blandones fijos en las andas, destellaban oro y colores, y, sin hacer genuflexión ni acatamiento alguno, pasó la verja. Estaba el templo del todo sombrío: en el monumento, negro y mudo ya, ni aun oscilaba el rojizo tufo de los pabilos recién apagados; apenas combatía las tinieblas de la nave el vago fulgor de los hachones de la capilla. Diego fue derechamente a una de las puertas que salían al vestíbulo del pórtico, empujóla con suavidad primero y fuerte después, y no sin gran sorpresa advirtió que resistían las hojas; la puerta estaba cerrada. Acudió Diego a la otra, y con mano impaciente buscó el pestillo; clausura completa. Palpó, nervioso y trémulo requiriendo la llave, que de fijo descansaría en la faltriquera del sacristán, puesto que estaba ausente de la cerradura. Entonces atravesó Diego apresuradamente la nave, y, llegándose a la puerta de la sacristía, probó a abrirla a tientas; empresa no menos vana que las anteriores. Herméticamente cerradas se encontraban todas las salidas del templo.

Hizo el mancebo ademanes de despecho y enfado. Su situación era clara: preso toda la noche en la iglesia. Mientras se embebecía en la contemplación de las imágenes, el sacristán, menos soñador y distraído, se recogía a saborear la colación en familia, cerrando bien antes. Diego torció y mordió con enojo su mostacho y meneó la cabeza, como diciendo: «Vamos a ver: ¿Y qué hago yo ahora?» Meditó varios expedientes, y ninguno tuvo por aplicable. Podría acaso, con sus vigorosos puños, forzar las cerraduras de las endebles puertas interiores; pero le detendría la fortísima exterior del pórtico, o la no menos resistente, aunque más baja, de la sacristía por la parte de la calle. ¿Y qué escándalo no iba a causar en la ciudad al verle a él, pacífico ciudadano, forzando puertas de templos, ni más ni menos que un burlador de capa y espada? Ocurriósele también gritar; acaso el sacristán, atareado aún en la sacristía, le oyese; pero inexplicable recelo embargó su voz, temiendo verla apagarse sin eco en la alta bóveda; además, algo pueril había en los gritos, que repugnaba a Diego. En estas imaginaciones transcurrieron diez minutos de angustia penosa; pero al cabo acudió la reflexión. Si el verse obligado a pernoctar en una iglesia no es recreativa aventura, tampoco grave mal ni terrible desdicha. Seguramente no se divertiría mucho Diego en la mansión sagrada; mas, en cambio, podría dormir a sus anchas, sin temor de que ningún importuno viniese a interrumpirle. Tratábase no más que de una noche, y mitad de ella era ya por filo, según anunció el reloj de la torre sonando doce lentas campanadas. Faltaban para la aurora, en aquella estación del año, cinco horas apenas, que bien podían dormirse en un banco, por duro que fuese. Antes de la del alba vendría el sacristán a franquear las puertas, a disponerlo todo para los divinos oficios, y entonces cátate a Diego libre y volando a su casa, a tenderse entre sábanas delgadas y limpias, a dormir hasta las once y a levantarse después para vez cómo sentaba la negra mantilla de fondo al talle de su perseguida beldad. Todo este raciocinio hilvanó el magín de Diego en un abrir y cerrar de ojos. Y pararon sus cálculos en resignarse y acogerse, atraído por las luces, a la capilla del Nazareno.

Ardían más amarillentos que nunca los cirios, soltando goterones de cera derretida, que a veces caían, y con rebote sordo se aplastaban en los palos de las andas de las imágenes. Reinaba, visible y palpable casi, el silencio. Diego se sentó en un banco, recostando la cabeza en la rinconada que formaba la saliente de un confesonario, y el crujido del duro asiento, al recibir el peso de su cuerpo, le sonó extrañamente. Trató de dormir, pero no acertaba a cerrar los ojos y recogerse para conciliar el sueño. Estorbábale mucho la absoluta tranquilidad del recinto, tranquilidad que agigantaba hasta el chisporroteo de los blandones. Aquella callada atmósfera estaba llena de cosas inexplicables e incomprensibles, que Diego percibía sin embargo. Quejas ahogadas, silabeo de oraciones en voz baja, grave salmodia de responsos, abrasadores lágrimas de arrepentimiento, sofocados suspiros flotaban en el ambiente como seres incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el aire, como átomos de mirra quemada ante el ara; dijérase que las almas de cuantos allí imploraron del Cielo paz o perdón se habían quedado cautivas en el círculo de los altos muros de la capilla. Diego se dio a creer que menos le turbarían acaso los siniestros rumores de derruido templo ojival donde mugiese el viento, silbase el cárabo y la corneja graznase, que el perfecto reposo de aquella iglesia moderna; y la aprensión más singular de cuantas le asaltaban, la más rara idea sugerida por el misterioso silencio, era la de figurarse que no se hallaba «solo». Por mucho que combatiese tan ridícula suposición, no podía arrancarse de la mente el pensamiento de que allí había alguien, o, mejor dicho, mucha gente, muchos ojos que le miraban atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él. Sacudió la cabeza, pasóse repetidas veces la mano por la frente, que comenzaba a arder; reclinóse de nuevo en el ángulo y probó a dormirse. Pero no es dado gozar el bálsamo del sueño a quien más lo solicita; antes suele huirnos cuando lo invocamos para aplacar la excesiva tensión de nuestros nervios y las tempestades de nuestro espíritu. Cerrados los párpados, no se disipó la indefinible zozobra de Diego. Parecíale oír tenues oscilaciones del aire, pisadas muy quedas, vagos murmullos, balbuceos trémulos, chasquidos leves, suave crujir de ricas estrofas, ráfagas de viento empujadas por manos que se tendían para acariciarle o cortadas por armas que descendían para herirle. No pudo sufrir más; mal de su grado se le despegaban los párpados violentamente retraídos por sus músculos tensores. Miró.

Las imágenes se erguían, inmóviles, en las andas; los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró ampliamente, increpándose a sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías entonan a las altas horas de la noche las capillas desiertas.

Tranquilo ya, recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y, cautivado, detúvose en la del Nazareno. Era ésta la que más próxima tenía; veíala de frente, y de costado a las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió a notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrara en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto despedían centellas como semejaban a Diego velados por turbia cortina de llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales a las flacas mejillas creyó Diego, asombrado, deslizarse unas gotas, que, al llegar a la negra barba, se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de araña campesina. Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio; mas al punto se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase a sí propio por demente y visionario. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación prendía sus pupilas a aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual a otra parte; imposible: los ojos del Nazareno no buscaban con empeño tal, preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de Diego! Lo que procedía era irse derechito a la efigie, mirarla de cerca, tocar su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reírse después. Sí: esto era lo sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias opina a las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero a igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en compañía de un Nazareno al que alumbran cirios, es verosímil que el mismo hombre hiciese lo que Diego; levantarse con ademán brusco, pasar ante el Nazareno, clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas en un pequeño espacio por menudilla rejilla, se interpusieron entre él y las imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo retirada.

Mas ni por sepultarse en tal escondite cesó Diego de tiritar y sentir zumbidos en las sienes, y dolorosa percepción del curso de la sangre por las venas de su cerebro. A través de la apretada rejilla, parecíale que los trágicos personajes del poema de la Pasión no estaban ya en sus andas, sino en el suelo muy cerca de él, tocando con las murallas de leño de su guarida. Oía choque de corazas y espadas, sonar de cuentos de lanza sobre baldosas, pasos trabajosos y desiguales, sordas imprecaciones, blasfemias cínicas, sollozos desgarradores arrancados de mujeriles pechos. Y también llególe el son de roncas trompetas y destemplados tambores, y, de tiempo en tiempo, el choque mate de un objeto pesado contra la tierra. Parecía como si cantasen un coro a telón corrido; pero con tal maestría, que cada voz se destacaba aisladamente entre las demás sin romper el concierto. Diego se apretaba la cabeza y tapábase los oídos con las manos; mas de pronto, las tablas del confesonario cesaron de interponerse entre su vista y el espectáculo que adivinaba: el telón subió y apareció la escena.

No estaba Diego ya en la capilla, ni le alumbraban los pálidos blandones, sino que se encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada ciudad, faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse a la cumbre. Hirviente multitud ondulaba en el sendero como flexible sierpe que colea; el sol, inflamado, rutilante en su cénit, pero de luz turbia y lívida, iluminaba, sin regocijarlo, el paisaje. Sus reflejos arrancaban vislumbres como de fuego y sangre a las armaduras, a los yelmos, a los hierros de lanza, a las águilas posadas en los pendones de la centuria de romanos jinetes que, indiferentes y marciales, arrendando sus briosos potros, daban escolta al cortejo. A ambos lados de la senda se enracimaban gentes del pueblo, mujeres y niños los más que, llorando y plañendo, maltratados a veces por la cohorte, se unían al grupo central de la lúgubre procesión. Formaban este grupo los hoscos sayones, los siniestros y grotescos verdugos, que bullían en torno de un hombre vestido con túnica nazarena.

Aquel hombre, cuyo rostro apenas se distinguía entre los copiosos y enmarañados bucles de su cabellera oscura, manchada de polvo y sangre, llevaba ceñida corona de espinas punzantes; sustentaba en sus hombros el árbol de enorme y pesada cruz, y sus pies descalzos y llagados pisaban dolorosamente los guijarros del camino. Apurábanle los sayones porque apretase el paso y llegase más presto al lugar del suplicio; cuál le descargaba fuerte puñada en los lomos; cuál le sacudía tremendo bofetón en la faz o le tiraba despiadadamente de los mechones del cabello. Diego miró con horror a los sicarios, y se lanzó hacia el grupo, deseoso de socorrer a la víctima; pero al alzar la mano para abrirse paso y apartarlos, halló que rodeaba su muñeca gruesa soga, pasada al cuello del reo. Entonces convirtió la vista a sí propio, y advirtió con espanto que tenía la propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces jayanes. Desnudos llevaba como ellos pecho y espalda; sujeto a la cintura, breve faldellín; pendiente del cinto de cuero, una bolsa con martillo, tenaza y provisión de férreos clavos. Quiso entonces desasirse de la cuerda maldita; tiró y logró solamente lastimar los lacerados hombros del reo que exhaló suave quejido. Siguió su marcha la comitiva, y Diego, confundido con ella, mecánicamente, como paja a quien arrastran las ondas del mar. Andados algunos pasos, los pies de la víctima tropezaron con una cortante piedra y desplomóse sobre las rodillas, abrumado por la cruz. Intentó Diego ayudarle a incorporarse; mas la soga volvió a rozar el herido cuello, y el reo a gemir.

Haciéndose cada vez más agria la cuesta, más grave el peso, aún vaciló y cayó, pero se sostuvo en las palmas de las manos; y entonces, como echase atrás la cabeza, apartáronse los descompuestos bucles y quedó patente el rostro maltratado y escupido, los dulces labios marchitos como pisoteada flor, la bella barba horquillada y rizosa, la cándida frente claveteada de espinas, los serenos abismos de los ojos, que con ternura y paz miraban en torno de sí. Diego sintió como si le traspasase el corazón agudo y penetrante dardo, y las entrañas se le conmovieron y derritieron de pena. «Álzate, sigue», vociferaban los verdugos en una lengua extraña, que Diego entendía, sin embargo; y se precipitaron sobre el Nazareno, para levantarle de grado o por fuerza. Cogido Diego en el vórtice del viviente remolino, extendió también los brazos y asió los del reo a tientas, según pudo entre la confusión; oyóse un clamor de agonía, contestaron a él las hijas de Jerusalén con histérico llanto, y Diego vio que las sienes de Jesús chorreaban sangre, y sintió en sus dedos un contacto blando, elástico, acariciador; enroscábase a ellos un rizo, arrancado de la frente del Nazareno.

* * *

Despertóse Diego en su lecho, rodeado de solícitos amigos, que le velaban y cuidaban desde que le encontraron sin sentido y sin pulso sobre el frío pavimento de la capilla, delante de las andas.

Ya tornaba a la vida y había en sus mejillas color, en sus pupilas luz e inteligencia. Recobrándose poco a poco, incorporado sobre la almohada, fue recogiendo lentamente los sueltos cabos de sus recuerdos y reconstruyendo lo pasado en su mente. Ensanchó el pecho, respirando con desahogo, y murmuró:

—¡Qué pesadilla!

Mas en el instante mismo hubo de advertir algo delicado y sedoso, como piel de mujer, como suave pétalo de flor, que tocaba con la yema del pulgar y envolvía su dedo índice. Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada su lengua. Aquella fina sortija era el rizo.


«La Revista de España», tomo LXVII, 1880.

El Rompecabezas

El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes poblaciones, privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo. Siempre limpito, con su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda sola y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer sufrir a un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena que adivinan sin poder medir su profundidad.

Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado, porque se daba cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo manchado o roto; Eloy se recogía a casa al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros, porque su madre se alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que al enviarle a aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un sacrificio.

Recordaba Eloy, sin embargo, confusa y minuciosamente a la vez, como recuerdan los niños, tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en que vivía gozosa. Es cierto que entonces un hombre joven, brioso, animado, de pisar fuerte y negros bigotes, vivía en la casa. ¡El papá! Eloy asociaba su memoria a la de cabalgatas en las rodillas o sobre la punta del pie, violentos besos en los carrillos, un simpático olor a cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de otro muchacho... Después..., el papá desaparecía, y la mamá tenía a toda hora los párpados hinchados y rojos. La casa se volvía callada y tristona, y Eloy sentía escrúpulos, recelos de jugar o de pedir alto la merienda, porque le parecía estar dentro de una iglesia oscura o de un sepulcro. Los conocidos que encontraba le hablaban en tono compasivo al preguntarle «si había noticias de papá, que estaba en la guerra». ¡En guerra! Por el acento con que madre y los amigos modulaban la frase, comprendía Eloy que la guerra era una cosa muy terrible, atroz, malísima. ¿Quizá en la guerra papá se podía morir? ¡Ah, vaya si podía! Como que una tarde, al volver de la escuela, Eloy encontró a su madre con un síncope, a la criada hipando, a las vecinas del segundo que se lo llevaron y le atracaron a golosinas «para que no se impresionase, pobre pequeño»... Y al otro día, mamá le reclamó, le abrazó silenciosa, sin verter una lágrima, y le vistió de negro: traje entero, desde las medias hasta la boina. El muchacho no sabía definir, no acertaría a explicar en qué consistía la muerte; pero estaba seguro de que era algo espantoso, y que ese algo les impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró a escondidas por no afligir más a su madre, y rezó las oraciones que sabía, muchas veces, «por el alma de papá». Desde entonces empezó a empollar firme las lecciones, a no hacer nada malo, a doblar la chaquetita antes de acostarse, a volver «al reloj» de la escuela, con los libros atados bajo el brazo. El alma de papá de seguro aprobaba tal proceder.

Sin embargo, el chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese en los primeros días del año las conjeturas de sus compañeros acerca de lo que le traerían los Reyes, y los proyectos de zapatos colocados en la ventana o la chimenea, no pudo menos de dar suelta a la imaginación. También él deseaba que los Reyes le trajesen algo... ¿Por qué no se lo habían de traer, señores? ¿No había sido bueno el año enterito? Si pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el zapato amaneciese vano como avellana vieja?

Afortunadamente, la misma idea de la equidad se había abierto camino en el espíritu de la madre de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía a morir en las escaleras, se echó a la calle la tarde del 5, envuelta en su modesto coleto de paño pasado de moda, y se detuvo en la tienda de juguetes. Cuando volvió a casa llevaba escondida una cajita plana de cartón. La escasez, al imponer el cálculo, destruye muchos gérmenes de poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por traer a su niño el fogoso caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso cinematógrafo, la locomotiva de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y caldera de cobre! Pero, ¡ay!, eran caprichos de media onza, diez duros, quince, y el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de los Santos Reyes magos, sabios y doctos, no fuese una inutilidad, sino que coadyuvase a la instrucción del niño... Y la madre adquirió, por módico precio, un rompecabezas geográfico, nada menos que el mapa de España... Así, Eloy, jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas de no ignorar, pues en Geografía llevaba el número uno.

Levantándose a medianoche, dejó el huérfano su zapato entre la fría ceniza de la chimenea del gabinete, la única de la casa, encendida rarísima vez. Por la mañana, saltó de la cama, descalzo y tiritando, a ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus majestades se habían dignado venir: allí estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué encerrará aquella cajita chata, tan mona, con sus filetes dorados?... Eloy la cogió afanoso, se volvió a la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos fuera y el tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda, corcho! Los Reyes le habían traído un mapa... ¡Cómo les constaba el comportamiento de Eloy, su costumbre de «sabérselas»!... ¡De todos modos, un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más un aristón o una linterna mágica igual a la de Pepito Ponzano, que siempre la estaba refregando por las narices a los otros?... Empezó Eloy a reconciliarse con los Reyes al averiguar que el mapita era de pedazos, y se desbarataba y volvía a arreglarse... Y ya levantado, tomó el café caliente. Mientras mamá se preparaba para ir a misa, Eloy se divirtió, armó y desarmó el país, barajó a España cien veces, revolviendo a Zaragoza con Valladolid y a Salamanca con Vigo...

De pronto, meditabundo, interrumpió su tarea e interrogó, inquieto, a su madre:

—Mamá, te han engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No encuentro la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico... ¡Falta España!

Arrasáronse los ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito a medio prender. Por último, encogiéndose de hombros:

—¡Esas tierras están tan lejos! —dijo—. Y ya no son de España, mira... Acierta el rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu padre...!

Eloy calló: una tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no cabía en el alma de un niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y con ademán expresivo, apartó, rechazó el regalo de los Reyes.


«Blanco y Negro», núm. 401, 1899.

El Rosario de Coral

Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.

El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.

No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.

Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.

Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?

Asombraba tanto más el portento —indiscutible— cuanto que la madre Soledad, con ser muy buena, no se contaba entre las monjas que espantaban por sus mortificaciones. Parecía más natural que al realizarse un prodigio dentro de las paredes de la Humildad, recayese, por ejemplo, en sor Leocadia, que llevaba a raíz de la carne un cilicio de crines de caballo; o en sor Julita, que diariamente trazaba en el suelo del coro cien cruces con la lengua; o en sor Armanda, que se abría a disciplinazos los viernes; o en sor Expectación, que se tendía para que sus hermanas la pisasen… La madre Soledad se limitaba a cumplir lo que dispone la regla, y su única penitencia parecía el silencio profundo que guardaba por costumbre. Su hablar era casi monosilábico, y su ensimismamiento correspondía bien a la idea de la soledad, soledad interior del alma.

Pálida y demacrada, se adivinaba que la consumían penas muy secretas, triste carga de plomo que había traído del mundo. Otras monjas, aun las más mortificadas, y acaso éstas sobre todo, eran alegres, con ingenua alegría infantil: gastaban chanzas, reían a carcajadas de cualquier cosa y comentaba jovialmente el libro del padre Boneta, entonces recién publicado, y que corría por los conventos, Gracias de la gracia, saladas agudezas de los Santos…, donde se referían mil chistes y donaires de bienaventurados legos, niños y varones tan graves como San Francisco de Borja, San Bernardo, San Vicente Ferrer. No entendía de estas ingeniosidades la madre Soledad. Nunca una sonrisa alumbró aquella cara trágica, donde el dolor estampaba su sello.

Y tan calladamente y tan hurañamente como había vivido, murió la monja del rosario milagroso el día mismo en que la última cuenta de hueso se convirtió en purpúreo grano de coral.

El padre visitador de Orden llegó a la Humildad cuando acababa de expirar la monja. Encontró a las madres alborotadas y zumbadoras, como colmena en peligro, y preguntó la causa. Le refirieron el hecho singular, y como para él no había clausura, le llevaron a la celda donde la madre Soledad, vestido su hábito y con una cruz entre los dedos, dormía su último sueño, semejante en todo a una ascética efigie de cera amarilla. Sobre el halda de su sayal descansaba el rosario, parecido a un reguero de sangre salido de las entrañas.

—¿Y dicen sus mercedes que antes ese rosario era de huesecillos? —preguntó el padre visitador, gallardo anciano de barba nívea, arrogante estatura.

—Todas lo podemos asegurar —exclamaron las madres a un tiempo.

Campaneó el visitador la cabeza y se acarició el chorro de plata de las fluviales barbas, meditabundo. Después sonrió, tomó el rosario y le dio vueltas entre los dedos. Por último, dirigiéndose a la abadesa, ordenó:

—Que avisen al confesor de la difunta; deseo hablarle.

En la sacristía se encerraron los dos religiosos, el fraile y el monje —porque el visitador era bernardo, y capuchino el confesor—. Un velón típico, de latón reluciente, los alumbraba, y entre la penumbra de la estancia abovedada y solemne, destacábase la dorada talla de los marcos y el diminuto lazo de alguna cornucopia, suspensa sobre la cajonada que encerraba las vestiduras.

El visitador fue directamente al asunto.

—Dígame su paternidad qué hay de eso del rosario de la monja que acaba de morir, porque todo ello trasciende a inocentada de las benditas madres, y yo no gusto de que anden divulgándose casos milagrosos que sólo están en la imaginación y dan que reír al padre Feijoo y al padre Sarmiento.

El fraile se recogió un instante antes de responder. Su frente calva, sus ojos de fuego hundidos, sus sienes surcadas, sus labios delgados, amoratados, le daban semejanza con los San Jerónimos de Ribera. Y en efecto, el padre Mauro estaba casi en olor de santidad.

—Me pide su paternidad cosa en que yo no podría obedecer si la madre Soledad no me hubiese rogado que, para edificación de todos, revelase este misterio. Lo que voy a decir es lo mismo que ella diría, caso de estar viva y de mandársele por obediencia que hablase. Por mi parte, nada tengo que añadir a sus palabras. No atestiguo: refiero.

Sepa, pues, su paternidad, que esta monja fue muy desgraciada en el siglo. Y todavía a su desgracia superó su humillación y vergüenza. Era una doncella muy noble; su padre, viudo, se había vuelto a casar, y la trataba con despego, dureza y mofa. Su madrastra la obligaba a servirle de criada, a calzarla, a recoger la basura, a fregar los suelos. Su hermano, el que debiera defenderla y ampararla, la quiso entregar a un rico libertino y viejo que la rondaba, y bueno fue que algún ángel protegiese su pureza; y por remate, un hidalgo de quien honestamente se enamoró, la sacó de su casa con engaño, y como ella no accedía a sus malos propósitos, la hizo presenciar sus solaces con otra mujer, y después la echó a la calle, de noche, riéndose de sus lágrimas. Entonces el demonio se le metió en el alma a Soledad, inspirándola una sed de venganza tan rabiosa, que entró en la tienda de un armero y compró un puñal, con resolución de darles por los pechos a su madrastra, a su padre, a su hermano, a su amante, a cuantos la habían ultrajado y afrentado inicuamente. Se escondió en la alcoba de su padre, y, al verle dormido, alzó el puñal. Un dolor agudo en el corazón le dejó paralizado el brazo; el arma cayó a sus pies. Entonces echó a correr y no paró hasta la puerta de esta santa casa, donde por caridad le admitieron. Hizo una excelente monja; pero es el caso que, mientras por fuera practicaba la humildad, interiormente sus afanes de venganza persistían, su alma seguía apuñalando. Día y noche deseaba a los que la habían burlado toda clase de males, la muerte, y, ¡cosa horrible!, la muerte en pecado, sin tiempo a arrepentirse. Decíame no poder vencer tales deseos y gozar en ellos con delectación infinita. A fuerza de exhortarla, a fuerza de luchar, un día me declaró que ya sentía impulsos de perdonar a su padre. Al día siguiente, una cuenta del rosario era de coral, y la madre Soledad gimió: «Es una gota de mi sangre; la he sentido subir y caer de la boca…». Poco a poco, con tremenda batalla, fue perdonando, perdonando… Sólo al que tanto amó en el siglo no acertaba a perdonarle nunca; no había medio de arrancar de su espíritu el odio. «Haré penitencia —me decía—, me azotaré…, pero eso de perdonar a aquel infame…». «No —contestaba yo siempre—. Dios no te pide que te abras las carnes; te manda que abras el corazón a la misericordia». La mañana del día de su fallecimiento me llamó, y entre fatigas me dijo: «Le he perdonado, y del esfuerzo de perdonarle, me muero». Entonces vi que el rosario era de coral todo.

—¿Y qué piensa del caso vuestra paternidad? —interrogó el capuchino.

—De casos como éstos, no pienso nada; me postro. Si hubo superchería en la madre Soledad…, allá ella y Dios. He cumplido su voluntad. He contado lo que he visto.

El Ruido

Camilo de Lelis había conseguido disfrutar la mayor parte de los bienes a que se aspira en el mundo y que suelen ambicionar los hombres. Dueño de saneado caudal, bien visto en sociedad por sus escogidas relaciones y aristocrática parentela, mimado de las damas, indicado ya para un puesto político, se reveló a los veintiséis años poeta selecto, de esos que riman contados perfectísimos renglones y con ellos se ganan la calurosa aprobación de los inteligentes, la admirativa efusión del vulgo y hasta el venenoso homenaje de la envidia. Sobre la cabeza privilegiada de Camilo derramó la celebridad su ungüento de nardo, y halagüeño murmullo acogió su nombre dondequiera que se pronunciaba. Abríase ante Camilo horizonte claro y extenso; la única nubecilla que en él se divisaba era tamaña como una lenteja. No obstante, el marino práctico la llamaría anuncio de tempestad.

Para comprender la trascendencia de la nubecilla, conviene saber que la originalidad literaria de Camilo consistía en una tan delicada, refinada y exquisita construcción del período, que las palabras, engarzadas como eslabones de primorosa cadena de esmalte, se realzaban unas a otras y hacían música como de agua corriente o de arpas estremecidas por el viento y que despiden sones aéreos, prolongados y dulcísimos. El efecto que las rimas de Camilo producían en el lector era el de una vibración lenta y profunda, suave y embelesadora. Diríase que los tales versos nacían hechos, ordenados, sin esfuerzo alguno por el instinto, como producto natural de la espontaneidad de un gran artista; más lejos de ser así, Camilo de Lelis, premioso, exigente consigo mismo e idólatra de la forma pura, desdeñando por ella la realidad, dedicaba, no sólo a cada frase, sino a la elección de cada verbo, horas de reflexión, de trabajo mnemotécnico, repasando las palabras que más halagan el oído, buscando el adjetivo plástico que pone de manifiesto casi visiblemente la línea, el color y el relieve de los objetos, aunque no engendre el inefable y espiritual goce de sentir, pensar y soñar.

Ello es que al joven poeta le costaba sudor de sangre cada renglón. Y fue lo malo que, cuando se hubo embriagado con los elogios tributados a la factura de sus primeros poemas, aún refinó más la de los siguientes, y los cinceló con rabia, con encarnizamiento, encerrándose en su gabinete de estudio y negándose a salir, hasta para comer, mientras no encontrase el efecto de sonoridad o de dulzura que recreaba su oído de melómano. No tardó mucho en notar cómo le era imposible semejante labor en aquél pícaro gabinete, donde se oían todos los ruidos de la calle céntrica: paso de ómnibus y tranvías, que hacían retemblar las vidrieras; rodar atronador de coches, que imponían al pavimento viva y momentánea trepidación; pregones de verduleras, que rompían con entonaciones ásperas y guturales las cadencias de sílabas que arrullaban a Camilo; riñas callejeras; trotadas de caballo; rebuznos asnales y pianos mecánicos, más insufribles aún que los rebuznos. Al principio estos ruidos importunaban al escritor, como importuna una sensación de conjunto, la bárbara irrupción de una murga, el vocerío de una feria; pero así que fijó su atención en el hecho de que la calle era bulliciosa, infernalmente estrepitosa, notó con angustia que cada ruido se destacaba de los demás y se precisaba y definía, obstruyéndole el cerebro y no permitiéndole tornear un solo verso. Los tranvías le pasaban por las sienes; los coches rodaban sobre su tímpano; los apremiantes pregones, los apasionados y rijosos rebuznos parecían feroces gritos de guerra; las tocatas de los pianos eran gatos de erizada pelambre que sobre la mesa de escritorio bufaban enzarzados o trocaban maulladas ternezas.

Crispado y dolorido ya, Camilo de Lelis recordó que tenía dinero y podía permitirse el lujo de un estudio silencioso. Gastó varios días en recorrer la capital, hasta que en un barrio limítrofe con el campo descubrió una casita o más bien hotel, de estos a la malicia que ahora se usan, que por lo retirado del movimiento y tráfago de las calles y por el jardincillo que tenía al frente, pareció al artista el refugio que soñaba. Realizó la mudanza con apresuramiento febril; instaló sus libros, sus muebles tallados, sus cacharros, sus damasquinas armas y bordadas telas —porque Camilo necesitaba verse rodeado de atmósfera de elegancia para trabajar—, y cuando todo estuvo en orden, antecogió las cuartillas y enristró la pluma. Apenas llevaba trazadas las tres estrellas, único título del poema que proyectaba, agitóse convulso en el sillón como si hubiese recibido eléctrica corriente. Era que de la calle desierta, abriéndose paso por entre las éticas lilas y los polvorientos evónimos, entraba una especie de gorjeo infantil, entrecortado de risa, de chillidos gozosos, de monosílabos palpitantes de curiosidad: en suma, la charla fresca de unos chicos que delante de la verja jugaban a la rayuela con cascos de teja, despojos de la tejera próxima.

El poeta se llevó las manos a las sienes, y poco después, como el parloteo de los gurriatos no cesaba, cogió el tintero y lo arrojó contra la pared, lo cual prueba que la cabeza de Camilo de Lelis empezaba a trastornarse. Sin embargo, resolvió esperar a la noche, hora del silencio, según todos los vates clásicos, y así que las tinieblas colgaron sus pabellones de crespón, he aquí que vuelve a llamar a la musa... Y cuando mentalmente apareaba el consonante del primer verso con el del tercero —como quien aparea soberbias perlas para pendientes de una hermosa—, oyó otra vez rumor junto a la verja... No como antes, espontáneo, regocijado y bullicioso, sino reprimido, suave, tímido, dialogado, interrumpido de tiempo en tiempo por calderones que estremecían y exaltaban hasta el paroxismo el cerebro del que oía... ¡Dos enamorados! ¡Una pareja! ¡Allí! El poeta se puso a renegar del amor, lo mismo que si el arte no existiese por él y para él... Y a la mañana siguiente Camilo de Lelis tomaba el tren y buscaba en la soledad de una provincia retiro bronco, la guarida de una fiera montés.

Hallóla a medida del deseo. Era, en la vertiente de una montaña, un conventillo en ruinas, donde mandó hacer los reparos necesarios para dejarlo habitable. Encerróse allí sin más compañía que una anciana criada. Parecía aquello el mismo palacio del Silencio augusto y reparador; y el poeta, al entrar en su mansión romántica, suspiró de gozo y se puso a escuchar las mudas armonías del desierto. Cuando pensaba saborear la callada paz de la atmósfera, el canto de un gallo resonó, imperioso y clarísimo. ¡Aquí de Dios! Al punto se le retorció el pescuezo al gallo; pero el sacrificio fue estéril, y Camilo no tardó en convencerse de que el viejo conventillo era cien veces más ruidoso que las calles de la corte. Sordos arrullos de palomas torcaces; correrías de ratones por los desvanes oscuros; zumbido de abejas que entraban por la ventana; coros de árboles agitados por el viento, y, sobre todo, el eterno plañir de la cascada, que desplomándose de lo alto de la roca al fondo del valle, deshecha en irrestañable llanto, inundaba de desesperación el alma del artista, ya reducido a la impotencia y presa en breve de la insania.

***

A los treinta años, casi olvidado de sus admiradores de un día, Camilo de Lelis expiraba en el manicomio. Su primera impresión, al encontrarse en el nicho, fue —no se admire el lector— de inmenso bienestar. Por fin habían cesado los malditos ruidos de la tierra, por fin su cerebro no sentía las horribles punzadas de agujas candentes y los tenazazos que por el oído llegaban a las últimas células de la sustancia gris... ¡Qué hermoso silencio absoluto, eterno, sin límites, como océano extendido desde lo infinito terrestre a lo infinito celestial!

De pronto... ¡No, si no puede ser! ¿Se concibe que existan ruidos dentro de una tumba, que atraviesen las paredes de un nicho, la espesura de una caja de cinc y de un recio ataúd forrado de paño grueso? No se concebirá, pero lo cierto es que algo suena... Camilo de Lelis se estremece, quiere incorporarse, quiere gemir... El ruido que le quita las dulzuras del perenne reposo es la fermentación que comienza, son los gusanos, que no tardarán en pulular sobre su pobre cuerpo... ¡Tampoco el sepulcro está solitario, y el adorador de la pura e inalterable Forma encuentra en él a su enemiga la Vida!


«El Imparcial», 21 de noviembre de 1892.

El Sabio

¡Honrad a Indra, el todopoderoso, y después recitad este poema, en el cual hay dulzores y amargores, la esencia de la vida humana!

Sabed que en la sagrada Benarés se celebraron con esplendor las bodas de la virgen Utara y el sabio Aryuna. Queriendo honrar a los novios dispuso el rey de los Matsias grandes festejos. Empezó por reunir toda su corte, y acudieron los dignatarios, reyezuelos y rajaes, cargados de pedrerías, tan refulgentes, que la sala donde se congregaron parecía un firmamento esmaltado de estrellas. Ante aquel concurso lucidísimo se celebró según los ritos el desposorio; las caracolas, los gumuces, los atambores, resonaron estrepitosa y alegremente en torno del palacio; en la pagoda fueron inmoladas en sacrificio gacelas y vacas, y desfilaron ante el pórtico, en vistosa muestra, las tropas, carros, caballos, elefantes con sus torres, arqueros, infantes, el ejército entero del rey. El cual, así que se hubo celebrado el banquete a la puesta del sol, tomó de la mano a la desposada, y le dijo solemnemente:

«Hermosa eres, doncella: tu presencia, como un vino generoso, derrama embriaguez. Tus formas son de diosa; grandes son tus ojos, tus cejas parecen pétalos de loto, tu voz es como el gorjeo del kokila. El primer don de la mujer es la hermosura, y por eso a ti, milagro de belleza, he querido uncirte a Aryuna, único varón de esta tierra que te merece. Aryuna es piadoso, generoso, sabio, frecuentador de los sacrificios y firme en sus votos. Es el deber encarnado; es todo energía; su inteligencia domina a la naturaleza, sus mortificaciones le aproximan a las esferas celestes. Sabe de memoria el astra de los tres mundos, de las cosas móviles e inmóviles; y ni entre los demonios ni entre los dioses hay quien esté más versado que él en todo conocimiento. Es fuerte y verídico; ha vencido sus órganos y sus sentidos, y su gloria es como la del sol al amanecer. Regocíjate, virgen, de ser el loto que embalsama el jardín del corazón de Aryuna. Sólo una vez es entregada la virgen al esposo; sólo al esposo pertenece ya tu vida, divina Utara».

Juntando las manos en forma de copa, como se hace ante el altar, Utara reverenció la arenga del rey, y escoltada por otras doncellas se dirigió a la cámara donde ya esperaba Aryuna, sentado en el lecho de marfil que revestían densas pieles.

Se retiró la comitiva, y Utara, lentamente, avanzó hacia su esposo. Se la podía comparar a la luna, que en aquel mismo instante ascendía por el cielo, sombríamente azul, y cuyos rayos argentaban el mármol del pavimento y el ligero chorro del surtidor perfumado que caía en un piloncillo, en medio de la estancia. Su andar era rítmico; sus brazaletes resonaban con suave choque musical, y sus collares de perlas, escalonados sobre el seno desnudo, subían y bajaban como la blanda ola que la playa, alternativamente, rechaza y acoge. Bajo las perlas y el seno delicado, el corazón de Utara saltaba como gacela que escuchó al chacal rugir a corta distancia. Aryuna se levantó, y empujando sin violencia a su esposa, la hizo sentarse cerca de él, en un taburete.

—¿Tienes miedo? —interrogó con benignidad—. No temas; yo te protegeré. ¿El calor, la fatiga, acaso te rindieron? Sal a respirar el aire; descansa, agota el refresco que te prepararon tus compañeras. Estás en poder de un hombre justo, de un dueño que no te hará ningún mal. Ya sabes que he vencido mis sentimientos y mis pasiones. Que la tranquilidad y el sosiego se difundan por tu ser. Te ofrezco la paz que en mí llevo; mírame, y aprende a no agitarte.

Utara, entonces, se atrevió a alzar tímidamente sus dorados ojos ovales y a fijarlos en Aryuna. El sabio tenía las pupilas marchitas y apagadas: el estudio y la contemplación las habían despojado de humedad y fuego. La voluntad había cavado surcos en su cara, y la austeridad consumido su carne. A pesar del aceite oloroso que los impregnaba, sus cabellos eran ásperos; a pesar de la engalanada vestidura de boda, su aspecto era ascético. Y Utara, temblorosa, osó decir:

—Héroe, señor, semejante a Indra… no extrañes mi turbación. Soy joven, ignoro lo que es nuestra vida. El misterio de las nupcias me rodea y me estremece. Si eres santo, espero de ti el remedio, espero la verdad.

Aryuna asintió con la cabeza, y respondió:

—La verdad no se aparta de mi boca. Pregunta, Utara lo que gustes. ¡Sé de memoria el astra de los tres mundos!

—¡Entonces, imagen de Indra —murmuró la virgen, acercándose a Aryuna confiadamente, enviándole al rostro su aliento de mimosa en flor— entonces… contéstame a seis preguntas, y después manda a tu esclava, que ante ti, oh sabio, no debe ni alzar la frente del polvo!

—Espero el interrogatorio, dijo Aryuna, desviándose un poco de su esposa para meditar con serenidad, pues a pesar suyo aquel soplo puro de brisa de primavera y aquella candorosa mirada, le acusaban el vértigo del que bebe licor de soma.

Utara, poniendo el índice sobre el labio, preguntó afanosamente:

—Dime ante todo: ¿somos árbitros de nuestros deseos?

—No —contestó el sabio. El deseo no es como la flecha, que la dirigimos a nuestro gusto recta al blanco.

—¿Y del amor, somos árbitros?

—No. El amor crece en nosotros como nuestro cuerpo: sin que lo determine la voluntad.

—¿Deben unirse el hombre y la mujer sin amor, oh imagen de Idra?

—No. Son los seres inferiores, en otro grado de encarnación, los que sin amor se unen.

—¿Es lo mismo venerar que querer?

—No —articuló gravemente Aryuna—. Tú me veneras y no me quieres, virgen Utara.

—¿Soy culpable por eso?

—No. Tú estás en el grado inferior humano en que el sentimiento no reconoce el freno de la energía y de la sabiduría. Cuando hayas leído los cuatro Upanisad y los Vedas todos; cuando hayas hecho penitencia cien años en lo más intrincado del bosque, comiendo aire y bebiendo tus lágrimas; cuando hayas secado tu sangre y atrofiado tus nervios; cuando hayas pronunciado cien millones de veces la misteriosa sílaba ¡Aum!, que contiene las tres letras símbolo de Brama, Visnú y Siva… quizás los astros te revelarán su sentido profundo, y sólo amarás lo que quieras amar. Hoy, pobre Utara, tu corazón semeja un tigre cautivo que muerde los tablones de su jaula. ¿Acaso es culpable el tigre?

—La última pregunta: Y tú, Aryuna, ¿amas sólo lo que debes amar?, balbuceó la doncella sonriendo, con involuntario amor propio juvenil.

—No —repitió Aryuna—. Veo que no, a pesar de los astros. No me he purificado sin duda lo bastante, cuando al sentir tu aliento tembló mi espíritu. El sabio puede tomar mujer; lo que no puede es amarla con insensato frenesí. Utara, necesito hacer penitencia otros cien años más, porque sin duda hice la que bastaba para dominar a los hombres y me faltó la que se requiere para no ser dominado por la mujer. Soy un luchador que tiene un lado del cuerpo vulnerable. Me falta todavía llegar a la unión con el Dios sumo por el desasimiento y la indiferencia; a lo que los sabios llamamos yoga. Adiós, Utara, eres libre.

—¡Espera, imagen de Indra!, gritó la doncella al ver que su esposo se dirigía hacia las arcadas del pórtico. ¡Espera, no me abandones así! Llévame contigo para que yo también aprenda esa ciencia de no amar sino lo que debo, de no sentir sino lo que conviene, de no pensar sino cosas altas, hondas y celestiales. Quiero olvidar que tengo sentidos y que mi joven corazón ruge como las fieras. Quiero mortificarme, desecarme, evaporarme, perderme en el seno de lo infinito. Quiero evitar las tres puertas tenebrosas del amor, la cólera y la codicia, por las cuales el alma ingresa en el impuro Naraka, mansión de los que reencarnan luego en alimañas viles. Llévame bajo la sagrada higuera, que tiene las ramas en el suelo, las raíces en el cielo, y cuyas hojas son himnos. ¡Sálvame de la ilusión, de la mentira, de las apariencias, de los lazos del vivir terrenal!

Hablando así, la virgen se cogía a las ropas de Aryuna, y el sabio recibía entre las palabras el soplo dulce de aquella boca y sentía sobre la seca piel de su esternón el contacto de los collares de perlas de Utara, parecidos a hileras de senos microscópicos, turgentes. Se desprendió con esfuerzo sobrehumano, y corrió, corrió, hasta perderse en los límites de la selva, en que terminan los parques de la residencia real. Allí se detuvo, y viendo correr a sus pies el río, en cuyas ondas espejeaba la luna, se despojó de sus ropas y entró en el agua para purificarse de sus emociones de un minuto. Y cuando dentro de la corriente quiso recitar una plegaria expiatoria, notó con terror que se le habían olvidado por completo los astros de los tres mundos, el Upanisad, los demás Vedas, la sílaba misteriosa… y que sólo sabía decir un nombre: Utara.

El Salón

El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.

El salón, realmente, era un encanto. El mobiliario pertenecía a la época barroca, pero a la mejor, clásica aún, y la tela de seda que lo tapizaba procedía de unas piezas tejidas en Toledo, de armoniosos matices, y que se habían conservado, adquiriendo en la sombra del cajón donde se guardaban esa suavidad que el tiempo comunica a todo y que le acredita de gran artista. En las paredes, vestidas de otra tela, lisa y clara, se agrupaban con acierto cornucopias, cuadros y repisas, que sostenían porcelanas de mérito. Todo el atractivo de aquel salón, del cual se hablaba con encomio entre las relaciones de los Romeral, y en el cual se daba alguna vez un té escogido, muy a lo íntimo, consistía en eso: en la paciencia con que Alfonso había reunido cosas que ninguna desdecía de otra, que se fundían, por decirlo así, en un conjunto perfectamente homogéneo, pareciendo haber nacido juntas; y, sin embargo, no era la homogeneidad fastidiosa y material de las salas que amuebla de una vez el tapicero; la variedad misma de los objetos los identificaba en una sola, maravillosa sensación de arte. Y halagaba altamente al matrimonio que el famoso pintor Albornoz les hubiese manifestado su propósito de tomar apuntes del salón para servir de fondo a uno de sus cuadros, que pensaba exponer próximamente y que representaría Un sarao en tiempo de Carlos III.

En la vida, a falta de grandes emociones —no siempre gratas ni provechosas—, hay que gozar con las pequeñas y darles proporciones que puedan llenar el vacío de la existencia, que todos perciben en momentos dados. Alfonso y Julia Romeral disfrutaban con su salón exquisito, y se asombraban de que la pavisosa de su hermana no sólo no encontrase preciosas sus adquisiciones, sino que proclamase a gritos que prefería los sillones cómodos y modernos.

Una mañana, a la hora del almuerzo, tuvieron los esposos una sorpresa: se presentó en su casa, ¡nada menos que Delfino Marco! Era Delfino Marco, para los Romeral, ese grande amigo que no falta nunca; ese que, sin ser de la familia ni tener el menor parentesco con ella, posee mayor confianza y es poco menos querido que un hermano.

Más joven que el padre de Alfonso, más viejo que Alfonso, lo bastante para tener autoridad sobre él, había intervenido en asuntos de interés para la familia, y no sólo como consejero, sino como poderoso y eficaz auxiliar. El padre de Alfonso, embarcado en negocios que le dieron mal resultado y comprometieron su fortuna, debió a la intervención de Marco salvar, tras mil luchas y azares, el capital que ahora disfrutaba su hijo. ¡Y aquel amigazo, tan querido de todos, llevaba años sin dejarse ver por Madrid! Desde la boda de Alfonso, en la cual actuó de testigo, le habían llamado a Barcelona importantes empresas, y (seamos francos, porque tal es la naturaleza humana) se le había olvidado poco a poco, llegando a no pensar en él sino casualmente. Cartas alguna vez, saludos de primero de año, felicitaciones de fiesta onomástica y, en resumen, el enfriamiento gradual del antes vivo afecto. Pero, al reaparecer Marco, instantáneamente, como por mágica virtud, el pasado se soldó al presente, y Alfonso saltó a abrazarle con verdadera alegría. ¡Por supuesto, Marco se quedaba a almorzar!

—¿Sabéis que me vengo a vivir a Madrid? —dijo él—. Estoy cansado de trabajar, y, para los años que pueda vivir, todo ha de sobrarme. Me voy a dar la gran vida de solterón egoísta, que no pierde coyuntura de pasarlo bien. Voy a arreglarme mi casita… Ésta, tan alegre, que tenéis, me da envidia; pero la mía ha de estar…, mejor, ¡vaya!

—De seguro —aprobó Celia, risueña—, la pondrá usted deliciosa.

Pocos días después empezó, en efecto, Marco a instalarse, habiendo alquilado un amplio piso en sitio muy céntrico. No le dolía el dinero, y se lanzó a hacer compras. El mobiliario lo encargó al tapicero de más fama. Todo rico, lujoso, amazacotado. Luego comenzó la adquisición de obras de arte. Cuadros modernos, carísimos, que representaban labriegas con cara bestial, gañanes despechugados y vellosos, mujeres color de berenjena sobre fondo verde claro y caseríos de cinc, que no se destacaban del cielo cárdeno, cargado de nubarrones densos, semejantes a plomo fundido.

Era la furia de gastar que les entra en la madurez a los hombres antes económicos y agenciadores. Y, no contento con amueblarse, sintió Marco el deseo de regalar, y he aquí que una tarde se presentó en casa de sus amigos seguido de un mozo de cuerda que fingía sudar bajo el peso de una no pequeña pintura, con marco descomunal de bronce, cobre, madera y oro.

—¿Veis lo que os traigo? ¡Esto es canela! Ahora mismo lo vamos a colgar… Bien merece un sitio de honor, ¿eh? Lo pintó…, no sé…, ¡no recuerdo en este instante! Uno de mucho nombre, y con medallas de honor, ¡vamos, a porrillo! Cinco mil y pico de pesetas me cuesta, pero por vosotros, ¡las solté con tanto gusto! ¿A ver? Aquí, que hay buena luz… Se quita ese retratillo y ese paisaje tan menudo…

Miráronse Alfonso y Julia con desesperación. No había remedio a la desgracia. ¿Qué le iban a decir a Marco? ¿Hacerle un desaire? Pero era la ruina del salón aquel lienzo grosero, que se daba de bofetones con todo el decorado, con todo el arte fino y elegante recogido allí con tanto amor, con tal maniático empeño. El retratillo que tenían que suprimir era un pastel francés, antiguo; una belleza contemporánea de la princesa de Lamballe, coronada, como ella, de rosas ya pálidas y esfumadas, como flores de ensueño. Y el cuadro de las cinco mil y pico representaba una escena de taberna, pintada con energía, con algo de intención caricatural en su violento realismo. Los borrachos eran cinco o seis, marineros y jornaleros. Uno de ellos, chispo, reía al empinar el vaso; otro dormía echado de bruces en la mesa tosca; otro se agarraba a la falda de la Maritornes, requebrándola; otro gesticulaba, en bascas innobles. Eran Teniers y Velázquez vistos en moderno, no sin talento, pero con una vulgaridad tremenda, sobre todo por el contraste que formaban con el salón en que iban a figurar…

La deliberación fue de suprema angustia.

—¿Qué hacemos?

—¿Qué hacemos?

—Consentir en el salón ese adefesio, ¡imposible!

—Hacerle un feo a Marco, ¡más imposible aún!

—No ¡pues yo no estropeo nuestro saloncito! ¡La ilusión que tengo con él!

—También tu amigo Marco, ¡qué manera de emplear el dinero! Es un ordinariote.

—Y vuelvo a mi tema: ¿qué se hace?

Como alimañas enjauladas, dieron vueltas a la solución, y, por último, de noche, puesta la cabeza sobre la misma almohada, el matrimonio creyó haberla descubierto. Fue ocurrencia de Julia.

—¡Es una diablura feliz! Las mujeres, ¡qué listas sois! —murmuró Alfonso.

Quedose estupefacto Delfino cuando, al otro día, su amigo le reveló, con el mayor misterio y en tono triste, que sus relaciones tenían que modificarse…

La amistad tan íntima, que en su opinión justificaba las visitas; el trato asiduo, familiar, daban pie, daban margen… ¡La gente era muy mala, sí, señor! No hacía más que entrometerse en lo que no le iba ni venía, y era cosa de enviarla al diablo…; pero vivimos en el mundo, ¿no es verdad?, y no hay que desafiarle, no hay que exponerse a sus iras… ¡Infamias, sí, convenido, infamias! ¡Él, Marco, que era para ellos como un padre!

—¿Y con quién me murmuran? Vamos a ver —preguntó Marco, inmutadísimo.

—¡Con quien les parece! ¡No piden permiso! ¡Con Julia!… ¡Con Celia!… ¡Lenguas viperinas! ¡Crea usted que tengo un disgusto…!

—No, pues tranquilízate… La cosa se remedia fácilmente… Nos veremos en la calle; vendrás a mi casa.

Y Marco, conmovido, tendió a Alfonso una mano leal.

Vencedores, los esposos retiraron a una habitación interior el horror de cuadro, prometiéndose venderlo a la primera ocasión favorable y sacar de él para comprar más antiguallas bonitas; y respiraron, libres de la pesadilla. Cada vez que, fuera de su domicilio, se encontraban Delfino y Alfonso, aquél parecía preocupado, como el que tiene algo que decir y no se resuelve.

«¿Habrá comprendido?…», pensaba Alfonso con escama.

—Oye… —reventó, por fin, Marco, un día en que paseaban a pie por el Retiro—. Mira, es una cosa superior a mis fuerzas… Yo no me resigno a no ir a pasar las tardes con vosotros.

—Sí, también allá lo desearíamos, pero… —objetó Alfonso con timidez.

—No, no hay pero… He discurrido sobre el caso… He discurrido mucho, Alfonsito… El estar solo, a mi edad, es cosa muy mala y muy triste… Cuando se hace una jaula, hay que meter en ella un pájaro… Así, he decidido…, ¿lo oyes?…, casarme, casarme, ¿con quién dirás?… Con Celia…

Y como Alfonso, aturdido, no supiese al pronto qué contestar, añadió Marco:

—Ella está conforme.

—¿Conforme?

—Sí, hijo… Congeniamos mucho desde el primer día… Y ahora…, verás…, nos escribimos… ¿Tienes algo que oponer?… Se me figura…

Y he aquí como se llevó el diablo el encantador salón de los Romeral… Sin embargo, ahora que están unidos a Delfino por estrecho parentesco, esperan los esposos hablarle de una vez, muy clarito, y restituirle su regalo, o mandarlo al desván. Pues, ¡hombre! ¡No faltaba!…

El Santo Grial

Aquella madrugada, al recostarse, más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la jornada, analizó sus existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro hombre se consideraría dichoso.

¿Qué había hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas, las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado, selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos digestivos y reponen las fuerzas vitales.

En pos del almuerzo, ejercicio y sport; paseo en coche de guiar, la tónica acción del aire puro que azota el rostro, la alegría de la claridad, la animación de las calles, el fresco verdor de los parques públicos, ya embalsamados por la florescencia blanca y rosa de la acacia... Luego, apearse a la puerta del Congreso, y hora y media de intencionada esgrima en la sección, donde Raimundo, con su cultura y sus ideas personales, estaba formándose un núcleo de amigos, la base de una posición política, una aureola para los años de madurez. Y a casa a escape, a vestirse, habiendo de sentarse a la mesa de la señora de Armería... Comida encantadora, organizada con la habilidad y tino social que a la de Armería distingue; doce personas que todas simpatizan y tienen gusto en reunirse, pero no tan íntimas que se cansen de verse juntas; dos políticos de talla, un sabio académico, un artista famoso muy huraño y por lo mismo apetecido; un diplomático extranjero, ya españolizado y del género ameno, y algunas señoras de alto copete o de singular hermosura y elegancia...

La casualidad, siempre complaciente y buena, quiso que entre estas últimas se contase una muy especial amiga de Raimundo; por casualidad también salieron a la vez casi, y como Raimundo no tenía coche allí y la calle no era céntrica, ofreció la dama a su acompañante un asiento. Al llegar aquí, los recuerdos de Raimundo, con ser tan recientes, se confundieron y embrumaron, como si los velase de niebla el humo azul del cigarrillo turco que contenía opio... Sólo distinguía bien un conocido perfume de white rose adherido a su ropa, y sólo podía precisar con exactitud que a cosa de las dos entró en el casino y jugó su partida de poker, y ahora, después de rápida ojeada a los diarios, estaba allí, invadido por un hastío mortal, detestando la realidad, el momento, el punto del espacio en que se determinaba su existir; criticando implacablemente, con dolorosa exasperación, el vacío de los goces materiales de la civilización, enervante, que no basta, que irrita la concupiscencia del espíritu al satisfacer la del cuerpo. «Yo he comido, he bebido y me he recreado, pero hay algo en mí que tiene hambre, y sed, y se queja, y llora...»

Sobre todo lo sucedido durante el día; sobre las impresiones, en su mayor parte físicas, destacábase una del orden intelectual referente a cierta conversación oída a la hora del café, en el gabinete Luis XVI de la señora de Armería. El artista —un gran músico— hablaba con el académico del simbolismo de Wagner. Trataban del palacio o basílica del Santo Grial, y el académico afirmaba que era una idea de los Templarios, empeñados en construir el misterioso templo de Salomón y encerrar en él la clave y el significado de la creación entera. «Allí —decía el sabio— supusieron que había de custodiarse el vaso de la redención, nada menos que el Santo Grial, que contiene líquida, fresca y ardiente la sangre de Cristo, recogida por José de Arimatea. ¿No nota usted qué simbolismo tan precioso? ¿Y no le encanta el sentido profundo de la condición impuesta a los que han de ver con sus ojos el invisible Grial? Para ver el Grial es estrictamente necesario...» Raimundo recordó que, al llegar aquí, la señora a quien después acompañó, la que olía a white rose, le había llamado, golpeándole suavemente en la manga del frac con el abanico. «Dígame usted qué hay del lance de la Jaruco con la Lobatilla, anoche en el teatro... Parece que fue delicioso...» Y Raimundo, mientras el cigarrillo turco se consumía, experimentaba una indefinible desazón, angustia, pena; un anhelo vehemente por enterarse de lo que es necesario si se ha de ver, con los ojos de la cara y después con los ojos del alma, el invisible Grial...

Entornando los párpados, Raimundo perdió de vista el salón del Casino, su lujo vulgar, sus dorados insolentes, sus cortinajes de tapicería industrial y moderna, su alumbrado eléctrico excesivo; y, poco a poco, con la lentitud de los fenómenos naturales, cambió la decoración y, sobre el fondo del éter, surgió un edificio singular y espléndido. Era redondo como el planeta que habitamos, y tan alto que su cúpula majestuosa se confundía con las nubes. Por su bóveda de un azul de zafiro, tachonada de brillantes, giraban un disco grande de oro y otro más pequeño, de plata, representación del sol y la luna; y al girar, producían los discos una música a maravilla armoniosa y dulce, que casi no se escuchaba sino con la mente. El suelo del edificio, revestido de traslúcido y refulgente cristal, mostraba en relieve peces, monstruos marinos, rocas, algas y corales, representando la extensión y variedad del Océano.

Correspondiendo a los cuatro puntos cardinales, las estatuas de oro de los cuatro evangelistas decoraban el pórtico del edificio, y por vidrieras esmaltadas, fijas en ventanas góticas del trabajo más exquisito, entraba la luz, refractándose y descomponiéndose en las franjas de pedrería que se engastaban en las paredes. Trepaba por éstas, caprichosamente entrelazada a las columnas, colgando sus festones por las arcadas hasta la altura de la bóveda, una asombrosa vid; sus hojas eran de esmeralda y los racimos de granate, pero tan redondos y bien tallados, que parecían uvas verdaderas llenas y maduras. Raimundo sintió impulsos de extender la mano, coger un racimo y refrigerarse... «Es el templo del Santo Grial, no hay duda —discurría Raimundo—, y ahí, en el centro, donde se condensa una nube blanca, aljofarada, como formada de gotitas de rocío; sobre ese pedestal de ónice debe de encontrarse el vaso divino de que oí hablar y que contiene la Sangre..., el Grial mismo». Impulsado por esta idea, acercóse, alargó los brazos para disipar la nubecilla, y el rocío, en perlitas menudas, le mojó las manos y el rostro; pero nada vio; cegábale la humedad, y el rocío corría por sus mejillas a manera de un arroyo de llanto.

Mientras se desesperaba y maldecía, he aquí que vienen lentamente, de los cuatro puntos cardinales señalados por estatuas de oro, largas teorías de figuras vestidas de blanco, de rojo, de ricos tisúes, de andrajos míseros. Cantando himnos de gozo, dirígense al santuario en que Raimundo sólo encontraba lágrimas, y llegados al pie de la nube, se postran, adoran, alzan las manos con extático terror, o cruzan los brazos sobre el pecho, dando, en fin, muestras de contemplar algo celeste que los sumía en transportes de beatitud.

Acercóse Raimundo a uno de los devotos, muchacho como de quince años, pálido, demacrado, ascético, capullo marchito por el hielo antes de abrirse, y le preguntó humildemente:

—¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este edificio tan admirable?

El adolescente, sin alzar los ojos, respondió:

—Se llama el palacio del Santo Grial, representación del universo. ¡Es un símbolo! Todo lo creado es palacio del Santo Grial para las almas puras y los corazones fervorosos. Dondequiera encontraremos este palacio: mejor dicho, lo llevamos en nuestra compañía.

—¿Y la nube? —insistió Raimundo—. ¿Qué hay detrás de ella?

—¿Nube? —replicó el adolescente—. ¡Pobre ciego! ¡Si ahí no existe nube! ¡Si ahí resplandece el Grial, el vaso sacrosanto! —y su voz, al decirlo, temblaba de amor y de alegría, de compasión y de fervor.

—¡El Grial! —exclamó Raimundo—. ¡Debo de estar ciego, sí; ciego del todo! ¡Por caridad!, ¡oh bienaventurado!, ¡dime... dime qué se necesita para ver el Santo Grial!

El jovencillo clavó en Raimundo sus pupilas color de amatista, y con piedad inmensa, con una caridad que encendía su mirar, arrancándole destellos de piedra preciosa, pronunció:

—¡Se necesita no ser pagano!...

Y Raimundo, ya despierto, saltó en el diván y oyó el choque de los tacos y el sordo rodar de las bolas de marfil, y las risas, y las voces, y percibió los efluvios del conocido perfume de white rose, que le causaron náusea...


«El Imparcial», 3 de agosto de 1898.

El Sino

Durante las largas travesías —y lo era realmente aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en un barco de muy medianas condiciones— se forman, involuntariamente, roto el hielo de las primeras horas y vencidas las congojas primeras del mareo, lazos de unión que, creando amistades pasajeras, con apariencia de profundas, ayudan a entretener el tedio de las horas en que no se sabe materialmente qué hacer.

A bordo, sin muchos libros, sin pasajeras guapas para el «flirteo» reducidos a contemplar un mar de aceite cuajado y un cielo de un azul violento, que iba siendo de metal empavonado según nos acercábamos al trópico, se anhela la más leve sensación; todo interesa. Cuando en una gran ciudad pasamos por entre la muchedumbre, ningún caso hacemos de los que nos rodean; pero entre cielo y agua, sobre cuatro tablas, los seres humanos que corren la misma aventura que nosotros nos parecen no solo hermanos en humanidad, sino amigos y enemigos declarados, a poco que el roce constante despierte la simpatía o determine la antipatía. Y aquel muchacho de tez mate, de aspecto enfermizo, no tardó una semana en hacer conmigo las mejores migas del mundo, estableciéndose entre nosotros esa confianza que impide tener secretos. Por otra parte, la confianza se estimula poderosamente con la certidumbre de que la persona a quien nos confiamos no volverá, pasadas las circunstancias actuales, a estar en contacto con nosotros; que no influiremos en su vida ni ella en la nuestra; que, verosímilmente, ni a vernos volveremos nunca. Esto nos sucedía a Sebastián Porto —tal era el nombre de mi joven amigo— y a mí. Llegados al término de nuestro viaje, no creíamos fácil encontrarnos otra vez. Él era mulato, hijo de un plantador, y se dirigía a la fazenda de su padre, situada más allá de Marañón; yo no necesitaba pasar de Río de Janeiro para los asuntos comerciales que tenía que despachar; una vez ultimados, me volvería a Europa. Nos hablábamos, pues, a pecho descubierto el muchacho y yo.

Mis confidencias fueron más optimistas que las suyas. Todo lo que Sebastián contaba de sí mismo presentaba un sello de desaliento y tristeza, a veces teñido de color supersticioso. Se creía, sinceramente, destinado a sufrir y a morir joven, y la idea de la muerte había llegado a serle no diré grata, pero sí familiar. Tenía además la pretensión de que llevaba consigo la desgracia, y me previno para que evitase su compañía, de lo cual me reía y burlaba yo. Parte por compasión, parte por temperamento, me dediqué a desanublar aquella alma envuelta en la más honda de las melancolías, que es la de las razas inferiores. Si Sebastián tuviese toda la sangre blanca, de seguro no padecería esta depresión del ánimo.

Preguntándole un día, en tono de broma, de dónde sacaba que iba a sucederle tantas cosas malas y funestas, supe que tales ideas se las había infundido su nodriza, una negra de la Costa de Oro, que había sido cimarrona y capturada por uno de esos capitanes do mato que se dedican a recoger los esclavos fugitivos. Según Sebastián, su nodriza pertenecía a una raza de negros más inteligentes, que saben de encantos, filtros, hierbas medicinales y canciones tristes, acompañadas con el banjo. En la fazenda todos la tenían por profetisa, y pocos días antes de morir la madre de Sebastián, que gozaba de la mejor salud, la negra vaticinó la desgracia.

—A mí me ha repetido mil veces que nada me saldría bien y que mi suerte será funesta —repetía el mozo, agachando su cabeza bonita, de pelo rizado, mientras sus grandes ojos negros, del más brillante terciopelo, se ensombrecían con la niebla del terror a lo desconocido...

Mis chanzas, mis escepticismos, hicieron, no obstante, favorable impresión en el espíritu del joven. Según avanzábamos en feliz navegación, habiendo transpuesto las islas de Cabo Verde, y pasando el Ecuador, entre los ritos y humoradas que los marineros, en tal circunstancia, no omiten, se reanimaba Sebastián, y hasta en el famoso bautismo de la Línea puedo decir que se mostró más alegre y exaltado que nadie, La raza primitiva, de la cual había gotas de sangre en sus venas, se revelaba también en esta violencia del gozar y de la expansión.

Poco distábamos ya del término de nuestro viaje, cuando una tarde noté en Sebastián extraño ensimismamiento. Comprendí que sus habituales preocupaciones habían vuelto a apoderarse de él.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, pues en nuestra intimidad ya imperaba el tuteo.

—Siento —contestó— la opresión, el ahogo en el pecho que me anuncia las desventuras. En toda mi vida lo he percibido tan fuerte como hoy.

—No —exclamé, para tranquilizarle, y además porque así lo creía—. Lo que tú notas, y yo también, es el anuncio de tormenta. Los marinos conocen bien esta especie de densidad del aire, esta calma asfixiadora que nos abruma. Parece que nos rodea una capa de plomo. Ya podía esto haber ocurrido dos o tres días más tarde, en cuyo caso estaríamos entrando en la bahía de Río de Janeiro.

No tardó en verificarse mi presagio. Anochecía a la hora en que sentimos los primeros amagos de tempestad.

Ráfagas furiosas de viento sacudieron la embarcación, como sacude la pasión un alma trémula. Se oyó el siniestro silbido de las jarcias y el castañetazo seco de la vela, estallando de puro tensa, próxima a romperse. La tablazón del buque crujía como si fuese a desencuadernarse; la madera rechinaba y se quejaba hondamente. El barco cabeceaba, lidiando embravecido él también con las altas olas enemigas, enormes, que tan pronto ascendían a los penoles como se precipitaban por debajo de la quilla, levantando a la embarcación para dejarla caer en breve al abismo. Reventando en inmensa masa líquida, aterradora, contra la frágil caja de leño en que unos cuantos hombres luchaban con el monstruo, las olas emitían su ronco y feroz canto de guerra y nos amenazaban con segura muerte...

En casos tales, los pasajeros siguen su inclinación: si son medrosos, se refugian en la cámara, apiñados, rezando o mudos de puro miedo; si son animosos, salen a cubierta y tratan de hacerse útiles, aunque comprendan que sólo los marinos de profesión pueden lidiar con la fiera.

Sebastián y yo subimos a cubierta desde el primer instante. El muchacho parecía haber olvidado sus negros presentimientos ante la acción y el inminente peligro, que tiene la virtud, por su misma fuerza, de curar a las enfermas imaginaciones. Empeñábase en auxiliar a la escasa tripulación, que, a la luz de los relámpagos, veíamos subida a las vergas, agarrándose desesperadamente, en su ardua faena de coger rizos. Cuando el relámpago nos iluminaba, reflejándose en la húmeda cubierta y en la palpitante superficie del mar, nos sentíamos más resueltos que cuando la oscuridad profunda nos envolvía. La luz, aunque sea esa luz terrible que precede al trueno, tiene la virtud de consolar.

Hubo un momento en que no nos veíamos ni el bulto, y sólo oíamos la voz rota y enronquecida del capitán gritando órdenes, que el fragor de la tempestad impedía comprender. Y de súbito, entre los clamores del combate, he aquí que se destaca un grito angustioso, una lamentación de agonía. Conocí el acento de mi amigo... Acababa de arrastrarle el agua.

Un relámpago me quitó la duda que pudiese quedarme... Le vi perfectamente en la cresta de una ola, luchando para aproximarse, y empujado en distinta dirección, a pesar suyo. Grité: no sé de dónde saqué tal chorro de voz... «¡Sebastián! ¡Sebastián! Espera, sostente...» Un cabo apareció, no sé cómo, y un marinero me ayudó a lanzarlo. Era un cabo recio, sólidamente amarrado y que atirantaríamos con todo nuestro vigor. Y repetíamos, enloquecidos de compasión y de ansia de salvar aquella vida: «¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua!»

El capitán nos oyó... Corrió hacia nosotros; algunos hombres se nos unieron; Sebastián había cogido el cabo y se esforzaba en acercarse al costado del buque; pero se lo impedían las olas, ladrantes y espumantes como alanos que se arrojan sobre la pieza de caza. «¡Valor! —le gritábamos—. ¡Aprieta! ¡Hala!» Veíamos que se agotaba su resistencia, que se crispaban sus nervios, que se descomponía su semblante. La rápida marcha del buque nos obligaba a derrochar inútilmente fuerzas en el trágico salvamento... Ni el náufrago ni nosotros podíamos más... Y rabiosas como nunca, trepaban las olas a querer hundirnos... Hicimos un esfuerzo supremo; tiramos con loca rabia; el cuerpo del náufrago se alzó un instante; ya le creíamos nuestro. Y, en el punto mismo, un relámpago me permitió ver su gesto de desesperanza suprema, su fatalista renunciación. Sebastián desapareció entre el agua espumeante, que se abrió para tragarle, boca ansiosa, nunca saciada...

Y al punto mismo —como si el mar aceptase la ofrenda expiatoria de no sabemos qué antiguo crimen— el viento amainó, el oleaje se apaciguó y pudimos continuar tranquilamente nuestra travesía hasta llegar a la bahía más bella del mundo.


«Blanco y Negro», núm. 982, 1910.

El Sonar del Río

La tradición era constante: en aquel vetusto pazo había enterrado un tesoro.

¡Se había hablado de él tantas noches en las veladas de la aldea, junto al hogar donde hierve mansamente el pote y se asan las primeras castañas, ya rellenas de sabrosa pulpa! En tantas ocasiones se había mentado el tesoro oculto, en la tertulia del atrio, a la salida de misa, apoyados los hombres en sus palos y bien rebozadas las mujeres en sus mantillas de paño y en sus pañuelos amarillos de lana con cenefas y flecos de vivos colore!

Y estaban conformes todos los pareceres: si ellos fuesen los dueños del pazo, ya lo habrían demolido, piedra por piedra, para buscar el tesoro hasta en sus cimientos. No comprendían cómo el señor, aquel señor de tan adusta traza y de tan consumido rostro, y al cual, en punto a intereses, no le iba muy bien, pues estaba comido de hipotecas y deudas, no desenterraba o sacaba de la pared, donde sin duda dormía, el tesoro fabuloso.

Y, en efecto, don Mariano José Lamela de Lamela andaba a la cuarta pregunta, y nunca había querido ni arañar la cal ni meterse con las telarañas de las vigas, por si el tesoro aparecía tras de ellas en algún escondrijo. Razón bien sencilla: don Mariano José no creía en la existencia de tesoro semejante.

No; no creía, ni predicado por frailes descalzos. ¿Cuál de sus ascendientes, a ver, guardó en el pazo de Lamela tal riqueza, y cuándo, y cómo? Los tesoros no llueven del cielo; si la gente es rica, no se ignora. Ahora bien: desde tres generaciones acá, los Lamela eran pobres, más cada vez, porque iban dejando mermar su hacienda, roída por los ratoncillos, o sea los malos pagadores, que, hoy uno y mañana otro, iban desertando, especialmente los foreros, que tienen la especialidad del atraso crónico, por el cual van apropiándose las tierras sin satisfacer ni la microscópica pensión. Los Lamela sufrían con paciencia que no se les pagase, y lentamente se deslizaban hacia la miseria. Don Mariano José no recordaba nunca que en su casa hubiese dinero, y lo que le ponía sombras de tristeza en el rostro era justamente ese ahogo continuo, encubierto bajo la apariencia de señorío, y no diré de pasada grandeza, porque nunca la hubo en aquel nido de menesterosos hidalgos. Un poco de remordimiento ante la ruina, en que no dejaba de caberles responsabilidad por las ocultaciones y negativas de rentas, era tal vez lo que instigaba a los aldeanos a recordar siempre el tesoro. Don Mariano José era pobre porque quería; con buscar el tesoro, sería opulento. La fantasía bordaba el tema. El tesoro eran miles de onzas portuguesas y castellanas; eran ollas de monedas de todas clases; eran sabe Dios qué magnificencias que ellos no pudieron describir, por no conocerlas de vista, por no tener idea de su forma; pero que pintaban a su modo, tomando por base las sartas y brincos llamados sapos de oro que lucían al cuello las mujeres en los días de fiesta.

El señor de la Lamela se encogía de hombros cuando alguno de sus convecinos tocaba este punto. ¡Cuentos de viejas! Que no le hablasen de tal patraña. Más valiera que le pagasen lo que le debían, para que él, a su vez, pudiese acallar a los que le abrumaban a demandas y reclamaciones de todo género.

Era uno de éstos un industrial muy despabilado, dueño de un almacén de quincalla establecido en la villa más próxima, y llamado Barcote de apodo, el que un día se presentó en la Lamela, no con el gesto fruncido y la tendencia a la grosería que caracteriza al acreedor desesperanzado, sino con el aire más cordial, y hasta un poco tímido, del que solicita.

—Don Mariano, yo vengo a proponerle... No le parezca mal... No piense que traigo exigencias, no, señor; todo lo contrario. Si nos avenimos, hasta le daré recibo finiquito de esa suma de novecientos veintiocho reales que tenía, ¿ya recordará?, que satisfacerme.

—Oiga usted —repuso el señor de Lamela, a cuyas mejillas descoloridas y flacas asomó un lampo de rubor—. Yo no admito regalos. Pienso pagarle como Dios manda. Sólo que, casualmente, en este momento...

—No, si no se trata de regalar... Es un convenio, y yo pienso ganar bastante en él. Se trata..., ¡verá usted!, del tesoro que hay en este edificio...

Saltó don Mariano José nerviosamente:

—Señor mío..., no hay tal tesoro. ¡Si lo sabré yo! Todo eso es una gran paparrucha.

—Señor don Mariano, usted no lo puede saber, una vez que no ha hecho ninguna diligencia para descubrirlo; ni usted, ni su señor padre, ni su abuelo, que santa gloria haya, ni nadie de su familia. Y yo no le pido sino una cosa bien sencilla y bien útil para usted. Me permite registrar el pazo. Si destruyo algo, lo construyo a mi costa. Si aparece lo que pienso, partimos. Si no aparece nada, está usted lo mismo que ahora. Quien ha perdido tiempo y el trabajo soy yo, Barcote.

No era posible negarse. Como última protesta, el señor de la Lamela exclamó todavía:

—Haga lo que le dé la gana... Pero lo que usted encuentre de tesoro, ¡que me lo claven aquí! —y apoyó con fuerza el índice en la frente.

Por toda contestación, Barcote murmuraba:

—Cuando el río suena...

Al día siguiente, el almacenista se instaló en el pazo y dio principio a su indagación. No manejó el pico, no demolió nada, limitándose a prolijos reconocimientos, tanteos de paredes y suelos, apoyando la cabeza y el oído para percibir si existían vacíos, huecos sospechosos. Don Mariano, de muy mal humor, empezó por encerrarse en su dormitorio; que no le hablasen de tales tonterías. Al poco tiempo, sin embargo, fue dejándose ver, y hasta interesándose, si bien en broma, por la labor de Barcote.

—¿Y luego, mi amigo? ¿Apareció ese gato? ¿No? ¿No se lo decía yo, hombre? Mire, es como la luz. El tesoro, caso de haberlo, no viene de muy antiguo; estos disparates comenzaron a correr allá en vida de mi abuelo don Juan Nepomuceno de la Lamela. Ni él, ni su padre, ni sus hijos, tenían onzas que enterrar. ¡Onzas! ¡Quién se las diera! Y siendo así, ¿de dónde procede semejante caudalazo?

Barcote miró fijamente al señor. Su fisonomía despierta y astuta expresaba algo singular, entre burla y lástima. Al fin prorrumpió:

—¿No pasó temporadas en este pazo el hermano de su abuelo de usted, que era canónigo en Compostela y falleció de repente?

Quedóse don Mariano hecho estatua. ¡Y más sí! ¡Allí había vivido el canónigo Lamela, y existían cartas de él a su hermano, un fajo, en el archivo!

—Ese canónigo —declaró Barcote— tuvo de ama de llaves a una tía mía, que ha muerto muy anciana. Ella le contó a mi padre que el canónigo pasaba por riquísimo, y a su muerte se le encontró muy poco. Por cierto que mi tía tuvo buenos disgustos, porque le preguntaban los herederos, y ella no podía dar razón. Vea, don Mariano, por dónde vine yo a escamarme. Si hay tesoro en el pazo, ese canónigo fue quien lo escondió. Según mi tía, el canónigo se quedaba solo aquí cuando su hermano salía fuera por algún motivo.

Don Mariano, sin responder, corrió al archivo. Sufría ya el contagio de la locura general, de la cual se había reído tantas veces. Buscó febrilmente las cartas del canónigo a su hermano. Allí estaban, atadas con un balduque, amarillentas, pero muy fáciles de leer por lo claro de la letra redondilla y lo terso del papel de hilo. Y el señor de la Lamela se enfrascó en su lectura. ¡Oh, desencanto! Nada en tal correspondencia podía interpretarse, ni aún remotamente, como alusión al tesoro. Había, sí, reiteradas quejas de los revueltos tiempos, de la inseguridad en que se vivía; esto era un hilo para devanar que el canónigo quiso soterrar su riqueza, pero ¡hilo tan tenue! Barcote quiso ver las cartas a su vez. Tampoco sacó gran cosa en limpio. Sin embargo, no parecía desconfiar del éxito. Era hombre tenaz, perseverante. Y no quedándole rincón por registrar y estudiar en el pazo, pidió a don Mariano las llaves de la capilla.

Hallábase abandonada; la humedad había comido las pinturas; el retablo, apolillado, se deshacía entre los dedos cuando se le tocaba. Barcote dio mil vueltas al altar, por si en él se ocultaba algo. No había sino polvo y maderas rotas. Entonces, el almacenista se fijó en el piso. Era éste de losas de piedra, y no ofrecía particularidad alguna sospechosa. Barcote, sin embargo, palpó las losas, pasó el dedo por sus junturas.

—¿Qué hay aquí debajo, don Mariano? —Interrogó afanosamente.

—¡Válgame Dios, hom! ¡Qué terco es! ¿Qué ha de haber? Huesos, cenizas de los antepasados.

—¡Lo que está aquí es el tesoro! —gritó enloquecido el almacenista—. ¡Tráigame, por Dios, una barra de hierro!

Don Mariano, con repugnancia, vacilaba. ¡Revolver los despojos de los muertos! A pique estuvo de mandar al diablo al almacenista.

Por fin, con el palo de hierro, Barcote desquició la losa. Sudaba gotas gruesas; del hueco negro que se descubrió salió un vaho de frialdad y sepulcro.

—¿Lo ve usted? Ahí no hay sino osamentas...

Desquiciada otra losa, apareció un ataúd, cubierto de un paño negro hecho pingajos. Barcote saltó al hueco y, sin vacilar, se abrazó al féretro. Mas no podía alzarlo; pesaba como plomo. Don Mariano, de mala gana aún, hubo de ayudarle, y antes que llegase a salir de la cavidad, ya por sus costados se escapaban las onzas y las medias onzas...

Y Barcote, rompiendo a bailar, riendo de placer, exclamó:

—¿Eh? ¿Qué tal? ¿Huesos? ¿Cenizas? Cuando suena el río...


«Blanco y Negro», núm. 1439, 1918.

El Talisman

La presente historia, aunque verídica, no puede leerse a la claridad del sol. Te lo advierto, lector, no vayas a llamarte a engaño: enciende una luz, pero no eléctrica, ni de gas corriente, ni siquiera de petróleo, sino uno de esos simpáticos velones típicos, de tan graciosa traza, que apenas alumbran, dejando en sombra la mayor parte del aposento. O mejor aún: no enciendas nada; salte al jardín, y cerca del estanque, donde las magnolias derraman efluvios embriagadores y la luna rieles argentinos, oye el cuento de la mandrágora y del barón de Helynagy.

Conocí a este extranjero (y no lo digo por prestar colorido de verdad al cuento, sino porque en efecto le conocí) del modo más sencillo y menos romancesco del mundo: me lo presentaron en una fiesta de las muchas que dio el embajador de Austria. Era el barón primer secretario de la Embajada; pero ni el puesto que ocupaba, ni su figura, ni su conversación, análoga a la de la mayoría de las personas que a uno le presentan, justificaban realmente el tono misterioso y las reticentes frases con que me anunciaron que me lo presentarían, al modo con que se anuncia algún importante suceso.

Picada mi curiosidad, me propuse observar al barón detenidamente. Parecióme fino, con esa finura engomada de los diplomáticos, y guapo, con la belleza algo impersonal de los hombres de salón, muy acicalados por el ayuda de cámara, el sastre y el peluquero —goma también, goma todo—. En cuanto a lo que valiese el barón en el terreno moral e intelectual, difícil era averiguarlo en tan insípidas circunstancias. A la media hora de charla volví a pensar para mis adentros: «Pues no sé por qué nombran a este señor con tanto énfasis.»

Apenas dio fin mi diálogo con el barón, pregunté a diestro y siniestro, y lo que saqué en limpio acrecentó mi curioso interés. Dijéronme que el barón poseía nada menos que un talismán. Sí, un talismán verdadero: algo que, como la «piel de zapa» de Balzac, le permitía realizar todos sus deseos y salir airoso en todas sus empresas. Refiriéronme golpes de suerte inexplicables, a no ser por la mágica influencia del talismán. El barón era húngaro, y aunque se preciaba de descender de Tacsonio, el glorioso caudillo magiar, lo cierto es que el último vástago de la familia Helynagy puede decirse que vegetaba en la estrechez, confinado allá en su vetusto solar de la montaña. De improviso, una serie de raras casualidades concentró en sus manos respetable caudal: no sólo se murieron oportunamente varios parientes ricos, dejándole por universal heredero, sino que al ejecutar reparaciones en el vetusto castillo de Helynagy, encontróse un tesoro en monedas y joyas. Entonces el barón se presentó en la corte de Viena, según convenía a su rango, y allí se vieron nuevas señales de que sólo una protección misteriosa podía dar la clave de tan extraordinaria suerte. Si el barón jugaba, era seguro que se llevaba el dinero de todas las puestas; si fijaba sus ojos en una dama, en la más inexpugnable, era cosa averiguada que la dama se ablandaría.

Tres desafíos tuvo, y en los tres hirió a su adversario; la herida del último fue mortal, cosa que pareció advertencia del Destino a los futuros contrincantes del barón. Cuando éste sintió el capricho de ser ambicioso, de par en par se le abrieron las puertas de la Dieta, y la secretaría de la Embajada en Madrid hoy le servía únicamente de escalón para puesto más alto. Susurrábase ya que le nombrarían ministro plenipotenciario el invierno próximo.

Si todo ello no era patraña, efectivamente merecía la pena de averiguar con qué talismán se obtienen tan envidiables resultados; y yo me propuse saberlo, porque siempre he profesado el principio de que en lo fantástico y maravilloso hay que creer a pie juntillas, y el que no cree —por lo menos desde las once de la noche hasta las cinco de la madrugada—, es tuerto del cerebro, o sea medio tonto.

A fin de conseguir mi objeto, hice todo lo contrario de lo que suele hacerse en casos tales; procuré conversar con el barón a menudo y en tono franco, pero no le dije nunca palabra del talismán. Hastiado probablemente de conquistas amorosas, estaba el barón en la disposición más favorable para no pecar de fatuo y ser amigo, y nada más que amigo, de una mujer que le tratase con amistosa franqueza. Sin embargo, por algún tiempo mi estrategia no surtió efecto alguno: el barón no se espontaneaba, y hasta percibí en él, más que la insolente alegría del que tiene la suerte en la mano, un dejo de tristeza y de inquietud, una especie de negro pesimismo. Por otro lado, sus repetidas alusiones a tiempos pasados, tiempos modestos y oscuros, y a un repentino encumbramiento, a una deslumbradora racha de felicidad, confirmaban la versión que corría. El anuncio de que había sido llamado a Viena el barón y que era inminente su marcha, me hizo perder la esperanza de saber nada más.

Pensaba yo en esto una tarde, cuando precisamente me anunciaron al barón. Venía, sin duda, a despedirse y traía en la mano un objeto que depositó en la mesilla más próxima. Sentóse después, y miró alrededor como para cerciorarse de que estábamos solos. Sentí una emoción profunda, porque adiviné con rapidez intuitiva, femenil, que del talismán iba a tratarse.

—Vengo —dijo el barón— a pedirle a usted, señora, un favor inestimable para mí. Ya sabe usted que me llaman a mi país, y sospecho que el viaje será corto y precipitado. Poseo un objeto..., una especie de reliquia..., y temo que los azares del viaje... En fin, recelo que me lo roben, porque es muy codiciada, y el vulgo le atribuye virtudes asombrosas. Mi viaje se ha divulgado; es muy posible que hasta se trame algún complot para quitármela. A usted se la confío; guárdela usted hasta mi vuelta, le seré deudor de verdadera gratitud.

¡De manera que aquel talismán precioso, aquel raro amuleto estaba allí, a dos pasos, sobre un mueble, e iba a quedar entre mis manos!

—Tenga usted por seguro que si la guardo, estará bien guardada —respondí con vehemencia—; pero antes de aceptar el encargo quiero que usted me entere de lo que voy a conservar. Aunque nunca he dirigido a usted preguntas indiscretas, sé lo que se dice, y entiendo que, según fama, posee usted un talismán prodigioso que le ha proporcionado toda clase de venturas. No lo guardaré sin saber en qué consiste y si realmente merece tanto interés.

El barón titubeo. Vi que estaba perplejo y que vacilaba antes de resolverse a hablar con toda verdad y franqueza. Por último, prevaleció la sinceridad, y no sin algún esfuerzo, dijo:

—Ha tocado usted, señora, la herida de mi alma. Mi pena y mi torcedor constante es la duda en que vivo sobre si realmente poseo un tesoro de mágicas virtudes, o cuido supersticiosamente un fetiche despreciable. En los hijos de este siglo, la fe en lo sobrenatural es siempre torre sin cimiento; el menor soplo de aire la echa por tierra. Se me cree «feliz», cuando realmente no soy más que «afortunado»: sería feliz si estuviese completamente seguro de que lo que ahí se encierra es, en efecto, un talismán que realiza mis deseos y para los golpes de la adversidad; pero este punto es el que no puedo esclarecer. ¿Qué sabré yo decir? Que siendo muy pobre y no haciendo nadie caso de mí, una tarde pasó por Helynagy un israelita venido de Palestina, y se empeñó en venderme eso, asegurándome que me valdría dichas sin número. Lo compré..., como se compran mil chucherías inútiles..., y lo eché en un cajón. Al poco tiempo empezaron a sucederme cosas que cambiaban mi suerte, pero que pueden explicarse todas..., sin necesidad de milagros —aquí el barón sonrió y su sonrisa fue contagiosa—. Todos los días —prosiguió recobrando su expresión melancólica— estamos viendo que un hombre logra en cualquier terreno lo que se merece..., y es corriente y usual que duelistas inexpertos venzan a espadachines famosos. Si yo tuviese la convicción de que existen talismanes, gozaría tranquilamente de mi prosperidad. Lo que me amarga, lo que me abate, es la idea de que puedo vivir juguete de una apariencia engañosa, y que el día menos pensado caerá sobre mí el sino funesto de mi estirpe y de mi raza. Vea usted cómo hacen mal los que me envidian y cómo el tormento del miedo al porvenir compensa esas dichas tan cacareadas. Así y todo, con lo que tengo de fe me basta para rogar a usted que me guarde bien la cajita..., porque la mayor desgracia de un hombre es el no ser escéptico del todo, ni creyente a machamartillo.

Esta confesión leal me explicó la tristeza que había notado en el rostro del barón. Su estado moral me pareció digno de lástima, porque en medio de las mayores venturas le mordía el alma el descreimiento, que todo lo marchita y todo lo corrompe. La victoriosa arrogancia de los hombres grandes dimanó siempre de la confianza en su estrella, y el barón de Helynagy, incapaz de creer, era incapaz asimismo para el triunfo.

Levantóse el barón, y recogiendo el objeto que había traído, desenvolvió un paño de raso negro y vi una cajita de cristal de roca con aristas y cerradura de plata. Alzada la cubierta, sobre un sudario de lienzo guarnecido de encajes, que el barón apartó delicadamente, distinguí una cosa horrible: un figurilla grotesca, negruzca, como de una cuarta de largo, que representaba en pequeño el cuerpo de un hombre. Mi movimiento de repugnancia no sorprendió al barón.

—¿Pero qué es este mamarracho? —hube de preguntarle.

—Esto —replicó el diplomático— es una maravilla de la Naturaleza; esto no se imita ni se finge; esto es la propia raíz de la mandrágora, tal cual se forma en el seno de la tierra. Antigua como el mundo es la superstición que atribuye a la mandrágora antropomorfa las más raras virtudes. Dicen que procede de la sangre de los ajusticiados, y que por eso de noche, a las altas horas, se oye gemir a la mandrágora como si en ella viviese cautiva un alma llena de desesperación. ¡Ah! Cuide usted, por Dios, de tenerla envuelta siempre en un sudario de seda o de lino: sólo así dispensa protección la mandrágora.

—¿Y usted cree todo eso? —exclamé mirando al barón fijamente.

—¡Ojalá! —respondió en tono tan amargo que al pronto no supe replicar palabra.

A poco el barón se despidió repitiendo la súplica de que tuviese el mayor cuidado, por lo que pudiera suceder, con la cajita y su contenido. Advirtióme que regresaría dentro de un mes, y entonces recobraría el depósito.

Así que cayó bajo mi custodia el talismán, ya se comprende que lo miré más despacio; y confieso que si toda la leyenda de la mandrágora me parecía una patraña grosera, una vil superstición de Oriente, no dejó de preocuparme la perfección extraña con que aquella raíz imitaba un cuerpo humano. Discurrí que sería alguna figura contrahecha, pero la vista me desengañó, convenciéndome de que la mano del hombre no tenía parte en el fenómeno, y que el homunculus era natural, la propia raíz según la arrancaran del terreno. Interrogué sobre el particular a personas veraces que habían residido largo tiempo en Palestina, y me aseguraron que no es posible falsificar una mandrágora, y que así, cual la modeló la Naturaleza, la recogen y venden los pastores de los montes de Galaad y de los llanos de Jericó.

Sin duda la rareza del caso, para mí enteramente desconocido, fue lo que en mal hora exaltó mi fantasía. Lo cierto es que empecé a sentir miedo o, al menos, una repulsión invencible hacia el maldito talismán. Lo había guardado con mis joyas en la caja fuerte de mi propio dormitorio; y cátate que me acomete un desvelo febril, y doy en la manía de que la mandrágora dichosa, cuando todo esté en silencio, va a exhalar uno de sus quejidos lúgubres, capaces de helarme la sangre en la venas. Y el ruido más insignificante me despierta temblando y, a veces, el viento que mueve los cristales y estremece las cortinas se me antoja que es la mandrágora que se queja con voces del otro mundo...

En fin, no me dejaba vivir la tal porquería, y determiné sacarla de mi cuarto y llevarla a una cristalera del salón, donde conservaba yo monedas, medallas y algunos cachivaches antiguos. Aquí está el origen de mi eterno remordimiento, del pesar que no se me quitará en la vida. Porque la fatalidad quiso que un criado nuevo, a quien tentaron las monedas que la cristalera encerraba, rompiese los vidrios, y al llevarse las monedas y los dijes, cargase también con la cajita del talismán. Fue para mí terrible golpe. Avisé a la Policía; la Policía revolvió cielo y tierra; el ladrón pareció, sí señor, pareció; recobráronse las monedas, la cajita y el sudario... pero el talismán confesó mi hombre que lo había arrojado a un sumidero de alcantarilla, y no hubo medio de dar con él, aun a costa de las investigaciones más prolijas y mejor remuneradas del mundo.

—¿Y el barón de Helynagy? —pregunté a la dama que me había referido tan singular suceso.

—Murió en un choque de trenes, cuando regresaba a España —contestó ella más pálida que de costumbre y volviendo el rostro.

—¿De modo que era talismán verdadero aquel...?

—¡Válgame Dios! —repuso—. ¿No quiere usted concederle nada a las casualidades?


«El Imparcial», 8 enero 1894.

El Tapiz

El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún…». Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

* * *

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o —actitud más significativa— afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

—Vamos, hasta los dos mil me correría…

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

—¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado…

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:

—¡Feliz mortal! Posee usted un objeto precioso. ¡Ya lo creo que se lo pagarían si se propusiese usted venderlo! Ya creo que aquí no saben su verdadero valor, su rareza inestimable. Únicamente yo, por mis viajes y mis especiales indagaciones, puedo asegurar que tapiz así no se encuentra. Sólo he visto uno, y menos hermoso; lo poseía el rajá de Mirzapur y aseguraba que era sin par.

—Y ¿en qué consiste la singularidad…? —interrogó Rafael.

—¡Oh! Fíjese usted bien… Sus dibujos y matices encierran un secreto que ya se considera perdido. Se asegura que este colorido extraño, a la vez sombrío y esplendoroso, sólo se obtenía tiñendo las lanas en la caliente sangre de la tejedora. Se cuenta asimismo que estos dibujos son un conjuro de hechicería, escrito en un idioma más viejo que el sánscrito; en un alfabeto desaparecido. Llámelas usted patrañas… Ello es que el tapiz, no aquí, en Asia misma no tiene precio.

Desde aquel punto y hora, como se declara una enfermedad latente en el organismo, se declaró en Rafael la fascinación del tapiz. Díriase que las misteriosas cláusulas del conjuro habían sido murmuradas a su oído por la voz de una bruja, y que el encanto le envolvía en su invisible red de telaraña. Rafael era romántico impenitente, y ocultaba el romanticismo porque comprendía que es; inactual. Pero al ocultarlo lo acrecía, como acrece la luz de la lámpara al recatarla con la mano. Soñaba algo divino e imposible. Encontró en el tapiz lo que buscaba a ciegas. Encontró el amor.

El trozo de oriental tejido, flexible, suave, de entonaciones cálidas y vivas como las de carne morena, se transformó para Rafael en lo que se transforma para el enamorado la ropa que ha cubierto el cuerpo de la amada y que conserva su dulce calor. Más aún: se transformó en; ella misma. ¿Acaso, según los informes del sabio, no estaban las lanas del tapiz reteñidas en la sangre de la tejedora? A aquella maga; única, a la que había tejido y matizado el portento, era a quien Rafael evocaba con ansia infinita, con vértigos de locura. Y la veía, la veía de bulto, tan pronto como se envolvía en el tapiz sin precio, o cuando lo extendía para tratar de descifrar con ávida mirada el conjuro inscrito en caracteres de un alfabeto ya eternamente borrado de la memoria de los hombres, y ni aun conservado por la tradición.

Algunas lecturas, un poco de erudicción a salto de mata, debida a sus visitas a los talleres de pintores y escultores, habían sembrado en el cerebro de Rafael ideas que ahora se traducían en representaciones plásticas. Figurábase a lo vivo una de aquellas mujeres del Irán, de quienes dijo Alejandro Magno «que hacen daño al corazón». Una doncella de las que se ven en las miniaturas del; Chá Namé: pálidas como la luna, mostrando en el rostro, exageradamente oval, los sombríos ojos, el doble arco perfecto de las cejas anchas, el rojo cinabrio de la boca, entre el cual los dientes menudos brillan húmedos, como guijas en el fondo de cristalino remanso… Una doncella de cuerpo esbeltísimo y talle largo, menudo el seno, prolongados los brazos, con esas líneas fugaces, casi inmateriales, flexuosas, de enloquecedoras curvas de serpiente, adivinadas y restituidas al arte por el modernismo. Y se la figuraba sentada en cojines en una terraza de azulejos de color, donde los rosales florecen en jarrones de porcelana —a un lado un veladorcillo, en que el servidor dejó la bandeja con frutas y bebidas; a otro el laúd de tres cuerdas— sin interrumpir la languidez de su reposo más que para trabajar en el tapiz, para tejer en él, con lanas a que su sangre dio un color que no da ningún otro tinte, los caracteres del conjuro que despierta el amor en las profundidades del ser…

Y aquella mujer no sería como las otras: joven, hermosa, sí, pero de diferente modo, con rara hermosura, con juventud que brotaba de eternos manantiales, en las entrañas de la creación. Y las palabras que ella dijese serían las nunca oídas, y los estremecimientos de ventura que ella diese tendrían otro sabor, como de ambrosía jamás gustada por humanos labios.

Cuatro o cinco meses pasó Rafael a solas con su irrealizable ensueño. Y sentía necesidad de confiarlo, de explayarlo, de darle forma. Un día, encontró confidente: era un amigo que regresaba de largo viaje, y a quien no veía desde años atrás.

—Estoy hechizado —dijo Rafael—, sufro un maleficio. Me siento enamorado perdidamente de la tejedora de este tapiz, que fue una doncella, una beldad iraniense, y que me ha embrujado con su labor y con su sangre.

El amigo sonrió, mostrando el desengaño de los que han vivido mucho.

—¿De dónde sacas la belleza y la juventud de la tejedora? —preguntó irónicamente—. Las tejedoras de tapices tan preciosos son unas viejas secas como bambúes… Y mira… ¡en el tapiz está la prueba!

Sutilmente, entre las yemas de los dedos, manejó el tapiz y extrajo un cabito amarillento, casi invisible: una cana. Rafael la miró con espantados ojos. El conjuro mágico —que no tiene otro nombre sino; juventud— se desvanecía, llevándose consigo las rosas alejandrinas y los tulipanes pérsicos del ensueño.

El Té de las Convalecientes

Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.

Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis… Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno…, el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose…

Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra…

Y así que pudieron salir de casa, una extranjera distinguida y simpática, la secretaria de la Embajada rusa, la Kriloff, tuvo la ocurrencia de ofrecer un té a las convalecientes, un té blanco, sólo de muchachas, y poco numeroso, por limitarse a las que habían escapado del peligro y a media docena de amiguitas que no habían sufrido el mal. La condición —cosa admitida socialmente, por otra parte, desde años atrás— era que las madres no las acompañarían, y se contentarían con ir a recogerlas a eso de las ocho.

El piso en que habitaba la rusa estaba primorosamente dispuesto para la fiestecilla. Desde la antesala se percibía un perfume insinuante y delicioso, y la adornaban palmeras y flores, colocadas artísticamente, no con la empalagosa profusión que caracteriza a la decoración oficial, sino con oportuna gracia. Vestían las paredes telas raras y objetos de Oriente, estatuillas bizantinas de esmaltes, iconas sobre fondo de oro, de negras caras y vestiduras cuajadas de turquesas y perlas; y sobre los muebles, incrustados de plata y nácar, se veían labores en marfil, lozas persas y armas de mango enriquecido con coral y diamantes. El servicio del té estaba preparado en mesitas octógonas, de taracea delicadísima, y los manteles, de colores, ostentaban bordados de oro. Todo era original y curioso en su exotismo, y las muchachas empezaron a gozar impresiones nuevas y a cuchichear admiraciones. Lo primero que les ofreció la Kriloff fueron largos cigarros de Oriente, en una bandeja de cobre nielada de acero, y si algunas hicieron remilgos, la mayor parte de las convalecientes los encendieron con monería, sacando volutas de humo azul, y no desdeñando los emparedados de caviar y la confitura de hojas de rosa. Una de ellas, Natalia Torrente, aceptó un sorbo de vodka, el temible aguardiente ruso, padre de la locura; y las demás, animadas por el ejemplo, comenzaron a discutir si probar o no aquella fuerte bebida.

—El vodka —opinó la Kriloff, que sacudía la alborotada cabeza rubia, de un rubio casi blanco— no les puede hacer daño alguno. Yo he oído decir a eminentes doctores que todos los alcoholes son remedios contra la gripe. Pero es tal vez el vodka un poco áspero para sus gargantas. Les puedo ofrecer kirsch y oporto…

Natalia Torrente, la decidida deportista, no encontraba áspero el aguardiente aquél, y, a la disimulada, se echó dos o tres vasitos de los de afiligranada vaina de plata. Y afirmó después que todas las concurrentes al té, una por una y la que más y la que menos, habían aprovechado el consejo médico de la rusa, y que los dedales de cristal de Bohemia vermiculados no se vieron plenos ni un instante. Y la escena que siguió al té no tenía, a la verdad, otra explicación posible sino un ligero estado de…, ¿cómo llamarle?, de desorientación en las cabezas, por la virtud de los licores…

Sucedió que una de las convalecientes, la linda Toria Fuenseca, se lanzó a preguntar a la Kriloff si era cierto que sabía evocar los espíritus. La contestación fue una sonrisa enigmática; y otra de las convalecientes, Rosa María Mendoza, batió palmas, imploró a la rusa y exclamó:

—He oído también que vaticina usted el Destino… ¡Por Dios, díganos el nuestro!

La Kriloff cambió de semblante. A la sonrisa y a la amenidad de dueña de casa que recibe y obsequia, sucedió una expresión inquieta en su rostro singular, aureolado por la clara cabellera fosca.

—Es una experiencia —dijo— que hice alguna vez: pero…, créanme…, vale más dejar al Destino envuelto en sus velos. ¡No quieran nunca saber el porvenir!

Todas, excitadas y vehementes, en pie, rodearon a la diplomática.

—¡Por Dios! ¡Sería usted tan amable! ¡El Destino, justamente, es lo que interesa! ¡El Destino!

La rusa frunció el entrecejo; se encogió de hombros, como diciendo «allá ellas», y alzando un tapiz bordado de pájaros y flores imposibles, hizo entrar a las muchachas en un reducido aposento, alumbrado por la luz de una linterna de vidrios verdes, que difundía una luz semejante a la que emiten, en verano, las luciérnagas. Los rostros, a tal claridad, adquirían un tinte espectral. El fondo de la estancia lo formaban un enorme espejo, sin otro marco que las sedas de un doble cortinaje, que lo cubrían y que la rusa descorrió.

Las muchachas sintieron un sutil escalofrío al verse de pronto tan descoloridas, con tales ojos de sombra, en aquel cristal que parecía un sombrío lago cruzado por reflejos lunares.

—¡Silencio! —ordenó bajito la rusa—. ¡Vayan ustedes por turno acercándose; una sola; que las demás se retiren a un lado, vueltas hacia la puerta!

La primera que se lanzó a reclamar turno fue Natalia Torrente… Y allá en el fondo del lago, vio lo que la hizo exhalar un chillido agudo: En solitario camino, un automóvil volcado, debajo del cual un grupo de hombres sacaban a una mujer cubierta de sangre, semejante a un pelele, con los miembros rotos… Natalia, horrorizada, se reconoció…

Nerviosamente se adelantó Rosa María Mendoza. Tardó algún tiempo en precisarse la imagen, vaga y como formada de humo; pero al fin se vio, y a su alrededor, tres hermosas criaturas; dos varoncitos y una hembra, lindos como amores. Y cuando se embelesaba en la contemplación de los niños que eran suyos, que eran de su misma carne —¡qué cielos!, ¡qué soles!—, del fondo del lago salió una mano descarnada, esquelética, que les fue apretando la garganta uno a uno, y soltándolos tronchados, como rotos muñecos. Ella se veía luchar, luchar; querer desprender de los tiernos cuellos la mano horrible…; pero no podía, no podía, y las lágrimas rodaban de sus ojos, en hilos, hasta el suelo…

Al retirarse temblando María Rosa, se adelantó, emocionada, Toria Fuenseca, que, como no ignoraba nadie, estaba prendada hasta la médula de Enrique Ambas Castillas, y se consideraba probable la boda para cuando la novia recobrase completamente las fuerzas y la salud… ¿Qué iba a decir el espejo? Lo que dijo no se supo nunca, ¡porque Toria se lo calló muy bien! Lo dijeron los hechos: el casamiento de Íñigo, de allí a pocos meses, con una millonaria procedente de los países donde rueda el oro. En aquel momento sólo pudo verse que Toria, apartándose del espejo maldito, cayó con una convulsión violenta. Y la Kriloff, arrastrándola fuera del cuarto misterioso y haciéndola respirar un antiespasmódico, repetía:

—Se lo dije a ustedes… ¡No conviene consultar al Destino! En el porvenir hay siempre lo peor… Conste que yo no quería…

El resultado de la sesión fue muy penoso. Las muchachas aseguraron que lo habían pasado admirablemente, que no cabía cosa más divertida que un té así; pero fue lo positivo que dos o tres quedaron enfermizas y tristonas, y que Toria, al siguiente día, recayó con caracteres graves, y fue milagro que se la pudiese salvar. Con tal motivo se murmuró de la secretaria, y se le mostró un poco de frialdad en determinados círculos. No obstante lo cual, algunas señoras de lo más cremoso le pidieron que, en reserva, les permitiese consultar el espejo.

El Templo

Sucedía lo que voy a referir en los tiempos modernísimos de la China, séptimo siglo de nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los historiógrafos sinenses a esta dama en la lista de los soberanos, alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.

Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar, guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda del emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía el aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa nada más que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a Tai-Sung. Éste apenas la miró; altos designios, planes heroicos, sabias máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones que había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.»

Y el príncipe heredero —asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían campanillitas de plata— vio pasar a la nueva esclava de su padre y la codició en su corazón de un modo insensato.

Un mes más tarde, el emperador bebía una taza de té servida por Vu, y disuelta en la rubia efusión, fuerte dosis de opio ofrecía al mortal reposo eterno. Después del solemne entierro del ilustre guerrero y legislador, Kao-Sung repudió a sus legítimas esposas, emperatrices del Poniente y del Levante, y sentó a su lado, en el trono, a Vu, dándole el título nuevo e inaudito de reina celestial.

Jamás se había cometido tan grave y escandalosa acción. La piedad filial es la virtud china por excelencia, y Confucio dice en el Y-King o Libro de los libros que el padre es al hijo lo que el sol al mundo. Pero habían pasado los tiempos en que el prestigio de la ley podía más que el respeto al monarca, y nadie se atrevió a chistar. Solamente un literato —en aquel país los literatos llevaban la voz de la conciencia pública— tuvo valor para anunciar a Kao-Sung que los Espíritus o manes de los antepasados tomarían venganza de la ofensa; por lo cual el literato fue esmeradamente cortado en diez mil pedacitos, suplicio que se reserva a los grandes culpables.

Sin duda los Espíritus quisieron dejar bien al literato, pues Kao-Sung murió pronto, consumido por el incendio de sus venas, por el amor desesperado y loco. Sucedíale su hijo Shun-Sung; pero a los pocos días la emperatriz le hizo sorprender en su lecho y trasladar en palanquín a una fortaleza fronteriza, de las que defendían la Gran Muralla. Y apoderándose del trono dio rienda suelta a su soberbia infinita. Mandó construir un palacio desmesurado, y en él reunió servidumbre innumerable, entre la cual había bailarinas, atletas, astrólogos, arqueros muy diestros y palafreneros tártaros de suma habilidad. Todas las noches los jardines se iluminaban con millares de farolillos, y barcas empavesadas, de figura de dragones o cisnes, llenas de músicos, con mesas dispuestas para el banquete, recorrían los estanques y lagos; en la más suntuosa de las embarcaciones, la emperatriz, rodeada de su corte, se entregaba a los delirios de la orgía. Hasta tuvo el capricho de hacer un lago de vino rojo y ver cómo se bañaban en él, ebrios ya, los cortesanos. En medio de su desatinada vida, Vu pensaba en agrandar su Imperio, y veteranos generales consiguieron para sus armas brillantes victorias. Los literatos, no queriendo ser aserrados o cortados en diez mil trozos, cantaban la gloria de la excelsa Vu, y el Imperio entero, postrado a sus casi invisibles pies, la reverenciaba acobardado, pues las proscripciones habían hecho oscilar, al extremo de un bambú corvo, muchas y muy ilustres cabezas.

Cualquiera pensaría que Vu, en tal esplendor de triunfo, no envidiaba a nadie en la Tierra. Y sin embargo, a los tres días de reinar, dio marcadas señales de cansancio y hasta de melancolía, por lo cual los médicos y astrólogos de palacio no sabían a qué santo encomendarse, pues la emperatriz, encerrada en sus habitaciones, se negaba a ver a nadie, y hasta hubo días en que rehusaba el alimento. Mil versiones corrían acerca del padecimiento incomprensible de la emperatriz, y es que nadie podía sospechar que Vu, la ambiciosa, la caprichosa, estaba perdidamente enamorada de un joven bonzo, sacerdote de Fo (a quien en la India llaman el Buda).

Ni toda la ciencia del gran Confucio y de Lao-Seu, el filósofo de las blancas cejas, alcanzaría a explicar la secreta razón del enamoramiento y del sufrimiento de la emperatriz. Así como se habían reclinado en los cojines de seda de su gabinete los esculturales hijos de Corea o Kaolín (la tierra cuyo barro sirvió al Espíritu para modelar al primer hombre), los indianos del Himalaya, de negros ojos de gacela y dorada piel; los siberianos, de azules pupilas, y los montañeses kirguizos, de arrogante apostura, nada más fácil para la celeste emperatriz que prender al joven bonzo Hoay y encerrarle allí, entre jardines de arbustos enanos en flor, que convidan a la molicie. Mas no era eso lo que Vu deseaba. Había visto al bonzo en ocasión de hallarse ella pescando en un estanquito peces de colores. Al tirar de la cuerda y sacar un plateado ciprino de aletas de carmín, el budista, que pasaba con los ojos bajos, había alzado la voz, exclamando severamente:

—Mujer, ¿por qué haces daño a los seres vivos e inofensivos? Si quieres saciar tu crueldad, clávame el anzuelo a mí.

Y desde aquel instante, Vu veía siempre el grave rostro, la mirada intensa, de fuego, la figura penitente del bonzo Hoay; y en memoria suya, a ningún ser viviente se hacía mal en el inmenso palacio. Vu comía frutas confitadas, legumbres cocidas, y las aves anidaban pacíficamente en el imbricado reborde de los pabellones de recreo.

Un día, ya desesperada, sintiendo que la tristeza la consumía hasta la médula de los huesos, Vu se hizo conducir al monasterio donde habitaba el bonzo y arrojándose a sus pies, sin orgullo ni alarde de poderío, le explicó su mal y le pidió el remedio:

—Yo sanaré si tú me guías; yo sanaré si tú estás a mi lado.

Hoay levantó del suelo a la emperatriz celeste, y con palabras fraternales la calmó:

—Empieza —le dijo— por elevar un templo a la Luz y otro al Cielo..., y después llámame.

Vu erigió dos templos altísimos, que agotaron su tesoro; terminadas las obras, avisó al bonzo, el cual acudió, y, armado de una antorcha, incendió los maravillosos edificios. No quedó de ellos más que ceniza. Después dijo a la consternada emperatriz:

—Ahora, mujer, eleva un templo más alto, más alto, dentro de ti, en tu corazón, al Cielo y a la Luz... y cuando esté erigido vuélveme a llamar.

Vu ignoraba cómo arreglárselas para elevar un templo dentro de su corazón; no obstante por instinto del querer —instinto infalible—, adoptó la vida distinta de la anterior: abrió las prisiones, prohibió los suplicios, rebajó los impuestos, oyó las quejas justas, dio premios a la piedad filial, amparó la agricultura, y en su palacio estableció tal moralidad, que podrían ser de vidrio las paredes. El bonzo, satisfecho, venía a visitarla todas las tardes, y cogidos de las manos, apaciblemente, conversaban sobre las cuatro virtudes sublimes y la liberación de la bienaventuranza final. Vu era dichosa como en su vida lo había sido.

Sin embargo, los veteranos generales, los eunucos directores de las fiestas, los panzudos mandarines y hasta los literatos, envidiosos de la privanza de Hoay, al ver que ya no se ordenaban suplicios, conspiraron. Y Vu, aquella emperatriz que (según el dicho del historiador padre Amiot) emprendió y ejecutó impunemente las cosas más extraordinarias y más opuestas al criterio y costumbres de la China, fue sorprendida en su pabellón y secretamente estrangulada, en castigo de haber concebido un amor diferente de otros amores, y de haber, a impulsos de ese extraño sentimiento, elevado en su corazón un templo muy alto al Cielo y a la Luz.


«El Imparcial», Almanaque, 1901.

El Tesoro

Lo que voy a referir sucedió en el país de los sueños. ¿Verdad que algunas veces gusta echar un viajecillo a esta tierra encantada, de azules lejanías, de irisadas playas, de bosques floridos, de ríos de diamantes y de ciudades de mármol, ciudades donde nada deja que desear la Policía urbana, ni el servicio de comunicaciones, ni el tiempo, que siempre es espléndido; ni la temperatura, que jamás sopla el trancazo y la bronquitis?

En tan deliciosa comarca vivía una moza como un pino de oro, llamada Inés. Quince mayos agrupaban en su gallarda persona todas las perfecciones y gracias de la Naturaleza, y en su espíritu todos los atractivos misteriosos del ideal. Porque instintivamente —supongo que lo habréis notado— atribuimos a las niñas muy hermosas bellezas interiores y psicológicas que correspondan exactamente a las que en su exterior nos embelesan. Aquellos ojos tan claros, tan nacarados y tan húmedos de vida, no cabe duda que reflejan un pensamiento sin mancha, comparable al ampo de la misma nieve. Aquella boca hecha de dos pétalos de rosa de Alejandría, solo puede dar paso a palabras de miel, pero de miel cándida y fresca. Aquellas manitas tan pulcras, en nada feo ni torpe pueden emplearse: a lo sumo podrán entretejer flores, o ejecutar primorosas laborcicas. Aquella frente lisa y ebúrnea no puede cobijar ningún pensamiento malo: aquellos pies no se hicieron para pisar el barro vil de la tierra, sino el polvo luminoso de los astros; aquella sonrisa es la del ángel... ¡Acabáramos! Esta es la palabra definitiva: de ángeles se gradúan todas las doncellitas lozanas, y de brujas todas las apolilladas y estropajosas viejas: que así como así el alma no se ve por un vidrio, sino envuelta en el engañoso ropaje de la forma, y si Carlota Corday no es linda, en vez del ángel del asesinato le ponen el demonio.

De lo dicho resulta que Inés poseía y ostentaba el diploma de angelical, y no solo lo poseía, sino que era digna de él. Sus ojos radiantes, su ingenua boca entreabierta, su frente sin una nube, no mentía, no. Inés no sabía jota de lo malo. Imaginaos una tabla rasa donde nada hay escrito: suponed un lienzo sin una sola mácula; figuraos un pajarito de plumas blancas, al que ni por casualidad le encontraríamos una de medio color, y tendréis apropiada imagen de lo que eran el alma y el corazoncito y los sentidos y las potencias de Inés.

Con todo eso, y dado que a fuer de biógrafo puntual y exacto no quisiera errar ni en una coma, he de confesaros que allá en el más escondido camarín del pensamiento de la niña había... ¿qué? ¿El pelito invisible que rompe el cristal? ¿El globulito de ácido que corroe el acero? Menos que eso... Una curiosidad.

Es el caso que yendo Inés cierta tarde de paseo por las orillas del riachuelo, festoneadas de anémonas, espadañas y gladiolos, en un remanso formado por dos peñascos que casi se tocaban, vio que hacia la base de las rocas abríase la bocaza de una cueva oscura. Mirando estaba al antro y cavilando qué podría ocultar en su seno, cuando del agujero se destacó una figura humana, un anciano de melena gris, túnica morada, gorro puntiagudo, varilla en cinto y, en suma, toda la traza de un nigromante de comedia. Acercóse el brujo a la niña, y con sonrisilla de malignidad le entregó un cofrecito de preciosa filigrana, incrustado de corales y esmaltado de raros signos negros y desconocidos caracteres. Inés, que no podía más de miedo, iba a rehusar la dádiva del brujo, pero éste, con razones muy perfiladas y tono de autoridad, le mandó que se guardase el cofre, añadiendo que era un obsequio que le destinaba, ya que se había acercado tanto a la cueva, donde no entraba ningún ser humano.

—El cofrecito —añadió— es de por sí un tesoro; pero contiene otro más intestimable aún; como que encierra el tesoro de tu inocencia. No pierdas nunca ese cofre, no lo abras, no lo rompas, no lo regales, no lo vendas, no te apartes de él un minuto, y adiós, y que seas muy feliz, Inesilla. ¡Ay! Desde que te he visto..., créelo, me pesan más las tres mil navidades que ayer cumplí.

Volvióse el mágico a su caverna, e Inés regresó a su casa con el cofrecillo muy agarrado, sin atreverse ni a mirarlo casi. Le parecía tan bonito y tan frágil, que temía se fuese a evaporar. Lo depositó en sitio seguro, y desde aquella misma hora la inevitable curiosidad empezó a tentarla, dictándole monólogos del tenor siguiente:

—Bueno, ya sé que no debo abrir ni romper ese cofrecito. Corriente: no lo abriré, ni lo romperé. Pero ¿y si Dios quiere que se abra solo? Lo que es entonces..., entonces sí que, pese a quien pese, me entero de lo que hay guardado en él. ¿Se abrirá? Dios mío, ¡que se abra! La estantigua del brujo aquel me dijo que el cofre encierra mi inocencia. Eso precisamente es lo que me hace rabiar. Si me hubiese dicho que encerraba una flor, una alhaja, una mariposita, una cinta, un pomo de esencia..., ¡bah!, entonces, un comino se me importaría verlo. ¡Pero mi inocencia! Si no tuviese curiosidad, sería yo de palo. ¿Cómo será una inocencia? Nunca me enseñaron por ahí inocencia alguna. ¿Será verde? ¿Será azul? ¿Será colorada? ¿Será larga? ¿Será redonda? ¿Será linda? ¿Será horrible? ¿Pícara? ¿Tendrá veneno? ¿Será un gusano? ¿Será...? ¡Válgame Dios! ¡Pues si ya me ha levantado jaqueca la inocencia maldita!

En estos dares y tomares y cavilaciones y discursos andaba Inés, y todos venían a parar en ganas de mandar a paseo las prohibiciones del mágico y abrir el cofrecillo, en vista de que ninguna probabilidad tenía a su favor la hipótesis de que solo y por su propia virtud se abriese. No obstante, el recelo la contenía y el encantado cofre permanecía intacto.

Ahondando más en sus meditaciones, Inés se resolvió a salir de dudas sin infringir la ley, y empezó a preguntar a sus amigas y amigos qué hechura tenía la inocencia, de qué color era y para qué servía. Con gran sorpresa y mayor disgusto notó que nadie le respondía acorde, ni le proporcionaba el menor dato que pudiese guiarla a su indagación. Unos fruncían la boca, bajaban la vista y se quedaban perplejos; otros se reían, mitad con fisga y mitad con lástima; alguno la reprendió por venirse con tales preguntas, impropias de una niña formal y honrada, con lo cual, Inés, muy compungida, lloró de vergüenza, ignorando qué clase de delito había cometido para que la tratasen así.

Convencida ya de que nadie le diría más que chirigotas o cosas duras, atormentada por el enigma que se cifraba en el cofrecillo, la niña se desmejoró, se sintió atacada de inquietud febril, y, a ratos, de ese marasmo profundo que sigue a las reacciones violentas de la voluntad. Porque no hay cosa de más tormento para el espíritu que la acción concebida, deseada y no ejecutada, y ése es el mal terrible de Hamlet: la indecisión. En verdad os digo que si Hamlet fuese mujer, no se vuelve loco por estancación de la voluntad. La mujer es más resuelta: quiere y hace. Inés, al sentirse enferma, quiso sanar, y una mañana sola, trémula, rompió la cerradura del cofrecillo del mago.

Alzó la tapa, aquel velo de Isis... ¡Oh asombro! En el fondo del cofrecillo no había cosa alguna... Repito que nada; ni rastro, ni ostugo, ni señal del cacareado tesoro. La atónita Inés únicamente creyó ver que por el aire se dispersaba una leve y blanquecina columna de humo... Al mismo tiempo, los desconocidos caracteres de esmalte negro que adornaban los frisos del cofrecillo se aclaraban hasta convertirse en signos del alfabeto que poseía Inés, la cual, abriendo mucho los ojos, leyó de corrido:

«Cuando sepas lo que es la inocencia, será que la perdiste.»


«El Liberal», 6 de abril de 1893.

El Tesoro de los Lagidas

El esclavo nubiano, portador de la lámpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.

Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia; perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.

Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza, oscura.

—Apoya los hombros, Elao —ordenó—. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.

El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.

—Enciende las lámparas.

Entrando en el recinto que cerraba la puerta, Elao prendió con la lámpara que había traído las mechas de otras preparadas ya, y la reina y el sacerdote penetraron también en la primera cámara del tesoro. Detuviéronse en el umbral a contemplar tanta magnificencia, mientras el esclavo iluminaba el segundo recinto. El gran sacerdote, que no conocía el tesoro sino por la leyenda secular, alzó las manos en forma de copa y exhaló un grito de admiración. Lo de menos eran las barras de oro apiladas en el suelo.

Desde hacía trescientos años, los reyes Lagidas reunían, ocultándolas en las profundidades del sepulcro que los aguardaba, las joyas más raras y de más exquisita labor. Preseas que pertenecieron a Alejandro; objetos salvados de los saqueos de ciudades desaparecidas; collares y brazaletes de princesas que dormían el sueño eterno; vasos sagrados de cultos que ya nadie practicaba; estatuas de oro de dioses de olvidado nombre; perlas únicas, ofrecidas antaño a divinidades monstruosas; cetros regios, coronas afiligranadas, broches que cerraron mantos imperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas en la pared y revestidas de telas y chapas de dorada madera, y se desbordaban en montones por las esquinas y hasta colgaban del techo, dentro de espuertas finísimas de palma.

La luz de las lámparas, incierta y parpadeante, hacía de pronto emerger de la sombra detalles de maravillosa ejecución, adornos perfectos, líneas de belleza que convidaban a arrodillarse, y Cleopatra, volviéndose al sacerdote, pronunció:

—Aquí se guarda lo mejor del mundo. Los romanos, que han saqueado tantos reinos, nada poseen comparable a este tesoro. Todos mis ascendientes, en su sangre griega, llevaban el amor al arte, y lejos de las miradas profanas, que no deben posarse en la suprema hermosura, juntaron lo que no tiene precio, lo que ardientes momentos de inspiración fijan en la materia y pacientes trabajos perpetúan. Vencida, amenazada, casi prisionera ya, todavía la reina de Egipto es dueña de algo que envidiaría Octavio, y que además, Octavio necesita para pagar a sus tribuni militum, a quienes debe cantidades, y a las legiones de Antonio, que acaban de sometérsele. ¿No crees que, por este tesoro, Octavio me devolvería libremente mi corona?

El sacerdote reflexionaba, atusándose la barba ondulada en canalones simétricos. Sus ojos ovales, negrísimos, expresaban la incertidumbre y la inquietud. El poder sacerdotal había decaído mucho bajo los Lagidas, reyes impuestos por la conquista alejandrina, y ahora, ante la arrolladora fuerza de los romanos y el imperioso y caprichoso manto de Cleopatra, era apenas una sombra y un recuerdo.

—¿Sabe alguien dónde ocultas tu tesoro, reina? —preguntó, al fin, gravemente.

—Tú y yo no más.

Los ojos de forma de almendra, de oblicua mirada, designaron al esclavo, inmóvil como una estatua de basalto negro.

—No hablará; es una tumba —murmuró Cleopatra, envolviendo en su fulgurante ojeada al nubiano.

—Entonces, reina, Octavio aceptará tus condiciones o...

—O muerta yo, y en caso necesario, tú harás desaparecer el tesoro de los Lagidas. Que no se apodere de él Octavio, ¿entiendes? Que no llegue a ponerle encima la mano. Destruye, entierra, arroja a lo más hondo del mar... Todo menos entregárselo al romano vencedor.

—Se hará así... No nos queda otra esperanza.

—Aún queda otra... Ven.

La reina pasó al segundo recinto. Era una cámara más chica, circular, acribillada de hornacinas también, en las cuales objetos de formas extrañas, heteróclitas, se apiñaban confusamente.

—Son amuletos, talismanes, fetiches, mandrágoras, piedras del cielo, bezoares, uñas de la gran bestia, redomas de encantamientos y filtros... Han sido traídos de todos los países, recogidos sobre cadáveres, en santuarios quemados, en guaridas nocturnas de hechiceras de Tesalia; han sido arrancados, robados, comprados a peso de oro... Puesto que los dioses del Egipto nos abandonan, ¿no habrá ahí un Dios o un genio que nos salve? ¡Considera la cantidad de poder sobrenatural que encierran tantas cosas prodigiosas!

El sacerdote respondió, meneando la cabeza:

—Nuestros dioses nos castigan, reina, por haber pactado alianza con el extranjero, por la profanación de unirte a un general romano y hacerle monarca de Egipto. Hemos merecido que nos abandonen, y nos abandonan. Contra su cólera no pueden nada esas piedras y esos líquidos, esas raíces y esos despojos, que reciben su poder del universal creador, de Ptah el eterno.

—Ptah el eterno no puede impedirme morir, y entre esos amuletos hay venenos tan rápidos y sutiles, que la muerte que producen debe llamarse dulce sueño. Las joyas más preciadas de este tesoro son los instrumentos de mi libertad. En ningún caso figuraré en el triunfo de mis enemigos.

El estremecimiento del esclavo hizo volverse a la reina.

—Tú no quieres que yo muera, Elao...—articuló con aquella sonrisa que era un abismo de gracia y coquetería, acercándose con movimiento felino, acariciador—. Tú, que eres un poco de arcilla, no quieres que perezca la hija de los Tolomeos... ¿Prefieres que me humillen? ¿No sabes que la muerte es muy bella? No hay nada más hermoso que la muerte y el amor. Tranquilízate, Elao. Busca en esa pared el resalte de una cabeza de serpiente de metal y oprímela... Así...

Elao apretó sin recelo. Un trozo de pavimento se hundió rápidamente, arrastrando consigo al esclavo. Remoto, sordo, mate, como el amortiguado por el agua, se oyó el ruido de su caída. Ya ascendía otra vez el pavimento y se encajaba en su lugar, silenciosamente.

—No hablará —dijo Cleopatra—. El secreto nos pertenece a nosotros solos.

No hizo el sacerdote observación alguna. La vida de un esclavo no merecía el trabajo de abrir la boca. Y dejando encendidas las lámparas, que de suyo se apagarían, abandonaron aquel lugar, escondido en las fundaciones de un sepulcro y construido con tal arte, que arrasarían la ciudad entera sin dar con él.

* * *

El esclavo era joven, hercúleo, y nadaba como los peces. Por milagro consiguió no ahogarse al caer en un canal profundo, comunicado con la bahía de Alejandría. Y fue él quien reveló a Octavio vencedor el secreto del inestimable tesoro de los Lagidas, que Octavio derritió en el horno brutalmente, apremiado por la urgencia de acallar con dinero a sus legiones, abriéndose camino al Imperio de Roma. Privada de sus instrumentos de libertad, Cleopatra tuvo que pedir un cesto de fruta, donde había una serpezuela cuya mordedura liberta también.


«El Imparcial», 24 de junio de 1907.

El Testamento del Año

Ante una mesa cubierta de papelotes, sepultado en vasto sillón de cuero inglés, un mozo, pensativo, registra el fárrago. Sus cejas negras, que dibujan sobre la frente sin arrugas un arco de azabache, se fruncen de descontento, y sus ojos sombríos se nublan más al empezar a leer un documento voluminoso, hojas y hojas de letra temblona y confusa: el testamento del año 1920.

Es lo que llaman ológrafo; es decir, escrito de puño del otorgante. Y el mozo reniega de quien tal mamotreto le condenó a descifrar. A la vez, cuanto más claro resultase su texto, siente que acaso fuese mayor su confusión y disgusto. En vez de legar al sucesor fincas, dinero, bienes de todas clases, como era de esperar de tan opulento señor, de un señor en cuyos tiempos de tal suerte había crecido como ola de espuma la riqueza, se encontraba el heredero con que le dejaban únicamente, y a montones, conflictos, miseria y luchas. Y esto de las luchas era lo que más desconcertaba al muchacho, lo que le causaba horror. Cuando, desconocido, recluso en una isla quimérica, le adoctrinaban ciertos brujos espectrales para que luego ejerciese dignamente sus funciones de Año, decíanle los tales brujos que el mundo pertenecía a la paz y que una fraternal corriente de amor unía a los pueblos. Y por el mazorral legajo que en las manos tenía, le era fácil ver al novato que la paz, más que nunca, parecía fantasma de ensueño, y la fraternidad, dogma ya desechado. El primer desengaño, el primer contacto con la realidad de la vida, era lo que envolvía en cendales de tristeza las facciones del Año mozo y crispaba sus dedos al volver con fastidio las hojas del instrumento legal.

¿Y cómo iba él a hacer frente a todo lo que el testamento planteaba? Aunque aplicase a la tarea el brío intacto de su juventud, no podría conseguir gran cosa. Era superior a sus fuerzas el trabajo. Por todas partes surgirían combates, cataclismos, enigmas, terrores, el mal desatado, y la humanidad, titubeando como un hombre ebrio, avanzando hacia los abismos. Y el corazón generoso del mancebo, no curtido aún por el desengaño, temblaba, y sus lagrimales acabaron por humedecerse: rechazó el testamento fatal y dejó caer la cabeza sobre las cruzadas manos.

Y he aquí que experimentó la sensación repentina de no estar solo. Frente a él aparecía, sobre el rico tapete de la mesa y sentado encima del testamento, un ser extraño. Era una especie de enanito, barrigudo, de redondeadas y menudísimas formas, vistiendo jubón de raso cereza y pantalones bombachos, atavío semejante al de los músicos de alguna jazz band exótica. La expresión de su rostro era puerilmente jovial, con toques de mefistofélica ironía. Unos cascabelillos de plata le formaban un collar, y tintineaban, ¡clin, clin!, a cada uno de sus movimientos, con gozoso repique. Fumaba una breva que le llenaba casi la boca, y el humo perfumado que aspiraba envolvió la cara del Año nuevo en sedante niebla.

—¡Ea! —dijo con garbo el hombrecito—. ¡A echar fuera esos pensamientos negros! Vengo a darte ánimos. Levanta la frente, afiánzate en las piernas y goza de tu mocedad. Tu vida ha de ser bien corta: no la desperdicies.

El Año sintió, por reacción súbita impulsos de reír, ante la facha del consejero.

—¿Y quién eres tú, galán, que así me confortas? —preguntó en tono humorístico.

—¡Yo! Pues lo estás viendo: una burbuja de humanidad, un átomo tripudo.

Nada valgo, pero represento una idea que te consolará, si llegas a tenerla a tu alcance. Represento a la frivolidad, ¡la santa frivolidad!

—¿Y de qué me servirá la frivolidad, enanillo? —insistió el Año, distraído como a pesar suyo por la presencia de aquel ente desaprensivo y burlón.

—¡La frivolidad! ¡Te servirá de todo, infeliz, de todo! Cualquier cuestión que surja ante ti, sea la que fuere, te la resuelve la frivolidad. Fíjate bien: los conflictos no son conflictos, sino porque así se presentan ante nuestro espíritu. En cuanto sueltes una carcajada, en cuanto, ¡clin, clin!, suenen mis cascabeles, adiós problemas, adiós preocupaciones. Las cosas son lo que queremos que sean, no lo que son realmente. Mira, te voy a poner un ejemplo: ¿verdad que el morirse es trágico? Bueno; pues yo he resuelto esa dificultad suprimiendo la huella del dolor, que son los lutos. La santa frivolidad ha decretado que no se vista luto, o que si se viste, se paseen los crespones por teatros y bailes, como si tal cosa. Para escamotear la pena, se ha declarado inelegante eso de meterse en un tintero, y menos distinguido aún interrumpir la vida de goces y diversiones bajo pretexto de que alguien se ha ido al otro mundo. Y así, una de las mayores amarguras ya no lo es. El muerto, al hoyo, y el vivo, a la danza. Al bollo le sería difícil, en vista de las huelgas de panaderos.

A pesar suyo, lo pasaba bien el Año oyendo al bufoncete.

—No está mal visto, no está mal visto —repetía.

—¿Qué ha de estar? —Y el barrigudo se esponjó, vanidoso—. No creas que esto que voy diciéndote es un modernismo, no señor. La frivolidad tiene pergaminos, es antigua, y dondequiera que aparece consuela mucho a los hombres. Aquel Faraón que despreció los prodigios que obraba Moisés, y se empeñó en meterse en el mar Rojo con toda su caballería y su infantería, era sin duda un frívolo, y aunque se lo tragó el mar, y a todo su ejército, fue sin hacerle perder el buen humor ni un solo instante. Y aquellos augústulos romanos de la decadencia, que veían desde las terrazas de sus palacios cabalgar a los bárbaros, crines al viento, y no por eso alzaban con menos ilusión la copa del falerno exquisito, ¿quién duda que hubiesen sufrido mucho si la leve contextura de su espíritu no los amparase envolviéndolos en frivolidad? No hay cosa más injusta que hablar mal de la decadencia; porque la decadencia es, en suma, la frivolidad aplicada a todas las horas de la vida, y al quitarle su gravedad, le quita su melancolía y, sobre todo, su importancia. ¡Clin, clin, clin! Anda, fúmate una breva, como yo, tonto, y ríete de testamentos fúnebres.

Encendió el puro el Año nuevo y se reclinó en el sillón, contagiado por el optimismo cascabelero del tripudo.

—La verdad es —dijo al cabo— que la mitad de las complicaciones deben arreglarse no haciendo mucho caso de ellas, y, si acaso, negándolas, Porque también, al negar una cosa, como si la suprimiésemos. ¿No es así? ¿He interpretado bien tu doctrina, enanito desenfadado?

—Admirablemente —afirmó el tripudo con nuevo repique de sus sonajas de plata—. Niega y niega, alzando los hombros, entre desdeñoso y tranquilo. Sostén todo optimismo y da por seguro que, a la larga, no hay cuestión que no se solucione ella sola, por cansancio o por quedar arrinconada en el desván de las ansias antiguas, démodées. Espéralo todo de un personaje omnipotente que se llama el Señor Tiempo… Y tú verás como no te entran moscas…

Cuando esto decía el enano, el Año, tirando de su breva, se envolvía en la fluida humareda gris. Aquella nube fina le adormecía, y sus párpados se cerraban insensiblemente. No veía ya a su alrededor sino algo humoso que borraba los contornos y adquiría la imprecisión de los sueños. Hasta su olfato se figuró que respondía a las sensaciones de la fumadora. Olía a algo tostado, socarrado por el fuego, como si ardiesen maderas aromáticas, impregnadas de barnices y de esencias inflamables. Al principio, el Año no definió bien estas impresiones sensorias; pero iban acentuándose, y ya no era posible atribuirlas al cigarro sólo. Denso ambiente cercaba al Año joven, y, al través, entreveía al barrigudo haciendo gestos y muecas, abriendo anhelosamente la boca, cual pez sacado del agua, y manoteando a modo de quien rechaza y se defiende de un peligro. Y el Año, quieras o no quieras, tuvo que convencerse. Los envolvía un humo, no ingrávido y delicado como el del tabaco exquisito sino denso, asfixiante, que hacía imposible la respiración. El enano acababa de saltar de la mesa —¡clin, clin!— y de correr a la ventana, queriendo abrirla; pero no alcanzaba a la falleba, y cayó al suelo, retorciéndose y murmurando:

—No darle importancia… No es nada… Es que la casa arde…

Ardía, en efecto, por los cuatro costados, y cortas llamitas, brotando al través del piso, acariciaron el cuerpo deforme del tripón y tostaron sus pies calzados con presuntuosas botas húngaras, mientras repetía:

—Nada… El tiempo todo lo soluciona…

Al contraerse y hacer movimientos convulsivos, los cascabelillos argénteos sonaron —¡clin, clin, clin!— una vez más. Es de creer que sería la última. Y el buen discípulo, el Año nuevo, al tratar de huir despavorido, pensaba:

«Se quema el testamento de papá… Buena tabarra me ahorro».

El Tetrarca en la Aldea

Hay conversaciones que desde que el mundo es mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto, pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los mismos argumentos.

Posee este género de conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la naturaleza, imponiendo la ostentación de sentimientos convencionales; y de aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.

Una de estas pláticas a que aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel… ¡Qué de resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo —así como la observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.

—Lo que escasea —me decía un amigo aficionado a indagar historias— es la resignación envuelta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra, donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.

El tío Marcos Loureiro emigró porque no podía sobrellevar el peso de las contribuciones ni sostener con su labor agrícola a la mujer y a los tres rapacinos. En Montevideo, con harta fatiga, fue atesorando un modestísimo peculio suficiente para vivir con cierto desahogo, a lo villano, en su querido rincón: lo bastante para que no le faltase —como ellos dicen— pan y puerco todo el año.

Con patriarcal sencillez, Marcos se daba ya por contento; mas principió a recibir de su aldea cartas de cierto compadre Antón, muy razonadas, disuadiéndole de volver tan pronto y animándole a traer algo más que «una pobreza».

Aseguraba también el compadre Antón que la familia de Marcos ya no pasaba necesidad alguna, porque el amo, el señor conde de Castro, les había rebajado en más de la mitad el arriendo del lugar que llevaban, y la comadre Sabel, con su trabajo, ganaba lo suficiente para que ni ella ni los chiquillos careciesen de abrigo y caldo «de pote».

Es de advertir que el compadre Antón hablaba oficialmente, porque a la comadre Sabel le estorbaba lo negro, y por medio de Antón se comunicaba con el ausente esposo. Pareció el consejo muy discreto, y Marcos siguió reuniendo patacones; pero transcurridos cinco años, y dueño ya de un capitalejo tan humilde en América como considerable en la aldea de Castro, comenzó a escamarle el empeño de tenerle a distancia que mostraba el tío Antón. No era Marcos ningún bolonio, y la suspicacia natural del labriego se despertó y dio en atar cabos y devanar cavilaciones.

Resolvió, pues, volver secretamente a su hogar, y así como lo resolvió lo hizo, desembarcando en Marineda de Cantabria y tomando al punto el coche de línea que le llevó, no sin peligro de sus huesos, a Compostela. Allí se echó a la calle con propósito de ajustar un jamelgo para andar las cuatro leguas que faltaban hasta Castro. Iba Marcos regodeándose con su plan que consideraba excelente. Si en su casa todo marchaba en orden, ¡magnífica sorpresa la de verle llegar tan bien portado y hasta con su cadena de oro de tres vueltas! Y si había allá «choyo»…, ¡magnífica sorpresa también!

Saboreando sus propósitos, al revolver de una esquina tropezó con un aldeano, que, al verle, pegó involuntario respingo y trató de escabullirse, ocultándose en un portal; mas no le valió la treta, porque Marcos echó a correr detrás del fugitivo, le agarró por la faja de lana de colores y obligó al compadre Antón —pues él era— a volverse y reconocerle. Cogido ya el labriego, hizo a mal tiempo buena cara y saludó a Marcos mostrando cordialidad. Al enterarse de que Marcos proyectaba salir para Castro inmediatamente, tuvo Antón nuevos conatos de fuga, igualmente frustrados, porque el marido de Sabel, con suma firmeza, declaró a su compadre que no se descosería de su lado por un imperio.

«Te veo, viejo encubridor —pensaba Marcos—. Quieres adelantarte para avisar y que yo encuentre todo aquello amañadito. No me chupo el dedo. Así duermas hoy aquí, contigo duermo yo. No te valen las triquiñuelas. A Castro hemos de llegar más juntos que la oblea y el papel».

Apenas se convenció el tío Antón de que el compadre no le soltaba, como era menos terco que ladino, resignóse, ajustó el caballo para Marcos, arreó su propia cabalgadura, y tres horas antes de ponerse el sol salieron carretera adelante.

Ya se comprende que Marcos ni soñaba en que el compadre, con aquel pescuezo que parecía corteza de tocino rancio y aquella cara de polichinela entrado en edad, pudiese ser el ladrón de su honra; además, Marcos sabía que el tío Antón estaba más pobre que las arañas, más viejo que el pecado, y que como no se aficionase de una ternera o de un saco de maíz, lo que es de otra cosa…

Seguro, pues, del papel que en el reparto de aquel drama podía corresponderle al tío Antón, Marcos se propuso sacarle la verdad del cuerpo durante el camino, y, en efecto, a cosa de legua y media, ya el esposo de Sabel no ignoraba el nombre y condición del ofensor, que no era otro que el mayordomo del conde de Castro. Exigirían un libro entero, si se hubiesen de escribir, los circunloquios, amonestaciones, consejos, palabras calmantes y reflexiones filosóficas, a lo Sancho, que el viejo compadre le endilgó al ultrajado marido. Oyó éste con sorna, mirando de reojo al consejero y calculando los perdones de renta y otras ventajas que a cuenta del señor conde de Castro habían premiado el servicio de tenerle a él, Marcos Loureiro, tanto tiempo allá por tierras de ultramar. Cuando el tío Antón hubo terminado su insinuante arenga, Marcos se encogió de hombros, y, sin mover un músculo de la cara, dijo por toda respuesta:

—Demasiado sabemos lo que son las mujeres.

—En eso estamos —confirmó el vejezuelo—; pero, a las veces, el hombre, cuando ve delante ciertas cosas, vásele el seso de la cabeza, compadre.

—El seso mío no se va tan fácil, y ver no he de ver cosa mala.

—Veráslas, hombre, así que entres por la puerta.

—Pues me da la gana de verlas, y no se me adelante, que hemos de llegar con las cabezas de las bestias juntas así.

Diciendo y haciendo, Marcos puso su jamelgo tan cerca del cazurro vejete, que la espuma de un freno manchó al otro; y, callando los dos, prosiguieron el viaje hasta avistar la aldea, a la hora del anochecer.

A favor de las sombras que empezaban a tender su crespón, dejaron los caballos atados a unos árboles y entraron a pie y recatadamente, pegados a las choza, en la aldeílla. Marcos reconoció su casa y se fue a ella derecho, arrastrando al tío Antón, que ya temblaba como un azogado.

Por la rendija de la ventana salía luz.

—No mire, compadre; no mire —decía el viejo al marido; pero éste, aplicando un ojo a la abertura, se estremeció ligeramente, a pesar de su estoicismo de salvaje, porque había visto a su mujer (a quién dejó enfermiza y amarillenta) fresca, redonda, sanota, con una criatura de pocos meses colgada del blanco pecho… Aquéllas eran, sin duda (ahora lo comprendía), las «cosas malas» que sin remedio tenían que metérselas por los ojos, pues el suprimirlas no parecía grano de anís…

Marcos se apartó de la ventana y pegó en la puerta tres golpes secos y sonoros. El tío Antón comenzó a rezar el credo. Sabel dejó el niño en la cuna y salió a abrir. Cuando reconoció a su marido no gritó; al contrario; se quedó hecha una estatua, extendiendo los brazos como para impedirle entrar.

Abarcó el esposo de una sola ojeada el aspecto de la vivienda, y lo encontró excelente. Antes de que él se marchase eran allí desconocidos los lujos de colchones, colchas, cunas, mesas, sillas, armarios y buen quinqué de petróleo; nunca Sabel había vestido de lana rasa como entonces, ni calzado rico borceguí de becerro, ni usado tan finas ropas como las que se entreparecían al través del justillo aún desabrochado.

¿Recordó Marcos que al partir él quedaba desnuda y hambrienta su familia?

¿Hizo memoria de ciertos deslices propios allende los mares?

¿Fue distinta sugestión, nada altruista, aunque sobrado humana, la que se le impuso?

Ello es que, penetrando en la casa, pasó a donde antaño estaban las camas de los tres hijos y, al contar cinco cabezas de mayor a menor y ver la del mamoncillo en su cuna aparte, llegóse a su mujer, le tomó la barba y la acarició un momento; después movió la mano derecha de alto abajo, amenazando en broma, con media sonrisa, y murmuró:

—¡No sé qué te había de hacer! ¿Y si yo fuese otro?

El Tornado

Entre las caras aldeanas, a la salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.

Habiéndole manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de sus bigotes lacios.

—Pues apenas se alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia... Como que los demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje... Solo se la aguantamos una vez al año, o antes si hay peligro de muerte...

Convenido; vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba. Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas, sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de Naturaleza.

Hay en estos aspectos otoñales del paisaje una melancolía tranquila y, por lo mismo, más profunda, un mayor convencimiento de lo efímero de las cosas... Cuando entraron el cura y el señorito, dispuestos a satisfacer una curiosidad tan transitoria como la vida, ya mi espíritu andaba muy lejos: se había ido a donde no hay curiosidades, a una región de contemplativa serenidad.

Media hora después oía yo el relato de una aventura vulgar, pero que había bastado para dar aroma de pena antigua a la existencia de aquel hombre y para sugerirle un romanticismo, allá a su manera, complicado de cierto orgullo... Por la aventura podía mirar con superioridad, en lo interno, a sus compañeros, y en las largas sobremesas de los convites parroquiales, excitada la imaginación a poder del generoso y el anisete, revivir los dramáticos momentos, ser otra vez el que corrió graves peligros y estuvo a punto de que un vórtice le tragase...

—Al concluir la carrera —díjome después de recogerse un momento, como si no se supiese la relación de memoria— me encontré con que se murió una buena señora que era mi madrina de misa, y tuvo la ocurrencia de legarme una manda regular. Eché mis cuentas, y en vez de prestar a réditos para sacar al año una pequeñez, cargando además mi alma con responsabilidades, acordé salir un poco a ver el mundo. Yo hijos no había de tener; mis sobrinos..., ¡que se arreglasen!..., y como el viajar es la única diversión que no se mira mal en nosotros, ¡viajemos! Casi siempre, en tocando a salir de casa, mis colegas la emprenden hacia Roma. Una peregrinación..., ¡y adelante! Muy natural... Pero a mí, no sé por qué me entró afán de hacer todo lo contrario. Lo más diferente de Roma y de cuanto conocemos —pensé— serán los Estados Unidos... Y allá me fui, en un buque hermosísimo, y llegué a Cuba sin el menor tropiezo, y de la Habana, que por cierto me gustó de veras (a poco me quedó allí a vivir), pasé a la América del Norte, hallando tantas cosas de admirar que, para lo que me resta de estar en el mundo, tengo que rumiar memorias. Todo lo apunté en unos cuadernos para que no se me olvidase; y cada vez que leo en la Prensa algún invento o algún caso que parece mentira..., de mis cuadernos echo mano... y digo para mí...

—Y para los demás también —advirtió el señorito—. ¡Pues no nos tendrá leídos los cuadernitos que digamos!

—Y, bueno ¿de qué voy a tratar? ¿De política? ¿De chismes? ¡Ello es que en mis cuadernitos será raro que no se halle ya mencionado lo que nos dan por grandes novedades los periódicos...! En fin, yo me pasé más de un año entre aquella gente, sin conocer a nadie, con barbas y sin corona, aunque, gracias a Dios, sin faltar a las obligaciones de mi estado. Y así me estaría hasta la consumación de los siglos si no llega a escasearme el dinero, droga más necesaria allí, según pude advertir, que en parte alguna... Como no era cosa de echarme a pedir limosna, y a más no es costumbre de aquella gente el darla, tomé el partido de embarcarme otra vez, y la travesía desde Nueva York a la Habana fue una delicia...

En la Habana —donde no quise saltar a tierra, temeroso de no decidirme luego a salir de allí, aunque para mantenerme en aquel paraíso hubiese de ponerme a hacer la zafra en lugar de un negro— subió a bordo una señora joven, de riguroso luto —no despreciando, bien parecida—, con un niño muy guapo, de unos seis años. Éramos la señora y yo de los pocos españoles que en el buque iban; éramos ambos pasajeros de segunda, y por educación y porque me daba lástima empecé a saludarla y a entretenerme con el niño, una monada de listo y de cariñoso. El padre, por lo visto, era empleado, y se había muerto del vómito. Cada vez que salía la conversación, la viuda, lamentando su desamparo, lloraba; pero poco a poco se puso casi alegre, me gastaba bromas, y siempre procuraba encontrarse conmigo en el puente para charlar. No sabía que yo era sacerdote, y yo, vamos, no se lo dije: me parecía raro, con la barba que me llegaba a las solapas del chaleco. Al desembarcar, después de rasurarme..., bueno que lo supiese.

Como un golfín iba la embarcación hasta llegar a la altura de las Azores. Sin embargo, el capitán había torcido el gesto al ver un celaje muy descolorido, que luego fue volviéndose cobrizo al anochecer, y ya de noche, negro, lo propio que si en el cielo se hubiese volcado un tonel de tinta... Algunas exhalaciones parpadearon en el horizonte; pero la calma era tal, que el agua parecía aceite grueso. No se acostó el capitán, y yo tampoco; no sé qué inquietud me desvelaba. Al amanecer, el celaje se mostró más negro si cabe, y una ceja gigantesca, un arco inmenso apareció casi encima de nosotros, dibujado como por mano firme y maestra.

—¿Qué hay, capitán?— le pregunté al verle tan sombrío como el cielo.

—¡Qué ha de haber, me...! —y juró entre dientes—. ¡Que tenemos encima el tornado... y que será de los primera! ¿No ve usted qué perfecto es el arquito?

Ya había yo oído en el pasaje mentar el tornado con expresiones de terror; el tornado es el coco de aquellos mares. Así y todo, como la calma era tan absoluta y yo no entendía de achaque de navegación, no sentí al pronto mucho miedo. Empecé a sentir las cosquillas cuando pasajeros y tripulación salieron al puente y en voz baja se cambiaron impresiones. Todos mirábamos fijamente a aquella ceja colosal de un ojo terrible, inmóvil, que nos amenazaba. La calma era de plomo; no sé expresarlo sino así; en plomo nos creíamos envueltos. Una pluma de ave echada al aire permanecía en suspensión. Y nuestras almas estaban como aquella pluma; pendientes y esperando el primer soplo...

En aquellos segundos de ansiedad trágica en que ni respirábamos, fue cuando la viuda, con su niño de la mano, su ropa negra, y más blanca la cara que un papel, se acercó a mí y me dijo de una manera que me llegó al corazón:

—No tenemos a nadie en este mundo... Yo sólo en usted he puesto mi esperanza... Si sucede algo, ¿nos amparará? Esta criaturita sin padre...

Y, sin duda, yo estaba loco del susto que todos teníamos metido en el cuerpo, porque le contesté cogiéndola de las manos:

—A no ser que muriese yo primero, ni usted ni el niño han de pasar daño ninguno. El padre del niño aquí está.

Aún no hube proferido tal dislate..., ¡zas!, prorrumpe el huracán por el Nordeste con una fuerza inaudita; una fuerza tal, que todo el barco tembló y se paró; y no era que se hubiese roto la máquina —que se rompió después—, sino que ni con cien máquinas avanzaría... Saltaron luego unas olas..., ¡vaya unas olas de horror! Nadie creería que de aquella mar de aceite podían levantarse semejantes monstruos... Caíamos al fondo, y nos veíamos de repente en la cumbre de una muralla altísima, y debajo nos esperaba, para recogernos en otra caída, un abismo sin fin... El capitán estaba como loco; dos veces rodó al suelo, y en una de ellas, por desdicha, se rompió la cabeza contra no sé qué... Tomó el mando el segundo. Era mucho menos hombre, de menos agallas marineras, y comprendimos que estábamos perdidos sin remedio. El barco, al tener que ascender, se cansaba como una persona, se dormía cada vez más tiempo y no aguardábamos sino el instante en que, sin fuerzas la embarcación para vencer la espantosa subida, la ola se cerrase sobre nosotros y nos quedásemos allá abajo, en el remolino que produjésemos al ser absorbidos. Entre la confusión y el alocamiento de todos —cada uno pensaba en sí o en los suyos y nadie atendía a nadie— la viuda, sin saber lo que hacía, se me agarró a los hombros y empezó a decirme disparates..., ¡porque estaba como los demás: fuera de juicio!... Yo no iba a seguirla por el camino que emprendía..., y a su oído, murmuré:

—No puedo hacerle más favor que darle la absolución... Soy sacerdote, y vamos a morir en este instante...

Pegó un chillido y se apartó de mí... Y en el mismo momento, al rolar al Sur y al Sudeste, abonanzó de un modo tan repentino que parecía cosa milagrosa... Los oficiales dijeron después que sucede así con los tornados, que si duraran como dan...

En el resto de la travesía no volví a acercarme ni siquiera al pobre del niño. Desembarqué lo más pronto posible; en Lisboa. Y a veces, en esta paz que ahora disfruto, me parece que cuanto me pasó no me pasó, sino que lo habré soñado.

—Por eso nos lo cuenta cada año doce veces —arguyó, escéptico, el señorito—. Contándolo se convence de que no es inventiva... Así nos convenciese a los demás...


«Blanco y Negro», núm. 928, 1908.

El Toro Negro

Entre los títulos nobiliarios españoles que figuran en los anales taurinos por haber empuñado el estoque o manejado la muleta, el marqués de Tendería fue quizá el único que salió novillero y se atrevió con toros ya formados. Perdidas la agilidad y esbeltez, viejo y algo sordo, le quedaba la autoridad, el derecho de decir como al descuido: «Cuando despaché a Abejorro… El día en que le solté la larga a Choricero…». Los tres o cuatro bichos sacrificados por el marqués, y cuyas cabezas, primorosamente disecadas, adornaban su antecámara y su despacho, le daban guardia de honor, formándole una envidiada leyenda.

Quien quisiese oír de toros y toreros, que le preguntase a Tendería. Naturalmente, el marqués alababa lo de su tiempo, la generación que alcanzó, echando abajo la presente. Lo hacía con ingenio, con copia de argumentos, y como amenizaba sus juicios con anécdotas y detalles interesantes, se le escuchaba y celebraba. Una de sus conversaciones quedó fija en mi memoria —ya diré la causa—, y la transcribo fielmente en cuanto a la esencia, aunque las palabras no sean las mismas punto por punto.

—Hoy en día los toreros…, nada, unos niños guapines y finitos, que salen a que los achuchen y a correr y a arreglarlo todo dejando que los cojan. Tienen de niños hasta el diminutivo del apodo, regularmente puesto por su mamá. Los diminutivos de antaño sonaban broncos y castizos, como interjecciones: eran en eto y en elo. Ahora son en illo y en ito…, baboserías. ¡Y las caras! ¡Qué cutis de señoritas, qué hoyuelos, qué lindeza! A mí deme usted aquellos toreros de antaño, negros y feos como aceitunas aliñadas… ¿Que cuál fue mi favorito? Reconozco todo lo que valían el Tato, Lagartijo y Frascuelo, en su género cada uno…, pero vamos, mi preferido era el Zagal. A él debí las primeras lecciones. ¡Vaya un maestrazo aquel tío!

»Si puede decirse así, el Zagal representaba la transición de la época de Romero y Costillares a la de califa de Córdoba. Era un torero a la antigua española, y uno de los últimos españoles majos que han podido verse aquí. El alias, con su sabor granadino, le caía divinamente, pues más tenía de moro que de bautizado. Su cara, azul por donde la descañonaba el rapista, parecía de barro tosco, enérgica pero inexpresiva, cuajada en la impasibilidad del desdén ante el peligro, del cual no se daba cuenta —porque hombre que así tuviese pelos en el corazón como el Zagal, ni ha nacido ni creo que nazca—. El valor se le conocía, sobre todo, cuando le llevaban a la enfermería, en brazos —pues sufrió varias cogidas y serias—. En ese momento, al hacerle la cura, al quitarle las galas toreras, raro es el que no se desnuda también de la librea de la valentía, y el instinto natural de conservación recobra sus derechos: el terror desencaja las facciones, la interrogación ansiosa se fija en los labios o en los ojos. El Zagal, tan sereno, tan fresco allí como en la plaza. Si le dolía, pedía un cigarrillo para morderlo…, y en paz.

»De las virtudes del oficio, también poseía el Zagal, en altísimo grado, la liberalidad y el rumbo. Donde se encontraba su persona, otra no había de hacer el gasto. La primer onza (aún existía esta hoy fabulosa moneda) que saliese a relucir, el Zagal la sacaba de su repleta bolsa de seda roja con anillos de plata. Para soliviantar al Zagal, hablarle de la idea —que empezaba a cundir entonces— de que el torero, hecho su negocio como un industrial o un comerciante, debe cortarse la coleta y retirarse a su casa. Es lo único que le sacaba de su grave calma moruna y le hacía prorrumpir en denuestos y maldiciones. ¡Un torero poner en el Banco! A poco más, prestar con usura, ¿eh?, y andar escatimando y hecho un miserable. El que se gana unas joras con muchísima honra, que las gaste y las luzca lo mismo que las agenció. Valiente sucio sería el Zagal metío a logrero ¡Puaaá!, que ajorren los canónigos —añadía con desprecio de artista y con ironía de niño, fumándose uno de los mejores habanos que se vendían en Madrid y arqueando su robusto tórax bajo almidonada pechera, que recortaba la chaquetilla de terciopelo guinda y decoraban dos brillantes como garbanzos.

»—¿Y no se te ocurre nunca que si hasta hoy te salvaste, tanto va el cántaro a la fuente…? —le pregunto yo con la mejor intención del mundo—. Eres demasiado templado, Zagal, y al fin y a la postre…

»—Señor —me contestó el diestro—, no vaya usía a dar en la torna de que soy un valentón que me trago el mundo. ¡Valiente, valiente! Eso es pamplina. Lo que pasa, señó, es que entoavía no ha salido al ruedo para mí el toro negro. Cuando salga, ¡a ponerse a bien con Dios! Mientras no sale, ¿qué gracia encuentra usía en que no me esconda en las faldas de mi mamá? Tos los demás toros no son cosa mía, ni yo cosa suya. La fija. Y convencíos, ¿a qué ir temblando, como si tuviésemos la cuartana? El toro negro de ca cual no embiste sino una vez, y de que embiste…, a la hoya.

»No discutí con el Zagal; sería inútil: todos los misioneros saben que el mahometano puede renegar, convertirse, nunca. Su fatalismo de raza me explicó su ciega intrepidez. Hasta ver delante al toro negro…

»Por casualidad, en la corrida del domingo siguiente —una de las mejores que ha presenciado Sevilla—, de los dos bichos que correspondían al Zagal, uno, Titiritero, era negro como la noche. A la luz del sol que se reflejaba en la ardiente arena, el completo e intenso negror de la brava res adquiría el tono violeta sanguíneo de las moras maduras. Fuese porque habían impresionado mi imaginación las palabras del espada, fuese que realmente el toro se trajese malas intenciones, me pareció desde el primer momento que buscaba, no el rojo capote, sino el cuerpo del Zagal. Dos o tres veces, en los recortes y juegos de la capa, las astas finas de la fiera se abrieron paso sacudiendo el engaño y procurando irse al bulto; y el Zagal, volviéndose hacia mí, me hizo un guiño que significaba: “De cuidado”.

»Yo sentía enfriárseme el sudor en las sienes. Mis uñas se clavaban en la barrera. En mi garganta se enronquecía la voz. Ya creía ver al Zagal por los aires, volteado, recogido, destrozado y sin vida. El toro le acosaba muy de cerca. Su ardoroso resuello, su baba, los sintió en el rostro el matador. Pero sin turbarse, rápido, animoso, aplomado, mejor que nunca, el Zagal, a la primera magnífica estocada, tendió a su enemigo que, doblando las patas, cayó redondo. ¡Cómo respiré, mientras la plaza deliraba, y el Zagal la circulaba en triunfo, saludando! ¡Afuera supersticiones y aprensiones! ¡Vencido el toro negro!

»Al pasar delante de mi barrera tropezó el Zagal, distraídamente, en un caballo muerto que no habían arrastrado aún, y le vi sostenerse en la palma de la mano a fin de incorporarse más pronto. La sacó tinta en sangre de la pobre sardina, y diez pañuelos —entre ellos el mío— le fueron ofrecidos para que se limpiase. Entonces notó que tenía un rasguño en la diestra —del estoque, sin duda— y, a ruego mío, se vendó con mi pañuelo. Para recuerdo lo he conservado después.

»Porque el Zagal no volvió a torear nunca. El carbunclo del caballo le había inficionado. A las pocas horas deliraba, y aunque le abrasaron la mano derecha con cauterios, a los tres días… ¡Qué muerte tan espantosa!

Así acabó su relato el marqués de Tendería. Y como el invierno, aquel año, vino muy crudo y muy pródigo de catarros y «gripe», se acabaron las historias taurinas: el pobre señor recibió la visita del toro negro, que siempre coge.

El Torreón de la Esperanza

¿Conocéis por tradiciones y descripciones el torreón fatídico desde cuya plataforma la infeliz Isaura, séptima esposa de Barba Azul, aguardó con sudores de agonía a sus hermanos, que venían a libertarla de la muerte? Aferrada a una almena como si ya se defendiese instintivamente del cuchillo, Isaura, con el rostro del color de la cera y el cuerpo tembloroso, no tenía ánimos ni para seguir avizorando el horizonte. Su esposo y verdugo, después de sorprender la delatora mancha de sangre en la llave del terrible gabinete, mandó a Isaura subir a lo más alto de la torre para encomendarse a Dios, advirtiéndola que de allí a media hora, sin remisión, iría a degollarla. Isaura, flaqueándole las piernas, nublados por el miedo los ojos, sólo acertaba a preguntar de minuto en minuto, con voz a cada paso más apagada y desfallecida: «Hermana Ana: ¿No ves nada? ¿No viene nadie?» Y Ana, dolorosamente, respondía: «Sólo veo la hierba que verdea y el camino que blanquea.» Cuando ya faltaban pocos instantes para cumplirse el plazo; cuando Isaura, crispadas las manos, se agarraba a las piedras creyendo sentir en la garganta el frío del cuchillo, Ana exhaló un grito loco, delirante: «¡Allí vienen, allí vienen!» Y disipada la nube de polvo que arremolinaba el galope de los corceles, Isaura reconoció a los paladines que volaban a salvarla...

Mucho se ha escrito y discutido acerca del torreón de Barba Azul. La opinión más general es que yace en ruinas, y que si los medrosos subterráneos, con sus mazmorras y pozos donde aparecen aún hoy, al excavar y registrar, huesos y calaveras humanas, se conservan intactos, el torreón de la Esperanza se vino a tierra.

Mejor informado, puedo asegurar que el torreón existe. Es tan fuerte y sólido, sus piedras están tan bien trabadas, con cemento tan indestructible; su gorguera de elegantes almenas posee una resistencia tal, que ni las tormentas, ni la lluvia, ni el aire, ni siquiera el transcurso del tiempo y el abandono, han podido dar cuenta de él.

Hay más todavía. No solo no ha sufrido deterioro el torreón, sino que actualmente es visitado por innumerables peregrinos y viajeros de todos los países del mundo, que acuden allí como en romería, atraídos por la leyenda. Ésta asegura que encaramándose al torreón de la Esperanza y aguardando con paciencia —sin dejar de implorar el auxilio del Cielo—, cada cual acaba por ver venir, alzando la indispensable nube de polvo, una representación de su porvenir y su destino. Ya se adivina si estará concurrida la plataforma de la torre y si los que se agarran a sus almenas —las mismas a que Isaura se abrazó en trance apretadísimo— sentirán latir el pecho de ansiedad, a veces de dolor, a veces de suprema alegría.

No hace mucho —esta noticia nos interesa especialmente—, una caravana de viajeros españoles, como pasase cerca del torreón de la Esperanza, deseó subir a él. Antes de realizar la ascensión conferenciaron, y con la verbosa familiaridad y la espontánea franqueza que caracteriza a los españoles, se confiaron recíprocamente sus aspiraciones y hasta sus fantásticos sueños. Abrieron su corazón como se abre una puerta, de par en par, y resultó que existía entre sus anhelos afinidad y analogía extraña. Querían encaramarse al torreón de la Esperanza, porque, aburridos y hastiados de lo presente, sólo fiaban en las novedades que diese de sí lo futuro. Mostrábanse los peregrinos descontentos de cuanto existe, y andaban conformes en atribuir los males y decaimiento de España a los individuos que figuran a la cabeza de la nación. Sólo un ciego no vería la decadencia y lastimoso agotamiento de nuestros «héroes». Sobre este tema había que oír a los peregrinos, oportunos, decidores y epigramáticos. Las flaquezas, las deficiencias, las torpezas y los yerros de las celebridades salieron a relucir con salsa de mostaza picante, con fuego graneado de chistes y anécdotas.

Quedaron allí las altas famas pulverizadas, las glorias disueltas y devoradas por el ácido corrosivo de una crítica mofadora. ¿Los estadistas? Garduñas, vividores sin conciencia. ¿Los caudillos? Cobardones, y, por contra, ineptos, sin el acierto instintivo del guerrillero ni la vasta estrategia del verdadero gran capitán. ¿Los artistas? Imitadores misérrimos, que se traían del extranjero las ideas y hasta las formas, como las bailarinas se traen pantorrillas de algodón. ¿Los literatos? Pobres diablos secos y vacíos hasta la médula de los huesos, y además, pesadísimos... «¡Lateros insufribles!», gritó uno de los peregrinos, que frisaría en los veintitrés años y lidiaba a la sazón con el tercero de Derecho.

La frase resumió el debate; todos convinieron en que se estaba erigiendo una catedral de hojalata para que se riese la posteridad. Urgía refrescar, variar el personal; era llegado el instante de cambiar de baraja, estrenando una nueva, tersa, reluciente, no sobada ni fatigada del uso... ¡Vengan otros, los desconocidos, los ignorados genios que encierra en su seno la multitud anónima! Por eso ardían los españoles en deseos de subir al torreón y divisar a lo lejos el remolino de polvo que anuncia la irrupción triunfante del porvenir...

A la mañana siguiente, al despuntar el día, trepando por las piedras, agarrándose a las matas de hiedra, valiéndose de escalas y de sogas, arañándose las manos, alcanzaron la plataforma, y reclinados en el parapeto y el almenaje, consultaron ansiosos el horizonte. Desde luego pudieron cerciorarse de la verdad histórico-topográfica que envuelve la conseja de Barba Azul. Arrancando de la calzada que conduce al puente levadizo del castillo, y prolongándose hasta perderse allá entre dos montañas casi difuminadas en la lejanía, serpeaba por frescos prados la cinta de plata del camino. En lo más distante que de él podía percibirse clavaron los ojos los españoles, como los había clavado la despavorida Isaura; y repitiendo su pregunta con afán poco menor, preguntaban los cortos de vista a los que asestaban poderosos gemelos:

—Qué, ¿nada? ¿No asoma nada aún?

Y los otros respondían:

—Nada... Sólo se ve la hierba que verdea y el camino que blanquea.

Pasaron horas y horas, y mis españoles quietos allí, catalejo en ristre, o haciéndose pantallas y tubos con periódicos los que de anteojo carecían. El sol, que iba remontándose al cenit, picaba más de lo justo y quemaba las pupilas y derretía los sesos; la sed inflamaba los gaznates y el hambre pellizcaba los estómagos; pero la magia de la Esperanza, como un filtro, sostenía a los expedicionarios, impidiéndoles retirarse. Cerca ya de la hora meridiana, un privilegiado que poseía unos soberbios marinos exhaló chillido indescriptible. ¡Allá, allá, en lontananza remotísima, acababa de aparecer un punto blanco, el núcleo de un astro, la misteriosa nube de polvo!

Creyeron volverse locos los españoles. De mano en mano pasaron los gemelos. ¡Sí, sí, allí estaba, creciendo, dilatándose, la nube!

Pronto, roto el turbio velo, lograron distinguir lo que se acercaba. Era una lucida cohorte a caballo, una hueste espléndida, bizarramente engalanada y armada de punta en blanco, apercibida al combate. Ya se podían admirar el corveteo de los fogosos bridones, ya el damasquinado de los arneses y cotas; ya gallardeaba el ondear de las plumas y el flotar de las bandas de colores; ya se distinguían las empresas de los pendones y el blasón de los escudos... Los de la plataforma, ebrios de entusiasmo, gritaban, vitoreaban, cabalgaban en las almenas a riesgo de estrellarse... Faltábales sólo ver las caras de los paladines: era una fatalidad; llevaban todos baja la visera del casco ¡Grande, ardiente era el anhelo de conocer a los que cifraban el destino de la patria española!...

Un clamoreo inmenso, de nervioso entusiasmo, se alzó de la plataforma cuando, llegados al pie del puente levadizo, los «héroes» que venían alzaron la visera... Y otro clamor especial, de ironía y desencanto, siguió al primero.

Los de la hueste esperada, los de la hueste desconocida... no eran sino «aquellos» mismos, ¡vive Dios!, aquellos que desde hacía años lidiaban, resistiendo los embates de la censura y las exigencias del descontento y del cansancio. Todos iguales, invariables, ya curtidos, ya veteranos... Los mismos caudillos, los mismos estadistas, los mismos artistas y literatos célebres... ¡Ni una cara nueva, vive Dios!

Y los viajeros españoles, asaz mohínos, descendieron aprisa... A la noche se consolaron armando una tertulia, volviendo a pulverizar a los eternos «héroes», y planeando, para el otoño próximo, otra subida al torreón de la Esperanza.


«Blanco y Negro», núm. 376, 1898.

El Triunfo de Baltasar

Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.

—Tú eres muy sabidor, Baltasar —murmuró respetuosamente el Batallador—. Noche y día estás inclinado sobre tus libros, o manejando los instrumentos con los cuales escrutas las estrellas. En tu retiro enciendes un horno, y fundes toda clase de metales, para descubrir el secreto de cómo pueden transformarse unos en otros, y probar que proceden todos de una misma primitiva materia. ¿Para qué investigas tanto, Baltasar?

—Eso é. ¿A qué revuelve su mercé tanto?, secundó el Negro.

—No parece sino que lo ignoráis, exclamó el viejo. Para encontrar la verdad.

—Y entonces —redarguyó Gaspar—, ¿cómo quieres que faltemos descaradamente a ella, cometiendo una acción inmoral, manteniendo un embuste continuo?

—¿Inmoral?, preguntó Baltasar con sorpresa.

—Inmoral, sí, señor, porque es sostener una falsedad de las más absurdas. Vamos, no parece sino que aquí no estamos todos en el secreto. ¿Qué juguetes damos a los chicos? Son las mamás, son los papás, son los padrinos, son los abuelitos chochos quienes reparten las sorpresas y las dádivas. ¡Difundir el engaño, nosotros, que estamos en los altares!

—¡Vaya, vaya! —musitó el anciano, en tono de desprecio indulgente—. No habéis aprendido a discernir los engaños. ¿No os acordáis cómo engañamos al cruel Herodes, regresando a nuestras patrias por caminos ocultos, para que no supiese dónde estaba el Portal misterioso? Hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre, y uno de ellos, el que nos ha cabido en suerte ejercitar. Cuando esta Noche vayamos a adorar al Niño, a poner ante su lecho de paja nuestra ofrenda, preguntadle si hacemos bien en disminuir la dosis de contento que por esa leve superchería disfrutan tantas criaturas.

—Pues a lo menos —objetó Gaspar—, substituyamos la falsedad con una realidad sencilla. Demos en persona, obsequios a los nenes. Somos opulentos: yo he dominado tierras espléndidas; Baltasar esconde fantásticos tesoros; Melchor reina en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones. Por una vez, al menos, hagamos las cosas como corresponde a grandes príncipes y señores que somos. Regalemos de veras, y no juguetería de bazar. Transformemos en verdad la mentira consagrada. Pareció bien la propuesta a los Reyes. Les halagaba aparecer, ante sus infantiles protegidos, como fastuosos protectores. Ahora verían lo que son los magos de Oriente. Y a toda prisa buscaron los objetos que debían repartir. A lomo de camellos, desdeñando el tren y sus industrialismos, despacharon hacia la corte de las Españas la carga preciosa. Fardos y fardos fueron descargados precipitadamente en sitio seguro, evitando que el Gobierno, solícito siempre, los requisase. Y la noche que precede a la Epifanía, los Reyes comenzaron su tarea de distribuir valiosos presentes a los chicos. Haciéndose invisibles por las mágicas artes de Baltasar, entraron en palacios y casuchos, alborozados con suponer que escucharían bendiciones, que los niños tendrían frases de simpatía calurosa para los Magos. Los pequeños, generalmente, fingían dormir, acurrucados en sus camitas; pero, en realidad, estaban ojo avizor y oído alerta, sofocando las ganas de reír y de cruzar comentarios y dichetes graciosos. Al notar que alguien andaba en la habitación, que alguien se acercaba a sus lechos, unos daban luz a la bombilla del enchufe; otros se tapaban mejor, palpitantes. Y los Reyes percibían un gorjeo confuso, entrecortado de exclamaciones, y luego, frases relativas a la dádiva que empezaban a admirar.

—¡Mira, Lulú, qué preciosidad de broche me regala mamá este año!

—¡Huy! ¡Pues lo mío! ¡No te digo nada! ¡Un cinturón de oro, con piedras azules, y todo hecho de escamitas!

—¡Anda un collar de perlas!

—Oye, Fifino, ¿no preferirías tú un polichinela?

Fifino reflexionó un momento. —Un polichinela, no. Un aeroplano, sí que me gustaría. Y uno de esos tanques, ¿sabes? Como el que vimos en la embajada inglesa, en el cinematógrafo. Ahora lo hay en los refrescos…

—¿Sabéis lo que ha pasado? —gritó un rubiote de cinco años, en tono de asombro—. El abuelo, para chasquearme, ¿sabéis lo que ha discurrido? Se ha disfrazado de rey negro para dejarme este cuchillo tan mono… Y enseñaba un puñal árabe incrustado de turquesas y corales, y todo bordado en filigrana de plata.

—¡Soñaste!, fallaron los hermanillos.

—No soñé, no soñé. ¡Ea! —afirmó casi llorimiqueando el rubio—. ¡Le he visto, le he visto! Venía todo tiznado; ¡como si yo no le hubiese de conocer!

Melchor, que atendía, abrió como ventanas los grandes ojos de blanquísima córnea. ¡Había querido aparecerse en su verdadera figura, sólo un instante, para gozar de la sorpresa de los chicos, y he aquí que le confundían con el abuelito, embadurnado de hollín!

—Pero ¡serán tontos nuestros papás! —declaró Fifino—. Cada año nos embocan que los regalos vienen de Oriente… ¡Hay que ver! Ni que nos chupásemos el dedo. Lo que es a mí no me la pegan.

—¡Ni a mí!

—Hijas —saltó una morenita despabilada—, está bien que papás no nos la peguen; pero no se lo digáis, porque si no, el año que viene, tal día como hoy, nos darán…, memorias a la familia. También nos hacen demasiado simples. Mira tú si vamos a creernos que unos reyes, de tan lejísimos se molestan por nosotros… ¡y con el frío que hace! Y también por Chancho, el chico del zapatero… ¡figúrate!

—Es lo que yo digo siempre… —aprobó Fifino, caluroso—. ¡Pero no quitarles a papás la ilusión de engañarnos: y a engañarlos nosotros!

Atónitos, aturdidos, escuchaban dos de los Magos la conversación infantil. ¿De modo qué…?

—¡Venerable Baltasar! ¡Tenías razón! —prorrumpieron el Negro y el Guerrero—. Nos inclinamos ante tu sabiduría. ¡Éramos unos bobos!

—Naturalmente sonrió, dentro de su ondulosa barba argentada, el Anciano.

El Trueque

Al entrar en el bosque, el perro ladró de súbito con furia, y Raimundo, viendo que surgía de los matorrales una figura que le pareció siniestra, por instinto echó mano a la carabina cargada. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que el hombre que se aparecía así, murmuraba en ansiosa y suplicante voz:

—Señorito, por el alma de su madre…

Raimundo quiso registrar el bolsillo; pero el hombre, con movimiento que no carecía de dignidad, le contuvo. No era extraño que Raimundo tomáse a aquel individuo por un pordiosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída y remendada, y zuecos gastadísimos. Su rostro estaba curtido por la intemperie, rojizo y enjuto; y sus ojos llorosos, de párpado flojo, y su cara consumida y famélica, delataban no sólo la edad, sino la miseria profunda.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Raimundo en tono frío y perentorio.

—Se ofrece…, que no nos acaben de matar de hambre, señorito. ¡Por la salud de quien más quiera! ¡Por la salud de la señorita y del niño que acaba de nacer! Soy Juan, el tejero, que lleva una «barbaridá» de años haciendo teja ahí, en el monte del señorito…

Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Dios para sí, y me quedé con la hija preñada y yo anciano, sin fuerzas para amasar… Y porque me atrasé en pagar la renta, me quieren quitar la tejera, señorito…, ¡la tejera, que es nuestro pan y nuestro socorro…!

Raimundo se encogió de hombros. ¿Qué tenía que ver él con esas menudencias de pagos y de apremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le dejasen en paz cazar y divertirse!… Lo único que se le ocurrió contestar al pobre diablo fue una objeción:

—Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué te sirve la tejera?

—Señorito, por las ánimas…, oiga la santa verdá… He buscado un rapaz que me ayuda, y ya lo tengo ajustado en cuatro reales…, y en poniéndonos a «sudar el alma», yo a dirigir, él a amasar y cocer, pagamos… allá para Año Nuevo…, la «metá» de la deuda. Yo no pido limosna, señor, que lo quiero ganar con mis manos… ¡Acuérdese que todos somos hombres mortales, señorito!, y que tengo que tapar dos bocas: la hija parida y el recien… La hija, por falta de «mantención», se me está quedando sin leche, señorito, porque en no teniendo, con perdón, que meter entre las muelas, el cuerpo no da de suyo cosa ninguna, ni para la crianza ni para el trabajo…

Impaciente, Raimundo fruncía el ceño; le estaban malogrando la ocasión favorable de tirar a las codornices; y al fin, él no sabía palotada de esas trapisondas. Hizo ademán de desviar al viejo, el cual continuaba atravesado en el camino, y refunfuñó:

—Bien, bien; yo preguntaré a Frazais… Veremos que me dice de toda tu historia…

¡A Frazais! ¡Al mayordomo implacable, al exactor, a la cuña del mismo palo, al que se reía de las necesidades, las desdichas y las agonías del pobre! La esperanza de Juan, el tejero, súbitamente, se apagó como vela cuando la soplan; reprimió un suspiro sollozante, una queja furiosa y sorda; alzó la cabeza, y apartándose sin decir palabra, caló el abollado sombrero y desapareció entre el castañar, cuyo ramaje crujió lo mismo que al paso de una fiera…

Vagando desesperado, sin objeto alguno, triste hasta la muerte, encontróse Juan, después de media hora, en el parque de la quinta, que lindaba con la tejera, y se paró al oír una voz fresca que gorjeaba palabras truncadas y cariñosas. Al través de los troncos de los árboles vio sentada en un banco de piedra a una mujer joven, dando el pecho a una criatura. Bien conocía Juan a la nodriza: era la Juliana, la de Gorio Nogueiras; pero ¡qué maja, qué gorda, que diferente de cuanto «sachaba» patatas ayudando a su marido! ¡Nuestra Señora, lo que hace la «mantención»! El seno que Juliana descubría, y sobre el cual caía de plano el sol en aquel instante, parecía una pella de manteca, blanca y redonda…

Y Juan, acordándose de que su hija se iba secando, oía con indescriptible rabia el «glu, glu…» del chorrito regalado de dulce leche que se deslizaba por entre los labios del pequeñuelo, el hijo del señorito Raimundo, y que le criaría unas carnes más rollizas aún que las de Juliana, unas carnes de rosa, tiernas como las de un lechoncillo…

Mientra Juan contemplaba el grupo, sintiendo tentaciones vehementes, absurdas, de salir y hacer «una barbaridá», para vengarse de los que no les importaban que reventasen los pobres; un hombre, un labrador, se deslizaba furtivamente hasta el banco donde Juliana daba el pecho. Juan le reconoció y comprendió: era el marido del ama, Gorio Nogueiras; y el no mostrar Juliana sorpresa alguna, y la expresiva acogida que hizo al recién llegado, le probaron que los cónyuges tenían por costumbre verse y hablarse así, a escondidas, en aquel retirado lugar.

Juliana, prontamente, había retirado el seno de los bezos del mamón, y, descubierta la diminuta faz de éste, iluminada por el sol claro, Juan se sorprendió: el hijo del señorito Raimundo se asemejaba a su nieto, al nieto del tejero, como un huevo a otro; todos los niños pequeños se parecen; pero aquellos dos eran exactamente idénticos: los mismos ojos azulinos, la misma nariz algo ancha, la misma tez de nata de leche, la misma plumilla rubia saliendo de la gorra y cayendo en dos mechones ralos sobre la frente abultada.

¡Qué iguales los ricos a los pobres, mientras no empieza la «esclavitú» del trabajo y la falta de «mantención»! Juan, cavilando así, adelantó dos pasos para ver mejor; las hojas crujieron…, y Juliana y Gorio, espantados, se echaron de rodillas a punto menos, para rogarle por caridad que no los descubriese, que no contase que los había visto… ¡Hablar un marido con su mujer no es pecado ninguno, cacho! —exclamaba Gorio, interpelando al tejero para que le diese la razón—. ¿Cuándo se ha visto entre cristianos privar al marido de la vista de la mujer?

—No pasar cuidado —declaró Juan—; que por mí, ni esto han de saber los amos… Allá ellos que se «auden», que nós nos «audamos» también… No somos espías, hombre, ni vamos a echar a pique a nadie… ¡Ir yo con el cuento! Antes me corten el gañote… Y si queredes estar en paz y en gracia de Dios, yo vos llevo el chiquillo ahí a mi casa… Allí lo poderás recoger, Juliana, que te lo entretendremos… Ya sabes el camino; detrás de los castaños, tornando a la derecha…

—¿Y si llora la joyiña de Dios? —preguntó Juliana con la involuntaria e instintiva solicitud de la nodriza por el crío.

—Si llora, la hija mía le da teta… Criando está como tú… —respondió decisivamente el viejo Juan, en cuyos ojos lacrimosos y ribeteados lució una chispa de voluntad diabólica. Y cogiendo al niño cuidadosamente, meciéndole y diciéndole cosas a su modo, se alejó rápidamente, dejando a los esposos libres y satisfechos.

Tres cuartos de hora después, Juliana, sola, inquieta, muy recelosa de que al volver a casa le riñesen por la tardanza, pasó a recoger el niño en la casucha del tejero, mísera vivienda desmantelada, donde el frío y la lluvia penetraban sin estorbo por la techumbre a teja vana y por las grietas y agujeros de las paredes. No necesitó entrar: a la puerta, que obstruían montones de estiércol y broza, sobre los cuales escarbaban dos flacas gallinas, la esperaba ya el tejero con la criatura en brazos, arrullándola para que no lloriquease…

—¡Ay riquiño, que soledades tenía de mí; que mala cara se le «viró»! ¡Si «hastra» más flaco parece! ¡Si a modo que se le cae la ropa! —chilló apurada la nodriza apoderándose del niño y apresurándose a desabrocharse para ofrecerle un consuelo eficaz de su momentáneo abandono…

—Ya se le «virará» buen color con el tiempo, mujer, ya se le «virará» —afirmó filosóficamente el viejo.

Y mientras la mujer, azorada, estrechando y alagando al angelito, corría en dirección a la quinta, Juan, el tejero, sonreía con su desdentada boca, y se restregaba las secas manos, pensando en su interior: A nosotros nos echarán y nos iremos por el mundo pidiendo una limosnita… pero lo que es el nieto mío, pasar no ha de pasar necesidá; y el hijo de los amos…, ése, que «adeprenda» a cocer teja cuando tenga la edá…, si llega a tenerla, que ¡sábelo Dios! En casa del pobre muérense los chiquillos como moscas…

El Último Baile

En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?

Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba —dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo— se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...

Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...

Y gracias a la manificencia del señorito y del párroco, seguía bailándose aún el repinico; pero no por la gente moza, que lo había olvidado completamente y se entregaba con delicia al otro baile pecador. Los que salían al corro, a trenzar puntos, invitando a la pareja, eran tres viejos caducos: Sebastián el Marro, el tío Achoca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, rendidas a su llamamiento, pero vergonzosas y recatadas, acababan por asomar al redondel moviendo el pie tímido, con los ojos bajos y las yemas de los dedos junturas, eran la tía Nabiza, la Manuela de Currás y la señora María la Fiandeira; entre las tres parejas contarían, de seguro, sus cuatrocientos y pico de años. Nadie sin embargo, se reía burlonamente cuando las estantiguas rompían a bailar; una sensación de respeto convertía la mofa en aprobación. No era el respeto a las canas ni a las arrugas, sino a la veneración involuntaria del pueblo a todo el que realiza perfectamente un ejercicio corporal, porque no sabía cuál de las parejas repinicaba con mayor garbo, ligereza y donaire. En los primeros momentos, dijérase que los goznes mohosos de aquellos cuerpos se resistían y rechinaban; pero una vez calientes las junturas, daba gozo ver cómo brincaban, cómo señalaban los puntos y pasos, al son de las postizas, meneadas ágilmente por los dedos que había deformado el reúma. Un poco de juventud volvía, no se sabe gracias a qué milagro, a las piernas temblonas, a los brazos cansados de la labor, a las cabezas en que ya la piel se pegaba a los huesos secos... y el repinico, una vez todavía, era vitoreado y aplaudido por el concurso, pareciendo la gaita sonar más alegre y estridente para acompañar el baile tradicional, la danza de los mayores, de los que duermen en los cementerios herbosos, en la gran paz de lo eterno...

Y del poético cementerio, en la falda del Montiño, con sus cuatro arciprestes y sus matorrales de zarzas al borde, cuyas moras maduras tentaban a los chicos, salió la voz que impuso el descanso —descanso sin fin— a tres de los bailarines... El invierno se llevó al tío Atocha de «un frío malo»; a Manuela de Currás, de un «pasmo por todo el cuerpo», y a Matabóis, de la paliza que le atizaron al volver de la feria los pillavanes para robarle los cuartos de la venta de una yunta que daba envidia... Quedaron descabaladas las parejas, dos mujeres para un hombre... Y el hombre, Sebastián el Marro, era la única esperanza del abad y del señorito de Mourelle —no despreciando, un señorito cabal— cuando se planteó el problema de que se bailase el repinico, según los usos patriarcales, en el atrio de la milagrosa Santa Comba, al pie del crucero dorado por el liquen.

—¡El Marro! Que venga el Marro... ¿Dónde está?

Descubrieron por fin al que había de salvar una vez más la tradición sagrada. Sentado en una piedra, en el escarpe de la montañita, con su cabeza toda blanca y su tez toda amoratada, apenas si podía, con lengua estropajosa, responder a las interrogaciones y a las órdenes terminantes:

—¡Eh!... ¿Qué hace ahí, tío Sebastián?

—¿En qué cavila?

—Que es ahora el repinico... Venga, este año nadie le disputa los dos pesos.

—Ande, menéese...

—¿Seque está tonto?

—Lo que está es borracho como una uva... —declaró, escandalizado, el abad.

—No..., no, señor...; borracho, dispénseme —articuló al fin el viejo—. Con perdón de las barbas honradas que me escuchan, un hombre es un hombre, y un hombre tiene que echar un vaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno un mozo... Están duros los huesos y cuesta caro el arrincar.

—¡Arriba! —incitó chancero el señorito ayudándole; y Sebastián se enderezó difícilmente. Sus pies titubeaban, sus rodillas temblaban, su cara tenía una expresión entre jocosa y humilde—. ¡Al corro! La gaita ya espira sus notas de preludio; el tamboril, porfiado, marca el compás...

Sebastián de despoja de la chaqueta, se adapta las postizas y se queda en pie, oscilante, próximo a caer, sostenido por un prodigio de equilibrio y voluntad oscura. Empieza a marcar los pasitos —la invitación a la hembra, repicando las castañuelas también bruñidas de vejez—, y todas las miradas buscan a la Nabiza, habitual pareja del Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoya en una muleta; el invierno, que acabó con otras, a ella la ha dejado medio tullida... Todos la acosan; una le arrebata la muleta, empujándola suavemente al espacio del corro, donde entra risueña y azarada, enseñando su boca, que ningún diente guarnece ya, y moviendo sus dedos retorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidos en zapatones gruesos...

Ya está la pareja en baile. Sebastián, desenfurruñado, hace primores. Sus pies dibujaban en el polvo, y un rumor de admiración saluda sus vueltas y mudanzas. A veces vacila: es la humareda del vino que sube a su cerebro y le embarga. Se rehace en seguida: enderézase y vuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamente graduados. Galantemente se quita el sombrero, saluda a la concurrencia, lo arroja y se queda en el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel sol de brasa dijérase que le calienta y anima: baila aprisa, con un frenesí mecánico, con saltos que no son naturales, sino que semejan las de un muñeco de resorte... Y —a un salto más rápido— se tiende cuan largo es sobre la hierba agostada del atrio, sin proferir un grito. Le levantan, le socorren, pero no vuelve en sí. La congestión fue de las buenas...

Y así se acabó la danza tradicional del repinico, en el Montiño, donde, una vez al año, sonríe Santa Comba, en sus andas pintadas de azul, a los que suben al santuario por festejarla.


«Blanco y Negro», núm. 916, 1908.

El Vencedor

No se dormía con tranquilidad una noche en la plaza fuerte desde que era cosa segura que iban a ser atacados. Y no por un golpe de aventureros que buscaban en la piratería un provecho vergonzoso y arriesgaban la horca ante la perspectiva de mezquino botín, sino por una escuadra de bucaneros, aguerrida, bien tripulada, en cuya proa la bandera de las lises significaba el poderío creciente y sólido de Luis XIV.

La plaza, mal guarnecida y mal artillada, no se encontraba dispuesta a resistir largos e impetuosos asedios. De sorpresa no la cogerían, porque el gobernador, aquel Naharro, a quien los indios habían truncado en un combate la mano derecha, tenía tomadas sus precauciones para no dejarse saltear. La vigilancia era escrupulosa, y ni de día ni de noche se interrumpía. Para dar descanso a los varones que habían de defender la fortaleza habíanse puesto de acuerdo las mujeres y organizado, entre sí, la guardia nocturna. La esposa del gobernador, doña Teresa de Saavedra, las mandaba. Y algunas veces, al encontrarse rodeada de su singular milicia, se le escapó a la señora decir:

—Para algo más que rondar de noche servimos nosotras. Ya se verá cuando llegue el caso.

Estos conatos de acometividad los reprimía el Manco con un gruñido violento y brusco.

—No buscar tres pies al gato, doña Teresa de mis entrañas… Cosas son éstas de hombres, y vuesa merced me ha salido hombruna… Son hombrunas todas cada una se cree una Monja Alférez. Vigilen bien y harto harán con ello.

Más no fue de noche, sino de día, y muy claro, cuando la enemiga escuadra se dejó ver, formada en orden de batalla, y a poco, una canoa, conduciendo a un parlamentario, vino a atracar al pie del castillo. El Manco dio al mensaje por respuesta cerrada negativa. La fortaleza no se rendía, y podía el señor almirante enemigo intentar tomarla cuando gustase.

Mientras tanto, en la ciudad se encendían los cirios de las iglesias, y el vecindario corría por las calles, más curioso que medroso. Los que eran dueños de un arma, la empuñaban. Muchos escondían precipitadamente los objetos de valor, enterrándolos en ocultos rincones. Las damas de calidad, habituadas por doña Teresa a no permanecer recogidas en sus casas, a tomar parte en la vida ciudadana, se agrupaban por instinto, y hablaban de ir a ofrecerse a Naharro para coger un mosquete. No se atrevieron, por fin, pues sabían el parecer de aquel rudo soldado, y todavía encontraban que había estado condescendiente al permitirlas organizarse en ronda… Y con todo eso, ellas sentían un impulso de ayudar a la defensa, un ansia heroica y hasta un afán de sacrificio. Lejos de la gran patria, en aquella plaza española, atacada sin cesar de piratas y acometida de fiebres, el heroísmo era el único sabor fuerte de la vida. El ansia de la emoción les agitaba el pecho bajo el corpiño rígido que la moda del siglo XVII les imponía hasta en aquellas lejanas costas.

Un ruido cavernoso vino a estremecerlas. El cañón de los asaltantes hacía su primer disparo. Ningún daño sufrió la fortaleza. Por ese lado, seguros estaban Naharro y los suyos. Los navíos no podían acercarse tanto que las balas hiciesen estrago en las fortificaciones. Inofensivas, caían al mar, y allí se apagaban con un rugido. Los buques que intentaban acercarse más se veían en riesgo de encallar en la arena. No era así como se tomaría el fuerte. Y el almirante, el famoso Villiers, por sobrenonmbre l’Avancé, bretón de raza y filibustero por vocación, dispuso el desembarco.

—Perderemos mucha gente —declaró a su segundo—, porque estos castellanos tienen el diablo en el cuerpo… Desebarcaremos de noche, atacaremos a la madrugada, y supongo que el asunto se resolverá antes de que la jornada transcurra. Debe haber en la ciudad oro a puñados, vino español a cientos de barricas y mujeres no feas, si se parecen a la del gobernador, que desde las almenas nos ha saludado con su pañuelo cuando tronó nuestro primer cañonazo sin tocarles ¡Qué valentona! Ahora, a preparar el desembarco y a no olvidar las escalas: que estén bien aseguradas, no se vayan a romper y a soltar racimos de hombres… ¡Bastantes van a dejar aquí sus huesos!

Despuntaba, en efecto, el amanecer cuando los bucaneros llegaron a la callada, bajo los contrafosos del castillo. Los defensores, coronando el reducto, les hacían horrible fuego. Las escalas, sacudidas y zamarreados sus montantes por vigorosos puños, se desplomaban al foso con su carga de gente. Se cumplía el anuncio de Villiers: la acometida costaba cara. Mas eran muy superiores en número aquellos duros bucaneros, indiferentes a la muerte, sedientos de pillaje, y que trepaban por las escalas como gatos monteses enrabiados. Sobre el hacinamiento de cadáveres subía y subía un hormiguero, y al paso que iban ascendiendo, los defensores no retrocedían, pero desaparecían. Nadie puede, después de muerto, resistir. Media hora después, el Manco era prisionero, y doña Teresa lo mismo. El francés, galante, hizo ademán de besar la mano, negra de pólvora, de la defensora, que le miraba fríamente, con retadora arrogancia.

Antes de que el sol tramontase entre las rojeces del crepúsculo, eran dueños de la ciudad los bucaneros. Rigurosas instrucciones de Villiers regularizaron el saqueo, pues estaba habituado a llevar con buen orden estas faenas. No faltó quien les advirtiese de que que las riquezas de la ciudad habían sido soterradas sigilosamente por los moradores. El Avancé enhiestó la oreja. Hacía falta oro para los gastos de la escuadra, oro para justificar tan atrevida expedición, tanta pérdida de sangre. Y dispuso que se encerrase en la iglesia mayor a las esposas de los más ilustres y ricos. Ellas habían de ser las que denunciasen los escondrijos del oro. Con ellas aprisionó a doña Teresa, la gobernadora. Si no daban razón de los tesoros ocultos, al otro día serían acuchilladas por la soldadesca.

El rebaño, en vez de apelotonarse medroso, se presentaba impávido, en actitud de defensa. Las cautivas se comunicaban planes. Sólo una dama, la esposa del corregidor, que no se sabe con qué ruegos o astucias había conseguido que no la separasen de su Gilico, un niño de corta edad, y le tenía abrazado, prodigándole caricias, se mostraba temblorosa y aconsejaba la sumisión. Doña Teresa, sin hacer caso de las súplicas de la corregidora, iba de grupo en grupo, animando y enfervorizando a su milicia.

—¡Que nos maten si quieren esos facinerosos! ¡Nada han de saber! Mejor fuera que nos hubiesen dado un mosquete. Al menos, ¡les venderíamos cara la vida! —protestaba la alguacila, que era una virago y soñaba con la gloria de la famosa Catalina de Erauso, de la cual tantas aventuras se referían en aquella ciudad indiana.

—Muy bien habla vuesa merced, señora Garci Ramírez —repuso la gobernadora—. ¡Mosquetes! Apenas sí alcanzaban para los defensores del fuerte… y alguien lo recogió de un muerto… Siempre hay más higados que mosquetes por acá.

Algo susurró en voz baja la Garci Ramírez a doña Teresa… La iglesia tenía una puertecilla disimulada, lateral, por donde comunicaba con un patio rodeado de tapia, en el cual existía una especie de garitón cerrado. Pocos sabían su objeto ni su utilidad. Mejor informada estaba la alguacila, a la vez sacristana y camarera de la Virgen. Aquella garita era sencillamente un polvorín. Previsto el caso de que los moradores se hiciesen fuertes en la iglesia, se habían depositado en el garitón pólvoras y balas en cantidad suficiente, y un revestimento de hierro pintado protegía contra la humedad el depósito.

—Yo me encargo del asunto —afirmó la Garci Ramírez—. Mecha hay en las lámparas ¡Verán esos ladrones desuellacaras lo que somos las mujeres! Venga, venga ese almirante, que se le hará recibimiento honroso…

Cuchillearon un rato las dos señoras, y poco después se les presentaba Villiers en persona, sudoroso y anhelante, fruncido el ceño y gruesa la voz. Veíase, sin embargo, que el Avancé se hacía violencia, que desempeñaba una función para él repugnante ¡Mujeres! Y mujeres como aquéllas, ¡que ni aún tenían miedo! Descubriéndose ante doña Teresa, trató de persuadirla. Que dijesen dónde se escondía el oro; que lo confesasen, y al punto quedarían en libertad… Si se negaban, muy a pesar suyo… Que pensasen en sus hijitos, en las criaturas que habían dejado en las casas… Él no quería quemar la ciudad, él no quería autorizar el degüello; pero si le obligaban con terquedad censurable… De pronto, su ceño se desfrunció. Una luz brilló en sus ojos y, sonriendo, llegóse a Gilico, que le miraba con inocente admiración y alargaba las manezuelas hacia el puño de la espada del marino. Cariñoso, le pasó las manos por los rubios bucles… Un recuerdo, un parecido, le emocionaban. La madre, instintivamente, lo recogió, lo presentó, como implorando… y la Garci Ramírez murmuró, hosca y furiosa:

—¡Bien hice yo en no traer al mío! Se pone el corazón como una breva. ¡Ea, vamos a darles el susto a estos tunantes!…

De un altarcillo, la alguacila fue a descolgar una lámpara encendida. La mirada de águila de Villiers no perdió tal movimiento. Dio una orden a sus soldados, que tras él se apelotonaban.

—¡Nadie se mueva!… ¡Sujetarme a esa mujer!…

Se precipitaba en la nave el segundo de Villiers, enojado. Nadie declaraba un escondrijo. Los bucaneros murmuraban, pedían castigos, crueldades… Aquel saqueo inútil o poco menos les exasperaba.

Y en el templo se oía a la Garci Ramírez votar como un hombre, entre por vidas y pesias, y a la corregidora llorar con sollozos.

—¡Compasión para este niñico! —repetía—. ¡Piedad, señor almirante! ¡Es un niñico!

Villiers hizo un gesto… Se inclinó, alzó a la critura, murmuró algo, estrechándola. ¡Otra tan parecida quedaba allá, en San Malo, esperando la vuelta del aventurero!

Y, como forzado, con entrecortada voz, ordenó:

—Salgan estas damas. No se les haga daño ninguno. La gobernadora primero, y al frente. Con los honores de la guerra…

El Viaje de Don Casiano

No podrá decir nadie que don Casiano emprendió a la ligera aquella expedición que había de hacer época en su vida sedentaria y penumbrosa, encerrada entre las cuatro paredes de las Bibliotecas que asiduamente frecuentaba.

Don Casiano frisaba en los cincuenta y cinco años, y a pesar de estudios muy pacientes y de una tenacidad de insecto roedor, no había conseguido que su labor fuese estimada en lo que a su juicio valía.

Para hablar con lisura, nadie se enteraba ni hacía caso de labor semejante. Con menor esfuerzo, otros, eruditos e investigadores alcanzaban fama y hasta un rayito de pálida gloria. Se les otorgaban honores; se les llevaba a puestos lucrativos y cómodos, verdaderas brevas. Él seguía vegetando, guardando en los cajones del escritorio los elementos de una obra magna que proyectaba desde hacía lo menos quince o veinte años, y para la cual, en medio de tanto acopio de materiales, notas, apuntes, extractos y fárragos, le faltaban algunos decisivos. No importa: él sabía dónde desenterrarlos. Diversas noticias le habían hecho sospechar que el tesoro se guardaba en la catedral de Nublosa, una de las más interesantes por su arquitectura de fortaleza y por los recuerdos históricos que a ella iban reunidos.

Tardó, sin embargo, don Casiano un lustro en habituarse a la idea de que era preciso visitar la vieja ciudad, aislada a respetable distancia de la línea férrea. Encaramada en la ladera de un monte escueto, Nublosa apiña su caserío, que parece hincarse de hinojos ante el templo que la sirve de acrópolis, y éste, ceñudo y severo, con sus torreones y su recinto fortificado, desafía el vuelo del tiempo, y se diría que condena la vanidad del presente con la majestad grave del pasado.

Tenía don Casiano referencias muy incitantes de la riqueza archivada en la catedral de Nublosa. Todos los que manejaban antiguos papelotes, todos los que mascaban polvo y se despistojaban leyendo garrapatos imposibles, hablaban frecuentemente de aquella mina sin explotar que tenía el atractivo de lo desconocido y lo misterioso. No eran sólo las dificultades del viaje lo que hacía que permaneciese inédito lo que allí se custodiaba. Era que, por consigna o por capricho, el cabildo de Nublosa, dueño y árbitro de tal tesoro, no permitía que nadie pusiese sus ojos en él.

Contra esta resolución se habían estrellado todas las influencias, ruegos y acosos de la sabiduría oficial, ayudada por los Poderes públicos. Las recomendaciones de ministros y personajes fueron baldías. Los canónigos se escudaban con una leyenda. El vetusto armario de roble que encerraba la preciosa documentación había sido cerrado con tres vueltas de llave por el antepenúltimo obispo de Nublosa, padre Letrado, tenido por santo, y cuyo cuerpo decíase que se guardaba incorrupto bajo la losa que lo cubre, en el ángulo sur del claustro románico. Y era fama que a su postrer asilo se llevó el bienaventurado la llave susodicha, y fuera horrenda profanación turbar su reposo para buscarla. El secreto de los documentos inestimables lo guardaba la muerte. Esa guardiana a quien nadie corrompe.

Oyó Don Casiano repetir esta leyenda, que propalaban sus amigos y rivales en indagación, y que suponían artimaña del Cabildo para no comunicar aquellos papeles, que tantos enigmas resolverían. ¿Qué iga [sic] ganando el Cabildo con esconder el tesoro? Nada seguramente; pero ya se sabe que en España se ponen dificultades, hasta por gusto, al que intenta estudiar algo. Y también pudieran temer que les quitasen lo mejor del archivo, que se llevasen la nata del depósito. Más valía, sin duda, ocultarlo celosamente.

Pensando en los antecedentes de la cuestión, don Casiano, sagaz a fuerza de paciencia, decidió para su coleto que de poco le serviría llevar cartas comendaticias, y que lo mejor era, al contrario, proceder reservadamente y que nadie en Nublosa sospechase el objeto de su expedición.

Y así lo hizo. Diciendo en Madrid que iba a disfrutar un mes de licencia recorriendo algunos puntos de Andalucía, salió a cencerros tapados en dirección a Nublosa, dejando el tren en la estación de Villacuadra y ocupando un asiento en la diligencia desvencijada y angosta que había de transportarle a la episcopal ciudad.

Ni por su facha ni por su boato podía llamar la atención el oscuro viajero. Sin embargo, la curiosidad, en los pueblos pequeños, nada perdona. Ya en la posada le soltaron preguntas, que supo contestar de un modo natural y sencillo. El fin de su venida a Nublosa no era otro sino sacar planos de los edificios notables, porque él era arquitecto y se lo habían encargado para modelo de otros planos para construcciones en Madrid.

Con esta versión justificaba de antemano sus visitas a la catedral y descartaba todo lo de papeles. Al pedirle su nombre dio uno supuesto enteramente desconocido.

Con sus lápices y su caja de compases y tiralíneas sus pliegos de papel cuadriculado bien a la vista, empezó a vagar por el claustro y las naves, fingiendo cálculos y echando rayas. Pero en sus hondos bolsillos iban otros instrumentos: un arsenal de ratero: pinzas, palanquetas y hasta ganzúas. No era tan tonto que no comprendiese el riesgo que corría procediendo así: la broma podía para parar hasta en presidio, y le sería muy difícil justificarse si le cogían con las manos en la masa. Pero la pasión fuerte hace atropellar por todo. Aquel ratón de gabinete, más bien tímido y apocado, incapaz de transgresiones de la ley en ningún otro terreno, se sentía ante la esperanza de hallar materiales preciosos para su obra capital, con alientos hasta… para el crimen…

Ni han tenido nunca, en materia de libros y papeles, muy escrupulosa conciencia los más sabios, ni don Casiano creía deber la menor consideración a los que escondían lo que debieran facilitar. Cuando se hubieron acostumbrado a su presencia sacristanes y pertigueros, y los canónigos también dejaron de mirarle al soslayo y con ojos zainos, buscó el armario de roble. Hallábase en una estancia destartalada, semivacía, que precedía al archivo propiamente dicho, el cual se alineaba a vista de todos en estantes pintados de azul que los muros, a su sabor, iban trizando y devorando. La puerta del armario de roble, empotrado en la pared de piedra, era de recios casetones, denegrida por los años, semejante a una cara sombría sin ojos, que permaneciese inmóvil proponiendo un enigma.

Merced a varias propinejas, el personal subalterno de sacristía estaba muy a favor de aquel señor comedido que no se metía con nadie y sólo se ocupaba de sus números y sus rayas y puntos. Así es que, confiadamente, le dejaban solo y a horas enteras. Él maduraba sus planes. Una vez abierto el armario con ayuda de la ganzúa, sacaría algunos documentos, se los llevaría ocultos a su fonda, los examinaría, y al día siguiente, si no tenían importancia, los devolvería, llevándose otros, hasta agotar el contenido del armario. Para disimular que éste quedase abierto, emplearía una cuña de oscuro color, con la cual, por debajo, ajustaría las dos hojas, a fin de que apareciesen cerradas. En caso de que este arbitrio fallase, le quedaba el recurso de un clavito disimulado. El caso era ver abierto aquel antro repleto de ciencia y de revelaciones y dejar atónitos a los demás curiosos, arrojando luz sobre los puntos controvertidos, que, gracias a él, a don Casiano, iban a quedar diáfanamente resueltos.

A la hora en que los canónigos se encontraban en el coro; en que la perezosa siesta pesaba sobre Nublosa, envolviendo en el cálido silencio de las tardes de verano la mole negruzca de la catedral, don Casiano se deslizó hasta la balaustrada de piedra que rodea la torre donde se observa el archivo, y saltando por una ventana baja, abierta siempre, entró en las estancias solitarias, latiéndole a brincos el corazón. Lo que iba a hacer era grave, muy grave; y se exponía a cosas diabólicas…, ya se veía atado codo con codo, llevado de pueblo en pueblo por la Guardia civil, encerrado en un calabozo, suspendido de su empleo, perdido para siempre… Y sin embargo avanzaba, avanzaba, con el paso tácito y cauteloso de los malhechores, hacia el armario sagrado, que clausuró para siempre la mano del obispo difunto…

Ensayó la ganzúa, temblándole las manos. La cerradura no quería ceder. Un sudor de angustia comenzó a rebrillar sobre la calva precoz de don Casiano. Mas ya obedecía lentamente la puerta, y sus dos hojas se separaban, dando paso a una tufarada de pegajosa humedad. Y veía don Casiano, sobre los estantes carcomidos, retazos de papeles amarillentos, un número viejo de la Gaceta, piltrafas de balduque…

¡Vacío! ¡Vacío el armario! Y don Casiano se arrancó la corbata, el cuello; se ahogaba. Corrió a la ventana, buscando aire. Saltó el balaustre y emprendió una carrera loca, bajando las escaleras de dos en dos. Le espoleaba la idea de que otros hubiesen realizado el robo y a él, se le imputase a él.

Hizo la maleta a escape, alquiló un cochángano y huyó del pueblo, no respirando hasta verse otra vez en Madrid, en su viejo sillón de baqueta, ante su humilde mesa escritorio. Y así que juzgó conjurado el peligro, pensó para su sayo:

—Vamos, haré otro viaje… Esos papeles estarán en alguna Biblioteca extranjera. Sólo me falta saber cuál.

El Viajero

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.

Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:

—¿Quién llama?

Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:

—Un viajero.

Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.

Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.

Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.

Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.

No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.

Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.

¡Que en olvido las tenía puestas… . cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:

—Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.

Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.

Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo —cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente— en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.

«Blanco y Negro», núm. 246, 1896.

El Vidrio Roto

Hay seres superiores o siquiera diferentes y hasta opuestos al medio donde aparecen. Uno de estos seres fue Goros Aguillán, protagonista de la verídica e insignificante historia que me refirieron en la aldea, donde la comentan sin entenderla ni mucho ni poco y buscándole explicaciones a cuál más absurdas.

Goros fue el mayor de los cinco o seis hijos de un sacristán labriego, perezoso como un caracol y pobre como las ratas. No habiendo en la casa ni un ochavo moruno, ni ánimos para ganarlo trabajando, puede calcularse cómo estarían de abandonados, miserables y sucios la vivienda y sus habitadores. La morada de los Aguillanes era, sin embargo, de las más espaciosas y bien construidas de la aldehuela; pero la incuria y el desaliño la tenían transformada en pocilga repugnante. Desde que Goros (Gregorio) tuvo edad para empuñar una escoba, fabricada por él con mango de palo de aliaga e hisopo de silbarda, se dedicó los domingos, con el ardor de la vocación que se revela, a barrer, asear, desarañar y dejarlo todo como un espejo. Los vecinos se burlaban, su madre le puso un apodo... y él barría, redoblando su actividad, y sintiéndose en un mundo aparte, superior, lejos de su gente, dentro de una existencia más noble y refinada, que no conocía, pero presentía con una especie de intuición, y de la cual sólo un tipo se había presentado ante sus ojos: el pazo del señor, con sus anchos salones mudos y graves, y sus ventanas de colores claros. Justamente Goros sufría un diario tormento al ver en la ventanuca del tabuco, donde dormían hacinados él y otros cuatro hermanitos, un vidrio roto, del que apenas quedaban picos polvorientos adheridos al marco, y que se defendía por medio de un papel aceitoso pegado con engrudo. ¡Si Goros hubiese tenido dinero...! Cada mañana, al despertarse, la vista del vil remiendo en el cristal le producía la misma impresión de rabia. No lo decía. ¿Para qué? Su padre le hubiese contestado que así estaban los vidrios de la parroquial; su madre, más viva de genio, le hubiese soltado un pescozón...; y en cuanto a los chiquillos, le mirarían atónitos: retozaban tan felices en la porquería como los patos y las gallinas en la charca y el cieno del corral.

A los quince años, Goros, poniendo por obra lo que meditaba, logró colarse de contrabando o polisón en un transatlántico que partía de Marineda con rumbo a la América del Sur. Empezaba a realizar su mundo propio, huyendo de aquel mundo inmundo —claro es que a él no se le hubiese ocurrido el juego de palabras— en que el destino le había confinado. Y es el caso que, al perder de vista la costa, al divisar a lo lejos como un ligero centelleo rojo que se extinguía, el relumbrar de las acristaladas galerías marinedinas, sintió una pena rápida, sorda, una punzada en el corazón, que era amor hacia lo que dejaba, detestándolo. ¡Anomalía de nuestro ser, espuma del mar de contradicciones en que nadamos!

El sentimiento de cariño de lo dejado atrás fue acentuándose con el tiempo. Goros, después de privaciones crueles y trabajos de bestia, empezaba a salir a flote. Así que sentó el pie en terreno firme, medró aprisa. Su inteligencia comercial, su olfato del confort moderno le adquirieron la estimación de sus patronos; asociado al negocio, le imprimió vuelo sorprendente; la riqueza, sólo deseada para satisfacer ciertos pujos artísticos de goce en el arte ajeno —porque artista creador no lo sería nunca—, acudió a sus manos. ¡A las del artista sería más difícil que acudiese...! Y Goros, una mañana, se despertó en camino de millonario, viendo el porvenir al través de lunas anchas, transparentes, sin una mota de polvo...

Más que nunca se acordó de la vieja casa de los Aguillanes, del feo vidrio roto y tapado con papel churretoso, que el aire hacía bambolear y las moscas nublaban con nube rebullente y zumbadora... Ya había girado distintas veces regulares cantidades para librar de quintas al hermano, para la grave enfermedad de la madre, para la boda de la hermanita, que se estableció poniendo en Areal una tienda. Era un gotear continuo; cada correo traía una súplica plañidera, dolorosa, un ¡ay! de la estrechez. Ahora consideró Goros que estaba en el caso de adelantarse, sin esperar a que le rogasen humildemente. Y giró rumboso un bonito pico: seis mil pesos oro, para que fuese sin tardanza reparada, restaurada, amueblada y arreglada decorosamente la casa patrimonial. «Que pongan en las ventanas vidrios bien fuertes, bien hermosos; que muden aquel roto, y que la criada, porque es preciso que mi madre tenga una criada para su servicio, los lave de vez en cuando. Lo encargó mucho. En los vidrios sucios está el germen de mil enfermedades, os lo advierto...» Y Goros, que ya era don Gregorio, escrito este párrafo, probó un bienestar íntimo y dulce, figurándose cómo estaría la vetusta mansión, antes tan miserable y hoy asombro de la aldea; pintada, encalada, con ventanas espejeantes al sol, y un huerto-jardín, cultivado por jornaleros, sin que el achacoso padre tuviese que encorvarse para destripar terrones...

Cuando tales imágenes asaltan la mente, engendran tentación irresistible de ir a contrastarlas con la realidad. Cada vez más fáciles y cortos los viajes, puestos en marcha los asuntos, don Gregorio decidió presentarse en su aldea de sorpresa —es el programa seguro de todo indiano—. Y así pensado, así hecho. Desembarcó en Marineda, donde nadie le conocía; alquiló el primer coche que vio enganchado al pie del muelle, cargó en él solo el magnífico saco de mano, y con voz que temblaba un poco, ordenó: «A Santa Morna...» Él mismo, no sabría expresar lo que embargaba su espíritu... Si consiguiese llorar, se sentiría completamente dichoso. Pensaba, más que en la familia, en la casa, el domicilio... ¡Qué emoción encontrar viva, reinozada, a la caduca, a la triste mansión! Y ofrecía propina al cochero para que volase.

Al avistar el sitio soñado, dudó de sus ojos... Porque la fe tiene esta rara virtud: creemos que es lo que debía ser, y descreemos de la evidencia... Allí estaba la casa, allí, pero idéntica a como don Gregorio la había dejado al marchar: el mismo montón de estiércol a la puerta, el mismo charco infecto que las lluvias habían saturado del hediondo puré del estercolero, iguales carcomidas puertas despintadas, igual fachada de tierra y pizarra, donde las parietarias crecían... ¿Es esto posible, santo Dios?

Se precipitó adentro como una bomba... En vez de abrazar, pidió cuentas. El padre, tembloroso, casi se arrodillaba ante aquel señor adinerado, que era su hijo.

—¡Válganos San Amaro!... Goros... mi alma... fue una cosa así... No fue con mal pensar... Mercamos tierras, santo bendito, con los santos cuartos que mandaste... La casa, buena está para nosotros; así Dios nos dé casa en el cielo...

—Y puedes subir —añadió, triunfalmente, la madre—, y has de ver que mudamos el vidrio a la ventana, como disponías...

Don Gregorio se lanzó a su tabuco, la mísera habitación donde aleteaban los sueños de la niñez. Era cierto: en el sitio del vidrio roto habían colocado uno nuevo, verdoso, manchado de masilla. No supo don Gregorio lo que le pasaba, qué conmoción sentía. ¡El vidrio aquel! Tanto como lo había mirado al despertarse, guiñando los ojos al sol que en él reía, a pesar de las impurezas, de las inmundicias, de que no se acordaba ya. Por aquel vidrio roto le entraban el fresco y el olor del campo, y hasta las moscas eran de oro sobre él, y hasta sus aristas fulguraban a veces. Y volviéndose tristemente a su madre, murmuró:

—¡Vaya por Dios! ¡Quitar el vidrio...!

***

Y en la aldea de Santa Morna no saben por qué el indiano se fue tan cabizbajo y tan cariacontecido, cuando su madre, según ella repite, le había complacido en casi todo.


«Blanco y Negro», núm. 856, 1907.

El Viejo de las Limas

Nunca Leoncia se había sentido más triste que aquella perruna noche de invierno, última del año, en que la lluvia se desataba torrencial, y las violentas ráfagas, sacudiendo el arbolado del parque, desmelenaban sus ramas escuetas, sin hojas. Lúgubres silbidos estremecían las altas ventanas de la torre y producían la impresión de hallarse a bordo de un barco que corre desatado temporal. En noches tales, todas las penas vuelven, como espectros llamados por conjuro de bruja, y el aire se puebla de seres invisibles, enemigos. La impresión es de agobiador desconsuelo. Y Leoncia, sumida en un sopor de melancolía, segura de no encontrar alivio, apoyaba en el borde de la chimenea sus pies, y pensaba en lo vano, en lo inútil de todo. Ningún bien era cierto, y la memoria sólo conservaba la impronta de los males, grabada más hondamente que la de las alegrías…

Adelantaba la noche en su curso; el silbo del viento se hacía más estridente y desgarrador, cuando resonó la campana de la verja, con toque presuroso, como angustiado. ¿Quién a tales horas? ¿Con un tiempo tan horrible? Y, como se repitiese la llamada, al fin mandó que abriesen. Poco después entró en la sala, bien resguardada y tibia, una extraña figura.

Era un viejo caduco, de indefinible edad, a quien hasta pudiera considerarse centenario.

Venía chorreando, dejando un reguero, que dibujaba el zig-zag de sus pasos temblorosos. La contera de su paraguas soltaba un riachuelo, y al descubrirse, el sombrero de fieltro volcó un charco. Se oía claramente entrechocarse sus mandíbulas, y titubeaba, como próximo a desplomarse.

—Siéntese, abuelo… ¿De dónde viene, con este temporal? Arrímese a la lumbre… A ver, pronto, caldo caliente, o café, o coñac…

El vejestorio se acogió a la magnífica chimenea, entre cuyas columnas de granito, la hoguera, cebada con nuevos cepos de seco pino, se alzaba en movible pirámide de oro, toda jirones flameantes.

El café hervía, y sin recelo de abrasarse, lo trasegó el viandante a su estómago helado. Chasqueaba la lengua de placer, y reanimado, sonreía. Parecía como si le hubiesen quitado, de golpe, treinta años.

—Siempre ando por los caminos —declaró—. No ceso, porque mi comercio me obliga. Si me parase, sería una gran desgracia.

Despojado de su capote, presentaba los lomos a la hoguera bienhechora, que arrancaba de sus vestiduras húmedas un vaho denso. Luego se volvió, y tendió las manos, restregándolas. Vio Leoncia que del cinturón de cuero del carcamal pendía una bolsa voluminosa, repleta.

—¿Y puede saberse qué vende usted? Yo le compraría…

Recelaba vagamente que fuese un malhechor, porque, mirándole a la claridad de la lámpara y de la llama, encontraba que parecía recio y sólido: su espinazo se enderezaba, su cutis amoratado y marchito recobraba coloración saludable, y su pelo, al secarse, se arremolinaba con brío en las sienes. ¿Traería armas? También era imprudencia acoger así al primer vagabundo…

Sin responder verbalmente a la pregunta, el viejo desabrochó el cinto, soltó el bolsón y abrió su cierre de metal.

Calmoso, extrajo paquetitos, estrechos y largos, cuidadosamente envueltos en papeles de seda. Con precaución deslió uno, y puso sobre la mesa, bajo el círculo de luz de la lámpara, una hilera de limas de acero, resplandecientes, de diversos tamaños, marcadas con letras y cifras diferentes. Las ordenó, las examinó y eligió una, que separó de las demás, recogiéndolas en el bolso otra vez.

Sonreía el viejo, en el fondo de sus barbazas, ya secas, plateadas y grises como las propias limas.

—Son —murmuró— limas medicinales. ¡Limas prodigiosas! Lo que ésas no sanen, ningún remedio del mundo lo sanará. Aquí tengo, justamente, la que usted necesita…

Y tendió a Leoncia una limita bastante prolongada, con cifras de oro.

—Tómela usted sin recelo… Nadie puede dejar de emplear mis limas —prosiguió el vagabundo con fruición—. A fuerza de rodar por caminos y veredas, sufriendo agua y sol, nieve y canículas, he aprendido una sabiduría que debo comunicar a los mortales: no hay padecimiento que mis limas no curen. Nada resiste a su lenta acción, de cada minuto. Todo lo va royendo, poquito a poco, sin que se den cuenta los enfermos de cómo les viene la salud. Como que ni lo notan: y a veces, cuando ya no sienten el mal, creen padecerlo todavía. ¡Estas limitas, qué monada! Ri, ri… Un poco de polvo, un poco de materia inerte… ¡y desaparecen los sufrimientos, los dolores, los daños, los cuidados, todo lo que parecía que no iba a acabarse nunca!

Leoncia empezaba a darse cuenta, a entender la parábola del vejestorio.

—¡Si supiese usted las cosas que yo he limado! —añadió él, lleno de orgullo—. Pueblos, tronos, ideas, poderes, todo ha cedido a mis limas, todo, todo… El mundo es una serpiente que muerde mis limas sin mellarlas. ¡Descrea usted de todo, excepto de mis limas!

Y como Leoncia ya había comprendido, y permanecía atónita, el viejo, con sonrisa indefinible, avanzó, puso los dos pies dentro de la chimenea enorme, metió la cabeza en la honda campana, y el fuego, prendiendo en sus melenas de acero claro y en su barba argentada, lo envolvió, consumiendo rápidamente su forma, mientras su voz cascada y lejana murmuraba, como en sueños.

—Yo paso, yo permanezco, yo soy la manifestación de la eternidad…

—¡El tiempo se ha ido! —suspiró Leoncia, recogiendo la brillante lima, y leyendo en su hoja bruñida: «1914»… Otro año…

El Vino del Mar

Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro Mascota, los cinco tripulantes salían de la taberna disfrazada de café llamada de «América» y agazapada bajo los soportales de la Marina fronterizos al Espolón; tugurio donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos», acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y colillas, y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla en «América» a proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus creencias por los palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos que suelta contra el peñasco.

Acababan de sonar las ocho en el reloj del Instituto cuando acometieron aquellos valientes la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia. Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la carga de bocoyes de vino, si había de ir como siempre en la cala, fuese sobre cubierta? Aquello no lo tragaba un marinero de fundamento como tío Reimundo, alias Finisterre, que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la diferencia entre los que navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones y huracanes, y los que toda la vida chapalatearon en una ponchera. ¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese por sombrero? ¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más, en noche semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y habiendo empezado a soplar el Sur, un viento traidor que lleva de la mano el cambiazo al «Nordés»! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces de la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el aire «de allá», de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la mordedura de la brisa. Todo esto, a su manera, broncamente, a media habla, lo dijo Finisterre. El Zopo, otro experto, listo de manos y contrahecho de pies, opinaba lo mismo.

Pero Adrián y el Xurel —mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas con tres copas de caña legítima y sentían duplicados sus bríos— ya estaban rodando los bocoyes para encima de la Mascota. Sabedores de que aquellos toneles encerraban vino, los manejaban con fiebre de alegría codiciosa, calculando la suma de goces que encerraban en sus panzas colosales. ¿A ellos qué les importaban los gruñidos de Finisterre? Donde hay patrón no manda marinero.

Entre gritos furiosos para pujar mejor, el «¡ahiaaá!» y el «¡eieiea!» del esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo frío rizaba la placa lisa del agua. Juró Finisterre entre dientes y renegó el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así irían con la vela tan ricamente! El balandro no era una pluma, y necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar, empuñando el timón. ¡Ea, hala, rumbo avante!

Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía. Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo farol del Espolón llegaba a parecer un punto imperceptible, y otro la luz verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho, como niño juguetón. Habían izado la cangreja, y la Mascota cortó el oleaje más aprisa, no sin cabecear. Descasaban los remeros, bromeando. Sólo Finisterre se ponía fosco. A cada balance de la embarcación le parecía ver desequilibrarse la carga.

Ya transponía la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se extendía a su alrededor. Para «poncheras» según el despreciativo dicho del tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, a quien se le iba disipando el humo de la caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas de Finisterre; la mar, sin saber por qué, no le parecía «mar de gusto»... Tenía cara de zorra, cara de dar un chasco la maldita...

Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo, siniestra, abrumadora, cayó encima. Fue preciso apretar en los remos porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja un momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más fatigada, como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y cuando ya veían a estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era preciso bordear para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género, se incorporó de golpe Finisterre, soltando un terno feroz. Acababa de percibir, allá a lo lejos ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela. Aquello fue ni visto ni oído.

Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban ya con el balandro, llevándolo al abismo o subiéndolo a la cresta espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación, para ascender oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa responsabilidad, hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta! ¡Bah! Otras había pasado y salido con bien, gracias a Dios y a Nuestra señora de la Guía, de quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misa y excotos de barquitos, retratos de la Mascota para colgar en el techo del santuario... Verdad; no era el primer temporal que corrían; pero..., no llevaban la carga estibada sobre cubierta, sino en el fondo de la cala, bien apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente del oficio. Y los que había cometido aquella barbaridad supina, ahora, a pesar de las furiosas voces de mando de patrón, perdían los ánimos para remar, como si sintiesen en las atenazadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo una resolución podía salvarlos. Finisterre la sugirió, mezclando las interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño a la vida tira mucho, y por unanimidad resolvió largar al agua los malditos bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes de que se corriesen a una banda y sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una de las barricas para lanzarla por encima de la borda...

Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder a saltos. La barrica andaba; la barrica se les venía encima ella sola. Y las demás, como rebaño de monstruos panzudos la seguían. Corrían, rodaban locas de vértigo, a hacinarse sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando, con la proa recta a la sima, daba espantoso salto, el pinche-carneiro vaticinado por Finisterre, y soltando en las olas toda su carga, barricas y hombres, flotaba quilla arriba, como una cáscara de nuez.

La primera noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles, frontero a la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, a la madrugada, y quedaron varados en la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la presa, y se apiñaron en la orilla más de cien personas —pescadores, aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras, mujerucas, chiquillería—. Nadie ignoraba lo que significa la aparición de bocoyes llenos en una playa de la costa. Aún les retumbaba en los oídos el bramar de la tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día magnífico, «criador». Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con la presa, no había de faltar vino para remojar la gorja. ¡Nadie hizo comentarios tristes, sino los pescadores, que, sin embargo, se consolaron pensando en el rico vientre de las barricas...! Solo una vejezuela, que había perdido a su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la playa dando alaridos y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los toneles al campo de la romería, chillaba:

—¡No, bebades, no bebades! Ese vino sabe a la sangre de los hombres y al amarguío de la mar.

Le hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro a Finisterre.


«El Imparcial», 18 junio 1900

El Voto

Sebastián Becerro dejó su aldea a la edad de diecisiete años, y embarcó con rumbo a Buenos Aires, provisto, mediante varias oncejas ahorradas por su tío el cura, de un recio paraguas, un fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y el certificado falso de hallarse libre de quintas, que, con arreglo a tarifa, le facilitaron donde suelen facilitarse tales documentos.

Ya en la travesía, le salieron a Sebastián amigos y valedores. Llegado a la capital de la República Argentina, diríase que un misterioso talismán —acaso la higa de azabache que traía al cuello desde niño— se encargaba de removerle obstáculos. Admitido en poderosa casa de comercio, subió desde la plaza más ínfima a la más alta, siendo primero el hombre de confianza; luego, el socio; por último, el amo. El rápido encumbramiento se explicaría —aunque no se justificase— por las condiciones de hormiga de nuestro Becerro, hombre capaz de extraer un billete de Banco de un guardacantón. Tan vigorosa adquisividad —unida a una probidad de autómata y a una laboriosidad más propia de máquinas que de seres humanos —daría por sí sola la clave de la estupenda suerte de Becerro, si no supiésemos que toda planta muere si no encuentra atmósfera propicia. Las circunstancias ayudaron a Becerro, y él ayudó a las circunstancias.

Desde el primer día vivió sujeto a la monástica abstinencia del que concentra su energía en un fin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabeza para oír la melodía de las sirenas posadas en el escollo. Lenta y dura comprensión atrofió al parecer sus sentidos y sentimientos. No tuvo sueños ni ilusiones; en cambio, tenía una esperanza.

¿Quién no la adivina? Como todos los de su raza, Sebastián quería volver a su nativo terruño, fincar en él y deberle el descanso de sus huesos. A los veintidós años de emigración, de terco trabajo, de regularidad maniática, de vida de topo en la topinera, el que había salido de su aldea pobre, mozo, rubio como las barbas del maíz y fresco lo mismo que la planta del berro en el regato, volvía opulento, cuarentón, con la testa entrecana y el rostro marchito.

Fue la travesía —como al emigrar— plácida y hermosa, y al murmullo de las olas del Atlántico, Sebastián, libre por vez primera de la diaria esclavitud del trabajo, sintió que se despertaban en él extraños anhelos, aspiraciones nuevas, vivas, en que reclamaba su parte alícuota la imaginación. Y a la vez, viéndose rico, no viejo, dueño de sí, caminando hacia la tierra, dio en una cavilación rara, que le fatigaba mucho; y fue que se empeñó en que la Providencia, el poder sobrenatural que rige el mundo, y que hasta entonces tanto había protegido a Sebastián Becerro, estaba cansado de protegerle, y le iba a zorregar disciplinazo firme, con las de alambre: que el barco embarrancaría a la vista del puerto, o que él, Sebastián, se ahogaría al pie del muelle, o que cogería un tabardillo pintado, o una pulmonía doble.

De estas aprensiones suele padecer quien se acerca a la dicha esperada largo tiempo. Y con superstición análoga a la que obligó al tirano de Samos a echar al mar la rica esmeralda de su anillo, Sebastián, deseoso de ofrecer expiatorio holocausto, ideó ser la víctima, y reprimiendo antojos que le asaltaran al fresco aletear de la brisa marina y al murmullo musical del oleaje, si había de prometer al Destino construir una capilla, un asilo, un manicomio, hizo otro voto más original, de superior abnegación: casarse sin remedio con la soltera más fea de su lugar. Solemnizado interiormente el voto, Sebastián recobró la paz del alma, y acabó su viaje sin tropiezo.

Cuando llegó a la aldea, poníase el sol entre celajes de oro; la campiña estaba muda, solitaria e impregnada de suavísima tristeza, todo lo cual es parte a sacar chispas de poesía de la corteza de un alcornoque, y no sé si pudo sacar alguna del alma de Sebastián. Lo cierto es que en el recodo del verde sendero encontró una fuente donde mil veces había bebido siendo rapaz, y junto a la fuente, una moza como unas flores, alta, blanca, rubia, risueña; que el caminante le pidió agua, y la moza, aplicando el jarro al caño de la fuente y sosteniéndolo después, con bíblica gracia, sobre el brazo desnudo y redondo, lo inclinó hasta la boca de Sebastián, encendiéndole el pecho con un sorbo de agua fría, una sonrisa deliciosa y una frase pronunciada con humildad y cariño: «Beba, señor, y que le sirva de salú.»

Siguió su camino el indiano, y a pocos pasos se le escapó un suspiro, tal vez el primero que no le arrancaba el cansancio físico; pero al llegar al pueblo recordó la promesa, y se propuso buscar sin dilación a su feróstica prometida y casarse con ella, así fuese el coco.

Y, en efecto, al día siguiente, domingo, fue a misa mayor y pasó revista de jetas, que las había muy negruzcas y muy dificultosas, tardando poco en divisar, bajo la orla abigarrada de un pañuelo amarillo, la carátula japonesa más horrible, los ojos más bizcos, la nariz más roma, la boca más bestial, la tez más curtida y la pelambrera más cerril que vieron los siglos; todo acompañado de unas manos y pies como paletas de lavar y una gentil corcova.

Sebastián no dudó ni un instante que la monstruosa aldeana fuese soltera, solterísima, y no digo solterona, porque la suma fealdad, como la suma belleza, no permite el cálculo de edades. Cuando le dijeron que el espantojo estaba a merecer, no se sorprendió poco ni mucho, y vio en el caso lo contrario que Policrates en el hallazgo de su esmeralda al abrir el vientre de un pez; vio el perdón del Destino, pero... con sanción penal: con la fea de veras, la fea expiatoria. «Esta fea —pensó— se ha fabricado para mí expresamente, y si no cargo con ella, habré de arruinarme o morir.»

Lo malo es que a la salida de misa había visto también el indiano a la niña de la fuente, y no hay que decir si con su ropa dominguera y su cara de pascua, y por la fuerza del contraste, le pareció bonita, dulce, encantadora, máxime cuando, bajando los ojos y con mimoso dengue, la moza le preguntó «si hoy no quería agüiña bien fresca». ¡Vaya si la quería! Pero el hado, o los hados —que así se invocan en singular como en plural— le obligaban a beber veneno, y Sebastián, hecho un héroe, entre el asombro de la aldea y las bascas del propio espanto, se informó de la feona, pidió a la feona, encargó las galas para la feona y avisó al cura y preparó la ceremonia de los feos desposorios.

Acaeció que la víspera del día señalado, estando Sebastián a la puerta de su casa, que proyectaba transformar en suntuoso palacete, vio a la niña de la fuente, que pasaba descalza y con la herrada en la cabeza. La llamó, sin que él mismo supiese para qué, y como la moza entrase al corral, de repente el indiano, al contemplarla tan linda e indefensa —pues la mujer que lleva una herrada no puede oponerse a demasías—, le tomó una mano y la besó, como haría algún galán del teatro antiguo. Rióse la niña, turbóse el indiano, ayudóla a posar la herrada, hubo palique, preguntas, exclamaciones, vino la noche y salió la luna, sin que se interrumpiese el coloquio, y a Sebastián le pareció que, en su espíritu, no era la luna, sino el sol de mediodía, lo que irradiaba en oleadas de luz ardorosa y fulgente...

—Señor cura —dijo pocas horas después al párroco—, yo no puedo casarme con aquélla, porque esta noche soñé que era un dragón y que me comía. Puede creerme que lo soñé.

—No me admiro de eso —respondió el párroco, reposadamente—. Ella dragón no será, pero se le asemeja mucho.

—El caso es que tengo hecho voto. ¿A usted qué le parece? Si le regalo la mitad de mi caudal a esa fiera, ¿quedaré libre?

—Aunque no le regale usted sino la cuarta parte o la quinta... ¡Con dos reales que le dé para sal!...

Sin duda, el cura no era tan supersticioso como Becerro, pues el indiano, a pesar de la interpretación latísima del párroco, antes de casarse con la bonita, hizo donación de la mitad de sus bienes a la fea, que salió ganando: no tardó en encontrar marido muy apuesto y joven. Lo cual parece menos inverosímil que el desprendimiento de Sebastián. Verdad que este era fruto del miedo...


«El Imparcial», 15 de agosto de 1892.

El Voto de Rosiña

Si hay luchas electorales reñidas y encarnizadas, ninguna como la que presenció en el memorable año de 18... el distrito de Palizás (no se busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y digo mal, porque, en efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la padeció, sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la victoria el candidato ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuenta de los atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas que costó «sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el ministro, pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier Magnabreva, conspicuo personaje de la anterior situación.

Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel distrito de batalla..., entre varias razones de peso, porque no le daban otro; y contando con su actividad y denuedo, impulsado por las brisas favorables que siempre soplan en la juventud —ya se sabe que no es amiga de viejos la señora Fortuna—, se propuso trabajar la elección, estar en todo y no perder ripio. A caballo desde las cinco de la mañana hasta las altas horas de la noche; ayunando al traspaso o comiendo lo que saltaba; descabezando una siesta cuando podía; afrentando con su intacto capital de salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra de su contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en regular estado de limpieza.

No fueron únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato. También hizo despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y discretas. Con un instinto y una habilidad que presagiaban brillante porvenir, Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que más podía gustarle, y se captó amigos gastando esa moneda que el aire acuña: la palabra.

Aunque la gente de Palizás es suspicaz y ladina y no se deja engatusar fácilmente, la labia de Sixto dio frutos, especialmente al dirigirse a una mitad del género humano que no entiende de política y obedece a las impresiones del corazón. Sabía el candidato ministerial presentar a los electores las doradas perspectivas y los horizontes risueños del favor y la influencia; pero se excedía a sí mismo al hablar a las mujeres, halagando su amor propio. Hay quien opina que Sixto, al desplegar tales recursos, no hacía sino practicar una asignatura que tenía muy cursada, y es posible que así fuese, lo cual en nada amengua el mérito del muchacho.

Como suele suceder a los grandes actores, que hasta sin querer están en escena, Sixto, durante su tournée electoral, solía gastar pólvora en salvas, regalando miel sólo por regalar, sin miras interesadas y egoístas. Así, verbigracia, con Rosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huérfana; no pudiendo cultivar la tierra por falta de hombres en su casa, y reducida a sacar a pastar una vaca por las lindes, se ganaba la vida con un telar primitivo y rudo, teniendo el lino que ella misma tascaba y hasta hilaba pacientemente a la luz del candil en invierno. ¿Qué necesitaba Rosiña para subsistir? Un mendrugo de borona, un pote de coles, una manzana verde, una sardina salada, una taza de leche «presa»... Dios, que viste a los lirios del campo, más holgazanes que Rosiña, pues nos consta que no hilan ni tejen, había adornado a la humilde «tecelana» con una primavera en las mejillas y un apretado haz de rayos de sol en la trenza doble que colgaba hasta sus caderas, y al pasar Sixto por delante de la choza y oír el runrún... del telar activo, y divisar a la laboriosa muchacha —aunque sabía perfectamente que no tenía padre, hermano, ni novio que pudiesen votarle—, se detuvo, se bajó del jaco, pidió agua «de la ferrada» o leche «de la vaquiña», bebió, alabó, agradeció y sostuvo con Rosa una plática que sólo podrían narrar las ramas del cerezo que sombrea el arroyo más cercano.

Ocurrió este pequeño episodio dos días antes de que cierto formidable cacique, al servicio y devoción del señor de Magnabreva, se decidiese, desesperado ya, a jugar el todo por el todo, a fin de salvar la elección comprometidísima y a dos dedos de perderse irremisiblemente. Lo apurado del caso le sugería un supremo recurso, que el desalmado vacilaba en emplear, porque hay remedios heroicos que pueden ser funestos, sobre todo cuando no se administran desde las alturas del Poder... Más que el inminente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciega confianza del joven candidato «No quiero ser cunero antipático, diputado impuesto, sino popular y querido», decía Sixto, gozándose en aparecer donde menos se contaba con él, en sorprender a sus partidarios con iniciativas propias. Esto decidió al enemigo. El golpe se tramó en una tabernucha, cuyo dueño era de los contrarios de Sixto; la taberna se alzaba al borde de la carretera, no lejos de la choza de Rosiña. Habíanse reunido allí los más ternes, los capaces de hacer una hombrada dejándose encausar después, seguros de que mano próvida y que alcanzaba muy lejos les había de mullir colchón para que no les doliese el porrazo. Uno de los conspiradores, conocido por varias siniestras fechorías, era radical: quería «dejar seco» a Sixto Dávila; otro proponía un secuestro; pero el cacique, prudente y cauto, emitió distinto parecer; nada de navajazos, nada de armas de fuego, que hacen ruido y alarman; nada de escopetas, ni siquiera de garrotes.

—Aquí lo que interesa es que se inutilice..., para la elección, vamos... para estos días; que no pueda menearse, porque... si sigue meneándose y apretando, ¡nos revienta! Tú, Gallo —ordenó al primero—, me vas a traer hoy un carreto de arena fina de la mar... ¡que así como así, te hace falta para echar a la heredad del trigo! Tú... —mandó al dueño de la taberna— le dices a la mujer que amañe unos sacos de lienzo bien hechitos y larguitos y fuertes... Él ha de pasar por aquí mañana al anochecer, para ir a Doas, a casa del cura... ¡Y cuidado, muchos golpes en la espalda... pero a modo, a modo, como quien no hace daño...!

La mañana que siguió al conciliábulo, Rosiña fue llamada por la tabernera para que suministrase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenase los sacos... Nadie desconfiaba de la rapaza, a quien la tabernera, además, encargó el mayor sigilo. «Son para hacerle unos cariños a un galopín, mujer...» Por alusiones e indiscreciones, Rosiña adivinó quién sería el acariciado; y temblando lo mismo que una vara verde, empezó su faena. La mano no acertaba a manejar la aguja, los ojos se nublaban. Demasiado sabía ella los «cariños» que con los sacos de arena se hacen. El que los recibe no dura mucho, no... Al pronto sólo advierte gran postración, profundo decaimiento; queda molido, rendido, deseoso únicamente de extenderse en la cama pero sin dolor alguno, sin enfermedad; y pasan días, y no recobra el apetito, y palidece, y arroja sangre por la boca hasta que al fin... Y Rosiña veía al señorito guapo y llano y de palabreo tierno, que le había pedido agua de la «ferrada», tendido entre cuatro cirios, menos amarillos que su rostro...

Al anochecer, como Sixto, al galope de su caballejo se aproximase a la taberna, el jaco pegó un respingo, y el jinete vio surgir de pronto una mujer que se agarró a la brida con fuerza. Reconoció a Rosiña, la tejedora..., y sus primeras frases fueron alegres galanterías. Pero la moza, balbuciente de terror, pidió atención, refirió una historia... Sixto —después de vacilar un instante— echó pie a tierra y con el caballo del diestro, emparejando con Rosiña, guiado por ella, callados los dos, tomó a campo traviesa en busca de un sendero oculto por los árboles. Para volver atrás era tarde, y seguir adelante, una temeridad insensata. Su vida peligraba, y con horrible peligro... «No tenga miedo, señorito, que en mi casa no le buscan», advirtió la moza, al disponerse a dar acomodo en el establo de su vaca a la montura del candidato.

En efecto, nadie le buscó allí; a la mañana la Guardia Civil, avisada por Rosiña le recogió y escoltó hasta dejarle en salvo. Y Sixto Dávila venció en toda línea; pero no sospecha nadie en Gobernación ni en los pasillos del Congreso que el triunfo se debió al voto de Rosiña, la tejedora.


«Blanco y Negro», núm. 449, 1899.

El «Xeste»

Alborozados soltaron los picos y las llanas, se estiraron, levantaron los brazos el cielo nubloso, del cual se escurría una llovizna menudísima y caladora, que poco a poco había encharcado el piso. Antes de descender, deslizándose rápidamente de espaldas por la luenga escala, cambiando comentarios y exclamaciones de gozo pueril, bromas de compañerismos —las mismas bromas con que desde tiempo inmemorial se festeja semejante suceso—, uno, no diré el más ágil —todos eran ágiles—, sino el de mayor iniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, se descolgó por los palos de los mechinales, corrió al añoso laurel, fondo del primer término del paisaje, cortó con su navaja una rama enorme, se la echó al hombro, y trepando, por la escalera esta vez, a causa del estorbo que la rama hacía, la izó hasta el último andamio, y allí la soltó triunfalmente. Los demás la hincaron en pie en la argamasa fresca aún y el penacho del xeste quedó gallardeándose en el remate de la obra. Entonces, en trope, empujándose, haciéndose cosquillas, bajaron todos.

Eran obreros —no condenados, como los de la ciudad, a la eterna rueda de Ixión de un trabajo siempre el mismo—. Mestizo de cantero y labriego, en verano sentaban piedra, en invierno atendían a sus heredades. Organizados en cuadrilla, iban a donde los llamasen, prefiriendo la labor en el campo, porque en las aldeas, ¡retoño!, se vive más barato que en el pueblo, se ahorra casi todo el jornal, para llevarlo, bien guardado en una media de lana, a la mujer, y mercar el ternero, y el cerdo, y las gallinas, y la ropa, y la simiente del trigo, y algún pedacillo de terruño. No sentían la punzada del ansia de gozar como los ricos, que asalta al obrero en los grandes centros; el contacto de la tierra les conservaba la sencillez, las aspiraciones limitadas del niño; disfrutaban de un inagotable buen humor, y la menor satisfacción material los transportaba de júbilo. Sus almas eran todavía las transparentes y venturosas almas de los villanos medievales.

Se atropellaban por la escala, sonando en los travesaños húmedos la madera de los zuecos, y ya abajo hacían cabriolas, despreciando la frialdad insinuante de la llovizna triste y terca. ¿Qué importaba un poco de friaje? Ya se calentarían bien por dentro, con el mejor abrigo, el abrigo de Dios que es la comida y la bebida. Allá lejos divisaban el humo, corona de la chimenea de la casa señorial, y el montón de leña ardiendo que producía aquel humo les guisaba su cena, la cena solemne del xeste, el banquete extraordinario ofrecido desde la primavera para el día en que terminasen las paredes del nuevo edificio. ¡Daba gusto tratar con señores, no con contratistas miserables! El xeste del contratista..., sabido: un cuarterón de aguardiente, una libra de pan reseso. ¡En el obsequio del señor se vería lo que es rumbo! El agua se les venía a la boca. Se miraron, se hicieron guiños, saboreando la proximidad del placer, en el cual pensaban a menudo ya desde el instante en que los peones abrieron la zanja de los cimientos.

Era temprano aún para que la cena estuviese lista, pero convinieron en dirigirse cara allá, y Matías se ofreció a enjaretarse con cualquier pretexto en la cocina y adelantarles noticias del festín. Vistiéndose las chaquetas sobre las camisas mojadas y la cuadrilla se puso en camino, zanqueando, aplastando la hierba sembrada de pálido aljófar. A pocos pasos de la casa, ante la tapia del huerto, se pararon, irresolutos; pero aquel enredante de Matías, como más despabilado, se fue muy serio hacia el abierto portón, lo cruzó, y al cabo de diez minutos volvió agitando las manos, bailando los pies. ¡Qué cena, recacho, qué convite! Aquello era lo nunca visto ni pensado. ¡Unas cazuelas así... y que echaban un olido! ¡El vino en ollas, para sacarlo con el cacillo de la herrada; y hasta postres, arroz con leche, manzanas asadas con azúcar! ¡Y orden del señor de que podían entrar y calentarse a la lumbre mientras se acababa de alistar la comilona! Entrasen todos, canteros y peones, y el chiquillo carretón de los picos, también... Matías, volviéndose algo contrariado, añadió:

—Tú no, Carrancha... Tú quédate...

Nadie protestó. Era un parásito desmirriado, un mendigo, que no formaba parte de la cuadrilla.

Sin fuerzas para trabajar, medio tísico, se pegaba a los canteros, y como no hay pobre que no pueda socorrer a otro, le daban corruscos de pan de maíz, restos de su frugal comida. Carracha padecía hambre crónica; para pedir limosna alegaba males del corazón, mil alifafes; pero su verdadera enfermedad, el origen de su consunción, era el no comer, el haber carecido de sustento desde la lactancia, pues estaba seca su madre... La cocinera de los señores no quería a Carracha de puertas adentro, en razón de que una vez faltó una cuchara de plata, coincidiendo con haber dado al mendigo sopas en escudilla de barro y con cuchara de palo. Carracha quedó excluido; ni en ocasión tan señalada había indulgencia para él. Se le oscureció el semblante demacrado, lo mismo que si lo envolviesen en negro tul. ¡No ver el comidón! Sólo con verlo, sin catarlo, imaginaba que se le calentaría la panza floja y huera. La cuadrilla, con alegre egoísmo, reía de la decepción del infeliz, y, a empellones, se precipitaba adentro, a aquel paraíso de la cocina... ¡Pues lo que es él, Carracha, no se movía de allí! Y se quedó fuera, hecho un can humilde...

A las siete en punto sacaban, humeantes, las grandes tazas de caldo de pote, y el señor se aparecía un momento, risueño, longánimo.

—A comer, muchachos; a rebañarme bien esas tarteras; que no quede piltrafa; denles cuanto necesiten... ¡Que nada les falte!

Desapareció, para que comiesen con más libertad, y empezó el cuchareo, alrededor de la larga mesa de nogal bruñido por el uso. ¡Vaya un caldo, amigos, vaya un caldo de chupeta! Caldo lo comían diariamente los canteros: constituía su alimentación; pero era un aguachirle, unas patatas y unas berzas cocidas sin chiste ni gracia. Por real y medio diario de hospedaje, ¿qué manutención se le da a un cristiano, vamos a ver?

A este caldo no le faltaba requisito: su grasa,sus chorizos, su rabo, sus tajadas de carne... Y al elevar la cuchara a la boca, los canteros se estremecían de beatitud. Sólo en Nadal, y allá por Antruejo, y el día de la fiesta de la parroquia, les tocaba un caldo algo sabroso, ¿pero como este? ¡Los guisantes de los señores tienen un sainete particular! Cada cual despachó su tazón; muchos pidieron el segundo. Que viniese después gloria. No sería mejor que aquel caldo. Y Matías, chistoso como siempre —¡condenado de Matías!—, anunció a voz en cuello, jactándose:

—Yo, de cuanto venga, he de arrear tres raciones. Lo que coman tres, ¿oís? cómolo yo.

—No eres hombre para eso —observó flemáticamente Eiroa, el viejo asentador de piedra, siempre esquinado con Matías.

Y éste, que acababa de echarse al coleto dos cacillos de vino seguidos, respondió con chunga y sorna:

—¿Que no soy hombre? Pues aventura algo tú... Aventúrame siquiera un peso de los que llevas en la faja.

Hubo una explosión de carcajadas, porque la avaricia de Eiroa era proverbial. ¡Jamás pagaba aquel roña un vaso! Pero el asentador, echando a Matías una mirada de través, replicó, con igual tono sardónico:

—Bueno, pues se aventura, ¡retoño! Un peso te ganas o un peso me gano. ¡Recacho, Dios!

¡Cerrada la apuesta! Los canteros patearon de satisfacción. ¡Cómo iban a divertirse! Eiroa, sin perder bocado, con la ojeada que tenía para notar si las piedras iban bien de nivel, se dedicó a vigilar a Matías. ¡No valen trampas! Sí; en trampas estaba pensando Matías. A manera de corcel que siente el acicate, su estómago respondía al reto abriéndose de par en par, acogiendo con fruición el delicioso lastre. Después de las tres tazas de caldo con tajada y otros apéndices, cayeron tres platos de bacalao a la vizcaína, de lamerse los dedos, según estaba blando, sin raspas, nadando en aceite, con el gustillo picón de los pimientos. Luego, despojos de cerdo con habas de manteca, y en pos la paella, o lo que fuese; un arroz en punto, lleno de tropezones de tocino, que alternaban con otros de ternera frita; y los estipulados tres platos llenísimos a cogulo, fueron pasando —ya lentamente— por el tragadero de Matías. Sordos continuos del rico tinto del Borde le ayudaban en la faena. Empezaba a sentir un profundo deseo de que el lance de la apuesta parase allí, de que no sirviese la cocinera más platos. La algazara de los compañeros le avisó: aparecía un nuevo manjar, tremendo; unas orondas, rubias, majestuosas empanadas de sardina. A Matías le pareció que eran piedras sillares, y que sentía su peso en mitad del pecho, oprimiéndole, deshaciéndole las costillas. Una ojeada burlona del asentador le devolvió ánimos. ¡Aunque reventara! Y, fanfarroneando, pidió media empanada para sí. Mejor que andar ración por ración. ¡Venga media empanada! Un murmullo de asombro halagador para su vanidad corrió por la mesa. La cocinera reía, mirando con babosa ternura a aquel guapo muchacho de tan buen diente. Y le partió la empanada, dejándole el trozo mayor.

Principió a engullir despacio, auxiliándose con el tinto. Masticaba poderosamente, y la indigesta pasta descendía, revuelta con el craso y plateado cuerpo de las sardinas, con el encebollado y el tomate del pebre. Le dolían las mandíbulas, y hubo un momento en que lanzó un suspiro hondo, afanoso, y paseó por la cocina una mirada suplicante, de extravío. Eiroa soltó una pulla.

—¡No es hombre quien más lo parece!

—¡Recacho! ¡Eso quisieras! ¡Se gana el peso!

Y el cantero, con esfuerzo heroico, supremo, pasó el último bocado de empanada y tendió el plato para que se lo llenasen de lo que a la empanada seguía: el arroz con leche y canela, al cual acompañaban unas tortas de huevo y miel, tan infladas, que metían susto... A la vez que los postres sirvióse el aguardiente, una caña de Cuba, especial. ¡Qué regodeo, qué fiesta, qué multiplicidad de sensaciones voluptuosas, refinadas! La cuadrilla estaba en el quinto cielo; perdido ya del todo el respeto a la cocina de los señores, hablaban a gritos, reían, comentaban la colosal apuesta. El desfallecimiento de Matías era visible. ¿A que no colaban los tres platazos de arroz? ¡Bah! ¡A fuerza de caña! El cantero, moviendo la cabeza abotagada, hacía señas de que sí, de que colarían, y pasaba cucharadas, dolorosamente, como quien pasa un vomitivo.

Allá fuera, Carracha, el excluido, se pegaba a la pared, a fin de percibir olores, escuchar ruidos, participar con la exaltada imaginación del hartazgo. Sus narices se dilataban, sus fauces se colmaban de saliva. ¡Qué no diera él por verse a la vera del fogón! ¡Y cuánto duraba la comilona! Matías le había prometido traerle algo, la prueba, en un puchero... ¿Se acordaría?... A todo esto, el agua menuda de antes, el frío orvallo, iba convirtiéndose en lluvia seria, y el hambrón sentía sus miembros entumecidos, y bajo sus pies unas suelas de plomo helado. Temblaba, pero no se iba, ¡quiá! El mastín de guarda le labró dos o tres veces, enseñándole los dientes agudos, pero le conocía desde antes de aquello de la cuchara, y el ladrido fue sólo una especie de fórmula, cumplimiento de un deber.

¡Atención! ¿Qué clamor se alzaba de la cocina? ¿Reñían acaso? ¿Una desgracia? El hambriento vio que la puerta se abría con ímpetu, y salían disparados de la cuadrilla hechos unos locos.

—¡El médico! ¡El médico!... —dijeron al pasar...

Carracha notó que la puerta no se cerraba, y con su timidez canina, haciéndose el chiquito, se coló dentro, mascando el aire espeso, saturado de emanaciones de guisos sustanciosos y bebidas fuertes. Nadie le hizo caso. Rodeaban a Matías; le habían arrancado la chaqueta, desabrochado la camisa; le echaban agua por la cara, y su pelo negro, empapado, se pegaba al rostro violáceo por la fulminante congestión. Y el cantero no volvía en sí..., ni volvió nunca. Según el médico, que llegó dos horas después —vivía a legua y media de allí—, de la congestión podría salvársele, pero había sido lo peor que al hincharse los alimentos, el estómago de Matías se abrió y se rajó, como un saco más lleno que su cabida máxima...

—El Señor nos dé una muerte tan dichosa —repetía Carracha, sinceramente, pasándose la lengua por los labios y recordando el hartazgo que gozó en un rincón, mientras todo el mundo se ocupaba de Matías.


«El Imparcial», 5 de enero de 1903.

El Zapato

Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de ésas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja». Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquéllas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto…

Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología…

Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto…

Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.

Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.

Entonces se la conocía por Meli Padilla, y descollaba entre ese coro angélico que los revisteros califican de «juveniles beldades». Ni el demonio, que todo lo añasca, podía haberme buscado novia más inquietadora. Nuestras relaciones, que los padres de Meli veían con agrado, llevaban el honestísimo fin matrimonial, pero a plazo algo largo, porque, en opinión de ambas familias, éramos dos muñecos. Yo necesitaba terminar mi carrera y conquistar algo de posición a la sombra de mi tío, el influyente político que vicepresidía el Congreso, y Meli, por su parte, transformarse de chiquilla en mujer, pensar menos en cotillones y más en el serio deber de una futura madre de familia. Los años han corrido, Meli se ha casado con otro, y sospecho que continúa tan muñeca como entonces; en cuanto a mí… ¿Sabe nunca un hombre si tiene juicio?

Trastornado andaba el mío a la sazón, porque Meli, según suele suceder (y es envilecedor que suceda), me traía literalmente enloquecido con sus coqueteos y sus caprichos perversamente infantiles. Vivíamos en perpetuo estado de monos y reconciliaciones, seguidas de riñas nuevas, entremezcladas con desvíos, llantos, amenazas, cuchufletas de ella y desesperaciones mías. La idea del suicidio me visitaba, como siguió visitándome después en otros accesos de dolor celoso; pero me lo callaba, porque temía la burla de Meli, que, despiadada, parecía complacerse en mi sufrimiento. Y, de positivo, se complacía; disfrutaba una perversa voluptuosidad en torturarme, en sentir bajo sus lindas uñas de gata las crispaciones de mi enfermo corazón.

No diré que Meli sostuviese relaciones con otro al mismo tiempo que conmigo; no era eso; era que, con novio oficial y todo, no renunciaba a su corte de adoradores, a sus flirteos, a componerse, divertirse, reír, andar del brazo de Periquito y Menganito y bailar como una peonza. Esto último me sacaba como de quicio. Verla en brazos del primero que llegaba, sospechar que su aliento se mezclase con un aliento que no era el mío, figurarme que le decían tan de cerca todo género de disparates —porque la galantería contemporánea no se distingue por la timidez—, me ponía en un estado próximo a la demencia. En vano la rogaba que tuviese compasión de mí y no me sometiese a tal suplicio. Ella se reía, enseñando unos dientes… ¡que después han mordido a tanta almas!, y que se clavaban en la mía, destrozándola… y, desoyendo mis ruegos, volvía a danzar…

—¿Por qué, al menos, no bailas conmigo siempre? —rogaba yo, juntando las manos como se juntan para la oración.

—¡Eso! Y se reirían hasta las cortinas del salón… Y daríamos una campanada… Y nadie nos convidaría…

En tono de púdica protesta, agregaba:

—¡Ni te creas que iba a consentirlo mamá!…

Mi congoja subía de punto ante la perspectiva de esos bailes monstruos, en que la confusión es total, el gentío enorme y el atrevimiento pasa inadvertido, como pasan inadvertidas las personas, sin que se consiga encontrar a aquella que más buscamos, ni aun saludar a la dueña de la casa. Tuve, pues, una semana rabiosa cuando se anunció uno de este género, gran festival benéfico, patrocinado por la duquesa de Ambas Castillas, a favor de los pobres de Madrid. Se verificaría en el local destinado a exposiciones, y se contaba con que asistiesen de dos a tres mil personas. No había que pensar en que Meli se quedase en casa durmiendo pacíficamente. En balde la pinté las dulzuras de un sueño reparador; en vano describí burlonamente el personal ridículo que asistiría a jaulón semejante. Ella formaba parte justamente de la comisión de muchachas que colocaba billetes entre los muchachos, y, lo que ella decía:

—¡Bonita se pondría tía Leonor si me retraigo! ¡Ella, que se ve y se desea para conseguir que no falten «las elegantes», y cada deserción le cuesta una caja de pastillas de migranina!

Convencido de la inutilidad de mis esfuerzos, iba, sin embargo, a ejercer el derecho del pataleo, protestando nuevamente, cuando una idea genial me cruzó por la imaginación.

—Meli —dije—, ya que no renuncias a asistir, renuncia al menos a bailar.

—No te pongas pesadito. Ya sabes que es imposible, monín.

—Pues yo te digo que no bailas esa noche.

—Y yo te contesto que no se te puede sufrir y que bailaré.

—¡Que no bailas! ¡Tú no me conoces!

—¡A ver si me prendes, o si me das una cuchillada, como los carniceros a sus novias!

—Sin apelar a esos medios, no bailarás, hija mía. Es preciso que al cabo te convenzas de que no soy un Juan Lanas —exclamé, sintiendo que se engreía mi dignidad de varón— Tenlo entendido y ve preparada, que no bailas en ese baile.

Soltó la carcajada, y estuvimos tres o cuatro días de hocico: ella, no queriendo ni mirarme, y yo, no yendo a caballo al Retiro, por no encontrarme su coche. Llegó el momento de la fiesta, de la cual se hablaba mucho en Madrid, y a las nueve, una hora antes de la señalada para la llegada de los reyes, entré en el edificio, engalanado con plantas, tapices y flores, y reconocí el terreno.

A la media hora apareció Meli, hecha una preciosidad: mi sangre dio un vuelco… ¡Qué guapa, la maldita! ¡Cómo la sentaba aquel traje rosa de múltiples volantes, según la moda de entonces, y aquel peinado a la griega, con los dos aros de oro pálido que lo ceñían!

Comprendí en un momento el peso de mi cadena, lo hondo de mi cuita de amor…

Y mi resolución celosa se afianzó: Meli no bailaría con nadie aquella noche, ¡voto a Satanás!

Un celoso es un loco, y un loco sabe ser malicioso y disimulado. Me acerqué a ella bromeando; me profesé arrepentido de mis amenazas, y, cuando el momento me pareció favorable, habiendo ya los reyes ocupado su puesto en el saloncito arreglado ad hoc, la persuadí a que tomase mi brazo y nos escurriésemos hacia un rincón casi solitario, en una galería retirada, al amparo de enorme palmera, sombreadora de un diván muy mullido.

Emprendimos una charla sobre lo que cualquiera adivina, y logré embelesarla un poco, trayéndola a terrenos donde se detenía gustosa. Cuando estábamos en la flor de la reconciliación, halagué su vanidad femenina mostrando admirar el piececito, calzado de raso, la satinada vislumbre rosa sobre la dulce carnosidad que transparentaba la media caladísima. Y, bajándome con rapidez, cuando ella sonreía enseñando el piececín, cogí uno de los zapatos, me lo guardé en el bolsillo antes que pudiese protestar, y con un saludo irónico me alejé.

Desde entonces la estuve contemplando desde los sitios favorables para observar. A la patita coja, con disimulo, había conseguido llegar a sentarse cerca de otras muchachas; pero no bailaba, ¡cómo había de bailar! ¡Era imposible! Sus ojos, al fijarse en mí, suplicaban y maldecían a la vez. Empezaba a susurrarse que algo raro la sucedía… Por último, mucho antes de la hora acostumbrada para retirarse, vi que, a favor de la confusión, desaparecía del brazo de su papá. Saboreando mi triunfo, también me retiré poco después, pensando en lo que la diría al día siguiente, en lo que sería nuestro primer diálogo.

Y al otro día me encontré a un amiguito y hablamos del baile. El amigo estaba zumbón, irónico.

—¿Sabes —me dijo— que he bailado el cotillón anoche con tu adorado tormento, con tu Meli?

Me contuve por no llamarle embustero, y me limité a decir:

—¡Ah! Y eso, ¿cómo ha sido? La he visto retirarse a las once…

—Verás: parece que perdió un zapato; pero se fue a su casa, se calzó, volvió y nunca ha hallado con más entrain. ¿Qué es eso? ¿Te contraría?

No contesté al pronto: el sufrimiento era agudo, y mi impulso, abofetear, herir… Me reprimí, no sé por qué esfuerzo íntimo, y afectando desdén, murmuré:

—¿Contrariarme? ¡Bah!… A Meli, ¿quien la toma por lo serio?

Elección

Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye a lo lejos. Para el labriego, es causa de engreimiento la agria queja del carro; pero esta vez en el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho; la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso perfume de la pradería.

A la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca, negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas faenas campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo separado por un tabique del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su modo: sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su gesto decían a Pilara cuanto le importaba saber. El hijo había salido útil, según el reconocimiento..., y por ende ya era «del rey»; era soldado.

Con un nudo en la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo de «pote». Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía a marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche!

De pronto —aún no pensaban en cantar los gallos— saltó de la celdilla que sirve de cama al campesino mariñán, y encendiendo un «mixto» y la candileja de petróleo, pasó al establo y se dispuso a sacar la yunta. Pilara, sorprendida, medio soñolienta, le siguió. ¿Qué era aquello? ¿Iba a la feria, por fin? Que esperase tan siquiera hasta que ella trajese para los animales otra carga de «herbiña»... Y el labriego, brusco y sombrío, respondió a media habla:

—No es menester... No van con el carro. No llevan más labor que echar una pata delante de otra...

La mujer se quedó como de piedra. No insistió. ¿Para qué? Sobraban explicaciones. Había comprendido. La limitada vida del labriego se compone de hechos de significación indudable. Quien lleva a la feria la yunta sin el carro, va a venderla. A eso iba Telme; a deshacerse de sus hermosos bueyes para librar al mozo.

Pasado el primer instante, como barril de mosto al que le quitan el tapón, se soltó a chorros la aflicción de Pilara. La marcha de los bueyes, para no volver más, era cosa tan dura, que la aldeana sintió un dolor físico en las entrañas; le arrancaban lo mejor de su casa, lo mejor de la parroquia, lo bueno del mundo, ¡En cuatro leguas de «arredor» no había yunta como aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos, de un color rojo brillante como el limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de tanta ley para el trabajo, y tan mansos y amorosos, que un chiquillo de siete años los lindaba!

Verdad que tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido, más sano, más hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra Señora nos ayude, San Antonio nos valga! Pilara sollozaba a gritos, arañándose el atezado rostro.

Telme, entre tanto, en la corraliza, pasaba el «adival» por entre las astas de los bueyes, y rezongaba, rechazando a su desconsolada mujer.

—¡Pues o los bueyes o el mozo! Una de dos.

Echó la aldeana los brazos al buey de la izquierda, el Marelo —el más guapo y forzudo, el que lucía una estrellita blanca en el testuz— y a su manera, torpemente y hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y pestañudos, de la bestia.

La caricia equivalía a una despedida; la madre, lo mismo que el padre, «escogía» al suyo, al hijo; no querían, enviarlo allá, a las islas del demonio, donde la fiebre y la peste chupan a los hombres y el machete los descuartiza. ¡Asús mío! Pero una cosa es «escoger» a quien cumple que se escoja, y otra no tener ley a la yunta, ¡que para no tenérsela, había que ser de palo! Porque, a más de que aquella yunta le ponía la ceniza en la frente a todas las de la Mariña, se ha de mirar de que Pilar y Telme llevaban años quitándose el mendrugo de la boca para dárselo a los bueyes. La corteza de borona, la encaldada de patatas, calabazo y berza, son alimentos que comparten el labrador y el buey; lo que hace encaldada para el animal, hace caldo para el dueño. Si el buey engorda, es que el labrador se priva, mermando su ración. La vanidad, ese tenacísimo sentimiento humano, que nunca pierde sus derechos, también alienta en los labradores. Toda la parroquia envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que Pilara les había colgado de las astas, de suerte que cayese en el remolino central del testuz, un evangelio y dos dientes de ajo encerrados en una bolsa, remedio contra la «envidia», que para el aldeano es una fuerza misteriosa, capaz de maleficiar. Pero, aunque dañina, la envidia es lisonjera. Telme iba por el camino real con sus bueyes, que ni el Papa en su silla. Y ahora..., ni fachenda, ni provecho, ni orgullo, ni labranza; al agua todo. El carro, perpetuamente inmóvil y en la corraliza; las tierras, sin arar; los lucrativos «carretos» de piedra y arena, para otro... No había remedio. ¡La elección estaba hecha!

Así que se alejó Telmo y dejó de oírse el paso acompasado de la yunta, Pilara secó en el dorso de la áspera mano los últimos lagrimones, y, resignadamente, se puso a disponer lo necesario para la cocedura. Con llorar no se calienta el horno ni se amasa la harina.

La aldeana bregó sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y sobaba la masa con las oscuras manos, la congoja iba calmándose. Adiós los bueyes..., pero ya vendría el rapaz. Si buena era la yunta, Andresillo mejor. A forzudo y voluntario, ninguno le ganaba. En un día despabilaba él más obra que en una semana otros. Y ni pinga de vino, ni camorrista, ni amigo de ir de tuna. Ganas tenía de arrendar un lugar y casarse; pero ahora que sus padres se quedaban por él sin la luz de los santos ojos..., ya les ayudaría a juntar para otra pareja. Con lo que tenían guardado en el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos o tres años...

No pasaba de mediodía cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con las manos vacías, enrollado el «adival» alrededor del cuerpo. Esta vez, Pilara preguntó ansiosa: «¿Cuánto? ¿Cuánto?» Telme tardó en responder. Al cabo, mohíno, al ir a sentarse a comer el pote con unto rancio y la «borona» enmohecida —la «bolla» fresca no había salido aún del horno, ni saldría hasta la tarde—, desató la lengua, entre reniegos, porque ya sabía Telme que lo que bajase de cinco mil y pico era regalar la yunta; y en aquella maldita feria no parece sino que se habían juramentado los compradores para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada y «mala idea», porque tan pronto como se los dejó a un chalán desconocido, con acento andaluz, en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dio ventaja al chalán y se los llevó. Pero ¡tenían que ir al arca...! Y pronto, pronto. Que él pediría emprestada la burra a Gorio de Quintás, y a las tres, Dios mediante, había de estar en Marineda, depositando el dinero a cambio del hijo.

Abrieron el arca como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba las manos, gemía bajito, alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza, al volver del revés sobre la artesa el calcetín de lana gorda: los ahorriños de tanto tiempo. Estaban en moneda sonante, en metálico; el labriego no quiere guardar papel. Había duros relucientes del nene, otros oxidados, mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque sabían al dedillo la cantidad recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo necesario en un pañuelo de algodón azul, por no mezclarlo con lo de la venta, que iba casi todo en billetes de a ciento, oculto a raíz de la carne. Hecho esto, salió en demanda de la pollina.

Pilara aguardó, aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre dormía aquella noche en Marineda, para volver con el mozo, temprano. Se acostó al fin. A cosa de la una oyó llamar a voces, y conoció la de Telme. La sangre le dio una vuelta. Saltó en camisa, encendió la candileja, abrió: Telme, con la cara color de difunto, estaba delante de ella. ¡Madre mía de las Angustias! ¿Qué pasaba? ¿Y Andresiño?

—¡Calla! —profirió Telme—. No me hables, que pego fuego a la casa, y te parto los lomos y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos quedado solos, mujer, sin bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria... me metió cuatro billetes falsos!

Y el padre, en vez de realizar sus amenazas de partir los lomos a todo el mundo, se dejó caer al suelo y se arrancó el pelo a puñados, llorando como las mujeres.

En Babilonia

Apenas —empujado por el gentío, aturdido por el vocerío, quebrantado del largo viaje— se vio en la estación, miró alrededor con una curiosidad insaciable, ardiente. ¡Babilonia! Diferente debía de ser allí hasta el aire que se respirase, en el cual flotarían, de seguro, partículas de embriagadora esencia. Tan preocupado y absorto se quedó, que un mozo de la estación tuvo que darle un grito, llamándole a la realidad. Era preciso verificar el salvamento del equipaje, pensar en maletas, sacos y portamantas... Luis se avispó, y diez minutos después rodaba en fiacre, camino del hotel de primer orden.

Las luces y las sombras de la ciudad; esa grandeza misteriosa que adquieren las hiladas de edificios en las horas nocturnas; las masas imponentes de los jardines de arrogante arbolado, entrevistas a derecha e izquierda; el espejear del río, ancho y majestuoso bajo la espaciada diadema de sus regios puentes... Todo habló al alma de Luis, pero distinto lenguaje del que esperaba. Aquello no era la Babilonia diabólica de pérfido atractivo, la Babilonia «inquietante». Esta palabrilla la tenía Luis clavada en el pensamiento. «¡Inquietante!». Los veintiún años de Luis suspiraban por inquietudes, como los sesenta suspiran por la paz...

La pícara suerte había querido que hasta entonces sólo pacíficos mares navegase aquel esquife nuevo, ansioso de tormentas. Entre un abuelo precavido y severísimo y una madre de estrecho criterio y devotas costumbres, Luis, en su rincón de provincia del Sur, vegetaba sanamente, ¡es tan sano vegetar!, criando cuerpo y sangre, atesorando energía juvenil, quedándose algo inocentón, con esa inocencia semifísica que tan presto se evapora. La muerte lo emancipó en un año; aún llevaba corbata negra cuando saltó del tren. Al perder a sus celosos guardianes —primero la madre, después el abuelito—, Luis no pensó más que en estar triste y hallarse sólo y abandonado —soledad y abandono de niño—. Los amigos íntimos, que en la juventud surgen como por arte de magia, le sacaron de sus casillas —honradas y soñolientas casillas, donde encajaba mal un espíritu ávido de vivir—. Pero a la vez era Luis refinado, exigente, de los que a cada goce y a cada sensación preguntan: «¿No hay más en el mundo?». Y en el desate impetuoso de sus pasiones de mancebo, Luis sufrió cierto hastío; a ser poeta, hubiese exclamado: «Quiero cielos de más luz, flores más bellas, perfumes inéditos, alegrías no sentidas antes.»

—Vete a Babilonia —díjole en profana prosa el pintor Darío Dagués, que de Babilonia contaba y no acababa, pues había pasado en la gran capital una quincena.

—Vete a Babilonia —confirmó el literato Silvestre Monares, que jamás había puesto en Babilonia los pies, pero era lector asiduo de los autores quintaesenciados y eróticos de la nueva generación—. Sólo allí se encuentran complicaciones y sutilezas deliciosas. Babilonia es el bosquecillo de la antigua Afrodita, animado por el soplo de una civilización mucho más honda, basada en el cultivo de los nervios.

—Vete a Babilonia —opinó también la calamidad de Paco Espuela, igual a Silvestre en lo de conocer a Babilonia de nombre, pero que tenía arrendada una amigota babilónica, y, reventando de vanidad, no se trocara por el Gran Turco—. Aquéllas son mujeres. Y te saltan bajo los pies, lo mismo que las liebres en tu coto. Anda, hijo, ¿para qué quieres las pesetas que hicieron la tontería de dejarte?

Y Luis cerró el baúl y partió —con su Babilonia dentro—. Era una ciudad dorada a fuego, esmaltada de policromos esmaltes. En sus jardines, los cálices exhalaban deleitoso y ponzoñoso aroma, que adormecía como el beleño, o exaltaba como el vino secular encontrado en las ánforas pompeyanas y calcinado por los volcanes. Sus habitantes, epicúreos, coronados de rosas, o vencedores ceñidos de laurel, no se parecían a los demás hombres: vibraban y libaban, con perversidades finas y novelescas, el jugo de una existencia inimitable. Renacían en cada esquina los personajes de la depravación histórica, revestidos de su aureola de misterio que turba el corazón: Marco Antonio con sus orgías, César con sus promiscuidades, Heliogábalo con sus insaciables ansias, los Borgias con sus satanismos y, sobre todo, una sarta de Evas, perlas negras, rosadas o blancas —derretidoras de médula, calcinadoras de huesos, sorbedoras de sangre, bebedoras de alma—, emboscadas y acechando,

como entre flor y flor sierpe escondida...

Y Luis, temblando de ilusión, abría los brazos y llamaba a la serpiente, anhelando sentir sus elásticas y frías roscas alrededor del cuello.

Ya rodaba hacia el hotel. Ya se lavaba y atusaba en la habitación pulcra y silenciosa que le destinaron. Ya bajaba para echarse inmediatamente a la calle. No eran más que las once de la noche. Debía de empezar entonces la fiebre orgiástica de Babilonia.

¿Empezar? Sin duda, sería más tarde... Porque ahora estaba todo cerrado, todo apagado, todo recogido; luz de dos o tres aisladas ventanas; en las anchas plazas y avenidas el rodar, que parece más lento, como fatigado, de los últimos coches, y el rápido, casi fantástico, cruzar de automóviles invisibles delatados por su gran pupila de cíclope, de intenso rubí... Hasta las dos de la madrugada vagó el viajero por las calles de Babilonia durmiente, esperando que despertase rugiendo como una tigresa bacanal, y observando, al contrario, su respiración a cada momento más calmada y tranquila. Sólo en algún café, en dos o tres a lo sumo, notó cierta excitación... Allí se cenaba. Una mujer muy pintada, cargada de joyas, se bajó de una berlinita y entró provocativa, resuelta... Extrañaba y desentonaba aquella hembra trasnochadora. Era una nota estridente en medio de un acorde suave, «pianísimo».

Luis no pudo conciliar el sueño. ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde encontrar a Babilonia? Al otro día madrugó y comprobó que Babilonia madrugaba también, sacudiendo sin pereza sus velos de rosada neblina. Un ejército de trabajadores barría, limpiaba, fregaba, frotaba. Los vidrios eran diáfanos, los metales relucían. Luis encontró mujeres bonitas. Iban en pelo o cubrían sus cabellos gorrilla blanca. Llevaban al brazo cajas, paquetes. Y sus caras, ya lavadas, frescas del chapuzón, se volvían indiferentes ante la ojeada del viajero. Se apresuraban en demanda del pan cuotidiano...

Al recogerse al hotel, Luis oyó ruido en la habitación contigua, de la cual le separaban delgado tabique y una puerta cerrada con doble vuelta de llave. «Tenemos vecindad...». Y ese pueril interés por lo que la casualidad nos pone cerca —peculiar de los viajeros inexperimentados, que a cada instante esperan la aventura— se despertó en el mozo. Escuchó involuntariamente y se estremeció. «Enamorados..., una pareja...». Lo que sonaba en los oídos de Luis era una voz femenil, de una entonación apasionada que recorría toda la escala del sentimiento. Requiebros entrecortados, ternezas hondas, arrobos casi místicos, arrulladoras monerías, balbucear confuso, velado; gorjear como de ave que anidará pronto..., y algo de salvaje vehemencia dolorosa en ciertas exclamaciones, en ciertos momentos que a Luis le parecían interminables. ¡Allí aparecía Babilonia al fin! ¡Babilonia y sus Evas, diferentes de las del resto del mundo, iniciadoras en los supremos misterios!

Ya percibía Luis la anhelada inquietud. Apenas dormía. La comida —la ponderada cocina babilónica— le era indiferente. Daría algo bueno por ver a aquella mujer..., y sin resultado lo intentó, bajando al salón de lectura, rondando el comedor, apostándose en la escalera. Vio entrar en el cuarto de la desconocida a un mozo cargado con bandejas de servicios distintos —café, almuerzos, cerveza— y perdió las esperanzas; la pareja se hacía servir en su habitación... Sin duda era un refinamiento, por no malgastar minutos, pues la voz mágica, vibrante o sorda, seguía penetrando por el tabique y tenía acentos misteriosos de tristeza y efusiones de locura, y arranques de delirio; y no era sólo la voz, era el prolongado estallido de la caricia lo que traspasaba la madera. Luis empezaba a sufrir, a envidiar y a retorcerse.

«Él —pensaba con ese alarde de desprecio característico del celoso— debe de ser un idiota. Se deja querer, se deja halagar y no responde. ¡Necio! ¡Para él no se hicieron las ansias del ideal!».

Ya trastornado, Luis intentó la indiscreción de mirar por la cerradura. Halló un papelito, enrollado, que la tapaba. Arrancó el papel, pero nada vio. Sin duda, por exceso de precaución, habían colgado ropa o una cortina delante de la puerta. Estuvo a pique de cometer una barbaridad, de fingir que se equivocaba y entrar de rondón en el cuarto... Y al fin se le ocurrió lo más sencillo... Algo muy vulgar, ¡pero infalible! Dio cinco monedas de plata al camarero y le preguntó:

—¿Quiénes son esos enamorados vecinos míos? ¿Me lo podría usted decir?

—¿Enamorados? —contestó el camarero con asombro—. Ahí no hay más que una señora bien desgraciada, con un niño enfermo y mudo a causa de la enfermedad. Le trajo aquí para consultarle. Ayer le llevó a casa del doctor..., y parece que no hay curación posible. La pobre señora da pena... Está loca de sentimiento. Ya se sabe: ¡las mamás!...

Y ésta fue la aventura de Luis en la inquietante Babilonia.

En Coche-cama

A pesar de lo que voy a referir, mi amigo Braulio Romero es hombre que tiene demostrado su valor. Ha dado de él pruebas reiteradas y públicas, no solo en varios y serios lances, que le acarreó su puesto de gerente de un periódico agresivo, sino en la campaña de Cuba, en que anduvo como corresponsal siendo muy joven. Y, sin embargo, lo que me refirió una tarde que paseábamos por el umbroso parque de un balneario, ya lleno de soledad y de hojas secas de plátano, aplastadas sobre la arena —porque esto pasaba muy entrado el otoño—, es de esos casos de insuperable miedo, que aniquilan momentáneamente la voluntad y hasta cohíben la inteligencia, por clara que nos la haya dado Dios. Y Romero la tenía despierta y brillante, y, según queda dicho, el corazón bien colgado, sin sombra de apocamiento. Pero las circunstancias disponen…

—Hay una hora en que nadie deja de sentir el frío del terror —repetía él, como si quisiese excusarse, más ante sí mismo que ante mí—. ¡Y el terror es cosa muy mala! Bajo su influjo, parece que se trastornan y confunden todas las nociones de lo real. Un peligro es un peligro, y conociendo su extensión, lo arrostramos con el alma serena; el terror, en cambio, cuando no se razona, nos echa a pique. Y lo peor no es que nos quite la facultad de discurrir y de luchar; lo peor es que nos hace dudar de nosotros mismos para toda la vida. Desde aquel lance, yo he perdido la fe que tenía en un individuo para mí antes muy interesante, que se llama Braulio Romero, y a quien ya considero un fantoche…

Decía esto Romero en tono que quería ser festivo y no lo conseguía; y, a la luz del sol, moribundo, veía yo en su cara enjuta y gris, que rayaba de negror el bigote teñido (debilidad también esto del tinte, en que muchos incurren), huellas hondas de fatiga orgánica, de padecimientos físicos y decadencias morales positivas. Creció mi deseo de saber a qué suceso se debía el bajón (tristísima palabra) de aquel luchador incansable.

—Fue —refirió al fin— una historia de sleeping, y es la primera vez que la cuento tal cual ocurrió, es decir, tal cual ocurrió dentro de mí; lo externo del caso apenas es nada, y, además, apenas se enteró nadie. Y crea usted que yo tampoco me hubiese debido enterar; es decir, que no debí darle al asunto más importancia de la de un episodio de viaje, desagradable, sí, pero que a los tres días se olvida completamente.


* * *


Volvía yo una de tantas veces de París a Madrid. Instalado en mi cabine, después de haber cenado muy medianamente, entre sacudidas del tren, en el restaurante, dedicábame a fumar con sosiego una panetela, y (los menores detalles se imprimen en la memoria cuando van a suceder cosas impresionantes) recuerdo que me encontré sin fósforos, y llamé al contrôleur para que me los diese. Por más que apreté el timbre, no contestó; sin duda, a su turno se había ido a comer.

Era la estación en que apenas se viaja, y el tren, aunque no vacío, no llevaba exceso de gente. Lo noté porque, queriendo pedir una cerilla a algún compañero de viaje, observé que eran pocos, y señoras y niños, que no podrían concederme tan insignificante favor. De pronto, y sin que me diese cuenta de cómo había aparecido, vi a un hombre muy alto, enfundado en un abrigo semejante a los que se usan para automóvil, y calada una gorra a cuarterones y cuadros, de traza británica. No se distinguían sus facciones: sus ojos, ardientes y fijos, destellaban bajo la visera.

Llenando con su corpulencia el estrecho pasillo, el hombre se dirigía hacia mi cabine, como si fuese a entrar. No sé por qué, instintivamente, me coloqué ante la puerta. En viaje se defiende la independencia como se puede. Pero no me valió. Con un pardon entre irónico y resuelto, el viajero se coló y se sentó, dejando sobre la banqueta un saco de cuero, crujiente, que parecía acabado de estrenar. Lo abrió despacio y sacó de él un revólver de níquel, chiquito. Pareció examinarlo con atención, y al cabo, lentamente, lo deslizó en el bolsillo del abrigo, y cerró el saco.

En el mismo instante pasó el contrôleur, y le pregunté, con un comienzo de ansiedad:

—Este señor, ¿tiene el otro asiento de mi cabine?

—Sí, señor —contestó—. Lo tiene.

—¿Y cómo es —insistí— que no le he visto en todo el camino hasta este momento?

—Yo creo —murmuró el empleado en el mismo tono confidencial— que se habrá subido en alguna estación y habrá ido derecho al restaurante, en la segunda tanda. Como el señor comió en la primera, por eso no le vio.

Era la explicación satisfactoria, los hechos vulgares, y con todo eso, no pude disipar la sombra que había proyectado en mí la aparición del viajero alto, cuya compañía estaba condenado a sufrir toda la noche. ¿Ha oído usted hablar de una cosa que se llama el shock psíquico? No sé cómo traducirlo al lenguaje común; pero diré que lo experimenté en aquel instante; que se me desquició el alma. Y, vencido antes de combatir, supliqué al contrôleur, sin decidirme a descubrir mi vergüenza:

—¿No me puede usted mudar de cabine? ¿No habrá una en que pueda ir solo yo?

—Ahora no, señor —contestó aquel hombre, deseoso de complacer, en espera de una propina—. A menos que alguno se quedase en el camino… Estaré a la mira…

Abochornado, murmuré:

—Bueno; es igual… Un capricho… No tengo empeño…

Parecíame que la mirada del modesto empleado se fijaba irónica en mí. Y no era cierto; lo que sucedía es que yo, seguro ya de mi derrota, creía leerla en la cara de los demás. A no ser por esta aprensión, realizaría lo que se me estaba pasando por la cabeza: no entrar en la cabine; sentarme en la banqueta del pasillo…

Al fin, vacilando, opté por entrar en el recinto estrecho y enjaularme con el hombre desconocido, mudo como una esfinge, groseramente calada la gorra, sombrío, amenazador…

Amenazador, ¿por qué? Me dirigí esta pregunta reaccionando un poco, tratando de recobrar el equilibrio. ¿De qué índole la amenaza? Aquel individuo, no había razón para creer que fuese un loco; y no podía ser mi enemigo, ya que ni me conocía. ¿Un ladrón? Al proponerme la hipótesis, me rezumó el sudor frío de los terrores, no ya indefinidos, sino categóricos. En mi maletilla llevaba yo joyas de alto precio: los solitarios y el colgante de brillantes y esmeraldas que nuestro amigo el marqués de R… enviaba a su sobrina como regalo de boda. Sobre cien mil francos habían costado ambas alhajas, en una elegante joyería de la calle de la Paz. Pero ¿por dónde iba a estar enterado aquel viajero silencioso de tal circunstancia? Era de suponer, para él, que mi maleta solo contenía utensilios de plata inglesa, ropa blanca, las zapatillas… Y, no obstante, juraría que el taciturno miraba a la maleta de soslayo…

Había que decidirse. El desconocido acababa de mandar secamente al contrôleur, en un francés que sonaba a inglés, que le preparase la cama. Hechas las dos de la cabine, ocupé la mía. El viajero ya se había agazapado en la de arriba, vestido y calzado. Yo, sin desnudarme tampoco, colgando únicamente mi abrigo y mi sombrero en la percha, me extendí, cerrando antes, con mano temblona, la puerta que nos aislaba, y quedándome a solas con el peligro.

¿Qué peligro? Eso era lo peor: lo ignoraba del todo. A medida que pasaban lentas las horas, ritmadas por el traqueteo del tren, en la oscuridad, pues el viajero había cubierto la luz, me daba a imaginar que tal peligro no existía; que todo era una travesura de mi imaginación… Aquel hombre que dormía encima de mí, cuyo peso parecía agobiarme, aunque ni le oía respirar, ¿quién era? Otro como yo, un señor cualquiera, retraído, callado, que iba buenamente a donde le daba la gana, sin meterse conmigo ni con nadie… Había sacado un revólver un instante. ¿Y quién no lleva revólver consigo? Yo no lo llevaba en esta ocasión; pero generalmente, sí. Era ridículo, era del género bobo, impresionarse de tal suerte…, porque yo me oía el golpeteo del corazón, cosa ignominiosa… A cada instante me incorporaba, procurando no hacer ruido, para observar… Y no observaba cosa alguna: silencio absoluto… Por momentos dudaba de qué tal compañero existiese, pues no daba ni una vuelta: como si hubiesen acostado allí a un muerto… ¿Y si, en efecto, la muerte, callada…?

Es sabido que los terrores de la noche se calman al amanecer. Como yo en toda ella no hubiese conciliado el sueño ni un segundo, al clarear los cristales me acometió un sopor. Caí como en negro pozo de olvido. No sé cuánto duraría el letargo, desquite de la naturaleza exhausta. Al abrir los ojos, tardé en darme cuenta de lo pasado. De súbito, recordé, miré hacia arriba… Vacío el estrecho camastro. Allí no había nadie. ¿Mi maleta? En su sitio… ¡Hasta Madrid, que la abrí, no supe que faltaba de ella el regalo de boda del marqués de R…!

—¿De modo que era un ladrón? —pregunté.

—¡Bah! —respondió Romero—. Sí, era un ladrón. Pero si me roba de otro modo y en otro sitio, aunque no soy un ricacho, todo se reduciría a aprontar veinte mil duros… Paciencia. No; lo que me robó aquel hombre era de más valía: la confianza en mí mismo; las mejores prendas de mi ánimo… Me robó el espíritu. ¡Eso sí que no tiene arreglo!

Calló tristemente, y yo, después de un instante, interrogué con intención:

—¿Se había usted… divertido mucho… en París antes de ese viaje?

Comprendió, y repuso, moviendo la cabeza:

—Puede ser, puede ser…

En el Nombre del Padre...

A principios de este mismo siglo, que ya se acerca a su fin, algo después que echamos al invasor con cajas destempladas, y un poco antes que se afianzase, a costa de mucha sangre y disturbios, el hoy desacreditado sistema constitucional, había en la entonces pacífica Marineda cierto tenducho de zapatero, muy concurrido de lechuguinos y oficialidad, por razones que el lector malicioso no tendrá el trabajo de sospechar, pues se las diremos inmediatamente...

Llamábase el maestro de obra prima Santiago Elviña, y sería la más gentil persona del mundo si no adoleciese de dos o tres faltillas que, sin desgraciarle del todo, un tantico le afeaban. Eran sus ojos expresivos y rasgados; pero en el uno, por desdicha, tenía una nube espesa y blanca que le impedía ver; y su tez fuera de raso, a no haberla puesto como una espumadera las viruelas infames. El cabello (que en sus niñeces es fama lo poseyó Santiago muy crespo y gracioso) había volado, quedando sólo un cerquillo muy semejante al que luce San Pedro en los retablos de iglesia. Y aun con todas estas malas partes ostentaría el zapatero presencia muy gallarda, a no habérsele quedado la pierna izquierda obra de una pulgada más corta que la derecha y estar el pie correspondiente a la pata encogida algo metido hacia adentro y zopo. Hasta se asegura que de este defecto se originó la vocación zapateril de Santiago, puesto que necesitaba calzado especial, con doble suela de corcho, y por deseo de calzarse bien dio en aprender a calzar a los demás con igual perfección y maestría.

Porque, eso sí, de las manos y de los brazos no solamente no era zopo Santiago, sino tan listo y bien dispuesto, que no había forma que se le resistiese ni labor que no sacase acabada y primorosa. Así contorneaba el menudo chapín de tabinete negro que lucía en Semana Santa la mujer del comandante de armas o la sobrina del deán, como batía la fuerte suela de las recias botas de soldados y marineros. Daba gusto ver un par de calzados en el instante crítico en que Elviña, extrayéndolo de la hormaza, lo alineaba juntándole las punteras, y, echándose hacia atrás, se recreaba en contemplar el brillo charolado, la limpieza de los puntos, la pulcritud del encerado reborde de la suela y, en fin, todos los detalles que hermosean una obra maestra de zapatería.

Pero no le sacasen de su oficio al buen Santiago; fuera de la habilidad pedrestre no se buscase en él otro mérito ni señal de agudeza, discreción, ingenio, oportunidad o donaire. Había nacido llano de entendimiento, pobre de espíritu, crédulo en demasía, más que por necedad y simpleza, por candidez y bondad de corazón; era su confianza en el género humano tan extremada, que, si teniendo manos de oro para su oficio no estaba ya rico, había que atribuirlo a los infinitos pufos y chascos que le costaba su ingenuidad inverosímil; y sería cuento de nunca acabar citar nombres de personas descaradas que andaban por Marineda, calzadas de balde a cuenta del seráfico Elviña. Y es lo bueno que, si alguien le daba matraca sobre el asunto, respondía moviendo la cabeza (pues era, aunque tan infeliz, unas miajas terco y tozudo):

—Pues si me debe los escarpines peor para él. En el otro mundo tendrá que pagármelos con réditos. Sobre su alma van. A no ser que el infeliz no tenga; que entonces... Al que no tiene, el rey le hace libre. Allá arriba hay quien lleve cuentas... ¡y bien justas!

Con su cutis de criba, su nube en el ojo, su cabeza pelada y su pata coja, Santiago consiguió la dicha de encontrar una esposa no solo ejemplar, sino de harto buen palmito y más que medianas entendederas comerciales. Bajo su dirección prosperó la casa, creció el modestísimo peculio, hubo aseo en la tienda, y en el hogar, paz y abundancia. La zapatera discernía de parroquianos, dirigía la venta y entrega del género y precavía las inocentadas del marido, cobrando a toca teja. Convencida de la edad moral de su esposo, se había erigido en su protectora y solía decir:

—¡Qué sería sin mí de este «pobriño»!

La dura suerte quiso que pronto conociese Santiago cuánto perdía al faltarle el numen tutelar... Murió la esposa dando a luz una niña..., y Santiago quedó solo y con el quebradero de cabeza de sacar adelante a la rapaza.

Ésta —que se llamaba Margarita— se crió de milagro; el padre la alimentó con vasitos de leche y sopas, ayudado de las vecinas compasivas, que eran todas en aquel barrio del Jardín, y jugando con recortes de suela, retazos de cordobán, leznas y martillos, la muchacha creció; fue espigando, formándose, engruesando, echando carnes y lozaneando lo mismo que albahaca en tiesto o rosa en rosal. Si entonces se conociesen el poema de Goethe y la ópera de Gounod, no faltaría quien encontrase poética semejanza entre la amante de Fausto y la no menos humilde Margarita zapateril, porque ésta tenía como aquélla el pelo rubio lo mismo que el oro, el aire modesto y jovial a la vez. No era delgada ni pálida, sino fresca y mórbida, como suelen ser las hijas de Marineda; fina pelusa suavizaba su tez; sangre juvenil y pura coloreaba sus mejillas, y sus ojos verdosos y límpidos eran como dos «pocitas» de agua de mar en que se refleja el cielo.

¿Vas comprendiendo, sagaz lector, por qué estaba tan concurrida de oficiales y lechuguinos la tienda del buen Santiago Elviña?

Al llegar a la edad en que la niña se transformaba en apetecible mujer, Margarita había descubierto, sola y sin ayuda ni consejo de nadie, el secreto de realzar la belleza con inocentes y baratos artificios, como el artístico peinado, la flor en el corpiño, el zapato bien hecho (tenía la fábrica en casa), el vestido de pobrísimo «guingán» o «zaraza», cortado con gracia y adornado... por la hermosura de quien lo vestía. Sin más arte ni más dispendios, Margarita era un sol, y casi me parece ocioso advertir que su padre la contemplaba, a hurtadillas, con pueril orgullo.

Y verán ustedes la composición de lugar que hizo para sí el zapatero: «Todos dicen que mi hija es muy bonita y muy preciosa. ¡Vaya si lo es! No dicen sino la verdad. Aún se quedan cortos, porque vale más que lo que piensan; como que reúne a esa belleza física otra cosa preferible: el genio de una santa y mucha alegría y mucho despejo, e igual disposición que su difunta madre para el gobierno y arreglo de la casa y el manejo de los cuartos. Como al mismo tiempo es tan buena y tan religiosa, ya sé yo que no tendrá un mal pensamiento ni una acción liviana. Reunida su fama de hermosa a su fama de honesta, no será ningún milagro que se prende de ella un señorito..., y si no un señorito, por lo menos un artesano acomodado, como Nicéforo el ebanista, que tantas vueltas anda dando alrededor de mi tienda. El que se enamore de ella, ¿qué ha de hacer sino venir inmediatamente a pegar conmigo y decirme: "Señor Santiago, yo quiero a Margarita, y esto, y esto, y lo otro?" Y yo ¿qué he de contestar? "En siendo ella gustosa..., esto y aquello, y lo de más allá". Y a la iglesia..., y al año, nietos».

Muy orondo vivía con semejantes esperanzas Santiago Elviña. Nunca había tenido tanta ni tan lúcida parroquia. Toda la oficialidad de la guarnición puede decirse que se surtía allí, en términos que fue preciso tomar aprendices y velar muchas noches hasta las doce y la una. Los militares pagaban al contado, no regateaban nunca; alababan el género y, por añadidura, decían a Margarita cosas de miel. Santiago estaba prendado de tal clientela.

Uno de los mejores clientes era francés, y se llamaba Armando Deslauriers, maestro de armas del regimiento de Borbón. Tenía este tal muy arrogante muslo y pierna, y gustaba de realzarla cuando salía a caballo por las tardes, con ciertas botas de montar de arrugado charol, que, según decía, nadie sabía hacer en España sino Santiago. No era la bien trazada pierna el único atractivo que realzaba al profesor de esgrima; podía envanecerse y alabarse de unos bigotes castaños, lustrosos de cosmético, un cuerpo ágil y estatuario, que el diario ejercicio del florete volvía más airoso, y, en el ramo de indumentaria, preciarse de una colección de látigos con puño de plata, calzones de punto, corbatas flotantes y dijes de reloj en extremo caprichosos, todo lo cual hacia a Armando Deslauriers muy peligroso para el mujerío marinedino de cualquier estado y condición: señoras y artesanas, dueñas, casadas y doncellas. Hay que añadir que la profesión de Deslauriers infundía cierto terror a padres, maridos, hermanos y novios.

Como íbamos diciendo, el guapetón maestro de armas dio en aficionarse a las botas que fabricaba Elviña, y no pasaba momento sin que viniese a indicar alguna reforma o mejora en las que poseía o a examinar cómo marchaban las que el zapatero tenía en obra. Ya era un pespunte más apretado, ya un forro media pulgada más alto, ya la borla que se había estropeado y hacía falta una nueva... Cada episodio de este género daba pretexto a Deslauriers para divertir largos ratos en la zapatería, sentado sobre una silla medio desvencijada, charlando y refiriendo, con labia y acento francés, si bien en muy inteligible castellano, anécdotas de la guerra, cuentos chistosos, que hacían reír de bonísima gana a Elviña...

De pronto, pareció como si Deslauriers les hubiese perdido todo el cariño a sus botas de montar. Corrieron días, días y días..., y ni asomó por la tienda. Santiago no paró la atención en tal fenómeno, porque otro gravísimo para él le absorbía y preocupaba. Margarita estaba enferma, muy enferma.

¿Y de qué? ¡Vaya usted a averiguarlo! ¡Vaya usted a saber por qué una mocita de dieciséis o diecisiete adelgaza, rehúsa la comida, se vuelve más amarilla que un limón, tiene siempre ojos de llorar y cara de morir, se encierra en su cuarto y se pasa el día echada sobre la cama o sentada en un rincón oscuro, caídos los brazos, caída la cabeza, sin responder cuando le hablan y sin decir, por más que la acosen y pregunten, ni qué le duele, ni el origen de su mal!

Así razonaba Santiago Elviña y así contestaba a las vecinas que, en distintos tonos, preguntaban noticias de la muchacha o comentaban su retraimiento... Un día, casualmente, fue el zapatero a confiar sus pesares a la madre del ebanista Nicéforo, aquel pretendiente asiduo de Margarita, que un año antes le rondaba la calle sin descanso. La comadre callaba, rascábase el moño con las agujas de hacer media. Por último, respondió a las lamentaciones de Elviña, pero con palabras truncadas y reticentes.

—Y usted qué quiere, señor Santiago... Las muchachas que son... así... piensan que el mundo es ancho y que no hay más que divertirse y campar... Les gustan los señoritos de bigote retorcido, los que gastan espuelas y trotan a desempedrar la calle... Desprecian a los artesanos honrados, a los hombres de bien, que las pretenden para casarse y hacerlas reinas de su casita... y se van con esos tunantes que están hartos de burlarse de todas... ¡Ya se ve!... Luego, las chicas se tiran de las orejas, ¡y las orejas no les sangran!

Digna era la cara de Santiago, en aquel momento, del pincel de un gran artista. Creo que hasta el ojo tuerto despedía chispas y lumbres.

—¡Señora Clara! ¡Señora Clara! —tartamudeó..., y de pronto, recobrando habla expedita y el uso de sus potencias, gritó con tal fuerza que se asustó a sí propio—: ¡Embustera! ¡Embustera!

—¡Embustero usted! —replicó la mujer, furiosa, levantándose como una sierpe—. ¿Nos querrá dar la papilla de que no sabe la verdad? A los tontos con eso..., que aquí no nos chupamos el dedo, señor Santiago. ¡Y ya que habla tan gordo..., ha de oír! He de decir que estamos hartas las madres de familia del mal ejemplo de su hija y de verla escandalizando el barrio con el demontre del franchute allá por los bancos del Jardín a las doce de la noche. ¡Valiente «cara lavada»! Aquellos paseos, ¿en qué quería que acabasen? Vaya preparando —añadió con ironía sangrienta— pañalitos para lo que salga... De aquí a siete años, aprendiz nuevo en la zapatería...

Santiago no contestó. Afonía completa. Su garganta no podía formar sonidos. De pronto se llevó las manos a las sienes y partió corriendo, con toda la rapidez que consentía el pie lisiado. Entró en su casa lo mismo que un obús, y subió derecho al cuarto de Margarita...

Se ignora lo que hablaron hija y padre, aun cuando puede deducirse de los consiguientes sucesos. Cosa de una hora después de la conferencia, Santiago se puso camisa limpia, sacó del fondo del arca la ropa dominguera, se calzó un par de botas nuevas chillonas y, metiendo mucho ruido con suela y tacones, se dirigió desde su morada al cuartel de Borbón, situado detrás del Jardín. Preguntó por el maestro de armas «señor Delorié» y le hicieron pasar a un cuarto, donde el francés bebía y fumaba en compañía de varios oficiales.

Al pronto nada vio el ofendido padre, tal era de espeso el humo de tabaco allí; pero no tardó en columbrar, al través de la niebla, a su ofensor, que se adelantaba copa en mano.

—Hola, señor Elviña... Qué agradable sorpresa, señor Elviña... Usted por aquí... ¡Qué honor tan grande!... Siéntese y acepte un sorbito de ron.

Aquella acogida dejó suspenso al zapatero. Conoció que solo ver el rostro del francés le hacía temblar de ira, y que otra vez le era «imposible» hablar. Maquinalmente aceptó la copa de ron, y maquinalmente se la echó al coleto... Los hombres sobrios disponen de un recurso más que los intemperantes. El ron soltó inmediatamente la lengua de Elviña.

—Tengo que decirle a usted... —pronunció en tono categórico—; pero aquí, no; ha de ser a solas.

—¡Oh! ¡A solas nada menos! —contestó el francés remedándole—. ¡Y para qué, señor! Todos saben aquí el objeto de su venida. ¡Nadie ignora que yo he «derogado» diciendo cuatro chicoleos a la señorita Margarita..., y usted y ella pensaban de tenerme cautivo! Y, a propósito, ¿cómo está? ¿Siempre tan jolie? Preséntele usted mis cumplimientos...

Santiago se sintió temblar nuevamente. Sus dientes castañetearon..., ¡y no era de terror!...

—Otra copa de ron —contestó, alargando la mano.

Los oficiales se agruparon ya en torno de él, celebrando con risotas y bromas la escena. Elviña apuró el licor, y sintió que le encendía las entrañas.

—Ya que no quiere usted hablar a solas, hablaré delante de todos. Me es igual. No ha de ser más negro el cuervo que las alas. Vengo a que se case usted con mi hija en el término de veinticuatro horas. Si dentro de veinticuatro horas no se ha casado usted, le mato como a un perro.

Redobló la algazara, y Deslauriers hizo una cortesía irónica.

—Señor Elviña, muy agradecido al honor que usted me dispensa pidiéndome mi blanca mano para su preciosa hija... ¡Y yo sería su marido con la mayor satisfacción!... Pero tengo hecho un voto... ¿no se dice así?, de castidad...; ¡vamos!, de permanecer doncello.

Aquí las risas de los circunstantes fue tan ruidosa, que hizo retemblar los sucios cristales de la estancia. Santiago calló, apretó los dientes, cogió la botella de ron, llenó otra copa, bebió otro sorbo, y de improviso, sin chistar, alzando la diestra, se arrojó sobre el maestro de armas... Diez o doce brazos se interpusieron entre él y Deslauriers, no tan a tiempo que la mano del zapatero no hubiese rozado ya ligeramente la sien de su enemigo. Al verse sujeto, por reacción impensada y súbita, el zapatero... ¡se echó a llorar, a llorar perdidamente! Y el maestro de armas, que había contraído las cejas cuando se viera amenazado de un bofetón, al oír los sollozos del padre se aproximó a él, no sin dirigir antes expresivo guiño a los oficiales que le cercaban.

—¡Oh! ¡Señor Elviña! ¡Oh! Usted me ha ofendido gravemente... Usted me ha levantado la mano... Esto es muy serio, ¡ah!, entre gentilhombres... Sean testigos, señores, de la ofensa. ¡El señor Elviña me debe una reparación! Una reparación en el terreno del honor... ¡Ah!

—¿Oye usted, Elviña? ¡Que le debe usted una reparación al señor Deslauriers!

—¿Reparación? —balbució el zapatero sin comprender, con voz mojada en lágrimas.

—Sí... Que tiene usted que batirse.

—¿Batirnos? —contestó el padre—. ¡Claro que nos batiremos! ¡Había de quedar así! Ahora, sin tardanza... Salga usted ahí fuera... porque aquí me sujetan todos.

—¡Oh! No lo entendemos lo mismo, señor Elviña... No ha de ser una cachetina vulgar, sino un lance como entre caballeros. El honor lo exige.

—¿Y no me sujetarán los brazos? ¿No se meterán en medio estos señores? —gimió el mísero.

—¡Sujetar los brazos! ¡Cómo se entiende! ¿No le digo que se trata de un lance de honor?

—Pues corriente... ¡Vamos allá! De cualquier modo...

—No, no; ahora no; no conoce usted las leyes de la cortesía, señor Santiago... Los lances son de madrugada siempre... Mañana por la mañanita en el Jardín... Estos señores serán padrinos... A las seis le aguardamos. Soy el ofendido y escojo el sable.

—¿Me dan ustedes palabra de no sujetarme? —repitió con desconfianza, asombrosa en él, Santiago Elviña.

Le aseguraron que al día siguiente nadie se colocaría ente él y Deslauriers...

—¡Pues hasta mañana!

—Verán ustedes que bonne farce —dijo el francés cuando el pobre diablo hubo salido—. Cet animal-là no ha visto un sable. Le daré una paliza para que no vuelva a molestarnos..., y luego le traeremos aquí y le emborracharemos con ron..., y le haremos bailar. A fin de que la broma sea completa y que vean que no quiero abusar de su bobería, como él es tuerto yo me vendaré un ojo... Nous allons rire!

* * *

Dígase la verdad aunque redunde en mengua del heroísmo del zapatero: durmió bien poco aquella noche. A las cinco en punto entraba en la capilla de la Angustia a oír misa de alba. Oyóla con devoción; rezó varias Salves y, al salir, la casualidad, o un instinto difícil de explicar, le movió a fijar la mirada en el relieve que campeaba en el frontón de la portadita. Era la Virgen con su hijo muerto en brazos, advocación que se conoce por la Angustia. Santiago recordó a Margarita, a quien había dejado entregada al sueño..., y el único ojo válido se le nubló, con lo cual pudo decirse que no veía.

«Debí beber un trago de ron para tener ánimos», pensaba mientras se dirigía al Jardín.

Ya le esperaban en él Deslauriers y el grupo de oficiales, que al verle llegar, cambiaron codazos y sonrisas. El zapatero, cerrando los puños, iba a embestir contra el espadachín... Los fingidos padrinos le detuvieron. ¡No sabía él el ceremonial de un lance de honor! Pues iban a explicárselo punto por punto... El sable se coge así, se juega asá...

Santiago esperó resignado, abatido, y empezaron los requisitos burlescos. Hubo reparto de sol, cotejo y examen de armas, medición de terreno, todo con gran aparato; luego fue vendado Deslauriers, para que igualasen las condiciones... Despojóse Santiago de la chaqueta; Armando, de la casaca; agarró cada cual su chafarote, y se oyó una voz que decía:

—Atención a la señal.

Los curiosos aguardaban, muertos de risa, el duelo de un maestro de esgrima con un zapatero cojo, que nunca empuñara un arma. Deslauriers, gallardo, risueño en elegante posición de consumado duelista, tenía apoyada contra el suelo la punta del sable...

—¡En guardia! —volvió a gritar el padrino...

Lo mismo fue oírle Elviña que persignarse, exclamando en alta voz:

—En nombre del Padre y del Hijo...

Y correr blandiendo el sable, antes que su enemigo, cubierto un ojo por la venda, pudiese hacerse cargo del inesperado movimiento. Al decir «y del Espíritu Santo», ya la hoja había pasado a través del cuerpo del seductor, que vacilaba un momento, tambaleándose y, abriendo los brazos, caía desplomado a tierra... Un golfo de sangre salía de la herida, formando alrededor del cadáver una especie de laguna roja.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 11, 1891.

En el Presidio

El hombre era como un susto de feo, y con esa fealdad siniestra que escribe sobre el semblante lo sombrío del corazón. Cuadrado el rostro y marcada de viruelas la piel, sus ojos, pequeños, sepultados en las órbitas, despedían cortas chispas de ferocidad. La boca era bestial; la nariz, chata y aplastada en su arranque. De las orejas y de las manos mucho tendrían que contar los señores que se dedican a estudios criminológicos. Hablarían del asa y del lóbulo, de los repliegues y de las concavidades, de la forma del pulgar y de la magnitud, verdaderamente alarmante, de aquellas extremidades velludas, cuyos nudillos semejaban, cada uno, una seca nuez. Dirían, por remate, que los brazos eran más largos de lo que correspondía a la estatura. En fin, dibujarían el tipo del criminal nato, que sin duda era el presidiario a quien veíamos tejer con tal cachaza hilos de paja de colores, que destinaba a una petaca, labor inútil y primorosa, impropia de aquellas garras de gorila.

El director del penal, que me acompañaba, me llevó a su despacho con objeto de referirme la historia del individuo.

—¡Un crimen del género espeluznante! Lo que suele admirarme en casos como el de este Juanote, que así le llamaban en su pueblo, es eso de que toda una familia se ponga de acuerdo para cometer algo tan enorme y no la arredre consideración alguna. Se comprende más lo que haga una persona sola. Unirse en sentimientos y exaltaciones tales tiene algo de extraño; pero el caso es que sucede.

Aunque en el crimen parece que fue Juanote el más culpado, los demás no le dejaron solo. Los móviles son un misterio; se han dicho cien cosas y no se ha comprobado ninguna. ¿Los móviles? Yo, que tengo experiencia, digo que es una de las curiosidades del crimen la escasa relación de los móviles con el hecho. Actos espantosos se realizan, y si va usted a mirar, por móviles baladíes. Sin embargo, cuando cometen el crimen varias personas, unidas a la víctima por vínculos de sangre, no se concibe que no haya antecedentes, estados anteriores, determinante. Y aquí no fallará la regla, pero no hemos podido desenredar el ovillejo, porque transcurrieron dos años antes de que el hecho se descubriese.

La víctima era un tratante de ganados, del pueblo de Cordaña, que desapareció de pronto, sin que nadie pudiera averiguar su paradero. ¿Dónde irá, dónde no irá? Los suyos eran los primeros a preguntarlo, a mostrar inquietud. Al principio, como un vecino le debía dinero, recayeron sospechas en él; pero mostró cumplidamente su inocencia y fue puesto en libertad. Comenzó a divulgarse la especie de que el tratante había huido a América, por no hacer frente al mal estado de sus negocios.

La gente de su casa era la que más aire daba a la conjetura.

—¿Qué ha de ser sino eso? —repetía lloriqueando la mujer del difunto.

La familia se componía de esta mujer, llamada Jacinta, de su hija, casada con Juanote, y de un hijo, niño de cuatro a cinco años cuando su padre desapareció, y del padrastro de Jacinta, que falleció poco antes de descubrirse el crimen, y que también tuvo parte en él. Por la razón de que los muertos no se defienden, le cargaron al pronto la mayor culpa; pero los jueces entendieron que fue un comparsa, dominado por las dos mujeres, por la Jacinta en especial. Un hermano de la víctima, el alcalde del pueblo, era tal vez el único que había concebido sospechas rayanas en verdad. Quedó la duda en su mente como un fuego oculto, pero no se atrevió a manifestarla, y lo que hizo, bastante significativo, fue no volver a poner los pies en la vivienda de su cuñada, y a observar de lejos. Esperaba que el crimen se delatase a sí mismo.

Un día, el niño, que iba a cumplir los siete años, se encontró en la calle al alcalde, y se refugió en sus piernas.

Lloraba el pequeñín sin consuelo, y en su cara había la huella de una pena muy superior a su corta edad. Una pena de hombre.

Con palabras halagadoras, el tío consoló al sobrinillo, se lo llevó. Poco tardó en saber que la razón de tantas lágrimas era que su madre le había vapuleado, atándoles primero a una higuera de su huerto. Abrió el alcalde la camisa y vio los verdugones, rojos aún, que pronto serían cárdenos.

—¿Y por qué te ha pegado así tu madre? ¡Algo malo harías!

—No, tío Esteban, no... Fue porque dice que me junto y que hablo con los demás niños... Y yo no hablo, ¡no quiero hablar! Si hablo, ¡pobre de mí! ¡Me matan como a mi padre!

El alcalde se quedó estupefacto... Por mucho que lo presintiese, no lo creía. Sucede así muy a menudo.

Cuando por fin pudo remover la lengua, fue para avisar en las casas más próximas a dos testigos, requiriendo que le acompañasen.

Les escondió en el cuarto contiguo y, cariñosamente, empezó a persuadir al niño a declarar lo que sabía. Y las negativas de la criatura eran confesiones, porque repetía balbuciente y desolado:

—¡No, tío Esteban; que si cuento lo que pasó también me despedazan a mí!

Por fin, se decidió, entre sollozos... El relato era entrecortado, sin orden, pero de sus fragmentos resaltaba la forma real y primitiva de la horrible verdad. Una noche, su madre había enviado con el niño recado urgente a su padre, que estaba jugando unas partidas de mus en el casino del pueblo. El crimen tiene de estas incomprensibles imprevisiones. Era más lógico que, pues el tratante había de recogerse a su hogar, le esperasen en él. Era inútil y peligroso servirse del niño. Pero las ideas de espanto ciegan, y la impaciencia de salir de la expectativa hace cometer imprudencias, olvidar precauciones.

Vino la víctima sin desconfianza, y el que acaba usted de ver, Juanote, el yerno, le echó al cuello las manazas y le estranguló. Reunidos todos después, trajeron las mujeres sacos, el hacha, cuchillos, una sierra, y descuartizaron el cadáver. Los miembros destroncados los fueron metiendo en los sacos, que eran de recoger patatas, y terminada la operación, dejando a las mujeres el encargo de hacer desaparecer las huellas, los dos hombres cargaron los sacos, y el niño oyó que decían:

—¡Aprisa, al cementerio!

Y, en efecto, cuando la Guardia Civil echó mano a los culpables delatados por el alcalde, y que se creían ya seguros, fueron removidas ante el Juzgado algunas fosas, y aparecieron los pedazos del mísero tratante.

—¡Es macabro! —exclamé—. ¿Y no se ha averiguado, dice usted, nada acerca de lo que impulsó a esa familia maldita?

—No... Es decir, conjeturas, unas absurdas, muchas contradictorias, apoyadas en las declaraciones embrolladas de los acusados. De éstos, dos, por último, confesaron de plano, y uno negó siempre. El cuarto estaba con Dios... o... En fin, Juanote, autor material, confesó, y lo mismo su mujer, hija de la víctima. Negó hasta haber tenido conocimiento del crimen la mujer del muerto, que era guapa aún para sus cuarenta años, y muy melosa, muy insinuante, pero, como sabemos, capaz de atar a su hijito y ponerle en carne viva. No había visto nada, estaban durmiendo profundamente y debió de ser durante aquel sueño de inocencia...

Y cuando a Juanote le preguntaban por qué había procedido así, la respuesta era un meneo de su cabeza y una frase roncamente pronunciada.

—Lo arreglé porque lo tenía prometido... y porque él era aún más peor que yo.

—¡Peor que esa fiera no habrá nadie! —exclamé indignada.

El director calló un momento. Pensativo, parecía buscar en sus múltiples recuerdos de celador de almas condenadas algo que expresase su criterio respecto a Juanote.

—Muy malo es —dijo por fin—, y no sé si fue o no acertado que le mandasen por toda su vida a presidio, en lugar de darle garrote. Es decir, para que no se ría el diablo de la mentira, al palo le mandaron; pero el día de Viernes Santo recayó en él indulto. Sin embargo, ¿no cree usted que en todo hombre, por malvado que sea, hay una centella de sentimiento, un poco de luz, escondida allá en las lobregueces de su espíritu? Yo, a fuerza de ejercer mi oficio, que tanto instruye y documenta sobre la naturaleza humana, he llegado a adquirir esta convicción. Y es más: me atrevería a afirmar que las acciones de los mayores criminales, en lo habitual, no se diferencian tanto, tanto, de las del hombre normal, de bien. Nadie es criminal a todas horas, a todos los instantes... Juanote, donde usted le ve, está en presidio, no por su crimen, sino por un buen sentimiento. No me retracto: por un movimiento hermoso. Es el caso que el niño, al completar sus revelaciones, contó que la noche del crimen, mientras estaban en la lúgubre faena, alguien dijo: «Al pequeño había que matarle; nos va a vender.» Y Juanote sacando un cuchillo, gritó: «¡Al que toque al chico, le degüello!». Si el consejo se hubiese seguido, tal vez no se descubre la fechoría...

—No diga usted más, porque hará usted hasta que me sea simpático Juanote. Y no quiero saber quién fue el alguien que trataba de suprimir al niño...

En el Pueblo

Desde que habían tomado aquella criada, los esposos no podían evitar cierta inquietud, que se comunicaban en frases embozadas y agoreras, en alusiones intencionales y hasta, sin necesidad de palabreo, con un enarcar de cejas o un leve guiño.

¿Qué tenía de particular la Liboria para que se justificase tal impresión? Ahí está lo raro: mirándolo bien, nada. Era una zagalona de veintidós a veintitrés años, de buenas carnes y ojinegra, que había venido recomendada por el señor maestrescuela de la catedral de Toledo; porque en el pueblo casi no se encontraba servicio, y además las «chicas» parecían hechas de corteza de alcornoque, y ni tenían idea de cómo se enhebra la aguja. Los amos de Liboria debían, eso sí, confesarlo: era modosa, en el coser revelaba la enseñanza de las monjitas. Cogía de un modo invisible los puntos de las medias, y hacía con el ganchillo tapetes, colchas y respaldos de sillón, que daban gozo. Guisaba medianamente platos de cocina pobre, sin malicia, pero sartenes y cazos relucían de limpieza, lo cual, dígase lo que se diga, no deja de contribuir a despertar el apetito. De manera que, en suma, la sirviente cumplía su obligación como ninguna de sus predecesoras la había cumplido jamás. Don Lucas, el amo, farmacéutico con pujos de ilustración, no acertaba a negarlo; pero doña Flora, su mujer, mantenía en él la escama, la desconfianza indefinible. No pudiendo dar otras razones, sostenía los principios de esa endogamia que de pueblo a pueblo se mantiene viva, como en los tiempos de las tribus.

—No es deaquí. ¡Eso hay que mirarlo, hijo! Debimos pensarlo.

La prevención contra «la forastera» no aparecía manifiesta solamente en sus amos: La Liboria trataba inútilmente de congraciarse con la juventud pueblerina, buscando amigas, sin hallarlas. Reuníase solamente los días de salida con una sirvienta de la única y fementida posada que existía en el pueblo, forastera también; hasta se sospechaba, con terror, que de Madrid pudiese haber procedido, aunque ella lo negaba, prefiriendo conservar el misterio de su pasado... ¡cualquiera sabe! Los amos de Liboria le prohibieron juntarse con la equívoca moza de mesón; ella respondió algo muy natural:

—¿Con quién quieren ustés que me junte, amos a ver, si tos me huyen como si tuviese «la cólera»?

La amistad con «Marisapo», desagradable y hostil mote puesto a la del mesón, a causa sin duda de su estatura rebajuela y su hechura ancha, con brazos cortos, fue estrechándose, y Liboria se adaptó a la influencia de su única amiga. Poco a poco, ya con ironías y timos aprendidos de algunos huéspedes que en su rápido paso dejaban sembrado el escepticismo burdo que profesaban ya acaso con lecciones hijas de la dura experiencia, la «Marisapo» fue descubriendo a Liboria horizontes no sospechados quizás. ¡Bien tonta era en perder su juventud, que no vuelve! ¡En comenzando a picarse las muelas y a salir canas, adiós lo bueno! Para cuatro días que se vive, ¿qué mal hay en divertirse un rato, sin hacer daño a nadie? Total: era cada quince días cuando daban permiso a su criada los farmacéuticos. Aquel tiempo era suyo; bien ganado lo tenía. ¿Por qué no ir al salón de baile, a matar un rato?

Quedó convenido para el domingo próximo. Desde el viernes, Liboria no sosegaba. Los preparativos de atavío y peinado adquirían proporciones de suceso capital. En una escapatoria logró comprar una tenacilla. Polvos de arroz, se los facilitó Marisapo, eran obsequio de un comisionista galante. Repasó minuciosamente su mejor vestidillo de lana negra, y con el betún del señor sacó brillo a sus zapatos. ¿A quién? Sin duda a los de fuera... El viejo rito de la olvidada organización tribal, atávica, de la cual no tenían el más leve conocimiento reflexivo, remanecía, salía de las obscuridades de la subconciencia como impulso voluntario. ¿Qué venía a buscar en el baile, entre las mozas de la localidad, con sus collares de brillo? ¿Por qué las provocaba presentándose con otro adorno, con otro peinado no visto nunca? ¿Por qué echaba de sí un olor a botica o a especias, que hacía estornudar? ¿Por qué le colgaban sobre los ojos aquellas cortinas de pelo? El flequillo, sobre todo el flequillo les causaba una malsana excitación, de ira sensual. ¡Vaya con la provocativa! ¡No se había de arreglar como toas, con su rodete!

El más enfurecido, Tomás Cachopa, el carretero, sugirió sombríamente:

—Había que esquilarla como a las mulas y a los carneros. ¡Veríais si se le abajaban los humos!

La idea prendió en la imaginación de los mozos. ¡Sería divertido lo de la esquiladura! Sólo que allí no tenían tijeras, ¡corcho! ¡Qué lástima!

Tomás, a la descuidada buscaba algo en la faltriquera. Una navaja vale como las tijeras mejores; y no es menester ser pastor para saber esquilar.

Las mozas alborotadas con la complicidad de los mozos, se hacían señas, esperaban preparadas, con la emoción de lo que iba a suceder. La música tocaba de un modo agrio y estridente; pero nadie se arrancaba a bailar. Uno de los huéspedes de la posada, tratante en vinos, había sacado hacía rato a Liboria; pero Marisapo, experta y ya alarmada, deslizó una observación al oído del hombre, y éste retrocedió.

—Cuidao... están de malas... Cachopa es muy bruto...

Los claveles de las mejillas de Liboria se convirtieron en palidez de arcilla. Comprendió que pasaba algo gordo.

Poseía una cadena de vidrio y perlas falsas, y, llegada la hora, se la colgaría. Con la tenacilla hizo asombros. Onduló su pelo como hiciera un peluquero, no sin haberse recortado antes un flequillo, que atusó con pomada. Un perfume barato y almizclado impregnó sus manos y su cuerpo. Dos calabazas de coral, única joya de su joyero, se columpiaban en sus orejas rellenitas, pletóricas de sangre joven. Ante la rota luna que colgaba en la falleba de la ventana de la cocina, por no tener en su alcoba suficiente luz, sonrió a su imagen, barnizada de frescura, con la nota carminosa de los labios, turgentes de savia como un capullo de rosa colorá. Todo en ella quería alborotarse, quería la expansión de mocedad verde y golosa de los sabores del vivir. Y cuando una mujer, siente tal instinto, gana un relucir especial de hermosura. Parece como si la alumbrasen por dentro luminarias de alegría. Los pies le bailaban anticipadamente a la moza, cuando salió a la calle en busca de su compañera.

—¿Voy bien? —interrogó, buscando el primer halago—. La respuesta de la de la fonda fue juntar en la boca todos los dedos de la mano derecha, y separarlos bruscamente.

Al entrar en el salón, donde hacía un calor insoportable y flotaba un vaho de cuerpos humanos espeso y mareante, algunos hombres, entre ellos dos huéspedes de la fonda, jaraneros y corridos, acogieron a la forastera con una gran granizada de piropos, que la pusieron carmesí, mitad de orgullo y mitad de vergüenza. Marisapo, riendo, le pellizcaba, para indicar que no se aturullase, que allí estaba ella.

Un sordo rumor corría ya entre las mozas del pueblo, agrupadas en uno de los costados del salón, sobre una fila de banquetas mugrientas; adquiridas por el empresario en el saldo de muebles de deshecho de un café.

No gritaban: cuchicheaban apasionadamente, ahogaban risitas mofadoras. Secreteando, se cogían la boca como para ahogar la carcajada, que sale espurriante, y lanzaban miradillas de reojo al racimo de mozos, que, fronteros, sin haber soltado sus garrotas y cachavas, permanecían de pie, mudos y amenazadores. ¿Amenazar?

—Vámonos, María, suplicó con angustia.

El carretero venía ya hacia ella, empalmada la navaja. Agarrar el moño, un corte al sesgo y, ¡zas!, se vería lo que quedaba del peinado insolente, insultador para las otras muchachas. Se abalanzó, blandiendo la hoja reluciente. Liboria, con un chillido agudo, instintivamente se defendió con el brazo, y la sangre brotó, empapando la tela del vestido: el arma había penetrado hasta el hueso.

Cayó al suelo desvanecida de terror y dolor. Hubo una reacción: dos o tres se arrojaron a sujetar al culpable, que, estúpidamente, sin soltar la navaja, repetía:

—Si era pa esquilala, ¡corcho! ¡Pa esquilala no más!

Los huéspedes de la fonda, atemorizados, habían desaparecido. Y sólo Marisapo, valerosa, furiosa, increpaba, arrodillada en el suelo al lado de la desmayada, a quien vendaba el brazo con un pañuelo, en la urgencia de atajar la hemorragia:

—¡Bruto, más que tus mulos, salvaje, mala alma! ¡Qué daño te había hecho la desdichá!, ¿vamos a ver? ¡Debían ahorcarte, so perro! ¡Dame esa navaja, que te saco las tripas con estas manos, maldecío!

El carretero permanecía en pie, y al notar que le desarmaban, que le empujaban hacia fuera y gritaban «¡Un médico! ¡Socorro!», se afianzó en los pies, y refunfuñó torvamente:

—¿Qué, no pué un hombre correr una broma? Ella misma se ha jerío. Que se fastidie y que se rasque. ¡Pa que aprenda a venirnos con moas nuevas!

En el Santo

—¡Menudo embeleco! —había exclamado, colérica, la Manuela cuando Lucas ordenó a Sidoro que se pusiese la chaqueta para bajar a la pradera de San Isidro.

En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría su corazoncito de seis años, encogido por la constante aspereza del trato feroz que le daba su madrastra... o lo que fuese: la Manuela, mujerona con que ahora vivía Lucas. En la infancia, decir novedad y cambio es decir esperanza ilimitada y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabe lo que el Santo guardaba en sus manos benditas para los niños sin madre, para los niños apaleados y hambrientos?

Loco de contento se incorporó Sidoro al grupo, si bien le agrió ya el primer gozo tener que cargar con un cestillo atestado de provisiones. Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado que le aliviasen la carga, a no temer uno de los pellizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con que la Manuela le señalaba cardenal para medio mes. Suspirando, alzó el cestillo como pudo, y salieron calle de Toledo abajo, por entre olas de gentes, con un sol capaz de freír magras, un sol más canicular que primaveral.

Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus, carricoches y simones, pasaron el puente de Toledo y llegaron al cerro, donde hervía más compacta la alegre multitud. Lucas habló de entrar a rezarle al Santo; pero la Manuela, levantando de un puntillón a Sidoro, que había caído empujado por el remolino y agobiado por el peso, renegó de la idea y prefirió comprar torrados, avellanas y rosquillas, y buscar donde merendar. La sed les resecaba el gaznate, y Lucas, portador de la colmada bota, notando su grata turgencia entre el brazo y las costillas, aprobó la determinación.

No fue fácil encontrar sitio conveniente a la sombra y cerca del río. Los rincones agradables andaban muy solicitados. Por fin, bastante tarde, descubrieron un ruin arbolillo, y se acomodaron al pie, forjándose la ilusión de que las ramas les abrigaban la cabeza. Sidoro, derrengado, soltó la cesta; Manuela fue sacando vituallas, y allí empezó el embaular y los besos a la del tinto. Lucas se acordó de echarle a su hijo un pedazo de tortilla y una hogaza, como quien echa un hueso a un cachorro; después... no pensaron más en la criatura; y como el vinazo y el hartazgo quitan la vergüenza, Lucas le tomó la cara a Manuela, allí mismo, sin pizca de reparo. Con torpes pies, por llevar tan calientes los cascos, la pareja rompió a andar hacia el cerro, donde era mayor el bullicio, y donde los tiovivos y los merenderos y barracones convidaban al jolgorio; el niño, al tratar de seguirlos, se halló detenido por un corro formado alrededor de un ciego coplero y guitarrista; y cuando quiso reunirse con su gente, incorporarse, encontróse solo entre la multitud, portador del cesto ya vacío y la bota floja y huera...

Se echó a llorar. Duros y malos como eran, aquel hombre y aquella mujer le amparaban. Se sintió abandonado, náufrago en un mar muy crespo, muy profundo y tormentoso. El gentío pasaba sin hacer caso del chiquillo: éste le empujaba, el otro le desviaba con lástima, y una mano pronta y desconocida le arrebató la boina de la cabeza... Nadie le preguntaba la causa de su llanto; ¡para eso estaban! Entre el infernal bureo de la romería, cualquiera atiende al llanto de un rapaz. El tecleo de los pianos mecánicos, el rasguear de los guitarros, los cantares de los beodos, los pregones de las rosquilleras, los mil ruidos que exhalan una muchedumbre apiñada, harta, jaranera, procaz, en plena juerga al aire libre, exasperada por el olor a aceite rancio de las buñolerías y el vaho tabernario de las barracas-bodegones, ahogaban los sollozos del niño, como la viviente oleada de la multitud envolvía y absorbía y arrastraba mecánicamente su cuerpo...

Por instinto, Sidoro se dejó llevar. Andando, andando, podría encontrar tal vez a la pareja, o ¿quién sabe?, al Santo en persona. Pues si en la romería no se encontraba al Santo, ¿a qué venía toda aquella gente? Y el Santo sería muy bueno, que para eso era Santo, y por eso le rezaban y le retrataban en figuritas de barro, y por eso los ángeles le ayudaban a arar. ¿Dónde estaba el Santo? Sidoro recordaba que Lucas, antes de buscar sitio para la merienda, había hablado de ir a la ermita. ¿Qué sería la ermita? De seguro, un sitio en que recogen y consuelan a los niños abandonados...

Mientras buscaba al glorioso labrador, Sidoro, a pesar suyo, miraba los puestos, los centenares de tinglados donde se exhiben y despachan los maravillosos pitos, que adornan rosetones de plata y florones de papel rojo, las efigies pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón, las medallas y escapularios, la grosera loza, las figuritas de toreros y picadores, los monigotes con cabeza de ministros, los grupos de ratas, las caricaturas escatológicas, los jarros atestados de claveles de violento aroma, las hiladas de botijos bermejos y blancos, las apetitosas rosquillas, los puestos de avellaneros, con sus balanzas relucientes y sus sacos entreabiertos, rebosando, tentando a la mano del niño... Y aquella orgía de colorines fuertes y chillones, aquel vaivén incesante de la muchedumbre, aquellos sonidos discordantes, el sentirse impulsado, zarandeado, arrebatado como una paja por el torrente humano; la asfixiante atmósfera que respiraba, la desolación de su abandono, en vez de arrancar lágrimas a la criatura, secaron las que corrían de sus ojos y le produjeron una especie de embriaguez febril. Sin cuidarse de responsabilidades, abandonó la bota y el cestillo, y se dejó caer en tierra, a la puerta de un merendero donde bebían y cantaban canciones picantes, ininteligibles para Sidoro. Una moza, sofocada, sentada en el suelo, daba la teta a una criatura. Sidoro vio esta escena, el grupo siempre conmovedor y sagrado, y confusas reminiscencias, no de la memoria, sino de los sentidos y la sensibilidad, más concreta en la niñez, le recordaron que también a él le habían arrullado con palabras de azúcar y de delirio, las palabras inefables de la maternidad, y un rostro amado, un rostro que no podía olvidarse, surgió de entre la niebla del pasado... ¡pasado tan corto y tan reciente! Y entonces, una de esas penas sin límites que sufren los niños, cayó sobre el alma del huérfano.

En un instante, con el recuerdo del cariño y la ternura de su madre, a quien no había vuelto a ver nunca, Sidoro evocó las crueldades y desamor de la Manuela, y toda su carne tembló, pues no había en ella lugar donde las despiadadas uñas de la mujerona no hubiesen dejado rastro de tortura... Y la criatura, en su desconsuelo infinito, mientras la tarde caía y las luces de los puestos comenzaban a abrir su pupila de llama, se revolcó sobre el árido suelo, con muchas ganas de dormirse en un sueño largo, largo, largo, y despertarse al lado de su madre, o de San Isidro, o de alguien que tuviese entrañas para los pequeños y los débiles. A fuerza de aturdimiento, de cansancio, de calor, de susto, de tristeza, se quedó, efectivamente, dormido... Despertó porque le aporreaban y le tiraban del pelo a puñados. Era la Manuela, gritando enronquecida y furiosa.

—A este maldito sí le encontramos...; pero ¿y la bota nueva, y mi cestillo, y la servilleta, y el vaso que venían en él? ¡Condenao, verás en cuanto lleguemos a casa!

En Semana Santa

A la cabecera del moribundo estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en sus últimos instantes, temblorosos como el criminal que sube las escaleras del cadalso. Y criminales eran —aunque criminales triunfantes y coronados por el ciego Destino— Conrado y Preciosa. El que, después de largos sufrimientos, sucumbía en el cuarto, impregnado de olores a medicinales drogas, entristecido por la luz amarillenta de la lamparilla, que iba extinguiéndose al par que la vida del agonizante era el esposo de Preciosa, el protector y bienhechor de Conrado; y para los que, de común acuerdo, le engañaron y ofendieron sus canas, no tuvo nunca aquel honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más que palabras de dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre a Conrado su bolsa y su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón para Preciosa, cuya juventud no quiso entristecer nunca con severidades de anciano y melancolías de enfermo, el infeliz tenía derecho a la gratitud y al respeto más tierno y grave..., ya que otros sentimientos vehementes no pueda inspirarlos la senectud. Y ahora se moría, se moría lentamente..., después de advertir a Preciosa que quedaba instituida su única heredera, y que, si no sentía repugnancia por Conrado, a quien él miraba como hijo, deseaba que ambos le prometiesen casarse a la terminación del luto.

Cuando manifestó así su voluntad, en voz desmayada y flaca, y apoyando sus manos ya frías, en las manos febriles de Conrado y Preciosa, los dos se estremecieron, y sus ojos, como delincuentes que tratan de ocultarse y no saben dónde, vagaron por el suelo, cargados con el peso de la vergüenza. Preciosa, sin embargo, mujer y extremada en la pasión, fue la primera que recobró ánimos y, reaccionando violentamente, trató de atraer la mirada de Conrado y de pagarla con una débil sonrisa. Pero Conrado, como si sintiese picaduras de víbora, se retiró al fondo de la alcoba y, dejándose caer en la meridiana, escondió entre las palmas el rostro. Un silabeo apenas perceptible del moribundo le llamó otra vez a la cabecera del lecho.

—Conrado, mira: soy yo quien te lo ruega en este momento solemne... No dejes desamparada a Preciosa... Que sea tu mujer, y quiérela y trátala..., como la quise yo... Siquiera por el día en que estamos..., dame palabra.

Y Conrado, balbuciendo, solo pudo barbotar:

—La doy, la doy...

Lució una chispa de contento en las apagadas pupilas del moribundo; pero como si aquel esfuerzo hubiese agotado el poco vigor que le quedaba, cayó en un sopor, nuncio del fin. Tal fue la opinión del médico, que aconsejó se trajese la Extremaunción sin tardanza; pero al llegar el sacerdote con los santos óleos no había calor vital en el cuerpo; Preciosa lloraba de rodillas, y Conrado, agitadísimo, paseaba desesperadamente arriba y abajo por el gabinete que precedía a la estancia mortuoria... El sacerdote, que salía, le tocó suavemente en el hombro.

—No se aflija usted —dijo en tono afectuoso, confundiendo con un gran dolor aquel acceso de remordimiento agudo—. Las virtudes de este señor le habrán ganado un puesto en el cielo. Y después, la misericordia de Dios, ¡especialmente en el día en que estamos!...

Era la segunda vez que esta frase resonaba en los oídos de Conrado; pero ahora resonó, más que en los oídos, en el alma. ¡La misma del moribundo!: «El día en que estamos...» ¿Y qué día era? Conrado necesitó hacer memoria, reflexionar... Recordó de pronto; un relámpago hirió su imaginación fuertemente. El día era el Viernes Santo.

Pocos instantes después de haberse retirado discretamente el sacerdote, que prometió volver a velar el cuerpo, acercóse Preciosa a Conrado de puntillas y quedó espantada de su actitud, del movimiento que hizo al verla tan próxima. ¡Qué desventura! Conrado ya no la quería; a Conrado le infundía horror desde que la muerte había penetrado allí... Adivinaba el estado de ánimo de su cómplice, y precaviendo el porvenir, aspiraba a disipar aquella nube de tristeza, aquella alteración de la conciencia impura. «Si esta noche vela el cadáver, se preocupará más; se grabará doblemente en su espíritu esta impresión terrible...» Una idea acudió a la mente de Preciosa, fértil en expedientes, atrevida, como hembra apasionada, y resuelta a lograr su antojo.

Entró en la estancia mortuoria, y sobre el mueble incrustado, frente a la cama buscó, entre otros frascos, el que contenía poderoso narcótico. Una gota calmaba y amodorraba, dos adormecían; tres o cuatro producían ya el sueño largo, invencible, muy duradero, semiletal... Al poco rato, Preciosa se acercó a Conrado nuevamente y le sirvió por su mano una taza de tila.

—Bebe, estás nervioso.

Conrado bebió por máquina; apuró la calmante infusión... Cuando empezó a notar cierta pesadez incontrastable, le guió Preciosa a su propio cuarto, le reclinó en el amplio diván, revestido de raso y almohadillado de encaje; cubrióle con rico pañuelo de Manila, le abrigó con edredón ligero los pies, le puso almohadas finas bajo la nuca. «Duerme, duerme —pensó—, y no despiertes hasta que esté fuera de casa «el otro».»

Conrado, entretanto, abría los ojos, sacudía el sueño de plomo que le había postrado y se restregaba los párpados, notando que el sitio en que se encontraba no era el elegante dormitorio de su tentadora Preciosa, sino una calzada en cuesta, empedrada de losas rudas y anchas, sobre la cual caía a plomo un sol ardoroso y esplendente, como de primavera en un país cálido. Miró en derredor. A sus pies se extendía una ciudad que le parecía conocer mucho. ¿Dónde había visto él aquellas puntiagudas torres, aquellos extensos baluartes, aquel recinto fortificado, aquellas casas cónicas, aquel monumental templo, aquellas puertas angostas, sombrías, bajo las cuales cruzaban dromedarios y bueyes guiados por hombres de atezado cutis?

La vestimenta de estos hombres también se le figuró a Conrado, aunque extraña, «vista» alguna vez, no en la realidad, sino en esculturas o cuadros como que era la indumentaria hebraica de la gente humilde en tiempo de Augusto —la «chituna» o túnica ceñida, el tallith o manto, el «sudaz» que rodea las sienes, el ceñidor que ajusta el ropaje y los pies descalzos, o metidos en gastadas sandalias de cuero—. Conrado pensó oír una voz persuasiva, salida quizá de lo íntimo de su ser que murmuraba misteriosamente:

—«Esa ciudad es Jerusalén.»

¡Jerusalén! Conrado casi no se admiró, Jerusalén no era para él un lugar exótico. ¡En Jerusalén había pensado tantas veces! Desde niño, por el Nacimiento que preparaba su madre, se había familiarizado con Jerusalén. En Jerusalén tenía hogar su espíritu, su fe tenía casa propia. Lo único que sintió fue inmensa alegría..., imaginó volver de un largo destierro.

Un grupo de gente que se apiñaba en la puerta fijó la atención de Conrado. Instintivamente siguió al grupo. Por un camino que defendían a ambos lados setos de chumberas y que orlaban palmas y vides, rosales de Jericó e higueras ya cubiertas de hoja, dirigíase el grupo hacia áspero cerrillo, que destacaba sus líneas duras sobre el horizonte color de violeta. Bullía una muchedumbre en la colina; hormigueaban los de a pie, y se mantenían inmóviles sobre sus recios corceles los legionarios, cuyas lorigas y rodelas rebrillaban. Dominando la multitud, coronando la escena, erizando el cerro, se erguían tres cruces negras, sobre las cuales parecían estatuas de pórfido rosa, desde lejos, los cuerpos de los tres ajusticiados...

Conrado entonces tampoco se asombró; tampoco se creyó juguete de un delirio. Al contrario: se penetró de que estaba asistiendo, no a un drama, a la representación de la verdad misma. Aquella escena, aquella triple crucifixión y, sobre todo, una de las cruces, la llevaba él entro desde los primeros días de la niñez. Si había sufrido, era cuando, teniéndola en sí, no podía verla ni contemplarla; cuando se le desvanecía, como se desvanece el rostro de una persona querida al querer reconstruirlo cerrando los ojos... ¡Qué felicidad poseer de nuevo la visión —clara, concreta, firme, indubitable— de «la Cruz», no una cruz de oro, plata ni bronce, sino la Cruz viva, el madero al punto en que lo calienta el calor del Cuerpo divino, y lo empapa la sangre redentora! Conrado, sin aliento, de tan aprisa como iba, seguía al grupo, subiendo la agria cuesta, hollando el seco polvo y los abrojos espinosos del siniestro Gólgota, salpicado de blancos huesos humanos que calcinaba el sol... Su afán era colocarse cerca de la Cruz, ver la cara del Salvador en la suprema hora.

Era difícil la empresa. Bullía cada vez más compacta la muchedumbre. Como sucede en sueños, a cada obstáculo que Conrado lograba vencer, surgían otros mayores, insuperables. Nadie le quería abrir paso. Pastores de la sierra, tratantes y tenderillos de la ciudad, mujeres harapientas con niños famélicos en brazos, fariseos altaneros, esenios pálidos y compadecidos, hijas de Jerusalén, modestas burguesas, que bajaban los ojos llenos de lágrimas al ver las torturas del Maestro, y, por último, los soldados a caballo, enhiesta la lanza, se atravesaban para impedir que nadie salvase el círculo de cuerda y estacas que rodeaba los patíbulos. Conrado suplicaba, cerraba los puños, quería infiltrarse, llegar hasta la Cruz central, más alta que las otras, donde colgaba Jesús; quería verle vivo, antes del momento en que, doblando la cabeza, exclamase: «Todo se acabó.» Una angustia profunda se apoderada de Conrado. ¿Lo conseguiría cuando ya el Salvador hubiese muerto? Y bañado en sudor, anhelante, afanoso, corría, corría en dirección a la cima del cerro, que siempre se le figuraba más distante.

Sus ojos divisaron entonces a una Mujer abrazada al árbol mismo de la Cruz; y sin reparar que la Mujer estaba casi desvanecida de congoja, fijándose sólo en que a aquella Mujer «también la conocía», gritó con esfuerzo:

—¡María, María de Nazaret!, alárgame la mano, que quiero llegar hasta tu Hijo.

Y María de Nazaret, temblorosa, con los ojos inflamados, trágica la actitud, se adelantó, alargó la mano, cubierta por un pliegue del manto, y Conrado, inmediatamente, se halló al pie del madero, tan cerca, que el ruido del afanoso resuello del moribundo se le figuraba un huracán. Sin embargo, pensó con gozo: «¡Vive! ¡Vive! ¡Puede escucharme todavía!»

Y alzando la frente, doblando las rodillas, poniendo la boca sobre el palo ensangrentado, cerca de los sagrados pies, Conrado suspiró:

—¡Jesús, Jesús, no me abandones!

Y, ¡oh, asombro!, una voz dulce empapada en lágrimas, respondió, desde arriba:

—Tú eres el que me abandonaste hace años, Conrado. ¿No te acuerdas?

Profundo sacudimiento experimentó Conrado. Un agudo cuchillo de pena, de contrición, se clavó en su pecho: Miró hacia lo alto con ansia: Jesús ya había inclinado la cabeza; el sol se velaba tras negrísima nube; la tierra se estremecía, convulsa; a las plantas de Conrado se abrió una grieta horrible, casi un abismo..., y el pecador, atónito, cayó con la faz contra el polvo y las rocas descarnadas...

Al despertarse Conrado de su largo sueño artificial, Preciosa estaba allí, vestida de negro, pero linda, fresca, reposada, espiando el instante de estrechar entre sus brazos al durmiente.

Éste se incorporó, aturdido aún, sin darse exacta cuenta de lo que le sucedía...

Preciosa, sonriendo, quiso halagarle, ser para él la vida que renace al borde de una sepultura. Conrado, sin aspereza, la rechazó; y a paso mesurado, firme, sin tambalearse ya, despejada la cabeza, salió a la antecámara, abrió la puerta, la cerró de golpe y corrió a la calle... Una brisa suave acarició sus sienes.

Era la mañana del Domingo de Resurrección.


«La Ilustración Artística», núm. 849, 1898.

En Silencio

Todos creían que la hija del tabernero de la Piedad aspiraba a casarse con un señorito. No con un señorito de los que, a veces, al pasar ante la taberna a caballo o en automóvil, se detenían a beber un vasete del claro vinillo del país, y piropeaban a la muchacha; con estos, no había que pensar en bendiciones; solo algún curial de Brigos, algún lonjista de Areal que bien pudieran prendarse de aquella moza frescachoncilla, peinada a la moda, y tan peripuesta con su blusita de percal rosa, incrustada en entredoses. Y se prendarían o no se prendarían; pero lo cierto fue que, con gran sorpresa de la clientela y del contorno, Aya —que así la llamaban, con el nombre de una santa mártir allí de mucha devoción— tomó por esposo a un albañil humilde, que ni siquiera era de la tierra: un portugués, venido a trabajar en las obras de una quinta próxima al santuario de la Piedad, y que los domingos solía comer en la taberna.

Cierto que el portugués era lo que en su patria llaman un perfeito rapaz. De mediana estatura, forzudo, con el pelo rizado, negro y brillante, cuando se endomingaba soltando la costra de cal, y bien acepillado de chaqueta y blanco de camisa, iba a pelar la pava con la joven tabernera, se comprendía que esta le hubiese preferido a todos. Otra estampa así...

El tabernero, cardíaco y con las piernas hinchadas frecuentemente, vio sin desagrado a aquel yerno robusto y que se traía a casa un jornal de dieciocho reales diarios, limpio de polvo y paja. «Ha hecho bien mi hija, nadie debe salirse de su clas», repetía, congratulándose con la parroquia. Y como tardó poco en morir el viejo, quedó el matrimonio al frente de la taberna. Luis Feces, el marido, iba a su trabajo; pero, como hoy ya las horas de éste no son «las de otros tiempos», volvía lo más temprano posible, y a la hora de mayor despacho y más peligrosa de riñas o borracheras, estaba al lado de su mujer, para protegerla y auxiliarla. Y no querían criada, por economía, pues aspiraba Luis a que, en algunos años, su fortuna se redondease y pudiesen establecerse en Marineda como maestro de obras y adornista, pues sabía manejar el estuco y doraba y pintaba bien las molduras y adornos.

Cuatro o cinco años llevaba de casada la tabernerita, y mientra el marido parecía cada vez más enamorado ella empezaba a desear vagamente no sabía qué, algo, un suceso que distrajese su imaginación, cansada de lo monótono de aquel vivir. Pensaba en cómo sería la casa que habitarían en la ciudad, y si tendría ventanas para ver pasar la gente, y si habría cines y teatros, y que, al anochecer, se podría dar una vuelta por las calles, rozándose con el señorío. Porque, en el fondo de su alma, a pesar de haberse casado cediendo a la atracción que ejerció sobre sus sentidos el arrogante mozo, Aya continuaba siendo muy remilgada y fantasiosa, y repugnaba servir vino a los blasfemos carreteros de sucia boca, a los arrieros de mofletes colorados, a los labriegos hirsutos, que olían a boñigas de buey. Estaba harta de brutalidades y suponía, que en una ciudad, volvería a querer a su marido como el primer día, ilusión frecuente en los humanos, que atribuyen a los sitios lo que está en nosotros. Pero el portugués, que desde el primer día habló sin timidez y como amo, había fijado de antemano la suma que necesitaban para montar la industria en Marineda, y más valía que sobrase que verse allí ahogados. Se necesitaban, lo menos, cuatro mil duros, y mejor cinco mil. Hasta verlos juntos, taberna y jornal. No quedaba otro remedio.

De pronto, parecieron calmarse las impaciencias de Aya. No habló ya de Marineda, no propuso el traspaso de la taberna para completar la suma. Al mismo tiempo dio en componerse más que de costumbre, aunque siempre había gustado de presentarse hecha una semiseñorita. Se hizo blusas, se compró calzado fino y medias de algodón muy caladas en el empeine. Y estas y otras coqueterías de su atavío, encandilaron la pasión de Luis, nunca apagada, y le hicieron asiduo y exacto en volver a casa a las horas más tempranas que podía. Había para esto una razón más. Siempre había sido celoso, con celos vagos, porque sin duda tenía algunas gotas de sangre africana, que se revelaban en sus gruesos labios y en el rizado crespo de su pelo; y la exacerbación de coquetería de su mujer le causaba esa extrañeza, que es la puerta de la sospecha. Con enlazar dos cabos sueltos, la sospecha pidiera trocarse en acusación. Aya no hablaba ya de Marineda, parecía encontrarse en la Piedad muy a gusto... Había coisa, como dicen sus paisanos; había algo que era preciso aquilatar... ¡Y vaya si lo desenredaría!

La observación de las tardes, en la taberna, no dio ningún fruto. Aya servía a todos, sin fijarse en nadie. Les servía, les presentaba la cazuela de bacalao o el guiso de patatas, les escanciaba la cerveza, a que empezaba a aficionarse la gente aldeana, con aire más bien desdeñoso, con cierto repulgo de persona superior al cometido que está desempeñando. Ninguno, entre aquellos rudos parroquianos, se hubiese atrevido a llamarla «mi comadre» ni a chuscarle un ojo, aunque la encontrasen muy repolluda y fresca; pero la gente del terrón respeta la coyunda, y no caza en vedado, a menos que la veda se levante de suyo. Luis Feces, que había rodado algo antes de hacer alto en la taberna de la Piedad, era experto y no era tonto. Por allí comprendió que nada había. ¿Por dónde, pues?

Por donde... Su instinto creía haberlo adivinado. Es más: lo sabía de fijo, pero no de ahora, sino de atrás, de muy atrás... ¡Qué! Si se lo habían advertido antes de que se casase, y sus compañeros, los que con él trabajaban en la obra de Cordeira, le habían dado más de una festiva cantaleta con las rivalidades que pudiera temer del señorito Raimundo, el dueño del pazo de Morcelle.

Ése, y sólo ése, puede ser. Era el único que tenía las costumbres libres, el que acostumbraba a «echar a perder» a las garridas mozas... Había rondado a aquella de soltera, y la festejaba ahora también...

Una mañana, de rocío y niebla, de un otoño que se anunciaba húmedo, se abrió el postigo del corral de la taberna, y salió por él un hombre de gentil talante, que rápido se dirigió al pinar, y en su seno desapareció, como si la masa oscura de los pinos se lo hubiese bebido. Era aún la hora incierta del amanecer, y el albañil había salido casi con noche, para ser el primero en la obra de la casa que en Brigos decoraba. Un bonito negocio; le pagaban espléndidamente. Pero, apenas dejó su cama y engullido el café a tragos largos, habíase apostado Luis en dando la vuelta al recodo del camino y escondido por un matorral. Y había visto salir por el postigo su deshonra. Permanecía en pie, inmóvil, un poco sacudido por un horrible temblor de rabia, con un borde de espuma franjeando sus gruesos labios...

Aquella misma noche se encaró con Aya, para decirle sin preámbulos:

—¿No sabes, mujer? He acordado que lo del taller de Marineda era una tontería...

—Sí, hombre —confirmó Aya—. A mí también me lo parecía, solamente que no te lo quise decir.

—No, pues tú bien entusiasmada estabas al principio —dejó caer, no sin cierta ironía, el portugués—. Pero mejor nos ha de ir en América. Tengo proposiciones de allá, de Buenos Aires..., superiores. Se pueden ganar quince mil pesos al año...

Un deslumbramiento pasó por ante los ojos de Aya. ¡Ser rica! ¡Poder tener trajes como los de las señoras! ¡Que la sirviesen, en lugar de servir ella a aquellos brutanes de trajineros y de feriantes que apestaban! Sentiría, claro, su idilio amoroso, el señorito que olía a cosas exquisitas, a fragancias caras. El horizonte, sin embargo, era tan amplio, tan lisonjero para sus vanidades y deseo de lucir, que sonrió halagando los cabellos rizosos del portugués.

—¡Quince mil duros! —repitió soñadora.

—Hay que juntar —murmuró Luis— cuanto tenemos. Mañana me darás autorización para traspasar la taberna y recoger el dinero. El que la quiere, porque yo ya me he enterado, es Armuña, el del café en Brigos; exige que se le ha de blanquear todo, y de eso me encargo yo. También quiere una despensita... nada, un rincón ahí junto a la cocina. Todo se hará.

Con su fina percepción femenil, notó Aya en todo ello algo extraño.

—¿Qué tienes? Hablas así... de mala gana... ¿eh?

—Es que ciertas cosas dan para cavilar mucho —contestó el portugués sombríamente.

Realizóse el programa, y Luis, amén del blanqueo, construyó una despensilla, con tabique de ladrillo. Aya le interrogaba curiosa y algo preocupada también.

—¿Para qué haces esa pared delante de la otra?

—Quiere así Armuña... Es como un armario más reservado —dijo él.

Cuando todo estuvo pronto, se enteró Luis del barco, y fue a Marineda a tomar el pasaje. La víspera del día de su marcha, enviado ya por el coche su pequeño equipaje, despachada la criada desde dos días atrás, se acostaron los esposos. A medianoche, hubo como el ruido y trajín de una lucha, y poco después encendió luz el marido, por cuya frente rezumaba un glacial sudor. Cogiendo el cuerpo inerte de Aya, lo llevó hasta el supuesto armario, en la nueva despensa; y recostándolo de pie contra la pared, trajo ladrillo y mezcla, que había dejado en el patio, y tapió el hueco de la puerta que debía cerrar aquella cavidad. Con tal esmero lo hizo, que nadie hubiese podido sospechar, cuando al amanecer terminó de cerrar aquella sepultura, que no era una pared lisa, sin comunicación con nada.

Recogió aún, cuidadosamente, las ropas de su mujer; las puso en un lío con las suyas del primer momento; se terció al hombre la chaqueta, y dejando la llave en la puerta —Armuña ya estaba avisado— emprendió la vuelta de Marineda, por el camino real, blanco y desierto.

Las piernas le vacilaban un poco; pero según se alejaba de la taberna, donde había emparedado su venganza, corría más. Y bien le vino darse prisa, porque el gran transatlántico calentaba ya sus calderas, y fue de los últimos en llegar entre los emigrantes.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1914.

En su Cama

Salvador Torrijos era muy considerado en la ciudad de Ansora, donde ejercía la Medicina. Se le auguraba un gran porvenir en su profesión. Sin embargo, se le tenía un poco de miedo. A cada enfermo que asistía, se enteraba Ansora de alguna novedad extranjera, aplicada por primera vez. Corría la voz de que hacía experimentos peligrosos. Y la eterna discusión entre los partidarios de los sistemas consagrados y conocidos y los perseguidores de la última moda, se enredaba en el café del Norte, mentidero de la ciudad, y en el Casino, disputadero universal, muy acaloradamente.

Salvador, por lo regular, no concurría al Casino ni al café. No era que desdeñase la distracción; pero no tenía tiempo disponible, pues entre la clientela y la lectura incesante de revistas y obras técnicas, no le sobraba un minuto. Sólo los domingos se dejaba arrastrar a unas partidas de ajedrez con su futuro cuñado, el teniente de Infantería Mauricio Romeral, con quien había hecho, desde el primer instante, excelentes migas.

También el padre de su novia, el opulento D. Darío Romeral, fabricante y contratista de paños, le trataba ya como a hijo, y le había confiado sus temores de que aquel mala cabeza de Mauricio se emperrase en ir destinado al África.

—Disuádele tú —repetía—. Ya que no hemos podido reducirle a que siguiese otra carrera menos peligrosa, siquiera, que no corra el albur sin necesidad. Cuando le toque, bueno, hombre, habrá que aguantarse; pero eso de buscar ruido por gusto… Nada, nada, a ti te encargo de que me lo sosiegues… ¡Que se eche novia, que se case él también, ea, a ver si así…!

Unas lágrimas de Camilita, la prometida del médico, esforzaron más la pretensión del padre.

—Y, gracias a Dios, que tú, por lo menos, tienes un oficio en que no hay riesgo de la vida… Ya me lo dijo papá: que autorizaba nuestras relaciones a fin de tener en casa a un hombre formal, alguien para cuando faltase él… Tú sujeta a Mauricio. A ti te escucha. ¡Tan bien como hablas! —añadió, fijando una amorosa mirada en su novio.

Acometió Salvador la empresa, después de atizar un par de mates al muchacho, y en un rincón del Casino, no muy concurrido a tal hora.

—Mauricio, atiende… Mira que haces muy mal… Tu padre está viejo, cansado; no debieras darle disgustos, sino ayudarle…

—Ayúdale tú —contestó Mauricio, expansivamente—. ¿Qué más te da renunciar a firmar recetas? Ponte al frente de todo; si te lo agradezco. Haz mis veces.

—¿Y por qué he de ser yo, vamos a ver? El hijo eres tú.

—Sí, convenido ¿Y qué tenemos? No voy a desmentir ahora mi vocación de siempre. Yo no nací para vender piezas de paño. Sueño otras cosas, ¿qué quieres? —añadió con una luz de ilusión en sus ojos árabes, juveniles—. ¡Tengo aspiraciones, vaya! O poco he de poder, o mi nombre ha de quedar escrito… Cuando pienso en una página de gloria, Salvador, todo lo desprecio; me corre un escalofrío por el espinazo. Será una tontería… No renuncio a ella por cuatro puñados de dinero, ¿entiendes?

Callaba el médico, dando chupadas al cigarro con nerviosa impaciencia.

—¿Y de dónde sacas —exclamó al fin— que los demás no pensamos en una página de gloria? Cada uno tiene su alma en su almario… También somos gente los mediquillos ¡Imagínate, si pudiese yo llegar a donde llegaron los Lister, los Pasteur, los Koch!

—Corriente… No estás sin tu ideal… Sólo que tu ideal es pacífico, es incruento… Ideal de morir en tu cama… Y yo —afirmó Mauricio con poético fatalismo— corro tras de una suerte distinta ¿Peligro? Ni de él me acuerdo… Ni siquiera pienso en lo peor, que pueden cortarme una pierna, dejarme inválido. Te juro que nunca se me ocurren tales cosas. Estoy seguro de que Mauricio Romeral ganará cuanto honor hay que ganar en el mundo. Por consiguiente, ayúdame a engañar a papá y a Camila, pues mi resolución es irrevocable. Diles que no iré. Y en cuanto llegue la orden del Ministerio de la Guerra, ¡arriba! En campaña. No me hables de quedarme en Ansora vegetando como un tonto… ¡Buen provecho!

De aquí no se apeaba. Los ojos negros le brillaban. La nariz, fina, se dilataba ansiosamente. Reía con una especie de gozo heroico.

—Y qué, ¿no estás enamorado? —lanzó, como único recurso Salvador.

—¡Pch! Crónicamente… De diez o doce… Ahora, de Nanita Prado… Una tobillera… Una monada… Bueno, pensaré más en serio cuando venga con la heridita, con la cruz, con el empleo ganado a pulso… Lo demás son boberías.

Salvador, al contrario, declaró que anhelaba tener ya establecido su hogar, su nido dulce. Huérfano y sin hermanos, se veía ya con su mujercita, leyendo mientras ella hacía labor, y en el ángulo del gabinete la cuna blanca. Una oleada de íntima alegría le subió del corazón al rostro ante perspectiva tal; pero aquel diantre de Mauricio… Y no había para él razones.

—No agaches la cabeza —declaró el teniente—. Mi hermana, bueno, que se apure… Papá, por aquello de ser Papá… ¡Pero tú, un hombre, caramba! Hay que tener el corazón mejor colgado y dejarse de cobardías…

¡Cobardías! Rumiaba la palabra Salvador cuando, tres días después preparaba la maleta para salir hacia Madrid en el tren de la noche.

—¿Soy yo cobarde? —cavilaba para sí—. Me parece que no. Voy tranquilo, frío. Nadie me haría cambiar de resolución. Al despedirme de Camila, que no sabe el objeto de mi viaje, ni acaso, aunque lo supiese, se daría cuenta…, no he mostrado emoción alguna ¡Tan fresco! Bueno, ahora sí que parece que me conmuevo algo… ¡Camila! Sería un día dichoso el que… En fin, adelante. A lo que estamos…

Y acabó sus preparativos, metiendo en el gladstone multitud de librotes, revistas, apuntes sueltos.

Cuando llegó a Madrid, de madrugada, se lavó precipitadamente, se aliñó y corrió al Hospital.

Ya le esperaban, avisados de su venida. El director acudió y habló con calma, sin aspavientos.

—¿Insiste usted en querer…?

—Sí, más que nunca —afirmó el médico. ¿Supongo que los tubos han llegado…?

—Los tengo desde ayer. Piense usted en lo que va a hacer; el experimento es arriesgado.

—Ya lo sé. No importa. Alguien ha de realizarlo… Seré yo.

Ante los tubitos, sin embargo, de aspecto tan inofensivo, sintió un poco de frío moral. Por primera vez el asco de la muerte se concretó, con sus pavores y solemnidades trágicas. ¿Morir?

Se acordó de Camila, de la blanca visión de la cunita en el ángulo del gabinete… Fue pasajero.

—No, no soy cobarde —se afirmó a sí propio, noblemente.

Y se despojó para inyectarse. Los tubos eran dos: uno contenía el bacilo del morbo, que no perdona; otro la inyección que salva. Primero se inoculó el virus, luego el contraveneno. Volvió a vestirse, sin temblor. Al contrario, creía percibir una exaltación, un generoso desdén de los egoísmos, y repetía mentalmente:

—Una página de gloria… de gloria.

Al apearse otra vez en la estación de Ansora ya tenía fiebre. Sí, fiebre; una especie de hondo estremecimiento, preludio del calambre.

—Es lo natural… Para que el experimento valga, tengo que sufrir el mal; pero será cosa ligera… ¡Estoy vacunado!

Se acostó, mandó un aviso a un colega, le explicó el caso, le encargó silencio. Pero la prensa de Madrid había hablado, citando el nombre del valeroso médico que quiso hacer la prueba de la nueva vacuna, llamada a suprimir el cólera, que amenazaba nuestros puertos y contra el cual había que adoptar las mayores precauciones. Y la ciudad entera preguntó, afanosa, y entonaron himnos los diarios locales. No obstante, la casa del apestado se aisló, porque, desde el primer momento, el otro facultativo notó la triste realidad: a pesar de la vacuna, del descubrimiento prodigioso, aquello era el cólera, con todas las de la ley. Y no se le consintió a su novia ni a nadie acercarse al enfermo, por mejor decir, al moribundo. Sólo aquel «mala cabeza» de Mauricio logró, el diablo sabe cómo, forzar la consigna. Y, ante el rostro, horriblemente descompuesto, lívido, le asaltó el recuerdo de una conversación muy reciente, y pensó, verdaderamente afligido, y descubriéndose con respeto:

—¡Muere como un héroe… y en su cama!

En Tranvía

Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.

En primer término, casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va a su lado —probablemente el papá— le hace una carantoña o le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa e indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual, frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún lazo o moño que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar o recordar.

Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito, ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco o rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del comedor sólo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce que la dueña en persona eligió en casa de Martinho o de Prast!

Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando entre sus brazos a una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo mismo podría frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no sólo a la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.

Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace ajeno a reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.

El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos bastos, pero fuertes, se hallaban en un buen estado de conservación; su chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada, denegrida y temblorosa.

El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una moneda de cobre.

—¿Adónde?

—Al final.

—Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora —advirtió el cobrador, entre regañón y compadecido—, y aquí me da usted diez.

—¡Diez!... —repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa—. Diez...

—Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?

—Pero no tengo más —replicó la mujer con dulzura e indiferencia.

—Pues quince hay que pagar —advirtió el cobrador con alguna severidad, sin resolverse a gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.

A todo esto, la gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante déficit.

—No tengo más —repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse.

Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven algunos.» De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin soltar a su hijo y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó, dirigiéndose a los circunstantes:

—¡Mi marido se me ha ido con otra!

Este frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se había vuelto loca la infeliz para gritar tan desaforadamente y decir semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de extrañeza del auditorio.

—Se me ha ido con otra —repitió entre el silencio y la curiosidad general—. Una ladronaza pintá y rebocá, como una paré. Con ella se ha ido. Y a ella le da cuanto gana, y a mí me hartó de palos. En la cabeza me dio un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van dos meses que no sé!

Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles del drama doméstico. Oí al señor cuarentón que encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba a su lado.

—La desdichada esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa jeta y ese ojo de perdiz que tiene!

La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El cobrador se acercó a la mujer y le puso en las manos la dádiva.

—Tome usted... Aquella señora le regala una peseta.

El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se sintió acometida del ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas, carteras y saquitos. La colecta fue tan repentina como relativamente abundante.

Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la voluntad a soltar la primera peseta que a tirar el último duro, todo el mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo para la pobre.» Lo raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.

Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega a mortificarle en su amor propio, a título de declaración de independencia que se permite el desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso. Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta, y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo guardaron para sí y fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen género y hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una ya; cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del error o chasco sentimental que se le había sugerido.

* * *

Poco a poco fue descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una situación embarazosa, y evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón, siempre trémula, que dejaba marchar a sus momentáneos bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo pague.» ¿Notaría que el coche iba quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:

—¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se distraiga y vaya a pasar de su casa.

Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente: «¡Quia! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que andaré a pie todavía.»

El diablo (que también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me tentó a probar si las palabras aventajarían a las monedas en calmar algún tanto la ulceración de aquella alma en carne viva.

—Tenga ánimo, mujer —le dije enérgicamente—. Si su marido es un mal hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para él debe usted trabajar y vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la servirá a usted de amparo. Las madres no tienen derecho a entregarse a la desesperación, mientras sus hijos viven.

De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada fija removía el alma. El niño, entre tanto, se había despertado y estirado los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando a la criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego.


«El Imparcial», 24 febrero 1890.

En Verso

Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándose majestuosamente, lo declamó. Luego, meneando la cabeza, volvió a sentarse. Apretaba en la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó la pensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiro profundo se exhaló por fin de su boca, contraída de amargura. Arrugó convulsivamente en la mano donde aún lo conservaba el borrador, lo arrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa y volvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no ya al amplio paso rítmico de los lectores en voz alta, sino con el andar agitado y desigual de los momentos en que la locomoción no llena más fin que desahogar la excitación nerviosa.

—¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía! Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no lo sería, aunque gastase en procurar serlo las horas febriles de sus noches, las rosadas auroras de sus días, la clama misteriosa de sus tardes y toda la savia de su cerebro y todas las emociones profundas de su corazón... Porque ahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en su corazón había emociones, en su fantasía plasticidades, galas y espejismos, más de los necesarios para dar materia a los versos... Y apenas este contenido de su alma quería bajar a la pluma, expresarse por medio de la rima, era lo mismo que si un chorro de agua fresca hubiese caído sobre la arena del desierto: ni señales.

Este caso del personaje de mi cuento —que se llamaba Conrado Muñoz— no es raro ciertamente... Todos hemos conocido hombres cuya conversación está impregnada de poesía, cuyo modo de ser tiene mucho de bello y de significativo, y cuyos versos son la misma insignificancia, la misma sequedad, la quinta esencia de lo vulgar y de lo cursi literario, la diferencia que encuentro entre Conrado y los demás poetas chirles que lógicamente no debieran serlo, consiste en que Conrado se conocía. ¿Hay sabiduría; hay ciencia más amarga que esta de conocerse cuando el conocimiento descubre el irremediable, el fatal límite de las facultades?

No habían podido más que la perspicacia de Conrado las fáciles lisonjas de los amigos, ni las inverosímiles benevolencias hiperbólicas de algunos periodistas, ni su propio anhelo, que es siempre el mayor engañador... Llevaba dentro implacable juez; era un crítico admirable de tino y sagacidad... también en lo secreto, en lo íntimo; porque, llegado el punto de expresar por escrito sus juicios certeros, fracasaba lo mismo que al rimar, y solo acudían a su pluma indignos lugares comunes, de una insignificancia desesperante... Dando vueltas a esa miseria de su destino, el frustrado poeta llegaba a encontrarlo anunciado en la unión de su apellido y nombre de pila. Conrado es, sin duda, un nombre muy poético y bello, de novela y de leyenda. En cambio, Muñoz huele a garbanzos y a trivialidad. ¿Comprenderíais que un gran poeta se llamase Muñoz? Así, lo primero en él, la idea, el Conrado, era estético y digno de salir a luz; pero lo segundo, Muñoz, el desempeño de la obra, era algo sin forma ni carácter, algo que tenía que acabar por ponerle en ridículo...

Sí; poseía Conrado talento suficiente para estar de ello seguro; a la larga o a la corta, el ridículo, como azote de la justicia inmanente, cae sobre los malos poetas. Cae hasta sobre aquellos que, revestidos de una cáscara engañosa, son malos y parecen buenos, y cuyos versos hasta se recitan en tertulias, entre babas de señoras y éxtasis fingidos de compañeros de profesión. Al que remeda a Apolo, Apolo acaba siempre por desollarle, como al sátiro. Conrado tenía el alma lo bastante generosa para poder contentarse con la farsa literaria. No, no era eso. Eso lo desdeñaba, lo vomitaba su espíritu; eso hasta le enloquecía de rabia. Sin duda, el que se sacia con apariencias es más feliz. Conrado estaba seguro de obtener —si desplegaba asiduidad y flexibilidad y destreza en conducirse— cierto renombre; podría ser académico, árcade, felibre... Lo malo, repito, del caso especial de Conrado Muñoz era que pretendía ser poeta ante dos testigos veraces: ante la posterioridad y ante sí mismo... Y allá dentro, una voz burlona repetía: «No seas necio. No pretendas lo imposible. Tus versos son, en definitiva, irremisiblemente malos.»

Dio vueltas como el león en su jaula, y después, abatido, vino a dejarse caer en el sillón, el mismo que le había visto tantas horas emborronar papel, morderse las uñas en busca de un concepto o un consonante, leer afanosamente los modelos para inspirarse, cediendo, a pesar suyo, a la tentación plagiaria que sufren los que no encuentran prevenida la inspiración... Y al cabo, rendido a un dolor verdadero, un dolor hermoso —que era poesía—, dejó caer la cabeza sobre las manos y filtrarse entre los dedos algunas lágrimas... Lloraba lo que más se ama: la ilusión, la quimera muerta, que al sucumbir parece que nos deja enteramente solos, abandonados, perdidos en las tristezas del mundo. Ya he dicho que dentro —allá muy dentro— de Conrado había muchos poemas, infinitas estrofas, hartos lieders y varias hondas elegías. Una de ellas era la que salía a sus ojos entonces, en forma de llanto. Como una monja magullada por los hierros de la reja, segura de concluir sus días en reclusión, sin que nadie haya sondeado el negro abismo de sus ojos, Conrado lloraba todo lo que no podía decir, todo lo que se moriría, guardado secreto, toda la divina beldad de su idea, lastimada y perpetuamente encerrada en la mezquindad de su forma... «Mi vida carece ya de objeto, carece de razón de ser —pensaba—. Mejor sería irse de ella...»

Muchos poetas, en efecto, habían terminado por ahí... Nombres gloriosos, eternamente envidiados, desfilaron por su memoria... Pero ellos eran poetas, poetas de verdad, y tenían derecho al romanticismo. No así él. Muñoz el grotesco, Muñoz el fracasado... Morir de tal suerte sería una ridiculez más. Para él, la muerte debía venir rodeada de su aparato cotidiano y burgués, el médico, las recetas, el termómetro clínico, la «itis» más usual, la que más humilla a la materia vil y paciente... Y volvió a gemir entre risas de rabia, golpéandose desesperadamente la frente inútil, la que no había sabido entreabrirse, jupiteriana, para dar paso a la Musa prisionera...

En ese sobresalto de impaciencia ambulatoria que causan los dolores agudos, requirió bastón y sombrero y se echó a la calle... Era un día de gran gentío, un domingo. Sin darse cuenta del porqué, tomó el camino de la Florida. No sabía quizá ni por dónde andaba. Su idea fija daba cuerda a sus pies de soñador impenitente. Andaba, andaba distraído, abstraído, enredándose con la villana muchedumbre, que le miraba con fisga o le empujaba con grosera insolencia. Ni se volvía. Encontraba en andar un lenitivo, y por instinto se encaminaba hacia donde hubiese árboles, aire, espacio y soledad. Fue necesario que oyese un grito salido de muchas bocas, un clamor de espanto, para que se diese cuenta de que ocurría algo insólito, capaz de sacar de su ensimismamiento a una estatua...

Volvió la cabeza y se enteró rápidamente. El tranvía, alzando nubes de polvo, volaba por una pendiente abajo, y en medio de la entrevía estaba una criatura, niña o niño, que ni eso había tiempo de ver, porque lo horrible de la situación es que de nada había tiempo; ni de que el disparado coche se detuviese, ni de que la criatura, oyendo los gritos, corriese a ponerse en salvo... No, no había tiempo material; tenía que ser aplastada la inocente víctima en mucho menos plazo del que se escribe esto...

Y tampoco hubo tiempo de que Conrado lo reflexionase. La inspiración, rebelde para lo rimado, vino súbita, fulmínea. Le deslumbró, como a Saulo el relámpago entre el cual se le aparecía Cristo. Era la muerte casi segura; para desviar a la criatura había que exponer el cuerpo... Conrado se precipitó; un segundo más tarde... hubiese sido tarde. Con un brazo echó fuera de los rieles al pequeñuelo, que rompió en sollozos, y con el otro brazo, instintivamente, quiso detener la masa de hierro y madera que se le venía encima, a pesar de los desesperados esfuerzos del conductor para sujetarla...

Y su último pensamiento —antes de perder la conciencia al despedazarse su cráneo— fue este, altivo y satisfecho:

«He escrito una admirable poesía...»


«El Imparcial», 5 de julio de 1909.

Entrada de Año

Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.

Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:

—¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia apelo!...

El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.

—¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia... ¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste...» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo... Se murmura de «los años» en general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me enteraba siquiera!...

Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:

—Adiós, abuelito... Aliviarse... Se hace tarde y voy muy de prisa...

