Díptico

Emilia Pardo Bazán


Cuento



La sordica

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado…

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?

Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

—¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

—¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.

¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de la zagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ventea el manantial cercano!

Como si La Sordica adivinase dónde estaba el más sediento, el más ansioso de aquellos desheredados, recta venía hacia Anselmo, gallardamente enhiesta para sostener el odre mejor, y en la mano una cantarita de añadidura, una cantarita de barro salpicada de divinas gotas de humedad, que a la luz del sol relucían como sueltos brillantes…

Y llegándose al segador novicio —leyendo en su cara amortecida la necesidad— le tendió la cantarita, a la cual pegó Anselmo los labios con un suspiro violento, que parecía un sollozo…

Al anochecer, cuando los enormes carros iban camino de las eras, cargados de gavillas, Selmo y La Sordica volvían juntos, por la senda que rodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, muy cerca del oído, sin duda a causa del defectillo que declara el apodo:

—Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en el querer muy aentro… Tú vas a ser mi novia… No me des un esaire, borrega, que me gustas más que el agua de tu cantarita…

Tía Celesta

¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecita del pelo más blanco que los copos de la nieve, detenidos en los aleros de los tejados, de tez rancia como el marfil, de dentadura cabal y firme todavía, sin postizo ni engañifa alguna? Las curtidas y arrugadas manos con que, manejaba la badila revolviendo las castañas en el tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de la frente y la limpidez de los ojos, que debieron de ser hermosos a los veinte años; la tranquilidad de la conciencia… Sentada en la bocacalle, al margen de la acera, procurando no estorbar con su humilde comercio a los transeúntes, en primavera, vendía lilas, clavellinas y rosas «de olor»; pero apenas asomaba el frío, saliendo a relucir las primeras «pañosas», establecía su puesto de castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de la escuela y los estudiantes que van a la Universidad y al Instituto, despachando la mercancía con una afabilidad y un desinterés señoril…

Generosa y franca, a fuer de española neta, jamás escatimó la ración al niño que, tiritando, alarga su «perra chica», ni al mozo que, riendo, suelta la peseta en el regazo; jamás regateó y jamás pidió limosna. Ahogos y miserias, crujidas y hasta enfermedades sospechamos que se las pasó la Tía Celesta muy agazapada, en su sotabanco de la Ronda; pero ¿extender ella aquella mano? Primero se moriría. Era preciso oírla cuando se expresaba en confianza. «Trabajar, sí, señor; que ésa es la ley del pobre…, digo del pobre honrado. Con mi trabajo me he mantenido y nadie ha tenido que avergonzarme ni de moza ni de vieja… Y ya, ¿pa qué voy a pedir? To me sobra. ¡Con setenta y seis que cumplí el día de Santos…! Se me murió mi hija; crié un nieto que quedaba y se me escapó; dicen que sa embarcao pa las Américas, porque era codiciosillo y quería hacer un fortunón… A mí, que la Virgen no me quite mi cocido y mi catre…».

Y cuando insistíamos para saber si no aspiraba a algo, murmuró confidencialmente la Tía Celesta:

—Me pide el cuerpo, con este frío barbero, otro mantón abrigadito, que el puesto ya parece de telaraña… Y el caso es que me conviene que venga todavía más frío, más nieve, más escarcha…; así venderé más castañas calientes, y pue que junte pa el mantón… Ya llevo tres reales en un décimo… Mientras, está una aterecía…, y, por otra parte, achicharrá…

La mañana en que Tía Celesta expresó tan modestas aspiraciones (¡qué mañana!; se helaban las palabras en la boca) fue la última que la vio ocupar su puesto y revolver las castañas, sobre la hornilla. Desapareció… «Estará acatarrada…». Buen catarro debía de ser, que pasaron las Navidades y llegaron los Carnavales sin que la castañera volviese a su sitio de costumbre. Y tampoco, cuando los últimos cierzos de la Sierra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se presentó, cual otros años, ofreciendo los precoces narcisos, que anuncian la resurrección de Flora…

Seguramente la Tía Celesta había logrado el mantón con que soñaba; un mantón color de tierra, que no se rompe, que no se gasta y que abriga de una vez…


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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