El Toro Negro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre los títulos nobiliarios españoles que figuran en los anales taurinos por haber empuñado el estoque o manejado la muleta, el marqués de Tendería fue quizá el único que salió novillero y se atrevió con toros ya formados. Perdidas la agilidad y esbeltez, viejo y algo sordo, le quedaba la autoridad, el derecho de decir como al descuido: «Cuando despaché a Abejorro… El día en que le solté la larga a Choricero…». Los tres o cuatro bichos sacrificados por el marqués, y cuyas cabezas, primorosamente disecadas, adornaban su antecámara y su despacho, le daban guardia de honor, formándole una envidiada leyenda.

Quien quisiese oír de toros y toreros, que le preguntase a Tendería. Naturalmente, el marqués alababa lo de su tiempo, la generación que alcanzó, echando abajo la presente. Lo hacía con ingenio, con copia de argumentos, y como amenizaba sus juicios con anécdotas y detalles interesantes, se le escuchaba y celebraba. Una de sus conversaciones quedó fija en mi memoria —ya diré la causa—, y la transcribo fielmente en cuanto a la esencia, aunque las palabras no sean las mismas punto por punto.

—Hoy en día los toreros…, nada, unos niños guapines y finitos, que salen a que los achuchen y a correr y a arreglarlo todo dejando que los cojan. Tienen de niños hasta el diminutivo del apodo, regularmente puesto por su mamá. Los diminutivos de antaño sonaban broncos y castizos, como interjecciones: eran en eto y en elo. Ahora son en illo y en ito…, baboserías. ¡Y las caras! ¡Qué cutis de señoritas, qué hoyuelos, qué lindeza! A mí deme usted aquellos toreros de antaño, negros y feos como aceitunas aliñadas… ¿Que cuál fue mi favorito? Reconozco todo lo que valían el Tato, Lagartijo y Frascuelo, en su género cada uno…, pero vamos, mi preferido era el Zagal. A él debí las primeras lecciones. ¡Vaya un maestrazo aquel tío!

»Si puede decirse así, el Zagal representaba la transición de la época de Romero y Costillares a la de califa de Córdoba. Era un torero a la antigua española, y uno de los últimos españoles majos que han podido verse aquí. El alias, con su sabor granadino, le caía divinamente, pues más tenía de moro que de bautizado. Su cara, azul por donde la descañonaba el rapista, parecía de barro tosco, enérgica pero inexpresiva, cuajada en la impasibilidad del desdén ante el peligro, del cual no se daba cuenta —porque hombre que así tuviese pelos en el corazón como el Zagal, ni ha nacido ni creo que nazca—. El valor se le conocía, sobre todo, cuando le llevaban a la enfermería, en brazos —pues sufrió varias cogidas y serias—. En ese momento, al hacerle la cura, al quitarle las galas toreras, raro es el que no se desnuda también de la librea de la valentía, y el instinto natural de conservación recobra sus derechos: el terror desencaja las facciones, la interrogación ansiosa se fija en los labios o en los ojos. El Zagal, tan sereno, tan fresco allí como en la plaza. Si le dolía, pedía un cigarrillo para morderlo…, y en paz.

»De las virtudes del oficio, también poseía el Zagal, en altísimo grado, la liberalidad y el rumbo. Donde se encontraba su persona, otra no había de hacer el gasto. La primer onza (aún existía esta hoy fabulosa moneda) que saliese a relucir, el Zagal la sacaba de su repleta bolsa de seda roja con anillos de plata. Para soliviantar al Zagal, hablarle de la idea —que empezaba a cundir entonces— de que el torero, hecho su negocio como un industrial o un comerciante, debe cortarse la coleta y retirarse a su casa. Es lo único que le sacaba de su grave calma moruna y le hacía prorrumpir en denuestos y maldiciones. ¡Un torero poner en el Banco! A poco más, prestar con usura, ¿eh?, y andar escatimando y hecho un miserable. El que se gana unas joras con muchísima honra, que las gaste y las luzca lo mismo que las agenció. Valiente sucio sería el Zagal metío a logrero ¡Puaaá!, que ajorren los canónigos —añadía con desprecio de artista y con ironía de niño, fumándose uno de los mejores habanos que se vendían en Madrid y arqueando su robusto tórax bajo almidonada pechera, que recortaba la chaquetilla de terciopelo guinda y decoraban dos brillantes como garbanzos.