Al entrar en la Tierra, sentíase descorazonado. Como suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y además creía herida su dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes que le maldecirían y le achacarían, sin razón, sus adversidades y desventuras.

Hasta tal extremo fatiga esta cavilación al muchacho —advierto que el año de mi historia era muy delicado y pundonoroso—, que decide apelar a una especie de plebiscito. Si le rechaza la mayoría, si en él ven un enemigo los mortales, hállase resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada, borrando antes con el dedo las cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca y negra pizarra del Destino. Un suicidio por decoro antes que una vida detestable entre la universal execración.

Con tan firme propósito, el Año Nuevo, vagando por las calles de populosa ciudad, cruza la primera puerta que ve franca, por la cual salen quejidos lastimeros. Sobre duro camastro yace tendida una vejezuela, seca como pergamino, inmóvil. En sus miembros paralizados sólo vive el dolor. El año se inclina, compadecido, e interroga a la impedida afectuosamente:

—¿Qué es eso, madre? Mal lo pasamos, ¿eh?

—¡Ay, hijo! Esto se llama rabiar y condenarse... Tengo dentro un perro que me roe los huesos sin descanso... ¡Y sin esperanzas de curación! ¡Cuatro años que llevo así!

—¿De modo que no querrá usted llevar uno más? —exclamó el chico con anhelo—. Porque yo soy el Año que viene ahora, y si usted gusta, puedo quitarme de en medio. Desaparezco por escotillón. Usted descuenta ese añito de los que le faltan de padecer... ¡y a vivir... o a morir, según Dios disponga!

Profundo espanto se pinta en la cara amojamada de la vieja. Brillan de terror sus apagados ojos, y cruzando las manos —sólo estaba baldada de la cadera abajo— implora así:

—¡No, Añito del alma, no te vayas, no te quites! No, Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento algo aliviada...! ¡Me anuncia el corazón que no has de ser malo como tus antecesores!... ¡Un añito! ¡Y a mi edad, que quedan tan pocos!

Maravillado sale el Año de allí, y como anda tan ligero, presto deja atrás la ciudad y se encuentra en una especie de colonia obrera, albergue de los trabajadores en las minas de azogue.

Sórdida estrechez se delata en el aspecto de las casuchas, y las filas de seres humanos que a la incierta luz del amanecer se dirigen a hundirse en las entrañas de la mina, llevan estampadas en el rostro las huellas del veneno que impregna su organismo. Su palidez verdosa, su temblor mercurial incesante causan escalofrío y miedo.

El Año, espantado de tal vista, se acerca al que más tiembla, que no parece sino muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de eléctrica corriente, y le hace la misma proposición que a la vieja tullida.

El temblor del desdichado aumenta. Hiere de pie y de mano, danzando como si le hubiese picado la tarántula maligna. Sus ojos ruegan, sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas suplica afligido:

—¡Eso nunca, señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera, no me quite un pedazo de la dulce vida! ¡Es el único bien que poseo!

Apártase el Año, entre horrorizado y despreciativo, y con la rapidez propia de su marcha (el tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega a orillas del mar, ve un presidio y se introduce en una de sus cuadras.

Residencia para todos odiosa, sombría, mefítica, emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué será para el hombre que no cesa de dar vueltas a tremenda idea fija: la certidumbre de haber sido condenado sin culpa a cadena perpetua, y de que, mientras se consume en el penal, abrumado de ignominias, el verdadero criminal, que le robó libertad y honor, se pasea tan tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido de la propia mujer del preso?

Y los abyectos compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un instinto de honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han tomado por esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y desempeñe los menesteres más bajos.

Cuando el Año penetra en la cuadra, el desdichado preso se ocupa en liar los sucios petates de la brigada toda.

«Lo que es éste, acepta —discurre el Año entre sí—. A vivir semejante, será preferible el nicho.»

Al formular la proposición, seguro de que la oiría con transporte, el Año sonríe; pero el presidiario, apenas comprende, se subleva, chilla, pone las manos como para defender o pegar.

¡No faltaba más! ¡Después de tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia! ¡En seguida! ¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle? ¡Pues hombre!

Confuso y aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la tentativa? Nadie quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra...

Sin embargo, por tranquilizar su conciencia, recorre el Año los lugares en que se llora, las mansiones del dolor y la necesidad, las famélicas buhardillas, los campos que riega el sudor del labriego, los asquerosos burdeles, los hospitales, los asilos de la mendicidad, las leproserías, las glaciales prisiones siberianas... Doquiera le dicen «arre allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio...

Ahíto de ver tanta desdicha, el Año quiere reposar una hora en alguna casa alegre, rica y elegante, y se detiene en el palacio de un señor poderoso, a quien rodearon desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre quien llovieron amores, honores y riquezas.

En una estancia que más parece museo, donde tapices de armoniosos tonos apagados sirven de fondo a relucientes y arrogantes armaduras antiguas; recostado en un sillón guadamecí, descansando la sien sobre el puño, está el potentado, siguiendo con lánguido mirar los reflejos de la llama que arde en la chimenea.

«¿Qué dirá éste de mi proposición? —calcula el Año—. Saltará al oírla. Me cruza con aquella tizona, de fijo.»

¡Y por chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido trato... Doce meses menos, un recorte en la tela del vivir!... Alza la frente el magnate, sonríe penosamente, y tendiendo la diestra, farfulla como si tuviese pereza de hablar:

—Convenido: venga esa mano... ¡Doce meses de aburrimiento que desquito! Mil gracias... No tengo arranque para pegarme un tiro; pero así, indirectamente, es otra cosa...

Y entonces el Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la señorial mansión, y anuncia a son de trompeta, en calendarios y diarios, su entrada en la casa de locos de la Humanidad.

Entre Humo

A los pocos días de residir en el poblachón de la montaña donde me confinaba mi carrera y la necesidad de empezar a formarme un porvenir —éramos seis hermanos, y mis padres tenían lo estricto y nada más— empezaron a hablarme de mi patrona a medias palabras reticentes.

Para combinar un arreglo económico, mi madre había escrito a aquella mujer, de quien supo por referencias, para que me cediese habitaciones y guisase mi pitanza. El precio nos pareció inverosímil, y cuando probé el trato creció mi sorpresa. Vivía yo como un príncipe por una cantidad módica hasta lo sumo. No faltaban en mi mesa frescas truchas del río, pollos tiernos, jamón excelente, embutidos sabrosos y otros regalados manjares; mi alcoba y mi despachito eran tazas de plata; a mi ropa blanca no le faltaba cinta ni botón, y Mariña, la huéspeda me hablaba en tono de respeto, que gradualmente fue matizándose con unas ráfagas de algo que parecía cariño. Al oírme ensalzar las cualidades de Mariña, su habilidad de cocinera, en la tertulia de la botica y en las tardes ociosas del Casino, menudearon las indirectas, unas en tono de chanza, otras con acentuación grave y fúnebre. Mariña..., ejem... Mariña..., jum... Mariña..., ¡vamos! Bueno, Mariña...

Supuse, al pronto, que me insinuaban algo respecto a la conducta de la patrona en el terreno amoroso; y a la verdad, como este punto me tenía perfectamente sin cuidado y me encontraba en el hospedaje cual ratón en queso, me encogí de hombros, echándome a reír. ¡Historias de mujeres y de hombres! ¡Pchs! Un comino... Sin embargo, miré con cierta curiosidad a Mariña. Frisaría en los treinta y pico, y su cara, de facciones bien perfiladas, no mostraba ese tono rojizo de las mujeres laboriosas de baja clase, sino una firme palidez, que daba realce al colorido de los labios, muy rojos. El pelo, negrísimo, abundoso, liso y fuerte, lo recogía en rodetes tras de la oreja. Los brazos, arremangados, eran de un modelado correcto. Bajo su blusa de percal, el seno conservaba proporciones juveniles. La mirada, un poco cautelosa, la velaban pestañas densas. Las cejas, sombrías, pobladas y juntas, imprimían cierta dureza a la fisonomía. Era, en suma, una mujer que, sin ser fea, no sugería ideas voluptuosas; un no sé qué en ella, alejaba la tentación. En cambio, indefinible recelo me empezó a acometer en medio del bienestar que la solicitud de Mariña me proporcionaba. Y es que un día tras otro, las vagas indicaciones hacen mayor efecto que haría la forma calumnia. Se apoderan del ánimo con fuerza superior; su lento trabajo es más seguro. Por otra parte, las insinuaciones, al reunirse, se condensaban.

—¿Qué tal los guisos de Mariña?

—Guisa bien la patrona, ¿eh?

—¡Compone muy ricas las anguilas! ¡Qué empanadas! ¿Le da empanada?

—Hay que comerlas con cuidado, que a veces hacen daño.

—Sí, esos platos fuertes...

—No se atraque mucho, por si acaso, registrador... —me aconsejaban, sardónicos.

Preocupado ya, decidí esclarecer el misterio. Cogí a Agonde, el boticario, hombre formal, de buen consejo, y le intimé mi formal voluntad de saber qué era aquello... ¡de una vez!

—Diré a usted... —murmuró el boticario, a la defensiva, sobándose reflexivamente la barba gris—. Son gaitas... La gente... ¡Cuentas claras!

El boticario escupió de soslayo, y, con calma, encendió un puro, dióme otro y, confortado y refugiado tras del humo de la primera chupada, profirió:

—Bueno, ahí va esa... Mariña fue bonita y se casó con un tío suyo, un usurero, siendo moza como de veinte años. Que el tío le dio mala vida, hasta los gatos lo saben; la hacía levantar a las altas horas para guisarle caprichos, carne así y huevos del otro modo; le tiraba a la cara la tartera si no estaba a su antojo el guiso, y un día, por ese pelo tan largo que tiene aún, la amarró a la columna de la chimenea, en la cocina, y también tiene la lengua demasiado larguita.

—Al contrario; yo me quejo de la lengua corta... Cuando se suelta un cabito, desembuchar ya de una vez.

—Bien dice usted —observó, astutamente, Agonde—. Sólo que, para desembuchar, es necesario saber las cosas a punto cierto, y ahí está el quid, registrador... Hablar no es probar, ¿eh? Hablan, por que tienen boca.

—Agonde —insistí—, estamos solos, y le doy mi palabra de caballero de que me callo. No le pido tampoco su opinión, pido nada más que saber a qué, mentira o verdad, aluden cuando me echan esas indirectas transparentes. Ea..., salga a relucir lo que demonios fuere: fue milagro que no se le pegase fuego a las ropas y no quedase ánima del purgatorio. Y así, nueve o diez años... De este modo salió tan buena guisandera, ¿eh?

—No es milagro... ¡Hay que empezar por contar lo del marido antes de llegar a lo de ella...!

—Vamos, que tomaría un querido...

—¡Ca! No, señor. En ese particular, de Mariña no hubo que decir ni tanto... ¿Un querido? Más valiera... ¡Dios me perdone! —y Agonde rió, envuelto en el humo, que le prestaba atrevimiento y picardía.

—Entonces...

—Entonces... El cuento que corre es que, habiendo pescado el Miñoca, ¿no sabe?, ese viejo que saca del río las truchas a docenas, una anguila magnífica, gorda como mi brazo, se la trajo al marido de Mariña, que ordenó una empanada. La mujer se esmeró, y la empanada estaba tan rica, tan rica, que mi hombre se excedió tal vez... Ello fue que aquella misma noche, ¡pum!, al otro barrio.

Un frío sutil me serpeó por las venas...

La tragedia se me presentaba completa, lógica, como escrita por la mano profundamente artística de la Fatalidad. No me quedó ni sombra ni duda... ¿Quién podrá explicar por qué, al mismo tiempo, se me impuso la idea, el propósito firme, de tomar la defensa de la envenenadora y rehabilitarla si pudiese? Son fenómenos o aberraciones de la sensibilidad, anomalías del alma.

—¡Vamos! —exclamé, en voz alta, velándome también con el humo para disimular la expresión involuntaria de mis ojos—. ¿Y no hay más que eso? ¿Se hicieron averiguaciones serias? ¿Qué opinaron los médicos? ¿Medió la justicia? ¿No? —Agonde, tras la cortina de humareda, hacía con la cabeza signos negativos—. Pues entonces permítame que le diga que todo ello se reduce a chismes lugareños, a murmuraciones... El marido era viejo, ¿a qué sí? Tragaba como un bárbaro... ¿a qué sí? Y sobrevino la congestión... ¿a que sí? —Los signos negativos se habían convertido en afirmativos—. Y si no, Agonde, a ver: usted era entonces el único farmacéutico aquí, como ahora... Usted bien sabrá que no le despachó a esa mujer droga ninguna...

Apenas lo lancé me arrepentí; tal fue, y lo vi al través del humo, la descomposición de las facciones del boticario. Comprendí que había puesto el dedo en viva llaga, y que la inquietud de haber vendido, inadvertidamente, sabe Dios qué pócima, le atenaceaba mil veces, en horas insomnes. Y exclamó, con voz alterada, tartamudo:

—¿Qué había de despachar? ¿Qué había de despachar? Pues no anda uno con poco cuidado...

Callamos breves momentos, y luego añadí, decisivo:

—Estamos usted y yo en el deber de atajar esos chismes...

Y el humo se mezcló, formando nube de misterio. Con dos o tres desplantes, nadie volvió a susurrarnos cosa alguna, aunque era fijo que continuaban pensando... Y yo pensaba también, y perdía el apetito no obstante los piperetes con que Mariña me regalaba, desvivida por cuidarme...

Solicité permuta, la obtuve, y me fui, no sin cierta pena. Los ojos de Mariña, al través de su denso pestañaje, perdida la cautela, parecían preguntar la causa de mi partida y en qué había podido desagradarme, ella que, noche y día, sólo se ocupaba en discurrirme platos gustosos, y en mullir mi limpia cama... Nunca he vuelto a encontrar patrona como Mariña.


«La noche», 6 diciembre 1911.

Entre Razas

Al admirar la colección de objetos de arte de mi amigo el conde de Boltaña, me llamó la atención uno que no descollaba por su mérito, pero que decía a mi alma cosas muy expresivas. Era la efigie —de talla, con ropaje dorado y estofado— de San Benito de Palermo. La negra faz del santo, su testa de cabellera lanuda, se destacaban con singular energía sobre las ricas vestiduras sacerdotales. Notando el interés con que yo miraba la estatuilla, me advirtió el conde:

—Esa escultura es de lo más flojo que hay aquí.

—Pero encarna una idea —respondí al punto—. Encarna la idea tan esencialmente democrática del catolicismo. Es la apoteosis de la igualdad humana: reprueba la división en razas superiores e inferiores que estableció el paganismo. Por eso me conmueve el santito negro, que estará ahora bañándose en la blanca luz celestial.

—Si yo le refiriese a usted —exclamó el conde— cuándo y en compañía de quién adquirí esa talla y lo que después ocurrió, tal vez pensaría usted que a fines de nuestro siglo la civilización vuelve al cauce pagano, restaurando la desigualdad basada en la fuerza material... y que pierde terreno, en los pueblos directivos, la noción del derecho.

* * *

Y como yo insistiese en conocer sin tardanza la historia de la compra del San Benito, nos sentamos en cómodos y vetustos sillones de badana cordobesa, y el conde habló así:

—Ha de saber usted que hace años, un primo mío, cónsul en Baltimore, me recomendó a cierto norteamericano que venía a recorrer las principales ciudades de España y proyectaba detenerse en Madrid cosa de un mes. Con la hospitalaria cortesía de que nos preciamos los españoles, sacrificando tiempo y dinero, me dediqué a acompañar y obsequiar al yanqui, llevándole a donde mostraba deseos de ir; a las casas de los anticuarios, y también a los cafés flamencos y teatrillos de mala muerte, con todas sus consecuencias. Para que usted se explique estas al parecer contradictorias aficiones de mi extranjero, habré de retratarle en cuatro rasgos.

Podría tener de veintiséis a treinta años de edad; era alto, anguloso, como tallado a hachazos; y el contraste de su figura consistía en aquel corpachón de boxeador y púgil terminado por una cara imberbe, rasa, de ojos incoloros y fríos, de boca femenil. Llevaba el pelo muy recortado, y al sol su cabeza parecía bola de oro pálido; en suma, la facha de un clergyman, y desmintiendo el tipo clerical y beatífico, una fisiología poderosa. Su carácter era poco expansivo, con súbitos arrebatos de voluntarios antojos; y noté fácilmente cómo en las tiendas de antigüedades pasaba de la glacial indiferencia al violento deseo, determinado, no por la belleza de un objeto, sino por su alto precio o su rareza. «Dentro de poco —solía decir en regular castellano, al sacar la cartera atestada de billetes— tendremos 'allá' lo mejor de la vieja Europa.» Compraba lo mismo que quien roba, y sin mirar sus adquisiciones segunda vez, las encajonaba y expedía. Lo único que despertaba en él una emoción parecida al respeto eran los cachivaches de carácter nobiliario, que suelen hacernos sonreír a los españoles.

Un carcomido escudo de armas, una amarillenta ejecutoria con miniaturas, le atraían y borraban la contracción irónica de sus labios. Llamábase Ricardo Stoddard, y sospecho que poseía fábricas de harinas y pastas; pero jamás lo confesó, y pidióme por favor que le llamase siempre «don» Ricardo, en lo cual a poca costa le di gusto.

Una mañana, mientras rebuscábamos tesoros de arte, apareció ese San Benito de Palermo, cubierto de polvo y destrozadillo. «Don» Ricardo miró la efigie y pronunció con calma: «Estúpida, una religión que pone en altares a los negros.» No sé si porque me soliviantó la grosería de la frase o por espíritu de contradicción, en el acto compré la escultura y mandé que la llevasen a casa del restaurador directamente. Quería desagraviar al santo de la oscura tez, y dar de paso una lección al ciudadano demócrata.

Por casualidad, estábamos de acuerdo en visitar aquella misma noche un cafetucho de no muy buena fama, cerca de los barrios bajos. Si bien me desagradaban tales excursiones, no me creí dispensado de acudir a la cita, y nos instalamos ante una mesa, pidiendo cerveza y café. Habría transcurrido un cuarto de hora, cuando vi que en la mesa próxima acababa de ocupar una silla un corpulento negrazo. Es tan poco frecuente ver negros en Madrid, que le miré con profunda sorpresa, admirando su atlética complexión, su arrogante estatura, su vigor, sus ojos brillantes y la corrección de su traje; vestía de gris, con chaleco blanco, y calzaba guantes de gamuza barquillo. Sin poder contenerme, toqué en el brazo a «don» Ricardo y le dije sonriendo:

—Buen tipo, ¿eh? ¡Qué ejemplar!

Volvióse el yanqui y posó en el negro sus pupilas descoloridas y aceradas. No recuerdo mirada así: el desprecio condensado hasta producir la frigidez del hielo y la altivez que encuentra su fórmula definitiva y triunfante se revelaron de la ojeada que siguió a mi observación. Y con voz incisiva, estridente, que azotaba, pronunció en alto:

—¡Oh! Sí. ¡Vale mil dólares!

No puedo describir el efecto que me causó aquel precio de mercado, aquella tasa de caballo o de res vacuna, arrojada a la faz de un racional, de un ser humano; pero describiré el que causó en el negro, que había oído perfectamente. Palideció poniéndose verdoso —es como palidecen ellos—: la blancura de sus ojos giró, y levantándose de un brinco de tigre, quitóse un guante y lo proyectó contra la mejilla del norteamericano. Este esquivó el choque ladeando la cabeza; sin perder su flema, asió las tenacillas del azúcar y con ellas cogió el guante, sobre la mesa caído; llamó al mozo, y ordenó chapurreando más que de costumbre:

—¡Se lleve usted pronto esta porquería!

El negro permanecía de pie, lívido, cruzado de brazos, desafiando. Por un instante temí que iba a precipitarse hacia nosotros. Su corpachón gigantesco retemblaba de coraje; sus dientes casteñeteaban de ira. Sin embargo, se contuvo, abrió los brazos, volvióse de espaldas, y yo, advirtiendo que en le café la gente, alborotada, se arremolinaba ya esperando alguna bronca, pagué el consumo y logré sacar al yanqui afuera. Al verse en la calle dijo seca y acerbadamente:

—¡Qué cosas pasan aquí! ¡Me echar el guante un esclavo!

Respondí enojado que ya no hay esclavos, y creo que saqué a relucir en mi perorata el San Benito negro y las ideas de fraternidad. Debí de predicar en desierto, porque al dejar a «don» Ricardo a la puerta de su fonda, todavía repitió, pegándome familiarmente en el hombro (me había cobrado afecto a su manera):

—¡Un esclavo! By God!

Cuando me alejaba de allí, iba asaz preocupado. Juraría que «alguien» nos había seguido a distancia, paso a paso, desde la plaza Mayor hasta la calle del Caballero de Gracia, a tales horas poco concurrida. Miré en derredor, escruté las bocacalles, pero a nadie vi. Rumiando el incidente, me retiré, y los siguientes días rehuí acompañar a «don» Ricardo. La curiosidad me movió a averiguar quién era el gigantesco negro, y supe que procedía de las Antillas, que ejercía las altas funciones de jefe de las cocheras del duque de S***, y que por su habilidad y maestría se ganaba un pingüe sueldo.

Y ya llegamos al desenlace de esta aventura, más dramática de lo que usted supone... Una semana después del episodio del cafetucho leía yo en la peluquería un periódico, y a poco me degüella el barbero; tal respingo di al tropezar con la noticia de que en una callejuela sospechosa de los barrios bajos, no lejos del consabido cafetucho, había sido encontrado el cadáver de un extranjero, cuyas iniciales «R. S.», no me permitieron dudar de quién se trataba.

El periódico traía más detalles: la muerte había sido causada por dos cuchilladas tremendas, y en los bolsillos del muerto estaban la cartera repleta y el soberbio reloj, signo evidente de que el crimen obedecía a una venganza...

Hacer luz... era bastante difícil, como yo no cantase... Y no canté. ¡No me atreví a echar el peso de mis palabras en la balanza terrible! ¿Hice mal? ¡Mi instinto me dictaba que guardase silencio!... Y siempre que pienso en esta página de mi vida moral, para tranquilizarme, para recobrar la paz, miro esa efigie del santo de la cara oscura...


«Blanco y Negro», núm. 488, 1900.

Episodio

Cada diez o quince años los piratas argelinos hacían desembarcos en la costa.

Metíanse tierra adentro por las aldeítas, arrasando y robando la plata de las iglesias, el tocino de las huchas, el ganado de los establos y, de las pobres chozas, las muchachas y muchachos bonitos. No siempre lo hacían a mansalva. También los labriegos tenían sus garrotes de tojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran sorprendidos en sueño profundo y acuchillados inmediatamente, sabían resistir. Por eso preferían los piratas, para sus incursiones, las horas nocturnas.

Y era noche bien oscura y larga aquella de diciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletargada en su paz humilde, despertó al fulgor de las teas y a los alaridos de hombres con cara de bronce y ojos blancos —hombres semejantes a demonios—. Cuando los del rueiro se dieron cuenta del peligro, ardían ya dos o tres casuchas como yesca, cebado el incendio con la hierba seca de las medas y los haces blondos de los pajares, Las voces de socorro, los ayes de muerte, los ¡Dios nos valga!, fueron la única defensa de los infelices.

Capitaneaba a los piratas un renegado español, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. No era misericordioso, en general, ninguno de los que a su mismo oficio se dedicaban; pero Alí Buceya, según noticias, no desplegaba sólo la inhumanidad inherente a tales empresas, sino que se gozaba y complacía en cuantas atrocidades conseguía realizar.

Extraña fruición experimentaba cuando, por orden suya, eran aplicadas torturas a sus prisioneros, y las presenciaba y dirigía, lo mismo a bordo de su galeota que en los jardines de su residencia. Con ser tan grandes su dureza y maldad, las superaba su lascivia. Mejor dicho, se confundían ambas inclinaciones. No había para él goce si no lo sazonaba el ajeno sufrimiento. Decíase que, castigado antaño por la Justicia, en su patria, con pena dolorosa e infamante, se desquitaba ahora, que era rico y poderoso, de lo que había padecido; y érale más sabroso el desquite cuando torturaba a compatriotas suyos. Por eso hacía siempre tanto prisionero; víctimas señaladas de antemano para el apaleamiento, empalamiento y los azotes mortales.

Ocioso era, con semejante corsario, que las mujeres de Santa María de Freseira, hincadas de rodillas, pidiesen misericordia. Apartada la presa que habían de llevarse, los piratas se hartaron de degollar, arrojando a los semivivos al brasero del incendio, que ya se propagaba a la aldea toda.

Dilatadas las fosas de su nariz de ave de rapiña, Alí Buceya contemplaba el estrago. Acababan de segar el pescuezo a una mujer que tenía en brazos a un niño, y que, convulsivamente agarrada a él, no lo soltaba ni al desangrarse, cuando trajeron a rastras, por su copiosa mata de pelo rubio, a una mocita como de veinte años. Venía según la arrancaron de su lecho, cubierta sólo por la gruesa camisa de estopa, descalzos unos pies blancos que el uso del zueco no había logrado desfigurar. Intentaba cubrirse el rostro con los redondos brazos; pero se los apartaron, y Alí vio, con sonrisa sardónica jugando entre el corvo bigote, un semblante celestial, unos ojos azules en que se pintaba el terror, una garganta como marfil y un pecho donde dos azoradas palomas palpitaban.

Con una seña la marcó para botín, y un pirata, comprendiendo perfectamente la intención del arráez, echó sobre el cuerpo tembloroso de la bella su manta argelina. Pálida e inmóvil ya, como cuajada por el miedo mismo, permanecía entre los que la guardaban, cuando dos piratas trajeron a empellones a un viejo semiparalítico, golpeándole para empujarle y dándole con los pies en las costillas a fin de hacerle avanzar. Entonces la muchacha, como si despertase de un sueño de letargo, saltó hacia el maltratado viejo, y asiéndose a su cuello, gritó:

—¡Pa! ¡Mi pa!

Buceya miraba la escena y sonreía burlón y desdeñoso. La mocita se arrojó a los pies del pirata, abrazando sus rodillas. Sollozaba, rogaba, sacudía las piernas del corsario, en la vehemencia de su imploración. Él acentuaba su sonrisa de felino. Alzó la mano, movió la cabeza; un pirata, rápido, hundió en el pecho del anciano su gumía. La muchacha se precipitó a recoger el cuerpo ensangrentado, a besarlo ardientemente. Cuando se convenció de que el viejo petrucio estaba muerto, se alzó sacudida por horrible temblor nervioso y se desplomó al suelo también. En estado de estupor la llevaron en brazos hasta la costa y la izaron a bordo de la galeota, depositándola en el camarote contiguo al de Buceya.

Los primeros días de navegación rehusó la comida, como si anhelase morir ella también. Una tarde, oyendo lamentos y quejidos en el puente, se asomó a ver sin saber lo que hacía. Era que estaban apaleando a un mozo de su parroquia, uno de los cautivos, que forzado a remar, había cometido no se sabe qué falta o había tratado de fugarse, y Buceya castigaba su rebeldía con el suplicio. La espalda del mozo era toda una llaga ya, y los hinchazos verdugones reventaban al caer nuevamente la vara sobre ellos. Y así como la niña aldeana, en trágica hora, había clamado por su padre, el labriego exhalaba de su garganta el llamamiento profundo, el supremo.

—¡Mi má! ¡Mi má!

El corsario, con una onda de saliva al borde de los labios negruzcos, reía, sin apartar la vista del atormentado, al cual poco después salaron las llagas y tiraron, moribundo, en un rincón del entrepuente. La cautiva se había retirado a su camarote al terminar el castigo. Desde aquella hora aceptó la comida y hasta el vino que, mahometanos y todo, consumían por pellejos los piratas. Y se adornó con las preseas que, galantemente, le enviaba Buceya. Vistió las telas listadas de oro, se colgó las sartas de perlas barrocas y de venecianos cequíes, y ante un espejo, de Venecia también, dio en atusarte, hasta que apareció en el puente bizarra sobremanera. Podrá parecer censurable al pronto; pero todos los que refirieron este caso están de acuerdo en que la mocita, Adelina la de Freseira, se condujo así, y hasta más tarde, ante el arzobispo de Compostela, que la oyó en confesión, declaró haberse adornado y perfumado con esencias de rosa y jazmín para agradar al pirata. Y el pirata, al pensar con codicia en la linda prisionera, se representaba también el gusto de someterla después a una tortura sabiamente complicada si hallaba en ella la resistencia menor.

No la halló, por cierto. Empapada de aromas, sarteada de collares, acudió solícita a la primera orden del pirata, que al cubrir de caricias despóticas el cuerpo juvenil, calculaba cómo se retorcería bajo el látigo o bajo la mordedura del hierro candente. Como prueba anticipada de la fruición cruel, clavó sus dientes duros en el hombro de la rapaza, que no exhaló ni un grito.

—Parece de corcho —murmuró para sí el arráez—. ¡Ya la despertaremos, a fe de Alí Buceya!

Alta iba la luna en el cielo cuando el pirata se quedó dormido. La cautiva parecía dormida también; pero entre las pestañas brillaron un instante sus entornados ojos. Deslizóse, sin hacer ruido, de la yacija de pieles amontonadas sobre la alfombra, y llegándose a donde refulgía un haz de armas, tomó un yatagán luciente y cortante. A la luz de la lámpara de vidrio irisado buscó en el cuello del arráez sitio para descargar el golpe. Y sin temblar, con puño firme de segadora de hierba, al sesgo, que otra cosa no consentía la postura de Buceya, descargó el tajo. Un caño de sangre tibia, saltando hasta su inclinado rostro, le probó que había acertado bien.

Entonces, como una sombra, se deslizó fuera del camarote, y desde el puente, en un salto, se precipitó al mar. Era la noche luminosa y apacible y apenas un manso vientecillo rizaba el oleaje.

Desde horas antes venía siguiendo a los piratas una galera española. Le iba ya a los alcances cuando todavía los de la galeota no señalaban su presencia. Al caer al agua el cuerpo de Adelina, al agolparse en el puente los piratas, fue cuando se vieron cazados.

La embarcación perseguidora se detuvo para recoger a la náufraga, que después de bajar al fondo acabada de salir a flote. Los de Alí Buceya corrieron a llamarle y vieron su tronco en un lago de sangre que se empezaba a cuajar, y colgando de un retal de piel, la lívida cabeza.

Así fue de fácil para los perseguidores el abordaje y la victoria. De las entenas suspendieron a muchos corsarios, y el primero, uno que señaló con la mano la náufraga salvada, y era el mismo que acuchilló a su padre en la siniestra noche. Con su presa tomó el rumbo de España la galera otra vez.

Y la muchacha sólo pidió que la llevasen al convento de las Claras de Santiago, donde quería hacer penitencia toda su vida. Las joyas con las cuales se había arrojado al mar fueron su dote, y las ostentó largos años, hasta la desamortización, la Custodia del convento.


«El Imparcial», 10 diciembre, 1917.

Error de Diagnóstico

La profesión médica tiene horas terribles, y por muy curtido que esté el corazón, se pasan las de Caín. Los materialmente compasivos y bondadosos sufren al ver dolores y agonías; los más refinados sufren en especial al comprobar los límites de la ciencia, lo nulo del saber, lo fatal de las leyes naturales... A los primeros les duele la carne; a los segundos, el espíritu.

El doctor Cano era de estos últimos. Estudió lleno de ilusión. El ídolo de nuestra edad le contaba entre sus devotos. Soñaba mucho, y no daba forma poética, sino científica, a sus sueños. Descreído y hasta unas miajas enemigo personal del que nos mandó amar a nuestros enemigos, se forjaba en su fantasía planes de sustituir a la Providencia por el conocimiento. Era estrictamente leal, estrictamente honrado, y su culto a la verdad rayaba en fanatismo. Dos o tres veces había arriesgado la vida oscuramente, en secreto, inoculándose sueros y cultivos microbianos para experimentar esto o lo de más allá. La abnegación propia de su labor la tenía en grado sublime, y el desinterés y el desprendimiento que demostraba siempre le valían una aureola de respeto; entre sus mismos compañeros no se decían de él sino bienes.

Un día recibió por teléfono urgente recado. Su cliente la condesa de Arista le avisaba de que pasase a verla sin demora. El coche de la condesa había salido ya a buscarle.

«Será el cólico nefrítico de costumbre», pensaba el doctor, reclinado en la berlina azul, tan confortable y flamante, de la aristocrática señora.

Se engañaba en sus presunciones el médico. Tratábase de un ataque repentino de sofocación, y la paciente no era la condesa, sino su hija, muchacha de unos dieciséis años. La enferma, con la boca muy abierta, el pecho aún jadeante, yacía tendida en la meridiana de su dormitorio. Antes de que el doctor pisase la escalera, sobrevino el alivio; pero la madre, oprimida todavía por el terror, estaba medio loca.

—¡Creí que se moría, doctor! ¡Creí perderla!

Cano sonrió con la sonrisa bien informada, algo irónica, que reservan los médicos a las alarmas extremosas de las familias. La condesa no correspondió al gesto profesional con otro de tranquilidad y calma recobrada. Al contrario, tirando disimuladamente de la manga al doctor, le llevó hacia un gabinete contiguo, y cerciorándose de que no podían oírles, le acorraló trémula, ardiente:

—¡La verdad, doctor!... ¡Sólo la verdad! ¿Se muere la niña?

—¡Friolera, señora! ¿De dónde saca usted eso?

—¡De que la he visto con el ataque, y eran las ansias de la agonía! ¡Si estuve por llamar al cura al mismo tiempo que a usted... o antes que a usted!

—Hizo usted bien en contentarse conmigo..., o conmigo y dos de mis colegas si tanto apremiase el caso, que de seguro no apremiaría... Vamos, tranquilícese usted. ¿Ha tenido otras veces estos ahogos?

—Sí, pero mucho más leves. Ya le hablé a usted de eso alguna vez. Usted no le dio importancia.

—Es que no la tiene en la edad de la chiquilla. ¿Dieciséis? La lucha por el desarrollo. A cada momento vienen a mi consulta señoritas quejándose de algo muy parecido, y algunas con síntomas rarísimos.

—Dirá usted lo que quiera, doctor; figúrese usted si respeto su opinión; pero ¡aquello era morirse por instantes! No tengo otro cariño en el mundo sino mi Lenita... ¡Por amor de Dios, le pido a usted que la mire despacio!

Volvieron a la habitación de la enferma, que ya sonreía débilmente, medio incorporada sobre los almohadones de blanco encaje y pintado raso. El doctor se instaló en una butaca, procediendo a minucioso interrogatorio. Sus dedos cuidadosos, expertos, tactaron y reconocieron el torso de la niña. Procedía así por acceder al deseo de la madre; pero su opinión estaba formada: existía, sin duda, una grave alteración de la salud, un estado general alarmante, y no podía atribuirse sino a la causa indicada ya, a una lucha de la naturaleza con la debilidad orgánica. Preguntó antecedentes, historia de la familia; en suma, concedió al caso toda la atención que le ordenaba su alma abierta a la piedad, enternecida por el ruego doloroso de la madre. Enterado de cuanto deseaba saber, se acercó al elegante pupitre laqueado, donde había tintero, pluma, papel, entre mil cachivaches bonitos de escritorio, y con letra firme y clara de hombre estudioso trazó un régimen, un sistema completo. Hidroterapia, ejercicio, gimnasia, alimento, sueño, vestimenta, todo estaba previsto y regulado de antemano, a fin de auxiliar a la sabia naturaleza, defensora de aquel joven organismo.

—Y en junio les indicaré a ustedes qué aguas convienen a esta señorita —añadió sonriendo con bondad paternal.

—Llámeme usted Magdalena, Lenita —suplicó la enferma fijando en el médico sus ojos negros, apagados, en los cuales brilló con tenaz dulzura una chispa de esperanza—. Desde que está usted aquí, ya me siento mejor. ¿Verdad, mamá, que parezco otra? Vuelva usted, doctor, vuelva usted mañana por la mañana... si no le molesta.

Enternecido, el médico acarició la manita consumida y pequeña que le tendían para el shake hand. Cuando hubieron salido al pasillo, la condesa le acorraló de nuevo:

—¿Ve usted peligro inmediato? —interrogó con trágica ansiedad.

—¡Señora, qué pregunta! ¡Qué empeño el de usted! ¿No acabo de prescribir un régimen? Si viese peligro inmediato..., ¿no procedería de otro modo?

—¿De manera que mi hija vivirá?

—¿No ha de vivir?

—¿Me lo jura usted?

—¡Jurar! Yo no juro. Lo afirmo. Respondo con mi pequeña reputación, con mi pequeña autoridad científica.

—¡Qué peso horrible me quita usted del alma, doctor! Es que yo, en mi ignorancia, supuse que el mal era gravísimo. Encendidas tengo las velas en el oratorio, y expuesta una reliquia de un bienaventurado que fue de nuestros ascendientes...

—Apague usted las velas, condesa —dispuso entre chanzas y veras el doctor Cano—. Si la niña mejora, el bienaventurado va a llevarse la gloria de la mejoría, y si la niña empeorase, culparía usted al tonto del doctor...

—Ahora mismo las apago —respondió débilmente la madre, invadida por ese respeto supersticioso que infunde el médico en los momentos en que peligra una salud amada.

Cano pasó una noche inquieta. Sin saber por qué pensó mil veces en la cariñosa enfermita, oyó su vocecilla aflautada: «Vuelva usted, doctor...». ¡Qué alegría salvarla, fortalecer su débil cuerpo, darle belleza, vigor, resistencia para la maternidad feliz!... Su primer visita matinal fue para el palacio de Arista. El portero le dejó subir, silencioso. Las puertas estaban abiertas. Un criado bajaba tan aprisa, que por poco derriba a Cano. Se oían a lo lejos ruidos, pasos precipitados. El doctor se dirigió a las habitaciones de Lenita. Nadie le salió al encuentro. Llamó por discreción. No le contestó nadie. Entonces se precipitó sin reparo hasta el dormitorio... La niña, color de cera, yacía sobre la meridiana. La condesa, de rodillas, delirante, la cubría de besos... Al entrar el doctor se volvió, y señalando a la muerta, fulminó a Cano una mirada de acusación tan tremenda, que él, bajando la frente, huyó como huiría un criminal...

—¡Se trataba de una vómica! ¡Y no haberlo sospechado siquiera! —exclamó al contar el suceso a su colega don Salustio Martel—. ¡Y mi ridícula jactancia al oponerme a que ardiesen las velas en el oratorio!

—¿Ha cambiado usted de ideas? —dijo Martel incisivamente.

—He comprendido que la puerta de la ciencia es la humildad... y que no sabemos nada o casi nada —respondió el doctor, pensativo, frunciendo las cejas.

Esperanza y Ventura

Las dos primas, descalzas, bajo el sol ardoroso de julio, iban camino del Santuario.

Lo de la descalcez era una de las condiciones de la oferta. Las rapazas vestían su mejor ropa, sus buenos dengues y mantelos de rico paño a la antigua, que ya no se estilan ahora, iban repeinadas, lustrosa la tez de tanto fregarla con agua y jabón barato; hasta lucían una sarta de cuentas azules, Esperanza; de granos de coral falso, Venturiña; pero tenían que sentar sobre los guijarros y el polvo el pie desnudo; y esto sería lo de menos, que avezadas estaban a guardar los zapatos para días de repique gordo; el caso era la vergüenza, el corrimiento de ir así, y que todos los mozos y aun los viejos preguntasen entre maliciosas cucadas de ojo la razón de un voto tan solemne y estrecho.

La razón... no les daba la gana de decirla. Cada uno tiene sus males, ¡qué diaño!, y no se los cuenta al vecino para que se adivierta... Ellas, conferenciando entre sí, se quejaban de sus males indinos, que se agarran como lapas y no hay medicina en la botica que los cure; y por eso, desesperadas ya, apelaban como supremo recurso al gran Curandero, que con sus manos enclavadas hace más que la reata de médicos, aunque vengan de Compostela alabándose de mucha sabiduría.

Males indinos, sí... Venturiña era la más enferma de las dos. Como que su padecimiento consistía nada menos que en tener metidos dentro del cuerpo..., ¡extraño achaque!, a varios auténticos demonios, que no la consentían descansar un minuto ni de día ni de noche. A ciertas horas, no obstante, apretaban las diabluras, y Venturiña se retorcía en convulsiones, echaba espuma por la boca, bizcaba los ojos, describía con el cuerpo un arco, sentía en la garganta una pera de ahogo, y su lengua de mocita decente —que, ¡alabado el Señor!, no tiene de qué avergonzarse, y sabe que las mujeres deben guardar compostura— se convertía, por impulso invencible y sin permiso de su voluntad, en la lengua pecadenta del carretero más blasfemo y bruto; no parece sino que algún pateta, desde el infierno, le soplaba palabras y dichos que hasta no los había oído en su vida, que hasta no presumía ella, válgame lo que me valga, qué significan ni a cuento de qué vienen. No disfrutaba Venturiña siquiera del consuelo de implorar a Nuestra Señora, ni al santo Ángel de la Guarda, ni a ninguna potencia celestial, porque apenas le cruzaba por las mientes la idea de hacerlo, tal escarabajeo y tal rifirrafe armaban los demonios, que la desdichada se dejaba caer al suelo, lívida, espumarajeando, braceando, perneando. Y desde que, a instigación de Esperanza, su prima, hizo la oferta para la romería del Cristo de Androsán, el martirio arreció: cordeles de fuego la flagelaban; manos de hierro la esgañían: fríos sapos corrían entre las sábanas de estopa de su lecho; culebras se enroscaban a sus tobillos, y por detrás de su cabeza, cuando se sentaba a comer el caldo, una bruja hedionda venía diariamente a escupir en la cunca... ¡Ya no resistía más! Destrozada, arrastrándose, descalza de pie y pierna, Venturiña acudía a postrarse en el Santuario, después de darle la vuelta alrededor de rodillas, para que, al momento solemne de alzar a Dios, los demonios fuesen lanzados y la salud floreciese otra vez en su persona.

En comparanza con lo de Venturiña, lo de Esperanciña no valía un ochavo. Esperanza, vamos, estaba sanibuena, aunque ella dijese otra cosa. «¡Qué manía la suya de alabarse de mal indino también!», pensaba la endemoniada. ¿Por si acaso Esperanciña se revolcaba, se ponía en figura de C, echaba pecados ni veía cosas del otro mundo? Lo único que le sucedía a Esperanza, la del pelo castaño y la carita de cera, es que se acordaba siempre, siempre, de aquel mozo que marchó a América a hacerse rico, y que ya no escribió más ni mandó otra noticia de sí; y con este pensamiento fijo y clavado como un puñal, ni comía, ni dormía, ni tenía ganas de seguir viviendo. Cosas de rapazas, cosas del querer; ¡vaya unas enfermedades!, discurría involuntariamente Ventura. A ella no le duele rincón del cuerpo; luego, propiamente, sanidá no le falta.

Llegaron las dos mozas al atrio, donde hormigueaba el gentío. Remangando los mantelos para no echarlos a perder, se arrodillaron en la hierba, agostada y pisoteada, y sobre las rodillas comenzaron a dar la vuelta a la iglesia, por fortuna para ellas, no muy grande. Sentían en la piel que cubre la rótula como la impresión de rabiosa quemadura, y en el hueso un magullamiento cruel; pero estoicas, avanzaban sin chistar, adelantando sobre la cara el marco del pañuelo, a fin de que no las viesen apretar los dientes. La multitud abría calle, permitiendo pasar a las malpocadiñas. Ventura oía en el hueco de su cráneo martilleos en yunque de fragua, y una voz de hombre, sardónica, que la apedreaba a insultos, a proposiciones sucias y nombres feos. «Pues no has conseguir que me levante, maldito, descomulgado», repetía entre la crispación de sus nervios, ascendente como la marea. Faltábanle sólo ocho o diez reptaduras para llegar a la puerta de la iglesia, cuando, no pudiendo resistir más, no el martirio de las rodillas, sino las infamias que gritaba dentro la arrenegada voz, se incorporó de un salto de fiera, y agitando los brazos a guisa de aspas de molino que hace girar viento huracanado, cerrados los puños, fuera lo ojos de las órbitas, soltó la andanada de injurias y desvergüenzas que le hervía. El gentío no le hizo caso. La misa daría comienzo muy pronto, y era preciso que Ventura entrase y permaneciese en el templo hasta el instante decisivo. No creyéndose capaz de sujetar a la furiosa, solicitó el auxilio de dos labriegos con traza de hombres de bien. Agarraron a Ventura por un brazo cada uno, y hala, adentro. Bajo sus manos duras y callosas sentíanla trepidar, y apretaban más fuerte.

Al aparecer el cura en el altar, al relucir el oro de la casulla nueva y repiquetear con tirilín argentino la campanilla del acólito, la endemoniada tembló doble, resopló, gimió, barbotó palabras obscuras. La contuvieron; hasta el Sanctus fueron haciendo bueno de ella. El Sanctus la alborotó; se acercaba el momento; los demonios, alojados en frágil cuerpo de mujer, le regaban con pez ardiente y le hundían sus garras de fuego en las entrañas. Ventura se asfixiaba; una bola candente, enorme, subía impetuosa, empujada sin duda por diabólicas manos, de su vientre a sus pulmones y de éstos a su gorja, al mismo tragadero y respiradero; ni el chillido de desesperación lograba abrirse camino; el torso de la moza empezaba a arquearse; el busto se echaba atrás violentamente, a pesar del esfuerzo de los que la contenían. Repiqueteó la campanilla con respetuoso misterio; la hostia iluminó con el reducido punto de su blancura, a manera de astro de la mañana, el recinto; la gente se prosternó, se golpeó el pecho, murmurando oraciones, y Ventura, en horrible espasmo, sintió que la bola irrumpía afuera entre llamas y azufre: que a ella la golpeaba y la arrastraba un puño de gigante, y en vez de quejas y plegarias, escupió un torrente desatado y turbio de blasfemias inmundas contra el dulce Cordero de la pálida Forma... El vigor de los dos labriegos cedió ante el nervioso desate de la energúmena, que rodó por tierra, de donde la recogió el tropel arremolinado de los compadecidos fieles.

Al anochecer regresaban a su casa las dos primas, calzadas ya. Ventura iba rendida de gozo. Una dicha, un bienestar inexplicable la embargaban. ¡Estaba curada, salva, salva del todo! Los sufrimientos de la mañana en la misa fueron los últimos; con la bola de apestoso azufre había salido el trasno o los trasnos —¡hacerles la cruz!— vomitando horrores; pero la moza ni se acordaba; un sueño irresistible, como si hubiese bebido una jarra de leche fresca, la había salteado después del acceso, y al despertar... ni señales del mal indino, que se agarra como las lapas, y no hay en la botica medicamento que lo cure. ¡Bendito y alabado sea el Curandero del cielo, el Señor de Androsán!

—Y a ti, Esperanza, ¿se te quitó el mal tuyo? —interrogó volviéndose a su prima.

Meneó Esperanza la cabeza, y después la agachó contra el pecho. ¡Quitársele el mal! Ya presumía ella que no. Igual que vino se volvía. Al arrastrarse sobre las rodillas, que le escocían tanto, ni un instante creyó mejorar, porque su enfermedad ni estaba en las rodillas ni en ninguna parte: estaba en ella, y a no quitarse a sí propia, consigo tenía que llevarlo y traerlo, a la romería, de la romería, al santuario, del santuario. Sólo por el aquel de probar, a ver si el Santo Cristo se dignaba tener compasión de una infeliz, se resolvió a esconder avergonzada, en el rincón más obscuro del altar, después que la gente despejó la iglesia y se fue a bailotear al soto, un corazón de cera pendiente de una cinta azul. El que debió dejar allí era el que tanto le dolía..., y no siendo eso, ni servían rezos ni servía el cura con el hisopo..., ni servía... ¡Jesús, Jesús nos perdone!

El pinar se espesaba, la noche descendía; a lo lejos cuarreaban las ranas en la ciénaga; un cohete de luces de color rasgó el firmamento, y Ventura se soliviantó alegremente.

—¡Mira los fuegos, mujer, que pareces parva! —dijo a su ensimismada compañera.

Eterna Ley

Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divinamente serenas y apacibles, que engendran en el ánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma parece flotar en un ambiente de dulzura, no ajena a cierta melancolía noble, que no deprime el ánimo. La majestad con que declina el sol; la radiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro se rafaguea de encendidas fajas de oro rojo; la cristalina resonancia de los ruidos del campo; la tinta sombría que adquieren los árboles; el sorbo sutil que estremece las hojas de las madreselvas..., predisponen a contemplación y dictan altos pensamientos y generosas visiones del porvenir.

Así nos sucedió. Salíamos de la romería de Santa Tecla, y antes de desviarnos del monte, donde se alza el santuario, nos habíamos sentado en unas piedras, al borde del pinar, dominando la pintoresca vista del valle, ya medio velado por las sombras grises del crepúsculo, y oyendo tan solo, como se oye desde lejos el retumbo del mar, el rumoreo del gentío aldeano, que hormigueaba en torno del santuario, formando corro alrededor del mocerío que danzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa de la distancia, repique de pandero, quejidos semialegres de gaita, algún grito estridente que interrumpía los cantares. Y la luna, esfumada como toque gracioso de acuarela, empezaba a redondearse, fina y suelta, sobre el celaje desmayado.

Platicando, fantaseábamos lo que había sido el mundo, hasta tiempos recientes, lo que debiera ser ya, lo que llegaría a ser. Todos nos sentíamos un poco humanitarios. Desde la amiga inglesa, que había venido a vernos en el curso de un viaje de turismo, hasta el joven periodista en vacaciones, que contaba con la impresión de la romería para un bonito artículo descriptivo y campestre, maldecíamos de la guerra, que se lleva a la juventud campesina a morir en abrasadas y estériles llanuras, y desarrollábamos teorías pacifistas, que nos ponían el corazón ligero y permeable como una esponja. No estábamos, no, por el derramamiento de sangre, y no dejó de escandalizarnos un poco que el cura párroco que nos acompañaba disintiese. Era el cura hombre de instrucción escasa, pero vivo y despabilado como candil de vieja, y conocía perfectamente, era su frase, a aquel ganado...

—Bueno —decía mientras arrancaba, jugando, brezos, gramíneas y manzanillas que se alzaban a sus pies—, ustedes hablan como personas de la ciudad... Yo no digo que todo eso, para hablado, no sea muy bonito. Pero cuando dos tienen intereses encontrados, ¿cómo se arreglan, a ver, en todas partes? Las cosas que han pasado desde que el mundo es mundo seguirán pasando hasta que se acabe, porque está, ¿me explico?, en su manera de ser... No se rían de este pobre clérigo... Todos, sabios o ignorantes, nos hemos hecho nuestra composición de lugar... Paz universal, la habrá tan solo al ser ángeles los hombres.

Nos parecieron en extremo vulgares y resobados los argumentos del párroco, pero estaba en nuestra cortesía no dejarlo ver y disimular nuestra superioridad de criterio, y lo hicimos, reconociendo que la experiencia también debe tenerse en cuenta para todo.

—Vean —nos dijo— si sigue habiendo guerras. Esta de los Balcanes no ha sido moco de pavo. Y colea y ha de colear hasta sabe Dios... ¡Pues si nunca hubo más armamentos, ni más cañones, hombre! Eso de la paz será excelente, pero mientras haya una nación que pida camorra, las otras estarán al quién vive. Y la guerra no la hay solo de nación a nación. Aquí la tenemos de parroquia en parroquia, y, si me apuran, de mozo a mozo...

A tiempo que esto decía, vimos surgir, ascender, del sendero en cuesta, rápida, una figura arrogante; un fornido labriego, que de veinte años no pasaría, pues era su cara lampiña y hermosa, como de mujer. Llevaba al hombro la chaqueta parda; su chaleco era rojo, sus pantalones de pana aceituna. Aunque no vestía rigurosamente el traje del país, que cada día va perdiéndose, y aunque en lugar de la montera picuda con su airón de pluma de pavo real, cubriese su cabeza la vulgar boina, era una aparición en extremo típica, y todos dijimos a la vez:

—¡Vaya un muchacho guapo!

El cura le llamó familiarmente.

—¡Hola, Juliane!... ¿Qué es eso? ¿Cómo tan tarde a la fiesta?

Descubriéndose y deteniéndose el mozo, después de indecisiones, aflojó esta respuesta ambigua:

—Ahí está... ¡Qué se yo!

Le mirábamos, admirando el ejemplar. La estatura, las formas eran atléticas; pero el semblante, apenas curtido por el sol, tenía la corrección y el modelado de una estatua antigua. Un bozo rubio empezaba a sombrear los labios de cereza, y los ojos, de oscuro y profundo azul, eran grandes y candorosos. El pelo, rizado, color de miel, que se vio al quitarse el galán su fea boina, completaba la perfilación de la testa y su carácter de modelo artístico.

—Vaya, a mí no me digas... Es que tu madre no te dejaba venir, para que no te encuentres con el Corvo, que te la tiene jurada. Y te escapaste por la ventana a lo mejor. ¡Sois el diaño los rapaces por ir trás de una rapaza...!

Movió la cabeza el muchacho, como para excusarse; bajó los ojos, alicortado, y un tono de fuego se extendió por sus mejillas, delicadas aún.

—Vay, bueno, hom, no te avergüences... Las rapazas bonitas a todos gustan, y Marica de Sanguiño es como rosa de mayo... Con todo, tú no te metas en fregados, que el Corvo es una mala alma.

Con la misma cortedad, el mozo volvió a descubrirse, a manera de despedida. Le estábamos haciendo un tercio de los diablos con darle conversación. Apretó el paso, como si huyese.

—No me chista —advirtió el párroco— esta escapatoria. La fiesta iba en paz, pero quiera Dios que no haya gresca aún esta tarde. Y si no la hubiese sería el primer año... No suele acabarse la romería de Santa Tecla sin trompadas. Tienen a gala romperse las cabezas, y como por lo regular son duras, a los tres días de abierto un cráneo van como si tal cosa a arar o a sachar. A este mozo se la tienen jurada los de Migoeiro, porque como es tan bonito, se pierden por él las mozas. Milagro será...

Como si los temores del cura fuesen un conjuro, oímos, desgarrando la placidez de la muriente tarde, una especie de grito retador, salvaje, violento, proferido por una docena de voces.

—¡Ey! ¡Viva Migoeiro!

Y casi inmediatamente —el tiempo necesario para concertarse, que en tales casos siempre es un minuto— contestó el otro grito, de aceptación de riña:

—¡Rayo! ¡Viva Rapela!

—¡Vaya, ya se armó! —gritó el cura levantándose—. Les aconsejo que se retiren. En estas trifulcas siempre hay que temer que se pierda un estacazo y se lo encuentre quien menos debiera. Y que los muy jumentos, metidos en zambra, ya no respetan a nadie.

Bueno era el consejo, pero no lo seguimos —es la suerte que suelen correr los consejos buenos—. Nos detenía allí la curiosidad, el interés que despierta toda lucha. Y hasta hicimos lo contrario: acercarnos al lugar donde se desarrollaba el drama. El vocerío era ensordecedor: se oían chillidos de mujeres, imprecaciones de apaleados, llantos de chiquillos; el tamboril, la gaita y la flauta habían enmudecido, y allá, a lo lejos, se veía correr, afaenada, a la pareja de la Guardia Civil, que no sabía por dónde empezar a poner paces. Nadie sabía ya contra quién llovían palos, puñadas y coces: seguramente, no existía en todo ello rencor; si acaso, la bravata de parroquia a parroquia, recuerdo quizá atávico de las viejas luchas tribales, y otra cosa: el gusto discutible, singular, todo lo que se quiera, pero innegable, de romperse la crisma.

Vimos un momento a Juliane, metido en harina, agarrado con el Corvo, hombrachón de corta estatura. Entre los dos sí que había algo: la rivalidad del gallo con el gallito nuevo y ya peleador, las coqueterías rústicas de la mozuela, que ahora, con agudos jipidos, corría a ponerse en salvo detrás de la pinarada. Un turbión de gente envolvió al grupo que forcejeaba, y oímos, entre tantos ruidos diversos, el inconfundible de una detonación.

Cuando sucede algo grave, las grescas suelen interrumpirse súbitamente. Así sucedió. Hubo ayes de verdadero horror, voces de socorro, ¡que han matado a un cristiano! Corrimos, ya sugestionados por el drama...

La Guardia Civil acababa de echar mano al homicida. El mozo estaba blanco como una azucena; la muerte debía haber sido instantánea y el tiro, al través del cráneo, casi a quema ropa. Las mujeres zollipaban. Nosotros callábamos, aterrados, mirando a aquel ser que tan temprano vería la orilla del lago de los muertos y bajaría a la Estigia llorando su juventud floreciente...

Y pensábamos en la madre, en la que no había querido dejarle salir aquella tarde, y que, al cabo, fue burlada...

Y el cura, demudado, inclinándose por si quedaba un resto de vida que permitiese auxiliar al espíritu, ya tan lejos del triste despojo, refunfuñó:

—¡A ver! ¿No valía más que fuese en la guerra?

Evocación

El marqués de Zaldúa era, al entrar en la edad viril, secretario de Embajada, garzón cumplido y apuesto, con una barba y un pelo que parecían siempre acabados de estrenar, manos tan pulcras como las de una dama, vestir intachable, y conversación variada y en general discreta; en suma, dotado de cuantas prendas hacen brillar en sociedad a un caballero. Y en sociedad brillaba realmente el marqués; sonreíanle las bellas, y de buen grado se refugiaban en su compañía, a la sombra de una lantana o de un gomero, en una serre, a charlar y oír historias, a desmenuzar el tocado o a comentar los amoríos de los demás. Su brazo para ir al comedor, su compañía para el rigodón, eran cosas gratas; su saludo se devolvía con halagüeña cordialidad, de igual a igual; ramo que él regalase se enseñaba a las amigas, previo este comentario: «De Zaldúa. ¡Qué amable! ¡Qué bonitas flores!»

En vista de estos antecedentes, no faltará quien crea que nuestro diplomático es un afortunado mortal. No obstante, el marqués, que por tener buen gusto en todo hasta tiene el de no ser jactancioso ni fatuo, afirma, cuando habla en confianza absoluta, que no hay hombre de menos suerte con las mujeres.

—Si me pasase lo contrario; si fuese un conquistador, me lo callaría —suele añadir, sonriendo—. Pero puesto que nada conquisto, no hay razón para que me haga el misterioso y oculte mis derrotas. Soy el perpetuo vencido: ya he desesperado de sitiar plazas, porque sé que habría de levantar el cerco prudentemente, para salvar siquiera el amor propio.

Reflexionando sobre el asunto, he dado en creer que mi mala ventura es hija de lo que llaman mis éxitos de salón. ¿Ha observado usted que las mujeres menos amadas son esas tan festejadas, esas reinas mundanas que al pasar levantan rumor de admiración y a quienes todos los hombres tienen alguna insustancialidad que decir? Algo parecido nos debe de suceder a los que en los círculos muy escogidos no hacemos papel del todo desairado. También creo que me perjudica..., no vaya usted a reírse..., la buena educación de familia. Me lo inculcaron desde niño, y soy extremadamente cortés con las señoras: imposible que nadie las trate con más respeto, con más delicadeza. Al hablarles las incienso; al sonreírles les dedico un poema. Y aunque parezca extraño..., a veces se me ocurre que las mujeres, por la dependencia en que vive su sexo desde hace tiempo inmemorial, tienen un flaco inconfesado por los hombres insolentes y duros, reconociendo en ellos al amo y señor. Los que estamos dispuestos a descolgar la luna para complacerlas, quizá pasamos por sandios o por débiles: dos cosas igualmente malas.

Cierto día, hablando así el marqués a un amigo suyo, el amigo le preguntó si era posible que tanta galantería, tanta corrección, no le hubiesen valido algo más que simpatías, y si nunca se había creído dueño del corazón de una dama. El marqués, después de algunos instantes de perplejidad, contestó:

—En fin, ya ha pasado tiempo, la interesada no existe, y si usted me permite callar el nombre, contaré la única fortunilla que tuve... Después que usted se entere, no me llamará alabadizo por haberla contado... Es una victoria negativa, que concurre a demostrar lo mismo que decíamos antes —y aquí el marqués sonrió con cierto humorismo triste—; a saber, que no eclipsaré yo a los Tenorios ni a los Mañaras.

Una de las veces que vine a España con licencia a ver a mi madre, encargóme ésta que, cuando regresase a París, visitase a una duquesa amiga suya, a quien no había visto en muchos años, porque vivía retirada, desde la muerte de una hija muy querida, en soberbia quinta, a poca distancia de Bayona. Resuelto a cumplir el deseo de mi madre, resolví también no aburrirme, o al menos no demostrarlo, en las horas que la visita durase. Me bajé en la estación más próxima a la quinta, donde ya me esperaba el capellán de la duquesa con un break.

A fuer de señora fina, la duquesa me recibió con muestras de contento, y salió a saludarme al vestíbulo, toda de luto, sin más adorno que unos pendientes de perlas de inestimable precio, por lo iguales, lo gruesas y la hermosura de su oriente...

—¿Como aquellas dos perlas que usted lleva en la pechera muchas noches?

—Justo. Mi primer movimiento, al ver a la señora, fue tomarle la mano y besársela con devoción y viveza. Noté, sorprendido, que tan sencilla atención le hacía salir el color a las mejillas. ¡Cuánto tiempo que nadie le besaba la mano! No sé por qué, al advertirlo, me ocurrió lisonjear un poco a la pobre señora, tratándola como trata a una mujer joven, guapa y digna un muchacho de buena sociedad, con hábil mezcla de respeto y galantería. Las primeras palabras de la duquesa fueron para notar mi gran parecido con mi madre, y lo dijo con la tierna turbación del que recuerda afectos y alegrías pasadas. Después añadió que, comprendiendo lo que son muchachos, me rogaba que me considerase en su casa enteramente libre, y que sabiendo las horas de comer, y enterado de que en la quinta había coches y caballos a mi disposición, podía arreglar los días a mi gusto. Respondí con calor que no me había desviado de mi camino sino para verla y acompañarla, y que ella no sería tan cruel que no me permitiese gozar, aunque solo fuese por breve tiempo, de su conversación y trato. Nuevamente se coloreó su cara, y como hiciese una indicación al capellán para que me mostrase la quinta, le supliqué, si no le era molesto, que me la enseñase ella misma, a la hora que tuviese por más conveniente, porque el recuerdo de aquella finca se uniese al de su dueña en el santuario de mi memoria. Al punto, la duquesa pidió su sombrilla su sombrerito de jardín, y, sin dilación, quiso que fuésemos a recorrer arriates, estufas, bosques y granja o caserío de los colonos. Le presenté el brazo y la sostuve con vigor, con la tensión de músculos que en un baile desarrollamos para pasear por los salones a la reina de la fiesta y ostentarla.

Durante el paseo la fui animando, a fuerza de atención, a que hablase mucho, y dos o tres veces la hice reír, y contestar en tono chancero. En el invernáculo nos paramos delante de una flor rara, el jazmín doble, y alabando su aroma, le rogué que me pusiese una rama en el ojal. Consintió, declarando que yo era muy caprichoso: y mientras me sujetaba la rama con sus dedos torneados aún, la miré al fondo de las pupilas, con una gratitud risueña y..., no sé cómo diga..., iba a decir amorosa..., en fin, con un no sé qué, que le hizo bajar los ojos... ¡Sí, bajarlos!

Volvió de la excursión algo fatigada; subió a arreglarse para comer, y durante la comida procuré seguir entreteniéndola, sin que la conversación languideciese un minuto. A los postres, volví a ofrecerle el brazo, y ya lo tomaba para pasar al salón, cuando el capellán, asombrado, le recordó que faltaba dar las gracias. Rezamos, y ya en el salón, me senté al lado de la duquesa, e insensiblemente la traje a hablar de su juventud, de sus triunfos. Al contarme que en un baile de casa de Montijo llevaba traje rosa salpicado de jazmines —justamente de jazmines—, exclamé, como involuntariamente: «¡Qué hermosa estaría usted!» Volvió la cabeza, hubo un silencio eléctrico de algunos segundos..., y noté que su respiración se hacía difícil.

Al retirarme a mi cuarto, recapacité y me alarmé, lo confieso; vi en perspectiva la ridiculez posible de una situación hasta entonces tan original, tan graciosa, tan culta..., y resolví marcharme a coger el tren que pasa al amanecer por Bayona. Dicho y hecho: salté de la cama, me vestí, bajé a la cuadra, mandé poner el break y dejé una cartita para la duquesa, donde, presentándole todas mis excusas, indicaba que las despedidas son siempre melancólicas, y que mi deseo era que no quedase ningún mal recuerdo de mi breve estancia.

El día de Año Nuevo recibí en París una caja. No contenía más que jazmines dobles. El día de mi santo recibí otra. Igual contenido. Al cumplirse un año —día por día— de mi llegada a la quinta, más jazmines. Ya no pude dudar de la procedencia. La duquesa los criaba a precio de oro y me los enviaba en toda estación.

Después nada recibí... más que la noticia de la muerte de la duquesa, y a poco me entregaron esas perlas que usted sabe —sus pendientes—, que en su testamento me legaba, a título de recuerdo del día en que nos conocimos. Así rezaba la cláusula: en que nos conocimos.

Ea, ya sabe usted mi conquista...

—¿Y usted cree —preguntó el amigo, con suma curiosidad— que la duquesa no enfermó de pena de no verle?

—La duquesa tenía sesenta y cinco años —dijo, por vía de contestación, Zaldúa.


«El Liberal», 10 de agosto de 1892.

Eximente

El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin… Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma…

¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?

El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.

Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico —ni aun lo que dudaba—, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar…».

Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y sólo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que sólo estima lo de fuera —y tal vez es un gran sabio—. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.

* * *

«¡Siempre lo mismo! La impresión persiste».

¿Cómo empezó?

Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.

No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial.

¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.

La depresión de mis facultades es gradual, honda.

Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa.

Lo intentaré…

Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.

La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; sólo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.

Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?

¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?

La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente…

Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!…, un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.

Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!». Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.

Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda —todo es posible tratándose de un aparecido—, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos…

Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.

¿Seré tan cobarde?… Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios… He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.

Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.

El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic–tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve…

Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación». ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras —nervios, imaginación— quieren decir!

He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Sólo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña.

Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían…

* * *

«Y es preciso que esto termine —decía una de las últimas hojas del diario—. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar».

Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.

Fantaseando

Al fin se arregló; la noche de un día en que ni a Paquito le dolió el vientre, ni Bruno sufrió elevación de temperatura, ni Maleta (Magdalena) tuvo jaqueca, ni Sinsín (Asís) rompió ningún objeto o se revolcó rabiando por la alfombra, el matrimonio Ruyalvar adquirió un palco, invitó a los primos y fue a cumplir el capricho de ver y oír a la famosa cupletista La Bella Dorada.

Se hablaba de ella con ahínco en los círculos de la gente que vive en juerga, no tiene que hacer y está arruinada o camino de arruinarse. De estas esferas se comunicaba la curiosidad a otras más morigeradas y pacíficas, llegaba hasta los hogares y alborotaba la fantasía de los señores formales, hasta de las señoras gordinflonas y apáticas… La Bella Dorada no era parisiense, sino española neta, chispera de Madrid. En sus tiernos años, cuando se llamaba Emeteria Cornejo, ejercía un oficio: aprendiza de fregadora. Después…, lo de todas: rodar. Rodando, la piedra desciende; pero la mujer, en la escala del vicio, puede subir. Y por una serie de azares venturosos y una rara disposición natural, la fregadorcilla subió. En Madrid se hizo ya notoria, al principio entonando canciones de un verde zafio, en cafés humosos y con fuerte vaho a humedad; pasando luego a un music-hall, el Dorado, que acababa de instalarse y que personificó en una revista, luciendo un traje todo de oropel, faldellines de gasa de oro, zapatos de oro, medias de oro y alrededor de la frente un círculo de rayos de oro…, falsísimo… Entonces, por primera vez, sonó en diarios el nombre de La Bella Dorada. Y la mata de pelo negro de la chulapa matritense quedó convertida en blondo tusón de pícara extranjera.

Después, por algún tiempo, la penumbra, seguida de una radiante aparición en la tierra clásica de estas glorias: París. Y desde París había vuelto a Madrid La Dorada, por corto tiempo, ya con ínfulas de «bella» mundial. La Otero y la Cavalieri, a su lado, va lían un pitoche. Traía sobre su piel finas pinturas y estucados maravillosos; sobre su cuerpo, trajes de luces, obra del gran modisto, mantones madrileños que eran un derroche de flora y fauna extravagante y colorista, y, rodeando su cuello tornátil y colgando de sus orejas diminutas, esos gruesos solitarios que parecen lágrimas divinales de la aurora…, cuajadas por el sofoco de ostentarse en tales sitios. La prensa jaleaba las magnificencias y los atractivos de la estrella del cuplé. Nadie como ella para destacar y velar las desvergüenzas burdas con el aire ingenuo y fino. Nadie que a la travesura sicalíptica mezclase tanto azúcar de candor. Y la mezcla era más incitante que la droga pura. El teatro se llenaba hasta los topes, el público se desbarataba aplaudiendo. Se había convenido en que «podían ir señoras»; era un espectáculo de picante buen tono.

El matrimonio ocupó su localidad desde temprano por no perder la opereta, a la cual habían de seguir las canciones de La Dorada. Pilar, la esposa, estrenaba un cuerpo-blusa chiné, descotado, elegante, y notaba un cosquilleo de vanidad, miradas aprobadoras y galantes en los dos palcos de hombres que seguían al suyo. Sus mejillas se sonrosaron; un íntimo placer le hizo cortos los instantes. Estaba saturada del batallar doméstico, justamente porque se entregaba a él con abnegación, no descuidando un minuto la cocina, los niños, los criados, la ropa blanca, la despensa. Su reputación de ama de casa tenía sólido fundamento: un orden de buen gusto reinaba en el piso que ocupaban los Ruyalvar. Pilar era esclava de que no anduviesen por el suelo juguetes rotos, ni un chico saliese mal ceñido y despeinado, ni faltasen flores en la mesa, ni la plata dejase de relucir. Y Pilar creía que también por esmero casero y doméstico era por lo que se adornaba, por lo que se deslizaba furtiva en las casas de las modistas que venían de París con los modelos, a cada estación, por lo que refrescaba trajes y adquiría alguna joyuela. Una mujer bien prendida honra la casa. Un poco de chic presta real ce y encanto a la vida…

Y se encontraba feliz aquella noche, en la diversión aristocrático-picaresca, con la blusa bonita, guarnecida de cristal, con las rosas de plata rematando el adorno de cabeza, a derecha e izquierda del moño, con gracia modernista. Los tres actos de la opereta alegre transcurrieron como un soplo. Llegó el momento de la aparición de La Dorada, la heroína de la fiesta; llegó el minuto sensacional…

Con airosidades y gallardías de ave gentil, sobre una decoración fantástica de guirnaldas, arcadas, globos luminosos y lejanías de misterio, surgió la figura delicada y atrevida de la cupletista, transformada por el ambiente parisiense, engarzada a la última moda. Su traje, que, ceñido en la cadera, se abría, rizándose como una gran flor extraña, un poco más arriba del tobillo, era combinación de colores exquisitos, fundidos cual sabe fundirlos en su mágica paleta el otoño. El oro artificial del fosquísimo y brillante pelo se completaba con los oros oscuros y tostados de la vestimenta, en gradaciones luminosas y sombrías a la vez, suntuosas, de retablo viejo. Los brazos, enteramente desnudos, semejaban marmóreos a fuerza de escayola suave, y las manos, enjoyadas, hacían los gestos rituales de la truhanería. El pie, primoroso, se agitaba preso en la cárcel azul de unos chapines dignos de Goya. En el cuello esplendía enorme rivière de brillantes auténticos.

Y el teatro, imanado, fue hacia La Dorada. Salió lanzando claveles, y en los palcos de hombres el ojal floreció entre sonrisas, reverencias y palabras exaltadas, que tenían el tufo a moscatel de tanta clavelería. Pilar, estática, devoraba con los ojos a la diveta. Su corazón latía al impulso de algo desconocido, bajo un remolino de ideas fulminantes, agitadoras. Veía pasar en larga y monótona película de país nevado y árido las escenas de su destino anterior, de su vivir: las tareas siempre iguales, las ansiedades sordas y mates de la existencia doméstica, las inquietudes por un forro descosido, por una silla desencolada, por una Menegilda respondona, por un mamón que echa un diente… Y comparaba, comparaba, mientras La Dorada, subrayando una malicia, sonreía angélicamente, con hechizos de porcelana de Sajonia, desdeñosa de las muecas dramático-españolas de la Otero…

—¡Dios mío! —exclamó por fin Pilar—. ¡Qué envidia tengo a esa mujer!

Y como el marido, risueño, y los primos, y el otro matrimonio invitado al palco, se escandalizasen festivamente, ella prosiguió:

—La vida daría por ser como ella, por vestir así, por cantar así, porque me aplaudiesen y me jaleasen así.

Sonaron en el palco nuevas chanceras risas, exclamaciones que hubiese sido de mal gusto tomar por lo serio.

—¡Pero si no lo digo en broma!… Qué, ¿no lo creéis? No me habéis oído mayor verdad en mi vida… Si todo lo que hace ésa lo haría yo mejor aún… Si he nacido para cantar esas canciones, para deshacerme en baile… ¿Tan difícil os parece? Yo mejor, yo cien veces mejor. ¡A mí, más aplausos!

La Dorada, en aquel momento, llegaba al apogeo del triunfo. Acababa sus cuplés del Polichinela y, simbólica, desengañando a sus admiradores, tiraba de los hilitos del muñeco, haciéndole agitar grotescamente piernas y brazos. Y Pilar, dialogando consigo misma, repetía:

«¡Con más chiste! ¡Con más chiste! Era mi vocación. Y tengo yo hechuras y disposición para todo ello. ¡Eso es vivir! ¡Eso es gozar! ¡Vestir así…, cantar de ese modo! ¡Qué mujer tan feliz!».

Hubo un rumor de alarma en el palco. Casi inmediatamente cesó la extrañeza. ¡Bah! ¡Cosas de Pilar! ¡Payaserías de Pilar! Sí, otra como ella…

—Me convidarás al debut

—Me enviarás palco…

Y la algazara fue regocijada, y hubo comentarios sin asomos de puritanismo. ¿Quién se formalizaba por nada que Pilar dijese o hiciese? Era un pájaro, un pájaro chusco y burlón, que se mofaba de sí mismo. ¡Dejarla a la pobrecilla explayarse! Mañana, desde las ocho, tendría que lidiar con la cocinera, atender a los chiquillos, a que se bañasen, a cogerles los bucles… Diabluras de la imaginación…, la bruja consoladora…

Fantasía

I. La Nochebuena en el Infierno

Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.

Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.

El bulto embozado que al través de aquellos túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no podrá suceder que realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la sangre se congela en mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las tinieblas del soportal, se dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con un dedo apoyado en los labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten distinguir su faz de cera, que recatan el alto cuello de un montecristo azul y las alas de un sombrero de fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco a este hombre... es decir, yo le conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le vi un instante, y nunca olvidé su melancólica y pensativa silueta! Entonces, los estudiantes recitaban sus versos y celebraban sus dichos impregnados de mordaz ironía... Pero, un año después de haberle visto yo, el poeta se pegó un tiro: la bala le entró por la oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es que pasados cuatro lustros me lo encuentro en la calle, a estas horas, la noche del 24 de diciembre, camino de la catedral?

Quiero preguntárselo, y me sucede lo que cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se forman sonidos. Él tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo, en dirección a la basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de Muertos.

En vez de entrar por el pórtico bizantino, donde se agolpan los fieles que concurren a la misa nocturna, mi guía y yo nos pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros se abre sin ruido una puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto cerrada. Un pasadizo estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la catedral y se va sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía se enhebra por él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad rezumada por los poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con el interior de los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y diríase que, en vez de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante. Bajamos y bajamos cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio, después tan escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a tropezones. La fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y entonces mi guía, siempre callado, se vuelve y me hace señas de que continúe. Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos, cantiles de berrequeña, tajos inmensos, de donde amenazan desplomarse gigantescos pedruscos, y luego, una playa árida, escueta, límite de un mar pesado y aceitoso, con olas de un gris de plomo fundido... A la izquierda divisamos resplandores rojizos, intermitentes, como si algún incendio devorase el caserío de los pescadores de aquella ribera maldita.

—Oye, poeta —digo a mi guía, que no da señales de detenerse; antes sigue en dirección del incendio— no quiero más. No sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila. Debes de ser ánima del otro mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu sepulcro, que luce una inscripción enfática, se les enseña a los curiosos en un cementerio muy poblado de cipreses y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la broma ya me parece pesada. Te desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente... si me vuelves al punto a la plaza de la catedral.

—¿De qué me sirven a mí los rezos? —contestó mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por decirlo así—. Ven conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de molestarse en servirte de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del Parnaso romántico: la musa no me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y quise ser inmortal desposando a mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta no hubiese encontrado sino la nada!

Al hablar así, el poeta no hacía contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni se alteraba; sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego a la vez.

—¿Estás en el Infierno? —pregunté, con tanta piedad como asombro.

—Así lo llamáis los vivos —respondió el condenado—. Nosotros lo llamamos Mundo inferior, y a su rey le nombramos el Bajísimo.

—¿Por oposición al Altísimo?

Sólo contestó con un suspiro el poeta.

—Pues yo no quiero tratarme con esa gente —insistí, viendo que de nuevo principiaba a andar mi guía—. Yo no tengo vocación de suicida. A mí, la vida me parece amable, y Dios, bueno, y sus obras perfectas; el arte me proporciona goces, la naturaleza me vivifica; creo en la amistad (no atravesándose el interés), y no tengo malo el estómago. Déjame de réprobos. Déjame de fronteras donde sea género de contrabando la esperanza.

—Si no descendieres al mundo inferior —contestó mi guía, mirándome de pies a cabeza con desdén glacial—, serás inferior tú misma. Quien no realiza la bajada a los Infiernos, que no se tenga por artista humano. Peor para ti si retrocedes. Ya me sospechaba yo que tendrías miedo, y por eso elegí esta noche para introducirte en la mansión del dolor. Para que veas cómo del mismo Infierno no está desterrada la piedad, te traigo a él la única noche del año en que no se atormenta a los pecadores. ¿Ves cómo la roja luz de los hornos de hierros va palideciendo y transformándose en blanco fulgor sideral? ¿Ves cómo las llamas ya son luminarias? No es que el Infierno se alegre del nacimiento de Cristo, porque en el Infierno no cabe alegría; la pena de daño, que es la tristeza, no se nos perdona jamás; pero esta noche se interrumpe la de sentido: los suplicios cesan, y cesan también los aullidos, el rechinar de dientes, el rugir y el maldecir. Ven sin temor... ¡Adelante! ¿No ves, allá lejos, en el último confín de ese mar de metal antes candente, una claridad casi imperceptible, que tan pronto riela como se apaga? Es el último reflejo de la estrellita de Belén..., que alumbra otros parajes menos espantosos. Hasta el amanecer no cesará de rielar, y mientras riele, mal que le pese al Bajísimo, sus verdugos no podrán torturarnos. Entra sin recelo... Te creerás en el Mundo terrestre, porque sólo verás tristeza y amargura, pero no entrañas arrancadas y pies tostados por el fuego...

Como si no dudase de mi aquiescencia, echó delante, y, en efecto, le seguí animosa, sintiendo despertarse ya la curiosidad inextinguible. Cruzamos la puerta sombría con su lema de color oscuro, y vi desde el primer momento que el poeta menor no me había engañado. Aquello, si era infierno, no lo parecía. Nadie se lamentaba por allí. A la puerta se agrupaban los indiferentes; los conocí por su actitud, no porque los importunasen avispas ni moscones. Más adelante, los culpables por pasión no giraban en tremendo remolino a través del negro ambiente; inmóviles, distribuidos formando parejas, se miraban con ansia infinita.

El recio aguacero y duro granizo no azotaban las espaldas de los golosos, y los avaros reposaban sentados en los ingentes peñascos que sin cesar se encuentran compelidos a subir por cuestas y asperezas, empujándolos con el mísero pecho, donde no tuvo cabida la generosidad. Apagadas las fosas de llama o braseros donde los epicúreos materialistas y herejes sufren el castigo de sus errores nefandos, los achicharrados respiraban, y todavía sus ojos, fuera de las órbitas, y su carne, retraída y que descubría el hueso, demostraban la violencia del atroz suplicio. Por el suelo vi trozos humanos, fragmentos del despedazado tronco de los violentos e iracundos, que pugnaban por juntarse aprovechando la breve tregua de horas; las sangrientas cabezas se empalmaban sobre los hombros, las manos descepadas se adherían al brazo otra vez. Al pasar por la umbrosa selva de árboles vivientes, mi guía se volvió y me miró con un dolor tan intenso, tan altivo, tan insondable, que recordé... ¡Los suicidas son los que sufren tal pena; los que, desgarrados perpetuamente por leñadores implacables, acogen entre sus dolientes ramas, al través de las cuales circula la sangre requemada, a las Harpías vengadoras!

A la sazón, los horribles monstruos habían desaparecido. En la selva no resonaban quejidos de agonía. El Infierno descansaba. Presté oído... Ni un sollozo.

Con todo, juraría que allá, en un rincón... ¿Me equivoco? No; alguien gime; alguien se retuerce, alguien profiere imprecaciones y maldice de la hora en que su madre le hechó al mundo...

—Poeta —le dije—, me has mentido. Sácame de aquí. Están atormentando... No quiero oír ni ver... Sácame a la luz; me angustia esa queja tan dolorosa.

—Tienes razón; se me olvidó avisarte —declaró el poeta—. Es cierto que atormentan a uno..., el único..., la excepción... ¡Le fustigan con varas de alambre enrojecido y le echan por la boca pez hirviendo!... Escucha: es que ese hombre asesinó a un rival. Hacía muchos años que proyectaba el crimen y la venganza; no encontrando ocasión de realizarla sobre seguro, acechaba en la sombra, callado, siniestro. Una noche como la de hoy encontró a su enemigo en despoblado. La víctima iba a caballo, y picaba la espuela, porque quería llegar a tiempo de cenar con su madre y acompañarla a la iglesia a celebrar el nacimiento de Aquel... Mano a la rienda de la cabalgadura; puñal asestado, golpe seguro, en mitad del corazón... La madre que esperaba a su hijo recibió a la hora de la misa del Gallo un cadáver cosido a puñaladas. Por eso el asesino no goza de la inmunidad de esta noche, que no respetó.

—Vámonos —supliqué con energía.

—Vámonos —contestó el poeta—. Te llevaré a ver la Nochebuena en el Purgatorio.

«El Imparcial», 30 de noviembre 1891.

II. La Nochebuena en el Purgatorio

El poeta suicida, que me había guiado por los laberintos y recovecos de los círculos infernales, me sacó al fin de la caverna, y juntos salimos a dilatada llanura. Pensé hallarme en los descampados de Castilla, porque si la tierra era árida y de cansado y polvoriento matiz, en cambio, el cielo, vestido de dulce color de zafiro oriental, resplandecía con hormigueo de diamantinas constelaciones. Lo que me persuadió de que me hallaba bien lejos del país castellano fue distinguir entre ellas la centelleante Cruz del Sur.

A lo lejos se oía el choque de las olas contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla. Una barca se columpiaba sobre el oleaje —porque oleaje tenía aquel mar, oleaje vivo y fosforescente, como el del Cantábrico—, y una brisa rauda y salitrosa hacía palpitar las velas. Entramos en la barca, y el poeta, tomando los remos, la desvió muy pronto de la orilla. Así que encontramos el filo de una corriente, alzó los remos y dejó que el viento y el agua nos llevasen sin esfuerzo hacia la isla que se columbraba, lejos aún, bastante lejos, entre los violáceos crespones de neblina de la noche.

—¿Vamos a ver más penas todavía? —pregunté al vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro periplo.

—¡Penas! —suspiró, dolorosamente, el condenado—. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que ahora veremos! No hay más pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras otro consúmese el tiempo y se van absorbiendo las horas como agua filtrada por arena; todo suplicio se hace llevadero al pensar que cesará, y como decía Virgilio —mi ilustre antecesor— la última hora de la vida es el desquite de los vencidos. Pero en la región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay días ni horas..., sino un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin sucesión, sin forma particular... ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!

Llena de compasión guardé silencio, y el poeta, dejando caer sobre el pecho la faz, calló también. Nos íbamos acercando a la isla del Purgatorio; sus dentadas costas, sus ribazos, sus vaporosas lejanías, sus valles, se divisaban claramente a una luz que se parecía mucho a la de la luna, o, mejor dicho, a la eléctrica, y que permitía apreciar los colores. Noté que, al acercarnos a la isla, las olas fosforescían más y se volvían transparentes, con la transparencia pálida de la piedra llamada tan propiamente aguamarina: todo era verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de tupidísimo arbolado, verdeaba también como gigantesca esmeralda engastada en el oro fino de los arenales, adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de almas, una multitud silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de follaje. La claridad verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz singular, como si se reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien como si las mirásemos al rayito fosfórico de un gusano de luz.

—Todo es verde aquí —dije al poeta—. Solo tú me pareces del color de la cera purificada.

—Ya comprenderás la razón —respondió el suicida, con calma horrible—. El verde es el color de la naturaleza, la cual resucita a cada primavera, y al derretirse la nieve, aparece lozana y fecunda, como si no la pudiese ofender el tiempo. En el Purgatorio observarás siempre esa entonación gozosa y juvenil. El Infierno es rojo; el Purgatorio, verde... ¡Repara qué prados, qué selvas, qué frondosas plantaciones!

Entrábamos en una ensenada que rodeaba vegetación tropical, y la barca se detenía, presa en una maraña de algas finas como cabelleras y recias como cordajes de esparto. Saltamos sobre las piedras, que hacían un muelle natural, y abriéndonos paso al través de matorrales espesísimos, llegamos a espaciosa explanada, donde hormigueaba innumerable multitud. Desnudos, o revestidos cuando más de una sobrevesta de lampazos, parecida a la que llevan los salvajes esculpidos en los pórticos de las catedrales, se apiñaban en la inmensa planicie los sentenciados a presidio espiritual, o sea, las ánimas del Purgatorio. La costumbre de verlas siempre, en pinturas y retablo cercadas de lenguas de llama, me hacía desconocerlas con aquel atavío.

—¿No hay fuego aquí? —pregunté al poeta.

—Esta noche no lo hay ni en el Infierno. ¿Cómo querías que aquí lo hubiese? —respondió mi guía—. Sin embargo, aquí el fuego nunca es visible. Esas ánimas de retablo que pintáis en la tierra son un medio de dar a entender a los sentidos lo que no podría comprender acaso la razón... y es que aquí se arde por dentro; se sufre una calentura que nunca remite..., excepto esta noche; una calentura de cuarenta y un grados y varias décimas, que disuelve la sangre, seca el corazón, abrasa las fauces, incendia el cerebro y engendra continuo delirio. En el Purgatorio se vive delirando. Esto es un semillero de inventores, de descubridores, de escritores, de artistas, de locos sublimes que todo lo quieren transformar, regenerar y embellecer; su dolorosa fiebre se resuelve en concepciones mitad absurdas, mitad grandiosas, y los únicos momentos en que descansan es cuando pueden acercarse a aquella fuentecilla que brota allí, ¿no la ves?, entre dos peñas..., y que está formada con las lágrimas de los que rezan por las benditas almas del Purgatorio, sospechando que reside en él alguien a quien amaron... Una sola gota de ese milagroso manantial les rebaja la calentura... Lo malo es que a veces la fuente corre tan escasa, tan escasa, que no llega ni para remojar los labios... Hay épocas del año —Carnavales, por ejemplo— en que casi se agota la fuente... En cambio, el día de Difuntos surte abundante, impetuosa, y su rumor consuela a las ánimas... ¿No has estado tú en el campo el día de Difuntos? ¿No te ha parecido que en la danza de las hojas secas, en el estridente aullido de las ráfagas de invierno, en el gotear de la lluvia, en la voz del mar cuando embiste contra las peñas, hay voces misteriosas, voces del otro mundo? ¡Las hay, las hay! ¡Cómo envidio a los muertos que reciben socorro de los vivos a quienes amaron! ¡A mí no puede socorrerme nadie! —y el poeta se echó ambas manos a la cabeza y un rugido se ahogó en su ronca garganta...

Nos llegamos a la explanada y nos mezclamos entre la muchedumbre de espíritus apiñados allí. Era la explanada una pradería de hierba densa y blanda, donde nos hundíamos hasta las corvas. En mitad del prado se elevaba un árbol inmenso, paradisíaco, singular en su forma: sobre el alto tronco brotaban de súbito dos ramas horizontales, gigantescas, pobladas de follaje, y otra rama vertical, irguiéndose en el centro, completaba la copa. La innumerable cohorte de ánimas tenía los ojos tenazmente fijos en el árbol, como si algo muy importante fuese a suceder en él...

Miré a derecha e izquierda, buscando un ánima a quien preguntar, y como llamada y atraída por mi deseo, se me presentó una mujer joven, de tipo muy conocido para mí, aunque al pronto me sería difícil decir dónde, cómo y cuándo la había visto ya. Guirnaldas de hiedra y gentiles abanicos de helecho velaban su casta desnudez, envolviéndola tan completamente como los paños de un ceñido ropaje, ayudando al mismo oficio la copiosa mata de pelo rubio esparcido por espalda y hombros, que en doradas hebras bajaba hasta los calcañares. Aquella mujer tenía la cara ovalada, la expresión candorosa, los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho; parecía la estatua del Pudor; tanto lo parecía, que hube de decírselo.

—¿Has podido pecar tú? ¿En qué pecaste? ¿Cómo viniste a las regiones de la expiación?

—Me trajo a ellas el amor, dueño del mundo —contestó la mujer rubia, a quien se le tiñeron de carmín las mejillas. Yo era una pobre muchacha del pueblo; quedé huérfana, sin más dote que mi hermosura y mi virtud. Hilando, cosiendo, barriendo y fregando se me pasaban los días de la mocedad. Sucedió que, al salir de misa, vi a un señor muy galán y bizarro. Me requebró y le adoré. Al sospechar que yo estaba encinta, las comadres del barrio me señalaban con el dedo, y las mozas de cántaro se reían o torcían el rostro. «Has pecado», me decían; y yo contestaba: «Es cierto, pero Dios me perdonará.» Mi hermano, era soldado. Al volver de la guerra y saber mi deshonra, provocó a mi seductor y fue herido mortalmente por él. Expirando, me dijo: «Has pecado; maldita seas.» Y yo contesté: «Cierto; pero Dios me perdonará.» Nació mi hijo; el abandono y la desesperación me volvieron loca..., y le arrojé al agua. Los tribunales me sentenciaron a muerte, repitiendo: «Has delinquido.» «Dios me perdonará», contesté llorando...

—¡Pobre Margarita! —exclamé, porque ya recordaba dónde, cuándo y cómo había visto aquella dulce y lastimosa efigie—. Yo no te hacía en el Purgatorio. El gran poeta alemán nos aseguró que te habías salvado y que estabas en el Paraíso...

—Mi historia es tan vulgar —contestó Margarita, modestamente—, que no sé cómo se le ha ocurrido narrarla a ningún poeta. Tampoco sé cómo ese poeta, que será un sabio, ignora que el pecado ha de pulgarse antes de entrar en el cielo. Lo diría por hermosear mi vida, que fue bien triste y bien sencilla, y bien ajena a galas poéticas... Sí, aquí estoy desde mi muerte, sufriendo, hasta que Dios quiera, la horrible calentura expiatoria. Hoy, no; hoy respiramos; hoy se humedece nuestra boca achicharrada y se calma el ardor de nuestro corazón... Hoy... al punto de la medianoche... cuando en el establo de Belén se verifique el gran suceso... aquí se verificará otro, que aguardamos con afán —y de pronto, juntando las manos, exclamó:

—¿Ves?, ¿ves? Ya se verifica... ¡El árbol florece!

En efecto, sobre el follaje del gigantesco árbol en forma de cruz se destacaban unos puntitos, diminutos primero, como cuentas de coral, y que iban creciendo, ensanchándose, cubriendo de placas rojas la verde espesura. Fragancia suavísima se esparcía por el aire, y las manchas bermejas adquirían contornos de flor, pareciendo a un mismo tiempo cálices de rosa y heridas frescas que destilasen sangre...

La muchedumbre de ánimas, al florecer el árbol, rompió en himnos de adoración; la isla entera resonó como un arpa: collados, selvas, grutas y praderías vibraron musicalmente, y el poeta, separando las manos del rostro, gimió con acento sepulcral:

—¡Felices los que esperan!

«El Imparcial», 31 de diciembre de 1891.

III. La Nochebuena en el Limbo

Al llegar a la puerta blanca, mi guía me dejó. Yo había visto contraerse el semblante del réprobo según nos acercábamos y, movida a compasión, le dije:

—Basta ya. Entraré sola. Maldita la falta que me hacen en el Limbo pajes, escuderos ni rodrigones. Allí no habrá más que chiquillería, porque las almas de los Santos Padres las sacó Cristo cuando descendió después de su muerte; todas salieron de reata, cogidas a un cabo de la cuerda con que los sayones habían amarrado al Dios-Hombre.

Gimió el poeta, y se guardó bien de acercarse al umbral de la soñolienta mansión. Yo empujé la puertecilla, y bajé por amplia gradería de nítido alabastro, que me condujo a inmenso patio rectangular. En su centro manaba una fuente plañidera, diminuta, que de tazón a tazón revertía gotas muy semejantes a cristalinas lágrimas. Al lado de esta fuente divisé otra no mayor, de basalto negro; el chorro que rebotaba en los platillos me pareció de sangre, que fluía en hilos bermejos y salpicaba el piso de placas redondas y oscuras. Entre ambas fuentes vi a un niño como de seis a siete años, en pelota, semejante a una estatuita de museo. La cara del niño me asombró: su entrecejo fruncido, sus chispeantes y altaneros ojos, no correspondían a edad tan tierna. El rapaz se entretenía con las dos fuentes, sepultando las manos en el sangriento chorro y bebiendo ansioso el raudal de lágrimas... Le llamé y acudió, orgulloso y marcial, clavando en mí sus ojos fascinadores de aguilucho.

—¿Quieres tú acompañarme? —pregunté a la criatura.

—Sí —contestó, lacónicamente—. Aunque ya, viéndome a mí, has visto lo mejor.

—Dime —exclamé, señalando a los guantes rojos que cubrían hasta el codo sus bracitos— ¿qué son esas dos fuentes? ¿Por qué estás ahí hecho un carnicero, todo mojado y ensangrentado?

El rapaz me flechó de nuevo sus terribles pupilas, y sólo respondió, frunciendo el ceño adusto:

—Mírame bien.

Me bastó la primera ojeada. ¡Qué torpeza la mía! Estaba hablando. La frente vastísima; los ojos profundos y ardientes; las pálidas y esculturales mejillas; los delgados y apretados labios, de líneas correctas; la barbilla acentuada y firme, con meseta redonda; el perfecto tipo de un gran bronce romano... Así, así debía ser en la primera infancia el capitán del siglo.

—No pensé hallar en el Limbo a Napoleón —dije, risueña y con muchísimas ganas de regalarle un saco de confites al vencedor de Austerlitz.

—¡Sí, Napoleón! —chilló la vocecilla, aunque infantil, bronca y extrañamente grave—. Buen Napoleón te dé Dios. Napoleón, a mi lado, se quedaría tamañito. Sabe que yo nací al pie del Cáucaso, y mi destino era conquistar toda el Asia sometiéndola al poder de Rusia, y arrojando luego sobre Europa las gentes ya sujetas a mi yugo. No dejaría títere con cabeza. ¡Gran zarabanda histórica! El Imperio alemán, hecho polvo. Media Confederación germánica, incorporada al Imperio moscovita. Italia, repartida entre Austria y Francia. Los españoles, trasladados al África, y los ingleses...

—¡Santo Dios! —interrumpí—. ¿Todo eso pensabas hacer, mocoso?

—¡Y lo haría! —gritó el héroe en miniatura—. Ése era mi papel en el mundo. Sólo que una tarde, jugando a guerras con otros chicos de mi lugar, tanto sudé que, al enfriarme, cogí una fiebre maligna...

—Y cátate salvada a la culpa Europa —añadí, intentando besarle aquella carita tan fiera y tan salada—. De modo que las fuentes...

—Son la sangre y el llanto que yo tenía que hacer correr. Aquí me sirven de pasatiempo. ¡Si vieses qué rico bañarse en los dos pilones! Las lágrimas tienen fama de amargas, pero a mí me saben a miel, y la sangre tibia y líquida despide un olorcillo fragante... Ven, que te enseñaré la sala grande, la Inclusa general. No creas, yo no voy nunca. No me rozo con semejante patulea. ¡No faltaba más! He acotado para mí este patio y juego solo. ¡Ay del que me dispute mis dominios! No pienses que no tengo más juguetes que las fuentecitas. Te enseñaré barajas de pedazos del mapamundi con ellas hago solitarios, y me echo las cartas y me predigo el porvenir. También poseo una escuadrita de acorazados de hojalata y caña, unas baterías de cañones de plomo y resmas de estampas de soldados y horror de sables de madera. A cada instante me los piden prestados los memos de la Inclusa..., pero yo no presto a chusma semejante. Ven, la verás.

Su mano diminuta y febril asió la mía, y cruzando un pórtico sin color, entramos en un salón gigantesco, pero frío, desnudo, de grises paredes, de aspecto cuartelario. Era lo que mi guía, el dominador del orbe, llamaba despreciativamente la Inclusa. El inconmesurable recinto estaba atestado de chiquillería: un océano de gente menuda; no intenté contarla, ni siquiera calcular aproximadamente su número. Imaginaos leguas y leguas de terreno cubiertas de mies; figuraos un pomar sin límites, cuajado de manzanas; suponed un colosal aprisco donde las ovejas hierven, ondean, se empujan, se encaraman unas sobre otras; así rebullían y pululaban los retoños humanos en la Inclusa límbica. Asombraba y entristecía considerar tal floración de capullos helados antes de abrirse, tanto fruto verde tronchado por el granizo, tanta cuna vacía, tanta desesperada madre.

No quiero decir la algarabía que armaban los chicuelos. Habíalos de muy diversos tamaños, desde el rorro coloradillo, recién salido del claustro materno, hasta el diablejo ya talludo; y de su masa confusa brotaba un coral análogo a los de Wagner, en que el llanto estrepitoso, el gemido desconsolado, la carcajada, el berrinche, el pataleo, el gorjeo, se unían en un solo acorde estridente, irónico, arrancado a las cuerdas y a los metales de infernal orquesta.

¡Y qué hervidero de cabecitas! Resguardada por la gorrilla de tres piezas, la blanda y abierta chola del mamón; aureolada por rubias sortijas, la del angelote de un trienio; con melena a lo Villamediana, negra y brillante, la del caballerito de siete; aquí la pelambrera erizada y cerril del mendigo callejero; allí los bucles de seda de la menina aristocrática; ya la pelona del escolar, ya la aplastada montera de crin del aldeanillo... Luego, los cráneos étnicos, dignos del escaparate de un museo antropológico: en los oscuros vástagos de la raza de Cam, la vedija lanosa; en los amarillentos muscos japoneses, el cerquillo frailuno... ¡Qué cabecitas tan curiosas! Daban impulsos de ir cogiéndolas como quien coge flores, y formando un ramillete... ¿Qué hacían las pobres criaturitas muertas?

Lo que de vivas. Jugar. Y con la explicación anterior de mi guía, comprendí perfectamente el sentido de sus juegos. En aquel rapaz que apila duros de chocolate, y los cuenta y los recuenta, y se los guarda muy envueltos en un papel, se ha perdido un avaro..., es decir, no se ha perdido nada. Aquel que se abraza a un rocinante de cartón, y lo acaricia, y lo halaga, y lo mira con embeleso..., hubiera sido un miembro del Jockey-Club, un sport-man de esos que besan a sus caballos vencedores en las carreras y cruzan a latigazos a sus queridas. Un muchacho se arrodilla ante una muñeca vestida de raso, con cara de porcelana, que abre los ojos y dice papá y mamá... ¡Feliz rapazuelo! La muñeca no le destrozará el corazón engañándole, como se lo destrozaría, si hubiese vivido, la mujer que la muñeca simboliza... La niña que da biberón a un bebé articulado no tendrá que llorar su muerte, como lloraría la del hijo que representa ese bebé. La imagen de la vida, en una comedia de marionetas; el destino figurado por el juego..., esto es el Limbo. Me volví y comuniqué mis observaciones al conquistador malogrado.

—Sí, sí —murmuró él—. Todo eso será verdad, pero a mí no me consuela. ¡Yo quisiera haber vivido, y saber lo que es una batalla, no de mentirijillas, sino de verdad; con soldados de carne y hueso, caballos que corran solos, cañones de acero que disparen balas de hierro y mi escuadra navegando en un mar real y efectivo, con olas, con tormentas, con viento, con truenos y rayos!

Al expresarse así, rugió el Napoleoncillo en agraz, y una lágrima saltó de sus lagrimales perfilados y duros.

Allá para mis adentros me pareció que el cachorro de león no iba descaminado. Aquella vida humana expresada con juguetes, con monigotes rellenos de serrín, con cartones y pinturas baratas, con aleluyas y cromos, debía de hacerse intolerable por su falsedad mezquina. Era la insulsez, la mentira sin velos de ilusión, lo abstracto, lo glacial, lo inerte, lo que ni llena el corazón ni aplaca la sed instintiva de vivir...

—Nosotros —añadió, bruscamente, el guerrerillo— no sabemos nada de nada. ¡Como que estamos en el Limbo siempre! Nuestra existencia transcurre entre ñoñerías y parodias. Sólo hoy, día de Nochebuena, a la hora en que nació Cristo, vemos algo real, algo que no es ni patraña, ni decoración de teatro... Y la hora se acerca... Me parece que suena ya.

Un clueco reloj de latón dio doce campanadas, y noté una blanquecina claridad venida de lo alto, que iluminaba la Inclusa, difundiéndose lenta y gradualmente por los ámbitos del enorme salón. Poco a poco se convirtió en resplandor dorado, y las paredes antes incoloras refulgieron como si fuesen fabricadas de purísimo diamante. En el fondo, entre radiantes irisaciones y sábanas de gloriosa lumbre, surgió un objeto espantoso: era una cruz de madera, donde agonizaba un hombre. Le veíamos perfectamente. Su tronco, desplomado sobre las piernas, que contraía y engarrotaba el dolor, presentaba las huellas acardenaladas de la flagelación, verdugones hinchados y negros. Respiraba estertorosamente, y de sus manos, traspasadas por los clavos, descendía gota a gota la sangre. Los niños miraban sin comprender, angustiados, fluctuando entre romper a sollozar o esconderse en los rincones, por no presenciar aquella lástima atroz.

—¿Ves? —exclamé, dirigiéndome a mí guía infantil—. Eso real que sólo hoy, a estas horas, se te presenta..., eso es la Vida. No la llores. ¡Salir del Limbo es ir al martirio, rapaz!

El chico alzó la cabeza, miró ahincadamente al Crucificado y un estremecimiento le sacudió... Era el escalofrío del horror silencioso. De pronto se volvió hacia mí, me contempló con arrogancia y exclamó, respirando firmeza y decisión inquebrantable:

—Pues yo querría vivir.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 14, 1892.

IV. La Nochebuena en el Cielo

¿Cómo subí del brumoso Limbo al Empíreo radiante? ¿Fue cabalgando en un hilo de luz? ¿Fue entre las alas de una nube? ¿Fue saltando de estrella en estrella, peldaños de la escala mística que en sueños vio Jacob? Posible me parece cualquiera de estos medios de locomoción, porque si nuestro cuerpo es plomo, centella es nuestro espíritu.

Ello es que de improviso me sentí envuelta en una ola azul, sutil, delicadísima, que compararía a la turquesa disuelta, si hubiera visto, alguna vez y en alguna parte, la disolución de esa piedra preciosa. Y la alegría y exaltación de todo mi ser, el rapto de mis potencias y sentidos, me dijeron a voces: «¡Quién como tú! Estás en el Cielo.»

Repito que me puse alegre como unas pascuas; el gozo procedía sobre todo de la imaginación, porque yo no experimentaba ningún beneficio positivo, pero eso de pensar que uno está en el Cielo es ya la mitad del Cielo, o más de la mitad.

No obstante, pasados los primeros momentos, empezó a convertirse mi júbilo en extrañeza e inquietud vaga. Azul encima, azul debajo, azul alrededor, azul por todas partes...; no sólo era raro, sino monótono y sin pizca de chiste. ¿No habría en el Cielo más que tonos cerúleos, y por toda distracción concertantes de violines, violas y arpas? ¿Se reduciría la fiesta de Nochebuena en la mansión de los escogidos a un baño en las ondas turquíes del éter? ¿Tanto ingenio y variedad en los castigos infernales y tanta insipidez y poquedad en las celestes recompensas?

Éstos eran mis irreverentes pensamientos, cuando, deslizándose por la superficie azulina y tersa del misterioso lago, vino a mí un hombre vestido con ropilla de terciopelo negro, coronado de laureles, parecido a Cervantes en el avellanado rostro; mas no era el Manco, porque en melodioso italiano del Seicento me aseguró ser el mismísimo Cisne, sorrentino, autor de la Jerusalén, maniático, melancólico y muy honesto enamorado.

—He adivinado —me dijo— lo que cavilas, y quiero demostrarte que te engañas y que el Cielo no es aburrido ni soporífero, sino cosa muy buena. Esa idea de la monotonía del Cielo proviene de que el Cielo es por esencia inefable; no se puede explicar con palabras, y el Infierno y el Purgatorio, sí: los sufrimientos y los males están al alcance de la comprensión de un mortal; la beatitud eterna no la comprende sino quien ya la disfruta. Sólo hoy, por ser Nochebuena, nos es permitido comunicar algunas partículas del bien sumo a los pobrecitos enterrados (desterrados no lo sois, puesto que en la tierra vivís). Y así te diré, en primer lugar, que el Cielo no es inmovilidad e inercia, sino al contrario, vida a raudales y actividad intensa y siempre fecunda. Sé por un ángel ambulante, de esos que van y vienen a vuestro globo, que cierta secta procedente de la India goza ahora de singular favor entre los sabios europeos, y esa secta ridícula hace consistir la beatitud en pasar cientos de años contemplándose el ombligo en un acceso de estrabismo convergente... Ríete de esos ascetas bizcos; en el Cielo todos miran derecho, franco y alto; las pupilas irradian luz... ¿No ves las mías?

Era verdad; los ojos de Torcuato Tasso, nublados en vida por la demencia y el dolor, relumbraban ahora como soles, claros, puros, magníficos; ventanas que descubrían el alma glorificada y dichosa. Envidia me causó el mirar del Cisne. ¡Cuán diferente de otro mirar torvo y siniestro que había pesado sobre mi corazón al acompañarme el Cisne suicida!

Desciñóse el Tasso su corona de laurel y me ofreció una hoja. La cogí, y el talismán obró inmediatamente sus mágicos efectos. A manera de telón de raso que se descorre, vi arrollarse el azul ambiente, y allá en el fondo divisé los resplandores de la Gloria. Vi en espléndida perspectiva aquella ciudad santa que, extendiéndose por millones de leguas, es toda de oro, margaritas y piedras preciosas; lucidísima y transparente como el cristal; sus torres y almenas, de jacinto y topacio; su atmósfera, de lumbre; sus cercanías, campos de fresquísima hierba y raras flores movidas por un aura embalsamada y deliciosa.

—Ahí tienes —advirtió el Tasso— la Jerusalén celeste, tal como la idearon y describieron los autores místicos. Por ella discurren los bienaventurados, sumidos, como la esponja en el mar, en un piélago de gozo, que los penetra y envuelve; gozo dentro y gozo fuera, gozo en lo alto y en lo bajo, y gozo lleno en todas partes (esto debías saberlo ya por referencia de San Anselmo). Los bienaventurados se encuentran ahí como esponjas, pero como esponjas que tuviesen tantos sentidos del gusto cuantos ojuelos y Poros, y las metiesen en un mar de leche y miel, gozando con mil bocas de toda aquella suavidad y dulzura. Vive su entendimiento con perfecta sabiduría; su memoria, con inmortal representación de lo pasado; su voluntad, con plenísima satisfacción; los sentidos, con continua delectación de sus objetos...

—¡Ah! —exclamé—. No comprendo, poeta; no me puedo figurar ese estado beatísimo, y creo que pierdes el tiempo en querer iluminar mi torpeza... Oigo tus palabras; me suenan bien, son dulces, deliciosas; pero no veo lo que expresan... ¡Quisiera ser esponja ya!

El Tasso me dedicó una de sus preciosas miradas, húmeda de compasión por más señas.

—¡Poverina! —contestó—. Voy a ver si te ilustro con imágenes más adecuadas para ti. Te gustan las artes, ¿no es cierto? Verbigracia, ¿eres aficionada a la música?

—A la música, no tanto; pero con todo... si es muy fina, muy escogida y de poco estrépito...

—Pues haz por conseguir el grado de santidad de tu compatriota la fervorosa virgen doña Sancha Carrillo, y verás cómo, estando enferma y para morir, con un acorde no más que llegue a tus oídos de la música del Cielo, se te quitan todos los males y dolores y quedas sana de repente. ¿No te acuerdas de que el canto de un pajarillo sólo tuvo suspenso a un santo monje por espacio de trescientos años?

—Cisne, háblame de letras, y no de notas y acordes. Más música hay en tus estrofas que en ópera ninguna.

—¡Ah incorregible! —respondió él—. Voy a abrirte el apetito, a ver si te llevo por el camino de la bienaventuranza. Cada espíritu tiene sus asideros; ¡a ti hay que cogerte por el de las letras, empedernida, impenitente, aragonesa de Cantabria! Para que te tomes el trabajo de ganar el Cielo, sabe que si llegas a entrar en él, encontrarás juntos a los grandes poetas y a los autores ilustres de todo siglo y de toda nación, y podrás charlar con ellos o, mejor dicho, escucharlos a tu sabor, y te recitarán sus versos y sus prosas..., sin el contrapeso de tener que alabárselas... ¡Te será dada ciencia infusa, y comprenderás al oído y gustaras con deleite el griego de Homero, Píndaro y Safo, el sánscrito de Valmiki, el hebreo de Salomón, Job y David, el zendo de Firdusi, el latín de Virgilio y el ruso de Puschkin... Además (abre el ojo), verás esculpir a Miguel Ángel, y no te digo que verás pintar a Rafael, porque sé que no te entusiasma ese maestro... Yo te diré la fábula de la rosa, y Dante te obsequiará con unas terzine... ¿A que ya vas comprendiendo los hechizos de la beatitud?

—Si ser beato es vivir así, no interrumpir, sino completar la actitud del pensamiento, ensanchar la esfera del goce estético, salir de tantas curiosidades como nos hostigan —aun convencidos de la imposibilidad de satisfacerlas—, entonces digo que aquí se estará muy bien... ¡Qué placer inmenso el de revivir la historia iluminando sus tinieblas, conociéndola tal como fue, y no como la ofrecen las pálidas crónicas y las almidonadas narraciones de los historiógrafos!...

—Precisamente —exclamó el Tasso—, eso es lo que vas a gozar sin tardanza. No al dar las doce de la noche, porque aquí no hay noches ni signos que marquen el curso del tiempo; pero en el instante misterioso que corresponden a la hora terrestre verás el nacimiento de Cristo tal como sucedió... Ven, y aprisa, que ya se acerca el instante solemne.

Le seguí, y salimos de los amenísimos jardines que rodean la Sión divina, a una campiña vulgar, rústica y fragosa a trechos. Atravesamos un villorrio de desparramadas casucas, entrando en él por una puerta de herradura muy ruinosa. Las calles estaban desiertas. Comprendí que era la villita de Belén. Seguimos una callejuela que más parecía senda campestre, pues los edificios aislados y en desorden no tenían aspecto urbano, y alcanzamos un vasto espacio vacío, un páramo que semejaba agujero abierto en el centro del lugar. Allí vimos una especie de cobertizo, sombreado por un árbol enorme, que me pareció un terebinto, y cuyo ramaje se extendía formando techumbre. Al tronco del árbol estaba atado un jumentillo; una mujer joven, vestida de lana blanca, reposaba al pie del árbol, en actitud de cansancio. Notábase el bulto de su vientre...

—Es María —me dijo el poeta—. Siente que se acerca la hora de dar a luz, y quiere lograr asilo en ese cobertizo; José ha ido a hablar con los dueños, y se lo niegan; mira cómo vuelve cabizbajo. Ahora propone a su mujer llevarla a una gruta que sirve de aprisco y establo a los pastores... Ya se levanta ella trabajosamente... Se dirigen a la gruta... Mira.

Salían, en efecto, por la parte oriental de Belén y seguían un sendero que orillaba derruidos paredones y fosos, ya cegados, de fortificaciones que se desmoronan. A poco camino que anduvieron, un grupo de arbustos les indicó la gruta, cavada en la roca. Su entrada tenía un saledizo de bálago, abrigo de los pastores. La puerta era de ramas entretejidas; José la movió y desencajó no sin esfuerzo. En la estancia formada por la excavación y donde entraron los esposos, vi el pesebre, que no era sino un pilón o abrevadero abierto en la piedra para dar de beber al ganado; encima sobresalía el comedero, aún atestado de seca hierba. Obstruían la gruta esteras y haces de paja; apartólos José, colgó un candilejo de la pared de tierra, mullió la cama para la Virgen y salió con un odre de cuero a buscar agua; luego bajó a Belén por carbón y escudillas; volvió presto; encendió la hornilla bajo el saledizo y coció tortas y asó manzanas. María comió algo, oró y se tendió en la cama, suspirando de fatiga. José había vuelto a salir para atender al pienso del asno. Y cuando volvió, la gruta ya parecía inflamada en vivas llamas; fuego sobrenatural, como el de la zarza del monte Horeb, envolvía el recinto. José cayó de rodillas y alzó las manos al Cielo.

María, vuelta de espaldas, se apoyaba en la pared de la gruta. Con irreverente curiosidad, quiso oír sus quejas; no pude... La claridad me cegaba; maravilloso hormiguero sideral, inmensa vía láctea de estrellas, subía desde la gruta, centelleando y vertiendo océanos de lumbre blanca, entre los cuales sólo se distinguía un niñito recién nacido, más luminoso que el sol, rodeado de una aureola de rayos...

—Ya me ofusca tanta luz —dije a mi guía—. Ya no veo los detalles humildes, prosaicos y ternísimos que me encantaban: la realidad del Nacimiento...

—Eres mortal —contestó el poeta—. No puedes entender... Esa luz que te ciega sale de tu imaginación, surge de ti misma. No hay tal resplandor. ¿No ves al recién nacido, moradito de frío, lloroso? ¿No ves a su madre, que le faja y le empaña?

—No... ¡Luz y más luz!... —contesté, gimiendo, porque ya mis pupilas no podían resistir, y la vibración lumínica hacía danzar en mi cerebro átomos, primero rojos, luego verde esmeralda, luego morados... Hasta que, dando un grito, el grito de espanto del ciego, exclamé: «¡Nada, nada!... ¡Oscuridad completa!», y extendí las manos para agarrarme a algo, guiada por el instinto de sustitución inmediata de un sentido a otro...

* * *

¿Necesitas, lector, que escriba el clásico desperté? ¿Verdad que no? ¿Y verdad que tú tampoco sabes ni qué es dormir ni qué es despertar?


«El Imparcial», 8 de febrero 1892.

Fausto y Dafrosa

La aguardaba en el embarcadero a boca de noche, y cuando divisó a lo lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforescente, al corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.

Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba a estar aquella por quien tantas veces había pasado la noche en vela, febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de rabia, o esperando insensatamente.

¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa, Fausto había descendido a la delación y al espionaje como un liberto, echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella había deslizado en los oídos del emperador «apóstata» el consejo fatal al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos... Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las sirenas de la felicidad subía como un himno...

Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de los esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las puntiagudas piedras. A la salutación, al «¡Ave!» que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la villa, sin que Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase. Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no hubiese sido superfluo el auxilio.

En la terraza de la villa, alumbrada por antorchas fijas en la pared, estaba dispuesto un refresco de bienvenida; leche, frutas, pan en flor, peces cocidos — los sencillos manjares de que gusta una cristiana —. Se lo hizo observar Fausto a Dafrosa, la cual, rompiendo uno de los panes, los llevó a los labios, no sin hacer antes la señal de la cruz. Quedáronse solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban las estrellas en el firmamento turquí, y el aire columpiaba bocanadas de esencia de rosas purpúreas, unas rosas que el mismo emperador Juliano había traído de Alejandría para adornar con festones de ellas el ara de la Afrodita, porque se atribuían a su aroma virtudes como de filtro para enajenar el corazón.

Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silencio.

— Fausto — dijo con tranquila melancolía —, ¿quién nos dijera que nos encontraríamos así otra vez? Cuando yo me confesaba llorando de que no podía olvidarte, ¿iba a suponer que el Sacro emperador me desterrase a vivir contigo?

Indeciso Fausto, dudó entre caer a los pies de la matrona y abrazar sus rodillas o contestar algo — no sabía qué —. Entonces Dafrosa echó atrás el velo blanco que envolvía el óvalo de su rostro, y a la luz de las antorchas Fausto pudo ver con asombro una cara consumida por el dolor, unos ojos marchitos, unas mejillas demacradas; el pelo, recogido modestamente con cintas de lana violeta, no era ya aquella rubia vedija, aureola de oro; ¡a Dafrosa se le había vuelto el cabello todo gris, del gris de las nubes, del gris de la ceniza seca y hacinada en el hogar!

— Puedes mirarme impunemente, Fausto — añadió ella —. Soy otra. La Dafrosa que conociste no está ya en el mundo. Después de que me contemples, te volverás a tu palacio de Roma, dejándome sola en esta isla, donde haré penitencia. He sido justamente castigada por haberte querido, cariño involuntario que yo no podía arrancar de mí por más que hacía. Se llevaron a mi marido para matarle poco a poco, y a mí me despreciaron. Lo merecía. Ahora los malvados me entregan a ti, quizá por creer que tú eres un peligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así; despacio, con atención; examíname. La misericordia divina me ha quitado enteramente mi hermosura.

Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de un sentimiento singular, diferente de cuantos hasta entonces habían agitado su alma complicada de romano de la decadencia, de amigo del refinado filósofo, el césar Juliano. No hacía mucho que en el palacio imperial, ante las aras restauradas de la Kaleos helénica, habían celebrado los dos amigos un pacto, especie de misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso del vulgar paganismo que se saciaba con los sacrificios de bueyes y terneros, con las ceremonias impuras. Esta otra religión, preferida por Juliano, reemplazaba la teogonía y las supersticiones con la adoración de la belleza suprema de la Forma en su armonía divina, en su euritmia sacrosanta, cuya relación percibe la inteligencia por encima de los sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima, de líneas impecables, obra de Fidias, se erguía sobre el ara, en mitad de la capillita o cella donde el emperador cumplía el rito, derramando las claras libaciones, quemando el incienso sabeo en el pebetero de oro de exquisita labor oriental. Y el Apóstata, tomando de la mano a su amigo, le obligaba a postrarse allí, murmurando: «Esta es la Diosa, ésta, y no el triste Galileo, que ha traído la fealdad al mundo.» Y, ahora Fausto, en presencia de Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía Flaviano y ella vivía recluida el pie de sus lares, por no descubrir en los ojos los pensamientos, ahora Fausto advertía en sí mismo un trastorno, una variación incomprensible. Los afanes, los delirios, las ansias de posesión, la fiebre pasional tanto tiempo sufrida, alimentada por la Beldad, que ata las almas y no las suelta hasta el sepulcro, habían desaparecido. La forma adorada no existía, y tampoco lo que se deriva de ella. En el mar tranquilo habían enmudecido las sirenas cantoras; en el cielo turquí las estrellas ya no parpadeaban de amor. Las rosas no desprendían ni un átomo de esencia: el rocío de la noche probablemente congelaba sus cálices, derramando en ellos una serenidad frígida. Las tenaces ligaduras de la carne se rompían en Fausto; su sangre, antes fuego, discurría convertida en luz por las venas. Y acercándose a Dafrosa, le tomó las manos y las llevó a su frente, murmurando en un suspiro:

— Porque has perdido tu hermosura, te quiero más. Te parecerá que es mentira, y a mí ayer me lo parecía también, pero mira que no te engaño.

No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillo contacto no infundía tanto horror a los cristianos de aquellos siglos como a los actuales, acaso porque entonces eran más castos en su corazón. Las palmas de Dafrosa halagaron la inclinada cabeza de Fausto, y acercando los labios a su oído, susurró:

— Te creo. Es natural eso que me dices. Tú, Fausto, hermano mío, eres cristiano también.

La crónica refiere que San Fausto sufrió el martirio y que Santa Dafrosa recogió de noche su cuerpo para que no lo devorasen los perros, pagando esta obra de caridad con la vida.

Femeninas

Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.

Acostumbrados a la oscuridad, vimos entonces el rostro de Carolina, más interesante, encuadrado por los frunces del lienzo…

—Carolina, ¡qué gusto! ¡La casualidad de poder verte! —exclamó Celina con aturdimiento.

—Me llamo ahora sor Trinidad de San Antonio —contestó ella apagando el relámpago meridional de sus pupilas.

—Sí, sí… ¡Perdona!…

—No —dijo la abadesa, dueña reposada como un vaso de leche con nata— si eso no tienen nada de particular. Ustedes la llaman como se llamó en el siglo en que ustedes la trataban… Sor Trina, yo voy un momento allá dentro.

—Sí, muy feliz —contestó sor Trina a una pregunta de Celina—. Vivo con Dios: ¿qué mejor compañero? Soy digna de tanto bien, y todas las mañanas doy gracias a mi abogado San Antonio.

—Yo creí que San Antonio era abogado de los que quieren casarse —dijo siempre irreflexiva la curiosa.

—Y también de los que han elegido el mejor matrimonio —hubo de contestar la clarisa.

—¡Ay, hija! —comentó la incorregible— ¡digo lo mismo que tú! ¡Mira que si llegas a casarte con esa bala perdida de Gil! ¿No sabes que viene con nosotros? En la iglesia se ha quedado…

Fue como un rayo. La monja, retrocediendo, dejó caer el velo sobre su faz, y, sin despedirse, desapareció como una visión de la reja. Caímos sobre Celina todos, tratándola de cabeza de chorlito. La abadesa se presentó cuando estábamos acalorados en la disputa.

—Sor Trina me encarga que la despida de ustedes. Se encuentra un poco indispuesta.

Dimos mil gracias y una pequeña limosna para el convento, y nos retiramos, preocupados por el desagradable final de la visita. En el atrio, acosamos a Celina; verdad que no solíamos hacer otra cosa durante la excursión.

—¡Tonta, loca, imprudente…!

Por supuesto, en cuanto se nos unió, saliendo de la iglesia, el bueno de Gil, nos faltó tiempo para soplárselo.

—¡Ésta, que, ya se sabe, siempre ha de meter la patita…!

Los ojos de Gil se clavaron en las rejas. Luego, volviéndose hacia nosotros, murmuró:

—¿Conque decís que está contenta?

—¡Vaya! ¿Qué te creías, fatuo?

—Entonces —suspiró— veo que hice muy bien…

—¿Que hiciste bien? Sería ella, en todo caso.

—No, yo, hijos, yo… Permitidme que me gloríe de una de las pocas cosas buenas que habré realizado en mi vida. Decís que no tengo sentido común, pero esta vez lo tuve, y en gordo. A todas sus instancias, contesté con energía:

«No puede ser; si nos casásemos, sería la desgracia más horrorosa, nena… Yo no soy un hombre con quien pueda casarse nadie, nadie, y menos una mujer que tenga ilusiones…».

—¿De modo que fuiste tú quien no quiso?

Gil nos miró, sonrió, no sin dejos de tristeza, y repuso con acento de sinceridad inconfundible:

—Naturalmente. Era mi deber. Y cuidado que estaba chaladito. Pero, ella, aún más; la prueba es que se pasó un año pidiéndome que nos casásemos, fuese como fuese, aunque ella hubiese de pedir limosna… Y repetía: «Contigo, al abismo, si es necesario…».

—Pues contaban —protestamos— que era ella la que…

—Sí, yo hice correr esa voz… por si antes de pronunciar sus votos encontraba otro novio bueno… Y, rabiando, me alegraría, os lo juro… Poco antes de profesar, ella se las arregló para preguntarme aún si había variado de opinión…

Y como nos viese sorprendidos, añadió con mansa ironía:

—Se me figura que no conocéis demasiado el corazón de la mujer…

Feminista

Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.

Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado.

No sé qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas. Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y catilinarias del marido. No era necesario que murmurase:

—No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico...

Generalmente, antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de soberbia vegetación.

Había olvidado completamente al matrimonio —como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia—, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales...». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes.

—¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! —contestó, riendo, el doctor.

—¿El de los pantalones? —interrogué con curiosidad.

—Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron... ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes...

En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o... En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia.

Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba:

—Clotilde mía..., levántate.

Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó:

—¡Ahora..., ponte mis pantalones!

Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?...

—¿Has oído? —repitió él—. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!

Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley!

—Siéntate ahora ahí —dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció—: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos.

¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir.

Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dónde mana!

Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse —al cabo era joven aún—, no pensaba sino en la poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo:

—¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas!

Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:

—Para que sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes?

Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos precavidos.

Filosofías

—La desgracia —opinó Lucio Dueñas, muy aficionado a sostener paradojas— no consiste en nada grande ni terrible: los días peores de la vida son a veces aquellos en que, sin sucedernos cosa importante, nos abruman mil chinchorrerías. ¿Qué prefiere usted: que la maten de un tiro o que le tuesten a fuego lento, con brasitas que eternizan el dolor?

Mauro Pareja, allí presente —porque esta conversación se desarrollaba en el vestíbulo del Casino de la Amistad, al cual nos habían traído, complacientes, el café y la botellita de vino—, confirmó las palabras de Dueñas.

—He conocido —dijo— un caso... Me perdonarán que no cite nombres... Era un señor a quien traté en Madrid y que tenía una mujer, por cierto, encantadora. No sólo era guapa, que eso suele ser lo de menos, sino que poseía propiedades inestimables para la vida de familia: todo lo prevenía, todo lo arreglaba bien; con ella no había sorpresas desagradables... Es decir... ¡Debo confesar que hubo una!... Hasta desagradabilísima... ¡Pero fue la única!...

Todos miramos, no sin maliciosa expresión, a Pareja, que se puso algo escarlata y adoptó una expresión indiferente para disimular.

—Yo no diré que ese día no lo considerase muy desgraciado el consorte, a quien llamaremos, si ustedes gustan, Perogil, que es apellido castizo, aunque inventado. Acaso, en las horas que siguieron a la sorpresa, se tuvo por infeliz Perogil, y deseó muertes y tragedias y hasta las quiso realizar. Todo esto cabe en lo posible y aun en lo probable. Lo único que importa, para confirmar la tesis que acaba de exponer Dueñas, es que Perogil, pasada la primera y recia impresión de disgusto, y digamos de furiosa cólera, no pudo menos de reconocer que habiendo sido diez años tan venturoso, no podía echar por la ventana, en diez minutos, el pasado y el porvenir. Aquella mujer suya se le había hecho indispensable por el arte con que le mullía y suavizaba la existencia, rodeándola de dulces facilidades, menudas, insignificantes cada una separadamente, pero que reunidas componían la beatitud. Nunca le faltaba a Perogil ni un botón de camisa, ni un pañuelo bien planchado y fino, ni la comida sazonada a su gusto, ni las flores en la mesa, ni los papeles en orden, ni el tintero lleno, ni el frasquito de la medicina delante del plato. Enfermo del estómago desde la mocedad, por culpa de las comidas de fonda, ahora esa oficina central tan importante ya empezaba a funcionar excelentemente, con insensibles digestiones y regodeos refinados. Una mezcla de conocimientos higiénicos y de sibaritismos golosos presidía a este aspecto tan importante de la vida. Y el estómago sano había engendrado el equilibrio del ánimo y el buen humor, y Perogil se había acostumbrado a juzgar todas las cosas con indulgente optimismo.

Hasta el amor propio de Perogil se encontraba lisonjeado. En la sociedad de recreo que frecuentaba, en la oficina donde desempeñaba un buen destino, en las casas de los amigos, dondequiera, se envidiaba aquella solicitud de que siempre se le veía rodeado, aquella comodidad y mimo en que vivía envuelto. Y era un coro de alabanzas a la esposa de Perogil, un murmurio incesante y halagüeño, que acababa por embriagarle. A veces, por ostentar el bien que poseía, Perogil invitaba, media hora antes del almuerzo, a algún amigo o compañero de oficina, y nunca sucedió que el caso produjese de esos apuros ridículos propios de las casas mal organizadas. Todo era, en la de Perogil, orden, gracia y elegancia; se diría semejante a alguna máquina que cada mañana se aceitase pulcramente, para que marchase sin el menor tropiezo.

Así es que supongan ustedes, en el caso especial de Perogil, toda especie de explicaciones violentas, lo que ustedes gusten...; pero no extrañen que —arreglado lo íntimo, yo no les puedo decir a ustedes cómo, eso nunca se sabe— el matrimonio continuase muy cordialmente unido, y Perogil siendo el hombre más dichoso del planeta..., hasta el día en que la suerte dispuso que su mujer falleciese de unas calenturas infecciosas, que no hubo manera de atajar. Entonces, Perogil comprendió mejor que nunca el valor de la inestimable mujer que había perdido, y se dio cuenta de que, como dijo Salomón, que de hembras entendía, la mujer fuerte es cosa preciosa y rara. Tal vez no hubiese conformidad entre Salomón y Perogil en lo que se refiere a algunas condiciones esenciales de la mujer fuerte; pero si la más necesaria es hacer grata la vida, nadie con mayor fortaleza y virtud que la esposa malograda de aquel amigo mío.

Transcurrido el plazo del luto, Perogil se dio a buscar compañera; no le era fácil vivir solo. La encontró presto, y fue una señorita de familia distinguidísima, de excelente reputación y severos principios. Todo el mundo convino en que Perogil tenía buena mano para escoger. Sólo yo, que seguía siendo —y esto bastará para que dejen ustedes de reír y de hacerse guiños— el íntimo de Perogil...

La algazara redobló. Los incorregibles guasones del Círculo vieron en las palabras de Pareja una confirmación a todas las malicias que se les estaban ocurriendo.

—Bueno; piensen ustedes lo que quieran, yo sigo contando —declaró él, cachazudo—. El caso es que fui el confidente de los infortunios de Perogil, de la otra faz de su vida, la negra, la triste...

—Y el asunto es que no puedo —declaraba él— desahogar con nadie, con nadie; porque me responderán: «¿De qué se queja usted? Ésas son insignificancias, minucias, fruslerías. En cambio, tiene usted una esposa intachable, llena de cualidades estimabilísimas, y un hogar respetado... ¡Bah, sibarita! Le hace a usted daño la hoja de rosa...».

—Y —proseguía el pobre Perogil, casi derramando lágrimas— sería tiempo perdido que refiriese mi lenta tortura... Óigala usted al menos, y juzgue, pues estoy cierto de que usted también sufriría y se daría al diablo...

Mi mujer, sin ser lo que se llama abandonada, es indiferente al conforty a los pequeños detalles que son el encanto de la existencia del hogar. Rige su casa, es cierto; pero la rige de un modo chirriante, que la asemeja a la marcha de un carro por una senda pedregosa. A la hora de comer, en vez de sonreír y sostener una conversación entretenida y amena, de chismografía o de actualidad, está ceñuda, gruñe por todo, y se dedica a censurar los platos que no se ha tomado la molestia de dirigir, sin ver que los defectos de los platos se evitan antes, y no deben hacerse observar, cuando no se han evitado, mientras se sirve. Como no se ocupa cariñosamente de su interior, falta en él toda comodidad: los palillos se ponen después de que estamos sentados y los echamos de menos; las flores están ajadas, la fruta trae rabos, la servilleta se muda cuando ya es un mapa de manchones, y el queso de Flandes se presenta entero, como en las fondas de medio pelaje. Sólo de ver todas estas cosas —añade Perogil— se me pone el estómago de punta, y ya como desganado y rabiando. Pues ¿y el ramo del café? Mi primera y llorada esposa, usted lo sabe, descollaba en la confección de la taza de Moka... No era que gastase más en hacerla, sino que la cuidaba y la elevaba a lo sublime. Cargado, perfumado, sin posos, aquel café me había alejado de los cafés, creía yo, para siempre... Hoy, agua de castañas por agua de castañas, prefiero la del café, donde encuentro con quien charlar...

Otros momentos de desazón diaria son la hora del desayuno y la del té. He acabado por no tomar en casa ninguna de las dos cosas. El desayuno es café con leche: viene invariablemente frío; la leche, mal hervida y con piltrafas de nata; la concha de manteca, rancia, comprada de cuatro días atrás, y en cuanto al té..., cuando pienso en aquéllos de antes, tan coquetones, con pastas delicadas, con servicio elegante, con la plata reluciente..., vamos, me entra una rabia, que haría alguna barbaridad, una grosería... Andaría a cachetes...

Al tenor de la comida —gemía Perogil— lo demás. Mi ropa, sin ser vieja ni mala, toma pliegues de ropa de pobre pedigüeño, a fuerza de estar entregada a la torpeza y descuido de los servidores. Mis botones danzan; no hay guantes cuando se necesitan; las botas se limpian con betún ordinario, y parecen las de un guardia municipal. Mis pañuelos, que tenían fama, ahora son bastos, pequeños y hasta zurcidos. Y es más deshonroso un zurcido que un agujero.

Con tantos inconvenientes, falta el mayor... En mis enfermedades, siempre me entran tentaciones de irme al hospital. No crea usted por esto que digo que mi mujer me abandona; no, mil veces no. Se instala a mi cabecera; no se mueve de casa; llama al médico con gran prisa; me hace cocimientos; me mulle los almohadones. Pero pierde la receta que el doctor acaba de prescribir; en el cocimiento, se le olvida colar, o se le queda en el tintero el azúcar, o me lo sirve hirviente o helado, y, al golpear las almohadas, me tira del pelo, me da un achuchón en la nuca, me deja en postura peor. En vez de hablarme de cosas que me distraigan un poco, me pregunta incesantemente pormenores de mi mal, e insiste en los más repugnantes. Y en las convalecencias, al empezar yo a comer caldo y gallina, el caldo está salado y grasiento, y la gallina tiene cañones de plumas y se le ve el tubito de la laringe... A veces he recaído, de asco. Y todo esto, ¡claro!, no se hace sino con la mejor intención, con la más santa... No tengo ni el consuelo de poder gritar, protestar...

Convinimos en que, en efecto, Perogil era desgraciado, y preguntamos con interés:

—Y qué, ¿se ha divorciado? ¿Ha emigrado a Buenos Aires?

—Más lejos... He recibido su esquela de defunción, cinco años ha...

—¿Y de qué murió? ¿De rabia?

—¿No lo adivinan ustedes? De una úlcera al estómago..., su antiguo padecimiento, que retoñó, naturalmente.

Fraternidad

—El lance fue serio... Contaba yo veintiséis años —empezó a referir el ministro residente— cuando fui de secretario de Embajada a Tánger.

En apariencia, va poco de un secretario de Embajada a otro secretario de Embajada. Todos son amables, correctos, buenos muchachos. Pero yo era un diplomático de menor cuantía, complicado con un intelectual y casi un científico. Las aficiones que ustedes me conocen al estudio de las razas humanas acaso las tenía entonces más arraigadas que ahora, a pesar de mis quince o veinte folletos y mis dos libros voluminosos publicados por el editor Alcan... Entonces estaba lleno de ilusiones, no sólo acerca de la importancia que mis investigaciones pudiesen tener, sino acerca de los sentimientos que producían en mí. Me creía guiado por un purísimo amor a la Humanidad entera, sin diferenciar a ninguno de sus miembros para mí, todos hermanos. Me sublevaba la idea de que existiesen razas llamadas inferiores, y me prometía demostrar, con el tiempo y la perseverancia, que esas supuestas inferioridades no son sino diferencias debidas a las condiciones de la vida y del ambiente. Así es que cuando me compadecían en Madrid por la especie de voluntario destierro, respondía: «¿Destierro? Voy a pasar una temporada entre mis hermanos musulmanes».

Apenas instalado, me di a recoger datos y notas, a comparar cráneos y sistemas dentarios, a sacar consecuencias, que hoy reconozco precipitadas, de mis indagaciones. Mi objeto era principalmente establecer la identidad de las antiguas razas del lado allá y del lado acá del Estrecho, antes del cataclismo geológico que separó al continente europeo, por la parte de la península española, del continente africano. No era esta labor sino el comienzo de otra muy vasta, que yo condensaría en un libro titulado La cadena humana, y donde demostraría que no hay saltos, y que la familia adánica se ha extendido por el planeta, en épocas acaso imposibles de precisar, eslabonando sus variedades al través de la tierra habitable. De esta teoría sacaba consecuencias filosóficas favorables a la ley de fraternidad universal y omnímoda. Solamente era indispensable apoyar mi tesis en documentación científica: cráneos, huesos, restos de civilizaciones prehistóricas, comparados a otros de la Península. Y me lancé perdidamente a tan incitante indagatoria.

Me era muy útil para ella un berberisco, llamado Muley Benimulá, que me proporcionó un caíd amigo mío. Muley, hombre de unos cincuenta años, conocía al dedillo la topografía y las costumbres, y sabía dónde la tradición hablaba de viejas ciudades enterradas y de antiquísimos sepulcros. A él debí escudriñar dos o tres grutas en que se hacinaban esos «despojos de cocina» anteriores al uso del hierro, y que en su historia han desempeñado tan brillante papel. El «palacio» amplio que yo había alquilado en Tánger iba siendo insuficiente para almacenar los hallazgos de mis expediciones a caballo, con escolta elegida por Muley, que no cesaba de recomendarme la prudencia.

—Tú no tener confianza... Siempre poder sucederte mala cosa.

Era yo de tal condición entonces, que estas precauciones me irritaban y repugnaban, dando por hecho que lo noble de mis propósitos se leía en mi cara, y que todos, por mi nobleza, serían nobles conmigo también. Un inmenso amor se desbordaba en mi alma, y ante los seres humanos que tropezaba en mi camino tenía efusiones de fraternidad, seguro de infundirles igual sentimiento. Grande era mi asombro, cuando las mujeres, sucias y desgreñadas, huían de mí exhalando chillidos; cuando los niños, negruzcos y feos como sapos, me tiraban piedras desde el escondrijo de los picantes setos de nopal... Si lograba acercarme a alguno, le regalaba a puñados confites y fruta, contra la opinión de Muley.

—Tú pegarles latigazo... Tú darles punta de pie...

Ocurrió que salimos un día —me acuerdo bien: era el 7 de junio, un martes— con dirección a un cerro llamado El Ouad, donde existían al decir de Muley, las sepulturas «de los gigantes». Mi experiencia me había demostrado que cuando el pueblo habla de «gigantes» hay probabilidades de encontrar osamentas de mamuts o de otros animales antediluvianos, y acaso restos del hombre primitivo. Yo esperaba revelaciones profundas de estas sepulturas misteriosas.

La jornada fue larga. Acampamos, a la luz de las estrellas, cerca de un pozo, y cuando nos disponíamos a entregarnos al sueño, dos detonaciones resonaron, y una bala traspasó el birrete de Muley Benimulá. Dio éste un salto tigresco y se lanzó hacia el punto en que habían sonado los tiros, seguido de los tres hombres de mi reducida escolta. Corrí a auxiliarles, pero no hubo lugar, porque ni dos minutos tardarían en volver con un prisionero, fuertemente amarrado. Encendí un fósforo para verle bien, y lancé una exclamación de sorpresa.

Aquel individuo, vivo y contemporáneo mío, era la perfecta imagen del «hombre de las cavernas», tal cual me lo había figurado. La forma de su cráneo, la disposición de sus mandíbulas y de sus arcos superciliares, su fisonomía, achatada, de gorila apenas perfeccionado, correspondían exactamente a ese tipo, para mí a la vez tan conocido y tan interesante.

Muley, que no pensaba en cuestiones científicas, me explicó la captura.

—Bandido este... Otro escapó... Birrete de Muley, herido... Muley, sano. ¡Alá, grande!

—Mañana —dije— le soltaremos; pero antes yo he de estudiar bien su cabeza y tomar de ella varias fotografías. Si me duermo, no le dejéis marchar hasta que yo despierte.

—Estar bandido —repitió Muley—. Bandido malo. Llevarle nosotros a Tánger, y allí justicia...

—No, no —repetí—. Le perdono, pero le fotografiaré. ¿Volverán a atacarnos?

—Tú tranquilo —respondió Muley—. Tú dormir. Nosotros velar.

Un momento me desasosegó la idea de que mis hermanos eran los que me saludaban a balazo seco, sin que yo les hubiese ofendido... Después, el cansancio pudo más, y me amodorré, con sueño a la vez plomizo y agitado... Creí escuchar ruido de lucha, un gemido, pisadas... Al amanecer, al abrir los ojos, lo primero que vi fue a Muley, grave y ladino, en pie a mi lado. Al pronto no recordaba los incidentes, al ataque nocturno... Cuando salí completamente de la soñolencia, me incorporé, inquietándome.

—¿Y el prisionero?

Muley se rascó la barba gris.

—Ya no más prisionero. Libre.

Echando mano a un saco de los que servían para bagaje, extrajo de él un bulto sanguinolento... No sé lo que sentí. Pensé desmayarme de piedad, de horror, de indignación. ¡La cabeza del bandido!...

¿Y saben ustedes lo que me dijo el raposo de Muley, al verme tan fuera de mí, al oír mis recriminaciones?

—Tú necesitar cabeza. Tú fotografiar. Tú conservar luego calavera en tus armarios... Yo mondo calavera y doy a ti.

Después me dijeron en la Embajada que Muley había hecho perfectamente, porque sólo ejemplos de castigos duros previenen las agresiones en aquella tierra... Y yo lloré mi ensueño fraternal... como lloraría un ensueño de amor.

Fuego a Bordo

—Cuando salimos del puerto de Marineda —serían, a todo ser, las diez de la mañana— no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde..., vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:

—Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

—Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.

—Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado..., ¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.

Yo no sé qué cosa me daba a mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la familia. Pues de esta vez..., tan cierto como que nos hemos de morir..., tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije a mi esposa:

—Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir limpio a bordo.

Por la mañana entró con la camisola, y le dije:

—Mujer, tráeme el pequeño que mama.

Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía a la garganta. También la víspera fui a casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la familia a la mesa; y la madre, que es así, una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:

—Tome usted esta yema, Salgado.

—Mil gracias, señora; no tengo voluntad.

—Pues lléveles éstas a los niños... ¿Y qué le pasa a usted, que está qué sé yo cómo?

—Pasar, nada.

—¿Y qué le parece el viaje, Salgado?

—Señor, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.

—No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara.

Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por cierto que en la compra se me fue lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco, ya se sabe: le dan a uno buena batería de cocina, grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres a patadas; pero ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fue mi perdición cuando sostuve restaurante abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, o solomillo mechado, o jamón en dulce, o chuletas bien panadas y con su papillotito de papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban a oler, nos los comíamos por recurso; mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el restaurante, no sé qué sería de mí; de manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fue todo uno. Pensaba yo para mi chaleco: «Ánimo, Salgado; de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce o quince a la familia. No es la primera vez que te embarcas; vámonos a Manila; ¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil o mil quinientos reales mensuales, y eres un señor?». Lo dicho: la suerte, que arregla a su modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé, y volver a Marineda desnudo.

¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida, cuando me pareció que por la puerta del ropero salía humo. El que primero lo notó no se atrevía a decirlo: nos mirábamos unos a otros, y nadie rompía a gritar. Por fin, casi a un tiempo, chillamos:

—¡Fuego! ¡Fuego a bordo!

Mire usted, no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que se suceden cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la dirección, imponiéndose, y aislasen el fuego en las tripas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo, que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia, y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha empezaba a anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez más recio aumentaba el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde nadie se entendía ni obedecía a las voces de mando.

El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que dar cuenta a Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos a alguno para que los demás aprendiesen; bueno, no lo hizo; él fue el primero a pagarlo, ¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos tiempo a retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados a medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:

—Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro a la parte de proa.

Él daría la orden a cualquiera de los que andaban por allí atortolados; puede que el tercero de abordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, a toda prisa, nos dedicamos a refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso a las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor; mas al oír que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos a la cubierta.

Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel; eso, los que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron al suelo, o se metieron a arrancarse el pelo por los rincones, o se quedaron hechos estatuas, como el tercero de a bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó ni soñó en ayudarnos.

A las dos horas de notarse el fuego la máquina se paró. Si no se para, tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema:

—Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no explosión.

Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya; comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.

—¡Barco perdido, don Raimundo! —dije al capitán.

—Barco perdido, Salgado.

—¿Y nosotros?

—Perdidos también.

—Esperanza en Dios, don Raimundo. Y él se echó las manos a la cabeza, y dijo de un modo que nunca se me olvida:

—¡Dios!

Yo no sé qué le habíamos hecho a Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo —y mire usted que algo se ha navegado—, ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética; el barco no se sostenía; ola por aquí, ola por acullá; montes de agua y de espuma que nos cubrían; ya no era balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio; parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche, tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos decían: «¡Ay, mis pobres hijos!». No entiendo cómo el timonel era capaz de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.

Pronto empezaron a alumbrarnos las llamas, que salían por la proa, no ya a intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos se reducía a adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación a sotavento.

¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de bengala, con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, a pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese.

Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie; los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo a morir; ni se repara en el peligro, ni hay compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre.

—¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la mano, nuestramo!

Y él, en su maldita jerga catalana, respondía:

—N'om fa res; n'om fa res.

Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban a la borda, los de adentro, desenvainando cuchillos, amenazaban coserlos a puñaladas.

De esta vez hubo ya bastantes víctimas; los esquifes se alejaron, y nuestra esperanza con ellos. Después de recoger a aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal.

A todo esto, ¡si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz, y a cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos a la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si a un tiempo se inflamasen varias docenas de fósforos, sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de temer; ¡qué disparate!, buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile; iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquebote de vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó a mí y me tocó en el hombro.

—Salgado, ¿puede usted bajar a la cámara? Necesito un farol.

—Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo me va faltado la vista.

—Aunque sea a tientas..., quiero un farol.

Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno; el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron a meterse era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente a lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, expiró instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas a la altura de la boca, y flotaban ya cadáveres.

Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que a la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió a un marinerillo, lo sentó o, por mejor decir, lo embutió en el boquete, y le dijo (con perdón):

—¡No te menees, y tapa con el...!

Gracias a lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si nos pesaba o no el habernos quedado allí sin probar el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados..., qué felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar a que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin, era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer a las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer abrasados.

Al capitán se le ocurrió la idea de trepar a la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.

—No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en cuanto se ponga candente?

El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede. El árbol..., ¡pim!, se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca del tobillo y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo a un tiempo mismo la amputación y el cauterio; respondo de que ningún cirujano se lo cortaba con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí: «¡Mi pobre mujer!, ¡mis hijitos queridos!, ¿qué será de ellos?». Pero de repente, sin más ni más, empezó a gritar como un condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado a la cámara y a pesar del ruido de la tormenta oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó a rogar, con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad a bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede entrar ni hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más que nos resistimos, fue preciso arrancarla y colgársela del cuello, y como el peso era grande y le obligaba a bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría a todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último desmontó y guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras del pie por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?

Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos los horrores de la noche fue el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos! Nada; una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas en mil monadas. No obstante... o por lo mismo... en fin ¡qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales..., el pobre andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no lo hizo «queriendo» porque ya lo tenía pensado de antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado a morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien; no cavilemos. El no dio señales de pretender combatir el fuego, y mientras nosotros manejábamos el «caballo» y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él, quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó a la cámara para entregarle su reloj, un reloj precioso con tapa de brillantes, y dos sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase a su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo; el hombre se encontraba resuelto a morir. Luego subió a popa, y le vi sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos.

A dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:

—Cocinero, ¿tiene usted ahí un cigarro?

—Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero este tiene tabacos, de seguro... añadí, señalando a un camarero que estaba allí cerca.

¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se resistía a meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro?

—Animal —le grité—, no seas tacaño ahora. ¿De qué te servirá el tabaco, si vamos todos a perecer?

En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió y daría, a todo dar, tres chupadas; a cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. A la tercera chupada, acercó a la sien el revólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un «ay».

Nadie se asustó, nadie gritó; casi puede decirse que nadie se movió, estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá:

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?

—El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.

—¡Hizo bien!

De allí a poco rato, murmuró:

—Echadle al mar.

Obedecimos, y a ninguno se le ocurrió rezar el Padrenuestro.

¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que en los primeros instantes recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso ni los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar a qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará usted que me infundía más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía entablillada; el animalito, echado junto al timón, remedaba a su amo, los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. ¡Si seré majadero! El perro me daba más pena.

Ya las llamas salían por sotavento y la mañana se iba acercando ¡Qué amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme; por el hueco del palo mayor se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba, sin duda, a hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y a pesar de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos a clamar al Cielo, y muchos a enseñarle el puño cerrado, preguntando a Dios.

—¿Pero qué te hicimos?

El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:

—¡Agua! ¡Por caridad, un sorbo de agua!

¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fui hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún. ¡Me miró con unos ojos!

—Gracias, Salgado.

—No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede!

La tormenta, en vez de ir a menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos a la barandilla. Pasó un barco, y por más señales que le hicimos, no se detuvo; y debió de vernos, pues cruzó a poca distancia. A mí me dolían de un modo cruel los ojos secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como a través de una niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no había comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente, se encontraron sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio crudo, y refrescábamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un poco.

A mediodía sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la popa y la proa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma a Dios, porque creíamos que iban a alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro, segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole a cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de nuestras personas, ya que a eso de las tres de la tarde empezamos a advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos a una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era menester levantar primero un pie y luego bajar aquel y levantar el otro para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacio

—Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!

—Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima nos saque de este apuro.

Claro que yo se lo decía para darle ánimos; allá, en mi interior, calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que no pensaba en las herramientas que había perdido ni en mi propia muerte, sino en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían a pedir limosna por las calles? A lo que yo estaba resuelto era a no morir asado. Miré dos o tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño, y hubo quien gritó:

—¡Permita Dios que te veas como nos vemos!

Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que apagar con saliva una hoguera grande, y convencidos de que perdíamos el tiempo y que era igual perecer un cuarto de hora antes o después, el que más y el que menos empezó a pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.

Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta, que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos a gritar en inglés, como locos desesperados:

—Schooner! Schooner! Come near!

—Trhow te the water! —nos respondían a voces, sin atreverse a acercarse.

¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso y este era tan arriesgado! En fin qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aún. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes: una segura y otra dudosa. Nos dispusimos a beber el sorbo de agua salada.

El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo se lo ofrecimos al capitán.

—¡Ánimo! —le dijimos—. Póngase usted el chaleco, y al mar; mal será que no bracee usted hasta la goleta.

—¡No puedo, no puedo!

—Vaya, un poco de resolución.

Se lo puso y medio murmuró gimiendo:

—Tanto da así como de otro modo.

Y acertaba. Aquello fue adelantar el desenlace, y nada más. Se conoce que o la humedad del agua, o el sacudimiento de la caída, le abrieron las arterias del pie tronzado, y se desangró en un decir Jesús; o acaso el frío le produjo calambre; no sé, el caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire y colarse por el ojo del salvavidas al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra, a él no le vimos más en este mundo.

Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de un modo o de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me ayudase a desviarme de él. Así lo hice, y, en efecto, tras de la zambullida, fui a salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de algunos de mis compañeros a quienes se tragó el agua o zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.

Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡Go!, ¡cook!, ¡go! ¡a la cámara! Me incorporé y quise ir a donde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores me eché a llorar por primera vez, exclamando:

—My no look..., ciego..., enséñeme el camino.

Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete, y rompió también a llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron a beber de un trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas mantas y me dejaron solito.

¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fue delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oír el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él y que las olas me batían y me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando muchas caras; mis compañeros, el terceto a la luz del cigarro, el capitán y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años antes...

En fin, por acabar luego: llegamos a Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dio una guinea para tabaco, y a los pocos días nos embarcamos en un barco español con rumbo a Marineda ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona; apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida; como si fuésemos perros.

De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? A mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de La Guardia: no tengo dinero para misas; pero iré a pie descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me hallaron sobre la cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón chamuscado y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal facha, no me importa, quiero besar el manto de la Virgen y rezar allí una Salve.

Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San Gregorio... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea; el cargamento de algodón arde todavía, dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente!

¡Que si me da miedo volver a embarcarme! ¡Bah! ¡lo que está de Dios..., por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada ¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga a usted algún juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos...

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Di al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas a sus ojos azules, ya sanos del todo.

Fumando

Cosa más elegante que aquel fumoir no se ha visto. Auténticos muebles ingleses, de esos inconfundibles, con muelles de elasticidad misteriosa —¡oh, sólo Maple!— y forrados de un cuero bronceado, flexible y terso a la vez; paredes revestidas con viejos tapices persas, en que se funden armoniosos matices verdes y amarillos; vitrinas morunas de concha y nácar, donde se luce soberbia colección de boquillas, pipas, narguiles, bolsas de tabaco, petacas, pitilleras, fosforeras y tabaqueras. La colección está valuada en varios cientos de miles de pesetas, pero los inteligentes aseguran que muy por bajo de su verdadero valor, aun cuando sólo se calculen los esmaltes y las pedrerías que guarnecen muchos de los objetos que la componen.

El fumoir (llamémosle fumadero para no usar sino palabras castizas) tiene al frente una galería encristalada. En ella, grandes vasos de «china», fabricada en Sajonia en el siglo XVIII, encierran plantas, cuyas hojas recortadas, de un verde de raso liso, decoran el recinto con una nota de naturaleza fina, alegre, mejorada por la mano del hombre. Dentro de esta galería o cierre, los privilegiados amigos del dueño de la casa se sientan a fumar, mientras a sus pies rueda el torrente de la capital populosa. Porque la casa —pudiera decirse palacio— de aquel niño mimado de la suerte está situada en la calle más céntrica, y los amigos, saboreando los lentos goces de la pereza, conocedores de las almas que animan los cuerpos de las mujeres a quienes ven pasar reclinadas en sus coches, comentan la historia de aquellas almas con indulgencias y tolerancias de escépticos amables y gastados.

El humo de los cigarros selectos, como guata de cardado algodón, apagaba el estridor de las opiniones cortantes y duras. Era el humo suave y social: de grises copos, deshechos blandamente y renovados sin tregua, su aroma sedante, adormecían las vehemencias verbales de la raza, narcotizaban las mentes y prestaban al diálogo cierto tranquilo tono de buen gusto. Los fumadores, generalmente, habían almorzado con el dueño de la casa, y una beatitud de buena digestión, de excelentes y bien condimentados manjares, regados por vinos de exquisita calidad y nobleza, completaba el goce más espiritual del habano, y el bienestar de reclinarse en tales sillones —¡oh la superioridad anglosajona!— adaptados al cuerpo como guantes. Y así se determinaba en aquéllos, pocos y muy escogidos, ese estado gratísimo en que el pensamiento no atormenta, antes parece disolverse en neblina dorada.

Me preguntaréis sus nombres, los nombres de una gente tan dichosa —dichosa, por lo menos, mientras dura la fumadura—; pero ¿quién puede aspirar a ser dichoso a todas las horas del día? Básteos saber (ya que los nombres no me es lícito entregarlos a la publicidad) que entre ellos había algunos muy ilustres y muy históricos, al lado de otros que sólo representan la ilustración del dinero y de alguno que representa el parasitismo chic. En cuanto al anfitrión, llamémosle sencillamente Ramiro. Sus apellidos y títulos salen a relucir frecuentemente en historias y genealogías.

Envidiado, deseado en todo salón, Ramiro no concurre a ninguno. Cuanto puede ponerle en contacto con gente que no sea exactamente la misma que reúne en su fumadero, le es antipático o le causa desdén. No encuentra que haya nada menos digno de ser visto que una fiesta, así se celebre en el palacio y bajo la dirección de la mismísima reina de las hadas, y cuando quiere ver piruetas y contorsiones, se trae a domicilio a las más guapas artistas de los teatros, convidando a sus amigos.

—Así —les dice—, tendremos la seguridad de no padecer a ninguna feróstica, ninguna vieja y ninguna cursi. ¡Mujeres, las seguras!

En el cierre de cristales hay un surtido de gemelos magníficos, acromáticos, con los cuales los fumadores observan el mujerío que pasa por la calle, siempre concurrida.

A decir verdad, es el tema de conversación predilecto la hermosura de la mujer. No les importa sino accidentalmente la política, no les atrae nada social, no les estremece profundamente el arte. El sport les preocupa algo a dos o tres de ellos, pero solamente a sus horas. Quizá en el secreto de su pensar les interesen otras cuestiones, de esas personales que todo el mundo lleva a cuestas —hacienda, porvenir, recuerdos, esperanzas—; pero así que se reúnen, ocupa el primer lugar la cuestión de estética femenina. Se diría que perpetuamente están eligiendo para el Gran Señor.

Y algo tiene de verdad la hipótesis... El Gran Señor es el dueño de la casa, Ramiro. Al verle tan indiferente, preocupado sólo de la forma y la línea, estudiaban a las que veían pasar desde el cierre, esperando la aparición de alguna beldad perfecta que cautivase al caprichoso potentado. ¿Habría amado alguna vez Ramiro?

—¿Veis este cigarro? —dijo él cierta tarde, después de consagrar una mirada a la encantadora extranjera, la secretaria de embajada Nadina Stolewsky, que en su landó eléctrico bajaba hacia el paseo—. Pues así son mis impresiones. Fuego en un instante, convertido sin tardanza en columna de humo. Lo pienso siempre: la vida no es para vivida, sino para fumada. Por eso he hecho una especie de santuario de este fumadero. Hubo un momento de mi existencia en que viví de otro modo, como viven los demás hombres que sienten, se afanan y penan, y a esa manera de existir le llaman dicha... Sí, no os riáis: yo estuve enamorado como puede estarlo mi escribiente o mi cochero... Y tampoco os riáis; no me enamoré de una belleza... Fea precisamente, no; pero ni fu ni fa... Nada de particular... Pues bien; yo no dormía... Yo hacía mil extravagancias... Tenía diecinueve años, ¡es mi excusa!, cuando aquella mujer desapareció...

—¿Desapareció? —preguntaron todos a una voz, sorprendidos, apartando, en su emoción de curiosidad, el cigarro de la boca.

—¡Como si se la hubiese tragado la tierra! De la noche a la mañana. Desapareció con su padre, que era un antiguo cabecilla carlista, muy bruto, muy celoso de la honra... Yo la había comprometido, es cierto, pero de todos modos...

—¡Hay gentes imposibles? —comentó el parásito, arrancando una chupada deliciosa y un humo a oleadas lentas.

—Cuanto hice para averiguar su paradero fue inútil —continuó Ramiro—. Verdad que entonces yo era un hijo de familia; mi padre, ya lo recordaréis los que le conocisteis, no derrochaba el dinero y me faltó el arma principal... Así y todo, hasta donde alcanzaron mis recursos, revolví cielo y tierra. Y pude averiguar únicamente que se habían marchado a América. Comprenderéis que América es muy grande...

—Parece conmovido —susurró uno de los amigos al oído del otro.

—Desde entonces —continuó Ramiro— he resuelto fumar, fumar, convertirlo todo en humareda que adormezca, que se disipe en el aire. Fumar los años, los días, las horas... Que no dejen recuerdo.

Y, reclinándose, encendió en la lamparilla de plata, cincelada primorosamente, otro habano.

—Mira, mira —avisó entonces el parásito oficiosamente— una chiquilla que parece muy mona... ¿No la ves? Va a pasar enteramente por debajo de la ventana... y ha levantado la cabeza y se ha fijado en nosotros. ¡Un capullito! Échale con los dedos un beso.

Sonrió Ramiro... La niña parecía pertenecer a la clase media modesta, en que las muchachas gastan chápiro a la moda, y las mamás velito. Alzando el rostro, con involuntaria curiosidad de Eva naciente, miraba al grupo de hombres que se asomaba a la galería para avizorarla. La madre, inquieta, la dirigió una advertencia sin duda, y se la llevó aprisa.

Y entonces fue cuando Ramiro pudo ver ambos rostros, el marchito y el florecido... y un grito y un impulso le pusieron de un salto en la puerta, en la escalera, en la calle.

—¿Qué demonios le pasa?

—¡Va sin sombrero!

—¡Cosa más rara!

—¡Se ha enamorado de la chica, no cabe duda!

—¡El flechazo!

—¡Pero es que sí! ¿No veis? Ahí va... Corre tras ellas...

—¡Ellas ya están muy lejos!

—¡Corre más! Mirad, ¡le van a tomar por loco!

—Ya las ha alcanzado... La gente se para..., se arremolina...

Minutos después se vio que Ramiro, rompiendo el grupo formado, llamó a un coche, dio una orden, se metió con las dos mujeres en el vehículo, que salió a buen trote, trote de propina... de encaprichado...

Los amigos, al pronto, quedaron convencidos: flechazo, flechazo...

Y sucedió que desde el día siguiente el fumadero y la casa de Ramiro aparecieron cerrados a piedra y lodo, y pocas semanas después se supo que Ramiro se había casado —no con la niña, sino con la mamá—, y salido, en compañía de su esposa y de su hija, a pasar una larga temporada en Inglaterra...

—¡Qué lástima! —exclamaba el parásito—. ¡Para qué le haría yo fijarse en la tal chica! ¡Se fumaba allí tan a gusto!

Galana y Relucia

Era una yunta que daba gozo de verla. Parejas como dos gotas; rollizas y limpias de piel, con la misma raya de azabache a lo largo del lomo, rematado en el vigoroso maslo, esquilado siempre; nada traicioneras, incapaces de soltar una coz a un descuidado; con el diente alegre y el trabajo continuo, las dos mulas del Tío Terrones valían cuanto pesaban en oro. Al menos, así se lo decían los convecinos, los de Montonera, con sus miajas de envidia porque aquel diantre de hombre tenía la suerte arrendada.

Al menos, lo creían así… La verdad de las cosas la sabe quien la sabe. Tío Terrones, antaño, tuvo un golpe de fortuna; una hija suya, la Petronila, le dio bastante dinero, en veces. Lo malo fue que la pobretica se murió. No pudiendo recelar que tal cosa sucediese, porque era como una clavellina la moza, tío Terrones anduvo a la buena vida. Le quedaban, al faltar Petronila, unas tierras, la casa y aquel par de mulas, que en leguas a la redonda no lo había semejante. Todo ello bastaría a quien no tuviese medio perdido el hábito del trabajo, que es difícil de conservar.

A sus horas, tío Terrones, listo como las centellas, pensaba sobre su suerte y sobre la de los hombres en general, en este mundo de mojiganga. Veía trabajar, sí, señor, a gran parte de sus convecinos; Montonera, con sus casas de adobe, era un poblacho, y todos destripaban los terrones que producen la vida en forma de espiga rubia. Existían, sin embargo, en el mismo pueblo algunos individuos que se libraban de arar y economizaban el sudor, y casualmente no eran los más pobres, ¡qué iban a ser! El secretario del Ayuntamiento, cacique muy activo, ya vestía como los señores y gastaba cadenas de oro. Y Crispo Samuel, el prestamista, tampoco madrugaba para salir a las eras. Y aquel tunarra de Morlaco ignoraba cómo se abre el surco, o, si lo supo alguna vez, lo había olvidado ya. Otras eran sus industrias y sus labores. De feria en feria, desapareciendo a veces semanas enteras, realizaba ganancias misteriosas. No obstante, se susurraba en el pueblo que el Morlaco, encerrado en su casa ruinosa, donde vivía su madre ciega, se moría literalmente de hambre.

Sacaba en limpio el tío Terrores que trabajar, bueno; pero que una cosa es eso y otra reventarse trabajando, cuando hay maneras de defenderse… Su chica, aquella Petronila que comía la tierra, ¿sudó mucho pa ganarse miles de pesetas, corcho? El que discurre también trabaja; pero ¡hay trabajo de trabajo! Tío Terrones trabajaría con su ingenio. ¿Si él se atreviese… a…? La palabra temía hasta formularla interiormente, en ese recóndito santuario, tantas veces profanado al día, de la conciencia. ¿Y por qué no se había de atrever? Allí estaba el Morlaco, que ni se había muerto ni ido a presidio. Cuántos, si pudiesen, harían como el Morlaco. Y son infinitos los que, en una u otra forma, lo hacen, y les va ricamente. De esto estaba convencido el tío Terrones. Y de tal convencimiento pasó a concebir una idea que le pareció peregrina. La dio vueltas, la consideró desde todos los puntos de vista, la creyó disparatada al pronto, y un segundo después la vio clara y hacedera. Como golpe, era golpe… ¿Y si…? Ya, ya; convenía atar bien los cabos. Pero, acertando con el nudo, ello era rara treta y nadie la sospecharía.

Fue a boca de noche cuando conferenció con el Morlaco. El día era caluroso, y daba consuelo, después de haber arado todo él, gozar del viento frío del atardecer, que consolaba. En el cielo castellano empezaba a asomar la luna, fina como una hoz que ha ido gastándose a fuerza de segar. La soledad era absoluta, y apenas se escuchaba el ladrido de un mastín, apagado por la distancia. Los dos hombres conferenciaron despacio, y Morlaco, sorprendido al pronto, acabó por admitir el discurso, que ya es discurso, ¡toño! Lo admitía Morlaco porque ya era cosa sigura: se iba, no aguantaba más en el condenao pueblo y en la pobretería de los de arredor. Braulia, la hija del sacristán, cuidaría de la ciega, y él, de mandar cuartos. No hay como correr mundo. Y tío Terrones, acordándose de su chica, aprobaba. Por ay fuera es donde se pué salir de miserias y de hambrerías. Si él no fuese viejo ya…

A la mañana siguiente a este cuchicheo, sin más testigos que la lunica, tan recortada y tan silenciosa, se empezó a decir por el pueblo que a tío Terrones le habían quitao sus dos mulas, las mejores piezas que han comido pienso en el término, su Galana y su Relucia, el pan de su vejez. Hasta los que eran hostiles al tío Terrones y le habían puesto de pelo de conejo cuando aprovechó las ganancias de su hija, le compadecieron entonces. ¡Tantas veces como se le había oído decir que antes se ahorcaría que vender su pareja! ¿No eran ellas, la Relucia y la Galana, las que abrían el surco profundo y derecho, las que removían la tierra, las que preparaban la cosecha futura? Tío Terrones encomiaba su belleza en frases ardorosas, como se encomia la de una mujer. ¿Cómo podía habérselas dejao «quitar», y quién pudo quitárselas? ¿Quién fue el ladrón desuella caras, hijo de perra? Las sospechas no tardaron en concretarse. Sólo del Morlaco se sabía que era a ratos cuatrero. Para mayor convicción, el Morlaco había desaparecido. La Guardia civil, avisada por el propio tío Terrores, le buscaba en los contornos. Sólo que el aviso fue dado seis días después de la desaparición de la pareja, y si el Morlaco, desde entonces, corría, corría, tenía tiempo de haber llegado a Rusia.

Hubo, sin embargo, un niño, hijo de una mendiga, que andaba siempre pilleando, que afirmó haber visto al Morlaco, al anochecer, deslizarse pegado a las casas, como el que se oculta. Y no mentía el pequeñuelo. En el corral de su casa esperaba tío Terrones al aventurero, que había resuelto el problema de vivir sin trabajar. Le esperaba temblando de ansiedad, porque de la relativa honradez y lealtad de aquel tuno pendía su suerte. Bien pudiera Morlaco, realizada la sustracción de las mulas, guardarse en el bolsillo las tres mil cuatrocientas pesetas que de su venta en la feria de Brivianes había sacado, y salir arreando hacia las grandes urbes, donde la gente despabilada encuentra tantas ocasiones de hacer presa y botín. Y me creeréis o no, pero os digo que nadie es del todo pícaro, y acaso pueda sostenerse la proposición contraria, que no me resuelvo a formular más claramente. Morlaco tenía sus rincones de luz en el alma. Entregó rigurosamente las tres mil, contentándose con el pico, y en voz algo ronca suplicó:

—Tío Terrones: ya que se queda aquí, mire un poco por mi cieguecilla. Entérese si la Braulia la cuida bien. Pa no dar sospechas, por el Giro Postal mandaré los cuartos a la Braulia. No conviene que sepan que he venío.

—¿Y dices —interrogó tío Terrones— que el tratante de Brivianes se llama Calleja?

—Calleja se llama, y a mi ver las venderá en la feria Valdemojados, el día 9.

Nadie extrañó que el pobre tío Terrones se diese a recorrer ferias y pueblecillos, en busca de sus mulas, pedazos de su alma. Montado en un rocín de alquiler, andaba de la Ceca para la Meca, mientras la Justicia proseguía sus inútiles pesquisas, convencida de trabajar en balde. ¡A saber quién ocultaba las mulas! Si el Morlaco las había vendido, el comprador podía esconderlas.

Y fue acontecimiento sensacional el que, en la feria de Valdemojados, en ocasión de estar el tratante discutiendo precio con un rico labrador enamorado de la Galana y la Relucia, que se las comía con los ojos, y próximo ya a recibir las arras en un grasiento billete de Banco, un viejo, gritando como un furioso, se abrazase a la Relucia, exclamando casi con lágrimas:

¡Ay, mi prenda! ¡Ay, mi joya, las telicas de mi corazón! ¡Relucia, Galana, cómo me estaba sin vosotras! ¡Ay, San Antonio, que ya encontré a mis niñas, a mis mozas buenas!

Arremolinada la gente, acercose el sargento de la Guardia civil… El tratante juraba y mascullaba blasfemias sombrías. Aquel par era suyo; lo había comprado, lo había pagado con su dinero. Suyo, legítimamente… Pero le desengañaron. Las mulas eran robadas, y su dueño, aquel honrado viejo que las acariciaba con transporte sincero —porque, en tal instante, tío Terrores—, más que en el éxito de su golpe industrial, pensaba en que eran su Relucia, su Galana, lo que iba a recuperar inmediatamente… Y, en efecto, por más que el tratante se mesó las barbas y se arrancó los pelos, el tío Terrones regresó a su pueblo con el rozagante par. El dinero que había pagado el tratante, que se lo pidiese al ladrón cuando fuese habido. El dueño legítimo no tenía que ver con eso; y que las mulas eran del tío Terrones, bien lo sabía la Guardia civil, amén de algún vecino del pueblo que se encontraba en la feria y vino a atestiguar. ¡Sí que había en la provincia entera otro par como aquél! ¡Otro porte, otra fuerza, otra estampa de mulas semejante! Y tío Terrones las amó con mayor fanatismo desde que abrieron aquel surco que le valió, sin madrugadas, ni sudores ni cansancio de riñones, unos miles de pesetas.

Geórgicas

Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.

Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.

No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.

Vivían las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres, sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia, venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro. Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres, gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la perseguían con pullas irónicas.

Pocos días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer, hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado, Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura, y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto pudo huir.

Todo el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que eran capaces de hacer.

Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca, se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos, limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo, con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.

Cuando suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo pico.

Antes que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz, y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros, arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con letras blancas.

El golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre, les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la puerta.

Sin embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia, una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda. Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.

Aquí tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena de la maja.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

Gipsy

Aquel día los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruñidores los perros errantes, famélicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza más pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monería; estrecho el hocico, delicadas como cañas las patitas, y ciñendo el pescuezo flexible un collarín original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minúscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquísimo imperdible de rubíes calibrés; todo ello en miniatura, lo más gentil del mundo.

Atónita, crispada de miedo, se apelotonó la galga en un rincón del hediondo carro, aislándose, a fuer de señorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedía que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseñando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. Mohínos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrángano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogían, esperando a ver qué giro iba a tomar la aventura.

No sabían ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depósito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...

Y menos lo sospechaba la prisionera, pues las realidades de la vida, y, sobre todo, los conflictos y miserias del perro proletario, éranle completamente desconocidos, no habiendo encontrado a su paso sino caricias y esmerada atención a sus mínimas necesidades y deseos. Desde la mañana, Gipsy, que a este nombre respondía, era enjabonada, lavada y perfumada, como la dama más pulcra. Esencias de heno cortado y de brisa de violetas de Parma impregnaban su piel satinada y flexible, y cuando, satisfecha del aseo —porque los animales se habitúan a él y llegan a exigirlo como las personas—, empezaba a juguetear y correr en torno de la doncella encargada de la toilette, otra doncella acudía con la bandeja de plata, en que la taza del té con leche humeaba en medio de una torrecilla de bizcochos dorados, crocantes y frágiles. Era el desayuno de Gipsy lo suficiente para aquel corpezuelo ligero y elegante como silueta trazada por hábil acuarelista. Y ya en todo el día no se apartaba de su ama, de la marquesa, en cuyas faldas fofas y muelles encontraba cobijo, cuyos brazos de alabastro la formaban como tibio y firme aro defensor, cuyos besos calentaban su hocico frío, sus ojos hermosos, destellantes de inteligencia...

Y ¡ahora! Gipsy no comprendía palabra de lo que le estaba pasando. ¿Qué era de su ama? ¿Qué era de Jacinta, la doncella, la del té aromático, delicioso? Y su comida, su sopa de avena con azúcar, a la británica, ¿quién se la iba a dar? Empezaba la galga a sentir la roezón del hambre. Al perderse, rompiéndose el anillo de la cadena, había vagado por las calles largas horas, y ya no tenía ni idea del tiempo transcurrido. ¿Por qué estaban allí a su lado aquellos ferósticos, de erizada pelambrera, que apestaban, sí, apestaban, bien lo notaba Gipsy, como villanotes que debían de ser?

Cuando la soltaron en el primer patio del depósito, Gipsy, sin embargo, se reanimó. Recelosa, no obstante, de lo desconocido, metió entre los zancos nerviosos el rabo, que era una coma color ceniza, lustrada y primorosa, y buscó instintivamente el ángulo, donde se guareció. Los laceros cambiaban impresiones acerca de su captura.

—Oyes, tú, Melecio, tié un collar que quita el hipo.

—A recogerlo, Sidro..., y a llevarlo onde está mandao, no haiga luego una historia.

Con terror sintió Gipsy que la cogían en brazos, que desabrochaban su collarín, del cual estaba envanecida...

—A este bicho —profetizó Melecio— va a venir a sacarlo de la cárcel un lacayo más grande que un tranvía; verás tú.

—Éste es de señorona —asintió Sidro, dejando en el suelo a la galga, con respeto involuntario y profundo a su posición social.

Y se equivocaron. No fue el lacayazo, reluciente de librea y fornido de hombros, el que apareció a la tarde. Fue la propia marquesa, trémula de emoción. Saltó Gipsy, alocada, guiada, aun antes de ver a su ama, por la percepción de los sentidos del animal, más sutiles que los nuestros, y sus ladridos de gozo y sus brincos ágiles armaron una gazapera entre sus compañeros de cautiverio, que la miraban de reojo, sorprendidos y prevenidos en contra de la aristócrata, que no hacía con ellos amistades y les mostraba un desdén tan ofensivo. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tal arrebato de júbilo? No tardaron en comprenderlo. La entrada de la dama, llamando tiernamente a Gipsy, les explicó el enigma ¡Gipsy era feliz! Hay perros con suerte, ¡caramba! La galguita gris tenía en este mundo quien la protegiese, quien la amase, y no era un ciego roñoso, no era un carnicero brutal, que hoy acaricia y mañana atiza un puntapié, sino una señora deslumbradora de majeza y lujo, que derramaba fragancias, que hablaba con tono imperativo, y ante la cual se inclinaban hasta el suelo los guardianes... Y aquella señora aupaba a la perrita, la estrechaba contra su corazón de un modo delirante...

—Gipsy, tesoro, hechizo, bruja, ¿quién te quiere, di? Tu amita, ¿no es eso? Monada, amor, ¿cómo estás aquí? ¿Y tu collar, que te falta? ¡Yo te compraré otro!...

—No, señora; dispense la señora —articuló, grave y solícito, el guarda—. El collar ahí está, a disposición de la señora. Nos pareció mejor quitárselo mientras no salga de aquí el animalito.

—Pero va a salir en seguida, ¿verdad?

—En seguida... La señora dispense; ¡no es posible! Tiene la señora que gestionar el pago de inscripción y multa, porque no estará inscrita la perra, creo yo, y, de todos modos, hay que averiguarlo...

La dama frunció el ceño y taconeó, despechada.

—No sé nada de eso. Es mi apoderado el que se ocupa... De todos modos, voy a enterarme ahora mismo. Lo mejor sería que me dejasen ustedes llevarme a mi perra; claro es que he de pagar cuanto sea necesario, y el doble, si quieren.

—No puede ser, señora marquesa: no podemos... Tenemos órdenes...

¡Gente inaguantable! ¡Dejar allí a su Gipsy, en aquel presidio, confundida con los canes plebeyos, sucios! ¡Su Gipsy, tan remilgada, tan exquisita! ¿Y si alguno de aquellos perdidos la galanteaba? Hizo, muy bajo, como si alguien pudiera oír, una indicación al guardián.

—Pierda cuidado la señora marquesa...

Un billete de a cinco, deslizado en la mano del guardián, fue acompañado de nuevas instrucciones:

—Tráigale usted comida a Gipsy. No va a probar ese chicharrón asqueroso, y se morirá de hambre la criatura. Tráiganle de lo mejorcito, ¿eh? Ternera, merluza, bizcochos, leche... Lo que haya en el ventorro. Si está bien tratada, más propina para usted.

A la media hora, el guardián entraba con una tartera colmada de víveres. Solícito, con palabras cariñosas, la puso delante de la perra, que permanecía en su rincón, pero, ahora, triste hasta la muerte. Porque eso de haberse ido su ama sin llevársela era de los problemas que no pueden los irracionales resolver, y, obscuramente, sentía Gipsy que aquello constituía ya el abandono, la reclusión eterna en el horrible patio vaharante de ardor de verano, de sol implacable, entre perros de mal vivir, cuya sola presencia la horripilaba.

Hasta el último instante se había resistido a separarse de su amita, agarrándose a las faldas, y fue preciso que el guarda la arrastrase suavemente, mientras la marquesa, a pique de deshacerse en llanto, huía, sin querer volver la cara atrás.

El estómago tiene tiranías, y Gipsy, en medio de su aflicción y desamparo, olfateó emanaciones... No era ya, por cierto, el chicharro pestífero, residuo de sebos repugnantes, lo que le presentaban, sino cosa más grata, aunque no tan escogida como su pitanza de costumbre. Todavía, dengosa, acercó el hociquillo, eligiendo el bocado más apetecible. Sus dientes, como granos de arroz, iban ya a clavarse, cuando la rodeó un tumulto, una batahola infernal. El guarda, llamado por una chiquilla, hija suya, no se sabe para qué, acababa de salir precipitadamente, y los compañeros de cárcel, antes contenidos por su presencia, ya se arrojaban sobre la tartera tentadora. También ellos, ¡qué demontre!, aunque canes humildes hechos a desperdicios, tenían su paladar, y, a veces, entre las piltrafas de polvero de los grandes hoteles y de los cafés de rumbo, algún hallazgo de viandas ricas les había afinado el gusto, haciéndoles relamerse. Lo bueno a nadie desagrada. Además, era hacer escarnio de los pobres, de los desheredados de la suerte, servir a una damisela de la aristocracia, aparte y para ella sola, tan magnífica ración.

Y, sin necesidad de ponerse de acuerdo, se arrojaron los cinco o seis que compartían el primer corralillo con Gipsy, sobre la galga y sobre su comida. Vueltos a su primitiva condición de fieras, aullaban, regañaban los belfos, ladraban con la furia de animales de presa, de alanos que saltan a la oreja del puerco montés. Gipsy, heroica, había querido defender su porción. Pero los amotinados no le dieron tiempo a nada. Quizá por encima de la glotona codicia que les inspiraba la tartera había otra cosa: el odio a la privilegiada, que tenía ama que la quisiese y mimase, criados que la cuidasen, comida para hartarse y desprecio hacia los que estaban debajo... Era la venganza social la que impulsaba a aquellas feroces mandíbulas, la que encarnizaba aquellos mordiscos hasta cruzar los colmillos, que hacían crujir las costillas delgadas de la mísera Gipsy. Y sólo cuando la dejaron ya por paquete sangriento, inerte, sin hálito de vida, se acercaron, siniestros, a la tartera fatal. Como no cabían todos los hocicos, se enzarzaron en nueva pelea, y los más fuertes ahuyentaron a los más flacos, devorando entero el sabroso contenido.

Gloriosa Viudez

Todo el fervor del neófito y toda la devoción del seide hacían temblar mi mano cuando la puse en el llamador de la casa del ilustre Sofías, señalada con una lápida de honor, y donde continuaba residiendo su viuda.

Me llevaba allí el deseo de documentarme para escribir un estudio o, más bien, un elogio de las obras de aquella lumbrera, en las cuales había yo bebido ampliamente la enseñanza y la doctrina. Por cierto que Gaspar Roelas, uno de mis amigos, en un círculo intelectual, hizo todo lo posible para disuadirme de la visita al domicilio de Sofías. «Si piensas elogiar —repetía—, no te documentes. Los documentos son un estorbo para los panegíricos. Siempre que ahondamos, socavamos cimientos.» No hice caso de estas blasfemias; mi entusiasmo por el maestro era superior a insinuaciones tan malignas.

Confieso que en el momento de dar los golpes y de oírlos resonar sordamente en las profundidades de la vivienda, me oprimía el corazón un temor muy natural. Iba a encontrarme frente a frente con la amante compañera de Sofías, con la que le asistió, cuidó y veló en sus últimos años. ¿No sería un desencanto inmenso que aquella señora, favorecida por la suerte con honra tan señalada, apareciese indiferente a ella y se creyese viuda de un hombre como los demás? ¿Iba yo a encontrar dentro del templo de mis devociones el piadoso culto o la indiferencia impía?

Desde que se abrió la puerta empecé a tranquilizarme. Ya en la antesala vi, cuidadosamente ordenados, en bruñidos estantes, los libros del sabio. El despacho en que me introdujo una criada modesta, era, sin duda, el del mismo Sofías, y el orden y el respeto al recuerdo brillaban en cada detalle. De la pared pendían las coronas que en ocasión de apoteosis solemne le habían sido ofrecidas: ni un átomo de polvo empañaba su follaje dáfneo. Su retrato al óleo, medio velado por un crespón, se alzaba sobre dorado caballete a la luz más favorable. Sus últimos manuscritos estaban encerrados en linda arquilla de cristal con placa explicativa de bronce. El modelado de su mano derecha, fundido en bronce también, se alzaba sobre un zócalo de mármol y terciopelo oscuro. Tales cuidados, que nunca son obra sino de cariñosa veneración, me indicaban que el corazón de la viuda albergaba los mismos sentimientos con que yo me acercaba a ella. No por eso me hallaba menos conmovido; al contrario.

Empujando una puertecilla de escape, entró impensadamente la viuda, y la saludé, sorprendido, al encontrarla joven y de buen parecer. Su luto, sencillo y de corte airoso, realzaba la blancura de su cutis y el luminismo de su pelo rubio, peinado artísticamente. Una cadenita de azabache serpeaba alrededor de su busto.

En pocas palabras, algo balbucientes porque la emoción me cortaba la voz, enteré a la señora de Sofías del objeto de mi visita. Necesitaba celebrar con ella varias entrevistas; rogaba que fuesen confiados papeles y apuntes que me permitiesen dar a mi obra el atractivo y el realce del dato inédito; quería escribir acerca de Sofías y su labor admirable, algo distinto y un poco mejor, o, al menos, inspirado en idolatría más profunda, que otras biografías y artículos. ¡Era preciso que la edad presente, que los países extranjeros, conociesen a Sofías tal cual fue verdaderamente, en toda su altura y representación intelectual!

La viuda, entristecida y grave, aprobó. Sabía por Sofías mi nombre, mis antecedentes. Podía ir allí siempre que quisiese, y hasta trabajar —favor soberano— en el mismo despacho del maestro, en su mesa, con sus cabos de pluma.

Salí de allí transportado de orgullo y de alegría. Desde la mañana siguiente me dediqué con ardor al trabajo. La viuda me confió la llave de los cajones y armarios donde guardaba sus notas y borradores Sofías. Encontré verdaderos tesoros; al menos, a mí me lo parecían. Planes de obras, críticas y observaciones de esas que revelan el verdadero pensamiento de un escritor y que no se confían a la publicidad, correspondencia interesantísima... Cuanto podía desear para mi empresa. La viuda, de cuando en cuando, venía a saludarme, a preguntarme si algo necesitaba. A los quince días, como yo prolongase mi sesión de trabajo, se me presentó trayendo una taza de caldo y una copa de jerez.

—Estará usted desfallecido... ¡Tanto papelear! —murmuró, con su pálida sonrisa de monja.

Al mes, charlábamos frecuentemente, y, poco a poco, el atractivo de aquella conversación fue superando al de los papelotes. ¡No malicie nadie que esto consistiese en el sexo de mi interlocutora! Era que me hablaba de Sofías, y yo, de Sofías, le preguntaba y le volvía a preguntar, insaciable. ¿Qué caprichos, qué rarezas, qué costumbres, qué dichos, qué opiniones eran las de Sofías en este terreno, en el otro, en el de más allá? ¿De qué manera se desarrolló su enfermedad? ¿Cómo fue su muerte? Etcétera, etcétera...

Por sendas tan abiertas y francas llegamos, sin embargo, insensiblemente, a otros senderitos: salió a plaza la cuestión íntima del sentimiento, del amor, de la ternura. ¿La había amado mucho Sofías? Y al preguntar esto —prevalido ya de la intimidad que iba estableciéndose—, yo buscaba con la mirada, en las sienes de raso de la viuda, las huellas de unos besos ilustres...

Ella suspiraba, se enrojecía y hasta sorprendí lágrimas en sus pupilas, del color de la pervinca primaveral.

—Es difícil contestar a eso... —murmuró al fin—. Yo creo que me quería, aunque no me lo demostrase «así»..., vamos..., con mucho fuego... Ya sabe usted que el estudio y el talento hacen a la gente..., qué sé yo..., un poco huraña... Es decir, hablo en general... Mi esposo, el pobre, a sus libros, a sus cuartillas, a sus bibliotecas; no crea usted que en casa paraba mucho... Donde escribía era en la Nacional, y se venía con su porfolio atestado de notas, de borradores...

—De modo que... —exclamé involuntariamente, con expresión extraña.

—Y además... —continuó ella palpitando— nuestras edades... diferentes... Ya ve usted: Sofías al morir cumplía los setenta y uno... Y yo...

—Usted tendrá veintiocho...

—En seis meses se ha equivocado usted... Veintiocho y medio... —y una llamarada de juventud alumbró la cara resignada y melancólica, y una risa dulce entreabrió los labios frescos y puros...

Sin saber lo que hacía, le estreché las manos, y en voz baja, apasionada, pronuncié su nombre. Ella cerró los ojos; se deprimía y alzaba su pecho bajo la tirante lana negra de su corpiño enlutado... Salté de la silla, avergonzado y lleno de terror. ¡Estábamos ofendiendo la memoria gloriosa de Sofías! Me despedí atropelladamente, con propósito de no volver más allí; ¡nunca, nunca! ¡Sería hacerme reo de un delito; sería desmentir completamente mi idea! Al levantar la portier, me volví un momento y vi que la viuda reprimía el llanto, apoyando el pañuelo sobre la boca. «¡Adiós para toda la vida! —pronuncié en mis adentros—. ¡No seré yo quien te despoje del blasón de ser viuda del eminente!... ¡No volverás a verme, mujer encantadora!... «Así como así —pensaba al bajar la escalera, y por vía de consuelo—, ya tengo noticias y datos sobrados para redactar mi fundamental estudio.»

Hacia los Ideales

He aquí el relato de Torralba:

El automóvil tuvo que pararse en un recodo solitario y tétrico, que por un lado faldeaba la montaña y por otro colgaba sobre un precipicio. Hasta reparar la avería allí estábamos clavados. La tarde caía, y en las cimas lejanas, resplandores rojos y de oro encendido hacían más visible la oscuridad que iba invadiendo el valle. Era una hora de melancolía, de vagos recelos.

Empezaba el mecánico a trabajar, cuando surgieron dos figuras, al pronto nada alarmantes.

No las habíamos visto, porque las violentas revueltas del camino facilitan estas sorpresas. Salieron como de una caja de juguete. Eran señoritos bien trajeados, de edad como de diecisiete a dieciocho, a lo sumo. Uno de ellos mostraba una pelusilla de algodón sobre el labio superior, y la pelusilla era rubia, igual a las sortijas del pelo; el otro ostentaba ya un bozo naciente, marcado, negro como la endrina. Sus ojos brillantes, sus facciones bien delineadas, su tez fresca, su boca, en que como granizo blanqueaba la dentadura, prevenían en su favor. Sin embargo, los rostros de los dos chicos tenían expresión fiera. Fruncían el ceño y avanzaban en agresiva actitud.

Yo, con calma, pregunté qué se les ocurría.

—Robarles a ustedes —contestaron con la mayor formalidad los recién venidos.

Y al mismo tiempo que hacían tan franca declaración, extraían del bolsillo sendos revólveres y nos apuntaban, en postura clásica, dirigido el cañón a nuestro entrecejo.

No es jactancia; en vez de sentir terror, estuve a pique de soltar la risa… Las cataduras simpáticas de los bandidos, su achiquillamiento, me sugerían una idea extraña, pero no absurda. Avanzando hacia los supuestos salteadores, exclamé:

—Bueno, no se molesten ustedes más. Pueden decir en todas partes que han ganado la apuesta; que les he tomado a ustedes por ladrones de caminos, y he tenido muchísimo miedo. Ahora, en cuanto reparemos la avería, como disponemos de dos asientos, les llevaremos a donde quieran, si no es a muy larga distancia; tengo que dormir hoy en Santa Mariña de Nogueira, donde me esperan los cazadores…

Fue el rubillo, el más chiquilicuatro, el que, serio y amenazador, me respondió en voz dura:

—No estamos de broma, señor. Venimos a robarle, y si no me entrega ahora mismo el dinero y las alhajas, no extrañe que haga uso del revólver.

No sé qué gesto ponía, que entró en mi ánimo la convicción de que era capaz de hacerlo.

«Serán —pensé— dos locos, y si disparan y aciertan, con el tiro me quedo».

No llevábamos arma alguna; mi escopeta de caza iba vacía. Estábamos lejos de toda habitación humana. Por aquellos montes no pasaba nadie. El mecánico, sin embargo, me miraba de un modo zaino y expresivo, como quien dice: «¡Sus, a ellos!». Aquel mozo había sido soldado, y estaban recientes sus dimes y diretes con moritos en tierras de África. Si en efecto yo creyese que nos atacaban verdaderos forajidos, es probable que hubiese cometido la ligereza de bravuconear, exponiéndome a una bala en un ojo. Lo que influyó en mi conducta fue que estaba seguro, lo hubiera jurado, que aquel par de adolescentes no habían salteado en su vida a nadie, y en la aventura había algo particular, que necesitaba explicación.

En efecto, nunca oí que por aquellos montes del Aguia ni por ningún otro de las cercanías, ni aun de toda la provincia, anduviese bandido alguno. La mayor seguridad en los caminos. ¿De dónde salían, pues, nuestros asaltantes? Ni su tipo ni su ropa eran de gente mala. Estas reflexiones me las hacía con la mayor lucidez, con gran sangre fría. Por lo mismo que estaba sereno, fui capaz de una prudencia que aún hoy me asombra.

Sin manifestar ni cólera ni disgusto saqué del bolsillo el reloj y la cartera, que contenía una suma regular, y se lo puse en las manos al rubio. Se lo guardó en la faltriquera y señaló hacia mi dedo meñique:

—¡La sortija!

Resuelto a todo, extraje del dedo el aro en el que se engarzaba grueso brillante, y se lo entregué también.

—Ahora, ¿nos permitirán ustedes que reparemos la avería y sigamos nuestro viaje?

El moreno entró en escena. Su cara juvenil, graciosa, expresaba picaresca satisfacción.

—Sí, señor; le dejaremos continuar el viaje, pero en nuestra compañía. Nos meteremos ahí dentro con ustedes y nos llevarán a donde les digamos. Si no quieren o resisten, ¡ya saben!

Un ademán con el eterno revólver completó la cláusula.

El mecánico, mientras parecía consagrarse a su deber y revolvía en la misteriosa caja donde tantas cosas hacinan los de su oficio, no perdía coyuntura de hacerme algún guiño significativo; yo, a mi vez, le tranquilizaba con una ojeada a hurtadillas. Mientras adelantaba en su faena, me volví hacia los ladrones y les rogué cortésmente que se sentasen en las piedras, cubiertas de musgo gris, que formaban parapeto natural sobre el precipicio.

—Así aguardarán ustedes con mayor comodidad —les dije, y me situé a su lado.

Hubiese jurado que estaban confusos, con una especie de vergüenza, unida a una arrogancia retadora. Cada vez me parecían menos bribones. Lo limpio de sus blancos cuellos, lo nítido de sus dientes y orejas, la involuntaria finura que empezaron a mostrar, todo proclamaba a gritos su clase.

—¿Me harían ustedes un favor, si se lo pidiese, a cambio del susto que me acaban de dar? —supliqué con afabilidad suma.

A dúo respondieron, apresurados:

—Sí, señor… Con mucho gusto…

—Pues confiésenme ustedes con toda reserva por qué se han metido en esta aventura. Ustedes son unos muchachos distinguidos y en su vida han robado valor de una peseta.

Se miraron. Era evidente que deseaban sincerarse… Y, al fin, el moreno, siempre más expresivo y alegre que el rubio, murmuró:

—Bueno, no hay inconveniente ninguno… Así como así, la cosa ha de hacerse pública, y de nosotros se ha de hablar en todas partes. Pues figúrese usted que nuestras familias nos han metido en un colegio, y allí nos aburríamos. ¡Qué vida más tonta! Siempre igual, todo por patrón. Los profesores, unos antipáticos. Por eso resolvimos dedicarnos a bandoleros. A apaches, no; a bandoleros, como los de antaño. Así que desvalijemos a unos cuantos viajeros ricos…, y la cosa no es difícil teniendo agallas…, compraremos un buque bien armado y ejerceremos la piratería. ¡Eso sí que será bonito! A mí el mar me encanta… ¿Ha leído usted las obras de Julio Verne?… Ya sabe nuestros proyectos. Y si todo el mundo es tan bien educado como usted, dará gusto ejercer nuestra profesión.

—Vamos —observé—, ¡si ya me parecía a mí! Ni por un momento he creído que ustedes fuesen ladrones. Son ustedes unos románticos, los últimos quizás. ¡Qué cosas tan deliciosas son la juventud… y el disparate!

—¿El disparate? —repitieron ambos—. ¿Por qué le llama usted disparate?

—Le llamo así colocándome en el punto de vista general: el del vulgo. Por mí, soy capaz de comprenderles a ustedes… y hasta de envidiarles.

—Pues entonces —dijo ya efusivamente el rubio—, haga usted una cosa. ¡Una cosa magnífica! Únase a nosotros. Usted tiene dinero y automóvil. Con esos elementos…

—No me parece mal la idea —contesté—. No me disgusta.

—¡Claro! —exclamó vehementemente el moreno—. Usted también estará aburrido de la vida monótona, de la insipidez…

¡Vaya si lo estaba! Y charlamos, charlamos, formando planes de robos nunca vistos, que nos ganarían una fama estrepitosa. Tan entretenidos estábamos con nuestra novela, que no oímos el paso de dos caballos. El mecánico, a pretexto de tomar agua en un cubo, se deslizó hacia donde sonaba el ruido. Fue instantáneo. Antes de que los malhechores se diesen cuenta, tenían a la pareja encima.

El rubio, sin pararse en tricornios, disparó. La bala atravesó el sombrero de uno de los guardias. Entre estos y el mecánico sujetaron a nuestros ladrones.

—Ya ve usted, señor Torralba —dijo el del sombrero atravesado—, ¡no queríamos tirar! Nos encargan que les cojamos sin hacerles daño ninguno. Son chicos de buena familia, que, por lo visto, se han vuelto locos…

No necesito decir que, al registrarles, no solo les despojaron de revólveres y escondidos puñales, sino de mi cartera, mi sortija y mi reloj.

—No digan ustedes —supliqué a los guardias— que les han encontrado esto. Se lo pido como favor especial.

Los bandidos me miraron con reconocimiento. Y como al fin eran unos mocosos, me pareció ver algo de humedad en sus pupilas.

Hallazgo

Hervía en regocijo la ciudad. Se oía, como un murmurio de mar encrespado y arrogante, el rumor del gentío que circundaba las calles estrechas, mal acondicionadas aún para el tránsito diario. Músicas y trompeterías lejanas enviaban rotos pedazos de sonidos a la reja de Carlota. Y ésta seguía cosiendo, con el pulso sentado y la cara seria y pensativa de costumbre.

La casa se había quedado ensordecida y vacía, triste, a pesar del sol que inflamaba el rojo de los claveles en las macetas del balcón y entraba chorreando oro hasta la pared frontera. Todos de bureo: sólo Carlota, la costurera, siempre tan rara, como sus compañeras decían, continuaba allí, refractaria a la diversión, tirando de la aguja, interrumpiendo con el rápido ticliteo de sus ágiles tijeras el silencio solemne del gabinete amueblado a estilo Imperio, donde hacía labor. ¡Salir, meterse en zambras, ella, ella, Carlota Migal! ¡Con lo que llevaba encima del alma, aquellas infinitas arrobas de vergüenza y desconsuelo, desde que sucedió... lo que sucedió! Hay mujeres, bien se sabe, que después se quedan tan frescas; nada, como si tal cosa. Ríen, se divierten, oyen requiebros, se enredan en nuevos amoríos, se emperifollan, se casan, engañan o no engañan al que las elige, le ocultan lo pasado, a veces hasta se lo cuentan con cinismo impávido... Carlota no era de esa hechura. No; a ella la habían amasado de otra pasta. Tenía para mientras viviese. La memoria, con monótona persistencia, murmuraba su canción de vieja hilandera de telarañas sombrías, en un rincón del cerebro de la costurera humilde: «Has pecado, fuiste abandonada, tu niño murió; no tienes ya derecho a ninguna alegría, a ningún placer. Trabaja, gánate el pan, deslízate callada y guarda para tu solitaria vejez unos ahorrillos; no debes ser molesta a nadie». Y Carlota cosía, cosía. Por sus manos pasaban los volantes de gasa y tul, los faldellines de seda, las cintas frescas y crujientes, lo que las mujeres felices y animadas lucen en bailes y paseos; jamás un pensamiento de envidia, un temblor de concupiscencia, agitaba su resignado corazón. Bueno era para ella el traje usadito de lanilla, el «manto» ala de mosca, la librea de la servidumbre, del salario, y de la insignificancia. Que la perdonasen, que la olvidasen... Que nadie la echase en cara «aquello». ¡Ah! ¡Eso no! Porque se moriría del sofoco...

Sólo a una cosa no conseguía resignarse; sólo una queja, una protesta, surgía involuntariamente de su espíritu. Que la hubiese abandonado, bien; castigo justo: ella se merecía mucho más. La injusticia era que el niño se hubiese muerto así, a pocos meses de nacido, sano al parecer y bonito como un sol. Carlota interrogaba a la Providencia: ¿Qué mal había hecho su niño? Un inocente no debe pagar por los culpados. Y, además, el niño era lo único que le quedaba en este mundo traidor; y ya que pasaba tanto trabajo y tanto bochorno para seguir viviendo, ya que no se tomaba una caja de fósforos porque Dios manda que eso no lo hagamos, al menos el niño, el niño.

Sangrante y activa, la maternidad de la costurera se exasperaba ante el espectáculo de la chiquillería del barrio, que desde la reja veía pulular por las estrechas aceras y el sucio arroyo. Conocía a todos aquellos gurriatos; para contemplarles suspendía su asiduo coser; a veces les sonreía con sonrisa penosa; de su café les guardaba terrones de azúcar, de su postre, cerezas y pasas... Y esto lo hacía furtivamente; si las madres miraban riendo hacia la reja, Carlota afectaba severidad, desvío. ¿Chiquillos a ella? No les podía sufrir... Cinco minutos más tarde, el tranvía pasaba y estaba a punto de hacer cisco a un granuja... Carlota lanzaba un grito, bajaba a saltos la escalera, cubría de besos al pequeñuelo y se retiraba encendida como una amapola, con la convicción de haber ejecutado algo muy inconveniente, algo reprobable...

Y aquel día en que la ciudad hervía en regocijos, ningún chiquillo diableaba por el arroyo; estarían con sus mamás en las calles por donde pasaban las músicas, por donde las tropas desfilaban. El arroyo, desierto, parecía más sucio que de costumbre. Carlota daba a la aguja ahincadamente, sin un minuto de distracción. Un peso enorme gravitaba sobre su espíritu. El estribillo de la monótona canción proseguía... «Has pecado».

En mitad del arroyo apareció entonces una figurita menuda, casi grotesca a fuerza de encogimiento y desolación. ¡Un niño! Sí, un niño era, como de unos seis años, acaso más; un niño desmedrado, canijo, mal trajeado, con los puños metidos en los ojos, llorando en seco y con hipo de angustia. Una idea rauda, una golondrina, cruzó por la imaginación de Carlota.

«Ese chico se ha perdido. De fijo se ha perdido. ¡Infelices padres! ¡Cómo estarán a estas horas!». Tiró la labor; dejó caer, al alzarse, las tijeras relucientes y gastadas; brincó por encima del traje vaporoso que orlaba de puntilla, y se precipitó por la escalera al portal.

—¿Qué te pasa, pequeño? ¿Qué te pasa? ¿De dónde vienes? ¿Por qué lloras, mi vida?

La criatura separó los puños de los ojos, de los asombrados ojos azules, enrojecidos por el llanto, y temblando, comiéndose las palabras, hipó:

—De mi pueblo vengo... Salí con padre y madrona mu tempranico... M'an soltao, m'an soltao...

—Madrona. ¿Quién es madrona?

—La mujé e mi pae.

—¿Y tu madre?

—Sa morío.

Callaron. Carlota miraba al chico, se lo comía a puro mirarle. ¡Qué guapo sería si le lavasen y comiese! Tenía el pelo rubio obscuro, anillado; la tez fina, una boca dibujada, unos ojos del mismo cielo... No; al izquierdo le colgaba un párpado.

—¿Qué te hiciste en ese ojito, nene?

—Diome madrona con el cazo e jierro.

Carlota chilló de indignación y cólera; se arrojó al niño y le besó hambrienta, loca de ternura.

—¿Quieres que busquemos a tus padres? Di, tesoro.

—Yo sí quería... Pero ellos san dío. Lo estaban diciendo, que se largaban al tren aluego e soltame en la caye. Yo lo oí.

La costurera, estupefacta, alzó los brazos al cielo. ¡Esto sucedía; los cristianos hacían tales cosas, los padres dejaban a los chicos entre el tropel, sin amparo! ¡Infames, infames!

—¿Estás cierto de eso, niño?

—Yo lo oí. Vaya que lo oí. Madrona ice que yo trago mucho y que tié cuenta perderme.

Volvió Carlota a fijar la mirada en el pequeño. Sus facciones consumidas, sus carnes blandas y semiazuladas, sus brazos y piernas flacos, sus dedos de arañita, revelaban la desnutrición, el régimen del hambre. La costurera le cogió en vilo y le sintió ligero como una pluma.

—No pienses más en tus padres. No digas a nadie que los tienes. ¿Das palabra?

Las pupilas azules, inflamadas de llorar, contestaron que sí. Y Carlota agarró de la mano al chico y entró con él en la casa, hacia la cocina. Debían de quedar en la alacena muchas sobras. Subió la escalera a saltos, estrechando a su niño, suyo, de nadie más.

Heno

Paulino Montes, muchacho de posición excelente —lo que se dice una conveniencia—, se enamoró de una artista. Al menos así la calificaban los periódicos al publicar su retrato. Artista lírica, de zarzuela, Candelaria —la Candela, como la llamaban generalmente—, poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni gruesa ni flaca; de carnes dulcemente repartidas sobre armazón de menudos, bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mezcla original, sugestiva, la Candela triunfaba siempre que el papel requiriese sólo belleza y donaire. Es preciso reconocer que Paulino no se engañó a sí mismo; al sentirse ciegamente prendado de la Candela, ni un instante atribuyó su inclinación a los méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o escoltada de mamá y hermanos en una tertulia, el efecto es exactamente el mismo. Sin embargo, las tablas fueron cómplices, y aquellos brazos torneados y aquella admirable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se ostentarían en otro lugar como allí, a las luces de bengala y con el atavío verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a todo Madrid.

Paulino era hasta inteligente en música; no dudó de que el arte nada perdía cuando, arrastrado por estímulos superiores a su voluntad, propuso a Candela el matrimonio, tres meses después de gustar con ella conversación entre bastidores. Los informes adquiridos por el enamorado establecían que la artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la escena escasean menos de lo que supone la malicia.

Desde luego se estipuló que Candela —ya Candelaria, señora de Montes— renunciaba al arte, cumpliendo este sacrificio en aras del afecto conyugal. Nunca hubo sacrificio más gustoso. Candela aborrecía «la lata» de los ensayos, las rivalidades y chismes de las compañeras, la insolencia de los señoritos, las contingencias del pateo, la escasez de dinero, tantas y tantas miserias de la vida del teatro. Por eso se alegraba de casarse. Iba a tener su casa, su hogar tranquilo y acolchado, y cuando quisiese, compraría un palco en la taquilla, y con él, el derecho a reírse de las que seguían saltando y desafinando para comer.

La luna de miel exaltó el amor de Paulino. Hay casos de éstos, y no son raros, pero delatan siempre una fuerza de pasionalidad que puede tomar peligroso rumbo. La base del entusiasmo de Paulino —pronto pudo advertirse— eran los celos. Y celos de los malos; es decir, de los peores, de los que no se fundan en nada concreto y, para mayor daño, no se circunscriben a lo presente, sino que se extravían en las ya borradas sendas del pasado, buscando vestigios que desaparecieron.

No dudaba Paulino de la honradez de su mujer antes del matrimonio, y menos podía sospechar de la actual, puesto que no se apartaban los esposos un minuto, y cada detalle de la inocente existencia de Candelaria era visible a los ojos más interesados en fiscalizarlo… Un espíritu equilibrado gozaría en paz de su dicha, y no se atormentaría a sí propio con ingeniosa crueldad. Pero esto tienen los celos, calvario del querer, donde se autocrucifica el sentenciado, y jamás hubo verdugo ni sayón que así se esmerase en hincar hondo los clavos y en estirazar duro las sogas, como el celoso, esmerándose en refinar el tormento, y en alargarlo, y en complicarlo para que llegue a todos los nervios y a todas las fibras y a las últimas celdillas donde el pensamiento se devana…

¿De qué tenía celos Paulino? A las horas en que los párpados se cierran, pero el insomnio no suprime la vida cerebral y psíquica, veía Paulino a su mujer no cual andaba ahora, con atavío elegante y serio, sino como se presentaba antes en el escenario: con la malla señalando morbideces, las gasas plegadas orlando de espuma dos columnillas de vivo alabastro, las gorras y tocados fantásticos acentuando el incitativo melindre de la cara, las lentejuelas fascinando y espejeando en el torso culebreador. Alucinado el oído como la vista, Paulino escuchaba el murmurio de la muchedumbre, más grosero en las localidades altas, más cínico en las bajas, y fijándose espectador por espectador, sorprendía en las pupilas la chispa codiciosa, y en los labios péndulos de los vejetes la baba impura, y el guiño significativo trocado de butaca a butaca, y las palabrillas picantes susurradas a media voz… ¡Oh, qué realce tan terrible adquirían para el celoso frases, actitudes, sonrisas, respiraciones! Un veneno sutil se infiltraba en sus venas, corriendo hasta su corazón gangrenado. Y pensaba, mordiendo su almohada, mientras Candelaria dormía plácidamente: «¿Cómo no se me ha ocurrido antes que esto de la honradez es un concepto vano? Honrada, sí… No se ha manchado con un hombre… Se ha manchado con un teatro entero, con un público renovado sin cesar. Conmigo, antes de casarnos. Porque yo también estaba allí, y la miraba como la mirarían otros. Soy un estúpido. Pues qué, ¿lo sentido por mí al salir ella a escena, vistiendo el traje negro y rojo de La diosa infernal, o luciendo las alas tornasol en Los mariposones, no lo habrán sentido otros individuos a centenares? ¡Honrada! ¡No hay un trozo así de su piel que no esté profanado mil veces!».

Y empezó a sollozar y a reír. Candelaria, solícita, atendía a su marido, presa de continuos ataques nerviosos. Administraba calmantes, se desvivía, sin sospechar la realidad. No tardó en conocerla, porque en un acceso, Paulino la insultó y hasta la hirió con el puño cerrado. El frenesí, en vez de aplacarse, aumentaba en razón directa de su idealismo; no fundándose en nada positivo y concreto, el mal no tenía cura.

—¿Qué haré yo para que vivas en paz? —preguntaba Candelaria sumisamente—. ¿Quieres que nos retiremos al campo, que me vista de jerga? ¿Quieres que me corte el pelo?

Y él furioso, respondía:

—¡No seas necia! ¡Lo único que quiero es que lo que fue no haya sido!…

—¡Ni Dios!… —repetía ella, dolorosamente, al tropezar con la muralla de lo imposible.

Y escondió el revólver de Paulino, porque la contracción de la idea suicida empezaba a desfigurarle las facciones. La vida de los esposos fue entonces de esas vidas que se parecen al mar: empapadas en amargura continua y agitadas por repentinas rachas de tormenta destructora. Ni uno ni otro presumían qué desenlace pudiese tener el drama, largo, sin plan, sin desarrollo graduado y artístico —drama verdadero—. Todo lo temían y estaban prontos a la catástrofe. Y he aquí que el Destino trajo la solución.

Candelaria tenía en la masa de la sangre la tisis. Dicen que no se hereda, pero ello es que hay familias donde, sucesivamente, muchos individuos se extinguen del mismo mal. En Candelaria, las privaciones, la mala alimentación durante la niñez, habían preparado el terreno; las ansiedades, las penas, desarrollaron ahora el germen. Paulino vio desmejorarse rápidamente a su mujer. De aquella plástica adorada y aborrecida no fue quedando sino una borrosa semblanza. Y lo que dejaba de ser extinguió en su alma el recuerdo de lo que había sido; los celos cayeron como fláccidas víboras muertas, y se alzó la compasión, la piedad humana, el arrepentimiento entrañable…

—¡Candelaria —gimió al pie del lecho de la moribunda—, perdóname! ¡Vive, vive; no te haré sufrir más!

Ella, con una sonrisa de infinita tristeza, le contempló un momento, y alzando los encajes de su manga enseñó el brazo flaco, consumido, y murmuró:

—¡Si éste fuese como antes…, tú serías como antes también!…

Volvió la cara, y Paulino, poseído de un gran desprecio hacia lo material, siguió arrodillado, mientras en su espíritu culto, lleno de sentencias y de filosofías, se destacaba la palabra profunda y grave: «Toda carne es heno…».

Hijo del Alma

Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»

Días hay en que todo cuentista, el más facundo y más fácil, agradecería que le sugiriesen ese asunto nuevo y bonito. Las nueve décimas partes de las veces, o el asunto no vale un pitoche y pertenece a lo que el arte desdeña, o cae en nuestra fantasía sin abrir en ella surco. Tarfe me refirió, al salir de la Filarmónica y emprender un paseo a pie en dirección al Hipódromo, hacia la vivienda del doctor, cien bocetos de novela, quizá sugestivos, aunque no me lo pareciesen a mí. Una tarde muy larga, muy neblirrosada, de fin de primavera, me anunció algo «rarísimo». La expresión de cortés incredulidad de mi cara debió de picarle, porque exclamó, después de respirar gozosamente el aire embalsamado por la florescencia de las acacias:

—Estoy por no contárselo a usted.

Insistí, ya algo intrigado, y Tarfe, que rabiaba por colocar su historia, deteniéndose de trecho en trecho (costumbre de los que hablan apasionadamente), me enteró del caso.

—Se trata —dijo— de un chico de unos trece años, que su madre me llevó a consulta especial detenidísima. Desde el primer momento, la madre y el hijo fijaron mi atención. El estado del muchacho era singular: su cuerpo, normalmente constituido y desarrollado; su cabeza, más bien hermosa, no presentaba señales de enfermedad alguna; no pude diagnosticar parálisis, atrofia ni degeneración, y, sin embargo, faltaba en el conjunto de su sistema nervioso fuerza y vida. Próximo a la crisis de la pubertad, comprendí que al no adquirir su organismo el vigor y tono de que carecía, era imposible que la soportase. Sus ojos semejaban vidrios; su tez fina, de chiquillo, se ranciaba ya con tonos de cera; sus labios no ofrecían rosas, sino violetas pálidas, y sus manos y su piel estaban frías con exceso; al tocarle me pareció tocar un mármol. La madre, que debe de haber sido una belleza, y viste de luto, tiene ahora eso que se llama «cara de Dolorosa», pero de Dolorosa espantada, más aún que triste, porque es el espanto, el terror profundo, vago y sin límites, lo que expresan su semblante tan perfecto y sus ojos desquiciados, de ojera mortificada por la alucinación y el insomnio.

Siendo evidente que hijo y madre se encontraban bajo el influjo de algo ultrafisiológico, no se me pudo ocurrir ceñirme a un cuestionario relativo a funciones físicas. Debidamente reconocido, el muchacho pasó a otra habitación; le dejé ante la mesita, con provisión de libros y periódicos ilustrados; me encerré con la madre, y figúrese el gesto que yo pondría cuando aquella señora, de buenas a primeras, me soltó lo siguiente:

—Si ha de entender usted el mal que padece esa infeliz criatura, conviene que sepa que es hijo de un cadáver.

Inmutado al pronto, tranquilizado después, dirigí la mirada al ropaje de la señora, sonreí y murmuré:

—Ya veo... El niño es huerfanito...

—No señor; no es eso; llevo luto por una hermana. Lo que hay, señor doctor, e importa que usted se fije en ello, es que cuando mi Roberto fue engendrado, su padre había muerto ya.

La buena crianza me impidió soltar la risa o alguna palabra impertinente; después, un interés humano se alzó en mí; conozco bien las modulaciones de la voz con que se miente, y aquella mujer, de fijo, se engañaba; pero, de fijo también, no mentía.

—No me cree usted, doctor... Lo conozco... Yo tampoco «creería» si me lo vienen a contar antes del suceso... He «creído», porque no me quedó más remedio que «creer»...

—Señora, perdóneme... —murmure cada vez más extrañado—. No me exija usted una credulidad aparente. Sírvase informarme del origen de su aprensión; necesito comprender de dónde procede el estado de ánimo de usted, que se relaciona, sin género de duda, con el estado anormal y la debilidad de su hijo.

—Oigame usted sin prevenciones; trataré de que usted comprenda... Lo que usted llama mi aprensión, en hechos se funda —y la señora suspiró hondamente—. Mi marido era negociante en frutas y productos agrícolas; se había dedicado a este tráfico por necesidad; la oposición de mis padres a nuestra boda nos obligó a buscarnos la subsistencia; yo salí de mi casa con lo puesto, y Roberto, pobrecillo, ¡el talento que tenía!, ¡hacía versos preciosos, preciosos!, no encontró otra manera de evitar que nos muriésemos de hambre... Compraba en los pueblos de la huerta las cosechas y revendía para el extranjero. Había alquilado una casita, con jardín, al borde del mar, y allí nos reuníamos siempre que podía; porque, muy a menudo, las exigencias del negocio le tenían ausente semanas enteras, y hasta temporadas de quince o veinte días, especialmente a fines de otoño, que es cuando se activa el tráfico. Eso sí; ya iba ganando mucho, y nos halagaba la esperanza de llegar a ricos; para ser completamente dichosos nos faltaba sólo un hijo; eran pasados más de dos años, y el hijo no venía; pero Roberto me consolaba: «Lo tendrás, lo tendrás... Primero me faltaría a mí la vida y la sangre de las venas...» Así decía... ¡Cómo me acuerdo de sus palabras!...

La noche memorable —de esas largas, del principio del invierno— le esperaba yo, porque me había anunciado su venida, después de una ausencia de casi un mes. Acababa de realizar una compraventa importante, y escribía muy alegre, porque traería consigo una bonita cantidad de oro, destinada a otras compras ajustadas ya. Yo ansiaba verle: nunca fue tan larga nuestra separación; una inquietud, una desazón inexplicable me agitaban; no sé las vueltas que di por el jardín, el patio y la casa, a la luz de la luna. Al fin, me rindió el cansancio y me acosté; era por filo medianoche, y la luna iba declinando. En su carta, mi Roberto advertía que si no le era posible llegar antes vendría seguramente de madrugada, y que no nos tomásemos el trabajo de estar en vela ni yo ni los dos criados que teníamos.

Empezaba a conciliar el sueño, cuando me despertaron las caricias de mi esposo...

—¿Cómo había entrado? —pregunté vivamente, pues empezaba a adivinar.

—Tenía llave de la verja del jardín y de la puerta: nunca necesitaba llamar —declaró la señora—. A la mañana siguiente, después de un sueño de plomo, abrí los ojos, y noté con extrañeza que no se encontraba a mi lado Roberto. Me levanté aprisa, deseosa de servirle el desayuno: le llamé; llamé a los criados: nadie le había visto; ni estaba en la casa ni en el jardín. En las dos puertas, ambas abiertas, hallábanse puestas las llaves. Entonces, mi desazón de la víspera se convirtió en una especie de vértigo: el corazón se me salía del pecho; despaché a los sirvientes en busca de su amo, y cuando se disponían a obedecerme, he aquí que se me llena la casa de gente de las cercanías, que traía la noticia fatal. A poca distancia... en la cuneta del camino... con varias puñaladas en el vientre y pecho...

Aquí la señora sufrió la aflicción natural; la acudí con éter, que tengo siempre a mano, y cuando se sosegó un poco, no fue ella quien siguió relatando; fui yo quien inquirí, con jadeante curiosidad:

—¿Le matarían por robarle?

—No tal. ¡El cinto con el oro... apareció sobre una silla, en mi cuarto!

—Calma, señora —murmuré—; no nos atropellemos. ¿No pudo el asesino quitarle las llaves y aprovecharlas para entrar furtivamente en la casa y en el dormitorio?... ¿Usted le vio la cara a su marido?

La señora saltó literalmente, en la silla; creí que iba a abofetearme.

—Esa atrocidad no me la repita usted, doctor, si no quiere que me mate y que mate antes al niño... —y los ojos desquiciados me lanzaron una chispa de furiosa locura—. Pues qué, ¿confundiría yo con nadie a mi Roberto? Su voz, sus brazos, ¿se parecían a los de nadie? ¡No lo dude usted! Era él mismo... era su alma... y por eso mi hijo no tiene cuerpo..., es decir, no tiene vigor físico, carece de fuerzas... Es hijo «de un alma»... Eso es, y nada más... Si no lo entiende usted así, doctor, bien poco alcanza su ciencia... Pero ya que no van ustedes más allá de la materia, voy a darle a usted una prueba, una prueba indudable, evidente, para confundir al más escéptico... Mire este retrato, de cuando mi esposo era niño...

Sacó del pecho un medallón que encerraba una fotografía; lo besó con transporte, y me lo entregó. Confieso que di un respingo de sorpresa: veía exactamente el mismo semblante del niño que, a dos pasos de nosotros, detrás de la cerrada puerta, se entretenía en hojear ilustraciones...

—¡Eso ya es difícil de explicar! —exclamé interrumpiendo al médico.

—No, no es difícil... Se han dado casos de que hijos de segundas nupcias de la madre saquen la cara del primer marido. Hay una misteriosa huella del primer hombre que la mujer conoció, persistente en las entrañas... Pero yo tuve la caridad de aparentar una fe que científicamente no podía sentir... No quise volver loca del todo a la infeliz madre, víctima de tan odiosa burla o venganza, o vaya usted a saber qué. El asesino de Roberto, el ladrón de su dinero, fue el mismo que completó la obra horrible con el último escarnio... Y en el aturdimiento de la fuga, se olvidó el cinto de oro; lo dejó allí. ¿Era sólo un bandido? ¿Era un enemigo que llevó el odio y la afrenta hasta más allá de la tumba? ¿Era un enamorado de la hermosura de la mujer? Esto no creo fácil averiguarlo ya... Pero el caso es bonito, ¿eh? Y en él —como casi siempre— la «verdad» sería lo funesto. Miento dulcemente a la madre, y trato de salvar al hijo de la muerte.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 7, 1912.

Idilio

Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...

Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto agitaba entonces los espíritus.

Los que leen la historia conceden tal vez exclusiva importancia a los hechos de mayor relieve; los que viven esa misma historia, se preocupan más de lo pequeño y cotidiano, la subsistencia, el empleo de las horas del día. Cuando Armando llegó a París, se arrastraba de cansancio y se moría de calor. Preguntando, se dirigió al domicilio de Duplay. Cruzó la puerta cochera, entró en el vasto patio, cuyo fondo ocupaban los talleres de ebanistería, y se detuvo ante el edificio que sobre el patio avanzaba. Allí residía la familia, ocupando un piso bajo y un entresuelo. A derecha e izquierda del pabellón abríanse dos tiendecillas, una de restaurador, otra de joyero, y dos pacíficos viejos, uno calvo, el otro de nevado cabello, se dedicaban a la menuda y afiligranada labor de su oficio. En el fondo del patio se divisaban un diminuto jardín, cuyas matas de rosales, geranios y mosquetas se metían por las ventanas del piso bajo. Una impresión de calma y bienestar se apoderó de Armando, embargándole. Una mujer de edad madura le abrió la puerta, y al oír que preguntaba por el dueño de la casa, le guió a un salón. Armando no se atrevió a entrar; puso un dedo sobre los labios y escuchó atentamente.

La familia Duplay se encontraba reunida allí, y alguien leía en voz alta, con admirable entonación, versos magníficos. El joven estudiante había reconocido el texto: era el tierno pasaje de la despedida, en la Berenice, de Racine:


Pour jamais! Ah seigneur! Songez vous, en vous même,
combien ce mot cruel est affreux quand on aime?

 

con todas las enamoradas y sentidas razones que la princesa dice al emperador Tito. Un aire dulce balanceaba las ramas de los rosales, todavía en flor: su perfume entraba por la ventana abierta. El hombre que leía representaba unos treinta y cinco años, y era mediano de estatura, de bien delineadas facciones, de frente espaciosa, guarnecida de cabellos castaños, de profundo mirar; pulcramente vestido de chupa y casaca, con manguitos y corbata de fina muselina orlada de encaje. Al leer, sus ojos se fijaban en una de las muchachas encantadoras que, agrupadas formando círculo alrededor de su padre, la esposa de Duplay, acababan de soltar la aguja de hacer tapicería, y con las pupilas nubladas de lágrimas escuchaban los divinos alejandrinos del poeta. Armando, permanecía en el umbral, extasiado, sin respirar siquiera, por no hacer el menor ruido, esperando a que el lector terminase la escena con aquella invectiva tan propia de mujer apasionada: «¡Ingrato, si antes de morir por tu culpa quiero buscar y dejar un vengador detrás de mí, en tu corazón mismo he de encontrarlo!»

El llanto de las lindas niñas, al llegar a este pasaje, corrió ya suelto por las mejillas frescas, mezclado con la sonrisa de felicitación al que declamaba con tanta alma y tanta maestría. Sólo entonces se resolvió Armando a avanzar, arrebatado de entusiasmo poético: él también llevaba en los párpados la humedad de las emociones bellas, ese efusivo enternecimiento que produce el arte.

Sin explicación alguna se acercó al lector y le elogió calurosamente, estrechándole la mano. Nadie mostró extrañeza al verle. Le señalaron un sillón de caoba tallada y rojo terciopelo de Utrecht, y al explicar que era el recomendado del alcalde de Saint-Didier la Sauve, la mujer de Duplay le alargó la mano.

—Mi marido no está en casa en este momento, ni quizá vuelva hoy, pero conozco su manera de pensar. ¡Nos hallamos tan identificados! Sé bien venido, ciudadano, estás entre amigos. Isabel, mi hija menor, te preparará una habitación arriba, y mientras no encuentres modo de ganar tu pan, te sentarás a nuestra mesa. ¿No te parece, Maximiliano? —añadió la excelente señora, volviéndose hacia el lector.

Este aprobó, inclinando la cabeza con un gesto serio y cortés, lleno de buena voluntad. Armando sintió que el corazón se le dilataba de alegría. Un calor simpático, la hospitalidad, la bondad, le salían al encuentro.

—Gracias, señorita —murmuró dirigiéndose a Isabel, que, al salir para alojarle, le sonreía de una manera afable y picaresca. Corrigiéndose al punto, añadió:

—Gracias, ciudadana...

Los presentes rieron la rectificación. Otra de las muchachas encendió las bujías de los candelabros; la estancia aparecía como en fiesta, saludando al nuevo huésped.

—¡A cenar! —ordenó luego el ama de casa.

Se dirigieron al comedor. Armando, extenuado por la caminata a pie y en diligencia, hambriento con el hambre sana de los veintidós años, encontró deliciosa la colación, sazonada por la franqueza y sencillez de los comensales. La inflada tortilla, el pastel, las frutas, supiéronle a gloria. Habló poco, pero discretamente, y el lector, sentado a la derecha de la esposa de Duplay, sostuvo la conversación interrogándole sobre arte y literatura.

—Pronto —dijo con benignidad— te mostraré las pinturas de Gerard y de Prudhon. Verás cómo el pincel eclipsa a la naturaleza...

Acostóse Armando tan contento, tan embriagado de ventura, que ni dormir conseguía. Aquella familia ideal, aquel interior afectuoso, cordial, artístico, en que se rendía culto a la amistad y a la belleza; aquellas criaturas gentiles que le acogían como hermano... Todo ello sobrepujaba a lo que pudo haber soñado nunca.

Cuando concilió el sueño, fue un dormir el suyo a la vez ligero y febril, en que el cerebro repasaba las escenas de la víspera, mejorándolas aún. Se veía a sí mismo en un valle florido de rosas, cogiendo de la mano a Isabel, guiado por ella y por el lector hacia un templete de mármol, donde un ara revestida de hiedra sostenía a un cupido riente, que aproximaba dos antorchas para confundir su llama...

Un estrépito en la calle le despertó con sobresalto. Era día claro. Saltó del lecho, abrió la ventana y se puso de bruces en ella. Le inmovilizó el horror.

La faz de una cabeza cortada, lívida, que llevaban en el hierro de una pica, había venido casi a tropezar con la cara de Armando. Negra sangre destilaba el cuello; algunas moscas revoloteaban, porfiadas, alrededor del despojo. Y el grupo, deteniéndose bajo la ventana, rompió en vítores.

—¡Viva Robespierre! ¡Viva Maximiliano, viva!

Armando retrocedió, casi tan pálido como la faz de la cabeza cortada... ¡Acababa de comprender quién era el lector de Racine, el hombre sensible... el amigo, el inteligente comensal!...

Tambaleándose, retrocedió y se dejó caer, medio desmayado, sobre la cama, caliente aún. A la media hora, recobrando alguna fuerza, capaz de pensar, recogió su hatillo pobre y salió huyendo de aquella casa maldita. Fue suerte para él; de otra manera, le hubiesen descabezado también en Termidor.


«El Imparcial», 8 de octubre de 1906.

Implacable Kronos

¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».

Al hacer estas reflexiones conoció don Zoilo que precisamente la Casildita susodicha era la que le venía pintiparada, porque su lozana beldad, y su sandunga encantadora le sugerían un remolino de ideas bucólicas y juveniles. Al ver de cerca a Casildita, a quien solía encontrarse por la escalera, don Zoilo sentía que toda su malograda mocedad le subía a la cabeza y de allí bajaba al corazón en olas de sangre. Y como el dinero infunde gran aplomo y arrogancia, don Zoilo no titubeó, y sin demora subió a casa de la linda viuda, celebrando con ella una entrevista y descubriéndole llanamente su cristiano y honrado pensamiento.

Estaba Casildita, cuando recibió la fulminante declaración del opulento don Zoilo, más mona aún que de costumbre, porque la sorpresa y la malicia hacían chispear sus grandes ojos morunos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaban los traviesos hoyuelos en sus mejillas pálidas y frescas como las hojas de la magnolia. Jugando con un diminuto perrillo de lanas que parecía una bola de cardado y crespo algodón, oyó Casilda las extremosas palabras del vecino, y así que éste acabó de formular su súplica, la viuda, halagando al gracioso animalejo por quien se trocaría de muy buena gana don Zoilo, respondió categóricamente:

—A la verdad, lo que usted me propone, para penitencia es atroz, y para ganar la gloria puede que no baste. No me atrevo, vamos, no me atrevo. Si tuviese usted diez añitos menos, diez añitos… Pero ¡si está usted más gris que las ratas y más desdentado que un serrucho viejo! Se reirían de nosotros cuando fuésemos juntos por la calle, créalo usted, ¡la gente es tan mala…! Sólo por eso no le complazco a usted, que por lo demás, es usted persona muy apreciable y muy digna.

Salió don Zoilo del cuarto de la viudita desazonadísimo, y al mismo tiempo convencido de que nunca le había gustado tanto, que se moría por ella, y que todas aquellas cosas que había leído que les pasaban a los enamorados furiosos las sentía él en grado heroico y superfino. «¿De qué sirve el dinero —iba rumiando— si no sirve para tener, cuando a uno se le antoja y lo necesita, el pelo negro como la noche y unos dientes que deslumbren de blancos?». Y de pronto, como al que va a ahogarse se le ocurre asirse a un clavo muy delgadillo, ocurriósele a don Zoilo que con «guano» se compran también dientes y pelo.

A escape, el mejor dentista de Madrid —por supuesto, norteamericano— se encargó de amueblar espléndidamente el tenebroso antro de la boca de don Zoilo con una doble fila de mondados piñones, iguales, relucientes y parejos. Llegó después la vez al peluquero —francés, quién lo duda—, y valiéndose de una serie de botecillos de cristal y hasta media docena de cepillos y brochas, hizo pasar la cabellera de don Zoilo del gris amarillento al castaño oscuro, y del castaño oscuro a un negro de carbón, profundo, casi puedo decir que insolente. La misma prolija operación, realizada con la barba, arrancó a don Zoilo una exclamación de pueril regocijo, porque el mágico licor de los empecatados botes le había aliviado del peso de veinte años lo menos, dejándole el rostro encerrado en un marco que afrentaba a la endrina y al ala del cuervo también.

A contemplar la restauración vino el ortopédico con una faja–corsé, firme represión de abdomen y derechura del espinazo, y el sastre y el ayuda de cámara coronaron la obra, ataviando, perfilando, atusando y componiendo a don Zoilo, dejándole hecho un petimetre, según los últimos decretos de la moda. Remozado así, perfumado, con un capullo en el ojal y radiante de esperanza, don Zoilo subió otra vez las escaleras, y sin que le anunciase nadie, cayó como una bomba en el coquetón gabinete de Casildita. Era tal su arrebato, tan grande la turbación que el instante aquel le producía, que sólo acertó a murmurar, en entrecortadas frases, una nueva declaración más apasionada, más vehemente que la anterior, y a repetir la proposición de casamiento, entre protestas de exaltada ternura Casildita le oía y contemplaba con evidente asombro, y callaba, aguardando a que acabase su relación el galán.

Así que éste hizo un compás de espera, tal vez por necesidad de respirar, la viuda, abarquillando las orejas rizosas y suaves del perrito, y con un sonreír que era el abrirse de una rosa en una mañana de mayo, pronunció con ingenua picardía:

—El caso es que no puedo complacerle en lo que me pide, y bien lo deploro.

—¿Por qué? —articuló don Zoilo, con anhelo infinito.

—Porque hará cosa de quince días estuvo aquí con la misma pretensión su señor papá, empeñado en pedir mi mano…, y después de dar calabazas a una persona más respetable que usted, no es cosa de decirle a usted que «sí».

Infidelidad

Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:

—Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.

—¡Capricho tú! —repitió Isabel atónita.

—Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos enseñan y nos depuran el alma.

Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:

«Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión.»

Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.

—Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...

La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:

«Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!»

En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por una humareda oscura, profundamente melancólica.

—Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser a quien entonces quería acaso más que a ninguno. Todos los momentos de que podía disponer los dedicaba a acariciarle, a hacerle demostraciones de ternura, que él pagaba con otras mil voces más apasionadas y alegres...

—¡Claudia! —exclamó Isabel con pudibundo mohín.

—Isabel... —repuso ésta—, tranquilizate, y que no te parezca cómica la revelación... ¡Si vieses qué lejos de mí está el tomar a broma este episodio! ¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...

—¡Ah! —gritó Isabel, que no pecaba de necia—. Debí figurármelo... Sólo un perro justifica el lirismo con que te expresabas... Sólo el corazón del perro encierra lealtad, sinceridad y nobleza bastante para satisfacer a una soñadora como tú...

—Y ahí está la razón de mis remordimientos... —afirmó seriamente Claudia—. Si yo hubiese vendido a un ser capaz de venderme..., mi conciencia estaría casi tranquila. Habría arriesgado algo, me habría expuesto a represalias..., mientras que así...

—Comprendo, comprendo —balbuceó Isabel, conmovida a pesar suyo.

—A pesar del tiempo transcurrido, aún me persiguen los recuerdos de mi maldad... Los años nos hacen más blandos de corazón. La juventud ve delante de sí tantas esperanzas, que no quiere mirar al dolor ni apiadarse del daño que aturdidamente ocasiona... Mi error no tuvo disculpa, ni siquiera la del buen gusto. Ivanhoe, mi primer favorito, era un perrazo magnífico, un terranova de pelo ensortijado y negrísimo, como denso tapiz de astracán. De cabeza noble e inteligente, el mirar de sus grandes ojos de venturina destellaba una bondad ideal. ¡Decía un mundo de cosas! Cuando venía a descansar la cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas las suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolución de morir por mí, si fuera preciso.

La sombra de un peligro, la entrada de una persona desconocida, contraían con repentina ferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñaba sus blancos dientes amenazándolos, gruñendo sordamente. De día me seguía paso a paso; de noche dormía travesado en el umbral de mi puerta. Mi pureza no necesitaba otro guardián, y mis padres acostumbraban decir que con Ivanhoe iba yo más defendida que con tres criados.

En esto sucedió que vino de París mi tía la de Bellver, y me trajo un regalo carísimo. Empezaban a ponerse de moda los grifones, y dentro del manguito me presentó uno, diminuto hasta la ridiculez y feo hasta la sublimidad: «una delicia», voz unánime de cuantos lo admiraron en la tertulia. Un matorral de pelo gris sucio se cruzaba y confundía en la cara del animalejo, escondiendo sus ojos desproporcionados, parecidos a enormes cuentas de azabache y descubriendo sólo la nariz, trufita húmeda reluciente y donosa hasta la caricatura. Clown —así se llamaba el bichejo— fue nuestro juguete, frágil, original y envidiado porque no se conocía otro en Madrid; y la miseria de mi vanidad me incitó a consagrar a Clown exclusivamente todos mis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarle por favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe. Es más: llegué a expulsar a Ivanhoe de mi presencia y de mi cuarto, porque asustaba al grifón, el cual, muy tembleque, como todos los perros chiquitines, se convertía en azogado al ver al colosal terranova. Me entregué sin reparo al nuevo cariño, y si no le encargué a Clown un trousseau lujosísimo de sedas, encajes y plumas (ya sabes que esto se hace hoy, como que existen modistas especiales y hasta figurines para perros), al menos me dediqué a lavarlo, peinarlo, perfumarlo y atusarlo, y le construí un collarín precioso de perlitas, sacrificando mi mejor brazalete para los pasadores de diamantes. Mis amigas rabiaban por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en carruaje, en el manguito o en el rincón de mi chaqueta, entre el brazo y el seno; y al lucir tan gracioso dije viviente, al ostentarlo como una niña ostenta una muñeca más cara que todas, me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sin pensar ni un instante en el olvidado...

El olvidado había procedido con la mayor dignidad, con la delicadeza más absoluta. Bastaríale mover una pataza para aplastar al rival intruso; pero se desdeñó hasta de ladrarle: tan mezquino enemigo no merecía los honores del ataque y de la protesta. Si se hubiese tratado de un perrazo..., ya Ivanhoe disputaría mi ternura a dentelladas. Ante aquel ser exiguo, Invanhoe comprendió que no le tocaba descender a ningún extremo celoso. Se abatió, encogió la cola, agachó la cabeza y, resignadamente, descendió a la cuadra, donde los cocheros se encargaron de cuidarlo.

—Ese perro era «un caballero» —interrumpió Isabel.

—Y yo..., «¡una infame!» —declaró amargamente Claudia—. Ivanhoe, solo, enfermo, abandonado entre gente grosera y estúpida... No me enteré sino cuando no había remedio... «Tiene la rabia mansa —me dijeron—, y aunque no hace daño ni muerde, habrá que pegarle un tiro».Sentí un golpe repentino en el corazón. Me escapé, me escurrí furtivamente hasta la cuadra, y me acerqué al montón de paja maloliente en que yacía tendido Ivanhoe. A mí voz entreabrió las pupilas y meneó débilmente la cola, como diciendo: «Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pesar de todo...». Habían notado mi escapatoria y me arrancaron de allí deshecha en llanto, ahogada por los sollozos, convulsa; me encerraron en mi habitación, y a la media hora oí en el patio dos detonaciones de arma de fuego...

Claudia calló y apretó en silencio, enérgicamente, la mano de Isabel. Después de una pausa dijo sonriendo:

—Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabía otra cosa. ¡Quien no me ha perdonado ha sido el Destino..., el gran vengador! No me ha traído suerte la infidelidad... El que a hierro mata...


«El Liberal», 6 marzo 1898.

Inspiración

Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su imaginación fecunda.

Acababa de romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando, de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí, rebajado a sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata grata convicción de que su mente ya no volvería a crear obra de arte, ni su corazón a destilar sentimiento.

Sí: Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos tienen horas en que la frialdad que advierten los induce a dudar de su propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes, paralíticos, muertos.

Recluido en su gabinete, Fausto llamaba a la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía a la cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano —actitud familiar para todos los que han luchado a solas con el ángel rebelde—, no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso; sólo veía rosas negras, áridos arenales caldeados por el sol del desierto.

En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba diciéndole que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la poesía no acude a los páramos, sino a los oasis, y que si no podía volver a animar, tampoco podría volver a aparear versos, como quien unce parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.

Las mujeres que le habían burlado y abandonado eran, sin duda indignas de su amor; pero tampoco él, Fausto, el poeta, el soñador, el ave, se había tomado el trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era su alma. Quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente a reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme a la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo…

Paseábase Fausto una tarde de septiembre, a pie y sin objeto, por una de las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas divisó grupos de gente que examinaba, con muestras de vivísimo interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba a pasar sin hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que a veces del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que causaba el asombro de aquel gentío humilde.

Sobre la hiedra enteca y mísera que a duras penas brotaba del terreno arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que imprime a las facciones, la hacían semejante a perfectísimo busto de mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada de lado. Una faja de lana unía su cintura a la de un mocetón feo y tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había roto el cráneo. Sin duda, en la agonía de los dos enamorados la faja debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, y el mozo a la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.

Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los guardias de Orden Público comentaban el trágico suceso. Tratábase de un doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del mozo en una taberna la noche anterior.

La oposición de los padres de ella, las malas costumbres de él y el haber caído soldado, eran la causa. Ella no podía resignarse a la separación. Ella misma, la mujer apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por el hombre celoso y feroz. Morir, irse abrazados a donde Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese a quien pese, desposarse en el ataúd…

Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios!

Por la noche, al retirarse Fausto a su casa, percibió una fiebre singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa, señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente e inconsolable se anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una turbación del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama; no podía apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras volvía a ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los amantes que, abrazados, emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros, ascendía de su corazón palpitante a su cerebro, y bajaba después, a manera de corriente impetuosa, a su mano, impaciente ya de asir la pluma…

Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del perdulario soez que descansaba a su lado, y que la amarró con la faja antes de darle muerte. No; el predilecto de aquella mujer que sabía querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la Tierra, sellando con el sello de lo irreparable tan magnífica pasión.

¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de la ronda madrileña. El era el compañero de aquella muerta que sonreía; él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la heroína, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte que une eternamente, sin separación posible, a los que quisieron con delirio… Y la sugestión apretó tanto, que Fausto arrojó las sábanas, encendió luz y empezó a emborronar papel…

Tal fue el origen del poema Juntos, el mejor timbre de gloria de Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque Juntos es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde a penas y goces no fingidos, a algo que no se inventa, porque no puede inventarse.

«El Imparcial», 12 febrero 1894.

Inspiración

El taller a aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y hasta cierta paz doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las colillas y los fósforos, los fragmentos de lápiz de color y el barro de las botas, con la alegre luz solar que entraba por el gran medio punto, acariciaba los muebles y arrancaba reflejos a los herrajes del bargueño, a los clavos de asterisco de los fraileros, y a los estofados del manto de la gótica Nuestra Señora. La horrible careta nipona reía de oreja a oreja, benévolamente, y Kruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un rebujo de telas de casulla, deliciosas por sus tonos nacarados que suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo, reservando sus arrebatos de cariño, expresados con dentelladas y rabotadas, para la tarde.

Luchaba, desesperadamente Aurelio Rogel instalado ante el caballete y el lienzo limpio, con una de esas crisis de desaliento que asaltan al artista en nuestra época sobresaturada de crítica y recargada con el peso de tantos ideales y tantas teorías y tantas exigencias de los sentidos gastados y del cerebro antojadizo. ¿Qué pondría en aquella tela rasa y agranitada? ¿A qué expresión responderían las manchas de los colores que aguardaban en fila, al margen de la bruñida paleta, como soldados dispuestos a entrar en combate? Sentíase cansado Aurelio de «academias y estudios»; del eterno dibujar por dibujar, persiguiendo de cerca a la línea y al contorno, sin saber para qué, con la falta de finalidad del avaro que atesora, pero que no hace circular la riqueza. Aquella ciencia del dibujo, en que Aurelio se preciaba de haber vencido y superado a todos sus compatriotas, tildados de malos dibujantes; aquel dominio de la forma, en tal momento, le parecería estéril, vano, si no podía servirle para encarnar una idea. Y la idea la veía surgir como vapor luminoso, flotando ante sus ojos soñadores, sin lograr que se concretase y definiese; así es que, descorazonado, no se resolvía a coger el lápiz.

¿Qué iba a haber? Dentro de un cuarto de hora aparecería el modelo, el eterno modelo; uno de los eternos modelos, mejor dicho. O el tagarote aguardentoso, velludo y bestial; o la moza flamenca y zafia, que dejaba en el taller olor a bravía y a jabón barato; o el mozalbete achulado, afeminado, el pâle voyou; serie de cuerpos plebeyos y viciosos, cuya vista había llegado a irritar los nervios de Aurelio hasta el punto de enfurecerle. ¿Dónde estaba la Belleza?

«La crearé sin modelo alguno —pensaba—; la sacaré de mi mente, de mis aspiraciones, de mi corazón, de mi sensibilidad artística...»

Pero a la vez que afirmaba este programa, se daba cuenta, de que no podía realizarlo; que le sujetaban lazos técnicos, la costumbre idiota de mirar hacia un objeto, la fidelidad escrupulosa, la impotencia para trasladar al lienzo lo que los ojos no hubiesen visto y estudiado en realidad.

Así es que, cuando sonó la campanilla anunciando la llegada del modelo —segura a tales horas— el pintor sintió un estremecimiento de repugnancia invencible.

«Hoy le despido», resolvió. Y, de mal talante, salió a abrir.

Hizo un movimiento de sorpresa. La persona que llamaba era desconocida, una joven, casi una niña, representaba quince años a lo sumo. A la interrogación de Aurelio, respondió la muchacha dando señales de temor y cortedad:

—Vengo... porque me ha dicho tío Onofre, el Curda..., ¿no sabe usté?, pues que como está muy malísimo..., y dijo que usté le aguardaba pa retratarle..., le traigo el recao que no vendrá.

—Bien, hija —contestó Aurelio satisfecho y como libre de una carga—. ¿Y qué tiene tío Onofre?

—Eso del trancazo —declaró la muchacha. En la cama está hace tres días, y paece que le han molío toos los huesos.

Y como a pesar de que en apariencia estaba cumplida la misión de la chiquilla, esta no se quitaba del marco de la puerta, el pintor, compadecido, la apartó diciendo:

—Pasa hija. Ven, te daré un poco de vino de Málaga...

Entró la niña tímidamente, pero sin remilgos ni dificultades, y ya en el taller, miró alrededor con ojos asombrados, que expresaban el respeto por lo que no se comprende y un vago susto. De pronto sus pupilas tropezaron con un desnudo de mujer; el de la mocetona flamenca y zafia, representada en una contorsión de ménade, sobre el mismo rebujo, de telas antiguas en que Kruger dormitaba ahora. Y Aurelio, que examinaba a la chiquilla, ya fuera de la penumbra de la antesala, con esa ojeada del artista que sin querer detalla y desmenuza, se echó atrás y se fijó lleno de interés. La palidez clorótica de la niña, al aspecto del «estudio de mujer», se había transformado en el color suave de la rosa que las floristas llaman «carne doncella», pasando poco a poco, mediante una gradación bien caracterizada, a tonos cuya belleza recordaba la de las nubes en las puestas de sol. Como si invisibles ventosas atrajesen la poca sangre de las venas y las arterias a la piel, subieron las ondas, primero rosadas y luego de carmín, a las mejillas, a la frente, a las sienes, a toda la faz de la criatura; y en el pasmo de su inocente mirar, y en la expresión de indecible sorpresa de su boca, se reveló una belleza interior tan grande, que Aurelio estuvo a punto de caer de rodillas.

Nada dijo la niña; nada el pintor tampoco. Sólo cuando la oleada de vergüenza empezó a descender también, gradualmente, preguntó Aurelio, tímido a su vez:

—¿Eres tú hija del tío Onofre?

—No señor... Soy su ahijá. No tengo padre ni madre.

—¿Con quién vives?

—Con tío Onofre.

—¿Le sirves de criada? ¿Trabajas?

—Trabajo lo que puedo —fue la respuesta humilde—. Hay mucha necesiá... Si no fuera por los señoritos que retratan a tío Onofre, no se como saldríamos del apuro. Y ahora, con la enfermedá...

Envalentonada por la dulzura con que Aurelio le había hablado, prosiguió la niña:

—Nos vamos a ver negros. En casa, señorito, no hay una peseta. Como tío Onofre tiene esa mal costumbre de la bebía... Si no es la bebía, hombre más bueno no se encuentra en to Madrí. Pero el maldito amílico..., que le tiene corroías las entrañas... Y como tío Onofre sabe que usté y el otro señorito pintor que vive en el Pasaje son tan caritativos..., pues me dijo, dice: «Te vas allas, Selma, y que en igual de retratarme a mí, te retraten a ti por unos días..., porque al fin ellos lo que quieren es retratar a cualquiera sinfinidá de veces..., y la guita que te la den por adelantao..., y a ver si nos remediamos.»

Contempló Aurelio al nuevo modelo que se le ofrecía, con la mirada involuntariamente dura y cruel del chalán y del inteligente en el mercado. Al través de la pobre falda de zaraza y del roto casaquillo, adivinó las líneas. Eran seguramente adorables, delicadas y firmes a la vez, con la pureza del capullo cerrado y la gracia de la juventud, que lo convertirá pronto en flor gallarda, de incitadora, frescura. La proporción del cuerpo, la redondez del talle, la elegancia del busto, la gracia de la cabeza, todo prometía un modelo delicioso, de los que no se encuentran ni pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizá estaba allí la inspiración de la obra maestra!

Pero cuando iba a pronunciar el sacramental: «Desnúdate», el recuerdo de la ola de sangre inundando el rostro, ascendiendo hasta la frente y las sienes, borrando con su matiz de carmín las facciones, le detuvo, apagando en su garganta el sonido. Se sintió enrojecer, a su turno; le pareció haber cometido, allá interiormente, alguna acción vergonzosa. Y acercándose a la niña fue esto lo que le dijo:

—Te retrataré; pero con la condición de que no te retrate nadie más que yo. ¿Entiendes? pago doble... No vas a casa de ningún otro señorito. Yo te daré dinero... Ahora hija mía..., para que te retrate..., te colocarás así..., así..., mirando a esa figura. ¿Quieres?

Y, mientras las mejillas de la niña y a sus sienes virginales subía otra vez, ante el impúdico y vigoroso «estudio» de la Ménade, la ola de vergüenza, Aurelio, con nerviosa vehemencia primero, con pulso seguro después, manchaba el lienzo bocetando su cuadro, «Pudor», que le valió en la Exposición el primer triunfo, una segunda medalla.


«Blanco y Negro», núm. 483, 1900.

Instintivo

Confiada en una promesa, llevaba tres años de trabajar en secreto para preparar su equipo de novia, cuando recibió una carta en que él se declaraba libre del compromiso. Habían sido sueños de niño, esas primeras ilusiones que todos se forman. La realidad surgía, apremiante: en la casa de comercio de Bilbao donde estaba colocado le asociarían, si se casaba con la hija del dueño; era todo su porvenir aquella boda, y tiraría por la ventana el porvenir si la rehusase. Que Elvira se hiciese cargo, y le perdonase, y creyese firmemente en el cariño que había de profesarle siempre. La misiva era franca, de un tono cordial, con ribetes de humilde. La prosa hablaba por boca del antiguo novio. Lo que decía era cierto; no había respuesta ni objeción posible. Elvira, sin embargo, encontraba algo que oponer. Toda su juventud, que había sacrificado: iba a cumplir veintinueve y no había conocido otro amor, ni otra esperanza… Coser aquel equipo modesto representaba cientos de noches de velar hasta el amanecer, con los ojos hinchados, la vista desvanecida. A cada puntada, se figuraba lo que la iba a suceder cuando estrenase la prenda, cuando Miguel se la alabase, cuando por ella se encandilase el amor… Y ahora, ¡una carta…, un pedazo de papel…, y todo acabado…!

Sus nervios respondieron al golpe: cayó sobre el sofá, retorciéndose, conteniéndose para no gritar. Un diluvio de lágrimas desenlazó la crisis. Lo demás lo hizo el hábito de la paciencia, contraído en ausencia tan larga. Una idea cruzó por su imaginación. ¿Sería una prueba a que Miguel la sometía? Acaso, porque él, se había mostrado a veces celoso, dudoso, como sucede cuando se está lejos… Recogió del suelo la carta, la releyó… Era el tono de la verdad, de la amarga verdad.

No cabía duda.

Elvira no era romántica. Nunca se había dicho a sí misma, pensado en Miguel: «O su amor o la muerte». Se muere de las tifoideas, de la tuberculosis, de las pulmonías; de amor mal pagado, no se muere. Éstas eran las convicciones de Elvira. Al menos, cuando estuviese en su estado normal, sin pena aguda, sentada en su cierre de cristales, haciendo un dobladillo o pegando una puntilla. Pero en aquel cruel momento de su vivir, con sinceridad, con sencillez, la muerte la pareció como la única solución que restaba. Empezar otra vez a forjarse un porvenir; arrancarse del alma no sólo aquel cariño, sino todo lo que era su consecuencia y su corolario, el hogar, la maternidad, que había cifrado en un solo hombre, y que no veía manera de cifrar en otro diferente, porque ni aun concebía la idea de que ese otro pudiese existir, ni ella darse cuenta de que existía… Creía, además, que para todo fuese ya tarde. No era el amor cosa que se repitiese; venía sólo una vez. Elvira era de la madera de aquellas cristianas de los tiempos primitivos, que escribían en su losa sepulcral «Univira»: De uno solo… Y no había sido de ninguno, y la fatalidad quería que no llegase a serlo. ¿Qué objeto podía ya tener su existir?

Su madre había vuelto a casarse a los dos años de morir el padre de Elvira. Y era feliz en las segundas nupcias; el marido, empleado de corto sueldo, la quería mucho y administraba bien la pequeña fortunita. Pero ni Elvira, ni su hermano Ramón, cesaban de abominar de tal boda. Ramón, por no vivir con su padrastro, a quien detestaba sin razón suficiente, se había ido a la América del Sur. Elvira, cuando pensaba en Miguel, se decía, ante todo, que al casarse también ella dejaría de ver la odiada figura del padrastro. Su instinto de justicia le dictaba que no debía aborrecerle, pero hay antipatías que no se razonan, que están, por decirlo así, en la masa de la sangre, en el secreto fondo de nuestra sensibilidad, y Elvira no podía ni oír la voz del que para dentro llamaba «aquel hombre», sin experimentar una contracción repulsiva. «Ahora —pensaba— toda mi vida a su lado, y estoy condenada a verle, a tratarle íntimamente, hasta que sea muy vieja, muy vieja… —Y añadía sin violencia, con convicción—: Eso no puede ser. Hay que evitar eso, a toda costa, de cualquier manera».

La tarde caía, cuando meditaba en estas cosas. Pudo alegar una jaqueca, y no bajó a cenar. No concebía tragar bocado, y por una sensación frecuente en los grandes dolores, en que los nervios actúan sobre el estómago, le parecía también increíble que ni entonces, ni nunca, pasase por su tragadero alimento alguno. Hasta despreciaba la tal idea. ¡Comer! ¡Para qué! Pensaba en lo que hubiera sido su casa, su mesita limpia y frugal, cuando con Miguel estuviese unida y se sentase el uno frente al otro, saboreando alegremente el pan, el cocido. Ahora…

Febril, daba vueltas en la cama. Se repetía a sí misma que «había que hacer algo, algo». Lo que fuese ese algo, ni aun lo presumía. Como la cuerda de un reloj loco, su cerebro se desataba y disparaba en pensamientos sin ilación. Tan pronto se le ocurría que arrojarse por la ventana no debía de doler mucho, pues había oído decir que en ese género de muerte no se llega ya al suelo con vida, como resolvía tomar el tren, irse a Bilbao, ver a Miguel; no definía con qué objeto. Verle. Era como el sorbo de agua que pide por amor de Dios, en el campo de batalla, el herido agonizante.

Hay un suplicio en estas crisis psicológicas: ver amanecer, sin que en toda la noche se haya conciliado el sueño. El día —con sus llamamientos a la vida real, con la gente que se pone en contacto con la gente—, sucediendo a una vigilia de calentura, parece algo horrible, insoportable. Maldijo Elvira, en vez de bendecirla, la luz, que empezaba a filtrarse por las rendijas de las ventanas. Se enderezó en el lecho, saburrosa la boca, secas las fauces, dolorida la cabeza, molidos los huesos, como después de una fatiga física muy larga y muy quebrantadora. Cuando por fin saltó de la cama, sintió náuseas. Prosaico fenómeno, bien diferente de las poéticas señales de sentimiento que se describen, en novelas y dramas, en casos como el de la abandonada, cuyo suceso se narra aquí. Náuseas, la sensación del mareo de mar, aunque Elvira no hubiese pisado nunca una playa, sujeta a la vida estrecha de Madrid por lo exiguo de sus medios… Y se apretó la frente con las manos, y devolvió la bilis, que como onda amarga invadía todo su cuerpo, derramándose por las venas y haciendo amarillear su tez… Se miró al espejo maquinalmente.

Fea, estaba muy fea… Era natural que Miguel la hubiese plantado. ¡Bah!

Y de nuevo tuvo otra explosión de lágrimas. Mordía la almohada, para no gritar. En las casas pequeñas, la queja no puede ser ruidosa. Al otro lado del pasillo dormían sus padres… ¡Sus padres! No. Su madre. Y aun ésa, amodorrada en una dicha insípida, no era capaz de compartir los sufrimientos de su hija. Lo mismo que había dejado marchar al hijo, la dejaría morir a ella, tranquilamente…

¡Sola! Elvira estaba sola, para siempre, en este mundo que unas veces parece tan lleno y otras es como llanura infinita, donde no pasa un ser humano, y todo es arena, arena y tierra secatona, retostada por el sol. Se pasó un poco de agua por la cara, se puso el abrigo largo y el velillo, y a paso furtivo salió de casa y bajó las escaleras. No sabía adónde iba. Huía de sí propia, de su menaje, de su familia, de todo lo pasado, hasta del equipo, el bonito equipo orlado de espumas de encajes de imitación, pero finos y vaporosos, y tan lindamente marcado con cifras y escuditos, sobre el sitio que corresponde al corazón.

Al poner el pie en la acera, sólo sabía Elvira que no quería volver a su casa jamás. ¿Por qué? No había explicación alguna. En su casa no la trataban mal, al contrario; más bien con cariño. Lo que se hace reflexivamente es mucho menos de lo que se hace por mera impulsión, bajo el influjo de circunstancias y sentires. En tales momentos, cada cual es la suprema razón de sí propio, y nadie puede preguntarle el móvil de sus actos. Aun entre las acciones excusables o lícitas, hay muchas que no se justifican, que no tienen un fin determinado. Por otra parte, nadie le preguntó nada a Elvira. En su abandono, al menos era libre.

Sentía como un gran vacío en todo su ser. Acaso fuese hambre. El olor de los buñuelos que freían en la buñolería de enfrente la estomagó. Notó, de nuevo, las arcadas. La buñolera, gorda y sucia, le daba los buenos días.

—Adiós, señorita Elvira, que aproveche el paseíto, tan trempano… El día está hermoso…

Huyó, sin contestar. Las calles estaban solitarias aún, pero empezaban a poblarse; los primeros coches de punto rodaban rápidos, animados, todavía sin la cansera de la jornada laboriosa. Sacudían alfombras por los balcones las criadas madrugueras. Los cafés se abrían. Elvira apretó el paso sin saber lo que la apremiaba. Un mozo guapín, acaso un estudiante, se cruzó con ella, la miró y la dirigió una sonrisa luminosa, juvenil. El piropo brotó como espontáneo:

—¡Qué guapa es usted, y qué triste está!

Las lágrimas acudieron a los ojos, ante este consuelo inesperado. ¡Guapa! ¡Había quien la encontraba guapa, después de haberla abandonado Miguel!

—¿Me permite usted que la acompañe?

Ante el silencio de Elvira, el mozo emparejó con ella. Le hablaba de cerca, al oído, brindando desayunos, ofreciendo cariños, susurrando galanterías. Ella callaba, callaba siempre, sorprendida de que no la fuese desagradable oír hablar de amor. La cara de aquel hombre, ni la había mirado; su voz era cálida, fresca, y su acento, andaluz. Elvira, al fin, alzó la cabeza, e hizo un gesto de negación, un solo gesto…, pero tan expresivo y trágico, que el madrugador Tenorio se desvió, viendo allí un dolor grande, algo terrible, sin duda, una historia seria, distinta de aquel dulce y ligero devaneo que iniciaba. Hasta le había parecido ver lucir en aquellos ojos un fulgor de insensatez. Y se detuvo y la dejó avanzar.

Ella siguió, subiendo hacia Alcalá. La batahola de los tranvías la aturdió un instante. La inspiración fue rápida, casual. Con la lucidez que se desarrolla en los momentos supremos, calculó el movimiento perfectamente. No se arrojó hasta que ya no pudo el conductor frenar poco ni mucho. El pesado vehículo pasó por encima del pecho, magulló contra el corazón las costillas. Instantáneo todo.

Instinto

Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…

Todas las monjitas estaban allí, admirando, dando pareceres, babeándose de cariño ante el Jesusín, «que parecía un niño de verdad». En aquel solemne día, relajaba el convento su disciplina severa, y se les consentía a las sores expresar su júbilo, tocando sonajas y castañuelas, zambombas y rabeles, armando un estrépito que en otro sitio se llamaría infernal, y bailando hasta hacerse rajas delante del Belén, como habían bailado, de cierto, los pastorcillos inocentes, y como hasta saltarían de gozo los collados, porque era nacido el Redentor del mundo.

Y danzaban riendo, diciéndose cosas picarescas y chistosas, burlándose dulcemente las jóvenes de las viejas, que no eran las menos decididas para dar brincos y jalearse.

—¡Ay, mire sor Gertrudis, qué vueltas! Parece un trompo.

—¡Y qué lindos pies que luce!

—Ánimo, sor Consolación, deje ahí arrimada la muleta y eche un paso por el Niñito Jesús.

—Agarrarse todas de las manos, y a la rueda, rueda.

—¿Ese pandero, qué hace que no repica?

—¡A ver, el villancico!

Y unidas, las voces se elevaron, puras e ingenuas.

En el Portal de Belén

hay una piedra redonda…

—No, ése no vale nada… Vaya aquel otro:

En el Portal de Belén

todos a juntar en leña,

para calentar al Niño

que nació en la Nochebuena…

Y el loco retintín de los panderos, el sonoro tableteo de las castañuelas, los desahogos de entusiasmo arreciaban, ensordecedores, mientras la casi paralítica sor Consolación, con su voz cascada y feble, no podía hacerse oír, al reprender:

—No sean escandalosas… ¡Que van a venir los guardias!

Mientras la juventud de las sores se desfogaba así, en una celda del mismo piso, la única ocupada en él, una mujer prestaba oído atentamente… Sería como de cuarenta y cinco años; estaba sin toca, el hábito roto; su corto cabello flotaba en mechones grises, y su mirar denotaba extravío. Atendía al lejano ruido, sorprendida, inquieta. ¿Qué pasaba?

Al fin sonó más alta la música discordante de las sonajas y panderos. ¡Música! ¡Canciones! ¿Por qué la dejaban encerrada cuando había música?

En repentino arrebato golpeó la puerta, que por fuera tenía echado el cerrojo. La aporreó con manos y pies, frenéticamente. Y las que todavía danzaban ante el Misterio se detuvieron, se miraron.

—¡Vamos, ya respiró sor Cruz!

—¡Fuera milagro que no alborotase!

—¿Qué hacemos, madre superiora? —interrogó una monjita vivaracha, menuda, toda arrebolada por la animación del baile—. ¡Pobrecita! ¿La dejamos venir un instante al Belén, que está precioso?

—No piense en eso, sor Rosa… ¡Pues buena se pondría así que viese al Niñito! Ya sabe que como se le murió el suyo, el único, y a consecuencia de la pena entró en religión, tiene la cabeza… —La superiora se tocaba con el índice la sien— y se altera hasta con las estampas del Niño Dios… Vaya allá un poco a ver si la consuela… Dele su colación… Hágala creer que el ruido es en la calle… Y guarden ya silencio, y antes de bajar al refectorio, recemos tres Avemarías, para que sor Cruz se ponga buena…

Se oyó el murmullo de la oración. Sor Rosa, a paso ligero, voló a la celda de la loca, descorrió el cerrojo vivamente, y se acercó a ella, hablándola con ternura y mimo, como se habla a las criaturas.

—¿Qué tiene, hermana? Alégrese, que la voy a traer su colacioncita… Verá. Un pedazo de turrón, muy rico… Y mazapán, y peladillas, y naranja china, ¿sabe? Se chupará los dedos…

—Quiero ir a donde cantan…

—Si ya no cantan… Si fueron los pillos de la calle, que van por ahí con chicharras y zambombas.

—No, yo bien sé… Hay música en el convento —insistió la demente, queriendo echarse fuera de la celda, con ansia.

—Paciencia, sor Cruz… Acuérdese que manda el médico que no salga, que se puede acatarrar. Espere un momento, ahora subo la colación…

Y, como un pájaro, salió sor Rosa, volviendo al cabo de minutos con una cesta repleta.

—Bueno, ahí tiene muchas golosinas: coma, y luego, acuéstese tranquila, que mañana vendré a peinarle esas greñas, y a ponerla muy guapa, para que asista a la misa, ¿eh?, siempre que tenga mucho mucho juicio… Hasta mañana, sor Crucita, y que descanse bien.

Fuese la arrebolada monja, corriendo el cerrojo… Es decir, ella siempre afirmó haberlo corrido; pero tal vez sufriese una de esas distracciones que prueban que no es una máquina el cerebro humano.

La demente permaneció unos momentos indecisa. Alumbraba su celda un farol colgado muy alto, para que no lo pudiese romper. A su luz mezquina, destacábase, sobre la mesilla humilde, la cesta cubierta con blanca servilleta gorda. Con ese dominio del instinto material que se observa en los alienados, pensó en la colación suculenta, y se figuró al turrón macizo, los mazapanes con rubias cabelleras de huevo hilado, la compota olorosa…

Un poco de saliva vino a sus fauces. Pero el recuerdo de la música resurgió, y la curiosidad fue más viva que la gula. ¿Por qué música en el convento? Lanzose otra vez contra la puerta… ¡Oh, maravilla! La puerta cedió… Se abrió sobre el pasillo ancho, sombrío y glacial, por el cual avanzó a tientas la loca, guiada por un débil reflejo, una raya de claridad lejana.

También obedeció al empujón la puerta del recinto iluminado, y la loca, admirada, se paró un momento en el umbral. El Belén se presentaba a sus ojos, solitario, bajo el rayo de la estrella, fulgiendo entre los azules pabellones de tarlatana que figuran el cielo cercado de candelicas, dispuestas en arco a ambos costados. Una sonrisa de gozo se dibujó en el semblante de la pobre insensata. ¡Qué bonito! ¡La fuentecita, el agua que corre! ¡El automóvil, qué monada! ¡Y el cazador! ¡Pum! De improviso, una chispa más espiritual brilló en sus ojos. Un grito, casi un rugido de amor se exhaló de su garganta. ¡El Niño! ¡Su niño, al que siempre está llamando en las largas horas de su tristeza infinita!

De un salto, sor Cruz se encaramó al Belén… Pisando fuentes, puentes y figuras desbaratando y destrozándolo todo, llegó hasta el Portal, agarró al Infante, y lo cubrió de caricias violentas, ávidas. Medio le mordió. Luego, temerosa de que se lo arrebatasen, echó a correr hacia su celda, llevándolo abrazado…

Entre tanto, las arrancadas candelicas se desmayaron sobre los tules que con la estrella se habían volcado encima del Portal. Un reguerillo de chispas devoró rápidamente el leve tejido, y luego, una corta lengua inflamada lamió las apolilladas maderas y cartones impregnados del aguarrás de la fresca pintura.

El convento dormía cuando se desenmascaró el incendio. El sereno vio el humo, y aturdió a llamadas de aldabón enorme. La confusión fue como de naufragio. Sacaron en brazos a la paralítica sor Consolación, y en medio del terror y de los angustiosos chillidos, sor Rosa, sintiendo acaso un misterioso e indefinible remordimiento, pensó en sor Cruz.

—¡Ay mi Dios! ¡Misericordia, Virgen Santísima! ¡Va a morir abrasada! ¡El fuego es en su piso!

Y como alzasen los ojos hacia la reja de la celda de la demente, pudieron ver, sobre cortina de llamas y humo, un rostro aterrador, y oír una voz que gritaba:

—¡Ahí va el Niño! ¡Salven al Niño!

Un muñeco de talla vino a rebotar en tierra a los pies de las monjas. La cara de la loca desapareció en el brasero.

Interrogante

Es la que voy a contar una historia en la cual no sé si soñé lo que me pareció ver, o si, al contrario, vi efectivamente algo semejante a una pesadilla. Esto, traducido a más claro lenguaje, significa que no estoy enteramente seguro de los hechos que voy a recordar.

Vivía yo en Madrid, en compañía de una de mis hermanas, casada con un negociante. Me preparaba a una lucida carrera, pero no ponía gran afán en mis estudios; teníamos con qué vivir, y yo era perezoso y paseante en corte.

Una mañana, en el mismo centro de la Puerta del Sol, lugar nada novelesco, vi a una mujer que me atrajo desde el primer instante. Era chiquita, pálida, muy esbelta y fina, y sus ojos, negrísimos, miraban de un modo especial, hondo, sugestivo. Se fijaron en mí un segundo, y al punto los veló con las tupidas pestañas, enigmáticamente. No sería yo español neto si no la hubiese seguido, y si no me creyese, de un modo fulminante, enamorado hasta las cachas.

Fui tras ella por algunas calles, céntricas todas, hasta llegar a la casa donde vivía.

Al pronto, se hizo la indiferente, como si no me viese, ni se enterase de mi persecución. Y en el portal —donde me atreví a entrar—, se volvió, me miró otra vez, de un modo trágico por lo intenso, y metiéndose en el ascensor, me hizo una seña que no supe interpretar, un poco de unto de plata desató la lengua de la portera, y me hizo saber que la dama se llamaba Julia, que vivía con su tío, señor muy rico y bastante viejo, y que ambos eran de fuera de Madrid; de Andalucía o Valencia.

De estas investigaciones a tomar a la portera por buzón, no iba gran distancia. La carta fue breve y apasionada; modelo en su género. Es hasta tal punto contradictorio nuestro modo de sentir respecto a la mujer, que casi sufrí una desilusión cuando mi perseguida me contestó sin dilaciones, sin dificultades, casi en el mismo tono que yo había empleado con ella. ¿Era, pues, una hembra fácil, dispuesta a corresponder al primero que la dijese algo? Mi ilusión se enfrió. De todos modos, claro es que llevé adelante la aventura.

En la carta me citaba par el día siguiente, por la tarde, en su propio domicilio. Me encargaba especialmente que no emplease misterio, ni precaución alguna. Que llamase. Me harían pasar a la sala. Allí me esperaba ella.

Lo hice así. No sabré explicar el estado de mi ánimo. ¿Se trataba de una mujer sin decoro? La extraordinaria sencillez de los preliminares lo indicaba. Tal vez una excéntrica… Veríamos.

Fui puntual. Al campanillazo, salió ella en persona, sonriente. Entré en una sala elegante, alhajada con algunos muebles artísticos y otros modernos, de buen gusto. Julia me invitó a sentarme. Sobre un piano, exhalaba discreto perfume un ramillete de violetas dobles. Nada trascendía allí a situación equívoca, a vida irregular. Todo producía una impresión de señorío.

El asombro me cortó la palabra. No acertaba a decir cosa alguna. Ni mímica.

Ella me sacó del apuro.

—Lo veo sorprendido, señor Frontero… usted no sabe que le conocía ya.

—¿Qué usted me conocía? —contesté tartamudeando.

—Sí, señor. Le conocí en casa de nuestras amigas, las de Hernández álamo. Pero usted no me vio, porque yo estaba en el cuarto de la mayor, de Anita, y ella me hizo mirar a través de la puerta y me dijo quién era usted. Me contó de usted mil detalles. Por eso, ayer, no tuve reparo en responder a su carta. Si en efecto está usted, como asegura, enamorado de mí, puede tratarme, hablarme con frecuencia. Ya ve usted que soy franca, y que esto es la cosa más corriente del mundo.

Estupefacto, contesté ya en tono de excusa. Otra desilusión. ¡Mi perseguida era una señorita decente, muy decente, y la comenzada aventura tenía claras vistas al matrimonio! Sin embargo, aquellos ojos sombríos, de obscuro fuego, continuaban ejerciendo su mágico poder. Y, sin saber lo que hacía, respondí al conjuro de los ojos por el sortilegio de los labios: hablé con un ardor, que, gradualmente, me abrasaba… Al cabo de una hora, nos habíamos unido en una aspiración común. No se habló del porvenir, no se fantaseó ni el esbozo de un hogar. No delineamos nada. Eso se bastaba a sí propio.

Aturdido, sin entender lo que me pasaba, hice, no obstante, una gestión: tomé informes en casa de Hernández álamo. Salieron responsables de que Julia Beniel era una intachable muchacha. Algo extraña, algo retraída… pero modelo, en lo demás. Por un lado, debía creerlo. Por otro, mi historia se oponía a tanto optimismo. El proceder de Julia no estaba en armonía con lo que afirmaban de ella.

Mis inquietudes crecieron, según fui ganando fueros de confianza en la mansión de Julia. Vi casualmente a su tío, y una espina aguda se me clavó en mi corazón. Era el tío de Julia un marino retirado, de enérgica fisonomía, de tez cobriza, con patillas blancas, y su cara curtida expresaba una violencia sin límites: yo hubiese jurado que no conocía aquel hombre freno a sus instintos. Estaba, sin embargo, achacoso, y el reuma le clavaba en la cama semanas enteras. En uno de esos accesos fue cuando sucedió mi aproximación a Julia. Ella me encargó, con grandes instancias, que no tratase de relacionarme con aquel señor, por lo cual valdría más que nos encontrásemos fuera, en el Retiro o en algún establecimiento de esos que se toma té, adonde ella iría con Anita Hernández álamo. ¿Por qué tal misterio? ¿Por qué dar a nuestras relaciones ese carácter sospechoso? La espina se me hincó más honda. Aquel pariente, ni hermano, ni padre, y que parecía dueño y árbitro de Julia… ¿qué era realmente? Ni lo supe entonces, ni lo sé todavía hoy, cuando evoco los sucesos. La malicia vulgar resuelve estos enigmas muy pronto, pensando lo peor; yo tengo un criterio diferente: lo peor no siempre explica las cosas. Lo malo es que, rechazando el criterio vulgar, no puedo rechazar el recelo, la sugestión pesimista. Alrededor del anciano tío de Julia giraban mis pensamientos.

Y, no obstante, cada día se estrechaba nuestro lazo. Ella, disipada la primer serena frialdad, ahora se mostraba ciega, vehemente en su exaltación amorosa. No podernos ver con libertad y sosiego a todas horas la torturaba.

—Casémonos —propuse un día, sugestionado por la llama de sus ojos.

—¡No es posible! —respondió precipitadamente.

No hubo medio de que revelase la razón de tal imposibilidad. Yo no la veía.

¿Que no le gustase al tío la boda? Después de todo, su tío no era su padre… Y la espina volvía a dejar sentir su punta dolorosa…

Pasó una quincena en que apenas pude cruzar dos palabras íntimas con Julia; después supe que otra vez estaba su tío postrado en la cama con su ataque reumático, y que podía visitarla libremente. Todo lo olvidamos, en una expansión de amor casi cruel.

Una noche, Julia oyó que la llamaba a grandes voces el enfermo. El tono de estas voces me movió a ir tras sus pasos, recatadamente, sin que ella lo pudiese notar. ¡Qué grabados se me han quedado los menores detalles!, iba furiosa, vibrando de enojo. En la antecámara de la alcoba de su tío la vi detenerse, como si vacilase. Al fin, deslizó la mano en el bolsillo y sacó no sé qué, un objeto menudo. Luego entró resueltamente. Yo me oculté entre los pliegues de la cortina. Había poca luz. El enfermo aullaba.

—¡Ya estás aquí! ¿Qué hacías? No sé qué te traes tú escondido, no sé. ¡Pero en cuanto salga de esta cama maldita, a fe de Matías Beniel que he de saberlo, y si es lo que me figuro, encomiéndate a Dios! ¡Mira, ahí tengo mi revólver… lo oyes!

Y asía rabiosamente la culata del arma y dirigía el cañón contra el rostro de Julia.

El sudor corría por mi frente. Percibía el ritmo del temblor de mis piernas…

—¡Silencio! —ordenó ella—. Toma la medicina nueva… A ver si te quita los dolores…

En un vaso de agua vertió unas gotas, contándolas rápidamente. El viejo bebió de un trago. Casi en el mismo momento se enderezó, agitando las manos y muy abiertos los ojos, como si quisiese gritar y el grito no saliese de su garganta. Ya he dicho que la luz era débil y que no estoy enteramente seguro de nada de lo que creí ver. El enfermo cayó después sobre la almohada, de golpe, como amodorrado. Hubo silencio. Julia miraba al enfermo con atención aguda.

Aterrado, me escabullí por las habitaciones obscuras hasta la sala. De la sala pasé al recibimiento; tomé abrigo y sombrero y huí escaleras abajo, sigiloso, sin razonar mi fuga. Escapaba…, porque sí, una mano parecía empujarme, lanzarme hacia fuera.

Al otro día vi en un periódico la esquela mortuoria de don Matías Beniel, capitán de fragata retirado, y recibí un billete muy lacónico: sólo decía «Ven». Metí ropa en una maleta, di por pretexto en mi casa un viajecillo necesario, y desaparecí de Madrid. Dos meses estuve recorriendo diversos puntos de España. Se me figuraba que me buscaban, que iban a prenderme. Luego seguí a Francia. Cuando regresé, supe por Anita Hernández que Julia no estaba en Madrid. Y ¡jamás, jamás!, llegué a conocer su paradero.

—Cierto que tampoco lo intenté.

Enigma. ¿Era Julia una mujer desenfrenada o una enamorada loca, pero sincerísima? ¿Qué sentido atribuir a la escena que presencié? ¿No podía tener la muerte de don Matías la causa más natural, un error de dosis, o el paso de una embolia, o alguna congestión? ¿Hay que dejarse llevar por la fantasía? ¿Hay que hacer de todo una novela, un melodrama terrorífico?

Sigo ignorándolo. El misterio de Julia fue varios años mi tormento. Y, de noche, su mirada me sugiere aún cosas que me estremecen. Y le he retorcido el pescuezo al amor, allá en las soledades de mi alma.

Inútil

Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.

—Si estás derreado, no servirás para guardarla —respondía la mayorazga alegremente—. Bueno, no te apures. No anda gente mala en estas parroquias.

—Anda más arriba de Proenza, cara a Boán —afirmaba temerosamente el anciano—. Dijéronme antiyer...

—Cacareos de comadres —intervenía don Cipriano—. ¡Y si andan, que vengan! Se les hará un bonito recibimiento. Tres criados, el capellán, cuando vuelva, y yo; total, cinco hombres; armas cargadas de sobra... Llevarían que rascar.

Sin falta, saltaba Ermitas Valdelor:

—¡Cinco hombres! Y luego, ¿María Lorenza y yo íbamos a quedarnos sentadas o a fecharnos en el desván?

A lo cual, María Lorenza, mozallona fornida, que así barría y guisaba como ensillaba la yegua de su señor, exclamaba briosa:

—¡A fe, yo tumbo a uno! ¡Así Dios me salve, le tumbo escarranchado!

Carmelo agachaba la cabeza. ¡Cinco hombres! A él no le contaban, y era natural. No es hombre un abuelo que ni tiene pulso para meter una llave por el agujero de una cerraja.

—¡Vayan muy dichosos! —mascullaba al alejarse la cabalgata y desaparecer en el recodo del sendero.

Ya no se oían los cascabeles de la borrica, el golpeteo sonoro de las herraduras sobre el pedregal, y en el alma del viejo pesaba la impresión honda de la amplia soledad del campo, sumido en la paz silenciosa, absoluta, del domingo. La naturaleza estaba vacía y solemnemente muda; ni un soplo de aire agitaba las hojas; el mismo regato, tan cantador y vivo, los pardillos y gorriones inquietos, dijérase que callaban y se adormían inmóviles. Allá, a lo lejos, un jirón de niebla, deshilachado suavemente por el sol, flotaba, engarzándose en los riscos de Penamoura. La mirada turbia de Carmelo se fijó en la enhiesta cumbre, y un recuerdo pueril le trajo una asociación de ideas apropiada a su estado de ánimo. «Ahí, en Penamoura, cuentan que enterraron los moros un tesoro muy grandísimo», había pensado el viejo; y este pensar le refrescó el otro, origen principal de sus terrones; el «secreto», la arquilla repleta de ricas onzas portuguesas y castellanas que, ayudado por él, Carmelo, había ocultado el señor de Valdelor en el escondrijo que únicamente los dos conocían... ¿Por qué misteriosos conductos se esparció la noticia del caso? Don Cipriano no lo dijo ni a su hija, y Carmelo..., ni se lo dijera al confesor, así fuese pecado mortal. Ello corrido andaba por el país; que en Valdelor existían onzas, un montón de oro, encanfurnado en un rincón que sólo el amo y el mayordomo sabían, los muy zorros, ladinos... La propia furia de Carmelo cuando los aldeanos aludían al secreto de las onzas, era delatora, era imprudente. Y Carmelo creía que la oculta arquilla hablaba, gritaba, hacía señales, despertando codicias y atrayendo a los malhechores. Por eso no dormía; Por eso le temblequeaban las enclenques piernas, al quedarse abandonado en aquel pazo de carcomidas puertas y tapia desportillada, llena de boquetes. ¡Las onzas! Al olor de las onzas, la gente mala no podía menos de acudir. Y él, ¿cómo las defendía? ¿Era él capaz de defender algo?

Para distraer el temor, dirigióse a la cocina, a cuidar del puchero. Recebó el fuego del hogar con leña menuda, y destapó y espumó la olla, lentamente. El glu-glu del pote colgado le interesó, y lo revolvió con un cucharón largo, profundo. Sus pasos levantaban eco en la vasta cocina desierta. Hasta los canes, a hora semejante, andarían correteando por los sembrados; su oficio era vigilar de noche... De pronto se oyó un pitido de averío que se azora, y unos pollos se refugiaron en la cocina, a trancos grotescos. Carmelo, que dialogaba con los bichos, preguntó en alta voz, sin volverse:

—¿Qué tenedes, malpocados?

Detrás de la cáfila de pollos venían cinco figurones, de cara cubierta por negros pañuelos que el sombrero ancho sujetaba, y en que dos tijeretazos habían recortado el hueco de los ojos. La partida se echó sobre Carmelo y le sujetó. No le ataron. ¿Para qué? Y el capitán se le acercó, hablándole con buen modo, en voz cambiada, de máscara aguardentosa.

—Señor Carmelo, no hay mientes de hacerle mal. Muéstrenos ónden paran las onzas, y nos vamos por onde hemos venido.

El viejo respiraba congojosamente. Se oía el choque de sus dientes amarillos. Sus ojos espantados se desviaban de las horribles caras de sombra. Ni acertaba a contestar: no revolvía la lengua.

—Por señas, amigo —añadió el jefe—. Señale dónde es, que allá vamos.

Débil, extinguido, salió por fin un acento de la apretada gorja.

—No..., no hay... aquí... onzas... No hay.

—¿A ver si tenía yo razón, maldita mi suerte? —vociferó otro de los enmascarados—. Por bien no le sacaremos ni esto. A preguntar de otro modo: ¡hala!

—Cante la verdad, señor Carmelo —insistió el jefe—. Este asunto se ha de despabilar pronto; antes que vuelva de misa la demás familia. Sabemos que está escondido mucho dinero en la casa. ¿Onde? Apriesa, que le conviene.

Un hilito de voz cascada repitió:

—Aquí... no hay nada... nada de onzas.

El jefe blasfemó.

—...¡Dios!... Ya que se le antoja, será... Alistarse, rapaces...

Arrastraron fácilmente al anciano hacia el fuego que acababa de recebar, y que ardía restallando, enrojeciendo la oscura panza del pote y las trébedes en que descansaban las ollas. Desviaron las más próximas, y arrodillando a Carmelo de un empujón, le apoyaron ambas manos en la brasa. Un alarido de salvaje dolor subió al cielo.

—A levantarlo —dispuso el jefe—. Ahora hablará.

Le enderezaron, le echaron agua por la faz cérea y contraída —estaba desvanecido—, y al verle entreabrir los párpados, porfiaron con duro tono. El viejo movía la cabeza, diciendo que no, y que no, débilmente.

—¡Vuelta al fuego!

Y despacio, con rabia fría, le extendieron las palmas sobre el brasero, avivado por llamitas cortas, en que se evaporaba la resina del pino. Crujían, desnudándose de piel y tegumento, los secos huesos, al tostarse, y el cuerpo, inerte ya, no se revolvía. Sólo al principio, al sentir el ardor infernal del fuego, había sollozado la víctima:

—¡Compasión! ¡Por el alma de vuestras madres!

—Nos ha desgraciado el golpe —refunfuñó el jefe—. Aunque le desollemos no chista.

—¡Si está medio muerto!

De un puntapié le empujaron más adentro del hogar. La llama prendió en la ropa y en el pelo canoso. No hizo un movimiento. Ardía mejor que la yesca y la madera apolillada.

Al volver de misa los señores de Valdelor creyeron que era un accidente casual —la caída del viejo en la lumbre—, lo que los privaba de un criado bueno, fiel, pero inútil para el servicio.


«El Imparcial», 30 de julio de 1906.

Inútil

Ello ocurrió en una antes floreciente ciudad, cuyas casas se venían abajo, minadas por el embate de los proyectiles, y donde no quedaba ya, al parecer, un solo habitante.

Los deberes de mi profesión me habían llevado allí. Yo tenía que escribir la información para un gran periódico, y procuraba estar a la altura de mi cargo. Pasaba a través del incendio, no rehuía la metralla, pisaba alambradas, dormía al raso, con temperaturas de diez o doce grados bajo cero; comía poco, y detestable; por milagro alcanzaba un sorbo de coñac; pero todo esto era nada en comparación de la huella que iban marcando en mi ánimo tan terribles cuadros y tanto estrago y matanza incesantes.

Había llegado a serme indiferente el peligro personal. Porque mi vida, en tal odisea, pendió de un cabello tantas veces, que llegué a tener opinión ventajosa de mi valor. Mal o bien, los beligerantes se protegían mutuamente: eran la colectividad. Yo era el individuo aislado, tal vez sospechoso, a quien nadie atendía, y que vagaba, como entonces, solo, en medio de la desolación, la ruina y el incendio, en una noche rigurosa, por señas la última noche del año…

El cielo, alto y puro, claveteado de innumerables y límpidas estrellas, cubría como azul pabellón el espectáculo doloroso de la tierra despedazada por sus hijos, el gran parricidio del destrozo, consciente y calculado, de un foco de vida; una colmena ayer zumbadora y destilando mieles de riqueza.

Recorrí las calles; me asomé a las arrancadas puertas; empujé el cancel de las iglesias, cuyas torres se habían hundido; registré las casuchas… Ni una voz, ni un resuello, ni un gemido pude sorprender.

Empujado por no sé qué idea, me dirigí hacia unas tapias blancas, que, semideshechas, se parecían al extremo de un arrabal. No necesité empujar la verja que las cerraba, porque lienzos enteros de la muralla se encontraban derribados, descubriendo el interior del recinto. Y los sombríos cipreses, las lápidas de mármol que blanqueaban, las cruces profanas y partidas, las hileras de nichos, me dijeron que había dado con el fin de toda grandeza y de toda desventura, con el acabadero de los afanes, combates y violencias del hombre.

Era el centenario de la ciudad.

Aunque no pareciese natural buscar vida en la mansión de muerte, no sé explicar por qué se me figuró que no todo estaba muerto allí. Creí escuchar unas quejas tiernas, dolientes, implorantes. Era el vagido de una criatura acabada de nacer.

Me precipité hacia donde la queja resonaba, un ángulo del cementerio, bajo un cobertizo que se alzaba a espaldas de la capilla. Salvada no se sabe por qué milagro, una lamparita de aceite iluminaba la hornacina de una imagen de San Miguel. Al pie estaba la criatura.

Y al lado de la criatura, un difunto. No presentaba heridas, no había arrancado la metralla ninguno de sus miembros; pero casi valdría más que fuese así. Porque aquel cadáver estaba tan consumido, tan chupado, tan descarnado; era de tal suerte un andrajo de humanidad, que me aterró su vista. Debía de haber sucumbido a ese género de muerte que parece descargar un bofetón en la faz de la sociedad, acusándola de impotencia, de desorganización. Debía de haberse rendido al frío polar y a la inanición lenta. Sí: frío y hambre. Le miré despacio, aterrado, fascinado por su mismo trágico aspecto. Y al fijarme bien en él observé que llevaba un cartelito colgado al pescuezo flaquísimo, que decía: 1917.

¡Era, pues, el año fatal! ¡Era el año calamitoso, el maldito, que venía a encontrar su postrer morada en aquel cementerio, de truncadas cruces y tapias rotas!

Y, según eso, el niño… Cruzó el pensar por mi magín, como un relámpago. El muerto, no cabía duda, era el culpable de tantos sufrimientos, entre los cuales se contaban los míos propios. Por aquel feo año, escuálido de miseria, había yo metido los pies en charcos de sangre y escuchado incesantemente desesperados ayes de agonías. Y le di un puntapié. «¡Vete enhoramala, año de perdición! ¡Al pudridero, guiñapo!».

Allí estaba el pequeño —seguramente el 1918—, también en mal hora nacido… ¿Qué traería en sus manezuelas, qué prometía su carucha? Mil desastres, de fijo. No envolvía ningún resplandor su cabecita, cubierta ya de rubia lanúgine; el pequeño no tenía nimbo. La pacificación no le había consagrado, envolviéndole en su luz deleitosa.

¡Ah!, seguramente el chico venía a contemplar la obra de su antecesor. Nada habíamos ganado con que el año 17 cayese en el hondonero de los tiempos transcurridos y le substituyese un 18. No; nada habíamos ganado. Estábamos en un tiempo en que los males, en vez de aliviarse, crecían pavorosamente, más allá de lo que se imagina. Y los trescientos sesenta y cinco días de aquel año serían otros tantos de mayor dolor, de mayor lucha, de más lágrimas, de abominación mayor.

La idea se me había clavado en el espíritu. Transcurría la noche, y el niño guardaba silencio. Su queja no resonaba.

—Parece —pensé— que ha muerto también… Y más valiera…

¡Cuántas veces imaginan esto mismo del incurable enfermo, del viejo imposibilitado, crueles herederos, impacientes de recoger su parte de botín! Tratándose de niños, rara vez se formula el impío voto… Si yo lo formulaba, era que todos los dolores, todas las amarguras de la humanidad se me subían a la cabeza y envenenaban mi sangre con fermentos de odios vengadores. Me parecía que alguien me encomendaba el castigo, el providencial castigo a tanta iniquidad, a tanta locura feroz… Miré a la efigie de San Miguel y vi que, sin vacilar, traspasaba al Malo con su enérgica lanza… Parecía como si me aconsejase la acción decisiva. Sin titubear más, me resolví a suprimir un año de la serie interminable de los que nos imponen su burlón reflorecer cuando nosotros vamos marchitándonos. Sobreponiéndome al horror que me paralizaba, me acerqué a la criatura, la levanté con una mano y con la otra rodeé su cuello, apretando primero con miedo y sin fuerza, después con violencia, mucha más de la necesaria para consumar el crimen… Ahogué bien pronto sus débiles gritos, y a la vez extinguí su aliento vital. Amoratado, se puso rígido, y le dejé caer de mis brazos al suelo…

Y entonces el Malo, arrancándose del pedestal donde lo subyugaba el Arcángel, volvió hacia mí su semblante irónico y señaló hacia el lugar donde el niño reposaba antes. Y vi con espanto a otro nene, igual al que yacía inerte a mis pies. Era el sucesor, y me pareció que el Malo, riendo sardónicamente, murmuraba:

—¡Peor aún!

Comprendí, y en el silencio de la helada noche, en aquel lugar, triste por esencia y más impresionante por las huellas de violencia bárbara que en él se veían, lloré, dejando filtrarse por mis dedos las lágrimas que fluían de mi acongojado corazón. No era hombre alguno capaz de modificar el curso de la historia. Como ancho río de países lejanos, corre a su desembocadura, arrastrando cuanto se le opone. Y a mí me arrastraba también. Y a los demás… Su corriente se llevaba mundos y cielos, en trágico impulso.

Irracional

El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no para otra cosa, le había enviado a la Corte, con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano. ¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y todo…

El pero, en este caso especial, era el talento que a Cleto Páramo le había otorgado la Providencia, dispensadora de gracias, virtudes y dones que no nos merecemos los mortales. De mozos como Cleto se puede esperar todo, y todo lo esperaba, efectivamente, el cura. No cabe limitar el porvenir de quien descubre tales disposiciones, y no sería el primero ni el segundo que llegase, andando el tiempo, a ocupar los puestos más altos. La situación de España cuando Cleto levantó el vuelo era para fomentar los ensueños de la ambición. Acababa de estallar la revolución que derrocó la dinastía; un hervidero de ideales, de aspiraciones, de codicias, de apetitos, una mezcla de fuego y barro vil, como en los volcanes, se derramaba bullendo; oíanse nombres nuevos; el arte y las letras iban a transformarse. Todo esto, confusamente y a través de su anticuado criterio, lo percibía el señor cura y le estimulaba a sacrificarse por el sobrino, predestinado a la gloria, al poder…, quién sabe si a las dos cosas a un tiempo. Teníase el señor cura por un porro, pues no sabía más que cumplir oscuramente sus funciones sacerdotales y comer sopas de ajo, a fin de que no le faltase al estudiante la mesada; pero tocante al chico… ¡ya se vería, ya, si era o no palo de obra!

En Villafán se aceptó el augurio. Cleto sería el que les sacase de penas, allá para dentro de ocho o diez años; el que les arreglase lo del cauce del río para prevenir inundaciones; lo de la carretera para ir a la capital; lo de los montes y dehesas que pleiteaban con sus vecinos de Baltanés; el que concediese unos miles de duros con que reparar la iglesia, rayada de grietas y amenazando ruina inminente, y el que, cubriéndose de gloria, hiciese resonar el nombre de Villafán hasta los últimos confines del mundo.

—Es mucho cuento el estudiante… No hay cosa que se le resista; aquella cabeza es pa tó… —repetían las comadres, al salir de misa, babándose de gusto.

Y el cura recalcaba:

—Un cabezón… Un talento que no le cabe en él.

En efecto, Cleto mostraba aptitudes generales. Lo mismo improvisaba un discursito para brindar a los postres el día de la Santa Patrona, la Virgen de la Mimbralera, que enjaretaba un remitido para El Escucha, de Segorbe, o se soltaba con unas décimas sonoras para celebrar el garbo de una muchacha bonita. Tenía además muy buena sombra, y a las chicas las hacía desternillarse imitando voces, posturas y defectos; la cojera del alcalde, los gangueos del alguacil, la tos de señá Rosa la hojalatera, y especialmente el canto del gallo y el ladrido de los perros. Tales chocarrerías las reservaba para las paletas; que en Madrid picaba más alto el estudiante. Como que, en perjuicio de las asignaturas, habían formado él y otros un Liceo o cosa así, y alquilado a escote un local, donde, sin pararse en barras, interpretaban las obras más sublimes del repertorio antiguo y moderno. Nuestro rumbo en la vida pende de circunstancias insignificantes: Cleto, entre las múltiples direcciones que podía seguir, prefirió la escena, porque cierta guapísima cursi, hija de un empleado de Gracia y Justicia, se prestó a ser su Doña Inés en la perpetración de un Tenorio, del cual, a causa de los panteones, estatuas y demás zarandajas, sólo se hicieron los primeros actos. Con todo eso, Cleto no disponía de un instante; andaba siempre de cabeza, sacaba suspenso, lo ocultaba…, y así, mientras él se divertía, llegó la hora en que Dios llamó a su seno al cura de Villafán, que murió desconsolado porque no dejaba bienes para costear la carrera a la futura eminencia, y acaso al morir se llevaba a la sepultura la salvación y los destinos del pueblo.

Cleto se vio de la noche a la mañana sin recurso alguno, abandonado a su suerte en Madrid. ¿Qué hacer? ¿Volverse a Villafán? ¡Si no tenía allí hacienda, ni quien le amparase! Le meterían a arar con las mulas…, y él ya no servía para eso. ¿Buscar una colocación en la Corte? ¿Y cuál? ¿Le admitirían en un periódico? ¡Ah! No es lo mismo trabajar en la prensa de combate que enviar remitidos al Escucha… ¿Sus versos? Un editor se le había reído en la cara. ¿Sus discursitos a los postres? ¿Pues si en Madrid se ganase dinero perorando, ¡qué de millonarios habría!? Y Cleto, dándose una palmada en la frente, se decidió a presentarse a Rafael Calvo, para ingresar en la compañía con cinco o seis duros diarios de sueldo. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Allí tenía seguro el pan, y a corto plazo la fama, los triunfos!

¡Maldad humana! Aquel envidioso de Calvo, olfateando un rival terrible, echó por tierra las esperanzas de Cleto.

—No sirve usted; carece usted de condiciones; no hará usted nada por ese camino; en interés suyo le digo la verdad.

Y no fue lo peor que el ilustre «don Álvaro» le rechazase con tal rudeza, sino que armase la intriga de vastas ramificaciones, la solapada conspiración, por la cual en los demás teatros se encontró también con cara de palo. A no mediar intriga, ¿cómo se explicaba el fenómeno? Calvo le minaba el terreno, le excluía: para no verlo era preciso no tener ojos. Exasperado, afanoso de desbaratar la inicua trama, Cleto, mientras iba viviendo de milagro, empeñando ropa, procuraba reunirse con actores, colarse entre bastidores, arrimarse al teatro, su vocación —ya no le cabía duda—. Al principio le toleraron; después empezaron a mirarle como de casa, un apéndice, una verruga, algo que no servía para nada, y de que no se podía prescindir. Finalmente les infundió lástima; le cobraron afición; le emplearon en recados, en transcripción de papeles, en rebusca de accesorios; le impidieron literalmente morirse de hambre. En el café, antes y después de los ensayos, pagaba en la moneda que poseía la chuleta a que le convidaban los actores, sacando a relucir las gracias con que antaño hizo descuajarse de risa a los paletos de Villafán. Y al principiar los ensayos de un drama donde un perro tenía que ladrar oportunamente, el segundo galán dijo a Cleto:

—Hombre, usted que ladra tan bien, ¿por qué no se encarga de esa parte?

Las mejillas de Cleto se enrojecieron; una indignación asfixiante le cortó el resuello y le obligó a abrir la boca de a palmo. ¡Un papel de can! ¡Eso le ofrecían! ¡Paraban en eso tantas ilusiones! Mas como al mismo tiempo le caerían unas cuantas pesetas por noche, y él las necesitaba como las flores el riego, a las dos horas, entre resignado, irónico y humorista, se avino a ladrar todo cuanto fuese preciso. Y ladró con tal realismo, con tal furia, que el público palmoteaba, tomándole por verdadero amaestrado chucho. No tardó en estrenarse un sainete donde un asno rebuznaba, acompañando y parodiando la endecha de un enamorado ridículo: Cleto fue contratado también para la romanza del jumento. El cocido estaba seguro: Cleto era un incomparable animal; llamábanle de otros teatros: en su reputación se extendía; la especialidad no tenía competidor. No obstante, al situarse oculto por las bambalinas para desempeñar sus papeles, al ver pasar los primeros actores, de levita o trusa; a las actrices con sus galas, Cleto, con escozor en los ojos y una punzada aguda en el corazón, murmuraba dentro de sí: «¡Cosas del mundo! ¡La cochina suerte y las condenadas intenciones! ¡Bien les viene que no les haga sombra!».

No por eso dejaba de recoger con fruición el aplauso estruendoso, infalible, cuando cacareaba y rebuznaba, y más aún si hacía el loro. Éste ya era verdadero éxito de actor. Se hablaba de él en los periódicos, en los corrillos; se esperaba con impaciencia la frasecilla que el loro iba a pronunciar, ronca y burlona, toda erizada de erres mates, a la francesa. Los saineteros escribían papeles de loro para Cleto, y él abrigaba la convicción de que algunas piezas en peligro las había salvado el loro.

Cierta noche de marzo, después de uno de estos salvamentos, salía Cleto del teatro, subiéndose la capa, porque hacía frío. Una mano le tocó en el hombro; unos brazos se tendieron, y reconoció a Pascual Bailón, el hijo menor del albéitar de Villafán, su antiguo compañero de bromas y parrandas juveniles.

—¡Ay hijo, creí que me perdía de reír cuando supe que eras tú el lorito! —exclamó el muy bárbaro—. ¡Anda, y decían en el pueblo que ibas para diputado y estás haciendo de pajarraco! Cuenta, cuenta como ha sido esto…

Desprendiéndose con un bufido y un empujón, Cleto siguió adelante. No podía contestar. Se ahogaba. ¿Pues no sentía pujos de echarse a llorar, lo mismo que una criatura?

Jactancia

Si aquella mesa de café tuviese discernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería amargamente pesimista. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión donde la gente, tratándose con la mayor confianza, se conoce a medias y es de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual alardea de arrogancia, valor, acierto en las profecías, fortunas con las mujeres, lances en los viajes, tino en los negocios y amistad estrecha con personajes a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto, la jactancia se satura de cinismos y se hace gala de descaros inverosímiles, de truhanerías y miserias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la verdadera naturaleza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi siempre en su composición mixta, aparece al descubierto.

En la consabida mesa dieron en reunirse unos cuantos, gente joven, carne frescal, no salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la subida de la savia y propensa a jactarse más allá del límite. No estaban todavía en sazón de comprender que bajo la capa del sol hay poco inédito, bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido… Cada uno de ellos suponía sinceramente que sus propias manidas y sosas travesuras eran fazañas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico y solapado gesto. Al fin, el que más y el que menos comprendió la necesidad de algo extraordinario para (¡atroz galicismo!) epatar a los otros. Fue cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre la paja de aquellos espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones enfáticas: «¡No!… Hombre, eso ya… ¡Demontre! ¡Atiza!…».

Yo solía sentarme a la mesa, entre el círculo de muchachos, ostentando el fuero o la inferioridad —según se mire— de un decanato indiscutido. Mi madurez empezaba, y empezaba también a divertirme el espectáculo de la locura de mis prójimos. Para exacerbar su amor propio, cifrado ya en diferenciarse del resto de los mortales, les llevé a la mesa algunas noches a un sujeto que, no por alarde, sino por ser en él natural, se pasaba la vida realizando estupendas barbaridades. Ya se zampaba regaladamente un vaso de vidrio, ya se daba una ducha con manga de riego, ya se tragaba un tenedor, ya se liaba a dentelladas con un perro de presa o con un gato enrabizado y furioso. El ejemplo de este Atila de sí mismo, a quien tributábamos ovaciones, acabó de perder a los comensales. Ansiaron parecer en lo moral lo que él era en lo físico —¡lo físico no se puede falsificar!—, y resolvieron declararse protervos, amorales y aun satánicos, poniendo el punto de honra en el toque de la perversidad refinada y estremecedora.

Creyérase al pronto que no ofrece dificultad ninguna pasar por un monstruo… ¡Error! Me convencí entonces de que la gran maldad, como todo lo grande, es patrimonio de pocos. Hay especialmente cierta aureola de «buen muchacho», de «simpático», de «infeliz», que no se pierde a dos por tres; y como ahí lo mortificante era poseer esa aureola, nos divertíamos en rodear con ella la cabeza de los que más pretendían la de llamas infernales.

El género de perversidad que abundó al pronto fue, claro es, la perversidad amorosa. Corralillo, un moreno melado, con ojos de endrina y barba de felpa; Escalante, un rubio belicoso, de bigotes metálicos y ganchudos, a lo káiser, se alabaron de cosas mejores para calladas que para dichas, y las discusiones con tal motivo enzarzadas adquirieron un tinte asaz grotesco. Excuso añadir que todos nos picamos de amor propio, dado que la materia era de aquéllas en que nadie quiere quedarse atrás y en que las leyes de la mera honradez y delicadeza llevan el sello del ridículo.

Tocó después el turno a otra jactancia de perversidad más de moda: la del crimen… ¿Quién ignora que el crimen ha sido apologizado, rehabilitado, y acabará por recibir culto si nos descuidamos un poco? El primer comensal que concibió la luminosa idea de sugerir que había en su pasado un misterio, y en su conciencia… nada, porque el remordimiento es debilidad y el porvenir pertenece a los fuertes…, ése consiguió su fin; nos «epató» por espacio de una hora de todas veras.

Sólo que los demás, repuestos de la sorpresa y poseídos de noble emulación, se dieron a hacer confesiones muy análogas, aunque varias en la forma y hubo alguno que, sin andarse con chiquitas, añadió el robo al asesinato. Eran de admirar las sabias precauciones, la maravillosa destreza con que, al decir de sus autores, se habían cometido estos crímenes, ignorados completamente. Raffles y El asesinato considerado como una de las bellas artes dieron mucho juego, salpimentando de elegancia y literatura los espeluznantes casos.

Siendo el único que todavía no se alababa de ninguna monstruosidad, me hallaba yo, preciso es confesarlo, completamente en berlina. Cada noche o cada tarde anunciaba sensacionales revelaciones, pero llegaba el momento y no estaba urdida aún la trama de mi iniquidad. No podían seguir así las cosas: una resolución urgía, y al cabo, de golpe, se me vino a las mientes la atrocidad con la cual me los metería en el bolsillo a todos.

Impuse bien en el caso a mi criado, mozo listo, orensano sagaz y de hebra fina, y él se encargó de buscar un golfillo también despierto que representase maestramente su papel. Dispuesto ya y prevenido todo, empecé a soltar insinuaciones, palabrejas, reticencias, y, por último, me franqueé. Un crimen, de una vez, nada significa; es cosa pasajera. El crimen diario y constante es lo único que prueba algo y puede enorgullecer. Y crimen diario de refinado, de sibarita, que paladea su dosis de crimen, como paladearía un confite de hatchis, la verde droga oriental que nos arrebata del mundo grosero, idealiza nuestras sensaciones y…, etcétera, etcétera. En mí veían mis compañeros de mesa al quintaesenciado y nervioso que no concilia el sueño sin torturar antes a un ser humano. ¡Delicia soberana! Tener a un semejante nuestro, sujeto, cautivo, amarrado al potro; gozarse en las contorsiones de su dolor; martirizarle, con arte y elegancia, por supuesto, y no matarle, eso no, porque entonces se acabaría la fruición exquisita…

No me creyeron… Les hago esta justicia; no me creyeron. Y entonces, con desdeñoso aplomo, exclamé:

—Yo no soy como algunos, que hablan de cosas ocurridas hace tiempo… Puedo, cuando ustedes quieran, enseñarles mi crimen.

Todos quisieron, y señalaron aquella misma noche, a la salida del café. Mi tranquila aquiescencia les hizo trocar miradas de extrañeza; la ironía y la duda se borraban ya de sus rostros. Fuimos, pues, en pandilla hacia mi casa; nos abrió prosaicamente el sereno; subimos; Rufino, el criado, nos hizo pasar a la sala. Le ordené secamente que nos condujese al «gabinete secreto». Afectó vacilar en obedecer; pero, imperioso, repetí la orden.

El gabinete secreto se revestía de paños negros (¡cuántos metros de satín de algodón!), y allí, ligado a una columna de mármol, de las que suelen soportar busto o florero, estaba el golfillo, pálido (¡cuánta harina!), cubierto de heridas (¡cuánto almagre!), y flaco, porque lo era, pues el cuitado, tres días antes, aún recogía colillas y pedía limosna.

—Le he seccionado delicadamente la lengua para que no chille —advertí a mis acompañantes—. ¡Abre la boca para que lo vean, mártir!

El hueco negro y vacío lo imitaba un trozo de tafetán pegado a los dientes… La estancia la alumbraba una luz velada por vidrios rojos… Mis amigos y contertulios callaban y se daban al codo, tratando de ocultar que no les llegaba la camisa al cuerpo…

—¿Admiten ustedes un obsequio? ¿Desean torturarse un poco? —les pregunté con naturalidad—. ¡Ea, Rufino: calienta las tenazas!… Saca las varillas… ¿Dónde tienes el aro de pinchos? O si no, estrenaremos el azote chino, el que acaba en una pelota de alfileres clavados al revés, punta afuera… ¡Amigos, un goce de artistas, de amorales, de grandes señores del espíritu! Después beberemos té frío y un kirsch algo mejor que el del café…

—Gracias… —les oí murmurar en voces temblonas—. Hoy no… Otro día vendré… Recuerdo que me esperan… Vaya, adiós… Precioso; de un refinamiento…

Y retrocedían hacia la puerta, más descoloridos que la víctima. Se fueron en tropel… Solté la carcajada más amplia de mi vida toda. Gargantúa se reiría así…

De allí a pocos días me enviaron de gobernador a Canarias. Corrieron dos o tres años, y habiendo vuelto a la Península, me encontré en la estación del ferrocarril con Escalante, el de las maldades amorosas, del brazo de una muchacha denegrida, angulosa, fea.

—¿Su última conquista? —le pregunté en un aparte.

—No; mi mujer… —Y adivinando quizá mi pensamiento, añadió—: una prima mía; se quedó huérfana, me dio lástima y me casé…

—Siempre fue usted una excelente persona —declaré sonriendo.

Y como se me acercase entonces, llevando mi maleta, un criadito, un chiquillo sano y fresco, añadí:

—¡Mi víctima! ¿No se acuerda usted? El torturado, el de la lengua cortada… ¡Lástima no hacerlo! Porque habla el maldito más que un sacamuelas…

Y viendo el aturdimiento de Escalante:

—Desprécieme usted… —añadí—. Tampoco yo soy un malvado.

Jesus en la Tierra

Voy a contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.

La Noche de Navidad en uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar a la Tierra y recorrerla, porque como nadie ignora, si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.

Dejó, pues, su trono y su asiento a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que a veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La Naturaleza parece asociarse a la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.

En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.

Y pasa adelante.

El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del regador; pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia o de espanto persiste, a despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.

Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez a su hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...

Y Jesús sigue, se aleja.

Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza en una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican incesantemente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; a veces, un grupo se cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.

Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda a entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un vaso a la cara del otro; el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezclado con sangre. Los demás bebedores intervienen, amontonan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan a los adversarios a reconciliarse, les incitan a que se abracen riendo; el sano tiende los brazos con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja y cae un hombre con el pulmón partido.

Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que revisten densas alfombras y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso a un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un encantador Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua devoción. Al través de los campos y de los oteros imitados con musgo y piedra pómez, salpicados de palmeritas enanas, y de sicomoros gentiles y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los montes de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores. Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de Jerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil pintorescos detalles de los nacimientos no faltan en éste, sólo que las figuras, perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el grupo de pastores que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus dromedarios, asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano del hábil escultor. El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos y cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes al herirlas la luz del foco eléctrico en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de perlas, oscila a gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un buey de plata cincelada, la Virgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini aquellas efigies en que la riqueza de la materia compite con lo inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de duda, el Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas bajo las palmeras y los olivos.

Lo extraño era que no hubiese nadie, nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla, nadie para acompañar al Niño Jesús de oro y piedras, a fin de que no helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios que solo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para una fiesta. Del fondo de una galería llegaba a veces prolongado murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería, bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, ciccas y pandanos de complicada estructura semejantes a pagodas y obeliscos de porcelana verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres grupos, mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que ostentaban sobre la solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta de cuerda, oculta en un quiosco árabe que revestían floridas enredaderas, acompañaba suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de las transparentes copas que el champaña orlaba de espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los criados amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad. Jesús retrocedió, volvió al salón del Nacimiento, donde se vio otra vez en el establo, niño y solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se dejó oír, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenas escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió una tierna sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después, como el que tiene que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente a la galería, donde tal vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, y Jesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita, la única que se acordaba del Misterio...

Salió del palacio sin volver atrás la vista, y alejóse del pueblo, de la gran ciudad corrompida y fangosa, como se había alejado del siniestro y sangriento campo de batalla. Un cambio repentino en la atmósfera presagiaba temporal; nubarrones densos y oscuros como plomo corrían por el cielo; ráfagas de cierzo glacial azotaban los árboles, y se oía el mugir pavoroso del mar rompiéndose contra los escollos. Jesús se encontró en una aldea de pescadores, mísero grupo de chozas, colgado a guisa de nido de gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A pesar de la hora, bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie duerme en la aldea.

Ábrense de golpe las puertas de las cabañas, y hombres y mujeres, provistos de faroles encendidos y de largas pértigas, de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen en tropel hacia la playa, despreciando el viento que les azota el rostro y la lluvia que empieza a caer sacudida por las rachas furiosas del huracán. Imponente aspecto el del Océano: olas gigantescas, con cresta de espuma, se encrespan descubriendo abismos, y el sulfuroso zigzag de un relámpago alumbra en el fondo de una sima a una embarcación que corre sin rumbo. Los ribereños alzan las luces, las hacen brillar, y el barco, que en ellas cree distinguir la salvación, el puerto amigo, maniobra hacia la costa, y, precipitándose, va a chocar contra el bajío donde se clava despedazado.

Los náufragos, que a la luz de otro relámpago habían podido verse sobre el puente, en actitud de terror y desesperación, se arrojan al agua, asidos a tablas, cogidos a cuerdas, montados sobre barriles; y luchando con las monstruosas olas, que los sacuden y zapatean contra el peñascal, nadan desesperadamente para alcanzar la playa, en que brillan y corren las luces, en que ven agitarse seres humanos. Y entonces se verifica algo espantoso: los que en la playa esperan a los náufragos, al verlos llegar moribundos, con las pértigas, con los bicheros, con remos, con palos, con cuchillos, los rechazan hacia el agua otra vez; pero antes los despojan de la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles de la cartera que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de la ropa, de cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su oficio, aturden a los infelices de un golpe en la cabeza, y así los arrojan al piélago, inertes ya. Y danzando de júbilo, gruñendo como canes por el reparto del botín, esperan la madrugada al pie de los escollos, para recoger los despojos del buque que el mar escupiría bien pronto, aprovecharse de la feliz albana y celebrar después con grosero y copioso banquete el día de la Natividad del Señor...

El Redentor ha huido de la playa, sus ojos están nublados, su alma triste hasta la muerte, según estaba cuando sudó sangre en Getsemaní. Y su corazón, abrasado de caridad como nunca, insaciable en amar a los hombres, siente las espinas de la corona que se le clavan, agudas e invisibles. ¡Para esta raza había nacido en el establo y había muerto en la cruz!

Entrando en una de las cabañas que los pescadores dejaron desiertas al salir a su horrible pesca de náufragos, divisa, en un rincón cerca del fuego, un niño arrodillado. Al verse tan solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercado al hogar buscando abrigo, y reza buscando amparo y protección. Jesús le coge en brazos, le besa, le acuesta, le pone la mano en los ojos y le deja tranquilamente dormido, soñando con los ángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se lleva Jesús en el hueco de la mano cuatro perlas: las lágrimas de una madre que buscaba a su hijo en el campo de batalla; el orar de un hombre que pide le sea perdonado un agravio; la sonrisa de una doncella, y la oración de un inocente.


«La Ilustración Artística», núm. 782, 1896.

Jesusa

El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la recién nacida...

Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a la justicia infalible.

Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones.

Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda; acercaos a la camita virginal, esmaltada de blanco y oro, y contemplad la cabeza que descansa sobre la batista... Ved ese rostro transparente como alabastro, esos ojos de violeta, tan infinitamente melancólicos. Si pudieseis alzar la sábana sin ofender el pudor de la niña, que ha cumplido sus once años ya, se ofrecería a vuestra vista algo sin nombre ni forma, uno de esos cuadros que sobrecogen, una especie de insecto mísero: piernas como hilos retorcidos, manos que se asemejan contraídas por la acción del fuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda, flacura de carnes secas y consumidas por el padecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentase con haberla desfigurado! Pero son tan incesantes sus torturas, tan variadas, tan horribles, que hay horas negras en que el padre susurra al oído de la madre, en voz opaca:

—¡No sería mejor despedir a tanto médico..., suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejarla que...!

Y la madre responde con acento en que tiemblan irrestañables lágrimas:

—No, no... Mientras hay vida...

En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela, despierta desde muy temprano. A los seis años, Jesusa decía de esas frases que cortan el alma. Las tempranas intuiciones, las precocidades, si en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen con aflicción honda, como es hondo el abismo del humano dolor.

—Mamá, ¿soy yo mala? —gemía la inocente.

—No, eres muy buena, muy buena.

—Entonces, ¿por qué me castiga Dios?

—No es castigo... —sollozaba la madre—. Es que después, cuando te mejores, has de disfrutar mucho... y es que ahora, si es verdad que estás malita, también tienes más cosas bonitas que las otras niñas, más muñecas, más juguetes, más flores, unas cajas preciosas...

Callaba la enferma un minuto, cerrando sus pupilas de marchita violeta, y las abría luego para exclamar:

—Pues dales todo eso a los niños que no tienen... y ellos que me den no estar enferma un día... ¡Mamá, siquiera un día!

Al correr del tiempo, al multiplicarse los fenómenos del extraño padecimiento nervioso de Jesusa, arraigábase en su mente la idea de la sustitución, y la creía posible, o segura, mejor dicho. ¿Por qué no la complacían sus padres? ¿Había cosa más sencilla y natural? Que repartiesen a los golfos y a los mendigos sus joyas y sus muñecos caros; que les enviasen a cestos las golosinas; que les entregasen las sábanas de encaje y el edredón de plumón de cisne..., que ellos a su vez, la socorriesen con unas migajas de salud, de la riente salud que alegra el mundo, que calienta la sangre, que resplandece como el sol y hermosea el vivir. ¡Levantarse de aquella cama, andar, salir a la calle, respirar el aire libre, sin dolores, lista, ágil, contenta!

A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusa acabó por contagiar a su padre. Los desgraciados tienen siempre los brazos abiertos para abrazar a la quimera. La esperanza es ingeniosa y supersticiosa.

—Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy a socorrer a los niñitos pobres... Así que les haga mucho bien, tú sanarás...

Y empezó su carrera de filántropo, descubriendo cada día, en la inagotable mina de la miseria, nuevas vetas que explotar, y soñando, a cada hallazgo, que allí podría estar la curación de su enferma. Subió a muchas buhardillas, llevando la bolsa llena y el médico prevenido; recogió y trajo en brazos a las altas horas de la noche, al golfo que dormía aterido y desfallecido de hambre sobre un banco o al través de una puerta y se gozó en el golpe mágico del despertar de la criatura ante una suculenta cena y con la perspectiva de un mullido lecho; redimió de la abyección a niñas que aún no tenían conciencia del pecado, y las llevó a establecimientos benéficos, donde las inculcasen el trabajo y la honestidad; pagó nodrizas a desvalidos huérfanos; desató un río de aceite de hígado de bacalao para los chiquitines escrofulosos, y en verano envió a las orillas del mar a hijos de obreros devorados por la anemia... Mas Jesusa, enterada de tan santas acciones, no cesaba de mover la cabeza macilenta, de cerrar dolorosamente las lánguidas violetas de sus ojos. No era bastante; no se contentaba Dios todavía con eso.

Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de lo estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba, que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la consumía, que su piel se pegaba a los huesos abrasada por el mal, y que en los accesos, a cada paso más frecuentes, sentía, o como un ascua en sus entrañas, o como un enorme témpano de hielo en su corazón, próximo a cesar de latir. ¿Iba a durar eternamente aquella infernal tortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el ímpetu de la juventud, a disfrutar de la existencia, a reír, a correr, a saltar como los pájaros felices?

Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa. En tal día, sus padres la abrumaban a regalos, inventaban caprichos para darse el gusto de satisfacerlos. Se armaba el «belén», renovado siempre, siempre más lujoso, de más finas figuras, de más complicada topografía; pero aquel año, suponiendo que la enferma estaba cansada ya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y tanto camello, discurrió la madre colocar un precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de escultura, en un pesebre sobre un haz de paja. La sencilla imagen atrajo a la abatida enferma. Parecía una criatura humana, allí echada, desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba a ella Dios... No bastaba dar a otros niños limosna y socorro: era preciso «ser como ellos», aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente, la niña llamó a su madre y suplicó, trémula de ilusión y de deseo:

—Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si sano... Ponme como están los niñitos pobres... Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me tapes con nada, déjame tiritar...

Resistíase la madre, temblando de miedo a la idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero, a pesar suyo, el loco ensueño también se apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe?... Las alas de la quimera batían misteriosamente el aire en derredor... Alejó a los criados, miró si nadie venía..., y cargando el leve peso de la enferma, la tendió sobre la paja esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró ansiosamente a la imagen, y después los cerró con lentitud. Su carita demacrada, crispada, expresó de pronto mayor serenidad: una especie de beatitud bañó las facciones, iluminó su frente; un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su nombre, la palpó... No respondía; el sueño se realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado; no volvería a sufrir.


«El Liberal», 25 de diciembre de 1897.

John

Aquel diván del Smart-Círculo, obra de Maple, empezaba a fatigarse de resortes, a consecuencia de haberlo elegido Federico Galluste y yo, dos amigotes, para nuestras confidenciales charlas, ondulatorias y polícromas, como los cendales de Loïe Fuller. Al diferenciarnos, nos completamos. Galluste, tipo de clubman y de sportman, corregía mis frecuentes faltas de «elegancia suprema»; un servidor de ustedes, algo más intelectual, le enmendaba la plana del pensar a menudo. Debo confesar, sin embargo —aun cuando finalmente hayamos reñido Galluste y yo, por motivos que los caballeros no publican—, que este muchacho tuvo siempre el don de no parecer ignorante, merced al tacto exquisito con que evita discutir lo que no entiende, y el baño de conocimientos prácticos que le ha prestado su mundanismo. Huyendo como del fuego de la pedantería cuando no sabe, pregunta discretamente, o guarda hábil silencio.

En la época a que me refiero ahora, Federico —le llamaré así, porque nos encontrábamos en ese período de la amistad en que el apellido no existe— andaba muy preocupado: le faltaba algo esencial, indispensable a un joven tan distinguido.

Ya se comprenderá que este «algo» no era novia ni… Eso se encuentra siempre, suponiendo que se busque, y a veces sin buscarlo. En este particular nos hallábamos conformes los dos amigos, siendo asaz curioso que más adelante nos hayamos peleado…, cabalmente por «eso» que se encuentra a puntapiés. Tampoco era dinero lo que echaba de menos Federico. Apenas sí empezaba a morder en su saneada hacienda. Para decirlo pronto: faltábale un criado a la moderna, un ayuda de cámara «según su ideal». ¿Dónde anidaría tal fénix? El sirviente apetecido tenía que saber mucho: conocer a fondo los misterios de la perfecta tenue y del confort refinado y exasperado, sin el cual no se concibe la vida; entender a un volver de ojos, adivinar lo que no entienda, no importunar jamás, no poner en ridículo a su amo ni en caso de muerte; ser otro yo de su señor; desviarle de los pies las chinitas; ahorrarle toda molestia y salvaguardar su amor propio y sus vanidades, tuétano del alma contemporánea…

—Me temo —susurraba con resignada melancolía Federico— que nada lograré hasta el otoño (estábamos en marzo), y eso si voy a las cacerías de Escocia con los Ambas Castillas y los Mordaunt… Sólo en tierra británica se cría esa casta de servidores. Entretanto, bonito invierno me espera. ¿Tú habrás leído en algún verso que la felicidad consiste en el amor, o en la gloria, y en tratados muy doctos, que consiste en los millones? Ríete a carcajadas. La felicidad es un criado como el que yo sueño: ni honrado, ni adicto; pero… enterado. ¿Qué me robará? Me robará con uñas limpias; ahora me roban con manos puercas. La felicidad es el bienestar de cada momento, y ese bienestar nos lo preparan los sirvientes. Mi bienestar se compone de más menudencias que el de los otros mortales; tengo mis manías; si, por ejemplo, mis pares de botas no están alineados perfectamente, soy desgraciado un minuto; y varios minutos de desgracia hacen un día infeliz… ¡Bien, paciencia!… Si no aparece lo que he soñado, soy capaz de casarme…, ¡supuesto que mi mujer reúna condiciones para sustituir a mi ensueño!

Y la cara de Federico, tostada y rojiza por el aire libre y los ejercicios de sus deportes, se nublaba de mal humor.

Una tarde a hora desacostumbrada, llegó mi amigo radiante de júbilo. Me precipité a su encuentro. Riendo cordialmente, nos desplomamos en el diván, tendiéndome él su petaca provista de deliciosos Londres.

¿Qué, ya tenemos en campaña a la hermosa Estrella? —fue mi pregunta de confidente bien informado.

—¿Estrella? ¡Bah! Ese alegrón no me saldría a la cara. Un día u otro ha de suceder… Se me figura que está escrito en los demás astros… Mi dicha es mayor. ¡Ya tengo el ayuda de cámara! ¡Ya le tengo!

Y me abrazó, y le abracé. ¿Era posible? ¿Aquella joya?

—Ni más ni menos… Hay Providencia; yo siempre dije que la hay. Ha sido un milagro… Figúrate que le trajo de Inglaterra Casa–Morán, ahora, cuando formó parte de la misión extraordinaria.

—¿Y por qué le ha despedido tan pronto? —exclamé, obedeciendo a ese recelo instintivo siempre prevenido contra los servidores.

—¡No; si quien se ha largado es John! —declaró Federico, triunfante—. Tú conoces a Casa–Morán y las incongruencias que se permite. Un tío grosero, un andaluz de caja de pasas. A la primera incongruencia, John frunció el ceño; a la segunda, torció el gesto y se puso más serio que nunca; a la tercera…, ¡buenas noches! Lo que él dice: «¡Aaoooh!, el honorable sir Casa–Morán no es lo bastante gentleman para que yo le sirva».

Celebramos mucho el digno rasgo de John, y quise conocer en seguida al ideal sirviente. Federico me invitó a almorzar en su garzonera. ¡Qué primor de almuerzo! John no lo había guisado, pero había dirigido la lista, elegido y buscado los vinos, organizado el servicio, modernizado el comedor, arreglado toda la casa. Cuarentón, rasurado y grave, parecía presidir cuanto le rodeaba, con autoridad infalible de hombre amamantado a los pechos de la superioridad anglosajona. Me despedí de Federico muy tarde ya, felicitándole nuevamente. Aun cuando él y yo sentíamos un vago mareo explicable por el champaña brut, nos quedaba discernimiento suficiente para declarar que John era una perla muy rara.

Apenas hay hombre que no conozca, por largo o breve plazo, la dicha. Según Federico preveía acertadamente, gracias a John la disfrutó completa. Es incalculable el postín que le dio entre los superelegantes de la corte la posesión de tal criado, al cual pagaba espléndidamente y no ponía cortapisa alguna. Eso sí: el calzado, las camisas; en suma, la ropa de mi amigo, dijérase que era de otros cueros, lienzos y paños que la del resto de los mortales. Y no sólo en el vestir; en cuanto hacía Federico notábase la huella del genial sirviente.

Un perfume de incomparable chic se desprendía de la persona y las mínimas acciones del amo de John. Se imponía Federico; subía; era árbitro y dictador, por virtud de su ayuda de cámara.

—¿Y John? ¿Estarás loco con él? —le dije cierto día.

La frente de mi amigo mostró el surco de una arruga.

—Te diré… Convenido: es el servidor único, sublime… Solamente dudo si llamarle servidor o llamármelo a mí propio. Hemos llegado a que me dice: «Hay que hacer esto…», y lo hago cantando o rabiando. No siempre está uno dispuesto a obedecer. Figúrate que, por ejemplo, cuando le encargo de… cartas… o cosa parecida…, no desempeña la comisión si no se trata, como él dice, de una first class lady… «Yo no puedo aceptar la responsabilidad de que se encanalle el señor…». Y extravagancias por el estilo. No me permite un devaneo con una cursi; aun dentro de la buena sociedad (la conoce ya al dedillo; no sé cómo se las ha arreglado), no tolera sino a la media docena de señoras chic…, que, como sabes, ¡están ya muy défraîchies!

—Pues creo que eso honra a John, y que John vale más que el mujerío de segunda.

Transcurrieron algunos meses. Me fui de veraneo. A mi vuelta —al apoderarme nuevamente del diván; obra de Maple— cayó a mi lado el gallardo cuerpo de Federico, y oí su voz prodigándome bienvenidas. No nos habíamos escrito: Federico no escribe sino en casos especiales.

—¿Y John? —interrogué casi al momento.

Un reniego y un suspiro fueron la respuesta. Castañeteó los dedos, y entendí.

Hice con el pulgar y el índice ese ademán que siempre significa «cuestión de dinero»; mi amigo negó con el índice también, y pronunció a borbotones, en frases truncadas, desahogándose en un arrebato de absoluta franqueza:

—Verás…: lo inaudito en servir; un servicio mágico. Corriente. Dómine mío; maestro él y yo aprendiz… A cada momento, lecciones de lo que es honorable, conveniente, bien, mal, correcto, incorrecto, de buen tono, de mal tono… Y lecciones mudas la mayor parte, con los ojos, con la expresión, que aún irrita más… Sentíame hecho un doctrino; sentíame inferior, inferior de nacimiento, irremediablemente. ¡No esperar llegar nunca a gentleman; no pasar de hidalgo anticuado, falto de estilo! Al cabo, se me sube a las narices la sangre española… Reclamo el derecho de ser incorrecto, incivilizado, shocking; de hacer lo que me dé la gana, ¿estás?, o lo que llevo en las venas por atavismo… El derecho de mojar las galletas en el té, si me place; hasta de comer con el cuchillo…, o con los dedos, ¡qué demonio! Y lo echo todo a rodar…, y le pego cuatro empellones, y le planto en la calle… ¡Pues hombre! ¡Sólo faltaba! ¡Viva la libertad! ¡Olé! ¡Cada uno es cada uno!

—¿Y… cómo te arreglas sin John? —murmuré así que Federico acabó de desfogar.

—¡Ah! Muy mal… —respondió pensativo—. Tan mal…, que ando en pasos para quitárselo a Manolo Lanzafuerte, que lo tiene ahora. Volveré a echarme la cadena… Los débiles no podemos ser libres mucho tiempo. ¡Imagínate que mi actual ayuda de cámara no se baña nunca! ¡John se bañaba diariamente y olía a jabones británicos! Los fuertes se imponen… Saber su obligación como se sabe una ciencia es un modo de ser fuerte.

—No tener necesidades complicadas es otro —contesté, echándolas de moralista.

—Soy de mi siglo… —Y Federico, suspirando más hondo, me tendió un cigarro de su lindísima petaca inglesa.

Juan Trigo

El héroe de mi cuento nació..., no es posible saber dónde; lo único que dice Clío, musa de la Historia, es que cierta tarde del mes de julio apareció recostado sobre las amapolas, desnudito como un gusano, al margen de un trigal, en el tiempo de la siega. Por poco más le dejan en mitad del sendero, donde le aplastasen al pasar los inmensos carros cargados de rubia mies.

Vieron los segadores y segadoras a la criatura dormida en su santa inocencia, y la recogieron con ternura, bromeando entre sí, poniendo al nene el nombre de «Juan Trigo» y asegurándole una suerte loca, como de quien empieza su vida entre la misma abundancia.

Sin dilación pareció cumplirse el vaticinio. No había en la aldea —¡rarísima casualidad!— ninguna mujer que estuviese criando; pero la esposa del señor marqués, dueño del campo de trigo y de otros muchísimos, y de la más hermosa quinta en seis leguas a la redonda, acababa precisamente de dar a luz una niña muerta, y se temía por la madre si no desahogaba la leche agolpada en su seno. El médico aconsejó que la noble dama criase al niño abandonado, y éste encontró así, desde el primer instante, sustento, regalo y amor. Le envolvieron en finos pañales, le trataron a cuerpo de rey y creció hermoso y fuerte, rebosando viveza y alegría. La marquesa le cobró tierno afecto, más que de nodriza, de madre, y como no se creía que aquellos señores pudiesen ya tener sucesión, todos presumían que «Juan Trigo» iba a ser el heredero de su caudal y nombre. A deshora, corridos más de diez años, la naturaleza sorprendió al marqués con otra niña y a la marquesa con la muerte, causada por el difícil y trasnochado lance; y aunque Juan, como muchacho, no comprendió del todo lo que perdía, lo sintió y adivinó, y se le vio muchos meses extrañamente abatido y triste.

No obstante, su situación, al aparecer, no había cambiado. O en memoria de su esposa o por verdadero cariño, el marqués seguía tratándole como antes: hasta le demostraba preferencia, con tal extremo, que empezó a divulgarse la conseja de que Juan era verdadero hijo del marqués, fruto de secretos amoríos, y que le correspondería «hoy o mañana» una buena parte de la herencia. Confirmó tal suposición el ver que Juan fue enviado a un aristocrático y famoso colegio inglés, donde cursó estudios más brillantes que útiles, y del cual volvió a los veintitrés años hecho un cumplido gentleman. Acogióle la sociedad con halagos y sonrisas, aunque a sus espaldas se comentase lo ambiguo de su posición; y como era gallardo y simpático y tenía hasta el prestigio de la leyenda y del misterio, las señoras le recibieron con sumo agrado, demostrando claramente que la presencia de Juan no les infundía horror ni cosa que lo valga. En aquella ocasión, si Juan hubiese tenido afición a las flores, sin gran esfuerzo reúne un lindo ramillete de rosas, pensamientos y «no me olvides», cuyo aroma seguiría aspirando con la memoria en la edad madura; pero Juan estaba enamorado —enamorado callada y tenazmente— de la hija del marqués, Dolores, en quien reconocía las facciones de la que le había servido de madre: niña de sorprendente hermosura, que, según la frase del Libro Santo, había robado el corazón de Juan con sólo el crujir de sus zapatitos; unos zapatos de fino charol, prolongados y lustrosos sobre la transparente media de seda. Crujir que Juan reconocía entre los mil ruidos de la creación, lo mismo que reconocía las cascaditas de su reír juvenil, el roce de su falda corta, el perfume tenue de su flotante melena y el «¡rissch!» de su abaniquillo al abrirlo la impaciente mano.

Creyó Juan que no se le conocía el loco deseo; pero las chiquillas son, en esto, linces, y Dolores notó que la querían, y no sólo lo notó, sino que mostró tal inclinación a Juan, que éste, vencido, confesó de plano. La niña, más inexperta, más vehemente, más ignorante de las terribles consecuencias de un mal paso, arregló entonces la escapatoria, combinando y facilitando las cosas de tal manera que, dado el escándalo, el padre no tuviese más arbitrio que otorgar su consentimiento.

Se urdió el complot sin que nadie sospechase palabra; mas la víspera del día señalado, Juan, descolorido y trémulo, se echó a los pies del marqués, y le reveló la trama. Como todo el que quiere de veras, prefería su propia desventura al daño ajeno; anteponía al egoísmo de su pasión el honor y la felicidad de Dolores. Así pagaba el pobre expósito su deuda a la casa donde le acogieron y ampararon; así reconocía, al través de la tumba, los cuidados maternales recibidos de la señora a quien no podía olvidar. Al consumar el sacrificio, su alma sangraba; y cuando el marqués, alabando mucho su honrada sinceridad, le tomó, por primera providencia, el billete para Londres, Juan, en vez de salir hacia el tren, cayó en la cama, donde le postró una fiebre ardentísima.

Hizo el marqués que le cuidasen; puso entre tanto a Dolores en un convento de monjas, graves y buenas guardianas; y ya en franca convalecencia Juan, para mayor cautela —porque todas las precauciones son pocas, y quien una vez tropieza expuesto está a caer—, solicitó para el mozo un puesto lejos, lejos..., lo más lejos posible. Y se lo concedieron en Ultramar, y tan pingüe, que a ser Juan de otra condición a la vuelta de pocos años tendría hecha la suerte. Hasta el codo se podía meter la mano en aquella bendita prebenda administrativa, y es de creer que, al otorgársela, se contaba con que la aprovechase; porque el padre de Dolores, que, a pesar de las hablillas, no tenía con Juan más parentesco que el puramente moral de haberle protegido, sentía cierto remordimiento al desampararle, y encomendaba a la generosidad de nuestro presupuesto el porvenir del mozo, sin darse cuenta de que éste, a falta de claro abolengo, poseía enérgica honradez. Lo único que trajo Juan de ultramar, a la vuelta de cuatro años, fueron unos mezquinos ahorros, que gastó en intentar la curación de un padecimiento hepático; y como el marqués había fallecido y estaba casada Dolores, se encontró Juan, al empezar a bajar la árida cuesta de la edad madura, solo y pobre como cuando le recogieron en el trigal.

Entonces, sin explicarse la razón, sintió un deseo inexplicable de volver a ver el sitio y la quinta donde había pasado una niñez relativamente tan dichosa. Llegó a aquellos lugares por la tarde, a pie, apoyado en un bastón grueso; lo primero que hizo fue dar la vuelta a la tapia de la quinta, evocando mil recuerdos que surgían en tropel al aspecto de cada árbol y ante la figura de cada piedra. Su corazón latió de pronto con ímpetu; en el vetusto mirador, enramado de rosales, suspendido sobre el camino, acababa de ver a una señora y dos niños; ella, haciendo labor, los chicos, observando con curiosidad al pasajero encorvado y triste, de amarillento rostro. La señora, avisada por los chicos, levantó la cabeza y fijó en Juan la ojeada inerte que se concede al desconocido. Juan huyó; los ojos de Dolores, mirándole de aquel modo, le cortaban el alma. No paró hasta llegar a un campo de trigo, a la sazón maduro, salpicado de amapolas, como cuentas de coral sobre una trenza rubia. Los segadores, cantando alegremente, habían iniciado su faena, y los haces se amontonaban ya en un ángulo de la heredad; pero acercábase la puesta del sol, y pronto se retirarían a sus casuchas. Juan se aproximó a una mujer y preguntó con ansia:

—¿Es en este campo donde hace muchos años recogieron a un niño?

—Allí, señor —respondió la mujer con esa complacencia solícita de los aldeanos, soltando su hoz y levantándose para preceder a Juan y enseñarle el camino. Como unos diez minutos habrían andado, cuando la segadora se paró e hirió con el pie la orilla del sendero, pronunciando:

—Aquí mismo. Estaba en pelota, como le parieron. Mire si lo sabré bien, que yo era entonces moza y fui la primera que cogió al rapaz en brazos. Y mi hermano que le vio así, entre la abundancia, le puso «Juan Trigo». Nos daba mucha lástima, ¡ángel de Dios!... Las que andábamos segando le queríamos mantener con leche de vaca, y yo quería llevarle para donde mí; pero le cayó una suerte muy grande; la señora marquesa le recogió y le criaba ella y le tuvo en una hartura muy grandísima. Ahora será un caballero.

Juan calló. La amargura se desbordaba en su alma. Pensaba que podría haber sido el prohijado de aquella aldeana, vivir con ella, ayudarla a segar la mies, no conocer otros afanes ni otros deseos. Dejándose caer al suelo, en el mismo sitio donde le habían encontrado pegó la faz a la tierra, y sus lágrimas la empaparon lentamente.


«El Imparcial», 2 agosto 1897.

¿Justicia?

Sin ser filósofo ni sabio, con sólo la viveza del natural discurso, Pablo Roldán había llegado a formarse en muchas cuestiones un criterio extraño e independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo sea, pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales. En todo tiempo habían existido estas divergencias entre el modo de pensar colectivo y el de algunos individuos innovadores o retrógrados con exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como por rezagarnos.

Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa y elegante, que se llevaba los ojos y quizá el corazón de cuantos la veían. Un tesoro así debiera hacer vigilante a su guardador; pero Pablo Roldán, no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sino que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque, no juzgándose «propietario» de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla como se guarda una viña, un huerto o una caja de valores. «Una mujer —decía, sonriendo, Pablo— se diferencia de una fruta y de un rollo de billetes de Banco en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha ocurrido hacer responsable a la pavía si un ratero la hurta y se la come. La mujer es capaz y responsable, y vean cómo realmente, pareciendo tan bonachón, soy más rígido que ustedes, los celosos extremeños. La mujer es responsable, culpable.., entendámonos: cuando engaña. Claro que la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la flor de los imbéciles si, al acercarme a ella, no comprendiese la impresión que le produzco, si me ama, o le soy indiferente, o no me puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme cuenta: yo adivinaré… ¡No faltaría más! Y al adivinar, tan cierto como que me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor—, consideraré roto el lazo que la sujeta a mí, y no haré al Creador de las almas la ofensa de violentar un alma esencialmente igual a la mía… Desde el día en que no me quiera, mi mujer será «interiormente» libre como el aire. Sin embargo (pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua), le advertiré que queda obligada a salvar las apariencias, a tener muy en cuenta la exterioridad, a no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi parte, me creeré en el deber de seguir amparandola, de escudarla contra el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia parece que aún no me ha perdido el cariño… Son teorías, y ya sabe usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica rigurosamente.»

No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás, creía él que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo, que lo observaba sin cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé a notar, transcurridos algunos años —poco después de que la mujer de Pablo entró en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta—, ciertos síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba a veces triste y meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia, aunque se rehacía luego y volvía a su acostumbrada ecuanimidad. En cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y a las fiestas. Seguían yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja, antes venturosa, algún desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable; para mí el matrimonio Roldán se había disuelto.

Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los padres convidaron a sus relaciones a examinar las «vistas» y ricos regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando vi entrar a Pablo Roldán y a su mujer. Acercáronse a la mesa cargada de preseas magníficas, y la gente, agolpada, les abrió paso difícilmente. La señora de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales!, ¡qué gruesas!, ¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración hacia la joya, noté… —¿quién explicaría por qué me fijaba ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?—, noté, digo, que se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente trasladado a los dominios de un guante rojizo del Tirol… Y sentí el mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de mandos de su mujer a manos de Vargas.

Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se arrojó; no dio la más leve muestra de cólera o pesadumbre, al contrario, siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando a su mujer a que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió a este examen, que la gente fue retirándose poco a poco, y ya no quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me disponía a cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví a ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa, paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento… Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente bromeando con su esposa, elogiando un cuadro en el cual logró concentrar toda la atención de los circunstantes.

Desde el día siguiente empezó a murmurarse sobre el tema del robo: primero, en voz baja; después, con escandalosa publicidad. Hubo periódicos que lo insinuaron: el «tole tole» fue horrible. Las muchas personas distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al Cielo y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al ladrón. Se calumnió a varios inocentes, y el rencor buscó medios de herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron, por fin, al saber que el juez —avisado por una delación anónima— acababa de registrar la casa de Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la señora de Roldán.

Sólo yo comprendía la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que encontré a Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis dudas respecto a si debía o no revelar la verdad, puesto que la conocía, Pablo me respondió, con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:

—No intervengas. ¡Paso a la justicia, paso!… Dejó de amarme, y no me creí con derecho ni a la queja; quiso a otro, y únicamente le rogué que no me entregase a la risa del mundo… ¡Ya sabes cómo atendió a mi ruego… ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé. ¡Los medios fueron malos, pero… se lo tenía advertido! Si tú eres de los que creen que la venganza pertenece a Dios, apártate de mí, porque no nos entendemos. Amor, odio, y venganza… . ¿dónde habrá nada más humano?

Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver a verle. No sé juzgarle; tan pronto le compadezco como me inspira horror.

«El Imparcial», 23 abril 1894.

Justiciero

De vuelta del viaje, acababa el Verdello de despachar la cena, regada con abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron a la puerta de la cocina y se levantó a abrir la vieja, que, al ver a su nieto, soltó un chillido de gozo.

En cambio, Verdello, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el entrecejo severamente, esperó a que el muchacho se explicase. ¿Cómo se aparecía así, a tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno? ¿Qué cara era aquella, rayo? Y el Verdello, hinchado de cólera su cuello de toro, iba a interpelar rudamente al chico, si no se interpone la abuela, besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de bacalao con patatas oloroso y todavía caliente.

El muchacho se sentó a la mesa frente a su padre. Engullía de un modo maquinal, conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de la caminata a pie, en un día frío de enero; al empezar a tragar daba diente con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del vaso donde el vino rojeaba. El padre picando una tagarnina con la uña de luto, dejaba al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese..., que comiese... Ya llegaría la hora de las preguntas.

No tenía otro hijo varón; una hija ya talluda se había casado allá en Meirelle, ¡lejos! Este chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió. Al cabo, fruto de una madre tísica. Para proporcionarles bienestar a la madre y al hijo, el Verdello trajinaba día y noche por anchas carreteras y senderos impracticables, ejercitando con ardor su tráfico de arriería, comprando en las bodegas de los señores cosecheros y revendiendo en figones y tabernas el rico zumo de las vides avienses. Vino que catase y adquiriese el Verdello, vino era, ¡voto al rayo!, y vino de recibo en color y sabor. No necesitaba el arriero, para apreciar la calidad del líquido, beber de él; se desdeñaría de hacer tal cosa. Le bastaba, estando en ayunas, echar dos o tres gotas en la punta de la lengua, esto para el sabor; y para el color, otras tantas en la manga de la camisa, arremangada sobre el fornido brazo. Tal mancha, tal calidad. Y allí quedaban las manchas color de violeta, con armas parlantes de la arriería. El Verdello podía decir, con solo mirar a las manchas, qué bodegas del Avia daban el vino más honradamente moro.

¡Buen oficio el de arriero!¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos en el corazón, que de nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro docenas de onzas, o, ahora que no hay onzas, su fajo de billetes de a cien, y como seguro de las onzas y los billetes, en un bolsillo del chaquetón, el revólver cargado, y en otro, la navaja, amén de la vara de aguijón con puño y a veces la escopeta de tirar a las perdices en tiempo de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se pueden pasar durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene estar dispuesto a santiguar a tiros a los bromistas. Ya se habían querido divertir con Verdello, y un corte de hoz y dos abolladuras de estacazo tenía en la cabeza; pero llevó que contar el gracioso. Mejor dicho, no lo contó más que una semana.

Y sólo un Verdello es capaz de andar siempre atravesando por los caminos, sin parar y aguantando heladas, lluvias y calores. Así es que no quiso que Leandro siguiera el perro oficio. El muchacho estaría mejor a la sombra, bajo tejas, abrigado y comiendo a sus horas. Y así que cumplió los trece años, le colocó en una tienda de Auriabella, una casa muy decente. Al despedirse del chico con efusión de cariño brusco y bárbaro, medio a pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se cumple... Aquí el hombre se porta, y si no, ¡ojo conmigo...! Honradez... Trabajar... Como te descuides en lo menor, ya puedes prepararte, ¡rayo!»

No hubo necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía satisfecho. Era listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y ascendía poco a poco desde la escoba de barrer la tienda y las cabezas de cardo de alzar el pelo a los paños, al libro de contabilidad. Con el tiempo vendría a ser el alma de establecimiento. La mujer del Verdello, devorada por la consunción, murió tranquila respecto al porvenir de su hijo, viéndole ya, en su fantasía tendero acomodado, grueso, tranquilo, de levita los domingos y en el bolsillo del chaleco su buen reloj de oro.

Viudo, sin más compañía que la vieja, el Verdello, aunque robusto y atlético, no pensaba en volver a casarse. Que se casase el rapaz, que ya tenía sus diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal habían puesto al padre en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo libres. ¡Cosas de la edad! Que no le distrajesen de la obligación..., y lo demás no importa... ¿A qué venía el ceño del patrón, cuando reconocía que el chico no faltaba de su sitio nunca, y ni el mostrador ni la caja quedaban desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él, el propio Verdello, si rodaba por mesones y tugurios de ciudades, no tenía sus desahogos, sin otras consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y con más motivo un rapaz.

Sin embargo, al verle llegar así, a horas impensadas, cabizbajo, desencajado, el padre sintió allá dentro algo cortante y frío, como el golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué embuchado era aquel, demonio? Y la mirada de sus pupilas fieras se clavaban en Leandro, queriendo encontrar otras pupilas que rastreaban por el plato, mientras los blancos dientes seguían castañeteando o de miedo o de frío...

Acabóse la cena y salió la abuela a preparar la cama, a rebuscar un jergón y una manta, proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba tanto aquella noche!, y solo ya el padre con el hijo, salió disparada la pregunta:

—¿Tú qué hiciste? ¡Rayo! ¿Tú qué hiciste? Sin mentir...

Como el muchacho callase, dando mayores señales de abatimiento, el Verdello pateó, y en un arranque, soltó la bomba.

—¡Tú has robado! ¡Tú has robado!

Con inmensa angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse en brazos de su padre; pero este le rechazó de un modo instintivo y violento, lanzándole contra la pared. El muchacho rompió a sollozar, mientras el arriero, entre juramentos y blasfemias, repetía:

—¡Has robado..., cochino! Robaste la caja, robaste a tu principal... ¡Para pintureros vicios! Y ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...!

Echaba espuma por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente se aquietó. Para quien le conociese, era aquella quietud muy mala señal. Callado, derecho en medio de la cocina, alumbrado por el hediondo quinqué de petróleo y las llamas del hogar, parecía una grosera estatua de barro pintado, con trágicos rasgos en el rostro, donde se traslucían los negros pensares. ¡Tener un ladrón en casa!, Él, el Verdello, había sido toda su vida hombre de bien a carta cabal; su palabra valía oro, sus tratos no necesitaban papel sellado, ni señal siquiera. Palabra dicha, palabra cumplida. En las bodegas y las tabernas ya conocían al Verdello. Traficar y ganar; pero con vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo a nadie... ¿Quién se fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén glacial, como si escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del muchacho la frase:

—El robar no te viene de casta.

No hubo más respuesta que sollozos, y el padre añadió con la misma frialdad;

—¿Cuánto cogiste? Porque mañana temprano salgo yo a devolverlo.

Alentó algo el culpable, y, tratando de asegurar la voz, murmuró débilmente y entre hipos:

—Ciento noventa y siete pesos y dos reales...

No pestañeó el arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economía, pero... ¡Dios delante! Eso, en comparanza de otras cosas. Mientras echaba sus cuentas, con la mano derecha se registraba faja y bolsos sin duda requisando el capital que guardaba allí, fruto de las ventas realizadas en Cebre y en Parmonde... Acabado el registro, se volvió hacia el muchacho, y señaló a la puerta trasera de la cocina:

—¡Anda ahí fuera! ¡Listo!

¿Fuera? ¿A qué? No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Que bocanada de hielo al entrar en la corraliza! La noche era de la de órdago: las estrellas competían en brillar en el cielo, la escarcha en el suelo, y el pilón del lavadero se acaramelaba en la superficie. El mastín de guarda ladró al divisar a los dos hombres; pero su fiel memoria afectiva le iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó a Leandro, apoyándole en el pecho las patas. Y cuando padre e hijo pasaron el portón de la corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola, brincando de gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un cuarto de hora, hasta que el Verdello hizo alto al pie de las tapias de un huerto, derruidas ellas y abandonado él. Y, empujando al muchacho, le arrimó al tapial y se colocó enfrente, ya empuñando el revólver.

Leandro se le desvió con un salto rápido de su instinto animal. Comprendía, y su juventud, la savia de los veinte años, protestaba sublevándose. ¡No; morir, no! Quiso correr, huir a campo traviesa. Y aquel temblor de antes, el de los dientes, el de las manos, descendió a sus piernas flacuchas de mozo enviciado en mujerzuelas, y le doblegó y le hizo caer postrado, medio de rodillas, balbuciendo:

—¡Perdón! ¡Perdón!

El padre se acercó; vio a la semiclaridad de los astros dos ojos dilatados por el terror, que imploraban..., e hizo fuego justamente allí, entre los dos ojos, cuya última mirada de súplica se le quedó presente, imborrable. Cayó el cuerpo boca abajo, y el golpe sordo y mate contra la tierra endurecida por la helada sonó extrañamente; el perro exhaló un largo aullido, y el arriero se inclinó; ya no respiraba aquella mala semilla.


«El Imparcial», 12 febrero 1900.

La Adaptación

El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma… Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.

—¡Los indios, los indios! Hay gran variedad de ellos, y se conservan todavía las tribus autóctonas que los arianos encontraron cuando hicieron su irrupción y que jamás han logrado vencer, ¿lo oye usted?, porque los tales salvajes son… muy aragoneses. Se han retirado los infelices a una meseta pantanosa, donde los mosquitos de la fiebre les garantizan la independencia, y allí se resisten como pueden a ser absorbidos, primero por los adoradores de Brahma o Buda, y ahora por los luteranos. Ellos tienen sus divinidades, sus creencias, sus ideas, y no se mezclan con los vencedores. ¡Si viese usted cómo los tratan éstos! ¡Qué muro, entre los Klondos y las castas superiores! ¡Cómo les han degradado! La idea corriente es que el contacto de los sometidos mancha, corrompe, que su sombra impurifica el agua. Sólo se les llama cerdos y carroñas. No se les permite ni aprender a leer, ni vestirse sino de andrajos, ni construir una casa cómoda, ni beber en cacharro nuevo, sino que primero lo han de desportillar. ¿Qué más? ¡Lavarse les está prohibido!

—La humanidad —asentí— parece la misma en todas partes… Sin embargo, nosotros los españoles nunca hemos degradado al vencido. No hemos hecho castas. Eso hay que reconocérnoslo.

—¡Ah! ¡Pues allí, la noción de raza superior y de casta superior es tremenda! Le contaré un caso… Usted sabe que, cuando se condena a una raza o a un ser a la ignominia, involuntariamente se teme que esa raza o ese ser desarrollen una especie de fuerza maléfica, dañando en la sombra por ocultas artes. Así se ha supuesto de las brujas y aun de los judíos. ¿Qué ha de hacer el paria, que casi está fuera de la humanidad? Vengarse: transmitir contagios, lanzar ojeadas funestas y acaso, de noche, transformarse en tigre o serpiente y salir al camino de brahmín o del guerrero para devorarle, quebrantar sus huesos y destilar ponzoña en su venas. A los niños, a la esperanza de la raza opresora, los parias envían la viruela o alguna de esas misteriosas enfermedades que se atribuyen al aojamiento, pues no se explican por causa natural… Mi profesión, el crédito ganado en ella, fue motivo de que visitase la residencia de una aristocrática señora llamada Kandyra, viuda de un rajá, a la cual los ingleses salvaron del célebre sacrificio vidual, ya casi caído en desuso. Kandyra era en su país una rica hembra llena de orgullo; no hubiese titubeado un punto ante la muerte, y hubiese subido a la hoguera con la frente alta, rehusando el brebaje insensibilizador, de datura y opio. Pero era madre; tenía tres hijos cuando la conocí, y las madres no son nunca enteramente fuertes ni enteramente altivas. Hay un punto por donde flaquean. Cierto día me avisaron para que viese al mayor de los muchachos, de unos seis años, y desde que entré comprendí que no tenía remedio. Hice lo posible para consolar a la madre, y cuando el chiquillo exhaló el último aliento, la señora, en vez de acusarme, me advirtió que ya sabía de antemano que yo no podía curar a su hijo…, porque estaba hechizado.

—He tropezado —prosiguió trémula de dolor— con una de esas mujeres de la casta inmunda, habitantes de los charcos, una koregaresa… Me paseaba con mis niños al borde del río, aspirando el fresco del agua, cuando vi, entre unas cañas, muy cerca, a la maldita, que nos fijaba, que nos enviaba su fétido aliento… La cerda estaba criando; de su seno, colgante y negruzco, pendía su retoño, que lo chupaba ansiosamente. Mis servidores la quisieron alejar: «¿No sabes —la dijeron— que debes guardar siempre una distancia de noventa varas cuando pasa un noble?». Y uno de ellos, con una pértiga, desde lejos, la golpeó. El muñeco rompió a llorar… ¡Qué amenaza en los ojos de la impura, de la que come viandas sangrientas! En vez de huir, se acercó más; llegó a tocar a mi hijo con su mano infame… Al día siguiente, mi hijo enfermaba… ¡Yo sabía que tus medicamentos no le salvarían!

En vano combatí la supersticiosa idea. Pasó una semana y me avisaron para el hijo segundo de Kandyra. No pude menos de sentir alguna preocupación al ver que se moría, lo mismo que su hermano, de meningitis fulminante. La madre se retorcía en el suelo; al quererla auxiliar, sus lágrimas candentes abrasaban las manos donde caían.

—¿Lo ves, extranjero? —repetía—. ¿Lo ves?

Así que el enfermito no dio señales de vida, la madre, alzándose solemne y grave, me suplicó:

—No me queda más que uno ya. Es preciso que no muera, y el único medio es llamar a esa carroña vil y que deshaga el conjuro; que adopte a mi hijo… ¿Quieres encargarte de traer aquí a la maldecida? No me atrevo a fiar esta comisión a los sirvientes. ¡Sentirían horror! ¡El heredero del rajá de Visapura adoptado por la koregaresa! ¡Mamando de su leche inficionada! ¡Ah! ¿Por qué no me habrán permitido subir a la hoguera, acompañar a mi esposo? En fin, ve tú, extranjero, tú que no temes al contacto de ningún nacido.

—Claro que no lo temo —respondí, aprovechando la ocasión para moralizar un poco—. Esa koregaresa, y tú, Kandyra, y yo, el cristiano, somos lo mismo: somos hijos de un mismo Padre.

La respuesta a mi homilía fue una mirada inexplicable de hondo, de terrible desprecio… Al punto trató de corregirse, humilde, y me imploró:

—Espero en ti… Salva a mi niño de pecho. ¡Si él se muere, no viviré yo!…

¿Qué quería usted que hiciera? Cumplí el cargo y busqué a la mujer a quien tanto temía Kandyra. No fue fácil al pronto dar con ella, porque se había retirado hacia su montaña natal, temerosa, sin duda, de las iras de la poderosa dama. Gracias a las noticias de algunos pescadores ribereños pude descubrirla, y gracias a algunas dádivas, decidirla a acompañarme.

No he visto jamás cosa más repugnante que aquella hembra. La higiene en los países cálidos es el baño, y como a estos parias se les prohíbe contaminar los ríos, el hábito de la suciedad ha venido a ser naturaleza en ellos. La maternidad, siempre tan hermosa, parecía en ella repulsiva, y el niño que se agarraba a su pecho tenía los ojitos llenos de moscas, que la madre ni aun se cuidaba de apartar con la mano.

Sostuve una lucha para obligarla a asearse un poco y a limpiar a su crío, y después de varias fricciones, la humanidad reapareció en las dos caras semibestiales, de pómulos salientes y párpados oblicuos, porque estos pueblos, anteriores a la llegada de los arianos, son realmente mongoles. Después de la toilette, nos dirigimos a casa de Kandyra.

La altiva dama recibió a la koregaresa con una sumisión, una dulzura, que me asombró… Es decir, no debiera asombrarme: ¡era madre Kandyra! Colmó de obsequios a la salvaje; la regaló arroz, aceite, rupias de oro, un collar de cobre, que estas tribus estiman mucho, y hechas las paces, aplacado el numen, la tendió el niño de seis meses, ¡el único que quedaba vivo!, para obtener el supremo favor, lo que había de prevenir toda desdicha y todo mal: la adopción por medio de la leche… La cara de sufrimiento de Kandyra cuando su hijo llevó la boca al seno inmundo, al seno infecto, no puede describirse: ¡era un poema! En cambio, la salvaje se ufanaba, se engreía. Aquella criatura había dejado de pertenecer a la raza superior, a la de los amos y vencedores. Por la leche y la adopción, por una pulserilla de hierro que acababa de ceñirle al puño, el pequeñuelo aristócrata, de dorada y fina piel, estaba bajo la protección de la diosa tutelar de la tribu vencida —la gran Tari Loha, la sanguinaria—. Y la koregaresa, dirigiéndose al hijo de Kandyra, repetía:

—¡Ya eres nuestro! ¡Ya eres koregar…!

—¿Y vivió ese niño? —pregunté curiosamente.

—Vivió y vive… Es el rajá de Visapura… Su madre sí que no tardó en morir, agobiada por el horrible secreto de que el futuro rajá era un paria…

La Adopción

El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.

—¡Los indios, los indios! Hay gran variedad de ellos, y se conservan todavía las tribus autóctonas que los arianos encontraron cuando hicieron su irrupción y que jamás han logrado vencer, ¿lo oye usted?, porque los tales salvajes son... muy aragoneses. Se han retirado los infelices a una meseta pantanosa, donde los mosquitos de la fiebre les garantizan la independencia, y allí se resisten como pueden a ser absorbidos, primero por los adoradores de Brahma o Buda, y ahora por los luteranos. Ellos tienen sus divinidades, sus creencias, sus ideas, y no se mezclan con los vencedores. ¡Si viese usted cómo los tratan éstos! ¡Qué muro, entre los Klondos y las castas superiores! ¡Cómo les han degradado! La idea corriente es que el contacto de los sometidos mancha, corrompe, que su sombra impurifica el agua. Sólo se les llama cerdos y carroñas. No se les permite ni aprender a leer, ni vestirse sino de andrajos, ni construir una casa cómoda, ni beber en cacharro nuevo, sino que primero lo han de desportillar. ¿Qué más? ¡Lavarse les está prohibido!

—La humanidad —asentí— parece la misma en todas partes... Sin embargo, nosotros los españoles nunca hemos degradado al vencido. No hemos hecho castas. Eso hay que reconocérnoslo.

—¡Ah! ¡Pues allí, la noción de raza superior y de casta superior es tremenda! Le contaré un caso... Usted sabe que, cuando se condena a una raza o a un ser a la ignominia, involuntariamente se teme que esa raza o ese ser desarrollen una especie de fuerza maléfica, dañando en la sombra por ocultas artes. Así se ha supuesto de las brujas y aun de los judíos. ¿Qué ha de hacer el paria, que casi está fuera de la humanidad? Vengarse: transmitir contagios, lanzar ojeadas funestas y acaso, de noche, transformarse en tigre o serpiente y salir al camino de brahmín o del guerrero para devorarle, quebrantar sus huesos y destilar ponzoña en su venas. A los niños, a la esperanza de la raza opresora, los parias envían la viruela o alguna de esas misteriosas enfermedades que se atribuyen al aojamiento, pues no se explican por causa natural... Mi profesión, el crédito ganado en ella, fue motivo de que visitase la residencia de una aristocrática señora llamada Kandyra, viuda de un rajá, a la cual los ingleses salvaron del célebre sacrificio vidual, ya casi caído en desuso. Kandyra era en su país una rica hembra llena de orgullo; no hubiese titubeado un punto ante la muerte, y hubiese subido a la hoguera con la frente alta, rehusando el brebaje insensibilizador, de datura y opio. Pero era madre; tenía tres hijos cuando la conocí, y las madres no son nunca enteramente fuertes ni enteramente altivas. Hay un punto por donde flaquean. Cierto día me avisaron para que viese al mayor de los muchachos, de unos seis años, y desde que entré comprendí que no tenía remedio. Hice lo posible para consolar a la madre, y cuando el chiquillo exhaló el último aliento, la señora, en vez de acusarme, me advirtió que ya sabía de antemano que yo no podía curar a su hijo..., porque estaba hechizado.

—He tropezado —prosiguió trémula de dolor— con una de esas mujeres de la casta inmunda, habitantes de los charcos, una koregaresa... Me paseaba con mis niños al borde del río, aspirando el fresco del agua, cuando vi, entre unas cañas, muy cerca, a la maldita, que nos fijaba, que nos enviaba su fétido aliento... La cerda estaba criando; de su seno, colgante y negruzco, pendía su retoño, que lo chupaba ansiosamente. Mis servidores la quisieron alejar: «¿No sabes —la dijeron— que debes guardar siempre una distancia de noventa varas cuando pasa un noble?». Y uno de ellos, con una pértiga, desde lejos, la golpeó. El muñeco rompió a llorar... ¡Qué amenaza en los ojos de la impura, de la que come viandas sangrientas! En vez de huir, se acercó más; llegó a tocar a mi hijo con su mano infame... Al día siguiente, mi hijo enfermaba... ¡Yo sabía que tus medicamentos no le salvarían!

En vano combatí la supersticiosa idea. Pasó una semana y me avisaron para el hijo segundo de Kandyra. No pude menos de sentir alguna preocupación al ver que se moría, lo mismo que su hermano, de meningitis fulminante. La madre se retorcía en el suelo; al quererla auxiliar, sus lágrimas candentes abrasaban las manos donde caían.

—¿Lo ves, extranjero? —repetía—. ¿Lo ves?

Así que el enfermito no dio señales de vida, la madre, alzándose solemne y grave, me suplicó:

—No me queda más que uno ya. Es preciso que no muera, y el único medio es llamar a esa carroña vil y que deshaga el conjuro; que adopte a mi hijo... ¿Quieres encargarte de traer aquí a la maldecida? No me atrevo a fiar esta comisión a los sirvientes. ¡Sentirían horror! ¡El heredero del rajá de Visapura adoptado por la koregaresa! ¡Mamando de su leche inficionada! ¡Ah! ¿Por qué no me habrán permitido subir a la hoguera, acompañar a mi esposo? En fin, ve tú, extranjero, tú que no temes al contacto de ningún nacido.

—Claro que no lo temo —respondí, aprovechando la ocasión para moralizar un poco—. Esa koregaresa, y tú, Kandyra, y yo, el cristiano, somos lo mismo: somos hijos de un mismo Padre.

La respuesta a mi homilía fue una mirada inexplicable de hondo, de terrible desprecio... Al punto trató de corregirse, humilde, y me imploró:

—Espero en ti... Salva a mi niño de pecho. ¡Si él se muere, no viviré yo!...

¿Qué quería usted que hiciera? Cumplí el cargo y busqué a la mujer a quien tanto temía Kandyra. No fue fácil al pronto dar con ella, porque se había retirado hacia su montaña natal, temerosa, sin duda, de las iras de la poderosa dama. Gracias a las noticias de algunos pescadores ribereños pude descubrirla, y gracias a algunas dádivas, decidirla a acompañarme.

No he visto jamás cosa más repugnante que aquella hembra. La higiene en los países cálidos es el baño, y como a estos parias se les prohíbe contaminar los ríos, el hábito de la suciedad ha venido a ser naturaleza en ellos. La maternidad, siempre tan hermosa, parecía en ella repulsiva, y el niño que se agarraba a su pecho tenía los ojitos llenos de moscas, que la madre ni aun se cuidaba de apartar con la mano.

Sostuve una lucha para obligarla a asearse un poco y a limpiar a su crío, y después de varias fricciones, la humanidad reapareció en las dos caras semibestiales, de pómulos salientes y párpados oblicuos, porque estos pueblos, anteriores a la llegada de los arianos, son realmente mongoles. Después de la toilette, nos dirigimos a casa de Kandyra.

La altiva dama recibió a la koregaresa con una sumisión, una dulzura, que me asombró... Es decir, no debiera asombrarme: ¡era madre Kandyra! Colmó de obsequios a la salvaje; la regaló arroz, aceite, rupias de oro, un collar de cobre, que estas tribus estiman mucho, y hechas las paces, aplacado el numen, la tendió el niño de seis meses, ¡el único que quedaba vivo!, para obtener el supremo favor, lo que había de prevenir toda desdicha y todo mal: la adopción por medio de la leche... La cara de sufrimiento de Kandyra cuando su hijo llevó la boca al seno inmundo, al seno infecto, no puede describirse: ¡era un poema! En cambio, la salvaje se ufanaba, se engreía. Aquella criatura había dejado de pertenecer a la raza superior, a la de los amos y vencedores. Por la leche y la adopción, por una pulserilla de hierro que acababa de ceñirle al puño, el pequeñuelo aristócrata, de dorada y fina piel, estaba bajo la protección de la diosa tutelar de la tribu vencida —la gran Tari Loha, la sanguinaria—. Y la koregaresa, dirigiéndose al hijo de Kandyra, repetía:

—¡Ya eres nuestro! ¡Ya eres koregar...!

—¿Y vivió ese niño? —pregunté curiosamente.

—Vivió y vive... Es el rajá de Visapura... Su madre sí que no tardó en morir, agobiada por el horrible secreto de que el futuro rajá era un paria...

La Advertencia

Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

—Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?

La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.

—¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece.

—Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.

Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.

—¿Yo, don Caliste? ¿A mí...?

—A ti, claro, a ti... No sé de qué te pasmas... A mí no había de ser... Si te dijese que te llamaban para guiar el coche, bueno que te asombrases...

—Y entonces, ¿quiérese decir que tengo que largar para Madrí, don Caliste?

—No siendo que pienses darle teta desde aquí al pequeño de los señores...

—No se burle... No se burle... ¿Y qué dirá mi hombre cuando sepa que dejo la casa y los rapaces?

—Dirá que perfectamente. ¿Qué diantre ha de decir? Os cae en la boca una breva madura. Ocho pesos de soldada al mes, comida..., ¡ya supondrás qué comida! Y ropa... ¡De ropa, como la reina! Collares y pendientes de monedas de oro, pañuelos bordados, mantel de terciopelo... ¡Hecha una imagen!

—Ocho pesos —repitió impresionada la aldeana, mientras el mamón, acogotado de hartura, cerraba los ojuelos y se adormecía—. ¿Dice que ocho pesos?

—¡Y propinas! ¡Propinas gordas!

Maripepiña meneó la cabeza, cubierta de densa crencha, de un rubio magnífico, veneciano, que, sencillamente alisado para domar su rizosa independencia, brillaba a los últimos rayos del sol. Cubrió el globo del seno, que todavía rozaba, descubierto, la cabeza del niño dormido, y repitió:

—¿Qué dirá mi hombre?

—¿El trabaja en la viña de Méntrigo?

—Sí señor... Allí está el enfelís, aguantando calor desde la madrugada.

—Pues, paso por allá y se lo remito... porque esto no da espera, mujer. Si te determinas, has de salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevo a Vilamorta; la diligencia sale a las once de la noche, por aprovechar las horas frescas.

Nada contestó la moza... Su estrecha frente estaba como abarrotada de pensamientos contradictorios. El médico cabalgó otra vez y se alejó, con el mismo choque de eslabón de las herraduras contra las lages de la calzada bruñidas por el tiempo.

Un cuarto de hora después, el hombre de Maripepa aparecía, chaqueta al hombro, azadón terciado. No hubo explicación: ya venía informado por el médico:

—Y luego, Julián, ¿qué nos cumple hacer?

El aldeano, al pronto, calló, con cazurro silencio. Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de la herrada un tanque de agua fría, que apuró a tragos largos, como se deben apurar las amarguras inevitables...

Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa de soltar al crío en la cuna.

—Nos cumple, nos cumple... —repitió sentencioso—. Nos cumple a los pobres obedecer y aguantar... El amo, si está de buenas, puédese dar que nos perdone la renta del año; y que la perdone, que no la perdone, tus ocho pesos nadie te los quita. Y tú, según los vas cobrando, aquí los remites, que yo tengo mi idea, mujer, y nos perdonando la renta, si tú se lo sabes pedir con buen modo a la señora, con tu soldada mercábamos el cacho de la viña que está junto al pajar, y ya teníamos huerta, patatas y berzas, y judías, y calabazas, y todo...

—Bien; estando tú conforme, voy a recoger la ropa.

El marido gruñó:

—Lleva no más lo puesto, parva, que ropa ha sobrarte.

—Y a los rapaces, ¿quién los atiende?

—Estarán atendidos. Vendrá mi hermana, la más pequeña. Ya cumplió los diez años por San Juan; sirve para cuidarlos.

—Que no le falte leche a Gulianiño —imploró la madre, señalando a la cuna.

Y al pronunciar el nombre cariñoso del nene, se le quebró la voz a Maripepa y las lágrimas apuntaron en sus ojos verdes, del color de los pámpanos de la vid.

El marido, por su parte, también sintió no sé qué allá, en lo hondo de sus toscas entrañas de labriego amarrado sin reposo a la labor que gana el pan oscuro y grosero... Por un instante los esposos se miraron, con el mismo ¡ay!, con la misma devoción a la cría, a la prole.

—Voyme de mala gana, mi hombre —suspiró la hembra.

—¡No hay remedio! —articuló él, reflexivamente.

Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Maripepa, la besó sin arte, restregándole la cara.

—Cata que eres moza y de buen parecer —refunfuñaba entre estrujones—. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Tú vas para el chiquillo y no para los grandes, ¿óyesme? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos...

La aldeana sonreía interiormente, bajando hipócrita los ojos. Ella sería buena por el aquel de ser buena; pero su hombre no tenía un pie en Norla y otro en Madrid, y los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese... Y, con modito maino, se limpió los carrillos del estregón y sacudiendo la mano en el aire, articuló mimosa:

—¡Asús, lo que se te fue a ocurrir, santo! ¡Nuestra Señora del Plomo me valga!...

La Almohada

La tarde antes del combate, Bisma, el veterano guerrero, el invencible de luengos brazos, reposa en su tienda. Sobre el ancho Ganges, el sol inscribe rastros bermejos, toques movibles de púrpura. Cuando se borran y la luna asoma apaciblemente, Bisma junta las manos en forma de copa y recita la plegaria de Kali, diosa de la guerra y de la muerte.

«¡Adoración a ti, divinidad del collar de cráneos! ¡Diosa furibunda! ¡Libertadora! ¡La que usa lanza, escudo y cimitarra! ¡A quien le es grata la sangre de los búfalos! ¡Diosa de la risa violenta, de la faz de loba! ¡Adoración a ti!»

Mientras oraba, Bisma creyó escuchar una ardiente respiración y ver unos ojos de brasa, devoradores efectivamente, como de loba hambrienta, que se clavaban en los suyos. Jamás Kali, la Exterminadora, se le había manifestado así; un presentimiento indefinible nubló el corazón del héroe. Casi en el mismo instante, la abertura de la tienda se ensanchó y penetró por ella un hombre: Kunti, el bramán. Silencioso, permaneció de pie ante Bisma, y al preguntarle el longibrazo qué buscaba a tal hora allí, Kunti respondió, espaciando las palabras para que se hincasen bien en la mente:

—Bisma, sé que al rayar el sol lucharéis los dos bandos de la familia, hermanos contra hermanos. Quiero amonestarte. Medita, sujeta las serpientes de tu cólera. ¿Qué importan el poder, los goces, la vida? Son deseos, aspiraciones, ilusiones; el bien consiste en la indiferencia. El sabio, cuando ve, oye, toca y respira, dice para sí: «Es otro, no yo mismo, no mi esencia, quien hace todo esto.» El insensato está aherrojado por sus deseos. El autor del mundo no ha creado ni la actividad ni las obras; lo que tiene principio y fin no es digno del sabio. Junta las cejas, iguala la respiración, fija los ojos en el suelo..., y no pienses en pelear contra tu descendencia.

—No es igual el bramán estudioso al chatria batallador —contestó desdeñosamente Bisma—. Para el chatria, no hay manjar tan sabroso como un combate. Para el chatria, la muerte es muy preferible a la deshonra. El varón a quien agradan los quehaceres propios de su casta, ese es varón perfecto. Además, también sé yo, aunque rudo, mi poco de filosofía, y te digo, en verdad, que la muerte no existe. El alma es invulnerable; lo que perece es el cuerpo. El alma es eterna. Si abandona mi cuerpo, pasará a otro nuevo y robusto. ¿Qué matamos? Un despojo, un poco de tierra. Déjame dormir que necesito fuerzas para mañana.

Retiróse Kunti entristecido; había visto (fúnebre presagio) alrededor de Bisma una niebla roja. Pasó la noche meditando, hasta que al amanecer le sobrecogió el alboroto de las caracolas, tambores y trompetas; los ejércitos iban a entrechocarse, a abrazarse con el abrazo formidable de dos tigres en celo. Las falanges ondulaban; cuando se confundió su oleaje, se alzó un estrépito como el del mar en días de tormenta; más alto que aquel eco pavoroso, el clamor de Bisma retando al enemigo hizo temblar hasta a los elefantes portadores de torres repletas de arqueros, cuyas flechas silbaban ya desgarrando el aire.

