El Mascarón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No quería señá Cipriana, la prendera, cerrar tan temprano aquel lunes del Carnaval. La prisa que le estaba dando la buena pieza de su sobrino, era «motivá» por las ganas de largarse al baile, a gastar las perras y volver, si a mano viene, con la crisma rota.

El lunes de Carnaval era la gran ocasión de alquilar los mantones que se ostentaban en el escaparate, y hasta las once y las doce estaban viniendo chulillas del barrio, modistas y ribeteadoras, a llevarse aquellos trapos castizos, donde pajarracos y floripondios desplegaban sus formas, sus asiáticos colorines. Noches semejantes engrosaban el cajón del mostrador, y después, el fajo de billetes que, ocultos por algún tiempo en el buró, salían luego para préstamos a rédito seriecito, del quince o del veinte.

Tanto, sin embargo, la mareó el sobrino, alborotado por el olor de juerga que exhalaba el barrio entero, las calles regadas de confeti, los chiquillos vestidos de demonios verdes, azotando a los transeúntes con el rabo, que acabó por decirle:

—¡Ay, hijo! No vayas a mal parirte. Cierra el escaparate, deja la puerta encajá, pa que si pasa alguna de ésas, sepa que velo… Y listo, en aeroplano, pa llegar más antes.

Por conciencia, el mozo avisó:

—No debía usté velar. Cierre pronto. No quea usté bien, así sola…

—No me come el coco. Sola está una por lo regular…

Sin meterse en más advertencias, el sobrino requirió capa y gorra, y salió, al paso elástico de los que van hacia su deseo.

La prendera se sentó en la tienda, en su rincón favorito, notando lo mal que alumbraba aquel día la luz eléctrica, y su fulgor pálido y extraño.

«Como encienden pa tanta fiesta y tanto bailoteo…», pensó.

En la calle también reinaba una especie de penumbra tristona. Era de esas antiguas callejas de Madrid, en que los faroles parecen mortecinos candiles, y los rincones son sombríos y hasta siniestros. Otras veces, sin embargo, animaban aquélla melancolía las barbianas que venían metiendo bulla de reíres y decires, a alquilar no sólo mantones, sino caretas de seda, abanicos pericones y peinetas de carey. Acaso viniesen aún, a la medianoche.

Las palabras de su sobrino le escarabajeaban un poco, y nostalgias de cosas pasadas la asaltaron como impertinentes moscas. ¿Por qué no había ella de divertirse? ¿Por qué no había de volver a casarse? No era ningún vejestorio, apenas cuarenta, carnes lozanas, firme «dentaúra» y mata de pelo gruesa y reluciente. Un marido le daría sombra, la ayudaría al negocio… El sobrinito, ya se ve, ¡si no fuese por la esperanza de la herencia!… Cariño, ni chispa.

Era señá Cipriana mujer de bien, pero de suma normalidad, sana y cálida de sangre. Se trató a sí misma de sosa. Se prometió echarse su mejor mantón por los hombros, y concurrir a verbenas y bailes. ¿Y si le hacían burla? ¡Que la hiciesen! Ella, a darse el gran pisto, con sus zarcillos de brillantes y su coche… Porque era capaz de echar coche. ¿Para qué quería los ahorros?

Uno de los varios relojes de pared colgados en la tienda sonó, la media para las doce, y al punto mismo se abrió la entornada puerta, y entró un mascarón, de esos de colcha rameada y escoba en ristre. Una especie de informe capucha, de la misma tela de la colcha cubría su cabeza, rematando el frunce en un ajado lazo de gro rojo. Una sucia careta de raso, rojo también, dejaba entrever, bajo el volante, una barba negra, rizosa. Con solicitud, la prendera interrogó:

—¿Qué se le ofrece?

—¿No tendrá usted unos guantes?

—Veremos si los hay que le sirvan.

Revolvió la señá Cipriana en un estante, y cuando se volvió presentando la mercancía, un montón de guantes limpios con bencina, unos desaparejados, otros desgarrados, que solían comprarle los cocheros de punto para limpiar los metales de sus coches, vio que el mascarón se había quitado el antifaz y era de recia contextura, guapo mozo, «un tipazo», como se dice.

