El Morito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se habló un poco de él, cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.

Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester acordarse de los preceptos del Profeta.

He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce, caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización. Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había siempre sitio para él en palcos y coches.

Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de felicidad… Y como le dijésemos:

—Pues oye, Hafiz, nosotros creíamos que, para los moros, por mucho trigo nunca fue mal año…

—Moro y cristiano —nos respondió juiciosamente— no tienen más que un solo cuerpo.

Por otra parte, Hafiz encontraba bastante que reprender en la facilidad con que las españolas pueden salir, y entrar, y pasearse, y asistir a sitios públicos; y los trajes y los peinados los encontraba «buenos para moro que mira, malos para cristiano que paga». Estaba asustado, no sólo de la inmoralidad, sino del derroche. Cuando se enteraba de que una pluma de sombrero podía costar trescientas o cuatrocientas pesetas, sin que fuese nada de extraordinario, movía su cabeza típica, juntaba su entrecejo aterciopelado, y repetía:

—No ha visto Hafiz llover pesetas del cielo… Hafiz desea que le llevéis a ver fuente de donde salen las pesetas…

Los toros, diversión de que tenía noticias desde Marruecos, no asombraron mucho a Hafiz; lo que le maravilló fueron dos cosas: lo caros que cuestan y lo mucho que se habla de ellos.

Varias veces manifestó su asombro al encontrar en los diarios consagrando tanta letra de molde a una cosa que se ve con los ojos.

—Hafiz conoce en la plaza al torero bueno y malo… maleta, decís. Hafiz allí aplaude o silba o calla. Después, no. El moro no gusta de hablar en balde.

Un día, a nuestra vez, le argüimos; los sucesos nos autorizaban para ello: Si era verdad que al moro no le gusta perder tiempo en palabras ociosas, que nos explicase Hafiz la razón por la cual tanto se demoraban los embajadores serifianos, entreteniéndose en interminable negociación, en la cual, naturalmente, la base era el jarabe de pico.

—No es culpa nuestra —repuso con su calma inalterable—. No es por nuestro gusto. Es que españoles no ser formales. A ver, responded vosotros: Nuestro embajador llega y le cuenta su cuento a Sidi Allende Salazar. Va entendiéndose con este señor y las cosas empiezan a arreglarse, cuando quitáis a Sidi Allende y ponéis a Sidi Pérez Caballero. Y hay que empezar desde el principio, y repetírselo todo, y el cuento es largo, vosotros lo sabéis… ¿eh? Bueno; enterado ya Sidi Pérez Caballero, ¡ahora vuelta a principiar con Sidi García Prieto! ¿Ser moro quien quiere gastar saliva, o ser cristiano?

No pudimos menos de reconocer que en las palabras de Hafiz había gran parte de razón, aunque entendiésemos bien que el malicioso viejo enviado enredaba a propósito las negociaciones, con ese arte de diplomacia que caracteriza a las razas atrasadas, y se parece al instinto de la vulpeja. El mismo Hafiz empezó a figurársenos, desde entonces (y no sólo por esta observación, sino por otras, igualmente impregnadas de socarronería satírica), un «tío muy largo» que se quedaba con nosotros. Nuestra desconfianza no dio por resultado que le tratásemos peor, sino al contrario, que exagerásemos nuestras atenciones, para que no pudiese referir de nosotros, allá en su tierra, nada malo, sino extremos de cortesía hospitalaria. Es cierto que el vizconde de Tresmes, profesor de mundología, nos avisó de que la opinión que de nosotros se formase en Marruecos debía ser una de las veintisiete cosas que nos tuviesen perfectamente sin cuidado; pero a pesar de la cordura del aviso no le hicimos caso y continuamos obsequiando a Hafiz, partícipe gratuito y agasajado de todas nuestras distracciones y fiestas. Y el morito se había habituado de tal suerte a su fortuna, que ya cuando venía con nosotros, ni traía cartera, ni cinco céntimos, y últimamente, tampoco petaca. Nadie, ni el Sultán, fumó mejor ni más barato que Hafiz durante una larga temporada, que a él debió de parecerle corta.

Hasta hubo entre nosotros alguno que se empeñó en dar a Hafiz elevada idea de lo que es España, y le acompañó a varios sitios, como Museos, establecimientos benéficos, el Banco, el Palacio Real —en la parte que es lícito ver— la Armería; en fin, aquello que puede asombrar y maravillar. Mirábalo todo atentamente el buen Hafiz, aunque, según su filosofía fatalista, de nada se asombraba, convencido de que sólo es grande, muy grande, Alá. En el Banco y en la Casa de la Moneda dijo, con su melancólica sonrisa iluminada por los nácares de la boca:

—Éstas son fuentes de pesetas, ¿eh? Aquí hacéis el dinero… Buena cosa, el dinero, ¿eh?

El dinero, pudimos notarlo, atraía la atención del infiel mucho más que las celosía floridas, las sultanas de negra melena y pecho de cristal, y otras escenografías de los versos zorrillescos, que uno de nosotros, elegante barnizado de literatura, le leyó un día.

El dinero, positivamente, le fascinaba doble. Con aquellos millones que veía danzar a su alrededor, invertidos en lujos que no necesitaba y en ostentaciones que no comprendía, ¡cuántos cañones y fusilas de tiro rápido para los hijos del Atlas y de la llanura ardiente, hoy surcada, dominada por jinetes extranjeros! Bajo la corteza del vividor dedicado a solazarse en compañía de unos cuantos ociosos madrileños, estremecíase el hombre de guerra y de independencia salvaje que hay en todo moro; y acaso no le faltase razón a Tresnes cuando aseguraba:

—¿Veis a Hafiz? Parece amigo nuestro, ¿no es eso? Pues muchas veces nos habrá mirado al pescuezo, pensando por dónde lo rebanaría mejor, si nos coge allá en los vericuetos del Rif… Hombre, para creer otra cosa, hay que ser memo. Hace una infinidad de siglos que estos moritos y nosotros andamos a si te degüello y si te masco la nuez… ¿y os figuráis que ellos lo olvidan un minuto? Para eso tendrían que ser tan blandufos como nosotros.

Esta opinión de gran calavera, a quien sus múltiples experiencias amorosas habían enseñado cierta sabiduría humana, se nos acordó el día en que, terminada la misión del embajador y anunciada definitivamente su partida, llevamos nuestra longanimidad hasta el extremo de dar a Hafiz un banquete de despedida cariñosa. Fue espléndido, y corrieron los vinos exquisitos —en esto Hafiz no hacía mucho caso de su Profeta—. A los postres hubo hasta brindis. Y cuando, a última hora, uno de nosotros preguntó a al morito qué impresión definitiva se llevaba de España, de Madrid, de sus amigos, que tanto se habían complacido en agasajarle —el infiel, algo excitado por el espíritu de la vid, sobándose la barba avelludada y suavemente ondulosa— contestó:

—Yo decir en mi país que vosotros queréis mucho moros, y tenéis fuente pesetas, para gastarlas con moro simpático. Y decir también que aquí mejor ser moro que general que ha peleado con moros allá en la guerra. Más obsequiado moro; eso diré. Y si contestan demás moros que vosotros tontos, diré que no, que buenos sí. Y diré que ricos los manjares, y guapas las huríes, y de primera los cigarros.

Y como se alzase un run run de risas mezcladas con indignaciones de semichispos —porque en aquel momento sospechábamos que habíamos hecho una primada—, Hafiz, asustado de su propia franqueza, despabilado de su comienzo de embriaguez, añadió:

—Y diré que España es grande. ¡Y que moros en ella, felices!


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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