El Linaje

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La noche había caído, envolviendo en sombras el arrogante castillo señorial, confundiendo los términos de sus jardines y parques, y prestando nueva y plañidera música al surtir y gotear de sus fuentes de mármol. Dijérase que lloraban, en aquella plácida y serena noche de Junio; y era que las lágrimas de la madre, velando en el inmenso salón el cuerpo del hijo que acababa de morir, iban sin duda, llevadas por la suave brisa, a confundirse con hilitos de agua, tan rientes a la luz, tan quejumbrosa ahora…

Velaba la madre —ella sola, pues no había querido consentir que la acompañase nadie, al rendir el postrer tributo de amor y de dolor al único fruto de sus entrañas—. Altos blandones, en candeleros de plata antigua, alumbraban apenas la parte del salón en que, dentro del blanco ataúd y sobre extendido paño heráldico, bordado de históricos blasones, yacía el niño, del mismo color de la cera que se consumía en los hacheros. La madre, arrodillada, sollozaba, sin fuerzas para orar; faltábale en aquel instante resignación, y no podía contener su desesperado llanto. Era la criatura que acababa de expirar, a la vez su consuelo y su esperanza: con el niño al lado, sentía menos la soledad y el abandono en que la dejaba un esposo inconstante, ingrato y libertino; por el niño se prometía reconquistar al padre, convertirle otra vez al hogar y al afecto. Al perderle, lo había perdido todo, hasta la sonrisa misteriosa y prometedora que el porvenir tiene para los más desventurados…

Poco a poco, la fatiga y el exceso de la pena trajeron una reacción inevitable: los nervios agotados y el cuerpo rendido por larga y trabajosa asistencia dijeron que más no podían: la materia sonrió irónicamente de su triunfo, y la madre, recostando la frente al borde del almohadón en que descansaba la cabeza inerte de su hijo, se quedó dormida, con sueño de plomo, con letargo mortal…

En medio del alto silencio que en el salón reinaba, un gran reloj de caja de laca y ricos adornos de bronce, trepidó y dio pausadamente, con infinita majestad, doce campanadas. Al punto, una claridad fantástica, tal vez la de la luna que desgarraba su velo de nubes, iluminó vagamente las paredes del salón, cubiertas de retratos antiguos, imágenes de los antepasados. Ninguno de ellos vestía la armadura del medioeval: eran personajes de época más reciente; a lo sumo del siglo décimo séptimo; habíalos de escarolada polilla y aristocrática venera, de casacón y bordada chupa, y de frac azul, alto corbatín y peinado puntiagudo, el tupé de la época romántica. En consonancia estaban los retratos de mujer, ya severos en el período del Hechizado, ya coquetones y rientes bajo la fina nube del empolvado erizón. Sin embargo, al momento en que los bañó la claridad incierta, al acabar de disiparse la vibración de la duodécima campanada, todas las caras aparecieron expresando grave cuidado y honda tristeza. Las damas del siglo XVIII hacían ademán de secarse con el pañolito de encaje los ojos… Las del místico monjil los alzaban al cielo: las de los luengos tirabuzones, las jorgesandianas, suspiraban…

Un caballero de Santiago, fue el primero que habló, en acento opaco y sepulcral, para decir fatídicamente:

—¡Se ha extinguido nuestro linaje!

Un murmullo corrió por los ámbitos de la estancia… Los antepasados repetían la frase: «¡Nuestro linaje de ha extinguido!…». De pronto, se destacó la voz aguda de un viejecillo de coleta y chorrera de encaje; el cual, después de aspirar una pulgarada de tabaco, exclamaba:

—¿Y por qué se ha de extinguir? ¡Esa dama que duerme ahí es joven!

—¡Y joven también y muy real mozo su marido; mi tataranieto! —aprobó una abuelita de manteleta tornasol y parches de tocama en las sienes.

Algunas risitas mal sofocadas salieron del grupo de los erizones. Y otra ascendiente más remota, de toca y grueso rosario, pronunció, escandalizada y afligida:

—No es caso de risa, a fe… ¡Extinguirse el linaje y estado de Saldaña! ¡Recemos, recemos para que Nuestro Señor no permita semejante desventura…! Porque ese linaje no decayese de su esplendor, para dejárselo todo a mi hermano el mayorazgo, entré yo en las Comendadoras, a los quince de mi edad…

—Y por las mismas razones —declaró una damita de vestido azul, con tocado de plumas— me desposé yo a los diecinueve con mi caduco tío, el duque de Oterona…

—¡Y yo —exclamó un militar de tricornio, casaca blanca y solapas rojas— fui muerto de un balazo al tratar de recobrar gloriosamente de los ingleses el castillo de San Felipe, en Puertomahón!

