El Casamiento del Diablo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.

Concedida la gracia, el ángel exterminador bajó al limbo, y sin penetrar en la mansión doliente, presentó a Satanás tres novias. Tenía la primera ojos de lumbre, aceitunada tez, pelo color de ala de cuervo, talle flexible, y entre sus dedos morenos y afilados temblaban las andaluzas castañuelas y repicaba la pandereta encintada de vivos colores. A su cuerpo de serpentinas curvas se ceñía el mantón manileño, y sus pies calzados de raso herían el suelo con gracioso ritmo.

«Te conozco», calculó Satanás apenas echó la vista a la meridional belleza. «Eres un tipo que me ha sido en extremo útil para trastornar cabezas vacías y perder almas bobas. Que carguen contigo los hijos del mentecato Adán: no me convienes, porque me volverías loco a mí, y pata arriba el infierno, con tus quiebros y tus zalamerías».

Y se fijó en la segunda novia, que en vez de bailar flamenco permanecía reclinada en rico sofá de raso. Su traje de terciopelo negro, escotado y de manga corta descubría y realzaba la magnificencia de sus formas esculturales y la deslumbradora blancura rosada de su cutis. Su cabellera abundantísima ondeaba por las espaldas hasta el suelo, con el matiz del oro en las joyas antiguas, y su boca era una rosa teñida en sangre fresca. «Te conozco, beldad rubia, beldad soberana», volvió a decirse Satanás. «Si no condenas las almas de los demás como la morena, en cambio siempre pierdes la tuya embriagada por el humo del incienso y ofuscada por la vanidad. No te quiero para esposa: me afrentarías, sólo por jactancia de encontrar adoradores y esclavos en el mismo infierno». Y haciendo una señal negativa, fijó sus miradas en la novia tercera.

Ésta no era fea ni bonita. Blanca, de pelo castaño, de facciones sin expresión, bajaba los ojos y no levantaba la mano de la costura. «Hacendosa ésta parece», reflexionó Satanás, «y no cabe duda que no se ocupa de pretendientes ni amoríos. Se me figura que cargo con ésta». Y el Ángel exterminador, encargado de arreglar la boda de Satanás, apenas adivinó el pensamiento del precito, le entregó la mujer elegida, diciendo con sonrisa celestial: «No te quejes de la divina misericordia. Te ha tocado en suerte una mujer fiel, virtuosísima».

Regocijose el diablo, pensando que sería muy llevadero el castigo; tanto más cuanto que la nueva diablesa parecía al pronto lo que se suele llamar una esposa modelo. Sin embargo, al poco tiempo empezó la señora de Satanás a sacar las uñitas; y a echar un geniecillo que bien podía sin hipérbole llamarse de mil demonios. Satanás, no conseguía paz ni un minuto: por cualquier pretexto gruñía, tronaba o relampagueaba su cónyuge. Que si estaban los salones infernales mal barridos y llenos de colillas de cigarros; que si los diablos menores no la respetaban y delante de ella se tomaban la libertad de escupir azufre y maldiciones; que si Satanás no se lavaba y jabonaba como es debido al salir de las calderas de pez; que si la semana pasada se había gastado una arroba de aceite de más en freír condenados, lo cual era un desbarajuste y una ruina; que si todas las horquillas de ensartar almas estaban rotas, y el holgazán del diablo herrero no las componía nunca… En fin, la serie de broncas y gazaperas fue tal, que Satanás tenía la cabeza como un bombo, jaqueca diaria, y un ataque al hígado por mes. Y cuando reprendía a su mujer y se quejaba de vida tan infernal, replicaba ella: «Todos mis enojos son justos; todo lo que chillo y pataleo es en bien de tu hacienda y para ordenar tu casa, y debieras darte con un canto en los pechos, pues te ha deparado la suerte mujer fiel, virtuosísima».

Tanto arreció la fiereza de la esposa y la melancolía y rabia del esposo, que un día Satanás, vencido, bajando la cresta y rogando al cielo, exclamó: «Señor, ya que me quieres casado, obedeceré, pero dígnate enviarme una pecadora, porque así a lo menos inspiraré compasión a alguno. Con las mujeres fieles y virtuosas, ni aún queda el desahogo de quejarse».


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
Leído 24 veces.