Bisma abría a su alrededor un círculo; ante su maza, esgrimida por los largos brazos nervudos, el suelo se cubría de carne palpitante; los más resueltos evitaban acercarse allí; se había formado una plaza ambulante, que caminaba con el guerrero, variando de lugar según él avanzaba, más ancha cada vez. Circundando aquel emplazamiento libre, se desarrollaba la lid, y atronaba su ruido formado por sonidos discordes: el clamoreo y trajín de los infantes, el batir del casco de los caballos, el choque de las ferradas porras y el rechinar de los garfios de hierro, el hondo campaneo de los escudos, el tilinteo de las campanillas que adornaban el petral de los elefantes, el gemido de los moribundos, el largo silbo de las encendidas flechas y, algo más espantable aún: el crujido de los cuerpos reventados, aplastados por las patazas elefantinas. Pero donde Bisma jugaba su maza colosal, relativo silencio permitía escuchar las injurias que el enemigo dirige al enemigo en la viril embriaguez de la lucha. Los que habían caído anonadados por un mazazo, sangrando como bueyes, aún respiraban; los afanes inconscientes de la agonía les obligaban a arrastrarse por el suelo, comprimiendo con la mano sus entrañas, que se salían del roto vientre. Y Bisma, orgulloso, se apoyó en la maza y descansó un instante, esperando enemigos de refresco. Entonces vio que Sueta, el gallardo príncipe, avanzaba contra él, solo, desnudo, sin más armas que su lanza.

Por un instante Bisma vaciló entre la inacción y la acción. Aquel guerrero tan hermoso, cuyo torso moreno, escultural, parecía de oro bruñido a los rayos del sol, era un retoño de su propia raíz: era su nieto. Era, además, muy mozo, y todavía las apsaras, que ofrecen la copa del amor a los mortales, no le habían ungido los labios con el licor extraído de las flores. El momento de incertidumbre y de compasión fue brevísimo. Bisma alzó la maza; Sueta arrojó la lanza, a fin de combatir desde lejos y evitar el primer ímpetu de su adversario; Pero Bisma saltó de costado, la lanza se clavó en tierra, y el mazazo, de refilón, tocó al joven en la sien. Bastó para derribarle, redondo, sin sufrimientos, sin herida visible. Quedó como dulcemente dormido, y Bisma, al mirarle a sus pies, soltó la maza; un estupor repentino, una fascinación misteriosa, le obligó a arrodillarse al lado del cadáver de su descendiente y alzarle en sus brazos. ¡Era un guerrero hermoso de veras!

Cuando Bisma dejó caer el inanimado cuerpo y se incorporó, el círculo abierto a su alrededor no existía. La corriente desbordada de la batalla le arrastraba ya. Ni tiempo tuvo de recoger su maza. No le quedaba más defensa que sus luengos brazos. Le envolvía el oleaje, le arrebataba una fuerza desatada como un elemento. Se sintió perdido, ahogado, acribillado, consumido cual arista por el fuego. De lo alto de las torres llovían flechas. La primera se le clavó en un muslo; después, otra en el cuello; dos en el hombro. Con las manos quiso guarecerse; sus manos fueron atravesadas de parte a parte por finísimas lenguas de áspid, de hierro, y las dejó caer, exhalando un rugido de dolor. Descubierto el rostro, en él se hincaron los dardos, y al penetrar uno en la cavidad del ojo izquierdo, Bisma se desplomó exhalando un quejido lúgubre. Cayeron sobre él innumerables contrarios y le destrozaron a porfía con krises, puñales, lanzas cortas, espadas curvas, garfios, piedras aguzadas, hachas de jade: no quedó sitio de su cuerpo que no recibiese herida: ya ni las sentía. Allí quedó expirante el héroe, conservando todavía algún residuo de aliento vital. Aún se estremecía bajo la garra del dolor su carne, cuando, cerrada la noche y extinguido el furor de la batalla, Kunti, el bramán, se atrevió a recorrer el campo buscando al viejo guerrero, y le encontró, y le conoció por sus brazos largos, y se arrodilló a su lado, acercando a sus labios una calabaza llena de agua fresca.

—Voy a morir —articuló Bisma—. Tenías razón, hombre puro y sabio: la guerra es una cosa horrible...; pero el chatria respira con deleite el olor de la sangre. ¡Cuánta a mi alrededor! ¡Cuánta! Arroyos, torrentes, mares... Me ahoga. Dame almohada en que recostar la cabeza para morir.

Kunti trató de acomodar en su regazo, sobre sus rodillas, la desfigurada cabeza, monstruosa. Como viese que Bisma no descansaba así, a una señal expresiva del veterano, recogió del suelo varias agudas flechas, las colocó en haz, y sobre ellas acomodó cuidadosamente la testa, donde la muerte empezaba ya a tender velo sombrío. Bisma sonrió contento, y murmurando: «Adoración a ti, Kali, de la faz de loba», dejó que se desciñese el estrecho abrazo de su cuerpo y su alma.


«Blanco y Negro», núm. 261, 1903.

La Amenaza

Aquella casita nueva tan cuca, tan blanqueada, tan gentil, con su festón de vides y el vivo coral de sus tejas flamentes, cuidadosamente sujetas por simétricas hiladas de piedrecillas; aquellos labradíos, cultivados como un jardín, abonados, regados, limpios de malas hierbas; aquel huerto, poblado de frutales escogidos, de esos árboles sanos y fértiles, placenteros a la vista, cual una bella matrona, me hacían siempre volver la cabeza para contemplarlos, mientras el coche de línea subía, al paso, levantando remolinos de polvo la cuesta más agria de la carretera. Sabía yo que esta modesta e idílica prosperidad era obra de un hombre, pobre como los demás labradores, que viven en madrigueras y se mantienen de berzas cocidas y mendrugos de pan de maíz, pero más activo, más emprendedor; dotado de la perseverancia que caracteriza a los anglosajones, de iniciativa y laboriosidad, y que, a fuerza de economía, trabajo, desvelos e industria había llegado a adquirir aquellas productivas heredades, aquel huerto con su arroyo y a construir en vez de ahumado y desmantelado tugurio, la vivienda de «señor», saludable, capaz, aspirando y respirando holgadamente por sus seis ventanas y su alta chimenea… A veces, desde el observatorio de la ventanilla del destartalado coche veía al dueño de la casa, el tío Lorenzo Laroco, llevando la esteva o repartiendo con la azada el negro estiércol fecundador, exponiendo al sol sin recelo su calva sudorosa y su rojo y curtido cerviguillo, y admiraba, involuntariamente, aquella vejez robusta aquella alegre energía, aquella complacencia en la tarea y en la posesión de un bienestar ganado a pulso y a puño, sin defraudar a nadie, honradamente.

Un día —llegando el coche al alto donde ya se registran los dominios del tío Lorenzo— noté con sorpresa completa transformación. En las heredades en barbecho crecían cardos, escajos y ortigas. La mitad de los árboles del huerto aparecían tronzados, secos algunos; el arroyo se había convertido en charca, y en la fachada de la casa solitaria pendía, a manera de colgajo de carne desprendido por cuchillada feroz, una vidriera que desgajó sin duda la racha del huracán.

Mi exclamación de asombro y pena determinó silenciosa y astuta sonrisa en el aldeano, que, sentado frente a mí, descansaba la barbilla en el puño de báculo del inmenso paraguas rojo —el clásico «paraguas de familia», tan querido del campesino gallego—. Guiñó los ojos sagaces y esperó con sorna la pregunta infalible.

—Mi amigo, ¿sabe si es que ha muerto el tío Lorenzo de Laroco? —pronuncié con interés.

—Morir, no murió —respondió el aldeano pesando las palabras cual si fuesen polvillos de oro.

—Pues ¿cómo veo todo abandonado y hasta la vidriera rota?

—La casa se vende y las tierras también —declaró el buen hombre, con la misma solemnidad y diplomática reserva.

—Pero…, y al tío Lorenzo, ¿qué le pasa?

—El tío Lorenzo… ¡Pchs!…, dicen que embarcó para Buenos Aires.

—¿Y por qué? ¡Un hombre que le iba tan bien aquí!

El labriego meneó la cabeza, adelantó el labio inferior, se encogió levemente de hombros, apretó el cayado del paraguazo, y al fin soltó con énfasis:

—¿Y qué quiere, señora? ¡Cosas de la «fertuna», que «vira» como el viento!

Conociendo algo la psicología de nuestra gente aldeana, comprendí que aunque preguntase y repreguntase no sacaría en limpio la historia dramática que me hacían presentir aquellas truncadas noticias. Por suerte, al día siguiente, cuando salíamos de la misa mayor, me di de manos a boca con el médico don Fidel, sujeto de habla expedita y bien informado de la chismografía rural. Apenas toqué el punto del embarque del tío Lorenzo, exclamó vivamente:

—Ahí tiene usted uno que no emigra ni por falta de recursos, ni menos por sobra de codicia. Satisfecho vivía él en su casita preciosa, y con sus frutales y sus hortalizas, y su hórreo revertiendo maíz, y su panera llena de trigo, como el emperador en su trono. Era un «filósofo» allá, a su manera, el tío Lorenzo, y comprendía que vale más pájaro en mano… Para quien sabe agenciarse y vivir, América está en todas partes… ¡No me lo dijo pocas veces, cuando veía emigrar a los mozos! Y hasta aseguro yo una cosa, y la aseguro porque estoy en autos: que va ese hombre herido mortalmente por el golpe y la aflicción de dejar lo que tantos trabajitos le costó adquirir, porque si cree usted que allí hacía germinar las cosechas el abono, se equivoca: ¡cada espiga era una gota de sudor y un átomo de voluntad del tío Lorenzo!…

—Pues si no se ha ido por necesidad ni por lucro, ¿a qué santo se fue ese hombre? —pregunté, sintiendo que mi curiosidad redoblaba.

—Se ha ido…, ¡verá usted!… : por nada; por una aprensión, por el fantasma de un daño…, por una palabra, por algo que se desvanece en aire. Se ha ido por una amenaza… ¡Una amenaza de muerte, eso sí! De veras espanta observar lo que labra en nuestro cuerpo la lima espiritual de una idea. ¿Usted recuerda al tío Lorenzo? ¿No le veía todos los años al pasar? Pues ya sabe que era un viejo de los que aquí llaman «rufos», colorado, listo como un rapaz, el primero en coger la azada y el último en soltarla, y chusco y gaitero él con las mozas, y amigo de broma, y sin un alifafe ni un humor, ni un dolor en los inviernos. Como que en diez años, que llevo aquí, sólo una vez me avisó, para curarle una mordedura que le había dado en el hombro un burro muy falso, un garañón que tenía. Pues si le ve usted poco antes de embarcar, no cree usted que es el tío Lorenzo, sino su sombra o su cadáver. Se había quedado en los puros huesos; la ropa se le caía; la cara era del color de este papel de fumar, y los ojos los revolvía como los de un loco, así, a derecha e izquierda, y la cabeza así, mirando si venía alguien a herirle a traición…

—¿Y qué mala alma le había jurado la muerte a ese pobre diablo? —murmuré, para atajar las descripciones del médico.

—¡Sí, ahí está lo raro! —exclamó él, exaltado por los recuerdos—. Nadie, o poco menos que nadie; su propio yerno, un majadero, un pillete de la curia. El tío Lorenzo no tuvo de su matrimonio sino una hija, muchacha muy buena y apocadita, que se enamoró de un escribientillo de Brigancia, y contra gusto del padre se casó con él, muriéndose de allí a poco, porque su marido la maltrataba, que es lo más probable, o porque ella era de complexión delicadísima. No quedó sucesión. El tío Lorenzo, entonces, ya empezaba a prosperar, a hacer compras, a tener «pan y puerco».

En éstas, el escribientillo se metió en no sé que gatuperios o trapisondas de falsificaciones, y le echaron de la notaría y de todas partes; se vio en la mayor miseria, y se acordó de su suegro, y se le presentó una mañana, mientras el tío Lorenzo andaba arando. ¿Le sacó o no le sacó, de aquella vez, tajada? En la aldea dicen que sí, porque después se le vio por las romerías bien portado, muy majo, de botas nuevas, jugando y empinando el codo. Pero ya sabe usted lo que son estas cosas: el que chupó quiere seguir chupando. Parece que cuando el tunante ese volvió a pedir dinero, el suegro levantó la azada y se la enseñó, gruñendo: «Ahí tienes lo que te puedo dar: agarra ésta y suda como yo sudo, y comerás y lograrás remediarte». Y el yerno, echando mano al bolsillo y empuñando una faca y abriéndola, contestó asimismo: «Pues en pago de eso que me das, te daré yo esto en las tripas; tan cierto como que se ha muerto mi padre. Suda y revienta y junta ochavos, que el día que estés más descuidado…, con esto te encuentras. Hasta la vista…, hasta luego».

Y usted preguntará: «¿Era hombre el yerno de cumplir esta amenaza?». Pues aquí está lo bueno, y por qué dije que el tío Lorenzo emigró huyendo del fantasma de un daño, y no más que del fantasma. Nadie de los que conocen al escribiente le suponían con agallas para cometer un crimen; porque una cosa es chillar y echar una bravata, y otra hacer… Y, ¡quia! Si tampoco lo creía el tío Lorenzo. Es decir, no lo creía con la razón; pero como la razón es la que menos fuerza nos hace, y como la imaginación estaba impresionada, y como el tunante se dejaba ver en los alrededores y le rondaba la casa y se le presentaba de repente saliendo de tras un árbol, el tío Lorenzo empezó a guillarse…, ¡porque no somos nada, nada!, y le entró una especie de fiebre cotidiana y recuerdo que me llamó a consulta… ¡Una consulta bien original…, una consulta del alma!

«Oiga, don Fidel: yo estoy malo de una idea que se me ha agarrado… Y no piense: me hago cargo, señor, de que esta idea del demonio es una “tontidad”… Deme algo, don Fidel, porque puede ser que con una recetita se me quite; que yo he oído que estas cosas de la cabeza también se pueden quitar con remedios. Ello enfermedad parece, porque cuando me siento algo mejor conozco que estuve aloquecido, y que ni tengo pizca de miedo a ese trasto, ni él es hombre para ponerse conmigo cara a cara. Y si veo esto tan claro como la luz que nos alumbra, ¿en qué consiste que sueñe con “él” todas las noches, y de día, cuando salgo al trabajo, voy mirando siempre para atrás, y hasta juraría que siento que me meten una cosa fría por los lomos…? ¿Ve? Aquí, aquí; que me duele, que ni respirar me deja… Yo, naturalmente, le desengañé. ¡Esto no se cura en la botica! Si fuese reúma, se lo quitaría con salicilato; si fuese dolor de costado, vejigatorios y sangría… Pero ¿cosa de allá del pensamiento? ¡Sólo Dios! Y el tío Lorenzo, que en medio de todo era terne, me dijo así, unos días antes de la marcha: “Don Fidel, soy más hombre que ese malvado, y se me pone entre las cejas que lo que me cumple hacer es, antes que estar siempre con susto de que me mate, irme yo a él derecho y partirle la cabeza con el azadón… y dejarle en el sitio. Y ya no sueño con la muerte que él me dé, sino con dársela yo. Y tengo unas ganas atroces de verle tendido…, y como no quiero perderme…, ni condenarme…, ahí está, me voy a América…, vendo todo… ¡Al fin de mis años, a rodar por el mundo…”! Y lloraba el viejo como un chiquillo al decirme esto…, que, vamos, me conmovió también a mí».

—Según eso, hizo bien en marcharse.

—¡Ay señora! —suspiró don Fidel—. Sí haría bien… Pero ¿qué sabemos? El hombre no puede huir de su suerte… Ayer, en el vapor alemán, he visto embarcarse al yerno, al de la amenaza, que estaba pereciendo de necesidad aquí…, y también se larga a Buenos Aires.

La Argolla

Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!». No sabía de qué modo…, pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo… lo que adivina el lector.

La conversación pasó frente a un espejo enorme, rodeado de plantas naturales, entre el silencio solemne de la escalera tapizada de grueso terciopelo rojo. Fue lacónica, firme, concreta, por parte de Gaspar; verdad es que Leocadia no titubeó: con dos síes aceptó el convenio.

Se irían juntos a Inglaterra, antes de una semana. Y el brazalete, la hilera de gruesos brillantes, que acababa de ceñir a su muñeca, era la señal, las arras, por decirlo así, del contrato. Se despediría la víspera de la familia Ribelles por medio de una sencilla carta. Ni les debía otra cosa, ni tenía por qué darles cuenta de sus resoluciones. ¡Abur, abur!

Y se complacía mirando el hilo de luz en torno de la muñeca redonda. Alzó la mano hasta el espejo, para divisar en él su brazalete copiado. ¡Ya los tendría de todas clases, muy pronto! Aros de rubíes sangrientos y de zafiros celestes; cadenas de eslabones de oro, entreverados con lágrimas de perlas, como los que se ostentaren en el escaparate de Lacloche… Mientras pensaba esto, una idea cruzó por su cerebro de mujer a quien la necesidad ha forzado a adquirir cierta cultura —idea confusa, ráfagas de lecturas, recuerdo de la significación de la joya—. Argolla de esclava había sido en otros tiempos, en las primitivas edades, el mágico trazo centelleante que rodeaba su puño… «Ahora significa libertad —pensó—. No volveré a cubrir mi cuerpo con lo que otras no quisieron para el suyo…». Y sentía un profundo goce que le dilataba el pecho, que le enrojecía las mejillas, el disfrute anticipado de tantas preciosidades. Su cutis fino, de puro raso, percibía el contacto de la batista, la caricia muelle del encaje; su garganta, la tibia atmósfera que crean los rizados plumajes y las vivientes pieles; sus orejas de rosa, el toque frío del claro solitario; sus pies airosos, la opresión elástica y crujiente de la malla sedeña…

«No vuelvo a usar algodón —determinó—. Seda, seda no más… Y a docenas los pares… Unos calados; otros, bordados como galas de novia…». Acordóse del equipo de la mayor de las Ribelles, casada el año anterior, y las punzantes de codicia que despertaba tanta riqueza.

A la evocación de las venturas nupciales, un estremecimiento corrió por el espinazo de Leocadia. Ella no era novia… Las novias no lo son por las galas, ni por las joyas, ni siquiera por el amor… Son novias por otra razón. ¡Leocadia no sería novia jamás! Sin embargo, a pesar de sus ansias de desquite y de lujo, acaso por ellas mismas, conservaba su pureza como se conserva lejos del hielo y del cierzo una azucena destinada a marchitarse en una orgía. «Dentro de seis días…», calculó con involuntario horror. La figura de Gaspar brotó, por decirlo así, del fondo oscuro del curtucho, en una especie de alucinación de los sentidos. Leocadia vio a su futuro… Futuro ¿qué? «Futuro… dueño», articuló, abrasándose la garganta al paso de la voz. El orgullo, el orgullo con anverso de virtud y reverso de vicio, con su dualidad, se irguió en su alma. ¡El tal Gaspar Ribelles! Su barba ya canosa, lustrada de aceite perfumado; su boca, de labios gordos; sus dientes plomizos, restaurados por medio de toquecitos de oro; sus mejillas llenas y encarnadas; su abdomen de ricachón… ¡Qué tipo tan diferente de lo que a menudo, al oír música, después de leer versos, o en la capilla, entre el olor del incienso, soñaba Leocadia! Con la intensidad de un dolor físico, agudo, de una impresión de azotes en las desnudas espaldas, la hirió la certidumbre de que sólo faltaban seis días para la esclavitud… ¡Ah! ¡Cómo aborrecía al mercader! ¡Cómo le aborrecía con todo su ser sublevado, con epidermis, nervios, fibras, venas, entrañas!…

Un golpe en la puerta del cuarto, y la cara risueña y maliciosa, de monago, de Tomasico, el botones.

—Señorita… Esta carta acaban de traer.

Era un continental: un pliego de papel que tenía por timbre el globo terráqueo, dos hemisferios. Leocadia firmó el sobre, dejó la pluma encima de la mesilla, se acercó a la ventana enrejada y leyó. Según descifraba la misiva aquélla, la fresca palidez de su semblante radioso se teñía de púrpura, rápidamente, como si millares de manos la abofeteasen a la vez:

«Sal esta noche a la calle; te aguardo en la esquina a las diez con un coche. Cenaremos juntos. G.».

El tono imperativo, el grosero tuteo inmotivado, la precaución de la inicial… Leocadia creyó notar que se abría en su corazón una fuente, un chorro de agua limpia, amarga, sana, hervidora, un manantial de indignación, de altivez, de furor, de desprecio. Y debía de ser verdad que la fuente manaba, y se desbordaba, pues ya buscaba desahogo por los ojos. Lágrimas gruesas, copiosas, bajaban a apagar el incendio de las mejilllas…

Hizo trizas el papel; abrió la ventana y al través de la reja lanzó los pedacitos blancos, que revolotearon y fueron a posarse en las losas de la acera. Después, desabrochándose lentamente el ciclo de pedrería, lo miró al través de su llanto, lo tiró al suelo y con sus botitas viejas pisó, volvió a pisar, taconeó, rompió la argolla, haciendo saltar los brillantes de su engaste delicado.

La Armadura

No se hablaba más que de aquel baile, un acontecimiento de la vida social madrileña. La antojadiza y fastuosa señora de Cardona había exigido que no solo la juventud, sino la gente machucha; no solo las damas, sino los caballeros, todas y todos, en fin, asistiesen «de traje». «No hay —repetía madame Insausti— más excepción que el nuncio..., y eso porque va 'de traje' siempre.»

Prohibido salir del apuro con habilidades como narices, girasoles eléctricos en el ojal, pelucas o trajes de colores. Obligatorio el traje completo, característico, histórico o legendario.

Se murmuró, naturalmente, de la Cardona (con los sayos que le cortaron podrían vestirse los concurrentes a la fiesta); se le puso un nuevo apodo: Villaverde... Pero entre dentellada y dentellada, la gente consultó grabados y figurines, visitó museos, escribió a París, volvió locos a sastres y modistas..., y las caras más largas no fueron debidas a la sangría del bolsillo, sino a omisiones en la lista de invitados.

Quien estaba bien tranquilo era el joven duque de Lanzafuerte. Al preguntarle Perico Gonzalvo «de qué» pensaba ir, triunfante sonrisa dilató sus labios. «Voy de abuelo de mí mismo. Ya verás mi martingala», añadió satisfecho.

Y es que (en confianza) gastos extraordinarios no le convenían al duque. Estoy por decir que ni ordinarios. Embrolladísimos andaban los asuntos de la casa, y gracias que el padre del duque se había muerto a tiempo; que si dura dos añitos más... En fin: se salió adelante, por la puerta o por la ventana... Por la ventana, sobre todo. Se vendían cortijos, cuadros de mérito, literas, tapices... Quedaban aún, testimonio de grandeza pasada, algunas antiguallas preciosas, y entre ellas, una armadura completa de un paladín compañero de Carlos V. En esta armadura, arrinconada en una especie de leonera, se había fijado el duque, haciéndola limpiar de orín, y al parecer limpia vio que era objeto digno de la Armería, muy semejante (y quizás de la misma mano) al célebre arnés de parada y guerra del emperador, conocido por «el de los mascarones». Igual labor milanesa, finísima, de ataujía de oro y plata; igual empavonado...

A conocerse, hubiese sido cebo de anticuarios y envidia de coleccionistas. ¿Qué mejor disfraz? ¿Qué cosa más propia de máscaras? Sin gastos ni cavilaciones, Lanzafuerte sería el rey de la fiesta.

Dicho y hecho. Dos horas antes de la solemne de entrar en el baile, estaba el duque abierto de brazos y esparrancado de piernas, dejándose abrochar piezas de la armadura. Fue especialmente arduo el ajuste del peto y espaldar: se habían olvidado las correas con su hebillaje. Terminada la difícil obra, se miró el duque en un espejo de cuerpo entero y no se reconoció. Afeitado el bigote, cayendo a ambos lados del rostro las melenas de la peluca, era un retrato antiguo bajado del lienzo. La apostura arrogante, la boca desdeñosa, el diseño de las facciones viril y adamado a un tiempo, convertían al duque en «doncel» y la raza hirvió en su sangre, causándole la nostalgia de la edad heroica. «¡Si nazco entonces!», murmuró con orgullo. «Pero ¡ahora..., claro! No hay medio...» Aumentaba su engreimiento el que la armadura le venía un poco estrecha. «Soy más hombre que el paladín...»

Al bajar las escaleras, sus ideas tomaron otro giro. Si no le ayudan los criados, de cabeza al portal. Y precauciones infinitas para meterse en el coche, para sentarse, para salir, para subir a la regia morada de Cardona, por peldaños de mármol, entre doble de fila de lacayos empolvados, de azul librea y calzón corto. En cambio la entrada, de sorprendente efecto. Destacándose sobre los trajes, que al fin eran disfraces de relumbrón, la armadura se imponía por el arte, por la verdad, por la seriedad y la extrañeza. Un guerrero se alzaba del sepulcro, una estatua yacente se había incorporado. Como animada figura debida al cincel de Pompeyo Leoni, avanzaba el duque, levantando a su paso murmullos de admiración. Los inteligentes tasaban aquel noble despojo y lo valuaban en cifras sonoras, con el impudor del hábito de que todo se venda. Los artistas transportados, clamaban elogios, los preciados de eruditos recordaban timbres de la casa de Lanzafuerte, y una vez más desfilaba la clásica lista de nuestros triunfos: San Quintín, Pavía, Orán, Ceriñola. Y el choque del acero al andar el duque tenía un eco romántico, algo parecido al son de los escudos en la cabalgata wagneriana. Sólo una voz burlona, casi en la misma cara de Lanzafuerte, pronunció:

—Se ha disfrazado de héroe para que no le conozca ni su madre...

Por fin, la maravillosa armadura se confundió entre el bullicio del baile, en un remolino de cíngaros, andaluces girgels, marquesas Luis XV, rosas, libélulas y japonesitas de cejas pintadas. El paladín de Carlos V empezaba a notar indefinible molestia, que fue acentuándose, convirtiéndose en declarada fatiga.

No podía dudarlo: le pesaba y le apretaba la maldita armadura... ¡Qué idea haberse metido en semejante caparazón! Ni poder bailar, ni siquiera estar de pie... ¿Sentarse? ¿Y cómo? ¿Que a lo mejor saltasen las escarcelas y se quedase allí en calzón de punto? Imposible... Un sudor de angustia humedeció sus sienes. Irse era exponerse a la chacota... Por fatalidad, la bella Inés Puenteancha vino a rogarle que hiciese bis en un rigodón. ¿Rigodón? ¿Andar, volverse, inclinarse? Lanzafuerte, acongojado, se excusó lo mejor que supo... Pidió en el comedor un vaso de ponche helado y experimentó momentáneo alivio. La Puenteancha le preguntó risueña si estaba malo.

—No es nada... calor... —y a manera de quien huye, pálido, escalofriado, se escabulló a la serre, casi desierta, y con paso trabajoso se dirigió a la antesala. Los lacayos le socorrieron, le bajaron en vilo, avisaron a un coche. Dentro cayó el guerrero, produciendo temeroso ruido. ¡Uf! ¡Por fin! En casa le arrancarían la horrible armadura.

—¡Fuera todo esto, fuera! —gritó cuando estuvo en manos de sus servidores, que se miraban sorprendidos y descontentos... ¡Ellos que se prometían una noche de libertad! Y además..., ¡qué compromiso!

—¡Fuera todo, volando! —repetía el duque, abriendo los brazos otra vez, esparrancando las piernas.

Quitáronle gola, escarcelas, quijotes, grebas, brazales, cubos, guanteletes... Al llegar a la coraza se pararon.

—¿Qué aguardáis? —interrogó furioso...— ¡Si esto es lo que más me oprime!

El ayuda de cámara, tartamudeando, se disculpó. ¿No se acordaba el señor duque? Su coraza, por faltarle el hebillaje y correas, estaba soldada a fuego.

—¡A fuego! ¡Es verdad! ¡Maldita sea! ¡Volando!... ¡El armero!... ¡Ya estáis aquí con él!

Nuevas excusas. Confusión. ¡El armero! Si el señor duque lo deseaba irían...; pero inútil buscar a nadie a la una de la noche del domingo de Carnaval. Hasta la mañana siguiente...

Ante una orden a rajatabla salieron a caza del armero, con la convicción de no encontrarle, y quedóse el duque embutido en la coraza, echado sobre la cama, sin poderse revolver ni resollar. La opresión de su pecho, la sensación de asfixia eran ya tormento insufrible. Y pasaban las horas de la noche con cruel lentitud, y comprimía sus pulmones hasta ahogarle una mano de plomo. ¡Armadura odiosa! ¡Cuánto daría el descendiente de los paladines por verse libre de ella, por tenerla colgada en la pared, en panoplia decorativa, luciendo sus labores riquísimas, sus figuras paganas del más puro Renacimiento! ¡En la pared, sí; en el pecho no! ¿Qué sugestión diabólica había sido aquella? Incrustarse en el molde de otros siglos... ¡y no poder salir! Sentir sobre un costillaje débil, sobre un corazón sin energía, la cáscara del heroísmo antiguo... ¡y no romperla! ¡Prisionero de una armadura! El golpe de sus arterias remedaba el trotar de bridones; el zumbido de la sangre era el fragor de la batalla...

—Así verás que no es tan fácil disfrazarse de abuelo de sí mismo —dijo, soltando la carcajada, Perico Gonzalvo, que, según costumbre, subió a casa de su amigo al retirarse del baile, y penetró en la alcoba de Lanzafuerte tocando una trompeta de cotillón, toda guarnecida de cascabelitos dorados...¿Parecerse a la gente de «entonces»? ¡Hombre! Ni en guasa...

Y como Lanzafuerte gimiese medio muerto (ya ni respirar podía), añadió el gomoso:

—¿Sabes qué me ocurre? España está como tú..., metida en los moldes del pasado, y muriéndose, porque ni cabe en ellos ni los puede soltar... Bonito simbolismo, ¿eh? Vaya, voy en persona a traerte alguien que te libre de ese embeleco... Porque ¡si esperas a los criados...!

La Aventura

Aquel don Juan de Meneses, el Tuerto, el que se trajo de las Indias un caudal, ganado a costa de trabajos terribles, envejecía en su palacio sombrío, entre su esposa doña Claudia, de ya mustia belleza; su hijo, el clérigo corcovado, y su hija doña Ricarda, de gentil presencia, pero fantástica y alunada, de genio raro y aficiones incomprensibles.

Desde los primeros años había revelado doña Ricarda un desasosiego y una indisciplina, más propia de muchacho que de bien nacida doncella; y mientras don Juan rodó por tierras lejanas, casi fabulosas, su hija correteaba por las eras, en compañía de gente de baja condición, gañanes y labriegos; los ayudaba en las faenas, y hasta tomaba parte en los juegos de guerras y bandos, manejando la honda con igual destreza que un pilluelo. Cuando su padre regresó, con hacienda y un ojo menos, que le reventó la punta de pedernal de la flecha salvaje, a fuerza de represiones se consiguió sujetar a la chiquilla, y que no pusiese los pies fuera de casa, según corresponde a las señoras de alta condición, sino para ir a misa o en algún caso extraordinario, y acompañada y vigilada como es debido.

No tuvo la joven hidalga más remedio que acatar las órdenes paternales, que no era don Juan hombre para desobedecido; pero con el retiro y la quietud, que consumían su bullente sangre, dio en maniática y antojadiza y en cavilar más de lo justo. No eran de amor sus cavilaciones, sino de afanes insaciables de espacio, libertad y movimiento —lo único que le negaban—. Los padres compraban a su hija costosas galas, collares y gargantillas de oro y piedras, sartas de perlas; pero la hacían estarse horas y horas en el sitial, cerca de la chimenea, en invierno; en la saleta baja, de friso de azulejos, en verano; y doña Ricarda contraía pasión de ánimo secreta, que ocultaba con la energía para el disimulo que caracteriza a los fuertes.

Doña Ricarda hablaba poco, a no ser para preguntar. La curiosidad del mundo exterior la abrasaba, como una pasión invencible. Acercándose a su padre en las largas tardes estivales, mientras la madre, silenciosa por costumbre adquirida, hilaba mecánicamente, la doncella preguntaba al viejo aventurero: «¿Cómo eran las Indias? ¿Qué había visto y hecho en aquellas tierras tan distantes? ¿Había allá iglesias? ¿Había ciudades? ¿De qué color eran las gentes? ¿Iban vestidos como nosotros? ¿Eran las mujeres bien parecidas? ¿Cómo se casaban? ¿Cómo rezaban? ¿Cómo trabajaban?»

Y el veterano, lentamente, con palabras escogidas, que no ofendiesen los oídos castos, explicaba sus campañas, los peligros sufridos, la vida en las vastas soledades, comiendo trozos de iguana asada y tortas de maíz... Los ojos de doña Ricarda, al oír esto, relucían. Sus mejillas se arrebolaban y su boca reprimía una exclamación:

—¡Amarga de mí! ¡Nunca veré tal!

Cuando departía con su hermano, don Gutierre, el clérigo, era más franca. Le increpaba, se burlaba de él. ¡Siendo hombre, no haber dispuesto irse, correr mundo, antes que vestir aquellos hábitos y gastar el asiento de vaqueta de su sillón, leyendo sin cesar infolios en pergamino! Y el corcovado, sonriente, contestaba:

—No hay universo que así nos importe como el de nuestra alma, ni hay países tan ricos, fértiles y sorprendentes, como los que descubrimos en los libros, donde todo se encuentra. Si tanto os aprieta la curiosidad, hermana doña Ricarda, leed ciertas crónicas que acaban de imprimirse ahora en Medina del Campo y en Sevilla, y que tratan de Indias, o el viaje del veneciano Marco Polo... No es muy bueno que las doncellas lean; pero cuando son tan amigas de saber...

Doña Ricarda movía la cabeza. No, no era eso lo que ella quería... ¡Leer! Sí, leer en el libro de las verdades, en el mundo inmenso, que sería tan hermoso, tan vario... Y apoyando la frente en la reja de su aposento, que caía a las eras, se desesperaba. Un gorrioncillo rebrincaba de tapial en tapial.

¡Volar! ¡Ser pájaro! ¡Salir de la casa glacial, severa, donde los zapateos de los servidores, ahora numerosos, resonaban como pasos de estatuas de plomo, y donde sólo se oía el resuello asmático del padre, el suspiroteo de la madre, vagamente quejumbrosa, y el abanico de las hojas que volvía don Gutierre, sepultado en su eterna lección!

—Es tiempo de casarla, doña Claudia —advirtió elTuerto—. No aprovecha a las doncellas larga soltería. Ya he escrito a mi hermano, el prior de los Dominicos de Toledo, y ha tratado en buscarla marido. Con el dote que para ella he juntado a costa de mi pellejo, presto se halló. Es persona calificada, como que tiene solar en este pueblo; y ya que don Gutierre se ha empeñado en ser de iglesia, habremos nietos por doña Ricarda: no se acabará el linaje. Me anuncian que no tardará don Pedro de Maliaño, que es el novio. Prevenid vos a la novia, que de madre a hija son bien mandadas estas nuevas.

La madre cumplió el encargo. La boda sería al día siguiente de la llegada del novio, y los esposos vivirían en la casa antigua de los Maliaños, desde hacía tiempo deshabitada.

Ricarda no hizo objeción ni comentario. Callada, se representó el porvenir. La esperaba, como a su madre, un gran silencio, una gran paz, entre las eras verdes y la calle polvorosa, devorada de sol, cruzada por trajinantes, por rebaños de cabras. En primavera sentiría el dolor de la sed, el ansia de lo desconocido... Todo igual, todo mecánico... Iba a casarse. Su dueño llegaría antes de una semana...

Asomóse a la reja aquella misma tarde y se asió a los hierros, pensativa. ¡Aún sería menos libre, dentro de una semana, de lo que era en aquel instante! Moza soltera, nadie tenía derecho a preguntarla sus pensamientos, nadie escrutaba su voluntad; su alma no conocía amo, por mucha que fuese la sujeción de su cuerpo... Y se veía melancólica, resignada, como su madre, que se quejaba de una punzada continua en el corazón. El llanto salió a sus pupilas...

La llamó a la realidad un alegre, familiar acento.

—¡Hola, Blasillo! ¿Cómo por aquí? ¿Qué gran prodigio es éste?

Era uno de sus antiguos compañeros de juegos: aquel Blasillo, hijo del sacristán, tan leído, tan donoso, que inventaba diablerías antaño y les hacía desternillarse de risa imitando los sermones del cura, el renquear del alcalde, el gangueo de las dueñas y el renegar de los soldados. A los dieciséis cumplidos, Blasillo había desaparecido del pueblo; corrían versiones: andaría sirviendo, o salteando por los caminos. Cosa buena, imposible...

—¡Blasillo! —repetía extasiada doña Ricarda, sin cansarse de mirar al mozo—. ¡Si parece mentira! ¡Galán te has vuelto! ¡Vaya un sombrero de plumas! ¡No sé cómo pude conocerte!

Y la conversación se entabló... Blasillo la enteraba. Era comediante y acababa de llegar con su farándula. Aquella noche representaría en la sala del Ayuntamiento. ¡Una comedia nueva, un asombro, con relaciones de amoríos y lances de espada! ¿Iría doña Ricarda a verla?

—¡Ni por pienso! ¡Me guardaré de decirle nada a mi padre, Blasillo! ¡Se acabaron aquellos tiempos en que me consentían salir a las eras! ¿Te acuerdas?

El farsante relató su existir. Era independiente, vario, lleno de sorpresas: tan pronto buenos ducados en la bolsa, si caía una fiesta de Corpus productiva, como sin blanca cuando llegaba la Cuaresma, y los corregidores se mostraban rigurosos y corrían a los de la carátula y la farándula lo mismo que a los canes... Pero siempre alegres, viendo cosas nuevas y nuevos casos.

—A Portugal vamos ahora, siendo Dios servido, desde Salamanca... Y desde Portugal, ¿quién nos dice que no embarcaremos para Veracruz?... Nunca representantes se vieron por aquellas tierras, y habrá doblones, y habrá preseas, y habrá regocijo...

No respondió doña Ricarda; pero el golpear de su corazón podía oírse a través del corpiño de velludo acuchillado. Volvió a tomar las manos de Blasillo, y, atrayéndole hacia sí, murmuró:

—¡Por Dios, que vuelvas esta noche, hijo Blas, cuando la representación dé fin!... ¡Tengo mucho que decirte!... ¡Tengo que pedirte un gran favor!...

El comediante miró a la linda hidalga, y su faz rasurada expresó una fatuidad pueril...

El pueblo acudió en masa a la farándula. Se llenó la sala del Ayuntamiento.

Pero el verdadero alboroto fue, a los tres días, el que produjo la desaparición de doña Ricarda de la casa paterna. Nadie sospechó al pronto de los comediantes; y Blasillo, que no era rana, tuvo buen cuidado de arreglar la jornada de la hija de don Juan de Meneses —que huyó en hábito de varón—, con tal arte, que no se reunieron hasta haber pasado la frontera portuguesa.

La Aventura del Ángel

Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.

Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.

Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó a la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba a la sazón teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja a la parte del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver a la deleitosa morada de sus hermanos; pero sabía que una orden divina no se revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido a Dios por ser quien es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir que, a pesar de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.

Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vio que donde habían caído gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas flores y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al bajarse para la recolección distinguió en el suelo un objeto blanco —Un pedazo de papel, un trozo de periódico—. Lo tomó también y empezó a leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante a quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo vio que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe: A un ángel.

¡A un ángel! ¡Qué coincidencia! Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la Tierra y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con la torre de la iglesia a la vuelta. «Alguno de mis hermanos —pensó el desterrado— ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío y le han aplicado la misma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro; que ha bajado del cielo, que está aquí en el mundo, por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado a su patria… ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente».

Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué barrio podría vivir su hermano; pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y a su luz clarísima el ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cual de ellas se enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.

Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir fuertemente el corazón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía a jazmín; y el perfume era embriagador y sutil, como un pensamiento amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo oscuro… No cabía duda: aquel era el otro ángel desterrado, el que debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó a la reja trémulo de emoción.

No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la criatura resguardada por la reja; habituada a oírselo llamar en verso, no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza angélica. Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas chirles hacen más daño que la langosta.

Lo que también comprendió el ángel desterrado fue que el otro ángel era doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro paredes y de que su único desahogo era asomarse a aquella reja a respirar el aire nocturno y a echar un ratito de parrafeo. El desterrado prometió acudir fielmente todas las noches a dar este consuelo al recluso, y tan a gusto cumplió su promesa que desde entones lo único que le pareció largo fue el día, mientras no llegaba la grata hora del coloquio.

Cada noche se prolongaba más, y, por último, sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban las dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz del empíreo y le asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de aquel cautiverio.

El ángel, para entretenerle, fue regalándole las margaritas de corazón de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fue la respuesta del encerrado, y a la otra noche, al acudir a la reja, el ángel vio con sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y tapada, que un brazo se cogía de su brazo y una voz dulce, apasionada y melodiosa le decía al oído… «Ya somos libres… Llévame contigo… , escapemos pronto, no sea que me echen de menos».

El ángel, sobrecogido, no acertó a responder: apretó el paso y huyeron, no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche era deliciosa, del mes de mayo; acogiéronse al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella —porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer—, nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes.

No podía explicarse —ahora que ya no se interponía entre ellos la reja —cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el ángel preguntase efectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso bofetón… después de lo cual rompió a correr en dirección de la ciudad como una loca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta, murmuraba tristemente:

—¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!

Al decir esto vio abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado, había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el ángel al cielo entre resplandores de gloria; pero el ascender, volvía la cabeza atrás para mirar a la Tierra a hurtadillas, y un suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño… ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!

«El Liberal», 21 de enero 1897.

La Bicha

—¿Han leído ustedes a Selgas? —preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse—. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»… Nombre casi borrado ya…

—Pues era ingenioso —declaró la vuidita—, y a mí me divertía muchísimo… En no sé que libro suyo —las citas exactas, allá para sabihondos— sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir… Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta… Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

—No hay que amontonarse —exclamó la señora intrépidamente—. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula… : por casualidad. Y, si no… , a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina… , que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo… Ahí va la de hoy.

Cuando perdí a mi marido tuve que vivir varios años en una capital de provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña y, pasado el luto, aproveché las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una sociedad de recreo que daba en Carnaval dos o tres bailes de máscaras, y me gustaba ir a sentarme en un palco acompañada de varias amigas y amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen mucho las diferencias entre estas clases sociales, porque las artesanas de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire fino. La Junta directiva sólo excluía rigurosamente a las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó a esparcirse la voz de que estaba en el baile enmascarada y del brazo de un socio, la célebre Natalia, por otro nombrela Bicha (la Culebra); le daban este apodo por su fama de mala y engañadora o, según otros, porque tenía la cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro negro; señas de cuya exactitud pudimos cercionarnos todos, como verán ustedes.

Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña preciosa que yo me llevaba a casa por las tardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar a cumplir su deber de expulsar a la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber más penoso: ir a darle en público un bofetón a una mujer… . ¡sea cual sea! Todos seguíamos con los ojos a la máscara sospechosa, y la indignación fermentaba. Abandonada desde el primer runrún por el socio que la introdujo, y que se dio prisa a desaparecer; asaltada por unos cuantos mozalbetes, que la asaeteaban con insolentes pullas y dicharachos; aislada a la vez en un espacio libre —porque todas las demás mujeres se apartaban—, la Culebra, apretando contra el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de «beata», como para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los palcos, en actitud de fiera a quien acosan. Por fin, el presidente se decidió y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse a donde estaba la Culebra. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se desviaron, dejando sola a la mujer, y ésta, con un movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el manto y, descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente, primero; después, circularmente, a todo el concurso; a las señoras, a las señoritas, que volvían la cara, ruvorizándose; a los hombres, que cuchicheaban y se reían… Y despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada, que se estremecía a su contacto, y todavía desde la puerta, volviéndose, disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y de señores que le felicitaban por su acción… Minutos después, muy exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, a la salida, todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada a una estatua de piedra.

A la vuelta de cinco meses, cuando a las frioleras diversiones del Carnaval reemplazan los idílicos goces de las jiras y de las campestres romerías, empezó a susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad Centro de Amigos, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba a segundas nupcias… ¿Ya han adivinado ustedes con quién?… ¡Con la propia Natalia, la Bicha, la prójima echada del baile! Al oírlo, sepan ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy pesimista… Digan lo que quieran. ¡El caso es que yo en seguida creí firmemente que era gran verdad eso que a todos les parecía el colmo de lo absurdo! «Pero ¿no se acuerda usted? —me objetaban—. Pero ¡si fue él mismo quien la puso de patitas… » «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo, dejándolos con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí a meterme donde no me llamaban y a hacer a don Mariano el siempre inoportuno regalo del buen consejo… Le llamé a capítulo, le prediqué un sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí… Y me puse muy hueca cuando, al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, murmuró, aplicando el pico del pañuelo a los ojos: «Prometo a usted que no me casaré con la Natalia… ».

—¿Y al poco tiempo se casó? —interrogaron con malicia los de la peña.

—No señores… No se casó al poco tiempo… ¡Cuando me empeñaba una palabra inquebrantable… , estaba ya casado… secretamente!

Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba de observador, pronunció con énfasis:

—¡Qué humano es eso!

—Lo que a mí me preocupó mucho entonces —prosiguió la señora fue averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo… Pero ¿de qué medios se había valido? Cuando fue expulsada del baile, don Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación… Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, pude averiguar algo… ¡Algo que también va usted a decir que es «muy humano», amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!… Parece que la Bicha se presentó en casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje; reparación… . ¿cómo diré yo?, una reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y a punto de muerte… «De otra persona, mire usted, no me hubiese importado; pero de usted… . vamos, de usted… . un señor tan digno, un señor tan virtuoso… », dicen que silbaba la Culebra, empezando insensiblemente a enroscarse… De aquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter o vinagre, al abanicamiento con un periódico, a contar una larga historia, a ser escuchada y compadecida, visitada después, a enlazar con el primer anillo, a deslizarse, a abrazar ya con las roscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo… . el camino ni es largo ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la Bicha… . hasta llegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío… Fue la primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos solo a don Mariano; a ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal suerte, que al salir de casa, le dejaba encerrado…

—¿Y la niña? —preguntó Nozales con afán triste.

—¡Ah! —suspiró la señora—. ¡La niña… . me han escrito de allá que murió tísica!…

«El Liberal», 22 agosto 1897.

La Boda

El día era espléndido, primaveral, y la gente apiñada en el ómnibus, camino de los Viveros, iba del mejor humor posible, con el hambre canina que se despierta después de una mañana ajetreada, de emociones y aire libre. Se esperaban grandes cosas del yantar: bien rico y generoso era el novio, y bien pirrado estaba por la novia. Le constaba a Nicasio, el platero, que se lo había confiado a doña Fausta, la tintorera, y a sus niñas: habría champaña y langostinos, y hasta se esperaba una sorpresa, un plato de marqueses, que se llama ¡bestión de fuagrá!

Y no mentía el platero Nicasio. Don Elías, dueño de varias fábricas de quincalla y del mejor bazar de la calle de Atocha, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba cortejando a la desdeñosa Regina, hija de doña Andrea, la directora del colegio de niños de la plazuela de Santa Cruz. Regina era una rubia airosa, aseñoritada como pocas, instruidita, soñadora por naturaleza y también por haber leído bastante historia, novela, versos, cosas de amores...; amén de su afición al teatro, insaciable; no al teatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a las comedias serias y sentimentales. Sería exceso llamar hermosa a Regina; pero tenía atractivo, elegancia, un modo de ser muy superior a su esfera social, y su cuerpo mostraba líneas de admirable concisión, realzadas por el vestir sencillo y delicado, a la francesa. No pasaba inadvertida en ninguna parte, y tenía sus envidiosas y sus imitadoras.

A pesar de la campaña de su madre —loca de gozo al presentarse un pretendiente como don Elías—, Regina luchó años enteros antes de aceptarle. No daba razones. No quería. Que no le hablasen de semejante cosa. Era dueña de su voluntad: no tenía ambición, no estaba en venta..., y argumentos por el estilo. No se le conocía otro novio... Esto era lo que a la madre la volvía loca. «¡Si al fin ella no quiere a nadie! ¡Si por más que estoy a la mira no veo moros en la costa!».

Nunca se observan sino los hechos materiales... Los corazones no tienen ventanillas de cristal. Regina se negaba tan resueltamente porque no acababa de convencerse de que el profesor de francés del colegio, señorito pobre y guapo como un Apolo, no se acordaba de ella, sino para saludarla atentamente al entrar y salir de clase. ¡Aquél, sí! ¡Una palabra de aquél! Regina, en secreto y sin ridículas apariencias, sufría el largo y cruel proceso de la fiebre amorosa. Cierto día, cuando más renegaba de la triste condición de la mujer, que no le permite revelar su afán, por hondo que sea, notó que disimuladamente el gallardo profesor pasaba un billetito a una alumna jorobada, hija única de un usurero millonario. Hubo noches de insomnio y días de desgano; hubo lágrimas involuntarias y hasta crisis nerviosas; la defensa del ideal, que no quiere morir... Al cabo de un mes, de pronto, sin preámbulos, Regina anunció a su madre que estaba dispuesta a la unión con don Elías. Su consuelo era que nadie conociese la malhadada y defraudada ilusión... Había acertado a disimularla; su humillación era como si no hubiese existido, puesto que no la sospechaba ni doña Andrea, después de espiar a su hija continuamente. Sería el tesoro que guardase: su amor muerto, su desengaño, paloma de blancas alas, rotas y sangrientas...

Ya se detenía en la plazuela de los Viveros el ómnibus: la novia, ricamente vestida de raso negro, bajaba del interior. Antes que el novio le tendiese la mano para ayudarla, se adelantó un apuesto mozo: el propio Damián Antiste, el profesor, en ensueño hecho hombre, el verdadero autor del enlace entre la romántica criatura y el excelente y clásico industrial madrileño... ¿Cómo estaba allí Damián? Regina sabía a punto cierto que no había asistido a la boda en la iglesia. Sin duda, haciéndose el encontradizo, o doña Andrea, o don Elías le convidarían... Lo cierto era que estaba..., y que iba a comer tal vez a su lado... o enfrente... Regina recordó que el usurero había sacado del colegio a la niña corcovada, encerrándola a piedra y lodo; y pensó que Damián ya no se acordaría de sus ambiciosos planes. Todo esto lo calculó en un relámpago. La sensación terriblemente dulce de la mano del profesor estrechando la suya, de los ojos que la devoraban, abolió las demás y suprimió cuanto no fuese el acre placer del triunfo. La mirada de Damián era atrevida, explícita, larga. Detallaba a Regina, hermosa realmente en aquel momento, bajo el velo blanco que nubaba los cabellos brilladores, ondulados con coquetería, adornada con el azahar céreo de verde follaje, resplandeciéndole en las orejas dos gotas de agua, limpias, gruesas, mil duros en cada lóbulo; el derroche del espléndido y entusiasmado consorte... «Hoy le gusto», pensó Regina, trémula de placer. Desvió las pupilas; pero el imán del alma le hizo girarlas otra vez hacia el profesor, que seguía devorándola con las suyas. ¡Aquella mirada hacía dos meses! ¿Y por qué «ahora»? ¡Oh, no cabía duda! Era efecto del traje, del tul, de las joyas... Damián «no la había visto» hasta aquel instante. Las mujeres tienen de estas aprensiones; creen en el efecto irresistible del adorno, del traje, de las galas, y así se hacen pedazos tras ellas. ¡Ah, si Damián la ve antes radiante, engalanada, quién duda que la hubiese contemplado como la contemplaba ahora! Pero Damián no sabía ni que ella era bonita, ni que se moría por él... Como agua a la cual se le abre la salida, la ilusión de Regina se desbordó... Era la larga pasión que se satisfacía sin poder contenerse, sin atender ni a respetos ni a pudores... Afortunadamente, el novio había corrido a hablar con el dueño del fondín para saber si todas sus instrucciones se cumplían y el espléndido almuerzo se serviría pronto.

Las amigas despojaron a Regina de su velo y se decidió que, mientras no llegaba la hora de sentarse a la mesa, jugarían al escondite... La boda se desparramó por los senderos de la orilla del agua, que embalsamaban las postreras lilas y las primeras celindas blancas y olorosas. El aroma de aquellas flores madrileñas, en el aire seco y cálido, era trastornador. El follaje tierno, flexible, fino de los arbustos escondía los altos troncos de los árboles y tendía como una cortina movible y embalsamada ante el riachuelo. Era poesía lo burgués del oasis, y hasta poseía las notas del organillo que, lejos, empezaba a ganarse la propina con sus tocatas de zarzuela popular. Arremangando la cola de su magnífico traje, la novia, que sentía hervir la juventud, corrió, dio el ejemplo. Damián la siguió. Nadie reparaba en ellos, o si reparaban las amiguitas, se sentían cómplices; dejar a la novia que se riese, que se alegrase; ¡estaba aún en la antesala del grave deber!

Damián alcanzó a la novia muy pronto. Contra un bosquete de arbolillos, ya densamente hojosos, que empezaba a hacer languidecer el calor, la acorraló, sonriendo. Se acercó, y Regina saboreó la sensación extrañamente divina de ver de cerca, muy de cerca, un rostro que se ha soñado y que ahora, próximo, dominador, parece distinto con el puntilleo de las pupilas al sol y el color cambiante del bigote que se enciende bajo la luz viva... Desfallecida la mujer, el galán le echó al talle los brazos y empezó a pronunciar palabras confusas: la canción eterna que se apodera de las almas... Al pronto Regina escuchó bebiendo aquel hablar que la desvanecía y la embriagaba a la vez. Luego..., ¿qué decía aquel hombre? Regina se hizo atrás espantada de lo que oía. Y él, inhábil, torpe, continuaba:

—No niegue que me quiso, que me quería allá en el colegio... No lo niegue... Si yo lo sabía... Si lo noté desde el mismo momento en que empezó...

Las facciones de la novia, al pronto asombradas, expresaron, al fin, bochorno, desprecio infinito, ira profunda. ¡Miserable! ¡De modo que lo sabía! ¡Y entre tanto, escribía a la millonaria! ¡Y a ella ni una señal de gratitud, ni una frase de consuelo, de simpatía! ¡La dejaba morir! ¡La dejaba casarse con otro! Y ahora... ¡Miserable!

La palabra asomó a los labios blancos de cólera:

—¡Miserable! —gritó en alto.

Y a paso lento, sin volver el rostro atrás, salió del bosquete y se dirigió hacia el comedor. Allí debía de estar su novio, su marido. Y estaba, en efecto, dando disposiciones, señalando sitios en la mesa.

—¡Elías! —dijo ella cariñosamente—. Mira que quiero sentarme a tu lado, ¿eh?

Era la primera vez que le hablaba así... Todos notaron que durante el almuerzo —aquel almuerzo que dejó memoria— ella estuvo tierna, insinuante, y el novio loco de alegría.

La Borgoñona

El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quédeme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecería escandalosa á la edad presente.—Porque hartas veces observo que hemos crecido, sino en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayen sus frases é interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos más inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta impropia metáfora, con la barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo funesto para la moral y las costumbres.

Pero acontece que si llega á agradarnos ó á producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cual el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que, dejando escrúpulos á un lado, voy á contar no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores y caprichosamente iluminadas, ó á modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: «En el nombre del Padre!...»

I

Era muchos, muchos años, ó por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa exhortando á la pobreza y á la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes á continuar la predicación del Evangelio.

Los pueblecillos y aldehuelas de Italia y Francia estaban acostumbrados ya á ver llegar misioneros peregrinos, de sayal roto y descalzos piés, que se iban derechos á la plaza pública, y encaramándose sobre una piedra ó sobre un montón de escombros, pronunciaban pláticas fogosas, condenando los vicios, increpando á los oyentes por su tibieza en amar á Dios. Bajábanse después del improvisado púlpito, y los aldeanos se disputaban el honor de ofrecerles hospitalidad, lumbre y cena.

No obstante, en las inmediaciones de Dijón existía una granja aislada, á cuya puerta no había llamado nunca el peregrino ni el misionero. Desviada de toda comunicación, sólo acudían allí tratantes dijonenses, á comprar el excelente vino de la cosecha; pues el dueño de la granja era un cosechero ricote y tenía atestadas de toneles sus bodegas y de grano su troj. Colono de opulenta abadía, arrendara al abad por poco dinero y muchos años pingües tierras, y, según de público se contaba, ya en sus arcas había algo más que viento. Él lo negaba; era avaro, mezquino, escatimaba la comida y el salario á sus jornaleros, jamás dió una blanca de limosna, y su mayor despilfarro consistía en traer á veces de Dijón una cofia nueva de encaje ó una tosca medalla de oro á su hija única.

Omite la crónica el nombre de la doncella, que bien pudo llamarse Berta, Alicia, Margarita ó cosa por el estilo, pero á nosotros ha llegado con el rótulo de la Borgoñona. De cierto sabemos que la hija del cosechero era moza y linda como unas flores, y á más tan sensible, tierna y generosa como duro de cocer y tacaño su padre. Los mozos de las cercanías bien quisieran dar un tiento á la niña y de paso á la hucha del viejo donde se guardaba sin duda una apetitosa dote en relucientes monedas de oro; mas nunca requiebros de gañanes tiñeron de rosa las mejillas de la doncella, ni apresuraron los latidos de su seno. Indiferente los escuchaba, acaso riéndose de sus extremos y finezas amorosas.

Un día de invierno, al caer de la tarde, hallábase la Borgoñona sentada en un poyo ante la puerta de la granja, hilando su rueca. El huso giraba rápidamente entre sus dedos, el copo se abría y un tenue hilo, que semejaba de oro, partía de la rueca ligera al huso danzarín. Sin interrumpir su maquinal tarea, la Borgoñona pensaba, involuntariamente, en cosas tristes. ¡Qué solitaria era aquella granja, Madre de Dios! ¡Qué aire tenía de miseria y de vetustez! Nunca se oían en ella risas ni canciones; siempre se trabajaba callandito, plantando, cavando, podando, vendimiando, pisando el vino, metiéndolo en los toneles, sin verlo jamás correr, espumeante y rojo, de los tanques á los vasos, en la alegría de las veladas!—¿Á qué tanto afanarse? reflexionaba la niña.—Mi padre taciturno, vendiendo su vino, contando sus dineros á las altas horas de la noche; yo hilando, lavando, fregando las cacerolas, amasando el pan que he de comer al día siguiente... ¡Ah! naciera yo hija de un pobre artesano de Dijón, de un vasallo del obispo, y sería más dichosa!

Distraída con tales pensamientos, la Borgoñona no vió á un hombre que por el estrecho sendero abierto entre las viñas caminaba despacio hacia la granja. Muy cerca estaba ya cuando el ruido de su báculo sobre las piedrezuelas del camino movió á la doncella á alzar la cabeza con curiosidad, que se trocó en sorpresa así que hubo contemplado al forastero, el cual frisaría á lo sumo en los veinticinco años, si bien la demacración del rostro y el aire humilde y contrito le disimulaban la mocedad. Un sayal gris que era todo él un puro remiendo, le resguardaba mal del frío; una cuerda grosera ceñía su cintura; traía la cabeza descubierta, desnudos los piés y muy maltratados de los guijarros, y apoyábase en un palo de espino. Al punto comprendió la Borgoñona que no era mendigo, sino penitente, el hombre que así se presentaba; y con palabras dulces y ademanes llenos de reverencia, le tomó de la mano y le hizo entrar en la cocina y sentarse junto al fuego; veloz como una saeta corrió al establo, y ordeñó la mejor vaca para traer al peregrino una taza de leche caliente; partió del enorme mollete de pan un buen trozo, que migó en la taza, y arrodillándose casi, mostrando mucho amor y liberalidad, sirvió á su huésped.

Él agradeció en breves frases la caridad que le hacían, y mientras despachaba el frugal alimento, comenzó á explicar, con suave pronunciación italiana, cosas que suspendieron y embelesaron á la Borgoñona. Habló de Italia, donde el cielo es tan azul, el aire tan tibio, y en especial de la región de Umbría, amenísima en sus valles y en sus montes severa. Después nombró á Asís, y refirió los prodigios que obraba el hermano Francisco, el serafín humano, al cual seguían, atraídos por sus predicaciones, pueblos enteros. Nombró á una joven muy bella, y de sangre noble, Clara, cuya santidad portentosa era respetada, no sólo por los hombres, sino hasta por los lobos de la sierra. Añadió que el hermano Francisco había compuesto para alabar á Dios y desahogar sus afectos, tiernos cánticos; y como la Borgoñona solicitase oirlos, el forastero cantó algunos; y aunque no entendía la letra, el tono y el modo de cantar del desconocido hicieron arrasarse en lágrimas los ojos de la niña. El forastero tenía los suyos bajos, rehuyendo ver el rostro femenino que adivinaba fresco, hermoso y juvenil. Ella en cambio devoraba con la mirada aquellas facciones nobles y expresivas, que la mortificación y el ayuno habían empalidecido.

Cerrada ya la noche, fueron entrando en la cocina los mozos y mozas de labranza, encendiéronse algunas antorchas de resina, aumentóse el fuego con haces de secos sarmientos de vid, y preparáronse á aprovechar la velada, ellas hilando, ellos cortando y afilando estacas destinadas á sostener las cepas de viña. Todos miraban curiosamente al forastero, que en la misma actitud humilde permanecía junto al fuego, silencioso y sin adelantar las palmas de sus amoratadas manos hacia el grato calorcillo de la llama. Un rumor contenido se dejó oir cuando entró el amo de casa: todos querían saber qué diría el avaro de la presencia del huésped.

Pero la Borgoñona, saliendo á recibir á su padre, con afabilidad suma le contó cómo ella había ofrecido hospitalidad á aquel santo, á fin de que no pasase la noche al frío en algún viñedo. No mostró el viejo gran disgusto, y contentóse con encogerse de hombros, yendo á sentarse á su sitio acostumbrado en el banco, cerca del hogar. La velada empezó pacífica.

De pronto el forastero, saliendo de su letargo, levantó la cabeza, y como si notase por primera vez que estaba próximo á una hoguera alegre y chispeante, comenzó á decir á media voz algunas palabras sobre la hermosura del fuego, y la gratitud que el hombre debe á Dios por tan gran beneficio. La Borgoñona tocó al codo de su vecina, ésta transmitió la seña, y en un instante callaron las conversaciones de la cocina para oir al penitente. Éste, arrastrado por su propia elocuencia, iba elevando la voz hasta pronunciar con gran calor su discurso.

De la consideración del fuego pasó á los demás bienes que nos otorga la bondad divina, y que estamos obligados á repartir con el prójimo por medio de la limosna. Sí, obligados, pues de toda riqueza somos usufructuarios no más. ¿De qué sirve, por ejemplo, el tesoro encerrado en el arca del avaro? ¿De qué, el trigo abundante en los graneros del hombre duro de corazón? ¿Creen ellos acaso que el Señor les dió tan cuantiosos bienes para que los guarden bajo llave y no alivien las necesidades del prójimo? ¡Ah! el día del tremendo juicio, su oro será contrapeso horrible que los arrastre al infierno! En vano tratarán entonces de soltar lo que en vida custodiaron tanto: allí, sobre sus lomos, estará el tesoro de perdición, y con ellos se hundirá en el abismo!

Á medida que arengaba el penitente, los ojos del auditorio se fijaban en el cosechero, quien retorciéndose en el banco no sabía qué postura tomar ni qué gesto poner. El penitente, incorporándose, hablaba ya casi á gritos, con voz vibrante y sonora. De repente, mudando de registro, encareció los placeres de la limosna, la dulzura inefable del espíritu que premia el sacrificio de bienes perecederos dados por el amor de Dios. Sus frases persuasivas fluían como miel, sus ojos estaban húmedos y elevados; y las mujeres del auditorio, profunda y dulcemente conmovidas, soltaron la rienda al llanto, y mientras unas acudían á los delantales para secar sus lágrimas, otras rodeaban al peregrino y se empujaban por besar el borde de su túnica. La Borgoñona, con las manos cruzadas, parecía como en éxtasis.

El cosechero, que había dejado escapar visibles muestras de impaciencia, no pudo sufrir semejante escena, y murmurando entre dientes, empujó á unos y otros fuera de la cocina, dando por concluída la velada. Cuando dejó de oirse el ruido de los gruesos zapatos de los labradores que partían, pidió lacónicamente la cena. Según costumbre del país, la Borgoñona sirvió á su padre y al forastero; éste, callado y humilde como al principio, apenas probó del rústico banquete, y rogó le permitiesen retirarse. La Borgoñona le condujo á una sala baja donde había extendida paja fresca; y en seguida, volviéndose á la cocina, intentó cenar.

Los bocados se le atravesaban en la garganta; su estómago rehusaba el alimento; y viendo á su padre sombrío y ceñudo, resolvióse á preguntar qué opinaba acerca de los discursos del peregrino y lo que había dicho respecto á la caridad.

—Paréceme, padre—añadió—que si no nos engaña el gentil predicador, nuestro fin será irnos al infierno en derechura, pues en nuestra casa hay oro, pan y vino en abundancia, y nunca damos limosna.—Al pronunciar estas palabras, sonreíase dulcemente para congraciar al viejo; pero él, montando en cólera terrible, golpeó fuertemente la mesa con su vaso de estaño, maldijo á la hija que le había traído á casa aquel mendigo desharrapado y loco, que acaso fuese un bandido disfrazado, y amenazó ir sin demora á cogerle de un brazo y echarle de la granja; con lo cual, la doncella se retiró á su cuarto trémula y confusa.

En toda la noche apenas logró pegar los ojos. Veía al viajero, oía de nuevo su persuasiva y cálida voz, y notaba las variaciones de su rostro transfigurado por la unción y fervor de la plática.

El lecho de la Borgoñona tenía ascuas y espinas; su conciencia estaba tan despierta como si hubiese cometido un crimen; durmióse un instante y vió en sueños á su padre arrastrado por negros demonios que lo aporreaban con sacos llenos de monedas. Apenas un rayo de luz pálida anunció el amanecer, la Borgoñona saltó de la cama, y á medio vestir y en cabello corrió á la estancia del peregrino.

Éste tenía la puerta abierta y rezaba de rodillas con los brazos en cruz, y hallábase tan arrebatado en la oración, que le pareció á la niña que más de un palmo se levantaba del suelo. Al ruido de los pasos de la Borgoñona, el forastero se puso en pié de un salto, y mostró el rostro bañado en lágrimas, y al mismo tiempo resplandeciente de un júbilo celestial; pero cuando se fijó en la Borgoñona, al punto mudó el semblante; fué como si le cerrasen con llave las facciones; bajó los ojos, y cruzándose de brazos preguntó á la niña qué deseaba. Ella, con un movimiento rapidísimo, se echó á sus piés, y abrazando sus rodillas toda turbada, rompió á decirle que en aquella casa había riquezas estériles, tesoros malditos, que causarían la perdición de su dueño; que allí jamás se había dado al pobre ni un puñado de espigas, antes era su sudor el que rellenaba las arcas; que ella se encontraba arrepentida y resuelta, para asegurar su salvación y la de su padre, á irse por el mundo descalza, pidiendo limosna y haciendo penitencia; para lo cual pedía al forastero su bendición y que la llevase en su compañía y le enseñase á predicar y á seguir la regla del beato Francisco, la humildad y pobreza absoluta.

Permanecía el misionero mudo y parado; no obstante, las palabras de la Borgoñona debían producirle extraño efecto, porque ésta sentía que las rodillas del penitente se entrechocaban temblorosas, y veía su faz demudada y sus manos crispadas, cual si se clavase en el pecho las uñas. La doncella, creyendo persuadir mejor, apretaba las manos, escondía la cara en el sayal, empapándolo en sus calientes lágrimas. Poco á poco el penitente aflojó los brazos y por fin los abrió, inclinándose hacia la niña; pero de pronto, con una sacudida violenta, se desprendió de ella y casi la echó á rodar por el suelo; la cabeza de la Borgoñona dió contra las losas del pavimento; y el penitente, haciendo la señal de la cruz y exclamando:—¡Hermano Francisco, valme!—saltó por la ventana, y se perdió de vista en un segundo. Cuando la Borgoñona se incorporó llevándose la mano á la frente lastimada, sólo quedaba del misionero la señal de su cuerpo en la paja donde había dormido.

II

Todo el día se lo pasó la Borgoñona cosiendo una túnica de burel grosero de la misma tela con que solían vestirse los villanos y jornaleros vendimiadores. Al anochecer, salió á la granja y cortó un bastón de espino; bajó á la cocina y tomó de un rimero de cuerdas una muy gruesa de cáñamo; y subiendo otra vez á su habitación, empezó á desnudarse despacio, dejando sobre la cama, colocadas en orden, las diversas prendas de su traje. En el siglo XIII pocas personas usaban camisa de lino; era un lujo reservado á los monarcas; la Borgoñona tenía pegado á las carnes un justillo de lienzo grueso y un faldellín de tela más burda aún; quitóse el justillo y soltó sobre sus blancas y mórbidas espaldas la madeja de pelo rubio que de día aprisionaba la cofia. Enarboló la tijera que solía llevar pendiente de la cintura, y desmochó sin piedad aquel bosque de rizos, que iban cayendo suavemente á su alrededor como las flores en torno del arbusto sacudido por el aire. Se tentó la cabeza, y hallándola ya casi mocha, igualó los mechones que aún sobresalían; luégo se descalzó; aflojó la cintura del faldellín, se puso el sayal sosteniendo el faldellín con los dientes por no quedarse del todo desnuda; soltó al fin la última prenda femenina, se ciñó la cuerda con tres nudos como la traía el penitente, y empuñó el bastón; pero acudió una idea á su mente, y recogiendo las matas de pelo esparcidas aquí y allí, las ató con la mejor cinta que tenía, y las colgó al pié de una tosca madona de plomo que protegía la cabecera de su lecho. Aguardó á que la noche cerrase, y, de puntillas, se lanzó á oscuras al corredor; bajó á tientas la escalera carcomida; se dirigió á la sala baja donde había hospedado al penitente, abrió la ventana, y salió por ella al campo. Tal arte se dió á correr, que cuando amaneció, estaba á tres leguas de la granja, camino de Dijón, cerca de unos hatos de pastores.

Rendida se metió en un establo, del cual vió salir el ganado antes, y acostándose en la cama de las ovejas, tibia aún, durmió hasta mediodía. Al despertarse, resolvió evitar á Dijón, donde algún parroquiano de su padre podría conocerla. En efecto, desde aquel día procuró buscar las aldeas apartadas, los caseríos solitarios, en los cuales pedía de limosna un haz de paja y un mendrugo de pan. Mientras caminaba, rezaba mentalmente, y si se detenía, arrodillábase y oraba con los brazos en cruz, como el peregrino. El recuerdo de éste no se apartaba un punto de su memoria, y copiaba por instinto sus menores acciones, añadiendo otras que le sugería su natural despejo. Guardaba siempre la mitad del pan que le ofrecían, y al día siguiente lo entregaba á otro pobre que encontrase en el camino. Si le daban dinero, iba corriendo á distribuirlo entre los necesitados, pues recordaba que, según el penitente, nunca el beato Francisco de Asís consintió tener en su poder moneda acuñada. Al paso que seguía esta vida la Borgoñona, se le desarrollaba un dón de elocuencia extraordinario: poníase á hablar de Dios, de los ángeles, del cielo, de la caridad, del amor divino, y decía cosas que ella misma se admiraba de saber, y que las gentes reunidas en rededor suyo escuchaban embelesadas y enternecidas. Á donde quiera que llegaba, la rodeaban las mujeres, los niños se cogían á su túnica, y los hombres la llevaban en triunfo.

Es de notar que todos la tenían por un jovencito muy lindo, y á nadie se le ocurrió que fuese una doncella quien tan valerosamente arrostraba la intemperie y demás peligros de andar por despoblado. Su pelo corto, su cutis oscurecido ya por el sol, sus piés endurecidos por la descalcez, le daban trazas de muchacho, y el sayal grueso ocultaba la morbidez de sus formas. Gracias al disfraz, pudo pasar entre bandas de soldados mercenarios y aun de salteadores, sin más riesgo que el de sufrir algunos latigazos dados con las correas del tahalí, género de broma que no perdonaban los soldados. Muchos se compadecieron de aquel rapaz humilde y le dieron dinero y vino; otros se burlaron; pero nadie atentó á su libertad ni á su vida. En la selva de Fontainebleau sucedióle á la Borgoñona la terrible aventura de abrigarse bajo un árbol de donde colgaban humanos frutos: los piés péndulos de un ahorcado le rozaron la frente: entonces, con valor sobrehumano, abrió una fosa, sin más instrumentos que su bastón de espino y sus uñas; descolgó el cadáver horrendo, que tenía la lengua defuera y los ojos saliéndose de las órbitas, y estaba ya picado de grajos y cuervos, y mal, como supo, reuniendo sus fuerzas, lo enterró. Aquella noche vió en sueños al penitente, que la bendecía.

Pero tantas fatigas, tan larga abstinencia, tan duras mortificaciones, una vida tan áspera y desacostumbrada, abrieron brecha en la Borgoñona, y su salud empezaba á flaquear, cuando llegó á una gran villa, que, preguntando á los aldeanos vendedores de legumbres, supo era París. Entró pues en París, pensando si quizás moraría allí el peregrino, si lo encontraría casualmente y podría rogarle que le buscase un asilo como el que Clara ofrecía á sus hijas, un convento donde acabar su penitencia y morir en paz. Con estos propósitos se internó en un laberinto de calles sucias, torcidas, estrechas, sombrías—el París de entonces.—Embargaba á la Borgoñona singular recelo: en aquella ciudad vasta y populosa, donde veía tanto mercader, tanto arquero, tantos judíos en sus tiendas, tantos clérigos graves que paseaban á su lado sin volver la cabeza, no se atrevía á pedir hospitalidad, ni un pedazo de pan con que aplacar el hambre. Los edificios altos, las casas apiñadas, las plazuelas concurridas, todo le infundía temor. Vagó como alma en pena las horas del día, entrando en las iglesias para rezar, apretándose la cuerda para no percibir el hambre; y á la puesta del sol, cuando resonó el toque del cubre-fuego, que acá decimos de la queda, cubriósele á ella verdaderamente el corazón, y con mucha angustia rompió á llorar bajito, echando de menos por primera vez su granja, donde el pan no le faltaba nunca, y donde al oscurecer tenía seguro su abrigado lecho. Al punto mismo en que estas ideas acudían á su atribulado espíritu, vió que se le acercaba una vejezuela gibosa, de picuda nariz y ojuelos malignos, y le preguntaba:—¿Cómo tan lindo mozo á tales horas solito por la calle, y si era que por ventura no tenía posada?

—Madre—contestó la Borgoñona—si tú me la dieses, harías una gran caridad, pues cierto que no sé dónde he de dormir hoy, y á más no probé bocado hace veinticuatro horas.

Deshízose la vieja en lástimas y ofrecimientos, y echando á andar delante, guió por callejuelas tristes, pobres y sospechosas, hasta llegar á una casuca, cuya puerta abrió con una roñosa llave. Estaba la casa á oscuras, pero la vieja encendió un candil, y alumbró por las escaleras hasta un cuarto alto. Ardía un buen fuego en la chimenea; la Borgoñona vió una cama suntuosa, sitiales ricos, y una mesa preparada con sus relucientes platos de estaño, sus jarras de plata para el agua y el vino, su dorado pan, sus bollos de especias, y un pastel de aves y caza que ya tenía medio alzada la cubierta. Todo olía á lujo, á refinamiento, y aunque el caso era sorprendente atendido el pergeño de la vieja y la pobreza del edificio, como la Borgoñona sentía tanta hambre y de tal modo se le hacía agua la boca ante el espectáculo de los manjares, no se le ocurrió manifestar extrañeza. Iba buenamente á sentarse y á trinchar el pastel, pero la vieja lo impidió, diciéndole que convenía aguardar al dueño de la habitación, un hidalgo estudiante muy galán, que ya no tardaría, y era de tan afable condición, que á buen seguro que no pusiese el menor reparo en partir su cena con el forastero. En efecto, bien pronto se oyeron resueltos pasos, y un caballero mozo, envuelto en oscura capa y con pluma de garza en el airoso birrete, entró en la estancia.

Al verle, quedóse estupefacta la Borgoñona; y no era para menos, pues aquel gallardo caballero tenía la mismísima cara y talle del penitente! Conoció sus grandes ojos negros, sus nobles facciones; sólo la expresión era distinta; en éste dominaba un júbilo tumultuoso, una especie de energía sensual. Quitóse el birrete, descubriendo rizados y largos cabellos; soltó la capa, y contestó con una carcajada á las disculpas de la vieja, que le explicaba cómo aquel pobrecito penitente partiría con él, por una noche, la cena y el cuarto. Sentóse á la mesa muy risueño, y declaró que aunque el camarada no parecía animado, él haría porque la cena fuese divertida. Dijo esto con la propia voz sonora del penitente.

Retiróse la vieja, y la Borgoñona tomó asiento confusa y atónita, mirando á su comensal y sin dar crédito al testimonio de los sentidos. Mientras mataba el hambre con el apetitoso pastel, sus ojos no se apartaban del mancebo, que comía y bebía por cuatro; y con mil chanzas, llenaba el vaso y el plato de la Borgoñona, que proseguía comparando al misionero con el estudiante. Sí, eran los mismos ojos, sólo que antes no brillaba en ellos un fuego vívido y generoso, ni cabía ver el negror de las pupilas, porque estaban siempre bajos. Sí, era la misma boca, pero marchita, contraída por la penitencia, sin estos labios rojos y frescos, sin estos dientes blancos que descubría la sonrisa, sin este bigote fino que acentuaba la expresión provocativa y caballeresca del rostro. Sí, era la misma frente blanca y serena, pero sin los oscuros mechones de pelo que jugueteaban en torno. Era el mismo aire, pero con otras posturas menos gallardas y libres. Y así, poco á poco, tratando de cerciorarse de si el penitente y el hidalgo componían un solo individuo, la doncella iba deteniéndose con sobrada complacencia en detallar las gracias y buenas partes del mancebo, y ya le parecía que si era el penitente, había ganado mucho en gentileza y donosura. El caballero, festivamente, le escanciaba en el vaso vino y más vino, y la Borgoñona distraída lo bebía. El vino era color de topacio, fragante, aromatizado con especias, suave al paladar, pero después se sentía correr por las venas como líquida llama.

Á cada trago de licor, la Borgoñona juzgaba más discreto y bizarro á su compañero de mesa. Cuando la mano de éste, por casualidad, al ofrecerle el vaso, rozaba la suya, un delicioso temblor, un escalofrío dulcísimo, le subía desde las yemas de los dedos hasta la nuca. Su razón vacilaba, la habitación daba vueltas, la luz de cada uno de los cirios que alumbraban el festín se convertía en miles de luces. Y he aquí que el caballero, después de beber el último trago, se levantó, y juró que, á fe de hidalgo estudiante, era hora de acostarse, y digerir la cena con un sueño reparador.

Semejantes palabras despejaron un poco las embotadas potencias de la doncella. Acordóse de que en la habitación no había más que un solo lecho, y alzándose de la mesa alegó humildemente, en voz baja, que sus votos obligaban á tener por cama el suelo, y que así dormiría, no siendo razón que se molestase el señor hidalgo. Pero éste, con generoso empeño, protestó que no lo sufriría, y tendiendo en el suelo su capa, afirmó que dormiría sobre ella, si el mozo penitente no le otorgaba un rincón del lecho, donde ambos cabían muy holgados. La Borgoñona se negó con espanto á admitir la propuesta, y el estudiante, con vigor hercúleo, cogióla en brazos, y la depositó sobre la cama. Ella, sintiendo otra vez desmayar su voluntad, cerró los ojos, y con singular contentamiento se dejó llevar así, apoyando la cabeza en el hombro del caballero y percibiendo el roce de sus negros, perfumados bucles.

Abrió el estudiante la cama, metió dentro á la Borgoñona, le arregló la sobrecama bordada de seda, y con la misma dulzura con que se habla á los niños, preguntó si no le sería lícito al menos tenderse á los piés, que siempre estarían más blandos que el santo suelo. No encontró la Borgoñona objeción fundada que oponer, y el hidalgo se envolvió en su capa y se tumbó, poniendo por cabezal un almohadón, y al poco tiempo se le oyó respirar tranquilo, como si durmiese.

La Borgoñona en cambio se revolvía inquieta. En vano quería recordar las oraciones acostumbradas á aquella hora; no podía levantar el espíritu; su corazón se derretía, se abrasaba; el penitente y el estudiante formaban para ella una sola persona, pero adorable, perfecta, por quien se dejaría hacer pedazos sin exhalar un ay. La blandura del lecho, invitando á su cuerpo á la molicie, reforzaba las sugestiones de su imaginación; en el silencio nocturno, le ocurrían las resoluciones más extremosas y delirantes; llamar al hidalgo, declararle que era una doncella perdida de amores por él, que la tomase por mujer ó esclava, pues quería vivir y morir á su lado. Pero ¿y aquellas matas de pelo colgadas al pié de la efigie de Nuestra Señora, acaso no eran prenda de un voto solemne? Con estas dudas la frente se le abría, las venas le saltaban, zumbándole los oídos, y la respiración sosegada del estudiante se le figuraba honda como el ruido de gigantesca fragua. ¡Oh tentación, tentación! La Borgoñona se sentó en el lecho, y á la luz del fuego, que aún ardía, miró al estudiante dormido, pareciéndole que en su vida había contemplado cosa que tanto le agradase; y así embebida en el gusto de mirar, fuese acercando hasta casi beberle el aliento. De pronto el durmiente se incorporó bien despierto, abriendo los brazos y sonriendo con sonrisa extraña. La doncella dió un gran grito, y acordándose del penitente, exclamó:—¡Hermano Francisco, valme!—Al mismo tiempo saltó del lecho y huyó de la habitación como loca.

Cuatro á cuatro bajó las escaleras, halló la puerta franca, y encontróse en la calle; siguió corriendo, y no paró hasta una gran plaza, donde se elevaba un edificio de pobre y humilde arquitectura; allí se detuvo sin saber lo que le pasaba: trató de coordinar sus pensamientos; los sucesos de la noche le parecían soñados; y lo que la confirmaba en esta idea era que no podía por más que se golpeaba la frente, recordar la linda figura del estudiante: la última impresión que de ella le quedaba era la de un rostro descompuesto por la ira, unas facciones contraídas por furor infernal, unos ojos inyectados, una espumante boca...

Del edificio humilde salieron cuatro hombres vestidos de túnicas grises amarradas con cuerdas, y llevando en hombros un ataúd. La Borgoñona se acercó á ellos, y ellos la miraron sorprendidos, porque vestía su mismo traje. Impulsada por la curiosidad, la doncella se inclinó hacia el ataúd abierto y vió, acostado sobre la ceniza—sin que pudiese caberle duda alguna respecto á su identidad—el cadáver del penitente!

—¿Cuándo murió ese hombre?—preguntó trémula y horrorizada.

—Ayer tarde, al sonar del cubre-fuego.

—¿Y ese edificio donde vivía, qué es?

—Ahí habitamos los pobres de la regla de Francisco de Asís, los Menores, tus hermanos—contestaron gravemente, y se alejaron con su fúnebre carga.

La Borgoñona llamó á la portería del convento.

Nadie adivinó jamás el sexo del novicio, hasta que su muerte, después de una larga y terrible penitencia, hubo de revelarlo á los encargados de vestirle la mortaja. Hicieron la señal de la cruz, cubrieron el cuerpo con un paño tupido, y lo llevaron á enterrar al cementerio de las Minoritas ó Clarisas, que por entonces ya existían en París.

La Cabellera de Laura

Madre e hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la tierra misma: la claridad entraba a duras penas, macilenta y recelosa, al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de cocina, dormitorio y cámara.

Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, cuidando a su madre achacosa y consolándola siempre que renegaba de la adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas a tal extremidad dos damas de rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas a porrillo! ¡Acostarse a la luz de un candil ellas, a quienes había alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento tranquilo de la resignación, le aconsejaba someterse a la divina voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas maldiciones.

Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más rigurosos, y faltó a Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la decente pobreza sustituyó la negra miseria; a la escasez, el hambre de cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.

Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de labor incesante y constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega! Saldría con un perrito a pedir limosna… ¡Ah, si no fuese tan boba y tan mala hija —teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo como oro cendrado, que llegaba hasta los pies—, no dejaría que su madre se desmayase por falta de alimento! Al oír estas insinuaciones, Laura se estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro con las manos y rompió a sollozar. De pronto, como quien adopta una resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho capuchón de lana oscura y salió a la calle, que raras veces pisaba, convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear fue en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder feriar el solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda —gran componedora de voluntades con ribetes de hechicera—, y muy encubierto el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.

Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía a vender la tapada y gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en un pliegue del manto, bajo el capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo.

—Esto vendo en diez escudos —exclamó—, y córtese ahora mismo.

Convenía la proposición a la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y, asiendo unas tijeras segó la copiosa melena. Al observar que la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba muy bajo, silvó a su oído:

—Si eres doncella y tan hermosa como promete tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien o doscientos, cuando te venga en voluntad.

Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se cruzó con un caballero de buen talle y porte, que no reparó en ella; Laura sí le miró a hurtadillas, y, sin querer, le encontró galán. El caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el cual no visitaba a humo de pajas a la madre Brasilda, sino que acudía allí como el cazador, a que le señalen do está la caza, y se la ojeen y acorralen para asegurarla y matarla a gusto.

Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana cabellera rubia que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en la cual los destellos del velón, siempre encendido en las oscuridades del tenducho, rielaban como en lago de oro.

—¿De qué mujer es ese pelo? —preguntó, sorprendido, el galán.

—A fe que no lo sé, hijo —contestó la vieja—. Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa mata, cobró, y con extraño misterio se fue un minuto antes que entrases…

—¿Por que no la seguiste, buena pieza?…

—Porque sin duda ella está más pobre que las arañas, y volverá a ganar los cien escudos que le ofrecí…

—¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si aparece.

Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el tesoro que contenía y, ocultándolo bajo el capotillo, se volvió a su casa.

Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente. Renunciando a sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en el paseo, en las iglesias; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle los devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que ni sabían, ni podían sospechar, que don Luis estaba enamorado, ciegamente enamorado, de la cabellera rubia.

Habiéndola colocado respetuosamente, atada con lazo de seda, en un cojín de tisú de plata, se pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de devoción, como a venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de juventud y de pureza, fantaseaba el tronco a que tal follaje correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada, cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas formas virginales de rosa y nácar, o rodeando, como nimbo de santa imagen, un rostro de angelical expresión, en que, se abrían las flores azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la honestidad por conservar la vida?

Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un azotacalles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel matiz único, incomparable, se ofrecía a sus ojos. Don Luis adelgazaba, se desmejoraba, estaba a pique de desvariar cada vez que la vieja hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía lazando las manos secas:

—Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado por la chimenea… No parece, hijo, no parece por más que me descuajo buscándola…

Perdido ya de amores don Luis, como hombre a quien le han dado extraño bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos febriles, hizo un voto: «Que encuentre a tu dueña, y sea rica o pobre, buena o mala, noble o de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por testigo a este Crucifijo que me escucha». Después del voto, lleno de esperanza y de ilusión, salió don Luis a la calle, y, al oscurecer, como fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y cubierta con un viejísimo capuz de lana.

—Señor caballero —decía en voz lastimera y humilde—, ¿necesitan por casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde trabajar, y mi madre no tiene qué comer.

—Esa es mi casa —respondió distraídamente don Luis, que pensaba en sus fantásticos amores—; ven mañana que tendrás harta labor… Toma a cuenta —y deja en la mano tendida un escudo.

Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas. Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos, cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan absorto que ni miró a la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse —el que vio cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja—, exhaló un grito involuntario… Al oírlo, volvióse don Luis, y, cruzando las manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el sol… Y dirigiéndose a las dueñas y a las mozas de servicio, con imperio y ufanía, dijo solemnemente:

—No labréis más; hoy es día de fiesta: saludad a vuestra señora…

«El Imparcial», 17 enero 1898.

La Cabeza a Componer

Érase un hombre a quien le daba malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación de un clavo que le barrenaba los sesos —y el clavo no era sino idea fija, terca y profunda—, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.

Otras veces, en aquella maldita cabeza sucedían cosas más desagradables aún. Poblábase toda ella de imágenes vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del mañana.

No se conformaba con esto la pícara cabeza, pues también había dado en la manía de consagrarse a la investigación de la verdad y de los orígenes de las cosas, y andaba vuelta tarumba con el problema del conocimiento, el sujeto y el objeto, la apariencia y la substancia, el fenómeno y el noúmeno y otras cuestiones baldías, que recalentaban al rojo blanco aquel pobre meollo, emperrado en dar vueltas, lo mismo que una devanadera, alrededor de enigmas que hasta la presente no se sabe que hayan encontrado solución satisfactoria. ¿Qué se entiende por libertad humana? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué significa la palabra querer? ¿Qué la cosa en sí? ¿Qué papel desempeña ante la percepción exterior la voluntad? ¿En qué consiste un hecho primordial metafísico? Al profundizar tan arduos qués, la cabeza latía queriendo romperse, los sesos echaban humo a modo de cabecera donde hierve el agua, y la sustancia gris, o lo que fuese, soltaba lumbres fosfóricas. El dueño de la cabeza enloquecía.

Nadie me negará que en casos semejantes urge ponerse en cura. Así lo decidió mi héroe, y se propuso consultar a todos los médicos de fama, hasta que alguno acertase a devolverle la tranquilidad y la salud.

El primer doctor a quien vio, levantando delicadamente el casquete del meollo, comprobó que todo el cerebro se encontraba en un estado de sobreexcitación y actividad febril, y que en eso consistía el padecimiento. La cabeza vivía con exceso, funcionaba de sobra, y el doctor, aplicando medicamentos emolientes, logró que sobreviniese por algunos días un estado de soñolencia y modorra que hizo al paciente muchísimo bien. No obstante, pareciéndole que el método de aquel doctor era sólo un paliativo, quiso recurrir a otros más radicales, que atacasen la enfermedad de frente.

Dirigiose, pues, a un célebre operador, que, registrando los sesos al microscopio, declaró que había encontrado medio seguro de combatir el mal, y en un santiamén practicó la ablación de la potencia imaginativa o fantasía. No más ensueños, no más poéticas figuraciones que unas veces se envolvían en grises tules de tristeza y otras revestían los radiantes colores del arco iris; no más palacios de jaspe y oro, no más monstruos y endriagos, no más pájaros azules, no más mariposas, no más nostalgias, no más quimeras... Y al apagarse los fuegos artificiales de la imaginación, el enfermo se quedó al pronto sosegado y lleno de bienestar, como el que huyendo de la luz y del ruido se recoge a un aposento retirado, oscuro y silencioso. Pero no tardó en notar que la cabeza continuaba descompuesta, por lo cual se dirigió a casa de otro doctor elogiado en todas las revistas científicas.

Lo mismo que su antecesor, practicó un registro en la sesera, manejó la lente, miró y remiró... y vino a decir que su colega la había errado de medio a medio, y que no eran la dorada fantasía ni la plástica y creadora imaginación lo que debía suprimirse para evitar tales daños, pues allí sólo estorbaba la razón ergotista y puntiaguda, atirantando todas las fibras de la masa encefálica y causando torsiones, dolores crueles. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, sacando de su estuche instrumentos sutiles como pelos, practicó la extirpación de la razón y de la facultad discursiva, y el enfermo se encontró en la gloria, libre del ímprobo trabajo de raciocinar.

Lo malo fue que pasado algún tiempo remanecieron las molestias. Otra vez la cabeza en ebullición, y el dueño, desesperado. Ya sólo le quedaba por visitar el gabinete de un médico, quizás el más ilustre de los cuatro, que a la habilidad del cirujano reunía la inteligencia del pensador; y a él acudió llorando el de la cabeza desbaratada, pidiendo que de una vez le arreglasen aquella mala saboneta que no regía.

El doctor practicó su inevitable reconocimiento, y tuvo su meneo de cabeza, y fruncimiento de cejas, y desdeñosa sonrisilla, inevitables también. Desenvainando los no menos infalibles chirimbolos de bruñido acero, exclamó que de poco servía haber eliminado la imaginación y la razón, en verdad funestísimas, si dejaban persistir sus huellas y la reminiscencia de sus funciones en la maldita memoria, causa de todas nuestras penas y berrinches. Y añadiendo que ahora sí que el enfermo de la cabeza iba a quedar descansado, le rebañó diestra y rápidamente la memoria: lo único que le estorbaba.

Desde entonces, la cabeza fue una delicia. Ni volvió a doler, ni a calentarse, ni a perturbarse, ni a decir aquí me tienes: como que estaba hueca, vacía, limpia del todo. Al ex enfermo le pusieron de mote el idiota; pero él, tendido al sol, respirando el aire puro, durmiendo a ratos, dirigiendo, vegetando, era feliz.

La Caja de Oro

Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata, o en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian mucho más lejos: o descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire bien cerrado, bien seguro… No eran despojos de amorosa historia los que dormían en la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacanto.

Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una historia, tal vez a una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en juego los ilícitos, y heroicos… Mostréme perdidamente enamorado de la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia a una mujer, cuando sólo cortejaba a un secreto; hice como si persiguiese la dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me la concedió… , por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un remordimiento.

No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación, el misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías o repentinas y melancólicas reservas; discutiendo o bromeando, apurando los ardides de la ternura o las amenazas del desamor, suplicante o enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse a que me enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto existiese la prueba de algún crimen.

Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y además, exaltado ya mi amor propio (a falta de otra exaltación más dulce y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la clave del enigma. Insistí, me sobrepujé a mí mismo, desplegué todos los recursos, y como el artista que cultiva por medio de las reglas la inspiración, llegué a tal grado de maestría en la comedia del sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que algunas fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma de aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello los brazos y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó:

—¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido… . pues sea. Ahora mismo, verás lo que hay en la caja.

Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó y divisé en el fondo unas cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:

—Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me advirtió que si las apartaba de mí o las enseñaba a alguien, perdían su virtud. Será superstición o lo que quieras: lo cierto es que he seguido la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te empeñaste en averiguar… Lo conseguiste… Para mí vales tú más que la salud y que la vida. Ya no tengo panacea; ya mi remedio ha perdido su eficacia; sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.

Quedéme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño causado a la persona que, al fin, me amaba. Mi curiosidad, como todas las curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición. Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas a los pies de la mujer que sollozaba, tartamudeé:

—No tengas miedo… Todo eso es una farsa, un indigno embuste… El curandero mintió… Vivirás, vivirás mil años… Y aunque hubiesen perdido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos a la aldea, y compramos otras… Todo mi capital le doy al curandero por ellas.

Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó a mi oído:

—El curandero ha muerto.

Desde entonces, la dueña de la cajita —que ya no la ocultaba ni la miraba siquiera, dejándola cubrirse de polvo en un rincón de la estantería forrada de felpa azul— empezó a decaer, a consumirse, presentando todos los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria a los remedios. Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé a su cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo, porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizá de pasión de ánimo, quizá de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerle, en desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y mi disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.

Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis cuidados consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su afecto, sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y cierto día se me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues todavía no se daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el resultado del análisis, el químico se echó a reír.

—Ya podía usted figurarse —dijo— que las píldoras eran de miga de pan. El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie… , para que a nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!

«El Liberal», 26 de marzo, 1894. Arco Iris.

La Calavera

El chiflado habló así:

—Desde que, por imitar a Perico Gonzalvo, que la echa de elegante y de original, puse en mi habitación, sobre un zócalo de terciopelo negro, la maldita calavera (después de haberla frotado bien para que adquiriese el bruñido del marfil rancio), empecé a dormir con poca tranquilidad, y a sentirme inquieto mientras velaba. La calavera me hacía compañía y estorbo, lo mismo que si fuese una persona, y persona fiscalizadora, severa, impertinente, de esas que todo lo husmean y censuran nuestros menores actos en nombre de una filosofía indigesta y melancólica, de ultratumba. Cuando por las mañanas me plantaba yo frente al espejo para acicalarme, tratando de reparar, dentro de lo posible, el estrago de los cuarenta en mi rostro y cuerpo, no podía quitárseme del magín que la calavera me miraba, y se reía silenciosa y sardónicamente cada vez que aplicaba yo cosmético al bigote y traía adelante el pelo del colodrillo para encubrir la naciente calva. Al perfumar el pañuelo con esencia fina, al escoger entre mis alfileres de corbata el más caprichoso, oía como en sueños una vocecilla estridente, sibilante, mofadora, que articulaba entre la doble hilera de dientes, amarillos todavía, implantados en las mandíbulas: «¡Imbéciiil de vaniiiidoso!» Será una tontería muy grande; pero lo cierto es que me molestaba de veras.

Por las noches, al recogerme, noté que la calavera se ponía más cargante, entrometida y criticona. Su respingada nariz y su boca irónica, tan parecidas (salvo la carne) a la expresiva fisonomía de don Cándido Nocedal, me preguntaban y acusaban con una chunga despreciativa, capaz de freír la sangre al hombre más flemático: «¿Por dónde has andado, vamos a ver, grandísimo perdido, botarate de siete suelas? ¿Qué nido era aquel donde entraste esta tarde tan de ocultis? ¿Se puede saber quién te esperaba allí? ¿Y te crees buenamente, presumido, que con tu calvita y tus arrugas y tus cuarenta del pico estás ya para seducir a nadie? Por los monises, por las sangrías que te dan al bolsillo, campas tú, que si no... Vamos a ver: ¿qué te sacaron hoy con tanta zaragatería de la cartera? ¿No fue un billete de a cien? ¿No salió luego otro de a cincuenta por contrapeso? ¡Ah, memo Paganini, caballo blanco! ¡Lo que se divertirán con ese dinero a cuenta tuya!...»

Le aseguro a usted que la calavera, en este punto, entreabría el tenazón de sus mandíbulas, y se reía bajo, sin que las ondas de su silenciosa carcajada agitasen el aire. Apretando los dientes otra vez y adoptando el énfasis doctoral de quien sermonea sobre las miserias y locuras del mundo —mientras yo procedía a mis abluciones nocturnas o buscaba en el armario de luna la camisa de dormir—, continuaba:

—Y después, ¿a qué más andurriales te condujo tu flaqueza? Lo sabemos, lo sabemos, aunque usted se lo tenga muy bien callado. Al Congreso, a adular al ministro Calabazote y al general Polvorín. A arrastrarte por los suelos, a ofrecerte incondicionalmente para todo lo que te ordenen y manden, a mendigar un distrito, ese soñado distrito que nunca llega, ni llegará, porque a ti te emboban con buenas palabritas y te sostienen hace cuatro años con la boca abierta esperando el higuí... Del Congreso... ¡No me lo niegues, porque estoy muy bien informada! Del Congreso te fuiste a la Redacción de El Estómago, diario ministerial que cobra cinco subvenciones y media, a que te insertasen un sueltecito de tu puño, donde te das bombo, incluyéndote en el grupo de personas caracterizadas que se disponen a prestar incondicional apoyo a la política de nuestro ilustre jefe Calabazote. Y a renglón seguido...

Aquí me revolví furioso contra la intransigente censora, diciendo:

—Bueno, ¿a renglón seguido, qué? Y a renglón seguido me fui a comer con unos amigos... ¡Me parece que cosa más inocente y natural!...

—¡Tate, tate! —replicaba la calavera insufrible—. Las cosas dichas así parecen lo más sencillito... Pero a mí, no me la das tú, aunque vuelvas a nacer cien veces... Ya soy vieja. Ya se me ha caído todo el pelo. La experiencia me hace sagaz. Fuiste a comer en casa del banquero Tagarnina, no porque sea amigo tuyo ni porque le estimes, pues bien persuadido estás de que su riqueza la granjeó arruinando a muchos infelices y saqueando al país con contratas y empréstitos, sino porque tiene buen cocinero y exquisita bodega, y también porque su mujer, ¡que es una mujer de patente!, has soñado tú que te mira con buenos ojos..., cuando lo que hay es que los tiene preciosos, y no ha de ponerse a bizcar si los fija en tu cara. La verdad desnuda... ¿A que no se te ocurre ir a hacer penitencia con tus amigos los de Martínez, que te ofrecerían un modesto pucherito? Tagarnina ya es otra cosa; aquel borgoña añejo..., aquel rin de principios de siglo..., aquellas trufas de la poularde... Vamos, que aún se te hace agua la boca, compañero, si de eso te acuerdas... ¿Eh? ¡Qué magníficas estaban! Aún te relames epicúreo... Y ahora, ¿qué tal? ¿Vas a acostarte para digerirlas como un prior?

¡Acostarme! No, y ello es que no había más remedio. Encendida mi lamparilla, entreabría con cuidado las sábanas, me descalzaba, y ¡zas!, me hundía en el lecho blando. El primer momento era de bienestar incomparable. Mi cuarto y todos mis muebles son confortables y regalones, como de solterón egoísta que adorna y prepara un rincón a su gusto, a fin de vivir en él hecho un papatache, saliendo fuera a comer y almorzar y teniendo su criadito que por las mañanas limpie y arregle. En la cama había puesto especial cuidado, considerando que la mitad de nuestra vida se desliza en ella. La lana más rica, para el colchón; el plumón más caro, para edredones y almohadas; mantas suaves, que se ciñen al cuerpo y no pesan; un cubrecama antiguo, de seda bordada de colores; en suma: una cama de arzobispo que padece gota y se levanta tarde. ¡Ay! ¡Qué bien me sabía la camita deliciosa, antes que por rutina, por ese espíritu de plagio, que es el cáncer de nuestra sociedad, incurriese yo en la tontuna de traerme a mi cuarto una porquería como la dichosa calavera!

Apenas empezaba a conciliar el primer sopor entre el grato calorcillo de las amorosas mantas, la calavera, antes tan campechana y bromista, mudaba de registro, se ponía trágica y balbucía —en honda y cavernosa voz, que sonaba cual si girase entre las descarnadas vértebras por falta de laringe— cosazas pavorosas y tremendas. De las cuencas llenas de sombra parecía brotar diabólica chispa. Los dientes castañeteaban como estremecidos por el pavor. Yo sepultaba la cabeza entre las sábanas temiendo oír; pero el caso es que oía, oía; la voz de la calavera penetraba al través de aquel muro de lienzo, y, deslizándose como una sierpe en el hueco de mis oídos, llegaba a mi cerebro excitado por el estúpido temor y la sugestión del insomnio, que se convierte muy luego en el insomnio mismo.

—¡Hola! ¿Qué es eso? ¿No duermes, no te entregas como otras veces al placer de roncar a pierna suelta, después de hacer tu gusto todo el santísimo día? ¿Es acaso mi proximidad lo que te desvela? ¡Ah bobo! ¡Inconsecuente! ¿Pues no piensas tú, para mayor comodidad tuya, para quitarte los escrúpulos y vivir según te acomoda y no privarte de nada, que yo soy únicamente un poco de fosfato de cal, la cáscara de una nuez ya digerida por el tiempo? Pues si soy eso, ¿por qué cavilas tanto en mí, hombre pusilánime? ¿Hase visto fantasmón? Explícame por qué se te ocurre a veces cavilar qué será de mi alma, por dónde andará rodando. Con que mucho de despreocupación, y espíritu fuerte, y materialismo de Cervecería Inglesa y Café de Viena, y apenas apaga usted la palmatoria ya le tenemos acordándose de...

Los dientes de la calavera —o tal vez los míos— se entrechocaban con fuerza convulsiva, y salían entrecortadas estas dos palabras tremendas: «¡La Muerte!... ¡El Infierno!»

La calavera prosiguió más bajito aún:

—El Infierno... quedamos en que no crees en él. ¿Creer en esas papas? Está bueno para las viejas y los niños. Un hombre como tú, ilustrado, moderno, se ríe de semejantes farsas. ¿Tenazazos, llamas, calderas, gemidos, demonios rabudos, eternidad de penas? A otro perro con ese hueso. Corriente: descartemos el Infierno... Mandémoslo retirar a toda prisa. No sirve ya. Al cesto con él...

Daba yo una vuelta en la cama, buscando postura mejor, y la calavera susurraba:

—Pero lo que es en lo otro..., en la de la guadaña... Vamos, lo que es en ésa... crees a puño cerrado. ¿Acerté?

Un soplo glacial acariciaba mis sienes. En la raíz de mis cabellos, gotitas de sudor se cuajaban. Mis nervios, encalabrinados, gritaban con furia «Cualquiera duerme hoy.»

—Vamos, que de esta vez he puesto el dedo en la llaga —recalcaba la calavera—. ¿A que sí? No la eches de guapo, compañero; aquí no estamos a engañarnos... Nos conocemos, camará. Tus medranitas te pasas de cuando en cuando, acordándote de la hora que ha de sonar sin remedio alguno... Porque ¡mira tú qué cosa más diabólica! Nunca te llegará, probablemente, la de salir diputado, gracias a la influencia de Calabazote; es regular que tampoco suene la de tu primera cita con la señora de Tagarnina, el banquero; casi puede jurarse que no verás la de cobrar aquel pico que te deben, ni la de que te adjudiquen la hacienda del Encinarejo, ni la de colgarte la gran cruz, ni ninguna de esas horitas que tu vanidad desea... ¡Pero, en cambio, la hora..., aquella en que no quieres pensar nunca..., aquella que te empeñas en suprimir con la imaginación...; lo que es ésa..., aunque se descompongan todos tus relojes..., ha de sonar, más fija, más puntual..., más exacta! ¡Ni un segundo de atraso..., ni uno!

Temblor general se apoderaba de mis miembros, y en las sienes parecía que me pegaban furibundos martillazos.

—Hace pocos días —continuaba la voz— viste morir de una pulmonía fulminante al bueno de Paco Soto. La víspera de caer en cama corristeis una broma en Fornos con la Belén Torres... ¡Ya ves si tengo yo informes! A mí no se me escapa ni esto... ¡Cuánto se reía Paquillo! Bueno; pues tú llevaste una cinta de su féretro... ¿No te acuerdas? Y estuviste en la Sacramental, y viste cómo le metieron en el nicho... ¿A ti te gustaría que te soplasen en un nicho? ¿A que no? Más calentita está la cama tuya... y más blanda..., ¿eh? Pero lo del nicho tiene que llegar... Y ¿qué me dices? ¿Por dónde andará Paco Soto, con aquellas guasas que gastaba y aquella afición suya a cazar y a comer y a beber seco? ¿Crees tú que es enteramente imposible que el alma de Soto...? ¡Ah! No me acordaba de que eso del alma se te hace a ti muy duro de tragar..., muy durillo. Bueno; admitido que eso del alma... Pero si en cerrando el ojo se acaba toda la fiesta, ¿por qué diantres me tienes así... este respetillo..., este pavor..., este...? Mira..., ahora calo yo tu conciencia, hasta lo más hondo de ella... Mañana has determinado echarme al pozo... ¡Qué vergüenza!... ¡Cobarde! Me has cogido miedo, miedo supersticioso, pero cerval... ¡Ja, ja! Miedo, miedo. Como se lo tienes a lo otro..., al final..., al desenlace de la comedia... Por eso me echarás al pozo; porque yo soy una vocecita misteriosa que te habla de lo que hay por esos mundos desconocidos..., y, mal que te pese..., ¡chúpate esa!, reales, reales..., reales.

Me incorporé en la cama, con los pelos erizados.

—Bribona, mañana te juro que te vas por la ventana a la calle. Espantajo del otro barrio, yo te ajustaré las cuentas. A tu sitio, que es la tierra; a pudrirte, a disolverte, a hacerte polvo impalpable. Lo que es de mí no te ríes tú. Ahora... a la perrera, a la leñera... A la basura, que es tu sitio.

Encendí fósforos, la palmatoria, el quinqué... Así el cráneo y lo arrojé con ira al cajón de la leña. Lo célebre es que no me atreví a volver a acostarme. Pasé el resto de la noche en un sillón, azorado, nervioso, como si custodiase el cuerpo de un delito, la prueba de un crimen. Rayó el alba, y en el mismo sillón concilié algunos minutos de agitado sueño. Así que fue día claro, saqué la calavera, que me pareció a la luz del día un trasto ridículo: la envolví en un número de La Correspondencia; salí de casa, tomé un simón y dí orden de ir por la ronda de Embajadores, hasta topar con un sitio retirado. Cerca de unas yeserías arrojé el bulto, que al caer dio contra una piedra, y desenvolviéndose del periódico, rebotó con ruido seco y lúgubre.

—¡Ah recondenada calavera! Ya no volverás a darme quehacer. Poco me importa que creas que te temo... No es a ti, fúnebre espantajo; es a mi propio, a mi imaginación, a mi cabeza loca, a quien tengo un poco de miedo; por lo demás... Ahí te quedas, hasta que te descubra algún chicuelo que juegue contigo a la pelota...

¡Con qué gusto me metí aquella noche en la cama! Iba a dormir, a reposar deliciosamente...

—¿Y reposó usted?

—¡Ay señora! —contestó a mi interrupción el chiflado—. La calavera ya no estaba en su zócalo de terciopelo... ¡Pero si viese usted! De la habitación no había salido. Estaba más cerca de mí, estaba precisamente en el sitio de donde yo quise arrojarla. ¡Aquí, aquí! —repitió, golpeándose la frente y el pecho.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 29, 1893.

La Camarona

Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas…, no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.

¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite…, pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo».

Los juguetes de la niña fueron «navajas», almejas y «berberechos», desenterrados en el arenal cuando se retiraba la marea; su biberón para el destete, la amarga «salsa»; su mayor recreo, que le permitiesen agazaparse en el fondo de la lancha cuando salía a la pesca del «Múgil» o a levantar los «palangres» que sujetan al congrio. A la escuela, ni intentaron llevarla, ni ella iría sino entre civiles: a la iglesia si que solía asistir, porque la gente pescadora ve tan a menudo cerca la muerte, que se acuerda mucho de Dios y la siente mejor que los labriegos y que los señores. Si los padres de la Camarona rezaban atropellado y mal, creían bien, y la chiquilla antes se deja quitar un ojo que el escapulario mugriento de Nuestra Señora de la Pastoriza.

¿Que quién le puso el apodo de la Camarona? No se sabe. Tal vez la llamaron así porque a los siete años vendía «pajes» de camarones, mientras su madre despachaba pesca de más valor; tal vez porque era bien hecha, firme y colorada como estos diminutos crustáceos (después de cocidos; no se figure algún malicioso que considero al camarón, si no el «cardenal», el «monaguillo» de los mares). Lo cierto es que Camarona fue para todo el mundo, y su verdadero nombre de Andrea, testimonio de la gran devoción que a San Andrés profesan los marineros, cayó tan en desuso, que no lo recordaba ella misma.

A los quince años la Camarona no quería salir de la lancha, donde ayudaba a su padre y hermanos en la ruda faena. Los hermanos, celosillos y burlones, la desviaban, la querían avergonzar. «Tú, a remendar las redes, papulita», decían intentando imponerse por la fuerza. «Eso vosotros, mariquillas», respondía ella, autorizando con un soberano remoquete su alarde de desprecio. Y agachaban la cabeza, por que la Camarona era, ya que no más forzuda, más arriscada y batalladora. Cuando otras hijas de pescadores se metían con ella, mofándose porque salía a la mar y remaba y cargaba las velas y agarraba la caña del timón, la Camarona sabía enseñar a aquellas mocosas cuántas son cinco… y a qué saben cinco dedos de una robusta mano, ya encallecida, aplicados con brío a las frescas carnazas de una moza insolente…

Vinieron las quintas y se llevaron a dos hijos del pescador; casóse otro, y por intrigas de su mujer riñó con los padres, y ahí tenéis como la Camarona quedó sola para remar, ayudando al patrón, ya viejo, en la lancha desbaratada por los golpetazos y las «crujías». Hubo que contratar a un marinero dándole parte en lances y ganancias…, y el mozo, que se llamaba Tomás, empezó a suspirar profundo cada vez que miraba a la Camarona inclinada hacia el remo y enarcando el brazo para pujar firme.

Hay que advertir que la Camarona era entonces un soberbio pedazo de chica. Imaginadla. ¡Oh, pintores!, con su cesta de sardinas en equilibrio sobre la cabeza; su saya corta de bayeta verde, que en la cadera forma un rollo; sus ágiles y rectas piernas desnudas: su gran boca bermeja, como una herida en un coral, sus dientes blancos y lisos a manera de guija que las olas rodaron; sus negros ojos pestañudos, francos, luminosos; su tez de ágata bruñida por el sol y la brisa de los mares. La salud y la fuerza rebrillaban en sus facciones y se delataban a cada movimiento de su duro cuerpo virginal. Así es que no era únicamente Tomás el marinero quien por ella suspiraba. También la perseguía Camilito, hijo mayor de la fomentadora, dueña de la fábrica de conservas. Cada vez que la Camarona iba a llevar a la fábrica un cesto de calamares, salía el mozalbete a recibirla, y, arrinconándola en una esquina del cobertizo donde se deposita la pesca, le decía vehementes palabras, le echaba flores, le ofrecía regalos y dinero, sin obtener más que risas y rabotadas, cuando no algún soplamocos que le dejaba perdido de escama de sardina.

Un día la madre de la Camarona llamó a su hija y le dijo con misterio:

—Se nos ha entrado la fortuna por las puertas, rapaza.

—¿Pues qué hay? —contestó ella desdeñosamente.

—Que te quiere don Camiliño.

—Para hacer burla de mí.

—No panfilona… Para se casar.

—Pues dígale que no tengo ganas. ¡Ahora, eso! Camarona nací y Camarona he de morir. Otras que la echen de señoras. A mí, si me hacen fondear en una sala, a los dos meses me entierran.

—Dice que te pondrá coche, animala, bruta —gritó enfurecida la madre.

—Mientras no me ponga un barco… —replicó, impávida, la Camarona, ignorando que al expresar este deseo se confirmaba a los últimos decretos de moda y lujo. El yacht propio.

Tanto persiguieron y apretaron los codiciosos padres a la Camarona para que aceptase la suerte y las riquezas de don Camilito, que la moza, incapaz de resignarse, adoptó un recurso heroico. Ella misma se explicó con el encogido de Tomás, que no le gustaba ni pizca, pero que al fin era cosa de mar, un pescador como ella, empapado en agua salobre y curtido por el aire marino, que trae en sus ondas vida y vigor. Y se casaron, y la pareja de gaviotas se pasa el día en la lancha, contenta, porque al ave le gusta su pobre nido. El hijo que lleva en sus entrañas la Camarona no nacerá en el arenal, como nació su madre, sino a bordo.

La Cana

Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar —tan insignificante creemos su causa—, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.

Dejé en el parador la maletilla, y envuelto en mi capa, porque apretaba el frío, me di a vagar por las calles, encontrando en ello especial placer. Bajo los primeros antiguos soportales, tropecé con un compañero de aula, uno de esos a quienes llamamos amigos porque anduvimos con ellos en jaranas y bromas, aunque se diferencien de nosotros en carácter y educación. La misma razón que me hacía encontrar divertido un paseo por calles heladas y solitarias, la larga temporada de vida rústica me movió acoger a Laureano Cabrera con expansión realmente amistosa. Le referí el objeto de mi viaje, y le invité a cenar. Hecho ya el convenio, reparé, a la luz de un farol, en el mal aspecto y derrotadas trazas de mi amigo. El vicio había degradado su cuerpo, y la miseria se revelaba en su ropa desechable. Parecía un mendigo. Al moverse, exhalaba un olor pronunciado a tabaco frío, sudor y urea. Confirmando mi observación, me rogó en frases angustiosas que le prestase cierta suma. La necesitaba, urgentemente, aquella misma noche. Si no la tenía, era capaz de pegarse un tiro en los sesos.

—No puedo servirte —respondí—. Mi padre me ha dado tan poco...

—¿Por que no vas a pedírselo a doña Elodia? —sugirió repentinamente—. Esa tiene gato.

Recuerdo que contesté tan sólo:

—Me causaría vergüenza...

Cruzábamos en aquel instante por la zona de claridad de otro farol, y cual si brotase de las tinieblas, vivamente alumbrada, surgió la cara de Laureano. Gastada y envilecida por los excesos, conservaba, no obstante, sello de inteligencia, porque todos conveníamos, antaño, en que Laureano «valía». En el rápido momento en que pude verle bien noté un cambio que me sorprendió: el paso de un estado que debía de ser en él habitual —el cinismo pedigüeño, la comedia del sable—, a una repentina, íntima resolución, que endureció siniestramente sus facciones. Dijérase que acababa de ocurrírsele algo extraño.

«Éste me atraca», pensé; y, en alto, le propuse que cenásemos, no en el tugurio equívoco, semiburdel que él indicaba, sino en el parador. Un recelo, viscoso y repulsivo, como un reptil, trepaba por mi espíritu conturbándolo. No quería estar solo con tal sujeto, aunque me pareciese feo desconvidarle.

—Allí te espero —añadí— a las nueve...

Y me separé bruscamente, dándole esquinazo. La vaga aprensión que se había apoderado de mí se disipó luego. A fin de evitar encuentros análogos, subí el embozo de la capa, calé el sombrero y, desviándome de las calles céntricas, me dirigí a casa de una mujer que había sido mi excelente amiga cuando yo estudiaba en Estela Derecho. No podré jurar que hubiese pensado en ella tres veces desde que no la veía; pero los lugares conocidos refrescan la memoria y reavivan la sensación, y aquel recoveco del callejón sombrío, aquel balcón herrumbroso, con tiestos de geranios «sardineros» me retrotraían a la época en que la piadosa Leocadia, con sigilo, me abría la puerta, descorriendo un cerrojo perfectamente aceitado. Porque Leocadia, a quien conocí en una novena, era en todo cauta y felina, y sus frecuentes devociones y su continente modesto la habían hecho estimable en su estrecho círculo. Contadas personas sospecharían algo de nuestra historia, desenlazada sencillamente por mi ausencia. Tenía Leocadia marido auténtico, allá en Filipinas, un mal hombre, un perdis, que no siempre enviaba los veinticinco duros mensuales con que se remediaba su mujer. Y ella me repetía incesantemente:

—No seas loco. Hay que tener prudencia... La gente es mala... Si le escriben de aquí cualquier chisme...

Reminiscencias de este estribillo me hicieron adoptar mil precauciones y procurar no ser visto cuando subí la escalera, angosta y temblante. Llamé al estilo convenido, antiguo, y la misma Leocadia me abrió. Por poco deja caer la bujía. La arrastré adentro y me informé. Nadie allí; la criada era asistenta y dormía en su casa. Pero más cuidado que nunca, porque «aquel» había vuelto, suspenso de empleo y sueldo a causa de unos líos con la Administración, y gracias a que hoy se encontraba en Marineda, gestionando arreglar su asunto... De todos modos, lo más temprano posible que me retirase y con el mayor sigilo, valdría más. ¡Nuestra Señora de la Soledad, si llegase a oídos de él la cosa más pequeña!...

Fiel a la consigna, a las nueve menos cuarto, recatadamente, me deslicé y enhebré por las callejas románticas, en dirección al parador. Al pasar ante la catedral, el reloj dio la hora, con pausa y solemnidad fatídicas. Tal vez a la humedad, tal vez al estado de mis nervios se debiese el violento escalofrío que me sobrecogió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesa y caliente, y el vino recio del parador, me hizo apretar el paso. Llevaba bastantes horas sin comer.

Contra lo que suponía, pues Laureano no solía ser exacto, me esperaba ya y había pedido su cubierto y encargado la cena. Me acogió con chanzas.

—¿Por dónde andarías? Buen punto eres tú... Sabe Dios...

A la luz amarillenta, pero fuerte, de las lámparas de petróleo colgadas del techo, me horripiló más, si cabe, la catadura de mi amigo. En medio de la alegría que afectaba, y de adelantarse a confesar que lo del tiro en los sesos era broma, que no estaba tan apurado, yo encontraba en su mirar tétrico y en su boca crispada algo infernal. No sabiendo cómo explicarme su gesto, supuse que, en efecto, le rondaba la impulsión suicida. No obstante, reparé que se había atusado y arreglado un poco. Traía las manos relativamente limpias, hecho el lazo de la corbata, alisadas las greñas. Frente a nosotros, un comisionista catalán, buen mozo, barbudo, despachado ya su café, libaba perezosamente copitas de Martel leyendo un diario. Como Laureano alzase la voz, el viajante acabó por fijarse, y hasta por sonreirnos picarescamente, asociándose a la insistente broma.

—Pero ¿en qué agujero te colarías? ¡Qué ficha! Tres horas no te las has pasado tú azotando calles... A otro con esas... ¿Te crees que somos bobos? Como si uno se fiase de estos que vuelven del campo...

Las súplicas de la precavida Leocadia me zumbaban aún en los oídos, y me creí en el deber de afirmar que sí, que callejeando y vagando había entretenido el tiempo.

—¿Y tú? —redargüí—. Rezando el Rosario, ¿eh?

—¡Yo, en mi domicilio!

—¿Domicilio y todo?

—Sí, hijo; no un palacio... Pero, en fin, allí se cobija uno... La fonda de la Braulia, ¿no sabes?

Sabía perfectamente. Muy cerca de la casa de mi tía Elodia: una infecta posaducha, de última fila. Y en el mismo segundo en que recordaba esta circunstancia, mis ojos distinguieron, colgando de un botón del derrotado chaqué de Laureano, un hilo que resplandecía. Era una larga cana brillante.

Me creerán o no. Mi impresión fue violenta, honda; difícilmente sabría definirla, porque creo que hay sobradas cosas fuera de todo análisis racional. Fascinado por el fulgor del hilo argentado sobre el paño sucio y viejo, no hice un movimiento, no solté palabra: callé. A veces pienso qué hubiese sucedido si me ocurre bromear sobre el tema de la cana. Ello es que no dije esta boca es mía. Era como si me hubiesen embrujado. No podía apartar la mirada del blanco cabello.

Al final de la cena, el buen humor de Laureano se abatió, y a la hora del café estaba tétrico, agitado; se volvía frecuentemente hacia la puerta, y sus manos temblaban tanto, que rompió una copa de licor. Ya hacía rato que el viajante nos había dejado solos en el comedor lúgubre, frente a los palilleros de loza que figuraban un tomate, y a los floreros azules con flores artificiales, polvorientas. El mozo, en busca de la propia cena, andaría por la cocina. Cabrera, más sombrío a cada paso, sobresaltado, oreja en acecho, apuraba copa tras copa de coñac, hablando aprisa cosas insignificantes o cayendo en acceso de mutismo. Hubo un momento en que debió de pensar: «Estoy cerca de la total borrachera», y se levantó, ya un poco titubeante de piernas y habla.

—Conque no vienes «allá», ¿eh?

Sabía yo de sobra lo que era «allá», y sólo de imaginarlo, con semejante compañía y con la lluvia que había empezado a caer a torrentes... ¡No! Mi camita, dormir tranquilo hasta el día siguiente y no volver a ver a Laureano. Le eché por los hombros su capa, le di su grasiento sombrero y le despedí.

—¡Buenas noches... No hay de qué... Que te diviertas, chico!

Dormí sueño pesado que turbaron pesadillas informes, de esas que no se recuerdan al abrir los ojos. Y me despertó un estrépito en la puerta: el dueño del parador en persona, despavorido, seguido de un inspector y dos agentes.

—¡Eh! ¡Caballero! ¡Que vienen por usted!... ¡Que se vista!

No comprendí al pronto. Las frases broncas, deliberadamente ambiguas, del inspector me guiaron para arrancar parte de la verdad. Más tarde, horas después, ante el juez, supe cuanto había que saber. Mi tía Elodia había sido estrangulada y robada la noche anterior. Se me acusaba del crimen...

Y véase lo más singular... ¡El caso terrible no me sorprendía! Dijérase que lo esperaba. Algo así tenía que suceder. Me lo había avisado indirectamente «alguien», quién sabe si el mismo espíritu de la muerta... Sólo que ahora era cuando lo entendía, cuando descifraba el presentimiento negro.

El juez, ceñudo y preocupado, me acogió con una mezcla de severidad y cortesía. Yo era una persona «tan decente», que no iban a tratarme como a un asesino vulgar. Se me explicaba lo que parecía acusarme, y se esperaban mis descargos antes de elevar la detención a prisión. Que me disculpase, porque si no, con la Prensa y la batahola que se había armado en el pueblo, por muy buena voluntad que... Vamos a ver: los hechos por delante, sin aparato de interrogatorio, en plática confidencial... Yo debía venir a pasar la noche en casa de mi tía. Mi cama estaba preparada allí. ¿Por qué dormí en el parador?

—De esas cosas así... Por no molestar a mi tía a deshora...

¿No molestar? Cuidado: que me fijase bien. He aquí, según el juez, los hechos. Yo había ido a casa de doña Elodia a eso de las siete. La criada, sorda como una tapia, no quería abrir. Yo grité desde la mirilla: «Que soy su sobrino», y entonces la señora se asomó a la antesala y mandó que me dejasen pasar. Entré en la sala y la criada se fue a preparar la cena, pues tenía órdenes anteriores, por si yo llegase. Hasta las nueve o más no se sabe lo que pasó. Pronta ya la cena, la fámula entró a avisar, y vio que en la salita no había nadie: todo en tinieblas. Llamó varias veces y nadie respondió. Asustada, encendió luz. La alcoba de la señora estaba cerrada con llave. Entonces, temblando, sólo acertó a encerrarse en su cuarto también. Al amanecer bajó a la calle, consultó a las vecinas; subieron dos o tres a acompañarla, volvió a llamar a gritos... La autoridad, por último, forzó la cerradura. En el suelo yacía la víctima bajo un colchón. Por una esquina asomaba un pie rígido. El armario, forzado y revuelto, mostraba sus entrañas. Dos sillas se habían caído...

—Estoy tranquilo —exclamé—. La criada habrá visto la cara de ese hombre.

—Dice que no... Iba embozado, con el sombrero muy calado. No le vio. ¡Y es tan torpe, tan necia, tan apocada! Medio lela está.

—Entonces soy perdido —declaré.

—Calma... ¡Cierto que son muchas coincidencias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis y cuarto habló con un amigo en la calle de los Bebederos. Luego, hasta las nueve, no se sabe de usted más. A las nueve cena usted en el parador con el mismo amigo, y un viajante que estaba allí declara que le molestaba a usted la pregunta de ¿dónde había pasado esas horas?, y que afirmaba usted haberlas pasado en la calle, lo cual no es verosímil. Llovió a cántaros de ocho a ocho y media, y usted no llevaba paraguas... También decía que estaba usted así..., como preocupado... a veces, y el mozo añade que rompió usted una copa. ¡Es una fatalidad...!

—¿Ha declarado el que cenó conmigo?

—Si por cierto... Declaró la calamidad de Cabrera... Nada, eso; que le vio a usted un rato antes; que, convidado, cenó con usted, y que se retiró a cosa de las once.

—¡Él es quien ha asesinado a mi tía! —lancé firmemente—. Él, y nadie más.

—Pero ¡si no es posible! ¡Si me ha explicado todo lo que hizo! ¡Si a esas horas estuvo en su posada!

—No, señor. Entraría, se haría ver y volvería a salir. En esa clase de bujíos no se cierra la puerta. No hay quien se ocupe de salir a abrirla. Él sabía que me esperaba la tía Elodia. Es listo. Lo arregló con arte. Está en la última miseria. Cuando me encontró, en los Bebedores, me pidió dinero, amenazándome con volarse los sesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: lo veo como si estuviese sucediendo delante de mí.

—Ello merece pensarse... Sin embargo, no le oculto a usted que su situación es comprometida. Mientras no pueda explicar el empleo de ese tiempo, de seis a nueve...

Las sienes se me helaron. Debía de estar blanco, con orejas moradas. Me tropezaba con un juez de los de coartada y tente tieso... ¿Coartada? Sería una acción sucia, vil, nombrar a Leocadia —toda mujer tiene su honor correspondiente—, y además, inútil, porque la conozco. No es heroína de drama ni de novela y me desmentiría por toda mi boca... Y yo lo merecía. Yo no era asesino, ni ladrón, pero...

La contrición me apretó el corazón, estrujándolo con su mano de acero. Creía sentir que mi sangre rezumaba... Era una gota salada en los lagrimales. Y en el mismo punto, ¡un chispazo!, me acordé del hilo brillante, enredado en el botón del raído chaqué.

—Señor juez...

Todavía estaba allí la cana cuando hicieron comparecer al criminal... El «gato» de la tía Elodia se halló oculto entre su jergón, con la llave de la alcoba... Sin embargo, no falta, aun hoy, quien diga que el asunto fue turbio, que yo entregué tal vez a mi cómplice... Honra, no me queda. Hay una sombra indisipable en mi vida. Me he encerrado en la aldea, y al acercarse la Navidad, en semanas enteras, no me levanto de la cama, por no ver gente.


«Los contemporáneos», núm. 106, 1911.

La Capitana

Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.

La táctica de Pepona era como sigue: Montada en su cuartago, iba a la feria, provista de banasta para las adquisiciones, como una honrada casera del conde de Borrajeiros o del marqués de Ulloa. En la feria aguardábanla ya los de su gavilla, bajo igual disfraz de labriegos pacíficos. Mientras feriaba una rueca, un candil o una libra de cerro, Pepona observaba atentamente a los tratantes; y sus espías, en la taberna, avizoraban los tratos cerrados por un vaso de lo añejo. Sabedores de adónde se dirigía el que acababa de vender la pareja de bueyes y regresaba con las onzas de oro ocultas en el cinto, se adelantaban a esperarle en sitio favorable y solitario. Los ladrones solían tiznarse o enmascararse con un paño negro. Pepona no intervenía; asistía emboscada tras un grupo de árboles. Si aparecía era para impedir que maltratasen o matasen al robado y para dejarle el consuelo, pequeña cantidad que algunos salteadores conceden a los despojados para que beban en el camino.

La justicia era favorable a Pepona, que llevaba cordiales relaciones con oidores, fiscales y procuradores, y con la aristocracia rural. Jamás intentó aquella sagaz diplomática un golpe contra los castillos y pazos; al revés de los bandidos andaluces —¡profunda diferencia de las razas!—, Pepona sólo robaba a los pobres trajinantes, arrieros o labriegos que llevaban al señor su canon de renta.

¡Ah! Era mejor tener a Pepona amiga que enemiga, y bien lo sabía la única clase social algo elevada, a la cual profesaba la capitana odio jurado. Verdad que esta clase siempre ha sufrido persecución de ladrones, al menos en Galicia. Me refiero a los curas. Se les creía, y se les cree aún, partidarios de esconder en el jergón los ahorros, y se pierde la cuenta de las tostaduras de pies y rociones de aceite hirviendo que les han aplicado los bandidos. Sin embargo, en Pepona se advertía algo especial: una saña de explicación difícil, y acerca de cuyo origen se fantaseaban mil historias.

Lo cierto es que Pepona, tan clemente, era con los curas encarnizadamente cruel, y acaso ellos fueron los que añadieron a su nombre el alias de la Loba.

Reinaba, pues, el terror entre la gente tonsurada, que sólo bien provista de armas y con escolta se atrevía a asomar en romerías y ferias, cuando acertó a tomar posesión del curato de Treselle un jovencillo boquirrubio, amable y sociable, eficazmente recomendado por el arzobispo a los señores de diez leguas en contorno. Al enterarse, por conversaciones de sacristía, del peligro que los de su profesión corrían con Pepona, el curita sonrió y dijo suavemente, con cierta ironía delicada:

—¿A qué ponderan? ¿A qué tienen miedo a una mujer? ¡Miedo a una mujer los hombres!

¡Oídos que oyeron tal! Sus compañeros se le echaron encima como jauría furiosa. ¿A ver si se atrevía él con la Loba, ya que era tan guapo y tan sereno? ¿A ver si le mandaban a soltar andaluzadas a otra parte? ¡Que se enzarzase con la gavilla y su capitana, y ya le freirían el cuerpo! ¿Pensaba que los demás eran algunas madamitas, o qué?

—Con la gavilla no me atrevo —dijo el muchacho cuando se calmó el alboroto—, por aquello de que dos moros pueden más que un cristiano; pero lo que es con la señora Loba..., caramba, de hombre a hombre...

Desde aquel día, el joven abad de Treselle pasó por jactancioso y botarate, y se le dieron bromas pesadas, que en la feria del 15 de agosto tomaron ya carácter agresivo. Era a los postres de una comida en la posada de la Micaela, en Cebre, donde se sirve excelente vino viejo y un cocido monumental de chorizo, jamón y oreja; los curas habían resuelto dormir allí, y no volver a sus casas hasta el día siguiente, escoltados, porque en la feria rondaba Pepona. Y el abad de Treselle, sofocado, exclamó al ensopar el último bizcocho en la última copa de Tostado dulce:

—Pues para que ustedes vean... No soy ningún valentón, pero soy capaz ahora mismo de largarme solito a la rectoral. ¡Eh! ¡Micaela! ¡Que arreen mi caballería!

Minutos después, la yegüecita castaña del abad, viva y redonda de ancas, esperaba a la puerta del mesón. Despidiéndose de los asustados comensales, el cura montó y desapareció al trote. ¡Madre del Corpiño! ¡En la que se metía! ¡Cosas de muchachos! Ya vería, ya...

Algunos párrocos, avergonzados, repitieron:

—Convenía acompañarle...

Pero nadie se decidió a realizarlo. ¡Allá él, ya que era tan fanfarrón!

Caía el sol, y el cura, al transponer las últimas casas de Cebre, sintió que el corazón se le apretaba, y refrenó la yegua, mirando receloso alrededor. Sus mejillas, antes encedidas por la disputa, estaban ahora pálidas. El alma se le achicaba. «Hice mal, pero no es cosa de volverse. Tengo miedo —pensó—. A serenarse». Tocó con el arzón las pistoleras; llevaba dos pistolas inglesas magníficas, regalo del marqués de Ulloa. En el pecho sintió el bulto de un cuchillo de picar tabaco. Entonces se rehizo e inspeccionó el terreno. La carretera se hallaba desierta; en los altos pinos el viento gemía fúnebres estrofas.

El abad aguijó a su montura. Al recodo del camino,donde tuerce y lo dominan calvos peñascos, surgió una figura membruda y alta. La yegua se detuvo, empinando las orejas. Era una mujerona, apoyada en una vara de aguijón... Parecía pedir limosna, pues tendía la mano izquierda; pero el curita, que había sido estudiante, vio que lo que hacía la supuesta mendiga era una seña indecorosa. Adquirió energía, prestada por la indignación.

Rápidamente sacó del arzón una pistola y la amartilló. La mujer pegó un salto, y en su atezado rostro, que alumbraban los últimos reflejos del Poniente, se pintó una especie de terror animal, el espanto del lobo cogido en la trampa. No podía el curita adivinar la causa de este fenómeno, en la capitana extraño. Convencida de que no existía cura ni trajinero que se atreviese a salir solo de Cebre a tales horas, había licenciado hasta la mañana siguiente a su gavilla y se retiraba; al ver un barbilindo de curita que se aventuraba en el camino, había querido jugarle una pasada; pero el ruido del gatillo la hacía temblar y le aconsejaba como único recurso la fuga. Dio un salto de costado hacia el pinar, y el joven abad, picando a su viva yegua, se le fue encima, la alcanzó y la atropelló. Saltó él de su montura, empuñada la pistola; pero la Loba, sin darle tiempo a nada, desde el mismo suelo en que yacía, se le abrazó a las piernas y logró tumbarle. Arrancóle la pistola, que arrojó al seto, y después le echó al cuello las recias y toscas manos, y apretó, apretó, apretó...

El pinar, el cielo, el aire, cambiaron de color para el pobre abad. Primero lo vio todo rojo, luego, grandes círculos cárdenos y violáceos vibraron ante sus ojos, que se salían de las órbitas. No fue él, no fue su razón; fue el puro instinto el que guió su mano derecha en busca del cuchillo oculto en el pecho. Y mientras la Loba reía con torpes carcajadas del espectáculo del cura sacando la lengua, a tientas la mano impulsó el arma. La terrible argolla de las manos de la capitana se abrió y ella cayó hacia atrás con el pecho atravesado...

Carne de perro tienen los bandidos. La Loba curó... Pero su ánimo quedó quebrantado, su prestigio enflaquecido, deshecha su leyenda. ¡Vencida Pepona por una madamita de cura mozo! Y el nuevo capitán general que vino a Montañosa —veterano que gastaba malas pulgas—, tanto persiguió a la gavilla, que los señores abades pudieron volver en paz, ya anochecido, a sus rectorales.


«Blanco y Negro», núm. 587, 1902.

La Careta Rosa

Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.

Un domingo, sin embargo, como su madre hubiese salido a misa, vio Jacinta puestas las llaves del tocador, en el que guardaba, sin duda, preciosidades, pues ni aún entreabrirlo había consentido jamás la señora en presencia de la colegiala; y ésta, cual gatito que puede deslizarse en alacena bien repleta de fiambres y quesos, diose prisa a huronear. Había ropa blanca sutil, semejante a gasa la batista y a espuma los encajes; había bolsas de abalorio, cajitas con collares y brincos, abanicos de nácar, guantes, haces de vetiver, pañolería delicada... Y deslizando la mano bajo un montón de medias de seda, sin estrenar, largas y elásticas como víboras, que parecían retorcerse, sacó la niña un objeto que se quedó mirando, fascinada. Una careta de seda rosa, aplastada ya la picuda nariz por la permanencia bajo otras prendas y cachivaches.

En los niños ejercen misteriosa atracción los atributos carnavalescos, antifaces, disfraces, cuanto huele a máscaras. Jacinta nunca conseguía que las monjas la dejasen ver el carnaval. Aquellos días se hacían desagravios en la capilla y las colegialas no tenían asueto. La niña miraba a la careta, preguntándose interiormente qué expresaba su burlona faz.

Tan ensimismada estaba contemplando el objeto que no vio venir a su padre hasta que él repitió su nombre:

—¡Cinta, Cinta!

Volvióse con sobresalto, dejando caer la careta.

—¿Qué es eso? ¿Quién te lo ha dado?

Balbuciente, la chiquilla murmuró, excusándose:

—Estaba ahí... ahí...

Y señalaba al armario de su madre. El padre, por un momento no se dio cuenta exacta del caso. Hay un intervalo entre el hecho sin relación con otros anteriores y el cálculo de su significación. Una careta... Estaba ahí... Cubrió por fin sus ojos una nube de las que no tienen existencia real, que vienen de dentro y parecen formadas de tinieblas psicológicas. Tendió el brazo, recogió la prenda, dio dos vueltas a la llave del armario y se la guardó como por máquina. La careta también pasó al bolsillo. Ordenó a Jacinta:

—Vete a jugar al jardín.

Cuando volvió la madre, nada de particular ocurrió. Almorzaron cordialmente; sólo Jacinta estaba asustada, temerosa de un regaño. No se revuelve en los armarios, no se aprovechan los descuidos para curiosear. Sor Sainte Foi le impondría severo correctivo, si lo supiese. Pero su padre lo sabía y nada le había dicho... Hasta la servía, cariñoso, llenando su plato... Como siempre...

¿Como siempre? Los niños también observan, y Jacinta notaba la nerviosidad, lo forzado del buen humor. Cuando vino a recogerla el coche del colegio, estaba la niña a dos dedos de llorar. Hubiese preferido un buen regaño franco. Temores indefinibles la acongojaban.

El padre, entretanto, iniciaba la tarea amarga de roerse el corazón queriendo averiguar lo que nunca averiguaría, pretendiendo reencarnar un pasado desvanecido, para pedirle cuentas. Él nunca había visto aquella careta rosa. Él no tenía noticia de que su mujer hubiese concurrido a ninguna fiesta carnavalesca de las que reclaman antifaz. ¿Cómo había de ignorarlo, en la estrecha unión en que habían vivido? Era, pues, la careta el secreto que tan a menudo se guardan marido y mujer, por íntima que sea su convivencia, porque el ayer no es de nadie, y el ayer está herméticamente cerrado, como debería haberlo estado siempre aquel armario fatal.

Con tal pensamiento, el marido se convirtió en espía. Fabricó llaves dobles de todos los muebles de su mujer. Cuando ella salía confiada —pues él había vuelto a colocar la careta en su sitio por si ella la echaba de menos— registraba, a su vez, estante por estante, cajón por cajón. Buscaba afanoso cartas, flores, retratos, recuerdos... Lo que encontró fue muy inocente. Nada que comprometiese a la esposa. Esquelas de amigas, retratos de familia, flores de Jerusalén... Y en medio de tales testimonios de una vida pura, intachable, de señorita perfecta, la careta rosa continuaba sin explicación, como enigma de una flor de pecado, prensada entre las hojas de un libro, olvidada allí, y que un día aparece, recordando lo que nadie guarda ya ni en la memoria. Y la ironía de la careta sacaba de quicio al mísero, amarrado al potro de la sospecha durante la vida; aquella respingada nariz, aquellos oblicuos ojos vacíos, detrás de los cuales había ardido la llama pasional; aquel barbuquejo deshilachado, picado, arrugado, que un día cubrió una boca riente y húmeda y fue alzado por el juguetón impulso de unos enamorados dedos..., enloquecía al infeliz torturado de los peores celos: los de lo desconocido, lo indescifrable.

El desgraciado perdía el sueño y el apetito; sus noches eran infiernos de pesadilla; las hipótesis martilleaban su cráneo como mazos fragorosos, y creía tener en los sesos una campana, cuyo badajo, a todo vuelo, le golpeaba, vibrando.

Al acercarse los Carnavales, habló el marido con la mujer de bailes, fiestas y alegrías, de un asalto de capuchones anunciado en casa de Ambas Castillas el próximo lunes. Y con la ansiedad con que se espera una sentencia absolutoria, aguardó la frase que iba a salir de aquella boca amada, en respuesta a la pregunta:

—¿Te gustan a ti los bailes de máscaras? ¿Te has disfrazado alguna vez?

—¡Nunca!, respondió ella con energía, con una especie de estremecimiento hondo, imperceptible quizás para quien no fuese celoso de lo que no tiene cuerpo, ni más efectividad que la seda ajada de un antifaz rosa. Y el celoso comprendió al punto que su mujer mentía; que mentía resueltamente, determinadamente, como el que repele una agresión, como el que se pone en defensiva ante un peligro grave. Y en lo extraviado de sus ojos, en la palidez, que no pudo esconderse, que poco a poco iba esparciéndose por el semblante desencajado de la esposa, no dudó. Había acertado con el sitio doloroso; había tocado la llaga oculta, cicatrizada en falso, que ahora respondía con sordo quejido del alma al tacto y a la presión. Y comprendió también que él no podía hablar, que no podía acusar, ni apremiar, ni maldecir; que no encontraría frases ni fundamentos para su requisitoria; que carecía de base todo, todo..., y que sólo podía hacer una cosa terrible: estrangularla y ponerle luego sobre el rostro la maldita careta, como bofetón de ignominia... Tanto lo comprendió, que se levantó recto, a guisa de autómata, y huyó de su casa, y se fue a pasar la noche en un hotel, y por la mañana salió hacia Barcelona, donde embarcó para los países lejanos en que no tenía probabilidad alguna de volver a ver a la que fue el eje de su vida, a la madre de su hija, a la que aún amaba y de la cual —extraña contradicción— estaba seguro de ser amado.

Le lanzaba a la fuga un poco de cartón forrado de raso, en cuya superficie se dibujaba, irónica, una mueca de frivolidad y de alocado placer. ¡Aquella careta, conservada religiosamente entre encajes y bagatelas en el fondo del armario elegante! Pero jamás lograría arrancar a su mujer la confesión plena, clara leal. No; sin duda lo de la careta era algo inconfensable, sabe Dios qué... Algo que hacía palidecer el rostro, que ya siempre se había de figurar él tapado con el raso de la careta que no palidece. Y por no resbalar hasta el crimen, nunca regresó a su hogar el desventurado, sucumbiendo en un choque de trenes, en los Estados Unidos, sin que se supiese qué nombre darle en la lista de los muertos.

La Casa del Sueño

Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...

Mi deseo adquiría mayor vehemencia, porque apenas definía yo su objeto; y me hubiese sido difícil describir, ni aún inexactamente, lo mismo que ansiaba. Sabía yo que se trataba de una casa, bajo unos árboles, en una aldea, lejos, muy lejos de las ciudades que me habían zarandeado con su oleaje; pero era lo curioso que ignoraba por completo en qué parte de España se encontraba esa casa, esa aldea, esos árboles, cuyo verdor engañaba aún mi desecado espíritu. Cuando habité la casa ¡era tan niño! Pero, niño y todo, me había quedado en el paladar el sabor de la bienaventuranza, en el regazo de mi madre o abrazado al Melampo, que me lamía lealmente la faz... Desde que dejamos aquel rincón, ¿dónde estaba, cuál sería su nombre?, empezaron mis desventuras. Perdí a mi madre; mi padre me abandonó, recibí la torturante protección de mi tía, que me hizo sufrir tanto, y comenzó la forjadura de la cadena de fallidos intentos y frustrados propósitos.

No tenía a quién preguntar para orientarme respecto a la situación del lugar en que aún aleteaba para mí el ave rara del ensueño. Porque, vencido y náufrago, había resuelto retirarme a aquel rincón en que había probado el gusto a miel de la ventura, y vegetar allí, procurando no acordarme sino de los tiempos buenos, borrados casi, como pintura cuya belleza aún se adivina en medio de la destrucción.

En balde daba tormento a la memoria, forzándola a que precisase qué provincia, qué localidad era aquella donde yo comprendía que aún me restaban fuerzas para seguir viviendo. Sabía que de allí nos habíamos venido en diligencia a Madrid; que allí existían montañas, ni muy bajas ni muy ingentes, montañas vulgares; que allí se alzaba una iglesia, con su atrio; semejante a la mayor parte de las iglesias; que allí cerca pasaba un riachuelo, análogo a millares de riachuelos; que la sombreaban unas altas frondas (pero yo, en aquella edad, mal podía comprender si se trataba de castaños, álamos o pinos...). Y, a pesar de no serme posible concretar nada— ¿y quién sabe si justamente por eso mismo?—, era aquella casa, y no otra; eran aquellos árboles, y no otros, los únicos cuyas sombras apetecía; era el frescor de aquel riachuelo el único que pudiera refrigerar mi alma, y eran las bóvedas de aquella iglesia las que me devolverían, entre tantas cosas para mí perdidas, el lejano y celeste tesoro de la fe, o, al menos, de la misteriosa confianza en lo desconocido.

A veces me hacía yo razonamientos para demostrarme que tal empeño se asemejaba a manía, y era acaso la dolorosa huella del trastorno mental sordo y manso que producen las reiteradas contrariedades, las magulladuras del náufrago, batido sin cesar por la resaca contra las peñas. ¿Por qué aquel afán, que crecía con el correr del tiempo? ¿Por qué la casa poco a poco llegaba a constituir una obsesión para mí? ¿Por qué cifrar en una casa, idéntica a cien mil casas, la probabilidad de encontrar, si no la dicha, al menos un poco de paz y de sosiego? ¿No era lo mismo recogerse a la primera morada solitaria en el campo y figurarse que fuese la otra?

No debía de ser lo mismo, al menos para mí, cuando iban indisolublemente juntos mi ensueño y la idea de aquel rincón en que supe lo que era la felicidad..., la cual se compone de nada, de un estado de indiferencia, de no anhelar, de no aspirar, de olvidar que corre la hora.

Retirarme a otro sitio me hubiese sido imposible. Y parecía imposible también descubrir aquel, isla perdida en un archipiélago de islotes confusamente iguales...

La casualidad, mi eterna enemiga, por una vez aparentó servirme. El caso fue, como obra suya, inesperado. En un puesto de libros y papeles viejos, que revolvía por instinto, encontré, entre mil cartas amarillentas, una de mi padre a mi madre...

Parecióme que se abría un ataúd y salía de él ese vaho peculiar a flores secas hechas polvo... La misiva era insignificante, sin trascendencia alguna; lo interesante para mí, las señas del sobre. Decía: «En San Martín de Maceira, provincia de...» Y, como si de repente se desgarrase un velo, recordé... ¡No haber recordado antes!... Claro, San Martín de Maceira; en letras, de lumbre veía el nombre... Y aquella misma tarde hice mi hatillo y corrí a la estación...

No acierto a decir cómo iba. No hay quien refiera estas cosas, que se componen de sensaciones tenues, o tan hondas como los hondones callados de los ríos. Lo que puedo afirmar es que, por primera vez desde hacía tanto tiempo, experimenté una alegría extraña, un impulso reanimador. Empecé a fantasear la tranquila vida del sabio y del filósofo, que desdeña las contingencias de su propia suerte y las domina desde la altura de su calma. En mi retiro estaba libre de las fatalidades que, ensombreciendo mi destino, me lo convertían en tormento y argolla. Y ahora, próximo a rêver, recordaba todo, detalles de la casa, menudencias del jardín, la forma de nuestras habitaciones. ¡Qué goce ver de nuevo aquellos muebles arcaicos, aquellas consolas de patas retorcidas, aquellas mesitas de tocador de nublado espejo, donde reaparecen las caras muertas, aquella vieja cama de caoba, toda desbarnizada, deslucida por la humedad! Yo compraría la mansión, los muebles, todo, al precio que me pidiesen; y, sentado ante la puerta, miraría a los que pasasen (sin darles el aviso piadoso de que no intentasen dirigirse a parte alguna, puesto que todos los caminos van a parar al mismo paradero...)

Andaba apresurado, reconociendo las veredillas, los accidentes del terreno, las ciénagas, los valladares pedregosos. Anochecía. El segmento de la luna asomaba, bogando plácido por el cielo apacible. No me separaban del ideal sino algunos pasos. Una sorpresa empezaba a embargarme. ¡No veía los árboles, la espesura que doselaba la casa! Raso todo. Una mujer vieja, renqueante, se acercaba a mí.

—¿Han cortado los árboles, madre? —interrogué, con temblor de voz.

—Sí, hijo, cuando arrasaron la casa.

Me detuve. Se me enfriaron las sienes.

—¿Y qué hay ahora en el sitio de la casa?

—Nada. Araron, sembraron trigo.

Me oyó un sollozo... Vino, compadecida, a atenderme.

Y me eché en sus brazos, como si la conociese de toda la vida —no he vuelto a verla jamás—. Mientras duró el abrazo sentí un poco de calor de bondad humana. Por eso no me he arrojado ya desde mi balcón a la calle. Compadeced, que lo han menester los tristes.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 12, 1911.

La Cena de Cristo

Había un hombre lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo lo puede y lo consuela todo.

Persuadido de que el claustro está bastantes peldaños más cerca del cielo que de la sociedad, Eudoro —así se llamaba el creyente— entró de novicio en los Carmelitas. Espantó a sus hermanos el fervor de su vida monástica, y cuenta que en el convento estaban acostumbrados a ver austeridades y adivinar rigores que la humildad encubría. Los de Eudoro, sin embargo, pasaban de la raya y llegaban a asombrar a los viejos, curtidos por una vida entera de maceraciones, verdaderos veteranos de la penitencia. Eudoro ascendía por la áspera cuesta de la mortificación, creyendo que así se aproximaba a la gloria, y no tanto por merecerla después de su muerte, como por sentirla en vida, por cerciorarse de su realidad. Juzgo evidente que el demonio del escepticismo era quien a la sordina inspiraba tales anhelos, porque si Eudoro estuviese completamente seguro de que al morir el cielo se abre al que lo gana, no experimentaría tan ardiente afán de percibirlo, de acortar distancias, y, por decirlo así, de tocarlo con sus manos y verlo con sus ojos. Fuese lo que fuese, Eudoro practicó terribles asperezas consigo mismo; descalzo, debilitado por el ayuno, acardenalado por las disciplinas, de rodillas en la celda, cuyas desnudas paredes aparecían salpicadas de sangre, se pasó las noches enteras velando y pidiendo a Dios, entre lágrimas y sollozos, que se dignase aproximarse a su siervo. Fue inútil: solo el triste aullido del viento en los árboles del huerto conventual respondió a sus llamamientos desesperados. Entonces salió del convento sin profesar, y los frailes viejos, edificados antes, hicieron la cruz sobre el pecho, con rostro grave y labios contraídos.

Eudoro se retiró a su casa, y descorazonado, imaginando que ya nunca se aproximaría al cielo, se dedicó a una vida activa, laborista y modesta, emprendiendo algunos negocios de los cuales se prometía lucro. El socio que admitió gozaba fama de probo; sin embargo, lo cierto es que engañó a Eudoro malamente, despojándole de su capital y haciéndole pasar ante el mundo por tramposo y estafador. Esto último fue lo que más dolió a Eudoro, porque estimaba su honra y sufría vergüenza horrible al verse infamado y notar que se apartaban de él las gentes con desprecio. En su espíritu germinó un odio tenaz contra el calumniador, y la sed de venganza le amargó la boca.

Una noche, pasando por cierta calle desierta, Eudoro vio a un hombre que se defendía de tres que ya le tenían acorralado e iban a darle muerte. El farol contra el cual se apoyaba le alumbraba el rostro de lleno y Eudoro reconoció a su enemigo. Tuvo un instante de fluctuación; quiso alejarse..., y de pronto volvió; iba armado; cargando con denuedo a los asesinos, los obligó a emprender precipitada fuga. Antes que el socorrido le diese las gracias, Eudoro se alejó también.

Casi llegaba a la puerta de su casa, cuando he aquí que le sale al camino un mendigo, descalzo, harapiento, encorvado, pidiéndole en voz lastimera, no dinero, sino algo de comer. «Me caigo de necesidad», gemía el pordiosero, y Eudoro, tomándole de la mano: «Vente conmigo —le dijo benignamente—. Partiremos la cena... y dormirás al abrigo del temporal y de la lluvia.»

Subieron la escalera uno tras otro: Eudoro encendió luz y pasó a la cocina a calentar el caldo de la víspera y la humilde pitanza; al entrar en el comedor, llevando la tartera olorosa, pudo ver la cara del pobre, que le esperaba sentado a la mesa ya, y notó con sorpresa que ni era viejo, ni feo, ni tenía enmarañado el pelo, ni sucias las manos, según suelen los mendigos; en cuanto a edad, representaba unos treinta años a lo sumo, y su rostro oval y su cabellera rubia, partida y flotante en bucles, eran de admirable belleza.

Sonreía dulcemente, y Eudoro le sirvió con reverencia, no atreviéndose a sentarse hasta que se lo ordenó el pobre. Comieron en silencio; pero Eudoro experimentaba un bienestar inexplicable, y parecíale tan suave el yugo de la vida y tan ligera la carga de todos sus dolores pasados, que su corazón, inundado de gozo, se quería derramar en un llanto más refrigerante que el rocío de la mañana.

Así que hubo saciado el hambre, el mendigo, tomando el pan que estaba sobre la mesa, lo partió y ofreció la mitad a Eudoro. Y al ejecutar tan sencilla acción, Eudoro advirtió una imperceptible claridad que, naciendo en las sienes, rodeaba toda la cabeza del mendigo y jugaba en sus cabellos, como el sol juega en el irisado plumaje de un pájaro.

Eudoro se levantó con ímpetu irresistible, y postrándose rostro contra el suelo, vino a besar y a empapar de lágrimas los pies del mendigo, conociendo que era Cristo, Hijo de Dios, y que, en aquella noche venturosa, por fin se había aproximado el cielo a la tierra.

Cristo le miraba amorosamente, fijando en él los grandes y meditabundos ojos. Y como Eudoro se confundiese en protestas de humildad, preguntando por qué se había dignado el Señor visitar aquella casa, respondió lentamente:

—Yo vago siempre por las calles. Cada noche quiero cenar con el que durante el día haya vuelto bien por mal y perdonado de todo corazón a su enemigo. ¡Por eso me acuesto sin cenar tantas noches!


«El Liberal», 8 de septiembre de 1893.

La Centenaria

—Aquí —me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera— vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?

Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.

Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.

Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:

—¡Teresa, madama Teresa!

Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!

Una voz lejana respondió desde el huerto:

—Aquí estoy...

El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»

Al rayo oblicuo de un sol de otoño; al lado de un matorral de rosalillos mal cuidados, cuyos capullos parecían revejecidos también; sentada en una butaca carcomida, de resquebrajada gutapercha, vi a una mujer cuyo semblante encuadraba un tocado de esos inconfundibles, de cocas de cinta y tules negros, que sólo usan las ancianas de Francia. El tocado debía de tener pocos menos años que su dueña. Hacía el efecto de que, al soplarle, se desharía en polvo, como las ropas que aparecen enteras y vuelan en ceniza en cuanto se abre una sepultura. La manteleta raída, de casimir, rojeaba al sol. Los pies, calzados con pantuflas, eran cifra de la caducidad de todo aquel cuerpo. ¿Habéis notado que, al través del calzado que más oculte su forma, unos pies jóvenes son siempre unos pies jóvenes, y los adivináis? El pie envejece tanto o más que la cara...

Al tratar madama Teresa de incorporarse difícilmente, vimos de cerca su rostro, no demacrado ni excesivamente arrugado, sino céreo, como el de un muerto, y fino, como el de una muñequita de marfil. Un toque de rosa marchito apareció un momento en sus pómulos. Un amago de sonrisa descubrió el horror gris de la caverna, donde el tiempo cruel, sobre las ruinas, tejía su telaraña...

—Aquí tiene usted —dijo mi primo— a un pariente mío; le he dicho que acaba usted de cumplir... una edad avanzada, y ha querido saludar a usted y desearle muchos más años de vida.

—Sea bien venido... Tenga la bondad de sentarse...

Y me señaló, con aire amable, un banco de argamasa adosado a la pared de la casucha. Lleno de curiosidad, dirigí la mirada hacía algo que la anciana leía cuando entramos y que acababa de dejar sobre la silla. Parecía un periódico antiguo, ya amarillento.

—Madama Teresa, cuéntele usted su historia a este señor... Se alegrará mucho de oírla...

—¡Mi historia! —Murmuró la vocecilla cascada, llena de trémolos que parecían balidos dolientes—. Es sencilla y triste..., pero yo creo que son tristes todas las historias de todo el mundo. Soy hija de un oficial francés que vino con Napoleón y de una señorita madrileña. Mi padre me recogió, porque mi madre, al ver todas las cosas que sucedían, no quería seguir cuidándome. Con mi padre pasé a Francia. Estuve allí hasta los veinte años. Entonces mi padre murió y mi madre me reclamó y me hizo a la fuerza entrar en un convento. Me resistí a profesar, y cuando vino la exclaustración, salí; hice de modo que mi madre perdiese mi rastro. Entré a servir en una casa aristocrática. Como sabía peinar y hacer trajes bonitos, me estimaban mucho y me casaron con el maestresala. ¡Oh, señor! ¡Un hombre excelente! Pero él me aburría con sus celos y yo me fui y perdió mi rastro también...

La anciana hizo una pausa; yo me sonreía pensando en la necedad de los celos, cuando la mujer es un poco de arcilla, y sus bellas formas menos que un rastro en el agua o un dibujo en la arena...

—Me establecí en un pueblo de esta provincia y viví de hacer sombreros. ¡Oh! Tuve la mejor clientela... Fueron unos años muy hermosos... No se guiaban las señoras sino por mí. Yo era el árbitro de la moda. Me copiaban los trajes, me consultaban todo. Ganaba mucho dinero. También lo gastaba, porque me adornaba mucho. Me halagaban à qui mieux mieux. Pero la desgracia acecha. Supe que mi primer marido no existía y cometí el error de casarme segunda vez. ¡Oh, señor! ¡Un mal hombre, es el caso de decir que un mal hombre! Muy guapo, sí, muy gracioso; acababa de jugarme una picardía y me decía cosas que me hacían reír...

—¿En qué año pasaba eso? —pregunté con indefinible curiosidad maligna, pues creía adivinar.

—Ya sería el año de la que llamaban gran revolución... —respondió ella con esa repugnancia a fijar fechas por números que tienen los muy viejos—, Y él se fue con los de la revolución y se llevó mis economías, y volvió enfermo, y en curarle lo gasté todo, y ya no me ocupaba de sombreros, sino de la salud de él, y al fin murió... ¡Qué dolor! ¡Un tan guapo garçon de treinta años!

Mi cuenta estaba echada mentalmente. Cuando la mísera mujer cuidaba al tronera y caía en la ruina, tenía los sesenta ya,

—¿Y... qué hizo usted después?

—Vivotear, señor... Ya no gustaban tanto mis sombreros... Me decían que eran siempre los sombreros de antes, los sombreros de mi tiempo, y no los de la moda. ¡Oh! Yo trataba de hacerlos muy elegantes, pero mi hora era pasada, y el capricho de las damas por mí, también. Me defendí aún, mientras tuve vista para enfilar la aguja. Después confié la confección a una criada mía que era de esta aldea y que me dejó en herencia, al morir, esta casa. Era una santa mujer..., pero los sombreros, ¡un horror!, ¡un horror! Y como ya no me compraba nadie, aquí me retiré, tan solita... Me hice mi sopa y mi cama mucho tiempo. Ya no puedo. El doctor, que me ha visto, dice que verdaderamente no puedo. No sé si acabaré por ir a un asilo. Es penoso, pero no sé...

Me miraba con sus lacios ojos azules, turbios como turquesas muertas. Gesticulaba con dedos finos, secos, los palillos de boj de un escultor. Y yo, en mi intuición de novelista, de psicólogo, adiviné, descifré rápidamente aquella pobre alma de mariposa disecada, de rosa seca cuyos pétalos se pulverizan de puro friables, pero que, en la caducidad de sus elementos, guardan un poco de espíritu. Y exclamé sonriendo:

—La verdad es que sólo porque usted lo dice se creería que siente el peso de la edad. Está usted todavía muy guapa, madama Teresa, y ha debido usted de trastornar muchas cabezas y de ser un oráculo para las damas elegantes. Si me lo permite, ¿sacaría una instantánea?

Y mientras preparaba la maquinilla, deslizando la placa en la ranura, oí que murmuraba madama Teresa, balbuciente de gratitud:

—¡Oh, señor, qué bueno es el señor! Pero retratarme así..., con esta toilette... Si me lo permite, voy a buscar otra fanchón, la nueva..., la que armé hace dos años...

Y mientras la centenaria, arrastrándose, iba en busca del último adorno, de la coquetería última, miré lo que estaba leyendo cuando entramos. Era un figurín antiguo, de la época de la emperatriz Eugenia, la época gloriosa en que las capotas de madama Teresa todavía hacían furor en la capital de provincia.

—¡Pobre mujer! —dijo mi primo—. No sabía que estaba tan apurada. Voy a gestionar que la admitan en las Hermanitas de Marineda y desde mañana le enviaré de casa la comida.

—Envíale de paso un ramo de flores, un tarro de perfume y dos o tres inutilidades más —advertí—. Yo mañana la remitiré, desde Marineda, los mejores bombones de chocolate en una caja bonita. Y vivirá tres años más madama Teresa..., porque alguien se habrá acordado de que es mujer.

La Charca

Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil, por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.

Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que, según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.

A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados, como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que no cubrían bulto alguno.

Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso mondo y lirondo.

Excitada la curiosidad, la acrecentó el hecho de que, abriéndose las puertas de los palcos ocupados por las singulares máscaras, apareció en cada una de ellas un criado vestido de galoneada librea, con careta de enorme nariz, portador de un cubo donde se helaban botellas de champán, y de las copas donde había de espumar la bebida. Descorcharon en silencio y sirvieron, oyéndose el choque del cristal. Al inclinarse los criados para hacer su oficio, los mismos que se fijaban en las raras muñecas de las máscaras, repararon en que las libreas flotaban como vacías, y las manos de los servidores, bajo el guante, parecían manojos de palillos, sin mullido de carne alguna. Varios curiosos, más resueltos, subieron a los palcos vecinos, y escucharon ávidamente la conversación, apagada y cuchicheante, de los enmascarados. Alrededor de una dama, que se hacía aire con un abanico de nácar incrustado de oro, muy ancho de varillas, muy corto de paisaje, y que ostentaba unos fastuosos pendientes de gordas perlas de perilla, parecían coincidir las atenciones y los respetos de todos. Había, sin embargo, otra dama, de ojos profundos y negros, como los tienen las imágenes, muy joven, muy esbelta, que prodigaba a la del abanico el «señora» a todo pasto, mientras ésta la tuteaba...

¿De qué hablaban las máscaras? De costumbres. Juzgaban, en general, a la época presente, como si fuese para ellas algo nuevo y desconocido.

—Es una sociedad deliciosa —afirmaba la de los ojos negros, a quien nombraban duquesa—. Las señoras enseñan la pierna hasta más arriba de la rodilla, y no usan mangas. Los muchachos tratan a las muchachas de asaúras y de golfas. Se reúne la gente de alto coturno, no en los palacios, sino en las posadas y fondas. Se bailan bailes con nombres de animales, y los bailan como animales igualmente. Fuman las damas en público, y los hombres les echan el humo a la cara y pasan delante de ellas en las puertas. ¿Se acuerda la señora de la Morny? Claro que fumaba, la muy gringa, pero no delante de todos.

—No me digas. Si estoy atónita. ¿Te acuerdas de los bailes del Real en mi tiempo? Venían..., veníamos disfrazadas todas. Ahora sólo... doncellas de labor. No sé qué opinará Ramón de todo esto, y, en especial, del cotarro político. ¿Tú qué harías, Ramón, para arreglar las cosas?

La máscara interpelada se inclinó, deferente, conteniéndose para no soltar terno de toda respuesta. Ajustó la capucha sobre la lisa peluca, y contestó al fin:

—Señora, lo mismo que hice siempre... Y ya sabe que me dio excelente resultado... Hasta que yo lié el petate no le ocurrió nada de malo a mi reinecita... Fatales tiempos han sobrevenido para todos. Me atrevo a creer que conmigo no pasaría mucho de lo que está pasando.

—De seguro, duque —intervino la de los ojos de imagen—. Y, para mí, lo peor de todo es la invasión de ordinariez. Nosotros seríamos lo que se quiera, pero éramos gente fina, por lo menos.

—Sí, sí —aprobó la máscara a quien el del pelucón había llamado reinecita—. Hay muy poca educación y mucha despreocupación. Pero, así y todo, veo cosas bien bonitas en estos tiempos tan fatales. Mira tú que se ha progresado. Yo no sé si debemos brindar por nuestra época o por la moderna. A mí me parece que todas las cosas tienen su lado bueno, ¿no?

—Siempre ha sido así la señora, muy bondadosa, muy indulgente —observó la duquesa—. Yo, pareciéndome que en nuestra situación se debe ser franco, confieso que celebro infinito no existir...

Cuanto tal dijo la máscara, los que escuchaban sintieron un escalofrío glacial. «¡Son muertos, son muertos!», repitieron, paralizados por el mismo susto. «¡Son fantasmas!», opinaban algunos, dando diente con diente. Y, como para aumentar su horror, las máscaras misteriosas alzaron las manos, en cuyas muñecas blanqueaba el hueso mondo y lirondo, y desataron los antifaces. Pero antes de realizar este movimiento, los criados de luenga nariz rubicunda, como oyeron nombrar brindis, sirvieron copas colmadas, cubiertas por fuera de un rocío fresco; y las máscaras las apuraron, chocándolas antes cordialmente. Y los que no apartaban la vista del grupo de enmascarados, se fijaron en que el champán, pasando por la boca, venía a salir por el cuello, rebosando por cima de los elegantes capuchones y las pecheras almidonadas, que cerraban diamantes de roca antigua, montados en botones de esmalte azul. Apuradas las copas cayeron los antifaces, y se vieron los rostros. Eran de carne, al parecer, si bien no faltó, al día siguiente, quien asegurase que aquellos rostros estaban moldeados con goma y hábilmente pintados con los colores de la vida. Fuese lo que fuese, el runrún, que ya crecía entre la concurrencia, arreció, hasta convertirse en alboroto amenazante. Un cruce de exclamaciones, de preguntas, de protestas, de gritos, se alzaba hacia el palco donde tranquilamente sonreía la que antaño España aclamó con entusiasmo tal. Era su faz sonrosada; sus bandós de dulce tono castaño con reflejos rubios; sus azules ojos de apacible y un tanto maliciosa mirada; su bien modelada frente; su respingada y picaresca nariz; en suma: sus facciones tal cual rodaron estampadas en el cuño de los metales y en el papel de los sellos. Y a su lado, la fisonomía inconfundible del Espadón, y, formándolo una corte deslumbradora, las hermosuras célebres de su período, cuyos trajes y adornos son polvo, y cuyas joyas, dispersas, lucen acaso hoy en las orejas y escote de las héteras famosas. También podía verse allí al banquero fastuoso y al magnate rival de los monarcas, y semiescondida, esperando su hora de reinado efímero, a la duquesa de la Torre, linda como un sueño, morena todavía...

El gentío se precipitó, enloquecido, hacia la escalera que conduce a los palcos. Corrían, se empujaban; alguno rodó, maltrecho, y fue pisoteado. Se enredaban en las serpentinas al querer ir más aprisa. Parecía que manos invisibles lanzaban las largas y frágiles cintas de papel a millares. Al cabo, la turba llegó a los palcos de las asombrosas máscaras, que ya no lo eran realmente, pues descubrían su rostro. Y, al empujar la puerta, se oyeron clamoreos, chillidos, a los cuales sucedió un estupor profundo. Los palcos estaban vacíos. Vacíos del todo.

—No quedaba —murmuró uno de los que subieron al asalto— ni señal de la presencia de enmascarados semejantes, y, por tanto, habrá que suponer que fue todo un espejismo de la imaginación, que sufrimos sin darnos cuenta. Puede que el champán tuviese alguna composición que trastornase los sentidos...

—¡El champán! —repitió el otro interlocutor—. El champán es lo que prueba la verdad... Fíjese usted. Mire el suelo del palco, y dígame qué significa entonces esta charca...

Era lo que había rebosado de la bebida de los extraños enmascarados, sin bajar al estómago. El suelo estaba encharcado, verdaderamente. Un río de champán serpenteaba hasta el pasillo...

La Chucha

Lo primerito que José San Juan —conocido por el Carpintero— hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director.

Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.

—Venía a despedirme del señor director —dijo humildemente al entrar.

—Bien, hombre; se agradece la atención —contestó el funcionario—. Ahora, a ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí?

—¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...

Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.

—Deseo ver a una reclusa.

—Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.

Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.

Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una «galeriana» que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de infortunio, a la cual no habían visto nunca, y cuyas atenciones pagaban con cargo rebosando sentimentalismo ridículo..., pero sincero. Era el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la seriedad de las leyes humanas; la vida y sus efectos floreciendo allí donde el castigo social quiere convertir a los réprobos en cadáveres con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos, inmutables; pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como la caricia fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.

Tan grande emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres, que sus piernas, temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su «chucha»? ¡Por fin iba a verla! Y pensando en las formas de que la había revestido su imaginación en las noches de insomnio o en los solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa de enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su «chucha» se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa, y Pepe le escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto a este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo: alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares, obra todo de la Pelusa de la enamorada «chucha», que, invisible como un duende, tenía para él cuidados maternales.

—Pero, camarada, ¡y qué suerte la tuya! —le decían los compañeros de pelotón con mal encubierta envidia.

—Esa Pelusa es de oro —añadía un veterano del presidio, oráculo de la gente joven—. Consérvala, chaval, que mujeres así entras pocas en libra.

—Pero ¿cómo es? —preguntaba Pepe con creciente curiosidad—. ¿Es joven?¿Por qué está presa?

—Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez que visita la casa..., pero ¿qué te importa que sea joven o vieja? Tú déjate querer, que esa es la obligación de los buenos mozos, y cuando salgas en libertad, búscate otra que te atienda lo mismo.

Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer; las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa —buena únicamente para distraer el tedio encierro—, le llegaban muy adentro ya, y la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que en el rastrillo le entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa o algo de comer que le sostenía fuerte, robusto y sano, librándole del rancho insípido del penal, la peor engañifa para el hambre.

Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban este énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron haciéndose más sinceras, según los dos amantes, por aquel reiterado contacto de alma: iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la desgracia en que se veían, en términos vagos, como si les causara rubor decir por qué y de qué modo, y contaban fecha tras fecha el tiempo que les faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella... ¡Con qué tristeza lo repetía la pobre «chucha»! Y José protestaba con entereza de muchacho enérgico, caballeresco a su manera, incapaz de faltar a la palabra. Él esperaría a que saliera ella; se casarían y serían felices; lo decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el reconocimiento a sacrificios que habían endulzado sus amargas horas.

No sabía si aquello era amor; realmente, nunca se había sentido dominado por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los encuentros causales de su época obrera; pero a su «chucha»... la quería sin conocerla y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en presidio era un canalla capaz de olvidar a aquella mujer que pensaba en él a cada momento y trabajaba porque nada le faltase. Consistía su única preocupación en saber algo de la historia o del aspecto de su «chucha». Por desgracia, los mandaderos no la conocían; en la Galera, regida por monjas, no entraba otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella se atrevían en sus cartas a hablar del pasado ni de sus personas, como temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y se disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!... Pepe hablaba entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba lacónicamente; sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que el hombre amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de seis años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba a Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar la orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, a través de la tupida reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en el fondo de la galería, donde no podían oír las palabras, pero sí seguir con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el locutorio; y una galeriana fue aproximándose con paso torpe, cual si le asustase llegar a la reja.

No hizo movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza a la reclusa, especie de payaso de la miseria, disfrazado con faldas grises; criatura exigua, demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de sangre, de pelo canoso, cerril y escaso, alborotado sobre la frente y asomando entre los labios lívidos una dentadura enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer aparecía, además, mal pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del trabajo se hubiese olvidado de sí misma. Se miraron algunos instantes con extrañeza, y acabaron sonriendo, convencidos de la equivocación.

—No; no es usted —dijo Pepe—. Yo busco a la Pelusa. Me acaban de poner en libertad y vengo a conocerla.

La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema nervioso está en perpetua tensión por el género de vida.

—¿Eres tú..., tú...? ¡Pepe!

Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle con los ojos.

Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas, tributo pagado a la decepción horrible. Él absorbía con la mirada la degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en su persona la vejez y la inmundicia de todo presidio... ¡Dios, cuán fea era! Tragándose el llanto, sofocando su tristeza, la Pelusa fue la primera en romper el silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella escena penosa y difícil.

—¿Vienes a despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo, mientras viva, no te olvidaré.

Y bajó la cabeza para no mirarle; dijérase que su presencia le causaba daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña..., condenado a extinguirse.

—No, Lucía; vengo no más a verte. Ni me despido ni me voy... Vengo a decirte... que soy el mismo... y a cumplirte la palabra.

Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces la «chucha» se atrevió a contemplarle; pero con expresión de tierna lástima, a estilo de madre que agradece dulces mentiras del hijo.

—No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya ves como soy: vieja, un susto, y, además, poca salud... ¡Si supieras qué guerra les doy a las pobres hermanas con este corazón que siempre me está doliendo!...

Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez blanduzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo un esfuerzo y continuó:

—Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y a ti, ¡basta verte!, tienes cara de bueno; habrás venido por alguna desgracia..., vamos, por bronca o cosa parecida. No me engañes, ¿para qué?... No vas a salir con que me quieres, hijo... Mirame bien... ¡Si puedo ser tu madre!

Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió, sin darle tiempo a que protestase:

—Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no salgo de aquí con vida, ¡ay, cómo me duele el perro corazón!... Es que me han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero «chucho», uno del presidio... Y por eso te quise; ¡nada, cosas que se le ponen a una en la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo más atontecida! ¡Ea, hombre!, márchate y no te acuerdes del santo de mi nombre, Dios te dé suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer según necesitas... Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba!

Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura a los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad, joven, arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía...

—No, Pelusa —contestó el mocetón con entereza—. Yo soy muy hombre, y los hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo y esperaré a que salgas. No vengo a despedidas, sino a que me conozcas..., y a decirte hasta luego. ¿Si te creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y como vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de esos que viven estrujando a las mujeres...

Seguía la Pelusa agarrada a los hierros, y vacilaba lo mismo que si aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo endeble.

—Pero ¿va de veras? —murmuró, con voz ronca—. ¿Serás capaz de quererme así como soy?... ¿Vas a esperarme todo un año?

—Mira, Pelusa —continuó el muchacho— yo no sé si te quiero como a las otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué entraste aquí: a mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo, el director, que es bueno, me empleará en las obras de la casa, si es preciso pasaré necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no me largo, y que ahora soy yo, ¡yo!, quien traerá a su «chucha» ropa y comida.

Lucía cerraba los ojos. Parecía que le deslumbraban las fogosas palabras de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca que expresaba asombro y felicidad.

—Tengo aquí clavado el agradecimiento —prosiguió Pepe— y ganas de llorar cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre? Lo serás si quieres; yo no he conocido a la mía. Sales y viviremos juntos; trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en amigos; a mi lado engordarás y te remozarás, ¡y a no acordarse de este sitio! Tu aquí encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de mi vida.

—¡Dios mío!... ¡Virgen Santísima! ¡Virgen!...

Era la Pelusa, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y pinchador.

Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuciendo entre convulsiones, con vocecilla infantil:

—¡Pepe, Pepe mío!

Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer a la Pelusa y corrieron para recoger del suelo aquel montón de infelicidad.

Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar a Pepe del locutorio; a pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban cuenta de lo ocurrido. Si gustaba podía volver otro día, con permiso del director...

Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo. ¿Para qué? Al día siguiente la Pelusa era borrada del registro del penal. El soplo de ventura y de vida que el «chucho» había llevado consigo al locutorio rompió el corazón de la miserable y la hizo libre.


«El Liberal», 1 febrero 1900.

La Cigarrera

Primera versión

¿Qué seria de la humanidad si no tuviese ciertos inofensivos vicios? Los vicios de nuestra época se distinguen de los de las demás por ser vicios principalmente cerebrales. La excitación que los romanos, por ejemplo, gustaban de ejercer sobre la oficina de la nutrición, el estómago, nuestra edad la prefiere sobre la oficina del pensamiento, el cerebro. Hay tres cosas que el hombre moderno, el hombre de las ciudades, prefiere, y que le costaría trabajo prescindir de ellas: y todas tres son excitantes directos del cerebro, avivadores de la vida intelectual, verdaderos venenos intelectuales, como les llama un escritor científico reciente: a saber: el café, el alcohol, el tabaco.

Si los higienistas y moralistas que quieren suprimir el uso del tabaco logran al fin salirse con la suya, desaparecerá uno de los más curiosos y característicos tipos femeninos: la cigarrera.

Porque tiene el tabaco el privilegio de ser una de aquellas industrias que hacen subsistir a no pocas ni felices mujeres; y el cigarro que el hombre fuma, antes de llegar a sus labios, ha de pasar por infinitas manos femeniles.

¡Oh y cuan pocos son los recursos que la sociedad ofrece a la mujer! ¡Cuan contados los ramos en que le es dado ejercer su actividad! Este del cigarro es uno de esos pocos; y comunica a las mujeres que en él se emplean algo de la actividad y de la excitación que comunica a los que lo fuman.

No es la cigarrera la tosca mujer del campo, con sus sentidos entorpecidos, su mansa pasividad, su timidez brutal en ocasiones: es una mujer viva, impresionable, lista como la pólvora, de afinados nervios y rápida comprensión.

En lo físico, también se distingue la cigarrera de la mujer de la campiña, y aun de la del pueblo que se dedica a otros oficios. El perenne encerramiento, la atmósfera de tabaco, la excitación lenta y perpetua de las mucosas, la empalidecen; las largas horas que pasa sentada, y la comida extremadamente sobria y frugal, aligera su talle, comprime sus vísceras, y hace que sus movimientos sean prontos y airosos.

Al par la repetición de un mismo movimiento, el automatismo de la fabricación, dan fuerza a sus músculos y hacen temible la presión de sus dedos de acero y la fuerza de su recio brazo.

Segunda versión

Los vicios predilectos de nuestra época se distinguen de los de otras por un carácter que pudiéramos llamar cerebral. Gustaban los romanos, por ejemplo, de excitar la oficina de la nutrición, el estómago; pero el hombre moderno prefiere la excitación que se dirige al cerebro, oficina de la inteligencia. Mal acertarían nuestros contemporáneos a prescindir de tres excitantes cerebrales directos, de tres verdaderos venenos intelectuales, según les llama un reciente escritor científico, que absorbidos a pequeñas dosis entretienen sus ocios, despiertan su actividad, engañan sus penas: el café, el alcohol, el tabaco. Si los higienistas y moralistas que proscriben y condenan el uso del tabaco logran salirse con la suya, desaparecerá uno de los mas curiosos tipos femeninos: la cigarrera.

Porque de la elaboración del tabaco viven millares de infelices mujeres, y este vicio del cigarro es de las pocas malas costumbres masculinas que no redundan en daño del sexo femenino.

¡Cuán escasos recursos brinda la sociedad a la mujer! ¡Cuán contados son los oficios a que puede dedicarse! El de cigarrera condiciona física y moralmente a las que lo ejercen.

No es la cigarrera la tosca mujer del campo, de sentidos torpes y obtusos, de tarda comprensión, tímida al par que brutal; es al contrario una criatura lista como la pólvora, de afinados nervios y rápidas impresiones. El trato y roce continuo con sus compañeras la hace sociable y comunicativa; la atmósfera saturada de tabaco; las largas horas de trabajo sedentario, empalidecen su tez y aligeran su sangre; la comida frugal, llevada en un hatillo o en un cazuelo roto, tragada a medio mascar y a escape, comprime sus vísceras, disminuye su grasa, y da esbeltez a su cuerpo; y el automatismo de la fabricación, la repetición constante de ciertos movimientos, presta agilidad a sus dedos, vigor a sus músculos y fuerza a su brazo.

Seguidla sino conmigo a la fábrica en que cumple su ministerio, y os persuadiréis de que de un método de vida tan especial tiene que resultar una mujer especial también. Empieza la cigarrera a ejercer su oficio muy temprano: desde la edad en que pueden sus dedos manejar la labor.

A veces se ven, entre el mar de cabezas inclinadas sobre los bancos, una cabecita pequeña, cubierta de rizoso pelo negro o rubio, una espalda encorvada, cansada, la punta de una nariz menuda, unos ojos tristes: es la cigarrera en estado de larva, comenzando a familiarizarse con el oscuro amigo y compañero de toda su vida.

Mas adelante se acostumbrará a aquella atmósfera densa, impregnada de emanaciones penetrantes de nicotina y no sabrá vivir sino en ella.

Si queréis saber cómo se hace el cigarro que fumáis, yo os lo referiré, tal cual lo he visto en mi patria, en la Coruña, habiendo tenido mil ocasiones de presenciarlo.

La operación primera que ha de ejecutarse es la separación del tabaco y su desvenado. Viene el tabaco prensado en grandes panes, redondos, como piedras de molino, de Virginia, llamados maniguetas, o en grandes sacos el filipino, sacos que son como serones, y cuyas cubiertas de tela vegetal tejida como cañamazo, se llaman miriñaques. Para desvenar se sientan en el suelo y van apartando cuidadosamente la hoja de la inútil vena, que antaño se quemaba, y hogaño se vende para que luego en Hamburgo se confeccionen detestables Tagarninas que fuman con el mayor placer los flemáticos alemanes.

Y aquí cumple que yo haga una observación, siquiera sea impertinente: el amor a la justicia me mueve a declarar que el Estado español, acusado no sin justicia en otros puntos, en esto es completamente inocente: no sólo aparta la vena, que en rigor pudiera utilizar sometiéndola a un picado prolijo, sino que no hace entrar en los cigarros que expende materia alguna extraña. El tabaco del estanco —digan lo que quieran vulgares oposicionistas— es el artículo en que entra menos adulteración.

Pues volviendo a nuestra cigarrera, después de que ha desvenado, sube al taller donde confecciona el puro; o donde prepara el pitillo y la cajetilla de picadura.

Para el tabaco picado no lo hace ella todo: entre el desvenado y la elaboración del picado media una operación, la de picar, que no ejecutan las mujeres: y

Observadla en la fábrica, y comprenderéis que de un método de vida tan especial ha de resultar una mujer diversa en cierto modo de las restantes. Empieza la cigarrera su aprendizaje tan pronto como se lo permiten.

Entre el mar de cabezas inclinadas sobre las mesas de la labor suele divisarse alguna más chica, cubierta de rubios bucles infantiles, alguna espalda angosta encorvada por el cansancio, la punta de una nariz menuda, una manecita flaca, inhábil aun; es la cigarrera en estado de larva, comenzando a familiarizarse con el oscuro amigo y socio de toda su vida; el tabaco.

Andando el tiempo, la niña se acostumbrará a aquella atmósfera densa, impregnada de penetrantes efluvios de nicotina, y no sabrá vivir en otra parte, y allí se estará hasta envejecer y morir, empapada y envuelta en la esencia del tabaco, como la momia en la capa de nafta que la barniza.

Si queréis saber de qué manera se fabrica el cigarro que fumáis, id a esos vastos talleres que sostiene el Estado, colmena inmensa donde las abejas son mujeres, y la miel y la cera puros y pitillos.

La operación preliminar es la separación del tabaco, y su desvene. Llega la hoja prensada, de Virginia, en grandes panes redondos como piedras de molino, llamados maniguetas; o de Filipinas, en serones cubiertos de miriñaques de cañamazo vegetal. Clasificada ya la hoja, siéntanse en el suelo las desvenadoras, y van apartando cuidadosamente la inútil vena, que antaño se quemaba, y ogaño se vende a fin de que con ella confeccionen en Hamburgo infames tagarninas, fumables sólo para los alemanes.

Y aquí cumple hacer una advertencia, siquier parezca impertinente: el Estado español, al cual tanto se acusa, tal vez con justicia en otros puntos, no es reo de las innumerables picardías que se le atribuyen respecto de la elaboración del tabaco. No sólo separa la vena, que en rigor podría utilizar sometiéndola a un picado prolijo, sino que digan lo que gusten los oposicionistas por sistema, fabrica lealmente tabacos de hoja pura, sin adulteración ni mezcla de materias extrañas.

Volviendo a nuestra cigarrera, después que ha desvenado, sube al taller donde se confecciona el puro, el pitillo o la cajetilla de picadura.

En el tabaco picado no lo hace todo la mujer: la operación de picar esta encomendada a varones, vive Dios que a consentirlo las dimensiones de este artículo yo contaría cómo se hace esta operación en la Coruña, que es muy curiosa y digna de referirse; pero no de este lugar.

Para la elaboración de los puros instálase la cigarrera ante unas mesas largas, donde están varias mujeres sentadas unas frente a otras. Generalmente en una sala larga, donde están muchas bajo la vigilancia de las maestras.

Cada mujer tiene ante sí una especie de tajo de gruesa tabla, y los instrumentos del oficio: el cuchillo de hoja circular con una breve escotadura en donde otros tienen el filo; la tijera; la espátula de engomar; el tarrillo de la goma. Si lo que han de hacer son los cigarros comunes, de vulgar Virginia, los que cuestan a cuarto en el estanco y el hombre del campo pica con la uña para liar él mismo su cigarrillo, la fabricación es, aunque esmerada, sumaria y compendiosa.

Estira primero la cigarrera con la palma de la mano la hoja ancha que ha de formar la capa o envoltura exterior; córtala en forma conveniente con el cuchillo; después toma otra hoja menos buena y resistente que le sirve de envoltura interior, el capillo: la dermis y la epidermis del puro.

En el capillo lía como al descuido una porción adecuada de tripa, que es hoja más desmenuzada y fragmentaria; y después con mayor esmero la envuelve en la capa, como a la momia egipcia la envuelven las tiras impregnadas de betún.

Luego viene la parte más difícil: la cabeza y la cola del nuevo ser. Para la punta o cabeza se necesita mucha destreza y agilidad en los dedos: es preciso que [las] espirales de la capa terminen artística [y] delicadamente de mayor a menor; es preciso que la cabeza quede redondeada, acabando suavemente en aguda y lustrosa punta. Para la cola es necesario un corte de tijera pronto y hábil: no han de quedar barbas ni sobras de especie alguna.

Tan cierto es que estas operaciones requieren destreza, que hay operarias que, o por torpeza, o por temblarles ya las manos, o por cortedad de vista, no pueden hacer sino la liadura del cigarro: y estos cigarros así liados y sin rematar, que ellas llaman niños, necesitan para llegar a hombres que les rematen la cabeza y cola. He visto madres e hijas dividiéndose el trabajo: la madre fajaba el niño, la hija lo concluía.

Para el cigarro puro de Filipinas, de las Vueltas de Arriba y Abajo; para la fabricación de las aplanadas conchas, de los embalsamados vegueros, de las delicadas regalías, se ha menester mayor esmero y procedimientos especiales, que fuera largo contar, que giran sobre la misma vena.

Y vive Dios que si lo consintiera la índole de este artículo, yo contaría como se verifica en la Coruña el picado, que es cosa que referirse merece: pero quédese para otro lugar.

Cuando llegan a envolver el puro, siéntanse las cigarreras a unas mesas largas, formando doble fila: entre mesa y mesa circulan, con grave continente y ojo avizor, las maestras.

Cada operaria tiene ante sí un tajo de gruesa tabla, y los instrumentos del oficio: los cuchillos de hoja circular con una breve escotadura donde suele estar el filo; la tijera, la espátula de engomar; el tarrillo de la goma. Si se trata de cigarros comunes de vulgar Virginia, de los que en el estanco cuestan a cuarto y el campesino pica con la uña para liar él mismo su papelillo, la fabricación es, aunque diestra, compendiosa y sumaria.

Comienza la cigarrera por estirar con la palma de la mano la hoja ancha que constituye la capa o envoltura exterior; córtala en forma conveniente con el cuchillo; toma después otra hoja menos buena y entera para la envoltura interior o capillo, ya existen la epidermis y la dermis del cigarro. En el capillo lía como al descuido la tripa, que es hoja más rota e imperfecta aun, y encima enrolla con mayor primor la capa, describiendo una espiral.

Luego viene lo difícil, construir la cabeza y la cola del nuevo ser. Requiere la cabeza o punta gran maña: es preciso que la espiral de la capa termine artísticamente, y sus volutas vayan de mayor a menor, hasta rematar en una punta fina, torneada, aguda y lustrosa: la cola exige un tijeretazo pronto y hábil; no han de quedar rebarbas ni desigualdades de ninguna especie en el corte.

Tan cierto es que ambas operaciones piden destreza, que hay cigarreras que, por temblarles el pulso, por cortedad de la vista o por falta de soltura en los dedos, nunca pueden conseguir ejecutarlas, y dejan el cigarro a medio hacer, liado y sin concluir; a esas envolturas empezadas llaman niños; y he visto con suma frecuencia madres e hijas que se ayudaban en la labor: la madre fajaba el niño, la hija, con mano más hábil, le vestía la toga viril.

Para el cigarro puro de Filipinas, de la Habana, para las aplanadas conchas, los vegueros balsámicos y las deliciosas regalías, los procedimientos de elaboración son en sustancia los mismos, pero más detenidos y esmerados.

El pitillo y la cajetilla de picadura se fabrican con rapidez mucho mayores. Sobretodo la operación de llenar las cajetillas se verifica con prontitud vertiginosa. Compiten en celeridad las que fabrican las cajas con las que las llenan y cierran.

De las que los fabrican, hay alguna que en los largos días de verano llega a hacer doce mil. Ahora bien, yo he observado que para construir uno de aquellos cajetines de papel de estraza gris se necesita ejecutar cuatro movimientos consecutivos; multiplicad doce mil por cuatro, y tendréis que la mujer ha ejecutado al cabo del día la cantidad alarmante de cuarenta y ocho mil movimientos casi automáticos.

Las que llenan las cajas tienen adquirida ya tal destreza, que, aunque las llenan a ojo de buen cubero, pesanlas después en finas balanzas y apenas discrepan las unas de las otras. Viven las que llenan la picadura en una atmósfera verdaderamente estornutatoria; la picadura que agitan con sus brazos para llenar las cajas, desprende impalpable polvillo, y el ambiente está saturado de aquellas finas partículas que se cuelan hasta las últimas casillas del cerebro.

¡Oh!, y bien pueden bullir las pobrecillas si han de sacar lo necesario para comer y para cubrir sus primeras necesidades. El Estado les paga a destajo, según lo que trabajan, y si sus dedos ágiles se paran un momento cansados, si alzan la cabeza para tomar aliento, es lo mismo que si les dijesen a los chiquillos que quedaron en casa confiados al cuidado de una caritativa vecina:

Ea, hijitos míos, no comáis porque yo quiero descansar.

En la fábrica de cigarros es en donde se verifica aquello de que el tiempo es oro, y donde los cada instantes, representa una monedilla más de cobre agregada al humilde peculio. La aptitud, la asiduidad, la destreza, establecen notables diferencias de condición entre las que trabajan sentadas ante una mesa misma. Las operarias listas ganan hasta 15 duros al mes, y las holgazanas tres apenas.

Es la distancia que separa el acomodo, el desahogo, de la pobreza, de la estrechez. Para que una mujer se lleve a su casa tres duros, ha tenido que abandonarla, que pasarse el día entero fuera de ella; la criaturita recién nacida queda sin mamar, los mayores hacen de las suyas, no hay quien guise, quien lave ni quien encienda el fuego; algunas de las que ganan ese sueldo mezquino vienen de dos leguas de distancia, mojándose si llueve y asándose si hace sol; llegan a su casa rendidas de fatiga y sueño, y apenas tienen lugar sino para tender sus miembros cansados en el camastro.

El pitillo y la cajetilla de picadura se fabrican prontísimamente. Sobre todo, el envase de la picadura es obra de un instante: compiten en celeridad las que construyen los faroles con las que los llenan.

De aquellas hay alguna que en los largos días de verano despacha doce mil, y es de notar que para construir cada farol o cajetilla de estraza se necesitan cuatro movimientos consecutivos del brazo y de la mano: multiplicando los movimientos por el número de cajetillas, se comprende que cada cajetillera es una máquina viviente.

Las encargadas de llenar los faroles han adquirido ya tal tino práctico, que aunque las colman a ojo de buen cubero, pesados después en finas balanzas, quizá no discrepen en un milígramo. Viven las cajetilleras en una atmósfera verdaderamente estornutatoria, agitando con los brazos de picadura, hundiéndolos en ella hasta el codo, rodeadas de una nube de impalpable polvo, de menudas partículas que se les cuelan hasta las últimas casillas del cerebro.

Bien puede darse prisa la activa cigarrera, si ha de ganar lo preciso para comer y cubrir sus más apremiantes necesidades. El Estado le paga su labor a destajo, según lo que trabaja, y si sus manos prontas se detienen un momento, si alza la cabeza fatigada para respirar, es tanto como si dijese a los chiquillos que se quedaron en casa esperándola:

—¡Ea, hoy se ayuna, porque yo descanso!

Demuéstrase en la fábrica de cigarros aquello de que el tiempo es oro, y cada minuto representa una monedilla de cobre agregada al modesto peculio de las operarias. Pero la distinta aptitud, la mayor o menor suma de habilidad establecen diferencias notables en la condición de las que trabajan sentadas ante una misma mesa. Ganan las operarias listas hasta quince duros al mes: las holgazanas o torpes, tres apenas.

Es la distancia que media entre la comodidad, casi la holgura, y la penuria y estrechez. Para que una mujer gane esos tres míseros duros, tiene que abandonar de madrugada su hogar, que pasarse el día fuera de él; la criaturita recién nacida se quedó llorando; el fuego no se encendió, ni se lavó la ropa; y al volver a su techo, rendida de cansancio, después de andar quizá legua y media o dos leguas, no fue lícito a la cigarrera tumbarse en el catre fementido o en el mal jergón de hoja, sino que hubo de guisar la cena, de salir tal vez al río, para poder mudarse camisa al día siguiente.

No es milagro que una mujer que, en el riguroso sentido de la palabra, no tiene hogar, adolezca de defectos inherentes a su género de vida. La cigarrera es libre, viva, suelta de lengua y pronta de manos; se las ha visto insurreccionarse, encresparse como las olas del mar, y amenazar rugientes al Gobierno y no sin razón a veces porque retrasaba el pago de sus bien ganados salarios.

Pero unas cuantas palabras oportunas, alguna frase benévola, la atención a sus reclamaciones, las calman al punto, y de irritadas tigres se vuelven corderas mansas.

Cosa extraña, o por mejor decir, bastante frecuente en el pueblo.

Esa mujer que todo cuanto gana lo gana ruda y trabajosamente, inclinada de la mañana a la noche sobre una labor incesante, aprecia poco el dinero, no le da valor, y es singularmente caritativa. Preséntese una necesidad cualquiera, y veréis cuán blando es su corazón y cuan prontas sus manos en abrirse para dar. Y este rasgo es común a todas: sea simpática comunicación, sea costumbre, sea bondad contagiosa, ello es que cuando se hacen cuestaciones en las fábricas, no hay ninguna cigarrera que rehúse su óbolo a la miseria que lo solicita.

Como ellas dicen, se lo sacan de la boca gustosas para darlo al necesitado. Otro pormenor: con el mismo gusto con que dan para limosnas, ábrese su bolsa para atender al culto de las imágenes veneradas, cuyos altarcitos se elevan en sus salas como protegiéndolas y velando por ellas. No le ha de faltar a la Virgen del Carmen, a San Antonio ni al Niño Dios su novenita ni su función con cera y cánticos.

Ahí es donde se lucen, es donde tienen su lujo las cigarreras, y en eso todas andan conformes, aun las de la cáscara amarga, echadas palante y que tienen sus ideas liberales tan avanzadas como el más pintado.

Porque éste es otro rasgo típico de la cigarrera, que ayuda a diferenciarla de la mujer paisana o de la que vive entre sus cuatro paredes entregada a las domésticas faenas.

La cigarrera tiene opiniones políticas: en su cabeza fermentan, especialmente desde la Revolución acá, una multitud de ideas cogidas aquí y allí, comunicadas eléctricamente de unas a otras, traídas quizá por las maestras

Este género de vida exteriorizada, por decirlo así; esta ausencia de la familia, hacen a la cigarrera más atrevida y libre que las otras mujeres del pueblo. De suelta lengua, viva imaginación y genio tempestuoso, la cigarrera suele amotinarse, y es temible la tormenta en el mar femenino de la fábrica, cuyas olas suben y se encrespan rugientes, estallando en gritos, en dicterios, en amenazas furiosas.

Mas hay que convenir en que no les falta razón cuando reclaman, en forma menos académica que espontánea, el pago de sus atrasados haberes. Si ellas no cuentan con otra cosa ¿qué han de hacer más que protestar cuando el gobierno las pone a dieta?

Y no es ciertamente que sean avaras: al contrario. Lo que con tanta asiduidad granjea, lo da la cigarrera con regio garbo y esplendidez. Apenas trascurre semana en que no se hagan cuestaciones en las fábricas, para fines caritativos o piadosos, y no hay operaria que cierre su exigua bolsa, ni rehúse su dádiva.

Dicen ellas que gustosas se lo sacan de la boca, por darlo a otro más pobre. Con no menor largueza atienden al culto de las veneradas imágenes cuyos altarcitos se alzan en las salas de la fábrica, a la Virgen del Carmen y a la de los Dolores; a San Antonio de Padua y al Niño Dios no les ha de faltar su novenita ni su función solemne, con mucha cera y manifiesto.

¡Vaya! Para eso trabajan y sudan las cigarreras todo el año, y justo es que se permitan obsequiar a los númenes protectores de su humilde vida. Punto es el de la devoción en que todas andan conformes, desde la más rígida maestra hasta la operaria más inhábil; desde la más timorata hija de María hasta la más cruda republicana federal.

Porque la cigarrera, a diferencia de la mujer que vive entre las cuatro paredes de su casa, suele tener sus opiniones políticas como el más pintado, y en su cabeza fermenta la levadura democrática que abunda hoy en toda masa humana.

No profesa la cigarrera un cuerpo de doctrinas enlazadas y coherentes, pero —que son más despejadas y suelen tener más pico y labia que las operarias. ¿Pensará alguien que aquella masa inmensa de mujeres reunidas no tiene su cabeza para pensar, bien o mal, que esto no es del caso? Pues la tienen, sí señor, y se comunican sus impresiones y hacen su propaganda.

Esa comunicación de pensamiento, esa especie de confraternidad, es quizá una de las cosas que les hacen atractiva la labor a que se entregan.

Porque a pesar del escaso lucro y de la sujeción continua que trae consigo la permanencia en la fábrica, hay infinitas pretendientes, y rara es la que después de respirar aquella atmósfera, de probar aquella vida, quiere salir y dejar su estado por otro.

Allí se siente separada de su familia, es cierto, pero unida por misteriosos lazos sociales, por esa especie de solidaridad masculina de los clubs, de los círculos.

En cuanto a las gracias de la cigarrera, no hay duda de que las hay lindas, jóvenes y desgarradas. No las veáis en un día de trabajo, con sus sayas arrugadas, su pañuelo de algodón, su moño hecho aprisa y su casaco flojo, para no impedir los movimientos del cuerpo: vedla en un día de los de fiesta, en que echa una cana al aire y se pone enaguas bien planchadas y con una tercia de bordado, botas flamencas de caña clara, mantón de ocho puntas, y cerca su cara el marco de seda azul o rosa; o ciñe su talle el pañuelo de crespón. ¡Bah! Ese día es la quintaesencia de la bizarría; ese día la calle le es estrecha, y ese día las viejas miran con envidia a las mozas, considerando que ellas también fueron lo mismo.

Mal hacen las cigarreras en aspirar a cambios políticos. Las instituciones de la humanidad cambian, sus vicios quedan. La cigarrera es estable: yo considero que mientras haya sol y hombres, habrá cigarros.

La Cita

Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después —por entera que fuese su infatuación—, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.

Otra segunda epístola fijaba ya el día y la hora, y daba señas de calle y número. Era preciso devolverla como la primera. Se encargaba una puntualidad estricta, y se advertía que, llegando exactamente a la hora señalada, encontraría abiertos portón y puerta del piso. Se rogaba que se cerrase al entrar, y acompañaban a las instrucciones protestas y finezas de lo más derretido.

Nada tan fácil como enterarse de quién era la bella citadora, conociendo ya su dirección. Y, en efecto, Alberto, después de restituir puntualmente la epístola, dio en rondar la casa, en preguntar con maña en algunas tiendas. Y supo que en el piso entresuelo habitaba una viuda, joven aún, de trapío, aficionada a lucir trajes y joyas, pero no tachada en su reputación. Eran excelentes las noticias, y Alberto empezó a fantasear felicidades.

Cuando llegó el día señalado, radiante de vanidad, aliñado como una pera en dulce, se dirigió a la casa, tomando mil precauciones, despidiendo el coche de punto en una calleja algo distante, recatándose la cara con el cuello del abrigo de esclavina, y buscando la sombra de los árboles para ocultarse mejor. Porque conviene decir, en honra de Alberto, que todo lo que tenía de presumido lo tenía de caballero también, y si se preciaba de irresistible, era un muerto en la reserva, y no pregonaba jamás, ni aun en la mayor confianza, escritos ni nombres. No faltaba quien creyese que era cálculo hábil para aumentar con el misterio el realce de sus conquistas.

No sin emoción llegó Alberto a la puerta de la casa... Parecía cerrada; pero un leve empujón demostró lo contrario. El sereno, que rondaba por allí, miró con curiosidad recelosa a aquel señorito que no reclamaba sus servicios. Alberto se deslizó en el portal, y, de paso, cerró. Subió la escalera del entresuelo: la puerta del piso estaba arrimada igualmente. En la antesala, alfombrada, oscuridad profunda. Encendió un fósforo y buscó la llave de la luz eléctrica. La vivienda parecía encantada: no se oía ni el más leve ruido. Al dar luz Alberto pudo notar que los muebles eran ricos y flamantes. Adelantó hasta una sala, amueblada de damasco amarillo, llena de bibelots y de jarrones con plantas. En un ángulo revestía el piano un paño antiguo, bordado de oro. Tan extraño silencio, y el no ver persona humana, fueron motivos para oprimir vagamente el corazón de nuestro Don Juan. Un momento se detuvo, dudando si volver atrás y no proseguir la aventura.

Al fin, dio más luces y avanzó hacia el gabinete, todo sedas, almohadones y butaquitas; pero igualmente desierto. Y después de vacilar otro poco, se decidió y alzó con cuidado el cortinaje de la alcoba de columnas... Se quedó paralizado. Un temblor de espanto le sobrecogió. En el suelo yacía una mujer muerta, caída al pie de la cama. Sobre su rostro amoratado, el pelo, suelto, tendía un velo espeso de sombra. Los muebles habían sido violentados: estaban abiertos y esparcidos los cajones.

Alberto no podía gritar, ni moverse siquiera. La habitación le daba vueltas, los oídos le zumbaban, las piernas eran de algodón, sudaba frío. Al fin echó a correr; salió, bajó las escaleras; llegó al portal... Pero ¿quién le abría? No tenía llave... Esperó tembloroso, suponiendo que alguien entraría o saldría. Transcurrieron minutos. Cuando el sereno dio entrada a un inquilino, un señor muy enfundado en pieles, la luz de la linterna dio de lleno a Alberto en la cara, y tal estaba de demudado, que el vigilante le clavó el mirar, con mayor desconfianza que antes. Pero Alberto no pensaba sino en huir del sitio maldito, y su precipitación en escapar, empujando al sereno que no se apartaba, fue nuevo y ya grave motivo de sospecha.

A la tarde siguiente, después de horas de esas que hacen encanecer el pelo, Alberto fue detenido en su domicilio... Todo le acusaba: sus paseos alrededor de la casa de la víctima, el haber dejado tan lejos el «simón», su fuga, su alteración, su voz temblona, sus ojos de loco... Mil protestas de inocencia no impidieron que la detención se elevase a prisión, sin que se le admitiese la fianza para quedar en libertad provisional. La opinión, extraviada por algunos periódicos que vieron en el asunto un drama pasional, estaba contra el señorito galanteador y vicioso.

—¿Cómo se explica usted esta desventura mía? —preguntó Alberto a su abogado, en una conversación confidencial.

—Yo tengo mi explicación —respondió él—; falta que el Tribunal la admita. Vea lo que yo supongo, es sencillo: para mí, y perdóneme su memoria, la infeliz señora recibía a alguien..., a alguien que debe ser mozo de cuenta, profesional del delito y del crimen. El día de autos, desde el anochecer, la víctima envió fuera a su doncella, dándole permiso para comer con unos parientes y asistir a un baile de organillo. El asesino entró al oscurecer. Él era quien escribía a usted, quien le fijó la hora y quien, precavido, exigió la devolución de las cartas, para que usted no poseyese ningún testimonio favorable. Cuando usted entró, el asesino se ocultó o en el descanso de la escalera, o en habitaciones interiores de la casa. A la mañana siguiente, al abrirse la puerta de la calle, salió sin que nadie pudiese verle. Se llevaba su botín: joyas y dinero. ¿Qué más? Es un supercriminal que ha sabido encontrar un sustituto ante la Justicia.

—Pero ¡es horrible! —exclamó Alberto—. ¿Me absolverán?

—¡Ojalá!... —pronunció tristemente el defensor.

—Si me absuelven —exclamó Alberto— me iré a la Trapa, donde ni la cara de una mujer se vea nunca.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 48, 1909.

La Clave

Calixto Silva se enteró —al regresar de un viaje que había durado cuatro meses—, de que su tío y tutor, aquel excelente don Juan Nepomuceno, a quien debía educación, carrera, la conservación y aumento de su patrimonio y el más solícito cuidado de su salud, iba a casarse..., ¿y con quién?, con la propia Tolina Cortés..., la casquivana que de modo tan terco había tratado de atraerle a él, Calixto, mediante coqueterías, artimañas y diabluras, cuyo efecto fue contraproducente, pero cuyo recuerdo, ante la noticia, le causaba una impresión de temor y repugnancia.

Su tío no le consultaba, y no parecía dispuesto a escuchar observación ninguna respecto al asunto de la boda. Calixto tuvo, pues, que resignarse; su única protesta fue expresar el deseo de marcharse a vivir solo: pero en eso no estaba don Juan conforme.

—¡No faltaba otro dolor de muelas! Tú no eres mi sobrino, que eres mi hijo; si llegan a nacerme, no los querré más que a ti. La niña —así llamaba don Juan a su futura— se hará cuenta de que soy un viudo que tiene un chico. Se acabó... Mientras no te cases tú también, todo sigue como antes.

Asistió Calixto a la ceremonia nupcial, estremeciéndose interiormente de rabia al mirar la tersa guirnalda de azahares que, bajo la nube de tul del velo, coronaba la frente audaz de la diabólica criatura. ¿Cómo se las habría compuesto la serpezuela para anillarse al corazón del honrado viejo? ¿Qué arterías, qué travesuras, qué sortilegios usaría? ¡Sin duda, aquellos mismos que Calixto evocaba mientras el órgano emitía su vibrante raudal de sonidos plenos y graves, y en el altar, una grácil figura, envuelta en blancas sedas que la prolongaban místicamente, articulaba un «sí» apagado, un «sí» blanco también!

El irritante enigma que preocupaba a Calixto le obligó a pensar incesantemente en la esposa de su tío, a tenerla presente día y noche. Resolvió vigilarla, mirar por la honra de don Juan, y no consentir que nadie le burlase impunemente. Semejante propósito, noble y firme, era justificación de su permanencia en la casa. Ojo y oído: que Tolina anduviese con pies de plomo, o si no...

Tolina, sin género de duda, desplegaba la hipocresía más maquiavélica; nada cabía reprender en su conducta. Concurría a algunas diversiones sin mostrar afán por ellas; se adornaba y componía sin exceso; igual y alegre de carácter, con su marido era realmente la niña, más hija que esposa; le cuidaba, le complacía zalameramente, le respetaba en público, le mimaba de puertas adentro y —Calixto hubo de confesárselo a sí propio— don Juan disfrutaba de una felicidad verdadera. Chocho con la dulce y sabrosa mujercita, repetía incesantemente, disolviendo en babas las frases:

—¿Ves, Calixto, qué mona es? Búscate una así. No debe nadie morirse sin primero disfrutar estos goces.

Calixto, ceñudo, se tragaba sus cavilaciones y sospechas malignas.

¡Vamos, no podía ser! Tarde o temprano, Tolina enseñaría la oreja. Si ahora se portaba bien sería por algo... ¡Bah!... Y continuaba observándola con malévola atención. Tolina, afectuosa, algo quejosa, con queja muda, procuraba ni chocar ni insinuarse demasiado con el sobrino, a quien llamaba hijo don Juan, y el sobrino, a quien era indiferente Tolina como mujer, no cesaba de preocuparse de su psicología como esposa. ¿Por qué guardaba tan estricta y dignamente el decoro de su marido? ¿Por qué no daba motivo alguno, ni aun de sospecha? Y, en vez de felicitarse —¡somos tan poco lógicos!—, Calixto se reconcomía. Es humano; todo el que augura mal, sufre mortificación cuando no acierta.

La causa del buen comportamiento de Tolina... Súbito resplandor alumbró a Calixto para adivinarla. ¡Si estaba más claro! No haberlo comprendido! Lo que la joven buscaba y aseguraba con tal arte era la fortuna del viejo, su cuantiosa herencia... Un cálculo ambicioso resguardaba su virtud y la ventura del confiado cónyuge. Antolinita Cortés pertenecía a la falange de las calculadoras, la sabia falange que espera y prepara la lámpara de la noche siguiente...

Al descubrir esta clave, Calixto se dio por doblemente satisfecho. Su pesimismo se contentaba con reconocer en Tolina instintos de mezquindad y avidez; su generosidad le movía a alegrarse de renunciar a una sucesión que nunca había codiciado. Y, adelantándose a lo que pudiese sobrevenir, un día en que la conversación cayó oportunamente, dijo a don Juan:

—Tío, nadie está seguro de vivir mañana... Yo he testado desde que soy mayor de edad. ¿Por qué no toma usted disposiciones y deja a la tía Antolina sus bienes? Lo merece, y es justo.

—Lo merece, y es justo —repitió el anciano, remedando al sobrino—, y yo le dejaría los reinos de España... pero has de saber que no quiere, que no se le antoja y que, al hablarle yo de eso, fue tal su enfado y el daño que le hizo, que hasta se puso enferma. Es el único disgusto que tuvimos. Me ha exigido que mi heredero seas tú... ¿Qué significa ese asombro? ¿Habías supuesto que Tolina me aceptó por interés? ¿Ella? ¿Ella?

Y el anciano irradiaba placer por su cara simpática, rojiza entre la gris aureola de la barba y los cabellos.

—Bueno; pero no consentiré tal disparate y tal injusticia —declaró Calixto—. Lo que usted me legue, para ella será.

—No la persuadirás. No quiere. ¡Es más buena que los ángeles!

Desde esta conversación, cambió Calixto de modo de ser. Huía de Tolina, en vez de vigilarla. La sospecha de ahora era más punzante, más honda, más perturbadora que la antigua. Una tristeza, una inquietud sin límites, invadieron el espíritu de Calixto. Perdió el apetito y el sueño. Una tarde, habiendo echado de menos su cartera, donde guardaba un fajo de billetes, bajó al jardín del hotel a hora impensada, casi anochecido, por si la encontraba allí, y registró, agachándose, los macizos de plantas, hasta un grupo de arbustos que ocultaban un banco de piedra. Se detuvo. Una mujer, sentada en el blanco, besaba un objeto rojo.

—¿Qué haces aquí? —murmuró él, sobrecogido, sin darse cuenta de lo que decía.

—¿Y tú? —respondió ella serenamente.

—Yo... Yo... Buscaba mi cartera...

—Aquí la tienes: la encontré momentos hace.

Tolina le tendió, sonriente, la cartera de cuero de Rusia. Calixto no la tomó. Notaba que palidecía, y la voz se le atascaba en la garganta.

—¿Qué te sucede? —la dama, aproximándose, acercaba la cartera a las manos inertes que no la recogían—. Vamos —añadió melancólicamente y con malicia—, coge tu dinero... Ya sabes que yo no me lo he de guardar.

La contestación de Calixto fue —sin levantarse del suelo— echar los brazos a aquel cuerpo que temblaba de pasión y de triunfo... Tolina, inclinándose, balbucía:

—¡Al fin! Trabajo ha costado... ¡Ciego, ciego!

Un paso plomizo hizo crujir la arena... Calixto se incorporó... Don Juan se acercaba.

—Buscábamos esta cartera —explicó Tolina, radiante, blandiéndola en alto—. Figúrate que Calixto la tocaba con las manos, y no la veía. ¡Y cuidado si saltaba a la vista! Pero siempre sucede así: las cosas más evidentes son las que nos empeñamos en no ver... Toma, sobrino —prosiguió, deslizando ella misma, con graciosa familiaridad, el objeto en el bolsillo del joven—. No la vuelvas a perder, que vale un pico...

A la mañana siguiente, Calixto se marchó, dejando una carta de despedida, breve, aunque cariñosa. Necesitaba viajar largo tiempo, completar sus conocimientos, recorrer el mundo. Tolina, al enterarse de la carta que don Juan leyó furioso —¡diablo de chiquillo!, ¡qué salida de pie de banco es ésta!—, no pronunció palabra.

Poco después se alteró gravemente su salud, y don Juan la pasea por balnearios y antesalas de celebridades médicas sin que se sepa todavía a punto fijo qué mal padece. Los nervios, de fijo... Los nervios, otro enigma sin clave...

La Cola del Pan

La mañana, como de encargo. Desde las últimas horas de la noche, y durante toda la madrugada, había llovido, no lo que se dice a cántaros, sino terca y silenciosamente; ese llover que parece que no va a cesar nunca… El suelo, un puro lodazal; y en él patullaban, calados, los «de la cola».

Se hallaban allí desde el romper del día, sin perder el buen humor la mayor parte; diciendo chirigotas y resignados a la espera, hasta que Dios les deparase el pan nuestro… ¡Y qué pan!

La víspera, gritos de indignación y dichetes irónicos habían saludado a las microscópicas libretas, de mínimas dimensiones y, por contera, mal elaboradas. ¡Feliz, así y todo, quien las podía obtener!

El caso era llevar algo al domicilio, donde la vuelta de coleros y coleras era esperada como el santo advenimiento. De ellos se aguardaba el alimento maravilloso, el que sustituye a todos los demás: la pasta del trigo. ¡Bueno es el coci, y no despreciemos a las judías con colorado; pero el pan! Donde hay chicos, ¡nada como el pan! Vaya usted en las familias a remediarse sin él. Y es un guiso que está hecho: ni carbón, ni aceite se gasta.

—¿Verdá, usted señá Remigia? —preguntaba la señá Ponciana, alias la Mantecosa, que tenía un cajón de verdura en el mercado—. A las creaturas, su buen zoquete de pan…, y los míos, proecillos, dos días ha que no lo prueban. ¡Por las patas debíamos ahorcar a los que armaron tal huerga; condenaos!

De acuerdo estaba la señá Remigia, la chalequera. Lo peor, perder horas y horas por la gracia del panecillo. Y ella con su madre enferma de gri, y allá sola, con los chicos, que más enredan que cuidan. Qué demoniuras no harían en libertad, aquellos barrabases. ¡Y para más, con hambre, ángeles míos! Se le quemaba a la señá Remigia la sangre al verse sujeta en la cola, oyendo burradas, porque los fantoches de los hombres están siempre para ello. Pero si un desahogado la fastidiaba mucho, no se iría sin una manguzá.

Mientras formulaba el belicoso propósito, la cola crecía y se extendía, como anillos de negruzco gusano, a lo largo de la calle, contra la blancura de las casas, ante las tiendas que de mala gana comenzaban a abrirse, reflejando, en la lentitud de la operación, el temor de sus dueños a la posible invasión del gentío. Sin embargo, el gusano aparecía pacífico, sin aviesas intenciones. No se veían puños cerrados coléricamente; no se oían airadas blasfemias. Más bien se bromeaba, con la estoica resignación que el pueblo español muestra en las pruebas y en las fatigas. Lo violento vendría —lo sospechaban todos— cuando los huelguistas se convenciesen de que habían perdido la huelga, y se echasen a la calle a armar bronca.

En cuanto a las víctimas de la anormalidad, las amas de casa con prole, los padres de familia que tenían que llevar el grano en el pico, allí estaban bajo el aguacero monótono, aguardando a pie firme, en el desabrigo de la aburrida mañana de noviembre.

El gotear continuo de las nubes, pesadito, lento, insufrible, iba poco a poco agotando la risueña paciencia de la cola. El cansancio de permanecer de pie o mal sentado, en cajones, en cestas volcadas, sobre un retal de estera rota o un pingajo de manta, algunos sobre las losas, recogiendo la humedad en nalgas y muslos; la molestia de los empujones y la tensión del ánimo en espera del panecillo, que sabe Dios a qué hora caería del cielo; el hambre, combatida tan sólo por el trago de alcohol del amanecer, todo iba engendrando un estado de ánimo más sombrío, pesimista. ¡Qué vida, córcholis! Más valía estar en presidio… Sacudían su ropa ensopada, y caían al suelo lagrimillas de agua escurriendo de las gorras, del pelo, de las orejas, de los dedos rígidos. Las mujeres se despojaban del pañuelo para volver a colocarlo, tieso, arrugado, sobre el moño. Los que poseían un paraguas, aún se defendían. Eran pocos, y el artefacto solía justificar la chunga de las bravías: «Oiga usté, ¿es de rejilla? ¿Lo usa pa colador?».

Entre las que callando soportaban, y no tomaban parte en la algarabía, podía verse a una mujer todavía joven, que no sería mal parecida a no estar tan demacrada y flaca. Por el bulto que hacía su mantón raído y de indefinibles tonos, se adivinaba que traía consigo un niño de pecho; mas no era posible ver la cara del nene, tal era el cuidado con que le resguardaba del agua la madre. Hubo, sin embargo, un momento en que el mantón se entreabrió, y fue para meterle al chico en la boca un pecho flácido, entre balbuceos y sugestiones de ternura.

—Mama, tú, rey de la gloria… Aquí, tapadito…

Quien estuviese más próximo al grupo humilde, el infante agasajado en andrajos, la nodriza mal cubierta por trapos que dejaban pasar la llovizna y el hielo de la esquiva mañana, no hubiera podido oír el suave glugluteo que hace la leche al correr por la garganta de los mamones. Ni se percibía el lengüetear dulce, el ruidillo glotón de los labios. Una vecina de cola exclamó:

—¡Jesús, y qué paz tiene el ángel de Dios!

En voz dolorida, contestó la madre:

—Es que está malito…

Aparte de este suspiro, también la madre tenía paz. No se quejaba, no manifestaba impaciencia. No obstante, parecía rendirla el cansancio. Y se fue doblando, para sentarse en la acera cubierta de barro. Su cara consumida, en que los ojos negros, rasgados, ardían febriles, se descomponía bajo la glacial impresión de las piedras mojadas y duras. Sus dientes castañeteaban, y constante estremecimiento sacudía la débil caña de su anguloso cuerpo.

Ante ella, de pie, un chulillo como de quince años la miraba entre apiadado y curioso. Y al fin, desliando su bufanda —lo más positivo de su indumentaria como defensa contra la crudeza de la intemperie—, el chulillo la tendió a la mujer.

—Póngala del revés, que por el derecho es una sopa —advirtió.

Estúpida de sufrimiento, sin dar siquiera las gracias, la mujer aceptó y cubrió, con la gruesa tela en que aún humeaba el calor de su bienhechor desconocido, el corpezuelo del nene. Nadie se fijó en el episodio. Había sucedido algo que hizo desperezarse y bullir a la cola.

Al punto del mediodía, un pálido rayo de sol acababa de entreabrir el gris celaje y, como por encanto, lució un poco de claridad en las almas exhaustas, abrumadas por la espera penosa. Hubo dicharachos, sonaron piropos a las mujeres, se pellizcaron y empujaron los chiquillos, y hasta los guardias, los adustos guardias, que por lo bajo renegaban de la cola y de quien la inventó, desarrugaron el ceño, se pasaron la mano por los híspidos bigotes, salpicados de lluvia, y gruñeron algo cordial. Y, como si la benignidad de la tierra coincidiese con la del cielo, una voz, a lo lejos, lanzó:

—¡Ya abren la tahona! ¡Ya abren!

En efecto, un dependiente, entreabriendo con prudencia el cierre metálico, asomaba cauteloso, sosteniendo una saqueta hinchada de panecillos, calientes aún. Los habían fabricado soldados de Ingenieros, ayudados por el tahonero y sus hijos. Las manos les temblaban al amasar, de miedo a las amenazas y coacciones de los huelguistas. Y aquella cinta humana, desarrollándose a lo largo de la acera, les causaba extraña inquietud, como si en ella viesen un peligro y el ansia de tantos famélicos fuese otro género de coacción que les forzase a seguir amasando, enhornando, para saciar tantos estómagos, tantas necesidades colectivas.

La mágica voz de «¡Yaaaa aaabren!» corrió como sacudida eléctrica. Algunas bravías, Remigia, la Ponciana, intentaron avanzar más de la cuenta y se ganaron la ovación correspondiente, y no pocos arrempujones y burlas. La infeliz que cobijaba al niño no se movió. ¡Parecía atontada, como si aguardase a que hacia ella viniese el pan andando solo! Su protector, el chulillo, fue quien la llamó a la realidad, gritándole:

—¡Eh, señora, que nos movemos! Póngase de pie; ¿quiere que la ayude?

La alzó con trabajo: estaba entumecida; sus junturas parecían oxidadas. Se enderezó al fin con un gemido sordo. Y su primera idea fue desemburujar al nene, a ver si por fin se animaba a mamar.

—¡Alza!… Rey del mundo…, sol mío…, toma, toma…

Sobre el seno, tibio por el aflujo de la leche, una sensación de rara frialdad aterró a la madre. La cara del niño era un pedazo de nieve lívida.

Un chillido de espanto, desgarrador, salió de la boca de la mujer. Tan vibrante y desesperado fue que se rompió la cola, y varios colistas se arremolinaron, indiferentes al reparto, ante la dramática curiosidad. Y el chillido se convirtió en palabras:

—¡Mi nene! ¡Socorro! ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto!

La Comedia Piadosa

I. Casuística

Ni los años ni los corrimientos habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos, peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos pensares.

Era viuda, de marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado, suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de Alemania.

Mas no por eso se crea que la vida de Regaladita se deslizaba como manso arroyuelo, exenta de cuidados y de aspiraciones y de poéticas nostalgias. ¡Ah, eso no! Regaladita no se daba por contenta con su «pasar» decoroso, su vivienda abrigada como un nido, sus buenas relaciones y sus frecuentes goces de vanidad al verse más conservada que manzana en el frutero. Regaladita, allá en lo recóndito de su corazón, acariciaba un sueño ambicioso, inverosímil... ¡Nada menos que el de llegar a santa!... ¡Santa a estas alturas!

Penitencia asidua del padre Incienso, todos los sábados, al arrodillarse al pie de la rejilla, manifestaba Regaladita a su confesor firmes y ardientes propósitos de avanzar por el camino de la perfección espiritual, y de tratar rigurosamente al asno, o sea al cuerpo antojadizo y goloso. Entiendan, señores, por Dios, que los antojos del asno de Regaladita no eran antojos de ésos que abochornan. La idea de ciertos feísimos pecados ni cruzaba por su mente. Las tentaciones de sensualidad que Regaladita combatía con amazónico denuedo tenían por causa algún plato sabroso, algún sorbo de rancio jerez, paladeado con morosa delectación: algún abrigo «pintado» que su dueña miraba de frente y de espalda, combinando dos espejos con pueril coquetería; algún par de guantes superfluo, cuyo importe estaría mejor empleado en bonos de la Sociedad de San Vicente; alguna butaca mullida en que se arrellanaba con sobrado gusto para que fuese inocente la complacencia.

El padre Incienso, jesuita avisado y perito en achaques de escrúpulos y conatos de santidad, sonreía con indulgencia, allá para su faja, siempre que Regaladita, con harto sobrealiento por lo incómodo de la postura, le confiaba sus ardientes anhelos de «padecer o morir».

«Muy fondona y acolchada estás tú para echarla de ascética —pensaba el discreto confesor, calmando, lo mejor que sabía, por medio de exhortaciones llenas de profunda sensatez, aquel místico afán—. Vamos a ver: ¿por qué se me aflige usted tanto? ¿Por qué en casa de Veniales repitió de la perdiz estofada y se chupó los dedos? ¡Valiente pecado, hija!... Le voy a poner a usted de penitencia que se coma una patita más para otra vez... Pero ¿cómo le he de decir a usted que la acción de comer es de suyo indiferente, y hasta loable cuando se tiende a reparar las fuerzas y a conservar la salud?...»

No se daba por convencida la pecadora, y escarbando más y más en la conciencia, sacaba otras faltillas que, a fuerza de argucia, disfrazaba de gravísimas infracciones a la ley de Dios.

—No diga usted, padre; es usted demasiado bueno; yo soy terrible, porque no hago sino disparates. El vestido que compré ayer cuesta a cinco pesetas la vara, y en la tienda había telas que aparentaban lo mismo y sólo costaban a tres y media. Pude ahorrarme eso... para los pobres. ¡Ya ve usted si hice mal!

—No, hija —contestaba el padre Incienso sin alterarse—. No hizo usted mal; la tela que ha comprado será de más duración, y también más conforme a su posición de usted en el mundo. Son motivos atendibles. No ha de andar usted metida en un saco.

—Padre —murmuraba otras veces la devota—, ha de saber que anteanoche en casa de la marquesa de Veniales, se bailó el vals, y el secretario del Gobierno civil resbaló y fue a dar de narices contra el biombo. Las muchachas se rieron, pero yo me reía más que todas...

—¿De modo que el interesado lo oyese?

—Yo no sé si lo oiría...

—No me parece caritativo, y bueno será que usted se contenga para no ofender ni herir a nadie; sin embargo, tampoco veo ahí motivo para desconsolarse e hipar ahora...

—Sí, señor; que lo hay... Porque ya sabe usted que quiero ser mejor todos los días, y que no viviré tranquila hasta que llegue a conseguir...

—¿A conseguir... qué?

—Lo que han conseguido otras —contestaba Regaladita, bajando los ojos ante la mirada perspicaz y un poquito irónica del padre.

—Hija mía —advertía éste sin descomponerse y en tono melifluo—, ya le he dicho a usted que eso es... ambicionar demasiado, y ociosidades; dispénseme usted la expresión. Conténtese con ser lo que está siendo: una buena señora, que vive cristianamente, sin ofender a Dios en cuestiones de ésas que..., que le ofenden muchísimo, aunque las pueda absolver este tribunal, como usted sabe. Yo no la considero a usted perfecta y, sin embargo, sólo le pido que se vaya sosteniendo como hasta aquí, o un poquito más, pero sin esos píos de santidades. Créame usted a mí, yo la conozco. Recuerde usted, hija mía, lo que se cuenta de las santas, y cómo vivieron, y lo que tuvieron que hacer para alcanzar la santidad dichosa. Ayunos, cilicios, mortificaciones de todas clases, penitencias durísimas. ¡Si usted se impusiese un día nada más lo que ellas se imponían a diario, enfermaría usted de peligro, no lo dude! Represéntese usted lo que es llevar a raíz de la carne un cinturón con púas de hierro; piense en un mendrugo de pan añejo, aderezado con ceniza; imagínese una noche en oración, de rodillas y con los brazos en cruz; suponga por cama una tarima, y por cabezal un guijarro.

Regaladita se estremecía al escuchar tan terrorífica pintura; parecíale sentir en las costillas y en los muslos mordeduras de férreos garfios, y en el paladar sabor a ceniza y berzas sin sal ni otro condimento. Una voz burlona susurraba a su oído: «¡Atrévete, cobarde, comodona, golosa; atrévete con esos pinchos y esas camas de piedra!» Y compungida, y casi con ganas de hacer pucheros, balbució:

—¡Quién sabe, padre! Tal vez sirviese yo para todo eso y mucho más... Usted no me permite nunca que ensaye... ¡No quiere usted que gane coronas en el cielo...!

—¡No, hija, por Dios! Si yo no se lo prohíbo a usted —dijo el padre con socarronería dulcísima—. Puesto que siente usted fervores, no ha de ser su confesor quien la desanime: nada de eso. Le recomiendo, sí, la prudencia...; pero no me opongo. ¡Qué me había de oponer! ¿Desea usted imitar a los santos? Pues enhorabuena, hija; yo la aprobaré, yo me complaceré en sus glorias y merecimientos. No desoiga más la voz de lo alto: empiece, hija, empiece esa tanda de maceraciones que han de igualarla con Santa Catalina, Santa Clara y la Venerable Emmerich... ¡Ea! Desde mañana, libertad para obrar como guste: permiso amplio. ¿Que hábito de estameña? Pues hábito de estameña. ¿Que ayuno? Pues al traspaso. ¿Que cilicio? Un rallador debajo del corsé. ¿Que disciplinas? Yo le puedo prestar unas de alambre; las usó mi maestro, el padre Celís, que, según opinión piadosa, estará en la gloria pidiendo por nosotros...

No supo Regaladita discernir si era chunga o si hablaba formalmente el confesor: y la sospecha de que fuesen delicada burla las palabras del padre acrecentó las ganas de martirio y el propósito de asombrarle, el sábado próximo, con alguna estupenda muestra de santidad.

Lo primero, determinó Regaladita desbaratar su gracioso peinado y sustituirlo por una castaña y dos cortinillas. Llamó a la costurera, y quitando los faralaes a un vestido negro de lana, lo dejó liso y propio para la nueva vida devota. Se lo puso, y como aún sintiese tentaciones de mirarse al espejo, se pegó un suave pellizco para acostumbrarse a prescindir del profano mueble. En la comida suprimió el vino, y como trajesen croquetas muy doradas, su plato predilecto, entornó los ojos, y con una constricción del paladar, que le llenó la boca de saliva, las rechazó con la mano. Sólo comió del cocido y una miaja de queso. «Esto del queso lo suprimiré mañana. Hay que ir poco a poco», pensó. De noche, al retirarse, tenía determinado rezar de rodillas una hora u hora y media lo menos. Arrodillóse al pie de la cama, que la criada dejaba entreabierta, y emprendió la tarea con buen ánimo. Los tres primeros dieces del rosario iban sobre ruedas; al cuarto, la blancura de las sábanas distrajo a Regaladita; al quinto, el hueco que esperaba por su humanidad la atrajo como al náufrago el remolino; se levantó, se desabrochó la ropa, la dejó resbalar al suelo... y se tendió a la larga, subiendo hasta la barbilla la colcha y el edredón, y suspirando voluptuosamente... Aquella noche hacía un frío siberiano.

A la mañana se despertó soñolienta, calentita, avergonzada, y más ansiosa que nunca de realizar grandes y heroicas mortificaciones del asnillo. Un incidente casual le sugirió singular idea, penitencia nunca leída en la historia de ninguna santa. Sucedió que la costurera, mujer parlanchina y sencillota, hubo de referir cómo una hermana que tenía, cigarrera por más señas, se había ofrecido, por la salud de un hijo, a visitar a pie el santuario de La Guardia; y no sólo a pie, sino calzando zapatos llenos de arena... El santuario de La Guardia dista de Marineda dos leguas de áspero camino.

«¡Yo haré más, mucho más! —pensó Regaladita—. Ya verá el padre Incienso lo que es bueno. Perfeccionar a ese rasgo de devoción.»

En efecto, el sábado, al postrarse en el conocido rincón de la iglesia de San Efrén, la señora, ufanísima, manifestó a su director que, aparte de varias privaciones y maceraciones ejercitadas en la semana, tenía resuelto oír misa en el santuario de La Guardia, el domingo, llegando a él por su pie, y habiendo metido previamente en las botas media docena de garbanzos, con la cual iría en un potro y castigaría bien sus instintos de deleite y molicie.

—Pues hija —respondió el confesor—, me parece un disparate. ¡No dará usted un paso llevando los pies así; se caerá usted redonda! Guíese por mí, y no lo intente siquiera.

—Dios me ayudará —respondió intrépidamente la futura santa.

—Es que se vendrá usted a tierra sin remedio. ¡Bonita figura hará tumbada en mitad del camino!

—¿Y no puede Dios sostenerme?

—Claro que puede; lo que yo dudo es que quiera.

—Padre, me quita usted la esperanza —murmuró Regaladita, casi llorando.

—No, hija, no... la esperanza, nunca. Le represento a usted los inconvenientes, y le aconsejo desista de su empresa, que me parece temeraria. Es lo único que hago.

—¿Me lo prohíbe usted?

—Tanto como prohibir..., no. Si ha hecho usted oferta expresa...

—Oferta hice..., y a la Virgen, y con toda formalidad.

—Pues entonces no hay más que decir. Ya me contará usted el sábado cómo llegó a La Guardia..., si es que el sábado no está coja, patitiesa y asistida de médicos.

No estaba coja, sino más lista que nunca, el sábado siguiente la confesada del padre Incienso. Al verla tan ágil, arrodillándose viva y pizpireta, el jesuita, lleno de curiosidad, se inclinó, prescindiendo de las acostumbradas fórmulas, y preguntando aprisa, con interés extraordinario:

—¿Qué tal? ¿Qué tal? ¿Fuimos a La Guardia?

—¡Ya lo creo que fui! —contestó la santa futura.

—¿Y... esos pies?

—Bien...; sin novedad, como siempre.

—¿Y... cumplió usted toda la oferta? ¿Metió los garbanzos?

—¡Sí por cierto!... ¿No había de meterlos, padre, cuando la oferta en eso precisamente consistía?

—¡Hija, parece un milagro! —exclamó el Padre, sorprendidísimo.

—Padre, milagro no... Porque verá usted... Yo... Mire usted... ¡No se ría! Como los garbanzos me lastimaban tan horriblemente..., que no podía... dar un paso sin desmayarme de dolor..., se me ocurrió... cocerlos..., y después de cocidos... ya marchó todo... como una seda... ¡como una seda..., Padre!

La Ilustración Artística, núm. 551, 1892.

II. Cuaresmal

María del Olvido necesitó, para entrar en el convento, de austerísima regla, dispensa de edad. Era viuda, y sólo ofrecía a Dios los últimos años de una vida siempre regalona y feliz, pues en el mundo sor María se llamaba la excelentísima señora doña Pilar Monteverde, y poseía cortijos, dehesas, casas y valores.

Al perder a su marido, al encontrarse casi vieja, doña Pilar empezó a pensar seriamente en el negocio del alma. Bueno sería haber pasado aquí una existencia cómoda y deliciosa, siempre que no por eso fuesen a hartarla de tizonazos en el Purgatorio, o sabe Dios si en sitio harto peor y todavía más caliente... Y con la conciencia alborotada y el espíritu lleno de inquietud, se avistó con su confesor y le dijo, sobre poco más o menos:

—Padre, una gran noticia... ¡Sepa usted que he resuelto meterme monja!...

—¿Usted, señora? —exclamó él, aturdido.

—Yo misma. ¿Por qué se pasma tanto, padre? ¿Son las monjas de diferente madera que yo?

—De la misma, pero..., a su edad de usted, y con sus hábitos de bienestar y de lujo, dificilillo veo que se sujete usted a regla ninguna.

—Precisamente por mi edad es por lo que deseo entrar en el claustro. Tengo..., cosa de cincuenta y..., y pico, y he sido tan dichosa, que recelo que he de pagar la cuenta atrasada en el otro mundo. Con excelente salud, rica, adorada por mi esposo, considerada por las gentes..., no me ha faltado, como suele decirse, sino sarna para rascar. Los años que me queden quiero consagrarlos a ganar la gloria, mucha gloria, una gloria de primera, una sillita cerca de la que ocupen los santos. ¿Hago mal?

—Mal, precisamente, no; pero la empresa pide energía y fuerzas..., y pronunciados los votos, no vale arrepentirse. ¡En fin, tiene usted por delante el tiempo del noviciado!...

Las dudas y la frialdad del padre picaron el amor propio de doña Pilar. ¿No la creían a ella capaz de mortificación, de heroísmo en la penitencia y de puntualidad es la observancia de la regla? ¡Ya verían, ya verían lo que sabía hacer por conseguir asiento de preferencia en la gloria! Y doña Pilar, con gran edificación de los marinedinos, entró nada menos que en las monjas de la Buena Muerte, y trocó los vestidos de seda y terciopelo por las estameñas y el burel de los pobres hábitos, y su vivienda elegante y llena de delicados refinamientos, por la desnuda celda. Las mismas monjas estaban asombradas de la resolución y bizarría de la señora, y como porfiasen en que por fuerza tenía que recordar a cada instante las fruiciones y halagos del mundo, y ella protestase contra tal supuesto, afirmando que lo había olvidado todo, resolvieron que al profesar adoptase el nombre de sor María del Olvido, y María del Olvido la llamaron desde aquel instante. La fecha de la toma del velo se fijó para el Domingo de Pascua.

Importa saber que comían de vigilia el año entero las monjas de la Buena Muerte, y este régimen austerísimo, que con mayor rigor, si cabe, seguían las novicias, no arredró a doña Pilar. Apencó valerosamente con el bacalao y las sardinas, y puso gesto seráfico a los garbanzos con espinaca y a las flatulentas lentejas. Mas llegó la Cuaresma, y las monjas de la Buena Muerte empezaron su redoblado ayuno, sus cuarenta días de abstinencia, lo más parecida posible a la de Cristo en la montaña. El período cuadragesimal lo engañaban las pobres reclusas con vegetales y mendrugos de pan, que adrede dejaban ponerse añejos. Una monja, casi centenaria, era venerada en el convento porque se sustentaba durante la Cuaresma con puches de mijo y unos puñados de harina amasada con aceite...

El primer día de este régimen lo sobrellevó bien la novicia del Olvido. Al segundo notó que el estómago se le contraía y que se le desvanecía la cabeza. Al tercero se sintió morir, pero no quiso dar su brazo a torcer; bajó al coro, según costumbre, y mientras sus labios murmuraban las palabras del rezo, extraña alucinación ofuscaba su vista. Allá en el altar, que se divisaba al través de las rejas con su alto retablo de talla, creía ver una piscina muy grande, de verdosa agua marina, dorada por los rayos de sol, y nadando en la piscina o adheridos a sus paredes, divisó peces y mariscos de los más sabrosos, de los que la golosina busca y prefiere, de los que en su mesa se servían cada viernes de Cuaresma, aderezados con exquisitas y picantes salsas. Allí la langosta incitante; la ostra aperitiva, clara y sabrosa; la almeja recia y vivaz; el lubrigante que cruje en los dientes de puro terso; la anguila revestida de amarilla grasa; el salmón rosado y duro como una carne virginal... Allí el percebe tieso y salobre; el camaroncillo travieso, de dentadas barbas; el besugo carnoso; el rodaballo, mármol exquisito al paladar; el mejillón, con sus valvas entreabiertas; el «peón» diminuto, plateado, tan delicioso en tortilla... La riqueza inagotable del mar Cantábrico, fecundo hervidero de seres, depósito caudaloso de goces para el aficionado a la buena mesa. Y mientras la del Olvido, en famélico transporte, mordía silenciosamente el hierro de la reja, una figura rojiza se alzó sobre la piscina, y, andando por los aires, vino a colocarse frente a la novicia quintañona. En sus cuernecillos de llama, en su rabo enroscado, en su hálito de fuego, doña Pilar reconoció al propio Satanás. El enemigo se reía y murmuraba irónico: «¡Olvido, Olvido, a ver si olvidas todo esto!».

Y la del Olvido recordaba, recordaba, y la boca se le llenaba de agua y se le nublaban los ojos...

Pocos días después decíale aquel mismo prudente confesor, en tono benévolo y consolándola:

—¿No la previne de que no iba a resistir esas asperezas de la Buena Muerte? No hay cosa tan difícil para los sentidos como «olvidar». Las monjas tienen que tomar el velo jovencitas.

—Me contentaré —murmuró doña Pilar suspirando— con un asiento de última fila en el cielo. Fui ambiciosa, y el diablo me pegó un pellizco para avisarme de que hasta en los buenos propósitos hay que ser modesto y humilde.

III. La conciencia de «Malvita»

Le pusieron el sobrenombre de Malvita, diminuto de Malva, a causa de su increíble dulzura y su espíritu extraordinario de docilidad. En este punto se puede afirmar que Malvita era un asombro y un modelo. El apodo, por otra parte, armonizaba con su tipo físico lo mismo que con el moral; y al contemplar el rostro delicado, los mansos ojos azules, la sonrisa beatífica y el pelo de oro de la muchacha, se imponía la trillada comparación con un ángel, por no haber ninguna que mejor expresase el efecto de la figura de Malvita.

Era Malvita hija de un ricachón de pueblo, muy iracundo y despótico, que a deshora cometió la necedad de casarse en segundas con cierta fidalga, viuda también, muy preciada de pergaminos, y tan altanera y erizada de púas como rabioso y gruñón era su nuevo esposo. Habíalos forjado el diablo expresamente para desesperarse el uno al otro, y desde la boda no hubo en la casa momento de tranquilidad. Disputaban y reñían hasta por si iba a llover al día siguiente, y todo eran berrinches, desazones, dicterios, porrazos a las puertas, órdenes contradictorias a los criados, escándalos al vecindario; en suma, el pavoroso aparato de mal matrimonio, que hace envidiables las calderas del infierno. En vano la mansedumbre de Malvita trataba de interponerse, a manera de copo de algodón en rama, entre el choque y la explosión incesante de aquellos dos genios de nitroglicerina; sólo conseguía que, más embravecidos, volvieran a la lid como dragones que ansían devorarse.

Cierto día que el señor cura párroco encontró a Malvita sola en el huerto, recogiendo fresas en una hoja de berza, creyó que estaba en el deber de prodigarle consuelos, y le dijo con bondad suma:

—¡Pobre Malvita! Pensamos mucho en ti; el pueblo entero te compadece. Para la vida que llevas, a la verdad, creo que mejor estarías en un convento. Al fin tú no sabes más que obedecer como una cordera pacífica. Obediencia por obediencia, aquella sería menos dura; las monjitas son muy buenas, y la regla, como instituida por un gran santo, es un dechado de perfección y justicia. ¿No se te ha ocurrido esto, Malvita? Di.

La muchacha sonrió y alzó el verde plato natural que formaba la berza, ofreciendo cortésmente la roja fruta al buen párroco. Después de que éste aceptó y picó varias fresas de las más sazonadas, Malvita, con su acento tranquilo y humilde, respondió pausadamente:

—Sí, se me ha ocurrido; pero, pensándolo bien, y por conciencia, he desechado tal solución. Yo no practico la obediencia por virtud, sino por placer; y es tanto mi gusto en ser mandada, que no comprendo mortificación mayor que la de proceder según mi iniciativa y propio impulso. Obedecer a una regla tan perfecta y sabia como la de un convento... ¡bah!, ¡gran cosa! El caso es obedecer a cada minuto a mil caprichos, genialidades y arrebatos; y esto lo hago yo dichosísima, encantada y lo haré hasta el último instante de mi vida...

Con tal expansión hablaba la doncella, que el cura se rió de buena gana, celebrando su original manera de pensar. Malvita, sin embargo, se puso gradualmente seria y triste.

—La felicidad de la mujer —exclamó, meditabunda—, en obedecer consiste, y yo no le pido a Dios sino que me permita someterme a la ajena voluntad, y no me deje nunca entregada a mí misma... Hasta tal extremo es esto verdad, señor cura, que ahora me veo en un conflicto..., y ya que se trata de consejos..., espero que usted me ilumine...

Con gesto amable, Malvita señaló un banco de piedra al párroco, y éste se sentó, teniendo en el regazo de la sotana la hoja de berza, de la cual tomaba a menudo una fresita para refrescar la boca.

—Escuchemos ese caso de conciencia —murmuró con interés.

—Lo es sin género de duda... —respondió Malvita dando señales de congoja y aflicción—. Antes de que se casase otra vez mi padre, yo cumplía, obedeciéndole a ojos cerrados. Hoy debo igual obediencia a la señora que hace veces de madre para mí, a mi madrastra, doña Javiera. ¿Es esto cierto?

—Cierto es —declaró, entre fresa y fresa, el párroco.

—Pues bien: yo no puedo cumplir mi deber. Mi padre y mi madrastra ni por milagro están de acuerdo en cosa ninguna..., y al recibir el mandato del uno recibo la inmediata contraorden del otro... Ahí tiene usted mi verdadero apuro, mi verdadera desgracia. Nací para obedecer, y el Destino me lo veda... Figúrese usted que, por ejemplo, ayer papá quiso que yo le hiciese el chocolate, porque la cocinera no se lo bate a su gusto..., y cuando me dirigía a la cocina se interpuso doña Javiera diciendo que es un desdoro para su estirpe que yo guise y sople la hornilla..., y así se quedó el chocolate hasta hoy. Mi padre gritó y atronó la casa; mi madrastra me encerró y se encerró ella, y aquí me tiene usted desobediente involuntaria, sufriendo como sufre todo el que desmiente su condición natural, y, además llena de remordimientos.

Escenas parecidas ocurren sin cesar... No puedo vivir así... ¿Qué me aconseja usted, señor cura?

Arrojando el rabillo de la última fresa, el párroco tosió con majestad y, solemnemente, emitió este dictamen:

—Lo que acabas de confiarme, Malvita, demuestra que sólo hay para ti una solución, es la que antes te he recomendado: el convento... Allí no estás en peligro de desobedecer nunca. Piénsalo bien, y al convento irás a parar.

Malvita se ruborizó, como si las fresas se le hubiesen subido a las mejillas, y bajando los ojos con modestia respondió apaciblemente:

—Lo pensaré, señor cura; lo pensaré.

Pocas semanas después de este diálogo llegó a casa de Malvita Jerónimo, el hijo de primeras nupcias de doña Javiera, oficial de Caballería, en el cual su padrastro tuvo, desde luego, digno colega y competidor. Si el padre de Malvita era un escorpión, su alnado, un basilisco; si aquél asustaba a la vecindad, éste la horrorizaba; cuando estaban juntos los tres, padrastro, hijastro y madre, había que alquilar balcones como para asistir a un combate de fieras. Increíble parecía que Dios hubiese criado genios tan semejantes y tan avinagrados y venenosos.

La casa era un campo de Agramante; la existencia, un vértigo, un frenesí. Y el pueblo, con mayor motivo que nunca, compadecía a Malvita y la calificaba de mártir viéndola entre los dos leones y la tigre hircana. Contábase en voz baja que Jerónimo, el recién venido, era tirano y enemigo cruelísimo de la desdichada Malvita, llegando su ferocidad al extremo de maltratarla de obra bárbaramente. La lavandera, y el panadero, y los criados, y los mozos juraban haber visto a Malvita huir de Jerónimo que la perseguía por el jardín, sin duda con objeto de pegarle una paliza de padre y muy señor mío...

¡Júzguese del asombro, de la estupefacción que causaría en el pueblo la noticia, primero misteriosa, después pública e indudable, de la fuga de Malvita en compañía de Jerónimo, y su aparición en la ciudad más cercana, desde donde escribieron a sus padres solicitando el permiso para contraer nupcias! Aquello fue desquiciarse la bóveda celeste y hundirse sobre las cabezas de los lugareños atónitos. ¡Malvita, la mansa borrega, la obediente, la que parecía salir en andas por Corpus, como las santas de palo de la iglesia! Cuando el señor cura, que hubo de intervenir para arreglar el cotarro de la boda, manifestó a Malvita su admiración, mostrando gran severidad y enojo, Malvita, tímida y reverentemente, clavando los pupilas en tierra, con voz que parecía, por lo suave, el eco lejano de un arpa, objetó:

—Señor cura, es verdad que mi conducta parece impropia de mí... Pero usted bien sabe que no lo es... Mi conciencia lo exigía... Para cumplir mi voto de sumisión incondicional necesité sujetarme a una sola voluntad... ¡Ahora, que mande Jerónimo, que segura estoy de poder obedecerle!...

«El Imparcial», 7 de marzo 1898.

IV. Los huevos pasados

Parecíase la familia de don Donato López a las demás familias burguesas que gozan de la consideración pública y respetan la ley y las fórmulas en que se sustenta, como torre de hierro en postes de caña, la sociedad.

López figuraba entre la gente de sanas ideas, y no daba cuartel ni a las doctrinas disolventes, ni a la impiedad en materia religiosa. La señora de López y sus hijas frecuentaban los templos, solían contribuir para el culto y, como crecían sinceramente, sinceramente reprobaban a los incrédulos. A su padre le profesaban respeto sagrado, persuadidas de que la rectitud y la moralidad inspiraban sus enseñanzas y sus acciones, y de que era modelo de ciudadanos y de hombres de bien. Al practicar estaban ciertas de seguir el impulso de un jefe de familia cristiano. Cuando volvían de oír sermón o misa, de visitar a los pobres o de compartir las tareas de las socias del Roperito, las niñas de López se agrupaban contentas alrededor de papá, y éste, después de preguntar y aprobar, las acariciaba, chanceándose con ellas y sintiéndose, allá en su interior, muy bondadoso, muy perfecto.

Acostumbraba don Donato López desayunarse con un par de huevos pasados, y los quería siempre bien en punto, ni tan cocidos que estuviesen duros, ni tan crudos que la clara no se adhiriese, cuajada y suave, al cascarón. Sabía ya la cocinera el modo de lograr este difícil término medio, y don Donato saboreaba gustoso el desayuno sano y frugal.

Sucedió que la cocinera fue despedida por no sé qué sisas extraordinarias, y los huevos pasados comenzaron a venir ya sólidos, ya mocosos, jamás como le gustaban al señor de López. Al ver a su padre enojado y rehusando el desayuno, Enriqueta, la mayor de las niñas, compró una maquinilla de las llamadas «infiernos», que se ceban con alcohol, y haciendo hervir el agua, se dispuso a pasar los huevos ella misma, en la mesa del comedor, no sin preguntar a López cómo debía proceder para conseguir el resultado apetecido.

—Hay que rezar tres credos —contestó el padre—, y al acabar de rezarlos están los huevos perfectamente pasados, ni de menos ni de más.

Riéronse las muchachas de la receta, y la mayor exclamó:

—Pues rece usted, papá, mientras yo cuido de echarlos y sacarlos a tiempo. ¡A ver!

Don Donato López, que también se reía, por seguir la broma emprendió la tarea de recitar la oración: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra; en Jesucristo, su único Hijo...»

Y al llegar aquí, igual que si hubiese llegado el punto de darle garrote, don Donato no pudo continuar: no recordaba ni una sílaba más; un sudor de congoja le humedeció el pelo. Las frases del olvidado símbolo de la fe, aunque parecían despertarse y bullir dispersas allá en el fondo de su memoria, no acudían a su lengua torpe. Sintió que se ponía rojo, muy rojo, mientras Enriqueta, que le miraba fijamente, había dejado de reír, y palidecía, sin acertar a sostener el rabo del cacillo para que no se derramara el agua hirviente...

Y como los niños chicos carecen de prudencia, Laurita, gordinflona de nueve años, soltó la carcajada y gritó:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven! ¡Ay, qué guasa! ¡Papá no sabe el Credo!


Arco Iris, 1896.

La Cómoda

Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.

No siendo posible que una cómoda baste a la comodidad (mal retruécano), me hice sigilosamente con dos sillones, un sofá, una alfombra, un velador, varios enseres, y terminada la instalación, una tarde, mientras admiraba la graciosa traza de la cómoda panzuda, me di cuenta de este hecho insólito. ¡Yo tenía dos casas! ¡Dos hogares: uno, público, y otro, clandestino!

Nunca, desde el día memorable de nuestro enlace, había yo faltado a los deberes que impone mi estado. Sin duda, no nací con vocación de calvatrueno. Y, no obstante, me causó malicioso placer el imaginar que si alguien supiese lo del piso, no creería seguramente que se hace tal cosa para alojar a una cómoda barriguda, de taracea, con bronces…

En fin: vanidoso de la diablura que no cometía, experimentaba fruición de orgullo al hacer girar la llave, al deslizarme en aquel retiro donde no ocurría absolutamente nada de malo… Dueño del apacible rincón, allí despachaba mi correspondencia, allí leía en calma el periódico, que en casa me disputaba y escondía mi mujer, allí fumaba sosegado; allí, en suma, disfrutaba inofensivos pasatiempos que a un casado, en sus lares, tal vez le regatean. Allí, para decirlo de una vez, era yo libre y dichoso.

La cómoda seguía mereciendo mi predilección. El prendero me había entregado la primorosa llave, también de bronce, que giraba en la cerradura con la suavidad propia de los muebles bien ajustados. La tapa descendía majestuosa, dejando ver un sinfín de menudos cajoncillos. Uno por uno fui abriéndolos. No contenían sino polvo antiguo, algún fragmento de papel, dos o tres clavos con orín.

Y yo volvía a registrar… Allí debía de haber algo… ¿Qué? Quizá documentos, cartas, una historia de amor, que surgiría con su intenso aroma de flor del alma, con sus ritornelos de felicidades antiguas, con su picante sabor de intriga olvidada, reveladora de que en todo tiempo los hombres han sentido los mismos afanes y se han abrasado en las mismas hogueras… Y yo, modelo de esposo, no conocía las dulces locuras, pero aspiraba el olor de la cómoda, pidiéndole la revelación de las culpas ignoradas y las sensaciones no gustadas jamás. Todo se me volvía palpar la madera, escrutar sus ensambladuras delicadas, reconocer aquí y allí para sorprender el misterio.

¿No habéis oído hablar nunca de los milagros que realiza la voluntad, de los arcanos que el presentimiento encierra? Lo que se presiente existe; lo que ardorosamente deseamos, acaba por suceder, aunque no con entera exactitud. Nuestra idea no imprimirá puntualmente su imagen, pero graba una huella, siempre profunda, en la materia, a la cual es superior. A fuerza de tocar, con los nudillos, con las ávidas yemas de mis dedos, en contactos que tenían algo de ansia amorosa, los menores recovecos del mueble, acabé por observar una anomalía en uno de los costados, más pesado y más grueso que el otro. Provisto de herramientas, actué pacientemente y descubrí, alzando unas delgadas tablas, que el costado estaba hueco y relleno… ¡Ah! ¡Era el secreto del mueble, el secreto anhelado! Acabé de arrancar la madera, astillándola ya sin piedad, en mi fiebre de reconocerlo, y apareció todo abarrotado de cilindros… Tiré de uno, que salió difícilmente, y, gastada la envoltura de papel por los años, se rompió y despanzurró, dejando verterse a mis pies una cascada de monedas.

¡He aquí lo que guardaba en su tripa la cómoda! ¡Estaba preñada de oro! Salieron rollos, rollos, y me encontré rico, dueño de un redondo, lucido capital. Y lo oculto, lo reservadísimo que me separaba de mi mujer, creció como las olas a la subida de la marea. Ya podía aislarme; ya la deliciosa sensación de la duplicidad de mi existencia era segura, permanente. Desde aquel momento no fui yo el que era, o, por lo menos, no lo fui sino al recluirme entre las paredes de mi hogar antiguo: porque allí, en el nuevo, mi ser había cambiado, y nada de cuanto hiciese tendría conexión con lo hecho antes ni con lo que seguiría haciendo en el domicilio conyugal. Amueblé fastuosamente mi retiro; traje a él mujeres hermosas, jocundos amigos, vinos de fuego, rosas encendidas de embriaguez. Y no sentí ni asomos de remordimiento, puesto que quien cometía tales excesos no era aquél, el que a su hora aceptaba la obligación legal, social y familiar, con puntualidad rigurosa, como si no hubiese adquirido la cómoda vieja. La cómoda había hecho salir de la sombra a otro yo, oculto hasta entonces, que jamás se revelaría, si una mujer severa no arroja de casa el precioso mueble, como arrojaría a la concubina de su esposo. Acaso, teniéndola en mi domicilio público, jamás hubiese descubierto el tesoro; pero tampoco descubriría el alegre y deleitable mundo en que me regodeaba. Todo se paga, todo se compensa. Bendije entonces la espinosa condición de mi amada consorte, aquella tema suya de negarse a cuanto me agradaba… Bendije su sabiduría, al enseñarme que no es posible satisfacer juntamente dos aspiraciones de nuestro espíritu: el orden y la fantasía, la paz de siempre y la borrasca de alguna vez…

Y cuando ella me recuerda el antojo mío de la cómoda «aquélla», respondo, acariciando las mejillas de mi compañera, que la cuarentonada ha redondeado:

—Tenías razón… La tal cómoda no cabía aquí.

La «Compaña»

Invierno. Después de un día corto, lluvioso y triste, la noche es clara, de luna; la helada prende en sus cristales, resbaladizos y brillantes como espejos, el agua de la charcas y ciénagas, y en la ladera más abrupta de la montaña se oye el oubear del lobo hambriento. Dentro de la casucha del rueiro humilde, la llama de la ramalla de pino derrama la dulce tibieza de sus efluvios resinosos, y el glu-glu del pote conforta el estómago engañando la necesidad, pues el pobre caldo de berzas sólo mantiene porque abriga.

Desviada de la aldea por el soto de altos castaños, próxima a la iglesia y al cementerio, la ruin casuca de la vieja señora Claudia —alias Cometerra, porque en sus juventudes mascaba a puñados la arcilla del monte Couto —también siente el bienestar del cariñoso fuego. Todo el día, calándose hasta las médulas, ha trabajado su nieto Caridad, y el brazado de ramalla y la leña todavía húmeda y la hierba que rumia la becerrita roja él se las ha agenciado... No preguntéis dónde. Quien no tiene bosque ni pradería suya, ha de merodear por tierras de otro. ¿Qué señor le arrienda un lugar a un mocoso de quince años, hijo de un presidiario muerto en Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas, casado y de buena casta. ¡Valiente adquisición la de aquella bruja que pedía por las puertas una espiga de maíz o una corteza mohosa, y la de aquel galopín, que no dejaba en los términos de la parroquia cosa a vida! También hay clases en la aldea... Y los hijos de dos o tres labradores de los más acomodados, de pan y puerco, se la tenían jurada a Caridad. Porque puede pasar el esquilmo de la rama y del tojo, y hasta el apañar hierba en linderos que no tienen dueño; pero arrancar la patata ya en sazón o desvalijar un panel del hórreo... eso son palabras mayores, y como le pillasen..., ¡guarda el escarmiento!

Caridad, entre tanto, traía a casa bien repleto su «paje» de mimbres. Aquel día formaban el botín golpe de castañas maduras, bellotas y, ¡presa extraordinaria!, tres o cuatro hermosos huevos frescales... Cuando tenía suerte en su caza de víveres, ¡la abuela le pagaba tan bien! Inagotable repertorio de consejas, tradiciones y patrañas, Cometerra, acurrucada en el rincón del lar, mientras con mano temblona pelaba las patatas o desgranaba las espigas, rubias, hablaba, narraba, ensartaba sus cuentos de mil mentiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las historias de la abuela eran a la vez su única escuela y su único teatro, el pasto de su imaginación virgen, fresca, insaciable, de chiquillo que no sabe leer, y que presiente la novela y la poesía, identificándolas, en su ignorancia, con la vida y la realidad.

Tal vez en aquel precoz enfermizo desarrollo de la fantasía influyese el mismo aislamiento a que le condenaban sus menudos latrocinios y la azarosa suerte y las fechorías de su padre. Es lo cierto que Caridad creía a puño cerrado..., ¿qué es creer?, «veía». El mundo triste y agorero de la vieja mitología galaica le rodeaba a todas horas. El miedo a lo desconocido encogía su alma y derramaba hielo de mortal pavor en sus venas, atrayéndole, sin embargo, con misterioso atractivo, llamándole. Temía y deseaba la aparición sobrenatural, y mientras sus manos, mecánicamente, cogían lo ajeno, su espíritu inculto sentía el escalofrío del mundo invisible que nos rodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en los murmullos del bosque y en el fluyente llanto de agua...

Esta noche de invierno, cercana ya la vigilia de los difuntos, Cometerra explica a su nieto lo que es la «Compaña» o «Hueste». Es una legión de muertos que, dejando sus sepulturas, llevando cada cual en la descarnada mano un cirio, cruzan la montaña, allá a lo lejos, visibles sólo por la vaga blancura de los sudarios y por el pálido reflejo del cirio desfalleciente. ¡Ay del que ve la «Compaña»! ¡Ay del que pisa la tierra en que se proyecta su sombra! Si no se muere en el acto la vida se le secará para siempre a modo de hierba que cortó la fouce. Quebrantando, sin fuerzas, tocado de extraño, mal contra el cual no existen remedios, irá encaminándose poco a poco a la cueva, porque la «Hueste» recluta así a los que encuentra en el camino, los alista en sus filas, refuerza su ejército de espectros... ¡Infeliz del que ve la «Compaña»!...

En su pobre y frío lecho de hojas de maíz, Caridad se revuelve pensando en la fúnebre procesión. El fuego del lar se ha extinguido; la abuela ronca acurrucada a pocos pasos; se escucha fuera el gañir del lobo y la queja casi humana del mochuelo... La tentación es demasiado fuerte. De seguro que a estas horas desfila por el monte, en doble hilera de luces, la gente del otro mundo. ¡Verla! Caridad no se acuerda que verla es morir. Quizá no le importa. El apego a la vida no nace temprano; el arbolillo sin raíces no se agarra a la corteza terrestre. El miedo, en Caridad, es como un espasmo: su alma estremecida teme y desea a la vez. Y deslizándose de la dura cama, a tientas va hacia la puerta, abre el cancel, se asoma y mira.

Velada la luna, antes esplendente, por nubarrones de trágica forma, negrísimos, los objetos aparecen confusos, las manchas de la arboleda se pierden entre la turbieza gris de la lejanía. Caridad, tiritando, echa a andar en dirección a la iglesia. Sin darse cuenta del porqué, supone que la «Hueste» ronda las tapias del cementerio. Lo singular es que, al ir en busca de la procesión de las almas, el chiquillo tiembla, sus dientes castañean, sus pupilas se dilatan, su sangre se cuaja, su corazón por momentos cesa de latir. Y, sin embargo, anda, anda, fascinado; ansioso, pisando la escarcha con descalzos pies, amoratados y rígidos. Allá donde se alza el muro del camposanto, una claridad difusa, unos campos de luz verdosa le llaman con palpitaciones de mortaja flotante y, con humaradas de cirio que se extingue. Allí está de seguro la «Hueste»... Ya cree verla, verla distintamente, y hasta escucha reprimidos sollozos, ahogados gritos que pueden confundirse con la ironía de la carcajada brutal... Sin transición, sin espacio a decir Jesús, a llamar a su madre como la llaman los heridos de muerte. Caridad se desploma. A un mismo tiempo le ha partido la cabeza un garrotazo y le ha abierto la garganta el corvo filo de una céltica bisarma, que a la vez que desagüella sujeta a la víctima. La sangre, caliente, se coagula sobre la helada superficie del terruño. Los mozos se retiran, dejando tieso allí al ladronzuelo, y murmurando, serios ya, porque no habían pensado ir tan lejos, ni hubiesen ido a no mediar el mosto nuevo y la vieja «caña»:

—Quedas escarmentado.


«Blanco y Negro», núm. 505, 1901.

La Confianza

Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.

—El que regatea es que piensa pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las apariencias engañan.

Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.

El caso es que el sistema de Cordero —Berándiz lo reconocía en sus adentros— no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.

Y por eso, y sólo por eso, conservaba en su establecimiento Berándiz al peligroso dependiente, con el cual no ganaba para sustos, dada su facilidad en enviar a las casas estuches con joyas a granel y dejarlos allí media semana sin reclamar.

—¡Qué un día tenemos un disgusto, Cordero! —advertía incesantemente, con el entrecejo fruncido y el rostro preocupado, el patrón—. ¡Que la gente anda muy lista!

—También andamos listos por acá... —respondía Avelino con su alegre ligereza—. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.

Sólo a medias se tranquilizaba el judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! —murmuraba, rascándose suavemente el ala de la nariz—. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien pesetas...».

Sólo por el olor pronunciado a esencias extravagantes que exhalaba, ya alarmó a Berándiz una cliente desconocida, que se presentó una tarde pidiendo de lo más caro y de lo mejor. Naturalmente, la monopolizó Avelino. La extranjera —lo era de fijo, por el acento y la exageración de la espléndida indumentaria— tenía un rostro picante, sin belleza, pero lleno de bellaquería; el pelo casi rojo, y las mejillas como esmaltadas a fuerza de pintura. Avelino, envolviéndola en fulgores y en humedades de miradas, fascinándola con la sonrisa, consiguió que adquiriese de golpe una lanzadera de mil pesetas, un broche de setecientas y un lapicillo de oro cincelado de trescientas. Garbosamente, la extranjera sacó de la elegante bolsa dos billetes blanquiazules de a mil francos, y Berándiz, cuya pose (todos lo sabemos) es la corrección, advirtió deferentemente a Avelino:

—Que vayan enfrente, a la casa de cambio, a saber la cotización, para devolver a esta señora la diferencia.

Así se hizo. La extranjera, mientras se cambiaban los billetes, continuaba revolviendo, como caprichosa mal saciada.

—Un hilito de perlas... ¡Hace tanto tiempo que tengo este antojo! ¿Hay alguno regular?

Salieron tres muy ricos. El pago inmediato de las otras joyas había amansado al mismo Berándiz, y Avelino, presintiendo el gran día, de venta gorda, se liquidaba, se deshacía, probando las sartas a la cliente con gestos de fervor. Eran una ganga: baratísimas; ya no se encontraban así; las tenían de antiguo en la casa. La señora haría bien en aprovechar la ocasión. ¡Oh, qué tono el de las perlas al lado de la piel! ¡Qué dos blancuras encantadoras!

Sonreía, halagada, la extranjera; pero al mismo tiempo..., esto de los hilos..., vamos..., no se atrevía..., sin que monsieur... Se trataba, al fin, de algo importante: monsieur vendría a verlos mañana; hoy estaba atareado con tantos negocios, y sólo regresaría al hotel a la hora de comer...

Avelino sabía que no conviene dejar enfriar los caprichos femeniles. Precipitó el desenlace.

—Yo los llevaré, señora, a que monsieur los vea, a la hora que usted señale.

Al pronto no se avino la pájara. ¡Oh! ¡Era tan poco probable saber cuándo regresaría monsieur, con los negosios! Avelino insistió: Berándiz acababa de hacerle, a espaldas de la cliente, un guiño casi imperceptible para animarle y autorizarle. Ella se conformó por fin.

—A las seis. Hotel de XXX, cuarto número...

Y a la hora indicada, exacto como un reloj de los que son exactos, allí estaba Avelino con los estuches. La extranjera, alzándose del sofá, hizo gestos de contrariedad:

—¡Cuánto siento la molestia!... ¡Oh, es un fastidio! Monsieur..., figúrese..., me dice por teléfono que se retrasó hablando de ese asunto de ferrocarriles, y que le retienen a comer en casa de los señores...

Y el apellido de los opulentos banqueros madrileños acabó de afirmar a Avelino en la resolución. Dijese el patrón lo que quisiera..., al hacerle el guiño, le había lanzado... Le reprenderían, pero se haría la venta excepcional...

—Monsieur, al fin, volverá... La señora quédese con esto, y cuando el señor venga... Mañana, a la hora que guste, yo pasaré a saber la contestación...

—¡Oh, oh!

Y la francesa resistió, hizo melindres, una mímica de gratitud por la confianza que se le otorgaba, a que Avelino correspondió con otra de éxtasis y rendimiento baboso. Y al cabo se fue, saliendo la francesa, con notorio mal tono, a despedirle al pasillo, repitiendo:

—Yo permanezco aquí. No abandono un minuto los estuches...

A las once de la mañana del día siguiente, Avelino, con la mosca en la oreja, por una terrible fraterna de Berándiz, que le había permitido llevar las joyas, pero no dejarlas, se presentaba en el hotel, y el portero, a su interrogación, respondía:

—¿Los señores del cuarto número...? No eran señores; era una señora, y anoche se ha marchado.

Y al ver la cara lívida, los ojos alocados del dependiente, exclamó:

—¿Se siente usted mal, caballero?...

No contestó. No podía. Se declaraba el ataque nervioso, de esos que llama histéricos la ciencia, aunque tal palabra parezca impropia tratándose de varones.

La Conquista de la Cena

La víspera de la fiesta de la Natividad nos habíamos detenido, los que los formábamos, la compañía de Quiñones, en un poblacho castellano, esperando dar al día siguiente una función que nos valiese algunas pesetas. Entretanto, no sabíamos cómo cenar aquella noche, la Buena tradicionalmente.

Los de aquella misérrima agrupación de faranduleros no teníamos nada que pignorar a no ser los cuatro oropeles pingajosos del vestuario artístico. Con ellos nos atrevíamos a todo porque la necesidad envalentona. La dama, Matildita Roso, hacía los papeles de duquesa con un traje de lanilla y una erizada piel de gato, y Quiñones, director, empresario, primer actor de carácter, y todo lo que se tercie, salía de elegante luciendo un gabán de tintadas costuras y cuello de terciopelo, pelado y con un dedo de caspa. Por la Roso —aquí, en confianza absoluta— estaba yo en la troupe, en vez de estudiar Derecho en Valladolid. Quiñones afirmaba que «este monigote» eclipsaría a Fernando Díaz de Mendoza, claro es que con el tiempo; pero tal esperanza era mi única recompensa. No me pagaba Quiñones, como es natural. Bien adivinaba que, para mí, era suficiente la carita de la Roso.

Afuera malicias y sonrisas equívocas y picarescas. Por la carita, únicamente, aquella carita de elegía y añoranza, de ojos de oscura violeta, andaba yo de zoca en colodra, sin lastre en el estómago y casi sin camisa. Ha de saberse que la Roso estaba casada con el que hacía las veces de apuntador, un bizco esmirriado, que la trataba mal; y, caso muy frecuente en las actrices, le guardaba una fidelidad estricta. Tenían un pequeñuelo, y la madre, minada su salud por fatigas y privaciones, no había podido amamantarle. Como un ama de cría significaba un lujo sultaniano, la Roso traía consigo una cabra, de la cual chupaba el crío, formando lindo grupo mitológico.

Yo me quitaba de la boca, como suele decirse, el sustento, para mantener a Esmeralda —nombre que le había puesto Marcote, el gracioso, admirador de Víctor Hugo—. Daba a la cabrita todo mi pan, y ella me agradecía la atención con un balido afectuoso y la caricia de su lengua áspera y su húmedo hocico sobre mi mano.

Al llegar al pueblo, nos dirigimos a la posada, con honores de fonda, y en ella nos exigieron algún adelanto, para ofrecernos albergue y cena. Estaban de chascos y de pufos hasta aquí, sí señor. ¿Qué garantía ofrece una comparsa como la nuestra? Ninguna; bien lo podíamos comprender, una señal, cinco duros siquiera, y tendríamos camas mullidas y guisado de carnero y gallo con arroz. De otra suerte, nos podíamos ir con la farándula a otra parte.

Recorrimos las calles, nos dirigimos al Alcalde, que tuvo buenas palabras, pero no se prestó a responder… No, eso de responder, como comprendíamos nosotros… Todo era como comprendíamos nosotros, que sólo comprendíamos que teníamos gazuza, que nos helábamos y que aquella noche venturosa para el género humano íbamos a pasarla al sereno. Y a mí, lo propio no me preocupaba. Era la demacrada y suave faz de la Roso lo que no podía apartar del pensamiento. Mi ilusión por aquella mujer nacía justamente de un sentimiento de compasión muy honda, extensiva a su hijito. Era piedad, romanticismo sin exigencias concretas, sin más ansia que la de ternura. Capaz me sentía de salir al camino y detener a un trajinero, para que la Roso cenase caliente, siquiera una taza de caldo…

No teniendo mejor cobijo, nos refugiamos en el Ayuntamiento, en el destartalado local que iba a servir de teatro, bajo pretexto de preparar los detalles de la representación. Y mientras unos buscaban sillas y bancos, sacándolos de las dependencias, y los alineaban, otros deliberaban sobre la situación angustiosa, urgente. Marcote, el gracioso, mozo muy despachado, acababa de concebir una idea sombría, pero salvadora. Enajenar nuestra única propiedad: la cabrita. Para disculpar arbitrio tan cruel, hay que pensar en lo que es hallarse un 24 de diciembre en un pueblo desconocido, sin sustento, sin blanca, viendo al través de los vidrios penetrar esa luz lechosa y lívida que anuncia la nevada inminente. En poco rato Marcote logró, para su proyecto, una aprobación total, aunque vergonzante. El más explícito fue… el propio esposo de Matildita, que se atrevió a perfeccionar el plan, añadiendo que si no hubiese comprador para Esmeralda, podíamos…, podíamos… En la posada se encargarían de lo desagradable, de la operación… Esmeralda estaba como un pavo, y alrededor de sus riñones debía de acolcharse una grasa exquisita. Cenaríamos; al menos, cenaríamos; nos acostaríamos con algo en la panza, dorado a la lumbre y suculento.

Y cuajaba la idea, cuando, en un rincón del pasillo por donde cruzaba en busca de mobiliario, una sombra se alzó ante mí, y una voz anhelante, angustiosa, me llamó por mi nombre:

—Saturio, Saturio…

Era la primera vez que la reservada Matildita se tomaba tal confianza conmigo, un vuelco me dio el corazón. Cuando una mujer amada nos llama así, a solas, por el nombre, creeríamos que arranca y absorbe todo nuestro ser, que nos saca de nosotros mismos, y nos envuelve en la espiritualidad de su alma.

Sólo contesté:

—¡Matilde!

Se explicó, pero no era necesario. Yo había comprendido, adivinado la súplica, y hasta la indignación temblorosa. Y, ante los ojos de violeta, anegados en llanto la acción, también a mí, me parecía un crimen, imágenes horribles surgían en mi imaginación, y vi a la cabrita bajo el cuchillo, y su blanco pelaje manchado de sangre espesa y caliente, y oí su trémulo balar de agonía, tan semejante al lamento débil de un chiquillo expirante… ¿Cómo no me sublevó desde el primer momento semejante barbaridad? Audazmente, estreché las manos de Matildita, y luego, sin recato, su cuerpo frágil, y sellé sus pupilas con fugitivo halago, y murmuré a su oído con ardor:

—No tengas cuidado, no harán tal. Antes me matarán a mí.

Corrí… Quiñones me recibió con cólera. Ya la sugestión de glotonería había prendido y actuaba.

—¿Y qué se cena esta noche, guasón? —clamó irritado.

—Si no hay otra cosa, nos le cenamos a usted… A la cabra no se le toca.

Y salí de la Casa Ayuntamiento, corriendo, como si fuese a alguna parte. Copitos menudos de nieve, con su frío beso, parecían avisarme de que era una locura mi expedición en busca de una cena que no existía. No les hice caso. La cena tenía que existir, puesto que así lo deseaba Matilde.

Al otro extremo de la plaza alzábase el Casino. Me atrajeron sus ventanas iluminadas, su puerta franca, y el ver que dos o tres pueblerinos, envueltos en mantas y tapabocas, se dirigían hacia él. Les seguí, y subí una escalera sucia, y entré en un salón en que el humo del cigarro formaba densa nube que apenas consentía ver las caras de los concurrentes. El chasquido de las fichas de dominó me despertó una percepción singular. Soy maestro en ese juego inocente y soso. Para arriesgar en la timba que adivinaba unas monedas, me faltaba tenerlas: lo esencial. En el dominó no se paga sino al hacer cuentas. ¿Y si perdía? ¡Bah!

—Propuse una partidita a un sujeto bien portado, con trazas adineradas, y aceptó. Aquello fue coser y cantar. En una hora gané diez o doce pesetas.

No me bastaban. Me pedían más unos ojos dolorosos, implorantes, del color de los lirios…, y pasé a la sala del crimen. Me vacilaban las piernas. ¡El todo por el todo! No crean ustedes: en el poblacho, de cuyo nombre, al revés que Cervantes, diré que no quiero olvidarme nunca, había sus puntos fuertes, y se arriesgaba algo, una suerte inaudita me llevaba como de la mano, me señalaba la carta que me convenía más, hasta tal punto que un instinto de prudencia me aconsejó retirarme, no sólo porque pudiera volverse la suerte, sino porque creía notar recelo y hostilidad en los puntos. ¡Demontre de forastero! Para que le viniesen así, ¿tendría alguna habilidad, alguna treta…? Salí del Casino palpando, en el bolsillo, billetes, y bastantes duros. Corrí a la posada. Ante un papiro la mesonera se decidió, y encargué la cena, el gallo con arroz, las sopas de ajo con huevos, las magras, la ensalada de coliflor, el buen café, el anisado, la manzanilla. ¡Lo que se llama cenar! Y la cena nos produjo tal plétora de contento, que bailamos y cantamos villancicos, hasta las tres de la madrugada, como locos, y al nene de Matildita le paseamos en triunfo, olvidándonos de que, horas antes, a poco le dejamos sin nodriza. Hambre, amor, aguijones continuos de la vida, ¡cómo pincháis!

La Cordonera

Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.

Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.

¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?

No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.

Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.

La cordonera tenía su leyenda, casi puesta en olvido. Rara vez, con movimiento espontáneo de curiosidad, alguien, generalmente un forastero —porque en provincias las leyendas se conservan para contárselas a los forasteros y asombrarlos—, se acercaba a la tiendecilla y contemplaba un momento aquel rostro marchito, de líneas aún bellas. Era que le habían contado cómo, en otro tiempo, por la cordonera, un hombre se mató...

La mayor parte de los que entraban en el establecimiento ni pensaban en tal cosa; era un cuento del pasado, también marchito, sin importancia alguna. Sería curioso calcular qué suma de fuerza psicológica representaron las pasiones desvanecidas, las penas disipadas, las esperanzas fallidas y los dolores que fueron... Así como los cuerpos de los humanos desaparecen sin dejar acaso huella, disueltos en la materia, incorporados al todo, sus anhelos y sufrimientos pasan y se desvanecen, borrados a cada instante por el indiferente destino. Caen como gotas en el mar de la vida universal, y si para un individuo fueron lo infinito, lo inmenso, para el conjunto ni aun llegaron a existir...

Así sucedía, sin duda, con el olvidado drama de la cordonera. Algunos, al recordarlo, lo echaban a broma. Nunca comprenden los que ven a una mujer anciana, calzada con zapatos de paño por el reuma, peinada sin asomo de pretensiones, vestida con humilde blusa, que pudo un día un hombre darse por ella la muerte. El caso es reidero. ¡Suicidarse por amor, y por amor a la vieja, a la que hace calceta, a la del pelo recogido en moño escaso! Cuando se mira a las viejas se propende a creer que nunca hayan sido jóvenes, aunque conserven, como la cordonera, vestigios de su antiguo esplendor.

La cordonera vivía sola, con una criadita casi niña, y se ignoraba también si tuvo en otro tiempo familia, hogar. Nadie, por otra parte, ponía el menor empeño en indagarlo.

Los que la conocieron moza, ya dormían en el cementerio, al borde del mar. Permanecía aislada, como árbol solitario en triste llanura, llevando la existencia pálida y yerta de los ancianitos que no alternan. Su modesto comercio era también un arcaísmo; sus flecos, bellotitas y madroños, estaban mandados retirar. En todo el día, apenas entraba algún cura de aldea a encargar un manípulo o una borla de estandarte. La pasamanería la vendían ahora los tapiceros y mueblistas; los ornatos de iglesia venían hechos de Barcelona, a módicos precios. Y, por efecto de estas circunstancias, acaso la cordonera no tuviese ya qué llevarse a la boca, porque un día suprimió la doméstica, y se lo hizo todo: desde poner el puchero, hasta el barrido de la tienda.

Entonces fue cuando pudo notarse que decaía físicamente y aprisa. Las primeras señales de la decrepitud se presentaron. El andar era dificultoso; en el rostro se habían cavado hoyos de sombra, surcos severos. Los ojos, amortecidos, se encuadraron en el marco de párpados llorosos. La voz se cascó. Las manos se agitaron con temblequeteo senil, al devanar sus ovillos de estambre.

Los que entonces visitaron la tienda pudieron notar algo penoso. Eran, en los rincones, las telarañas, cubriendo con su tul, al principio sedoso, luego denso y sombrío como las alas del murciélago, la seda y el algodón y las bellotitas de oro y los galones y agremanes, que nadie compraba. La cordonera, cuyas pupilas habían nublado los años, no veía lo bastante para limpiar bien su pequeño dominio.

Una vecina, tendera de zarazas, bayetas y lienzos padroneses, le propuso, para agrandar su establecimiento, la cesión de la cordonería. Con el dinero del trato, la cordonera podría vivir, reuniéndose a otras dos o tres viejecillas y comiendo juntas de una misma olla; arreglo frecuente en las ciudades de provincia, donde todo el mundo se conoce. La cordonera rehusó enérgicamente. En aquella tienda había vivido y quería morir. Las razones, no las explicaba. Acaso no se las explicase a sí propia. En las confusas percepciones de la vejez hay mucho de instintivo. Ella misma, ella, había olvidado bastante, eran ya borrosos los contornos de los tiempos en que, por una ventanita baja, hablaba con aquél, y apenas rememoraba los juramentos, las palabras grabadas con fuego en la memoria, las luchas con la familia, que se oponía a los amores, la proposición de la fuga, su negativa, la amenaza del suicidio, y, a poco, su atroz realidad. Sobre los hechos, la esponja había pasado, desvaneciendo las tintas más vivas, borrando y confundiendo la serie de las reminiscencias, llevándose lo vivaz, lo ardoroso..., pero dejando lo que está más adentro de la superficie, lo que ya se ha incorporado al alma, a su substancia inmortal. Y la anciana, sin asomos de romanticismo, por instinto, como el perro que no quiere apartarse de un cadáver, se negaba a salir de su tienda, donde había sido amada hasta la muerte...

Todos estaban allá. Allá, el piloto, atezado por los viajes, el héroe de su novela; allá, los padres, causantes de la desventura; allá, la hermana, confidente de los amores, su amparadora... Allá, en ese lejano país, donde todos se van quedando, y donde, al encontrarse las sombras de los que se amaron o aborrecieron aquí, deben sonreírse de lo vano de las cosas. El que en una hora de amorosa furia barrenó su sien con la bala de una pistola; los que le empujaron a tal desatino —iguales—. Y pronto, igual también la anciana, casi moribunda, que aún tenía valor para abrir su escaparate, y para tejer torpemente un flequillo que no le había encargado nadie, «por si acaso» ocurría que se lo pidiesen, con destino a la vestimenta de algún santo...

Igual por fin, pues una mañana no abrió la cordonera. La encontraron caída al pie de la cama, rígida ya. Sin duda, la desgracia ocurrió a la hora de acostarse.

Entonces, por dos días, algunas comadres del barrio hablaron un poco de la pasada belleza y del antiguo amor. Después sí que vino el olvido absoluto. ¡Bah! Historias de antaño. ¡Hay tantas de hogaño!

La Corpana

Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana; y celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios que le hipaba a la faz.

Cuando me encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se tendía para implorar.

Los que tenían el valor de ponerse al habla con ella, de eso precisamente la oían jactarse: de que «se valía sola»; de que vivía y se embriagaba a cuenta de su trabajo... ¡Su trabajo!... Parecía increíble: la arpía encontraba labor..., ya que de algún modo hemos de decirlo... Trajineros y arrieros que incesantemente cruzaban el pueblecillo llevando sus recuas cargadas de pellejos de mosto, cueros o alfarería vidriada; mendigos, transeúntes que corrían tierras espigando la caridad; jornaleros que acababan de gastarse en la taberna parte del sudor de la semana; mozallones desvergonzados que salían de tuna y se recogían antes del amanecer, temerosos de una tolena de sus padres..., he aquí los que ofrecían a la Corpana, entre bisuntas monedas de cobre, fieras zurribandas con las cinchas de los mulos, puñadas entre los ojos, puntillones de zueco y bofetones de los que inflan el carrillo... Porque ha de saberse que los más se acercaban a la Corpana con objeto de tener el gusto de majar en ella, y la diversión consistía en la lucha, de la cual la mujer, con sus bríos de hembra terne, salía rendida y vencida en todos los terrenos, excepto en el verbal, no agotándose el chorro de sus injurias y sus pintorescos dicterios, ni cuando yacía en el suelo, medio muerta a fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llamaría sadismo a la peculiar atracción, salvaje y cruel, que ejercía la Corpana en su clientela especial; y si hubiese sadismo en este caso, preciso será conocer que no es la literatura quien propaga tales iniquidades, pues la mayoría de los atormentadores de la muyerona no creo que hubiesen deletreado, no digo yo al consabido divino marqués, pero ni aún el abecé en la escuela.

Vagaba la Corpana siempre sola; ni las regateras, fruteras ni panaderas del mercado, ni las aldeanas que venían a vender gallinas y leña, ni las golfas de la calle, en pernetas y sin peinar, se hubiesen juntado con semejante barredura. Equivocado estará el que crea que la noción de la desigualdad social la cultivan las altas clases. Es en las bajas, y aún en las ínfimas, donde se acata mejor esa ley de la clasificación y la desigualdad ante los seres humanos. El mohín de desprecio que hacía a la Corpana, por ejemplo, la Gorgoja, panadera de las más humildes, que compraba la harina averiada y se sustentaba de revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, si hemos de atender a las murmuraciones, no puede compararse sino al que hace la gran señora a la burguesa entremetida, que aspira a forzar las puertas de su trato. A bien que la Corpana, altanera a su modo, digna a su estilo, no se acercaba a ninguna de aquellas desdeñosas: se contentaba con soltarles, a distancia, una ristra de insultos: «¡Lamelonas! ¡Porcallonas! ¡No tenedes faldra en la camisa!».

Y cuál sería el grado de desprecio que inspiraba la Corpana, que ni aún se dignaban cruzarse con ella. Reían entre sí, escupían de lado, se limpiaban con el delantal y después aparentaban, diplomáticamente, no haberla visto ni oído.

Indescriptible fue el asombro de la gente cuando un día apareció la Corpana llevando de la mano a una niña.

Y no a una niña del arroyo; no a una de esas criaturas enlodadas y famélicas, hoscas y escrofulosas, que representan, para tantas pobres mujeres el fruto ansiado de las entrañas, sino una especie de señorita gentil y escantadora, rubia y blanca, vestida con esmerada pulcritud... Una chiquilla como un sol, de unos nueve a diez años, altiva, trajeada de cretona gris, con su cuello blanco, su lazo azul en el pelo y la mata de reflejos dulcemente trigueños tendida por la espalda. La extrañeza, elevada a pasmo, se reflejaba en los cándidos ojos, de violeta de la flor de lino, que la pequeña alzaba hacia su madre... Porque todo el pueblo lo sabía a la media hora: la chiquilla era hija de la Corpana, recogida, criada y educada en casa de una hermana mayor de la perdida, que tenía tienda allá en Puentemillo, y que acababa de morir súbitamente. Los herederos, los sobrinos legítimos, devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allí andaban las dos, madre e hija, todo el día de la mano; la borracha, sin borrachera; la criatura, atónita y encogida de miedo a algo, no sabía ella decir a qué... Sus mejillas palidecían, su boca se contraía, sus manos se ponían color de sebo, su vestidito planchado se ajaba y a la semana siguiente había adquirido el aspecto sórdido de las pobretonas...

Un domingo, al cruzar la plaza para ir a misa, vi que la propia Corpana me salía al encuentro y me cortaba el paso. No temí la racha de injurias que hasta involuntariamente expelía aquella boca: la Corpana venía de paz, venía con los ojos en el suelo... y, en aquel mismo instante, sentí dentro de mí dos cosas: la primera, que aquella mujer no profería una palabra que no fuese dolor y vergüenza de sí misma; la segunda, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén. Había entre nosotras algo humano que tácitamente nos ponía de acuerdo.

—Por caridad de Dios —balbucía la que nunca había pedido limosna y lo tenía a menos—. Saquen de mi poder a esta criatura, señores... Sáquenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven que no puede ser!

—No puede ser —repetimos todos, comprendiendo inmediatamente; y tomando a la niña con nosotros, la rodeamos como de un círculo defensivo, la aislamos, por un movimiento al cual el instinto dio la precisión de una maniobra militar.

Y lo terrible fue que la niña, sonrosada de gozo y emoción, se nos entregaba, presurosa de libertarse de su tremenda madre; se nos pegaba, huyendo horripilada de la que le había dado el ser... Y yo, fijando el mirar con involuntaria atracción en la Corpana, vi que de los ojos inyectados de la alcohólica saltaba una lágrima pequeña, que debía de ser muy acre, amargosa como el zumo de las retamas en el monte bravío...

Cuando hubimos colocado a la chiquilla en un convento de enseñanza, a fin de que pasase allí los años que le faltaban para tener edad de ganarse el pan honradamente, me dijo un día Tropiezo, el médico de Vilamorta:

—¿Llorar la Corpana? Sería aguardiente de orujo.

¡No! Era sangre y agua, era dolor líquido... En todo corazón está oculta una lágrima. Y los moribundos la vierten en la agonía, si en vida no pudieron...


«El Imparcial», 16 septiembre 1907.

La Cruz Negra

Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo, la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se descompone en la superficie de la tierra labradía.

Era una mendiga, la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así. Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que en el país suelen llamarse de familia.

Raro es el mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de ochenta años y no tenía ojos.

Digo que no tenía ojos —y no a secas que era ciega—, porque en el sitio donde los ojos se abrirían allá en las olvidadas juventudes, sólo se veían dos encarnizados huecos. ¿Qué tragedia o qué horrible padecimiento recordaban aquellas cuencas vacías, que el cristalino globo anima aún apagado? Jamás se lo preguntamos, ni probablemente nadie lo quiso saber. No agradaba mirar de cerca los agujeros rojos que el pañuelo de algodón cubría, disimulando también en lo posible el resto de la cara; plegada por mil arrugas y bajo cuyo pergamino, endurecido, recurtido por las influencias del aire libre, se adivinaba exactamente la forma de la calavera. Las manos, siempre extendidas, eran un haz de sarmientos, y negruzcas, temblonas, ya no aferraban el paraguas; éste se sostenía por medio de uno de estos puerilmente ingeniosos aparatos que sólo la pobreza discurre, y que hacen sonreír como las invenciones de los salvajes... El cuerpo carecía de forma; ¿quién adivina lo que envolvían tres o cuatro refajones de bayeta, una compacta trapería de colores muertos, secos, que, en agosto, igual que en enero, cubrían a la mendiga de la encrucijada?

Pasábase las horas silenciosas, aguzando el oído, que a larga distancia percibía los cascabeles de los coches y el trote de los caballos. Se necesitaba gran destreza para arrojarle una moneda que recibiese, y lo más acertado era tomar la resolución de apearse y colocársela en la mano. Si la moneda caía entre el polvo o en las zarzas, perdida para la mendiga infaliblemente. La aprovecharían los golfitos de aldea, que siempre están traveseando en la carretera, a fin de agarrarse a la zaga de los carruajes y disfrutar del inefable placer de ir quince minutos en la posición más violenta, para que los cocheros los apeen de un trallazo. Estos gorriones solían comerse el grano de trigo ofrecido a la mendiga, a no ser que, viéndolos sus madres, les gritasen indignadas, prontas al estregón de orejas:

—¡Teney vergüenza! ¡Soltay los cuartos! ¡Eso es de la mal pecada!

La mal pecada, por su parte, no reclamaba nunca. Al percibir que le echaban limosna, que la recogiese o no en el hueco de su regazo, daba las gracias lo mismo, con interminable retahíla de bendiciones y plegarias en que salían a relucir Nuestra Señora, los angelitos del cielo, el bienaventurado Santiago Apóstol, el Santísimo Sacramento del altar, las nobles almas que se compadecen de los desdichados, los caballeros generosos, toda la retórica de la pordiosería aldeana. Yo no sé por qué esta retórica, en la desdentada boca oscura, sonaba con sinceridad humilde, y la indiferencia ante la moneda, olvidada muchas veces entre el polvo del camino, daba mayor fuerza a la presunción de que la mendiga era verdaderamente una pobre de Cristo..., un ser que cree con toda su alma que el que pasa y le arroja una mísera suma es alguien que realiza nada menos que una obra de caridad...

La hubiésemos sorprendido mucho; hubiésemos escandalizado su espíritu, su manso espíritu de vejezuela desvalida, si le dijésemos: «¡No somos caritativos; somos egoístas feroces! ¡Porque tú pides y porque te damos una mezquindad, ya creemos sancionado el hecho, que debiera ser inaudito, de que una mujer ciega, de más de ochenta años, esté como tú estás abandonada, desechada en la cuneta del camino, sin lazarillo, sin un perro siquiera! ¡Ya creemos legítimos pasar con tilinteo de cascabeles, con golpeteo de cascos de caballos, entre remolinos de polvo, y dejarte ahí, lo mismo que si fueses un enmohecido pedrusco, sin saber adónde te recogerás cuando salga la luna, qué reparo aguarda tu débil estómago aterido de frío, qué manta cubrirá tus áridos huesos! ¡Y todavía nos lanzas bendiciones y te deshaces en manifestaciones de gratitud! ¡Todavía tu acento, que parece balido de oveja, nos sigue y nos acompaña y resuena hasta que transponemos los vetustos castaños, los que acaso te vieron bailar, mocita, a su sombra!».

Por eso la desaparición de la malpocada, a quien sustituye la tosca negra cruz, tuvo para mí no sé qué de trágico, algo que removió cenizas y ascuas de sentimiento... confuso, dormido, pero capaz de despertarse y de convertirse en la infinita piedad suscitada por el espectáculo del infinito dolor. Acabábamos de dejar atrás los corpulentos castaños; el sol declinaba, encendiendo al soslayo, con toques y vislumbres de cobre limpio, el pelaje de las vacas y los recentales juguetones que aguijoneaba un aldeano, de retorno sin duda de la feria. El aroma penetrante y ambiguo de la flor del saúco se confundía con el olor insulso del polvo removido por las pezuñas del ganado. Un automóvil amarillo cruzó como alma que el diablo lleva, soltando vahos de gasolina. ¡Un automóvil! ¡Si viviese aún la mal pecada! ¡Cómo pedir limosna a quien vuela en automóvil!

Y la cruz negra, de repente, la cruz que me había comprimido el pecho, me pareció consoladora, buena. Era otra súplica de la ciega... «Por amor de Dios..., acordaos todavía de mí, rezad». Y, entre el silencio campestre, alto y religioso, que había sucedido al paso de la máquina endemoniada y el correteo de los becerrillos desmandados de susto, se me representó otra vez la mendiga, en pie, al lado de la cruz negra. Las cuencas de sus ojos ya no estaban vacías: en ellas brillaban unas pupilas azules, espléndidas, con limpidez de zafiro. Su vestimenta era blanca; y alrededor de su cuerpo derecho, casi gallardo, clareaba un halo de luz, los oros en fusión del poniente y la plata que vierte la luna nueva...

Y si no existiese esa región misteriosa donde te han engastado otra vez los ojos en las órbitas y donde tus andrajos son blancuras, ¿qué excusa, qué explicación tendría para ti este mundo, vejezuela, cuyo monumento es esa negra cruz desbastada a hachazos por un carpintero de aldea, y que el próximo invierno pudrirán las lluvias?


«Blanco y Negro», núm. 603, 1902.

La Cruz Roja

En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...

¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?

Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significativos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.

Esto mismo me determinó a indagar por distintos medios. Cierto día, provistos de una escalera de mano, a la casa nos dirigimos. El cielo, cómplice de nuestra imaginación, aparecía cargado de nubarrones densos y plomizos, amagando borrasca.

Al llegar al pie del crucero, sulfúrea exhalación alumbró con luz azulada el horizonte, y un trueno lejano hizo empinar a los caballos las orejas. Echamos pie a tierra, dispuestos a realizar nuestro propósito, que no ofrecía dificultad alguna; tratábase de entrar en el caserío, no por la puerta, sino por la ventana de arrancados goznes.

Saltamos dentro de una sala grande, que comunicaba con una alcoba, donde aún se veía esparcida la hoja de maíz del jergón. De un clavo colgaban hábitos eclesiásticos: una sotana raída y unos apolillados manteos. Nos estremecimos: sus fúnebres pliegues remedaban sobre la pared la silueta de un cura ahorcado. No sin cierta aprensión recorrimos la casa, y también con algún peligro, pues las tablas carcomidas del piso temblaban, y recelábamos que alguna viga o algún pedazo de roto techo, al desprenderse, nos aplastase. Era, sin embargo, el edificio de recia construcción, y aún podía resistir años. No estaba la vivienda desmantelada del todo: quedaban muebles en muchas habitaciones; en la cocina aún se veían las cenizas del último fuego. Registramos intrépidamente, sin que nos arredrase ni el mal estado del edificio ni los avechuchos que salían de los rincones, despavoridos y asquerosos. Esperábamos a cada momento hallar en el piso inveteradas manchas de sangre, o descubrir un esqueleto en las arcas que abríamos. Curioseamos hasta la artesa del pan. Ni rastro de crimen; mas no por eso apagó sus fuegos nuestra imaginación. ¿Acaso todos los crímenes dejan rastro?

Íbamos de un aposento a otro, ceñudos, sombríos, preocupados y con caras de jueces. No nos comunicábamos impresiones: cada cual quería ser el primero a olfatear el drama. Salimos de allí cuando no nos quedó nada por ver, y emprendimos la vuelta al pazo, reconcentrados y silenciosos, rumiando la historia que se había forjado cada uno. Las cuatro novelas partían de un mismo dato evidente, auténtico: quien vivía en la casa maldita era un cura.

A la hora de la cena, cuando las patatas cocidas con su piel humeaban en los platos de peltre, y el fresco mosto del país teñía de líquido granate el vaso de antigua talla, las lenguas se desataron, y por turno formulamos nuestras hipótesis.

—El cura —afirmó sentenciosamente el cazador viejo— estaba podrido de dinero. ¿No han visto tanta arca y tantísimo cofre? Todo para encerrar los ochavos. Prestaba a rédito y chupaba la sangre a los infelices. Una noche se metieron seis enmascarados en la casa: eran los deudores más comprometidos, que ya los iba a ejecutar la justicia y a dejarlos sin cama ni techo. El cura tenía una criada vieja y sorda... ¿Que cómo lo sé? Porque la maldita ni sintió ladrar al perro ni entrar a los ladrones, y ellos tuvieron que forzar la puerta del cuarto en que dormía... ¿No han visto la cerradura violentada? Bueno; pues los ladrones, así que se hallaron dentro, después de atar a la sorda, van, ¿y qué hacen? Me agarran al cura y me lo llevan a la cocina, y me lo descalzan, y me lo aplican los pies a la lumbre... El hombre canta y suelta los cuartos. Los ladrones le acercan más a la brasa. «Dinos dónde tienes las obligas, o te asamos como a San Lorenzo.» Y así que aciertan con las obligas, las traen a brazados, y sin cuidarse de escoger las suyas, las echan al fuego y arden las deudas de toda la comarca... ¿No se acuerdan que en el hogar había ceniza muy negra, así como de papeles quemados?... Antes de la madrugada se larga la gavilla, dejando al cura moribundo, y al salir pintan en la puerta la cruz roja, como el que dice: «No vinimos a robar, sino a castigar a un usurero infame.»

—¡Ah! —exclamó el cazador joven—. Todo eso no lleva traza. Lo que ahí pasó fue que el cura tenía una sobrina muy bonita y moza, que vivía con él. ¿No repararon, en el cuarto de la cerradura rota, en unas sayas de mujer y unos zapatos bien hechos, pequeños, llenos de polvo, en un rincón? Pues el cura se chifló por la sobrina, y empezó a darle vueltas a la idea..., y andaba como loco: ni dormía ni comía. Sucedió que la rapaza se echó novio, y trataba de casarse, y el tío, cuando lo supo, daba con la cabeza por las paredes. Vino una noche en que el demonio le tentó más fuerte que otras..., y en puntillas se fue al cuarto de la rapaza; pero como estaba cerrado con llave, tuvo que forzar la cerradura... ¡Y mientras tanto, ella saltó por la ventana y escapó para casa del novio, y el novio, para avergonzar al cura y amenazarle, pintó en la puerta la cruz colorada!

Había oído las dos versiones el coronel retirado, y la sonrisa medio burlona y medio desdeñosa no se apartaba de sus labios, fija entre el erizado y canoso bigote.

—Señores, yo lo veo de otro modo..., y mi explicación es tan clara y tan sencilla, y se justifica tan bien con ciertos detalles existentes en la casa, que no sé cómo no se les ha ocurrido a ustedes. El cura, cuando andaban mal las cosas políticas, se señaló por su ideas carlistas, como uno de tantos, y eso le valió persecuciones y molestias de todo género. Él era hombre de armas tomar; habrán ustedes observado que en varios muebles se conservan tacos, restos de cajas donde hubo pólvora, perdigones y balines. Un día le salieron al camino para apalearle, pero él les zorregó un tiro y dejó malherido al que cogió más cerca. Comprendió entonces que le iban a echar a presidio; llegó a casa, tomó dinero, colgó los hábitos de aquel clavo y pasó a Portugal, y por Badajoz se unió en Extremadura a las facciones. Al salir, él mismo pintó la cruz roja, como quien dice: «Guerra en nombre de Dios.»

Era llegado mi turno de arriesgar la hipótesis propia, o de aceptar alguna de las ajenas. No me correspondía quedarme atrás en imaginación, y he aquí lo que me inspiró este numen:

—Ustedes han visto en la casa mil detalles que, en su opinión, revelan al usurero, al enamorado energúmeno y al trabucaire... Yo me he fijado, especialmente, en otros que descubren al sacerdote estudioso, al místico solitario y enfrascado en meditaciones que acaban por trastornarle el seso. Tanto libro apolillado, en montones que devoran las ratas; tanta estampa devota colgada de las paredes, delatan las preocupaciones favoritas del infeliz que allí vivió. No le creo un sabio: para mí, su cerebro era pobre, y la lectura, en vez de iluminarlo, lo poblaba de fantasmas, que bien pronto adquirieron cuerpo y se convirtieron en horribles dudas y en extravagancias heréticas. Tal vez en su perturbado meollo renacieran las viejísimas doctrinas antitrinitarias de Sabelio; tal vez negó la consustancialidad del Verbo, como Arrio, o la humanidad de Cristo, como Nestorio; o la absorbió en la divina, como Eutiquio; o soñó, cual los maniqueos, que el diablo comparte con Dios el dominio del Universo; o desconoció las virtudes de la gracia, como Pelagio; o cayó en los éxtasis y las flagelaciones de los montanistas... Imprudente y fanatizado, no supo callar, y entre los demás clérigos cundió la noticia de que sostenía proposiciones condenables, anticanónicas, dignas de tremendo castigo. Y corrió la voz, y fue aislado en su guarida, y los aldeanos le huyeron persignándose. Cada vez se secó más su cerebro; en vano su leal criada le escondió los libros fatales con propósito de quemarlos; él forzó la puerta del cuarto y los sacó y se engolfó en ellos y en sus cavilaciones y austeridades, hasta que, acabado de perder el juicio, negóse a comer por penitencia, y expiró diciendo que veía los cielos de par en par y los ángeles sobre nubecillas de oro, con palmas, coronas y muchos violines... El rayo hirió el árbol que daba sombra a la casa; y el pueblo, no conociendo que el hereje era un pobre mentecato, trazó en su puerta, en señal de reprobación y sentencia de infierno, la sangrienta cruz.

No necesito decir que todos cuatro sostuvimos nuestra respectiva versión con lujo de argumentos y pruebas. Cuando más nos habíamos enzarzado en la disputa, ladraron los perros, bajó el gañán a abrir la portalada, y entró el notario de Cebre, dispuesto a terciar en la partida de tresillo con que engañábamos las noches. Enterado del asunto que discutíamos, soltó una carcajada zafiota, se pegó un cachete en el testuz y exclamó, sin cesar de reír:

—¡Alabada la Virgen, lo que discurren! Pero ¡santos de Dios, si nunca en tal casa hubo ni sombra de cura!

—Pues ¿y los hábitos? ¿Y los libros? ¿Y...?

—Miren, esa casa... ¿Por qué no me preguntaron? ¡Se ahorraban el viaje y la visita a las ratas y a los ciempiés! Esa casa fue de una buena familia, un matrimonio y una cuñada o hermana que vivía con ellos. Cuando el cólera..., ¿no saben?, ¡que lo hubo terrible!, les murió en el pueblo un tío cura, dejándolos por herederos. Al marido le tentó la codicia, y fue a recoger la herencia. La trajo en ocho o nueve arcas y baúles; pero también trajo el cólera. La gente ya lo olfateaba; nadie se acercó a la casa, y le pusieron esa señal de almazarrón, como quien dice: «Escapar de aquí.» Y en la casa y sin auxilio perecieron los tres con diferencia de horas. La cuñada se encerró en su cuarto para morir en paz y no oír los lamentos de la hermana... Hubo que romper la cerradura para sacar el cuerpo y enterrarlo. Esos manteos y esa sotana que ustedes vieron, a la cuenta eran de la herencia también, y los colgarían en el primer momento para que no se apolillasen... De bastante les sirvió.

Quedamos callados y confusos los novelistas. Yo pensaba en las tres víctimas, expirando solas en una casa abandonada que aisló el miedo, y deducía que, bien mirado, lo real es tan patético como la ficción. Al mismo tiempo compadecía a los jueces que, registrando el teatro de un crimen, buscan la huella del reo, y a los historiadores que interpretan documentos caducos.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

La Cuba

El pintor que quisiese crear un Sileno típico y entonado, encontraría modelo incomparable en Antón de Caneira. Sileno no es un alcohólico, sino un vinoso, y ambas cosas no pueden confundirse. Sileno tiene los cachetes abermellonados, los ojos chispeantes y alegres, no la lívida palidez y las atónicas pupilas del alcohólico habitual. Sileno siente despertarse su instinto viril ante las carnes sólidas de una ninfa o de una bacante desgreñada, y el miserable esclavo del aguardiente ya ni nota el aguijón de que se quejó San Pablo… Antón de Caneira, el Sileno aldeano, no bebe «perrita». Su beodez es clásica. Pámpanos y racimos… El vino… El vino, sí. El vino en todas sus formas, jovial y juvenil en el mosto, confortador y sabroso al rehacerse, fragante y recio en su vejez… Hasta el vino malo, aguado, anilinado, de las tabernas, encontraba en Antón de Caneira un admirador, cuando no podía trasegar entre pecho y espalda algo más legítimo. Sólo empezaba a despreciar el peleón, ante el Borde añejo. Lo malo es que éste era muy raro, muy caro, y Antón no siempre guardaba en el raído bolsillo una peseta.

Carpintero de aldea, de manos ya algo torpes para la labor, iba poco a poco descendiendo a tareas que hubiesen humillado su amor propio, si no lo tuviese embotado. Gracias a no pecar de soberbia, iba viviendo, y a veces podía darse el placer de traerse a su casa, agasajado bajo la chaqueta, un jarro del tinto, que apuraba con delicia, puestos los ojos en el techo festoneado de telarañas, y alzado el codo poco menos que a la altura de los ojos. Cuando, viéndose ya el fondo de la jarra entre escurriduras color de granate, caía Sileno al pie de la mesa riendo y tartamudeando, entre explosiones de felicidad, y las moscas, impunemente, se posaban en su cara, picándole con furia, sin que les opusiese mayor resistencia que farfullar un «¡idevos, ladronas, non amoledes!», solía asomarse a la puerta tal vecino, y exclamar algo semejante a esto:

—¡Carafio! ¡Hoy tomola buena!

He aquí que un día le encomendaron a Antón cierta faena, para la cual hubiesen convenido dos o tres hombres vigorosos, en lo mejor de la edad y en la plenitud de la robustez. Fue el mayordomo del señor de la Lage, aquel Moraina cazurro y torpe a un tiempo, quien le confió tal misión, sin parar mientes en si podía o no desempeñarla. Allá él que se las arreglase. Dos pesetas para «un trago», si sacaba de la bodega la cuba y la cargaba sobre el carro que había de llevarla a la feria, donde se despacharía con lucro, a jarros colmos y morenas infladas, para las meriendas de los feriantes.

Caneira permaneció en la bodega durante un rato, suspenso, meditando en la extensión de sus fuerzas y en la resistencia de la cuba, y tratando de resolver la ecuación. Él no le llamaba así seguramente, como a la cuba no le llamaba cuba, sino «isa condanada»; y de sus fuerzas, lo que entendía —equivocándose probablemente— era que si le permitiesen dar a la «condanada» un tiento, crecerían sus ánimos, en razón directa de la disminución del contenido de la cuba… Fascinado, miraba a su alrededor, devorando con la vista las hileras de panzudas «condanadas», que surgían de la fresca semioscuridad, imponentes, con las entrañas repletas de sangre de cepa, gloria líquida. El tesoro de deleites y de venturas que encerraban los profundos vasos, se le presentaba a Caneira con tal viveza, con tal ilusión, que se abrazó a la primera de las fustallas, la que más cerca tenía, la que justamente debía transportar, y la cubrió de caricias, suspirando:

—¡Quén [sic] te catase! ¡Quién te sacase las tripas, cubiña mora!

Era más fácil decir chicoleos a la cuba que moverla: y esta verdad se puso de realce apenas Caneira probó a obligarla a que oscilase sobre el tablado que la sostenía a distancia del suelo. No había más que un medio de desquiciar la pipa y obligarla a que bajase: la tradicional palanca, intentó empujar con un palo de hierro, y vio que no apalancaba bastante. Harían falta tres gañanes, con tres palos. Entonces Caneira acabó por donde debió empezar. Fuese al monte del mismo señor de la Lage, y cortó un árbol nuevo para palanca, y otros para los rodillos. La palanca conmovería la cuba, hasta precipitarla al suelo; y por los rodillos, se deslizaría luego, en veces, hasta la puerta, donde el carro, con el eje erguido en el aire, aguardaba a que la cuba fuese izada para que, uncidos los tardos bueyes, la arrastrasen adonde los bebedores agotarían su vientre rojo…

Y comenzó la labor hercúlea. Gruesas gotas de sudor caían por el rostro de Caneira. Su pecho velloso jadeaba. De cuándo en cuándo se pasaba el revés de la mano por la frente y sacudía las gotas. Juraba entre dientes, rezongando. Al fin, la pipa se tambaleó, cabeceó y, rápidamente, de un modo impensado, se precipitó de su plataforma al piso. Caneira se lanzó a su vez, palanca en mano. Quería empujar a la cuba hacia los rodillos, justamente al centro. La había visto desviarse… Adelantó el cuerpo, y la cuba, pesadamente, vino a coger debajo, de refilón, la pierna derecha del Sileno.

Al pronto, no pudo ni gritar. Desvanecido de dolor y de susto, yacía como una cosa sin alma, como un insecto preso por el borde de un vaso, con medio cuerpo fuera y medio dentro. Nadie andaba por allí. Le habían dejado sólo con su bárbara empresa. ¡Qué se menease! Al fin, el mayordomo, empuñando un jarro, acudió a sacar el vino de la meridiana comida, y vio a Caneira exánime. Tuvo que decidirse a gritar, a llamar a los jornaleros, a uno de sus hijos, y entre todos, libertaron del suplicio a la víctima. En poco estuvo que le cortasen aquella pierna. Cojo, con muletas, tenía que quedar para toda la vida. Tal fue el dictamen del «componedor». Descansaba en su camastro fementido el Sileno, cuando apareció por allá el hidalgo de la Lage, el amo, que había venido a pasar un par de días en su bodega, a ver cómo andaba «aquel choyo».

—Y tú —interpeló furioso, dirigiéndose a Moraina, que se le presentó muy gacho de orejas—, y tú, camueso, bodoque, ¿cómo dejaste que manejase la cuba un hombre solo? ¿A quién se le ocurre barbaridad igual?

—¡Bah! —se excusó flemático el mayordomo—. Caneira está todos los días trabajando en cosas así… una «cuaselidá», que pudo suceder igual si otros le «audasen».

—Vamos a verle ahora mismo —ordenó el señor, echando a andar.

No era muy del gusto de Moraina la expedición; pero rabiando siguió a su dueño.

Canera quería incorporarse al ver al señor; éste le contuvo con la mano, y con palabras de áspera bondad:

—Quieto, burro, quieto… Mereces no levantarte de ahí en toda tu vida… Mira que ir tú solo a mover la vasija… ¡Pues no es nada!… No sé cómo no te dejó en el sitio…

—Pudo, pudo dejarme —contestó el Sileno—. Fue Dios y nuestra señora del Estaño… si me coge la barriga en vez de la pierna…

—Yo sí que estoy por coger una estaca y hacerte cisco. A ver, so babión: tú necesitas dinero, no hay que decir. Toma veinte duros; y te mandaré esta tarde a la tía Ramona de Cimás para que te cuide. Yo pago a la tía Ramona. Pago todo. Y oye otra cosa: ya sé que te hace chiste el vino de mi bodega. ¿En el Borde hay otro mejor? ¿Eh?

—¡Qué ha de haber! —contestó Caneira, con el rostro iluminado de éxtasis.

—Pues mira: he dispuesto que la «metá» de la cuba que te ha partido la pata sea para ti. Si quieres, se te dará lo que valga en venta; si no, cuando estés bueno, tú mismo sacarás lo que te regalo. Te prestaré unos barrilillos…

—¡Señor! —tembló la voz de Caneira, debilitada por el sufrimiento—. Señor, dinero no me dé más… Mande usía los barrilitos… ¡y que Dios le conceda cien años de vida y la santa gloria!

Riose el señor de buena gana. Conocía la fama de Caneira, sus aficiones, y por eso había acertado con el mejor lenitivo a su desgracia. Era el paraíso lo que le ofrecía…

De pronto, Caneira volvió hacia el cosechero la cabeza, ya que el cuerpo, sujeto por tablillas y vendajes, lo tenía inmovilizado.

—¡Ay, señor, amo querido! —gimió, alzando las manos, suplicantes—. Ya sabe que me queda una pierna sana. ¡Me la rompan si quieren, y «déame» por ella la otra «metá» de esa «condanada» cuba!

—¡Te lleve el demonio! —fue la respuesta gruñida, con represión de carcajadas, del señor de la Lage, que tampoco era enemigo personal, ni mucho menos, del caldo almacenado en su bodega—. ¿Lo hay mejor en el Borde? ¿Eh?

La Culpable

Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren… Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.

La familia de Elisa tomó muy a pecho el escándalo, por lo mismo que eran gente conocida, bien relacionada, preciada y correcta, intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los criados andan mohínos; períodos que a las personas entradas en edad les cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron a salir a la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fue preciso sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra a los que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse a la banda y no nombró a Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía, crispando los labios.

Unida ya Elisa con el que había elegido se propuso ser intachable y perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y a veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía a otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir a bailes y fiestas y sonreír al espejo, y ella se quedaba recluida y en bata casera, decía para sí: «Bueno pero esas no se escaparon con su marido antes de la boda.» Y aunque supiese que se escapaban después… , o cosa análoga… , con otros, siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.

Hasta tal punto se consideró obligada a prestar fianza de su conducta, que nunca salió sola ni consintió recibir una visita estando ausente su marido. A los hombres, fuesen jóvenes o viejos, les hablaba fría y desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era oscuro, subido hasta las orejas, y su peinado, estudiadamente sencillo y sin coquetería. Aficionada a las esencias y aguas de tocador, las suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha de oler mal ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien fue su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca por aquello de la escapatoria…

Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó a distraerse, y so color de política, se acostumbró a retirarse tarde, a pasarse los días fuera, sin venir ni a comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, a quien todo lo había sacrificado.

Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar o arreglar la ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca… El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡Le podían tapar la boca a las primeras palabras! ¡Y si salía a relucir lo de la fuga!

Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de la madre digna y altiva que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos se habituaron a que «no mandaba mamá».

En cuanto a la hacienda, ya se infiere que la regía única y exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado a gastar cincuenta pesetas en nada extraordinario sin la venia necesaria. Muerto el padre de Elisa recogida la legítima, todavía pingue, aunque mermada por el enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte a sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado o punto menos.

La salud de Elisa se resistió: los médicos hablaron de lesiones al corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase, pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito: la escapatoria fatal. El confesor le mandó que se acusase de pecados de la vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y absueltos. Mas la absolución del Cielo no bastaba a Elisa: ya se sabe que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está, sobre la frente, hasta la última hora del vivir.

Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y así que le vio a su cabecera, echándose los brazos al cuello murmuró a su oído: «Alma mía, mi bien: ya sé que no tengo derecho ninguno a pedirte que… que no te vuelvas a casar… , ¡pero al menos… . mira, en esta hora solemne… , perdóname de veras aquello… . y no me olvides así… , tan pronto… . tan pronto.

Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla… Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, expiro contenta.

«El Liberal», 25 septiembre 1893.

La Danza del Peregrino

Era la función religiosa solemnísima, y tenía además un carácter tradicional que no tendrán nunca las que hoy se consagran a devociones nuevas, pues también en la devoción cabe modernismo, y hay santos de cepa vieja, de más arraigo, de sangre más azul.

En aquel templo extraordinario, ante aquel apóstol bizantino, engastado en plata como una perla antigua, de plata el revestimiento del altar, la pesada esclavina, la enorme aureola, destacándose sobre un fondo de talla dorada inmenso retablo, con figurones de ángeles que tremolan banderas de victoria y moros que en espantadas actitudes se confiesan derrotados, mientras el colosal incensario vuela como un ave de fuego, encandiladas sus brasas por el vuelo mismo, y vierte nubes de incienso que neutralizan el vaho humano de tanta gente rústica apiñada en la nave, había algo que atrajo mi atención más que el cardenal con sus suntuosas vestiduras pontificales, más que las larguísimas caudas de los caballeros santiaguistas, majestuosamente arrastradas por la alfombra del presbiterio. Lo que me interesaba era una persona que, apoyada en un pilar, reclinada en la románica efigie de Santa María Salomé, asistía a la ceremonia como en éxtasis.

Parecía hombre de unos cincuenta años, no muy alto, descolorido, de entrecana barba rojiza. La barba se veía antes que todo, pues llenaba el rostro, por decirlo así, y descendía, luenga y ondulosa, sobre el pecho. Algo más arriba se quedaban las guedejas, pero no subían de los hombros, y completaban el carácter profundamente místico de la faz, donde ardían dos ojos pacíficamente calenturientos, con la mansa fiebre del entusiasmo.

El hombre vestía como suelen vestir al Santo Apóstol, como vistieron tantos en la Edad Media, y después, y aun en el día, por raro caso, para cumplir oferta, vemos que viste alguno: la esclavina de hule guarnecida de conchas de aviñeira; el sombrero, también de peregrino, con las mismas conchas, y una medalla obscura, acaso de plomo, en lo más alto del ala vuelta. Empuñaba además su bordón, no de hierro, como fue el de Santiago, que se venera en la catedral, sino de palo, pero acompañado de su calabacilla.

La arcaica figura permanecía inmóvil, y sólo la luciente mirada vivía en ella. La clavaba en el altar, buscando sin duda los ojos dulces, entornados, de la santa efigie. Allí, en medio de los esplendores de la ceremonia oficial, de los uniformes, de las vestiduras episcopales, de los cirios, de los cánticos, el hombre era una aparición de la Edad Media, y de un salto —así debía ser en tal lugar— desaparecían seis o siete siglos, y estábamos en el tiempo en que largas procesiones de gente venida de los últimos confines del mundo llenaban las calles de la ciudad romántica, y se engolfaban en la basílica, cantando himnos cuya verdadera traducción no se ha encontrado. Aquel hombre vendría también quién sabe de dónde: de las regiones hiperbóreas, de alguna isla desconocida, de esas comarcas que más parecen pertenecer a la fábula que a la realidad geográfica. Habría andado interminables tierras, guiándose por el chorro de estrellas de la Vía Láctea, y visto caer a su lado a infinitos compañeros de peregrinación, rendidos al hambre, a la sed, al agotamiento de fuerzas, al fuego del sol devorante. Pero a él un espíritu le sostenía; un ángel, lindo como los que en el retablo tremolan estandartes triunfales, le guiaba y le infundía vigor. Y había caminado, caminado, día y noche, cruzando soledades al través de bosques donde aúllan los lobos, encharcado en ciénagas y vadeando ríos, apaleando con el bordón los frutales silvestres para hacer caer la dura fruta, y llenando en los arroyos su calabaza para refrescarse los heridos pies a cada momento, hasta que, desde el Humilladoiro, pudo ver surgir como faros las arrogantes torres de la catedral.

—¡No! —me explicó el inevitable señor bien informado que siempre llega a punto para barrer las telarañillas de oro del ensueño—. Ese peregrino que usted ve no procede de Persia ni de Alejandría, ni siquiera de otras partes de España, pues es de aquí cerca, según se cree, si bien no ha habido medio de que revele su nombre (su nombre de pecador, como él dice).

¡Ah! ¡Menos mal! Algo de misterio empezaba a vislumbrarse en el caso del peregrino...

—A ver, ¿y después? —como preguntan los niños cuya curiosidad se halla excitada.

—Nada de particular... Este hombre vino un día, con ese atavío de otros tiempos que usted ve, a cumplir un voto, visitando la catedral y confesándose. Dicen los sacristanes que se pasó seis horas justas de rodillas, y con los brazos abiertos, delante del altar mayor. Luego le dio, ¡ya se ve!, una especie de síncope. Le recogieron, le atendieron, y volvió en sí. Dio las gracias, y, ya repuesto, se le vio alejarse en dirección a esa montaña..., ¿no sabe usted?, el Pico Sacro... Y luego se supo que había excavado allí, en la cima, una cueva, y en ella se albergaba, viviendo de lo que le dan de limosna los labriegos.

Hay que decir que los labriegos, desde el primer momento, le tomaron a este hombre una gran afición. Es, sin duda —pensaban—, un santo, y las mujeres juntaban las manos al verle pasar, y le guardaban el tazón de leche, el cortezón de tocino. Fueron las mujeres, apiadadas, las que avisaron al señor cura. ¿No sería caridad de Dios dejar que el infeliz durmiese en la casa próxima a la ermita del Pico? Y se lo concedió, en efecto, y aun le pusieron unas mollas de paja para formarle cama menos dura, que en invierno quita el frío. El peregrino, sin embargo, siguió acostándose sobre el lajeado de pizarra, haciendo penitencia. Todas las mañanas, al amanecer, subíase a lo más alto del monte, y hasta que veía surgir de la niebla matutina las torres de la basílica no se movía de su puesto, y continúa. Cuando se alzan, gloriosas, levanta al cielo los brazos, se deja caer prosternado, como en el Humilladoiro, la faz contra el suelo, y reza la oración de la mañana. Cuando le preguntan, responde que es feliz, porque desde su montaña ve el templo que guarda los restos del Santo. Y no baja a la ciudad sino en este día. Es el primero que entra en la catedral y el último que se va, terminada la danza de los gigantones. Así vive ese buen hombre. Las almas sencillas creen que ha registrado, en la cima del Pico, el hueco de la enorme chimenea, y ha encontrado allí cosas misteriosas. ¡Es la imaginación! ¿Y no le parece a usted que más valiera que el peregrino se dedicase a cavar una heredad?

En otro tiempo, tal vez le hubiese respondido a mi interlocutor algo fuerte. Hoy he ido habituándome a todas las formas que adopta el discurso humano, y hasta a sonreír sin ironía al escucharlas. Puede, puede que el peregrino debiese consagrar su actividad a aumentar la cosecha de berzas y de faballones... No valía la pena de discutirlo.

Y el peregrino, en efecto, seguía allí, como si no respirase. El gobernador había hecho la ofrenda, y, terminado su discurso, el cardenal respondió, solicitando la paz universal por intercesión del Santo más belicoso que existe; la misa tocaba a su término, y el semblante del penitente conservaba la misma expresión extática, grave y dolorosa; tal vez hasta una lágrima reluciese entre su barba hirsuta, del color del oro viejísimo, nublado por el polvo secular de los adornos del retablo. Y he aquí que, terminada la función, habiendo desfilado los que le daban brillo con su presencia, avanzaron hacia el altar mayor unos figurones desmesurados, de descomunal alzada: eran morazos con abigarrados turbantes, peregrinos vestidos como el del Pico, caricaturas de petimetres y petimetras, espantajos geográficos de «partes del mundo»; y venían a paso vivo, y se paraban ante el Numen, ejecutando su danza de todos los años, mientras la gaita reía, estridulaba, se lamentaba en alguna nota marcándoles el compás con su música popular, agreste, llena de gozoso sentimiento.

Y entonces vi que el rostro del peregrino cambiaba de expresión, y su gesto místico, su cabeza de personaje de tabla primitiva, se transformaba totalmente. También reía él, como la gaita y como los figurones danzantes. Si se hubiese atrevido, danzaría a su vez. Y en las edades sublimes de la basílica, danzarían, de cierto, lo mismo que cantaban, bajo aquellas bóvedas, los peregrinos venidos de los confines del orbe: los de Armenia y Cilicia, los de Arabia y Egipto, los de Tartaria y los del monte Cáucaso... Danzarían, sí, inocentes y bulliciosos, en honor del Señor Santiago, porque en la danza el instinto religioso se ha desbordado siempre, desde que el hombre ofreció los primeros sacrificios. Y el peregrino anhelaría danzar, estremecido de júbilo, si alrededor suyo hubiese alguien más que siguiese la danza, alguien que secundase a los figurones que ejecutan el paso, el homenaje de los humildes, después de lo oficial y ritual; y el baile del peregrino, por dentro, en su alma conmovida, era lo espontáneo, lo que el pueblo lleva en sus siempre fecundas entrañas...

¡Lástima fue, por cierto, que no rompiese a danzar el peregrino! ¡Bah! No se lo hubiesen consentido, de seguro; hasta le tomarían por loco. Y nosotros, los pocos que sentiríamos la belleza del movimiento de la danza, tampoco somos capaces, ¡pobrecillos de nosotros!, de seguirla... Harto hacemos (o lo creemos así) con sumarnos (espiritualmente) a ese impulso del hombre que, silenciosa ya la basílica, se postra una vez más ante el Señor Santiago, como se postraban «aquéllos» que en otros días andaban tierras, para llegar, un día feliz, a este templo, cantando himnos de palabras que hoy se ignoran...

«La Deixada»

El islote está inculto. Hubo un instante en que se le auguraron altos destinos. En su recinto había de alzarse un palacio, con escalinatas y terrazas que dominasen todo el panorama de la ría, con parques donde tendiesen las coníferas sus ramas simétricamente hojosas. Amplios tapices de gayo raigrás cubrirían el suelo, condecorados con canastillas de lobelias azul turquesa, de aquitanos purpúreos, encendidos al sol como lagos diminutos de brasa viva. Ante el palacio, claras músicas harían sonar la diana, anunciando una jornada de alegría y triunfo...

Al correr del tiempo se esfumó el espejismo señorial y quedó el islote tal cual se recordaba toda la vida: con su arbolado irregular, sus manchones de retamas y brezos, sus miríadas de conejos monteses que lo surcaban, pululando por senderillos agrestes, emboscándose en matorrales espesos y soltando sus deyecciones, menudas y redondas como píldoras farmacéuticas, que alfombraban el espacio descubierto. Evacuado el islote de sus moradores cuando se proyectaba el palacio, todavía se elevaban en la orilla algunas chabolas abandonadas, que iban quedándose sin techo, cuyas vigas se pudrían lentamente y donde las golondrinas, cada año, anidaban entre pitíos inquietos y gozosamente nupciales.

En la menos ruinosa se había refugiado un ser humano. Era una mujer enferma y alejada de todos. Eso sí, para el sustento no le faltaba nunca. Las gentes de los pueblos de la ribera, pescadores, labradores, tratantes, sardineras, al cruzar ante el islote en las embarcaciones, ofrecían el don a la Deixada, que así la llamaban, perdido totalmente el nombre de pila. Nadie hubiese podido decir tampoco de qué banda era la Deixada; nadie conocía ni los elementos de su historia. ¿Casada? ¿Viuda? ¿Madre? ¡Bah! Un despojo. Y los marineros, saltando al rudimento de muelle que daba acceso al islote, depositaban sobre las desgastadas piedras la dádiva: repollos, mendrugos de brona, berberechos, que cierran en sus valvas el sabor del mar, frescos peces, cortezas de tocino. Nunca salía la Deixada a recoger el «bien de caridad» hasta que la lancha o el bote se perdían de vista. Permanecía escondida mientras hubiese ojos que la pudiesen mirar, como un bicho consciente de que repugna, como un criminal cargado con su mal hecho.

En el balneario de lujo emplazado en la isla próxima se temía vagamente, sin embargo, la aparición de la Deixada. ¿Quién sabe si un día cualquiera se le ocurría salir de su escondrijo y presentarse allí, trágica en fuerza de fealdad y de horror, descubriendo el secreto, bien guardado, de la miseria humana? Con ello vendría el convencimiento de que es la especie, no un solo individuo, quien se halla sometida a estas catástrofes del organismo; que somos hermanos ante el sufrimiento... y que es acaso lo único en que lo somos.

Y sería horrible que se presentase esta mujer predicando el Evangelio del dolor y de la corrupción en vida. Verdad es que parecía improbable el caso: no la admitirían en ninguna embarcación, y a nado no había de pasar... Para que no necesitase salir de su soledad a implorar socorro, del balneario empezaron a enviarle cosas buenas, sobras de comida suculenta, manteles viejos y sábanas para hacer vendas y trapería. Le mandaron hasta aceite y dinero, que no necesitaba.

Hallábase a la sazón de temporada en el balneario un religioso, joven aún, atacado de linfatismo. Modesto y retraído, no se le veía ni en el salón, ni donde se reuniesen para solazarse y entretener sus ocios los demás bañistas. En cambio, hacía continuas excursiones, y cuando no andaba embarcado, estaba recostado bajo los pinos, bebiendo aire saturado de resina. Una tarde, yendo a bordo de la lancha que traía el correo, vio, al cruzar ante el islote, cómo el marinero colocaba sobre los pedruscos resbaladizos la limosna.

—¿Para quién es eso? —interrogó curiosamente.

—Para la Deixada —contestó, con la indiferencia de la costumbre, el marinero.

—¿Y quién es la Deixada?

—Una mujer que vive ahí soliña. Nadie se le puede arrimar. Tiene una enfermedá muy malísima, que con sólo el mirare se pega. ¡Coitada! Pero no piense; la boena vida se da. Yo le traigo de la cocina del hotel cosas ricas. Aun hoy, cachos de jamón y dulces. No traballa, no jala del remo, como hacemos los más. ¡La boena vida, corcho!

El religioso no objetó nada. Sin duda, para el marinero las cosas eran así, y se explicaba, por mil razones, que lo fuesen. Hasta era dueña la Deixada de un pintoresco islote. Podía pasearse por sus dominios horas enteras, cuando el rocío de la mañana endiamanta el brezo y sus globitos de papel rosa, cuando la tarde hace dulce la sombra de los arbustos, donde se envedijan las barbas rojas de las plantas parásitas.

Nadie le robaría el bien de la soledad; nadie turbaría su pacífico goce, ni se acercaría a ella para sorprender el espanto de su figura, en medio de la magia de una Naturaleza libre y serena, entre el encanto de los atardeceres que tiñen de vívido rubí las aguas de la ría.

Pensaba el religioso cuán grato fuera para él vivir de tal modo, lejos de los hombres, leyendo y meditando. ¿Quién se arriesgaría a visitar a la Deixada? Una idea le asaltó. La Deixada era, seguramente, una leprosa...

Aquella enfermedad que se pega «sólo con el mirare»; aquel esconderse del mundo, como si el mostrarse fuese un delito... ¿Qué otra cosa? Y el andrajo humano, no obstante, tenía un alma. Sabe Dios desde cuánto aquella alma no había gustado el pan. El cuerpo enfermo se sustentaba con cosas sabrosas, regojos de banquetes opíparos; el alma debía de tener hambre, sed, desconsuelo, secura de muerte. La verdadera deixada era el alma... Y el religioso se decidió después de breve lucha con sus sentidos.

—Desembárcame en el islote.

El marinero creyó haber oído mal.

—Señor, ahí nadie le desembarca.

No hubo remedio. Renegando, meneando la crespa testa bronceada, el marinero obedeció. Y el religioso saltó al atracadero con agilidad y se metió valerosamente isla adentro. Soledad absoluta; no se escuchaba ni un rumor; sólo se agitaba el cruzar asustado de los conejos, el relámpago rubio de alguna mancha de su pelaje. El religioso avanzó, recorrió las casucas. A la puerta de una de ellas divisó al cabo un bulto informe, que en rápido movimiento se ocultó dentro de la vivienda. Al entrar en ella, el religioso estuvo a punto de retroceder. Veía una forma entrapajada, una cabeza envuelta en vendas pobres, rotas, y, detrás de las vendas, le miraban unos ojos sin párpados, y asomaba una encarnizada úlcera, cuya fetidez ya le soliviantaba el corazón.

Se dominó, y la palabra de amor salió de su boca, envuelta en el halago del dialecto.

—Mulleriña, no vengo a molestar... Vengo a preguntarle si quiere que la atienda.

La Deixada hacía gestos desesperados, furiosos.

—Váyase, apártese. Váyase corriendo —repetía en sorda, en estropajosa voz.

El religioso, en vez de irse, se sentó en un tallo y empezó a hablar, lenta y calurosamente. Venía a ofrecer lo único que poseía. Un alma requería su auxilio. Allí estaba él para ocuparse de esa alma, que valía más que el pobre cuerpo roído por la enfermedad. Vestida de luz el alma subiría hacia su patria, el cielo, cuando el cuerpo se rindiese. Atónita, la mujer escuchaba. Al fin de la exhortación, murmuró, ronca, vencida:

—No entiendo. Será verdade, cuando usted lo dice.

—No hubo —dijo después el religioso— confesión más conmovedora. La Deixada, como casi no tenía voz, contestaba a mi interrogación por signos. Le exigí que perdonase a los que la «dejaban»... Le costó algún trabajo, porque al lado de la llaga del padecimiento roía su corazón otra llaga de enojo y cólera contra los hombres. Lo mismo que no sabía la naturaleza de su otra llaga, no sabía la de ésta; fue mi interrogatorio lo que se la reveló. Su ira dormía como sierpe enroscada, y yo la alcé, silbadora, para machacarle la cabeza. Se creía con derecho a maldecir, y hasta con derecho a pegar su mal, si no temiese ser apedreada. Sus ojos, secos, me miraban con siniestra furia. ¡Lo que me costó que, al fin, se humedeciesen!... No fue sólo por medio de la palabra.

Y el religioso no quiso explicarse más. No habiendo presenciado nadie la entrevista, no hay por qué creer que hubiese acariciado a su penitente como a una madre. Sería o no sería... Lo cierto fue que al otro día le llevó la santa comunión.

Aquel invierno notaron los marineros que la comida para la mujer quedaba en las piedras. Algún tiempo la disfrutaron los pájaros. Después cesó la limosna. Y la islita fue ya definitivamente deixada.


«El Imparcial», 6 de mayo 1918.

La Dentadura

Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube. ¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella declaración!

Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor sin miedo a indigestarse, quiso recoger aquella florecilla semicampestre, la más perfumada del vergel femenino: un corazón de veinte años, nutrido de ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones.

Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba. Águeda se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre iluminado para solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una plenitud inmensa de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y de cuanto no fuese su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su carteo, su ventaneo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y Águeda lo era mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben ser felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto la oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal agüero; no ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto emigraría a Madrid, donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y triunfos; y en medio de la mayor exaltación advertía en sí misma repentino decaimiento, la convicción de lo efímero de su ventura.

Un día estrechó a Fausto con preguntas apremiantes:

—¿Me quieres de veras, de veras? ¿Te gusto? ¿Soy yo la mujer que más te gusta? Háblame claro, francamente... Prometo no enfadarme ni afligirme.

Fausto, sonriente, halagador, galante al pronto, acabó por soltar parte de la verdad en una aseveración exactísima:

—Guedita: eres muy mona..., muy guapa, sin adulación... Tienes una tez de leche y rosas, unas facciones torneadas, unos ojos de terciopelo negro, un talle que se puede abarcar con un brazalete... Lo único que te desmerece..., así..., un poquito..., es la pícara dentadura. Es que a no ser por la dentadura..., chica, un cuadro de Murillo.

Calló Águeda, contrita y avergonzada; pero apenas se hubo despedido Fausto, corrió al espejo. ¡Exactísimo! los dientes de Águeda, aunque sanos y blancos, eran salientes, anchos a guisa de paletas, y su defectuosa colocación imponía a la boca un gesto empalagoso y bobín. ¿Cómo no había advertido Águeda tan notable falta? Creía ver ahora por primera vez la fea caja de su dentadura, y un pesar intenso, cruel la abrumaba... Lágrimas ardientes fluyeron por sus mejillas, y aquella noche no pegó ojo dando vueltas, entre el ardor de la fiebre a la triste idea... «Fausto ni me quiere ni puede quererme. ¡Con unos dientes así!»

Desde el instante en que Águeda se dio cuenta de que en realidad tenía una dentadura mal encajada y deforme, acabóse su alegría y vinieron a tierra los castillos de naipes de sus ensueños. Rota la gasa dorada del amor, veía confirmados sus temores relativos a la frialdad de Fausto; mas como el espíritu no quiere abandonar sus quimeras, y un corazón enamorado y noble no se aviene a creer que su mismo exceso de ternura puede engendrar indiferencia, dio en achacar su desgracia a los dientes malditos. «Con otros dientes, Fausto sería mío quizá». Y germinó en su mente un extraño y atrevido propósito.

Sólo el que conozca la vida estrecha y rutinaria de los pueblos pequeños, la alarma que produce en los hogares modestos la perspectiva de cualquier gasto que no sea de estricta utilidad, la costumbre de que las muchachas nada resuelvan ni emprendan, dejándolo todo a la iniciativa de los mayores, comprenderá lo que empleó Águeda de voluntad, maña y firmeza, hasta conseguir dinero y licencia para realizar sus planes... Fausto había volado ya a Madrid; el pueblo dormitaba en su modorra invernal, y Águeda, levantándose cada día con la misma idea fija, suplicaba, rogaba, imploraba a su madre, a su padrino, a sus hermanas, sacando a aquélla una pequeña cantidad, a aquél un lucido pico, a éstas de la alcancía los ahorros..., hasta juntar una suma, con la cual, llegada la primavera, tomó el camino de la capital de la provincia... Iba resuelta a arrancarse todos los dientes y ponerse una dentadura ideal, perfecta.

Águeda era muy mujer, tímida y medrosa. No se preciaba de heroína y la espantaba el sufrimiento. Un escalofrío recorrió sus venas, cuando, discutido y convenido con el dentista el precio de la cruenta operación, se instaló en la silla de resortes, y encomendándose a Dios, echó la cabeza atrás...

No se conocían por entonces en España los anestésicos que hoy suelen emplearse para extracciones dolorosas, y aunque se tuviese noticia de ellos, nadie se atrevía a usarlos, arrostrando el peligro y el descrédito que originaría el menor desliz en tal delicada materia. Tenía, pues, Águeda que afrontar el dolor con los ojos abiertos y el espíritu vigilante, y dominar sus nervios de niña para que no se sublevasen ante el atroz martirio.

Desviados, salientes y grandes eran sus dientes todos. Había que desarraigarlos uno por uno. Águeda, cerrando los ojos, fijó el pensamiento en Fausto. Temblorosa, yerta de pavor, abrió la boca y sufrió la primera tortura, la segunda, la tercera... A la cuarta, como se viese cubierta de sangre, cayó con un síncope mortal.

—Descanse usted en su casa —opinó el dentista.

Volvió, sin embargo, a la faena al día siguiente, porque los fondos de que disponía estaban contados y le urgía regresar al pueblo... No resistió más que dos extracciones; pero al otro día, deseosa de acabar cuanto antes soportó hasta cuatro, bien que padeciendo una congoja al fin. Pero según disminuían sus fuerzas se exaltaba su espíritu, y en tres sesiones más quedó su boca limpia como la de un recién nacido, rasa, sanguinolenta... Apenas cicatrizadas las encías, ajustáronle la dentadura nueva, menuda, fina, igual, divinamente colocada: dos hileritas de perlas. Se miró al espejo de la fonda; se sonrió; estaba realmente transformada con aquellos dientes, sus labios ahora tenían expresión, dulzura, morbidez, una voluptuosa turgencia y gracias que se comunicaba a toda la fisonomía... Águeda, en medio de su regocijo, sentía mortal cansancio; apresuróse a volver a su pueblo, y a los dos días de llegar, violenta fiebre nerviosa ponía en riesgo su vida.

Salió del trance; convaleció, y su belleza, refloreciendo con la salud, sorprendió a los vecinos. Un acaudalado cosechero, que la vio en la feria, la pidió en matrimonio; pero Águeda ni aún quiso oír hablar de tal proposición, que apoyaban con ahínco sus padres. Lozana y adornada esperó la vuelta de Fausto Arrayán, que se apareció muy entrado el verano, lleno de cortesanas esperanzas y vivos recuerdos de recientes aventuras. No obstante, la hermosura de Águeda despertó en él memorias frescas aún, y se renovaron con mayor animación por parte del galán los diálogos y los ventaneos y los paseos y las ternezas. Águeda le parecía doblemente linda y atractiva que antes, y un fueguecillo impetuoso empezaba a comunicarse a sus sentidos. Cierto día que, hablando con uno de sus amigos de la niñez, manifestó la impresión que le causaba la belleza de Águeda, el amigo respondió:

—¡Ya lo creo! Ha ganado un cien por cien desde que se puso dientes nuevos.

Atónito, quedó Fausto. ¿Cómo? ¿Los dientes? ¿Todos, sin faltar uno? ¡Cuánto trastorna la vanidad femenil! Y soltó una carcajada de humorístico desengaño...

Cuando, años después, le preguntó alguien por qué había roto tan completamente con aquella Águeda, que aún permanecía soltera y llevaba trazas de seguir así toda la vida, Fausto Arrayán, ya célebre, glorioso, dueño del presente y del porvenir, respondió, después de hacer memoria un instante:

—¿Águeda...? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¡Porque no es posible que entusiasme una muchacha sabiendo que lleva todos los dientes postizos!...


«Blanco y Negro», núm. 385, 1898.

La Emparedada

Reclinada sobre tapices persas, pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.

¿Por qué la aborrece el zar? La zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las hijas de la Georgia. Su piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina, al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen desconoce el alma donde reinan.

Se oyen ladridos de perros, relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina, temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso, el zar la rechaza.

—Zarina, te detesto. Tu vista me es amarga como el absintio. Odio tus ojos azulados y tus lágrimas infantiles, que no aciertas a esconder. Odio la rosa que te adorna y la fragancia que despiden tus labios. Odio tus manos de marfil, semejantes a las de la icona, y tus pies bien formados, que he visto desnudos. Córtate al punto ese largo pelo rizado y, sin murmurar, desaparece en las tinieblas del convento.

—¿En qué he delinquido, señor? Te he sido leal, te he amado, te he obedecido siempre como obedece la mano a la voluntad... ¿Cuál es mi culpa?

—Ninguna. Te odio. No puedo decirte más. Basta. Te encerrarán en una celda de piedra con tres ventanas; desde la primera verás una iglesia de doradas cúpulas; desde la segunda, un jardín lleno de flores; desde la tercera, un cementerio, donde has de dormir.

—¡Por compasión! —gime la joven posternada—. Déjame libre, zar ortodoxo, y mendigaré mi sustento! ¡Déjame que ocupe el último lugar entre las servidoras del palacio, y no me acordaré nunca de que he sido la zarina!

—Quien lo ha sido lo es. A la celda te llevarás tu alta corona de pedrería, tu manto forrado de cibelina, tus collares relicarios. Despáchate. Hoy te esperan en el convento de la Panaxia.

Allí conducen la misma noche a la zarina. Emparedada en su celda, cuando se despierta, cree al pronto haber soñado un horrible sueño, pero no puede dudar; reconoce las tres ventanas, desde las cuales ve la iglesia, el jardín, el cementerio con sus túmulos de césped y sus cipreses oscuros. Sacude la cabeza: la soberbia mata de pelo ha desaparecido. Oculta el rostro entre las manos y llora, llora tres días y tres noches, rehusando el alimento.

Al tercer día, exánime, bebe una jarra de kumis, y se resigna. Todas las mañanas reza ante las cúpulas de oro: todas las tardes canta, acompañándose con su bandurria, canciones dolientes. Nunca se asoma a la ventana que cae al cementerio; su único consuelo es mirar el jardín florido. Pero el invierno se acerca: el soplo de su yerta boca despoja los árboles. El ciclo gris apenas deja filtrar la claridad lívida del sol. En el horizonte flotan inciertos velos, como niebla de humo; un polvillo pálido desciende lentamente, amortiguando más aún la escasa luz diurna. Poco a poco, el polvillo se convierte en granitos de maná, luego en copos finos, después apretados y densos. La tierra blanquea. Diríase que el aire blanquea también. A lo lejos un infinito blanco junta al cielo con el suelo. Nieve dondequiera, nieve hasta perderse de vista: inmovilidad y mutismo fúnebre, y la zarina, emparedada, bajo sus pieles de marta y armiño, tirita como si la envolviese el velo silencioso de la muerte.

Pasan meses y meses: viene la primavera; la negra gleba humea y se esponja bajo el sol de abril; dijérase que las cortezas crujen y las yemas de los árboles revientan; dijérase que la estepa ríe y que los pájaros están locos. La zarina deja deslizarse sus abrigos de rica peletería y se asoma a la ventana. No muy distantes, por el camino tortuoso, ve cruzar peregrinos que se dirigen a Jerusalén, mujiks que van a sembrar el trigo y el lino, monjes, cosacos, babas que llevan a hombros sus pequeñuelos. Y canta sus querellas, con la esperanza de que alguien la oiga y fije en la ventana una mirada de piedad. Nadie la escucha, nadie se vuelve, excepto un viejo vagabundo que al crepúsculo pasa cerca de las tapias del jardín.

—¿Qué tienes, niña? ¿Por qué te han encerrado? —pregunta el viejo—. ¿Has cometido, sin duda, un crimen?

—¡Ay de mí! —responde la emparedada—. No hice nada malo. Cristo lo sabe. Estoy aquí porque el zar me odia. Sálvame, cristiano ortodoxo.

—Si te odia nuestro padre el zar, será con razón y justicia.

—Sin razón; por capricho me aborrece.

—Habla con más cordura, niña. No podemos comprender al zar ni a Cristo, Zar del Cielo, y ambos tienen siempre razón. Sufre y calla...

Y el viejo se aleja, despacio, como si luchase todavía entre un impulso de compasión y el convencimiento de que a él, pobre mendigo errante, sólo le toca postrarse al oír el nombre del zar. La emparedada le grita, le llama, dándole nombres de cariño. Una cuerda que el viejo arrojase a su ventana es la libertad, la salvación. La tarde iba cayendo, la luna se alzaba encendida y redonda, el vagabundo ya se confundía con el gris de la sombría estepa, allá en lontananza. Y entonces la zarina, asomándose a la tercera ventana, de la cual siempre había huido, la que cae al cementerio, tendió los brazos en transporte de amor hacia los túmulos de césped y las profundidades de fosa que se adivinan bajo el suelo mil veces removido, relleno de muertos. La libertad está allí...

La Enfermera

Sor Casilda alzó el pálido rostro, que sonrosaba una emoción repentina, y contestó a la tornera:

—Voy, voy ahora mismo.

La llamaban a la reja baja; estaba allí su primo Luis —casi su hermano—, que deseaba verla; era el generoso bienhechor del convento, el que no hacía dos meses había contribuido espléndidamente para reparar la torre de la iglesia, que amenazaba ruina, y las contadas veces que venía a hablar con sor Casilda, se les permitía que conversasen sin tasa de tiempo ni vigilancia de oído.

Él esperaba ya en el locutorio, salita limpia, esterada, enjalbegada, amueblada con bancos de madera, sillas de paja y dos fraileros. Era allí casi tangible el silencio, el recogimiento casi palpable; la celosía amortiguaba la luz solar; ningún ruido venía de la desierta calleja toledana, y los cuadros oscuros, bituminosos, de negro marco, aumentaban la impresión de melancolía, como de indiferencia hacia la vida, que infundía aquel lugar.

Luis, desplomado en uno de los dos amplios sillones de vaqueta, puestos los codos en los descansaderos, dejaba colgar un brazo, y en la palma de la mano del otro reclinaba la frente. En esta misma actitud de cansera dolorosa estaba cuando, a paso quedo, la monja avanzó, y al detenerse pronunció un ¡chis!, suave.

—¿Qué es eso, primo? ¿Estás malo? —articuló sor Casilda.

Luis había vuelto el rostro en dirección de la reja, y la monja le consideraba con susto; tal le hallaba de desencajado, los ojos asombrados y fijos, la boca contraída, negros y resecos de calentura los labios, el aliento que de ellos salía, impuro y fétido como la exhalación que se levanta de revuelto pantano en horas de tormenta.

—Malo, no —respondió Luis—. No tengo nada de lo que se dice enfermedad. Lo que tengo es pena…, ¿oyes?, pena horrible. Estoy en una de esas horas que hay…, ¡horas negras!…, y vengo a que alguien me muestre un poco de cariño, porque ¡me hace tanta falta!…

La monja se estremeció. Escuchaba con sencillo agrado la voz de Luis cuando hablaba de cosas indiferentes; pero, a poco que el sentimiento la timbrase, recordaba con punzante intensidad que era la misma voz, la única que había derramado en su oído inolvidables conceptos… Por rápido y soso que hubiese sido el noviazgo; por pronto que se hubiese convertido en fraternidad, sor Casilda guardaba allá dentro, invisible, una herida…, herida dulce, cruel, sin cesar ofrecida a Dios, sólo por él curada, cerrada nunca. Para que la herida no le doliese tanto, Casilda había buscado en el convento ese bálsamo pasado de moda, eternamente eficaz, del aislamiento, de la muerte parcial, del renunciar y del obedecer. No fue misticismo; fue más bien una especie de filosofía humana, instintiva, la que aconsejó a la niña que ocultase sus formas en el hábito de ruda estameña y cubriese su cabeza con la toca. Como tantas almas enfermas y exhaustas, buscó el reposo, única dicha de los que irremisiblemente pierden las esperanzas terrenas. Casi se hubiese sentido feliz en el convento si ignorase la situación de Luis, su historia privada. Pero la conocía. ¿Cómo? ¿Por referencias de quién? Ahí está lo que no acertaría a explicar de un modo concreto; pero sabía, sabía; todo había llegado hasta ella, cual llega penetrante olor de flores malditas salvando rejas y muros. Las reclusas están más al corriente de lo que se cree de cuanto en el mundo ocurre, no por relatos circunstanciados, sino por indicaciones expresivas. Un movimiento de cejas, un entornar de ojos, se interpretan en el claustro; la imaginación de la encerrada hace lo demás. Los gestos y las medias palabras referentes a Luis se traducían para sor Casilda de esta suerte: «En pecado. Por consecuencia, en más tribulación y tormentos que alegría». Y rezaba, rezaba, con un ímpetu de esos que llegan al más allá misterioso. ¡Que Luis, algún día, se arrepintiese y se salvase!, aunque a ella le fuesen cerradas las puertas divinas, tras de las cuales no hay mentiras, ni tristezas, ni miserias, ni culpas… Y ahora que le veía indudablemente en el primer peldaño de la escala del arrepentimiento, bajo la impresión de una catástrofe moral de las que en un instante inmutan la conciencia, sor Casilda, en vez de complacencia, sentía una piedad infinita, inmensa, arrasadora, que derretía su corazón y conmovía sus entrañas: algo muy trágico, muy hermoso y muy fuerte, que la arrebataba y la trastornaba, haciéndole olvidar en un minuto los propósitos y las aspiraciones de tantos años…

Con la violencia del impulso de empujarlos, los hierros de la reja se incrustaban en su cuerpo enflaquecido y lastimaban sus afiladas y descoloridas manos, que pugnaban por alcanzar, al través de ellos, a Luis. El cual, ahora, sollozaba muy bajo, quejándose como se quejan los niños cuando están enfermos y no saben explicar su mal a las madres. La monja repetía, suplicante:

—Pero cuéntame… Pero di, Luis; di, por Dios… Desahoga, desahoga…

—¡No puedo! —gimió él, abrumado por lo inútil, por lo estéril de su agonía—. Casilda, no puedo. Tengo, ¿ves?, una argolla de garrote en la garganta y noto vértigo en la cabeza. ¡Esa reja baila!… ¡Tú también! Es raro, ¿verdad?, que un hombre, un hombre que no es un necio ni un cobarde, se ponga así por…, por una…, ¡por una infamia de mujer! Mira, estoy loco, Casilda; si digo algún disparate, perdónamelo. ¡Dichosa tú, que has logrado vivir lejos de estos combates! ¡Si supieses cuánto se sufre! No, ni lo sospechas. Reza por mí… para que me muera pronto, ¿entiendes, hija mía? No vayas a equivocar la oración y solicites largo plazo a mi existir… ¡Casilda, Casilda! Tú me has querido bien. ¡Compadécete de mí! ¡Que alguien me compadezca!

Ahora sí que la reja bailaba, mejor dicho, trepidaba como si fuese a desprenderse del rudo marco de piedra donde sólidamente la fijaban emplomaduras enormes. La monja, rabiosamente, con el peso de su débil cuerpo y el escaso vigor de sus bracillos de anémica y sedentaria, pretendía arrancar el primer enrejado… Luis vio el sublime e insensato movimiento y lo agradeció con una mirada más dolorosa que las palabras. Sor Casilda redobló sus esfuerzos. Jadeaba; resollaba hondo y congojoso, como el leñador cuando descarga el hacha; se estropeaba los dedos, se deshacía las muñecas, y repetía, en su afán:

—¡Luis! ¡Luis! Ayúdame… Quiero salir. Ayúdame; rompámosla…

Luis se encogió de hombros. Aquella locura de su pobre prima le traía a él, por contraste y comparación, a la realidad. ¡Romper una reja así! Y cuando por caso imposible la rompiese, ¿no era doble la reja? ¿No tendrían que arrancar la segunda, erizada de picos de hierro? Aquella reja era el propio destino de la monja; y el suyo, el de Luis, aquel dolor desesperado e incurable, que arrastraría siempre consigo. Se levantó, y acercando el lívido rostro a un claro de la reja, murmuró:

—Casilda…, déjalo… No puedes, Casilda. No podemos. Y si pudiésemos…, ¿para qué? Es inútil. Todo es inútil en el mundo. Tu compasión… y basta…

La Enfermera

El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y corrió solícita a donde la llamaba su deber.

El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía —sosteniendo el cuerpo de él, ofreciéndole una cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores—. Escena de familia, revelación de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo físico y la ilusión, cebo eterno de la naturaleza al mortal… Sin duda pensó él algo semejante a esto, que se le ocurriría a un espectador contemplando el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.

—Mejor… Hace un instante, no podía más… ¿Cuándo crees tú que Dios se compadecerá de mí?

—No digas eso, Federico —murmuró, con ahínco, la enfermera.

—¡Bah! —insistió—. No te preocupes. Lo he oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye… Sí, me alegro. Juana mía. No me quites la única esperanza. Mientras más pronto se acabe este infierno… No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está un ángel… ¡Ah! ¡Pues si no fuera por ti!

Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente cara de ángel no la tenía. En su rostro se advertían, por el contrario, rasgos de cierta dureza, una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneció al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.

—Juana… —balbuceó—. Me siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante… No te sobresaltes. ¡Si te lo agradecería! Escucha… Voy a aprovechar esta hora; tengo que decirte… Prométeme que me escucharás sin alterarte, Juana…

—Federico, no hables; no te fatigues —respondió ella—. No pienses más que en tu salud. Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.

—¡Después! —repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fijó en un punto imaginario del espacio; lejos, lejos…, camino del después misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino—. Ahora —insistió—. Ahora o nunca, Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ¡Si tú sospechases lo que pesa en el corazón un secreto! ¡Si supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!

—¿Un secreto? —contestó, como un eco, Juana, inmutándose.

—Por favor, querida…, no te alarmes ya, ni te alborotes luego, cuando te confiese… Prométeme que tendrás serenidad. Siéntate ahí; dame la mano. ¿No? ¡Como quieras!…

—¿Ves? Te cansas; déjalo, Federico —porfió Juana, agitada por imperceptible temblor, como si luchase consigo misma.

—Oye… Nadie mejor que yo conoce lo que me perjudica. Estoy cierto de que hasta para morir más resignado necesito espontanearme, acusarme… Juana, ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente, dime por anticipado que me perdonarás.

—¡Te perdono… y calla, Federico! —profirió ella, sordamente, en tono colérico, a pesar suyo.

Él, realizando sobrehumano esfuerzo, se sentó en la cama, echando fuera el busto, inclinándose hacia su mujer en un transporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los sentimientos de los que los rodean. La emoción profunda de Juana le animó; cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió a hablar:

—Me perdonas, me perdonas… Es que no sabes; es que crees que se trata de alguna falta leve. Fue grave; soy muy culpable, y me atormenta pensar que te estoy robando no sólo el tiempo y el trabajo que te cuesta cuidarme, sino otra cosa que vale más… Después que lo sepas, ¿me querrás todavía? ¿No me abandonarás, dejándome que muera como un perro?

Juana se puso en pie de un brinco. El temblor nervioso de su cuerpo se acentuaba. Su voz era ronca, oscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica frialdad:

—Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú mismo.

El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas se vidriaron sin humedecerse; era el llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados.

—¡Estabas enterada!

—Pues ¿qué creías? —repuso ella, lívida, apretando los dientes, apuñalándole con los ojos.

Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro lo único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún, gracias a tal convicción, y he aquí que las inflexiones de la voz, el gesto, la actitud de Juana acababan de arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El odio se había transparentado en ellos tan sin rebozo, tan impetuoso en su revelación impensada, que la aguda sensación del peligro —del peligro latente, mal definido, acechador— suprimió en aquel instante la noción del remordimiento y atajó la confesión en la garganta.

—Juana —suspiró—, ven, oye… Mira que no hubo nada. ¡Lo que iba a contarte eran unas tonterías!…

Ella se acercó. En los carbones por donde miraba brillaban ascuas: su ceño se fruncía trágicamente; las alas de su nariz palpitaban de furor. Nunca la había visto Federico así, y, sin embargo, era una expresión que se adaptaba bien al carácter de su fisonomía o, mejor dicho, patentizaba su fisonomía verdadera. El terror del enfermo paralizó hasta su lengua. Por instinto pueril, quiso ocultarse bajo la sábana.

—No te escondas —articuló ella, despreciativamente, pisoteándole con el acento—. Mira que si te veo tan miedoso, me re–i–ré de ti. ¿Comprendes? Me re–i–ré. ¡Y es lo único que le faltaba a mi venganza para consumarse! ¡Reír! ¡La risa! ¡Oh! ¡Cómo te aborrezco! Ya no callo más…

Federico la miraba extraviado, loco. ¿Tendría pesadilla? ¿Era ya la muerte, la fea muerte, la condenación, el castigo de ultratumba? ¿Era la forma que tomaba, para torturarle, su conciencia de pecador?

—¡Juana! —tartamudeó—. ¿Estoy soñando? ¿Venganza? ¿Me aborreces?

Ella se aproximó más; acercó su boca a la cara de Federico, y como filtrándole las palabras al través de la piel, repitió:

—Te aborrezco. Me creíste oveja. Soy fiera, fiera; oveja, no. Me ofendiste, me vendiste, me ultrajaste, torturaste mi alma, me enloqueciste, me alimentaste con ajenjo y con hiel, ¡y ni aun te tomaste el trabajo de reconocer que mi juventud se marchitaba y se ajaba mi hermosura y se torcía mi alma, antes confiada y generosa! Y cuando te sentiste herido de muerte, de muerte, sí, y pronta; ¡lo has acertado!…, entonces me llamaste: «Juana, a servirme de enfermera… Juana, a darme la poción…».

—¡Y lo hiciste de un modo sublime, Juana! —sollozó él—. ¡Y fuiste una mártir a mi cabecera! ¡No lo niegues, querida mía! ¡Perdóname!

Juana soltó la carcajada. Era su reír un acceso nervioso; asemejábase a una convulsión, que retorcía sus fibras.

—¡Sí que lo hice! —repitió por fin, dominándose con energía tremenda—. ¡Sí que lo hice! ¡Vaya si te di la poción! Cada día te di la poción…, ¡que más daño te hiciese! ¡Aquélla, y no otra! ¡Ah! ¿No lo sospechabas? ¡Tú sí que has sido engañado! ¡Tú, sí! ¡Tú, sí!

Oyéronse toquecitos en la puerta. La voz respetuosa de un criado anunció:

—El señor doctor.

Y entró el joven médico, guanteado, afeitado, afable, preguntando desde el umbral:

—¿Cómo sigue el enfermo? ¿Y la incomparable enfermera?

La Estéril

Aunque las tupidas cortinas, como centinelas vigilantes, cerraban el paso al frío; aunque las lámparas ardían claras y apacibles, derramando bienestar, y la leña de la chimenea, al consumirse, difundía por el aposento acariciadores efluvios cálidos; aunque en la cocina se disponía una exquisita cena, llamada a unir los primores serios de la moderna gastronomía con las risueñas e ingenuas golosinas tradicionales, como la sopa de almendra y la compota; aunque esperaba a su marido para saborearlas en paz y en gracia de Dios, con la sensación adormecida de una tibia felicidad añeja, de una serie de Navidades todas parecidísimas, la marquesa iba advirtiendo predisposición a entristecerse; casi, casi a llorar. ¡Como que ya tenía un velo cristalino ante los ojos!

Era la espina, la antigua espina de la juventud, que volvía a hincarse, aguda y recia, en la carne viva del corazón; era la necesidad, mejor dicho, el hambre de amor, de ternura, de delirio, de abnegación absoluta, de sufrimiento, reapareciendo una vez más para envenenar las últimas horas de la existencia, como había envenenado las primeras.

Para los que no ven sino por fuera y no penetran en las almas, la marquesa era lo que se llama una mujer venturosa. Su marido la quería con cariño sereno y perseverante, y había sido, al par que inteligente administrador de la hacienda común, afectuoso cumplidor de los más pequeños gustos y deseos de su esposa...

Sin embargo, sentíase defraudada la marquesa, sin que pudiera quejarse del fraude en voz alta. ¡Cuántas veces, desvelada en el lecho conyugal, había prorrumpido en sollozos, que despertaban al esposo dormido y le dictaban la pregunta de todos los ciegos morales!: «Hija..., pero ¿qué tienes? ¿Te duele algo? ¿Estás enferma?¿Quieres el agua de azahar?» para obtener la respuesta infalible: «No tengo nada... los nervios, hijo... Sí, tomaré unas gotitas.»

¿Cómo decírselo?¿Cómo se formula lo que apenas a nosotros mismos nos confesamos? La marquesa sentía la falta de algo que gastase y absorbiese por completo su devoradora afectividad. Cuando veía a sus amigas pálidas, desmejoradas, arrastrando el peso del embarazo o bregando con la lactancia, un rayo de envidioso dolor la consumía. Y —¡cosa más indecible y más secreta aún!— cuando oía referir la triste historia de alguna mujer vendida, engañada por un hombre y que, a pesar de todo, le adoraba y se pegaba a él como la hiedra al tronco..., el mismo sentimiento amargo oscurecía su espíritu. Porque la marquesa quería amar, y se moría de plétora amorosa, de la estancación del amor en los centros desde donde debe irradiar, penetrando y vivificando todo el organismo...

Escondiendo su noble enfermedad, como si fuese lepra; alta e inmaculada la frente; valeroso y resuelto el ánimo, la marquesa pasó de la edad en que se espera a la edad en que se recuerda, y ya en sus sienes el nimbo de plata de la vejez parecía promesa de calma y reposo... Mas no era así. Al venir el invierno y reconcentrarse el calor al corazón, crecían la angustia y el malestar de la enferma; sus angustias morales se complicaban con el tedio de la vejez solitaria y glacial; y a las diez de la noche del día 24 de diciembre, arrimada a la chimenea, sin que ninguna pena positiva la apremiase, rodeada de lujo, de seguridad y de dignidad, la marquesa dio suelta al llanto, y lloró gimiendo, mordiendo el pañuelo de encaje, ensopándolo en esas lágrimas calientes y vivas, muy salitrosas, lágrimas de pasión, que surcan de fuego las mejillas.

Ni siquiera advirtió que pasaba tiempo: una hora, más de una hora, y que no venía el marqués, ni rodaba ningún coche por la solitaria calle. Sólo cayó en la cuenta de la extraordinaria tardanza de su marido cuando éste se presentó, restregando las manos yertas, secas, finas y largas y, tendiendo las palmas a la llama de la leña, mientras decía con deferente tono:

—Hija, no extrañes... Creí que no iba a venir hasta la una... Me cogió el Señor en la misma esquina y tuve que ir y subir a un quinto piso... Y todo para encontrar a una mujer que ya parecía difunta, y que se murió, efectivamente, a los cinco minutos... ¡Brr! Con este frío, no hay guantes que...

—Y si se murió la que iban a viaticar —preguntó la marquesa, por decir algo—, ¿cómo es que tardaste?

—Verás... Te lo contaré; lo más sencillo... Aquello es un cuchitril imposible, y bulle allí una lechigada de chicos, que se quedan sin padre ni madre... Yo, por suerte, llevaba un par de billetes en la cartera... De haber subido, parecía natural..., ¿no crees tú?

Y el marqués miró a su mujer como buscando excusas al rasgo de beneficencia, deseoso de que su generosidad resultase correcta y fría, perdiendo todo colorido filantrópico. Pero la mirada del esposo, que la marquesa no esperaba, sorprendió a ésta con los ojos llenos de agua y el rostro inmutado; y el movimiento brusco que hizo para ocultar su turbación fue más delator aún que la turbación misma. El repitió la eterna insulsez:

—¿Qué tienes? ¿Te pasa algo?

Levantóse la marquesa. Su dolor era tan agudo, que se le escapaba a borbotones de los labios. Echóse al cuello de su esposo y, como el prisionero que se queja a una pared, le gimió al oído:

—¡Gonzalo, yo no callo más! Se acabó... Yo he sido muy desgraciada... Y tú también... ¡Esta casa sin un niño, sin un pequeñito que cuidar! ¡Tan solos, mirándonos a las caras en este silencio, en este fastidio! Gonzalo, esta noche daría yo por un niño sangre de mis venas... ¿Qué hicimos para que Dios nos castigue? ¡He llorado más!... Soy infeliz; lo fui siempre... Aunque la gente piense otra cosa, muy infeliz, ¡muchísimo! Debí morirme a los veinte años.

El marqués frunció el ceño. La queja de su esposa le hería en lo más íntimo, humillándole en su doble orgullo de hombre y de último representante de una ilustre estirpe; pero sobre todo le desorientaba, pareciéndole cosa inconveniente y chocante, incompatible con el buen tono, el gusto y la delicadeza.

—¡Hija... lo que es para chicos, ahora ya... me parece que te acuerdas un poco tarde!... Si de mi voluntad hubiese dependido...

Y como la señora siguiese llorando inconsolable, añadió, no sin asomos de impaciencia:

—Mira, Elena, si te encuentras muy sola y necesitas jugar a los muñecos, te traes a casa uno de los chiquitines de Rafaela... Son una monería, tan listos, tan lindos. ¡Rafaela se dará por bien servida!...

—¿De tu cuñada? ¿De una mujer que vive, que tiene derecho sobre sus hijos, que me disputaría a cada hora la criatura? No, gracias... ¡Que se los guarde, y buena pro le hagan! —respondió con despecho, la señora.

—Pues entonces...

La mujer estéril calló, pero su mirada ansiosa seguía fija en el marido. De pronto, cogiéndole febrilmente de la manga, preguntó anhelosa:

—¿Y esos? ¿Cómo eran?

—¿Cuáles? —balbució el marqués.

—Los..., los de la pobre...

—¿De la que murió? ¡Elena del alma! ¡Cómo han de ser! Parecen gusanos... Horribles, sucios... ¡Hay uno raquítico, que asusta de puro feo!

La marquesa calló, suspiró, secó los ojos y, echando por ellos chispas de codicia, murmuró en voz ardiente y baja:

—Gonzalo, Gonzalo, ¡por Dios!... No me digas que no... Anda, y tráeme de seguida a ese chiquillo raquítico... Yo le sanaré. Yo haré de él un hombre fuerte, robusto... Anda... Te lo pido por la noche en que estamos... ¡Ve a buscar al pobre nene!

El marqués movió la cabeza, como diciendo en sus adentros: «Se acabó; a mi mujer se le ha vuelto el juicio.»

—Pero hija, ¡qué capricho!... ¡Un fenómeno así!... ¿Es para enseñarlo en las ferias? Yo no te traigo pelele semejante. Duerme, hija, que mañana ya te ríes tú del antojito.

La marquesa tomó de la mano a su marido y le llevó a la alcoba, que iluminaba una lamparilla, y señalando al Cristo de marfil, que habría los brazos dominando el copete de la espléndida cama barroca, exclamó, con indescriptible acento de protesta y algo del humorismo de la mujer segura de su victoria:

—¿Te parece a ti, señor don Gonzalo, que ése que nace ahora mismo, nace solo para los guapos y los derechos?

El criado, entre tanto, buscaba a los señores en el gabinete, para anunciar que la cena estaba servida; y el marqués, apoyándose como en chanza en el brazo de su mujer, decía, cortésmente, mientras se dirigían al comedor:

—Ahora, con este frío, supongo que no querrás que salga en busca del monigote. Las pulmonías acechan en la puerta. Mañana a primera hora te lo traigo, y tú ofreces diez duros de propina a quien te lo quite de delante. ¿Y sabes, Leni, que desde que tenemos sucesión has vuelto a tus mejores tiempos? Tienes una cara y un color... Mira, procura que no se enteren por ahí de lo del niño feo, porque nos van a poner en solfa... ¡Hijos a nuestros años... y de esa estampa!


«El Imparcial», 25 de diciembre de 1892.

La Estrella Blanca

De los tres Reyes de Oriente, llamados Magos, el más sabidor era el viejo Baltasar. En su palacio, de altas techumbres sostenidas con vigas de cedro, rodeado de fuertes muros de granito, y que guardaba escogida tropa, compuesta de mozos de las más nobles familias, había construido una especie de observatorio, una torre redonda, donde se encerraba, para consultar despacio las constelaciones y cubrir de enigmáticas rayas y letras de un desconocido alfabeto los pergaminos que le traían en abundancia, bien flexibles y curtidos, en lindos rollos, y las tablillas plaqueadas de cera que, surcadas por el estilete, iban alineándose alrededor de la cámara, en estantes de maderas preciosas.

El anciano rey no estaba engreído de su ciencia. En aquellos azules espacios que escrutaban sus ojos ansiaba adivinar leyes misteriosas, no sospechadas armonías de la creación; pero no lo conseguía. El ansia de conocer, de rasgar los velos en que envuelve sus operaciones la potencia creadora, le absorbía tanto, que descuidaba su reino. Un sobrino, ambicioso y activo, iba captándose las simpatías del pueblo y de la nobleza militar, y si no desposeía a su tío, era porque le consideraba entregado a inofensivas manías e incapaz de estorbar en nada.

En cambio, el rey Gaspar, sin ocuparse del cielo, consagraba sus artes mágicas al dominio y conquista de la tierra. Cuando al frente de sus aguerridas tropas entraba en país enemigo, iba prevenido de augurios y horóscopos. Todos creían que Gaspar estaba dotado del don de adivinación y se comunicaba directamente con el poder oculto que concede, al azar de la lucha, la victoria, y le seguían sin miedo, con fanatismo. Al verle, recio y resuelto, en la madurez de su edad, rigiendo su generoso bridón, sonriendo lleno de confianza entre las nubes de dardos y los remolinos de la batalla furiosa, repetían que un encanto le hacía invulnerable. Y, en efecto, jamás fue herido el Mago Rey: haciendo proezas de valor en todos los combates, ni flecha ni piedra logró alcanzarle, ni tajo de espada pudo rasguñar sus vestiduras. Pretendieron los romanos sojuzgar la tierra que Gaspar regía, y fueron rechazadas las veteranas legiones, maltrechas y rotas. Cuando el Procónsul que las mandaba refirió al Senado que el rey sabía de magia y no era posible vencerle, se rieron del que venía dominado por supersticiones orientales y daba crédito a consejas ridículas. Y, entre tanto, Gaspar, no satisfecho, se consumía en el afán de mayores conquistas, de llegar hasta Roma, de entrar en la ciudad y ponerle fuego y apoderarse del universal poder.