—Y yo —murmuró un lívido figurón de golilla, chupado como una lechuza— por acrecentar la hacienda y bienes de Saldaña, me impuse una economía tan sórdida, y viví con tal estrechez, que dieron los villanos en repetir la conseja de que perecí de hambre… A mi cabecera se encontró un arcón repleto de oro… y en mi archivo, las obligaciones de hartas propiedades de acreedores míos, propiedades que pasaron a la casa de Saldaña lindamente, y la levantaron en peso…

—Mala manera de dar lustre a un linaje —rezongó ceñudo el héroe de San Felipe.

—Buenas son todas, señor sobrino, que nunca hubiera opulentos si faltaren avarientos —refunfuñó el personaje sombrío y lívido.

—Señores míos —intervino el viejecillo de la coleta, volviendo a destapar su cajita de oro y a rellenarse las narices de cucarachero— todo eso me parece óptimo; el sacrificio de las mujeres, el heroísmo de los militares, la sobriedad y modestia de los propietarios, y, aunque me esté mal jactarme, la habilidad y buen gobierno de los sucesores que, como yo, beneficiaron el caudal con innovaciones y empresas sabias… Pero hay una cosa superior al esfuerzo humano, y es la sacra naturaleza, ¡como decía mi predilecto filósofo Juan Jacobo Rousseau…! Y lo único que puede hoy evitar la extinción del linaje de Saldaña, es esa diosa universal, agitando dulcemente el alma de nuestra desdichada nieta, la que ahí veis aletargada, cerca del cadáver del niño…

—¡Qué lerdos son los hombres! —murmuró picarescamente la del traje azul—. Ella duerme; pero su alama… ya sé yo que despierta está, y despiertísima.

—¿No ha de estarlo? —gritó con fuego, la romántica de los bucles y las ojeras profundas—. En esta noche admirable, poética y divina, el mosto de la juventud fermenta en las venas de Dios, como cantó el gran poeta. ¿No sentís la fragancia que exhalan los jazmines de los cenadores? ¿No percibís el blando gemido de la fuente? ¿No veis que todo, en derredor, se estremece y palpita? ¡Ah! ¡Cómo me gustaría ahora pasearme, a la melancólica luz de la luna!

Persignóse al oír esto la de la toca y el rosario, y murmuró, cruzando ambas manos sobre el pecho:

—Pidamos a Dios que toque en el corazón al esposo de nuestra nieta, que anda divertido en profanidades y en livianos amoríos.

—Ahí está el intríngulis, —chilló tosiendo la abuelita de los parches de tacamaca—. Mientras marido y mujer vayan cada cual por su lado, así brille la luna y los jazmines se deshagan en aromas…

Tomó en esto la palabra, una dama, hasta entonces silenciosa; una beldad de desnudos brazos y busto espléndido, de blanca túnica y faja roja, bordada de oro, ciñendo el corto talle, de cabeza que adornaba una profusión de negros rizos; y suspirando lánguidamente la rosa nunca marchita que desde hacía tantos años llevaba en la mano, mórbida y salpicada de hoyuelos, entornando sus ojos flechadores, emitió opinión como sigue:

—Si es cierto que los descendientes llevan siempre en la sangre a sus antecesores, pido que ahora me cedan todos su puesto y me permitan a mí sola gobernar a esa pobrecilla… Su marido es un tronera y un descastado; pero ella, por su parte, es una inocente; no conoce el filtro; ignora los ritos y los conjuros por cuyo medio se enciende la inextinguible tea… Déjenme a mí… Él va a llegar, desconsolado por la muerte del hijo… ¡Yo haré que no se extinga el linaje de Saldaña!

Convinieron todos, hasta la mística monja de la toca y el gordo rosario; y la hermosa abuela, desprendiéndose del marco, atravesó el salón, y, sonriendo, depositó la rosa sobre el seno de la madre dormida. Velóse la claridad de la luna; ardieron más amarillos los blandones; la sombra envolvió a los retratos; abrióse la puerta del salón, y un gallardo caballero, con paso rápido, se dirigió hacia el ataúd.

Despertó la esposa sobresaltada, y reconoció a su esposo, al ingrato, al inconstante. Una palabra de amor entreabrió sus labios secos de calentura; una chispa de gozo brilló en sus ojos quemados de llorar. Marido y mujer, con impulso irreflexivo, se echaron en brazos el uno del otro, mientras los viejos retratos se hacían, en la obscuridad, señas disimuladas.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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