»—¿Y no se te ocurre nunca que si hasta hoy te salvaste, tanto va el cántaro a la fuente…? —le pregunto yo con la mejor intención del mundo—. Eres demasiado templado, Zagal, y al fin y a la postre…

»—Señor —me contestó el diestro—, no vaya usía a dar en la torna de que soy un valentón que me trago el mundo. ¡Valiente, valiente! Eso es pamplina. Lo que pasa, señó, es que entoavía no ha salido al ruedo para mí el toro negro. Cuando salga, ¡a ponerse a bien con Dios! Mientras no sale, ¿qué gracia encuentra usía en que no me esconda en las faldas de mi mamá? Tos los demás toros no son cosa mía, ni yo cosa suya. La fija. Y convencíos, ¿a qué ir temblando, como si tuviésemos la cuartana? El toro negro de ca cual no embiste sino una vez, y de que embiste…, a la hoya.

»No discutí con el Zagal; sería inútil: todos los misioneros saben que el mahometano puede renegar, convertirse, nunca. Su fatalismo de raza me explicó su ciega intrepidez. Hasta ver delante al toro negro…

»Por casualidad, en la corrida del domingo siguiente —una de las mejores que ha presenciado Sevilla—, de los dos bichos que correspondían al Zagal, uno, Titiritero, era negro como la noche. A la luz del sol que se reflejaba en la ardiente arena, el completo e intenso negror de la brava res adquiría el tono violeta sanguíneo de las moras maduras. Fuese porque habían impresionado mi imaginación las palabras del espada, fuese que realmente el toro se trajese malas intenciones, me pareció desde el primer momento que buscaba, no el rojo capote, sino el cuerpo del Zagal. Dos o tres veces, en los recortes y juegos de la capa, las astas finas de la fiera se abrieron paso sacudiendo el engaño y procurando irse al bulto; y el Zagal, volviéndose hacia mí, me hizo un guiño que significaba: “De cuidado”.

»Yo sentía enfriárseme el sudor en las sienes. Mis uñas se clavaban en la barrera. En mi garganta se enronquecía la voz. Ya creía ver al Zagal por los aires, volteado, recogido, destrozado y sin vida. El toro le acosaba muy de cerca. Su ardoroso resuello, su baba, los sintió en el rostro el matador. Pero sin turbarse, rápido, animoso, aplomado, mejor que nunca, el Zagal, a la primera magnífica estocada, tendió a su enemigo que, doblando las patas, cayó redondo. ¡Cómo respiré, mientras la plaza deliraba, y el Zagal la circulaba en triunfo, saludando! ¡Afuera supersticiones y aprensiones! ¡Vencido el toro negro!

»Al pasar delante de mi barrera tropezó el Zagal, distraídamente, en un caballo muerto que no habían arrastrado aún, y le vi sostenerse en la palma de la mano a fin de incorporarse más pronto. La sacó tinta en sangre de la pobre sardina, y diez pañuelos —entre ellos el mío— le fueron ofrecidos para que se limpiase. Entonces notó que tenía un rasguño en la diestra —del estoque, sin duda— y, a ruego mío, se vendó con mi pañuelo. Para recuerdo lo he conservado después.

»Porque el Zagal no volvió a torear nunca. El carbunclo del caballo le había inficionado. A las pocas horas deliraba, y aunque le abrasaron la mano derecha con cauterios, a los tres días… ¡Qué muerte tan espantosa!

Así acabó su relato el marqués de Tendería. Y como el invierno, aquel año, vino muy crudo y muy pródigo de catarros y «gripe», se acabaron las historias taurinas: el pobre señor recibió la visita del toro negro, que siempre coge.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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