El tercer Mago, Melchor, reinaba sobre los etíopes, pueblo el más antiguo del mundo. Era joven; no pasaría de los veinticinco años, y su corazón y sus sentidos ardían con llamaradas de incendio. A pesar de su negra piel, su cuerpo era una estatua de bronce bruñido, esbelta, musculosa y elegante de formas. Rico en polvo de oro, perlas, plumas de avestruz y gomas olorosas, los trajinantes y caravaneros que le compraban estas mercancías inestimables, solían traerle en cambio esclavas blanca de diversos países. Temblorosas, tristes o resignadas, entraban en el palacio, que les tenía dispuesto Melchor, las hijas del Cáucaso, de perfecta belleza y rasgados ojos; las griegas, diestras en hacer versos y recitarlos al son de la lira; las persas, que huelen a rosa; las gaditanas, que saben de danzas voluptuosas; las fenicias, envueltas en negros velos; las hebreas, de nobles facciones, y hasta las romanas altivas, que no pocas veces se daban la muerte, ahorcándose con un jirón de su túnica, antes que sufrir la esclavitud y el abrazo del bárbaro rey. Melchor quería que sus cautivas estuviesen rodeadas de delicias y lujo. El palacio-serrallo era enorme y lo cercaban jardines y frondas de arbustos y árboles en flor, de hoja perenne, que aromaban el aire. Lagos tranquilos, surcados por embarcaciones diminutas, ofrecían los placeres del baño y del paseo, y en las barquillas remaban, en vez de hombres, simios amaestrados y esclavas de torso rudo, de gruesos labios rientes, forzudas y solícitas. Porque Melchor sufría de un mal cruel: en su apasionamiento, era celoso con rabia y recataba a sus mujeres de toda mirada varonil. Hubiese querido guardarlas dentro de una fortaleza sin que les diese ni el aire, pero la experiencia le había demostrado que, enclaustradas, enfermaban de consunción y morían de fiebre, y optó por rodear de altas tapias una extensión enorme y guardar allí el tesoro que con nadie quería compartir.

En el deleitoso retiro pasaba las tardes y las noches, revistando a sus hermosas, presenciando sus danzas y juegos, oyendo sus cánticos, preguntándoles por sus patrias lejanas y sintiendo un dolor recóndito cuando, al recuerdo, lágrimas involuntarias asomaban a los magníficos ojos de las concubinas.

A veces, Melchor, con dulzura, las interrogaba:

—¿No eres feliz, Dircé? ¿No me quieres, Faustina? ¿Anhelarías otro amor, Guluya?

Y cualquiera que la respuesta fuese, por tiernas que contestasen las caricias a la pregunta, Melchor quedaba triste hasta la muerte. Porque comprendía que su piel obscura, sus cabellos lanosos, no eran gratos, y que las bellas aparentaban una felicidad no sentida. Cada una de ellas había dejado, en su país, un predilecto: un heleno de perfil puro, de musculatura firme, bajo tez dorada; un tribuno militar; un patricio elegante; un pastor de Galilea, de rizos negros; un régulo ibérico que devoraba el espacio sobre un caballo de la Turdetania. Y Melchor, desesperado de borrar la memoria de sus invisibles rivales, acudía a la magia para conseguir el bien, a todos superior, de ser amado. No le bastaba la sumisión mecánica, el consentimiento de aquellos cuerpos seductores; exigía el alma, con rabiosa exigencia, no saciada nunca. Y ensayaba filtros y conjuros, encantaciones y evocaciones, convocando a las hechiceras de Tesalia, que se reúnen a la luz de la luna, a las pitonisas de Israel, practicando ritos sombríos, adoraciones de la serpiente y crueles ceremonias de propiciación del mal. Robaba cabellos, fragmentos de uñas y agua en que se habían lavado sus amadas, y con estos despojos componía bebedizos de amorosa sugestión. Pero el amor no llegaba; Melchor no lo sentía vibrar en la humilde obediencia de las hermosas. Y salía de sus regazos más sediento, más magullado del alma, más melancólico, y se encerraba, a veces, semanas enteras, sin querer poner los pies en el recinto del serrallo, hasta que, alentando un poco, volvía a su inútil lucha con lo imposible, para recaer en la pena y en el despecho. ¡Una sola que le diese amor! ¡Y a ésa toda su vida!

En una de las crisis de sentimental desesperanza, pensó Melchor que acaso el viejo rey Baltasar, con su sabiduría, pudiese darle un remedio. Y, acompañado de séquito fastuoso, con escolta de camellos cargados de polvo de oro y mirra, emprendió el viaje, llegando en cuatro jornadas a la capital del viejo Mago. En el camino se había encontrado a Gaspar, que, al frente de una escogida hueste, se dirigía también a visitar al anciano rey, para proponerle una alianza. La misma pretensión expuso a Melchor. ¿Por qué no se unían los Monarcas de Oriente y caían sobre Roma, que se declaraba señora de las demás naciones y las sometía a vasallaje y tributo? Melchor encontraba acertado el propósito de Gaspar, pero ambos convinieron en remitirse al parecer de Baltasar el Sapientísimo, que leía en los astros, sin duda, el porvenir.

Acogidos por el viejo con afabilidad y honor, reuniéronse a la tarde los tres Magos en la terraza del palacio real, y habiendo comido y bebido hasta saciarse, a la hora en que el sol se ha puesto y el firmamento es como tendido pabellón de terciopelo turquí, tachonado de diamantes y gemas, Baltasar, en tono paternal y benigno, dijo a sus huéspedes y convidados:

—Lo que desea Gaspar es muy conforme a su grande ánimo, a su valor de león; pero un pobre anciano como yo, ya no sabe de guerras ni de hazañas. Si queréis, tratad de esa alianza con mi sobrino, que me ayuda a llevar el peso del Estado. Yo, en esta noche señalada, quiero hablaros de algo más importante.

—¿Más importante que expugnar a Roma?

—¿Más importante que el amor?

Estas dos exclamaciones no sorprendieron a Baltasar. Sus ojos de vidente se clavaron en los dos Monarcas y sonrió con indulgencia.

—Oídme —pronunció—. Hace largos años que mis pupilas escrutan el espacio y registran los movimientos y giros de los cuerpos celestes. Inútilmente trato de descubrir qué interés tiene para la humanidad esa aglomeración de planetas y soles. ¿No os admira que sean tantos, tan centelleantes, tan remotos, que no se acerquen a nosotros jamás, mirándonos indiferentes desde la inmensidad fría?

Callaron Gaspar y Melchor, y prosiguió el Mago:

—Desde hace algún tiempo, sin embargo, parece que tengo presentimiento de que el cielo habrá de acercarse a la tierra. Mis cálculos me permiten afirmar que aparecerá una estrella desconocida y esa estrella será la única que tendrá piedad de los humanos. He advertido signos de su aparición. Estamos aquí tres hombres que sufrimos de un ansia infinita. ¿No es cierto? ¿Por qué no había de ser esta misma noche cuando se presente la estrella bienhechora?

El alto silencio, que parecía venir en ondas mudas del desierto cercano; la solemnidad del momento, impresionaron a los otros dos reyes. Su fantasía se entreabrió, como enorme cáliz de datura cargado de aroma.

Baltasar continuó, alzando sus dos manos abiertas como para orar:

—Los que estamos cerca de la muerte y hemos sido castos toda la vida y hemos permanecido en contacto con las ideas inmateriales, tenemos a veces revelaciones difíciles de explicar. Yo, en mi observatorio, he pensado que el mundo sufre, víctima de la injusticia y del dolor, y tiene que llegar la hora de que el cielo se acuerde de él. No adivino cómo podrá ser salvado el hombre, y, no obstante, creo firmemente que deberá serlo y que esta verdad está escrita en letras de lumbre en el cielo mismo. Si esto se os figura aprensiones de mi cabeza, ya debilitada por los años, no me las quitéis, porque son mi único consuelo, la recompensa de mi existencia, dedicada a lo espiritual.

—Padre mío, Baltasar —exclamó el negro, en quien la fe fue más súbita, y que besaba las manos del sabidor—, creo comprender lo que dices. El mundo está lleno de amargura. Se necesita alguna esperanza, y los que tenemos dolorido el corazón la buscamos como el ciervo las fuentes de agua viva.

—Se necesita —declaró Gaspar más reacio— derrocar a la insolente, a la inicua Roma; libertarnos de su tiranía.

—Hijo Gaspar —imploró el Mago mayor—, cree y verás caer Roma sin necesidad de combates, ni de sangre vertida en ellos. Cree y espera, que se acerca la hora; en verdad te lo digo.

Y Gaspar, a su vez, cayó postrado ante el viejo. Éste alzaba los ojos a la bóveda esplendente, toda acribillada de puntitos de luz. No se oía ni la respiración de los tres Reyes. No corría ni un soplo de aire.

De pronto, entre las luminarias del firmamento, una asomó que antes no era visible. Un astro de luz más blanca que las otras surgía con lentitud, majestuoso, y se acercaba tanto, que semejaba una luna pequeña. Alumbraba la terraza toda y arrastraba en pos de su globo de perla una cola de fulgor, larga, magnífica, desarrollada como el extremo del manto de una Reina austral. Y Baltasar, a su vez, dobló la rodilla y lloró de gozo.

—¿La veis? —repetía—. ¿La veis?

Fue Melchor, el fervoroso, quien primero pronunció la frase decisiva:

—¡Sigámosla!

Y la siguieron, ignorando adónde los conducía, seguros de que era a la salvación. Los tres, por el polvoriento y prolijo desierto de arena, caballeros en sus dromedarios, iban felices, olvidado Baltasar de la ciencia; Gaspar, de la gloria; Melchor, de la amorosa locura. Irradiaba en sus ojos algo sobrenatural, y la estrella, precediéndoles siempre, parecía envolverlos en un triunfo perpetuo. Su claridad, de día, eclipsaba a la del sol.

Y por haberla seguido, ¿no lo sabéis? los Magos Reyes, de vuelta a sus reinos, fueron santos...

La Exangüe

—Alquiló el cuarto tercero de mi casa, desocupado hacía tiempo —nos dijo el eminente doctor Sánchez del Abrojo—, una señora que me llamó la atención al encontrarla casualmente en la escalera. Nada tenía, a primera vista, de particular; ni era guapa ni fea, ni vieja ni joven; vestía de riguroso luto y pasaba como una sombra, tímida y muda, acongojada por el sobrealiento de la subida. Lo que en ella me extrañó fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse idea de un color semejante, hay que recordar las historias de vampiros que cuentan Edgardo Poe y otros escritores de la época romántica y servirse de frases que pertenecen al lenguaje poético; hay que hablar de palidez sepulcral; solo la muerte da un tono así a una faz humana.

El manto negro encuadraba y realzaba aquel rostro de cera, y en él observé una expresión peculiarísima, mezcla de dolor y de satisfacción, de calma y de sufrimiento. Mi costumbre de ver enfermos me hizo comprender que allí no existía sólo un estado físico delatado por el calor; reconocí las huellas de algún sacudimiento moral formidable, los estragos de una catástrofe ignorada, y penetrado de simpatía y respeto, saludé a mi vecina siempre que nos cruzábamos en la meseta, y le cedí el pasamanos con especial deferencia y apresuramiento cortés.

Transcurrió una quincena sin que la viese, hasta que un día la criada de la pálida bajó a rogarme que visitase a su señora, encarnada y enferma. Subí al tercero y encontré una vivienda pobre, limpia, glacial. Sin necesidad de tomar el pulso, reconocí en mi nueva cliente los síntomas de la anemia profunda, cuando ya ataca los tejidos y produce desórdenes graves. Las piernas hinchadas, la extremada languidez, el no poder alzar los párpados, eran señales de que faltaba el jugo vital, licor precioso que reparte por todo el organismo energía y fuerza.

—Cada quisque —prosiguió el médico, después de ligera pausa— tiene sus caprichos y sus goces. Otros coleccionan dijes, baratijas, cuadros, muebles, que avalora su belleza o su rareza; yo (no por caridad ni por filantropía; por «tema», por mi carácter tozudo) colecciono vidas; junto resurrecciones... Es para mí deleite refinado arrancar a la nada su presa... Me complazco en saber que gracias a mí andan por la calle más de un centenar de personas que ya tenían ganado el puesto en la sacramental. Ver a la pálida, y prometerme enriquecer con ella mi colección, fue todo uno. Déjense ustedes —añadió, atajando nuestras manifestaciones— de elogios que no merezco... Créanme. ¡Si me conoceré yo! Los que nacen para tenorios se desviven por «una más» en la lista. ¿Se figuran ustedes que en el fondo hay gran diferencia? No tengo veta de tenorio, pero soy otro como él, que reúne y archiva en la memoria emociones de un género dado. ¿Amor a la Humanidad? ¡Quia! Odio al sepulturero, ¡que no es lo mismo!...

Explicada así, comprenderán que no hay que alabarme tampoco por lo que hice para ampliar y reforzar mi catálogo.

La anemia se cura, más que con medicinas, con alimentos y reconstituyentes. La señora no podía costear ciertos manjares: sustancia de carne, verbigracia; como yo deseaba hacerla revivir, puse los medios, y la cosa marchó bien. Todavía está descolorida; no creo que llegue nunca a preciarse de frescachona; pero ya no sugiere ideas de vampirismo... Y no vendría a cuento que yo hablase de esta curación, menos difícil que otras, si no me hubiese proporcionado ocasión de saber la historia de la tremenda palidez. Fue necesario, para que me la refiriese, todo el agradecimiento que la pobrecilla me cobró, no sé por qué, acompañándolo de una veneración y una confianza sin límites.

Era mi enferma una señorita bien nacida, y se había quedado sin padres, ni más amparo en el mundo que el de un hermano menor, empleado, por influencia de un pariente poderoso, en nuestras oficinas de ultramar. El sueldo módico sostenía mal a los dos hermanos; sospecho que ella trabajaba para fuera; con todo eso, pasaban suma estrechez. Nació de aquí el deseo de un traslado a Filipinas, la hermana siguió al único ser a quien amaba, y se establecieron en uno de esos poblados de barracas de bambú, perdidos en el océano de verdor del hermoso archipiélago que ya no nos pertenece.

Abreviando detalles de los años que allí residieron en paz, diré que la sublevación al pronto no les asustó; creían inofensivos a aquellos adormilados y obedientes indígenas, y les parecía seguro reducirlos, con solo alzar la voz en lengua castellana, a la sumisión y al inveterado respeto. Disipóse su error al cercar el poblado hordas diabólicamente feroces, que lanzaban gritos horrendos y esgrimían el bolo y el campilán. Defendióse con valor de guerrillero el fraile párroco, refugiado en la iglesia, realizando proezas que no pasarán a la Historia; ayudóle como pudo el empleado; cedieron al número; quedó el fraile acuchillado allí mismo; al empleado le cogieron vivo, y a su hermana la llevaron arrastra a una choza donde el vencedor, un cabecilla tagalo (poco importa su nombre), tenía su cuartel general. La española se arrojó a sus pies llorando, implorando el perdón del hermano con acentos desgarradores. La cara amarillenta del cabecilla no se alteró: expresaba la frialdad inerte de la raza, y se creería que era de madera de boj, a no brillar en ella la chispa de los oblicuos ojuelos de azabache. En el semblante impasible leyó la señorita, enloquecida de horror, la sentencia del hermano adorado, y besando los pies del cabecilla, le ofreció «su sangre por la de él». «Se admite —contestó de pronto el amarillo—. La sangre de él no correrá. Que sangren a ésta.»

La sangría, estremece decirlo, duró... una semana. Cada mañanita, en una escudilla de coco, recogían la sangre de la desdichada, que caía después al suelo en mortal desmayo. Desde el quinto día, la debilidad le produjo una especie de delirio; creíase a bordo del barco que la conducía a España, libre y feliz, al lado de su hermano; escuchaba el ruido del mar batiendo los costados del buque, y notaba (efectos del vértigo) el ir y venir de las olas, el balance y cuchareo de la embarcación, el soplo del viento, la humareda que la chimenea lanzaba. Tan pronto su alucinación le mostraba una bandada de tiburones, como un asalto de piraguas llenas de indígenas; ya exhalaba chillidos porque ardía el barco, ya oía silbar las balas de los cañones y veía que el gran trasatlántico, partido en dos, hundíase en el abismo. Al amanecer del octavo día (último de su suplicio, según la habían anunciado), cuando ya la vena del brazo, exhausta, sólo gota a gota soltaba su jugo, y el corazón desfallecía próximo al colapso mortal, en un momento lúcido, o acaso de fiebre, se le apareció España, sus costas, su tierra amada, clemente; y creyendo besarla, pegó la boca al suelo de la cabaña, donde yacía sobre petates viejos, medio desnuda, agonizando, devorada por sed horrible, clamor de secas venas sin jugo.

La misma tarde cerró sobre el poblado una columna de Infantería española e indígena, poniendo en fuga a los insurrectos y libertando a los prisioneros y heridos. Atendieron a la infeliz, reanimándola un poco a fuerza de cuidados. Lo primero que pidió la exangüe fue a su hermano; quisieron ocultarle la verdad; pero la adivinó: el castila colgaba de un árbol corpulento... El cabecilla había cumplido su palabra no sacándole gota de sangre de las venas...

Entre los que escuchaban a Sánchez del Abrojo siempre contábase el pintor modernista Blanco Espino, a caza de asuntos simbólicos... Batió palmas con entusiasmo.

—Voy a hacer un estudio de la cabeza de esa señora. La rodeo de claveles rojos y amarillos, le doy un fondo de incendio..., escribo debajo La Exangüe y así salimos de la sempiterna matrona con el inevitable león, que representa a España.


«Blanco y Negro», núm. 4150, 1899.

La Flor de la Salud

—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.

Norberto me alargó la mano, un manojo de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y trasudaba, y mirándome con ansia infinita, me dijo cavernosamente:

—No me deje usted morir así, doctor. Tengo veintiséis años, y me da frío la idea de invernar en el cementerio. Es imposible que haya usted agotado todos los recursos de la ciencia.

¡El ruego me conmovió, y eso que la práctica nos endurece tanto! Tuve una inspiración; sentí un chispazo parecido al que debe de percibir el creador, el artista..., y con los ojos hice seña de que la individua estorbaba.

—Vete, chiquilla —ordenó, sin más explicaciones, Norberto.

Y nos quedamos solos.

Le apreté la mano con energía, y sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en sus labios a oleadas.

—Ánimo —le dije—. Usted va a sanar pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos, hierro en la sangre, oxígeno en el pulmón; las funciones de su organismo serán otra vez normales, plácidas y oportunas: el ritmo de la salud hará precipitarse el torrente vital, rápido y gozoso, de las arterias al corazón, y subiéndolo luego al cerebro despejado, engendrará en él las claras representaciones del presente y los dorados sueños del porvenir... Estoy seguro de lo que prometo; seguro, ¿lo oye?: usted sanará. No debo ocultarle a usted que la ciencia, lo que se dice la ciencia, ya no me ofrece recurso alguno nuevo ni útil. Humanamente hablando, no tiene usted cura; pero donde acaba la naturaleza principia lo sobrenatural y portentoso, que no es sino lo desconocido o inclasificado... La casualidad me permite ofrecer a usted el misterioso remedio que le devolverá instantáneamente todo cuanto perdió.

Cualquiera pensaría que al hablarle así a Norberto iba a mirarme con honda desconfianza, sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería quien tal imaginase la condición de nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanente la credulidad, dispuesta a adoptar forma superior y llamarse fe! Los ojos de Norberto se animaban; un tinte rosado se difundía por sus pómulos. Ansioso, incorporado casi, se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud.

—Hay —le dije— una flor que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de descubrirla y cortarla por su propia mano. Esta condición precisa, y el no saberse dónde ni cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se hayan aprovechado de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni cuándo se produce, porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas, también afirman que brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las peñas; pero a veces, en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni rastro de la flor. En cambio, tiene la ventaja de que no puede confundirse con ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es del tamaño de una avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón; su color, encarnado vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no. Pero si va usted acompañado; si es otro el que la coge..., entonces, amiguito, haga usted cuenta que perdió malamente el tiempo.

No afirmo que Norberto creyese a pies juntillas lo que yo iba encajándole con imperturbable seriedad y calor persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo a ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón malicioso. Sin embargo, yo sabía que no habían de caer en saco roto mis palabras, porque a la larga siempre admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que nos invade la desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese a un hilito de araña muy sutil. La expresión del rostro de Norberto cambió dos o tres veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y, por último, tomándome la mano entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán:

—¿Puede usted jurarme que no se está burlando de un moribundo?

No sé si usted conoce mi modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor; es una fórmula caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación de la inmutabilidad de nuestros sentimientos y convicciones —de que se derivan nuestros actos—, siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias actuales, vivas y urgentes. No dando valor al juramento, ni moral tampoco se lo da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma y convencimiento de hacer bien; y juré en falso, invocando el nombre de Dios, en la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se hiciese...

Y empezó a hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado con la certeza de poder vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayuda de cámara y le ordenó preparar inmediatamente maletas y mantas de camino...

—Solito, ¿eh? —le repetí—. ¡No olvidarse!

¡Solito! Ya lo creo que se fue solito Norberto. Desde su partida, todas las mañanas me desperté con miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo, año y medio; encontré a los amigos del enfermo; averigüé que nada se sabía de su paradero, pero que vivía. Y al cabo de dieciocho meses, una tarde que me disponía a salir y ya tenía enganchado el coche para la visita diaria, entró como un huracán un fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de oscura barba, de rostro atezado, que me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.

—¡Soy yo! —repetía con voz sonora y alegre—. ¡Norberto! ¿No me conoce usted? No me extraña; debo de estar algo variado... ¿Qué le parezco? ¡Cuánto se ha reído usted de mí! Y lo peor es que ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted, no encuentro la flor de la salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo.

Abrió un estuche de cuero de Rusia y vi brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un solo rubí, cercado de brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre empujones amistosos y carcajadas.

—La he buscado primero a orillas del mar. Todos los días registraba las peñas. Al principio me cansaba tanto, que me daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me sostenía la ilusión de descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante ejercicio me prestaron alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio. Registré bien la costa, peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné en un valle muy rústico y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que te buscarás. Vivía entre aldeanos. Comía pan moreno y bebía leche. A cada paso me encontraba mejor... ¡Usted adivina lo demás! De allí subí a las montañas nevadas y fieras, que en otro tiempo me parecían horribles... Trepé a los picachos, recorría los desfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a dos mil metros sobre el nivel del mar... Y un día, embriagado por el ambiente purísimo, sintiendo carnes de acero bajo mil piel de bronce, recuerdo que caí de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo nuevo, húmedo y escarchado por el deshielo, la roja flor.

—¡Pues ahora que se ha cogido la flor —advertí al mozo—, a cuidarla! ¡Que no se seque!

Norberto volvió la cara... Al anochecer del día siguiente le vi por casualidad, de lejos; acompañaba a una mujer, y me pareció que se escurría entre callejuelas, para no tropezarme. Entonces —me había dejado sus señas— le escribí este lacónico billetito:

«El santo doctor*** no repite los milagros.»


«El Liberal», 26 de junio de 1893.

La Flor Seca

El conde del Acerolo no había dado mala vida a su esposa; hasta podía preciarse de marido cortés, afable y correcto. Verificando un examen de conciencia, en el gabinete de la difunta, en ocasión de hacerse cargo de sus papeles y joyas, el conde sólo encontraba motivos para alabarse a sí propio: ninguno para que la condesa se hubiese ido de este mundo minada por una enfermedad de languidez. En efecto; el matrimonio —según el criterio sensatísimo del conde— no era ni por asomos una novela romántica, con extremos, arrebatos y desates de pasión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimonio! Y el conde no recordaba haber faltado jamás a estos principios de seriedad y cordura. Se le acusaría de otra cosa; nunca de poner en verso la vida conyugal. La respetaba demasiado para eso. No hay que confundir los devaneos y los amoríos con la santa coyunda. Y no los confundía el conde.

Abiertos el secrétaire y los armarios de triple luna, su contenido aparecía patente, revelando todos los hábitos de una señora elegante y delicada. La ropa blanca, con nieve de encajes sutiles; las ligeras cajas de los sombreros; las sombrillas de historiado puño; el calzado primoroso, que denuncia la brevedad del estrecho pie; las mantillas y los volantes de puntos rancios y viejos, en sus saquillos de raso con pintado blasón; los abanicos inestimables en sus acolchadas cajas; los guantes largos de blanda Suecia, que aún conservan como moldeada la redondez del brazo y la exquisita forma de la mano..., iban saliendo de los estantes, para que el viudo, de una ojeada sola, resolviese allá en su fuero interno lo que convenía regalar a la fiel doncella, lo que debía encajonarse y remitirse al Banco, por si andando el tiempo..., y lo que, a título de recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigas de la muerta, entre las cuales había algunas muy guapas... ¡Ya lo creo que sí!

Esparcíase por el ambiente un perfume vago y suave, formado de olores distintos: el iris de la ropa interior, el sándalo y la raíz de violeta de algún abanico, el alcanfor disipado de las pieles, el heliotropo de las mantillas que tocaron al cabello, y la madera de cedro de los cajones. Cuando el conde hizo girar la tapa del secrétaire y empezó a registrarlo, la fragancia fue más viva: el saquillo del papel timbrado y el cuero de Rusia de los estuches del guardajoyas se unieron a los imperceptibles efluvios que ya saturaban el aire, comunicándoles algo de vivo y embriagador, como si del profanado secrétaire fuese a salir un interesante drama.

Metódicamente, el conde escudriñaba los diminutos cajoncitos, y con instintiva curiosidad se apoderaba de las cartas y las repasaba aprisa. Eran de esos billetes —en papel grueso de caprichosa forma, trazados con letra inglesa de prolongado rasgo rectilíneo— que se cruzan entre damas, y que no contienen nada íntimo ni serio. La chimenea estaba encendida, y sobre la pirámide de inflamados troncos fue el conde dejando caer aquellos desabridos papeles. Cuando ya no quedó en el secrétaire ningún manuscrito, sintióse alegre el conde —alegre sin causa— y procedió al expurgo de otros cajones en que se contenía mil monadas revueltas con joyas y dijes.

Al llegar al cajoncito central, tiró con más cuidado y lo sacó del todo; porque no ignoraba que el secrétaire —magnífico mueble hereditario— tenía lo que se llama un secreto: un hueco entre el cajón y las columnas de cincelado bronce que lo encerraban, hueco en que nuestros candorosos y felices abuelos solían encerrar rollos de onzas.

El escondrijo solo contenía una bolsita de raso, y dentro, un diminuto envoltorio de papel de seda, algo oscuro y gastado, como si hubiese permanecido mucho tiempo en la bolsa. Esta, a su vez, mostraba señales evidentes de haber estado en contacto con una epidermis, pues la más limpia siempre empaña la superficie del raso. El conde deshizo el envoltorio, y vio adherido al último doblez un ancho pensamiento, prensado y conservado perfectamente. Sobre las hojas amarillas de la flor había escrita, en letra microscópica y desconocida, una detallada fecha: año, mes, día y hora. Era bastante reciente la fecha, y anterior a la época en que la condesa empezó a decaer, hasta postrarse herida de muerte.

El primer efecto que el hallazgo produjo en el conde fue un estupor sólo comparable al de cierto personaje de El barbero, cuando sorprende a don Alonso y Rosina en coloquio harto animado. La inofensiva florecilla le pareció la cabeza de Medusa. Sus pétalos de crespón adquirieron desmesuradas proporciones, y a modo de negras alas de gigantesco pajarraco, palpitaron y le envolvieron, aturdiéndole. ¿Qué demonios era aquel pensamiento de Lucifer? ¿Qué conmemoraba? ¿Qué sentido debía atribuirse a la minuciosa inscripción? Eso: ¿qué sentido? En lo del sentido hizo hincapié el conde...

Su despecho, su indignación fueron tales, que pisoteó la flor maldita, reduciéndola a polvo. Y casi al punto mismo se acordó de que era preciso no olvidar la fecha, si algo había de rastrear de aquella grande, imprevista y espantosa infamia... Cogió papel y pluma y apuntó la fecha cuidadosamente antes que se le borrase de la memoria. Después, bufando y con ganas de romper algo, dio un puntapié al secrétaire y desparramó los estuches de collares y brazaletes. Ciego y desatentado, registró a empellones el mueble entero, con esperanzas de encontrar algo más que le iluminase: volcó cajones, destripó cajas, y convencido ya de que el secrétaire nada acusador contenía, lanzóse a los armarios y empezó a echar al suelo ropas y prendas de vestir, que cayeron en revuelto montón: a abrir los saquillos, a revolverlo y remirarlo todo..., sin que ni el más leve indicio, la más insignificante menudencia sospechosa, viniese a descifrar la oscura, pero elocuentísima revelación del saquito.

«¡Cuán preferible sería —pensaba el viudo— encontrar uno de esos mazos de correspondencia, atados con la indispensable cinta, que no dejan lugar a la duda, que narran la historia del atentado y descubren el nombre del cómplice! Una flor seca, una fecha en sus hojas..., ¿qué expresan, qué quieren decir? ¿Son una ñoñería idílica, el tímido primer paso, o sirven de insolente emblema al último baldón que cabe arrojar sobre un marido? ¿Quién había dado a la condesa el pensamiento? ¿Qué mano criminal trazó la fecha? El conde repasó nombres, recontó personas... ¡Bah! ¡Se trata a tanta gente; son tantos los primos, amigos del esposo, hermanos de amigas, conocidos de sociedad, parejas del rigodón, en quienes podrían recaer las sospechas de maldad tan inicua como robar en la sombra el honor y la calma al conde del Acerolo!

¡Si él pudiese concretar la fecha y partir de ese dato para saber cómo empleó su esposa el día fatal; adónde fue; quién la acompañó; quién vino a casa con ella!

El conde oprimió el botoncito de la campanilla y dio tres sacudidas. Entró la doncella de la difunta dama.

—Conteste usted claro y pronto. ¿Qué hizo su señora de usted tal día..., tal mes..., tal año?...

La chica le miró atónita.

—¿Señor conde?... El señor conde quiere que yo le diga... Pero ¡El señor bien comprende que es imposible acordarse! ¡Sobre que se le olvida a una lo que una misma hizo ayer, señor conde!

Obcecado y todo como se hallaba, el viudo conoció la razón, y dejó libre a la admirada y escamada sirviente. Casi al punto, una inspiración súbita le movió a sacudir el botoncito dos veces seguidas:

—Manuel tiene un memorión..., ¡un memorión ya fastidioso de puro exacto! Quizá recuerde... ¡A ver!

A la pregunta sacramental: «¿Qué hizo la señora tal día..., tal mes..., tal año?...», contestó, en efecto, el ayuda de cámara, algún tanto risueño, y con tono meloso, sin separar del suelo la vista:

—Lo que hizo la señora, no lo sé...; pero ése es un día en que tengo muy presente lo que hizo vuestra excelencia... Porque justamente... vamos...

—A ver..., ¿qué? ¿Qué justamente es ése? ¿Qué hice yo ese día?

—¿Quiere el señor que lo diga?

—¿Hablo chino? Contesta a escape.

—La víspera pasó vuestra excelencia la noche fuera..., ¡una casualidad!, porque el señor no solía pasar fuera muchas... Le llevó el coche..., ya sabe vuestra excelencia..., al barrio... Y para que la señora no maliciase nada vine yo a contarle que el señor estaba en la Venta de la Rubia corriendo liebres, y que hasta muy tarde no volvería... Volvió su excelencia pasada la hora de comer; pero la señora se había retirado ya.

No chistó el conde, y el criado hizo mutis discretamente.


«El Liberal», 7 e agosto de 1893.

La Gallega

Describióla á maravilla la musa del gran Tirso. La bella y robusta serrana de la Limia, amorosa y dulce como una tórtola para quien bien la quiere, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se encuentra, no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región cántabro-galáica. No obstante, región que es en paisajes tan variada, tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas enteramente meridionales por su claro cielo, otras que por sus brumas pertenecen al Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y posee tipos de mujeres bien distintos entre sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes razas que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron ó lo colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca confundidas, se revelan todavía en los rasgos y apostura de sus descendientes. Pero hay un tipo que domina, y es el característico de todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña é Irlanda. Donde quiera que se alce sobre las empinadas cumbres ó se esconda en la oscura selva el viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes á la que voy á describir: de cumplida estatura, ojos garzos ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y en mansas ondas repartido, facciones de agradable plenitud, frente serena, pómulos nada salientes, caderas anchas, que prometen fecundidad, alto y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, moderado el reir, apacible el mirar. Es la belleza de la mujer gallega eminentemente plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y sonrosada, no con la fría albura de las inglesas sino con esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa, y en la riqueza y amplitud de las formas, que algunas veces se exagera y hace pesados sus movimientos y planturosa en demasía su carnación. No arde en sus ojos la chispa de fuego que brilla en los de las andaluzas; su pié no es leve, ni quebrado su talle: mas en cambio el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana.

Siempre que cruzo, en los flemáticos coches de la llamada diligencia, el trecho que separa á Lugo de León, me entretengo considerando el íntimo enlace que existe entre la tierra y la mujer, la relación que guardan los paisajes con las figuras que los animan. Conforme va quedándose atrás la provincia gallega, cesan de ser verdes los vallecillos, y herbosos los prados; y frecuentes los arroyos, bórranse los manchones de castaños, olmos y nogales, desaparecen las blancas manzanillas y los amarillos tojos, y se presentan interminables y pardas llanuras, escuetas montañas salpicadas de fragmentos de granito, ó revestidas de negruzcas láminas de pizarra. Las últimas mujeres que recuerdan á Galicia son las que salen á ofrecer al viajero el vaso de aromática leche de vaca: mozas sucias, desgreñadas, maltraídas por la intemperie y el trabajo, pero femeniles aún en su hechura, tratables en sus carnes y no sin cierta lozanía en el rostro. Corridas algunas leguas más, al entrar por los tristes poblachones del territorio leonés, asómanse á las ventanas ó salen por las puertas de las casuchas terrizas, mujeres de enjuta piel pegada á los huesos, semblantes de recias y angulosas facciones, de color de arcilla ó ladrillo, cual si estuviesen amasadas con el árido terruño ó talladas en la dura roca de las sierras.

No desmiente la mujer gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas en que, dedicados los varones de la tribu á los riesgos de la guerra ó á las fatigas de la caza, recaía sobre las hembras el peso total, no sólo de las faenas domésticas, sino de la labor y cultivo del campo. Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas siembran, riegan y deshojan, baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno ó maíz, y lo llevan al molino: ellas amasan después la gruesa harina mal triturada, y encienden el horno tras de haber cortado en el monte el haz de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona ó el negro mollete de mistura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y ensanche su cuerpo, llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita que se las pela; ellas, rústicas zagalas, apacentan el buey, y comprimen los gruesos ubres de la vaca para ordeñarla; y cuando ven colmado un tanque de leche cándida y espumosa, en vez de beberla, con sobriedad ejemplar y religioso cuidado, colocan el tanque en una cesta de mimbres que acaban de llenar con un par de pollos atados por las patas, cosa de dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres ó cuatro quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al mercado de la villa más próxima, donde venden sus artículos regateando hasta el último miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose sin tregua ni reposo, luchando cuerpo á cuerpo con el hambre que la acecha para colársele en casa y sentársele en mitad de la piedra del lar humilde. Pobre mujer que de todos es criada y esclava, del abuelo gruñón y despótico, del padre mujeriego y amigo de andar de taberna en taberna, del marido, brutal quizás, del chiquillo enfermizo que se agarra á sus faldas lloriqueando, de la vaca ante la cual se arrodilla para ordeñarla, del ternero, al cual trae en el regazo un haz de yerba, del cerdo para el cual cuece un caldo no muy inferior al que ella misma come, de la gallina á la cual atisba para recoger el huevo que cacarea, y hasta del gato, al cual sirve en una escudilla de barro las pocas sobras del frugal banquete.

Mientras la gallega permanece en estado de soltería, aún es tolerable la no escasa ración de trabajo que le toca; pero al casarse empeora su situación. Sólo el imperioso mandato de la naturaleza, la ley que fuerza al germen á brotar, á espigar á la miés, al árbol á rendir su fruto y á la materia toda á sacudir la inercia y animarse, puede obligar á la mujer gallega á constituir una familia. Damas del gran mundo, vosotras para quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nupcial, y los dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas en los trajes de gala, voy á referiros cómo está decorada la vivienda de la novia gallega, y á pintaros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es de tierra húmeda y desigual; el techo á tejavana, por donde muy á su sabor se introducen agua y ventisca; en los ángulos hay colgaduras de primoroso encaje que labraron las arañas; la alfombra compónela algún troncho de col alternando con vainas de habas, hojas secas de maíz y excremento de animales domésticos. Sobre la losa del hogar pende de la férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la tapa de la artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la maciza arca apelillada depositaria del trousseau, que llegará á un repuesto de tres camisas de lienzo gordo y algún mandilón de burdo picote. El tálamo conyugal lo hacen cuatro tablas sin acepillar, formando una como caja pegada á la pared y abierta por donde es preciso que lo esté para dar ingreso á sus ocupantes. Dos pasos más allá, asoman la cabeza terneras y bueyes, que con ojazos tristones contemplan á los novios, y con prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas escarban el suelo en derredor y el cerdo gruñe hozando contra el lecho.

Es verdad que el festín de bodas fué lucido: sopa de fideos muy azafranada, bacalao y carne á discreción, vino á jarros, puches de arroz con leche á calderadas, pan de trigo y añejos dulces de hojaldre. Pero después de tan babilónico regodeo, en la mañana en que los germanos solían hacer á sus desposadas un dón, la gallega salta descalza del lecho, y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los ingredientes del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir á la fuente por agua. Y son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes. Impónele la naturaleza un hijo por año, como impone su cosecha anual á la campiña; y si en los primeros meses de la gestación, período de languidez tan inevitable y profunda, la gallega trabaja, según frase del país, como una loba, en los últimos, abultada y pesadísima, tragina más si cabe, y á veces el trance terrible la sorprende camino de la feria, ó en el monte partiendo el espinoso tojo; á veces suelta la hoz de segar, ó la masa de la borona, para oprimir el talle en la primer explosión de dolor materno, y quizás el inocente sér ve la luz al pié de un vallado ó en plena carretera, y metido en la propia cesta y envuelto en el mantelo de su madre entra en el domicilio paternal; pero al venir al mundo así, como por casualidad, halla la tierna criatura dispuesto el seno próvido que ha de alimentarla; la gallega tiene de sobra licor de vida con que atender á sus hijos, amén de los agenos que suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con no menos felicidad que las amas pasiegas. Así es que la semblanza de la mujer gallega puede bosquejarse suponiéndola rodeada de sus hijuelos como la gallina de su echadura, llevando de la mano un rapaz de siete años, asidas del refajo dos ó tres mocosas poco menores en edad, colgado del ubérrimo seno un mamón de doce meses, y sintiendo acaso en lo más íntimo de su organismo el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro sér que se forma en sus entrañas.

Bien merece, bien merece disfrutar de un poco de solaz esta paridera y criadora y madraza mujer gallega: dejadla, dejadla que el día del santo patrón del lugar, ó en la primaveral y deliciosa noche de san Juan, ó cuando las primeras castañas estallan al calor de la alegre hoguera y el mosto remoja el gaznate de los vendimiadores, ella también se divierta y pegue un par de brincos á la sombra del nocedal ó del castañar hojoso. Dejadla que lave rostro y piés en la pública fuente ó en el regato que atraviesa su huerto, y peine y alise sus dos trenzas, uniéndolas por las puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones solemnes.

Si ha nacido en la Mahia, en alguno de los fértiles valles que cercan á Iria Flavia y Compostela, ceñirá á su cabeza, con cinta de vivos tonos, la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero de Avia, ó en las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que realza la suave palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue con dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de las Rías Bajas ó en Muros, vestirá el rico atavío que enamora á cuantos lo ven: basquiña de claros matices, corpiño de negro raso, ancho mantelo de brillante sedán franjeado de panilla y recamado de azabache, pañuelo de crespón color lacre ó canario, cuyos flecos caen acariciando la cadera airosa, como las ramas del sauce sobre el tronco; rodearán su garganta pesados collares de filigrana de oro, hilos de cuentas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre el pecho refulgirá la patena, conocida por sapo. Pero aun cuando presumen con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en Galicia, pienso que el traje clásico de gallega es el usado por las mujeres de mi país, las mariñanas. Lucen éstas dengue de escarlata orlado de negro terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el justillo, de fuerte drogué, se escota sobre la chambra de lienzo con flojas mangas y puños de curiosa manera fruncidos; el soberbio mantelo no cede en riquezas á otro alguno, y se ata atrás con cintas de seda de charros colorines; bajo la franja del mantelo se ve media cuarta de saya de grana, y se entrevé un dedo de refajo de amarilla bayeta, y el zapato de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello la gargantilla de filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blanca muselina, prolijamente rameado. Cuando con estas bizarras ropas salen á bailar la tradicional muiñeira—danza nacional desde mucho antes de los remotos tiempos en que guerrillas gallegas y lusitanas auxiliaban á Aníbal y contrastaban el poder de Roma,—es imposible imaginar más regocijado y pintoresco golpe de vista: pasan las mujeres, bajos y entornados los ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue por la oscilación del seno, rozando unas con otras las yemas de los dedos, el pié hiriendo blandamente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose á cada vuelta del cuerpo las sayas multicolores, mientras la gaita exhala sus sonidos agrestes y melancólicos, graves ó agudos, pero siempre penetrantes, y el tamboril apresura la repercusión de sus notas secas y estridentes, y la pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y los cohetes aran con surcos de luz el cielo y caen disolviéndose en lágrimas de oro.

Pero cada día escasea más este espectáculo. Trajes, danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y borran los años. Á la muiñeira sustituye el agarradiño, grotesca parodia de la polka húngara y del wals germánico; á las sayas de grana y bayeta, el faldellín de estampado percal francés; al dengue, el mantón; á las trenzas, la moña tamaña como un rosquete de pan; al villanesco zapato de cuero, la bolita de rusél... y en breve será preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor genuinamente regional.

La Ganadera

No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía —este es su siniestro nombre— venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro —ironía llamarla así— se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o —mejor aún— una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.

Cada noche, cuando mugía el viento, lanzaba la resaca su honda y fúnebre queja y las olas desatadas batían los escollos, rompiendo en ellos su franja colérica de espuma; los aldeanos de Penalouca salían de sus casas provistos de faroles, cestones, bicheros y pértigas. ¡Aquellos farolillos! El abad los comparaba a los encendidos ojos de los lobos que rondan buscando presa. Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la cosa fatal a los navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya, cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la costa... Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a la tierra, caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios, armados de estacas, piedras, azadas y hoces... Esto se conocía por «ir a la ganadera». Y el cura, en sus noches de insomnio y agitación de la conciencia, veía la escena horrible: los míseros náufragos, asaltados por la turba, heridos, asesinados, saqueados, vueltos a arrojar, desnudos, al mar rugiente, mientras los lobos se retiran a repartir su botín en sus cubiles...

Los días siguientes al naufragio, todos los pecados que el resto del año no conocían las ovejas, se desataban entre la manada de lobos, harta de presa y de sangre. Quimeras y puñaladas por desigualdades en el reparto; borracheras frenéticas al apurar el contenido de las barricas arrojadas por las olas; después de la embriaguez, otro género de desmanes; en suma, la pacífica aldea convertida en cueva de bandidos...., hasta que los temores amainaban, el viento se recogía a sus antros profundos, el mar se calmaba como una leona que ha devorado su ración, y los hombres, mujeres y chiquillería de Penalouca volvían a ser el manso rebañito que en Pascua florida corría al templo a darse golpes de pecho y a recitar de buena fe sus oraciones, mientras enviaba al señor cura, como presente pascual, cestones de huevos y gallinas, inofensivos quesos y cuajadas...

—No es posible sufrir esto más tiempo —decidió el abad—. Hoy mismo me explico con el alcalde.

El alcalde era la persona influyente, el cacique; él vendía allá, en la capital, los frutos de la ganadera, y estaba, según fama, achinado de dinero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó de asombro. ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si era lo que desde toda la vida, padres, abuelos, bisabuelos, venían haciendo los de Penalouca para no morirse de necesidad! ¿Bastaba la pobre labor de la tierra para mantenerlos? Bien sabía el señor abad que no. Ni aún pan había en la aldea, a no ser por la ganadera; claro, con el fruto de la ganadera se había construido la Casa de Ayuntamiento; se había reparado la iglesia, que se caía ruinosa; se habían redimido del sorteo los mozos, los brazos útiles; se había construido el cementerio. No era posible ir contra una costumbre tan antigua y tan necesaria, y ninguno de los abades anteriores habían ni pensado en ello, y Penalouca era Penalouca, gracias a la ganadera...

—¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Y el cura, al escuchar el fragor de los cordonazos, las tempestades de otoño que vienen con los dos frailes, sintió que aquel conflicto ya dominaba su alma, que se volvía loco si tuviese que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabilidad de haber consentido, inerte, silencioso, tantas maldades...

Cierta espantosa noche de noviembre, el párroco se dio cuenta de que debía de haber naufragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea, sordos ruidos que salían de las casas, sombras que se deslizaban rasando las paredes, alguna exclamación de mujer, alguna voz argentina de niño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Penalouca ya era la manada de lobos, con dientes agudos y fauces ardientes, hambrientas... El párroco se alzó de la cama temblando, se puso aprisa un abrigo y una bufanda, descolgó el Crucifijo de su cabecera y echó a correr camino de la playa del Socorro.

Cuando desembocó en ella, el cuadro se le ofreció en su plenitud. La mar, tremendamente embravecida, acababa de arrojar náufragos, sobre los cuales se encarnizaba, con guturales gritos de triunfo, la chusma.

Al uno, después de romperle la cabeza de un garrotazo, le habían despojado de un cinturón relleno de oro; al otro, le desnudaban, y con una mujer, joven aún, viva, implorante, se disponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, la mujer pedía por Dios compasión...

El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre las fieras.

—¡Atrás! ¡Aquí está Dios! —gritó enarbolando la escultura—. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se mueva está condenado!

Los aldeanos retrocedieron; un momento les subyugó la voz de su párroco, y les impuso el gran Cristo cubierto de heridas, semejante al náufrago que yacía allí, desnudo, y ensangrentado también. Pero el alcalde, vigilante, empedernido, fue el primero que desvió al cura, blandiendo el garrote, profiriendo imprecaciones... Y la multitud siguió el impulso y se defendió, ciega, en la confusión del instinto, en la furia del desenfreno pasional...

Pocos días después salió a la orilla, con los de los náufragos, el cuerpo del párroco, que presentaba varias heridas. También él había ido a la ganadera.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 48, 1908.

La Gota de Cera

Aunque los historiadores apenas le nombran, Higinio fue de los más íntimos amigos de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio, tal vez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a quien Alejandro amaba entrañablemente, y a quien así y todo, en una orgía atravesó de parte a parte; y sin embargo (si no mienten documentos descubiertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los hechos que voy a referir, apoyándome, por supuesto, en la respetabilísima autoridad del sabio alemán antes citado.

Compañero de infancia de Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y se bañaron en Pela, en los estanques del jardín de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gustaron, así puede decirse, en un mismo plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando deshojaron la primera guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en la memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve años entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por completo la famosa «legión sagrada» de los tebanos. La noche que siguió a tan magnífica victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato; Alejandro se lo brindaba, con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:

— No acepto el generalato, porque habiéndome portado bien hoy, tal recompensa y tan alta dignidad me obligarían en conciencia a portarme todavía mejor en otras ocasiones que sobreviniesen, y no puedo comprometerme a amanecer cada día con más valor y más fortuna. Además, de las enseñanzas de nuestro maestro Aristóteles saco yo en limpio que el hombre, habitualmente, debe vivir en paz y no en guerra. Queda demostrado que no soy ningún medroso. El que ha combatido a tu lado en Queronea ya tiene derecho a plantar un laurel en el sagrado bosque de Marte. Déjame de batallas y dame otro puesto cerca de ti, Alejandro, porque te quiero bien y te serviré fielmente.

Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo luchas y glorias, se conformó mal de su grado a los deseos de Higinio, y le nombró su gran copero. Era cargo en extremo descansado y de alta confianza, pues sus funciones consistían en custodiar y servir la copa de oro reservada al príncipe, a fin de que nadie pudiese depositar en ella ponzoña. El oficio de Higinio le permitía vivir en constante comunicación con Alejandro, y cuando éste subió al trono, sucediendo a su padre, asesinado por Pausanias, los cortesanos auguraron a Higinio brillante carrera. Poco tardaron en verse desmentidos tales pronósticos: Higinio continuó presentando, recogiendo y custodiando la ya regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar a otras grandezas.

Mientras tanto, Alejandro asombraba al universo con sus campañas y triunfos, y ofrecía a Grecia, en compensación de la perdida libertad, páginas de luz para la Historia.

Conteniendo a los bárbaros y sojuzgando el inmenso Imperio de Asia, bien pronto se vio dueño del mundo Alejandro. Cuando, después de dejar trazado el emplazamiento de Alejandría, y de entrar vencedor en Babilonia y Ecbtana, el hijo de Filipo se declaró «hijo de Júpiter» y decretó su propia apoteosis, Higinio — que hacía mucho tiempo no departía con su rey, limitándose a servirle la copa en silencio — fue despertado a las altas horas de la noche de orden de Alejandro que le llamaba a su cabecera. La recién hecha deidad no podía dormir, y reclamaba cuidados y consuelos...

— Señor — dijo Higinio —, celebro poder hablarte sin testigos, como antaño. Justamente deseaba rogarte que me consientas dejar tu servicio y retirarme a mi casita del Ática, donde poseo olivos y colmenas.

—¡Bonita ocasión escoges para abandonarme! — exclamó furioso Alejandro —. ¡Por el intento merecías que te mandase crucificar! ¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje... Pero ¿marcharte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde nace esa manía?

— Ya que lo preguntas — contestó Higinio —, lo vas a saber. Yo fui amigo y servidor de un hombre; pero ahora parece que ese hombre se ha vuelto dios. No tengo vocación al sacerdocio. Desde que has ascendido a hijo de Júpiter Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras temor y frialdad. El Alejandro que yo amaba no existe. Has ascendido al Olimpo. Él es inmortal, yo mortal. No nos entendemos. Por otra parte, la idea que me he formado de un dios, según la sublime doctrina de Aristóteles...

—¡Dale con Aristóteles! — interrumpió el conquistador —. ¡Como le atrape, a ese sí que le crucifico! ¡Y alto, para que todos lo vean!

— Crucifica, pero escucha. Prescindamos de Aristóteles y supongamos que, en efecto, eres dios. Pues si eres dios, yo no puedo cometer sacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote.

—¿Envenenarme tú? — gritó Alejandro incorporándose convulso sobre su lecho de marfil incrustado de oro —. ¡Ahora comprendo por qué un fuego constante abrasa mis venas; ahora comprendo por qué no descanso sino en horrible modorra; ahora me explicó las visiones y las pesadillas que de noche me asaltan y empapan mis sienes en sudor frío! ¡Envenenarme tú! — y con súbito acceso de ternura suspiró —. ¿Y por qué quieres mi muerte, tú, mi amigo de la niñez, mi hermano de armas en Queronea?

Higinio, conmovido, se arrojó a los pies de Alejandro, y éste abrió los brazos; los dos amigos juntaron sus rostros y mezclaron sus cabelleras, y el copero declaró, en tono muy diverso del de antes:

— Señor, dulce amado mío, si te enveneno, es contra mi voluntad y por orden tuya... Esas visiones, esas torturas de que te quejas proceden de la doble embriaguez en que vives: estás ebrio de poder y de vino añejo... Antes sólo me pedías la copa dos o tres veces en cada comida; desde que el Asia te ha inoculado su molicie y sus vicios, me duelen las manos de tanto recoger la copa vacía y extendértela colmada... Tu alma se ha turbado, la demencia te ronda, te habitúas a la crueldad, hieres a tus leales y morirás joven, sin que nadie necesite pegarte una puñalada, como a tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.

Alejandro, pensativo, seguía estrechando el cuello y la cabeza de su amigo contra su pecho.

— Tienes razón, amado — murmuró al fin con sinceridad generosa —. Pero el hábito de beber se ha arraigado en mí, y si no bebo, me caigo a pedazos. ¿Qué haré? Aconséjame.

— No puedo — declaró Higinio — curarte la borrachera del poder; pero trataré de salvarte de la otra sin que te prives de tu gusto. Fíate en mí y verás.

En efecto, los días que siguieron a esta conversación, Alejandro continuó bebiendo copas tan rebosantes y tantas en número como siempre. No obstante, poco a poco notó con placer gran mejoría. Gradualmente se despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus nervios, volvía a sus miembros el vigor y la alegría a su espíritu. Vastos planes maduraban en su cerebro, sobrehumanas empresas bullían en su imaginación heroica. Pasmado y enajenado preguntó a Higinio el secreto, sin que éste se prestase a revelarlo. Pero un cierto Arsotas, juglar persa, adulador y afeminado, que divertía mucho al rey, le dio la clave del enigma.

— Tu gran copero, ¡oh divino Alejandro!, echa cada día una gota de cera en el fondo de tu copa. Así, insensiblemente, reduce su cabida y acorta tus libaciones. Bebes cada día una gota menos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar a su soberano y a cercenar sus deleites!

Quedó Alejandro sorprendido; después su sorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como a un chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio así! ¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se figuraba Higinio? Y una mañana mandó registrar y limpiar la copa, y a la tarde estableció sus famosos certámenes de intemperancia, apostando a beber con los más pellejos de su ejército. Higinio entonces desapareció; probablemente se retiraría al Ática. En cuanto a Alejandro, nadie ignora la ocasión y modo de su muerte: después de vaciar, con alarde jactancioso, no su propia copa, sino la enorme llamada de Hércules, cayó redondo, dando un grito. La fiebre que allí mismo se apoderó de él le arrebató del mundo a los treinta y dos años de edad, en la plenitud de la vida y de la gloria.

La Guija

En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo.¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros.

La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie... Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?

Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barco; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.

La hipótesis del rapto o secuestro empezó entonces a abrirse camino. La imaginación de los moradores de Areal la patrocinaba. Se habían llevado a la criatura.¿Quién? ¿A dónde? Aquí tropezaba la indagatoria. Ni la Justicia, ni los padres, ni el público lograban en esto adelantar un paso. La Camarona y el patrón no tenían enemigos. En Areal no se cree en brujas ni en el mal de ojo o envidia. Esas son supersticiones de montaña. Tampoco hay malhechores de oficio.¿Qué pescador, qué fomentador, qué aldeano de las cercanías, de la bonita vega de Areal iba a robar a Tomasiño, sin objeto alguno?

Sin embargo, la Camarona, con esa viveza de fantasía de la mujer, sobreexcitada por el instinto maternal, indicó al juez una pista. Veinticuatro horas antes de la desaparición de Tomasiño, ella había visto por sus propios ojos, cuando llevaba su cesta de lenguados a vender al mercado de Marineda, un campamento de húngaros en el soto de Lama. Allí estaban los condenados, con unas caras de tigre, como demonios, puesto el pote a hervir en la hoguera que alimentaban con leña del soto, que no era suya. Ya se sabe que los húngaros, a pretexto de remendar sartenes y calderos, viven de robar. Ellos, y nada más que ellos, eran los autores de la fechoría. Apenas prendió en la idea, apresuróse la Camarona a buscar, en el soto de Lama, el sitio en que había reposado y vivaqueado la tribu errante. No tardó en encontrarlo: la hierba pisoteada por los caballos, las ramas rotas y las cenizas de la hoguera lo delataban. Y en el momento de fijar los ojos en el residuo negruzco sobre el verdor del suelo, la madre exhaló un salvaje grito de furor y de certidumbre. Acababa de ver, entre la ceniza, un punto blanco: una china, un pelouso. Recogiendo aquel indicio, corrió a alborotar el pueblo. ¿Qué duda cabía ya? Tomasiño llevaba siempre en el bolsillo del pantalón las guijas del mar con que jugaba. Eran conocidas, eran inconfundibles: blancas como la nieve, redonditas como bolas, y tan pulidas que ni hechas a mano. Escogidas, ¡malaña! Las distinguía ella entre mil, las chinas de Tomasiño. Y hubo en Areal exclamaciones de cólera, llantos de simpatía, clamores indignados, descabellados planes... Pero al presentarse el juez de Brigancia, la Camarona, con la guija en la mano, advirtió que aquel señor no demostraba gran convencimiento. ¿Los húngaros? ¡Bah! De todo se les culpa... ¿Y por una china de la playa se ha de afirmar...? En fin, él enviaría un exhorto... Se avisaría a la Guardia Civil... ¡Cualquiera acierta con el paradero de esos pajarracos! Hoy están aquí, mañana en Portugal... Bueno, se trataría de echarles el guante.

Se trató, en efecto; sólo que no era la Camarona, no era la desesperada madre, sujeta a Areal por las duras cadenas de la pobreza, quien perseguía a los raptores. ¡Y éstos, y su presa, se encontraban ya muy lejos! Así es que la infeliz pescadora, con su guija siempre en la mano, se sienta por las tardes en el muelle, a la espera de las lanchas, y dice a las comadres preguntonas:

—¡Si pasa el juez..., se la tiro! ¡Y le acierto en la sien, malaña!


«Pluma y Lápiz», núm. 3, 1903.

La Hierba Milagrosa

Explicaciones

Al cuento La hierba milagrosa debe preceder, a título de explicación, la carta que dirigí al señor don Miguel Moya, director de El Liberal.

Madrid, 22 de octubre de 1982.

Mi distinguido amigo: Al llegar a esta corte y registrar la pirámide de papeles y libros que me esperaban, encuentro un número de La Unión Católica, donde se dice que mi cuento Agravante, que El Liberal insertó el 30 de agosto próximo pasado, no es mío, sino de Voltaire. Me ha caído en gracia el que un periódico se tome la molestia de investigar la procedencia del cuento, cuando yo la declaraba en el cuento mismo, diciendo expresamente que lo había encontrado en las propias hojas de papel de arroz donde se conservaba la historia de la dama del abanico blanco, igualmente publicada por El Liberal bajo la firma del distinguido escritor Anatole France.

Lo que me pareció excusado añadir —porque lo saben hasta los gatos— es que esas hojas de papel de arroz, de donde tomó Anatole France su historieta y yo la mía, son las de los auténticos y conocidísimos Cuentos chinos, que recogieron los misioneros y coleccionó Abel de Remusat en lengua francesa.

En esa colección, la historia de la dama del abanico blanco y la de la viuda inconsolable y consolada forman un solo cuento.

Pero no es allí únicamente donde existe la tal historia, pues con sólo abrir (¡recóndita erudición!) el Gran Diccionario Universal de Larousse, que forma parte integrante del mobiliario de las redacciones, hubiese visto La Unión Católica que esa historieta es conocida en todas las literaturas bajo el título de La matrona de Efeso, y que igualmente se encuentra en la India, en la China, en la antigüedad clásica y en la inmensa mayoría de los modernos cuentistas, que dramática y sentenciosa entre los chinos, ha tomado en otras naciones, en boca de los narradores de fabliaux y en Apuleyo, Boccaccio, La Fontaine y Voltaire, sesgo festivo y burlón; y añade el socorrido Diccionario: «Esta ingeniosa sátira de la inconstancia femenil parece tan natural y verdadera, que se diría que brotó espontáneamente en la imaginación de todo cuentista, y no hay que recurrir a la imitación para explicar tan singular coincidencia.»

De estas laboriosas investigaciones se desprende que el cuento es tan de Voltaire como mío, e hicimos bien Anatole France y yo en repartírnoslo según nos plugo, y hasta pude ahorrarme la declaración de su procedencia. En efecto, por mi parte, para remozar esa historia, no la he leído en Voltaire ni en ningún autor moderno, sino en la misma colección de Cuentos chinos; y estoy cierta de que mi versión se diferencia bastante de las demás.

Si entrase en mis principios dar por mío lo ajeno, o sea gato por liebre, no juzgo difícil la empresa. Claro está que yo no había de ser tan inocente que ejercitase el instinto de rapiña en lo que cada quisque conoce —o debe conocer por lo menos, pues se dan casos, y si no ahí está el descubrimiento de La Unión—. Sobran libros arrumbados: el que quiera tener algo bien oculto, que lo guarde en uno de esos libros. Ea, a la prueba me remito: vamos a hacer una experiencia. Al que acierte y diga qué autor español refiere en pocos renglones el caso que va usted a publicar bajo mi firma con el título de La hierba milagrosa, le regalo una docena de libros, que no diré que sean buenos, pero corren como si lo fuesen. Queda excluido de concurso Marcelino Menéndez y Pelayo.

De v. siempre afectísima amiga s. s. q. b. s. m.

Emilia Pardo Bazán.

Publicada esta carta con el cuento La hierba milagrosa, recibí algunas donde se me indicaban libros y autores que contenían el argumento del nuevo cuentecillo; no obstante, ninguna de aquellas cartas se refería a autor español; la mayor parte de mis corresponsales citaban a Ariosto, en cuyo poema Orlando furioso ocupaba el episodio de La hierba milagrosa un canto casi íntegro. Por fin, el señor don Narciso Amorós, escritor de erudición varia y peregrina, nombró a un autor español que traía el caso de la hierba, y aun cuando no era el mismo autor de donde yo lo había tomado —Luis Vives, en su Instrucción de la mujer cristiana, tratado de las vírgenes—, me pareció que no por eso dejaba de llenar el señor Amorós las condiciones del certamen, y tuve el gusto de ofrecerle el insignificante premio.

Como se ve, el acertijo no era ningún enigma de la esfinge para quien poseyese cierto caudal de doctrina bibliográfica. Sin embargo, siendo tan fácil descifrar la charada, mi acusador de La Unión Católica no la descifró, por no molestarme, según declaró poco después.

Páguele Dios atención tan extraña, pues ningún género de molestia, al contrario, me causaría ver consagrar a que se esclareciesen los orígenes de La hierba milagrosa igual diligencia que a descubrir el panamá de Agravante.

***

El caso que voy a referiros debió de suceder en alguna de esas ciudades de geométrica traza, pulcras, bien torreadas, de apiñado caserío, que se divisan, allá en lontananza, empinadas sobre una colina, en las tablas de los pintores místicos flamencos. Y la heroína de este cuento, la virgen Albaflor, se parecía, de seguro —aunque yo no he visto su retrato— a las santas que acarició el pincel de los mismos grandes artistas: alta y de gráciles formas, de prolongado corselete y onduloso y fino cuello, de seno reducido, preso en el jubón de brocado, de cara oval y cándidos y grandes ojos verdes, que protegían con dulzura melancólica tupidas pestañas; de pelo dorado pálido, suelto en simétricas conchas hasta el borde del ampuloso traje.

La tradición asegura que Albaflor, pudiendo competir en beldad, discreción, nobleza y riqueza con las más ilustres doncellas de la ciudad, las vencía a todas por el mérito singularísimo de haber elevado a religioso culto el amor de la pureza. La devoción a su virginidad rayaba en fanatismo en Albaflor, revelándose exteriormente en la particularidad de que cuanto rodeaba a la doncella era blanco como el ampo de la intacta nieve. Albaflor proscribía lo que no ostentase el color de la inocencia, y allá en el interior de su alma —si el alma tuviese ventanas de cristal— también se verían piélagos de candor y abismos de pudorosa sensibilidad, que siempre vigilante, vedaba el ingreso hasta el más ligero, sutil y embozado deseo amoroso, rechazándolo como rechaza el escudo de acero la emponzoñada flecha.

¿Decís que era virtud? Virtud era, pero también muy principalmente labor estética; delicada y mimosa creación de la fantasía de Albaflor, que se complacía en ella cual el artista se complace en su obra maestra, y la retoca y perfecciona un día tras otro, añadiéndole nuevos primores. La que sentía Albaflor al registrar su alma con ojeada introspectiva y encontrarla acendrada, limpia, tersa, clara como luna de espejo, como agua serenada en tazón de alabastro, envolvía un deleite tan refinado y original, tan aristocrático y altivo, que no se le puede comparar ninguna felicidad culpable. Sabíanlo ya los mancebos de la ciudad y habían renunciado a galantear y rondar a Albaflor. Cuando la veían pasar por la calle, semejante a una aparición, recogiendo con dos dedos la túnica de blanco tisú, la saludaban inclinándose y la seguían —hasta los más disolutos— con ojos reverentes.

Aconteció por entonces que un conquistador extranjero invadió el reino y puso sitio a la ciudad donde vivía Albaflor. La desesperada resistencia fue inútil; no dio más fruto que encender en furor al jefe enemigo, inspirándole la bárbara orden de que la ciudad fuese entrada a sangre y fuego.

La soldadesca se esparció, desnuda la espada y al puño la tea, y pronto la triste ciudad se vio envuelta en torbellinos de humo y poblado el ambiente de gemidos, gritos de espanto y ayes de agonía, mezclados con imprecaciones y blasfemias espantosas.

Estaba la morada de Albaflor situada a un extremo de la población, y como el padre de la doncella, habiendo salido a defender las murallas, yacía cadáver sobre un montón de escombros, Albaflor, transida de angustia, se había encerrado en sus habitaciones, y rezaba de rodillas, viendo al través de los emplomados vidrios cómo el sol tramontaba envuelto en celajes carmesíes. De improviso saltó hecha pedazos la vidriera, y se lanzó en la cámara un hombre, un soldado —mozo, gallardo, furioso, implacable—, pero que de improviso se paró, sorprendido, quizá, por el aspecto de la cámara.

Revestían las paredes amplias colgaduras blancas, sujetas con tachones y cordonería de plata reluciente. Del techo colgaba una lámpara del mismo metal. Pieles de armiño y vellones de cordero mullían el piso. El sillón y el reclinatorio eran chapeados de marfil, como asimismo el diminuto lecho. En una jaula se revolvía cautiva nevada paloma. Y sobre los poyos del balcón, en vasos de mármol blanco, se erguían haces apretadísimos de azucenas, centenares de azucenas abiertas o para abrir, y campeando en medio de ellas, airoso y nítido como garzota de encaje, un tiesto de cristal, de donde emergía el lirio blanco, al que su dueña regaba con religioso esmero, viendo en la soñada flor un símbolo...

Como si al iracundo vencedor la hermosura y el aroma de las flores le despertasen ideas de destrucción y exterminio, blandió la espada, segó y destrozó colérico el embalsamado bosque de azucenas. Las flores cayeron al suelo rotas y el soldado las pisoteó; después alzó el puño y fue a arrancar el lirio.

Oyóse un sollozo. Albaflor lloraba por su lirio emblemático, tan fresco, tan fino, de hojas de seda transparente, que iba a ser hollado sin piedad... Al sollozo de Albaflor, el soldado volvió la cabeza y divisó a la virgen arrodillada, vestida de blanco, destacándose sobre el fondo de oro de la tendida cabellera, y con rugido salvaje se precipitó a destrozar aquel lirio, más bello y suave que ninguno. Presa Albaflor en los brazos de hierro, se crispó, defendiéndose rabiosamente, y en un segundo, en que se aflojó algún tanto la tenaza, dijo con anhelo al soldado:

—Déjame y te daré un tesoro.

—¿Tesoro? —respondió él, estrechándola embriagado—. Cuanto hay aquí me pertenece, y el tesoro lo mismo. No te suelto.

—Es que el tesoro sólo yo lo conozco —respondió afanosamente la doncella—. Si no lo aceptas, te pesará. Si muero, me llevaré el secreto a la tumba; y yo moriré si no me sueltas; ¿no ves cómo se me va la vida?

En efecto: el soldado vio que la doncella, lívida y desencajada, parecía ya un cadáver.

—¿Qué tesoro es ése? —preguntó, desviándose un poco—. ¡Ay de ti si mientes! De nada te servirá; no me engañes.

—Hay —dijo Albaflor, serenándose y con energía— una hierba milagrosa. El que la lleva consigo no puede ser herido por arma ninguna. Si la pones bajo tu coraza, harás prodigios de valor en los combates, y serás invulnerable, y llegarás a conquistar mayor gloria que el gran Alejandro. La hierba sólo crece en mi jardín, y nadie la conoce y sabe sus virtudes sino yo, que he ofrecido, por saberlas, perpetua castidad. Si me desfloras, no podré enseñarte la hierba. Yo misma no la encontraré si pierdo mi honor.

—Vamos —exclamó el soldado casi persuadido, aunque todavía receloso—. La hierba, ahora mismo; a ser cierto lo que aseguras, a pesar de tu belleza, te miraré como miraría a mi propia madre.

Juntos salieron al jardín Albaflor y su enemigo. Recorrieron sus sendas, y en el sombrío rincón de una gruta inclinóse la doncella, y registrando cuidadosamente la espesura, dio un grito de triunfo al arrancar una planta menuda que presentó al soldado. Este la tomó meneando la cabeza desconfiadamente.

—¿Quién me asegura, doncella, que no me engañas por salvarte? —murmuró al recibir la hierba milagrosa—. ¿Quién me hace bueno que al entrar en batalla no será esta hierba inútil y vano amuleto, como los que fabrican las viejas con cuerda de ahorcado? ¡Creo que soy el mayor necio en perder el tesoro real y efectivo de tu belleza por este mentiroso hechizo!

—Ahora mismo —dijo Albaflor, mirando fijamente al mozo— vas a cerciorarte de que no te engañé y a probar las virtudes de la hierba. Desnuda tienes la espada; aquí hay un banco de piedra; yo pongo en él el cuello, con la hierba encima, y tú, de un tajo bien dado, pruebas a degollarme. Hiere sin temor —añadió la doncella, sonriendo gentilmente—, emplea toda tu fuerza, que no lograrás producirme ni una rozadura. ¡Ea! ¿Qué aguardas? Ya estoy, ya espero... Asegúrame de los cabellos, que así te es más fácil el golpe...

El soldado, lleno de curiosidad, cogió la rubia mata, se la arrolló a la muñeca, tiró hacia sí y de un solo golpe segó el cuello del cisne, horrorizado cuando un caño de sangre roja y tibia le saltó a la cara, envuelto en la hierba milagrosa...

Así salvó Albaflor el simbólico lirio blanco.


«El Liberal», 24 de agosto de 1892.

La Hoz

¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días —pensaba la Casildona—. Allá estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...

El, sí: él, trabajador era, y humilde, y sufrido. y nunca una palabra más alta a su madre, y la cabeza gacha, si le reñían; pero ¡de buena casta venía para no gustarle el pecado! Los recuerdos, como murciélagos, empezaban a revolar torpemente, sombríos, en el cerebro estrecho de Casildona, bajo el cráneo duro, cubierto de estropajosa pelambre gris. «¿Qué aventuramos a que sale como su padre, panderetero, con un cascabel en cada botón del chaleque?» ¡El padre de Avelino! Aquel señorito de Dordasí, vago de profesión, más bebido que un templo, sin dejar rapaza a vida, atreviéndose hasta con las casadas, ¡nos defienda San Roque! Sólo Casildona, la del caserío de Fontecha, le había puesto a ochavo la sardina... ¡Vaya! Así que vio que la cintura del refajo andaba estrecha, le soltó al señorito: «¡O te estripo, o las bendiciones del cura, que lo que naciere, mediante Dios, padre ha de tener!» Y como se sabía que Casildona era mujer para eso y más que para eso..., el señorito casó con ella. ¿Qué se le importaba, al cabo? En su degradación de vicioso, con su pequeño patrimonio hipotecado, comido de deudas y obligas, el hidalgo de Dordasí pasaba la vida en tabernas, entre gañanes y marineros. Unido a Casilda, ella fue quien trabajó para mantenerle, hasta que estalló de una borrachera, y para criar y enviar a la escuela al niño. Mientras ella, la bestia de carga, araba, sallaba y curaba del ganado, Avelino se instruía... La madre respetaba en el hijo la sangre, el señorío arrastrado y todo por el suelo. «No nació Avelino para la tierra...» Un confuso instinto de jerarquía social se alzaba en el espíritu de Casildona. Avelino trabajaría con el entendimiento, sentado a la sombra, lavadas las manos. Y así era: colocado le tenía en la oficina de la fábrica de conservas de don Eladio Marzoa, la mejor de Arcal...

A qué horas comería hoy el caldo!

Preocupada, Casildona arrimó más palitroques a la lumbre, y sacó al corral un cazolón de bazofia; era preciso que viviesen otra madre y su progenitura: la gallina pedriscada, que desde la víspera se pavoneaba con un rol de veinticuatro pollitos.

Un bulto surgió ante la cancilla del corral: era una rapaza a quien apenas se le veía la faz morena, tostada, en que relucían los dientes blancos como guijas marinas; en la cabeza sostenía inmenso cestón de hierba recién segada, olorosa, que se desbordaba por todos los lados: en la cima del monte de verdura relucía la hoz.

—¡Qué monada! ¡San Antonio los guarde! —anheló, señalando a las veinticuatro bolitas de plumón verdoso, con ojuelos de cuentas de azabache, que cómicamente apurados picoteaban a porfía los desperdicios—. ¡Qué rolada de gloria! A las buenas tardes.

—Dios te vea venir, María Silveria... ¿De dónde, mujer? ¿Del prado de arriba?

—De allí mismo, señora... Póseme, por el alma de sus difuntos, que sudo con el peso.

Casildona ayudó a bajar el cestón, y percibió que ni gota de sudor humedecía la frente de María Silveria, la hija del carretero, la cual se echó atrás las greñas, salpicadas de briznas de hierba y florecillas silvestres, y sonrió para congraciarse...

—Y luego..., ¿no yantaron aún?

—Aún no tornó Avelino, mujer...

En la voz de la madre había cierta condescendencia. Era sabedora de los retozos en el molino, de los acompañamientos a la vuelta de la feria, de los comadreos del caserío; cosas de rapaces. ¿Quién les da crédito? Su hijo no se peinaba para María Silveria. Sólo que ahora, cuidados nuevos quitan cuidados antiguos... La férrea vieja se humanizaba.

—Puede dar que no torne hoy, señora Casildona.

—¿Sucedióle mal? —exclamó azorada, la madre.

—Sucedióle que don Eladio le despidió de la fábrica.

—¿Qué cuentas?

—Lo que me contaron ahora mismo Roberto y su hermano, según pasaban por la vera del prado de arriba, estando yo a cortar la hierba que usté ve con sus ojos.

Y la rapaza pegaba manotadas en el cestón, como si la realidad de la hierba segada autenticase sus noticias.

—¡Despedir a Avelino! ¡A Avelino! —monologaba la madre, escéptica todavía ente el increíble caso.

—No sé de qué se pasma —intervino María Silveria, con veneno en la voz—. Había de suceder, que no le sabe bien al hombre pagar dinero y a más ser engañado miserablemente.

—¿Don Eladio?...

—Cogiólos en la maldad, señora... —recalcó la moza, apretando los dientes y con equívoco resplandor en las castañas pupilas—. Ni se escondían; en la playa se juntaban, escandalizando. Una poca vergüenza se juntar allí, a bañarse sin ropa... —María Silveria insistía, encontrando el delito en la falta de ropa y en la caricia del agua salobre, con indignación de aldeana ruda que no ha bañado jamás su piel—. Y la raída esa, llena de faldas almidonadas, con zapatos colorados, con medias coloradas también hasta riba... ¡A algunas mujeres era poco las ahorcar...!

—¡Que no se plante delante! —murmuró Casildona.

Y como si hubiese sido una evocación, por la revuelta del sendero asomó una pareja. Avelino, alto, esbelto, guapo como una estatua, traía a la mujer cogida por la cintura, sosteniéndola cariñosamente. El sol se filtraba al través de la sombrilla abierta y roja de la raída, y descubría la escasa belleza, la edad, ya casi madura, los afeites, el pelo teñido, ese elemento inexplicable de locura de amor que hace exclamar: «¡No se comprende!» Quien siguiese las miradas extáticas del mozo, observaría que allí el señuelo atrayente no era la cara, sino los pies, elegantes y menudos, que aprisionaban zapatos taconeados alto, de flexible cuero de Rusia: unos zapatos que a cada movimiento de su dueña enviaban fragancias perturbadoras. Y a su vez, los ojos fieros de la madre y de la abandonada celosa se clavaron en los pies insolentes, encarnados, pequeños, semejantes a dos capullos de amapola sobre el verdor húmedo de la senda campesina. Ellas, Casildona y María Silveria, estaban descalzas, y sus pies, deformados, atezados, recios, se confundían con el terruño pardusco de la corraliza, en cuyo ángulo, al calor del sol, hedía el estercolero. La misma sorpresa las dejaba inmóviles. La pareja avanzaba, charlando confidencialmente.

Al ver a su madre, el muchacho titubeó un segundo. Después, con respingo nervioso, avanzó.

—Madre, comida para mí y la compaña que traigo.

Y se entrometieron, salvando la puerta de la corraliza, medio obstruida por el cestón de hierba de María Silveria.

Los pollitos, arracimeados, gentiles en su redondez dorada, vinieron a picar los zapatos bermejos y la media calada sobre el empeine. La prójima soltó una risa alegre. La gallina, erizada y furiosa, revoló a proteger a su cría.

—El caldo, señora madre —Insistió Avelino—. Traemos necesidad.

Subyugada, callaba Casildona. En las manos sentía hormigueo; en el corazón, bascas insufribles. ¡Si aquello no era más que descaro, bendito San Roque! Pálida, bajo la capa de arrugas y lo curtido de su cutis de yesca, la aldeana hizo un movimiento como para cerrar el paso a su hijo; pero él, cariñosa y autoritariamente, niño mimado y hombre un poco más afinado, la desvió.

—Entra —susurró al oído de la pícara.

Espatarraba los ojos María Silveria. ¿Por qué no le saltaba al pescuezo a tal mujer la señora Casildona? ¿Por qué consentía semejante infamia? ¡Las madres, las lobas del querer, las esclavas de los hijos! ¡A que era capaz de servir de rodillas a la de los zapatos bermejos! Y, en efecto, la vieja se hacía a un lado, abriendo camino. La pareja desapareció, entrándose en la casa, y guiando Avelino con solicitud.

—Por aquí..., por aquí... Aquí hay asientos...

Mientras ella se sentaba, dejando la sombrilla y abanicándose con diminuto japonés, el hijo arrinconó a la madre, secreteando a su oído:

—No hubo remedio... Fue una cosa así... Por poco la mata el brutón de don Eladio. Aquí no vendrá a buscarla... ¡Y si viene!

El gesto completó la frase; el puño cerrado y los llameantes ojos revelaron claramente el impulso homicida.

—Y tú, sin colocación. ¡Estamos amañados! —objetó tristemente Casildona.

—A mí me echó de su casa ese bárbaro, que si me descuido le desojo la cara a bofetones... No se apure madre... Para todo hay remedio. Mañana me voy a Marineda, y allí colocaciones sobran. Y si faltasen, ¡a América! ¡Aire!

Hablaba febril, gesteando y balbuceando. La madre tembló. Creía ver al padre en sus últimos accesos de alcoholismo.

—Loco viene, loco... ¡Me lo ha vuelto loco la forastera!

Con manos trémulas de ira, les sirvió de comer lo poco y humilde que había: el caldo regional, leche y fruta. La prójima, abanicándose y haciendo mohines, se dejaba servir por la madre de Avelino. Avelino, a pesar de sus afirmaciones de traer tanta hambre, apenas probaba bocado. Miraba a su huéspeda fija y apasionadamente; le hacía plato, fregaba el único vaso de vidrio y corría a la fuente a llenarlo de agua cristalina para traérselo. Al salir, tropezó en el corral con María Silveria, en la cual ni había reparado antes. Sentada al lado del cestón de hierba, dejándolo marchitarse al sol, la rapaza lloraba, tapándose con su pañuelo de algodón y bajando avergonzada la cabeza.

—¡Eh, déjame pasar!... Tú, ¿qué haces aquí? —pronunció ásperamente Avelino.

—¿Qué hago aquí, qué hago aquí? —contestó ella, levantando súbitamente los ojos encendidos—. Ver cómo pasan los hombres que perdieron la vergüenza de la cara. Eso es lo que hago aquí, Avelino de azúcar.

Encogiéndose de hombros, el mozo la desvió con movimiento despreciativo, y siguió en busca de la fuente, que surtía a tres pasos de allí, entre helechos, bajo una higuera y un castaño, cuya sombra enfresquecía la corriente pura. María Silveria apretó el puño y lo tendió hacia su amor antiguo: antiguo, ¡ay!, y presente, que bien sentía en las entrañas, en la quemadura aquella, de rabia y desesperación, que el amor aldeano, furioso, vivía y se revolvía como gato montés o tejón salvaje acosado por cazadores. Regresaba Avelino ya, trayendo rodeado de plantas verdes para resguardarlo del calor de las manos el vaso de agua helada casi. Y María Silveria, incorporándose, le insultó otra vez.

—Anda, anda a servir a la de los zapatos rojos... Que te pise el alma con ellos, a ver si tienes alma, Avelino de azúcar... ¿Te acuerdas del molino de Pepe Rey? ¿Te acuerdas lo que parolamos?

—Larga de aquí, y cálzate esos pies, que das enojo —fue la respuesta de Avelino, al amparar el vaso por temor de verter el agua.

María Silveria calló... Sus puños morenos, de trabajadora, se alzaron al cielo, protestando. El cielo sabía que ella nunca había hecho mal a nadie, y el cielo no debe de ser amigo de las malvadas que embrujan a los hombres con zapatos colorados, moñudos. Se inclinó sobre el cestón; cogió de él la hoz de segar, afilada, reluciente, que manejaba con tanto vigor y destreza, y ocultándolo bajo el delantal, se metió por la casa adentro, segura de lo que iba a hacer, de la mala hierba que iba a segar de un golpe.

La Inspiración

Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su imaginación fecunda.

Acababa de romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando, de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí, rebajado a sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata grata convicción de que su mente ya no volvería a crear obra de arte, ni su corazón a destilar sentimiento.

Sí: Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos tienen horas en que la frialdad que advierten los induce a dudar de su propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes, paralíticos, muertos.

Recluido en su gabinete, Fausto llamaba a la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía a la cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano —actitud familiar para todos los que han luchado a solas con el ángel rebelde—, no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso; sólo veía rosas negras, áridos arenales caldeados por el sol del desierto.

En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba diciéndole que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la poesía no acude a los páramos, sino a los oasis, y que si no podía volver a animar, tampoco podría volver a aparear versos, como quien unce parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.

Las mujeres que le habían burlado y abandonado eran, sin duda indignas de su amor; pero tampoco él, Fausto, el poeta, el soñador, el ave, se había tomado el trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era su alma. Quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente a reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme a la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo…

Paseábase Fausto una tarde de septiembre, a pie y sin objeto, por una de las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas divisó grupos de gente que examinaba, con muestras de vivísimo interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba a pasar sin hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que a veces del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que causaba el asombro de aquel gentío humilde.

Sobre la hiedra enteca y mísera que a duras penas brotaba del terreno arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que imprime a las facciones, la hacían semejante a perfectísimo busto de mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada de lado. Una faja de lana unía su cintura a la de un mocetón feo y tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había roto el cráneo. Sin duda, en la agonía de los dos enamorados la faja debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, y el mozo a la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.

Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los guardias de Orden Público comentaban el trágico suceso. Tratábase de un doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del mozo en una taberna la noche anterior.

La oposición de los padres de ella, las malas costumbres de él y el haber caído soldado, eran la causa. Ella no podía resignarse a la separación. Ella misma, la mujer apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por el hombre celoso y feroz. Morir, irse abrazados a donde Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese a quien pese, desposarse en el ataúd…

Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios!

Por la noche, al retirarse Fausto a su casa, percibió una fiebre singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa, señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente e inconsolable se anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una turbación del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama; no podía apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras volvía a ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los amantes que, abrazados, emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros, ascendía de su corazón palpitante a su cerebro, y bajaba después, a manera de corriente impetuosa, a su mano, impaciente ya de asir la pluma…

Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del perdulario soez que descansaba a su lado, y que la amarró con la faja antes de darle muerte. No; el predilecto de aquella mujer que sabía querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la Tierra, sellando con el sello de lo irreparable tan magnífica pasión.

¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía; él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la heroína, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte que une eternamente, sin separación posible, a los que quisieron con delirio… Y la sugestión apretó tanto, que Fausto arrojó las sábanas, encendió luz y empezó a emborronar papel…

Tal fue el origen del poema Juntos, el mejor timbre de gloria de Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque Juntos es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde a penas y goces no fingidos, a algo que no se inventa, porque no puede inventarse.

La Invisible

De todas las mujeres que han podido preocuparme en este mundo —dijo Cecilio Ruiz, en un momento de expansión, de ésos que son como válvulas por donde el alma busca respiro—, una me ha dejado recuerdo más persistente, por lo mismo que casi no hubo ni tiempo ni ocasión de que me lo dejase…

La memoria —continuó— es muy extraña. Sin que se sepa por qué, se borran de ella un sinnúmero de cosas, y hasta años enteros de nuestra vida pasan sin dejar rastro. Momentos en que creemos que nuestra sensibilidad está en paroxismo, no marcan después huella en el recuerdo. En vano quiero resucitar horas que declaré inolvidables, pues ya de ellas no guardo reminiscencia ninguna. Y detalles que no revistieron la menor importancia, parece que cada día los tengo más grabados en la conciencia: frases insulsas, sucesos mínimos, siempre presentes, cuando ni aun sé cómo se arregló mi primera cita con mujeres de las cuales me creí verdaderamente enamorado, y, tal vez, si me las encuentro en la calle, no las conozco.

En cambio, mi aventura, medio irreal de los Colmenares —llamaré así al lugar de la escena—, de tal modo cuajo en mi espíritu y en mi vida, que cada día surge con mayor realce. Era yo entonces bastante joven, pero no tanto que no hubiese pasado ya de los veintiocho años y probado en diversos lances sentimientos muy varios, y goces y penas, con todos los accidentes que suelen acompañar a la pasión amorosa; hasta me creía ya un poco hastiado, y a ratos me las echaba de escéptico.

Encargado por la Compañía de la cual era socio de enterarme de la fuerza y utilidad de un salto de agua que queríamos adquirir, y con el cual montaríamos el negocio de dar luz a muchos pueblos, me interné a caballo por la región abrupta e incivilizada que llaman de los Colmenares, constituyendo cada noche un problema el encontrar albergue, y cada día una dificultad el comer. Llevaba conmigo un mozo, caballero en una mula, cuyas alforjas, a la salida iban bien rellenas; pero las provisiones, naturalmente, se agotaban. Las latas de foie–gras, de sardinillas y de perdices escabechadas tienen fin. Por aquel desierto sólo se encontraba miel, bellotas, leche de cabra y queso duro. Veía con terror el momento de hallarme sometido al régimen de los moradores de aquel yermo.

Al enterarse de mis temores, díjome el mozo que estábamos ya cerca de una casa donde encontraría cómodo asilo, y cuanto regalo cabe, si quería descansar en ella unas horas.

—¿De todo dices tú que hay en esa casa?

—¡Vaya! Sí, señor…, de tó, y mejor, ni en la de su majestá el rey…

—¿Es una casa de campo?

—Señor, a mo de casa de campo es…; pero la vida allí, manífica.

—¿Quién vive en ella?

—Una señora.

—¿Guapa? —pregunté, demostrando la incorregible curiosidad amorosa de mi raza y de mi sexo.

—No le pueo icir… No la vide nunca. No la ve nadie. Icen que tié hecha, amos, una promesa a la Virgen, y que es como una monja.

Mi imaginación se encandiló en seguida. No era para menos. Parecía aquello cosa de aventura, y desde el primer instante di por seguro que la dama reclusa sería un portento de belleza, y que yo la vería y le hablaría y la obligaría a romper, por mí, su voto… No serían las doce aún cuando avistamos la casa, donde, por lo menos, me esperaba una comida confortante, y mi sorpresa no fue pequeña al divisar una verja pintada de verde, y tras ella arbolado fino, araucarias y cedros, palmeras y magnolias, un parquecillo bien delineado, unas canastillas lozanas de flores que, sin duda, regaba el agua de una cristalina fuente, cuyo surtidor jugaba con el sol, polarizando su luz. Por mucho que encomiemos a la Naturaleza, el arte y la civilización son gratos. Después de tanto páramo y tanta breña, no sé explicar la impresión encantadora que me produjo aquel oasis. Llamamos con la campanilla, y salió a abrir un viejo con trazas de hortelano.

—Dígale a la señora que está aquí un caminante que pide descansar bajo techado, siquiera una hora… Entréguele usted esta tarjeta —añadí, sacando de mi cartera una.

Tardó algo en regresar el viejo. Sin duda, el caso era insólito. Al fin, después de un cuarto de hora, volvió, diciendo sencillamente:

—Pasen ustés.

La casa se cobijaba, muy en el fondo, tras de una espesura. Más allá, me figuré que estaría el huerto. Nada tenía de particular el edificio: cuadrado; ni grande ni pequeño; se entraba en él subiendo tres peldañitos. Me introdujeron en una sala baja, amueblada con elegante esmero: un piano, cuadros antiguos, le daban aire de distinción. Oí crujir de faldas, y creí que iba a saludar a la dueña; pero no era sino una doncella muy correcta y grave, una dueña más bien, que de buenas a primeras me espetó:

—La señora suplica que la dispense usted si no baja, y le ruega que almuerce aquí. El almuerzo estará dispuesto dentro de una hora. Entre tanto, el señor puede tomar un baño, si gusta.

Este ofrecimiento me fue más simpático aún que el otro. El cuarto de baño no desmerecía de la sala. Me chapucé con delicia: llevaba ocho días de no practicar los ritos de la limpieza. Cuando estaba en el primer momento delicioso, los poros abiertos y jugando con la esponja, una música deleitable llegó a mis oídos. Abajo tocaban una sonata de Beethoven… No sé decir lo que por mí pasó. Lo que aseguro, y no se rían, es que me sentí enamorado: lo que se dice perdido de amores… por la mujer cuyos deditos marfileños me enviaban la música preferida… Nunca tan súbita llama se había alzado en mí. Sin duda era todo ello fruto de la fantasía, y, sin embargo, aún hoy, al recuerdo, me parece que me arde el corazón, que se me derrite el alma…

Me atusé, me mudé, bajé trémulo… La doncella, enguantada de algodón blanco, me llamó discretamente.

—Sttt… Por aquí, el comedor…

La mesa estaba resplandeciente de elegancia y coquetería. La doncella me hizo seña de que me sentase. Vi un solo plato.

—¿Y la señora? —exclamé.

—Come en su cuarto siempre. Ya le dije al señorito, cuando entró, que tenía que dispensarla…

Aturdido, me senté. Creía no tener gana de comer; pero apenas empezaron a venir los manjares, devoré, como el que ha hecho fatigoso ejercicio y viene embriagado de aire libre. Todo era excelente, y de cocina más bien a la francesa. Se lo hice observar a la criada, y ella me respondió, sin salir de su reserva:

—Hemos estado mucho en el extranjero…

Para colmo de sorpresa, me sirvieron el café en el jardín, y me fue ofrecida una caja de puros, no sin que la doncella murmurase a mi oído, confidencialmente:

—El mozo también almuerza; no pase cuidado el señorito…

Póngase cualquiera en mi caso. Me sentía loco de afán de ver a la dama oculta, hacia cuyas ventanas miraba afanosamente, esperando ver cruzar, por lo menos, su sombra, la mancha de su cuerpo, sobre los misterios de las cortinas… Pero la casa estaba silenciosa como una tumba, y parecía desierta; en el jardín sólo se oía el monótono ruido del escardillo rascando las calles; todo se adormecía; la siesta era calurosa. «Daría mi vida por contemplar a esa mujer», pensaba, y al pensarlo comprendía que, a menos de ser un hombre sin educación, un osado, un grosero, no tenía más recurso que ensillar y marcharme: allí ya estaba de más… Y por si de esto me quedase la menor duda, la doncella, siempre impenetrable, vino a preguntar:

—¿El señorito no se irá sin tomar el té?

—Vamos claros —respondí, en un arranque—. Si la señora baja a tomarlo conmigo, espero… Si no, no…

—Si el señorito espera por eso…, será inútil. Nadie ve a la señora…, nadie. No pierda tiempo el señorito… Es un buen consejo que le doy…

Y tuve que alejarme, rabioso, exaltado, y fue preciso que en la ciudad próxima encontrase un telegrama urgente de mis socios llamándome a Madrid, para que no cometiese alguna tontería gorda, del género romántico: asalto de casa, con nocturnidad y premeditación…

—¿Y nunca supiste el nombre de tu desconocida?

—Sí —declaró Cecilio—. El gobernador de la provincia, a quien pude interrogar, me enteró de que era una mujer que había sido muy bella, que tendría ahora más de cincuenta años, y que no se dejaba ver porque, en un choque de trenes, había quedado desfigurada por completo, con la cara llena de costurones. Pero yo seguí soñando con ella… Me la figuré siempre al capricho de mi imaginación…

Y no quise volver a los Colmenares, por no perder mi ensueño… y porque, al fin, no se arregló lo del salto de agua.

La Ley del Hombre

Al desbaratarse el proyectado enlace entre María del Campo y Jacinto Sagrés —una boda tan bonita, tan igual por todos estilos, tan conveniente— los curiosos se perdieron en conjeturas, se despepitaron para adivinar la causa y no consiguieron averiguar ni jota. Hubo mil versiones, eso sí, pero gratuitas, destituidas de fundamento; y ni los criterios de la casa de María, ni los amigos de Sagrés, que le veían a horas, descubrieron la clave del enigma. Que no se había interpuesto otro amor para romper aquel lazo se demostró claramente por el hecho de que María entró monja dos años después, y Jacinto aún permanece soltero, y, al parecer, inconsolable.

La casualidad —o mejor dicho, la infidelidad de un ayuda de cámara, que robó a Segrés un cofrecillo creyendo que encerraba joyas, y despechado al ver que sólo contenía papeles sin valor, lo vendió por cuatro cuartos a un prendero— puso en mis manos dos cartas que me explicaron el misterio de la ruptura. Bajo promesa de que el lector no divulgará su contenido, las entrego a la letra de molde.


Carta primera.

De Jacinto a María.


«Te has soliviantado sin razón, mi bien, y aunque sabes que deseo complacerte en todo, en esto no me es posible. Ya me pesa de haberte contado esta tontería tan antigua y que tan olvidada debía estar; pero por tu afán de registrar mi pasado, saco a relucir las antiguallas del año de la nana, y vas tú y te recalientas la cabeza. ¿Qué quieres que haga un chiquillo como era yo entonces? Y después de todo, ¿qué hice de malo ni de extraordinario? Nos veíamos aquella muchacha y yo a cada momento, estábamos en la aldea, era tiempo de verano, vacaciones; a ella nadie la guarda, porque las aldeanitas no gastan institutriz, ni dame de compagnie, a mí no me sujetaba por entonces el respeto del mundo, ni ciertas ideas de formalidad y de corrección que le entran a uno después de los veinticinco, ni un entusiasmo grande por otra mujer como el que hoy siento por ti, nena ingrata… Seducir es una palabra muy gorda que usas tú porque no conoces el mundo ni sabes cómo viven los hombres… ¡gracias a Dios! ¡No te perdonaría yo que lo supieses!

»Por tu misma importancia (bendita sea) disculpo la extravagante exigencia de que ahora me entere, de lo que fue [de] aquella criaturita, y si… ¡Pues no faltaría otra cosa! Ea, déjate de esos idealismos, que en medio de todo me hacen gracia, y prepárate a recibirme esta tarde con alegría y las monadas de siempre. No pienses más que en la felicidad que te espera al lado de tu —Jacinto».


Carta segunda.

De María a Jacinto


«No vengas esta tarde, ni vengas más a esta casa, porque se ha roto nuestro proyectado casamiento. No pienso decir a nadie las razones y te aconsejo, y hasta te ruego, que hagas tú lo mismo: ¿para qué vamos a divulgar cosas que sólo a nosotros nos interesan? Además, que no entenderían mi conducta, y supondrían que te dejaba por celos de una historia añeja, de unos amoríos que tuviste allá cuando eras muy joven; yo pasaría por rara, tú por calavera, y lo que hay en el fondo de este pensar mío, no lo comprenderían: ni aun estoy segura de que lo comprenderás tú.

»Te ríes de mí porque quiero que antes de casarte conmigo pagues tu deuda; que antes de entregarte a una mujer sepas si hay otra que por tu culpa sufre o está infamada, y hagas lo posible a fin de aliviar su suerte. Si ésa es la ley de los hombres, síguela enhorabuena: yo soy mujer, y la ley tuya me parece terrible, y tú más aún, porque no has sabido quebrantarla ni siquiera por conservar el cariño de la que fue tu —María».


El caso se me figura digno de pasar a la historia, y siempre que en A*** veo blanquear entre cipreses el campanario de convento de Carmelitas, consagro un pensamiento a Sor María, que no quiso acatar la ley del hombre.

La Leyenda de la Torre

La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:

—Cuando nos representamos la vida de los señores feudales de aquella época —del siglo catorce al quince, fecha en que se construyeron estos muros—, creemos cándidamente que entonces existían como ahora profundas diferencias entre el modo de vivir de los poderosos y el de los humildes, entre un tendero o un bolsista de nuestros días y un paleto o un albañil, hay una zanja doblemente honda de la que separaba al poderoso señor de Diamonde del último de sus siervos y colonos. Esta torre lo proclamaba a gritos. ¿Qué comodidad, qué existencia siquiera decorosa permitía su estrecho recinto? Y para que los situemos en la realidad (la realidad de aquellas épocas que sólo vemos al través de la poesía), es preciso convenir en que el género de vida que en Diamonde se llevaba, y no pasiones vehementísimas, que no abundaban entonces ni ahora abundan, fue el verdadero origen del drama que dio base a la leyenda. Con afirmar esto, destruiré muchos romanticismos; pero si pudiésemos hoy reconstruir la existencia de entonces, con documentos y observaciones auténticas, veríase que el hombre y la mujer han sido iguales siempre...

La esposa de Payo de Diamonde, la alegre Mafalda, dama portuguesa de las márgenes del Miño, se consumía de tedio entre estas cuatro paredes. Vestida de la grosera lana que hilaban y urdían sus siervas; alimentada con pan de maíz, leche y carne asada; reducida, por toda distracción, a escuchar los cuentos de dos o tres viejas sabidoras que concurrían a las veladas de la cocina señorial; con el marido casi siempre ausente, divertido en la caza o en escaramuzas fronterizas, y cansado y rendido de fatiga al volver, la portuguesita, amiga de jarana y fiesta, iba perdiendo los colores de su tez trigueña y el brillo de sus ojos color de castaña madura. En aquel tiempo, como ahora, la mujer que se aburre está predispuesta a emprenderlo todo, con tal de espantar la mosca tenaz, negruzca y zumbadora del fastidio.

Un domingo por la tarde, Payo Diamonde anunció a su mujer que salía a talar ciertos campos y a quemar dos o tres casas de portugueses, y que entre ambas ocupaciones no dejaría de cazar lo que saltase. Hasta el sábado por la tarde, Mafalda quedaba sola. Suspiró, recogió sus haldas y bajó del castillo a la primera explanada de tierra, a ver alejarse la hueste de su señor. Cuando la última lanza despareció detrás de la fraga espesa, la castellana, resignadamente, iba a volverse al hogar, donde se entregaría al bostezo; pero en el ángulo de la calzada pedregosa (¿ve usted?: ahí mismo), he aquí que le sale al encuentro un hombre, una especie de vagabundo, con un pesado fardo a las espaldas. Era joven, alto, ágil, nervudo, y su hendida barba roja y sus labios sensuales, rientes, daban a su rostro una expresión provocativa y cruel. Con palabras suplicantes pidió albergue aquella noche no más en la torre de Diamonde, y ofreció enseñar su mercancía —telas, pieles, collares, amuletos, aguas y botes de olor—. Tranquilizada, Mafalda batió palmas ante el anuncio. ¡Qué de tentaciones gustosas!

En esta cámara, que era la de Mafalda, cerca de la ventana donde nos sentamos ahora, el buhonero deslió su fardo y mostró a la dama el tesoro. Traía piezas de seda de Monforte, pieles curtidas de marta, de Orense, casi tan hermosas y suaves como las cebellinas, lienzos finísimos de Padrón, encajes labrados por las pálidas encajeras que esperan a sus esposos a las puertas de las casas, en los pueblecitos pescadores, Portonovo y Sangenjo. Traía asimismo redomas y frascos de perfumes, jazmín y algalia, gorguerines de ámbar y sartas de perlas; y la castellana de Diamonde, ávidamente, lo compró todo, porque su marido había dejado buen golpe de doblas de oro en el cofre de la cámara nupcial.

El vagabundo, durante la velada, refirió historias interesantes. Venía de todos los castillos; de recorrer las Asturias, el reino de León, Zamora y Portugal, y traía en su repertorio anécdotas, escándalos, sainetes, tragedias, cuentos de amoríos sorprendidos por él o averiguados en las cocinas de las mansiones señoriales. Después cantó canciones, decires de trovadores, tañendo una vihuelilla; y Mafalda, al despedirse para acostarse, mostraba encendidos los vivos colores de su tez trigueña y el resplandor de sus ojos castaños, como conviene a mujer moza, de veinticinco a lo sumo, en la flor y lozanía de la edad en que se anhela gozar y vivir. Y al día siguiente no se partió del castillo el vagabundo, ni en toda la semana tampoco. Pasábase las horas sentado cerca de Mafalda, narrando historietas italianas, generalmente lascivas, y, cuando agotaba su respuesta, enseñaba a las criadas y mezquinas de Diamonde a aderezar bebidas dulces y manjares sazonados con especias que formaban parte de su ambulante comercio. Otras veces dirigía el tocado de la castellana, a la cual explicaba las modas y refinamientos que usaban las damas de la reina en la corte de Castilla.

Él enredaba artificiosamente las perlas, a estilo morisco, entre las trenzas de Mafalda, y él le calzaba los brodequines puntiagudos, última novedad venida a España de la lejana y elegante corte borgoñona. Y Mafalda, embelesada, sorprendida a cada hora con un nuevo capricho, con una nueva distracción, no hizo la menor resistencia cuando una noche el aventurero la atrajo hacia sí, y cubrió de besos candentes la cara morena, y los párpados sedosos, y la garganta tornátil. ¿Pasión? ¡No! Mafalda no sentía esa soñadora fiebre, acaso más moderna que medieval. Lo que experimentaba era el transporte del que sacude las telarañas grises del fastidio, de los vapores tétricos, y entra en una zona de sol, de alborozo y sorpresa continua de los sentidos golosos... También en fablas y hechos de amoríos era más ducho el errante mercader que el rudo castellano de Diamonde, y también supo revelar a Mafalda lo que púdicamente había ignorado...

Naturalmente, al fin de la semana, Payo Diamonde regresó, cansado y polvoriento, harto de quemar cosechas ajenas y de matar inocentes alimañas salvajinas. Por limitadas que fuesen sus facultades de observador, la presencia del juglar-mercader y su intimidad con Mafalda le saltaron a los ojos. Acaso hubo un delator que se los abrió de golpe. La torre es demasiado chica para esconder secretos. Pero el buhonero estaba alerta; y la historia nos enseña que, por entonces, solían ser estos vagabundos quienes, de corte en corte, llevaban misiones extrañas, encargos de reyes deseosos de deshacerse de otros monarcas o príncipes, y entre sus frascos, no todos eran de perfumes...

Una mañana, el señor de Diamonde amaneció rígido, muerto en su lecho, denegrido y cubierto de lívidas señales; de este castillo desaparecieron, llevándose las doblas de oro del arca, Mafalda la portuguesa y el aventurero envenenador...

Y ahí tiene usted —acabó el maldito arqueólogo, sonriendo como un Maquiavelo burlón— la prosaica, aunque melodramática verdad de la leyenda de la torre. Las pastoras dicen que doña Mafalda fue arrebatada por el demonio, que había tomado la figura de un gallardo doncel, y que el alma de la triste castellana, perdida de amores, se asoma de noche a esta ventana misma, exhalando ayes muy semejantes al ululante gemido del viento de la sierra... ¡Ya lo creo! Como que no es el alma la que imita al viento, sino el mismo viento el que remeda el quejido del ánima condenada...

La Lima

Cuando Severo Llamas, en la edad más florida, abandonó la casa de sus padres yendo a estudiar en la Universidad de Madrid la carrera de Filosofía y Letras, sucediole una aventura casi vulgar en el camino carretero de su pueblo a la estación del ferrocarril. Y fue que en el patio de una venta, donde se paró deseoso de echar un trago de rioja clarete y picante, vio arrimados a un poyo, trasegando vasos del mismo vinillo, a un gitano viejo y una gitana moza garrida, los cuales le convidaron. No era Severo hombre que se dejase ganar por la mano en asuntos de cortesía, y se dio prisa a avisar al ventero de que corría de su cuenta el gasto. Sacaron mesa, jarros y copas, amén de un queso medianamente duro, y el estudiante y los dos egipcios refrescaron allí en amor y compaña. Miraba Severo a la gitanilla, y le cosquilleaban en el corazón los ojos negrísimos, los labios pálidos con el húmedo nácar de los dientes, la tez de raso obscuro y la sandunga zalamera del hablar de aquella ninfa. En cambio, al volverse hacia el gitano, veía una jeta de caricatura, una boca de puchero desportillado, unas pupilas malignas detrás de un matorral de cerdas grises. Sostenía la gitana una clavellina en el canto de la boca, y como al despedirse Severo le pidiese la flor, el carcamal exclamó con énfasis que también él quería su correspondiente regalo al caballero estudiante: y sacando de la faja una roñosa lima de acero, la ofreció al mozo. «Misté —advirtió— que esta limilla no es como toas las limas del mundo, ¡quia! Si su mercé tiene algún quebraero de cabeza o algún disgustaso…, se pasa su mercé la lima muchos días seguíos por el cuerpo… y curao; na, que no vuelve a darle fatiga nunca».

Severo se rió, guardando la lima antes por buena crianza que por otra cosa, y, despedido, siguió su viaje, durante el cual más de una vez le volvieron a la imaginación los ojos de sombra y los dientes nacarados de la gitanilla de la venta, recuerdo que se avivó al llegar a Madrid, quitándole el sentido y despertándole una sed hidrópica, que a su parecer sólo podía estancarse en aquella humedad y frescura de los descoloridos labios. Empezó tan insensato afán a apretarle mucho, y ya desatinado, tenía resuelto salir en busca de la gitana, cuando a la desesperada, y por superstición, se le ocurrió ensayar el remedio de la lima. Buscó en el fondo de su bolsillo el instrumento, y se dedicó a pasarlo por el cuerpo mañana y noche. Al pronto no advirtió ningún alivio, pero corridos ocho o diez días notó con gozo que se le iba aquietando el corazón, y que ya le gustaba mirar a mujeres que no eran la gitanilla, y conversar con ellas y requebrarlas. Y al mes justo de pases de lima, Severo se halló curado del todo, sin acordarse más de la gitana que de su abuela.

Terminados con lucimiento sus estudios, se dio Severo a la política, caldeada la cabeza, persuadido de que ciertos males que todos lloran podrían remediarse al aplicar él su conato y bríos al beneficio de la cosa pública. En periódicos, asambleas, reuniones y clubs derrochó elocuencia y energía el mozo, logrando hacerse centro de un grupo animado de más patrióticos deseos, determinado a seguir a su jefe hasta cualquier extremo y fin, pronto a la acción y a la lucha. Manifestaba Severo en sus discursos principios de catoniana rigidez, y al exponerlos le encendía fiebre entusiasta, calentura generosa y nobilísima que le incitaba a cerrar contra los abusos y las iniquidades y le movía a fustigarlas con recio látigo. La recién adquirida popularidad le exaltó más todavía, y habiendo sido elegido diputado, su indignada censura se explayó violenta y sin eufemismos, hiriendo en mitad del pecho a algún personaje poderoso. Entonces se levantó una cruzada contra Severo. A medida que su nombre rompía la obscuridad, sus palabras adquirían peso, relieve, mordiente, fuerza, alcance a distancia. Lo que dicho por otro no suscitaría protestas, dicho por él levantaba ampolla; y el reguero de pólvora cundía, y Severo se hallaba sobre un foco de incendio.

Furiosos los atacados, no repararon en arbitrios para la defensa. Dedicáronse a rebuscar en los antecedentes, en la familia y en el ayer de Severo Llamas alguna de esas historietas que ofrecidas por comidilla a la malignidad la enconan y soliviantan para que se alce goteando ponzoña; y encontraron, porque siempre se encuentra, aun en el pasado más puro, aun en la más honrada familia, algo que, interpretado y comentado por el odio, resulte infamante.

Y Severo, herido en lo íntimo, en sus más sagrados afectos y ternuras, en lo que en el alma le dolía, contrajo pasión de ánimo creyéndose sin honra, pensando leer en cada rostro y en cada frase cruel alusión a su imaginaria vergüenza. A tal extremo llegó su cavilosidad, que no conciliaba el sueño y había perdido enteramente el apetito y el buen humor.

Y al convencerse de que sufría, de que atravesaba un período de abatimiento y casi de desesperación, acordose Severo otra vez de la lima del gitano, y sacándola del estuche de terciopelo en que agradecido la conservaba, la pasó reiterada y diariamente por el cuerpo. A los quince días comenzó a notar gran mejoría; y como en estas afecciones morales mejorar es sanar, poco tardó en volver a su espíritu la calma. Pensó que tan amargo mal le había venido por meterse a redentor y explanar con independencia viril sus convicciones; decidió usar también la lima para templar aquella vehemencia de sentimientos y aquel celo inconsiderado por el bien general. La lima, en efecto, hizo su oficio, y Severo fue aquietándose, perdiendo vapor, viéndose libre de sus accesos de atonismo y sus arranques de virtud batalladora. Arriba y abajo la lima, vuelta y dale. Severo se reconciliaba más con la realidad y las impurezas que la acompañan. Y bien limado, acabó por encontrar que todo sucedía como debía suceder, sin que cupiese arreglarlo de distinto modo, ni mejorarlo ni variarlo en un ápice.

Desde entonces Severo tomó la vida como tomarse debe. A cada problema, a cada trance crítico, a cada desengaño, a cada caída del cielo, Severo agarraba su lima bienhechora, y pase va y pase viene, se administraba el soberano medicamento de la indiferencia. Si algo le convenía, lo dejaba correr; pero el resto lo limaba con persistencia, hasta suprimirlo, raerlo y hacerlo polvillo impalpable. La lima iba poco a poco quitándole a Severo cuanto estorbarle podía, cuanto significaba, según la frase del gitano, «quebraeros de cabesa». Y Severo de continuo elevaba acciones de gracias al gitano aquél, que le había resuelto cuantas dificultades complican la existencia, quitándole el hipo y el flato del ideal…

Ansiaba Severo volver a tropezarse con el gitano, a fin de besarle las manos reconocido y proclamarle el mayor sabio del orbe. Siempre andaba avizorando por si en algún sitio descubría la ridícula jeta, la desportillada boca y los malignos ojos emboscados tras las cerdas grises de jabalí del donante de la milagrosa lima.

Con este afán, una noche en que había cenado fuerte, al acostarse, rendido de cansancio y pesado de cabeza, pareciole que se iluminaba su dormitorio, y que en blanco fondo, como de escenario de linterna mágica, se aparecía un viejo caduco idéntico al gitano en la catadura, aunque muy diferente en la indumentaria. En vez del puntiagudo sombrero de catite, el pañuelo liado a la cabeza, la chaqueta de alamares, la faja y los zahones, llevaba la aparición por única vestimenta un paño gris como los sudarios polvorientos; por arma, una guadaña en la diestra; por emblema, en la siniestra, una clepsidra. ¡Era el Tiempo, el Tiempo a la vez volador, lento y glacial, el que todo lo desgasta, el que todo lo carcome y disipa, el que trae en una misma bolsa el dolor y el consuelo!

Y a la mañana siguiente Severo Llamas, pensativo, corrió a mirarse al espejo, y viéndose decaído, canoso, atropellado —viejo también, en suma—, se explicó perfectamente las misteriosas virtudes de la lima, y agarrándola tardíamente airado, la arrojó por la ventana.

La Lógica

Justino Guijarro es digno de que le consagre una mención la historia individual, que llaman los profanos literatura novelesca. Aunque el drama de la existencia de Justino Guijarro no haya obtenido la fama que merece, a título de caso significativo y curioso, los que le conocimos y recibimos sus últimas revelaciones en momentos terribles no debemos dejar sepultada en el olvido la memoria de hombre tan extraordinario.

Ante todo, sepan las generaciones venideras que Justino Guijarro murió en el patíbulo. No vayan a suponer (apresurémonos a decirlo) que Justino fue en el mundo de los vivos algún malhechor de oficio, algún capitán de gavilla. No vayan a confundirle tampoco con los que asaltan casas para saquearlas, o dejan seco a un prójimo para apoderarse de su cartera, repleta de billetes de Banco. Ni menos le identifiquen con esos energúmenos poseídos de instinto brutal que estrangulan a una mujer por celos o porque los desdeñó. A Justino nunca le dominaron furiosas concupiscencias ni bajas codicias; como que vivió entregado al estudio, a la meditación, chapuzado y sumergido en los insondables lagos del pensamiento y colando por finísimo tamiz las ideas, que otros menos cavilosos se tragan sin mascar. Distinguióse, además, Justino por su religiosidad exacerbada, de la cual, piense lo que quiera el lector, habrá de reconocer que es demostración elocuente lo que va a saber recorriendo estas páginas, donde descubro el secreto de un alma singular, única tal vez.

Justino había nacido con el cráneo puntiagudo, angosto, indicación exterior de lo elevado de sus especulaciones y lo espiritual de su modo de ser. Desde niño discurrió tan estricta y ajustadamente, que sus raciocinios eran cuñas hincadas en el cerebro. Perseguía hasta sus últimos términos las consecuencias de una premisa, y ¡ay! del que discutiendo le concediese lo mínimo; una leve concesión proporcionaba a Guijarro argumentos irrefutables con que apurar a su adversario y rendirle por fin. Se le temía; nadie quería medirse con él, y dijérase que en él revivían aquellos escolásticos de la Edad Media, capaces de partir en cuatro un cabello de mujer rubia.

Con el propio método que aplicaba a las cuestiones intelectuales resolvía Justino los problemas de la vida práctica; empresa doblemente peliaguda, pues nadie ignora que esta pícara vida que padecemos es compleja, sinuosa y contradictoria a veces como ella sola, sin que se pueda evitar, y el más terne e inflexible de los pensadores se ve obligado, ya que no a caer siete veces al día, por lo menos a transigir setenta con las circunstancias. Justino, sin embargo, no entendiendo de transacciones, optaba por tener setenta choques diarios y pasar otras tantas veces por necio e insufrible; el mundo es tal, que no concibe que nadie siga la línea recta, así conduzca al precipicio. Los disgustos que Justino sufría debieron de contribuir no poco a exaltar su grande ánimo y a sugerirle las extrañas resoluciones que pronto se verán.

Era casado Justino; su lógica religiosa le había inducido al matrimonio desde los primeros años de la juventud. Muchos tardó en tener sucesión; pero al cabo se notaron en la esposa de Justino señales inequívocas de que se aproximaba un feliz acontecimiento, y nació un chico precioso, frescachón y robusto, de ésos que envanecen a los padres.

No obstante, Justino, en vez de complacerse y regocijarse con su paternidad, dio en ponerse mohíno y melancólico. Cada vez que le presentaban el chico, que la madre, entusiasmada, le subía hasta los labios del padre para que le estampara un beso, el rostro de Justino se contraía, y sus ojos, nublados por la meditación, despedían una luz triste y lúgubre...

—Al ver a mi hijo —traslado aquí las propias palabras del ínclito pensador desconocido, cuya historia voy narrando—, yo no podía sentir lo que siente el vulgo de los padres; un goce pueril y meramente instintivo, un impulso animal... Al contrario: un mundo de reflexiones acudía a mi mente; su peso me abrumaba y me confundía. La responsabilidad que gravitaba sobre mí era incalculable, inmensa; en mis manos, a mi cargo, tenía el porvenir de un hombre, de un ser racional. Al hablar de «porvenir», comprenderá usted, conociéndome ya por mis confesiones, que no me refiero al «porvenir» tal cual lo entienden los otros padres, y que sólo abarca los días de una existencia transitoria. Dinero, honores, posición, salud... ¡Qué son esos bienes de un minuto para quien ve, con la inteligencia, con la razón, con las potencias superiores, en fin, desarrollarse lentamente la inmensa procesión de los siglos, y considera, en cambio de los espasmos de un vértigo sublime, el horizonte infinito de la eternidad!

El cuerpo de mi hijo, montón de carne blanca y sonrosada, no existía para mí o, si existía, no tenía valor alguno; pero ¡su alma, su alma inmortal, destello divino comunicado a la materia! «Salva su alma —me decía a cada instante la voz cristalina de la «Lógica», mi maestra y consejera infalible—. Salva su alma, evítale el pecado, ábrele de par en par las puertas de oro del Cielo». Y para salvar su alma yo no tenía más remedio que uno, y, después de largo combate conmigo mismo, lo puse en práctica. Cierta noche, mientras la madre dormía rendida de cansancio de haber dado el pecho, me acerqué a la cuna de mi hijo, dormido también; eché sobre su carita el embozo de la sábana; luego, las dos almohadas; apoyé las palmas de las manos con toda mi fuerza... y me sostuve así hasta que... hasta que lo salvé, enviándole a gozar la eterna bienaventuranza.

La muerte de mi hijo —prosiguió Justino después de una pausa profunda— se atribuyó a causas naturales. Pero yo quedé a vueltas con el problema no menos grave, que era el de mi propia salvación. La «Lógica» me decía que si salvaba a otro, por razones de mayor cuantía estaba en el caso de salvarme a mí mismo, puesto que la salvación es el fin supremo a que deben encaminarse nuestros pasos en la tierra. Al salvar a mi hijo había cargado mi conciencia sin poderlo evitar, con un pecado: convenía expiarlo; todo esto era lógico y más lógico aún que si la muerte me cogía de sorpresa, mal preparado, marraba el negocio de mi alma, el solo negocio importante.

Necesitaba, pues, dos cosas: hacer penitencia en esta vida y saber a punto cierto cuál había de ser el instante de mi muerte, para encontrarme prevenido y dispuesto. No valía suicidarse; el que se suicida no muere en gracia. Era preciso discurrir otra combinación y, lógicamente, encontré una luminosísima. Esperé el momento en que mi esposa muy afligida desde el fallecimiento del niño, regresaba de la iglesia, donde había confesado y comulgado, y aprovechando la buena disposición en que se encontraba y el instante en que se inclinaba para desabrocharse las botas, di sobre ella armado de un cuchillo de cocina, y de la primera puñalada... la salvé. Cuando expiró, cubierto de su sangre, me presenté a la Justicia. Mi parricidio (así lo llamaron) era según decían, patente y horrible; fui sentenciado a morir, y en los largos días de la prisión tuve tiempo para hacer mortificaciones, ponerme a bien con Dios (lo espero) y arreglar todos mis asuntos de conciencia de tal suerte, que, al ofrecer el cuello a la argolla expiatoria, llevaré lógicamente noventa y nueve probabilidades contra una de salvarme también...

Lo único que me confunde, lo único que ha turbado mi espíritu, ya casi sumergido en la contemplación de lo ultraterrenal, es que el sacerdote que viene a consolarme en esta capilla, en vez de alabar la lógica de mi conducta, parece persuadido de que no hice sino atrocidades... Verdad que es un pobre cura de misa y olla, y temo que por falta de cultura y preparación filosófica no comprenda la alteza de mi concepción, el admirable equilibrio de mis actos... En vano le repito hasta la saciedad un argumento irrefutable. Pecado fue matar a mi mujer y a mi niño: lo conozco y lo deploro; mas si todos somos pecadores, y yo no podía jactarme de haber vivido sin pecar, a lo menos mis pecados son de tal naturaleza, que han abierto el paraíso a los dos seres que más amé, y probablemente a mí me lo abrirá mi expiación... El cura, hombre sencillo y limitado, cuando le presento esta conclusión agudísima no responde sino meneando la cabeza y murmurando ciertas frases que considero ¡lógicas a todas luces; por ejemplo: «La misericordia de Dios alcanza a los malvados, y con más razón a los ilusos y a los maniáticos y dementes. Déjese de lógicas, y rece y llore, y arrepiéntase cuanto pueda.»


«El Imparcial», 6 diciembre 1897.

La Madrina

Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.

El segundón, entre tanto, se desarrollaba trabajosamente. Enfermedades tan graves le asaltaron, que tuvo dos veces encargado el ataúd, y siempre, al parecer iniciarse el estertor de la agonía, verificábase una especie de resurrección: el niño se incorporaba, se pasaba la mano por los ojos, sonreía y con ansia infinita pedía de comer...

—Siete vidas tiene como los gatos —decía la dueña Marimiño a Fernán el escudero—. ¡Embrujado está, y no muere así le despeñen de la torre más alta!

Este dicho se recordó con espanto pocos días después. Jugando el segundón con el mayor en la plataforma de la torre, lucharon en chanza, se acercaron a la barbacana, y colándose por una brecha, cayeron de aquella formidable altura. Del mayor, don Félix, se recogió una masa sanguinolenta e informe. El otro, don Beltrán, detenido por un reborde de la cornisa y unas matas que lo mullían algún tanto, pudo sostenerse, agarrarse a la muralla y trepar hasta la plataforma otra vez. Con asombro supersticioso refirió el lance Fernán, ocular testigo; y en las veladas del invierno, los servidores evocaron la temerosa figura de la enlutada madrina. Sólo ella podía haber dispuesto los sucesos del modo más favorable a su ahijado. Ya no ingresaría Beltrán en un monasterio; suyos eran casa y estados; de segundón pasaba a heredero universal.

Entonces se pensó en instruirle para las fatigas de la guerra. Endeble como seguía siendo, hubo de ejercitarse en las armas. Salió pendenciero, amigo de gazaperas, retos, cuchilladas, y su débil brazo hacía saltar la espada de la muñeca de los mejores reñidores, y en las funciones militares libraba sin un rasguño, a pesar de alardes de valor temerario. Mirábanle ya con aprensión los demás señores, con mezcla de veneración y terror el vulgo. Un suceso casual dio mayor pábulo a las hablillas.

Andaba perdidamente enamorado don Beltrán de doña Estrella de Guevara, viuda principal cuanto hermosa, codiciada de todos. Ella prefería a un Moncada, el duque de San Juan, y con éste dispuso casarse. En vísperas de la boda, estando el duque solazándose a orillas del río Jarama con su prometida y muchos amigos, salió un toro bravo, arremetióle y le paró tan mal, que al otro día era difunto. Llovía sobre mojado. Se alzó imponente la voz de que danzaba brujería en los asuntos de don Beltrán, y el Santo Oficio hubo de resolver mezclarse en lo que traía alborotada a la villa y corte, inspirando peregrinas fábulas. Como que se llegaba hasta la afirmación de que el toro no era toro, sino un fantástico dragón que espiraba lumbre, y en el cuerpo del mísero duque las señales parecían, no de cornadas, sino de garras candentes.

Honda marejada se produjo en el Santo Tribunal antes de prender a un noble señor. Ejercía las funciones de inquisidor general el obispo de Oviedo y Plasencia, don Diego Sarmiento de Valladares, caballero por los cuatro costados, y los rigores inquisitoriales no recaían sino sobre gentecilla, mercaderes y tratantes gallegos y portugueses, oscuros alumbrados y judaizantes renegados y bígamos. Una buena traílla de estos mezquinos acababa de ser agarrotada, quemada viva, encarcelada perpetuamente, relajada en estatua, azotada por las calles y embargados los bienes que no tenían, con ocasión del famoso auto de fe a que habían querido asistir Carlos II y las dos reinas, enviando el monarca el primer haz de fajina que alimentase el fuego del brasero. Mas las poderosas familias del duque de San Juan y de doña Estrella de Guevara apretaron tanto, que al fin don Beltrán fue preso y recluido en los calabozos, donde todavía no habían acabado de evaporarse las lágrimas de las infelices penitencias del auto. En las tinieblas de la mazmorra recordó confusamente palabras de su nodriza, insinuaciones de la dueña Mari Nuño, conversaciones reticentes de sus padres, auras de consejas y mentiras que oreaban sus cabellos desde niño. Y con ahínco desesperado, exclamó:

—¡Señora Muerte! ¡Madrina mía! ¡Acúdeme!

Esparcióse por el encierro cárdena claridad, y don Beltrán vio delante a una mujer extraña, medio moza y medio vieja, por un lado engalanada; por otro, desnuda. Su cara se parecía a la de don Beltrán, como que era él mismo, «su muerte propia». Y don Beltrán recordó el dicho de cierto ilustre caballero del hábito de Santiago: «La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos».

—¿Qué se te ofrece, ahijado? —preguntó solícita ella.

—¡Salir de esta cárcel! —suplicó don Beltrán.

—No alcanza mi poder a eso. Te he servido bien; me he desviado de ti veinte veces, te he quitado de delante estorbos y te he mullido el camino con tierra de cementerio. Pero mi acción tiene límites, y el amor y el odio son más fuertes que yo. Habrá cárcel por muchos años: los deudos de tu rival han resuelto que te pudras en ella.

Mesándose el cabello, don Beltrán insistió con ardor:

—¿No hay ningún recurso, madrina? Por ahí fuera hace sol, la gente se pasea, brillan los ojos, resuenan músicas festivas, requiebran los galanes, se cruzan estocadas... ¡Y yo aquí, sepultado en una fosa, expuesto a que me saquen con coraza y sambenito! Madrina, tú eres omnipotente, temida y respetada... ¡He sentido tantas veces tu protección terrible! ¿No acertarás a salvarme ahora?

La madrina calló un momento, y luego articuló entre un susurro lento y prolongado como el de los árboles de inmensa copa:

—Sé un remedio para darte libertad. ¿No lo adivinas? Yo saco infaliblemente a los mortales del sitio en que penan, llevándolos conmigo.

Sintió un sutil escalofrío don Beltrán y se tapó los ojos con las manos. Cuando las apartó se halló solo: la madrina había desaparecido. En más de dos años no se atrevió el ahijado a invocarla. Al contrario, a ratos la conjuraba para que no se acercase: temía la tentación de asir aquella mano blanca, lisa, marmórea, y agarrado a ella salir del cautiverio. No llamó a su madrina ni en el día en que, tendiéndole sobre el caballete del potro, le dieron por tres veces el trato de cuerda que hace crujir los huesos, estira los tendones y lleva el dolor hasta las últimas reconditeces de los nervios. Quedó moribundo y le trasladaron a una celda con reja a la calle.

Y una mañana, mirando por la reja, sucedióle que vio pasar a una mujer hermosísima, acompañada de una dueña grave y halduda y de un galán bizarro: la propia doña Estrella de Guevara. Sus crespos cabellos teñidos de rubio veneciano hacían parecer más clara su tez y sus labios más bermejos; vestía de terciopelo verde con pasamanos de oro, y en sus ojos negros como la endrina chispeaba una alegría de vivir insolente y triunfadora.

—¡Madrina! ¡Ven, acude! —gritó con fervor don Beltrán, incorporándose, a pesar del quebrantamiento de sus huesos.

Y apenas hubo llamado sinceramente a su madrina, se cerraron los párpados del caballero, se extinguió el hálito de su pecho, cayó sobre la fementida cama, una mano glacial cogió la suya, y don Beltrán salió de la prisión, libre y feliz.


«El Imparcial», 1 de diciembre de 1902.

La Maga Primavera

Me tocó en la frente con su varita; desperté y contemplé un espectáculo digno de ser cantado por millonésima vez, después de tanto como ya lo han ensalzado los poetas.

Era el deshielo. De los montes fluía derretida y apresurada la nieve. Al resbalar por las laderas, iba cubriéndolas de vegetación: los gérmenes, estremecidos por la dulce humedad, bullían impacientes y rompían la negra costra de la tierra, vistiéndola un manto de terciopelo verde y afelpado, tupido y rozagante, que convidaba al sesteo y al idilio. En los vallecillos, bien resguardados del cierzo, que recogen el sol y lo beben con avidez, los frutales estaban literalmente bordados con flecos y moñitos de flor a la orilla de cada desnuda rama. No parece sino que murmuraban los cerezos y los manzanos: «En nosotros madrugan la poesía y la belleza. Nos envolvemos en esta delicada y primorosa túnica de encaje, antes de echar la hoja que ha de proteger el sabroso fruto. Prematuramente nos engalanamos; nuestras ropas de cristianar duran poco y en nuestra friolera blancura, en el tierno sonrosado de nuestras mejillas, en nuestra enfermiza precocidad, hay todavía mucho de la melancolía del invierno y de la nostálgica impresión de los días cortos. Así que llegue el estío nos verán robustos y sanotes, cargados de fruta».

En los jardines, las lilas hasta entonces sentidas y forzadas en el invernáculo, aspiraban con deleite olas de perfumes que él mecía en sus alas vibradoras. Las primeras rosas entreabrían su apretado capullo, y los crasos jacintos hacían sobre los cuadros el efecto de una decoración de frágil porcelana de Sajonia. Hubo un instante en que el aire fue más tibio y el sol más claro y dorado, y entonces vi una mariposa, que aleteando y como por juego, se posó en una mata de salvia rojiza; y me pareció, con sus alas de esmalte policromo, la Iris, la mensajera enviada por el cielo para decirnos que la naturaleza había resucitado.

¡Qué de júbilo, qué de rumores y de músicas invisibles en todas partes! Resonaban los bosques, no con el pavoroso murmullo propio de las noches de invierno, sino con una especie de concertante sonoro, armonioso y profundo; el mar, que antes gemía lúgubremente, ahora tenía, en el ruido con que se estrellaba en la playa, cadencias prolongadas e indefinibles, arrullos como de sirena; su color, antes de plomo, era el azul del zafiro oriental, y la luna, al reflejarse en él, lo envolvía en una red de plata de móviles anillos. Se diría que el mar vestía de fiesta también. Porque aquello era una fiesta universal, una fiesta en que tomaba parte la creación entera. Mirando hacia arriba noté que hasta las estrellas brillaban de un modo más dulce, y que el girar de las constelaciones tenía la majestad melodiosa de un himno órfico.

Sin embargo, en medio de tanto regocijo, yo descubría el renacimiento de la humanidad. La primavera, que alegra los bosques, los jardines, las montañas, el mar y el cielo, debía también inundar de gozo los mundos interiores y desconocidos de nuestro corazón.

Mientras discurría en esto, he aquí que a la puerta de una cabaña veo aparecerse una mocita como de diez y seis años, de corto zagalejo y descalzos pies, con una cántara de barro que sin duda iba a llenar de agua a la fuente vecina.

Salió pisando alegremente la fresca yerba, y se tendió en el florido y recóndito senderillo que conduce al manantial. De allí a poco, volvió por el mismo caminito, pero ya no venía sola: acompañábala un mocetón atezado y robusto, muy obsequioso a su rústica manera, y en cuya morena cara resplandecía un entusiasmo varonil.

El brazo de él rodeaba el talle de ella, que, encendida en rubor, bajaba los ojos al suelo; pero una involuntaria sonrisa entreabría sus labios de rubí. Andaban despacio, embriagados, y el agua de la cántara, que la moza inclinaba sin querer, se vertía gota a gota, humedeciendo la tierra.

También la humanidad, como la naturaleza, resucita al conjuro de la maga, pensé, absorta en un realizado ensueño.

Y cuando la idea de esta resurrección me sonreía como una promesa de ventura, se evaporaron las visiones, y sólo vi el calendario suspendido en la pared.

Señalaba la fecha del 21 de Marzo, pero lo que en aquel instante distinguí mejor, por los trazos de tinta roja, fue la cifra del año en que vivimos. ¡Año todo él de invierno, del invierno de mi existencia! ¿Por qué me había causado tamaño alborozo el que la primavera renaciese? Para mí no existía la maga.

Más infeliz cien veces que los seres inanimados, el hombre sólo dispone de un breve periodo en que sentir el influjo primaveral, y después ya no hay para él más que eternas noches y días brumosos y glaciales.

La Manga

Nati terminó, ante el modesto armario de luna, su tocado y sus aprestos de coquetería. La tarea de prender el sombrero no fue corta. Era uno de esos sombreros inconmensurables que son el encanto, el susto y la ruina de una familia burguesa durante una estación. Había costado ciento diez pesetas redondas, y esa suma, para los padres, representaba no escasas privaciones, un desequilibrio en el presupuesto, la supresión, durante dos meses, del plato de carne en la cena, sustituido por un guisado de patatas o unos panchos fritos.

¡Paciencia! No se podía prescindir de que «la niña» luciese el sombrero que impone forzosamente la moda, y que, en este año de gracia, ha pegado un salto desde los precios admisibles de ocho y diez duros, hasta los de veinte como mínimum. ¿Quién cuenta con eso, vamos a ver? Porque nada ha subido tan sensiblemente: si los comestibles encarecen, no hasta tal punto; suben anualmente, de un modo imperceptible, mientras el sombrero se lanza en vertiginoso arranque... Y, al cabo, de comer se prescinde, no de golpe..., pero vamos, así, poquito a poco —en relación con la carestía de los comestibles—; pero el sombrero es lo sacrosanto. Cuando una muchacha tiene veintiocho años ya, palmito muy celebrado, está llamando la atención en un pueblo donde acaba de llegar su padre a desempeñar un empleo, y espera fundadamente el fénix matrimonial, cazable con la liga de ese artefacto que, bajo sus alas enormes, presta a la señorita honrada la provocación atractiva de las cupletistas y las cocotas en los grandes casinos internacionales.

Nati se miraba en el espejo turbio del armario desvencijado, adquirido de lance... Tal sombrero debiera reflejarse en las triples lunas de lujoso tocador. No había duda; era feliz casualidad haber encontrado, por sólo veintidós duros, tal sombrero. No se presentaría en el salón del paseo otro así. Una creación, un modelo de París que llegó algo tarde para ser copiado, y que la modista vendió barato por temor de no poder colocarlo ya en julio.

Nati sabía el efecto que había producido cuando lo estrenó, y lo que le aumentaba la hermosura, lo que completaba su silueta el sombrero dichoso, dándole el atrevimiento mundano envidiado por las muchachas de la clase media, que siguen la moda y no se desenvuelven ágilmente dentro de ella, ligadas por la vergüenza y por el hábito casero... A favor de aquel sombrerón elegantísimo, Nati había tenido valor para prescindir de las enaguas, reduciendo a la mínima expresión su ropa interior, y ahora se recreaba, entre confusa y envanecida, al comprobar que su cuerpo presentaba las líneas y los trazos ligeros del púdico semidesnudo de los figurines de arte... Exagerada la gracilidad de las formas juveniles por lo flexible de la tela del traje, una lana más suave que la seda, el sombrero se gallardeaba sobre los hombros, que coronaba de sombras flotantes y plumajes ondeadores como cabelleras. Nati, sonriente, se gustó, y después de perfumarse y tomar los guantes, hizo el cálculo de toda mujer que se ha gustado: «Le gustaré.»

Abajo aguardaba el papá, resignado. ¡Era mejor que acompañase él! La mamá siempre da una nota ligeramente caricaturesca, a menos que vaya tan bien o mejor trajeada que su hija... La joven salió ufana. Eran las diez de la noche, hora en que el paseo se iluminaba brillantemente, en que los fuegos artificiales suben a rasgar la turquí terciopelosidad del cielo; en que la brisa marina viene salitrosa, amarga y embriagadora; en que la música militar es bella porque apaga sus resonancias metálicas la distancia, el abejorreo de las conversaciones y ese rumor hondo de toda muchedumbre.

Era el momento en que, so color de tomar aire, se tomaba amor, que es oxígeno del alma, y no la higiene, sino la eterna sed sentimental, había determinado a tantas muchachas bonitas y a tantos donceles medianamente gallardos a pisar el polvo o comprar las sillas del concurridísimo paseo...

Nati sintió —como se siente una ola de vida— la impresión causada por su presencia. Se volvían, la miraban, y algún forastero, menos recatado que los galanes locales, la susurraba cosas, de que fingía no enterarse el papá... Pronto como un pájaro, él se destacó de un grupo y se hizo el encontradizo. Era un novio ideal, de buena presencia, rico, decidido a casarse, de seguro. Nati tembló de felicidad. El pretendiente la miraba embobado, se la bebía con los ojos. Siguieron andando, pero el muchacho propuso sillas y las pagó galantemente. El papá se hizo el distraído; a su lado, casualmente, estaba un compañero de oficina. Los dos jóvenes cuchichearon más bajo. El pretendiente expresaba su admiración; la pretendida, coqueteando, negaba que ella valiese nada; hasta negaba la elegancia de su atavío, a la cual había notado que su pretendiente era muy sensible... Y reían, encantados los dos de aquel instante delicioso, con la sensación exquisita del aislamiento entre la multitud, una de las venturas profundas del amor naciente...

Un cohete rasgó el aire, subiendo a gran altura. Puerilmente, se divirtieron en contemplarlo. Era de lucería, y dejaba caer estrellitas verdes como grandes esmeraldas, que antes de llegar al suelo se extinguían.

Al primer fuego artificial siguieron otros muchos, estallantes y caprichosos, de chispa de oro y lágrimas de lumbre, de doble trazo de luz sobre la negrura del firmamento. Y, en pos, las bombas de dinamita atronaron el espacio un minuto.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Nati, molestada por los zambombazos, y el novio aprobó, precipitado, añadiendo que los oídos le dolían, lo cual le valió una sonrisa tierna de la novia.

En el punto mismo, una gota de agua se plaqueó sobre la manita de Nati, que jugaba con el abanico.

—¡Qué raro! Como si lloviese...

Al momento dejó de ser raro, pues todo el mundo miraba asombrado hacia arriba, habiendo sentido la impresión, más bien cálida, de otros goterones. Y repetían:

—¡Es chocante!... Parece que llueve.

No hubo tiempo a reponerse del asombro; no se pudo razonar el brutal fenómeno de la nube baja, desventrada por la dinamita: tan súbita, tan arrolladora, fue la caída de la manga de agua... Volcaban a chorros desde el cielo urnas llenas; furioso torrente que descendía, descendía, sin parar. Las señoras corrían, gritando, en busca de un asilo, de un techo que las cobijase; nadie había traído paraguas, y, por otra parte, ¿de qué serviría un paraguas en tal contingencia? Un paraguas es para cuando llueve, no para el diluvio. Se habían abierto las cataratas del cielo, y las húmedas entrañas de la despanzurrada nube se desfondaban en ríos de agua colérica, despeñada desde lo alto...

Lo que más estorbaba en tal apuro... eran los sombreros. Habían principiado a derretirse, a liquidarse en papilla, con pegotes de goma y de engrudo que se embalsaban. Sus gasas caían, sus flores vertían arroyitos de tintes de colores sobre los pobres ropajes empapados en menos que se cuenta, y adheridos al cuerpo. Los armazones se pegaban al cuello, al pelo, en grotescas formas de caricatura. Y el pelo, chorreante, caía por las espaldas, y los rostros perdían el ligero artificio del blanquete y del rosa de tocador y aparecían lívidos, espectrales, con el brillo de hule de la mojadura y la palidez de la cruel, aguda sensación de frío...

Nati, desde el primer momento, había corrido como una loca... No sabía si su padre venía detrás; ignoraba si iba al lado de su novio. ¡Sálvese el que pueda!... Corría, corría aguijoneada por dos estímulos, por dos terrores: el de perder su ropa, su sombrero, sus galas —la tercera parte por lo menos de su belleza—, y el de ser vista en grotesca situación, hecha una birria, envuelta en trapos mojados y con unas plumas desteñidas soltando manchurrones... Notó, sin embargo, en medio de su desesperada fuga, que otras fugitivas infelices se quitaban el sombrero y lo tiraban. ¿Para qué conservarlo? Estaba perdido, y las manchaba y ridiculizaba más... Un grupo empujó a Nati; por poco cae al suelo. ¡Caer, que la pisoteasen! ¡Y delante de él! Apenas hubo pensado en esto, otra idea la horrorizó. Bajo los latigazos rígidos del aguacero, se miró un instante, y se vio desnuda... Sí, desnuda como la estatua bajo el lienzo del escultor... Su traje leve señalaba la plástica de su cuerpo. En el mismo punto, notó que su novio venía cerca, corriendo también, para auxiliarla seguramente... La casa de Nati estaba próxima; llegar al portal era la salvación. La muchacha volaba, jadeante, y se lanzaba, o se quería lanzar, al obscuro recinto; pero estaba abarrotado de gente refugiada allí, que no permitía el paso. Los insultos, las chanzonetas, acogieron a la desdichada, que prorrumpió en llanto, sin conmover a la egoísta turba...

Y hubo tiempo de que el novio llegase, y Nati leyese en sus ojos toda la desilusión, todo el repentino hielo del que ve tan cambiado un rostro que aún no ama lo bastante, y todo el despecho rencoroso del que ve a la mujer que empezaba a interesarle profanada por los ojos impíos de la muchedumbre...

Nati no volvió al paseo. Era el triste drama de tantas señoritas pobres. No podía reemplazar la ropa perdida... Ni el novio, perdido al mismo tiempo que la ropa.

La Mariposa de Pedrería

Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo —a quien llamaré Lupercio— cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.

Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.

Una noche subió a su guardilleja más calenturiento que nunca. Encendió mortecina lámpara, abrió la ventana para que el tabuco se ventilase y, dejando caer la cabeza sobre la mano, poco tardó en rezumar por entre sus dedos lágrima abrasadora. Alzó la frente, miró al anafre y se le ocurrió que en él estaba el remedio de cuantos males hay en el mundo. Estas cosas, lector amigo, de cien veces que se piensen, dígote en verdad que no se hacen una. Lupercio, que realmente estaba triste, triste hasta morir, de pronto cogió la pluma, la sepultó en el roñoso tintero, la paseó sobre un fragmento de papel... y salieron renglones desiguales, los primeros que había compuesto nunca. Cuando terminó la composición, o lo que fuese, el mozo vio, a la luz de la mortecina lámpara, posado sobre su tintero, un insecto extraño, fúlgido, deslumbrador: una mariposa de pedrería.

Su abdomen era de una perla oriental: de esmeraldas su corselete; sus alas de rubíes y brillantes, y al remate de sus antenas temblaban, como gotas de rocío, dos cristalinos solitarios de incomparable pureza. Lo más encantador de la mariposa es que, siendo de pedrería, estaba viva, pues al tender Lupercio la mano para cogerla, voló la mariposa y fue a posarse más lejos, a la orilla de la mesa. El mozo se quedó sobrecogido; si se empeñaba en cogerla, de fijo que la mariposa huiría por la ventana abierta. Renunciando a perseguir al resplandeciente insecto, Lupercio se contentó con admirarlo.

La mariposa tenía, sin duda alguna, luz propia, porque apartada de la escasa de la lámpara, centelleaba más, proyectando irisados reflejos sobre toda la guardilla. Y es el caso que, a la claridad emanada de la mariposa, así se transformaba la vivienda de Lupercio, que no la conocería nadie. Invisibles tapiceros revistieran las paredes de telas, cuadros, espejos y colgaduras; del techo pendían arañas de veneciano vidrio y cubría el suelo alfombra turquesca de tres dedos de gordo. ¡Qué metamorfosis! En las Gorgonas de Murano se deshojaban rosas: sobre un velador árabe tentaban el apetito frutas, dulces y refrescos; blancas melodías de laúd acariciaban el aire y, abriéndose sutilmente la puerta, una mujer, digo mal, una diosa, envuelta en gasas tenues y sin más tocado que las rubias hebras de febeo cabello, se adelantó, tomó del velador una granada entreabierta, reventando en granos de púrpura, y se la ofreció a Lupercio con lánguida sonrisa... Todo este misterio duró hasta que la mariposa, desde el borde de la ventana, alzó su vuelo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Aunque al volar la mariposa de pedrería la guardilleja volvió a su prístina y natural fealdad, miseria y desaliño, desde aquel día Lupercio no pensó en la muerte. Tenía un interés, una esperanza: que repitiese su visita la encantada bestezuela. Y la repitió, en efecto, al conjuro de la pluma mojada en tinta y los renglones desiguales. Volvió la mariposa, y esta vez convirtió la guardilla en jardín tropical, poblado de naranjos y palmeras, donde vírgenes africanas ofrecían a Lupercio agua fría en ánforas rojas estriadas de plata y azul. Así que se habituó a responder al conjuro, la mariposa fue transformando la mansión de Lupercio, ya en gruta oceánica, con náyades, corales y espumas, ya en bahía polar que alumbra boreal aurora, ya en patio de la Alhambra, con arrayanes y fuentes de mármol, donde se leen versículos del Corán; ya en camarín gótico, dorado como un relicario...

Mientras tanto, un periódico imprimía los versos de Lupercio —porque versos eran, ya es hora de confesarlo— y, poco a poco, los fue conociendo, estimando y luego admirando el público. Tras la admiración y el aplauso del público vino la envidia de los rivales, la curiosidad de los poderosos y la protección de algunos más inteligentes; con la protección, un poco de bienestar; luego, algo que pudiera llamarse desahogo y, por último, una serie de felices circunstancias —herencia, lotería, negocios—, la riqueza. Lupercio vivió, amó, gozó, rodó en carruaje al lado de pulcras damiselas, con trajes de seda de eléctrico roce..., y no necesito decir que, impulsado por el aura de la fortuna, fue bajando, primero de su guardilla al piso segundo; después, del segundo al primero, hasta que resolvió construir para su residencia un lindo palacio, a orillas del mar, en Italia. Había en él jardines, salones, tapicerías, brocados, alfombras, objetos de arte; en suma, cuanto pudo soñar Lupercio en la guardilla de los años juveniles.

Sin embargo, su mujer, sus hijos, sus amigos, sus criados, le veían cabizbajo, abatido, deshecho y notaban que, de día en día, se iba agriando su carácter, y ennegreciéndose su humor, y rebosando en él tedio y hastío. Nadie se explicaba el cambio, porque nadie sabía que la mariposa de piedras, la maga de la guardilla, la que también había frecuentado el piso segundo y honrado alguna que otra vez el principal, no se dignaba apoyar sus patitas de esmalte en el reborde de las ventanas del palacio, abiertas siempre en verano como en invierno, para dejarle franca la entrada.

Lupercio se ponía de pechos en la rica balconada de mármol que dominaba el jardín, y desde la cual se divisaba la extensión del golfo de Nápoles y se oía el murmurio de sus aguas, y miraba a las estrellas por si de alguna iba a bajar la mariposa; pero las estrellas titilaban indiferentes y, de mariposa, ni rastro. Lupercio abría a centenares botellas de generosos vinos —de aquellos que en la mocedad le tentaban como un sueño irrealizable—, y en el fondo espumoso del cristal no dormía la mariposa tampoco. Lupercio comía granadas con algunas risueñas beldades muy aficionadas a la fruta, y tampoco en el seno de púrpura se ocultaba la mariposa maldita, la de las alas de rubíes...

¿Qué si había muerto? ¡Para morir estaba ella! Sabe, ¡oh lector!, que las mariposas de pedrería son inmortales. Sólo que la tunanta no tenía ganas de perder el tiempo con gente machucha, y andaba transformando en palacio, jardín o edén otro domicilio modesto, donde un mozo soñador garrapateaba no sé si verso o prosa...


«El Imparcial», 18 de julio de 1892.

La Máscara

—Mi «conversión» —dijo Jenaro al dejarse caer en el banco de piedra dorado por el liquen y sombreado por el corpulento nogal, cuyas hojas volaban desprendidas a impulsos del viento de otoño— mi conversión se originó de... una especie de visión que tuve en un baile. Apostemos a que usted con su amable escepticismo, va a salir diciendo que, en efecto, tengo trazas de hombre que ve visiones...

—Acierta usted —respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario, cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no la paz de un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación de una mente visitada por ideas perturbadoras y fatales—. Respetando todo lo que respetarse debe, propendo a creer que ciertas cosas son obra de nuestra imaginación, proyecciones de nuestro espíritu, fenómenos sin correlación con nada externo, y que un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de ésas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso, le quitarían a usted hasta la sombra de sus concepciones visionarias.

—¿Niega usted los presentimientos, las revelaciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de espíritus que acuden al llamamiento de los vivos?

—¡He leído tanta historia! —contesté procurando emplear tono conciliador—. No negaré en crudo todo eso, ni lo trataré de superchería y farsa; negar es tan comprometido como afirmar, y lo mejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fe católica me prohíbe ser supersticiosa; la razón me manda desconfiar de apariencias; y ya que un Santo Tomás quiso ver para creer... bien podemos tener la misma exigencia los que no somos santos. Cuando vea algo maravilloso...

—No lo verá usted nunca —murmuró con tenacidad de iluso el pobrecillo de Jenaro—. El que está prevenido de antemano contra las revelaciones del «más allá», que renuncie a ellas. Ese sentido positivo no es sólo una coraza y un blindaje, es un velo tupido que ciega los ojos del sentimiento y del alma. No, usted jamás verá cosa alguna.

«Gracias a Dios», pensé para mi sayo; pero el convencimiento de que no lograría persuadir a aquel enfermo de la mente, me obligó a reservar mis impresiones. Y dije a Jenaro en alta voz, condescendiendo:

—Al menos, hágame usted «ver» ahora, con su narración... Cuénteme usted ese cuento bonito de cómo llegó a convertirse, a desengañarse y a meterse en estos andurriales, dedicado por completo a huir del mundo y a socorrer a los infelices. Crea usted que, mediante eso que llaman «autosugestión», seré capaz de «ver» momentáneamente lo mismo que usted haya visto, y de saborear la poesía terrorífica de su relato.

—Pues oiga usted —respondió satisfecho de desahogar, de hablar de una impresión terrible, con la cual sin duda luchaba algunas veces a solas, como Jacob con el ángel—. El hecho ocurrió precisamente cuando estaba yo más ajeno a pensar en nada serio y vivía envuelto en distracciones y amoríos. Había terminado mis estudios; había viajado un par de años a fin de completar mi instrucción, familiarizándome con algunas lenguas vivas; acababa de hacerme cargo de mi hacienda, perfectamente administrada durante mi menor edad, caso raro, por mi tío y tutor; y sin cuidados ni penas, halagado del mundo que me abría los brazos, sólo pensé en lo que se llama «pasarlo bien», seducido por ese Madrid donde reina el espíritu de disipación y donde se diría que la vida no tiene más objeto que deslizarse arrastrada por la corriente del goce. La mía volaba así, sin otro anhelo que estrujar el momento presente para que suelte todo su jugo de emociones gratas.

No necesito detallarlas ni trazar el cuadro de mi existencia, igual a la de tantos desocupados ricos e inútiles. Sólo diré, porque interesa a mi cuento, que todo aquél que busca el goce por sistema, muchas veces halla el aburrimiento más insufrible. Uno de los sitios que ostentan el rótulo de diversión y, por lo general, engendran el hastío, son los bailes de máscaras. El atractivo del antifaz y del disfraz, el triunfante señuelo del misterio nos hace fantasear mil sorpresas deliciosas; pero ya la sátira y la comedia se han apoderado de este tema del baile de máscaras para ridiculizar semejantes ilusiones y demostrar que, de cien veces, noventa y nueve y media nos espera un chasco ridículo. No obstante, esa probabilidad aislada y remota basta para excitar la imaginación y llevarnos allí, de donde salimos renegando.

La noche del lunes de Carnaval caí, pues, en uno de esos bailes que suelen dar las sociedades artísticas, y en cuya atmósfera parece que circula un poco de aire bohemio, jovial y animador.

Yo había comido con amigos de mi edad, mozos alegres, y para prepararnos a la trasnochada y al probable fastidio apuramos algunas botellas de vino espumante y tomamos café fuerte; así es que me encontraba en un estado de excitación humorística, dispuesto a cualquier diablura y con ánimos para conquistar el mundo. Entré en el salón central precisamente cuando se iban a rifar las panderetas, y la gente, dejando desiertos los otros salones, se arremolinaba en torno de la rifa. Como no tenía el menor empeño en que me tocase cualquier botecillo, no intenté romper el muro de la carne humana, y me dirigí a otro saloncito retirado, muy adornado de espejos y flores, y casi desierto en aquel instante. Iba distraído, examinando maquinalmente la decoración, cuando una serpentina amarilla se enroscó a mi cuerpo y escuché agria carcajada. Me volví y vi que las roscas del ligero papel las disparaba la mano de una Locura vestida de negro, con pasamanos color de oro. «Ya pareció el argumento de esta noche», pensé, acercándome a la que así me provocaba, y notando con agradable extrañeza que aquella máscara no podría ser una cocinera disfrazada, sino, sin duda alguna, una persona de mi clase, de mi esfera, de mi misma categoría social. Saltaba a la vista en el menor detalle de su esbeltísima figura y en el conjunto de su disfraz, no alquilado ni prestado, sino hecho a medida y cortado a la perfección.

Mis gustos artísticos me graduaban de inteligente en indumentaria femenina, y yo veía que aquella falda de negro raso riquísimo, orlada de frescas gasas amarillas, delataba la tijera de modista experta y hábil; y aquellas medias negras bordadas, que cubrían un tobillo de tan aristocrática delgadez y un empeine tan curvo, eran de la seda más elástica y fina; y aquellos larguísimos guantes, también de seda y bordados igualmente de oro, acababan de estrenarse; y el sonoro cascabel, que de la orilla del picudo gorro colgaba sobre la frente, era de oro cincelado, enriquecido con verdaderos diamantes. Al mismo tiempo, yo, que conocía a todas las mujeres algo visibles de todos los círculos de Madrid, no acertaba con ninguna que tuviese aquella figura acentuada, aquella estatura alta, aquella exagerada gracilidad de formas, aquellas líneas inverosímiles, tan prolongadas y enjutas. Al acercarme a la máscara y estrecharla con bromas y requiebros, en vano intenté columbrar, bajo el negrísimo antifaz, algo del rostro; con tal exactitud se adaptaban a él la engomada seda y las densas blondas del barbuquejo.

«Será —pensé— alguna aventurera extranjera que ha venido a correr un bromazo aquí». Pero mudé de opinión cuando la Locura respondió a mis galanteos en excelente castellano, con voz irónica y mofadora, con acento sordo, sin eco, de inflexiones burlonas, casi insultantes.

Poco después bailábamos. No acostumbraba yo entregarme a tal ejercicio; mas me sentía tan empeñado por la elegante máscara, que le propuse valsar sólo por acercarme a ella, por sentir el contacto de su cuerpo, que sospeché flexible como el de una serpiente. Y al estrecharlo, me pareció duro, rígido, de una materia resistente y seca, a pesar de lo cual me producía embriaguez rara, ni más ni menos que si aquella mujer, encontrada en un baile por casualidad, completamente desconocida para mí, fuese algo mío, algo que me pertenecía y de que no podía separarme.

Mientras valsábamos, ella callaba, y cuando la convidé a beber una copa de champaña helado, colgóse de mi brazo, y bajo el antifaz me figuré que sonreía.

Loco de entusiasmo, realmente impresionado por mi conquista, pedí un reservadísimo gabinete, y encargué que nos trajesen lo mejor, lo más selecto. Aquella aventura vulgar en el fondo, pero realzada por la distinción y el porte de una mujer a todas luces aristocrática, desdeñosa, mordaz, ingeniosa en sus respuestas, me parecía verdadero hallazgo de noche de Carnaval, de esos regalos que hace a la juventud la Fortuna. Tal era entonces mi ceguedad moral, que la ocasión de cometer un pecado se me antojaba un mimo de la suerte.

Mis ojos no se apartaban de la máscara, y a la luz de las bujías que iluminaban la mesa la encontraba más original, más atractiva, más fascinadora que antes. Sus pies estrechos calzados de raso amarillo, se cruzaban con gracioso abandono; sus brazos apoyados en el respaldo de la silla, libres ya de guantes, eran de una palidez marmórea y de una delicadeza escultural. Su garganta desnuda, su escote pulido, sin gota de sudor, tenían el tono suave del marfil. Su pelo, de un rubio fuerte, casi rojo, flameaba en torno del antifaz. Anhelando ver la cara que permanecía tan oculta, me arrodillé para implorar de la Locura que se descubriese, jurando que la quería, que la adoraba hacía mucho tiempo, y aunque ella no lo supiese, la seguía, la buscaba, iba en pos de su huella por todas partes, ebrio de amor, trastornado, loco... Y, ¡oh sorpresa!, sin dulcificar su irónica voz, me respondió:

—Ya lo sé, ya lo sé que me quieres y me buscas sin cesar... Ya sé que tras de mí corres a todas horas; ya sé que soy el fanal que te guía. Hace años que también espero el momento de reunirme contigo para siempre, hasta la eternidad... Bebamos ahora, que luego te enseñaré mi rostro.

Obedecí y escancié el vino, cuya frialdad salpicaba de aljófar por fuera la copa de transparente muselina, y besé la mano de la máscara, tan helado como el champaña. La glacial sensación me exaltó más: con movimiento súbito arranqué el antifaz, rompiendo sus cintas..., y retrocedí de horror, porque tenía delante...

—¿Una calavera? —pregunté interrumpiendo, pues creía conocer el desenlace clásico.

—¡No! —exclamó Jenaro con hondo escalofrío provocado por el recuerdo—. ¡No! ¡Otra cosa peor..., otra cosa!... ¡Una cara difunta, color de cera, con los ojos cerrados, la nariz sumida, la boca lívida, las sienes y las mejillas envueltas en esa sombra gris, terrosa que invade la faz del cadáver! Un cadáver. Y para colmo de espanto, el pelo rojizo, movible y encrespado, que rodeaba la cara y parecía la fulgurante melena de un arcángel, se inflamó de pronto como una aureola de llamas sulfúreas, de fuego del infierno, que iluminase siniestramente la muerta cara. ¡Un difunto, y «difunto condenado»! Eso era la elegante, la esbelta, la burlona Locura, vestida como los ataúdes, de negro con cabos de oro.

Jenaro calló un momento, y después añadió tembloroso:

—Apagadas las bujías por no sé qué invisible mano, sólo el nimbo de terribles llamas alumbraba el gabinete, y yo, que estaba medio desmayado sobre un sillón oí el acento mofador que me decía:

—No soy la muerte; soy «tu muerte», tu propia muerte, y por eso te confesé que me buscabas con afán... ¡Por ahora no podemos reunirnos... pero hasta luego, Jenaro!

—No me avergüenzo de reconocerlo —prosiguió Jenaro humildemente— al fin perdí el sentido... como una niña, como una dama... Al volver del desvanecimiento, me encontré solo en el gabinete. Las bujías ardían, y en las dos copas aljofaradas por fuera lucía el áureo vino... Huí del gabinete y del baile; caí enfermo, sane, me retiré del mundo... Y aquí tiene usted la historia de mi conversión. ¿Qué opina usted de ella?

—Opino —respondí con involuntaria sinceridad— que esa noche estaba usted ya malucho y un poco caliente de cascos...; que la Locura vestida de raso negro era una cocotte pálida y con el pelo teñido, pagada tal vez por algún compañero de francachela para embromar a usted... y que, por lo demás... convertirse es bueno siempre, y la caridad una excelente ocupación.

Jenaro me miró con lástima profunda se levantó y echó a andar hacia su casa.


«El Liberal» 28 febrero 1897.

La Mayorazga de Bouzas

No pecaré de tan minuciosa y diligente que fije con exactitud el punto donde pasaron estos sucesos. Baste a los aficionados a la topografía novelesca saber que Bouzas lo mismo puede situarse en los límites de la pintoresca región berciana, que hacia las profundidades y quebraduras del Barco de Valdeorras, enclavadas entre la sierra de la Encina y la sierra del Ege. Bouzas, moralmente, pertenece a la Galicia primitiva, la bella, la que hace veinte años estaba todavía por descubrir.

¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga? ¿Quién no la conoce desde que era así de chiquita, y empericotada sobre el carro de maíz regresaba a su pazo solariego en las calurosas tardes del verano?

Ya más crecida, solía corretear, cabalgando un rocín en pelo, sin otros arreos que la cabeza de cuerda. Parecía de una pieza con el jaco. Para montar se agarraba a las toscas crines o apoyaba la mano derecha en el anca, y de un salto, ¡pim!, arriba. Antes había cortado con su navajilla la vara de avellano o taray, y blandiéndola a las inquietas orejas del «facatrús», iba como el viento por los despeñaderos que guarnecen la margen del río Sil.

Cuando la Mayorazga fue mujer hecha y derecha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de Monterroso, que convoca a todos los «sportsmen» rurales, y ferió para la muchacha una yegua muy cuca, de cuatro sobre la marca, vivaracha, torda, recastada de andaluza (como que era prole del semental del Gobierno). Completaba el regalo rico albardón y bocado de plata; pero la Mayorazga, dejándose de chiquitas, encajó a su montura un galápago (pues de sillas inglesas no hay noticia en Bouzas), y sin necesidad de picador que la enseñase, ni de corneta que le sujetase el muslo, rigió su jaca con destreza y gallardía de centauresa fabulosa.

Sospecho que si llegase a Bouzas impensadamente algún honrado burgués madrileño, y viese a aquella mocetona sola y a caballo por breñas y bosques, diría con sentenciosa gravedad que don Remigio Padornín de las Bouzas criaba a su hija única hecha un marimacho.

Y quisiera yo ver el gesto de una institutriz sajona ante las inconveniencias que la Mayorazga se permitía. Cuando le molestaba la sed, apeábase tranquilamente a la puerta de una taberna del camino real y le servían un tanque de vino puro. A veces se divertía en probar fuerzas con los gananes y mozos de labranza, y a alguno dobló el pulso o tumbó por tierra. No era desusado que ayudase a cargar el carro de tojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyes de su establo. En las siegas, deshojas, romerías y fiestas patronales, bailaba como una peonza con sus propios jornaleros y colonos sacando a los que prefería, según costumbre de las reinas, y prefiriendo a los mejor formados y más ágiles.

No obstante, primero se verían manchas en el cielo que sombras en la ruda virtud de la Mayorazga. No tenía otro código de moral sino el Catecismo, aprendido en la niñez. Pero le bastaba para regular el uso de su salvaje libertad.

Católica a machamartillo, oía su misa diaria en verano como en invierno, guiaba por las tardes el rosario, daba cuanta limosna podía. Su democrática familiaridad con los labriegos procedía de un instinto de regimen patriarcal, en que iba envuelta la idea de pertenecer a otra raza superior, y precisamente en la convicción de que aquellas gentes «no eran como ella», consistía el toque de la llaneza con que las trataba, hasta el extremo de sentarse a su mesa un día sí y otro también, dando ejemplo de frugalidad, viviendo de caldo de pote y pan de maíz o centeno.

Al padre se le caía la baba con aquella hija activa y resuelta. Él era hombre bonachón y sedentario, que entró a heredar el vínculo de Bouzas por la trágica muerte de su hermano mayor, el cual, en la primera guerra civil, había levantado una partidilla, vagando por el contorno bajo el alias guerrero de Señorito de Padornín, hasta que un día le pilló la tropa y le arrojó al río, después de envainarle tres bayonetas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón, hizo como el gato escaldado: nunca quiso abrir un periódico, opinar sobre nada, ni siquiera mezclarse en elecciones. Pasó la vida descuidada y apacible, jugando al tute con el veterinario y el cura.

Frisaría la Mayorazga en los veintidós cuando su padre notó que se desmejoraba, que tenía oscuras las ojeras y mazados los párpados, que salía menos con la yegua y que se quedaba pensativa sin causa alguna.

«Hay que casar a la rapaza», discurrió sabiamente el viejo.

Y acordándose de cierto hidalgo, antaño muy amigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecido por la Providencia con numerosa y masculina prole, le dirigió una misiva, proponiéndole un enlace. La respuesta fue que no tardaría en presentarse en las Bouzas el segundón de Balboa, recién licenciado en la Facultad de Derecho de Santiago, porque el mayor no podía abandonar la casa y el más joven estaba desposado ya.

Y, en efecto, de allí a tres semanas —el tiempo que se tardó en hacerle seis mudas de ropa blanca y marcarle doce pañuelos— llegó Camilo Balboa, lindo mozo afinado por la vida universitaria, algo anemiado por la mala alimentación de las casas de huéspedes y las travesuras de estudiante. A las dos horas de haberse apeado de un flaco jamelgo el señorito de Balboa, la boda quedó tratada.

Físicamente, los novios ofrecían extraño contraste, cual si la naturaleza al formarlos hubiese trastocado las cualidades propias de cada sexo. La Mayorazga, fornida, alta de pechos y de ademán brioso, con carrillos de manzana sanjuanera, dedada de bozo en el labio superior, dientes recios, manos duras, complexión sanguínea y expresión franca y enérgica. Balboa, delgado, pálido, rubio, fino de facciones, bromista, insinuante, nerviosillo, necesitado al parecer de mimo y protección.

¿Fue esta misma disparidad la que encendió en el pecho de la Mayorazga tan violento amor que si la ceremonia nupcial tarda un poco en realizarse, la novia, de fijo, enferma gravemente? ¿O fue sólo que la fruta estaba madura, que Camilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que no se ha visto tan rendida mujer desde que hay en el mundo valle de Bouzas. No enfrió esta ternura la vida conyugal; solamente la encauzó, haciéndola serena y firme. La Mayorazga rabiaba por un muñeco, y como el muñeco nunca acababa de venir, la doble corriente de amor confluía en el esposo. Para él los cuidados y monadas, las golosinas y refinamientos, los buenos puros, el café, el coñac, traído de la isla de Cuba por los capitanes de barco, la ropa cara, encargada a Lugo.

Hecha a vivir con una taza de caldo de legumbres, la Mayorazga andaba pidiendo recetas de dulces a las monjas. Capaz de dormir sobre una piedra, compraba pluma de la mejor, y cada mes mullía los colchones y las almohadas del tálamo. Al ver que Camilo se robustecía y engruesaba y echaba una hermosa barba castaño oscuro, la Mayorazga sonreía, calculando allá en sus adentros:

«Para el tiempo de la vendimia tenemos muñequiño».

Mas el tiempo de la vendimia pasó, y el de la sementera también, y aquél en que florecen los manzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tierra a sufrir desazones. En cambio, don Remigio se empeñó en probar mejor vida, y ayudado de un cólico miserere, sin que bastase a su remedio una bala de grueso calibre que le hicieron tragar a fin de que le devanase la enredada madeja de los intestinos, dejó este valle de lágrimas, y a su hija dueña de las Bouzas.

No cogió de nuevas a la Mayorazga el verse al frente de la hacienda, dirigiendo faenas agrícolas, cobranza de rentas y tráfagos de la casa. Hacía tiempo que todo corría a su cargo. El padre no se metía en nada; el marido, indolente para los negocios prácticos, no la ayudaba mucho. En cambio, tenía cierto factótum, adicto como un perro y exacto como una máquina, en su hermano de leche, Amaro, que desempeñaba en las Bouzas uno de esos oficios indefinibles, mixtos de mayordomo y aperador.

A pesar de haber mamado una leche misma, en nada se parecían Amaro y la señorita de Bouzas, pues el labriego era desmedrado, flacucho y torvo, acrecentando sus malas trazas el áspero cabello que llevaba en fleco sobre la frente y en greñas a los lados, cual los villanos feudales.

A despecho de las intimidades de la niñez, Amaro trataba a la Mayorazga con el respeto más profundo, llamándola siempre «señora mi ama».

Poco después de morir don Remigio, los acontecimientos revolucionarios se encresparon de mala manera, y hasta el valle de Bouzas llegó el oleaje, traduciéndose en agitación carlista. Como si el espectro del tío cosido a bayonetazos se le hubiese aparecido al anochecer entre las nieblas del Sil demandando venganza, la Mayorazga sintió hervir en las venas su sangre facciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío del todo vendeanos.

Otra vez se la encontró por andurriales y montes, al rápido trote de su yegua, luciendo en el pecho un alfiler que por el reverso tenía el retrato de don Carlos y por el anverso el de Pío IX.

Hubo aquello de coser cintos y mochilas, armar cartucheras, recortar corazones de franela colorada para hacer «deténtes», limpiar fusiles de chispa comidos por el orín, pasarse la tarde en la herrería viendo remendar una tercerola, requisar cuanto jamelgo se encontraba a mano, bordar secretamente el estandarte.

Al principio, Camilo Balboa no quiso asociarse a los trajines en que andaba su mujer, y echándoselas de escéptico, de tibio, de alfonsino prudente, prodigó consejos de retraimiento o lo metió todo a broma, con guasa de estudiante, sentado a la mesa del café, entre el dominó y la copita de coñac. De la noche a la mañana, sin transición, se encendió en entusiasmo y comenzó a rivalizar con la Mayorazga, reclamando su parte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el valle, mientras ella, escoltada por Amaro, trepaba a los picos de la sierra. Hízose así, y Camilo tomó tan a pechos el oficio de conspirador, que faltaba de casa días enteros, y por las mañanas solía pedir a la Mayorazga «cuartos para pólvora…, cuartos para unas escopetas que descubrí en tal o cual sitio». Volvía con la bolsa huera, afirmando que el armamento quedaba «segurito», muy preparado para la hora solemne.

Cierta tarde, después de una comida jeronimil, pues la Mayorazga, por más ocupada que anduviese, no desatendía el estómago de su marido —¡no faltaría otra cosa!—, Camilo se puso la zamarra de terciopelo, mandó ensillar su potro montañés, peludo y vivo como un caballo de las estepas, y se despidió diciendo a medias palabras:

—Voyme donde los Resende… Si no despachamos pronto, puede dar que me quede a dormir allí… No asustarse si no vuelvo. De aquí al pazo de Resende aún hay una buena tiradita.

El pazo de Resende, madriguera de hidalgos cazadores, estaba convertido en una especie de arsenal o maestranza, en que se fabrican municiones, se «desenferruxaban» armas blancas y de fuego y hasta se habilitaban viejos albardones, disfrazándolos de silla de montar. La Mayorazga se hizo cargo del importante objeto de la expedición; con todo, una sombra veló sus pupilas por ser la primera vez que Camilo dormiría fuera del lecho conyugal desde la boda. Se cercioró de que su marido iba bien abrigado, llevaba las pistolas en el arzón y al cinto un revólver —«por lo que pueda saltar»—, y bajó a despedirle en la portalada misma. Después llamó a Amaro y mandó arrear las bestias, porque aquella tarde «cumplía» ver al cura de Burón, uno de los organizadores del futuro ejército real.

Sin necesidad de blandir el látigo, hizo la Mayorazga tomar a su yegua animado trote, mientras el rocín de Amaro, rijoso y emberrenchinado como una fiera, galopaba delante, a trancos desiguales y furibundos. Ama y escudero callaban; él taciturno y zaino más que de costumbre; ella, un poco melancólica, pensando en la noche de soledad. Iban descendiendo un sendero pedregoso, a trechos encharcados por las extravasaciones del Sil —sendero que después, torciendo entre heredades, se dirige como una flecha a la rectoral de Burón—, cuando el rocín de Amaro, enderezando las orejas, pegó tal huida, que a poco da con su jinete en el río, y por cima de un grupo de sauces, la Mayorazga vio asomar los tricornios de la Guardia Civil.

Nada tenía de alarmante el encuentro, pues todos los guardias de las cercanías eran amigos de la casa de Bouzas, donde hallaban prevenido el jarro de mosto, la cazuela de bacalao con patatas; en caso de necesidad, la cama limpia, y siempre la buena acogida y el trato humano; así fue que, al avistar a la Mayorazga el sargento que mandaba el pelotón, se descubrió atentamente murmurando: «Felices tardes nos dé Dios, señorita». Pero ella, con repentina inspiración, le aisló y acorraló en el recodo del sendero y, muy bajito y con una llaneza imperiosa, preguntóle:

—¿Adónde van, Piñeiro, diga?

—Señorita, no me descubra, por el alma de su papá que está en gloria… A Resende, señorita, a Resende… Dicen que hay fábrica de armas y facciosos escondidos, y el diablo y su madre… A veces un hombre obra contra su propio corazón, señorita, por acatar aquello que uno no tiene más remedio que acatar… La Virgen quiera que no haya nada…

—No habrá nada, Piñeiro… Mentiras que se inventan… Ande ya, y Dios se lo pague.

—Señorita, no me descu…

—Ni la tierra lo sabrá. Abur, memorias a la parienta, Piñeiro.

Aún se veía brillar entre los sauces el hule de los capotes y ya la Mayorazga llamaba apresuradamente:

—Amaro.

—Señora mi ama.

—Ven, hombre.

—No puedo allegarme… Si llego el caballo a la yegua, tenemos música.

—Pues bájate, papamoscas.

Dejando su jaco atado a un tronco, Amaro se acercó:

—Montas otra vez… Corres más que el aire… Rodea, que no te vean los civiles… A Resende, a avisar al señorito que allá va la Guardia para registrar el pazo. Que entierren las armas, que escondan la pólvora y los cartuchos… Mi marido que ataje por la Illosa y que se venga a casa en seguida. ¿Aún no montaste?

Inmóvil, arrugando el entrecejo, rascándose la oreja por junto a la sien, clavando en tierra la vista, Amaro no daba más señales de menearse que si fuese hecho de piedra.

—A ver…, contesta… ¿Que embuchado traes, Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo a Resende en persona?

Amaro no alzó los ojos, ni hizo más movimiento que subir la mano de la sien a la frente, revolviendo las guedejas. Pero entreabrió los labios y, dando primero un suspiro, tartamudeó con oscura voz y pronunciación dificultosa.

—Si es por avisar a los señoritos de Resende, un suponer, bueno; voy, que pronto se llega… Si es por el señorito de casa, un suponer, señora mi ama, será excusado… El señorito no «va» en Resende.

—¿Que no está en Resende mi marido?

—No, señora mi ama, con perdón. En Resende, no, señora.

—¿Pues dónde está?

—Estar… Estar, estará donde va cuantos días Dios echa al mundo.

La Mayorazga se tambaleó en su galápago, soltando las riendas de la yegua, que resopló sorprendida y deseosa de correr.

—¿A dónde va todos los días?

—Todos los días.

—Pero ¿a dónde? ¿A dónde? Si no lo vomitas pronto, más te valiera no haber nacido.

—Señora ama… —Amaro hablaba precipitadamente, a borbotones, como sale el agua de una botella puesta boca abajo—. Señora ama…, el señorito… En los Carballos…, quiere decir…, hay una costurera bonita que iba a coser al pazo de Resende…; ya no va nunca…; el señorito le da dinero…; son ella y una tía carnal, que viven juntas…; andan ella y el señorito por el monte a las veces…; en la feria de Illosa el señorito le mercó unos aretes de oro…; la trae muy maja… La llama la flor de la maravilla, porque cuándo se pone a morir, y cuándo aparece sana y buena, cantando y bailando… Estará loca, un suponer…

Oía la Mayorazga sin pestañear. La palidez daba a su cutis moreno tonos arcillosos. Maquinalmente recogió las riendas y halagó el cuello de la jaca, mientras se mordía el labio inferior, como las personas que aguantan y reprimen algún dolor muy vivo. Por último, articuló sorda y tranquilamente:

—Amaro, no mientas.

—Tan cierto como que nos hemos de morir. Aún permita Dios que venga un rayo y me parta, si cuento una cosa por otra.

—Bueno, basta. El señorito avisó que hoy dormiría en Resende. ¿Se quedará de noche con… ésa?

Amaro dijo «que sí» con una mirada oblicua, y la Mayorazga meditó contados instantes. Su natural resuelto abrevió aquel momento de indecisión y lucha.

—Oye: tú te largas a Resende a avisar, volando; has de llegar con tiempo para que escondan las armas. Del señorito no dices, allí…, ni esto. Vuelves, y me encuentras una hora antes de romper el día, junto al Soto de los Carballos, como se va a la fuente del Raposo. Anda ya.

Amaro silbó a su jaco, sacó del bolsillo la navaja de picar tagarninas y, azuzándole suavemente con ella, salió al galope. Mucho antes que los civiles llegó a Resende, y el sargento Piñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armas en el pazo sino un asador de cocina y las escopetas de caza de los señoritos, en la sala, arrimadas a un rincón.

Aún no se oían en el bosque esos primeros susurros del follaje y píos de pájaros que anuncian la proximidad del amanecer, cuando Amaro se unía en los Carballos con su ama, ocultándose al punto los dos tras un grupo de robles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras.

En silencio esperarían cosa de hora y media. La luz blanquecina del alba se derramaba por el paisaje, y el sol empezaba a desgarrar el toldo de niebla del río, cuando dos figuras humanas, un hombre joven y apuesto y una mocita esbelta, reidora, fresca como la madrugada y soñolienta todavía se despidieron tiernamente a poca distancia del robledal. El hombre, que llevaba del diestro un caballo, lo montó y salió al trote largo, como quien tiene prisa. La muchacha, después de seguirle con los ojos, se desperezó y se tocó un pañuelo azul, pues estaba en cabello, con dos largas trenzas colgantes. Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándole la boca con el pañuelo mismo, mientras decía con voz amenazadora:

—Si chistas, te mato. Aquí llegó la hora de tu muerte. ¡Hala!, anda para avante. Subieron algún tiempo monte arriba; la Mayorazga delante, detrás Amaro, sofocando los chillidos de la muchacha, llevándola en vilo y sujetándola los brazos. A la verdad, la costurerita hacía débil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecito gentil, pero endeble, no le pesaba nada a Amaro, y únicamente le apretaba las quijadas para que no mordiese y las muñecas para que no arañase. Iba lívida como una difunta, y así que se vio bastante lejos de su casa, entre las carrascas del monte, paró de retorcerse y empezó a implorar misericordia.

Habrían andado cosa de un cuarto de legua, y se encontraban en una loma desierta y bravía, limitada por negros peñascales, a cuyos pies rodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayorazga se volvió, se detuvo y contempló a su rival un instante. La costurera tenía una de esas caritas finas y menudas que los aldeanos llaman caras de Virgen y parecen modeladas en cera, a la sazón mucho más, a causa de su extremada palidez. No obstante, al caer sobre ella la mirada ofendida de la esposa, los nervios de la muchacha se crisparon y sus pupilas destellaron una chispa de odio triunfante, como si dijesen: «Puedes matarme; pero hace media hora tu marido descansaba en mis brazos». Con aquella chispa sombría se confundió un reflejo de oro, un fulgor que el sol naciente arrancó de la oreja menudita y nacarada: eran los pendientes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazga preguntó en voz ronca y grave:

—¿Fue mi marido quien te regaló esos aretes?

—Sí —respondieron los ojos de víbora.

—Pues yo te corto las orejas —sentenció la Mayorzga, extendiendo la mano.

Y Amaro, que no era manco ni sordo, sacó su navajilla corta, la abrió con los dientes, la esgrimió… Oyóse un aullido largo, pavoroso, de agonía; luego, otro y sordos gemidos.

—¿La tiro al Sil? —preguntó el hermano de leche, levantando en brazos a la víctima, desmayada y cubierta de sangre.

—No. Déjala ahí ya. Vamos pronto a donde quedaron las caballerías.

—Si mi potro acierta a soltarse y se arrima a la yegua…, la hicimos, señora ama.

Y bajaron por el monte sin volver la vista atrás.


* * *


De la costurera bonita se sabe que no apareció nunca en público sin llevar el pañuelo muy llegado a la cara. De la Mayorazga, que al otro año tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no le jugó más picardías a su mujer, o, si se las jugó, supo disimularlas hábilmente. Y de la partida aquella que se preparaba en Resente, que sus hazañas no pasaron a la historia.

La Mina

br>Cómo empieza y cómo acaba… todo, en España.

(Narracioncilla).


Era… ¡me acuerdo bien!, era Enero, y soplaba un remusgo guadarramesco que no había más que pedir, y colgaban del borde de los tejados cristalitos de hielo, picudos y relucientes como alcuzas hacia abajo.

Muy gratas parecen (–y claro está que si lo parecen, en este caso lo son—) muy gratas, —proseguiré reanudando el suelto hilo del párrafo— son aquellas bocanadas, emanaciones o vaho que en días de tan rigurosa temperatura exhalan los hoteles y cafés, y con las cuales se difunde turbia y pesada ola de vapor en el diáfano ambiente. A manera de anzuelo éntranse por la nariz, halagándola con suave calorcillo y aroma, y asaltado ya el sentido del olfato, muy heroico será el descendiente de Pelayo o del Cid que no se vaya en pos del cebo, colándose por aquellas puertas de Dios, tras de que brillan los espejos, calienta el gas y consuela y refocila el Moka… manchego.

Entréme yo pues… y al llegar aquí reparo que lo que voy contando semejará forjado en mi imaginación, por no ser propio de quien firma estas páginas eso de enjaretarse bonitamente en un café, y pedir una copa de anís y leerse El Globo; y otras publicaciones de muy honesto y discreto solaz para el entendimiento; pero es del caso advertir que el autor habla por boca de tercera persona, motivo para que titule su obra «Narracioncilla» y por señas que en lo del título anduvieron discordes los ingenios queriendo los unos se llamase Pequeña Narración (apoyados éstos en la autoridad de un poeta grande) y opinando los otros, que puesto que hay diminutivos en el habla castellana, verosímilmente para algo servirán.

¿En qué íbamos? ¡Ya, ya! Sentéme en el café, que era de los más concurridos y majos, y cátate que recibo sendas palmadas en los hombros, y veo la cara de un mi amigo, que se reía de la gracia. Maldita la que me hizo y con todo aún tuve ánimos para decirle:

—Majadero, ¡que te anuncies por tarjeta otra vez! ¿Dónde has estado?

—En Cavalacuatrera.

—¡Oiga! ¿Dónde es eso?

—¿Pero tú en qué siglo vives? ¿No sabes dónde es Cavalacuatrera?, ¿la Cavequator de los romanos?

—¡Uy!, no, no. ¿Está eso en el mapa?

—¡Anda, anda! ¿Pero hombre tú no lees el Correo Soriano?, ¿ni la Voz de Soria?, ¿ni la Soria Ilustrada?, ni…

—¡Ni las mantequillas!, por mi mal. ¿Qué tienes tú que ver con tanta Soria?

—¡Friolera! Un negocio magnífico, sin precedentes en la historia…

—¿De Soria?

—Hablo formalmente: es cosa admirable. Suponte tú que se han descubierto en el término de Cavalacuatrera, provincia de Soria, unos filones de cobalto y nickel… así como el puño de gordos. Allí se anda literalmente sobre miles de pesos. ¿Ves esta sortija?, es del mineral. Allí se ha organizado una empresa para explotar aquello… ¡Oro molido!

—¿Y tú serás accionista?

—Yo… te diré. Para eso, hacen falta fondos…

—¿Querrás acaso que te nombren abogado consultor?

—¡Pchs!, ¿qué vale eso?

—¿Pues qué Barrabás de pito tocas entonces?

—¡Yo!, lo esencial. Yo redacto artículos, pongo comunicados, sueltos, propago la idea… y no estoy a dos dedos de conseguir…

—¿Quién sabe? Ahora he venido a Madrid, porque ya comprendes: lo que aquí no se empolla… Es preciso que todo diario de la Corte hable de Cavalacuatrera y si no, mira:

Tomó a bulto un periódico de los muchos que en la mesa yacían y me lo señaló con el dedo. Era un artículo de fondo que comenzaba de esta guisa:

«La riqueza minera. Bajo el suelo que descuidados hollamos, esconde la madre tierra tesoros que…».

(Indulto a los lectores del resto).

Me apoderé de otro y vi que un suelto rezaba:

«Muy bien. Se nos asegura que en Cavalacuatrera (Soria) se organiza, gracias a la iniciativa de Dn. Periquito X (mi amigo e interlocutor) una sociedad para explotar el rico venero que…».

Otro noticiero y callejero:

«En Cavalacuatrera reina grande agitación. Hanse descubierto minerales preciosos en cantidad enorme y el honrado vecindario espera que…».

—¿Qué días ha que estás aquí? —pregunté a Perico.

—Veinticuatro horas.

—¿Y has redactado todo eso?

—¡Bah! Y estuve con el ministro de Fomento, con el Secretario, con el Presidente de la junta de Agricultura, industria y comercio, con el de la Sociedad económica de Amigos del País, con el del Congreso, con el Doctor Velasco, con el doctor Garrido… Y comí en Fornos, y visité la sección de mineralogía del gabinete de la Universidad, y dejé allí un ejemplar de mineral… y le regalé al Rector una sortija como esta… y ahora me voy a ver si veo al Profesor de química inorgánica porque lo de Cavalacuatrera se presta a una serie de artículos muy detenidos y razonados que publicará la Revista de…

Salíme con él, por hacerle un rato más compañía y siguióme hablando del filón, ¡que mal filón y mal año para su charla! Y como pasásemos ante una tienda o mejor diré covacha que en la calle de Sevilla verán cuantos tuvieren ojos, tocóme al codo murmurando

—¡Y cuán presto se construirán ahí relojes con mineral cavalacuatreño! Te haré fineza de uno.

Miré al interior de la tenducha, y vi que un hombre con el cabello cano trabajaba apaciblemente con pinzas y limas menudísimas, en el arte de relojero. Dábale en el rostro la luz del quinqué y resaltaban con ella sus facciones toscas pero inteligentes y el pliegue reflexivo del entrecejo. Tomaba y dejaba piezas del tamaño de una cabeza de alfiler, con paciencia de Sajón (que Sajón debía de ser si ya no mentían la barba y rasgos).

Separámonos allí Perico y yo, cogiendo él hacia la calle del Príncipe. Por ocho días le olfateé, sin verle, en lo mucho que se trompeteó en Madrid el grande hallazgo de Cavalacuatrera. Después, pasáronse seis meses en maravilloso silencio; no se volvió a mentar a Perico ni a la mina.

Hallándome en Julio a la puerta del bendito café (remolino y sirte peligrosa para todo varón de estas latitudes) vi que un apuesto caballero, apeándose de una americanilla, arrojó medio duro y un requiebro a una clavelera que le puso, quieras o no quieras, un reventón en el ojal. ¡Y conocí a mi Don Perico! Parecióme frescote, lucio y contento. Naturalmente le pregunté, lo primerito por la salud de las mágicas llanuras cavalacuatreñas.

—Bien, muy bien: —contestóme—. ¿Vas esta noche al concierto?

—Iré si gustas. Pero dime del nickel…

—¡Ah! Perfectamente. ¿Crees que puedo ir sin cambiarme de traje? Mozo, cerveza y limón.

—¿Pero y la mina?, acaba. ¿Ya no te acuerdas de la riqueza minera?

—¡Tienes unas cosas! ¿No me he de acordar? ¡Si soy el gerente de la Sociedad!

—¡Gerente! Pues explícame…

—Bueno, ya… ¡Ujujuy, válgame Dios y qué rubia va por la otra acera! ¡Y mira hacia acá!

—Yo, la verdad, tengo curiosidad… ¿Qué sueldo te corresponde?

—¡He!, cincuenta mil realazos… ¡Pero es un trabajo! ¡Calle!, ¿pues no dice aquí que Inglaterra se apodera de Chipre? ¡Yo siempre lo pensé! El Congreso de Berlín, en otras circunstancias…

Enredámonos en una intrincada disquisición diplomática, que fue continuando mientras, asidos del brazo, cruzamos las calles que conducen al Prado. Al atravesar la de Sevilla, un vivo rayo de luz que despidió el quinqué del relojero, me hizo mirar, como hacía seis meses, al interior del tugurio. Vestido con ligera blusa de dril, el buen hombre manejaba como siempre, sus chismecicos y trebejos.

En aquel instante, la claridad plateada de la luna de estío bañaba dulcemente las planicies y valles de Cavalacuatrera (Soria), y el rico mineral sepultado en sus entrañas.

La Mirada

Por asuntos de la gran Sociedad industrial de que yo formaba parte, hube de ir varias veces a M***, donde nadie me conocía, y a nadie conocía yo. Durante mis breves residencias en la mejor fonda pude, desde mi ventana, admirar la hermosura de una señora que vivía en la casa de enfrente. Desde mi observatorio se registraba de modo más indiscreto su tocador, y yo veía a la bella que, instalada ante una mesa cargada de frascos y perfumadores, contemplándose en el espejo, peinaba su regia mata de pelo color caoba, complaciéndose en halagarla con el cepillo, en ahuecarla y enfoscarla alrededor de su cara pálida y perfecta. Cuando acababa de morder las ondulaciones laterales el último peinecillo de estrás, sonreía satisfecha, alisando reiteradamente, con la mano larga y primorosa, el capilar edificio. Después se pasaba por la tez, suavemente, la borla de los polvos; se pulía las cejas; se bruñía interminablemente las uñas con pasta de coral; se probaba sombreros, lazos, cinturones, piquetes de flores, encajes, que arrugaba alrededor del cuello; en suma: se consagraba largas horas a la autolatría de su beldad. Y clavado a la ventana por el incitante espectáculo, encendida la sangre a profanar así la intimidad de una mujer seductora, nacía en mí otra curiosidad, el ansia de conocer su historia, en la cual, sin duda, habría episodios pasionales, goces, penas, recuerdos…

Me estremecí, por consecuencia, al oír una noche, en la mesa redonda, que pronunciaban su nombre, que la discutían… Me alteré, como el cazador al sentir rebullir en el matorral la pieza que aguarda. Motivaba la conversación el haber dicho monsieur Lamouche, el viajante francés en joyas, que pensaba pasar a casa de la belle Madame… —Aquí el apellido, que no entregaré a la publicidad— para ofrecer su stock, esperando importante venta.

—¡Ni que lo piense usted! —objetó uno de los comensales, señorito venido de un pueblo próximo a pasar el día alegremente en M***—. Conozco de sobra al marido de Tilde, que es prima mía allá… no sé por dónde…, y desde que le regaló a su mujer el aderezo de boda, se acabaron los despilfarros. ¡Sí, a buena parte! Más tacaño que las hormigas…

—¿Será —observó chapurreando, el viajante— que el esposo se entender mal con su dama, la cual es sí bonita y le trompará, allons, todo naturalmente?

—¡Ojalá! —suspiró, en chanza, el señorito—. Si a Tilde la diese por ahí, soy capaz de apuntarme en lista con el número uno, así me rompiese la crisma el dueño legal. ¡Al contrario! Tilde no ha dado jamás que decir ni esto… No niego que esté engreída con su hermosura; lo está y mucho; pero su única pasión es la compostura, el adorno. La disloca, más que hacer conquistas, que rabien las otras mujeres ante la elegancia. ¡Bah! Si en algo hubiese delinquido, aunque sólo fuese en una mirada, se sabría. En los pueblos relativamente pequeños no quedan ocultas esas cosas… Y la que entrega la mirada, lo entrega todo… Les repito a ustedes, y cualquiera se lo repetirá, que Tilde no sólo es intachable, sino glacial e inexpugnable.

Los demás comensales confirmaron el aserto del señorito.

—Entonces —insistió el francés, que no perdía de vista su negocio—, si ella ama tanto la toilette, yo traigo cosas deliciosas…

—¡Tiempo perdido! No se ablanda el cónyuge… ¡Es un sucio! ¡Tener una mujer así, y sujetarla a una mensualidad exigua para sus trapos! Merecería…

Al final de la plática, que aún se prolongó verbosamente, latíame el corazón, las arterias me zumbaban: una idea extraña acababa de ocurrírseme. El señorito y los restantes huéspedes se fueron al teatro, y solo ya con monsieur Lamouche, que gustaba de mi conversación porque hablábamos corrientemente en francés, le hice la proposición, y en vez de negarse en seco —lo que yo temía—, la aceptó y aun la celebró regocijado, haciendo en el aire además de pegarme en el vientre una palmadica.

—¡Oh! ¡Ma foi! Muy bonito, muy español está eso… ¡Como en los romances, sapristi! Sólo le pido de no comprometerme, de tener prudencia…

Conviene saber que el viajante me conocía de antiguo; me respetaba como a persona metida en altos negocios, y estaba muy hecho a distinguir la gente seria de los tramposos, en su peligroso oficio de traficante de artículos superfluos, que todos desean poseer y todos repugnan pagar. Rehusó la fianza que quise entregarle, y puso en mis manos dos cajas de zapa negra, rellenas de sus preseas mejores. Y, con las cajas bajo el brazo y el alma en un hilo, subí la escalera de la casa de Tilde, a quien, por fin, iba a ver de cerca, a solas quizá, en la misma habitación–templo de su hermosura… Sólo esto me proponía: verla, respirar su hálito de ámbar, y que acaso nuestras manos se rozasen un momento al manejar las joyas… Y me anunciaron, y, efectivamente, pasé al tocador, deslumbrado ya, mareado, febril…

Envolvía a Tilde una bata que yo conocía, de seda flexible, gris, plegada, con tanto encaje amarillento, que apenas se veía la tela. ¡De cerca era más divina aún la beldad! En su lotería se pagaban aproximaciones… No sé qué ambiente luminoso y embriagador la rodeaba; no sé qué efluvios sutiles, delicadísimos, se desprendían de su cuerpo joven, perfumado, libre y suelto como el de las estatuas helénicas dentro del amplio plegazón del ropaje… Turbado y dominando mi turbación, abrí las cajas y presenté el surtido. Salieron brazaletes y orlas, cadenas y pinjantes, lanzaderas, sartas y «perros» endiamantados, que ella cogía, tocaba, probaba, se colgaba, se ceñía, con leves chillidos y exclamaciones de placer. Todo le gustaba; mirábase al espejo, hacía jugar las manos, ensortijadas, a la luz que entraba por la ventana, la ventana indiscreta, reveladora. No me veía; yo era para ella el escaparate, lo menos que secundario, lo accesorio.

Al fin, entre diversas tentaciones, una más fuerte se clavó en su alma femenil. Un collar, de brillantes y perlas peraltadas, un antojo ya antiguo, sin duda, y cuya falta, en su estuche–joyero, la había desconsolado mil veces, fijó sus ojos, súbitamente entristecidos, y su voz se volvió opaca y tímida para preguntar:

—¿Cuánto?…

Lancé el precio —me había enterado bien—, y vi apagarse sus pupilas oscuras, lucientes de deseo y codicia. ¡No tenía dinero para la ansiada joya! Entonces, un chispazo de mi voluntad ardió en mí. No razoné: murmuré, con silbo serpentino al pie del árbol del Mal:

—Si la señora gusta del collar…, hay mil maneras… Damos toda clase de facilidades… El pago no es urgente… Una cantidad al mes, por ejemplo…

Levantó lentamente la cabeza, y por primera vez me miró. Su olfato fino, su sagacidad de Eva habituada a la adoración, percibió en mi balbuceo «algo» más allá de las cláusulas que pronunciaba. El temblor del alma se filtraba al través de las vulgares ofertas comerciales, como rezuma el agua por el búcaro. Con los ojos respondí a los suyos, que interrogaba sin querer; los puñales, buidos, crueles, de nuestro espíritu, se cruzaron en forma de ojeada larga y significativa… «No ha delinquido ni con una mirada…». «La que entrega la mirada, lo entrega todo». Recordé esta frase del señorito, y al recordarla, me deslumbró más aún aquella luz diabólica que llegaba adentro, al fondo de mi ser de hombre apasionado, caprichoso, en la plenitud de la edad… Y seguro de que al mirar de Tilde no le añadirían sentido alguno las palabras en un diccionario entero, me incliné y le tendí al mismo tiempo mis brazos y collar, abrochándolo tiránicamente a su garganta, tembloroso de enredarme los dedos en la regia mata de pelo y caoba, viva y eléctrica…

Me costó algo cara Tilde. A joya por entrevista… No obstante, jamás lloraré aquellos miles de francos, porque, al volver años después a M***, supe que la hermosa —siempre hermosa, pues parecía poseer un secreto y conservarse entre nieve— seguía pasando por mujer inexpugnable, que ni con la mirada…

La Moneda del Mundo

Érase un emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad, la sonrisa en los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.

Sin embargo, a su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras, sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe, y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres hechiceras y amantes.

—Eres príncipe, eres mozo, eres gallardo —advirtió el viejo meneando la cabeza—, y por eso juzgas así. Mas yo, como padre, debo abrirte los ojos y que te sirva de algo mi experiencia. Sométete a una prueba y me dirás maravillas. Ponte al cuello este amuleto mágico, y ve recorriendo las casas de tus mejores amigos... y amigas. Pregúntales si te quieren de veras y pídeles una moneda en señal de cariño. Te la darán muy gustosos; recógelas en un saco y vuélvete aquí con la colecta.

Obedeció el príncipe, y a la tarde regresó a palacio con un saco de dinero tan pesado, que lo traían entre dos pajes.

—Ahora —mandó el emperador— que has recogido fondos, disfrázate de artesano o de labriego y vete por esos caminos, pagando tus gastos con las monedas que te dieron hoy.

Cumplió el príncipe la orden y salió solo y en humilde traje, llevando en el cinto, bolsa y calzas el dinero de su coleta. En la primera posada donde paró ya quisieron apalearle por pretender pagar con moneda falsa el gasto. En la segunda, le apalearon de veras. Y en la tercera, echóle mano la Santa Hermandad, por falso monedero; hasta que, compadecidos de sus lágrimas, le soltaron los cuadrilleros en una aldea, donde resolvió no presentar más el dinero de sus amigos... y amigas y regresar a palacio pidiendo limosna.

Cuando llegó ante su padre, y éste le vio tan pálido, tan deshecho, tan maltratado y tan melancólico, le preguntó con aire de victoria:

—¿Qué tal la moneda del mundo?

—De plomo, padre... Falsísima... Pero lo que yo lloro no es esa moneda, sino otra de oro puro que también perdí.

—¿Cuál, hijo mío?

—Mis ilusiones, que me hacían dichoso —sollozó el príncipe; y mirando a su padre con enojo y queja, se retiró a su cuarto, en el cual se encerró para siempre, pues de allí sólo salió a meterse cartujo, quedándose el imperio sin sucesor.

La Mosca Verde

Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.

—Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... —respondió el Doctor, pensativo—. Y como el sol descendiese, esplendoroso hacia el castañar, y una ráfaga suave, cargada de partículas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimándonos, se decidió el Doctor a contar un episodio de su vida médica...

—Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas, y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas, confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre consciente desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilación, y con esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede demostrarse en la creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez estudiaba, robando horas al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad. Mejor dicho: la pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones, por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regulada cronométricamente; ni migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que debía invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las matrículas y algún gasto inevitable, extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz sería de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos, para los industriales, memorias, para los secretarios de asociaciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y protector. Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito soñado.

Al preguntarle yo a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:

—¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡Lo único que se me resintió algo fue el estómago, y por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre y de olor de flores y árboles! Pero ¡no crea usted que aun así me aparto de mi camino! Por más que mi juventud se me suba a la cabeza —¡y hay horas en que se me sube, y al corazón también, y espumante y furiosa!—, la voluntad está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida llevar a término mis planes de asegurar el porvenir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algún entendimiento, alguna disposición: otro malgastaría este capital; yo lo beneficiaré con réditos crecidos. El que quiere, puede. ¡Es el Evangelio!

Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la cual ritma la conversación el chirrido quejumbroso del eje de los carros cargados, que pasan lentos, sin alzar polvo, en la melancolía de la puesta de sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros cruzaban en sentido contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir, mercancía que se exporta en la costa para Inglaterra. El sol, moribundo, se reflejaba en los pelajes cobrizos manchados de blanco amarillento. Torcuato accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella refulgía una chispa verde, metálica, y que él sacudía la mano, como el que espanta un bichejo incómodo.

—¡Maldita! Me ha picado...

Sentí un escalofrío, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato vivamente. No se notaba señal de la picadura. Seguimos andando, pero yo no había perdido las ganas de charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco noté que maquinalmente rascaba el sitio de la picadura, y vi deshacerse la vesícula recién formada y sustituirla una depresión negruzca. Me «sentí» palidecer. Distábamos más de una legua del pueblecillo.

—Aprisa, andemos... No vale nada la picada esa, pero querría quemársela a usted con un cáustico.

—¡Se me está hinchando la mano! —murmuró Torcuato con más sorpresa que alarma.

Comprendí que ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡El carbunclo! —repetía dentro de mí, temblando de horror y de lástima...— ¡El carbunclo! ¡La pústula maligna!

Abreviaré el relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para operar, ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rápidamente. No cabía duda, el brazo debía cortarse. Única esperanza. Pero ¿cómo? ¿Sin cloroformo, casi sin instrumentos? Mientras venían de mi casa los chismes, sudando frío y con una angustia compasiva que me partía el alma, me fue preciso notificarle al enfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué mundo de horror, de protesta y de dolor en aquellos ojos!

—¡El brazo derecho! ¿Y mi madre? ¿Y cuando lo sepa? —balbuceó, lívido.

—Aquí de la voluntad... —pronuncié, creo que más horrorizado que la víctima—. ¡Es necesario! No hay remedio.

¡Cuántas veces me he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisión irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infección venía de mano armada, la operación no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su fin, los síntomas espantosos, el tétano como desenlace... Si los médicos puntualizásemos ciertos casos, la humanidad se aborrecería a sí propia, como dijo Salomón, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que se vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale contra la mosquita una voluntad humana, firme, decidida, templada en la desgracia y el trabajo. ¡No somos nada!...

La noche caía. Las luciérnagas empezaban a encender sus linternas misteriosas.

La Muchedumbre

Y sucedió que Silas, uno de los Príncipes de los sacerdotes, amigo particular y confidente de Pilatos, le habló reservadamente la tarde del día en que Jesús entró en Jerusalén entre ramos de palmas.

El pretor escuchaba, cogiéndose con la mano derecha el rasurado mentón y fruncidas las recias cejas, entrecanas ya. El de la Sinagoga precipitaba anheloso las frases, añadía detalles menudos, anunciaba catástrofes próximas y pavorosas, que destruirían la ciudad sagrada al entregarla a las turbas venidas de todas partes, hasta de los confines del desierto.

—Quisiera —repetía— que hubieses presenciado el tumulto de esta mañana, y verías cómo en mis palabras sólo hay verdad. Por dondequiera le siguen; arrastra un inmenso gentío. Si quisiese juntar un ejército de cien mil hombres, con cayadas y hondas, en veinticuatro horas lo verías ondear al Sol, en la llanura, cual trigo maduro. ¿Qué harías entonces? A su paso se alzan las muchedumbres, rumorosas como el mar. Creen en su magia, en las curaciones que hace a cada momento. Besan el suelo. Se arrojan a él. Tienden ante sus pies, por alfombra, sus mantos nuevos. Deshojan flores para que las pise. Una sola palabra suya, ¡oh representante del sacro Emperador!, puede incendiar a toda Judea en un instante, como arden los pinares embutidos de resina en la canícula, en el espacio de muchas leguas. Ten cuidado, mira que es grave el peligro. Tú no ignoras que se empieza buscando el dominio espiritual y se acaba por procurar el material. Es un hombre descendiente de David y quiere ser Rey efectivo de Israel.

Alzó la cabeza Pilatos. Una sonrisa inteligente plegó su boca.

—¿Según eso —murmuró— Rabí Jesús es amado por la multitud? ¿Y en eso ves tú, oh Silas, un riesgo para César y para la excelsa Roma? ¿Acaso aquí, entre vosotros no se presentan a cada instante excitadores de multitudes, profetas y nuncios de buenas nuevas, como Juan, el comedor de langostas y de miel silvestre, cuya cabeza fue truncada? Siempre estáis en fermentación. Sois un mosto impaciente que rompe los aros del tonel y se desborda.

—Por lo mismo —replicó Silas—, te prevengo contra una amenaza constante.

¿Nada te dice ese modo de ser de nuestra gente? ¿No ves los sucesos que se avecinan? Ayer fue Juan; hoy, Jesús de Nazaret. Más temible me parece éste que el otro.

—He oído decir —interrumpió Pilatos— que es dulce y bueno ese hombre a quien tanto odiáis los de la Sinagoga.

—¡Ah! —exclamó con vehemencia Silas—. ¡En eso está la fuerza que posee! En su habla, que va como flecha a los corazones; en su vivir puro y penitente, en su inalterable misericordia. A todos habla amoroso; no desdeña el trato de publicanos y pecadores, y jamás piensa en vengar ofensa alguna. Un corderillo de Salaad sería más fiero.

Volvió el pretor a sonreír, con destellos claros de malicia desengañada en sus ojos de gruesos párpados.

—Y si Rabí Jesús es como tú lo retratas, ¿por qué os ensañáis con él? Con impetuosa pasión respondió Silas:

—Porque alborota al pueblo y va a ser causa de graves trastornos. Porque es señor de las muchedumbres, que vienen en pos de él, y a su paso se junta toda la gente de la ciudad, y se alzan las aldeas, y acuden tropeles con enfermos en camillas, y llegan de la Idumea, y del Transjordán, y de Tiro y Sidón. Si tú, pretor, no juzgas que en esto hay desorden, ya te explicarás ante el César. Nosotros, la Sinagoga, lo entendemos de otro modo.

—Proceded según vuestra convicción, Silas —contestó ya seriamente el romano—. Por mí, no hallaréis obstáculo a vuestra justicia. Mas en verdad os digo que si el Rabí creyese contar con la muchedumbre, será como apoyar la mano en un remolino de espuma. Tornadiza y antojadiza es la muchedumbre, y, además, ingrata y pronta en olvidar los bienes; la experiencia te lo demostrará.

Silas, meditabundo, abrió lentamente la boca para la réplica.

—Los tiene muy embaucados ese seductor —dijo al fin, suspirando—. Creen en él con fe inextinguible.

Un leve encogimiento de hombros fue la respuesta de Pilatos. Mandó que trajesen vino enfriado en nieve, frutas y tortas de miel con cominos. No quiso Silas aceptar el obsequio. Su mente estaba llena de ansias de dureza y violencia; anhelaba correr a la Sinagoga, cuanto antes.

No mucho después, era llegada la hora sombría y el poder de las tinieblas. Golpeado y escarnecido, Jesús subía al Calvario. Silas se incorporó al triste séquito. En sus oídos sonaban aún las aclamaciones del día triunfal. Creía sentir el aire agitado por el ondular de las palmas, que la multitud columpiaba rítmicamente; la música de las flautas sonaba dulzona; pero los ¡hosannas!, clamorosos cubrían el ruido de los instrumentos. Las flores, pisadas, exhalaban su alma fragante. El trotecillo del asno que montaba el hijo de David percutía en las piedras de la ruta, y los niños, precipitándose, besaban los descalzos pies de su amigo, que pendían a ambos lados de los ijares de la mansa bestia. Y Silas, trémulo, con un sudor que humedecía sus sienes, oía ahora sobre la ruda calzada el fragoroso estrépito de las pesadas herraduras de la caballería romana que escoltaba al reo hasta el lugar del suplicio. Ya en él, veía que, en vez de arrojarle ropas para mullir su paso le quitaban violenta y despiadadamente, como a zarpazos, las propias vestiduras y a los dados las jugaban. Ya no subía al cielo el coro de bendiciones y los cánticos que celebraban la gloria del Rey de Israel, lo que se oía eran bárbaras blasfemias, burlas, provocaciones irónicas, la chanzoneta feroz de los sacerdotes y de los escribas al invitar a Cristo a que bajase de la cruz, a que se redimiese a sí propio. Y Silas, en vez de imitarles, temblaba: un dolor amargo como la hiel que ofrecían al Rabí, le oprimía, quitándole la respiración. Cuando rasgó el espacio la gran voz que dio el Crucificado para expirar, bajó el de la Sinagoga con inseguras piernas, sin volver la vista atrás, y por las calles casi solitarias a aquella hora de sol y de calor sofocante, se encaminó al Pretorio.

Encontró a Pilatos encapotada la faz. Su mujer le había reprendido a causa de Jesús, porque creía en él. Y su conciencia también clamaba allá en lo hondo, gritándole que había sido débil en este proceso contra un justo. Estaba quejoso de sí mismo. No podía perdonarse el haber dado suelta al facineroso Barrabás. Y al ver a Silas, que le había incitado a tal claudicación, se desahogó injuriándole.

—¿Vienes a complacerte en vuestra obra de perros? La sangre inocente ¿no se os sube a la boca, no la escupís? En esta ocasión, Silas, estoy por creer que decía bien el Rabí cuando os llamaba sepulcros blanqueados. Yo cedí a la muchedumbre; fue ella la que pidió ver libre al asesino Barrabás… Bien lo sabes.

Silas callaba. Cruzadas las manos bajo el manto, agachada la cabeza, se movían sus labios como si quisiese decir algo y no pudiese o no acertase. Parpadeaba, y un ligero velo de cristal se extendía en sus pupilas.

—Tenías razón, pretor —balbució por fin—. Estaba ciego, estaba furioso… Cuanto me vaticinaste se ha realizado.

—¿El Rabí ha sido abandonado por todos? ¿Lo ves?

—Por todos, noble pretor… ¿Lo creerás…? ¡Hasta por sus discípulos! Y el que le vendió por dinero, discípulo suyo también… De aquella muchedumbre entusiasta, de aquellos que entonaban hosannas, ni uno, a la hora del suplicio… Y, solo, me pareció más terrible. Su soledad era como un ejército ordenado en haces…

—¿Estabas tú ‘allí’ cuando le alzaron? —interrogó Pilatos tétricamente.

—Allí estaba. Sólo algunas mujeres y un discípulo se atrevieron…

—¿Y la Patulea? Pilatos sonreía otra vez, con todo el acíbar de su vieja experiencia de la Humanidad.

Silas se dejó caer en un banco de la terraza. Juntó las manos sobre la frente y gimió:

—Ya lo sabes. Lo que tú anunciaste: espuma.

—¿Pues qué más quieres, qué más queréis los de la Sinagoga? —articuló con frío desprecio Pilatos.

—¡Ah! Ellos puede que crean haber vencido para siempre, con este escarmiento, al espíritu del Rabí… Puede que crean haber apagado el eco de aquella Voz, de aquella Voz tremenda, que acaba de retumbar en la misma Cruz… Y yo también lo creía; y ahora, pretor, creo todo lo contrario. El Rabí volverá a ser aclamado. En la agonía, su frente despedía luz. He sido un miserable. Donde se junten los que sigan sus huellas, allí estará Silas.

El pretor apretaba los dientes, con sorda cólera. Y, amenazando con el puño en la cintura, masculló:

—¡La multitud! ¡Caiga sobre ella la maldición!

La Muerte de la Serpentina

En el cesto, entre sus compañeras, la serpentina rosa soñaba un sueño de su mismo color: veía cielos rosados, labios rosados, pétalos de rosa esparcidos, exhalando dulcísimo perfume.

—«Cuando me lancen al aire —pensaba la serpentina rosa— caeré en el seno de una niña hechicera, de alguna virgen de diecisiete años, —seno que el primer latido de amor aún no consiguió agitar misteriosamente—. Caeré allí como en su nidal la paloma, y al choque de mi enroscado cuerpo, el cuerpo inocente se estremecerá de indefinible emoción. El golpe sordo de la serpentina rosa retumbará en el alma nueva, en el capullo de alma. ¡Ah! Que no tarden en arrojarme al aire… Que llegue pronto mi vez».

Y la vez no llegaba. Serpentinas verdes, amarillas, bermejas, azules, volaban desenroscándose al dirigirse al blanco, y se entretejían en aérea red, suspensas de los balcones, enganchadas en las ramas desnudas de los árboles, desgarrándose en los picos de latón de los faroles. Del fondo del cesto no lograba salir la serpentina rosa.

Por fin… ¡Ah! ¡Gracias a la suerte! Ya rompe la serpentina su cárcel; ya, desenrollado el cabo, se siente disparada en el vacío… Su golpe mate va a dar contra un pecho de mujer. Pero el pecho, ni tiene elasticidad ni color: diríase que es el esternón de madera de alguna efigie olvidada en su camarín, sin cirios ni exvotos, y ya resguardada por la costra dura del olvido. La mujer del pecho insensible, tranquilamente, ha rechazado con la mano la serpentina rosa, y ésta va a hundirse en el fango, donde la pisotean primero y se la disputan después cien granujillas de manos sucias y boca maldiciente y procaz. Cubierta de barro, ya nadie podría reconocer a la serpentina rosa: su bonito color se ha convertido en un tono triste, apagado y obscuro, el matiz de la tierra arcillosa, amasada con el agua llovediza que la impregnó; su forma redonda ha desaparecido; vedija informe, de la cual se lleva cada golfo un pedazo en las uñas, en eso ha parado la serpentina hace dos minutos tan llamante y tan llena de ambiciosas ilusiones…

Y ella, la pobre serpentina rosa, no siente ni la caída en el barro, ni las heridas y desgarrones que han lacerado sus entrañas. No. El secreto me ha sido revelado para que yo lo divulgue. Lo que siente la serpentina rosa, al morir, creedlo, vosotros los que pisáis sus rostros despedazados y ya incorporados al cieno que se os pega a las suelas de las botas —lo que siente, lo que le duele con dolor incurable, es el golpe que se dio contra aquel pecho sin calor ni elasticidad, cuando pensaba caer sobre un corazón vivo y palpitante, que a su contacto se estremeciese.

La Navidad de «Peludo»

Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!

Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!

Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños...

Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oirse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...»

A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.

—Rompióse la cuerda —observó el tabernero—. No le dé patadas —agregó—, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.

Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.

—Para lo que servía... —gruñó—. Ya ni podía conmigo...


«Blanco y Negro», núm. 399, 1898.

La Navidad del Pavo

Por asuntos de la gran Sociedad industrial de que yo formaba parte, hube de ir varias veces a M***, donde nadie me conocía, y a nadie conocía yo. Durante mis breves residencias en la mejor fonda pude, desde mi ventana, admirar la hermosura de una señora que vivía en la casa de enfrente. Desde mi observatorio se registraba de modo más indiscreto su tocador, y yo veía a la bella que, instalada ante una mesa cargada de frascos y perfumadores, contemplándose en el espejo, peinaba su regia mata de pelo color caoba, complaciéndose en halagarla con el cepillo, en ahuecarla y enfoscarla alrededor de su cara pálida y perfecta. Cuando acababa de morder las ondulaciones laterales el último peinecillo de estrás, sonreía satisfecha, alisando reiteradamente, con la mano larga y primorosa, el capilar edificio. Después se pasaba por la tez, suavemente, la borla de los polvos; se pulía las cejas; se bruñía interminablemente las uñas con pasta de coral; se probaba sombreros, lazos, cinturones, piquetes de flores, encajes, que arrugaba alrededor del cuello; en suma: se consagraba largas horas a la autolatría de su beldad. Y clavado a la ventana por el incitante espectáculo, encendida la sangre a profanar así la intimidad de una mujer seductora, nacía en mí otra curiosidad, el ansia de conocer su historia, en la cual, sin duda, habría episodios pasionales, goces, penas, recuerdos…

Me estremecí, por consecuencia, al oír una noche, en la mesa redonda, que pronunciaban su nombre, que la discutían… Me alteré, como el cazador al sentir rebullir en el matorral la pieza que aguarda. Motivaba la conversación el haber dicho monsieur Lamouche, el viajante francés en joyas, que pensaba pasar a casa de la belle Madame… —Aquí el apellido, que no entregaré a la publicidad— para ofrecer su stock, esperando importante venta.

—¡Ni que lo piense usted! —objetó uno de los comensales, señorito venido de un pueblo próximo a pasar el día alegremente en M***—. Conozco de sobra al marido de Tilde, que es prima mía allá… no sé por dónde…, y desde que le regaló a su mujer el aderezo de boda, se acabaron los despilfarros. ¡Sí, a buena parte! Más tacaño que las hormigas…

—¿Será —observó chapurreando, el viajante— que el esposo se entender mal con su dama, la cual es sí bonita y le trompará, allons, todo naturalmente?

—¡Ojalá! —suspiró, en chanza, el señorito—. Si a Tilde la diese por ahí, soy capaz de apuntarme en lista con el número uno, así me rompiese la crisma el dueño legal. ¡Al contrario! Tilde no ha dado jamás que decir ni esto… No niego que esté engreída con su hermosura; lo está y mucho; pero su única pasión es la compostura, el adorno. La disloca, más que hacer conquistas, que rabien las otras mujeres ante la elegancia. ¡Bah! Si en algo hubiese delinquido, aunque sólo fuese en una mirada, se sabría. En los pueblos relativamente pequeños no quedan ocultas esas cosas… Y la que entrega la mirada, lo entrega todo… Les repito a ustedes, y cualquiera se lo repetirá, que Tilde no sólo es intachable, sino glacial e inexpugnable.

Los demás comensales confirmaron el aserto del señorito.

—Entonces —insistió el francés, que no perdía de vista su negocio—, si ella ama tanto la toilette, yo traigo cosas deliciosas…

—¡Tiempo perdido! No se ablanda el cónyuge… ¡Es un sucio! ¡Tener una mujer así, y sujetarla a una mensualidad exigua para sus trapos! Merecería…

Al final de la plática, que aún se prolongó verbosamente, latíame el corazón, las arterias me zumbaban: una idea extraña acababa de ocurrírseme. El señorito y los restantes huéspedes se fueron al teatro, y solo ya con monsieur Lamouche, que gustaba de mi conversación porque hablábamos corrientemente en francés, le hice la proposición, y en vez de negarse en seco —lo que yo temía—, la aceptó y aun la celebró regocijado, haciendo en el aire además de pegarme en el vientre una palmadica.

—¡Oh! ¡Ma foi! Muy bonito, muy español está eso… ¡Como en los romances, sapristi! Sólo le pido de no comprometerme, de tener prudencia…

Conviene saber que el viajante me conocía de antiguo; me respetaba como a persona metida en altos negocios, y estaba muy hecho a distinguir la gente seria de los tramposos, en su peligroso oficio de traficante de artículos superfluos, que todos desean poseer y todos repugnan pagar. Rehusó la fianza que quise entregarle, y puso en mis manos dos cajas de zapa negra, rellenas de sus preseas mejores. Y, con las cajas bajo el brazo y el alma en un hilo, subí la escalera de la casa de Tilde, a quien, por fin, iba a ver de cerca, a solas quizá, en la misma habitación–templo de su hermosura… Sólo esto me proponía: verla, respirar su hálito de ámbar, y que acaso nuestras manos se rozasen un momento al manejar las joyas… Y me anunciaron, y, efectivamente, pasé al tocador, deslumbrado ya, mareado, febril…

Envolvía a Tilde una bata que yo conocía, de seda flexible, gris, plegada, con tanto encaje amarillento, que apenas se veía la tela. ¡De cerca era más divina aún la beldad! En su lotería se pagaban aproximaciones… No sé qué ambiente luminoso y embriagador la rodeaba; no sé qué efluvios sutiles, delicadísimos, se desprendían de su cuerpo joven, perfumado, libre y suelto como el de las estatuas helénicas dentro del amplio plegazón del ropaje… Turbado y dominando mi turbación, abrí las cajas y presenté el surtido. Salieron brazaletes y orlas, cadenas y pinjantes, lanzaderas, sartas y «perros» endiamantados, que ella cogía, tocaba, probaba, se colgaba, se ceñía, con leves chillidos y exclamaciones de placer. Todo le gustaba; mirábase al espejo, hacía jugar las manos, ensortijadas, a la luz que entraba por la ventana, la ventana indiscreta, reveladora. No me veía; yo era para ella el escaparate, lo menos que secundario, lo accesorio.

Al fin, entre diversas tentaciones, una más fuerte se clavó en su alma femenil. Un collar, de brillantes y perlas peraltadas, un antojo ya antiguo, sin duda, y cuya falta, en su estuche–joyero, la había desconsolado mil veces, fijó sus ojos, súbitamente entristecidos, y su voz se volvió opaca y tímida para preguntar:

—¿Cuánto?…

Lancé el precio —me había enterado bien—, y vi apagarse sus pupilas oscuras, lucientes de deseo y codicia. ¡No tenía dinero para la ansiada joya! Entonces, un chispazo de mi voluntad ardió en mí. No razoné: murmuré, con silbo serpentino al pie del árbol del Mal:

—Si la señora gusta del collar…, hay mil maneras… Damos toda clase de facilidades… El pago no es urgente… Una cantidad al mes, por ejemplo…

Levantó lentamente la cabeza, y por primera vez me miró. Su olfato fino, su sagacidad de Eva habituada a la adoración, percibió en mi balbuceo «algo» más allá de las cláusulas que pronunciaba. El temblor del alma se filtraba al través de las vulgares ofertas comerciales, como rezuma el agua por el búcaro. Con los ojos respondí a los suyos, que interrogaba sin querer; los puñales, buidos, crueles, de nuestro espíritu, se cruzaron en forma de ojeada larga y significativa… «No ha delinquido ni con una mirada…». «La que entrega la mirada, lo entrega todo». Recordé esta frase del señorito, y al recordarla, me deslumbró más aún aquella luz diabólica que llegaba adentro, al fondo de mi ser de hombre apasionado, caprichoso, en la plenitud de la edad… Y seguro de que al mirar de Tilde no le añadirían sentido alguno las palabras en un diccionario entero, me incliné y le tendí al mismo tiempo mis brazos y collar, abrochándolo tiránicamente a su garganta, tembloroso de enredarme los dedos en la regia mata de pelo y caoba, viva y eléctrica…

Me costó algo cara Tilde. A joya por entrevista… No obstante, jamás lloraré aquellos miles de francos, porque, al volver años después a M***, supe que la hermosa —siempre hermosa, pues parecía poseer un secreto y conservarse entre nieve— seguía pasando por mujer inexpugnable, que ni con la mirada…

La Niebla

—Es un error —díjome mi tío, el viejo y achacoso solterón, cruzándose la bata, porque sus canillas reumáticas pedían el acolchado abrigo con mucha necesidad— eso de creer que lo más influyente en nuestra vida son los sucesos aparatosos y grandes. No; lo que realmente nos hace y nos deshace son las menudencias.

—El tejido de las mínimas circunstancias diarias querrá usted decir, tío Juan Antonio. Verdad, verdad de a puño… Nuestro humor, nuestra salud, nuestra dicha o desdicha momentáneas penden de esas fruslerías: de la ventana que cierra mal, de la puerta que nos coge los dedos, del plato soso o muy salado, del zapato que aprieta y de la llave que se ha perdido…

El solterón guiñó los ojos picaresca y melancólicamente, y se llegó un poco más a la chimenea rutilante. Disparadas chispezuelas saltaban de los leños, y el crujido seco y deleitoso del arder era lo único que se oía en la estancia, admirablemente enguatada y resguardada del frío con toda clase de ingeniosos refinamientos. La nieve, fina, blanda, de fantástica levedad, caía sin prisa, y la veíamos al través de los vidrios, con lo cual se aumentaba esa extraña y dulce sensación de seguridad y egoísmo característica del invierno en interior lujoso. Lo único que le faltaba al bienestar del viejo era un sorbito de té muy caliente, en delicada taza nipona, y se lo serví con las rôties de pan, retorcidas como barquillos de puro delgadas y sutiles. Al deshacérsele en la boca la tercera o cuarta rôtie empapada, murmuró:

—No, hijita; no es eso. Claro que también eso es porque en este instante, por ejemplo, mi felicidad consiste en que la tostadica venga transparente, el su–chong hirviendo y la crema fresquísima… Pero lo que quise expresarte fue que aún en las cosas más graves ejercen influjo decisivo las pequeñeces… ¿Por qué no me he casado yo, vamos a ver, por qué no me he casado?

Ignorando absolutamente por qué no se había casado mi tío, me limité a sonreír.

—Pues fue por una insignificancia de las más tontas. Te lo contaré, ahora que ni «ella» está en este mundo ni yo estoy sino en Babia, que es la residencia de los viejos carroñas e inútiles… «Ella», para que lo sepas, era doña Andrea de Pimentel, madre de esas muchachas tan bonitas y tan simpáticas que tú conoces… Pero bonitas y todo, ninguna es comparable a su mamá antes de serlo, y estoy por jurar que hasta después.

—¡Doña Andrea! ¡Ya lo creo! Una cara perfecta, y, sin embargo, graciosa y simpática; un cuerpo al cual todo le caía bien… El tipo y el aire de una verdadera señora… No ha muerto anciana, no…

—¡Qué había de morir anciana! —protestó mi tío, que, como todos los señores machuchos, retrasaba cuanto podía los límites de la ancianidad—. ¡Si era una muchacha aún! Cuarenta y cinco o cuarenta y seis años…, y representaba mucho menos… Lo que pasó es que, siendo desgraciadísima, en su matrimonio, crió mala sangre; se le formó un tumor, no se cuidó bien, no se operó a tiempo, que acaso la salvase… y ahí tiene lo que hubo. ¡Pobre Andrea!

—¿Y usted… la quiso?

—¡Que si la quise! Como fue frustrado del proyecto de nuestra boda por la insignificancia que vas a ver, nunca se me ocurrió casarme con ninguna otra. Tuve mis antojos, mis devaneos… Bueno, ¡qué milagro!… La casaca no pensé nunca en vestirla o, si pensé, se me desvaneció el pensamiento…, igual que se desvanece la niebla… Por Andrea sentí especial interés, creo que desde niño. En el primer baile a que la llevaron, al vestirla de largo, su primer vals conmigo lo bailó. ¿Tú que te figuras, que yo no he sabido valsar? Hoy sí que no se valsa; a la muchachería se le ha olvidado; prefieren el bridge… Entonces valsábamos como trompos; había que mandarnos parar. «¡Eh, locos, que os mareáis!», y no hacíamos caso… Bueno, pues en el tal bailecito ya me insinué. Ella se rió, lo echó a broma…, lo natural en una chiquilla que sale al mundo y no piensa nada formal, sino en divertirse. Burla burlando, el caso es que no me dio calabazas; y fui tras ella por reuniones, paseos y teatros, sin perjuicio de esconderme en un portal frente a su casa en espera de que se asomase. Nada, lo de cajón… Boberías, chiquilladas que poco a poco van criando un cariño y una ilusión enormes… ¡Ah, enormes!

Y el tío Juan Antonio se volvió hacia el fuego con los ojos aguados, vidriados de lágrimas; ya se sabe que los viejecitos lloran a cada momento y por cualquier futesa…

—Yo tenía a veces que marcharme de S***, donde todo esto ocurría, porque mis estudios para la carrera y la mala salud de mi padre, que no vivía allí, me obligaban a ello. Asediaban a Andreíta otros pretendientes; único temible, aquel Francisco de Javier Luaces, que acabó por ser su marido… Mi rival empleaba el sistema de perseverancia; era «el que está allí siempre», lo cual, en toda empresa amorosa, lícita o ilícita, suele producir seguros resultados. No obstante, en este caso especial se me figura que a no ser por la futesa que te he dicho, ¡vamos, que no te he dicho todavía!, no es él quien se lleva a Andrea… En fin, oye lo que pasó; fue lo más tonto… Estaba yo con Andreíta en la situación del hombre que por mil señales se cree correspondido, y no puede con todo eso afirmarlo ni tiene el derecho de proclamar: «Ésta es mi novia». Faltaba una ocasión, una hora oportuna, y el caprichoso Destino jugaba a no proporcionármela. Figúrate cómo me pondría de alegre y de nervioso al arreglarse entre mamás animadas y gente joven de S*** una jira de campo con merienda en el soto, baile en la romería y regreso a la ciudad, de noche, en cochecillos alquilados. Muy torpe tenía yo que ser si entre la confusión y algazara de la fiesta no le arrancaba a Andreíta la entera confesión; si no salíamos de allí pública y oficialmente novios. Al organizarse la expedición, ya me favoreció la suerte; íbamos en el mismo cesto, cara a cara. Con esto me constituí sin afectación en pareja de Andreíta, y toda la tarde anduvimos juntos; pero mi rival, entremetiéndose, acompañándonos, no me dejaba plantear el problema del modo terminante que yo deseaba. Vagábamos por el soto, un frondoso soto de castaños, penumbroso a aquella hora de la tarde. Una neblina, ligera al principio, luego densa y húmeda, empezó a confundir los contornos de los troncos, a velar el ramaje entre gasas grasientas. Como aún no me había sido posible reclamar una solución de Andreíta…, se me ocurrió una idea… muy natural. Lo que no dicen mil palabras lo proclama victoriosamente una caricia. Si entre aquella semioscuridad, protegido por aquellos tupidos cendales aéreos, consiguiese yo apretar una manita o me permitiese alguna osadía mayor sin encontrar resistencia…, no cabía duda; ¿qué respuesta más clara podía obtener? Busqué, pues, a Andreíta entre las gasas, que se espesaban gradualmente. Su bulto, entrevisto un momento se me ocultaba detrás de los viejos troncos. Su traje color perla cenizoso se confundía con la nebulosidad, perdiéndose en medio de ella. Andando a bulto y orientándome sin ver, hubo un momento en que de pronto choqué con el cuerpo de Andreíta, mientras repetía su nombre… Y en el mismo instante tropecé y di también con el de mi rival, porque acababan de reunirse los dos; ella se había vuelto y él la tenía entre sus brazos.

No sé lo que sentí. Fue un vértigo de locura. Eché a correr despavorido como el que encuentra de repente el cuerpo de un hombre asesinado… Seguí huyendo a campo traviesa; regresé al pueblo a pie por sendas extraviadas… Y al otro día me marché sin despedirme de nadie. Ahí tienes…

—¿Y llama usted insignificancia a lo del abrazo?

—No; a la niebla…, que fue la causa de todo. Porque más adelante supe que Andreíta, oyendo mi voz, me confundió con Luances… así, al pronto, en su mismo aturdimiento y confusión…, y como yo desaparecí… el error no pudo deshacerse.

La Niña Mártir

No se trata de alguna de esas criaturas cuyas desdichas alborotan de repente a la prensa; de esas que recoge la policía en las calles a las altas horas de la noche, vestidas de andrajos, escuálidas de hambre, ateridas de frío, acardenaladas y tundidas a golpes, o dilaceradas por el hierro candente que aplicó a sus tierras carnecitas sañuda madrastra.

La mártir de que voy a hablaros tuvo la ropa blanca por docenas de docenas, bordada, marcada con corona y cifra, orlada de espuma de Valenciennes auténtico; de Inglaterra le enviaban en enormes cajas, los vestidos, los abrigos y las tocas; en su mesa abundaban platos nutritivos, vinos selectos; el frío la encontraba acolchada de pieles y edredones; diariamente lavaba su cuerpo con jabones finísimos y aguas fragantes, una chambermaid británica.

En invierno habitaba un palacete forrado de tapices, sembrado de estufas y caloríferos; en verano, una quinta a orillas del mar, con jardines, bosques, vergeles, alamedas de árboles centenarios y diosas de mármol que se inclinan parar mirarse en la superficie de los estanques al través del velo de hojas de ninfea...

Si quería salir, preparado estaba en todo tiempo el landó o el sociable; si prefería solazarse en casa, le abrían un armario atestado de juguetes raros, y salían de él, como salen de una viva imaginación los cuentos, seres maravillosos, creaciones de la magia moderna: el jockey vestido de raso azul y botón de oro, con su caballo que galopa de veras y salta zanjas; la muñeca que mueve la cabeza, y abre los ojos, y llama a sus papás con mimoso quejido infantil; la otra muñeca bailarina que, asiendo un aro de flores, gira, revolotea, se columpia, danza y repica con los pies y, por último, saluda al público, enviándole un beso volado; el cochecillo eléctrico, el acróbata, el mono violinista, el ruiseñor mecánico, que gorjea, sacude la cabeza y eriza las plumas; todos los autómatas, todos los remedos, todos los fantoches de la vida, que a tanto alto precio se compran para entretener a los hijos de padres acaudalados.

Pues no obstante, yo os digo que la niña de mi cuento era mártir, y que mártir murió, y que después de muerta, su cara, entre los pliegues del velo de muselina, mostraba más acentuada que nunca la expresión melancólica y grave, tan sorprendente en una criatura de diez años, adorada y criada entre algodones.

Mártir, creedlo; tan mártir como las abandonadas que en las noches de enero se acurrucan tiritando en el umbral de una puerta. La vida es así; para todos tienen destinado su trago de ajenjo; sólo que a unos se lo sirve en copa de oro cincelada, y a otros en el hueco de la mano. El dolor es eternamente fecundo; unas veces da a luz en sábanas de holanda, y otras, sobre las guijas del arroyo.

Hija de padres machuchos, que contaban perdida toda esperanza de sucesión; única heredera de ilustre nombre y de pingües haciendas, la niña fue desde sus primeros años víctima de sus propios brillantes destinos. Pendientes de sus más leves movimientos, espiando su respiración, contando los latidos de su corazoncillo inocente, los dos cincuentones la criaron como se creía en el invernáculo la flor rara, predestinada a sucumbir al primer cierzo. Un médico, que bien podemos llamar de cámara, tenía especial encargo de llevar el alta y baja de las funciones fisiológicas de la criatura. Se apuntaban las chupadas de leche que pasaban del seno del ama a la boquita de la nena. Un reloj puntualísimo marcaba por minutos el sueño, el despertar, las horas de comer, la del aseo, la del paseo. Un termómetro graduaba el temple del agua de las abluciones; fina balanza pesaba el alimento y las ropas, según las prescripciones y órdenes minuciosas del doctor. Cuando vino la crisis de la dentición, y con ella el desasosiego, la impaciencia, la casa se convirtió en una Trapa: nadie alzaba la voz; nadie pisaba fuerte por no sobresaltar a la niña, por no quitarle el sueño.

El régimen pareció higiénico y se hizo permanente ya. Diríase que aquella morada sordomuda era una capilla erigida al dios del silencio; y la niña, con la singular adivinación que a veces demuestra la infancia, comprendiendo que allí los ruidos no tendrían eco, ni eco las risas, fue, desde que rompió a andar, calladita, formal, obediente, seria... tan seria y tan obediente, que daba una lástima terrible.

Hubo un terreno en que no pudo ser tan dócil. Desplegando la mejor voluntad, la niña no lograba sacar buen color, el color de manzana sanjuanera que alegra a las madres. Su tez de seda, satinada y transparente por la clorosis, se jaspeaba con venitas celestes y a trechos con la suave amarillez del marfil. Sus ojos azules, de un azul oscuro, eran hondos, tranquilos y resignados. Su boca parecía una rosa desteñida, mustia ya.

Sea por el cuidado que habían puesto en que no sintiese nunca la menor impresión de frío, o sea por el mismo empobrecimiento de la sangre, era tan friolera, que en el rigor del verano, vestía de lana blanca, con polainas y guantes blancos también. Al verla pasar toda blanca, esbelta, derecha, despaciosa, grave, las ideas sanas y humorísticas que infunde la niñez cedían el paso a otras ideas fúnebres, de claustro y de mausoleo. No creáis que sus padres no advertían que la niña era una lamparita de ésas que apaga un soplo. Tanto lo advertían, que por eso mismo cada día calafateaban mejor las rendijas por donde pudiese deslizarse una ráfaga perturbadora. Así que blindasen, acolchasen y forrasen completamente la casa, no penetraría el hálito sutil de la muerte. Vengan algodones, vengan telas, vengan clavos; aislemos a la niña. ¡Ah! ¡Si la madre pudiese restituirla a la concavidad del claustro materno, y el padre al calor de las entrañas generadoras! ¡Si fuese dable meterla en la campana neumática, o alojarla en la máquina donde incuban los polluelos!

Por la ventana, entreabriendo los pesados cortinajes, la niña veía a veces jugar en la calle a los desharrapados granujas. Frescos, risueños, turbulentos, derramando vida, los chicos se embestían con una cabeza de toro hecha de mimbres, o se liaban a cachete limpio, o se santiguaban con peladillas. En la quinta, desde donde se dominaba la playa, granujas también, los hijos de los pescadores, que, desnudos, bronceados, ágiles y saltadores como peces y, en bandadas como ellos, se bañaban, permaneciendo horas enteras dentro del agua verdosa en que se zampuzaban a manera de delfines.

Por orden del médico, la niña se bañaba también. Le habían preparado una cómoda y ancha caseta; allí la desnudaban y, arropada en mil abrigos, la llevaban a los brazos del bañero, que la sepultaba un momento en el mar y la sacaba inmediatamente, recibida la impresión. Esta impresión era, por cierto, terrible. La sangre fluía al corazón de la criatura: trémula y con las pupilas dilatadas, miraba aquel infinito espantable, aquel abismo de agua verde y rugiente, la ola que avanzaba pavorosa, cóncava, cerrándose ya como para devorarla; y los dientes de la niña castañeteaban, y pensaba para sí: «Tengo miedo.» Pero ni un grito ni un suspiro la delataban. El voto de silencio no lo rompía ni aun entonces. Sólo que después, al ver desde la ventana a los traviesos gateras en familiaridad con las terribles olas, jugueteando con ellas lo mismo que gaviotas, pensaba la niña mártir: «¿Cómo harán para ser tan valientes esos chicos?»

Entre tanto, la Muerte, riéndose con siniestra risa de calavera, se acercaba a la señorial y cerrada mansión. Es de saber que no encontró ni puerta por donde pasar, ni siquiera por donde colarse, y hubo de entrar, aplanándose, por debajo de una teja, a la buhardilla; de allí, por el ojo de la llave, pasar a la escalera, y desde la escalera, enhebrarse por debajo de la levita del médico, que se metió casa adentro muy impávido, con la Muerte guardadita en el bolsillo, detrás de la fosforera.

A causa de tantas dificultades como encontró para insinuarse en la casa de la niña, la Muerte quedó algo quebrantada, y no se presentó con empuje y arresto, sino con mansedumbre hipócrita, tardando bastante en llevarse a la criatura. El tiempo que aguardó la Muerte a tomar bríos fue para la mártir larga cuestión de tormento.

Drogas asquerosas, pócimas nauseabundas por la boca, papeles epispásticos y vejigatorios sobre la piel; cauterio para las llagas que abría en su garganta la miseria de su organismo; todo se empleó, sin que rompiese el voto del silencio la víctima, y sin que sus verdugos atendiesen la súplica de sus vidriados ojos..., porque aquellos verdugos la idolatraban demasiado para perdonarle ni un detalle del suplicio. Sólo en el último instante, cuando todavía le presentaban una cucharada de no sé qué mejunje farmacéutico, la niña suspiró hondamente, se incorporó, dijo que no tres veces con la cabeza y, echando los brazos al cuello de la insensata madre, pegando el rostro al suyo, murmuró muy bajo: «Abre la ventana, mamá.»

Era, sin duda, la congoja del postrer ataque de disnea que empezaba. Poco duró. Y la mártir quedó bonita, cándida, exangüe, pero con una expresión de amargura reconcentrada, como el que se va de la vida dejándose algo por hacer, por decir o por sentir; algo que era quizá la esencia de la vida misma.

En el ataúd forrado de raso, bajo las lilas blancas que la envolvían en aristocráticos aromas, los pobres despojos pedían justicia, se quejaban de un asesinato lento. Por ser la estación primaveral y la noche templada y por disipar el olor a cera y a difunto, los que velaban a la niña abrieron la ventana. Al entrar la bienhechora bocanada de aire libre, la carita demacrada pareció adquirir plácida expresión de reposo.

Tal vez no quería pasar sin orearse del encierro de su casa al encierro del nicho.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 26, 1893.

La Nochebuena del Carpintero

José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!

Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he «soltao» a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?

Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta con marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...», respondían los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»

La mala racha los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...

Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas...

Gimió, se clavó los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz:

—¡Eh, señor José! ¿Está por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado...

En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos:

—¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!...

—Entre... —murmuró la vieja—. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba pura...

—Voy por la herramienta —contestó el carpintero, pálido de alegría.

—No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...

José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...

Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:

—Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.


«La Ilustración Artística», núm. 834, 1897.

La Nochebuena del Papa

Bajo el manto de estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende mostrando a trechos la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios, la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario, el cadáver de la Historia.

Gente alegre y bulliciosa discurre por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados con los «contadinos», labriegos de la campiña que han acudido a la magna ciudad trayendo cestas de mercancía o de regalos. Sus trapos pintorescos y de vivo color les distinguen de los burgueses; sus exclamaciones sonoras resuenan en el ambiente claro y frío como cristal. Hormiguean, se empujan, corren: aunque no regresen a sus casas hasta el amanecer —que es cosa segura—, quieren presenciar, en la Basílica de Trinità dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesù Bambino.

—Sí; el Papa en persona —no como hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque todavía Roma le pertenece— es quien, en presencia de una multitud que palpita de entusiasmo, va a arrodillarse allí, delante la cuna donde, sobre mullida paja, descansa y sonríe el Niño. Es la noche del 24 de diciembre: ya la grave campana de Santángelo se prepara a herir doce voces el aire y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de Trinità.

El Papa desciende, ayudado por sus camareros, apoyando con calma el pie en el estribo. Con tal arte se ha preparado la ceremonia, que al sentar la planta Pío IX en el primer escalón, vibra, lenta y solemne, la primera campanada de la medianoche, en cada campanario, en cada reloj de Roma. El clamoreo dramático de la hora sube al cielo imponente como un hosanna y envuelve en sus magníficas tembladoras ondas de sonido al Pontífice, que poco a poco asciende por la escalinata, bendiciendo, entre la muchedumbre que se prosterna y murmura jaculatorias de adoración. A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares de cirios de la Basílica iluminada de alto abajo, hecha un ascua de fuego, adornada como para una fiesta y con las puertas abiertas de par en par, por donde se desliza, apretándose, el gentío ansioso por contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja muceta orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística de su blanco pelo, dispuesto como el de los bustos de rancio mármol que pueblan el Museo degli Anticchi.

Entra, por fin, en la Basílica; cruza las naves, desciende la escalera dorada que conduce a la cripta, y mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje del torrente humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en el recinto descubierto, más bajo que la multitud, el Papa queda solo. Artista por instinto, con el andar rítmico de las grandes solemnidades, con un sentimiento de la actitud que sólo él posee en grado tal, Pío IX se acerca a la cuna, junta las manos de marfil, eleva al cielo un instante los ojos, como si se invocase la presencia de Dios; se arrodilla, se abisma y los paños de su cándida vestidura se esparcen esculturales y clásicos cual los plegados de alabastro de un ropaje de Canova.

El Niño, el Bambino, duerme desnudito, color de rosa, reclinado en su rubio colchón de sedeña paja. En toda la Basílica no se escucha más ruido que el chisporroteo suave de los cirios y el murmullo de la oración que el Papa empieza a elevar. A las primeras palabras anímase el Niño con vida fantástica: la carne se hace carne. Sus ojos se entreabren, sus puñitos se tienden hacia el Papa como si se tendieran hacia un abuelo cariñoso, haciendo fiestas. Incorporado y sentado en la paja, llama al Pontífice, que sigue orando, pero que cree percibir en sus rodillas la sensación de que ya no reposan en los cojines de terciopelo carmesí; en sus codos, algo que los sube y aparta del esculpido reclinatorio. Ligero y como fluido, su cuerpo no le pesa; flota apaciblemente en una atmósfera de oro y luz, hecha de las partículas de los cirios, que se derraman ardientes y centelleantes. La cuna ha desaparecido, el Niño está en pie, alto, crecido ya, convertido en adolescente; y en vez de la gracia infantil, en su cara se lee la meditación, se descubre la sombra del pensamiento. Alrededor del Jesús de quince años van juntándose las paredes de la cripta, que parece trasudarlos, docenas de chiquillos, otros bambinos, pero feos, encanijados, sucios, envueltos en andrajos o desnudos mostrando la enteca anatomía. Docenas primero; cientos después; luego millares, millones, un hervidero tan incontable, un ejército tan infinito, que estallan las paredes de la cripta, las de la Basílica, las de Roma, las de todo cuanto pretendiese contener la expansión de la horda de miserables. Extiéndese por una llanura sin límites, y su bullir de gusanera rodea al Gesù, que ha ido insensiblemente transformándose en hombre hecho y derecho: ya tiene barba ahorquillada y rizoso cabello castaño; ya su rostro ha adquirido la gravedad viril. Y siguen acudiendo desharrapados y con las carnes al aire, lisiados, enfermos, famélicos, tristes, venidos de todos los confines de la Tierra. Lloran de hambre, tiemblan de frío, gimen de abandono, enseñan sus lacras, se cogen a la vestidura inconsútil de Cristo, se quieren abrigar bajo sus pies, reclinarse en su seno, agarrarse a sus manos pálidas y luminosas. Huelen mal, y su punzante vaho de miseria envuelve y sofoca al Papa, siempre en oración.

La figura de Cristo se oculta un instante; densas tinieblas suben de la tierra y caen del firmamento, reuniendo sus crespones. El Pontífice siente miedo: la oscuridad le ciega, y entre aquella oscuridad vibran maldiciones y palpitan sollozos. Un relámpago brilla; erguida en una colina aparece la Cruz, sobre la cual blanquea el desnudo cuerpo del Mártir, estriado de verdugones por los azotes y veteado de negra sangre. Los labios cárdenos se agitan; el Papa interrumpe la plegaria, se confunde, se deshace en adoración, quiere salir de sí mismo para mejor escuchar y beber la palabra divina; y el Crucificado —señalando con mirada ya turbia hacia el océano de criaturas que bullen allá abajo, escuálidas, transidas, gimientes, dolorosas, maltratadas, ofendidas, en el abandono— dice el Papa, en voz que resuena urbi et orbi:

—Por ellos.

La Novela de Raimundo

—¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela tremenda? —nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico en el Casino.

No pudimos menos de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, Raimundo no era feo, tenía estatura proporcionada, correctas facciones, ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.

—Dudamos de tu novela romántica— exclamó al cabo uno de nosotros.

—Pues es de las de patente… —replicó Raimundo—. Hay dos clases de novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la mano sus héroes. Las otras… se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza de sucesos… A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían a echarles memoriales.

En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.

Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque dentro de las tiendas apenas podían revolverse. Comentábase mucho la noticia de que el jefe de una taifa tan sólida y desharrapada hubiese depositado en el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban con su caudal, y por no ser desvalijados, al sentar sus reales lo aseguraban así. Se decía también que poseían a docenas soberbias cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase a encubrir ni a degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios que admirábamos.

Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres y solía acercarme a la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo oriental que pueda soñarse. Esbelta; de tez finísima y aceitunada; de ojos de gacela, tristes, almendrados e inmensos; de cabellera azulada a fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla a ambos lados del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado, por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos. Su tierna juventud y su singular beldad resplandeciente, iluminaban los harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante a un capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego de brasa atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que pensé que iba a salir volando a horcajadas sobre una escoba.

Así que me vio la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural pronunciación extranjera, me pidió la mano para echarme la buenaventura. Se la tendí, con dos pesetas para señalar; y después de oídas las profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella, casi en broma, aplicó dos azotes ligeros a la criatura. No sé qué fue más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador o entrar en la tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse a Dios ni al diablo, profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle a su mujer un feroz puntapié que la echó a tierra.

Indignado por tal brutalidad, me precipité a levantarla; se alzó pálida y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un brillo sombrío, que me pareció de odio y furor; pero al fijarse en mí destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema por nadie ni en nada me meto, aquella escena me había transtornado; apostrofé e increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte a una criatura indefensa, con denunciarle a la autoridad que le aplicaría condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio, sé que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas y, al mismo tiempo, a guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de su domicilio, a pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de aflojar unas monedas… , que aceptó sin perder dignidad.

Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fui derecho a la tienda de la gitana… ¡No arméis alboroto ni me deis broma! Yo no sentía nada parecido a lo que suele llamarse no ya amor, sino solo interés o capricho por una mujer. Quizá por obra de la suciedad salvaje en que la gitana vivía envuelta, o por el carácter exótico de su hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de lástima cariñosa unida a un desvío raro; yo no concebía, con tal mujer, sino la contemplación desinteresada y remota que despierta un cuadro o un cachivache de museo. A veces me creía inferior a ella, que procedía de raza más pura y noble, de aquel Oriente en el que la Humanidad tuvo su cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser de instinto y de pasión, a quien yo dominaba por la inteligencia. Y encontraba gusto de ir a verla únicamente porque ella, al aparecer yo, mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras, contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar a una patria donde el firmamento no tuviese nubes ni llorase agua jamás. «Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio… No tengo nada de héroe, y así que note que el arrogante gitano fruncía las negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis visitas y ni siquiera me despedí de mi amiga, pues los bohemios levantaron el campo de improviso una mañana y desaparecieron, sin dejar más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el real, y dos o tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizá falsamente.

Hasta aquí la historia es bien sencilla… Lo novelesco empieza ahora… . y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten… . pues yo me lo explico a mi modo, y acaso esté en un error. Al mes de alejarse de mi ciudad la tribu cíngara, se supo por la prensa que en las asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado a bastante profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente, dio a la Justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la gitanilla había huido, separándose de ellos, y que ellos no se habían acercado ni a veinte leguas de distancia de la sierra de los Castros. Las muerte de la gitanilla fue un negro misterio más de tantos como no desentraña la justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance… Acordeme de las palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos como si fuesen animales nocivos; no hay pariente que las vengue ni padres que nos pidan su muerte… »

«El Imparcial», 14 febrero 1898.

La Novia Fiel

Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma.

Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo.

¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.

Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa, pero acompañaba a Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, a la luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia sin dejar cabida a la tristeza ni al tedio.

Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrid a cursar las asignaturas del doctorado, ¡Año de prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de ternura. Y las amiguitas caritativas que veían a Amelia ojerosa, preocupada, alejada de las distracciones, le decían con perfida burlona:

—Anda, tonta; diviértete… ¡Sabe Dios lo que el estará haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega!… A mí me escribe mi primo Lorenzo que vio a Germán muy animado en el teatro con «unas»…

El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las noches a la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del quinqué velado por la sedosa pantalla, los novios sostenían interminable diálogo buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las pupilas.

Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado solo por la necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para establecerse: una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la posición no se hubiese encontrado aún, decidió Germán abrir bufete y mezclarse en la politiquilla local, a ver si así iba adquiriendo favor y conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron a no ver a Amelia ni tanto tiempo ni tan a menudo. Cuando la muchacha se lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir; ya sabía Amelia que un día u otro se casarían, y no debía fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan a quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo permitiesen las circunstancias.

Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por notarlo todo el mundo) que el carácter de la muchacha parecía completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo a carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también; advertía desgana invencible, insomnios crueles que la obligaban a pasarse la noche levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos. Cuando le preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé» Y era cierto; pero al fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño.

¿Qué mínimos indicios; qué insensibles, pero eslabonados, hechos; qué inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea hacen que sin averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular a toda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!

Al ver a Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia, engruesando, mientras ella se consumía; chancero, mientras ella empapaba la almohada en lágrimas. Amelia se acusaba a sí propia, admirando la serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una tarde sola e irse a casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que le inculcaron desde la niñez.

Un día… . sin saber cómo, sin que ningún suceso extraordinario, ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos cendales del velo… Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparables… . una carcajada sardónica dilató sus labios, mientras en su garganta creía sentir un nudo corredizo que se apretaba poco a poco y la estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz; y apenas Amelia, destrozada, pudo reaccionar, reponerse, hablar… . rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas, paternales consejos, todo fue en vano. Amelia se aferró a su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.

—Hija, en mi entender, hizo usted muy mal —le decía el padre Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario—. Un chico formal, laborioso, dispuesto a casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardar a tener posición para fundar familia lo encuentro loable en él. En cuando a lo demás… , a esas figuraciones de usted… Los hombres… . por desgracia… Mientras está soltero habrá tenido esos entretenimientos… Pero usted…

—¡Padre —exclamó la joven—, créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le quería… . le quiero… . y por lo mismo… . por lo mismo, padre! ¡Si no le dejo… . le imito! ¡Yo también… !

«El Liberal», 11 febrero 1894.

La Operación

—Los primeros años de mi juventud —dijo el opulento capitalista que nos había ofrecido una comida indudablemente superior a las famosas de Lúculo, las cuales tenían al margen el vomitorium y la indigestión a la vuelta— los pasé en la mayor miseria, en la estrechez más angustiosa. Aquí donde ustedes me ven —y con una ojeada circular parecía indicarnos toda la riqueza que le rodeaba—, yo he saltado de martes a jueves sin tropezar en un garbanzo siquiera; yo he bostezado de hambre frente a los surtidos escaparates de las pastelerías y los bodegones; yo me he enjabonado y lavado mi camisa (única que poseía), en el rigor del invierno, en una buhardilla desmantelada que no podía pagar, y de la cual me despidieron al fin, poniéndome de patitas en la calle, en mitad de una noche de diciembre. ¡Qué tiempos, señores! Aquélla fue la pobreza negra, la edad heroica de la pobreza.

—¿Y eso duró mucho?

—Dos o tres años..., los primeros que pasé en el mundo, huérfano y desamparado de todos. Después principié a aletear... Pero ¡qué triste y aburrido aleteo! Me contaba más dichoso antes, al soplarme los dedos y hacerme una cruz sobre el estómago. Mi aleteo consistía en un puesto inferior en una gran casa de comercio, ocupación que me sublevaba y repugnaba profundamente, pues mientras hacía números o despachaba la árida correspondencia de negocios mi fantasía volaba por los espacios y mi corazón latía henchido de savia juvenil...

—¡Qué bien se explica! —dijo, quedito, la señora de Huete a su amiga la baronesa de Torre del Trueno.

—No sé qué tiene el pícaro dinero, que es capaz de volver elocuente a un guardacantón —suspiró la baronesa clavando sus angelicales ojos azules en el ricacho. Éste, sin advertirlo, prosiguió:

—Sujeto a una labor mecánica, que me producía tedio y cansancio invencible, yo pensaba allá entre mí: «¿Será éste mi destino? ¿No habré venido al mundo sino a dar vueltas y vueltas a la noria de una tarea insípida? ¿No dejaré otra señal de mi paso sino cuatro columnas de cifras, o el acuse de recibo de una partida de arroz y cacao? A lo menos en aquella buhardilla de marras podía esperar las compensaciones del porvenir; al paso que ahora veo claramente el camino que me trazan, y es tan trillado, tan mezquino, tan estrecho, que sólo pensar que he de recorrerlo hasta el último instante de mi vida me enloquece de rabia. A toda costa es preciso que yo salga del pantano de esta rutina y realice algo extraordinario y singular, algo que me eleve por cima de los demás mortales, que lleve en triunfo mi nombre a las generaciones futuras, que me sirva de pedestal y de aureola... Si para conseguirlo es menester volver a la miseria, a la miseria volveremos; si a la buhardilla, a la buhardilla; si hay que ir a la muerte, iremos a la muerte.»

Con tanta exaltación se expresaba el millonario que las señoras le miraron conmovidas, y los hombres, entre chanzas y veras, le interpelaron:

—¿Según eso..., a lo que aspiraba usted entonces no era a la brillantísima posición que ha conseguido..., sino a otra cosa?... ¿A otra cosa..., vamos, de otro orden... del orden...?

—Del orden espiritual, poético y vano —declaró terminantemente el hombre de oro—. Sí, de ese pie cojeaba yo... Ni se me pasaba por las mientes nada real y positivo. Yo soñaba —no sucesivamente, sino a un tiempo —con inspirar una pasión frenética, o con sentirla; con lances y aventuras muy dramáticas, y peligros y enredos dignos de una novela; con ser un artista célebre, un escritor de fama universal, un guerrero victorioso, un gobernante excelso, un héroe y hasta un mártir, de ésos que vierten su sangre en un transporte de entusiasmo y no trocarían su suerte, al sucumbir, ni por la del más venturoso...

—¿Todo eso deseaba usted? —preguntó con ironía el periodista Anzuelo, reputado por sus mordaces agudezas—. ¡Cómo se varía al correr de los años!

—Ya verá usted —respondió el millonario con sorna— que no fueron los años los que me variaron a mí. ¡Los años! ¿A que usted, por más viejo que llegue a ser, no pierde sus mañitas y la costumbre de soltar pullas para que se rían los bobos? Genio y figura, amigo Anzuelo... Volviendo a mi historia, sepan ustedes que aquellos sueños y ansias se apoderaron de mí con tal fuerza, que acabaron por quebrantar mi salud. Empezó a consumirme una especie de fiebre hética; mi cuerpo se agostaba como la hierba cuando la cortan, y en mi espíritu sentía tal abatimiento (unido a cierto sombrío frenesí) que se me puso entre ceja y ceja un proyecto de suicidio, un fúnebre anhelo de muerte. Nada, lo mejor era suprimirse, desaparecer del indigno y miserable mundo. ¡Sólo había una dificultad! Y es que eso de morir no sé qué tiene que hasta a los más desesperados les hace cosquillas. La prueba es que todo hombre nacido de mujer piensa alguna vez en el suicidio, y son contadísimos, insignificante minoría, los que lo ponen por obra. Mientras alimentaba yo tan fatales propósitos, comprendía su horror, y deseaba vivamente que semejante manía se me quitase de la cabeza. Con este deseo, se me ocurrió que cualquiera enfermedad del alma puede curarse desde afuera, al través del cuerpo; y habiendo oído hablar de un célebre médico cuya especialidad eran las afecciones del cerebro, me decidí a consultarle. Recibióme el doctor con agrado y esa afabilidad seria de los que se encuentran en su terreno; me crucificó a preguntas sobre el origen de mi mal, sus síntomas y caracteres; y ya bien enterado, me reconoció, primero con reiterados golpecitos de los nudillos, parecidos a los que se usan en las auscultaciones, después con la percusión ligera y repetida de un martillito de marfil; hecho lo cual sonrió, complacido, y me dijo en tono y acento animadores: «No hay cuidado. Eso va a desaparecer inmediatamente por medio de una operación algo molesta, pero sin consecuencias temibles.» «¿Y qué es eso que va a desaparecer?», exclamé un tanto alarmado. «Lo que causa los desórdenes de que usted se queja. ¿Quiere usted que ahora mismo...?» «Sea», murmuré, resignado de antemano al dolor. «¿Le aplico el cloroformo?» «¡No, no!... ¡Tengo valor bastante!» Armóse el médico de un sutil berbiquí, me lo apoyó en la sien, y, poco a poco, vuelta tras vuelta, fue hincándolo y haciéndolo penetrar hasta la misma sustancia de mi cerebro. Aunque me dolía horriblemente, y no estaba yo para observar, noté, en el espejo que frente a mí tenía, que de mi cabeza iba alzándose algo parecido a una columnita de humo, suave, azulado, dorada a trechos, que ondulaba dulcemente y acababa por disiparse... «¡Qué humareda tenía yo ahí!...», suspiré así que el doctor, retirando el instrumento, me aplicó una venda empapada en un líquido que había de curar el taladro. «Es lo que, generalmente contienen los cerebros al hacerles esta operación delicada —declaró él, despidiéndome afectuosamente en la puerta—. Humo o aire... A veces también encierran aserrín; pero entonces renunciamos a operar. ¿Para qué?»

Calló un momento el millonario, satisfecho de la impresión que nos causaba su fantástica y embustera historia.

—¿Y sanó usted y vivió después de esa barbaridad que le hicieron? —preguntó, aturdidamente, la baronesita.

—Ya lo ve usted, señora... Aquí estoy, a sus pies, y vivo aún... No solamente sané, sino que empecé a prosperar...; al principio, modestamente; después, aprisa; luego, en volandas... Debió de consistir en que los negocios, que me parecían tan antipáticos, se me hicieron atractivos y gratos apenas se me quitó, con la salida del humo, aquel desvarío de las pasiones, los heroísmos, las celebridades y las victorias; y como me apegué al trabajo y me encariñé con la realidad, la realidad vino a mí con los brazos abiertos, la fortuna me miró transportada y el capital, el esquivo capital, se precipitó en mis arcas como el río por su cauce... Y pude hacer infinitas cosas que me parecen difíciles, y conseguir algunas de las que apetecía en otro tiempo, ¡porque el capital es fuerza, y la fuerza es la ley del mundo!

Al hablar así, fue tan oronda y esponjada, tan radiante la sonrisa del millonario, que los concurrentes sufrieron íntima mortificación en su amor propio, y Anzuelo, siempre irónico, formuló esta pregunta:

—¿Le dijo a usted el médico cómo se llamaba aquella columnita de humo que le quitaba a usted de la cabeza?

—No por cierto —contestó, receloso, el potentado.

—Pues yo lo sé... Se llama «el ideal».

Y el ricachón, que no siempre era todo lo cortés y correcto que debe ser el que otorga hospitalidad, se llegó al periodista, le golpeó suavemente la cabeza y dijo, guiñando un ojo a las señoras:

—Estaba seguro... Si el doctor le reconoce a usted..., no intenta operarle.


«El Imparcial», 27 septiembre 1897.

La Oración de Semana Santa

El último chá de Persia, que, según nadie ignora, murió a manos de un fanático, tuvo en su historia una página de muy pocos conocida, y yo la ignoraría también a no referírmela una viajera inglesa, de esas mujeres intrépidas e infatigables que registran con emoción y curiosidad los más apartados confines del planeta. Cómo se las arregló miss Ada Sharpthorn (que así se llamaba la inglesita) para obtener la confianza y casi la privanza del sha y penetrar en la cerrada magnificencia de su palacio y conocer íntimamente a sus allegados áulicos, cortesanos y generales, es punto de difícil investigación; pero seguramente, al aspirar a este resultado, no se valió miss Ada de ningún medio reprobable, pues compiten en esta valiente exploradora la decencia y pulcritud de las costumbres con la austeridad del criterio moral y la delicadeza de la conducta. Si miss Ada gozó privilegios desconocidos en Persia, debe atribuirse a la tenacidad que sabe desplegar la raza anglosajona para conseguir sus propósitos, tenacidad que va haciendo a esa raza dueña del mundo.

Contóme miss Ada el episodio que voy a narrar la tarde del Jueves Santo, mientras recorríamos las calles de Ávila visitando Estaciones. En aquellas calles, que todavía recuerdan por varios estilos la Edad Media española, el nombre de Persia sonaba como el de un país fantástico, de juglaresca leyenda o de romance tradicional; costaba trabajo admitir que existiese. Quizá la misma «irrealidad» de Persia en la pacífica atmósfera de la ciudad teresiana, acrecentó el interés de los extraños recuerdos de viaje que evocaba miss Ada, y que intentaré trasladar al papel sin alterarlos.

—Nasaredino —empezó la inglesa— era un monarca absoluto, a quien sus vasallos llamaban sombra de Dios, y que disponía de haciendas y vidas, con dominio incondicional. No sé si ahora se habrá modificado el régimen interior de Persia; entonces —y son épocas bien recientes— no había allí más ley que la omnímoda voluntad de Nasaredino. Para mayor desventura de sus súbditos, el sha no conocía el cristianismo, o, por mejor decir, no quería conocerlo ni permitía que se propagase en sus estados opinión alguna que se apartase del código de Mahoma. Quizá comprendía que Cristo Nuestro Señor es el verdadero enemigo de los déspotas, y que la libertad y la dignidad humanas tuvieron su cuna en el humilde establo de Belén.

Esa misma intransigencia del sha con nuestra santa religión me incitó a probar si le atraía el terreno de la controversia, a fin de combatir sus errores. Aprovechando la rara amabilidad con que me acogía, me dediqué a catequizar a Nasaredino, y buscando el flaco de su orgullo, comencé por pintarle la gloria y prosperidad de naciones cristianas como Francia y la Gran Bretaña, superiores en las mismas artes de la guerra a las naciones sujetas al fanatismo musulmán. Mis argumentos parecían hacer mella en el monarca; a veces le vi quedarse pensativo, acariciando la negrísima y puntiaguda barba, con los rasgados ojos de pestañas de azabache fijos en el punto imaginario de la meditación. No era un necio; ciertas ideas le movían a reflexionar; ciertos problemas se le imponían a pesar suyo, al través de su oriental indolencia y su soberbia de dueño absoluto de muchos millones de seres racionales. Despaciosamente, en correcto inglés solía, transcurrido un rato, contestarme, no sin alguna inflexión de desprecio en su voz grave y bien timbrada.

—Jamás me convenceré de que sean heroicas y viriles naciones que se postran ante un Dios humilde, muerto en un suplicio afrentoso. El gran atributo de Dios es «el poder» y «la fuerza». La única explicación que encuentro a ese enigma es que vuestras naciones se llaman cristianas sin serio realmente, y cuando funden cañones y botan al agua barcos blindados niegan a su Dios con los hechos, aunque le reconozcan con la palabra. Y porque le niegan han logrado el predominio que ejercen. Si se atuviesen a la letra de su fe, como nos atenemos nosotros a la nuestra, nosotros les pondríamos la planta del pie sobre la garganta.

Al hablarme así Nasaredino, dejábame confusa. Pertenezco a las «Ligas» de desarme y de la paz universal, y confío más en la energía del amor y de la fraternidad que en todos los ejércitos de Europa reunidos. Mas, ¿cómo hacer entender la verdad a un bárbaro, y a un bárbaro que se cree un semidiós? Sin embargo, lo intenté. A mi manera, empleando los razonamientos que me sugirió la convicción, le di a entender que la misma fuerza material necesita fundarse en la moral, y que sin base de derecho y razón se derrumba toda soberanía. Y pasando a tratar de nuestro Dios, le afirmé que precisamente el haber sufrido y muerto como murió fue esplendorosa muestra de su ser divino. El sha, moviendo la cabeza me contestó entonces esta atrocidad:

—De esa misma manera que pereció tu Profeta sucumbe todos los días alguno o muchos de mis vasallos. Y ni aun así conseguimos acabar con la perniciosa secta de los «babistas», cuyas doctrinas se asemejan a las de vuestros Evangelios.

—Lo confieso —exclamó miss Ada al llegar a este punto—: tan horrible declaración me trastornó, y estuve a pique de prorrumpir en invectivas contra el tirano. Me reprimí trabajosamente, y Nasaredino, de pronto, como si se hubiese olvidado del giro de la conversación, me anunció que al día siguiente se verificaría una representación teatral en los jardines de palacio, y que me convidaba a ella.

Son estas funciones dramáticas espectáculo favorito de los persas, y todos los viajeros las describen: se celebran de noche, a la luz de los farolillos y linternas y de las hachas encendidas, y el telón de fondo lo da hecho la Naturaleza: una cortina de árboles, un macizo de flores, una fuente, un ligero quiosco, constituyen la decoración. Habituada a asistir a tales funciones, me sorprendió, sin embargo, el aspecto del escenario y el golpe de vista del concurso. En primer término, sillones para el sha y los altos dignatarios: detrás la servidumbre, la multitud de funcionarios y parásitos que pululan en el palacio, infestando sus galerías, claustros, patios y salones. A la izquierda, una especie de tribuna o palco cerrado por rejas de madera dorada y pintada de colorines, desde el cual presenciaban la función, ocultas a los ojos de todos, las esposas de Nasaredino. Con extrañeza noté que no se había invitado a ningún diplomático; la única extranjera, yo. Mi sillón, colocado muy cerca, aunque un poco atrás del soberano, era un puesto altamente honorífico.

Al empezar la representación, desde las primeras escenas, percibí un estremecimiento. Yo no podía entender el idioma en que se expresaban los actores, y que es una especie de dialecto persa muy literario y arcaico (el habla misma bella y sonora, que empleó el poeta Firdusi); pero aun sin inteligencia de las palabras, me parecía darme cuenta del sentido, y hasta creí que era familiar para mí, como algo que hubiese escuchado mil veces y otras tantas llevado en mi corazón. Las escenas del drama me recordaban cosas íntimas, vistas, por decirlo así, al través de un vidrio turbio y roto que desfiguraba los objetos, alternando sus colores y rasgos, sin ocultarlos enteramente. Al final del primer acto (llamémoslo así; la transición consistía en extender un riquísimo paño por delante del escenario y dejarlo caer a los cinco minutos), y mientras nos presentaban amplias bandejas cargadas de golosinas, refrescos y sorbetes, de súbito vi claro: el asunto del drama no era sino la vida de Jesucristo, interpretada a estilo persa.

Se apoderó de mí una tristeza involuntaria. Temía una profanación, una burla, cualquier desmán que hiriese mis sentimientos, y hasta que pudiese obligarme a faltar al respeto al monarca levantándome y retirándome. En voz baja le pregunté si creía que me sería posible permanecer allí; y el sha, con lenta inclinación de cabeza, me tranquilizó; después, volviéndose hacia mí, murmuró seriamente, con toda su oriental majestad:

—No temas ofensa alguna para tu fe ni para tu gran profeta.

En efecto, las páginas principales de la sagrada Vida iban desarrollándose más o menos ingenua y peregrinamente interpretadas, pero con profundo sentido de veneración y de simpatía hacia el Salvador de los hombres. Jesús aparecía Niño, jugando en el atrio del templo; después le veíamos predicar a las multitudes; presenciábamos la tentación de la Montaña, el diálogo con Eblis, genio del mal, y por último, en el tercer acto, penetrábamos de lleno en el drama de la Pasión al ser preso Jesús en el huerto, no sin que trabase ruda y encarnizada batalla entre los discípulos y los sayones, que todos iban armados hasta los dientes, con «kanjiares», puñales, pistolas inglesas y espingardas, y dispararon hasta agotar la pólvora, siendo esta parte de la función, gracioso anacronismo, lo que más parecía entusiasmar al auditorio. Era indudable que el papel de traidores lo desempeñaban los enemigos de Jesús, lo cual se traslucía hasta en el modo de vestirse y de caracterizarse los actores, siniestros y feroces, antipáticos de veras.

Al principiar el acto cuarto, que debía ser el último, el actor que desempeñaba el papel de Jesús apareció atado a una columna de jaspe; empezó la escena de la flagelación, que desde el primer instante me crispó los nervios. Supuse que se trataba de un juego escénico; pero así y todo, salté en el asiento y me tapé los ojos con el pañuelo disimuladamente. Era el actor un hombre joven, como de unos veintiocho años, de noble tipo semítico; llevaba los negros cabellos crecidos y partidos en bucles, y en la escena de la tentación, dialogando con Eblis, había tenido acentos llenos de dignidad, de desdén y de dulzura conmovedores hasta para los que no entendíamos los conceptos. Ahora, amarrado a la roja estela, con el torso desnudo y el rostro respirando un entusiasmo misterioso, una sed de sufrir, revelábase, sin duda, como trágico genial: tanta era la verdad de su ficción, la expresiva fuerza de su actividad. Por lo mismo no quería verle; me conmovía demasiado. El silbido de las cuerdas y de los látigos rasgó el aire; escuché cómo sonaban al herir la carne viva, y hasta oí un sofocado gemido, que semejaba involuntario... Y la voz del sha, su acento de mando grave y, sin embargo, cortés, me obligó a atender, a pesar mío, diciéndome en inglés, con irónica entonación:

—No te niegues a mirar. Lo que sucede ahí no es farsa, sino la realidad misma. Persuádete de lo fácil que es padecer resignadamente y hasta con gozo. El papel de tu Profeta lo está desempeñando a lo vivo y sin protestar un «babista» condenado a muerte... Ya le verás crucificar después.

El grito que exhalé debió ser terrible; como que se detuvieron los verdugos, y Nasaredino me fulminó una ojeada severa, tétrica, imponente. Otra mujer se hubiera acobardado; pero una inglesa, en caso tal, saca de su orgullo de raza y de su cristianismo fuerza bastante para no arredrarse, aun cuando se le viniese encima el mundo.

No sé lo que dije al sha: primero creo que le anuncié una cruzada de las naciones civilizadas contra sus reinos y su poder, y le vaticiné venganzas humanas y cóleras del Cielo; mas como el tirano permaneciese impasible y aun firme y aferrado a su crueldad, una inspiración me sugirió que la causa de Jesús ha de sostenerse por medio de la piedad y de las lágrimas, y arrojándome de súbito a los pies de Nasaredino, cogiendo sus manos llenas de anillos magníficos, las besé, las mojé con llanto, las sujeté, las apreté, hasta que una voz, a mi parecer descendida del cielo, murmuró casi en mis oídos:

—Levántate, extranjera. Serás complacida. Te regalo la vida de ese perro.

No sé lo que respondí. Debieron de ser extremos de júbilo tales, que el grave y pálido rostro del sha se iluminó con una fugitiva sonrisa, y su mano derecha, salpicada de mi lloro, que resplandecía sobre las sortijas de piedras, se extendió en imperativo ademán, comprendido instantáneamente por los que torturaban al desdichado ya cubierto de sangre. No era sólo la vida, era la libertad lo que le otorgaba aquel gesto mudo, y en el exceso de mi alegría echéme a llorar otra vez...

Al llegar aquí guardó silencio la inglesa, y yo sólo acerté a preguntar:

—¿Y qué fue del hombre a quien usted salvó?

—Ese hombre —balbució miss Ada—, dos años después..., asesinó a Nasaredino... ¡Sí, el mismo perdonado!... Ya ve usted cómo no hay en el mundo sino una verdad, que es la verdad de Jesús... Para un cristiano, sería sagrado el hombre que supo perdonar siquiera una vez. Y yo, desde entonces, particularmente estos días de Semana Santa, rezo siempre por el que me regaló una vida; imploro a Dios como imploré al rey absoluto, que al fin me escuchó y se ablandó... Tal vez sea una ilusión rezar por Nasaredino, pero ilusión que me consuela.

—Y por el matador, ¿no reza usted? —interrogué cuando nos detuvimos ante el bello pórtico de la catedral.

—¡También debo hacerlo! —exclamó miss Ada, después de vacilar un instante.


«La Ilustración Artística», núm. 900, 1899.

La Oreja de Juan Soldado

(Cuento futuro).


Cuando llamamos a ganar jornal a Juan, el de la tía Manuela, yo ni sabía de qué color tenía los ojos, pues sólo le había visto de lejos, los domingos, a la salida de misa. Al inspeccionar el trabajo de zanjeo que le confiamos, no tardé en observar que el jornalero arrastraba un poco la pierna derecha, y a la luz del sol, que abrillantaba el sudor en su atezado cutis de labriego, noté también una cicatriz que hendía la mejilla, y la caída habitual de la boina hacia aquel lado de la cabeza, que parecía más chico que el otro. Fijándome en esta particularidad, pronto descubrí que a Juan le faltaba la oreja casi entera: sólo quedaba un colgajo del lóbulo, bajo una ruda maraña de pelo.

Al hombre que se pasa todo el día hincando el azadón en el terruño, no hay cosa que le guste como eso de que le dirijan una pregunta. Es un socorrido pretexto para interrumpir la labor y descansar apoyándose en el mango de la herramienta. Es, además, una distracción. Juan me contestó solícito; sí, había estado en la guerra de Cuba la friolera de tres años… Y mientras encendía el cigarro, con la lentitud de movimientos característica del labrador, empezó a referir sobriamente sus campañas. Era preciso insistir para que entrase en detalles; no despuntaba por la elocuencia, y sus respuestas lacónicas no tenían animación ni colorido. Diríase que hablaba de aventuras y lances acaecidos a otros.

No obstante, tirando del hilo de los recuerdos, logré sacar la madeja de aquellos tres años terribles. El cuadro completo de la fatal guerra surgió iluminado por mi fantasía. En lugar de ver los arbustos cargados de fruta, las enredaderas cuajadas de flor, el perro tendido a mis pies, el celaje brumoso y, allá en el horizonte, el pedazo de mar detrás de la cortina de verdiazules pinares, yo veía pantanos y ciénagas, lodazales y charcos, en que acampaba una columna; los hombres tiritaban de fiebre palúdica, recibiendo en la mollera el calor de un cielo de plomo y de un sol que no velaba ninguna nube; y de entre la intrincada espesura, a corta distancia, salía un disparo, luego otro; un «número» caía, crispando los dedos sobre el pecho; pero la columna proseguía su marcha, dejando al muerto tendido sobre el sangriento lodo, con las vidriadas pupilas abiertas.

Después veía erguirse el fortín solitario en la inmensa llanura, aislado centinela, que sólo de Dios puede esperar socorro en caso de ataque; y entre el rumoroso silencio de la estrellada noche tropical, se me aparecía el fortín envuelto en llamas, sus defensores degollados allí mismo, a la claridad del incendio… Juan no sabía merced a qué milagro, cegado por la sangre fluyente del machetazo en la faz, había conseguido escapar vivo, emboscarse en la selva, caminar descalzo, hambriento, por espacio de cinco días y encontrar a la tropa que para salvar el fortín llegaba tarde…

Y cambiaba la decoración, y la escena pasaba en la costa; agazapados entre los escollos, protegidos por grupos de ceibas y manglares, Juan y sus compañeros hacían fuego sobre las lanchas del constelado banderín, que contestaban con dobles descargas acercándose a la orilla y atracando, a pesar de la fusilería, con la serenidad de la resolución. ¡Oh! Aquel enemigo nuevo, bien armado, bien equipado, sano, fuerte, no se volvía atrás ni se dispersaba como la traidora mambisería; pero tampoco pensaban retroceder los que rechazaban el desembarco; Juan no era capaz de decir las veces que había cargado y disparado su mauser; cierto que tampoco podía referir cuándo se le escapó de las manos, al sentir en la pierna derecha un golpe sordo y en la cabeza un desvanecimiento, del cual sólo le hizo volver el dolor atroz de la extracción y la cura… Mes y medio de hospital y una convalecencia que era como largo delirio de pesadilla… ¡Y gracias que no le amputaron!

—¿Y la oreja? —exclamé—. No me has dicho qué fue lo de la oreja. Otro machetazo como el de la cara, de fijo.

Juan enmudeció algún tiempo, como si reflexionase. El labrador gallego es cauto, y da tres vueltas a la lengua antes de soltar lo que por cualquier motivo juzga comprometido o peligroso. Al fin, calmoso, a medias palabras, se decidió a referir la historia de la oreja menos.

—No fue machetazo, no, señora… Fue… una de esas cosas que pasan en el mundo… ¡Porque nunca conocemos dónde la mala suerte nos aguarda! Verá… Ya sabe cómo después de «acabarse» la guerra y quedar los «anqués» dueños de todo aquello, embarcaron para España a la tropa. El barco venía que no se cabía en él, y los enfermos éramos tantos, que ni asistirnos podían. Yo venía entre los más malitos, como que me trasladaron del hospital para el buque. ¡Y agradecer que no tuvieron que tirarme al mar! Cincuenta y siete echaron en la travesía, pero yo quedé.

Al llegar al puerto iba dando «cuasimente» las boqueadas. Me sacaron en camilla y me avispé una miaja con el fresquito de la tierra. Al acordar, empece a pedir agua por amor de Dios. En esto dicen que se llegó a mí una mujer (yo no veía; ¡si estaba espichando!) con un jarro lleno. Me lo contaron después los que la vieron; venía corriendo y gritando: «Hijo, hijo mío, “pobriño”; aquí te traigo de beber… toma, toma…». «Lo malo era que la autoridad no quería, vamos, que nos diesen nada, ni un “chisco” de agua, ni vino, ni caldo, ni leche; y había puesta fuerza, muchísima fuerza, “de arredor”, para que no se acercasen las mujeres a nosotros. Aún no bien vieron a aquélla, que se quería meter con el jarro entre los caballos y el “arremolino” de la gente…, escomenzaron a decir: “A ver si os calláis… A ver si no pedís nada, ¡recaramba!, que aquí ni hay orden ni uno se entiende”».

Yo, ¡ya se ve!, no oí lo que mandaban, porque no daba cuenta de mí; estaba en los últimos… Seguí pidiendo agua, por caridad… Y la mujer aquélla, y otras muchísimas que andaban por allí con socorros, en vez de largarse, se arrimaban más, y torna con darnos la bebida. Se armó un alboroto que metía miedo, y la Policía a sacudir sablazos de plano y luego de corte… Yo sentí como si me «rabuñasen» con un alfiler nada más. Luego, en el hospital, al volver en mi sentido, me ardía la cara, y me dijo asimismo el médico: «Muchacho, si no te “mancaron” en Cuba, ya te “mancaron” aquí… Te han llevado de un sablazo una oreja…»

Silencio. Se había consumido el cigarrillo, y Juan, escupiendo en las manos callosas y anchas, volvió a agarrar el azadón. En su cara impasible no se revelaba ni enojo ni pena. A mí sí que me temblaba algo la voz al preguntarle:

—¿Volverás a la guerra, Juan? Ahora dicen que vamos a tenerla con los ingleses…

—Ya somos viejos para comer el rancho —contestó, apaciblemente, sacudiendo una paletada de tierra—. Allí mi hermano, que es más mozo…

La Palinodia

El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.

Con gran asombro de Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la funesta influencia de Helena, no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó a aquel pueblo instintivamente delicado y culto; acaso la piedad que infunde toda mujer habló en favor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz, lengüilargo y desvergonzado; Helena, algunas simpatías y mucha lástima. En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas, como suele decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía y abrazado a su fea y adusta musa vengadora.

El sueño había cerrado sus párpados una noche, cuando a deshora creyó sentir que una diestra fría y pesada como el mármol se posaba en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la claridad de la estrella que refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos que al divino Pólux, medio hermano de Helena. Un estremecimiento de terror serpeó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía a pedirle estrecha cuenta del insulto.

—¿Qué me quieres? —exclamó alarmadísimo.

—Castigarte —declaró Pólux—; pero antes hablemos. Dime por qué has lanzado contra Helena esa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada te serviría mentir.

—¡Es cierto! —respondió Estesícoro—. ¡En vano trataría un mortal de esconder a los inmortales lo que lleva en su corazón! Como tú puedes leer en él, sabes de sobra que la indignación por los males que ocasionó tu hermana y el dolor de ver a la patria afligida, me dictaron ese canto.

—Porque leo en lo oculto sé que pretendes engañarme —murmuró con desprecio Pólux—. Y sin poseer mi perspicacia divina, los griegos, han sabido también conocer tus móviles y tus intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satírico que tenga por musa el bien general: siempre esta hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas. Tú viste la belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otro cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.

—Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud —declaró enfáticamente Estesícoro.

—Mi hermana no recibió de los dioses el encargo de representar la virtud, sino la hermosura —replicó Pólux, enojado—. Si hubiese un mortal en quien se encarnasen a un mismo tiempo la virtud, la hermosura y la sabiduría, ése sería igual a los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque entre los demás que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en quienes sólo se cifra la belleza, y otros, como la blanca Diana, en quienes se diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir a los malos, debiste hacer blanco de tu sátira a algunas de las infinitas mujeres que en Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de Diana, carecen de las gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece veneración; la hermosura ha tenido y tendrá siempre altares entre nosotros; por la hermosura, Grecia será celebrada en los venideros siglos. Ya que has perdido el respeto a la hermosura, pierde el uso de los sentidos, que no sirven para recrearte en ella por la contemplación estética.

Y vibrando un rayo del astro resplandeciente que coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había extinguido el ¡ay!, que arrancó al poeta el agudo dolor, y apenas había desaparecido Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro, Cástor, medio hermano también de Helena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando palabras de reprobación contra el ofensor de su hermana, con una chispa desprendida de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo del satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día, mas no para el malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche. Levantándose como pudo, buscó a tientas un báculo, y pidiendo por compasión a los que cruzaban la calle que le guiasen, fue a llamar a la puerta de su amigo el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente de lágrimas, se arrojó en sus brazos, clamando, entre gemidos desgarradores:

—¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de su dulce vista!

—¿A quién dices que no verás más? —interrogó sorprendido el filósofo.

—¡A Helena, a Helena, la más hermosa de las mujeres! —gritó el satírico llorando a moco y baba.

—¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú en tus versos? —pronunció Artemidoro, más atónito cada vez—. ¿No la has estigmatizado y flagelado en una sátira quemante?

—¡Ay! ¡Por lo mismo! —sollozó Estesícoro, dejándose caer al suelo y revolcándose en él—. Ahora comprendo que mi sátira era un himno a su hermosura… un himno vuelto del revés, pero al fin un himno. Los celestes gemelos me han castigado privándome de la vista, y las tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré a la encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.

—No te aflijas y espera —dijo Artemidoro—; tal vez consiga yo salvarte.

Cuando la incomparable Helena supo de Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo lamentaba estar ciego por no poder admirar sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad femenil, y murmuró con deliciosa coquetería:

—Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso en Grecia y yo, menos que nadie. No merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy a sanarle los ojos.

Y tomando en sus manos ebúrneas una copa llena de agua de la fuente Castalia, bañó con su linfa las pupilas hueras del satírico, que al punto recobró la luz. Como el primer objeto que vio fue Helena, se arrodilló transportado prorrumpiendo en una oda sublime de gratitud y arrepentimiento, que se llamó Palinodia.

La Paloma

A nuestro padre el zar.

Cuando nació el príncipe Durvati primogénito del gran Ramasinda, famoso entre los monarcas indianos, vencedor de los divos, de los monstruos y de los genios; cuando nació, digo, este príncipe, se pensó en educarle convenientemente para que no desdijese de su prosapia, toda de héroes y conquistadores. En vez de confiar al tierno infante a mujeres cariñosas, confiáronle a ciertas amazonas hircanas, no menos aguerridas que las de Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas hembras varoniles se encargaron de destetar y zagalear a Durvati, endureciendo su cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales amazonas la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno femenil, sólo encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza. El único agasajo que le permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el costado de una tigresa domesticada, que a veces, como en fiesta, daba al principito un zarpazo; y decían las amazonas que así era bueno pues se familiarizaba Durvati con la sangre y el dolor, inseparable de la gloria.

A los dieciocho años, recio, brillante y animoso, entró el príncipe en acción por primera vez, al lado del rey, que invadía la comarca de Sogdiana y Bactriana, para someterla. Erguíase Durvati sobre un elefante que llevaba a lomos formidable torre guarnecida de flecheros; cubría el cuerpo de la bestia un caparazón de cuero doble y en sus defensas relucían agudas lanzas de oro. Escogida hueste de negros armados de clavas cercaba al príncipe, y cuando se trataba de lid, Durvati se estremecía, sintiendo que los pies enormes del belicoso elefante, que barritaba de furor, se hundían en cuerpos humanos, reventaban costillas, despachurraban vientres y hollaban cráneos, haciendo informe masa sanguinolenta y palpitante. Al acabarse una batalla más reñida, Durvati osó preguntar a su padre, el gran rey, si aquella gente aplastada sufría mucho y si placía a Brahma que la gente sufriese. Y Ramasinda, colérico de la pregunta, que le pareció rasgo de flaqueza en el novel guerrero, sólo contestó con palabras de un cántico sagrado: «Mira delante de ti la suerte de los que fueron; mira delante de ti la suerte de los que serán. El mortal madura como el grano y como el grano renace.» Acababa de pronunciar estas palabras Ramasinda, cuando cortó el aire una flecha y vino a fijarse, temblando, en la espalda del rey. Durvati, precipitándose hacia su padre, solo alcanzó a recibirle en brazos moribundo. La tropa, después de hacer pedazos al matador del rey, proclamó a Durvati, gritando que era preciso llevar a sangre y fuego aquel país, y que el nuevo rey sabría cumplir tan alta empresa.

Aquella noche, el huérfano se durmió con sueño de plomo y soñó cosas raras. Representósele otra vez el triste fin de su padre; sintió la humedad de la sangre que manaba la herida y la humedad del llanto que él mismo, Durvati, no se había atrevido a derramar en presencia del Ejército, pero que ahora fluía copioso, empapando sus ropas. Y cuando desahogaba así el dolor, parecióle que sobre su pecho notaba un calor grato y suave, como un peso delicioso, y rozaba su cara algo fino cual seda. Era, a su parecer, una blanquísima paloma, de rosado pico, de cuello de bizantinos esmaltes verdiazules, de benignos y amorosos ojos negros, que arrullando mansamente murmuraba a su oído una frase misteriosa. El arrullo calmó las angustias del príncipe, y le sepultó en un anonadamiento absoluto, reparador. Al despertar, gritó de sorpresa. Echada a su lado, recostada la frente en su pecho, había una mujer muy joven, celestialmente bella, de blanco seno, de rosada boca, de cabellera sombría y suelta como plumaje de aves, de negras pupilas; y al preguntar atónito, Durvati quién era la admirable criatura, fuele respondido que una cautiva, una esclava, por hermosa señalada para botín real, y que a no haber sido muerto el rey Ramasinda, estaría ahora en su tienda y no en la de Durvati.

Mozo era, y nunca había ardido en su corazón el incendio que transforma y perpetúa los seres. En aquel punto y hora lo sintió con tal fuerza, que se borró de su mente cuanto no fuese la cautiva. Olvidando planes de conquista y dominación, fijó sus reales en la ciudad más próxima, y embelesado en coloquios deleitosos se pasaba la existencia. No por eso se crea que Durvati se entregó a la molicie y al desenfreno. Al contrario; poseído casi siempre de exquisita delicadeza, con casto arrobamiento, amaba a la cautiva a la manera que enseñan los kandas, o himnos védicos (con el atmán, o que quiere «aliento» o «espíritu»); repitiendo aquellas palabras consagradas: «En verdad, lo que amamos en la mujer no es la mujer, sino el espíritu; y quien busque en la mujer más que el espíritu, será abandonado por Brahma.» Recordando que la primera noche en que tuvo cerca a su amiga soñó Durvati que una paloma se le arrimaba arrullando, Paloma la llamó, y Paloma la nombraron todos.

Lo que más encantaba a Durvati en Paloma, y lo que justificaba tal apodo era la ternura, la mansedumbre, la piedad, la blanda condición, tan diferente de la de aquellas feroces guerreras sin atributos femeniles, entre cuyas manos se había criado el joven rey; y según éste intimaba con Paloma, y la frecuentaba, y se apegaba a ella, y pasaban juntos las largas siestas del estío a orillas de los lagos cristalinos y bajo los copudos árboles, le repugnaba más y más la idea de la crueldad y de la matanza, se le hacía más cuesta arriba lanzar al combate otra vez sus huestes. Ya dueña de su confianza, y usando de la libertad que da el afecto, Paloma le pintaba con sus colores horribles el estrago de la guerra y le aseguraba que todos tienen derecho a vivir y deber de amarse, para disminuir los males que cercan en la tierra al mortal.

Por desgracia, no poseía cada soldado de Durvati su Paloma; furiosos con la inacción, vejaban y oprimían a los naturales, y el país se alzaba indignado, clamando independencia o muerte. Los jefes, compañeros del victorioso Ramasinda, aficionados al combate, maldecían y renegaban de la hechicera que tenía embaucado al rey, y suspiraban por el momento de armar a sus elefantes de combate y arrojarse al botín y a la gloria. La sorda conjuración contra la favorita tomó cuerpo al difundirse una noticia grave: contra todos los ritos costumbres y leyes, contra el decoro de su nombre y las tradiciones heroicas de su raza, Durvati iba a elevar al trono a aquella mujer, y regresar después a los bordes del Ganges, abandonando la tierra ganada por el empuje de sus armas, devolviendo la libertad a sus moradores, sin apropiarse ni una pulgada de territorio ni una oveja de ajeno rebaño. Cundió la nueva entre las tropas, y oyéronse maldiciones e imprecaciones contra el afeminado rey que los deshonraba y envilecía. Era preciso que su razón estuviese perturbada, y que aquella bruja, secuaz de los magos, hubiese dado algún bebedizo o hierba mala al joven héroe, para que olvidase la dignidad real y los deberes de su cargo altísimo, que principalmente en la guerra se resumen. Persuadidos ya de haber adivinado la causa de la decadencia y trastorno de Durvati, concertáronse las amazonas y los jefes, y una noche, sigilosamente, sorprendieron y robaron a Paloma de la misma cámara real.

No ha logrado la Historia esclarecer su paradero; las desgarradoras quejas de Durvati, sus ruegos, sus amenazas, no consiguieron que los raptores se la restituyesen; únicamente, ante la insistencia del joven rey, quizá deseosos de hacerle irónica burla, idearon colocar en su lecho, mientras dormía, una paloma mansa, que llevaba por collar el anillo de la cautiva: paloma de níveo plumaje, de tornasolado cuello verdi—azul, de rosado pico, de ojos negros, amantes y candorosos...

No se sabe si Duvarti entendió la sátira, o si, en efecto, supuso que aquella ave arrulladora y dulce era el atmán o espíritu de su amada. Lo cierto es que, fingiendo atribuir el caso a un prodigio, convocó a sus huestes y les hizo saber que aquella metempsicosis de la amiga vuelta paloma significaba que Brahma quería la paz perpetua, la paz luciendo como blanca aurora sobre el mundo; y que esta resolución estaba decidido a mantenerla, cortando la cabeza sin demora a quien se opusiese o suscitase dificultades de cualquier género.

Y en efecto, en todo el reinado de Durvati no se derramó gota de sangre humana.

La Paloma Azul

Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.

Con granos de trigo y pan desmigajado atrajeron a la paloma hasta meterla en casa, donde cerrada de pronto una ventana, quedó a merced de los cazadores. Palpitante la prendieron y examinaron atentamente sus plumas, pétalos de flor extraña, entablándose discusión de si aquello era o no natural.

Está teñida, decían los más; pero entre los criados, espíritus sencillos, hubo alguno que hasta afirmó haber visto palomas así, aunque muy raras, y siempre proféticas, anunciadoras de grandes acontecimientos. Mis simpatías estaban absolutamente con los criados (caso muy frecuente en la niñez).

¡Teñida la paloma! ¡Vaya una ocurrencia! ¿Pueden las palomas teñirse? ¿Cómo se tiñen? ¿No eran más natural creer que uno de los huevecillos preciosos que yo veía en los nidos llevaban en sí, por misteriosa obra de fuerzas desconocidas, el matiz celeste del plumaje, tan igual, tan puro; aquel azul delicado, celeste, luminoso al sol?

Veinticuatro horas llevaba la paloma en la jaula sin que hubiese podido subirme en una silla para darle libertad —¡estaba tan alto el clavo y yo era tan chica!—, cuando recibimos recado de unos vecinos que poseían palomar, y reclamaban la devolución de una paloma blanca, teñida con añil, la víspera, por los chiquillos… Sentí el dolor, la glacial punzada del desengaño. Me puse triste; mi espíritu se encogió: «¡Teñida, falsa, artificial la paloma soñada»!

Y por una de las lecturas que sobrepujaban a mi entendimiento de diez años, y en las cuales me enfrascaba entonces, supe aquella misma tarde que tampoco, ¡lástima grande!, es azul el cielo. Y me dolieron y me sangraron las alas de la fantasía que, ¡ésas sí!, eran buen azules…

La Paloma Negra

Sobre el cielo, de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de arena se extiende como playazo amarillento, sin fin.

Los solitarios, que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal, los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza espumarajos por sus fauces de dragón.

Pendientes de la palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se ríe es una hermosa mujer.

De mediana estatura y delicadas proporciones, su cuerpo moreno, ceñido por estrecha túnica de gasa, color de azafrán, que cubre una red de perlas, se cimbrea ágil y nervioso, como avezado a la pantomima. Ligero zueco dorado calza su pie diminuto, y su inmensa y pesada cabellera negra, de cambiantes azulinos, entremezclada con gruesas perlas orientales, se desenrosca por los hombros y culebrea hasta el tobillo, donde sus últimas hebras se desflecan esparciendo penetrantes aromas de nardo, cinamomo y almizcle. Los ojos de la mujer son grandes, rasgados, pero los entorna en lánguido e iniciativo mohín; su boca, pálida y entreabierta, deja ver, al modular la risa, no solo los dientes de nácar, sino la sombra rosada del paladar. Agitan sus manos crótalos de marfil, y saltando y riendo, columpiando el talle y las caderas al uso de las danzarinas gaditanas, viene a colocarse frente al círculo de los anacoretas.

Algunos se cubren los ojos con las manos o se postran pegando al polvo la cara. Muchos permanecen en pie, hoscos, ceñudos, con las pupilas vibrando indignación. Uno, muy joven, tiembla, palidece y se coge a la túnica de piel de cabra del monje santo. Otro se desciñe las disciplinas de cuero que lleva arrolladas a la cintura con el ánimo de flagelar a la pecadora, y destrozar sus carnes malditas. El santo les manda detenerse por medio de una señal enérgica y, acercándose a la danzarina, exclama sin ira ni enojo:

—Hermana mía, ya sé quien eres. No te sorprendas: te conozco, aunque nunca te he visto. Sé también a qué vienes, y por qué nos buscas en esta soledad. Lo sé mejor que tú: tú crees que has venido a una cosa, y yo en verdad te digo que vienes, sin comprenderlo, a otra muy distinta. Hermanos, no temáis a la hermana: admirad sin recelo su hermosura, que al fin es obra de nuestro Padre. Miradla como yo la miro, con ojos puros, fraternales, limpios de todo infame apetito. ¿Sabéis el nombre de esta mujer?

—Yo, sí —contesta sordamente el jovencito, sin alzar la vista, sin soltar la túnica del monje—. Es la célebre cómica y bailarina a quien en Antioquía dan el sobrenombre de Margarita. Todos la adoran; Padre mío, todos se postran a sus pies; su casa parece templo de un ídolo, donde rebosan el oro y la pedrería. El diablo reside en ella y las abominaciones la ahogan y la arrastran al infierno. Retirémonos a nuestras chozas. Esta mujer infesta el aire.

El monje guarda silencio. Por último, y dirigiéndose a la comedianta, que ya no agita los crótalos ni ríe, murmura con bondad, casi familiarmente:

—Mujer, te llaman Margarita por tu beldad y porque tus amadores te han cubierto de perlas. Posees tantas como lágrimas hiciste derramar. Tus cofrecillos de sándalo y plata están atestados de riquezas. Por cada perla de esas que ganaste con el vicio, yo te anuncio que has de verter un río de lágrimas. No me mires con terror. Yo te amo más que esos que te ciñeron las sartas magníficas y te colgaron de las orejas soles de diamantes. Sí, te amo, Margarita; te esperaba ya. Ayer noche, cuando rodeada de diez a doce libertinos beodos apostaste que vendrías aquí a tentarnos, yo velaba y hacía oración en mi choza. De pronto, vi entrar por la ventanilla, revoloteando, una paloma, que más parecía un cuervo..., porque no era blanca, sino negrísima. La paloma se me posó en el hombro, arrullando y su pico de rosa me hirió aquí. Mira —el monje, apartando la túnica, muestra en el velludo pecho una señal, una doble herida roja, un profundo picotazo—. Cogí la paloma, y en vez de hacerle daño la sumergí en el ánfora donde conservamos el agua bendita para exorcizar. La paloma empezó a soltar su costra de negro fango y, blanqueando poco a poco, vino a quedar como la más pura nieve. Limpia ya, se me ocultó en el pecho..., durmió allí al calor de mi corazón amante, y por la mañana no la vi más. Tú eres ahora la paloma negra. Tú serás bien pronto la paloma blanca. Vuélvete a Antioquía; en la primera hondonada te aguardan tu silla de manos y sus portadores, y tu escolta y tus amigos y tus aduladores viles... Pero volverás, paloma mía negra; volverás a lavarte... ¡Hasta luego!

La danzarina mira al santo, incrédula, propensa todavía a mofarse, pero sintiendo la risa helada en la garganta y a la vez contemplando con horror y curiosidad la barba enmarañada y larga hasta la cintura, las demacradas mejillas, los brazos secos y descarnados y los ojos de brasa del asceta.

—¡Hasta luego, hermana! —repite él gravemente.

Y con el dedo señala a la ladera del montecillo.

***

Pasan cuatro años. El santo monje, acompañado del joven solitario que con tanto miedo se agarraba a su túnica, va a orar a los lugares donde murió Cristo, y al pasar por el monte Olivete, poblado también, como el yermo, de gentes consagradas a la penitencia, se detiene ante una choza tan reducida, que no se creería vivienda de un ser humano. Al punto se abre una reja y asoma un rostro espantoso, el de una mujer momia, con la piel pegada a los huesos, los labios consumidos y los enormes ojos negros devastados por el torrente de lágrimas que sin cesar mana de ellos y cae empapando el andrajoso ropaje y el pelo revuelto, desgreñado y cubierto de polvo.

—¿De qué color estoy, padre mío? —pregunta con ansiedad infinita, en voz cavernosa, la penitente—. ¿Negra aún?

—Más blanca que la azucena; más que la túnica de los ángeles —responde el monje, e inclinándose con ternura imprime en la frente de la arrepentida el cristiano beso de paz; vuélvese después hacia el discípulo, que torvo aún por el rencor de las viejas tentaciones tiene fruncido el ceño, y murmura—. ¿No recuerda lo que dijo el Señor? Las mujeres a quienes los fariseos llaman perdidas nos precederán en el reino de los cielos.

Para que no dudéis de la verdad de las palabras del monje, añadiré que ésta es, sin variación esencial, la leyenda de la bienaventurada santa Pelagia, a quien hoy veneramos en los altares, y a quien apodaban La Perla cuando aplaudía sus pecaminosas danzas la capital de la tetrópolis de Siria.


«El Imparcial», 24 de abril de 1893.

La Pasarela

En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.

Ahora se repetían por millonésima vez los chistes, las pullas, los comentarios. Mauro Pareja, solterón empedernido, partidario de las diminutas, que él llamaba «cominillos picantes», fue el primero que señaló, entre las oscuridades de la brumosa lejanía, la luz del vapor, como una pupila de cíclope que creciese y se trocase en faro. Fondeó presto, arrimando al muelle lo bastante para desembarcar sin necesidad de otra embarcación.

Hacíase el desembarco por medio de estrecha tabla, que, apoyándose en el puente de vapor, descansaba en el borde del muelle. Salieron primero los hombres de la compañía, envueltos en viejos abrigos, en bufandas lanudas, desteñidas, cubiertas las cabezas con gorrillas pobres y sombreros abollados; luego empezó el desfile de las mujeres, dificultoso, por la «pasarela» angosta, resbaladiza. Caminaban despacio, con precauciones, porque un paso en falso sería la caída, al agua sombría, honda, que palpitaba encerrada en el estrecho espacio comprendido entre el costado del vapor y el muelle. Los gritos que les daban desde tierra, encargando cuidado, las aturdían más, y la luz deslumbraba, dando directamente en sus ojos.

—¡Eh, sentad bien el pie! ¡Despacio!

Ya en el grupo de los calaveras, la curiosidad cedía el paso a cierta compasión: un comienzo de sentimiento humano, piadoso, despertábase en las almas. Aquellas mujeres, que, engaritadas en sus abrigos maltratados por el uso y los viajes, temblaban sobre el peligroso paso, a pesar de su ágil ligereza de danzarinas de oficio, no eran las atrayentes heteras que se prometían, sino unos seres que, para comer pan, sufren y luchan.

—¡Vida perra! —murmuró Primo Cova, ya sin humor de chirigotear.

—Y diga usted que salgan de ahí sanas y salva... —advirtió Landín, otro calaverilla profesional, asaz inofensivo.

—Bueno, todo sería un baño...

—No —intervino Pareja—; sería «más»... Si se cae alguien a esa rinconada, queda debajo del barco, y no hay modo de intentar el salvamento, porque falta materialmente sitio para revolverse.

Casi en el mismo instante de decirlo corrió un rumor.

—La Ñoquita... Ahora sale la Ñoquita.

Con paso de sílfide, graciosa como un muchacho bajo su caprichosa gorra escocesa, sumida en enorme boa de piel rizada, del cual sólo emergía la nariz picaresca y el toque luminoso de dos bucles rubios flotando en la sien, la actriz corría ya por la «pasarela», sobre los altísimos tacones de sus zapatos americanos, que le hacían pie de niño, tobillos flacos de travieso colegial. El temor de los espectadores convirtióse en interés de otro género. La Ñoquita les caía bien desde el primer instante, les llenaba el ojo... Y aún no habían tenido tiempo de comunicarse la impresión, cuando, ¡plaf! Fue el siniestro ruido sordo, fue la visión fugacísima, imprecisa de la desaparición de la mujer; fue la «pasarela» vacía y el chillido estridente de las compañeras, ya en salvo en el muelle...

Y transcurrían los segundos, y nadie se decidía a nada. Abajo, en el pozo de sombra circunscrito entre el vapor y el paredón del muelle algo se agitaba confusamente; el agua, un momento, entreabriéndose, dejó ver una mancha blanca; más que rostro humano, era mascarilla de pierrot trágico, la mueca de la muerte... Arriba se agitaban, gritaban en vocerío confuso, mareante, empujándose, enloquecidos, dando cada cual su opinión, sin entenderse.

—Una cuerda... ¿No hay una cuerda, para echarla?

—Que haga máquina atrás el vapor... Está encerrada ahí en un calabozo...

—Que baje un hombre, y con una soga desde aquí le sostendremos.

—¡Eh! ¿Está por ahí Travancas? ¿Está Jolipé?

Y ni Jolipé ni Travancas aparecían, y los segundos se agregaban a los segundos en aquel trágico instante, en que cada segundo tenía tan enorme valor, y habría al fin un segundo que fuese el decisivo, el inexorable... Las exclamaciones italianas de los cómicos, su mímica desesperada aumentaba la confusión. Y caminaba, indiferente, el tiempo, y todos comprendían por instinto que, ganándolo, la actriz se salvaría; y se malograba la ocasión, sin que una voluntad se impusiese, sin que el salvamento se iniciase siquiera... La cara blanca asomó un instante, entre otro rebullir de agua salobre; asomó como el vientre de un pez muerto ya; y era evidente, para los que entendían de tales asuntos, que la Ñoquita no podía subir a la superficie, sacar los brazos, defenderse por falta de espacio, encajonada como estaba, y además agobiada, presa en la cárcel de paño de su abrigo...

Y la sacaron, sí: la sacó al cabo Travancas, el mocetón botero del muelle, que acudió a los gritos; no se sabe cómo, descolgándose por la pared viscosa, braceando abajo como un perro de aguas, y confesando al subir, entre blasfemias, que nunca había realizado más pesetera faena... Todo, para traer arriba ¿qué?.. No hubo medio de reanimar a la Ñoquita. Acaso un segundo antes...

El grupo de señoritos se retiró de allí con las orejas gachas. Una boca oscura les había soplado aliento de hielo sobre el corazón. Y Pareja resumía las tétricas impresiones de la noche en esta vulgaridad:

—No somos nada...

La Paz

Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era aclamado por los de los bandos de la izquierda, y Riquito (Federico) Polastres, por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan honorífico puesto. Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable, Pepito Lancín conseguía siempre divertir a los compañeros de colegio, discurriendo cada día alguna saladísima diablura y volviendo loco al catedrático de Historia, don Cleto Mosconazo, a quien había tomado por víctima. Ya le tenía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con la cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento para que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba un alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor Mosconazo tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientas explicaba a tropezones las proezas de Aníbal o las heroicidades de Viriato el pastor. Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín «se cargaba» su castigo correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el encierro a pan y agua, ya la hora de brazos abiertos o de rodillas, y cuando algún disparo de la cerbatana hacía blanco en la nariz del profesor, este recogía el proyectil y lo deslizaba bajo la rótula del delincuente arrodillado. Parece poca cosa estarse de rodillas sobre un garbanzo una horita ¿eh? ¡Pues hagan la prueba y verán lo que es bueno!

Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos con estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las contracciones de dolor, le hacían más popular entre los muchachos. En cuanto a Riquito Polastres, su fama reconocía otro origen; las cualidades morales e intelectuales, la constancia y la agudeza eran privilegio de Lancín; de Polastres, la fuerza física, unos puños como pesas de gimnasia y un pecho como la proa de un navío. El diminutivo de Federiquito parecía un epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas manazas descomunales, y presenciando cómo el muchacho, de una puñada, hacía astillas el pupitre, y de una morrada deshacía una jeta «de hombre»; porque en esto se fundaba la gloria, la prez de Riquito; a los doce años había calentado los morros al asistente del papá de su novia, que quería espantarle del portal como se espanta a un perro faldero. Sí, ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el zanguango del asistente un ojo hecho una lástima y un carrillo inflamado, de resultas de la trompada fenomenal que le atizó Riquito...

Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de bando provocó la declaración de la guerra, porque cada día se chungueaban los izquierdos a cuenta de los derechos, tratando a Riquito de «mulo» y de «zoquete», y los derechos acusaban a los izquierdos de «gallinas» y de «señoritas almidonadas», lo cual es altamente ofensivo y no puede quedar impune. Nada, nada, a armar una guerra; el campo de batalla sería el descampado fronterizo al hospital y a espaldas del Cuartel Nuevo; allí se vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan enaguas o pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras, sino una batalla en regla, igual que las que traen los periódicos; se emplearán armas blancas y de fuego; cada cual recogerá de su casa lo que encuentre, y los dos bandos se encontrarán a las seis de la mañana, una hora antes de entrar en clase —porque después pasa gente y andan cerca «los del orden»—, en el sitio señalado, al mando de sus jefes respectivos.

Ni un combatiente faltó de las filas.

El entusiasmo, el ardor bélico, se reflejaban en todos los semblantes. De armamento, a decir verdad andábamos medianamente: éste traía una pistola de salón descargada; aquél un cuchillo de mesa; lo que más abundaba eran las navajas y los cortaplumas, los sables de juguete y algún bastón de estoque sustraído a papá. Sin embargo, Pepito Lancín, entreabriendo su americana, mostró con orgullosa sonrisa un cinturón de cuero y, atravesado en él, un magnífico revólver de níquel; Riquito se retorció de envidia. ¡Un revólver como Dios manda, un revólver de verdad! Para aplastar completamente a su adversario, Lancín dijo con fatuidad suma:

—Cargadito con seis tiros... Y en el bolsillo cápsulas.

Sonrió Riquito con desprecio. No necesitaba armas: le bastaban sus puños. Así lo declaró en alta voz: las armas, para los cobardes, para las gallinas de la izquierda del colegio. Los dos bandos se hicieron muecas y cruzaron los insultos de costumbre; después, a la voz severa de los jefes, se replegaron para situarse en línea de batalla. De pronto, el denodado Lancín se adelantó al centro del espacio libre y encarándose otra vez con Riquito, exclamó perentoriamente:

—Ahora veréis lo que es el valor de los españoles. ¡Muchachos! ¡Viva España! ¡A la balloneta!

El caso es que Riquito era tan cerrado de meollo, que al pronto no entendió la significación de aquel grito, y lo repitió inconscientemente, haciendo coro a su enemigo. ¿Que viviese España? ¡Claro! Eso ¿qué tenía de particular? Los murmullos de su tropa le sorprendieron. ¿Por qué protestaban y enseñaban los puños, no a los «izquierdos», sino a él, a su excelencia el general Polastres? ¿Por qué repetían: «No nos da la gana, barajas. ¡Eso no, contra!»? Para comprender lo que sucedía fue preciso que uno de los más despabilados «derechos» metiéndole los dedos por los ojos a su jefe, le gritase:

—¡Barajas, tonto, que no queremos ser nosotros los mambises y que ellos sean los españoles!

Tenía razón. ¿Cómo no se le había ocurrido inmediatamente? ¡Aquel tunarra de Lancín los quería fastidiar! ¡Ah, granuja! Rebosando indignación, echando chispas, Polastres corrió hasta el general enemigo, sin temor a que le envolviesen y le hiciesen prisionero viéndole solo. Sentíase capaz de hundir las paredes con la frente; iba ciego, frenético, por lo sangriento de la burla. Por instinto de caballerosidad, los adversarios le aguardaron a que se explicase.

—Oye tú, Lancín, ¿quiénes éramos nosotros?

—¡Anda éste! Erais los mambises —respondió Pepito, apretando la culata de su revólver, por el fino gusto de acariaciarla.

—¿Y vosotros?

—Eramos españoles, ya se sabe. ¿Qué habíamos de ser?

—¡Claro, como que íbamos a entrar así! No vale. ¡No se nos antoja, barajas! ¿piensas que te moneas conmigo?

—Y entonces, ¿cómo va a ser, bruto, animal? Si no éramos contrarios, cata que no había guerra.

—¡Pues que la haya o que no la haya! Eres muy listo tú. Déjanos a nosotros ser españoles y ser vosotros los enemigos.

—No puedo —objetó con suprema dignidad Lancín.

—¿No? ¡Verás si puedes, rayo! Del lapo que te voy a soltar..., te dejo negro, y estarás muy propio.

—¡Pero, adoquín, si tengo la bandera ya! —contestó riendo triunfalmente el general Pepito, que sacó del bolsillo un trapo de percalina amarillo y rojo, resto probablemente de algún adorno de mástil en las últimas fiestas que había celebrado la ciudad, y lo tremoló orgulloso en el aire, repitiendo el patriótico grito lanzado momentos antes y contestado antes y ahora po los dos ejércitos. Al escucharlo por segunda vez, al ver ondear la bandera la hueste de Riquito se precipitó y rodeó a Lancín, aclamando lo mismo que él aclamaba con voces atipladas y roncas, pero con una cordialidad y alegría que revelaba disposiciones pacíficas; y el jefe, confuso, no encontrando solución al problema —más fácil le parecía arremeter contra todos: contra el enemigo y contra los que se le pasaban traidoramente—, exclamó avergonzado, llorando como un becerro:

—Me has partido... Esto «no sirve»... No puede haber batalla... Si todos éramos españoles, no nos podíamos pegar. También te aseguro que cuando yo te pille, y no esté delante nadie, y no tengas bandera...

—¡Vaya una gracia que harás! Tienes una fuerza que parece de buey —contestó altivamente Lancín, disparando su revólver al aire, mientras lo dos ejércitos fraternizaban y Riquito se arrepentía ya de su amenaza poco generosa.

Las mamás de los guerreros nunca supieron de la que habían escapado.


«El Liberal», 3 enero 1897.

La Penitencia de Dora

Aunque Alejandría fuese entonces una ciudad de corrupción y molicie, pagana aún, y pagana con terca furia, contenía matrimonios cristianos unidos por el amor más acendrado y tierno. Dora era del número de esposas fieles que, cerrando su cancilla al anochecer, pasaba la velada con su marido hasta que un mozo perverso, menino del emperador, todo perfumado de esencias, de rizada barba, después de rondarla mucho tiempo y enviarle mensajes y presentes por medio de cierta vieja hechicera zurcidora de voluntades, logró sorprenderla en una de esas horas en que la virtud desfallece, y ayudado de mal espíritu, triunfó de la constancia de Dora.

Vino el arrepentimiento pisando los talones al delito, y Dora, avergonzada, resolvió dejar su casa, su hogar, su compañero, y condenarse a soledad perpetua y a perpetuo llanto. Cortó sus largos y finos cabellos; rapó sus delicadas cejas; vistióse de hombre y fue a llamar a las puertas de un monasterio que distaba como seis leguas de Alejandría, suplicando al abad que la admitiese en el noviciado. Por probar su vocación, el abad ordenó al postulante pasar la noche en el atrio del monasterio.

Era el lugar solitario y hórrido: el aire traía a los oídos de Dora el rugir de las fieras, que bajaban a beber al río, y a su nariz la ráfaga de almizcle que despedían los caimanes emboscados entre cañas y juncos. Con los brazos en cruz, se dispuso a morir; pero amaneció: una faja de anaranjada claridad anunció la salida de un sol de fuego, y las puertas del monasterio se abrieron, resonando el esquilón que convocaba a la primera misa.

Dora desplegó en su noviciado un fervor inaudito hasta en aquellos lugares donde el ascetismo y la mortificación tenían aulas y maestros que no han sido igualados nunca. Temerosa de que al destrozar la intemperie sus ropas se averiguase su sexo, no se atrevió Dora a encaramarse sobre su estela; pero —excepto la terrible gimnasia de los numerosos estilitas que eran estatuas vivas de la penitencia, bronceados por el sol implacable—, Dora practicó cuantas mortificaciones puede concebir la fantasía soñando un ideal de martirio.

Mordazas y cadenas de hierro; abrojos y espinas a raíz de la carne; ayunos y abstinencias de agua, hasta que se le pegase a las fauces la seca lengua y su aliento fuese como el del can que ha corrido mucho; caminatas sobre las destrozadas rodillas; disciplinas, lecho de guijarros, manjares desazonados adrede..., todo lo apuró la arrepentida, sin saciar sus anhelos de padecer y padecer más y más. Y no eran las torturas materiales lo que en las horas de tinieblas convertían sus ojos en dos arroyos de lágrimas. Era la nostalgia de su hogar, la memoria de su compañero, a quien quería con incontrastable amor, tal vez más desde que le había afrentado secretamente. Sabedor el demonio de estas aflicciones de Dora, solía tomar la figura del esposo ausente, llegarse a ella diciéndole los requiebros y dulzuras que solía cuando se hallaban juntos, suplicarle que volviese a su lado, que la falta estaba perdonada y expiada de sobra...; pero antes quería Dora caerse muerta que aparecerse ante los ojos del que amaba y había ofendido.

Acostumbraban en el monasterio ordenar al que creían joven penitente los oficios más humildes, y un día el abad mandó a Dora que fuese con los camellos a buscar trigo a la ciudad, y que si no podía volverse antes de anochecido, se quedase a dormir en un molino próximo a la puerta de Roseta. Obedeció Dora, y faltándole tiempo, quedóse en el molino. A pesar de maceraciones y ayunos, Dora, con el pelo ensortijado que volvía a crecer, aún parecía un mancebo como unas flores; y habiéndola visto una cortesana del barrio de Racotis, se entró en el molino a requerir al que por monje tenía. Rechazada la mujerzuela, quedó picada en su amor propio y deseosa de venganza, y hallándose después encinta, cuando nació un niño lo envió al abad en un cesto de mimbres, diciendo que era hijo de cierto mal penitente que había pasado en el molino tal noche. Acosaban a Dora las apariencias; con una sola palabra podría vindicarse; pero aceptó la humillación y calló. Entonces el abad le impuso un castigo extraño. «Monje pecador —le dijo—, de hoy más te ordeno que vivas en el monte, y allí críes y cuides a ese niño, fruto de tu maldad. Si os devoran las fieras, será justicia de Dios. Toma la criatura y vete».

Dora cogió en brazos al niño e hizo la señal de la cruz y salió hacia la montaña.

Guarecida en una caverna, dedicóse a criar al pequeñuelo. Con leche de ovejas le sustentó, y para darle abrigo fabricó una pobre choza cónica, de adobes. Renunciando a las austeridades que podrían destruir su salud y dejar sin amparo a la tierna criatura, se consagró a trabajar, a cultivar un huerto, a sembrar y plantar en él legumbres y frutales, a cercarlo de una empalizada; a fin de vestir al muchacho, hiló copos de lana y lino y tejió groseras telas. Agricultora e industriosa, Dora atendió a todas las necesidades del rapaz y consiguió verle crecer fuerte, sano, lindo y alegre. Y a medida que crecía y lozaneaba, notó Dora en sí amor vehemente, calor de entrañas maternales para el pobre ser abandonado, que no había conocido otra familia ni otro arrimo en el mundo. Advirtió con sorpresa que no acertaba a apartarse ni un minuto de la criatura; que vivía suspensa de su graciosa charla y embelesada con sus monerías, sus dichos salados y encantadoras travesuras; y que, al acrecentarse en su alma este cariño arrollador como las olas que azotan el faro, las representaciones del pasado iban borrándose de su memoria: el remordimiento de su flaqueza, la nostalgia de su esposo, la vergüenza y el dolor, el arrepentimiento y el deseo de expiar la culpa.

Todo, todo desaparecía ante el niño, en cuya compañía sentíase Dora como en la bienaventuranza, pensando haber encontrado el norte y fin de su existencia cuando con sus manitas le halagaba el rostro, o la besaba con sus labios de fresco clavel.

En este estado de descuido vivía Dora, cuando una tarde de estío al sacar agua de la cisterna, creyó ver en el fondo de ella un rostro triste y pálido —el propio rostro de su marido—. Mas no era en la cisterna, sino en el espíritu de Dora, donde reaparecía la dolorida imagen; y para advertencia bastó. Sin dilación, la mísera pecadora tomó de la mano al niño, y despedazándose por dentro, sintiendo que sus extrañas chorreaban sangre —porque adoraba en el rapaz más que si lo hubiese parido y amamantado—, corrió al monasterio, echóse a los pies del abad y, deshecha en lágrimas, entre desmayos y accidentes, confesó la verdad toda.

—Me diste este niño por castigo, y yo he poseído en él el gozo más grande que puede haber en el mundo. Ahí tienes por qué te lo entrego pues no es lícito a una pecadora tan grande conservar lo que la llena de ventura y de contento. Me vuelvo al monte, y en la caverna más horrenda que encuentre volveré a emprender mi penitencia con doble rigor para recuperar el tiempo perdido y castigar el delito de antes y la tibieza de ahora. Permíteme que una vez más estreche en mis brazos al niño..., y adiós; no volverás a saber de mí hasta que recojas mi cuerpo para enterrarlo.

El abad, que era varón de Dios, levantó a Dora del polvo donde yacía postrada, y le dijo solemnemente:

—Ve en paz y ruega por mí. La penitencia que hagas de hoy en adelante no es necesaria ya para obtener el perdón de tu pecado. Al separarte de este niño, al renunciar a lo que amas, hiciste la mejor penitenciaría. Más fácil es azotarse los lomos que azotarse el corazón, y menos duele un cilicio en la cintura que en la voluntad. La última prueba será corta: pronto recogeré tu santo cuerpo.

Y al año lo recogió piadosamente, como piadosamente debe leerse esta historia, algo semejante a la de Santa Teodora Alejandrina, cuya fiesta celebra la Iglesia el 14 de septiembre.


«El Imparcial», 31 mayo 1897.

La Perla Rosa

Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida —díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo—, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño, lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante… Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos a mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.

Aunque iba preparado a que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías, y un pico, iban a invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda —¡soy tan poco experto en compras de lujo!— de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda, que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salir a llamarle fue todo uno. ¿Quién mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que cada visita que hacía a nuestra modesta y burguesa casa —y hacía bastantes desde algún tiempo acá— yo la estimaba como especialísima prueba de afecto?

Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó a dos o tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención a la singularidad de las perlas. Y, como yo recelase aún, molestado por el piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en todos los días de su vida volvería a mirarme a la cara. ¡Qué miserables somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar a mi casa sino lo que pudiese pagar al contado… Pero la pasión me dominaba y hubiese besado de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí a mi casa disparado; quisiera tener alas.

Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, diciéndole con cara de beatitud: «Regístrame», comprendió y murmuró: «Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estuche. El grito que exhaló al ver las perlas fue de esos que no se olvidan jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y hasta me besó… ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No acertaba a creer que joya tan codiciada y espléndida le perteneciese; no podía convencerse de que iba a ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño acordarme de estas tonterías, pero me acuerdo siempre.

Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, que le sentaba muy bien, y una rosa en el pecho —una rosa del mismo color de las perlas—. Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó a Apolo, a una función alegre, en que sin tregua nos reímos. A la mañana siguiente volví con afán a mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, resto de las perlas. Regresé a mi casa a la hora de costumbre, y al sentarme a la mesa, mi primera mirada fue para las orejas de Lucila. Di un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco de brillantes una de las perlas rosa.

—¡Has perdido una perla! —exclamé.

—¿Cómo una perla? —tartamudeó mi mujer echando mano a sus orejas y palpando los aretes. Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada que me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.

—Calma —le dije—. Busquemos, que aparecerá.

Excuso decir que empezamos a mirar y a registrar por todas partes, recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de lágrimas. Mientras resolvíamos, se me ocurrió preguntarle:

—¿Has salido esta tarde?

—Sí… , creo que sí… —respondió titubeando.

—¿A dónde?

—A varios sitios… Es decir… Fui… . por ahí… . a compras…

—Pero… ¿a qué tiendas?

—¡Qué sé yo! A la calle de Postas… , a la plazuela del Ángel… , a la Carrera…

—¿A pie o en coche?

—A pie… Luego tomé un cochecillo.

—¿No recuerdas el punto… . el número?

—¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que pasaba —objetó nerviosamente Lucila, que rompió a sollozar con amargura.

—Pero las tiendas sí las recordarás… Dímelas, que iré una por una, a ver si en el suelo o en el mostrador… Pondremos anuncios…

—¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz! —exclamó tan afligida que no me atreví a insistir, y preferí aguardar a que se calmase.

Pasamos una noche de inquietud y desvelo. Oí a Lucila suspirar y dar vueltas en la cama como si no consiguiese dormir. Yo, entre tanto, discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba a la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la Policía, en casos especiales, averigua fácilmente el paradero de los objetos perdidos o robados, y esperaba que Gonzaga, con su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría a emplear este supremo recurso.

—El señorito está durmiendo; pero pase usted al gabinete, que dentro de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted verle —dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.

Me avine a esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar inmediatamente a la alcoba… !

Lo cierto es… que al primer alegre rayo de sol que cruzó las vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», ya había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!

Si esto que me sucedió le sucede a usted, y usted me pregunta qué debe hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: «Coger una espada de la panoplia que supera el diván y atraversársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte». ¿Sabe usted lo que hice? me bajé, recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí de aquella casa, subí a la mía, encontré a mi mujer levantada y muy desencajada; la miré y no la ahogué. Con voz tranquila le ordené que se pusiese los pendientes. Saqué la perla del bolsillo… . y cogiéndola entre los dedos, le dije:

—Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encontré pronto?

Es cierto que al acabar me dio no sé qué arrechucho o qué vértigo de locura. Eché mano a aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto… . y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí coñac…

¿Qué si he vuelto a ver a Lucila?… Una vez… . iba del brazo de «otro», que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo involuntariamente.

«El Imparcial», 25 de marzo.

La Puñalada

Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso que sólo llevan los amantes.

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como Onofre.

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:

—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la cabeza!

No se le quitaba. Pasar con Claudia ratos de violenta felicidad, era bueno; pero cuánto mejor sería tenerla siempre consigo, a toda hora, sin tapujos..., sin que pudiese la madre cortales las comunicaciones, como había hecho ya en momentos de enfado. Además, teniendo a Claudia a su vera, públicamente suya, tal vez se le curasen los celos. Los padecía en accesos de furor que trataba de ocultar. Claudia era una gran chica, con su aire de señorita, su talle, que un dependiente de comercio había llamado de palmera... y él, él, tan basto, tan encallecido, ¡que ni firmar sabía! Verdad que tenía fuerza en los brazos y calor en el alma..., y coraje para matarse con cualquiera; eso sí... ¿Bastaba?

Debía bastar, en ley de Dios; sino que ¡se ven tales cosas! Ya dos veces había observado Onofre un hecho extraño. Al rondar la casa de Claudia (aquella maldita casa tenía imán), veía en el portal a la madre, señá Dolores, secreteando con un caballero muy bien portado de gabán de pieles. ¿Era figuración de Onofre? Al divisarle la vieja daba señales de inquietud y el señor se despedía atropelladamente. No importa, no se le despintaba; entre mil de su casta le conocería. Algo grueso, nariz de cotorra, patillas grises, ojos vivos... ¿Qué embuchado se traían? ¿Se trataba de Claudia? «Muy tonto soy —pensó Onofre—; pero, ¡Cristo!, el dedo en la boca no han de metérmelo».

Esto ocurrió hacia Pascua florida. Después de un invierno riguroso y tristón, la primavera desentumecía los cuerpos; los árboles echaban hojas y flores a granel, el sol picaba y reía. El año anterior, ¡Onofre no lo olvidaba!, Claudia, al principiar el buen tiempo, había querido pasear todas las tardes, sin faltar una. Salían temprano, él del taller y ella del obrador, y se iban por ahí hasta las diez dadas. La convidaba a merendar, la hartaba de pájaros fritos y de fresilla. ¡Un despilfarro! Y este año apenas conseguía decidirla a vagabundear dos días por semana. Reacia andaba la chica. ¡Atención, Onofre!

—¿Quién te ha dado ese dije de oro? —preguntó de repente parándose en mitad de la calle, el carpintero a su compañera.

—¿De oro? Si es de dublé... —murmuró ella, azorada.

—A un hombre no se le miente, y si me vuelves a salir por dublé, te meto en casa de mi compadre el platero, y te abochorno la cara. ¡Oro con piedras! ¡Copones! ¿Se puede saber por qué has mentido?

—Verás —balbució Claudia—. Es que... por si te enfadabas... Tenía ahorrados unos cuartos... Lo compré de lance...

—¿Enfadarme yo? ¿Cuándo has visto que me mezcle en tus gastos hija? ¿Lo compraste? ¿Dónde? ¿A quién?

—Me lo vendió la corredora, la Chivita... ¿No la conoces tú? Es una con pelos en la barba...

Calló Onofre. Un relámpago de lucidez horrible acababa de cegarle. ¡Aquello era otro embuste! ¡Una fila de embustes! ¿Con que la Chivita? Él la encontraría aquella misma noche...

Pasaban por la plazuela de Santa Ana. Los árboles del jardín convidaban a descansar a su sombra, de poblados y de verdes que los tenía el abril. Risas de chiquillería, llamadas de niñeras se confundían con los trinos de los canarios y jilgueros «maestros» colgados en jaulas, a las puertas de las tiendas de pájaros y perros. Claudia se paró delante de una de estas tiendas; lo acostumbraba; le gustaban mucho los bichos. Hizo fiestas a un loro, a un gato de Angora, a un falderín, y se entretuvo más con las palomas. ¡Qué ricas! Las había moñudas, de cuello empavonado, de patas calzadas...

—¡Ay! —exclamó—. ¡Esa tiene sangre!... Está herida.

Era una paloma de la casta conocida por «de la puñalada». Sobre el buche, curvo y blanquísimo, un trozo rojo imitaba perfectamente la herida fresca.

—Le habrá dado un corte su palomo —dijo gravemente Onofre—. También los palomos serán capaces de barbaridades si otros les festejan la hembra.

Claudia apartó los ojos y se coloreó. El dicho de Onofre, sin tener nada de particular, le sonaba de un modo muy raro. ¡A saber si era la conciencia! No se tranquilizó, ni mucho menos, cuando Onofre insistió, poniéndose pesado, en regalarle aquella paloma de la cortadura. ¡Si no la podía cuidar; si no la podía mantener! Si apenas tenía tiempo de echar cordilla al gato! ¡Si faltaba jaula!

—También compro la jaula. No te apures. Hermosa, yo no te podré ofrecer de lo que vende Ansorena... pero vamos, ¡que una pobre paloma! ¿Me vas a desairar? ¿No quieres nada mío?

Hablaba en irritada voz. Claudia no se atrevió a negarse. Cargó Onofre con la jaula de mimbres y acompañó hasta su puerta a la muchacha. De allí, derecho, en busca de la corredora. La encontró luego; casualmente estaba en casa. Y sin duda el carpintero, en su interrogatorio, se clareó, descubrió lo que traía entre cejas..., porque la Chivita, avezada a tales indagatorias, imperturbable y con el tono más persuasivo contestó que sí, que ella había vendido a Claudia el dije.

—¿Que día? —insistió Onofre, tozudo.

—¡Ay hijo! ¡Pues no es usted poco curioso! Si una se fuese a acordar con tanto como vende...

—¿Qué costó? ¿Tampoco lo sabe?

—¡Jesús! Aunque me pidiese declaración el señor juez... Veremos si me acuerdo mañana...

Desde la escalera, volviéndose hacia la puerta mugrienta de la Chivita y cerrando los puños, el mocetón rugió entre dientes, con ira inmensa:

—¡Condenada de al...! ¡Todos conchabados para mentirme!...

De casa de la Chivita se fue Onofre a la taberna que encontró más a mano. Era sobrio; no le divertía achisparse. Sólo que hay casos en que un hombre... Pidió aguardiente: lo que emborrachase lo más pronto. Necesitaba convertirse en cepo, no pensar hasta el otro día. Y echó copa tras copa; por fin, se quedó amodorrado, con la cabeza caída sobre la sucia mesa de la tasca.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, salía Claudia para ir como siempre, al obrador. Era la última vez; se despediría de la maestra, de las compañeras, de la labor, de los pinchazos en la yema del dedo. «Aquel señor» —el del dije, el de las grises patillas, las quería en su casa, a ella y a su madre, tratadas como reinas. La madre, ama de llaves...; la hija, ama... ¡de todo! Proposiciones así no se desechan. ¿Y Onofre?... En primer lugar, Onofre no sabía las señas del caballero. Hasta que las averiguase... Después... pasado tiempo... Onofre se resignaría. Así y todo, Claudia llevaba el corazón apretado. Miedo, miedo, un miedo invencible. Al entrar con la jaula de la paloma, señá Dolores había gritado alarmada: «Fuera con eso, mujer; si parece que tiene una puñalá de veras... ¡Vaya un regalo, la Virgen!» Y en sueños, revolviéndose en la estrecha cama, la puñalada sangrienta en el pecho blanco perseguía a Claudia. Le parecía que la herida estaba en su propio seno, y que la sangre, en hilos, manaba y empapaba lentamente las sábanas y el colchón. La pesadilla duró hasta el amanecer.

Ahora iba aprisa. Recogería el jornal, la almohadilla, los avíos, y «¡abur, señora!» ¡Aire! A descansar, a comer bien, a vestir seda, en vez de coserla para otras mujeres menos guapas. Claudia corría, deseosa de llegar. En la esquina, distraídamente, tropezó, resbaló, quiso incorporarse. Una mano ruda la sujetó al suelo; una hoja de cuchillo brilló sobre sus ojos, y se le hundió, como en blanda pasta, en el busto, cerca del corazón. Y el asesino, estúpido, quieto, no segundó el golpe —ni era necesario—. La sangre se extendía, formando un charco alrededor de la cabeza lívida, inclinada hacia el borde de la acera; y Onofre, cruzado de brazos, aguardaba a que le prendiesen, mirando cómo del charco se extendían arroyillos rojos, coagulados rápidamente.


«El Imparcial», 4 de marzo 1901.

La Punta del Cigarro

Resuelto a contraer matrimonio, porque es una de esas cosas que nadie deja de hacer, tarde o temprano, Cristóbal Morón se dio a estudiar el carácter de unas cuantas señoritas, entre las que más le agradaban y reunían las condiciones que él juzgaba necesarias para constituir un hogar venturoso.

En primer término, deseaba Cristóbal que la que hubiese de conducir al ara consabida tuviese un genio excelente; que su humor fuese igual y tranquilo y más bien jovial, superior a esos incidentes cotidianos que causan irritaciones y cóleras, pasajeras, sí, pero que, repetidas, no dejan de agriar la existencia común. Una cara siempre sonriente, una complacencia continua, eran el ideal femenino de Cristóbal.

No ignoraba cuánto disimulan, generalmente, su verdadera índole las muchachas casaderas. Por eso quería sorprender a la elegida por medio de uno de esos ardides inocentes, que a veces descubren, como a pesar suyo, el modo de ser auténtico de las personas. Y discurrió algo ingenioso y sencillísimo, que había de dar infalible resultado.

Empezaba Cristóbal por establecer, con la muchacha a quien se dirigía, no trato amoroso en la verdadera expresión de la palabra, sino una galante familiaridad. Al encontrarla en reuniones nocturnas o fiestas diurnas al aire libre, sentábase a su lado, charlaba con ella alegre y dulcemente, la embromaba, la preguntaba sus gustos, sus ideas, y unas veces con festiva contradicción y otras con afectación de simpatía y coincidencia de opiniones, iba tratando de ahondar en su espíritu. Y habiéndola ya explorado un poco, impensadamente cometía con ella una de esas torpezas involuntarias, propias de hombre: un pisotón en el traje, un tropezón con la garzota del peinado, que lo desbarataba por completo: algo, en fin, que pudiese provocar un arrebato instantáneo de enojo, en el cual se trasluciese la natural índole de la niña. Y siempre el arrebato se había producido súbito, violento.

«—¡Diantre! —pensaba entonces Cristóbal—. En buen avispero me iba a meter…».

Recogidas velas con una, pasaba a otra, resuelto a no adquirir serio compromiso hasta averiguar extremo tan importante…

Al cabo, en Sarito Vilomara creyó haber hallado lo que ansiaba descubrir: el ángel anhelado para cobijar bajo sus alas un corazón de soltero, aburrido ya de venales o tormentosos amoríos, de fondas donde se come invariablemente la misma tortilla a la francesa y los propios riñones al jerez, a la misma hora, y de pandillaje con amigos que piden prestado y se olvidan de pagar…

Sarito (este diminutivo responde al nombre españolísimo de Rosario) era una chiquilla alegre y vivaracha, dócil como las palomitas (que, entre paréntesis, de dóciles tienen poco), y que, desde luego, se presentó a Cristóbal en la actitud de la aquiescencia más completa a sus pareceres y teorías, siempre dispuesta a cuanto él quisiese sugerir.

Unas miajas de contradicción picaresca, resuelta inmediatamente en mansedumbre, quitaban la sosera a la excesiva ductilidad y condescendencia de aquella condición. Con ayuda de unos ojos de los de «date preso», y una cabellera obscura y sedosa, alrededor de una carita con hoyuelos, de boca fresca y acapullada, empezó a encontrar Cristóbal que era Sarito la mujer de sus sueños. No quiso, sin embargo, consolidar tal impresión sin haber puesto a prueba la dulzura e igualdad de aquel carácter de mujer.

Aprovechó para el ensayo una ocasión especialmente favorable. Una noche, al salir de una soirée, como lloviendo a cántaros, Sarito, que iba acompañada de su mamá, ofreció a Cristóbal llevarle en su automóvil, donde sobraba un asiento. Apenas rodó el vehículo, el papá, campechano, encendió un cigarro, y ofreció otro al que en cierto modo consideraba ya como yerno futuro.

—¡Tanto tiempo sin fumar! —exclamó—. La idea de no tener fumadero en esa casa…

Autorizado así, Cristóbal aceptó, y encendió el pitillo, teniéndole Sarito la cerilla para mayor comodidad. Fue un momento en el que el pretendiente se sintió enamorado como un moro. Echó a la niña una mirada profunda, devoradora. Ella correspondió con otra larga y golosa y curiosa de la sensación nueva. Estaba muy guapa y prendida divinamente. Su abrigo, de crespón blanco con recamos y borlas de plata, era un primor. Cristóbal, con todo, no perdió pie. Al contrario. El mismo susto de reconocerse cautivo en las redes del flechero le inspiró la acostumbrada treta. Dejó caer, como por descuido, el cigarro ardiendo sobre la fina tela del abrigo. Rápidamente ardía. Esperaba Cristóbal la exclamación impaciente. No hubo tal cosa. Con el aire más natural, con una risa de sarta de perlas que se desgranaba, Sarito sacudió la ceniza, apretó con los lindos dedos el punto donde cundía el fuego y exclamó:

—No hay cuidado… No es nada… No se apuren…

Vio Cristóbal el cielo abierto. Era la divina mujer, superior a las contrariedades pequeñas, y que por ellas no alteraba el hermoso equilibrio de su dulzura. Al día siguiente lanzó la declaración. A los seis meses se celebraron las bodas.

Cristóbal guardó en una vitrina la colilla del cigarro que le sirvió para la prueba. Salió con su mujer al viaje acostumbrado, y el velo de oro de la lícita ilusión le impidió ver que Sarito, gradualmente, cambiaba de estilo y de manera de ser. La facilidad para la vida, que parecía nota saliente de su genio, se convertía en cierta exigencia continua de satisfacción de caprichos y aun de extravagancias. Nada le venía bien a la novia, y nada decidía el novio a que no le pusiese objeciones menudas, pero rajantes y como erizadas de pinchos. A las expansiones conyugales seguían siempre pasajeros monos, que tal vez degeneraban en disputas y en rencorosas quejas. Todo lo tomaba Cristóbal por el mejor lado: estaba embriagado aún, y, atribuyendo a la anormalidad del viaje el cambio de humor de su esposa, creía firmemente que, al establecerse la vida sosegada de los lares domésticos, Sarito volvería a ser la muchacha encantadora, de feliz temple y apacible complexión que le había hechizado.

Establecidos en el hotel donde albergaban su dicha, no tardó en notar con terror Cristóbal que su esposa continuaba siendo la misma del viaje. Hasta se diría que la acritud aumentaba y se convertía en estado normal. Buscaba Cristóbal, dándose al diablo, la causa de tan extraña mutación. Él trataba, por todos los medios, de complacer a su compañera. Obsequios, galanterías, todo género de rendidas finezas, no daban resultado alguno. Sarito había olvidado la risa que le cavaba hoyuelos, la benigna acogida que hermosea la faz con un nimbo de gozosa irradiación. Ya Cristóbal había llegado a temer aproximarse a su mujer, y le parecía un problema rodearle la cintura en familiar caricia…

Sintiéndose desgraciado, despertose en él una especie de fe supersticiosa: pensó en su fetiche, la colilla del cigarro que una noche decidió su suerte, y, en ocasión de ir con su mujer al teatro, encendió aquella misma colilla con devoción respetuosa. Llevaba Sarito en tal noche elegante boa de tul rizado, en que se mezclaban ligerísimos plumajes de marabú. Quitándose de los labios la colilla, la aplicó Cristóbal a la vaporosa prenda, que empezó a arder. Y Sarito se revolvió como una víbora.

—¡Bruto! ¡Podías mirar lo que haces!

Cristóbal dejó caer los brazos, sin contestar, sin argüir a su esposa de inconsecuencia…

A la luz de la colilla y de la ligera nube de tul, presto apagada, acababa de ver claramente el misterio de su error conyugal… El genio agriado de Sarito, su metamorfosis, tenían una razón o, si se quiere, un motivo: y ese motivo y esa razón eran lo más cruel, lo amargo, lo que no halla remedio… La mujer es dulce y cariñosa cuando ama; y la suya, si un momento pensó amarle, se había convencido, al correr de una decisiva experiencia, de que no sentía amor… La llama, que devora lo que toca, se había apagado como el cigarro, en vez de encandilarse al primer ensayo de vida común. Y eso no tenía remedio… Era fatal, como lo son tantas cosas de este mundo.

No protestó, no hizo ni un gesto de rabia. Aceptó el porvenir, con su lucha de cada momento, para no echar tras el caldero la soga, tras la dicha el honor. Y, silencioso, entró al lado de su mujer en el teatro, donde se representaba un absurdo y reidero vaudeville.

La Puntilla

Pasó Enrique la noche echando cuentas. No había remedio; por más vueltas que diese, y más salidas que buscase, tenía que vender la finca. Era el último cartucho, y no podía dejar de quemarlo. Con el producto de la venta haría frente a la crisis de sus negocios, y saldría victorioso de los que acechaban su derrota financiera.

Le ofrecían setenta mil duros por aquella residencia magnífica, tan cercana a Madrid, al mismo tiempo recreativa y productiva, con sus arboledas umbrías y sus amplias labranzas, con su pinar interminable y sus elegantes serres. Setenta mil duros, era malvender; pero si no vendía, era la suspensión de pagos, la deshonra, la ruina del nombre y del crédito. Mejor arrojar a la mar aquel despojo que hundirse.

Sombrío, hosco, salió de su despacho, y fue a echar la última ojeada a los tesoros de que iba a desprenderse. Su conciencia, como sucede en tales momentos, le acusaba. Si hubiese procedido con mayor cautela, si se hubiese dedicado a sus asuntos con mayor asiduidad, no llegaría a tal situación. Arrastrado por el vértigo de una vida mundana, disipada, la mayor parte de las veces no vigilaba lo bastante, no se consagraba como era debido a su labor. La fortuna huye de los distraídos y de los perezosos. Hay que perseguirla con ardor, que al cabo es mujer, y no gusta de ser mirada con lánguida indiferencia, sino requerida con ardor violento.

Aun en los sinsabores más amargos hay consuelo en pensar que no ha sido nuestra la culpa, sino del destino. Trasladamos así la responsabilidad, y lo fatal se nos impone con su fuerza superior a todas. Nos resignamos. Pero no así cuando imaginamos que, procediendo de otra manera, evitaríamos la desgracia que nos abruma. Enrique se lo repetía a sí mismo, con enojo: «Esto me sucede porque he querido. Por ser un tonto, un abandonado en lo que más importa».

La vida de club le había cogido en sus garras, le había entretenido, embobado, como suele hacer, esterilizando a la gente con sus gárrulas chismografías, su disputadero y mentidero, y su apariencia de amistades sinceras, que no lo son. Pensaba Enrique, tarde desengañado, que si solicitase la ayuda de alguno de aquellos amigos en el apuro presente, perdería el tiempo. Ni aun lograría un préstamo a plazo, pero sin interés. Verse diariamente, conversar más tiempo con la familia, no es para un clubman cosa que cree lazos, en el sentido de imponer sacrificio alguno. Un amigo de club es un mueble… cómodo, agradable, de frecuente uso, mientras no se le rompe una pata o se le sale la crin…

Sentado en un banco por el cual trepaba una enredadera fina, ante una canastilla de alternanteras y colios, pintorescamente rayada de verde y rojo carmín, y macizada de margaritas menudas, Enrique daba vueltas al problema de su destino. Cambiaría de vida, se recogería, lucharía. A los treinta años, hay margen para renovar muchos aspectos de la vida, para rehacer dos fortunas. Hasta cabe irse a América…, pero después de liquidar bien sus asuntos: nada de fugas clandestinas, nada de vergonzosas historias. ¡El nombre, limpio, y la honra, alta! Todo menos la descalificación.

El parque, la vivienda, alhajada con tanto conforte; los jardines, el diminuto lago, rodeado de una cenefa de flores y de una vasta extensión de grass; los árboles, ya añosos; la fuente arcaica, con su versallesco tritón; todo le parecía mil veces más hermoso, ahora que se veía forzado a renunciar a ello. El perro danés, Boer, vino a apoyar su cabeza poco inteligente, melancólica, en las rodillas de su amo: viéndolo triste, se creía en el deber de mostrarle afecto. Enrique ni le miró. Acababa de oír un paso que se arrastraba, paso de caduco, de gotoso, sobre la arena del jardín, y una sombra se detuvo a dos pasos de él.

—Buenos días nos dé Dios, señorito Enrique.

—Felices, tío Damián…

El viejo llevaba en la mano un escardillo, con el cual, sin duda, se disponía a peinar y alisar las calles enarenadas. De la faltriquera de su chaquetón de pana azul salía el mango de una tijera de podar.

Detúvose un momento, considerando a Enrique. Sus labios y sus desdentadas encías se movían como si murmurasen algo. Tenía ese afán de locuacidad de los viejos, que charlan y charlan, creyendo probar así que existen todavía. Pero en aquel momento preciso, tío Damián recelaba elevar la voz, viendo al señorito tan preocupado.

Al fin se arrancó:

—Mucho ha madrugado el señorito esta mañana. ¿Qué santo sa caío del cielo?

El tono era familiar, de abuelito que ama, y Enrique, que justamente estaba pensando en que nadie se interesaba por él y por sus desdichas, miró sin enfado al vejezuelo que le dirigía tan incorrecta interpelación.

—Se ha caído mi fortuna, tío Damián. Me ha ido mal en los negocios… Me va mal desde hace tiempo. Tengo que vender la Pinarada.

El rastrillo se escapó de las manos arrugadas, de falanges protuberantes, como avellanas secas… La boca, sombría, se abrió, como antro donde un momento penetra el aire, y el tío Damián, en medio minuto, no tuvo resuello para exclamar:

—¡Asús, María!

—Como lo oyes… ¿Por qué te asustas tanto?

Titubeaba el jardinero sobre sus piernas débiles, y, de repente, su cara se había puesto roja, roja, mientras balbuceaba:

—¡Jesús, Señor, Virgen del Tomillar! ¡Vender…, vender!…

Enrique se levantó para acorrer al anciano, que se caía.

—¡Tío Damián, a ver, que no es para tanto!

Bermeja como el moco de un pavo la curtida piel, el jardinero pudo al fin gritar, o más bien sollozar, tuteando a su amo bruscamente:

—Pero ¿sabes lo que dices? ¿Vender la casa en que murió tu madre? ¿La Pinarada? ¿Con sesenta y tres años que llevo yo en ella? Que vine de siete, un arrapiezo, y aquí comí el primer pan ganao con mis manos, ¿lo oyes?

Y, engallándose, añadió el jardinero:

—Si es cosa de cuartos, no te apures, hijo, que Dios proveerá. Tengo yo ahí ahorraos, de toa la vía, más de cien mil reales, que es buena hucha. Dispón, hijo, dispón. Así como así, familia no tengo, que bien jovencillos se me murieron los chiquitines y la mujer… Pa mí me sobra todo. No hay herederos. No hay más cariño que estas flores de mi alma. Cuidándolas siempre, mira si las quedré. Si vendes esto, criatura, traerán ahí un franchute para las flores, y las dejará morir de sed, porque no las conoce como yo. A caa arbolillo que pega un estirón, tú no sabes la alegría que a mí me entra. Es como si creciese uno de mis niños, angélicos, que no llegaron a medrar. Mira, no vendas esto, que te condenas. Coge mis ahorros, en el Monte los tengo, y remédiate; pero no me eches de aquí.

—¡No le echo, tío Damián! —protestó Enrique sentidamente—. Si tuviese usted que salir de la Pinarada, véngase a mi casa, que en ella siempre encontrará usted asilo. ¿Cien mil reales? Gracias… Usted no sabe qué poco es eso… Una gota de agua en el mar.

El viejo le miró atónito.

—¡Cien mil reales! ¡Que es poco! ¡Aún es más de cien: ciento y pico!… Muchismo inero, que lo he juntao a zadonazos y a fuerza de podar y arrincar malas yerbas… No me digas que es poco. Tú no eres cristiano.

A pesar suyo, Enrique sonreía.

—¡Qué más quisiera yo, tío Damián, que no vender! Pero no me queda otra defensa. Bien lo siento. Le tengo cariño, poco menos cariño que usted. No hay remedio. ¿Prefiere usted que pierda la honra?

—¡Ay, hijo! ¡La honra lo primero!

—¿O que me tenga que pegar un tiro?

Tío Damián, en un movimiento noble y ardiente de su vieja alma, curtida y embalsamada por el aroma de tanta flor como había respirado —alma de abeja afanosa y dulce—, estalló, y cogiendo la mano de Enrique, la mojó con humedad de llanto.

—Bueno, bueno, no enternecerse… Tío Damián, déjeme usted, que necesito fuerzas para realizar este sacrificio. Un abrazo…, y ¡adiós!

Se oía fuera, lejos, la bocina del automóvil. Era urgente regresar a Madrid temprano para una jornada de combate. Enrique no pensó en atusarse. Conforme había saltado de la cama… Con el gorro y el abrigo y los anteojos, nadie le conocería.

Días después, el comprador de la Pinarada, otro clubman metido en negocios con más arte o suerte que Enrique, y que iba subiendo fabulosamente, hasta causar envidia a los primates de la Banca de Madrid, dijo al vendedor:

—¿No me había usted puesto por condición que conservase de jardinero, eternamente, al que tenía usted, un señor Damián, creo recordar, un viejecito?…

—Sí, por cierto —confirmó Enrique calurosamente.

—Pues la condición es muy fácil de cumplir…, o, mejor dicho, muy difícil…

—¿Qué sucede?

—Que, ayer me lo telefonearon, el hombre se ha muerto… Le encontraron en el invernadero, frío ya, y todo encharcado del agua de su regadera, porque regando estaba…

La Redada

Mi boda se desbarató por una circunstancia insignificante, sin valor alguno sino para quien, como yo, se pasa de celoso y raya en maniático. ¿Fueron celos lo que tuve? ¡Apenas me atrevo a decir que sí! Y es porque me da vergüenza pensar que probablemente «serían celos»… en el fondo, allá en el fondo inescrutable y sombrío del alma… Para que se descifre mejor el enigma, explicaré mi manera de ser, antes de referir el mínimo incidente que dio en tierra con mi felicidad y me condenó, tal vez, a perpetua soltería.

Apasionadamente enamorado de mi novia, criatura fina e ideal como una flor blanca, y que reunía cuanto puede halagar la vanidad de un novio —alcurnia, elegancia, caudal—, aspiraba yo a ser para ella lo que ella era para mí: un sueño realizado. Si en su presencia alababa alguien los méritos de otro hombre, se me revolvía la bilis y se me ponía la boca pastosa y amarga. No habiéndome creído envidioso hasta entonces, la pasión me despertaba la envidia, que sin duda existía latente en mí, a manera de aletargada culebra. Hacíame yo este razonamiento absurdo: «Puesto que ese otro vale más que tú, tienes mayores derechos al sumo bien del cariño de María Azucena Guzmán, vizcondesa de Fraga. Para merecer tal ventura debes ser —o parecer— el más guapo, el más inteligente, el más fuerte, el primero en todo». Y desatinado por mis recelos, aplicaba un escalpelo afiladísimo a las perfecciones de mi imaginario rival; le rebuscaba los defectos, le ridiculizaba, le trataba como a enemigo… ¡Hasta llegué a la vileza de la calumnia! Pasada la crisis, celosa, caía en abatimiento inexplicable, despreciándome a mí mismo.

Con el tacto propio de la mujer que quiere de veras, María Azucena, así que comprendió mi mal, evitaba toda ocasión de agravarlo. Se dejaba aislar, rehuyendo cualquier obsequio y trato que pudiese ser motivo de disgusto para mí. Apenas notaba que un hombre me hacía sombra, ni aun le dirigía la palabra. De este modo salvábamos los escollos de mi carácter. Mi futura solía repetir: «Así que nos casemos, mudarás de condición: lo espero y lo deseo, en interés de tu dicha y tu tranquilidad».

Poco tiempo antes del día solemne, señalado para primeros de septiembre, un tío de mi novia, el rico propietario don Mateo Guzmán, nos convidó a una fiesta en su quinta. Se trataba de una «redada» o pesca de truchas en el río. La finca del señor Guzmán, que dista unas tres leguas del pueblo donde pasábamos el verano, goza merecida fama de ser la mejor de toda la provincia, por la amenidad de sus jardines, la frondosidad de sus arboledas centenarias y las muchas fuentes rumorosas que sombreaban grupos de odoríferas, magnolias y graves cedros del Líbano. Fundada desde el siglo XVIII, ostenta una vegetación antigua y noble, de aire artistocrático; pero el realce de la belleza natural se lo presta el ancho río Amega, que baña los lindes de la finca y besa los pies a sus tupidas espesuras. Se baja al río por sotos de castaños y pintorescas sendas abiertas entre robledas y pinares; y ya a orillas de la corriente se descansa, en praditos salpicados de flores y orlados de cañaveral y espadaña.

Con infinita tristeza evoco ahora este cuadro, que entonces me pareció tan encantador. Madrugamos y salimos de la ciudad en el mismo coche, bajo la égida de una hermana de María, casada ya. El camino se me hizo cortísimo. ¡Cruzar en carretera descubierta una comarca risueña y llena de poesía, a aquella hora matinal diáfana y suave, y teniendo enfrente a María Azucena, que me sonreía con ternura! Su velo de gasa dejaba entrever sus facciones al través de una nube, y la sombra del ancho pajazón oscurecía el misterio de los ojos y hacía resaltar la flor de los labios, encendida como un deseo… Por instantes, furtivamente, yo apretaba su manita calzada con guante de Suecia, y ella respondía a la presión lo mismo que si dijese: «Conforme…».

Fuimos agasajados al llegar, y antes de que el calor apretase, descendimos al río, a cuyas márgenes, a la sombra, debíamos saborear el campestre almuerzo. En un prado donde crecían mimbres y olmos, nos situamos para presenciar la redada. La trucha, que abunda en el río Amega, suele refugiarse sibaríticamente, durante la canícula, en ciertas hondonadas o pozos profundos llamados en el país frieiras, donde encuentra el agua helada casi. Tendida la red al través del río, entran en él unos cuantos gañanes alborotando el agua, desalojan a la trucha de su retiro y la obligan a correr espantada hacia la red; cuando ésta se encuentra bien cargada de pesca, sácanla a brazo sobre la hierba y la vacían; allí coletean como pedazos de plata viva los peces, que pasan sin demora a la caldera o la sartén. Tal espectáculo fue el que disfrutamos y despertó en María Azucena interés vivísimo.

Entre los gañanes que acababan de entrar en el río arremangados de brazo y pierna, uno, sobre todo, mereció que mi novia no apartase de él los ojos. Era un fornido mocetón que frisaría en los veinte años, y desplegaba vigor admirable para arrastrar la pesada red y sacarla de la corriente. Semidesnudo, como un pescador del golfo de Nápoles; bajo el sol de agosto, que prestaba tonos de terracota a sus carnes firmes y musculosas de trabajador, tenía actitudes académicas y bellas, al atirantar la cuerda y jalar briosamente de la red. Yo acaso no lo hubiese reparado, si la voz de María Azucena, animada por el entusiasmo, no exclamase a mi oído:

—Mira, mira ese mozo… ¡Qué fuerzas! Él sólo trae la red… Parece una estatua de museo. ¡Da gusto verle!

Me estremecí y sentí frío en el corazón. Evoqué mi propia imagen, lo que sería yo con la vestimenta y en la postura de aquel gañán. Mis brazos darían lástima; mis piernas se prestarían a una caricatura. Ni una pulgada acercaría la red a la margen el esfuerzo raquítico de mis pobres músculos de burgués.

¿Cómo no había notado antes esta inferioridad de mi cuerpo? ¡Valiente novio, que ni aun podría llevar acuestas a su novia por los senderos desde el río hasta el palacio! ¡Oh miseria, oh desesperación! ¡Cuánto me humillaba el Apolo campesino, que, tachonano de gotas de agua donde el sol encendía los colores del iris, sonriendo en su gallardía juvenil, tendiendo sus brazos dorados y robustos ofrecía a la mirada de María Azucena la encarnación de un ideal antiguo, la perfección física demostrada por la acción y la energía muscular!

Pálido y descompuesto, me llevé de allí a mi futura, y emboscándome con ella detrás de unos sauces, la apostrofé, profiriendo reconvenciones exaltadas, quejas brutales, ayes que me arrancaba el dolor… Roja de vergüenza, me miraba atónita, seria, apretando con las manos el pecho, a fin de contenerse… vi brillar en sus ojos la chispa de la dignidad mortalmente ofendida, y conocí que estaba perdido.

—No podemos casarnos —articuló María, por último, lentamente—. ¡Seríamos tan infelices!

Y, como el que se suicida, repetí en voz sorda:

—¡Seríamos tan infelices!

No hubo más explicación, María Azucena y yo no volvimos a cruzar palabra. ¿Para qué? En breves momentos, ella me había sondeado el alma…, y yo había conocido también la intensidad de mi mal incurable.

La Religión de Gonzalo

¿Y qué tal tu marido? —preguntó Rosalía a su amiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada rodando por las desiertas calles del Retiro a las once de una espléndida y glacial mañana de diciembre.

—¿Mi marido? —contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su completa felicidad debía leerse en la cara—. ¿Mi marido? ¿No me ves? ¡Otro así!…

Por la de nadie cambiaría yo mi suerte…

Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró impaciente:

—Mira; yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta… Me refería a las ideas religiosas… ¿No te acuerdas?… ¡Gonzalo era… así… . de la cáscara amarga, vamos!

Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como se resolviese a completas revelaciones, de esas que hacemos más por oírnos a nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su compañera de encierro, y alzando el velito a la altura de la nariz par emitir libremente la voz, habló aprisa:

¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos a punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató por completo el proyecto. Bien conociste a la pobre mamá, y no extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta a Gonzalo a piedra y lodo; vino diez veces por lo menos ¡y siempre habíamos salido! «Reconozco —decía mamá— que mi sobrino es muy simpático, que ha recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que mediana; no puede negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna… . pero me horroriza pensar que no cree en nada y ni se toma el trabajo de disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma, y peor no ocultarlos siquiera.» Al escuchar estas cosas yo salía a la defensa de Gonzalo: no me era posible dejar de quererle… un poco… es decir, ¡mucho! Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, se le presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba entusiasmada; a lo sumo, me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento. ¡Somos tan raros! lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.

—El que no se consuela… — murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.

—Un día… . no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos enteramos… . cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había emprendido a bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados; lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, a quedar uno sobre el terreno… ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «una mujer.» El mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado éste hiriendo el rostro del villano ofensor… ¡Lo que yo sentí! ¡En qué estado volví a casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no puede pintarse… Aparte del terror de que matasen a Gonzalo, otra cosa me encendía la sangre y me atirantaba los nervios…

—¿Los celos?— preguntó Rosalía con malicia gozosa.

—¿Quién lo duda? Figúrate que se venían a tierra todas mis ilusiones. Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese a otra tanto, hasta abofetear a la gente, hasta jugarse la vida… Yo había estado soñando por lo visto… ¡soñando como una necia! Mi novio de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; por otra iba a cruzar la espada, por otra a quien secretamente también prefería… ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada, de seguro, cuando tal misterio la envolvía que Gonzalo se negaba a nombrarla… Y yo daba vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes… Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció me fui derecha al dormitorio de mi madre, y me abracé a ella en tal estado de aflicción y de transtorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate… Voy a ver qué le ha sucedido al talabarte de mi sobrino… Si está herido, te prometo cuidarle como su propia madre le cuidaría… » Herido estaba, en efecto; pero no de gravedad; su adversario sí que se llevó una buena estocada, ¡que a no resbalar en una costilla… ! Así que Gonzalo pudo salir —y fue muy pronto—, vino apresurado a dar las gracias a mamá. ¡Ay Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba… . vamos… , como otras veces, y a las primeras palabritas que deslizó estando los dos en el hueco de una ventana que daba al jardín… no lo puede remediar… , solté la pregunta difícil… : «¿Esa mujer por quien te has batido… ?» Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy confuso y medio riendo: «¡Mujer!… Sí, ¡una mujer ha sido la causa!» Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que no hay remedio sino creerle, exclamó: «Beatriz, no caviles… A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto terreno y por cierto estilo, ninguna mujer, sino una… . ¡que tú conoces mucho… ! ¡Ea! no te alteres, no pongas esa cara… Si no te burlas, te enteraré… El bárbaro a quien di una lección estaba injuriando… » «¿A quién?», pregunté con afán, al ver que Gonzalo se paraba. «A… a la Virgen María… » «¡A la Virgen María!», repetí yo, atónita. «Justamente… Por mi honor que es verdad… Ya conozco que te parecerá raro… Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren otra cosa; así, al menos, no se reirán de mí… , no me llamarán quijote… » «Pero tú… , Gonzalo… . tú… . entonces… Y mamá, que dice que tú… . que tus creencias», tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría. «¿Qué tienen que ver las creencias? —me replicó él casi con dureza—. La Virgen es una mujer… , y delante de quien tenga vergüenza y manos, a una mujer no se la ofende… »

Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia fuera, a los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de ágata sobre el cielo puro.

—¿Y después, sin más, os casasteis?— interrogó la amiga con picardía y sorna.

—Sin más —respondió con energía Beatriz—. Mamá dijo que Gonzalo, a su manera, tenía religión, tenía una fe.., el honor, ¿sabes?, y que la Virgen haría lo que faltaba… y lo hizo, Rosalía. ¡Mi marido, cuando voy yo a misa… . no se queda ya a la puerta!

«Blanco y Negro», núm. 350, 1898.

La Resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó... Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada... El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme... Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:

—¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

—Abre, Pedralvar, por tu vida... ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!... ¡Abre presto!...

—Váyase enhoramala el borracho... ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!...

—Soy doña Dorotea... Abre... ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito...

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea —ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal—, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto... De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban... ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre... Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos la huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan... Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición...

Por su parte, el esposo —guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla—, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura... En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

—De donde tú has vuelto no se vuelve...

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie...


«El Imparcial», 29 de junio de 1908.

La Risa

Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del cuerpo que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.

La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando entre la locura y la muerte.

Uno tuvo ocasión de presenciar en la misma salita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban el reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no sólo de la humanidad, sino de sí misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser…

Fue el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. Él me refirió la historia, justificando así su aparente indiscreción:

—Se trata de cosa muy pública en la ciudad española donde ocurrió, y me sorprende que usted no esté enterada. Pregunte a cualquiera de allí y se lo referirá punto por punto. Yo tengo que confesar a mis clientes, pues dada mi especialidad, el conocimiento de los antecedentes psicológicos me sirve de guía. ¡Camino por una selva tan oscura! ¡Es un misterio tan profundo éste de la neurosis! Y no crea usted que ha sido negocio fácil la confesión, porque, al acordarse no más de la causa de su risa, la marquesa se siente acometida de nuevas crisis furiosas, y ríe, ríe, ríe inextinguiblemente…

Parece que esta señora, joven y bella entonces (hoy horrible mal la ha desfigurado), estaba enamoradísima de su marido, con el cual se había casado contra toda la voluntad de su madre. Ella era rica, poderosa: dehesas, cortijos, olivares y el título hereditario. Él no poseía capital, a menos que por capital se cuente lo agradable de la figura, lo simpático del trato, un encanto especial que le atraía corazones. Manolito —así le llamaban sus amigos— se contaba en el número de esas personas imprescindibles en toda fiesta y jarana; y a pesar de su casamiento continuó, en parte, haciendo vida de soltero alegre, consintiéndolo la marquesa. «No me parece mal —decía ésta— que te diviertas con los muchachos jóvenes. Lo que no habré de tolerar será que estas diversiones sirvan de pretexto a devaneos con mujeres. Si quieres a otra, si otra te atrae más que yo, me lo dices: podré habituarme a vivir sin tu amor, pero nunca, ¿entiendes?, soportaré en ti, amándote como te amo, la mentira. Acuérdate de esto, Manolo… Mira que yo creo en ti, y que para existir necesito creer. No me mientas, ¡eso nunca! No podría resistirlo…».

Debió él de prometer y aun jurar —todo eso que se hace en análogas situaciones—, y ella, con la confianza propia de las almas nobles, de la gente incapaz de vileza, se fió sin recelo alguno en promesas y juramentos. Por la maldad de la naturaleza humana, a los confiados es a quienes más se engaña, hasta sin escrúpulos. Manolo sabía que Dolores Roa era incapaz de espionaje, y que si llegasen a traerle chismes y delaciones, antes prestaría fe a las palabras del hombre amado que a las de los extraños; así es que, no mucho después de la boda, comenzó a enredarse en aventurillas galantes, y acabó por establecer relación íntima con una de las amigas de Dolores, señora de la mejor sociedad, esposa de un banquero que hacía continuos viajes a París, Londres y Hamburgo, lo cual daba a los amantes facilidad para verse y pasar reunidos largas horas.

Explicaba Manolo las ausencias con cacerías, comidas, expediciones y giras en compañía de sus amigos, y Dolores, fiel a su sistema de tolerancia cariñosa, llegaba hasta animarle para que no faltase, y celebraba a la vuelta las anécdotas y lances de la función, referidos por Manolo con humorística gracia porque el hábil engañador tenía cuidado de no mentir siempre y de concurrir no pocas veces, en efecto, a las distracciones adonde decía que concurría, por tener —si su mujer preguntaba o hacía indagaciones— más elementos para justificarse en cualquier caso.

Una noche acostose Dolores nerviosamente intranquila, sin saber el motivo. Mejor dicho: lo sabía, o se figuraba saberlo. Manolo formaba parte de numerosa expedición por el río abajo a caza de patos silvestres; iban en un vaporcillo viejo, comprado de desechos y que se alquilaba para estos casos, y Dolores, noticiosa del mal estado del vapor, sentía una angustia profética y vaga, en que el corazón parecía reducírsele de tamaño —son sus palabras— y convertirse en una bolita microscópica. Española, de raza, saltó de la cama, encendió dos velas a una Virgen de los Dolores traspasada con los siete puñales y rezó largas oraciones antes de volver a recogerse. Su sueño fue agitado, lleno de terribles pesadillas: veía a Manolo con la cara negra, el pelo pegado a las sienes, chorreante y despertó gritando, llamando a su esposo con infinita ansiedad.

Era la hora del amanecer, tan poética en los países del Mediodía. Los azahares perfumaban el aire, y el sol salía claro y puro, como si acabase de bañarse en las aguas del río. La marquesa, reanimada, se arregló el pelo y se puso una mantilla para ir a misa a la iglesia próxima. Al primer grupo de gente madrugadora que encontró, se detuvo, hecha la estatua del espanto. Hablaban de una catástrofe, de la pérdida de un vapor en que iban gente conocida, de fiesta y broma, a una cacería de patos en el río… Se habían salvado pocos, pereciendo ahogados los más.

Blanca como la pared, castañeteando los dientes, Dolores apenas tuvo fuerzas para volver a su casa, tambaleándose. Loca y paralizada a la vez, ni sabía qué hacer ni a quién llamar; lo inmenso del horror la trastornaba. Sólo acertaba a repetir: «¡Manolo! ¡Manolo!», con el acento del que llama a un ser sobrenatural… Y cuando repetía con más dolor y extravío: «¡Manolo!…», he aquí que aparece en la puerta Manolo en persona, sonriente, alegre, tendiéndole los brazos… No se sabe qué instinto de lucidez, qué extraña astucia vital se desarrolla en momentos supremos. Lo cierto es que Dolores, encarándose con su esposo, en vez de referirse a la catástrofe, hizo una extraña pregunta:

—Os habéis divertido mucho, ¿eh? ¿No ha ocurrido nada desagradable?

—¿Qué iba a ocurrir? Una excursión deliciosa… bonitísima…

Y ella, entonces, después de mirarle fijamente, rompió a reír a carcajadas… ¡Su risa llenaba la casa de ecos fúnebremente burlones; reía sin tasa y sin tregua; abofeteaba, escupía su risa al rostro del descarado engañador, que llegaba en derechura de pasar su noche amorosa, y no sabía palabra de la catástrofe…!

Y desde entonces, Dolores rió, rió intensamente, retorciendo sus nervios, gastando su vigor en la convulsión de aquella risa, escarnio de su ilusión destrozada de su alma generosa en ridículo…

Riendo se separó del embustero; riendo arrastró su amargura por tierras lejanas…

Ahí tiene usted la explicación de la enfermedad extraordinaria de la marquesa de Roa.

La Salvación de Don Carmelo

Los que conocíamos a aquel cura de Morais estábamos un poco escandalizados de que continuase al frente de su parroquia. Y, en efecto, confirmando nuestras extrañezas, y que rayaban en indignaciones, poco tardó en tener un coadjutor in capite, quedando así como un militar de reemplazo, ya sin poder cometer desafueros en su ministerio.

Era don Carmelo una calamidad. Siempre a caballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acaso no peligrase su equilibrio a lomos del jacucho; pero, al volver, parecía milagro verdadero que se tuviese en el tosco albardón, porque la gravedad es, según dicen, imperiosa ley natural, y el cura se inclinaba con exceso a uno y otro lado. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta. No se hizo daño. Hay estados en los cuales el cuerpo se vuelve de goma. No suele, en estas solemnidades y reuniones campesinas, andar solo Baco. Naipes mugrientos le hacen compañía, y don Carmelo era capaz de jugarse hasta el alzacuello y el bonete. Así estaba de trampas y de miseria, que a veces no tenía, materialmente, con qué comer, aun cuando aseguran que de beber nunca le faltó.

Por si tantas cualidades fuesen pocas, aún dice la crónica que don Carmelo pasaba de quimerista. Donde se armase greca allí estaba el cura de Morais, congestionada la faz, color berenjena, chispeantes de cólera los ojos y alzado el puño para sacudir sin duelo, imponiéndose con la valentía más fanfarrona, porque donde estuviese él no campaba ningún guapo, y cuando a él se le subía el vinagre a las narices, mejor era tener la fiesta en paz.

Tocante a otras flaquezas que revelan lo mísero de la condición humana, mucho se discutía, y había partidarios de que el cura no hubiese cometido, en tal respecto, graves desmanes; pero los que también en este respecto le acusaban, dispusieron de un argumento poderoso el día en que vieron en casa de don Carmelo a un niño, por cierto precioso, casi recién nacido, al cual criaron como pudieron, dándole a beber leche de vacas y puches de harina de maíz, la vieja y cerril ama del párroco.

El niño resistió a este régimen, y hasta a los sorbos de vino que le atizaba, para «consolarlo», en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte, travieso, lindo y crespo como un arbusto del monte, dando cada día más que decir, porque nadie sabía quiénes eran sus padres.

—Entonces, el rapaz, econtrástelo detrás de un tojo, ¿eh? —preguntaba maliciosamente el arcipreste de Loiro, hombre de gran autoridad entre el clero diocesano.

Y don Carmelo, que le veía venir, contestaba bruscamente:

—Hom, poco menos. Volvía yo de Estela, cuando aquello de los ejercicios que nos encajó el arzobispo, que así le encajen a él... ya sé yo qué... y tan cierto como que Dios nos oye, iba fumando, bien distraído, y si pensaba era en que se hacía tarde para llegar a la hora de la cena a mi casa. A más, empezaba a llover, y el jaco no tenía ganas de menearse; con tantos días como llevaba en la cuadra, se conoce que tenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le daba con los tacones para meterle prisa, cuando se me ocurre: «Si tuviese una varita verde no se reiría de mí este zorro.» Justamente veo a la izquierda de la carretera unos vimbios, y salto a cortar una vara con la navaja, cuando oigo un llanto de chiquillo pequeño. Miro para todas partes y allí estaba el rapaz, liado en mucha ropa, trapos viejos y guiñapos colorados, que no se le veía la cara. Miré para todas partes, pensando que la madre andaría por allí. Di voces. No acudió nadie de este mundo. Anduve arreo un cuarto de legua, preguntando en todas las casas, con el rapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, y nadie sabía nada, todos se hacían cruces. En una casa me dieron por caridad una cunca de leche, y el mocoso bien que se la bebió poco a poco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con el chiquillo y me presenté con él en casa. Ramoniña me quiso arañar; dijo que iba a echar al rapaz en el pozo... como a las crías de la gata... y ahora se quita de la boca el pan para que él coma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna salerosa —don Carmelo llamaba así a las hembras alegres— que le estorbó el neno y le soltó allí para que se muriera; pero no estaba de Dios.

A pesar de las detalladas circunstancias con que autentificaba su relato el cura, un guiño del arcipreste a otros párrocos solía indicar que a él no se la daban con queso, y que a perro viejo no hay tus tus.

La propia Ramoniña, el ama, que parecía hecha de sebo, no tragaba la narración del encuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Al principio, don Carmelo rechazó, encolerizado, las sospechas. Después se limitó a encogerse de hombros. El moneco sin embargo, tenía gran parte de culpa en la severa decisión del arzobispo, cuando puso al coadjutor a aquel párroco tan censurado.

Don Carmelo se resignó. Ya ni se tomaba el trabajo de repetir la historia de la vara verde y del recién envuelto en trapos. Cuando Ramoniña enseñó a Ángel —tal era su nombre— a llamar hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo, soltando un pecado, vocejoneó:

—¡No, llámame señor padre! Al fin te han de decir todos, mal rayo los coma, que eres mi hijo.

Y el chico lo creyó de buena fe, y con la mayor sencillez decía mi padre, sin notar, al pronto, las risas malévolas de los que le oían. Sin embargo, los niños crecen y hasta en la aldea se despabilan, se hacen listos, en especial si lo son tanto como lo era éste. A la primera vez que Ángel percibió la intención denigradora con que le preguntaban por su papá —tenía el rapaz sólo doce años—, descargó tal puñada en las narices de su interlocutor, un cura joven, muy relamido, que le dejó temblando los dientes y la cara bañada en sangre.

Y como don Carmelo estuviese cada vez más beodo y más pobre, el muchacho, creyendo llenar un deber más sagrado aún que el de la gratitud, se dio a trabajar para mantenerle.

No se sabe cómo aprendió el oficio de carpintero, además de los menesteres de la labranza. Con su jornal, y trabajando además en el huerto, pudo alejar de la rectoral la miseria, y desplegando una energía que parecía aconsejarle la naturaleza, combatió el vicio, que, con la vejez, había dominado ya a don Carmelo totalmente. Le ayudaron los ataques de gota que, sujetando al cura en un viejo sillón de baqueta, no le permitían buscar en las ferias y tabernáculos satisfacciones a su crónica sed de dipsómano. Ramoniña había muerto, de juntársele las mantecas, y la nueva criada, una moza parva como un conejo de monte, obedecía ciegamente al muchacho. Allí no entraba vino ni sus derivados, a pesar de las súplicas angustiosas de don Carmelo.

—Rapaza, veme por un chisco...

—No; hame de dispensar...

