El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».

Sin embargo, o la tardanza del loro en aprender, o la poca paciencia de Tina, eran causa de que se eternizase la educación aquélla. Perico no pronunciaba bien claro, y Tina, que aquí en confianza os diré que estaba bastante mimada y consentida por sus papás, y tenía muy bien puesta la costumbre de que en todo se la cumpliese volando el santo gusto, empezó a rabiar y a enfadarse con el discípulo torpe.

Ya, en vez de repetirle las palabras cucas de al principio, sólo le decía otras muy feas, mil insultos que la salían de la boquita como sapos de una rosa: «¡Asno! ¡Sabandija! ¡Estúpido! ¡Panoli! ¡Idiota! ¡Borracho! ¡Indecente! ¡Puerco! ¡Bruto! ¡Porra! ¡Demonio!». Etcétera, etcétera.

Y se las decía con tal ahínco y tal furia, que el loro las repetía mucho más claro que las otras.

Si me preguntáis cómo Tina, una niña de familia respetable, podía haber aprendido tales nombres y palabrotas tan ordinarias, os contestaré que la ordinariez es igual que el barro de la calle: sale uno muy cepillado y limpio, lleva cuidado de no ensuciarse… y, ¡vaya por Dios!, vuelve uno a casa con el bajo del vestido lleno de motas.

De oír a los criados, de escuchar conversaciones al paso, ¡se aprende cada atrocidad! Por eso no sirve de nada el impedir que lleguen a vuestros oídos: lo único que se puede hacer es explicaros bien que son cosas malas y que si se oyen, no se repiten. Y vuelvo a Tina y a su discípulo.

Pues sucedió que un día, el padrino de Tina, el que había regalado el loro —y por cierto que le costó quince duros—, tuvo el capricho de enterarse de los adelantos que en hablar había realizado Periquín. Acercóse a la jaula, y Tina, algo confusa, colorada y con la cara de mojigata que ponía siempre que precisaba esconder una picardihuela, alzó el dedo y dijo al loro: «¡Lorito real!». Y el loro callado. «¡Rico!». Y el loro como si fuera de piedra. «¡Monín!». Lo mismo que un tronco.

—Vaya, creo que te traje un loro tonto —dijo el padrino, convencido de que el loro era incapaz de articular una sílaba. Oír el loro la palabra tonto y abrir el pico y arrojar al padrino de Tina con bastante claridad las mayores porquerías e insolencias de su repertorio, fue todo uno.

«¡Memo! ¡Cochino! ¡Calabaza! ¡Timador! ¡Ladrón! ¡Rata! ¡Esperpento!» y otras lindezas.

—Oye, chica, preguntó el padrino a su ahijada, cogiéndola una orejita. —¿Me quieres decir quién le enseña a este pajarraco a insultar a la gente?

—Paa… drii… no… yo… no… fui… Es que él… es… así… muy… malo… muy infame… muy perdido… Castíguele usted… ¡Dele usted azotes, padrino, que todo se lo merece!

—A ti —exclamó gravemente el padrino volviéndose hacia los padres de la niña— es a quien habría que castigar; que el discípulo no es responsable de lo que le enseña el maestro. ¿Por qué le echas la culpa al pobre animalito?

Mañana saldrás tú al mundo, y a tus padres y a los que te educan habría que darles la azotaina, si a las primeras de cambio disparases una retahíla de desvergüenzas como las que de ti aprendió Periquín.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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