Sonriente, el mascarón imploraba.

—¿Querría usted ponérmelos? ¡A mí me va a costar un trabajo…!

—Apoye el codo sobre el mostrador…

Y empezó la prendera a desempeñar la grata faena de calzar los guantes a aquel buen tipo. Separados por la valla de madera, sus alientos casi se confundían, al tratar la señá Cipriana de embutir la mano nervuda del cliente en el canela, el par más decente de todos.

Los ojos del mascarón, insolentes de galantería, de nacarada córnea, húmedos de vida, bebían el rostro de la mujer. ¡Besaban ya aquellos atrevidos ojos!

—¿Es usted de aquí? —preguntó ella por disimular la repentina emoción.

—No… Soy de Cádiz, ¿sabusté? He venío a cobrar un pico, unos atrasos. Me gusta mucho Madrí. De gana me quedaría. Al fin, sólo como es uno, ¿qué más da un sitio que otro? Y usted…, ¿tiene familia?

—No —tartamudeó la prendera—. Solita vivo desde que he enviudao… Cosas de la vía, ¿verdá usté?

Él estrechó, insinuante, la mano que enguantaba la suya, y con gesto ya inequívoco, murmuró:

—¡A ver! ¡Cosas de la vía!

Las palabras decían uno, y los mirares, ya encandilados, otro… Los dedos de la prendera se enlanguidecían en la operación, al par que preguntaba ávidamente:

—¿Y usted en Cádiz tenía oficio?

—¡Vaya! Mi buen taller de ebanista. Pero están malos los tiempos, y se ganaba poco. Por eso macordé de los atrasos… Un piquillo regular, ¡no se crea usté!

En otro momento acaso se hubiese fijado la señá Cipriana en que las yemas que estaba calzando no tenían callo alguno, y aunque fuertes, eran de holgazán. Pero la adormecían los ojos del cliente, enviándole su fluido, y, semirrendida, consintió en el mariposeo de unos labios sobre su mejilla sofocada…

El mascarón, entonces, no respetando la valla, alzando la tabla que cerraba el mostrador, penetró en la tienda. Desató las cintas que sujetaban la colcha y rogó:

—Yo no voy al baile esta noche, gitana… Que se fastidie el baile… Ahora mismito cierro esa puerta… Esto ha sío como un tiro, ¿eh? ¡La simpatía…!

Sin esperar contestación, fue a cerrar, en efecto, dando vuelta a la llave y corriendo el cerrojo. Ella protestaba, en una reacción de bravía honradez:

—No, no, abra, váyase… Si es usted persona decente, se podrán hacer las cosas como manda Dios… No soy mujer de estos tratos, ¿lo oye usted…?

Él la había cogido por la cintura, arrastrándola hacia el dormitorio, débilmente iluminado por una bombilla de a cinco, las favoritas de la económica prendera.

El mascarón empujaba violentamente hacia la gran cama dorada de matrimonio que ocupaba casi todo el aposento. Vencida la resistencia, cerró ella los párpados, y en la diestra del hombre brilló una faca antes de hundirse dos veces en el pecho de la víctima. Alzando luego el cuerpo, lo tendió, dejándolo debatirse en la agonía, sobre el lecho. Guardó el arma el asesino y sacó otros instrumentos profesionales. Abierta la cómoda-buró, la vista del fajo de billetes le arrancó una imprecación de alegría. Allí relucían los zarcillos, pero no los tocó: ¡no hay idea de lo que comprometen las joyas!

Salió luego a la tienda y tiró del cajón que tenía puesta la llave; arrambló con los puñados de pesetas y duros, vistió otra vez la colcha, ajustó la careta, apagó las luces y salió, dejando la puerta encajada. En la primera alcantarilla arrojó los guantes salpicados de sangre. Y allá se quedó la señá Cipriana, rígida, con las pupilas reflejando el espanto de que el mascarón, en quien creyó ver el Amor, fuera la Muerte.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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