Y el cura tuvo, efecto de este régimen riguroso, una notable mejoría, hasta sentirse tan bien, que, como quien se fuga de una cárcel, con precauciones de ladrón, se escapó, aparejó el jacucho y se fue al funeral de don Antonio Vicente de la Lajosa, un gran señor local, rico mayorazgo. Ya se sabía: después de la función religiosa, gran cuchipanda, el festín fúnebre en la casa solariega, cuyas bodegas eran famosas por su cubaje magnífico, y su vino, el mejor de la comarca. Corrió éste, no digamos que a raudales, pero sí a colmados jarros, y don Carmelo, feliz como hacía tiempo no se había sentido, fue estibando en su estómago la poderosa carga del mucho cerdo, los pollos con azafrán, el bacalao guarnecido de patatada y la carne con patatada también, sazonada de pimiento picante rabioso. Y como todos estos platos son ahogaderos y ponen la boca más seca que la de un can cuando corre, hubo que diluirlo en mucho de aquel bendito licor, reposado y frío en las grandes cubas, y que no parece sino que cada vaso llama por su compañero, con voces apremiantes, como si no pudiese valerse solo... Tal fue el desquite del cura de Morais, que ni aun pudo, de sobremesa, tomar parte en una partidilla que allí se armó. Los licores, el aguardiente servido con el café, le dieron el golpe de gracia. Ángel, que acudió desolado, le tuvo que recoger y que llevar, con ayuda de varios vecinos y a puñados, a la rectoral. Al día siguiente el médico soltó una porción de terminachos, que todos venían a resumirse en que el párroco no salía de aquella. Y se le sangró, y se le aplicaron revulsivos; pero como si se los pusiesen a un cepo. Murió sin recobrar el conocimiento, mientras Ángel, deshaciéndose en amargas lágrimas, se negaba a creer en la realidad del caso.

Y aquí viene lo sobrenatural de la aventura. Algún reportero debió de entrevistar a San Pedro, pues de otro modo parece difícil comprender cómo llegó todo esto a conocimiento de los mortales. Es el caso que el pobre cura de Morais se presentó a las celestes puertas cogido de la mano de un niño pequeño.

—¿Tú aquí, calamidad? —refunfuñó San Pedro, que hizo sonar hostilmente su manojo de llaves recién bruñiditas.

—Yo, señor... Ya conozco que es un atrevimiento.

—¿Y con el arrapiezo te has venido?

—Sí, gran Apóstol... porque yo creo que aquí se sabe la verdad y no han de hallar eco las calumnias de mis colegas. Aquí lograré yo averiguar quién fue la grandísima perra que soltó a este pequerrucho cerca del arroyo para fastidiarme a mí. Es cosa de risa: cuanto malo hice en mi vida no me costó los disgustos que esta única buena acción.

—¡Pues por ella entrarás... que como no te acompañase este picarillo, a la puerta te me quedabas!

El niño tiró de la mano del cura y le empujó adentro. Él se quedó fuera, y con voz gorjeadora exclamó:

—¡Adiós, hasta la vista, papá!


«La Esfera», núm. 7, 1914.

La Santa de Karnar

I

—De niña —me dijo la anciana señora— era yo muy poquita cosa, muy delicada, delgada, tan paliducha y tan consumida, que daba pena mirarme. Como esas plantas que vegetan ahiladas y raquíticas, faltas de sol o de aire, o de las dos cosas a la vez, me consumía en la húmeda atmósfera de Compostela, sin que sirviese para mejorar mi estado las recetas y potingues de los dos o tres facultativos que visitaban nuestra casa por amistad y costumbre, más que por ejercicio de la profesión. Era uno de ellos, ya ve usted si soy vieja, nada menos que el famosísimo Lazcano, de reputación europea, en opinión de sus conciudadanos los santiagueses; cirujano ilustre, de quien se contaba, entre otras rarezas, que sabía resolver los alumbramientos difíciles con un puntapié en los riñones, que se hizo más célebre todavía que por estas cosas por haber persistido en el uso de la coleta, cuando ya no la gastaba alma viviente.

Aquel buen señor me había tomado cierto cariño, como de abuelo; decía que yo era muy lista, y que hasta sería bonita cuando me robusteciese y echase —son sus palabras— «la morriña fuera»; me pronosticaba larga vida y, magnífica salud; a los afanosos interrogatorios de mamá respecto a mis males, respondía con un temblorcillo de cabeza y un capitotazo a los polvos de rapé detenidos en la chorrera rizada:

—No hay que apurarse. La naturaleza que trabaja, señora.

¡Ay si trabajaba! Trabajaba furiosamente la maldita. Lloreras, pasión de ánimo, ataques de nervios (entonces aún no se llamaban así), jaquecas atarazadoras, y, por último, un desgano tan completo, que no podía atravesar bocado, y me quedaba como un hilo, postrada de puro débil, primero resistiéndome a jugar con las niñas de mi edad; luego a salir; luego, a moverme hasta dentro de casa, y, por último, a levantarme de la cama, donde ya me sujetaba la tenaz calentura. Frisaría yo en los doce años.

Mi madre, al cabo, se alarmó seriamente. La cosa iba de veras; tan de veras, que dos médicos —ninguno de ellos era el de la coleta—, después de examinarme con atención, arrugaban la frente, fruncían la boca y celebraban misteriosa conferencia, de la cual, lo supe mucho después, salía yo en toda regla desahuciada. Oíanse, en la salita contigua a mi alcoba, el hipo y los sollozos de mamá, la aflicción de mi hermana mayor, y los cuchicheos del servicio, las entradas y salidas de amigos aficiosos, todo lo que entreoye desde la cama un enfermo grave; y a poco me resonaban en el cerebro las conocidas pisadas de Lazcano, que medía el paso igual que un recluta, y entraba mandando, en tono gruñón, que se abriesen las ventanas y no estuviese la chiquilla «a oscuras como en un duelo». Habiéndome tomado el pulso, mandaba sacar la lengua, apoyado la palma en la frente para graduar el calor y preguntando a mi enfermera ciertos detalles y síntomas, el viejo sonrió, se encogió de hombros, y dijo, amenazándome con la mano derecha:

—Lo que necesita la rapaza es una docena de azotes…, y aldea, y leche de vaca…, y se acabó.

—¡Aldea en el mes de enero! —clamó, espantada, mi hermana—. ¡Jesús, en tiempo de lobos!

—Pregúntele usted a los árboles si en invierno se encierran en las casa para volver al campo en primavera. Pues madamiselita, fuera el alma, árboles somos. Aldea, aldea, y no me repliquen.

A pesar de la resistencia de mi hermanita (que tenía en Santiago sus galancetes y por eso se horrorizaba tanto de los lobos), mamá se agarró a la esperanza que le daba Lazcano, y resolvió la jornada inmediatamente. Por casualidad, nuestras rentitas de la montaña andaban a tres menos cuartillo; el mayordomo, prevalido de que éramos mujeres, y seguro de que no aportaríamos nunca por lugar tan salvaje, hacía de nuestro modesto patrimonio mangas y capirotes, enviándonos cada año más mermado su producto. El viaje, al mismo tiempo que salud, podía rendir utilidad.

El día señalado me bajaron hasta el portal en una silla; vi enganchado ya el coche de colleras que nos llevaría donde alcanzase el camino real; allí nos aguardarían mayordomo y caseros con cabalgaduras, para internarnos en la montaña. Yo iba medio muerta. Dormité las primeras horas, y apenas entreabrí los ojos al oír las exclamaciones de terror que arrancó a mi hermana y a mi madre la cabeza de un faccioso, clavada en alto poste a orillas de la carretera. Cuando encontramos a nuestros montañeses, faltaban dos horas para el anochecer, que en aquella estación del año es a las cinco de la tarde; y los aldeanos, no sé si por inocentada o por malicia, porfiaron en que nos diésemos toda la prisa posible a descargar el equipaje y montar, porque se echaba encima la noche, la casa estaba lejos y andaban a bandada por el monte los lobos y a docenas los salteadores. Mi hermana y, mi madre, casi llorando de miedo, se encaramaron como Dios les dio a entender sobre el aparejo de los jacos. A mí me envolvieron en una manta, y robusto mocetón que montaba una mula berruña mansa y oronda, me colocó delante, como un fardo. En tal disposición emprendimos la caminata.

Por supuesto que no divisamos ni la sombra de un ladrón, ni el hocico de un lobo. En cambio, las pobres señoras pensaron cien veces apearse por el rabo o las orejas, según caían las cuestas arriba o abajo de la endiablada trocha. Y al verse, por último, en la cocina del viejo caserón, frente al humeante fuego de queiroas y rama de roble casi verde, oyendo hervir en la panza del pote el caldo de berzas con harina, les pareció que estaban en la gloria, en el cielo mismo.

Yo no les quiero decir a ustedes las privaciones que allí pasamos. La casa solariega de los Aldeiros, mis antepasados, encontrábase en tal estado de vetustez, que por las rendijas del techo entraban los pájaros y veíamos amanecer perfectamente. Vidrios, ni uno para señal. El piso cimbreaba, y los tablones bailaban la polca. El frío era tan crudo, que sólo podíamos vivir arrimadas a la piedra del lar, acurrucadas en los bancos de ennegrecido roble, y extendiendo las amoratadas manos hacia la llama viva. Ahora, que tengo años y que he visto tantas cosas en el mundo, comprendo que a aquel cuadro de la cocina montañesa no le faltaba su gracia, y que un pintor o poeta sabría sacar partido de él.

Las paredes estaban como barnizadas por el humo, y sobre su fondo se destacaban bien las cacerolas y calderos, y el vidriado del grosero barro en que comíamos. La artesa, bruñida a fuerza de haberse amasado encima el pan de brona, llevaba siempre carga de espigas de maíz mezcladas con habas, cuencos de leche, cedazos y harneros. Más allá la herrada del agua, y, colgada de la pared, la escopeta del mayordomo, gran cazador de perdices. Bajo la profunda campana de la chimenea se apiñaban los bancos, y allí, unidos, pero no confundidos, nos agrupábamos, amos y servidores.

Por respeto nos habían cedido el banco menos paticojo, estrecho y vetusto, colocado en el puesto de honor, o sea contra el fondo de la chimenea, al abrigo del viento y donde mejor calentaba el rescoldo; por lo cual, el mastín y el gato, amigos a pesar del refrán, se enroscaban y apelotonaban a nuestros pies.

Formando ángulo con el nuestro, había otro largo banco, destinado a la mayordoma, su madre, su hijo mayor (el que me había traído a mí al arzón de su montura), el gañán, la criada, y algún vecino que acudiese a parrafear de noche. Por el suelo rodaban varios chiquillos, excepto el de pecho, que la mayordoma tenía siempre en brazos. Y hundido en viejísimo sillón frailero, de vaqueta, el mayordomo, el cabeza de familia, permanecía silencioso, entretenido en picar con la uña un cigarro o limpiar y bruñir por centésima vez el cañón de la escopeta, su inseparable amiga.

Yo seguía estropeada, sin comer apenas, sin poder andar, temblando de frío y de fiebre; pero antes me matarían que renunciar a la tertulia. Mi imaginación de niña se recreaba con aquél espectáculo más que se recrearía en bailes o saraos de la corte. Allí era yo alguien, un personaje, y el centro de todas las atenciones y el asunto de todos los diálogos.

Un granuja campesino me traía el pajarillo muerto por la mañana en el soto; otro asaba en la brasa castañas para obsequiarme; la mayordoma sacaba del seno el huevo de gallina, recién puesto, y me lo ofrecía; los más pequeños me brindaban tortas de maíz acabadas de salir del horno, o me enseñaban una lagartija aterida, que, al calorcillo de la llama, recobraba toda su viveza. ¡Ay! ¡Cuánto sentía yo no tener vigor, fuerzas ni ánimo para corretear con aquellos salvajitos por las heredades sobre la tierra endurecida por la escarcha! ¡Quién pudiera echar del cuerpo el mal y volverse niño aldeano, fuerte, recio y juguetón!

Después de los chiquillos, lo que más fijó mi atención fue la madre de la mayordoma. Era una vieja que podía servir de modelo a un escultor por la energía de sus facciones, al parecer cortadas en granito. El diseño de su fisonomía le prestaba parecido con un águila, y la fijeza pavorosa de sus muertos ojos (hacía muchos años que se había quedado ciega) contribuía a la solemnidad y majestad de su figura, y a que cuanto salía de sus labios adquiriese en mi fantasía exaltada por la enfermedad doble realce.

Tenía la ciega ese instinto maravilloso que parece desarrollarse en los demás sentidos cuando falta el de la vista: sin lazarillo, derecha, y casi sin palpar con las manos, iba y venía por toda la casa, huerta y tierras; distinguía a los terneros y bueyes por el mugido, y a las personas cree que por el olor. De noche, en la tertulia de la cocina, hablaba poco, y siempre con gravedad y tono semiprofético. Si guardaba silencio, no estaban nunca ociosas sus manos: hilaba lentamente, y en torno de ella el huso de boj, como un péndulo oscilaba en el aire.

Mire usted si ha pasado tiempo…, y me acuerdo todavía de bastantes frases sentenciosas de aquella vieja. El eco de su voz cuando guiaba el Rosario no se me olvidará mientras viva. Nunca he oído rezar así, con aquel tono —el de quien ruega que le perdonen la vida o le den algo que ha de menester para no morirse. Justamente el Rosario, como usted sabe, acostumbra rezarse medio durmiendo, de carrerilla; pero la ciega, al pronunciar las oraciones, revelaba un alma y un fuego, que hacían llenarse de lágrimas los ojos. Al concluir el Rosario y empezar la retahíla de padrenuestros, me cogía de la mano, desplegando sobrehumana fuerza, me obligaba, venciendo mi extenuación y debilidad, a arrodillarme a su lado, y con acento de súplica ardentísima, casi colérica, exclamaba:

—A Jesucristo nuestro Señor y a la santa de Karnar, para que se dine de sanar luego a la señoritiña. Padre nuestro…

Hoy no sé si me río… Afirmo a usted que entonces, lejos de reír, sentía un respecto hondo, una pueril exaltación y creía a pies juntillas que iba a mejorar por la virtud de aquella plegaria.

Una noche se le ocurrió a mi hermana, por distraer el aburrimiento, ponerse a charlar largo y tendido con la ciega o, mejor dicho, sacarle con cuchara la conversación, pues de su laconismo no podía esperarse más. Hablaron de cosas sobrenaturales y de milagros. Y entre varias preguntas relativas a trasnos, brujas, almas del otro mundo y huestes o compaña, salió también la que sigue:

—Señora María, ¿qué Santa es esa de Karnar a quien usted reza al concluir el Rosario? ¿Es alguna imagen? Porque Karnar creo que dista poco de aquí, y tendrá su iglesia, con sus efigies.

—Imagen… la parece —respondió la ciega en tono enfático.

—Pero ¿qué es, en realidad? Sepamos.

—Es imagen, sólo que de carne, dispensando sus mercedes, y si la señoritiña quiere sanar, vaya allí. La salud la da Dios del cielo. Sin Dios del cielo, los médicos son…

Y para recalcar la frase no concluida, la ciega se volvió y escupió en el suelo despreciativamente.

Mal satisfecha la curiosidad de mí hermana con tan incompleta explicación y viendo que a la vieja no se le arrancaba otra palabra acerca del asunto, nos dirigimos a la mayordoma, obteniendo cuantos pormenores deseábamos.

Averiguamos que Karnar es una feligresía en el corazón de la montaña, cuatro leguas distante de nuestra casa de Aldeiro. Después me han dicho algunos amigos ilustrados que es notable el nombre de esa aldeíta, y, como todos los que principian en «Karn», de puro origen céltico. Allí, pero no en la iglesia, sino en su choza, no en el cielo y en los altares, sino viva y respirando es donde estaba la «Santa», única que, según la ciega, podía realizar mi curación.

—¿Y por qué llaman ustedes santa a esa mujer? —preguntó mi madre con el secreto afán del que entrevé una esperanza por remota y absurda que sea.

—¡Ay señora mi ama! —protestó la mayordoma escandalizada, como quien oye una herejía de marca mayor—. ¿Y no ha de ser santa? Más santa no la tiene Dios en la gloria. Mire si será santa, que su cuerpo es ya como el de los ángeles del cielo. Verá qué pasmo. Ni prueba comida ni bebida. En quince años no ha entrado en ella más que la divina Hostia de Nuestro Señor, todas las semanas. Y poner ella las manos en una persona, y aunque se esté muriendo levantarse y echar a correr…, eso lo veremos cada día, así Dios me salve.

—¿Ustedes vieron curar a alguien? —insistió mamá.

—Sí, señora mi ama, vimos…, ¡alabado el Sacramento!… Por San Juan, ha de saber que la vaca roja senos puso a morir…, hinchada, hinchada como un pellejo, de una cosa mala que comió en el pasto, que sería una «salamántiga», o no sé qué bicho venenoso… Y como teníamos el cabo del cirio que de encendiéramos a la santa, catá que lo encendimos otra vez… y encenderlo y empezar la Roja a desinflar y a soltar la malicia, y a beber y a pastar como denantes…

Mi hermana se desternilló de risa con la curación de la Roja. Pero de allí a dos días yo tuve un síncope tan prolongado, que mi madre, viéndome yerta y sin respiración, me contó difunta.

Y cuando volví del accidente, cubriéndome de caricias y de lágrimas, me susurró al oído:

—No digas nada a tu hermana. Silencio. Mañana te llevo a la santa de Karnar.

II

Fue preciso hacer uso de iguales medios de locomoción que al venir de Compostela. Empericotada sobre el albardón del jamelgo mi madre; yo, llevada al arzón por el hijo del mayordomo, y dándonos escolta, armada de hoces, bisarmas, palos y escopetas, nuestra mesnada de caseros. Cuando íbamos saliendo ya de los términos de la aldea, internándonos en una trocha que faldeaba el riachuelo y se dirigía al desfiladero o garganta por donde empezaba la subida a los castros de Karnar, vimos alzarse ante nosotros enhiesta y majestuosa figura: la ciega.

Fue inmenso nuestro asombro al oír que quería acompañarnos, recorriendo a pie las cuatro leguas de distancia. De nada sirvió advertirle que iba a cansarse, que el camino era un despeñadero, que habría nieve y que ella en Karnar no nos valdría para maldita la cosa. No hubo razón que la disuadiera. Su respuesta fue invariable:

—Quiero «ver» el milagro, señoritiña. ¡Quiero «ver» el milagro!

Acostumbrado sin duda el mayordomo a la tenacidad de la suegra, me miró y se encogió de hombros, como diciendo: «Si se empeña, no hay más que dejarla hacer lo que se le antoje». Y colocándola entre dos mozos, a fin de que la guiasen con la voz o las manos, se puso en marcha la comitiva.

Iba yo tan mala, que, a la verdad, no puedo recordar con exactitud los altibajos del camino. Muy áspero y escabroso recuerdo que me pareció. Sé que recorrimos tristes y desiertas gándaras, que subimos por montes escuetos y casi verticales, que nos emboscamos en una selva de robles, que pisamos nieve fangosa, que hasta vadeamos un río, y que, por último, encontramos un valle relativamente ameno, donde docena y media de casuchas se apiñaban al pie de humilde iglesia. Cuando llegamos iba anocheciendo. Mi madre había tenido la precaución de llevar provisiones, pues allí no había que pensar en mesón ni en posada. Por favor rogamos al párroco que nos permitiese recogernos a la rectoral, y el cura, acostumbrado sin duda a las visitas que le atraía la santa, nos recibió cortésmente, sin el menor encogimiento, ofreciéndonos dos camas buenas y limpias, y paja fresca para sustento de caballería y lecho de hombres. A la santa la veríamos al día siguiente por la mañana. Tal fue el consejo del párroco, que añadió sonriendo:

—Yo les daré cirios, señoras. La santa es una buena mujer. Y no come; vive de la Hostia. Eso me consta. No es pequeño asombro. Ya iremos allá. Antes oirán la misita… ¿No? Bien, bien; por oír misa y dar cebada no se pierde jornada. Ahora reposen, que vendrán molidas.

Al recogernos a nuestro dormitorio, al abrigarme mi madre y someterme las sábanas bajo el colchón, recuerdo que me dijo secreteando:

—¿Ves? Esta media onza…, para dársela mañana al cura por una misa. No hay otro medio de pagar el hospedaje… Y tú comulgarás en ella, y te confesarás…, a ver si la Virgen quiere que sanes, paloma.

No sé lo que sintió mi espíritu a la idea de contarle mis pecados a aquel curilla joven, mofletudo, obsequioso y jovial. Lo cierto es que me sublevé, y dije con impensada energía:

—Yo no me confieso aquí, mamá. Yo no me confieso aquí. En Santiago, con el señor penitenciario…, ¡cómo siempre!… ¡Por Dios! Quiero ver a la santa, pero no confesarme.

Notando mi madre que casi lloraba, y temiendo que me hiciese daño, me calmó diciendo en tono conciliador:

—Calla, niña; no te apures… Pues no, no te confesarás. Me confesaré yo en lugar tuyo… Pero mejor sería que te confesases. Porque si Dios ha de hacer algo por ti…

—No, no; confesarme no quiero.

Y al pronunciar con enojo infantil estas palabras, la ciega, que acurrucada en un rincón descansaba de la caminata fatigosa, se levantó de repente y, como iluminada por inspiración súbita, vino recta hacia mi madre, le puso en los hombros sus descarnadas y duras manos, y dijo con acento terrible:

—¡El cura no! ¡Señora mi ama…; deje solos a la santa y a Dios del cielo! ¡La santa…, y nada más!

Indudablemente, este pequeño episodio determinó a aquella mujer entusiasta a la extraña acción que realizó, apenas nos dormimos rendidas de cansancio. Debió de figurarse que la intervención del cura quitaba a la santa todo su mérito y su virtud. Esto lo discurro yo ahora, y creo que la ciega, allá en su religiosidad rara y de persona ignorante, se sublevaba contra la idea de que hubiese intermediarios entre el alma y Dios. Si no, ¿cómo se explica su atrevimiento?

Al calor de las mantas dormía yo sueño completo y profundo, y no desperté de él hasta que sentí una impresión glacial, cual si me azotase la cara el aire libre, el cierzo montañés. Hasta me pareció que me salpicaba la lluvia, y al mismo tiempo noté que una fuerza desconocida me empujaba, llevándome muy aprisa por un camino negro como boca de lobo. Fue tan aguda la sensación y me entró tal miedo, que me agité y grité. Y entonces oí una voz cavernosa, la voz de la ciega, que decía suplicante:

—Señoritiña, calle, que vamos junto a la santa. Calle, que es para sanar.

Enmudecí, sobrecogida, no sé si de terror, si de gozo. La persona que me llevaba en brazos andaba aprisa, tropezando algunas veces, otras deteniéndose, sin duda a fin de orientarse. De pronto oí que su mano golpeaba una puerta de madera, y su voz se elevaba diciendo con furia: «Abride». Abrieron, relativamente pronto, y divisé una habitación, o, mejor dicho, una especie de camaranchón pobre, iluminado por una vela de cera puesta en alto candelero. Yo, en aquel instante, nada comprendía: estaba como quien ve una aparición portentosa, y no se da cuenta ni de lo que siente ni de lo que aguarda. Tenía ante mis ojos a la santa de Karnar.

En una cama humilde, pero muy superior a los toscos «leitos» de los aldeanos, sobre el fondo de dos almohadas de blanco lienzo, vi una cabeza, un rostro humano, que no puedo describir sino repitiendo una frase de la ciega, y diciendo que era «una imagen de carne». El semblante, amarillento como el marfil, adherido a los huesos, inmóvil, expresaba una especie de éxtasis. Los ojos miraban hacia adentro, como miran los de las esculturas de San Bruno; los labios se estremecían débilmente, cual si la santa rezase; las manos, cruzadas y enclavijadas, confirmaban la hipótesis de perpetua oración. No se adivinaba la edad de la santa: por la transparente diafanidad de la piel, ni parecía niña ni vieja, sino una visión, en toda la fuerza de la palabra: una visión del mundo sobrenatural. Considérese lo que yo sentiría y el religioso espanto con que mis ojos se clavaron en aquella criatura asombrosa, transportada ya a la gloria de los bienaventurados.

Un aldeano y una aldeana de edad madura que velaban junto al lecho, me alargaron entonces silenciosamente un cirio que acababan de encender. Los tomé con igual silencio, y la aldeana, acercándose al lecho y persignandose, alzó la ropa, entreabrió unos paños, y mis horrorizadas pupilas contemplaron el cuerpo de la mujer que sólo se alimentaba con la Hostia…

¡He dicho cuerpo! ¡Esqueleto debí decir! La Muerte que pintan en los cuadros místicos tiene esos mismos brazos, de huesos solo; ese esternón en que se cuenta perfectamente el costillaje, esos muslos donde se pronuncia la caña del fémur… Sobre el armazón de las costillas de la santa no se elevaban las dos suaves colinas que blasonan a la mujer delatando la más dulce función del sexo, y, en lugar de la redondez del vientre, vi una depresión honda, aterradora, cubierta por una especie de película, que, a mi parecer, dejaba transparentar la luz del cirio…

Pues con todo eso, la santa de Karnar no me asustaba. Al contrario: me infundía el deseo que despiertan en las almas infiltradas de fe las carcomidas reliquias de los mártires. Alrededor de la osamenta descarnada y negruzca, me parecía a mí que divisaba un nimbo, una luz, algo como esa atmósfera en que pintan a las Concepciones de Murillo…

No lo atribuya usted ni a romanticismo ni a cosa que se le parezca. Es una verdad, porque hoy veo lo mismo que vi entonces, y comprendo que la santa de Karnar…, «estaba hermosa». Lo repito, muy hermosa… hasta infundir un deseo loco, ardentísimo, de «besarla», de dejarlos labios adheridos a su pobre cuerpo desecado, donde sólo entraba la Eucaristía…

Yo me encontraba tan débil como he dicho a usted. Yo me sentía desfallecer momentos antes. Yo no servía para nada. Pues de repente (no crea usted que fue ilusión, que fue desvarío…), de repente siento en mí un vigor, una fuerza, un impulso, un resorte que me alzaba del suelo. Y llena de viveza y de júbilo me incorporo, cruzo las manos, alzo los ojos al cielo, y voy derecha a la santa, sobre cuya frente, de reseco marfil, clavo con avidez la boca… La de la santa se entreabre, murmurando unas sílabas articuladas, que, según averigüé después, debían de significar: «Dios te salve, María». Pero ¡bah!, yo juraré siempre que aquello era: «Dios te sane, hija mía». Y me entra un arrebuto de felicidad, y siento que allá dentro se arregla no sé qué descomposición de mi organismo, que la vida vuelve a mí con ímpetu, como torrente al cual quitan el dique, y empiezo a bailar y a brincar gritando:

—¡Mamá, mamá! ¡Gracias a Dios! ¡Ya estoy buena, buena!


* * *


Quien se puso furioso fue Lazcano, el de la coleta, cuando rebosando alegría le enteramos del suceso.

—Pudo matarte esa vieja loca y fanática, hija mía. Fue una imprudencia bestial. Conforme te sentó bien, si te da por reventar, revientas. Claro, una sacudida así… ¡Mire usted que la santa! De esa santa ya le han hablado al arzobispo y teme que sea alguna embaucadora, y va a mandar a Kanar dos médicos y dos teólogos, personas doctas y prudentes, que la observen y noten si es cierto lo del comer… ¡Sin verla sé yo el intríngulis del portento! Esa mujer trabajaba, cocía pan en el horno; salió un día sudando, quedó baldada, y se ha ido consumiendo así… En caso raro, pero no sobrenatural. Si le pudiese hacer la autopsia, ya le encontraría en el estómago algo más que la Hostia… ¡Vaya! Su poco de brona ha de haber… Pero libreme Dios de meterme en camisa de once varas, que al padre Feijoo costóle grandes desazones el desenmascarar dos o tres supuestos milagros…

—Señor de Lazcano —interrumpió mi madre—: pero la niña, ¿está mejor o no lo está?

—Lo está, ya se ve que lo está. ¡Linda pregunta! ¡Qué madamita ésta! La niña ha pasado de sus trece…, y yo me quedo en los míos.

La Sed de Cristo

Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed del moribundo Maestro.

No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal, de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua, Magdalena notó que estaba fría, helada, casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora, he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo imperceptible: «Sed tengo».

Con la penetración del amor —porque en verdad os digo que no hay nada que ilumine el entendimiento de la mujer como amar mucho y de veras—, Magdalena adivinó que Cristo deseaba otra bebida más exquisita y rara que el agua natural, y era necesario traérsela a cualquier precio. Mientras se precipitaba hacia Jerusalén, iba recordando que el despensero y mayordomo del tetrarca Herodes la había obsequiado antaño con un falerno añejísimo, ardiente como fuego y dulce como miel, del cual una sola gota es capaz de reanimar un yerto cadáver. Suplicante y presurosa rogó la arrepentida a su antiguo galán, y como accediese a sus ruegos, volvió al Calvario radiante, escondiendo bajo su manto el ánfora de inestimable valor, y apoyó el pico en la boca de Jesús. Un movimiento más acentuado de repugnancia y un débil gemido donde casi expiraba inarticulado el lastimoso «Sed tengo», revelaron a la Magdalena que tampoco esta vez poseía el medio de calmar las torturas de la santa víctima.

En su desconsuelo y en su enojo contra sí misma por no haber acertado, reverdeció más y más en la Magdalena la memoria de su escandalosa juventud. Bien presente tenía que un patricio romano, epicúreo fastuoso, lector de Horacio y algo poeta, que por la hermosa hierosolimitana hizo mil locuras, solía hablar de los banquetes del Olimpo pagano y de la misteriosa virtud e incomparable esencia del néctar de los dioses, que infunde la felicidad e inyecta vida a oleadas en las venas exhaustas y en el cuerpo expirante. Y como si algún maléfico poder oculto —tal vez el de Satanás, empeñado hasta la última hora en tentar al Redentor para probar su divinidad— fuese cómplice del insensato anhelo de la pecadora, he aquí que se sintió arrollada y transportada con velocidad increíble en alas del viento, que la depositó suavemente sobre la cumbre de una montaña deliciosa, poblada de olivos, laureles, naranjos cuajados de azahar, que alternaban con boscajes de mirtos y rosales en flor, de embriagador perfume. Bajando airosamente la escalinata de un elegante templete de mármol blanco, salió al encuentro de Magdalena hermoso mancebo sonriente, de rizos color de jacinto y brillantes pupilas, y le presentó una crátera de oro maravillosamente cincelada, donde chispeaba un licor transparente, rosado, de fragancia embriagadora, que trastornaba los sentidos. Llena de gozo, Magdalena estrechó contra su pecho la sagrada ambrosía y sólo pensó ya en ofrecérsela a Jesús, porque era imposible que aquel licor glorioso, escanciado por Ganímedes, no arrebatase el alma del mártir, haciéndole olvidar sus dolores. Sólo con llevar la copa de ambrosía en las manos sentíase Magdalena presa de dulce fiebre y deliquio, y la Naturaleza le parecía más bella, el sol más claro y el aire más ligero, elástico y luminoso. ¡Desengaño cruel! Así que pudo acercar una copa colmada de ambrosía a los labios de Jesús, cuyos tendones estallaban y cuyo rostro descomponía un padecer horrible, el moribundo hizo un gesto de violenta repulsión, y licor y copa rodaron al suelo, derramándose sobre la seca tierra la bebida de los dioses paganos.

Entonces Magdalena, víctima de la tentación, sintió redoblar su amargura. Los resabios de los años de iniquidad resurgieron, porque el pecado deja sedimentos en el alma y sube a la superficie apenas lo remueve la pasión, y aunque la doctrina de Cristo había inflamado el espíritu de aquella mujer, faltaba todavía que la penitencia la purificase y destruyese la vieja levadura. Sucedió, pues, que Magdalena, ofuscada por el dolor de ver que no sabía estancar la sed de Cristo, se imaginó que el Cordero torturado, si rechazaba el falerno que halaga el paladar y la ambrosía que transporta la imaginación tal vez aceptaría el vino de la venganza y de la ira; tal vez se aplacasen sus sufrimientos al gustar la sangre del enemigo que le clavó en la afrentosa cruz. Y con este pensamiento, Magdalena se acercó a uno de los sayones, el mismo que había fijado sobre la cabeza de Cristo la escarnecedora placa del Inri, y, engañándole, le llevó lejos del Calvario, a un lugar desierto, y aprovechando su descuido le hirió en el cuello con su propia espada, empapó la caliente sangre en una esponja y volvió segura de que Jesús bebería. Y esta vez, al contrario, fue cuando Cristo, con sobrehumano impulso, se irguió sobre los traspasados pies, y exclamó con fúnebre entonación: «Sed tengo.»

María Magdalena cayó al pie de la cruz, desplomada, retorciéndose las manos y arrancándose a mechones las rubias y sueltas guedejas. Su impotencia para aliviar la sed de Cristo la enloquecía, y principió a acusarse interiormente de su impura existencia, sintiendo sobre la frente humillada el rubor y la pena de tanta disipación, del seco erial de su conciencia, donde no tuvo asilo la piedad. Muchas noches, mientras ella derrochaba oro en su opulenta mesa y se reclinaba sobre tapices tirios y pérsicas alfombras, los pobres, a su puerta, esperaban como perros las migajas del festín, y las mujeres de bien, velándose el rostro, apresuraban el paso para no oír las risotadas y las canciones impúdicas. Por eso, sin duda, no podía disfrutar ahora el consuelo de aplacar la sed de Cristo, sed que neciamente creyó satisfacer con el vino de la gula, la ambrosía del placer o la sangre de la venganza. Y al recapacitar, ablandábase poco a poco el corazón de la pecadora, y subiendo a sus ojos el agua del arrepentimiento y de la humildad fluía de sus lagrimales, resbalando lentamente por sus mejillas. Era tanto lo que lloraba Magdalena, que parecía liquidarse su espíritu, y las lágrimas empapaban la ropa y los hermosos extendidos cabellos. Y como levantase los ojos hacia el rostro de Jesús, vio en él una súplica, un ansia tan viva y tan amorosa que, inspirada, juntó las manos y recogió en el hueco de ellas aquel sincero llanto de contrición, y alzándose hasta Jesús, lo llegó a su boca. Por primera vez, en lugar del acongojado «Sed tengo», Jesús respondió a la Magdalena abriendo los labios y bebiendo ávidamente, al par que transfiguraba su rostro una expresión de inefable dicha.

La tradición que acabo de referir no tiene ningún valor ante las enseñanzas de la Iglesia, ni la menor autenticidad, ni creo que deba considerarse más que como un sueño, invención o leyenda poética, encontrada en los papeles de un rabino que se convirtió al cristianismo. Magdalena no es aquí la santa; es únicamente figura o símbolo del pecador, que aún no conoce el camino verdadero, que aún lucha con los resabios del pecado.

Y como los fariseos pretendieron torcer el sentido de ese apólogo, declaro que sólo significa lo siguiente: el arrepentimiento, la humildad, la contrición, es lo más grato a Jesús, doctrina clarísima del Evangelio.


«El Imparcial», 12 abril 1895.

La Señorita Aglae

Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.

Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.

—¡Medardo! ¿Tú por aquí?

—¡Jacobito! ¡Otro abrazo!

El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.

En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.

—Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito —murmuró, afectuosamente—. ¿Qué te ha sucedido a ti?...

Nos sentamos en un café de los muchos que existen en los muelles. Solana pidió coñac, y le conté mis cuitas: la muerte de mi madre, la meningitis que se llevó a mi hermano, mi soledad, el estado de mi espíritu...

—¿Por qué no haces una humorada? ¿Por qué no te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sin más ni más!

—¡Este Medardo! —respondí—. Te envidio, y no creas que es de ahora: envidio tu genio, tu buen humor. Mira, además de que aún tengo aquí asuntos que arreglar, de esos que quedan pendientes como una pena más al faltar las personas queridas, créeme que estoy tan abatido, tan descorazonado, tan escaso de fuerzas, que no me atrae plan ni idea ninguna. Me es imposible interesarme por nada. Los días corren monótonos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo me voy habituando a esta calma dormilona. ¡No me propongas cambios! Me parece que me convendrían, sí; pero carezco de ánimos para hacer la prueba.

Él me miraba, compadecido, sin duda, y arrugaba la frente como le había yo visto hacer al reflexionar, y después de un sorbito de coñac, exclamó:

—Si es así, ¿qué le haremos? Sentirlo, y no más... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme a mí un favor muy grande. ¿Vas a negármelo?

—¡No! ¡Será un placer! ¿De qué se trata?

—Ya te he dicho que me llevo a Buenos Aires un espectáculo, que soy empresario... ¡Qué quieres! Los que no tenemos patrimonio nos hemos de ingeniar, a ver si juntamos un poco de dinero. Has de saber que en mi troupe va una joven encantadora, la señorita Aglae, que me sigue porque está enamorada de mí. ¿No lo crees? Pues es muy cierto. Te advierto que yo, aunque la adoro, he respetado su pudor, y hasta el día en que nuestra unión sea bendecida por la Iglesia y la ley, pienso seguir respetándolo. A bordo, o en la Argentina, nos casaremos... Pero como es una hija de familia, y sus padres son gentes muy distinguidas y poderosas, y acaso sospechan con quién está Aglae, y acaso en el último instante nos prendan, hasta verme en alta mar no estoy tranquilo, y tengo el mayor interés en ocultar a Aglae en un sitio donde no puedan dar con ella. ¿Comprendes?

Yo, al pronto, no comprendía, y Medardo añadió:

—¡Tu casa! Allí nadie la va a buscar. El barco llega al amanecer, y sale dos horas después. En el último momento, si no hay moros en la costa, nos embarcaremos, ¡y ya me tienes feliz! Aglae es un prodigio de hermosura y un ángel de pureza...

Accedí, sin fijarme en ciertas inverosimilitudes de la relación, y convinimos en que yo preparase habitación para Aglae, y, ya cerrada la noche, el mismo Medardo la conduciría a mi casa, que está en una calle solitaria de la ciudad antigua, encargándome de alejar a los criados cuando entrase la pareja. Sin tardanza me retiré a arreglarlo todo.

Agitado, a pesar mío, por la novedad de la situación, dispuse para Aglae el departamento que mi madre había ocupado, y que adorné con la mayor coquetería, llenándolo de flores y de objetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanas mejores, con encajes, y la colcha de Manila celeste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces, emparedados, una botellita de Málaga, y todo lo coloqué sobre un velador, en el gabinete que precedía a la alcoba. Mientras hacía estos preparativos, mi corazón latía, como si aquella mujer desconocida, y que debía serme indiferente, significase algo para mí.

A boca de noche vino Medardo, y contempló con satisfacción el elegante hospedaje que yo destinaba a su novia.

—Mira, aún tengo que pedirte otro favor más... Llegaremos a eso de las once, porque ella cena con las demás artistas, y como me ha dicho que le da, vamos, cierta fatiga el que tú la veas, yo la traigo a su habitación, y mañana la recojo a la hora del embarque. ¿No te parece mal?

—¡No, por cierto! Lo que os sea más grato a ella y a ti...

Entregué la llave de mi puerta a Medardo y me encerré discretamente, después de ordenar a los criados que se acostasen en el piso de arriba. A cosa de las once, como la habitación de mi madre estuviese contigua a la mía, sentí que alguien entraba, y creí percibir un cuchicheo. Poco después, Medardo volvió a salir, y quedé solo en la casa con la señorita Aglae. Desde el primer momento comprendí que no me sería posible conciliar el sueño un minuto. Mis nervios estaban tirantes; mi imaginación, desatada y loca.

¡Qué diferencia entre mi estado moral y el de los días anteriores! Me parecía despertar de una modorra estúpida, y, sin saber lo que hacía, maquinalmente me acerqué a la puerta del cuarto donde la señorita Aglae reposaba... Mi asombro fue inmenso al encontrarla abierta.

Eché una mirada al interior de la cámara... Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz velada de la alcoba dejaba pasar entre las cortinas tenue reflejo.

El silencio era tal, que supuse dormía a pierna suelta la señorita Aglae.

Titubeaba, dudoso, entre retirarme o avanzar unos pasos; porque, al fin, es prometerse mucho de la naturaleza humana no concederle ni el derecho a la curiosidad. Ardía en deseos de saber cómo era la enamorada de mi amigo. En eso, ¿qué mal había? Verla un instante y retirarme en punta de pies... Aunque una voz interior me argüía que no era delicado ni respetuoso, la tentación se hizo tan fuerte que, reprimiendo el aliento y andando como deben de andar los ladrones, avancé, y miré ávidamente al través de las cortinas de la alcoba, entreabiertas...

Echada de lado, vuelto el rostro hacia mí, yacía la señorita, cuya vista me deslumbró.

Contemplaba a una belleza perfecta, singularísima, aumentada por el tendido cabello, color de mies madura, que se esparcía en ondas abundantes sobre sus hombros de nácar. La mano y el brazo me asombraron por su delicadeza. Los encajes de la camisa velaban castamente el escote, y una suave respiración subía y bajaba esos encajes. La actitud era tan púdica, tan hechicera, que caí de rodillas ante la cama, pensando, aterrado y extático: «¡Yo adoro a esta mujer!».

No sé cuánto tiempo permanecí así, embelesado en mirar a la señorita Aglae, repitiendo para mis adentros que la adoraba y formando desatinados planes, a fin de unir su destino al mío... Seguir a la compañía hasta el fin del mundo; raptar a viva fuerza o como fuese a aquella criatura divina y llevármela a mi casa de campo hasta que lograse su amor; matar a Medardo; en fin, cuantos absurdos pueden cruzar por la mente a las tres de la madrugada y a la cabecera de una beldad sobrehumana que nos ha enloquecido sólo con su vista..., todo se me ocurrió y todo lo deseché... Lo poco que me restaba de razón me consejaba huir de allí; pero no quise hacerlo sin imprimir un beso en la mano celestial que se ofrecía a mi boca. En todo el largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez se había vuelto la señorita Aglae; no había hecho un movimiento... Su sueño tenía que ser profundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Me incorporé a medias y apoyé los labios en la deliciosa manita...

Una sensación singular me arrancó un grito...

Cinco minutos después estaba completamente seguro de haber hecho el papel más ridículo del mundo y de que la señorita Aglae era buenamente ¡una figura de cera de las que, mediante un mecanismo, simulan la respiración!...

Y Medardo me dijo al día siguiente, en el puente del buque:

—Siento que no hayas podido admirar todo mi museo: hay en él cosas notables. Supongo que me perdonas... No sé si te dejo amoscado conmigo; pero se me figura que te he curado... Lo que tú padecías era histérico del corazón... Ya lo sabes: ¡el amor es el remedio!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 1, 1913.

La Sirena

No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.

Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.

Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas a hablar de salir al prado».

¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo. No atreviéndose a bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza a los viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! ¿Por qué, vamos a ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre ratona?

Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vio que cruzaba por el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda.

Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, incendiaba el corazón!

A no estar tan próxima la hora en que solía regresar a la guarida la madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para acercarse a la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de obedecer, que siempre reprime un tanto, al principio, los ímpetus rebeldes; pero lo que no acertó a sujetar fue su lengua, y loco de entusiasmo refirió a la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de la gata celeste.

—Qué, ¿has visto a ese monstruo? —exclamó la madre.

—¡Monstruo una criatura tan encantadora! —suspiró el ratoncillo.

—Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como del fuego; mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.

—Madre —repuso atónito el ratoncillo—, apenas puedo creer lo que me aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene los matices de aquellos ojos cándidos, ya verdes, ya azulados, siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura a su nevada piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay, madre!, desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado, y el cielo, y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, cúrame de este mal, porque me siento tan triste que creo que se me va a acabar la vida.

Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y aliviar a su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, ricas y honradas, que vivían royendo el trigo del repleto granero; pero el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la oscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma —sí, el alma, porque el amor hasta en las bestias la infunde— detrás de aquella maga de los verdes ojos.

No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un minuto de su hijo; pero era forzoso salir a cazar, a procurar subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo madrugado la ratona a dejar el nido antes de que amaneciese, el joven ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco a poco la bruma se rasgó y fue absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su gloriosa luz con un himno de alegría alborozada y triunfal, y sobre la hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución la hermosa gata blanca.

Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía llamarle, invitarle a que descendiese. «¿Quieres jugar conmigo?», preguntóle él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las maternales advertencias. «Baja», pareció contestar con sus ojos misteriosos la gatita.

Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de felicidad, y el juego dio principio, con muchos saltos y carreras. Fingía huir la gata, escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle alfombra del prado, y, escondiendo las uñas, recibía con las patitas de terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, retozando, en deleitosa mezcla e indescifrable confusión de tratamiento ásperos y dulces.

Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba a ser acogido con demostración tierna y mimosa o con fiero y desdeñoso zarpazo; y en los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de acero. ¡Y cosa rara! No bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso a solazarse con la gata blanca.

Duraba aún el juego, cuando, por la tarde, regresó la ratona y vio de lejos la escena y a su hijo mano a mano con el monstruo. Llorando y desesperada, gritóle desde lejos: «¡Hijo mío, que te pierdes!» El ratón, por supuesto, no le hizo maldito caso. ¡Sí, para oír consejos estaba él! Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, por el contrario, empezaba a fatigarse y a sospechar que había perdido bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba a ponerse el sol, que se hacía tarde, sin modificar apenas su actitud, siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada, torció la cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes… , y lo lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirlo en las uñas, tendidas con violencia feroz…

A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oírse como murmuraba débilmente: «¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?»

Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El expiró tan satisfecho, tan a gusto!

«El Imparcial», 18 de marzo, 1895.

La Soledad

Los dos estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se echaron a la calle.

Eran dos muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres, y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental, les hacía aspirar —a Jacinto especialmente— amores sublimes, con acompañamiento de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para comprender el efecto que les causó la extraña aventura.

Apenas salieron de su posada, cada paso que daban fue un encuentro, deleitoso. Figuras femeninas enmantilladas, calzadas hechiceramente, con zapatitos de raso, cuyas galgas ceñían, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzaban por los arcaicos soportales, encaminándose a la catedral de Estela, para asistir a los divinos oficios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blonda, coqueteando sin reír, y Marcos y Jacinto no tenían tiempo sino de deslumbrarse con el relámpago que vibraban sus ojos, bajo la sombra dulce de los encajes, que aureolaban sus caras —no siempre juveniles—. Cogidos del brazo los dos escolares, de súbito se lo apretaron recíprocamente, al ver pasar a una señora de cara oval y pálida y pupilas infinitamente tristes, llenas de expresión, que fijó un instante en el grupo. Ellos se estremecieron; y el estremecimiento parecía transmitirse de los nervios del uno a los del otro.

A un tiempo, en voz baja, se susurraron:

—Yo la he visto ya en alguna parte.

—Yo, lo mismo.

Y ninguno se atrevió a completar el pensamiento. Ninguno era capaz de decir dónde había visto a la descolorida de tan puras y perfectas facciones. Acaso no lo sabían en aquel momento. Lo cierto es que, simultáneamente, experimentaron el impulso de seguirla, equivalente, quizá, a un impulso apasionado. Un anzuelo de oro se les clavaba sin sentirlo. La señora, sin ocuparse de los estudiantes, adelantaba entre las columnas de piedra con viejos y desgastados capiteles, que tan bien encuadraban su aparición. Al salir a la plaza que precede a la escalinata, pudieron los dos mozos fijarse en su vestido negro. Era de ese rico terciopelo casi azul al sol, que se fabricaba en España antiguamente y del cual están vestidas muchas imágenes. El adorno, un azabache de brillo sombrío, mezclado con pasamanería mate, caía con regularidad a ambos lados de la falda. Y este detalle del vestido empezó a inquietar a los dos galanes improvisados. El vestido completaba la impresión de la faz. También habían visto el vestido... De nuevo se apretaron el codo.

—Cada vez más, se me figura...

—Y a mí, chico, y a mí...

Ella ya subía, ágil y grave, los peldaños de la escalinata que gastaron tantas generaciones. Le iban los muchachos a los alcances, y en la meseta superior de la escalinata la dama de negro se volvió y los miró otra vez cara a cara, fija y enigmáticamente. Más que antes, la sensación singular se les impuso. Penosamente, con esa fatiga del esfuerzo vano de la memoria, discurrieron, ¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragó el pórtico bizantino y ellos se precipitaron a perseguirla en el templo.

Había entrado en la nave, y, haciendo signos de cruz, se encaminaba al gran altar de la Virgen. Le costaba algún trabajo acercarse, porque estaba atestado de fieles la capilla, y se oía el rumoreo de las Salves murmuradas, bisbiseadas, ante la imagen. Ésta se erguía, rígida bajo su manteo negro, con el único puñal clavado en el lugar del corazón. Al fin consiguió la dama llegar al pie del altar, y tras ella fueron deslizándose los dos muchachos, que se situaron, como automáticamente, a su izquierda y a su derecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia la efigie, los galanes la imitaron, y un gesto mudo de asombro los inmovilizó. La revelación los paralizaba. No hubiesen sabido decir cuál era la imagen, ni si estaba en el altar, o al lado de ellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendían el origen de su persuasión de conocer a aquella dama.

Semejanza tal, en tal grado, tenía mucho de terrible. Con una ojeada se comunicaron su miedo. Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios se movían y sus manos, cruzadas, enclavijadas, exageraban el parecido con la Señora de la Soledad. Terminada la oración, volvía a deslizarse entre el gentío, y salió a las naves laterales, que rodean capillas, velados, en tal día y momento, sus retablos por paños de luto, y casi vacías, porque la multitud se agolpaba en torno del altar mayor, atendiendo a los divinos oficios. Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la dama de negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?, que entraba en una de las capillas, la del conde de Trava; pero pronto se cercioraron de que no se encontraba allí: en la capilla no había nadie. Ansiosos, registraron, al pronto, la compacta muchedumbre, confundiendo a la dama, de lejos, con otras que también vestían mantilla y negra ropa aterciopelada y golpeada de azabache; después, en todo el grandioso recinto, ansiosos, cambiando miradas sin cordura, escandalizando a las viejas, que les arrojaban miradas de reprobación. Al fin, desalentados, salieron de nuevo al rellano de la escalinata.

—¡La hemos perdido! —exclamó Jacinto, atónito, amarillo como un cirio del monumento.

—Acaso vale más así, ¿no te parece? —contestó Marcos, que estaba rojo de cólera—. Llévesela Pateta...

—A mí —repuso Jacinto— me está sabiendo mal este lance, y me duele la cabeza como si me la barrenasen con un clavo. No me ha pasado nunca una cosa así. ¡Es bien raro, bien raro!

—¡Igual a la Soledad! —reflexionó Marcos en voz alta—. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene de particular? La Soledad es obra de un escultor. La señora esa podrá ser el modelo...

Jacinto protestó:

—¡Qué modelo! Algo más andaba en el asunto.

—No, pues yo —insistió Marcos— no renuncio a saber... No será un fantasma, no será un duende tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendo la pista...

Calenturientos, empezaron sus averiguaciones, que no dieron resultado alguno. Nadie sabía dar razón de la mujer pálida, que tanto se parecía a la Virgen de la Soledad. Marcos acabaría por renunciar, si Jacinto no continuase preocupadísimo con la aventura. No dormía, apenas comía y empezaba a temerse que diese en maniático, cuando le acometió una de aquellas fiebres que en Estela ha segado tantas vidas de estudiantes, decíase que por contagio de ciertas aguas, Marcos avisó a la madre del mozo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deliraba siempre con la mujer vestida de negro. Marcos tuvo que enterar a la madre de lo que había pasado.

—Le hizo impresión... Un parecido tan raro... Un caso tan nunca visto...

—¡Dios mío! —exclamó la madre súbitamente—. ¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle al pobre la aprensión! Esa señora que tanto se parece a la Soledad es hermana de un señor que vive con ella en una casa de campo, llamada de la Sabugosa. Es muy hermosa, y todos los años, en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen. Toma la diligencia, hace sus devociones y se vuelve. La cosa más sencilla y más natural del mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido a figurar!

Marcos escuchaba con un sentimiento de pena y de dolor. También creía que Jacinto era víctima de una idea absurda y de una semejanza fácilmente explicable. Olvidaba que él también había estado, al principio, medio loco, y hasta pensando en cosas sobrenaturales.

Cuando Jacinto empezó a convalecer, quiso su madre afianzar la curación de su espíritu refiriéndole la historia. Pero el muchacho fue insensible a tal confortante. El sabía lo que sabía... Y apenas pudo salir a la calle, una tarde larga y serena de fines de junio, llamó a la puerta del convento de Franciscanos.

La Sombra

Aquel rey Artasar, que, después de Suleimán o Salomón, fue el más poderoso y el más opulento del orbe; aquél que soñó tener un palacio como jamás se hubiera visto, para albergar en él las magnificencias de su corte y las fantásticas riquezas de su tesoro, alimentó también otro sueño, más modesto en apariencia, pero de realización infinitamente más difícil: el de aumentar su estatura. Porque conviene saber que Artasar el Grande y el Temido era de muy corta talla, y en aquellas edades heroicas se rendía culto a la exterioridad de la fuerza y de la robustez corporal. Y cuando Artasar, descendiendo de su palanquín de cedro, marfil y oro, se dirigía solemnemente al templo en que sus antecesores los Magos habían adorado al Dios vivo y donde aún persistía este santo culto, y el pueblo formaba doble muralla para ver pasar al rey, éste sufría cruelmente en el amor propio al comparar la proyección de su sombra, diminuta y sin majestad, con la de los hercúleos oficiales de su guardia nubiana, o la de los hermosos arqueros del Cáucaso, que le precedían abriendo calle. Como una especie de bufón grotesco que fuese a su lado inseparablemente, burlándose de su grandeza nominal, la ironía de su reducida sombra le acompañaba a todas partes.

Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso, le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas, provocantes a risa.

Desesperado Artasar, abrumado por la mortificación de su vanidad, que sufría cada vez que se mostraba en público, apeló a no salir de su palacio nunca. En el recinto del palacio se encerraban amenísimos jardines y bosquecillos frondosos, y Artasar, solazándose en ellos, fue olvidándose de estudiar la proyección de su sombra y de compararla a la de los demás mortales. Y así que dejó de preocuparse de cómo era su sombra, recobró la tranquilidad del espíritu, la calma del corazón, la alegría de las horas serenas y felices. ¿Qué le importaba su sombra? ¿Acaso la sombra le impedía disfrutar del ruido del agua, de la frescura de las enramadas, de los acordes de las cítaras, de los ojos de gacela y los labios de miel de las cautivas? ¿Acaso le vedaba el goce del estudio, la plenitud intelectual? Un día Artasar recordó, miró a su sombra… y se reconcilió con ella; ya no era irónica, ya no le humillaba; aquella sombra se parecía a todas; era una sombra inofensiva, natural; una sombra buena…

Y Artasar, llamando al escriba que recogía en enceradas tablillas los hechos culminantes del reinado y las máximas formuladas por el monarca para reunirlas en un libro que eclipsase al de los Proverbios de Suleimán (¡lástima que estas tablillas se hayan perdido!), le dictó la sentencia siguiente:

«Cuando andamos entre los hombres, no existimos sino por el tamaño de nuestra sombra. Cuando nos retiramos, nos hace vivir la capacidad de nuestra alma».

La Sor

Al salir de la iglesia, antes de regresar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lisboa, donde pasarían la primera quincena de luna de miel, los novios se dirigieron en coche al Asilo–Escuela de párvulos. Querían despedirse de sor Marcela, hermana de la novia… y de la Caridad.

Cuando sor Marcela entró en el locutorio y se abrazó a su hermana, el contraste fue vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul de velo y los nítidos azahares de la corona. Las figuras contrastaban no menos que los trajes. Clara, la novia, una mujerona basta, ya algo ajamonada a los veintiséis, de protuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criatura delgada y menuda, un delicioso semblante infantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admiraba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda…

—¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo… qué guapo está! ¡La Virgen vaya con vosotros!

Trataba el novio de sonreír y de chancearse con la monjita, pero una emoción profunda y mal disimulada le quitaba el aplomo: sufría cruelmente. Enamorado de Marcela desde que la conoció, desde que puso los pies en casa de los señores de Ramos, creíase curado de la pasión. Habían corrido tres años o más desde entonces; el ingreso de Marcela en el noviciado de las Hermanas equivalía a la muerte; Clara se presentaba insinuante, coqueta, «buen partido», y Antonio se dejaba arrastrar a cortejarla, a pedirla y a casarse. Y ahora, volviendo a ver a Marcela, encontrándola tan niña, tan cándida, tan ideal, el corazón le advertía: «No la has olvidado: la quieres. Erraste al tomar otra esposa. Ésta era la destinada para ti».

Mientras las dos hermanas charlaban sentadas en el duro sofá del locutorio, el recién casado evocaba recuerdos. Él nunca le había dicho claro a Marcela, allá en el siglo, que se moría por ella, que la adoraba. Un respeto, un encogimiento extraño, la veneración que infunden la honestidad y la pureza excesivas, contenían su admiración apasionada. Soñaba mucho, le traía flores, le embromaba dulcemente…, y esperaba la ocasión, la hora, el entreabrirse del capullo… Más vigilante y resuelto que él, Cristo se había adelantado. ¡La niña era monja!…

No se podía escalar el noviciado, ni romper rejas, ni saltar tapias. La prosa de la vida, dominante hasta entre la poesía del misticismo y del amor, se interponía. Antonio se resignaba o creía resignarse. Si se tratase de un cariño humano, de una boda para Marcela, se hubiese sublevado, furioso; pero ¡monja! Ante eso, ¿qué hacer? Con secreta satisfacción pensaba: «Ya no se casará».

Y estúpidamente, rutinariamente, se había casado él, sujeto quizá a la casa de los señores de Ramos por lo que en ella quedaba del ambiente y del perfume de Marcela… Sólo ahora, llegado el momento, cumplida la suerte, Antonio se daba cuenta de su verdadero estado moral. No quería a su mujer, ni podría quererla nunca, y su corazón se quedaba allí, entre las paredes del locutorio, al lado de la monjita encantadora, su único, su verdadero amor en la Tierra.

Cabizbajo, lleno de tristeza y de abatimiento invencible, el novio permanecía silencioso, sin tomar parte en la plática de las dos hermanas. Marcela, que en la vida monástica había adquirido ya la costumbre de la curiosidad pueril, se deshacía en preguntas: ¿Adónde iban los recién casados? ¿Dónde se detendrían primero? ¿Llevaban mucho equipaje? ¿Tenían propósito de visitar el santuario del Bom Jesús, una cosa tan bonita? Por fin, Clara, en un girar de pupilas, observó la actitud de su esposo. Era inequívoca. Aquellos ojos ardientemente clavados en Marcela, aquélla fisonomía entristecida y ansiosa, aquella palidez no engañaban. Clara, asociando ideas, con su suspicacia de mujer, de celosa instintiva, recordó… Hay detalles que, insignificantes en apariencia, de repente, por su enlace con otras circunstancias mínimas, adquieren terrible realce… Este trabajo mental, de concordancia y conexión, se verificaba en el cerebro de la novia, que veía lúcidamente lo actual y lo pasado. Y mientras en su alma se producía el desgarramiento de la ilusión, sus labios profirieron, atropellada, sarcásticamente, estas palabras:

—Adiós, Marcela… Tenemos prisa, ¿verdad, Antonio? Hoy nos hace mal tercio cualquiera… Adiós…

Y como la sor, cariñosamente, formulase una pregunta, la desposada respondió, con risa dura y amarga:

—¿Volver por aquí? ¡Hija, muy tarde! Nosotros somos del mundo y tú eres de Dios…

La Sordica

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado…

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?

Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

—¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

—¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.

¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de la zagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ventea el manantial cercano!

Como si La Sordica adivinase dónde estaba el más sediento, el más ansioso de aquellos desheredados, recta venía hacia Anselmo, gallardamente enhiesta para sostener el odre mejor, y en la mano una cantarita de añadidura, una cantarita de barro salpicada de divinas gotas de humedad, que a la luz del sol relucían como sueltos brillantes…

Y llegándose al segador novicio —leyendo en su cara amortecida la necesidad— le tendió la cantarita, a la cual pegó Anselmo los labios con un suspiro violento, que parecía un sollozo…

Al anochecer, cuando los enormes carros iban camino de las eras, cargados de gavillas, Selmo y La Sordica volvían juntos, por la senda que rodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, muy cerca del oído, sin duda a causa del defectillo que declara el apodo:

—Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en el querer muy aentro… Tú vas a ser mi novia… No me des un esaire, borrega, que me gustas más que el agua de tu cantarita…

La Tentación de Sor María

Siguiendo costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un escultor anónimo.

Más que inerte imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna, exclaman, enternecidas y embelesadas:

—¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñito de veras!

Turnan rigurosamente las monjitas en el oficio y honor de camareras del Jesusín, y aquel año correspondió la suerte a sor María, monja profesa, la más joven y linda de todas. Sor María ha dejado el mundo, no como suelen dejarlo otras religiosas, por contrariados o infelices amores, por sufrimientos, desengaños o escaseces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abriles, con el espíritu tan virgen como el cuerpo y el cuerpo tan hermoso como el porvenir que, sin duda, la esperaba al lado de unos padres amantes y opulentos, y en un mundo donde todo la halagaba y sonreía. Por su serena frente no ha cruzado ni una nube; no ha rozado su sien ni un aliento de hombre, y su corazón no ha palpitado sino para Dios. Su mística vocación fue tan firme, que resistió a la oposición decidida y enérgica de una familia que no se avenía a ver sepultarse en el claustro tanta hermosura y juventud. Pero sor María demostró tal júbilo al tomar el velo, que ya sus mismos padres la envidiaban, creyéndola llegada al puerto de la paz.

Sintió un gozo inexplicable sor María al ser encargada de la gran faena de vestir al Niño para depositarle en el pesebre. Jugar con aquel sagrado muñeco había sido el sueño de la joven monja en los cinco años que de profesa contaba. «¡Cuando me toque a mí el Niño, verán que precioso le pongo!», solía decir a menudo. Era llegado el instante: el Niño le pertenecía por algunas horas, y ya sus manos temblaban de emoción ante la idea de poseer la efigie del Nene celestial.

¡Con qué esmero planchó sor María los pañales por ella misma bordados y calados! ¡Con qué diligencia recogió en el jardín rosas tardías y frescas violetas oscuras, a fin de esparcirlas sobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué respeto tocó la escultura, con qué reverencia la desnudó, con qué avidez miró sus formas inocentes y con qué ímpetu repentino de las entrañas se inclinó para besarla, mordiéndole casi en las mejillas, en los hombros, en el redondo vientrezuelo!

Algunas monjas, de las más ilustradas y benévolas, estuvieron conformes en que nunca había salido tan mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio y talco y cintas de colores. Y cuando sor María se recogió a su celda y se arrodilló para rezar antes de extenderse en la pobre tarima, donde sin regalo, casi sin abrigo, dormía el sueño de los ángeles, sintióse de repente profundamente triste, y le pareció que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y que le entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, ¡oh escépticos!, de sor María. ¡No la creáis una monja liviana!

No era el amor profano y su deleitosa copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos preñados de lágrimas de fuego. Tened por seguro que la pureza de sor María llegaba al extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas. En el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones y groserías indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en aquel momento hacía sollozar a la monja era el instinto maternal, despertado con fuerza irresistible a la vista y al contacto del monísimo Jesusín...

Y mal de su grado, ofuscada por la insidiosa tentación (sólo el Maldito pudo infundirle tan trasnochados y extemporáneos pensamientos), sor María no estaba a dos dedos de renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento la sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna cabecita de rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial; nunca unos brazos mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura que le había sido dado en brazos y a la cual pudo prodigar ternezas era un chiquillo de palo, duro, frío, que ni respondía a las caricias ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y sor María, cada vez más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora fatal, de su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con que su padre amaría a un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo, con lágrimas sangrientas, como lloraría una virgen de Israel condenada a muerte, la esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón, sentenciado a no probar nunca el más intenso y completo de los cariños femeniles...

Mas he aquí que al hallarse sor María fuera ya de sentido y a punto de rebelarse impíamente contra su destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo, cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre las pupilas la membrana del topo, la incredulidad) que la celda se iluminó con luz blanca y suave, y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido e inmóvil en su invariable actitud, sino animado, hecho carne, sonriendo, gorjeando, acariciando, salió de una nube ligera y se vino apresuradamente a los brazos de la monja.

«Soy yo, tu Jesusín, el que nació hoy a las doce», parecía balbucir la criatura, halagando blandamente a sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo rompió a llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas y su reciente desconsuelo, comenzó a bailar para entretenerle, a arrullarle, a cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropó en su cama, llegándole al calor de su propio cuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, que henchían activas corrientes de vitalidad y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, hasta que la blanca aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las tentaciones, lanzó sus primeras claridades al través de la reja, y la campana llamó al templo a las monjas, que se pasmaron del resplandor extático que brillaba en el hermoso semblante de sor María...

Desde entonces sor María hace prodigios de austeridad, mortificación y penitencia. Sus rodillas están ensangrentadas, sus costados los desuella el cilicio, sus mejillas las empalidece el ayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todos los años, después de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la visita del Niño a la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas cuantas horas sor María se cree madre.


«El Liberal», 25 de diciembre de 1894.

La Tigresa

El joven príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidiós —siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma—, ocultaba en el pecho la roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería el postrero.

La mayor amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en la del tigre —en los selvosos montes de Bengala— había realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.

En sus horas de meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.

Abrumado, no obstante, por fatídico presentimiento, resolvió llamar a un penitente que tenía fama de leer en el porvenir como en abierto libro. El asceta contestó que, si el príncipe deseaba consultarle, tendría que venir a su retiro, del cual había hecho voto de no salir nunca. Aunque quisiese, no podría moverse de aquel sagrado lugar, pues para librarse de tentaciones, para no seguir a las apsaras, ninfas bellísimas que venían a hacerle momos, se había amarrado con cadenas al suelo, y ya las cadenas, cubiertas por una costra petrificada, no podían ser rotas.

Decidióse entonces Yudistira a emprender la fatigosa jornada hasta la montaña, en cuya cima se alza un templo consagrado a la misteriosa Trimurti. Llevó fuerte escolta, adoptando cuantas precauciones se le ocurrieron para ir resguardado y seguro.

Al llegar a la soledad, donde el asceta le aguardaba, Yudistira alejó su séquito, postrándose ante el hombre santo. Éste se hallaba sentado al pie de una roca, de la cual manaba un hilo de agua, formando remanso, donde los grandes lotos blancos y azules bañaban sus hojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio y terso, como jade bruñido. En medio de una vegetación tan lozana, el penitente parecía hecho de raigambre tortuosa y desecada por el sol. Yudistira, previas las fórmulas de veneración y respeto, expresó el objeto de su venida.

Con hueca voz, que parecía salir de un tubo de barro, respondió el asceta:

—Lo primero que debo decirte, ¡oh príncipe!, es que has hecho mal en venir a verme. En general, es dañosa la acción, y el hombre sólo acierta cuando se está quieto y espera sin interés el fin de su existencia, la cual no es sino apariencia, sombra vana. Pero todavía debe el hombre precaverse doblemente contra la acción, si pesa sobre él un augurio, una amenaza del destino. Entonces no debe ni respirar, pues cuanto haga servirá únicamente para apresurar lo que esté decretado.

Yudistira bajó la cabeza. Un escalofrío corrió por el árbol de su vida, por la médula de sus huesos.

—Quisiera, al menos —murmuró débilmente—, que tu ciencia rasgase el velo del peligro que me amarga. Se me figura que, conociéndolo, sin temor alguno lo arrostraré. Lo que hace sufrir es lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto venga.

El asceta calló un momento. Sus ojos, de una fijeza extática, buscaron a lo lejos la revelación. Una chispa brilló en ellos, como estrella que cayese en un pozo.

—Príncipe —dijo al fin—, el peligro que te amenaza consiste en que una hembra se acuerda sin cesar de ti; no te olvida un minuto. ¡Ay del hombre cuando la hembra lo recuerda, sea con amor o con aborrecimiento, que viene a ser lo mismo!

—¿Una hembra? —preguntó, sorprendido, Yudistira—. A ninguna he amado profundamente, y, por lo mismo, no creo haber hecho daño a ninguna.

—Haz memoria —advirtió el penitente— de que una te clavó en el brazo su zarpa y sus dientes en el hombro, mientras su ruda lengua bebía tu sangre con delicia...

—¡Ah! —respondió el príncipe—. ¿Hablabas de la tigresa que me hirió en una cacería, dos años hace? Mis gentes la mataron.

—No; no la mataron, príncipe. La dejaron medio muerta: no atendieron más que a curarte a ti. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a probar la carne del hombre, desdeña ya y mira con repugnancia cualquier otro alimento; pero —todos nuestros montañeses lo dicen— cuando es una tigresa la que gusta el manjar, no sólo lo prefiere a todo, sino que años enteros va tras el rastro de la misma persona a quien hincó el diente, apasionada, con terrible violencia de su sangre. El olfato sutil de la fiera no se engaña. Ya has oído, Yudistira, por dónde viene el hado para ti...

El príncipe dejó caer entre las manos la cabeza, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemía por su juventud, sentenciada inexorablemente.

—¿No habrá ningún medio de evitarlo? —preguntó afanoso.

—Hay uno. Deja tu reino, deja tu gloria, quédate aquí conmigo, haciendo la misma penitencia. Sólo así consentiré en desquiciar el cielo, que fuerzo con mi voluntad y mi virtud, para salvarte. Si lo hiciese para dejarte donde estuviste hasta ahora en tu palacio, en tu orgullo, en tu poder, te esperaría algo peor de lo que te espera. Acabarías por ser esclavo de otras hembras, de otras tigresas más feroces —de tus pasiones—, que están próximas a desencadenarse. Hasta hoy te han llamado el Justo. Se acerca la hora en que te llamarían el Tirano. Tú no comprendes que esto pueda suceder; yo sé de cierto que sucedería, porque te mordería la fiera de la soberbia y llegarías a no tener de hombre más que la forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali que te transporte a diferente existencia. Levanta el corazón, siéntate al borde de esta fuente y no te muevas hasta que los pájaros hagan nido en tu cabellera perfumada.

El príncipe iba a seguir el consejo del asceta, iba a convertirse en penitente humilde; pero vio que una mosca repugnante se le metía en los ojos al solitario, y que éste, superior a las apariencias y a las formas, no la espantaba... No tuvo valor de adoptar semejante género de vida: sin abluciones, sin túnicas blancas que remudar, sin bebidas frescas para las horas en que el sol asciende... Levantóse, llamó a su gente, y a fin de que no les sorprendiese la noche, emprendieron el viaje de regreso.

Al pasar por un bosque muy enmarañado, un momento se dispersó la escolta. El príncipe, aterrado, gritó para reunirla, ordenando que no cesasen de cubrir su cuerpo... Era tarde. De un seto intrincadísimo acababa de saltar una tigresa vigorosa, con brinco elástico y firme, y Yudistira sentía y reconocía los dientes blancos y agudos, que esta vez no habían hecho presa en el hombro, sino en el cuello, en cuyas venas la lengua ardiente absorbía la sangre cálida y roja.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 43, 1909.

La Turquesa

Aquel agregado a la Embajada rusa en París era un tipo de raza. Su rostro tenía una figura que recordaba, no la del corazón tal cual es, sino como suelen pintarlo: exageradamente ancho en la frente y los salientes pómulos, acababa en punta, con una barba color de venturina, ensortijada en rizos menudísimos, donde la luz encendía toques de oro rojo. Sus pupilas verdosas, por lo general dormidas en una especie de ensueño amodorrado, de súbito fulguraban. Sus manos largas y de afilados dedos daban tormento al cigarrillo, que no se le caía de la boca, turco, de larga boquilla y saturado de opio.

Con un eslavo tan típico, genuino —por consiguiente, civilizado sólo por fuera, en la superficie—, se puede hablar de religión. Las almas de estos bárbaros están todavía impregnadas de esencia de nardo espique; el pomo de Magdalena las perfuma. El misticismo es allí producto natural de la tierra; no escuela literaria, como en Francia, ni pasión política y disciplina social, como ha venido a ser en otros países latinos. La burla ininteligente del racionalismo no hallaba camino por entre los labios de mi amigo ruso, bien dibujados y sinuosos cual el de las antiguas iconas. Y lo que me agradaba en el trato del diplomático era eso precisamente: sintiéndome yo también de mi raza —pero de mi raza cuando sus energías sentimentales no se habían gastado—, podía con el joven diplomático hablar de muchas cosas inaccesibles a los volterianos sin ingenio y a los escépticos sin profundidad, que componen lo más visible de la pléyade intelectual.

Éstos encontraban a Fedor Zanovitch —tal era el nombre del ruso— o loco y visionario, o insulso y desabrido. Y a mí no sé qué calificación me aplicarían. Más desdeñosa aún debía de ser la que merecíamos a los mundanos, hombres de placer y de club. Ver a dos muchachos —hoy se es muchacho hasta mucho más allá de los treinta— prescindiendo de lo que para ellos constituye la única sal de la vida; indiferentes al sport, a la galantería y al juego; entregados a una charla trascendental, ¡era espectáculo tan extraño! Pero como el mundo ha perdido hasta la noción del atractivo de lo extraño, que algunas veces es forma de la noble curiosidad del espíritu, debo creer que sólo desprecio sentirían hacia nosotros, y con sátiras únicamente nos comentarían, dado caso que nos comentasen…

El misticismo de mi amigo Fedor iba acompañado de mucha dosis de superstición sombría. Creían en la influencia de la mirada, en la fatalidad de ciertos números, en los días nefastos, en lejanas fuerzas que actúan sobre nosotros sin que lo podamos evitar. Muy a menudo le encontraba yo preocupado, mirando atentamente a una gruesa turquesa que llevaba en el dedo meñique y era de las más hermosas que yo he tenido ocasión de ver: de un azul limpio como el cielo en primavera, y de una lisura de cristal opaco.

—¿Qué tiene esa turquesa —le pregunté un día— que el mirarla le pone a usted tan ceñudo y tétrico?

Calló un instante, mientras la espiral del cigarrillo, en finas volutas, ascendía hasta el techo de la habitación en que charlábamos. Era el despacho de Fedor, amueblado con los divanes que todo eslavo prefiere para dormir y soñar, y con trofeos de ricas armas incrustadas y prolijamente cinceladas, de las que todavía hoy se fabrican en las provincias orientales o se recogen en algaras de guerra contra los pintorescos montañeses del Cáucaso. Sobre el sillón en que Fedor escribía, enorme águila disecada abría sus alas de leonada pluma.

Al fin, el ruso, como si saliese de una abstracción invencible, levantó la cabeza y volvió a considerar atentamente la piedra preciosa, que en su engarce de oro dormía como un trozo de lago sin transparencias.

—Esta turquesa —repitió pensativo—, esta turquesa… No crea usted que es recuerdo de un amor, ni herencia de familia, ni nada… Es lo más prosaico. La he comprado en la feria de Nijni Novgorod. Allí, como usted no ignora, el granate, el topacio, el rubí, la turquesa, se venden en gran escala, a puñados. Sin embargo, desde que los industriales europeos han aprendido el camino, las cosas van de un modo diferente, y ya funciona la balanza, en vez de la esportilla con la cual se medían las piedras a lance, gruesas con menudas…

—Pero —interrumpí— eso no tiene que ver…

—Ésta —prosiguió como si no hubiese oído— es turquesa de Persia, auténtica; no turquesa fósil, como son la mayor parte de las que se venden por aquí en joyería. Las turquesas fósiles, que valen muy poco en relación a las persas, son (esto puede que usted lo ignore) las que se ponen pálidas y verdosas cuando sus dueños enferman; las que hasta se mueren (es la palabra admitida) cuando se mueren ellos también…

—En efecto, lo ignoraba —respondí—. Suponía que todas las turquesas…

—No, las de Persia, no —murmuró el eslavo, arrojando la colilla de su cigarrillo en una copa de plata—. Las de Persia son inalterables. Yo la quería precisamente de Persia; la compré en bruto o al menos mal labrada; la hice analizar en su composición y tallar de nuevo, y tengo certeza absoluta de que se trata de una de esas piedras cuya exportación tenía prohibida el sha y en las cuales los fieles musulmanes graban versículos del Corán en oro.

—Y, con todo eso… —insistí, volviendo al asunto de la preocupación de mi amigo.

—Con todo eso —repitió, acariciándose aquella barbita de rizado metal—. Con todo eso, la turquesa ha palidecido ligeramente algunos días, y yo, en esos mismos días, he estado enfermo o en peligro de muerte… Por ejemplo, cuando el secretario, el conde Veriaguine, me ha llevado en automóvil a Pau y hemos chocado contra unos árboles… Momentos antes, la condesa Veriaguine se había fijado, a la hora del almuerzo: la turquesa no tenía su color habitual. Me embromaron, diciéndome que la piedra sería fósil, el diente de algún mastodonte; yo defendí mi turquesa; pero noté también el fenómeno. Media hora después ocurría el accidente; el mecánico quedó muerto; Veriaguine aún cojea de su pierna rota… Yo sufrí heridas… Con mi restablecimiento volvió el color de la turquesa. Y ahora…

Alargó la mano. El sol, entrando por la ventana de vidrios chiquititos, emplomados, daba de lleno en la piedra. En efecto, su matiz, tan puro, tan celeste, parecía alterado. Una verdosidad ligera lo empañaba.

—Yo digo lo mismo que la condesa Veriaguine. Será fósil.

—No lo es.

La sequedad de la afirmación me probó que el ruso estaba más afectado por el agüero de lo que parecía.

—¿Sabe usted lo que haría yo, Fedor? Vender la turquesa hoy mismo.

—No, eso nunca. La turquesa me avisa; yo debo escucharla. ¿No recuerda usted lo que tantas veces hemos hablado? De regiones que no conocemos por la razón, pero que incesantemente se revelan a nosotros por el sentimiento, nos llegan estas advertencias misteriosas, que los necios escépticos no atienden. La única verdad, la única realidad —porque el mundo es aparencial— se encierra acaso en este tono verdoso de una piedra que, según la ciencia y la materia, dos absurdos, no puede verdear nunca… ¿Está el color en nuestros ojos? ¿Está en este compuesto de alúmina y ácido fosfórico? ¿Qué más da? La eternidad me habla por medio de él. Mis días están contados.

Hice que me echaba a reír; le di las consabidas palmadas españolas en el hombro; protestó… Y me lanzó una de sus miradas de relámpago.

—Esta vez es más serio que lo del automóvil. Me he preparado bien. Todo está dispuesto. La gran Mística puede venir. La aguardo…

—Vaya, Fedor, un paseíto para disipar estas ideas tontas…

A la mañana siguiente me llamaron con urgencia a la cabecera de mi amigo, que tenía fiebre alta… A los ocho días se declaró el tifus. Era de los que no perdonan.

Recogí la sortija; cometí ese inocente robo. Estaba enteramente verde.

Como todos, aun sin querer, tenemos algo de racionalistas, la hice analizar. Era legítima de Persia.

La Última Ilusión de Don Juan

Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que a Don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su satisfacción los sentidos y, a lo sumo, la fantasía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y yo os digo, en verdad, que esas gentes superficiales se equivocan de medio a medio, y son injustas con el pobre Don Juan, a quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el alma inundada de caridad y somos perspicaces… . cabalmente porque, cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.

A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo alimentó y sostuvo Don Juan su última ilusión… , y cómo vino a perderla.

Entre la numerosa parentela de Don Juan —que, dicho sea de paso, es hidalgo como el rey— se cuentan unas primitas provincianas muy celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban laBeatita. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase a una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la morena «de la servilleta», llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor vagabundo de Don Juan le impulsaba a darse una vuelta por la región donde vivían sus primas, iba a verlas, frecuentaba su trato y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún a la santa hacia el perdido, os diré que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos… . y después de esta explicación nos quedaremos tan enterados como antes.

Lo cierto es que mientras Don Juan galanteaba por sistema a todas las mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos los hombres, veníase a la mano de Don Juan como la mansa paloma, confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones de los primos podía oírlas el mundo entero; después de horas de charla inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba a la cocina o a la despensa a preparar con esmero algún plato de los que sabía que agradaban a Don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo tiempo por abrasados arenales.

Cuando Don Juan levantaba el vuelo, yéndose a las grandes ciudades en que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y él contestaba en pocos renglones, pero siempre. Al retirarse a su casa, al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal o vibrantes aún sus nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño —porque también Don Juan los cosecha—; al prepararse al lance de honor templando la voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reír; al blasfemar, al derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores bienes que nos ofrece el Cielo, Don Juan reservaba y apartaba, como se aparta el dinero para una ofrenda a Nuestra Señora, diez minutos que dedicar a Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres podían llevarse en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase el leal afecto de Estrella laBeatita. A cada carta ingenua y encantadora que recibía Don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y el culebreo del rayo, pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se esclarecía un poco, divisaba Don Juan blanca figura velada, una mujer con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.

En efecto, corrían años, Don Juan se precipitaba despeñado, por la pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan gratas a Don Juan estas cartas, que había determinado no volver a ver a su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre a Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las epístolas de Don Juan, a la verdad, expresaban vivo deseo de hacer a su prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le impedía a Don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo realizaba, que la gana no debía de apretarle mucho.

Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió Don Juan, en vez del ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire! Estrella pedía a don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le confesaba que iba a casarse muy pronto… Se había presentado un novio a pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, a quien el padre de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones de «todos» habían decidido a la santita, que esperaba, con la ayuda de Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo.

Quedó Don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo lanzó con desprecio a la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le hubiese tratado de bellaco calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma, sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!

Desde aquel día, Don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y el que aún tenía algo de hombre, es sólo fiera, con dientes para morder y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una carcajada cínica; su amor, un latigazo que quema y arranca la piel haciendo brotar la sangre.

Me diréis que la santita tenía derecho a buscar felicidades reales y goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de los poetas, menos malo es ser galeote del vicio que desertor del ideal. La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor irrealizable. Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los dos, el verdadero soñador.

«El Imparcial», 18 de diciembre 1893

La Venganza de las Flores

I

Era encantadora aquella criatura, cuyo cuerpo delicado y blanco parecía hecho de pétalos de rosa.

Su cabecita pequeña y dulce estaba adornada por espléndida cabellera rubia, que juntamente con aquellos ojos azules y melancólicos, con aquella sonriente boca que se dibujaba bajo la correcta naricilla y con aquel cuerpo alabastrino e impecable que se erguía entre un mar de gasas y terciopelos, sedas y encajes, causaba en el ánimo una impresión tierna, sencilla, algo así como la contemplación de una blanca azucena sobre el campo obscuro, algo como la impresión visual de esas irisadas espumas que a veces cabalgan sobre las crestas de las olas, amenazando deshacerse y pulverizarse a cada instante.

II

La niña marchaba sonriente por el campo una hermosa tarde de primavera en que el sol, ya en su ocaso, teñía de rosa las lejanas nieves de la sierra y pintaba el horizonte con arreboles de fuego y sangre.

La joven, al pasear, cortaba incesantemente margaritas y violetas, primaveras y alelíes salvajes, azules campanillas y blancas correhuelas, que iban formando un inmenso brazado de penetrante olor. Y entonando una alegre canción, daba voz a la soledad augusta de los campos, que con su silencio preparábanse para el sueño general de la Naturaleza.

III

Cansada ya la niña de la excursión hecha a través de las praderas, se retiró a su gabinete para descansar de tan fatigoso día.

Colocó las flores al lado de su almohada, desciñó de su cuerpo la flotante bata, deshizo sus rubias trenzas y reclinó su gracioso cuerpo sobre el blanco lecho, que la recibió amorosamente.

Entretanto las margaritas bajaban sus blancas corolas llenas de vergüenza, las violetas escondían sus moribundos pétalos tras los lívidos de las campanillas, que llenas de amargura se apretaban contra las correhuelas pálidas de envidia, pues todas ellas eran menos hermosas que la joven durmiendo.

Hablaron las flores en ese misterioso idioma que sólo comprenden ellas y las mariposas, pusiéronse de acuerdo tras larga discusión, y quedó acordada una venganza tan terrible como lo son todas las de las bellas mortificadas en su amor propio.

IV

Cuando al día siguiente los juguetones rayos del sol entraron por las rendijas del gabinete juntamente con los gozosos trinos de los pájaros que saludaban el amanecer, encontráronse a la linda criatura inmóvil sobre la cama, con uno de sus desnudos brazos extendido fuera de las sábanas, mientras su delicada cabeza, exánime y yerta, se inclinaba pesadamente hacia las ya mustias flores.

Éstas habían consumado su venganza: el venenoso gas carbónico que exhalan durante la noche las había librado de la rival de su belleza.

La Ventana Cerrada

—Si alguna febril curiosidad he padecido en mi vida —declaró Pepe Olivar, el original escritor que hizo ilustre el prosaico seudónimo de Aceituno—; si me convencí prácticamente de que por la curiosidad se puede llegar a la pasión, fue debido al enigma de una ventana cerrada siempre, y detrás de la cual supuse que vivía, o más bien que moría, una mujer a quien no conseguí ver nunca... ¡Nunca!

—Eso parece leyenda de antaño, cuento misterioso de la época romántica —exclamó uno de nosotros.

—¿Y tú te figuras, incauto —repuso Aceituno sarcásticamente—, que ha inventado algo el Romanticismo? ¿Supones que no hubo románticos sino allá por los años del treinta al cuarenta? ¿Desconoces el romanticismo natural, que no se aprende? ¿Piensas que la imaginación puede sobrepujar a la realidad? Las infinitas combinaciones de los sucesos producen lo que ni aún entrevé la inspiración literaria. De esto he tenido en mi vida muchas pruebas; pero la historia de la ventana... ¡ah!, esa pertenece no al género espeluznante, sino a otro, poco lisonjero ciertamente para mí... Con todo, no careció de poesía: poesía fueron, y poesía de gran vibración, las violentas emociones que logró producirme.

Supón que yo era muy muchacho: iba a cumplir los diecinueve, y desde C*** acababa de trasladarme a Madrid para completar mis estudios en la Facultad de Medicina y despabilarme (así decía mi padre, que me tenía por un rapaz encogido y torpe). Es frecuente que los chicos, por exceso de sensibilidad, parezcan lerdos; así me pasaba a mí; andaba por el mundo como dormido, mientras en mi interior se representaban novelas, dramas y tragedias, siempre con el mismo protagonista, siempre con el mismo protagonista: el pobre estudiante de Medicina, que desde el balcón de una casa de huéspedes de las más baratas miraba pasar el torbellino de la corte, el descenso de los elegantes trenes hacia el paseo y los toros, el movimiento incesante, vertiginoso, de una de las grandes arterias madrileñas.

Dominaba mi balcón del cuarto piso no sólo la ancha calle que sabéis, sino las estufas, dependencias y jardines de cierto magnífico palacio. Cuando el bullicio callejero me aburría; cuando, rendido de estudiar para prepararme a los exámenes o de tragar libros y almacenar conocimientos, o de darme un atracón de versos, soñaba con siestas en el campo y excursiones al través de las rientes campiñas galaicas reposaba fijando la vista en lo que familiarmente llamaba «mi jardín». Dada la penuria de vegetación del interior de Madrid, el tal jardín se me figuraba un oasis consolador de la estrechez de mi cuarto, del tiesto de albahaca tísica que cultivaba mi patrona, de la falta de dinero para salir al campo los domingos. Frondosos y crecidos eran los árboles que sombreaban la fachada del palacio; pero, en otoño, los de hoja caduca, al despojarse de su rozagante vestido verde, me descubrían, en el segundo piso, en el ángulo del edificio, muy distinta del pórtico por donde salían los carruajes, «la ventana»...

Al pronto no extrañé que aquella ventana, alta y rasgada, fuese la sola que jamás se abría, la única que, protegida siempre por el abrigo de su tupido cortinaje de seda, permanecía velada como un santuario y cerrada como la reja de una prisión. Así que caí en la cuenta, lo único que me atraía del palacio espléndido era la ventana dichosa. Mi vista, que antes registraba afanosamente los dorados salones, las bien decoradas estancias, los gabinetes llenos de delicados chirimbolos, el lujo severo del comedor, con sus bandejas de plata repujada, y sus flamencos tapices —cosas que daban idea de una vida superior, desconocida para mí—, ahora desdeñaba tal espectáculo, y «atraída por un imán más poderoso», como dice Hamlet, no se apartaba del ángulo del edificio, de la ventana nunca abierta.

Con insinuantes preguntas a mi patrona, haciendo charlar a mis compañeros de hospedaje y café, que se jactaban de conocer a fondo la crónica madrileña, quise averiguar la biografía de los moradores del palacio. Si bien todos afirmaban saberla a ciencia cierta y con pelos y señales, al precisar solo obtuve datos truncados y hasta contradictorios, que me pusieron en mayor confusión.

El dueño del palacio era un opulento magnate que había pasado larguísimas temporadas en el extranjero desempeñando altos puestos diplomáticos. Por su alejamiento de la Patria y por su carácter reservado y altanero, tenía en Madrid, escasos amigos y contadas relaciones, y era de los que ni se dejan ver ni quieren gente. Al tratarse de la familia del señorón, empezaban las opuestas versiones y las noticias novelescas. Según unos, el magnate estaba viudo de cierta bellísima inglesa, y tenía consigo a una hija no menos hermosa, único fruto de su enlace; según otros, la inglesa no había muerto y residía en el palacio secuestrada por los bárbaros celos del esposo... Gentes de imaginación volcánica aseguraban que la dama emparedada del palacio no era sino una odalisca robada en Constantinopla, y muchos la convertían en princesa circasiana venida de los países donde es más puro el tipo humano en la raza blanca, y donde la mujer, satisfecha con tener a su lado al señor y dueño, no aspira ni a sentir en las losas de la calle su diminuta babucha bordada de perlas... Estas suposiciones, me derramaron en las venas vitriolo y fuego. ¡Recuerdo que frisaba yo en los veinte años, y que no había amado aún! Noches enteras me pasé fantaseando la ventana cerrada que guardaba, a mi parecer, la clave de mi destino. Con el corazón palpitante espiaba la aparición de la mujer que alguna vez, fatalmente entreabriría el cortinaje y pagaría mis miradas con una sola, resumen de la dicha... No me cabía duda; la primera ojeada de la cautiva sería chispa de rayo, premio de mi insensata y romancesca devoción... Me procuré unos gemelos marinos para mejor escrutar el arcano de la ventana. Conté las mallas del encaje del transparente, las bellotas de pasamanería del cortinaje doble, los arabescos del brocado... Cuando se encendían dentro las lámparas, yo veía pasar y repasar una sombra gallarda, esbelta, ya arrastrando flotante bata, ya ceñida por severo traje oscuro; sombra divina, cuerpo de mi ensueño loco... ¿Lo creerán o dirán que exagero? Hasta tal punto me sacaban de quicio la dama invisible y la ventana cerrada, que eran indiferentes a mi juventud fogosa todas las mujeres y se me hacía aborrecible la lectura como no encontrase en los libros alguna situación semejante a la mía...

¡Los planes que forjé! ¡Los delirios que se me ocurrieron! ¿Por qué secuestraban a aquella mujer celestial? ¿Qué tirano, qué verdugo era el magnate? ¡Qué nombre daba a sus derechos? ¿Padre? ¿Marido? ¿Raptor y amante celoso? ¿Había yo de tolerar el crimen? ¿No podía el oscuro estudiante, el cero social, libertar a la prisionera? ¿Tanto costaba escalar la tapia, saltar la puerta, aprovechar descuidos de los servidores, deslizarse escalera arriba, aparecer de súbito en el cuarto de la hermosa, caer a sus pies y decir en voz conmovida: «Aquí me tienes; el cielo te depara un redentor»?

Sólo que del pensamiento al hecho... A pesar de mi fiebre amorosa y heroica, el aspecto señorial del palacio, la gravedad del portero de librea de gala, lo sólido del enverjado, los ladridos roncos del colosal dogo de Ulm, la saludable memoria del Código y también la certidumbre de mi bolsillo vacío (no hay cosa que así cohíba), hacía que mis propósitos se desvaneciesen como el humo. Y quiso la pícara casualidad que una mañana que me levanté muy resuelto, al mirar al jardín y al palacio, pensé que me daba un accidente... ¡La ventana, la ventana!, estaba abierta de par en par.

Exhalé un grito, asesté los gemelos... La habitación, un elegante y muelle boudoir femenino, se encontraba vacía, desierta, solitaria... Recorrí las demás ventanas del palacio, todas abiertas, y en los salones ni alma viviente... El portero, ya sin librea, fumaba en el jardín; dos mozos retiraban plantas y jarrones a la estufa. Bajé mis cuatro pisos, crucé la calle, me llegué a la verja, tiré de la campana, pregunté... los señores, la víspera, se habían marchado a Berlín.

—¿Y llegaste a averiguar, ¡oh insigne Aceituno!, quién era la dama secuestrada?

Pepe Olivar sonrió con ironía y humorismo, no sin mezcla de tristeza y nostalgia, su sonrisa propia, la marca de su estilo.

—Reíos también, ¡es muy chusco! Era la esposa del magnate una inglesa... y secuestrada, ya lo creo..., pero por su propia voluntad, único medio de que no rompa sus hierros una mujer. Esta padecía una enfermedad de la piel; una de esas afecciones tercas y repugnantes que desfiguran el rostro. De flor de Albión se había convertido en berenjena madura..., y como la prescripción era evitar la más leve corriente del aire, no salía del tocador... Por otra parte, no quería que la viese nadie con la cara echada a perder. Un doctor alemán restauró las rosas y la nieve de aquella faz, que yo adoré sin haberla visto.

La Vergüenza

Cuando se pasa una temporada en un pueblecillo de corto vecindario y se adquieren en él —a los dos días— esos amigos cordialotes y pegajosos, empeñados en identificar su vida con la nuestra, lo primero que averiguáis son las historias íntimas de las mujeres y los fregados y guisados políticos de los hombres. Cada amigote nuevo quisiera mostrarse mejor informado que los restantes, y vienen la exageración a recargar el relato… La exageración de lo conocido, porque, en el terreno de lo desconocido, la realidad suele dejarse atrás a los más fantásticos novelistas.

He notado también que si un pueblo no posee ni iglesias góticas, ni cuadros del Greco, ni escuelas fundadas por un filántropo, ni batalla dada en las cercanías, como en algo se ha de fundar el amor propio, el pueblo lo funda donde puede, y se jacta de poseer la vieja nonagenaria más carcomida, el bandido más jaque, el cura más integrista o el boticario más librepensador de la provincia entera. A menudo alábase un pueblo de encerrar en su recinto a la hembra más alegre de cascos, o a la más honesta y recatada; dijérase que ambos extremos envanecen por igual: es cuestión cuantitativa. Así, en el pueblecillo de Vilasanta del Maestre, donde me confinaron algún tiempo vicisitudes del Destino, preciábanse del pudor exaltado de cierta mujer a quien nadie veía sino en misa, y a quien me propuse conocer y tratar. El pueblo la llamaba Carmela la Vergonzosa, y atribuía a su vergüenza todas las desdichas de su vida frustrada.

Carmela habitaba una casa algo desviada del pueblo, al margen de la carretera y con un huerto que cercaban altas tapias, de las cuales se desbordaba el ramaje nudoso y fresco de viejos manzanos y perales. Decíase que ella misma cultivaba el huerto, su única hacienda, y se mantenía con las patatas y las coles, la fruta y el maíz allí recogidos. También cosía de blanco para fuera, y la costura le daba con qué vestir y calzar, cebar la lámpara de petróleo, cuya claridad se veía a través de las grietas de las maderas, y otras humildísimas necesidades de su existencia casi monástica. Hasta se añadía que juntaba ochavo a ochavo el dote, con resolución de entrar en el convento de Clarisas de Negreda, tan apacible, tan callado, tan mohoso de antigüedad y tan saudoso de ambiente como el propio huerto de la Vergonzosa.

¿En qué le había perjudicado aquella condición especialísima de su alma, aquella misteriosa delicadeza que pude notar desde el primer día en que la vi? Para conocerla apelé al recurso más vulgar: la esperé a la salida de misa mayor. Me equivocaba; no tardaron mis noticieros en darme mejores informes. Carmela cumplía el precepto en la ermita de San Román, una iglesuela agazapada en la vertiente de un cerro, adonde los fieles no quieren subir y en que la única misa se celebraba al amanecer. En estas condiciones, mi presencia tuvo que ser notada. Sólo dos mujerucas aldeanas y Carmela se encontraban dentro de la ermita. La vi arrodillada y de espaldas; un pañuelo de seda oscuro cubría su cabeza, y, por la postura, casi barría el suelo el cabo ondeado de sus trenzas rubiales, comprimido por una cinta negra, como haz de hebras de luz que asiese apretadamente una mano. Al terminar el oficiante los rezos últimos, aún no se levantó Carmela; y yo, arrimado a la tosca y sucia pila del agua bendita, pensaba en la suerte de la muchacha. Por vergüenza de confesarle a su madre que se casaría gustosa, la destinaron a monja, reservando a su hermana Jacinta para el matrimonio; vino un primo indiano, bueno mozo, rico; hubiera preferido a Carmela la rubia; pero Carmela tuvo vergüenza de dar a entender que le aceptaría con gozo, y el primo a Jacinta se unió. Vivían juntos, con desahogo, con lujo casi; el primo se guiaba en todo por la cuñada; la cuñada tuvo vergüenza de aquella adoración tímida…, y se retiró a la casita de las afueras con su madre. La madre murió; el primo ofreció a Carmela la herencia toda; Carmela, avergonzada, sólo aceptó la casita y el huerto… «¿Vergüenza? —repetía yo—. ¿No tendría otro modo de ser este nombre?… ¿No se llamará “dignidad”?».

Ya salía; se acercó a la pila, y la vi de frente. Era bonitilla, de aniñadas facciones, de boca sinuosa, acapullada, reveladora de la pasión en la mujer. Humedecí los dedos en el agua, y se los tendí, saludando. Me clavó, asombrada, los garzos ojos… No sabré explicar cómo se encendió su cara: fue lo mismo que si la alumbrasen de pronto con una bengala roja. Bajó los luengos párpados de seda, tocó en el aire mis dedos atrevidos, se cruzó la frente, y salió, aunque queriendo conservar el paso, lento del respeto a la iglesia, apresurándose involuntariamente.

Y la seguí. Llegué detrás de ella hasta la puerta de su tapia, que abrió con llave, temblándole, a mi parecer, las delgadas manos. Entró, cerró, y ya no vi más que el ramaje caduco de la pomarada, ni oí sino a una tórtola que plañía oculta en él: «¡Arróo! ¡Arróo!». Su canto me pasaba el corazón de pena; no sé por qué, en un rapto lírico me parecía encontrarme abandonado, sin pareja en el mundo… Todo por haber visto unas hebras doradas esparcidas sobre una falda de lana negra y una lumbrarada ruborosa de sol poniente en una tez de mujer.

En suma: yo me creía enamorado de Carmela, la Vergonzosa. ¡Ojalá lo estuviese! A estarlo, porfiaría doblemente en hablarle, en acercarme a ella, y tal vez hubiésemos sido felices… Rondé su tapia, deseoso de escuchar el golpe del azadón con que cavaba el huerto, esperanzado en que un día cantase o llamase a una gallina o al perro del guarda… Nunca oí más que el acento lleno de enfermiza nostalgia de la tórtola, que parecía decir: «Sólo el dolor es verdad…». Espié sus ventanas, por si cruzaba su sombra; fui cien veces a la ermita, y me convencí de que Carmela tenía vergüenza de oír misa si junto a la pila del agua bendita la esperaba el contacto de la yema de mis dedos, cargados de eléctrica energía, mensajeros de un estado de alma…

En el pueblo se formó una leyenda. Quizá sería Carmela la única que la ignorase. Mis amigachos me crucificaron a bromas. Yo era un sandio si no escribía una carta incendiaria o si una noche de luna no saltaba las tapias del huerto. Y lo hubiese hecho, a no contenerme una fuerza extraña, invisible: la fuerza de aquella vergüenza sagrada, celestial, el verdadero atractivo de Carmela para mí… Postrado ante la imagen de la Vergonzosa, que llevaba impresa en mi fatigado corazón, la flor del capricho iba cristalizando en respeto; el amor se volvía culto. De tal manera, que sería ya un desencanto para mí si Carmela se asomase, si su voz o su andar resonasen detrás de los tapiales que la frondosidad de los manzanos abruma. Y así, bendiciendo la misma vergüenza que me apartaba de Carmela hasta la eternidad, salí de Vilasanta del Maestre, cuando me llamó a otra parte mi estrella, sin que nunca haya sabido qué fue de mi sueño de un instante.

La Visión de los Reyes Magos

(Los Reyes Magos regresan a su patria por distinto camino del que vinieron, a fin de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la estrella no los guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo lejos resuena el cavernoso rugir de un león.)

BALTASAR.— (Acariciándose la nevada y luenga barba y moviendo la anciana cabeza a estilo del que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse de rodillas en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella, que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo que cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecía al Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación, y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura que se ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los cuales oscilan blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su cabeza una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra corren a los pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo de la autoridad real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese sacrílego.

GASPAR.— (Enderezándose sobre su montura, requiriendo la espada, frunciendo las cejas y echando chispas por los ojos.) Patriarca de los Magos, bien te lo pronostiqué. El nacido Rey de los judíos no es el vil mercader que quiere atesorar riquezas sin cuento en los subterráneos de su morada. La codicia rebaja el alma y la hace pegajosa y grosera como la arcilla que, despreciándola, pisamos. Mi don es el único que pudo complacer al Primogénito de la Virgen. Tú le trajiste oro, por monarca; yo, mirra, por hombre. Hombre ha querido nacer, y el llamarse hombre será su mejor título. La mirra amarga como el vivir, y como el vivir, sana y fortificante; he ahí lo que conviene a quien ha de realizar obra viril, obra de vigor y salud. ¿Creéis que se puede ser grande, noble y fuerte sin gustar el cáliz amargo? Aquí me tenéis a mí, ¡oh sabios!: he combatido, he sufrido, he vencido monstruos, he lidiado con tentaciones horribles, me he visto mil veces en mano de mis enemigos, y el soplo del martirio ha rozado mi sien. Pues sólo un día he llorado, y una gota de mi llanto, cayendo en el ánfora de la mirra, le prestó su tónica y sabrosa amargura y quizá su balsámico perfume. Yo también veo al Niño, Baltasar; pero le veo combatiendo, arrollando, venciendo, aplastando dragones, sometiendo a su yugo a la Humanidad, sufriendo y regando con sangre una palma. Bien hice en traerle mirra.

MELCHOR.— (Tímidamente, con humildad profunda.) Yo no sé si habré acertado y, sin embargo, por la alegría que me inunda presumo que el Niño no rechaza mi don. Tú, venerable y doctísimo Baltasar, le obsequiaste con oro considerándole Rey. Tú, indomable y valeroso Gaspar, le trajiste mirra, teniéndole por hombre. Yo, el último de vosotros, el más ignorante, el etíope de negra tez, le ofrecí unos granos de incienso, pues mi corazón le presentía Dios.

BALTASAR y GASPAR.— (Atónitos.) ¡Dios!

MELCHOR.— (Con fe y persuasión ardiente.) Sí, Dios. Ahora mismo, en medio de esta serena noche, sobre el limpio azul del cielo, he visto resplandecer su divinidad. Ahí están las naciones postradas a sus pies y redimidas por Él, y por Él igualados todos los hombres. Mi progenie, la oscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet. Las antiguas maldiciones las ha borrado el sacro dedo del Niño. No le reconocéis así al pronto, porque es un Dios diferente de los dioses que van a morir: no condena, ni odia, ni extermina; ama, reconcilia, perdona y sólo con acercarme a Él noto en mi corazón una frescura inexplicable y en mi espíritu una paz que glorifica. Así que llegue a mi reino abriré las prisiones, licenciaré los ejércitos, condenaré los tributos, daré libertad a mis concubinas y me pondré desarmado en medio de la plaza pública a confesar mis yerros y a que mis enemigos, si lo desean, tomen venganza de mí.

BALTASAR.— Me dejas confuso, Melchor. Tu creencia se asemeja a la locura.

GASPAR.— No te entiendo bien, Melchor. Tu creencia me parece afeminada, impropia de un rey.

MELCHOR.— No sé defenderla con razones. Hago lo que siento.

BALTASAR.— Mi dádiva era preciosa.

GASPAR.— La mía era digna y noble.

MELCHOR.— La mía expresa mi pequeñez, y sólo significa adoración.

BALTASAR.— Reuniendo las tres en una, quizá obtendríamos algo que hiciese sonreír al prodigioso Niño.

GASPAR.— No puede ser. ¿Dónde habrá un don que convenga al Rey, al Hombre y al Dios juntamente?

(La luna brilla con claridad más suave, más misteriosamente dulce y soñadora. El desierto parece un lago de plata. Sobre el horizonte se destaca una figura de mujer bizarramente engalanada y ricamente vestida, hermosa, llorosa, con larga cabellera rubia que baja hasta la orla del traje. Lleva en las manos un vaso mirrino lleno de ungüento de nardo, cuya fragancia se esparce e impregna la ropa de los Magos, y sube hasta su cerebro en delicados y penetrantes efluvios. Y los tres Reyes, apeándose y prosternados sobre el polvo del desierto, envidian, con envidia santa, el don de la pecadora Magdalena.)


«La Época», 6 de enero de 1895.

La Zurcidora

Hacía su labor sin tregua, sin descanso, a todas horas. Creyéndose que sólo zurcía cuando su aguja, reuniendo labios de desgarrones en los tejidos o juntando las orillas del corte dado por el filo de la espada, iba formando una tela ancha y doble; porque esto tiene el zurcido bien dado: refuerza la traba. En realidad seguía zurciendo en todos los instantes de su vida, y no eran sólo sus dedos los que trabajaban obstinadamente, sino su voluntad, foco de calor y de amor.

A medida que iba entretejiendo los fragmentos de rica tapicería, en cuyo fondo se divisaban ciudades, fortalezas, multitudes con blancos albornoces y desnudas cimitarras, la zurcidora sentía que dentro de su espíritu palpitaba algo nuevo, y su humilde trabajo de mujer, que alternaba con el de la rueca y el huso, el bordado y el telar, adquiría una grandiosidad no sospechada. Su aguja, día tras día, ensanchaba los términos de la historia, y se diferenciaba de la de Penélope en que la idea de deshacer ni una sola puntada jamás pudo caber en aquella cabeza firme, sana, clásica como la de una escultura de Berruguete.

Y al ir y al venir de su aguja, notaba algo singular. Según crecía el tapiz, iba envolviéndolo un reflejo luminoso, extendido por toda su superficie. La zurcidora, aunque tan modesta, sentía el engreimiento de la obra realizada lenta y animosamente; y, ante la realidad, palpitaba de gozo. Era el sol de Castilla y Andalucía, que dora las mieses, el que extendía su oro intenso por la tela, cada vez más larga, más amplia, más trabada, más resistente.

La zurcidora, mientras adelantaba en la labor, repasaba su biografía, admirándose de que fuese ella misma la obrera de algo tan grande. Se veía niña, en Madrigal, bajo el cielo azul zafiro de Ávila, ante el campo gris sembrado de cantos redondos que parecían enormes testas de moros gigantes. Se veía en Arévalo, en el entristecido ambiente de la viudez de su madre, atacada de la misma enfermedad mental que sufrieron tantos de la trágica dinastía. Se veía después pretendida por un vasallo, y aún se le encendían las mejillas de vergüenza. Se veía solicitada por herederos de coronas, y aquí sus recuerdos empezaban a relacionarse con el zurcido del tapiz. Por primera vez, al otorgar la preferencia al infante de Aragón, tomó la zurcidora su aguja, y, juntando los retazos gloriosos, estrechamente y para siempre, unió el fragmento que ostentaba las barras con el que blasonaban los castillos. Saliole el zurcido perfecto, duradero, invisible. Ni aun se conocía por donde la diestra aguja de la magnánima labradera había pasado. Además de los blasones, representaba el tapiz, sobre sus lizos, episodios como de novela de caballerías y aventuras. Un galán va en pos de su dama, arrastrado y adoptando disfraces. Un príncipe recorre caminos y carreteras en traje de mozo de mulas para llegar secretamente hasta Valladolid, donde le espera una princesa, su prometida. El corazón de la zurcidora palpitaba al evocar estos recuerdos. La sangre juvenil se agolpaba en él, atropellándose. Y nunca lo pudiera olvidar, su primer beso de enamorada fue lo que hizo tan sólido el zurcido del tapiz…

En él, del fondo iluminado, surgían otras escenas. Un rey, el de Portugal, quería, con las tijeras de un tratado, cortar parte del tapiz y llevarse el retazo consigo. Y la zurcidora no lo podía sufrir, y cabalgaba, y reunía sus huestes, y entraba en Toro y en Zamora, y hacía huir despavorido al rey, que era el legendario caudillo de África. Y la zurcidora, descalzándose, se postraba en la catedral; y luego, satisfecha, miraba el nuevo zurcido y sonreía.

Entonces la zurcidora empezaba a incorporar a su tapiz algo precioso. Era un soberbio recamo de oro y seda, en cuyo fondo, con maravillosos realces, se destacaba una granada entreabierta dejando asomar por la piel, resquebrajada de madurez, los granos apiñados, de rubíes. Detrás del hermoso fruto se vislumbraban cortejos triunfales, torres airosas, murallas rosadas a la claridad solar, montañas con corona de nieve. Para poder unir a su tapicería esta granada misteriosa, la zurcidora había traído de Francia, Italia y Alemania ingenieros que conociesen las recientes aplicaciones de artillería; había importado pólvora de cañón en cantidades enormes; había fundado los hospitales de campaña, las grandes tiendas sanitarias, y había presenciado su organización; había expugnado plazas que se defendieron rabiosamente, como Alhama, y que hasta rechazaron al pronto a los asaltantes como Loja; sufrido el dolor de la rota en la Axarquía; cabalgando largos días al lado del ejército, resistiendo fatigas y privaciones, y con su poderoso querer y su piadosa alma, había salvado a la guarnición mora de Málaga de ser pasada a cuchillo… ¡Harta desgracia era para los vencidos el vencimiento! Y había agotado su energía y su persuasión para que no desmayase el ejército en el difícil sitio de Baza, y arrojado puentes sobre los abismos y abierto rutas practicables; y cuando la zurcidora aparecía entre sus soldados, el corazón de éstos se estremecía en el pecho, porque al verla no dudaban de su victoria.

Todavía, para lograr zurcir la roja granada, le faltaba a la zurcidora mucho tiempo de acampar, de vivir entre las tropas, como buen general en jefe; pero la granada se come grano a grano y, al cabo, un día memorable, el último grano de granate fue comido, y la zurcidora, en su arrogante corcel, entró en la divina ciudad, allí donde la afiligranan mágicas labores de los gnomos y orientales esplendores que recuerdan el templo de Salomón.

Y no por eso descansaron los dedos de la zurcidora. Inmensos trozos de tapiz nuevo se hacinaban en su canastilla de labor; en ellos se veían selvas frondosas con raros árboles de flores extrañas, cerros ingentes donde la plata y el oro nacían a granel, riberas del mar con playas de blanca arena, volcanes y chorros sulfúreos brotando de un suelo que temblaba; y, arrastrándose, enormes lagartos de fríos ojos; y volando por los aires, aves de plumaje deslumbrador; y saltando de rama a rama, jimios muequeros; y saliendo de cabañas y bajíos, gentes desnudas de cobriza piel, aullando amenazantes o presentando tributos humildemente; y en el horizonte alzaba sus brazos de madera el símbolo… Eran tantos y tan enormes los pedazos de tapicería que la valiente estuvo a punto de desmayar. Nunca, nunca llegaría a zurcir tanto: de antemano se declara rendida. Al fin recobró el ánimo, porque le pareció que a su lado había unos seres invisibles que la ayudaban a zurcir, que empujaban sus dedos. Eran santos y guerreros, aventureros heroicos y marinos viejos, encanecidos en la lucha con los tiempos y los vendavales; eran frailes que buscaban, tal vez, los martirios, y sabios que buscaban las plantas que curan; y toda una hueste que cruzaba el océano y que sabía zurcir, con la espada o con la palabra, con la labor y hasta con la codicia, que la codicia también zurce. Y la mujer intrépida vio cómo su recio trabajo se facilitaba y cómo el tapiz colosal, tendido entre los antípodas, se desplegaba en toda su hermosura y en toda su brillantez, siendo admiración de los ojos y orgullo del espíritu. Y observó que el sol lo bañaba ahora en toda su extensión y que no desaparecían jamás sus rayos de la superficie de la tela.

Y casi al mismo tiempo pudo notar la zurcidora como una turba empezaba a tirar del tapiz hacia uno y otro lado, con intento de desgarrar sus zurcidos y volver a convertir la soberbia tela en conjunto de informes retazos. Unos hacían de puños en romper los hilos. Otros, con navajas agudas, cortaban el entretejido, y, satisfechos, se llevaban un regular trozo. Otros, pacientes, deshacían la labor, hebra por hebra, hasta que el pedazo, sin esfuerzo, se soltaba. Y he aquí que la zurcidora no podía defender su labor, porque —no tenía más remedio que reconocerlo, que darse cuenta del triste caso— se encontraba yacente en su regio mausoleo de la catedral granadí, y poco a poco su cuerpo honesto y noble iba desagregándose, y quedando sólo sus huesos, que todavía, al ser arrancada y desbaratada la tapicería soberbia de nuestra grandeza nacional, se encogían de pena y se entrechocaban con fúnebre sonido…

Y yo sé que de noche, por dondequiera que el tapiz fue zurcido y lo laceraron y despedazaron malsines, la sombra de la reina se aparece. No puede ya zurcir: sus manos son esqueleto, en sus cuencas no hay pupilas. Pero aún, resbalando sobre la tierra que nos perteneció, sus ropas flotantes y sus tocas honradas hacen un ruido de bandera agitada por el viento, y su boca sin labios pide por nosotros.

Las Armas del Arcángel

Viendo desde el alto Empíreo cómo la iniquidad crecía sobre la tierra, el arcángel San Miguel se quemaba, literalmente, de indignación: su cuerpo era una brasa, su cabellera rubia un sol irritado.

—Señor —suplicó—, permíteme combatir la iniquidad.

Entre nubes de ópalo apareció la amorosa faz de Cristo, y su sonrisa irradió como cifra de la bondad suprema.

—Ve —respondió— sin armas.

¿Desarmado? El batallador no comprendía. Las armas eran su orgullo, su pasión. Y meditando en la extraña orden recibida, se lanzó hacia otras regiones del cielo. Un hombre demacrado, vestido de sayal, se cruzó con él. Miguel le detuvo.

—¿Qué piensas de esta orden, hermano Francisco? La medida se ha colmado, el vaso de la ira rebosa; yo siento arder mi sangre; conviene que descienda a cumplir mi antigua misión de exterminio. ¿Cómo la cumplo desarmado? Sin duda ésta es una prueba a que me someten; esto encierra un arcano, y quisiera saber...

Francisco no sacó las manos de las mangas, ni alzó la cabeza sumida en la penumbra de la capucha. Con su hermosa voz musical, limpia y vibrante, de trovador, murmuró:

—Ve desnudo.

Y siguió su camino, sin añadir otra palabra.

Miguel quedó en mayor confusión. Como nadie ignora, el Arcángel, general de las milicias celestes, es un modelo de elegancia guerrera. Con las ricas piezas de su cincelada armadura hacen juego las sedas joyantes de sus túnicas, los brocados de sus mantos, las flotantes garzotas y rizados plumajes de sus cimeras, los broches áureos de sus botines. ¿Desnudo? Eso es bueno para Francisco, el del remendado sayo ceniciento, vestidura de siervo y de mendicante. El radioso Arcángel, el caballeresco paladín de la ardiente espada, ¿qué aventuras puede acometer sin armas y sin galanos arreos?

Y el Arcángel volvió ante el Trono y exoró a Cristo nuevamente.

—Soy un combatiente, Señor... Sin armas no sé pelear.

—Hágase como deseas —consintió el Hijo del Hombre.

Miguel, intrépido, hirviendo en entusiasmo generoso, voló a revestirse lo mejor de su arsenal y a convocar sus huestes. No es la armadura de Miguel de esas pesadas y férreas medievales, ruidosas al moverse, como la del otro paladín San Jorge. Al contrario: se distingue por la ligereza, la gracia, la solidez exquisita de su materia y de su forma, y aparentemente desdeña proteger el noble cuerpo. La gola no oculta el cuello torneado; el peto y espaldar son dos joyas, delicadas como tales; el yelmo deja desbordarse la fluida cabellera, y el broquel apenas abarca la comba del gallardo pecho. Lo único terrible es la espada, de puño de rubíes y hoja de llama viva, ondeante, serpeante; aquella misma hoja ante la cual huyeron del Paraíso, corridos y afrentados, el padre Adán y la madre Eva...

Bien ceñido, grave y tremendo, llevando en la mano el vaso de la cólera, seguido de sus legiones, Miguel hendió los aires para bajar a la pecadora tierra, que veía envuelta en siniestra, turbia nube, y donde el vicio y la impiedad ascendían en marea amarga. El ritmo de su vuelo, las grandes alas de nevada pluma cortando el espacio azul, son señalados por los ignorantes astrónomos, ya como el paso de un cometa, ya como proyección de luz de un astro desconocido. Y es el Arcángel, que rectamente se desploma sobre una babilónica ciudad.

La humanidad bulle en ella como denso hormiguero, revolviéndose entre el limo de la miseria y el cieno del pecado. En los fétidos barrios pobres, en los amplios barrios opulentos, la misma impureza, el propio egoísmo, la sórdida codicia, el negro odio, la incolora indiferencia.

Y Miguel, exhalando su grito de combate, animando a los celestiales soldados, se arrojaba al asalto, blandiendo la lengua ondulosa de llama, vertiendo el cáliz de la ira. Acordábase de otros descensos semejantes sobre legendarias ciudades asiáticas, con obeliscos, hileras de esfinges y avenidas de palmeras, y sentía el mismo furor de justicia, el ansia de barrer y extirpar a la empedernida raza que ni aprende, ni se enmienda, ni se humilla, ni llora...

Y notó el Arcángel que las humanas hormigas contra quienes blandía su espada no morían; apenas leve quemadura marcaba en su piel la llama rubí de la hoja. En vano Miguel descargaba tajos y reveses; en vano respiraba destrucción; los mortales se estremecían un momento bajo el cauterio, y volvían a sus intereses, a sus goces, a sus traiciones. Por primera vez en su vida de Arcángel Miguel dudó de la eficacia del castigo, y adivinó que ahora las almas eran más duras, las epidermis más insensibles, el mal tenía raíces más complicadas y hondas...

Entonces se acordó del mandato que había eludido cumplir, y volviéndose hacia sus soldados les dio el ejemplo de envainar la espada, desceñirse el tahalí, soltar el broquel, descubrir la cabeza despojándose del yelmo. Ya inermes, las legiones de ángeles se disolvieron entre la multitud, en son de paz, exhortando, aconsejando, interesándose por aquellos malvados a quienes quizás faltaba ocasión de ser un poco mejores. Y según los ángeles se acercaban a los inicuos, la iniquidad disminuía, como mengua el limo de un pantano al derramarse sobre él la luz solar. La dureza de los corazones se ablandaba; un poco de amor flotaba en el aire impuro, saneándolo y halagando la frente del Arcángel.

Y éste recordó el consejo del pobre del sayal; y como se había desnudado las armas, desnudose las galas, cuanto podía recordar su estirpe y su magnificencia. Vistió lo más humilde: el ropaje de los que penan para vivir en el mundo. Apenas lo hubo hecho, sintió gran alegría: suelto, seguro, libre, se mezcló más de cerca a la humildad, sintió mejor sus necesidades y sus dolores; recogió abundante cosecha de almas; hizo florecer compactamente bondad y fe, y a su alrededor la hermosura de los arrepentimientos brotaba y cundía, al modo de los ramajes y las frescas plantas silvestres después de las lluvias primaverales...

Satisfecho de su obra, Miguel el Arcángel subió al cielo, victorioso, a dar cuenta de sus triunfos...

«Todo lo conseguí», exclamó, postrándose desnudo y sin armas ni defensa...

Y entre nubes de ópalo, la amorosa faz de Cristo se mostró a él; y la boca divina, cárdena, envuelta en sombras de dolor y de martirio, pronunció:

«Cuando vuelvas allá, además de inerme y pobre, ve herido, ve ensangrentado.»

Y el del sayal, que allí cerca oraba con las manos juntas, se las enseñó a Miguel. Vertían sangre: el amor las había atravesado con clavos gruesos.

Las Caras

Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.

Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.

Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades…

Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda de la primera cara conocida… Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo… Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad… Caras, caras… En algunas caras se resume toda vida de hombre.

Y el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento… Según avanzaba hacia el centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte, registraba los soportales, de siempre misteriosa penumbra… Los paletos devolvían con insolencia la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:

—¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno gordo, cano él?

—No, señor… Esto es fonda…, y la dirige una bilbaína.

—Y don Saturio, ¿dónde anda?

—No le puedo decir al señor…

El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande, puerilmente orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho, le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media horita en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre resonante estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero… Y las caras revocadas de blanquete de las mozas —¡hacia dónde habrían rodado ellas!— hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero… ¡Sí; le hubiesen suscitado emoción pura, romántica!

Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate…, pero el vidrio, que antes dejaba ver las cabezas de los parroquianos paladeando el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados simétricamente, con el precio fijo en grandes cifras: «12’50; 7’95». Al frente, el rótulo: La Última Moda. Sombrerería.

El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca de un café, que no podía faltar… Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo, profuso en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que el humo del tabaco empezaba a amortiguar.

—La mesa más cerca del vidrio…

Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando distraídamente la tostada embebida de rancia manteca, el viajero esperaba… Era domingo; las amigas campanas del Hinojo llamaban a misa; la gente no tenía más remedio que pasar por allí; avizoraría las caras, cuando desfilasen ante él…

Advirtió al mozo:

—Al retirar el servicio del café, tráigame una botella de Martel y una copa.

Sentía el cuerpo desazonado; la fría modorra de las noches de tren entumecía sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo en su estómago dispéptico… Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor y fatiga para juntar un peto que le permitiese morir descansadamente donde había nacido… La felicidad que se prometía estaba en aquel momento representada por las caras, las caras en que iba a revivir la esperanza, la frescura aterciopelada de los días en que la vida no pesa. Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que causan unos rasgos fisonómicos —no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados del padre o de la madre, no—; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión de la gran sirena del pasado, infinitamente divino…

Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y barbudas, caras inteligentes y bestiales; caras de señoritas cuajadas en un mohín de pudor pretencioso, caras de señoritos fumadores que sacan los labios en gesto de bravata y chunga… Y el viajero, dando cuerda a su energía a puros sorbos de coñac, no acababa de ver pasar, risueña, bucles al viento, su juventud, su propia juventud ensoñadora…

¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!

Al fin le pareció… ¡Sí, era indudable: reconocía varias caras!… ¡Las reconocía… como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas por el cincel! Aquella señora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por el peso de un embarazo tardío, era…, ¡Santo Dios!, la espiritual, la ingrávida Lucía Garcés…, su pareja de vals en los bailecillos del Casino… Aquel viejo de marchitas mejillas, de ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino Polvorosa, el tenorio alegre y varonil, el seductor de oficio de la ciudad… Aquella consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que llevaba de cada mano un chicarrón…, debía de ser, sin duda, la coqueta Antoñita Monluz, que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de romero a los muchachos. Y la que iba a su lado, conversando con ella… —¡Jesús! ¡Se concibe!—, era su antigua rival, su prima hermana Carmen Monluz, que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas, Antoñita le había quitado un excelente novio… Recordaba el viajero perfectamente el gesto de odio, desprecio y desafío con que se miraban las dos primas cuando la casualidad las hacía encontrarse; las frases insultantes que se decían; las hablillas del pueblo, exaltado por la historia, hecho un hervidero de chismes… Y ahora, las rivales iban mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó que ambas mujeres departían sobre los precios de los alimentos, muy pacíficas, comadreando, lamentándose sólo de la carestía…

El viajero sintió una angustia honda, una desolación de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca… No le importaría, en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se trasluce en una fisonomía; el cambio íntimo, el desaparecer, sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes y les presta su valor y significación misteriosa, superior —¡él, por lo menos, lo había creído!— al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta…

Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en el espejo que tenía enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba trasmanar el alma de antaño. La expresión de la juventud, cándida, preguntadora, amorosa, no estaba allí. Si se buscaba a sí mismo —y de fijo se buscaba— en las caras ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; ¡el yo de entonces no existía!

¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado! Llevaba consigo un muerto, y acababa de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un turbio espejo de café.

Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a qué hora salía el primer tren… A las doce; faltaban cuarenta minutos.

—¡A la estación! —gritó al mozo que empuñaba el asa de su maleta.

Las Cerezas

Cierto día de fiesta del mes de junio, a los postres de una comida de aldea, de las que se prolongan y degeneran en sobremesas interminables, tuve ocasión de hacer una de esas observaciones, detrás de las cuales suele vislumbrarse oculta una novela íntima o latir el asunto de un drama. Hallábase sentado frente a mí el párroco de Gondar, y como le daba de lleno en el rostro la luz de la ventana, luz que se abría paso entre las ramas de los rosales, ya sin flor, pude notar que se inmutaba y se le cubrían de amarillez las siempre coloradas mejillas al servirle el criado un frutero de cristal donde se apiñaban, negreando de tan maduras, las últimas cerezas.

Lo demudado de la cara, el movimiento nervioso de la mano crispada al rechazar el frutero, eran inequívocos, y no podían proceder únicamente de repugnancia de su paladar a la sabrosa fruta; delataban algo más: una especie de horror, que sólo originan muy hondas causas morales. Apunté la observación y resolví salir cuanto antes de la curiosidad. Una hora después charlaba confidencialmente con el párroco, recorriendo la larga calle de castaños que rodea como un cinturón de sueltos cabos flotantes el soto.

Antes de resumir el relato del cura, debo decir que nuestro clero rural tiene en él un representante muy típico. Sencillo, encogido y hasta rudo en sus maneras; nada gazmoño, según se demostrará en esta historia; más hombre que eclesiástico y más aldeano que burgués; más positivo que idealista, y asaz incorrecto en esas exterioridades que el clero de otras naciones tanto cultiva y estudia, el párroco de Gondar —como muchos curas de aldeas en España— conserva en su corazón, sin hacer de ello pizca de alarde, un convencimiento del deber que en momentos críticos y en casos extremos puede convertirle en mártir y en héroe. Del pueblo en su origen, tienen las condiciones y también las virtudes del pueblo.

—Ya me da rabia —decíame el párroco bajando los ojos y frunciendo las cejas— que se me note tanto la impresión que la vista de las cerezas me produce. ¡Hay que vencerse, caramba! Y, o poco he de poder, o llegaré a comerme sin escrúpulos una libra de esas cerezas de pateta..., que, si me descuido, me cuestan el alma o la vida.

—¿El alma... o la vida, nada menos? —repetí con sorpresa e interés.

—Nada menos. ¿Qué tiene de extraño? ¿No perdió Esaú, por un plato de lentejas, su derecho de primogenitura y el porvenir de toda su casta? Pues las cerezas aún saben mejor que las lentejas, que sólo para dar flato sirven.

Conformes en la superioridad de la cereza comparada a la lenteja, y viéndome que esperaba atentamente la historia, el párroco tomó la ampolleta muy gustoso:

—Ha de saber usted que allá, hará unos siete años, no estaba yo en la mejor armonía con el coadjutor de mi parroquia... No soy el único cura a quien esto le sucede, y siempre ha de haber rencillas en el mundo, mientras los hombres no se vuelvan ángeles... Al decir que no estaba en la mejor armonía, debí decir que no estábamos propiamente como el gato y el perro... No quiero hacer mi apología; pero a la verdad, él tenía la culpa; él era más artero y más zorro que yo..., y supo maquinar una conjuración tan hábil, que puso en contra mía a todos los feligreses, tanto, que tuve soplo que no debía salir de noche porque era fácil que detrás de un vallado me soltasen, ¡pum!, un tiro. También me avisaron de que algún día me matarían a palos, fingiendo una de esas riñas que se arman entre borrachos en las fiestas. El granuja hizo correr la voz de que yo había jurado dejar sin misa a la gente el día más solemne y con estas y otras infinitas artimañas, que sería muy largo contar, logró aislarme y colocarme en situación muy penosa para un cura.

Cada cual tiene su defecto: yo soy algo terco y muy soberbio; por eso me desdeñé de refutar las calumnias de mi enemigo, y fui consintiendo que se les diese crédito, y hasta por tema y fanfarronería —era uno entonces más muchacho que ahora y corría la sangre más caliente y más alborotada— me dejé decir que sí, que dejaría sin misa a la parroquia cuando se me antojase, y a ver si había hombre para pedirme cuentas de eso ni de cosa ninguna. Por aquí vino el daño que pudo suceder...; por aquí y por las cerezas malditas.

El día del Sacramento, los mozos de la aldea dispusieron costear una función con misa, y para darme en cara quisieron que se celebrase en la iglesia del anejo. Yo tenía que asistir, claro es, y concluida mi misa mayor monté a caballo sin volver a la rectoral, porque en el anejo me esperaría, según costumbre, la «parva» o desayuno. Al llegar cerca de la iglesia noté que estaba la gente toda en remolino y que, al verme, los mozos prorrumpían en gritos y amenazas y levantaban las varas, bisarmas y palos como para herirme. No me asusté; pasé entre ellos, y apeándome a la puerta de la sacristía, entré. Allí no había nadie; sin duda andaban por la iglesia disponiendo la función. Sobre los cajones en que se guardan los ornatos vi un pañuelo desatado y lleno de cerezas hermosísimas. Yo venía acalorado; el gaznate se me resecaba del polvo y también del berrinche; las cerezas convidaban, de tan frescas y tan maduras... Alargué la mano y me comí tres de un gajo solo. Apenas las había tragado, apareció en la puerta interior mi enemigo, como si saliese de debajo de tierra, y, sin mirarme, medio escondiendo la cara, me dijo (parece que aún le oigo aquella voz tan falsa y sorda):

—Ahí viene el sacristán... Puede revestirse para misar, que todo está ya preparado...

¡Revestirme! Vamos, en el primer momento me quedé hecho un santo de piedra. Vi que había caído en la trampa y sólo tuve ánimos para preguntar, así, todo tartamudo:

—¡Misar! Pero ¡si ésta la dice usted!...

Y el gran embustero, muy sereno:

—Estuve enfermo de cólico por la mañana, y tuve que tomar medicinas... Ya le mandé allá recado de que hoy doblaba usted.

—¿Recado? Ningún recado se ha recibido.

—Pues fue allá el Cuco bien temprano.

Yo sabía que el tal Cuco era el paniaguado y compinche de mi enemigo, y no necesité más para comprender la asechanza.

—Pues no llegó —grité ya atufado y muy sobre mí.

—Pues no importa —contestó el bribón (¡Dios me perdone!)— porque usted vendrá en ayunas.

Mire usted, el tantarantán de furia que me entró al oír esto parecía un ataque de alferecía: los dientes míos sonaban como castañuelas. Me habían cazado lo mismo que una liebre. ¡Cogido, cogido! No me cabía duda; detrás de la puerta me atisbaba mi enemigo, y así que me vio comer las tres cerezas, apareció, seguro ya de atraparme.

Bien combinado: o mi vida, que me la quitarían a palos los mozos —se les oía jurar, y maldecir, y bramar detrás de la puerta— o mi alma, que iba a matar cometiendo un sacrilegio horrible... Aquí no valen bravatas; la verdad pura; yo titubeaba; el sudor me corría en gotas por la frente abajo, y era frío, frío, lo mismo que la escarcha; la vista se me turbaba y el corazón se me encogía como si lo apretasen poco a poco en una prensa de hierro...

Aquello no sé si duró un segundo o diez minutos; porque hay ocasiones en que el tiempo no se calcula. «Usted está en ayunas», repetía el malvado para tentarme... Pero, ¡qué pateta!, una cosa es ser pecador e imperfectísimo y otra que, cuando se trata del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, no le tiemblen a uno de respeto las carnes... Me acordé de lo que es la misa... Cesé de sudar, se me aclararon los ojos, se me puso expedita la lengua y descarándome con mi enemigo, le dije así..., no sé de qué manera...: creo que con una especie de alegría y de afán de padecer:

—No estoy en ayunas, no... He comido tres cerezas de las que usted puso ahí... ¡Si tiene usted conciencia, hará que no me rompan el alma, y si no..., ya sé que me espera la misericordia de Dios, porque no he querido hacerme reo de su Cuerpo sacratísimo! Que vengan, que me trituren... ¡Hay otra vida, y en ella le aguardo!

No sé si fueron estas mismas las palabras ni sabría ahora pronunciarlas como en aquel trance; lo cierto es que el hombre se me quedó así, parado, sobrecogido... Su cara cambió de expresión, y para mí, le entró el mismo sudor que acababa de quitárseme y le castañetearon también los dientes..., hasta que, en un arrebato, se me echa de rodillas y me dice:

—Absuélvame, reconcílieme, que voy a misar... Fue verdad lo del cólico; pero no lo de las medicinas... Yo sí que estoy en ayunas...

Le absolví; dijo su misa...; ayudé a la función..., y tan campantes. Sólo que cuando veo una cereza se me aprieta la garganta como si aún estuviésemos en la sacristía y se oyesen tras la puerta los reniegos de los que querían escabecharme...

—¿Y no fue usted, desde ese día, amigo del coadjutor? —pregunté con emoción y gozo.

—¡Sí, amigos! Al llegar las elecciones ya me preparó siete emboscadas diarias. Sólo estuvimos en paz aquel minuto, que se colocó entre nosotros Cristo Nuestro Señor...


«El Liberal», 10 de julio de 1897.

Las Cerezas Rojas

Junio había extendido por el campo todavía juvenil su sonrisa de oro trigueño, y el campo se esponjaba bajo el halago de un calor aún dulce. Los senderos estaban abigarrados de mariposas locas, que se posaban en las zarzas y después remontaban el vuelo para zarabandear en el aire, mezclando sus cuerpos de vivientes flores. Los árboles parecían gozosos de vivir, cuajando su fruta con gallarda abundancia. En los cerezos no sólo había cuajado, sino que rojeaba con brillanteces de pulido coral, y los mirlos silbaban en las últimas ramas, burlonamente, riéndose de quien pretendiese estorbarles el disfrute de aquellos granos rellenos de almíbar un poco agrio...

Un cerezo magnífico vi rebosar de la tapia de un huerto. Por señas, que el tal huerto parecía abandonado. Debía de hacer mucho tiempo que sus frutales no conocían la poda ni su campo era removido por la azada, que orea los terrones y los liberta de hierbas nocivas. En la vegetación, como en la humanidad, la incultura tiene su poesía, tiene su belleza. Las enredaderas descolgándose del muro; las parietarias revistiéndolo de felpa y follaje caprichoso; las altas agrostis tendiendo su nubecilla, su misterioso asfumino vegetal; la misma zarza de rosados ramilletes..., ofrecen un aspecto graciosamente libre, encantador. Mi sorpresa ante el vergel lleno de antiguos árboles y tan descuidado se aumentó al ver, dando la vuelta a las tapias, que la casa de la cual el huerto parecía depender estaba cerrada, empezando a hundirse su tejado y a soltarse sus ventanas de los goznes. El edificio sufría esa degradación de los sitios donde no entra aire, donde la humedad y el polvo acumulado cumplen su faena destructora. Era inminente el momento en que el techo se caería, dejando cuatro ruinosas paredes, asilo de alimañas...

Las cerezas del gran cerezo eran tan gruesas y magníficas, y los relámpagos de risa carmesíes que acribillaban el follaje tantos y tan incitadores, que propuse al casero que me acompañaba subirse a unas piedras y coger cerezas para mí. Me admiró verle menear la cabeza negativamente. Conozco la complacencia de los labriegos en particular, y de los hombres en general, para obsequiar con lo que no es suyo y nada les cuesta.

—¿Qué ocurre? ¿Es que el dueño se enfadará? —pregunté, ante la cara fruncida y el gesto repentinamente serio del buen Morcego, tal era su alias.

—El dueño... No, señora, mi ama; el dueño no se sabe de él, y las cerezas ahí están para quien las quiera... —díjome en su fabla enfáticamente—. Seguras están, seguras... Sólo los mirlos...

—¿Entonces?

El aldeano calló. Fue su silencio uno de esos silencios profundos, pletóricos de sentido, que ellos saben guardar mejor que nadie, porque tan verbosos como son en ocasiones, tan mudos los vuelve el recelo de soltar palabras peligrosas o comprometerse refiriendo lo que es para reservado. Me di cuenta de que sería inútil pretender arrancarle lo que por lo visto tenía algo de secreto —secreto a voces, el murmullo de toda una humana selva—. Nadie ignorará en aquella comarca la razón de que las cerezas del gran árbol añoso no debían comerse; pero el hecho de contárselo a «un señor» era arriesgado para un labriego... Y resolví averiguarlo por el primer burgués que me encontrase.

El primer burgués fue el perito agrimensor... Esta clase está muy en contacto con todas: con la aldeana, con el señorío, con los caciques, con los moradores de las poblaciones pequeñas... Sus frecuentes viajes y excursiones, sobre un mal caballejo, al través de la comarca, les hacen conocerla palmo a palmo. El perito se echó a reír de la estudiada discreción de mi acompañante.

—¡Pues si es más público! Y diga usted que tampoco es verdad eso de que las cerezas se las coman los pájaros solamente. Si pasa por allí algún chiquillo, no deja una... Al principio, en efecto... Pero ya sabe usted que el tiempo todo lo borra...

—Bébase usted —le rogué— este vaso de cerveza fresca, que viene la botella en derechura del pilón de la fuente, y cuénteme eso.

El perito se enjugó la frente con un pañuelo a cuadros, como si quisiese demostrar que un refresco le vendría de perlas, y, así que hubo trasegado el licor germánico con su corona de espuma, refirió el episodio... Lamento tener que decir que lo hizo en tono escéptico, igual que si la tragedia horrible le pareciese comedia un poco menos divertida que otras.

—La casa y el huerto son de cierto Ramón Mestival, así..., medio rico..., bueno, rico no..., acomodado, y que tenía su por qué. Había heredado rentitas de un hermano cura, y juntaba otras por su mujer, una tendera de Areal, que se retiró del comercio a vivir ahí, a criar un hijo único, un chiquillo precioso. Los dos, marido y mujer, entendían de frutales y legumbres, y aunque no les faltaba para pagar jornales, ellos mismos trabajaban la tierra y vendían en el mercado de Areal lo sobrante. Casi les daba el huerto para mantenerse. Sacaban lo menos dos o tres pesetas diarias, y cada año aumentaba el producto porque iban mejorando las clases de peras y de manzanas y las coles y los fresones. En los viveros escogían lo mejor para ir plantándolo, y el huerto llegó a ser famoso, produciendo triple que la mejor heredad de trigo. Ese cerezo —el de la historia— estaba ya en el huerto cuando Mestival lo heredó, pero los árboles hacen como las personas, que con la edad se ponen en mejor sazón, y sucedió que las cerezas de él empezaron a ser las más dulces que se conocían por aquí, y venían quince días antes a madurez que todas las otras. Como Mestival presentaba cerezas cuando no las presentaba nadie, pedía por ellas lo que se le antojaba, y sacaba un bonito rédito al árbol.

El niño de Mestival iba creciendo y era traviesillo; pero su padre le tenía prohibido tocar a la fruta, y en especial a la del cerezo aquel, parte para que el chico no sufriese un cólico, parte porque los chiquillos, cosa sabida, comen y destrozan, y al subirse a los árboles rompen las ramas y hacen mil averías. El niño, que le temblaba a su padre, prometía obediencia. Pero la fruta tiene el sino de ser robada, y Mestival empezó a notar que, en una noche, le desaparecía la cosecha de un pavío o de un manzano, y nunca del peor. Entonces se propuso vigilar, hacer guardia, y a las pocas noches de ronda cogió de las orejas a un pillete, un tan Cacho, muy conocido por su afición a la rapiña, y le decomisó un cesto atiborrado de las cerezas tempraneras. Dice que le temblaban a Mestival las manos aun después que las contentó tirando de las orejas al ladronzuelo cuanto pudo. Lloraba el rapaz a lágrima viva, y Mestival, zamarreándole, le previno:

—¡Tú vuelve, que como te pille no te estiro de las orejas, sino que te meto en el cuerpo una mano de perdigones!

Dos noches después pudo notar Mestival que el cerezo había sido otra vez saqueado... Faltaban las mejores cerezas. Se le puso la cara blanca y los labios pálidos, que en él era señal de ira, pero calló. Aquella noche preguntó a su mujer, como al descuido:

—¿Tú has reparado si el niño come cerezas? Fíjate; eso se nota en la lengua morada...

—Ni las ha catado —respondió la madre, encubridora, como todas las madres, de las diablurillas del hijo.

—¿Estás segura, mujer?

—Segura estoy como de que me estás hablando y yo te contesto.

Pareció Mestival tranquilizarse, y no se trató más del asunto.

Después de cenar salió al huerto. La escopeta, cargada con mostacilla, estaba oculta en el cobertizo donde se guardaban los trastos del cultivo. Salió empuñándola y se emboscó a corta distancia del árbol, escondido entre arbustos. Él tampoco veía, pero oiría el ruido inequívoco de subir y de agitarse las ramas.

Y poco tardó el ruido... Las ramas hablaban, quejábase el follaje.

«Ahí está el raposo —pensó Mestival—. Espera, espera, que yo te daré tu merecido...».

Tiró a bulto hacia la copa. Sonó un grito, cayó un cuerpo...

El disparo había sido certero. Cogió toda la espalda; algunos perdigones se incrustaron en la columna vertebral...

—¿Era el hijo? —pregunté con terror.

—¡Por supuesto!... La madre se volvió loca; se echaba la culpa, por mentir, por no haberle confesado al marido que el chiquillo iba al cerezo todas las noches casi... El padre... desapareció. Se cree que habrá emigrado. El huerto nadie lo cuida. La casa se cae. Y a muchos les da respeto comer de esas cerezas... ¡Bah! —añadió, encogiéndose de hombros—, ya las comerán, ya las comerán, que son como azúcar...

Las "Cutres"

Cuando conocí a las mujeres que llevaban tan feo sobrenombre, pude convencerme de que ellas eran más feas aún. Decir que una persona es fea no expresa sino un concepto general; no hay términos más vagos que estos de feo y hermoso. Asimismo, sólo existe un verbo para la idea de amar, ¡y tantos matices y colores y grados en el amor! Ni aun añadiendo adjetivos se aclara esto de la fealdad. Las Cutres, podré decir, tenían una fealdad innoble, repulsiva, de escarabajo pelotero, y al escribir, siento que las palabras no dan la impresión de los aspectos físicos. No; la fealdad de las Cutres era algo inefable, porque consistía no sólo en las líneas, sino en la expresión —en la expresión principalmente—. Y, sin embargo, esta expresión era de dolor, resignación y melancolía, sentimientos todos nobles... Las líneas, la tez, las facciones, tenían la culpa de que el dolor pareciese ridículo, la resignación necia, la melancolía repugnante. Además, la gente no podía concertar estas expresiones, que suelen revelar una vida interior espiritualizada, con la manera de vivir de las tres hermanas, sometida a la tiranía del sórdido interés.

Las Cutres no eran ricas cuando perdieron a su madre, por cierto una de las mujeres más hermosas de la provincia, muy pretendida después de viuda y muy aficionada a trapos y moños; algo casquivana, en resumen. Su belleza y su coquetería eclipsaron por completo a sus hijas, o, mejor dicho, ayudaron a que resaltase lo poco que debían a la Naturaleza. Nadie las hizo el menor caso, y nadie se recató para cortejar y galantear a la madre en presencia de las muchachas, convertidas por la mamá caprichosa y ligera en doncellitas que la vestían, calzaban y adornaban, y trabajaban en sus prendidos y perifollos. Muerta súbitamente, de un mal que no se supo definir, la madre, las muchachas se retiraron del mundo por completo, a pesar de que algunas de sus amigas afirmaban que aquellas chicas —Paulina, Marcela y Rosario— eran animadísimas y amigas de diversión, y ahora, libres, iban, a pesar de su fealdad, a pasarlo muy bien, a darse una vida excelente. No se cumplieron tales augurios. Las jóvenes —entonces se las podía llamar así— se encerraron en su casa a piedra y lodo, y entonces, al notar que, transcurridos tres años, no se las veía el pelo y continuaban en la misma soledad y retiro, hubo que buscar un móvil a su conducta extraña, y el móvil fue la avaricia. En efecto, las tres huérfanas demostraban una economía antipática, odiosa. Todo tiene su límite, todo debe hacerse con medida. Bueno que ahorrasen, si era verdad, como se murmuraba, que la veleta de la madre había dejado deudas y trampas, por el afán de lucir. ¡Pero no tanto! Las hermanas prolongaban el luto para prolongar la vida del único traje de merino negro que se habían hecho al suceder la desgracia. Y el traje ya no era negro, sino verdoso, y los zurcidos de codos, pecho y cuello asombraban por lo complicados. La comida la formaban algunas legumbres que les producía el huertecillo de la casa de campo donde pasaban la primavera y parte del otoño. Allí criaban gallinas y cerdos, pero los vendían en el mercado. Llegaron al extremo de vender las ropas de su madre, sus alhajuelas, sus abanicos y adornos, a una prendera. También se deshicieron de muebles. Todo lo que podía producir dinero, vendíase. Y en el pueblo les pusieron el apodo de las Cutres.

En breve, nadie las conocía sino por ese remoquete ignominioso. Un día, en que llamaron a un carpintero por inevitable precisión, éste puso la cuenta de su trabajo encabezando así: «A Salvador Fene, deben las señoritas de Cutres...». ¡Hasta tal punto se había olvidado el apellido de las hermanas!

Lejos de amainar en su avaricia, las Cutres parecían poseídas de una fiebre de miseria. Despedida su única criada, hacían ellas todos los menesteres, y cavaban ahorrando un jornalero. Su femineidad, su juventud, desaparecieron pronto en esta vida de insectos metidos en su agujero, de obscuras polillas, siempre royendo el mismo trozo de madera. De tal suerte se escondieron y borraron, que se las olvidó, y únicamente como término de comparación salían a relucir. «Mujer, desecha ese vestido, o regálaselo a las Cutres», decían los maridos a sus esposas, cuando prolongaban con exceso la vida de un trapo. «Este sofá ya hay que mandárselo a las Cutres para su salón...». «Eres más cicatero que las Cutres...». En el mercado —el pueblo detesta la avaricia—, las vendedoras escupían al nombrar a las Cutres. Corría la voz de que ya tenían reunidos millones. Y, a los veinticinco años de morir su madre, no faltó quien emitiese la opinión de que debían de ser «un buen partido».

Yo no peco de bien pensado, antes me inclino a atribuir móviles mezquinos a las acciones humanas... Pues explíquelo quien pueda: un día en que oí arrastrar por el lodo del desprecio a las Cutres, sin darme cuenta del porqué, me puse a defenderlas, y, sostuve, ante el escandalizado auditorio, que sin duda una avaricia tan exaltada e incomprensible, ejercida en igual grado por tres mujeres, debía de tener alguna razón oculta, obedecer a un secreto de la vida, de esos que no se pueden explicar a la multitud, y que justifican los hechos ante la conciencia. Declaró que al hablar así no poseía ni el menor dato en qué fundar mis suposiciones, y que todo el mundo se burló de mi fantasía novelesca, y me declaró apto para componer folletines de los que entretienen a las porteras y quitan el sueño a los dependientes de ultramarinos. Y fue un golpe de efecto, que asentó mi crédito, el ver llegar, a los pocos días, muebles de cierta elegancia para casa de las Cutres; el ver que se hicieron en ella obras de reparación y comodidad, y el ver, ¡oh maravilla!, que las Cutres mismas salían a la calle con decoroso atavío, sabiéndose que habían tomado una doncella y una cocinera. ¡Se mueren! ¡Que avisen a la parroquia! ¡Están de peligro!

El enigma se aclaró en breve... Un arrogante y guapo mozo se instaló en la casa, y al hablar de él, las hermanas dijeron «nuestro sobrino», pero la maledicencia sugirió «¡su hijo!». ¿Hijo de cuál de las tres? A ninguna se le había conocido trapicheo, desliz, resbalón... ¡Bah! Los maldicientes no se paran en eso... Siempre los resbalones quedan ocultos. Y si no, ¿dónde estaban los verdaderos padres de aquel gentil muchacho? No era posible averiguarlo, ni entre la parentela de las Cutres no se conocía a nadie que lo pudiese ser. No, era un tapadijo, un hurtado. ¡Allí había gatuperio!

Y ellas casi no lo negaban. No se le hacen a un sobrino los halagos, los mimos que hacían a aquel aparecido, procedente de una ciudad universitaria, donde había estudiado su carrera y vivido hasta el día, sostenido por una pensión que le pasaban unas señoras... ¡Ya se comprende quiénes! El muchacho lo confesaba; no conocía a sus padres... Pero era tan simpático, tan amigo de divertirse, tan perdidillo, que se ganó las voluntades sin tardanza, y toda la odiosidad concentrada en sus tías fue cariño e indulgencia para él. La fortuna reunida por las Cutres le proporcionó pronto una esposa bella y buena, de las mejores señoritas del pueblo, que no hizo reparo en el nacimiento del novio. Las Cutres, por donación, le aseguraron casi toda su hacienda, pues la familia de la novia únicamente consintió en la boda a este precio. Y las solteronas, dejando al matrimonio nuevo en la casa, arreglada y bien alhajada, se retiraron al campo, donde vivieron con igual economía que antes.

Sólo yo adiviné... El pensar bien es a veces una venda; otras puede ser un faro. La luz de piedad que había penetrado en mi corazón lo iluminó y lo guió en el obscuro sendero de aquella historia. ¡Las Cutres habían salvado, a costa de la propia, la honra de su madre! Aquellas tres mujeres feas y sacrificadas ya en vida de la que les dio el ser, siguieron sacrificándose, que en achaque de sacrificio todo es empezar, y para el hermano practicaron aquella noble avaricia, aquella santa miseria. Entregaron su cuerpo a las privaciones, su honra a las lenguas, su mocedad a un ascetismo risible, menospreciado..., y cumplieron la palabra dada a una moribunda de salvar un honor y hacer dichoso a un hombre. Y cuando paso por delante de la tapia de la casita donde vegetan las tres valientes, me descubro.

Las Desnudas

Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían blandamente a nuestros pies, recuerdo que, predispuestos a la melancolía y a la meditación por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío, protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto precisamente estriba la libertad. —Pertenece mi historia —añadió— a un cruento período de nuestras luchas civiles, después de la Revolución de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.

Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia —supongamos que se llamaba el Manco de Alzaur— había conseguido realizar el triste ideal de esta clase de héroes; al oír su nombre, persignábanse las mujeres y rompían a llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente, las instrucciones secretas dadas al general encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco, encerraban la cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las mujeres; y el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su partida incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas. Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se guardaban bien de contravenir a lo mandado.

Si en alguna ocasión lamentó el Manco haber empeñado su formidable palabra al general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la ceniza en la frente al Manco yéndole a los alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros y dispersando a su gente, con harto corrimiento y rabia del contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana, fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el Manco, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar a las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de un corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo las cuales encandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su boca; había encontrado el medio de no faltar a su palabra, y al mismo tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dio en vascuence una orden terminante, y poco después las cinco doncellas, enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al través de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y groseros equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de sangre. El Manco había anunciado que sería reo de pena capital cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase a mofarse de la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza, intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el fango de las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al verlas como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona, o satisfecho o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y dijo con bestial risa: «Ahora ya pueden volverse a su madriguera estas carcundas».

Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos a un abismo de desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban en el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que a pesar de su fe no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados a la partida del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas a la conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello del Manco, para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al hablar de ellas, sólo las llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante era como inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían recluidas en casa, sin asomarse a la ventana siquiera sin salir ni a la iglesia; ¡la iglesia, que es el refugio de todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como a los lazrados que la Edad Media aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto, diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron un año...

—Pues por ahora —dijimos a Lucio Sagri, interrumpiéndole—, su historia de usted demuestra que, sometidas a unas mismas circunstancias, las cinco sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida absolutamente idéntico.

—¡Aguarden, aguarden! —clamó Lucio—. No se ha concluido el episodio. Al año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros desnudos había escupido el Manco. Enferma de tristeza desde el día de su desgracia, había ocultado su padecimiento por no ver al médico, o más bien porque el médico no la viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con los pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra Desnudada, la mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una Orden que tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños abandonados.

Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí a medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron a la partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo rabioso, contra las tropas liberales hasta que una bala le atravesó el fémur y pereció desangrada. En cuanto a la otra...

—¿Murió también? —preguntamos.

—Peor que si muriese —contestó melancólicamente el narrador—. No sé qué será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Esa no supo comprender que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y decoro sólo se pierden cuando se desnuda el alma.

—¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi?

—¡Ah! Esa vive hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al terminar la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo a sus labores domésticas y a sus devociones, no parece recordar que en algún tiempo quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! A pesar de que no puede olvidarse la espantosa acción del Manco, nadie se atrevería a llamarla Desnudada en alta voz.


«Blanco y Negro», núm. 304, 1897.

Las Dos Vengadoras

Al conde León Tolstoi

Había un hombre muy perseguido, no tanto por la suerte como por los demás hombres, sus prójimos y, especialmente, por los que debieran profesarle cariño y tenerle ley. No parecía sino que, por negra fatalidad, a Zenón —que así se llamaba— toda la miel se le volvía hiel o mejor dicho, ponzoña. Sus hermanos, que eran dos, se concertaron para despojarle de la herencia paterna y le dejaron en la calle, sin más ropa que la puesta, sin techo ni lumbre. Casóse, y su mejor amigo le afrentó públicamente con su mujer y, como si no bastase, la vil pareja le acusó de falsario, forjó pruebas contra él y logró que le sentenciasen a presidio, donde, inocente, arrastró largo tiempo el grillete de los criminales.

Aunque Zenón tenía al principio el alma abierta y generosa, el carácter noble y suma bondad, las traiciones, persecuciones y calumnias, el deshonor, los ultrajes y los desengaños fueron ulcerando su espíritu y cambiando su ser de tal manera que, en vez de resignarse y perdonar, como perdonó el Maestro, sintió poco a poco crecer en su corazón un espantable deseo, una sed ardentísima de venganza. Ya no ansiaba cumplir el tiempo de su condena por ser libre y volver a la sociedad, sino por buscar ocasión de saciar la ira que, gota a gota, había ido destilando. Pasábase las noches en vela fraguando planes que ejecutaría al punto de terminarse su cautiverio. Con paciencia, hilo a hilo, iba tejiendo la trama, y restregándose las manos gozoso, decía para sí: «Hoy salgo y mañana vuelvo a la prisión, pero de esta vez vuelvo por algo, por haber pagado a mis enemigos con usura el mal que me hicieron. Inocente me encerraron aquí, y otra vez me encerrarán culpable, pero habiendo saboreado las delicias del desquite. Véngueme yo, y álcese el patíbulo después.»

Cumplió Zenón su tiempo y salió de las cárceles, resuelto a poner por obra sus airados propósitos. Lo primero que determinó fue pegar fuego a la casa solariega que le pertenecía y de donde sus hermanos le habían expulsado con dolo. Aprovecharía las sombras de la noche y, disfrazado de pordiosero, oculto en un cobertizo, esperaría a que todos se entregasen al descanso, obstruiría bien las cerraduras de puertas y ventanas, y cuando estuviesen en el descuido del primer sueño, prendería las virutas impregnadas de resina, a fin de que todo ardiese como yesca. Así que las llamas subiesen muy altas y los clamores de los encerrados fuesen extinguiéndose —lo cual probaría que ya los tenía asfixiados el humo—, Zenón huiría, yendo a introducirse secretamente en su propia casa, donde la falsa mujer y el mal amigo estarían juntos. Zenón conocía bien las entradas y salidas y podía deslizarse y esconderse sin ser observado de nadie. Compró un puñal, porque a éstos deseaba verlos morir y saborear las convulsiones de su agonía.

Así que se puso el sol, vistió sus ropas de mendigo y, apoyado en un palo, tomó el camino de la casa que pensaba incendiar. Caminaba como el Destino, entre tinieblas más densas cada vez, cuando a una revuelta de la carretera advirtió cierta claridad misteriosa que alumbraba vivamente el paisaje, y se le aparecieron, juntas y cogidas de la mano, dos mujeres que formaban singular contraste.

Una era amarilla, escuálida, tan escuálida que los huesos se entreparecían bajo la seca piel; tenía palmas de esqueleto, y al través de los polvorientos crespones negros que la cubrían, se notaba que carecía de seno y de toda redondez femenil; con la mano derecha empuñaba y esgrimía reluciente hoz. La otra mujer era lozana, mórbida, colorada, blanca y de un rubio encendido los cabellos; vestía gasas de mil colores: rojo, verde, rosa, azul, aunque pegada al cuerpo llevaba una túnica negrísima. Zenón miraba a las dos apariciones, como preguntando qué le querían, hasta que ambas dijeron a una voz:

—Somos las Vengadoras y nos presentamos para que elijas, entre las dos, la que creas más eficaz.

—Yo —añadió la mujer escuálida— me llamo Muerte, y soy por ahora tu preferida. Has apelado a mí para vengarte de tus enemigos, y tienes resuelto carbonizar a los unos y coser a puñadas a los otros. Heme aquí dispuesta a complacerte sin tardanza; así como así, poco trabajo me cuesta darte gusto, porque es cuestión de adelantar los sucesos: año arriba o abajo, tus enemigos no podrán librarse de esta hoz que empuño.

—Escucha —intervino la lozana mujer—: antes de que te entregues a mi hermana, que te engatusará por lo sencillo y expeditivo de los recursos que emplea, atiéndeme a mí, y de seguro que yo seré la elegida. Para convencerte no necesito sino enseñarte los cuadros de mi linterna mágica. Abre los ojos y mira bien.

Zenón miró, y sobre el fondo blanco del paño que extendía la mujer hermosa, vio agitarse las siluetas de sus aborrecidos hermanos. El menor echaba a hurtadillas una pulgarada de polvos blancos en la taza del mayor, y el mayor, después de haber bebido lo que contenía la taza caía al suelo entre horrendas convulsiones; pero no moría; arrastrábase largo tiempo apoyado en un báculo, y en cada plato que le servía el menor, mezclaba nuevo tósigo, hasta que el envenenado se iba quedando imbécil, reducido a la idiotez y abandonado de todos y cubierto de miseria expiraba en un rincón. Así que moría, su espectro comenzaba a aparecerse en sueños al culpable, a quien Zenón veía erguirse en la cama, trémulo, con el pelo erizado y los ojos fuera de las órbitas. Cambió de personajes la linterna, y se destacaron las siluetas de la esposa y del amigo de Zenón: ella siguiendo a su querido como la sombra al cuerpo, abrasaba en celos rabiosos; él procurando huir, lleno de hastío, de aquella amante ya marchita por la edad y las pasiones. Escondíase él, o se pasaba el día en casa de otras mujeres, y ella lloraba, y sus lágrimas eran como gotas de fuego que abrasaban el paño donde caían. Ya cansado de que le espiasen y le acusasen, él se volvió y Zenón fue testigo de cómo el seductor de su mujer le ponía en el rostro la mano...

—Esta será mi obra —pronunció la Vida solemnemente— si no se atraviesa mi hermana y me apaga la linterna. Ahora, tú dirás, Zenón, cuál de nosotras dos te conviene para Vengadora. ¿Sigues con el propósito de incendiar y acuchillar? ¿Quieres que te ayude la Muerte?

—No —respondió Zenón, que se limpió una lágrima—. Si la crueldad y el odio aún persistiesen en mí, lo que pediría a tu hermana sería que tardase muchos, muchos años en pasar el umbral de mis enemigos, y que te dejase a ti paso franco.

—Con tanta más razón —dijo irónicamente la Muerte, algo despechada, pues al fin es mujer, y no gusta de que la desairen— cuanto que yo, tarde o temprano, no he de faltar, y que en mi danza general todos harán mudanza, sin que les valgan excusas.

***

Zenón escribió a sus enemigos para advertirles que les perdonaba, y se retiró a un desierto, donde vive cultivando la tierra y sin querer ver rostro humano.


«El Impacial», 29 de agosto de 1892.

Las Espinas

Cada vez que yo le hacía observaciones a mi amigo Sabino Ruilópez acerca de su próximo matrimonio, me oía tratar de romántico, de fantástico y hasta de necio.

—Pero, criatura —me decía, protegiéndome, pues tenía dos años más que yo—, ¿pensarás que no comprendo por qué sientes ese recelo contra mi novia? Son las espinas, las dichosas espinas. ¡Bah! Yo miro las cosas equilibradamente, y no veo en esas espinas el menor obstáculo para la felicidad conyugal.

La novia era hija de otro Ruilópez, primo hermano del padre del novio, por tanto, prima segunda de su futuro, lo cual había facilitado las relaciones. Nació la niña un día de Semana Santa, y la madre quiso que se le pusiese de nombre María del Martirio, y se empeñó en que traía, alrededor de la sien, una corona de espinas. Preguntado el médico, declaró que no había tal corona, y que sólo se observaban en la frentecita de la recién nacida, y entre la pelusa que cubría su cráneo, unas manchas rosa, como huellas de picadas de alfileres. No se necesitó más para acreditar la leyenda. Al morir, poco después, su madre, se hicieron tristes vaticinios respecto a la niña; o moriría también, o su destino sería el convento.

Se crió, no obstante, normalmente, aunque un poco reconcentrada de carácter y enemiga de bullicio y diversiones. Apenas tuvo amigas, y como sólo vio a su primo, fue natural que la idea de ser su esposa germinase en su espíritu, casi sin preparación. Sabino se empeñó en llevarme a la casa de María del Martirio, no comprendiendo yo, al pronto, la razón de tal empeño. Luego él mismo acabó por confesarme que se aburría un poco en aquella vivienda melancólica. Después de casado, sería otra cosa, ya se las arreglaría él para transformar a Martirio. Hablaba de Martirio como de algo que le pertenecía, y reía fatuamente, seguro de apoderarse de los últimos resortes secretos de su voluntad.

En concepto, pues, de Cirineo del aburrimiento de Sabino, frecuenté el trato de la misteriosa niña. Me atrajo su cara ovalada, como de Virgen de marfil, y, sobre todo, su frente, donde buscaba, sin poderlo evitar, la corona de espinas. Claro es que no podía verla, porque no estaba; pero las manchas delatoras del tormento, allí aparecían bien claras, sobre todo en ciertos días y ocasiones. Y si existían las manchas, ¿no sería que las espinas, invisibles, se hincasen en la piel? La afirmación me parecía concluyente. Resaltaban las huellas de un aro de pinchos en torno de la cabeza virginal. Si Martirio me permitiese apartar con los dedos las ligeras ondulaciones de una cabellera negra y lujosa, sobrado pesada para lo frágil del cuello que sostenía la cabeza, de seguro vería yo continuarse el círculo todo alrededor.

No sabré decir lo que había llegado a preocuparme la cuestión de las tales espinas. Era ya mi idea fija, aunque ocultaba a todos, y en particular a Sabino, mi obsesión. Pero Sabino era un tanto malicioso, y notó mis silencios y mis ojeadas de soslayo a la frente de Martirio.

—Mira, ten entendido que no pienso hacerte caso, y que tan pronto me licencie, que sólo me faltan dos mesecillos, iré al altar. Con tus fantasías sentimentales sobre las dichosas espinas, me has obligado a consultar a mi médico, y no sabes qué explicación tan natural. Esas señales proceden de la imaginación de la madre. Me ha citado casos muy curiosos y me ha enseñado láminas de obras de medicina. Llaman a eso, ¿a ver si recordaré bien?, nevi materno. Mi tía (según dice mi tío) meditaba mucho sobre la Pasión. Nada tendría de extraño que, fijando tanto su atención en ciertos pormenores, como el del suplicio de la corona de espinas, la impresión se reflejase en la criatura que llevaba dentro. Bueno; la cosa no tiene la menor importancia. No por eso voy a renunciar a Martirio, que reúne muchas circunstancias para mí. Es muy bonita, es buena, de familia no puedo ponerle tacha alguna, porque es la mía propia, y además, y esto no es de despreciar, aunque los románticos finjan que no importa, tiene ya en la mano una fortuna, la de su madre, y si mi tío no se casa, ¡ya ves, casarse mi tío!, tendrá otra con el tiempo... ¡Las espinas! En cada una pondré un beso, y las borraré.

No repliqué nada. Sentí una indignación profunda contra el prosaico criterio. Al volver a mi casa encontré una invitación para un té en casa de la viuda de Valonga. No suelo concurrir a muchos tes; pero un instinto me decidió a aceptar éste. El corazón me brincó al ver que estaba allí Martirio, a quien Sabino hablaba con festiva animación. Él me saludó con sonrisilla irónica, y yo le contesté como distraído. Me alejé, y en un gabinete contiguo, donde no había nadie, me puse a admirar unos cuadros de ninfas y sátiros, en paisajes frescos y densos, a lo Rubens. Con el rabo del ojo observaba a Sabino. Vi que, después de breve y cordial discusión con su novia, se levantaba y se dirigía hacia el comedor, donde la gente se agolpaba ya, Martirio se quedó sola. Su respiración parecía algo fatigosa, y se abanicaba precipitadamente.

Sin pensar en lo que hacía, me desembosqué y me senté a su lado.

—¿No quiere usted tomar nada? —pregunté, con cariño en la voz.

—No tengo ganas —respondió débilmente—. Sabino comerá por mí y por él...

—Pero... ¿es que no se siente usted bien? —insistí.

Y al preguntar me fijé, por centésima vez, en las huellas, que me parecieron más abultadas y rubicundas que de costumbre.

—Sí, no sé lo que tengo hoy —murmuró, con un viso de repentina palidez, más intensa que de costumbre—. Si no fuese porque papá me instó, no vengo.

—Pasemos a esa otra habitación —le contesté—. Hará menos calor que aquí.

Era el gabinete de los cuadros estilo Rubens, donde, efectivamente, no había un alma, y el aire era más puro. Nos refugiamos en un sofá vestido de damasco carmesí, y la rodeé de almohadones. Vi que cerraba los ojos, desvaneciéndose, y se me ocurrió ir a buscar agua fresca. Después no me atreví. Iban a alarmarse, a escandalizarse. Por otra parte, no hay cosa más difícil que obtener un vaso de agua en un buffet lleno de gente, y cuando la trajese, de nada serviría ya. Cogí el propio abanico de Martirio y le di aire con toda mi fuerza. Exhaló un suspiro hondo, alzó un poco la cabeza, y luego la dejó rodar sobre mi hombro. Vi que estaba privada de sentido. Volví a abanicarla, llamándola a media voz: «¡Martirio, Martirio!».

Y entonces observé que una de las señales de las espinas se abultaba, se hinchaba rápidamente... Era como una ampollita que crece, que adquiere forma esférica. De súbito, abriose lo mismo que una rosa de Jericó sumergida en agua, y de su seno surgió y resbaló, sobre la marfileña mejilla, una lágrima espesa... Era de sangre, fuerte, fluyente, viva.

No sé lo que pasó por mí. Percibí el choque repentino de las grandes revelaciones. Vi claro en mí mismo. Murmurando dulzuras, con los labios recogí la gota de sangre. Mientras la paladeaba ávidamente, otras dos corrieron de la frente torturada. Martirio volvía en sí. Y en vez de fulminarme con su enojo, balbuceaba temblante:

—¡Qué bien me siento ahora!

Permanecimos inmóviles, extasiados... Y fue el momento en que se presentó Sabino. Traía en la mano un plato con emparedados para su novia, y era imposible estar en ridículo más completo. De la sorpresa, se le cayó el plato y se hizo añicos. Recobrado ya, se encaró conmigo, amenazador, yo me puse delante de Martirio, escudándola. Casi instantáneamente los ojos del furioso se dilataron, su boca se redondeó, como la boca mecánica de un muñeco... Había visto, en la faz de su prometida, los rastros de sangre, y en mi rasurado mentón un hilo rojo...

Y, exhalando algo que ni era gruñido ni grito, que participaba de ambas cosas, salió corriendo. Enjugué con mi pañuelo el rostro de Martirio, el helado sudor que lo bañaba. Fui a avisar a su padre. Se la llevaron, casi inerte.

La ciencia dictaminó. Se trataba de un fenómeno natural, aunque bien raro. Alteraciones circulatorias... Una sugestión imaginativa las provocaba, y en la Edad Media se calificaba de milagro el suceso.

Martirio se encerró en su cuarto, sin querer salir de él. Me presenté a su padre. Referí el suceso del baile con toda verdad; ofrecí cuantas reparaciones considerase precisas. El pobre señor movía la cabeza desconsolado:

—Tiempo perdido, amigo, y caballerosidad inútil. Mi hija, aunque se lo jure en cruz el protomedicato, no reconoce que lo de las espinas pueda explicarse con términos técnicos... Afirma que es algo sobrenatural que la obliga a consagrarse a Dios para toda su vida. Y, mire usted —agregó, bajando el tono—, es el caso que yo creo que maldita la vocación que mi hija tiene... ¿No piensa usted lo mismo?

Suspiré, y articulé en voz más honda aún:

—Estoy con usted.

Las Medias Rojas

Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

—¡Ey! ¡Ildara!

—¡Señor padre!

—¿Qué novidá es esa?

—¿Cuál novidá?

—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

—Luego nacen los cuartos en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

—¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

—¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

—Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...


«Por esos mundos», 1914.

Las Setas

La jardinera, al pasar arremolinando una nube de polvo, justificaba su nombre: hacía el efecto de enorme ramillete. Los trajes borrosos de los hombres desaparecían bajo los de percal rosa, azul y granate de las mujeres, y las pamelas de paja y las amplias sombrillas eran otros tantos cálices de gigantesca flor, abiertos sobre el verde gayo y frescachón del campo galaico.

Bajáronse los expedicionarios al pie del castañar, que les ofrecía para su merienda regalada sombra. Destaparon el cesto y, acomodándose sobre la hierba mullida, despacharon, entre alborozo, agudezas y carcajadas, el jamón fiambre y las rosquillas que regaron con champaña. Después corretearon por el bosque, jugando a esconderse. Eran siete, tres matrimonios y un muchacho soltero, gente distinguida de la corte, que veraneaban en el puertecillo de la costa cantábrica, y se sentía embriagada por el aire puro, los sanos alimentos y la, para ellos, desconocida belleza del país. Mientras el soltero Manolo Chaveta se ocultaba detrás del matorral, y las señoras, Clara, Lucía y Estrella, se dedicaban a buscarle entre el ramaje de los castaños nuevos, los tres maridos, Juan, Antonio y Perico, se entretenían en coger setas que Antonio declaraba comestibles.

—Las freiremos con tocino —exclamó—, y veréis qué bocado delicioso.

Al ponerse el sol tenían dos pañuelos henchidos de setas morenas, leves como el corcho, olientes a almendra amarga.

Cuando, habiendo regresado al pueblecillo, ordenaron a la dueña de la fonda que friese sin tardanza las setas cosechadas en el bosque, la buena mujer se negó. ¡Madre mía del Corpiño! ¡Freír ella porquería semejante, una cosa de veneno, habiendo en el mar tanto rico pescado, y en la tierra tan sabrosos huevos y tan gordas gallinas! Precisamente aquella noche les tenía ella a los señoritos una cena de rechupete: lenguados en salsa, Pollos con «chicharos» y costillas de cerdo en adobo. ¡Que tirasen al polvero esa indecencia, si no querían morir de mala muerte! Pero Manolo Chaveta, echándola, de docto, trató de ignorante a la fondista; habló de Francia, donde a la seta se la llama «champiñón», y no falta en ningún guiso, aseguro que aquélla eran setas excelentes, que en el tufillo se la conocía; requirió la sartén, y juró que si no nos las freía nadie, ¡hala!, las freiría él mismo.

—Bueno —gruñó la fondista—, ya que quieren reventar…, a su gusto. Váyase, señorito, y descuide, que yo amañaré las «setiñas» con su tocino, y, se las mandaré a la mesa hecha un sol. Pero confiésense antes, por si acaso…, y avisen al escribano para hacer testamento.

A la hora de la cena, después de los tiernos pollitos, que se deshacían como merengue en su lecho de guisante, apareció, en efecto, un plato donde crujían aún las setas recién salidas de la sartén. Los expedicionarios, que ya casi ni se acordaban de ellas, las miraron con sorpresa y de reojo.

—¡En qué poco se han quedado! —exclamó Antonio, que había cosechado la mayor parte—. ¡Si apenas hay!

A pesar de esta observación y de la afición que todos habían jurado profesar a las setas, ninguna mano se tendía hacia el plato; pensaban en las palabras de la fondista, y les paralizaba involuntario temor, porque las setas, así fritas y encogidas, les parecían más siniestras que en el campo, esponjadas y leves. Pero como Lucía dirigiese a Manolo Chaveta una ojeada burlona, él se decidió, y exclamando: «¡Qué buena cara tienen!», se puso en el plato dos o tres. Antonio imitó su ejemplo, y las señoras picaron también alguna seta con el tenedor. Al principio comían con cierta repugnancia, mascando lentamente aquel manjar sospechoso; por fin, el saborcillo del tocino los animó y despabilaron —entre cuchufletas y alardes de humorismo, mofándose de las aprensiones de los indígenas, que desconocen las excelencias de los champignons— todo el contenido del plato.

La velada solían entretenerla leyendo periódicos y jugando al bezigue, y aquella noche no alteraron la costumbre; mas es fuerza declarar que las noticias no les interesaron, y el juego menos. Perico, que era de esos guasones pesados capaces de dar ictericia, amenizaba de cuando en cuando la reunión con frases de este jaez: «¿Han hecho ustedes examen de conciencia?». «¿Conocen ustedes aquí algún cura de confianza y aseadito, para eso de la extremaunción?…», hasta que su mujer, Estrella, una morena imperiosa, le soltó un furibundo rapapolvo, mandándole a la cama. A las once se retiraron todos, no sin que Clara dijese a Lucía en tono agridulce: «Te noto muy mal color», y Lucía respondiese, mordiéndose los labios: «Yo te lo notaba a ti; pero no quería decírtelo, por no asustarte».

Las doce menos cuarto serían cuando Estrella salió al pasillo despavorida y en enaguas pidiendo socorro. La primera persona con quien tropezó fue Juan, desencajado y en mangas de camisa, que amparaba con la mano la luz de un bujía ardiendo en una palmatoria. Del cuarto salían desgarradores ayes exhalados por Clara. En cinco minutos se alborotó la fonda y empezó el bureo, el trastear en la cocina, el ir y venir del servicio, las preguntas de los demás huéspedes que se despertaban:

—¿Qué pasa?

—¿Arde la casa?

—No; esos de Madrid, que se han ajumado hoy más que otras veces —decían los bañistas locales.

—¡Quiá! Si es que se han envenenado con setas; se empeñaron en comerlas, y por fuerza hubo que freírselas —explicaba el criado, descolgando del perchero la boina para correr a avisar al médico, mientras la fámula volaba a turbar el sueño del boticario.

Parecía cosa de magia: los siete expedicionarios advertían iguales síntomas, el mismo horrible cólico, el mismo frío sudor. Los matrimonios procuraban auxiliarse, mientras que el soltero, Chaveta, se retorcía sólo en su angosto lecho. Cuando los dolores dejaban alguna tregua, los enfermos se increpaban.

—Yo bien dije que era una locura comer esa inmundicia.

—¡Maldito sea quien las trajo a casa! —gemía Antonio, olvidándose de que las había recogido él en persona.

Y como cuando se sufre las horas parecen interminables, y el médico tardaba y también los remedios, las tres parejas creyeron definitivamente llegado su trance postrero, y pensaron, como se piensa en el vencimiento de una letra, en que era forzoso presentarse ante el Sumo Juez. Clara, temblorosa y con los ojos extraviados, echó los brazos al cuello del moribundo Juan, y le dijo al oído no sé qué cosas, a las cuales respondió él con voz desmayada y turbia:

—Si, hija, te perdono, y ojalá nos perdone Dios.

Por su parte, Lucía, con supremo esfuerzo, se arrodilló delante de Antonio, y murmuró algo; pero su marido no la dejó terminar; antes la alzó, exclamando afligido:

—Basta, querida; todos tenemos nuestros pecados.

En cuanto a Estrella, acostumbrada a tratar a Perico militarmente, se contentó con decirle entre dos bascas:

—Tus bromas sobre Chaveta te…, tenían… fun…, fundamento. Absuélveme en seguida, que… estoy agonizando.

Y Perico, crispando la manos sobre el estómago, que se le abrasaba en viva lumbre, repondió:

—Corriente; para lo que hemos de vivir…, absuelta quedas de eso y de todo.

Al cuarto de hora llegó el médico, viejo practicón que ya había asistido en algunos caso de intoxicación por setas. Venía pertrechado de emético y de éter, de esencia de tomillo y de hipecacuana. Apenas hubo visto a los enfermos, se le despejó el rostro y hasta sonrió.

—Envenenados están —dijo—; pero no hay que asustarse, que poco veneno no mata.

—Como que tiré al cesto de la basura casi todas las malditas setas, menos unas pocas, que freí por les cumplir el antojo —respondió la fondista, respirando libremente y rebosando el legítimo orgullo de quien ha salvado, mediante un rasgo de discreción, siete vidas humanas.

Restablecidos ya, al pronto los tres matrimonios se hablaban con cierto encogimiento, fríamente, lo mismo que si tuviesen algo atravesado en la garganta. Pero Chaveta, que había quedado desmejoradísimo desde la crujía, anunció que regresaba a Madrid; y con su marcha y la satisfacción de no haberse muerto, renació la alegría entre las parejas, que de allí a poco volvieron a merendar al bosque.

Las Siete Dudas

Es preciso que a vosotros, los que camináis en tinieblas, los que tenéis el alma sumergida en las aguas del dolor, los que ya no esperáis, os diga cómo luché con esas mismas congojas que os empalidecen la cara y os hacen odiar la vida; cómo vencí las siete dudas mortales. Si mi historia no os sirve de medicina, sírvaos siquiera de consuelo.

I. La amistad. La duda.

Me llamo Jacobo, y nací de padres acomodados en hacienda y nobles en prosapia. Mi niñez puedo decir que fue venturosa, pues la rodeó de cuidados el cariño de mis padres, a quienes tuve el dolor de perder antes de que yo cumpliese los veinte años. Así es que entre mis siete dudas no encontraréis una de las más amargas; no me veréis tender a la familia sobre la fría mesa de disección.

Si recuerdo los primeros periodos de mi vida, lo que más se destaca en ellos es un afecto amistoso, que empezó en los bancos de la escuela y me acompañó hasta muy entrada la juventud, hasta los veinticinco bien cumplidos.

Miguel, mi fraternal compañero, era hijo de una señora ya viuda, y amiga inseparable de mi madre. Esto y la igualdad de edades cimentaron la unión entre Miguel y yo. Juntos aprendimos las primeras letras; juntos nos afanamos por las notas y los premios en el instituto; juntos nos estrenamos en pasear calles y rondar balcones, juntos llevamos en Compostela y en Madrid la dichosa vida del estudiante hijo de familia, y abrimos nuestro espíritu a los problemas del saber y a los horizontes del conocimiento. Al vernos tan inseparables, a pesar de la marcadísima diferencia de nuestro tipo físico —Miguel era rubio y de mediana estatura, yo moreno y alto— nos creían hermanos en todas partes. No recuerdo, en tan larga serie de años de amistad, haber tenido nada que reservásemos como propiedad exclusiva de los dos: ni dinero, ni afectos, ni secretos. Algunas veces que pienso en por qué se deslizó mi primera juventud, repito que hasta los veinticinco, sin grandes pasiones y hasta sin amoríos largos, ni de ninguna trascendencia, comprendo que fue porque la amistad de Miguel, tan estrecha, tan vehemente, no dejaba sitio para otros afectos.

Cuando la gente nos tomaba por hermanos al vernos tan juntos, equivocábase, pues los hermanos, aun queriéndose mucho, tienen cierta emulación, cierto pugilato de ir por su lado cada cual. El carácter libre en cierto modo de nuestra amistad la reforzaba. Espontáneamente no sabíamos vivir ni andar el uno sin el otro. En las casas que frecuentábamos; en las tertulias; en los círculos; en el Ateneo y los teatros, ya se sabía que Miguel y yo no nos habíamos de ver sino en pareja. Nuestra personalidad se había, por decirlo así, desdoblado: éramos dos en uno, éramos, como suele decirse, un alma en dos cuerpos.

Es decir: en cuanto al alma, debo hacer notar que existían muchas diferencias, sin las cuales tal vez aquella amistad tan apretada no hubiera podido establecerse. En todo lazo afectivo, sea de amistad, sea de amor, hay uno cuya voluntad pliega insensiblemente ante la del otro: hay uno que pone de su parte la acción, y otro que se deja conducir; y muchas veces también, hay uno que aparece como guía del otro, y que en realidad es guiado por medio de la artería y del disimulo. He comprendido después que este papel lo desempeñaba Miguel con respecto a mí. Miguel tenía en su carácter matices femeninos, y jamás se oponía de frente a lo que podrá no agradarle o molestarle. Sus primeras palabras eran siempre para decir sí: nunca me presentó obstáculos directos, pero la verdad es que en todo el tiempo de nuestra amistad, se hizo siempre o se acabó por hacer, lo que él quería y lo que a él le convenía. Si entonces me hubiese dicho alguien que era así, que en nuestra asociación el socio capitalista era yo y Miguel el socio industrial; que él se aprovechaba disimuladamente de mis fuerzas y de mi afecto, yo me hubiese enojado, hubiese tomado el cielo con las manos, y hasta hubiese tratado de embustero al que me lo afirmase. Necesité recapacitar y recoger mis impresiones para cerciorarme de que, realmente, Miguel abusaba de mí hasta un grado increíble, sin que yo pudiese advertirlo.

No sé por qué artes ni con qué habilidades, arreglábase Miguel para poner siempre sus intereses a salvo. Es de advertir que mi posición era mejor que la suya, porque su madre, según afirmaban los que estaban bien enterados, tenía poca hacienda, y la gastaba toda exclusivamente en dar carrera a su hijo y en impulsarle para que ocupase un día altas posiciones, a que le creía llamado por su inteligencia y su valer propio, un día, mi padre, que era persona reflexiva y precavida, de esas que tiene gran propensión a ver los puntos negros del porvenir, me habló confidencialmente de Miguel, y vino a decirme, en sustancia, que ya sentía se hubiese anudado entre él y yo amistad tan estrecha, porque la situación de Miguel y de su madre iba a ser angustiosa dentro de poco, dado que aquella señora había ido vendiendo poco a poco su patrimonio para sostener a Miguel en un pie de igualdad conmigo, y que apenas le quedaba lo preciso para continuar el esfuerzo hasta que terminase su carrera Miguel hecho dudoso fue desde el primer momento, y pudiese colocarse según sus aspiraciones y sus necesidades. «Nos hemos creado —decía mi padre— una especie de compromiso moral, que yo lamento muy de veras, porque nos puede atraer graves complicaciones. Cuando esa señora se vea con el agua al cuello, ¿a quién ha de agarrarse? Claro que a nosotros». Y yo, despreciando aquella advertencia de la edad madura y de la experiencia práctica, respondí a mi padre: «Miguel es para mí un hermano. El día en que Miguel carezca de recursos, haz cuenta que tienes un hijo más, o que no tienes ninguno». Mi padre inclinó la cabeza, como el que se resigna a lo inevitable, pero no sin decirme en tono indiferente: «Oye, Jacobo, yo ya sé que los hijos no hacen caso de estas observaciones de los padres, pero mi obligación es decírtelo. Miguel no es lo que tú crees; Miguel no te paga en buena moneda ese gran cariñazo que tú le profesas. Si no te asustas de la revelación, hasta te diré una cosa: y es que Miguel te envidia. Triste es que la naturaleza humana sea así, pero en verdad te digo que más fácil sería encontrar un árbol frondoso con la misma cantidad exactamente de ramas, nudos y hojas que otro árbol, que dos afectos parejos e igualmente puros en dos corazones. Miguel se acerca a ti por instinto de conveniencia; el día en que le convenga más, se desviará. Has de verlo. Mi deber era decírtelo, haz lo que quieras».

Las palabras de mi padre me parecieron un sacrilegio, y me sublevaron hasta el fondo del corazón. La vejez —pensé yo— hiela y agosta todo; devasta hasta los sentimientos y el alma. ¡Miguel envidiarme! ¡Miguel amigo mío sólo por conveniencia! Mi calurosa protesta hizo sonreír a mi padre, y no se habló más del caso. De allí a poco tiempo murió la madre de Miguel, roída de inquietudes y ansias, dejándole sin terminar la carrera y poco menos que en la indigencia, pero mi casa y mis brazos se le abrieron de par en par al antiguo condiscípulo, y en efecto tuve un hermano.

Terminó Miguel su carrera brillantemente: estudiaba con encarnizamiento y rabia, y como yo también me aplicaba mucho llevado por su ejemplo, puedo decir que salimos con gloria de la prueba, y que entramos en el mundo rodeados de cierta aureola. Por aquel entonces Miguel empezó a alternar y a mezclarse algo en cosas políticas, y, según su costumbre, me atrajo a mí al mismo partido en que militaba. Mi nombre, mi posición, mis relaciones, mi dinero, sirvieron de base a Miguel para ser bien acogido y distinguirse desde el primer momento de entre la turbamulta de jóvenes que se afiliaban al orden de ideas revolucionario y que ofrecía porvenir.

Después de distinguirnos, lo cual entonces era doblemente fácil, logramos la amistad de uno de los personajes más importantes que ha tenido nunca España y quizás el más importante de entonces. General de glorioso recuerdo; caudillo de fascinación mágica sobre los corazones, su carácter y su personalidad atraían de tal modo, que a su lado era preciso pertenecerle. No había término medio: sus sañudos enemigos lo eran de lejos, pero de cerca sólo quedaba el recurso de quererle y de ser suyo con adhesión y celo. Por eso me admiró que Miguel, que acaso frecuentaba más que yo el trato de aquel personaje, no le profesase tanto entusiasmo como yo le profesaba. Sus críticas y censuras al que llamábamos nuestro jefe, me herían en mi delicadeza, y de aquí nacieron creo que las primeras discusiones que Miguel y yo tuvimos.

Entre las buenas condiciones de caudillo de aquel personaje, contábase en primer término la de adelantarse a los deseos de sus adictos, siempre que estos deseos tuviesen base, ahorrándoles la molestia, el bochorno y la fatiga moral de pedir. He de decir que desde los primeros momentos, nuestro jefe había distinguir bastante entre Miguel y yo, dándome a mí una preferencia que casi me molestaba, porque creía que pudiese herir a Miguel. Llamándome a su despacho y en confianza, me había dicho lo que pensaba hacer por Miguel y por mí. Para mí reservaba una plaza tan honorífica como apetecible, que él me suponía capaz de desempeñar a las mil maravillas; para Miguel otro puesto de menos fuste, de menos altura, pero lucrativo, que asegurase su existencia.

Mi sorpresa fue grande cuando al darse las plazas dieron a Miguel la mía y a mí la de Miguel.

Mayor la sorpresa al saber que él había dicho que procedía de acuerdo conmigo.

Renuncié la mía y le dejé la suya; reñimos para siempre, y dudé completamente de la amistad. Le odiaba. ¡Así el menor interés entre dos hombres rompe un cariño de tantos años!

Las Tapias del Campo Santo

Entre todas las tiendas de que se compone el comercio marinedino, la más humilde, anticuada y estacionaria es la de Bonaret, el quincallero. Increíble parece que el patrón de aquel zaquizamí sea un mestizo de francés y catalán, dos razas tan mercantiles y emprendedoras. Acaso la explicación del problema consista en que dos fuerzas iguales, al encontrarse, se neutralizan.

Para el observador no carece de interés —de interés simpático— la tienda de Bonaret. Contrastando con los magníficos vidrios biselados, los relucientes bronces, las claras bombas de cristal raspado y las barnizadas anaquelerías que poco a poco, van echándose los demás industriales de Marineda, la quincallería conserva sus maderas pintadas toscamente de azul, sus turbios vidrios de a cuarta, su piso de baldosa fría y húmeda, sus sillas de Vitoria y su papel, despegado en parte, de un color barquillo, que el tiempo trueca en tono arcilloso indefinible. El escaparate (si con tanta pompa ha de calificarse la delantera de Bonaret) luce —en lugar de crujientes sedas y muebles terciopelos, cacharros artísticos o sombreros recargados de plumas— algunas sartas de cuentas verdes, cajitas de cartón llenas de abalorio, naipes bastos, tijeras enferrizadas, navajillas tomadas de orín, madejas de felpa y estambre para bordar...: todo atrasado de fecha medio siglo, cubierto de un tul gris por el polvo; en términos, que los ojos perspicaces y burlones de los ociosos marinedinos comprobaron diariamente los progresos del tapiz que tejía una gruesa araña, muy pacífica, en el ángulo izquierdo del escaparate.

La impresión que produce la tienda de Bonaret es la de un lugar solitario, donde no entra alma viviente; y, en efecto, rarísima vez se acerca la clientela al mostrador. Cuando las señoras de Marineda inventan una labor caprichosa o necesitan para un disfraz carnavalesco algún objeto pasado de moda desde hace treinta años lo menos, se acuerdan de Bonaret, y van a revolverle la casa. Son días nefastos para la araña tejedora; días en que el polvo y las correderas ven comprometida su tranquilidad. Que a la magistrada, la brigadiera o la cónsula le entra antojo de tal cachivache..., pues Bonaret sea con nosotros. Es indecible los tesoros que puede esconder una quincallería entre su complicado y heteróclito surtido. ¿Que se estilan hebillas de acero en los cinturones? Bonaret desentierra tres o cuatro. ¿Qué se bordan de canutillo las blondas? Lo tiene Bonaret. ¿Qué vuelven a llevarse los abanicos antiguos, de «medio paso»? Bonaret saca del fondo de una alacena cajitas de cartón dorado, y allí están los abanicos de nácar chapeado de oro, con paisajes de la época imperial.

Bonaret era un hombre enfermizo y triste. Dormilón para el negocio, vendía, al parecer, por condescendencia; al recoger en el cajón el dinero, suspiraba. No sostenía regateo; no defendía el género, y tan pronto daba por tres pesetas un abanico de estimación como reclamaba un duro por un ovillo de algodón encarnado. En su rostro marcara indelebles señales la ictericia; y ni en tiempo de verano riguroso prescindía de la gorra de seda y las babuchas de abrigo. Vivía con sus dos hijas; su mujer había muerto de tisis pulmonar.

La hija mayor, Joaquina, ya talluda ofrecía, en lo largo, insulso y verdoso del semblante, cierta semejanza con un calabacín, y por lo desgarbado del talle era un palo vestido. De su bondad se hacía lenguas la gente. Con todo, ignorábase que hubiese ejecutado ninguna acción reveladora de excepcional virtud, y probablemente su buena fama procedía de su resignada fealdad y soltería incurable. La menor, Clara, sin dejar de parecerse a Joaquina, tendría singular atractivo para un artista delicado de la escuela mística anterior a Rafael. El óvalo muy prolongado de su cara exangüe descansaba en un cuello finísimo, verdadero tallo de azucena. Sus ojos, asombrados y cándidos, eran pensativos y profundos a fuerza de ser puros. La inmensa frente ostentaba el bruñido del marfil y la luz de la inocencia. Sobre un cuerpo delgado y de rígidas líneas, el seno virginal, redondo y diminuto, campeaba muy alto, como el de las madonas que en las tablas del siglo XV lactan al Niño Jesús.

En Marineda no se le había ocurrido a nadie que fuese bonita Clara. Y, en realidad, no lo era sino vista su figura al través de la imaginación excitada por recuerdos artísticos y convencionalismos estéticos. Además, la hermosura en Marineda abunda como antaño el dinero en La Habana, y sobran muchachas frescas, guapetonas y airosillas a quien hacer guiños. Por otra parte, ni Joaquina ni Clara se dejaban ver en parte alguna; su tienda les servía de claustro. Ni bajaban los domingos al paseo de las Filas, cuando toca la música militar, ni jamás compraban dos asientos de «galería» en el Coliseo, ni asistían a los bailes del Casino de Industriales, ni siquiera iban a misa de tropa. Vivían lo mismo que en su concha el caracol. A nadie trataban. Su recreación dominical consistía en leer —mientras su padre hacía solitarios sobre el desteñido tapete de la mesa— cuadernos de folletines franceses, todos sucios y destrozados, recortados de este y aquel periódico, cosidos de cualquier manera por no gastar en encuadernación y, a lo mejor, faltosos del primer capítulo o del desenlace.

Aquellas dos arrinconadas criaturas, cuya existencia equivalía a un sonambulismo incoloro, melancólico a fuerza de monotonía; aquellas dos plantas que se ahilaban en la atmósfera polvorienta del mísero tenducho, no pudiendo alzar su copa hacia el sol, se volvían afanosas hacia las luces de bengala de la fantasía novelesca. Las aventureras damiselas de Walter Scott; los castísimos amantes de Bernadino de Saint Pierre; las altivas e independientes heroínas de Jorge Sand; las perseguidas y galantes reinas de Dumas, les tenían devanados los sesos a ambas hermanas. Creían todo sin examen, mejor dicho, «sentían» todo, y no se les ocurría ni reflexionar en si las cosas pasaban así en el mundo en general y, particularmente, en la capital marinedina. El resto de la semana, mientras las dos doncellas, por modo automático, ayudaban a su padre a despachar tres adarmes de torzal o un papel de alfileres con cabeza de vidrio, su mente, y casi pudiera decir que toda su alma, la tenían, vaya usted a saber si en algún lago de Escocia, debajo de un platanero en la isla de Francia o colgada del manto del duque de Buckingham. Y era lo peor de esta guilladura que las dos hermanas ni aun entre sí hablaban de ella. Cada una archivaba sus pensamientos, y seguía, en apariencia, tranquila y apática, sentada en su rincón al lado del silencioso padre.

A bien que por allí no andaban galanes escoceses de pluma en gorra. Los ojos de Clara y Joaquina, al fijarse en los transeúntes por la calle Mayor, reconocían perfectamente a cada burgués marinedino: el que pasa ahora es Realdo, el lampista; síguele Taconer, el armero; el otro, Casaverde, concejal y fabricante de cerillas; aquel, Baltasar Sobrado, antes militar, hoy de reemplazo y al frente de su casa de comercio; luego, Castro Quintás, que expende petróleo y aguardiente de caña al por mayor. ¡Imposible representarse a Edgardo de Ravenswood en figura de alguno de estos tan apreciables convecinos!

Menos tipo de héroe de novela, si cabe, era el de don Atilano Bujía, tendero de ultramarinos establecido frente por frente al tugurio de Bonaret. Chiquito, arrebolado de cutis, bigotudo, peludo, de voz atiplada y muy tripón, don Atilano pasaba, no obstante, por furioso tenorio, y ni casadas ni solteras se veían libres de sus empresas galantes. Hubo una temporada en que no se sabe qué viento le llevó con suma frecuencia a casa de Bonaret. Siempre encontraba pretexto a la visita, y en presencia del mismo padre se familiarizaba groseramente con las muchachas, en especial con Clara, objeto de sus baboseos lascivos. Las muchachas se apartaban de su contacto como del de un sapo venenoso, y el padre, indiferente al principio, agarró un día una silleta para rompérsela en las espaldas. La causa no se supo jamás. Hubo sospechas de que Bujía osó ofrecer a Bonaret algún dinero «para salir de hambres». Fuese lo que fuese, Bujía no aportó más por el tenducho, y ahora se le achacaban libertinos propósitos respecto de una zapatera, muy guapa, rubia como unas candelas y legítima esposa de un esposo joven y buen mozo, por añadidura.

La desaparición de Bujía satisfizo a las dos hermanas, que sentían por él aversión y el miedo indefinible que causan a las doncellas absolutamente castas los hombres disolutos, por más grotescos e inofensivos que sean. Y desde entonces, cuando veían que les suscitase una idea cómica —el bombo de la murga, el faldero de la brigadiera—, lo comparaban a don Atilano.

—¡Qué facha! Parece Bujía —murmuraba Clara, sonriendo pálidamente.

Poco tardó, sin embargo, en borrarse el recuerdo del ridículo industrial ante un suceso gravísimo, único, que señalaba honda huella de luz en el alma juvenil de Clara. Vio a un hombre, cuyas prendas exteriores podían servir de cimiento al palacio de cristal de la ilusión..., y se enamoró de él, mejor dicho, cayó en el amor como en un pozo, atada de pies y manos, indefensa, loca.

No nos importa su nombre... Clara no lo supo tampoco hasta meses después de haberle rendido a discreción la voluntad. ¿Quién había de decirle aquellas dulces sílabas? Con nadie hablaba Clara; nunca salía, y «él» era forastero, recién llegado a formar parte de la guarnición de Marineda. Todas las tardes, la hija de Bonaret veía a su ídolo, ya ceñido por el brillante uniforme, ya elegantemente vestido con chaqueta de terciopelo y calzón de punto gris, al trote de su caballo bayo de pura sangre; y sin poder detallar las facciones del gallardo oficial, la deslumbraba el relámpago de sus ojos, que al paso se clavaban rápidamente en el rostro de la niña. Viérais entonces a ésta cambiar su tez de marfil por otra de encendidísima amapola; y este rubor ardiente, instantáneo, que ascendía como ola vital a aquella frente tan honesta, sería para el jinete —si lo pudiese comprender— cosa más dulce y lisonjera que todos los triunfos obtenidos sobre adversarios duchos en rendirse y contra fortalezas que rabiaban por facilitar al sitiador sus llaves.

¿Adivinó algo de esto el jinete? ¿Fue tan solo efecto de la inveterada costumbre de no dejar hembra sin ojeada, por si acaso? Lo cierto es que sus miradas eran intensas, constantes, fascinadoras. Clara aguardaba aquel mirar como el pan de cada día. La alimentaban los ojos de su absoluto dueño. Esperaba, con la fe mesianista de los seres humildes y olvidados, que el jinete, parando el generoso corcel, le dijese: «Pues, nada, que ahora te encaramas a la grupa y te vienes conmigo». ¿Adónde? ¡Bah! A donde él mandase: a Melilla, a Filipinas, a Fernando Poo...; ¡siempre sería a la gloria!

Tan tenaz se hizo en Clara esta obsesión, que secretamente, con fuerza de voluntad espantosa, realizó sus preparativos de viaje. Del mísero presupuesto de la familia ahorró real tras real una irrisoria suma y la cosió entre el forro de un abrigo que tenía siempre colgado al pie de su lecho. Destinaba aquel caudal a la adquisición del indispensable saquillo y a la de un velo tupido para cubrirse el rostro. Lo que no se presentaba era la ocasión de salir de ocultis a todas esas compras urgentes. Sin embargo, acechándola bien...

Aracne silenciosa que labrabas tu tapicería en el rincón del tenducho, ¡cómo te avergonzarías si pudieses ver los bordados de seda, plata, perlas y orientales rubíes que una labrandera rival tuya, la ilusión, recamaba en el cerebro de Clara Bonaret! Misterioso abrazo; fusión de dos espíritus simbolizada por dos cuerpos juveniles y hermosos; abrazo que nunca te manchas con el barro de la sensualidad; poema de estrofas rimadas por caricias de ángeles; viaje a la tierra donde la materia no existe, donde no hay prosa, donde se anda sin tocar el suelo, donde las flores narran consejas a la luna... Ensueño divino que unge y mata al que en sí lo lleva, ¡cómo hervías, cómo te elevabas en columna de oro del espíritu de Clara Bonaret al cielo, tu verdadera patria!

Un día el jinete no pasó. Clara se acostó febril. No cabía duda: ocupaciones o enfermedad... Tampoco al día siguiente se oyó el trote del caballo arrancando chispas de las piedras y del corazón de Clara. Ni al otro, ni al otro... Una semana había transcurrido.

La niña no se tomó el trabajo de inventar pretextos. Así que no pudo más, cogió las vueltas a su padre y hermana; atravesó rápidamente, sin avergonzarse, la calle Mayor, donde algunos transeúntes, conociéndola, la miraban con extrañeza; bajó hacia el Páramo de Solares y se fue derecha como un dardo al cuartel. ¿Al cuartel? ¡Vaya! A peores sitios iría ella sin vacilar. El centinela la detuvo, preguntando un instante, medio guasón y medio solícito, qué quería. «Saber dónde vive...» (Aquí el nombre, que no nos importa). Como el soldado no acertase a responder y pasase por allí un sargento, fue éste quien sacó de dudas a la enamorada: «Ese señorito hace más de ocho días que largó de Marineda. Siempre quiso ir destinado a Sevilla, y tanto trabajó, que lo consiguió por fin. Si tiene algo que decirle..., escriba».

¡Escribir!

Clara no articuló palabra alguna. Dio media vuelta se echó a la cara instintivamente el velo del manto y rodeó el lado derecho del cuartel, en dirección opuesta a su casa.

Volver a ella no lo pensó ni un segundo. En medio del caos de su pobre meollo, quizá la única idea concreta y dominante era huir, alejarse mucho de su casa. Su casa era un limbo gris, una tumba de vivos. Su casa..., ¿y no ver pasar el jinete? Para ella todo se había concluido, todo; no encontraba fondo en que asentar la existencia ni razón para continuarla. Esto no lo discurría; lo sentía dentro, bajo el dolorido seno izquierdo, en la apretada garganta, en la vertiginosa cabeza.

Iba andando lentamente, lo mismo que si se recrease en pasear. Era, en realidad hora de gozar plenamente la hermosura y calma de la tarde. En las callejuelas que siguen al cuartel, la proximidad de la noche infundía paz; los chiquillos se recogían a cenar y a acostarse; un soplo fresco y salitroso venía de la costa y en la capillita pobre, frecuentada únicamente por pescadores, el esquilón convocaba al rosario.

Clara andaba y andaba maquinalmente. No sentía, al avanzar, la flexión de sus piernas. Tenía la sensación de caminar sobre algodón en rama, con la frente hecha un horno y la boca seca y untada de hiel.

De súbito, se paró. Había recorrido toda la calle del Faro, y al concluirse las casas se le aparecía la extensión sin límites del Océano.

En aquel punto no estaba azul, sino verde, de un verde negro casi, pero sereno, con admirable serenidad. Sobre la cima de los montes fronterizos asomaba una encendida luna, envuelta en rosados vapores. Clara permanecía quieta, paralizada, invadida de repente por un dolor agudísimo. No acudieron a sus ojos las lágrimas, pero sí a su garganta un sollozo ronco, un anhelo de ave herida de muerte por el plomo del cazador.

Sus ojos se fijaban en el disco saliente de la luna. El hermoso astro, al asomar, relucía enorme, incandescente, glorioso. A medida que iba ascendiendo su inflamado color palidecía. Al fin se convirtió en placa de oro pálido, y poco después, en la blanca faz de un muerto. Tal le parecía, por lo menos, a Clara, que no pudo menos de establecer, sin expresarla o darle forma, una comparación instintiva entre la suerte de sus afectos y aquella poética decadencia sideral.

Así eran las cosas: extinguido el fuego, la dicha borrada, el único interés de la vida suprimido como aquel fugitivo resplandor de la luna. La existencia ya oscura y tétrica eternamente; un mar sombrío, sin límites, sin esperanza...

¡Cuán veloz germinó la idea en su cerebro! ¡Cómo prendió, a modo de chispa en seca paja! ¡Decir que no se le había ocurrido antes! ¡Un remedio tan pronto, tan seguro, tan eficaz!

Con alegría pueril echo a correr hacia la costa. No veía; la vereda era pedregosa, costanera, abierta entre los sembrados y a lo mejor interrumpida por charcos y zanjas, donde Clara tropezaba frecuentemente. Una vez hasta cayó. Soltando carcajadas, convulsiva, volvió a levantarse y siguió su camino, después de recogerse las faldas, procurando, por hábito de pudor y como si alguien la viese, que no pasase el remango más arriba del tobillo. Ya distaba poco del mar..., cuando advirtió que no podía llegar hasta él. Agrios peñascales, picudos y resbaladizos, la separaban del Océano. Cien veces se rompería las piernas antes de acercarse al agua salvadora.

¿Qué hacemos?

Miró alrededor. La luna, enmascarada ya por nubes grises, alumbraba poco el paisaje; sin embargo, Clara pudo ver que el sendero, a la izquierda, se torcía bajando hacia el mar. Por allí debía de haber salida. Solo que para tomar aquella ruta era preciso pasar rozando con las tapias del campo santo. Y Clara, resuelta a morir, tenía miedo a las tapias.

¿Miedo a los espantos de ultratumba? ¿Miedo a algún ánima del Purgatorio? No, por cierto; ni se le ocurrió siquiera. Miedo al sitio, muy sospechoso y de fatal reputación en la capital marinedina. No obstante lo retraídas que vivían las hijas de Bonaret, habían llegado a sus oídos historias trágicas relacionadas con las tapias malditas. Allí se recogían suicidas con el cráneo roto o mujeres asesinadas con un puñal clavado en el pecho; allí se dirimían las cuestiones a garrotazos, y allí, por último, buscaban infame seguridad las parejas sospechosas. Clara temblaba a las tapias del campo santo. ¿Qué podría sucederle peor de lo que ya tenía resuelto? Nada, en verdad; pero..., enigmas de nuestro ser, temblaba.

Al fin se decidió. El corazón le pegaba grandes brincos. El sendero faldeaba precisamente la tapia, revolviendo al tocar con el ángulo, donde un vallado lo guarnecía. Clara se deslizaba, llena de ansiedad, deseando llegar al final de su carrera...

Disponíase a dar la vuelta al ángulo de la tapia, cuando tuvo que detenerse, o, mejor dicho, el terror la inmovilizó de golpe. Por el otro lado de la tapia sonaban voces, un cuchicheo entrecortado y singular.

Aproximóse el grupo, y se detuvo precisamente en el ángulo, antes de salvarlo y encontrarse faz a faz con Clara. En vez de proseguir, sentáronse en el vallado, tan juntos, que hacían una sola mancha oscura sobre el fondo del cielo. Fija, muda, reprimiendo el aliento, dominada por la malsana curiosidad de las doncellas, Clara los devoraba con los ojos. Eran dos amantes, no cabía duda; así estarían ella y su ídolo, si lo hubiese permitido la triste suerte... ¡Dos amantes, dos futuros esposos! ¿Qué otra cosa habían de ser, cuando así se acariciaban y estrechaban y fundían? No obstante, a los dos o tres minutos de espectáculo, Clara sintió una especie de náusea moral, algo parecido a la sensación de la primera chupada de cigarro para un chiquillo. Y esta náusea se convirtió en horror al salir la luna recogiendo su velo de nubes y distinguir claramente, en la enlazada pareja, las figuras y rostros de don Atilano Bujía y la hermosa zapatera vecina de Clara, rubia como unas candelas y mujer de un marido joven y buen mozo.

Clara miraba al grupo, sin hacer un movimiento, cortada hasta la respiración por el asco... Su misma repugnancia le impedía huir, librarse del espectáculo grotesco y odioso. También el asco fascina, prende los ojos, prende la imaginación y fuerza la atención, quizá con más energía que el gusto... Clara no quería ver, y miraba; no quería oír, y oía distinta y sutilmente; no quería entender, y en su alma de virgen se rasgaba un velo blanco...

Hacía diez minutos que se había alejado la pareja, dando, sin duda, vuelta a las tapias por el lado opuesto, y aún Clara no tenía ánimos para arrancarse de allí. Sentía un hielo, una anestesia interior, la congelación de su novelesco ideal. Una voz mofadora repetía a su oído: «Ahí tienes tú lo que es el amor, chiquilla...»

Una ráfaga de aire muy vivo, marino, delicioso, la despertó. Exhalando un suspiro, volvió pies atrás, se ciñó el velo y tomó a buen paso el camino de la ciudad, impulsada por el temor de que su padre y su hermana estarían vueltos locos echándola de menos.


«La España Moderna», tomo XXV, 1981.

El señor doctoral

A la verdad, aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como sacrificio en que hace de víctima el mismo Dios, yo preferí siempre oír la del señor doctoral de Marineda, figurándome que si los ángeles tuviesen la humorada de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos a los hijos de los hombres, cualquier día veo a un hermoso mancebo rubio, igual que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzándole respetuosamente al señor doctoral la casulla.

Vivía el señor doctoral con su ama, mujer que había cumplido ya la edad prescrita por los cánones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por «malvises», y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves cantoras. La casa era, más que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el ama del doctoral, doña Romana Villardos Cabaleiros, había sido, in illo tempore, toda una señora, en memoria de lo cual tenía resuelto trabajar lo menos posible, y señora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en memoria de la cual seis días cada semana se guillaba enteramente, entregándose a tristes recordaciones y olvidando que existen en el mundo escobas y pucheros. En el hogar del canónigo ocurrían a menudo escenas como la siguiente:

Volvía de decir la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la canaleja, su débil estómago repetía con insinuante voz. «Es la horita del chocolate». Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba media... Ningún síntoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz tímida y cariñosa:

—¡Doña Romana..., doña Romana!

Al cabo de diez minutos respondía un lastimero acento:

—¿Qué se ofrece?

—¿Y... mi chocolate?

—¡Ay! —exclamaba la dolorida dueña—. Hoy no estoy yo para nada... ¿Sabe usted qué día es?

—Jueves, 6 de febrero; Santas Dorotea y Revocata...

—Justo... El día que, hallándome yo más satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que mi cuñado el comandante se había muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mío! ¡El Señor de la vida me dé paciencia y resignación!

Nunca la buena pasta del doctoral le consintió preguntar a la matrona si, por haberse muerto del vómito su cuñado, era razón que su amo se muriese de hambre. Lo que solía hacer era abrir la alacena de la cocina, sacar de su envoltura mantecosa la onza de chocolate y roerla, con ayuda de un vaso de agua. Después solía dedicar un ratito a consolar a doña Romana, que hipaba en el rincón de un sofá, con la cara embozada en un pañuelo.

—Doña Romana... Dios... La conformidad... No tentar a Dios, por decirlo así... ¡Si llora usted más perdemos las amistades...!

—Mañana tendrá usted el chocolate a punto —respingaba con aspereza la vieja.

—¡Si no es por el chocolate, mujer!... Es que nuestra santa religión..., ¿lo oye usted? nos manda que tengamos correa..., que no nos desesperemos..., y que cada uno se someta a la voluntad divina..., aceptando la situación que...

Doña Romana se volvía toda venenosa, exhalando un bufido comparable al «¡fu!» de los gatos.

—¡Ya entiendo, ya!... Ahora mismo me voy a poner la comida, para que no tenga usted que echarme en cara ni que avergonzarme por cosa ninguna.

—¡Jesús, doña Romana!... ¡Vaya por Dios! Todo lo toma usted por donde quema... —murmuraba el doctoral apiadado y contrito.

El caso es que, cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el caldo. Nada de esto molestaba al buen señor como los fracasos de su oratoria, que no lograba serenar el atribulado espíritu de la dueña. Porque si en algún escondrijo del alma del doctoral crecía la mala hierba de una pretensión, era en el terreno de la elocuencia. Por componer un sermón que dejase memoria, diera el dedo meñique, ya que no la mano. Cada vez que subía al púlpito algún jesuita, de estos que tienen pico de oro y lengua de fuego para echar pestes contra las impiedades de Draper y Straus (en Marineda perfectamente desconocidas), o algún curita joven vaciado en moldes castelarinos, de estos que hablan del «judaico endurecimiento», y de la «epopeya de la Reconquista», y de la «civilizadora luz que el sacro Gólgota irradia», el señor doctoral no se reconcomía de envidia, por imposibilidad psicológica, pero se abismaba dolorosamente en la convicción profunda de su propia inutilidad, y sus reflexiones —suponiéndolas una ilación que no tenían y peinándolas mucho— podrían transcribirse así:

—¡Jesús mío, ya está visto que yo no te sirvo para maldita la cosa! Soy un trapo viejo, un perro mudo. Necedad grande la mía en desear, como he deseado, que me enviasen a predicar el Evangelio en tierras salvajes, donde abunda la cosecha de almas. ¡Bonito soy yo para apóstol, con esta lengua torpe, estos dichos sosos, esta voz de carraca y esta fachilla insignificante! Señor, ¿por qué no me habréis concedido el don de la palabra? ¡Sería tan hermoso cantar vuestras alabanzas, llenar de una conmovida multitud vuestro templo, siempre vacío; derretir los corazones, derramando en ellos, viva y caliente, la infusión de la gracia! Y el caso es, Jesús mío, que si con vuestro infinito poder me desatarais el habla, si me cortaseis el frenillo y me otorgaseis el palabreo bonito y los períodos sonoros que gastan los predicadores de rumbo..., ¡se me figura que diría yo cosas muy buenas! Porque en mi interior siento unos fervorines... y así como unas ideas raras, nuevas y eficaces... Cuando el padre Incienso está a vueltas con aquello del «helado indiferentismo» y lo otro del «determinismo positivista, nefanda resurrección del fatalismo pagano», me entran a mí arrechuchos de gritarle: «¡Padre Incienso, por ahí, no!... ¡Si aquí no existen semejantes positivistas ni deterministas, ni hay tales carneros!... Aquí lo que importa es apretar en esto, en esto y en lo otro». ¡Ah, si me ayudasen las explicaderas! Jesús mío, ¿por qué consientes que sea tan zote?... ¡Vaya un señor doctoral! Señor animal es lo que debían llamarme.

En el confesonario luchaba el señor doctoral con la misma deficiencia de facultades. Jamás se le ocurrían esas parrafadas agridulces que entretienen los escrúpulos de las devotas, ni esos apóstrofes tremendos que funden el hielo de las empedernidas conciencias. Nada; vulgaridades y más vulgaridades. «Paciencia, que también la tuvo Cristo...» «Bueno; otro día procure usted no promiscuar...» «¡Ánimo! ¡Arránquese usted del alma esa afición tan peligrosa!...» «Está usted obligado a restituir, y si no restituye no puedo absolverle...» «A ese enemigo perdónele usted de todo corazón antes de comulgar... Sería un sacrilegio horrible recibir a Dios deseando la muerte a nadie». Y patochadas por el estilo; de modo que Arcangelita Ramos, presidenta de las Hijas de María; la marquesa de Veniales, fundadora del Roperito; la brigadiera Celis; en fin, la flor y nata de las devotas marinedinas, estaban acordes en que el señor doctoral era un clérigo de misa y olla, y el padre Incienso un encanto, según enredaba por la reja del confesonario flores de retórica y filigranas de místico discreteo.

En cambio, la gente baja decía primores del señor doctoral. Marineros, artesanos y cigarreras, al verle pasar arrastrando los pies y sonriendo con la vaga sonrisa de las almas bondadosas, murmuraban con misterio: «Es un santo». En la Fábrica de Tabacos (donde no hay noticia que se ignore ni suceso que no se comente) se referían mil anécdotas de la vida privada del doctoral. Que si había vendido las hebillas de plata de los zapatos para que no echasen a unas pobres del piso cuyo alquiler estaban debiendo; que si no teniendo moneda cuando en la calle le pedían limosna, daba el tapabocas, el pañuelo, el rosario; que si pasaba necesidades en su casa por socorrer las ajenas; que si a veces no se echaba carne en su olla; que si unos manteos le duraban diez años... Cuentos semejantes sofocarían muchísimo al doctoral si los oyese. Por aquel romanticismo de la limosna callejera se regañaba diariamente a sí propio, tratándose de hombre ñoño y sin sustancia y pensando que, en lugar del ochavo, le estaría mejor establecer alguna sociedad o congregación, escuela dominical o cocina económica, «a fin de recabar de la filantrópica abnegación de las colectividades lo que no logran los más gigantescos esfuerzos de la iniciativa individual», como decía un periódico local, El Nautiliense, tratando de una empresa para salvamento de náufragos. Solo que tales funciones requieren labia, expediente, agilibus..., y el doctoral no poseía semejantes dones, esencialísimos en los tiempos que corremos.

Una noche, el doctoral, bastante resfriado, hubo de acostarse con las gallinas. El tiempo era de perros; diluviaba, y el viento redondo de Marineda sacudía los edificios y rugía furioso al través de las bocacalles. Por lo mismo, la cama estaba calentita y simpática en extremo, y el doctoral, arropado, quieto y a oscuras, sentía ese bienestar delicioso que precede a la soñarrera. Sus huesos, torturados por el reuma, iban calentándose, y su pecho, obstruido por el recio catarro, funcionaba mejor. Era un instante de goce sibarítico, de esos que prolongan la débil existencia de los viejos. El murmullo del último padrenuestro moría en los labios del doctoral, cuando el aldabón y la campanilla resonaron casi a un tiempo estrepitosamente, y el vocerío de una discusión alborotó la antesala. La discusión seguía, convirtiéndose en disputa, hasta que doña Romana, palmatoria en ristre, se lanzó en la alcoba a noticiar que una mujer muy mal vestida, con trazas de pedir limosna, se empeñaba en que había de ver al señor inmediatamente, a la fuerza. Como el soldado que oye el toque del clarín, el doctoral saltó de la cama, y, apenas cubiertos los paños menores con otros mayores, salió a la antesala, enfrentándose con la mujer, la cual chorreaba agua, pues tenía pegado a los hombros el mantoncillo negro y a la cabeza el pañolito de algodón.

—Santo querido —exclamó intentando besar la mano del viejo—, mi hermano está en los últimos, dando las boqueadas, y se quiere confesar... Se muere, señor, y lo mismo que un can, con perdón de usted... A ver, santiño, si le convence a aquel alma negra para que no se vaya así al otro mundo.

—¿Quién es su hermano de usted, mujer?

—El escribano Roca...

El doctoral miró con extrañeza el pobre pelaje de la mujer, y ella, comprendiendo el sentido de la mirada, balbució:

—Yo soy cigarrera, y gano muy poco, que tengo mala vista, el Señor me consuele... Mi hermano, podrido de onzas, y nunca un cuarto me da... Allí tiene en casa una pingarrona, dispensando la cara de ustedes, sinvergüenza, que todo se lo come... y yo, con cuatro hijos que mantener de mi sudor infeliz. Pero no crea que es por el aquel de la herencia por lo que vengo. Pobre nací y pobre moriré, y no me interesa si no fuera por los hijos. Lo que no quiero es que el hermano se me condene, ni que se ría esa lambonaza que tiene allí, más pegada que la lapa a la peña... Santo, buena faltita me hace el dinero; pero Dios vale más. Dígnese sacar del infierno a mi hermano.

—Mire, mujer —arguyó el doctoral, subyugado ya por aquella voz enérgica— yo no sirvo para eso de convencer a nadie. Vaya al padre Incienso, que sabe persuadir y lo hará muy bien.

—¡Ay señor! Ese padre será bonísimo; yo no le quito su bondad; pero en Marineda no hay otro santo como usted. Las cigarreras dejamos por usted al Papa en su silla. Si no quiere venir, deme un no; pero no me diga de buscar otra persona, que si usted no hace el milagro, ni Dios lo hace.

¡Oh, eterna flaqueza humana! Sintió el doctoral un dulce cosquilleo en el amor propio.

—¡Doña Romana, mi paraguas!

—¡Su paraguas! —bufó la dueña—. ¿No sabe que parecía el banderín de los Literarios, y no hubo más remedio que enviarlo a forrar?

El doctoral vaciló un segundo; al fin indicó tímidamente:

—¡Vaya por Dios!... Bien; el manteo y el sombrero viejo..., y la bufanda.

Salieron. La lluvia se precipitaba de lo alto del cielo en ráfagas furiosas, batidas por el viento loco, que obligaba al doctoral a pararse rendido. El agua que, penetrando al través del raído manteo, llegaba ya a las carnes del venerable apóstol era helada, y su cruel frialdad creía él sentirla, mejor aun que la epidermis, en los tuétanos. Y no era floja la tirada hasta casa del escribano. La plaza, anchísima y salpicada de charcos; las lúgubres callejuelas del barrio viejo; el largo descampado del Páramo de Solares; la solitaria calle Mayor, por el día tan concurrida y animada; luego, el paseo de las Filas, donde el aguacero, en vez de aplacarse, se convirtió en diluvio...

El doctoral, caladito, advertía una sensación extraña. Parecíale que su alma se había liquidado, convirtiéndose después en un témpano de nieve. «¡Jesús mío —pensaba el varón apostólico—, conservadme siquiera un poquito de calor, una chispita de fuego no más! Con este frío del polo, ¿cómo queréis que yo logre inflamar un alma? ¡Jesús mío, no permitáis que me hiele del todo!...» La centellita de fuego disminuía, disminuía: era sólo un punto rojizo allá en el fondo de un abismo muy negro... Al llegar al portal del escribano la chispa titiló, y se quedó tan pálida, que podría jurarse que estaba apagada enteramente. Y el pensamiento del apóstol, al subir las escaleras, no giraba en derredor de conversaciones ni de actos de fe, sino de esta preocupación mezquina y terrenal: «¡Si me diesen un poco de aguardiente de anís o de vino añejo! ¡Si hubiese al menos un braserito donde secarse!»

La cigarrera llamó briosamente, y como tardasen en abrir segundó el toque con mayor furia. Apareció en la puerta una imponente mujeraza, gruesa y bigotuda, de ojos saltones y pronunciadas formas, que se desató en invectivas, queriendo cerrar otra vez; pero la cigarrera se incrustó a guisa de cuña para impedirlo, y hecha una sierpe voceó:

—¡Aparta, aparta, que aquí traigo a Dios para que mi hermano no se muera como un can! ¡Aparta, condenada raposa, saco de pecados!

Y, haciéndose a un lado, descubrió al doctoral, que chorreaba y tiritaba, hecho una sopa, trémulo, tan encogido, que había menguado media cuarta de estatura. ¡Cosa rara! La mujerona, sin embargo, le conoció; le conoció tan de pronto, que su actitud cambió enteramente; apagáronse las chispas de sus ojos; murió la injuria en su airada boca, y con sumiso acento pronunció:

—Pase, señor doctoral; pase... Perdone, que no le veía... A usted, que sacó de la necesidad a mi madre...; ¿no se acuerda? ¡En el cielo se encuentre los cinco duros que le dio para poner el puesto de hortalizas!... A usted no le pego yo con la puerta en los hocicos... Pase y haga lo que quiera, señor...; pero considérese de que estoy sirviendo hace tres años en esta casa, y es justo que, al morir el señor de Roca, no quede yo pereciendo... Entre ya.

El doctoral se enderezó... La centella renacía al soplo de aquel entusiasmo, de aquella gratitud inesperada, frutos de una buena acción ya vieja y puesta en olvido... Luz misteriosa alumbró su espíritu y una idea, al par terrible y consoladora, le estremeció hasta lo más profundo de su corazón. La tal idea convirtió el mortal frío de la mojadura en un ardor, una especie de fiebre apostólica. Con resuelto paso entró en la alcoba del enfermo.

Hallábase este muy fatigado, en una de esas angustiosas crisis que preparan la agonía. Su pecho subía y bajaba al compás de estertorosa disnea. El afanoso resuello podía oírse desde el pasillo. A pesar de tan violenta situación, de lo mucho que debía sufrir la entrada del doctoral no le pasó inadvertida, y, agitando los brazos y exhalando rugido vehemente, indicó que le desagradaba su visita y que el clérigo estaba de más. Sin embargo, la mujerona, después de arreglarle las almohadas, salió discretamente, dejándole a solas con el médico del espíritu.

Éste permanecía a la boca de la alcoba, como hombre indeciso que aguarda la inspiración para proceder. Sus miembros los paralizaba el frío mortal; pero allá en el foco donde antes titilara, próxima a extinguirse la sobrenatural chispita, había ahora estallado llama intensa, que empezara a arder lentamente, y después adquiriera tal incremento, que el apóstol se sentía abrasar... Ya no pensaba el señor doctoral ni en refocilarse con unas gotitas de anís, ni en arrimarse a un buen fuego de leña, ni en volverse a sus tibias sábanas. De repente se llegó a la cama del enfermo, y delante de ella se hincó de rodillas. El escribano clavó en él sus ojos apagados, amarillentos y turbios.

—¿Qué... hace usted... ahí? —articuló trabajosamente.

—Rezo —contestó el apóstol— para que usted se confiese, se arrepienta y se salve.

—Y a usted ¿qué... ajo... le importa... que yo...? ¡Por vida...! ¡Pepa!

—No llame usted, que Pepa sabe que ningún mal vengo a hacerle. El que usted se salve me importa mucho —contestó el doctoral irguiéndose, creciendo en voz, carácter y estatura, y encontrando en sí una fuerza de voluntad y hasta una afluencia de frases que no tenían nada que envidiar a las del padre Incienso—. Me importa mucho, porque usted podrá morirse hoy; pero yo estoy seguro, ¿lo oye usted?, de que no viviré ocho días. Me encontraba en la cama resfriadísimo; me he levantado para venir a confesar a usted; me he calado hasta los huesos, y sé que he ganado la muerte. Y como no he de presentarme delante de Dios con las manos vacías del todo, ¡caramba!, me he empeñado en salvar su alma de usted para no perder la mía. En mi vida le serví de nada a Dios..., ¿lo oye usted?; de nada absolutamente. Ahora me llama a sí, ¿y quiere usted que yo le diga: «Soy tan tonto que no supe ablandar al escribano Roca»? Ahora me ha entrado un don de persuadir que no tuve nunca; ¿quiere usted impedirme que lo aproveche? No, señor...; usted me oirá. Antes me hacen pedazos que irme de aquí sin absolverle... Máteme usted si gusta, pero atienda mis palabras.

* * *

El último episodio de la historia del doctoral ocurre en el pórtico del cielo. A él llegaron juntas las almas del apóstol y del escribano, convertido por su tardía elocuencia. El escribano, a la vez avergonzado y loco de gozo (porque con la ganga de ir al cielo, dígase la verdad, no había soñado él nunca), se apartó, a fin de dejar paso al alma del doctoral. Y el doctoral, sonriendo al pecador, se hizo atrás y dijo humildemente:

—No: usted primero...


«La Época», 26 febrero 1891.

Las Tijeras

—El matrimonio —decía el padre Baltar, terciando sin asomos de intransigencia en una discusión asaz profana—, el matrimonio se parece a las tijeras.

—¿A las tijeras, padre?... —exclamó uno de los presentes manifestando extrañeza—. ¿Sabe usted que es una comparación original?

—Más que original, adecuada —declaró el padre, rehusando con una seña la segunda copa de kummel de Riga—. Las tijeras, como ustedes saben, son unos instrumentos que constan de dos partes iguales o muy parecidas unidas por un eje y un clavito del mismo metal. Aunque cada parte de las tijeras sea fina y bien templada, si falta el eje... las tijeras no sirven. Unidas por ese clavito, pueden hacer primores y cortar divinamente la tela de la vida.

—Entendido —dijo otro de los que escuchaban al padre (hombre experto, algo marrullero y escamón)—. Sólo falta que usted nos diga si cree que abundan las tijeras excelentes.

—Lo excelente no suele abundar nunca..., o al menos somos tan descontentadizos, que siempre nos parece poco —respondió sonriendo aquel hombre evangélico y al par (hermosa conjunción) bien educado—. Aunque el intríngulis del matrimonio consiste en el eje..., también la calidad de las mitades importa mucho... Entren ustedes en una tienda y pidan tijeras. Les sacarán dos docenas, todas, al parecer, iguales, todas del mismo coste. Sólo llevándose las dos docenas a su casa, y usándolas, podrían hacer verdadera elección: al uso se descubre la condición de la tijera. Las costureras están tan persuadidas de esto, que tijera que les «sale buena» no la darían por una onza. ¡Yo he encontrado tijeras de oro! ¿Qué tiene de particular? ¡El amor natural, acendrado por la ley divina!... Voy a referirles a ustedes un caso que presencié y que conmovió..., aunque no pasa de ser un drama vulgar, y sus héroes, gente llana y prosaica...

Hallándome en el convento de S*** para restablecerme de unas calenturas que cogí en Tánger, y que se agarraban como lapas, tuve ocasión de conocer, entre otras muchas familias, a un matrimonio, tenderos de paños, franelas y cotonías, establecidos en los soportales de la plaza Antigua, no lejos de la catedral. No se confesaban conmigo, sino con el cura de su parroquia, pero gustaban de consultarme, amistosamente. Ella se llamaba doña Consuelo y el esposo don Andrés. Acomodados y bien avenidos, podrían ser dichosos si no tuviesen un hijo de la misma piel de Barrabás, que les daba un disgusto cada mañana y un sonrojo cada tarde. Pendenciero, estragado y derrochador, ni las lágrimas de su madre, ni las reprimendas de su padre, ni las exhortaciones que, a ruego de ambos, le dirigí varias veces, consiguieron que renunciase a una sola de sus malas mañas; y en vista de que parecía incorregible el mozo, mi consejo fue que le enviasen a una tierra donde la necesidad y la falta de arrimo le obligasen a mirar por sí.

Cuadró bien la idea al padre, y la misma madre vio que era el único recurso; y habiendo elegido el desterrado Manila, a Manila se le despachó con muy apremiantes cartas de recomendación para el rector de un convento de nuestra Orden.

A los seis meses empecé a recibir gratas noticias de la conducta de mi recomendado: alababan su laboriosidad, su listeza; iba enmendándose. Los viejos, al saberlo, no cabían en su pellejo de gozo. Era el rector el que me transmitía tan buenas nuevas, pues el muchacho no acostumbraba escribir.

Así pasó algún tiempo, hasta que un día la carta del rector, en vez de felicidades, trajo una nueva terrible: el hijo de don Andrés había sido muerto a cuchilladas, en riña, al salir de una gallera. Yo quedaba encargado de ponerlo en conocimiento de los padres.

Triste era la comisión, pero de tristezas andamos rodeados siempre, y juzgando que el padre tendría más fortaleza en el primer momento que la madre, llamé a mi celda a don Andrés y trasteándole lo mejor que supe, le hice beber el trago. No estuvo reacio en comprender: más bien parece que adivinaba. Apenas indiqué «heridas», tradujo «muerte». No lloró, pero la expresión de su cara era como la del reo cuando, al abrirse la puerta de la prisión, se encuentra al pie de la escalera del patíbulo (y me sirvo de esta comparación porque he auxiliado a algunos infelices en tan amargo trance).

Así que don Andrés pudo respirar, cruzó las manos: «Padre, tengo que pedirle a usted un gran favor. Entre los dos, vamos a que no sepa Consuelo lo sucedido. Mi mujer era hace pocos años rolliza y muy fuerte; el tósigo del hijo la ha matado: pronto cumplirá los sesenta y padece una enfermedad grave, una especie de consunción. Si sabe la desgracia, «se va detrás» en seguida. Si logramos ocultarle que han matado al niño... (le llamaban así, aunque pasaba de los veintisiete), puede que dure algo más. Yo corro con todos los gastos que allá se hayan ocasionado... entierro, Justicia... Perdono de corazón a los asesinos... pero que Consuelo no se entere.»

¿Hice bien o mal en acceder? No lo sé; el alma me pedía complacer a aquel desventurado. Cada quince o veinte días fui a la tienda, con cartas forjadas, que suponía haber recibido de Manila, en que se hablaba del ausente y se alababan sus progresos en el trabajo, la formalidad y la virtud.

Doña Consuelo, en quien el mal avanzaba a ojos vistas, y que ya tenía una tos incesante y una fatiga cruel se reanimaba con la lectura; la celebraba con extremos pueriles y exigía que don Andrés compartiese su regocijo.

—¿Ves, Andrés, cuántos favores nos hace San Antonio? —exclamaba con los ojos vidriados por un llanto que yo atribuía al exceso del contento—. ¿Ves qué fortuna? Ya es bueno el niño; ya se porta honradamente. Así que pase allí algunos años... volverá aquí y le pondremos al frente de nuestro negocio. Padre Baltar, voy a darle un poco de dinero para que allá se lo entreguen; bien sabemos lo que es la juventud... y yo no quiero que le falte nada al hijo mío.

Y su marido, ahogándose, poniéndole la cara de color violeta, contestaba:

—Bueno, mujer; tráele al padre aquellos treinta duros... pero para eso no es menester afectarse. ¡Qué tonta!

Era una cosa de compadecer: los duros que me entregaba la madre para que los disfrutase el hijo, me ordenaba el padre secretamente invertirlos en sufragios por su alma...

Yo no me apartaba de mi papel un punto, pues veía a doña Consuelo empeorar; cada día hubiese sido más peligrosa la puñalada de la noticia. Don Andrés, o temeroso de una indiscreción mía o por deseo de no apartarse de la enferma, siempre estaba presente cuando yo iba a acompañarlos un rato. Los encontraba juntos como pájaros posados sobre la misma rama y que se aprietan para no sentir tanto el frío; ella tosiendo y afirmando que «no era nada»; él, amoratado, semiasfixiado, asmático, pero sacando fuerzas de flaqueza para bromear con su mujer y hasta para echarle flores, lo cual en otras circunstancias me parecería cómico y risible, y en aquéllas me enternecía.

Y adelante con la farsa de las cartas, que producían tal efecto en la pobre madre, que hasta creí notar que me hacía señas cuando su marido no nos miraba; señas de aprobación, de súplica, de agradecimiento. Yo las interpretaba así: «Aunque el muchacho haga alguna tontería, siga usted diciendo a Andrés que se conduce como un ángel.» Esto no pasaba de suposición mía, pues repito que jamás encontré sola a doña Consuelo.

Una tarde me llamaron a deshora. Don Andrés venía a decirme que su mujer se moría o poco menos, que tenía el capricho de confesarse conmigo precisamente y que era indispensable inventar una carta con nuevas de que llegaba «el niño»... «A ver si así la sacamos adelante por unos días», añadió, tan tembloroso que no supe rehusarle el último favor. Apenas entré en el cuarto de doña Consuelo, ésta miró a su marido, y don Andrés salió, no sin hacerme un expresivo gesto, advirtiendo e implorando.

Me acerqué al lecho de la enferma, que movía los labios apresuradamente como si rezase; me senté a su cabecera y le dirigí esas frases afectuosas que son cucharaditas de bálsamo y que ya por costumbre decimos a los moribundos; pero fue grande mi sorpresa al ver que, volviendo hacia mí un rostro en que brillaba el agradecimiento, y cogiéndome la mano para besarla, me dijo:

—Padre Baltar, ¡qué Dios le pague tanto, tanto tiempo como hace que está engañando a mi marido! ¡Prométame que no le desengañará después de que me muera!

—¿Qué es eso? ¿Engañar?... —pregunté, creyendo que desvariaba con la debilidad y la calentura.

—Si no fuera por usted —prosiguió sin atenderme—, Andrés estaría también agonizando, porque sabría lo «del niño»... ¡Que no lo sepa nunca!

—¿Lo del chico? —exclamé, recordando mi compromiso con don Andrés—. ¡Si el chico está perfectamente, y va a llegar, y abrazará a usted pronto!

—Sí que le abrazaré... en el otro mundo... Conmigo no se moleste, que lo supe al momento, y hasta me lo daba el corazón. ¿Usted cree que no tenía allá persona encargada de escribirme cuanto le pasase a mi hijo? Las cartas venían a nombre de una amiga, y así Andrés no podía enterarse si le sucedía algo malo... Y como yo le había escrito al padre rector pidiéndole que sólo le dijesen a mi marido las cosas buenas y alegres... cuando usted venía con las cartas fingidas de que el niño vivía y trabajaba... le ayudaba a usted a engañar al pobre Andrés... que no está nada bueno... y que no le convienen las desazones... Me ha costado trabajo disimular, padre... porque en tantos años de matrimonio no le he callado otra cosa...

Aquí cortó su narración el padre, y mirando alrededor, vio nuestras caras animadas por la simpatía más vehemente.

—¡De manera que los dos lo sabían, y mutuamente se lo ocultaban! ¡Qué drama interior! —exclamó el que primero había hablado.

—De esas tijeras, padre —dijo el escéptico—, bien puede usted afirmar que eran de oro puro, con incrustaciones de brillantes.

—Puedo afirmar que las he visto abiertas en figura de cruz —contestó el padre intencionadamente.

Las Veintisiete

Había oído hablar Ramiro Nozales de cierto filósofo, el cual no era de estos metafísicos sutiles consagrados día y noche a la investigación de las causas y orígenes, relaciones y sustancialidades de lo creado y lo increado, sino que, al contrario, complaciéndose en bajar a la tierra, aplicaba su inteligencia ejercitadísima a comprender lo relativo, aceptando al hombre, no cual salió de las manos divinas, sino con las modificaciones que le impone la sociedad. En suma; el tal filósofo, en vez de profesar teología, ontología o cosmología, profesaba mundología, pero mundología elevada, quintaesenciada y sutil; sus alumnos aprendían de él la aguja de marear más sensible y la gramática parda encuadernada en el tafilete de Esmirna más suave y bien curtida; y Ramiro Nozales, incitado por la fama que el filósofo iba ganando, se resolvió a consultarle y a oír sus lecciones, que en verdad le hacían buena falta.

Recibió el filósofo al nuevo alumno de noche, en la biblioteca, de elegante severidad, muy abarrotada de libros y alumbrada por un gran quinqué, cuya pantalla figuraba melancólico búho; al través de sus pupilas de esmeralda se traslucía claridad misteriosa y fosfórica. Nada hay que desate la lengua como la semioscuridad y la luz verdosa y velada; así es que Ramiro abrió su corazón, hizo su completa biografía, refirió sus cuitas y declaró que se encontraba a los treinta años de edad, saturado de desengaños y amarguras, semiarruinado y con un pinchazo en el cuerpo, que, si no acierta la espada a resbalar en una costilla, bien podría haberle atravesado el corazón. Escuchó el maestro atentamente, acariciándose la aliñada barba negra, sonriendo a ratos, y otros reflexionando; la blancura marfileña de su frente calva y reflejo de sus limpios dientes iluminaban su faz, en que los ojos parecían dos manchas de sombra. Así que hubo terminado Ramiro, el filósofo tomó la palabra.

—Su historia de usted —dijo— nada tiene de particular. Se parece a la de otros muchos, a quienes he curado, asegurándoles existencia dichosa, sólo con un sencillísimo cuerpo de doctrina reunido en breve espacio. Todo lo que le ha sucedido a usted de malo y desagradable es debido a que usted ignora esa doctrina sabia y benéfica. Los desengaños los ha recibido usted de sus amigos; del uno respondió usted, y él cometió desfalcos; en el otro depositó usted confianza, que él vendió; el de más allá le quitó a usted la novia. La semirruina de usted procede de prestar cantidades para sacar de apuros a determinadas personas, que todavía no le han devuelto un real. El pinchazo es porque tuvo usted la inadvertencia de avisar a un creyente de que le engañaba una hembra, la cual le persuadió de que usted procedía así por despecho. Esto lo sé por usted mismo; no puedo estar mejor informado.

—Verdad es —asintió Ramiro—. Pero me parece asaz difícil, por no decir imposible, evitar tales contingencias, viviendo entre hombres; y puesto que ya lo pasado no se ha de remediar, quisiera precaverme contra lo que está todavía por venir. No soy tan viejo que no deba esperar mejor fortuna, ni tan mozo que la imprevisión me ciegue. Venga, pues, ese cuerpo de doctrina breve y categórico, que yo lo pondré sobre mi cabeza como se ponen los textos sagrados.

—La doctrina —dijo el filósofo lentamente— no consiste más que en una lista o catálogo…

—¿Una lista? —repitió Ramiro con sorpresa.

—Sí, tal; una lista… de las veintisiete cosas que no le importan a usted.

—¡De las que me importan, querrá usted decir!

—De las que no le importan, repito. Porque ha de saber usted que todas las desazones, berrinches, tribulaciones y pérdidas que en este mundo padecen los mortales, no las padecen por lo que les importa, sino por lo que debiera, en rigor, tenerles sin cuidado; y así, desde el momento en que usted se imponga y entere de lo que no le importa un comino, meditará usted despacio en que no debe arriesgar ni el valor de ese comino por ello, y después de asimilarse verdad tan patente, si procede usted en consecuencia, libre quedará de cuantos sinsabores hasta el día le han agobiado. Voy a escribir la lista; entre tanto, diviértase usted en recorrer esos libros, que tienen grabados muy hermosos.

Obedeció Ramiro, algo mortificado en su amor propio, y a la media hora recibía de mano del filósofo una tira de vitela que encerraba veintisiete renglones manuscritos, separados por barras de tinta roja. Al recogerse a su casa, no tuvo Ramiro cosa de más prisa que aprenderse de memoria el catálogo de las veintisiete cosas que no le importaban… y, bien empapado en aquellos preceptos negativos, se dedicó a seguir su vida habitual.

En la primera reunión a que asistió, la casualidad le hizo sorprender, en un espejo, furtivas señales de inteligencia entre la única hermana de su mejor amigo, niña candorosa, y un tronera de peor intención que un toro; su impulso fue avisar al hermano, pero inmediatamente recordó la tira de pergamino: una de las veintisiete cosas que no le importaban era «la conducta de la mujer ajena». Callóse, pues, como un muerto, y a los quince días el tronera robó a la muchacha. Al salir del sarao, un mozalbete provinciano, que había sido recomendado a Ramiro por su familia, se despidió de él delante de un garito; Ramiro comprendió que iba a jugar, a buscar, probablemente la desesperación y la deshonra; pero su código fundamental decía que una de las veintisiete cosas eran «los vicios de los demás»; y no experimentó remordimiento alguno cuando poco tiempo después supo que el mozalbete se había pegado un tiro.

A cada momento resaltaba la eficacia de las enseñanzas del sabio: apenas se ofrecía circunstancia que no la demostrase. En el catálogo de las veintisiete se incluían todas las ocasiones que de malgastar oro, voluntad y salud se ofrecen a un hombre en la vida social. Al practicar la doctrina del filósofo, aquel retraimiento discreto y prudentísimo, aquella abstención admirable, Ramiro conocía que su calma, su seguridad, su hacienda, su misma reputación y buen concepto crecían de continuo. Cuanto menos hacía, menos se exponía, más le respetaba y consideraba la gente, y aumentaba su crédito y ganaba simpatías. Al principio, Ramiro no cesaba de bendecir al filósofo. Su estado moral se traducía en una sensación física muy rara. Parecíale que alrededor de su cuerpo iban elevándose unos muros, invisibles para todos, visibles sólo para él. Estos muros, al principio leves y mal cimentados, poco a poco se convertían en grueso reducto aspillerado, sólido e inexpugnale. Detrás de aquella fortaleza, ¡que le atacasen! ¡Vengan enemigos! Y por si no bastaban los muros, sintió Ramiro que sobre su torso también nacía y se condensaba una coraza de acero, templada, recia, a prueba de bala y puñal. ¡Qué tranquilidad tan grande y provechosa sentirse resguardado por el impenetrable metálico forro!

Sin embargo, corriendo días, Ramiro notó como un vapor de angustia, ligero al pronto, más caracterizado después. Era opresión al corazón y a los pulmones; era falta de aire, vago malestar, unido a cierta especie de modorra. Juraría él que la dichosa coraza iba estrechándose y por todos lados le oprimía. Tanto llegó a fatigarle este mal, que al fin, triste y mohíno, fue a llamar otra vez a la puerta del sabio, a quien encontró en la misma severa biblioteca, alumbrado por las pupilas glaucas y fascinadoras del búho.

—¿Viene usted a darme las gracias? —preguntó apaciblemente.

—Sí y no… —fue la respuesta de Ramiro—. No cabe duda que le debo a usted gratitud. Me ha evitado usted desazones, gastos y ridiculeces sin cuento. Me ha granjeado usted la estimación general: desde que no me empeño en hacerles ningún bien, los hombres me aprecian y consideran doblemente. Mi situación es cien veces mejor que cuando vine aquí a recibir de manos de usted el Alcorán de la sabiduría. Pero el caso es que me falta algo… no sé qué; y, además, la coraza con que usted me ha revestido, me ahoga. Antes, cuando me importaba lo que no me importaba…, creo…, sospecho a veces… perdóneme usted si digo una tontería…, pero se me figura que, por momentos, era yo más feliz y más bueno… ¡De esto sí que estoy seguro! ¡Yo era más bueno!

Calló el sabio, y, entre tanto, sus pupilas de sombra, vastas y profundas en su cara descolorida por el reflejo verde, se fijaron en el afligido discípulo. Al fin, en voz grave, esa voz que se timbra con broncíneo son al pronunciar solemnes palabras, dijo:

—Usted vino aquí a pedirme el tuétano de la sabiduría humana. Yo se lo di en lo que usted llama Alcorán. Si eso no le basta, si nota asfixia del alma, vacío de abismo… entonces no le soy a usted necesario; mi Alcorán sobra. Coja usted el Evangelio.

Las Vistas

Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes, galas, joyas y ropa interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y paños de seda azul también, el color predilecto de la rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de simbolismo, ostentábase allí el lujo de la boda, los miles de duros gastados en bonitas cosas semiinútiles.

A lo largo de los tableros podía estudiarse, prenda por prenda, no sólo el secreto del tocado íntimo de la futura señora de Granja de Berliz, sino de la vida común, la ya inminente vida conyugal. Los ojos curiosos se recreaban en las faldas de crujiente seda tornasol, con volantes soplados como pétalos de flor fresca; en las enaguas, donde se encrespan las concéntricas orlas de espuma del encaje; en los pantalones y suits de forma indiscreta, con moñitos provocativos; en las docenas y docenas de camisas vaporosas y guarnecidas, de escote atrevido, ondulante; en los cubrecorsés, que repiten el motivo galante y gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles, de transparente seda pálida, caladas allí donde las han de llenar las finas curvas del empeine y del tobillo, y se ha de adivinar la seda más delicada aún de la piel; en las batas salpicadas de lazos fofos, blandos, de tejidos esponjosos y sin apresto, como arrugadas de antemano, lánguidas con voluptuosa languidez; en los corsés breves, moldeados, enrollados, y uno de ellos —el del día solemne—, florido en su centro por diminuto ramito de azahar… Y después, la ropa que ya pertenece al hogar, al menaje: las sábanas con arabescos de bordados primorosos o con encajes de elegante diseño; las mantas que prometen dulce calor familiar en el invierno; las colchas de espesa seda, veladas por guipures, todo rebordado con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las mantelerías brillantes, los caprichosos servicios de té en forma rusa, los infinitos refinamientos de la riqueza y del gusto, el derroche que se admira un día y pasa después a los armarios.

En maniquíes se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros; en varias mesas, dentro del gabinete contiguo, las joyas y la plata labrada, los velos y volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las amigas y amigos convidados a la exhibición penetraron en las dos habitaciones y empezaron a cumplir su deber de deslumbrarse, envidiar, alabar alto y criticar bajo todo aquello, subía la escalera el novio, Cayo Granja de Berliz, uno de los buenos partidos que por espacio de ocho o diez años de soltería militante se disputaron a alfilerazos varias señoritas de la corte, y a quien, por fin, había logrado prender en su red de oro Nina Valtierra. Red de oro, no sólo porque Nina era rubia, sino porque Nina tenía hacienda, brillante porvenir dorado.

Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por esa insensible derivación de los sucesos que nos lleva a donde nunca pensamos ir; comprometido después por la misma virtud de lo dicho y hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se había dado cuenta, con una especie de terror, de que no quería a su futura. Gustábale, eso sí; gustábale para la charla y el devaneo, para la somera intriga amorosa, para la superficie y la película del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser, bien mirado; pero había momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, creía Cayo detestarla con todo su corazón, y de buen grado le diría la frase del hierro al imán: «Te odio más que a cosa alguna, porque atraes y no eres capaz de sujetar». La tristeza y la preocupación que algunos más observadores notaban en Cayo no tenían otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a cada día más importuna, más tenaz, más torturadora. A nadie lo decía; a nadie se hubiese atrevido a confiarlo. Se reirían de él. ¡Vaya una ocurrencia! ¿No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputación como las demás de su esfera y clase? ¿Qué tacha podía ponerle? ¿Qué requisito le faltaba? Y Cayo, sonriendo con amargura, se decía a sí mismo: «La tacha es mía. El requisito me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse…, no nos queremos de ninguno de los modos…, ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tontería muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué venda me cubría los ojos a mí, que no estaba enamorado? Es —añadía Cayo, disculpándose a sí mismo; en esto paran todos los soliloquios— que no me he fijado en que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme. Le diré la verdad a Nina. Es lo mejor… Antes de saltar al precipicio, retroceder».

No sin lucha, se decidió Granja a realizar este acto de sinceridad inusitado. Adivinaba la extrañeza y los comentarios, el remolino de escándalo que levanta al desbaratarse una boda; presentía las reconvenciones de los padres; dolíale el bochorno de la novia. Con todo eso, iba determinado ya. Hablaría con lisura, francamente; haría todas las reservas y daría todas las explicaciones que pudiese apetecer el amor propio, hasta la vanidad de Nina; proclamaría la verdad a gritos, o si era preciso, la reemplazaría con la mentira más conveniente y discreta; se declararía arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le impusiesen; pero rompería la boda. ¡Ah, sí, la rompería!

Y subía la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a cada peldaño por una felicitación, un apretón de manos, una frase de amabilidad de los que acudían a admirar las vistas o se volvían habiéndolas admirado. Al pronto, Cayo no entendía; tardó en hacerse cargo del motivo de tantas enhorabuenas. Cuando acordó, sintió una especie de golpe allá dentro, parecido a brusco encontronazo con la realidad. ¡Las vistas! Sí; aquel día se enseñaban. ¿Tan pronto? ¡Sin duda se había adelantado la fecha! Nina decía la víspera, riendo:

—¡Quia! Ni en ocho días es posible que se exponga el trousseau. Falta una inmensidad de cosas. Sólo por milagro…

El milagro estaba allí: el trousseau, completo, se exponía desde las tres de la tarde…, y eran las seis. Aturdido, Cayo penetró, siguiendo la corriente de los extraños, en el salón azul, y miró alrededor con género de curiosidad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le asombró la cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio no formulaba, se encargó de expresarla en voz alta Perico Gonzalvo, el cual, tocándole familiarmente en el hombro a Cayo, dijo, con énfasis:

—¡Chico! ¡Menuda sangría al bolsillo de los papás!

Sí, todo aquello debía de haber costado mucho: una atrocidad de dinero. Aunque los hombres, oficialmente, no entienden de trapos, el hábito y el roce de la sociedad los convierte en expertos y casi en modistos. Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les presentan con su valor, con su cifra al frente: son dinero gastado. ¡Vaya si se habían corrido en los preparativos de la boda! Nunca se acababa de ver preciosidades: los murmuraban con halagüeño y suave runrún las señoras que iban desfilando, echando por última vez los lentecitos de concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sentía lo que siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y suntuoso. Dos palabras de su boca, un «no quiero», y el soberbio trousseau queda inútil y perdido; materia explotable para las revendedoras. Esta preocupación aumentó al pasar al gabinete donde Nina, radiante, enseñaba a sus amigas regalos y alhajas. De los abiertos estuches, donde centelleaba la pedrería; de los reflejos lisos y fulgurantes de la plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos, mostrando el incrustado varillaje y las artísticas pinturas del país; de los brazaletes que han de ceñir la muñeca; de las cadenas que han de rodear el cuello, se desprendía, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado, irreparable. Cayo pensaba oír cómo le decían los objetos: «Tonto, pero ¿tú crees que no te has casado ya? Reflexiona. Tanto como la bendición del cura, tanto como las fórmulas de la ley, y antes que todo ello, casamos nosotros. Las vistas son ya el matrimonio hecho y derecho; las cifras bordadas y entrelazadas de tu nombre y el de tu futura no permiten que separéis vuestros destinos. No sueñes con romper lo que unieron modistas, sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde. Eres marido, eres consorte; se han realizado tus nupcias».

Y Cayo, pensativo, oprimido el corazón, hizo un movimiento de hombros, como quien dice: «Al agua», y, resuelto al consorcio, se acercó al grupo, donde Nina le sonreía lo mismo que acababa de sonreír a los demás.

Lección

Se les ocurrió aquella noche a los moradores de la quinta de los Granados comer, o mejor se dijera cenar, al aire libre, instalados en la glorieta del jardín, alumbrada por un aro de bombillas eléctricas.

La idea era, a decir verdad, encantadora. En la templanza de los últimos días de septiembre; en aquel clima de Levante, con la deliciosa humedad ligera de sus noches; con el olor a jazmines y a rosas no agostadas, porque el riego conservaba su vida; a la luz de la luna, que emperlaba con tonos nacarados el jardín, parecían doblemente gustosos los manjares, servidos como en el restaurante de un gran casino internacional, por criados de rigurosa etiqueta, sin más techo que el follaje de los árboles, entre cuyos claros palpitaba el cielo, puntilleado de estrellas… Todo contribuía a hacer deleitosa la humorada, idea de gente joven, rica, algún tanto aburrida de las cosas corrientes y curiosa de sensaciones nuevas, que realzasen las conocidas ya.

La familia de los dueños de la quinta se componía de un matrimonio joven, un hermano del marido, dos primas que pasaban temporada allí, y otro huésped, mozo también, Juanito Lucena, recién llegado de París, hijo de un opulento banquero. Las dos niñas, graciosas, semejantes a típicas figuras de Zuloaga, «ponían los puntos», como se decía en España, o «flirteaban», como dicen hoy, con el forasterito. Algo de lo mismo hacía, sin mala intención en el fondo, la señora de la casa. Las tres mujeres que iban a sentarse a la mesa en el embalsamado cenador estaban todas chorreando pendencia, y esto las volvía más guapas y las obligaba a componerse y a cuidar de su belleza, haciéndola resaltar por el adorno y el arte. Porque llega una hora en que la mujer, como el gusano de luz en la estación amorosa, brilla en todo su esplendor; en que de ella parece desprenderse electricidad, en que todos sus movimientos son ritmo, y sus palabras gorjeo, y sus gestos monerías, y a su lado no es posible el fastidio ni la indiferencia. Y en este estado se encontraban las tres que Juanito Lucena tenía en jaque.

Se afanaban y se desvivían por atraer su atención: las jóvenes viendo en él a un brillante partido; la dueña de la casa, porque encontraba a un representante de cierta alta vida que no era la suya, puesto que ella no vivía en París ni estaba relacionada en los varios «mundos» que frecuentaba Juanito. Y su vanidad femenina la sugería la comparación que Juanito estaría haciendo entre sus toilettes y las de otras mujeres chic de la gran ciudad; entre sus costumbres y hábitos y los de las mundanas y «cremosas», actrices y Aspasias; entre su picoteo donosamente meridional y la charla más desenfrenada y libre, o más etérea, más saturada de esprit, de aquellas que atrás dejaba. Así es que se esmeraba en parecerle al parisiencito desaprensiva, superior, y no encogida, ñoña —burguesa, en suma.

La noche de la cena al aire libre las tres mujeres habían ideado vestirse como para casino, con trajes escotados de gasa y seda liberty y sombreros de los de enormes plumas y ala formidable. Bajo la claridad viva de las bombillas, semiocultas entre el follaje, que se combinaba con la lunar, estaban con aquel atavío, seductoras, habiendo echado el resto en peinado, joyas, perfumes, guanteado flexible hasta el codo y calzado finísimo sobre medias exquisitamente caladas. Era todo rugir de sedas, parloteo de excitación, rechispeo de diálogo, escaramuzas de coquetería. Lola y Jacinta, las dos muchachas, aportaban al coqueteo su frescura juvenil y su ingenuo descaro. Micaela, la dueña de la casa, su experiencia ya mayor, su leve madurez dorada de alma y cuerpo. Marido y cuñado, por su parte, se prestaban al juego de sociedad, no viendo en él nada de malo, sino «cosa admitida». Y en medio de las tres, Juanito, incensado como un ídolo blanco de tantas flechas, sonreía, tratando de repartirse equitativamente y no dejar descontenta a ninguna de las tres; lo cual, si ellas hubiesen tenido advertencia, bastaría para demostrarles que de ninguna le importaba, en realidad, un rábano…

Pero todo lo achacaban las damas a galantería de la más fina, exquisita y elevada, quedándoles el recurso de creer que las únicas atenciones sinceras y en las cuales entraba verdadero interés eran las que a cada una personalmente se dirigían. Y con este ensueño se derretían cada vez más, se animaban en la dulce guerra y entre risas, gaterías y pequeñas locuras insinuantes —a la hora en que del cubo de hielo salieron las botellas de argentada cápsula—, la alegría de la linda cena adquirió algo de insensiblemente pecaminoso, un tinte de elegante orgía, el que toman los fines de fiesta en los clubs de hombres, cuando se invita y obsequia a señoras de alta sociedad. Juanito, sin poderlo remediar, miraba con mayor complacencia a Micaela, que, de las tres, era, sin género de duda, la más picante, la más análoga a otras que allá en la gran urbe habían entretenido gratísimamente sus ocios de soltero…

La pendiente era resbaladiza y peligrosa. Un soplo de brisa le despejó la cabeza, algo aturdida por los vapores del espumoso, y sus ojos, demasiado lucientes, se amortiguaron y acertaron a ver claramente adónde le guiaba la senda emprendida. Miró despacio a su huésped, Manolo Camino —dueño de la hermosa quinta y de la antojadiza mujer—, y en un instante de humorismo, sintió el deseo de pagar la hospitalidad con un favor. Tomó la palabra, y, sonriente, declaró:

—¡Qué pocas de estas cenas tan deliciosas tendré ya en lo porvenir… cuando me case!

Cinco bocas a un tiempo, en tonos que hubiesen sido significativos para quien los analizase detenidamente, exclamaron:

—¿Casarte has dicho?

—Casarme… ¿Qué tiene de particular? ¡Cómo os asombráis! He venido a España para eso.

Aquí a las solteras les chispearon las pupilas negras y se les agitó el aliento. ¡Claro es que con ellas iban los planes del parisiense!

—Y… —preguntó Manolo— ¿tienes ya elegida la venturosa cónyuge?

Juanito, que veía delinearse su idea, respondió con cierta negligencia franca:

—Creo que sí… Al menos, si no mienten los informes que traigo. Se trata de una muchacha que reúne todas las condiciones por mí apetecidas.

—¿Muy elegante? —preguntó Lola con una vislumbre de esperanza dudosa.

—No, por cierto.

—Entonces… ¿Muy rica?

—¡Bah! Yo no necesito el dinero de mi futura…

—¿Muy guapa?

—Regular. Mona, interesante.

—Pues no veo las condiciones —arguyó despechada Jacinta, mordiéndose los labios, en vez de morder la rebanada de piña que embalsamaba su plato.

—Las condiciones —y Juanito dejó caer las cláusulas como dejaría caer agua helada sobre aquellas carnes húmedas de un sudor que ya traspasaba la capa de polvos de arroz—. Las condiciones… Que se parezca lo menos posible a las mujeres que he conocido hasta el día… y que no piense nunca en imitarlas… Eso es lo que busco y creo haber encontrado. ¿Verdad que tengo razón?

Callaron todas. Un estremecimiento agitó los cuerpos de las tres, que se habían disfrazado para asemejarse más a las mujeres que Juanito había conocido hasta el día… Sintieron vergüenza de sus escotes, de sus sombreros de postal, de su jugueteo provocativo… Y la cena terminó entre una frialdad repentina de desilusión.

Leliña

Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir la saliva por los dos cantos, de sus manazas gordas, color de ocre, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa hierba trigal. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban lanzar al regazo de la tonta pesetas relucientes... Ahora preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal amarillo, el pañolón anaranjado de lana, el zagalejo azul de Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de esos matices vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos, el más pintoresco rincón del mundo...

—¡Hembra al fin!... —fue el comentario de Manolo.

—¡Pobrecilla! —exclamó Fanny—. ¡Me alegro de que le gusten sus galas!...

Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa, originada por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares, la nostalgia de los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro, llevando a pastar la vaca, tirando peladillas a los cerezos o agarrándose al juego trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás...!»; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando al través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.

—Los pobres, señorita, cargamos de hijos... Es como la sardina, que cuanta más apañamos, más cría el mar de Nuestro Señor... —decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos...

La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta. Quería realizar algo que fuese agradable al poder que reparte niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo, recogería a la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre su honesto amor conyugal... Por eso —al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo de saúcos en flor—, Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de Dios.

Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y les reprendió, con enojo:

—¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré!

—Señorito... —barbotó el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros de confianza—. Si es que... ¿No sabe el señorito?... —y puso las jacas al paso, casi las paró.

—¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros...

—Pero, señorito.... ¡si es que ya corre por toda la aldea!...

—¿Qué diantres es lo que corre?

—Que, perdone la señorita, Leliña está...

Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo un gesto de amargura.

—Eso debe de ser mentira —exclamaba Manolo, furioso—. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...

Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Su cara era una pella de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una tarde radiosa, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los linderos, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro, y a Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla indefinible de ironía y cólera:

—¡Como la tierra!...

Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió:

—¡Como la tierra!...

No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso? Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano; algún licenciado de presidio que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno...

El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.

De reojo la adivin

aban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de su marido, emocionada.

—¡Leliña no está! ¡No está, Manolo!

Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.

—Tiene el niño —murmuró, oprimida por una aflicción aguda, violenta.

—Sí que lo tiene... —balbució Manolo—. Y le da el pecho. ¿No es increíble?

Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo, colgantes los descalzos pies deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.

—¡Si hoy parece una mujer como las demás! —observó Manolo, admirando.

Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.

—Calla..., calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño... ¡Yo, nunca, nunca! —repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.

El esposo se alzó en el asiento, y gritó:

—Den la vuelta... A casa, a escape... ¡Se ha puesto enferma la señora!


«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.

Ley Natural

Voy a escribir una historieta de amores. A pesar de la ciencia, de la economía política, de la política contra la economía, de los problemas militares, de las huelgas y las manifestaciones, el amor conserva aún su atractivo pueril, su gracia patética o sonriente. Es el amor todavía un angélico revoltoso, salado y dulce, y el aire de sus rizadas alitas, durante las abrasadas siestas del verano, refresca las sienes de mucha gente moza. Fáltale al amor actualidad, pero le sobra eternidad. Mi cuento demostrará por millonésima vez, que el dominio del amor se extiende a todas las criaturas y que, según a porfía repiten poetas y autores dramáticos, no hay para el amor desigualdades sociales.

Llamábase mi heroína Muff, que en alemán quiere decir «manguito», y le pusieron tal nombre porque, en efecto, el fino pelaje que la revestía daba a su diminuto corpezuelo cierta semejanza con un manguito de rica piel gris. Dama hubo que se equivocó y echó mano a Muff, pero la dueña de la lindísima grifona intervino, exclamando:

—Cuidado... que salgo perdiendo yo. No hay manguitos de ese precio.

Verdad indiscutible, de las que se demuestran con cifras. Hasta dos mil francos puede costar un manguito si es de chinchilla de primera, y por Muff se pagaron al contado tres mil. Hoy las pieles han subido: me refiero a los precios de entonces. Todavía es preciso agregar al coste de Muff el importe de sus joyas; dos collares chien, de perlitas uno, otro de coral rosa con pasadores de diamantes, y un par de cascabeles de oro incrustado de rosas y zafiros, dije útil, pues revelaba con su tilinteo la presencia de Muff y la salvaba de morir aplastada de un pisotón. No omitamos tampoco en el presupuesto de Muff —nada ha que omitir, tratándose de presupuestos— el valor del elegante trousseau remitido de París, donde existen modistas y talleres especialmente dedicados a este ramo. Poseía Muff y lucía con frecuencia, según la estación, sus mantas acolchadas de terciopelo, raso y gro Pompadour, con bolsillito para el microscópico pañuelo perfumado de lilas blanc; sus botas de caucho o cabritilla, sus collarines de rizada pluma, y creo ocioso añadir que dormía en lecho de edredón con múltiples cojines bordados y blasonados.

¡Ah! Si las riquezas, la ostentación, el lujo, la vanidad, bastasen a los corazones sensibles, ¡quién más feliz que Muff! Era su existencia la realización de un cuento de hadas. Habitaba un palacio lleno de preciosidades artísticas; tenía a su servicio una doncella, diligente, cuidadosa y mimosa, la Paquita, que, después de bañar a Muff en agua tibia, frotarla con jabón exquisito, enjuagarla con suave lienzo y peinarla, hasta esponjar sus plateadas sedas, le servía en cuencos de porcelana golosinas selectas y, terminada la refacción, frotaba los dientecillos de su ama con un cepillo empapado en elixir, a fin de que tuviese el aliento balsámico, y fresca la boca. Si Muff salía, iba en coche, por supuesto, enganchado para ella expresamente; llevábanla al Retiro, y el lacayo, bajándola en el punto más solitario y de aire más puro la dejaba brincar y correr, hacer ejercicio higiénico, solazarse a su libertad. Tampoco faltaban a Muff satisfacciones de amor propio. Cuantos la veían, extasiábanse con la monada del manguito vivo y alababan el pelo argentado, los ojos negros, inmensos, medio velados por las revueltas sedas, el hociquito diminuto, semejante a un trufa, la jeta encantadora. Así y todo, entre tantos mimos y esplendores, andaba mustia la grifona, y a veces sus vastas pupilas expresaban nostálgica aspiración.

Cuando Dios creó a los seres allá en las frondas tupidas del Edén, clavóles adentro, muy adentro, en lo íntimo y profundo de la voluntad, un aguijón, un estímulo, especie de alfiler que sin cesar punza y se hinca y no consiente minuto de sosiego. Reclinada en sus fofos almohadones de seda, o agasajada en brazos del lacayo, acariciada por Paquita, o correteando por las sendas enarenadas del Retiro, Muff sentía la punta aguzada hincarse más honda. «No eres feliz, pobre Muff, te falta la sal de la vida, la esencia del licor», sugería el alfiler por medio de tenaces picaduras reiteradas; y Muff, en lánguida postura, con el hocico ladeado y una patita péndula, suspiraba, y al anhelar de su pecho, el cascabel de oro del collar hacía misterioso «tilín». Un sagaz observador comprendería al punto lo que le dolía a Muff; pero no supieron entenderlo sus poseedores, o no quisieron, si se da crédito a versiones que parecen autorizadas. En consejo de familia fue sentenciada Muff a ignorar eternamente las alegrías amorosas y las sublimes, pero arduas, faenas de la maternidad. Objeto de lujo, primoroso bibelot, no debía estropearse. Y al notarla melancólica, decía la Paquita, presentando tentador plato de dorados bizcochos:

—¡Anda, monina, tontina, no «pienses» en «eso»!

Un atardecer, al bajarse Muff de su coche en las umbrías del Retiro, vio que se acercaba a ella, muy brincador y animado, feísimo perrucho. Era un ruin gozquejo callejero, de esos que por turno mendigan y muerden, que rebuscan ávidamente piltrafas entre la basura y perecen estrangulados a manos de laceros municipales. Al ver al chucho, con su zalea amarillenta y sucia, el primer movimiento de Muff fue un remilgito desdeñoso. Violo el lacayo y atizó al gozque soberano puntapié, que le hizo exhalar un alarido doliente. La compasión reemplazó al desdén, y Muff corrió hacia el lastimado, deseosa de consolarlo.

Ya él volvía, sin miedo ni rencor, a rabisalsear en torno de Muff. Empezó el juego con amistosos ladridos, mordisquillos en chanza, hociqueos y otras manifestaciones expresivas e indiscretas de la cordialidad perruna. Los separaron, y Muff fue recogida a casa; pero al siguiente día, apenas descendió del coche, halló de nuevo al gozquecillo, alegre, insinuante, porfiado como él solo. Quiso la maliciosa casualidad que también el lacayo guardián de Muff tuviese un encuentro, el de su paisana la niñera Lucía, muchacha rubia de buen palmito. Mientras los dos paisanos pegaban la hebra, la aristocrática grifona y el can plebeyo se entendían gustosos. Quizá la sentimental perita confesó sus aspiraciones románticas y el vacío de su dorada esclavitud; acaso el pobrete apasionado de aquella beldad de alto coturno refirió sus luchas por la existencia, sus días de inanición, la vagancia, los palos recibidos, el poema de una miseria sufrida con estoico desprecio. Lo cierto es que, insensiblemente, aprovechando la distracción de su custodio, Muff se apartó del coche, y, guiada por el perrucho, perdióse entre las alamedas y macizos de árboles, en dirección a la salida del Retiro, hacia Atocha. ¡El seductor iba delante, enseñando el camino; Muff le seguía, intrépida, sin volver, el hocico atrás; y al rápido trotecillo de sus menudas patitas, tilinteaba suavemente, en ritmo musical, con una especie de emoción, el áureo cascabel, al cual enviaba corrientes de electricidad el corazón venturoso!

Todos los periódicos anuncian la pérdida de Muff. La gratificación ofrecida es cuantiosa. Muff, sin embargo, no aparece. ¿Qué ha sido del manguito viviente, del rebujo de argentadas sedas, entre las cuales lucen las negrísimas pupilas enormes? ¿Que hicieron de Muff la vida nómada, el abandono, la necesidad? ¿La robó un aficionado y no quiere restituirla? ¿Yace en la alcantarilla tiesa, helada, despojada de su collar y su cascabel de oro y piedras? ¿O, aceptando su humilde destino, ha dejado voluntariamente las galas de la riqueza, y, tiritando, acompaña a su esposo, ronda con él al amanecer y hoza en los montones de estiércol para engañar el hambre, el hambre, enemigo del amor, severo juez que, inflexible, lo castiga, verdugo que lo mata?


«El Imparcial», 7 agosto 1899.

Linda

Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! —decían vagamente—. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En el Semanario..., en el Museo de las familias... En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»

Verdaderamente, aunque Argimiro llevó largo tiempo trova negra, reluciente y bien atusada, y solo la suprimió al advertir que se gastaba un sentido en remudar cuellos de gabanes, no se le podía afiliar a la escuela romántica genuina. Desde que los editores de obras por entregas hicieron presa en él y le impusieron su estética propia, Argimiro fluctuó entre un seudorromanticismo ojeroso y espeluznante y un seudorrealismo de presidio y taberna. Amarrado al duro banco de la producción forzada y del género de pacotilla, Argimiro imitó por turno y según lo requería el caso a Fernández y González, a Ortega y Frías, a Ayguals de Izco, a Pérez Escrich, en suma, a los maestros del género; y hasta llegó a competir con ellos, disputándoles asuntos efectivistas y melodramáticos encontrados por editores ingeniosos. Cierta popularidad oscura, que le valieron obras como Los canallas de guante blanco, Emperador, Fraile y verdugo, La Sombra del parricidio y Los hígados de un prestamista, pudo en ocasiones hacerle creer que, si hubiese dispuesto de libertad, dejaría escrito algo más selecto que salvase del olvido su nombre. Pero hacía bastantes años que Argimiro no acariciaba ese luminoso ensueño, hijo de la aurora. Aspiraba únicamente a ganar con sus engendros lo necesario, el duro pan de cada día a fin de no ser gravoso a nadie.

Porque conviene decir que Argimiro guardaba en su alma nociones de innata honradez y de ese nobilísimo orgullo que impulsa a trabajar por la independencia; además, tenía la cautela, la parsimonia, la callada modestia en el vivir que caracterizan a las personas delicadas, en quienes es una segunda Naturaleza la probidad. En este sentido, nadie menos bohemio que Argimiro Rosa, porque si conoció a fondo el arte de someterse a una privación oculta, ignoró siempre el de rehuirla pidiendo prestado un duro. Bien podía Argimiro no ser ningún geniazo de esos que señalan su paso por el mundo con huella esplendente; pero tampoco era, de fijo, de los que confunden el genio con las trampas.

Hasta cabía sostener la paradoja de que era rico Argimiro porque él no gastaba un céntimo más de sus ganancias y aun economizaba piquillos, que tenía de reserva «para el entierro», solía decir con humorismo apacible. Repugnábale, en efecto, la idea de esos sepelios de caridad a que parecen sentenciados los escritores, y consideraba una profanación de la muerte el sentimentalismo de ultratumba. Quería irse de este mundo como había vivido en él: sin importunar, sin abusar, sin avergonzarse.

Con este criterio, ya se deja entender que Argimiro había renunciado deliberadamente a los intranquilos goces de la familia. Sostener esposa y niños no cabía en los posibles del buen novelista, y ni las horrendas fechorías de la alta aristocracia, ni las inauditas guapezas de los chulos, referidas en interminables entregas, daban para tanto. Se resignó Argimiro a no tener más sucesión que los aventureros de frac y los rufianes de marsellés que creaba a docenas, a brochazos y en menos que canta un pollo, y formó su hogar en una casa de huéspedes, eligiendo patrona de buena entraña, manida y apacible, capaz de servir una tacita de caldo con cierta cordialidad afectuosa; y allí, en el reducido cuartucho, sobre angosta mesa, instaló el molino al vapor de las cuartillas. Solo Dios sabe cuántos raptos, desafíos, asaltos a conventos, intoxicaciones, puñaladas y desafueros de toda clase salieron de aquel modesto asilo, entre la cama de hierro, desvencijada ya, y una cómoda privada de tiradores. Mientras Argimiro deliberaba sobre si convenía emparedar al duque o sería mejor acuchillarle por la espalda, la perrita de aguas, Linda, única compañera de la soledad de Argimiro, dormitaba hecha una rosca, probando que los irracionales son más dichosos que el rey de la creación.

No porque se hubiese condenado a celibato voluntario carecía Argimiro de sensibilidad. Al contrario: su alma tierna rebosaba cariño, y se asfixiaba con no poder desahogarlo. Si Argimiro hubiese sido perfecto —ya se sabe que no puede jactarse de serlo ningún hombre—, no carga con la perrita; al cabo, Linda era un lujo, una superfluidad del corazón, un capricho sentimental, y nadie ignora que el más pequeño, el más humilde de estos caprichos entraña peligros sin cuento. ¡Imprudente Argimiro! ¿De qué te ha servido vedarte lo más dulce, abstenerte de lo más apetecible y natural, no tener esposa que te aguarde en la puerta, hijos que se te agarren a las rodillas? Para ti, el ser viviente que te da la bienvenida con alegres ladridos, que te mordisca y te baba las manos y se tiende en el suelo de puro gozo cuando te ve, que comparte tu lecho y al que guardas siempre el azúcar del café y las golosinas del postre..., te va a costar tan caro como podría costarte ese gran derroche de alma y bolsillo, ese gran poema en prosa que se llama el matrimonio. ¿Qué te valió atrincherarte? Dejaste un portillo, y por él entró la muerte.

A fuerza de velar y de poner la imaginación en tortura para discurrir nuevos desatinos; a fuerza de vida sedentaria y de comidas insulsas, de esas cuyo secreto poseen las pupileras, Argimiro había contraído un padecimiento del estómago que amenazaba arruinar para siempre su salud. El médico, consultado seriamente, opinó que el enfermo necesitaba alimentación escogida y sana, algo muy variado, nutritivo y apetitoso, que a la vez combatiese la atonía y la anemia. De no ser así, auguraba pésimos resultados. Sabia era la prescripción, pero mala de seguir para Argimiro, que pagaba catorce reales de pupilaje y jamás había puesto tacha ni reparo a las negras albóndigas, a la seca lonja de vaca, a las flatulentas judías y a la deslavazada sopa de fideos, si bien le infundían repugnancia indecible.

Quiso la casualidad que el médico, paisano y amigo constante de Argimiro, hablase del asunto con el opulento negociante don Martín Casallena, también paisano y amigo de médico y del escritor. Casallena era un rico de clara inteligencia y sentimientos generosos; adivinó que el enfermo no podía aplicar el método del doctor, y se apresuró a enviar a Argimiro una cartita, convidándole a comer aquella misma noche. El obsequio, aceptado, fue encantador, la señora del banquero prodigó a Argimiro las más corteses atenciones; reinó gratísima confianza en la mesa, y el escritor quedó invitado con empeño para todos los miércoles. Al miércoles siguiente, se extendió el convite también a los sábados, y más adelante, con habilidad piadosa, se le rogó que viniese todos los días, excepto los pocos en que la familia Casallena salía convidada a su vez.

Sorprendente fue el efecto de la reparadora comida en Argimiro. Cesaron los desvanecimientos que nublaban su vista, los dolores agudos y las desconsoladoras molestias diarias; el trabajo se hizo relativamente fácil, el bienestar del estómago contento irradió a todo el organismo. El novelista parecía otro; así se lo decían en la casa de huéspedes y se lo repetían en el café.

Una nube tenía, sin embargo, la reciente dicha de Argimiro. Su conciencia no estaba tranquila: mientras él disfrutaba de tan espléndida hospitalidad y tan opíparos banquetes, la pobre Linda, olvidada y sola, se aburría esperándole, y le acogía con bostezos llorones de hembra nerviosa que no se acostumbra al abandono en que la dejan y se desquita en malos humores y en gimoteos. En la mente de Argimiro nació el propósito de introducir a Linda en la buena sociedad que él frecuentaba. A fuerza de sacar conversaciones, de encarecer su apego a Linda, y las gracias y monerías de Linda, y de insistir en lo acostumbrada que estaba la perrilla a no separarse de su amo, logró que un día exclamase don Martín Casallena:

—Vamos, mañana se trae usted la Linda. Ya tenemos curiosidad de conocer a ese avechucho tan simpático.

—Aunque la señora de Casallena había torcido el gesto a esta espontaneidad de su consorte, Argimiro no quiso oír más, y Linda hizo su entrada solemne en los salones del banquero. Es de advertir que la señora de Casallena adoraba sus magníficos muebles, y no podía resistir que le estropeasen o manchasen las cortinas de crujidora seda y las tupidas y muelles alfombras. Al principio, Linda se condujo muy diplomáticamente en este terreno: correcta y distinguida, cogió las galletitas con la punta del hocico, las devoró en silencio y se hizo una rosca al pie de la chimenea, sobre el guardafuego, sin molestar a nadie. Por desgracia, así que empezó a tomar confianza y a dominar la situación, el animalito fue permitiéndose libertades, al pronto retozonas e inofensivas, después tan descomedidas, inconvenientes y enormes, que una noche yendo la señorita de Casallena a recoger del musiquero la sonata en fa para estudiarla al piano exhaló un chillido ratonil y huyó despavorida a su cuarto, a lavarse las manos con triple extracto de colonia...

Por lo cual, el señor de Casallena llamó aparte al escritor, y con suma política y bastantes rodeos, hubo de manifestarle que la presencia de Linda era incompatible con la tranquilidad de su hogar y el aseo de su mobiliario, y que le rogaba no la volviese a traer adonde producía tales disturbios. Y Argimiro, pálido, demudado y tartamudo de enojo, respondió al banquero que insultar y expulsar a Linda valía tanto como insultarle y expulsarle a él; a lo cual replicó Casallena, a su vez amoscado, que ciertamente merecería la expulsión el dueño si cometiese los mismos desmanes que la perra. Inclinóse Argimiro con altivo gesto; hizo un saludo tieso y forzado, y abandonó la estancia llevando en brazos a Linda. Ni al día siguiente ni nunca volvió a comer..., ¿qué es comer?, ni a cruzar la puerta de su antiguo y opulento anfitrión. Explicaciones, recados, mensajes por el médico..., todo se estrelló contra la dignidad herida de la perrita de aguas.

A los dos años, Argimiro Rosa falleció de un cáncer en el estómago, y como en la enfermedad se habían consumido sus economías, por fin le enterraron a expensas de algunos amigos. Casallena, que fue de los que dieron más, recogió a Linda y la mantuvo hasta que murió de vejez.


«El Imparcial», 25 de diciembre de 1893.

Lo Imposible

—Dile a ese tarambana que pase…

Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos, según carta recibida la víspera.

Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto, que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor, o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios santos, a la Virgen del Carmen y al Cristo de la Olmeda, que es muy milagrero.

Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.

—¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido? ¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?

—¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en…! ¡Anda, siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades…

—Poca cosa —declaró modestamente el muchacho, bajando la cabeza y afianzando los lentes de oro en la delgada nariz, lo cual le daba mayor aire de timidez—. Medio año es poco tiempo para enterarse siquiera de los progresos científicos. ¡Es tanto lo que se adelanta! Vengo asombrado de muchas cosas que he visto, o, por mejor decir, que no hice sino entrever. Necesito pasarme dos años, lo menos, fuera de España, para quedar bien empapado de los prodigios que ahora se realizan. Verdaderamente, tío Máximo, hay curaciones portentosas, remedios nuevos y desconocidos, que parecen sobrenaturales. De un momento a otro…

Escuchaba el señor de la Olmeda con aquel aire de fisga y de despótica voluntad que era el suyo propio; porque, desde los veinte años, había hecho don Máximo cuanto se le antojaba, sin preguntar si se podía, sin reparar en que las cosas fuesen buenas o malas, lícitas o vedadas por ley moral o religiosa. Como todos los que derrochan en sus vicios, don Máximo era avariento en lo demás. Desde el primer momento comprendía la intención de su sobrino Javier, el único hijo de su único hermano, su natural heredero; pero no quería darse por enterado, a ver si eludía el compromiso de soltar la mosca.

—Pues que te pensionen otra vez, muñeco —respondió al fin, afectando, según su costumbre, tratar a Javier como a un chiquillo.

—Ya no volverán a pensionarme, tío… Hay que alternar, y somos muchos los que queremos irnos por ahí a respirar aires europeos. Por eso prefiero decírselo a usted llanamente: de usted espero ese sacrificio, que le agradeceré como si me diese la vida…

—¿Eh? ¿Qué dices? —refunfuñó el viejo, sacando de la petaca un cigarrillo y ofreciéndolo a su sobrino con aire protector.

—Gracias; no fumo… Se trata, tío Máximo, de que, si he de llegar a algo en el terreno científico, he de pasarme dos o tres años en el extranjero. Y para eso —añadió, ya envalentonado, exigente, como les sucede a los cortos de genio cuando se deciden a lanzarse— me hace falta que se imponga usted un sacrificio por mí. Cuando digo sacrificio… Porque usted, tío Máximo, es rico, no tiene hijos, y seguramente no habrá de sufrir privación ninguna aunque me dé a mí lo necesario para residir en Alemania, en Suiza y en Francia ese tiempo. Yo viviré muy económicamente, sin gastar una peseta en nada superfluo. Hasta le ofrezco a usted más: al empezar a ganar dinero por mi profesión, le devolveré lo que considero un préstamo y un adelanto.

—¡Alto ahí, cabeza de chorlito! —atajó el tío, que no podía hacerse el desentendido ya—. ¡A ver, a ver, despacio; ojo, fíjate que no soy tonto, aunque no sea sabio como su merced! ¿Puede saberse qué se propone su merced con todas esas cosas que ha de profundizar en tierras de extranjis?

—¿Proponerme? —respondió Javier, sorprendido—. Me propongo dominar la profesión, volver aquí bien preparado, aplicar esas novedades admirables que a cada momento aparecen…

—¡Oh, oh; despacio, entendámonos, caballerito! ¿Qué demontres de idea es ésa de ejercer una carrera, como si fueses algún pobre? Por lo mismo que no tengo hijos, y que te corresponderá, hoy o mañana (a don Máximo no le gustaba pronunciar «a mi muerte»), la casa de la Olmeda, enterita, que no es moco de pavo, maldita la falta que te hace dedicarte a subir escaleras y tomar el pulso. Aquí se me queda el señorito Javier, atendiendo a su tío, que necesita alguien que mire por su salud, ¡y los criados son unos zascandiles! El señorito Javier se me casa, para que no se acabe el nombre de la Olmeda, y se deja de extranjerías, y le irá tan guapamente, ¿eh?

Javier escuchaba, pálido y ceñudo, con una gravedad de expresión que le hacía parecer diez años más viejo de lo que era, pues acababa de cumplir la florida edad de veinticuatro.

—Tío, ¡lo siento en el alma; pero es imposible que yo me avenga a lo que usted me propone! Tengo mi vocación y he de seguirla. Casarme, bueno; me casaré gustoso, cuando vuelva de los estudios que necesito hacer. Pero ahora, créame usted, no puedo…

—¡Rayos! —bufó don Máximo, intentando, claro es que inútilmente, saltar del sillón, y enarbolando un palo inofensivo, una cañita de Indias de sus tiempos de conquistador, que le servía para corregir a los criados, con bastonazos ligeros—. ¡No puedes!, ¿eh? Pues yo tampoco puedo darte ni dos cuartos. ¡Ahí tienes tú! ¿Se habrá visto, el gorrión con vareta?

—Tío…, mire usted bien lo que hace… Me corta usted el porvenir… ¡Es una crueldad, y, además, habiendo usted sido el mayorazgo de la casa, y mi padre un segundón sin fortuna, es de conciencia que me proteja usted!

—Y usted, caballerito, ¿quién es para darme lecciones? ¿Le parece poca protección, ¡me parto en San Cucufate!, ofrecerle vivir conmigo, pagando todos sus gastos y los de su familia? ¿Eh? ¿Qué más quiere su merced que la sopa boba?

Ya temblante de indignación, gritó el muchacho:

—¡Pero si eso es lo que no quiero; si quiero trabajar! ¡Si repito que quiero vivir de mi labor, y hasta pienso hacer más ilustre el apellido de la Olmeda!

—¿Más ilustre un apellido como el nuestro? ¡Sí, ya es fácil! Sepamos. ¿Qué diantres son esos estudios que has de hacer qué sé yo en dónde y qué resultado darán? ¿Vas a lograr que la gente viva cien años? ¿Puedes devolverme la juventud? Mira, te propongo un trato bien sencillo, bien fácil. Haz que estas condenadas piernas mías se arreglen, que yo pueda andar como andaba, y te doy el dinero para ir aunque sea a la China, en busca de específicos…

Javier palpitó de emoción.

—¿Me permite usted reconocerlas?

Ante la aquiescencia del viejo, en cuyo rostro enjuto y mate brilló un momento quimérica esperanza, Javier, arrodillándose, desató las vendas y palpó, con cuidado infinito, la carne amoratada y blanducha, los huesos quebrados, reconociendo las fracturas, insoldables. Faltaba jugo medular a toda la osamenta; los excesos, la vida desarreglada, habían secado aquel organismo, convirtiéndolo en yesca, pero dejando intacta la bravía voluntad, las pasiones nunca domadas, la cólera, la sensualidad, la gula, como para demostrar que lo malo es lo que no muere… Javier, desalentado, alzó la cabeza, y murmuró, leal:

—No cabe hacer nada, tío. No soldarán. Es tarde…

Una cascada de palabrotas, de insultos, de furiosas interjecciones, respondió a la declaración categórica.

—¡Rayos, centellas, particiones en toda la Corte celestial!… ¿Y qué demontre de ciencia es ésa que vas a buscar al extranjero, si no sirve para que tenga piernas tu tío?

Javier se quedó mudo. Encontraba un eco en su espíritu la egoísta frase. Mil veces, en su ansia de ideal, le habían causado accesos de desaliento los límites de la ciencia, impotente ante la obra destructora de las fuerzas naturales y ante las fatalidades orgánicas… ¡Era exacto lo que decía aquel bárbaro, era inconcuso! Todos los viajes, la residencia en las más afamadas clínicas, la enseñanza de los maestros más gloriosos en Europa, no bastarían para resolver el problema de que el viejo se alzase y caminase, de que su tuétano adquiriese el vigor de los primeros años…

Y, humillado, con lágrimas de rabia y de despecho en los ojos, humedad que enturbiaba sus lentes de estudioso miope, declaró:

—Bien, tío; me quedo con usted… ¡Le cuidaré mucho!…

Su pensamiento, involuntariamente, se iba hacia la hipótesis del porvenir. Un día u otro podría seguir su vocación, libremente, con todas las facilidades que da el poseer una fortuna…

Lo que los Reyes Traían

El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.

Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.

Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.

Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.

Para completar la lista de anacronismos, también asomaban por los bordes de la canasta las gomas de un automóvil y las aletas de un aeroplano. Y los Reyes, tranquilos, repletos de paternal bondad, riendo el negrito con todos sus dientes, más blancos que piñones, presidían tal exposición, la de las canastas y la del escaparate, donde todas las variedades del aire de divertir a la infancia se agolpaban, colocadas hábilmente para tentar el deseo y el capricho de los chiquitines.

Reproducidas en tamaños apropiados, todas las cosas útiles o gratas se desbordaban del escaparate tentador. Era una seducción de la vida, con necesidades, goces, conflictos, adelantos y luchas.

Desde la cocina con todos sus enseres, y el mobiliario con todos sus accesorios, y el teatro con todas sus bambalinas, y el cinematógrafo en miniatura con sus sorpresas, hasta el campo de batalla, reducido a proporciones menudas, pero con trágicos episodios, los muertecitos de plomo, tumbados al borde de la trinchera de cartón, y los combatientes, enzarzados, disputándose una colina, de cartón igualmente, no había cosa que no se encontrase allí. Y dentro de la tienda, una procesión interminable de mamás, niñeras, misses, abuelos babosos y padrinos rebosando complacencia, llevaban de la mano a las criaturas, transportadas de loco júbilo, alzando las piernecitas, como si estuviesen electrizadas, o quietas de puro entusiasmo, cortado el aliento ante tales maravillas, y queriendo llevárselas todas juntas, juntas, aunque no les cupiesen en los brazos. Y sonaban chillidos, y exclamaciones apasionadas, y graves voces moderadoras, y la mercancía despachábase al vuelo, y no tenían los dependientes manos para envolver y atar tanto paquete, que la impaciencia de la clientela menuda no consentía que le fuesen enviados a casa, sino que ansiaba cargar con ellos allí mismo, en el anhelo de la toma de posesión.

Entre la muchedumbre, Niní y su padre trataban de avanzar, abriéndose paso. Les era difícil, y la niña suspiraba, protestaba.

—Papá, no nos dejan ver… Papá, que se quiten, ¡ea!

Era Niní morenilla, con ojos verdes y pelo castaño rojizo: el vivo retrato de su mamá, que pasó del mundo cuatro o cinco días después que la niña nació. Y aquel suceso hundió al esposo en una melancolía que duró años, los primeros de la infancia de Niní. El único consuelo para él era la chica, aquel encanto, de la cual decían los médicos que tenía «demasiada imaginación» y que era preciso cuidarla con vigilancia exquisita. Y el padre a cuidarla se había consagrado, como a flor de estufa, que gracias a eso puede criar sus delicadas hojas y su frágil flor.

Los amorosos dedos paternales mullían el asiento para Niní, medían su comida, rodeaban su cuerpo con telas que la daban abrigo suave y hasta dosificaban los perfumes del baño. Era una preocupación continua y un arrobamiento permanente, según iba marcándose más la semejanza con la esposa que había perdido, al desaparecer las formas redondeaditas de bebé, y espigar los seis años en prolongaciones de líneas y transformación de bucles en trenzas. Gestos, movimientos de cabeza o de manos, inflexiones de voz, traían al padre tales recuerdos, que las lágrimas se le agolpaban. Y, por supuesto, no había caso de que se le negase a Niní nada de lo que excitaba su antojo. Gusto indicado, gusto cumplido. Tanto era así, que a los seis años y medio estaba Niní gastada y saciada en materia de juguetería, y no sabía su papá a qué santo encomendarse para regalarle algo nuevo y que le fuese grato.

—De eso ya tengo —era la respuesta displicente de la chiquilla.

Recorrían, registrando y curioseando las galerías del extenso hall de la tienda. Y a todo fruncía la nena el gestecillo, y hacía el mohín con la boca, donde faltaba un diente de leche.

—Ya tengo… Ya me diste el día de tu santo…

Se descorazonaba el padre. ¿Qué le compraría, vamos a ver? Y, al mismo tiempo, otros pensamientos importunos bullían en su magín. Desde hacía algún tiempo, su hermana venía proponiéndole una boda. ¡Sí, una boda, a él, el viudo desconsolado e inconsolable! Una boda, claro es, de conveniencia, de reflexión; una persona seria, que «diese sombra» a Niní, que la amparase cuando tuviese que presentarse en sociedad, que entre tanto dirigiría su educación, que regiría certeramente la casa… Con todo eso, la idea era de plomo para el viudo, que se había prometido no substituir a aquélla… Comprendía la razón de los argumentos de su hermana, y era lo que más le dolía. En efecto, era sensato, hasta por interés de la pequeña… Y, con todo eso, su corazón se encogía pensando en cambio tal… Mientras él cavilaba, la niña miraba alrededor, desdeñosa. De pronto, lanzó un grito.

—¡Ay, papá! Eso sí que me gusta. ¡Anda! ¡Anda!

La mano tendida señalaba hacia el escaparate, y mostraba en él las tres figuras de los Reyes, que presidían, afables y graves dos de ellos; el tercero, expansivo y riente, el conjunto de la juguetería…

—Quiero eso… ¡Quiero los Reyes! ¡Anda!

Y les enviaba un beso volado, tiernísimo.

El padre se quedó perplejo, no sabiendo si embromar a Niní por el capricho, o si regañarla y no hacerle caso por primera vez. Comprendía la dificultad de complacerla. Los bellos figurones representaban para el establecimiento, no sólo el mejor reclamo, sino una especie de blasón, un orgullo artístico, una singularidad que diferenciaba de las demás a la tienda. Era como querer que le vendiesen la tienda misma, y no parecía verosímil que se prestase el dueño. Pero el antojo de Niní, en vez de calmarse, se agudizaba. «¡Quiero los Reyes!», repetía, con gestos llanteros, con verdadera aflicción en la voz. Un temblor la sacudía, y se acentuaba su parecido con la madre, pero en los días de la enfermedad, en las horas de decadencia y sufrimiento. Cruzó por la mente del padre esa idea que tantas debilidades inspira: la niña podía enfermar, hasta podía, ¡quién sabe!… No, ni pensarlo. Ante eso, ¿qué valía lo demás? Y parlamentó con el dueño del establecimiento. En voz baja, en el rincón del escritorio, propuso la compra. Hubo resistencia, y se subieron a la parra, asombrados de tan extravagante petición. No se vendían; no estaban allí para eso…

—Pagaré lo que usted quiera… Y, además, le quedaré agradecido.

¡Saqueo escandaloso! ¡Bellaco embuste! Mil duros cada muñeco, y, aun así, aseguraba el dueño que perdía. Los figurones le habían costado mucho más… ¡Como que los había modelado Benlliure! «¿Lo oye usted, don Mariano?». Y lo afirmaba intrépido, seguro de que los muñecos no lo desmentirían.

Loca de gozo, Niní vio que trasladaban a su automóvil a los Reyes. No se hartaba de mirarlos, de besarlos, de pasar las manecitas por los suntuosos ropajes, recamados de pedrería. Los temores del padre renacieron: también aquella excitación podía ser peligrosa.

La noche de aquel día, Niní tardó en coger el sueño. Daba vueltas y vueltas en su camita. A las graves campanadas de las doce, le pareció que los Reyes adquirían movimiento, que andaban, que se acercaban, en círculo de claridad, afectuosos, solemnes. Y el más viejo, inclinándose a su oído, murmuró:

—¿Sabes lo que te traemos? Te traemos una mamá nueva…

La niña, temblando, metió la cabeza debajo de la sábana, y con hipo acongojado se la oyó sollozar:

—¡No, eso no! ¡Mamá nueva, no!

Los Adorantes

Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.

La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.

Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.

A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.

Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.

Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.

Y los adorantes, que jamás entrarán en la iglesia, aunque su ingreso se abre ante ellos todas las mañanas de par en par: los adorantes, a quienes retiene suspensos en el aire misterioso entredicho, se transmiten sin palabras secretos de mundos que no se asemejan al nuestro.

En la invisible difusión de las ondas del aire se envían confidencias. Y lo inefable de lo que se dicen los transporta; es un éxtasis de azucena desmayada y en deliquio dulce bajo el rocío.

Late en los adorantes, palpitando como las palomas cuando las tenemos agarradas, la idea de una existencia ultraterrestre, exaltada con divina exaltación.

Bajo sus pies, juntos y largos, de calzado puntiagudo, corre la otra vida, la vida de barro, la ruidosa, la turbia, la mezquina, la corruptible. Esta vida rueda sus ondas por la calle, bulle en el atrio, trepa por las escaleras, entra en el templo, marmonea rezos sin efusión, se expansiona al volver afuera con estrépitos vanos y conversaciones desabridas sin objeto.

Y los adorantes, sordos a la chusma, ignorantes de sus vociferaciones, insensibles cuando los chicos, precoces pelotaris, les envían las balas rechazadas por la rigidez de la piedra, siguen mirándose, bebiéndose, absorbiéndose.

Sus manos hieráticas, bellas, suplicantes, no se desunen; sus cuerpos no se aproximan.

Nada temen los adorantes, como no sea algún cataclismo de la tierra, alguna violencia de los hombres, que impulsando sus masas, los precipite al uno contra el otro.

Saben o adivinan la mentira de las uniones, la decepción de los intentos de identificarse acercándose.

Quieren evitar lo que les haría pedazos, conservar su figura delicada, su gracia mística, su calma engañosa, interiormente trepidante de ilusión y de afán.

La ciudad duerme; los propios angelotes del retablo de la iglesia han cerrado sus párpados, fatigados del luminar de los cirios y del apremio de las oraciones. La luna, rompiendo un velo de nubes, asoma como una gota de llanto cuajada y fría. Las duras ventanas, cerradas; el paso tardo del sereno; las campanadas graves del reloj de Palacio, son cosas solemnes, en que hay lo hermoso de lo triste sin causa.

Y los adorantes, solos, quisieran, sin unirse, acercarse un poco más, sólo un poco, no mucho.

A la distancia en que un perfume de flor es suave todavía y no embriaga aún.

A la distancia en que las líneas del rostro que se lleva dibujado en las entrañas no se ven borrosas, pero tampoco se marcan como relieve excesivo, sino que las idealiza una delicada bruma.

Quieren balbucirse cláusulas que el viento de la noche conduce de espíritu a espíritu, sin que las sorprendan los curiosos apóstoles de la archivolta, perpetuamente inclinados en actitud de no perder de vista a los adorantes.

Y él le dice a ella:

—¿No recuerdas que hace seiscientos años, la noche de nuestras bodas, cuando por primera vez, lisas de juventud nuestras mejillas, inmaculadas nuestras vestes, nos dejaron solos aquí, mirándonos, la luna semejaba, como hoy, una perla gris muy melancólica, y los luceros asomaban cansados, sin brillo? El mundo era viejo ya cuando principió nuestra juventud infinita.

Y ella a él:

—Me acuerdo que desde entonces todas las noches me hablas, y el silencio es un cántico.

Y él a ella:

—Los niños jugaron en el atrio esta tarde. Sus voces sonaban alegres. Puede que ellos no comprendan lo enfermo que está el mundo, lo caduco de todo.

Y ella a él:

—¿No notas cómo todavía andan flotando vahos del incienso de la última procesión? La cera huele a muerte; el incienso, a paraíso. Pero, estando ahí tú, frente a mí, ni deseo la libertad ni la bienaventuranza.

Y él a ella:

—No hace mucho cruzaron entre tú y yo dos que venían a unirse delante del altar. Él vestía de negro y estaba descolorido. Ella se cubría el albo traje con velo de albo tul, y se coronaba con flores de naranjo. Debajo del velo resplandecían las joyas. Temblaba, y el color de su cara ruborizada se transparecía. Su ropaje caudaloso la seguía por los peldaños como una catarata espumante. Al salir, oí que él pronunció: «¡Para siempre!» Iban ya del brazo... Y después he vuelto a verlos, pero nunca juntos.

—Extraño —opinó ella.

Insistió él:

—Y no habrás olvidado aquella otra pareja que, a la medianoche, al descender la última campana, buscó asilo en este pórtico, entre nosotros. No querían que los viesen. El calor de sus cuerpos traspasaba la piedra de mis pies. Sus promesas precipitadas, repetidas, suspiradas, eran fuego; yo creí que un incendio nos envolvía, poniendo término a nuestra dulce contemplación. No dialogamos aquella noche: los dos refugiados la encontraron corta y no se apartaron hasta que el amanecer horripiló de frío sus calcinados huesos. ¡Cómo te alarmaste, cómo tendiste tus manos imploradoras! Y la noche siguiente volvieron y nos hicieron sentir algo no sentido, envidia miserable de la vida terrestre... Pero ya nunca más les vimos, y estoy seguro de que no se ven tampoco ellos, separados por ríos, montañas y mares, por océanos de distancia, de dolor, de desengaño. ¿Verdad que es incomprensible?

—Incomprensible —declara ella, pensativa.

—Extraordinaria esta casta de los hombres —reprueba él.

—¡Ten piedad! —sugiere ella—. ¡A mí me contristan cuando los traen ahí, a la nave, a depositarlos sobre un túmulo, y huele tanto a cera consumida, y el rezo es hondo y anuncia terrores sin fin. ¡Son mortales! Su corazón es mortal...

Y él repite, bajo:

—Morir...

Y ella susurra:

—Morir...

***

Cuando le enseñé a un arquitecto famoso los adorantes, un día en que los alhelíes de las grietas florecían y las golondrinas se posaban sobre los curiosos apóstoles de la archivolta, el sabio objetó:

—Esas figuras no tienen razón de ser. Ni dan solidez al edificio, ni se explican ahí colgadas. ¿Qué hacen, me quiere usted decir?

Creo que respondí:

—Adorar...


«Blanco y Negro», núm. 703, 1904.

Los Años Rojos

La cámara es espaciosa y sombría, con un amplio ventanal abierto a aquella hora crepuscular, la alumbran ya un velón antiguo, de latón martillado, de tres mecheros mortecinos, y la llama de la hoguera que cruje en una chimenea de piedra tallada, en cuyo liminar monstruos y figurillas burlescas se enlazan y luchan.

La llama devora el enorme tronco y las ramas secas, que crepitan al devorarlas el fuego, y se deshacen en ardiente brasa, cual inflamados rubíes. No basta, sin embargo, el calor de la hoguera activa y alegre para combatir la sensación glacial del aire de diciembre, entrando a su sabor por el ventanal románico. Y el viejo, que yace en una cama de alto dosel y trabajado copete, tirita y tiembla, dando mandíbula contra mandíbula, porque dientes no le restan. Es una especie de momia, seca y amojamada, un caso de extrema y apurada senectud; su cráneo calvo, como el pescuezo de un buitre, deja percibir la calavera al través de la piel, y su esternón, que jadea, marca la parrilla del costillaje. Es la ancianidad de un hambriento y de un hombre que ha sufrido mucho. Se encuentra, al parecer, en el período agónico; con el conocimiento medio perdido. Sus manos sarmentosas se crispan sobre el embozo de las sábanas. A veces realizan el movimiento del que intenta cazar una mosca volandera. A la cabecera del doliente, mejor diríamos del muriente, está un doctor que le examina como si contase lo que le resta de vitalidad, y lo pulsa de cuando en cuando, y hasta le vuelve los párpados, a fin de estudiar el globo del ojo. A cada reconocimiento, menea la cabeza, desesperanzado. Al fin, en voz imperiosa, lanza una orden.

—¡Ea, seor Año, bébame esta tisana y verá cómo se reanima!

Y viendo que el Año no contesta palabra, y sigue atrapando moscas al vuelo, toma la taza de la tisana, revuelve con una cucharita, y se aproxima otra vez.

—¡Beba, seor Año!... He disuelto aquí segundos, minutos... ¡He desmenuzado hasta una hora! El efecto es seguro. ¡Ábrame esa bocaza!...

No habiendo parecido entenderlo el Año expirante, el médico separó las quijadas que se entrechocaban, y puso la cuchara llena entre los resecos labios. Al pronto, dijérase que el licor resbalaba por un caño de madera; luego, la cabeza inerte se enderezó; los ojos medio vidriados se abrieron, despidiendo fulgor vital y la tez de arcilla se coloreó ligeramente. Una llamarada más fuerte brotó de la chimenea y tiñó de rojo vivo el semblante arrugado y cadavérico, y hasta las mismas sábanas. Parecía como si se chapuzase el enfermo en un baño de almagre.

—¿Qué me ha dado? —articuló con enojo—. ¿Es sangre humana? He oído decir que la sangre caliente cura a los enfermos y remoza a los ancianos... Pero yo no quiero remozarme, ¿lo oyes? Estoy cansado, estoy asqueado, y el olor de la sangre me persigue dondequiera... ¡Puah! ¡Puah! ¡Qué olor! Ha saturado mis membranas, se ha infiltrado en mi carne, en mis vísceras... Me ha envenenado después de haberme emborrachado afrentosamente. ¡Piedad! ¡No más sangre! ¡Llévate tu brebaje maldito, doctor!

—No es sangre, seor Año, lo que he dado a su merced. Es un poco de Tiempo; la soberana medicina de todos los dolores, de todas las penas, de los desfallecimientos todos. ¡Un poco de tiempo! Porque su merced yerra al creer que lo que le mata es el envenenamiento por la sangre. Le mata el tiempo, o, mejor dicho, la falta de él. Ésta es la fija, seor Año.

—¿No ves la sangre allí? —chilló de pavor el Año, señalando a la chimenea con su descarnado dedo—. ¿No la ves?

—Aquiétese, cálmese, que no hay tal sangre, a fe mía, sino la leña que arde bonitamente. Y no se apure tanto por la sangre que corre, que nunca faltará sangre humana, aunque la viertan a ríos. Como los racimos maduros en los meses otoñales; como la hierba en los prados por abril; como los peces en densos bancos en las aguas profundas; como las hojas de los árboles en primavera, renace y se multiplica la raza de los hombres, más numerosa después de las colosales catástrofes y las espantosas carnicerías. Puede el Amor más que la Muerte, y lo mismo que en los trigales el viento borra la huella del paso de una alimaña, el soplo del Amor borra el surco donde se entierran las víctimas de los grandes combates y las matanzas cruentas. ¡Arriba, seor Año, que no se acaba el mundo por esta vez!

No contestó el viejo sino con un largo gemido. Volviose hacia la ventana, como buscando aire que respirar. El espectáculo era magnífico, y permaneció como fascinado, absorto.

El poniente, que poco antes se teñía de nácar y oro fluido, iba encendiéndose, y al encenderse, cambiaba la forma de los nubarrones, donde una desatada fantasía dibujaba y modelaba extrañísimas figuras, engendros de pesadilla calenturienta, como si el terror de los pobres humanos, las angustias de su conciencia perturbada, las visiones de sus fiebres, navegasen en el cielo que iba a obscurecerse y en el horizonte que esplendía con los últimos rayos solares. Eran nubes siniestras, amenazadoras, tras de las cuales parecía suspensa una venganza divina, una cólera sobrenatural.

Un dragón de cresta lumbar dentada y furiosas abiertas fauces; una quimera cuyo cuerpo serpentino ondulaba perdiéndose y esfumándose; un león de melena de fuego, de patazas enormes, pronto a saltar sobre la quimera; un espectro envuelto en paños flotantes, sacando de entre los pliegues una mano esqueletada y más allá, confuso amasijo de combatientes, brazos armados, lanzas enhiestas, espadas blandidas, caballos al galope, humaredas, fondo de incendio, la ira empujando a las multitudes, la destrucción siguiéndolas... Y el Año, espantado, temblando más fuerte que nunca, hubo de exclamar:

—¡La guerra! ¡Sangre! ¡Sangre!

Su cuerpo flaco y mísero volvió a caer en el hueco de la cama, y una queja desesperada se exhaló de su laringe, mientras de sus áridos ojos salía una de esas lágrimas de la ancianidad, que parecen también viejas, que apenas fluyen... Una vocecita la sacó de su estupor.

—¡Papá!¡Papá!

Era un bebé rubiote, rollizo, como los que pintaba Rubens, un chicote norteño, ya con bíceps diseñados entre la blanda grasa de sus mollas.

El rostro del Año Viejo se iluminó un instante. Aquel tétrico rostro, nublado por tristezas infinitas, tuvo una irradiación de esperanza, una efusión bondadosa. Y, tendiendo los brazos acecinados, cogió la cabecita del angelote, y la acercó a sí, y en un transporte apasionado la besó calurosamente.

—¡Hijito mío!

El niño le miraba, dudoso entre llorar o reírse. Un gesto de indecisión aumentaba su belleza. Al fin, hizo un pucherito encantador y rompió a berrear. El doctor le amenazó con la mano abierta.

—No reprenderle —articuló el Viejo—. Tiene razón. ¡Cómo no ha de llorar al verme! ¡Si estoy todo ensangrentado; si aquí huele a sangre fresca de vivos y a sangre cuajada de muertos! ¡Si soy, entre mis hermanos, los Años de la Historia, el más rojo, el más rojo, el Año verdugo!

Y, en un acceso de rabia, el moribundo se ofendió el rostro con las uñas, y entonces sí que empezó a correr por sus mejillas una humedad viscosa, helada, semiseca también. El niño, ya aterrado, había retrocedido hacia la chimenea.

El reflejo de la lumbre le atrajo y sonrió, entre sus lágrimas, a la llama jubilosa, divertida, movible. El flamear de la lumbre tiñó de vivo sonrosado el corpezuelo desnudo, y el niño, como el Viejo, apareció todo rojo, del color de la Vida que se derrama, que vuelve fuera de las venas a su origen, a las fuerzas elementales.

Y el niño, que no se veía a sí mismo, farfulló en su media lengua:

—¡Papá, carnado!

A su vez el Viejo sollozó:

—¡Un año nuevo y también rojo! ¡No hay más que años rojos para el mundo!

Al través de la ventana pudo verse que el encendimiento de las nubes iba apagándose. Deshacíanse las figuras pavorosas de los dragos y endriagos; los anillos horribles de las quimeras y sierpes; la melena del león era un poco de vapor flotante y los sudarios que envolvían al espectro convertíanse en leves jirones, borrados y consumidos en la transformación del celaje. Y, suavemente, como esquife ligero que cruza un lago, en el firmamento sosegado y frío bogó la luciente hoz de la luna. Su luz de ensueño cayó sobre la cara del Viejo y las carnes del niño y las hizo de plata.

—Déjese de rojeces —opinó el doctor—. Ahora son los blancos dos años, ¿ve? No se apure nunca, que Dios mejora sus horas. Tras un día viene otro, no lo dude. Este chiquitín nos promete muchas sorpresas agradables. ¿Verdad, monín?

Y como el mismo gesto de dolor sin consuelo se dibujase en la anciana cara, el doctor salió un instante dejando solos al padre y al hijo. El Año moribundo bisbiseaba frases sin ilación: sin duda ascendía otra vez a su cerebro el delirio, compañero, o, mejor dicho, nuncio del coma... El niño le contemplaba medroso, acurrucado detrás de un sillón, chupándose un dedito, como si fuese un terrón de azúcar. ¿Qué decía papá? No lo podía entender...

—¡Basta, basta, basta de sangre! ¡Me ahogo! ¡Aire! ¡Me sube hasta la boca! ¡Puah! ¡Agua, agua pura y limpia, por compasión! ¡Agua!

El doctor entró en las puntas de los pies... Traía en la mano un ramo verde, cortado de un arbusto, y lo aseguró en el puñito del bebé, haciéndole que apretase. Luego le guió, medio a rastras, hasta el lecho del moribundo.

—Di papá, bebé...

A la voz adorada, el Año se fijó, abrió tanto ojo, vio el ramito que casi le metían por la nariz...

Una oleada de alegría inmensa envolvió al Viejo, súbitamente electrizado... Alzó los brazos y gritó desde el fondo de su ser:

—¡La paz! ¡La paz!

Y sin transición recayó sobre la almohada y una serenidad augusta bañó su semblante, que empezaba a helar la muerte.

Los Buenos Tiempos

Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas —antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared— un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

—En tiempo de doña Magdalena.

El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase para mirarla me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, o alarde de destreza del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte, que pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo oscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.

Aunque el conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor secreto. Uno de esos momento, siempre transitorio en ciertas organizaciones, llegó para el conde el día en que, incitada por mi imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé a trazar la silueta de doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos y otras edades en que el hogar olía a incienso como el sagrario y la familia tenía la solida estructura del granito.

—¡Por Dios, no siga usted! —exclamó mi interlocutor, dejando de atizar la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un enemigo—. El terror más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un mueble o un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más horrible. En ninguna época fue la humanidad mejor de lo que es ahora; pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he entresacado de nuestro archivo y de otros documentos… . ¡que obran en archivos judiciales!

Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble, despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de toda la provincia, y doña Magdalena, por una señorita fanáticamente devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas la noches. Fuese o no verdad, lo que es a su marido cilicio le puso doña Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un minuto. Poco después de la boda, los que vieron al conde pálido, demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.

Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios hijos. No obstante a los diez o doce años, de matrimonio, observose que el conde, habiéndose aficionado a cazar y haciendo frecuentes excursiones por la montaña —pues pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de entonces—, recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.

Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la cuento a usted descarnada y sin galas —advirtió al llegar aquí el narrador—, diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del conde. Fue que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente a su esposo, y que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre a veces nuestros bárbaros egoísmos o nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que al buen entendedor… Ya continúo.

Como a veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena tardó bastante en entenderse de que su marido, al volver de la caza, solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija preciosa. En efecto, era así: el conde de Lobeira prefería a los suculentos manjares de su cocina señorial, la brona y la leche fresca servida por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la risa en los labios, acudía solícita a festejarle; doña Magdalena, ya informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vio desde el primer instante el mal y agravio. Y acaso acertase: no pretendo excusar a mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición a la hija del colono.

Lo histórico es que, en una noche de invierno muy oscura y muy larga, la puerta del pazo se abrió sin ruido para dejar entrar a un hombre robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi en desuso. La condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por un pasadizo oscuro le llevó a una habitación interior, que alumbraba una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata. Era el oratorio.

Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el hombre vio abierto un boquete, a manera de cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco «efectos»; pero aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más circunloquios que el hombre —un «casero» en las costumbres de entonces casi un siervo de la condesa —era el mismo padre de la zagala a quien el conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco, advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del conde. En seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.

¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia? ¿Impulsole la cobardía o el respeto tradicional a la casa de Lobeira? ¿Fue la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad irresoluta y débil, la hembra resuelta de arrebatadas pasiones? ¿Fue codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la sangre? El caso es que si hubo resistencia por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!), descalzóse, empuñó el hacha y siguió a la condesa hasta el aposento en que el conde dormía. Y mientras la señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó un golpe, otro, diez; en la frente, la cara, el pecho… El dormido no chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados… y luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fue arrojado al escondrijo; la condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.

Un rumor vago al principio, y después muy insistente, se alzó con motivo de la desaparición del conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la misa, asistiendo a él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la mano cariñosa. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase misterios, y la coincidencia de la desaparición del conde y la del casero y su hija, la linda moza, dio pie a que se sospechase que el esposo de doña Magdalena vivía muy a gusto en algún rincón de esos que saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese a la abandonada señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se descubría.

Y así corrió un año entero.

Al cumplirse, día por día, a corta distancia del pazo de Lobeira apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la condesa; y los demás labriegos, que le rodeaban esperando a que despertase, quedaron atónitos cuando al volver en sí, a gritos confesó el crimen, a gritos se denunció y gritos pidió que le llevasen ante la Justicia. Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna si nos empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una gana irresistible —un «volunto», como dicen ahora— le obligó a salir de Portugal y a ver de nuevo el pazo, y que al avistarlo le acometió un sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de confesar, de decir la verdad, de ser castigado, porque, sin duda, calculo yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto que impenetrable y tranquila, guardaba el alma varonil de doña Magdalena.

La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el negro calabozo donde la condesa de Lobeira se pudrió muchos meses… El casero fue ahorcado; y para librar a mi bisabuela del patíbulo empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.

Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El bisnieto callaba y suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.

«El Imparcial», 22 enero 1894.

Los Cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.

Hay en las situaciones violentas y en las horas de extremada ansiedad un instante en que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde a la necesidad de descanso. La inquietud, la calentura del viejo monarca se aplacaron desde que se dejó caer sobre aquel reborde de piedra en el solitario fortificado recinto. Por las saeteras vio la luz roja del poniente, que abrasaba el campo con reflejos de hoguera enorme. Aquella claridad purpúrea, sangrienta, devoradora, fue lo último que advirtió David antes de cerrar los párpados y reclinar la cabeza en el muro, olvidando lo presente, las angustias de la incertidumbre y los terrores del espíritu...

Y después siguió viendo la misma claridad del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado, fundiéndose en suaves medias tintas naranja, oro y verde. Era el divino atardecer de los países orientales, cien veces más hermoso que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban las imperceptibles nubecillas, desgarradas como jirones del velo de una danzarina filistea; y sobre el arrebolado horizonte, las ramas de los sicomoros y de los cedros formaban un pabellón de misterio y sombra sugestiva. La frescura del aire atenuaba las emanaciones fuertes de las resinas y las gomas; una languidez voluptuosa se apoderaba del corazón. David se levantaba, se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba para hundir la mirada en los macizos de verdura, atraído por el rumor delicioso de los chorros de agua que se deshilan en el ancho pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de bronce. Y al punto mismo en que el rey se inclina, sobre las gradas que conducen a la pila aparece una viviente estatua, rosada por el reflejo del cielo, vestida únicamente de la negra cabellera caudalosa, que se reparte como los hilos del agua, y ondea y brilla y juega, y se esparce, recién ungida de aceite de nardo que la mujer, alzando los brazos, extiende por los rizos sombríos, enredándolos entre los dedos...

Todo el incendio del firmamento ardió en las venas de David. Él mismo, desde aquella hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo. Estaba bien seguro de que su fiel copero no le había vertido en el vino zumo de hierbas, en las cuales el conjuro de alguna nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente el filtro de la pasión repentina y mortal. Pasados eran para David los días de la juventud, cuando su mano certera clavaba el guijarro afilado en la frente del descomunal gigante. Innumerables mujeres habían impregnado el olfato del rey con el perfume de sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba la imagen, porque es indigno del sabio, del profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse en el harén, ser cautivo de una débil hembra. Y sin embargo, en aquel instante, no cabía duda, era el incendio del cielo el que ardía en las venas de David, y el rey conocía que ni toda el agua de la piscina, ni de los torrentes que bajan impetuosos de Cedar y Hebrón, sería bastante a extinguirlo. Betsabé le había robado el seso, no con el crujir de sus sandalias, porque descalzos tenía los finos pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo, sino con el aroma peculiar de sus bucles negros como la tentación.

Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas noches más, durante las cuales David se abismaba en su pecado, esperando de un modo confuso la hora del arrepentimiento. Presentía la aparición de la conciencia, el descenso del ángel severo y terrible. Era inútil: su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado allí y fijo a manera de saeta en la herida. Ni la ciencia arcana que había de recibir andando el tiempo Suleimán, a quien llamamos Salomón, acertará a explicar las causas de la perseverancia en el amor, fenómeno extraño que induce fatalmente a un ser hacia otro ser. David no podía vivir sin la esposa de Urías el Héteo, el mejor oficial, el valiente compañero de armas. ¡Si aquella mujer hubiese pertenecido a un enemigo! David, estremeciéndose, pensaba en las sugestiones del miedo de la favorita, en las súplicas tiernas e insinuantes como silbo de culebra entre las rosas del valle de Jericó: «No accederé», murmuraba; pero la idea del engaño y el crimen iba ya deslizándose en su alma, impregnándola de veneno. Urías estaba sentenciado... El sentimiento más generoso y bello que crea la vida militar; el leal compañerismo, el cariño de los que a un mismo riesgo se exponen y ganan la misma gloria, le gritaba a David: «Vas a cometer la mayor de las infamias.» Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta, el gran arrepentido, el que sentía incesantemente la tremenda presencia de Eloim—Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer, envió al capitán Urías, uno de los treinta gibores o valientes, bajo los muros de Rabat—Amón, con mensaje cerrado para el general Joab; y en cumplimiento de la real orden, Urías fue puesto a la cabeza de un destacamento que a toda costa debía entrar en la ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso de victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de la muralla, bañada en sangre.

En los oídos de David, llenos de la voz acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba entonces otra voz terrible, la del vidente Natán, por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo en brazos de la favorita, de la que ya era su esposa, se humillaba ante el airado anatema, la maldición fatídica. «Porque hiciste lo malo en mi presencia, no se apartará espada de tu casa, y sobre tu casa levantaré el mal...»

Al evocar las palabras del vidente, David exhalaba un gemido doloroso... y se despertaba, empapadas las sienes en sudor frío. Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos, y reconocía el lugar, aquel doble recinto fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo, donde sólo resonaban los pasos del centinela y se escuchaba, a trechos, el alerta gutural del vigía. A la roja brasa del poniente había sucedido el azul negruzco de la noche, sobre el cual parpadeaban las estrellas tristemente. ¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido allá en la selva de Efraim, donde desde la hora de la mañana luchaban las fuerzas del rebelde Absalón con las de David, mandadas por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada aquella, nunca apartada de su casa, según la profecía? De súbito, un clamoreo a distancia, una algazara inmensa. Confundíanse el trotar de los corceles, el choque de las armas, el estrépito de la infantería hiriendo la tierra con el duro calzado militar, y empujando a los cautivos entre alaridos de muerte y gritos de cólera, el mugir de los bueyes que arrastraban las carretas de botín, todo lo que al oído experto del guerrero suena a triunfo. David se incorporó, pálido y espantado: la guarnición de la plaza acudía con teas ardiendo, y el primer mensajero caía a los pies del rey, sin aliento, ahogándose.

— Alabemos al Señor... — tartamudeaba —. Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus enemigos... ¡Gloria al rey!

Arrojándose sobre el emisario, David exclamó furiosamente:

—¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero, el príncipe real?

No hubo respuesta. Otro emisario llegaba jadeante, loco de júbilo.

— El Señor ha confundido a los que te querían dañar. Veinte mil quedan en el campo de batalla, consumidos por la espada, sirviendo de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso entre el cielo y la tierra, colgado de las ramas de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos dardos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que los hermosos cabellos del príncipe, todos impregnados de esencia, se enredaran en las ramas y le detuviesen en su precipitada fuga. A no ser por los negros bucles, que caían como maduros racimos de vid a lo largo de la espalda... tu enemigo se hubiese salvado; tan ligera iba su mula...

Y el emisario calló, porque el rey acababa de desplomarse en tierra arañándose el rostro, arrancándose el pelo y sollozando: «¡Hijo, hijo mío!»

Los Cinco Sentidos

El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.

La mujer de Marck, muy hermosa, ayudó gentilmente al marido en la tarea de despabilar dinero; sus trajes, sus joyas, sus fiestas, fundían con soberano garbo aquellos lingotes de precioso metal forjados por el musculoso John, a golpe de martillo. Decíase que estaba la señora de Docksetter un poco detraquée, palabra que no sé si traducir por chiflada o por de la jícara. A la verdad, no me satisface ninguna de las formas, porque el detraquément no es propiamente la chifladura. Estar detraquée no es sólo tener los sesos barajados, sino algo peor: albergar un germen de perversión en el alma, un germencito que se desarrolla vivaz e invasor a la primera ocasión favorable.

Edgard se llamó el hijo menor de Marck, y nació endeble; con todo eso, se podía considerar dichoso, pues el mayor, Charlie, era raquítico y tenía en la cabeza una bolsa de agua: vivió poco, y todo el mimo y cariño se reconcentraron en el superviviente. Los disparates que se hicieron con motivo de aquella criatura, llenarían un libro. Nunca hubo soberano fabuloso ni príncipe hereditario más cuidado, más halagado, más defendido contra los roces y desacatos de la realidad. Plumas de colibrí mulleron su nido, y hojas, no de rosas, sino de raras orquídeas, fueron tapiz de sus piececillos cuando intentaban andar, como todas las criaturas. El temor de que pudiera caerse cohibió sus travesuras, y la excesiva idolatría de la madre le encerró en una especie de santuario, del cual no salió hasta que el azar le hizo doblemente huérfano: en un choque de trenes murieron juntos sus padres.

Al asomarse Edgard libremente al vasto mundo, recibió impresiones singulares, que al pronto no supo definir. Fueron más bien penosas, y a la vuelta de algún tiempo se graduaron y constituyeron positivo tormento para el joven plutócrata. Se le había rodeado de un ambiente tan artísticamente refinado y quintaesenciado, que no concebía respirar otro; y el aire exterior era bravo y duro, ya glacial, ya sofocante, y traía entre sus oleadas partículas de polvo, átomos de todas las pestilencias y vaho de sudor exhalado en todos los trabajos recios y viles. Edgard desdeñó la ignominia de un aire tan impuro, y se recluyó otra vez en sus magnas residencias, en sus mansiones, donde a placer se le ofrecían las beatitudes de una existencia inimitable, y donde se alzaba el telón de encaje bordado de perlas, para descubrir el espectáculo de la miseria y el dolor. Para Edgard no existían, puesto que no llegaban a afectar sus sentidos, aquellos sentidos delicadísimos, exigentes, que reclamaban sólo la impresión placentera, la delicia y la miel del goce humano...

Para sus sentidos, atesoró Edgard los colores combinados en seductora armonía, los sonidos que se funden abrazándose y encadenándose, los sabores raros y exquisitos, los perfumes que hacen desvanecerse de ventura, y la euritmia de las formas artísticas en que la línea es un himno. Y todo lo tuvo, porque el oro proporciona a manos llenas sonidos, sabores, aromas, formas y matices divinos, de los que hermosean artificialmente el cuadro de la creación; y le envidiaron los que no podían comprar esas felicidades, no porque Edgard las ostentase con alarde de mal gusto, sino porque justamente, al esconderlas con celoso cuidado, las hacía suponer infinitas, misteriosas y distintas de la Tierra.

Un día, Edgard llamó apresuradamente a su doctor, el sapientísimo médico encargado de velar por la salud tan preciosa, y se quejó de un mal extraño. Era éste tan pronto una especie de saturación y embotamiento de los sentidos, como una irritabilidad furiosa de los sentidos también; y los dos síntomas constituían uno solo: la imposibilidad de encontrar cosa que los satisficiese ni lisonjease. Cuando Edgard veía, oía, tocaba, olía y gustaba, le parecía feo, inarmónico, áspero o fofo, apestoso, desabrido y, en suma, repugnante y odiable en grado sumo. Al principio (confesaba Edgard) los colores y las formas eran bellos; la música, selecta y sublime; las fragancias, embriagadoras; la cocina y bodega, inauditas y cada cosa de por sí y todas juntas, admirables y únicas por su delicadeza y primor. Y ahora, todo debía de continuar siendo igualmente perfecto y maravilloso en su género; pero, no obstante, Edgard percibía en tales sonidos, formas, sabores y olores tales deficiencias, tales desafinaciones, tales faltas, mermas y pelillos que, en vez de recrearse, sufría horriblemente, o venía a solicitar del doctor un remedio heroico, radical y eficaz: la supresión de los fatales sentidos; el cierre de las puertas por donde entraba en su espíritu la noción de lo incompleto, de lo mezquino y miserable del humano existir...

Otro médico se hubiera negado; pero ya sabéis que en estos países nuevos, jóvenes y caducos a la vez, pasan muy extrañas cosas, y a cada cual se le considera árbitro de sí mismo y dueño de su piel y de su persona, omnímodamente. Se presume, no obstante, que haría el doctor las debidas objeciones, y se sabe que al cabo accedió. Con una cera especial, adherentísima y penetrante, cerró los ojos de Edgard. Una poción cuya receta procedía de los indios pieles rojas, que la usan para insensibilizarse cuando les torturan, suprimió el tacto y abolió el olfato y el gusto del millonario mozo. Tapones hábilmente colocados interceptaron los ruidos y le produjeron completa sordera. Y así quedó Edgard a oscuras y en silencio absoluto.

No podía el doctor ni preguntar a su paciente si quería ser destaponado, vuelto a la vida sensual. ¿Cómo hacer que entendiese la pregunta?

Pero el joven millonario, paseándose apoyado en el brazo del médico por los jardines admirables de su quinta, en los cuales los árboles eran altos y regios, los estanques profundos, los cisnes bogadores y deslizadores, las cascadas rumorosas y argentinas, los templetes de alabastro rancio, traído de Grecia, y las flores singulares, pálidas como rostros o rojas como labios, murmuraba:

—No me restablezca usted en el uso de los sentidos, doctor... Ahora es cuando, sola y libre mi fantasía, me finge la hermosura cabal y sin tacha, la sensibilidad inagotable, las formas celestes y la música digna de los serafines... En mí encuentro lo que no había podido darme el oro... Quiero quedarme así toda la vida. ¡Toda la vida!

Y, sentándose fatigado ya, añadió:

—Toda la vida... de mi capricho.

Los Cirineos

Aquella cuitada de Romana Meléndez, tan mona, en lo mejor de la edad, los veinticinco; unida por su familia, sin previa consulta del gusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Calleja, pasó dos años medio secuestrada, recluida en su casa de Madrid, grande, cómoda, hasta lujosa, pero que trasudaba por las paredes murria y aburrimiento. El viejo marido, observando la perpetua melancolía de su esposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón; los criados desempeñaban sus quehaceres de mal talante, recelosos; nunca llamaba a la puerta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a «dar una vuelta» por Recoletos cuando hacía bueno, y el resto del tiempo sepultada en su butaca, peleándose con una eterna labor de gancho, una colcha, que no se acababa porque a la labrandera no le interesaba que se acabase, y en lugar de mover los dedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo y se entregaba a una de esas meditaciones sin objeto, fatigosas como caminar sobre guijarros, entre polvo.

Tal género de vida y la pasión de ánimo que se originó de él, minaron la salud de Romana. Contrajo una de esas propensiones a languidecer que agotan y secan la vida en sus mismos manantiales y pueden dar origen a afecciones consuntivas. Tuvo una elevación diaria de temperatura, que en vano combatió con la quinina, y el médico, no sabiendo qué disponer, no teniendo remedios para aliviar, la envió a que pasase un mes respirando aire puro y saturado de emanaciones balsámicas en un sanatorio del Mediodía, de esos en que la sobrealimentación y la suavidad del clima suelen proporcionar alivio; pero el tedio y la contemplación de tantas miserias fisiológicas abruman con la pesadumbre de la fatalidad que nos rodea. Para Romana el tedio era un compañero antiguo, y la variación ya por sí sola, distracción segura y aprovechable. Además, la casualidad le deparó la adquisición de una amiga, una señora que ocupaba la habitación contigua: llamábase Ignacia López, y era esposa de un modestísimo empleado en Hacienda.

Ignacia no padecía mal ninguno; se encontraba en el sanatorio acompañando y cuidando a una hermanita suya, criatura muy interesante, tísica confirmada. Simpatizaron Ignacia y Romana desde el primer momento; en el pinar allegaron las mecedoras, y entre efluvios de resina y tibias caricias de sol, charlaron con alegrías y vivezas de pájaros. Eran casi de la misma edad; fuera de eso, en nada se parecían. La actividad de Ignacia contrastaba con la pasividad de Romana, siempre resignada y en brazos del Destino, mientras su nueva amiga luchaba con él y aspiraba a vencerlo. Inteligente y jamás cansada, Ignacia, sin dejar de atender a la tísica, discurría diabluras, organizaba entre los pinos meriendas y paellas que galvanizaban hasta a los moribundos. Romana ponía el dinero; la empleadita, el buen humor y la disposición. Pero la tísica empeoró y hubo que pensar en volverse al domicilio, que es, al fin y al cabo, donde mejor lo pasa un enfermo. La idea de quedarse sin su amiga achicó el corazón de Romana; en un santiamén hizo la maleta; reunidas se metieron en un departamento de segunda (no podía darse el lujo de primera Ignacia) y, muy hermanadas, llegaron a Madrid. Se despidieron en la estación, en la cual nadie las esperaba, con estrechos abrazos y letanías de promesas. Romana, al meterse en un coche, se sintió oprimida, como si le faltase de golpe aire blando y regenerador.

Desde entonces su vida tuvo un objeto, una finalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse el tiempo en su casa, insensiblemente; aquel interés era vitalidad, era rayo de luz en el limbo. Hasta cuidar a la tísica le parecía género de diversión; y no digamos vestir y desnudar a los chiquitines (tres tenía Ignacia), porque eso sí que envolvía inmenso placer. ¡Tan guapos, tan zalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganas de comérselos por pan! A la insípida existencia propia, Romana sustituyó la ajena; careciendo de afectos, recogió con avidez los que no la pertenecían; no padeciendo disgustos ni cuidados, adoptó los de Ignacia; la escasez de metálico, las inquietudes por la enferma, por el sarampión de los chiquillos, por la urgencia de vestirse de invierno...; y se acostumbró a no entrar en casa de Ignacia sin un paquetito: ropa, artículos de consumo, medicamento caro, juguete... El momento de desenvolver el regalo proporcionaba a Romana gratísima emoción. Los chicos se agarraban a sus faldas, trepaban hasta su cuello, la asfixiaban a cariños.

—¡Hija, quién como tú! —exclamaba la empleadita—. ¡Si estás mejor que quieres! ¡Encontrarte el primero de mes con mil pesetas que no sabes qué hacer con ellas! Yo, que sólo me encuentro recibos atrasados de la tienda, del zapatero, del casero! ¡Tener un marido formal, que se babará por ti!

—Pues mira: yo —contestaba Romana, acariciando al angelito menor— te trocaba la suerte. Si me das este muñeco, ¡quieto, diabólico!, te entrego las mil pesetas en un billete. Y ya que te gusta el marido viejo..., te lo traspasaba, cediéndome tú, por supuesto, al joven...

Fue dicha esta enormidad como se dicen las frases humorísticas más gordas cuando hay confianza y ternura; las dos amigas rieron a carcajadas y se besaron. Es de advertir que por entonces ninguna de las dos conocía al marido de la otra. El de Ignacia estaba en Zamora, con licencia de dos meses, ultimando asuntos de una testamentaría; el de Romana, envuelto también en negocios, y, por contera, huraño y escamón, prevenido contra todo y todos y, en especial, contra «los pobretes» y «los pegotes», no permitía ni oír nombrar a las recién adquiridas relaciones de su esposa. Mas sucedió que cierta mañana dominical, volviendo de las Calatravas el señor Calleja, en la acera de Alcalá le paró una señora... ¡Demontre! ¡Qué señora más despabilada! Aquello fue un acosón chancero, igual que si se hubiesen tratado tú por tú desde la cuna Ignacia y don Laureano. Hubo dichos graciosos, tiroteo de picantes frases. «A mí ya sé que no me puede usted ver ni en pintura...», repetía Ignacia, riendo, enseñando los dientes blancos, las bien frotadas encías. Nadie gastaba bromas con el viejo; se le hablaba en tono grave, al diapasón de su cara seca y muerta como una hoja arrancada del árbol. La chistosa franqueza de Ignacia le hizo el efecto que hace al sobrio un vaso de vinillo puro. «¿Pues quién le privó a usted de venir a mi casa..., digo, a la de usted?», barbotaba confusamente. «Usted mismo, que es capaz de espantarme con un palo...» «Nada de eso.» «Pues si no me pega usted, cónstele que voy..., a ver si me querrá usted tanto así cuando vea que soy una buena persona, aunque me esté mal el decirlo...; y yo también me convenceré de que usted no es un tirano, sino un barbián simpático y amable...»

A la hora de comer, don Laureano rezongó entre los vapores de la sopa:

—No sé por qué has de andar corriendo la fama de que soy raro... ¿Te quito yo ningún gusto? Hoy mismo vendrá aquí esa amigota que te echaste en el sanatorio...

Y vino «la amigota», y de un modo gradual fue repitiendo las visitas, diciendo a Romana:

—Hija, no te celes si atiendo más a tu esposo que a ti, si le llevo las manías al buen señor... Nos conviene conquistarle... Que crea que me tiene prendada... Tú hazte la sueca...

¡Ya lo creo que se haría la sueca, y loca de contento! Y el viejo se acostumbró a la presencia de Ignacia a la hora del café, a su pico fresco y vivaz, a sus entrometimientos de mal tono, pero chuscos y divertidos. Había aquello de: «¡Jesús, y qué hombre tan tacaño! ¿Por qué no hace usted así..., o asado?... ¡Si yo fuese su mujer de usted...!» Y la respuesta: «Pues como fuese yo su marido..., la encerraba, por aturdida, por liosa...»

Transcurrido un mes, Calleja se corrió e invitó a «esa golfa» a cenar los domingos. Romana notó, con agradable admiración, que ese día su marido se mudaba, se acicalaba, se afeitaba cuidadosamente, recortándose los cuatro pelitos de la calva, y se ponía la levita, anticuada por desuso; y colmó su satisfacción el anuncio de que tenían palco en Lara, donde acabaron la noche divertidísimos, riendo como tontos con las ocurrencias y los gestos de Rodríguez...

Poco después llegó a Madrid el esposo de Ignacia, y fue presentado a Romana. Como sucede siempre que se ha hablado mucho de una persona antes de conocerla, hubo cortedad, al pronto, en las relaciones. Miguel —así se llamaba el consorte— frisaría en los treinta: el rubio bigotico, la boca roja, le daban aspecto más juvenil aún; su cara era adamada, su piel fina; pero sólido su tronco, y sus piernas ágiles y nerviosas. A la segunda entrevista, confesó a Romana su única debilidad, su único vicio: la afición a la fotografía. A la sordina, el entretenimiento es caro; nadie sabe lo que se gasta, amén de los aparatos, en placas, películas, reactivos, cartones, mil accesorios. Eso sí, con Huertas y Franzen se las tenía él...

—Anda, enseña tus monos —exclamó Ignacia, como quien se aviene al capricho de un niño—. Hija, ya verás... Yo le digo que se establezca; al menos nos valdrá guita la manía de las instantáneas...

Romana y Miguel se instalaron cerca de la ventana, con un velador delante, y el fotógrafo de afición fue trayendo álbumes, carteras, envoltorios de papel: su tesoro. Los niños jugaban en la antesala; se oían sus voces, sus chillidos, su batalla con las cuatro sillas que les servían para improvisar un coche; allá, muy abajo en la calle, poco transitada, rodaba algún simón, se alzaba algún pregón; el sol se ponía; un frío suave, ligero, cruzaba los vidrios, y las cabezas de Miguel y de Romana se aproximaban involuntariamente, al inclinarse para mejor ver las pruebas.

—Mañana haré una instantánea de usted —declaró el aficionado.

—¿Dónde?

—¡Bah! En cualquier parte... En la calle... Cuando vaya usted a misa, a tiendas... Los mejores clichés son esos que se obtienen así, cogiendo al modelo descuidado...

Ignacia, que entraba en aquel momento, intervino...

—En la calle, no. ¡Qué tontería! Cruza un perro, cruza un golfo..., ¡echa a perder la placa! Es más bonito en el Retiro, con el fondo de los árboles sin hojas, que dices tú que hace tan fino... ¿No sabes? Como la que sacaste cuando éramos novios...

Se convino el sitio, la hora, todos los detalles. La mañana de aquel día, Romana se levantó agitada, cual si esperase que algo extraordinario, algo desconocido iba a aparecerse en su horizonte. Desde temprano se lavó, se peinó, se rizó, se acicaló, se puso su mejor traje, su sombrero más de moda. Luego, sin saber en qué invertir el tiempo que faltaba, dio por la casa mil vueltas; y, de pronto, pensando que ya era tardísimo, descendió las escaleras precipitada y tomó un coche de punto. A la entrada del Retiro la esperaba, solo, el marido de su amiga. Ésta no había podido venir por no sé qué pupa del menor de los pequeños...

Era la mañanita una de las que el calumniado clima de Madrid ofrece como regalo divino: bañada de luz, de una luz rubia, vibrante, reanimadora; una luz que parecía que nunca iba a acabarse, que nunca transigiría con la noche. Las calles enarenadas y los arriates del Retiro convidaban a ejercitarse en pasear; las estatuas blancas, sin pedestal, destacándose de su alfombra de césped, parecían sugerir cosas recónditamente dulces, un misterio gozoso de la vida. La ramazón rojiza del arbolado desnudo de hoja formaba un fondo como de viejo guipur, y la masa sombría, intensamente verde de las coníferas, realzaba aquellas delicadezas otoñales, contrastando con ellas de un modo brusco y vigoroso. De los macizos de arbustos ascendían perfumes de violetas tardías, y azules estrellitas de agérato miraban a Romana y a Miguel, como miran las cándidas pupilas de los niños. No había un alma en el parque; la gloria matinal, la hermosura de un día tan radioso, pertenecía únicamente a la pareja, la cual podía creer que el cielo celebraba fiesta en su honor. Se sentaron en un banco. No sabían qué decirse. Al fin, Miguel, bromeando, entabló la conversación lírica, la que naturalmente fluye en la soledad cuando escucha una mujer. Habló de amores, de cosas pasadas; disertó sobre lo que forma el único atractivo real y poderoso de la existencia. Aquello no era ofender a Romana, pues no era cortejarla. Un palique dulce, entretejido de recuerdos, una página de subjetivismo, la lectura en alta voz de una novela vivida... Miguel había querido mucho a una mujer; obstáculos invencibles le habían separado de ella, después de aventuras románticas, bonitas... y raras... Ya las referiría, ya... En una crisis de desaliento, para olvidar, fue cuando se casó con Ignacia. «A usted se lo puedo contar, a usted su mejor amiga...; pero guárdeme el secreto... Esto entre los dos...» Romana prometía discreción, reserva absoluta. ¡El primer secretillo de amor que le fiaban! Un cosquilleo delicioso activaba en sus venas el curso de la sangre...

Al preguntar por la tarde Ignacia: «¿Qué tal el Retiro?», Romana, respondió, titubeando un poco:

—Divinamente... ¡Qué mañana! ¡Parecía de primavera! Sólo faltabas tú...

—Pues, serrana...; yo a cada paso más sujeta. Entre los muñecos de carne y la enfermita... Pero me encanta que os hayáis divertido la mar... Paseítos así te convienen, hija; tienes hoy una cara que te la han hecho de nuevo. Hay que mirar por la salud. Cuando quieras, Miguel te acompañará. Me lo cuidas, ¿eh? Porque él es de la piel de Barrabás, y si no hay quien le llame al orden...

Y como el empleado protestase sonriendo, Ignacia insistió:

—Nada, nada; que te pongo a Romita de guardia civil...

Establecido así el modus vivendi, fue la existencia fácil y suave como el curso de un arroyo, y crecieron en sus márgenes florecillas y plantas frescas, tersas, lozaneadoras, cuyo color regocija el espíritu. Romana, poco a poco, recobró la salud, se puso inmejorable; una de esas curaciones que hacen decir a los doctores: «El efecto de la aeroterapia no se nota hasta el invierno.» Lo extraño es que don Laureano, sin tomar más aires que los que descienden armados de navaja barbera de las altitudes del Guadarrama, también se mostró remozado, al menos en el genio y condición; volviose expansivo y casi galante; su dinero, oculto por la parsimonia, sudoroso de fatiga al multiplicarse en negocios sórdidos, empezó a ostentarse, a relucir, a correr con argentinos choques, sonoros y limpios como una explosión de risa. El viejo, ¡qué maravilla!, se abonó a landó y palco, señaló cantidades para trapos y moños, despidió a la cocinera por guisar mal —Ignacia solía dejar en el plato la blanqueta de gallina— y declaró a voces:

—¡Para el tiempo que hemos de vivir...! Pasémoslo bien; ¿verdad, Romana?

Romana lo aprobaba todo. Por las tardes, largas ya, los dos matrimonios paseaban en coche descubierto; y si la esposa de Calleja tenía algún capricho especial y necesitaba cuartos, decía a su amiga:

—Mujer, Nacita, tú que entiendes mejor el carácter de Laureano, ¿eh?

Hacia mediados de abril expiró la tísica, cuya vida se prolongaba a fuerza de cuidados y de alimentos exquisitos. Ignacia se mudó a un piso mejor, que no le recordase tristezas, y llevó un luto elegante; primero, crespón inglés; luego, ríos de azabache y oleadas de encaje negro. Romita no manifestó extrañeza ante la prosperidad de su amiga; pero ésta le hizo confidencias en tono chancero...

—¿No te enteraste? Pues en la lotería de febrero me ha caído un premio regular... ¡Qué suertaza! Sí, serranita, unos cuantos miles de pesetas... Y yo pensé: «¿Por qué no he de disfrutar algo? Bastantes privaciones he aguantado... El dinero es redondo...»

—Has hecho perfectamente —contestó Romana, acariciando a la empleadita.

Sin embargo, hacia el mes de julio, cuando empezaba a agitarse la cuestión de veraneo y a discutirse las ventajas de San Sebastián comparadas a las de Santander, Romana, a solas con su marido, sacando los pies del plato, indicó que debía preferirse una playa modesta.

—Si han de acompañarnos Ignacia y Miguel —advirtió—. Ellos no son ricos... El gasto de dos matrimonios, uno de ellos con niños...

—¿Qué importa? —exclamó enfurruñado don Laureano—. Los ayudaremos...; al fin, nosotros no tenemos hijos..., ni esperanzas...

Romana se turbó, bajó los ojos y murmuró, sobando el lindo broche de «estrás» de su cinturón grana:

—¿Quién sabe?

El viejo, inmóvil de sorpresa, le miraba de hito en hito. Al fin, halagado, envanecido, tendió las manos, atrajo hacia sí a su mujer y la abrazó despacio, de un modo lento y profundo, mientras ella se ponía toda del color de su cinturón. Y ambos, al darse aquel abrazo, se sintieron dichosos, libres un instante del peso de la cruz.

Los de Entonces

Nos detuvimos ante la iglesia ojival, abierta al culto, pero agrietada de un modo amenazador, ruinosa por el abandono de las generaciones, indiferentes a tanta hermosura. El sol iluminaba oblicuamente los canecillos de la imposta, prolongando las graciosas caricaturas del imaginero antiguo en sombras grotescamente elegantes. La floreada cruz recordaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un fondo de un azul transparente como cristal veneciano. Y en la desierta plazuela irregular, donde los atrios sobrepuestos de los templos parecen disputarse la devoción del creyente y el interés del artista, no había más que nosotros y las golondrinas, describiendo su airosa curva rápida y silbadora, que desgarra el aire.

Como yo me apoyase en uno de los pilares del pórtico, mi cicerone —uno de esos duendes familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los secretos bien guardados de las silenciosas piedras señaló hacia el pilar, apoyó el dedo en la base, donde muere la columna formando un esconce, y silabeó:

—Este rinconcito recuerda un hecho novelesco, que pudiera también llamarse histórico, aunque ningún historiador lo haya recogido en sus anales.

Pedí aquel pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente, y el cicerone, con más pintorescos detalles de los que yo puedo recordar, me refirió la anécdota.

Según el improvisado cronista, esto pasaba en el tiempo de los pronunciamientos liberales a favor de una Constitución llamada a labrar la felicidad de los españoles... Una de las muchas ensoñaciones de oro y luz que dejan, al desvanecerse, tal vacío en la vida y tal desencanto en los espíritus... Lo cierto es que de la Niña bonita, o sea la Constitución salvadora, andaban enamorados muchos brazos mozos en toda España; y no enamorados platónicamente, sino con resolución firme de dejar por ella fluir de cien heridas la encarnada sangre, y saltar del roto cráneo los sesos, si los tuviesen. Sin embargo, la Niña bonita, que no era celosa, permitía infidelidades a sus galanes, y aquellos exaltados políticos tenían aventuras en las cuales ponían también su alma juvenil, de época en que no se nacía viejo.

Este era el caso de Ramón Villazás, que, sin descuidar la propaganda, reuniéndose todas las noches con las demás cabezas calientes del pueblo para preparar el golpe cuando de Madrid... o de más cerca llegasen instrucciones precisas, no dejaba tampoco de asistir puntual a cuantas funciones se celebraban en esta misma iglesia cuya fachada corona la cruz de pétalos de flor. Ni las novenas con sus gozos y letanías, ni las salves, ni las misas cantadas y rezadas, ni el rosario marmoneado al oscurecer, hubiesen atraído a Ramón, si no se diese la casualidad de que una beatita de ojos de infierno y labios de llama —que bajo la mantilla resplandecían como gajos de coral avivados por el agua salobre—, también hacía sus devociones aquí.

Y la beata, la linda Tecla Roldán, correspondía a las miradas y señas de Ramón con mayor empeño de lo que quisiera el comandante de la fuerza acantonada en el pueblo a fin de asegurar el orden y defender a la sociedad contra sus «eternos enemigos». Como que en la beatita, doncella rica y noble, había puesto el jefe la mira, para hacerla su esposa. Al enterarse de que el más empedernido de los conspiradores locales era también el apasionado de Tecla, redobló sus deseos de coger entre puertas a Ramón Villazás.

El cual, sin menguar en fervor político, sentía aumentarse el religioso, y a ser cera estas columnas, guardaría la impronta del gallardo cuerpo que tantas veces se reclinó en ellas, aguardando la salida de las rezadoras para alumbrarse el alma con el negro reflejo de unas pupilas y el carmesí relámpago de risa de unos labios. Para entretener la impaciencia fumaba Ramón papelito tras papelito, y cuando la gente empezaba a salir, retiraba de los labios el cigarro, lo depositaba en ese esconce donde se unen la base y el fuste, precipitábase hacia la portada interior, donde el ángel Gabriel, esbelto y delicado, labrado en piedra, sonreía a la Virgen, envuelta en la simetría de los pliegues de su túnica gótica, y sin conceder atención a la gentileza de las dos figuras, acechaba el paso de Tecla, que salía con los ojos bajos, para murmurar a su oído palabras del color de su abrasada boca... Después, Ramón echaba a andar, y recogiendo su cigarro, lo encendía de nuevo si se había apagado ya, y se largaba cuesta arriba detrás de su quebradero de cabeza, para encontrarla otra vez en la penumbra de los soportales y decirle de nuevo lo ya sabido de memoria.

Sucedía todo esto en un invierno largo y lluvioso, durante el cual se tramó, aplazándolo para la primavera, estación favorable, uno de esos alzamientos, seguro término de un ominoso estado de cosas.

Y al asomar el renuevo, pintado de un verde más tierno la campiña y haciendo brotar las locas gramíneas y los junquillos tempranos, una mañana que más convidaba a amor que a lucha, salieron del pueblecito para reunirse con fuerzas que suponían acampadas ya a corta distancia, unos cuantos exaltados —muchos menos de los comprometidos, porque, cuando el momento llega, la gente se tienta la ropa—. Entre los que no retrocedieron contábase Ramón Villazás. Iba embriagado de esperanza, frenético de alegría, convencido de que era el resultado infalible y de que volvería y pasaría bajo los balcones de Tecla, triunfador, entre aclamaciones y vítores...

Y poco después volvía, en efecto, cubierto de polvo, destrozada la ropa, liados con una soga boyal los brazos al pecho, ensangrentada la sien de un fogonazo. El comandante había tenido soplo y acechaba; se les siguió de cerca; la fuerza que contaban encontrar más allá del puente, pronunciada, amiga, no se había movido de su cuartel en la capital de provincia, abortado el movimiento a última hora por noticias de Madrid; y al día siguiente, Ramón y tres de sus compañeros salían de la cárcel para ser pasados por las armas en un campillo próximo a esta iglesia... Quería despachar pronto el comandante.

Ramón caminaba con paso firme. Entre sus labios oprimía un cigarro acabado de encender. Al encontrarse delante del pórtico, sus ojos se fijaron en él con insistencia amorosa. Creía ver bajo su arcada a una beatita de rostro nimbado por la mantilla, tras de la cual resplandecen dos ojos de misterio y una boca de tentación. Y, con acción instintiva, recordando las veces que había cruzado aquel pórtico, para espiar la salida de su amada, quitóse el cigarro de los labios y lo dejó en el acostumbrado esconce, como si hubiese de volver por él...

Ya estaba arrodillado y vendado, aguardando la descarga, cuando sudoroso, jadeante, agitando los brazos, llegó un ordenanza, que acababa de reventar un buen caballo para traer el indulto... Estos golpes teatrales no escaseaban en tal época, en que las pasiones, los odios y los fanatismos jugaban con vigor sanguíneo a salvar o perder vidas. Tecla, que se había arrojado bañada en lágrimas a los pies del capitán general, el terrible Eguía, esperaba detrás de su ventana, medio muerta de fatiga y miedo, el desenlace...

Los reos, ya perdonados, subían la cuesta que conduce del campillo a los atrios sobrepuestos... Ramón reía y bromeaba, y el pitido de las golondrinas resonaba jubiloso en su corazón. ¡Aún quedaban horas de amor, aún vería las pupilas de sombra y los labios bermejos! Al cruzar ante el pórtico, buscó su cigarro en el esconce, lo recogió con movimiento pronto y volvió a encenderlo y a chuparlo...


«El Imparcial», 11 de septiembre de 1905.

Los de Mañana

La institutriz acababa de entrar en el dormitorio, acompañada de la doncella, que, dirigiéndose al gabinete contiguo, abría las maderas y los grifos del baño, y preparaba toallas, frascos y enseres de tocador. La niña se metió los dedos entre la melena, abrió la boca en un desperezo y se dispuso a dejar las sábanas. ¡Qué bien se estaba en la cama! Y no había remedio... Madame —la institutriz era una viuda cuarentona— no transigía con esto... Bueno; ni con nada. ¡Sí, transigir!

—Allons, mademoiselle Solange!

Antes —este adverbio se refería a tiempos felices— madame Moutier, algo seriota, pero mujer excelente, gastaba otro genio, y Solange podía a veces hacer su santo gusto. Ahora, desde que el hijo de la institutriz se encontraba en el frente, la madre, sin hacer jamás alusión a sus angustias, vivía en perpetua tensión, y su nerviosismo se revelaba en un celo exagerado, en el más allá del cumplimiento del deber. Ni un momento de descuido...

—Allons, mademoiselle...

La niña dependía de la hora, del relojillo de acero que Madame llevaba, pendiente de un cordón, deslizado entre dos ojales de su severo corpiño. Aquel ojo gris regulaba los actos del día. Tantos minutos para el baño... Tantos para la toilette... Hora y cuarto de paseo...

Todo lo llevaría en paciencia Solange, si no fuese por la terrible orden que se le había intimado. ¡No volver a dirigir la palabra, reñir a muerte con sus mejores amiguitos Lisbeta y Ludwig! Esto era una injusticia, vamos; esto no se podía tolerar. ¿Qué tenían que ver Lisbeta y Ludwig con la guerra? Y ella, Solange, ¿qué culpa tenía de lo que sucediese allá? En Madrid no se peleaba. Había paz en Madrid. Habiendo paz, no ha de reñir la gente, ¿no es eso? Y mientras humeaban en las cafeterillas minúsculas la leche y el café, y brillaban alegres las tazas y el azucarero de Limoges, decorados con ligeras guirnaldas de violetas rusas, Solange se atrevió a interpelar a su institutriz, en tono zalamero:

—Donc, madame...

Madame, fruncido el ceño, nublada la faz, respondió sin dureza, pero con poca dulzura:

—De sobra lo sabía la señorita, de sobra... Y extrañaba que lo preguntase aún... Nada podía haber en común entre los hijos del secretario de Embajada de la nación más enemiga y la hija del agregado militar de la de su patria... Sería sencillamente escandaloso que se saludasen, que se hablasen ni un momento.

Un mohín de llanto contrajo la linda cara morena de Solange. Protestaba todo su ser contra tal doctrina.

—Lisbeta y Ludwig no han hecho nada de malo... Yo bien lo sé...; Lisbeta y Ludwig son buenos, ea... No son enemigos míos, a ver... ¡Qué han de ser enemigos míos!

—Lo son de nuestra patria...

En medio del llanto que amagaba, surgió una expresión traviesa, como si la risa fuese a brotar, comprimida.

—Pfui... Lisbeta, Ludwig, enemigos de nuestra patria... De una patria cualquiera... Très drôle! ¡Eran tan divertida la idea! Lisbeta, la muñequilla rubia, y el gordinflón de su hermano, del cual las dos chiquillas se burlaban, porque escribía cartitas gansas a Solange y temblaba y obedecía a las dos coquetuelas, aterrado y postrado ante sus menores órdenes.

—Señorita —decidió madame—, usted no entiende de estas cosas, y hará lo que se le manda, sin replicar.

¡Entender! Pocas entendederas cabían en aquella cabecita de doce años, tan poblada de ensortijados rizos negros, de aromosa seda. ¡Oh! ¡Si Solange tuviese un hijo en las trincheras! ¡Tenerle! ¿Lo tenía ya madame Moutier? A saber si en aquel mismo momento...

Y fue tan triste el gesto de la madre, que el buen corazoncito de Solange se enterneció, y, cariñosa, murmuró:

—No se disguste, chère madame... Haré lo que me diga... Perdóneme...

Una luz de afecto brilló en los ojos amarillentos de la institutriz. Queriendo, a su vez, ser amable, recordó a la niña que aquella tarde, día de fiesta, la llevaría al teatro, convidando a las petites de Afrecho del Monte... Eran unas nuevas amiguitas que querían imponerle a Solange, para que olvidase a sus enemigos... A éstos, ya sabía mademoiselle: si pasaban a su lado, volverles la cabeza, así, con dignidad y desprecio. ¿Que tenían la avilantez de dirigirse a ella? Ni contestar... Una mirada de hielo, una sonrisa irónica... Y si apretaban, una frase decisiva: «Señorita, no os conozco... No os he conocido jamás.» Y la niña, alternando sorbitos de té con el mordisqueo de sus rôties bien untadas de manteca, repetía para sí... «A ver si no me olvido... Volver la cabeza, gesto de desprecio, ironía, silencio glacial... Si me hablan, que no les conozco... Va a ser bien duro; pero hay que hacerlo... Está visto... Sin duda son mis enemigos, y yo debo ser también su enemiga feroz. Si es preciso, a Ludwig le daré un manotón, así... ¡No le he dado pocos cuando éramos amigos! De manera que ahora...».

Cuando entraron en el teatro estaba a obscuras. Las convidadas esperaban ya. Besuqueo, presentación por las de Afrecho del cucurucho de bombones, advertencia sabia de Madame: «que no ensuciasen mucho el estómago». En la película era aquél el instante en que a una joven virtuosa, muy perseguida por los malvados, la encerraban en la amable compañía de varios cocodrilos y una serpiente boa. Lo interesante de la circunstancia tenía al público suspenso, y se cuchicheó imponiendo silencio a las del palco. Callaron, pendientes, a su vez, del dramático momento. La señorita se agarraba a una reja, y se sostenía en alto, para librarse de los reptiles. ¿Soltará el hierro, fatigada? ¿Llegará a tiempo el providencial salvador? La ansiedad suspende los alientos. De pronto, entreacto, descanso, luz. Y Solange, atónita, vio... ¡No cabía duda! Era en el palco de al lado; la tocaban, la rozaban con sus codos, con sus hombros... La miraban, afanosos, echándose encima de ella... Todos se inclinaban en efusión muda: Lisbeta, Ludwig, hasta la institutriz vivaracha, Fraulein Lotte, de tez de leche con manchas de pecas, de cobrizos cabellos, la que siempre estaba discurriéndoles juegos bonitos. Solange recordó las instrucciones; las recordó del todo: gesto de desprecio, volver la cabeza. ¡Ironía, insulto! Y, en la lengua enemiga, articuló, ahogándose de placer:

—¡Isabel! ¡Luisillo!

Los dos hermanos, en el idioma enemigo también, contestaron tiernamente:

—Amada Solange. ¡Nuestra Solange!

Y se iba a precipitar Lisbeta en sus brazos... Ludwig, no sabiendo cómo expresar su contento, comenzó a dar brincos.

Una mano calenturienta y recia cogió por el brazo a la niña, la desvió con violencia y, arrastrando, la sacó del palco al pasillo. Madame estaba lívida. Su semblante parecía el de la máscara de la tragedia. Y he aquí que Fraulein Lotte, ante tal actitud, la imitó: empujó a los niños, se los llevaba, los retiraba, repentinamente pálida y furiosa, apremiándolos para que se pusiesen a salvo y evitasen el contacto maldito. Una indignación la estremecía, y apenas podía balbucear la orden de retirada.

Las dos educadoras se hallaron, de súbito, frente a frente. Por un instante, exaltadas, olvidaron a los niños. Mientras, amenazadoras, avanzaban, los alumnos quedaron un instante libres. No vacilaron. Sabían lo que debían hacer; también Ludwig y Lisbeta habían sido amonestados. Tenían obligación de despreciarse, de torcer la cabeza, de llegar a la injuria... Y lo que hicieron fue abrir los brazos, donde el frustrado abrazo hervía, bullía por saltar y realizarse.

Y se estrecharon, y los labios buscaron las mejillas, estallando los besos, mientras las institutrices se preparaban a desahogar el odio, como los niños acababan de desahogar el amor. Entusiasmado, Ludwig batía las palmas, al ofrecer Solange a Lisbeta su cucurucho de bombones, casi entero...

Los Dominós de Encaje

¡Cómo les palpitaba el corazón a las dos loquillas, cuando por la puerta de la verja, a espaldas del palacio, salieron a pie y solas, envueltas en sus dominós de blanco encaje riquísimo, y pisando con tiento la acera, a fin de alcanzar un simón antes de que los pulidos zapatitos de raso se les manchasen de barro y polvo vil!

Habían madurado aquel plan todo el invierno. Lo habían acariciado en las veladas que pasaban juntas, lejos de la cargante vigilancia de Frau Mathild, el aya vienesa. Habían pensado y discutido los menores detalles, como prisioneros que combinaban la evasión. Y al llegar la época de Camestoleudas, lo tenían todo arreglado y previsto: poseían los billetes, tenían una doble llave de la verja, encargada secretamente a un cerrajero, y los disfraces, los dominós, hechos con arte de los magníficos velos de punto a la aguja, traídos de Francia para lucirse en la ceremonia nupcial.

Porque Mercedes y Rosa iban a casarse en Pascua, y tiernamente enamoradas de sus gallardos novios, querían antes del momento decisivo e irrevocable, someterles a una pequeña prueba, de la cual, seguramente, saldrían vencedores. Deseaban las dos señoritas ver si en efecto se abstenían sus prometidos de concurrir a aquel baile de máscaras de que tanto se hablaba, el de la «Asociación artística», baile cuyas panderetas y sonajas les repicaban en los oídos un mes antes de que se celebrase; como un himno al placer y a la alegría carnavalesca.

Con los billetes que les había proporcionado de ocultis, Mercedes y Rosa entraron con dificultad en el baile. Asediadas desde el primer momento por los requiebros e impertinencias de muchos hombres, jóvenes y viejos, finos y bastos, apretó la mayor el brazo de la menor, diciendo bajito: «No te sueltes». Lo que llamaba la atención en aquellas mascaritas tan iguales y tan bien calzadas, era la riqueza de sus dominós, la magnificencia del encaje que, montado sobre raso, las envolvía de la cabeza a los pies, delatando la calidad las damas que se permitían el lujo de tal disfraz. Ellas, indiferentes a la sensación que producían, miraban a todas partes ansiosamente, por si descubrían a sus novios entre el gentío. Y con rápida explosión de gozo, cuchicheaban de tiempo en tiempo: «Pues no están…», «Pues no están», «Han cumplido su palabra…». “Lo ves, ¿mal pensada?”, —añadía la rubia Rosa pellizcando suavemente a la morena Mercedes. De pronto ésta devolvió a su hermana el pellizco, pero tan furioso y cruel, que Rosa, reprimiendo el chillido, por poco suelta las lágrimas. “Ahí están”, —rujía Mercedes hecha una leona. «Allí, allí». No necesitaron buscarlos. Atraídos por el murmullo de admiración que levantaban los dominós de encaje, acercáronse los novios, y más decididos que los demás galanes, empezaron a sitiar en toda regla a las mascaritas, tan cegados por el destino que ni un minuto se les ocurrió que pudiesen estar conquistando a sus futuras esposas…

Amanecía cuando las fugitivas, después de mil apuros, lograron zafarse de sus cortejos y restituirse al palacio sin ser vistas ni sorprendidas por nadie. Ya en su tocador, quitáronse los antifaces y desahogaron. Rosa hipaba; Mercedes pateaba de cólera. "“o creí que los hombres tenían palabra”, —sollozaba la rubia; y la morena bramaba, echando rayos por los ojos: «Cree que todos son igualitos. ¡Buena canalla! Mira, Rosa, que no se enteren de nada. No hagas escena. Hasta después… no conviene que sepan ni esto. Casémonos primero, que luego… ya verán». Si los dos alegres troneras del baile hubieran podido ver en aquel instante la cara de Mercedes… se echan a temblar, de seguro.

Y a temblar se echaron con todo su cuerpo cuando, el día de la boda, sobre la hermosa cabeza de sus desposadas, encubriendo con ondas de nítida espuma el simbólico azahar, reconocieron los dominós de encaje del baile… La expresión de terror que se gravó en sus rostros fue tan cómica, que Mercedes, soltando una carcajadita y señalando el velo virginal, dijo sarcásticamente.

—Los conoceis, ¿eh? También nosotras os conocemos a vosotros…

Los Dulces del Año

Como el Añito nuevo tenía tan buena traza y estaba tan monín con su traje de marinero y sus bucles rubios, la gente le piropeaba en la calle; algunas mujeres, más atrevidas, besaban sus mejillas frescas de adolescente, y, a su paso, un rumor de simpatía le halagaba, una oleada de adoración le envolvía.

El Añito quiso corresponder cariñosamente a tantas demostraciones, y, metiendo la diestra en la bolsa de raso que llevaba pendiente del brazo izquierdo, sacaba diminutos objetos liados en papel de oro; sin duda bombones. La dádiva del Año era recibida con explosiones de entusiasmo y gratitud. Aquellos envoltorios dorados no podían menos de traer dentro algo sabrosísimo. Y un coro de bendiciones se alzaba, mientras la gente, palpitando de esperanzas vivaces, desliaba las envolturas e hincaba el diente a las golosinas, regalo del lindo mocoso, que sonreía al hacer el obsequio...

Rápidamente cundía la voz:

—¡El Año nuevo regala dulces!

Desde gran distancia acudía la gente, corriendo, al cebo del reparto halagador. Los dulces habían de ser distintos de los conocidos ya, y mejores, amén de distintos. La muchedumbre se comunicaba impresiones, y, suplicante, alzaba las manos. Notó el Año nuevo que cuantos le rodeaban pidiendo un dulcecito se declaraban muy desgraciados, muy combatidos por la vida, muy frustrados en todas sus aspiraciones y deseos.

—¡Año nuevo! —exclamaban—. ¡Niño bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!

Y de la inagotable bolsa, que brujas enemigas y malignas iban llenando con manos invisibles a medida que se vaciaba, salían, como la lluvia que cayó sobre el seno de Dánae, gotas y más gotas de oro, arrebatadas por manos ávidas, por garras ansiosas y rapaces. Ya no era que el Año repartiese, sino que le robaban, le despojaban, sin darle tiempo ni a hacer el ademán de la distribución... Voces de angustia, ayes de sufrimiento, quejas de dolor, suspiros de melancolía incurable, demostraban que cada cual que se agregara al tropel era un desdichado, un vencido, agobiado por la carga de la existencia insufrible. Y el Año regocijado y juguetón en los primeros instantes de su salida al mundo, empezaba a ponerse también de perro humor, al convencerse de tantas calamidades.

Le quedaba, no obstante, una ilusión al Año nuevo: la de que, con los confites dorados, remediaría buena parte, si no todo, del mal que ya comprendía. No era posible que cosa tan elegantemente envuelta, de tan coquetón aspecto, no encerrase, si no la ventura, al menos el consuelo y el alivio. Y ese consuelo sería su obra. Le aclamarían como a un bienhechor. Cientos de miles de bocas le colmarían de bendiciones. Así como así, no era justo que tanto se padeciese bajo la capa del cielo. Unos miseria, otros enfermedades, éste desengaños y traiciones, aquél desaliento y convicción de la propia inutilidad, todos eran atormentados hasta más allá de las fuerzas humanas. Aunque el dorado confite no fuese sino una gota de miel, contrastaría un instante la amargura...

Pero he aquí que de la muchedumbre apiñada, que desenvolvía y tragaba con avidez el regalo del Año nuevo, empiezan a brotar quejidos, protestas, reniegos, voces de furia; mientras los más prudentes se limitan a decir, con aflicción reprimida:

—¡Válgame Dios! ¡Lo mismo que antes!

—¡No, peor que antes!, comentan los rabiosos.

—A mí me duele más la ciática, declara una vieja.

—Yo estoy más pobre y hambriento que nunca, grita un desarrapado.

—¡A mí se me ha muerto un hijo más!

—¡Me han quitado la plaza de la cual vivía!

—¡Me ha salido fallido el negocio!

—¡Se me ha caído la casa!

—¡La amada me ha vendido!

—¡He perdido el pleito!

—¡Dice el doctor que tengo que dejarme cortar la pierna!

Y cada uno de los obsequiados por el Año nuevo, al ver que su suerte no cambia, o, mejor dicho, empeora, se arranca los pelos, se arroja al suelo, enseña los puños o arroja al rostro del Año un pellón de lodo, una inmundicia recogida en la calle...

Entonces el Año emprende la fuga. No quiere morir ignominiosamente a manos de la vil canalla; y, a paso veloz, se aleja, busca un lugar solitario donde reflexionar sobre lo que le ocurre. ¿De modo que, por haber dado dulces, por haber repartido aquellos gentiles bomboncitos áureos, a poco le linchan? Estaba visto; la Humanidad era un hato de desagradecidos infames, y convenía apartarse lo más posible de ella.

Y el Año, con el corazón oprimido y una invasión de pesimismo en el alma, subió a la escarpada cima de un monte y se emboscó en sus fragosidades, a fin de huir de la humana especie. Al desembocar en un claro, rodeado de hayas centenarias y copudas, vio con sorpresa que ¡también allí había llegado el hombre! A la puerta de mísera cabaña estaba un carbonero que acababa de soltar, rendido y sudoroso, pesadísimo haz de leña. El infeliz se volvió, sorprendido.

—Oye —le dijo el Año—. Tú, de fijo, no serás ingrato con los beneficios que recibas.

—No me atrevo a decir que sí —respondió con flema el carbonero—. ¡Soy hombre...!

—De todos modos, toma.

Y le puso en la mano un puñado de los dorados confites.

—Gracias —murmuró el miserable—; pero no los tomaré sin saber qué contienen. Si no encierran unas gotas de resignación, mezcladas con otras de olvido, no los cataré.

¿De modo que no quieres nada de mí? —exclamó el bienhechor—. Sabe que soy el Año nuevo...

—¡Ah! En ese caso, puedes hacerme un favor infinito.

—¿Dime cuál?, interrogó el Año.

—Pasar pronto —rogó el carbonero—, volviendo a cargar trabajosamente con su haz de leña.

Los Escarmentados

La helada endurecía el camino; los charcos, remanente de las últimas lluvias, tenían superficie de cristal, y si fuese de día relucirían como espejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpida; en el cielo, de un azul sombrío, centelleaba el joyero de los astros del hemisferio Norte; los cinco ricos solitarios de Casiopea, el perfecto broche de Pegaso, que una cadena luminosa reúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal, el carro de espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; el chorro magnífico, proyectado del blanco seno de Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche para el astrónomo que encierra en las lentes de su telescopio trozos del Universo sideral, y al estudiarlos, se penetra de la serena armonía de la creación y piensa en los mundos lejanos, habitados nadie sabe por qué seres desconocidos, cuyo misterio no descifra la razón. Hermosa también para el soñador que, al través de amplia ventana de cristales, al lado de una chimenea activa, en combustión plena, al calor de los troncos, deja vagar la fantasía por el espacio, recordando versos marmóreos de Leopardi y prosas amargas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de frío, pisa la cinta de tierra encostrada de hielo y avanza con precaución, sorteando esos espejos peligrosos de los congelados charcos!

Es una mujer joven. La ropa que la cubre, sin abrigarla, delata la redondez de un vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de una criatura... Muchos meses hace que Agustina vive encorvada, queriendo ocultar a los ojos curiosos y malévolos su desdicha y su afrenta; pero ahora se endereza sin miedo; nadie la ve. Ha huido de su pueblo, de su casa, y experimenta una especie de alivio al no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues las estrellas de seguro la miran compasivas o siquiera indiferentes. ¡Están tan altas!

En el pueblo, ¡qué desprecio, qué burla, qué reprobación habían caído sobre ella al saberse el desliz! Era la segunda vez que delinquía en aquel honrado lugar una muchacha; la primera, al quinto mes, se había arrojado a un pozo, de donde sacaron su cadáver. Recordaba Agustina cómo la extrajeron del pozo con cuerdas y garruchas, y cómo traía rota una sien y el pelo pegado a la cara lívida, y recordaba también el haber soñado con la ahogada muchas noches. Cuando, al confirmarse su desdicha, pensó Agustina en la solución de la muerte, la imagen de la rota sien y la lívida cara le impidió poner por obra una desesperada resolución. Vinieron al pueblo entonces unos misioneros franciscanos, y Agustina se confesó deshecha en lágrimas.

—Grande es tu pecado —dijo el fraile—; pero lo que pensaste es peor aún. No debes morir ni debe morir por tu culpa el hijo. Sufre con paciencia, espera el último instante, y entonces vete a Madrid con esta carta mía. El señor a quien va dirigida hará que te admitan en la casa de Maternidad.

Acercábase el día. Sin despedirse de nadie —ni de sus padres, que en vez de compadecerla la maldecían—, Agustina puso en hatillo dos camisas y un refajo; en un bolso de lienzo, unas pesetas; y guardaba la carta en el pecho, salió al oscurecer por la puerta del corral antes de que empezasen a rondar los mozos, sabedores de su desdicha y compañeros del que la ocasionó, y que, en vez de repararla, cobardemente había desaparecido del pueblo. Era víspera de Nochebuena, y sería milagro que no saliesen de parranda, Agustina apretó el paso. La vergüenza le puso alas en los pies.

Dos horas hacía ya que caminaba, y faltaba todavía para Madrid una legua. Deshabituada de hacer ejercicio, el cansancio rendía a Agustina y el frío la penetraba hasta los tuétanos. Además tenía miedo; ¡aquella carretera tan solitaria!

A uno y otro lado extendíase la estepa gris, sin rastros de habitación; torcidos chaparros remedaban figuras grotescas, enanos deformes o perros agachados para saltar y morder. El silencio era majestuoso y aterrador. Y la fugitiva también sentía hambre, el hambre próvida que avisa a las que van a ser madres que hay que sostener a dos seres. En su precipitación, no había sacado de su casa ni un mendrugo.

Quería llorar, y dos o tres veces se detuvo para quejarse en alto, cual si alguien pudiese oírla. «¡Ay señor! ¡Ay mi madre!», como si su madre, la dura paleta, no la hubiese tratado peor que el padre todavía... La abrumaba un inmenso desfallecimiento, la tentación de arrojarse al suelo y dormir. Durmiendo, creía que iba a remediarse todo su padecer; que entraría en un estado de beatitud. Resabio de los últimos meses, en que infaliblemente, al despertarse, tenía la ilusión de que su desgracia era pesadilla de sueño, y se sentaba, y creía que el bulto del vientre no existía... ¡Oh! ¡Si así fuese! ¡Quién volvería a sorprenderla, a engañarla; quién se acercaría a ella sin llevar su merecido!

* * *

Los pies, calzados toscamente, resbalaron de pronto sobre la vítrea superficie de una charca. El movimiento fue de báscula, y la muchacha cayó hacia atrás, boca arriba, atravesada en la carretera y desvanecida por el brutal sacudimiento del batacazo.

