El Espectro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi amigo Lucio Trelles es un excelente sujeto, sin graves problemas en la vida y que parece normal y equilibrado. Como nadie ignora, esto de ser equilibrado y normal tiene actualmente tanta importancia como la tuvo antaño el ser limpio de sangre y cristiano viejo. Hoy, para desacreditar a un hombre, se dice de él que es un desequilibrado o, por lo menos, un neurótico. En el siglo diecisiete se diría que se mudaba la camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos que no se la mudarían en ningún día de la semana.

Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría de que desequilibrado lo es todo el mundo; que a nadie le falta esa «legua de mal camino» psicológica; que no hay quien no padezca manías, supersticiones, chifladuras, extravagancias, sin más diferencia que la de decirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. De donde venimos a sacar en limpio que el equilibrio perfecto, en que todos nuestros actos responden a los citados de la razón, no existe; es un estado ideal en que ningún hijo de Adán se ha encontrado nunca, en toda su vida. Lucio apoyaba esta opinión con razonamientos que, a decir verdad, no me convencían. Parecíame que Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasionales, que pueden desequilibrar momentáneamente, pero no son desequilibrios, pues son tan inevitables en la vida psíquica como otros procesos en la fisiología.

Ello es que a Lucio no le conocía nunca ni enamorado, ni encolerizado, ni apasionado, ni vicioso. Hasta me sorprendía la normalidad de su tranquila existencia, sazonada con distracciones de buen gusto y aun de arte, y dedicada a regir bien una fortuna pingüe y a acompañar y proteger a su hermana, con la cual se portaba lo mismo que un padre. Y solía yo decirle, cuando nos encontrábamos en una agradable tertulia adonde los dos concurríamos:

—Todos seremos desequilibrados, pero el desequilibrio de usted no se ve por ninguna parte.

Él meneaba la cabeza, y la confidencia parecía asomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de la pared, retirándose apenas entrevé la claridad... Ya en el camino de las curiosidades, di en notar que algunas veces las pupilas de Lucio revelaban extravío. No era que bizcase; la expresión respondía a un espanto íntimo sin relación con los objetos exteriores.

Lucio solía ir a la tertulia donde más nos veíamos, con su hermana y en carruaje. Como le viese una noche salir a pie, me dijo que su hermana estaba un poco indispuesta, y él no había querido hacer enganchar. Entonces caminamos juntos. No hacía la luna, y las calles del barrio estaban oscuras y solitarias.

Íbamos hablando animadamente, cuando de pronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravitaba sobre mi hombro, desplomado. Apenas tuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo. Al hacerlo oí que murmuraba frases confusas, entre gemidos. Yo no sabía qué hacer. No veía nada que justificase el terror de Lucio. Sin duda sufría una alucinación.

No recobró el sentido hasta momentos después, y soltó una carcajada forzada y seca, para tranquilizarme. Anduvo unos instantes vacilando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con terror indescriptible, un terror frío:

—¿Y el gato? ¿Y el gato?

—¿Qué gato es ése? —pregunté asombrado.

—El gato blanco. ¡El que pasó cuando yo caí...!

Recordé que había visto, en efecto, una forma blanca, deslizarse rozando la pared. Pero ¿qué importancia tenía?...

—¡Ninguna para usted! —murmuró sordamente mi amigo.

Yo sentía el retemblido de su cuerpo, el rechinar de sus dientes, y su mano crispada me asió, incrustándome los dedos en la muñeca. De su garganta, contraída, las palabras brotaron como un torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.

—Claro, no puede usted entender... para usted un gato blanco no es más que un gato blanco... Para mí... Es que yo... No, aquello no fue crimen, porque el crimen lo hace la intención; pero fue una desventura tan grande, tan tremenda... No he vuelto a disfrutar de un día de paz, un día en que no me despierte con el pelo rizado... Mi disculpa es que yo tenía entonces veinte años... —añadió con un sollozo—. Desde la niñez, la vista o el contacto de un gato me producían repulsión nerviosa; pero no en grado tal que no pudiese dominarla si me lo propusiese. Lo malo es que en ese período de la juventud no quiere uno dominarse, no quiere sino hacer su capricho... Cree uno que puede dirigir la vida a su arbitrio, solazándose con ella, como con los juguetes. Esto ocurría hallándome yo en el campo, en compañía de mi madre y de mi tía Lucy, la que me ha dejado mi capital, pues mis padres no eran ricos.

—Cálmese usted —dije, viéndole tan agitado y observando la poca ilación de lo que me refería.

—Sí, ya me voy calmando... Verá usted cómo es natural mi impresión.

¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo con mi madre y con mi tía Lucy, solterona, que adoraba en su gato blanco, el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acurrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qué gustos más raros! Yo —cosa de los veinte años, afán de dominar la vida y arreglarla a nuestro antojo— se la tenía jurada al bicho. Resolví que, si alguna vez lo atrapaba solo, su merecido le daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo un diminuto bull-dog, y ya no veía el momento de meter una bala en la panza gorda del monstruo, del odiado animalejo. Después, me proponía hacer desaparecer sus restos..., y negocio concluido.

Fue una noche... Una noche como ésta; sin luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto con ánimo de espaciarme en el jardín. Había en él un cenador de madreselva... ¡lo estoy viendo! Era todo tupido, y de costado tenía una especie de ventanita cuadrada, practicada recortando las enredaderas. Distraído miré... En el marco del follaje se encuadraba un objeto blanco. Ni por un momento dudé que fuese el gato aborrecido.

Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... Un grito me heló la sangre... Me arrojé al cenador... Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza una toquilla blanca...

—¿Muerta? —interrogué con ansia, empezando a comprender la historia.

—No... Herida levemente; rozadura; el pelo chamuscado...

Entonces... Mi madre me cobró horror... Nunca volvió a quererme... Nunca creyó mis protestas de que no intentaba asesinarla... Y murió poco después, de una enfermedad cardíaca, originada probablemente por la emoción... ¡Quedé bajo el peso del odio, de la eterna sospecha de mi madre!

—¿No la pudo usted convencer?

—Jamás...

Medité un segundo...

—¿Había algún motivo para que ella recelase que usted..., en fin, que usted... podía ser capaz... de... «eso»?

Sin duda herí una fibra sensible, porque Lucio se demudó y vaciló tambaleándose, próximo a caer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraron un instante. No contestó. Y al llegar a su casa, me dijo secamente, bruscamente:

—Buenas noches...

Nunca más, en ocasión alguna, volvió a hablarme del caso, por el cual un gato blanco es para él un espectro.


Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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