Descargar ePub «El Niño de Guzmán», de Emilia Pardo Bazán

Novela


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104 págs. / 3 horas, 2 minutos / 246 KB.
8 de septiembre de 2016.


Fragmento de El Niño de Guzmán

Sin apresurarse acudió el vista, y su primer pregunta a Pedro tuvo la entonación desapacible y glacial de una reprimenda: «¿Es usted el que quiere aduanar género?». La rubia, por lo bajo, dijo a la trigueña: «Ese, de seguro, estaba en sus glorias almorzando, y ahora el milord le chafa los postres… ¿Será memo?». «¡Pobrecillo!… », repuso la trigueña. «Ahí tienes, por portarse como un caballero… ». «Pues ya se ve —afirmó la rubia guiñando un ojo—. Para caballerías estamos… Ea, vámonos, hija; ya tiene para rato tu don Quijote… A buscarnos un rinconcito cómodo… ». Volviendo la cabeza atrás, como el que sale mal de su grado de un teatro donde se divertía, las dos viajeras se encaminaron al andén, pasando tan cerca de Pedro que casi le rozaron con sus ruge ruges de seda y sus volanderas garzotas. «Pues no huelen a perfumería —discurrió el mozo— ni gastan afeites ni arreboles… Género de primera… ». Al producirse el contacto, la rubia murmuró con retrechería, no tan bajo que no se oyese: «Si este bobalicón de extranjis suelta a tiempo un par de duros… coge el tren; ¡vaya si lo coge!». Dejando a Pedro atónito, apretaron el paso, desaparecieron por la puerta de cristales… Quedose el mozo de plática con el vista, el cual, positivamente malhumorado, fuese por los motivos que suponía la rubia o por otros imposibles de averiguar, mostraba una sequedad y tiesura de mal agüero. Fue inútil que Pedro, primero afablemente y después en tono más apremiante y firme, le suplicase rapidez en la aplicación del formulario del adeudo. El tren se ponía en marcha trepidando, se quedaba sorda y solitaria la estación, cuando el empleado, con insufrible lentitud, empezó a desempeñar su cometido. Miró Pedro el reloj; eran las doce y veinte. Buscó después la guía y la hojeó: el primer tren utilizable, a las seis de la tarde. Otro se descompondría, juraría, pronunciaría frases de acre censura y despecho. Pedro tenía, por virtud de ciertas enseñanzas recibidas, la costumbre de no gastar energías en balde; repugnábale además dar proporciones desmedidas a contrariedades pequeñas. Recobró su adquirida flema y se consagró tranquilamente a la tarea de desdoblar, desempaquetar y desenfundar su ropa, trastos y armas, auxiliando con la mejor voluntad aparente y la más estricta cortesía al empleado. Quería acabar lo antes posible para almorzar y aprovechar las horas sobrantes, contrapeso de la vida, en recorrer a pie las cercanías de Irún. Y fue el carabinero el que, apiadado, trocando la aspereza en benevolencia, aprovechó una vuelta del vista para susurrar a Pedro confidencialmente:


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