Diez minutos después se oyó en la carretera, a lo lejos, el cascabeleo y la rodadura de un carricoche. La claridad de los faroles avanzó, y el caballejo que tiraba, no muy gallardamente, del vehículo pegó una huida ante el cuerpo que obstruía el paso. El hombre que guiaba refrenó al jaco y miró con sorpresa. Vamos, habría que bajarse, que prestar socorro al borracho... ¡No se trataba de un borracho! De una mujer... Peor que peor...

¡Una mujer! Nadie las aborrecía como el mediquín rural que, llamado por asunto de interés se dirigía a Madrid en noche tan cruda... El golpe de la traición sufrida, del amor escarnecido por su novia, su ideal —rompiendo la concertada boda tres días antes del señalado y casándose con otro hombre antes de un mes—, fue origen, primero, de grave fiebre nerviosa, de la cual conservaba huellas en el amarillento rostro, y luego, de una misantropía profunda. Intelectual, sentimental y con aspiraciones, cuando andaba enamorado, el desengaño le cortó las alas de la voluntad; le causó una de esas humillaciones en que dudamos de nosotros mismos para siempre, y le arrinconó en el poblachón oscuro donde vegetaba como un asceta, haciendo penitencia de tristeza y retiro por el ajeno pecado, caso más frecuente de lo que se supone. Sólo por estricta necesidad había resuelto el viaje. ¡Y ahora aquel estorbo en el camino! ¡Una hembra!

Desencajó un farol del coche y con él alumbró la cara de la mujer privada de sentido. Se sorprendió. Joven, bonita, de facciones de cera, delicadas y dulces. ¡Y perdida a tal hora, en la soledad! ¿Atentado? ¿Crimen? La quiso incorporar... Un gemido débil reveló la vida.

¿Qué tiene usted? ¿Está usted enferma? —preguntó el médico, sosteniéndola por los sobacos en el aire.

Otro gemido contestó; era de sufrimiento, de un sufrimiento concreto, positivo.

—¿Está usted herida?

La muchacha se incorporó difícilmente; parecía atónita y no se daba cuenta de por qué se encontraba allí, por qué la interrogaba un desconocido. La memoria acudió, y con ella la conciencia del mal... Su brazo derecho no obedecía; colgaba inerte, y una sensación extraña de parálisis, iba extendiéndose al hombro.

—Se me figura que tengo roto este brazo...

Las manos del médico palparon, reconocieron... ¡Era verdad!

—¿Adónde iba usted? ¿De dónde es usted?

Agustina miró al que le dirigía la palabra y la amparaba enérgicamente. Vio un rostro consumido de melancolía, una barba descuidada, unos ojos en que la indiferencia luchaba con la compasión... No sería fácil explicar, a no ser por la franqueza súbita y total del ser desamparado, que nada recela porque todo lo ha perdido, como Agustina —la paletita cansada de disimular y mentir a su familia y a todo un pueblo—, no supo callar nada al incógnito que acababa de socorrerla. Habló entre sollozos, sin reparo, hasta sin vergüenza ni confusión, como el que cree estar contando a un desdichado desdichas mayores. Hizo su historia en pocas y desgarradoras frases.

—Súbase usted al coche... Tápese con la manta... Yo la llevaré al hospital.

Un cuarto de hora rodó el coche por la carretera —despacio, porque en la helada resbalaba también el caballejo—, cuando Agustina, en el bienestar infinito de la ardiente gratitud, al sentirse acompañada, salvada, extendió la mano izquierda, asió la del médico y la besó sin saber lo que hacía. Él tembló. ¡Hacía tanto tiempo que sólo sentía en sueños el roce de unos labios femeniles! Por su parte, la muchacha, pasado el transporte, se quedó abochornada, acortada de confusión. ¡Qué había hecho, ay mi madre! ¡Un hombre, y ella que estaba determinada a no tocar ni al pelo de la ropa a ninguno! ¡Ella, la escarmentada, el gato escaldado, la del aprendizaje cruel y definitivo! Pero ¿era realmente un hombre el que la llevaba así, a su lado, con tanta caridad, con tanta consideración? No, hombre, no; era... un santo; un santo como los que se ven en los altares...

De pronto, el médico volteó el coche, emprendiendo la caminata en sentido opuesto.

—Estamos más cerca de mi casa que de Madrid... Urge curarle a usted ese brazo. Si llegamos a Madrid tarde, van a perderse horas... Es preciso que yo reconozca pronto esa fractura, y que la atendamos... Viene usted a mi casa, allí nada le faltará.

Y cuando hablaba así a una mujer, el escarmentado, el dolorido, el misógino, pensaba: «No es una mujer; es una víctima, una mártir...».

Y bajo la manta que les cubría y les prestaba calor y abrigo a medias, los efluvios de la juventud, la necesidad de querer, se insinuaban riéndose del escarmiento.

Las estrellas, más fulgentes a medida que la noche avanzaba, no se enterarían. ¡Están tan altas! ¡Tan distantes!

Los Hilos

Mucho se comentó la repentina «zambullida» de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre como Jorge Afán de Rivera. En la flor de sus años, Jorge, tipo de sociabilidad entre los vagos de Madrid, se retiró a una finca que poseía en lo más selvático y bronco de los montes de Extremadura, negándose a ver a nadie, a recibir a ningún amigo, a abrir cartas y telegramas y viviendo sin más compañía que la de algunos servidores, gañanes y pastores, que atendían al cuidado de la casa y del ganado, pero a quienes sólo por indispensable necesidad admitía el amo a su presencia.

Repito que se hicieron mil comentarios sobre el acceso de misantropía de Jorge. Quién lo atribuyó a desengaños amorosos; quién, a pérdidas al juego; quién, al descubrimiento de trágicas historias de familia... Los íntimos de Jorge —que éramos Paco Beltrán y yo— nos reíamos al oír tales hipótesis. Ni Jorge había sufrido desengaño alguno, ni sabíamos que amase de veras a ninguna mujer: sus aventuras eran cosa pasajera, sin consecuencias. Todavía menos jugador que enamorado: no tocaba una carta y le aburría la Bolsa. En cuanto a historias de familia, mi padre, que había sido constante amigo del suyo, aseguraba que no era posible en tan honrado hogar ningún misterio bochornoso. Por suponer algo, supusimos que Jorge padecía uno de esos males del alma que no tienen nombre conocido, y así pueden impulsar al suicidio como al claustro o al manicomio. Jorge quería ser ermitaño laico... Ya se cansaría de vivir entre fieras y volvería al mundo, a divertirse por todo lo alto, como en sus buenos tiempos...

Y con esa esperanza íbamos olvidando suavemente al amigo, cuando recibimos un urgente telegrama, una nueva terrible. Cazando por los breñales se le había disparado la escopeta a Jorge Afán, había recibido el plomo en el vientre y se hallaba expirante.

Beltrán y yo salimos en el primer tren, y sólo llegamos a tiempo de recoger el último suspiro del desdichado, pero no de oír su voz, pues se encontraba tan a punto de muerte, que tal vez no se dio cuenta de que éramos nosotros, llamados por él, los que apretábamos su mano. Por mutuo convenio nos declaramos los amos allí, para evitar desmanes de servidores y hacer dignos funerales al amigo muerto.

La noche que precedió a su entierro y mientras le velábamos, volvimos a comentar el extraño destino de aquel hombre que voluntariamente había truncado su existencia social; y Paco sacando del bolsillo una llavecita dorada, dijo con alterada voz, señalando a un mueble antiguo, con ricos herrajes, perdido en un rincón del vasto aposento:

—En ese mueble debe encerrarse el secreto de Jorge, porque esta llave que le encontramos en el cuello, pendiente de una cinta, al amortajarle, es la que abre el bargueño.

La tentación era demasiado fuerte para nuestra curiosidad, y, entendiéndonos de una ojeada, nos decidimos a usar la llave. Cayó la cubierta, dejando ver la graciosa cajonería dorada y las columnitas del templete, y encontramos los cajones llenos de frioleras sin valor, hasta acertar con uno que encerraba un manuscrito de letra de Jorge. Nos apoderamos del tesoro, y lo desciframos a la luz de las velas que alumbraban el cadáver... Era extenso; pero lo resumiré en pocos renglones, a fin de que el lector conozca la singular alucinación de aquel desventurado amigo nuestro:

«Maldigo —viene a decir en sustancia la confesión de Jorge— la curiosidad que me impulsó a asistir a algunas sesiones de espiritismo y sugestión hipnótica en casa de Mirovitch, el secretario de la Embajada rusa. No es que llegase a prestar fe a tales historias; antes por el contrario, me parecieron casi todas ellas patrañas y mojigangas buenas para chiquillos; pero, sin duda, la excitación que tales jugueteos con el mundo invisible causaron en mi sistema nervioso fue honda y funesta: sin duda vibraron en mí cuerdas desconocidas y muy sensibles, pues desde entonces comencé a advertir un fenómeno que no sé si existe tan solo en mi imaginación exaltada, o tiene alguna correspondencia con la realidad, y se debe a causas físicas que ignoramos aún, pero que la ciencia estudiará y demostrará en los siglos venideros.

Es el caso que al día siguiente de la última sesión —en que Mirovitch, fijando en mí tenazmente sus ojos verde esmeralda, había intentado dormirme— fue cuando sentí el primer ataque del padecimiento; fue cuando empecé a ver «los hilos», los horribles hilos que forman la misteriosa tela donde mi alma agoniza.

Intentaré explicar lo que son estos hilos, para que si alguien lee después de mi muerte mi confesión, comprenda que yo no estaba loco, sino a lo sumo alucinado: que fui víctima de una morbosa perturbación de los sentidos, pero que mi razón supo interpretar mis visiones.

Sucedió que al otro día de la sesión espiritista, ya aburrido de tales farsas y resuelto a no tomar más parte en ellas, me fui al Real, donde cantaban Hugonotes. Había un lleno, y estaban allí todas mis relaciones: todas las mujeres que, afables y expresivas, me saludaban con dulces sonrisas, todos los hombres me apretaban la mano afectuosamente. Recorrí con los gemelos butacas y palcos. A tiempo que dirigía los cristales al rostro de la condesa de Saravia, bella dama a quien yo trataba mucho y respetaba más, por su intachable reputación y la dignidad de su porte, distinguí, ¡Jesús me valga!, el primer hilo. Era —me acuerdo bien— rojo, como abrasadora llama y salía del corazón de la señora, yendo, después de flotar y culebrear en el aire, a enroscarse sutilmente en el cuerpo de Tresmes, el galanteador más perdido de la corte. Al pronto no entendí la significación del maldito hilo. Froté con el pañuelo los vidrios de los gemelos y me froté después los ojos. No cabía duda, el hilo ardentísimo iba de la intachable esposa a buscar al galán impuro.

Persuadido de que estaba malo de la vista, torcí los gemelos y encontré la carita angelical de Chuchú Cárdenas, una de esas criaturas de dieciséis años que perecen desprendidas de un lienzo murillesco, un rostro matizado por el rubor y aureolado por la candidez virginal..., y vi, sin que cupiese duda, otro hilo dorado que salía de su ebúrnea frente y se deslizaba hasta las butacas para introducirse en el bolsillo del opulento negociante Rondón, calvo como una bola de billar, gordo y colorado como un pavo, por más señas...

Varié de objetivo con repugnancia; pero fue inútil; dondequiera que me volviese, la atmósfera del teatro se poblaba de hilos que flotaban en todas direcciones, y la lucerna de cristal, fija en medio, me parecía, con más razón que nunca, enorme araña pronta a saltar sobre la presa. Vi un hilo negrísimo, de odio y traición, que iba del político X*** a su jefe natural y gran protector Z***; un hilo verde, asqueroso, de la recién casada Eloísa D*** a la decrépita persona del general N***; un doble hilo oscuro, de envidia mortal, que recíprocamente se enviaban las dos amigas A*** y B***; un hilo sombrío, de fúnebre aspecto, del mozo H*** a su padre R***, que no acababa de morirse y dejarle su codiciada herencia... Y yo veía tenazmente los hilos, invisibles para todos, y sentía espesarse la tela oscura y polvorienta que me rodeaba, y crecer hasta el paroxismo mi angustia y mi horror, que me oprimía el espíritu. Allí se patentizaban los bajos apetitos, las vilezas, las miserias de nuestra condición, reveladas por los hilos infames, de concupiscencia, de codicia, de dolo, de maldad, de instintos homicidas... Y como el fenómeno se repitiese las noches siguientes; temiendo que de las personas a quienes creía yo inspirar algún efecto puro y generoso saliesen también hacia mí los hilos, resolví de pronto recogerme a la soledad más completa y poder, con tal arbitrio, conservar algunas ilusiones, sin las cuales no cabe vivir, a no ser en el infierno.»

Al terminar la lectura del manuscrito que he resumido brevemente, Paco Beltrán y yo nos miramos despacio, estremecidos, y luego nos volvimos a contemplar la faz del muerto, serena, afilada ya por la nariz, con esa palidez de cera que presta tanta majestad a las caras de los que emprendieron el gran viaje.

—¿Crees tú que estaba loco? —me pregunto Beltrán.

—Loco lúcido —respondí, pasándome la mano por la frente y enrollando el manuscrito para guardarlo.

Los Huevos Arrefalfados

¡Qué compasión de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?

Martina criaba los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado; Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola…, y con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo.

Solía Martina desahogar las cuitas y penas domésticas con su compadre el tabernero Roque, hombre viudo, de tan benigno carácter como agrio y desapacible era el de Pedro. Oía Roque con interés y piedad la relación de la desdichada esposa, y se desvivía en prodigarle sanos consejos y palabras de simpatía y compasión.

«Aquel Pedro no tenía perdón de Dios en tratar así a la comadre Martina, que después de haber echado al mundo cinco rapagones, era la mejor moza de toda la aldea y hasta, si a mano viene, de Lugo. Y luego, tan trabajadora, limpia como el oro, mansita como el agua. ¡Ah, si él hubiera tenido la fortuna de encontrar mujer así, y no su difunta, que gastaba un geniazo como un perro!». Martina entonces rogaba al compadre que intentase convertir a su marido, que le hablase al corazón, y el tabernero prometía hacerlo con mucha eficacia y alegando mil razones persuasivas.

—Pero, compadre, escuche y perdone —interrogaba la pobre apaleada—. ¿Qué quejas da de mí mi marido?

—Como quejas, nada; fantasías, antojos, rarezas… Que el caldo estaba salado, y a él le gusta con poca sal… Que el pan estaba medio crudo… Que le faltaba un botón al chaleque…

—Yo me enmendaré, compadre… A fe que de hoy en adelante no ha de notar falta ninguna.

Y, en efecto, redablando el cuidado y el cariño, Martina se descuajaba por quitar pretexto a las atrocidades de su hombre.

La casa marchaba como trompo en uña: la comida era gustosa, dentro de su pobreza; los suelos estaban barridos como el oro, y ni con poleas y cabrias se podían arrancar los botones del chaleque del tío Pedro. Así y todo, éste encontraba ingeniosos recursos en que fundan la consuetudinaria solfa. Por poco que duerma la buena voluntad, anda más despierta la mala, que nunca pega ojo.

Sin embargo, como también las costillas doloridas y brumadas infunden sutileza, Martina, a fuerza de paciente estudio, de hábil observación, de minuciosa solicitud y de eficaz memoria, llegó a amoldarse a los menores caprichos, a las más ridículas exigencias de su cónyuge, bailándole el agua de tal manera, que el tío Pedro no acertaba ya a buscar pretexto para enfadarse. Mas no era hombre de reparar en tan poco, y he aquí lo que discurrió para no dar reposo a la estaca.

Consistía, generalmente, la cena de los esposos en una taza de caldo guardado de mediodía y unos huevos fresquitos, postura de las gallinas del corral. Deseosa de complacer al amo y señor, Martina se esmeraba en variar el aderezo en estos huevos, presentándolos unas veces fritos, escalfados otras, ya pasados, ya en tortilla. Pero el tío Pedro empezó a cansarse de tales guisos y a pedir, con sus buenos modos de costumbre, que se los variasen; y una noche que gruñó y renegó más de la cuenta, su mujer se atrevió a decirle, con gran dulzura:

—Hombre, ¿qué guiso te apetece para los huevos?

La respuesta fue una terrible guantada, mientras una voz cavernosa decía:

—¡Los quiero arrefalfados! ¡Arrefalfados!

Con el dolor y el susto, Martina no se atrevió a preguntar qué clase de aderezo era aquél; pero a la noche siguiente preparó los huevos por un estilo que le había enseñado una vecina, excocinera de un rico hacendado lugués.

El plato trascendía a gloria cuando entró el carretero muy mal engestado y se sentó sin contestar a su mujer, que le daba las buenas noches. Con mano trémula depositó Martina sobre el artesón que servía de mesa el apetitoso guiso… Y su marido, ¡siniestro presagio!, callado, fosco, sin soltar la aguijada con que picaba a los bueyes de su carreta. Al divisar el guiso, una risa diabólica contrajo su rostro; apretó la vara, y levantándose terrible, exclamó:

—¡Condenación del infierno! ¿No te tengo dicho que los quiero arrefalfados?

A estas frases acompañó un recio varazo en las espaldas de Martina, seguido de otro que se quedó un poco más cerca del suelo; y tal fue la impresión, que la infeliz hubo de exclamar, con voz de agonía:

—¡Váleme, San Pedro! ¡Váleme, San Pablo!

Algún efecto produjo en el carretero la invocación, porque conviene saber que en la parroquia se profesaba devoción ferviente a las imágenes de estos grandes Apóstoles, dos efigies muy antiguas que adornaban la iglesia desde tiempo inmemorial. Pero poco duró el respeto religioso, pues el marido, volviendo a enarbolar la vara, alcanzó a su mujer de un varazo en la cintura, tan recio y cruel, que Martina hubo de echar a correr, exclamando:

—¡Ay, ay, ay, ay! Socorro, vecinos… Que me mata este hombre.

Disparada como un venablo atravesó la aldea, hasta refugiarse en la taberna del compadre Roque, a quien encontró disponiéndose a trancar la puerta, porque a semejante hora de la noche no contaba ya con parroquianos. Causóle gran sorpresa la llegada repentina de la comadre, y viéndola tan sobresaltada y fatigosa, se apresuró a brindarle «una pinga, que no hay otra cosa como ella para espantar los disgustos». Bebió Martina, y ya más confortada, refirió, entre hipo y sollozos, la tragedia conyugal.

—Mire, ahora sí que estoy convencida de que aquel infame no tiene temor de Dios, ni caridad, ni vergüenza en la cara, y tira a acabar conmigo, a echarme a la sepultura… Que me reprendiese y me pegase tundas cuando notaba faltas, andando… Pero amañárselo todo a voluntad, matarme a hacerle bien la comida y los menesteres, y ahora inventar eso de los huevos arrefalfados, que un rayo me parta si sé lo que son Compadre, por el alma de quien tiene en el otro mundo, me diga cómo se ponen esos huevos.

—Nunca tal guiso oí mentar, comadre —respondió el tabernero, ofreciendo a la desconsolada otra pinga—. Es una bribonada de ese mal hombre, porque no encuentra chatas que poner y quiere arrearle. A fe de Roque que ha de llevar su merecido. Comadre, déjeme a mí. Usted calle y haga lo que yo le diga. Y ahora no piense en volver allá hasta mañana por la mañana…

—¡Asús bendito!

—Lo dicho, no vuelva… Quédese aquí, que mal no le ha de pasar ninguno —profirió el tabernero, mirándola con encandilados ojos—. Cena para los dos la hay, y más un vino de gloria, y castañas nuevas. Que no lo sepa en la parroquia ni el aire… En amaneciendo se va a su casita. Guíese por mí; descanse en el compadre Roque. Que me muera, si dentro de dos o tres días no ha de estar aquel brutón más amoroso que la manteca. Ya me dará las gracias.

—¿Y si pregunta?

—Ya cavilaremos lo que se ha de contestar… Usted sosiegue, que yo tomo el negocio de mi cuenta.

Tan cansada, dolorida, asustada y hambrienta estaba Martina, que se dejó convencer, y saboreó el mosto y las tempranas castañas. Antes de ser de día, envuelta en el mantelo, llamaba con temor a la puerta de su casuca. El corazón le pegaba brincos, y creía sentir ya en los hombros el calor de la vara, o en los carrillos los cinco mandamientos del indignado esposo. ¡Cosa rara, y explicable, sin embargo, por ciertas corrientes psicológicas a que obedecen las oscilaciones del barómetro conyugal! El tío Pedro la recibió con una cordialidad gruñona, que en él podría llamarse amabilidad y galantería.

—Mujer o trasno, ¿de dónde vienes? Como vuelvas a marcharte así, ya verás… ¿Onde dormiste?

—En el monte.

—¿En el monte, condenada?

—Por cierto, junto al puente, donde está la tejera de Manuel.

—El diaño que te coma, y allí, ¿qué cama tenías?

—Las espinas de los tojos, mal hombre; pero Dios consuela a los infelices y castiga a los sayones judíos como tú; ya te llegará la tuya, verdugo.

—Demasiado hablas —refunfuñó el carretero, queriendo desplegar gran aparato de enojo, pero subyugado indudablemente por el tono y el acento de su mujer—. ¿Quién te ha dado ese gallo que traes?

—Quien puede.

—Como yo sepa que andas en chismes con las vecinas y aconsejándote de brujas…, te he de brear.

—No fue bruja ninguna, ladrón; no fue sino Dios del cielo, que ya se cansa de aguantar tus perradas…

—Mismamente Dios te vino a ti con el recadito.

—Dios, no; pero San Pedro y San Pablo, sí; que los vi tan claros como te estoy viendo, y con la mar de angelitos alrededor, y unas caras muy respetuosas, y unas barbas que metían devoción; y me dijeron que ya te ajustarán ellos las cuentas por estarme crucificando.

—A callar y a tu obligación, lenguatera.

Atónita Martina de ver que su tirano no pasaba a vías de hecho, obedeció y se ocupó en labores domésticas, mientras el carretero, algo cabizbajo y mohíno, preparaba su carro para acarrear leña a Lugo.

El mismo camino tomó el tabernero Roque, y apenas llegado a la ciudad, se dio a buscar a un su amigote, barbero por más señas, con quien celebró misterioso conciliábulo; y entre tajada de bacalao y copa de aguardiente, trazaron la broma que habían de ejecutar aquella misma noche. Para el objeto se procuraron una sábana blanca, una manta colorada, dos barbas postizas, dos pelucones de cerro y una linterna. La hora del anochecer sería cuando el tabernero y barbero se apostaron cerca del puente por donde el carretero tenía que pasar a la vuelta con el carro vacío. Ya se habían disfrazado los dos cómplices, riendo a carcajadas y auxiliados por Martina, que ajustó al uno las barbas blancas y el manto rojo de San Pablo, y al otro, la sábana y el pelucón del primer pontífice. Y cuando ambos apóstoles, empuñando sendos garrotes, o, mejor dicho, claveteadas mocas, se ocultaron a corta distancia del puente, Martina tuvo un escrúpulo, y les dijo, con suplicante voz:

—No me manquéis a mi hombre, que al fin él es quien gana el pan de los rapaces. Escarmentailo un poco, para que sepa cómo duele.

Al paso tardo de los bueyes, que mugían de nostalgia conforme se acercaban al establo, adelantaba el tío Pedro por el caminito estrecho y escabroso que limitaba de una parte el monte y el río Miño de otra. Apuraba al ganado, porque, sin explicarse la razón, aquel día deseaba verse en su hogar despachando su cena, y la noche se había entrado muy pronto, como que corría entonces el solsticio de invierno. El carretero aguijaba a la yunta con la misma vara que le había servido para medir el costillaje de su esposa el día anterior. La luna, asomando por entre negros nubarrones, alumbraba medrosamente el paisaje, el agua triste del río, el monte próximo, los árboles decalvados por la estación invernal. Un estremecimiento de pavor heló el espíritu del carretero al acercarse al puente y ver blanquear las tapias de la tejera en la falda de la colina. De repente, el carro se detuvo, y al resplandor lunar, dos figuras tremendas, saliendo de la sombra que proyectaba el arco del puente, se plantaron en mitad del camino. Eran los mismos apóstoles del retablo de la iglesia: San Pablo, con sus barbazas hasta la cintura y su manto colorado; San Pedro, rechoncho y calvo, con su cerquillo de rizo y su blanca túnica sacerdotal. Sólo que, en vez de espada y las llaves, los apóstoles enarbolaban cada tranca que ponía miedo, y a compás las dejaban caer sobre los lomos del cruel esposo, gritando para animarse más al castigo:

—¡Pega tú, San Pedro!

—¡Pega tú, San Pablo!

—¡Éstos son los huevos…!

—¡Arrefalfadooos!


* * *


El carretero se arrastró hasta su casa gimiendo, sin cuidarse de carro ni de bueyes. Llevaba las costillas medio hundidas, la cabeza partida por dos sitios, la cara monstruosa. Quince días pasó en la cama sin poderse menear. Hoy anda como si tal cosa, porque los labriegos tienen piel de sapo; y lo único en que se le conoce que no pierde la memoria de la zurra es en que, cuando Martina le presenta cariñosamente el par de huevos de la cena, preguntándole si «están a gusto», él contesta, aprisa y muy meloso:

—Bien están, mujeriña; de cualquier modo están bien.

Los Magos

En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.

Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.

«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» —murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.

La llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así:

—Poder celeste, no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille de nuevo!

Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente.

Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del cielo.

Al alba dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno.

Baltasar y Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón... No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso...

Mientras rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos:

—Yo le adoré la noche en que nació —dijo transportado.

—Pues llévanos a su palacio y te recompensaremos.

—¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal tiempo.

—Qué, ¿no tiene palacio? ¿No tiene guardias?

—Una mula y un buey le calientan con su aliento... —respondió el pastor—. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos...

Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros:

—¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!

El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez:

—Estoy aquí, estoy aquí...

Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba del Niño Rey.

—Este pobre zagal nos engaña o se engaña —exclamó Gaspar enojado—. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya.

Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño.

—¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.

—Y vosotros, ¿no oís la música? —repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto.

—Nada oímos, nada vemos... —responden los dos Magos, afligidos.

—Orad, y veréis... Orad, y oiréis... Orad, y Dios se revelará a vosotros.

Magos y séquito echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén.

La niebla se disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.

—Van ciegos —exclama Melchor.

Y los Magos aprietan el paso, mientras se aleja la cohorte.


«La Ilustración Artística», núm. 837, 1898.

Los Novios de Pastaflora

Tres años hacía que estaban «en relaciones» y todavía no hablaban de casarse. La gente, de continuo, anunciaba la boda «para el mes que viene», «para la entrada del invierno», «para las ferias». Y transcurría el mes, y el invierno, y la primavera, y el verano, y el tiempo corría, y no parecía que se pensase en dar al amor su corona de flores… o de espinas, que eso está por averiguar.

Y, sin embargo, nadie ni nada lo impedía. No existían obstáculos entre los enamorados; no había oposición de familia, ni dificultades de dinero, ni de salud, ni diferencias de clase social, ni aun de gustos y aficiones. Pareja mejor combinada no se encontraría fácilmente. Las vejezuelas del barrio decían que el señorito Andrés y la señorita Matilde eran nacidos el uno para el otro, y que, desde el cielo, algún santo les había puesto en contacto para que las dos mitades de una naranja no anduviesen sueltas por el mundo.

Matilde era hija de un cosechero rico, exportador de vinos en gran escala. Andrés, huérfano, poseía fortuna saneada y las prendas morales de un caballero cumplido. El porvenir les sonreía enseñando toda la dentadura. Riqueza, juventud, hermosura en la novia, gallardía en el novio… Y no se casaban. Y Andrés iba diariamente a cortejar a su Matilde, en estío bajo los cenadores floridos del jardín, en la estación invernal cerca de la chimenea, donde la leña ardía clara, gozosa de su propia muerte, con bella y abnegada inmolación. Poco a poco, según el tiempo iba transcurriendo, la gente, irritada en su curiosidad de fiera, se echaba a adivinar, lanzándose a las más insensatas suposiciones. Hubo quien afirmó que el padre de Matilde estaba arruinado, y Andrés sólo esperaba ocasión decorosa de desligarse de su compromiso; quien aseguró que Matilde no quería unirse a Andrés por haber averiguado algo de su pasado, algo muy grave; y hasta corrió la versión de que Andrés estaba casado ya… secretamente; tan secretamente, que nadie acertaba a indicar dónde, cómo, cuándo, ni en qué parte del mundo residía su esposa… ¡La verdad es que todas las suposiciones parecían lícitas ante el enigma de aquel inexplicable noviazgo que no terminaba nunca! Y se deslizaron dos años más, y el cortejo siguió, sin anuncio próximo de bendiciones. La curiosidad en los convecinos de los extraños futuros, a quienes ya llamaba todo el mundo «los novios de pastaflora», continuó exaltándose, hasta convertirse en frenesí. Y Matilde y Andrés se veían a las mismas horas, charlaban con igual intimidad cariñosa, hacían exactamente la misma vida de costumbre, y cuando les preguntaban la fecha de sus bodas, respondían tranquilamente:

—No hay prisa… El día menos pensado…

¡No haber prisa! O falta el amor, o prisa tiene que haber. Matilde iba a cumplir treinta años; Andrés, treinta y cinco. ¿Qué aguardaban? Y la gente, burlada, empezó a poner en solfa a los novios, a tratarlos de pazguatos, de sangre de horchata, de fenómenos y de ridículos.

—Yo consultaría a mi hija con un médico del extranjero —exclamaban las amigas de Matilde.

—Y yo me consultaría con el proto–medicato —murmuraban los amigos de Andrés.

Así las cosas, un día corrió por la ciudad la noticia estupenda. ¡No sólo no se casaban los novios de pastaflora, sino que sus relaciones se habían roto definitivamente! Sí, cortadas en seco, sin precedente alguno, sin período de enfriamiento; las visitas de Andrés, no espaciadas, suprimidas de golpe. Y aquello fue definitivo. Nunca más en la vida volvió el novio de pasta a casa de su novia, y ni él ni Matilde dijeron palabra, hicieron comentario que pudiese poner a los curiosos, más locos que nunca, sobre la pista de las causas de la morosidad de antes, de la ruptura de ahora… El rompecabezas por nadie fue arreglado; el enigma quedó sin solución, y si la casualidad no me hubiese relacionado con Andrés en el terreno profesional, porque le asistí en su última enfermedad, tampoco yo sería dueño del secreto de un caso que tanto dio que hablar, y que, aún hoy, las familias de X*** se transmiten como una leyenda.

Andrés me informó del suceso, porque atribuía su enfermedad del hígado a la pena que le minaba desde que se apartó de Matilde.

—¡Y el caso es que tenía que ser, que esa boda no podía hacerse de ninguna de las maneras, que los dos lo sabíamos desde el mismo punto en que nuestro noviazgo empezó…, y que fuimos novios largos años, adorándonos, con la seguridad de que no nos casaríamos nunca, nunca, y el propósito firme, cada día, de romper cuanto antes nuestras relaciones, de no volver a vernos más! ¡La cosa fue muy rara…, y si se la cuento es porque el médico, lo mismo que el confesor, debe saberlo todo! Cuando empecé a enamorar a Matilde, tenía ella veintidós años y no había hecho caso de los innumerables pretendientes que la asediaban. Logré yo mejor suerte… o más desdicha; desde el primer momento comprendí que no le era indiferente y que deseaba mi presencia. De aquí a lo demás va poco. Matilde me confesó que me quería; pero al llegar al capítulo de bodas me dijo rotundamente que no se casaría jamás. Agobiada por mis preguntas y mis súplicas, confesó al fin la causa. Siendo ella muy joven, y saliendo con su madre a paseo, se desbocaron los caballos de su coche y corrieron sin freno —lanzando al cochero del pescante— más de dos leguas, encaminándose a un espantoso precipicio. Matilde iba loca de terror; ni se atrevía a arrojarse, ni era posible, y veía segura la muerte, un género de muerte horrorosa. En aquel momento de suprema angustia hizo un voto irrevocable: si se salvaba, ofrecía no casarse nunca. Y lo ofreció sin conmutación posible, comprometiéndose de antemano solemnemente, con el alma entera. Y, casualidad… ¡o lo que fuese!, al mismo instante de ofrecerlo, los caballos, que ya se lanzaban al vacío, sobre el abismo, se detuvieron de súbito, como si una mano los sujetase…, y las dos señoras pudieron bajarse del coche, aún temblorosas de espanto.

Matilde había ofrecido no casarse. Esto estaba en su mano. Pero no podía ofrecer no amar. Amaba, y me lo confesó. Decir lo que yo trabajé en nuestros largos años de cariño, de conversaciones dulcísimas, de confianza absoluta de corazón a corazón, para convencerla de que aceptase la conmutación y desligamiento de su voto, sería no acabar. Yo estaba seguro de conseguir en Roma, y fácilmente, que rompiesen la cadena que ella misma, en un momento terrible, se había remachado al cuello. Estaba seguro, y es más: encontraba que era lo natural, lo justo. El voto había sido hecho bajo el influjo del terror… Pero me estrellé contra una especie de fanatismo del deber, de la palabra empeñada a Dios, que no admitía transacciones ni componendas. «Tan imposible como sería que te engañase a ti, si fuese tu mujer —me decía—, es que engañe al que me sostuvo sobre el abismo y nos libró a mi madre y a mí de morir hechas pedazos. Nadie puede romper mi voto; lo hice directamente a quien me salvaba… No me casaré jamás. Si me casase, me castigaría con justicia Él… Mi parte de dicha será este noviazgo… ¡Cuántas mujeres habrán sido menos felices que yo! He amado, he sido amada… ¡Es lo bastante, y debe bastarnos!». ¡Y de aquí no pude sacarla, no pude!

—Y siendo así, ¿por qué no siguieron ustedes en relaciones?

—¡Ah! —suspiró Andrés—. Porque llegó un momento… en que el ser novios… novios… ya no era posible… No teníamos, ni ella ni yo, energía para continuar así… El tiempo volaba, la edad avanzaba, la pasión hacía su oficio… Y no, vimos sino un camino honrado…, ¡la eterna ausencia!

Andrés, al decir esto, estaba amarillo, y sus empañados ojos palidecían en la cara biliosa. Una sonrisa amarga, la sonrisa infinitamente dolorida de los hepáticos, se asomó a su boca cuando añadió:

—¡Y en el pueblo nos llamaban los novios de pastaflora!…

Los Padres del Santo

—¿Usted cree que las almas están sujetas a leyes fisiológicas? —me preguntó el médico rancio y anticuado, de quien se burlaban sus jóvenes colegas—. ¿No le parecen mojigangas esas pretendidas leyes de la herencia, del atavismo y demás? ¿Usted supone que por fuerza, por fuerza, hemos de salir a la casta, como si fuésemos plantas o mariscos? Lo que caracteriza nuestra especie, a mi modo de ver, es la novedad de cada individuo que produce... Nacemos originales... Somos ejemplares variadísimos...

Cuando así hablaba, salíamos del hermoso soto de castaños que rodea la aldeíta de Illaos, y nos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y carcomido, que sombreaba cierta casuca achaparrada y semirruinosa. A la puerta, un viejo trabajaba en fabricar zuecos de palo. Alzó la cabeza para saludarnos, y vimos un rostro de mico maligno, en que se pintaban a las claras la desconfianza, la truhanería y los instintos viciosos. En aquel mismo punto, una vieja de cara bestial, de recias formas, de saliente mandíbula y juanetudos pómulos, llegó cargada con un haz de tojo que porteaba en la horquilla, y que depositó sobre el montículo de estiércol, adorno del corral.

—Fíjese usted bien —advirtió el médico— en esta pareja. A él, por sus aficiones, le llaman el tío Juan del Aguardiente, y a ella la conocen todos por Bocarrachada (Bocarrota), porque dice cada cosaza que asusta; pero no crea usted que se contenta con decir; apenas nota que su marido hace eses, le mide las costillas con ese mismo horcado de cargar el tojo. Padre alcoholizado y madre feroz..., ya se sabe: la progenie, criminal, ¿no es eso?

Y como nos hubiésemos alejado algún tanto de la casucha, el médico añadió, hablando lentamente, para que produjesen mayor efecto sus palabras:

—Pues esos que acaba usted de ver... son el padre y la madre de un santo.

—¿De un santo? —repetí sin comprender bien.

—De un santo, que está en los altares, a quien se le reza...

—¿Un santo... canonizado, verdadero?

—Beatificado solemnemente en Roma... de canonización inminente... En la catedral de Auriabella ya está en un retablo su efigie.

—¿Un mártir, claro es?

—Un mártir jesuita, sacrificado por los japoneses con todo género de refinamientos... Se conocen detalles sublimes de sus últimos instantes; no ha recibido nadie una muerte horrorosa con tanta entereza ni con más alegría. No crea usted que fue mártir casual: su aspiración de siempre era esa, ir a predicar a los que desconocen el Evangelio y derramar su sangre para atestiguar la fe. Desde pequeñito le sedujo tal idea, y puede decirse de él lo que de pocos: que de la tela de sus sueños cortó su destino.

—¿Y cómo pudo —exclamé sorprendido— ordenarse de sacerdote, estando en poder de semejantes padres, que le dedicarían a recoger esquilmo y apacentar la vaca?

—¡Ah! Es que como era un chiquillo notable por su fervor y su inteligencia, el cura que le había enseñado la doctrina se fijó en él, le escogió para ayudar a misa, y de monaguillo pasó a sacristán, y de sacristán a una plaza gratuita en el Seminario de Auriabella... Los padres consintieron figurándose que allí se les criaba un futuro párroco; tener un hijo párroco es la ambición de un aldeano. ¡Había que verlos cuando se convencieron de que el rapaz, después de cantar misa, no quería economatos ni curatos, sino entrar en una Orden! Estuvo en poco que entablasen pleito o reclamasen indemnización...

—Y ahora que ven a su hijo en los altares, ¿qué dicen? Será curioso.

—¡Vaya si es curioso! Más de lo que usted presume... Cuando se supo en Auriabella el suplicio atroz del que llama el vulgo San Antonio de Illaos; cuando se tuvieron pormenores de aquella admirable constancia del joven mártir, que repetía en las torturas, al sentir las agudas cuñas hincársele en los dedos apretados por tablillas y en las piernas sujetas al cepo: «Jesús mío, sólo te pido que los salves, que les abras los ojos», refiriéndose a los impasibles verdugos que le atormentaban con asiática frialdad; cuando se comprendió que el expediente de beatificación iba a iniciarse con la rapidez que en casos tales se acostumbra, el obispo de Auriabella quiso venir a Illaos a dar en persona la enhorabuena a los padres del triunfador, los cuales ni sabían su triunfo ni su muerte. Era el obispo de Auriabella —que poco después falleció y ya estaba bastante enfermo del corazón— un señor bondadoso, lleno de unción y de dulzura, de esos que todo lo gastan en caridades; un verdadero pastor, humilde con dignidad, y alegre y chancero de puro limpia que tenía la conciencia; pero al venir a Illaos bajo la impresión de un hecho tan solemne, se encontraba muy conmovido; traía los ojos humedecidos, la respiración cortada y fatigosa, y aún parece que le estoy viendo en el momento en que, al divisar la choza de Juan del Aguardiente, saltó aprisa del caballejo que le habíamos proporcionado, se descubrió y se inclinó hasta el suelo ante los padres del confesor de Jesucristo... El viejo y la vieja le miraron pasmados, sin saber lo que les pasaba: él, con su zueco a medio desbastar en la mano; ella, con una sarta de cebollas que acababa de enristrar; y como su ilustrísima, sofocado de emoción, no pudiese articular palabra, tuvo el arcipreste —sacerdote de explicaderas, orador sagrado de renombre, de genio franco y despejado— que tomar la ampolleta y dirigirse a los dos aldeanos atónitos y algo recelosos además —no se sabe nunca qué intenciones traen los señores.

—Vengo a darles una buena noticia, amigos —declaró con afabilidad y hasta con cariño el arcipreste.

—¿Una buena noticia? Amén y así sea —barbotó socarronamente el tío Juan—, que malas ya vienen todos los días, señor.

—Pues esta es tan buena, y, diré más, tan excelente, que otra así no la habrá recibido nadie de la parroquia, y pocos, muy pocos, en el mundo; sólo los escogidos, los designados por Dios y favorecidos con su especial misericordia, podrán recibirla igual. ¡Alégrense, mis amigos! Prepárense a dar gracias a la Providencia.

La vieja se decidió a soltar de la mano la ristra de cebollas, y se aproximó, abriendo su bocaza sin dientes, sombría. El del Aguardiente guiñó los ojuelos, rezongando:

—A ver luego si nos ha caído una grande herencia de muchos intereses, señor abad.

—Mejor es que una herencia; mejor que cuantos bienes terrenales les cayesen, ¿se hacen cargo? Es que su hijo, Antonio, el fruto de sus entrañas, ha sido elegido, ¡qué gloria tan incomparable!, para dar testimonio de Cristo... Allá en unas tierras que están muy, muy lejos de aquí, su hijo ha confesado la fe, y la Iglesia, dentro de poco, le colocará en los altares, ¿entienden ustedes bien?, en los altares, donde todos nos arrodillaremos para pedirle que interceda por nosotros...

—Sí, todos le pediremos, será nuestro abogado —afirmó el obispo, cruzando las manos fervorosamente, en un transporte de su hermosa alma, rebosante de piedad y unción.

La madre —laboriosa, tardíamente— adivinó algo extraño. ¿En los altares? ¿Qué era aquello? ¿Sería...? Y, encarándose con el arcipreste, interrogó agresiva y ronca:

—¿Hanle matado? Me diga. ¿Hanle matado?

—Su alma —respondió el arcipreste— subió gloriosa al cielo, después de sufrir el cuerpo miserable tormentos muy crueles, que no consiguieron quebrantar su ánimo. ¡Esa es su corona! —añadió, conmovido también, mientras el obispo, gravemente, trazaba en el aire la bendición sobre las cabezas de los padres del santo.

La mal hablada callaba... Algo oscuro se removía en el fondo de su ser; algo que era a la vez sentimiento y brutalidad, pena y protesta, y que se resolvió en lágrimas tardías, más que derramadas, exudadas por los encarnizados, durísimos ojos... Y al fin, arrancándose las greñas grises, hiriéndose el huesudo pecho con las manos nudosas y negras, exclamó desesperada:

—¡Antón! ¡Antoniño! ¡Yalma mía! ¡Siempre lo dije, siempre lo dije, que habías de morir de mala muerte! ¡De muerte fea!

Hubo un movimiento de indignación en los familiares, en los señores del acompañamiento... Solo el obispo no se enojó... Volviéndose al arcipreste, murmuró:

—Es la madre. Silencio. Dadles el dinero que se pueda, y vámonos.

El arcipreste se encogió de hombros y, en confianza, me susurró a mí:

—En vez de ir a predicar al Japón, debió quedarse predicando en su parroquia San Antonio... Falta hacía...


«Blanco y Negro», núm. 379, 1898.

Los Pendientes

Floraldo era cumplido mozo y de veras lindo galán. Y dicho que era galán, parece ocioso añadir que era también perdido enamorado.

Solamente —dueñas y doncellas honradas— que hay muchas maneras de ser enamorado perdido. Unos se enamoran por lunas, y trastornados de amor están mientras la blanca Febe cumple su rotación en el firmamento; otros, por años, y aman con delirio desde las últimas nieves de un enero hasta los cierzos duros del siguiente; y hay quien —aunque os parezca punto menos que imposible— coge la fiebre de amor maligno por toda la vida, y se la lleva consigo a la sombra de la sepultura.

Cogió Floraldo fiebre de amor viendo, a la salida de misa, a Claraluz, que alumbraba la penumbra del pórtico con el fulgor de unos ojos azules incomparables y con la irradiación de una cabellera que de las mismas hebras del sol creyérase entretejida. Pareciole entonces al mozo que no existía en el mundo cosa más apetecible que la beldad de Claraluz, y pegado a sus pasos como la sombra al cuerpo, y hecho jazmín de su reja, la persiguió, acosó y sitió hasta que ella dio en pagarle tanto rendimiento con otro mayor, de mejor ley y firmeza diamantina. Porque, apenas logrado su antojo, Floraldo empezó a cansarse de aquella hermosura, más de ángel que de mujer; de aquellos ojos puros, claros, luminosos; de aquel cariño ideal y absoluto, que estaba seguro de no perder nunca. Y como quien dice cansado dice inconstante, y Floraldo no vivía sin nuevos empeños, y nuevas ansias, y nuevas calenturas perniciosas de amor, acometiole una afición desatada por cierta danzarina, hija de un hebreo y una gitana de la Sierra, que bailaba en las plazas públicas sobre un tapiz polvoriento, y sonreía con igual sonrisa cruel y cínica de sus labios embermejados a todos los barraganes de la ciudad.

Y fue lo peor que Mara —la amarga, la cava impúdica, la sonriente— sólo a Floraldo dio en poner desabrido gesto. Ni ruegos ni dones la ablandaron, y con la espuela de la dificultad, Floraldo se exaltó, disparatado y loco, y llegó al extremo de poner a disposición de la bohemia, cual si arrojase un cequí sobre la alfombra que zarandeaban sus pies, fortuna, nombre, cuanto ofrecer puede un sediento de felicidades que la fantasía agiganta, a la mujer que se ha hecho dueña de sus potencias y sentidos.

Ni por ésas cedía Mara a las súplicas del galán. Un día en que Floraldo se presentó cargado con un cofre lleno de joyas de oro, perlas y diamantes, que representaban el valor de su patrimonio empeñado a un usurero (acaso el padre de Mara), la danzarina le miró despreciativamente.

—¿Crees que me deslumbran esas alhajas? ¡Estoy acostumbrada a dádivas! Mientras no me des una joya única, que yo te señale, no seré tuya, ¿entiendes?, jamás; así me presentases el mundo entero.

—Aunque pidas la corona de la reina o el rostrillo de Nuestra Señora del Desamparo, te lo traería. ¡Habla! ¡No tardes!

Mara calló un momento, como calla el verdugo al disponer la argolla. Bajo su vestidura, en que se mezclaban gasas sombrías con pesadas estolas de tisú y piedras, se adivinaban la ágil y culebrosa gracia de su cuerpo, las líneas de la morena carne, y un perfume de benjuí se exhalaba de los pliegues y senos de sus brazos, ceñidos por ajorcas de filigrana. Floraldo temblaba de concupiscencia y miedo a no poder apoderarse de la joya «única».

—Hay —dijo Mara lentamente— una cristiana de brillantes ojos, a quien amabas antes que a mí. Dame esos ojos de luz para hacerme unos pendientes, y entonces…

Por feroz que sea el amor maligno, Floraldo se horrorizó de la propuesta ¡Los ojos de Claraluz! ¡De Claraluz, que seguía adorándole!

Y a fe, dueñas y doncellas honradas, que bien le duraría el horror lo menos una hora. Próxima ya aquélla en que sale la luna, acercose a la reja de su antigua amada, que le esperaba todas las noches aunque no viniese nunca, y con arrullos y engaños la quiso persuadir de que necesitaba sus ojos como remedio prescrito para enfermedad de muerte. Claraluz sonrió con infinita tristeza:

—No mientas… —suspiró entre una caricia— Ya sé para qué quieres mis ojos. Felices ellos, que todavía, desamados, pueden contribuir a tu ventura. Te los enviaré mañana en una caja de plata rica.

—¡Mañana!… —protestó involuntariamente el fiero egoísmo de Floraldo.

—Esta misma noche, pues no puedes aguardar… —murmuró con dulzura Claraluz— Y mis ojos seguirán brillando como zafiros orientales en las orejas de la que prefieres ahora. Oye bien… Sólo se apagarían si ella te traicionase… ¡Acuérdate! Si ves extinguidos mis ojos, olvídala y vuelve a mí… En mi corazón encontrarás consuelo. Porque la traición duele mucho, alma mía. No dolerá tanto arrancarse los ojos, de seguro.

En efecto, a la media hora, un paje entregó a Floraldo, en su casa, la cajita de plata donde dos espléndidos zafiros destellaban claridad divina. Aquella misma noche, según había exigido la impaciencia del galán, Mara colgaba de sus orejas chiquitas los pendientes, y Floraldo se embeodaba de ese licor que pierde fuerza al enranciar y tiene en los primeros sorbos junta toda la ambrosía y toda la miel…

Casi desde el día siguiente empezó a paladear también, con otro género de embriaguez dolorosa, el veneno de los celos viles que roen a los que ama despreciando. Mara salió a la calle con sus pendientes, que destellaban como astros, y detrás de ella fueron todos los donceles y no pocos varones bien barbados y hasta con barbas de plata y de estopa gris, enloquecidos por los bailes que ejecutaba la hija de Satanás y por el matiz singularísimo que daban a su tez bruñida, de cobre nuevo, los aretes resplandecientes. El rastro fulgurante que éstos dejaban servía para seguirla al través de calles y plazas, entre el gentío agolpado para admirar las dos piedras únicas en el mundo, y las grandes señoras, al pasar escoltadas por escuderos, pajes y rodrigones, palidecían de envidia ante los zafiros celestes, cuya lumbre prestaba hermosura y atraía misteriosamente voluntades. La reina, a su vez, quiso ver los aretes y sintió la contracción de la garganta que causa el deseo muy vivo de una cosa que no nos atrevemos a poseer.

Nunca Mara había sido tan pretendida, tan requebrada, tan adorada como desde que poseía las dos maravillosas piedras, que la rodeaban de un esplendor de cielo de estío; y Floraldo, que no se apartaba de ella, pensaba a veces, para calmar la desazón mortal de los celos continuos, que mientras los zafiros no se extinguiesen, no le habría vendido Mara.

Hubo una hora en que Floraldo, retado por un pretendiente de la danzarina, tuvo que acudir al reto y administrar a su adversario una estocada. Al volver al lado de la bohemia, su primera ojeada fue para los pendientes… La moza sonreía y tendía los brazos, olientes a canela y benjuí…; pero en sus orejas no esplendían ya las piedras objeto de la codicia de altas damas: los zafiros eran dos trozos de opaco vidrio azul, cuajado, muerto: ninguna claridad emitían… Floraldo sintió que toda la sangre se le agolpaba a la cabeza: un velo rojo se interpuso ante sus pupilas… Y como la cava le tendiese otra vez sus brazos, hechos a las contorsiones de los bailes de infierno, desnudó la espada que acababa de hundir en el pecho de un hombre y la sepultó entera en el cuerpo cimbreador, estrecho, del cual, por la espalda, salió la punta a hincarse en el tabique, dejando a Mara sujeta, clavada, retorciéndose una vez más… en la agonía.

Los Ramilletes

Un paseo —díjome Servando— a las horas concurridas, por la acera de la calle de Alcalá, que desde hace muchos años está bautizada con el nombre de mar de las de Gómez, o por la playa de Recoletos, en que se sienta la gente de a pie a ver cómo desfila el boato de los trenes, es un filón de asuntos regocijados para un sainetero y un trozo de dolor humano para un novelista. Dolor pequeño, envuelto en apariencias cómicas, y por lo mismo más punzante.

La observación y la sensibilidad se afinan cada día; llegamos a tener en carne viva el corazón. ¿A qué sentir males que no podemos ni aliviar? Y, sin embargo, los sentimos, y sobre nuestra serenidad destiñen manchones de melancolía las miserias ajenas. La melancolía de lo frustrado, de lo inútil, de lo ridículo… ¡Sobre todo, lo ridículo, que tanto hace reír, es infinitamente, profundamente melancólico!

Todo el contenido amargo de las reflexiones que sugiere el gentío aglomerado en esas vías madrileñas me dio por encerrarlo en un solo sujeto: una muchacha rubia vistosa, que indefectiblemente ocupaba, con su mamá y su hermanita pequeña, las sillas más próximas al quiosco de las flores. Desde lejos creyerais que era alguna señorita del gran mundo. La nivelación en el traje, en las modas, es uno de los absurdos de nuestra civilización, y los recursos y triquiñuelas del falso lujo, el suplicio y el bochorno del hogar modesto. Poco valían aquellas plumas alborotadas del sombrero amplísimo, aquellos encajes del largo redingote, aquellos guantes calados, aquellas medias transparentes; no podían deslumbrar a nadie el hilo de perlas, el brazalete–reloj, la sombrilla con puño de nácar figurando una cabeza de cotorra; pero así y todo, ¡qué sacrificios no suponían, vistos al lado de la capota ya rojiza de la mamá y el dril cien veces lavado del blusón de la hermana menor!

Rondando por allí, me fijé más despacio en la rubia. Lo mismo su traje que su belleza querían ser vistos de lejos. Las plumas eran ordinarias y tiesas; el encaje, basto; los guantes, zurcidos con habilidad; las perlas, descaradamente falsas; el brazalete, de similor; el pelo, teñido baratamente con agua oxigenada; la tez, clorótica al través de la pintura, y la mano, huesuda y curtida bajo el calado, mano que en el secreto del domicilio tiene que empuñar la escoba y mondar el medio kilo de patatas… En su actitud —estudiadamente artística, tendiendo a la silueta de cubierta de semanario ilustrado— se descubría, a pesar suyo, el cansancio que engendra todo lo que no es natural, todo lo que se hace únicamente porque nos miran… La sonrisa, violenta como la de las bailarinas cuando jadeantes dan gracias al público, se exageraba al pasar un hombre que fijase en la rubia esa ojeada, curiosa e indiferente a la vez, del desocupado. Un hombre, claro está, vestido con el mismo ropaje de las personas decentes, disfraz tantas veces del extremo apuro económico; para la rubia los de chaqueta no existían.

Ojos y labios forzaban su juego; pero ningún transeúnte se detenía, deseoso de entablar conversación. Una mirada de soslayo, tal vez un trillado piropo…

Nada más. Con el instinto de los merodeadores callejeros, que rara vez se equivocan al juzgar la posición social de una mujer, adivinaban la honradez y la estrechez, las pretensiones y la bambolla… y comprendían que allí se buscaba marido lícita y legalmente, y ni por sueños nada pecaminoso. El espectro de la Vicaría helaba la sangre a los que, encaprichados un momento por la vista del pie, arqueado y breve, cautivo en estuche de cuero gris, se hubiesen sentado de buena gana a gastar un rato de palique con la rubia del sombrero atrevido y el peinado a la Cleo…

Las osadías postalescas del traje…, ¡cómo contrastaban con la realidad, encogida, mezquina, menesterosa del vivir de la rubia! Al contemplarla así, enguantada, calzada de fino, oscilando el plumaje clorón sobre el cuello velado de tul, ¡quién creyera que al volver a casa, depuesto el disfraz, cayese sobre ella todo el peso del menaje, porque no tenía criada, y la madre sufría violentos ataques de un asma que la impedía acercarse al fogón! La rubia hacía de fregona, guisaba…, ¡a bien que allí había que guisar tan poco! Las sopas de ajo, con su olorcillo castizo y doméstico, parecían cantar un anticuado himno a la virtud efectiva de la rubia, una virtud escondida, como se esconden los vicios… Y engullida la humilde pitanza a la luz de la candileja de petróleo, velaba la señorita hasta las dos de la madrugada, volviendo patas arriba sus pingos, transformando el redingote en fígaro, el sombrero de campana en chambergo, lavando los guantes, almidonando un tantico el volante fru–fru de las enaguas… Era preciso variar, sorprender con una nueva combinación de elegancia suprema a los transeúntes, por si alguno se fijaba, y el Mesías conyugal —capitán de Infantería o empleado en Hacienda— surgía en el horizonte.

Ocurrió que la fascinación compasiva que me obligaba a observar frecuentemente a la rubia, estudiando el artificio complicado y laborioso de sus galas y el heroico esfuerzo de su sonrisa, la hicieron creer… Fue una cosa cruel de esas que nos abruman con el remordimiento de malas acciones no cometidas y, sin embargo, presentes en la conciencia. Mi manía de estudiar, de analizar y descomponer la vida que pasa a mi lado, había producido este fruto: una ilusión en la pobre cabeza blonda —blonda artificial—, y para lo venidero la semilla de una decepción acerba. Yo seré siempre en las conversaciones familiares «aquel que te dio el camelo…», «aquel tipo que te creíste que te hacía el amor…». Y la mirada burlona de la hermana pequeña —una chicuela despabilada ya— se le clavará a la mayor, como alfiler de a ochavo, en la cara y en las entrañas… Así es que me sentí culpado, reo de algo malo y duro, de un desalmamiento, y decidí desaparecer —el recurso de los cobardes—. Por una de esas anomalías del sentimiento, tan frecuentes en los imaginativos, no quería, sin embargo, dejarle a la rubia —¡pobrecilla!— un mal recuerdo. A fuerza de discurrir, tuve una idea… desastrosa.

Ya he dicho que las tres sillas ocupadas por la señorita de medio pelo y su familia estaban cercanísimas al quiosco de las flores. Más de una vez, al observar, vi que los ojos de la muchacha se posaban en la embalsamada cosecha traída de Valencia o de Murcia, los mazos de claveles cuyos rabos empapaba y salpicaba de bolas de azófar el agua, los haces de rosas y de narcisos cuyos colores claros reían al sol. Adivinaba yo la amante debilidad de la mujer joven por las flores, el ansia de rodearse de ellas, de prenderlas en su pecho, de disponerlas en un búcaro sobre su tocador… cuando lo tiene. Y el último día en que paseé por Recoletos di una orden a la florista, y la entregué un billete de Banco… Todo el mes recibió la rubia por las mañanas, en su casa, un ramillete fresco: tales eran mis órdenes, y me enteré de que se cumplían puntualmente.

—¿Y no sabes el efecto que le hizo a la cursi un obsequio tan galante? —pregunté a Servando, que al terminar esta larga relación se había quedado pensativo.

—¡El efecto! —Servando saltó—. ¡Sí; lo supe, por desgracia, al cabo de mucho tiempo… y casualmente, como se sabe, por lo general, lo que más puede afectarnos!… La hizo un efecto… ridículo, como todo lo suyo… No pensaba sino en mí… Se… se preocupó… de un modo tal, que… que enfermó… y… al cabo…

—¡Basta…! —exclamé—. Ya, ya entiendo… ¡No te habrás hecho mala sangre por eso, criatura! Esas chicas insuficientemente alimentadas, sin higiene, torturadas de vanidad, en espera febril de lo que no llega: del esposo, de la posición, son candidatos naturales a la tisis.

Servando movió la cabeza, suspiró, y en toda la tarde se le pudo sacar del cuerpo otra palabra.

Los Rizos

Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo —rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado… La señora que me acompañaba me refrescó la memoria…

—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención…, ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año…

—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso… Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa… ¿Y es ésa?

—Ésa misma…

Evoqué la escena, el rebaño de criaturitas en pie ante sus pupitres, respetuosamente derechas e inmóviles a la voz de la profesora. Una serie de cabecitas mal peinadas, de pelo bravío, corto y revuelto; de semblantes colorados y cachetudos, o macilentos, señalados por el linfatismo con el estigma que anuncia tan graves desórdenes fisiológicos para el porvenir; un calabazal gracioso a veces —¡la niñez es tan fácilmente graciosa!—, pero, en conjunto, entristecedor, como lo son las muchedumbres infantiles de asilos y hospicios, como suele ser la prole numerosa de los necesitados… Las privaciones —que se revelan para el hombre de ciencia en el peso, en la estatura, en la estructura ósea del chiquillo— las descubre el novelista en lo reviejo de la tez, en la impureza de los ojos, en la naciente deformidad de los miembros… El niño está más cerca que el adulto de la vida vegetativa; bien cuidado, parece una flor regada y lozana, mal cuidado, es la planta que se ahíla por falta de agua y de aire. Entre el plantel destacose la niña de los rizos, y ante el tono algo céreo de su menuda faz encantadora, a un tiempo resolvimos: «Ésta necesita playa y campo».

—Habrá que cortarle el pelo —observó alguien de nosotros, en el tono con que se reconoce una necesidad dolorosa, porque el pelo nos había deslumbrado desde el primer momento, como deslumbra la pluma magnífica, tornasolada, de un ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de higiene en las colonias. De caridad, porque es preciso tenerla para realizar y hasta para ordenar y dirigir esa operación, que descubre tantas veces en las cabelleras infantiles la fauna asquerosa de la miseria; de higiene, porque al niño que le medran los cabellos se le desmedra el cuerpo, es sabido… Ni aun para los hijos de los ricos, familiarizados con el peine y los petróleos de tocador, es bueno cultivar esos bucles de paje del siglo XV.

Sin embargo, desde que pronunciamos las fatales palabras «Habrá que cortarle el pelo…», comprendimos que no sería fácil… La niña, fijándonos desde lo hondo con el par de moras maduras de sus ojazos, parecía decirnos silenciosa y expresivamente: «No me quitaréis mis rizos, no tal…». El lacito colorado, que una coquetería de madre engreída de la belleza de una criatura había prendido cerca de la sien izquierda, era como banderín de la vanidad de aquellos siete u ocho años ya femeniles. Y los ojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, y las facciones hechas a torno se contraían con mohín de repugnancia…

Al día siguiente lo supimos ya de un modo positivo, por referencias diversas: la niña de los rizos no vendría a la colonia. Su familia compartía la opinión de que la salud no compensa el desmoche de unos tirabuzones tan ricos y tan ondeantes. Mejor dicho (conviene ser exactos), aquel menaje de obreros habituados a la vida sórdida y angustiada, en que si no falta el pan del todo, no hay nunca de sobra; reñido con el jabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechez del domicilio, creía firmemente que eso de rapar a los chicos es una manía de burgueses metidos a filántropos que distraen el aburrimiento inventando molestias a cambio de problemáticos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a la playa! ¡Gran puñado son tres moscas! ¡Y, en cambio, quitarle aquellos rizos, orgullo de la madre, envidia de las demás chiquillería y comadrería del barrio! El único lujo del hogar, lo que hacía sonreír babosamente al padre cuando conducía a su hija al «gallinero» del teatro por horas, o al «cine», y en el ambiente viciado, del etéreo, cargado de olor humano, resonaban las frases de admiración. «¡Mira ese pelo!… ¡Mira esa pequeña! ¡Si parece un cromo!».

Tuvimos que sustituir a la niña de la melena por otra, que se dejó pelar sin oposición, aunque no sin pena, pues es increíble el cariño que tienen a su áspera zalea hasta los chicos más feos y pobres. Las criaturas fueron lavadas y fregadas; averiguaron que a unos huesos que tenemos en la boca hay que frotarlos diariamente con cepillo; se vistieron de limpio, comieron a mantel blanco, con flores silvestres en el centro y servilleta nívea; corretearon en la playa, ganaron en peso y estatura; se pusieron alegres y morenas, el moreno sano del pan íntegro…, y volvieron al pueblo contentas, envanecidas del veraneo aquel, con hábitos de «señoritas», que en sus casas eran reprobados…

La de los rizos seguía causando la misma impresión, mientras jugaba en el arroyo, vestida de percal rosa sucio y con el moñito rojo entre las alborotadas y finas ondas del soberbio pelo. Sin embargo, transcurrido bastante tiempo después del día en que la conocimos, las frases de la gente que la admiraban se habían modificado un poco. «¡Qué pelo!», era siempre lo primero, y después: «¡Está consumidita!… ¡Qué color tan malo!…». La gente del pueblo, nadie lo ignora, no se anda en contemplaciones para decir lo que piensa en la cara de todo el mundo… Hubo quien soltó crudamente:

—¡Qué lástima! Ésta no llega a grande…

¿Cayeron en la cuenta los padres? ¿Consultaron médico? Ello es que, al cabo, la madre murmuró tristemente la misma frase por todos pronunciada:

—Habrá que cortarle el pelo…

El desconsolado llanto de la niña —próxima a convertirse en mujercita— impidió que se verificase la poda… El doctor que la vio —postrada ya en mal jergón, que compartía con dos hermanos menores— movió la cabeza, y decidió que era inútil darle el disgusto. De todas maneras, había de ser igual… Y los rizos no cayeron bajo la fría mordedura de la tijera, y envuelta en su regia aureola de sombra, la colocaron en la exigua caja blanca con filetes rosados, que los compañeros del padre —marmolistas, gente muy familiarizada con el cementerio y sus esplendores— conducían a hombros cuando acertamos a verla…

En el fondo de mi alma de artista —¿a qué negarlo?— latía una especie de respeto ante aquella muerte ocasionada por el culto ciego, inconsciente, idolátrico, de la Belleza… Yo hubiese mandado a tiempo trasquilar a la desdichada. Absalona, víctima de su hermosa cabellera; sí, en nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiese dispuesto sin ningún escrúpulo ese crimen… Pero, como tengo dos almas —¡dos lo menos!—, me gusta que en el ara de la eterna Hermosura se sacrifiquen sin piedad niños y adultos. El olor de tales sacrificios es grato a la impasible Diosa…

Los Santos Reyes

Mientras atravesaban el desierto, al zanquilargueo cachazudo de sus camellos, sólo acelerado por un sobresalto de miedo cuando el aire de la noche traía una tufarada del bravío hedor de los chacales y las hienas, los que dejaron su reino por seguir a una estrella singular, más fúlgida que todas, conferenciaban desahogando las preocupaciones y esperanzas que sugería la aventura.

—En verdad, sabio Baltasar —murmuraba Melchor el etíope—, que no sabemos a dónde vamos, ni quién sea ese Rey, más grande que nosotros, más grande que cuantos existen, al cual llevamos tan espléndido tributo de oro de Ofir, mirra de Arabia e incienso índico.

—No lo barruntamos siquiera —confirmó Gaspar el guerrero—, cuyas armas lucientes refractaban los destellos del astro guía.

El monarca de la barba de plata hilada, semejante a las aguas de un río, no contestó al pronto. Reflexionaba, como suelen los ancianos prudentes, antes de opinar. Al cabo, mirando no sin recelo hacia el horizonte escueto e interminable, sobre el cual la bóveda del firmamento era un casquete de metal sombrío, respondió pausadamente:

—Me has llamado sabio, Melchor… Es cierto que he estudiado la magia y la astronomía, y conozco virtudes de piedras y plantas, y puedo calcular distancias y movimientos de los cuerpos celestes… Pero ya lo dijo un soberano de esta comarca, el poeta Suleimán: quien añade ciencia, añade dolor. Ignoro tanto, además, que con los conocimientos que me faltan se formaría una legión de verdaderos sabios, y no puedo deciros quién sea ese prodigioso Rey, al cual hemos de adorar. Presumo que su dominio superará al de cuantos rigen imperios y monarquías, y en eso cifro mi ilusión. Todos mis estudios no han impedido que mi barba sea blanca y mi frente calva, que mi sangre se enfríe y vacilen mis piernas. Mi cuerpo se inclina ya a la sepultura, que me han preparado con pompa, al estilo egipcio, en un monumento al borde de un lago. Si el Rey desconocido me devuelve la mocedad, a sus plantas estaré siempre, y él será el sabio por excelencia.

—¡Ah! —exclamó Gaspar, alzando su hermoso rostro varonil y fino, de semita, cercado de puntiaguda barba, y alumbrado por dos ojos de gacela, negros, ovales y magníficos—. ¡Si el rey pudiese hacer verdad mi sueño! Yo me resigno a la vejez, con todos sus achaques, y a la muerte, porque lo escrito, escrito está, y nuestra vida pasa como el humo. Pero, antes de morir, debemos dejar una huella, una memoria. Mi brazo es fuerte, y respiro con gozo los remolinos de polvo de las batallas. Quiero combatir, ser libre, y los romanos me imponen tributos y me reducen a la vergonzosa situación del Tetrarca de Galilea. Soy un vasallo que ciñe corona. Si no fuésemos cobardes y viles, nos uniríamos, y acabaríamos con Roma. Mi espada corva ansía cruzarse con la corta espada de los del Lacio. Si el Rey de Reyes viene a destruir el poderío de la loba de bronce le besaré los pies.

Melchor, entretanto, sonreía de un modo triste, mostrando sus dientes de cuajada nieve, entre los gruesos labios morados.

—¡Lo que yo le pediría al Rey de los Reyes, bien lo sé! —murmuró—. Me han traído una cautiva griega y otra del país de los galos. Son a cual más hermosas. La griega sabe tañer la cítara, y cuando contemplo su perfil puro, su recta nariz, me avergüenzo de mi cara aplastada y mi tez de carbón. Las rubias trenzas de la hija de Lutecia me hacen pensar con desesperación en mi testa lanosa. Amo a mis dos cautivas, y veo en su cara la repugnancia que les produzco. Quisiera que me mirasen con placer, que sus brazos se ciñesen gustosos a mi cuello. La forzada sumisión no es el amor. Si el Rey dispone de un poder sobrenatural, si devuelve a Baltasar su juventud florida, si hace caer de su pedestal a la Loba, ¿por qué no ha de aclarar mi piel, hermosear mi rostro? ¿Por qué no?

Movió Baltasar la cabeza: era, como vicio, el más desconfiado.

—¡Yo creo que sí! —insistió Melchor—. Si no, ¿a qué la estrella? La estrella nos manda creer. Me acercaré a Él: le diré «soy tu siervo» y extenderá la mano, y será bastante.

Y al detenerse la estrella sobre el establo, fue, en efecto, Melchor el primero que se hincó de hinojos, mientras Baltasar miraba alrededor, asombrado, y titubeaba. Un establo, una criatura. El sabio no comprendía. Por fin, imitó la actitud del negro, y, con su pomo de oro en las manos, arrastrando por el suelo barroso los amplios pliegues del manto orlado de armiño, adoró. Los tres Magos, a un tiempo, pedían lo que anhelaban, expresándose cada uno en su lengua, y vieron que del corpezuelo desnudo del Niño salía algo como una luz suave, tembladora. Dentro de sus almas, la fe alzaba roja llamarada, el incendio era delicia. Se estremecían de gozo, al paso que exponían su ruego, el secreto de su ideal.

El Niño sonreía, casi enterrado entre la rubia paja de trigo, y en lo alto, un himno, una melodía como ruido de aguas de cristal parecía salir de la estrella, ya inmóvil.

—¡La estrella canta!, exclamó Baltasar.

—¿No oyes lo que dice? —susurró Melchor, el más creyente—. Yo sí. Dice que en otra vida, larga y eterna, infinita, seré blanco y más hermoso que el sol.

—No —objetó Gaspar—. Lo que dice es que Roma será arrasada, y la invadiremos los caudillos de las comarcas lejanas, y daremos agua a nuestros caballos en los estanques de sus villas de recreo; y que el Niño será por fin el dueño de Roma.

—Otra es la profecía —afirmó Baltasar—. Asegura que, muriendo este cuerpo gastado, vestirá mi alma otro, ágil, vigoroso, fresco como la aurora. Y que ese cuerpo será inmortal.

Y todos, a su voz, gritaron:

—¡Gloria al Niño!

Al levantar las frentes que se habían postrado tocando la tierra, los tres reyes eran Santos.

Los Zapatos Viejos

Aunque una gitana desgreñada y negruzca le había predicho que llegaría a apalear el oro, Pedro Nolasco ya iba descendiendo la árida cuesta de la vejez sin que viese el suspirado instante de mejorar fortuna. Siempre sentado al pie del tamborete o bastidor, donde bordaba con femenil paciencia —él fue uno de los muchos del gremio que dieron nombre a la calle de Bordadores, en Madrid—, apenas si el jornal alcanzaba a mantenerle de más gachas que jamón y más lentejas que tocino, y pagar su humilde ropa y el alquiler de su exiguo tabuco. Y desenredando y devanando el retorcido hilillo dorado con que recamaba casullas, estolas y mantos de imagen, solía pensar para el raído coleto: «La maldita gitana hablome de apalear el oro, porque siempre lo traigo entre mis manos pecadoras… Chanflonerías de bruja, para burlarme y dejarme con un palmo de narices».

Con estos melancólicos pensares batallaba una tarde Pedro Nolasco, en ocasión de estar realzando las barrocas rosas del velo de seda que un devoto quería regalar para su fiesta a Nuestra Señora de Guadalupe, cuando en la puerta de su chiribitil se incrustó una figura de mujer desharrapada, y una voz ronca y dejosa articuló:

—A la pa e Dios… A echarte la buenaventura vengo, zalao.

—A poner pies en polvorosa ahora mismo es a lo que vendrás —exclamó el bordador montando en cólera, al reconocer a la empecatada egipcia—. Más de diez años hace profetizaste que yo sería rico, y aún sigo picándome los dedos con la aguja y cegándome los ojos con el bordado. Quítate de en medio, o si no…

—Avinagrao, desconocío —contestó la gitana con sorna—, ahora te voy a cantar la verdá más fija que el sol que nos alumbra. Rico serás, y en doblones has de ajogarte mu luego; pero ya que no das albricias a los que te traen el bien e Dios, no te ha de aprovechar na, y has de querer gorverte a tu miseria, y a pintar esas rosiyas pa los zantos. Y agur, y a la sepurtura te yeven tus dineros, tiñoso.

Pronunciada la sentencia, la bohemia desapareció, no sin que Nolasco se levantase hecho un basilisco, resuelto a darle una mano de puñadas y coces. Tardó en apaciguársele la ira, que no tenía sobre quién recaer, y aquella tarde no hizo cosa de provecho; temblábale el pulso, las hojas de rosa se desfiguraban, el tafetán se encogía y el delicado hilillo se confundía y embrollaba entre los dedos. Durmió muy mal y despertó despavorido, viéndose rodeado de gente; un gentío, todo el barrio se agolpaba a su puerta; le sacudía por los hombros a empellones un venerable clérigo, acabado de bajarse de la mula en que venía desde Toledo, para notificar a Pedro Nolasco el fallecimiento de su tío don Ramón Trijueque Salas, opulento negociante en paños y sedas, el cual dejaba por único heredero al humilde bordador.

Pedro Nolasco pensó si era alguna pesadilla. No recordaba a su tío, no comprendía por qué le daba éste tal prueba de afecto, y todo era pellizcarse a ver si, en efecto, despertaba. Por fin hubo de convencerse, y de súbito, entrando en él un gozo desatinado, sin poder contenerse rompió a bailar el fandango, con tales piruetas y mudanzas, que lucía y mostraba patente la suela de los zapatos, únicos que poseía, ya bien maltrechos por el uso. Reparando en ellos un solícito vecino de los venidos a felicitar, prorrumpió: «Corro a traer al señor Pedro Nolasco unos zapatos nuevos, pues no es razón que tan poderoso caballero esté tan mal calzado». Y salió, y volvió con los zapatos en menos que se cuenta, y el afortunado bordador, atónito de alegría, dejose descalzar y calzar hecho una estatua. ¡Para fijarse en menudencias estaba él! Todo se le volvía preguntar y repreguntar a cuánto ascendía la sucesión, que salió más pingüe de lo que podía calcularse así de pronto. Dehesas en Extremadura; olivares en Jaén; fértiles cigarrales en Toledo; casas en la misma corte; telas, muebles, plata labrada por arrobas, de todo diéronle posesión sin tardanza a Nolasco, y para los primeros gastos halló en arquillas y cofres repletos bolsones, donde el sonido delicioso del oro hacía música celestial entre las mallas de seda verde. Acordose Nolasco de la gitana, y rápida nube pasajera obscureció su alborozo.

Poco tardó en serenarse y entregarse a gozar de su suerte, mudándose a espaciosa y señoril vivienda, admitiendo criados y montando casa según correspondía a su nuevo estado de fortuna. A fuer de rico, dedicose a pasarlo regalado y ocioso, y presto se hizo muy melindroso y exigente, poniendo a todo defectos y reparos, llamando bazofia a los platos exquisitos, y trapos a la holanda y al velludo. Dimanaba quizá la impertinencia y descontento del enriquecido bordador de una pequeñez, de una nadería en que tropezaba, pero que iba amargándole infinito los gustos: su calzado. Desde aquellos primeros zapatos que le trajo un vecino oficioso, cuantos ponía le molestaban y lastimaban, llegando gradualmente a producirle sufrimiento intolerable. Fuese que padeciese de gota, fuese que sus pies, cargados por el reposo y la vida sedentaria de bordador, no consintiesen opresión alguna, es lo cierto que pasaba Nolasco las penas del Purgatorio. Todo se le volvía zarandear al maestro de obra prima, encargarle pares y más pares, y últimamente docenas de pares, sin que, probados uno tras otro, advirtiesen algún alivio los pobres pies magullados y en tortura. Echose Nolasco a recorrer una por una las zapaterías de la villa y corte, que fue infructuosa diligencia. A cada salida, el dolor de los pies se encruelecía y redoblaba. Ya eran punzadas violentas, ya latidos sordos y desesperantes, ya un continuo roer como de can furioso, ya un estirar análogo al que da en el potro la cuerda del verdugo. Y así se pasaba el malaventurado Nolasco noches y días, en un puro ay, maldiciendo de su suerte, renegando de Dios y de los hombres. ¿No habría persona caritativa que le curase? De pronto clavósele en el magín una idea. Recordó que cuando le había caído de golpe y porrazo el fortunón, no le hacían los pies el menor daño, y tenía puestos unos zapatos infelices, viejísimos. Mandó que le trajesen sin tardanza de las ropavejerías, prenderías y puestos del Rastro los zapatos más llevados y traídos que se encontrasen. Presentáronle cestos de galochas, pero ninguna venía a su pie; unos por estrechos, otros por holgados en demasía, éste por torcido, aquél por arrugado y duro, los asquerosos zapatos, sobre revolverle el estómago y encalabrinarle los nervios, no remediaban su mal. Éste había llegado a ser intolerable. El exbordador pedía a gritos la muerte. Sus porvidas, pesias y reniegos, de una legua se oían. Escandalizados tenía a los servidores, espantado al médico, que veía inútiles sus ungüentos y emplastos, y horrorizado al buen clérigo que le había traído la herencia. Y he aquí que de improviso Nolasco llama al vecino que le había descalzado en memorable ocasión, y le ofrece una porrada de dinero si le devolvía sus zapatos del tiempo de la miseria.

—Es el caso —dijo el vecino apurado y confuso— que los tiré al estercolero de la Plaza, y a saber dónde habrán ido a parar. Haré diligencias por encontrarlos, pero desconfío…

De allí a pocos días, el vecino se apareció con ciertos zapatos muy semejantes a los de Nolasco —todos los zapatos de desecho se parecen—; pero el engaño conociose al ponerlos: al enfermo no le venían; el vecino, codicioso de la recompensa, había traído cualquier calzado, un par suyo, probablemente. Y Nolasco siguió poniendo el lamento en las nubes, retorciéndose y rabiando, hasta que un día, entre alaridos, rugió:

—¡Mi caudal entero daría por mis zapatos viejos, los únicos que no me destrozaban los pies!

Transcurridos breves instantes, el criado, respetuosamente, anunció que allí estaba una gitana muy deseosa de entrar a ver a su señoría, y con promesa de curarle.

—Que pase esa hija de Satanás —chilló el desesperado.

La gitana cruzó la puerta; era la misma bruja de la predicción, negra, siniestra, horrible.

—Vengo —dijo con retintín— a entregarte tus zapatos, y por ellos me darás cuanto heredaste, tiñoso. Ya ves si acerté. Te anuncié que renegarías de la suerte, porque pa vivir rabiando, mejor vives trabajando. Güérvete a tu tienda a ganarte el pan. ¿Trato hecho?

Pedro Nolasco se irguió, besó la mano de la gitana, recobró sus viejos zapatos como recibiría un pedazo de Lignum crucis, y corriendo se volvió a su tabuco, donde Nuestra Señora de Guadalupe hizo que nunca le faltase pan, y le concedió una buena muerte.

Lumbrarada

En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.

—Ayudando Dios, bien lo carretaré hasta la era del tío Miñobre.

—¿El tío Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo chiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miñobre?

—Su hija, ¡vaya! ¿Qué había de ser?

El mozo, asombrado, se quedó pensativo. Su figura esbelta, bien plantada, lucía con el traje de marinero, que le descubría el cuello robusto, atezado, hendido en la nuca por enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.

—¡Camila! ¡Camila! ¿No te alcuerdas de mí?

Soltó la rapaza el hacha de leñadora y juntando las manos en señal de admiración, exclamó placentera:

—¡Félise! ¡Ya lo estaba cavilando: este, o es Félise o es el mismo demonio en su figura!

—¡Vaya, mujer! ¡Conque Camila!

—¡Vaya, hombre! ¡Conque Félise! ¡Tantos años que largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a quedar en la aldea?

—A eso vengo. Serví, cumplí, traigo unos pesos y hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí me ha de sostener la tierra.

—Por muchos años... —deseó ella, bajando la vista, con el dulce mohín vergonzoso de las vírgenes aldeanas.

—Y entonces, ahora que nos conocemos, ¿cortamos la ramalla de una vez? Porque yo falto de la aldea desde que era pequeño como un botón, y tengo ganas de armar la lumbrarada, como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?

Cada uno de los dos interlocutores rompió a esgrimir con ánimo el hacha. Había, en el movimiento de cortas ramas y hasta pinos menudos, una especie de porfía de vigor y de fanfarronada juvenil; tratábase de reunir pronto más leña, para avergonzar al compañero. Era ese pugilato de fuerzas físicas entre el varón y la hembra, que es uno de los atavismos de la raza, en la cual las hembras no han sido vencidas por los hombres, ni en caletre ni en musculatura. Y aunque Camila Moñobre tuviese poco de virago, y sintiese que el sudor brotaba de cada onda de su pelo negro, alisado con agua e indómito ya, se daba prisa, incansable, apilando madera verde, envuelta en el vaho de resina y cubierta por el espesiallo de finas púas, que caía a cada golpe. Las mariposas forestales de alas de terciopelo castaño huían despavoridas; los pájaros monteses se disparaban revolando, alarmados ante aquel estropicio; una liebre salió por pies de entre las uces. Félix sintió una compasión irónica.

—Deja, mujer, que ya tienes ahí para dos fogueras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego no puedes cargarlo a lomos.

—Si puedo o no puedo, se verá... ¿Tú cortaste ya lo que te cumplía?

—Paréceme que sí

—Pues ¡hala!

Y, con resolución furibunda, atropelladamente, la moza, desciñéndose una cuerda que llevaba arrollada al talle, empezó a liar el haz. Otro tanto hizo Félix, también provisto de soga. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar el haz de Camila: él ya se las arreglaría para echarse a cuestas el suyo. Y lo hizo, apoyándose en el vallado, hinchándosele un poco las venas del cuello. Los haces eran enormes; el ramaje barría el suelo y cubría a los portadores que, al romper a andar trabajosamente, agobiados, parecían un matorral ambulante. Avanzaban dando traspiés, cegados, y del fondo del matorral salía a veces una risada, violenta por la fatiga y el esfuerzo.

Ninguno de los dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiese confesado que aquello pesaba de más. Al resistir el peso significaban, con bizarra vanidad, ella: «Soy hembra de labor, capaz de ayudar a mi hombre», y él «Aunque me ves de marinero, sigo siendo un mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo». Y continuaban, habiendo salido ya a la carretera vecinal, que ocupaban de cuneta a cuneta, con el desbordamiento del fajo reventón. De pronto, el haz de Camila pareció aplastarse en tierra: era que la rapaza se había caído de rodillas. No podía Félix ayudarla... Se irguió como supo, y de entre las ramas tupidas brotó una protesta.

—Fue que di contra un croyo... Velo ahí, ¿ves?

Félix desvió con el pie la piedra, y siguieron marchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, y el lucero tembloroso como una perla colgaba en pendentivo, titilaba en el cielo pálido. En la revuelta, el crucero abría sus brazos de piedra ruda donde, toscamente esculpido, moría el Redentor. El sol no quería acabar de ocultarse: estaba quieto, rendido de tanto haber bailado al salir en la mañana mañanera del señor San Juan. El crepúsculo era infinitamente largo y dulce. Los dos mozos se habían detenido a la vez, soltando el haz y pasándose la mano por la frente inundada, en que latían las arterias.

—¿Aquí? —murmuró él, transigiendo.

—Bueno, aquí... —contestó ella, hipócrita, como quien se deja obligar.

Emprendieron a desliar el fajo, y él, echando de soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima, propuso:

—¿Armamos dos lumbraradas..., o una sola, Camiliña de azúcar?

—Según sea tu gusto, Félise.

Sin más, autorizado, juntó el marinero los dos haces en enorme pira y, restallando un fósforo, les prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba, activaba. Chasquearon las ramas, se alzó humo denso, y el olor a manzanilla y saúco que venía del prado vecino quedó ahogado entre el vaho a trementina del pino frescal... Félix, con agilidad de marino, saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas, y al tomar vuelo fue a caer contra Camila, que reía otra vez y que le amparó.

Y como la hoguera iba terminando —¡qué pronto arde tanta rama!— se miraron, y enganchados del dedo meñique alejáronse lentamente del crucero, entre la apacible penumbra del crepúsculo, que no terminaba nunca. Félix, a la oreja de Camila susurraba:

—Buena lumbrarada la que hemos armado, mujer.


«El Liberal», 5 agosto, 1907.

Madre

Cuando me enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.

Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:

—La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.

La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.

Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y —¿a qué negarlo?— también suspiramos por ella.

Para imaginarse lo que fue la cara de la condesa, hay que recordar las cabezas admirables de la Virgen, creadas por Guido Reni: facciones muy regulares y a la vez muy expresivas, tez ni morena ni blanca, sino como dorada por un reflejo solar; agregue usted la gallardía del cuerpo, la morbidez de las formas, la riqueza del pelo y de los dientes, y esos ojos que aún pueden verse ahora..., y comprenderá que tantos hombres de bien anduviesen vueltos tarumba por consolar a la dama.

Perdieron, digo, perdimos el tiempo lastimosamente; ella se zafó de sus adoradores, despachando a los tercos, convirtiendo en amigos desinteresados a los demás, convenciendo a todos de que ni se volvía a casar ni pensaba en otra cosa sino en su hija, en fortalecerle la salud, en acrecentarle la hacienda. Vimos que era sincero el propósito; comprendimos que nada sacábamos en limpio; observamos que la condesa se vestía y peinaba de cierto modo que indica en la mujer desarme y neutralidad absoluta y nos conformamos con mirar a la hermosa lo mismo que se mira un cuadro o una estatua.

Y empleo la palabra mirar, porque hasta las palabras lisonjeras y galantes conocimos que no eran gratas a la condesa, sobre todo desde que Irene empezó a espigar y presumir. Quiso la mala suerte que la hija de tan guapa señora heredase, al par que el temperamento, los rasgos fisonómicos de su padre, por lo cual Irene, en la flor de la juventud, era una mocita delgada y pálida, sin más encantos que eso que suele llamarse belleza del diablo y yo comparo al saborete del agraz. Y la misma suerte caprichosa hizo que la condesa, acaso por efecto de la vida metódica y retirada en que economizó sus fuerzas vitales, entrase en el período de treinta a treinta y cinco luciendo tan asombrosa frescura, tal plenitud de todas sus gracias, que a su lado la chiquilla daba compasión.

De nada servía que su madre la emperejilase y se impusiese a sí propia la mayor modestia en trajes y adornos; los ojos de las gentes se fijaban en el soberano otoño, apartándose de la primavera mustia, y en la calle, en la iglesia, en el campo, en los baños, doquiera que la madre y la hija apareciesen juntas, indiscretas y francas exclamaciones humillaban a Irene en lo más delicado de su vanidad femenil y herían a la condesa en lo más íntimo de su ternura maternal.

Fue peor todavía cuando, llegado el momento de introducir a Irene en lo que por antonomasia se llama sociedad, la condesa, que no había de presentarse hecha la criada de su hija, tuvo que adornarse, escotarse y lucir otra vez joyas y galas. Por más que ajustase su vestir a reglas de severidad y seriedad que nunca infringía; por más que los colores oscuros, las hechuras sencillas, la proscripción de toda coquetería picante en el tocado dijesen bien a las claras que solo por decoro se engalanaba la condesa, lo cierto es que el marco de riqueza y distinción duplicaba su hermosura divina, y de nuevo la asediaban los hombres, engolosinados y locos. De Irene apenas sí hacía caso algún muchacho imberbe, y hubo ocasiones en que la madre, con piadosa astucia, toleró las asiduidades de apuesto galán para adquirir el derecho de que sacase a bailar a Irene o la llevase al comedor.

Lo triste era que ya Irene, mortificada, ulcerado su amor propio, se mostraba desabrida con su madre y pasaba semanas enteras sin hablarle. Notaba también la condesa que los párpados de la muchacha estaban enrojecidos y varias veces, al animarla a que se vistiese para alguna fiesta, Irene había respondido: «Ve tú; yo no voy, no me divierto.» De estas señales infería la condesa que roían a Irene la envidia y el despecho, y en vez de enojo, sentía la madre lástima infinita. Con vida y alma se hubiese quitado —a ser posible— aquella tez de alabastro y nácar, aquellos ojos de sol, y poniéndolos en una bandeja, como los de Santa Lucía, se los hubiese ofrecido a su niña, al ídolo de toda su honrada y noble existencia.

No pudiendo regalar su beldad a Irene, pensó que resolvía el conflicto buscándole novio. Satisfecha con el amor de su esposo, pudiendo ir con él a todas partes y retirada la condesa en su hogar, cesaba la tirante situación de madre e hija.

Encontrar marido para la rica Irene no era difícil, pero la condesa aspiraba a un hombre de mérito y su instinto de madre la guió para descubrirle y para aproximarle a Irene, preparando los sucesos. El elegido —Enrique de Acuña— era uno de los muchos admiradores y veneradores de la condesa, y puede asegurarse que influyó en él ese sentimiento que nos lleva a preferir para esposas a las hijas de las mujeres a quienes profesamos estimación altísima, y a quienes no hemos amado, pura y simplemente, porque sabemos que no se dejarían amar. Persuadida la condesa de que Enrique reunía prendas no comunes de talento y corazón; viéndole tan guapo, tan digno de ser querido, tan hombre y tan caballero, en suma, trabajó con inocente diplomacia y triunfó, pues no tardaron Irene y Enrique en ser amartelados prometidos.

Casáronse pronto y salieron a hacer el acostumbrado viaje de luna de miel, que fue un siglo de dolor para la condesa. Acostumbrada a absorber su vida en la de su hija, a existir por ella y para ella solamente, ni sabía qué hacer del tiempo, ni podía habituarse a no ver a Irene apenas despertaba, a no besarla dormida. Ya se sentía enferma de nostalgia, cuando regresaron a Madrid los novios.

La condesa notó con alegría que su yerno le demostraba vivo cariño, gran deferencia y familiaridad como de hermano. Le consultaba todo; juntos trabajaban en el arreglo de las cuestiones de interés, y en broma solía repetir Enrique que, solo por tener tal suegra, cien veces volvería a casarse con Irene Serená. La satisfacción de la condesa, no obstante, duró poco, pues advirtió que, según Enrique extremaba los halagos y el afecto, Irene reincidía en la antigua sequedad y dureza y en los desplantes y murrias. Delante de su marido conteníase; pero apenas él volvía la espalda, ella daba suelta al mal humor y a la acritud de su genio.

Cierto día, saliendo la condesa a ver unos solares que deseaba adquirir, encontró en la puerta a Enrique, que se ofreció a acompañarla. A la mesa, por la noche, Enrique habló de la excursión, y dijo, riendo, que por poco le cuesta un lance acompañar a su suegra, pues todos le decían flores y hasta un necio la siguió, requebrándola...

—¿No sabes? —añadió Enrique, dirigiéndose a Irene—. Tuve que llamarle al orden al caballerito... Lo gracioso es que me tomó por marido de tu mamá, y yo, para hacerle rabiar, le dije que sí lo era...

Al oír esto, Irene se levantó de la mesa, arrojando la servilleta al suelo; corriendo salió del comedor y la oyeron cerrar con estrépito la puerta de su cuarto. Miráronse la madre y el esposo, y aquella mirada todo lo reveló; no necesitaron hablar. Enrique, ceñudo, siguió a su mujer y se encerró con ella. Al cabo de media hora vino inmutadísimo a decir a la condesa que Irene no quería vivir más en la casa materna, y que era tal su empeño de irse, que si no se realizaba la separación, amenazaba con hacer cualquier disparate.

—Pero tranquilícese usted —añadió en amargo tono de reconcentrada cólera—, he sabido imponerme y la he tratado con severidad, porque lo merece su locura.

Y como la condesa, más pálida que un difunto, se apoyase en un mueble por no caer, exclamó Enrique:

—¡Señora, el carácter de su hija de usted preveo que nos costará muchas penas a todos!...

Estas interioridades se supieron, según costumbre, por los criados, que las cazaron al vuelo entre cortinas y puertas; y ellos, los enemigos domésticos, fueron también los que divulgaron que el día del disgusto la señora condesa se acostó dolorida y preocupada y no se fijó en que quedaba la luz ardiendo cerca de las cortinas; de modo que, a media noche, despertó envuelta en llamas, y aunque pudo evitar la desgracia mayor de perder la vida, no evitó que la cara padeciese quemaduras terribles.

Con el susto y la impresión y la asistencia, Irene olvidó su enfado, y desde aquel día vivieron en paz: el señorito Enrique, muy metido en sí; la señora, cada vez más retirada del mundo, pensando solo en cuidar a los niños que le fueron naciendo a la señorita.

—¿Qué opina usted de las quemaduras de la condesa? —preguntó al llegar aquí el narrador.

—Que esta María Coronel vale más que la otra —respondí, inclinándome a mi vez ante la madre de Irene, la cual, sospechando que hablábamos de ella, se levantó y se retiró del paseo con sus nietecillos de la mano.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

Madre Gallega

Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas…

Sin embargo, en algunas provincias españolas andaba más adormecida y apagada la pasión política, y una de éstas era el jardín de Galicia, Pontevedra la risueña y encantadora. En ella nació y se crió Luis María, y en el seminario de Orense estudió Teología y Moral, para ordenarse. Era hijo único de un pobre matrimonio; el padre, aragonés, vendedor ambulante de mantas y pañuelos de seda; la madre, aldeana, nacida cerca de Poyo, en las inmediaciones de la bella Helenes, mujer tan sencilla que ni sabía leer ni aún coser, pues se ganaba la vida con una rueca y un telar casero informe y primitivo si los hubo. Luis María salió aplicado, devoto, dulce, formal, gran ayudador de misas y despabilador de velas, y desde muy pequeño declaró que soñaba con cantar misa. La madre instigó al padre a fin de que implorase de cierto opulento y caritativo señor aragonés, don Ramón de Bolea, dinero para costear la carrera del muchacho; y tan bien cayó la súplica, que el señor no sólo costeó la carrera sino que, al ordenarse Luis María, le apadrinó, y poco después, muerto el padre del misacantano, el generoso protector llamó al joven para que fuese su capellán. Ejerció este cargo dos años el presbítero con gran satisfacción de su patrono, y como vacase el curato parroquial del pueblo, presentación de la mitra, el mismo don Ramón de Bolea lo solicitó y obtuvo para su ahijado, pues nada negaba el obispo de Teruel al pudiente señor.

Al verse investido con la cura de almas, dueño de lo que cabía llamar una «posición», Luis María se acordó, ante todo, de su madre, que vegetaba solita allá en su aldea, tascando, hilando y tejiendo lino. Realizó el viaje, entonces largo y penoso, y no se volvió a su parroquia sin la viejecita, que por humildad y abnegación empezó negándose a acompañarle. Fue preciso que el hijo demostrase a la madre cuánto la necesitaba para gobernar las haciendas de la casa, para poner la olla al fuego y para que no le murmurasen si tomaba a su servicio una moza. Al fin la anciana se dejó convencer, y siguió al hijo, en el fondo del alma loca de gozo y de orgullo.

Estableciéronse en el pueblo, deseosos de vivir tranquilos y arrimados el uno al otro, como aves en su nido humilde. Así que empezaron a enardecerse las luchas civiles, Luis María hizo especial estudio en abstraerse y apartarse de ellas. Terror y repulsión le causaban las escenas de crueldad y barbarie, los apaleamientos de «cristinos» y de «faiciosos», las coplas desvergonzadas e insultantes que de zaguán a zaguán se disparaban las muchachas de opuestos bandos, las noticias de encuentros en que perecían tantos infelices, los degüellos de religiosos que habían ensangrentado las gradas del altar mismo. Sentía el párroco que ni aun por espíritu de clase podía vencer su repugnancia a tales salvajadas y horrores; había salido a su madre: tímido, manso, indiferente en política, accesible sólo a la piedad y a la ternura; gallego, no aragonés, cristiano, pero no carlista. «Bienaventurados los pacíficos», solía repetir tristemente cuando oía alguna noticia espantable, el incendio de una villa, el sacrificio de unos prisioneros arcabuceados en represalias.

Es peculiar de estas épocas agitadas y febriles que nadie, por más que lo desee, pueda mantenerse neutral. En el pueblo, de los más divididos y engrescados de todo Aragón, no se le consentía al cura no tener opiniones. Dos circunstancias hicieron que la voz pública afiliase a Luis María entre los adictos al Pretendiente: la primera, que cumplía con fervor sus deberes, que era casto, mortificado, prudente en palabras y pacato en obras; la segunda, el de ser protegido, ahijado, capellán, hechura, en fin, de aquel don Ramón de Bolea, antaño el principal señorón del pueblo, hoy jefe de una partida facciosa. La gente aragonesa, ruda y lógica, que identifica el agradecimiento con la adhesión, contó, pues, a Luis María entre los «serviles»; pero no entre los declarados y francos, sino entre los solapados y vergonzantes, mil veces más aborrecidos. Y por los muchos «cristinos» de pelo en pecho que el pueblo albergaba, el cura fue mal mirado; se le atribuyeron inteligencias ocultas y confidencias y delaciones hechas a don Ramón de Bolea, cuya tropa rondaba a pocas leguas de allí, deseosa de ajustar cuentas a los «nacionales».

Luis María sintió la hostilidad en la atmósfera, y se encogió y retrajo cada vez más, pues era de los que no combaten ni en legítima defensa. Su ardor místico, ya intenso, se acrecentó, y cuanto más ascético y macilento le veían sus enemigos, más le creían entregado a conspirar para el triunfo del absolutismo y de los serviles. El odio del pueblo empezaba a traducirse en hechos: cada vez que la madre del párroco salía a la compra era denostada y llamada facciosa en voz en grito por las baturras; delante de sus ventanas se situaban grupos vociferando canciones patrióticas. Una tarde de día de fiesta, al volver los mozos rasgueando la guitarra y echando coplas con alusiones que levantaban ampolla, mano atrevida disparó una piedra que fue a estrellar un vidrio de la rectoral. La madre lloró silenciosamente al cerrar las maderas, mientras Luis María, arrodillado ante la imagen de Nuestra Señora, rezaba, sin volver la cabeza, sordo al choque de los cantos rodados, que seguían haciendo añicos los cristales.

Pocos días después difundióse por el pueblo la tremenda noticia de que Bolea había cogido a dos vecinos, «nacionales» exaltados y reos de apaleamiento de serviles, y los había arcabuceado contra una tapia; y al regresar del mercado, al día siguiente, encogida y recelosa, la madre del cura oyó a su paso, no ya injurias, pullas y cantaletas, sino amenazas siniestras, anuncios que daban frío en el tuétano. Temblando se encerró en su casa la infeliz, y allí encontró a Luis María en oración, pidiendo a Dios que perdonase a su protector Bolea la sangre derramada.

Cenaron madre e hijo, pálidos y mudos, abatidos, disimulando, y cuando se disponían a acostarse resonó en la calle gran estrépito y fuertes aldabonazos en la puerta. Corrió la madre a preguntar, sin atreverse a abrir, qué se ofrecía, y una voz bronca y mofadora respondió:

—Que se asome el cura y le diremos el nombre de un feligrés que está acabado y pide confesión.

Oír esto Luis María y lanzarse a la ventana fue todo uno; pero su madre, acaso por primera vez en su vida, se interpuso resuelta, le paró, agarrándole de la muñeca con inusitado vigor, con toda su fuerza aldeana, centuplicada por la angustia, y desviándole bruscamente se apoderó de la falleba.

—Tú no te asomes —ordenó en voz imperiosa, una voz diferente de la mansa y acariciadora voz con que siempre hablaba a su hijo—. Apártate… quitada y… Me asomo yo, no te apures.

Y antes de que Luis María pudiera oponerse, apagando de un soplo el velón para no ser reconocida, abrió la ventana con ímpetu, sacó el busto fuera…

El bárbaro que ya tenía apuntada la escopeta, disparó, y la madre, con el pecho atravesado, se desplomó hacia adentro, en brazos del hijo por quien aceptaba la muerte.

Madrugueiro

Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.

El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».

Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.

Un día se supo en la parroquia que acababa de morir, súbitamente, el cura. Una hemoptisis fulminante se lo llevó, y la misma enfermedad había dado cabo, tres o cuatro años antes, del hermano del párroco que, desde Montevideo, vino a reponer sus fuerzas y a descansar de una vida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar en las faenas del menaje a la vieja Angustias, ama del sacerdote. Una idea tenaz la impulsaba a prestar estos servicios desinteresadamente, y con asiduo celo. Aprovechando todas las ocasiones, la bruja moza registraba sin cesar la casa, a pretexto de asearla y barrerla. El desván, sobre todo, era objeto de sus predilecciones. En él se guardaban los tres baúles, que trajo el indiano, de cuero de buey, con cantoneras de latón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, con la llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentas comerciales, periódicos viejos, botas, una bufanda... La moza no cesaba de percudar, esperando siempre el indicio. Y un día, como pasase su mano por el fondo de uno de los baúles, en un ángulo, sus uñas arrastraron un objeto menudo, circular... Lo miró a la escasa luz que entraba por la claraboya. Sus pupilas destellaron. Era una monedita de oro, una doblilla menuda, donde brillaba la grave faz paternal del pelucón Carlos III.

Ya no cabía dudar. ¡En esos baúles había venido la fortuna del indiano!

Con husmear de gata fina, con sigilo de vulpeja cazadora, con maña de ratoncillo que busca la entrada de una despensa, empezó Micaela a investigar. Angustias, interrogada capciosamente, fue soltando retazos de lo probable, mezclados con mil fábulas. Sí, ya estaba ella enterada de que en la aldea eran unos mentirosos; creían que el hermano del señor cura venía relleno de onzas..., y pensaban que toda esa riqueza la había escondido el párroco debajo del altar mayor... ¡Invencionistas del demonio, que armaban un cuento en el aro de una peneira!...

En su casa, mientras Manuel envolvía en sucias cartas de baraja la cabeza de los cohetes, sacaba Micaela la conversación del tesoro del párroco. ¿Sería verdad que estuviese escondido en la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas! El indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pesetas roñosas; justamente había muerto de privaciones, de la miseria que pasó allá en Montevideo. La muchacha agachaba la cabeza y apretaba contra el pecho la monedita de oro, que llevaba colgada del cuello, en un saco. Dos o tres veces tuvo al borde de los labios la súplica: «Señor pá, aúdeme a buscare el tesoro...» Un inexplicable recelo la contuvo. Notaba en su padrastro algo de singular. Andaba como agitado, como fuera de sí. Para adquirir, según decía, los elementos del fuego artificial que había de arder el día de la fiesta del Patrón, hacía salidas frecuentes, viajes a Compostela, que duraban días. Y Micaela se quedaba sola frente al problema: averiguar dónde se ocultaba una riqueza de cuya existencia no le quedaba ni la menor duda, pero cuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa del cura no estaba el tesoro. Y en el altar mayor... ¡Imposible! Otro era el escondrijo. ¿Cuál? Una hermosa noche de plenilunio, la bruja resolvió apelar a los encantos. Recitaba la fórmula del libro y, provista de una varita de avellano, salió de su casa, encaminándose a la del cura. No corría ni un soplo de viento: las madreselvas de los zarzales esparcían fragancia deliciosa y pura: a lo lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!, y la queja de un carro estridulaba muy distante también, como una despedida. Micaela desató el pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente, y desenvolviéndolo, lo ató sobre los ojos, mientras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas, creía sentir mejor la corriente de esa extraña inspiración que se resuelve en adivinanza. No era ella la que avanzaba: era una virtud desconocida la que la impulsaba hacia un lado o hacia otro. Por allí se iba a la casa del cura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la varita, que se estremecía entre sus dedos?

Impulsada por aquel temblor de la varita, andaba Micaela sin ver..., tropezando en los conocidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron en la tierra blanda de un huerto y por poco dan contra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría los ojos, y reconoció dónde estaba. Ante ella alzábase el abandonado palomar del cura. Era una especie de torrecilla redonda, pequeña, cuyo tejado caía en ruina. La puerta, medio desvencijada, aparecía abierta de par en par. La moza, derechamente, se fue hacia el interior, donde penetraba la clara plata de la noche. Un instinto le decía que era allí, y no en otra parte, donde había que buscar la riqueza del indiano... Sus asombrados ojos miraban, miraban con ansia, recorrían el recinto, confusamente tapizado de viejos plumajes y de telarañas... A pique estuvo de hocicar un hoyo, no pequeño, recién abierto, al borde del cual un objeto oscuro yacía caído. Micaeliña miraba, fascinada, el agujero, la tierra de fresco removida, todas las señales de haber sido allí destripado y violado un secreto, su secreto. Otro se había adelantado, otro recogido el oro... Y no pudo la muchacha dudar ni un instante de quién fuese el ladrón; allí estaba el testimonio acusador, la rota y deformada caperuza de su padrastro...

Uno de los ataques nerviosos de que era acometida, atacó a la moza, haciéndola retorcerse y lanzar gritos y de arrojar espuma y, por último, provocando una crisis de lágrimas.

¡Aquel malvado! Aquel oro, en que ella fundaba sus esperanzas de otra vida diferente, hermosa, colmada, se lo llevaba el tunante, que ya le había robado, años antes, el amor de la madre, y acaso matándola a disgustos y a celos.

La crisis cesó. La bruja se alzó, quebrantada, dolorida, y esta vez sin venda en los ojos, con paso de autómata, zumbándole los oídos y sintiendo un raro deseo de morder alguna cosa, se encaminó a su casuca. En el umbral de la puerta vio ya a Madrugueiro despabilado y alerta. Reía con risa maliciosa e irónica, que se convirtió en carcajada cuando Micaela le metió casi por el rostro la caperuza perdida.

A las injurias, a los dicterios de la muchacha, el cohetero sólo respondía:

—Madrugaras, filla, madrugaras... Quien no madruga, no llega a la misa..., ¡je! Y dejáraste de meigallos y de encantaciones. La encantación es llegare antes y tenere el ojo abierto. Anda y tira al fuego las meiguerías y la uña de la Gran Bestia. A te acostar... Paciencia y dormire.

—No se ría tanto —rezongaba ella sombríamente—. Mire que le puede salir cara la risa.

A partir de este momento, la incertidumbre envuelve el episodio... La aldea de Baizás sólo pudo saber que poco antes de la salida del sol un ruido espantoso estremeció las pocas casas de la aldea, la misma iglesia, que pareció tambolearse. La morada del cohetero acababa de saltar, como castaña en la hoguera. Al discurrir sobre las causas del caso atroz, opinaron los mejor enterados que Madrugueiro tenía preparado el fuego de la fiesta patronal y por descuido dejaría caer un ascua del fogón sobre tanta pólvora. Se encontró su cuerpo carbonizado, no lejos de Micaela. Y sólo un año después se averiguó que el cohetero era rico. Un sobrino descubrió los caudales, depositados en seguro en Compostela.

Mal de Ojo

Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.

En el grupo más gárrulo y vocinglero se hacía abierta profesión de incredulidad religiosa. Las cabezas calientes se expansionaban con alarde de franqueza. De los allí reunidos, ninguno admitía ciertas cosas…, vamos…, eso que las mujeres se empeñan en que se ha de admitir y que repugna a la razón. Una cosa es que no vaya uno por ahí buscando ruidos…, y otra que en lo interno… Y sonreían y alzaban los hombros. Nadie quería —entre los casados— guerra en casa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y además, los hijos, el ejemplo… Sólo el incorregible don Zósimo Guijarro, concejal, personal enemigo de Dios Nuestro Señor —amén de dueño de un buen surtido almacén de ferretería—, no estaba conforme, y gritaba que era preciso hablar muy claro y muy alto, acabar con las pamemas y las pamplinas, aunque chillasen las señoras. ¡Ya callarían! Cada marido manda en su hogar, manda en jefe…, y es un tío calzonazos si se deja arrollar por el cura. ¡A él con ésas!

—Pero usted es soltero, don Zósimo —arguyó el presidente del club, dándole en el hombro la clásica palmada de la confianza española—. Usted no tiene que guardar respetos a nadie.

—Ni los guardaría.

—Eso se dice pronto, pero…

—Capaz soy de casarme dentro de un mes para enseñarles a ustedes cómo se llevan los pantalones. ¡Baraja!

Y una ristra de vocablos de los que no figuran en el Diccionario, a pesar de oírse a cada momento por doquiera, salió de la boca airada del almacenista. La cual, de pronto, quedó muda y abierta, mientras en la cara rojiza se pintaba una especie de terror, mezclado con extrañeza profunda. Se volvieron todos hacia donde miraba él, y entre la penumbra que empezaba a envolver el puente distinguieron algo que también les paralizó. Y no era basilisco ni dragón espantable ni viperina testa de Medusa, sino un ciudadano que a primera vista se confundiría con otro cualquiera; un vulgar burgués, que subía la escalera del entrepuente y avanzaba con timidez, a paso receloso y zopo. Eran su andar y su actitud algo que recortaba involuntariamente al insecto sombrío que al morir la luz sale de su guarida, temiendo que un pie lo aplaste; había en él cautela y disimulo, conciencia de que no debía mostrarse y ansia de que se perdonase su importuna presencia.

—¿Le ha convidado usted? —preguntó, al fin, por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antiguos socios del club, al presidente, visiblemente contrariado.

—¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo que pasa en estas fiestas… Se cuela el que se le antoja…

—No se le ha visto antes… ¿Dónde estaría agazapado?

—¡Junto al carbón y como las cucarachas! —bramó don Zósimo.

Y cerrando enérgicamente el puño derecho, dejó asomar el pulgar entre el índice y el dedo corazón: la higa típica, popular.

Muchos del grupo le imitaron; otros presentaron los cuernos, a la napolitana, con índice y meñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afectando sonreír, pero fríos de emoción, murmuraron bajo: «¡Lagarto!», repetidas veces.

Momentos después —habiendo sucedido un silencio profundo a la alborotada charla, habiéndoles quitado la sed a todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguez triste— se deshizo el grupo y fue descalificado por la escalerilla, al costado del vapor, en demanda de los botes, que aguardaban. Allí se quedaron las botellas llenas, las copas rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundente chocolate, la dulce posdata de la merienda. ¡Qué remedio! Se huía del que hace mal de ojo, del que trae consigo la negra sombra… Jamás se ha aproximado a nadie que no sobrevenga la desgracia… Y se empujaban impacientes, como si se tratase de salvarse de naufragio o incendio, porque el de la mala pata podía tener la ocurrencia de meterse en la misma embarcación… El incauto que se rezagase no evitaría ir acompañado del mirar fatídico. En el apresuramiento de la desbandada, alguien queda atrás por fuerza, y tampoco es extraño que sucedan atropellos, que haya encontrones involuntarios, máxime si las cabezas no van serenas y frescas del todo. Fue don Zósimo el que más empujaba, quien, sin poder evitarlo, resbaló en los peldaños estrechos y mojados de la escalerilla y se cayó pesadamente al agua, entre el remolino de oleaje alborotado por la maniobra de la embarcación chica al acercarse al vapor.

Salvado, auxiliado, desembriagado, sentado ya en el bote, con la ropa chorreante, el profesional del descreimiento y enemigo jurado de las supersticiones repetía bufando y escupiendo aún amarguras:

—¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que suceder! ¡Si donde entra ese demonio de hombre entra la fatalidad!

—Tanto como eso… —objetó el socarrón de Mauro Pareja.

—Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfermedad que me cuesta el bañito. ¡Barajas!, parece que se han olvidado ustedes de todo lo que sabemos perfectamente. Cuando ese tío acompaña a un estudiante a examinarse, salen las dos únicas papeletas, aquellas mismas, que el estudiante no se ha aprendido de memoria…, y, claro, le suspenden. Cuando asiste a una boda, al mes, divorcio. Si visita a un enfermo, que avisen a la funeraria. Si va a vivir con un pariente suyo, en una casa feliz, le acompañan la muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si se acerca a usted en la calle, a los dos segundos se le viene a usted encima un automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre, ¡barajas!, bien escaparon ustedes así que él apareció…

—Bueno, corriente… —confirmaron a coro los demás tripulantes—. Los hechos nadie los niega… Pero usted, don Zósimo, que es tan terne y no cree en nada y puso verde a nuestro presidente porque nos decía que todos los milagros son invenciones…

—¡No tiene que ver! —tiritó el ensopado concejal—. ¡Esto es otra cosa! ¡Éstos son hechos!

—Hechos que pueden explicarse, naturalmente… —advirtió el presidente, con seriedad mezclada de escepticismo.

—Bueno, yo me entiendo —contestó don Zósimo—. Y déjenme llegar a mi casa, que más he de menester cama y friegas de espíritu de vino que discusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.


* * *


Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror a lo desconocido flotaba en el aire. El presidente del club, que acababa de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía la mano derecha dentro del bolsillo de la americana, y sin ser visto hacía la higa.

Maldición de Gitana

Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

—Una coincidencia —respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.

—Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.

Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.

Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho, creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió. Ya diré por qué.

Ello es que nos reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá… Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos… ¡Eramos trece, trece justos!

Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la escogida.»

¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna: «Es muy malo comer trece… , cuando solo hay comida para doce.»

A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre, templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y, para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana atezada, escuálida, andrajosa.

Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle, un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos.

Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir. Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.

Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal… ; yo así lo creo…

—¿Qué buenaventura vas a darme tú? —exclamó Santiago—. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!

La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:

—¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones… Premita Dios… . premita Dios… . ¡que vayas montao y vuelvas tendío!

Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo por dónde.

Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo:

—Espere, espere usted… —murmuré recapacitando—. Creo que conozco el final de la historia… Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza… El nombre «me sonaba»… Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura… Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso… ¿Fue en esa cacería donde… ?

—Donde Leoncio, creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza —respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia—. Santiago «volvió tendido»… Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo… ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!

—¿Y volvió a parecer la gitana? —pregunté con curiosidad.

—¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! —exclamó Gustavo sombríamente—. Los de esa casta no tienen poso ni paradero… Como dice Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes… Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.

«El Liberal», 5 septiembre 1897.

Maleficio

Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.

Se consagró enteramente a él; le puso de externo en un buen colegio.

Le llevaba ella misma, le recogía al salir, se enteraba minuciosamente de sus adelantos, y los días festivos le divertía y recreaba, dándole un poco de placer, porque había estudiado bien toda la semana. No queriendo aislarle, le consiguió amiguitos, compañeros de colegio, a los cuales obsequiaba en su casa algunas veces con meriendas llenas de animación. De carácter algo metido en sí al principio, Andrés iba haciéndose confiado, expansivo y cariñoso. Acariciaba a su madre y la llamaba con nombres de humorística ternura. Y Julia era plenamente feliz. El maleficio se deshacía, se perdía en la sombra tétrica del pasado.

Julia había creído en el maleficio, no como se cree en lo concreto y real, que ven nuestros ojos, sino como se admite lo que allá en lo hondo de la sensibilidad va surgiendo. «Aquel perdido de Santés», sin duda, hacía mal de ojo: una serie de fatalidades. El mismo día de la boda de Julia murió de una hemorragia su padre; ella, al bajar la escalera del domicilio conyugal, sufrió una caída, y de sus resultas quedó algo coja; el niño nació hecho una miseria; se quedaron sin un céntimo… Hasta que falleció el aojador no cesó la persecución del Destino, todo cuanto había sucedido podía explicarse por causas bien naturales… Era hasta pecado suponer otra cosa. Y, sin embargo, Julia vivía bajo el peso de una aprensión, de un miedo constante. Este sentimiento indefinible y angustioso se hizo más intenso cuando Andrés, por natural efecto de la edad, comenzó a pedir un poco de soltura, a salir solo o con sus camaradas de Universidad, porque ya ciertas cortapisas no se explicarían y los muchachos, así que les crece un poco de pelusa sobre el labio superior, sienten menoscabada su dignidad si no son libres, si les sigue la pista su mamá. Y Julia hubiese querido seguírsela. Seguírsela a todas horas. No apartarse de su estela. Saber, al día y al minuto, por qué el estudiante tenía las mejillas más pálidas, las ojeras más amoratadas y hondas que el adolescente colegial…

Y sobornaba a los de abajo, y suplicaba a los de arriba, y quería informarse de todo, de todo cuanto le aconteciese a su Andrés… Inútil empeño, porque en la vida de los muchachos habrá siempre algo que han de ignorar profundamente las madres. Para mayor alarma, el carácter de Andrés cambió. Volvió a mostrar aquella tendencia a la melancolía que trajo desde la cuna. Más que a la melancolía, pudiera decirse a la taciturnidad. Callaba demasiado; estaba siempre como distante del lugar en que se encontraba y de las personas que le rodeaban. Algunos de sus compañeros de estudios lo confesaron cuando la madre les interrogó; también ellos observaban a Andrés muy silencioso. ¡Bah! Otros se encogieron de hombros. Todos los muchachos tienen temporadas así. Una maliciosa sonrisilla completaba la explicación. Sin duda andaría enamorado el estudiante…

Y la madre le interrogó afanosa. ¡Que le dijese la verdad! Si se trataba de un amorío con una muchacha decente… ¡Qué más quería ella que la felicidad de su hijo! Andrés movió la cabeza negativamente. ¡Su palabra de honor! No estaba enamorado… No pensaba en mujer alguna…

Y, como las preguntas le impacientasen, se levantó, tomó el sombrero, y salió precipitadamente.

Redoblaron las inquietudes de la madre. Desde aquel momento vigiló con fiebre al hijo, aun cuando poco le veía. Estaba fuera de casa casi siempre. A veces no venía a comer ni a cenar. ¡Sin duda llevaba una vida de desarreglo!

—Deje usted suelto al pollo —decía uno de los consejeros y consultores de Julia, un viejo catedrático—. Carrera que no da el potro, en el cuerpo se le queda…

La madre tenía resuelto llevársele en el verano a un pueblecito de la costa, a que se entonase con el aire libre y los baños de mar. El plan se realizó. Llegaron a Portopeña en los últimos días de julio. Andrés se quejaba del calor y estaba más consumido que nunca. Al primer baño de mar, pareció renacer.

Se despejó algo su frente. Julia le vio, sin alarma, salir por la tarde, a dar un paseo hacia los peñascales de la escollera. La tarde caía, y no regresaba Andrés. ¡Ni volvió por la noche! Aterrada, Julia puso en movimiento pescadores y marineros. Fue a la mañana siguiente, casi al amanecer, cuando las olas devolvieron el cadáver. Estaba completamente vestido, y hasta llevaba en el bolsillo su portamonedas. No había crimen.

Medio accidentada estuvo la madre unos días. No podía llorar: no fluía el llanto. Hablaba cosas incoherentes; acusaba a su marido de la desgracia, y hasta se acusaba a sí misma. Por fin se calmó algo, y declaró el firme propósito de fijar su residencia en aquel pueblo, donde los restos de su hijo habían recibido sepultura. Una gran lucidez pareció de pronto presidir sus actos. Siempre con los ojos secos, quiso registrar la maleta del suicida, y encontró en ella papeles sin importancia, cartas de amigos, apuntes de clase, hasta dos o tres fotografías de mujeres alegres, sin dedicatoria. Ni un rastro que le permitiese comprender la desesperada resolución del muchacho. Y esto era lo que ahora preocupaba a Julia: ésta la forma álgida de su pena. Llegaba a suponer que, si supiese la causa de la muerte de su hijo, los móviles de su acción, recibiría el único consuelo que ya le restaba. ¿Por qué no había hablado Andrés? ¿Por qué no se había confiado a su madre?

En medio del naufragio de toda su existencia, de su caída en el abismo, flotaba una idea más cruel que las demás: la de que aquel drama no tuviese otro origen que el maleficio primordial. Era el padre, el aojador, quien arrastraba al hijo a la tumba. Y eso sí que no podía sufrirse. Los proyectos más absurdos hervían en el magín de Julia. Ir a Madrid, desenterrar a Santés, quemar sus huesos, esparcir sus cenizas… Y, lentamente, lo vano, lo inútil de tal venganza, se abrió camino en la razón de la desventurada madre. Sí, era cierto, el padre arrastraba al hijo a la tumba… pero sin maleficio, sin intención; por la fuerza de la realidad, por la sangre que le había transmitido. En ella estaban los gérmenes de aquella taciturnidad, de aquel desvío y repugnancia al vivir. En ella, el destino de la criatura salvada un momento, y vuelta a condenar por las fatalidades de su origen. Y no se sabía la causa del suicidio…, porque no podía saberse: que pertenecía al mundo de lo ignorado eternamente, de lo que viene de las tinieblas lejanas, donde la conciencia zozobra. Como hubiese traído el germen de alguna enfermedad incurable, Andrés traía del pasado, que es donde todo se encierra, aquella propensión espantosa… La madre, una triste mañana, fue al cementerio, aplicó el oído a la sepultura del hijo, por si una voz le hablase desde la apretada tierra. Y no oyó sino el ronco tumbo del mar, allá a lo lejos, o quizás el latido de su propia sangre, violento y profundo. No, no sabría nada… Y entonces; por primera vez desde su tragedia, el hinchado corazón reventó de lágrimas, apresuradas y calientes…

Mansegura

Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:

—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?

—Yo, no... yo, no...

—Yo, sí, cuando me llamaron a declarar en Auriabella...

—Pues igual viene a ser. En trueco de caballos lleva dentro un maquinismo, a modo de reló... Y el maquinismo, ¡careta!, es lo que empuja.

A su vez el Viajante, con desprecio:

—Pero ¿tú no sabes que el tren va por carriles, y esta endrómena por todas las carreteras, hom? ¿Qué tiene que ver lo negro con lo blanco?

—Pues a ver entonces, ¡careta!, en qué consiste.

—En eso.

—Y eso..., ¿qué es?

—Que va, ¿estamos?, por onde se le entoja —declaró enfáticamente el tío Manuel, echando a andar en busca de su yegua.

No quería el tratante esperar a que atardeciese, que es mal negocio para quien lleva dinero en la faja; pero urgíale sobre todo evadirse de aquel interrogatorio comprometedor para su fama de sabiduría universal. Jácome, encogiéndose de hombros, mofándose, tiró de su pequeñuelo, su Rosendo, Sendiño, y se dispuso a emprender también la vuelta a la aldea. No tenía en el mundo más que aquella criatura: su mujer, hallándose recién parida, había muerto a consecuencia del susto de ver entrar a los civiles, que venían a prender al marido por sospechas de no sé qué alijo de tabaco y sal. Solo en la tierra con el chiquillo, Jácome le crió sabe Dios cómo; y ahora se le caía la baba viendo despuntar en Sendiño, a los seis años mal contados, otro cazador, otro merodeador, sin afición alguna al trabajo lento y metódico del labriego, fértil ya en ardides y tretas de salvaje para sorprender nidos y pajarillos nuevos, para descubrir dónde ponen las gallinas del prójimo y aun para engolosinarlas echándoles granos de maíz, hasta atraerlas a la boca del saco. El padre estaba embelesado con tal retoño, y le enseñaba nuevas habilidades cada día. Era la criatura lo único que despertaba en Jácome, bajo la dura coraza metálica que revestía su corazón, palpitaciones de humana ternura.

Apenas echaron carretera arriba, en dirección a las alturas de Sandiás, el chico, traveseando, corrió delante: saltaba sobre una pierna, haciéndose el cojo. El padre, con el instinto siempre vigilante del cazador, escrutaba sin proponérselo los espesos pinares, las madroñeras y los manchones de castaños, que revestían los escarpes pedregosos de la montaña. «Si volase una perdiz, si cruzase una liebre...» Pensaba en esta hipótesis, cuando un relámpago blanco y color canela lució entre un seto. Mansegura se echó la carabina a la cara y disparó casi sin apuntar. Sendiño, loco de alegría, brincó, tomó vuelo, se lanzó en dirección a la maleza. Era su encanto hacer de perro, portando la caza. A los dos minutos salió del matorral el chico, balanceando, agarrada de las patas traseras, una liebre poco menor que él. Padre e hijo se confundieron en un grupo, admirando la hermosa pieza. Caliente estaba aún el cuerpo del animal; la blanca y densa piel de su vientre relucía como seda manchada de sangre; sus enormes orejas pendían; sus ojos se vidriaban.

—¡Careta, lo que pesa! —balbució, gozoso, el cazador, sopesándola, babándose de vanidad paternal, porque Sendiño reía fanfarronamente columpiando su carga.

Y se entretuvieron así, padre e hijo, confundidos en la complacencia de la destrucción y la victoria, palpando la presa, distraídos. Tan distraídos, que el vigilante contrabandista, habituado al acecho, de sentidos despiertísimos, no oyó el ruido insólito, semejante al resuello y jadeo trepidante de alimaña fabulosa y despertó al tener encima ya al monstruo, ¡taf, taf, taf!, al desgarrarle los oídos el rugido de metal de su bocina. Jácome, instintivamente, saltó de costado, evitando la embestida furiosa; vio tendido a Sendo; a su lado, en el polvo, el cuerpo de la liebre... y ya del «coche de Judas» ni rastro, ni señal en el horizonte... Se arrojó fiero, loco, a recoger al niño, que yacía de bruces, la cara contra la hierba de la cuneta; le llamó con nombres amantes, le acarició... El niño le blandeaba en los brazos, inerte, tronchado, roto. Jácome conocía bien las formas que adopta la muerte... Soltó el cadáver y alzó los ojos atónitos, sin llanto, al cielo, que consentía aquella iniquidad... Después, sobre el padre que sufría se destacó el hombre de lucha, pronto a la acometida y a la emboscada, vengativo y feroz. Cerró los puños y amenazó en la dirección que llevaba el «coche de Judas». ¡No se reirá don Roberto! ¡Se lo prometo yo!... Él va a Paramelle... Allí no duerme... ¡Volverá!

Alzó otra vez a Sendiño, y con infinita delicadeza le transportó a lo más oculto del pinar, depositándole sobre un lecho de ramalla seca. Cerca del muerto colocó la carabina, y la liebre muerta, polvorienta, ¡vengada ella también! Volvió a la carretera, y recorrió un largo trecho estudiando el sitio a propósito para su intento. Una revuelta violenta se le ofreció. Ni de encargo. A derecha e izquierda, árboles añosos avanzaban sus ramas sobre el camino, como brazos fuertes que se brindasen a secundar a Mansegura. Él extrajo del bolsillo el rollo de alambre, desenrolló un trozo, midió, cortó con su navaja, retorció uno de los extremos, calculó alturas, lo afianzó a una rama sólidamente, ensayó la resistencia y, pasando al otro lado, probó si había rama que permitiese tender el hilo metálico recto al través del camino. Mientras practicaba estas operaciones, atendía, no fuera que pasase alguien y le viese. Nadie: la carretera desierta; por allí solo se iba a Sandías y al pazo de don Roberto... Por precaución, sin embargo, Jácome no sujetó el otro cabo del alambre. Tiempo tenía. Con él agarrado se tumbó en el pequeño resalte de la cuneta, y pegó la oreja a la tierra lisa, aguardando. Dos veces saltó y se ocultó en la maleza: eran transeúntes, «gente de a caballo», un cura, una pareja a estilo de Portugal, hombre y mujer sobre una misma yegua, apretados y contentos. La tarde caía, el rocío enfriaba y escarchaba la hierba, enmudecían los pájaros o piaban débilmente. Un sordo trueno, lejano, llenó con su mate redoblar el oído del contrabandista. Ágil, con la precisión de movimientos del impulsivo, se incorporó, amarró firme el otro cabo a la rama y se agachó entre el brabádigo espeso. Si se descuida, ¡careta! El trueno ya se venía encima, resollante y amenazador. ¡Taaf! Mansegura vio distintamente, un segundo, al señorito, su gorra blanca, su rostro guapo, desfigurado por los anteojos negros... «¡Ahora!», pensó. El rostro guapo se tambaleó violentamente, como cabeza de muñeco que se desencola; un alarido se ahogó en la catarata de sangre... Fue instantáneo; el automóvil, loco y sin dirección, corrió a despeñarse por la pendiente, arrastrando a su dueño, a quien el alambre había degollado, con la misma prontitud y limpieza que pudiera la mejor navaja de barbería...

Y Mansegura, después de cerciorarse de que el señorito quedaba bien amañado, se entró en el pinar, recobró su escopeta, echó una mirada de dolor y de triunfo a Sendiño, que parecía dormir, y dejando el camino real, se perdió en los montes, por atajos de él conocidos, en dirección de la frontera portuguesa.


«Blanco y Negro», núm. 636, 1903.

Martina

Hija única de cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que caracteriza el primer período de la juventud.

Así pasaron tres o cuatro inviernos; en Marineda empezó a susurrarse que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media naranja le sería difícil.

Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de Artillería Lorenzo Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por parecer ameno y expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido y de un respeto a sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su cara morena, de oscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay más de lo necesario para sorber el seso a una niña provinciana, hasta sin pretenderlo, como,—en efecto, no lo pretendía Mendoza al principio. Las bromas de los compañeros, la fama de «picar alto» de Martina y también su atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia entonces impulsaron a Mendoza a acercársele, a preferir su conversación y, poco a poco, a cortejarla.

El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha, pudo tomar a Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.

Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía alternativamente roja y pálida; sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos, enfriábanse sus manos de emoción; y a las primeras palabras del capitán, un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.

Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fue la envidia, fue la curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguose sin gran esfuerzo —porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin ilación lógica que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas; un imposible adorado y funesto, de esos lazos que obligan a huir a los confines del mundo y que, elásticos a medida de la ausencia, no siempre se rompen por mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado inmediatamente a su tirana, la cual, sobre costarle desazones y amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo, de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán de Artillería?

Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito e inquieto, a su hija se lo había de contar. No se equivocaban; una noche, en el paseo del terraplén, a la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó lealmente y Lorenzo contestó turbado y sombrío… ¿Quién se lo había dicho?… Tonterías. Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué las recordaba nadie, ni a santo de qué las sacaba a relucir Martina… Y ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión, sonriendo de aquel modo extático suyo, olvidando el lugar donde se encontraban, murmuró hondamente:

—No me he de casar con otro sino contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe.

Conmovido, sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó y buscando disimuladamente la mano de la muchacha y estrechándola con apretón furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales expansiones, le murmuró al oído:

—Pues no hay nada… . y por mí que sea prontito… ¡Te quiero!

Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía detrás, exclamando:

—No estoy bien… Llévame a sentarme… ¡El brazo!

Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño rara vez; y de allí a dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía el mobiliario y alojamiento de los novios.

Se fijó la ceremonia para fines de septiembre. ¿Qué falta hacía esperar? El amor que está en sazón debe cogerse como la fruta madura. Iban llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de joyas. En la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban censuraban y salían contentos, displicentes o taciturnos, según su carácter más o menos generoso. Martina, todas las mañanas arrancaba triunfalmente una hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas hojas faltan! ¡Diez… . ocho… . una semanita no más! Este domingo es el último de soltera… . cuatro días… Mañana… Sí, mañana; a las ocho; ahí están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por la noches a hacer tertulia a su novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.

La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó sola a su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo horrible a algo que no se explicaba ni se fundaba en nada racional. Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla y, por instinto, Martina se lanzó a la escalera. El criado le presentó una carta que acababa de traer «el asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de algodón; creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala del gabinete. Se acercó a la lámpara, rompió el sobre, leyó… Antes que sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.

Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquella mentiras con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha bien sabía Martina que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse; pero que explicaban a la vez el viaje y la continua tristeza, invencible, misteriosa, de su futuro… Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en el sofá; no lloraba, gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe, la indignación —mil sentimientos confusos— la impulsaron a levantarse, tomar un fósforo, pegar fuego a la carta, abrir la ventana y echar a volar las cenizas, cual si temiera que la delatasen. Buscando luego a sus padres, les declaró con voz firme y serena que había renunciado por su gusto y deliberadamente, a casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían a ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.

Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la ciudad, y en ella se ocultaron con su hija para dejar disiparse la primera polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía contenta. Le hablaron de viajes a la corte, al extranjero; rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera, y ya no pensaron en dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron a Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad.

La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaron a impacientarse; les parecía que ya era hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y con distancia de pocos días se los llevó el sepulcro: al padre, una fiebre reumática, y a la madre, un inveterado padecimiento del corazón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negose a recibir pésames, a admitir consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su tapia y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían maniática. No la trataba nadie.

* * *

Una tarde resonó el aldabón de la portalada con los golpes que daba un jinete, que regía un caballejo castaño. El hortelano salió a abrir, y contestó la frase sacramental: la señora no estaba, y, además, no acostumbraba recibir visitas.

—Dígale usted —objetó el jinete apeándose— ¡que es don Lorenzo Mendoza!… Puede ser que entonces…

A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa, terminante. Mendoza bajó la cabeza e hizo ademán de volver a montar. De pronto, como si variase de parecer y obedeciese a una inspiración súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba acceso a la casa, y entró en una sala oscura, de vidriera entornada, silenciosa. Oyó un grito de mujer; fue derecho a donde sonaba y estrechó a Martina en los brazos. No hubo palabras; todo se expresó con halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él; primero, rechazadas, débilmente, y pagadas, luego. Después vinieron las excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dio casi de rodillas y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible; la madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran ya amantes; la primavera se trocaba en estío, y el enajenado Mendoza no echó de ver que Martina, en medio de su delirio, a veces gemía muy bajo, como quien reprime la queja de mortal dolor, como había gemido años antes al recibir la carta de despedida.

A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vio a Martina… , la llamó a voces y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados; sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adónde.

En Marineda se supo sin asombro, a la semana siguiente, que Martina vivía reclusa, como «señora de piso», en un convento de Compostela. Lo que nunca se divulgó fue que hubiera adoptado tal resolución para evitar el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de «aquel» que un día la engañó y vendió.

Más Allá

Era un balneario elegante, pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a los tísicos.

Pared por medio estaban los dos. «Ella», la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que, indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón. «El», el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las advertencias de la tierna e inquieta madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el incendio que siempre había consumido su alma.

Pared por medio estaban los dos sin conocerse ni saber que existían, y, sin embargo, el mal que los llevaba a la tumba tenía idéntico origen; el mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida. Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión el único ideal de la existencia y aspiraron a un amor grande, profundamente estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal; noble y altivo como si fuese legítimo; puro a fuerza de intensidad, abrasador a fuerza de pureza. Y como quien busca ave fénix o talismán poderoso, habían buscado ambos la encantada isla de sus ensueños: ella, entre los sosos incidentes del diario flirt; él entre los episodios no menos vulgares de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones tristes, cómicas o indignas, les arruinó la salud, dejando intacto el tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar inextinta, más bien exacerbada por la calentura y la alta tensión nerviosa, fruto del padecimiento.

¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que necesitaban para asirse otra vez a la existencia!

Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se atrevieron a beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el pobre del cuerpo.

El y ella se prepararon a recibir a Jesucristo con todo el agasajo que tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se puso traje de blanco gro, y con sonriente coquetería prendió en la mantilla sus agujas de turquesa; él atusó la bien recortada barba, eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de frac y corbata blanca esperó a su Dios. Y él y ella, al sentir en los labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa; les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del éxtasis vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el alma, libre y dichosa, volase al seno de su Criador…

Así fue que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un ardor místico sublime que hacía derramar lágrimas a los que rodeaban el lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas, dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del Cielo, y diríase que al nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.

A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba al Purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al Cielo, convertida en ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y, sorprendidos, detuviéronse a contemplarse. Como a aquellas alturas todo se adivinaba, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor infinito de que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo se derrite en gomas. Y lo mismo fue advertirlo que juntarse impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el fueguecillo azul, tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.

Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el Purgatorio por la parte que llevaba de Cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el Cielo por la parte que llevaba de Purgatorio. Él, generoso, le propuso que se apartasen, yéndose ella a disfrutar la dichas del Empíreo; mas ella prefirió seguir unida a él, aun a costa de la eterna bienandanza; y desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro nido para sus amores póstumos sino la extremidad del palo de algún buque, donde los marinos los confunden con el fuego de Santelmo.

«El Imparcial», 21 agosto 1893.

Memento

El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles —dijo el doctor sonriendo a la evocación— no es el de varios amorcillos y lances parecidos a los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, lo que a cada paso veo con mayor relieve, es… la tertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha, a quien acompañaban todas las tardes otras tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes a la palma sobre el ataúd.

Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde, pues de noche las cohibían miedos, achaques y devociones, en el gabinetito, desde cuyas ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la catedral; y yo solía abandonar el paseo, a tal hora lleno de muchachas deseosas de escuchar piropos, para encerrarme entre aquellas cuatro paredes vestidas de un papel rameado que fue verde y ya era blancuzco, sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una cascada voz murmuraba:

—Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de gozo Candidita.

De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza.

Siempre tuvo el ojo izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en ella pudo agradar fue su seráfica condición. Poseía Candidita en relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba Candidita sin esfuerzo; en cambio, no había quién la convenciese de la realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía infinito disputando con Candidita cuando se negaba a dar crédito a maldades notorias… . y al hacerlo sentía germinar en mi corazón una especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al cielo al momento menos pensado.

Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su vida retirada, en una soñolienta ciudad de provincia le impedía conocer a fondo el mundo, y acaso exageraba las trastadas y gatuperios que en él se cometen, pero acercándose a la realidad y juzgando mil veces con maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la tía Gabriela era una señora a la vez modesta e imponente, chapada a la antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas parecían sus damas de honor antes que sus amigas.

Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y mundana en sus verdores, conservaba, a los setenta y seis, golpes de coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios a mí tía Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda a rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul y el grupo de flores artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que reír.

Como estaba semiciega y casi sorda, y la vestía su fámula, a lo mejor traía la peluca del revés, o en la nariz el toque de carmín de las mejillas o los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota, el cepo de las botitas prietas llegaba a mortificarla tanto, que mi tía le prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba infaliblemente doña Aparición: ¡«Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un pliegue de la media me desolló el talón… Es un fastidio tener tan fino el cutis.»

No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba sans façon. Reducida a mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta, gruesa, de una frescura rancia —si es lícito expresarse así—, viva de ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña a ratos, siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.

¡Cómo me festejaban esas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos a los demás. Diez años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino de una lúcida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía contestar mal o bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea hacían mis solteronas con los catedráticos. En mi salud no cesaban de pensar «Vienes descolorido, Gabriel… ¿Qué tienes? ¡Ojo con las bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes y vinos cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas».

A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica a fuerza de ser ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban a caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud salía triunfante… Las exclamaciones me interrumpían. «Ese pillo ¿se equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra en el bosque, encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no entre!» «Jesús; al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «¿Ve usted cómo el niño que robó el titiritero era hijo de una princesa?» etcétera. En los episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados, como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril.

Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje a la corte, para cursar el doctorado. Di la noticia a mis solteronas, y aunque no podía sorprenderlas, no fue menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin perder el compás de la dignidad, se puso temblona y me advirtió, en frases que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar a los viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de volver a ver a los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó, me insultó y, al fin se echó a llorar como una fuente. Doña Aparición suspiró, alzó la vista al cielo y dijo, haciendo monerías: «Un joven de estas prendas… , naturalmente, ¡va a lucir en la corte! Mañana recibirá usted un alfiler de esmeraldas… , qué fue de mi papá.» Por su parte, Candidita, guardó silencio, y a poco se levantó asegurando que tenía que hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena; salí con ella, la ayudé a ponerse el mantón y le ofrecí el brazo por la escalera de peldaños carcomidos.

De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos brazos endebles me rodearon el cuello y una cara fría como la nieve se pegó a mis barbas. Comprendí de súbito… . y, créanlo ustedes, ¡me quedé más volado y más compadecido que si viese a mi propia madre de rodillas ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de piedad: «Adiós, adiós; ya sabe que se la quiere.» Mas como no me soltaba, me encontré ridículo y la rechacé… Al hacerlo, me pareció que estaba degollando a una ovejuela enferma, y la lástima me obligó a volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia rápida y violenta, amorosa en el aspecto, filial y santa en la intención. Después eché a correr, y salí a la calle resulto a no volver por la tertulia… ¡Ah, eso sí! La caridad tiene sus límites…

Y ahora, que también soy viejo yo, suelo acordarme de Candidita… ¡Pobre mujer!

«El Imparcial», 20 abril 1896.

Mi suicidio

A Campoamor

Muerta «ella»; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda… , y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.

Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre… y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones… Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia… Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma… es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el «¡qué tarde vienes!» de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia… Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones —que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde «ella» me aguardaba… —. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu…

La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé —¿vacila el que va a morir?— en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé a deletrear… Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió… , y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor… A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos…

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un clavo ardiendo… Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido… Pero al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí… Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, «ella» había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura… , señalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío… ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez»… . al «mismo tiempo»… . o «muy poco antes»… Y una voz irónica gritábame al oído: «¡Ahora sí… . ahora sí que debes suicidarte, desdichado!»

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón… y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso… . con los dos tiros… . reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban.

«El Imparcial», 12 de marzo 1894.

Miguel y Jorge

Encontráronse a orillas de un río del Paraíso, muy azul y muy manso, y complacidos de encontrarse, a un mismo tiempo se pararon y se saludaron cortésmente, mirándose con singular gozo. Y a fe que los dos tenían que ver, y aun en qué regocijar la vista.

Miguel llevaba descubierta su cara imberbe, de facciones enérgicas y finas, de tez blanca y sonrosada como la de una linda doncella. La alzada visera del yelmo resplandecía sobre su frente como una diadema, y los rubios cabellos en bucles serpentinos y elásticos, flotaban acariciando el cuello de marfil, que no tapaba la escotada gola de acero nielado de oro. Su ceñida loriga de escamas de plata señalaba con hermosas líneas las formas vigorosas y exquisitas de un gallardo torso. Las puntas de su banda de crespón carmesí, recamada de perlas se anudaban al costado y caían hasta la pierna desnuda bajo el rico faldellín. Dos gruesos topacios abrochaban la tobillera de sus sandalias y su puño derecho luciendo la valiente musculatura, afianzaba una lanza de bruñido fresno, con flecos de seda en torno de la moharra aguda y terrible. Las fuertes alas del arcángel eran de la pluma más suave y blanca, pero hacia la extremidad se teñían de viva púrpura, como si se hubiesen humedecido en sangre de los enemigos de Dios.

Jorge no tenía alas. Era un hombre, un grave guerrero, hermoso a su manera, digno de la franca admiración con que le miraba Miguel. Alto y membrudo, llevaba con marcial desembarazo, y como si no advirtiera su peso, el arnés entero de batalla, de coraza bombeada, añadido de brazales, rodilleras, quijotes, grebas, gorguera y yelmo, todo labrado a la milanesa, historiado, cincelado y deslumbrador. Al andar, las piezas de la armadura se entrechocaban y exhalaban un sonido vibrante y metálico. Airoso penacho de plumas coronaba el casco, que tenía por cimera un endriago de esmalte verde. El rostro de Jorge respiraba ardor y lealtad: pálido, de garzos ojos, una puntiaguda barba castaña lo hacía más varonil.

—¡Oh, Jorge, príncipe batallador! —dijo por fin el arcángel sonriendo dulcemente—. ¡Cuánto me place haberte encontrado! Ven, acompáñame, si es que alguna orden de nuestro rey no te lo prohíbe.

—Libre estoy y tiempo me sobra —respondió Jorge—. A poco más mi armadura se cubrirá de orín, y mi brazo no sabrá botar la lanza, ni descargar el fendiente mis puños. Ya he colgado el escudo del árbol de las Hespérides, y los inocentes angelitos, los muertos en edad temprana, se divierten en herirlo para oír el sonido claro y agudo del acero.

—Aún te invocan, Jorge —declaró con respetuoso acento Miguel—. Aún tu imagen ecuestre, en actitud de hundir el lanzón en la garganta del escamoso drago, se ostenta sobre pechos ilustres. Aún tu nombre se pronuncia con fe, para que detengas en su camino a la tarántula inmunda y venenosa, y la paralices hasta que sea aplastada. Contra todo lo vil, lo asqueroso, lo repulsivo, Jorge, a ti te llaman.

Departiendo así habían llegado a una gruta que abría su boca en un remanso del celeste río. Polvo de plata tapizaba el suelo y a trechos abrían sus cálices los gladiolos y se erguían las espadañas, semejantes a hoja de espada desnuda.

Las prismáticas estalactitas centelleaban como diamantes, y un manantial límpido ofrecía sus aguas deliciosas a los dos héroes, que al beberlas después de las batallas habían recobrado mil veces fuerzas y valor. Jorge no quiso beber, ¿para qué?; pero Miguel absorbió en el hueco de su mano un trago copioso. Después se sentaron en un trozo de cristal de roca, diáfano y puro como el aire.

—Ya sé —dijo Jorge pensativo— que me han hecho patrono de los caballeros y que es uso entre la gente poderosa y desocupada llevar una medalla fina con mi efigie en la cadena del reloj. Hasta las mujeres la lucen en brazaletes y dijes, broches y agujas. Ya sé también que me recuerdan cuando se desliza por la pared la medrosa sombra de la negra y velluda araña, a la cual mi nombre tiene la virtud de dejar inmóvil, encogida de pavor. Pero bien sabes, caudillo invencible, que entre todos ésos que ostentan la medalla de San Jorge no hay ninguno digno de ser recibido en la estrecha Orden de la caballería andante. ¡Digno de ser recibido! ¡Merecedores de ser expulsados casi todos!... ¿Cuál de ellos ha guardado castidad, palabra y honor? ¿Cuál ha amparado al huérfano, respetado a la doncella, protegido a la viuda, deshecho entuertos, atemorizado a follones y malandrines? ¿Cuál ha acometido sin temer, sin flaquear; sufrido hambre, sed y fatiga, despreciando la materia por seguir incesantemente la luz misteriosa del ideal? Príncipe Miguel, mi misión en la tierra ha concluido; mi espada puede romperse en dos pedazos, mi brillante armadura enmohecerse; ya nadie sigue mis pasos aplastando al eterno dragón de la maldad y de la vileza. En el garito infame he visto gente que ostentaba mi medalla caballeresca, y la he encontrado con horror, sirviendo de membrete de un papel perfumado con el odioso almizcle de las mujeres perdidas...

Miguel escuchaba a Jorge atentamente, serio y grave, el lindo rostro sonrosado como el de una doncella. No podía negar que las aseveraciones del gran príncipe eran fundadas. En efecto, las costumbres y los ritos de la caballería iban desapareciendo del mundo.

Volvióse por fin hacia Jorge, y con aquella tierna reverencia que demostraba él, espíritu puro e inmortal, al que sólo un mortal había sido en su vida terrena, dijo en voz más sonora y melodiosa que el ruido de la fuente de cristal cayendo en el pilón formado por las brillantes agujas de la roca:

—Tú puedes ya, príncipe, descansar en tu gloria. Para ti, lo más bello del mundo: los recuerdos, las torres góticas con bizarras almenas, las fortalezas que antes que rendidas abrasó el incendio, los vidrios de colores donde campea arrogante el heráldico blasón, las ejecutorias en que narran altos hechos el fino pincel del miniaturista, los viejos romances que entonaron los juglares y los troveros, las tumbas silenciosas donde duermen los que fueron invictos capitanes y caballeros sin miedo y sin tacha. Envaina la espada si quieres; yo no puedo. Los tiempos de la caballería pasaron; los del Espíritu Santo no pasan nunca.

Al hablar así, Miguel se volvió hacia la entrada de la gruta, en la cual acababa de aparecerse un soldado de sus milicias, un ángel de cuerpo tan transparente y fluido, que al través de él se veía el río, como se ve un trozo de cielo azul a través de una argentada nube.

—Ya me llaman —exclamó Miguel levantándose, requiriendo la lanza, que había dejado arrimada a la pared de la gruta, y embrazando el escudo de diamante que le presentaba el angélico escudero—. Bajo a la Tierra. Lucifer me pide batalla ahora, y dispara contra mí proyectiles hasta hoy no usados; sus armas son acuñadas monedas, y si no acudo, la pobre Humanidad sucumbiría, porque esta batalla es más recia que ninguna.

—¿Quieres que te siga, que pelee a tu lado? —preguntó con ansia Jorge, cuyas narices se dilataban y cuyos ojos chispeaban llenos de marcial fiereza.

—No, príncipe —respondió el arcángel, sonriendo—. ¡La táctica ha variado tanto desde que lidiabas tú! ¡Sé que sufrirías mucho si bajases a la tierra, patrón de los caballeros!

Milagro Natural

En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.

Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.

Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el coche —cuyas jacas se mosqueaban impacientes— que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo, llanamente:

—Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:

—La carrerita de un can...

Se organizaba el cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso, resquebrajado. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de sol velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan riguroso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer ante los aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro valor. ¡Ahora se verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una serie de portillos que saltar; y después, las tierras labradías, el angosto carrero, orlado de manzanillas ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego, más empinada. El gentío iba como hilera de hormigas, pero hormigas de chillón colorido, y la tolvanera que se alzaba era asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, a ratos se metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía haber andado ya kilómetros.

A una revuelta del caminillo, un manchón de arboleda, un prado reseco, y detrás, un hórreo y una especie de establo. La casa de la enferma.

Las mujerucas del rueiro habían revestido la puerta con colchas de zaraza remendada, en obsequio al Señor, y allá, al fondo del establo, en un jergón, también disimulado bajo sobrecamas y sábanas con puntillas, hipaba la moribunda.

No se veía de ella sino una máscara senil, lívida, un mechón gris, una mano amarilla, desecada y nudosa. Y su biografía, exclamada entre compasivos gemires de las comadres, era la de una malpocada, sin familia, venida nadie sabía de qué tierras, acaso de la montaña, que es donde vinieron todos los desheredados de la orilla-mar; agazapada en lo que fue cuadra de bestias y ahora albergue humano, bajo un tejado a tejavana, que da paso al viento y a la lluvia; mendiga por las puertas desde veinte años, y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué mal, de vejez, sin duda... El cura se había acercado al camastro, y, administrado el Viático, recitaba la recomendación del alma. Los aldeanos se desviaban, respetuosos, para que no perdiésemos nada del espectáculo: de los callosos pies descubiertos, pronto ungidos con los óleos; del estertor que sacudía el pecho, en que resaltaban visibles las costillas. «¡Y, alma mía, aquello era el gunizar!» Y otras viejas sollozaban, pensando en su propia hora...

El anhelar de la enferma se mitigaba: parecía haber caído en síncope. Se hacía tarde: las vacas, los cerdos, aguardaban su sustento; el pote gorgoriteaba a la lumbre, y la gente aldeana se disponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta. Por la cuesta abajo, todos los santos nos ayudaban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó elásticamente sobre la carretera, en que el sol, ya descarado, hacía relucir las partículas de mica entre el polvorín que alzaban las ruedas.

Al pasar bajo las enormes acacias, una de nosotras expresó su opinión:

—Esa mujer se muere de hambre. No tiene otra cosa sino necesidad.

—¿Enviarle un frasco de somatosa? ¿Leche?

—¡Bah! ¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, mantecadas, chuletas fritas y jamón, que lo hay en lonchas...

Reímos. Ya conocíamos el sistema. ¿Aquel cadáver comer mantecadas? El portador del cesto, sin embargo, salió volandero hacia la bodega desmantelada donde la mísera se moría por instantes, y todos los días ya volvió a salir con su canasto bien repleto.

Y fue quince días después —ni uno más ni uno menos— cuando nos avisaron de que allí estaba la resucitada, la pordiosera, que venía a darnos las gracias. Ella misma, por su pie, derrengaba sobre un báculo de aliaga, que es madera que sustenta mucho y pesa poco, arrastrándose, pero viva, y hasta con remoce de color de teja en los carrillos y cierta alegría picaresca e ingenua en los ojuelos, cercados de pliegues y arrugas...

—¡Un milagre, santiñas, un milagre! La Virgen Nuestra Señora que me arresucitó estando yo en las ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre de Nuestro Señor!

Era un día primoroso de julio. Había llovido en los anteriores; el prado se vestía de seda color manzana, y las últimas rosas del primer ciclo foral trascendían a gloria. Nos mirábamos, satisfechas y persuadidas del portento. El contenido de los cestos, cosa material, no bastaba para explicar la curación de la infeliz. Milagro lo había; milagro de vida y de gozo. Y las esencias del campo, y la claridad del firmamento luminoso, y la paz de la tarde, nos infundieron la alegría del milagro, de la muerte y la nada vencidas un momento, de la Segadora, que huía con su guadaña inútil...


«El Imparcial, 15 de noviembre 1909.

Morrión y Boina

¡La casa número 16 de la calle de la Angustia, en Marineda, trae a mi memoria tantos recuerdos! Y no de esos que producen melancolía, sino de los que infunden cierta nostalgia regocijada y benévola; algo como el ritornello de una sana explosión de risa al acordarse de un castizo sainete.

Hace ya ocho años que los inquilinos de los pisos principal y segundo de aquella vieja casa se fueron a habitar en otra más espaciosa, aunque de aposentos angostos, helados y oscuros; más alta de techo, como que se lo da la bóveda celeste; más poblada, aunque siempre muda... Ocho años, si..., ¡y en ocho años, cuántos sucesos y qué rodar del mundo!, hace que duermen en el camposanto de Marineda, al arrullo del ronco Cantábrico, las dos irreconciliables estantiguas, los dos vejestorios enemigos, a quienes, por no andar zarandeando los apellidos de su esclarecida prosapia, llamaré sonora y significativamente don Juan de la Boina y don Pedro del Morrión.

Al primero le conocí y traté mucho más que al segundo. Lo que se ofrece a mi fantasía cuando evoco la forma corpórea en que se encerraba el bien templado espíritu de don Juan, es... su nariz. ¿Quién podría olvidarla? Comprendo que se borren otros detalles fisonómicos e indumentarios de varón tan insigne, por ejemplo: los ojillos pequeños como cabezas de alfiler de a ochavo, emboscados tras la broza desigual de las cejas; los labios belfos, haciendo pabellón a la monástica papada; el cráneo puntiagudo, con erizada aureola de canas amarillas; las orejas de ala de murciélago, despegadas, vigilantes, sirviendo de pantalla a las mejillas coloradotas; las manos hoyosas y carnudas, de abadesa vieja... Hasta cabe no recordar aquel vestir tan curioso, proyección visible de un criterio anticuado: el levitón alto de cuello y estrecho de bocamanga, ceñido al talle y derramado por los muslos de amplísimos faldones; el chaleco ombliguero; el reloj con dijes; el pantalón sujeto al botín blanco por la trabilla de los lechuguinos de 1825, pero generalmente abrochado de un modo asaz incorrecto; el corbatín de raso; la almilla de franela, color de azafrán; la chistera cónica; el pañuelo de hierbas a cuadros; la caja de rapé; el famoso raglán, prenda que sólo en hombros del señor Boina pudo admirar la Marineda contemporánea, y tantas y tantas particularidades como merecían especial mención en el decano de los tradicionalistas marinedinos. Pero eran flor de cantueso al lado de su severa, majestuosa, aquilífera y arquitectónica nariz.

En mis tiempos de chiquilla, al venir a casa el chocolatero (entonces se molía el chocolate a brazo y nos tomábamos, desleídas en la jícara del caracas, gotas de humano sudor), concluida la elaboración de la molienda, y en espera yo de los obsequios de última hora que en casos tales no se regatean a los niños, recuerdo que el buen artesano se pasaba el dorso de la mano por la húmeda frente, suspiraba como quien exhala el postrer aliento, y me decía: «Espera, espera..., que te voy a hacer dos conchitas y un don Juan Boina de chocolate». Inmediatamente se ponía a modelar el monigote, de perfil, con una prolongación en mitad de la cara, mayor que la cara toda. Y era un don Juan Boina que estaba hablando.

Algo conviene indicar sobre la historia política del insigne personaje, a fin de que se comprenda la trascendencia del seudónimo que elegí para él. Y no piensen los maliciosos —gente, por desgracia, la que más abunda— que si en esta historia no se contienen hechos memorables en el terreno cívico ni en el militar, es en mengua del esforzado corazón y gallardo ánimo de don Juan Boina. No, y mil veces no. Antes penetraría el aire ambiente en los apretados poros de un fino diamante, que el pavor en el alma de don Juan. Si la suerte le destinó a mero espectador de grandes sucesos, no es culpa suya ni de su tesón indomable, por el cual alguien dijo que el señor Boina tenía el meollo como la caja de una carretera: relleno de guijarros.

Insisto en que don Juan no hizo cosas extraordinarias, porque no estaba de Dios que las hiciese; y atrévase nadie a desmentir esta verdad. Si dispusiese la Providencia que don Juan fuese un Napoleón I, llegaría a serlo..., probablemente. ¡Pues apenas sentía él en su alma nobles ímpetus y ansia de señalar con un rastro de gloria su paso por el mundo!

Don Juan había nacido en los primeros años del XIX, por lo cual afirmaba él que «iba con el siglo», aun cuando su modo de pensar y sentir desmentía palmariamente esta aseveración. Sus tempranos bríos juveniles los gastó, durante la primera guerra civil, en limpiar furtivamente trabucos naranjeros y pistoletes de chispa; dedicar en el Rosario muchas oraciones al triunfo de la buena causa, y eludir las asechanzas de los liberales compostelanos, resueltos a medir las costillas de los carlinos, como los carlinos se las habían santiguado a ellos en los años de reacción absolutista. ¡Ah! Es que entonces la gente no se andaba en chanzas, no; por los caminos reales encontraba el viajero los cuartos de algún cuerpo humano, y oía sin asombro que aquel brazo o aquella pierna era del faccioso Fulano de Tal, si es que no entraban en Compostela los cruentos despojos atravesados en una mula y goteando sangre... Cualquiera entiende que la prudencia de don Juan tuvo muchas ocasiones de ejercitarse en época tan azarosa, y el haber salido ileso de ella prueba suficientemente sus condiciones de sagacidad y su diplomacia admirable. Como Sièyes, bajo el Terror, don Juan pudo responder al que le preguntase por sus actos en tan crítico momento: «He vivido».

Restablecida la paz y afianzada la «inocente Isabel» en el Trono, don Juan descansó de sus fatigas refugiándose en el seno de la ventura doméstica; o, para hablar en romance llano, se casó. Tomó por esposa a una señorita de Lugo, fina, espiritada, romántica y sensible, que hacía unos versos flébiles y gemidores como el aura. Por orden de su marido ocultó los tales versos cual la violeta su perfume; dedicóse a la práctica de las virtudes conyugales, fundamento de la sociedad cristiana, y vivió dedicada a abrochar a don Juan las trabillas, hacerle el nudo del corbatín, plancharle las percheras, pegarle botones en las camisas, marcarle pañuelos..., hasta que entregó a Dios el alma, que fue pronto, y de una murria o consunción inexplicable, dada su felicidad. Entonces pagó don Juan tributo a las letras imprimiendo las poesías de su difunta, con este título y subtítulo: Suspiros del corazón. Obras poéticas de la señora doña Celia Monteiro de la Boina. Dalas a luz su desconsolado esposo, en memoria de sus virtudes.

Antes de la enfermedad de la señora de Boina, ciertas malas lenguas, merecedoras de que las hiciesen picadillo, murmuraron algo que tuvo graves consecuencias, para el porvenir de su marido, siendo el primer chispazo de un odio inextinguible. Lo que se susurró fue si la esposa de don Juan se asomaba o no se asomaba a la galería para ver pasar la milicia capitaneada por el apuesto don Pedro del Morrión, el más fogoso nacional de Marineda. Este tal era un abogadillo tronera y bullanguero, cabeza caliente y corazón expansivo, alma de todos los motines y pronunciamientos de aquella época, en que los había diarios. En cuanto a que la señora de Boina se dejase o no se dejase impresionar por las relucientes charreteras y la magnífica pompona del señor Morrión, es punto que no ha dilucidado la historia, tan solícita en aquilatar otros menos importantes. Lo indudable es que las hablillas referentes al caso llegaron a oídos del esposo y encendieron en su ánimo un furor que cincuenta años después ardía igual que en los primeros instantes. Comparado con aquél, ¿qué valen los frenesíes de Otelo ni las iras del Tetrarca? Apenas don Juan se enteró del rumorcillo —sin duda por algún chismoso—, es fama que hizo el soliloquio siguiente:

«España está perdida. No se respeta el honor ni el hogar. Si en vez de mandar Espartero tuviésemos rey y religión como es debido, don Pedro del Morrión sería ahorcado por sedicioso; pero en los tiempos que corren, ese libertino cobra el barato en Marineda. ¡Si algún día cae bajo mi poder...!»

A su vez, el miliciano, viendo acaso que la señora de Boina no se asomaba ya, y encontrándose por las noches al marido, muy embozado, que rondaba su propia casa, velando por su dignidad, como él decía, se echaba esta cuenta:

—Servilón de Satanás, cuando vuelva la de apalear a los de tu casta, del primer garrotazo... te despachurro esas narices de mascarón de proa, y quedas bonito.

Si aquel drama interior se exteriorizase, sólo Dios puede saber qué habría pasado; no cabe duda: con la voluntad, el señor Boina se comía diariamente los hígados del señor Morrión, y el señor Morrión solfeaba a estacazos al señor Boina. Pero con la voluntad, entiéndase bien: con la voluntad tan solo. En el terreno de los hechos no sucedía más sino que cada vez que se encontraban los dos héroes, fruncían el ceño, chispeaban sus ojos, se les hinchaban las narices, tosían, mirábanse de soslayo, y... maldito si pasaba otra cosa.

Corrieron años, y allá en el 44 gozó don Juan la dulce emoción de esperar que acaso el tremendo Puig Samper, Capitán General de Galicia, le mandase atizar a don Pedro unos tiritos por haberse entremetido en el alzamiento de Iriarte. No se le cumplió el gusto, y, dominado el motín, don Pedro siguió paseándose por Marineda, tan orondo, alborotando con la reorganización de la milicia. Tampoco se le logró el deseo a don Juan dos años después, fecha de la famosa hecatombe de Carral. Según Boina, no era Solís el organizador de la revolución sino don Pedro, bajo cuerda, por supuesto; y cuando llevaron atado codo con codo al jefe del Estado Mayor de Samper para arcabucearle, don Juan bramaba y repetía:

—¡Mientras no lleven así al botarate de Morrión!...

La efervescencia montemolinista dio luego mucho en que entender al señor Boina, y casi le distrajo de su odio. ¡Con qué afán siguió las operaciones de Cabrera en Cataluña! Él se sentía capaz de hacer otro tanto en Galicia... si le facilitasen mimbres y tiempo. No sería el caudillo militar, pero sí el genio organizador, la cabeza. En ésta rehizo todo el plan de campaña, y a seguirse el suyo, no hubiese terminado como terminó aquella empresa malograda y heroica.

Por su parte, el señor Morrión andaba también muy entretenido en aquellos días de pronunciamientos, conspiraciones, golpes de Estado y milicia nacional siempre en danza. Cuando tocaron a disolver la fuerza popular, en el memorable año 56, sobrábanle ya a don Pedro motivos para tener juicio, porque sus sienes lucían canas y arrugas su rostro; no obstante, perdió la chaveta, y se adhirió a la resistencia barricadera del pueblo marinedino, cuyos nacionales no quisieron rendirse hasta que lo hiciesen los de Madrid. La mañana luctuosa en que fue preciso entregar las armas, como acertase a pasar don Juan Boina, que volvía de misa, y fuese visto por un grupo de milicianos, hubo dos o tres silbidos, se cantó el trágala, y el corneta de la compañía se destacó a pintarle con tiza un borrico en la espalda del raglán que ya gastaba entonces. ¡Qué inefable placer le produjo el desarme de aquellos pilletes, y contemplar a Morrión cariacontecido, con las orejas gachas, privado para siempre del gusto de ostentar su brillante uniforme y jugar al coronel! Y emitiendo un juicio histórico más profundo de lo que él mismo creía, se dijo don Juan, respirando fuerte:

—La milicia ha muerto. Nunca más resucitará. Se reirán de esta farsa las generaciones venideras. La causa, la santa causa, en cambio, vive y ha de vivir mientras haya españoles. Yo, yo soy inmortal. Ya verán cómo renazco de mis cenizas cuando menos se lo figuren. Y así que tal suceda..., ¡ay del infame seductor, masón y perdido!

Renació, en efecto, el fénix, con misterioso aleteo, allá por el año de 60, cuando se fraguó el complot extraño y romancesco de la Rápita. No había entonces ferrocarril ni señales de él para Galicia, y, sin embargo, a Marineda, llegaron unos vientecillos de noticias, exhalados quizá de la famosa casa de la calle de Amaniel, y a boca de noche los vecinos curiosos pudieron ver entrar en el portal de don Juan Boina a dos o tres pajarracos, quiénes rebozados en negros manteos, quiénes envueltos en cumplidas pañosas. La sinceridad de fiel cronista me obliga a declarar que en aquellos clandestinos conciliábulos no acontecía más que lo siguiente: leer de cabo a rabo La Esperanza, periódico de simbólico título; toser y estornudar, roncar a veces al amor del brasero y despertar entre sueñecillo y sueñecillo para decirse muy bajo —tan bajo como si detrás de cada puerta estuviese apostado un espía que se preparaba ¡algo!, ¡algo! Ellos no sabían qué...; pero, vamos, algo se preparaba. ¡Algo!

Al estallar lo que se preparaba, quedáronse con la boca abierta. Todo lo aguardaban, menos eso. Para decir cumplida verdad, sus informes no les autorizaban a protemeterse ni eso ni otra cosa, porque, seamos francos, ni sombra de informes auténticos tenían que comentar en sus nocturnas reuniones; pero, sea como quiera, siempre la imaginación pinta, y a ellos les pintaba entradas por Portugal, intervenciones de Inglaterra con motivo de lo de Marruecos, órdenes del Papa; todo, menos la tartana y el sacrificio del novelesco y simpático Jaime Ortega. Ortega..., ¿quién era Ortega? ¡Humillación indescriptible! Ninguno lo sabía. En fin, ahora, después de la catástrofe, lo que importaba era ponerse a salvo. Había transpirado en Marineda el misterio de aquellos conclaves subversivos; el diablo, que todo lo añasca llevó a oídos de las autoridades alarmantes rumores..., y don Juan y compañía se dedicaron a buscar agujeros y refugios para no sufrir la suerte del mísero capitán general de las Baleares. ¡Ahí sería nada si los metiesen en un bote con trampa en el fondo, y bajo pretexto de conducirlos al castillo de San Andrés, los dejasen hundirse bonitamente en mitad de la bahía! ¡Pues no digo si los trincasen, y en la revuelta de un camino, alegando que habían intentado desatarse, les escalfasen los sesos de una descarga! Lo que más color daba a estos recelos, lo que los elevó a pánico, fueron unos anónimos sombríos y preñados de amenazas, cerrados con migas de pan y escritos por mano indocta, que rezaban así: «Muerciélagos: encomendad vuestras almas a Dios; llegó vuestra última hora. Ya se descubrieron vuestras negras tramas. Se os arrancará la careta. Mochuelos que huís de la luz, ahora sí que os quemamos la madriguera. Pereceréis entre las llamas, ya que nos queríais asar a nosotros en las de la ominosa Inquisición». Al poner en el buzón para el correo interior estos y otros disparates, don Pedro del Morrión y dos amigotes suyos, asiduos concurrentes a la logia de Marineda, se perecían de risa.

—De esta hecha mueren de canguelitis. El doctoral ya está enfermo de..., pues de flojedad en el ánimo. A don Juan Boina se le ha estirado un palmo la nariz.

Pasaron, por fin, aquellos tragos y aquellos sustos; vino el gran acontecimiento revolucionario, y con él una serie de trascendentales sucesos, que vengaron cumplidamente a don Juan de las picardías de su antiguo rival. Mientras el señor de Morrión, hecho ya un pasa, arrollado por la gente nueva que trajo consigo la marea de la septembrina, se quedaba arrinconadito en el instante mismo de triunfar sus ideas de toda la vida, y, en unión de su partido, empezaba a momificarse, el señor de Boina, precisamente cuando se desencadenaba la anarquía, iba subiendo a las colosales proporciones de jefe de partido en Marineda. Sin saberse cómo ni por qué, el señor de Boina era ya un personaje político a tiempo que se eligieron las Constituyentes de la revolución. Tanto, que una mañana se le vio enderezar el espinazo asaz encorvado; despedir lumbres por los microscópicos ojitos; ajustarse marcialmente el raglán; echar calle arriba, camino de la iglesia donde oía misa todos los días del año; y, una vez allí, hincarse de rodillas ante el altar de los Dolores, abrir los brazos y, con un impulso de verdadera fe —tal vez el único momento estético y sublime de su larga existencia—, rezar en alta voz una Salve. Era diputado electo por el distrito de la Formoseda.

Es seguro que con el mismo entusiasmo que puso en sus labios la oración, don Juan hubiese pronunciado en las Cortes largos y magníficos discursos, a no tropezar con cierta premiosidad en la elocución y cierta carencia de... de ideas no precisamente, sino de las fórmulas en que se envuelven esas ideas para salir a luz revestidas con las galas de la oratoria. No obstante, fue muy digna de encomio en aquella campaña parlamentaria la docilidad del señor Boina al votar con la minoría tradicionalista, y la modestia con que se hizo a un lado dejando los primeros puestos a los Aparisis, Monescillos y otras personalidades eminentes, con las cuales ni siquiera intentó entrar en pugna.

Lo que le desacreditó un poquillo, inutilizándole para las legislaturas venideras, fue el fiasco de la delicada comisión que le encomendó el partido tradicionalista gallego, delegándole por la provincia de Lugo para asistir a la importante Junta de Vevey. La idea de viajar por el extranjero puso a don Juan fuera de quicio; es indecible el desdén con que miraba a su enemigo Morrión cuando en aquellos días le encontraba casualmente en las calles de Marineda. «Ahora verás, quídam pelagatos, la diferencia que va de un furriel de nacionales a una notabilidad política». Preciso es confesar que el señor de Morrión andaba cariacontecido y mohíno. «Lo admito todo —decía a sus amigos y compinches de logia— Que vuelvan a cantar la Pitita; que manden los curas; que se restablezcan los autos de fe; que tengamos que tragar otra vez los diezmos... Pero, ¡caramillo!, no comprendo esto de que se consigan tales cosas haciendo personaje político a una calabaza..., que más gorda no la ha producido nunca ninguna huerta». ¡Cuál sería el regocijo de los malévolos detractores del señor don Juan al saber que éste, en vez de dirigirse a Ginebra para acudir a Vevey, había ido a dar con sus huesos a Génova, y desconociendo el idioma, confundido, mareado, indispuesto, no había conseguido llegar a la Asamblea magna sino con toda la oportunidad del mundo, después de la última sesión!

Todos los periódicos de Marineda, El Adalid, El Nautiliano, El Grito Marinedino, publicaron en esta ocasión chispeantes sueltos y cómicas reseñas del viaje de don Juan. Los tradicionalistas, que le habían elegido por mandatario, quedaron tan satisfechos como puede suponerse y el astro político del señor Boina empezó a apagar sus resplandores, quedándole sólo unas tenues lumbres que todavía conservaba cuando yo le conocí y traté.

En suma, ¿qué importaba a don Juan la decadencia? Es ésta compañera inseparable de toda humana gloria: no hay grandeza que no decline, no hay imperio que no fenezca y se acabe. Hundióse el poderío romano; cayeron en ruinas Babilonia y Nínive; Jerusalén, Cartago, Itálica, sufrieron la misma suerte. En esto pensaría don Juan para consolarse si a tanto llegase su erudición y si no le bastase el recuerdo... que a los sesenta y tantos años reemplaza a la realidad de un modo satisfactorio. ¿Quién le podía quitar haber sido diputado en las Constituyentes? ¿Quién haber ido a Vevey..., aunque fuese por el camino de Génova? ¿Quién la sonrisa cariñosa y las atentas palabras de doña Margarita de Borbón? Que rabiase el viejo ex miliciano, pues no registraba en su historia efemérides tales.

Recién salida del horno la Restauración conocí personalmente al señor don Juan, y aún tuve el placer de que se sentase varias veces a mi mesa. La primera fue, por más señas, un día de días; creo que un San José, patrono de casi todos los españoles. Colocado a mi derecha, luciendo en la almidonada pechera un descomunal y arcaico broche de diamantes y rubíes entrefalsos; con la servilleta puesta a guisa de babero, el patriarca me inspiraba una especie de respetuosa conmiseración mezclada con unos impulsos de reír, a que me guardé bien de dar salida porque para algo se hicieron la cortesía y la buena crianza. Él se había propuesto ser galante conmigo, y desde la sopa empezó a ofrecerme con los dedos, yemas y almendras de las que contenía un plato montado puesto frente a nosotros. Una yema me la dio con el cocido; otra, con el frito; otra, con las perdices. Y había aquello de:

—Ésta por mí. Ésta por el señor de los días. Si me desaira usted me ofendo. Usted no querrá desairarme.

No; no quería desairarle, y me tragué las yemas. Mi buen natural impidió que meditase proyectos de venganza; pero la casualidad y la suerte me sirvieron mejor que solicitaba yo misma, poniéndome en ocasión de dar el disgusto magno al señor Boina. He aquí cómo:

Carteábame por entonces con un ilustre paisano mío, un marinedino que ha dejado memoria, escuela, partido y hasta dinastía en España; hombre de agudísima inteligencia, que gracias a ella obtuvo la jefatura del tradicionalismo español y consiguió, andando el tiempo, desde el fondo de la tumba, sobreponer el prestigio de su nombre al del mismo principio monárquico, en la conciencia de la gente más monárquica del mundo: señalado ejemplo del poder de la dialéctica y de las doctrinas cerradas y radicales. Este varón notable a quien llamaré don Máximo Robledal, me escribía, como digo, si no muy a menudo, por lo menos las veces suficientes para causarle al bueno de don Juan Boina berrinches, jaquecas, melancolías y desazones de toda especie, porque tenía determinado, en su fuero interno, que la única persona a quien don Máximo Robledal podía escribir en Marineda era a él. ¡Él, el delegado de Vevey, el diputado a Cortes! Cada vez que recibía el correo, latíale el corazón como a niña con novio ausente, y acostumbraba quedarse con las cartas en la mano, calados los espejuelos, los párpados con traídos, saliente el labio inferior y destacado el sobrecejo coronando su poderosa nariz, la cual rascaba suavemente con la uña del pulgar izquierdo, murmurando:

«Pero ¿de quién será esta carta? A ver, ¿de quién? Del señor penitenciario de Lugo no pude ser: no es su letra, que bien la conozco. Pues del marqués de la Figueira menos: como que se encuentra imposibilitado y no escribe a nadie. De mi primo Jacinto María..., ¡si tuve otra ayer!..., y las "bes" mayúsculas de Jacinto son de distinta hechura que éstas. Tampoco me parece del cura Bouzas. ¡Quia! Si trae sello de Madrid. ¿Será?... ¡Santo Dios! Acaso sea... Probablemente... Como estos días ocurren cosas importantísimas en nuestra comunión... Se prepara "algo"... El chiquillo se va, se va, ahora es la cierta... La cosa andaba muy mal allá por Francia... ¡Ah, de fijo que la carta es de don Maaáximo!»

Si presenciaban estas fluctuaciones los habituales tertulianos del señor Boina, solían, pasados unos diez minutos, decirle, con gran sensatez:

—Pero, señor don Juan, abra usted la carta, que es el modo de saber quién le escribe.

Seguía el consejo, y... ¡oh desengaño! No era de don Máximo la epístola. Cuando se agregaba que, por los mismos días tuviese yo alguna que enseñarle, don Juan no dormía, ni sosegaba, ni me dirigía la palabra sino desde el fondo de su cólera, con una especie de reticencia dolorosa y continua.

Represéntese el pío lector cuál se quedaría don Juan al enterarse de una carta más solemne que todas, donde Robledal me participaba cómo el Señor (que Dios guarde) le había nombrado su representante en España, y me encargaba de ponerlo en conocimiento de los leales de Marineda. Una granada que estallase a sus pies; la vista de un dragón fierísimo; el techo que se cayese y le cogiese debajo, no dejaría al señor Boina más apabullado y patitieso que la tal misiva. Para él era una real orden, igual que si las palabras de don Máximo saliesen en la Gaceta y trajesen esta coletilla: «Está rubricado de la real mano».

Inmediatamente me pesó de habérsela leído. Disipada la primera estupefacción, vi sus mejillas que pasaban del rojo oscuro al color violáceo; vi encenderse su venerable nariz y temblar su colgante belfo y sus pobres manos ancianas; hasta creo que oí entrechocarse los dijes de su gran saboneta, como los dientes del medroso ante el peligro. No obstante pudo más que la piedad el buen humor de los pocos años que entonces contaba yo, y le pregunté con involuntaria malicia:

—¿Qué le parece, señor de Boina, la galantería de nuestro ilustre Robledal? Me da la noticia antes que a nadie. ¿Ve usted qué deferencias hacia el bello sexo?

Don Juan me miró de alto a bajo; rechinó los dientes; enarcó las cejas, y sólo pudo exclamar con ronca y trémula voz:

—¡Está bien..., está bien!

Tuve la fortuna de que, al salir de estampía el patriarca, le acompañase uno de sus tertulianos, el cual me refirió después la sabrosa escena ocurrida a las puertas de mi casa. Paróse allí sin aliento el señor de Boina; elevó la frente y miró hacia mis balcones; bajó después la cabeza y siguió corriendo cuanto se lo permitía el peso de los años hasta la esquina de la calle. Allí volvió a detenerse y, dando salida a lo que le hubiese ahogado si lo reprime un minuto más, alzando el sombrero, llevando la diestra a sus amarillentas canas, exclamó, tartamudeando:

—¡Señor..., Señor..., Señor! ¡La comisaría regia..., la comisaría regia de Marineda..., y, por consiguiente, de Cantabria..., en una hembra!... ¡Robledal!... ¡Robledal! ¡Señor, Señor, detenle al borde del abismo..., guíale, alúmbrale... La comisaría..., el gobierno de esta región de España..., en manos femeniles! ¡Señor..., salva a España..., salva el mundo!

—La verdad es —dijo el acompañante del señor de Boina con la más sana intención de acabar de desatinarle— que esta comisaría regia era pintiparada para usted.

—No; yo, no; yo, no —exclamó el honrado viejo con explosión de indignada modestia—. Yo no soy más que un veterano de cien campañas, inválido ya; yo para nada sirvo sino para pedir a Dios una buena muerte; yo..., soldado de fila, el último; pero... ¿cómo quiere usted que vea con indiferencia al señor de Robledal..., a don Máximo..., tocado de locura, invadido del espíritu diabólico, entregando la comisaría regia a una hembra? ¿Conque llevamos todo lo que va de siglo luchando, sufriendo persecuciones, derramando nuestra sangre, cubriéndonos de gloria, sí, de gloria, para evitar que ocupen el trono las hembras, y hemos de tolerar ahora que una nos rija y mande en estas provincias? ¡Ah don Máximo! Las atribuciones que a usted ha conferido el rey son muy grandes, muy respetables, sin duda alguna; yo me inclino ante el rey; pero llegando un caso de estos, un acto así de tiranía..., no me doblo: nos veremos, señor don Máximo. Ya sabe usted la fórmula: se obedece, pero no se cumple. Los cristianos acatamos al rey, pero no nos humillamos al César. Resistiré como los mártires a los procónsules. Protesto, protesto y protesto. ¡Comisario regio una hembra!

Había que saber el sentido que tenían en los labios y en la mente de don Juan estas últimas palabras; había que conocer su dictamen respecto a la «misión», según decía él, de la mujer en sociedad, para darse cuenta exacta de la ironía y la amargura con que las articulaba. Protestó en efecto, y la primera forma de su protesta fue no volver a poner los pies en mi casa, lo cual sentí mucho. Por más que procuré evitar el rompimiento con el pobre señor enviándole varios recados de que no había tal comisaría regia ni cosa que lo valga, no conseguí disuadirle y siguió aferrado a su inocente chifladura, encerrado en su casa, donde concurría diariamente a darle tertulia el elemento joven tradicionalista de Marineda. Esta tertulia era su consuelo, su solaz y su compensación. Con esta tertulia me hacían la oposición a mí.

En efecto, ¿qué bálsamo para sus heridas morales como saber a ciencia cierta que el día de San Carlos Borromeo; el de Santa Margarita, reina de Escocia; el del Apóstol Santiago, patrón de las Españas, y el de Nuestra Señora de las Nieves, en su casa se juntaban para salir a oír la misa; en su casa era donde se celebraba la ceremonia oficial del besamanos, y en su casa se redactaba y firmaba el mensaje de felicitación? ¿Qué comisario regio era yo, cuando nadie se acordaba de mí para presidir estos actos tan serios y tan interesantes a la vida del partido? ¡Ah! A despacho de los contrafueros de Robledal, el verdadero comisario regio... bien, bien se comprendía dónde estaba.

En los años de retraimiento que corrieron sin que yo viese al señor de Boina, ocurrió un hecho curioso, de esos que parecen bromas de la casualidad. Habitaba el señor de Boina, según queda dicho, en un caserón de la calle de la Angustia, la más costanera, pedregosa, húmeda y antigua de Marineda, si se exceptúa la de la Sinagoga, más fea todavía. El tal caserón, que cualquier arquitecto declararía ruinoso, era, sin embargo, bastante claro y de condiciones higiénicas superiores a las de las casas nuevas marinedinas; pero por encontrarse sito en aquella calle extraviada y melancólica, costaba la mitad menos, y con unos cuantos realitos diarios podía el señor Boina permitirse el lujo de un salón donde celebrar sus recepciones oficiales. Pues bien: el segundo piso, igualmente barato y destartalado se vino a vivir ¿quién dirán ustedes? El señor don Pedro del Morrión, en persona.

Desde la Revolución, este héroe, mandado retirar lo mismo que el partido progresista, en cuyas filas formaba, y tan pasado de moda como la milicia, se había ido acartonando y quedándose hecho una castaña pilonga. La edad, que traía a don Juan un desarrollo majestuoso y pletórico de los tejidos y de las formas, secaba y reducía al ex abogado y ex bullanguero. Aquella vivacidad antigua suya remanecía, sin embargo, en sus movimientos y gesticulaciones, y, sobre todo, en su fogoso corazón, que conservaba todo el calor de los tiempos juveniles, por más que las facultades intelectivas y el vigor físico anduviesen muy desmayados. No se había entibiado un punto el ardor de sus convicciones; aborrecía más que nunca a los que seguía llamando facciosos; para él había un espectro; la teocracia, y cuanto en España ocurría de malo, que era casi todo, lo atribuía a manejos de los jesuitas y a intrigas de la gente negra. La pura verdad es que nadie le hacía caso, y que se le tomaba a broma en todas partes, no tanto a causa de sus opiniones, ni más discretas ni más tontas que las de la mayoría de los políticos de casino, sino porque la mucha edad, cuando no es augusta por el genio, por el nacimiento, por la virtud, tiene algo de cómico, máxime si no la sazona y condimenta la sal de la experiencia y del desengaño. Lo que a los veinticinco fue base de la popularidad de don Pedro, a los setenta y pico largos hacía sonreír hasta a la gente benévola. Así, la prenda elegante que un tiempo realzó la hermosura, pasa a ser disfraz carnavalesco y divierte por su extravagancia.

Lo triste para don Pedro era verse, a sus años, tan solito; porque aquellos amigotes de logia que le ayudaron a divertirse con don Juan, cuando lo de la Rápita, se habían ido muriendo —claro está, como que contaban las mismas Navidades que el famoso miliciano—. ¡Qué soledad la de los viejos sin hogar, sin familia y hasta sin ese calor ficticio, pero animador y benéfico, de las amistades políticas! Cada vez que don Pedro oía bajo sus pies el rodar de sillas y estrépito de pisadas de los que acompañaban en las largas noches de invierno al patriarca del tradicionalismo, y les sentía bajar, metiendo bulla y riendo a carcajadas, la vetusta escalera, una hipocondría profunda se apoderaba de él, y envolviéndose en su vieja bata de tartán, único preservativo que contra el riguroso frío usaba, y paseando de arriba abajo en su desmantelado e inútil salón, daba vueltas al problema siguiente:

«Vamos a ver: yo conocí a ese búho de don Juan Boina hace la friolera de cincuenta y tantos añitos. Ya entonces sus ideas eran una ridícula antigualla, desterrada por la esplendente luz del progreso. Desde entonces, en España, la causa de la libertad ha ganado terreno siempre; hemos echado a los frailes, consumado la desamortización, destruido los fueros, logrado la libertad de cultos... y, sin embargo, ese esperpento, en vez de quedarse arrinconado en el desván, se ha visto diputado, casi personaje, y aún hoy, retirado de la vida activa, recibe corte; vienen todas las noches seis u ocho personas de las más conocidas y respetadas aquí a hacerle tertulia, se encuentra mimado, y halagado, y hasta obedecido, y yo no sirvo sino para que se me rían en mi cara cuando me atrevo a decir algo de política. Vamos a ver, repito: ¿quién ha sido aquí el bolonio? ¿Quién el loco y quién el cuerdo? ¡Cuándo pienso que él está rodeado de jóvenes! Ese caduco despojo de edades oscurantistas, ¡con una escolta de muchachos! ¿Si retrocederá el siglo en vez de avanzar? ¿Si seré yo un memo, y la santa libertad una engañifa? Porque si hubiese justicia en la tierra, Marineda a quien debía traer en palmas es a mí, el nacional veterano; y a ese terco vejestorio servilón, encerrarle en la cárcel, donde otros están con menos motivo.»

Es inexplicable la murria que estas cavilaciones infundían a don Pedro. Tanto subió de punto que la tertulia de abajo, con sus risotadas, sus taconeos, sus sillas removidas y todo su alegre trajín vino a ser la idea fija del señor de Morrión; idea que, ayudada por la debilidad mental y las manías, compañeras inseparables de los años provectos, consiguió dar al traste con la serenidad del vejete, persuadiéndole de que andaba sobre un volcán, o, para decirlo más claro, de que bajo sus plantas se tramaba alguna formidable conspiración semejante a la de Ortega, y de la cual resultaría Marineda el centro, siendo foco del incendio aquella misma casa.

«¡Ah lechuzos! —exclamaba para sí el señor de Morrión—. A mí no me la pegáis. Vosotros no os reunís ahí tan solo para hacerle el mondiú a ese melón de don Juan Boina. A otro perro con ese hueso. ¿Si me acordaré yo de cuando, so color de hacerle cocos a una muchacha, nos juntábamos a llenar cartuchos y fundir balitas? Ya soy machucho y la experiencia me ha enseñado a desconfiar. Aquí se trama algo... Pero yo lo descubriré o pierdo el nombre que tengo.»

Lo cierto es que, después de tomada esta determinación, don Pedro no volvió a aburrirse. Había encontrado eso que se necesita a todas las edades, y más en la vejez: un objeto, una distracción, en fin, una forma cualquiera de la actividad moral humana.

Así que cerraba la noche, recatando la cara con el embozo, agazapado en un ángulo del tenebroso portal, atisbaba don Pedro a los tertulianos de su vecino y trataba de interpretar las palabras sueltas que pronunciasen al tirar de la campanilla. Después, tumbándose en el piso, pegando el oído a las rendijas de los tablones, procuraba sorprender el cuchicheo de la reunión oscurantista. Primero oía un murmurio acompasado y monótono, que alternativamente se apagaba o sonaba con más fuerza: era don Juan guiando el rosario de sus tertulios. Después notaba los acostumbrados ruidos de arrastrar muebles; se organizaba la partida de tresillo. Choques como de hueso con loza: las fichas. Carcajadas: un codillo al patriarca dado por medio de unas trampas de lo más irreverente. Y luego, lectura en alta voz, entrecortada por comentarios, exclamaciones, protestas, gritos y disputas interminables: era la lectura de El Siglo Futuro y de La Fe, no incompatibles todavía en aquellos tiempos, si bien ya muy esquinados y torcidos; como que no tardarían en arrojarse los platos a la cabeza. Estos eran los ecos de la tertulia para un espíritu desapasionado y observador; no así para el viejo maniático, que no podía explicarse semejantes rumores sino atribuyéndolos a alguna ocupación ilícita, perturbadora y completamente extralegal.

Una noche, sobre todo, llegó su excitación al paroxismo a causa de un suceso inexplicable para él y que ocurrió en el misterioso conciliábulo. Antes de referirlo, conviene advertir que los asiduos cortesanos del señor de Boina, gente moza y de festivo genio, iban cansándose de hablar y oír todas las noches las mismas cosas; y encontrando que la tertulia pecaba de soporífera, trataban de animarla con bromas y jugarretas. En los primeros tiempos se habían portado con gran formalidad, mostrando sumo respeto al patriarca; pero así como los sacristanes acaban por familiarizarse con las imágenes y objetos sagrados, y andar entre ellos como andarían entre cachorros o espuertas, ya los tertulios de don Juan no veían en él al figurón respetable de su partido, sino al viejecito chocho, con cuyas ideas estrambóticas se divertían en grande. Era aquella una generación nueva, no educada para venerar, o al menos infiltrada de ese virus de libre examen que funda la veneración en la crítica: que si venera, quiere saber por qué, y a quien en último término sólo se imponen positivamente la inteligencia y el vigor. Así es que la casa de don Juan poco a poco fue convirtiéndose para ellos de santuario en entremés, y cada día ideaban una diablura diferente para solazarse a cuenta del pobrecito. Empezaron por tomarla con la criadita del señor don Juan, recomendada de un canónigo, que tenía la voz monjil y el andar muy repulgado, que saludaba diciendo: «¡Ave María purísima!», y que era, en opinión de don Juan Boina, la suma de las virtudes y el paraninfo de la castidad: flaquezas de juicio frecuente en los viejos que toman a su servicio muchachas. Para quemarle la sangre al señor Boina, nada como decirle chicoleos a su Verónica.

—Es un cargo de conciencia, señores —gruñía, poniéndosele la nariz colorada como el moco de un pavo—. ¿No comprenden ustedes que esa muchacha es la inocencia misma, que perturban ustedes su virginal corazón? ¡Una chica que se proponía entrar monja y ha dejado el convento para servirme! ¡Buen ejemplo y buena seguridad la que disfruta bajo mi techo! Señores, esto no puede seguir así. Al que diga algo atrevido a Verónica... se le expulsa, señores, se le expulsa.

Con esta orden draconiana tuvieron materia de diversión para rato. Es de saber que el señor Boina era el más desgraciado mortal del mundo cuando le faltaba un tertuliano; y hubo de observar con disgusto que alguno de ellos no parecía en tres o cuatro días por la tertulia.

—¿Qué tendrá el señor don Feliciano Mosquera? ¿Estará enfermo?

Guardaban silencio los cómplices, hasta que, apremiados por las preguntas y la aflicción del señor Boina, bajaban la cabeza y contestaban como avergonzados:

—Señor don Juan, Mosquera no se atreve a ponerse delante de usted... Tuvo la desgracia de echarle flores a Verónica..., y como usted ha sentenciado a expulsión al que en tal error incurriese...

Esta explicación la daba con aire gazmoño y voz contrita el joven abogado Martín Gómez Canido, el tertuliano de aspecto más modesto y formal, y en el fondo el más terrible guasón de cuantos mareaban al patriarca. Y don Juan solía contestarle, echándola de magnánimo:

—¡Jesús, María Santísima..., qué frágil es la humana naturaleza! En fin, por esta vez dígale al señor Mosquera que venga, que le echamos muy en falta... Pero con condición de que no reincida. ¡Si reincide...!

Agotada ya la vena de los requiebros a la sirvienta, discurrieron otra humorada sobre el mismo tema, y fue asegurarle a don Juan que su criada estaba ferida de punta de amor por él, lo cual la traía a mal traer, llena de escrúpulos y con el alma toda acongojadica.

—Señor don Juan, usted no sabe lo que es una muchacha sensible. Claro, la ponen a la infeliz al borde del abismo; la traen a vivir en compañía de una persona como usted, con ese prestigio y esa fascinación que ejerce sobre cuanto le rodea; me la colocan, como quien dice, sobre el barril de pólvora..., y no quieren que salte, Señor don Juan, tiene usted sobre su conciencia un gran peso. Ha envenenado usted la existencia de esa desgraciada. Antes de conocerle a usted sólo pensaba en Dios, y ahora..., figúrese usted en lo que pensará.

A lo que respondía don Juan, cayéndosele la baba en hilos hasta la pechera:

—Son ustedes unos exagerados, señores. Una joven tan virtuosa no deja fácilmente que se la apoderen de las potencias las pasiones desenfrenadas. Con las prácticas cristianas de Verónica..., pues, vamos, no puede ser. Yo no digo que no tenga su sensibilidad lo mismo que cualquiera; todos somos..., en fin, somos mortales, no somos nada; pero la virtud siempre se levanta por encima de las asechanzas de esta carne maldita...

Viendo los empecatados bromistas la credulidad del buen señor, recargaron el cuadro:

—Señor de Boina: mucho sentimos dar a usted una mala nueva...; pero el cariño que le tenemos nos obliga... Nosotros debemos velar por su buena fama de usted. No conviene que el ilustre jefe del partido tradicionalista se vea tildado...

Aquí el señor Boina fruncía el sobrecejo, se echaba atrás con dignidad y articulaba con énfasis:

—Ustedes dirán, señores.

—Pues se trata de que, con motivo de esa pasión que por usted siente la infeliz Verónica..., anda por ahí cada cuento y cada chisme y cada historia... imponente.

—¿Qué me dicen ustedes, señores? Yo no sé lo que me pasa... ¿Están ustedes seguros?

—¡Toma! —replicaba Martín Gómez—, ¡que si estamos seguros! El director de El Pimiento Picante nos enseñó hasta el proyecto de caricatura que va a publicar contra usted. Sale usted de Fausto, y Verónica, de Margarita. Por supuesto que, si tal hace, le rompemos un alón; pero el escándalo..., el escándalo no se evita.

—Pues el escándalo es lo que conviene evitar, señores...

Y don Juan dejando caer la cabeza, incustrando la quijada en el pecho, desmayando la fisonomía, pareciera, efectivamente un búho atontado si no le faltasen los redondos ojos melancólicos que dan a esta ave nocturna aspecto tan grave y reflexivo. No inspiró lástima a los bromistas la actitud doliente del patriarca; lejos de eso, continuaron poniéndole la cabeza como un bombo, refiriéndole murmuraciones de vecindad y supuestos planes maquiavélicos de los librepensadores marinedinos, a fin de sorprender en malos pasos al mayor enemigo del liberalismo en Marineda: al eximio don Juan.

—¿A qué no sabe usted —insinuaba Gómez Canido, bajando los ojos, como siempre que iba a soltar una gran bellaquería— quién propala todas esas especies de ofensivas para el decoro de usted y, en general, de nuestra comunión? Y, claro, viniendo de tal origen, las cree todo el mundo..., figúrese. ¿No sospecha usted a quién me refiero?

El señor Boina, relampagueando con los ojos, alzaba el índice y lo movía de arriba abajo, pronunciando al mismo tiempo:

—Ya estoy, ya... Ese galafate del piso segundo...

—¡Ajá! Justamente. Don Pedro del Morrión es quien corre la voz de que si usted y Verónica...

Gómez completaba la frase poniendo horizontales los dos índices de la derecha y la izquierda, y dando en la yema del uno con la del otro repetidas veces.

—Hombre —articulaba, al fin, el señor de Boina—, a ese bicho malo convenía... sí, convenía que ustedes... me lo desalojasen de ahí. Si les he de ser a ustedes franco..., yo no estoy enteramente tranquilo con semejante vecindad. Una calumnia..., como ustedes dicen muy bien..., procediendo de un inquilino de la misma casa..., rueda y se divulga y tiene autoridad.

—Que sí; se lo correremos a usted de ahí. ¡No faltaba otra cosa! ¡En la misma casa de nuestro ilustre jefe ese revolucionario! No, no...; déjelo usted de nuestra cuenta.

Así estaban los dos inveterados enemigos: rebosando indignación, refrescadas sus antiguas discordias por la proximidad y atravesando con su ira el piso de carcomidas tablas que los separaba; la suerte que sus miradas no eran lanzas ni puñales; que si no, poco hubiese tardado en clavarse, pasando la débil valla, en ambos cuerpos.

En tal ocasión fue cuando los tertulianos, cansados de revolverle al señor de Boina armarios y alacenas para sacar a luz estrambóticas antiguallas; de hacer rabiar a Verónica en la cocina robándole los postres o escondiéndole el vino; de atarle al gato latas en el rabo y de volver los cuadros cara a la pared, idearon cierta infantil travesura, más propia de chicos del Instituto que de hombres barbados; y fue meter una rata enorme de las que en Marineda se llaman «lirios», en una cajita de madera, que, sellada y precintada, hicieron entregar por un mozo, diciendo que era un encarguito venido por la diligencia compostelana. La orden fue que el encargo se trajese cuando estuviese reunida toda la tertulia; y mientras don Juan sostenía la cajita en las manos sin resolverse a abrirla, dando vueltas al rótulo y discurriendo, según costumbre, si el regalo sería del señor penitenciario de Lugo o del primo Jacinto María, los tertulianos se empujaban con el codo y ahogaban la risa pellizcándose las manos o mordiéndose los labios. Por fin, don Juan determinó abrir, con gran prosopopeya, la caja, y, ¡pif!, saltó la rata hecha un basilisco, arrastrando más de treinta varas de bramante delgado con que le habían atado una patita y a cuyo extremo opuesto estaba sujeta la caja. Es indecible la confusión y algarabía; los chillidos de don Juan, que tenía un miedo cerval a las ratas; las carreras de los tertulianos para atrapar al animalejo, los brincos y fuga desesperada de éste; sus ascensiones a los muebles más altos; su refugio tras de una cortina; su trágica muerte a espadín, que fue el arma que más pronto se hubo a mano en el arsenal del señor Boina...

Arriba, don Pedro del Morrión, con el oído pegado al piso, el corazón en prensa y la respiración anhelosa, no podía darse cuenta del motivo de tan tremenda algazara.

—A alguno persiguen, es evidente; a alguno acosan; pero ¿a quién? —y de pronto, saltando como si el espadín que abajo consumaba la ejecución del asqueroso bicho le hubiese atravesado a él los riñones, exclamó—: ¡Caramillo! Ahí gritan ¡«muera»! ¡Se me eriza el cabello! ¡Ah!, no en vano decía yo que aquí hay más que una inocente tertulia. Aquí se conspira; aquí... se llega hasta el crimen.

Y al escuchar una voz que desde abajo dijo clara y distintamente: «Ya murió», el pobre hombre, tan sorprendido como si no acabase de anunciarlo, se quedó absorto, paralizado de horror.

Hay que insistir en que las potencias intelectuales del señor del Morrión habían ido debilitándose mucho con la edad, pues, de otro modo, no era posible que dejase de comprender, reflexionando serenamente, lo que bajo sus pies acontecía. Pero la edad enflaquece el juicio, y a don Pedro se le caían, de puro viejo, los calzones. Es indecible la trágica impresión que produjeron en su espíritu aquellos «mueras» y aquél «ya murió», oídos resonar, entre el silencio nocturno, en un caserón fantásticamente grande, donde cualquier ruido se agiganta y cualquier hecho se dramatiza. Don Pedro se acostó calenturiento y tiritando de fiebre: no pudo pegar ojo en toda la noche; lidió con mil pensamientos: de rencor y venganza los unos, de hidalguía los otros; hasta que a la siguiente mañana, apenas despachado el mezquino desayuno y vestídose el gabán de paño de pólvora y tomado el bastón de muleta bajó las escaleras y llamó con energía a la puerta de su enemigo.

¡Momento solemne en la existencia de entrambos! No se habían hablado nunca; no se conocían el metal de voz; y cuando don Juan vino a abrir en persona, porque la criada había salido al mercado, los adversarios y antiguos rivales se miraron con estupor consiguiente a aquella rara entrevista. Don Juan parecía una visión del otro mundo en el negligé matutino, con su elástica de franela amarilla, su gorro negro y sus babuchas; y don Pedro, al acercársele, sintió una mezcla de aborrecimiento, de asombro y, fuerza es decirlo, de consideración involuntaria. No obstante, entró con paso marcial, sin saludar más que por medio de un «felices días» seco y áspero. Pasó al salón, y ante el silencio orgulloso e interrogador de don Juan, que le miraba con altanería, perdió el aplomo, turbóse y balbució:

—Ya comprenderá usted el objeto de mi visita... Hay cosas que le ponen a uno en compromisos muy serios..., ¡muy serios! Cuando uno es caballero y lo ha sido toda su vida... El papel de delator es odioso... Y, al mismo tiempo, la conciencia de los deberes de ciudadano y de hombre honrado..., ¡de hombre honrado!, porque me precio de serlo...

—Haga usted el favor de explicarse inmediatamente —pronunció don Juan, que estaba purpúreo, y cuyas masas de carne temblaban como gelatina puesta en el plato.

—Que..., que si usted sigue celebrando aquí reuniones sediciosas que den lugar a escenas tan horribles como la de anoche, con mucho ¡con mucho! sentimiento mío me veré precisado a..., a... delatarle a las autoridades. Ya lo sabe usted, ¡ea!; ya lo sabe usted..., ya lo sabe. La ley ante todo..., la ley. Se inclinarán ustedes ante la ley..., mal que les pese. Tendrán ustedes que disolverse y... que respetar el orden establecido.

Todo el cuerpo de don Pedro vibraba a impulsos de la pasión interior; sus pupilas centelleaban, sus labios se contraían convulsos; sus mejillas estaban lívidas. Por impulso unánime los dos viejos se levantaron, y andando un par de pasos trágicamente, se quedaron a muy poca distancia el uno del otro. Se comían con la vista, y sus puños se crispaban. Al fin, don Juan rompió a hablar, trabándose de lengua.

—¿Con que..., con que usted me toma en boca... a la ley? ¿A la ley... eh? Usted... liber... libertino, la ley..., la ley... ¿Y qué ley reconoce un difamador..., ateo, como usted? ¿Eh? ¡La ley del..., del cerdo!

—Y usted..., hipócrita..., ¿porqué llama a los demás ateos?... Creemos en Dios... más que usted. ¡Usted..., bajo esa capa de religión, encubre... delitos, delitos como el de anoche! ¡Ateos nosotros..., los liberales de... siempre! ¡Nosotros no somos capaces de... acogotar a..., un ser humano! ¡No somos a... asesinos!

—¿A quién..., a quien he asesinado yo..., calumniador, disoluto?

La verdad es que don Pedro no lo sabía, a pesar de lo cual, penetrado de su razón, se empinó en las puntas de los pies, porque no era muy alto, cerró los puños y, hecho ya una fiera, anduvo, anduvo, anduvo hasta metérselos a don Juan por la cara... Y con voz que tenía todo el timbre de los años verdes, gritó:

—¿Qué a quién? ¡A la Libertad..., y... a... tu santa esposa..., mamarracho!

Una pálida criatura, ya reducida a polvo, surgió de repente entre los dos hombres. ¡Quién le dijera que aún podían acordarse de ella en el mundo de los vivos! Y don Juan, enarbolando una silla, aulló más que contestó:

—¡Yo te daré la esposa..., seductor, ladrón de honras ajenas!

Al querer descargar el silletazo, las fuerzas del viejo le hicieron traición, y enredándose en los pies cayó de bruces, desplomado, contra el suelo.

* * *

Dad un empujón al muro vetusto y ruinoso y se vendrá a tierra. Así sucedió a aquel par de estantiguas. Ninguno de los dos pudo resistir la descarga eléctrica del odio acumulado tantos años. Casi al mismo día enfermaron y se encamaron para no levantarse más. Una diferencia curiosa hubo, sin embargo, entre sus últimos instantes, y es preciso consignarla para dar a cada uno lo suyo, según manda la justicia.

Apenas vislumbró don Pedro que la cosa iba de veras, llamó a un sobrino suyo, única persona que velaba a su cabecera, acaso atraído por el olor del testamento, y murmuró a su oído con gran misterio y humildad, como quien pide una gollería:

—Anda a buscarme... un confesor

—¡Tío, qué disparate! No parece sino que se va usted a morir mañana.

—Que me busques un confesor te digo..., y basta que yo lo diga, que ahora no es ocasión de bromas. Mira..., tal vez esté ocupado el cura de la parroquia... Si está..., me traes..., me traes..., aunque sea..., aunque sea un jesuita... Ahí cerca creo que viven.

Un jesuita vino, en efecto, y él preparó aquella alma para salir, sin duda alguna, a vida mejor y más hermosa. Cuando el padre se encontraba enfrascado en su santa faena, haciendo repetir al moribundo los actos de fe, llamóle precipitadamente a la antesala un tertuliano de los más fieles de don Juan, que venía afligidísimo, pues a vueltas de diabluras y judiadas habían llegado todos a cobrar al patriarca un apego y cariño piadoso.

—Se nos va por la posta —dijo el tertuliano, que no era sino Mosquera—. Tememos que no pase de esta noche; y mire usted, padre, por más raro que a usted le parezca, nos encontramos con que no hay medio de meterle en la cabeza que debe confesarse. Ni indirectas del padre Cobos, ni directas, ni nada sirve con él; indudablemente que era muy buen cristiano y su conciencia estará limpia; pero de todas maneras como está es la de vámonos...

—Comprendo y no me admira eso tanto como ustedes imaginan —cuchilleó el hijo de Loyola—. Bajaré en cuanto me sea posible, y ya se arreglará el asunto; pero en este instante...

Y con la cabeza señaló hacia la alcoba de donde acababa de salir.

—¿Y... ése? —preguntó Mosquera.

—¡Ah! Perfectamente, gracias a Dios...; perfectamente. En realidad, puedo decirlo..., una muerte edificante. Con permiso de usted... Allá me vuelvo. La sábana mortuoria cubría ya la faz de don Pedro cuando el confesor empezó a trastear a don Juan para hacerle entender que era ocasión de prepararse para el viaje eterno, del cual nadie ha regresado, y el ejemplo y el fin del miliciano nacional fue asunto de la exhortación con que dispusieron a bien morir al hojalatero, absolutista. Costóle mucho trabajo, pero, al fin, no tuvo remedio sino de enterarse de la más desagradable noticia: desagradable siempre, hasta a los ochenta, hasta en el fondo de un calabozo, hasta al que nada espera ni de nada sirve, que tal es la ley natural y ninguno puede eludirla.

Don Pedro y don Juan fueron enterrados, con diferencia de horas, en dos nichos contiguos, queriendo la suerte que ni en el cementerio separasen su morada. Atravesando el tabique que los aísla ¿riñen todavía sus espíritus? Al sentirse tan cerca, ¿crujen de rabia sus huesos en el fondo del ataúd?

Bien quisiera saberlo... y también quisiera sospechar qué diría don Juan Boina, si levantase la cabeza, del cisma que se ha movido entre los tradicionalistas desde hace un año. ¿Seguiría a la progenie de Robledal o a don Carlos de Borbón?


«La España Moderna», enero 1889.

Náufragas

Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.

No contento con montar una botica según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros y costosos: quería que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la última palabra... «¡Qué sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna medicina de estas de ahora y no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué responsabilidad si, por no tener a mano el específico, el enfermo empeora o se muere!»

Y vino todo el formulario alemán y francés, todo, a la humilde botica lugareña... Y fue el desastre. Ni don Opropio recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen comprado... Se diría que las enfermedades guardan estrecha relación con el ambiente, y que en los lugares solo se padecen males curables con friegas, flor de malva, sanguijuelas y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha «desmineralizado la sangre» o de que se le han «endurecido las arterias», y, sobre todo, proponedle el radio, más caro que el oro y la pedrería... No puede ser; hay enfermedades de primera y de tercera, padecimientos de ricos y de pobretes... Y el boticario se murió de la más vulgar ictericia, al verse arruinado, sin que le valiesen sus remedios novísimos, dejando en la miseria a una mujer y dos criaturas... La botica y los medicamentos apenas saldaron los créditos pendientes, y las náufragas, en parte humilladas por el desastre y en parte soliviantadas por ideas fantásticas, con el producto de la venta de su modesto ajuar casero, se trasladaron a la corte...

Los primeros días anduvieron embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto señorío! El dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar... ¡Tanta tienda! ¡Tanto coche! ¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de hambre; aquí todo el mundo encontrará colocación... No será cuestión sino de abrir la boca y decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase... A ver, tanto quiero ganar...»

Ellas tenían su combinación muy bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa formal, decente, de señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de llaves, propias de una persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes que perder la dignidad de gente nacida en pañales limpios, de familia «distinguida», de médicos y farmacéuticos, que no son gañanes... La hija mayor se pondría también a servir, pero entendámonos; donde la trataran como corresponde a una señorita de educación, donde no corriese ningún peligro su honra, y donde hasta, si a mano viene, sus amas la mirasen como a una amiga y estuviesen con ella mano a mano... ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería una hija más... Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes... Comería aparte, en su mesita muy limpia... En cuanto a la hija menor, de diez años, ¡bah! Nada más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que hay, donde las educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo... ¡Ya lo creo! Todo esto lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el viaje a la corte...

Sintieron gran sorpresa al notar que las cosas no iban tan rodadas... No sólo no iban rodadas, sino que, ¡ay!, parecían embrollarse, embrollarse pícaramente... Al principio, dos o tres amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar... Al recordarles el ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes... «Es muy difícil... Es el demonio... No se encuentran casas a propósito... Lo de esos colegios anda muy buscado... No hay ni trabajo para fuera... Todo está malo... Madrid se ha puesto imposible...»

Aquellos amigos —aquellos conocidos indiferentes— tenían, naturalmente, sus asuntos, que les importaban sobre los ajenos... Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras que quieren acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que no han servido nunca... Muy honradas, sí...; pero con toda honradez, ¿qué?, vale más tener gracia, saber desenredarse...

Uno de los amigos preguntó a la mamá, al descuido:

—¿No sabe la niña alguna cancioncilla? ¿No baila? ¿No toca la guitarra?

Y como la madre se escandalizase, advirtió:

—No se asuste, doña María... A veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas... Los barberos son profesores. Conocí yo a uno...

Transcurrida otra semana, el mismo amigo —droguero por más señas— vino a ver a las dos ya atribuladas mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a atrasarse lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido chirle... Y previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había una colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.

—No crean ustedes que es de despreciar, al contrario... Muy buena... Muchas propinas. Tal vez un duro diario de propinas, o más... Si la niña se esmera..., más, de fijo. Únicamente..., no sé... si ustedes... Tal vez prefieren otra clase de servicio, ¿eh? Lo que ocurre es que ese otro... no se encuentra. En las casas dicen: «Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede foguearse. Puede...

—Y ¿qué colocación es esa? —preguntaron con igual afán madre e hija.

—Es..., es... frente a mi establecimiento... En la famosa cervecería. Un servicio que apenas es servicio... Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con frecuencia, porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay cante... Es precioso.

Las náufragas se miraron... Casi comprendían.

—Muchas gracias... Mi niña... no sirve para eso —protestó el burgués recato de la madre.

—No, no; cualquier cosa; pero eso, no —declaró a su vez la muchacha, encendida.

Se separaron. Era la hora deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les parecía —con su lujo, con su radiante alegría de primavera— un desierto cruel, una soledad donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un instante el rostro enflaquecido de la joven lugareña.

—¡Mamá!, ¡rosas! —exclamó en un impulso infantil.

—¡Tuviéramos pan para tu hermanita! —sollozó casi la madre.

Y callaron... Agachando la cabeza, se recogieron a su mezquino hostal.

Una escena las aguardaba. La patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al principio había tenido paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña, dulce y cariñosa, que, siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba de ayudar en la cocina fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de los huéspedes que pagaban al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres bocas son muchas bocas para mantenidas, manténganse como se mantengan. Doña Marciala, la patrona, no era tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los impulsos de su buen corazón. Al ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la mesa, esperando el menguado cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula con un recado:

—Dice doña Marciala que hagan el favor de ir a su cuarto.

—¿Qué ocurre?

—No sé...

Ocurría que «aquello no podía continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o valía más, «hijas mías», despejar... Ella, aquel día precisamente, tenía que pagar al panadero, al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la mañana! Dos tíos brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas en la antesala, amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero, poniéndola de tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala Galcerán, una señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El que vive de un trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará si come él. Los tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el alma...; pero se había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche, bueno, no se dijera, tendrían su cena...; pero al otro día, o pagar siquiera algo, o buscar otro hospedaje...

Hubo lágrimas, lamentos, un conato de síncope en la chica mayor... Las náufragas se veían navegando por las calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería los restos del pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El importe a doña Marciala..., y aún quedaban debiendo.

—Hijas, bueno, algo es algo... Por quince días no las apuro... He pagado a esos zulúes... Pero vayan pensando en remediarse, porque si no... Qué quieren ustés, este Madrid está por las nubes...

Y echaron a trotar, a llamar a puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a ofrecerse hasta a las señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y humilde:

—¿No sabe usted una casa donde necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente, que ha estado en buena posición..., para ama de llaves... o para acompañar señoritas...

Encogimiento de hombros, vagos murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras, secas, despreciativas... Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza. Un mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era visto que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere en descanso, hubiera sido como otros..., no se verían ellas así, entre olas, hundiéndose hasta el cuello ya...

Una tarde pasaron por delante de la droguería. ¡Debía tener peto el droguero! ¡Quién como él!

—¿Por qué no entramos? —arriesgó la madre.

—Vamos a ver... Si nos vuelve a hablar de la colocación... —balbució la hija. Y, con un gesto doloroso, añadió:

—En todas partes se puede ser buena...


«Blanco y Negro», núm. 946, 1909.

Navidad

La familia es de las que más abundan: clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para formar exacta idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos.

El jefe nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a relucir a las niñas, pues sospecha que entre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y sueña con el yerno —para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa—, no vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro de obras.

El jefe verdadero —es decir, la mamá— es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanente que determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea, a gobernar casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite, el desahogo de la esposa, en diarios insultos, en todo género de malignidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura china.

Las niñas... Como si las estuviésemos viendo. Son tres. Una de ellas, Melita —diminutivo de Carmela—, es de perfectísimas facciones, y la familia espera siempre al novio millonario. Lo malo es (sigue creyendo la familia) que toda aquella belleza de Melita está eclipsada por la falta de trajes, sombreros, palcos, saraos y coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la última es gibosa; no se espera casarla; se desearía, a lo sumo, consultarla con eminencias... En cambio, Barbarita, derecha como un pino, fea, graciosa, de magníficos dientes y ojos de lumbre, tiene siempre «coqueros» y más partido que la bella Melita. Y las tres hermanas no viven un minuto en paz, zahiriéndose continuamente por si tú eres pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como naciste así, no puedes ver a las que tenemos recto el espinazo. Sólo en un punto andan acordes las niñas: que papá es muy bueno, convenido...; pero que no... sirve para nada. Y el fondo del alma de las doncellas es igual al de la dueña y jefe de familia: asfixia por falta de medios, el fermento de las estrecheces y apuros diarios, la privación de cuanto halaga a la juventud, la mortificación del amor propio, de la vanidad... y hasta del estómago; porque para comprar un sombrero hay que no comer cosa nutritiva, que vivir de patatas guisadas y desperdicios de carne...

Falta al catálogo de la familia, el hijo..., y pardiez, que falta lo mejor, como suele decirse cuando lo que se omite es lo peor de todo lo imaginable. El niño de los señores de Camarena —éste es el apellido— logra descollar entre los infinitos ejemplares de su clásico tipo que abundan por ahí. No lo habrá más perdido, ni más holgazán, ni más simpático. Es de los que se hacen querer, no sólo por sus franquezas y alegrías con todo el mundo, sino por su labia y chiste. Y el muchacho —muchacho perpetuo, aunque va frisado en los veintisiete— ni ha terminado sus estudios, ni quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con qué dinero anda siempre de juerga, paga en el café, concurre a los teatros, se presenta bien trajeado y, en suma, se conduce como si sus padres tuviesen una bonita renta y la necedad de derrocharla en mantener a un ocioso. El padre, desesperado, calla: le cohíbe, en esto como en todo, el miedo doméstico. La madre, cuando el esposo ha sacado la conversación del proceder de Ramoncito, salta a los ojos del padre y le quiere comer por sopa. Ramoncito no es como otros, que nacieron para pobretes; Ramoncito, hoy, «se las arregla», y mañana se casará con una rica, de las muchas que por él beben los vientos; y su mujer no se verá en el caso de tener que ir con el cesto a la compra, como le ha sucedido a toda una doña Josefa Galíndez de Camarena esta misma mañana, por encontrarse sin servicio —en el día, quien no puede pagar sueldos de cinco duros, no halla criados—. ¡Ah! Si la cosa seguía así, ella se determinaría a ofrecerse de asistenta en alguna casa; pues de barrer y encender el fogón, siquiera que se lo pagasen. ¡Quién se lo había de decir cuando se casó! —y lo demás de la retahíla—. Agachando la cabeza, Camarena huye de la tormentosa alcoba conyugal, se refugia en la oficina o en el café, en el dominó, en los cigarrillos, los rumores de crisis y la actitud de Lerroux y de Melquíades Álvarez...

Al acercarse la Navidad, la familia de Camarena atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen materialmente qué ponerse, ni traje, ni abrigo; el gabán del padre, inservible; la madre, por decencia, ha menester botas; están sin pagar cuatro meses el alquiler del piano de Barbarita; con el casero han ido atrasándose sin saber cómo —le deben un trimestre—, y si del almacén de pianos sólo puede recoger su carraca, el casero los pondrá en el arroyo. ¡A tal punto se llega con hombres inútiles y sin disposición para nada! Se acordó juntar para la casa: ante todo, era lo primero. Se arañó de aquí y de allí, y reunieron los cuarenta y cinco duros del trimestre. La madre los ocultó en un cajón de la cómoda, debajo de un paquetito de algodón de repasar. Echó la llave y avisó al administrador para la cobranza... Cuando éste vino, al buscar la señora su pequeño tesoro, no estaba allí... El cajón, sin embargo, no había sido abierto. Criada no la tenían desde hacía un mes. Hubo consternación, drama íntimo, encerrona del papá y la mamá, conversación horrible en que cada palabra es una herida... Y Camarena, insultado una vez más, acusado de la sustracción —para que él no acusase a otro, al que «se las arreglaba tan bien»—, salió hacia la oficina, saturado de vergüenza, en uno de esos momentos que desquician el espíritu. Sucede así que sin ruido, sin nada que parezca modificar la situación de las personas, se colma un día la medida del sufrimiento, y las convicciones giran sobre su eje y el corazón se curte en jugos venenosos, el veneno mortal de la injusticia, del desamor, del menosprecio de la mujer al hombre honrado y que no sabe acuñar moneda con su conciencia...

Camarena lleva la boca más amarga que su vivir. En toda la noche no ha dormido. No se ha desayunado. La bilis le tiñe de amarillo el rostro. Llega a la oficina. Los compañeros están de broma; se preparan a festejar una alegre Nochebuena, si les cae al otro día el premio —vamos, aunque no sea el mayor se contentarán—. La oficina, rumbosa, ha jugado dos décimos, en los cuales Camarena no quiso participación, por economía.

Ahora lo siente... ¿Quién sabe? Acaso... Y se instala ante su pupitre, medio idiotizado, ebrio de pena y tronzado de impotencia. ¿De qué sirven la hombría de bien, la rectitud? Felices los que «se arreglan...». Ellos poseerán el dinero, y además el cariño.

Sepultado en estos pensamientos, no repara que un caballero, grueso, apoplético, se acerca, se detiene. Sólo cuando formula una pregunta relacionada con un expediente en tramitación, alza el empleado la abatida cabeza, y contesta, sin enterarse. El caballero entonces saca la cartera y extrae de ella documentos, que examina, confronta y manipula, hasta exponer su interrogación. A su vez, Camarena registra cajones, da noticias... El caballero, expeditivo, a pesar de su figura de botarga, se va apresurado: tiene que coger el tren. Camarena va a recaer en sus vacilaciones tristes, cuando, al pie del escritorio ve un papel... Lo recoge... Es un décimo de lotería...

Lo primero es guardarlo en el bolsillo, por instinto, y con disimulo. Mira alrededor. Nadie se ha fijado. La mesa de Camarena está semioculta por un biombo, que la resguarda de las corrientes. En su alma no hay lucha ni resistencia. Si se hubiese tratado de un billete de Banco es seguro que la habría. Pero un décimo... es el azar: probablemente no se roba nada al robar un décimo; y menos al recogerlo cuando lo dejan caer. Quien lo ha dejado caer no es una persona: es la suerte, la suerte loca, la suerte bribona, mujer liviana, que acaricia a capricho. Si el caballero volviese... No volverá... Tiene que tomar el tren...; y al pensar así, cierto estaba Camarena de que aun cuando volviese... Por si acaso, se retiró temprano de la oficina. Almorzó en su café, al fiado, y pidió cosas buenas y, sobre todo, cigarros finos. A su alrededor oía hablar del sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas. Camarena sintió abatirse las suyas como pájaros heridos de perdigón. Entre tanto, ¡casualidad sería!...

Como en sueños, volvió a su casa, soportó frases fustigadoras de la esposa, vio la palidez de las hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre gibosa, lágrimas que caían sobre el plato vacío... Les habían notificado el desahucio.

A la mañana siguiente, Camarena oye vocear la lista grande. Salta de la cama y, medio vestido, baja al portal. A la primera ojeada se lleva las manos a la garganta, al corazón después... No suelta el papel: lo mira atónito... ¡«Su» número! ¡«Su» décimo, premiado! ¡El premio mayor, en «su» décimo! Sí, allí estaba; pero ¡si estaba allí...! Y lo que experimenta el empleado no es alegría; se siente como estúpido: casi es dolor, casi es puñalada una dicha semejante...

Se repone. De escrúpulos, ni rastro. Todo aquello era obra de la suerte..., y nada más. El billete de lotería es documento al portador... No iría, sin embargo, a cobrar en persona. ¿Quién sabe si el caballero grueso había avisado en la administración? Y combina un fraude, una defensa, una estratagema...

Corre a casa de un usurero; tenía de estas relaciones. El usurero se cerciora de que el número está, en efecto, premiado, y se presta a descontar el décimo inmediatamente. Se embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin que medie contrato escrito, los miles de duros. No hay responsabilidad para Camarena. Si surgen dificultades, que «se las arregle» el usurero. Le ha cegado la codicia; no ha sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño que Camarena, pudiendo cobrar de otro modo, le lleve el vellón de lana a las uñas...

Al entrar en su casa con la fortuna en el bolsillo, Camarena ha adoptado una resolución. Desde aquel momento, él es quien manda. De aquel dinero se hará lo que él quiera. Él lo aumentará, lo hará fructificar. Siente ya ambiciones de rico. Melita se lucirá en un palco; Bárbara se casará a su gusto; Pepa irá a Alemania a una clínica, a ver si le curan la deformidad...

Cuando se avista con su cónyuge, al notificar el cambio de situación, formula el cambio de política, el programa de gobierno... ¡Ay del que intente sustraerse a su autoridad!

Por primera vez, la señora de Camarena se somete, y, amorosa, echa los brazos al cuello al esposo y le moja la cara de lágrimas de ternura... En efecto, ya tiene derecho a ejercitar el poder quien trae a su hogar, no la estrechez, sino el bienestar, el lujo...

En la suculenta cena de la noche entre el besugo y la ensalada de coliflor, al destaparse una botella de espumoso, sonaron estas palabras extrañas en boca de la amansada arpía, y respondiendo a planes e iniciativas de las muchachas:

—Niñas, ¿cómo se entiende? Se hará lo que vuestro papá disponga...

Navidad de Lobos

Había cerrado la noche, glacial y tranquila. Las estrellas titilaban aún, palpitantes, como corazones asustados. No nevaba ya: una película de cristal se tendía sobre la nieve compacta que cubría la tierra. El cielo parecía más alto y distante, y la sombra siniestra de los abetos, más trágica.

En el fondo del bosque, los lobos, guiados por sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose. Salían de todas partes, semejantes a manchas obscuras, movedizas, que iluminaban dos encendidos carbones. Era el hambre la que los agrupaba, haciendo lúgubres sus gañidos quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente la pupila, parecían preguntarse unos a los otros cómo harían para conquistar algo que comer. Era preciso que lo lograsen a toda costa, porque ya sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su garganta y crispaba sus nervios hasta la locura.

Uno de los lobos, viejo ya, hasta canoso, desde el primer momento fue consultado por la multitud. Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el patriarca dio su dictamen.

—Lo primero es salir de este bosque y juntarnos, en el mayor número posible, para caer sobre alguna aldea o poblado en que haya hombres. Nos rechazarán, si pueden; pero si podemos más, les arrebataremos sus ganados, y quién sabe si algún niño o hasta algún mozo. Tendremos carne viva y sangre caliente y roja en que hundir el hocico.

—La población más próxima es Ostrow —advirtió un lobo de desmedida corpulencia—. Ya he cazado yo allí una criatura de un año. Sus padres se dejaron la puerta abierta…

—Hoy —continuó el Lobo Cano— es una noche solemne, en que festejan el nacimiento de su Redentor. Como, además, se consideran nuevamente redimidos, y creen haber triunfado de sus opresores, estarán contentos y descuidados, y con la comilona y el aguardiente no habrán pensado tanto en echar el cerrojo a los establos y cuadras. Aprovechemos esta circunstancia favorable. Ánimo, hermanos hambrientos. Aullad de firme, para que nos oigan en los bosques vecinos y nos presten ayuda.

La bandada se puso en camino, abiertas las sanguinosas fauces, sacada la seca lengua. De tiempo en tiempo se paraba a lanzar su furioso llamamiento. Y de todos los puntos del horizonte, otros aullidos contestaban, y centenares de manchas negras caían sobre la nieve, engrosando la bandada, que iba haciéndose formidable. El negro ejército cortaba, con la rapidez de la flecha, la estepa desierta y resbaladiza, que, bajo la claridad estelar, se extendía leguas y leguas. Ya no era bandada, sino hormiguero infinito, y el calor de los alientos abrasadores y el martilleo de las patas ágiles rompía la costra del hielo y fundía su helada superficie. Avanzaban, impulsados por su desesperación, y todavía no se divisaba habitación humana alguna. Al cabo, distinguieron una claridad rojiza y algo densa, como una niebla. Según se aproximaron, vieron que era Ostrow, que, envuelta en humo caliginoso, ardía por uno de sus extremos.

Con la rapidez propia de aquel país de construcciones de madera resinosa, el incendio iba propagándose. Oíanse los chasquidos de la llama, y una multitud, entre la cual había heridos y moribundos, alzando al cielo las manos, presenciaba el espectáculo terrible, sin hacer otra cosa que lamentarse. Un grupo menos numeroso, armado, de gente de rostro patibulario y encendido de borrachera, atizaba el incendio y aplicaba antorchas a las construcciones intactas aún.

—¿Veis esto? —preguntó el Lobo Cano a los demás—. Son los hombres, que queman las mansiones de los hombres. Nosotros no cometeríamos tal insensatez. No nos mordemos los unos a los otros.

—Tampoco —respondió el lobo gigantesco— nos dejaríamos tratar así. Éstos de Ostrow merecen lo que les pasa. ¿Por qué no toman sus hachas de leñadores?

—Lo esencial —gañó una loba joven que quería dar pitanza a sus cachorros— es ver si entre la hoguera hay algo. Yo me arrojo a ella sin miedo; más vale morir abrasado que de hambre.

Persuadida de esta verdad, y animada por su fuerza y número, la bandada se precipitó dentro de la incendiada población. Se arrojaron contra todos, contra los incendiarios y contra las víctimas, mordiendo calcañares, destrozando ropas, saltando al cuello de unos y de otros. Los incendiarios, que estaban armados, dispararon sus fusiles, a la ventura, sobre las fieras, y algunos lobos cayeron; pero los restantes se abalanzaron con mayor empuje. Huyendo de la llama que cundía y les chamuscaba la piel, los lobos arrastraban fuera del círculo del incendio a las víctimas que podían sorprender; y, sobre la enrojecida nieve, remataban a su presa y la despedazaban con dientes agudos, se oía el crujir de las mandíbulas, el roer de huesos y los gruñidos de placer al devorar. Y se dijera que la bandada, al caer heridos muchos lobos, aumentaba en vez de disminuir. Era que los animales se habían envalentonado y, desafiando el incendio, registraban todas las casas, atacaban a todas las personas, con frenesí de destrucción. Donde venteaban un animal doméstico, sorprendido por el fuego en su cobijo, y les daba el olor de la socarrada carne, se lanzaban, sin miedo a tostarse las patas, saltando por cima de las abrasadas maderas hasta llegar hasta el plato sabroso, caliente en demasía. Había un edificio donde potros y cerdos, encerrados en el establo, se asaban lentamente, y su grasa chirriaba, y su olor convidaba. Un racimo apretado de lobos se precipitó allí. Sacaron el manjar de entre la brasa y empezaron a regodearse. Festín como aquél no lo recordaban. Estaba exquisita la pieza dorada y chascada por la lumbre, y los mismos lobos estiman un asado en punto.

Y los incendiarios, diezmados y aterrados, buscaban sus monturas; muchas habían sido ya arrebatadas por los lobos. Los que pudieron conseguir montar desgarraron con la espuela los ijares de los jacos peludos y recios, que temblaban con todos sus miembros y enderezaban las orejas resoplando. Salieron en loco galope, con la esperanza de dejar atrás al ejército de salvajinas, de ponerse fuera de su alcance. Uno de los incendiarios tenía sujeta por las trenzas a una moza rubia, su parte de botín. La muchacha gemía, se retorcía las manos, porque acababa, no hacía una hora, de ver arder su casa y caer bajo los golpes de los feroces asesinos a su padre, viejecito, y a un hermanillo de doce años. Y en su cabeza danzaba una confusión de horrores, entre los cuales sobresalía el horror de no comprender. ¿Por qué los mataban, por qué hacían ceniza sus viviendas? No era el extranjero quien así procedía: eran sus propios hermanos, los que se decían salvadores del pueblo, y a quienes en nada habían ofendido. ¡Y cometían el pecado en la misma noche en que nacía Cristo Nuestro Señor! ¿Por qué los hombres habían sufrido sin lucha aquellos atentados? ¿Por qué no habían resistido al mal? Ella era una mujer, sus fuerzas escasas, pero sentía en su alma el ardor de la indignación, porque aquellas cosas no podían agradar a Cristo, nuestro Redentor: aquellas cosas eran obra de las potencias infernales, eran la sombría acción de los demonios, que acaso se habían metido en el cuerpo de los lobos aulladores, para castigar a los malvados y hartarse de sangre de cristianos ortodoxos. Y la muchacha, al observar que su opresor iba a alzarla por la cintura para sentarla delante de su caballo y huir con ella, rápidamente, sin meditarlo, echó mano al revólver que él llevaba pendiente de su cinturón, y disparó casi a boca de jarro, sin contar los tiros, hiriendo a bulto, y saltando después sobre el caballo, que salió espantado, a trancos de terror.

El Lobo Cano, entre tanto, aconsejaba a sus hermanos, los dirigía:

—Echaos sobre los que llevan fusiles. Inutilizad primero a ésos, que los otros no tienen coraje. No os entretengáis con los asados; también la carne fresca y cruda es buena y sabrosa. No me dejéis alma viviente. Somos más, somos el número. Para todos habrá festín. ¡Ánimo, que ya apenas resisten!

Y era cierto. Los incendiarios, espantados del fin que preveían, se habían arrodillado, y renaciendo en ellos ante la horrenda muerte el misticismo y la devoción, imploraban a todos los santos nacionales: San Cirilo, San Alejo, San Sergio, la Virgen de Kazán… Y murmuraban:

—¡Qué triste noche!

El Cano les contestó con un aullido:

—¡Triste para vosotros! ¡Para los lobos, alegre!

Nieto del Cid

El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente sentado á la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo tonsurado, pero revestido aún de blancos mechones, la piel rojiza, sanguinea, que en robustas dobleces rebosaba del alzacuello.

Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en el centro su sobrino, guapo mozo de veintidós años, despachaba con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.

Servía á todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también cucharada, ya que no en los platos, en las conversaciones.

El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose á colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, á sacar de la alacena vino y platos, á empujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto.

—Señorito Javier—preguntó en una de estas maniobras—¿qué oyó de la gavilla que anda por ahí?

—¿De la gavilla, chica? Aguárdate...—contestó el mancebo alzando su cara animada y morena...—¿Qué oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria... Sí, me contaron...

—Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos... cien onzas. Estuvieron esperando á que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo.

—¿No se defendió?

—¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aun para más aquellos días estaba encamado con dolor de huesos.

El párroco, que hasta entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó:

—Qué defenderse ni qué... En toda su vida supo Lubrego por dónde se agarra una escopeta.

—Es viejo.

—Bah, lo que es por viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para Pentecostés y sesenta y seis hará él en Corpus, lo sé de buena tinta, me lo dijo él mismo. De modo que la edad... lo que es á mí no me ha quitado la puntería, alabado sea Dios.

Asintió calurosamente el sobrino.

—¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó Vd. la última.

—Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz?

—Y el raposo del domingo—intervino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo.—¡Cuando el señor abad lo trajo arrastando con una soga así (y se apretaba el gaznate) gañía de Dios! Ouú... Ouú...

—Allí está el maldito—murmuró el cura señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada por las cuatro extremidades, una sanguinolenta piel.

—No comerá más gallinas—agregó la criada amenazando con el puño á aquel despojo inerte.

Esta conversación venatoria devolvió la serenidad á la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que sabía de la gavilla. El cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo, y alargando á su sobrino un periódico doblado, murmuró entre dos chupadas:

—Á ver luégo qué trae La Fe, hombre.

Dió principio Javier á la lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse á comerla en un banquillo al lado del hogar. De pronto cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. La criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla á la boca. Javier aplicó un segundo el oído, y luégo prosiguió leyendo, mientras el cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. Esta vez el lector dejó el periódico, y la criada se levantó tartamudeando:

—Señorito Javier... señor amo... señor amo...

—Calla—ordenó Javier; y, de puntillas, acercóse á la ventana, bajo la cual parecía que sonaba el alboroto de los perros; mas éste se aquietó de repente.

El cura, haciendo con la diestra pabellón á la oreja, atendía desde su sitio.

—Tío—siseó Javier.

—Muchacho.

—Los perros callaron; pero juraría que oigo voces.

—¿Entonces, cómo callaron?

No contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, alzó la falleba, y animado por el silencio, resolvióse á empujar la vidriera. Un gran frío penetró en la habitación; vióse un trozo de cielo negro tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al mismo tiempo rasgó el aire un silbo agudo, se oyó una detonación, y una bala, rozando la cima del pelo de Javier, fué á clavarse en la pared de enfrente. Javier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose á su sobrino, comenzó á palparlo con afán.

—¡Re... condenados! ¿Te tocó, rapaz?

—¡Si aciertan á tirar con munición lobera.... me divierten!—pronunció Javier algo inmutado.

—¿Están ahí?

—Detrás de los primeros castaños del soto.

—Pon la tranca... así... anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... Trae también el Lafuché... ¿oyes?

Aquí el párroco tuvo que elevar la voz como si mandase una maniobra militar, porque el desesperado ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte.

—Ahora, ahí, ladrar... ¿Por qué callarían antes, mal rayo?

—Conocerían á alguno de la gavilla; les silbaría ó les hablaría—opinó el gañán, que estaba de pié, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurrucada junto á la lumbre, temblaba con todos sus miembros y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido ratonil.

El cura, abriendo un ventanillo practicado en las maderas de la ventana, metió por él el puño y rompió un cristal; en seguida pegó la boca á la abertura, y con voz potente gritó á los perros:

—¡Á ellos, Chucho, Morito, Linda... Chucho, duro en ellos, ahí, ahí... ánimo. Linda, hazlos pedazos!

Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos; oyóse al pié de la misma ventana ruido de lucha; amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, una imprecación, y luégo quejas como de animal agonizante.

—¡El pobre Morito... ya no dará más el raposo!—murmuró el gañán.

Entretanto el cura, tomando de manos de Javier su escopeta, la cargaba con maña singular.

—Á mí déjame con mi escopeta de las perdices... vieja y tronada... Tú entiéndete con el Lafuché... yo, esas novedades... ¡Bah! estoy por la antigua española. ¿Tienes cartuchos?

—Sí señor—contestó Javier disponiéndose también á cargar la carabina.

—¿Están ya debajo?

—Al pié mismo de la ventana... Puede que estén poniendo las escalas.

—¿Por el portón hay peligro?

—Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana.

—¿Y por la puerta de la bodega?

—Si le plantan fuego... Romper no la rompen.

—Pues vamos á divertirnos un rato... Aguarday, aguarday, amiguitos.

Javier miró á la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba señalando un bando de perdices oculto entre los retamares. Por lo que hace á Javier, horrorizábanle aquellos preparativos de caza humana. En tan supremos instantes, mientras deslizaba en la recámara el proyectil, pensaba que se hallaría mucho más á gusto en los claustros de la Universidad, en el café ó en la feria del quince, comprándoles rosquillas y caramelos á las señoritas del Pazo de Valdomar. Volvió á ver en su imaginación la feria, los relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste pelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casildita del Pazo, que le decía con el arrastrado y mimoso acento del país:

—¡Ay, déme el brazo por Dios, que aquí no se anda con tanta gente!

Creyó sentir la presión de un bracito... No, era la mano peluda y musculosa del cura, que le impulsaba hacia la ventana.

—Á apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). Á empezar la fiesta. Yo cargo, tú disparas... tú cargas, yo disparo... ¡Eh, Tomasa!—gritó á la criada;—no chilles, que pareces la comadreja... Pon á hervir agua, aceite, vino, cuanto haya... Tú, añadió dirigiéndose al gañán, á la solana. Si montan á caballo de la muralla, me avisas.

Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, dejando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de una escopeta y el ojo avizor de un hombre. Javier se estremeció al sentir el helado ambiente nocturno; pero se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. Un grupo negro hormigueaba; se oía como una deliberación en voz misteriosa.

—¡Fuego!—le dijo al oído su tío.

—Son veinte ó más—respondió Javier.

—Y qué!—gruñó el cura al mismo tiempo que apartaba á su sobrino con impaciente ademán; y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó.

Hubo un remolino en el grupo, y el cura se frotó las manos.

—¡Uno cayó patas arriba... quoniam!—murmuró pronunciando la palabra latina, con la cual, desde los tiempos del seminario, reemplazaba todas las interjecciones que abundan en la lengua española.—Ahora tú, rapaz. Tienen una escala: al primero que suba...

Los dedos de Javier se crispaban sobre su hermosa carabina Lefaucheux, mas al punto se aflojaron.

—Tío—atrevióse á murmurar—entre esos hay gente conocida; me acuerdo ahora de que lo decían en la feria. Aseguran que viene el cirujano de Solás, el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere Vd. que les hable? Con un poco de dinero puede que se conformen y nos dejen en paz, sin tener que matar gente.

—¡Dinero, dinero!—exclamó roncamente el cura.—¿Tú sin duda piensas que en casa hay millones?

—¿Y los fondos del santuario?

—Son del santuario, quoniam, y antes me dejaré tostar los piés como le hicieron al cura de Solás el año pasado, que darles un ochavo. Pero mejor será que le agujereen á uno la piel de una vez y no que se la tuesten. ¡Fuego en ellos! Si tienes miedo, iré yo.

—Miedo no—declaró Javier; y descansó la carabina en el alféizar.

—Lárgales los dos tiros—mandó su tio.

Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y á las dos detonaciones contestó desde abajo formidable clamoreo: no había tenido tiempo el mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas: componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampido de trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo.

—¿Qué tienes, rapaz?

—Deben haberme roto la muñeca—gimió Javier, yendo á sentarse en el banco casi exánime.

El cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y á la dudosa luz del fuego del hogar vió un espectro pálido que se arrastraba á sus piés. Era la criada, que silabeaba con voz apenas inteligible:

—Señor... señor amo... ríndase, señor... por el alma de quien lo parió... señor, que nos matan... que aquí morimos todos...

—¡Suelta, quoniam!—profirió el cura lanzándose á la ventana.

Javier, inutilizado, exhalaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo; la criada no se levantaba, paralizada de terror; pero el cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente las maderas y vió una escala apoyada en el muro, y casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó á boca de jarro y se desprendió el de abajo; alzó luégo la escopeta, la blandió por el cañón y de un culatazo echó á rodar al de arriba. Sonaron varios disparos, pero ya el cura estaba retirado adentro, cargando el arma.

Javier, que ya no gemía, se le acercó resuelto.

—Á este paso, tío, no resiste Vd. ni un cuarto de hora. Van á entrar por ahí ó por el patio. He notado olor á petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Yo no puedo disparar. Quisiera servirle á Vd. de algo.

—Viérteles encima aceite hirviendo con la mano izquierda.

—Voy á sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y á echar un galope hasta Doas.

—¿Al puesto de la Guardia?

—Al puesto de la Guardia.

—No es tiempo ya. Me encontrarás difunto. Rapaz, adiós. Rézame un Padre nuestro y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres!

—¡Haga Vd. que se rinde... entreténgalos... Yo iré por el aire!

La silueta negra del mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la pared del hogar, y luégo se hundió en las tinieblas de la solana. El tío se encogió de hombros, y asomándose, descargó una vez más la escopeta á bulto. Luégo corrió al lar y descolgó briosamente el pesado pote que pendiente de larga cadena de hierro hervía sobre las brasas. Abrió de par en par la ventana, y sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido inmenso, y como si aquel rocío abrasador fuese incentivo de la rabia que les causaba tan heróica defensa, todos se arrojaron á la escala, trepando unos sobre los hombros de otros; y á la vez que por las tapias se descolgaban dos ó tres hombres y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el cura, que aún resistía á culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse á la luz del velón que encendieron, al viejo, tendido en el suelo, maniatado.

Venían los ladrones tiznados de carbón, con barbas postizas, pañuelos liados á la cabeza, sombrerones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábalos un hombre alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y amarrar y poner mordazas al criado y la criada. Uno de sus compañeros le dijo algo en voz baja. El jefe se acercó al cura vencido.

—Eh, señor abad... no se haga el muerto... Hay ahí un hombre herido por Vd. y quiere confesión...

Por la escalera interior de la bodega subían pesadamente conduciendo algo; así que llegaron á la cocina vióse que eran cuatro hombres que traían en vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza del herido se balanceaba suavemente; sus ojos, que empezaban á vidriarse, parecían de porcelana en su rostro tiznado; la boca estaba entreabierta.

—¡Qué confesión, ni!...—dijo el jefe.—¡Si ya está dando las boqueadas!

Pero el moribundo, apenas lo sentaron en el banco, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó.

—¡Confesión!—clamó en voz alta y clara.

Desataron al cura y lo empujaron al pié del banco. Los labios del herido se movían como recitando el acto de contrición; el cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una espuma color de rosa que asomaba á los cantos de la boca. Alzó la mano y pronunció ego te absolvo en el momento en que la cabeza del herido caía por última vez sobre el pecho.

—Llevárselo—ordenó el jefe.—Y ahora diga el señor abad dónde tiene los cuartos.

—No tengo nada que darles á Vds.—respondió con firmeza el cura.

Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicunda, sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, estranguladas por los cordeles, temblaban con temblequeteo senil.

—Ya dirá Vd. otra cosa dentro de diez minutos... Le vamos á freir á Vd. los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos á sentar en las brasas. Á la una... á las dos...

El cura miró alrededor y vió sobre la mesa donde habían cenado el cuchillo de partir pan. Con un salto de tigre se lanzó á asir el arma, y derribando de un puntapié la mesa y el velón, parapetado tras de aquella barricada, comenzó á defenderse á tientas, á oscuras, sin sentir los golpes, sin pensar más que en morir noblemente, mientras á quemarropa le acribillaban á balazos...

El sargento de la Guardia civil de Doas, que llegó al teatro del combate media hora después, cuando aún los salteadores buscaban inútilmente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el Breviario, los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver de éste no tenía forma humana, según quedó de agujereado, magullado y contuso. También me dijo el mismo sargento que desde la muerte del cura de Boán abundaban las perdices; y me enseñó en la feria á Javier, que no persigue caza alguna, porque es manco de la mano derecha.

No lo Invento

La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan sólo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Helena de Menelao.

No tenía, sin embargo, la Casta ofrecida a Dios su doncellez, por lo cual, así que entre sus aspirantes apareció uno de honrados antecedentes y propósitos, de limpia sangre, de edad moza, de acomodada hacienda, dejose cortejar por él, le dio un honesto sí, y como entre tal gente y en tales comarcas el sí es antesala de la iglesia, fijose al punto la duración probable del noviazgo y fecha aproximada del casamiento. Y el noviazgo corrió, entremezclado de dulces pláticas, inocentes finezas, lícitas alegrías, sin que el novio —muchacho de piadosos sentimientos y nobilísimo carácter— intentase jamás pedir, en arras de los concertados desposorios, ni el más leve anticipo de las futuras delicias. No porque no inflamase sus venas la calentura del deseo, ni porque no soñase todas las noches con la aventura de deshojar uno a uno los pétalos de la intacta azucena respirando su perfume; pero respetaba en la novia a la esposa, y las telas que cubrían a la bella estatua eran tan sagradas para él como la orla del manto de la Virgen.

Sin embargo, a medida que el día de la boda se acercaba, exaltábase la pasión del novio de Puri, y le era más difícil no mostrar con algún transporte la enajenación de su espíritu. A su vez, la hermosa revelaba mayor abandono, y como la proximidad de la bendición la tranquilizase, no recelaba acercarse a su futuro marido y hablarle con mayor intimidad y cariñosa confianza. Así fue que cierta tarde, hallándose los prometidos charlando en el corral de la casa de Puri, el novio no supo reprimirse, y, cogiéndola por el talle, la estrechó contra sí, y la besó con delirio, a bulto y a tropezones, en pelo y frente. Apenas lo hubo ejecutado, sintió remordimiento y vergüenza, mientras la muchacha, pálida y ceñuda, se había echado atrás, y le miraba con asombro, casi con miedo. El enamorado se cuadró, tartamudeó algunas frases confusas, y huyó de allí enojado consigo mismo y acusándose de una profanación moral, tan inoportuna como necia.

Cuando al otro día vio a la Casta, aumentó su desazón el encontrarla muy pálida, abatida y triste. Creyolo al pronto consecuencia de su desmán, pero disipó sus recelos el asegurar repetidas veces la novia que no era sino malestar físico, una indisposición insignificante, de esas que no se pueden localizar, porque se resiente de ellas todo el cuerpo. A la mañana siguiente, lejos de disiparse el malestar, se convirtió en verdadera dolencia, que obligó a Puri a guardar cama. Y cama fue de donde no se levantó ya nunca la niña, sino para ser llevada, entre cuatro, al cementerio de Arfe.

La natural amargura del novio se tiñó de un matiz sombrío y furioso, de un carácter de insensatez. Para él no había palabras de consuelo; negábase a tomar alimento; tan pronto reía, como rugía o se mesaba los cabellos, mordiéndose con desesperación las manos. Por más que el médico le aseguró repetidas veces que Puri había fallecido de enfermedad natural y vulgarísima, de una fiebre cerebral aguda, el infeliz se obstinaba en suponer que su atrevimiento había acarreado la muerte de aquella criatura preciosa y lozana. El fatídico «yo la maté», inarticulado y confuso, brotaba del fondo de su conciencia, entenebreciendo su espíritu con sombras y lobregueces de enajenación. Pálido como el mármol, la mirada fija con extravío en un punto invisible del espacio, rezando entre dientes, y con las manos convulsivamente enclavijadas, veló a la muerta y la acompañó hasta su último asilo. Vestida de blanco y azul —el hábito de la Concepción—; apenas desgastada por la fiebre; con su hermoso pelo rubio suelto y haciendo marco al rostro apacible, fresco a pesar de la muerte; con la palma de las vírgenes sobre el pecho, Puri la Casta se iba al sepulcro hecha un milagro de belleza, más que en vida si cabe.

Así lo afirmaban las amigas y vecinas que la escoltaban en la última jornada, y así lo repitió el sepulturero, el tío Carmelo, con aquella risa suya tan especial y tan fúnebre, que cuajaba la sangre en las venas. El tío Carmelo era un hombrecillo de unos cincuenta y tantos años, de faz descarnada y cínica —la faz que presentan las calaveras, que es sabido que, a su modo, ríen siempre—. Enjuto y seco lo mismo que la yesca; de ojos descoloridos y claros; de cráneo lucio y mondo, la perpetua risa descubría los dientes amarillos, y la alegría, que en los demás hombres suele ser indicio de bondad de corazón y condición sana y tratable, en él era como siniestra luz que alumbra una hoya. Si los moradores de Arfe leyesen a Shakespeare, acordaríanse de cierta escena de Hamlet cuando divisaban al enterrador, con su risa de cementerio y sus chanzas de ultratumba, y Puri, tendida en su féretro, les evocaría la imagen de Ofelia.

El tío Carmelo era hijo y nieto de sepultureros; pero en él acababa la dinastía, porque ninguna moza de Arfe ni de los pueblos comarcanos quiso unir su suerte a la del feo e irónico enterrador. La pena de la soledad habría amargado tal vez la juventud del tío Carmelo: desde que llegara a la edad madura, se resignaba tan perfectamente, al parecer, que sus chanzonetas, mofas y pullas acostumbraban versar sobre los casados, los enamorados y los novios. Les daba vaya, llegando al atrevimiento de decir que a todos, a todos sin excepción, les habían faltado o les habían de faltar alguna vez sus novias y esposas, y sólo la misma generalidad de esta chanza la hacía pasadera, pues a creer los arfeños que el sepulturero hablaba seriamente y aludía a alguno en particular, por buena providencia le arrancarían la venenosa lengua de la boca. Sus dicharachos algo libres, sus bromas de mala ley, su perpetua risilla mofadora e insultante, se toleraban, porque el tinte de desprecio hacia la profesión refluía en el hombre, y los pueblos, como los reyes, no se formalizan por las lenguaterías del infeliz bufón. Además, los arfeños, gente buena y sin hiel, compadecían a aquel viejo que habitaba entre difuntos, en completo abandono y soledad, sin un afecto que calentase su corazón, sin una nota dulce en su hosca vida de cincuentón solitario. Nada positivamente malo se sabía de él; se le veía ganar el pan con el sudor de su frente, y el mismo horror de su oficio acrecentaba la piedad.

En los dominios del antipático viejo se quedó la pobre Puri, después que hubieron cerrado la caja, depositándola en la hoya y volcado sobre ella las paletadas de tierra que habían de cubrirla. El novio no saltó a la fosa como Hamlet el dinamarqués, a decir disparates y echar bravatas filosóficas: era demasiado cristiano para cometer tamaña atrocidad; pero mientras se cantaron los responsos y el cura roció con agua bendita la linda cara de la muerta, mientras se tapó el ataúd y se dio tierra para colmar la zanja, allí se estuvo el futuro esposo con los ojos fijos en aquel rostro celestial que iban a disputarle los gusanos del sepulcro, oyendo el sordo ruido de las palas, absorto y hecho de piedra. Igualado el terreno, volviose, y sin derramar una lágrima ni proferir un suspiro, se alejó de allí, ofreciendo las trazas de un inofensivo demente, que se aparta de los cuerdos para cavilar a sus anchas.

Encerrado en casa se estuvo hasta la noche, la cual cayó sobre la villita como suave manto de terciopelo obscuro claveteado de diamantinas luminarias; porque era el mes de mayo, y a las serenidades del firmamento respondía el latir de la tierra germinadora. No bien las sombras descendieron sobre Arfe, el novio de Puri, levantando la cabeza y apoyando el índice en la frente, se estremeció. Sentíase acometido por la lúgubre idea de que su amada se encontraría muy sola allá en el cementerio, y que era justo hacerle un rato de compañía y rezar sobre la hoya recién colmada. Semejante propósito le sirvió de alivio: sin saber por qué, le dilató el pecho, sacándole de la terrible absorción y quietud del dolor, al cual todo proyecto, toda actividad, proporciona lenitivo. Envolviose en su capa, por instinto y hábito, pues antes que frío sentía ardor de calentura; tomó el sombrero, y por calles excusadas se encaminó al campo santo.

Está situado Arfe en la vertiente de una montañuela; las casas se desparraman por su declive; el circuito de las tapias del cementerio sigue la misma inclinación, de manera que por la parte alta son sumamente fáciles de escalar, sobre todo para quien posee la agilidad de la juventud y sabe agarrarse a las matas y a las piedras. No costó gran trabajo al novio de Puri introducirse en el recinto, y si el corazón no le palpitase de emoción sagrada, la fatiga de la ascensión no bastaría a sobresaltárselo.

Para penetrar eligiera un ángulo de tapia algo desmoronado, donde compacto grupo de cipreses proyectaba sobre el suelo su larga sombra piramidal; dos olivos contribuían a espesarla. A pesar de la claridad de la naciente luna, al pronto le fue difícil orientarse. Sabía que la fosa estaba detrás de otro grupo de arbolado, en un rincón donde había pocas cruces, especie de lugar de preferencia, más solitario y distinguido que los restantes. Por fin atinó con la dirección el novio.

Sin explicarse la causa, desde que se introdujera en aquel campo santo para despedirse de su futura como el enamorado de Verona, sentía un pavor, un hielo, un escalofrío, algo que le atravesaba el corazón y le apretaba la garganta y le paralizaba las piernas. Inmóvil ante el puñado de árboles, cortina del lecho mortuorio de Puri, temblaba como si un espanto difuso e invisible para los ojos carnales fuese a alzarse de aquella tumba. ¿Se atrevería a salvar el grupo y entrar en el misterioso rincón, donde la obscuridad redoblaba y el terror religioso batía sus alas de arcángel? Detrás de aquellos árboles estaba su novia, sí; pero no como siempre, bella, arrogante, teñida de rosa, coronada por sus trenzas de oro, sino lívida, yerta, tendida, con las manos cruzadas sobre la palma de su virginidad. Y el católico, sintiendo en el alma efusión celeste, en las pupilas lágrimas de fe, se dispuso a arrodillarse en aquella sepultura y a rezar por la muerta… o a la muerta, a su espíritu angelical, que tal vez flotaba allí, en la tibia atmósfera de la noche de mayo…

¿Era juego de la fantasía? ¿Era alucinación del sufrimiento? Juraría que detrás del grupo de árboles se oía un rumor, un resuello, una cosa rara, distinta del silencio augusto propio de semejante lugar a semejantes horas… Extrañeza y recelo insensatos restituían ya al afligido novio la conciencia de la realidad y el impulso de la defensa, y enloquecido, lanzose como un dardo hacia la sepultura… El horror más grande, la cólera más tremenda que pueden clavar la voluntad y sujetar el brazo cuando debieran impulsarlo a caer como el rayo vengador, le impidieron hacer pedazos allí mismo al infame sepulturero, que en aquel rincón del cementerio perpetraba nefando crimen con el cuerpo desenterrado, rígido, blanco y hermoso de Puri la Casta.


* * *


Cuando el tío Carmelo compareció ante el juez —después de atravesar, amarrado codo con codo, por entre la multitud ebria de furor, linchadora, que pedía a gritos que le diesen al sepulturero para arrastrarlo en una espuerta—, lejos de mostrarse humillado, contrito, abatido o lleno de confusión, se presentó impávido, sarcástico, risueño, luciendo como nunca el humorismo fúnebre que le caracterizaba. Al increparle el representante de la ley por la horrenda profanación, en vez de disculparse, de atribuir el hecho a momentáneo extravío o frenesí matador de la razón y la conciencia, alzó la frente, hizo una mueca de reto y desdén, tomó la palabra con voz entera, estridente como un silbo, y todo el pueblo de Arfe, aquel pueblo morigerado, cristiano, honesto y celoso de la fama más que del cariño, que hace del honor una ley y de la honra un sagrario; todo el pueblo de Arfe, repito, supo que el último de los hombres (si no hubiese verdugo), un asqueroso vejezuelo, baldón y escoria de la humanidad, los había afrentado consecutivamente en la persona de sus madres, esposas, hermanas e hijas, por espacio de treinta y tantos años, deliberadamente y a mansalva.

¡Nauseabunda tragedia! Nadie dejara de recibir de aquellos indignos dedos la bofetada póstuma, el ultraje que ni se evita ni se castiga, la mancha que no se lava con toda el agua del Jordán. Para aquel Tarquino de cementerio no existieron Lucrecias: su ferocidad destruyó la noción de la virtud, y estableció en la vida de los arfeños la igualdad ante la vergüenza y el deshonor. Y la multitud, que momentos antes bramaba, rugía y quería tomarse la justicia por la mano, se sintió subyugada, aturdida por la misma enormidad del delito y por el cinismo atroz del que lo confesaba. Escuchábanle en silencio, mientras él derramaba a borbotones sangriento lodo sobre la asamblea. El propio juez no encontraba argumentos, ¡y peregrina debilidad!, flaqueaba al formular los cargos. Para que el lector no extrañe algunas frases escogidas del tío Carmelo en el fragmento de diálogo que voy a trasladar, he de advertir que el pueblo de Arfe (realísimo, existente en el mapa, si bien con otro nombre) posee un colegio de segunda enseñanza, fundado por un rico arfeño, donde se da instrucción gratuita y muy completa a los naturales del pueblecillo montañés, y que el sepulturero, en sus primeros años, se había sentado en los bancos de aquel instituto.


* * *


Juez. —¿No le estremecía a usted el poner en un muerto las manos?

Acusado. —Yo he nacido entre muertos. Mi padre fue sepulturero, mi abuelo lo mismo, y supongo que mi bisabuelo también. Para mí no hay diferencia entre los muertos y los vivos. ¿Cómo quiere usted que me estremezcan ni me repugnen mis parroquianos, si me brotaron los dientes manejando y tocando difuntos?

Juez. —¿No le hace a usted triste efecto el frío de la piel, la rigidez cadavérica? ¿Qué atractivo puede tener un cadáver?

Acusado. —¡Más frías y más insensibles que las mujeres que entierro están algunas vivas que ustedes pagan!

Juez. —¡Reprima usted la lengua! ¿Desde cuándo comete usted esas horribles profanaciones, desgraciado?

Acusado. —Desde que me convencí de que ninguna chica del pueblo me quería ni para ruedo en que poner los pies; desde que mis requiebros les servían de diversión, y mis declaraciones de sainete, y mi oficio de hazmerreír, y mi persona de espantajo. Desde que el día de la fiesta del pueblo no conseguí encontrar una pareja de baile. ¡No ha sido mal baile el que luego bailaron conmigo las señoras remilgadas!

Juez. —¡Chis! ¡Es usted un monstruo, afrenta del género humano!

Acusado. —¡Valiente noticia! Por eso me he vengado de todos. Hice daño, por lo mismo que soy monstruo. Estoy convicto y confeso. Y… atención, señor juez: las cosas claras y en su lugar: también digo que en la vida he cogido ni el valor de un maravedí de lo que llevan las muertas a la sepultura. ¡Ábranse los ataúdes, y en su sitio aparecerán las sortijas, los pendientes y los relicarios! No soy ladrón.

Juez. —Ha robado usted una cosa más preciosa mil veces, que es el pudor y la honra.

Acusado. —Si la honra y el pudor no dependen de la voluntad de la persona misma, y se pueden coger así… como yo los he cogido, entonces confieso que bien he deshonrado al vecindario de Arfe. (Hondo murmullo en el auditorio. Amenazas y maldiciones, que la horripilante curiosidad de oír acalla.).

Juez. —Mida usted sus expresiones. Su descaro agravará la severidad de la ley, y hará inexorable el fallo de la vindicta pública. En usted se ve, además del hábito de tan brutales atentados, un espíritu de rencor y el odio de una fiera. ¿Qué daño le hicieron a usted los habitantes del pacífico pueblo de Arfe, malvado?

Acusado. —¿Daño? Poca cosa. Tratarme como a un perro. Aunque una chica, pongo por caso, me quisiera, a cuenta que el padre me la concediese en matrimonio. Primero se la entregaba a un salteador de caminos. ¡No quisieron darme ninguna! Pues yo las tuve todas, y a discreción, y sin necesidad de cortejar ni de rondar la calle. Bien se lo decía a los arfeños, y ellos empeñados en no creerme. «No hay hombre de este pueblo a quien no le haya faltado su mujer una vez por lo menos…». Y se reían los grandísimos cabestros, se reían. No braméis… Ahora os habréis convencido de que el tío Carmelo no miente nunca. ¿Pues y las que se morían antes de casarse y traían la palma así, muy cogidita, y sus novios ni se atrevieran a tocarles a la pelusa de la ropa? Así venía la de la otra noche… ¡Cuidado si era buena moza, señor Juez! Y la llamaban Puri la Casta… ¡Ja, Ja!…


* * *


A la carcajada infame contestó un rugido del pueblo arrojándose sobre el nefando criminal, y un sollozo de agonía. El novio caía al suelo de golpe, como piedra que se desprende del monte y rueda, inerte y sorda, hasta el llano.

Un año estuvo medio lunático el pobrecillo, haciendo mil extravagancias, ya melancólicas, ya furiosas. Al afianzarse su razón nuevamente, entró de novicio en el convento de Franciscanos, acabado de repoblar en Priego.

Nochebuena del Jugador

El vicio del juego me dominaba. Cuando digo el vicio del juego debo advertir que yo no lo creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de ganarla. «De la propiedad es lícito usar y abusar», repetía yo desdeñosamente burlándome de los consejos de algún amigo timorato.

No obstante mi desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis brazos; y por evitar a mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas a las que adoptaría si diese a mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e inventando toda clase de pretextos —negocios bursátiles, conferencias con amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir— cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios, mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso, quebrantado por la más fuerte y honda tal vez de las emociones humanas.

Hacía tiempo que no poseía sino lo que el juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura, porque a semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz en su hogar, ni se le ocurría ni quizá deseaba conocer el estado de nuestros intereses. En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y le compraba lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo, otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo.

Era esta persona el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y sagaz, de fogosa condición, a quien penas ignoradas, quizá dolorosos desengaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía, demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al fijase en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad. Indudablemente, el santo altruista, consagrado a hacer el bien, olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón, un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente a frente con Bernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones caritativas, sólo venía a vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades.

Acercábase precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí. Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado en el desquite, me precipitaba con cierta cólera, obstinándome en despeñarme, agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía encima la catástrofe redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi palabra crecida suma, busqué un prestamista —el más usurero, el más infame— y sin vacilar como quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me abandoné a sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor a cambio de la inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado a que no luciese para mí el día de confesarle a Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta además. Cierto que a veces se me ocurría decirle: «Figúrate que yo era un negociante; he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.» Pero inmediatamente comprendía la imposibilidad, el absurdo de calificar de «quiebra» los resultados de mi desorden. Si caía a los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que implorar perdón, como cumple al que faltó a sus deberes. Antes morir, y morir me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse: ambos se reducían a uno solo... «Usar y abusar...» Y morir sin miedo.

Con estos pensamientos volví a mi casa la tarde del día 24 de diciembre, llevando en el bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentía que me abrazaban a un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo... ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper a andar y aún necesita agarrarse a algo para no caer de bruces?

Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas a los ojos; y apartándome bruscamente por disimulo, exclamé:

—¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?

—Ha llegado Bernardo —respondió Ventura sorprendida de mi sequedad.

—Tío Nado —repitió mi pequeño, que acompañó esta gracia con una risa estrepitosa.

—Pues toma —dije entregando a mi mujer un puñado de billetes—: prepara una cena; pero una cena de verdad, como me gustan..., y ahora déjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar, me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero mejorarme para charlar con Bernardo.

Ventura obedeció, y yo me encerré a escribir una especie de testamento y despedida. Mis dientes castañeteaban; concluí la tarea, registré mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta que Ventura, solícita, vino a avisarme para cenar. Era temprano, porque el niño no podía faltar a la mesa en noche semejante y su madre evitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos dirigimos al comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por la blancura de los manteles y el destellar del cristal y de la plata.

La sopa de almendra humeaba suavemente y trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban en el centro de mesa, reflejado por una luna de espejo circundada de rosas tardías; en las copas reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, engalanada, compuesta, sonriente, con el rizado pelo algo fosco y las mejillas rubicundas, se acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz:

—¿No saludas al forastero? Ahí le tienes.

Abracé a Bernardo, y empezó la cena, animada al principio por las genialidades del nene y las coqueterías de Ventura, empeñada en que alabase su tocado y tan resuelta a conquistarme, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín. Sin embargo, languideció la conversación bien pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo estábamos pensativos. A las preguntas inquietas de mi esposa, respondía alegando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes pupilas azules, declaró categóricamente:

—Tu marido tendrá lo que guste, y no querrá enterarnos de por qué parece un reo a quien le acaban de leer la sentencia ahora mismo; pero lo que es yo... estoy así... porque me da vergüenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, y langostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer a algunas familias pobres, ya que no estos festines de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del hogar y ropa con que abrigarse las carnes. El apóstol enseñaba que los cristianos no deben encerrarse para comer manjares suculentos. Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a brindar con un champaña... que ya lo conozco de otras veces... ¡Clicquot!, mientras los pobres... No puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a remediarlo!

Decir esto el sacerdote y cruzar por mi imaginación el chispazo de una idea, fue todo uno; ni dio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase el efecto que en Bernardo iban a producir mis palabras. Me levanté, llené una copa del champaña, que frío como nieve ya lucía en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo, exclamando de un modo significativo:

—¡Pues brinda... o reza! Para que se logre un plan que tengo yo... Si se logra, asegurarás el pan a algunas familias.

Bernardo echó mano a su copa, y antes de alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi parecer, me registraba el cerebro, me veía la conciencia y me leía como se lee un abierto libro.

De pronto, con súbita decisión tendió la copa, la acercó a la mía, las chocó, y pronunció majestuosamente:

—Brindo ahora... Rezaré después. Deseo que se logre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes? Una sola.

Consideré sellado el pacto. En mi superstición de jugador lo había ensayado todo, gitanas y médiums, amuletos y pueriles conjuros... todo, excepto el interesar a Dios por el cebo de la caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro supremo, cuya previsión sirve al ciego azar de invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte! Sí, porque el Cielo tampoco podía «querer» que yo ejecutase la resolución postrera y definitiva, la única que cortaba el nudo infernal de mi destino...

Así que terminó la cena, me levanté, alegué una excusa, dejé a Ventura malhumorada y a Bernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar, no ya el dinero, sino la honra y la existencia, la existencia que en aquel momento me parecía tan seductora, tan digna de ser vivida, entre los halagos de una mujer enamorada y la luminosa sonrisa de un querubín que me pedía protección y ayuda para andar, cogiéndose a mis piernas...

Por las calles se oía tumulto de gentío, repique alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en las casas, la luz se filtraba delatando la reunión de los que se quieren en íntima fiesta; y yo pensaba, mientras el coche que había tomado a mi puerta iba rodando hacia el Casino: «Si marro, ésta es mi Nochebuena última.»

¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada, increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el primer instante. Sobraban horas para jugar, y estaban allí los puntos fuertes, los de repleta cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no recuerdo vena igual: parecía cual si viese al trasluz las cartas que iban a salir, o un poder invisible me dictase la puesta. Como si Dios se esmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentó desde que sonó la medianoche.

Al regresar a mi domicilio, entré en el cuarto de Bernardo. El cura estaba despierto; me esperaba sin duda

—Acuéstate —le dije— y duerme bien, que mañana tendrás con qué dar a esas familias pobres el pan del año.

Vi en el expresivo rostro del sacerdote indicios de perplejidad y zozobra. Comprendía perfectamente el origen del dinero que yo venía a ofrecerle en cumplimiento del trato y su conciencia batallaba con su pasión de hacer bien, de consolar penas, de enjugar lágrimas. Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por una trepidación interior que le enronqueció la voz, siempre sonora, me cogió las manos entre las suyas y murmuró:

—Acepto... Venga... Sólo que ¡acuérdate!... La condición...

—Hoy ha sido la última vez: palabra de honor —respondí adelantándome a su ruego.

No sé si me creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver a probar las amargas delicias del juego; después, poco a poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba.

Nube de Paso

—Jamás lo hemos averiguado —declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza—. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposición los medios para enterarse.

Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.

Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:

—Pero ¿ni aun conjeturas?

—¡Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tenía una herida triangular, como de estilete, en la región del corazón —la autopsia comprobó después que esa herida causó la muerte—, figúrese usted si los compañeros de hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, podíamos vernos envueltos en una cuestión muy seria. Como que, al pronto, se trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de esas que no admiten discusión. En la casa de huéspedes estábamos cinco, incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos reímos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra moral en el espíritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida...

—Ello fue que ustedes, al regresar a casa...

—¡Ah!, una impresión atroz. Era ya de día, y la patrona nos abrió la puerta en un estado de alteración que daba lástima. Nos rogó que entrásemos en la habitación de nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la mañana, vio que no respondía, y estaba pálido, pálido, y no se le oía respirar... ¡O desmayado, o...! Fue entonces cuando, alzando la sábana, observamos la herida.

—¿Qué explicación dio la patrona?

—Ninguna. ¡Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontrado jamás el hilo para desenredar la maraña de ese asunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada...; pero ni la menor prueba se encontró de su culpabilidad. ¡Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormía en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañana siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie había visto entrar. ¡El misterio más denso, más impenetrable!

—¿Se encontró el arma?

—Tampoco.

—¿Tenía dinero en su habitación la víctima?

—Que supiésemos, ni un céntimo; es decir, unos duros..., que es igual a no tener nada, para el caso... Y esos allí estaban, en el cajón de la cómoda, por señas, abierto.

—¿Se le conocían amores?

—Vamos, rehacemos el interrogatorio... No tenía lo que se dice relaciones seguidas, ni querida, ni novia; no sería un santo, pero casi lo parecía; por celos o por venganza de amor, no se explica tan trágico suceso.

—Pero ¿cuáles eran sus costumbres? —insistí, con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa—. Ese muchacho —¿no era un hombre joven?— tendría sus hábitos, sus caprichos, sus peculiares aficiones...

—Era —contestó el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se había presentado a su pensamiento— el chico más formal, más exento de vicios, más libre de malas compañías que he conocido nunca. Retraído hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condición suya, le tuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a divertirnos y a correrla, menos él, y si hubiese ido, no le matan... Para dar a usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le despertasen así que amanecía, sólo por el prurito de estudiar.

—¿Recuerda usted dónde estudiaba?

—¡Ah! Eso, en todas partes. A veces se traía a casa libros; otras se pasaba el día en bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.

—Amigo registrador —interrumpí—, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en el sombrío enigma.

—¡Permítame que lo dude!... ¡Tanto como se indagó entonces!... ¡Tantos pasos como dieron la justicia y la policía, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber nada!

Callé unos instantes. El celaje de la tarde se encendía con sangrientas franjas de fuego, incesantemente contraídas, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la cambiante fantasía y en la versátil conciencia. Pensé que si nada es inverosímil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecérnoslo en lo humano. Lo único increíble sería que un hombre fuese asesinado en su lecho y el crimen no tuviese ni autor ni móvil.

—Registrador —dije al cabo—, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin cesar: en sus estudios está la razón de su muerte violenta. No diga usted que no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que sabe.

—Mucho decir es... —murmuró—. Sin embargo...

—Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabía perfectamente: lo sabía la parte mejor de su ser de usted: su instinto.

—¡Qué raro será eso! Pero, en fin... pregunte, pregunte lo que quiera.

—¿A qué clase de estudios se dedicaba Clemente?

—A ver, Donato, haz memoria —murmuró el registrador, rascándose la sien—. Ello era cosa de muchas matemáticas y mucha física... ¡Ya, ya recuerdo! ¡Pues si el muchacho aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquísimo, y su nombre, glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la navegación acrea. Advierto a usted que murió como vivía, porque fue el hombre más reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.

—¿Tendría muchos papeles, cuadernos, notas de su trabajo?

—¡Ya lo creo! A montones.

—¿Dónde los guardaba?

—¡En la cómoda! Y su ropa andaba tirada por las sillas y revuelta.

—¿Aparecieron esos papeles después del crimen?

—Se me figura que sí. Pero confirmaron lo que creíamos: que el pobre no estaba en sus cabales. Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradores que nadie entendía.

—¿Tenía algún amigo Clemente, enterado de sus esperanzas? ¿Alguien que conociese su secreto?

La cara del registrador sufrió un cambio análogo al de las nubes. Primero se enrojeció; palideció después; los ojos se abrieron, atónitos; la boca también adquirió la forma de un cero.

—¡Rediós! —gritó al cabo—. ¡Y tenía usted razón! Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber... ¡Tonto de mí! ¿Cómo pude ofuscarme?... ¡Qué cosas! Había, había un amigo, un ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias... ¡Un barbirrojo, más antipático que los judíos de la Pasión! ¡Y hasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡No haber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡El bandido del extranjero fue, y para robarle el fruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles y cargó con los que valían, y sabe Dios, a estas horas, quién se está dando por ahí tono y ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡Y a mí la cosa me pasó por las mientes; pero... no me detuve ni a meditarla, porque... no se veía por dónde hubiese podido entrar el asesino!

—¡Bah! Esa es la infancia del arte —contesté—. Entró con una llave falsa, que había preparado, o con el propio llavín de su víctima; estuvo en el cuarto de ésta hasta tarde, hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.

—¡Así tuvo que ser! ¡Bárbaros, que no lo comprendimos! ¡Requetebárbaros!

—No se apure usted... Quizá estamos soñando una novela.

—No, no; si ahora lo veo más claro que el sol... Soy capaz de perseguir al asesino...

—¿Cuántos años hace de eso?

—Trece lo menos...

—Déjelo usted por cosa perdida... Aun en fresco no se averigua nada... Conténtese con el goce del filósofo: saber... y callar.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1911.

Nuestro Señor de las Barbas

La riqueza de don Gelasio Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío, el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al exmonago…, y en la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.

Lo que más hacía cavilar al vulgo era la certeza de que Garroso no había prestado a réditos con usura, ni comerciado, ni heredado a tío de Indias, ni apelado a ninguno de los medios lícitos o ilícitos de cazar con liga a la volandera fortuna. Descartada la misteriosa procedencia de sus caudales, era la vida de Garroso clara y transparente como el cristal, y sus costumbres tan honestas, tan intachable su conducta, que ni se atrevía a rozarle la calumnia con sus alas de murciélago. No sólo no practicaba la usura, sino que solía ayudar desinteresadamente a vecinos a quienes veía con el agua al cuello; de cuando en cuando realizaba verdaderos actos caritativos; no intrigaba, no se metía con nadie, ni era pleiteante ni tirano para sus arrendatarios, ni hacía, en suma, cosa por la cual no mereciese el dictado del hombre más pacífico y justo del orbe. Notaban también su puntualidad en cumplir los deberes religiosos, en no perder misa y en rezar diariamente el rosario; y aunque no se le viese confesar ni comulgar, la gente de Cebre vivía persuadida de que lo hacía don Gelasio durante las temporadas que pasaba en Compostela. Siempre se distinguió por la piedad el hijo del sacristán de Bentroya, lo cual era tradición de familia, pues su padre y su abuelo habían muerto casi en olor de santidad, usando cilicios y edificando a sus contemporáneos. Estos antecedentes explican el asombro de los vecinos de Cebre cuando el que no tenía sobre qué caerse muerto, apareció nivelándose en caudal y rentas con los más altos señores del país.

Ya supondréis que la gente de imaginación no se resignó a no inventar. Quién afirmó intrépidamente que la fortuna de Garroso provenía de un contrabando de armas durante la guerra civil; quién juró y perjuró que en un viejo pazo había encontrado un tesoro fantástico, incalculable. Y no valía argüirles a estos novelistas de fecunda vena con que la guerra civil se había reducido en Galicia a que saliesen unos cuantos latrofacciosos mal armados de escopetas comidas de orín, y que, en cuanto al tesoro del pazo, no parecía verosímil que lo hubiese desenterrado Garroso, pues el único pazo que poseía —comprado a la arruinada y noble familia de Lacunde— no pudo adquirirlo hasta después de tener dinero. A pesar de esta objeción, la leyenda del tesoro fue la que prevaleció, la que obtuvo los sufragios de la multitud, la que lentamente se impuso hasta a los sensatos. Personas autorizadas aseguraban saber de buena tinta que don Gelasio vendía secretamente a los plateros, en Compostela, pedrería y oro labrado, monedas antiquísimas, sartas de perlas y deslumbradores joyeles de rubíes, esmeraldas y diamantes.

¡Y la versión era exacta! Más de una vez, y más de dos, y más de veinte —a cada desembolso, motivado por nuevas adquisiciones—, había realizado don Gelasio el viaje a Compostela, llevando consigo una reverenda bota de lo añejo, la clásica morena del país; pero morena preparada con los cubiletes para hacer juegos de manos, pues bajo el vino ocultaba un doble fondo en que yacían las monedas y las joyas. Los mayorales y zagales de la diligencia observaban que don Gelasio no prestaba su morena a nadie; si asfixiados por el calor le pedían un trago, sacaba dinero y los convidaba en las tabernas. Al llegar a la ciudad, don Gelasio vaciaba la bota, extraía el contenido del doble fondo, y siempre a deshora, y con la reserva más profunda, entraba en una ruin platería agazapada al pie de la catedral, y enajenaba la pedrería rica, los fragmentos de oro machacado, las onzas peluconas de abultado cuño; hecho lo cual regresaba a Cebre sin desamparar la bota. El platero guardaba reserva porque el negocio tenía enjundia.

Lo raro es que, después de excursiones tan fructíferas, solía don Gelasio pasarse dos o tres días en la cama, presa de un mal indefinido, una especie de morriña invencible. No llamaba médico; absorbía una dosis de quina o una de cocción de ruibarbo, y, al fin, se levantaba amarillo y desemblantado, como si saliese de una fiebre. Mal pudiera explicarse el médico la verdadera causa de su desazón, ni decirle que provenía directamente el espanto sentido cada vez que bajaba a la telarañosa cueva donde guardaba los restos del tesoro depositado en sus manos por los monjes de Bentroya cuando, al exclaustrarlos, hubieron de emprender el camino al destierro. Y no era, ciertamente, que le asustase ver las monedas, la plata repujada, ni las joyas que habían adornado sus altares; era que allí en la cueva estaba también —testimonio evidente e irrecusable de su delito— el Cristo viejo, la devotísima imagen conocida en el país por «Nuestro Señor de la Barbas».

Había sido antaño la venerada efigie, de grandor natural, la mejor prenda, el orgullo del famoso monasterio. Acudían en peregrinación los campesinos a adorarla, creyendo que las barbas de aquel rostro pálido crecían con regularidad, siendo preciso despuntarlas cada mes; que aquella angosta frente sudaba gotas de sangre, y que de aquellos ojos vidriosos, revulsos por la agonía, al cometerse en la comarca un escándalo o un crimen, se desprendían gotas de salado llanto. Al saberse que abandonaban el convento los monjes, creyóse que habían llevado consigo al Cristo milagroso. No era cierto. La memoria de la virtud ejemplar del sacristán, la excelente conducta de su hijo, les sugirieron la idea de confiar a éste la custodia, no sólo de la imagen, sino de todo el tesoro monacal, desde los cálices visigóticos hasta las onzas de Carlos IV. Creían los buenos monjes que aquello de la exclaustración era una racha pasajera; que la ira de Dios caería sobre quien así profanaba los monasterios; que dentro de un año, dos a lo sumo, aplacaríase la tormenta, sería castigada la iniquidad, y entrarían de nuevo en su amado retiro, con el Santísimo bajo palio y pisando flores. Y hay que reconocerlo: lo mismo creía don Gelasio.

Aguardó, pues, bastante tiempo, más de dos lustros, conservando fielmente el depósito, y evitando que cualquier indicio revelase, en aquel país infestado de gavillas de salteadores, que la cueva de su humilde casucha oculta por la riqueza. Por precaución la distribuyó, deslizando porciones por debajo de las vigas, en huecos que él mismo abría en la pared y tapadas luego con cal y mezcla; en rincones del huerto, que nadie sino él labraba, y donde enterraba muy profundas las ollas rotas atestadas de oro y preseas. Pero corrieron los años; los acontecimientos políticos siguieron su curso; el magno, el erguido monasterio de Bentroya, especie de Escorial perdido en la montaña, empezó a cubrirse de hiedra, a tener goteras, a dar indicios de decrepitud; los moradores de Cebre utilizaron como leña de arder los confesionarios, los estantes de la biblioteca, el piso de las celdas, hasta los tallados sitiales del coro…, y la idea criminal que sordamente bullía en el cerebro y en la voluntad de Garroso se presentó clara y definida, apretó el cerco, se envolvió en sofismas… y logró dar al traste con la acrisolada honradez. En un viaje a Compostela enajenó el contenido de la primera olla, y de vuelta adquirió la primera finca. Lo difícil es empezar. Roto el freno, nada contuvo al infiel fideicomisario.

Ningún aviso, ningún incidente casual vino a recordarle que delinquía. Sin duda todos los monjes habían perecido en la exclaustración; quizá, y es lo verosímil, sólo uno de ellos, el abad, el que hizo entrega a Gelasio del tesoro, sabía el secreto; y el abad, cuando marchó, tenía setenta años y era propenso a la apoplejía. Lo cierto es que nadie se presentó a reclamar nada, y don Gelasio hubiere gozado tranquilidad absoluta en el crimen… a no ser por el Cristo viejo. «Nuestro Señor de las Barbas», la sacra efigie que tanto le habían encomendado los monjes, y que dormía en la cueva, descolgada de la cruz, envuelta en un polvoriento sudario. A cada nueva sangría al tesoro de los monjes, aplicada a satisfacer la codicia; a cada heredad con que redondeaba sus bienes; a cada viaje a Compostela para desprenderse de monedas o joyas, don Gelasio, enfermo de pavor, soñaba noches enteras con el Cristo, y le veía sacudir la envoltura y surgir pálido, barbudo, ensangrentado y horrible. Todos podían ignorarlo; podía no alzarse en la comarca una voz para condenar a Garroso; nadie le señalaría con el dedo, porque nadie sabía el infame origen de sus rentas…; pero bien lo sabía «Aquél», el del costado herido y los pies taladrados y la barba luenga, el de la cara lívida y los desmayados ojos.

Quedábale a don Gelasio el recurso de hacer hastillas y quemar la imagen… ¡Ah! No se atrevía; había mamado con la leche y llevaba en las venas el respeto y la devoción a «Nuestro Señor de las Barbas», la imagen soberana, milagrosa, en cuyo camarín ardía siempre una lámpara de oro, y cuyo altar habían desgastado los besos de la fe…, y sólo de recordar que allí, en su cueva, reposaba el largo cuerpo desprendido de la cruz y rebujado en la sábana, parecido a un verdadero cadáver humano se estremecía de angustia, de espanto y momentánea contrición. No se sentía capaz ni de desenvolver el paño por miedo de ver crecidas las barbas de Cristo, y de encontrar sus ojos bañados en lágrimas. Y al mismo tiempo, tener al Cristo allí era conservar la evidencia del delito, la innegable prueba de la fechoría, y don Gelasio, en noches de insomnio, sentía pesar sobre su corazón el cuerpo inerte de Cristo, y en medio de las tinieblas creía palpar a su lado unos brazos angulosos y recios, y sentir el roce sedoso de unas barbas finas, espesas, como cabellera de mujer. Por eso, últimamente, se había propuesto no bajar a la cueva, donde quedaban todavía rastros del botín, algunas joyas de las más conocidas, que podían delatarle. «Nuestro Señor de las Barbas me ha de castigar», pensaba, inundado en frío sudor. En efecto, llegó la hora del castigo.

Nada tan peligroso como la fama de rico en la aldea. Al tomar cuerpo la leyenda de que don Gelasio poseía un tesoro, los ladrones de la comarca abrieron tanto ojo y meditaron un golpe. Organizóse una gavilla para asaltar al ricachón solitario. En la noche más cruda del invierno penetraron, enmascarados, en su vivienda; le ataron y con amenazas y, por último, refinados tormentos, hechándole aceite hirviendo en la planta de los pies y sobre el vientre desnudo, le obligaron a que revelase el escondrijo.

Como ya no quedaba sino lo encerrado en la cueva, al hincarle lancetas de cañas entre las uñas, resolvióse don Gelasio, moribundo de dolor, a guiar allí a los ladrones. Distinguíase en un rincón la forma de Cristo encubierto por el sudario, y Garroso, trémulo de espanto y desesperación, presenció como los bandidos rasgaban el paño polvoriento y descubrían la sagrada efigie —cuyas barbas le parecieron desmesuradas, formidables—. Los chasqueados fascinerosos dieron una patada al Cristo, y, blasfemando, exigieron el oro y las joyas. Entonces Garroso, en vez de señalar al rincón donde había soterrado lo que aún poseía del tesoro, arrojóse sobre la ultrajada imagen, besándola con delirante arrepentimiento. Y los ladrones, que temían ser sorprendidos porque los perros ladraban, apoyaron en la sien de Garroso el cañón de una carabina, dispararon…, y el cadáver del criminal, perdonado sin duda ya por la justicia celeste, rodó al lado de la efigie, bañándola en sangre.

Obra de Misericordia

El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.

—No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...

—Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...

—Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.

—Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.

—Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!

El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.

—¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...

Un coro de súplicas se alzó:

—Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.

—Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...

—A la mía, que mayor desdicha no la haberá...

Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos —hubiese preferido descansar y una taza de café muy caliente— siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.

Por callejas sucias y pedregosas se dirigieron a una casa algo más cuidada, de mejor apariencia que las restantes. Las maderas de esta casa, puertas y ventanas, eran nuevas, y tenían el aspecto de solidez de lo bien construido. Como que el moribundo era el mejor carpintero del pueblo, y le sobraba trabajo, sobre todo desde que se había declarado la fatal epidemia... Sí: desde que caían diariamente diez o doce personas, aterradora proporción para tal vecindario, Mateo Piorno no descansaba de día ni de noche, serrando y ajustando tablas destinadas a ese luengo estuche, más ancho y alto por la cabecera, en que ha de contenerse todo el orgullo, toda la maldad, toda la miseria y toda la ilusión humana. Los ataúdes producían más que otro trabajo cualquiera, porque aún los muy pobres no suelen regatear tratándose de estos artículos, y llovían los pesos duros en la hucha de Mateo Piorno, hasta el día en que le acometió también a él —a fuerza de cerrar cajas acercándose a los muertos y manejándolos— el mal, aquel mal que de los muertos venía, que era seguramente la emanación deletérea de tanta carne de hombre hacinada en los campos de batalla, mal cubierta por la tierra madre, horrorizada de ver sus entrañas profanadas así. Y mientras el carpintero, todavía joven y vigoroso, luchaba con el morbo, al principio hipócritamente benigno, de repente avasallador, el hijo, de dieciséis años, se rendía a su vez, y la queja sorda de los dos enfermos era un ruido quizá doblemente fatídico que el de los martillazos clavando las cajas...

Cuando el médico entró, Mateo, desde hacía media hora, había cesado de quejarse. Don Saturio alzó el embozo y miró el rostro, que empezaba a adquirir tintas plomizas.

—¡Para este —gruñó— no hago falta!...

La mujer exhaló un chillido desesperado. Comprendería de súbito. Y cuando empezaba a lamentarse una voz familiar la llamó desde la puerta:

—¿Qué es eso, Cándida? ¿Qué ha pasado?

Era un fraile mendicante, alto, seco, que venía cargado de un brazado enorme de rama de eucalipto; y con él entró una ráfaga de esencia pura, fuerte; un aire de salud. El médico le hizo una seña.

—Me encontré esta novedad... Y no será la única... Falté del pueblo unas horas, porque fui a Lebreira, donde el abad ya falleció. Esto es el fin del mundo. La mitad más uno de los vecinos con la tal peste. Aquí, el muchacho me parece que salvará; haga usted la desinfección con el formol, y déle otro sello de aspirina. Yo me voy, que me esperan quince o veinte. Aún no he comido. Me duele la cabeza. Y lo peor es que no sirve de nada tanto fatigarse. ¡Caen como moscas!

El fraile entró. Empezó por rezar brevemente ante la cama de Mateo. Se volvió luego hacia la mujer, y poniéndole la palma de la mano en el hombro, no sugirió: ordenó la conformidad.

—Lo manda Aquel... No somos nadie para rebelarnos contra lo que manda. Y tú, Cándida, ¿puede saberse por qué no me avisaste antes? No debiste dejar que tu marido se fuese así... A más, yo estaba bien cerca: en casa de Manuel el albéitar, que la madre también... ¡Ea, mujer, ánimo! Reza conmigo, y después, no te falta quehacer con el muchacho. Dale a beber agua con una cucharada de ron. Yo le administraré las medicinas. Va a sudar; ponle otra manta.

La mujer iba a coger la de la cama de Mateo; un respingo del fraile la contuvo.

—Pero, señor, si ya mi marido, malpocado, no necesita la manta...

—Hay que perdonarte porque no sabes lo que haces. Coge una de las que tienes de reserva, para el enfermo. Después, ve a avisar que vengan a llevarse a tu esposo: ya sabes que no permiten que estén en casa ni una hora.

Mientras la mujer cumplía los menesteres, el franciscano entró en la pieza que servía de taller a Mateo. Había en ellas olas de virutas, hacinamiento de astillas y tablones, el banco reluciente por el uso, con esos curiosos esgrafiados que son la vanidad de los carpinteros. Y en el centro del taller, un féretro nuevo, oliendo gratamente a resina, al cual sólo faltaba una tabla en la tapa. El carpintero no pudo acabar su labor...

El fraile tomó el martillo y, torpemente, clavó la tabla, pegándose más de una vez en los dedos. Luego arrastró tapa y caja al dormitorio, donde yacía Mateo, y donde su hijo empezaba a amodorrarse, en el bienestar del sudor resolutivo. Tapó al enfermo, desinfectó rápidamente. Cándida no tardó en presentarse gritando de un modo histérico:

—¡Ay señor! ¡Ay santo! ¡Ay padre! ¡Infames, perdidos! No querían darle sepultura.

—¿Qué dices, mujer?

—Que el enterrador está en la cama, y los otros dicen que no es cosa suya, que no es obligación. ¡Tienen miedo! ¡Malvados!

—Motivo hay... —declaró el franciscano, moviendo la cabeza—. No los insultes. Bastante infelices sois todos.

Y como Cándida sollozase amargamente, compadeciéndose a sí misma, el fraile añadió con imperio:

—Ayúdame, hermana. Aquí tenemos el ataúd; tú envuelve en la sábana el cuerpo.

Mientras la mujer realizaba esta tarea, el fraile corrió de nuevo al taller, y con dos astillas y una tachuela hizo una cruz.

—¡Ahora, ánimo! Agárralo por los pies, yo por los hombros...

Lo depositaron cuidadosamente en el féretro, y el fraile depositó sobre el pecho la tosca cruz, sujetando lo mejor que supo la tapa de la caja.

—¿Y ahora, señor? —murmuró la mujer.

—¡Ahora, arriba! ¡A los hombros! ¿Puedes?

Había que poder. El carpintero pesaba. Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del fraile. Cándida no penaba tanto, hecha a más rudas labores, sin duda, pero la sacudía el zopillar angustioso.

—Calla, mujer, calla; ya hiparás después...

A nadie encontraron en su fúnebre paseo. El cementerio estaba próximo, por fortuna. No tardaron en hallar las herramientas. Los brazos les dolían, la respiración les faltaba al cavar en el suelo endurecido la ancha fosa. El fraile, cuando ya vio el ataúd depuesto, pensó en orar. Dijo las preces, bendijo la sepultura cristiana. Luego cubrió el ataúd con los removidos terrones. Y enjugándose el sudor, ya frío en sus sienes, iba a retirarse, a tiempo que divisó a dos hombres, portadores de otra fúnebre carga. Sólo que esta vez faltaba el féretro. ¿No faltaba también el carpintero? Venían los despojos envueltos en una manta. Y el fraile, sencillamente, suspirando de fatiga, tomó otra vez el azadón...

—Yo los ayudo, hermanos.


«Raza Española», núm. 1, 1919.

Ocho Nueces

Todas las noches, después de cenar, venían fielmente a hacerle la partida de tresillo al señor de las Baceleiras los tres pies fijos de su desvencijada mesa: el médico, don Juan de Mata; el cura, don Serafín, y el maestro de escuela, don Dionisio. Llegaban los tres a la misma hora y saludaban con idénticas palabras, trasegaban el medio vaso de vino que don Ramón de las Baceleiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, a falta de servilletas, con el dorso de la mano. Después don Serafín, que era servicial y mañero, encendía las bujías, no sin arreglar antes el pabilo con maciza despabiladera de plata, y hasta las diez y media se disputaban los cuatro unos centimillos. A esa hora recogían los tresillistas en la antesala los zuecos de madera, si es que era lluviosa la noche o había fango en los caminos hondos, y se dirigía cada mochuelo a su olivo pacíficamente.

Cinco años de fecha contaba esta asociación para el más inofensivo de los pasatiempos, y era ya el único goce del viejo y enmohecido señor de aldea, que se pasaba la mitad de la vida clavado en su poltrona por la gota y el reumatismo. Aquellas horitas de juego y de charla prestaban algún interés al día, que se deslizaba lento, interminable, prolongado por la soledad, la quietud forzosa y el tedio de la vejez sin familia, sin deberes y sin quehaceres. Las tres personas que venían a jugar con don Ramón no eran ni sabias ni oportunas, ni afluentes en la charla, ni apenas estaban enteradas de lo que acontecía en el mundo; pero, así y todo, traían noticias, rumores, opiniones, embustes, manías y humorismos de cada cual; don Juan de la Mata, por su profesión, recogía aquí y allí la crónica del lugar, la chismografía de los «mantelos» y de las chaquetas de rizo —que la tienen, y muy picante—; don Serafín se encargaba de la alta política, porque leía El Correo Español y estaba al tanto de los pensamientos del zar de Rusia y el emperador de Austria; y en cuanto a don Dionisio, hablaba enfáticamente de todo lo divino y lo humano, y por las condenadas elecciones llevaba al dedillo la política local. El señor de las Baceleiras tomaba parte en la conversación, tanto más a gusto cuanto que su parecer era oído con respeto por los tres compañeros, habituados a ver en él al señor —un ser superior, puesto que no hacía nada y vivía de sus rentas.

El señor de las Baceleiras poseía muchas tierras en aquella aldea misma y en otras partes. Si es cierto que todo el mundo nace propietario, y que el instinto de apropiación y defensa de lo adquirido es fuerte como la muerte desde los primeros albores del mundo, en nadie se reveló más vigoroso este instinto ni arraigó con más hondas raíces que en don Ramón. Amaba con vehemencia y defendía con rabia su propiedad, ni más ni menos que si tuviese una dilatada prole a quien transmitirla, y que si no estuviese próximo, por inexorable decreto de los años, a dejárselo todo aquí, para regocijo de unos sobrinos que vivían en Mondoñedo y no habían visto a su tío ni una sola vez. Ello es que, a pesar de acercarse el término en que se abandona la hacienda con la vida, don Ramón, siempre que se lo permitían los achaques y la maldita pierna, salía a recorrer y examinar sus fincas más próximas, a ver qué tal espigaba el maíz, cómo habían agradecido el riego los prados, si medraban los pinos y si el nogal grande cargaba de fruta más que el año anterior.

En este nogal tenía puestos los ojos y el corazón su dueño. La verdad es que árbol como él no se hallaba en diez leguas a la redonda. Crecía el hermoso ejemplar de la especie vegetal al borde del camino, frente a la tapia de la casa de los Baceleiras, y a orillas de una heredad sembrada de patatas, pertenecientes a don Juan de Mata, el médico. ¿Por qué siendo del médico la heredad eran el lindero y el árbol de don Ramón? Averígüelo el que pueda desenredar la inextricable maraña de la subdividida fincabilidad gallega.

Ahora bien; el caso fue que una mañana, una radiante mañanita de octubre, en que todo era sosiego y paz en el campo, el señor de las Baceleiras, arrastrando un poco la pierna, pero animoso, se detuvo ante el nogal y se alborozó al verlo tan agobiado de fruto. Por parte, en ciertas ramas expuestas al sol del Mediodía, veíanse más nueces que hojas, y sobre la hierba que afelpaba la linde de don Ramón, algunas ya caídas, muy gordas y lucias. Tentado estuvo a recogerlas, y si no es por la pierna, las recoge: «Alberte me las traerá luego», pensó; y al llegar a su casa dio la orden al criado.

—Hoy, a la cena, postre de nueces nuevas —dijo satisfecho.

Mas como a la cena las nueces no pareciesen, interpeló a Alberte, el cual respondió que, yendo a coger las nueces caídas, no había encontrado en el suelo ni una.

—Si las he visto yo mismo, y eran lo menos una docena —prorrumpió el señor de las Baceleiras, amostazado.

—Pues las habrán apañado los rapaces —contestó Alberte, con esa satisfacción socarrona del aldeano y del fámulo cuando suceden cosas que al amo le contrarían.

A la hora del tresillo, llegó el primero don Juan de Mata, y al entrar sacó del bolsillo de la vieja americana de dril un envoltorio.

—Nueces nuevas —murmuró, con triunfal sonrisa, ofreciendo la dádiva al señor, que se quedó helado.

—¿Nueces nuevas? —murmuró—. ¿De qué nogal las ha cogido?

—Del nuestro —contestó, con la mayor flema, el médico, echándolas en un plato, porque ya venían mondadas y cascadas.

—¿Del nuestro? ¿De cuál nuestro, vamos a ver?

—¡Sí, que no lo sabe don Ramón! Del grande, del del camino…, del que me hace sombra a las patatas…, y bien que me las jeringa.

—Pero don Juan, ese nogal… es tanto de usted como del nuncio. ¿Cómo le iba yo a entender, santo de Dios? Ese nogal… no es de nadie sino del presente maragato.

Echóse atrás don Juan de Mata al oír las frases y el tono en que se las decía. Era un viejecillo seco cual yesca, ágil y divinamente conservado, a pesar de sus muchos años, gran andarín, cariñoso y sensible, si bien polvorilla y puntilloso a su manera; y el exabrupto de don Ramón le sugirió esta respuesta picona:

—Entonces, ¿quiérese decir que yo robé las nueces que no me pertenecían? Entonces, ¿no es mío lo que cae en mi heredad, sobre mis patatas? Entonces, ¿yo soy un ladrón?

Hay una sentencia árabe, muy sabia, el evangelio del laconismo, que reza: «Antes de hablar, da cuatro vueltas a la lengua en la boca». Don Ramón, por su mal, olvidó en aquel momento la sentencia, si es que la conocía, que no puedo afirmarlo; y dando rienda a la impaciencia y a la desazón, contestó con el aire más agresivo del mundo:

—¡Usted dirá cómo se llama quien toma lo ajeno sin permiso de su dueño! Esas nueces no eran de usted; luego…, saque la consecuencia.

Respingó don Juan de Mata, y levantándose con ímpetu, y tirando las nueces, no a la cara, pero sí a la panza y a las piernas de don Ramón, chilló fuera de sí:

—Ahí las tiene, ahí las tiene, sus cochinas ocho nueces… ¡Mal rayo me parta si vuelvo yo nunca a poner los pies donde me tratan de ladrón, resangre! ¡Quede usted con Judas, y que vengan aquí sus esclavos, que yo soy una persona tan decente como usted!

Al salir de estampía el médico, encontróse en la escalera de piedra a don Dionisio, el maestro de escuela, a quien refirió lo ocurrido, tartamudeando de rabia.

El maestro entró en el comedor muy carilargo, y al pronto guardó diplomático silencio. Mas como don Ramón desahogase el berrinche contándoselo, grande fue su sorpresa al ver que don Dionisio, con pedantescas y desatinadas razones, y con argucias y circunloquios, venía a darle toda la razón al médico.

—Desde luego, a mi humilde y eclipsado punto de vista —decía don Dionisio apretando los labios— no puedo «zozobrar» en reconocer que si la tierra o predio donde fueron apresadas o dígase cosechadas, las nueces, pertenecía a título lícito a don Juan de Mata, él era respectiva y colegalmente dueño de la fruta.

Oyendo don Ramón que también le contradecía el dómine, embravecióse más, y soltó nuevas palabras imprudentes.

—¿Sí? ¿Con que estaba en su derecho don Juan? Pues ya veremos cómo lo sostiene delante de los tribunales, ¡caray!, ya lo veremos. Para mí los que defienden a un ladrón, de su casta son.

Don Dionisio se puso morado. Toda su dignidad profesional se le arrebató a la cara, y con lengua tartajosa de pura indignación, balbució:

—Poco… a poco…, poco… a poco. Soliviántese y refrigérese usted… ¡Yo me retrotraigo a mi cubículo!

El cura cruzaba la puerta cuando el maestro de escuela salía, encontró al hidalgo chispeando y rugiendo como cráter de volcán en plena erupción. ¡Mañana mismo interponía la demanda, y que se tentase la ropa el médico, que iría a presidio! Ante el arrebato del señor, don Serafín que era hombre excelente, un santo varón, en toda la extensión de la palabra, pero de estos que, como suele decirse, andan elevados y se chupan el dedo, tuvo el desacierto de endilgarle al furibundo don Ramón unos textos ascéticos y morales, que así tenían que ver con las nueces como con las estrellas del firmamento; y los ya tirantes nervios del señor —que era iracundo, defecto de casi todos los gotosos, por ser de sangre muy ácida— no sufrieron la homilía del párroco. Don Ramón, ciego y dasatinado, cogió su cayado semimuleta, y lo alzó contra el predicador, que despavorido salió como un cohete escalera abajo, ofreciendo aquel trance a Dios en rescate de sus culpas…

Así finiquitó y se disolvió, cual la sal en el agua, la tradicional partida de tresillo de don Ramón de las Baceleiras. Pero no acaba aquí la historia de las ocho nueces, pues no eran más las que, despojadas de la cáscara verde y partidas para mayor comodidad, presentó en mal hora el médico.

Irritado por aburrimiento de haberse pasado solo toda la noche, deseoso de ejemplar venganza, don Ramón, al siguiente día, interpuso la demanda contra don Juan de Mata por robo de frutas. Aguantó con brío el médico la arremetida; hubo consultas a abogados y procuradores; faltó avenencia en el juicio, apoderóse del asunto la curia de Brigancio, y le hizo gastar al hidalgo, en los años que duró la cuestión, que al fin perdió, una buena porrada de dinero: los miles de pesetas suficientes para cargar de nueces un par de navíos. Y como el despecho y el reconcomio del fastidio y de la soledad le produjesen a don Ramón un ataque más fuerte de los que solía padecer, y hubiese que llamar a don Juan de la Mata para asistirle, éste se negó, alegando que podrían achacarle la muerte de su contrincante y enemigo. Por falta del oportuno socorro empeoróse el hidalgo, y al fin entregó de malísimo talante el alma. El año de su muerte fue de gran regocijo para los rapaces de la aldea, que se comieron toda la cosecha del venerable nogal.

Ofrecido

No sabía el señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja carcomida aquella, según volvían de la feria del primero y subían el áspero repecho que conduce al mesón, donde es costumbre inveterada pararse a refrescar.

Detuviéronse, pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos mesas paticojas, prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el señorito brindó a la bruja un ancho vaso del alegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.

—¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia la Cohetera, a ofrecer lo que no es tuyo?

—¡Mi joya! —contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el claro y agromosto, que huele como los amorotes bravos y las moras maduras.

—Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este mundo?

El señorito se echó a reír de buena gana.

—Según eso, estoy en el mundo porque a ti se te antojó.

—¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para eso le ofrecí yo cosa viva.

—¿Cosa viva? —repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su sombrero gris, flexible de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca de plata martillada, donde brillaba un trebolico de rubíes.

—Sí, señor querido... Cosa viva, como quien dice, un animal, una gallina o un cerdo...

—¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, vamos a ver?

—Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan el alma de usía, con perdón.

Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie ante él, le miraba con cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez, avivada por los dos toques de azabache de los ojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, la rosa del vino, recién bebido, florecía con abermellonado rancio.

—Ríase a gusto, palomiña... Ríase, que es bueno para la hiel. ¡Santa Comba le deje reír muchos años! No quita, señorito, que si yo no le ofrezco... Usía no puede acordarse, que aún no pensaba en nacer; pero aquí no se le hablaba de otro cuento, sino del disgusto que había en Valdeorás, motivado a que la señora, en gloria esté, después de ocho años de maridada, era estérea... Un día la vi yo, con estos ojos, que lloraba muy triste; ya no esperaba familia..., y cata, ¡ofrecí lo que viniese, al Montiño, llevando criatura viva, por supuesto..., y a los nueve meses, santa gloriosa!

Nolasco, deseoso de continuar su camino, pegó cariñosa palmada en el hombro de la bruja; sacó su bolsa de malla, extrajo unas monedas de plata y se las presentó:

—Ahí va, para ayuda de la «cosa viva...», y se estima el favor, Natolia, mujer, si es favor lo que me hiciste.

La mano, hecha de raíces, de Natolia, se extendió, rechazando la dádiva.

—Dios nos aparte, señorito, de andar dinero en ese caso. ¡Santa Comba nos valga! Dinero, no.

—Pero tú, Natolia habrás gastado cuartos en comprar esa gallina o ese puerco que me representaron dignamente.

—¿Yo qué tenía de gastar, señorito? —articuló ella asombrada—. ¿Yo qué tenía de gastar, si es usía en persona el que ha de ir a la Santa? Quien está ofrecido es usía, y créase de mí y vaya cuanto más antes, que han pasado muchos años y la Santa espera y la paciencia se te podrá rematar.

—¿De modo que soy yo...? —Y Nolasco volvió a reír estrepitosamente—. ¡Pues me gusta! ¿Yo qué ofrecimiento hice?

—No lo hizo, pero ofrecido está; cumpla, señorito. Ahora que lo sabe, cumpla; por el alma de su madre, que está en el cielo. Quítese el estorbo de la concencia; Santa Comba le trajo al mundo; no vaya el enemigo, ¡Asús!, a sacarle de él. Mire que he visto volar un cuervo de un pino para otro, y este no es tiempo de cuervos, que sólo se ven allá, en octubre. Mire que ahora, cuando venía andando delante de mí por la carretera, el cuerpo de usía no hacía sombra ninguna.

Nolasco, esta vez, se rió, enojándose. ¡Qué agorerías, qué supersticiones! Sólo por eso no iría a Santa Comba en su vida. Así quedaría demostrado que son ridículos cuentos de viejas semenjantes historias de ofrecimientos y de peligros.

—¡No diga pecados! —suplicaba la Cohetera, afligida—. ¡No se ponga contra la Santa! ¡Cumpla, cumpla! Si no va en vida tendrá que ir después...

Ya iba lejos Nolasco, al trote de su yegua alazana, y aún se oía la voz cascada, implorante, temblorosa:

—¡Cumpla! ¡Cumpla! Mire que...

El señorito, sin que acertase a explicarse la causa, sentía una inquietud dolorosa, mezcla de enfado, terquedad y remordimiento. Avanzaba, y de vez en cuando arrojaba a la carretera una mirada oblicua, a fin de cerciorarse de que la sombra del jinete y del caballo se proyectaba sobre la blancura de la carretera. Creía escuchar la voz rota, sumida, de la vieja sin dientes, repitiendo, fatídicamente: «¡Cumpla! ¡Cumpla!...» Abajo, a sus pies, la cuenca del río extendía el verdor de los juncales y el gris plateado del agua. Y enfrente, roja como el orín de las armas antiguas, la eminencia rogosa del Montiño, donde el templo primitivo de Santa Comba se asienta, surgía recogiendo el oro de los últimos rayos de la tarde... La luna asomaba ya en el firmamento, enverdecido cual las turquesas enfermas y pálidas; el olor del samo en flor y de la boñiga fresca, dejada por tanto ganado como durante el día había cruzado el camino, flotaba en el aire.

«¡Cumpla!... ¡Cumpla!...»

El chirrido estridente, quejoso, de un carro, a lo lejos, parecía pronunciar esas dos sílabas del encargo de la carcomida e ignorante Natolia. El ofrecido se detuvo un instante. ¿Seguiría por la vuelta hasta Cornelle o atajaría para llegar a Valdeorás mucho más pronto? Malo era el atajo, entre pinares y pedregales resbaladizos; pero representaba una hora menos de aquella soledad penosa, consigo mismo, en angustioso y pueril recelo, mirando al soslayo si su sombra le acompañaba y maltratándose a sí mismo interiormente cada vez que lograba persuadirse de cómo, en efecto, la sombra trotaba en su compañía...

«¿Por qué no he de ir al santuario con mi ofrenda?», murmuró para sí. Y, como minutos después, había resuelto no ir jamás, no cumplir el rito de la superstición aldeana. ¡Eso no! Porque luego tendría que mofarse de sí mismo la vida entera...

Entró en el atajo bien decidido a no acordarse más de que su rescate, su precio, su equivalencia, eran algo viviente, llevado por él mismo al santuario. Siguió la estrecha vereda, salvó de un salto de su yegua un valladito y se internó en el pinar. Por instinto miró de lado, y se estremeció al percibir que no tenía sombra.

—¡Qué desatino! —murmuró—. ¿Cómo la he de tener si la luna se ha oscurecido y estoy en lo más espeso del pinar?... Cargue el diablo con la vieja y maldito sea el ofrecimiento...

Había que salvar otro vallado más alto. La yegua, acostumbrada a tal ejercicio, tembló, hizo un extraño e indicó defensa. Nolasco le clavó los espolines, cruzó el anca con el látigo. El animal resopló, obedeciendo de mala gana. Fue más que salto, corcoveo. Cayó mal al otro lado; rota la cincha, el jinete fue lanzado con el estrecho galápago; el tronco rudo de un roble añoso recibió la masa del cuerpo; en primer término, la cabeza, que al terrible golpe se abrió y rajó como una sandía madura. La yegua, loca de terror, salió galopando hacia Valdeorás. Nolasco yacía en la vereda, con los brazos abiertos y los ojos vidriados; tal vez su espíritu trepaba por el Montiño a cumplir el sagrado ofrecimiento.

Omnia Vincit

Esteban llevaba, no con buen ánimo, sino con regocijo, el peso de sus votos. Era de los que ingresan en el seminario por pura vocación y de éstos no hay muchos, pues si hogaño el clero en general tiene quizá mejores costumbres que antaño, no cabe duda que el gran impulso religioso va extinguiéndose y escaseando las vocaciones decididas y entusiastas.

La de Esteban debe contarse entre las más resueltas. Así que se vio investido del privilegio de sostener entre sus manos el cuerpo de Cristo, que por la fuerza de las palabras de la Consagración descendía desde las alturas del cielo, Esteban quiso ser digno de tal honor, y entregándose a la mortificación y a la piedad, gozó la fruición del sacrificio, el deleite de renunciar a todo con abnegación suprema y pisotear bienes, mundanas alegrías, efímeras felicidades, mentiras de la carne y de la imaginación, por una verdad, pero tan grande, que sólo puede llenar nuestro vacío.

Al ordenarse no había pensado Esteban ni un momento en pingües curatos, en prebendas descansadas, en capellanías aparatosas. La mitra no brillaba en sus sueños, ni vio refulgir sobre su dedo, cual mística violeta, la amatista pastoral.

Lo que ansiaba era, por el contrario, una función útil y oscura. Sus propósitos consistían en fundar, con sus bienes y con lo que juntase implorando aquí y allí (en la humillación estaría el mérito precisamente) alguna institución de beneficencia: un hospital, un asilo, un sanatorio, un refugio para el dolor. Esteban que era valiente y, sin querer, cifraba su orgullo en cultivar esta virtud varonil, tenía determinado que los infelices recogidos en su instituto fuesen enfermos de mal horrible, repugnante y contagioso, como lepra y cáncer. Y al consultarse y medir sus fuerzas, sólo recelaba que le hiciesen traición cuando más las necesitase; que al llamar por el heroísmo, el heroísmo desapareciese como manantial sorbido por la arena.

Para ensayar y probar sus bríos, Esteban buscaba ocasiones de instalarse a la cabecera de los que padecían enfermedades repulsivas, y los asistía con ternura y celo incansables, cerciorándose de que la voluntad se impone a los sentidos, y las leyendas donde se refiere que las úlceras pueden convertirse en rosas y despedir fragancia celestial, no son más que bello símbolo de la misteriosa transformación que la caridad realiza extrayendo aromas de la fetidez, como extrae perlas de lágrimas...

Una tarde avisaron a Esteban de que un enfermo grave —un mendigo— reclamaba su asistencia espiritual. Vivía el enfermo en calle asaz extraviada. Esteban le encontró ya en trance tan angustioso y con tales bascas y agonías, que vio cercano su fin.

En efecto, a la una de la madrugada, el moribundo, volviéndose hacia la pared, exhalaba el último aliento. Cerrado que hubo los ojos al cadáver, Esteban salió para descansar algo y regresar, así que amaneciese, con mortaja, velas, dinero para la caja: lo indispensable que faltaba allí, por ser la miseria mucha.

La una de la madrugada es hora intempestiva para un sacerdote, y Esteban, al encontrarse en la calle silenciosa, experimentó una impresión desagradable, una crispación de nervios. Un gato negro, famélico, que sin duda merodeaba buscando piltrafas y mendrugos entre los montones de basura, pasó rozándole los manteos, y Esteban se estremeció al entrever la silueta embrujada del animal.

Casi al mismo tiempo, al revolver de la esquina, destacóse un bulto de la penumbra de una puerta entreabierta sobre un portal angosto y sombrío. Era una mujer que vestía el uniforme del vicio callejero: el pañolito de seda echado a la frente, medio encubriendo los caracoles de los ricillos, y el pañolón de lana color café, estrechamente ceñido al cuerpo y subido a la altura de la boca con flexión característica de la mano. Innoble tufarada de polvos de arroz baratos y esencias de violento almizcle se exhalaban de aquella criatura, y a la luz amarilla del farol relucía el colorete de sus labios, el albayalde de sus mejillas, y sus ojos, torpemente agrandados con tiznones.

Rápida y procaz, la moza se acercó al sacerdote y le cogió de la manga, articulando descarado requiebro. Sintió Esteban la misma impresión que si le tocase un reptil. Echóse atrás, y con ojos que abofeteaban, lanzó a la mujer una mirada llena de inmenso desprecio, de asco invencible, mientras sus labios, en voz que escupía, pronunciaba una frase durísima, contundente. La mujer soltó la manga y el sacerdote siguió su camino.

Apenas hubo andado cien pasos, notó extraño desasosiego, pero en el corazón, algo que pudiera llamarse remordimiento de conciencia. Advertía un descontento de sí propio, tan grave y profundo que le ahogaba. La imagen de la mujer se le aparecía nuevamente; pero en vez de sonreír provocando, tenía los ojos preñados de lágrimas y el rostro enrojecido de vergüenza. La representación de la pecadora fue tan viva, que Esteban creyó sentir su aliento y su gemido muy cerca del rostro. Se detuvo, vaciló, se pasó la mano por la frente, y al fin, volviendo atrás, desanduvo lo andado, y en la esquina, delante del portal lóbrego y miserable, vio a la de pañolón en la misma actitud de acecho.

Sí; allí estaba; pero en vez de llamar a Esteban como antes, al divisarle se hizo a un lado, queriendo esconderse. El sacerdote se acercó. La mujer retrocedía más y más, incrustándose en las tinieblas del sospechoso y mal oliente portal, y alzando el mantón para encubrir el rostro.

Cuando se convenció de que Esteban se aproximaba adrede, la mujer, ronca, enérgicamente, exclamó:

—¡Con cualquiera y no con usted!

Titubeó Esteban dos segundos. Al fin, venciendo un nuevo impulso de horror, dijo balbuciente y cruzando las manos:

—Se equivoca usted, hermana... Si he dado la vuelta, es porque la traté a usted muy mal..., y le quiero pedir perdón. He insultado a usted antes; me arrepiento... Perdóneme; se lo suplico.

Ella le miró recelosa y atónita, y él, entre tanto, la examinaba a su vez. Representaba la sin ventura de treinta a treinta y cinco años: escuálida y marchita bajo los afeites que la embadurnaban, su boca enjuta, sus ojos febriles, su hálito fatigoso, delataban la mala salud, tal vez el hambre. En su cara revelábase tedio y cansancio; en su actitud, la humildad insolente de ser quien todos tienen fuero para pisotear. Una ola de lástima se derramó por el alma de Esteban. Lleno de unción, tomó sin falsos pudores la diestra calenturienta de la mujer, y murmurando amorosamente:

—Hermana, si me perdona, hágame un favor. Véngase a mi casa. No esté usted ni un minuto más en esta calle, ni vuelva a subir «ahí».

Dudosa aún sobre las verdaderas intenciones de Esteban, fluctuando entre el asombro y la desconfianza, la mujer aceptó, vencida por la benignidad con que se expresaba aquel sacerdote joven, de rígidas líneas, de macilenta faz. Hay en la cortesía de los modales y en la calma de la voz algo que se impone a la gente plebeya y tosca. La meretriz echó a andar, y fue una singular pareja la que hacían por las desiertas calles el ministro de Dios y la vulgar cortesana, silenciosos, midiendo el paso, sordos a los comentarios de algún maldiciente; porque ni la caridad entiende de escrúpulos, ni de recato la infamia.

A la puerta de su vivienda, Esteban se detuvo, y sacando un llavín, se lo entregó a la mujer.

—Entre usted —le dijo—, hay fuego, luz, cena y cama; todo preparado para cuando yo llegase. Caliéntese usted, coma, acuéstese, duerma... pero antes de acostarse rece, si es que sabe, un avemaría. Mañana nos veremos. Hasta mañana.

—Sé rezar, no se crea usted —contestó la mujer; e hizo muestra de arrodillarse, si Esteban lo consintiese.

No preguntó más. Había comprendido por fin. ¿Comprendido? No, adivinado; que la mujer del pueblo no necesita reflexionar; se asimila instantáneamente las acciones generosas y los grandes movimientos del corazón. Subió sin temor; devoró la frugal cena; se agazapó en la estrecha camita de hierro..., y al ver a la cabecera una escultura de la Virgen, ante la cual parpadeaba un lamparín de aceite, rezó con fe absoluta: así rezan los creyentes pecadores.

Esteban pasó la noche en la calle. Fue una noche venturosa; la noche de bodas de su espíritu. Embriaguez divina, inefable exaltación le impedían sentir ni el frío, ni el sueño, ni el desfallecimiento del estómago. Como el caballero andante que vela sus armas antes de salir a buscar gloriosas aventuras; como el enamorado que ronda los balcones de su amada, no notaba siquiera que tenía cuerpo, y que ese cuerpo de barro reclamaba lo suyo. Allá arriba, en la propia casa de Esteban, estaba el ideal, el objeto de su vida, la razón de su ser. Lo había visto a la breve luz de relámpago que deslumbró a San Pablo, de la estrella que guió a los reyes de Oriente. Era el llamamiento, la voz, la señal de arriba, la iluminación, la revelación.

¿Qué vale asistir a los enfermos y llagados del cuerpo? El vicio hiede más que la lepra y tiene más raíces que el pólipo; y luchar con el vicio que repugna, con el vicio que provoca en el alma la náusea del asco y el hervor amargo del menosprecio, eso es meritorio, eso es lo que no hará el enfermero laico, tal vez impío, y sólo puede hacer el Nazareno, de quien es figura y ministro el sacerdote...

Esteban fundó un asilo de penitencia y redención. Hoy ha caído el asilo en manos frías y mercenarias; pero mientras vivió el fundador y pudo incendiarlo con su caridad, el asilo obró maravillas. Creed que ningún destello de amor se pierde; creed que no hay mármol que no ablande el amor.


«El Imparcial», 5 febrero 1894.

Oscuramente

La casuca, al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no mayor que un pañuelo, era simpática, enyesada, con ventanas pintadas de azul ultramar rabioso, y un saledizo de madera que decoraban pabellones de rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vida gallinas y el gallo, escarbando ellas con humilde solicitud y él con arrogante desprecio; pero así y todo, los rosales «lunarios» se cubrían de finas rosas lánguidas, las hortensias erguían sus copos celestes, y un cerezo enorme, amaneradamente puesto por casualidad a la izquierda de la casa, daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto de país de abanico, y mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y reidora, en quien la vida amanecía con lozanos brotes y florescencias primaverales.

Huérfana era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono, gracias a su hermano Martín, que le prodigó mimos de madraza y protección de padre. La niñez no siente nostalgias de lo pasado cuando es dulce lo presente. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín —solían repetirlo los demás mozos de la aldea, y no siempre con piadosa intención —como una mujer, El sabía amañar el caldo y arrimar el pote a la lumbre; él lavaba, torcía y tendía la ropa; él vendía en la feria la manteca, la legumbre, los huevos; él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy pequeña, y la tomaba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedija de seda blonda, luminosa y vaporosa como un nimbo de santidad... También la llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacristancillo. Ayudaba al señor cura, y su vaga aspiración, si no hubiese tenido que dedicarse a cuidar de su hermana, sería cantar misa, adornar mucho los altares, ponerle a su Virgen flores, colgarle arracadas de perlas.

La condición de Martín, su índole afeminada y pulcra, se conocía en lo limpio de la casuca enyesada y reluciente, en la ocurrencia de rodearla de jardín, en el primoroso seto de cañas, en el vestir de Minga, siempre aseada y hasta engalanada con pañolitos de seda los días festivos, y en cierta cortesía humilde que Martín mostraba a todos, a la gente de la aldea y al señorío, multiplicando las fórmulas obsequiosas, los «vayan con salud» y los «Dios los acompañe». No hubo sombrerón de fieltro menos pegado a la cabeza que el de Martín, ni rapaz más enemigo de parrandas y tunas, ni que así aborreciese el cigarro y la perrita, ni que con tal premura se escabullese del atrio o de la robleda al presentir que iba a armarse «una de palos». Rozándole o empujándose pasaban las mozas jaraneras y comprometedoras, que en todas partes las hay, y Martín no apartaba los ojos del suelo. Únicamente sonreía a las muchachas cuando ellas cogían por banda a Minga y la hartaban de rosquillonas, duras, como guijarros, o de zonchos fríos, o de caramelos pringosos. La cuerda de aquel cariño fraternal, casi paternal por la diferencia de edades, era lo que vibraba en Martín con vibraciones hondas, con latidos de corazón inmenso.

¡Qué rechifla se levantó en la aldea al saberse cómo Martín había caído soldado! ¡Soldado aquella madamita, aquel miedoso, aquél que sabía coser y planchar y lavar como las hembras! ¡Aquél que ni gastaba navaja, ni bisarma, ni una triste vara aguijadora! No hubo quien no se riese: los viejos con bocas desdentadas, las mozas con bocas frescachonas de duros dientes. Sin embargo, prodújose la reacción. Los pobres tienen prójimo, las comadres de la aldea, las que han enviado hijos al servicio del rey, son piadosas. Y al ver a Martín tan pasmado, tan alicaído, tan encogido de alma, las buenas comadres probaron a consolarle a su modo con palabras de resignación, de esperanza quimérica, fantaseando intervenciones de santos y milagros sin pizca de verosimilitud. Martín agachaba la cabeza, cruzaba las manos, miraba a Minga y callaba... Él sabía que era forzoso ir, no sólo al cuartel, sino a algo más terrible, que no se explicaba, que tenía para él mucho de misterio y más de horror, de eso que se ve en las ansias de la pesadilla... ¡La guerra...! ¡La guerra lejos, lejísimos..., más allá de los mares!

Pasábamos una tarde por delante de la casucha, y el señor cura, que nos acompañaba, señaló hacia la cerrada puerta, el jardín comido por las ortigas y zarzales, el balcón sin sus ristras de espigas, todo solitario y muerto, con esa muerte de los objetos que indica la ausencia del espíritu, de la actividad humana, vivificadora, ¡Ay! El señor cura no se consolaba de la falta de Martín. ¿Dónde encontraría otro así para ayudar a misa, encender y despabilar velas, doblar y guardar las vestiduras, otro madamita igual, mañoso, dócil, bien hablado, bien mandado?... ¡Y pensar que se lo habían llevado a pelear con los negros! ¡Qué cosas! ¡Qué desdichas!

—¿Y la niña, la hermanita? —pregunté recordando una cabeza con aureola de rizos alborotados de un rubio blanquecino, una risa infantil, unos labios de cereza, unos ojos celestes.

—¡La niña! —repitió el cura—. ¡Esa..., ya ni se acuerda de tal hermano! La recogió la tabernera, ¿no sabe?, la mujer del Xuncras..., y como no tiene chiquillos, están con ella que no atinan donde la pongan. Hay criaturas así, que son hijas de la suerte. Figúrese lo que le esperaba a la chiquilla. O meterse a servir (¿y de qué sirve una criada de once años?), o ir al Hospicio, o dedicarse a pedir limosa... Y por cuánto la víspera de la marcha de Martín, al pobre rapaz le tienta Dios a entrar en el tabernáculo del Xuncras para echar unos vasos y quitarse las melancolías; y le sacan vino, y caña, y bala rasa, ¡yo que sé!, y a los pocos tragos —como él nunca lo cataba— se le sube a la cabeza y rompe a llorar y a gritar y a decir que le daba el corazón que no volvería y que Minga se moriría de necesidad... Y resulta que la tabernera, un corazón de mantequilla de Soria, también suelta el trapo, se le agarra al cuello y le ofrece cargar con Minga. El marido se oponía; pero la mujer le convenció de que allí se necesitaba una rapaza para fregar los vasos y barrer... Y quien friega y barre es la tabernera, y Minga está como la reina, mano sobre mano y bien regalada, y riéndose y cantando... Es alegre como unas pascuas. ¡Buen cascabel se prepara ahí! ¡Si da grima ver aquella cara tan satisfecha y al mismo tiempo la ropa de luto!

Y al notar, mi sorpresa, el cura prosiguió:

—¿No lo sabía? ¡Claro que sí!, al instante... Si fuese un holgazán, un vicioso, un quimerista, un bocarrota, aquí volvería sano y salvo... Como era tan modosiño y doblaba tan bien las casullas, ¡duro en él! Fue una de esas cosas de pronto, sin chiste... Una emboscada, una trampa en que cayó el destacamento. Lo supe por carta que se recibió en Marineda, de un sargento que escapó con vida. Diez o doce murieron y entre ellos Martín. No lo trajeron los periódicos; ¡si fuesen a traer las menudencias!... A Martín le saltaron a la cara dos negrotes. Lo particular es que aseguran que se defendió como una fiera. Estoy por no creerlo. ¡Pobre madamita! Milagro si no se puso de rodillas a que le perdonasen. El sargento parece de Sevilla. ¿Pues no dice que Martín envió al otro barrio a uno de los mambises, que era un animal atroz? ¿Y no cuenta que casi podría con el segundo, y si no fuese porque tropezó y resbaló y el otro se le echó sobre el cuerpo y con todo el peso, lo acaba? ¡Bah, bah! El asunto es que a Martín...

Un gesto expresivo, una mano girando con rapidez alrededor de la garganta, completaron la frase.

—Y aún ayer apliqué por él la misa —añadió el señor cura cuando ya doblábamos el pinar.


«Blanco y Negro», núm. 494, 1900.

Otro Añito

Tal vez, durante el año, no nos reuniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardábamos religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la expiración de un año y el nacimiento de otro —al cual, materializando una idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura arrecida y desamparada—. Porque, en efecto, se habla del año recién nacido, pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo, regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.

La cena, opípara y alegre, se pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189… me tocaba a mí ser el anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurant Británico, en que era famoso el cocinero. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos doce meses más viejos… Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros también, era el oculto amargor de tal momento, y lo disimulábamos con forzadas risas, aparentando expansión y alborozo. Momentos después, el champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación puramente animal, mientras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente, como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores…

Al mirarnos, a la luz cruda y azulosa de los focos eléctricos, la primera contrariedad consistía en hallarnos estropeados, con los crueles estigmas de la vida impresos en cuerpo y cara. De nosotros el buen modo y dandy era Luis Fontana, y ya, aquella noche, cuando me dio la palmadita en los hombros, la bienvenida irónica al «pagano», medio retrocedía viendo sus ojeras abolsadas, la insolente redondez de su tripa, las ráfagas plomizas que deshonraban la graciosa cabellera, de un rubio mate… De nosotros, el activo, el emprendedor, el negociador prestigioso, era Nicolás Morla, y la arruga cavilosa de su frente y lo marchito de su sien deprimida confirmaban para mí el rumor que corría de que estaba comprometido en una quiebra de Londres, y por consiguiente, agua al cuello. De nosotros, el artista, el intelectual, el que podía preciarse de que le visitaba la gloria, era Fausto Delmonte, y su palidez amarillenta, la botella de agua mineral que colocó al lado de su cubierto el mozo, y el frasquito de medicamento extranjero que él mismo puso cuidadosamente al otro lado, me delataron al hombre mordido por padecimiento incurable, herido en las hondas raíces de la energía orgánica y a quien los ramos de laurel no compensaban el desastre físico. Y por fin, de nosotros, el modesto, el «sabio», el que había limitado sus aspiraciones para limitar sus decepciones, era yo… Por mucho que las hubiese limitado, en mi única, humilde, natural, inmensa ventura venía castigado terriblemente: el niño, mi pequeñuelo, el rayo del sol de mi hogar, acababa de rendirse al verdugo de las criaturas inteligentes, a la meningitis… Digo que acababa, porque a mí me parecía siempre estar oyendo el espantoso grito, aquel alarido meníngeo que enloquece a las madres; en realidad, la muerte de mi bien contaba ya ocho meses de fecha. Mis amigos no lo sabían. ¡Hace tan poco ruido un niño al morir! O si hace ruido, es dentro del corazón de sus padres; allí resuena el gemido, allí se cantan los salmos de agonía… Fuera, nada. Yo no pensaba hablar del caso a los comensales. ¿Para qué? ¡Se trataba de festejar gratamente la entrada del año nuevo!…

La campana… Nos sentamos entre frases de cordialidad: y también la cordialidad mentía. En otras épocas empezaríamos por contarnos mutuamente nuestras preocupaciones, nuestros cuidados, la espina o el puñal que nos clavaba la hora presente. No lo hicimos, porque a despecho de la identidad de personas, las almas no eran las mismas; así los años transcurridos, iguales en dimensiones, no lo fueron en nuestro espíritu, donde unos dejaron rastros de luz, y los más, negruras y nieblas. Todo lo sucedido nos distanciaba: el universo de cada cual se interponía, como pared de bronce, entre espíritu y espíritu. Charlábamos, cifrando nuestro amor propio en decir donaires y en aparecer superiores al Destino, y bajo esta máscara, a pesar nuestro, abríase paso el pesimismo y el afán de que la existencia hubiese sido completamente distinta de lo que fue. ¡Ah! En eso andábamos todos conformes; si se pudiese, borraríamos la huella de nuestros propios pasos, como el condenado de la leyenda: evitaríamos los peligros arrostrados, las trampas y redes en que se nos prendieron los pies, las «fatas morganas» y los espejismos que deslumbraron nuestros ojos, y entonces…, entonces ¡qué éxito, qué ganga nuestra vida!

—He hecho un solemne juramento —declaró Luis Fontana, saboreando el zambaglione helado—. Tengo cuarenta cumplidos, a vosotros sería inútil negároslo, y lo que es este año que empieza, no se termina sin que os haya dado parte de boda. Estoy harto de intrigas amorosas; estoy de mujerío hasta aquí y, además, ahora el amor no se lleva, no viste.

—No se lleva —objetó Fausto Delmonte, el literato— para los que hemos doblado el cabo. Que nos vuelvan a nuestros veinte, y ya te diría yo si se lleva. ¡La juventud! Tú quisieras recobrarla para coquetear o flirtear, como ahora dicen, y yo para digerir bien y no acordarme de que ha existido la cochina letra impresa, ni aprender siquiera a deletrear.

—Pues por mi parte —declaró Nicolás Morla, el especulador—, como naciese de nuevo. ¡Qué meterme en negocios de alto vuelo, ni qué…! Una rentita pequeña, cortad el cupón, zapatillas, chimenea y santas pascuas…

El champaña, no probado en mi largo período de duelo y retraimiento, empezaba a subírseme a la cabeza un poco; y a pesar de mi propósito de reserva, murmuré involuntariamente:

—Juntaos conmigo… Aquí tenéis a uno que variaría radicalmente de modo de ser… Egoísmo, soltería; mi familia, mi cariño. Quien dijo cariño, dijo sufrimiento… Por mí, que se acabase la especie humana. ¿Yo un hijo? Antes preferiría…

—¿Tú, tan padrazo, dices eso? —preguntó el observador Fausto, mirándome fijamente a las pupilas, donde temblaba el roto cristal sutilísimo de un llanto ahogado por la voluntad.

—Yo —contesté.

Se me quedaba en la garganta la voz. Ellos reían, bromeaban, empezaban a fumar. Media hora después salíamos del Británico, haciendo votos para el año siguiente. ¡Otro añito! ¡Venga otro añito, y adelante!

La puerta del Sol estaba glacial y desierta. Al cruzarla, Luis sintió rodar un coche, lo conoció, conoció la librea, los caballos…

—¿Me perdonáis? —exclamó—. Va allí Matilde.

Ni Fausto ni Nicolás hicieron gran caso de la desaparición: se limitaron a sonreír. Nicolás acababa de comprar un periódico y leía afanoso la cotización de la Bolsa de París a la luz de la farola; Fausto, en otro diario, buscaba con mano febril un artículo sobre su último libro.

Me aparté y rodé en un alquilón hacia mi casa. Al hallarme solo me abrumó la carga de mi tribulación moral, y sollocé contra el rincón del coche. Tal vez me exaltaba el festivo vino, que acrece el sentir. Al apearme, vi que una mujer de pañolón se alejaba rápida y me pareció que había depositado algo en la esquina. Corrimos el sereno y yo. Era un envoltorio de trapos y, dentro de él, una criatura de pocos meses. Alcé el paquete, me acerqué a la farola… La criatura, despertándose, sonreía. Se me abrió la llaga de amor, y creí que el muertecillo volvía a mis brazos…

—No diga usted nada a nadie de este mundo —ordené al sereno, dándole un billete de a cinco—. El niño es mío…, yo le recojo. Que no lo sepa la vecindad. ¡Silencio!

Y agasajando al abandonado bajo mi abrigo, subí dos a dos las escaleras. ¡Año nuevo! ¡No más ternura, no más cariño, no más familia!

Padre e Hijo

Cuando al Año nuevo de 1914 entró a saludar filialmente al de 1913, que estaba poco menos que dando las boqueadas, el médico, reservado y grave, secreteó a la niñera que acompañaba al nene:

—El pobre señor apenas puede resollar… Pero, como tendrá que aconsejar a su sucesor, vamos a administrarle una buena dosis de cafeína… Por eso no se ha de morir un minuto más pronto ni más tarde.

Con la droga reanimose el moribundo y parpadeó, y sonrió entre amable e irónico a la criatura, que era una monada, una figurita muy semejante al Amor, tal cual lo representan los cuadros de Boucher y los grabados de Volpato y Morghen. Sobre la piel, dulcemente bombeada por gentiles redondeces, jugaban hoyos menudos, traviesos, marcándose como improntas del dedo de Venus en las dos grandes hojas de rosa del nalgatorio y en las junturas de brazos y piernas. La cara era de gloria, luminosa, cándida y picaresca a la vez; la boca, un capullito entreabierto, y la testa, cargada de rizos de oro, parecía alumbrar el aire con un brillo y fulgor de tanta sortija rubia.

—¡Hola, hola, picaruelo! ¡Qué animados venimos! —articuló el anciano, arropándose en la pelliza de nutria, no menos pelada y vetusta que su dueño, y además muy cochambrosa—. Parece que hay ganas de vivir, ¿eh?

—¡Ya ve, papá!… —contestó el nene, más despabilado que un candil.

—Ya, ya veo que tenemos ilusiones… Y, de fijo, planes, proyectos, ideas de reformas…, y, además…, convencimiento de que papá no ha hecho sino tonterías… ¿A que sí?

No se atrevió el pequeño a responder de plano; pero algo había de todo eso…, algo había…

—Y lo más gracioso, ¡ejem!, ¡ejem! —tosiqueó el anciano, casi ahogado por una flema—, es que la humanidad opina igual que tú, criatura. A estas horas, en la tarde del día último, no habrá hombre que de mí no reniegue y que no confíe en ti. Yo he sido un pillo, y he dado pato, ¡y qué pato! Al fin, soy un año trece… Tú vas a remediar los males, a resolver los problemas que yo dejo planteados y más embrollados que nunca. Tú les traes en los bolsillos…

—No, eso no, porque no los tengo. Y el chico señalaba, riente, su desnudez.

—Bueno, pues en las manos o como sea…, riquezas, venturas, salud y honra, y todos, al pensar en ti, piensan también en cambiar de conducta, en guiar mejor el automóvil de la vida para no estrellarse… Mira si es imbécil la humanidad.

—¿Y si aciertan? —declaró el chiquillo engallándose—. ¿Por qué no he de ser más afortunado o más listo que tú, papá? Y, además, yo soy joven, y tú eres viejo, ¡muy viejecito!…

El Año moribundo, al oír esto, soltó una risita fúnebre.

—Según eso, ¿tú crees que yo no he sido joven también?

—Pero hará mucho tiempo —murmuró aturdidamente el nuevo Año.

—Así que llegues a mi edad, te parecerá que se ha pasado la vida en un minuto… —suspiró el 13.

—Y yo nunca seré como tú, papaíto… —insistió el 14, terqueando—. Es imposible, ¿no lo conoces? Mírame. ¿Puedo volverme… así? ¿Por qué toses tanto? ¿Por qué pones esa cara tan triste?

—Tú deja que pasen trescientos sesenta y cinco días y la tendrás igual o peor —respondió el caduco—. Como que deben fotografiarme, y te darán una prueba tamaño promenade, y dentro de los trescientos, etc., te mirarás al espejo y me recordarás…

—¡Ay, papá! No quiero…, no quiero ser, perdona, tan feíto…

—¡Si valiera no querer! Puede que seas más feo aún… Cada uno tiene su vejez, y cada vejez es más fea que las otras… Aguarda, presumido, aguarda. Se te pondrán los ojos lloricones, el pellejo plisado, el vientre como un odre vacío, la boca como un sumidero, la nariz mocosa…

—No, eso, ya a veces… —declaró el chico, intentando sonarse, aunque pañuelo no lo llevaba.

—Tendrás una calva zapatera, un pescuezo fláccido, unas piernas de algodón en rama, y en las manos unas venas sobresalientes, azules, como viborillas, y unos dientes amarillos y sarrosos, que temblarán en las encías, y un estómago hediondo, y unos pulmones que se ahogan, y unos pies que tropiezan, y un corazón que se achica, y un cerebro que olvida y pierde los nombres y las nociones de las cosas… Y serás ridículo, impotente, miserable en todo y por todo…, ¡ejem, ejem, quenj, quenj!, como yo…, y lo único que desearás será irte a descansar a un nicho del gran Cementerio de los Años, en el Palacio del Tiempo, nuestro padre común… ¡Morir cuanto antes! ¡Morir!

El niño se chupaba un dedito, reflexionando. Todo ello debía de ser invención del taimado viejo para disgustarle, en venganza de que él venía a sustituirle. La vida, ¡vaya!, era guapa cosa; los que son jóvenes, tan jóvenes, y sienten en las venas una sangre cálida y bullente, no se mueren así como así, ni se les pone la cara tan rara, ni sufren esa tos que parece que se están deshaciendo por dentro en babas y en porquerías…

¡Bah! No había que hacerle caso… ¿Y de qué serviría hacérselo, además?

—Papá, no digas eso —susurró, al fin, cariñoso, pues era buenecito y le daba lástima el vejacón—. Tú vas a vivir todavía años…, digo, años no…, en fin, bastante… ¿Verdad, señor médico? Todos viviremos tan contentos y tan alegres. ¿No es eso, papaíto?

—Los niños precoces viven poco —declaró el médico, solemnemente—, pero los ancianos moribundos, menos todavía… ¿No ves, Año incauto, cómo detrás de aquellos montes asoma la luna, que parece una placa de plata recién bruñida? ¿No oyes que suenan, melancólicas y majestuosas, en el eterno reloj secular, las horas de la noche última? Tu padre va a entrar en la agonía.

El viejecito parecía sumido en un coma, precursor del tránsito; pero las palabras del doctor le galvanizaron de pronto. Se estremeció hondamente; por segunda vez abrió los párpados y su mirar atónito chispeó.

—¡La agonía! —gritó con voz remontada—. ¿Quién habla de agonía? ¡No quiero morir!… ¡No quiero morir aún!… ¡Vivir, vivir un poco más!… ¡Doctor!… ¡Por compasión!… ¡La vida!

Y, agotado por el esfuerzo, recayó anhelante, en un acceso de disnea, contra el respaldo del sillón.

El niño volvía a reflexionar, metiendo la yema del índice entre las hojas de flor de los labios. Y volviéndose hacia la niñera, pronunció por fin:

—¿Ves, chachita? Me engañaba papá. ¡Maldita gana tenía papá de morirse!

Página Suelta

El destacamento había marchado toda la mañana, y, después de un breve alto, fue preciso seguir la caminata emprendida para acampar, ya anochecido, como Dios dispusiese, en la linde del bosque. La lluvia (rara en aquel clima durante el mes de diciembre) no había cesado de caer en hilos oblicuos, apretados y gruesos. Sorprendidos por el capricho de las nubes, desprovistos de mantas y capotes, soldados y oficiales se resignaron, o, mejor dicho, se chancearon con el agua; y era preciso todo el azogue de la juventud, todo el ánimo del soldado, todo el estoicismo del carácter peninsular, para no darse al mismo demonio al sentirse empapados como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no parecía sino que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa, sofocante, y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse a un tiempo, caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, a socorrer al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada y heroica defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un fraile dominico muy terne... La idea de salvar a españoles y españolas de la muerte y de los ultrajes alentaba al destacamento y le ponía alas en los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas, se los calzase de plomo.

Por necesidad, porque no se veía, y también porque las fuerzas humanas tienen un límite, se detuvieron a la entrada de la selva. Casi en el mismo instante cesó el aguacero, cual si algún tifón lo hubiese barrido, y apareció un trozo de cielo limpio de nubes. A buen presagio lo tuvieron los españoles, que se dispusieron a acampar al pie de un copudo y añoso tamarindo, cuyos frutos, de ácida pulpa, sabían que son seguro remedio contra el cansancio y la fiebre. La luna, que filtraba ondas de luz gris perla al través del espeso ramaje enredado de lianas y tupido por los helechos colosales, fue acogida como una amiga; a su claridad añadieron la llama de una hoguera que no quería arder, y soldados y oficiales medio se secaron, abanicándose con hojas de cocotero, porque aquel calor húmedo asfixiaba.

Colocados ya los centinelas, los soldados buscaron en el sueño, o más bien en un inquieto y pesado letargo, el descanso indispensable después de tan fatigosa jornada; pero el capitán, alto, moreno, enjuto, apoyado en el tronco del tamarindo, y el teniente, muy joven, aniñado, de dulce cara femenil, se quedaron un instante en pie, abiertos los ojos, como si interrogasen a la noche.

—Pepe —dijo de pronto el capitán—, ¿sabes que me da el corazón que cuando lleguemos se habrán rendido? Por mi gusto..., ¡ahora mismo los hago levantar a todos y monto a caballo, y seguimos, hombre, seguimos para adelante!

—La tropa está que no puede con su alma —objetó el teniente, que se caía de sueño—. Dicen que tienen los pies como carbones ardiendo y los huesos calados...

—¡Bah!, en cuanto dormiten un cuarto de hora, los azuzo y se enderezan frescos como lechugas... ¡Si conoceré yo a mi gente! Son de hierro..., forjados en Eibar.

—Pero ¿de dónde sacas tú que allá se han rendido? Hay armas, municiones y, por sabido se calla, corazón; la iglesia y su torre son fuertes; hay una buena empalizada de bambú y otra de tapial; con menos que eso se resiste a un ejército; y los que quieren entrar en Arringuay son cuatro gatos.

—Tienes razón —declaró el capitán— menos en lo de los cuatro gatos, porque son centenares y no sé si millares de gatos los que están allí; pero ¿sabes lo que más me desespera de esta parada? ¿Tú no te acuerdas de la noche que es hoy? Como van ocho días que no sosegamos, como aquí hace verano cuando allá invierno..., qué, ¿no sabes que es...?

—¡Nochebuena! —exclamó con acento penetrado el teniente, cuyos ojos garzos se velaron de nostalgia—. ¡Nochebuena! ¡Y yo que no me acordaba, chico! ¡Nochebuena! ¡Ay, quién comiese hoy la sopita de almendra y la compota rajada de canela, en casa de tía Dolores! ¡Con las primillas, al lado de Fanny! ¡Está uno tan harto de ver caras amarillas y juanetudas! ¡Ole las mujeres de nuestra España!

—España es también aquí —respondió seriamente el capitán—. ¡Lo que es el mundo! Tú te acuerdas de las muchachas..., y yo, de mi nene, que ha nacido hace tres meses... No lo conozco aún...

—¡Nochebuena! —repitió el teniente de la cara afeminada—. Mira tú: ello será tontería o chifladura...; pero me acaba de dar por el alma no sé qué cosa rara, chico, y me pasa como a ti...: que me gustaría hacer algo gordo esta noche.

—¡Para escribirlo allá!

—¡No, que sería para contárselo al emperador de la China!

Las manos de los amigos se buscaron y se estrecharon enérgicamente; la hoguera, casi extinguida por la humedad del suelo, lanzó un reflejo rojo sobre el semblante de los dos oficiales; y el teniente, despabilado, electrizado, dijo en voz opaca y ardiente como un ruego:

—¡A despertarlos, chico, a despertarlos! Tres o cuatro leguas que faltan, se andan pronto... El guía me ha dicho a mí que sabe un atajo...

Quince minutos después, ni uno más ni uno menos, el destacamento caminaba otra vez, mejor dicho, se arrastraba penosamente, cortando con hachas las espesas lianas y los bejucales, hundiéndose en charcos donde la amarillenta sanguijuela les adhería a las piernas su ventosa y oyendo deslizarse en la maleza la iguana y la venenosa serpiente palay. Cubierta otra vez la luna por nubarrones, la oscuridad era casi total, y la tropa avanzaba a tientas, riendo y renegando, pero sin quejarse, sin echar de menos el interrumpido reposo. El que tropezaba en un tronco de árbol y daba de bruces, juraba y se incorporaba, sin pensar siquiera en enterarse del daño recibido. ¡Sí, para mimitos estaba el tiempo! ¡Cuando tal vez ardía Arringuay y destripaban a sus moradores los condenados rebeldes! ¡A menear las patas! Y una calentura de voluntad, de deseo, de abnegación, impulsaba los cuerpos exhaustos, despejaba las cabezas cargadas de modorra y prestaba fuerzas a los más endebles, y a los que menos podían consigo... Iban como se va en una pesadilla.

Medianoche era por filo cuando avistaron al enemigo. Para decir verdad, lo que avistaron fue un caserío envuelto en llamas, un grupo de chozas de donde salían clamores. El capitán había adivinado: Arringuay se encontraba ya en poder de los asaltantes. Parapetados en la iglesia, resistían aún algunos hombres, mandados por el párroco fraile; hacia la plaza sonaban disparos; el pueblo, inerme ya, encontrábase entregado al saqueo y a la matanza. Los españoles se precipitaron en él, y se luchó confusamente entre las sombras o a la luz del incendio, pisando muertos lívidos, acribillados de heridas; vivos, palpitantes aún, agarrándose con los bandidos y cruzando con sus raras armas de salvajes, sus campaniles y sus krises ondeados como sierpes, las leales espadas y las limpias bayonetas. La pelea, sin embargo, duró poco; la horda, con exclamaciones nasales, con atiplados chillidos, que delataban a la vez el despecho, la ferocidad y la cautela, se comunicó la orden de retirada, y dejando en la plaza y en las calles otra nueva hornada de cadáveres —porque la tropa, cansada y todo, pegada duro—, huyeron a la desbandada los rebeldes, y los defensores de Arringuay, llorando de gozo, bajaron de la torre, en cuyos escombros pensaron envolverse. El fraile, empuñando todavía su rémington, corrió al encuentro del capitán, y aquellos dos hombres que no se conocían, que no se habían visto nunca, pero que eran, en el momento de encontrarse, una misma idea habitando dos cuerpos diferentes, se abrazaron con esa efusión larga, ardorosa, con que sólo se abrazan los que se quieren mucho...

La tropa, reanimada ya, ni pensaba en comer ni en dormir. Iban de casa en casa ayudando a apagar el incendio. Y el fraile y el capitán, comprendiendo que no era hora de entregarse a desahogo se pusieron de acuerdo en breves palabras, empezaron a dar órdenes y a ejecutarlas en persona. Los moradores, como el rebaño después de la acometida del lobo, juntáronse en la plaza: la madre buscaba al hijo, el hermano al hermano, se llamaban, se contaban; algunos sacaban a cuestas a los heridos. Un sargento trajo en brazos a un niño de pecho; acababa de encontrarle en una casuca que empezaba a arder, y donde sólo había una mujer muerta, nadando en un charco de sangre. Era la criatura un muñeco amarillo, que se descuajaba llorando; pero al capitán la vista del muñeco le avivó deseos y afanes, con más viveza en aquella noche, en que especialmente son sagrados los pequeñuelos; inclinóse y besó tiernamente al huérfano, y el teniente, con bonita sonrisa juvenil, le alzó entre sus manos y le enseñó a la multitud, diciendo humorísticamente:

—¡Miren qué Niño Dios nos cae hoy!

—Es bien feo el condenado, mi teniente —declaró el sargento.

—¡No tenemos otro!...

Y el niño de raza malaya, fue festejado, y compadecido, y chillado, hasta que le tomó de su cuenta una chica que le acercó a su seno oblongo y a la cual el capitán deslizó en la mano todo el dinero que llevaba.


«El Liberal», 20 de diciembre de 1896.

Palinodia

El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.

Con gran asombro de Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la funesta influencia de Helena, no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó a aquel pueblo instintivamente delicado y culto; acaso la piedad que infunde toda mujer habló en favor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz, lengüilargo y desvergonzado; Helena, algunas simpatías y mucha lástima. En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas, como suele decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía y abrazado a su fea y adusta musa vengadora.

El sueño había cerrado sus párpados una noche, cuando a deshora creyó sentir que una diestra fría y pesada como el mármol se posaba en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la claridad de la estrella que refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos que al divino Pólux, medio hermano de Helena. Un estremecimiento de terror serpeó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía a pedirle estrecha cuenta del insulto.

—¿Qué me quieres? — exclamó alarmadísimo.

— Castigarte — declaró Pólux —; pero antes hablemos. Dime por qué has lanzado contra Helena esa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada te serviría mentir.

—¡Es cierto! — respondió Estesícoro —. ¡En vano trataría un mortal de esconder a los inmortales lo que lleva en su corazón! Como tú puedes leer en él, sabes de sobra que la indignación por los males que ocasionó tu hermana y el dolor de ver a la patria afligida, me dictaron ese canto.

— Porque leo en lo oculto sé que pretendes engañarme — murmuró con desprecio Pólux —. Y sin poseer mi perspicacia divina, los griegos, han sabido también conocer tus móviles y tus intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satírico que tenga por musa el bien general: siempre esta hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas. Tú viste la belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otro cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.

— Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud — declaró enfáticamente Estesícoro.

— Mi hermana no recibió de los dioses el encargo de representar la virtud, sino la hermosura — replicó Pólux, enojado —. Si hubiese un mortal en quien se encarnasen a un mismo tiempo la virtud, la hermosura y la sabiduría, ése sería igual a los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque entre los demás que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en quienes sólo se cifra la belleza, y otros, como la blanca Diana, en quienes se diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir a los malos, debiste hacer blanco de tu sátira a algunas de las infinitas mujeres que en Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de Diana, carecen de las gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece veneración; la hermosura ha tenido y tendrá siempre altares entre nosotros; por la hermosura, Grecia será celebrada en los venideros siglos. Ya que has perdido el respeto a la hermosura, pierde el uso de los sentidos, que no sirven para recrearte en ella por la contemplación estética.

Y vibrando un rayo del astro resplandeciente que coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había extinguido el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo dolor, y apenas había desaparecido Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro, Cástor, medio hermano también de Helena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando palabras de reprobación contra el ofensor de su hermana, con una chispa desprendida de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo del satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día, mas no para el malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche. Levantándose como pudo, buscó a tientas un báculo, y pidiendo por compasión a los que cruzaban la calle que le guiasen, fue a llamar a la puerta de su amigo el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente de lágrimas, se arrojó en sus brazos, clamando, entre gemidos desgarradores:

—¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de su dulce vista!

—¿A quién dices que no verás más? — interrogó sorprendido el filósofo.

—¡A Helena, a Helena, la más hermosa de las mujeres! — gritó el satírico llorando a moco y baba.

—¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú en tus versos? — pronunció Artemidoro, más atónito cada vez —. ¿No la has estigmatizado y flagelado en una sátira quemante?

—¡Ay! ¡Por lo mismo! — sollozó Estesícoro, dejándose caer al suelo y revolcándose en él —. Ahora comprendo que mi sátira era un himno a su hermosura... un himno vuelto del revés, pero al fin un himno. Los celestes gemelos me han castigado privándome de la vista, y las tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré a la encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.

— No te aflijas y espera — dijo Artemidoro —; tal vez consiga yo salvarte.

Cuando la incomparable Helena supo de Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo lamentaba estar ciego por no poder admirar sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad femenil, y murmuró con deliciosa coquetería:

— Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso en Grecia y yo, menos que nadie. No merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy a sanarle los ojos.

Y tomando en sus manos ebúrneas una copa llena de agua de la fuente Castalia, bañó con su linfa las pupilas hueras del satírico, que al punto recobró la luz. Como el primer objeto que vio fue Helena, se arrodilló transportado prorrumpiendo en una oda sublime de gratitud y arrepentimiento, que se llamó Palinodia.

Paracaídas

¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes, corrientes y usuales, ocurre, naturalmente, desenlaces previstos también: el disgusto momentáneo en la familia, un período de rencillas y desazones, y, al cabo, la reconciliación, que cicatriza más o menos en falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del escándalo...

No obstante, algunas veces la realidad presenta inesperadas complicaciones, y no son los finales tan pacíficos y burgueses.

Hay siempre, en las grandes penas de la vida, un momento especialmente amargo. En apariencia, se agranda el abismo del destino, y los que a él se asoman sienten que es insondable ya. Para Celina fue este momento aquel en que participó a su madre la resolución adoptada, y vio su propia desesperación reflejada en las mejillas, ya consumidas por la edad, y en los ojos amortiguados —había llorado mucho— de la infeliz señora.

Todo padre está sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente corresponden a una vida humana, sino los de muchas vidas. Eso es, principalmente, la maternidad: solidaridad con unos cuantos seres para sufrir doblemente lo que ellos sufran.

La madre de Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva, tenía el corazón, según la hermosa imagen mítica, coronado de espinas, pero espinas maternales.

De seis hijos le quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una flor, y dos mocetones, con su carrera terminada, habían muerto en lo mejor de la edad, del mismo mal que su padre, aunque ahora dicen los médicos que la tisis no se hereda.

Los dos muchachos que vivían, habían salido haraganes, viciosos, derrochadores, y en meses no aparecían por su casa, a menos que viniesen a pedir dinero. Uno de ellos, el más joven, acababa de ser descalificado y expulsado de un Círculo por graves indelicadezas en el juego. El único oasis donde podía reposar la señora de Marialva era el hogar de Celina, esposa de Tomás Espaldares, cosechero y exportador de vinos. El matrimonio Espaldares parecía enteramente feliz. Rico y generoso, Tomás era pródigo en obsequios a su mujer, a la cual seguía tratando con galantería de novio, y a su vez Celina, casada por inclinación, no por codicia de los millones del cosechero, estaba cada día más prendada, con la vehemencia de su sangre, tal vez mora, pues los Marialvas venían de Granada, de familia serrana y vieja. La única nube era la falta de sucesión; pero ¡había tiempo!, y la madre de Celina decía siempre: «No los desees, o pide a Dios no tenerles demasiado cariño.»

Al enterarse de la desgracia de Celina y del extraño propósito que venía a anunciar, la señora de Marialva sintió la herida en el único punto sano, en lo intacto de su vitalidad, y una palpitación violenta denunció el estado cardiaco, la sofocación cruel. Celina, tiernamente, la cuidó, prodigándole cariños, besándola, entre llanto y palabras bruscas, afectuosas.

—¡Mamá, no te aflijas; todo tiene remedio en el mundo! Dentro de dos años estaré acostumbrada a mi nueva condición, y es fácil que contenta y divertidísima. Y si no estoy contenta, por lo menos estaré vengada. ¡Vengarme! Debe ser muy bueno. Que sepa, que sepa cómo duele...

—Celina —aconsejó la madre, ya un poco respuesta y dominando su mal—, tú estás loca en este momento, y cuando estamos locos, hay que suspender toda determinación, porque no somos nosotros quienes determinamos, sino nuestra locura. ¡Hija de mi vida, pobre es el consuelo; pero tu caso es tan corriente: Todas, o casi todas las mujeres, hemos..., hemos...!

—¡Mamá —suspiró Celina con ternura respetuosa—, si mi caso es corriente..., mi alma no lo es! Y como los casos son según las almas, ahí tienes por qué no cambia mi modo de sentir el que sea corriente el caso. No creas, a Tomás se le previene: el día en que se cansase de mí, debía decírmelo, decírmelo claro, sin ambages; nunca exponerme al ridículo, a la afrenta, a la sorpresa de la traición; a encontrarme sustituida y, ¡por quién! No, mamá; ¡si ya no lloro!; se me han secado las lágrimas. Si volviese a llorar, sería de vergüenza. ¿Sabes tú lo que es confiar absolutamente, incondicionalmente, en una persona; creer que en ella no cabe la vileza ni la mentira... y descubrir de pronto, por casualidad...?

—Sé de todas las penas —respondió la señora—. Las mujeres nacemos para eso: para ser burladas... y perdonar.

—¡Según! Yo no soy tan buena, ¡no! Cada uno, te lo he dicho, siente y quiere con su propia alma. No he salido a ti; saldré a algún abuelo vengativo. ¡Quiero vengarme! ¡Única dicha que ya me queda!

—Pero ¡si vas a empeorar tu situación!... ¡Si te haces daño a ti misma!... ¡Si te vengas suicidándote!...

—¡Y quién no te dice que eso es lo que busco! —exclamó Celina con tan desconsolada expresión, que la madre se echó a llorar de nuevo—. ¡Vamos, no llores, mamita, no llores!... ¡Creí que había agotado el sufrir, y me faltaba eso!..., ¡el peor rato! A bien que, desde mañana, ¡viva la alegría! ¡Cuánto voy a reírme! Adopto una profesión festiva. Tomás no tendrá nada que decir. ¿No me vendió por una actriz de teatrillo? Pues cupletista me hago. Dicen que sirvo admirablemente para el oficio. Parece que tengo la figura, la voz, los movimientos..., todo.

Soltando una carcajada sardónica, se colocó en actitud de dar gracias al público.

—Visto que no hay fe, ni ley, ni palabra, que todo, todo es mentira..., ¡todo, todo!, vamos a divertirnos, a reírnos, madre... Me aplaudirán muchísimo; recibiré regalos a montones; ramos de flores a cestas, como los que Tomás le manda a esa mujer; los he visto... Y también he visto las cuentas de las alhajas... Catorce mil duros, ¿eh?... No se trata de un capricho pasajero. Y tampoco en mí se trata de una pasajera manía. Cada mañana, en los periódicos, encontrará detalles de mis triunfos, de mis piruetas, de mis gorgoritos... ¡Oh! ¡Que tenga paciencia; era cosa convenida entre nosotros que el engaño da derecho al desquite!

—Tu marido puede oponerse a que hagas ese género de vida.

—¡Se guardará! —replicó Celina, sombríamente—. Sí, usando de facultades que la ley no debiera darle (ya que la ley no le vedó partirme el corazón); ¡entonces me acordaré de que hay tantas cosas que la ley no puede prohibir!...

La señora tembló. Su palidez se hizo azulada. Se llevó al pecho la mano.

Celina la abrazó otra vez estrechamente.

—¡Mamá, no te pongas enferma, no te mueras! Si la maldad de ese hombre me cuesta, además de mi felicidad, tu vida, entonces...

Un relámpago fiero brilló en los árabes ojos de la granadina.

—Ya sabes que soy mujer que cumple lo que dice. Te advierto que en el primer momento pensé en esa solución, y era la más justa. Habíamos convenido también en que si yo le engañase con falsedades y mentiras, era natural que me matase. Es él quien engaña; luego es él quien debe morir. Si te molesta mucho que yo cante en escenario, dilo..., ¡y se cumplirá de otro modo la justicia! Porque, cumplirse..., eso, ¡no hay remedio!

La madre miró a su hija y comprendió. Sobre aquel cerebro, envuelto en una nube roja, no actuaban, no podían actuar, ni el consejo, ni la escéptica y resignada filosofía de «mal de muchas...» Quizá más tarde se pudiese influir sobre aquella alma infernada. En aquel momento, no.

—Te doy palabra —murmuró la señora, con heroico esfuerzo— de no enfermar, de no morir... Tú sigue tu impulso... Pero, como no has de andar por el mundo sola, iré contigo... ¿Me lo permites, Celina? ¿Me lo permites?

La hija se arrodilló y besó las manos trémulas.

—Sí, vente, madre... ¿Quién sabe si me salvarás?


«La Ilustración Española y Americana», núm. 3, 1910.

Paria

—Y o nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos —declaró Piedad, guardándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita—. ¿Conque me caso con un tapeur? —añadió—. Puede que no fuese ningún disparate… Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído… Te aseguro que cuando me decida a casarme, ser bajo esa expresa condición: que se comerá los siete días de la semana…

—Tú eres muy excéntrica —advirtió Margarita, que tiene por costumbre escandalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de estrépitos y trastornos—. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.

—¡Valiente excentricidad la mía! —protestó la muchacha, frotándose activamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro—. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseando el criterio en todo y por todo.

—¡Mujer! No me digas que es natural lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacantones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelo de Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas y sonoras!

—Pero, criatura… no me pude contener. Me da algo si no me río… Figúrate a Petrita Artías, con aquella cara fúnebre, y rebosándole la alegría por dentro, de verse rica y libre… Y aquel cuadro de sainete de Lara… La gente vestida de negro, la sala a media luz, un suspiro que sale de un rincón, todos hablando en sordina. Petrita de pañuelo sobre un ojo…, tentaciones me dieron de gritar: «Abran las ventanas; venga claret; vengan emparedados… Si somos las mismas de los otros miércoles…». No, y falta lo delicioso… Pepín Barquera, muy compungido, a dos pasos de la viuda… Por poco le chillo: «Consuélala, cena a oscuras, que costumbre tienes…».

—¡Qué atrocidad! Acabarán por huir de ti…

—¡Sí que sería atrocidad consolar a Petrita, tan fanée y con la tripa que va echando! —declaró Piedad, afectando no entender el sentido de la exclamación de su amiga.

—Mujer —suplicó Margarita—, ten juicio, si puedes, cinco minutos, y explícame por qué andan diciendo que estás enamorada del tapeur.

—Me figuro —respondió Piedad, emprendiendo la tarea de abrillantar las uñas diminutas de la otra mano— que será, en segundo lugar, por lo que voy a referirte…

—¿En segundo lugar?

—En primero, por ser estúpido todo el mundo, y más estúpido cuando se reúne a fallar de lo que no entiende.

—Pero, en fin, cuando el río suena…

—Es que no tiene otra cosa mejor que hacer… Pues verás tú, Margaritita, y te autorizo para que lo cuentes, si te da la gana, y si no, deja que hablen; a mí me es enteramente igual… Yo te doy, en parte, la razón: soy un poco maniática. No me divierto con lo que otros se divierten, ni encuentro aburrido sino lo que a mí me aburre. Además, opino que muchísimas cosas no debieran ser como son, sino de otro modo.

—En ese particular no puedo estar conforme —y Margarita sonrió—. Todo me parece a mí perfectamente arreglado; al menos, lo mejor posible.

—Dichosa tú… Yo voy a un baile; uno de estos bailecitos pequeños y de confianza, como los de casa de Almansa, por ejemplo. Tú entras y te fijas en las reinas de la fiesta. ¡Qué guapa está Menganita! ¡Perenganita estrena un fourreau de gasa de oro! ¡Zutanita trae su collar falso, sus perlas de cera legítima! Yo, casi ni las miro. Me las sé de memoria. Tampoco a los hombres les concedo gran atención. Ya presumo lo que han de espetarme. Mil simplezas, y, sobre todo, el inevitable «¡Qué calor!», que trae aparejada la respuesta ingeniosísima: «¡Ya, ya!».

En cambio…, me interesan esas personas de quienes en las fiestas no se hace caso ninguno. Las institutrices y damas de compañía que a veces tienen que ir con las muchachas o con los niños, en los bailes infantiles, y a quienes no se decide nadie a dar la mano, aunque ellas hacen sus conatos de adelantarla tímidamente; las parientas pobres, insignificantes, embutidas en un traje mil veces remendado y que fue desecho de su rica parienta; las feas de solemnidad, a las cuales nadie lleva el buffet ni da un rato de palique: las cursis francamente cursis, que parece que tienen la peste y van mendigando un saludo y una palabra…, y, sobre todo, los músicos. ¿Te has fijado en los músicos tú?

Yo estoy pendiente de ellos. Mis miradas no se apartan del desdichado profesor, tan formal y humilde, con su frac color de ala de mosca, cuyas rozaduras disimuló la tinta; oculto por el piano que cubren los pliegues de un pañolón de Manila charro y por las macetas de flores que se colocan adrede para que el pianista ni vea ni sea visto… Allí está ese paria, convertido en máquina de teclear para que los demás se diviertan y bailen; arrinconado para que no tengamos el espectáculo de su faena, y enchiquerado porque no es lícito a su juventud dirigir miradas a las muchachas bonitas… Así está, aguardando a que un gomoso le chille: «¡Vals!». «¡Rigodón!». Y yo rondo alrededor del piano, y acabo por apoyarme en él y por meditar algo raro. «¿Y si le hablase?». Dicho y hecho… Pongo la voz muy dulce, sonrío…

—¡Qué humorada! —exclamó Margarita.

—Él se vuelve, me mira con sorpresa…

—Y… ¿qué tal? ¿Guapo? ¿Tipo romántico?

—Puedes cerciorarte —respondió Piedad, sacando del bolsillo la carta que acababan de entregarle, y que había leído despacio—. Te presento la fotografía.

Margarita la examinó, observando si tenía dedicatoria. Una maliciosa sonrisa vagaba en sus labios.

—A la verdad, parece poco seductor, hija… A no ser que lleve la música dentro.

Piedad recogió la tarjeta, y, sonriente a su vez, continuó:

—Era feíllo, canijo, amarillento… y con trazas de enfermo, mejor dicho, de tuberculoso… Pero tenía cara de sentir y comprender su posición y una actitud de dignidad triste y resignada… Te confieso que el corazón me dio una vuelta. Hay momentos en que la compasión se sube a la cabeza y se halla uno capaz de cualquier desatino… Y cuando más metida en conversación estaba yo con el artista (llamémosle así), se acerca Petrita, la muy insolente, y me dice con sorna: «Veo que el maestro ha hecho conquista hoy…». Se me encrespó el genio, se me erizó el alma y solté esto que vas a oír: «Por cierto que es verdad, y ¡cuánto más vale el maestro que Pepín Barquera y otros macacos por el estilo, aunque anden persiguiéndolos las señoras!». Y era verdad; cinco minutos antes los había visto en una puerta, él tratando de escabullirse y ella no queriéndole soltar. Enseguida la dejó con la palabra en la boca y digo al pianista: «¿Quiere usted hacerme el favor de llevarme al comedor?». ¡Habías de ver aquella cara! Una expresión semejante…, sólo en los santos extáticos. Y al mismo tiempo, vergüenza; sí, vergüenza. Tuve que llevármele casi a la fuerza; no se atrevía; ¡acaso temiese de mí una burla! La gente nos miraba; se cuchicheaba; no faltó quien a mi paso dijese agudezas. Y la Almansa salió después con que yo le había estropeado el baile… ¡Vaya un baile para que nadie lo estropee! ¡Un buffet miserable, y por orquesta, un tapeur! En fin, yo no me ocupé de lo que pensasen; me senté al lado del profesor; le serví de todo…, de todo lo que había, que no era mucho; le cuidé; le pregunté su vida; supe que mantenía a su madre con su trabajo; le auguré que sería un Rubinstein…, andando el tiempo; le prometí organizar conciertos en que él tomase parte y yo aplaudiese; vamos, me colé…

—¡Cuándo no es Pascua! —declaró la amiga grave y desaprobadora—. Y él…, ¿no te hizo el amor después, a todo trapo?

—Él después se tuvo que ir a su tierra, Alicante, porque ya te dije que estaba tísico. ¡Hace unos quince días que… se ha muerto!

—¿Cómo lo sabes?

—Porque su madre me lo escribe hoy… Dice que se despide de mí por encargo de su hijo, y que, además, me envía ese retrato…

—Mira —murmuró Margarita, cavilosa—: eso no dejar de ser así…, como una cosa en verso…

Piedad calló. Había terminado de bruñirse las uñas, y alzó los hombros, mientras ordenaba a la doncella:

—Traiga usted el vestido vieux rose… ¡Ah! Y la estola de armiño… No calientan ese teatro Real, y se tirita…

Paternidad

La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.

Afianzose el viejo, porque las piernas le danzaban; se descubrió con mano lenta y temblona, y pasando del cínico regocijo a una aflicción que le arrancaba sollozos, exclamó, entre pucheros y muecas de llanto:

—¡Ay señor abad!… ¡Ay dinísimos señores! ¡Que se me ha muerto el hijo, que se me ha muerto el hijo!

Con gran sorpresa mía, ante esta queja que me oprimió —porque cualquiera que sea la forma de que se revista el sentimiento, siempre puede encontrar eco en el alma—, abad, señorito y notario soltaron a coro la carcajada más espantosa y ruidosa. Reía el notario entre la aborrascada maleza de su barba oscura; reía el abad con su boca fresca de chiquillo, alumbrada por blancos dientes; hasta el melancólico hidalgo subía los lacios bigotes con expansión risueña. ¡Sin duda era muy chistoso que al viejo se le hubiera muerto un hijo! Salté indignada, pero mi indignación provocó nuevas demostraciones de buen humor entre aquella gente incorregible.

—Conque el hijo, ¿eh? ¡Bien, tío Fidel, magnífico! Y… ¿se puede saber cual? Porque —añadió el notario, volviéndose hacia mí— conviene saber que el tío Fidel de ese artículo anda perfectamente. ¿Cuántos tenía hace un año, por este mismo tiempo? ¿Usted se acuerda, abad?

—Hombre, se me ha borrado la cifra… ¡Haré memoria! ¡Lo que es de ochenta pasaban!

—¡De ochenta! —repetí yo atónita—. Pero ¿sabe usted lo que está diciendo? ¡Ni un patriarca de la Biblia! ¡Ea!, déjense de bromas… Eso no puede ser.

El acusado —tal parecía entonces el viejo beodo— bajaba la cabeza greñosa, tartamudeando palabras que no se entendían.

Sin embargo, de sus ojos vidriados por la embriaguez vi desprenderse una humedad como de lágrimas, y no pude menos de exclamar:

—Pues llora. ¡Pobre hombre! Aunque se tengan ochenta hijos, no se deja de sentir al que muere…

La respuesta a mi compasiva observación fue otro coro de risas, que me pareció doblemente inhumano. Tardé más de diez minutos en sospechar que los codazos, las cucaduras de ojos y las risotadas tendrían su razón de ser, su fundamento… Ellos prolongaban gustosos mi incertidumbre para sazonar la revelación. Por último, así que el tío Fidel, convicto de más de ochenta hijos, se alejó, titubeando, bordando eses en el césped y entonando con voz que parecía salir del hueco de una olla una canción muy conocida en el país:


San Benitiño de Cova de Lobo,
hei d’ir alá, miña nai, si non morro


Decidieron hablar, y fue el vivaracho del cura quien se encargó de enterarme.

—Calle, por Dios… Si es la guasa mayor del mundo. Pero créame que no inventamos; que es tan cierto como que estamos aquí. Este viejo, el tío Fidel, es el labrador más pobre de la parroquia de Gondelle. Pobre, eso sí, como las arañas. El trabaja… a ratitos, porque le llaman aquí y allí para la labor de las viñas; pero el resto del año, muerto de necesidad y de sed, sobre todo de sed; no hay otro más amigo del jarro. Del jarro vino la tentación, que el diablo sabe muy bien dónde cada uno tiene las asas para agarrarnos por ellas. Después de llegar a los sesenta años, tan miserable que ya iba a echarse a pedir limosna…

—¿Y los hijos? ¿No le ayudaban? —interrumpí.

El abad sacó el pañuelo y se enjugó ojos y boca. También lloraba él, como el viejo; sólo que de risa.

—¡Los hijos! —repitió al fin, cuando recobró la palabra—. ¡Si entonces no tenía ninguno! Pues ahí está el milagro: toda esa prole la engendró pasados los sesenta… Expresándome con propiedad: no la engendró; se descubrió que la tenía… Estando él a la puerta de la taberna del Morito, un mozo de la parroquia, que se llamaba Leoncio, cogió al tío Fidel y le hizo la proposición siguiente: «Si quiere beber todo el día y comer y hartarse, yo pago y le doy un duro para tabaco además. Pero antes viene conmigo a la notaría… y se pone por padre mío, a ver si libro de quintas». El tío Fidel echó sus cuentas: vio que no le importaba tener un hijo si no se trataba de mantenerle, y, al contrario, si era el hijo quien corría con la mantención, y se dejó llevar a la notaría, y reconoció aquel pecado de tiempo atrás, que no había cometido… «¡Vaya por los que serán verdá!», me decía al día siguiente, porque el tío Fidel es muy chusco y muy partidario de las rapazas, y hay que hacerle la justicia de que a nada que ellas se ablandasen, los ochenta pudo tenerlos. ¡Dios me perdone!… Bien, al caso. Ello es que el mozo libró ¿no había de librar? Padre pobre y mayor de sesenta años…, el hijo obligado a sostenerle…, libre como el aire. Y desde aquella hora…, usted, notario…, haga el favor de decirnos lo demás.

El notario torció el gesto, y barbotó entre gruñidos:

—Hombre, no fastidie… Cuente usted la historia, que usted tiene buen pico, y un servidor, no… Yo paso por lo que diga. Amén.

—Pues es el caso… que, aun cuando la ley sólo permite que libre de quintas un hijo, como al presentar la certificación de uno no se exigen comprobantes de que no hay otros…, conocida la treta, nuestro tío Fidel empezó a reconocer un batallón de rapaces, antes sin padre conocido. Sólo que subió la cuota: de un duro saltó a cinco, y después a ocho, y, por último a diez, y guisote y borrachera libre, por supuesto. En la taberna del Morito ya lo saben; cuando ven llegar al tío Fidel por la mañana, ordenando que le guisen un buen cazolón de bacalao con arroz…, la tabernera, la Morita; aquella mocetona que parece un guardia civil, sale al encuentro del viejo, y le dice, pegándole una palmada en el hombro: «¡Hola! ¡Le nace un hijo! ¡Que sea enhorabuena! ¡Me convidará al bautizo y regalará los dulces!». Y así ha ido mejorando de suerte el tío Fidel y dándose los hartazgos de la era cristiana. Hoy, ¿no repararon?, iba hasta elegante, con ropa nueva, de paño fino y con sombrero de los mejores. ¡Tan portado como un caballero! Se conoce que prospera la industria… Sabe Dios la cantidad de vástagos con que se habrá aumentado la familia… Mal año para aquel sultán de Persia que se las arreglaba de modo que le nacía uno por cada día del año…

Así que el cura hizo pausa, se me ocurrió una curiosidad.

—¿Y no tiene el tío Fidel algún hijo verdadero? ¿Suyo, de sus lomos, como dice la Escritura?

El abad se encogió de hombros.

—¡Vaya usted a saber! Misterios del destino. Lo indudable es que justamente a ése, si existe, no lo ha reconocido, ni ganas. Porque ése… no le valdría cuartos. Puede que se los costase.

—Sin embargo —objeté yo—, hoy, ese hombre, parecía realmente afligido; hasta se le arrasaban en lágrimas los ojos al participarnos que su hijo había muerto. ¿Qué explicación encuentran ustedes al hecho? ¿De qué hijo se trataba? Me gustaría averiguarlo.

¡Oídos que tal oyeron! El abad, que es desvivido por complacer, se separó del grupo, yéndose en busca del beodo, hacia el santuario, en la dirección donde se habían desvanecido los últimos ecos de la canción entre devota y folclórica San Benitiño…

Y nos quedamos esperándole, comentando el caso, distraídos por los grupos de aldeanos y aldeanas que bajaban la cuesta a saltos, a brincos, agarrados del dedo meñique, retozando, chillando, en un desahogo de júbilo provocado por el cosquilleo bullidor del vino en las venas y el fresco de la tardecita en los pulmones. No sentíamos pasar el tiempo; pero la verdad es que el cura tardó más de media hora en presentarse sofocado, riente y malicioso.

A nuestras interrupciones, contestó así:

—¡Qué buen recado traigo! Pero ¡qué bueno! Ya sabemos quién era el hijo que se le murió al tío Fidel. ¡Oigan, que esto merece escribirse con letras de oro! El hijo en cuestión es uno de los ochenta o noventa… cualquiera, el que ustedes gusten… que se fue a América y se agenció allí un capitalejo, unos tres mil duros…, y se murió soltero, y la herencia, claro, recayó en el padre… ¡Para el tío Fidel, el Potosí!… ¡Borrachera perpetua! Con el agradecimiento y la curda, ha llegado a creerse que era verdadero hijo el difunto, y se enternece hablando de él…, y llora… ¿No es muy justo? ¿Haría más un hijo efectivo y real, de su sangre? El tío Fidel siente ahora todas las impresiones sublimes de la paternidad.

Pelegrín

Con el último empellón que le atizaron para que «se despabilase», salió en volandas el chico, mal despierto aún, a pesar de un sopeteo y fregoteo de cara y manos, en la palangana desportillada, con agua muy fría… Llevaba los cachetes colorados aún de los restregones, y turbios los ojos, con los párpados hinchados de soñarrera. No estaba más caliente que el agua el poco de revuelto café que le habían servido en taza rota. Y liada la bufanda, y subido el gabán hasta las orejas, que abotagaban media docena de sabañones, bajó las escaleras a brincos, y se encontró en la luminosidad de la calle, animada ya, a aquella hora matutina, por pregones de vendedoras, rodar de simones y trajín de obreros y fámulas de cesta al brazo.

Mientras zapateaba en la acera, temblando, estremecido, tentado, como siempre, a flanear un poco antes de sumirse en las lobregueces de la escuela, el tranvía pasó. ¡El tranvía! Era el ensueño de Pelegrín. ¡No haber montado en el tranvía nunca! Es indecible lo que el chiquillo admiraba al tranvía. ¡Aquel coche grandísimo, tan precioso, tan reluciente, que andaba solo, con su iluminación clara por las noches, con sus silloncitos, con sus señores de gorra de galón, que van derechos en la plataforma, con su correr fantástico! A veces se atrevía a subirse al estribo un momento, tímido, pronto a huir despavorido si le zapeaban; pero adentro no llegaba jamás. Tenía miedo de salir echado a pescozones.

El miedo era el estado crónico de Pelegrín. Miedo a su padrastro, que le atizaba leña al menor descuido; miedo a la portera, que era bigotuda, y le gruñía si no restregaba muy bien los zapatos en los hierros del umbral, al volver de la calle; miedo a los guardias de Orden Público, que un día le tiraron de las orejas, sin piedad de sus sabañones; miedo a su hermana, que le llevaba dos años y mandaba a zapatos en él; miedo al maestro, que no le había castigado nunca, pero que gastaba unas cejas peludas como jopos de conejo; miedo a los guripas de la calle, procaces y osados cual gorriones, que le hacían burla y le amenazaban con morradas, y cumplían la amenaza a veces. El miedo constante había llegado a ser en Pelegrín segunda naturaleza. ¡Tenía miedo hasta a su madre, tan deshecha, tan demacrada la infeliz! ¡Miedo a las flacas manos que le lavaban, le servían el café chirle y el cocidillo tan escaso! Tal vez, comiendo unos garbanzos más, el miedo de Pelegrín se amenguaría. Probablemente, con un buen filete de carne y un caldo substancioso, Pelegrín sería un valentón. Lo cierto era que vivía temblando. Tenía vagamente la convicción de que cuanto hiciese era malo, digno de reprimenda, rechifla o golpes. Por instinto, cuando le dirigían la palabra, bajaba la cabeza, como el que ve a otro alzar el brazo o un arma para herirle, y trata de esquivar la agresión. Y si alguien le hubiese dicho a Pelegrín que esto no era justo, que no todas las cosas ni las personas debían serle hostiles, le sorprendería mucho: se mostraría incrédulo. Él, Pelegrín, había nacido para eso: para aguantar candela.

Lo único que le sublevaba, como una iniquidad de la suerte, como verdadera picardía del destino, era no saber aún lo que es un paseo en tranvía, por las calles de Madrid, viendo, al través de los vidrios, desfilar las casas lujosas, las tiendas, los árboles… ¡Corcho, eso sí que sería bonito! ¡Y no tener una perra gorda para darse el gusto! Muchas veces miraba a las junturas del empedrado, registraba con los ojos basuras y detritus, por si alguien hubiese dejado caer la consabida perra… ¡Sí, busca! ¡Para que no la agarrasen los chiquillos osados, los hijos de la calle! Una vez que los ojos de Pelegrín se fijaron en el relumbrar de una peseta, semioculta en el rincón de la acera, un golfo vio la dirección de la mirada, recogió la peseta en menos de lo que se dice, y luego, volviéndose hacia el primer descubridor del tesoro, le hartó de mojicones…

Hasta se le ocurrió que pidiendo limosna… No lo hizo, por dos motivos: el uno, el miedo habitual: lo sabrían en su casa: no se preguntaba cómo lo pudieran saber, pero lo sabrían; y su padrastro, preciado de sujeto decente, empleado en el Ayuntamiento, le zarandearía a puntapiés en las costillas, según hizo en alguna ocasión; y las costillas duelen, ¡vaya si duelen! La segunda razón para no pensar en pedir era que Pelegrín iba muy bien trajeadito. ¿Quién iba a darle? Aquella pose de decencia del padrastro influía en la vestimenta del chico: dentro de casa se pasaban privaciones, pero la familia, que se presentase con arreglo a la posición… Pelegrín gastaba abrigo de buen paño gordo, boina flamante, bufanda de calceta, muy abrigosa; marinero azul, de jerga, y sus botas, de becerro, nuevecitas… ¡Y no había andado en tranvía nunca, por falta de diez céntimos!

El tranvía, una vez más, pasó tentándole. Estaba entonces como a diez metros de la escuela; torcer por la primera bocacalle, y en el número 15. Siempre vacilaba un poco antes de hacerlo; la calle principal era alegre, bullanguera, inundada de sol, y la escuela abría su portal negruzco en una especie de callejón maloliente. El ansia de felicidad que hay en el ser humano detenía a Pelegrín un minuto más, entre el vocerío y alborozo de la calle.

Fue en ese momento de indecisión cuando una mujer se acercó a Pelegrín y le soltó, como en chanza:

—¿Quieres unas avellanas tostás, monín, que están mu ricas?

En vez de alzar la cabeza para mirar a su interlocutora, Pelegrín la bajó según su hábito, por miedo maquinal. Una mano gordezuela le metió en la boca las avellanas, y una risa alegre le desencogió el corazón.

—Anda, cómetelas, que es cosa buena.

Sí que lo eran… Un grato saborete lisonjeó el paladar al triturar con los dientes el fruto socarradito. Se atrevió a mirar a la mujer. Una cuarentona fresca, envuelta en un mantón de lana gris, le sonreía, le hacía carantoñas.

—Anda, ¿te vienes conmigo? Te convido a dulces…

Asombrado, Pelegrín rehusó.

—Voy día, a la escuela…

—Para to hay tiempo, hijo; ahora, ven, que te daré rosquillas y pasas y mucho bueno, bobo… Miá tú: al tranvía nos subimos y te llevo dacia mi casa, ¿oyes?, que tengo allí pa que te hartes de rosco…

No era necesario tentar a la golosina: la mujer frescota había pronunciado la mágica palabra… ¡El tranvía! Subir al tranvía, irse en él, sabe Dios adónde, a alguna región de magia, al país azul…

Callado, trémulo de esperanza, por fin se vio aupado, metido en el coche de sus ilusiones… Tan intensa era la emoción, que no hablaba; no habría podido articular frase alguna. Únicamente, cuando el tranvía se puso en movimiento y se sintió llevado por él, arrebatado por el bello monstruo apocalíptico, murmuró fervorosamente:

—¡Recorcho!

La mujer, siempre zalamera, le subía la bufanda hasta las cejas.

—Tápate, hijo, que corre un remusgo…

Se apearon en un sitio solitario, un cruce en glorieta perdida. Todos los viajeros habían ido quedándose acá y acullá… Sólo entonces se le ocurrió a Pelegrín, libre ya de la fascinación del tranvía, volver a su estado habitual de susto. Por allí no pasaba alma viviente. Y, suplicante, balbuceó:

—¡Quiero di a la escuela!…

—Ahora irás, precioso, ahora —respondió la mujer, quitando con presteza a Pelegrín la boina y la bufanda, y ocultándolas bajo el mantón.

Y como el niño, al sentir el frío, hiciese un momo de llanto, la embaidora se dio prisa y le tiró de una manga del abrigo, y luego de la otra, atizándole, para acallarle, un bofetón de los que quitan el aliento. Fue obra de pocos segundos; sin duda, la ladrona tenía adquirida práctica. Con la misma celeridad desapareció. El despojo fue consumado en el rincón de un solar, y acaso la valla de tablas, rota, sirvió de burladero. Pelegrín, aturdido por el dolor del bofetón bárbaro, que le había cruzado las orejas ensabañonadas, ardorosas, rompía por último a llorar y gritar con estrépito. Aún tardó algo en aparecer por allí un transeúnte, un obrero, con su talego de herramientas al puño.

—¿Qué te pasa, muñeco?

Del incoherente relato salió la verdad. El obrero miraba con indignación al niño, descubierto, tiritando, inflamada la mejilla, ensopado de lágrimas el rostro…

—¡Repodrías ladronas! Y los demontres de los guardias, ¿dónde andarán? ¡Vegilando en el portal de algún menistro!

No hay para qué decir el recibimiento que se le hizo en su casa al despojado. Sobre un bofetón ¡caben tantos otros! ¡Y las costillas de un pequeñuelo reciben tan perfectamente la punta de la bota de un hombre! El miedo —mejor dicho, el terror profundo— volvió a enseñorearse del alma de Pelegrín, donde reinó como amo. Tuvo miedo hasta a las calles animadas, a las mujeres que ríen mostrando sanos dientes, a las confiterías, a la luz del sol… Lo único que le consolaba un poco era repetir para dentro, sin decírselo alto a nadie: «¡He andao buen cacho e camino en tranvía!…».

Pena de Muerte

—Casualmente la víspera —empezó a contar el sargento de guardias civiles, apurado el vaso de fresco vino y limpios los bigotes con la doblada servilleta— había ya caído en la tentación, ¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas manzanas muy gordas, muy olorosas, que no eran mías, sino del señorito; como que habían madurado en su huerto. Les metí el diente; estaban tan en sazón, que me supieron a gloria, y quedé animado a seguir cogiendo con disimulo toda fruta que me gustase, aunque procediese de cercado ajeno.

Cuando el señorito me llamó al otro día, sentí un escozor: «Van a salir a relucir las manzanas», pensé para mí; pero pronto me convencí de que no se trataba de eso. El señorito me entregó su escopeta de dos cañones, y me dijo bondadosamente:

—Llévala con cuidado. Mira que está cargada. Si te pesa mucho, alternaremos.

Le aseguré que podía muy bien con el arma, y echamos a andar camino de las heredades. En la más grande, que tenía recentitos los surcos del arado (porque eso sucedía en noviembre, tiempo de siembra del trigo), se paró el señorito y yo también. Él levantó la cabeza y se puso a registrar el cielo.

—¿No ves allí a esa bribona? —me preguntó

—¿A quién?

—A la «garduña»…

—Señorito, no. Son cuervos; hay un bando de ellos.

En efecto, a poca altura pasaban graznando cientos de negros pajarracos, muy alegres y provocativos, porque veían el trigo esparcido en los surcos y sabían que para ellos iba a ser más de la mitad. (¡Pobres labradores!). El señorito me pegó un pescozón en broma, y me dijo:

Más arriba, tonto; más arriba

Allá, en la misma cresta de las nubes, se cernía un puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña, quieta, con las alas estiradas, Poco a poco, sin torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la garduña fue bajando, bajando, y empezó a girar no muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros.

—Dame la escopeta —ordenó el señorito.

Obedecí, y él se preparó a disparar; sólo que la tunanta, de golpe, como si adivinara, se desvió de la heredad aquélla, y cortando el aire lo mismo que un cuchillo, cátala perdida de vista en menos que se dice.

—No has oído la maldita —exclamó el señorito, incomodado—. El jueves, que no traía yo escopeta, estuvo más de una hora burlándose de mí. Sólo le faltó venir a comer a mi mano. Fija a diez pasos, muy baja, haciendo la plancha y clavando el ojo en un sapito que arrastraba la barriga por el surco, hasta que se dejó caer como un rayo, trincó al sapo entre las uñas y se lo llevó a lo alto de aquel pino que se ve allí. ¡Buena cuenta habrá dado del sapo! Y hoy, en cambio, ¡busca! Nos va a embromar la condenada… ¡Calla, que vuelve!

Volvía, y tanto volvía, que se plantó lo mismo que la primera vez, recta sobre nosotros. Sin duda, le tenía querencia al sitio, y en la heredad aquélla encontraba la mesa puesta siempre. El señorito tuvo tiempo de apuntar con toda calma, mientras la rapiña abanicaba con las alas, despacito, avizorando lo que intentaba atrapar. Por fin, cuando le pareció la ocasión buena, el señorito largó el tiro… ¡Pruum! A mi me brincaba el corazón, y al ver que el pájaro «hacia la torre», dando sus tres vueltas en redondo y abatiéndose al suelo lo mismo que una piedra, pegué un chillido y por nada me caigo también.

—¿Qué haces, pasmón, que no portas? —me gritó el señorito.

Eché a correr, porque ya usted ve que no podía desobedecerle; pero me temblaban las piernas y se me desvanecía la vista. ¿Sabe usted por qué? Por la conciencia negra; porque se me venían a la memoria las manzanas, y me escarabajeaba allá dentro el miedo al castigo. Recogí el ave, y al levantarla me acuerdo que me espanté de reparar que estaba ya fría por las patas y el pico. Era un animal soberbio: medía tres cuartas de punta a punta de las alas; la pluma, canela claro con unos toques castaños primorosos; el pico, amarillito, y las uñas, retorcidas y fuertes, que parecía que aún arañaban al tiempo de agarrarlas yo. Le miré a los ojos, porque sabía que estos bichos tienen una vista atroz finísima, como la luz. Los ojos estaban consumidos, deshechos y alrededor se notaba una humedad…, a modo como si el animalito soltase lágrimas.

—Venga aquí esa descarada ladrona —ordenó el señorito—. La vamos a clavar por las alas para ejemplo. ¿Qué es eso, rapaz? Se me figura que te da lástima la pícara.

Me eché a llorar como un tonto. Usted dirá que no es creíble. Pues nada, me eché a llorar; pero no por la muerte del pájaro, sino porque me miraba en aquel espejo, y creía que también iban a pegarme un tiro con perdigones, y que me despatarraría en el sembrado, con el hocico frío y los ojos vidriados y derretidos casi. Veía a mi madre llegar dando alaridos a recogerme, y a mis hermanas que al descubrir mi cuerpo se arrancaban el pelo a tirones, pidiendo por Dios que al menos no me clavasen en un palo para escarmiento de los que roban manzanas. ¡Ay, clavarme, no! ¡Sería una vergüenza tan grande para mi familia y hasta para la parroquia!

Admirado el señorito de mi aflicción, y creyendo que la causaba el triste fin del avechucho, me pasó la mano por el carrillo y me dijo riéndose:

—¡Vaya un inocente! ¡Tanto sentimiento por la raída de la garduña! ¿Tú no sabes que es un bicho ruin, que se merienda a las palomas? ¿No viste las plumas de la que se zampó el domingo? De los ladrones no hay que tener compasión.

En vez de quitarme el susto, estas palabras me lo redoblaron, y sin saber lo que hacía ni lo que decía, me eché de rodillas y confesé todo mi delito; creo que si no lo hago así, en seguida, reviento de angustia. El señorito me oyó, se puso serio, me levantó, me colocó en las manos la escopeta otra vez, y dejando el ave muerta sobre el vallado, me dijo esto (juraría que lo estoy escuchando aún):

—Para que no te olvides de que por el robo se va al asesinato y por el asesinato al garrote…, anda, aprieta ese gatillo… y pégale la segunda perdigonada a la tunantona. ¡Sin miedo! Cerré los ojos, moví el dedo, vacié el segundo cañón de la escopeta… y caí redondo, pataleando, con un ataque a los nervios, que dicen que daba pena mirarme.

Estuve malo algún tiempo; el señorito me pagó médico y medicinas; sané, y cuando fui mozo y acabé de servir al rey, entré en la Guardia Civil.

Perlista

El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.

—Tengo ese olor —murmuró hablando consigo mismo— metido en los poros del cuerpo; si me retuercen, sale a chorros. ¡Qué no daría yo por encontrar regocijador y tónico el olor de París, como allá en 1860! En fin…, porque a uno se le acabe la cuerda, no se van a parar los demás relojes. ¡A la calle! Celina…, mi sombrero, mi abrigo, mi bastón, mi portamoneda… Dépêchez vous, ma fille…

El ómnibus nos soltó en el bulevar, a tales horas —las cinco de la tarde— atestado de gentío. La inmersión en las olas de la multitud reanimó al maestro. Con viso de animación me propuso llevarme a ver «algo que me interesaría quizá». La restricción era en él habitual. Su espíritu cansado evitaba afirmar con energía cosa alguna.

Internándonos por calles menos frecuentadas, no lejos de la plaza de la Concordia, nos detuvimos en el portal de una casa grande, semiantigua, época Luis Felipe. El portero suspendió la lectura del Gaulois para informarnos.

—¿Mademoiselle Merry? Perfectamente… En el patio, escalera del fondo, a la derecha. Quinto piso.

—¿No le molestará a usted la subida? —indiqué al maestro.

—¡Como no hay remedio! —murmuró, encogiéndose de hombros—. Si ha de conocer usted a la ensartadora de perlas… Ya un día le hablé a usted de ella. Creo que merece los ciento veintiocho escalones…

Arriba. De piso en piso, la encerada escalera, al principio oscura, se llenaba de claridad. En el cuarto, respiramos. En el quinto, al repique de la campanilla, salió una vieja sirvienta, de rizada y almidonada papalina, semejante a las que se ven en los retratos flamencos, y nos hizo entrar —con exclamaciones cordiales de bienvenida— en un saloncito de mobiliario usadísimo, anticuado, limpio como el oro. A los dos minutos, presentose la señorita Merry. Era otra anciana, de papalina también, pero papalina de encaje negro con cintas malva; de rostro que aún conservaba las medio desvanecidas líneas de una hermosura delicada e ideal; de ojos azules, descoloridos como violetas marchitas; de fatigados párpados, como tienen las personas que han llorado mucho; de manos pálidas, prolongadas, divinamente cuidadas, manos de aristócrata y de monja claustral. Después de los primeros saludos y cumplimientos, el maestro dijo, señalando hacia mí:

—Es extranjera… Yo rogaría a usted que la informase de algunos detalles referentes a su oficio…, a su arte, me atrevería a decir.

—¡Arte! —pronunció la señorita, sacudiendo la cabeza—. Oficio y muy oficio. Me dedico, señora, a enhebrar perlas; es decir, a colocarlas de manera que luzcan todo lo posible y que vayan exactamente aparejadas según su magnitud y su oriente. Ya ve usted qué cosa tan sencilla. Pasen ustedes a mi taller, y así se formarán idea de cómo trabajo. Justamente tengo entre manos la gargantilla de un rajá, un tesoro de la India. Por aquí…

Abrió una puertecilla disimulada y nos encontramos en el taller, cuarto clarísimo, vacío, sin alfombra, sin cortinajes, casi sin muebles, excepto un taburete bajo y una mesita negra con ranuras paralelas, de anchuras diferentes. En el suelo una pirámide de cribas de agujeritos menudos; en el fondo una caja de caudales, de hierro y acero, destinada a encerrar las perlas de noche.

—Antonieta, sillas para este señor y esta señora —ordenó la perlista—. No extrañen ustedes ver la habitación tan desnuda… Si una perla salta de la ranura o se me escapa a mí de entre los dedos tengo que encontrarla; no voy a disculparme con que no parece… Las junturas del piso están tomadas con cera. Perlas hubo aquí tasadas en cientos de miles de francos… Si no morimos asesinadas y robadas, yo y mi pobre criada, milagro será. Jamás duermo tranquila; me levanto a rondar; el menor ruido me eriza el cabello. ¿Ven ustedes? Estas cribas son para cribar las perlas cuando se quiere hacer con ellas eso que llaman un collar de perro…, para lo cual se necesitan que tengan una igualdad extraordinaria, absoluta; si no, no es bonita la joya. Pero cuando las perlas alcanzan este tamaño…, ¡entonces, a simple vista, las combino!

Señaló a las ranuras de la mesa. En la penúltima se alineaba una hilera de estupendas perlas, enormes, redondas, de dulce reflejo, lácteo y opalino.

—Son las del rajá —advirtió la señorita—. De primera magnitud. Y digo de primera, porque si hay otra ranura, todavía más ancha, ésa… sólo se llenó una vez, cuando Oxen, el millonario norteamericano, compró secretamente una sarta antigua, dicen que de la Virgen de Loreto. Eran colosales…, pero disparejas. Me vi apurada para casarlas, y al fin no quedaron bien: mi conciencia me lo repetía.

—Y ¿cómo se le ha ocurrido a usted ejercer esta profesión? —interrogué curiosamente.

—¡Ah!… Es la historia de mi vida —murmuró la anciana, cuya piel plegada y amarilla, del amarillo de la vitela antigua, se coloreó un poco—. El maestro lo sabe, y puesto que usted es su amiga, no tengo reparo en contársela… Ante todo, algo que a usted le sorprenderá: soy «única» en mi profesión en París. Quiero decir que a nadie sino a mí le llevan a hilar sartas de perlas; que los joyeros a mí acuden y, a pesar de ser bien escaso el número de collares magníficos en Europa, como todos vienen a parar aquí, ando siempre agobiada de labor… Es cosa singular: parece facilísimo hilar perlas, y facilísimo sería, en efecto, si se redujese a ponerlas unas tras otras… Pero cabalmente es indudable —lo aseguro por experiencia— que sólo hay una combinación dada para que luzcan debidamente, y que cada hilo requiere la suya.

Si ensarto cincuenta perlas, puedo equivocarme de cuarenta y nueve modos, y acertar sólo de uno. Así es que, a veces, ensayo las cincuenta, hasta descubrir el que debe ser. Se cuenta que tengo un secreto para hilar… Ya saben ustedes mi secreto: paciencia. Y además, este oficio no sirve sino para quien sienta una chifladura por las perlas, como yo la sentí desde niña. No poseo ninguna, ni tamaña como un grado de trigo…, y manejo las mejores del mundo. Aquí, los collares de la desgraciada emperatriz; aquí, los de las princesas; aquí, los de las reinas, de las actrices, de las impuras, de las archimillonarias, de las odaliscas turcas, de las imágenes católicas… Ya, ya voy a eso; a cómo se reveló mi vocación de perlista. ¡Bien sencillo! En dos palabras. Yo tuve una hermana y un novio. Mi hermana —hermana sólo por parte de madre— heredó, de un tío suyo, una gran fortuna. Entonces mi novio rompió conmigo y se dedicó a pretenderla a ella; mi hermana le hizo caso… y se concertó la boda. Poseíamos un collarcito de familia, unas sartas; mi madre me había regalado la mitad a mí; a mi hermana la otra. Estaban mal hiladas. Hilé bien las mías y pedí a la novia las suyas, que hilé también. Al hacerlo, sobre cada perla solté una lagrimilla…, porque al fin es duro presenciar cómo se casa con otra el hombre a quien queremos. La novia, al ver su collar, creyó que no era el mismo, sino otro mejor, donde yo había puesto perlas de las mías. Esto me indicó que debía haberlo hecho…, y cogí las mías y se las regalé. Al otro día, no pudiendo resistir más, me escapé sola, me vine a París, sin recursos, y se me ocurrió ofrecer mis servicios a un joyero, que los aceptó. Ahí tiene usted la historia…

—¿Y ha conservado usted siempre la afición a hilar perlas?

—Siempre, sí… pero a veces, por momentos, me entra una fatiga, un tedio; los ojos se me nublan, no veo el agujero, ni el hilo, ni el oriente, ni la forma… Luego se me pasa, ¡y a enfilar con entusiasmo!

—Como nosotros, esa infeliz —díjome al salir el maestro, conmovido—. ¡Buena lección nos ha dado! Lección para escritores. De las combinaciones que pueden hacerse con cincuenta palabras, cuarenta y nueve no valen; sólo es artística una…

Pilarito

Pilarito

Este diminutivo, castizo y salado, expresaba cariño y simpatía. Era equivalente a otros apodos —Mimí, Lulú, Fifí— por los cuales la sociedad conoce a sus flores animadas, a las vivientes rosas de sus arriates, a las cuales el tiempo ha de robar lozanías y perfumes, dejándoles, —¡oh, ironía!— el juvenil sobrenombre.

Yo la conocí en un balneario, el gran balneario gallego de Mondariz, que hervía en fiestas, preparando la de su Patrona, la Virgen del Carmen. Las tardes eran sosegadas y cálidas; las noches, de luna. Bajo el ingente arbolado del parque cruzaba ella, y su paso era como el del esquife ligero sobre agua tranquila. A gallardía nadie pudo ganarla. Cada día ostentaba nuevos atavíos; pero sencillos, propios de sus años, que no llegarían a dieciséis. Lo incomparable de la línea prestaba valor a unas galas hasta modestas, y también el instinto artístico que había presidido a su elección. Vistiese como vistiese, Pilarito era siempre «un cuadro», «una portada en colores», «un tipo de estudio».

Y como a objeto de arte la miraba yo. (Porque si me dejo llevar de mi inclinación, en el arte pienso). Inducía a la descripción aquella criatura. Especialmente el día de la Virgen.

Para acompañar a la Reina de los Ángeles todo el mujerío sacó el fondo del baúl. Hubo quien se colgó perlas y brillantes, y quien se cubrió de seda crujidora. Mantillas blancas no faltaron. Lo que faltó fueron ojos para mirar a nadie, excepto a Pilarito. Iba tocada con negras blondas, y bajo las castañuelas del encaje español había agrupado unas hortensias azules, cortadas a la frescura del atardecer, y que coronaban como un trozo de cielo su lisa frente. Su traje era color de arena, y sus pies jugaban con soltura en los zapatitos de tafilete, cuyas galgas dibujaban la forma airosa del tobillo. Tobillo de niña; propiamente de tobillera.

¿Qué será —decídmelo, oh, mujeres— ese don que poseen tan pocas, de dar a cuanto visten el aire, el salero, el garabato de lo moderno y al mismo tiempo de lo eternamente artístico? Una cinta arrugada así o asá; una combinación de colores antojadiza; cuatro alfileres clavados, no se sabe cómo; un modo peculiar de retorcerse la mata del pelo… y es la elegancia, es la gracia, es lo que sueña el pintor y reproduce con ansia golosa para transmitirlo a las generaciones venideras como modelo del ideal estético de la suya.

Y es la desesperación de las que no aciertan con tales combinaciones, ver que alguien descubrió el precioso secreto. Pilarito, propiamente, no lo descubrió tampoco; era cosa innata. Nada hubo allí de estudiado, de artificioso; el artificio destruye el sortilegio. Era la forma de su cuerpo lo que avaloraba los cuatro trapos de su equipo de chiquilla, que no conoce el lujo pesado ni la vestimenta aborreciblemente relumbrante de día de estreno.

Su rostro, su forma, se parecían a las creaciones de los maestros florentinos, a los San Juanes de Leonardo de Vinci. Había en los rasgos de su beldad cierto androginismo, y las facciones eran al mismo tiempo que finas, acusadas y como repujadas. Hay rostros hermosos que cansan si se les mira algún tiempo. El de la pobre nena interesaba cada vez más.

Yo no sé que cambio hubiese producido en ella el paso devastador de los días. Tal cual la hemos contemplado en su corto albor, lo que trasmanaba de su persona era la juventud, el «divino tesoro» por excelencia… La vida corría por su organismo con ímpetu vehemente, con necesidad de expansión; su sangre pura y rica se repartía por venas y arterias elásticas. Decir «su juventud» era poco; su adolescencia parece más exacto. Adolescencia que tenía un matiz de heroísmo. Era más valiente Pilarito que el caballo de Santiago. No hubo riesgo que la arredrase, tal vez porque no se daba cuenta de ellos. Corriendo liebres, haciendo sports, montando, pudieran gritarle lo que gritó a otra dama un viejo profesor de equitación: «¡Señora, una cosa es el valor; otra la temeridad!». Buscaba el riesgo… porque nuestro hado está en las estrellas, y la muerte viene con pasos tácitos, escondida como ladrón. No es el riesgo, sino el acaso, lo temible.

No hubo hombre de mayores arrestos que aquella criatura, y ahora no quiero decir que llevaba escrito en el semblante su trágico destino —porque nada tan fácil como profetizar posteriori—. Ello es que hubo en su faz algo de tristeza; pero no la tristeza abatida, sino la reconcentrada del que, por lo mismo que todo es para él sonrisas y halagos, ve el fondo de la prosperidad humana, semejante al de la laguna donde se empantanó mortalmente tanto hechizo… No parecía justificarse el dejo de amargura leve, pero visible, que de vez en cuando, imperceptiblemente, crispaba aquellos labios sinuosos, de tan perfecto diseño. Tratábase de un ser adorado, único, mimado por una familia idólatra de su encanto y de su monería; le estaban reservabas las alturas sociales, las envidiadas situaciones, y a su lado, hasta la última hora, velaba el amor en que había de fundarse el hogar. El amor se embarcó en el mismo botecillo frágil, que iba a zozobrar, y sus alas de plumaje de colores no tardaron en sufrir el peso del légamo, sombrío y pegajoso, que para siempre las hizo plegarse.

No la agraban sólo quienes por ley afectiva debían hacerlo. Allá, en el balneario, y en las sendas verdes, al margen del río, la miraban con devoción los mendigos, los chicuelos, la gente humilde. Ella les hablaba de un modo comunicativo, que le salía de dentro. Más que el socorro material cautivan a los pedigüeños las sonrisas no forzadas. A su manera los pedigüeños, son psicólogos. Entienden si los superiores les acogen con agrado, si les hablan con franca simpatía. Y también ellos (los que ni vencidos son, pues no han luchado nunca; el luchar ya es una fuerza) sienten la estética, olfatean la hermosura, la mocedad brillante de rocío, como las margaritas del prado, el atractivo de una figura y un alma transparentada por su envoltura corporal. No sabrán —porque no leen periódicos— que aquella señorita tan linda, aquella «palomiña branca» ha desaparecido del mundo, en el espacio que consiente un lance rápido como un tiro. Si lo supiesen, rezarían, agotarían sus marmóreos devotos, y, al rezuquear, abrirían asombradas y desdentadas bocas. ¡Ellos, míseros despojos humanos, lisiados, vejezucas, lelos, sobreviven a la mociña guapa, que corría y bailaba tan ágilmente, que esparcía un olor tan rico a esencias desconocidas!… ¡Lo que hace Dios!

En sus manos está nuestra suerte, a cada segundo que señala el fatal resbalar de la arena. Quizás el presentimiento de la brevedad de su carrera terrestre fuese lo que hacía, por momentos, pasar como una sombra de duelo sobre la faz admirable de la muchacha. En sus dedos torneados y angostos, llevaba, fúnebre emblema, una macabra sortija. ¿La Seca la había señalado ya como presa suya? ¿Significan algo estas coincidencias, estas misteriosas sugestiones de la realidad?

Lo cierto es que en el suceso hemos visto, todos, un abismo de dolor: el dolor de los dolores. El materno y el de una paternidad más entrañable aún, porque viene a última hora, y no conoce sino las ternezas, ignorando las responsabilidades. Y ante lo que tiene tanto de augusto, nos inclinamos, apiadados, y recordamos los elegíacos versos de Ventura Ruiz Aguilera:


Madres que tenéis hijos
en el sepulcro
y el corazón cubierto
de eterno luto,
yo a consolaros
iré a vuestros hogares:
¡yo soy el llanto!


Llanto, resignación… ¡Negativos consuelos, iguales para todos, pues en las pruebas terribles se nivelan las condiciones sociales, y sólo queda el concepto común de la mísera humanidad!

Piña

Hija del sol, habituada a las fogosas caricias del bello y resplandeciente astro, la cubana Piña se murió, indudablemente, de languidez y de frío, en el húmedo clima del Noroeste, donde la confinaron azares de la fortuna.

Sin embargo, no omitíamos ningún medio de endulzar y hacer llevadera la vida de la pobre expatriada. Cuando llegó, tiritando, desmadejada por la larga travesía, nos apresuramos a cortarle y coserle un precioso casaquín de terciopelo naranja galoneado de oro, que ella se dejó vestir de malísima gana, habituada como estaba a la libre desnudez en sus bosques de cocoteros. Al fin, quieras que no, le encajamos su casaquín, y se dio a brincar, tal vez satisfecha del suave calorcillo que advertía. Solo que, con sus malas mañas de usar, en vez de tenedor y cuchillo, los cinco mandamientos, en dos o tres días puso el casaquín majo hecho una gloria. El caso es que le sentaba tan graciosamente, que no renunciamos a hacerle otro con cualquier retal.

Porque es lo bueno que tenía Piña: que de una vara escasa de tela se le sacaba un cumplido gabán, y de medio panal de algodón en rama se le hacía un edredón delicioso. ¡Y apenas le gustaba a ella arrebujarse y agasajarse en aquel rinconcejo tibio, donde el propio curso de su sangre y la respiración de su pechito delicado formaban una atmósfera dulce, que le traía vagas reminiscencias del clima natal!

De noche se acurrucaba en su medio panalito; pero de día, la vivacidad de su genio no le daba lugar a que permaneciese en tal postura, y todo se le volvía saltar, agarrarse a una cuerda pendiente de un anillo en el techo, columpiarse, volatinear, enseñarnos los dientes y exhalar agrios chillidos. Si le llevábamos una avellana, media zanahoria, una uva, tendía su mano negra y glacial, de ágiles deditos, trincaba el fruto, la golosina o lo que fuese, y mientras lo mordiscaba y lo saboreaba y lo hacía descender, ya medio triturado, a las dos bolsas que guarnecían, bajo las mejillas, su faz muequera, nos miraban con benevolencia y no sin algún recelo sus contráctiles ojos de oro, ojos infantiles, que velaba una especie de melancolía indefinible.

Mucho sentíamos verla prisionera detrás de aquella reja de alambre; pero ¡el diablo que suelte a una criatura por el estilo! No quedaría en casa, a la media hora de haberla soltado, títere con cabeza. Un día que logró escaparse, burlando nuestra severa vigilancia, causó más averías que el ciclón. Volcó dos jarrones de flores, haciéndolos añicos, por supuesto; arrancó las hojas a tres o cuatro volúmenes; paseó por toda la casa la gorra del cochero, acabando por arrojarla en el fogón; destrozó un quinqué, se bebió el petróleo, y, por último, apareció medio ahorcada en los alambres de una campanilla eléctrica. De milagro la sacamos con vida, demostrándonos una vez más su escapatoria que la libertad no conviene a todos, sino tan sólo a los que saben moderadamente disfrutarla.

Pero, claro está, la infeliz Piña, al verse libre y señera, se había creído en sus florestas del trópico, donde nadie arma bronca a nadie por rama tronchada más o menos. Pasado el desorden de su primera embriaguez, cayó Piña en abatimiento profundo, no sé si por reacción de la febril actividad gastada en pocas horas, o si por obra de la turca de petróleo. Causaba pena verla al través del enrejado, tan alicaída, tan pálida, con el pellejo de las fauces tan arrugado y el pelo tan erizado y revuelto. Su inmovilidad entristecía la jaula, y su plañidero gañido tenía cierta semejanza con la queja sorda del niño debilitado y enfermo. Comprendimos que era preciso intentar algún remedio heroico, y al primer capitán de barco que quiso aceptar la comisión le encargamos un novio para Piña.

¡Nada menos que un novio!

Porque conviene saber que Piña conservaba el candor, la inocencia, la honestidad y todas esas cosas que deben conservar las damiselas acreedoras a la consideración y respeto del público. La flor —si así puede decirse— de su virginidad estaba intacta. Y aunque ningún indicio justificara la atrevida y ofensiva suposición de que Piña estuviese atravesando la sazón crítica en que las doncellas se pirran por marido, la pena y decaimiento en que se encontraba sumergida eran motivo suficiente para que le proporcionásemos la suprema distracción del amor y del hogar. Aflojamos, pues, cinco duros, y el novio, muy lucio de pelaje y muy listo de movimientos, entró en la jaula como en territorio conquistado.

¿Estaría aquel galán empapado en las teorías de Luis Vives, fray Luis de León y otros pensadores, que consideran a la hembra creada exclusivamente para el fin de cooperar a la mayor conveniencia, decoro, orgullo, poderío y satisfacción de los caprichos del macho? ¿Se habría propuesto llevar a la práctica el irónico mandamiento de la musa popular, que dice:


Tratarás a tu mujer
como mula de alquiler...,
 

o procedería guiado por un espíritu de venganza y resentimiento, al notar que la joven desposada le recibía con frialdad evidente y con despego marcadísimo? Lo que puedo afirmar es que, desde el primer día, el esposo de Piña —al cual pusimos el nombre significativo de Coco— se convirtió en aborrecible tirano. Yo no sé si medió entre ellos algo semejante a conyugales caricias; respondo, sí, de que, o por exceso de pudor —raro en gentes de su casta— o porque tales caricias no existieron, jamás advertimos que Coco y Piña, en sus mutuas relaciones, se hubiesen de otra manera sino de la que voy a referir.

Encogida Piña en un rincón de la jaula, entre jirones de verduras, peras aplastadas y destrozadas zanahorias, llegábase a ella su marido, y bonitamente se le sentaba encima del espinazo, lo mismo que en cómodo escabel, poniéndole las dos patas sobre las ancas, y agarrándose con las dos manos al pescuezo de la infeliz, a riesgo de estrangularla. En tan difícil posición se sostenía en equilibrio Coco, sirviéndole de entretenimiento el atizar de cuando en cuando a su víctima un mordisco cruel, un impensado zarpazo o una bofetada en los ojos. Ella, trémula, engurruminada, hecha un ovillo, se mantenía quieta, porque la menor tentativa de escapatoria le costaría mordiscos y lampreazos sin número. Era inconcebible que el verdugo no se fatigase de estar así en vilo, pero no se fatigaba, y permanecía enhiesto en su pedestal viviente, como los sátrapas orientales que extendían al pie de su trono una alfombra de cuerpos humanos. Si nos acercábamos a la jaula, ofreciendo a la pareja alguna finecilla de dulces o frutas, la zarpa de Coco era la que asomaba al través del enrejado de alambre, y sus papos los únicos donde iban a esconderse las fresas o las almendras presentadas al matrimonio. Por ventura, dominada del instinto de la golosina, intentaba Piña alargar la diestra, mientras en sus ojos mortecinos, de arrugado y sedoso párpado, brillaba una chispa de deseo; pero inmediatamente, los dientecillos del marido hacían presa en sus orejas, el bofetón caía sobre sus fauces, y todo estímulo de la gula cedía ante la presión del dolor y del miedo.

Miedo, ¿por qué? He aquí el problema que preocupaba, cuando me ponía a reflexionar en la suerte de la maltratada cubanita. Su marido, por mejor decir, su tirano, era de la misma estatura que ella; ni tenía más fuerza, ni más agilidad, ni más viveza, ni dientes más agudos, ni nada, en fin, sobre qué fundar su despotismo. ¿En qué consistía el intríngulis? ¿Qué influjo moral, qué soberanía posee el sexo masculino sobre el femenino, que así lo subyuga y lo reduce, sin oposición ni resistencia, al papel de pasividad obediente y resignada, a la aceptación del martirio?

Los primeros días, en una lucha cuerpo a cuerpo, sería imposible profetizar quién iba a salir vencedor, si el macho o la hembra, Piña o Coco. La hembra ni siquiera intentó defenderse: agachó la cabeza y aceptó el yugo. No era el amor quien la doblegaba, pues nunca vimos que su dueño le prodigase sino manotadas, repelones y dentelladas sangrientas. Era únicamente el prestigio de la masculinidad, la tradición de obediencia absurda de la fémina, esclava desde los tiempos prehistóricos. Él quiso tomarla por felpudo, y ella ofreció el espinazo. No hubo ni asomo de protesta.

Y Piña se moría. Cada día estaba más pálida, más flaca, más temblona, más indiferente a todo. Ya no se rascaba, ni hacía muecas, ni nos reñía, ni trepaba por la soga. Su débil organismo nervioso de criatura tropical se disolvía; la falta de alimento traía la anemia, y la anemia preparaba la consunción. Nosotros habíamos desempeñado hasta entonces el papel de la sociedad, que no gusta de mezclarse en cuestiones domésticas y deja que el marido acabe con su mujer, si quiere, ya que al fin es cosa suya; pero ante el exceso del mal, determinamos convertirnos en Providencia, y estableciendo en la jaula una división, encerramos en ella al verdugo, dejando sola y libre a la mártir.

Pintar los visajes y chillidos de Coco sería cuento de no acabar nunca. Al ver que le ofrecíamos a Piña golosinas y alimento, sus gritos de envidia y cólera aturdían la jaula. Y al pronto, Piña..., ¡oh hábito del miedo y de la resignación!, no se atrevía a saborear el regalo, como si aún al través de la reja, en la imposibilidad de hacerle daño alguno, le impusiese el déspota su voluntad. Con todo, según fueron pasando días, renació en Piña la confianza, lo mismo que en su desollado cogote brotaba nuevamente el pelo. Reflorecía su salud, engruesaba, sus ojos de ágata brillaban, sus dientes parecían más blancos, su rabo prehensil estaba muy juguetón, y sus manos traviesas retozaban fuera de los alambres, complaciéndose en espulgar, por vía de caricia, a todo el que se acercaba a su prisión. Si a esto se añade la proximidad del verano, lo suave de la temperatura, las frecuentes visitas del sol a la galería de cristales donde teníamos la jaula, se comprenderá la dicha de la esposa de Coco, su alegría y su nueva juventud, revelada en lo fino de su pelaje y en lo rápido de sus movimientos y gesticulaciones.

Para mayor felicidad de Piña, nos trasladamos a La Granja, y allí se le permitió explayarse por los jardines, subiéndose a los árboles cuanto consentía el largo de una cadenita ligera. Ella danzaba por la copa de las acacias y entre el follaje de las camelias, soñando tal vez que el cielo era no azul celeste, sino turquí, que el bosquecillo de frutales se convertía en cerrado manglar, y que en el estanque nadaban, en lugar de rojos ciprinos, pardos caimanes que dejaban en el agua un rastro de almizcle.

Ya no la prendíamos en jaula; nos contentábamos con amarrar su cadena, de noche, a una argollita. Cierta mañana encontramos la argolla y algún eslabón roto de la cadena, pero a Piña, no. Apareció, después de largas pesquisas, en un alero del tejado, tiritando y medio muerta. Ebria de libertad y de luz, confundió las noches de Galicia con las luminosas y tibias noches antillanas, y el rocío, la niebla, el frío del amanecer la hirieron con herida mortal.

Expiró lo mismo que una persona, o, por mejor decir, que una criatura: tosiendo, gimiendo blandamente, con agonía estertorosa, vidriándose sus ojos y humedeciéndose sus lagrimales. Mis niños quisieron enterrarla solemnemente en el jardín; cavaron su fosa al pie del gran naranjo bravo, no lejos de un pie de salvia todo florido; depositaron el cuerpo envuelto en un paño blanco; lo recubrieron de tierra, echaron sobre la sepultura flores, conchas, hasta cromos y aleluyas, y mientras los dos mayores lloraban todas las lágrimas de su corazoncito piadoso, la pequeña, haciendo trompeta con el hocico salado y ensayando los gestos y pucheros que juzgó más adecuados para expresar el dolor, pronunció estas palabras, condena del sentimentalismo y fórmula de un carácter jovial y antirromántico:

—Yo también quería llorar por la mona. ¡Pero no puedo!


«La Ilustración Artística», núm. 447, 1890.

Planta Montés

Hubo larga deliberación, y se celebró una especie de consejo de familia para decidir si era o no conveniente traerse a aquel indígena de la más enriscada sierra gallega a servir en la capital de la región. Ello es que emprendíamos la doma de un potro; tendríamos que empezar enseñando al neófito el nombre de los objetos más corrientes y usuales, dándole una serie de «lecciones de cosas», que me río yo de la escuela Froebel. Pero tan ahítos estábamos del servicio reclutado en Marineda, procedente de fondas y cafés, picardeado y no instruido por el roce, ducho en hurtar el vino y en saquear la casa para obsequiar a sus coimas, que optamos por el ensayo de aclimatación. En el fondo de nuestro espíritu aleteaba la esperanza dulce de que al buscar en el seno de la montaña un muchacho inocente y medio salvaje, hijo y nieto de gentes que desde tiempo inmemorial labran nuestras tierras, ejerceríamos sobre el servidor una especie de donominio señorial, reanudando la perdida tradición del servicio antiguo, cariñoso, patriarcal en suma. ¡Tiempos aquéllos en que los criados morían de vejez en las casas!…

Era una mañana serena y pura; el cielo de Marineda justificaba la copla que lo declara «cubierto de azul», cuando llegó a nuestros lares el natural de Cenmozas. Acompañábale su padre, el casero. Padre e hijo se parecían como dos gotas de agua, en las facciones: ambos de rostro pomuloso, moreno bazo, color de pan de centeno; de ojillos enfosados, inquietos, como de ave cautiva; de labios delgados casi, invisibles; de cráneo oblongo, piriforme. Los diferenciaba la expresión, astuta y humilde en el viejo, hosca y recelosa en el mozo; y también los distinguía el pelo, afeitado al rape el del padre, largo el del hijo y dispuesto como la melena de los siervos adscritos al terruño, colgando a ambos lados de su parda montera de candil. Los dos vestían el genuino traje de la comarca montañosa, algo semejante a la vestimenta de los vendeanos y bretones, aunque en vez de amplias bragas usasen el calzón ajustado de lienzo bajo el de paño pardusco. A pesar de la radiante belleza del día, apoyábanse los montañeses en inmensos paraguas colorados.

Mientras el viejo rebosaba satisfacción y contento —como quien está seguro de haber encontrado a su progenie una colocación en que tiene al rey cogido por los bigotes—, y en su fisonomía socarrona retozaba insinuante sonrisa, el mozo, callado y descolorido a pesar del sol que había tostado su epidermis, parecía indiferente a las cosas exteriores. Al ofrecerles asiento, dejáronse caer en él a la vez pesada y tímidamente, penetrados de respeto hacia la silla. Antes de estipular nuestras condiciones, hizo el padre el cumplido panegírico de su Ciprián o Cibrao, que así le llamaba. Las comparaciones elogiosas estaban tomadas de la fauna campesina. Cibrao, maino como una oveja; Cibrao, fiel como un can; Cibrao, trabajador como un lobo (tal dijo, aunque yo ignoraba que el lobo se distinguiese por su laboriosidad); Cibrao, amoroso como una rula (tórtola); Cibrao, ahorrativo como las hormigas; Cibrao, más duro que mula burreña; a Cibrao con cualquier cosa lo manteníamos, porque, ¡alabado sea el Señor!, él venía hecho a todo y su cuerpo bien castigado. Si nos desobedecía en la menor, ¡dale sin duelo! (y el padre ejecutaba el ademán de quien sacude un pellejo a varazos), y si no, llamarle a él, al tío Julián, que vendría desde Cenmozas para arrearle al hijo tal tunda, que no se pudiese menear en cinco semanas. Soldada, la que quisiéramos; ¡demasiada fama teníamos de buenos cristianos para hacer mala partida a nadie! Al mozo, en su mano, ni un «ochavo de fortuna» siquiera: ya se sabe que los mozos cuanto tienen, otro tanto destragan con bribonas y tabernas… Él, el tío Julián, se encargaría de recoger, supongamos, cada dos o tres meses juntos… Si hoy en día pagaba tanto más cuanto por el lugar, y si tanto ganaba el mociño, eso menos nos pagaría al vencer el término de la renta. Y hablando de renta: en estos años tan malos, por fuerza habríamos de perdonarle alguna. Otrosí: la casa del lugar, propiamente estaba cayéndose en ruinas… Venir un día de viento…, y ¡plan!…, ¡adiós, casiña! Luego, con tantas grietas…, los tenía el frío aterecidos. Comprendimos que el tío Julián venía animado del firme propósito de vendernos su «mozo» a trueque de la renta del lugar, reconstrucción de morada y dinero para unos bueyes a parcería, que contaba le sacasen de apuros. En arras de este contrato tácito, ofreciónos dos empedernidos quesos, cuatro onzas de rancia manteca y hasta media fanega de castañas gordas.

Cuando, después de bien comido y regalado, se despidió el viejo labriego, el hijo conservó su inmovilidad y mutismo; ni aun mostró querer acompañarle hasta la puerta o darle alguna señal de afecto o encargo para los que se habían quedado allá en la sierra, adonde el viejo volvía. Por la noche vimos al nuevo servidor acurrucado en un rincón de la cocina, sin querer aproximarse a la mesa para cenar. Ni nuestras palabras, ni las bromas de la joven y alegre doncella, ni las compasivas insinuaciones de la cocinera, mujer ya madura y que tenía un hijo «sirviendo al rey», consiguieron animarle. No consintió probar bocado.

Comprendimos bien esta nostalgia o morriña de los primeros instantes, y esperamos que no duraría. ¡Marineda es tan regocijada los domingos! ¡Ofrece tantas distracciones a un rapaz campesino que sólo ha visto breñas y tojos! ¡Hay tanta música militar, tanto ejercicio de batería; en Carnaval, tanta comparsa…! Y en Semana Santa, ¡qué de procesiones! Ya acabaría Cibrao por chuparse los dedos.

Lo primero, adecentarle, para que pudiese andar entre las gentes y sus compañeros no le hiciesen burla. Un barbero le cortó el pelo y le enseñó el uso del peine; un sastre le arregló ropa de desecho; a provistarle de camisas, de calcetines y elásticas; a plancharle corbatas blancas y embutirle las callosas manos en guantes de algodón. La metamorfosis, al pronto, surtió favorable efecto. Diríase que iba a sacudir su apatía el montañés. Fuese que las guedejas le hacían el rostro más macilento, o fuese por otra razón desconocida, al raparse mejoró de semblante, apetito y ánimo, y ya creímos que el trasplante se realizaba con toda felicidad.

¡Ay! Nuestra satisfacción fue un relámpago. El rapaz se estrenó desastrosamente en el servicio. Ni una potranca de Arzúa, suelta al través de la casa, hace más estropicios. Las manos duras de Cibrao, acostumbradas al sacho y a la horquilla, no acertaban a tocar cacharro ni vidrio sin reducirlo a polvo. Lo cogía con infinitas precauciones, y ¡clin!, ¡plac!, al suelo hecho añicos. Él le echaba la culpa a los guantes, con los cuales aseguraba que «no tenía tientos». El cristal ejercía sobre sus sentidos burdos de labriego extraña fascinación. No lo distinguía de la diafanidad de la atmósfera: tenía delante una copa o una botella, y positivamente «no la veía», o la menos, no distinguía sus contornos. «Maréame», decía al tomar cualquier objeto transparente.

Nos ponía tenedores para la sopa y cucharas para el frito. Las vinagreras las servía al postre. Azotaba los cuadros con el mango del plumero; arrancaba de cuajo los cortinones al intentar sacudirlos; limpiaba el tintero con las toallas finas, y no dejó aparato de petróleo que no descompusiese. Una noche tuvimos la casa, por culpa suya, sepultada en profundas tinieblas.

Con todo ello, nuestro ajuar ganaba poco, y su destructor, menos aún. El azoramiento de las continuas advertencias y regaños, el vértigo de la ciudad, tal vez causas más íntimas, más pegadas al alma del trasplantado, iban demacrando su rostro y apagando sus ojos de un modo que llegó a parecernos alarmante. Algo de compasión y mucho de cansancio e impaciencia nos dictaron la medida de llamar a capítulo al mozo y aconsejarle paternalmente la vuelta a su aprisco serrano. «Vamos, habla claro y sin miedo, rapaz. Nadie te quiere en su casa por fuerza. Llevas quince o veinte días; ya puedes saber cómo te va por aquí. Tú no estás contento». Una chispa luminosa se encendió en las cóncavas pupilas, y los apretados labios articularon enérgicamente:

—Señora mi ama, no me afago aquí.

—Y pasado algún tiempo, ¿no te afarás tampoco?

—Tampoco. No señora.

En vista de la categórica respuesta, escribimos sin dilación al mayordomo de la montaña para que viniese el tío Julián a recoger su cachorro. Sí, que lo recogiese cuanto antes; de lo contrario, ni nos quedaría títere con cabeza, ni el muchacho levantaría la suya. Transmitió el mayordomo la respuesta del viejo. Como él viniese a Marineda, le rompía al hijo todas las costillas, por «escupir la suerte». Y si lo llevaba a la montaña otra vez, era para «brearlo a palizas». Este modo de entender la autoridad paterna nos alarmó un poquillo. Suspendimos toda determinación y comunicamos a Cibrao las órdenes del «patrucio».

Nada contestó. Resignóse. Cayó en una especie de marasmo. Trabajaba lo que le mandasen; pero en cuanto volvíamos la espalda se acurrucaba en un rincón, dejando los brazos colgantes y clavando la quijada en el pecho. Era la calma triste del animal, silenciosa y soporífera, sin protestas ni quejas; la oscura y terca afirmación de la voluntad en el mundo zoológico. Cierto día, al preguntarle, si estaba malo y proponerle un médico, hubo de responder:

—Médico «non» sirve. ¡La tierra me llama por el cuerpo!

Había llegado el mes de noviembre, lúgubre mes en que parece oírse, al través del suelo empapado en lluvia y entre el silbo del ábrego, choque de huesos de difunto y sordas lamentaciones extramundanales. Marineda se vestía de invierno. Retemblaban los cristales al empuje del huracán, y el rugir de los dos mares, el Varadero y la Bahía, hacía el bajo en el pavoroso concierto, mientras la voz estridente del viento parecía carcajada sardónica. En nuestra solitaria calle no se oía a las nocturnas horas sino el paso fuerte y rítmico del sereno, el quejumbroso escurrir del agua, el embrujado maullido del gato, ya rabioso de amor, y algún aldabonazo que resonaba como en el hueco de una tumba. Después de la noche más tormentosa y triste de todo el mes, supimos que Cibrao no quería salir de la cama. Y vino el doctor, y a carcajadas nos reíamos cuando nos enteró de lo que el mozo padecía.

—¡El maula ese! No tiene nada. Ni calentura, ni dolores, ni esto, ni aquello, ni lo de más allá. ¡Cuando les digo a ustedes que nada! Y dice que no la da la gana de levantarse, ¿por qué pensarán? ¿A que no aciertan? Pues porque anoche oyó ladrar, digo aullar un perro, y jura que el dicho perro «ventaba» su muerte.

Pasada la risa, nos entró el arranque humanitario.

—Doctor, ¿caldo y vino? Doctor, ¿unos sinapismos? Doctor, ¿a veces un baño de pies…?

El médico se encogió de hombros enarcando las cejas.

—No veo medicamento, porque no veo enfermedad. Si la hay es en la «sustancia gris», y yo allí no sé cómo se ponen las sanguijuelas ni cómo se aplican los revulsivos. A mal de superstición, remedio de ensalmos. Llamen ustedes al cura de la parroquia, que se traiga el calderito y el hisopo y le saque los enemigos del cuerpo.

Y el doctor Moragas se fue, entre risueño y furioso.

Muchas veces hemos deplorado no seguir acto continuo el consejo irónico del doctor. ¿Quién sabe si las ilustraciones del bendito caldero curarían la pasión de ánimo del montañés?

La noche siguiente yo también oí, entre el silbido del aire y ronco mugido profundo del Cantábrico, la voz del perro que aullaba en son muy prolongado y triste. Me desvelé, y singular desasosiego me oprimió hasta la madrugada, hora en que generalmente recompensa el sueño las fatigas del insomnio.

¿Será creído el desenlace de este caso auténtico, no tan sorprendente para los que nacimos en la brumosa tierra de los celtas agoreros como para los que en regiones de sol tuvieron cuna?

El temor a la incredulidad me paraliza la mano. Apenas me determino a estampar aquí que Cibrao amaneció muerto en su cama.

Le hicimos un buen entierro, y hasta se dijeron misas por su alma primitiva y gentil.

Poema Humilde

Lo que voy a contaros es tan vulgar, que ya no pertenece a la poesía, sino a la bufonada en verso: ni al arte serio, sino a la caricatura grotesca, de la cual diariamente hace el gasto. Sed indulgentes y no me censuréis, porque donde suele verse risa he visto una lágrima.

Lo que voy a contaros son los amoríos del soldado y la criada de servir. Se querían desde la aldea, donde ambos nacieron; y cuando, después de haber destripado terrones toda la semana, las noches de los sábados salían los mozos de parranda y broma, cantando y exhalando gritos retadores, Adrián siempre echaba raíces en la cancilla de Marina, y Marina no se despegaba de la cancilla para dar palique a Adrián. Las tardes de los domingos, al armarse el bailoteo sobre el polvo de la carretera, la pareja de Adrián era Marina, y que nadie se la viniese a disputar; y al celebrarse la fiesta patronal, sentados juntos en la umbría de la tupida «fraga» —mientras la gaita y el bombo resonaban a lo lejos, doliente y quejumbrosa la primera, rimbombante y triunfador el segundo—, Marina y Adrián callaban como absortos en el gusto de allegarse, aletargados de puro bienestar. Sólo al anochecer, hora de regreso a sus casitas por los caminos hondos, Adrián, despidiendo un suspirote, soltaba el brazo con que tenía ceñida solapadamente la cintura maciza y redonda de su rapaza.

En bodas no se pensaba aún, porque Adrián iba a entrar en quintas; pero, entre dos estrujones de talle más recios, se había convenido en que, si «le caía la suerte» a Adrián, se casarían al cumplir. Vino, por fin, el sorteo, y tocóle al mozo «servir al rey»; todas las gestiones, empeños y tentativas de soborno del padre de Adrián para que a su hijo le declarasen inútil, fracasaron; en tiempo de guerra se hila muy delgadito, y con las comisiones mixtas, en que entran militares, no hay sutilezas que valgan. Adrián salió a presentarse en el cuartel, y a las dos semanas se marchaba de la aldea Marina, admitida de criada «para todo» en casa de unas señoras solteronas, maniáticas de limpieza, que por treinta reales mensuales la tenían dieciséis horas con el estropajo empuñado o la escoba en ristre. ¡Marina se añoraba tanto!

Acordábase sin cesar del fresco pradito en que apañaba hierba o apacentaba su vaca roja; del soto, en que recogía erizos; del maizal, cuyas panochas segaba riendo; le faltaban aire y luz en el zaquizamí donde dormía, y en la cocina angosta y enrejada en que fregaba pucheros y cazos; y muchas veces soltando el «molido» o el medio limón, dejaba caer los brazos, cerraba los ojos y se veía allá, donde el humo del horno, a guisa de fino velo de tul gris, envuelve la cabaña, a cuya puerta juegan los hermanillos… Mas todo lo olvidaba el domingo, cuando en el gran paseo poblado de árboles, al metálico son de la charanga, daba vueltas y vueltas acompañada de Adrián, que empezaba a acostumbrase a llevar su uniforme de Infantería. Cada domingo se decían lo mismo al tiempo de encontrarse, y al agarrase los dedos, riendo con gozo pueril:

—¡Cómo branqueas, Mariniña!

—¡Y tú qué branco te tornas!

Y era que, en efecto, el ambiente tasado y viciado de la ciudad iba robando a sus caras el tono atezado y rojizo, la sana y dura encarnación campesina:

—¡Cómo branqueas!

—¡Qué branco!

Con tal que no se llevasen a la guerra a su mozo, Marina no se quejaba; trabajaba lo mismo que una negra, frotaba sin descanso cubiertos, cazos y herradas, barría suelos y aporreaba muebles a fin de que todo reluciese como el oro, y no la castigasen quitándole su salida de los domingos en que la obsequiaba con cinco céntimos de barquillos el soldado. Lo peor es que «aquello» de la guerra tenía que venir, y vino; se necesitaba más gente allá en la tragona isla que ya había devorado tantos millares de cuerpos jóvenes y vigorosos, como el horrible «lupus» dicen que devora la carne fresca que le aplican. ¡Más gente! Allí estaba en la bahía el hermoso barco, aguardando su carga, pronto a zarpar, calentado ya sus enormes calderas, cuya sorda actividad estremecía ligeramente el casco cual se estremece el corcel de batalla al olfatear la sangre…

Y se llevaron a Adrián y también a los otros. Marina, sin acordarse del regaño que la esperaba en casa, se pasó la tarde entera plantada en el muelle, aguardando a la tropa. Al parecer Adrián, se le colgó del cuello, dándole un abrazo insensato y muchos besos húmedos de lágrimas, piadosos, sin malicia ni impureza. Al desviarse el soldado, Marina le puso en la mano un papelico que contenía noventa reales —la soldada de un trimestre, el precio de tantas fregaduras—, y en un pañuelo atado, dos camisas gordas y media docena de calcetines baratos, porque ella había oído que en la guerra los militares andan desnudos y descalzos —«¡pobriños!»—. Aquello pasó entre el desorden y el bullicio del embarque, el «chin chin» de la música, las oleadas del gentío que llenaba el Espolón; y Adrián, queriendo conservar su entereza, por no deslucirse ante los compañeros de armas, balbució: «Te non aflijas, Mariniña, que hamos de tornar pronto…».

Después de la marcha de Adrián, bien desearía Marina volver a su aldea, a su vaca, al prado y a la fuente donde charlan las comadres…, pero no podía ser, no; había que esperar la vuelta de la tropa, que ya no tardaría; según los que leían papeles, se andaba trabajando en «meter paz»…, aunque otros papeles aseguraban que lo de «meter paz» iba para largo. Por si acaso, Marina quieta allí, con el muelle a dos pasos de casa, siempre concurrido de gente de mar, que sabe noticias de la isla, que compra los diarios y que se presta a enterar a una infeliz a quien le estorba lo negro… Ellos, los marineros, se encargaban de soletrarle a Marina las cartas de Adrián, muy optimistas, contando que estaban tan gordos y habían comido gallina y unas frutas que saben a gloria, y tomado café fino a cuenta del mambis, y bebido licor, y fumado un tabaco de olé. Cinco fueron las cartas en cuatro meses; de pronto cesaron, y Marina no dudó ni un instante de que Adrián estaba enfermo, muy enfermo; no difunto, pues por las gestiones de un tendero de ultramarinos donde compraba, había averiguado que oficialmente no «era baja». Adrián. «No ser baja quiere decir estar vivo, mujer», explicaba con suficiencia el tendero.

Por aquellos días empezaron a arribar al puerto buques–hospitales, cargados de enfermos y de moribundos. Daba compasión presenciar el desembarco. Arrastrándose o en camillas; pálidos, con la palidez mortecina de la anemia profunda; cárdenos los labios, apagados los ojos, los vencidos por el clima tenían aún fuerzas para sonreír a la tierra natal, al dulce sol peninsular que calienta y no consume, al aire oxigenado y fresco que no columpia gérmenes de infección en sus diáfanas ondas. Dilataban las pupilas para mirar el caserío níveo, las galerías de cristales, la muchedumbre amiga que los atiende y los recibe apiadada de tanto sufrir…, y les parecía mentira estar otra vez en la España buena, en la que todavía tiene una bandera sola y un solo corazón para los que la defienden. Marina, aunque no entendía jota de eso de la patria, no perdía ni una arribada de buque; porque, ¿quién sabe…?

Y era a cada paso más doloroso el espectáculo que a tales arribadas seguía. Cada nueva hornada traía gente más exhausta; a cada barco aumentaba el número de camillas y disminuía el de los soldados que se dirigían al hospital o al sanatorio por su pie. Una mañana cundió la voz de que acababa de entrar en bahía un buque, tripulado únicamente por cadáveres. Singular parecerá, y lo es, sin duda, el que en los puertos se diga de antemano en qué estado viene el buque que todavía no fondó, y, sin embargo, los que en el puerto de mar han vivido saben que ocurre este fenómeno. Noticias muy tristes corrían acerca del estado del Oceanía, y la imaginación popular, en pocas horas, creó la siniestra leyenda, con sabor germánico, de una embarcación sin otra carga que muertos —buque fantasma, ataúd flotante a merced de las olas—. El muelle rebosaba de curiosos, y a Marina le costó un triunfo abrirse paso. La empujaban, la magullaban, la pellizcaban algún chusco sin entrañas, de esos que en la ocasión más grave alardean de buen humor; pero ella consiguió al fin situarse en primera fila, en sitio preferente, al paso de los enfermos que iban ocupando las camillas. La leyenda tenía fundamento; aquéllos no eran enfermos, sino cuerpos inertes, sin movimientos y, al parecer, sin vidas.

Batidos y zapateados durante toda la travesía por furioso temporal, los que no habían sucumbido ni descansaban ya en el fondo de los mares, venían exánimes, lacios, rotos, hechos trizas, en síncope bienhechor, que les impedía darse cuenta de su estado. Su cabeza oscilaba, sus manos colgaban, su respiración era insensible, y hubo dos que, al ser depositados en la camilla, hicieron un movimiento; revolvieron un instante las pupilas… y después las cerraron para la eternidad.

Hacia una de esas camillas se arrojó una rapaza, chillando, llorando a voces, como se llora en la aldea, y mesándose los cabellos. Marina acababa de reconocer a su Adrián… y cuenta que para ello bien se necesitaba la ojeada infalible del amor, que es la misma en todas las clases sociales, la misma en la pobre criada de servir que en la reina. Marina había reconocido a su mozo en aquel agonizante que expiraba al beber el primer aliento, la primera brisa cariñosa de la costa nativa…; y ahora sí que podía exclamar la aldeanilla, ante el rostro exangüe dormido sobre el cabezal:

—¡Qué branco!

Por Dentro

Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd —de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta—, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen…, entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!».

La sobrina, recluida en el convento del Sagrado Corazón, donde se educaba con arreglo a su clase social, creía de un modo tierno y poético en la santidad de la hermana de su madre. Por charlas oídas a las doncellas primero, a las monjas después, sabía que doña Rafaela usaba, pegado a la carne, un rallo de hojalata, un cinturón de martirio; que se pasaba días enteros sin más alimento que un reseco mendrugo y un sorbo de agua pura. La imaginación de la niña se enfervorizaba, y al recordar la siempre arrogante figura de la Dolorosa, la veía despidiendo vaga claridad, luz que emitía el puro cuerpo mortificado y ennoblecido por la penitencia. ¡Ella sería como doña Rafaela, cuando pudiese, cuando mandase en sus acciones! Ella continuaría la hermosa leyenda… Y he aquí que, a los pocos días de haber vuelto María del Deseo a su casa, cumplidos los diecisiete años, doña Rafaela sucumbía a una enfermedad cardíaca, contraída de tanto subir y bajar escaleras de pobres, afirmaba el médico… Como el soldado que se desploma al pie de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate, la santa caía vencida por su tarea sublime de consoladora —envidiable tránsito—. Por eso su cara tenía aquella expresión de paz, tan diferente de la angustia indefinible que la nublaba en vida…

¡Así quisiera estar, a la hora inevitable, María del Deseo! Ella seguiría las huellas de su buena tía doña Rafaela Quirós; pisaría el mismo camino de abrojos, que conduce al prado de bienandanza; sería otra Dolorosa. Y para confirmar su vocación, venía, a las altas horas, aprovechando el descuido de las criadas encargadas de velar, a recoger a hurto una reliquia, algo muy íntimo, muy personal, sobre el santo cuerpo. Para el latrocinio piadoso, María del Deseo había escondido unas tijeras de bordar en el bolsillo.

Trémula, fría, resuelta, se acercó al cadáver. El aroma funerario, semicorrompido, de las rosas que lo cubrían —nadie ignora qué olor peculiar contraen las flores colocadas sobre los muertos— sobrecogió a la niña. Sus tirantes nervios la sostuvieron, y fue derecha hacia la cabecera del ataúd. Como si tratase de cometer un crimen, atisbó alrededor para convencerse de que no la veía nadie. Dilatados los ojos, entrecortado el aliento, se decidió al fin a mirar atentamente la cara color de cera de la Dolorosa. En los labios cárdenos se había fijado una especie de sonrisa extraña. María apartó la vista del semblante en que el enigma de la muerte parecía amenazar y atraer a un tiempo, y valerosa y horrorizada, deslizó la mano por la abertura del hábito, buscando el escapulario que allí estaría, impregnado de la vitalidad y del sufrimiento de la santa. Su mano crispada tropezó con un objeto, metálico y redondo, pendiente de una cinta. La cortó con sus tijeras, se apoderó del objeto y lo miró a la luz de los cirios. No era medalla devota, sino medallón de oro: contenía una miniatura, rodeada de un aro de pelo negrísimo. El grito que iba a exhalar María del Deseo lo reprimió un instinto, una prudencia maquinal; su cuerpo se tambaleó; tuvo que reclinarse en el ataúd, porque un vértigo nublaba sus pupilas. La miniatura representaba a su padre, en el esplendor de la juventud, hermoso y arrogante, con cierto aire de reto, que había conservado hasta la madurez.

Sin embargo, nada concreto y positivo decía a la inocencia de María del Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sintió. No buscó, al pronto, la explicación; algo recobrada del sobresalto, se bajó, recogió el medallón que se le había escapado de las manos, lo besó, lo guardó en el seno piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto, llorosa, que venía, rosario al puño, a rezar y velar ella también, mientras no amanecía. Una idea cruzó por la imaginación de María del Deseo. ¡Qué idea! ¡Qué sugestión del demonio! ¡Qué relámpago! ¡Qué abismo! Un temblor de frío intenso la acompañaba… Se encaró la niña con la señora.

—¿Has perdido algo, mamá?

—¿Perder? ¿Por qué lo preguntas?

—¿No tenías tú un medallón…, el retrato de mi padre?

Precipitadamente, la señora se registró el pecho.

—Aquí está… ¡Qué susto me diste!

María del Deseo se acercó a los cirios otra vez, y consideró el medallón, tirando de la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de su madre. Luego lo dejó caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto del otro idéntico medallón.

—Ese medallón tuyo…, ¿no tenía pelo? —articuló, balbuceando.

—No… Tu pobre padre nunca quiso… Decía que entre marido y mujer era ridículo… Y, además, como le habían salido canas… Pero ¿qué tienes? —exclamó, viendo vacilar a su hija—. ¿Te pones mala? Ve y acuéstate, criatura… Yo velaré… No te aflijas así. ¡Tu tía está en el cielo! ¡Era una santa! ¡Quién como ella!

María del Deseo no contestó. Cayó de rodillas y, escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para que el pasado no saliese por allí —el siniestro pasado—, y sintiendo que en su corazón se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolvían y la aplastaban contra la tierra por una eternidad.

Por el Arte

Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada —porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles—, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.

Durante el acto, inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada. Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insipiencia; en el paraíso me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y enseñar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado, hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el más frecuentado de sabios; la facultad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allí se derramaba ciencia a borbotones y, al calor de las encarnizadas disputas, se desasnaban en seguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse Magrujo, revistero de El Harpa —periódico semiclandestino—, cuyo suspirado y jamás cumplido ideal era una butaca de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz anticuado de corte. A este Magrujo competía ilustrarnos acerca de si las «entradas» y «salidas» de los cantantes iban como Dios manda; y desempeñaba su cometido como un gerifalte, por más que una noche le pusieron en visible apuro preguntándole qué cosa era un semitono y en qué consistía el intríngulis de cantar sfogatto. A mi izquierda estaba Dóriga, un chico flaco, ayudante de una cátedra de Medicina, el cual tenía el raro mérito de no oír nunca a los cantantes, sino a la orquesta, y para eso, de no oírla en conjunto, sino a cada instrumento por su lado, de manera que, al caer el telón, nos tarareaba pianísimo, con entusiasmo loco, los compases, ¡morrocotudos! de los violines antes del aria del tenor, o las notas ¡de buten!, que tiene el corno inglés después del coro de sacerdotes, verbigracia. Un poco más lejos, silencioso y mamando el puño de su bastón, que era una esfera de níquel, veíamos a don Saturnino Armero, oráculo respetadísimo, ya porque sólo hablaba en contadas ocasiones y para resolver las disputas de mayor cuantía, ya porque era uno de esos maniáticos de arte que tienen la habilidad de meterse por el ojo de una aguja en casa de las eminencias más ariscas e inaccesibles, y ahí le tienen ustedes íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y de Gayarre y de Uetam y de Monasterio, y él sabía antes que nadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid, y esperaba a la diva en el andén, y a él le confiaba la Reszké la cartera de viaje, para que hiciese el favor de llevársela hasta su domicilio, y él asistía a las conversaciones más privadas, siempre silencioso y mamando el puño del bastón, pero oyendo con toda su alma, sin pestañear siquiera, adquiriendo conocimientos profundos y erudición peregrina y datos siempre nuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar butaca gratis, pues desde el empresario hasta el último tramoyista, todo el mundo era amigo de don Saturnino Armero; pero iba al paraíso por no mudarse camisa después de embaular el garbanzo.

Quien más alborotaba el corro era Gonzalo de la Cerda, teniente de Estado Mayor, con puntas y collares de artista. Éste no venía siempre a las altas regiones; muchas noches le veíamos en las butacas luciendo su linda y afeminada figura y su blanquísima pechera, y no dando punto de reposo a los gemelos. Cuando subía a compartir nuestra oscuridad, se armaba un alboroto, una Babel de discusiones, que no nos entendíamos. Porque La Cerda, de puro quintaesenciado y sabihondo que era en asuntos de música, nos traía mareados a todos, diciendo cosas muy raras. Aseguraba formalmente que el peor modo de entender y apreciar una ópera era oírla cantar. Eso se queda para el profano vulgo; los verdaderos inteligentes no gozan con que les interpreten otros las grandes páginas; han de traducirlas ellos, sin intermediario, en silencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y el pensamiento, lo mismo que se lee un libro, el cual no hay duda que se entiende mucho mejor leyéndolo para sí que si nos lo lee otra persona.

—Según eso —le replicábamos— el verdadero placer de la música, ¿lo saborean principalmente los sordos?

Contábanos, además, La Cerda que él se pasaba horas larguísimas, desde la una hasta las cuatro de la madrugada, acostado, con la luz encendida, la partitura, sinfonía o sonata sobre el estómago, interpreta que te interpretarás, tan absorto, que se creía en el quinto cielo.

—Entonces, ¿para qué viene usted aquí? —le gritaban todo el corro unánime.

—Para que no me lo cuenten. Y tampoco se viene siempre al teatro por la función, contestaba sonriendo, mientras las vecinitas (teníamos por allí dos o tres de recibo) hacían que se ruborizaban, dándose aire muy aprisa con al abanico japonés.

Aún chillábamos y aturdíamos más a La Cerda por su inexorable modo de maltratar nuestras óperas preferidas. Aida le parecía una rapsodia, una cosa que «no le había resultado» a Verdi; Rigoletto, un mal melodrama; Somnámbula, arrope manchego; Fausto, una zarzuela. Esto fue lo que acabó de sulfurarnos. ¡Una zarzuela, Fausto, el Fausto de Gounod! ¡La ópera que siempre llenaba el paraíso; la que sabíamos todos de memoria y tarareábamos enterita desde la sinfonía hasta la apoteosis final! Y nada, él firme en que era una zarzuela —«una mala zarzuela», añadía con descaro—, falta de inspiración, de seriedad y de frescura. En prueba de este aserto, canturreaba algunos motivos de Fausto, que, efectivamente, se encuentran en zarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos nosotros entonando motivos también zarzueleros y hasta callejeros y flamencos, que, sobre poco más o menos, pueden encontrarse en el Don Juan, de Mozart; con lo cual imaginábamos aplastarle, porque el Don Juan era para nosotros la autoridad suprema, la ópera indiscutible; lo demás podía ponerse en tela de juicio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todo el mundo. Vimos, sin embargo, con indignación profunda, que ni ese sagrado respetaba el iconoclasta de La Cerda. Para él, Don Juan era una ópera riquísima en temas y asuntos, pero mal trabada y defectuosa en su composición; algo parecido a esos libros gruesos, tesoro de noticias eruditas, y que nadie lee enteros; únicamente se archivan en las bibliotecas, como obras de consulta, para hojearlos si ocurre.

Cuando le preguntábamos a La Cerda si había alguna ópera que él considerase perfecta, digna de proponerse hoy por modelo, solía citarnos las de Wagner y también otras de compositores franceses, como Massenet, Bizet, etc. —que para mí ni son carne ni pescado—. Ello es que entre la feroz intransigencia del iconoclasta, la crítica parcial de Dóriga, las observaciones de Magrujo y las escasas, pero contundentes advertencias de don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio, y ya casi me juzgaba doctor en estética musical. En el dichoso rincón llovían maestros. Cada cual tenía su especialidad: el uno se sabía de memoria las óperas, y en el entreacto nos cantaba todo el acto pasado y el futuro; el otro estaba fuerte en argumentos: sabía al dedillo la letra de los recitados, y por él nos enterábamos de lo que decía el coro, y del motivo por qué andaba tan furioso el tenor, o la tiple tan melancólica; el de más allá despuntaba en la crónica de entre bastidores, y nos revelaba secretos psicofísicos, que son clave de muchas ronqueras, de varios catarros y de ciertos «gallos» intempestivos. Insensiblemente, con los «elementos que cada cual aportaba», tomando de aquí y de acullá, a todos se nos formaba el gusto y se nos desarrollaba de un modo portentoso el chichón de la filarmonía. Añádase a esto el grato calor de intimidad que en el paraíso une a gentes que, acabada la temporada de ópera, no vuelven a verse en todo el año; el gusto de estar en contacto perpetuo con hermosas cursis, tan amables que, mientras llegaba, me guardaban el sitio, colocando en él sus abrigos para señal; la sección de chismografía y despellejamiento de las damas de alto coturno que, a vista de pájaro, distinguíamos tan orondas, y a veces tan aburridas, en sus palcos forrados de carmesí, entre un mar de caliente luz y un vago centelleo de pedrerías; el placer de sudar mientras fuera nevaba; otras mil ventajas y atractivos que el paraíso reúne, y diga cualquiera si no había yo de pasarlo bien en mi rinconcito.

Por desgracia, el amigo de un diputado poderoso codició mi puesto en la oficina y en la corte, y como favor especial se me dio a escoger entre la traslación o la cesantía. Claro que me agarré a lo primero con dientes y uñas; pero se me partía el corazón al despedirme de mi paradisíaca banqueta. Pude lograr ir a Marineda de Cantabria, capital de provincia afamada por su buen clima y su próspero comercio, y donde con mi sueldecillo y mis metódicas aficiones, que ya iban siendo de solterón empedernido e incurable, esperaba llevar una existencia apacible y pálida, sin alegrías ni disgustos de marca mayor, cumpliendo mi obligación y procurando no meterme con nadie; en suma, vegetar, que es mi humilde aspiración de hombre oscuro, resignado a no dejar huella grande ni chica en la memoria de sus semejantes.

Instaléme en una casita de huéspedes de las de poco trapío, aunque céntrica y regida por patrona agasajadora y afable, y arreglé como un cronómetro mis quehaceres y mis horas. Mañana y tarde, a la oficina; un paseo antes de anochecer, por las Filas y calle Mayor; al café y al Casino de la Amistad un rato, así que se encendía luz, para leer los periódicos y echar un párrafo con los conocidos; y a las once, a casa, donde me esperaba mi camita de hierro, a cada paso más solitaria y melancólica...

Es infalible que al poco tiempo de residir en provincia, todo hombre de bien se siente inclinado al matrimonio y echa de menos los «purísimos goces del hogar». La situación del soltero, considerado «partido», «proporción» o «colocación» para las niñas, se pasa de comprometida y difícil en pueblos semejantes a Marineda. Por todas partes se le tienden lazos, se le asestan flecheras miradas y tiernas sonrisas; los amigos casados —supongo que con la intención de un miura— le asaetean a bromas incitándole a entrar en el gremio; las mamás y papás le dedican peligrosas amabilidades o, si la niña es rica, le obsequian con inesperados sofiones; pero, sobre todo, el tedio, la insufrible pesadez de la vida angosta le producen eso que ahora llaman «sugestión», y le incitan a acurrucarse en un caliente nido familiar que se supone asilo de la dicha, sin que para esta ilusión, como para las demás humanas, haya escarmiento posible en cabeza ajena. En mí influía especialmente el aburrimiento de las noches. Porque ni el Casino de la Amistad, con sus mesas de tresillo y su gabinete de lectura, ni otros pequeños centros de reunión que se formaban en cafés, boticas y tiendas, equivalían, desde que empezaron las largas y lluviosas veladas de otoño, a mi querido paraíso.

Faltábanme aquellas graciosas escaramuzas artísticas a que yo estaba acostumbrado. En Marineda se habla eternamente de cuestiones locales mezquinas, que me importaban un bledo, que ya me desesperaba oír comentar, si algunas veces con ingenuo y sandunga, por lo regular con machaconería insufrible. La misma murmuración (de la cual yo no reniego, al contrario, pues la cuento entre las cosas más divertidas e instructivas que hay en el mundo) no tiene en provincia aquella ligereza cortesana, que parece que les pone alas a los chistes; en provincia se gruñe quince días por lo que en Madrid entretiene y provoca chistes dos minutos, y más que latigazo, semeja la censura cruel carrera de baquetas, en que ya ningún corazón generoso puede dejar de interesarse por la víctima y detestar a los verdugos. Como además no soy muy aficionado al juego, faltábame el recurso de fundar una partida de tresillo. Malhumorado, me acostaba a las diez y conciliaba el sueño leyendo y releyendo La Correspondencia, El liberal, los periódicos de la corte, sobre todo cuando hablaban de la temporada lírica y traían alguna crónica de Magrujo, quien, desde El Harpa, había logrado ascender a la Prensa de fuste y, sin duda, a la suspirada butaca de favor. Pero, gradualmente, se me hacía más árida y más triste la soledad de mi alcoba de posada, con sus cortinillas de muselina de dudosa limpieza, el feo lavabo de hierro, la desvencijada mesa de noche y la desolación de las ropas colgadas en la percha, que parecían siluetas fláccidas de ahorcados.

A principios de noviembre se abrió el Teatro principal, llamado Coliseo por la Prensa marinedina. Una compañía de zarzuela, ni mejor ni peor que las que actúan en la corte, se dedicó a refrescar los secos laureles del repertorio clásico: Magiares, Diamantes de la corona, Dominó azul, alternando con las zarzuelas nuevas, Molinero de Subiza, Tempestad, Anillo de hierro, y no sin intercalar de cuando en cuando La Gran Vía, Niña Pancha y otras humoradas de las que hoy gozan el favor del público. Como buen aficionado a la música, yo detesto la zarzuela; pero concurrí asiduamente al teatro por lo consabido «¿Adónde vas, Vicente? A donde va la gente.» Los días en que se representaban ciertas obras de pretensiones, como La tempestad, me las echaba de entendido, despreciando aquella «ridícula parodia de la música formal» y alzando desdeñosamente los hombros cuando algunos profanos de las butacas la ensalzaban mucho. Así fui ganando fama de competente y filarmónico, y empezaron a respetarme los grupos que se formaban en los pasadizos. Mis once años de paraíso eran un diploma de suficiencia que imponía a los más lenguaraces. Cuando me veían, repantigado en mi butaca, fruncir el ceño a ciertos descuidos de la tiple y subrayar las desafinaciones y los berridos del barítono, me decían con acento respetuoso:

—Estará usted aburrido, ¿eh, amigo Estévez? Esto no es oír a la Patti ni a Gayarre.

—¡Bah! Lo que menos le importa a Estévez es lo que pasa en la escena— replicaban otros dándome en el hombro palmadicas.

Y era verdad. Generalmente, mis ojos tomaban la dirección de la platea cuarta, donde lucían sus encantos dos niñas de las más bonitas que honran a Marineda —y cuenta que allí las hay bonitísimas y a granel; una de las razones por que en aquel pueblo pesa tanto la soltería—. Las dos niñas sabían perfectamente que yo miraba hacia su palco; pero lo gracioso fue que al principio las miraba a ambas, pues me gustaban lo mismo; eran muy parecidas, como dos gotas, solo que una tenía la cara más cándida y la otra el respingo de la nariz le daba un aire de picardía saladísimo. Por lo cual llegué a preferirla; más ellas, no sabiendo de fijo a cuál se dirigía el homenaje de mi «oseo», determinaron que era a la inocentilla, y, en efecto, ésta fue la que, con disimulo y por el rabo del ojo, empezó a corresponder a mis amorosas finezas. A los pocos días me avine y acostumbré de tal modo al cambio, que hasta llegué a dudar si en efecto sería a Celinita y no a Natividad a quien desde el primer momento había dedicado mis tiernas ansias.

En este entretenimiento inofensivo se pasó la primera temporada teatral, que duró hasta fines de enero —setenta o setenta y cinco mortales zarzuelas que nos encajaron, entre el doble abono y las extraordinarias y beneficios—. Ya todo Marineda sabía de memoria los aires y letra de La Gran Vía y de Los lobos marinos; los pianos caseros nos martilleaban los oídos con música de las mismas obras, y las bandas militares las ejecutaban por las tardes en el paseo y en misa de tropa por las mañanas. A los artistas de la compañía los considerábamos como de la familia, por decirlo así, y el barítono y el gracioso se habían creado —lo afirmaban los periódicos— verdaderas simpatías en la población.

Sólo yo les ponía la proa, asegurando que los zarzueleros no merecen consideración de artistas, ni ese es el camino. En suma, ellos, el día que se marcharon, mostrábanse tristes, sintiendo dejar aquel pueblo donde tan afectuosamente se les trataba, donde alternaban con lo más granado del sexo masculino. La contralto, a quien le había salido un protector (según malas lenguas), iba hecha un mar de lágrimas. No me conmovió la partida de la compañía, lo confieso; sin embargo, al día siguiente de la marcha noté un vacío: las noches volvían a ser eternas, otra vez al Casino de la Amistad, en medio de un aguacero desatado, a oír las mismas murmuraciones, a discutir horas enteras si la plaza de médico del hospital se le debió dar a Barboso o a Terreiros; y si fueron intrigas de Mengano o imposiciones de Perengano; y Celinita metida en su casa o refugiada en ciertas tertulias caseras, pero graves, donde yo no me atrevía ni a poner el pie, porque era tanto como ponerlo en la antesala de la iglesia, y al pensar en eso, con toda mi nostalgia de la familia, me entraban escalofríos.

Yo veía a Celinita en la platea, y me encantaba contemplarla, recreándome en el precioso conjunto que hacía su cara juvenil, muy espolvoreada de polvos de arroz como un dulce fino de azúcar; su artístico peinado, con un caprichoso lazo rosa prendido a la izquierda; su corpiño de «velo» crema, alto de cuello, según se estila, que dibujaba con pudor y atrevimiento la doble redondez del seno casto; pero cuando saltaba con la imaginación un lustro y me figuraba a la misma Celinita ajada por el matrimonio y la maternidad, con aquel pecho, tan curvo ahora, flojo y caído; malhumorada y soñolienta por la noche feroz que nos había dado nuestro tercer canario de alcoba..., entonces, a pesar de mis soledades nocturnas y mis ansias de vida íntima, me felicitaba de que Celinita se aburriese sola en alguna de esas tertulias de provincia donde las muchachas se ven obligadas a bailar el rigodón unas con otras mientras los hombres disponibles y casaderos entran furtivamente y embozados hasta los ojos, en la casa de tal o cual modistilla o cigarrera alegre, allá por los barrios extraviados y sospechosos.

A mediados de febrero comenzó a fermentar en Marineda una noticia. Venía, venía, venía y venía muy pronto, ¡nada menos que compañía de ópera!, ¡un cuarteto de primer orden, con cantantes aplaudidos y admirados en los mejores teatros de Portugal, de Italia y hasta de Rusia! La nueva circuló rápidamente y alborotó los corrillos y originó interminables polémicas. La mayoría de los marinedinos estaban a favor de la Empresa, aunque les escamaba un tanto lo de los precios, pues entre la compañía de zarzuela y los bailes de Carnaval andaban muy exprimidos los bolsillos, y, una butaca en dieciocho reales, ¡era un ladronicio escandaloso! Pero, en cambio, se llenaban la boca con decir que en su coliseo tendrían un espectáculo no inferior a los que se disfrutan en Barcelona y Madrid. Gustábales leer en la lista del cuadro de compañía renglones sonoros, como: Prima donna, signora Eva Duchesini. Soprano, signora Lucrezia Fioravalle. Primo basso, signor Filiberto Cavaglione. Y más abajo de estos nombres melodiosos y rimbombantes, que suenan como gorgoritos, una tentadora lista de óperas, de las cuales, desde hacía bastantes años, no se oía en Marineda sino algún trozo ejecutado por las charangas o hecho picadillo por los pianos: Lucía, Barbero, Fausto, ¡y hasta Roberto el Diablo y Hugonotes!

Desde el primer momento voté en contra de la compañía: oposición a rajatabla, con un furor que a veces me asombraba a mí mismo. En primer lugar, me fastidiaba soltar dieciocho reales por ver mamarrachos, yo, que tanto tiempo había estado oyendo por seis reales o una peseta lo mejorcito que hay en Europa en materia de arte lírico. En segundo, mi conciencia de aficionado antiguo se sublevaba: ¿Qué Hugonotes ni qué alforjas en el teatro de Marineda? ¿Qué Roberto? ¿Quién era la Duchesini, muy señora mía, que jamás la había oído nombrar? ¿Qué becerro sería ese Cavaglione, conocidísimo en su casa a las horas de comer?

Sin embargo, como en provincia no hay originalidad posible en el vivir y es fuerza que todos vayan unos tras otros como mulos de reata, la perspectiva de encontrarme sólo en el salón del Casino de la Amistad, en aquel salón lúgubre cuando no lo puebla el ruido de las disputas; el terror de pasarme la velada en compañía de tres o cuatro catarros crónicos (el senado machucho que no suelta por nada su rincón); el recelo de que me llamasen tacaño, y dijesen que había querido ahorrar el dinero del abono; el fastidio de que viniesen a contarme novecientas grillas sobre la hermosura de la contralto y la voz del tenor, y acaso una comezón secreta de volver a cruzar mis ojos con los de Celina y fantasear amores sin riesgo ni compromiso, todo me impulsó a abonarme, escogiendo mucho la butaca, como se escoge la casa donde se piensa habitar largo tiempo.

Otras razones había para que aquel abono fuese un acontecimiento, un estímulo y un interés en mi monótona existencia. La oposición sañuda que yo había hecho por espacio de quince días a la ópera, me había dado ocasión de desplegar en corrillos, casinos, cafés y tiendas mis variados conocimientos en arte musical, y de lucir aquel mosaico de teorías, análisis, juicios y doctrinas que debía a la enseñanza de mis compañeros de paraíso. Asombrábame, cual se asombraría el fonógrafo si fuese consciente, de notar cómo me subían a la boca y se me salían por ella a borbotones las mismas palabras de mis doctores y maestros. Yo había absorbido, a modo de esponja, la sabiduría de todos ellos juntos. Unas veces charlaba con la verbosidad y petulancia de Magrujo; otras juntaba el pulgar y el índice, alzando los demás dedos y estirando el hocico para alabar un pizzicatto o un crescendo, igual que Dóriga; ya imitaba la campanuda gravedad del venerable Armero, dando exactísimos detalles biográficos, que todo el mundo ignoraba, acerca de Gayarre, Antón, Stagno, la Patti y la Theodorini; ya, como Gonzalo de la Cerda, desarrollaba aquellas profundas teorías de que el peor modo de entender una ópera es oírla cantar, y el más inefable placer artístico se cifra en tenerla sobre el estómago a las altas horas de la noche, entre el silencio, y leerla para sí. Hasta juré que esto último lo había yo ejecutado varias veces; y como el afirmar mucho que se sabe una cosa equivale a saberla, y ya desde la temporada de zarzuela alardeaba de entendido, mi reputación creció bastante, y me sentí temido, influyente y poderoso, lo cual halagó mi amor propio.

Cuando fui a recoger mi butaca, el encargado de la cobranza me dijo con suma deferencia y en voz conciliadora:

—Señor de Estévez, ya sabemos que entiende usted muchísimo de música... Verá usted que el cuadro de compañía es digno de figurar en cualquier parte... Creo que ha de quedar usted contento del bajo... es una notabilidad: también la tiple... Ya me dirá usted ciertas faltitas. ¿Usted me entiende?; por supuesto, que en teatros que no son el Real, hay que perdonarlas; y más les temo yo a los ignorantes, que nunca olfatearon una buena ópera, que a las personas ilustradas y competentísimas, como usted. Aquí (bajando la voz) no hay criterio propio; no, señor. En fin, le voy a decir a usted, en reserva, una cosa: ya tres o cuatro personas me han pedido que les guarde butaca cerca de la que usted tome para oír su parecer y enterarse. Conque imagínese usted... Nada de lo que usted diga se les pasará por alto. Su fallo se espera con impaciencia.

Comprendí que el bueno del recaudador me estaba camelando para que no les hiciese mala obra, y esto lisonjeó infinito mi vanidad y me sobornó; seamos francos. Después de todo, ¿qué eran los cantantes sino pobres diablos que venían a ganar su pan? Casi experimenté un sentimiento de conmiseración y cariño hacia aquellas gentes desconocidas, que ya me proporcionaban dejos de emoción artística, arrancándome a las empalagosas chismografías del Casino.

Marineda, que es una ciudad comercial y bastante culta, a quien quitan el sueño los laureles de Barcelona, se precia ante todo de entender de música; y no hay duda, sus hijos revelan disposición para lo que los periódicos locales llaman «el divino arte»; mas la falta de comunicación, la imposibilidad de oír a menudo verdaderas eminencias, de asistir a conciertos y de tomar el gusto, hacen que la inteligencia no iguale a las aptitudes y, sobre todo, que les falte la noción exacta del mérito relativo y se alabe lo mismo a un gran compositor, por ejemplo, que a un aficionado que toca medianamente el cornetín. Sin embargo, como en todo pueblo que se despierta al entusiasmo artístico, hay en Marineda efervescencia y ardor, y el estreno de la compañía de ópera, desde una semana antes, era el acontecimiento capital del invierno. Se había resuelto que empezaría con Hernani.

Ya supondrán ustedes que la primera noche que se cantaba ópera en Marineda no era cosa de sacar el cuarteto «bueno», ni menos de exhibir a la «estrella», al clou, a la Duchesini, con la cual nos traían mareados antes de haberla visto. No; la Duchesini se reservaba, y de Hernani saldríamos... como pudiésemos.

De los dos tenores, también fue el más averiado el que se calzó las botas de papel imitando cuero, se ciñó el coleto seudoante y salió, rodeado de tagarotes, a echarla de «bandito». Conocíasele a aquel deshecho o zurrapa del arte que allá en sus treinta o treinta y cinco habría recorrido, si no gloriosa, cuando menos honrosa carrera; pisado escenarios de renombre, tenido sus horas de ovación, sus triunfos de toda índole... y aun la esbeltez del cuerpo, la estudiada colocación del cabello, la bien tajada y picuda barba, protestaban contra los estragos prematuros de la edad o de la vida desastrada y azarosa, revelada no solo en los desperfectos físicos, sino muy principalmente en la voz, tan extinguida, que desde las butacas apenas la podíamos apreciar; tan empañada y blanca, que parecía voz de hombre que canta con residuos de una cucharada de gachas atravesadas en el gaznate. Como Hernani es «ópera de tenor», los abonados se manifestaron descontentos, viendo tan mal principio y notando las escandalosas desafinaciones del coro, y en pasillos y palcos principió a fermentar sorda inquina contra la Empresa y el «cuadro»; los periodistas, desde sus butacas de primera y segunda fila, cuchichearon cabeceando y trocando en voz baja fatídicas impresiones; el telón cayó en medio de un silencio glacial, y antes de concluirse la ópera ya corría por el teatro el rumor —mañosamente esparcido— de que se iba a rescindir la contrata de «aquel hueso». «Buen principio de semana cuando el lunes ahorcan», decía con detestable humor y satírico énfasis el almacenista de pianos Ardiosa, a matar con la Empresa y la compañía por ciertas quisquillas relacionadas con la organización de la orquesta...; y los defensores del empresario protestaban: «Hombre, bien; ya sabemos que hoy toca este cuarteto... ¿Querría usted que echasen el resto el primer día? Pero ¡ya verán ustedes la Duchesini! ¡La Duchesini!». Y hacían el gesto del que prueba un dulce muy rico.

¿Lo confesaré? Lejos de compartir el espíritu de hostilidad que hervía en el callejón de las butacas y en todos los puntos del teatro, donde se aglomeraban espectadores contra el cuartero malo, yo, desde que se alzó el telón pausadamente sentí compasión, muy luego trocada en simpatía, no solo hacía el ruinoso tenor (que respondía por signor Ettore Franceschi), sino hacia toda la troupe. La propia ridiculez de los coros reforzó este sentimiento súbito e inexplicable, que sólo puedo comparar al deseo de protección que nos inspira un perro viejo y cochambroso que recogemos en la calle y a quien, por su mismo pelaje sucio y espinazo saliente, nos empeñamos en salvar de la estricnina. No sabré expresar toda la piedad que los infelices coristas me despertaban. Verlos allí, de coleto, de chambergo, con el aparato romántico de bandidos del siglo XVI, que cantan los novelescos amoríos de su jefe; verlos después en el subterráneo donde reposan las cenizas del sommo Carlo, embozados en sus viejas capas y con sus birretes de lacia pluma, echándola de tremendos conspiradores... y leer, bajo la torpe e inhábil mascarada, la realidad de unos hambrones infelices, que ni dinero tenían para adquirir zapatos de época, por lo cual sacaban, con indiferente impudor, botas de elásticos para tramar el asesinato de Carlos Quinto..., ¿No es cosa que hace llorar? ¿Hay espectáculo más lastimoso que éste?

Tan poderosa fue en mí la compasión, que, comprometiendo mi prestigio, en todos los corrillos defendí a «aquella parte» de compañía, declarando que las faltas que se notaban eran culpa de la ópera, y de la ópera no más. «Hernani es capaz de reventar a un buey, señores... Si estas óperas de "bravura" no hay cantante que las resista... Por eso van desterrándose... Ese Franceschi no merece el desprecio con que ustedes le tratan... Tiene muy buen método de canto... Es lo que se llama "un artista de temporada"... De fijo que la tan cacareada Duchesini no sabe su obligación como él... Me huele a que será una cursi, de esas que ponen flecos a las cavatinas...» Muchos se enojaban por estas afirmaciones prematuras; pero yo, a fuerza de retórica a lo Magrujo, conseguía que parte del auditorio, la inconsciente, se pusiese a mi lado.

—¡Hombre —objetaba Ardiosa—, me llama la atención! ¿Pues usted no se las echaba de tan severo ocho días hace?

—Por lo mismo —replicaba yo—. Mi opinión es que en Marineda ni puede ni debe haber ópera; pero ya que se ha traído, «contra todo mi parecer», no vienen al caso aquí las exigencias que tendríamos en el Real.

—Pues la Duchesini —me contestaban— en el Real «haría furor»... Ya lo verá usted... Nada, a la prueba.

En medio de estas discusiones no crean ustedes que me olvidé de Celinita ni de mi inocente flirteo con aquella gentil criatura. Entre otras virtudes, tiene la música, para temperamentos como el mío, la de producir cierta embriaguez poética que anula las nociones de lo real. El brío y estrépito de Hernani me ha infundido siempre inconsiderada intrepidez, suprimiendo la consideración de los pequeños obstáculos y dificultades que en la vida estorban adoptar grandes resoluciones. Interpretando las sonoridades de los metales de la orquesta como explosiones de la furiosa pasión de Hernani, claro está que habían de parecerme grano de anís los inconvenientes que me impedían formalizar mi trueque de ojeadas con la linda niña de la platea. ¡Indigno sería de mí, en los instantes en que me sentía arrebatado al quinto cielo del romanticismo, pensar en nada práctico! ¿Acaso Hernani veía a su dama como yo solía ver a Celinita para huir de tentaciones: ajada, en zapatillas, madre ya de varios retoños? Las heroínas de ópera no tienen chiquillos ni envejecen nunca. Así es que mis ardientes guiños, mis denodados gemelos dijeron claramente aquella noche a Celinita (que por cierto estrenaba una original casaquilla azul y una corona de miosotis muy graciosa) que en mí había la madera de un «Hernani»... capaz de todo... ¡Vicaría inclusive!...

Era miércoles el día siguiente, y el estreno del otro cuarteto ¡y de la Duchesini!, con el Barbero, llenó de bote en bote el teatro. Cantó el nuevo tenor, Martinetti, la deliciosa serenata, con voz que hacía temblar las arracadas y colgantes de la lucerna; pero lo que aguardábamos, unos ansiosos y otros hostiles, era la salida de la Duchesini. Cuando se presentó hubo en el auditorio ese movimiento especial, eléctrico, que se llama «sensación», y después reventó un trueno de aplausos. Yo pensaba sisear; pero me pareció que una mano firme, gigantesca, me agarraba de los pelos y con blandura me suspendía, elevándome sobre el asiento de la butaca.

A los primeros gorgoritos de la Duchesini, modulados con agilidad y coquetería, ya mis ojos no acertaban a separarse de la «diva donna». Me olvidé instantáneamente —prefiero declararlo desde luego, aunque destruya el interés dramático de esta narración— no solo de mis prevenciones, sino de Celinita, cuyos ojos, medio adormecidos y como descuidados, preguntaban cada cinco minutos al respaldo de mi butaca la causa de mi súbita indiferencia..., ¡cuando con mirar a la escena y despojarse de la vanidad natural a las Evas y también a los Adanes pudiera comprender tan fácilmente!...

Iba y venía la diva por las tablas, zarandeando ese traje de Rosina que parece imponer la viveza de los movimientos, el donaire en el andar y toda la desenfadada y clásica gracia española. Su monillo de terciopelo verde me hacía compararla, allá en mis adentros, con una culebra de serpenteo airoso. El zapatito de raso negro realzaba un piececillo como un piñón de redondo y chico; de esos pies sucintos y arqueados, que hoy no están de moda, pero que son para los sentidos lo que el fósforo para la bujía. La cabeza de la diva... Ahora caigo en que, si mi descripción tuviese cierta formalidad jerárquica, por ahí debí principiar y no por el pie, y, sin embargo, espero que mis lectores me perdonen y aun me justifiquen, porque la pupila del doctor Bartolo no necesita tener la cabeza hermosa; su encanto se cifra en el piececillo español: menudo, embriagador como el jerez, que hiere el pavimento y pisa triunfante los corazones... Iba yo comprendiendo, con suma claridad, por qué El barbero de Sevilla me parecía distinto en Marineda que en Madrid: «otra cosa», una impresión totalmente diversa. Es que en el Real yo atendía a la música, a la orquesta, a las voces, mientras aquí la peligrosa proximidad sólo me consentía escuchar el ritmo de dos pies, cubiertos con una telaraña de seda rosa pálido, y presos en cárcel de raso negro, salpicadito de azabache...

Exige el buen orden de mi narración que diga quiénes eran los sujetos que ocupaban las dos butacas contiguas a la mía. Arrellenábase a mi derecha, silencioso, atento e impasible, como si estuviese en su caja, el banquero Nicolás Darío, hombre de unos cincuenta años de edad, de mezquina estatura, cabeza nevada a trechos, sonrisa y ojos más jóvenes que el resto del cuerpo, y rostro que, por lo escaso de la barba, lo carnoso de los labios, lo abultado de los pómulos, recordaba la fisonomía que prestan a los faunos los escultores. Darío no era desagradable en figura ni en trato, antes muy atildado y cortés; procuraba siempre que no me estorbasen ni su abrigo, ni su sombrero, ni sus codos; jamás tarareaba anticipadamente los motivos de la ópera; no interrumpía ni estorbaba el placer de escuchar; prestaba con oportunidad unos magníficos gemelos acromatizados y oía con deferencia mis observaciones técnicas. Aunque juraba delirar por la música, yo no sorprendía nunca en él expresión de entusiasmo ni de arrobamiento. Estaba en la ópera como está en misa un incrédulo bien educado. Miraba de continuo hacia la escena y respondía a mis observaciones con la mitad de una sonrisa llena de indiferencia y urbanidad.

Vivo contraste con el banquero lo formaba, a mi izquierda, el joven teniente de Artillería Mario Quiñones. Este manojo de desatados nervios no paraba un minuto desde que subía el telón. Alto, enjuto, bien proporcionado, morenísimo, guapo en suma, Mario Quiñones perdía, en mi concepto, todas estas ventajas por su inquietud mareante y su vertiginosa exaltación. Agitábase en el asiento sin cesar; sus brazos parecían aspas de molino; su cabeza, la de un muñeco de resorte. Hasta sus cejas, ojos y labios participaban de tan extraordinaria movilidad. Cuando a fuerza de pellizcos lograba yo que nos dejase saborear las fioriture de una cavatina o detallar los compases de un dúo, Mario se crispaba, retemblaba, movía convulsivamente el sobrecejo o se comía las guías del bigote, llegándolas a los dientes con auxilio del pulgar. Por supuesto, era imposible impedir que en voz cavernosa y trémula nos adelantase las frases musicales que iban sucediéndose, por lo cual, una noche, no pude menos de decirle, impaciente de verdad:

—Pero hombre, esta maldita Duchesini no me deja oírle a usted.

A las dos funciones estaba yo muy harto de semejante vecindad. Quiñones me trastornaba, me volvía loco. Aquella emoción delicada y honda que me causaban los gorgoritos... no... los piececitos de la Duchesini, y que yo hubiese querido archivar y gozar pacíficamente, me la estropeaba el nervioso mancebo, que desde el aparecer de la diva se sentía atacado de una especie de epilepsia entusiasta. Tan hondos eran sus «¡bravos!», que me recordaban los arrullos de un encelado palomo, sonando así: «¡Broovoo!». Y no era sólo con la voz, ni con las manos, despellejadas ya de aplaudir, con lo que Mario jaleaba a la Duchesini: era con el bastón, con los tacones, con el cuerpo en incesante vértigo, y hasta con el alma, que, por decirlo así, se le salía boca afuera para aplaudir, requebrar y tortolear a la cantante.

En provincias, las actrices se hacen cargo bien pronto de dónde están sus admiradores y partidarios; y la verdad es que con Quiñones no era difícil tal perspicacia. A la segunda ópera que cantó (y fue, si no me equivoco, Sonámbula), ya la Duchesini se fijaba en nuestra peña y nos sonreía dulce y picarescamente. También nos miraba con simpatía y aprecio el bajo Cavaglioni, especie de elefante de muchos pies de alzada...

Yo creo que de nuestra peña fue de donde salió el vuelo de la fama de la Duchesini, extendida por las cuatro provincias, por España y no sé si por la América española. ¡Cómo supimos improvisarle la gloria! ¡Cómo alborotamos, cómo batimos las claras para que alzase el merengue! Aquella mujer con su voz..., ¿con su voz?..., salvó a la compañía. Entre tanto, al tenor Ettore Franceschi le habían rescindido la contrata, y fue preciso dar una función caritativa para costearle el regreso a Madrid. Lo que no se hizo fue contratar otro para el sitio del expulsado, y el pobre becerro Martinetti cargó con las treinta óperas que había que despachar en el primer abono. «Yo canterò hasta que rivente», decía resignado, en su jerga semiitaliana y semiespañola. En cuanto a la signora Fioravalle, padecía una ronquera crónica, de resultas de no sé qué percance; y las demás partes de la compañía, la que no tenía una mácula tenía otra. ¡Sólo la Duchesini era al par ruiseñor, hurí, hada, artista y, en particular..., sus pies, sus pies en El barbero!

Claro que esto de los pies (verdadero móvil de mi entusiasmo) me guardé de decirlo al público. Era mi secreto. Tenía esperanzas de que nadie más que yo hubiese reparado en aquella perfección divina... Y de fijo que no habrían reparado. Era indudable que los demás sólo admiraban en la Duchesini la primorosa garganta, los ágiles revoloteos, que movieron a un cronista local a llamarla «la pequeña Patti...», nombre que yo hubiese reformado así: «La pequeña patita.»

Algunas veces me argüía mi conciencia de antiguo abonado al paraíso. ¡Era posible que hubiese dado al olvido tan presto las sabias doctrinas y lecciones prácticas de Magrujo, los minuciosos análisis del flaco Dóriga, las trascendentales teorías de La Cerda, todo lo aprendido, lo sentido, lo gozado en aquel purísimo santuario el arte! ¡Era posible que, en vez de estudiar a la Duchesini desde el punto de vista desinteresado y noble de su voz, de sus facultades, de su estilo, de sus méritos de artista, en fin, sólo viese en ella y sólo la juzgase por la parte más íntima de su individuo!

¡Cómo no había de callármelo!

Era una vergüenza, sí..., una vergüenza terrible, que me había prometido que no saliese a la superficie... Una llaga, una ignominia que debía cubrir cuidadosa y esmeradamente...

Y, además... ¡Además, también me había prometido, me había jurado, me había dado la mano para afirmarme a mí propio que nunca, jamás, amén, en ninguna circunstancia y por ningún pretexto, atravesaría el lóbrego pasillo que conduce a la mortífera región de entre bastidores!...

¡Ah! No; eso sí que no... De algo nos han de servir los años, la experiencia, toda una vida de cautela y moderación, consagrada a defenderse del huracán de las pasiones y del hálito letal del vicio... para algo te han de valer, amigo Estévez, tus esfuerzos, tus principios, tus precauciones, tu gimnasia moral. ¡Antes se hunda el techo y se desplome la lucerna! En cualquier parte una intriga de teatro comprometería tu formalidad de funcionario público y tu modesto bolsillo de empleado de Hacienda; pero ¿aquí, en Marineda, donde no es posible dar un paso sin que se enteren hasta los gatos de la calle, donde se toma nota de que hemos regateado un par de guantes en «El Ramo de Jazmín», a las doce y media en punto? No; yo no traspasaré esos cuatro tablones del piso del Coliseo, que son, hoy por hoy, único dique puesto a mis desenfrenados apetitos y única valla que me separa del abismo profundo. ¡Porque yo conozco que si me aproximo a la sirena; si veo de cerca los piececitos eléctricos y dominadores..., seré hombre perdido, y no tendré fuerzas para no acercarme todavía más a ellos, cayendo de rodillas ante la Duchesini!

Hombres que no estimáis el mérito de la resistencia a la tentación insidiosa, yo os ruego que fijéis la consideración en este punto; a veces se requiere tanta fuerza de voluntad para no salvar cuatro tablones como para poner en fuego vivo ambas manos y no retirarlas. Reflexionad que, mientras desde mi «luneta» (todavía hay en Marineda quien las llama así), me sepultaba en la contemplación de las bases del lindo edificio, ya cautivas en el chapín de Rosina, ya encerradas en el botincillo de raso blanco de Amina (la Sonámbula), mis dos vecinos me decían a cada momento:

—Estévez, no sea usted raro... venga usted entre bastidores. La Duchesini tiene ganas de conocerle... ¡Dice que le parece usted tan inteligente en música...! ¡Que sigue usted con una atención tan discreta el canto...! Que le quiere dar a usted gracias por los buenos oficios que le hace... Que vaya usted a saludarla en su cuarto, aunque sólo sea un minuto...

Y yo, con la vista nublada, los oídos zumbadores, la garganta seca, tenía que responder:

—Denle ustedes mil expresiones... Díganle que soy su más apasionado admirador, y que ya iré... cualquier día...

Y los veía filtrarse por el lóbrego pasillo, y quedaba envidiándolos..., no solo por aproximarse a «ella», sino porque tenían la fortuna de no ver en «ella» más que a la cantante, a la artista... Iban impulsados del móvil más noble; ¡iban rebosando desinterés! Yo era el que no podía acercarme a la deidad de mis sueños... ¡y no me acercaría, no!... Conocía muy bien toda la fuerza de mis resoluciones y sabía que, aunque tascase el freno, podría contenerme... hasta morir. Mi voluntad era omnipotente, mi voluntad triunfaba.

En lo que no me contuve ni me reprimí, ni había para qué, fue en la manifestación externa de mi entusiasmo fingidamente artístico. Por lo mismo que me imponía el doloroso sacrificio, la cruel privación, creíame autorizado para ofrecer... a los pies, realmente a los pies de la Duchesini, mi prestigio de inteligente, mis influencias sociales y hasta el superávit de mi limitado presupuesto. Yo fui el faraute, yo el coribante de la conspiración duchesinista, que ha dejado en las faustos musicales de Marineda eterna memoria. A mí puede decirse que se debe la serie de ovaciones que espero nunca podrá olvidar la seductora «diva». No; nunca, olvidará ella —aunque viva cien años— la noche de su beneficio en Marineda. Como que otra igual no la pesca, señores.

Desde un mes antes la veníamos preparando. Sueltos y artículos en la prensa local, conversaciones en los corrillos, frenéticas salvas de aplausos apenas aparecía en escena la Duchesini, envíos de ramos de flores, con que sabía yo que estaba embalsamado su cuarto —aquel Edén cuya entrada me había vedado a mi propio—, todo iba formando en torno de la «diva» esa atmósfera candente y electrizada que precede a las apoteosis. Y un día tras otro se susurraba que el beneficio sería un acontecimiento sin igual; que ni la Nilson, ni la Sembrich, ni la Patti, con quien comparábamos a nuestra heroína, podrían jactarse de haber recogido, en su larga carrera de triunfos, homenaje más brillante y fastuoso...

Estos augurios traían soliviantada a la misma Duchesini. A simple vista notábase en ella el soplo vivo y dulce del aura próspera. Estaba coquetona y alegre; se vestía mucho mejor; brillaban más sus ojos, mariposeaban como nunca sus funestos e incomparables pies... La dicha la transformaba; el empresario tuvo que subirle el sueldo para el abono supletorio; no se hablaba sino de ella, y hubo noche en que se la hizo salir a la escena «diecisiete» veces después del «rondó» de Lucía...

Y en medio de este frenesí, de este halago, de esta idolatría de todo un pueblo, llegó la noche memorable del beneficio. Los palcos se habían disputado como si fuesen asientos en el cielo, a la diestra de Nuestro Señor. En cada uno se reunían dos familias, de modo que parecían retablos de ánimas. Las señoras habían sacado del ropero lo mejorcito, y muchas se habían encargado trajes para el caso. Predominaban los escotes, y veíase, como en el Real en días solemnes, mucho hombro blanco, algunos brillantes, guantes largos, abanicos de nácar, que agitaban un ambiente de perfumes. También se habían extralimitado los señores: en el palco de la Pecera y en las butacas, los admiradores locos de la beneficiada obedecían a la consigna de presentarse de frac, cosa que reprobaban con expresivo movimiento de cabeza los formales, entre ellos Nicolás Darío, firme en su acostumbrada y correcta levita. Por hallarse tan atestado el teatro, en los huecos que quedan entre butacas y palcos se habían colocado sillas, y no se desperdiciaba ni una. En fin, estaba aquello que, como suele decirse, si cae un alfiler no encuentra donde caer. No hablemos de la cazuela, confuso hervidero de cabezas humanas; abajo se murmuraba misteriosamente que arriba se ocultaban «personas decentísimas, gente de lo mejor del pueblo».

Pero lo que sobre todo realzaba el aspecto del teatro era la magnífica decoración discurrida por nosotros. Las delanteras de los palcos habíamos ideado empavesarlas con banderas italianas y españolas, cruzadas en forma de pabellón o trofeo; encima destacábanse coronas de laurel natural y grupos de rosas blancas. Hubo, por cierto, dos o tres de esos eternos descontentos y gruñones que encuentran defectos a lo más loable, y agriamente censuraron que para obsequiar a una tiple se sacase a relucir la bandera española... Calculen ustedes lo que les contesté... Yo, ¡que hubiese tendido a los pies de la «diva» el mismísimo palio!...

La ópera elegida para el beneficio era la del estreno de la diva, o sea, El Barbero. Conveníamos los inteligentes en que el papel de Rossina constituía el triunfo de la Duchesini. Cuando se presentó la diva en escena, fue aquello un espasmo, un delirio, un desbordamiento. Los de los fracs nos levantamos, gritando: «¡Viva!», y haciendo mil extremos insensatos. Calmado al fin nuestro ímpetu, nos arrellanamos en la butaca, suspendiendo hasta la respiración para mejor escuchar y no perder...

Iba a decir ni una nota; pero esto de la «nota» aplíquenlo ustedes a los que me rodeaban, al resto del honrado público, no a mí, prevaricador del arte y desertor de la moral, que, en vez de atender a las melodías de Rossini, sólo tenía ojos y oídos y sentidos corporales para el moverse de dos piececillos traviesos, afiligranados, cucos, que estrenaban aquella noche solemne una funda de seda lacre; lacre era también el gracioso monillo y la falda ceñida e indiscreta que lucía la Duchesini, velada con volantes de rica blonda española...

Hay en el segundo acto de El barbero una situación que suele elegir la tiple para lucirse y el público para manifestar toda su benevolencia. Es la de la «lección de música», donde la pupila del gruñón vejete ejercita el derecho de cantar lo que más le agrade o acomode, la pieza con que mejor luzca sus facultades. La Duchesini tenía señalada de antemano para tal circunstancia, una de esas arias de gorgoritos sin fin, que remedan cantos de pájaros trinadores. No bien comenzó a dejar salir de su boca sartitas de perlas, estalló la ovación preparada.

Principiaron a caer de la lucerna, de las galerías, de los proscenios altos, de las bambalinas, de los palcos terceros, papelicos rosas, verdes, azules, amarillos, blancos, grises, que como lluvia de pétalos de flores, inundaron el aire, tapizaron el escenario, alegraron los respaldos de las butacas y se quedaron colgados en los mecheros de gas. Las señoras alargaban la enguantada mano y atrapaban al vuelo los tales papeles; los chicos se entregaban a una verdadera caza para «reunir» toda la colección, que se componía nada menos que de diez hojas volantes, o sea de otras tantas poesías, obra de ingenios de la localidad, entre los cuales se llevaba la palma el acreditado Ciriaco de la Luna, vate oficial en inauguraciones, festejos, entierros, beneficios y días señalados, como, por ejemplo, el Jueves Santo o el de Difuntos.

De los papelitos resultaba que, al aparecer en el mundo la Duchesini, ruiseñores, cisnes moribundos, malvises y bulbules habían pegado un reventón de envidia; que la llama del genio cercaba su frente (la de la Duchesini); que era «divina»; que había nacido del apasionado contacto de un trovador y una hurí, y que al partir ella, Marineda, por algún tiempo transportada a la mansión de los ángeles, iba a caer en las tinieblas más profundas, en el limbo del dolor. ¿Quién nos consolaría, cielos? ¿Quién nos devolvería, aquellas horas edénicas, mágicas, de inefable felicidad? Ella era una estrella, un cisne, que ya volaba a otro lago; ella iba a donde la aclamarían multitudes delirantes y donde reyes y príncipes arrojarían a sus pies cetro y corona...; pero nosotros..., ¡ay!, nosotros, ¡cuál nos quedábamos! Probablemente nos moriríamos de nostalgia... Sí; Ciriaco de la Luna vaticinaba su propio fallecimiento...

A la lluvia de papelitos y de ripios, siguió otra de pétalos de rosa y de rosas enteras, que alfombraron el escenario; luego, gruesos ramos fueron a rebotar contra las tablas, a los pies de la «diva». Con este motivo se rompieron dos o tres candilejas de reverbero, y la concha del apuntador fue literalmente bombardeada. El director de orquesta, vuelto hacia el público, sonreía, empuñando la batuta; los músicos, interrumpida su tarea, sonreían y aclamaban también... Y entonces principiaron a entrar los ramos «formales» y las coronas.

Comparsas, acomodadores, mozos de los casinos y Sociedades y hasta algún criado de casa particular —el de Nicolás Darío, verbigracia—, desfilaron, dejando a los pies de la Duchesini, ya unos ramilletes colosales, como ruedas de molino, con luengas cintas de seda y rótulos en letras de oro, ya coronas de follaje artificial. Iba formándose un ingente montón; la «diva» quiso conservar en sus manos el primer ramo, después de llevarlo a la boca, pero se lo impidió el peso, y pálida, sonriendo, cortada de emoción, tuvo que ir soltando bouquets por todas partes, sobre las mesas, sobre las sillas, sobre el clavicordio, ante el cual el tenor, vestido con el eclesiástico disfraz de Don Alonso, presenciaba la ovación sin saber qué cara poner...

Mas esto de las flores era sólo el prólogo. Faltaba lo mejor, lo gordo, lo inaudito en Marineda. Empezaron a entrar estuches en bandejas de plata; venían abiertos, uno contenía una corona de hojas de laurel de oro; otro, un brazalete; otro —el último, el más importante sin duda—, una cajita minúscula de terciopelo, donde brillaban dos hermosos solitarios...

Al mismo tiempo se repartía y vendía por los pasillos del teatro un periodiquín tirado en una imprenta microscópica y enriquecido con una larga e insulsa biografía de la Duchesini, versos a la Duchesini, agudezas y anécdotas, en, con, por, sobre la Duchesini, pronósticos de que la Duchesini eclipsaría a las más refulgentes estrellas del arte musical..., y un fotograbado que representaba a la Duchesini...; pero, ¡ay!, a la Duchesini... de cintura arriba. ¡No había tenido en cuenta el artista que aquellos pies sublimes eran los que merecían los honores del fotograbado!

* * *

En semejante noche me quedé afónico de gritar, ronco de bravear, desollado de aplaudir; así es que bien puedo afirmar que tenía fiebre cuando, a la siguiente mañana, despedimos a la Duchesini, que se embarcaba prosaicamente para Gijón. Sí, la vi de cerca... Como ya no había peligro, me atreví a estrecharle... ¡ay de mí!, la mano, sólo la mano, a bordo del esquife que la conducía al vapor. Ella iba muy llorosa, envuelta en velos y abrigos, quebrantada, al parecer, por la pena, la gratitud, el placer, la impresión honda que de Marineda se llevaba. Yo, sin respirar, tembloroso, silencioso, la ayudé a subir por la escalerilla del vapor..., y como estas escalerillas son tan indiscretas, aún pude divisar el pie enemigo de mi calma, metido en elegante botita de viaje; el pie, que resonaba sobre la madera de la cubierta, y al romper el buque las olas con hirviente estela, se alejaba y se perdía para siempre.

No hice caso nunca de Celinita. Estuve malo, tristón; fui a las aguas para curar mi estómago y mi espíritu.

Dos años después volvió a verse en Marineda compañía de ópera: barata, mediana, bastante igual. Darío y Quiñones eran nuevamente mis vecinos de butaca; y, ¡claro!, a las primeras de cambio, recayó la conversación en la para mi inolvidable Duchesini.

—¿Sabe usted —dijo con su calma algo irónica y siempre cortés el banquero— que se me figura que hemos levantado de cascos a aquella infeliz, y la hemos hecho desgraciada para toda su vida?... Porque ya sabrá usted que en Madrid le atizaron una silba horrible... y en Barcelona por poco le arrojan las butacas.

—Es que la Duchesini no valía gran cosa, si hemos de ser francos y justos —respondió febrilmente Quiñones, que atendía extático a las notas de la contralto—. La que es una notabilidad es esta Napoliani.

—Lo que tenía la Duchesini —murmuré yo, como quien desahoga el corazón de un pesado secreto— eran unos pies... ¡inimitables, sin igual! Yo no he visto pies así... nunca, más que en ella.

—¡Ah! —confirmó Quiñones, arrastrado por un vértigo de sinceridad—. ¡Pues si los admirase usted en babuchas turcas..., las que traía por casa!

Darío hizo una mueca que parecía contracción galvánica; pero dominóse al punto, sonrió y, clavando los ojos en Quiñones, articuló lentamente:

—Hay que confesar que la... la... continuación de los pies no desmerecía del principio. ¿Verdad, amigo Quiñones? Pero nuestro Estévez nunca quiso ir al cuarto de la...

Me sentí palidecer de vergüenza y de celos retrospectivos; noté en el corazón angustia y en el estómago mareo..., pero me rehice me encuaderné y, serio y enérgico, respondí:

—¡Bah! ¿Qué importa, después de todo, que una cantante tenga los pies feos o bonitos? Aquí se viene... por el arte.


«Nuevo Teatro Crítico», núms. 7, 8, 9 y 10, 1891.

Por España

(El viaje de novios de Mister Bigpig).


Al desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado. Encontraba que la novia, en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida por la antojadiza criatura para comerse el panalito de miel. Y la novia —que harto sacrificio había realizado al prescindir de su libertad de mujer independiente casándose con un hombre prosaico y opulento— andaba un poco distraída, y en el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contemplar a solas las estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal, afanoso de ceñirse a su talle.

No obstante, cuando sentaron el pie en el muelle, iban reconciliados, y además hacían lo que se dice una arrogante pareja. La exseñorita Gladys Stilton, doctora en Leyes, acuarelista de afición y gran jugadora de tenis, llevaba con gentil desembarazo su sombrero de fieltro gris que cimeraba una gaviota enorme, y se envolvía airosamente en la larga manta de viaje, de cuadros amarillos y marrón. A pesar de las fatigas de la iniciación amorosa, su cutis parecía de rosa muy fresca, como parecía de seda lasa fina su cabello, recogido en moño griego, saliente y firme. Si mistress Gladys tenía las ideas largas, no podía decirse que tuviese el pelo corto. Sus ojos azul marino, cándidos, expresaban a veces una especie de infantil asombro; pero sus manos eran fuertes y huesudas cual las de un muchacho, y sus esbeltas y robustas formas denotaban el cultivo de la energía física y la excelente asimilación de las amplias lonjas de buey asado. Bien podía mister A. H. Sadler Bigpag, fabricante de conservas comprimidas por un sistema nuevo del cual había sacado patente, apoyarse a gusto, según la moda, en el brazo de su consorte, sin miedo a resbalar; y debe añadir que tampoco maldito el báculo que necesitaba mister Sadler, pues era un sanguíneo mocetón de dientes deslumbradores (algo tocados de oro por el mejor dentista de Chicago, criadero de dentistas prestigiosos), de cachetes colorados, mandíbula fuerte, cogote ancho y pelo blanquecino de puro rubio, cortado al cero y que dejaba ver el cráneo blanco y redondo.

Los primeros días de estancia en la «tacita de plata» aumentó el mal temple del conservero. Ni aquello era hotel, ni aquella comida, ni aquello se podía llamar bañarse, ni había quien sufriese el olor a aceite frito y los continuos pregones de las vendedoras, los organillos callejeros y las murgas. Sólo era tolerable el jerez; pero no ciertamente el de la fonda, sino el «Tío Pepe» expresamente encargado. Por el contrario, la novia, demostraba extraordinaria satisfacción y estaba lo que se dice embobada con las costumbres gaditanas, sobre todo las populares. En un viaje a México había aprendido la señorita Gladys a chapurrear el español y ahora se soltaba intrépidamente, riendo a carcajadas a cada errata, y celebrando con gozo cada acierto, y cada adelanto. Hablaba con todo bicho viviente; con el dueño del hotel, con los vecinos de mesa, que la piropeaban; con los golfos de la calle, con los pordioseros, con los guardias de Orden Público. Sin excepción eran para ella simpáticos y poéticos. La norteamericana había olvidado su sangrienta ración de carne semicruda y no comía más que buñuelos, naranjas, churros, bocas y boquerones. ¡Ah, las bocas! ¡Qué delicia! Y el marido protestaba:

—Gladys, sois estúpida… Gladys, vais a enfermar…

¡No enfermada, no! Lo que hacía era espiritualizarse; perder su aire amarimachado; vestirse de un modo más femenino y prenderse en el pico del escote una de esas rosas encendidas que en Andalucía parecen brotar donde pisa una mujer. No sin asombro del esposo, tenía antojos sentimentales: «Requebradme a la española», suplicaba, sin prescindir del «vos» británico. Y el esposo no acertaba sino a cometer torpezas y caer en soserías patosas que desesperaban a Gladys: «¡Sois un pedazo de corcho!». En cambio, ¡sí que la jaleaban en la calle! No siempre partían de señoritos los floreos. A veces procedían de gente del pueblo, majos patilludos, tíos de avinagrada jeta y remendado calzón, gitanos astrosos, que la oleaban en la misma cara del marido, sin cuidarse de que le pareciese bien ni mal. Gladys defendía aquello, encontrándolo tan original, tan pintoresco, tan hidalgo… Y de aquí, discusiones significativas entre los novios, largos monos, vueltas de espaldas en el lecho conyugal, altercados, frases ásperas.

—No tenéis sentido común…

—Sois un hombre sin el menor gusto artístico.

—Os falta discreción.

—Y a vos os falta estética.

—No me comprendéis.

—¡Oh, vos sí que no sois capaz de comprender cosa alguna! No sé para qué os tomáis el trabajo de viajar.

—He viajado por cumplir vuestros antojos; pero muy seguro de que, fuera de mi patria, no hay país donde pudiésemos vivir como personas civilizadas.

—Al contrario… Allí vivimos como cerdos, pendientes sólo de la materia.

Ante la actitud de Gladys, mister Sadler dio en ponerse melancólico y esplenético, aunque el esplín sea zarandaja más de ingleses que de americanos. Pero hay pasiones que determinan iguales estados de alma en todas las razas; mister Sadler tenía celos. ¡No celos de un español! Celos de España entera. En este maldito país todos los hombres parecen dispuestos a marear a todas las mujeres, y se diría que la que no les importa, les importa, y a la que no han visto jamás, la conocen de toda la vida. ¡No se puede sufrir! La dignidad, al cabo, se resiente.

Arreció la tormenta cuando de Cádiz se trasladaron a Sevilla.

Sevilla traía loca a Gladys ya desde antes de pisarla. ¡Sevilla, la amante del Sol, la ciudad cuyo nombre suena como repiqueteo argentino de sonajas de pandereta! La estancia en Sevilla la embriagó al modo que embriaga el añejo moscatel: borrachera sin bascas ni modorra, estado que consiste en no sentir el peso de la razón, en romper las grises telarañas de la cordura y elevarse al espacio para bañarse en la luz de la fantasía y del ensueño. Nunca hubiera creído Gladys, a no experimentarlo, que se pudiese sentir así; que lo que llaman realidad los espíritus groseros y burdamente positivos, valiese tan poco, fuese cosa tan necia y desabrida, tan sin donaire y hasta sin utilidad práctica, como le parecía entonces.

Una tarde —de esas de celaje de cobalto con franjas de rubí que tiene la primavera en Sevilla—, regresaban los esposos a pie de una excursión al barrio de Triana. El Guadalquivir, ancho y caudaloso, enviaba al aire límpidos vahos de frescura, regalados vapores que se impregnaban del azahar de los jardines y del jazmín de las rejas. Olía a amor; la atmósfera elástica y serena convidaba a efusiones de melancolía voluptuosa. A lo lejos se oía puntear una guitarra, y una copla andaluza expiraba gimiendo, en el silencio de la puesta del sol. Gladys, abrumada por tanta poesía, miró de soslayo a su novio, a su marido, al único ser con quien le era lícito desahogar la plenitud de su corazón, a quien tenía el derecho de pedir que se «hiciese cargo» de sus nuevas necesidades, de anhelos, después de todo, bien explicables en una mujer joven que no había conocido hasta entonces el sentimiento, que se había educado virilmente, mejor dicho, cual se educa un muchacho, que no es mujer y todavía no es hombre.

La norteamericana notó —cosa desusada y hasta humillante para una doctora en leyes— que se le venían lágrimas a los ojos, y estrechando tímidamente el brazo de su compañero, quiso balbucir algo de lo que le bullía en la mente y el alma.

Fue aquél ese momento en que un cariño de mujer a hombre se puede consolidar, remachándose el roto eslabón de su cadena de oro; en que un alma se entrega y no pide sino un poco de dulce engaño, la parte de ilusión necesaria para respirar, la complicidad de amor que exige hasta el matrimonio… Si el marido entendiese en tal ocasión, solemne y sagrada, a su esposa… ¿quién calculará la suma de ventura que entre azahares y claveles les brindaba el indulgente Destino? Y el marido no comprendió. Creyó que Gladys reclamaba algo concreto…, y concretó la respuesta. Gladys dio un grito de ninfa sorprendida por un sátiro en la fronda de un bosque. Con su agilidad gallarda de jugadora de tennis se desasió y corrió sin rumbo, hasta perderse de vista. Sadler, humillado, furioso, regresó a la fonda. Aquella noche no volvió Gladys. Sadler siempre ha creído que su mujer cometió algún enorme desafuero. Nosotros, mejor informados, sabemos que pasó horas de nostalgia bajo los árboles, en las Delicias, expuesta sin duda a desazones y percances; pero sola, respirando perfumes, amando a su manera, de un modo muy ideal, no a un hombre, sino a un país divino…

Al amanecer, en el comedor de la fonda, Gladys escribió a su marido una carta, que decía al pie de la letra:

«Prosigo mi camino sin “vos”. He comprendido que no nos entendemos. También he comprendido que “soy española”. El dinero que me llevo es el que traje de mi casa. Feliz viaje. Gladys».

Sadler ha vuelto a sus conservas comprimidas, mohíno, pero resuelto a no sufrir más extravagantes caprichos de mujeres. Cuando le hablan de España, se desata su lengua. ¡Nación de fanáticos, donde salen todavía procesiones con encapuzados inquisitoriales! ¡Donde los mendigos os acosan y la barbarie trasuda! Y al mismo tiempo que formula estas invectivas, el fabricante siente en su interior un reconcomio oscuro, quizá la pena de no haber sabido, durante unos minutos, ser tan bárbaro, tan novelesco como España, para retener a su mujercita. ¿Dónde andará la insensata? ¿Dónde?

Por Gloria

La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquélla su exactitud de cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían quizás…? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el engreimiento de los aplausos.

A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habitación, cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.

—Fanchonette, hija mía… ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?

La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.

—¡Dios mío, madame! Son las diez, si es que no son las diez y cuarto.

—¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!

Fanchon notaba perfectamente que se filtraba una raya de luz, flechada y juguetona, del alegre sol meridional, el sol de Niza, que cría mimosas y violetas a carros. Asombrada, entreabrió suavemente las maderas, y al notar que su ama nada decía, las abrió del todo, de golpe. Por los cristales se metía el riente panorama: a lo lejos, el golfo, y, en primer término, los jardines de varios coquetones hoteles, poblados de vegetación rica —palmeras, rosales en flor, abetos de hoja picada—. El día era primaveral, dulce, lleno de elasticidad y de regocijo. Un automóvil, de un rojo de laca, cruzó ante la ventana; el conductor miró en un relámpago hacia ella. Era sin duda de los elegantes apasionados de la baronesa, de los que diariamente aplaudían sus ejercicios y también su extraña hermosura, su cuerpo estatuario, su cabeza de líneas como cinceladas por un artista florentino en bronce pálido con ráfagas de oro. La doncella se volvió, animada.

—Acaba de pasar el señor Kirileff, en su auto…

—¿A ver, Fanchon? Pero ¿es de día?

Al exclamar así con angustia —la angustia que hace opaca la voz y entrecorta la respiración— la amazona se había incorporado. Sobre los morenos hombros, emergiendo de los encajes de la ropa de noche, se alzaba la cabeza juvenil, de facciones impecables, selladas con sello de energía, y aureolada por cabellera rizosa y corta, color Ticiano, que la tijera despuntaba incesantemente.

—¡Señora! ¡No ha de ser de día!

El chillido de Fanchon petrificó a la amazona… ¡De día! ¡Y ella no veía nada! ¡Nada, nada! A lo sumo, una especie de vislumbre sangrienta, como el resplandor lejano de un incendio, algo rojo y sombrío que más que en las pupilas parecía reflejarse en el alma.

—¡Fanchon! —insistió enloquecida—. ¡Fanchon! ¡O es de noche o me he quedado ciega!

No cabía dudarlo… La amazona había perdido la vista… ¡Pero si no podía ser! ¡Si era preciso un maleficio, algo inexplicable, algo transitorio! ¡No se queda la gente ciega así, sin precedentes, sin enfermedad alguna! Y la amazona, sollozando sobre el hombro de la fiel sirviente, murmuró:

—Sí, puede uno quedarse ciego de este modo… En mi familia hubo casos… Tengo un medio hermano, por el lado materno, al cual le ha sucedido lo mismo…

La doncella miraba los grandes ojos, lucientes y verdes, de reflejo líquido, en la cara ligeramente tostada de la écuyère, y no acababa de persuadirse…

—¡Pero si no se ve nube alguna! ¡Si están tan claros, tan hermosos como siempre!

No estaban tan claros ya en aquel mismo instante… Dos lágrimas los mojaban y los enrojecían…

El acceso de debilidad feminil poco duró. La valerosa mujer, digna de ser esculpida en un relieve helénico —donde luchan centauros y amazonas—, se rehizo y dio órdenes concretas, firmes.

—Que nadie lo sepa en el hotel… Que nadie entre aquí sino tú… Mi baño, mi almuerzo acostumbrado…

Fanchon, llorosa también, obedeció. No se atrevía a preguntar lo que se le ocurría, lo más importante. ¿Se llevaba o no se llevaba aviso al director? ¿Cómo no avisar, cuando la señora trabajaba en la función de aquella noche, llenaba su número, estaba en el programa? Y la señora no pensaba en eso, no decía palabra respecto al asunto… ¿Si ella, Fanchon, se lo recordase? Porque era de seguro un olvido; era el aturdimiento, la embriaguez de la pena, lo que impedía a la amazona preocuparse de una cosa tan seria… Al fin, hacia la tarde, Fanchon se decidió:

—¿Señora? ¿No se acuerda la señora? ¿El Circo? ¿La función de esta noche?

—¿Qué, la función?

—No podrá la señora ir…

—¡Ya lo creo que iré!

—Pero ¿cómo va la señora a trabajar?

Un silencio firme, obstinado, fue la única respuesta… Grave, ceñuda, determinada ya, la baronesa había adoptado su resolución…

A la hora de todos los días pidió su coche para trasladarse al Circo… Los del hotel notaron que, por las escaleras, intentaba darle el brazo Fanchon; pero la artista bajaba derecha, con la gallardía de su exagerada silueta, casi demasiado apuesta, casi demasiado acentuada de líneas, y con la ligereza habitual en sus raudos y veloces pies…

Fanchon cumplía la orden. Callar, obedecer, prepararlo todo, como siempre, para el número sensacional, el salto de la triple barrera en el caballo favorito, soberbio y finísimo árabe, aquel Sun, el más ardiente cariño de la amazona. ¡Qué ser tan admirable era Sun! ¡Con qué inteligencia atendía, no a la rienda, al mismo pensamiento de su ama! ¡Con qué dulzura afectuosa olvidaba su fiereza, el hervor de su sangre morisca, el sol derretido que corría por sus venas bajo la sedeña piel, para amansarse al contacto del cuerpo ágil, con el cual parecía formar uno solo al realizar las empresas de la destreza y del valor! En eso fiaba la baronesa al intentar la suprema prueba de aquella noche. Ciega y todo, Sun la entendería, el corcel vería por ella, y la sublime locura de aquel trabajo, horriblemente peligroso, sería un nuevo lauro en su carrera heroica. Cuando supiesen sus admiradores que se había quedado ciega, sabrían también que ciega hacía lo mismo que con ojos. Porque no son los ojos, es el intrépido corazón el que no teme a la muerte, el que se embriaga con el riesgo y la victoria…

Salió a la pista la centauresa. Su elegante torso, cautivo en la sencilla casaca de negro paño, masculinamente desdeñosa de todo adorno, jamás se había erguido tan airosamente sobre el diminuto sillín. Nunca su cabeza había parecido tan bella, con belleza de arcángel de miniatura, como en aquel momento espantoso. Nunca el magnífico caballo y la briosa mujer se habían identificado de tal suerte, al correr a la misma demencia.

El público enmudecía, emocionado. Y cuenta que la baronesa desplegaba en su ejercicio una distinción tan natural y graciosa, tan caballeresca, que se diría que era un juego, y que sólo jugando —sin el menor alarde de riesgo— se verificaba el tremendo sport

Avanzó la baronesa. Las patas delicadas y nerviosas de Sun parecen acariciar la arena de la pista… Una inquietud misteriosa altera la marcha del noble bruto. Un instinto, obscuramente, le prohíbe que avance…

Cerca ya de la triple barrera, un ligero toque, aviso más bien, del látigo, le estremece profundamente. ¿Qué necesidad había?… ¿No estaba él allí para adelantarse?… ¿Látigo a él, a él?…

Y, recogiendo su fuerza, se lanzó al salto…

La amazona dio un grito, antes de ser arrojada, despedida contra la barrera desnucada, con el cráneo roto.

Por Otro

Mi profesora de francés era una viejecita con espejuelos de aro reluciente, «falla» de encaje negro decorado por lazos de cinta amaranto, bucles grises a lo reina Amelia y manos secas y finas, prisioneras en mitones que ella misma calcetaba. Sus ojos, de un azul desteñido por la edad, se encadilaban al recuerdo de la juventud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmáticos, al entreabrirse, sin soltar los secretos del ayer.

Su apellido, Ives de l'Escale, olía a buena nobleza de provincia; sus ideas no desmentían el apellido; legitimista acérrima, usaba, pendiente de una cadenita sutil, una medalla conmemorativa, la efigie del Delfín preso en el Temple, y que ella no creía muerto allí, sino evadido. De este misterio histórico, acerca del cual le hice mil preguntas, no quería decir nada: movía la cabeza; una compunción religiosa solemnizaba su semblante; un ligero carmín teñía sus mejillas chupadas; pero lo único que pude arrancar a su reserva fue un dicho propio para avivar la curiosidad:

—¡Ah! Eso, quien lo sabía bien era aquel que vivió por otro.

Como transacción, pues yo la acosaba, se resignó a explicarme de qué manera se puede vivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín, tuve que resignarme a estudiarlo años después, en libros y revistas, cuando ya la anciana francesa se convertía en ceniza dentro de su olvidada sepultura.

—No le llamaremos sino Jacobo; omitamos su apellido —me había dicho exagerando la reserva, en ella característica—. Jacobo era el onceno de los catorce hijos de unos señores linajudos y escasos de dinero. Su tío y padrino ejercía en París la profesión de maestro de baile, y era hombre de porte elegante y escogidas maneras. ¡Qué tiempos aquellos tan hermosos! Hoy no se aprenden modales finos. Hoy las señoritas levantan el brazo más arriba de la cabeza y no saben hacer una reverencia ni ante Nuestro Señor sacramentado... En suma, el padrino de Jacobo contaba, entre sus alumnos, a todos los niños del arrabal de San Germán, al primer Delfín y a madame Royale. Jacobo era ágil, distinguido y guapo. Su padrino le enseñó el baile y le presentó a la nobleza y a la corte. A los trece años, Jacobo danzaba, una vez por semana, con la hija de cien reyes. Todos sabían que el nuevo profesor de baile era un caballero, aunque pobre, muy emparentado y con auténticos pergaminos. Caminaba hacia una posición, cuando la suerte ajena que había empezado a encumbrarle, le torció y le cerró el porvenir. Su padrino murió repentinamente.

No sabiendo qué hacer de sí, y teniendo alma de verdadero aristócrata, sentó plaza. En el ejército del Rin, su valentía le hizo notorio. Se batía con la misma gracia con que bailaba el minué en las Tullerías.

Después de la toma de Worms, el general Custine le nombró su ayudante de órdenes, distinción no pequeña, dada la severidad de aquel héroe, que no estimaba sino el valor tranquilo y frío. Jacobo se sentía atraído hacia Custine; atraído singularmente, como por fuerza de sortilegio. No hubiese querido obedecer a otro caudillo. Comprendía quizá, o lo sentía sin comprenderlo, que al destino del general estaba ligado su destino propio.

Poco tardó Custine, el héroe sereno, en hacerse sospechoso a la Revolución triunfante. Entonces, descollar y ser leal era jugarse la cabeza. A pretexto de un descuido en defender una plaza, Custine fue enjuiciado y sentenciado a morir. Los mismos jueces, el mismo día, condenaron al ayudante a igual pena. Cuando salían del tribunal en carreta para volver a la prisión, antesala del patíbulo, Jacobo pensaba en su suerte, sometida a la de otro. Ningún delito podía imputársele: iba a ser guillotinado por ayudante de Custine solamente.

Una tristeza horrible le embargó ante el pensamiento de su inútil y oscuro sacrificio. Era la hora del anochecer: plomizas nubes ensombrecían el horizonte y las exhalaciones lo alumbraban un momento con lividez aterradora. Un gentío hirviente se agolpaba alrededor de las carretas, que marchaban muy despacio. Había mareas, y la multitud se apelotonaba, clamorosa.

A media distancia de la prisión, un tropel separó a la primera carreta de la segunda, en la cual iba Jacobo entre dos guardias municipales. La primera siguió andando; alrededor de la segunda se arremolinó denso núcleo de hombres. Hubo tumulto, se cruzaron injurias entre la escolta y el pueblo; dos enormes carros cargados de heno se plantaron ante la carreta; el más cercano volcó adrede. Jacobo comprendió.

Al ver que, de sus guardias uno se bajaba para ayudar a poner orden, dio al que quedaba un puñetazo tremendo en los ojos. No llevaba las manos atadas; al fin era oficial del ejército del Rin. Y acordándose de las danzas y los minuetos, saltó con ligero pie y se coló entre la muchedumbre alborotada, que pugnaba y se empujaba medio a oscuras. Apenas se hubo alejado diez pasos de la carreta, una mano desconocida cubrió sus hombros con un capote; otra mano, de mujer, asió la suya, le arrastró, y una puerta entreabierta le dio paso y se cerró tras él, sigilosa. La casa tenía dos puertas: a la media hora, Jacobo se encontraba completamente a salvo. A la mañana siguiente, un frío mortal heló su sangre, que milagrosamente conservaba en las venas. Porque fue el caso que le trajeron un periódico y, leyéndolo, supo que al salvarle se había creído salvar al general, suponiendo que éste iba en la carreta segunda. El periódico lo repetía con feroz regocijo: el complot había sido vano, y la cabeza de Custine cortada al amanecer.

Estuvo Jacobo como atontado varios meses, y además gravemente enfermo. La mujer, cuya mano le había guiado al asilo, le cuidó afectuosa. Era la amada del general, y ella también le tomaba «por otro» sin querer. Se estableció al pronto tierna amistad; después, algo más íntimo, que les horripilaba y les avergonzaba, como una traición a la memoria del muerto. El amor se tragó al escrúpulo y se casaron. Parecían el matrimonio más feliz. Sin embargo, a Jacobo no se le veía sonreír nunca. Un pliegue tenaz arrugaba su frente; un abatimiento sin causa física doblegaba su gallardo cuerpo. Yo —afirmó la anciana profesora, como término de la historia extraña que me refería—, yo, a título de amiga de la mujer de Jacobo, entré mucho en aquella casa, recibí confidencias y recogí suspiros de almas cerradas ante todos, que conmigo solamente se atrevían a respirar. La esposa, deshecha en lágrimas, me decía:

—¿No sabes la tema en que ha dado mi marido? Asegura que «es otro»; que a pesar de las apariencias, él nunca ha sido Jacobo de...

—¡Cuidado! ¡Va usted a enterarme del apellido! —exclamé involuntariamente.

—¡Ay! ¡Eso no! —y la profesora se detuvo, asustada de ser tan indiscreta—. ¡Eso no! Porque hablo de personas que existieron, y cuanto he referido es verdad histórica.

Jacobo murió de pasión de ánimo; su esposa le siguió al sepulcro, minada por una languidez profunda. Al cabo se le había pegado la manía de su marido, y sostenía que Jacobo era el propio Custine. En la hora anterior a su agonía, encargó que se hiciese al héroe Custine suntuoso mausoleo... y que allí la depositasen a ella también. Jacobo siempre fue «otro» ¡hasta ante el amor!...


«El Imparcial», 9 de julio de 1906.

Porqués

Al bajar la escalera del hotel —después de las despedidas penetradas, los apretones de manos largos y expresivos, las frases musitantes, acompañadas de convencional mímica, de todo pésame— los amigos ya comentaban indignados la escandalosa actitud del huérfano y la viuda, tranquilos «como si tal cosa», y hasta sonrientes… Sí, sonrientes; lo afirmó Ramírez Hondal, que lo había visto con sus ojos, y lo confirmó Piñales, que forzando la nota exclamó que no era sonrisa, sino risa…

—¡Carcajadas!, falló Muntises, entre las protestas del grupo, que avanzaba por la acera compacto y alegre, con la alegría egoísta de desahogo, peculiar de las salidas de duelo y los regresos de camposanto.

—Carcajadas, no; ni risa, tampoco —rectificó Benibar—, pero, positivamente, triste no estaban. Y ¿quieren ustedes que les diga la verdad, sin ambages ni repulgos? Yo, en su caso, tampoco me desharía en lágrimas, no.

—¿Por qué? —preguntaron casi a un tiempo cuatro voces. El pobre Manolo no se portaba tan mal.

—Era fiel, buen marido…

—Acrecentó su fortuna…

—Al chico le adoraba… No se consolaba de verle así…

—¡Ah! ¡Eso clama al cielo! Es que ese chico… —murmuró Piñales— ese chico… ¡no hay sino verle! Le ha señalado Dios: le ha escrito en el rostro y en el cuerpo la maldad… Por algo es jorobado, torcido, bizco, temblón de las manos y de los pies; por algo hace con la cara esos continuos gestos que parecen de terror, esos visajes ridículos… No les quepa a ustedes duda, los seres deformes son desnaturalizados. Monstruos por fuera, monstruos por dentro… Compasión me daba ver a Manolo pendiente de los antojos de ese escuerzo, y a veces se me ocurría aconsejarle que buscase otro hijo de mejor facha, aunque fuese en la Inclusa.

—Si ustedes supiesen lo que sé yo —objetó Benibar—, seguro estoy… ¿No se les ha ocurrido a ustedes nunca la idea de que en el fondo de todas las anomalías aparentes existe oculto algo que las explica? No se puede juzgar; las almas tienen su clave. Esa esposa, ese hijo, nos han sublevado al mostrarse tranquilos, cuando en la habitación contigua está el marido y padre durmiendo el sueño último, el de la definitiva paz… A mí no me han hecho confidencia ninguna los que sobreviven, pero he recogido reminiscencias, he oído una historia contada en el cortijo por el aperador, y no tengo fuerzas para condenar… ¡No pido llanto ni besos para ese cadáver!

El grupo, entre distraído y curioso, se paró en la acera. Los eléctricos cruzaban con vislumbres de rayo; los coches rodaban retemblando; los chicos voceaban los diarios de la tarde, olientes a tinta fresca… Era esa hora en que hay en las esquinas secreteos, y en que al pie de los árboles se retrasan parejas, trocando las últimas frases de un coloquio largo… Y Benibar hizo memoria un instante, para referir luego el ignorado episodio.

—Cuando Manolo se casó con Elvira —esa mujer a quien hoy habéis visto tan sosegada y acaso, en lo último, tan satisfecha— le idolatraba; era un verdadero caso, no muy frecuente, de pasión romántica dentro del matrimonio. Tratándose de su esposo, Elvira llegaba a ese grado de fanatismo que sólo han inspirado algunos grandes hombres, y que suprimen, en los seides y adeptos, el discernimiento elemental. Si Manolo asegurase a Elvira que el mediodía era noche cerrada, ella lo hubiese creído, contra el testimonio de los sentidos y contra el mundo entero.

—Así suele suceder en los primeros tiempos —objetó Piñales—, pero a la vuelta de unos meses se recobra el juicio.

—¡Nunca lo hubiese recobrado Elvira! —declaró Benibar—. A no ser… porque Elvira es de las que echan raíces. En su abnegación amorosa, ignoraba hasta los defectos de Manolo, que los tenía y muy graves, señaladamente el de abusar de los excelentes vinos de su propia mesa; y al indicar el padre de Elvira los peligros de esta propensión de su yerno, ella contestó jovialmente: «Es una moda inglesa… Ya se corregirá».

Un sentimiento como el de Elvira; un sentimiento tan grande y tan exaltado, tengo yo para mí —y Benibar se detuvo un momento, alterándosele algo la voz, pues también él había querido y sufrido desengaño acerbo— que es como el puro cristal finísimo, más rompedizo que ninguna materia, y una vez roto, imposible de recomponer… El matrimonio fue a pasar la temporada de primavera a un cortijo magnífico, propiedad de la esposa, en lo más pintoresco y ameno de la tierra cordobesa. Manolo se encontró allí a su gusto. Aquella vida de campo y deporte, con visitas frecuentes de señoritos jaraneros y juerguistas, le encantaba. Las comidas eran largas, formidables las sobremesas. Elvira se retiraba a sus habitaciones y no presenciaba las bromas, generalmente de mal gusto, que allí se corrían. Sin embargo, un día la algazara y el estrépito de muebles derribados y de voces disputadoras, llegó hasta ella, y de noche, al encontrarse con Manolo, le dijo dulce y seriamente: «Hazme el favor de no darme más sustos como el de hoy. No me convienen… Te lo ruego».

Para atender a esta indicación, necesitaba Manolo renunciar a probar gota de manzanilla ni de coñac. Y lejos de abstenerse prudentemente, continuó entregado, en unión de su alborotadora trinca, a la alegría corta y absurda que determina la embriaguez.

El complemento de las juergas eran las travesuras brutales, las apuestas desatinadas; la florescencia de pasajera locura en los cerebros. La jactancia inducía a apostar, y la apuesta bárbara impulsaba al disparate, más por exigencias de amor propio que por codicia de las no despreciables cantidades apostadas y cobradas religiosamente.

—No quiero entrar en infinitos pormenores —murmuró Benibar—, deteniéndose un instante; abreviaré… Una tarde Elvira recibió recado de su marido rogándole que bajase al salón, aposento encalado y amplio, separado del comedor por el zaguán. Sin causa conocida —lo declaró después ella—, se le oprimió el corazón y sintió tentaciones de negarse. La fe, la fe amorosa, que aún perduraba, pudo más que el instintivo recelo. «Me llama… Me llama él…». Al pie de la escalera cerró el paso a Elvira el aperador, que, pálido y aterrado, gritaba: «No vaya su mercé… No vaya la señorita…». Y entonces fue cuando Elvira corrió, precipitándose, hacia la sala, porque creyó adivinar que Manolo estaba herido, que se moría, tal vez, en aquel instante. Y entró ciega, aturdida, en la habitación, de ventanas entornadas, semioscura… Y fue obra de un segundo ver el negro bulto del toro, sentir el resuello ardiente de la fiera, creer que su mole se le venía encima… Y Elvira, sin proferir un grito, se desplomó como puede desplomarse un cadáver.

—¡Pero eso es inconcebible! —clamaron todos— ¿Un toro? ¿Un toro habían metido en el salón?

—¡Auténtico, positivo! —contestó Benibar—. Y acechaban ocultos riéndose con la risa estúpida de la beodez, prontos, eso sí, a intervenir para que Elvira no sufriese más daño que el susto… Y Elvira estaba encinta… Encinta de cuatro meses.

—¿Y a consecuencia…?

—Ya lo veis… Ese hijo torcido, estropeado, que hace visajes; ese ser deforme. La esposa tal vez hubiese perdonado… porque Manolo se corrigió del vicio; ¡pero la madre no perdonó nunca! Ahí está la explicación de la sonrisa… Callaron. El eléctrico pasaba. Algunos se subieron a él. Disolviose el grupo.

Posesión

El fraile dominico encargado de exhortar a la mujer poseída del demonio, para que no subiese a la hoguera en estado de impenitencia final, sintió, aunque tan acostumbrado a espectáculos dolorosos, una impresión de lástima cuando al entrar en el calabozo divisó, a la escasa luz que penetraba por un ventanillo enrejado y lleno de telarañas, a la rea.

Escuálida y vestida de sucios harapos, reclinada sobre el miserable jergón que le servía de cama, y con el codo apoyado en un banquillo de madera, la endemoniada, que se había llamado en el siglo Dorotea de Guzmán, que había sido orgullo de una hidalga familia, alegría de una casa, gala y ornato de las fiestas, parecía un espectro, una de esas mendigas que a la puerta de los conventos presentaban la escudilla de barro para recibir la bazofia de limosna. Su estado de demacración era tal, que a pesar de verse por los desgarrones del mísero jubón las formas de su seno, el dominico, que era un asceta y solía luchar con tentaciones crueles, no sintió turbación ni rubor, y sólo la piedad, la dulce y santa piedad, le impulsó a ofrecer a Dorotea amplio pañuelo de hierbas, y a decir benignamente:

—Cúbrase, hermana.

De tanta miseria y abyección tomó pie el fraile para empezar a convencer a Dorotea de que sacudiese el yugo de un amo que así paga a sus fieles servidores. Y mientras la posesa clavaba en el religioso sus grandes pupilas color de humo, donde, de cuando en cuando brillaba fosfórica chispa, él habló copiosamente, con unción y ternura, encareciendo la amorosa efusión de Cristo, que siempre tiene abiertos los brazos para recibir al pecador, la continua intercesión de su Santa Madre, la infinita misericordia del Criador, que sólo nos pide un instante de contrición para borrar todos nuestros delitos. Mas no tardó en advertir el dominico que la sentenciada le oía con salvaje insensibilidad, bajo la cual trepidaba una cólera sorda; y entonces pensó que convendría, para abrir brecha en un alma contaminada por la presencia de Satanás, hablar un lenguaje humano, casi egoísta, buscar palabras que irritasen a la pecadora y la forzasen a una discusión, en que saldría vencedor el dominico.

—Dorotea —dijo, tuteándola con violencia y enojo—, mira que ya pronto comparecerás ante ese Dios que va a pedirte cuenta de tus actos, y que a una vida de sufrimientos pasajeros seguirá otra de suplicios perdurables. Un paso, un segundo, es el tránsito a la eternidad, y esa eternidad es fuego, no como el de aquí, que causa la muerte, y con la muerte trae el descanso, sino interminable, horrendo, continuo, que renueva las carnes para volverlas a tostar y recuaja los huesos para calcinarlos otra vez. Pobre oveja que has seguido al hediondo macho cabrío, ahí tienes lo que te espera. ¿No te avergüenzas de ser esclava del demonio? ¿No lloras al menos tu esclavitud?

La endemoniada seguía guardando el mismo hosco silencio; pero, de pronto, se estremeció. Era que el dominico, enternecido por sus propias palabras, había dejado asomar a sus ojos humedad de llanto; y la mujer, conmovida, tal vez a su pesar por aquel indicio inequívoco de conmiseración, dijo sombríamente:

—Yo no puedo llorar. Lo primero que hizo mi dueño y señor Satanás fue quitarme las lágrimas de las pupilas y el calor de los miembros. Toca y verás.

Y alargando una mano, rozó la del dominico, que retrocedió espantado de la glacial, de la mortuoria frigidez de aquella piel que creía abrasada por la fiebre.

—No me compadezcas —añadió orgullosamente—. La sensibilidad y el ardor que faltan por fuera se han refugiado en mi corazón, que es un brasero de llama rabiosa.

—Eso mismo les sucede a los santos —murmuró el dominico con angustioso afán—. Que ese fuego no se apague; pero purifícalo ofreciéndoselo a Jesús.

—No —respondió con energía la endemoniada, cuyo rostro se contrajo y cuyos ojos, donde boqueaba el horno de la escondida hoguera, bizcaron repentinamente con frenético estrabismo.

—Pero ¿por qué, desdichada hermana? Dame una razón, una siquiera. De cuantas sentenciadas me ha tocado exhortar, sólo tú has callado, en vez de blasfemar y maldecir. Maldice, que lo prefiero. Ya sé que han sido inútiles los exorcismos, los conjuros, el hisopo, las oraciones, las santas reliquias; ya sé que el demonio no ha salido de ti, porque no quisiste tú que saliese, y como Dios, que ha podido criarte sin tu voluntad, no puedo contra tu voluntad salvarte, el espíritu impuro se alberga aún en tu seno. No he pensado en emplear contra ti la fuerza; te pido y te ruego, si es menester de rodillas, que me des una explicación de tu ceguedad. Eras hermosa y eres horrible; eras dama principal y pudiente, y eres menos que las mujerzuelas de la calle; eras buena y honrada, y eres ludibrio y vergüenza de tu sexo... ¿En qué moneda te paga el maldito? ¿Qué felicidad ignominiosa te da a cambio de todo lo que sacrificas por él?

Crispando los labios y arrancando del pecho un suspiro ronco, respondió la poseída:

—Ya que te empeñas en saberlo, lo sabrás. No creas que en este momento habita en mí el que llamas espíritu maligno. Sufría con los exorcismos y las reliquias y se apartó de mí. Pero sé que volverá, y sé que cuando me achicharren nos vamos a reunir para siempre.

—¡Qué horror! —exclamó, santiguándose, el dominico.

—Escucha —prosiguió la endemoniada—. No ignoras que en el mundo fui mujer de calidad, ensalzada por linda, respetada por noble, codiciada por rica, aplaudida por discreta. Estas prendas me atrajeron rondadores y galanes; pero ninguno supo hacer que yo pagase sus finezas. Pasaron por delante de mis rejas o de mi estrado y los desdeñé, porque mi alma, que se remontaba muy alto, aspiraba, secretamente, a algo más grande, a un príncipe, a un monarca, a un ser extraordinario, desconocido y superior. Sucedió que una prima hermana mía, que acababa de vestir el sayal de las carmelitas y a quien yo solía visitar en su reja, comenzó a hablarme exaltadamente de sus nupcias con Jesús, de los éxtasis y deliquios que gozaba en brazos de su celestial Esposo y de lo despreciables que parecen, en cotejo de tan divinos regalos, los amoríos y las aventuras de la tierra. Estos coloquios me trastornaron y emprendí una vida de devoción y de mortificaciones que hizo creer a todos, y a mí la primera, que sentía una vocación monástica firme e irresistible. Mientras tanto, en mi interior yo me despedazaba de congoja, de inquietud y de tedio, y un día, en un arranque de sinceridad, dije a mi prima la monja: «Ya no te envidio. Soy demasiado altanera para envidiar un Esposo que con infinitas esposas habrás de repartir. Ahora mismo, en centenares de claustros y en miles de celdas, tu desposado visita a otras mujeres. Desprecio lo que no es sólo mío.»

—¡Diabólica soberbia! —gimió el fraile—. ¡Era el tentador quien te sugería esa locura!

—Aquella noche —prosiguió Dorotea—, estando yo a punto de recogerme y habiendo soltado ya de la redecilla la mata de pelo, he aquí que se me aparece...

—¿Un monstruo horrendo?

—Un mancebo pálido y triste, pero hermoso, muy hermoso.

—¿Con olor a azufre? ¿Con pezuña hendida?

—No; con un cerco de luz rojiza alrededor de la rizada melena rubia.

—¡Virgen santa! Era, sin duda, un íncubo.

—¿Un íncubo? —repitió, sorprendida, Dorotea.

—Así llamamos al demonio cuando toma bella forma de varón para manchar y escarnecer a una mujer desdichada como tú.

—No se trata de escarnecer ni de manchar, pues el aparecido y yo entretuvimos la noche conversando castamente. Refirióme su historia punto por punto, y supe que era un gran príncipe, arrojado de los reinos de su padre por un instante de rebeldía, y que mientras a su padre todos le ensalzan y pronuncian su nombre con adoración, del hijo rebelde abominan y maldicen. Cuando supe que nadie le quería, cuando comprendí su desventura inmensa empecé a sentir que le quería yo y a soñar que mi amor le compensase todo cuanto había perdido, hasta los reinos de la gloria. Al amanecer se fue, pero volvió a la noche siguiente, trayendo un botecillo de un ungüento, con el cual me frotó las plantas de los pies y las palmas de las manos, y salí volando por el ventanillo. Cruzamos espacios inmensos, y abatiéndonos a tierra entramos en unas cuevas muy profundas, abiertas en el seno de altas montañas, y cuyo techo parecía de diamantes. Allí se apiñaba una muchedumbre inmensa, que reconocía la autoridad de mi señor, y bullía al pie de su trono una hueste de mujeres hermosísimas, cortesanas, reinas o diosas, desde la rubia Venus y la morena Cleopatra hasta la insaciable Mesalina y la suicida Lucrecia. Y como yo sintiese en el corazón la mordedura de los celos vi que las apartaba indiferente, sin mirarlas, y oí que decía: «No temas; yo no soy como el «Otro», yo no me reparto... Te pertenezco, Dorotea, pero tu también me perteneces a mí en vida y muerte». Cada noche, al dar las doce, le esperé y le acompañé, y fui venturosa.

—¡No llames ventura a las infames torpezas en que te encenegaba el enemigo de Dios! —protestó el dominico.

—¡Si no he cometido torpeza alguna! —respondió altivamente Dorotea—. Lo primero en que convinimos él y yo fue en que nuestro cariño sería el de dos espíritus, y mantuvimos el pacto. Mi señor tuvo a menos sujetarme con las cadenas de la materia, y cifró su orgullo en poseer mi alma, y nada más que mi alma, por voluntad mía. Mil veces me ha repetido que gracias a mí, puede alabarse de un triunfo que sólo a Dios parecía reservado: el de ser querido espiritualmente, sin mancha de concupiscencia. En cambio, yo sé que no tengo rivales, y que soy el único bien de mi señor. Nada me importa el vilipendio ni el tormento que me han dado. La muerte, la deseo. Cuanto antes enciendan el brasero para mí, más pronto me reuniré con «él».

Y volviendo la espalda al fraile, la posesa ocultó el rostro en la esquina de la pared resuelta a no decir otra palabra.

Cuando salió el dominico de la prisión de la relapsa empedernida, sollozó, besando el Crucifijo pendiente de su grueso rosario:

—¡Cómo permites, Jesús mío, que te parodie Satanás!


«El Imparcial», 13 mayo de 1895.

Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo de este singular sentimiento a las ideas cristianas, confundiendo los efectos que debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien sumo, con los que tienen por objeto a un hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento se califica o descalifica por ser antiguo; pero sé que la lealtad monárquica es tan vieja como los más viejos cultos, y en apoyo de esta opinión recordaré la aventura que le sucedió al adictísimo Prejaspes.

Ciro había sido un soberano glorioso y justo, pero su hijo y sucesor Cambises, a medida que fue catando el vino del absoluto poder, mostró los síntomas de la embriaguez especial que ocasiona este terrible licor, destilado con sudor humano, sangre y lágrimas. Creyóse el centro de la vida y el ojo del mundo, y contribuyó a engreírle más y a persuadirle de que su voluntad no reconocía ley ni freno, su incursión por el Egipto, reino que había llegado a brillante esplendor de civilización bajo el Faraón Amasis y que el persa rindió y subyugó, entrando triunfante en las magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas de palacios, jardines en terrazas, obeliscos; pirámides, esfinges y colosos de pórfido y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y viendo su nombre grabado en caracteres jeroglíficos en el pedestal de las estatuas naófaras y en las columnas de los templos, se tuvo, más que por mortal, por una divinidad como Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel conquistador de tiara de oro, aquella luz pálida venida del Oriente. Sólo hubo una clase social que se resistió a tributar adoración a Cambises, y fue la de los sacerdotes. La religión era lo único que resistía en medio del abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises tuvo empeño en humillarla y vencerla, en satirizarla y, como hoy diríamos, ponerla en solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel culto tributado a dioses con cabezas de animales, tan risibles para un adorador de la Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente sorprendía alguna ceremonia de la religión egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla. Acertó a regresar impensadamente a Menfis en ocasión en que se celebraba la fiesta del sagrado buey Apis; y entrándose de rondón por el templo, mandó que le sacasen allí inmediatamente al bovino dios, y tirando de cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso dar en el vientre y dio en el muslo. «Este dios que sangra y muge es digno de vosotros», gritó a los egipcios, horrorizados de la profanación. Entonces, el gran sacerdote, alzando las manos a la bóveda celeste, profetizó que el impío que hería al dios Apis recibiría herida igual. Cambises mandó azotar mortalmente al profeta, pero la profecía quedó grabada en la mente de los egipcios como esperanza, como vago terror en la del rey.

Tenía Cambises entre sus servidores al mayordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz de echarse al fuego por su monarca. Veía Prejaspes en Cambises la forma de lo divino sobre la Tierra, y entendía que un acto era óptimo o pésimo, según a Cambises placía o desplacía. Sin embargo, al mismo tiempo que tan decidida abnegación, existía en el alma de Prejaspes un instinto natural de veracidad y de honradez, que le enseñaba a discernir el valor moral de las acciones, y a darse cuenta de su alcance, al menos en su propia conducta. La única noción que Prejaspes no alcanzaba, es que si hay regla moral para las acciones humanas, esta regla obliga lo mismo o más a los príncipes que a los vasallos, y cuando las órdenes de los príncipes están con la regla en contradicción, la obediencia sólo a la regla es debida. No lo entendía así Prejaspes, y hasta suponía, por exceso de nobleza de ánimo, que su sangre y su vida entera y su alma inmortal pertenecían a Cambises.

Sucedió, pues, que Cambises, conocedor de la incondicional lealtad de su mayordomo, preguntóle un día qué decían de su rey los vasallos. Y como Prejaspes hubiese observado que al monarca le enfurecía y exaltaba el beber, contestóle lleno de buena intención y con entereza y respeto: «Señor, opinan que eres un soberano valeroso y grande; pero que te gusta el vino en demasía.» No complació la respuesta a Cambises, por lo mismo que exhalaba el acre aroma de la verdad; frunció el poblado entrecejo de azabache, y por sus ojos cruzó un relámpago como el que despide el puñal al salir de la vaina. Sin embargo, no hizo la menor objeción (señal malísima), y siguió hablando con agrado a su mayordomo.

Cosa de una semana después, al levantarse de la mesa, hora en que solía Cambises pasear por los jardines entreteniéndose en tirar agudas flechas a los pajarillos, llamó a Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor de palacio; y al verlos en su presencia, dijo a Prejaspes en tono alegre: «¿Sabes que he estado pensando en eso de que mis vasallos comenten mi afición al vino? Porque capaces serán de creer que soy algún insensato y que el abuso de la bebida ha turbado mis sentidos, nublado mis pupilas y debilitado este brazo que puso al Egipto por alfombra de mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea! Que tu hijo se coloque ahí enfrente... Cuádrale bien; échale atrás los brazos para que descubra el pecho... Así... Voy a flechar el arco y disparar... Si coloco la punta en mitad del corazón, convendrás en que se engañan mis súbditos y Cambises conserva íntegras sus facultades.»

Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor profundo sacudía sus miembros; gruesas gotas de sudor helado asomaban en la raíz de sus cabellos; un vértigo oscurecía sus ojos. Pero aún le sostenía la esperanza quimérica de que aquello fuese una chanza feroz, y no más. Cambises tendió el arco, apuntó cuidadosa y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes giró sobre sí mismo y cayó al suelo desplomado. «¡Hola! — gritó Cambises —; aquí mis trinchantes... Abrid el pecho de ese, a ver si el hierro ha partido de medio a medio el corazón.» Palpitaba éste débilmente aún cuando se lo presentaron a Cambises, con la flecha plantada en el centro, sin desviación de una línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse hacia el anonadado Prejaspes, preguntándole en tono de buen humor: «¿Qué tal? ¿Sé yo disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero mejor que tu rey?» Tardó Prejaspes en contestar a la regia chanza cosa de medio minuto. Estaba inmóvil, y sus pupilas inmensamente dilatadas, no sabían apartarse de aquel corazón sangriento, tibio todavía — el corazón de su dulce hijo —, cuyas débiles contracciones expirantes a cada segundo parecían decirle con misterio: «Padre, véngame.» ¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla en la tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!...

De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen del eterno Sol sobre la Tierra...; y devorándose el labio en desesperada mordedura, su lengua profirió esta respuesta cortesana: «Señor, el dios Apolo no flecha mejor que tú...» E inclinándose hasta el suelo, desapareció para revolcarse a solas, para poder morderse las manos y herirse el rostro y cubrirse el cabello de ceniza.

Y en presencia de Cambises, Prejaspes ocultó sus lágrimas. Fiel como el perro, acompañóle siempre. Pasado el primer horrible dolor, diríase que le amó más desde que hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su lado estaba el día en que, montando Cambises precipitadamente para sofocar una rebelión, se hirió con su propia cimitarra en el muslo, donde había herido al dios Apis; y a su cabecera, cuando se gangrenó la herida y le llevó a la sepultura, Prejaspes fue quien ungió con aromas de nardo y cinamomo el cadáver, y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.

Presentido

Corría el tren violentamente, cuneando, a causa de las desigualdades y asperezas de la vía, y su trepidación anhelante era como el resuello de un monstruo antediluviano a quien persiguiesen enemigos invisibles y que huyese de ellos a través de la desolación solitaria de los campos enormes. Hay en la marcha, entre las sombras de la noche sin estrellas —hecho tan vulgar— algo profundamente terrorífico, que solo no percibimos en fuerza de la costumbre.

Pero el viajero, arrollado en su manta y reclinado sobre su almohada de camino, notaba sin querer, en medio de su insomnio de modorra, la sensación oscura y angustiosa del miedo. ¿Miedo a qué? Ni él mismo lo sabía. Percibía la aproximación del peligro como se puede percibir, al entrar en una caverna, la presencia de los murciélagos colgados de sus paredes, de la cual avisan, no los sentidos corporales, sino algo que va más allá del sentido, un instinto indefinible, profundo, radicado en lo hondo del ser…

Iba solo en el departamento. Venía de París y se dirigía a una ciudad española, donde le esperaba la dicha en forma de una mujer amada desde hacía muchos años, imposible antes, libre ahora por muerte de su anciano marido. La pasión entre el viajero, Julio Morales, y la hermosa esposa del banquero había sido notada en la ciudad comercial, en un pequeño círculo de amigos; pero no adquirió proporciones de escándalo, gracias a la prudencia cautelosa del viejo, que supo despistar a la maledicencia, y a la noble resignación de los enamorados, aviniéndose a una ausencia que pudo ser eterna. La muerte hizo renacer la esperanza, y Julio, con esa opresión de corazón que acompaña a las aspiraciones muy vehementes cuando van a cumplirse por fin, había emprendido el camino, llevando consigo, para ofrecerlo a la que pronto sería su compañera, un pequeño tesoro en joyas, porque conocía su afición a las perlas y a las piedras, y rico, asociado a los negocios por un opulento tío, tenía medios de satisfacer el deseo natural en el hombre que ama: adelantarse a los caprichos de la mujer querida…

Y como aun los movimientos instintivos no carecen nunca de un fondo racional que los determina en los senos de la conciencia, el escalofrío de terror de Julio era sin duda provocado por aquel maletín de elegantísimo cuero inglés, bien enfundado en recia tela, donde se contenía el tesoro… Por bastante tiempo —escuchando con involuntaria zozobra el ruido sordo del tren al penetrar en los túneles, según iba aproximándose a la región montañosa— Julio no se dio cuenta de por qué en este viaje sentía tal aprensión, y la garra del miedo apretaba casi físicamente su corazón, no cobarde.

Pero de súbito —a un vaivén acentuado del tren entero, que saltaba también de pavor— la idea se precisó aguda y nítida, y Julio comprendió la razón de su espanto…

Era el maletín, era aquel lindo accesorio de la vida civilizada, repleto de collares, de estuches de terciopelo blanco, sobre los cuales refulgían y se irisaban las nacaradas y redondas perlas, lo que, a las altas horas de la noche, dentro de un tren en marcha, en la semiclaridad lívida de la luz, columpiada a los vaivenes, causaba a Julio la terrible, la abrumadora sensación del peligro presente, inminente, que se acercaba fatídico, inevitable…

Una serie de fatalidades habían traído este momento. Hacía tiempo que Julio solicitaba de su futura permiso para correr a su lado, para esperar cerca de ella los meses que precediesen a la boda. Ella retrasaba, temerosa de las murmuraciones de toda ciudad de provincia, aun siendo grande, magnífica, industrial. Al fin, vencida también por el propio deseo, había consentido. Entonces, en un vértigo, Julio hizo su equipaje en horas, arrojando en el mismo departamento donde realizaría el trayecto aquel maletín, lleno de las preseas que venía adquiriendo desde meses antes. No permitió aguardar a tener billete de coche-cama: sería un retraso de tres días, y no lo sufría su impaciencia. Tampoco se cuidó de asegurar el maletín, librándose así de su custodia. En nada pensó sino en que iba a verla, a estar cerca de ella las horas que quisiese. Saltó en el tren, desprevenido, loco, como un estudiante.

El caso era no perder un minuto. Le parecía increíble que pudiese sin impedimento acercarse a la amada, estrechar su mano, beber la luz de sus ojos, grandes y húmedos de dicha… Y ahora, tarde, reconocía la imprudencia. La desgracia le situaba en un departamento donde no iba nadie. El único viajero que le acompañaba, un militar, se había bajado, ya entrada la noche, en una estación donde le esperaba su familia. Y Julio no llevaba revólver, no llevaba arma ninguna. Tampoco eso se le había ocurrido.

Sintió que humedecía su frente sudor helado. Después de todo —pensó—, estaba apurándose tontamente, por suposiciones absurdas. Es cierto que la situación envolvía algún remoto peligro; pero ¿cuántos viajeros llevan consigo objetos de valor sin que les suceda cosa mala? ¿Por qué habían de adivinar los malhechores que va en un departamento un señor tan imprudente, que portea doscientos mil francos dentro de un maletín y no lleva armas? La noche de invierno, por muy larga que sea, tiene fin. Dentro de poco amanecería; estaría próximo el término del viaje. Era propio de chiquillo, no de hombre ya probado en la vida, tal susto. Si pudiese dormir, cuando despertase habrían pasado aquellas horas fatigosas, aquella especie de pesadilla de un hombre despierto. El sueño era un recurso.

Y con el ansia de refugiarse en la inconsciencia, se cubrió los ojos con un pañuelo, se buscó postura cómoda y desplegó la firme voluntad de dormir, de sepultarse en esa soñolencia pesada que a veces producen las sacudidas del tren. Tardaba, sin embargo, en venir la transitoria muerte, el letargo bienhechor. La imaginación, en fantástico devaneo, sugería escenas trágicas. Ya la puerta del departamento se abría, como enorme boca negra, en bostezo de abismo, y por ella se precipitaba una irrupción de hombres de torva catadura, negros de hollín, con trazas de herreros o mineros, que gritaban cosas horribles para los ricos y, apoderándose del maletín, esparcían su contenido sobre la vía, entre carcajadas e insultos. Ya era un solo siniestro criminal, que, cauteloso, se deslizaba en el departamento y, aprovechando el sueño del viajero, huía silencioso con el tesoro. Ya eran dos, que al salir de una estación, en esos momentos en que el tren apenas corre, abrían suavemente la portezuela, y de un modo brusco, al verse dentro, al incorporarse Julio sobresaltado, le sujetaban los brazos y se apoderaban del magnífico botín…

Y esta parte del sueño, cuando realmente Julio había caído en el letargo hondo, tenía todo el relieve de la realidad.

No era la visión confusa de un dormir plomizo, congestivo, como es siempre en el ferrocarril; era algo que participaba de lo oscuro del sueño y lo bien definido de las sensaciones que siguen al despertar. Julio se reconocía despierto. El peso de un cuerpo vigoroso gravitaba sobre su pecho con opresión violenta. Unas manos oprimían su garganta, impidiéndole pedir auxilio. Los dedos que se clavaban en su pescuezo estrechaban la presión. Era preciso que, mientras uno de los bandidos cargaba con la preciosa maleta, no pudiese Julio resollar, dar un grito, y el bandido cumplía a conciencia la misión de estrangularle. Los desesperados esfuerzos de la víctima, ya despierta, convulsa, no lograron romper la tenaza de hierro. Cuando Julio no se defendía, para rematarle, el hierro frío de una navaja buscó el camino de su corazón.

—¡Maldito sea! —juró el otro bandido—. Sangre no, que mancha…

Y renunciando a registrar al viajero, por evitar las manchas delatoras, los dos bandidos saltaron a la vía, eligiendo el momento en que el tren llevaba menor velocidad.

Primaveral-moderna

Obligado a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, lo que refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento de «no fumadores», esperando poder fumar en él a todo mi talante, sin que me incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir completamente vacío.

En efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia, nadie vino a turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí; si también notan, dormidos y todo, la sensación extraña y oscura de no estar ya solos; de la presencia de «alguien». Yo percibí esa sensación durante mi sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos diecinueve a veinte años, de cara fina e imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba los pies; caído sobre el plaid había un volumen de amarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del cigarro.

—Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento —pregunté, haciendo ademán de embolsar la petaca después de haberla sacado como por inadvertencia.

—No, señor —contestó el mozo con voz opaca y mate, cual si realizase un esfuerzo penoso—. Puede usted fumar. Yo también fumaría, si no me lo hubiesen prohibido.

—¿Está usted… indispuesto? —pregunté, demostrando interés; y la repuesta afirmativa me dio hecha la plática que deseaba entablar. Nadie se resiste a hablar de sus padecimientos, sean reales o imaginarios. Mi compañero, dengosamente al principio, animándose gradualmente después, me enteró de cuanto quería: era venezolano, hijo de español; venía de París, adonde le había enviado su familia para que se instruyese y formase; y, atacado de un mal indefinible, tal vez neurosis complicada con anemia profunda, se dirigía, por consejo de los médicos, a pasar el verano en el noroeste de España en casa de un hermano de su padre, rico propietario, dueño de una quinta en el valle de la Rosa.

Al oír este nombre, tan dulce y sugestivo, batí palmas: el valle de la Rosa estaba cerca de la ciudad a que me encaminaba yo.

—¿Conoce ese sitio? —preguntome con el peculiar acento de su país mi compañero de viaje, que se enderezó, echando a un lado la manta.

—¡Sí lo conozco! —respondí—. He vivido más de tres años en Urbigena, adonde voy ahora otra vez, y el valle de la Rosa, en que veraneábamos, lo tengo tan presente como si lo estuviésemos viendo, como lo veremos a mediodía desde esa ventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar nada más divino. Vamos a pasar una serie de montañas abruptas, y hasta áridas y peladas por lo menos en esta estación, pues en junio se cubren de terciopelo verde; pero el valle, que recoge todo el sol y toda el agua de las arroyadas del invierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprenderá a usted el cuadro que presenta, y sorprende a cuantos lo ven por primera vez. En este tiempo del año, los árboles están igual que si hubiese nevado copiosamente, de tanta flor como los reviste; los albaricoqueros y los pavíos son plumaje rosa pálido; las fresas rojean y huelen a gloria; los senderos están llenos de violetas tardías, y las camelias, que allí son árboles corpulentos, tienen al pie una alfombra de hojas encarnadas de una carta de espesor. Verá usted qué verde tan delicado el de los praditos, qué de agua cristalina en las fuentes; y por los setos, cuánta rosa silvestre; han dado nombre al valle. Y no es sólo la flora: hay la poesía de la Humanidad también. ¡Las aldeanitas! ¡El día que se cuelgan los aretes de filigrana y se atan el «dengue» con las cintas de seda! No sé si ellas son realmente tan guapas, o es que las hermosea la Naturaleza, que lo embellece todo.

El mozo guardaba silencio, con el ceño fruncido y una chispa de descontento en las negras pupilas; y de pronto, mirándome fríamente, murmuró:

—¡La Naturaleza! Para mí no hay cosa más antipática.

La extrañeza me impidió hasta protestar. Me quedé turulato, como solemos decir cuando oímos una herejía muy gorda, algo que echa por tierra afirmaciones que creemos indiscutibles y evidentes. El enfermo, sonriendo con sarcasmo, continuó:

—Ya ve usted si he nacido, en un continente de Naturaleza espléndida… Supongo que por lo mismo la detesto doble. Todo lo natural me parece estúpido, bueno sólo para la gente rutinaria y mansa…: para los especieros, como decimos en París. ¡El agua, los bosques, los prados, las florecillas del campo! ¡Beeee! —emitió el balido de la oveja—. ¿Qué sentido puede encontrarse en nada de eso? ¿Dónde existe función más mecánica, menos intelectual que la de la Naturaleza? Llueve, brota la vegetación; hace sol, se agosta; llega el otoño, las hojas caen; viene la primavera, vuelta a salir… Es puramente animal; ruin fisiología. No sé por qué la manía de conservar la vida ha de hacernos transigir con las cosas más opuestas a nuestros gustos y nuestras convicciones… Yo preferiría morir en París, en el bulevar, con su asfalto, que vivir en ese valle de la Rosa, que, por su descripción de usted, debe de ser el arquetipo de la vulgaridad, el oasis de un paisajista cursi. Diré a usted más: no existe tal Naturaleza. La hacemos nosotros; la creamos, y sólo cuando la creamos vale algo y tiene sentido. ¡La Naturaleza! Es la enemiga del arte y de la ficción, lo único hermoso; la ficción encantadora… Al llegar al valle escupiré sobre la primera Rosa que me salga al paso…, sea vegetal o sea de carne…

Al decir estas amenidades, matices de carmín tiñeron las mejillas demacradas del joven enfermo, y sus labios, que apenas sombreaban una dedada de bozo oscuro, se contrajeron irónicamente.

—La belleza —prosiguió, notando que yo me escandalizaba, y encantado de ello—, la belleza no es lo natural, sino al contrario, lo artificial, obra del hombre, creación de su inteligencia emancipada del ciego instinto. No me dé usted el racimo, sino el licor; no la tez virginal y lavada en agua pura, sino la que ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; no el bloque de mármol, sino la estatua de Capeaux; no la rosa rústica de los setos, sino la orquídea monstruosa criada en estufa; no el animal viviente, sino la sierpe de esmalte y pedrería o el pájaro que canta por mecanismo. La obra del hombre civilizado va en sentido contrario a la Naturaleza. La Naturaleza se acuesta temprano, y nosotros, tarde, haciendo de la noche día; la Naturaleza es sencilla, y nosotros somos complicados; la Naturaleza no aspira sino a perpetuar la especie y nosotros…, ¡qué diablo!, ¡si la pudiésemos suprimir…!

Éstas y otras teorías análogas desarrolló exaltadamente mi interlocutor, mientras nos acercábamos al valle, que por fin avistamos cuando el sol ascendía a su cenit. Viva fragancia de madreselvas, en ráfagas de esencia arrancadas por el airecillo juguetón, penetraba en el departamento; y en un prado de un verdegay ideal, una gran vaca, roja, acostada, parecía inmóvil, esfinge de cobre. Allá abajo se posaban, como grupos de palomas torcaces, las casitas, y cerca de nosotros una fuente, sombreada por sauces pálidos, se desataba murmuradora, dándome envidia de beber un trago en el hueco de la mano, a la manera primitiva. Confieso que olvidé enteramente a mi compañero de viaje para recrearme en aquellos pormenores, y sólo recordé al notar que el tren se detenía en la estación y escuchar que el artificialista me decía:

—Feliz viaje, adiós; he tenido gusto en conocerle. ¡A su servicio!

Saludé y tendí la mano, declarando mi nombre y profesión: Félix Llaguno, magistrado…

—Aristeo Abigail Fierro, poeta —respondió, no sin algo de sequedad altanera, el enfermo, volviéndose para recoger su pulcro maletín de cuero inglés y su sombrerera, que entregó al criado que le esperaba con un birlocho.

Y como yo hiciese un involuntario movimiento al oír lo de «poeta», añadió:

—Poeta decadente.

Primer Amor

¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once o doce años? Más bien serían trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me atrevo a asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes trastornos.

Si no recuerdo bien el «cuándo», por lo menos puedo decir con completa exactitud el «cómo» empezó mi pasión a revelarse.

Gustábame mucho —después de que mi tía se largaba a la iglesia a hacer sus devociones vespertinas— colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un museo. Siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcaico y discreto: el aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un «ridículo» de terciopelo azul bordado de canutillo: un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones. Yo los curioseaba y los volvía a su sitio. Pero un día —me acuerdo lo mismo que si fuese hoy— en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio encaje, vi brillar un objeto dorado… Metí las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.

Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse del fondo oscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo a medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo compacto a manera de piña de bucles al lado de las sienes, y un cesto de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que arremangaba en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al vestido…

Yo no acierto a resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos recatadas de lo que son nuestras esposas, o si los confesores de antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño. Y me inclino a creer esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de cristianas y devotas, y no desobedecían a su director de conciencia en cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín, pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) solo la velaban leves ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos esculturales… Al decir «manos» no soy exacto, porque, en rigor, solo una mano se veía, y ésa apretaba un pañuelo rico.

Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí y acullá estampas que representaban mujeres bellas. Frecuentemente, en las Ilustraciones, en los grabados mitológicos del comedor, en los escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva, de la cual sólo me separaba un muro de vidrio… Puse la mano en él, lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa deidad se comunicaba a mis labios y circulaba por mis venas.

Estando en esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y arrimarme a la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada sospechosa.

Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había recrudecido el catarro, ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.

Después, sonriéndose con picardía:

—Aguarda, aguarda —añadió—, voy a darte algo… que te chuparás los dedos.

Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho, tres o cuatro bolitas de goma adheridas, como aplastadas, que me infundieron asco.

La estampa de mi tía no convidaba a que uno abriese la boca y se zampase el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos más de los justo, unos asomos de bigote o cerdas sobre la hundida boca, la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo cuando está de buen humor… Vamos que yo no tomaba las bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación, una protesta varonil se alzó en mí, y declaré con energía:

—No quiero, no quiero.

—¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!

—Ya no soy ningún chiquillo —exclamé creciéndome, empinándome en la punta de los pies— y no me gustan las golosinas.

La tía me miró entre bondadosa e irónica, y al fin, cediendo a la gracia que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos arrugas, o mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en mejillas y párpados. Al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos a interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la vieja me regó la cara con un rocío de saliva… Humillado y lleno de repugnancia, huí a escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde me lavé con agua y jabón, y me di a pensar en la dama del retrato.

Y desde aquel punto y hora ya no acerté a separar mi pensamiento de ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la —voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó a dar vergüenza besarla, imaginando que se enojaba de mi osadía, y solo la apretaba contra el corazón o arrimaba a ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos se referían a la dama; tenía con ella extraños refinamientos y delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como vi después que suele hacerse para acudir a las citas amorosas.

Me sucedía a menudo encontrar en la calle a otros niños de mi edad, muy armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también «mi niña» con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la lengua, y solo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía de hombros y las calificaba desdeñosamente de feas y fachas.

Ocurrió cierto domingo que fui a jugar a casa de unas primitas mías, muy graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba a los quince. Estábamos muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las chiquillas, la menor, doce primaveras a lo sumo, disimuladamente me cogió la mano, y, conmovidísima, colorada como una fresa, me dijo al oído:

—Toma.

Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca, y vi que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un puritanismo digno del casto José, grité a mi vez:

—¡Toma!

Y le arrojé el capullo a la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde llorosa y de morros conmigo, y que aún a estas fechas, que se ha casado y tiene tres hijos, probablemente no me ha perdonado.

Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos o tres horas que entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví, por fin, a guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen.

Se me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería rascarme una pulga, atarme un calcetín o cualquier otra cosa menos conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de hacer lo que más me conviniese.

En fin, desde que hube consumado el robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que viniesen a arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados adornos del marco.

El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones, viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme a su palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me hacía sentar a sus pies en un cojín y me pasaba la torneada mano por la cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un gran misal, o tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreírse agradeciéndome el placer que le causaban mis canciones y lecturas. En fin: las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era paje, ya trovador.

Con todas estas imaginaciones, el caso es que fui adelgazando de un modo notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.

—En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante —dijo mi padre, que solía leer libros de Medicina y estudiaba con recelo las ojeras oscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y, sobre todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.

—Juega, chiquillo; come, chiquillo —solían decirme.

Y yo les contestaba con abatimiento:

—No tengo ganas.

Empezaron a discurrirme distracciones. Me ofrecieron llevarme al teatro; me suspendieron los estudios y diéronme a beber leche recién ordeñada y espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa, o por las mañanas cuando iba a su alcoba a darle los buenos días, me miraba fijamente un rato y a veces sus manos se escurrían por mi espinazo abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los ojos, resuelto a dejarme morir antes que confesar el delito. En librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme a ella acordé suprimir el frío cristal: vacilé al ir a ponerlo en obra. Al cabo pudo más el amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de marfil. Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la miniatura.

Cuando recobré el conocimiento vi a mi padre, a mi madre, a mi tía, todos inclinados hacia mí con sumo interés. Leí en sus caras el asombro y el susto. Mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:

—Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.

Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.

—Pero, chiquillo… . ¡suelta, que lo echas a perder! —exclamaba ella—. ¿No ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre… Yo te lo enseñaré cuantas veces quieras; pero no lo estropees. Suelta, que le haces daño.

—Dejáselo —suplicaba mi madre—, el niño está malito.

—¡Pues no faltaba más!—contestó la solterona—. ¡Dejarlo! ¿Y quién hace otro como ese… ni quién me vuelve a mí los tiempos aquellos? ¡Hoy en día nadie pinta miniaturas!… Eso se acabó… Y yo también me acabé y no soy lo que ahí aparece!

Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé cómo pude articular:

—Usted… El retrato… . es usted…

—¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! Veintiséis años son más bonitos que… , que… . que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; nadie ha de robármelos.

Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez. Lo cierto es que mi padre me llevó en brazos a la cama y me hizo tragar unas cucharadas de oporto.

Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.

«La Revista Ibérica», núm. 14, 1883.

Profecía para el Año de 1897

El Creador de los cielos y la tierra mandó comparecer al Tiempo ante su solio augusto (?), y el Tiempo obedeció sin tardanza.

Hallándose frente a frente los (…) dos ancianos el uno con su senectud augusta y divina (?), su barba extendida como las ondas de un argentado río, su inmenso manto de (…) púrpura, su aureola de rayos y el (…) triángulo, que encierra la paloma sirviéndole de diadema; el otro, descarnado, amojamado, sin más ropaje que un paño amarillento, con las alas fatigadas y peladas de tanto uso, los ojos de brasas, erizadas las greñas, y asiendo la guadaña reluciente y el reloj de arena fatídico. El Creador, sentado apaciblemente en la gloria de su eternidad, y el Tiempo, de pie, impaciente por deslizarse, por huir, por seguir su carrera, que jamás interrumpió.

—Te he llamado —dijo el Creador— para hacerte un bien. No ceso de recibir quejas de ti: los mortales afirman que eres peor a cada paso, y que cada año les das más disgustos.

—Los mortales son un ganado sarnoso, hablando pronto y mal respondió gruñendo el Tiempo. No conocen mi inmenso valor; me desperdician, me derrochan, me echan por la ventana… y después dicen que no me tienen, que les falto; unas veces me acusan de volar, otras de que no me voy nunca: ya discurren medios de matarme, ya lloran porque me han perdido… A bien que no les hago caso y sigo mi camino, siempre igual, siempre indiferente. Ellos pasan, yo prosigo, ¡allá se las compongan!

—Ellos, advirtió el Creador —llevan en sí algo que no pasa, mientras tú, ante la eternidad, representas infinitamente menos que una hoja en una selva. No olvides que también eres mortal, y que no tienes alma. Trata de ser dulce y agradable… Dales, por una vez, un año venturoso. Lo vas a elegir tú mismo. Busca un 1897 que les demuestre mi bondad.

Hablando así, hizo señas a dos angelitos, y éstos trajeron un globo de esmalte azul lleno de bolas; una especie de bombo de la lotería celestial. El tiempo metió los esqueletados dedos en el globo, y sacó un buen puñado.

Eran las bolas de materias muy diferentes. Las había de barro, de arena, de piedra, de hierro, de acero, y hasta de oro, plata, marfil y ópalo.

Una de ellas consistía nada menos que en un limpio, gordo y claro brillante.

—Señor, exclamó el tiempo apartándola —ya que se trata de darles un año extraordinario y faustísimo, elegiré este brillante y lo mandaré con la cifra de 1897.

—Advierte —objetó el Creador— que los años como éste (?) de un brillante cuya luz eclipsa la de las constelaciones, son aquéllos en que nacen los genios extraordinarios, que modifican la faz del mundo. Mientras esté mamando el genio, de nada le servirá a la pobre humanidad doliente.

—Entonces apartaré una bola de oro.

—Menos. La bola de oro significa que los grandes capitales crecerán como los ríos en invierno. ¿De eso, qué les importa a los pobres?

—¿Una de hierro?

—¡Buena suerte les daría! Guerras, victorias, sangre derramada… No; busca entre esas bolitas, una blanquecina, blanda al tacto, una humilde bola de harina de trigo… Es el símbolo de los años de abundancia. Aunque nadie esté opulento, todos comerán en paz; en los hogares habrá alegría, y el bienestar les traerá al corazón la gratitud y a los labios la bendición.

Dócilmente, el Tiempo cogió la bolita, y abriendo sus peladas alas que parecían hechas de plumeros viejos, descendió del Paraíso al éter, y de la región del éter a la de las nubes.

Llevaba la bolita en el hueco de la mano derecha, pero el temor de perder el fatídico reloj de arena, que le estorbaba en la izquierda, le obligó a hacer un movimiento impremeditado, a abrir la mano sin querer; y como en aquel crítico momento se encontrase a plomo sobre el Atlántico, la bolita que representaba el año de abundancia y paz, cayendo desde el firmamento, fue a sumirse en las profundidades del Océano…

—¿Qué haré? —pensaba el Tiempo, al dejarse desplomar a su vez sobre un terreno desierto y peñascoso—. No me atrevo a volver al cielo y confesar mi torpeza. ¡Bah! Sustituiremos fácilmente la bolita…

—Reflexionando así, miró a su alrededor y vio una veta de tierra blanca, sobre las rocas. Esto se parece bastante a la harina… Después de todo ¡para lo que merecen estos sandios!

Dicho y hecho. Tomó de aquella tierra blanca, y con agua del mar amasó una bola muy semejante a la que se le había caído. Después, con un palo agudo, escribió encima: 1897.

Cuando la humanidad, y sobre todo cuando España reciba la bolita amasada por el Tiempo, le atribuirá una atroz venganza. Ni el mismo anciano de las peladas alas y de la guadaña inflexible, sabe lo que ha hecho… ¡La tierra blanca era nada menos que el speculum album, el arsénico! ¡Año terrible!

Prueba al Canto

Discutíamos una noche en el saloncito verde del Circulo de pensadores trascendentales (sociedad que murió joven por falta de cuotas), acerca de socialismo y comunismo, y el buen Zenón Veleta, siempre amigo de contradecir, porfiaba que ninguno, ni aún los mismos que echan bombas de dinamita o clavan puñales y suben al patíbulo, es comunista de verdad, en el fondo de su alma.

—A mí no me digan —argüía Zenón—. No existe el tal comunismo; es una farsa, moralmente hablando: obras son amores y no buenas razones.

—¿Y no llama usted obras —exclamó el excelentísimo señor D. Tristán Molinillo, individuo correspondiente de la Ciencias históricas de Estocolmo—, a dejarse apretar el pescuezo? Quisiera yo verle a usted…

—¡Antes ciegue usted que tal vea! —saltó furioso Zenón.

—Entiéndame usted bien: yo sostengo que todos los días aparecen gentes que se juegan la vida por un quítame allá esas pajas. Cada novillada, en los pueblos, cuesta dos o tres muertos y diez o doce heridos graves. Que se encienda ahora una guerra civil al grito de… lo que ustedes gusten, y sobrarán voluntarios. Arme usted un motín, por consumo va o consumo viene, y se echarán a la calle como fieras innumerables ciudadanos ayer pacíficos, sin temor a que les rompan la crisma. Por unas copas; pro diez céntimos; por una palabra más alta que otra; por cualquier futesa, se desmondongan los chulos en tabernas y fandangos. Créalo usted; de la vida hace poco caso el hombre; fácilmente la tira por la ventana: el morir en aras de una doctrina ni siquiera indica que el mártir la profesa sinceramente. El caso, señores, no es morir por una doctrina, sino vivir por ella y según ella.

Ahí está como yo juro y perjuro que no existan tales comunistas ni anarquistas; que son un mito, engendrado por el miedo burgués. Y si no, a la prueba.

¿Dónde encuentren ustedes un comunista que, poseyendo bienes, los ponga en común, sin reservar para sí especialmente nada que los demás no disfruten? ¿Dónde se oculta el anarquista que, si le dan un mandillo, no lo ejerza, y si puede subir prefiera bajar? ¿Por qué será que no hay millonarios comunistas, ni ministros y generales a quienes les seduzca y extravíe el anarquismo? ¿Quién, de dos gabanes, entrega uno al prójimo? Cuando se me presenten ejemplos, confesaré que el comunismo es una idea y no un estado de exasperación causado por la necesidad.

—Amigo Veleta —le interrumpí— yo conozco, no a uno solo, sino a muchos comunistas y anarquistas como los que usted describe y dice que no ve por ninguna parte. Son comunistas de pies a cabeza, porque sin dejar de hallarse dispuestos a arriesgar la vida, y arriesgándola y perdiéndola muchas veces por sus convicciones, a toda hora se regulan por ellas, a ajustan a ellas sus actos más insignificantes, y hasta sus pensamientos. Nada quieren poseer individualmente; el ejercicio del poder les repugna; la propiedad les enfada, y son tan partidarios de la igualdad, que ni en vestir ni en comer, ni en casa y lecho, se diferencia una línea. Son tan exaltados en sus creencias, que para servirlas mejor renuncian al amor y a la mujer, y andan descalzos…

—¡Bah! —exclamó Veleta—. Adivino quiénes son esos comunistas a que usted alude. Se trata de los frailes… ¿Y no sabe usted por qué los frailes parecen excepción de la regla que afirmó? Porque ésos se muestran comunistas en vida, sin otro fin que ser los más refinados individualistas… después de la muerte. Bajo el supuesto colectivismo, cada cual busca su propio bien, la salvación de su alma, inconfundible con las otras, y la alegría de su cuerpo bienaventurado; una mayor ración de gloria, comparada a precio de la igualdad y la renuncia a toda propiedad y a todo interés mundano… Sí; llámeles usted tontos: conversación. Nadie se inmola diariamente por el bien ajeno. Individualistas prácticos aquí o en el Paraíso… pero siempre individualistas.

No se es comunista más que por fuera, porque no hay teoría económica ni social capaz de suprimir el yo. ¿Quieren ustedes que les cite un hecho que prueba esta terrible verdad en toda su desnudez y su espantosa crudeza? En dos palabras lo cuento.

Conocí íntimamente a un socialista-comunista muy ardoroso, persuadido, de buena fe, y además propagandista. Mil veces había arrostrado la muerte este hombre, y por último, a consecuencia de una de sus algaradas insensatas, echáronle el guante y le empaquetaron para Fernando Póo. Por casualidad iba yo en el mismo barco… Sobrevino una borrasca deshecha; el buque, combatido por el oleaje furioso, amenazaba hundirse, y se echaron al agua los botes.

Uno de ellos, el más chico, estaba atestado de niños y mujeres, y con la excesiva carga se iba a fondo. Ideamos sostenerlo con cables, mientras se pasaba alguna gente al esquife mayor. En aquel momento de vértigo y de confusión indescriptible, el comunista fue el encargado de sostener la cuerda. La agarró con ahínco, y al principio sólo notó un ligero escozor; luego empezó a arderle la palma de la mano como si tuviera en ella ascuas encendidas. Si soltaba, eran perdidos los del botecillo: había que sufrir, que dejarse arrancar la piel y la carne. Pero el dolor crecía, la sensación era tremenda, y el comunista, lanzando un terno, aflojó el cable y vio que el bote, como una piedra, descendía al abismo.

Quedó tristón —¿a qué negarlo?— pero me confesó que si cien veces le arde la mano así, otras cien deja hundirse el bote. Esto es el pan nuestro de cada día. Veinte existencias apenas no pesan lo que un verdadero tormento propio.

Calló Veleta, y todos le imitamos. Y al mirar su rostro repentinamente pálido y contraído, pensé sin querer que él era el comunista deportado, y busqué en la palma de su mano derecha la señal de la llaga.

Puntería

A la mayor parte de los humanos les da que hacer entre los treinta y los cincuenta, y muchas veces más allá, por los abusos a que propende nuestra especie y en que no incurren los animales, eso que nosotros llamamos amor, y los teólogos con otro vocablo más crudo, y acaso menos distante de la verdad.

Sobre esto discutían dos viejos amigos, típicos ejemplares ambos de la estirpe española, que recorrido el camino de una vida de aventuras políticas y militares, y a pesar de singulares condiciones de arrojo, inteligencia y energía, habían visto fallida su ambición, y se consumían de tedio y hasta —¿por qué no decirlo?— algún tanto de envidia, viendo a los de «su tiempo», que no les llegaban a la suela del zapato, en altos puestos.

Uno de los viejos —aún robusto, fuerte y con señales visibles de guapo en otros días— procedía de América, y vencido en los disturbios de una de las jóvenes repúblicas, echado para siempre por el partido triunfante, iba amarilleando su malaventura, más que la de la afección al hígado, diagnosticada por el médico; y al otro, veterano de las guerras civiles y de otras guerras coloniales, donde realizó heroicidades y prodigó su sangre con incomparable gallardía, dijérase que un duende maléfico le estorbaba siempre recoger el lauro y la recompensa, y se atravesaba entre la fortuna y él. Era a los cincuenta y ocho, comandante, y si le preguntasen la causa de no haber avanzado más, acaso le fuese difícil responder. Otro tan bravo como Sebastián Palacios, difícilmente se encuentra, como no habían visto las llanuras y las cordilleras sudamericanas más recio y resuelto jinete que Doroteo Cárdenas, cuyos hechos eran hasta legendarios…; pero legendarios entre los indios; los civilizados pierden fácilmente la memoria.

Y de esto departían los dos veteranos. Lo que hubiese podido ser y no había sido, les volvía a la superficie del alma, como en líquido revuelto, amargo poso. ¿Por qué no estaba Cárdenas presidiendo aquella República, que hoy lozaneaba entre las de América española? Y Palacios, ¿por qué no era ministro de la Guerra o presidente del Consejo, aquí donde han llegado a serlo tantos que…?

—Bueno, amigo —opinó un día Cárdenas, que no había perdido su habla melosa y sus modismos habituales—. Bueno, y dígame: ¿será todo eso culpa únicamente de la suerte? Yo, siendo muy franco, le diré que también tenemos nuestra partecita de responsabilidad personal.

Cuando emitió Cárdenas tal opinión, se encontraban los dos amigos arrellanados en muebles cómodos, de esas butacas inglesas donde se pierde la sensación de tener cuerpo, a fuerza de haber adivinado al tapicero, con precisión científica, las formas que debe revestir un sillón para dar descanso a nuestros huesos molidos. Cárdenas, aunque no archimillonario, era rico, y se daba buena vida de solterón, comiendo en el club o en su casa, bien y fino, a la francesa, con ese anhelo de conforte que acomete, al ocaso de la vida, a los que de jóvenes arrostraron azares y sufrieron privaciones con estoicismo. Y sabedor de que su amigazo Palacios no andaba tan holgado como él, le convidaba, y acompañaba el obsequio con cigarros de primera y licores alquitarados por el tiempo.

Palacios dejó la copita de coñac sobre la mesilla cigüeña, que el criado le había puesto delante con el tántalo abierto y surtido, y dando una chupada al habano, asintió.

—No tenemos parte de culpa, que la tenemos toda… Es decir, la tiene el demonio, que es muy listo y no duerme. Yo lo digo con la frente levantada: en campaña nadie ha cumplido mejor. Pero, después de batido el cobre, de lo demás no me he ocupado. Veía subir a los que tenían menos títulos, y ni siquiera me enteraba. Cometía faltas en el servicio, y ni se me venía a las mientes que estaba dando armas yo mismo para que me postergasen. No me han fusilado, porque no han querido. Si hacía algo bonito, ni se me ocurría que era bueno que se supiese. Yo existía para otra cosa; el resto no lo vivía, lo soñaba. Mi verdadera preocupación —¡si seré tonto!— era el amor… Y creía que lo demás del mundo importase un pitoche.

—¡Me estás contando mi historia!… —aprobó Cárdenas, cuya tez de oro deslucido rojeó con ráfaga de sangre viva al fuego de las memorias atropelladas en acudir—. ¡Si no fuese el amor! ¡Si no fuese el muy condenado…, el pindongo amor, a estas horas era yo dueño de mi país, y me hombreaba con don Porfirio!, ¿lo oye?… ¡Pero es uno necio, amigo! Es uno víctima de una hembra, y se figura que no hay otra cosa sino el calor de un regazo y el mirar de unos ojos, y una risa que enseña una dentadura como nácar mojado de agüilla de mar, ¡cámara! Y se pone uno loco; lo que digo, loco.

—Loco —repitió vehemente Palacios—. No hay cuestión; se trata de una especie de locura, lo mismo que otra cualquiera. No, peor y más furiosa. ¡Los disparates que yo puedo contar!

—¿A que no cuenta ninguno como el que yo le cuente? —desafió mansamente Cárdenas.

—Será difícil que hiciese nada más tonto de lo que hice yo… —declaró Sebastián—. Hubo una mujer que sólo le faltó ponerme albarda, igual que a un jumento… Paja y cebada que me diese a comer, la como…

—¡Bah! ¡Comer! —articuló desdeñosamente Cárdenas—. Va a oír, que esto fue otra cosita… Y no se maraville, y ya sabe que el amor no depende del sujeto que lo inspira; y no me salga con que si era una hembra así y asá, porque ésos son retruécanos, vaciedades… Verá. Me enamoré de una del circo. Si me contento con hacer la mía, todo marcha bien. Niñadas. Lo peor fue que se me llenó la mollera de fantasías. Aquélla y yo éramos los únicos seres que existían aquí abajo. ¿Ve la simpleza? Los otros, figuras y sombras. Y me reía de mis partidarios, y de mis enemigos, y de la guerra, que estaba entonces muy encendida, y ¡hasta pasé por cobarde, porque no consentía apartarme de la capital, donde trabajaba Leona, que le decían así, aunque supe luego que otro era su nombre! Pero a mí me sonaba bien lo de Leona, y lo achacaba a la cabellera… ¡Qué cabellos! Aquello era un sol. No los llamo rubios, sino leonados, verdaderamente; a la luz parecían dorados; en la sombra tenían un tono de pelaje de fiera y chispeaban electricidad. Leona estaba casada. El marido era barrista, y no pude conseguir que dejase su mujer de repetirme que lo quería mucho, y que el tal valía más que yo. Y yo, tan estúpido que le decía a Leona: «Eso es mentira… Tú no quieres sino a mí. Me las compuse para que el marido se largase a Londres, con un encargo del director del circo. Si no se va, creo que le acuchillo. Todo esto se supo, y figúrese las charlas.

»En fin, yo no sabía qué hacer para que Leona se convenciese de mis adoraciones. Dejo aparte los regalos, a un lado el llenarle el circo todos los días de gente que le hiciese ovaciones. No me limité a eso. Llevé a Leona a todas partes conmigo; la paseaba en mi coche, dándole la derecha; nos pusieron motes, nos compusieron coplas; se quejó de que la insultaban, y cometí desafueros y venganzas que me quitaron simpatías y prepararon el advenimiento de mi adversario, el general Fraderne… Y lo comprendía (¡es lo bueno!), y hasta gozaba en estarme perjudicando.

—¡No cabe en cabeza humana! Pero así es… —suspiró Palacios—. Sólo que, por ahora, no veo nada que no hayamos hecho todos…

—Aguarde… Pues es el caso que Leona, entre los números que desempeñaba en el circo, tenía uno que consistía en recortar, con disparos de carabina, la forma de un hombre, adosada a un tablón. Leona, amigo, tiraba mejor que vos y que yo, y que cuantos tiradores hay en España ni en América; puntería más certera no se ha visto. Con todo eso, para colocarse allí sirviendo de blanco…, era necesario tener mucho corazón… o mucha hambre, como el pobre diablo que servía diariamente para el ejercicio, por dos pesos. A nada que se desviase o que temblase la mano, ¡pum!, fusilado, de seguro. ¿Y creerá que un día…; no, para no mentir, fue una noche…, mientras acariciaba su cabellera, que parecía de seda y de llama, todo junto, se me ocurrió decirla: «¡Quisiera ser ese mozo que se coloca ante tu carabina, para que, si te equivocas y pierdes un segundo tu destreza, me viniese la muerte de tu mano! ¡Anda, concédeme este capricho!… Mañana soy yo el que hace contigo “el dibujo de la Muerte…”?

»Era más cuerda que yo, tal vez porque no amaba, y se resistió mucho… Al fin convinimos en que me disfrazaría, y nadie sabría nada, sino nosotros… “¡Y mira —añadí—, si te da gusto matarme…, ya sabes que nunca habré sido más dichoso!”.

»Llegó la hora. Me disfracé lo mejor posible, y me coloqué, sin miedo alguno, lleno de alegría, sobre la placa de madera. Leona ya había cargado su carabina, y me susurró: “Todavía estás a tiempo, Proteo… —me llamaba así—. Mira que haces un desatino…”.

»Contesté con sonrisa radiante. Empezó a dibujar. Dibujó las piernas, el talle, los brazos en cruz, y luego llegó el instante difícil, la cabeza. Señaló mis sienes, mi cuello, y de pronto veo que me apunta, sí, me apunta a la frente… Una sonrisa cruel jugaba en su boca… “¡Quiere matarme!”, pensé.

»¿Y qué pensará que hice? Pues oiga, oiga la zoncera… La eché un beso con la mano, sin mover la cabeza, y exclamé: “¡Gracias!”. Y ella disparó… Y abrí los ojos, que los había cerrado por instinto, y me encontré vivo, chamuscado sólo el pelo… “Te disparé sin bala, y me debes la vida —me dijo aquella misma noche, después de la función—. En cambio, un favor te pido”. “Mi sangre, paloma…”. “No tanto. Que dejes volver a mi marido. Ya te he dicho cuánto le quiero…”. “Más valía que me fusilases…”.

»Al otro día, ¿sabe lo que se repitió en la capital? Pues que sin necesidad de bala, la tiradora había matado al dictador… A la otra semana, el grito de “¡Abajo el loco!”, estalló la revuelta, y tuve que salir a uña de caballo, y anduve guerreando tres años, y luego me vine a Europa, vencido».

—¿Y la tiradora?

—No la vi más. Y es el caso que la olvidé pronto. ¡Si esa calentura durase!

Palacios tiró el cigarro casi apurado, refunfuñando con melancolía:

—Esa calentura es lo mejor que hay. ¡Quién pudiera volverse a aquel tiempo!

Cárdenas repitió:

—¡Quién pudiera!…

Que Vengan Aquí...

En una de esas conversaciones de sobremesa, comparando a las diferentes regiones españolas, en que cada cual defiende y pone por las nubes a su país, al filo de la discusión reconocimos unánimes un hecho significativo: que en Galicia no se han visto nunca gitanos.

—¿Cómo se lo explica usted? —me preguntaron (yo sostenía el pabellón gallego).

—Como explica un hombre de inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y engatusadora… Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su elocuencia Cicerón.

—Se ve que tiene usted por muy listos a sus paisanos.

—Por listísimos. La gente más lista, muy aguda, de España.

Sobrevino una explosión de protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades de su raza.

—Siendo así, ¿en qué consiste —preguntábame— que esa gente de tan superior inteligencia haya tenido tan mala sombra? ¿No es cierto, no lo deploran ustedes mismos, que Galicia se ha visto oscurecida y postergada? ¿Por qué razón Galicia no ha realizado ninguna empresa magna, ni en pro de la nacionalidad, ni aun en su propio beneficio; ni empezó la Reconquista, como Asturias; ni se declaró independiente, como Portugal; ni logró la sabia organización de los fueros, como Vasconia y Navarra; ni fue a dominar el Imperio de Bizancio, como nosotros y los aragoneses; ni vio armarse en sus puertos las carabelas de Colón; ni…?

—Basta —respondí, sonriendo—; con la Historia puede probarse todo. No me faltaría en ese terreno algún argumento; pero admito los de usted y no los discuto. Es más; confieso que a veces me he propuesto a mí misma ese enigma, y sólo para mi uso particular lo he resuelto con una atrevida paradoja. Si no se asustan ustedes de paradojas, allá va…

Segura ya de que no se asustaban, continué así:

—Precisamente por exceso de inteligencia no hicieron los gallegos ninguna de esas cosas estupendas. A los pueblos, la excesiva inteligencia les perjudica. Lo que conviene es una masa de gente limitada, que siga dócilmente a un individuo genial. Cuando la multitud se pasa de lista, y discurre y percibe sutilmente, es dificilísimo guiarla a grandes empresas. La inteligencia ve demasiado el pro y el contra, y las consecuencias posibles de cada acto. La inteligencia mata la iniciativa; la inteligencia disuelve. Si la colectividad tiene pocas ideas y se aferra a ellas con tenacidad suma, hasta con fanatismo cerrado, podría brillar el heroísmo y nacer la epopeya. Reconozcan ustedes que para meterse en las carabelas de Colón; para lanzarse a surcar mares desconocidos, sin ningún fin ni provecho aparente, en medio de cien peligros, con la muerte al ojo…, había que ser… algo bruto. ¡Enseguida atrapan a un gallego en las carabelas de Colón! Con esta raza, dígame usted: ¿qué racha va a sacar el gitano?

—¿De modo que, según usted, los gitanos, en Galicia, no podrían «afanar» nada?

—¡«Afanar»! No les arriendo la ganancia si lo intentasen… Si hay en el gallego un instinto poderoso, es el de la defensa de su propiedad…, y como inmediata consecuencia, el de la «apropiación». Observen al labrador gallego cuando cultiva su heredad lindante con la ajena: a cada golpe de azadón añade una mota de tierra a su finca. El caso más curioso de cuantos he oído, que prueban este instinto de apropiación, es el que me refirieron poco ha. Trátase de un aldeano gallego que se apropió, noten el verbo, no digo robar, porque el robo es contra la ley, y el gallego, a fuer de listo, tiene profundo terror a la antifrástica «Justicia»; que se apropió, repito…, vamos, acierten ustedes lo que se apropiaría.

—¿Una casa? ¿Un hórreo?

—¿Un monte? ¿Un prado? ¿Un manantial?

—¡Bah! ¡Valiente cosa! Eso es el pan nuestro de cada día.

—¿Una mujer? ¿Un chiquillo?

—¡Quia! Nada; si es imposible que ustedes adivinen. Lo que mi héroe, el tío Amaro de Rezois, se apropió bonitamente fue… un toro.

—¿Un toro? Pero ¿un toro bravo? ¿Un toro de verdad?

—De verdad, y de Benjumea, retinto, astifino, de muchas libras y bastantes pies, que debía lidiar y estoquear el famoso diestro Asaúra en la corrida de los festejos de Marineda.

—Pero ¿eso es serio?

—Y tan serio. El episodio ocurrió del modo siguiente…

Todos prestaron redoblada atención, que al fin eran españoles y se trataba de un toro, y yo continué:

—Rezois es un valle muy pobre, a más de tres leguas al oeste de Marineda, entre los escuetos montes de Pedralas y la brava costa de Céltigos. La gente de Rezois, que no puede cultivar trigo, cría ganado en prados de regadío, lo embarca para el mercado de Inglaterra, vende leche y unos quesos gustosos, fresquecillos, y así va sosteniéndose, siempre perseguida por la miseria. Tal vez sea Rezois el punto de Galicia donde se conservan más fielmente el traje regional y las costumbres añejas, y el tío Amaro, con sus sesenta años del pico, ni un solo domingo dejó de lucir el calzón de rizo azul, el «chaleque» de grana, la parda montera y la claveteada porra, que jugaba muy diestramente.

Poseía el tío Amaro dos vacas, las joyas de la parroquia: amarillas, lucias, bondadosas, de anchos ojos negros, finas y apretadas pestañas y sonrosado y húmedo morro. Eran grandes paridoras y lecheras, y el suceso ocurrió en ocasión en que estaban vacías y acababa el tío Amaro de vender los ternerillos, ya criados, a buen precio. Tenía puesto el tío Amaro todo su orgullo en las vacas: y si cuando enfermaba la tía Manuela, legítima esposa del tío Amaro, se tardaba en avisar al engañador y sacacuartos del médico, hasta que el mal decía a voces: «soy de muerte», apenas las «vaquiñas» descabezaban de mala gana la hierba, ya estaba avisado el veterinario, porque, ¡válganos San Antonio milagroso!, los animales no hablan, y sabe Dios si tienen en el cuerpo espetado el cuchillo mientras parecen buenos y sanos…

La noche en que llegaron a Marineda los siete toros destinados a la corrida, uno de los mejores mozos, que atendía por Cantaor, aunque presumo que jamás hizo sino mugir, a la salida del tren se escamó de los cohetes y bombas que, para solemnizar las fiestas, disparaban de continuo, y sin que hubiese medio de evitarlo, tomó las de Villadiego, dejando en la confusión que es de suponer a los encargados de custodiarlo y encerrarlo. Se trató de indagar su paradero, pero ni rastro había quedado de Cantaor, que, como alma que lleva el diablo, iba cruzando sembrados y huertas. Y al amanecer del día siguiente pudiera vérsele descendiendo del monte de las Pedralas al encantador vallecito de Rezois, oasis de verde hierba, que enviaba a los morros abrazados de la res emanaciones deliciosas.

Aunque el sol naciente no había transpuesto el cerro, ya andaba el tío Amaro pastoreando sus vacas por el prado húmedo de rocío. De pronto, sobre la cumbre vio destacarse en el cielo gris la oscura masa de la fiera. El tío Amaro se persignó de asombro al ver un buey tan enorme y tan rollizo. Y Cantaor, ebrio de entusiasmo al divisar las dos lindas vacas, se precipitó al valle, no sin que el labriego, adivinando rápidamente las pecaminosas intenciones del que ya no tenía por buey, tirase de la cuerda y se llevase a las odaliscas hacia el corral, cuya puerta abría sobre el prado. Un vallado de puntiagudas pizarras detuvo al toro, y mientras salvaba el obstáculo, el tío Amaro y las vacas se acogieron a seguro. Sin embargo, el labriego reflexionaba, y se le ocurría la manera de sacar partido de la situación.

Prontamente encerró en el establo a una de las vacas, y, dejando a la otra fuera, se apostó tras la cancilla del corral, como si fuese un burladero. Cuando el toro, ciego de amor, se lanzó dentro, el tío Amaro cabalgó en la pared, saltó al otro lado y trancó exteriormente, con vivacidad, la cancilla.

Lo demás lo adivinarán ustedes. No fue difícil, entreabriendo por dentro la puerta del establo, recoger a la vaca. En cuanto al toro, allí se quedó en el corral, preso y enchiquerado.

El tío Amaro salió aquella misma tarde hacia Marineda, y vendió al empresario el hallazgo del toro nada menos que en cincuenta duros, porque se negaba a descubrir el escondrijo, se quejaba de graves perjuicios en su casa y bienes, y de estos daños el empresario había de responder ante los tribunales.

Y ahí tienen ustedes cómo al tío Amaro de Rezois le valió mil reales el cruzar sus vacas con la casta de Benjumea… ¿Verdad que para la costumbre que hay en Galicia de ver toros y de entender sus mañas, y de lidiarlos, el tío Amaro no anduvo torpe ni medroso?

Rabeno

Habiendo dejado el coche como a un kilómetro de la casa de campo, el doctor siguió su camino, a pie, casi satisfecho de que no llegase la carretera hasta el domicilio del cliente. La mañana de otoño era tan primorosa; el sol brillaba con tal dulzura, con el relucir pálido de un disco de oro acabado de bruñir; el aire tenía una elasticidad tan suave, y los matorrales estaban de tal modo engalanados con la maraña carmesí de las barbas de capuchino, que el paseíllo, lejos de molestar, era un tónico.

«Don Agustín tendrá lo de costumbre —pensaba el médico—. Su ataque de reúma, con las primeras humedades… ¡Pchs!…».

Al meterse en la senda, donde revuelve y se alza el crucero, todo recubierto de viejo liquen de oro, una mocita aldeana, muy joven, salió de una casucha, llevando en la cabeza, en equilibrio, un cesto. El chillido que exhaló al ver al doctor y el esguince de espanto fueron como de acosada alimaña que se ve ya en poder de sus enemigos, y el cesto cayó al suelo aparatosamente. Y como el doctor tratase de socorrer a la chiquilla, la vio, trémula, arrodillarse, alzando las manos.

—Pero ¿qué te pasa, rapaciña? ¡Y es bonita la condenada! ¡Arriba, que no te hago daño, tonta! ¡Válgame Dios, mujer! ¡El cesto era de huevos!

La inmensa tortilla extendíase por el sendero, tiñéndolo, mitad de oro vivo y mitad de mucosidades transparentes. Y, al perder el miedo, la moza se dio a llorar la pérdida.

—¡Ay, ay, ay! ¡Desdichadiña de mí!

—¡Ea —ordenó el doctor, entre divertido e impaciente—, a recoger los que quedaron sanos, y a consolarse!… ¿Adónde ibas tú con esos huevos, mujer?

Perto de don Agustín… Encargómelos la cocinera aiernoche…

—Yo también voy a casa de don Agustín. Soy el médico, que no soy ningún ladrón ni un pillo, ¿entiendes? Y te acompaño. Toma para la pérdida.

Sacó del bolsillo dos pesetas y las puso en la mano pequeña y dura. La rapaza se desató en bendiciones.

—Dios le regale… Viva mil años… De aquí en cien años me dé otras…

Remediado ya el desastre, en salvo los huevos no hechos cisco, en equilibrio el aligerado cesto en la cabeza rubia, el doctor preguntó, chancero:

—¿Y por qué me tenías tanto miedo tú, rapaza?

Tardó bastante la respuesta. Al fin, ante la insistencia del médico, la rapaza confesó:

—Cuidé que era el Rabeno.

—¿El Rabeno? ¿Y eso qué es?, sepamos.

—¡Asús! Es un hombre muy malo, que mata a la gente y le saca los untos.

Una carcajada del doctor no desconcertó a la chiquilla. Ella sabía lo que sabía, y los señores del pueblo no saben nada.

—El Rabeno, sí, señor, el Rabeno… ¡Dios nos ampare! Aún es mejor encontrar la Compaña; porque quien ve la Compaña muere en el año, pero no lo destripan, con perdón; no le abren la barriga, que es una vergüenza para las mociñas nuevas, señor…

Camino adelante, continuó el médico su indagatoria, entre bromas y veras. La rapaza, ahora, había tomado confianza, y se explicaba, en la expansión feliz que sigue al miedo violento, cuando nos convencemos de que es infundado.

—Al Rabeno, señor, lo que es verlo, lo vieron muchas familias, y hasta la pareja de la Guardia, que anda tras él para cogerlo. ¡Ay mi madre! ¿Dice vusté que no tendrá cuerpo el Rabeno? Cuerpo y más alma, como vusté y como yo, dispensando… Y la semana pasada, en Gundariz, perto de Armellas, anduvieron con él a pedradas los chiquillos, que por poco lo matan… De los mozos escapa; pero si encuentra sola a una rapariga…, ¡nos asista San Martiño!

Ya tocado de curiosidad el doctor, amplió en casa de don Agustín aquellas noticias fantásticas.

—¡Pchs! ¿Qué quiere usted que sea el Rabeno? Un pobre loco, que le da por acercarse, con cierto aire conquistador, a las mocitas. Como es tan antigua esa creencia en el maléfico Rabeno, necesitan encarnarla en alguien, y sale un Rabeno cada diez o veinte años.

—¿Y el origen?…

—Para contestarle a usted tendría yo que consultar a mi vez a los demógrafos… Sin datos algunos, pero fijándome en el nombre que le da la credulidad atávica, me figuro que el Rabeno es una nueva encarnación del sátiro pagano, del cual huían las ninfas y las dríadas.

Obligado a almorzar en casa de su cliente, y seducido por un día tan hermoso, quedose el doctor hasta las tres. Bien pasadas, emprendió el regreso hacia la taberna, donde, bajo un alpende, le aguardaba su cochero. Mientras enganchaban, sentose el doctor en un poyo; yo, a la trasera de la taberna, mirando hacia la costa. El mar era extendida tela de un azul puro, refulgente; allá a lo lejos, los montes adquirían tonos de amatista, y los escollos, que otros días tenían un negror sombrío y tétrico, eran, bajo las últimas caricias del sol, de un rojo de caoba, veteado del verde de las vegetaciones marinas. El médico, algo pensador a su modo, se embelesaba con aquel cuadro dulce y apacible, en que la vieja Naturaleza parecía sonreír con bondad a su pobre hijo torturado —el hombre—. Pensaba en la leyenda del Rabeno, en el miedo infantil de la rapaciña. El Rabeno sería de fijo un desdichado que había perdido la razón y vagaba por las aldeas, objeto de burla, de ludibrio, de odio. No tendría casa ni hogar; no encontraría donde dormir, donde tomar en paz una taza de caldo. Sus antecesores, los sátiros, corriendo ágiles con sus patas nervudas, de dura pezuña y brioso jarrete; descansando en frescas grutas y repuestos boscajes, bebiendo de los cristalinos arroyos y tumbándose para la siesta con el vientre bombeado por el hartazgo de bellotas, eran felices; pero hoy el fauno y el semicapro han de poseer su cabaña, cubrirse con ropas nuevas o haraposas, encender su fuego, no cortejar a la hembra sino cuando ella lo permite… Se acabó la vida natural, la violencia del más fuerte, la libre vagancia por la superficie de la tierra madre… Y sentía el médico piedad del Rabeno, piedad inmensa. Su primer cuidado, al otro día, avisar al gobernador, al presidente de la Diputación, para que se recogiese al mísero en una buena celda del asilo, mientras no hubiese lugar en el manicomio provincial, siempre atestado, y para el cual era necesario hacer memoriales. Y se regocijaba de antemano pensando en la buena obra. ¿Cómo tardaba tanto Juan en enganchar aquel dichoso cochecillo?

Comprobó con sorpresa que el cochero no estaba allí ya. Tampoco vio al tabernero ni a su mujer. La taberna, vacía; la puerta de la especie de cobertizo que servía de cuadra, de par en par igualmente. Llamó el doctor, y no respondió nadie. Salió al campo, atónito, por si veía a alguien de los que buscaba. Una especie de clamor confuso le guió en dirección a la costa. Bordeando la escollera, siguió hacia donde se oían las voces, cada vez más distintas. A una curva de la línea de peñascos apareció el grupo de gente. Serían hasta treinta, y sus exclamaciones y maldiciones sonaban horribles, profanando con brutalidad la paz sublime de la tarde hermosísima. Acercándose más, pudo ver el doctor que arrastraban algo, un cuerpo humano, tal vez inerte, semivivo tal vez. Allí estaba el cochero como espectador; allí, el tabernero y su mujer…, no como espectadores, sino como actores furiosos, excitados por su hija, la mozallona, que repetía a todo gritar:

—¡Quísome coger! ¡Agarrome del pelo!

Y los golpes, los denuestos, las injurias, los roncos aullidos de los mozos, que venían siguiendo al Rabeno desde otra parroquia, yéndole a los alcances, como alanos tras de la res, arreciaban; y en vano el doctor, suplicando, mandando, quería intervenir, interponerse para salvar al que acaso no era ya sino un cadáver… ¡En aquel mismo momento, con redoble fiereza, lo lanzaban, desgarrado en los escollos, al mar, tan azul, tan tranquilo!

Y la hija del tabernero, con una especie de histérico chillido, insistía:

—¡Quísome coger ese condenado! ¡Agarrome del pelo!

Racimos

Desde que eran vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales. No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.

La vendimia se señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura más alegre.

Ello no quita para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago; pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.

Porque son de empuje aquellos mocetones riberanos, hechos al laboreo recio, y también amigos del bailoteo y el jarro, de las mozas para requebrarlas y del palo y la navaja para repeler una injuria. Hombres capaces de subir, no diré los cestones colmos de uva, sino los calvos peñascos detenidos como por milagro en su caída inminente a las profundidades del río. Y la fuerza muscular emanaba de sus cuerpos atezados, de sus pies encallecidos, que parecían echar raíces donde se posaban, de sus voces desentonadas y fuertes, de sus manos anchas tendidas siempre hacia la faena.

Con todo eso —era la opinión de Corchudo, el mayordomo— no sería posible aquel choyo de la vendimia sin el mágico efecto del continuo beber sin tasa, sin límite, por cuencos, por ollas, por moyos... Obligación del dueño de las viñas era dárselo a su talante, y aún, por la mañana, añadir la parva de aguardiente al desayuno de pantrigo. Y todo el día, dijérase que otro río de sangre de Cristo corría por las gargantas abajo para transmitir su vigor a las venas y salir hecho secreción viva por los poros abiertos. De satisfacción tenía que ser la cosecha, a fe, para que no la desfalcasen con lo que trasegaban los sedientos perpetuos y no se advirtiese la merma en las cubas, las enormes cubas panzudas, gloria y orgullo de la bodega más renombrada de los términos comarcanos.

A la hora del anochecer, los cantos de las vendimiadoras hacíanse menos gozosos y provocantes de lo que eran durante el día: la queja clásica, regional, descubría el inevitable cansancio de la jornada. Había, sobre todo, una mocita vendimiadora que, al prolongar el alalaa, parecía diluir en el canto un lloro. Y es que todos lo sabían: aquella rapaza, de mala gana acudía a su labor: más le valiera quedarse en casa, al lado de su madre, encarnada y paralítica. Pero si ella no trabajaba, ¿quién las mantenía a las dos? Los racimos no caen del cielo, que piden mucho trabajo. Para comer buenos guisos de carne, el compango de la vendimia, buen bacalao con patatas, hay que menearse. Rosiña venía al jornal todo el año. Sólo que ganaba menos que otra jornalera. El llamarla era casi una caridad.

Y en los días de la vendimia estaban fijos en ella los ojos de sus compañeras y compañeros, sabedores de algo que picaba la curiosidad. Aquella rapaza —contábase— sentía una repugnancia inexplicable que le hacía aborrecer hasta la vista de las uvas; del vino, no digamos. El solo olor de los racimos maduros le causaba contracciones dolorosas en el estómago; la vista de un vaso donde el rico tinto refulgía como granate, la hacía palidecer. Cada moza emitía una opinión sobre esta singularidad.

—¡Bah, bah! ¡Milindres! —sentenciaba una altona, morena, bigotuda.

—Es el mismo mal que tiene que le sale por ahí —opinaban las compasivas.

Una vendimiadora ya vieja, la casera del pazo, que no se desdeñaba de echar mano ella también, emitía un parecer, acaso el más fundado de todos.

—¿Sabedes qué es ese escrupol que le da con el vino a Rosiña? Que el padre era un borrachón y se volvió tolo de la bebida y la quiso matar cuando era de siete años, y a la madre le dio una paliza que la tullió. Por eso no puede ver el vino...

Como la luna colgase ya en el cielo su gran perla redonda, vendimiadores y vendimiadoras se juntaron en la era. Salieron a plaza panderos, triángulos y conchas, y las coplas se enzarzaron, ya amorosas, ya irónicas y retadoras, y dos parejas esbozaron un baile, que bien quisiera ser la ribeirana, pero iba perdiendo su carácter genuino. Una de las improvisadoras al pandero dirigió la flecha de una copla a Rosiña, que, silenciosa y abatida, se había sentado en un poyo de piedra. Versaba la copla sobre las excelencias del vino, y afirmaba que el que no bebe es un pavo soso o una santa mocarda.

Habituada estaba la muchacha a estas pullas; pero sin duda se encontraba exhausta de cansancio y destemplada de nervios, porque rompió en sollozos, limpiándose la cara con el pico del pañolón. Y fue grande la sorpresa de las vendimiadoras cuando vieron que Amaro, uno de los carretones más animosos y robustos, que a cualquiera de ellas le convendría para darle fala, saltó indignado, exclamando:

—¡A ver si vos callades, eia! ¡Tenedes mal curazón pra metervos con quien no se mete con vosotras! Rosiña, ríete. Es invidia que te tienen...

Nadie chistó. ¿Entonces, el Amaro quería a Rosiña, o qué? Nadie se lo había notado; es más, nadie suponía que a Rosiña la pudiese querer nadie. ¡Fea, fea, no sería; pero con aquella color de leche hervida, con aquel cuerpo flaquito..., donde estaban tantas nenas como manzanas, rollizas, sanotas, metidas en carnes! ¡Y, sin embargo, media hora después del incidente, las vendimiadoras no podían dudar qué, en efecto, el carretón buscaba la fala a la mocita. Sentado cerca de ella, le parolaba tan bajo, que entre el estrépito del triángulo y los panderos y el piafar del baile, no se oía lo que le dijese con tal ahínco. Y ella, la mosca muerta, ¡cómo le atendía y le contestaba! No sollozaba ahora, no... Hasta la oyeron reír, por no se sabe qué gracejo de Amaro...

Y era verdad. Por primera vez, la alegría, la juventud, los fermentos del amor calentaban las venas de Rosiña. La luna iba descendiendo y apagándose en el agua sombría del río, cunado el carretón, al lado de la muchacha, se fue con ella sin volver siquiera la cara hacia las otras, que cuchicheaban y reían irónicamente. Amaro le aseguraba a Rosiña que ya, desde tiempo, teniále voluntad. Bien pudiera casarse allá para Nadal, si venía una letra que esperaba del hermano que marchó a las Américas de Buenos Aires y que le iba bien por aquellas tierras y mandaba cuartiños. Rosiña no saldría a trabajar: en casa, a cuidar della. Y el mozo, mientras recorrían la senda demasiado estrecha, de resbaladizas lages, pasaba el brazo alrededor de un talle delicado como un junco, y murmuraba enternecido:

—¡Qué cintura finiña!

Una caricia más atrevida rozó la mejilla de la moza. La boca de Amaro se acercó a la suya, golosa y ávida. Y ella saltó, se echó atrás, como si hubiese pisado una sierpe, en violenta rebelión de sus sentidos y su alma.

—¡Quitaday! ¡Quitaday! ¡Apestas al vino!

El carretón se apartó, atónito... ¡Pues ya se sabe! Rosiña no podía resistir el vino, no lo podía resistir. ¡El vino, la cosa más buena que Dios ha criado en este mundo! ¡Lo que da alma para trabajar, lo que consuela, lo que recrea; el vino tinto del Avieiro, que si los ángeles pudiesen bajarían del cielo a lo catar! Y dejando caer los brazos, como quien ve un imposible alzarse ante él, el mozo dio rápida vuelta en sentido contrario al que llevaban momentos antes Rosiña y él, tan juntos... ¿Cómo no había pensado en eso, corcia? ¡En buena se iba a meter, hom!...

Recompensa

Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.

Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.

Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.

A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.

Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas —a cuya piel se habían adherido hojas de mirto— en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.

Evimio, sentándose en la peña, dando tiempo a que se enjugasen sus pies húmedos, se quejó del peso de los negocios, mostrando fatiga; y Demodeo, inclinando la cabeza y recostándola en la mano, se lamentó de las ansias incesantes de la profesión artística, de la lucha con los envidiosos rivales y los ignorantes censores, de la mezquindad de los atenienses, que sólo construían edificios sin desarrollo para vivir mediocremente, cuando la belleza reclama lo innecesario, lo que se hace sólo por la belleza misma. Evimio, pensativo, aprobaba. También él había notado la cortedad de espíritu de los atenienses, en contraste con la asiática suntuosidad. Si se reuniesen ambas condiciones, el buen gusto de la Hélade y la generosidad de los emperadores persas, se podría realizar algo que fuese asombro del mundo. Y de repente, como iluminado por la chispa de una idea, exclamó:

—Unamos nuestras fuerzas, ilustre Demodeo. Vamos a erigirle un templo a Helios, como no se haya visto ningún templo a ninguna deidad. Ese santuario en que acabamos de depositar nuestras ofrendas, es indigno del Gran Arquero. Edificado cuando no se conocían otras exigencias, en su angosto recinto apenas caben los que a diario vienen a rendir homenaje al hermano de Latona. Yo costearé el templo; no temas hacerlo demasiado espléndido: quiero que sea admiración de las edades. A tu genio confío lo que nos ha de inmortalizar.

Demodeo, transportado, abrazó al negociante, y convinieron en que al siguiente día el arquitecto diese principio a trazar los planos, y sin levantar mano se emprendiese la fábrica.

Antes de un año salían del suelo las primeras hiladas del suntuoso edificio. Rápidamente, que es gran constructor el oro, creció la maravilla. La base de la construcción era el mármol, ese mármol puro y nítido como el arquetipo de la hermosura, trabajado profundamente por el pico y el cincel; un influjo oriental, sin embargo, se revelaba en ciertos detalles ostentosos de ornamentación, en la cámara secreta que había de albergar la estatua de Dios, y que incrustaban y engalanaban metales y piedras preciosas. Alrededor, el artista había desarrollado el sacro jardín, no menos esplendoroso de lo que iba a ser el templo. Grutas, fuentes, cascadas, estanques, a los cuales tributaba agua un inmenso acueducto; bosquecillos, terrazas llenas de flores, reemplazaban a la selva antigua y ofrecían a los devotos el más deleitoso descanso. El pueblo entero de Atenas venía en caravanas a ver adelantar la obra de Demodeo. Se reconocía su gloria; su talento no era discutido ya por nadie. Se empezaba a hablar de erigirle una estatua si muriese. De la munificencia de Evimio se hacían lenguas todos.

Por las tardes, cuando el ruido armonioso del pico se extinguía, y las cuadrillas de esclavos picapedreros se alejaban para descansar en sus lechos duros, Demodeo y Evimio recorrían la obra, se sentaban a ver cómo el sol, el protocreador Helios, entre una gloria inflamada, purpúrea, descendía a reclinarse en el seno de Anfitrite, derramando melancolía majestuosa sobre las cosas y los lugares, y también en los corazones.

—A pesar de tanta grandeza —murmuraba el opulento—, se diría que Apolo no es feliz; hay tristeza en su manera de recogerse, tristeza en su misma radiación triunfal. También nosotros frecuentemente estamos tristes, ahora que nuestro propósito se realiza y vamos a ver terminado el templo. ¿No te parece a ti ¡oh ilustre!, que Apolo nos estará agradecido? Ningún templo así le erigieron hasta el día. La fama de este portento se ha extendido por el Asia, y gente de los más remotos climas se prepara a visitarlo y a respetar el oráculo del Dios, ahora que tiene morada digna.

—Apolo —respondió el arquitecto— nos está agradecido seguramente, y no me sorprendería que se nos apareciese en su olímpica, augusta forma. A veces, en este bosquecillo de rosales, me ha parecido ver un vago nimbo de claridad, y escuchar unos pasos celestiales, ligeros. Quizá mientras nos parece que se duerme sobre la superficie del Ponto, está aquí, detrás de nosotros, y escucha los votos que formulamos.

—En ese caso —dijo Evimio—, yo le pido, como recompensa, un bien que sea el mayor, el verdadero, el soberano bien a que el hombre puede aspirar. Semejante bien, Demodeo, no será la riqueza, puesto que yo la poseo desde hace muchos años, y no por eso dejo de sentir esta inquietud, esta especie de interior desconsuelo, este vago terror a no sé qué desconocidos peligros, que me está poniendo el cabello cano y los ojos mortecinos y como velados por el humo de una hoguera.

—Semejante bien —asintió Demodeo— tampoco será la gloria artística, puesto que yo estoy seguro de haberla conquistado con la erección de un monumento que asombra a los presentes y que durará siglos y, sin embargo, lejos de bañarme en las ondas de oro de la alegría, tengo fiebre como si me hubiese dormido al borde de un pantano, y mi pensamiento, semejante a mosca negra que revolotease alrededor del cuerpo de un guerrero muerto de sus heridas, revolotea siempre alrededor de las cosas trágicas y amargas, embriagándose con su zumo. El Dios, cuya presencia siento, sabrá lo que a título de recompensa nos debe, y nos dará cumplido, colmado, ese bien que le pedimos.

—Sea como dices —respondió Demodeo, estremeciéndose, porque al desaparecer Apolo, su blanca hermana aparecía rasando las olas y un soplo frío había acariciado los pétalos de las rosas y la desnudez de las estatuas.

Poco tiempo después, se dio el templo por terminado. La imagen del Numen sólo esperaba el primer sacrificio que le sería ofrecido, al amanecer, por los dos fundadores. Evimio y Demodeo inmolarían, con sus propias manos, un blanco toro. Acostáronse rendidos de fatiga en la antecámara del santuario, y no tardaron en dormirse. La luna filtraba sus rayos al través de la columnata del peristilo, y el simulacro de Apolo, de oro puro, se erguía gallardo, alzando su divina frente. Demodeo —el de mayor fantasía de los dos durmientes—, creyó ver, al través de las paredes, que el Dios descendía de su pedestal, y regulando su armonioso andar por los sones de la lira que llevaba en la mano, se acercaba airoso, bello hasta la idealidad, al rincón en que dormían los fundadores del templo. Y con ansia invencible, con el impulso de toda su voluntad, clamó hacia la aparición:

—¡La recompensa!

El Dios inclinó la cabeza; sonrió con su sonrisa de luz, que lo ilumina todo; dejó su lira, se desciñó el arco y la aljaba, y con la gracia de movimientos que sólo él posee, envió de costados dos flechas agudas, silenciosas, que pasaron el corazón a los dos amigos.

A la mañana siguiente, la turba de madrugadores devotos, sacerdotes y sacrificadores, los pastores de la Hélade y los pescadores del golfo, vieron atónitos que Demodeo, el insigne arquitecto, y Evimio, el opulentísimo negociante, estaban muertos, bien muertos. La expresión de su cara era como la que da un sueño feliz.


«El Imparcial», 25 de julio de 1908.

Reconciliación

—Yo la aborrecía como el que más —dijo el semifilósofo—, ¡y cuidado que la aborrecen los mortales! Pero se me figura que mi odio revestía un carácter especial de violencia y desprecio. No sólo me parecía horrible, sino antipáticamente ridícula, y me burlaba de sus gestos, del aparato que la rodea, de los versos y artículos que inspira, de las industrias que sostiene, de las carrozas figurando templetes, de los cocheros y lacayos «a la Federica»; de las coronas de siemprevivas y violetas de trapo que parecen roscones; de los pensamientos tamaños como berzas sobre cuyas negras hojas reluce, adherido con goma arábiga, un descomunal lagrimón de vidrio... Groseras representaciones simbólicas, que me inspiraban en vez de respeto, mofadora risa, y que me hacían exclamar al encontrarme por las calles un entierro: «Ahí va la última mascarada. Como «me lleven» así..., soy capaz de resucitar y de dar el disgusto magno a mis herederos.»

Quizá «ella» se enteró de que yo la detestaba tan seria y encarnizadamente. Lo cierto es que una noche, de verano y muy apacible, encontrándome en perfecta salud y sin acordarme para nada de la desagradable acreedora de la Humanidad, como me entretuviese en el jardín respirando el suave aroma de los dondiegos y las madreselvas, y recreándome en la fantástica forma que presta la luna a los árboles y a las lejanías, de pronto vi a la Muerte, a la Muerte en persona, sentada a mi verita, en el mismo banco, y clavando en mí sus profundos ojos de esfinge.

¿Que cómo supe que era la Muerte? ¡Bah! Se la conoce en seguida, ni más ni menos que si la estuviésemos tratando a todas horas. No creáis, sin embargo, que la Muerte se me presentó como suelen pintarla, reducida al estado del mondo esqueleto, armado con una guadaña, sosteniendo un reloj de arena, enseñando los dientes amarillos y entrechocando pavorosamente los huesos. Ésas son fantasías de poetas y pintores. No se necesita reflexionar mucho para comprender que entre lo que llamamos «muerte» y el período en que el cuerpo se convierte en esqueleto pelado media una distancia grande, que sólo salva la imaginación, y que significar la Muerte por medio de una armazón óseo, es como si figurásemos el nacimiento con un poquillo de albúmina o un germen invisible.

La Muerte que se me apareció era una bella mujer con todas sus carnes, mórbidas y frescas aún, si bien descoloridas. A no ser por la palidez intensa de la cara y los brazos, que llevaba descubiertos, la Muerte parecería vivir. Sus pupilas grandes, fijas y dilatadas, miraban de un modo interrogador. Vestía —según pude distinguir a la clara luz de la luna— de una gasa color azul de cielo salpicada de puntitos menudos que relucían como estrellas. Desde que se presentó a mi lado, la templada atmósfera se enfrió, como si soplase una brisa húmeda y glacial.

Al pronto no me atreví a interrogarla. Estoy seguro de que a ti, lector, te sucedería lo mismo: la Muerte, vista de cerca, por más que se adorne, y componga, siempre infundirá una miaja de respeto..., es decir, de asco. Y advirtiendo ella lo que me sucedía, se adelantó a hablarme con voz sumamente dulce, insinuante y melodiosa, que suscitaba el presentimiento o el recuerdo del sonido delicadísimo de una flauta de plata.

—He venido —dijo blandamente— a que hagamos las paces. No me avengo a que todos me miren con repugnancia y a que sea mi nombre un espantajo. ¡Qué injusticia! De venir al mundo deberían espantarse los hombres; pero... ¿de salir de él? Y mira, será chiquillada: lo que más me duele es que me llamen fea. Dime sinceramente: ¿soy fea yo? ¿No es mucho más feo al nacer; no es más prosaico, más doloroso, más sucio, más difícil, hasta más ridículo? Piensa cómo se nace y cómo se muere, y manifiéstame tu opinión. Muertes bellas, heroicas, grandiosas, recordarás infinitas; nacimiento heroico no sé de ninguno. El hombre, cuando nace, sólo afirma su existencia orgánica. Al morir, en cambio, ¡cuántas cosas grandes se han afirmado generosamente: ideas altas y nobles, santas creencias, sentimientos ardientes y profundos! ¿No es cierto que hay vidas que no tienen más valor ni más significación que la que yo vengo a prestarles en un momento supremo? Hubo hombres —a centenares— que sólo viven porque murieron bien.

—Estoy enterado —contesté de mala gana—. Un bel morir... como dijo no sé quién... Y a fe que no soy el único que ignora quién dijo esa sobada frase. Tu tienes razón, hermana Muerte; pero, mira, no lo podemos remediar; no nos haces gracia. Desde que estás ahí, ¡por ejemplo!, siento frío y se me ha encogido el corazón.

—Sin embargo, apostaré a que me vas encontrando menos fea, y, sobre todo, ya no te parezco risible. Estoy segura de llegar a agradarte, a conquistarte, si me sigues tratando. ¡Quién sabe! ¡Podrás amarme quizá! En eso me diferencio también de la Vida. A ésta se la recibe con alegría y alborozo; se espera de ella todo lo bueno, todo lo apetecible, las cosas más bonitas y seductoras... Y pregúntale a tus semejantes, pregúntate a ti mismo, si la insolente ladrona desuellacaras cumple lo que prometió. ¡Pregunta, sí, si alguien queda satisfecho de ella, si hay quien no la maldiga, si hay quien, después de arrancarle la máscara, se aviene a recibirla de nuevo con su secuela de dolores, berrinches y aburrimiento intolerable! En cambio, ¿quién se queja de mí? ¡Observa cómo los que yo me llevo dejan traslucir en sus facciones inexplicable alivio, expresión de conformidad, de sosiego dulce y plácido! Es que yo les colmo a todos las medidas. Doy a cada cual lo que soñó.

—Eres una elocuente abogada —respondí a la Muerte procurando desviarme de ella con disimulo—, y casi me vas persuadiendo; sin embargo, hay en ti algo difícil de soportar, y es eso de que no sepamos adónde nos conduces.

—¿Será a sitios peores que la Tierra?

—Imposible —respondí con gran fe.

—La palabra que acabas de pronunciar es la condena de la vida —respondió la mujer pálida, fascinándome con sus enigmáticos ojos y atrayéndome como atrae lo desconocido, hasta tal punto que, involuntariamente, me acerqué a ella; y notándolo, me sonrió, y me pasó por la cara unas flores marchitas que olían a cera y a incienso. Al respirarlas, empecé a sentir que la Muerte es una sirena.

—Lo que no te perdono —exclamé reaccionando— es tu maldad, tu impía y cruel acción de llevarte a los que amamos. Comprendo que si me llevas no resistiré ni protestaré; pero, ¡ay de ti si te acercas a los seres preferidos! ¿Cómo no quieres que te maldigan los que te ven llegar tranquila e inevitable, cuchillo en mano, para separarle el corazón en dos mitades, llevarte la una y dejar la otra aquí llorando gotas de sangre y hiel? Vamos, Muerte, ahora sí que no tienes nada que alegar en tu defensa. Jamás nos reconciliaremos contigo si tocas a un pelo de la cabeza sagrada. Por eso te llamamos tirana y odiosa; por eso tu aspecto nos crispa y nos indigna, y nunca nos habituaremos a ti, maldición de Dios que pesa sobre nosotros.

La mujer del rostro pálido permaneció algún tiempo callada, sin contestar a mi invectiva. Al fin, lentamente, puso mano de hielo en mi hombro y dijo con acento que penetraba hasta las últimas capas del cerebro:

—Es cierto que separo a los que se aman, que desanudo los brazos, que aíslo las bocas, que pongo entre los cuerpos la valla de bronce del sepulcro, que traigo al espíritu la indiferencia, a la memoria el sopor, que me río irónicamente de los juramentos en que se invocó la eternidad, y que el llanto no me apiada, ni el dolor me importa... Pero ¡en cambio!...

—En cambio..., ¿qué? No hay beneficio que tanto daño pueda compensar.

—Sí lo hay. En cambio..., ¡óyeme bien!... Soy la vengadora segura, infalible, que nunca falta. Tarde o temprano cumplo los sacrílegos deseos y entrego al enemigo la cabeza del enemigo.

Y pasó por la faz de mármol de la muerte una vaga sonrisa de complicidad con la pasión, pasión que en aquel momento sentí con rubor que me subyugaba. Reconciliado enteramente con el espectro, le tendí los brazos en un transporte de rencor satisfactorio y de feroz alegría... Y no tuve tiempo de avergonzarme y arrepentirme de este anticristiano impulso, porque la Muerte había desaparecido y sólo quedaba a mi alrededor el silencio, el olor de las madreselvas, la luna convirtiendo en lago sin límites las lejanías y los términos del valle, y la majestad tranquila de la inmortal Naturaleza.


«El Imparcial», 11 febrero 1895.

Reconciliados

Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.

Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.

Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...

¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?

Saqué la verdad, como se saca de la tierra un objeto que escondió un culpable porque probaría su delito, de las inconexas explicaciones del viejo Avelaniera, que, un tanto comprometido por aquel suceso, y temeroso de que la justicia se metiese «en lo que no le importaba», no tenía ganas de soltar mucho la lengua. Pero sabía yo un medio infalible de que el curandero la soltase, y aún más de la cuenta, si a mano venía. Era este remedio eficaz una botella de aguardiente del Rivero, de esas que parece que tiene aceite cuando llevan en la bodega algunos años. En cuanto se hubo echado por el embudo de la garganta un par de copas de aquel néctar peligroso, Avelaneira empezó a divagar unas miajas, y, últimamente, a espontanearse, sacando yo por el hilo de su alegría aguardentosa la realidad de un hecho que a los diez días estaría olvidado por su mismo misterio. El aldeano trata de no hablar de lo que puede acarrearle alguna desazón con alguien. Y no hablando de las cosas, se borran, como si no hubiesen sucedido jamás.

Ahora bien: tío Roque de Manteiga y tío Selmo de Vieites poseían tierras lindantes, que cultivaban con sus propias manos. Estaba deslindada la propiedad de cada uno cien veces y escrupulosamente, mata por mata y terrón por terrón; pero existía un arrecuncho, un retal de terreno, mal deslindado y que habían pleiteado ya en el Juzgado, camino de la Audiencia. Lo fatal de aquel rinconcete, que, según la gráfica frase del Avelaneiro, era «grande como una sepultura», consistía en que, a favor de la pretensión de poseerlo, cada uno quería aumentarlo, y tomaba pretexto del litigio para roerle al otro, al margen, unas raspillas de esa tierra, para el aldeano más preciada que el oro. Mil veces ya se habían encontrado frente a frente los dos viejos, puesto el pie sobre lo que cada uno de ellos creía su propiedad, y se miraron con ardientes ojos de codicia, saludándose entre encías, pues dientes no les quedaban. Las manos sarmentosas se estremecían empuñando el mango del azadón, y la cólera les hacía babear, aunque por el buen parecer murmurasen:

—Santos y buenos días nos dé Dios.

—Muy santos y buenos.

La discusión nacía en seguida, agria y empeñada.

Roque, el ganancioso del pleito en el Juzgado, había puesto patatas en el terreno que ya, según la ley, era suyo; y, por la mañana, encontraba que una mano aviesa se las había desenterrado todas, una por una.

—¡Si supiese yo quién fue el capón, el carina, que me desenterró mis patatas... malia para él! —rezongaba, cerrando el puño.

Y el capón estaba allí, a dos pasos, hipócritamente ocupado en cavar su heredad de maíz.

A la noche, poco después, la venganza no se hizo esperar mucho: apenas nacido el maíz, cuando era una tiernecita planta, poco más alta que una hierba, por la noche una mano airada los arrancó todos. Y fue el tío Selmo el que, jurando como un demonio, cerró los puños en dirección de la casa de su enemigo, que aquel día, con un disimulo revelador, no había querido venir a trabajar, haciéndose el enfermo y gimiendo mucho. Era, en parte, verdad cuanto de sus achaques y dolencias dijéranse los dos vejestorios, pues estaban ambos bastante averiados: el uno, no cumpliendo los sesenta y ocho; el otro, con los setenta a cuestas; pero sólo el anhelo de lucro, ese lucro tan humilde de la tierra labradía, bastara a moverlos, a apasionarlos de tal modo, que sus cuerpos usados y tomados de orín por la edad y las fatigas parecían recobrar un vigor juvenil cuando manejaban el sacho o, empeñados en no interrumpir sus amores con la tierra morena, la amada de toda su vida, y en fecundarla una vez más. ¿Y por qué tenían tanto afán de hacer producir a la tierra aquellos dos carcamales? Ni uno ni otro eran lo que en la aldea se dice pobres. El tío Roque era viudo y no tenía más familia que una sobrina, sirviente en Marineda. El tío Selmo había mandado a América dos hijos ya hombres, y desde allá le remitían a veces una letrita, con la cual compraba otro retazo de tierra, alguna heredad pequeña, un cacho de monte, un manchón de castaños. Poseer, poseer: he ahí el empeño loco de ambos ancianitos. Y todo lo que poseían les importaba menos que aquel retal grande como una tumba, que se disputaban con furor. Por ganar el pedazo hubiesen sacrificado con gusto el resto de lo que tenían, aun cuando luego hubiesen de mendigar por los caminos o pedir un jornal, que ya no les daría nadie.

No era ya el pedazo; era su honra, era su dignidad, era su amor propio, era, sobre todo, su odio insatisfecho lo que en ellos se lanzaba con la fuerza que adquieren en la vejez las manías, y les decía en sueños y despiertos que esto no se quedara así, que ya había alguien que tenía que pagarlas todas juntas... Caía la tarde del día de San Juan, cuando se rompieron las hostilidades ya a mano armada. Exasperado por la arrancadura de su maíz nuevo, el tío Selmo se emboscó al paso del tío Roque y le disparó un croyo, una piedra perlada y lisa, con filo, como una antigua hacha de sílex. Apuntaba el viejo a la cabeza; pero su mano caduca erró la puntería, y la peladilla fue a dar en el brazo. Al agudo dolor, Roque cayó en tierra, gimiente. Pensando haberle dado un buen golpe, huyó el agresor cuan ligero pudo. Al otro día, en virtud de unas fricciones de ruda, aceite y romero cocido que el curandero le administró, salió a su heredad el lesionado, sin mal de ninguna clase. Allí estaba ya Selmo trabajando el pedazo maldito, echando en él no se sabé qué simiente... La sangre, aún no helada, de Roque, dio una vuelta.

—Si no se va... largo...

La amenaza la acentuaba el movimiento de alzar la horquilla de puntas de hierro, que había sacado, no sabemos si para traer un haz de árgoma, o si para llevar arma defensiva y ofensiva. Selmo, por su parte, requirió la azada, reluciente por el uso. Avanzaron los dos, en vez de retirarse con prudencia, y sus labios sumidos murmuraban juramentos atroces, blasfemias bárbaras. Las piernas les temblaban a los dos; pero ni uno ni otro querían que se les notase la flaqueza, y suponían que jurando iban a parecer más fuertes, más recios. Al aproximarse, Selmo sacudió el primer golpe, un débil azadonazo, en el hombro de Roque. Este se hizo atrás, pero no sin esgrimir su horquilla, dirigiéndola contra el pecho del enemigo. Fue a clavarse en el estómago. Las puntas aguzadas penetraron en la carne. Aulló el herido, maldiciendo. Roque acababa de caer, arrastrado por la propia fuerza con que había querido asestar el golpe, consumiendo en tal arranque cuanto le restaba de energía. Y, al verle en tierra, el otro recogió del suelo su azada, y ya esta vez fue certero. La cabeza sonó como una olla que se parte. Luego, un azadonazo vigoroso quebró huesos y costillas...

Ambos contendientes, arrastrándose, se retiraron a su casa, mal como pudieron. Denuncia a la Justicia, no la hubo. El aldeano pleitea por la propiedad; por la vida, rarísima vez acude a los jueces. Ni aun al médico. Fue el bueno de Avelaneiras el que los vio a los dos. El del horquillazo en el estómago no conservaba la comida; la herida era poca cosa, pero el órgano se negó a funcionar, y ya se sabe lo que es esto para un viejo. El del azadonazo en los sesos, saltó a fiebre y delirio, y a coma mortal. Y el mismo día los depositaron en un espacio de terruño igual en dimensiones al que pleiteaban, pero donde, al menos, estuvieron en paz. No discutieron, no se agredieron, no se dijeron malas y feas palabras de denostación. Y las flores que después crecieron allí no hicieron diferencia entre los dos hombres que se odiaron.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 18, 1914.

Reina

No se recordaba, en la «histórica urbe» de Alcazargazul, acontecimiento igual, por lo menos desde que cesaron de ocuparla los moros y la conquistó el buen Alvar Mojino de los Mojinos, asaltando la muralla con sus hombres, cual banda de gatos monteses que trepan a un peñasco con las uñas.

Justamente, en conmemoración de tal acontecimiento (aunque en apariencia no existiese íntima relación entre ambas cosas) pensaron varios alcazargazuleños entusiastas en que se celebrasen unos Juegos florales, verdaderamente solemnes. Una comisión constituida al efecto, y de que formaban parte todas las «fuerzas vivas», trabajó lo increíble, revolvió Roma con Santiago, y consiguió (no dando paz a diputados y senadores de la región) una subvencioncilla y varios premios, con la consiguiente designación de temas.

También jugaron influencias para que «mantuviese» el certamen el célebre orador don Propicio Meloso, el cual arañó un poco en Lafuente y Mariana, se empapó en las leyendas y fastos de Alcazargazul, y, llegado el momento de dejar fluir su elocuencia, hizo un relato de la proeza de Alvar Mojino, que ni que la hubiese estado presenciando la víspera. Enorme resonancia alcanzaron los Juegos florales, porque otro acierto de la Comisión fue señalar para la celebración de los Juegos, no el día en que se cumplían siglos de la hazaña, sino el mismo en que tradicionalmente se verifica la feria de Alcazargazul. Un arqueólogo de la localidad, don Senén Morquecho, los insultó en varios artículos de un periodiquito por esta libertad que con la historia se tomaban; pero el resto de la Prensa regional declaró que el tal don Senén era un majadero (como si esto no se supiese desde años hacía).

El mayor aliciente, sin embargo, de los Juegos, y la más feliz ocurrencia de la Comisión, consistió en disponer que presidiese el certamen, lo mismo que en tiempos de Clemencia Laura, una Corte de Amor, compuesta de una Reina, seis damas y siete pajecillos. Al difundirse la noticia de tan romántica novedad —entonces lo era—, las posadas de Alcazargazul cobraron desde varios días antes de la solemnidad cinco duros diarios por tabucos indecentes, camastros con chinches, y asados de carnero.

No había sido tarea fácil la de reunir la Corte, porque al principio las familias distinguidas de Alcazargazul y sus contornos se negaban a que sus hijas saliesen al tablado «lo mismo que cómicas». Hubo que tocar resortes, hasta políticos y religiosos, para convencer a aquella gente atrasada. Y hubo también que transigir unas miajas en lo de la belleza. No fueron precisamente las más hermosas las que, engalanadas, se agruparon alrededor del trono. En cambio, la Reina, la hija del cacique liberal, era casualmente la muchacha más reputada de bonita en el pueblo y sus alrededores.

Requerido por el diputado, a quien interesaba el lucimiento de los festejos, el cacique no había tenido remedio sino acceder, un tanto a rastras, a la exhibición de su hija, y a encargar a Madrid un suntuoso traje blanco elegido por la madre del diputado, y con el cual Mari–Virginia, tal era el nombre de la Reina, lo parecía en efecto cuando ocupó el trono de sedas, flores y ramaje que le estaba destinado.

Iba Mari–Virginia pálida de emoción; pero el color de su cara se convirtió en rosa vivísima cuando estallaron los aplausos provocados por su presencia, cuando el rumor de la multitud subió a ella incensándola, cuando el diputado, el joven duque de la Morería, cual si nunca la hubiese visto antes, la envolvió en una ojeada que de puro admirativa tenía algo de insolente, y cuando el mantenedor, en un párrafo hecho a torno, declaró que en ella estaba representado todo el hechizo de la mujer de aquella comarca, de árabes ojos de gacela y talle de cimbreante lirio. Hubiese sorprendido mucho a la concurrencia y al orador quien les dijese que los lirios no se cimbrean más ni menos que otra planta.

Sin entrar en este género de análisis, Mari–Virginia sentía como si en su corazón derramasen un vino añejo y que embriaga dulcemente, con dorada embriaguez. Era una muchacha honesta, que se había pasado los cinco años que separan los quince de los veinte cosiendo, sentada en el patio de su casa, en conversación alegre con las sirvientas y las vecinas, comentando el gorjear del jilguero favorito y las gracias del hermanillo pequeño. Nunca se le había ocurrido pensar que los moros, en otro tiempo, lavaron su ropa en aquel riachuelo mismo que corría al pie del huerto de su casa. No sospechaba siquiera que hubiese habido un Alvar Mojino que realizó valentías, y menos que, en virtud de tal suceso, ella hubiese de subir al trono. ¡Reina! Enfáticamente pronunciaban la palabra las mozas del servicio, las comadres de la barriada y las amigas y los parientes viejos. ¡Reina, reina de la belleza! ¡Ella, Mari–Virginia Rosón! Pero ¡qué cosas suceden! ¡Quién lo pensara!

Entre las felicitaciones, venían los augurios. Ahora tenía que suceder: se casaría lo menos con un príncipe. Vamos, un príncipe no, porque nunca se han visto en Alcazargazul…, pero un señor de lo más alto, un señor que se la llevaría a Madrid, para que se les cayesen de envidia los ojos a todas las señoronas de por allá… Una o dos gitanas cobrizas, con peinas azules en el moño negro y aceitado, acudieron a «isí la buenaventura» a la «zeñita», vaticinándola lo propio: un casamiento que daría que «jablá» para seis años. Y Mari–Virginia subía a su trono con ilusiones de verdadera reinecita adorada, con esperanzas indefinidas de algo supremo, incomparable, que la tenía que suceder, y con alas en los hombros, alas invisibles, de plata y azul, como las de los angelines que cercan el trono de la Patrona de Alcazargazul, Nuestra Señora del Triunfo…

La noche que siguió al certamen, después del baile del Casino, la muchacha no pudo dormir. La desveló dulce fiebre. No cesaba de oír voces que la llamaban «reina, reina de la hermosura», y entre ellas, la del duque de la Morería, baja, timbrada, al parecer, por un sentimiento de amor, que murmuraba a su oído mil frases de sentido equívoco, interpretables en el más halagüeño. Tres veces el joven diputado bailó con la reinecita, y otras tantas la gente aplaudió, hasta que los socios del Casino, cogiendo las flores que adornaban las consolas, las habían arrojado a los pies de la pareja, a pesar de que el secretario de la Sociedad repetía, vigilante:

—Hombre, no hasé tonterías, que van a resbalá…

A la mañana siguiente hubo jira con almuerzo en honor de don Propicio, pero continuó la Reina siendo el gran atractivo de la función. Por la tarde, don Propicio salió en el tren, y con él partieron el joven duque y el poeta premiado con la flor natural, que era un canónigo de Plasencia. Mucha gente se marchó ya aquella tarde: el pueblo se quedó «sordo», al decir de las vecinas. Mari–Virginia, desde aquel punto, no concurrió a los festejos, que aún languidecieron media semana. Al despedirse, el joven duque había ofrecido escribir desde Madrid, adonde le llamaban asuntos urgentísimos.

La crónica refiere que no escribió. No tenía afición al género epistolar. En Alcazargazul todavía por espacio de un año llamaron «Reina» a la linda hija de Rosón. La Reina practicaba un retraimiento que empezaron las gentes a definir como orgullo. Y, mortificadas, suprimieron lo de Reina y la nombraron como antes, familiarmente, Mari–Virginia.

No salía nunca. No quería ver a nadie. Mañana y tarde, silenciosa, cosía en su jardín, con la cara hermética, los ojos árabes perdidos a veces en las lejanías, cual si todo lo bueno que esperase tuviese que venir de gran distancia. El rumor del riachuelo y de la fuente rimaba sus horas con una melancolía musical. El hermanito chico y los jilgueros gorjeadores la eran indiferentes. A decir verdad, la era indiferente todo, menos lo que pasaba en su interior. Y en su interior pasaba siempre lo mismo. A los acordes de una marcha misteriosamente solemne, subía unas gradas mullidas de alfombra, y ocupaba un trono de damasco, ramaje y flores. Y la multitud, electrizada, gritaba, como si aclamase: «¡Viva la Reina!».

Dos o tres de los mejores partidos de la provincia, muchachos de algún porvenir, de hacienda suficiente, se presentaron a solicitar la mano de Mari–Virginia. El padre incitaba a la hija a casarse; deseaba tener en su yerno un lugarteniente para su política mezquina de campanario, y, además, las mocitas, llegadas a los veinte y pico, mejor que se establezcan; pero Mari Virginia rehusaba tenazmente. Y rehusando siguió, y los años transcurrieron, y el padre se fue de este mundo, y el hermano concluyó la carrera y se casó, y Mari–Virginia, solita en su casa del huerto, siguió cosiendo y mirando hacia lo lejos, sin esperar ya concretamente nada bueno, pero negándose a aceptar lo que pudiese venir, porque no quería dejar de ser «Reina».

No estaba triste; sólo estaba muda, cerrada, como los sepulcros. Y duró esta situación hasta que, por azares de la politiquilla local, el duque de la Morería, ya casado, protegió otros Juegos florales y fue nombrada otra Reina joven. Aquel día, Mari–Virginia se acostó quejándose de un dolor que la molestaba, no sabía dónde; acaso dentro; en el alma quizás. Anduvo enfermiza varios meses, y luego dio en frecuentar la iglesia. Y los que la ven pasar, todas las mañanas, cubierta la cabeza con el velillo, se dicen al oído:

—Pues no crea usted, fue la mujé má bonita de Alcasagasú… Como que ha sío la primé Reina de los Juegos florales…

Remordimiento

Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna —caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche— había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde —poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio— era un viejo rico, y su casa —desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros— modelo de pulcritud y orden elegante.

Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la historia íntima del terrible traga corazones, por quien habitaba un manicomio una duquesa, y una infanta de España habían estado a punto de echar a rodar el infantazgo y cuanto echar a rodar se puede. Si no supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un poeta, de un artista de uno de esos hombres que fascinan porque su acción dominadora no se limita a la materia, sino que subyuga la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las del Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época del famoso viaje a Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en mármol, mejillas viriles, pues las redondas son de mujer o niño; aquel cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva cabeza… todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y a la vez el cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, algo recogida como de gimnasta, la robustez de acero del hombre a quien los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para restar los estragos de la vejez y reconstruir a las personas tal cual fueron en sus mejores años.

Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y a veces me refería lances de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba para mí: «¿Será posible que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de abnegación, una obra de caridad?»

Un día me resolví a preguntárselo directamente.

—Porque al fin —le dije—, en las batallas que usted solía ganar haya muertos y heridos; solo que, como en las heridas de estilete, la hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno de vergüenza!

—¡Bah! No lo crea usted —respondía el Don Juan sin alterarse en lo más mínimo—. En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas. ¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más o menos justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por instantes a desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente le ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada…

Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde añadió:

—A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo un remordimiento…

Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda, habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:

—Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco después, se cayó de un caballo y no sobrevivió a la caída. Quedó una niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustaban los chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos angélicas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia. y me acuerdo que hasta sufrió un síncope porque le di un beso paternal… Paternal (se lo afirmo a usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca a personas mayores…

Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad… La muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré a usted su retrato, y me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca vi mujer que más traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior a su albedrío, lejos de huirme me seguía y buscaba incesantemente, y se leía en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones que era tan mía, tan mía, que podía yo marcarle en la frente la ese y el clavo. Mi edad era entonces la de las pasiones violentas; tenía treinta y ocho años… ; pero ¡así y todo!…

—¿No se resolvió usted a coger la pavía?

—No era pavía, como usted verá —respondió el calaverón, frunciendo las cejas—. Lo que puedo decir a usted es que al comprender la realidad, huí de mi sobrina, viajé, y estuve ausente más de un año y al ver a mi regreso a la niña enferma de pasión y amartelada como nunca le hablé lo mismo que un padre, le pinté mi vida, y mi condición, y hasta mis vicios…

—Leña al fuego— interrumpí.

—¡Leña al fuego, sí, tal vez!… En fin; le dije redondamente que estaba resuelto a no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia…

—¿Y ella?

—Ella… Ella… , después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y más temblorosa que una sentenciada… . acabó por decirme que… , soltero o casado, malo o bueno, rico o pobre…

—¡Comprendo!…

—Bien; pues yo… , no solo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué marido, joven, guapo, bueno… , y con todo mi ascendiente, con mi mandato, lo hice aceptar…

¡Ya me parecía! —exclamé entusiasmado—. Una acción generosa, bonita! ¡Si no podía menos!

—Una acción detestable —repuso el vizconde cuyos labios temblaron ligeramente—. Así que se casó mi sobrina, se me cayeron a mi las escamas de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella… Y la busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan perseverante, que me di por vencido, y me salieron las primeras canas…

—Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted eligió…

—Tan bien… —añadió el Don Juan sombriamente—, que a los seis meses mi sobrina enfermó de pasión de ánimo, y a los diez, en la agonía, me llamó para despedirse de mí y decirme al oído que… . ¡como siempre!

Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzada por su frente olímpica.

—Ahí tiene usted —murmuró después de una pausa— mi remordimiento. Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir a nadie al sendero del deber y de la virtud.

Responsable

—Mira por todo, tú me entiendes —repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas—, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!

El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:

—¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!

¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.

Los demás chiquillos de la aldea le hacían burla, porque ni quería salir al camino real a mendigar la perriña, ni a los huertos a robar manzanas, ni al viñedo a hurtar racimos, ni a los corrales ajenos a cazar huevos, echándole la culpa al zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, un señor muy majo, de tropa, como el que estaba retratado en el Ayuntamiento de Castro Real, con patillas y cruces... Fantaseaba que su padre habría vivido largo tiempo con su madre; que le habría tenido en brazos a él, Cirilo, muchas veces... Después, ¡sabe Dios!, se habría ido a América, o a servir al rey, de general... Desvanecerían sus ilusiones si le contasen la verdad, aquella casual distracción de un señorito a la vuelta de la caza, distracción de la cual ya no hacían memoria ni el seductor ni la víctima. Como que Cirilo daba por seguro que su padre, allá por donde anduviese, se añoraba de él con frecuencia, y se prometía venir el día menos pensado a recogerle, a llevarle consigo y a vestirle un uniforme militar, con muchos galones... ¡Así tenía que ser! Y el mirar de los grandes ojos negros del adolescente se perdía a lo lejos, en los montizuelos color de violeta que limitaban la cañada, en el trozo de ría de un azul hialino que se extendía más allá del castañar. Por allí llegaría su padre, a la hora crítica en que él más descuidado estuviese...

Un momento, hasta que se perdió la figura de su madre, cargada con la cesta, en la revuelta del camino, Cirilo permaneció pensativo, inmóvil, rumiando las palabras de la Sabidora. Después, precipitadamente volvió a entrar en la pobre casa; había oído llorar a una de las criaturas, Gustiña —Justa—, que era el mismo pecado, y de fijo habría hecho alguna maldad. Y, en efecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir al hogar, y aterrada de tener tan cerca la lumbre, de oír el glu del pote, sin acertar a retroceder, se desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, en camisa rota, de pie, miraba a la menor, absorto, metiéndose el pulgar en la boca rosada y sucia. Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbre y corrió a ordeñar la vaca, para dar a los chicos buenas sopas de leche con pan de maíz desmigajado. Estos menesteres piden tiempo. Así que atracó de sopas a los rapaces y los vio con el vientre tenso, redondo, los arrulló, los acostó juntos sobre un lecho de poma, hojas de maíz seco, con las cuales rellenan en el país los jergones. Aguardó impaciente hasta que la respiración igual y dulce de las criaturas le indicó que por una hora, al menos, no necesitaban vigilancia; rebañó el puchero de las sopas, y despacio, hundidas las manos, a falta de bolsillos, en la cintura del astroso pantalón, se metió por los sembrados hacia el hórreo de la señora Eufemia, detrás del cual se extiende la linde del bosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda de los castaños centenarios, las vigas magníficas que se yerguen a alturas de muchos metros, sobre el musgo enjuto y velloso y la delicada hierbecilla anémica que crece al sombrizo del follaje, Cirilo se tiende para continuar soñando... Su padre llega; viene jinete en un potro fiero, arrogante, haciendo corvetas y manejando un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y le aúpa al mismo caballo, y allí le aprieta contra su pecho, y le incrusta en la carne los bordados del gran uniforme, el metal de las condecoraciones... Cirilo, herido, magullado, venturoso, suspira y se despierta... Porque realmente era que se había dormido agobiado por el calor, y al abrir los ojos, la conciencia de su responsabilidad le alarma y le hace saltar, salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo, el seto... Mal despabilado aún, se frotaba los párpados... ¿Qué era lo que le nublaba la vista? Tardó unos segundos en comprender...

«¡Humo! pensó, al fin—. ¡Humo! ¿De dónde sale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humo sale de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!»

Aquello no era correr, era galopar. Los talones de Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca, abierta, llena de un torbellino de aire, no podía formar sonidos ni gritar el ¡socorro! ¡socorro!, que le subía a los labios. En su cerebro no había ideas, sólo el retemblido, el zumbido sordo de una enorme masa próxima a desprenderse y envolverlo todo en su caída... Según se aproximaba a la casuca, entre la humareda densa y creciente, distinguía el rojo de la llama, la lengua vibrátil que salía de las fauces de sombra. Tan disparado iba el niño, que, para detenerse en seco ante la puerta, necesitó sentir que se asfixiaba con el humazo...

Un instante vaciló. La casa ardía rápidamente; sola, abandonada, tranquila, ni un alma había acudido; alrededor no existían vecinos, y como en la canícula suelen inflamarse pajares y rastrojos, la gente de los contornos no se preocupaba de humaredas. Dentro estaban las criaturas, las que, sin duda, despertándose y jugando tercamente con los tizones, habrían prendido el incendio... Se quemarían allí, como dos pichoncitos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilo comprendía también que si entraba era para ganarse la muerte. Un sudor frío humedeció sus sienes, en donde latía la sangre, agitada por la carrera loca. ¡Perecer achicharrado! Al fin, los cativos ya estarían muertos; su llanto no se oía... El muchacho retrocedió.

«Quedas responsable, Cirilo», murmuraba dentro de él la voz materna.

Y la paterna, la de aquel apuesto general que tanto amaba a su hijo y se acordaba de él y vendría a buscarle, repetía:

«Anda, valiente, anda, que para eso tienes sangre mía...»

Cirilo hizo la señal de la cruz y se arrojó al horno, entre dos llamaradas, que le recibieron como dos brazos rojos de verdugo...


«Blanco y Negro», núm. 85, 1907.

Restorán

El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.

Restorán no era de estos vivos. Le infundía repugnancia pedir limosna. Solo y abandonado desde los nueve años, por muerte de la verdulera que le había sacado de la Inclusa, iba rodando, pretendiendo, instintivamente, hacer algo remunerable, y sin acertar qué. ¡Trabajar! ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Acaso le habían enseñado nunca? Tampoco le gustaba al Expósito cualquier oficio. Un limpiabotas le quiso tomar de aprendiz…, y él se negó. Lustrar el calzado sosteniéndolo en la mano, corriente; limpiar una bota puesta en un pie…, eso, ¡recontra!, es una grandísima indecencia. El chico no acertaba a explicar la razón; sólo afirmaba lo de la indecencia con tal energía y con tales pujos de altivez, que el limpiabotas, pegándole un puntillón brutal, le echó al arroyo, no sin gritarle:

—Vaya usía con Dios, señor marqués… ¡El demonio del renacuajo, y qué soberbia gasta!

Jacobo, tragándose las lágrimas —los golfos alardean de estoicismo—, pensaba en lo de la soberbia. Como que ya se lo habían dicho sus compañeros de vagancia:

—Tu tiés muchos humos…

La convicción de ser soberbio le infundió cierta complacencia interna. ¿Quién es capaz de averiguar de qué linaje procedía el Expósito? Todos los incluseros se consideran nobles; un hospiciado puede ser hijo del mismo rey. Lo cierto es que Jacobo se juró que no mendigaría. Si le daban sin pedir, bueno…

Por desgracia, el estómago no entiende de dignidades, ni espera, ni transige; el Expósito padecía una enfermedad crónica; el hambre. La había contraído en la cuna, en el escurrido seno de la nodriza, compartida con otros dos críos y no pagada por la Diputación. Y ahora que el organismo exigía elementos para desarrollarse, que se acercaba la crisis de la adolescencia, que los huesos se estiraban, el hambre de Jacobo era gazuza; era un buitre que le roía las tripas sin descanso. Tímido y desfallecido, acercábase al mercado: las verduleras le conocían y le daban, cuál una naranja, cuál un mendrugo. Lo que hubiese… Caridad y voluntad no faltan allí nunca. Sólo que Jacobo ni por ésas salía de hambriento. Lo que él soñaba era un hartazgo, hasta saciarse; una comilona a discreción, mucha carne, vino, pasteles de postre… Los pasteles, ¡qué buenos serán! En los escaparates de las confiterías, ¡qué caras presentan tan doradas y tan simpáticas!

Como los demás golfos, el Expósito concurría a la puerta de los teatros, de los sitios en que algún espectáculo atrae a la multitud. En ese río revuelto pesca hasta el pescador más torpe. Hay caballeros que por un recado dan media peseta. ¡Quién sabe lo que va a caer! A veces una entrada que sobra, con la cual ve el pillete la función. Y una tarde, por cierto de primavera, calurosa ya, Jacobo, arrastrado por sus congéneres, se paró delante de la puerta de una especie de barraca, levantada sobre los solares donde acababan de derribar una iglesia, para ensanchar importante arteria de la población. Sin cesar entraban y salían los concurrentes al espectáculo, perdiéndose detrás de la mampara de tela bermeja que impedía ver desde la puerta lo que pasaba dentro. El Expósito quiso meter el cuezo, olfatear que monos danzaban allí, pero la mujerona gorda, rubia, repeinada en bucles, que despachaba los billetes, le dijo con voz melosa:

—¡Eh!… Jovencito, señorito…, la sua entrada, ¿eh?

Oyéndose llamar señorito, cosa tan fuera de su condición, el Expósito, en vez de sorprenderse, se sintió lisonjeado. Una comezón de nobleza y sinceridad le cosquilleó en la garganta, y exclamó con arranque:

—No tengo cuartos para la entrada, señora. ¡Ya me voy!

¡Oh sorpresa! La gordinflona sonrió, hizo una seña al chico, y le secreteó muy bajo:

—Viene manana a las dieci, si gosta. Verá lo spectacle, la funzione. Y si gosta, ganará uno douro. Mio sposo li da uno douro hermoso de argento. Vieni, voule?

¿Qué era aquello, Dios misericordioso? ¿Desvariaba? ¿Le ofrecían realmente un duro, a él, al Expósito, al hambrón? Desde las siete, al otro día, rondó la barraca misteriosa, donde se criaban douros de argento. A las diez menos cuarto se acercó, trémulo, a la gordinflona, que le hizo pasar, dándole palmaditas, entre cariñosos chapurreos. Un hombre pequeñillo, todo bigotazos, estaba dentro del recinto, empuñando una vara.

Jacobo sintió miedo, y estuvo a punto de echar a correr, cuando el bigotudo, en una especie de jerga, le ordenó que se quitase la chaqueta y la camisa… ¡La camisa! Facilillo es que se la quite quien no la gasta… Al observar el susto del muchacho, la gorda se acercó, le acarició, le tranquilizó a su manera, explicándole de qué se trataba, y cómo después del «trabajo» vendría el bel douro, la moneta, sai, carino… La voz femenil, mantecosa, persuasiva, hizo su efecto; Jacobo se dejó desnudar, mostrando el pecho canijo, los hombros flacos, la espalda con los omóplatos que parecían agujerear la piel… y el bigotudo abriendo la caja que contenía el enjambre de las pulgas sabias, exclamó jocosamente:

—Allons les petites artistes, voici le restaurant!

Sobre la blancura clorótica del brazo izquierdo, apareció un centenar de negros puntitos movibles. Los insectos trepaban, se rebullían, corrían, elegían el sitio preferido, el más sabroso trozo de carne para clavar su aguijón y chupar. Pronto, bajo la succión de las diminutas ventosas, se enrojeció la piel, se formaron ronchas y acudió la sangre, aquella sangre del Expósito —que acaso fuese muy azul, aunque parecía roja—. El abdomen de las artistas crecía y se redondeaba. Ebrias de sangre, se volvían feroces; mordían a más y mejor. Jacobo, involuntariamente, probaba a sacudirlas, crucificado por la extraña tortura; pero la rubia de los bucles le decía dulcemente, sujetándole con sus blancos dedos, barajando el italiano y el español:

—¡Figliolo…, pazienza… Un douro, un bel douro, per il señorito! ¡E poi vanno danzare, questas artistas, e tu rie, tu rie mucho!

Hartas ya las pulgas, arrastrando el hidrópico vientre, bailaron con ardor un vals, Jacobo no reía, deseaba llorar, porque el hombro le escocía como una quemadura. Metiéronle el duro en la mano, y electrizado, fascinado, prometió volver a la mañana siguiente. Se lanzó a un cafetín de la calle de la Cruz, y pidió chuletas, tortilla de jamón…, lo mejorcito. ¿No le habían comido? Era justo que comiera él. Devoró a mordiscos la dorada faz de los pasteles de crema; pidió café y copa, como un sibarita. ¡Dios! ¡Qué bueno es no tener debilidad! ¡Vaya si pensaba dejarse picar! Venga un ejército de bichos… Y, en efecto, volvió al otro día a la hora fijada, ofreciendo el otro brazo, ganando el otro duro heroicamente. El escozor era insufrible… ¡Qué importa! Allí estaba el alimento, las golosinas, la almilla de algodón, la ropa, la cama…

¿Por dónde supieron los demás golfos la aventura? ¿Cómo sorprendieron y tradujeron, ellos que no habían tenido ayo francés, la frase del bigotudo, y con qué singular acierto le colgaron al Expósito el mote de Restorán?

Dondequiera que le encontrasen, ¡Restorán!, le llamaban a voces, con mofa impía; ¡Restorán!, chillaban a coro, haciendo con dos dedos y la uña del pulgar el ademán del que acogota un bichejo. ¡Restorán!, repetían ya las floristas, los fosforeros, las vendedoras de décimos y periódicos, los mendigos de oficio, toda la patulea callejera.

—Mia que tantos humos…, no querer pedir ná…, y venir a parar en bisté pa las pulgas de estranjis.

El Expósito, bien comido, vestido de nuevo, sentía inundársele el corazón de rabia y de vergüenza. ¿Qué? ¿Ni tan siquiera se podía trabajar, recontra? Pues había que vivir… El que sabe lo que es tener llena la andorga, ya no se aviene a hacerse una cruz sobre ella… Restorán comería; ¡vaya si comería!… Y si no aprobaban aquel modo…

Desapareció de la barraca Expósito. Quedáronse las artistas sin pitanza. La primera vez que, aprovechando la distracción de una dama que miraba el escaparate de una joyería, Restorán le sacó delicadamente del bolsillo el portamonedas, algo se agitó en su conciencia inculta, algo quiso decir la sangre; pero era sangre nueva, formada con chuletas y pasteles; la antigua, la que quizá fuese azul, se la habían chupado todas las negras artistas, sustentándose con sus jugos. Dios sabe qué sangre histórica, ilustre, nutrió a los parásitos sabios de la barraca. Y ahora, sus compañeros de vagancia no se burlan de Restorán.

Rosquilla de Monja

Las quintas de don Florencio Abrojo y don Eladio Paterno tenían una tapia común, de suerte que cuanto se hacía y decía en alguno de los dos jardines había de oírse por fuerza en el otro. Mientras don Florencio, solterón y solitario impenitente, entregado a su única manía, regaba, podaba o acodaba arbustos raros, las niñas de Paterno, que eran siete, y casi todas lindas, alegres y bulliciosas, correteaban como loquillas. Sus argentinas carcajadas, sus chillidos de júbilo, sus pasajeras grescas por un fruto o una flor, iban, cruzando el muro, a perturbar la calma y el silencio en que se complacía el fatigado y desengañado Abrojo.

La índole de la molesta algazara fue modificándose según crecían en años las señoritas de Paterno. Primero, juegos propiamente infantiles, escondites entre los rosales y las magnolias, paseos en carreta y pedradas a los árboles: después, chácharas interminables con amiguitas que venían de Marineda, partidas de crocket, mucho columpio, todo acompañado de meriendas de almíbar y pan: luego se agregó al elemento femenino el masculino, los señoritos animados y obsequiosos, y don Florencio pudo escuchar, con irritación creciente, las bromas intencionadas, los piropos rendidos, el tiroteo de frases agridulces entre ellas y ellos. A este período de escaramuzas siguió aquel en que, habiéndose echado novio dos o tres de las muchachas, las parejitas se sentaban en bancos de piedra, bajo los árboles que sombreaban la tapia misma, y sus voces llegaban como un arrullo a los dominios del señor de Abrojo.

El cual, precisamente, aspiraba a no ser molestado por ningún eco de las vanidades y ansias ociosas a que la humanidad se entrega. Misántropo, azotado por la vida como una barca por las olas, se había recogido a aquel huerto, buscando la paz y concretando sus deseos a intereses pequeñísimos, a aspiraciones que no causan goce ni dolor, a la floración de un jacinto, al crecimiento de una orquídea extraña. Sorda cólera le hervía dentro al entreoír las divinas tonterías del palique de los enamorados, y dos o tres veces estuvo a punto de lanzarles la regadera a la cabeza. Lo peor fue que circunstancias fortuitas le obligaron a entrar, mal de su grado, en relación con la familia Paterno, y que, a los pocos días de tratarse los vecinos, una de las niñas, María Consolación, se atrevió a deslizarse en el jardín de don Florencio y a pedirle clavelones para lucirlos en una corrida de toros. Solo siendo muy desatento se podía rehuir el compromiso; gruñendo interiormente, don Florencio dejó saquear los arrietes: María reunió un haz magnífico, embriagador, y después, con la sonrisa en los labios, lo curioseó todo en la finca, preguntando el nombre de cada planta desconocida y admirando las que conocía ya. Pensaba el señor de Abrojo ocultarle a la chiquilla los tesoros del invernáculo; no obstante, sin darse cuenta de por qué lo hacía, abrió de par en par la puerta vidriera, y paseó a María por entre las flores maravillosas, llegando al extremo de ofrecerle la más bonita, la admirable sterlicia regia. María salió afirmando que el vecino no era un señor tan ridículo como decían, y que con ella había estado sumamente amable. Alentadas por tal precedente, las demás hermanas quisieron pedir claveles a su vez. Encontraron cerrado el portal; nadie contestó a los aldabonazos, y hubieron de comprender que don Florencio resistía. Las señoritas no apretaron el cerco, y ninguna osó molestar más al solitario.

Los años corrieron; la familia de Paterno sufrió cambios y vicisitudes. El padre murió, tres hijas se casaron, marchándose con sus respectivos esposos, y María Consolación, la alborotadora niña de los claveles, sintió de pronto vocación religiosa, e ingresó en un monasterio compostelano. La madre de María, por no sostener la quinta, la dio en arriendo a un industrial de Marineda, que solo pasaba en el campo los domingos, y don Florencio, cada día más retraído y huraño, notó que el jardín próximo no le mandaba ya sino alto silencio y soñolienta modorra.

Cierto día, cuando menos se lo esperaba, recibió el señor de Abrojo una carta de angosto sobre, escrita con letra tímida y fina, letra femenil, y al abrirla, en la cabecera de la misiva se destacaron una cruz y las iniciales J. M. J. (Jesús, María y José). Era Consolación, hoy sor María del Consuelo, la que enviaba a don Florencio dos páginas difusas, ingenuas y melifluas, donde la monjita expresaba afectuosamente un sentimiento halagüeño y delicado; la gratitud por aquella distinción del regalo de los clavelones y el deseo de que quien había sido para ella tan deferente pasase unas Pascuas de Navidad felicísimas y un Año Nuevo muy dichoso, si lo permitía el Señor, a quien rogaba siempre por don Florencio. Sí, sor María rogaba por él; sor María solicitaba de Nuestra Señora que apartase de él toda desgracia. Lo único que sor María lamentaba era que aquellos claveles, destinados a la profanidad, no hubiesen sido ofrecidos a la Virgen.

Venida de la soledad y del retiro, la carta conmovió un poco al solitario. Representóse a la graciosa criatura de revuelto pelo y encendidas mejillas, que un tiempo le pedía claveles —hoy pálida, macerada, bajo la austera toca, de hinojos en una iglesia desierta, apoyando la frente en la reja negra y fría—, y como la primera vez, repentino impulso desarrugó su corazón y le dictó un rasgo galante, un golpe de sus antiguos tiempos. Arrasó el invernáculo, encajonó entre musgo las flores más preciosas que aún quedaban, las camelias de nieve, los resedas de invierno, las precoces violetas, y dirigió el cajón al convento para sor María.

La respuesta fue otra cartita más suave, más tierna, más llena de amistosa unción y atrevimientos inocentes. Sor María no se cansaba de alabar las flores: ¡qué cosas tan bonitas hace Nuestro Señor, y cómo serán los jardines del cielo, cuando así adorna los de la tierra! ¡El altar estaba tan rico con los floreros cuajados, y la comunidad admiraba tanto aquellos primores!... Sor María, en su pobreza, no podía pagar el obsequio sino con un escapulario; pero lo había bordado ella misma, y rogaba a su amigo que lo llevase puesto siempre. Y el señor de Abrojo, con más viveza de lo que consentían sus años, sacó el doble rectángulo de seda, deshizo el pulcro nudo del cordón y pasó el escapulario al cuello. Más tarde se lo quitó; pero un gozo pueril le hizo releer la carta.

A los quince días, la monja volvió a escribir. Don Florencio también releyó la epístola, mas no por saborearla, sino por cerciorarse de lo que envolvían las cuatro carillas de letrita bien prieta. En las tres primeras solo halló candorosas efusiones: tratábase de la música, de Santa Cecilia, del piano a que sor María era aficionada cuando vivía en el siglo, y del armonio, que ahora estaba aprendiendo a tocar con el fin de servir de organista. Pero ¡qué fatalidad, luchar con un armonio de alquiler, de mala muerte, sin voces, sin sonoridad alguna! Si la comunidad no fuese tan pobre —aquí empezaba la cuarta plana—, se resolverían a adquirir un buen armonio, y a ella, a sor María, sin duda por inspiración de Dios, y sin que la prelada se enterase, ¡quía!, se le había ocurrido que su predilecto amigo don Florencio, de tan nobles sentimientos y generosa alma, no tendría quizá inconveniente en garantizar las dos mil pesetas del armonio, que se le irían abonando a plazos, según pudiese la pobrecilla comunidad. ¡Cuánto mayor gusto sentiría en estudiar en aquel instrumento, debiéndolo, como lo debería, a la limosnita afectuosa del señor de Abrojo!

Don Florencio soltó la carta, y sardónica mueca crispó sus labios, que ocultaba el lacio bigote gris. ¡Ah! ¡La eterna perfidia de la mujer, su silbo de culebra, que solo halaga para emponzoñar, su insinuante dulzura, peor que los más activos venenos! No era el desengaño presente, la tenue y espiritualísima ilusión perdida lo que inundaba como ola de hiel el alma del viejo, sino tantos recuerdos que salían del olvido y revoloteaban azotándole con sus polvorientas alas de murciélago, al evocar historias hondamente tristes, de ajenos egoísmos y de propios dolores. Siempre el trueque interesado, la caricia moral y material a cambio de algo útil; siempre la misma comedia, que hasta desde el claustro podía representarse con éxito. ¿Con éxito? Se vería. El solterón tomó papel y pluma y contestó a la monja, una carta larga, borrascosa, incoherente, que al repasarla, antes de confiarla al correo, le hizo soltar, a solas, estruendosa carcajada, mientras malignamente se restregaba las manos.

—Pero ¿no me decía usted que don Florencio es un señor ya anciano y formal, muy formal? —preguntó la abadesa a sor María, después de repasar la carta que ésta presentaba ruborosa y con los ojos bajos.

—Madre, sí que lo es; pero a mí me parece se ha vuelto loco, o que chochea antes de tiempo.

—¡Válgame Dios! Pues, hija, ¿sabe usted lo que yo creo? Que ni es loco ni chocho, sino un tacaño de mucha habilidad. Y este papelucho se quema ahora mismo —añadió, severamente la prelada, que, ejecutado el auto de fe, dijo a sor María, viéndola arrodillarse—: No se altere usted, hija, no se angustie... Claro que ya no vuelve usted nunca a escribir a ese... caballero, ni a acordarse de que existe.

Así puntualmente sucedió. El señor de Abrojo no supo más de la monjita, y siguió vegetando entre sus flores, que nada piden ni hacen soñar nada.


«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

Saletita

Cuando doña Maura Bujía, viuda de Pez, vio incrustarse en el marco de la puerta a aquel vejete de piernas trémulas y desdentada boca, apoyado en un imponente bastón de caña de Indias con borlas y puño de oro, no pudo creer que tenía en su presencia al novio de sus juventudes, al que, por ser pobre, no se había casado con ella. Cierto que el novio, Pánfilo Trigueros, ya no era niño entonces; y ahora, mientras doña Maura llevaba divinamente sus cincuenta y nueve, activa y ágil y todavía frescachona, con el pescuezo satinado aún y los ojos vivos, don Pánfilo se rendía al peso de los setenta y cuatro, tan atropelladito, que doña Maura se precipitó a ofrecerle el sillón de gutarpercha.

—Y luego dicen que no se hacen viejos los hombres —pensó, risueña, mientras le daba mil bienvenidas—. ¡Ya sabía ella su llegada, ya! ¡Y que traía un capitalazo, montes y morenas!

—Eso sí, laus Deo —silbó y salivó don Pánfilo al través de sus despobladas encías—. No nos ha ido mal del todo… De aquí me echasteis por desnudo…, y vuelvo vestido y calzado y con gabán de pieles…

Doña Maura, abriendo el ojo a pesar suyo, cogió una silla y se acomodó cerquita del anciano. Tan rara vez entraban compradores en aquella tienda de pasamanería y cordonería, que no se perjudicaba la dueña recibiendo tertulia.

—¿Conque mucha suerte? ¿Era verdad que había depositado en la sucursal del Banco un millón de pesetas?

Como la vanidad es el más tenaz y constante de los sentimientos humanos, en las pupilas del viejo lució una vivísima chispa de satisfacción, y su rostro demacrado se coloreó. No, no había que exagerar: el millón de pesetas precisamente, no; pero, vamos, se le acercaba, se le acercaba… ¡Se le acercaba! El corazón de doña Maura palpitó como no había palpitado antaño en las pláticas amorosas ni en los idilios conyugales… ¡Cerca de un millón de pesetas, Virgen Santísima de la Guía! ¿Cómo se puede reunir tanto dinero? ¡Qué de cosas se hacen con él! ¡Qué existencia ancha, fácil, deliciosa, representaban esos cuatro millones de reales! Toda su vida había lidiado doña Maura con la escasez… Siempre prisionera en el tenducho, echando cuentas y más cuentas; siempre trabajando, para no salir de una estrechez sórdida. Apuros y más apuros: el cesto de la plaza medio vacío o lleno de porquerías, cabezas de merluza y pescado de gatos; la cuenta del panadero, encima; la del zapatero amenazando… Entornando los ojos, veía una despensa atestada de cosas buenas —doña Maura pecaba de golosa—, conservas y dulces a porrillo, aparadores repletos de loza, armarios abarrotados de sábanas y ropa blanca en hoja todavía… ¡No más zurcir medias, no más remendar trapos! Hasta fantaseó la blandura fofa de los almohadones de un coche… ¡Coche! ¡Ella arrastrada por patas ajenas! Una oleada de felicidad se esparció por todo su cuerpo… ¡Y don Pánfilo que volvía soltero, solo; que no tenía en Marineda parientes, ni acaso amigos, después de veinticinco años que faltaba de allí!… Pero ¿cómo atraer, cómo seducir al vejestorio? ¿Cómo asegurar tan soberana presa? ¿Ardería aún en su corazón, bajo la ceniza, una chispita del antiguo entusiasmo?… ¡Ah, si una brisa de primavera refrescase y halagase aquel yerto corazón!… Y doña Maura se atusó el pelo de las sienes, se enderezó en la silla, escondió el pie mal calzado con babuchones de orillo…

Mientras preparaba sus baterías, entró en la tienda, rápidamente, una muchacha con vestido de percal y manto de clara granadina. Al través del ligero nubarrón del moteado velo de tul, los cabellos rubios y crespos lucían como toques de oro, y el rostro redondo y sonrosado, de angelote de retablo, parecía más juvenil, más luciente, con un brillo de primavera y de mocedad…

—Ven, Saletita: aquí tienes un señor que ya le conocerás, porque te hablé de él cien veces… Es don Pánfilo Trigueros…

Y la muchacha, con risa repentina, trinada y gorjeada, exclamó, encarándose con el viejo:

—¿Es usted ése tan rico, tan riquísimo? ¡Ay! ¡Quién me diera ser usted!

La ingenuidad de la muchacha, la alegría que es contagiosa, trajeron unos asomos de buen humor, una sonrisa pálida, a la triste carátula del indiano. Doña Maura, iluminada por una idea, adelantando ya sin recelo los babuchones de orillo, empujó a Saletita, que, sin cesar de reír, tropezó con don Pánfilo.

—Dele un beso que es una chiquilla…

El viejo llegó sus labios fríos a la cara de rosa, donde depositó un beso sepulcral…

Desde aquel día vino don Pánfilo todas las tardes, a la misma hora, a sentarse en el sillón de gutapercha, en la trastienda de su antiguo amor. Y se esparció por el pueblo la voz de que iban a realizarse los planes malogrados, y no faltó quien se mofase de aquella trasnochada y ridícula boda… Doña Maura recibía bien la broma, la contestaba con chanzas de comadre que hace su santo gusto, y ofrecía dulces, y convidaba para dentro de un mes… Juzgaba oportuno despistar a los murmuradores y curiosos, que envidiaban la caza magnífica. El indiano se había tragado el anzuelo. Aquel aturdimiento, aquella franqueza graciosa de Saletita, le conquistaron de golpe. Como el hombre de gastado estómago que siente capricho por un manjar nuevo o una fruta temprana, el viejo se encandilaba y se deshacía en babas mirando a la chiquilla.

Una dificultad presentía la madre, pero dificultad tremenda. Al manifestar don Pánfilo sus honestas intenciones, ¿cómo trastear a Saletita? ¿Cómo persuadirla al sacrificio? ¿Cómo decir a aquellos diecinueve años imprevisores, cándidos, floridos, que se uniesen indisolublemente a aquellos setenta y cinco achacosos, hediondos, envueltos ya en la atmósfera de la tumba? Doña Maura no se atrevía, no. ¡Vaya una ocurrencia del vejete, ir a chalarse por la mocita! ¡Qué hombres, qué incorregibles! Cuanto más viejo, más pellejo… Esta sentencia no es aplicable sólo a los borrachos… ¿Para qué necesitaba ahora esposa el bueno de don Pánfilo? Para cuidarle, para servirle las medicinas, para dirigir su casa, para…, para heredarle, en suma…, sí, para recoger aquel fortunón, que no cayese en manos indiferentes, extrañas… ¿No sería prudente que, supuestos tales fines, eligiese una mujer formal, una persona ya práctica, seria, que sabe lo que es la vida y tiene experiencia y mundo?… ¡Ah! ¡Si don Pánfilo atendiese a su conveniencia!…

A todo esto, el tiempo corría, y era urgente sondear a Saletita, luchar con su repugnancia, convencerla… ¡Faena terrible! ¡Brega que doña Maura presentía estéril! Saletita, de fijo, nada sospechaba aún; pero cuando lo supiese pondría el grito en el cielo… Ciertamente, ella supondría que aquellos halagos bajo la barba, aquellas chocheces mimosas de don Pánfilo, eran como de padre… ¿Qué diría al enterarse de que el temblón la pretendía en casamiento? Todo el mundo embromaba a su madre con el indiano… ¡Cuando viese que el gato pelado y decrépito buscaba la rata tierna!

Por fin, una noche, después de cerrada la tienda, doña Maura, encomendándose a Dios, cogió a su hija, le hizo mil fiestas, y empezó a soltar las peligrosas insinuaciones… Callaba la muchacha, bajando la cabeza, escondiendo la mirada de sus azules pupilas, como se esconde travieso pilluelo que acaba de cometer un hurto. Y de súbito, a una exhortación más apremiante de su madre, jurando que prefería sufrir que ver sufrir a su hija, levantó la faz, soltó una carcajada de retintín plateado y claro, como el repique de argentina campanilla, y exclamó, esgrimiendo las manitas pequeñas y gordas:

—Bien, ¡ya sé que usted quería el novio para sí!… Pero ¡en eso estaba yo pensando! Desde el primer día conté con él… Si usted me lo quita. ¿Ve estas uñas? ¡Pues no le digo más!…

Salvamento

Camino del pozo, cuando apenas amanecía, Ramón Luis mascaba hieles. ¡Su mujer, su Rosario, engañarle, afrentarle así! Y no quedaba el consuelo de la incertidumbre. Bien había visto al condenado de Camilo Solines salir por la puerta de la corraliza, escondiéndose… La sorpresa le quitó la acción, y no le echó al maldito las uñas al pescuezo para ahogarle, como era su deber. Sí; Ramón sentía, en forma de ley que le obligaba imperiosamente, que era forzoso matar al amante de Rosario. Porque ella…, a ella le quedaban ya en la piel, para escarmiento, buenas señales; pero ¿qué más va a hacer el hombre que tiene cuatro chiquillos, que caben todos debajo de un cesto? No, no, la justicia en él, en el ladrón. Ya le atraparía en el fondo de la mina, por revueltas oscuras, y allí, sin más arma, sin agarrar un cacho de pizarra siquiera, con los puños… A la primera vaga luz del alba, Ramón se miraba las manos, negras, recias, sin vello, porque se lo había raído el polvillo del carbón, y se le crispaban los dedos rudos al pensar en la garganta delgada de su enemigo. ¡Un chicuelo así, un hijo de perra…; y por él pierde una mujer la vergüenza, se olvida de las criaturas! ¿Y si lo sabían los compañeros?… Mejor, que lo supiesen; ya verían que no se juega con Ramón Luis…

El minero iba retrasado. Cuando penetró en el vasto cobertizo para recoger su lámpara, una piña de hombres obstruía el paso. Brotaban del grupo exclamaciones confusas, la angustia de una catástrofe. Preguntó…

—Hundimiento… No se sabe cuántos cogidos… Esperamos al ingeniero…

Llegaban mineros corriendo, atropellándose, que subían de galerías y pozos, al aire de galope del terror, ansiando convencerse de que no eran ellos los que se habían quedado abajo. Tremendo era el desplome; sin duda estaban cegadas todas las galerías del costado sur de la mina, o la mayor parte al menos. El ingeniero llegaba ya, subido el cuello de la anguarina sobre las mejillas pálidas de sueño y de frío. Era joven, activo y nervioso, y dio órdenes terminantes.

—No perder minuto… Empezar por la galería de la izquierda…

—Allí es fácil que se hayan refugiado —murmuró un capataz viejo—. Pero estarán hechos papilla…, espachurrados por los materiales…

El trabajo de salvamento comenzó, algo desordenado al principio: después, silencioso, regularizado, metódico. No esperaban; la fatalidad del hecho los aplastaba a ellos también. Ramón Luis, distraído, hacía muy poco. El capataz llamó la atención a los de la brigada.

—¡Eh! ¡Alma, alma ahí! ¡Acordarse que hay gente dentro!

A mediodía empezaron a acudir mujeres y chicos mal trajeados, sucios: la patulea que come del carbón. Antes de saber si un trozo de su carne estaba encerrado en los hondones de la tierra, las hembras lloraban ya a gritos.

—¡A pasar lista! —mandó el ingeniero—. ¡A averiguar de una vez cuántos faltan!…

Al escuchar la orden, dio un brinco repentino el corazón de Ramón Luis. ¿Apostamos que el maldito, el que le había puesto la marca de la vergüenza, era de los enterrados? Como que ahí venía, chancleteando y sollozando la perra de su madre, la Juaneca, la que todos habían zarandeado cuando moza y repetía ahogándose:

—¡El mi hijo! ¡Hijo! ¡Hijo de la vida mía!

¡Ah! Estaba, estaba de seguro en el fondo de la desplomada galería el bribón, con la cabeza machacada, las piernas rotas, las costillas hechas cisco…

¡Dios castiga sin palo ni piedra! Y una alegría frenética estremeció al esposo agraviado, que se rió sólo como a pesar suyo. El recuento confirmó su satisfacción: faltaban diecisiete, y entre ellos Camilo Solines, el minerito, así le llamaban las muchachas.

La madre, arrojándose al suelo, lo arañó, cual si quisiese rasgarlo y libertar a su hijo. Incorporándose luego se encaró con los trabajadores:

—¡Sacádmelo de ahí! Holgazanes, ¿qué hacéis que no caváis más aprisa? ¿No veis que está ahí sin tener qué comer? ¿Sin gota de agua, mi hijo? ¡Sacadlo, malos cristianos!

Ramón Luis, involuntariamente, como si las invectivas fuesen sólo con él, empuñó la pala y apretó en el trabajo. De cuando en cuando pensaba: «Ahí dentro se pudre; duro, que se pudra… Ya estará en los infiernos…». Y detrás del minero, la voz de la madre se alzaba, ardiente y furiosa:

—Sacádmelo de ahí…

Un impulso hizo volverse a Ramón Luis; quería gritar él también: «Si no vive, si aparecerá estrujado; y si por caso vive, le mato yo, ¿entiendes?». Pero al ver la cara de la madre, sublime de cólera y de amor, el ofendido bajó los ojos… La pala resonó de nuevo hiriendo la tierra, preguntándole:

—¿Dónde están?

Corrieron horas, días. La fiebre de la madre, de aquella loba defensora de su cachorro, que ni comía ni dormía, sustentada con un buche de aguardiente, se comunicaba a los salvadores. Ramón Luis era el único desanimado.

—Están difuntos —decía por lo bajo—. No es necesario romperse los brazos; están difuntos como mi padre.

Un rumor acogía sus palabras; un cansancio maquinal se apoderaba de los mineros.

Al quinto día, a la hora de anochecer, de las profundidades de la tierra se oyó salir un soplo lejano, débil, lúgubre… La labor se interrumpió; la emoción cortaba el aliento. La madre oía, atónita, hasta que al convencerse de que la mina contestaba, una carcajada de triunfo delirante salió de sus labios:

—¡Ahí está! ¡Me llama! Dice ¡ay mi madre! ¡Mi corazón, mi alma! ¡No te mueras, gloria! ¡Va tu madre a sacarte, rey mío! ¡Aguarda, niño; mi niño! ¡Ahora vas a salir, ahora!

Y de rodillas, quiso besar las manos de los trabajadores; el más cercano era Ramón Luis; una boca de fuego, unas lágrimas de llama le tocaron. El minero saltó hacia atrás. «¿Vivo el condenado? ¿No había justicia?». Y, sin embargo, agarró la pala…

—¡Cavar, cavar! —repetía la Juaneca danzando de júbilo aterrador—. ¡Cavar, mis amigos!

Y cavaron, cavaron, excitados, redobladas sus fuerzas por la esperanza, por el quejido a cada hora un poco más perceptible. Ramón Luis braceaba con arranque soberbio de mocetón fornido, y avanzaba él sólo más que otros tres. Creía llevar el odio dentro de su alma, y en realidad llevaba un deseo infinito, ya victorioso, de horadar la pared y libertar a los enterrados. «Así que salga le deshago con la pala la cabeza». Y cavaba, cavaba infatigable, rabioso. El ingeniero le alabó y le puso por ejemplo a los demás apremiándolos.

—¿No oyen gritar dentro socorro? Yo lo oigo perfectamente. ¡Ánimo!

Y los azadones, las palas, los picos, tenían vértigo… Ya se escuchaba el llamamiento angustioso, como si lo pronunciasen al lado de los trabajadores. Todos querían ser los primeros que abriesen el agujero y viesen la cara de los emparedados. Fue Ramón Luis el que lo consiguió… Al boquete practicado por su valiente herramienta se asomó la faz de un espectro, un rostro de moribundo en la agonía; la madre saltó, apartó a Ramón Luis y pegó la boca a la cara escuálida de su hijo, balbuceando delirios gozosos.

Media hora después se había terminado el salvamento; los cuerpos, casi exánimes, eran conducidos en camillas al improvisado hospital, donde se les prodigaban cuidados. Ramón Luis veía alejarse la procesión de las camillas, y buscaba en sí mismo el furor, la rabia, el deseo de muerte, asombrado de no encontrarlo.

¿Dónde estaban? ¿Por qué se habían ido? Su «deber», su «deber» era no parar hasta que los encontrase… Y alzando los hombros emprendió el camino de su casa. Era preciso lavarse, comer, dormir… El cuerpo no es de hierro, ¡qué demonio!

Sangre del Brazo

El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y donde a las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco, unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.

Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la novia, servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el respeto y cariño de la buena gente campesina y hasta la venturosa circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el Cielo y ante el mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la representaban en la historia nacional.

A la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: Italia y sus ciudades—museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre los prestigios del lujo y la magia de refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha renovada… La perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela a ella, al que ya era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para acompañar y servir a María durante el viaje…

Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su felicidad, por mil no sospechados conductos —cartas, sueltos de periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos quizá— en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas amantísimas e inseparables.

Repicaron las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de envenenamiento y otras mil invenciones novelescas que prueban la ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de Alcalá comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el alcalde… . y así llegó a conocer la comarca la siguiente aventura.

Después de un viaje idealmente hermoso, llegaron a París los enamorados esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A pesar del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el sexto mes del embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la temida desgracia, y fue lo peor que una hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra; se nos va», había dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando denodadamente con la muerte, que se aproximaba silenciosa. Y entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, preguntó al doctor:

—Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?

—Hay uno todavía —respondió el médico—. Si se encuentra una persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su sangre de las venas de su brazo… . verificaremos la transfusión y verá usted a la enferma resucitar.

Al hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas miserias; y al notar que el marqués no contestaba y se volvía tan pálido como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de limosna el amor, el médico se encogió de hombros, murmurando vagamente:

—Pero es difícil… muy difícil. Hay que renunciar a esa esperanza.

En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, exclamó:

—Ahí tiene, señor… ; ahí tiene… Sangre no me falta, y sana estoy como las propias manzanas en el árbol… Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.

Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cada paso:

—Saque señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer a mi ama.

El marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla empezó a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta a notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo primero que buscaron fue al amado, a la mitad de su ser, pues había comprendido al revivir que alguien le daba su sangre en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban y hacían beber café puro para reanimarla del desfallecimiento, la esposa comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual sólo se despierta en los brazos de la muerte…

Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía el existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se estrellaron contra la invencible repugnancia o más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo caridades y llorando a solas muchas veces, sobre todo en Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.

«El Imparcial», 2 marzo 1896.

«Santi Boniti»

Domicia Corvalán, invariablemente, hacía lo mismo todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. Se levantaba a igual hora, con iguales movimientos y ademanes, automáticos ya, a fuerza de repetidos, al calzarse las babuchas, atarse el cíngulo de la bata, alisarse el pelo con el cepillo y pasarse la toalla húmeda por el rostro. No se daba cuenta de esos actos, porque el hábito embotaba sus impresiones. La envolvía una modorra moral invencible.

En el propio estado de indiferencia sopeteaba su chocolate sin encontrarle sabor; despachaba su yantar atenuada la sensación de apetito por la monotonía de los manjares y, alzados los manteles, con paso lánguido, se acercaba Domicia a la ventana, desviaba un poco el abarquillado visillo con lacios y flojos dedos, y sin pensar en abrir las vidrieras miraba lo que sucedía en la plazuela y en el atrio de la iglesia de Santiago, cuyo frontispicio tenía enfrente.

Llevaba quince años de viudez y se había casado muy joven. Contaba ya treinta y seis. No tenía ni padres ni otra familia; habitaba sola la casa que fue de su marido, y en la ciudad, sordamente, pasaba por rica; en realidad, poseía lo suficiente, una holgura modesta, y no necesitaba dedicarse a ningún trabajo. Retraída, tímida de carácter, no conocía amigos, ni pretendientes, ni menos enemigos. La olvidaban como se olvida a la parietaria que vegeta en el muro. Su fortunita, en fondos del Estado, era fácil de cobrar. Ningún cuidado, ninguna lucha agitaba su límbica existencia.

Por los vidrios de la ventana se veían siempre iguales escenas. Con andar sesgo iban las devotas, arrebujadas en sus mantos color de ala de mosca, asegurado en las manos, que cubrían viejos mitones, el sobado libro de rezo. Un cura subía las escaleras a paso rápido, recogido el manteo, echada atrás la teja. Los chiquillos jugaban a la pelota contra la pared. Un caballejo, montado por un labriego que llevaba en las alforjas carga de hortaliza, vencía despacio la cuesta. Cruzaba una mozallona, con una cesta plana, pregonando sardinas: «Vivitas, como el agua.» Algún escribiente de la notaría apretaba entre codo y costado un fajo de papeles. Se oía llorar desesperadamente a un niño de pecho. Una doméstica de la casa fronteriza se asomaba y sacudía un tapete. Un ciego entonaba, plañendo, canciones verdes y jocosas...

Domicia se aburría del desfile, de la familiaridad de la calle; no gozaba otra distracción, y, sin embargo, ésta le producía la cansera de lo muy conocido. Sus ojos, de mirada atónita, se sentían atraídos únicamente por la portada de la iglesia, cuyas elegantes archivoltas apuntadas, ya de transición al ojival, parecían coronar en triunfo a los dos bellos adorantes que, en actitud mística, alzaban sus testas rizosas, de piedra patinada por los años. Domicia recordaba, como un sueño lejano, las figuras de barro y yeso con que jugaba de niña en el taller de su padre, escultor de oficio. Sus muñecas fueron angelillos de sepulcro, amorcillos de fuente, ninfas envueltas en amplios paños, ánforas y vasos ornamentales para jardines, alguna mano primorosa apretando una tela, algún pie suelto, de bien formados dedos, entre los cuales pasan las cintas de la sandalia. Todo ello no lo entendía Domicia; pero le había quedado de los primeros años en aquel ambiente no sé qué misteriosa religión estética en el fondo del alma.

En su casa, sin embargo, no existía un solo objeto de arte. Ocurrió la muerte de su padre siendo ella de edad muy corta, y su marido, oscuro negociante, ni nombraba tales cosas. Aquellas figuras, con las cuales se solazó en la infancia, vendidas quizá en almoneda, se le aparecían entre la vaga esfumadura del tiempo, sin que tuviese de ellas conciencia alguna. Sólo al contemplar la portada, donde el imaginero había labrado cabezas de ángeles y bultos de santos, creía recordar un país desconocido, visitado antaño, en el cual la vida tenía interés. ¿Por qué? No hubiese podido decirlo. Por algo extraño, distinto de lo que vino después, de la gris sucesión de los años, sin sentido ni fisonomía. A su ventana estaba Domicia, siguiendo con mirar distraído el giro de una rueda de pequeñuelas del barrio que cantaban a coro «la viudita, la viudita...», cuando oyó un pregón nuevo y vio a un mercader ambulante que llevaba una banasta llena de figuras de yeso. El hombre se había parado en la plazuela y clavaba la vista en balcones y ventanas con aire suplicante e interrogador. En voz atenorada, vibrante, simpática, volvía a gritar:

—¡Santos, santos baratos, bonitos!

Domicia abría los ojos, y en su corazón aletargado algo rebullía, una palpitación se iniciaba. ¡Muñecos, como los de la casa paterna, como los que modelaba su padre! Y sin transición, como en sueños, abrió la ventana de golpe, hizo apresurada seña al mercader. Él contestó con una sonrisa, golosa y dulce, humilde y prometedora. Minutos después entraba Márgara, la criada de Domicia.

—Ahí está uno... Dice que le ha llamao usté... Usté sabrá...

—Sí, sí; que pase...

El italiano entró y, ante todo, fatigado, descansó su banasta. Domicia estaba más encarnada que una amapola. ¿Desde cuándo no se había ruborizado Domicia? El vendedor iba presentando el género. Hablaba un español bastante corriente, entreverado con vocablos italianos.

—Veda, signorina, es la Santa Vergine de Lourdes... Aquí tengo el San Giuseppe..., el Angelo de la Guarda... Un Cristo, modelo de Benvenuto el grande Benvenuto...

Suponía en Domicia, por la traza sencilla de su vestir, por la lisura de su peinado, a una beatita de pueblo pequeño, y escondía con disimulo, en el hondón de su banasta, un busto de la República Francesa y un grupo de Psiquis y el Amor, el eterno grupo, reservado para los clientes solteros y pillines, que no apreciaban la espiritualidad de la obra maestra, sino lo sugestivo del asunto. Pero Domicia escrutó también el rincón donde se cobijaban los santos sospechosos, y una luz de interés y de emoción se encendió en el líquido remanso de sus pupilas, habitualmente dormilonas. Miraba tan pronto a los santos bonitos como al vendedor, encontrando un encanto especial en su figura ágil, en su traje descuidado, de obrero casi mendicante: blusa de dril manchada de yeso, zapatos de lona, que señalaban la forma del pie y marcaban los dedos como en relieve; corbata roja, de seda deslucida, mal anudada, con flotantes cabos. Así estaría en su taller el padre de Domicia; así o cosa muy análoga. La infancia renacía, el arte reaparecía con sus sorpresas inspiradoras de un vivir diferente de aquella existencia de rana en el charco, o de insecto en la grieta de la madera. La impresión abría un abismo entre la vida pasada de Domicia y la que le quedaba por consumir. No era la misma mujer que media hora antes hacía, desde la ventana, señal para que subiese un mercader ambulante que pregonaba monigotes de escayola...

Miraba al hombre que tenía delante y le parecía distinto de los demás de la pacata ciudad, burgueses consagrados a prosaicas tareas. Éste llevaba una luz especial en los ojos meridionales, una expresión vehemente en las morenas facciones, un sonreír de sol en la boca roja, orlada por negro bigotillo. Domicia sentía la atracción profunda, el abandono del ser, como un vértigo, que caracteriza estos casos fulminantes...

Entre tanto, él ensalzaba su mercancía. En el entusiasmo de la propaganda se dejaba ir hacia su natal idioma, prodigando los vedete, vedete, che bellezza! Domicia, en voz trémula, le preguntó:

—¿Es usted mismo quien hace estos santos?

—Io stesso, sí, signorina... Yo mesmo, yo; y si pudiese hacía el natural... Ma... bisogna vivere, si ha da vivere...

«¡Si yo le pusiese un taller! —pensaba ella—. ¡Un taller como el de mi padre! ¡Entonces sería un artista verdadero! ¡Haría cosas hermosísimas, bustos, estatuas! ¡El pobre tiene que llevar esta vida errante, miserable, ganar al día tal vez un par de pesetas!»

Mientras Domicia erigía su castillo interior, el errante comenzaba a encontrar que se retardaba el negocio. Si la signorina le compraba algo, que se decidiese de una vez.

—¿Qué prendeva? ¿La Vergine, el San Giuseppe?

—¡Todo! —exclamó Domicia, violentamente—. Desocupe usted la banasta y vaya colocando por ahí las figuras.

Aturdido y encantado, el italiano fue sacando sus títeres. No se atrevía, no obstante, a alinear el grupo ni ciertos desnudos y picarescos Cupidillos; pero Domicia los señaló, imperiosa:

—¡Todo he dicho!

Llegado el momento del pago, el italiano, receloso, pronunció una cifra loca: ciento veintisiete pesetas... Corrió Domicia a la gaveta de su dormitorio y trajo ciento cincuenta justas. Dos billetes... El mercader, atónito, se confundía en expresiones de agradecimiento. Casi andando hacia atrás, de puro respeto a la cliente generosa, fue acercándose a la puerta. Quería escapar, no se arrepintiese la signorina. Domicia sentía una pena honda, como la que causa la desaparición de un ser muy querido; imaginaba que todo quedaba a su alrededor oscuro, frío, desierto —a pesar de la formación de santi boniti que se extendía no sólo por las consolas y veladores, sino por el piso, con blancura de yeso, rojeces de terracota y verdor oscuro de falso bronce... Aquel hombre, que había evocado su pasado infantil, que infundía en sus venas mágico temblor, se iba, se iba para siempre sin remedio. Y Domicia no lo podía evitar; no sabía cómo evitarlo. Ya el mercader transponía la plazuela, y aún ella quería intentar cualquier cosa para detenerle, para volver a verle, aunque sólo fuese un instante. Le pesaba haberle comprado los santos todos. Si quedase alguno, era abonado pretexto para volver a llamarle...

La esperanza la fijó en la ventana; no se movía de ella. Sin duda, el mercader pasaría de nuevo con más santos ¡Nadie! Desierta la plazuela y muda, excepto cuando las niñas salmodiaban la «viudita» o las mocetonas ofrecían la sardina «viva», o de la iglesia salía un apagado cántico, grave y triste.


«El Imparcial», 24 de junio 1918.

Santiago el Mudo

¡Qué oscura, pero qué dulce y tranquila se deslizaba en el vetusto pazo de Quindoiro la existencia de Santiago!

Llamábanle en la aldea Santiago el Mudo no porque lo fuese, sino porque el mutismo voluntario equivale a la mudez, y Santiago acostumbraba a callar. Taciturno, reconcentrado, vegetaba en el pazo como la parietaria que se adhiere al muro ruinoso. Desde tiempo inmemorial, la familia de Santiago estaba al servicio de aquella casa; últimamente, sin embargo, se había roto la tradición; al trasladarse los señores del pazo a la ciudad, dos hermanos de Santiago emigraron a la América del Sur; Santiago, huérfano ya, se quedó solo en el noble caserón, declarando que se moría si de allí se apartase. Santiago era hermano de leche del señorito Raimundo, también huérfano.

Las temporadas en que el señorito Raimundo venía al pazo, se despejaba la frente y se animaba la adusta fisonomía de Santiago el Mudo, a pesar de que la tal venida le costaba mil fatigas y sinsabores. El señorito tenía genio violento, altanero y despótico: mostrábase exigente en los detalles del servicio, poniendo refinamientos que no estaban al alcance de un paleto como Santiago; pretendía que le adivinasen el gusto, y acusaba a Santiago de camuseo y torpe, dejándose llevar de la impaciencia hasta pegar a su hermano de leche. Sí, el señorito lo quería todo al estilo de los pueblos grandes donde había vivido y de las suntuosas residencias que tal vez había envidiado; el señorito era como una centella, y si se atufaba había que temblarle; pero su presencia comunicaba vida y movimiento; le acompañaban los perros, caballos, amigos mozos y joviales, que correteaban por los desmantelados salones silbando y riendo, y a la mesa armaban descomunales gazaperas, haciendo salvas con el añejo vino guardado en la venerable «adega». Entre los huéspedes de Raimundo solían contarse jóvenes «morgados»; el pazo se halla muy próximo a la frontera natural que forma el Miño a las dos naciones peninsulares, y el señorito iba con frecuencia a Oporto y a Lisboa, aprovechando la obsequiosa hospitalidad de algún magnate portugués.

Cierto día de otoño presentóse en el pazo el señorito sin previo anuncio, y llamando a Santiago, encerráronse los dos en la habitación más retirada. Siempre la llegada de Raimundo era la señal de convocar apresuradamente a los pocos servidores útiles que existían en la villita más inmediata a Quindoiro; pero esta vez Santiago sólo avisó a una cocinera y se reservó la tarea de servir al señorito sin ajena ayuda. Al anochecer de aquel día salieron juntos del pazo Santiago y Raimundo, y pasaron el Miño en una barca que ellos mismos tripulaban. Bien entrada ya la noche regresaron al pazo, introduciéndose en él por una puertecilla del corral que daba a un cobertizo, del cual se pasaba a la granera y a las habitaciones altas que servían de dormitorios. Nadie los había visto salir; nadie los vio volver, ni pudo observar que traían consigo a una dama, de airosa silueta y sombrerito con velo blanco. La dama se apoyaba en el brazo de Raimundo, y sofocaba una risilla nerviosa a cada sitio estrecho y oscuro por donde tenían que pasar. Así que los dejó en salvo, y Santiago se retiró.

A la mañana siguiente, cuando rondaba el aposento en el que se habían recluido los amantes, esperando aviso para traer el desayuno, sintió de pronto que le ponían en el hombro una mano; vio frente a sí la faz demudada por el terror, y oyó la voz de Raimundo, ronca, sorda, desconocida, que pronunciaba una sola palabra:

—Ven.

Obedeció el Mudo: penetró en el dormitorio, y tendida sobre la inmensa cama, de dorado copete y salomónicas columnas, vio a una mujer de faz amoratada, con el seno descubierto, los ojos casi fuera de las órbitas y la lengua entre los dientes. Se lanzó Santiago a socorrerla, pero la rigidez de la muerte endurecía ya sus miembros. Arrodillado al pie de la cama, Raimundo aterrado y suplicante, tendía a Santiago sus brazos, exclamando con desesperación:

—¡Y ahora! ¡Y ahora!

—A la noche —respondió lacónicamente el mozo—. Yo respondo. Esperad. No asustarse.

Corrieron las horas del espantoso día, y sin abandonar a su amo ni un instante, Santiago le ofreció, a falta de consuelos elocuentes, el de su presencia. Así que oscureció, habiendo despachado a la cocinera con un pretexto, se presentó armado de una linterna, que confió al señorito, mientras él cargaba a hombros el frío cadáver. Y al través de los vastos salones, en cuyas paredes la luz de la linterna proyectaba grotescas y trágicas sombras, bajaron a la cocina y de allí pasaron a la «adega» o bodega. Las magnas cubas de vino añejo presentaban su redondo vientre, y en los rincones sombríos las colgantes telarañas remedaban mortajas rotas. Santiago dejó en el suelo a la muerta y señaló a un tonel de los más chicos, indicando a su amo que era preciso moverlo para cavar debajo la fosa y que no se viese la tierra removida. Y el exánime Raimundo tuvo que empuñar una barra de hierro y ayudar a desplazar el tonel. En seguida Santiago cavó solo la hoya, ancha y profunda, rasando la pared en sus cimientos. Mas para colocar el cuerpo necesitó Raimundo cogerlo por los pies, mientras lo llevaba por los hombros Santiago. Acabada la lúgubre faena, colmada la fosa, repuesto el tonel en su sitio, Santiago vio que su amo se tambaleaba, y comprendiendo que no podía ya sostenerse, le cogió en brazos, le llevó a otra habitación, le echó en la cama, le hizo beber casi a la fuerza una copa de coñac, y le acompañó toda la noche. Al amanecer hizo un atadijo con las prendas que habían pertenecido a la muerta, recogiéndolo todo, sin olvidar ni una horquilla, y, metiéndose en el bosque, quemó pieza por pieza y soterró las cenizas.

Raimundo, a las pocas horas, tenía fiebre y delirio. Santiago se apostó a la puerta del cuarto para impedir que entrase nadie, cuidó a su amo lo mejor que supo y veló diez noches el agitado sueño del criminal. Convaleciente, aunque débil y abatidísimo, el señorito pudo disponer su marcha, y al tiempo de separarse de Santiago, su mirada se cruzó con la del Mudo, cuyos ojos decían: «Ve tranquilo».

Por entonces habló la prensa portuguesa de un suceso extraño: la misteriosa desaparición de cierta bella dama, esposa de un personaje, y adorada por él, a pesar de la murmuración, que siempre se ceba en la hermosura, la gracia y el talento. Sabíase que, habiendo salido sola de Lisboa para pasar una semana en la quinta que poseía a orillas del Miño, la gentil vizcondesa, fue por la tarde a pasear sola también como de costumbre, diciendo a los criados que pensaba dormir en otra quinta muy próxima, perteneciente a una anciana parienta. Sin embargo, al transcurrir cuatro o seis días y no saberse de la dama, los criados se alarmaron, y más al convencerse de que tampoco en la quinta próxima la habían visto. Empezó el «tole-tole»: se revolvió cielo y tierra; hasta que se inquirió el paradero de la desaparecida en el Brasil. Tiempo perdido: de la señora no se encontró ni rastro, porque nadie había de ir a buscarla en la bodega del pazo de Quindoiro, sepultada bajo un tonel que contenía muchos moyos de vino añejo.

En cinco años lo menos no volvió Raimundo al pazo. Sin embargo, el tiempo y la impunidad iban calmando sus primeros terrores. Para disculparse, pensaba a solas que aquella mujer le había exaltado y puesto fuera de sí de celos con imprudentes revelaciones, con retos insensatos, con burlas inicuas. Sentía además la singular querencia del asesino por el lugar donde cometió el crimen. Por otra parte, sus intereses le obligaban a no abandonar el pazo enteramente. Se decidió... ¡Cosa rara! Lo único que le repugnaba cuando emprendió el camino, no era ni entrar en aquella casa, ni ver aquella cama de dorado copete, ni beber el vino de aquella bodega..., sino tener delante a Santiago, al cómplice y encubridor, al testigo silencioso, al que «lo sabía» y «lo callaba», y «lo callaría» aunque le sometiesen a prueba de tormento...

Sin embargo, dirigióse al pazo Raimundo, y el leal servidor le recibió con muestras de alegría. Apenas se encontró a solas con su amo Santiago el Mudo, abriéronse sus labios, y en tono humilde, como quien se excusa, murmuró muy bajito:

—Señorito...: puede... venir aquí... cuando guste..., sin aprensión. Ya «no hay nada»... Este año por la Pascua, moví la cuba, y «todo» lo saqué... Tenía encendido el horno... «Lo» metí en él..., que no quedó... señal... ni miaja. Ni Dios, con ser Dios, descubre aquí cosa ninguna. Ni la tierra lo sabe... ¡Venga cuando le parezca..., sin cuidado!

Raimundo respiró hondamente. De su pecho se quitaba algo muy pesado, muy frío, muy hondo; una lápida que le oprimía los pulmones. Ya nunca podría su crimen arrastrale a la afrenta, y quizá al patíbulo. La aprensión de los sentidos que confunden el cuerpo del delito con el delito mismo, contribuía a persuadirle de que, borrada toda aquella huella, estaba absuelto el asesino.

No obstante, aún había en el pazo una sombra, una negra proyección de aquel ignorado drama, algo en el ambiente que ahogaba al señorito y no le permitía saborear la tranquilidad y el reposo...

A los pocos días de la llegada, llamando a Santiago a su aposento, Raimundo le ofreció una razonable suma, significándole que debía irse a Buenos Aires, reunirse con sus hermanos y labrarse, cual ellos, un porvenir. Bajo la morena pátina de su tez de labriego, Santiago palideció...; pero no replicó palabra. El instinto de perro fiel que le había guiado para ocultar el atentado del señorito, le decía ahora que estorbaba en el pazo, y que la única memoria de la fatal noche era él, el Mudo, el que conservaba en sus pupilas reflejos de la maldita linterna, y en sus manos partículas de polvo de la fosa...

A bordo del navío que tripulaba emigrantes, ninguno más triste, ninguno más callado, ninguno más hosco que Santiago el Mudo. Hasta que pierde de vista la costa no aparta los ojos de ella: así que en las nieblas del horizonte se oculta la verde patria, Santiago se sienta sobre un lío de cordaje, y alzando las rodillas con los brazos, mete la quijada en el pecho y permanece inmóvil, indiferente al bureo y a los cantares de los que también se van muy lejos, muy lejos, a desconocidos climas...

* * *

Por lo que respecta a Raimundo, se ha casado y veranea en el pazo con su mujer e hijos.


«El Imparcial», 4 de septiembre de 1893.

Santos Bueno

Hacía tiempo —muchos meses— que no le veía yo por ninguna parte: ni en la calle, ni en el Casino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquiera en la barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los andamios con las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí que son vigas de recibo; no pandarán».

Extrañando tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo de cuidado, resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus habituales tareas, apacible y afable como de costumbre.

—¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo? ¿Es voto de clausura?

—No, señor...; ¡no, señor! —respondió sonriendo Santos—. Si yo salgo y me paseo. No parece sino que vivo encerrado.

—¿Que sale usted? Pues no le veo nunca.

—Porque salgo un poco tarde..., a las horas en que no hay gente.

—Esconderse se llama esa figura.

Volvió Santos a sonreír con aquella su indescriptible expresión enigmática, y dijo tranquilamente:

—Pues ha acertado usted. Hay ocasiones en que... se encuentra uno muy a gusto escondido.

Adiviné que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba alguna crisis dolorosa de la vida de Santos Bueno.

Yo creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se saben en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un burgués modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un capitalito, producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales, lindantes con el prado de un indianete, que por tal circunstancia los había pagado a peso de oro.

Con estos caudales, Santos proyectaba realizar un sueño ya muy antiguo: construirse en las afueras de la ciudad una casita que tuviese jardín y vivir en ella sin emociones, pero sin desazones, cultivando legumbres y rosas. Es de advertir que la casita con jardín es la bella ilusión de los marinedinos.

No sé por qué se me vino a la imaginación que con aquellos dineros podrían relacionarse la actitud y el retraimiento de Santos, y movido de una curiosidad compasiva, le interrogué:

—¿Y esa casita, ese chalet, cuándo lo empezamos? ¿Me convida usted a café en el jardín para el día de su santo del año que viene?

Demudóse el rostro de Santos, y hasta se me figuró que en sus ojos temblaba el reflejo cristalino que indica que se humedecen...

—Ya no hago la casita —murmuró con abatimiento.

—¿Qué no la hace usted? ¿Cómo es eso? ¿Se ha jugado usted los capitales?

—Bien sabe usted que no me da por ahí...

—¿Pues qué ocurre? ¿Ha pensado usted en otra inversión? ¿Ha emprendido algún negocio?

—Si usted me promete no decir nada a nadie...

—Pierda usted cuidado, don Santos. La tumba es una cotorra comparada conmigo.

—Pues es el caso que..., que he... prestado... esa suma.

—¿Prestado? ¿Al cien por cien mensual? ¿Con garantía? ¡Ah usurero!

—Déjese de bromas, Garantía... Tengo la de la honradez de mi deudor.

—¡Ay pobre don Santos! ¿Quién me lo ha engañado?

—No, le advierto a usted que es persona que goza de excelente fama... Para ser franco: mi ánimo no era prestar, ni a ese ni a nadie. Me cogió desprevenido: no pude negarme; a él le constaba que tenía yo fondos. Vi un padre de familia en aprieto, en compromiso, en vergüenza..., me prometió amortizar cada mes... ¡En fin, que no tengo el corazón de bronce!

—¿Conque prestamitos a padres de familia pobres, pero bribones? ¿Y qué tal? ¿Amortiza? ¿Amortiza?

—Por ahora..., no.

—¿Cuántos meses han pasado?

—Seis..., es decir, hoy se cumplen siete...

—Y usted, después de haber hecho esa obra benéfica y desinteresada, ¿por que se esconde? Eso si que quisiera saberlo.

—Le diré... Son tonterías de mi carácter... ¡Rarezas...! Es que, hace algún tiempo, me encontré en la calle a mi deudor y le pedí..., vamos, con muy buenos modos..., que empezase a amortizar... lo que pudiese..., nada más que lo que pudiese... Y me contestó de una manera...; en fin, que me negó lo prometido, y casi, casi, me negó la deuda misma... Y desde entonces no salgo a la calle..., porque si me lo encuentro, me dará vergüenza y tendré que hacer como si no le viese. Sí, vergüenza... Porque es fea su acción, ¿verdad?

Sara y Agar

—Explíqueme usted —dije al señor de Bernárdez— una cosa que siempre me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano?… ¿No sabe usted?: una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos a la frente.

El septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por sus mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole a continuar el paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje, nos tentó, y a un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.

—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!

Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a cuestas su historia. He aquí la de Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que se asienta Goyán:

—Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes con la leche en los labios. Ella tenía quince años; yo, dieciocho. Una muchachada, quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fue que, queriéndonos y llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al entrar yo en los treinta y cinco mi mujer empezó a parecerme así… vamos, como mi hermana. Le profesaba una ternura sin límites; no hacía nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase no veía sino por sus ojos… , pero todo fraternal, todo muy tranquilo.

No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos rogativas ni oferta a ningún santo para que nos enviase tal dolor de cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras; gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto, como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido por iniciativa propia por gusto y por deber.

Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la huérfana, criatura de cinco años.

—Podríamos recogerla, Hipólito— añadió Romana—. Parte el alma verla así. Le enseñaríamos a planchar, a coser, a guisar, y tendríamos cuando sea mayor una cianita fiel y humilde.

—Di que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de manteca.

Esto fue lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre pudiese prever dónde salta su destino!

Recogimos, pues, la criatura, que se llama Mercedes, y así que la lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo ensortijado como virutas de oro y unos ojos que parecían dos violetas, y una gracia y una zalamería… Desde que la vimos… . ¡adiós planes de enseñarle a planchar y a poner el puchero! Empezamos a educarla del modo que se educan las señoritas… . según educaríamos a una hija, si la tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho; pero se hizo todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla… ¡Señor! ¡En especial Romana… . un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan modesta para sí que jamás la vi encaprichada con un perifollo—. encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes a la mejor modista de Marineda. ¿Qué tal?

Cuando llegó la chiquilla a presumir de mujer, empezaron también a requebrarla y a rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, y yo a rabiar cuando notaba que le hacían cocos. Ella se reía y me decía, siempre, mirándome mucho a la cara:

—Padrino —me llamaba así—, vamos a burlarnos de estos tontos; a usted le quiero más que a ninguno.

Me complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!), que le reñía solo por oírla repetir:

—Le quiero más a usted…

Hasta que una vez, muy bajito, al oído:

—¡Le quiero más, y me gusta más… . y no me casaré nunca, padrino!

¡Por estas, que así habló la rapaza!

Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal y, sin embargo, no sé, en mi pellejo lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias (porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché a rodar todo en un día… . en un cuarto de hora…

Todo a rodar, no; porque tan cierto como Dios nos oye, yo seguía consagrando un cariño profundo, inalterable, a mi mujer, y si me proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos —se lo confesé a Mercedes misma, no crea usted, y lloró a mares—, antes me aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse a mí, la sangre me daba una sola vuelta de arriba abajo y se me abrasaba el paladar, y en los oídos me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me aturdía.

—¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?— pregunté al viejo.

—De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que iban a pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse a Mercedes, y lo que hice fue amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se estableció decorosamente, con una cianita. Al pretexto de asuntos, yo veía a la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fue mejor… vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo techo, y yo entre ellas.

Romana callaba —era muy prudente—, pero andaba inquieta, pensativa, alteada. Y decía yo: ¿Por dónde estallará la bomba? Y estalló… ¿Por dónde creerá usted?

Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme tiempo a soltar la capa, se encerró conmigo en mi cuarto, y me dijo que no ignoraba el estado de Mercedes… (¡Ya supondrá usted cuál sería el estado de Mercedes!… ), y que, pues había sufrido tanto y con tal paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda propiedad… . como si lo hubiese parido Romana misma…

Me quedé tonto… Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera, ¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de derecho para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo vi empañado, lo envolví en un chal de calceta que me dio Romana para ese fin, y en el coche de Marineda a Goyán hizo su primer viaje de este mundo.

—¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted, dentro de los marcos gemelos?

—¡Ajajá! Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni Alfonso XIII se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. El niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le tenía en el regazo, ella le enseñaba a juntar las letras y ella le hacía rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño… Sólo que él falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el veinte de marzo y una semana después voló a la gloria… Y Romana… . el siete de abril fue cuando la desahució el médico, y la perdí a la madrugada siguiente.

—¿Se le pegaron las viruelas?— pregunté al señor de Bernárdez, que se aplicaba el pañuelo sin desdoblar a los ribeteados y mortecinos ojos.

—¡Naturalmente… Si no se apartó del niño!

—Y usted, ¿cómo no se casó con Mercedes?

—Porque malo soy, pero no tanto como eso —contestó en voz temblona, mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrimas asomaba a sus áridos lagrimales.

«El Imparcial», 29 enero 1894.

Sedano

Dos años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último meritorio —con el público no hay que decir— que se le tenía por un infelizote de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.

Aficionado a los pobres de espíritu —que en compensación de la servidumbre de aquí abajo poseerán el reino de allá arriba—, me declaré amigote de Sedano. A la salida de la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas —curaçao, kumme o Marie Brizard—. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y hasta nos abochornan?

—Sedano —le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento—, cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.

—¡Bah! —respondió él, con un destello de ironía mansa en las lloronas pupilas—. Yo tengo vida, pero milagros, no; todo lo mío es bien vulgar. Soy de Zamora, y me crié en casa de una tía mía, con posibles, que me sirvió de madre. Me dejó algunos cuartitos en treses, que decíamos entonces. Vine a Madrid a acabar la carrera, y más adelante conseguía un destino, porque el señor don Luis González Bravo había sido compañero de mi padre, que en gloria esté. Aquella aldaba me sirvió de mucho. No soy de los que más padecieron bajo el poder de Poncio Pilato; es decir, de la cesantía. Verdad que procuro hacerme útil en la casa.

—Y esos cuartos que trajo usted de Zamora, ¿los gastó o los invirtió en otra clase de renta? —pregunté considerando el pelaje de Sedano y suponiendo que tal vez los famosos treses serían el hilo de que yo deseaba tirar.

—¡Los treses! —repitió él, bajando la cabeza, mientras una súbita llamarada encendía sus amarillentos pómulos—. Los treses... ya sabe usted que con la revolución pegaron un bajón hasta los profundos abismos. Yo supe extraoficialmente, por un ad latere del señor don Luis González Bravo (¡Dios le haya dado su santa gloria!), que iban a caer al pozo los tresecitos. ¿Y qué hago? Vendo con tiempo mis cuarenta y tantos mil pesos nominales... Así no pudo fastidiármelos la Gloriosa —añadió, sonriendo con expresión de malicia pueril, como el que se frota las manos celebrando su propia sagacidad.

Mírele, y cada vez me parecieron sus trazas más incompatibles con cuarenta mil duros, ni nominales ni efectivos. Era clásico en la oficina el gabán color de ala de mosca de Sedano, y su corbata, pasada de los fríos y calores, y su paraguas que, picado y limado en las costuras, embarcaba más agua de la que repelía. Me confirmé en que los misteriosos treses encerraban la clave de la historia de aquel hombre.

—¿Y qué hizo usted con el dinero? —insistí, asediándole.

—¡El dinero!... El dinero es una cosa que no parece sino que tiene alas —dijo, volviéndose al rincón oscuro, y hablando como si algo se le atragantase.

—Vamos, que lo despabiló usted alegremente. ¡Vaya con el pillín de Sedano! Francachelas, ¿eh? ¿Buenas mozas? Porque entonces era usted joven todavía.

—Francachelas, no, por cierto... Yo he sido siempre raro..., muy raro..., hasta maniático... en ese particular de las mujeres. Me entraba un encogimiento... Nunca supe..., vamos, empezar. Si no fuese por los amigos, que a veces le sacan a uno de sus casillas... Si yo le dijese a usted..., iba usted a reírse de mí, pero a carcajadas. Solo que como todo el mundo tiene su alma en su almario..., y de una manera o de otra necesita querer a alguien, yo, cuando vine a Madrid, conocí a una señora muy guapa, viuda, hermana de un pariente mío por afinidad. Era tan buena..., quiero decir, era tan cariñosa conmigo..., que yo (figúrese usted, un muchacho) me fui acostumbrando a su trato y a su carácter de un modo... en fin, no salía de aquella casa. Tanto, que las malas lenguas dieron en murmurar, y un día hasta oí que se decía en un corro si la señora estaba o no en cierto compromiso. Naturalmente que primero me enfadé muchísimo y luego me burlé de los murmuradores, porque yo la miraba como se mira a las santas del cielo, y sabía de fijo que tal barbaridad no podía ser. En esto la señora se ausentó de Madrid y me quedé medio muerto, ¡con una tristeza!, ¡con una soledad!... Figúrese usted mi admiración cuando una mañana entra en mi cuarto de la casa de huéspedes una mujer vestida de negro, muy tapada..., ¡y se descubre y me pone en los brazos una niña! «Ampárela usted, Sedano; no tiene padre, no tiene a nadie en el mundo...; a mí no me permite ampararla mi honor.» ¡Qué disgusto pasé! Me acuerdo que hasta lloré con el berrinche...

—¿Era la viuda? ¿La que usted quería?

—La misma. Pero yo, por mi parte, le aseguro a usted que ni con el pensamiento...

—Lo creo, lo creo... ¿Y la niña?

Profunda transformación noté en la marchita cara de Sedano. Sus ojos, turbios y húmedos, se aclararon un instante, y augusta expresión de amor los hizo irradiar dulcemente. Os aseguro que es hermoso espectáculo el de la luz de la bondad iluminando el rostro de un hombre.

—La niña vivió conmigo veintiún años. Busqué ama, niñera... Vamos, me dio que hacer; ¡pero cosa más linda! Quisiera que usted la hubiese visto entonces. Llamaba la atención al sacarla a paseo vestidita de terciopelo azul. Yo rabiaba a veces, porque es mucha la jaqueca que levanta una chiquitina: que la dentición, que el miedo a la difteria, que la educación, que vigilarla para que ningún pillastre la engatuse... Luego, gastos, muchos gastos...; eso le pedí al señor González Bravo el destino. A Enriqueta no quería yo que le faltasen comodidades, ni gustos, ni diversiones. A su edad...

—¿Y qué ha sido de la niña? —pregunté con interés cada vez mayor.

—Casada está, y en Filipinas con su marido... —y la voz de Sedano, al decir esto, se ablandó como si la mojasen—. Se casó con un militar... En fin, a usted no he de andarle con tapujos. La chiquilla se enamoró como una desesperada de un muchacho... que es guapo, muy simpático, muy jaranero, gracioso..., perdido... ¡Así les gustan a ellas! Desde que la vi tan amelonada, no hubo más recurso que dejarlos casar. Me quedé hecho un páparo; no podía acostumbrarme, la casa se me venía encima, y siempre me escapaba a la del matrimonio joven. Un día me encuentro a la criatura hecha un mar de lágrimas. «Chiquilla, ¿qué tienes?» «¡Ay padrino! (me llamaba así). Pepe ha jugado... fondos que no eran suyos..., la vergüenza..., el deshonor... Ayer compró un revólver... Si él se mata, yo también...» ¿Qué haría usted en mi caso?

—Entendido, Sedano; ya adivino el paradero de los treses...

—No, mire usted; entonces no le dí más que siete mil duros... Hasta dos años después... ¡Y si usted viese! ¡Parecía que se había enmendado el maldito!

—Total, que no le quedó a usted más recurso que la oficina —exclamé alargando a Sedano un entreacto muy oloroso.

—Y quiera Dios que no me falte —respondió él, pagándome con una de aquellas sofocantes miradas de gratitud.

Desde esta conversación, me infunde cierto respeto el gabán color ala de mosca, y desearía insinuarme con el ministro de Fomento, a fin de parar el golpe si amaga la cesantía de Sedano.


«El Liberal», 24 de abril 1893.

Semilla Heroica

—Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos decir del héroe —declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un rincón de provincia empezaba a conquistar fama envidiable—. Sólo es héroe el que se inmola a algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo sumo, fue una semilla que, plantada en buena tierra, germinaría y produciría heroísmo...

—Con todo —objeté— si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses lo prohibieron, en la India se creía —y se creerá aún, es lo probable— que constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al Cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido

—No niego —declaró Méndez— que la gente llama heroísmo a lo que realiza su ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El embrión de héroe cuya sencilla historia contaré estuvo al diapasón de ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa efervescencia que hace despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga siempre al pueblo español. Lo único que revela que el ideal a que aludo es un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus héroes, aclamados y adorados en vida, no hay posterioridad; no se les elevan monumentos, no se ensalza su memoria...

Las plazas de toros —continuó después de una breve pausa— han cundido tanto en el período de reacción que siguió a la Revolución de septiembre, que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la suya, a la malicia, de madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el célebre Moñitos, con su cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse en H***, más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes antes; y al llegar la gente torera, nos dio, no me exceptuó, por jalearla, obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a cigarros y les inundamos de jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y gravemente afable, aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel fatalismo que les permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor nacional. En poco días cobramos afición a unos hombres tan desprendidos y caritativos, valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos cualidades que atraían y justificaban la simpatía con que en todas partes son acogidos.

Yo me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de Cominiyo. Venía la criatura con los toreros en calidad de monosabio, y era la perla de su oficio; un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir a donde hacía falta. La parte que representaba Cominiyo en el drama desarrollado en el redondel era bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y cuando de los tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero rubor de orgullo, y sus ojos negros ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal lumbre.

Cominiyo me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de buhardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los tres entorchados; como el oscuro escribiente la poltrona, Cominiyo soñaba ser picador. En vez de ir a las ancas del caballo, quería ir delante, luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella los batacazos. Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto? Probablemente así que hubiese demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que hiciere «una hombrá». Y dispuesto estaba a hacerla a cualquier hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.

En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un juego tal desde que salió a la plaza, que llegó a causar cierto pánico: como aquél pocos. Después de destripar por los aires a dos caballos, la emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso. Crítica era la situación del picador. El peso del jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a capotazos, quería engañar y distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose, asomada la cabeza por detrás del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía recogido y despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente plantada sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió repetidas veces con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos mientras salvaban al picador. Cominiyo, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer inerte.

Corrí a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una cosa horrible que, a pesar de la impasibilidad profesional, me causó grima. El toro había cogido a Cominiyo por la espalda, en la región lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación, y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud y la índole de la misma lesión, fue larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación tributada a su hazaña le tenía borracho de gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre todo al principio:

—Me he portado como los hombres. Digasté: ¿seré picador?

El día en que le acompañamos al cementerio, yo al ver que le echaban encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión plantar laureles en sepultura del rapaz..., y sin embargo, a mí me parecía que de la misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.

Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido monosabio, yo recordaba una copla popular.


Hasta la leña en el monte
tiene su separación;
una sirve para santos;
otra para hacer carbón.

Sequía

El ilustre sabio Marín Pujol vivía persuadido de que su existencia era sumamente útil a la Humanidad. Esta persuasión siempre es grata, siempre contribuye a que nos reclinemos satisfechos en la almohada, y a que la comida siente bien. Marín Pujol, en nombre de la ciencia, se reconocía digno de los encomios de sus admiradores y de las distinciones del Gobierno.

Esta ciencia de Marín Pujol no hay que decir que era la legítima, la auténtica, la que sólo admite por base del conocimiento el hecho y el dato experimental. Fuera de los hechos y los datos, todo vana palabrería, afirmaciones gratuitas, castillos en el aire y quimeras forjadas para engañar a la pobre gente incauta y crédula. De la teología, ni aun se tomaba el trabajo de hablar Marín Pujol; y profesaba tirria mayor a la metafísica, que calificaba de paparrucha insigne. Como Marín Pujol era frío y flemático, no se indignaba abiertamente con los que incurrían en la debilidad de filosofar y de inquirir si en el mundo hay algo más que aparentes evoluciones de una quisicosa llamada fuerza al través de la materia; pero inspirábanle los ilusos tranquilo desprecio y los consideraba cerebros endebles y sin jugo, algo que, intelectualmente, es análogo al niño o a la mujer. Ciertas declamaciones de ciertos individuos contra el materialismo y el positivismo, declamaciones que Marín Pujol graduaba, probablemente no sin razón, de alharacas hipócritas, habían afianzado el desdén en su espíritu y remachado en sus labios la negación helada y serena.

Acostumbraba el sabio salir al campo los domingos para disfrutar del buen olor de las carrascas y tomillares, y hacer su poquillo de geología. Unas veces iba enteramente solo; otras, acompañado de tres amigos de su mismo humor y aficiones. No les brindaba grandes atractivos la escueta Naturaleza castellana, y, realmente, estas excursiones eran un medio de contrarrestar la pésima influencia de una semana entera pasada en el gabinete, en el laboratorio o en la clínica, leyendo, estudiando y calentándose los cascos. En aquellos días de asueto les entraban a los sabios arrechuchos de gozo y de pueril travesura, ocasionados por el sol, el aire libre y puro, los incidentes del corto viaje, el hambre canina que se despertaba en sus fatigados estómagos y el placer de una refacción sazonada por la mejor de las salsas, la muy célebre de San Bernardo. Y era para ellos fiesta verdadera, aunque ninguno oyese misa, la excursioncilla barata, reanimadora y casi inútil, dígase la verdad, para el adelanto de la ciencia.

Un domingo de marzo, radiante y tibio como si fuese de mayo, salieron por el primer tren Marín Pujol y los tres acostumbrados excursionistas, a saber: Sánchez Abrojo, el médico; Daura, el químico, y Méndez Arcos, el antropólogo. En virtud de especiales razones iban aquel domingo los sabios de mejor talante que nunca. A Marín Pujol acababan de traducirle al sueco su obra predilecta, y tenía en su poder y llevaba en el bolsillo, para enseñarlo y lucirlo, el primer ejemplar. Sánchez Abrojo había realizado una operación difícilísima, algo, dicho profanamente, semejante a calar una cabeza humana lo mismo que quien cala un melón de Añover, y le rebosaba justa satisfacción por todos los poros del cuerpo. Daura creía poseer ya la fórmula definitiva para clarificar el vino, y esperaba de ella gran rendimiento pecuniario; y Méndez Arcos sabía de buena tinta que sus investigaciones y escritos sobre los establecimientos penales iban a ser causa de que se construyese una cárcel primorosa, lo que se llama una cárcel de recreo, con baños, gabinete de lectura y hasta sala de juegos no prohibidos. Sentían, pues, los cuatro expedicionarios profundamente toda la hermosura y benignidad del tiempo, y la idea del almuerzo a la sombra de alguna peña o debajo de una encina, sobre la alfombra de tomillo y cantueso, les dilataba el espíritu.

Bajáronse en una estación extraviada, un solitario apartadero, y emprendieron la caminata comentando festivamente todo lo que veían en el paisaje, que era bien árido y raso como una tabla. Ya distaban pocos kilómetros de un pueblecillo, y hasta divisaban el campanario despuntando en el horizonte, pero no querían acercarse, prefiriendo un cigarro al arrimo de cualquier matorral y descubrir un arroyo, que no faltaría. De repente, a Daura, que siempre se había preocupado de las cuestiones prácticas, se le ocurrió una pregunta: «¿Quién había traído el almuerzo?» Porque en la última expedición se convino que para la próxima le correspondía a Marín Pujol el suministro de víveres... Y Marín Pujol, dando un grito de terror muy cómico, exclamó que estaban perdidos: descuido de avisar al ama de llaves, mala cabeza... Si esperaban comer de lo que él trajese, ya podían hacerse sobre la barriga una cruz. Al pronto, los sabios lo echaron a broma. Así experimentarían el ayuno al traspaso de los primeros cristianos, y se cerciorarían de si Succi era o no era un trapalón. Pero a la media hora comenzaron a dar punzadas los estómagos y se acordó llegarse en busca de sustento al lugar.

No pasaría éste de unas diez o doce casas, agrupadas alrededor de la escueta y empinada torre de la iglesia. Bajo el sol ya abrasador, aunque primaveral, el lugar parecía dormido; ni se veía un alma ni se oía una voz; sin duda los moradores estaban labrando las tierras; y ni rastro de mesón, o venta, o cosa que lo valiese. Los sabios empezaban a ponerse asaz carilargos, cuando por la puerta de una corraliza, que cerraba un muro de adobes, vieron asomar medio cuerpo de una mujer muy arrugada y vieja, pero de semblante bondadoso y expresivo, que los miraba con marcado interés. Animado por este precedente, Daura, que ya se caía de necesidad, se resolvió a entrar en la corraliza y decir llanamente a la anciana que él y sus compañeros tenían hambre y que agradecerían de todas veras una cazuela de migas o unas sopas de ajo. Y la vieja, guiñando por la fuerza del sol sus ojos, del color de los búhos, respondió enfática y solemnemente:

—Adelante; se las daré por amor de Dios.

Miráronse los cuatro sabios: no les había sucedido jamás que por amor de Dios les diesen cosa alguna; verdad que tampoco ellos habían dado un comino por amor de Dios a nadie. Pasaron y se sentaron en el mismo corral, en un banco puesto debajo de una parra sin hojas, pero que entoldaban trozos de pleita raída y sucia. La vieja se metió en la casa, y pronto un olorcillo consolador y refocilante se esparció por la atmósfera, anunciando que en la sartén se doraban las migas. Sin desatender su fritada, la vieja iba y venía, tendiendo un rústico mantel, presentando toscos vasos de vidrio, trayendo agua, vino y un duro y fementido queso que pareció excelente a nuestros desfallecidos sabios.

Lo que les llamaba la atención era que durante estos preparativos, y lo mismo después, cuando sirvió las migas, que estaban diciendo «comedme»..., la vieja contemplaba a sus improvisados huéspedes con amor y entusiasmo, ni disimulado ni reprimido, y parecía caérsele la baba a hilo por la desdentada boca; siendo tan claras y evidentes las señales de gozo, reverencia y satisfacción de aquella infeliz, que en un momento en que ella no estaba presente, Marín Pujol tomó la palabra y dijo a sus socios:

—No puede ser, queridos amigos, sino que esta buena mujer nos ha conocido y sabe perfectamente quiénes somos, dándose cuenta, allá a su manera aldeana y sencilla, de lo que hemos hecho en honor de nuestro siglo y de nuestros semejantes. No estará en pormenores; ignorará, por ejemplo, que mi gran obra sobre La transmisión de la energía acaba de ver la luz en Estocolmo (aquí tengo el ejemplar); no se habrá enterado del reciente triunfo de Sánchez, ni de las útiles investigaciones de Daura, ni de los trabajos valiosos de Méndez...; pero a su modo y por instinto nos adivina, y nos rinde homenaje lo mejor que puede y sabe. Yo creo que la ofenderemos gravemente si le ofrecemos pagar su obsequio en metálico, y que únicamente una atencioncilla delicada, por ejemplo, el envío de otro ejemplar de mi traducción...

Aquí Daura, el más escéptico, soltó carcajada formidable, y como la vieja reapareciese trayendo un plato de avellanas, se encaró con ella, y en campechano tono, le preguntó:

—Madre, ¿sabe usted quiénes somos? ¿Nos recibe bien porque nos conoce?

—Sí, señor —contestó ella, con una sonrisa entre picaresca y dulce, que dilató sus innumerables arrugas—. Sé quién son ustés, y Dios los bendiga —añadió, haciendo ademán de coger, para besarla, la mano de Daura, que la retiró, poniéndose colorado—. Lo explicaré mal... —prosiguió la vieja—; pero ya me entenderán ustés. Ustés son..., a modo así..., de predicaores, amos, y vienen a estos pueblos a decirnos algo de Dios, y de la otra vía, y de la gloria, y de lo que hay que sudar pa ser buenos. ¡Y poco falta que nos hacían ustés! Porque estamos, como el que dice, con el ojo cerrao, y el alma adormecía, hechos unos lilailas. ¡Secos estamos como los terrones allá por la canícula! El cura de este pueblo, la verdá, nunca nos preíca ni nos dice esta boca es mía; despacha su misa en un soplo..., y callao como un mulo siempre. Aquí no hay conventos, ni frailes, ni amparo pa el que quiere tratar la salvación. Por eso, cuando los vi a ustés con esa cara mortificá, y esa ropa negra, y esos libros en la faltriquera..., un brinco me dio la sangre, y dije entre mí: «Alégrate, Niceta, que ahí viene el remedio para la sequía... Misioneros tenemos, y ojalá que caigan en tu casa... «¡Y vean ustés; antes de oírles, solo con verles... ya se me abrieron las fuentes del corazón, y aquí me tienen ustés llorando como una boba!... ¡El Señor los bendiga!

Los sabios tuvieron el buen gusto de no echarse a reír. Daura intentó sacar a la vieja de su engaño, pero no fue creído, y optó por declararse misionero y ofrecer un sermón en plazo breve. A pesar de la improvisada comida y del día espléndido, regresaron cabizbajos y pensativos al tren de la tarde, y Marín Pujol, tocando a Daura en el codo, señaló la tierra resquebrajada, polvorosa, morena y dura que no revelaba el estremecimiento de la germinación, y dijo reflexivamente:

—Pues mire usted: también yo pienso a veces que padecemos una sequía muy larga.


«El Imparcial», 28 enero 1895.

Sí, Señor

Lo que voy a contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me corresponde declarar que lo he oído referir… Lo cual disminuye muchísimo el mérito de este relato y obliga a suponer que mi fantasía no es tan fértil y brillante como se ha solido suponer en momentos de benevolencia.

¿Eres tímido, oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal a la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de plomo sobre los hombros, una cadena a las muñecas, unos grillos a los pies… Y el puro género de timidez no es el que procede de modestia, de recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, del fanático ante su ídolo.

De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor vehemencia.

No envidiéis nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide limosna; más que el sentenciado que, en su cárcel cuenta las horas que le quedan de vida horrible… Son desventurados porque tiene dislocada el alma, y les duele a cada movimiento…

Doble su desdichada si la acompaña el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con la confianza; pero la hay crónica e invencible. La hay en maridos que llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado a tener franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la mayor intimidad, no se acercan a él sin temor y temblor… Generalmente, sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor, sin fueros y sin gallardías, se estremece ante un gesto o una palabra… Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la coquetuela y encantadora condesa viuda de Dolfos.

Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas. Cada persona difiere o por su carácter o por el mismo exceso de su apasionamiento.

Agustín sentía, al acercarse a la condesa, todos los síntomas de la timidez enfermiza, y mientras a solas preparaba declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas… Todos reconocerán que este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos.

Vanamente apelaba a su razón para vencer aquella timidez estúpida… Su razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los cuatro costados, joven con hacienda, inteligencia y aptitudes para abrirse camino, era un excelente candidato a la mano de cualquiera mujer, por bonita y encopetada que se la suponga… ¿Por qué no había de quererle la condesa? ¿Por qué, vamos a ver, por qué? Él debía acercarse a ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al retirarse a su casa, se lo proponía… , y al día siguiente procedía lo mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado, de necio, pero no podía vencerse… No podía, y no podía.

De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada viuda. Iba a todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba a San Sebastián el mismo día que ella y en el mismo tren… , y aún ignoraría el sonido de su voz si no hubiese prestado ansioso oído a las conversaciones que ella sostenía con otras personas…

Por fin, un día —precisamente en San Sebastián— presentose rodada la ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, a la hora en que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha o, por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín estaba muy próximo a su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino, asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba de reojo, y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirle la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una señora…

Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las circunstancias, ¡y ay de estas irregularidades que todo el mundo comete, cuando a ello le empuja un fuerte estímulo!…

La viudita no podía menos de haber notado aquella adoración profunda, continua que la rodeaba como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:

—¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?

Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si a muerte o si a gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron… . y con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento ronco y balbuciente, soltó esta frase:

—¡Sí… . señor! ¡Sí… , señor!

Fue como si otro hubiese hablado… Un individuo zumbón, dentro de Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta… ¡Acababa de llamar «señor» a la única mujer que para él existía en el mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus pies… Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos a la cabeza y, levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella noche pensó varias veces en el suicidio.

A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren. Estuvo ausente muchos años. En ellos no volvió a saber de su adorada. Un día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le causó grave pena. Después lentamente, fue olvidando, nunca del todo.

Habían corrido cerca de cuatro lustros. Las canas rafagueaban el negro cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora con dos señoritas en el mismo departamento. Agustín la reconoció… . y aún su corazón (del cual padecía) le avisó de que era ella; muy cambiada, muy envejecida, pero ella.

¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta vez no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su juventud, y murmuró confidencialmente:

—De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, porque era el más sincero, consistió en que un joven, que me seguía como mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: «Sí, señor… » ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó a decir otra cosa… Los requiebros más entusiastas no pueden halagar tanto a una mujer como una turbación, que sólo puede interpretarse como señal de pasión verdadera…

—¿De modo… que usted no se rió de aquel hombre? —preguntó Agustín.

—Al contrario… —respondió la señora, con acento en que parecía temblar una lágrima.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 45, 1909.

Sic Transit...

Me trajo el mozo la copa de cognac pedida dos minutos antes, y mientras la paladeaba despacito, fijé una escrutadora mirada en el individuo que ocupaba la mesa próxima.

Era él, él mismo: no podía caberme duda ya. ¡Pero cuán ajado, maltrecho y diferente de sí propio! Sobre el grasiento cuello de panilla de su gabán caían en desorden los lacios y entrecanos mechones de la descuidada cabellera; la camisa no se veía, probablemente estaría sucia y la ocultaba por pudor social. Como tenía inclinada la cabeza para leer un periódico francés, sólo pude ver su perfil devastado y marchito, y las abolsadas ojeras que rodeaban sus pálidos ojos.

Contemplábale yo con punzante curiosidad, y me acudían en tropel recuerdos de la última vez que asistí á uno de sus triunfos. Hallábase entonces en la plenitud de sus facultades y talento: es verdad que algunos malcontentadizos dilettanti empezaban á decir que decaía, mas el público opinaba de muy distinta manera. Y por señas que, como justamente la postrer noche que pasé en Madrid fuese la del beneficio del gran artista, aflojé los cinco pesos que el Pájaro me exigió por la butaca, y asistí á una ovación entusiasta, delirante.

¡Qué voz, cielo santo, qué voz pura, apasionada, angelical! ¡Con qué facilidad ascendía á las alturas vertiginosas de los dos y síes más inaccesibles á gargantas profanas! ¡Qué modo de filar las notas, y de emitirlas, cada una aparte, distinta y clara, y al par ligada con la anterior y posterior, sin esfuerzo alguno, sin desgañitarse, antes con serenidad y gracia encantadora!

Y además de estos primores de ejecución, ¡qué bellezas de sentimiento en las distintas modulaciones de tan soberana voz, y en la inteligente mímica que las realzaba! El papel de Edgardo en Lucia no fué nunca mejor comprendido que aquella inolvidable noche. ¿Era hermoso ó feo el excelso tenor? Lo ignoro, pero pienso que Walter Scott, el novelista-poeta que inmortalizó las desventuras del laird de Ravenswood, no pudo soñar más melancólico, varonil é interesante Edgardo. Tierno y dulce en la escena del jardín; trágico y sublime en la de los desposorios; sombrío y fiero en la del reto; transido de amor en la bellísima final, siempre era el tipo romántico que las imaginaciones ardorosas y juveniles se figuran ver alzarse entre las nieblas de Escocia.

Hundíase el teatro, como suele decirse, á puras salvas de aplausos; llovían sobre la escena coronas y ramos de flores; y del fondo rojo oscuro del proscenio, donde ostentaba su soberbia toilette una aristocrática beldad, se destacó un brazo escultural, enguantado de blanco, y un ramillete de nevadas camelias, sobre las cuales negreaban dos cifras formadas de oscurísimos pensamientos, cayó, envuelto aún en el perfumado pañuelo de encaje, á los piés de Edgardo, mientras un cuchicheo discreto inclinaba unas hacia otras las cabezas femeniles en los demás palcos, cual se doblan las espigas al soplo del aire. El tenor daba gracias al público, apoyando sobre el corazón la mano izquierda, en cuyo dedo meñique lucia un solitario como una avellana, regalo del Czar.

¡Si me parecía que le estaba viendo aún! Mediante la transfiguración del arte, el hombre viejo y mal vestido que tenía enfrente iba convirtiéndose en el Edgardo arrebatador que me sedujo diez años antes. Levantábase ante mí su gallarda figura, su italiana y morena tez empalidecida por el reflejo del gas, su negra barba, sus ojos centelleantes, su descubierta garganta de estatua, cuyos tendones se dibujaban bajo el limpio cutis, su traje de terciopelo negro con cuello de guipur, la noble actitud con que arrojaba su capa y se quedaba inmóvil, cruzado de brazos, sobre la escalinata de la cámara donde se celebraban los desposorios de Lucia. Oía de nuevo su voz, el acento desesperado con que pronunciaba: Stirpe iniqua, y sus notas penetrantes recorrían mis nervios y me producían inexplicable escalofrío. Era el mismo Edgardo, ¡y estaba á dos pasos en la mesa próxima!

Movido por irresistible impulso me acerqué, y le tendí la mano, preguntándole si tenía el gusto de hablar al célebre tenor. Preguntélo no sé por qué, por el placer de oirlo de sus labios. Alzó sus ojos apagados é indiferentes, y á media voz, me dijo un:—¡El mismo!—que me pareció lleno de tristeza y resignación.

—¡Pero Vd. por aquí!

—En efecto.

—Yo le he admirado á Vd. en el Real... En Puritanos... en Lucia... ¿Se acuerda Vd.?

—Ah, sí... ¡otros días!...—pronunció en italiano.

Ví animarse un tanto sus mejillas, donde unos atisbos de colorete y albayalde, mal borrados por la tohalla, parecían los últimos arreboles de su gloria.

—¿Y es cierto que viene Vd. á cantar aquí?

Sacó del bolsillo una petaca muy usada de cuero de Rusia, con iniciales de oro, resto sin duda del pasado esplendor, y de ésta un cigarro, y me pidió fuego.

—Cantaré... sí, como pueda.

Díjolo carraspeando, y noté que la voz del ángel se parecía ahora al glocitar de un pollo.

—¿En una capital de provincia? ¿En un teatro tan malo? ¿Ante una concurrencia?...

Mis palabras despertaron al tenor de oficio, al hombre habituado á captarse con afables palabras las simpatías de los concurrentes entre bastidores.

—¡Oh!—exclamó.—El ilustrado público de Marineda... ¡Oh! Yo he escuchado hacer elogios de su competencia... ¡Oh!

Y diciendo esto, una halagadora sonrisa, casi suplicante, entreabrió sus labios, y su mirada se posó cariñosamente en mí. No me dejé seducir.

—¿Es cierto—le pregunté—que ha perdido Vd. la voz á consecuencia de un enfriamento que cogió en New-York?

Inclinó la cabeza sobre el pecho y no contestó palabra. Comprendí que el asunto de conversación le era displicente, y llamé al mozo, pidiéndole unas copas de Chartreuse de la más fina.

—¡Oh! ¡Grazie!—murmuró al verlas delante.—No uso... Licores, vinos, especies... ¡Oh! Pimienta, pimienta, ¡sopra tutto! Los yankees abusan de las especies y los vinos... Yo no llevé á New-York mi cocinero, sentite...

Entonces, incitado por mis preguntas y mi no fingido interés, comenzó á explicar el régimen funesto seguido en New-York, las primeras notas veladas, la desesperación de la primer ronquera, la indisposición repentina, la cólera del público, la reaparición, los inútiles esfuerzos para reavivar el entusiasmo, las palmadas escasas y frías, esos síntomas iniciales de indiferencia, desgarradores en todo amor... Sus mejillas se encendían, y á veces, por entre su voz resquebrajada, asomaba una inflexión de terciopelo, como de la arruinada pared de un palacio cuelgan aún girones de rica tapicería...

Por último se levantó y llamó al mozo para pagarle; pero yo le había hecho una disimulada seña, y el mozo, con muchas cortesías, se negó á recibir un cuarto. El tenor me estrechó la diestra y por un momento, en su rostro que iluminó el júbilo, observé la feliz transformación que se nota en la cara de una mujer, ayer hermosísima y hoy marchita por la edad, si algún soldado ó gañán, en la calle, le dirige á su manera un requiebro.

Siglo XIII

Era esa hora en que, sin espesarse aún las sombras de la noche, se levanta un soplo frío y se ve ya la luna, como arco pálido, en el oro verdoso de cielo donde se apagan las últimas claridades solares, cuando encontré al ciego y a la niña que le sirve de lazarillo sentados en un ribazo del camino, descansando.

Me interesan, me atraen los mendigos de profesión. Son un resto del pasado; son tan arcaicos y tan auténticos como un mueble o un esmalte. Van a desaparecer; se cuentan en el número de lo que la evolución inevitable se prepara a borrar con el dedo. A la vuelta de una centuria no quedará en la redondez de la tierra hombre dispuesto a tender la mano a otro. La limosna está desacreditada; el que puede darla desconfía, ve doquiera lisiados fingidos que esconden millones en los andrajos; el que puede pedirla va creyendo que tiene derecho a más, a cosa diferente, que se rebaja, que se deshonra. El altruismo científico desdeña la caridad. El ciego que hallo en este camino de aldea orlado de madreselvas en flor que embalsaman, al pie de un castaño, tiene ya para mí algo de la poesía melancólica del anochecer que envuelve su figura, y al darle unas monedas de vellón, creo estar realizando un deporte de la Edad Media, a la puerta de algún reducido santuario, o interrumpiendo el bordado de un tapiz, sentada en el poyo de alguna fenestra ojival.

Goza de gran popularidad este ciego. Llámase el tío Amaro, el de la Espadanela, y le conocen y solicitan en veinte leguas a la redonda para todas las fiestas, holgorios, bodas y romerías, donde su zanfona y sus cantares son complemento obligado del regocijo de la gente aldeana. El primer vaso de clarete y la primera escudilla de caldo, al tío Amaro se destinan. Antaño le guiaba un rapaz más malo que la rabia, listo como una centella, un pillete digno de que le incluyese Murillo en su colección de granujas; pero el chico creció; el rey se dignó reclamarle para su servicio, y como no tenía las pesetas de la redención, allá se fue a barrer el cuartel, mondar patatas y desempeñar otros menesteres igualmente marciales y heroicos. En las funciones de lazarillo del ciego de Espadanela le emplazaba ahora Sidoriña, alias Finafrol, una abandonada a quien sus padres, al embarcar para Buenos Aires, dejaron en el puerto, como se deja un trasto ya inútil que no vale el trabajo de izarlo a bordo. Allí estaba Finafrol, con sus ojos verdes, enigmáticos, de líquida pupila; su carita retostada por el sol, que es la linterna de los vagabundos; sus greñas color de cáñamo, que la iluminaban como un nimbo, y los remiendos de su saya de grana desteñida, y los pies descalzos, encallecidos en el trajín de caminar a toda hora sobre polvo seco, guijarros y abrojos picones.

—¿Dónde se duerme hoy, Sidoriña?

—En la posada de los pobres —contestó naturalmente, con una sonrisa que parecía significar: «¿Dónde ha de ser?»

Y... la verdad es que yo no sabía hacia qué parte cae esa posada de los pobres. En el primer momento creí que era el cielo raso, el diamantino pabellón de estrellas que Dios extiende gratis sobre el mundo; después calculé que sería cualquier alpendre, cualquier pajar que los dos mendigos encontrasen. A estos bergantes, ya se sabe, les viene bien todo; aquí caen, aquí se agarran; no hay garrapata más mala de desprender que ellos. El cubil ruinoso y hediondo del cerdo, el tibio establo de la vaca, el hórreo vacío, la choza en construcción, excelentes para una noche. Los aldeanos, con bastante frecuencia, en invierno, les permiten acostarse a la vera del hogar, al amor del rescoldo que se extingue. Las únicas puertas que no se abren para el vagabundo son las de los ricos... Allí ya no llaman. ¿Para qué?

Mientras el ciego, creyendo su deber pagar la limosna, se levanta rígido, envuelto en el capotón mugriento, previene la zanfona, le arranca un melodioso mosconeo, y entona en ronca voz las más perfiladas coplas de su repertorio de salutación y alabanza, no ceso de pensar qué será esa posada de los pobres, en la cual están seguros el viejo y la niña de pasar la noche, que ya cae derramando cenizosa neblina entre la arboleda y sobre los setos floridos, cristalizando la tierra con el rocío glacial de los primeros crepúsculos de otoño. Sidoriña, también en pie, rasca una contra otra dos grandes veneras o conchas de Santiago, acompañando el canticio del ciego y el zumbido de la zanfona, y me cuesta trabajo que interrumpan la serenata, porque se consideran obligados estrictamente a dar, por cada perrilla, una copla lo menos. Así que logro imponerles silencio, preguntó a Finafrol, acariciando sus guedejas de cáñamo tosco y enredado:

—A ver,rapaza... ¿qué posada de los pobres es esa?

—¿No sabe? —exclamó, atónita de mi ignorancia—. Es ahí, en la casa del tío Cachopal. Ahí en el mismo lugar de Miñobre... Según se baja para la carretera de Areal, a la orilla del mar... Antes del molino de Breame.

—La mochacha no esprica —intervino el ciego, sentencioso y solícito—. Esto de la posada lo hay que espricar, porque los señores del señorío, ¿qué les importa? A ellos no les hace falta, que tienen sus boenas camas compridas, con sus seis colchones para la blandura, si cuadra, y sus doce mantas si corre frío, y sus tres colchas muy riquísimas; pero al pobre que anda a las puertas, conviénele saber dónde está seguro el tejado y el saco relleno de paja para no se molestar tanto las costillas. Por el día, al ciego —y se dio un golpe en el esternón— no le falta una sombra en que remediarse con la caridad que va recogiendo de las boenas almas; y si, verbo en gracia, no tiene más que unas pataquitas crudas, tan conforme... ¡Nunca nos falten, Asús y la Virgen! Finafrol apaña ramas secas, arma fuego y asa las patatas, o las castañas, o la espiga tierna, o el tocino rancio, o lo que venga en la alforja, lo que los dinos caballeros del Señor misericordioso nos quisieron dar... Pero luego escurece, ¡escurece!, y un hombre, aunque se quiera valer con la capa, no se vale, que la friaje le entra mismo hasta la caña de los huesos. Ahí está la cuenta porque el ciego —otra puñada que sonó como en olla vacía— siempre reza por el tío Cachopal y por el alma de sus obligaciones y de su abuelo, ¡que ya en tiempo de él era allí posada de pobres! ¡Si hacerá para arriba de cien años! Esa casta de Cachopal es toda así, tan santa, que con la sangre de ellos se pueden componer medicinas. El abuelo fue quien discurrió que tenían un cobertizo muy grandísimo y que los pobres podíamos dormir allí ricamente. El ciego —golpe a la zanfona— lleva ya cincuenta años de pedir por los caminos, y cuando no tiene cama, ¡arriba, a casa de Cachopa! Nos da un saco lleno de paja o de hierba, y la cena, el caldo caliente... Así hizo su padre, así su abuelo, así hacen él y la mujer todo el año. Que se junten veinte pobres, que se junten más, no falta el saco de paja ni el caldo de berzas. Nadie se acuesta con la barriga vacía, nadie, ni un can. Y con licencia de usía vamos cara allá, ei, Finafrol..., que ya cai el orvallo; ya será tarde. ¡Santas y boenas noches nos dé Dios! ¡A la obediencia de usía!

La chiquilla y el ciego se levantaron, y despacito emprendieron su caminata, desapareciendo lentamente entre la neblina gris, húmeda, que penetraba de melancolía el corazón. Esperábalos allí la caridad aldeana, la caridad tosca y sencilla y alegre de los tiempos medievales, que ni se anuncia en periódicos ni se premia en sesiones académicas, entre guirnaldas de discursos y derroche de retórica moral. Oscura y humilde, la familia de cristianos labradores, que desde hace un siglo da posada al peregrino y de comer al hambriento, no extraña que no lo sepan sino los que lo necesitan, y tal vez llega a encontrar su único placer, el interés de su oscura existencia, en la reunión de los andrajosos dicharacheros, a su manera oportunos, socarrones, expertos, enterados de todas las noticias. A dos pasos de la civilización, ahí está esa pintada tabla mística, ese hogar franciscano abierto al mendigo.


«Blanco y Negro», núm. 546, 1901.

Siguiéndole

No acostumbraba don Magín Dávalos practicar ninguna buena obra; y, hablando en plata, hacía lo menos treinta años que ni se le ocurría que las pudiese practicar. Solterón empedernido, pendiente del cultivo intensivo de su bienestar propio, encogíase de hombros cuando alguien se molestaba o sacrificaba por algo; y, en tono desdeñosamente benévolo, no dejaba de murmurar:

—¡Qué tonta es la humanidad!

En su interior, rodeábase de todas las comodidades que la civilización facilita a los pudientes, aunque no sean archimillonarios. Dávalos no lo era; pero su caudal le bastaba y sobraba para darse vida de rey, rey solitario sin familia y sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicado a discurrir todas las mañanas un nuevo goce egoísta y selecto, un copo más de algodón en rama, que aislase su cuerpo de los roces de la lucha y de la vida.

El cuidado nimio de la salud formaba parte de sus habituales preocupaciones, y aún puede decirse que, al avanzar la edad, iba sobreponiéndose a las restantes. Precauciones múltiples contra corrientes de aire, saltos de temperatura y ambientes viciados; estudios sobre alimentos nocivos o útiles; un régimen defensivo, prescrito por el médico de fama, daban a la existencia de don Magín un objeto: la autoconservación. Nada de lo que sucedía en el planeta le importaba dos cominos; lo único serio era la contingencia del catarro o de la pulmonía, la aparición medrosa de una de esas infecciones que el cierzo helado de noviembre trae en sus alas de escarcha. Y mientras se prevenía de burletes en ventanas y puertas de ricos tapabocas de seda blanca —Dávalos no renunciaba todavía a parecer agradable—, de pastillas para la tos y de sesiones de masaje para conservar la elasticidad de los miembros, he aquí que el leñador invisible que ataca al árbol por el pie hasta que lo tumba, descargó un golpecito sordo, mejor asestado, que produjo entalla; y el médico —consultado ante cada síntoma y cada fenómeno, de los más viles y vulgares de la fisiología y la patología— previno a su cliente:

—He observado esto, aquello, lo de más allá… No me gusta tal y cual manifestación. Hay que estar en guardia contra…, etc., etc. No tenga aprensión; no hay motivo «por ahora»; trátase sólo de un toque de atención…

¡Un toque de atención! Don Magín, cuando el doctor hubo salido, se miró al espejo y se encontró deshecho, ruinoso, desfigurado. ¿Era el miedo, o era «ya» el estrago de los consabidos esto, aquello, lo de más allá? ¿Por qué no darle su verdadero nombre? Era… ¡Horror! Era lo que siempre acecha, lo que siempre va pisando los talones al mozo como el viejo… La diferencia es que el mozo no lo ve, y aunque lo viese, acaso no lo temería… En la vejez es cuando no se quiere morir…

—Yo no he sido nunca cobarde —se argüía don Magín—. ¿A qué viene, entonces, tanto cavilar? Será peor; me causará más daño la cavilación que el achaque…

Para distraerse salió, hizo vida social; buscó —instintivamente— relaciones, calor de trato, ficciones de amistad; el aturdimiento de los cuidados e intereses ajenos, que divierten de los propios. En vez de pasearse solo en su magnífico landó eléctrico, solicitó a los conocidos, en algunos círculos que frecuentaba, para que le acompañasen… Prestose a ello el marqués de Marlota, vividor semiarruinado, hombre muy corriente, de sugestiva conversación, a quien le convenía tomar el aire gratis en coche ajeno. Asociados los dos egoísmos, se convirtieron en simpatía. Dávalos no hubiese paseado a gusto sin llevar a su lado al marqués, el cual adquirió sobre el ricacho gran ascendiente.

Regresaban una tarde, casi anochecido, de su vuelta por las Rondas, cuando les sonó en los oídos el tilín de una campanilla. Un grupo de gentes avanzaba a compás: mujeres de mantón, hombres de blusa. Se percibía el golpeo acompasado de las suelas del calzado basto sobre la tierra endurecida por la helada.

—¡El Viático! —exclamó el marqués, que era carlista, calavera con rasgos devotos—. No hay remedio sino bajarse.

—Paren —mandó Dávalos, que no se atrevió a disentir de aquella autorizada opinión.

A los dos minutos, el sacerdote ocupaba el asiento del fondo del carruaje, y el dueño y su amigo, a pie, iban detrás. Don Magín sentía algo extraño; al pronto, una incomodidad física, el leve cansancio del ejercicio; luego, una especie de interés, una emoción que no tenía causa racional. Acaso atavismos que despertaban; acaso el presentimiento de lo que va a sobrevenir cuando rompemos la costumbre, y, como por vidrio quebrado en aposento saturado de carbónico entra aire nuevo en nuestra existencia.

¡Había, sin embargo, tanto de previsto en el episodio! Escaleras mugrientas y desvencijadas, casa mal oliente, buhardilla estrecha…; la monótona decoración de la miseria, igual a sí misma.

Lo inesperado fue que, al acercarse el séquito a la puerta de la vivienda adonde llevaban el Señor, una arrogante mujer —la vecina caritativa que aparece infaliblemente en estos casos— saliese exclamando, con lágrimas en la voz varonil:

—Ya no hace falta el Señor, ni na… Esto s’arremató. Acaba de quedarse…

Todos se detuvieron. Un silencio de respeto, un murmullo de piedad…

—¿Y la niña? —preguntaron muchas voces.

—¿La niña…? ¿Qué sé yo, hijos?, si yo no tuviese ya en casa aquellas seis bocazas abiertas… En fin; ahora, conmigo se viene la creatura; no va a quedarse ahí, al lao de la muerta…

Y, entrando en la alcoba, sacó de la mano a la chiquilla. Venía refregándose los puños por los ojos, inflamados de llorar. Tendría unos diez años; el pelo sombrío, greñoso, abundante, rebelde; la cara de un color moreno agitanado; las pupilas de un negror nocturno, que ahora encristalaba en llanto, temblante en las pestañas. Quizá fuese bonita después de fregada; de seguro era gentil, espigadilla, conmovedora, al repetir, zollipando:

—¡Ay, mi ma…! ¡Que-me-dejen-con-mi-ma!…

—Amigo Dávalos —indicó el marqués, que en medio de sus apuros se preciaba de rumboso, y revolvía ya un pápiro de cinco entre los dedos—, se impone la contribución. Usted puede más que yo; afloje sus ciento…

Don Magín no respondía. Miraba a la niña fijamente, alucinado por una idea. Allá, dentro de su conciencia, sentía formularse un reproche hondo:

«¿Por qué no tienes una así? ¿Por qué no has procurado tenerla…, tenerla, vamos, lo que se dice, con certeza de amor? ¿Por qué estás solo, cuando una infeliz, acaso una mendiga, pudo sentir en la agonía la despedida de unos labios? Magín, con tanta cuquería has sido un necio… Te espera muerte solitaria…».

El cura, entretanto, se acercaba y le daba las gracias, alabando la cristiana acción de no dejar a pie a Jesucristo.

—Vuélvase en el coche, señor cura —suplicó Dávalos—. Después me lo envía usted aquí…

—Las pesetas —insistió por lo bajo el marqués—. Me parece que a esta flamenca bondadosa podemos confiárselas…

Dávalos respiró fuerte. Aún titubeaba. Se alejaba el Señor lentamente, con la precaución que imponía al sacerdote la vetustez de la escalera, carcomida y sebosa de puro sucia. Un homigueo en las venas…, una especie de ola que subió del pulmón a la garganta…

—Señora, ¿no le parece a usted que soy yo quien debe llevarse a la niña? Conmigo nada le faltará. Será como si tuviese una hija, ¿no es eso? Vente, pequeña… Ahora volverá el coche… Te subirás a él conmigo…

El marqués sonreía. Le gustaban a él los arranques gallardos, románticos; los había tenido a centenares cuando derrochaba su hacienda; y todavía…

—¡Bien, bien, Dávalos! ¡Muy bonito! Nos llevamos a la chica… La recogemos…

Y en secreto, susurrante, advirtió alborozado:

—¡Ahora el billete tiene que ser de mil! Ya ve usted: entierro, medicinas…, y algo para la flamenca, que lo merece… Y usted va a tener una hija. ¡Ahí es nada!

El solterón callaba. No sabía si avergonzarse o preciarse del arranque repentino. No se lo explicaba satisfactoriamente.

¿Habrá algún sortilegio en «seguirlo»?

Sin Esperanza

El jefe de la estación, en su lugar, aguarda el tren, el duodécimo en aquel día despachado. ¡Qué movimiento el de la estación de Cigüeñal! Cosa de no parar un instante. Apenas sale un tren, ya es preciso pensar en la llegada de otro; y los intervalos de silencio y calma en que el andén enmudece y se ven los rieles desiertos, a estilo de severas arrugas sobre un rostro caduco, se diría que hacen resaltar, por el contraste, el bullicio infernal de las entradas y salidas.

El jefe aguarda. Dominando la fatiga, por una tensión mecánica de la voluntad; llamando en su ayuda las fuerzas de un organismo en otro tiempo robusto, hoy quebrantadísimo, minado en todos sentidos, como la tierra de los hormigueros, no piensa, no quiere pensar sino en su obligación. Terrible es la faena diaria del jefe de Cigüeñal. Para él no hay domingos, días festivos. Carnavales ni Navidades; para él no hay día ni noche; cada una tiene que levantarse tres veces: en invierno, tiritando; en verano, sudoroso, debilitado, aturdido; para él la vida es una serie de sobresaltos, y al campanilleo del telégrafo responde el golpe de su corazón en perpetua inquietud el latir de sus sienes, que acabarán por estallar bajo la presión férrea de la atención siempre fija.

Al conseguir aquel puesto, el jefe se había casado con una señorita pobre, a quien desde hacía tiempo amaba. Ninguna dulzura encontró en la luna de miel. Engulló la dicha: no la saboreó. No tuvo tiempo de darse cuenta de que era feliz. Ciertamente que no había soñado el buen hombre con embriagueces líricas en noches de luna, ni con éxtasis de misterio en jardines saturados de perfumes. Sus aspiraciones eran más modestas. Comer tranquilamente al lado de su esposa, llevarla del brazo a un paseo por los alrededores pedregosos y áridos de la estación, cerrar temprano la puerta en una velada de invierno y no despertarse hasta bien entrado el siguiente día, para beber, arropadito en el tálamo, un vaso de café caliente, azucarado, reanimador… Bastábale este idilio en prosa llana, humilde… Pero humilde y todo, no se lo deparaba la fortuna. Estaban allí, celosos exigentes, los dos númenes: el Deber y la Responsabilidad, prohibiendo toda expansión inútil; reclamando cada hora, cada minuto, cada segundo. Y el jefe de Cigüeñal no supo qué sería esa cosa tan dulce e inefable: la proscripción del reloj, el olvido del tiempo en la intimidad amorosa…

Ahora, como le ha nacido una niña…, el jefe quisiera poder ser padre un día entero. Aspiración irrealizable también. Caricias rápidas, momentos fugaces de tener en brazos a la criatura: nunca un hartazgo de paternidad, con labios besucones y manos entretenidas en confeccionar juguetes de papel, barquitos y pájaras. La niña ha llegado al período de la dentición; ya balbucea palabras, ya sufre dolores… El padre ni lo oye ni lo ve. Los dos Moloch —Responsabilidad y Deber— le reclaman, le sujetan, le oprimen más y más. ¡Al andén, a la oficina! ¡A la oficina, al andén! ¡A dar la salida, a recibir! ¡A recibir, a dar la salida! ¡Atención al telégrafo! ¡Que falta un coche! ¡Que llega la expedición! ¡Que al menor descuido ocurrirá una catástrofe! Y cuando la niña se enferma gravemente y su madre tiene que llevársela a Auriabella, a consultarla con un médico de renombre, allí se queda el padre, el corazón apretado, la garganta llena de sollozos a medio formar, el alma nublada por presentimientos negros, anheloso del triste goce de rumiar su pena; pero con el pensamiento confiscado, sujeto a la cadena de sus funciones, de la cual no es lícito ni tirar. ¡Extrema esclavitud!

Otros dedican a la labor las fuerzas corporales, y mientras tanto su mente recorre los espacios, va libre a donde la lleva la voluntad. No así el jefe de estación. Aun en sueños, en los agitados y cortos sueños que llega a conciliar, le aprieta el cuello la argolla del esclavo, y tiene pesadillas en que ve hacinarse y cabalgarse brutalmente los destrozados vagones, o subir las llamas devorando los depósitos de mercancías.

Lo que él quisiera contemplar es la cara sonrosada y picada de hoyuelos por la risa, las pupilas luminosas, negras, cándidas; los rizos alborotados, en que juguetea el sol, de su nené. ¿Cómo estará? ¿Qué estragos hará en esa faz adorable el padecimiento? ¿Y las hinchadas encías, calientes, dolorosas? ¿Y el vientrecito, duro y estirado como el parche de un tambor? ¿Volverá al lado de su padre la criatura? ¿Regresará solo la madre, con los ojos enrojecidos y las mejillas azuladas, devastadas por el llanto del desconsuelo que arranca el dolor de los dolores? El jefe «siente» que esto es lo único que realmente le importa en la vida; y, sin embargo, no le es permitido «pensar» en ello. Su cabeza pertenece a la Compañía y a los viajeros. El drama íntimo de aquel hombre, que él se lo trague; a nadie interesa. Lo único que importa es que los trenes vengan y vayan como es debido, a su tiempo; que la vía esté libre, que la máquina-hombre funcione lo mismo que la de vapor.

No creáis que el jefe protesta contra esta necesidad. Al contrario: se ha penetrado de ella, cual el buen soldado, de la rigurosa disciplina. Su conciencia, siempre vigilante, le reprende cuando se deja llevar, con tierna distracción, hacia la cunita de la nené enferma y ausente. ¿Qué es eso? ¿Acaso tiene el jefe de Cigüeñal el derecho de ser padre solícito, inquieto, mimoso? No, no; él desempeña otra misión en el mundo. A su puesto. ¡Firmes! Sólo una cosa preocupa al jefe. ¿Conservará mucho tiempo la resistencia física? A veces nota desvanecimientos; su cuerpo se inclina a los lados como el de un beodo; sus piernas parecen hechas de algodón en rama; su memoria no retiene lo más usual; su vista se debilita; su corazón diríase que va a pararse: estallan de jaqueca sus sienes. Apura el vaso de vino añejo y se reanima. ¡Ánimo! ¡Una vez más! A esperar el tren, el tren de Portugal, el duodécimo tren aquel día despachado. Un tren de compromiso, porque inmediatamente en sentido opuesto, viene el mercancías, y es preciso que éste no salga hasta que llegue el otro.

De pie en el andén, el jefe presta oído. Un repique del telégrafo le hace estremecer. ¿Será comunicación de Auriabella, noticias de la criatura? La madre acude con frecuencia a este medio para enterar al padre. Por la mañana le ha dicho lacónicamente: «No hay novedad. No mejora». De un salto el jefe se acerca al aparato, desvía al telegrafista, descifra la comunicación y se incorpora, llevándose las manos a la cabeza con ademán de loco. Ha leído una frase sencilla. «Sin esperanza». ¡La niña ha muerto! Sí, ha muerto, de seguro; ese telegrama no es de la madre; es de algún amigo oficioso que prepara la fatal noticia… ¡Sin esperanza! El jefe se agita, oscila, cae como un maniquí de plomo en el viejo sillón de gutapercha; su cabeza choca contra la mesa de la oficina. El telegrafista, solícito, alarmado, le llama, le mueve; cree que se trata de un accidente mortal, de algún derrame… No. El jefe se levanta lívido, con los ojos atónitos, y en voz desmayada murmura: «Allá voy… El tren está ahí».

Era cierto. El tren había llegado. Por primera vez, desde hacía años, encontrábase el jefe ausente del andén en tal momento. ¡Qué grave falta! Pero ya acudía a remediarlo todo, a establecer el orden, a vigilar. Las piernas se resistían un poco; la maldita cabeza parecía tener dentro una humareda espesa y ardiente; los ojos veían lucecitas rojas… No importa. Allí estaba el jefe cumpliendo su función. ¡La salida! ¡En marcha! ¡Adelante el tren de Portugal!

Aún retemblaban los rieles; aún no se había disipado el humo de la locomotora, cuando el jefe, que se retiraba a su oficina tambaleándose, exhaló un gran grito, dos exclamaciones, y se quedó luego como hecho de piedra:

—¡El mercancías! ¡El mercancías!

Es imposible imaginar la desesperación de su acento. Aquel mercancías, el número «trece» del día, se acercaba; estaba avisado. No podía salir el portugués hasta la llegada del otro, a no ser que el otro trajese retraso y diese espacio al cruce en la inmediata estación. Sólo el jefe podía saber esto. ¡Y el jefe sabía, había olvidado y recordaba entonces que el mercancías venía ya, en sentido contrario al tren acabado de salir!

No acertó ni a explicar lo que le pasaba, ni a transmitir la alarma horrible. Sus manos, mecánicamente, quisieron aflojar la corbata y el cuello, y no lo lograron. Cayó de cara contra la tierra. Esta vez sí que era congestión fulminante.

Sin Pasión

El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho…, se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

—¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? —preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo—. Confiese que se encontraba…, vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia…

—No, señor. ¡Ni por soñación! —exclamó sinceramente el criminal—. Pero… ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.

Sólo con la clave amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógicamente. Vela era huésped de los esposos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío» entre el huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su mujer, acaso por celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está prendado de la mártir. La pasión le exalta; el espectáculo le es intolerable, y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que el marido enarbola una silla para descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma la faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar, ciego, anulada la voluntad, suprimido el albedrío, impulsado irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?

Por estos caminos contaba dirigir su brillante peroración forense el abogado, seguro —a poco que apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde disponía de amigos— de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera refulgente, que le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combinación se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, sustituía la prosa de un vulgar asesinato.

—Entendámonos —murmuró, haciendo con la mano derecha la señal de esperar—. Usted no tenía nada con la Remigia; la Remigia… no le seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan, ¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Por qué montó usted al Negruzo? ¿Había mediado entre ustedes alguna cuestión?

—No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario; en el taller nos llevábamos perfectamente. Aquella mañana, la del día en que pasó el «disgusto», estuvimos echando unas copas en la taberna del Pelele, y me las pagó, por cierto, él.

—¿Estaban ustedes, o uno de ustedes, embriagados cuando ocurrió el hecho?

—Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío por costumbre, y el Negruzo, que la cogía a menudo, entonces no la cogió, porque total fueron dos copillas, y de mañana, y la cosa pasó al retirarnos.

—Siendo así, ¿cómo se comprende…?

—Fue de esas cosas…, vamos, de esas cosas que hace un hombre…, sin saber muchas veces ni por qué las hace. Verá usté… Yo tomé posada en ca el Negruzo porque él se empeñó, diciéndome que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no tengo na que decir: su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corresponde. Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a su mujer delante de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero nadie tié que meterse; para eso era su señora. En mi cara… era cosa de avergonzarme. Estar un hombre presenciando que a una mujer la hacen tajás, y dejarlo… vamos, que se le requema a uno la sangre. Yo en jamás le levanté la mano ni a mi madre ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se cae de puro honrá.

Así se lo dije al Negruzo muchísimas veces, y si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amonestao no quedó. ¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia era tan fea, que le chocaba que la saliesen defensores. «¿Para qué se quieren las feas y las flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le replicaba: «Pues mira: cuando atices leña a la Remigia, procura que no esté yo elante, porque un día me atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a carcajadas: «Anda, que le ha salío un galán a la Remigia». Y usted dirá —prosiguió el asesino— que siendo la Remigia tan buena, no se entiende por qué la pegaba su hombre… Pues ahí está lo que me sacó de mis casillas. Ver que no había motivo; pero ¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así de la sombra de pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo…, que si los garbanzos estaban duros…, que si los chicos lloraban…, que si faltaba un botón a la blusa… Todo mentira las más veces…; y un descuido lo tiene cualquiera, me se figura. En fin, que el día de la cosa…, de la desgracia…, porque en medio de todo, desgracia fue…, pues el Negruzo entró en su casa de mal talante, y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de los niños, una criatura de ocho años, la tomó con la Remigia, y por primera providencia le pegó dos puñetazos en el pecho. Y como ella se echó a llorar, la dio una patá en una pierna que la tiró al suelo, y ya que la vio en el suelo, alzó una silla para darla Dios sabe dónde… Y entonces, un servidor…; na…, el demonio… Me lo hubiese comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que estaba haciendo, que me contaron después que hasta le «secioné» una oreja y tres dedos de la mano… No, por avisado no fue; que se lo advertí veces. ¡Y no hubo más!… ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar a su padre, que ya no se movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!».

El abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba:

—Se hará lo posible… Pero como no se trata de un crimen pasional, no me atrevo a que usted esté muy esperanzado… ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso, que andaba usted prendado de la Remigia?

—Porque sólo con verla, señor, no lo creerán… Y tampoco es mu regular eso de calumniar a una mujer decente.

«Pues lo que es éste, de presidio no se escapa», pensó el defensor malhumorado, y resolviendo ya, en su interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y deslucido.

Sin Querer

Ocurren en el mundo cosas así; se diría que la casualidad, inteligente, se complace en arreglarlas... o en desarreglarlas. En el presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Rozas y Culás de Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las proezas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se hubiesen encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás.

Cierto que concurrían a las mismas fiestas; es indudable que allí pudieran haberse tropezado; imposible negar la hipótesis; pero fuese porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado.

Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra con Culás de Bonsende, y las respectivas parroquias ya lo hallaban extraño, shocking, diríamos si el ambiente no lo vedara.

Los que conocen tan sólo a la España superficial y epidérmica creen que esto de la guapeza y la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol, las naranjas y las palmeras. Los valientes, que comparten con el buen vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en pandereta, pero no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido en tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones achican a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma retórica de los guapos.

Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se propusieron tomar el pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno había escabechado a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un fortín, rechazando a cuatrocientos de negrada.

—Y tú, ¿qué hiciste, gallego? —preguntaron, irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios.

—¿Yo? —respondió él, levantando la cabeza—. Yo..., ¡morrín en todas las batallas!

No sé si serían capaces de esta homérica respuesta Juaniño y Culás; pero si lo eran de repetir, a su modo, el célebre reto del Romancero:


Y siquiera salgan tres,
y siquiera salgan cuatro,
y siquiera salgan cinco;
y siquiera salga el diablo...
 

cantando en tono irónico, de desafío, al pasar de noche por el sitio más oscuro, requiriendo la garrota claveteada:


Yo soy hombre para dos...
Esta noche ha de haber leña...
 

o cualquiera otro de los retos que atesora la musa popular.

No obstante, por muchas canciones que den al viento, es imposible probar la guapeza cantando; llega un día en que es preciso también solfear, y de firme. Los gallegos guapos, profesionales, tienen, respecto a los andaluces, la desventaja de trabajar para un público más escamón, crédulo solamente en lo supersticioso, y de tejas abajo, desconfiadísimo. Por algún tiempo se sostendrá una reputación sin pruebas positivas; al cabo habrá que darlas, o caer del pedestal entre solapada burla. Juaniño y Culás llegaron a comprender que el hecho de no haberse afrontado los comprometía seriamente ante los mozos rifadores, los sesudos viejos petrucios, las mociñas, hipócritamente cándidas y las viejas medrosicas, que a todo se persignan exclamando:

—¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene!

Las dos parroquias tenían su honor; el consabido honor de andar a porrazos, puesto en manos de Culás y de Juaniño, sus campeones; no era cosa de sufrir que lo empañasen no administrándose una rociada de las de padre y muy señor mío, con el fin de aquilatar cuál de las dos parroquias, la de la tierra baja o la de la alta, la ribereña o la montañesa, puede preciarse de tener hombres más hombres, ¡rayo!

Ya principiaba en las romerías el juego de dichos, insultillos y burletas. Como los héroes de Homero, los mozos de Rozas y de Bonsende se ejercitaban en la inventiva, esperando el instante en que Aquiles se midiese con Héctor. Había risotadas ofensivas, fumaduras de tagarnina impertinentes, escupiduras de costado y puños que apretaban mocas y cardeñas, o que, con sentido más modernista, se deslizaban en la faltriquera, cerciorándose de que estaba allí, cargado y brillante, el revólver... Porque estos adelantos de la civilización han llegado a las idílicas aldeas, y el comercio de navajas y armas de fuego es activo y fructuoso, y cada noche, en las carreteras, resuenan detonaciones, no se sabe contra quién...

A la salida de misa, funcionaban activamente las lenguas. Se convenía en que si Juaniño y Culás no se daban prisa a despachar aquel cuento, sería difícil, en la primera fiesta, contener a los demás mozos, impedir que se enredasen, según andaban de alborotados... Y todos convenían en que, a suceder tal desdicha, muchos emplastos había que aplicar al día siguiente y no pocos pesos que aflojar para que se certificasen de leves y curables, en cortos días, heridas gravísimas, y evitar que más de cuatro rapaces de bien fuesen «echados» a presidio...

En vista de esto, Culás, el más vivo de los dos guapos, vio claramente que no era posible retrasar el encuentro; había llegado la hora...

Como el matador remolón en la plaza de toros, sintió la voluntad colectiva sustituyéndose a su voluntad personal, y decidió, aquella misma tarde, decirle dos palabrillas a Juaniño, que tornaría de la feria por el camino del crucero.

Bajo el crucero mismo se apostó, encendiendo un papel y sacando fumadas lentas, con ademán despreciativo. Lo que pensase en su alma Culás de Bonsende, eso lo sabrá Dios, pues sabe hasta lo que la policía ignora; pero el gesto era gallardo, la mano no temblaba, ni en el tostado semblante había rastro de palidez. Las patillas rojas del mozo relumbraban como hilado cobre a los últimos rayos del sol, y sus ojos verdes, de gato joven, relucían fieros.

Volvía Juaniño de la feria cabalgando un jaco peludo que acababa de mercar. Como era un mocetón hercúleo, las piernas casi le arrastraban, porque el fracatrús pertenecía a la exigua y resistente raza del país.

Al oír las pisadas del caballejo, Culás tiró el cigarro y empezó a silbar, desdeñoso, atravesándose en el angosto camino. Y como Juaniño, sin hacer caso del obstáculo, intentase pasar, el de a pie abrió los brazos y gritó ásperamente, con claridad y estridencia de gallo arrogante:

—¡Ey! ¡No se pasa! ¡Bajarse del caballo, que aquí está un amigo!

La salvaje ironía de la última frase fue bien comprendida... Juaniño pensó para su chaqueta:

«Vamos... No hay remedio... Milagro que no fue antes...»

Pausado, frío, descabalgó y amarró al castaño más próximo su ridícula montura. No había pronunciado palabra, ni Culás añadió ninguna a las ya articuladas. Así que sujetó al jaco, volvióse, y preguntó lacónico:

¿Qué se ofrece?

El ademán fue la respuesta... Culás hacia molinetes con su garrote en el aire.

Juaniño asintió. No valía aplazar. No sentía, en el fondo de su alma, ni chispa de malquerer contra Culás. No mediaba ni una rapaza bonita, ni un vaso de vino, ni una brisca mal jugada. No pleiteaban. No se habían hablado. Y era necesario que se agarrasen. Lo exigía el honor de dos parroquias. El único honor que ellos conocían.

Y cayeron el uno sobre el otro. Juaniño, especie de gigantón, parecía deber llevar ventaja; sólo que Culás era más ágil, más diestro. Sin sospechar ni en el nombre del jiu-jitsu, poseía sus tretas. Asestó cierto golpe al tórax ancho, y Juaniño se tambaleó, aturdido, pronto a desplomarse. Más antes tuvo tiempo de descargar, maquinalmente, el puño sobre la cabeza de su adversario, que se doblegó como un muñeco de goma.

Ambos cayeron al suelo. Volvieron a erguirse. La lucha se reanudó entre sofocadas interjecciones.

Se habían propuesto no emplear armas. No era cosa para dejar el pellejo. ¡Si no se querían mal! Pero al recibir otro porrazo cruel en la cara, Culás, viendo estrellas y círculos rojos ante sus pupilas cegatas, echó mano al cuchillo... ¡Juaniño se derrumbó! No hubo sangre. La herida sangraba por dentro.

Culás se alzó. Él, en cambio, estaba como un carnero degollado: por narices y boca arrojaba hilos purpúreos. Corrió a lavarse en una fuente. Y corrió más después, porque comprendía que, no se sabe cómo, había matado a un hombre, y la justicia le echaría mano... No quedaba más recurso que esconderse unos días, arreglar en Marineda el asunto y embarcar para Buenos Aires.


«Blanco y Negro», núm. 954, 1909.

Sin Respuesta

He aquí la relación que hizo el viudo —uno de los poquísimos inconsolables que se encuentran:

De Águeda Salas corría un rumor: que no se casaría jamás, y que si por caso improbable llegase a encontrar marido, sería infinitamente desgraciada, abandonada al día siguiente.

Quien la viese en la calle o en el teatro no se explicaría estas voces. ¿Por qué había de ser incasable Guedita? Mire usted este retrato: conmigo lo llevo siempre. Me parece que es toda una hermosa mujer, y que no me ciega la pasión. Ahí no ve usted sino las facciones: falta el color, lo más notable que tenía. Los ojos eran verdes y claros como el agua del mar en los huecos de las peñas, el pelo castaño y con resplandores rubios y la tez tan fina y tan blanca, que no he visto otra como ella. Lo más particular era la oposición que hacían en aquella blanca piel los labios acarminados, de un color de sangre viva, que, según las malas lenguas, se debía a la pintura. Y no se debía: ¡me consta!

En la calle, por las aceras de Recoletos y el pinar de Alcalá, seguía a Guedita infinidad de moscones. Eso también es positivo: como que lo presencié. Y me extrañó, porque recordaba lo que decían de ella. Entonces empecé a fijarme, a seguirla yo, sin darle importancia a la cosa, por todos los sitios públicos, y a enterarme de sus condiciones. Los informes redoblaron mi curiosidad: se desprendía de ellos que Guedita, lejos de ser incansable, reunía todas las condiciones que facilitan la colocación de una muchacha. Sin que descendiese de la pata del Cid, era de familia estimadísima; sin contarse entre las millonarias, tenía suficiente hacienda, heredada ya de su madre, y para más ventaja, sólo un hermano, que seguía la carrera de Marina, y que sería cuñado poco molesto. A mí, personalmente esto no me hubiese decidido: si algo me arrastró, fue el contraste entre tales noticias y las profecías contra Águeda.

Nadie las razonaba: todo se volvía meneos de cabeza, gestos, cuchicheos de amigas entre sí… Y me entró una indignación, que todavía no se me ha quitado, y murmuré para mis adentros: «Me parece, me parece que se casa Guedita».

Yo no la trataba aún; no me habían presentado a ella. Me advirtieron, y en esto acertaban, que sería difícil la presentación, porque Águeda evitaba concurrir a reuniones, lo cual acabó de ganar mis simpatías; yo soy también peña y retraído, tengo contados amigos y sólo me complazco en la intimidad. Pero, en el teatro, mis miradas no se apartaban del palco de Águeda y después de una campaña de gemelos se me figuró que correspondía con mirar dulce, furtivo y triste.

Ya decidido, y más interesado de lo que creía, quise, sin embargo, antes de dar un paso que me comprometiese, adoptar precauciones que aconsejaba la prudencia. Llamé a capítulo a un pariente mío, persona seria, le confesé mi inclinación y le pedí consejo.

—Te ruego —le dije— que no me ocultes la verdad, si es que la conoces; y si no, que la averigües, porque a mí no me la han de describir; todos me embroman con Águeda ya. Si hay en su breve pasado, en su familia, una de esas manchas de honor…

—No —me respondió el interrogado—. Nada de manchas ni de deshonras. La causa de esas profecías sobre el casamiento de Águeda es diferente, muy prosaica y muy vulgar. ¿Cómo te lo explicaré, que no hiera tu entusiasmo? ¿No has oído tú comparar a las mujeres con las flores? ¿No has oído repetir que es una inferioridad en el pensamiento y en la camelia carecer de aroma? ¿Qué te parecería una flor que en vez de despedir gratas emanaciones o ser buenamente inodora, exhalase…?

—¡Basta! —exclamé con repugnancia, sublevado, a punto de pegarle—. ¡Eso es una invención ridícula, una patraña burda! Sin haberme acercado a ella jamás, sostengo que quien tal dice miente por la gola, y poco he de tardar en desmentirlos autorizadamente.

—Ya sabía yo —repuso él— que es tonto contarle verdades a un enamorado. Y sardónico añadió: —Acércate…

Me acerqué; conseguí ser presentado a Guedita en casa de unas señoras que recibían por la tarde, en confianza, a dos o tres personas. El temor de perder mi ilusión me hacía latir el pecho. Temblaba al aproximarme. Temblaba con tanto mayor motivo, cuanto que una de las dueñas de la casa me había dicho por lo bajo:

—Aunque note usted la desgracia de la pobrecita, no lo deje ver. ¡Le da tanta pena!

Momentos después… me había cerciorado de lo embustero, de lo pérfido que es el mundo. Momentos después… una furiosa rabia retostaba mi sangre, y hubiese dado algo bueno por coger del pescuezo a los calumniadores, juntos en haz, y retorcerlos, como quien retuerce un puñado de paja antes de pegarle fuego. ¡Si yo estaba seguro! ¡Si lo juraba, que la boca bermeja, tan pequeña y bonita, con sus dientes de piñón mondado, no exhalaba, no podría exhalar más que un hálito fragante como la brisa que pasa sobre jardines… y que no es más pura el agua reposada en cristal!

Lo demás… se adivina. Nuestros amores fueron breves y muy intensos. Ella no cesaba de preguntarme: «Pero ¿de veras me quieres?», porque sin duda la calumnia le había quitado toda esperanza de inspirar amor. Como ningún obstáculo se oponía a nuestros deseos, nos casamos en un relámpago, y por voluntad expresa de la novia se hizo la boda sin ruido, y nos fuimos a disfrutar la luna de miel a mi hacienda de Córdoba, resueltos, si nos encontrábamos bien, a prolongar la estancia. Y tan bien, tan divinamente nos encontramos, que allí pasamos los tres años felices de mi vida; los tres años tejidos de ventura, en los cuales, si los ángeles envidian, pudieron envidiarnos. Siempre que yo le proponía a Guedita volver a Madrid o emprender algún viaje que la distrajese, infaliblemente me respondía:

—No se debe nunca variar cuando se está a gusto. Es tentar a la mala suerte. Déjame que viva y respire…

¡Razón tenía! A los tres años corridos, su salud decayó. No podía comer: un fuego interior la consumía. Llamamos a un médico ilustre, que la conocía y la atendía desde niña. Cuando le pedí que me sacase de dudas, me encargó valor y me sentenció así:

—Durará más o menos, pero esperanza no hay.

Y como yo no quisiese conformarme y me entregase a conjeturas —lo de siempre, lo natural cuando queremos de veras—, agregó el doctor:

—El mal lo lleva desde hace tiempo en la masa de la sangre… El síntoma es la fetidez.

—¿Dónde está ese síntoma? —exclamé—. Su boca respira esencia de claveles y azahares.

—¿Habla usted en serio? —balbuceó, asombrado, el doctor—. Pues si yo iba a darle a usted algún preservativo, para que pudiese soportar… Porque ahora, con el padecimiento…

—¿Que si hablo en serio? Águeda tiene y ha tenido siempre un ramillete en los labios.

El médico, después de mirarme un instante fijamente, me pidió permiso, me examinó los oídos, la cara, el paladar, y habló no sé qué de obstrucción, de oclusión, para sacar en limpio que, por efecto de algunos catarros tenaces, que en efecto, yo había sufrido, uno de los sentidos corporales no ejercía sus funciones.

Y el viudo añadió melancólicamente:

—Después… han vuelto a reconocerme varios médicos, y todos conformes con el diagnóstico del primer doctor. Pero ¿sabe usted lo que no han conseguido explicarme? Que yo careciese de un sentido…, bueno… Que por esa carencia no notase lo que el resto de la humanidad notaba… corriente. Lo incomprensible es que, privado de ese sentido, percibiese y siga percibiendo, cuando me acuerdo de Guedita, aquel aroma mezclado de clavel y de azahar…

¡Ningún médico lo acierta! ¡Ninguno!

Sin Tregua

Al terminar el día, las estrellas encienden los diamantes de su estuche, que fulguran de un modo intenso y extraño, como miradas en que destella el amor.

Hace frío; pero no nieva. Una pureza profunda clarifica el aire. El silencio es absoluto. Grave y solemne el momento.

Dos formas, dos bultos, una mujer y un varón avanzan por la llanura, a paso leve, cual si no sentasen en el suelo la planta.

Ella se envuelve en las amplias telas azules que hoy usan las mujeres egipcias. Él, a pesar del glacial soplo nocturno, sólo viste una túnica blanca, que descubre sus descalzados pies.

De tiempo en tiempo, los dos se inclinan, y parecen reconocer los lugares que cruzan. Un cuchicheo de ternura se establece entre ambos.

—¿Te acuerdas, María? —pregunta él—. Ya no estamos lejos. Fue hace muchos siglos, y en un establo.

—Me acuerdo, hijo mío, me acuerdo de cómo tiritábamos José y yo, rendidos de la caminata. El viento entraba libremente por las junturas de las piedras y por las aberturas del tejado. El suelo estaba húmedo y pegajoso. Fuera, helaba, helaba, helaba. Luego empezó a caer la nieve en anchos copos. Su blancura alumbraba como una aurora. Y entonces viniste al mundo. Te agasajé en mis ropas, y el amigo buey te echó su aliento gordo, tibio, y te lamió mansamente. ¡Cuánto se lo agradecí! Porque los piececitos se te habían puesto como dos granizos, y temblabas… ¡Ah, si yo pudiera librar del yugo y del aguijón a todos nuestros amigos, los bueyes, tan honrados!

—¡Madre, por ti nadie sufriría!… ¡Yo también quiero mucho a los bueyes, a las hermanas palomas, que venían a posarse sobre nuestra casa de Nazaret, y a los borriquillos y a los pájaros, que me extraían las espinas de la frente, y a los peces, que mantuvieron a la multitud cuando me escuchaba, y hasta a los leones y a las panteras, que enterraron a mis ascetas y respetaron en el circo a mis mártires! Pero más he querido, María, a los hombres; tanto, que por ellos he consentido colgar de un patíbulo por las taladradas palmas y dejar jirones de piel en las roscas de los látigos… Y les he dicho las palabras redentoras, y les he enseñado el camino y la derechura… Y, en oblación eterna, les he ofrecido mi cuerpo y mi sangre, sin reservarme una fibra ni una gota… ¡Mira si los he amado!

—¿Lloras, hijo mío? —murmuró la madre, consoladora.

—¡Lloro, sí! Triste está mi alma hasta la muerte. Las aguas del abismo, amargas y hondas, suben hasta ella. Y mira, ni todas las aguas que están entre la tierra y el cielo pudieran apagar mi foco de amor al hombre. La llama me abrasó el corazón. ¡Ve cómo arde!

Y abriendo la túnica mostró una brasa viva, una especie de enorme rubí, que se inflamaba hacia el lado izquierdo. A su lumbre, la obscuridad se encendió, y fue visible el halo luminoso que cercaba la dulce cabeza de Jesús.

—¡En este fuego me consumo, madre! —repitió el Salvador con un gemido ardoroso—. Y es por ellos, por los que heredaron la malicia de Adán. Han comido del árbol funesto y por sus venas corre la ponzoña. ¡Ven, te mostraré lo que hacen, lo que está sucediendo ahora en su planeta!

Y el paso leve fue más rápido aún. Caminaban como volando, deslizándose sobre el polvo endurecido por la helada, sobre los guijarros y las hierbas, al través de los montes y los matorrales. Leguas y leguas quedaban atrás, y variaban los paisajes, y tan pronto oían el mugir de las olas azotando escolleras, como el cristalino reír de los arroyos, desatados todavía, a pesar de los hielos, en los repuestos valles.

Al fin empezaron a encontrar campos desolados y yermos, barrancos abruptos, la tierra pisoteada, sembrada de fragmentos de hierro, de caballos despanzurrados y cadáveres en posturas trágicas, unas como de agitado sueño, otras como de inmensa desesperación. María se veló los ojos de violeta con el pico de su manto.

—Ven, sigue, mira —repetía la voz dolorida de Jesús.

Y María miraba, miraba, espantados los ojos, y a su alrededor se alzaban ruinas, escombros, casas con las entrañas abiertas, edificios medio derruidos, lienzos de murallas suspensos, al parecer, en el aire, naves de templos y bóvedas de palacios que mostraban las heridas y mutilaciones de sus esculturas y cornisamentos. María reconoció su efigie, decapitada, con el Niño en brazos, intacto, ostentando en la manecita el mundo.

Y luego, fue el incendio lo que les salió al paso. Las llamas ascendían al cielo, el humo arrastraba chispas y lengüezuelas ardientes. De algunos edificios salían clamores de socorro. Mujeres con los ojos fuera de las órbitas se empeñaban en atravesar la humareda para rescatar un mueble, un saco de ropa, un niño. Otras gritaban y reían, en histérico ataque. Unos hombres de aspecto feroz empujaron a una anciana al brasero, pinchándola con bayonetas. María se tambaleó.

—Hijo mío, ¿no ves?

Jesús siguió andando. Tropezaron con una interminable procesión. Desfilaban multitudes; era el éxodo de un pueblo entero, a pie, en carromatos, en coches de anticuada forma, en cabalgaduras recargadas con el peso de dos y hasta de tres personas. El rebaño humano se apelotonaba como las reses en el ferial, y de él salía un gemido confuso, sordo, continuo, el lamentar del sufrimiento físico, del espanto y de la fatiga infinita. A cada instante, alguien se derrumbaba: un viejo exánime, una mujer rendida de cansancio que soltaba a su crío, incapaz de portearlo más tiempo. Nadie atendía al incidente. Para pasto de lobos quedaba allí, al borde del desfiladero, el rezagado. Una dureza inerte cerraba los espíritus a cuanto no fuese el instinto de conservación. Y éste también desfallecía. Muchos se extendían, con propósito de no levantarse. Dentro de los carros iban confundidos puercos, gallinas, moribundos, madres lactando. Y a la cabeza de la mísera horda, un mocetón, oprimiendo un caballo fogoso, repetía: «¡Más aprisa! ¡Más aprisa! ¡Que vienen!».

A lo lejos, la artillería tronaba. Bombardeaban la ciudad, cuyos fuertes respondían. Las trincheras vomitaban proyectiles. Poderosos reflectores, rasgando la sombra, buscaban en el aire a los pájaros mortíferos para cazarlos. Uno de ellos desplomó aparatos de asfixia. Cientos de hombres cayeron arrojando sangre por la boca. Y pasó una sombra gris, siniestra, y Jesús la reconoció.

—¡Madre mía; es mi enemiga, es la Muerte! Su guadaña ha relucido, sus huesos han crujido irónicos al notar mi presencia. Parece que dicen: «No me has vencido, Galileo…».

Una lágrima de piedad rodó por las mejillas de lirio de la siempre Virgen… Se alejó de aquel lugar maldito. Un bosque frondoso parecía no esconder horror alguno; por allí no retumbaban los morteros. Sólo al final de un haya corpulenta vieron pendientes dos ahorcados. Avanzaron hacia una villa cuyas luces hormigueaban ya próximas. En una plazuela solitaria desembocó de repente un pelotón. Conducía a una muchacha delgadita, con las manos atadas a la espalda, desmelenada, que a cada momento amagaba caer, si el que llevaba el extremo de la cuerda no la sostuviese, descoyuntándole las muñecas. Un farol del alumbrado público los atrajo. Al pie del farol, arrimaron a la tapia de un jardín a la muchacha. Fue un momento. Unos castañetazos secos y lúgubres. Cayó, rostro contra el suelo. El tiro en el oído no era necesario; pero no faltó. Se alejaron los ejecutores…

María se apresuró más. La orilla del mar no estaba lejos. Las pupilas de Jesús, que escrutan hasta las entrañas, distinguieron bajo las olas una especie de cilindro de hierro que se acercaba a una gran embarcación. Un ruido fragoroso y la embarcación empezó a hundirse, caída hacia una banda. La tripulación se arrojaba al agua pidiendo misericordia. El cilindro segundó el estrépito. La embarcación saltó como un petardo y, precipitadamente, recayó en el agua, y luego en el abismo. Y María pudo oír su nombre, gritado por uno que se ahogaba…

—No puedo más —dijo a Jesús—. Apartémonos de los hombres, hijo mío. ¡Esto es renovar el Gólgota!

—Madre —respondió el Maestro—, estoy más triste aún que antes. Necesito el alivio de una caricia maternal. Me duelen los agujeros de los clavos, y la herida del costado me traspasa otra vez…

María tendió los brazos, y no fue sólo el centelleo estelar lo que alumbró. Rosadas tintas de amanecer se difundieron; gorjeos de aves y acordes de instrumentos invisibles resonaron; voces de ángeles tintinearon como campanillas de plata, y aromas de mirra, nardo y miel se difundieron por los ámbitos del aire mientras duró el beso de María a su hijo. Luego, otra vez la sombra, el frío, el pavor de la naturaleza.

—Perdónalos —intercedió María—. Tú lo has dicho: no saben lo que hacen.

Jesús se volvió hacia la ex Oradora suspirando:

—Ya lo sabes, madre: fue en esta noche cuando nacía para ellos… Y no piensan en mí… ¡No me dan tregua! ¡Ni aún esta noche!

—¡Ni aún esta noche! —repitió, juntando las manos, María.

Sinfonía Bélica

¡Poco más antiguos son los ornes que las armas!…
(Libro de Hierónimo de Caranca, que trata de la Philosophia de las armas).


Las sombras de la tarde iban descendiendo muy lentamente sobre la estancia, saloncete, taller, estudio o lo que fuera. Por la encristalada claraboya no entraba ya sino una luz macilenta y vaga, que a duras penas conseguía alumbrar y dejar percibir el mueblaje, las cortinas, los objetos de arte distribuidos por las paredes. Una igualdad de tono gris, color de crepúsculo, identificaba la variadísima decoración del recinto, derramando en él misteriosa paz y melancolía que no dejaba de tener sus encantos peculiares.

Así lo creía el dueño y morador de la elegante cámara, Tirso Rojas, de los hombres más cultos que se gastan por aquí; lector, pensador y amigo de guardarse para sí pensamientos y lecturas, coleccionista sin manías ni pretensiones de poseer rarezas únicas, y sin embargo afortunado descubridor de unas cuantas piezas que harían reconcomerse de envidia a sus rivales en la tarea de recoger armas viejas y herrumbrosas. Porque las armas eran el capricho de Tirso, y las paredes de su estudio hallábanse convertidas en armería.

A aquella hora indecisa y poética, Tirso, recostado en una meridiana, cubierto el cuerpo por un gran chal de Manila que, sin abrigar, creaba la tibia atmósfera favorable al ensueño; apurando las últimas chupadas de aromoso habano, se dejaba impregnar de calma meditabunda. El velo de neblina caía también sobre su espíritu, y al apagarse los brillantes culebreos y destellos de krises, montantes y puñales y dagas buidas, el vivo colorído de las flores de seda del biombo, la chispa del bruñido tazón de las espadas y del melado orbe de las rodelas, el reflejo vítreo de los cuencos de Manises y los tonos carmesíes de una magnífica bandera que formaba pabellón en el techo, sintió Tirso una extinción interior, un vacío difuso y pálido, una impresión no dolorosa, pero equivalente a la que experimentaría un hombre a quien le exprimiesen el cerebro, como se exprime una esponja, invisibles é insensibles dedos, dejándolo sin pensamientos, sin raciocinios, sin coordinación ideológica ni casi percepción, como no fuese la flotante e incolora nube de humo que era para él el mundo exterior entonces.

¿Se durmió? No, no es eso: la palabra dormir no expresa bien el estado intermedio del espíritu de Rojas. ¡Cuan pobre es la lengua más copiosa y abundante en comparación de la infinita riqueza y complexidad de los estados psíquicos, fugaces, matizados de tan delicada y varia manera, que para nombrarlos habría que romper los caducos moldes de los míseros y ya desdentados idiomas, multiplicar indefinidamente los substantivos, repintar y redorar los adjetivos, poner en una sala de gimnasia a los cojos verbos, y ceñir al rudo talón de la sintaxis las palpitantes alas de Mercurio!

Rojas no se durmió. No cayó en ese grosero sopor material, nacido de la sangre y medio mecánico de reparación de nuestro organismo. Lo que hizo fue desidearse, suspender su propia actividad cerebral, y permitir a las especies sensibles de los objetos que le rodeaban sustituirla o dirigir lo poco que de tal actividad le restaba todavía.

Y así, entre duerme y vela, lo primero que se impuso a la fantasía de Tirso, fue un objeto cualquiera, lo más despreciable de su colección: un hacha groseramente labrada en pedernal, que por refinado capricho solía guardar en un cofrecillo de marfil del siglo XIII. En virtud del singular estado mental de Tirso, el arma apareció adherida a un mango hecho de gruesa y recia rama de árbol no despojada de su corteza; y este tosco mango lo empuñaba y blandía una garra velluda, que al pronto pareciera de bestia salvaje, si el brazo correspondiente no arrancase de un tronco humano, aunque de hombre algo partícipe de la naturaleza bestial. Su cuerpo velludo y fornido; sus patazas arqueadas; su pronunciada mandíbula y su hirsuto sobrecejo, tras del cual se emboscaban dos ojuelos ávidos y feroces, más eran de jimio que de persona. En voz bronca y gutural, en un idioma tosco y compuesto de monosílabos, aulló mejor que pronunció estas cláusulas, que Tirso comprendía sin embargo:

—¡Quién poseyese armas de una materia durísima, armas fuertes, armas veloces! Con ellas podría yo conseguir siempre carne y grasa, vellones blandos para abrigarme en estas glaciales estepas, y huesos que rajar para chupar el tuétano con golosina. El rengífero y el toro me resisten, y no siempre logro cazarlos. La caza más cómoda y fácil para mí, es la de los animales de mi misma especie. Ésos ni son rápidos en correr, ni enérgicos en resistir, ni astutos en escapar: no tienen defensas, no tienen pezuñas, no tienen recia piel donde se embote el filo del hacha… En ésos me desquito. ¡La guerra es mi único recurso! Mira allí, junto a la llama, restos de los últimos semejantes míos que he cazado: una hembra con sus pequeñuelos…

Tirso se estremeció, y en vez de mirar hacia donde señalaba el hombre de la edad de piedra, volvió la cabeza al lado opuesto, y saboreó una impresión profundamente estética al ver un hermoso guerrero que parecía desprendido de un vaso etrusco. Su cuello y piernas, de admirable modelado y color de barro cocido, lucían desnudos la musculatura generosa; con el brazo izquierdo embrazaba un grande y ponderoso escudo, de varia labor, ornado en torno con triplicado cerco de metal. Recio yelmo de ondeante penacho cubría su cabeza; defendía su pecho coraza reluciente, y a sus tobillos se ajustaban grebas de estaño. La mano derecha sostenía una gruesa lanza, de tres palmos lo menos de altura. Su barba negra, rizada en canalones, chorreaba perfumado aceite. Sus labios articulaban estrofas sonoras, que tenían el murmurio acariciador del mar cuando se estrella en las playas de las islas habitadas por los dioses. «Soy —decía en su lengua musical— Ifitïon, fruto de los retozos de Otrinteo con la ninfa Nais, que me dio a luz en Ida, ciudad situada a la falda del Tmolo, que coronan eternas nieves. En el sitio de Troya me espera Aquiles, que ha de ser mi matador, partiéndome la frente con su lanza. Cuando yo caiga al empuje de la diestra del hijo de Peleo, la tierra resonará, y las ruedas del carro de mi vencedor destrozarán mi cadáver. Pero el aedo de Grecia cantará en su cítara mi valor y mi bella muerte; y de nuestras carnicerías bajo los muros de Ilión nacerá la epopeya. La guerra es hermosura; la guerra es madre del arte».

Aún admiraba Tirso a aquel soberano ejemplar de la época heroica, cuando lo vio desvanecerse rápidamente, y al disiparse sus estatuarios contornos, surgió una figura de matrona envuelta en negros paños. La fisonomía de la mujer respiraba indignación, odio y decisión fiera y salvaje, y en su mano vibraba una de las piezas realmente curiosas y nombradas de la colección de Tirso: la rarísima espada falcata, que era corva, a manera de hoz, y tenía filo por la parte de adentro, transformación de una herramienta agrícola en arma guerrera, que inspiró a la raza celtíbera el horror de la invasión romana.

—¿Ves? (gritó la mujer numantina en una jerga ronca y dura, algo parecida al antiguo vascuence). Con esto sabré yo defender el territorio y el altar de nuestros dioses locales. Tarde nos rendirán esos conquistadores del Lacio, porque si nuestros esposos y nuestros hijos desfallecen, aquí estamos nosotras para sustituirles. La guerra cuesta lágrimas y arroyos de sangre, pero es santa: la guerra es la independencia y el honor. ¡Mis labios están prontos a maldecir al que no quiera guerra a muerte!

Estas últimas palabras sonaron lejanas y hondas; la heroína se disolvió en un vapor rojizo, que suavemente pasó al tono rosado de la aurora, y luego a un anaranjado que se deshizo en fluidas tintas de oro; y en medio de aquel rompimiento de gloria, resplandeció más viva aún la figura de un gallardo paladín, que vibraba la rica espada de puño de filigrana con incrustaciones de amatistas y zafiros, que en otro tiempo enriquecían reliquias preciosas —la espada inestimable que Tirso no había querido ceder por el puñado de libras que le ofrecía el embajador de Inglaterra—. Lo que más llamaba la atención a Tirso era que la luz dorada se condensaba alrededor de la cabeza del paladín, formando un nimbo como el que ostentan las imágenes de los santos en los viejos trípticos: aureola redonda, en que recortan el oro líneas de pureza geométrica, dibujando en el interior del círculo una hoja de trébol. El rostro del guerrero armado con la Durindana no expresaba ni ferocidad, ni arrogancia heroica, ni cólera furiosa, sino una especie de arrobamiento celestial, un transporte que se revelaba en su modo de sostener la espada, apretándola contra el pecho como para incrustarla en el corazón. Y en dulce lengua de oïl arcaica e ingenua, sus labios articularon una oración a la Virgen Madre de Dios, para que sacase triunfante la Cruzada, rescatando definitivamente el Santa Sepulcro de manos de infieles. «La guerra es sacrosanta; la guerra es divina…», parecía decir en tono de himno, llegando al corazón la espada mágica, mientras sus pupilas, revulsas por el éxtasis, buscaban el cielo.

Borróse también aquella aparición digna de las vidrieras de colores de una catedral…, y en su lugar vio Tirso un jayán de fiera traza y atezado rostro, que vestía sobre el coleto una especie de jaqueta acolchada, de tela de algodón: las jaquetas que usaban para preservarse contra las flechas de los indios los españoles de las huestes de Hernán Cortés. En un plato de barro con extraños dibujos y jeroglíficos aztecas, el jayán presentaba a Tirso un trofeo horrible, un corazón humano palpitante, destilando sangre tibia…, mientras decía en excelente castellano del siglo de oro, el castellano de Solís: «Sacáronmelo por los pechos, con ciertas piedras muy afiladas, los sacerdotes del ídolo Viztciliputztli, que en lengua mejicana significa Dios de la guerra, y a quien nosotros, por tropezar en la pronunciación, llamábamos Huchilobos. Afirmáronme por las espaldas a una losa de jade, y allí me hicieron la operación cruenta. Sucedió esto en la noche que suele llamarse triste, en que el emperador Guatemuz rechazó de México a las tropas de nuestro capitán Cortés. Cuando me abrieron los pechos, hallábame ya casi moribundo, de herida de una flecha que me pasó el colchoncillo y se clavó en el ijar». En el punto de la agonía miré al ídolo (que tenía feísima catadura, dos fajas azules una sobre la frente y otra sobre la nariz, en la mano derecha una culebra ondeada que le servía de bastón, y en la izquierda cuatro saetas, que aquellos paganos juzgaban traídas del cielo), y le dije: «Hemos venido aquí a acabar contigo, demonio. Estas Indias que descubrimos serán reinos de España y del Altísimo, que se cansa de ver a tantos racionales en poder de Satanás. A mí me perdona mi Dios, el verdadero, las cuchilladas que di y algún oro que tomé a Moctezuma…, y voy al cielo, porque soy mártir. ¡Viva para siempre la guerra!».

Una transformación más rara que todas las anteriores convirtió al soldado de Hernán Cortés de atezado en rubio, de hombre vestido con acolchada coraza y férreo capacete, a portador de abierta blusa que descubría los pectorales rosados y sudorosos; de aventurero castellano del siglo XVI, en aldeano francés del XVIII; y, blandiendo una pica, gritó con voz ronca, en su lengua natal y con música de La Marsellesa: «¡A la frontera! ¡Rechacemos al invasor! ¡La guerra es sacrosanta; la guerra es la libertad!». Detrás de esta figura vio surgir otras severamente uniformadas a la moderna; muchas muchas, probablemente un regimiento dispuesto en cuádruples filas alrededor de un círculo de monstruos de acero y hierro con bocas múltiples–monstruos en quienes reconoció Tirso a las célebres mitrailleuses de la lid franco-prusiana. En medio de aquel círculo negro y amenazador que iba a vomitar mortífero plomo dentro de breves instantes, lívida, desgreñada, convulsa, ebria o sumida en siniestra calma, vestida de harapos, confundidos los sexos y las edades, se apiñaba una multitud inerme: los petroleros de la Commune. De pronto, oyéronse voces de mando; un alarido de terror se alzó de aquella escoria social, y casi al mismo tiempo una formidable, pavorosa, honda descarga envió fuego y muerte a la manada de lobos. Y entre el estrépito, los ayes, las inarticuladas quejas, pensó Rojas distinguir un murmullo que decía confusamente: «La guerra es el orden y la legalidad social…».


* * *


De esta vez, Tirso saltó de la meridiana. Tinieblas profundas envolvían el saloncito. A tientas encendió un fósforo, y la lámpara después. La luz hizo refulgir y brillar las armas dispuestas en panoplias por las paredes, y a Tirso le pareció más seria, más poética, más digna de la atención de un pensador su colección querida.

So Tierra

—Aquella historia ya puede contarse, porque han muerto los únicos que podían tener interés en que no se supiese, y yo no he sido nunca partidario de descubrir faltas de nadie, y menos crímenes.

Así se expresaba el registrador, en un momento de descanso, momento que bien pudiera llamarse hora de los expedicionarios al monte del Sacramento. Habían dejado el automóvil donde ya la senda se hacía impracticable, buena sólo para andarla en el caballo de San Francisco; y, después de merendar bajo unos castaños remendados, huecos a fuerza de vejez y rellenos de argamasa, fumaban y departían, traídos a la conversación los sucesos de actualidad y los antiguos por los de actualidad.

—¿De modo que queréis oírla? —añadió—. Pues no deja de ser interesante:

Había en Rojaríz, donde yo estaba entonces por asuntos, un matrimonio que pasaba por ejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de la comarca; ella, una señora también vistosa y, sobre todo, tan prendada de su marido, que se le caía la baba cuando salía a la calle con él del bracero. Yo los trataba, no muy íntimamente, pero lo bastante para ver que allí existían todas las apariencias de la felicidad más completa. Eran gente rica, y tenían, según fama, muchos ahorros. Hasta extrañaba que él, no teniendo hijos, demostrase tal manía y tal empeño en economizar, por lo cual ella tenía costumbre de embromarle.

Por entonces, cosas que hace el demonio, sucedió que yo me enamoré de una señorita lindísima, huérfana y con fama de ser así... un poco mística, que no pensaba en casarse, sino más bien en algo de monjío, pues se la veía mucho en la iglesia. Claro es que, al enamorarme, di en rondar su casa, como es estilo y costumbre en provincia. Quería verla cuando saliese a la catedral, y quería también de noche espiar su paso por detrás de las cortinas cuando fuese, percibir al menos su sombra. Estaba lo que ahora se dice colado.

Así es que, involuntariamente, me convertí en un espía. La casa de la señorita, que vivía sola con una criada vieja, daba a una calle muy poco frecuentada y estrecha, pero hacía esquina y por la parte de atrás se enfrentaba con las tapias de unos huertos. Tenía la casa también un jardincito chico o, por mejor decir, un huerto, con algo de arbolado, y una puertecilla muy vieja y muy igual en color a la pared, por lo cual, al nochecer, apenas se distinguía de ella. Por allí no cruzaba nadie, y era preciso estar como estaba yo, tan ferido de punta de amor, para meterse en el barro inmundo que formaba el suelo de la tal callejuela, para nada; para no ver siquiera a mi tormento.

Había un ángulo en la tapia de los cercados fronterizos, que me permitía disimularme y recatar mi presencia... ¿Recatar? ¿De quién? Ahí está el intríngulis... A poco tiempo de rondar la casa de Teresa —supongamos que se llamaba así— se me puso en la cabeza que otro la rondaba también... Un hombre, embozado en amplia capa, se acercaba con sospechosa insistencia a la casa de Teresa, mirando alrededor y avizorando si le observaban. Esto fue para mí como una banderilla para un toro. Teresa tenía otro galanteador, no cabía duda.

Hasta aquí podía pasar, y, si bien la cosa me indignaba, no tenía por qué extrañarme. Lo que ya pasó del límite de mi sufrimiento y hasta de mi comprensión, fue que, en otras dos noches de espionaje pasadas, me convencí de que había un tercero en discordia. Un sujeto no muy bien vestido, de bufanda y chaqueta, daba sospechosas vueltas por allí, fijándose también mucho en la casa, en sus tapiales, como si intentase asaltarla...

Y, claro, no tardé en darme un cachete en la frente, y en llamarme a mí mismo tonto... Allí podía haber un rondador, y era el de la capa, el alto, el bien plantado; pero el segundo, el mal fachado, ¿qué querían ustedes que fuese? ¿Qué podía ser sino un ladrón? Desde aquel momento, mi empresa amorosa tuvo el interés de un drama o de una novela de folletín. Todas las hipótesis cruzaron por mi mente. Mis facultades de observación se agudizaron. Me armé de una pistola, cargada. La luna estaba en menguante, y me daba el corazón que a la primera noche nublada sucedería algo de cuenta.

A decir verdad, por el lado del galanteador no creía que ocurriese cosa que digna de contarse fuera. La vanidad de los hombres es tal, que siempre les ha de costar trabajo creer que otro logra lo que ellos no han logrado. Valido de la oscuridad, me escondí en mi puesto de acecho, dejando apenas asomar algo de la cabeza por la tapia del muro. Era un admirable acechadero aquel huerto abandonado a la maleza, y en el cual no había perros que os saltasen a las canillas. La cosa tenía mucho de romántica y yo sentía hasta palpitaciones.

Pero la aventura me pareció menos bonita cuando, en vez de aparecer el ladrón, vi entrar por la calleja, cuidadoso y mirando a todas partes por si le seguían, al hombre bien plantado... El embozo de la capa le cubría por completo el rostro, pero su paso ágil y elástico revelaba a un sujeto en la fuerza de la edad. Así que se creyó seguro, se acercó a la puertecilla, y mis ojos desesperados vieron cómo se abría desde adentro, y cómo el hombre se colaba por ella... Les aseguro a ustedes que pasé un mal cuarto de hora. ¡En eso habían venido a parar los repulgos místicos de aquella Teresa tan adorada! ¡Y yo que pensaba en ella, como se piensa en la Virgen!

La puerta se había cerrado y no tenía trazas de abrirse; las horas pasaban; yo permanecía clavado en mi puesto de acecho, pues quería saber cuándo se terminaba la entrevista. Mil ideas insensatas me hacían devanarme los sesos. ¿Por qué este misterio en la cita? Teresa era soltera, era libre. Podía recibir ante el mundo a su novio, podía casarse... Y, a fuerza de dar y tomar en esta idea, se me ocurrió la más lógica: Teresa era libre, ¿y si él podía no serlo? Y ya entonces me pareció que se hundía el mundo dentro de mí y que sus ruinas me aplastaban. ¡Teresa! ¡Teresa capaz de tal atrocidad!

De súbito (cuando está uno así adquiere una perspicacia extraordinaria), se me figuró que se rasgaba una cortina de niebla y que se destacaba la figura del hombre para quien la puerta se había abierto... Yo conocía aquella silueta, y me lo había dicho a mí mismo varias veces, durante el acecho; una cara puede recatarse con un embozo, pero un modo de andar y una postura no se recatan. Era Fajardo, el marido modelo, el hombre económico, el que llevaba siempre en los bolsillos fuertes cantidades... ¿Qué quería decir todo esto?

Y si no me había dado cuenta antes de que era Fajardo, en efecto, era porque me lo estorbaba una suposición de imposibilidad, que acababa de abolirse. Si el que entraba en casa de Teresa no podía hacerlo en público, cabía que fuese de Fajardo aquella silueta que lo parecía.

Todo eso pasó en dos horas, de diez a doce. Cerca ya de la medianoche, mis ojos, que no se apartaban de la puerta, vieron algo que me sobresaltó: el segundo rondador, el tercero contándome a mí, el mal fachado, acababa de aparecer saliendo de la oscura travesía y se situaba detrás de la puerta...

Se me alborotaba el corazón, pero ahora no de celos ni de rabia, sino de susto. Aquel agudo discurrir que notaba desde hacía dos horas, me decía claramente que el nuevo personaje estaba apostado para robar a Fajardo, aprovechando la singular y conocida manía del rico propietario de llevar siempre encima fuertes sumas.

No tuve tiempo de pensar lo que más convenía hacer, si intervenir o limitarme al papel de espectador. Al sonar, en lejano reloj, las trémulas campanadas de la medianoche, la puerta se abrió sigilosa, y vi en ella, entreví dijera mejor, dos figuras enlazadas estrechamente.

Se deshizo el abrazo, y el hombre salió, y la mujer se esfumó tras de la puerta. Al punto mismo, el mal fachado alzó el brazo y escuché un grito apagado y desgarrador. Fajardo cayó al suelo y el asesino empezó a registrarle, a tientas. Y volvió la puerta a abrirse, y la mujer asomó, dando señales de susto, pero el bandido huía ya, con su presa, la cartera repletísima de que Fajardo no se separaba nunca...

Salté de mi murallón. Teresa, sollozando, se inclinaba sobre el cadáver, pues el golpe había sido certero, en la arteria, que seccionó. Yo no podré decir cómo nos entendimos en aquel terrible instante: la mujer medio loca, y yo, que me proponía salvarla del deshonor seguro. Ni entiendo cómo se fió en mí: es verdad que me conocía, sabía que quien la andaba rondando era, al menos, una persona incapaz de una cosa enteramente mala. Yo creo que es que hay instantes en que se razona eléctricamente o, mejor dicho, no es que se razone, es que se procede de un modo instintivo, y el instinto es más seguro que nada, y es instantáneo. Entre los dos trasladamos el cuerpo al jardincillo; entre los dos borramos las huellas de sangre del suelo: por fortuna, lo más de la hemorragia lo habían absorbido las ropas. Teresa no quería creer que estuviese muerto y, sin recato, cubría de besos el rostro frío y la ya amoratada boca. Y, con igual impudor, olvidada de cuanto no fuese el espantoso caso, respondía a mis preguntas:

—¿Tiene usted una cueva, un sótano?

—Sí, hay uno.

—Pues es preciso llevar allí el cuerpo... Si no, se hará público todo, y hasta se verá usted en una cárcel. No podemos probar que lo asesinaron otros. Yo también me estoy jugando muchas cosas.

La convencí, y me ayudó en la fúnebre tarea. Cavamos en aquella especie de cueva, cuyo suelo era terrizo, y enterré bien hondo el despojo triste. Teresa sufrió varias convulsiones.

Entre sus accesos de llanto, repetía:

—¡Ya tenía yo miedo siempre, con llevar él encima tanto dinero!

—¿Para qué lo llevaba? —no pude menos de preguntar.

—Para marcharnos juntos si era preciso... y lo sería muy pronto... Así es que hoy me dejó el dinero en mi poder...

Las palabras de Teresa me sugirieron algo que ya era necesario; no podía aquella mujer quedarse allí, custodiando aquel muerto, pensando verlo salir de su huesa. Como la hubiese preparado el mismo Fajardo, en vida, preparé yo la fuga de la muchacha. El alba asomaba ya cuando la saqué de su casa, envuelta en tupido manto lutero, y la empaqueté en la diligencia que iba a Tuy. Desde Tuy a la frontera portuguesa, un paso. Y en Portugal, Teresa estaba segura, si lograba esconderse.

Por adoptar todas las precauciones, la obligué a que escribiese a su vieja asistenta, anunciando un corto viaje a tomar unas aguas, y encargándola de ventilar la casa alguna vez.

Y esperé los acontecimientos.

La desaparición de Fajardo alarmó, no tanto como se hubiese podido suponer, pero lo bastante para que se indagase y revolviese. Se habló del asunto quince días o más; pero como no había Prensa, o si la había no tenía aún la costumbre de ocuparse de estas cuestiones, nada se averiguó de positivo. Yo oía los comentarios; claro es que se susurró cosa de amores; pero nadie pronunció el nombre de Teresa, de quien, por su vida retirada y devota, nadie sospechó.

Y pasó el tiempo, y vino el olvido, y sólo yo sé que en una cueva hay unos huesos, que ya estarán hechos moho por la humedad... Y el saberlo sólo yo, ¿creerán que me da a veces escalofríos de remordimiento?

Rieron los circunstantes y, hartos y descansados, se pusieron otra vez en camino.

Sobremesa

El café, servido en las tacillas de plata, exhalaba tónicos efluvios; los criados, después de servirlo, se habían retirado discretamente; el marqués encendió un habano, se puso chartreuse y preguntó a boca de jarro al catedrático de Economía política, ocupado en aumentar la dosis de azúcar de su taza:

—¿Qué opina usted de la famosa teoría de Malthus?

Alzó el catedrático la cabeza, y en tono reposado y majestuoso, moviendo con la sobredorada cucharilla los terrones impregnados ya, dijo con expresivo fruncimiento de labios y pronunciando medianamente la frase inglesa:

—Moral restraint... ¡Desastroso, funesto para la vida de las naciones! Error viejo, ya desacreditado... Pregúntele usted al señor Samaniego de Quirós, que tan dignamente representa a la república de Nueva Sevilla, si está conforme con Malthus y su escuela.

—Distingo —contestó el ministro americano, deteniendo la taza de café a la altura de la boca, por cortesía de responder sin tardanza—. Soy partidario en Europa y enemigo en América. Nosotros poseemos una extensión enorme de tierra fertilísima, y hemos cubierto el territorio de ferrocarriles y salpicado el litoral de magníficos puertos; ahora sólo nos faltan brazos que beneficien esa riqueza, y nos convendría que el tecolote, o lechuza sagrada, que en nuestra mitología indiana estaba encargada de derramar los gérmenes humanos sobre el planeta, nos sembrase un hombre detrás de cada mata, para convertir en Paraíso terrenal cultivado lo que ya es paraíso, pero inculto.

—No les hacía a ustedes la pregunta sin intríngulis —advirtió el marqués—. Quería saber su opinión para formar la mía respecto a una mujer que fue condenada a cadena perpetua y que yo no he llegado a convencerme de si era la mayor criminal o la más desdichada criatura del mundo.

—Pues ¿qué hizo esa mujer? —preguntaron a la vez y con el interés que siempre despierta el anuncio de un drama todos los convidados del marqués, apiñándose alrededor de la mesilla cargada con el cincelado servicio de café y las botellas de licores color topacio.

—Lo habrán ustedes leído quizá en los periódicos; pero esas noticias telegráficas, en estilo cortado, se olvidan al día siguiente, a no ser que, como a mí, produzcan impresión tan profunda que luego se quiera averiguar detalles y que, averiguados, quede fija en el alma la terrible historia en forma de problema, de remordimiento y de duda. La van ustedes a oír..., y si la sabían ya, me lo dicen, y también lo que piensan de ella, a ver si me ilumina su ilustrado parecer.

En uno de los barrios más destartalados y miserables de este Madrid, donde se cobija tanta miseria, ocupó un mal zaquizamí una pareja de pobretes; él, obrero gasista; ella, hija del arroyo. El marido trabajó algún tiempo... regular; en fin, que comían casi siempre o poco menos. Vinieron los chiquillos, más espesos que las hogazas; hizo falta trabajar firme, pero el hombre flojeó, mientras la mujer se agotaba lactando. La historia eterna, reproducida a cientos de miles de ejemplares: un poco de fatiga y desaliento trae la holganza; la holganza llama por la bebida; la bebida, por el hambre; el hambre, por las quimeras; de las quimeras se engendran la riña y la separación. El obrero, una noche abandonó el tugurio, soltando blasfemias y maldiciendo de su estrella condenada, porque, según él, quien se casa es un bruto; quien tiene hijos, dos brutos, y quien los mantiene, tres brutos y medio, y jurando que cuando él volviese a aportar por semejante leonera habría criado pelos la rana.

Allí se quedó sola la mujer, con los cinco vástagos, la mayor de diez años, de once meses el menor. Buscó labor, pero no la encontró, porque no podía apartarse de los niños y, en especial, del que criaba, ni se improvisan de la noche a la mañana casas donde admitan a una asistenta o una lavandera desconocida, famélica, hecha un andrajo, con un marido borrachín y de malas pulgas. El único trabajo que le salió, como ella decía, fue recoger huesos, trapos y estiércol en las carreteras; gracias a este arbitrio se ganaba un día con otro sus tres o cuatro perros grandes.

Vino un invierno lluvioso y muy crudo, y el recurso faltó, porque la lluvia es la enemiga del trapero; le hace papilla la mercancía. Transcurrió una semana, y en ella empezaron a debilitarse de necesidad los niños. La madre andaba escasa de leche; el crío lloraba la noche entera, tirando del pecho flojo. El panadero, a quien se le debían ya dieciséis pesetas, se cerró a la banda, negándose a fiar. La Sociedad de San Vicente dio unos bonos, y comidos los bonos, el hambre y el desabrigo volvieron. La mujer salió de su casa una tarde —víspera, por cierto, de Reyes— y vendió su única joya, una chivita blanca, muy hermosa, por la cual sacó algunos reales. Fuese a la plaza Mayor, compró unos Reyes Magos, preciosos, a caballo, con su estrella y su portalillo; además atestó los bolsillos de piñonate y se echó una botella de vino bajo el brazo. Llevó pan, garbanzos, tocino; llegó a su casa; puso el puchero, y los niños, locos de alegría, después de jugar mucho con los Santos Reyes, comieron olla y golosinas, y se acostaron atiborrados, y se durmieron al punto. La madre también comió y bebió vino a placer. Con el alimento y el arganda sintió que subía la leche a su seno: se desabrochó y dio un solemne hartazgo al pequeñillo. Así que le vio tan lleno que cerraba los ojos, le metió de firme el pulgar por el cuello, asfixiándole.

Se llegó luego al mal jergón donde juntos dormían la niña de tres años, el niño de seis y el de nueve. A la de tres le apretó el graznate hasta dejarla en el sitio. Al de seis, igual. Pero el mayorcito se despertó, y sintiendo las manos de su madre en el pescuezo, se defendió como un fierecilla. Mordía, saltaba, pateaba, no quería morir; la madre consiguió batirle la cabeza contra la pared y así aturdido, ahogarle.

Volvióse entonces y vio a la niña mayor, de diez años, incorporada en su jergón, con los ojos dilatados de horror y las manos cruzadas, chillando, pidiendo misericordia. Tenía aún sobre la almohada las figuritas de los Santos Reyes. «Paloma —dijo la madre, acercándose—, tu padre se ha largado, a tus hermanitos los he despachado, y yo llevaré el mismo camino en seguida, porque no puedo más con la carga. ¿Te quieres tú quedar sola en este amargo mundo?»

Y la chiquilla, convencida, alargó el pescuezo y se dejó estrangular sin defenderse; como que, muerta, tenía una expresión dulce y casi feliz.

Cubrió la madre a las cinco criaturas con unos trapos y las mantas, encendió el anafre, cerró las ventanas, se tendió en la cama y esperó.

Los vecinos habían oído gritar al chico y a la niña. Percibieron tufo de carbón, recelaron y rompieron la puerta. La madre se salvó de morir; la llevaron a la cárcel entre una multitud que la amenazaba y maldecía; la juzgaron, y en la duda de si era fingido o no era fingido el suicidio, ni se atrevieron a enviarla al palo ni a absolverla. Lo que hicieron fue sentenciarla a cadena perpetua.

Al pronto, nadie comentó la historia del marqués, tan impropia de un amo de casa que obsequia a sus amigos. Por fin, el catedrático de Economía murmuró sentenciosamente:

—No veo clara la conducta de esa mujer. ¿Por qué no ahorró los dineros producto de la venta de la cabra, en vez de malgastarlos en figuritas de Reyes y estrellas de talco? Con esos cuartos vivían una semana lo menos. El pobre es imprevisor. ¡Ah, si pudiésemos infundirle la virtud del ahorro! ¡Qué elemento de prosperidad para las naciones latinas!

—Y usted —preguntó el marqués, sonriendo—, ¿enviaría a esa mujer a presidio?

—¡Qué remedio! —exclamó el interrogado, presentando las suelas de las botas al calorcillo de la chimenea.


«El Liberal», 16 de enero de 1893.

Solución

Más fijo era que el sol: a las tres de la tarde en invierno y a las cinco en verano, pasaba Frasquita Llerena hacia el Retiro, llevando sujeto por fuerte cordón de seda rojo, cuyo extremo se anudaba a la argolla del lindo collarín de badana blanca y relucientes cascabeles argentinos, a su grifón Mosquito, pequeño como un juguete. El animalito era una preciosidad: sus sedas gris acero se acortinaban revueltas sobre su hociquín, negro y brillante, y sus ojos, enormes parecían, tras la persiana sedeña, dos uvas maduras, dulces de comer. Cuando Mosquito se cansaba, Frasquita lo cogía en brazos. Si por algo sentía Frasquita no tener coche, era por no poder arrellanar en un cojín de su berlina al grifón.

Solterona y bien avenida con su libertad, Frasquita no se tomaba molestias sino por el bichejo. Ella lo lavaba, lo espulgaba, lo jabonaba, lo perfumaba con colonia legítima de Farina; ella le servía su comida fantástica: crema de huevo, bolitas de arroz; ella le limpiaba la dentadura con oralina y cepillo. De noche, en diciembre, saltaba de la cama, descalza, para ver dormir al cusculeto sobre almohadón de pluma, bajo una manta microscópica de raso enguatado. De día, lo sacaba en persona «a tomar aire puro». ¿Confiarlo a la criada? ¡No faltaría sino que lo perdiese o se lo dejase quitar!

Una esplenderosa tarde de abril, domingo, subiendo por la acera atestada de la calle de Alcalá, Frasquita notó una sensación extraña, como si acabase de quedarse sola entre el gentío. Antes de tener tiempo de darse cuenta de lo que le sucedía, se cruzó con un conocido, señor machucho, don Santos Comares de la Puente, alto funcionario en el Ministerio de Hacienda. La saludó, sonrió y, según la costumbre española, la paró un instante informándose de la salud. Cuando el buen señor se perdió entre la densa muchedumbre que aguardaba el «desfile» de la corrida de toros, Frasquita percibió otra vez la soledad; el cordón rojo flotaba, cortado; Mosquito había desaparecido.

Tenía Frasquita un carácter reconcentrado y enérgico, frecuente en las mujeres que han llegado a los cuarenta años sin la sombra y el calor de la familia. No gritó, no alborotó: a fuer de solterona, temía a las cuchufletas. Miró a su alrededor; ni andaba por allí el perro, ni nadie que tuviese trazas de habérselo llevado. Interrogó a los porteros de las casas; avisó y ofreció propina a los guardias; puso anuncios en los diarios; votó una misa a San Antonio, abogado de las cosas perdidas. Mosquito no estaba perdido, sino robado…, y el santo se inhibió; los ladrones no son de su incumbencia.

Al cabo de dos meses, no habiendo parecido el grifón, Frasquita enfermó de ictericia. Para espantar la tristeza la mandaron pasear mucho, entre calles, por sitios alegres y concurridos. Parada delante de un escaparate, en la carrera, de pronto el claro vidrio reflejó una forma tan conocida como adorada: ¡el encantín! Se volvió conteniendo un grito de salvaje alegría…, y lo mismo que cuando había desaparecido el perro, vio ante sí la figura gallarda de don Santos Comares, saludando y preguntando machacona y cordialmente: «¿Qué tal esa salud?…». Sólo que, bajo el puño de la manga izquierda del empleado, entre el brazo y el cuerpo, asomaba la cabecita adorable, los ojos como uvas en sazón y se oía el cómico ladrido, de falsete, de Mosquito, jubiloso al reconocer a su antigua ama.

—¡Hijo! ¡Tesoro! ¡Encanto de mi vida! ¡Cielín!

Se abalanzó ella para apoderarse del chucho, pero ya don Santos, a la defensiva, daba dos para atrás y protegía la presa con un «¡Señora!», indignado y escandalizado, que hizo volverse irónicos y risueños a los transeúntes.

—¡Me gusta! Ese perro es el mío, y ahora ya comprendo quién me lo cogió. Fue usted, usted mismo, aquella tarde, en la acera de la calle de Alcalá —declaró fuera de sí Frasquita, pronta a recurrir a vías de hecho.

—¡Señora! —repitió don Santos, retrocediendo otro poco y dispuesto a vender cara su vida—. ¿Me toma usted por ladrón de bichos? Este perrito me pertenece: lo he comprado, y no barato, por mi dinero; lo tengo empadronado, y a nadie consentiré que me dispute su propiedad.

—Bien habrá usted leído en el collar mis iniciales y el nombre del animalito. Verá usted cómo atiende, cómo me mira. «¡Mosquitín!». ¿No me conoces, hechizo mío?

—El perro, señora, cuando lo adquirí, venía desnudo de toda prenda; este collar se lo encargué a Melerio, y le puse Togo; soy admirador de los marinos japoneses. Toguín, Toguín; ya lo ha visto usted: menea la cola.

Frasquita, desesperada, sintió que dos lágrimas iban a saltar de sus lagrimales. La gente empezaba a formar corro; se oían dicharachos. El decoro se sobrepuso a la pasión. Temblona, habló en voz baja, roncamente:

—Bueno, señor Comares, bueno… Llévese usted lo que no es suyo. Cuando le dé a usted vergüenza tal proceder espero que restituirá. Creí que era usted un caballero. Allá usted, si tiene alma para aprovecharse de que me hayan robado indignamente… ¡Así estamos en España, porque se consienten estas picardías!

Y volviendo las espaldas, sin tender la mano a su contricante, tomó hacia la calle de Sevilla, seguida por cien miradas de curiosidad y chunga malévola…

Su padecimiento se agravó. El médico que la asistía supo la causa moral que destruía aquel cuerpo y torturaba aquel espíritu, y al visitar para recetar aguas minerales al señor Comares, que era de sus clientes, le enteró de lo que pasaba. No era el alto empleado ningún hombre sin corazón. Solicitó ver a Frasquita, llevó consigo a Mosquito y lo colocó en el regazo de la solterona.

—Señora, yo estoy disgustado; advierto a usted que disgustadísimo… No me es posible ceder a usted otra vez el perro; pero se lo traeré siempre que tenga cinco minutos disponibles, para que usted lo acaricie y vea que está gordito y sano.

—¿Se burla usted de mí? —saltó, furiosa, ella—. En esa forma, no quiero que mi chuchín se ponga delante de mi vista. ¿Traérmelo y quitármelo? Ni que usted lo piense, señor mío; ¿qué se ha figurado?

—Cálmese usted, Frasquita… Considere usted… Todos somos de carne y hueso, todos tenemos nuestros afectos y nuestra sensibilidad. Desde que perdí a mi chico único, que daba tantas esperanzas, y de resultas a mi pobre mujer, y con una serie de penas que si se las contase a usted se enternecería…, no hay a mi alrededor nadie que me acompañe… Resulta que le he cogido cariño al animalito… Es un gitano… Tráteme usted todo lo mal que guste; no le devuelvo a Togo. No, señor; es ya una cuestión personalísima.

Frasquita callaba, ceñuda, meditando. De improviso se alzó de la chaise-longue, se apoderó del perro, abrió la ventana y, alzando en el aire al grifón, exclamó, trágicamente:

—Intente usted robármelo otra vez, y va a la calle.

Don Santos se quedó hecho un marmolillo. Veía ya a su Togo estrellado sobre la acera, cerrados los enormes ojos, rota la cabezuela contra las losas, flojas las sedas, frías las patas… La mujer había vencido: la furia pasional arrollaba al tranquilo y nostálgico querer…

A la mañana siguiente, Frasquita recibió una atenta esquela de don Santos. El viudo le pedía permiso para frecuentar la casa; así vería alguna vez a Togo y le llevaría bombones de chocolate.

No era posible rehusar. La triunfadora acogió amablemente al derrotado. A causa de la oposición de sus genios, congeniaron; se habituaron a verse y a tolerarse sus manías de almas rancias y solitarias, sus herrumbres de cuerpos en decadencia. Al cabo de un año, el perrito fue de ambos con igual derecho, y paseó en la berlina de los consortes. Pero el esposo siempre le llamó Togo, y Mosquito, la esposa.

Sor Aparición

En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:

—¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo… Tiene un «no sé qué» en los ojos… Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de las mejillas que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días… El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la mirada… ¡Pobre sor Aparición! Le puedo descubrir a usted el quid de su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza y hasta creo que le hizo unas miajas el amor… ¡Es que era una deidad!

Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga, ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde nació se llama A***. Y el Destino, que con las sábanas de la cuna empieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta…

Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el glorioso nombre del autor del Arcángel maldito, tal vez el más genuino representante de la fiebre romántica; nombre que lleva en sus sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.

—El mismo —repitió mi interlocutor—, el ilustre Juan de Camargo orgullo del pueblecito de A***, que ni tiene aguas minerales, ni santo milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar a los que lo visitan, pero repite, envanecido: «En esta casa de la plaza nació Camargo.»

—Vamos— interrumpí, ya comprendo; sor Aparición… . digo, Irene, se enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el claustro…

—¡Chis!— exclamó el narrador, sonriendo—. ¡Espere usted, espere usted, que si no fuese más… ! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de contarlo. No; el caso de sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya llegaremos al fin.

De niña, Irene había visto mil veces a Juan Camargo, sin hablarle nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo, huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía a casa de su tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A***, el estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos… . unos ojos de date preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora. Refrenó Camargo el caballejo de alquiler para recrearse en aquella soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha, encendida como una amapola, se quitó de la ventana, cerrándola de golpe. Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba a publicar versos en periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le había producido la vista de Irene en el momento de llegar a su pueblo… Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparo contra la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha «recogió el papel y leyó los versos, no una vez, ciento, mil; los bebió, se empapó en ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro, mezcla de queja e imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena… Después del episodio de los versos, Camargo no dio señales de acordarse de que existía Irene en el mundo, y en octubre se dirigió a Madrid. Empezaba el período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad literaria.

Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando a enfermar de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún tiempo a Badajoz, le hicieron conocer jóvenes, asistir a bailes; tuvo adoradores, oyó lisonjas… ; pero no mejoró de humor ni de salud.

No podía pensar sino en Camargo, a quien era aplicable lo que dice Byron de Larra: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo acudía siempre a la memoria; pues hombres tales lanzan un reto al desdén y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada, juzgábase solo víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y a todas horas veía «aparecerse» a Camargo, pálido, serio, el rizado pelo sombreando la pensativa frente… Los padres de Irene, al observar que su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron llevarla a la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también grandes distracciones.

Cuando Irene llegó a Madrid, era célebre Camargo. Sus versos, fogosos, altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de perdidos, de bohemios desenfadados e ingeniosos, cada noche inventaban nuevas diabluras, ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya realizaban las orgiásticas proezas a que aluden ciertas poesías blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era «de allá».

Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven, notando que al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan preciosa, los acompañó, y prometió visitar a sus convecinos. Quedaron lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que de allí a pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno posible, y consintieron que menudeasen las visitas.

Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace… ¡No lo adivina! Irene, fascinada, trastornada, como si hubiese bebido zumo de hierbas, tardó, sin embargo, seis meses en acceder a una entrevista a solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña fue causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de Byron y el de Camargo, inspiró a éste una apuesta, un desquite satánico, infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dio celos, fingió planes de suicidio, e hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en acudir a la peligrosa cita. Gracias a un milagro de valor y de decoro salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le enloqueció de despecho.

A la segunda cita se agotaron las fuerzas de Irene; se oscureció su razón y fue vencida. Y cuando confusa y trémula, yacía, cerrando los párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada, descorrió unas cortinas, e Irene vio que la devoraban los impuros ojos de ocho o diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban irónicamente.

Irene se incorporó, dio un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y los hombros desnudos, se lanzó a la escalera y a la calle. Llegó a su morada seguida de una turba de pilluelos que le arrojaban barro y piedras. Jamás consintió decir de dónde venía ni qué le había sucedido. Mi padre lo averiguó porque casualmente era amigo de uno de los de la apuesta de Camargo. Irene sufrió una fiebre de septenarios en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este convento, lo más lejos posible de A***. Su penitencia ha espantado a las monjas: ayunos increíbles, mezclar el pan con ceniza, pasarse tres días sin beber; las noches de invierno, descalza y de rodillas, en oración; disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo la toca, un rallo a la cintura…

Lo que más edificó a sus compañeras que la tienen por santa fue el continuo llorar. Cuentan —pero serán consejas— que una vez llenó de llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice a usted que de repente se le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que ha notado usted! Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes piadosas creen que fue la señal del perdón de Dios. No obstante, sor Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia, sigue ayunando y postrándose y usando el cilico de cerda…

—Es que hará penitencia por dos —respondí, admirada de que en este punto fallase la penetración de mi cronista—. ¿Piensa usted que sor Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?

«El Imparcial», 14 septiembre 1896.

Sud-Exprés

Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, corría hacia París. Los labriegos, las hortelanas que guiaban el carricoche atestado de hortalizas, al ver cruzar el raudo convoy, experimentaban esa impresión peculiar, de envidia respetuosa, que infunde el espectáculo de lo inaccesible social.

Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del «restaurant» ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en la distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así, servidos por camareros correctos, adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la imagen, una grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.

Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche–salón, dejando sobre la mesa fija el libro de amarilla cubierta y el saquito, y observando tras el velo de gasa gris, con la picante curiosidad de quien se encuentra en terreno desconocido y fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje. Eran familias sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas, provocativas en su vestir; eran señores mayores, atildados, de adinerado aspecto; eran inglesas formales y reservadas, que se tenían derechas y rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último, parejas todas miel, que sin importárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos confidenciales y babosos.

Una de éstas se situó tan cerca de mí, que su cuchicheo, impidiéndome fijarme en lo que leía, fue causa de que cerrase la novela de Danilewsky y prefiriese ojear la realidad próxima —sin sospechar que en ella encontraría, en vez de idilio, los elementos de un drama oscuro—. Al pronto, sin embargo, era el idilio lo que saltaba a los ojos y hasta se metía por ellos, con insolencias de felicidad legítima y con niñerías propias de la eterna casa de locos de amor.

Mis dos recién casados —por tales los tuve— no quisieron almorzar en el restaurant. Yo tampoco: el traqueteo del tren me molestaba. Las razones que a ellos les imponía el retraimiento eran, sin duda, de muy distinto género; buscaban la soledad para su refacción íntima. Lo comprendía al verles trocar una exclamación de alegría cuando el departamento se vació casi del todo, y un movimiento de impaciencia en la mujer —acentuado hasta el despecho— al notar que yo no me movía de mi sitio. Como no era posible echarme de allí, acabaron por resignarse y aparentaron olvidar mi presencia. Bajaron de la red el ligero cestito–fiambrera y se dispusieron a almorzar.

Ella, rubia, esbelta —con esa ondulosa y mórbida esbeltez de las parisienses—, vestida de paño flexible, cenizoso, tocada con un sombrerón del cual se escapaban inquietas dos alas blancas de ave, extendió la servilleta sobre las rodillas de él —joven, moreno, de una palidez biliosa, algo cejijunto—, en aquel momento sonriente y bien dispuesto ante la perspectiva de la comidita de colegiales. Y fueron saliendo de la fiambrera envoltorios pulcros —emparedados de hígado gordo, rosadas lonchas de jamón de york, tersas pechugas de gallina, pasteles menudos de esos que contienen un «bocado», una ostra envuelta en blanda bechamela—. A cada manjar que aparecía, exclamaciones de lisonjera sorpresa del marido, risitas orgullosas de la mujer.

—En todo piensas… Qué previsión… Es un banquete…

Y ella se hacía la misteriosa.

—Verás, aguárdate…

Una media botella de Burdeos, otra de agua mineral, vasos de plata relucientes, el descorchador. Nada faltaba allí. Juntando las rodillas para aprovechar la servilleta —y, era de suponer, para sentirse en contacto cariñoso—, la pareja empezó a despachar su almuerzo. Digo despachar, y digo mal: a saborear, lentamente, con delicadeza, con golosina y preocupándose cada cual, no del propio apetito, sino del ajeno.

—Otro «bocado»… ¿No te gusta el jamón? Te voy a poner vino…

Y risas y comentarios a cada incidente, al temblar del líquido en el vaso, al oscilar de los reducidos platos de porcelana cuando el tren aceleraba su marcha rapidísima…

Sin cesar de observarlos al soslayo, mi atención, involuntariamente excitada, se concentró en una circunstancia que me pareció singular. «Ella», con diferentes pretextos, se levantaba dos o tres veces, y aproximándose a la puerta de comunicación, echaba una ojeada al departamento próximo, donde quedaba un solo viajero que, arrinconado, dormía o fingía dormir. La gorra a cuadros, echada sobre la cara, la cubría a medias; pero se veía la barba castaña, bien recortada, y la boca juvenil, de labios salientes y gruesos. Siempre que «ella» realizaba esta maniobra, el «otro» —llamémosle así— abría los ojos y una fulguración viva lucía bajo la visera de la gorra. ¿Efecto de mi vista miope? ¿Efectos de la imaginación? Hubiese jurado que era verdad…

Y si lo era, ¿qué significaba el idilio del almuerzo? Porque ahora, en el momento de los postres, se acentuaba el carácter idílico, y justamente cuando, ya en guardia, miraba yo alternativamente al solitario del departamento próximo y a la pareja, ésta picaba un dorado gajo de chasselas que «ella» tenía suspenso en el aire. Picaban con los dedos, y no sé si con los labios, entre sofocadas exclamaciones y júbilo y chanzas a media voz. La cajita de cartón atestada de marrones encorazados como guerreros de la Edad Media, de punta en blanco con su armadura de plata, fue saqueada entre monadas, ofrecimientos mimosos, partijas a la mitad de un marrón y otras tonterías que no dejaban lugar a la duda… Aunque yo hubiese pensado un instante si se trataría de dos hermanos, los postres me desengañaron plenamente. No, aquello no era fraternidad…

En lo mejor de los postres estaban; todavía un envoltorio, de dulces o de fruta, no había sido desenvuelto, cuando «ella» dio señales de inquietud.

—Mi saco… Mi saco de cuero de Rusia… ¿Dónde podré haberlo dejado?

—¿Quieres que mire? —indicó él, solícito.

—Te lo agradecería… Debe de estar hacia allá, en la rejilla del sleeping

Levantose «él», y yo sentí una impresión casi de terror ante tanta osadía, pues aquel saco de cuero de Rusia, con remates de níquel, se lo había visto deslizar a «ella», antes de abrir la cestita de los víveres, bajo el asiento, disimuladamente… No tuve tiempo, por otra parte, de discurrir acerca de contradicción tan extraña, porque «ella», hasta sin aguardar a que el engañado transpusiese el pasillo que une a los coches–salón, se lanzó en sentido opuesto, hacia el departamento inmediato; y como el de la gorra acababa de incorporarse, encontráronse a medio camino, y cayeron el uno en brazos del otro con ímpetu y abandono tales, que se diría que en lugar de abrazarse se fundían e incrustaban, y para separarlos habría que emplear el hacha y el cuchillo.

¿Duró mucho el terrible y peligroso abrazo? Tal vez un segundo, tal vez cinco minutos o más… No respiraban, no daban la menor señal de inquietud, y yo, en cambio, sentía un miedo ridículo; mi corazón saltaba, mis ojos no se apartaban del lugar por donde podía presentarse el traicionado, después de buscar infructuosamente el saco de cuero…

Al fin se desenlazaron. Respiré… Ella pasó a mi lado, bajando los ojos, y desde su asiento me echó una mirada indescriptible, de súplica, de angustia, de desesperación. Él se arrinconó, se cubrió con la visera la cara, aparentó el sueño malhumorado de antes. Era hora; el otro volvía, hablando de llamar al camarero, de reclamar el saco.

—Perdona —suplicó «ella»—; soy una aturdida; acabo de verlo aquí.

Él no manifestó extrañeza ni descontento. Abrieron pacíficamente el intacto paquetito, y se repartieron los albérchigos de Montreui, una delicia de maduros…

Y en todo el camino no volvió a suceder nada de particular, nada absolutamente. La pareja no se separó: leyeron periódicos, dormitaron, charlaron con afecto boca a boca; por la tarde comieron juntos en el restaurant.

Cuando nos bajamos en la estación y nos dispersamos y los vi desaparecer cogidos del brazo —tras el mozo que cargaba el saquito de cuero de Rusia, las mantas y la fiambrera—, discurrí si habría soñado…

Sueños Regios

Es de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera, contribuye a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes, de los estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron los patines en la última sesión de patinaje que tanto divirtió a la Corte, porque el príncipe de Circasia se dio unas costaladas regulares.

Las estatuas parecen temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son témpanos bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas, las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj sostenido por Genios que representan los destinos de la casa imperial, venciendo al Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca.

Los centinelas, en su garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares, hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.

El decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas de palaciegos.

El emperador se estremece y se incorpora en el gran lecho incrustado de marfil, bajo las pieles rarísimas que lo mullen. Se le figura que una mano acaba de posarse en su hombro. Y en efecto: a la luz de la lámpara de alabastro velada de encaje, ve una figura venerable, un viejo aureolado por larguísima barba y melenas, donde la nieve se diría que enredó sus vellones. La vestidura del viejo deslumbra; túnica de brocado de oro, manto de terciopelo violeta orlado de armiño. Una especie de mitra, en que las perlas se apiñan sobre la filigrana, rodea sus sienes y comprime y hace bufar su gran cabellera nevada, que se extiende caudalosa por los hombros. En la mano lleva cincelado cofrecillo abierto, lleno de polvo aurífero impalpable:

—¿Qué me quieres y quién eres? —pregunta el emperador al anciano.

—Como de casa. Baltasar, Rey de los países de Oriente —contesta el patriarca en voz temblona.

—¡Bienvenido, primo y señor! ¿Por qué viaja vuestra majestad en tan cruda noche? Conviene a las testas coronadas no ponerse nunca en el caso de sufrir las molestias que padecen los demás mortales. Dígnese vuestra majestad descansar bajo mi hospitalario techo.

—No acepto sino breves instantes, aunque vengo rendido de atravesar los dominios de vuestra majestad, a los cuales no se les ve el fin; deben de cubrir buena parte de la superficie del planeta.

—¡Ah! —articula el emperador, satisfecho—. ¿Los ha recorrido vuestra majestad? ¿Se ha enterado de su extensión y riquezas? Todos los climas, todas las producciones, todas las razas reconocen mi soberanía. Cuando paso revista a mi ejército, en él veo soldados blancos y rubios, de ojos azules; soldados de morena tez; soldados de cutis amarillo y nariz achatada; ropajes orientales y envolturas que preservan el rigor de las estaciones en los países hiperbóreos. Mi Imperio produce el trigo y el zafiro, los minerales, las pieles y las maderas odoríferas; es un gigante cuya cabeza, como la de vuestra majestad, se baña en las nieves árticas, y cuyas manos se tienden hacia el Mediodía para abarcarlo. Y en este Imperio yo soy Dios. A mi voz las frentes se inclinan, las muchedumbres se prosternan, la plegaria por mí hace retemblar los iconostasios. Mientras el soplo del huracán juega con los monarcas occidentales, nuestros necios primos, yo, como un numen, me oculto en santuario inaccesible.

—Conozco el poderío de vuestra majestad. Por eso sospecho si la tarea que me ha sido encomendada resultará estéril; pero, obedeciendo, la cumplo.

—¿Qué tarea es ésa, primo y señor?

—La que me ordenó realizar el Niño. Vuelvo de Palestina; regreso a mi patria, después del interminable viaje anual... ¡Es una maravilla lo lindo que está el Niño y lo dulce y honesta que es la Madre! Nada perdió su inmortal hermosura en los mil novecientos dos años transcurridos desde que por vez primera les adoré. Como siempre, les he llevado mi ofrenda: polvo de oro del Ofir. Y el Niño, después de extender sus manitas, que besé, y bendecir el oro, me ha dicho que lo espolvoree por el suelo allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del hombre.

—¿Conque esas mañas saca el Niño? —tartamudeó el emperador—. ¡Por cierto que le educan bien mal su Madre y el Carpintero, gente baja al fin, aunque descienda de la casta de nuestros augustos primos los reyes de Judá! Vuestra majestad, con la experiencia que le dan los años, habrá comprendido que no debe cumplírsele al Niño ese antojo.

—No es posible desobedecerle, primo y señor —declaró gravemente el Mago—. He espolvoreado la enorme porción de tierra donde reina vuestra majestad, aunque confieso que dudo de ver germinar cosa alguna sobre la dura capa de hielo que la reviste. Sin esperanzas voy derramando polvillo de oro; y la verdad: hace un instante, en los jardines de este palacio, al caer el dorado polvillo, creí que el suelo se estremecía y se agrietaba la capa de nieve. Tembló la tierra; me pareció que un ruido cavernoso resonaba allá dentro. ¿Está segura vuestra majestad de que no se halla minado su palacio?

—Vuestra majestad es quien lo mina, y será preciso impedirlo —contesta enérgicamente el emperador, hiriendo un timbre.

Aparece la guardia. El viejo toma una pulgarada de polvillo, lo arroja a los soldados y pasa por entre ellos libre y majestuoso.

Otro efecto de nieve sobre los jardines y palacio real, pero nieve ya cuajada y que empieza a derretirse formando un barro sucio y negruzco. En el alcázar se ven todavía luces: ha habido en el comedor de diario espléndida cena de familia, alegres y cariñosos brindis, y el emperador, rendido de recibir toda la tarde felicitaciones, después de bendecir a sus hijos, que uno por uno le han besado la mano respetuosamente, y de abrazar con afecto a la fecunda emperatriz, se tiende en su estrecha y dura cama de campaña, única donde concilia el sueño, a causa de la costumbre.

Apenas empieza a aletargarse, le llaman con un ¡«Pssit»! muy bajo, y a la claridad de la lamparilla divisa a un hombre en la fuerza de la edad, envuelta en ropón de púrpura, bajo el cual se parece una armadura de admirable trabajo. Rodea sus sienes una corona de picos: en su diestra alza rico pomo de mirra de fuerte aroma, acre y embriagador.

—¿Qué desea vuestra majestad, señor Rey Gaspar? —pregunta el emperador, que, conociendo al viajero, salta de la cama y saluda militarmente.

—Felicitar las Pascuas a vuestra majestad y confiarle un secreto. Es el caso que el Niño, ¿no sabe vuestra majestad?, ¡el Niño a quien todos los años voy a visitar en su establo, para beber en sus ojos de violeta la sabiduría!, después de jugar con esta mirra que le ofrecí y de arrojar sobre ella su aliento celestial, me manda que gota a gota la esparza por el suelo del país donde el hombre tenga sed de la sangre del hombre. Y al caer gotitas de esta mirra, primo y señor, observo que la tierra, encharcada y pegajosa, se esponja, se entreabre, y nacen, surgen y crecen olivos, rosas, mirtos, centeno, lúpulo, viñas cargadas de racimos. ¡Ah! Es un gran portento la tal mirra. Y a mí, señor y primo, la armadura me asfixia, el corazón no me cabe en ella. Permítame vuestra majestad que salpique de mirra su cabeza augusta.

—¡Qué diantre! ¡Cosas de chiquillos! —gruñe el emperador—. Cuando el Niño crezca y se aparte de las faldas y del regazo materno, diferentes serán sus caprichos. No hay nada más santo que la guerra. Dios mismo guía a los ejércitos e infunde a los caudillos arrojo y tino para asegurar la victoria. Sobre el campo de batalla se cierne el Arcángel con sus alas salpicadas de rubíes y su gladio flamígero. El soplo divino hincha mi pecho apenas lo cubre la coraza rutilante. Esto no se les alcanza a los niños ni a las mujeres; convenido. Nosotros, pastores de pueblos, jefes de razas, sonreímos ante ciertos arranques de debilidad graciosa.

—Debo hacer lo que me mandan —insiste Gaspar.

Y, tomando unas gotas de mirra, las dispara a la frente del emperador. Éste exhala un suspiro; se deja caer en el lecho de campana, y ve en sueños una pirámide de huesos humanos, blanca y pulida, altísima. Sobre la cúspide, un cuervo grazna plañideramente, hambriento, erizado el plumaje; y al pie, en las ramas de un olivo nuevo, dos palomas se besan, juntando los picos.

En el patio del alcázar, sobre el gran pilón del pórfido sostenido por leones, recae el agua, melodiosa, con dulce porfía. La luna ilumina las arcadas afiligranadas, juega en las charoladas hojas de los naranjos, descubre el reflejo pálido de sus pomas de oro. Dos esclavos velan el sueño del emir, que reposa vestido sobre un diván cubierto con una manta de fina pluma de avestruz —porque la noche está algo fría y la helada ha endurecido los caminos del desierto— y apoyando el pie en la garganta de una mujer desnuda, que hace de cojín y presta calor más grato, que el de la manta.

Elegante figura se desliza por entre los esclavos, invisible. Es un negro joven, esbelto, de robusta y acerada musculatura, de piernas nerviosas, encerradas en calzas prietas y salpicadas de lentejuelas, como las que ostentan los donceles en los cuadros de Carpaccio: una sobrevesta de tisú de plata acusa sus formas; un cinturón de pedrería sostiene sobre su vientre enjuto soberbio puñal; encima de sus cabellos crespos se ladea un gorro de velludo carmesí, y bajo el ala luce diademas de brillantes. El gallardo negro se inclina hacia el emir y le baña el rostro con una bocanada de incienso, que humea en un incensario calado, pendiente de cadenillas de perlas. Sobresaltado, el emir despierta, echando mano a la gumía.

No temas, soy Melchor, que, como tú, ejerce el mando en tribus del desierto y posee palacios misteriosos que parecen labrados por los genios del aire. Vengo a cumplir órdenes del Niño Yesuá, hijo de Leila Mariem.

—¿Y qué te ordena ese Profeta infiel? —exclama el emir con desprecio.

—Columpiar este incensario en todos los países donde el hombre trate a la mujer como esclava y no como compañera.

Ríese el emir mostrando sus blancos dientes de chacal entre la negra y sedosa barba.

—Pues vuélvete a tierra de rumíes, Melchor. También allí necesitan el perfume de tu incensario. Pero antes reposa. Eres mi huésped; voy a ordenar que te preparen un baño con agua de rosas dos bellas cautivas.

Y el emir se incorpora, dando con el pie a la mujer en cuya garganta lo tenía apoyado.


«La Ilustración Artística», núm. 1045, 1902.

Suerte Macabra

¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la risueña y regordeta boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó mu riéndose de ictericia? Fue que —oídlo bien— le cayó el premio gordo de Navidad, los millones de pesetas...

Antes de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse feliz, si tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está enseñando los dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y herboristería de la calle de Jacometrezo, haciendo todos los días a la misma hora las mismas cosas insípidas y rutinarias, don Donato era plácidamente optimista; sus excesos y lujos consistían en alguna escapatoria a los teatrillos alegres porque don Donato aborrecía la literatura triste —al teatro se va a reír—, y sus derroches, en traerse a casa las mejores frutas y legumbres del mercado del Carmen, pues adoraba, a fuer de obeso, los alimentos flojos.

Jugador empedernido de lotería, nunca perdió sorteo, y no sólo se arriesgaba él, sino que tomaba parte con amigos y hasta les encomendaba la adquisición de décimos en administraciones que por cualquier motivo juzgaba afortunadas, dentro de las laboriosas combinaciones que realizaba para perseguir y acorralar a la suerte, a quien un día u otro estaba cierto de coger por las alas. ¿En qué se fundaba tal seguridad? No podía decirlo; pero le alentaba una fe robusta, un instinto o presentimiento (llámenle los escépticos como quieran). Supersticioso y calculista pueril, sucedíale a veces pararse en seco ante el número de una casa o el de un coche simón y correr la Administración a pedir el mismo número. Lo que más le confirmaba en su manía era la circunstancia que realmente parecerá extraña a todo el que conozca la lotería un poco: en la ya larga existencia de jugador de don Donato, que jugaba cada sorteo, en algunos doble y triple, no le había caído, no digamos un premio regular, pero ni una aproximación, ni un reintegro en Nochebuena, ni nada, nada... Esta singular reserva de la fortuna le parecía a don Donato signo infalible de que sólo se ocultaba para venir un día de pronto, fulminante, terrible, con los brazos abiertos y las manos tendidas, llenas de oro.

Hará dos años, estudiando don Donato la marcha del «gordo», del premio deslumbrador de Navidad, observó que desde tiempo inmemorial no había caído en M***, y, herida su imaginación por esta circunstancia, encargó a un amigo corresponsal que allí tenía que le tomase «un billete» nada menos. A vuelta de correo recibió la respuesta y el número del billete adquirido, en el cual el comprador se reservaba un décimo. Giró el dinero don Donato; guardó como oro en paño el número y la carta comprobante, y esperó el sorteo, con fatalismo de musulmán. Sin emoción compró la lista cuando la oyó vocear, y al fijar los ojos en el glorioso número, una oleada de sangre afluyó a su cabeza... Era el número adquirido en M***; el propio número...; el suyo, el esperado, el de los millones...; allí estaba claro como la luz. ¡El premio, el premio... La Fortuna, abierta de brazos, derramando oro con sus anchas manos pródigas!

Se repuso de pronto Don Donato. ¿Pues qué, no contaba con aquello desde tantos años hacía? ¡Era lógico que al fin viniese! Una alegría intensa, serena, le embargaba plácidamente, mientras corría a cerciorarse..., aunque estaba seguro de que resultaría verdad. Y verdad resultó. No quedaba más que recoger, cobrar y disfrutar a pulso lo cobrado.

No queriendo hacer pública su dicha, por quitarse murgas y sablazos; pensando que nadie ejecuta las cosas mejor que el interesado, aquella misma noche tomó en tren y no paró hasta dar con su cuerpo en M***. Llegó a hora avanzada de la noche siguiente, molido y asendereado, como sedentario que viaja sin ganas y por precisión, y hubo de recogerse a una posada para aguardar con la luz del día la hora de presentarse a su corresponsal y reclamar el billete. Al acostarse pensó en madrugar; mas de puro quebrantado le tomó el sueño y despertó muy tarde. Vistióse, y, con indefinible sobresalto, corrió a casa del amigo, en cuyas manos se encontraba el tesoro. En la esquina de la calle vio gentío: monagos, mujerucas que lanzaban exclamaciones de compasión; escuchó las notas del piporro, la salmodia de los curas; rompió por entre la compacta muchedumbre; se abrió paso hasta el portal, y, al querer enfilar la escalera tropezó con un ataúd que bajaba en hombros... Ya lo adivinas, lector: encerraba el cadáver del poseedor del billete premiado.

Después de cortos momentos de angustia cruel, don Donato se resolvió a penetrar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, hasta el gabinete donde lloraba la viuda. Brutalmente —millones quitan escrúpulos— formuló la cuestión y reclamó el billete. Era de temer un desmayo: no lo hubo; la viuda, digna y tranquila, franqueó a don Donato el mueble donde el difunto guardaba sus papeles de mayor interés. A la primera de cambio encontraron en el cajón central una cédula de letra del muerto, que decía así: «Día tantos..., he comprado para el señor don Donato Galíndez, droguero en Madrid, un billete entero de lotería, número tantos, que conservo en mi poder»... Y debajo: «Día tanto...: recibida letra importe billete, menos un décimo que reservo para mí...» Abrió tanto los ojos la viuda con lo del décimo, y desde aquel mismo instante se consagraron ella y don Donato, rivalizando en celo, a registrar la casa de abajo arriba; pero aún cuando gastaron tres días en pesquisas minuciosas, nada pudieron encontrar. El billete había desaparecido.

Al cuarto día, don Donato, que tenía fiebre y estaba medio loco, iba a retirarse amenazando a la justicia, cuando la viuda, llamándole a un rincón y titubeando, le dijo quedamente:

—¿Sabe usted que..., que pienso una cosa? Se me ha clavado aquí —y apoyaba el índice en el entrecejo.

—¿Qué cosa, señora mía?

—Que..., tal vez..., ese..., ese billete..., esté... Si; casi de fijo está...

—¿Dónde, voto a mil pares?...

—¡Está... enterrado..., con mi esposo!

—¡Enterrado!

—¡Enterrado! —exclamó don Donato a punto de que lo enterrasen también.

¿Lo creerán ustedes? Si no lo creen, hacen mal. El terror a los muertos era tan profundo en don Donato, que si no le anima y envalentona la viuda, tal vez renuncia entonces a perseguir su billete.

—No dude que está allí —insistía ella más resuelta cada vez—, porque «llevó puesta» su levita nueva, la de paño fino, y es la misma que usó tres o cuatro días antes de morir... Juraría que el billete va en el bolsillo. Como mi esposo falleció casi de repente...

Azuzado por la valerosa señora, don Donato se enteró de las formalidades necesarias para hacer exhumar judicialmente un cadáver, y pareciéndole empresa erizada de dificultades y hasta de peligros, resolvió echar por la calle de en medio y sobornar al encargado de la custodia del cementerio para que abriese el nicho y el ataúd. Encuéntrase el cementerio de M*** situado a orillas del mar, y la noche en que se realizó la lúgubre hazaña era de tormenta horrible; silbaba el viento entre los negros cipreses, y el sordo e imponente murmurio del Océano tenía los tonos de queja de maldición y de llanto; clamores sobrehumanos por los amenazadores y tristes, parecidos a un coro de voces de muertos. A don Donato le corría el sudor en frías gotas, desde el cráneo hasta la nuca; sus dientes castañeaban y sus piernas flaqueaban como si fuesen de algodón. Destapiaron el nicho; para sacar la caja tuvo el droguero que ayudar, pues pesaba bastante; y cuando se alzó la tapa de cinc, la primera bocanada de putrefacción, el hedor cadavérico dio, más que en las narices, en el alma a don Donato. La viuda, siempre animosa, le dijo al oído:

—¡Ea!... registre usted; no vaya a creer, si registro yo, que le engaño.

Acercó el sepulturero la linterna; don Donato, con esfuerzo sobrehumano, se inclinó sobre la caja; vio una cara espantosa, verde ya; unos ojos abiertos, vidriados y aterradores, una barba fosca, unos labios lívidos...; y solo cuando la viuda repitió con energía:

—Pero, ¡regístrele usted!

Sólo entonces, lo repito, se dio cuenta de lo más horroroso... ¿Qué había de registrar? ¡El cadáver estaba desnudo! Cayó desplomado el droguero, mientras la viuda, con acento de desesperación, exclamaba:

—¡Estúpida de mí! ¡Por qué no picaría yo a tijeretazos la ropa! ¡Cuando la ven entera se la llevan los muy ladrones!

......................................................................

Se dio el oportuno aviso a la policía; se registraron las casas de empeño y préstamos de toda España; mas no apareció el siniestro billete, y el premio se lo guardó la Hacienda, frotándose las manos (es una manera de decir). Probablemente, el ladrón de la levita arrojó al mar, sin examinarlos, los papeles que halló en los bolsillos, por temor a que le comprometiesen... Lo cierto es que don Donato, a su vez, cayó enfermo y murió consumido de hipocondría, enseñando los puños a una figura imaginaria, que debía de ser la descarada, la idiota de la suerte.


«Revista Moderna», núm. 94, 1898.

Sustitución

No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación...

Advertidos de la desgracia los amigos íntimos, se decidió que yo me encargaría de avisar al hermano de la difunta. Don Ambrosio Corchado no vivía en la misma ciudad que su hermana, sino a dos leguas, en una posesión de donde no salía jamás, y donde la viuda residía en la temporada de verano. Rico y poco sociable, don Ambrosio realizaba el tipo de solterón: no quería molestar al mundo, y menos toleraba que el mundo le molestase a él. A su manera, lo pasaba perfectamente, introduciendo mejoras en su finca, dirigiendo la labranza y cebando gallinas y cerdos. Es cuanto sabíamos de don Ambrosio. Para cumplir sin tardanza mi cometido, encargué un coche, y a los tres cuartos de hora lo tenía ante la puerta, con repique de cascabeles y traqueteo de ruedas chirriantes.

Entré en el desvencijado vehículo y tomamos la dirección de la finca. Era preciosa la mañana, vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiando la primavera, que se acercaba ya. Reclinado en el fondo del birlocho, viendo desaparecer por la ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, a pesar del buen tiempo y del aire puro y vivo, una dolorosa melancolía, una especie de aprensión y de timidez violenta.

El corazón se me encogió, pensando en lo que debía participar a don Ambrosio, y en cómo empezaría a hacerle paladear el trago para que sintiese menos su amargor. Me representaba con eficacia lo dramático del momento. Don Ambrosio no tenía otra hermana, ni más familia en el mundo. La señora de Lasmarcas no dejaba hijos que pudiese recoger su hermano y que alegrasen su solitaria vejez. ¡Una hermana! El ser a quien acompañamos desde la cuna; con quien hemos jugado de niños; ser que lleva nuestra sangre; que ha compartido nuestros primeros inocentes goces, nuestros primeros berrinches; que ha sido nuestro confidente, nuestro encubridor, que vio nuestras travesuras y se emocionó con nuestros amoríos infantiles; la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplice desinteresada, la defensora. El que no conoce otro afecto; el que de todos los suyos conserva una hermana, ¡qué sentirá al saber que la ha perdido! Sin duda alguna, lo que el árbol cuando le hincan el hacha en mitad del tronco, cuando lo hienden y parten. Además, ¡era tan súbita la muerte! Tal vez don Ambrosio se había forjado mil veces la ilusión de que su hermana, más joven que él, le cerraría los ojos.

Estos pensamientos exaltaron mi imaginación, me causaron tan indefinible angustia, que al pararse el coche ante el portón de la finca llevaba yo los ojos humedecidos de lágrimas. Dominé mi debilidad, salté a tierra, y al preguntar por don Ambrosio a un hombre que igualaba la arena del patio, soltó él de muy buena gana el escardillo y me guió, pasando por hermosos jardines adornados con fuentes y por un huerto de frutales, a una pradería, donde varios gañanes trabajaban en segar hierba y amontonarla en carros, bajo la inspección de un vejete de antiparras azules y sombrero de paja. Era don Ambrosio en persona.

Me saludó con sorpresa, y al decirle que venía por un asunto de cierta importancia, mostró bastante amabilidad. Explicóme que el pradito aquel rendía todos los años más de treinta carros de hierba seca, que se vendía como pan bendito; y cediendo a la propensión de hablar sólo de lo que se roza con preocupaciones del orden práctico, añadió que temía que viniese a llover, y activaba la faena a fin de recoger la hierba en buenas condiciones. Después me señaló a una esquina del prado, que cruzaba un limpio riachuelo, y me preguntó si creía la fuerza del agua suficiente para hacer mover un molino harinero que pensaba instalar allí. Su cara arrugadilla y su cascada voz adquirían gravedad al enunciar estos propósitos. Yo, entre tanto buscaba sitio por donde herirle; pero dos o tres insinuaciones acerca de la mala salud de la viuda no arrancaron más que un distraído «vaya, vaya». Entonces resolví apretar y entré en materia: venía precisamente porque la señora, algo enferma desde ayer...

—Sí, molestias del invierno, catarrillos —respondió maquinalmente.

Me sublevó la salida, y solté las dos palabras «enfermedad grave»... Al través de los azules vidrios noté que parpadeaba el viejo.

—¿Grave? Y el médico ¿qué dice?

—No hubo tiempo de consultarle... —exclamé—. Ya ve usted, las cosas repentinas...

—Pues que se consulte, que se consulte —repitió volviéndose para ver pasar un carro cargado a colmo—. ¡Eh —gritó dirigiéndose a los gañanes—, brutos, que se os cae la mitad de la hierba! ¡Sujetad bien la carga, por Cristo!

—¿No le digo a usted —interrumpí alzando también la voz— que no dio lugar a consultar nada? Fue de pronto..., la...

Se me atragantaba la palabra terrible; pero al fin la solté:

—¡La... la muerte!

Don Ambrosio hizo un movimiento hacia atrás. Sus vidrios azules centellearon al sol, Titubeando murmuró:

—De manera... que... que...

—Que ha fallecido su hermana de usted, sí, señor; esta mañana se la encontraron cadáver... en la cama... Un derrame seroso.

El viejo guardó silencio, columpiando la cabeza. Después de una pausa, tosiqueó y dijo tranquilamente:

—¡Válgate Dios! Le llegó su hora a la pobre... Bueno; si hay cualquier dificultad para el entierro, que... que cuenten conmigo... Por poco más... ¿sabe usted?, que se haga todo con decencia... En cien duros arriba o abajo no deben ustedes reparar.

—¿No vendrá usted al funeral? —pregunté devorando al viejo con los ojos.

—Verá usted... Con el prado a medio segar y este tiempo tan a propósito..., imposible. ¡Bueno andaría esto si faltase yo! Mañana justamente viene el maestro de obras para tratar lo del molino... Hay que rumiar el contrato, porque si no esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted qué opina? ¿Tendrá fuerza el agua? Ahora en primavera no hay cuidado; pero ¿en otoño?

Salí de allí en tal estado de exasperación, que batí la portezuela del coche al cerrarla, contribuyendo a desbaratar el fementido birlocho. Otra vez me dominaba una tristeza invencible; me sentía ridículo, y la miseria de nuestra condición me abrumaba al pensar en aquel vejete insensible como una roca, que sólo se ocupaba en el prado y el molino y se olvidaba de la proximidad de la muerte. ¡Valiente necedad mis precauciones y mis recelos para darle la noticia! De pronto se me ocurrió una idea singular. Mi acceso de sensibilidad compensaba la indiferencia de don Ambrosio. El verdadero «hermano» de la pobre muerta era yo, yo que había sentido el dolor fraternal, yo que me había sustituido, con la voluntad y el sentido, al hermano según la carne. En el mundo moral como en el físico nada se pierde, y todos los que tienen derecho a una suma de cariño, la cobran, si no del que se la debe, de otro generoso pagador. Consolado al discurrir así, saqué la cabeza por la ventana y dije al cochero (de veras que se lo dije):

—Más aprisa, que necesito disponer el funeral de mi hermana.


«El Imparcial», 15 febrero 1897.

Sustitución

No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…

Advertidos de la desgracia los amigos íntimos, se decidió que yo me encargaría de avisar al hermano de la difunta. Don Ambrosio Corchado no vivía en la misma ciudad que su hermana, sino a dos leguas, en una posesión de donde no salía jamás, y donde la viuda residía en la temporada de verano. Rico y poco sociable, don Ambrosio realizaba el tipo de solterón: no quería molestar al mundo, y menos toleraba que el mundo le molestase a él. A su manera, lo pasaba perfectamente, introduciendo mejoras en su finca, dirigiendo la labranza y cebando gallinas y cerdos. Es cuanto sabíamos de don Ambrosio. Para cumplir sin tardanza mi cometido, encargué un coche, y a los tres cuartos de hora lo tenía ante la puerta, con repique de cascabeles y traqueteo de ruedas chirriantes.

Entré en el desvencijado vehículo y tomamos la dirección de la finca. Era preciosa la mañana, vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiando la primavera, que se acercaba ya. Reclinado en el fondo del birlocho, viendo desaparecer por la ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, a pesar del buen tiempo y del aire puro y vivo, una dolorosa melancolía, una especie de aprensión y de timidez violenta.

El corazón se me encogió, pensando en lo que debía participar a don Ambrosio, y en cómo empezaría a hacerle paladear el trago para que sintiese menos su amargor. Me representaba con eficacia lo dramático del momento. Don Ambrosio no tenía otra hermana, ni más familia en el mundo. La señora de Lasmarcas no dejaba hijos que pudiese recoger su hermano y que alegrasen su solitaria vejez. ¡Una hermana! El ser a quien acompañamos desde la cuna; con quien hemos jugado de niños; ser que lleva nuestra sangre; que ha compartido nuestros primeros inocentes goces, nuestros primeros berrinches; que ha sido nuestro confidente, nuestro encubridor, que vio nuestras travesuras y se emocionó con nuestros amoríos infantiles; la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplice desinteresada, la defensora. El que no conoce otro afecto; el que de todos los suyos conserva una hermana, ¡qué sentirá al saber que la ha perdido! Sin duda alguna, lo que el árbol cuando le hincan el hacha en mitad del tronco, cuando lo hienden y parten. Además, ¡era tan súbita la muerte! Tal vez don Ambrosio se había forjado mil veces la ilusión de que su hermana, más joven que él, le cerraría los ojos.

Estos pensamientos exaltaron mi imaginación, me causaron tan indefinible angustia, que al pararse el coche ante el portón de la finca llevaba yo los ojos humedecidos de lágrimas. Dominé mi debilidad, salté a tierra, y al preguntar por don Ambrosio a un hombre que igualaba la arena del patio, soltó él de muy buena gana el escardillo y me guió, pasando por hermosos jardines adornados con fuentes y por un huerto de frutales, a una pradería, donde varios gañanes trabajaban en segar hierba y amontonarla en carros, bajo la inspección de un vejete de antiparras azules y sombrero de paja. Era don Ambrosio en persona.

Me saludó con sorpresa, y al decirle que venía por un asunto de cierta importancia, mostró bastante amabilidad. Explicóme que el pradito aquel rendía todos los años más de treinta carros de hierba seca, que se vendía como pan bendito; y cediendo a la propensión de hablar sólo de lo que se roza con preocupaciones del orden práctico, añadió que temía que viniese a llover, y activaba la faena a fin de recoger la hierba en buenas condiciones. Después me señaló a una esquina del prado, que cruzaba un limpio riachuelo, y me preguntó si creía la fuerza del agua suficiente para hacer mover un molino harinero que pensaba instalar allí. Su cara arrugadilla y su cascada voz adquirían gravedad al enunciar estos propósitos. Yo, entre tanto buscaba sitio por donde herirle; pero dos o tres insinuaciones acerca de la mala salud de la viuda no arrancaron más que un distraído «vaya, vaya». Entonces resolví apretar y entré en materia: venía precisamente porque la señora, algo enferma desde ayer…

—Sí, molestias del invierno, catarrillos —respondió maquinalmente.

Me sublevó la salida, y solté las dos palabras «enfermedad grave»… Al través de los azules vidrios noté que parpadeaba el viejo.

—¿Grave? Y el médico ¿qué dice?

—No hubo tiempo de consultarle… —exclamé—. Ya ve usted, las cosas repentinas…

—Pues que se consulte, que se consulte —repitió volviéndose para ver pasar un carro cargado a colmo—. ¡Eh —gritó dirigiéndose a los gañanes—, brutos, que se os cae la mitad de la hierba! ¡Sujetad bien la carga, por Cristo!

—¿No le digo a usted —interrumpí alzando también la voz— que no dio lugar a consultar nada? Fue de pronto…, la…

Se me atragantaba la palabra terrible; pero al fin la solté:

—¡La… la muerte!

Don Ambrosio hizo un movimiento hacia atrás. Sus vidrios azules centellearon al sol, Titubeando murmuró:

—De manera… que… que…

—Que ha fallecido su hermana de usted, sí, señor; esta mañana se la encontraron cadáver… en la cama… Un derrame seroso.

El viejo guardó silencio, columpiando la cabeza. Después de una pausa, tosiqueó y dijo tranquilamente:

—¡Válgate Dios! Le llegó su hora a la pobre… Bueno; si hay cualquier dificultad para el entierro, que… que cuenten conmigo… Por poco más… ¿sabe usted?, que se haga todo con decencia… En cien duros arriba o abajo no deben ustedes reparar.

—¿No vendrá usted al funeral? —pregunté devorando al viejo con los ojos.

—Verá usted… Con el prado a medio segar y este tiempo tan a propósito…, imposible. ¡Bueno andaría esto si faltase yo! Mañana justamente viene el maestro de obras para tratar lo del molino… Hay que rumiar el contrato, porque si no esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted qué opina? ¿Tendrá fuerza el agua? Ahora en primavera no hay cuidado; pero ¿en otoño?

Salí de allí en tal estado de exasperación, que batí la portezuela del coche al cerrarla, contribuyendo a desbaratar el fementido birlocho. Otra vez me dominaba una tristeza invencible; me sentía ridículo, y la miseria de nuestra condición me abrumaba al pensar en aquel vejete insensible como una roca, que sólo se ocupaba en el prado y el molino y se olvidaba de la proximidad de la muerte. ¡Valiente necedad mis precauciones y mis recelos para darle la noticia! De pronto se me ocurrió una idea singular. Mi acceso de sensibilidad compensaba la indiferencia de don Ambrosio. El verdadero «hermano» de la pobre muerta era yo, yo que había sentido el dolor fraternal, yo que me había sustituido, con la voluntad y el sentido, al hermano según la carne. En el mundo moral como en el físico nada se pierde, y todos los que tienen derecho a una suma de cariño, la cobran, si no del que se la debe, de otro generoso pagador. Consolado al discurrir así, saqué la cabeza por la ventana y dije al cochero (de veras que se lo dije):

—Más aprisa, que necesito disponer el funeral de mi hermana.

Temprano y con Sol...

El empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, cuando la infantil vocecica pronunció, en tono imperativo:

—¡Dos de primera… . a Paris!…

Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró a su interlocutora y vio que era una morena de once o doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela inglesa, roja y luciendo un sobrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita a un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más o menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío de pertenecer a muy distinguida clase y muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre, con nerviosa alegría. El empleado sonrió a la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:

—¿Directo o a la frontera? A la frontera… son ciento cincuenta pesetas, y…

—Ahí va dinero —contestó la intrépida señorita, alargando un abierto portamonedas.

El empleado volvió a sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:

—Aquí no tenemos bastante…

—¡Hay quince duros y tres pesetas! —exclamó la viajerilla.

—Pues no alcanza… Y para convencerse, pregunten ustedes a sus papás.

Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:

—¡Bien… , pues entonces… , un billete más barato!

—¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más próxima? ¿Escorial, Ávila… ?

—¡Ávila… sí; Ávila… . justamente, Ávila… ! —respondió con energía la del rojo balandrán.

Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de hombros como el que dice: «¿A mí qué?, ya se desenredará este lío»; y tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas…

Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un departamento donde fuesen solos, y con gran asombro del turista británico que acomodaba en un rincón de la red su valija de cuero, al verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron a brincar…

¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah! Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida son insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se asocian en un torbellino molecular, y a fuerza de dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica, adquiere forma, toma la consistencia del diamante… No desconfiéis nunca en la vida de las cosas grandes que se presentan con imponente aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse; temed a las tentaciones menudas, a los peligros sutiles e insidiosos. Toda la teoría de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la importancia capital de lo infinitamente pequeño?

La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más bobo… Empezó por una manía… Ambos eran coleccionistas. ¿De qué? Ya lo podéis presumir vosotros, los que frisáis en la edad de mis héroes. La afición a coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los sesenta; apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los chamarileros son más frecuentadas por señoras respetables que por alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción a esta regla general, y es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del tren.

Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde bebieron la ponzoña amorosa, fue el coleccionismo, la manía de la filatelia, común a entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, a pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de Salamanca; en el principal, el papá de Finita, y en el segundo, la mamá de Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy a menudo en la escalera, cuando él iba a clase y ella salía para su colegio; pero, valga la verdad ni habrían reparado el uno en el otro si no fuera porque cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo… . ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Mamá me debía haber comprado uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería… « De esto a rogar a Finita que le enseñase el magnífico álbum de sellos mediaba un paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió a los ruegos de Currín; pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron a hojearlo con vivacidad.

—Esta página es del Perú… Mira los de las islas Hawai… Tengo la colección completa…

Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos a la cara, y las burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados americanos, siempre de frente; la República francesa, con sus dos airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón; los turcos y su cimitarra; don Carlos, recuerdos de nuestras vicisitudes políticas, y don Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria aparece oficiando de emperatriz… Currín se embelesaba y chillaba de cuando en cuando, dando brincos:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Esto no lo tengo yo…

Por fin, al llegar a uno muy raro, el de la República de Liberia, no pudo contenerse:

—¿Me lo das?

—Toma —respondió con expansión Finita.

—Gracias, hermosa —contestó el galán.

Y como Finita, al oír el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su álbum, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así, colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.

—¿Sabes que te he de decir una cosa? —murmuró el chico.

—Anda, dímela.

—Hoy no.

La doncella francesa que acompañaba a Finita al colegio había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y pronunció un mademoiselle, s'il vous plait, que significaba: «Hay que ir al colegio rabiando o cantando, conque… , una buena resolución.»

Currín se quedó admirando su sello… y pensando en Finita. Era Currín un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado a los dramas tristes, a las novelas de aventuras extraordinarias y a leer versos y aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho y, con cosas del otro mundo o con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba sellos soñaba también con viajes de circunnavegación y países desconocidos, a lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de Julio Verne… Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve… a Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se paseaban muy serios, cogidos del brazo…

Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados de sellos para obsequiar a Finita. En cuanto la dama vio al galán, sonrió y se acercó con misterio:

—Aquí te traigo esto… —balbució él. Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico que se recatase de la francesa; pero costándole a Currín que no había en el obsequio de los sellos malicia alguna, fue muy resuelto a entergarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda, esperaba otra cosa, misteriosa, ilícita, y llegándose vivamente a Currín, le dijo entre dientes:

—¿Y… aquello?

—¿Aquello?…

—Lo que me ibas a decir ayer…

Currín suspiró, se miró a las botas y salió con esta pata de gallo:

—Si no era nada…

—¡Cómo nada! —articuló Finita, furiosa—. ¡Pareces memo de la cabeza! Nada, ¿eh?

Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica, que apretaba entre sus dedos se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente:

—Sí, era algo… Quería decirte que eres… ¡más guapita!

Y espantado de su osadía echó a correr escalera abajo, y del portal salió en volandas a la calle.

Al otro día Currín escribió unos versos (poseo el original) en que decía a su tormento:

Nace el amor de la nada;
de una mirada tranquila;
al girar de una pupila
e halla un alma enamorada…

Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un libro que le prestó un compañero… Mas ¿qué importa? El caso es que Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente enamorado… No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya esmeradamente, se compró una corbata nueva y suspiraba a solas.

Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba los ojos… o no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con su compatriota el cocinero…

Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era aquélla la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían los dos a un coche de punto, que salía echando diablos? «¡Jesús, María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y adónde irán? ¿Aviso o no aviso a los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas… . o caerá una propinaza de las gordas?»

—Oye, tú —decía Finita a Currín, apenas el tren se puso en marcha—: Avila ¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?

—No… —respondió Currín con cierto escepticismo amargo—. Debe de ser un pueblo de pesca.

—Pues entonces… , no conviene quedarse allí. Hay que seguir a París. Yo quiero ver a París a todo trance; y también quiero ver las Pirámides de Egipto.

—Sí… —murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la realidad—, pero… . ¿y los monises?

—¿Los monises? —contestó, remedándole, Finita—. Eres más bobo que el que asó la manteca. ¡Se pide prestado!

—¿Y a quién?

—¡A cualquiera!

—¿Y si no nos lo quieren dar?

—¿Y por qué no, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. Empeño, además, el abrigo nuevo; me va asando de calor. No sirves para nada… ¡Escribimos a papás que nos envíen… un… , un bono… . no, una letra! Papá las está mandando cada día a París y a todas partes.

—Tu papá estará echando chispas… ¡Nos mandará un demontre!… Como mi mamá… ¡La hicimos, Finita!… No sé qué será de nosotros.

—Pues se empeña el reloj, y en paz… ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en Avila! Me llevarás al café… . y al teatro… . y al paseo…

Cuando oyeron cantar: «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!… », saltaron del tren; pero al sentar el pie en el andén se quedaron indecisos, aturrullados. La gente salía, se atropellaban hacia la fonda, y los enamorados no sabían qué hacer.

—¿Por dónde se va a Avila? —preguntó Currín a un faquino, que viendo a dos niños sin equipaje se encogió de hombros y se alejó.

Por instinto se encaminaron a una puerta, entregaron sus billetes y, asediados por un solícito mozo de fonda, se metieron en el coche, que los llevó a la del Inglés…

Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid «interesando la captura» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el aviso, y delataba la congoja de una familia sumida en la angustia y la desesperación. Mejor dicho, dos familias debían de ser las desesperadas. La captura se verificó en toda regla, no sin risa por un lado y declamaciones lo que «cunde la inmoralidad», por otro.

Los fugitivos fueron llevados a Madrid, y acto continuo, Finita quedó internada en las Dames anglaises y Currín en un colegio de donde no se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron y conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso «echar tierra», «desorientar la opinión… », «hacer la conspiración del silencio». Con tal motivo el papá de Finita reparó en lo bien conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se visitan a menudo.

No se presume, sin embargo, que jamás se hayan escapado juntos… ¿Para qué?

Cuentos escogidos, 1891.

Teorías

Las muchachas curiosas y siempre en acecho de novios, que se asomaban a las ventanas angostas del caserío pueblerino de la Cañosa, para ver pasar cada dos horas un gato cazador, y cada tres o cuatro una vieja toda rebozada en un manto ala de mosca, dirigiéndose a alguna iglesia donde se rezase el rosario o se celebrase un triduo, no sabían del nuevo médico, Julián Carmena, sino que se llamaba así, que era bajo de estatura y enjuto de rostro, que andaba como distraído, y que del bolsillo del gabán, cortado y llevado sin pizca de gracia, le asomaba siempre algún librote.

«Es un tipo raro» fue la impresión que se comunicaron las consabidas muchachas, al ver con escandalizado asombro que el médico ni alzaba los ojos, atraído por los claveles y geranios que daban en los balcones su nota de rosa y fuego, como símbolo del amor, emboscado tras de hierros y vidrios…

Estaba visto: no le importaban las señoritas a Julián. Y tampoco parecían sacarle de quicio las mozallonas que cogían agua en la fuente y bailaban el domingo en un salón infecto, ni las domésticas de casa humilde, que salían a la compra con un cesto a la vuelta casi tan vacío como a la ida… ¿En qué pensaba el médico, me lo quieren ustedes decir? Pensaba —y, por cierto, a todas horas— en honduras de filosofía y de política ideal. Aparte de los momentos en que necesitaba ocuparse de sus enfermos —lo cual sucedía raras veces, pues en la Cañosa parecía haber peste de salud, según decía amargamente el boticario—, Julián se pasaba el día, y buena parte de la noche, en lecturas, con fiebre de saber lo que se devanaba en el mundo del pensamiento, allá en los países donde fermentaba la gran transformación social. Su ensueño de ojos abiertos le absorbía. No salía mucho de casa, y apenas tenía amigos en aquel rincón donde las mentalidades eran tan diferentes de la suya.

Cuando un hombre se entrega a la exaltación, estado habitual del joven médico, sólo admite dos clases de amistades: o gente que piensa conforme con él, poco más o menos, y en la cual encuentra desahogo, sostén moral y como un eco de sí mismo, o gente que piensa al revés del todo, y le proporciona el placer y el ejercicio de la discusión y una labor de propaganda. Por casualidad, encontró reunidas ambas categorías en un individuo, uno de sus enfermos, un viejo, que vivía con una hermana bastante menos vieja, pero ya cincuentona. El bienestar económico que disfrutaban los hermanos venía de ella, de doña Cecilia, viuda y heredera de un rico industrial. El viejo, D. Antonio Franco, era del número de los que están arruinados toda la vida, porque se la han pasado gastando mucho más de lo que tenían, no en vicios ni lujos, nada de eso, sino en caridades, en limosnas y préstamos sin cobro posible. Así es que D. Antonio Franco, que para sus acreedores no sabemos lo que sería, en general era tenido por «un santo». Su hermana evitó que parase en el Asilo de ancianos, fundado por otro bienhechor, natural de la Cañosa, que ganó en Buenos Aires millones. Recogió al hermano pródigo, le atendió con cariño, pagó sus deudas apremiantes y puso algún orden en sus gastos, favorecida por la enfermedad crónica, que no le permitía salir sino cuando ni hacía frío, ni calor, ni viento, ni lluvia. Era el tal achaque uno de los que la ciencia denomina, pero no cura, reumatismo periférico, rebelde a todo tratamiento. Los esfuerzos de Julián Carmena sólo habían logrado un poco de alivio en el penoso síntoma dolor.

Y en los momentos de remisión, cuando D. Antonio respiraba y hasta sonreía, el médico y el filántropo charlaban largo y tendido. No en todo discordaban, al contrario. Don Antonio entendía que el objeto de la vida humana es hacer el bien posible a los demás, y que no hay derecho a ser dichoso y a gozar de la abundancia, mientras otros pasan hambre. Y el médico estaba de acuerdo: el principio le parecía indiscutible. La discusión comenzaba al tratar de su aplicación. Don Antonio lo había aplicado, hasta quedarse poco menos que sin camisa. Julián lo entendía de otro modo. No era el individuo quien podía realizar, con sus propias fuerzas, tan magnífico programa. Sobre esto se enzarzaban vivamente, y a veces doña Cecilia, viendo a su enfermo tan entretenido, rogaba al médico que se quedase a cenar, añadiendo el anuncio de algún plato: «Tenemos cordero de dos madres, tenemos gallina en pepitoria…». Y cinco minutos después, los dos bienhechores de la Humanidad saboreaban el plato, lo mismo que si en el vasto mundo, a aquella misma hora, cada hijo de Adán pudiese comer su gallina o su corderillo de blanca grasa…

Hizo D. Antonio la observación, un día a Julián.

—No somos más que teóricos —exclamó—: nuestras ideas no se traducen en obras.

—Usted —preguntó—, ¿qué hace, vamos a ver?

—Asisto de balde a muchos pobres —respondió el médico—. A los ricos sería bien necio si no les cobrase mi trabajo.

—¿Y qué hace usted con el dinero que recoge? —interrogó el viejo.

Un poco de rubor subió a los pómulos de Julián, ante la cándida pregunta y el cándido mirar de D. Antonio.

—Lo primero —murmuró—, sostengo mi vida y cubro mis gastos… Lo segundo, vamos, guardo un poco… ¿Sabe usted para qué? Para mi madre, que es muy pobre, y tiene que sostener a los tres hermanitos…

—No diga usted más —atajó el viejo— Yo también guardo, ¡vaya si guardo! Creen que no… Pues guardo, y más que usted, de seguro… Y vuelvo a mi tema: somos unos teóricos…

Poco después de esta conversación, invadió a la Cañosa el mal que invadía a toda España, y que la ciencia ni sabía clasificar, ni atajar. En cada casa y en cada calle la epidemia se ensañó. No podían los sanos atender a los enfermos, ni había fuerzas que a tanto alcanzasen. La farmacia hizo buen negocio, pero el farmacéutico cayó también bajo el azote, y fue de los primeros en entregar la vida. Los curas no auxiliaban: ¡yacían postrados por la «gripe» o lo que fuese! El sepulturero se hallaba moribundo. Y los dos médicos, Julián y el practicón de don Norberto, andaban de cabeza, rendidos, sosteniéndose por los nervios, pues ni dormían, ni les quedaba un rato libre para comer. Después de una jornada terrible, Julián iba a acostarse siquiera un par de horas, cuando recibió aviso de que acudiese a casa de D. Antonio.

Encontró al viejo en las últimas. Su organismo, debilitado por largos padecimientos, no oponía resistencia. Sabía que «se iba», y así se lo dijo a su joven amigo, en una vuelta que dio doña Cecilia, y en voz baja y sorda. «Me voy… me voy… Y me voy sin auxilios, sin sacramentos». Hágase la voluntad de Dios… Oiga, Julián…, no me olvido de que usted me preguntó si guardaba algo… Le contesté que sí… ¡Quiero explicar, explicar! «Aquí» no he guardado nunca valor de un céntimo. Pero «allá»… Y alzó el brazo y lo tendió hacia el trozo de cielo puro que se veía al través de la ventana. Le cortó la palabra una gran fatiga. Sus labios se tiñeron de violeta. El corazón se negaba a seguir prestando su servicio, llave de nuestro existir…

Julián regresó a su casa, escalofriado y triste. Echose en la cama, exánime. Que no le pidiesen más; que le dejasen allí, ya solo, pues el que acababa de morir era su único amigo, y una inmensa melancolía, un sentimiento profundo de la inutilidad de todo esfuerzo, le aplastaban entre los primeros martillazos de la jaqueca rabiosa…

—¡Ya está, ya está! —repitió sordamente—. También yo…

Hizo por levantarse; quería ingerir remedio que, a prevención, conservaba. La reacción vendría. El sudor expulsaría el contagio. Pero al querer incorporarse sintió un sabor acre y salado en la boca.

—Vamos, ya sé… La hemorragia… Nadie vino a asistirle. En la Cañosa no había medio de hospitalizarse. Era el abandono, era la desolación de la Edad Media. Pensó en doña Cecilia… Ni aún podía enviarla un recado, pues la criada, aterrada, acababa de salir, probablemente huyendo, una queja sorda, ronca, fue la única protesta contra el Destino, un poco de delirio se iniciaba. El caso era fulminante.

Y los demás, «los demás», por quienes creía el médico que era deber el sacrificio, estarían en tal momento pensando únicamente en sí propios, atendiendo a los que amaban, procurando conjurar el espectro de la epidemia a su alrededor, pero no más que a su alrededor. Nadie se acordaba del pobre médico, que había caído, como anónimo combatiente, en la batalla. Nadie tampoco del viejecillo bienhechor, que nunca tuvo cosa que le perteneciese en este mundo. Al menos, ése había guardado… Por cima de las teorías, se imponía el instinto. Julián, agonizante, tenía la suerte de no ver desmentida toda su convicción…

Testigo Irrecusable

La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.

—No es menester tanto como eso, mi Clotilde —respondía yo—. Sólo te pido que no me engañes. Ésa es la prueba de agradecimiento que aguardo de ti. Sé leal conmigo. El día que te canses de mi cariño, no he de imponértelo.

Los juramentos llovían, las protestas se desbordaban, y hasta las lágrimas mojaron más de una vez aquellas mejillas, semejantes a las dos mitades de delicioso albérchigo. Clotilde no quería vivir sino para mí… Que me constase y que no le dijese absurdos.

Entre mis regalos más agradecidos, figuraba una perrita que a Clotilde la divertía mucho, o por mejor decir, la ocupaba mucho. Respondía el lindo animal al nombre de Monina, el primero que su ama le dio. Era de raza muy pura, de lo más fino que hay en lulús de Pomerania, con una pelambrera blanca encantadora, y Clotilde no consentía separarse de ella un momento, dedicando horas enteras a peinarla, espulgarla, perfumarla, limpiarle los dientes con cepillo y elixir y cortarle las uñitas, visitarle las orejitas, y en suma, atildarla y cuidarla como cuidaría a un niño. Era quizás Monina su principal distracción. (Después vi que tenía otras; pero a esto ya llegaré). Y Monina le pagaba tantas atenciones no separándose de su ama un instante, y no conociendo sino a ella o a mí. A cualquiera otra persona que se acercase, aunque fuese la misma doncella de Clotilde, le ladraba con cómico furor. Si tuviese fuerza para tanto, mordería.

Clotilde llevaba una vida de retraimiento. En sociedad no podía alternar, y en el mundo que se divierte no quería yo introducirla. Tenía mis planes para el porvenir. Un día u otro… ¿quién sabe?… Mi madre vivía aún, y mientras ella viviese, no había yo de unirme sino a quien ella pudiese recibir en palmas, con el nombre de hija. Por desgracia, una enfermedad que no perdona la minaba, y podía yo prever el momento en que me hallase solo en el mundo. Entonces, pudiera… ¿Por qué no?; Clotilde me debía tanto; era, además, tan agradable, de un carácter tan dulce, de un rostro tan atractivo, siempre contenta, tan inteligente. Lo que se busca en la esposa —cuando no se busca dinero, ni engrandecimiento, ni relaciones— es lo que tiene propio, las prendas de su alma… y de su cuerpo, porque yo estaba encantado de aquella chiquilla, que iba convirtiéndose en espléndida mujer. Y por eso la resguardaba, la preservaba de contactos que deprimen, la mantenía alejada de la clase de mujeres y hombres que hubiesen podido ser sus amigos.

Y era una de las cadenas con las cuales me tenía atado, la resignación blanda con que sufría aquella incomunicación sistemática en que yo la hacía vivir. Como me inspiraba, al imponérsela, en planes que llevaban por objeto su bien, su porvenir honrado y dichoso, era inflexible en hacérsela observar, y los resultados de mi sistema eran para mí en alto grado halagadores; en el mundo de los calaveras se hablaba con cierto misterioso respeto de Clotilde «la Clotilde de Gil». No logrando acercarse a ella, la consideraban como algo semejantísimo a las mujeres de bien. La admiraban de lejos, en paseos y teatros; pero comprendían que, de toda tentativa de aproximación, les hubiese pedido yo estrecha cuenta.

Con haber conseguido el sano aislamiento de Clotilde, otro se daría por satisfecho; pero yo en mi secreto propósito de hacerla algún día mi compañera, no me descuidaba, ni dejaba de comprender la necesidad de una vigilancia estrecha, constante. Esta vigilancia dio resultados que confirmaron mis planes. Nada noté que fuese en contra de Clotilde.

Llegó un día en que no pude vigilar. Mi madre, agravada en su terrible enfermedad, se moría. No solamente era preciso atenderla mucho, sino que faltar de su cabecera hubiese sido tal vez precipitar un funesto desenlace. Son las madres tan sagaces en lo que interesa a sus hijos, que la mía notaba en mí cierta impaciencia, y la atribuía a su verdadera causa. Ella sospechaba, había oído… Y tal dolor reflejaban sus ojos cuando yo manifestaba deseos de salir «a tomar un poco del aire», que opté por hacer lo debido: no apartarme de ella un minuto…

Mes y medio estuve sin ver a Clotilde, escribiéndole algún corto billete, para que esperase con paciencia. Al fin, un día, hallándose mi madre bajo el influjo de la morfina, me decidí a tomar mi capa y a ausentarme un momento.

Antes de que entrase en el portal de Clotilde, entró un hombre que venía en sentido opuesto. Era joven, de elegante traza, y reconocí en él a uno de mis amigos de club, Máximo Polo. Sí, no cabía duda, Máximo Polo en persona. ¡Qué coincidencia!… Me detuve reflexionando.

Él no me había visto. Subía la escalera con su paso ágil de sportsman, silbando entre dientes el estribillo de un fox trot. Todavía pude esperar que no era al piso de Clotilde a donde iba. Por desgracia, se paró ante la puerta, y llamó: campanillazo rápido, como impaciente. No tiró el cigarro, que yo había visto entre sus labios cuando abrió la criadita. Hablaron no sé qué, en voz baja. Luego, Máximo pasó y la puerta volvió a cerrarse.

Yo tenía mi llavín. Subí de puntillas, y lo deslicé en la cerradura. Iba como un autómata, como el que camina en sueños y realiza los movimientos inconscientemente. No sentía ni indignación ni pena. Sólo, en aquel instante, una ardiente curiosidad.

La llave iba corriendo, no chirrió, y yo, a paso tácito, me acercaba al gabinete tocador de Clotilde, donde se oía hablar, cuando un ser diminuto se lanzó a mí deshaciéndose en ladridillos de alegría, revolcándose sobre la alfombra del pasillo con enloquecimiento. Era, ya se sabe, Monina. Y tras de la perra, casi inmediatamente, salió su ama, exclamando una porción de cosas cariñosas.

—¡Por fin, gracias a Dios!

No sabía yo qué responder, si con manos al cuello o con brazos al cuerpo adorado… Entonces empecé a sufrir, y mi sufrimiento se expresó, como se hubiese expresado mi gozo, con un nombre:

—¡Clotilde!

Entra, entra —repetía ella—. Está aquí un amigo tuyo. Un señor a quien no conozco, y que venía a preguntar si estabas enfermo, porque tampoco ibas al club…

Hay un singular fenómeno en estos procesos de traición amorosa. Hay un período en que la credulidad compite con la fe en lo sobrenatural. Creemos en las realidades tangibles. Y es que nuestra alma, herida profundamente, no quiere morir; es que defendemos nuestra vida sentimental, como defenderíamos la fisiológica. No más, tal vez.

Arrastrado por Clotilde, entré en el gabinete. Máximo, con la lección seguramente bien aprendida, prestó auxilio a su cómplice: venía a saber de mí; pero ¿qué me pasaba? Como acababa de entrar, no había tenido tiempo Clotilde de decírselo… Estaban inquietos; le habían comisionado los que yo sabía, los íntimos…

Y ya el anzuelo me llegaba a la garganta, cuando de pronto mis ojos se dilataron y retrocedí como si hubiese visto un áspid… lo que veía era sencillamente que Monina, la que se abalanzaba contra la gente nueva, la que no consentía ningún intruso, la fierecilla, se acercaba a Máximo, y con demostraciones poco menos cordiales que las hechas a mí, le halagaba, se deshacía a sus pies…

Era tan clara la prueba, que solté una carcajada, una risa de horror y de mofa, y cogiendo en brazos a la lulú, la cubrí de besos.

—¡La única que dice verdad, la única personita seria!, grité, escupiendo mi risa a la faz de los culpables, que, al pronto, no comprendieron. Al fin, Máximo, balbuciente, pronunció:

—Estoy a tu disposición para cuantas explicaciones…

—Puedes retirarte —contesté—. O mejor dicho, saldremos juntos. Y aún mejor: quédate haciendo a esta señorita la compañía acostumbrada. ¡Monina, tú conmigo!

Acariciando a la perra, con ella en brazos, bajé las escaleras otra vez. Y no he vuelto a ver a Clotilde. Pasé una temporada que cualquiera adivina. Mi madre tardó poco en dejarme para siempre, recomendándome mucho que mirase bien qué mujer escogía… Si llega algún día el caso, preguntaré a Monina, que no se aparta de mí.

Tía Celesta

¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecita del pelo más blanco que los copos de la nieve, detenidos en los aleros de los tejados, de tez rancia como el marfil, de dentadura cabal y firme todavía, sin postizo ni engañifa alguna? Las curtidas y arrugadas manos con que, manejaba la badila revolviendo las castañas en el tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de la frente y la limpidez de los ojos, que debieron de ser hermosos a los veinte años; la tranquilidad de la conciencia… Sentada en la bocacalle, al margen de la acera, procurando no estorbar con su humilde comercio a los transeúntes, en primavera, vendía lilas, clavellinas y rosas «de olor»; pero apenas asomaba el frío, saliendo a relucir las primeras «pañosas», establecía su puesto de castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de la escuela y los estudiantes que van a la Universidad y al Instituto, despachando la mercancía con una afabilidad y un desinterés señoril…

Generosa y franca, a fuer de española neta, jamás escatimó la ración al niño que, tiritando, alarga su «perra chica», ni al mozo que, riendo, suelta la peseta en el regazo; jamás regateó y jamás pidió limosna. Ahogos y miserias, crujidas y hasta enfermedades sospechamos que se las pasó la Tía Celesta muy agazapada, en su sotabanco de la Ronda; pero ¿extender ella aquella mano? Primero se moriría. Era preciso oírla cuando se expresaba en confianza. «Trabajar, sí, señor; que ésa es la ley del pobre…, digo del pobre honrado. Con mi trabajo me he mantenido y nadie ha tenido que avergonzarme ni de moza ni de vieja… Y ya, ¿pa qué voy a pedir? To me sobra. ¡Con setenta y seis que cumplí el día de Santos…! Se me murió mi hija; crié un nieto que quedaba y se me escapó; dicen que sa embarcao pa las Américas, porque era codiciosillo y quería hacer un fortunón… A mí, que la Virgen no me quite mi cocido y mi catre…».

Y cuando insistíamos para saber si no aspiraba a algo, murmuró confidencialmente la Tía Celesta:

—Me pide el cuerpo, con este frío barbero, otro mantón abrigadito, que el puesto ya parece de telaraña… Y el caso es que me conviene que venga todavía más frío, más nieve, más escarcha…; así venderé más castañas calientes, y pue que junte pa el mantón… Ya llevo tres reales en un décimo… Mientras, está una aterecía…, y, por otra parte, achicharrá…

La mañana en que Tía Celesta expresó tan modestas aspiraciones (¡qué mañana!; se helaban las palabras en la boca) fue la última que la vio ocupar su puesto y revolver las castañas, sobre la hornilla. Desapareció… «Estará acatarrada…». Buen catarro debía de ser, que pasaron las Navidades y llegaron los Carnavales sin que la castañera volviese a su sitio de costumbre. Y tampoco, cuando los últimos cierzos de la Sierra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se presentó, cual otros años, ofreciendo los precoces narcisos, que anuncian la resurrección de Flora…

Seguramente la Tía Celesta había logrado el mantón con que soñaba; un mantón color de tierra, que no se rompe, que no se gasta y que abriga de una vez…

Tiempo de Ánimas

No cuento ni conseja, sino historia.

La costa de L*** es temible para los navegantes. No hay abra, no hay ensenada en que puedan guarecerse. Ásperos acantilados, fieros escollos, traidoras sirtes, bajíos que apenas cubre el agua, es cuanto allí encuentran los buques si tuercen poco o mucho el derrotero. Y no bien se acerca diciembre y las tempestades del equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no pasa día en que aquellas salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de naufragio.

Favorable para la caza la estación en que el otoño cede el paso al invierno, con frecuencia la pasábamos en L***, y más de una vez sucedió que Simón Monje —alias el Tío Gaviota— nos trajese a vender barricas de coñac o cajas de botellas pescadas por él sin anzuelo ni redes. El apodo de Simón dice bien claro a qué oficio se dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo ribereño.

Las gaviotas, como todos saben, no abaten el vuelo sobre la playa sino al acercarse la tormenta y alborotarse el mar. Cuando la bandada de gaviotas se para graznando cavernosamente y se ven sobre la arena húmeda millares de huellas de patitas que forman complicado arabesco, ya pueden los marineros encomendarse a la Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo seguro. A la primera racha huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de la lancha sardinera, Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba por lo serio en las largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los escollos una lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.

No era bien visto en la aldea Simón. Al fin y a la postre, mientras los demás se rompían el cuerpo destripando terrones o exponían la vida saliendo a la costera del múgil, él, en unos cuantos días revueltos, garfiñaba, sabe Dios cómo, lo suficiente para prestar onzas a rédito y pasar descansadamente el año. Además, el aspecto de Gaviota confieso que también a mí me parecía antipático y una miaja siniestro... Cara amarilla, nariz ganchuda, barba saliente que con la nariz se juntaba, mirar torvo y receloso, párpados amoratados, greñas color ceniza, componían una cabeza repulsiva, aunque con rasgos inteligentes. Sin embargo, aparte de su equívoca profesión de pescador de despojos, no daba Simón pretexto a las murmuraciones de la aldea. Puntual en el pago del canon de la renta de su vivienda, foro nuestro, servicial y respetuoso con los señores, moro de paz con sus iguales, demostraba además una devoción extraordinaria, desviviéndose por el culto de la Virgen de la ermita. Gracias a Simón, la lámpara no se apagaba nunca, sobraba la cera y dos veces al año se celebraba en el santuario función solemne costeada por el viejo. Una de las funciones se verificaba invariablemente durante el mes de Ánimas y en sufragio de las almas de los náufragos cuyos restos escupía a veces el oleaje contra los escollos o sobre el playal. Y esta misa de Difuntos la oía Gaviota postrado, la faz contra el suelo, barriendo el piso con las canas, repitiendo por centésima vez la súplica de perdón de su horrendo pecado que no se resolvía a confesar, pues el que se confiesa ha de restituir, y si él restituyese tendrá que despojarse de su oro, y su oro lo tenía aún más adentro en el corazón que el remordimiento y que el temor de la divina Justicia...

En la estación veraniega, mientras el mar luce sonrisa de azur, mientras el arenal es de oro, las olas fosforecen de noche y las algas flotan suavemente bajo el cristal del agua nítida, Gaviota olvida a ratos la historia terrible y disfruta en paz sus ganancias. Lo malo es que llega octubre, que el celaje se espesa en cúmulos de plomo, que gimen y rugen el viento y la resaca, y que la bruma, al desgarrar sus densos tules en los picos de los peñascos, finge fantasmas envueltos en sudarios blanquecinos... Y viene el mes de los muertos, el mes en que el otro mundo se pone en relación con nosotros, el mes en que la atmósfera se puebla de espíritus invisibles, en que un vaho de lágrimas, ascendiendo del Purgatorio, humedece el aire..., y entonces Gaviota, a cada viaje a la playa en busca de botín, siente el terror helarle más la sangre en las venas, y sus dedos, que un día se ciñeron al pescuezo de un hombre vivo aún para acabar de asfixiarle y quitarle a mansalva el cinto pletórico de monedas, se crispan y se fijan paralizados, como si ya los agarrotase la agonía. «Confesarse, restituir», sugiere la conciencia; pero el instinto repite: «Adquirir, adquirir más», y afianzando el farolillo, dejando que la áspera brisa seque el sudor del miedo en las sienes, allá va Gaviota entre las tinieblas a espigar lo que lanzan los abismos...

Bien se acuerdan en la parroquia de L***; el último merodeo de Simón fue la noche de Difuntos del año pasado. Aunque pudiesen olvidar lo que a Gaviota sucedió no olvidarían la tempestad tan horrible que se llevó el campanario de la ermita y arrancó de cuajo muchos pinos del pinar que la rodea. Frenético, delirante, el Océano quería tragarse la orilla; el trueno asordaba, el rayo cegaba y el empuje del vendaval parecía estremecer las rocas hasta sus profundas bases, alzando montañas líquidas que empezaban por ser una línea gris en el horizonte; luego, un monstruo de enormes fauces y cabellera blanquísima, galopando hacia tierra como para devorarla. Ninguna barca salió a la mar; las mujeres acudieron al santuario a pedir por los que en ella anduviesen, y como si la Virgen hubiese extendido la mano, al anochecer se quedó el viento y se adormecieron las olas. A poco, si los de la aldea no se hubiesen encerrado en sus casuchas, podrían ver la luz del farolillo de Gaviota oscilando entre las tinieblas por lo más escabroso de la orilla.

Al pie de los bajos que llamaremos de Corveira fijóse la vagarosa luz. Simón la había dejado en el hueco de una peña y registraba el playazo. Conocía perfectamente los sitios adonde las corrientes traen la presa, y tanto los conocía, que cabalmente había sido «allí»... Los dientes de Simón castañeteaban: ¡aquella noche de noviembre pertenecía a los muertos! Saltando de charco en charco y de escollo en escollo, dirigióse a un recodo del cantil, donde su mirada penetrante distinguía un bulto de extraña forma, probablemente un mueble, un lío de ropa, señal cierta del desastre de una gran embarcación. Frío espanto clavó a la arena los pies de Gaviota al advertir que no era sino un cuerpo humano..., el cuerpo de un náufrago. Entre las sombras blanqueaba vagamente el rostro, negreaba la vestimenta, se dibujaban y acusaban las formas...

El primer impulso de Simón fue huir. Duró un instante. La codicia se la disfrazaba de humanidad. «Puede estar vivo, y quién sabe si «a éste» lo salvo.» Cogió el farolillo y acercóse titubeante como un ebrio. Llegó la claridad a la cara del náufrago: un rostro juvenil, tumefacto, congestionado, helado. «Bien muerto está...» Entonces reparó en el traje rico, en la cadena de oro que cruzaba el chaleco: el infeliz, sin duda, se había arrojado vestido al agua, y los dedos ganchudos del Gaviota deslizáronse, afanosos, hasta los bolsillos del chaleco, repletos, abultados. Probablemente en esta tarea hizo el peso de Simón jugar los músculos pectorales del cadáver que ya se creían inmóviles hasta el solemne día del Juicio. Sólo así explicaron los médicos que el rígido brazo pudiera erguirse de pronto y la yerta mano caer sobre las mejillas de Simón.

A la gente de L***, la explicación no le satisface; es más, no la comprende siquiera. ¿Quién mueve el brazo de un difunto para abofetear a un criminal empedernido sino esa misma fuerza que alza en el mar la ola y agrupa en el cielo las nubes: la fuerza de la eterna Justicia?

Guardó cama dos días el Tío Gaviota: uno vivo, otro de cuerpo presente: al tercero lo enterraron. Se había confesado con muchas lágrimas y ejemplar arrepentimiento.


«El Imparcial», 11 diciembre 1898.

Tío Terrones

En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses, no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín Terrones. Al saber el desliz de la muchacha, su padre había empezado por aplicarle una tremenda paliza con la vara de taray —la de apalear la capa por miedo a la polilla—, hecho lo cual, la maldijo solemnemente, como quien exorcisa a un energúmeno y, al fin, después de entregarle un mezquino hatillo y treinta reales, la sacó fuera de la casa, fulminando en alta voz esta sentencia:

—Vete a donde quieras, que mi puerta no has de atravesarla más en tu vida.

Petronila, silenciosamente, bajó la cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de su lugar resuelta a no volver nunca. La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy enternecida; a nadie había visto llorar así, con tanta amargura; los sollozos de la maldita resonaban en todo el mesón. Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria —la piadosa mesonera tenía este nombre—, que al despedirse Petronila preguntando cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos ojos. ¡Ver aflicciones, y no aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido Hilaria, la de la venta del Cojitranco.

Cinco años transcurrieron sin que se supiese nada del paradero de la maldita. Ya en Montonera rarísima vez se pronunciaba su nombre; la familia daba ejemplo de indiferencia; el padre, metido en sus eras y en sus trigales; las hijas —que habían ido casándose, a pesar de la mala nota que por culpa de Petronila recaía en ellas—, atareadas en su hogar y criando a sus retoños. Sin embargo, Zoila —la más joven, la única soltera— solía detenerse a la puerta del mesón a conversar, mejor dicho, a chismorrear con la tía Hilaria, movida del deseo de averiguar algo referente a Petronila, de la cual no se olvidaba. Y acaeció que cierta tarde, fijándose casualmente en las orejas de la mesonera, Zoila —que era todo lo aficionada a componerse y emperifollarse que permitía su humilde estado— soltó un chillido y exclamó:

—¡Anda, y qué pendientes tan majos, tía Hilaria! ¡Pues si son de oro! ¡Y con chispas, digo! ¡Ni la Virgen del Pardal! ¿De ónde los ha sacao usté?

—Me los han regalao, ¡tú! —contestó evasivamente la mesonera.

—¡Regalao! ¡Diez! ¿Y quién ha tenío la ocurrencia de regalarle esa preciosidá a una…, a una persona mayor?

—Di a una vieja, que es lo que quieres decir, mocosa —rezongó algo picada la tía Hilaria, pues no hay hembra, así cuente los años de Matusalén, a quien no mortifique el que se los echen en rostro—. Ahí verás; quien me los regaló…, quien me los regaló es persona muy conocía tuya.

No fue posible sacarle otra palabra; pero Zoila no era lerda ni roma del entendimiento, y concibió una sospecha fundada. Desde entonces volvió por el mesón del Cojitranco siempre que pudo, y observó. Hilaria, que tampoco pecaba de simple, notó el espionaje y pareció complacerse en desafiarlo y en irritar las curiosidades envidiosas. Cada día estrenaba galas nuevas, brincos y joyas que hacían reconcomerse a la mozuela y la volvían tarumba. Ya era el rosario de oro y nácar lucido en misa mayor, ya el rico mantón de ocho puntas en que se agasajaba, ya la sortija de un brillante gordo, ya el buen vestido de merino negro con adornos de agremán. No pasan inadvertidos detalles de esta magnitud en ninguna parte, y mucho menos en Montonera; pero antes de que el pueblo atónito se convenciese del insolente boato que gastaba la tía Hilaria; antes de que en la rebotica se comentasen acaloradamente las obras de reparación y ensanche emprendidas a todo coste en el ruinoso mesón, y la adquisición de varios terrenos de labradío de los más productivos, pegados a las heredades de Hilaria, y que las redondeaban como una bola, ya Zoila había gritado a su padre con ronca y furiosa voz y con iracundo temblor de labios:

—Tos los lujos asiáticos de la tía Hilaria, ¿sabe usté de ónde salen? ¿A que no? ¡De la Petronila, ni más ni menos! Y ahora, ¿qué ice usté deso, amos a ver?

—Y, ¿qué quiés que yo te diga? —respondió el paleto, hosco y cabizbajo, con una arruga profunda en la frente y dejando arrastrar la mirada por el suelo.

—¿Qué quiero? ¡Anda, anda! ¡Qué es un pecao contra Dios que se lo lleven tó los extraños y los parientes por la sangre no sepamos siquiá que tenemos una hermana más rica que el Banco España! Sí, señor; no haga usté señal que no con las cejas… Ya corre por tó el lugar, y ayer en la botica lo explicó el médico don Tiodoro… Paice que está la Petronila en Madrí, y que vive en una casa grande a mo de palacio, y por no faltarle cosa alguna, hasta coche lleva, con dos yeguas rollizas, que ni las mulas del señor obispo. Y na menos que le manda a la tía Hilaria munchas pesetas por ca correo… ¿Es eso rigular?

—¡Allá ellas! —refunfuñó el tío Terrones ásperamente, sombrío y ceñudo—. ¡Lo mal ganao, que le aproveche a quien lo come!

—¿Y usté qué sabe si es mal ganao? Dios manda pensar lo mejor.

Callaron padre e hija, pero sus miradas ávidas, sus plegadas frentes, sus ojillos, en que relucía involuntariamente la codicia, se expresaron con sobrada elocuencia. Zoila fue la primera que se resolvió a formular el oscuro anhelo de su voluntad.

Retorciendo un pico del pañuelo y adelantando los labios dos o tres veces en mohín antes de romper a hablar, susurró bajito, dengosa y seria:

—Yo que usté…, pues le escribía dos letras… ¡Na más que dos letras! ¡Medio pliego!

—¿Y estaría eso bonito, Zoila?… Amos, mujer… Como si ahora te fueses a morir, ¿estaría bonito? ¡Después de lo pasao, hija!

—Bonito, bonito… ¿De qué sirve bonitear? ¡Más feo está que se lleve la tía Hilaria lo que en ley debía ser de usté… o mío por lo menos, ea!

Terrones alzó la callosa mano y se rascó despacio, con movimiento maquinal, la atezada sien, sombreada por una ráfaga de cabello ceniciento, corto y duro. Por primera vez, desde la expulsión de Petronila, meditaba el problema de aquel destino de mujer, en que él había influido de tan decisiva manera al condenarla, rechazarla y maldecirla cuando cayó. Entonces le parecía al bueno del paleto que cumplía un deber moral, y hasta que procedía como caballero, allá a su manera rústica, pero impregnada de un sabor romántico a la antigua española; y lanzada la maldición, barrida y limpia la casa con la marcha de la hija culpable, el pardillo se había creído grande, fuerte, una especie de monarca doméstico, de absoluto poder y patriarcales atribuciones. El que juzga, el que sentencia, el que ejecuta, crece, domina, vuela por encima del resto de la humanidad… Bien recordaba Terrones que —en más o menos rudimentaria forma— así se sentía cuando hizo de justiciero; y ahora, por el contrario, advertía una humillación grande al reprenderle su otra hija, al persuadirse de que la de allá, la maldita, la echada, la barrida, la culpable, tenía en sus manos la felicidad según la comprendía Terrones: poseía los bienes de la tierra. Recordad lo que es para el paleto el dinero… Pero ¿y la honra? ¡Bah! ¿A quién le importa la honra de un pobre?… ¡Cuántas veces el pícaro dinero toma figura de honor!

No obstante estas reflexiones disolventes, el viejo, frunciendo las cejas con repentina energía, levantándose como para cortar la discusión, exclamó del modo más rotundo y seco, lleno de dignidad e intransigencia:

—La tinta con que yo le escriba a esa pindonga, no sá fabricao ni sá de fabricar, mujer.

Antes de que Zoila, aturdida, opusiese impetuosa réplica, sin dar tiempo a que abriese la boca, a que respirase, Terrones se detuvo un momento y masculló sin transición de tono:

—Ahora, si tú quiés escribir… Hija, no digo… Tú, es otra cosa. Pa eso has ío a la escuela y haces ese letruz tan reondo, que ¡no paice sino que estudiabas el oficio de mimorialista!

Traspaso

Con gran asombro vieron las comadres del barrio, una mañana, aparecer en la tienda de aceite y vinagre del «señor Leterio» un choto como de dos años, gordo y feo —la verdad ha de decirse—, que jugaba a gatas, más sucio que un polvero, riendo y gorjeando.

No tenía el señor Leterio ni mujer, ni hermanos, ni por dónde le viniesen críos; pasábase la vida en su mezquino comercio, lidiando con la miseria, fiando a réditos y leyendo los periódicos locales, de la cruz a la fecha —como leería los del Japón, pues nunca bajaba a la ciudad ni salía de su cubil, que guardaba hasta el domingo, por miedo a ser robado—. No se podía sospechar, en su existencia de molusco, desliz sentimental, aventura o trapicheo. ¿De dónde salía el chiquitín?

No hay picazón tan fuerte como la curiosidad de una comadre.

La mercera de al lado, Marica del Peine, llamada así tal vez porque no se peinaba nunca, ardió en este fuego y se prometió extinguirlo. Abandonó sus carretes de algodón y sus papeles de agujas comidas de orín, y se metió en la casa del vecino, a pretexto de pedirle prestado un papel de los del día, «para saber lo que anda por el mundo». Y al tenderle el especiero el número de Nautiliense, todo arrugado y oliendo ya a cominos, la mujeruca suspiró de un modo adulador:

—¡Ay, qué presioso es el pequeñito! —Y señalaba hacia el chico, que, tiznado de carbón y churretoso de mil cosas indefinibles, jugaba con una caja de fósforos vacía y una lata de sardinas pringosa—. ¡Parese una rosita, labado sea Dios! Luego, ¿es su sobrino?

—¿Sobrino? —refunfuñó el tendero—. ¡Si yo no tengo familia! No es nada mío. Lo tengo ahí…, pchs…, por hacer una caridá.

Repitió esta versión la del Peine, pero la noticia halló sólo incrédulos.

¡Por caridá, el señor Leterio! ¡Mismamente! ¡Caridá! ¿Conque por el valor de una perra pequeña que le debiesen era capaz de poner en vergüenza a una persona honrada…, y había de darle la tarantela de recoger a un niño, de limosna? ¿Y cómo, y cuándo, y dónde había recogido tal criatura, si primero echaría a andar sola la Peña del Purgatorio, con todas sus piñas de percebes encima, que el tendero abandonase su tienda ni para oír misa? ¡Arrea con la caridá!

Confirmó el escepticismo de la gente el relato de un pescador, hijo del barrio, que había estado ausente bastantes días, a bordo del vapor, en la pesca de altura. Refirió éste que la noche de su embarque, al salir de su casa, vio a un hombre, envuelto en una capa vieja y llevando de la mano a un niño pequeño, entrar en la tienda, cuya puerta se cerró tras él. Cosa de una hora después volvió a abrirse y salió sólo el hombre. Concordando fechas, se vino a caer en que el niño era el mismo que conducía el misterioso individuo de la raída capa. Y ¡ahora sí que se armó revuelo! ¡El muñeco, sabe Dios de quién sería hijo! ¡De una señorona, vaya, que lo quería esconder! ¡De un personaje de Madrid! Y en torno del chicuelo de rotos calzones se formó una leyenda. No, aquello no era caridá. Para que el señor Leterio se determinase a mantener una boca…, su cuenta le tendría.

Confirmando las habladurías del barrio, a los dos o tres años la tienda sórdida se transformó. El especiero compró la casa, y a renglón seguido otras dos más, contiguas —entre ellas la de Marica la del Peine—, y se metió en el fregado de hacer de las tres una, por el estilo de las que empezaban a hermosear el Ensanche. Mientras la especiería se instalaba en una barraca, el tendero dirigió la obra, con el chico, Pedrete, rodando entre mezcla y escombros, a sus pies. Terminada la edificación a la malicia, la tienda fue asombro de la vecindad. El amplio vidrio del escaparate, las anaquelerías, el mostrador barnizado, las balanzas relucientes, deslumbraron al comadrío. Aquella tienda lucida acabó con los demás. El especiero tomó un dependiente, mocetón de recia nuca, que atrajo a las criadas de los barrios ricos con galanterías que olían a nuez moscada y queso de Flandes. Y el señor Leterio pudo por primera vez darse el lujo de salir a paseo algunos ratos. Bruscamente dijo a Pedrete, que contaría sus cinco a seis años ya:

—Ponte las botas nuevas, coge la gorra… ¡Lístate!

Se esparcieron por la ciudad, admiraron los adelantos de las obras del puerto, la draga, el asfaltado…, y todas las tardes, mientras el dependiente, a aquella hora en que no acude clientela, ponía orden en la abacería, volvieron a salir juntos el hosco viejo y el rollizo choto. Por costumbre, éste llamaba al tendero «papá». Y el tendero, al referirse a él, decía «mi hijo».

Sobrevinieron enfermedades. A los nueve años el chico sufrió las viruelas. Don Leterio —ya era don— fue visto con la cara demudada un día que no daba esperanzas el médico. Sanó Pedrete, y al año siguiente cayó el tendero con un ataque cruel de nefritis. El niño no se apartó de su cama. Parecía una persona grande. Él mismo daba las friegas, aplicaba los remedios. Al convalecer el especiero, Pedrete era un semihombrecito, espigado, flaco, en la crisis del crecimiento, que les consume. Don Leterio le llevó al campo un par de meses. Volvieron ambos saludables, alegres, y el pequeño empezó a ayudar al dependiente en la tienda —a pesar, a envolver—. Venía más aseado, medrado, con los ojos muy grandes, las pestañas muy densas y la cabeza ensortijada y limpia, y un día don Leterio se dejó decir a las comadres:

—¿No se ha vuelto guapo mi hijo?

Aquella misma tarde fondeó en el puerto el vapor Potosí, y, a boca de noche, un señor amarillento, con el pelaje inconfundible de los indianos serios, ropa de rico paño negro y leontina gruesa de oro, se acercó a la tienda; la contempló un momento con sorpresa e interés, por los cambios que en ella advertía, y al fin entró, preguntando:

—¿Está el principal?

El dependiente le guió al piso alto y le introdujo en una sala decente. Don Leterio saltó de la butaca… Se miraron, y después se dieron un abrazo mecánico, de fórmula. Al ver el indiano la cara consternada del tendero, sonrió:

—No tengas miedo, hombre, que no te reclamaré los cuartos que vengo remitiéndote anualmente; eso ha sido para que estuviese bien tratado Pedro. Los dineros, tuyos son. Muy bonita está la tienda: ¡a la moda! Que la disfrutes con salud… Y llama a Pedro, que estoy deseando verle. ¿Será un mocito? Ahora me lo llevo conmigo, compadre, porque no es lo de antes, que me estorbaba para abrirme paso… Tiene él que hacerse a mis asuntos y educarse un poco en Inglaterra. ¡Ea, llámale!…

Desencajado, temblón, el tendero juntó las manos en súplica ardiente.

—Oye, compadre, un negocio… Te volveré lo que me adelantaste, todo, sin faltar un real… Tengo algún crédito en la plaza, y de aquí a dos días estará la suma. Tú, en cambio, ¡déjame el niño!

—¿Cómo se entiende? ¡Por el niño he venido y no por los cuartos! ¡Pues me gusta!

—¡Y yo quiero el niño! —replicó Leterio, ya envalentonado—. Te largaste, me lo dejaste… Es mío, no tuyo.

—¡Vaya con la tema! ¿Iba yo a desprenderme de mi hijo? Lo primero, le quiero ver… ¡Pedro! ¡Pedrete!

El niño se presentó, saliendo de detrás de una cortina del cuarto inmediato. ¿Sin duda escuchaba?…

—¡Un beso, que soy tu padre! —exclamó el indiano, vehemente.

La respuesta del muchacho no fue dada con la boca. Corrió, se precipitó a estrechar al especiero, escondiendo la cara contra su pecho, contra sus barbas grises.

El padre se echó atrás, mortificado.

—¿No te quieres venir conmigo? —preguntó ásperamente.

No contestó el chico tampoco. ¿Qué falta hacía? Había repetido el apretón, y se quería hundir, incrustar en el cuerpo de don Leterio.

—¡Bueno, bueno; yo no soy un tirano! ¡Quédate, ya que es tu antojo! Así como así, tengo pensado casarme allá; vendrán otros hijitos y me consolarán… ¡Buena suerte! ¡Dispongan de un amigo! ¡Que les vaya bien a los dos!

Y rencoroso, herido, celoso, furioso interiormente, pero sin querer demostrarlo, bajó la escalera y se alejó a paso ágil…

El niño no se había separado del tendero. Le apretujaba con violencia, le lastimaba en las costillas. Y repetía, balbuciente de cariño:

—¡No me sueltes! ¡No me sueltes!

Travesura Pontificia

La gente rutinaria que piensa por patrón, medida y compás, suele imaginarse a los Papas como a unos hombres abstraídos, formalotes, serios, encorvados y agobiados, a manera de cariátides bajo el peso de la Cristiandad entera que gravita sobre sus espaldas; hombres, en fin, que se pasan la vida en la actitud hierática de sus retratos, juntando las palmas para orar o extendiendo la diestra para bendecir. Y la verdad es que los Papas, cuya virtud, de puro grande, presenta caracteres infantiles, son personas de festivo humor, de angelical alegría, de ingenio salado, que gustan de ejercitar en la intimidad, y no por acercarse a santos se creen obligados a mantenerse rígidos y tiesos, lo mismo que si se hubiesen tragado un molinillo, ni a estarse con la boca abierta para que se les cuelen dentro las moscas.

Los Papas ven, ¡y desde una legua!; sienten crecer la hierba, ¡y con qué finura!; lo observan todo, ¡con cuánta penetración!, y se ríen, ¡con qué humana y discreta risa!

¿Y por qué no se habían de reír?, pregunto yo. En verdad os digo, hermanos, que la seriedad y la formalidad sistemáticas son condiciones distintivas del borrico. Se dan casos de que asomen lágrimas a los ojos de los irracionales; nunca se ha visto que la luz de la risa alumbre su faz cerrada e inmóvil. La risa es la razón, la risa es el alma.

No creáis, sin embargo, que el reír papal se parece a esa carcajada descompuesta, bárbara y convulsiva, que se manifiesta en grotescas gesticulaciones, obligando a apretarse con las manos el hipocondrio, a descuadernarse las costillas y a desencajarse las mandíbulas. La risa de los Papas apenas rebasa algún tanto los límites de la sonrisa; pero notad que la sonrisa propiamente dicha suele ser melancólica; y desde que se convierte en risa, o manifiesta únicamente el contento o la fina sal de la malicia observadora.

La melancolía tiene un dejo de amargura, misantropía, aburrimiento y pesimismo. Y como los Papas, rodeados de tanto amor, asistidos por el espíritu de caridad, no son nunca amargos ni misántropos, y los cercan demasiadas ocupaciones para que les sobre tiempo de aburrirse, de ahí que no conozcan la melancolía, ese infecundo amargor psíquico, destilado en nosotros por la doble hiel de nuestro hígado y de nuestras decepciones. Como, por otra parte los Papas son gente de talento, de altísima posición, conocedores de la sociedad, depósito y arca de experiencia, su templada risa encierra la suma filosofía de la vida mundanal.

Estas observaciones referentes a los Papas me las sugiere la anécdota que voy a referir, y que cuenta ya bastantes años de fecha, pues no ocurrió en el actual Pontificado, sino en otro, cuando la soberanía pontificia se encontraba en todo su auge y esplendor.

El excelentísimo señor don Inocencio Pavón, nacido en Asturias y recriado en Madrid, a la sombra de las alas de un conspicuo personaje moderado, había obtenido, después de varios tumbos por el mundo oficinesco y oficial español y mediante influencias y gestiones que no nos importan un bledo, asumir en la Corte pontificia la representación de tres o cuatro repúblicas hispanoamericanas de las más chicas y pobres, y de las más nacientes e informes en aquel período.

Con esto, el señor Pavón se tenía por tan embajador como el más pintado. Y no le hablasen a él de que ningún hombre nacido le ganase la palma en embajadear. A los individuos del cuerpo consular los miraba desdeñoso y compadecido, y aspiraba a no tratarse, a no alternar ni cruzar palabra sino con los plenipotenciarios de las grandes potencias. Desgraciadamente, estos señores gastaban unos hombros tan altos, una cara tan seria y acartonada, unas patillas tan dignas y simétricas, unos bigotes tan peinados y correctos y una mirada tan distraída, que era cosa de jurar que ni veían al resto de la Humanidad que no desempeña Embajadas.

La tiesura del embajador británico; la aristocrática impertinencia del austríaco; las formas confianzudas pero protectoras y humillantes del español; la desembozada grosería del francés, teníalas nuestro Pavón sentadas en la boca del estómago, y no había cataplasma que se las quitase. Al mismo tiempo las estudiaba como se estudia un arte para aplicar a los inferiores, cuando le tocaba su vez, tantos modos de desdeñar y de darse tono diplomáticamente.

Había que ver a Pavón cuando, revestido de un uniforme de capricho, elegido entre varios modelos, a cual más bordado y recamado, asistía a las recepciones en la logia vaticana, o acudía a las privadas audiencias que a cada triquitraque acostumbraba demandar al Pontífice. No le faltaban nunca pretextos para dar jaqueca al Papa. Como las republiquitas que representaba Pavón estaban en vías de constituirse, y siempre andaban engarfiadas por asunto de límites, fronteras y territorios, sucedía que hoy, verbigracia, acudiese Pavón a exponer las quejas de una república, y mañana a esforzar argumentos contrarios en favor de su rival. Todo ejecutado con la imparcialidad más estricta y la solemnidad más profunda, sin que el Papa se diese nunca por entendido de que Pavón le estaba diciendo y rogando lo contrario de lo que la víspera le dijera y rogara.

También solía Pavón llevar a la Cámara pontificia cuestiones de fuero y organización eclesiástica, distribución de parroquias, provisión de sedes episcopales y otras del mismo jaez.

Para semejantes casos tenía Pavón estudiadas y aprendidas al dedillo ciertas fórmulas oratorias y muy sonoras e imponentes, como si de legua arriba o legua abajo de un obispado in pártibus, o de una parroquia más o menos en el valle de Pachacamac, dependiese la solución de algún conflicto internacional muy peliagudo, o la salvación del orbe cristiano.

—Reclamo toda la atención de Su Santidad y la del señor cardenal secretario de Estado acerca de este punto arduo y delicadísimo... El problema que me trae a vuestros pies, Padre Santísimo, es de aquéllos que sólo una prudencia exquisita resuelve de un modo satisfactorio... Hoy nos toca dilucidar materias altamente importantes...

Etcétera, etcétera.

A cada uno de estos delicadísimos asuntos que arreglaba diciendo por fin amén, y accediendo completamente a las indicaciones del Vicario de Cristo, Pavón que ya poseía todas las cruces españolas, era agraciado con alguna orden o condecoración pontificia. Sin embargo, como el número de éstas no es infinito, fueron agotándose, y finalmente, se concluyeron. Al presentarse una ocasión nueva de recompensar los servicios, el celo y la diplomacia de Pavón, el cardenal secretario de Estado hubo de preguntar al Papa:

—Santidad, yo no sé qué vamos a ofrecer a este benedetto Pavón, porque él se eterniza en su puesto. Lleva en Roma cinco años, y no le falta ninguna distinción, cruz o cinta. Padre Santo, ¿qué le daríamos?

—Queda de mi cuenta. Yo discurriré lo que se le ha de dar —contestó tranquilamente el Sumo Pontífice.

En efecto: la primera vez que se apareció Pavón por el Vaticano a presentar sus respetos al Papa, éste, llamándole con afectuosa familiaridad al hueco de una inmensa ventana que domina los Jardines deliciosos donde hoy León XIII tiende redes a los pájaros, sacó del bolsillo una cajita, y de la cajita preciosa tabaquera de oro. Ligero círculo de brillantes rodeaba la tapa, haciendo resaltar el primoroso esmalte de la miniatura en que sonreía la cara bondadosa y plácida del Pontífice.

El Papa estaba lo que se dice hablando. Las perfectas facciones de su rostro, pintiparadas para una medalla; su frente nítida, que destellaba inteligencia; los mechones argentados del cabello, escapándose de la suave presión del solideo blanco, los ojos reidores, benévolos, con su toquecillo malicioso allá en el fondo de las niñas; hasta los armiños y el terciopelo rojo de la muceta, todo resaltaba en la obra de arte. La cual, aparte de valer un tesoro por su mérito intrínseco, suponía como regalo la más cortés y exquisita atención, porque nada agradaba tanto a Su Santidad como absorber una pulgarada de tabaco fino, y se refería que en cierta ocasión, habiendo ofrecido un polvo de rapé a un cardenal, y contestándole éste que «no tenía semejante vicio», el Papa hubo de replicar:

—¡Ah!, el tabaco no es vicio, que si fuese vicio, lo tendríais.

¿Qué mayor obsequio de parte del Papa que una tabaquera? Pavón se confundió y deshizo en expresiones de gratitud, y en protestas de su indignidad para merecer favor semejante.

Al otro día, el Papa preguntó al cardenal secretario:

—¿Qué tal nuestro Pavón? Supongo que no estará descontento.

—¡Descontento! ¡Ah, «Santità»! ¿Cómo descontento? ¡Pues si está loco, trastornado; si no sabe lo que le pasa! De tal manera le ha sorbido el seso y aturrullado la nueva distinción, que ha llegado al extremo...

—¿De qué?

—De preguntarme... Adivine Su Santidad lo que me habrá preguntado.

—¿Para qué sirve la tabaquera?

—Mucho más, mucho más... ¡De qué color es la cinta!

—La cinta... ¿para colgarla?

—Justo.

Más luminosa y jovial que nunca retozó la sonrisa del Papa sobre sus correctas facciones, prestando brillo singular a sus claros y áureos ojos.

—¡La cinta para colgarla! —repitió—. Dio! E molto semplice! No había más que responderle...: «color de tabaco».

El secretario de Estado, sin poderse reprimir, lanzó una carcajada suave y melodiosa, que brotó de entre sus blancos dientes como el agua de una fontana de mármol antiguo.

Tampoco el cardenal secretario era capaz de reírse con espasmos brutales ni más ni menos que un gañán, y su fina risa armonizaba bien con su tipo prelacial, pulcro y elegante, su sotana divinamente cortada y airosamente ceñida por la faja de seda roja, su pie largo y calzado al primor, su fisionomía sagaz y melosa de diplomático italiano.

Pasado aquel minuto de broma, el Papa y el secretario se consagraron al despacho de graves asuntos, y no se habló más de Pavón ni de su tabaquera.

Pero el primer día de recepción solemne en el Vaticano, el cardenal y el Pontífice cruzaron una ojeada rápida, vivísima, viendo entrar al señor don Inocencio todo resplandeciente de cruces, estrellas y placas. Su pecho era un calvario, y deslumbraba por su magnificencia. Y entre tanto colgajo y brillete, uno sobre todo atraía la atención, la curiosidad y acaso la envidia de los circunstantes sorprendidos e ignorando qué significaba aquella condecoración novísima.

Era —pendiente de ancha cinta de seda color tabaco maduro— la caja de rapé del Papa, cegando la vista con su círculo de brillantes, y ostentando en su centro la hermosa cabeza pontificia.

¿Duraron mucho tiempo la broma y los comentarios de este episodio? ¿Trascendieron al público?

Mal conocería el Vaticano quien tal pensase. El Vaticano es la discreción y la sobriedad misma. Si se perdiesen las buenas tradiciones y los selectos moldes de la diplomacia y la cortesanía, volverían a encontrarse en el Vaticano. Allí no se conciben guasas pesadas, indicio evidente de pésimo gusto y de rústica educación, ni se concede a las humanas flaquezas, previstas, adivinadas y absueltas de antemano, mayor atención que la de un discreto cuchicheo. El que quiera aprender tacto y mundología, al Vaticano debe acudir para que lo descortecen con el ejemplo. Si los clérigos zafios y los fanáticos radicales de nuestros partidos extremos fuesen capaces de suavizarse, en el Vaticano se cumpliría milagro tan asombroso.

A los pocos meses de haberse presentado Pavón con su tabaquera colgada, se ofreció nuevamente el caso de tener que recompensar de algún modo sus servicios. De esta vez, el cardenal secretario manifestó al Papa que él, por su parte, renunciaba a discurrir lo que podría Su Santidad ofrecer a Pavón. El Papa, con su habitual serenidad, anunció que se disponía a enviar sin tardanza alguna a casa de don Inocencio una pequeña muestra de su gratitud y del aprecio en que tenía su celo y actividad en pro de la Santa Sede.

Muerto de curiosidad andaba el secretario de Estado por averiguar en qué consistía la pontificia dádiva; pero el Papa, con picardía de chiquillo y reserva de soberano, cerraba su boca o desviaba la conversación al traerla el cardenal hacia ese punto. Sólo pudieron sacarle unas palabras:

—Lo que le he dado a Pavón.. ¡Ah! Espero que es cosa que no podrá colgársela.

Por fin, el cardenal, intrigadísimo, se resolvió a hacer a Pavón una visita en toda regla a ver si lograba esclarecer el misterio. Y apenas entró en la sala, cuando distinguió un objeto, que indudablemente era el regalo pontificio.

Aquella inmensa consola, con acanaladas y doradas patas al estilo del Imperio de Bonaparte; con su inmenso tablero de mosaico, donde se desplegaban en semicírculo el Panteón, el Coliseo, la columnata de Berinio, el Acqua Paola, la Mole Adriana y demás monumentos universalmente célebres de Roma, era, claro está, la fineza ideada por el Vicario de Cristo para que a Pavón no se le ocurriese colgársela del pescuezo.

Apenas fue admitido a presencia del Papa, el secretario dijo chuscamente:

—Padre Santo, he tenido el gusto de admirar el presente que Vuestra Santidad ha ofrecido al signor Pavone. Bella cosa. Sólo que esta vez no me ha preguntado el color de la cinta.

—Pues si pregunta, no hay que asombrarse ni aturdirse, sino responder que es color de cable —advirtió benignamente el augusto anciano, que con su níveo traje, y el sonrosado color de sus mejillas, y la irradiación casi lumínica de su rostro, parecía un arcángel volando por encima de las miserias terrenales y las pequeñeces de la vanidad.


«La España Moderna», tomo IX, 1890. Recogido en Cuentos escogidos. Arco Iris.

Un Buen Tirito

Para que se supiese por qué voy a pegarme un buen tirito en la sien —pensó Rafael Marco— muy pocas horas antes de poner por obra su funesta resolución tendrían que estar dentro de mí, haberme seguido paso a paso, y sólo así se convencerían del incomprensible encarnizamiento y perseverancia con que me persigue la mala suerte.

Y además de estar dentro de mí tendrían ¡cómo les desprecio!, que poder comprender lo que no comprenden jamás: que no hay males grandes ni pequeños, que el mal y el bien lo creamos nosotros, y que si nos persiguen a pinchazos, es peor que si, de una vez, nos hincan un cuchillo bien afilado en la espalda, entre los dos omóplatos…

Así, capaces serían de reírse si se les contase, por ejemplo, mi jornada de ayer, ¡qué no ha sido de las peores! Desperté con la boca más amarga que hiel y el estómago revuelto. Fui a tomar mi dosis de magnesia efervescente, y se había acabado la víspera. Envié a la botica a mi criada. ¡Oh la responsabilidad que a mi criada le corresponde en mi botiquín! ¡Y me trajo limonada gaseosa! Salté de la cama, y, al hacerlo, resbalé arrastrando conmigo el alfombrín, y fui a dar contra la cómoda, haciéndome un chichón en la frente.

Se reveló el dolor de cabeza.… Es mi compañero acostumbrado, y ya parece que sin él no me entiendo. Me conozco a mí mismo. Vivo bajo la sensación continua de una especie de mareo de mar, la angustia del comienzo de las náuseas. Mientras me ponía un perro gordo sujeto con un pañuelo sobre el chichón, luchaba con el deseo de que una escoba me barriese por dentro, enérgicamente, el estómago…

Al acercarme al lavabo, el jabón había desaparecido. Pascasia me trajo el suyo: era del más ordinario, y vi sobre él un pelo, y mejor diré una cerda, porque el pelo de Pascasia es zaino. Intenté peinarme, y una púa del peine, astillada, me arrancó dolorosamente un mechón. Quise rizarme el bigote, y me quemé el labio superior con la tenacilla. Cuente usted esto, y le dirán que son minucias tales que ni recordarse merecen. Pero yo sé que sufro, que sufro de un modo horrible. Una sola, será caso de risa. Tan seguidas, empalmadas, no hay mortal que las aguante.

Dos o tres botones del chaleco se cayeron cuando fui a abrocharlos. Quedó un revoltillo de seda, y una hebra larga, y tuve que sufrir que Pascasia se me acercase, para coserme los malditos botones. No se me ocurrió ni lo más sencillo: quitarme el chaleco, y que los pegase. Lejos de mí. Cuando menudean las contrariedades, hay otra en sentirse estúpido, arrastradito como una paja por la corriente del fastidio.

Un cigarro que fumé para sosegarme sabía endiabladamente a cucaracha. Lo tiré al suelo, pero me quedó en la garganta el azucaroso y repugnante tufillo. Me trajo el desayuno Pascasia: el café estaba frío, las tostadas sin tostar, y mi estómago se encalabrinó nuevamente. Por fin, habiendo tragado un par de sorbos, con conatos de no conservarlos en el arca del cuerpo, pude salir a la calle.

En el último escalón puse un pie en falso, y tuve que agarrarme al pasamanos. En cuanto volví la primera esquina, me di de manos a boca con un cura, que casi se me echó encima, porque volvía en sentido contrario. Vi a un centímetro de mi cara, la suya, gruesa, fofa, inyectada de grasa y bilis, y el azulado de su barba de tres días, y las pequeñas estrías de sangre que se ramificaban en su pupila, y la amarillez de sus dientes, descarnados en la base. Ningún daño pensaba hacerme el cura, y probablemente será una buena persona. No se nos puede juzgar por nuestro cutis, ni por nuestra dentadura. Yo, sin embargo, retrocedí de terror, y un desvanecimiento me hizo caer no sé cómo, pues sólo me enteré, después, de que me habían llevado a una botica próxima. Allí me dieron éter, y no sé qué más, para que me recobrase. Cuando salí de allí, pregunté lo que debía por la asistencia. Y, al ir a pagar una peseta y veinte céntimos, noté que el portamonedas me faltaba.

Tuve que volver a subir mis escaleras, aguantar las preguntas de Pascasia, y, al salir otra vez, queriendo ver la hora, pude notar que el reloj había seguido el mismo camino que la cartera. Recordé que, en mi último instante de lucidez, había visto a dos golfos andrajosos, y hasta juraría que se habían precipitado a sostenerme… ¡Como la cuerda al ahorcado!

En la calle otra vez, y camino de mi oficina, en la cual tanto da entrar a una hora como otra, doy un rodeo para disfrutar de la alegría de la acera de Alcalá. Y en el mismo instante, el sol se pone encapotado, nubes oscuras corren por el cielo, y una racha de aire frío me hace dar diente con diente. Vuelvo la cabeza hacia el arroyo, y he aquí el entierro, que pasa.

Su infinita ridiculez me crispa los nervios. Ridícula, esa carroza con reminiscencias versallesco-fúnebres; ridículo, el empaque Luis XV de los palafreneros y lacayos; ridículas las coronas, que se encargan al florista y llevan pensamientos de pluma y rosas de abalorio; ridículo todo este escenario de la muerte, que debiera ser tan serio, tan sencillo, tan impregnado de modestia y melancolía…

¿Estoy por no pegarme el tirito?

¡Bah! Me llevarán así, pero en cambio no lo veré… Y ahora lo veo. Desfila la carroza, desfila el acompañamiento, señores de chistera y gabán, hablando a media voz de sus asuntos, con automóviles y coches ocupados por diversos individuos que ya reían y fuman sin respeto…

Antes de entrar en la oficina, un mendigo me pide limosna. Es una mujer como de sesenta años, demacrada. Sin embargo, la reconozco inmediatamente. Una tarde de calor, a la hora de la siesta, años hace… Y miro su fecha, para asegurarme mejor en la horrible reminiscencia. Es un amor que encuentro, un amor podrido, desecado, arrojado a la vía pública, como un detritus. Si hay algo deprimente, es el amor degradado, convertido en indiferente repulsión. Sí, me confirmo en la idea de que somos arena y viento, y todo lo mejor que hay en nosotros se convierte en basura sentimental, en asco a lo que idolatramos un día.

Somos tales, que paso y no le lleno la mano de monedas, la mano que me tiende y que un día besé… y mordí… Acaban de quitarme la cartera, pienso, como para disculparme. Pero podía reconocerla, enterarme de su situación, auxiliarla… Sigo acera arriba. Pasa uno que finge no conocerme. Es uno que me debe unos cuartos, no sé si diez pesetas, prestadas en el café, por dos horas. Han transcurrido dos meses. Tuerce la cabeza. Yo la tuerzo a mi vez.

A la puerta de la oficina, como voy sumido en una distracción amarga, no veo que un niñito, corriendo torpemente —¡es tan pequeño!— se me enreda entre las piernas… y cae. La madre, furiosa me increpa; quiere sacarme los ojos. Protesto y de nada me sirve. Se reúne gente; no sé de donde sale. Es asombrosa la rapidez con que la gente se junta en Madrid. Me encierran en un círculo de caras indignadas, de puños amenazadores. Estoy convicto de haber empujado a la criaturita, de haber sido causa de que se rompa la cabeza contra el filo de la acera, lo cual tal vez es la muerte.

Y uno me llama cuanto hay que llamar, y otro me da un bofetón; sí, un bofetón, en plena mejilla… «¡So tío, mal corazón, criminal, verdugo!». La policía me liberta de morir hecho papilla; pero me detiene. Paso el día en diligencias, para demostrar que no he sido culpable, que no he querido matar a ese pequeñín, entre otras cosas, porque me importaba bien poco de él…

Cuando se mata a alguien, es que ese alguien nos interesa, por cualquier concepto, ¿no es verdad?

Y yo voy a darme a mí mismo la prueba de interés de matarme, porque debo este sacrificio a cuanto me rodea, ya que cuanto me rodea me es hostil, me es adverso, y esto, no por efecto de la casualidad, sino voluntariamente. Mi paraguas, cuyas ballenas se descosen, a pesar de ser nuevo; mi espejo, que se rompe sin tocarle; mi corbata, que no hay medio de que se esté derecha; mis botas, que me aprietan habiendo sido hechas a medida; mis fósforos, que se apagan sin llegar a encenderse; mi cortaplumas, cuya punta salta al afilar un lápiz; mi bastón, que se pierde dos veces por semana; Pascasia, que tiene una voz de carraca rota, de algún tiempo a esta parte… Son demasiadas casualidades. No, no son casualidades. Hay una fuerza oculta, hay algo maléfico, que me persigue.

Pues le voy a hacer la mamola, a ese maléfico ser, sea quien fuere. Ahora lo veré. El cordel está hasta engrasado con vaselina. La escarpia, bien clavada en la pared. Aquí el taburete. ¿A no ser que tan bien me sean hostiles cuerda y escarpia, y en el momento preciso…? No. Todo tiene su límite. Adiós, serie negra, infinito de la calamidad… Ya dentro de una hora, nada podéis contra mí. Fastidiaos.

Un Diplomático

Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó a la duquesa el correo. Había en él periódicos franceses, Ilustraciones metidas en su fino camisón de seda, dos o tres cartas de satinado sobre y heráldico timbre, y, nota desaliñada en aquel concierto, otra carta más, cerrada consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el sobrescrito.

Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese a la duquesa a echarle mano, anteponiéndola a las demás; pero aun no bien puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:

—¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.

La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:

—Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día fresco.

Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre fondo azul y en oírse un tlin... tlin... de menudos cascabeles, y antes de que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió a una manecita pálida, hoyosilla: una manecita de diez meses que esgrimía un sonajero de plata.

—¡Vente, angelote..., a mamá..., mil besos!

—Mmiií —gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.

—Está descolorida, ama..., está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice miss?

—Miss dice..., es decir, no dice nada...; ¡ay!, sí, dice que también allá por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes..., ya ve ucencia..., rabian de Dios y se ponen esmirriaditos.

Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de apuntes estáis tú y miss». Y hablándose a sí misma, murmuró:

—Sánchez del Abrojo no debe tardar... ¡Ah! —pronunció ya con voz más fuerte—, ama, aquí hay carta de tu casa...

En vez de alegrarse, se obscureció el semblante del ama, moreno, tostado y recio, cual los molletes de pan de su país.

—¡Y qué dirá ahí, ucencia! —suspiró sin extender la mano para tomar la epístola—. Nunca por cosa buena escriben.

—¡Qué sé yo, mujer! Te hablarán de tu madre..., del chico que te dejaste..., de las vacas, ¿eh?, ¡o te pedirán dinero! Anda, toma, sal de dudas.

—Ucencia ha de dispensarme...; como yo no sé de letra..., y en la cocina a lo mejor se burlan de las cosas que me cuenta el señor padre, que es quien pone las cartas... —suplicó el ama, medio enternecida ya.

—Vamos, querrás que te la lea, ¿no es eso?

—Si ucencia se quiere molestar...

Al decir esto se apresuró a coger la niña, que por su parte no anduvo reacia en irse a los robustos brazos del ama, la cual, previo un «con el permiso de ucencia...», desabrochó el justillo, alzó el pañuelo de vivos colores que se cruzaba sobre su seño de Cibeles, y metiendo en la boquita del ángel lo que éste más deseaba, volvió a cubrirse con tanto recato como si delante de un regimiento se encontrase. Rasgó la duquesa el tosco sobre, y aún no lo había desdoblado, cuando se oyeron pisadas de botas rechinantes y varoniles en el pasillo, y una faz correcta, patilluda, apareció entre los pliegues del cortinaje, y una voz que apoyaba mucho en las erres preguntó:

—¿Estás visible, hija? ¿Puede entrar Sánchez del Abrojo?

—Adelante, adelante, doctor... ¡Pues ya lo creo! Pensando estaba en él ahora mismo.

Hízose atrás el duque para dejar pasar primero al doctor, según manda la cortesía, y ambas notabilidades (cada uno de los recién entrados lo era en su género) se adelantaron hacia el rincón del gabinete, donde se destacaba la airosa cabeza de la duquesa sobre un fondo de aterciopelado follaje de begonias.

El duque, aunque frisaba en los cincuenta y seis, era derecho, elegante, distinguidísimo hasta en su lucia y limpia calva; usaba no sé qué cintajo en el ojal, y podría usar, amén de las hidalgas veneras de Alcántara y Santiago, que ya de casta le venían, como dos docenas de insignias de órdenes nacionales y extranjeras, de las más ilustres, concedidas por diferentes gobiernos en justa recompensa del tino y acierto con que durante su ya larga carrera diplomática había desempeñado arduas y peliagudas misiones, y enredado los cabos de más de veinte madejas políticas, que el demonio que las devanase. Ostentaba el duque en su despacho, y enseñaba con orgullo, además de las condecoraciones, pieles de zorro azul, regaladas por el zar, el collar de esmaltes de una momia, obsequio del jedife, y un sable japonés de abrirse el vientre, con pedrerías en la empuñadura, gracioso donativo del mikado.

En estos títulos fiaba el duque para obtener en breve la embajada más importante quizás de Europa.

Por lo que hace a Sánchez del Abrojo, regordete, sanguíneo, de chispeantes ojos negros, era un médico a la moda, que curaba con su ciencia a la mitad de los enfermos, y con su animación y energía a la otra mitad..., siempre que tuviesen cura, por supuesto.

Mientras la duquesa entablaba con el galeno animadísimo diálogo, el duque se acercó al ama, y se inclinó con cierta familiaridad, no exenta de señorío, para ver el rostro de la niña, que maldita la gana que tenía de enseñárselo.

—Golosilla..., ¡hola!, estamos tragando, ¿eh? ¿Qué tal se porta, ama? ¿Qué tal se porta?

Y sin esperar la respuesta, volviose a su mujer y al doctor.

—¿Le explicas a Sánchez lo de la chiquitina? Amigo Del Abrojo, esta nena, con sus dientes, nos da en qué pensar. ¡Oh!, y tanto como nos da. Estamos preocupadísimos.

—Ya se ve, única y tardía... —respondió el médico, mientras calculaba para su sayo, tan involuntariamente como el matemático suma dos cifras que ve una debajo de otra, las probabilidades de ulterior sucesión que podía tener aquel matrimonio—. ¿Y qué dice el ama? —añadió en alta voz.

—El ama... —murmuró la duquesa, y recordando de súbito la carta, que aún conservaba en la mano, exclamó—: A propósito, permítanme ustedes... Un instante... Lo prometido es deuda.

—¿Qué es eso? ¿Qué carta es esa tan rara? —interrogó el duque.

—Del ama, de Jacinta... Le prometí que se la leería. Es de su gente...

—Si quieres ahorrarte el trabajo..., yo me encargo, hija —pronunció con magnánima sonrisa el duque.

—No, gracias...

La duquesa, por instinto, oprimió la carta.

—Pero si es una niñería que te empeñes en molestarte... Eso estará escrito en chino.

—Si ustedes quieren que yo... —exclamó oficiosamente Sánchez del Abrojo.

—No, yo he de ser —declaró la duquesa con firmeza.

Y diciendo y haciendo, comenzó la lectura:

—«Mi amada y estimada hija Jacinta...».

—Repare usted la ortografía de esa pobre gente, Sánchez —murmuró por lo bajo el duque, que se inclinaba sobre el hombro de su esposa deletreando—. ¡Ponen Jacinta con G! ¿Es gracioso, no?

—«Jacinta..., me alegraría que al recibo de estas cortas letras...».

—Etcétera. Siempre comienzan así: es ya una fórmula consagrada —explicó gravemente el duque—. ¿A que añade: «... te halles con la cabal salud que yo para mí deseo»?

—«... La mía buena, a Dios gracias... —prosiguió la duquesa—. Con dolores de mi corazón y alma, estimada hija, tengo que participarte la mayor desd...».

La duquesa, por cuyo rostro se extendía leve palidez, sufrió, llegando a este párrafo, un acceso de tos.

—¿Ves como no entiendes la letra, María? Yo continuaré. «... desdicha que Dios fue servido de mandarnos... y que tu afligida madre y padre y tío Antón tienen el honor de partici...».

—Te suplico —gritó la duquesa con sorda angustia— que me dejes acabar..., ¿entiendes?

—¡Ay, ucencia, por la Virgen Santísima! ¿Qué desgracia será ésa? —interrogó el ama, cuyo color de figura de barro cocido se trocaba en palidez de granito recién labrado.

—Verás, mujer..., no te asustes, si no es nada... «... el honor de participarte..., pues sabrás, estimada hija de nuestro cariñoso amor, como ayer se mu..., se murió el novillo nuestro...».

—¡Novillo! —dijo pensativa el ama—. En casa no había sino dos vacas...: la blanca y la roja.

—Lo comprarían... —replicó la duquesa, respirando como si suspirase—. Vamos, pues eso no vale la pena, ama... «Todos estamos traspasados de puñales...». Bien, se comprende; para vosotros es una gran pérdida... Yo te daré con qué comprar dos o una pareja de bueyes... ¡Ea!

—¡Viva ucencia mil años, y nunca las manos se cansen!... ¿Qué pone al último?

—«Consérvate como un repollo de sana... Cuida bien a esa infanta de las Españas que estás criando...». ¡Ah!, y que les mandes diez duros, si puede ser. Irá eso y mucho más.

—Ahora —dijo el diplomático, recogiendo con impensado movimiento la carta de manos de la duquesa— permíteme que vea la ortografía... Si es divertidísima. ¡Calle! —exclamó sin hacer caso de los desesperados ademanes de su mujer—. Bien dije yo que no era para tus ojos esta letra, María querida... Si aquí no habla de novillo... No; donde leíste novillo, hay escrito chiquillo... ¡Esos signos paleográficos no son para usted, señora duquesa! No me haga usted señas... ¡Pues si los diplomáticos, por oficio, tenemos que saber leer cosas más peliagudas! Chiquillo. ¿Ve usted, Sánchez? «Se murió el chiquillo tuyo... ¡Todos estamos traspasados de puñales!...».

Pronta como el rayo, se precipitó la duquesa hacia Jacinta y le arrancó de los brazos la tierna criatura, que rompió en tristísimo llanto al soltar la ubre. Era tiempo. Un grito ronco salió de la comprimida garganta del ama; puso los ojos en blanco; sus facciones amoratadas se descompusieron, y leve espuma apareció en sus labios morados. A pesar de los esfuerzos de Sánchez del Abrojo para sostenerla, se desasió y rodó al suelo, retorciéndose con la desesperada elasticidad de la convulsión. La duquesa se colgó de la campanilla, mientras con el brazo izquierdo apretaba contra su corazón a la criatura desconsolada.

* * *

—Vea usted —decía algún tiempo después Sánchez del Abrojo a su compañero el doctor Cortadillo, en ocasión que salían juntos de San Carlos—: yo lo he creído siempre: es preferible, es más lucido, desde el punto de vista del pronóstico, trabajar sobre un viejo que sobre un chiquillo. La patogenesia del niño es dificilísima, especialmente mientras lacta, mientras vive, por decirlo así, en íntima comunión con la naturaleza femenina. Nada, que le mudamos el ama a la niña de los duques de Fuente-Real (una niña algo delicada, que nació tarde y cuando sus padres no esperaban ya familia, ¿sabe usted?); pero bastó el poco tiempo que por fuerza hubo de mamar de la otra, de la que recibió aquel tiro a bocajarro y tuvo el ataque nervioso (¡nervios en las aldeanas!; pero ¿qué fueron las energúmenas?) para llevar a la criatura al hoyo... o al cielo, señor espiritualista: como usted guste. Claro que estaba en el período de la dentición; ya sabe usted la receptividad, la plasticidad del temperamento de los niños; y así como un fuerte golpe no derriba, verbi gracia, una cómoda, y sí un objeto pequeño que se halle colocado encima de ella, la terrible impresión no hizo gran mella en aquel castillo, en la mocetona del ama; pero a la chiquita... Yo por lo menos tuve que atribuirlo a eso. El ataque a la cabeza afectó forma convulsiva.

—¡La heredera del duque de Fuente-Real, muriendo de la muerte del hijo de una labradora! —murmuró reflexivamente Cortadillo.

—El dinamismo incalculable de los hechos, amigo mío... Heriberto Spencer pone eso en su punto.

—¿Y el duque? —preguntó Cortadillo con interés.

—¡Calle usted, hombre! Acaba de salir para su Embajada...

Cortadillo sonrió con su boca amarilla y sin dientes, y los carnosos labios de Sánchez del Abrojo hicieron el dúo, plegándose con ironía indefinible. Después su rostro se puso grave.

—La pobre madre..., la pobre duquesa... ¡Ah, qué espectáculo! Ésa se ha quedado en Madrid... La veo con frecuencia, y bien necesita mis cuidados, se lo aseguro a usted.

—Lo que necesitará sobre todo —advirtió Cortadillo— es paciencia, y creer a puño cerrado que esa criatura no está sola en la fosa, compañero Del Abrojo.

Un Duro Falso

—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!

Y la mano ruda, deformada, de la madre plebeya caía sobre la cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas, se guardaba el golpe —porque no era ignominioso— y volvía al obrador con más indignación depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen tarea; si en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, sólo le dan unas hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino que se llegase aquí o acullá, a casas situadas en barrios extraviados, a subir pisos y más pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros de mes, cuando hay dinerete fresco… Así rompía Natario su calzado propio, sin esperanzas de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas alineados en el mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de restregones de crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño crespo, de seda y abalorio, parecían desdeñar sus afanes de artista. «No nos construirás nunca. Tú, a mal barrer el obrador y a atropellar recados».

Algo semejante a esto le decían los demás oficiales con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz recadero era el hazmerreír, el tema jocoso de las conversaciones. Su huraña tristeza, su aire de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada a los intermedios de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros —Papa Notario, el Tranvía— por irrisión de que ignoraba lo que era subirse a este popularísimo vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de honra maldecido… En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado merecidamente… Sin razón, claro es que aguantaba bochornos y malos tratamientos… ¡Con razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al hijo de su madre! Y el hervor de aquella indignación consabida se acrecentaba, y sus burbujas subían al cerebro del chiquillo, casi adolescente, alborotando sus primeras pasionalidades. Sus manos se crispaban, su garganta se contraía. Después, calmado el acceso, recaía en esquiva y pasiva obediencia.

Le encontramos volviendo al taller, después de una de sus odiseas de entrega y cobro. ¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies. Eran las seis de la tarde, y desde las once, hora en que su madre le había dado unas sopas de corruscos de pan flotando en aguachirle turbia, ningún alimento confortaba su estómago. Natario conocía el origen de su desconsuelo, del desfallecimiento angustioso que engendraba su cansancio; un mendrugo y una copa de vino lo remediaría… Otros chicos, en las calles que el aprendiz iba recorriendo, extendían la mano, contando cosas muy plañideras, y los señores, sin mirarlos les alargaban perros. «Si tiés hambre, ingéniate como los demás», era la imperiosa instrucción de la madre. Ingeniarse significaba pedir limosna o… Esto último no acertaba ni a pensarlo. Y lo otro, tampoco: una luz de la conciencia le mostraba que ambos recursos se asemejan y a veces se confunden. Él, Natario, viviría de su sudor, pero con la frente alta…, es un decir, y lo de la frente alta, una frase que jamás había pronunciado el chico; pero dentro de sí, Natario se hacía superior a la humillación de su inutilidad y pequeñez, con la certidumbre de no ser capaz —ni de trance de muerte— de «ingeniarse como los más», ¡mendigos o rateros!

En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas, unos céntimos. Natario, por costumbre, deslizaba la mano frecuentemente, palpando las monedas, con terror de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles del forro. Allí estaban; no se habían evaporado. Natario se detuvo a respirar, con el resuello corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada desesperada, salvó las tres o cuatro calles que le separaban del establecimiento de su patrono.

—¿Viene la cantidad? —Los ojos encarnizados del zapatero interrogaban severamente.

—Aquí la traigo…

Entre las ansias del sobrealiento y el impulso irresistible de rendir pronto lo que no era suyo, Natario jadeaba. Risas sofocadas salieron del obrador, donde, silbando un tango verde, los compañeros cosían y batían suela. Hacíales gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de Tranvía.

—Oye, oye, guasón… ¿qué rediez me traes aquí? —interrogó el patrono, al recontar la entrega—. ¿Tú te has creído, sabandija, que voy a tomarte por buena moneda falsa?

—¿Moneda falsa? —Natario repetía las palabras atónito, sin comprender.

—¡Hazte el tonto!… ¡Buen tonto aprovechado estás tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver, venga mi duro, más pronto que la vista!

Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja que vibraba furiosa…

—¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man… dao… otro!

La diestra nervuda y velluda del patrono descargó un revés en la mejilla macilenta del aprendiz, sofocado por las lágrimas y la rebeldía de su orgullosa honradez.

—¡Agua va!

—¡Apúntate ésa!

Eran las voces mofadoras de los verdaderos aprendices, de los que machacaban el cuero y tiraban del hilo encerado. El estallido del bofetón, el alboroto de la bronca, los distraían.

—¡Por robar a tu maestro! —exclamó el zapatero violentamente, secundando en el otro carrillo.

Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos; las muelas le temblaron, pero ni lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el fondo mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables: «Por robar…».

En voz ronca, voz de hombre —que él mismo no conocía y le sonaba de extraño modo— lanzó a la cara de su opresor:

—Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!

Y una interjección feroz y un conato de arrojarse al cuello de su enemigo… Un conato solamente; porque si Natario acababa de sentir en su espíritu la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino cedió inmediatamente: dos brazos fuertes le sujetaron, y puños enérgicos le contundieron, descargando sobre su pecho canijo, sus flacos hombros, sus espaldas precozmente doblegadas, lluvia de trompicones, mientras un pie recio, ancho, intentaba partirle la espinilla con reiterados golpes de los que hacen ver en el aire lucería de color… El niño, desencajado, apretando los dientes, reprimía el grito, el ¡ay!, del martirizado; un hilo de sangre brotaba de sus narices magulladas por un puñetazo certero. El señor Romualdo, embriagándose con su propia ira, repetía:

—¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la cárcel!

Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro, soltó al muchacho y se sentó, pasándose el revés de la mano por la frente sudorosa. Natario cayó inerte al suelo; los aprendices ya no reían; uno se levantó, y con el agua de remojar le roció las sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó, tambaleándose, y con la cabeza baja se acercó al banco más próximo. Disimuladamente asió una herramienta afilada, una cuchilla de cortar suela, y volviendo hacia el maestro, que resoplaba en su silla, refunfuñando todavía para reclamar el duro, tiró tajo redondo, rebanándole mitad del pescuezo, del cual brotó un surtidor escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin articular un grito.

Un Matrimonio del Siglo XIX

No faltará algún lector que al apercibir el título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado otras mil desarrollarse ante sus ojos.

Mis héroes son dos jóvenes encantadores y dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales eran Luisa y Carlos, que justo es pronunciar ya su nombre.

Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa, aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su sastre.

Así, pues, un hermoso día de abril, en que los pájaros y las flores se regocijaban porque un sol radiante iluminaba los pintorescos tejados de la coronada villa, Luisa, vestida de gro blanco y pieles de armiño, colocada en sus rubios cabellos la virgínea corona de azahar, de cuyos temblorosos pétalos parecían escapar brillantes gotas de rocío, entregaba su mano a Carlos; y no bien concluida la ceremonia, la joven cambiaba su cándido vestido por otro de viaje y se metía en el ferrocarril con su marido.

Algunos días después se hallaban ya en Italia. ¿Hay acaso algo más delicioso que una luna de miel pasada bajo el purísimo cielo de la bella Italia? Aspirar el perfume de los naranjos y limoneros; escuchar ese murmurio vago y acariciador del mar; ver esas islas confundiéndose en el diáfano horizonte, que pasa del azul más puro al sonrosado más espléndido; perderse en los bosques perfumados de Sorrento, guiar una góndola de Venecia o una barquilla de Nápoles al través del sereno golfo, esto es bello y encantador siempre; pero lo es más cuando se lleva al lado un corazón que responde al nuestro, un alma a quien transmitimos las impresiones de nuestra alma, y a quien guiamos por el camino sombrío y florido de la poesía y del amor.

Sin embargo; esto como todo, tiene un reverso; este delicioso ensueño lleva en sí prosaico despertar; ¿pues no lo son acaso esas molestias cotidianas que acompañan siempre un viaje? Los rocines flacos uncidos a un detestable vehículo, el frío que os hiela, y el calor que os achicharra y, sobre todo, esa inmensidad de fardos, baúles, sombrereras, etc., que tienen que seguiros como un regimiento de estorbos. Me diréis que bien se puede viajar con la ropa puesta y alguna para mudarse, lo necesario y nada más; pero nuestros jóvenes no estaban en este caso; pues Luisa, linda y frívola, no podía dejar de lucir sus galas de novia en las ciudades del tránsito. Carlos se enfadaba algunas veces, pero como él tenía los mismos gustos y era un dandy consumado, al ver a Luisa bella y elegante, no podía menos, de perdonarla, y las paces se sellaban con un abrazo.

Era imposible hallar, aunque se buscasen expresamente para reunirlos, dos corazones y dos cabezas más igualmente organizados. Eran dos niños encantadores y aturdidos, pero en conclusión, ingenuos y cariñosos el uno para el otro; y sin duda, si sus almas hubiesen sido fundidas en otro crisol que el de la vanidad y la disipación, hubieran sido dos bellos diamantes de deslumbradores reflejos.

Un día que ambos paseaban juntos por un sendero esmaltado de flores, encontraron al ver un recodo una casita de pobre aspecto, pero cuyas paredes grises se hallaban también ocultas con una profusión de madreselvas, granados y jazmines, que le daban una apariencia encantadora. Sentados a la puerta se hallaban un joven y una joven, semejantes a dos bellas estatuas de bronce florentino; dos verdaderos italianos, sin duda marido y mujer, cuyas manos enlazadas probaban que se perdían en el abandono de una dulce conversación.

—¡Pobres muchachos, dijo Luisa; qué jóvenes, y qué desgraciados!

—Seguramente, afirmó Carlos: se encuentran sujetos a todas las fatigas del trabajo y las privaciones de la miseria.

Y ambos esposos lanzaron una mirada de compasión a la pareja, que se levantó para saludarlos, y se alejaron de la pintoresca casita sin adivinar que tras sí dejaban una felicidad mucho mayor quizá que la suya, y dos corazones que se amaban por lo menos tanto como ellos.

Pero ya la primavera tocaba a su fin; la estación de las aguas se aproximaba, y nuestros jóvenes abandonaron Italia por Baden; cambiaron su cielo puro y sus granados y azahares por los añosos bosques y las majestuosas ruinas de la antigua Germania.

Una vez allí, tomaron una habitación en el mejor hotel y comenzó para ellos esa serie de diversiones que con el pretexto de las aguas se procura en el verano una multitud elegante y ociosa. Debemos hacer a Carlos la justicia de que lo que él gastaba era bien poco en comparación de lo que derrochaba Luisa: trajes costosísimos que nunca ponía dos veces seguidas, alhajas cuyo valor consistía en la forma y que se hacían antiguas a los quince días; en fin, un cúmulo de superfluidades, todo lo compraba Luisa. Carlos no pensaba siquiera en que esto pudiera hacer mella a su fortuna. A los veinte y cinco años se siente uno bien tentado a rayar la palabra dinero del diccionario.

Una noche había soirée en el salón de la Conversación; Luisa había sido invitada para un vals; Carlos había tropezado con un compatriota suyo, Federico N., periodista.

—¿Te diviertes aquí? —le preguntó éste.

—Sí, llevamos una temporada agradable.

—¿Has ido a la ruleta?

—No, pero pienso visitarla.

—Mira, buena ocasión: tu mujer está invitada; nada tienes que hacer aquí.

Y Federico pasó su brazo bajo el de Carlos, dirigiéndose ambos al salón de juego.

Una vez allí, sentose Carlos ante el tradicional tapete verde, ocupando un sitio que acababa de abandonar un jugador afortunado que no quería tentar la suerte.

No reproduciré una escena mil veces descrita: aquellos de nuestros lectores que conozcan esa emoción ávida y terrible que se llama juego, comprenderán cómo Carlos, empezando por arriesgar una pequeña suma, siguió arrastrado por la magnética corriente, y no creerán exageración el que les diga que al levantarse de la mesa había perdido sesenta mil duros.

El joven se levantó; pasó un pañuelo por su frente pálida y cubierta de un sudor frío, y, tambaleándose, se dirigió al salón de baile.

Allí, la primera persona a quien divisó fue a Luisa, que arrebatada en el torbellino del vals, se perdía en un océano de flores y encajes. Cuando pasó a su lado, creyó ver en los labios de su esposa una sonrisa.

¡Dios mío, murmuró Carlos, qué feliz es Luisa! ¡Y cómo voy a alterar esa felicidad, a afligir esa pobre niña por un extravío culpable! Y dejó caer la cabeza sobre su pecho con melancolía.

En aquel momento una mano tocó su hombro, y una voz argentina dijo:

—Carlos, hora será de irnos del baile. Ya es de día…

En efecto, una luz rosada, penetrando por los cristales, empezaba a hacer palidecer la de las bujías. Era la aurora. Carlos ofreció silenciosamente el brazo a su mujer, y ambos subieron a su coche.

Durante el trayecto, ni ella ni él cambiaron una palabra. Era evidente que una sombría preocupación cernía sus alas de plomo sobre ellos. Llegados a su habitación, Luisa desprendió las flores de sus cabellos y dirigió a su marido una mirada suplicante como si quisiera pedirle algo.

—Carlos, dijo por fin, tengo una cosa que decirte.

—Y yo a ti, Luisa, respondió Carlos vacilando.

—Pues bien, tú primero.

—No, tú.

Pues bien, Carlos, te lo diré, dijo por fin Luisa; pero me cuesta trabajo el confesártelo, pues temo haber cometido una locura… En fin, tú no puedes ignorarlo por más tiempo.

—Explícate, Luisa, me ves impaciente.

—Es lo siguiente: ya en Italia… había contraído algunas deudas…

—¿Y bien? —interrogó con angustia Carlos.

—Esta temporada… ya ves… las exigencias del lujo… de la sociedad… Hoy mis deudas ascienden a lo que verás en ese papel. Yo confieso que me excedí…

El joven arrebató más bien que tomó el papel y lo recorrió rápidamente; después lo dejó caer y exclamó con desaliento:

—Y bien, Luisa ¡estamos arruinados!

—¡Arruinados! ¡Dios mío! ¡Es imposible!

—¡Imposible, mi pobre Luisa! Tú lo crees así, porque ignoras que acabo de perder a la ruleta una enorme suma, que, unida a la que consta en este papel, forma casi toda nuestra fortuna.

—Pero, exclamó Luisa, mi tutor…

—Ha dejado de serlo desde el momento en que fuiste mi esposa, y sería muy poco delicado recurrir a él. Pobre niña. Para esto te has casado conmigo. Para ser desgraciada.

—No, Carlos, dijo ella; yo sola tengo la culpa de lo que está pasando.

—Los dos, Luisa, respondió éste, créeme; que tu error sirva de disculpa al mío, y para no perderlo todo de una vez, amémonos como antes.

Y, semejantes a dos pichones que la tempestad sorprende y prefieren permanecer quietos protegiéndose, a buscar separados otro asilo, Carlos y su esposa pasaron la noche prodigándose mutuos consuelos. Era lo mejor que podían hacer los pobres muchachos.

De toda su fortuna, sólo les quedó una casita muy vieja, con algunas fanegas de tierra alrededor. Se trasladaron a ella, y al entrar, Luisa hizo notar a Carlos que su nuevo albergue se parecía bastante a la especie de choza donde habían visto un año antes a los esposos cuya suerte habían compadecido tan de corazón. Carlos suspiró y no pudo menos de confesar que era cierto.

Sin embargo, yo les vi ha poco en aquella pequeña finca, Carlos la hace valer, y Luisa duerme bajo los copudos árboles un bello niño que Dios les ha concedido. Me refirieron su historia, les pregunté si seguían compadeciendo a los esposos italianos, y me contestaron que no con la sonrisa de la felicidad en los labios.

Pero por desgracia, no todos siguen el camino de reparar los males causados por la disipación, con el trabajo; y sin embargo, es el único medio de cortar esa gran enfermedad de nuestro siglo.

Un Náufrago

En el lindero del castañar, a orillas del camino real, sobre una piedra que por su forma parece un asiento diestramente labrado, se sitúa todas las tardes un mendigo; un viejo, que apoyando la barba en los puños y éstos en la cayada del palo que le sirve de bastón, nos mira pasar y nada nos pide, únicamente cuando nos ve cerca descruza las manos, se lleva la diestra al abollado sombrero de copa alta, y nos hace un saludo ceremonioso y cortés.

Porque habéis de saber que ese mendigo no es ningún aldeano. Podría la mugrienta chistera, más rizada que un acordeón y más espeluznada que si hubiese presenciado un horrendo crimen, proceder de alguno de esos regalos irónicos que se hacen a los pobres, y que ellos —desventuradillos— no tienen más remedio que aceptar y usar; pero jamás se reduciría un hombre nacido en el surco, a mendigar de levita, pantalones, chaleco y camisola. El labriego pobre no pierde el derecho al harapo y abrigado cómodo, a la ropa que deja juego a los brazos y agilidad a las piernas. Este viejo de la linde del castañar, en su vida destripó terrones.

Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.

Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.

Un día, mientras cruzáis con él pocas palabras acerca del tiempo y los achaques, miráis de soslayo su pelaje astroso, y distinguís en la que fue solapa y ya sólo es un jirón informe, algo un tiempo encarnado y ya blanquecino, algo que parece cinta descolorida y deshilachada… Al ver la dirección de mis pupilas, el mendigo sonríe lleno de dignidad, y dice sencillamente:

—La Cruz Roja del Mérito Militar. La cinta está algo echadilla a perder… claro, el sol y la lluvia…

Sí, sí, ya sabía yo que el viejo había combatido antaño, allá en el África, en lid gloriosa, y por su desdicha, en las calles, detrás de la barricada… La primera etapa era la que le había valido la condecoración; la segunda por poco le cuesta el fusilamiento… Otros, recorriendo el mismo camino que él, habían llegado a elevadísimos puestos, a lucir los áureos entorchados y las resplandecientes placas, a sentarse en los escaños del Congreso y en los consejos de la corona…

Él, prófugo, acosado, rota su carrera, sin pan, mendigaba todos los días en la linde del hospital, y en enero el cierzo que azotaba los desnudos árboles del solitario camino, le enrojecía los párpados, le amorataba la nariz y le pasaba el pecho, mal abierto por los restos de una delgada camisa…

Y, sin embargo, el mendigo no tenía amargura. Estaba resignado con su suerte, y los guiñapos sobre su torso, aun militarmente erguido, adquirían nobleza singular. Cuando le regalé una cinta nueva para su condecoración, sonrió complacido, alzó la cabeza aureolada de copiosos mechones grises, y dijo con su acostumbrado atildamiento:

—¡Ahora la usaré con doble satisfacción, reconocidísimo!

Un Parecido

No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…

—¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable… La Venus dormida en su concha, que presentó usted hace dos años y se llevó la medalla, no se asemeja a la Venus clásica, y no por eso deja de ser hermosa… , es decir, de parecerlo… Pero no nos salgamos del terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de mujeres, sí o no?

—¿De mujeres? ¡Siempre! —afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso—. ¿Qué otra cosa merece la pena de discutirse en este mundo?

—Entonces, pleito ganado —insistió Donato recalcándose en la butaca—. ¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la causa de los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira?

—¿Pues qué había de ser? —repuso Tresmes—. ¿Su fealdad? O es hermosa, o hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos… , más o menos… ¡Que en eso cabe una escala infinita de grados y matices!

—Oigan —suplicó Donato— no mis razones, sino la historia muy verdadera de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando aliviarse de un delito amoroso, se dedicó a viajar, y en Roma una fiebre palúdica, lo que allí conocen por malaria, le curó la enfermedad de vivir.

Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico. Los otros, fruto del primer tálamo, le adoraban y le ampararon como padre cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una señorita llamada Jacinta, y mi amigo Marcelo le diremos, por no divulgar su verdadero nombre, fue a vivir a Madrid con el nuevo matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era «muy bella» la cuñadita Jacinta —ya ven ustedes que me sirvo de lenguaje usual—, y Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, a no suceder cosa más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición, o porque la adivinó o porque se contagió con ella sin adivinarla, al cabo dio en padecer del mismo achaque, y menos cauta, lo descubrió con indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de pelear, apeló a poner tierra en medio… Dijo a su hermano que se encontraba enfermo, y esto no era sino relativa mentira, y que necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo; y el hermano, solícito y compadecido, le envió a un cortijo que había heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más florido y frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de abril, debía de estar convertido en vergel delicioso.

—Habrá comodidad suficiente para ti —advirtió—, porque el padre de mi Jacinta tenía cariño a ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar no sé qué de la mujer del capataz… ; pero ¡si se creyese cuanto se oye! En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas ni muebles… Y si algo te falta, pídelo en seguida.

Marchó Marcelo asaz desesperado a su Tebaida, y el capataz le recibió con agasajo, encargando a su hija, mocita como de veinte años de edad, que sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que sufriría éste cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del capataz, vio en él una copia perfectísima, un acabado trasunto del de Jacinta! Era semejanza, no sólo de facciones, sino de expresión, modales y gesto, y, lo que más turbó a Marcelo, hasta de metal de voz, con un ceceo andaluz que hacía encantador el de Manuelita la cortijera! Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba clavados en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigo, el color quebrado de la suave tez que le enloquecía, y acordándose de las indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina a su modo, viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en replicar, aguda en comprender, sensible a ratos y arisca a tiempo, sabía, además, rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba el sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le deparaba tan sabroso remedio a sus enfermedades morales, y se dedicó a la serrana, galanteándola y persiguiéndola sin tregua, a favor de aquella libertad que da el campo y de las rodadas ocasiones que brinda el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue ablandándose, y consintió en acudir a una reja baja, donde sin peligro para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo que suele costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes vienen fatalmente a su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar, acabó por conceder a Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la reja, se hablasen dentro del aposento que la reja defendía…

El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que le faltaba por contar.

—Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita a encender luz; pero la de la luna entraba a oleadas por la reja, en la cual se apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya, y alumbraba de lleno su rostro, haciéndole parecer más descolorido, del tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse a Manuelita, al rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con los labios el perfume de las blancas flores tan próximas a la mejilla fresca y a la garganta tornátil, su boca exhaló entre hondo suspiro, un nombre… ¡el nombre de «Jacinta»! Y al oírse, al repetir involuntariamente tal nombre, espantado, como si viese a una sierpe, se desprendió, retrocedió, se tambaleó y, al fin, huyó, subiendo la escalera a tientas y encerrándose en su dormitorio… . donde pasó la noche entre remordimientos y lágrimas para salir a la madrugada camino de Córdoba, y desde Córdoba a París… ¿Comprenden ustedes el motivo de la conducta de Marcelo?

—Que para él sólo existía Jacinta. Manuelita no había existido nunca, sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con «la otra» —respondimos algo impresionados, reflexionando a pesar nuestro.

—Exactamente… Veo que son ustedes perspicaces… Al pensar Marcelo que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella de plano, satisfacerla, entregarse… ¿Y la belleza? Tan guapa era Manuela la cortijerita como Jacinta la dama. ¡Acaso más!

—Marcelo se me figura demasiado idealista —indicó Tresmes en tono desdeñoso.

—Todos lo somos… —declaró Donato—. Y la belleza, una idea, unas gotas de ilusión, para «uso interno»…

«El Liberal», 7 noviembre 1897.

Un Poco de Ciencia

Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre —cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado— me obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.

Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta, aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de sangre de lo que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce escepticismo en lo que respecta a la infabilidad de los demás especialistas en los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia se divide, como torta cortadita en trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y consuelo de ignorantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una parra, cuyas uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y confianzudas, nos miraban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en seguida entre cañas y espadañuelas.

Caldereta reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por la idea de que también estas eminencias de extranjis, trompeteadas y célebres, se equivocan como cada hijo de vecino, como puede equivocarse la notabilidad de campanario que vegeta en el rincón silencioso de un pueblo, igual que las ranas en su palude, croando a la luna.

—Si, sí —repetía—. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Champollion, del gran preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló, mediante ellos, el misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora tan oscuro como están los códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico: una de esas historias que recuerdan a veces, al final de las sesiones académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días ha vuelto a salir a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao, fabricados ayer por un falsificador y consagrados un momento por todo el areópago de los inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo...

La cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la primera del mundo. Diariamente recibía el director del Museo fardos y cajas conteniendo momias, diosecitos, collares, objetos encontrados en las sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos misteriosos. Al punto los copiaba exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan modesto se ganaba el pan.

Y he aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega un papiro con infinitos garabatos y dibujos.

—Agradeceré —advirtióle— que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo convidado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que antes que nadie vea la nueva remesa y la traduzca.

Cargó el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso dio principio a su labor... Y he aquí que, por culpa precisamente de los nervios, alterados con la prisa, da un manotón involuntario, y el tintero, enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de papiro que el escriba, con su delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos miles de años...

Era un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal. Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba la tinta, borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo.

«¿Qué hacer? —pensó el mísero—. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el sustento de sus hijos?»

El mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros, justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto acudió la idea, salvadora acaso!

«Desde que copio estas malditas tiras —pensó—, ¿no he notado que son todas iguales? Hiladas y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de escarabajos, de cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de Champollion viene a comer; por muy sabio que sea, después de comer no va a ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá echar un sueñecito, o fumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba, al menos mientras digiere! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre con la nariz sobre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el tintero..., y malo será que, por lo menos, no les quede la duda...»

Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho —pues él no entendía palabra de lo que copiaba diariamente—, de ibis, cocodrilos, escarabajos sagrados y cruces con asa... Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al director, que estaba en gran conferencia con el propio Champollion, comentando los recientes envíos.

—Bueno —exclamó el director, bondadoso—; hoy come usted con nosotros... Es muy justo...

Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres —a los amargos postres—, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque el director, frotándose las manos, ordenó:

—Ahora, enséñele usted al señor de Champollion la sorpresita...

Con manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más echarse de rodillas, confesar, pedir misericordia?

Champollion, reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con la mano, y se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él comprensibles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la respiración congojosa del falsario, a pique de ser descubierto...

De pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo... Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la inscripción que no existía!...

—«A la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo...»

El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el último jeroglífico!

—Y ahí tiene usted —añadió Caldereta— por lo que he llegado a desconfiar de la ciencia y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no puede ocurrir con una lápida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso no cabe falsificación... ¡Las lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!


«La Ilustración Española y Americana», núm. 31, 1909.

Un Sistema

Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.

Don Gervasio —el canónigo que me informó— es un viejo en cuyas facciones, chupadas y amarillentas, resplandece el entendimiento más claro. Su afán de leer le pone al corriente de cuanto ocurre y sus opiniones llevan siempre el sello de una penetración singular. Agresivo y combativo, había nacido don Gervasio para dedicarse a la política y descollar en ella; pero en la carrera eclesiástica le perjudicaba este modo de ser. Espíritu inquieto, carácter difícil de amoldar en las cosas pequeñas, las que a menudo determinan asperezas y rozamientos, don Gervasio está siempre en guerra con sus compañeros, con el Provisor, con el señor Obispo, con el Superior de los Calzados, con los sacristanes, y ha logrado enajenarse las simpatías, mientras que don Olimpio las disfruta plenamente, pues ni se mete con nadie, ni profesa opinión alguna de ningún género, ni lleva la contraria. Hallándose dispuesto a reconocer que la misma nube figura o un camello o una cigüeña, según plazca a su interlocutor. El único ser humano que no puede aguantar a don Olimpio es don Gervasio precisamente; no porque exista ningún agravio o rencilla, sino por una de esas antipatías de naturaleza, que radican en lo más hondo del instinto. Es una antipatía mezclada de asombro.

—Imagínese usted —habla don Gervasio— lo más bobo y lo más eficaz; imagínese el cálculo más astuto, de puro simple…, y podrá usted inferir cómo agenció don Olimpio la prebenda que hoy disfruta tan sibaríticamente. Porque él se trata y se las arregla como un verdadero sabio, y éste es uno de los aspectos que hacen envidiable la sublime estulticia de ese gran tonto. No tiene un vicio, no cae en un exceso, no come sino lo que puede contribuir a hacerle buena sangre y prepararle larga vida; en fin, es comparable a un vegetal capaz de goces humanos muy morigerados y, por consecuencia, muy filosóficos… Pero vamos a lo de la canonjía.

Ha de saberse que este don Olimpio era coadjutor en una parroquia de aldea, y que en los términos de esa parroquia y de varias circunvecinas veranea en su quinta (aparte de otras personas de cuenta y viso) el famoso don Juan Menares Corveda, que ha sido Ministro seis veces: una de Instrucción, dos o tres de Hacienda, y de Gracia y Justicia las restantes.

Don Olimpio, sin previa presentación, sin más antecedentes que la vecindad, se coló en la quinta. Hizo primero la visita de cumplido, y adoptó una actitud atónita, maravillándose de las frases que se cruzaban entre el personaje y su mujer, que regularmente serían observaciones sobre la madurez de las alcachofas o sobre el tiempo en que no daña el marisco. Volvió a los tres días y se entretuvo más, sacando conversaciones insulsas que nadie seguía; y luego menudeó las visitas, hasta que cotidianamente, a la hora en que el personaje, deseoso de tranquilidad, de gozar el fresco, se sentaba en la terraza a mirar la ría azul, y los montecillos rosados por el ocaso, aparecía la lacia figura de don Olimpio, enfundada en su sotana color de ala de mosca, dando una nota ridícula en medio de tanta belleza. Y apenas se trababa entre don Juan y su familia algún diálogo confidencial, terciaba en él don Olimpio, lanzando aforismos de esta fuerza:

—Tienen ustedes muchísima razón… En verano hace más calor que en invierno.

Todavía don Juan, su señora y sus sobrinas se hubiesen resignado a la presencia de don Olimpio si éste imitase a esos falderillos que se enroscan en una esquina, y dejándoles dormir en paz, ni se rebullen; pero don Olimpio, que ignora el uso de los cepillos de dientes, opiatas, elixires y otros refinamientos, no vive si no se acerca mucho a aquéllos con quienes conversa, y la familia de don Juan empezó a protestar, a chillar que era indispensable zafarse de una vez de pelma semejante.

—Echarle indirectas para que no venga tanto —indicó, tímidamente, la menor de las sobrinas.

Se le echaron indirectas, y fue igual que pasa suavemente las barbas de una pluma sobre el caparazón de un galápago. Don Olimpio no faltó un día a la terraza.

—Decidle que por las tardes salimos —discurrió la sobrina mayor.

Se le dijo, efectivamente, y desde entonces vino por las mañanas, sin perjuicio de alguna noche, en que se presentaba trayendo regalos: cestos de huevos, un par de pollos, un lomo fresco de cerdo, una empanada de robaliza.

—Esto ya no se puede aguantar, Juanito —dijo al personaje su señora—. Revístete de energía y cántale claro a este buen señor que sus visitas tan simpáticas ganarán mucho con el toque de la rareza.

—Mujer… —murmuró don Juan—. Me da fatiga. ¿Cómo se dice eso? Harto me tiene; pero es una descortesía tan clara…

—¿Y no sabes lo mejor? —añadió la señora—. Quiere este curato en propiedad.

Don Juan dio un salto en la poltrona de mimbres.

—¡Este curato! ¡Nunca! ¡Entonces aquí le tendríamos toda la vida! ¡Primero se lo doy a un presidiario!

Como las mujeres cazan siempre más largo que los hombres, la señora, después de reflexionar, exclamó:

Una idea, una idea… ¿Sabes lo que podemos hacer, Juanito? ¿Sabes lo que podemos hacer?

—¿Soltarle el mastín que llegó ayer de Extremadura?

—Darle una canonjía…, una buena canonjía…, allá muy lejos. ¿Entiendes? ¡Al otro extremo de España!

—Pero, criatura, si están esperando «eso», desde hace siglos, Julio Pesquera, un sacerdote tan estudioso; don Reinaldo Guemes, un hombre virtuosísimo, y don, y don… (lista de candidatos meritorios).

—¿Qué nos importa? Ésos no han de venir a aburrirnos… Mira que yo no puedo más. Si esto continúa, el año próximo, ¡a veranear a Biarritz!…

Y don Juan, que está encantado de su quinta, ante la amenaza, agachó la cabeza…

Ya sabe usted cómo es canónigo en Antiquis don Olimpio.

—Dios nos dé —agregó don Gervasio— una buena imbecilidad de regadío, abonada y lindando con tierras de poderosos.

Un Solo Cabello

Mil gracias, condesa —pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador—. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.

Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.

—Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…

El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.

—Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo…, ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.

—Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…

—Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa —murmuró el diplomático.

—No suelo acostarme antes de la una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.

Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:

—Clotilde, ¡si viese usted qué gozo me da el volver a verla! ¡Después de tantos años, de tanto viajar, de tantas cosas como han sucedido! ¿No se alegra usted, ingrata?

—Sí que me alegro… Para mí siempre será usted aquel Bruno, aquel amigo incomparable…

—Perdone usted…; algo más que amigo, algo más que amigo…

—¡Bien sabe usted que… nada más!

Él frunció el ceño, y sentándose frente a la dama, al otro lado de la alegre chimenea de leña que empezaba a decaer, suspiró como si todo lo recordado, lo esfumado por el tiempo, hubiese sucedido la víspera. En efecto, siempre le había mortificado un poco, en su vanidad de hombre habituado a triunfos, la memoria de su fracaso con Clotilde Ayala, probablemente la mujer que más le había interesado en el mundo… Y lo cierto es que no se lo explicaba. Era indudable que Clotilde estaba con él frecuentemente muy tierna; otras, es cierto, arisca y hasta enojada, burlona y desdeñosa… Como que la mitad de las veces no sabía él qué actitud adoptar, desconcertado por lo que juzgaba tramitación de coqueta o defensa de una virtud que no quiere sucumbir. Y en esta lucha, en este afán, habían transcurrido dos años, dos años mortales de zozobras, esperanzas, locos arrobamientos, imprudencias cometidas a la faz del mundo…, hasta que descorazonado se precipitó a salir de España, tomando la ausencia como remedio supremo… y heroico… Desde entonces habíanle ocurrido mil lances; pero el amor propio dolorido y la curiosidad insatisfecha punzaban todavía… ¿Por qué, por qué no había sucedido lo que debía, lo que tenía más remedio que suceder?

—¿Quiere usted decírmelo, Clotilde? Será una tontería, ¡pero si supiese usted que no me he podido resignar a ignorarlo! ¿Por qué no fuimos otra cosa que amigos?

—Un poco tarde es, Bruno, para pensar en semejantes tonterías; los dos podríamos ser abuelos, y Leoncio parece que se propone que usted lo sea a corto plazo, si se arregla lo de Sarita, que haré lo posible a fin de que se arregle… ¡Ea!, ya que usted me lo pide con tanto empeño, por lo mismo que no nos queda el consuelo de suponer que corremos ningún peligro…, le diré lo que una mujer en mi caso dice raras veces: la verdad entera, sin disimulos ni veladuras. Hace provecho desahogar el corazón, y se diría que al abrirlo dejamos escapar la pena y el dolor de lo fallido de todas las esperanzas y los deseos que pasaron. Atice usted un poco esa chimenea; nos estamos quedando fríos… y no quiero llamar al criado ahora.

El diplomático obedeció agitado y torpe.

—Sepa usted, ante todo, que yo estaba tan interesada, cuando menos, por usted, como usted por mí…

—¡Ah! ¡Lo juraría! —exclamó él.

—Lo estaba locamente… Tuve una señal para saberlo de fijo —prosiguió Clotilde—. Una señal que a mí misma me aterró por lo clara y evidente; era algo que impresionaba. Usted recordará que venía mucha gente a casa y que generalmente los hombres me besaban la mano. Jamás sentí, cuando realizaban esta fórmula de cortesía, otra cosa que lo que puede sentir una imagen de palo al besarla los devotos. Y cuando usted me la besó, a través del guante noté la impresión de una quemadura y temblé toda por dentro. Ahora, al besármela su hijo de usted, como se le parece tanto, me acordé de lo pasado, y le advierto que me emocioné.

—¡Qué ceguera la mía! ¡Todo eso debí observarlo! ¡Necio de mí! —exclamaba el grave diplomático, olvidándose de que nuestros lamentos no hacen volver atrás al tiempo y que el río no lleva dos veces seguidas la misma agua—. De modo que usted hubiese…, usted querría… ¡No sé cómo decir…!

—No, Bruno; le advierto a usted que yo estaba resuelta a no caer… Mejor dicho…, yo lo estaba siempre…, excepto un día, día memorable.

—¿Qué día? ¿Pero ese día existió?

—¡Ya lo creo que existió! Si no puedo comprender que usted no acertase lo que pasaba en mí. Fue el día de una fiesta en casa de Altacruz. ¿Se acuerda usted que representamos aquel bonito proverbio francés? Si me pregunta usted por qué ese día, no se lo sabré decir; pero lo cierto es que, como por una operación interior misteriosa, habían desaparecido mis virtudes, mis resistencias, y estaba tan entregada, tan rendida, que no hubiese usted necesitado esfuerzo alguno… En toda alma enamorada de mujer hay una hora así. En esa hora ella misma quita los obstáculos, lo dispone todo, lo allana todo, lo precipita todo… Parece que dentro de ella hay alguien, otra persona, que la hace marchar como si fuese un autómata y la diesen cuerda con un resorte. Yo hice así. Como iba usted a retirarse, le dije: «Tengo ahí mi coche. ¿Quiere usted que le acerque a su casa o le deje en el camino?».

—¡Ciego, ciego! —repitió Bruno desesperadamente—. ¡Sí, es cierto que me lo dijo usted! Pero yo no vi en ello la ocasión: ¡al contrario!, lo que vi fue un alarde de usted, que me declaraba insignificante, desdeñable, sin peligro alguno…, y en vez de aceptar, quise darla a usted celos…, ¡necio!, ¡ciego!, ¡y fui a acompañar por la escalera, a dar el brazo a no sé qué muchacha!

—Y yo sollocé de rabia dentro del coche… Y juré, juré que ¡nunca!, y cumplí mi juramento…

El grave diplomático se echó las manos a la cabeza para arrancarse el pelo… ¡Pero tenía ya tan pocos! Así lo hizo notar burlándose de sí mismo…

—¡Ser un viejo calvo! ¡Ser un viejo! ¡Clotilde!

—Más calva era la ocasión —respondió dulcemente ella señalando hacia el biombo, detrás del cual avanzaban, muy peripuestas, dos señoras.

Una Pasión

Siempre que nos reuníamos en Madrid ó en Galicia mi amigo Federico Bruck y yo, echábamos un párrafo ó varios párrafos sobre su ciencia predilecta, la geología; pues aunque Bruck es hombre de bastantes conocimientos y en alto grado posee esto que hoy llaman cultura general, inclínase á hablar de lo que mejor conoce y más ama, por instinto tan natural como el de las aguas al buscar su nivel.

De origen anglo-sajón, según revela el apellido, soltero, independiente y no pesándole los años, Bruck se consagró en cuerpo y alma al culto de la gran diosa Demeter, la Tierra madre. Esa ciencia erizada de dificultades, inaccesible á los profanos, le cautivó, gracias al feliz y sabio reparto que Dios hace de las aficiones y gustos, para que ningún altar se quede sin devotos y ningún santo sin su velita de cera.—Yo confieso ingenuamente el error en que caí. Al pronto, juzgando con arreglo á mis sentimientos propios, pensé que lo que interesaba á Bruck eran los ejemplares de mineralogía, los pedruscos bonitos; pero ví con sorpresa que mi colección, distribuída en las primorosas casillas del estante como joyas en sus estuches, no despertaba en él sino la curiosidad que produciría en cualquier aficionado á ciencias naturales, mientras las piedras de construcción, el vulgarísimo granito esparcido en la calle, fijaba sus miradas y le sumía en reflexiones profundas.

Desde entonces tuvimos asunto para discutir. Con mi doble instinto de mujer y de colorista, yo prefería, en el vasto reino mineral, los productos mágicos que sirven al adorno, á la industria y al arte humano, y describía con entusiasmo la eflorescencia rosa del cobalto, el intenso anaranjado del oropimente, la misteriosa fluorescencia de los espatos, que exhalan lucecicas como de Bengala, verdes y azules, los tornasolados visos del labradorito, semejantes al reflejo metálico del cuello de las palomas, la fina red de oro sobre fondo turquí del lápiz-lázuli, las irisaciones sombrías de la pirita marcial y de la marcasita; coloridos nocturnos, vistos en mi imaginación como al través de la roja luz de una gruta caldeada por las fraguas y hornos de Vulcano. Con la exigencia refinada del gusto moderno, que se prenda de lo exótico, ponderaba hasta las ponzoñosas descomposiciones del color, el moho verdoso del níquel, el verde manzana de los arseniatos, los extraños cambiantes del cobre; encarecía después el amarillo de miel del ámbar, las gotas de leche incrustadas en la roja faz del jaspe, la transparencia vaga y suave de las calizas, que parecen nieve mineral. Yo argüía, y para mí era argumento definitivo, que los colores más vivos, más brillantes, la mayor cantidad de luz atesorada en un cuerpo, no se encontraba ni en el cáliz de la flor, ni en el ala de la mariposa, ni en la pluma del pájaro, sino que era preciso buscarla allá en las entrañas del globo, serpenteando por sus rocas, clavada en ellas, hasta que la inteligencia humana la extraía tallando la piedra preciosa, ó refinando el petróleo para descubrir los matices espléndidos de la anilina.

Además de estas hermosuras incomparables del color de los minerales, me cautivaban y excitaban mi fantasía los peregrinos caprichos que en ellos satisface la naturaleza; citaba la luz fosfórica del cuarzo cambiante ú ojo de gato, las arenillas doradas de la venturina, los curiosos listones del ónice y sardónice, las vetas y dibujos varios de la familia de las calcedonias. ¿Dónde hay cosa más linda que el ópalo, con sus diafanidades boreales, como el lago al amanecer; que el hidrófano, que sólo brilla y se irisa cuando le mojan, lo mismo que una mirada cariñosa refulge al humedecerla el llanto; ó la límpida hialita, tan parecida á lágrimas congeladas? ¿Pues no es digna de admiración la singular birefringencia del espato de Islandia, la figura de X que se encuentra dentro de la macla ó chias-tolita, los magníficos dodecaedros del granate y las cruces prismáticas de la armotoma? Filigranas de la creación, caladas y alicatadas por el buril de los gnomos ó geniecillos de las cavernas subterráneas se me figuraban todos estos minerales, y así los alababa con sumo calor, haciendo sonreirse á Federico Bruck. Pero donde empezaban mis herejías anti-científicas era al declarar que tamaños portentos me parecían mucho más asombrosos después de que la mano del hombre completaba en ellos, con la forma artística, el trabajo oculto y paciente de las fuerzas creadoras.

Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud hasta considerarlo labrado por Fidias; el kaolin era barro grosero, y sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo; el brillante para temblar en un pelo negro; el basalto rosa para que en él esculpiesen los egipcios el coloso de Ramsés; el ágata, para que Cellini excavase aquellas copas encantadoras en torno de las cuales retuerce su escamoso cuerpo una sirena de plata. El arte, señor de la naturaleza, tal fué mi divisa.

Bruck afirmaba que estos gustos míos tenían cierta afinidad con los del salvaje que se prenda de unas cuentas de vidrio más que del oro nativo recogido en sus remotas cordilleras; y que lo verdaderamente grandioso y bello, con severa belleza clásica, en la tierra, no son esos caprichos del color ni esos jugueteos de la línea, sino las formas internas de las rocas, el plano arquitectónico, regular y majestuoso, de tan vasto edificio. Encarecía la magnitud de las anchas estratificaciones, que se extienden como ondas petrificadas del océano de la materia; los macizos y valientes pilares graníticos, fundamentos del globo, colocados con simetría solemne; las columnatas de pórfido y basalto, más elegantes que las de ninguna catedral de la Edad media. Sobre todo y aparte del especial deleite estético que encontraba en esa disposición sorprendente de las rocas, decía Bruck que le enamoraba ver escrita en ellas la historia del globo, de su formación, del desarrollo de sus montañas y hundimiento de sus valles.

Á simple vista, con una ojeada rápida, discernía la estructura de un terreno cualquiera, su yacimiento y su origen. Distinguía al punto las rocas eruptivas,—que parecen conservar en sus formas coaguladas indicios del misterioso hervor que las arrancó de los abismos del globo y las hizo rasgar su superficie, á manera de colmillos enormes,—de los terrenos de sedimento, cubiertos de capas y más capas lo mismo que de fajas la momia. Sabía por cuál secreta ley las rocas alpestres se levantan y parten en agujas tan atrevidas, puntiagudas y escuetas, mientras las sierras del mediodía de España se aplanan en chatos mamelones, figurando que una mano fuerte les impidió ascender y las redondeó con las redondeces de un seno turgente, henchido de licor vital.

Y cuando pudiese engañarse la vista, tenía Bruck para conocer, sin metáfora, el terreno que pisaba, una señal infalible, la presencia ó ausencia, en la roca, de ciertos restos fósiles, valvas menudas de moluscos, el carbonizado tronco de un planta, la huella de un helecho ó de un licopodio. De estos restos se encontraban muchos en los terrenos de sedimento, que son á manera de museo donde puede estudiarse la flora y fauna del tiempo—digámoslo así—del rey que rabió, mientras las rocas eruptivas se hallan vacías, agenas á toda vida, sin rasgos de organismos en sus mudas profundidades. Y aquí Bruck y yo volvíamos á disputar; porque mientras á mí me parecía digno de superior atención el terreno donde se tropiezan fósiles, él hablaba con el mayor respeto de esas rocas muertas, las primeras y más antiguas, verdaderos cimientos del planeta. Las otras eran unas rocas de ayer acá, que contarían, á lo sumo, algunos cientos de miles de años.

Yo no comprendía la preferencia de Bruck, porque siempre me agrada encontrar vida é indicios de ella. Los fósiles me hacían soñar con paisajes antediluvianos, con animalazos gigantescos, medio lagartos y medio peces. Bruck, al contrario, se remontaba á los tiempos en que el mundo, dejando de ser una bola de gas incandescente, comenzaba á enfriarse, y sus queridas rocas emergían, rompiendo la película delgada, la corteza del gran esferóide. En resumen, á Bruck le importaban poco las plantas, que son vestidura de la tierra; los minerales preciosos, que son sus joyas, y los fósiles, que son sus archivos y relicarios; sólo se sentía atraído por la anatomía de su monstruoso esqueleto.

Valía la pena de oirle defender esta afición. Extasiábase hablando de la unidad que preside á las formaciones de las rocas, y del poderoso y visible imperio que ejerce la ley en los dominios de la verdadera geología ó geognosia. Ahí es nada eso de que la corteza terrestre sea igual en el Polo que en la zona tórrida, y que mientras los infelices naturalistas y botánicos se encuentran, en cada clima, con especies diferentes, el martillo del geólogo en todas partes rompa la propia piedra! La piedra inmóvil, grave, uniforme, idéntica á sí misma, figurábasele á Bruck majestuosa. Á mí me daba frío, y... así como sueño. Pero que no lo sepa ningún geólogo, por todos los santos de la corte celestial.

Bruck no era un sabio de gabinete, ni se conformaba con ver los fragmentos y láminas de roca en las agenas colecciones ó en los museos, con su etiqueta pegada. Por valles, montañas y cerros, allí donde trazaban un camino, perforaban un túnel ó excavaban una mina, andaba Bruck con su caja de instrumentos, inclinándose ávidamente para ver, al través de la rota epidermis y de la morena carne de la gran Diosa, su osamenta formidable. Quería crear la geología ibérica, estudiar el terreno español tan á fondo como lo ha sido ya el francés, inglés y americano. Así es que cuando delante de Bruck nombraban alguna región de nuestra patria, Asturias, Galicia, Málaga, Sevilla, no se le ocurría nunca exclamar—«hermoso país!—costa pintoresca!—cielo azul!—¡qué poéticas son las Delicias! ó ¡qué bonito el Alcázar!»—como nos sucede á cada hijo de vecino; sino que las ideas que acudían á su mente y brotarían de sus labios si Bruck fuese locuaz, eran sobre poco más ó menos del tenor siguiente:—«terreno hullero—buen yacimiento de gneiss—terreno triásico—formación cuaternaria!»

He dicho que Bruck no pecaba de locuaz; pero, fiel á su oriundez anglo-sajona, era tenacísimo. Jamás se cansaba, ni se desalentaba, ni variaba de rumbo. Todos amamos nuestras aficiones, y, sin embargo, cometemos infidelidades; tenemos nuestras horas de inconstancia, y volvemos luégo á abrazarlas con mayor cariño. Hay días contados en que yo no quiero que me nombren un libro, en que lo negro sobre lo blanco me aburre, y en que diera todo el papel impreso y manuscrito por un rayo de sol, un momento de alegría, la sombra de un árbol, la luz de la luna y el olor de las madreselvas. Bruck no conocía semejantes alternativas; su amor por las rocas era, como ellas, firme, perenne, invariable.

Dos ó tres años hacía que no aportaba Bruck por mi país, y yo le suponía entregado á trascendentales investigaciones allá por las cuencas mineras de Extremadura ó por las alturas imponentes de los Pirineos, cuando una tarde se me presentó de la manera más impensada, enfundado en su traje habitual de hacer geología. El paño de su chaquet caía flojo y desmañado sobre su vasto cuerpo; una camiseta de color le ahorraba la molestia de ocupar el baúl con camisas planchadas; su sombrero, abollado, lucía una capa de polvo á medio estratificar; y como le ví que traía calzados los guantes, comprendí al punto que estaba de excursión, pues Bruck no usa guantes sino para el monte, dado que en la ciudad no hay peligro de estropearse las manos.

Preguntéle el motivo de su viaje. La vez anterior vino á examinar, en persona, la dirección de los estratos del gneiss en esta parte de la costa cantábrica; y ahora, con voz reposada, me dijo que el objeto de su expedición era verle el pié... honni soit qui mal y pense! á la sierra de los Castros.

—Pero cuidado que sólo á V. se le ocurre!... Estamos en Diciembre, se chupa uno los dedos de frío, y luégo el viaje en diligencia es entretenido de verdad! ¿Cómo no aguardó V. á la inauguración del ferrocarril, al verano, etc., etc.?

Explicó que no podía ser de otro modo, porque ya había llegado á un punto tal, que sin ver la base de la sierra, inmediatamente, no haría cosa de provecho. Bruck apuntaba metódicamente en cuadernos los resultados de sus observaciones, y luégo los daba al público, no en una obra extensa y monumental, sino de modo más conforme al espíritu analítico y positivo de la ciencia moderna, en breves monografías de esas que por Inglaterra y los Estados Unidos se llaman «contribuciones al estudio de tal ó cual materia,» folletitos concretos, atestados de hechos y labrados y cortados con precisión matemática, como sillares dispuestos ya para un edificio futuro. Cuando en mitad de uno de sus trabajos le ocurría á Bruck la más leve duda, la necesidad de exactitud rigurosa y veracidad extricta en sus asertos no le dejaba pasar más adelante; y no cociéndosele, como suele decirse, el pan en el cuerpo, tomaba el tren, la diligencia, lo que hubiese, y se iba á comprobar sobre el terreno sus datos. No se cuidaba de si las circunstancias eran favorables; lo mismo hacía rumbo á Extremadura durante la canícula, que á Burgos en el corazón del invierno.

Aunque Galicia no es tan fría como Burgos, ni muchísimo menos, el plan de verle el pié á la sierra de los Castros en Diciembre, no dejó de parecerme descabellado. La lluvia, incesante en tal época, la nieve, la escasez de recursos, la falta de esos hoteles diseminados por las cordilleras de otros países, donde el viajero se restaura, y mil y mil inconvenientes, se me ofrecieron al punto y los comuniqué á Bruck. Sin haber llegado nunca á sentarme en las faldas de la abrupta sierra, conocía mucho de oídas el país, y sabía que á veces, en tres ó cuatro leguas de circuito, no se encontraba unto para condimentar el caldo de pote, ni una arena de sal para sazonarlo. Mas ví al geólogo tan firme en su propósito, que lo único que pude hacer en beneficio suyo, fué darle una carta de recomendación para el cura de los Castros. Justamente este buen señor había sido algunos meses capellán de nuestra casa.

Dos epístolas recibidas algún tiempo después, completarán la historia del episodio que refiero. La primera de Bruck, del cura la segunda. Aquí las copio, para conocimiento y solaz del que leyere.


«Las Engrovas, 1.º de Enero.

»Mi distinguida amiga: no pensé empezar el año escribiendo á V. desde estas montañas; pero el hombre propone, y las circunstancias—ya sabe V. que soy algo determinista—disponen. Heme aquí en las Engrovas: ¿ha estado V. por acá alguna vez? Parece mentira, cuando uno se acuerda de esas Mariñas tan risueñas, tan alegres hasta en la peor estación del año, que Galicia encierre sitios tan agrestes y salvajes.

»Por supuesto que para mí son los mejores. Esa parte donde V. vive, es una tierra blanda, deshuesada, sin consistencia. Aquí encuentro magníficas rocas metamórficas, terrenos de transición, con todas sus curiosas variedades. Sólo me estorba mucho la vegetación feraz y compacta, que me impide reconocer bien el terreno. Espero que en el corazón de la sierra, las rocas se me presentarán en su noble y augusta desnudez.

»Me han asegurado que si me meto más en la montaña, me expongo á tropezar con manadas de lobos, á no encontrar dónde dormir. No me importaría si no estuviese calado; pero es tanta la lluvia que ha caído por mí, que el traje se me pudre encima. Dirá V. ¿y el impermeable? ¡El impermeable! Hecho girones, señora: los escajos, los espinos, las zarzas han puesto fin á su vida. Cuando llegue á la hospitalaria mansión del cura de los Castros, voy á pedirle que me ceda un balandrán ó cosa por el estilo, porque andar desnudo en Diciembre no es agradable.

»De la comida poco puedo decir á V.; yo suelo pasarme diez ó doce horas sin recordar que es preciso dar pasto al estómago; y cuando se lo doy, al cuarto de hora ya no sé lo que he mascado. No obstante, aquí noto que me falta lastre. Creo que hay días en que me alimento con un plato de puches de harina de maíz. Gracias si puedo regarlos con leche de vaca.

»En resumen, hambre, frío, sed de vino y café (de agua no es posible, pues el cielo la vierte á jarras); pero yo contentísimo, porque estas rocas valen un Perú, y su estudio arroja clarísima luz sobre diversos problemas que me preocupaban.

»Mañana me internaré en lo más despoblado y agrio de la región. Aprovecho la coyuntura de enviar al Ferrol esta carta, para que la echen al correo. Siempre á sus órdenes su amigo afectísimo

Federico Bruck
 


«Parroquia de S. Remigio de los Castros, 27 Febrero.

»Estimada señorita: le escribo para darle razón del señor forastero que V. se sirvió recomendarme en el mes de Diciembre del pasado año. Ese señor salió de las Engrovas el 2 de Enero, muy tempranito, á caballo, pensando llegar á los Castros á la mediodía. Yo nunca ví tanto frío, que mismo cortaba; hasta al consagrar parece que se me caía la partícula de los dedos; la noche antes heló mucho, y los caminos resbalaban como si estuviesen untados con sebo. Ese señor traía un chiquillo para tenerle cuenta de la caballería y llevarle una caja y no sé qué más lotes; y el chiquillo, que es hijo de mi compadre Antón de Reigal, me ha contado cómo pasó el lance. El señor se bajó del caballo á medio camino, en el sitio que llaman Codo-torto, y sacando un martillo comenzó á arrancar pedacitos de piedras, que se conoce que los ingleses, sabiendo que aquí hay oro, quieren buscarlo y acaso hacer minas. Piedras fueron, que se pasó así toda la mañana, hasta que el chiquillo, cansado de esperar y no viéndolo por ninguna parte, y muriéndose de ganas de comer, tuvo la debilidad de venirse á los Castros solo, y el caballo detrás, muy pacífico. Luégo, cuando el rapaz vió que se hacía de noche, y que no parecía su amo, vino llorando á contarme el lance.

»Como, según el chiquillo, ese señor se encaminaba á mi casa, en seguida me dió la espina de que sería algún amigo ó pariente de V.; llamé á tres feligreses, les hice encender fachucos de paja bien retorcidos para que durasen, y nos metimos por la sierra, busca que te buscarás al viajero. ¿Dónde le fuímos á encontrar? En el despeñadero de Codo-torto, que lo rodó de una vez, señorita, y pásmese, no se mató, sólo se rompió una pierna. Le trajimos en brazos como se pudo, y gracias al algebrista de Gondás, ¿no sabe V.? aquel hombre que cura toda rotura y dislocación sin reglas ni sabiduría, con unas tablillas, unos cordeles y siete Ave Marías con sus Gloria Patris, no tendrá que gastar muleta el señor de Brús ó como se llame, aunque siempre al andar se le conocerá un poquito.

»Yo y mi hermana la viuda, lo cuidamos lo mejorcito que supimos, que nos dió mucha lástima; es un señor llano y parece un infeliz. Lo peor de las horas que pasó solito, dice él que fueron unos lobos que le salieron y que los espantó encendiendo fósforos. Á pesar de la desgracia, asegura que no le pesó venir á la sierra. Se conoce que la mina de oro promete. Tendrá la bondad de dar un besito á los niños, y de saludar con la más fina atención á los señores y mandar á este su reconocido servidor y capellán

q. s. m. b.
José Taboada Rey
 

Moraleja.—De cómo por verle los huesos á la tierra, rompió Bruck sus huesos propios.

Una Voz

No se sabía nada de aquel atrevido hidalgo aventurero que, con propósito de mejorar de fortuna, emprendió viaje a las Indias, dejándose en el dormido poblachón castellano a su mujer, doña Claudia, hermosa y moza, y a dos hijos, muy pequeños entonces, pero que irían creciendo y sería preciso establecer. Y la esposa, desamparada, se marchitaba en la soledad tétrica del caserón solariego, labrando e hilando, en compañía no más de una dueña caduca, que daba vueltas al huso entre sus dedos secos como sarmientos negruzcos, y gemía bajito, porque la acuciaba el reuma, metido en los huesos y mal cuidado.

Los niños pudieran ser la única alegría de la abandonada; pero como nunca un mal viene solo, los niños antes daban pena que gusto, por ser el mayor corcovado, y la segunda una especie de pájaro antojadizo, que no guardaba el recato indispensable desde la niñez a las damas, y escapándose de casa todo el día, por la noche volvía rota y cubierta de polvo y briznas de paja, pues se pasaba las horas jugando al toro y a la rayuela con la chiquillería en las eras del trigo. Era inútil que su madre la reprendiese y aun la castigase; era tiempo perdido el intentar encerrarla. El mismo afán de libertad vagabunda y de horizontes anchos que realmente había arrebatado al padre del hogar, sacaba a la hija de su morada grave y llena de nostalgias, empujándola al correteo, a la actividad, a la travesura. Tenía ya diez años y no acataba a su madre.

Y no venían noticias. Doña Claudia, poco a poco, desmerecía; su cara de rosa mañanera se había vuelto del color de los ciriales. Sentimientos extraños, indefinibles, la obligaban a suspirar por la tarde, a la misma hora en que don Juan de Meneses, su dueño y señor, había partido. ¡Siete años sin escribir, sin dar razón de sí! Probablemente ya no estaba en este mundo… Y ante la hipótesis, no sabía la esposa si era pena, si era un incomprensible alivio lo que experimentaba allá dentro… ¡Y no existía manera de cerciorarse! Aquellos países tan lejanos, todavía semifantásticos, se tragaban a la gente; la huella se perdía; podía ser el mar, podía ser la macana del salvaje… Ninguno de los que regresaban había oído hablar de don Juan de Meneses. La señora, cada día más descolorida, cada día más cansada, hilaba lentamente, lentamente, cual si la lana merina que iba retorciendo fuese su propia vida, gris, dolorosa, sombría, como los aposentos de desconchadas paredes y carcomido mobiliario.

Cuando salía a misa temprano, muy rebozada en su manto de tafetancillo, raído y gastado en los dobleces, notó doña Claudia que un hombre la seguía, la miraba, buscaba sus ojos, la ofrecía el agua bendita. Y era garrido; era el hermano del cura, muchacho galán, bachiller de Salamanca… El corazón de la dama se sobresaltó de inquietud, de miedo a querer, a esperar felicidades.

Por efecto de este mismo terror, desde el anochecer atrancaba la puerta y cerraba las maderas de las ventanas, defendidas por rejas de curiosa labor, como si las tales rejas la atrajesen, y evitase la tentación de asomarse a ellas a la hora en que la luna arranca esencias a las flores y desasosiega las almas solitarias y melancólicas…

Algunas noches creía oír que una pedrezuela rebotaba contra los hierros. Entonces se arrebujaba en las sábanas. Mas fue lo peor que por las tardes una canción enamorada, entonada por una voz juvenil, empezó a venir de las verdes eras, a espaldas del caserón; y no sería gañán el cantor, porque nada se diferencia como las voces de los gañanes y las de los caballeros… Caballero y enamorado debía de ser quien así cantaba, y doña Claudia, temblorosa, escuchaba aquellas finezas, quejas y conceptos… Escuchar no es pecado; y, por otra parte, ¡si su señor no viviese ya! Si allá, en las malsanas regiones, una cuartana, un mal pernicioso, una herida…

Fue la vieja quien acabó de quitar escrúpulos. No se sabe por qué, tal vez por guisar lo que ya no pueden comer, las viejas adoban untos de amor, del amor que es para ellas paraíso perdido…

—Salí a la reja, mi señora, que está el galán, que habrá que valerle con la Santa Unción si vos no le valéis…

Y como doña Claudia alegase una vez más sus deberes, afirmó la dueña:

—Muerto es mi señor, tan muerto como mi abuelo, que Dios haya… A fe que su alma se me ha aparecido ya dos o tres veces pidiendo misas… Sí, para misas estamos; así tuviésemos que yantar en abundancia…

Quedó la bruja en concertar la entrevista en la reja. La tarde de aquel día doña Claudia pareció animarse, como si tuviese fiebre de gozo. Se rizó el pelo y se colgó una patena de oro, puliéndose las manos y esparciéndose esencia de clavo en las ropas. Su hijo, el corcovadito, que tenía muy despejado entendimiento y comenzaba a estudiar latín, la miró con admiración y recelo. Las ánimas soñaron en la iglesia mayor. Y, al mismo tiempo que el toque solemne, se oyeron las rebotadas de un caballo, el choque de sus herraduras sobre los desiguales guijarros de la calle, y en el portón, que la dueña acababa de cerrar, sonó un aldabonazo grave, violento, enérgico, de amo de casa…

Doña Claudia palideció y juntó las manos… No se sorprendió, sin embargo, poco ni mucho. Lo encontraba natural: algo allá, en lo recóndito de su conciencia, no cesaba de repetir que don Juan vivía. Bajó las escaleras con piernas trémulas y ordenó a la dueña que alumbrase, que abriese. Despavorida, la vieja obedeció. El candelero de azófar oscilaba en sus rugosas manos.

—¡Válgame Nuestra Señora! ¿Y quién es que así aporrea? —preguntó malignamente.

Porque don Juan venía desfigurado, era otro. Moreno como un puchero de barro, grises las barbas y asimismo el cabello, cubierto un ojo con una viserilla a lo Éboli —se lo había vaciado una flecha—, apenas le reconocía su esposa, sublevada de pronto, ansiosa de negar que aquél pudiese ser su dueño… Pero don Juan habló…, y la voz… ¡la voz!, ¡lo que perturba, lo que cautiva, lo que engendra odio o ternura, confirmó la identidad del marido!…

—Seáis bien hallada, doña Claudia… Marché sin dineros y vuelvo rico. Nuestra casa va a recobrar su esplendor. ¡Hermosa os encuentro! ¿Y mis hijos?

—Viven, señor, están sanos; subid —murmuró la dama, dejándose estrechar por el recién llegado.

Subieron. Detrás del hidalgo venía un escudero sobre una mula, y en pos otra mula de bagaje, abrumada de cajas y cofres atestados de riquezas, oro, plata y pedrería.

—Si me avisaseis, hubiese ido a Sevilla a recibiros.

—¿Avisar? No es de cuerdos. ¡Conviene a todo varón prudente llegar sin que le aguarden!

Y sonrió un poco, porque veía satisfecho que todo estaba bien en orden, y su casa al anochecer cerrada y muda, como conviene al decoro y al recogimiento. La virtud se mostraba en todo, hasta en la humilde y escasa cena que poco después le sirvieron, excusándose… Carnero, una ensalada…

—Ahora tendréis más rica mesa, doña Claudia, y vestiréis terciopelos, y os colgaré arracadas y patenas mejores que esa mísera. Y habrá servidumbre, y plata en que comer y tapices para las paredes, y mi hijo será un gran señor, como cumple a su linaje. A mocedad trabajosa, honrada vejez. A descansar vengo, y a disfrutar de lo ganado…

Al otro día no se hablaba en todo el pueblo sino de la gran suerte de doña Claudia. ¡Tales magnificencias traía el indiano! Y la envidia sustituyó a la lástima.

¡Bien se podía aguardar y sufrir, a trueque…!

Sólo ella misma sabía por qué su espíritu andaba más acongojado todavía que antes… Era que echaba de menos una voz y una canción.

Vampiro

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.

—¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? —preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche —la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce— se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío —repetía—, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta —mayor que el causado por la boda aún— cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

—Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió —¡lástima de muchacha!— antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.


«Blanco y Negro», núm. 539, 1901.

Vendeana

(De vieja raza).


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora…!

Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L’Hermine, y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás, temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.

Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de L’Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!

Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Ésta, en cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero… ¿y la honra?

Por espacio de largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo, sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: «Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».

Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa, en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance. Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una sonrisa tranquilizadora, de inteligencia… Y ya llegaban; todo iba a consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su cuchilla de acero…

Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial, hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas, provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del suplicio. «No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos. Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura del su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo…, pero, por los resultados, se adivina.

Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo, cogió brutalmente a la señorita de L’Hermine por el talle, por donde pudo, y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada, contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite…

El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa de L’Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte, pensaba con satisfacción heroica:

«¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!».

Vengadora

En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:

—¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.

Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:

—Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.

Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...

Sólo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:

—Gracias, señor; mil gracias.

Confuso, disculpé mi rasgo:

—Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?

—¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.

Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:

—Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.

Hojeé el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de tipos pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un borriquillo, un paleto...

—¿Es usted artista?

—Muy poco...; mera afición... Por mi oficio: soy «tipógrafo». Trabajo..., es decir, trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.

Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas estaban tan húmedas de gratitud al encontrarse con las mías, que pensé: «Por un momento eres dueño de esta mujer. Aprovecha este instante y sorprende su alma, desdeñando el barro que la envuelve; es más gloriosa siempre una conquista del espíritu.» Con diplomacia suma, murmuré, inclinándome:

—No. Temo que crea usted que quiero cobrarme de tan insignificante servicio como el que tuve la suerte de prestarle...

La extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluido, se esparció por su marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de ilusión, de agradecimiento pasional ante frases de galante respeto, que acaso por vez primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al corazón, y, fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo expresivo, afanoso. La voz de plata se elevó conmovida:

—Pues prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez, después de oírme, ya no me tendrá nunca por una espía.

Solícito, y demostrando rendimiento, me acerqué, no sin arrojar antes el cigarro que acababa de encender en aquel instante.

—No soy espía —declaró ella lentamente—, y no puedo serlo porque detesto el sentimiento patriótico, opuesto a la fraternidad universal. La guerra entre naciones... la repruebo. ¡Los pobres, luchando y muriendo...; los poderosos, recogiendo el honor y el fruto!... Sin embargo, señor..., a esa gente que me insultaba la perdono; comprendo su ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué pensarían si supiesen...?

Aquí se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios, me recomendó discreción acerca de lo que iba a revelar.

—Si supiesen... que vengo trayendo un ramo de oliva al través del Atlántico..., a proponer la alianza de los oprimidos y los miserables de allá a los de aquí. Mi conocimiento del español, debido a que pasé años de mi niñez en Méjico, hizo que me escogiesen para esta misión... He explorado el terreno en las comarcas obreras y mineras...

Después de breve pausa:

—Va usted a oír una cosa rara... En España casi he perdido la fe, «mi fe»... No veo la urgencia de ciertas medidas que «allá» aplicaremos inmediatamente, antes que crezca el monstruo del militarismo y la fuerza nos subyugue. Aquí no existen esas horribles desigualdades, esas colosales desproporciones entre la suerte de los hombres. Aquí no noto la tiranía del dinero ni la insensatez del gastar y del gozar, basada en la brutalidad ciega del millón de millones. Aquí no hay Cresos que, como nuestro Rockefeller..., ¿no sabe usted?, el rey del petróleo..., o Astor, el rey de las minas..., sudan oro y se burlan de Dios... En nuestro país domina la abominación de la riqueza..., se alza el ídolo de metal..., y allí, y no aquí, es donde la justicia debe hacer su oficio... ¡Y justicia haremos! ¡Se lo prometo a usted! ¡Y pronto! ¡Ah! ¡España! Yo la adoro... Es muy pobre, muy noble, muy simpática, muy sencilla... ¡Nada contra España! Este será mi consejo, señor... Aquí no he encontrado la miseria negra... No siento impulsos de destruir..., ¡y soy feliz, tan feliz! ¡Si usted supiese...!

Irradiaban las pupilas de la sectaria, y su pecho liso y sin morbidez anhelaba, palpitaba de entusiasmo. Comprendí el error que había hecho confundir a la fanática de la Humanidad con la fanática del patriotismo; a la «insatisfecha» con la espía. Entre tanto, el tren avanzaba, tragando estaciones, y caía voluptuosamente la bella tarde de mayo; olor de hierbas y matas florecidas entraba por la ventanilla abierta, y ya la luna, dibujando sobre el verde vino y el oro amortiguado del cielo su ligera segur de plata, añadía un toque poético a la deliciosa paz de la Naturaleza, indiferente a nuestras agitaciones y nuestras luchas, a los grandes dolores colectivos o individuales... Mi compañera había enmuedecido, y vuelta, contemplaba el paisaje: nos acercábamos al cruce; casi nos deteníamos... Ella se encaró conmigo, y exaltada, en pie ya para bajarse, repitió:

—¡España! ¡Qué hermosa! ¡Vivir aquí..., vivir aquí!

En rápido e imprevisto arranque, sentí su cara pegada a la mía, el calor de sus mejillas halagando mi sien... Después empujó la portezuela, y al saltar al andén, siempre muy agarrada a su raído saquillo, todavía me gritó con la solemnidad de misteriosa promesa y el ceño fruncido por sombría amenaza:

—¡Adiós!... ¡Vuelvo allá..., vuelvo a mi tierra!


«Blanco y Negro», núm. 370, 1898.

Vida Nueva

Ángela entró: llegóse al espejo, dejó resbalar el rico abrigo de pieles; quedó en cuerpo, escotada, arrebolada aún la tez por la sofoquina del sarao, y se miró, y expresó en la cara esa rápida, indefinible satisfacción de la mujer que piensa: «¡No estoy mal! Lo que es hoy parecí bien a muchos.»

Fue, sin embargo, un relámpago aquella alegría. Se nublaron los ojos de la dama; cayeron sus brazos perezosos a lo largo del cuerpo, y subiendo con negligencia las manos, empezó a desabrochar el corpiño. Antes del tercer corchete, detúvose: «Le aguardaré vestida —pensó—. Al cabo, hoy es noche de Año Nuevo. ¿Será capaz de irse en derechura a su cuarto?»

Cuando Ángela, resuelta ya, volvió a subir el abrigo y se reclinó en el diván para aguardar cómodamente, su corazón brincaba muy aprisa, y tumultuosas sensaciones hacían hervir su sangre y estremecían sus nervios. «También no es suya toda la culpa —pensaba, acusándose a sí propia, táctica usual en los desdichados—. Yo he dejado que las cosas se pusiesen así. Veo que desaparecen las costumbres tan monas de la luna de miel..., y transijo. Veo que se establecen otras secatonas, vulgares... y resignada. Veo que empezamos a salir cada uno por su lado... y no me atrevo a quejarme en voz alta. Veo que sólo nos hablamos a las horas de comer... y me da vergüenza de presentarme triste o furiosa. Esto no puede ser; algo he de poner de mi parte. La dignidad es cosa muy buena, sí, muy buena...; pero cuando se sufre y se rabia, y se le pasan a uno por la cabeza tantas ideas del infierno en un minuto, ¡valiente consuelo la dignidad!»

No era Ángela de las mujeres que lloran a dos por tres. Al contrario: aborrecía las lágrimas y los pucheros. Sin embargo, al concluir el soliloquio, sospechó que tenía los ojos húmedos... y, despechada, los frotó con el pañolito de Alençon que llevaba escondido en el pico del corselete. «El caso es —pensó, impaciente— que voy a tener plantón para rato. Me he venido tan temprano, sin querer tomar ni una taza de té... ¿Qué hora será?»

Como respondiendo a la pregunta de su dueña, el reloj de bronce dorado produjo esa ligerísima trepidación que anuncia que va a dar la hora, y empezó a darla, clara, argentina y delicadamente. Ángela contaba ansiosa: «Una, dos, tres, cuatro... No cabe duda, las doce... ¡Ha muerto un año, y el siguiente empieza al vibrar la última campanada!»

Ángela se levantó. El tocador, que precedía a la alcoba, se encontraba alumbrando solamente por las bujías que ante el espejo encendiera la doncella al retirarse. Otro espejo mayor, el del tremó, colocado enfrente, reflejaba las lucecillas en su ancha luna y fingía, allá en el fondo de la estancia, titilaciones vagas de objetos, movimientos de cortinajes y formas extrañas de muebles, que se prestaban a cualquier capricho de la imaginación. Ello es que Ángela, exaltada, materializó, por espacio de algunos segundos, la imagen del año que se iba y la del que venía. Los vio tal cual los pintan en alegorías y almanaques: el que se iba, centenario de luenga barba nívea, de agobiado espinazo, de trémulas manos secas, apoyado en nudoso bastón, envuelto en burdo capote gris, del gris acuoso de las nubes; y el que venía, rollizo bebé, en camisa, hoyoso, carrilludo, colorado, juguetón de pies, acariciador de manos, con luz del cielo en los ojos azules y rosas de primavera en los labios, que aún humedece la ambrosía de la leche maternal...

«A la verdad —pensó Ángela—, nene, eres muy lindo...; pero me gustarías más si tuvieses la cara de mi José Luis. ¡Año nuevo, añito nuevo, de poco me sirves si no traes vida nueva!... Mira, añito, que estoy determinada: o me la traes, o... ¿para qué quiero la que tengo?», exclamó casi en voz alta, cubriéndose el rostro con las manos y dando rienda suelta a sollozos roncos, rugidos de leona.

De súbito se enderezó; echó atrás la cabeza, brillaron sus ojos, se inflamaron sus mejillas... No cabía duda: sus pasos. Aun pagados por la alfombra, ¡cómo resonaban en el alma!¡Sus pasos!... ¡Tan temprano!... ¡Tan oportunamente!... ¡Con tal acierto amoroso!... ¡Al dar las doce de la noche, la primera hora del año!

Ángela se precipitó a la puerta a tiempo que ya la empujaba José Luis. Su mujer le recibía con loco abrazo, olvidando toda la estrategia de coquetería que momentos antes combinaba para dar la batalla decisiva y recobrar, o saber si había perdido de veras, al amado esposo. ¡Rara coincidencia! Diríase que un pensamiento mismo o una misma necesidad de afecto puro, fuerte, sincero, ardoroso, impulsaba a ambos cónyuges, a una misma hora, a soltar la cadena por donde la habían roto desde tiempo atrás la indiferencia y el cansancio del varón. ¿Qué ocultos móviles determinaban la conducta de José Luis! ¿Desengaños y heridas fuera, que le llevaban a buscar calor dentro! ¿O, pensando más cristianamente, ritornelos de un amor no muerto, aunque adormecido? Lo cierto es que, desde el primer instante, vio y sintió Ángela que no era necesario atizar el fuego, pues conoció su intensidad en las ternezas y halagos, en las balbucientes palabras y hasta en el propio silencio del marido, que con dulce violencia la arrastraba al diván, y recostaba en los hombros de raso de la dama una frente tersa y juvenil, cubierta de pelo negro, cuyo aroma conocía Ángela tan bien que sus vagas emanaciones le causaban delicioso escalofrío.

La alegría prestó resolución a Ángela, y su corazón, antes cerrado, se abrió como se abre una flor de estufa en la templada atmósfera que prefiere. Durante un intermedio de venturosa languidez se desató su lengua, tuvo valor para quejarse de lo pasado, y dijo su soledad, su abandono en medio del desierto social, su desesperación muda, sus oscuras meditaciones, sus lágrimas sorbidas, sus protestas silenciosas y hondas... José Luis sonreía, mostrando los dientes blancos entre la limpia y sedosa barba, y contestaba con halagos, con risas, con graciosa mímica tierna y aduladora:

—Hoy empieza Año Nuevo, ¿sabes? —suspiraba ella, vehemente, anhelosa, menos embriagada con la realidad que embebecida en la esperanza—. Año nuevo, vida nueva... ¿Verdad que sí?¿Verdad que no volverán días como esos del año pasado, tan largos, tan fríos, tan horrorosos? ¡Ese año maldito tuvo lo menos dieciocho meses! ¡Anda, dime que no volverán!... Vida nueva...

—¡Vida nueva! —repitió él, festivamente, ayudando, con gentil desmaña, a desceñir el elegante corselete de terciopelo rosa que rodeaba el talle de su mujer...

A la mañana siguiente, Ángela despertó antes que la doncella abriese las maderas: ardía aún la lamparilla tras los vidrios de colores que protegían su luz, y en tibio ambiente quedaban indefinibles rastros de la emoción, de la ventura pasada. Ángela miró a su alrededor; se vio sola; y seria, reflexiva, sacudiendo el sueño, se incorporó sobre el codo. «Unas horas felices, sí; ¡pero después!... Él se reía; ¡cómo se reía con aquello de vida nueva!... ¡Pobre de mí! No hay que soñar... Hoy empieza un año que será lo mismo que el otro... Hice mal en estar tan cariñosa... ¡Bah! Si el caso volviera a presentarse..., ¡estaría lo mismo! Año nuevo, ¡embustero!, me has engañado...»

Al pensar así, creyó Ángela que en las cortinas que cerraban el paso al tocador se agitaba una figurilla... La escasa luz no le permitió distinguirla claramente; pero la figurilla apartó las cortinas, y Ángela no pudo dudar. Era el Año Nuevo, el chiquitín, riente, rubio, fresco, con su camisilla de encajes, su gorrito de batista... Debajo del brazo traía una cuna dorada, con lazos de cinta azul. También él reía, como José Luis, pero reía a carcajadas, con la risa deliciosa de la primera niñez, que vierte chorros de inocencia divina y amenazaba con el dedito a la dama... Hasta fantaseó ella que el nene pronunciaba palabras sueltas, en media lengua confusa: «¡Tonta!... Yo necesito... ¡Vida nueva!... ¡Si..., yo..., vida nueva!... ¡Yo!...»

Ángela juntó las manos. Sus ojos se dilataron, su pecho se alzó para respirar ansiosamente; un ola de misterioso júbilo ascendió, desde las profundidades de su ser, al rostro, transfigurado por extática beatitud.

—¡Un niño! —murmuró, temblando.


«El Liberal», 1 de enero de 1893.

Vidrio de Colores

Esto sucedía en los tiempos en que la Fe, extendiendo sus alas de azur oceladas de vívidos rubíes, cubría y abrigaba con ellas el corazón de los mortales; en que la Esperanza, desparramando generosamente las esmeraldas que bordean su regia túnica, al punto hacía renacer otras más limpias y transparentes; en que la Caridad, apartando con ambas manos los labios de su herida, descubría sus entrañas de pelícanos para ofrecer sustento a la Humanidad entera.

Esto sucedía cuando las ojivas, esbeltas y frágiles como varas de nardo, empezaban a brotar del suelo, y los rosetones a abrir sus pétalos de mística fragancia; cuando por las aldeas pasaban hombres vestidos de sayal y con una cuerda a la cintura, anunciando segunda vez la Buena Nueva, y por las calles de las ciudades, en larga y lenta procesión a la luz de las antorchas, cruzaban los flagelantes, de espaldas desnudas acardenaladas por los latigazos, y las piedras de los altares se estremecían al candente contacto de las lágrimas de amor que derramaban las reclusas.

Esto sucedía, sin embargo, en una metrópoli de la Francia meridional, en la floreciente Tolosa, donde, en vez de la devoción y el temor de Dios, reinaban la impiedad, la molicie y el desenfreno. Un alma pura sólo motivos de escándalos encontraría allí. La herejía, insinuándose y dominando las conciencias, había traído de la mano la licencia y el vicio, y lo mismo en Tolosa que en Beziers y Carcasona y en todo el país de Alby, no oyerais resonar los rezos, sino los afeminados acordes del laúd y la viola y las endechas de los trovadores.

Y no vierais penitentes de carnes ennegrecidas por las disciplinas, sino mancebos de justillo de terciopelo y mujeres vestidas de joyante seda, con el rostro encendido y el cabello suelto bajo el círculo de oro que lo ceñía a las sienes. Mujeres que, incitadoras y lánguidas, respirando una flor, permanecían en los jardines hasta entrada la noche, platicando de gay saber o de amoríos, lo cual viene a ser platicar de lo mismo, porque la poesía no es sino voz de la tentación, que a la vez embriaga los sentidos y prende con redes de oro el espíritu inmortal.

Y es de saber que en todo aquel país la religión estaba olvidada y vivían en amigable consorcio las más diversas castas de pecadores y de incrédulos, y se ostentaba en múltiples formas repugnantes la herética pravedad.

Allí se refugiaban los pérfidos judíos —perseguidos doquiera menos allí—; allí pululaba todo linaje de sectas, en promiscuidad indiferente y vergonzosa, como fieras de distinta especie encerradas en una jaula misma. Pero los que preponderaban, los que extraviaban al pueblo y a los señores, pegándoles la lepra de las malas doctrinas, eran ciertos sectarios que en aquel país habían arraigado desde muy antiguo, como cizaña en heredad trigal.

Estos herejes, de índole contumaz y maligna, eran continuadores de ciertas nefandas doctrinas propagadas desde del siglo II de la Iglesia. Tal herejía se llamó «maniqueísmo», y fue su martillo el africano Agustín.

Los sectarios de la malvada doctrina, en vez de adorar a un solo Dios, Criador del Cielo y de la Tierra, daban culto a dos principios: uno que causa el bien; otro mucho más poderoso, que es origen del mal; de suerte que venían a ser adoradores del demonio o antiguo dragón, y seguían sus huellas negando la obediencia, la sumisión y el respeto a todo poder, y siendo así precursores de otras herejías peligrosísimas que, en el terreno histórico, habían de llamarse revoluciones.

Ocurrió, pues, que un varón de Dios, inflamado en santo celo, apiadado de las muchas almas que diariamente caían al horno infernal en aquella desgraciada ciudad de Tolosa —fray Filodeo, de la naciente y animosa Orden de los Hermanos Predicadores, que aquí nombramos dominicos, en memoria de su fundador, Domingo de Guzmán—, resolvió ir a Tolosa y predicar en la plaza pública, retando a los herejes a que disputasen con él, para convencerles a fuerza de irrefutables argumentos, demostrándoles que vivían esclavos del error y juguetes del espíritu maligno, que los burlaba y los perdía.

Era fray Filodeo un hombre evangélico, de columbina inocencia, pero de agudo intelecto, alumbrado por una especie de aurora de la doctrina que después enseñó el divino Tomás, el gran Buey mudo. Y su dialéctica robusta y armada de punta en blanco sabía acorralar y confundir a sus adversarios, obligándoles a reconocerse vencidos.

Desde el instante en que fray Filodeo puso el pie en Tolosa, sintió una turbación extraña. Aquel aire perfumado y seco, con rachas de solano abrasador, le oprimía; aquellos rostros alegres, picarescos y burlones; aquellas mujeres, que sonreían echando el cuerpo fuera de las ventanas enramadas de jazmín; aquellos hidalgos de bizarro atavío, que le miraban con cierta diferencia compasiva; aquella gente empedernida, que parecía de antemano burlarse mansamente de la palabra de Dios, todo causó al justo Filodeo dolorosa confusión y desaliento profundo.

Como se filtra el arroyuelo por la candente arena, su entusiasmo se filtraba al través de su espíritu. Asustado de su propia sequedad, Filodeo se arrojó a los pies de una imagen de la Virgen, una efigie de plomo de la cual no se separaba nunca, y pidió que le fuese devuelta la energía y que su voluntad no desmayase ni cediese. Aquella misma noche supo que aceptaban su reto, y que discutirían con él en la plaza pública tres de los herejes más afamados. Uno era el doctor en leyes, Arnaldo; otro, el canónigo Herberto, y el tercero, Renato, el trovador cuyas canciones disolutas, procaces y mofadoras contra el Pontífice romano, se cantaban en todas las plazuelas de Tolosa. Para luchar con tres combatientes de tal brío, bien necesitaba fray Filodeo poderosa asistencia divina.

Al subir al día siguiente al tablado, en derredor del cual hervía un gentío inmenso, el fraile llamó en su auxilio toda la ciencia aprendida, toda la habilidad polémica que le habían hecho tan famoso, y prevenido y resuelto aguardó.

Entablóse la disputa, pero desde el primer instante fray Filodeo se dio cuenta de que en el torneo iba a ser desarzonado. Argüían por turno sus tres enemigos y desbarataban con infernal malicia sus razonamientos mejores, sus pruebas más fuertes. Arnaldo, con habilidad perversa de leguleyo corrompido, hecho a sostener indistintamente el pro y el contra, retorcía y desfiguraba las cuestiones. Herberto, sirviéndose como de un puñal de ciertos pasajes de la Escritura, los adaptaba a su error y le prestaba el rostro resplandeciente de la verdad.

Y Renato, sazonándolo todo con la corruptora sal de su ingenio, clavaba el aguijón de su ironía hasta el alma del campeón de Cristo. Escuchaba éste alrededor del tablado murmullos de mofa y carcajadas argentinas de mujeres, y un sudor glacial brotaba de su frente y un abatimiento mortal penetraba hasta la médula de sus huesos. Estrechando los brazos contra el pecho, sintió el realce de la efigie de plomo. Un destello de luz clara, inmensa, alumbró su mente. Encarándose con sus adversarios, les dijo en voz que retumbó por todos los ámbitos de la plaza:

—La razón humana es falible; la inteligencia, una chispa que apaga cualquier soplo de viento. Me confieso vencido en la disputa. Vuestra sabiduría, vuestro entendimiento, son mayores. Yo no encuentro ya en mí mismo recursos para defender la justicia. ¡No os alegréis, que no por eso me rindo todavía! Pues sostenéis que el mal es más poderoso que el bien, llamadle en vuestra ayuda. Una prueba, la primera y última, y me entrego. Traed tres copas llenas de vino, y que una sola venga envenenada. Sin moverme de aquí, sin acercarme a las copas, os diré cual de ellas encierra la ponzoña. Y si me equivoco, hacédmela beber.

Ante lo terrible de la prueba, enmudeció el gentío, mientras los tres sofistas, haciéndose guiños de inteligencia, corrían en busca de las copas.

Por el camino convinieron en la más divertida farsa. Envenenarían las tres, y así que fray Filodeo señalase una, se reirían de él a carcajada tendida. Así lo pusieron por obra. Al colocar sobre una mesa, en el tablado, a vista de todo el concurso, la copa de oro, la de plata y la de barro llenas hasta el borde del rojo vino de la Provenza, vieron que el dominico, que tenía los ojos fijos en el cielo y rezaba entre dientes, volvía de pronto la mirada hacia las copas y gritaba con fuerza terrible:

—Siervos de Satanás, ¿creéis engañarme? ¡Las tres copas traen veneno, como vuestras tres almas están en poder del demonio!

Y el atónito gentío y los aterrados herejes vieron surgir de cada copa algo que se movía, que ondulaba, que se erguía y latigueaba furiosamente, y que por fin se lanzaba fuera en dirección de los tres adversarios de fray Filodeo, mordidos a un tiempo por una víbora, de esas víboras negriazules que aún hoy suelen enroscarse en Alby al tobillo del campesino descuidado.

La dureza de corazón de aquel país era tanta, que a pesar de este prodigio no se convirtió, y fue casi destruido por los cruzados de Simón de Monfort en las guerras llamadas de los albigenses.


«Blanco y Negro», núm. 338, 1897.

Viernes Santo

Fué el cura de Naya hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el atroz sucedido, o, por mejor decir, la cadena de sucedidos atroces, que apenas creería yo a no coincidir y explicarse perfectamente por el relato del párroco las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la expresión de la fisonomía ingenua y jovial del que narraba.

«Ya sabe usted—dijo—que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé cómo serán los de otras partes; pero vamos, que los de por acá son de patente. Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana, que traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se quiere meter en pocos belenes, porque ya no lo ahorcan por treinta mil duros; y Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama, según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja, ja…!

Faltando o poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted bien habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si usted me pregunta cómo consiguió Lobeiro apoderarse de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en nuestro siglo y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, y no hay que echar baladronadas: yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un raposo. Uno estima la piel, y aun más que la piel, la tranquilidad, si a mano viene.

A veces me ponía a discurrir, y decía para mi sotana: este rayo de hombre, ¿en qué consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendo cuanto se le antoja, pidiéndole permiso hasta para respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?—Pero mire usted: todo eso de leyes es nada más que conversación. Los magistrados están lejos y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener asegurada la mecánica de las elecciones, y al que le amasa los votos le entrega desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado y por la Castellana, sin cuidado les tiene que aquí nos am… ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a soltar un disparate.

Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, ya era un hombre antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el Pico Medelo, que siempre anda embozado en brétemas. Lo único a que ponía un semblante como las demás personas, era a su chiquilla, su hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La madre fué en tiempos una buena moza; pero la rapaza… ¡qué comparación! Un pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules como dos estrellas… ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí con ella el día del patrón de Boán! Porque a la criatura la rebosaba la alegría, y Lobeiro, al oirla reir, cambiaba de aspecto: se volvía otro hombre.

Sólo que, por desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir al uno, empapelar al otro, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos da Portela, doctor en teología campestre? Pues el tipo del secretario que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, llenarlo de vejaciones y disputarle la triste corteza de pan, amasada con su sudor, único alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía con Lobeiro; hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se impone. Empezara por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el Ayuntamiento a mansalva; trabucos de cuentas, recargos de contribución, repartos ad líbitum, y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero.—Andrés, ¿adónde vas con el cuxo? Feria hoy no la hay.—¿Qué feria, ni feria, señor abad?—¿Pues entonces—señor abad, por el alma de quien le parió no diga nada. Es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no lo entrego me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.—Y el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su ganado! Dar aquel ternero, era en plata dar las telas del corazón.

Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres: y no por virtud, sino porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida! Una hueste organizada en toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el instrumento fuera un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más del tiempo se lo pasaba en Portugal huyendo de la justicia. Pues esa joya la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana, y en vez de un forajido solo, reclutó una cuadrilla perfectamente organizada, con su santo y seña, sus consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica, para verificar sus sorpresas de un modo expeditivo y seguro. Nosotros teníamos esperanzas de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban: ¡Viva esto! los otros: ¡Viva aquéllo! que república, que don Carlos… Eran ideas generales, y parece que se tomaban con menos saña entre unos y otros. Hoy estamos a quién gana las elecciones, a quién se hace árbitro de esta tierra… y todos los medios son buenos, y caiga el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro… pero más obscuro.

Como íbamos contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto veíamos llamas… ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y la casa misma al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en esto o en lo de más allá… y cuando le preguntan quién le puso así, responde una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos… señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito) susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes… Ni rastro. Igual que si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir!

Este Castañeda tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectara dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que ya iba vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir cuidando unos bienecillos que le correspondían de su hijuela, y de los de la hermana y la madre. El era un medio señor y medio labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama así a uno de sus personajes? Pues mire, ese de fijo lo inventará: yo no; tan cierto es, como que usted está ahí sentada y yo refiriéndole este caso. En el apodo—atienda usted bien—está mucha parte del intríngulis de mi historia. ¿Que por qué le pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el santuario de Boán.

De modo que el bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que después de suprimirle al marido le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo con él; cazarlo lo mismo que a un lobo para que escarmentasen los lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos. Decía que estas cosas no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres tienen bragas, no se conciben ciertos abusos; que en Aragón o Castilla ya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le oían asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular, son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no somos cobardes, ¡quiá! Lo que nos falta a veces es la iniciativa del valor. Necesitamos uno que empiece, y ¡zás! allá seguimos de reata. Cristo iba sumando voluntades, y conforme pasaba tiempo y veían que de hablar así no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique, intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le presentase la cara, andaba mansito y derecho; como que pasaron más de tres meses sin sabérsele ninguna fechoría mayor.

El día de la feria grande de Arnedo, que es allá por el mes de Abril, en Pascua, volvía yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de Tostado y comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce); el señorito del Pazo, un caballero cumplidísimo, y me pregunta lo mismito que yo le pregunto a usted:—Y Cristo, ¿le ha visto usted en la feria?—¿Cristo? No. No lo encontré… por ninguna parte.—¿Tampoco en el mesón?—Tampoco.—¿A qué horas vino usted?—Tempranito: a las siete ya andaba yo en Arnedo.—¿Sabe que me choca?—¿Y por qué ha de chocarle?—Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.—¡Bah! Cristo es un rapaz todavía; aún no cumplió los treinta… ¡sabe Dios por dónde anda a estas horas!—No, Eugenio; pues yo le digo que me choca; que me escama.—Aun vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la tarde no se deshace la feria.

Ramón Limioso meneó la cabeza, y volvió grupas hacia Arnedo. Ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó el primer rum rum de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en lo de su tío Castañeda; ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre andaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la justicia local, como de costumbre, se lavaba las manos—imposible parece que así y todo las tenga tan puercas—y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es aparecer, apareció… ¿Pero dónde? Metido en un hórreo, hecho una lástima, en descomposición… Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se imponga usted de cómo la cosa ocurriera. Yo vi el cadáver y me convencí de que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga: a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos: las señales eran como rayas o surcos en el pellejo. Para acabarlo le dieron un corte así en la garganta. El rostro, desfiguradísimo; sólo una madre—¡pobre señora!—conoce y se arroja a besar un rostro semejante.

Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimen que clama al cielo, lo que usted guste… Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene noticia aun. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar y se acabó; ¿cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a Dios, que consiste en lo siguiente: elegir, para dar tal género de muerte a ese hombre que la gente apodaba Cristo… elegir… ¿qué día del año piensa usted?

¡El Viernes Santo!


* * *


—Pecador soy como el que más—prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto transformados por una seriedad profunda;—pecador soy, indigno de que Dios baje a estas manos; no tengo vocación de santo como el cura de Ulloa, ni me gusta echar sermones con requilorios como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión, al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo, no sé qué vuelta me dió la sangre ni qué luminarias me danzaron delante de los ojos… que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para gritar: ¡maldición y anatema sobre Lobeiro!—¡La plática que les encajé a mis feligreses el domingo! Ni Isaías… fuera el alma.—Con un arrebato que aun hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el sordo y el ciego, pero es como quien toma carrera para saltar mejor; que ningún crimen queda impune; que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a mí, que a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava, en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto que era hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso, como de la primer camisa que vestí: sólo que en aquel entonces de veras me parecía que así iba a suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi boca. Spiritus ejus in ore meo.

Poco a poco se fué acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, fueron el único recuerdo que quedó de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el odio contra el cacique; pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por entonces los de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país respiró unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: reconstruir su casa, que era muy vieja, y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna del cacique había crecido mucho, y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva y la verdad, con todos los perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica; ventanas con unas rejas imponentes: puerta como la de un castillo: su gran escalera, su sala de recibir, su cocina hermosísima… ¡Una casa para Orense! En el país se hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las precauciones que revelaba aquel modo de edificar—, precauciones debidas a los muchos enemigos que tenía el cacique.

Enemigos, a miles se le podían contar; y sin embargo, como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de despertarle. El gran alboroto fué el que se armó cuando de repente, sin que lo barruntásemos ni poco ni mucho, se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el partido de Lobeiro.

¡Madre mía! el terror que cayó sobre nosotros! Lobeiro otra vez mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos o en el fondo del Avieiro o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún pinar! ¿Quién respirar? ¿Quién dormiría tranquilo? ¿Quién estaba seguro de no perecer martirizado?

Usted se va a reir si le digo una cosa. No, no se reirá: al contrario: se hará cargo mejor que nadie, porque tiene costumbre de considerar estas singularidades propias de la naturaleza humana.—El miedo, a veces, es el mejor agente del valor. Sí: por miedo se verifican actos de heroísmo: por desesperación se realizan acciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y la pille encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con esto quiero decir cómo, a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una determinación tremenda, adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo silencio y unión que cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la cosa.

Llegado el día de la fiesta de la Virgen en el santuario de Boán, fuí yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se reunió una muchedumbre, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas, sus bailes, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto: lo que sabe usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes: y la más bonita de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años: se conoce que estrenaba vestido, y no cabía en sí de contenta: el vestido era blanco, con lazos color de rosa, precioso, de seda riquísima, un disparate para una chiquilla así. La madre: «Micaeliña, no te arrugues»—por aquí—y «Micaeliña, no te manches», por allá; y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle miramientos al vestido majo, y vino disparada a tirarme del balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fué a remolque; pero al fin… este pícaro genio gaitero que tengo yo… me hizo la rapaza pegar mil carreras por aquellas cuestas abajo, riendo como locos. Y cuidado que me daba no sé qué por el cuerpo ver a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.

El diantre del cacique, cuando me vió tan divertido con la hija, me llamó aparte, y sin mirarme una vez siquiera, me dijo: «Hombre, Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.»

—¿Y usted se separa de ella?—pregunté con asombro.

—Sí, hombre… Cosas que uno hace porque no tiene remedio—, contestó él muy encapotado y a media habla.

Así que la familia de Lobeiro y los adláteres que siempre le escoltaban se retiraron de la romería, le pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a Orense la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me dió una explicación plausible:—«Eso lo hace por no exponer a la chiquilla a un fracaso. Lo tienen amenazado de muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él dice que conforme la construyó no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.»—Ya verá usted, señora, cómo efectivamente, no ardió la casa de Lobeiro.


* * *


Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche. Se había empinado y manducado muy regular, de modo que el primer sueño fué de piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Con que figúrese lo que sería la explosión, para que me incorporase en la cama de un brinco.

¡Puummm! ¡Booom! Nunca acababa de sonar. Yo a obscuras, a tientas, buscando las cerillas y gritando por el criado:—¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa? ¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!

Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Rosendo todo aturdido, en ropas menores, ya no pudo aguantar la risa. El muchacho todo se espantó.

—Sí, ríase, que es para reir. Señor, no ría, que es pecado. Estoy que se me arrepian las carnes.

—Pero, ¿qué hay? ¿qué demonios pasa?

—¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido mismamente el mundo todo de la tierra.

Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me senté: estaba sano y bueno. El cura de Boán andaba por allí aturdido, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno decía su cosa, cuando ¡tras, tras! a la puerta… Al señor cura de Boán, que vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere… Boán está a medio cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de todo.

Mientras Lobeiro y su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie del balcón mayor, habían depositado veintiséis cartuchos de dinamita—lo bastante para volar una fortaleza—y su mecha correspondiente. Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia, alguien cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y se apartó con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron. Pero fué todo lo preciso.

No salvó alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una paloma, con sangre en las sienes, tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía; fué el único que no pereció en el acto. Antes de expirar, tuvo una hora larga de contemplar a su oveja difunta… Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo… ¡Retaco! Yo juro que hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra… Con dinamita; corriente. ¡Con lo que sale!

Vitorio

—Sí, señores míos —dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de «cucarachero», golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha, lo mismo que si la acariciase—. Yo fui, no sólo amigo, sino defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico, histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos.

Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en sus mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a capitán de forajidos le conocieron por Vitorio; así le llamaremos. ¡Líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua e ilustre y deshacer lo que el pobrecillo llevó a cabo con el valor que ustedes verán, si me atienden.

Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido: ¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era cabeza de motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a bofetones.

Como siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser, hicieron que yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.

Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas nupcias.

El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre, fue tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que, andando diez leguas, lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos.

Poco tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio. Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales, situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.

Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase que tenía prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre cuidaba de dejar algún dinero a los robados, para que no careciesen de todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen: la clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias muy análogas, verbigracia, la de José María.

Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan fácil como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente, ello es que las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y seguí cenando siempre con las ventanas abiertas —era muy calurosa la estación— y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate que, lo mismo que una bala, cae a mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono lastimero:

—¡Sálvame, Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me persiguen, mi vida está en tus manos.

Le hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad, reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a abrazarme, y murmuró fatigosamente:

—Dame algo...: hace tres días que no pruebo alimento.

Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus fuerzas, me dijo:

—No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no digas a nadie cómo y dónde me conociste...

Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con salida a una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al pie del bosque. Allí metí a Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el secreto, que sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes de marchar:

—Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué a mi casa encontré dueña de ella a una madrastra que obligaba a mi hermana a que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de mí! Tú me has conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé a mi padre como un hombre habla a otro hombre. Le dije que quería llevarme a mi hermana, y que sólo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase a mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fue, Jerónimo: a los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de ahora», merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi padre no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós, voy a reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.

Desapareció y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos, metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día. Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar a un caballero apersonado y galán que los saludo muy cortésmente.

—Soy Vitorio —dijo—; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo numerado, aparecerá el escondrijo.

—¡Cinco mil duros! —gritó el canónigo, más muerto que vivo—. Pero, señor de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!

Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba:

—¡Ea!, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos cuartos, siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.

—Déselos usted, si los tiene, y no disponga de caudales ajenos —replicaba, afligido, el canónigo.

Y Vitorio, siempre afable, añadía:

—Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese porquerías semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.

Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de unas pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado clérigo alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras.

Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada, como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó reconocer a Vitorio en un aldeano que llevaba a vender una pareja de bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos blancas y finas, y corrió a delatarle. Hizo rodear la taberna donde había observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, a quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas.

La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces a mandarle ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre se le dejaría evadirse o le indultaría la Reina. Yo me encontraba entonces lejos de mi país, y las noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por casualidad llegué a Lugo el mismo día en que pusieron en capilla a Vitorio. Corrí a verle, afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche anterior una dama muy tapada, penetrando en la prisión, habló largo tiempo con Vitorio, y sospechando amoríos, compromisos, lazos que quedaban en el mundo, pregunté a mi antiguo compañero si tenía algo que encargarme para alguna mujer.

—No —respondió, sonriendo con calma—; no tengo a nadie que me llore. La señora que estuvo a verme ocultando el rostro es mi hermana, a quien he prometido solemnemente dejarme ahorcar sin que me arranquen mi nombre de familia. Y este es el único favor que te pido, Jerónimo: ¡que nadie, nadie sepa nunca!... No he de deshonrar a mi padre dos veces.

En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata acudió a presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil duros aplicó muchas misas por el alma del infeliz.


«El Imparcial», 15 enero 1894.

Vivo Retrato

Los sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta verdad a duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en conflictos de orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.

Gonzalo de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano de padre desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella le cuidó, le educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su imagen y semejanza. Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción arraigadísima: la de que todas las mujeres pueden ser débiles y falsas, salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en su idolatría filial era la aprobación, la simpatía de la gente. Por el hecho de respetar a su madre, el mundo le respetaba a él, y las niñas casaderas le ponían azucarado gesto, y las mamás le sonreían con más benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a su madre del brazo, una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora le acariciaba suavemente.

A la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el criterio propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias arduas, se mantuvo en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente por no desconsolar y escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa muchas veces; por ella llevaba al cuello un escapulario de los Dolores; y hasta cuando ella no estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sin analizarlas, mil graciosas y dulces niñerías.

Frisaba ya Gonzalo en los veintiocho, y su madre comenzó a insinuarle que pensase en bodas. La casualidad le hizo conocer entonces a una señorita hermosa, discreta, bien educada, rica; un fénix que ni escogido con la mano. La misma madre de Gonzalo fue quien le obligó a observar las perfecciones de Casilda y le sugirió pretenderla. Casilda aceptó con franca alegría y expansión los obsequios de Gonzalo, y a los seis meses de conocerse los futuros, bendijo la iglesia su matrimonio.

En una de esas largas y trascendentales conversaciones que se entretejen durante el primer cuarto de la luna de miel, y que tanto descubren los caracteres y los pensamientos. Gonzalo habló largamente de su madre y del puesto que ocupaba en sus afectos y en su existencia. Casilda escuchaba, primero sonriente, después reflexiva y grave. Impulsado por la plenitud del corazón, Gonzalo confesó que había pretendido a Casilda atendiendo a las indicaciones maternales, y que por eso mismo creía segura la dicha, puesto que en su madre no cabía error. Al oír esto relampaguearon los preciosos ojos de Casilda; y apartando el brazo con que rodeaba el cuello de su esposo, dijo firmemente estas o parecidas razones:

—Has hecho mal en todo eso, Gonzalo; muy mal. No he de limitar el cariño que tu madre te inspira; pero creo que no te es lícito quererla más que a mí, y que en algo tan personal y tan íntimo como el lazo de unión entre esposos, la iniciativa no puede ser ajena, sino propia. A los padres no les escogemos; pero al que hemos de amar toda la vida, el dueño de nuestro albedrío, es un rey electivo, y somos responsables de la elección. Por lo que veo, tú no me elegiste. Para tu modo de entender el matrimonio, debiste buscar siquiera una niña apática, que se contentase con un amor reflejo de otro amor; yo soy una mujer que sabe amar y exige el pago; que quiere ser honrada y aspira a encontrar en su esposo toda la felicidad a que tiene derecho. Lo absurdo de tu modo de sentir engendra en mí otro absurdo semejante, y es que de hoy más sentiré celos de tu madre, celos del alma..., y ya no viviremos en paz nunca; lo conozco, porque me conozco.

Gonzalo, aunque sorprendido, no dio gran importancia a las expansiones de su mujer. Con halagos y ternezas probó a calmarla, y se creyó victorioso así que reconquistó el brazo de Casilda, aquel que se había desviado de su cuello. Pero un brazo no es un alma.

Desde el instante funesto, la luna de miel tuvo velo de nubes. No tardó en ver Gonzalo que Casilda buscaba las distracciones, la sociedad y el bullicio, como si quisiese aturdirse o explorase horizontes nuevos. Poco a poco, Gonzalo, en su pesimismo, comenzó a dudar, primero del cariño, y después, de la fidelidad de Casilda. Herido, ulcerado, rebosando humillación, fue a refugiarse en el único sitio donde creía poder desahogar sus penas: el seno de su madre. Y al abrazarla y al bañarle el rostro de lágrimas ardientes, exclamaba el hijo: «No hay más mujer buena que tú, mamá. Debí no repartir mi amor; debí conservarlo para ti sola. Perdóname y vivamos como si nada hubiese sucedido». En efecto, aquel mismo día se separaron los esposos. Casilda se fue a vivir a París.

De allí a un año o poco más recibió Gonzalo dos golpes terribles. Perdió a su madre... y supo que Casilda tenía una niña, nacida a los seis meses de la separación.

Pasado el primer estupor, una claridad repentina iluminó su espíritu haciéndole ver todo de distinta manera que antes. La muerte de su madre, le enseñaba cómo el amor filial, con ser tan puro y tan sagrado, no puede, por su esencia misma, acompañarnos hasta el sepulcro, de suerte que la «compañera» es únicamente la esposa; y el nacimiento de aquella niña le decía a las claras que el amor es antorcha que las generaciones se transmiten de mano en mano, y el que nos dieron nuestras madres se lo restituimos a nuestros hijos después.

Lo tremendo de la situación de Gonzalo consistía en que, a pesar de la agitación y la emoción profundísima que el nacimiento de la niña le causaba, su desconfianza mortal y las apariencias de última hora no le permitían creer que fuese realmente su sangre. Le enloquecía la idea de paternidad representada por aquella niña; pero faltábale la fe, primera virtud del padre, base de su felicidad inmensa. El silencio de Casilda, el tiempo que iba transcurriendo sin nuevas de París, ayudaron al convencimiento amargo y vergonzoso de Gonzalo. Solo, dolorido, misántropo, fue dejando correr su edad viril entre desabridas diversiones y trasnochadas aventuras.

Hacía quince años que arrastraba vivir tan intolerable, cuando una noche, en el teatro de la Comedia, mirando por casualidad a un palco entresuelo, se creyó víctima de un error de los sentidos: tal vuelco dio su sangre, viendo a la muchacha encantadora que acababa de dejar los gemelos sobre el antepecho y se inclinaba para mirar hacia las butacas, sonriente. La muchacha era el retrato vivo, animado, de la madre de Gonzalo, tal cual la representaba precioso lienzo de Madrazo, con la frescura de la primera juventud. Si la figura se hubiese bajado del cuadro, no podía ser más asombrosa la semejanza, ayudaba por el parecido de la moda actual con la moda de 1830. Trémulo, espantado, al mismo tiempo que frenético de alegría, Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto del palco, otra cabeza de mujer que conoció, a pesar del estrago del tiempo transcurrido: su esposa Casilda. Y la conciencia de que aquella jovencita era su hija del corazón, le inundó como una ola que lo arrebata todo: dudas, penas, el pasado entero.

Habría que gastar muchas páginas en referir los pasos que dio Gonzalo, la suma de actividad que desplegó, para conseguir que le fuese permitido vivir cerca de la hija revelada y adorada en un minuto, el minuto divino de verla.

—¡Inútil esfuerzo, lucha estéril en que consumió sus últimas energías! Una carta decisiva, escrita por Casilda algunas horas antes de regresar a Francia, decía, sobre poco más o menos, lo siguiente: «Nuestra hija me quiere a mí como tú quisiste a tu madre. Si la separas de mí no lo resitirá. Es tarde para todo: resígnate, como yo me resigné en otra edad más difícil. Lo único que me dejaste es la niña: no la cedo».

Y Gonzalo, mordiendo de dolor el pañuelo con que enjugaba sus ojos, murmuró:

—Es justo.


«El Liberal», 23 octubre 1893.

Vocación

Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba el rostro; el traje de negro merino moldeaba estrechamente sus majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud sobre su frente el signo crucífero, pude cerciorarme de que no me habían contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido y hasta la pátina lustrosa del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios, una línea más oscura. Tenía en mi presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.

¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en animadísimos bailes. Reconocerla después de aquel cambio tan extraño… imposible. A duras penas discernía los lineamientos de las facciones. Sólo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría…

La misma tarde del día en que vi la figura de bronce en el templo, busqué a Mauro Pareja, gaceta de la población, y exigí el relato entero, sin quitar una tilde. Al pronto se hizo de rogar, y en vez de satisfacer mi curiosidad quiso conformarse con especiosas reflexiones. Los pueblos son muy noveleros; la gente patrocina siempre las versiones románticas y nadie admite la explicación vulgar y sencilla, verosímil, de las cosas. Bien debía yo saberlo: el fenómeno que tanto me extrañaba era una enfermedad conocida, la de Adison, semejante a la ictericia, pero más grave: algo relacionado con el hígado; una alteración del pigmento y de los tejidos, que comunica a la tez el aspecto del bronce. Caso raro, sin duda…, pero… ¡pchs! ¡La patología es tan rica y variada…!

Después de torearme lo menos diez minutos, de improviso sonrió confidencialmente, hizo un gesto que parecía significar «vamos allá…», y cerrando la ventana —como si por ella fuese a escaparse el secreto— y la puerta —no se enterase la criada—, paseándose de arriba abajo y deteniéndose en los momentos culminantes de la relación para accionar y dar fuerza a los períodos, me contó lo que sigue:

La boda estaba tan próxima, que ya sólo se esperaba la llegada de los trajes encargados por el novio para convidar a las amigas a la exposición de los regalos. Se suspendió y aplazó cuando a él le tocó en sorteo ir a Filipinas.

Hay que ser justos: a Iñigo Cervera —el novio se llamaba así— no se le ocurrió esquivar el cumplimiento de su deber. Embarcó en el plazo más breve, dejando cuanto aquí le atraía. Estaba perdidamente enamorado —ya recordará usted si era hermosa esa Borja Eguía que hoy parece un portalámparas—. Hay amoríos que, sin encontrar dificultades, corriendo por el cauce apacible de la conformidad de las familias al remanso del hogar, toman, sin embargo, un tinte poético que impresiona, debido a su vehemencia. Treinta o cuarenta señoritas conocidas se casan en este pueblo cada año, sin que nadie se preocupe de su idilio soso. El de Iñigo Cervera y Borja Eguía nos dio dentera a los solterones, y la disimulamos con guasa. La felicidad casi estática de la pasión que se afirma libremente, orgullosa de sí misma; la juventud y la gallardía realzando y explicando la pasión: ahí tiene usted lo que leíamos con envidia en los ojos de ella y de él, siempre que ansiosos de beberse la mirada fundían su luz, olvidando —estuviesen donde estuviesen, en el teatro, en la calle, en visita— la presencia de los indiferentes, el transcurso del tiempo y quizá el código de las conveniencias sociales…

Claro es que la llamada a la guerra cayó como una bomba; la despedida fue desgarradora y la ausencia un suplicio. Borja, adoptando, ya que no las tocas, al menos las costumbres de la viudez, se encerró en su casa; de allí no la arrancaban ni con grúas. Su madre, compartiendo el disgusto de la hija, hubiese deseado imitarla en el retiro; pero no era posible, porque no había de arrinconar a la otra, a Manolita, que tenía quince años y ya piñoneaba. ¿A ésa llegó usted a conocerla? Era muy diferente de su hermana: blanca, rubia, sonrosada, vivarachuela, alegre como unas sonajas y su inclinación a tomar por lo trágico ningún suceso. Sin embargo, hubo un momento en que Manolita, rabiando o cantando, se vio forzada a avenirse a la reclusión. Su madre no encontraba decoroso que, sabiéndose por los periódicos y oficialmente el cautiverio de Iñigo, prisionero de los insurrectos, anduviesen de fiesta en fiesta mientras Borja se entregaba a su aflicción silenciosa.

Hiciéronse gestiones activísimas para saber noticias; se apuraron todos los recursos; mediaron influencias y recomendaciones; gestionóse en Madrid el rescate por conducto del Ministerio de la Guerra; pero un sino fatal lo inutilizó todo: no aparecía ni leve rastro del cautivo. ¡Como si se lo hubiese tragado la tierra! Porque el mar devuelve al menos el cadáver. Borja, aunque galvanizada por tenaz esperanza, comenzó a desfallecer. Se esparció el rumor de que estaba enferma. ¿En qué consistía su enfermedad? El médico Rozas, hombre nada comunicativo, sólo respondía a los curiosos: «Del hígado». Las enfermedades del hígado son varias, y frecuentemente las originan causas morales. No obstante, por reservado que el doctor fuese, transpiró el rumor de que Borja, de la noche a la mañana, se había vuelto de bronce. Aprendimos con asombro la existencia de un mal tan raro; nos compadecimos un poco, olvidamos luego… y siguió rodando la bola del mundo.

Nos refrescó la memoria meses después un acontecimiento: la reaparición de Iñigo Cervera, los anuncios de su vuelta sano y salvo. Había pasado larga temporada prisionero e internado en un país sin comunicaciones, sin posibilidad ni de intentar la evasión, pero en desquite muy bien tratado, y hasta con cariño, según la maledicencia, por damiselas color de tabaco, a quienes debía la libertad… Y no faltó el gracioso de tanda con el inevitable chiste fúnebre: «Así no extrañará la tez de su novia».

Y aquí —recalcó el narrador, después de una pausa— empieza la parte oscura —no es calembour— de este sucedido; aquí es donde sólo por conjeturas podemos guiarnos…, eligiendo, de las dos versiones que le ha dado el público, la que nos parezca más racional; más conforme con esa realidad modesta que generalmente huye de los golpes de efecto y desenreda la vida suave y prosaicamente.

La creencia menos general, pero más sensata y adaptable a la psicología femenina, es que Borja, después de sentir una alegría inmensa sabiendo que a Iñigo ni le habían martirizado ni matado, experimentó la reacción de una pena inconsolable, y hasta quiso, en el primer momento, no dejarse ver de él. Forzó esta consigna Iñigo, y desde luego afirmó, dentro y fuera de la casa de su novia, que venía a casarse loco de amor y de júbilo, más feliz que nunca al cerciorarse de cómo aquella incomparable mujer había conservado su memoria. Se traslució también una consulta secreta a Rozas, para indagar si era posible la curación; y aunque el dictamen del médico se ocultó, un compañero suyo, el doctor Moragas, dijo sacudiendo la cabeza, con la autoridad de la experiencia científica: «Incurable».

Se tenía, no obstante, por cierto que se acercaba el día de la boda, porque Iñigo no salía de la casa de su futura. Suponga usted el asombro de la gente, cuando empieza a susurrarse que con quien se casa el oficial es, ni más ni menos, que con la propia Manolita, la hermana, la chiquilla rubia y fresca, de sonrosada tez.

Y no fue invención: ¡Verdad como un templo!… Una mañana, previa dispensa de amonestaciones, sin concurrencia, sin más que dos testigos, bendijo la unión el párroco; un coche esperaba a la puerta de la sacristía de San Efrén; Iñigo, ya destinado a Alicante, cogió el tren mixto con su esposa, y se sabe de ellos que andan por allá satisfechísimos y que pronto tendrán un nene… Éstos son los hechos; pero los hechos, ¿qué importan? Lo único que vale son los móviles de los hechos…

Vamos, ¿cree usted, le cabe en la cabeza que tal enlace fuese imposición expresa de la misma Borja Eguía? No tiene aire de novela eso de que Borja —y ¿a quién se lo fue ella a confiar? ¿Cómo se sabe?— dijese a su hermana: «Iñigo viene por mí, según afirma, pero sus ojos, que antes no se apartaban de mi cara, ahora no se apartan de la tuya. No creas que lo extraño: tengo espejo. Es tan natural mirar a una rosa, como desviar la vista de un cardo. Iñigo se casaría conmigo ahora mismo si yo lo exigiese… No quiero su mano, ni su nombre, ni su vida sin sus ojos… No llores, criatura… un abrazo para que se lo transmitas a mi hermano Iñigo…».

¡Bah! —concluyó Mauro, sentándose y cruzando una pierna sobre otra—. La gente se pirra por lo sentimental… Sabe Dios lo que habrá sucedido en casa de Borja, y si las hermanas se arrancarían el moño. Ello es que desde entonces Borja no sale de la iglesia.

Vocación

Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.

La hermana, sollozando, explicó lo sucedido. Nada, un descuido; la maquinilla de alcohol donde calentaban los hierros de ondular, volcada; el líquido ardiente prendiendo en la flotante manga de la bata de muselina; el sufrimiento y el terror, que inspiran lo contrario de lo que aconseja la prudencia, y lanzan a una carrera insensata hacia la puerta y hacia el aire libre; el aturdimiento de los espectadores, que no les da tiempo a hacer lo único indicado en casos tales, lo practicado por Román; y, al terminar el entrecortado relato, un abrazo confundía al novio y a la hermana, cuyas lágrimas mojaron las mejillas de Román, sus tiznados y chamuscados ojos.

Llegó el médico. Nadie se había atrevido a tocar a Irene, que, vuelta del desvanecimiento, se quejaba de un modo estremecedor.

Román ayudó; hizo de practicante, manejando las tijeras él mismo. Entre los circunstantes, ninguno se preocupó del extraño caso de aquel novio ante quien despojaban de sus últimos velos a la casta novia. La fraternidad y la indiferencia nacían del padecer. El cuerpo de Irene se mostraba como en la mesa del anfiteatro; mas la hermosa estatua juvenil era una pura llaga.

Mientras iban a la botica por calmantes, por medicinas, por algodón hidrófilo, por vendas, Román, arrastraba al doctor a la antesala y le preguntaba ansiosamente:

—¿Vivirá?

—Esperemos que sí. ¿Es usted su pariente?

—Soy su futuro esposo —contestó con sencillez Román—. Me contento con que no muera. ¿Sufrirá mucho?

—Torturas atroces, y que no podemos evitar. Avisen ustedes a su médico de confianza. Acaso sobrevenga fiebre y delirio. ¡La han dejado arder! Si usted no acierta a arrojarse sobre ella, apagando mecánicamente el fuego, ahora estaría carbonizada. Su intervención de usted la ha salvado.

Verificáronse punto por punto los vaticinios del doctor. Irene osciló entre la vida y la muerte bastante tiempo. Los que rodeaban su lecho, empezando por Román, sólo se preocupaban de la mejoría. Ni cruzaban por la mente del novio otros pensamientos. Siempre pendiente de la opinión del médico, el tumulto del amor, su apretada florescencia de rosas, no existía desde la hora en que apagó con su cuerpo las llamas. A decir verdad, ni pensaba en cambio alguno de su manera de sentir, y mucho le sorprendió que la misma enferma, una tarde, a la hora en que él solía visitarla y leer en alta voz, para distraerla, los periódicos, le dijese:

—Román, ¿no sabes que he quedado feísima?

El novio fijó los ojos en el semblante de la novia, cruzado aún por vendajes, y contestó sinceramente:

—¡Qué disparate! En cuanto te quiten esas tiras de gasa y esos algodones, estará mi nena igual que estaba: ¡muy guapa, guapísima!

Ella insistió con firmeza:

—Estoy desfigurada: la cara, llena de costurones; el pecho con cada cicatriz… Por todo mi cuerpo señales… Román, no podemos casarnos. ¡Lo nuestro… se acabó!

Impaciente y enojado, protestó él:

—¡Qué manía te entra, Renita! Vamos, vamos, no te me pongas tonta; no quiero que seas así. ¡Chiquilla rara! Soy tu novio; soy tu enamorado; soy tu futuro, y nos echan las bendiciones apenas te sueltes por ahí sana y buena. ¡No faltaba otra cosa!

La voz que salía de detrás de los vendajes se deshizo, se quebró en llanto.

—Muchas gracias, Román. Ya sabía yo que… que me contestarías eso. Es natural en ti.

—¿Que si es natural casarnos? ¡Me gusta! No parece sino que se trata de algún fenómeno. ¡Ea, niña!, la mano.

Ella la alargó, enflaquecida y todavía áspera por la sequedad de la calentura. Román la besó piadosamente, como hubiese besado, a ser devoto, una reliquia.

—Escucha, Román… —pronunció hondamente la enferma—. Tú te portas siempre bien; demasiado me consta. Valdría más que te portaras peor. En vez de arrojarte sobre mí a apagar el fuego, debiste detenerte un minuto, lo bastante para que acabase de abrasarme. Así me salvarías de una suerte bien amarga…, sin hablar de los padecimientos, que no han sido pocos.

—¡Ea, ea, basta, niña! —exclamó Román—. No aguanto que continúes por tal camino. ¿De dónde sacas semejante suerte amarga, vamos a ver? Conmigo tu suerte será dulce; te querré mucho… ¿Es que pensabas hacer conquistas? A mí has de parecerme la mujer más bonita del mundo.

—¡A ti, no! —declaró con energía Irene.

—¿Tú qué sabes?

—Lo sé. Y te lo probaré… hasta la evidencia. ¡Ah! Si te pareciese a ti bonita, ¿qué me importaban los demás? Pero tú ni eres ciego ni eres de palo. Me detestarías; te avergonzarías de mí.

El novio se alzó en pie, entre desazonado y compadecido.

—¡A callar! —ordenó—. Mi niña está hoy nerviosa, y no quiero que se me ponga peor con estas conversaciones sin sustancia. ¡A callar, a obedecer!

—¿Me aseguras que sientes por mí lo que sentías antes… de la desgracia? —interrogó Irene.

—¿Pues quién lo duda? ¡Exactamente, boba!

—¿Me lo jurarías?

—Lo juro —contestó él sin titubear.

Hubo un instante de grave silencio entre la mujer que recibía tal prueba de ternura y el hombre que acababa de comprometer su porvenir. Román tenía asida la mano de la enferma y la estrechaba contra los labios. Y lo primero que se oyó fue la voz de la madre de Irene, que entró y vio la escena, y la aprobó sonriendo.

—No, no te muevas, Román… Estás bien ahí, hijo mío… He venido no más que a ver si ocurría algo. Quedáos en paz. Antes, ya te acordarás, no me gustaba dejaros solos, ¿eh? Pero ahora…, ¡bah!, si eres como un hermano de la pobre… Hazle compañía; entretenla. Tengo que atender a mi agente de Bolsa, que me aguarda en la sala.

Apenas la madre hubo salido, Irene se alzó sobre un codo y dijo a Román, que estaba cabizbajo:

—Ahí tienes la prueba que te ofrecí. ¡Mi madre nos deja solos!

Y atajando nuevas protestas de Román, añadió:

—No te esfuerces. Yo estoy resuelta: así que pueda levantarme y andar, irremisiblemente entraré en el Noviciado de los Paúles.

Volunto

Sin darse cuenta de ello, naturalmente, Napoleón cometió una vez en su vida señalada imprudencia. La cosa ocurrió en España, donde bien pudiera decirse que no cometió esa sola el conquistador del mundo, siendo la primera y trascendental haberse metido en ratonera semejante.

Sin embargo, la imprudencia a que me refiero fue doblemente grave, amén de inexplicable, y sólo la excusa, o la excusaría ante la Historia, si la Historia la conociese, esa mágica y prestigiosa seguridad que tienen los grandes hombres de que el azar está en favor suyo, aun cuando en España bien pudo entender el héroe de Austerlitz que la suerte empezaba a cansarse de prodigarle caricias locas.

Nada sabe la Historia de que, al paso por un pueblecillo de Castilla donde hizo noche el capitán del siglo, algunos oficiales de su Estado Mayor sintieron el deseo muy natural de afeitarse, los que se afeitaban, y recortarse pelo y barba casi todos. Tenían sus barberos en cada regimiento, pero habían visto al pasar una barbería muy pulcra, caso extraño, con su yelmo de Mambrino de reluciente azófar colgado a la puerta entre dos sartas de muelas dispuestas coquetonamente, sin que faltase en el escaparate un frasco donde flotaban verdes y flacas sanguijuelas y dos o tres botecillos de pomada de rosa. Fue voz general que el Fígaro debía de saber de su obligación, y, en efecto, la oficialidad llenó la tiendecilla reclamando servicios y salió encantada de la destreza del barbero español y de la gracia con que su hija, morenita de veinte años, le servía el paño limpio, la bacía rebosando espuma jabonosa, las navajas recién pasadas, de corte sutil, y los peines primorosamente desengrasados… Lo que hay de afición a las comodidades y a cierto refinamiento en todo francés hizo que los oficiales se deshiciesen en elogios y galanterías, que, dirigidas a los ojos de la mocita, nacían, en realidad, de admiración al aseo de aquélla barbería inverosímil. Ellos ignoraban que el patrón, el señor Gil Antolínez, era hombre en eso tan remirado que en el pueblo y dondequiera se le conocía por el remoquete de Onza de Oro

La grata impresión pudo tanto en el ánimo de los franceses que se mostraron muy benignos y hasta obsequiosos, y no causaron la más leve molestia, lo cual se debería también a la presencia del emperador. Alguno pronunció ante éste un elogio del Fígaro, y Napoleón dispuso que se le llamase al alojamiento, que era la Casa Consistorial. Y allá se fue Gil Antolínez, con su toalla, su bacía, sus jabones de olor y su hija y ayudante, a tener el honor de rasurar aquellas mejillas de figura de medalla griega, que ya habían perdido el diseño marcado y clásico de la época consular.

Antes de sentarse para proceder a la operación barberil, el conquistador clavó su aguileña mirada en el rapista. No era que desconfiase, ni que recelase cosa alguna: era un hábito; el emperador gustaba de advertir y a veces de saborear los efectos de su mirar hondo. Le complacía impresionar, admirar, sentir el movimiento de sumisión del alma de sus interlocutores. Pero nada semejante a asombro ni a humildad vio en la cara cenceña, de respingada nariz y cortas patillas, de aquel hijo de malagueño recriado en tierra castellana. El barbero sostenía la ojeada con curiosidad, allá interiormente desdeñosa, detallando la corta estatura, las regordetas formas y la faz casi lampiña del terrible guerrero. El físico de Napoleón no había inspirado a Gil Antolínez ningún respeto.

Y en efecto, mientras ataba el paño al pescuezo corto del Ogro de Córcega, he aquí lo que el barbero pensaba: «Pues vaya una facha la del tío este… Si parece un canónigo… Y dirán que es valiente… Si le ponen una escofieta, el ama del cura de mi pueblo…».

La comparación involuntaria entre el emperador y los gallardos oficiales, sus clientes anteriores, hizo que Gil Antolínez abriese con íntimo desprecio la reluciente afiladísima navaja, mientras continuaba el monólogo íntimo: «Para lo que tiene que afeitar… Con un alfiler de a ochavo sobraría…».

Al paso ligero del jabón siguió la aproximación del acero, cuyo frío sutil estremeció un instante al Corso; estremecimiento meramente físico, pues la idea de un peligro ni cruzaba por su mente altanera, en la cual bullían aún tantos planes y tan tempestuosas ambiciones. A mil leguas estaba de suponer que aquel frío de la navaja podía ser el abanicazo de un ala negra. El señor Gil Antolínez acababa de sentir, de improviso, la tentación inexplicable, insensata; la impulsión repentina, que brota ardiente, que salta de lo secreto de nuestro ser psíquico…

Era una fiebre, un acceso de calentura, un deseo desatado, inmenso, un apetito que del alma descendía a la convulsa mano, corriendo eléctricamente después hasta la hoja brillante, que ansiaba morder la piel y bañarse en la sangre hirviente… No acertaría a decir el señor Gil Antolínez —ni supo explicarlo nunca cuando, ya en los años de su vejez, evocaba este recuerdo— a qué sentimientos obedecía aquel ansia de degollar que surgió oscura, fatídica, furiosa. No era Gil Antolínez de los patriotas exaltados. No se le había ocurrido irse con los guerrilleros. No padecía el sublime fanatismo de la resistencia al invasor. Los franceses que había rasurado por la tarde le eran hasta simpáticos. Y, sin embargo, su mano y su pulso vibraban ansiosos de apretar, de dar el tajo feroz, de ver doblarse la cabeza pálida y amarillenta, gorda y clerical, del árbitro de Europa. Si tal hiciese, ¿quién más famoso, quién más celebrado que el señor Gil, el humilde barbero? Lo que no habían podido balas ni sables, lo que cambiaría la faz del mundo, lo haría el oscuro rapista de un poblachón con sólo un movimiento de su puño derecho… Pues bien: el señor Gil afirmaba que ni aun esto se le había ocurrido. No eran reflexiones, no eran pensamientos lo que en aquel instante hervía en su conciencia; era sencillamente el instinto, que no se razona, si bien procede de los razonamientos e ideas anteriores, pero reviste su forma propia, su brava forma de arranque instintivo, con todos los caracteres de lo sombrío, de lo animal. El señor Gil daría su vida —y de dar la vida se trataba, pero el buen hombre no lo recordaba siquiera— por ver brotar súbitamente, con gluglú fatídico, el chorro de sangre de las segadas arterias. ¡Oh, qué gozo! La sangre cálida empaparía su mano… La muerte del Corso sería instantánea: el barbero, con la práctica de su oficio, sabría muy bien dónde el tajo era necesariamente mortal. Un corte violento y vivo como un relámpago de derecha a izquierda, empezando bajo la barba… Y ya buscaba con los extraviados ojos el mejor sitio, cuando la muchacha, Toñuela, tímidamente, viéndole suspenso, le acercó la brocha, suponiendo que faltaban a la imperial rasuradura dos o tres pases de jabón…

Fue como si el señor Gil Antolínez despertase. En visión clarísima se le presentó la pobre criatura cosida a cuchilladas, hecha un montón de carne sanguinolenta, que los soldados pisotean y ultrajan todavía brutalmente… Y, lúcido ya, empezó a afeitar al emperador. Nunca mano tan suave y navaja tan delicadamente respetuosa se había paseado por el rostro augusto…

Napoleón notó algo. El temblor de la mano, la indecisión primera del Fígaro, no se escaparon a su perspicacia. Momentos después decía a un ayudante.

—¡Qué conmovido estaba ese pobre diablo! No hay que sorprenderse; el día de hoy será una fecha en su vida… De susto y de veneración, al pronto, no sabía ni qué hacer… Le costó trabajo empezar… Que le den dos luises y que conserve la navaja como recuerdo; que no afeite a nadie más con ella…

Voz de la Sangre

Si hubo matrimonios felices, pocos tanto como el de Sabino y Leonarda. Conformes en gustos, edad y hacienda; de alegre humor y rebosando salud, lo único que les faltaba —al decir de la gente, que anda siempre ocupadísima en perfeccionar la dicha ajena, mientras labra la desdicha propia— era un hijo. Es de advertir que los cónyuges no echaban de menos la sucesión pensando con buen juicio que, cuando Dios no se la otorgaba, Él sabría por qué. Ni una sola vez había tenido Leonarda que enjugar esas lágrimas furtivas de rabia y humillación que arrancan a las esposas ciertos reproches de los esposos.

Un día alteró la tranquilidad de Leonarda y Sabino la llegada intempestiva de la única hermana de Leonarda, que vivía en ciudad distante, al cuidado de una tía ya muy anciana, señora de severos principios religiosos. Venía la joven pálida, desfigurada, llorosa y triste, y apenas descansó del viaje, se encerró con sus hermanos, y la entrevista duró una hora larga.

A los tres o cuatro días salieron juntos la señorita y el matrimonio a pasar una temporada en la casa de campo de Sabino, posesión solitaria y amenísima. Nadie extrañó esta resolución porque a fines de abril la tal quinta es un oasis, y más explicable pareció todavía la excursión de recreo que en septiembre emprendieron los consortes, los cuales no regresaron de Francia y de Inglaterra hasta el año siguiente. Lo que se comentó bastante fue que al volver trajesen consigo una niña preciosa, con la cual se volvía loca Leonarda, que aseguraba haberla dado a luz en París. Como nunca faltan maliciosos, alguien encontró a la nena excesivamente desarrollada para la edad de cuatro meses que le atribuían sus padres; hubo chismes, murmuraciones, cuentas por los dedos, sonrisitas y hasta indagaciones y «tole tole» furioso. Pero corrió el tiempo, ejerciendo su oficio de aplicar el bálsamo de olvido bienhechor; la hermana de Leonarda se sepultó en un convento de Carmelitas; el retoño creció; los esposos le manifestaron cada día más amor paternal..., y las hablillas, cansadas de sí propias, se durmieron en brazos de la indiferencia.

La verdad es que cualquiera se enorgullecería de tener una hija como Aurora; este nombre pusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nunca se justificaron mejor las preocupaciones del vulgo respecto a las criaturas cuyo nacimiento rodean circunstancias misteriosas, dramas de amor y de honor. Una belleza singular, excesivamente delicada, tal vez; una inteligencia, una dulzura, una discreción que asombraban; suma habilidad, exquisito gusto, y sobre todo esto, que es concreto y puede expresarse con palabras, algo que no se define: el «ángel», el encanto, el don de atraer y de embelesar, de llevar consigo la animación, creando como dijo Byron de Haydea, «una atmósfera de vida»; esto poseía Aurora, y no es milagro que Sabino y Leonarda estuviesen literalmente chochitos con ella.

Pagábales la criatura en la mejor moneda del mundo. Su amor filial tenía caracteres de pasión, y solía decir Aurora que no pensaba casarse nunca, no por no abandonar a sus padres —que sería imposible ni pensar en ello—, sino por no tener que repartir con nadie el ardiente cariño que les consagraba. Los que oían de tan rosada y linda boca estas paradojas e hipérboles del afecto, envidiaban a Leonarda y Sabino la hija hurtada.

Habían pasado años sin que Aurora aceptase los homenajes de ningún pretendiente, cuando apareció cierta mañana en casa de Sabino un caballero que podemos calificar de gallo con espolones, pero apuesto, elegante; con trazas de adinerado, aspecto muy simpático y ese aire de dominio peculiar de los hombres que han ocupado altos puestos o conseguido grandes triunfos de amor propio, viviendo siempre lisonjeados y felices. Solicitó el caballero hablar a solas con Sabino y Leonarda; pero como hubiesen salido, rogó se le permitiese ver un instante a la señorita Aurora. La muchacha le recibió en la sala, sin turbarse, y le dio conversación un rato, ruborizándose cuando el desconocido le dirigió alabanzas en las cuales se revelaba profundo, vivo y secreto interés. La entrevista duró poco; llegaron los padres de Aurora, y con ellos se encerró el galán, cuyas primeras palabras fueron para decir, inclinándose hasta el suelo, que allí tenían un gran culpable —al seductor de su hermana y padre de Aurora— dispuesto a reparar en lo posible sus yerros y delitos, recogiendo a la niña y ofreciéndole amparo, fortuna y nombre.

Sabino meditó algunos instantes antes de responder, luego cruzó con Leonarda una mirada expresiva, y volviéndose al recién llegado, pronunció serenamente:

—Queremos a Aurora bastante más que si la hubiésemos engendrado, es nuestro único hechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya se acerca; pero le aseguro a usted que la dejaremos libre. Si ella quiere, con usted se irá. Si ella no quiere, prométanos que la niña se quedará con nosotros para toda la vida y usted no pensará en reclamarla. Y para que vea usted que no influimos en su determinación escóndase detrás de ese cortinaje y oirá cómo la interrogamos y lo que responde.

Accedió el caballero y se ocultó. De allí a pocos instantes entraba Aurora, y Sabino le dirigió el siguiente interrogatorio:

—¿Qué te ha parecido ese señor que vino a hablarnos?

—¿Digo la verdad, papá, como de costumbre? ¿La verdad enterita?

—¡Ya se sabe que sí!

—¡Pues me ha parecido muy bien! Me ha parecido la persona más..., más agradable... que he visto en mi vida, papá.

—¿Tanto como eso?

—Sí por cierto. Me ha fascinado... ¿No me mandas que hable con franqueza?

—¿Le preferirías a nosotros? Sigue siendo franca.

Es distinto lo que siento por vosotros, Él me gusta... de otra manera.

—¿Vivirías contenta con él?

—¡Mira, papá..., puede que sí!

—Piénsalo bien, niña.

—No hay que pensarlo. Es un sentimiento, y lo que de veras se siente no se piensa. Nunca he sentido así. Yo también he de preguntar; qué ¿este señor..., os ha pedido mi mano?

—¡Tu mano! ¡Tu mano! ¡No se trata de eso! —gritó con espanto Leonarda.

—¿Pues..., entonces? No entiendo —murmuró Aurora afligida.

—¡Figúrate... es una suposición..., que ese señor fuese... tu padre! ¡Tu verdadero padre!

—¿Mi padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo! ¡Como padre, ni le he mirado..., ni podría mirarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡que a vosotros os quiero de otro modo!

—Vete, hija mía —murmuró Sabino confuso y consternado, creyendo oír detrás de la cortina un gemido triste. Y así que se retiró Aurora, obediente, cabizbaja y muda, el desconocido salió, mostrando un rostro color de cera y unos ojos alocados.

—No les molesto a ustedes más —murmuró en ronco acento—. Ya sé cuál es mi castigo. Procuré estudiar el modo de inspirar cierta clase de sentimientos... y los inspiro con una facilidad que ha llegado a infundirme tedio y horror. Midas todo lo convertía en oro... yo todo lo convierto en pecado. El cariño puro, el sagrado cariño de padre, veo que no lo mereceré nunca. Borren ustedes mi recuerdo de la imaginación de Aurora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo que realmente soy para ella!

—Tal vez —indicó la compasiva Leonarda— el atractivo que ejerce usted sobre esa criatura, tan indiferente con los demás, sea la voz de la sangre.

—Si es voz de la sangre, es voz que maldice —respondió el tenorio saludando respetuosamente y saliendo abrumado por el dolor.


«El Imparcial», 29 julio 1895.

Zenana

Alejandro Magno es de esos caracteres históricos que se prestan igualmente a severa censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de familia y de educación. Era hijo de Filipo (que reunía a un valor de león una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a sus enemigos por su propia mano, y de mirar con tan despreciativa majestad a doscientos soldados encargados de asesinarla, que se volvieron sin hacerlo, declarando no poder resistir aquella mirada dominadora y terrible. Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente la sabiduría, que sirve para templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia política, que señala rumbos gloriosos a la ambición. Y en un espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaba al lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir, entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos, semejantes al que da asunto a este cuento.

La casualidad ha traído a mi poder algunas monografías que dejó inéditas el doctísimo alemán Julius Tiefenlehrer, y que forma parte de las doscientas setenta y cinco que este profesor de la Universidad de Gotinga consagró a esclarecer la biografía de Alejandro; las cuales consultan fructuosamente y rebañan sin escrúpulos los más recientes historiadores. Parece que la leyenda contenida en la monografía que hoy saco a luz, es la misma que representa una tapicería gótica perteneciente al barón de Rothschild, y en la cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce una armadura de punta en blanco, del siglo XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el ancho tocado de las damas contemporáneas de la Santa Sede en Aviñón.

Ha de saberse que Alejandro, después de aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia, fue corrompido por la muelle y refinada vida asiática y por el servilismo de aquellas razas que, a diferencia de los griegos, se postraban ante el rey tributándole honores divinos. Pero, en los primeros tiempos, antes de que el vencedor se dejase vencer por las delicias que reblandecen el alma, luchó para sobreponerse y conservar sus energías morales, y esta lucha, sostenida por un hombre omnipotente, debe serle contada más gloriosa que la victoria de Arbelas.

Claro es que entre las tentaciones de que se veía asaltado Alejandro a cada instante, descollaba la tentación de la mujer, dulcísima asechanza en que caen las almas grandes, igual o acaso más hondo que las pequeñas. No son más hermosas que las griegas las hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se prestan tanto a que el pincel las reproduzca; pero en cambio poseen un hechizo perturbador, que enciende la fantasía y subyuga potencias y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados como la luna en su creciente (según la comparación del poeta Firdusi), donde se abren los labios sinuosos, color de cinabrio, parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos, de negrísimas y pobladas pestañas, «lagos a la sombra», dice una canción persa; los cuerpos flexibles, delgados de cintura y que en lo alto se ensanchan a manera de jarrón que contiene dos tersas magnolias; el cutis impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto encerrado en la delicada babucha de piel de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso, las gasas que muestran y encubren hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos rizados con primor, los brazos lánguidos que saben ceñirse a guisa de anillos de culebra, otros tantos anzuelos y redes para Alejandro, de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y como quiera que a cada instante venían a su tienda o a su palacio damas persas a impetrar clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose y no queriendo prevaricar en sus funciones de árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo: al acercarse una mujer, cubríase el rostro y los ojos con un paño de púrpura, y así las recibía y escuchaba, creyendo ellas que era misterio de la majestad real lo que sólo era prevención contra la humana flaqueza.

Acaeció, pues, que estando prisionero de un general de Alejandro el sátrapa Artasiro — y habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba pingües tesoros que suponían ocultos le matarían cortándole en pedazos —, la única hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar hasta el rey, con propósito de abrazar sus rodillas y librar a su padre del suplicio. El candor y la pureza de Zenana se revelaban en la sencillez no estudiada de su atavío; vestida ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello suelto, sólo por natural efecto de la gracia juvenil podría agradar. Y es preciso que, a fuer de verídica, añada que Zenana no era tampoco lo que se llama una hermosura, ni menos poseía el hechizo malvado de las grandes cortesanas de Babilonia, que saben con añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza solicitaba audiencia, se echó el paño por cara y hombros, y así la recibió.

El no ver la faz augusta prestó ánimo a la tímida Zenana: arrojóse a los pies del macedón, y bañándolos con muchas lágrimas, expuso el objeto de su venida. Notando que Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer con extraña complacencia, explicó detenidamente el caso. Y así que hubo oído la promesa de que su padre tenía salva la vida, Zenana, después de estrechar otra vez las rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a ocultarse con su nodriza en una cueva cercana a Babilonia, pues temía ser perseguida y ultrajada por los mismos que intentaban matar al sátrapa.

Pocos días después de este suceso, habiendo notado Higinio, el mayor amigo y confidente de Alejandro, que éste andaba asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un suspiro, respondió:

— Es una cosa extraña, querido Higinio, lo que me sucede. Ya sabes que, para precaverme, recibo a las mujeres con el rostro cubierto, porque las hermosas persas hacen daño a los ojos. ¡Ay! ¿De qué me ha servido? ¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa Artasiro; y yo, fiel a mi propósito, no alcé el trozo de púrpura que me impedía verla. Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda compararse. El corazón me salta al recordar la música de esa voz. A solas repito palabras que ella pronunció, por evocar mejor el recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo no atropellé por todo y no la detuve aquí cautiva, para seguir oyéndola: creo que fue efecto del mismo encanto que la voz me produjo. Estaba que ni me atrevía a respirar. Y ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en los oídos, sueño con ella, y sólo puede aliviar mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes. Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si no, conozco que perderé el juicio.

Obedeció Higinio prontamente, y puso en movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir a la misteriosa beldad; por tal la tenía. Bien escondida estaba Zenana, pero al fin se averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla a la presencia de Alejandro, la enteró de cómo el rey, prendado de su voz, se moría por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró dulcemente, con su voz melodiosa, que la emoción timbraba:

— Gloria es para mí haber causado tal impresión en el gran rey; pero la placa de plata bruñida en que contemplo mi rostro después del baño y el tocado, me dice que no soy bella; Alejandro, al verme, perderá las ilusiones. Temo su indignación, y temo ante todo que recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no le haces creer a Alejandro que estoy obligada por un voto a los dioses a presentarme cubierta la cara con un velo? Yo no he visto a Alejandro; él no me verá.... y así tal vez consiga evitar su enojo.

Pareció a Higinio tan excelente el ardid de la discreta Zenana, que estuvo conforme, y la misma noche la condujo a los jardines del gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la divina voz de la joven persa, se resignó a la condición de velo, y hasta encontró en ella un misterio picante y un singular hechizo.

Le parecía que aquel amor velado y despojado del vulgar incentivo de unas facciones más o menos lindas, era algo delicado y original, que no había gustado nunca. El casto imán de aquel velo triunfó de las desnudeces y la licencia impúdica de las otras damas persas, obstinadas en requerir al héroe.

— Habla y no te descubras, murmuraba tiernamente Alejandro, sentado cerca de una fuente donde la luna fingía en el agua de los surtidores continuo desgrane de perlas; y las rosas del Gulistán, que después se llamaron de Alejandro, dejaban caer sobre las cabezas de los amantes perfumados pétalos.

Fue el amor de Zenana el más largo e intenso de cuantos disfrutó Alejandro en su corta vida.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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