El Vencedor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se dormía con tranquilidad una noche en la plaza fuerte desde que era cosa segura que iban a ser atacados. Y no por un golpe de aventureros que buscaban en la piratería un provecho vergonzoso y arriesgaban la horca ante la perspectiva de mezquino botín, sino por una escuadra de bucaneros, aguerrida, bien tripulada, en cuya proa la bandera de las lises significaba el poderío creciente y sólido de Luis XIV.

La plaza, mal guarnecida y mal artillada, no se encontraba dispuesta a resistir largos e impetuosos asedios. De sorpresa no la cogerían, porque el gobernador, aquel Naharro, a quien los indios habían truncado en un combate la mano derecha, tenía tomadas sus precauciones para no dejarse saltear. La vigilancia era escrupulosa, y ni de día ni de noche se interrumpía. Para dar descanso a los varones que habían de defender la fortaleza habíanse puesto de acuerdo las mujeres y organizado, entre sí, la guardia nocturna. La esposa del gobernador, doña Teresa de Saavedra, las mandaba. Y algunas veces, al encontrarse rodeada de su singular milicia, se le escapó a la señora decir:

—Para algo más que rondar de noche servimos nosotras. Ya se verá cuando llegue el caso.

Estos conatos de acometividad los reprimía el Manco con un gruñido violento y brusco.

—No buscar tres pies al gato, doña Teresa de mis entrañas… Cosas son éstas de hombres, y vuesa merced me ha salido hombruna… Son hombrunas todas cada una se cree una Monja Alférez. Vigilen bien y harto harán con ello.

Más no fue de noche, sino de día, y muy claro, cuando la enemiga escuadra se dejó ver, formada en orden de batalla, y a poco, una canoa, conduciendo a un parlamentario, vino a atracar al pie del castillo. El Manco dio al mensaje por respuesta cerrada negativa. La fortaleza no se rendía, y podía el señor almirante enemigo intentar tomarla cuando gustase.

Mientras tanto, en la ciudad se encendían los cirios de las iglesias, y el vecindario corría por las calles, más curioso que medroso. Los que eran dueños de un arma, la empuñaban. Muchos escondían precipitadamente los objetos de valor, enterrándolos en ocultos rincones. Las damas de calidad, habituadas por doña Teresa a no permanecer recogidas en sus casas, a tomar parte en la vida ciudadana, se agrupaban por instinto, y hablaban de ir a ofrecerse a Naharro para coger un mosquete. No se atrevieron, por fin, pues sabían el parecer de aquel rudo soldado, y todavía encontraban que había estado condescendiente al permitirlas organizarse en ronda… Y con todo eso, ellas sentían un impulso de ayudar a la defensa, un ansia heroica y hasta un afán de sacrificio. Lejos de la gran patria, en aquella plaza española, atacada sin cesar de piratas y acometida de fiebres, el heroísmo era el único sabor fuerte de la vida. El ansia de la emoción les agitaba el pecho bajo el corpiño rígido que la moda del siglo XVII les imponía hasta en aquellas lejanas costas.

Un ruido cavernoso vino a estremecerlas. El cañón de los asaltantes hacía su primer disparo. Ningún daño sufrió la fortaleza. Por ese lado, seguros estaban Naharro y los suyos. Los navíos no podían acercarse tanto que las balas hiciesen estrago en las fortificaciones. Inofensivas, caían al mar, y allí se apagaban con un rugido. Los buques que intentaban acercarse más se veían en riesgo de encallar en la arena. No era así como se tomaría el fuerte. Y el almirante, el famoso Villiers, por sobrenonmbre l’Avancé, bretón de raza y filibustero por vocación, dispuso el desembarco.

—Perderemos mucha gente —declaró a su segundo—, porque estos castellanos tienen el diablo en el cuerpo… Desebarcaremos de noche, atacaremos a la madrugada, y supongo que el asunto se resolverá antes de que la jornada transcurra. Debe haber en la ciudad oro a puñados, vino español a cientos de barricas y mujeres no feas, si se parecen a la del gobernador, que desde las almenas nos ha saludado con su pañuelo cuando tronó nuestro primer cañonazo sin tocarles ¡Qué valentona! Ahora, a preparar el desembarco y a no olvidar las escalas: que estén bien aseguradas, no se vayan a romper y a soltar racimos de hombres… ¡Bastantes van a dejar aquí sus huesos!

Despuntaba, en efecto, el amanecer cuando los bucaneros llegaron a la callada, bajo los contrafosos del castillo. Los defensores, coronando el reducto, les hacían horrible fuego. Las escalas, sacudidas y zamarreados sus montantes por vigorosos puños, se desplomaban al foso con su carga de gente. Se cumplía el anuncio de Villiers: la acometida costaba cara. Mas eran muy superiores en número aquellos duros bucaneros, indiferentes a la muerte, sedientos de pillaje, y que trepaban por las escalas como gatos monteses enrabiados. Sobre el hacinamiento de cadáveres subía y subía un hormiguero, y al paso que iban ascendiendo, los defensores no retrocedían, pero desaparecían. Nadie puede, después de muerto, resistir. Media hora después, el Manco era prisionero, y doña Teresa lo mismo. El francés, galante, hizo ademán de besar la mano, negra de pólvora, de la defensora, que le miraba fríamente, con retadora arrogancia.

Antes de que el sol tramontase entre las rojeces del crepúsculo, eran dueños de la ciudad los bucaneros. Rigurosas instrucciones de Villiers regularizaron el saqueo, pues estaba habituado a llevar con buen orden estas faenas. No faltó quien les advirtiese de que que las riquezas de la ciudad habían sido soterradas sigilosamente por los moradores. El Avancé enhiestó la oreja. Hacía falta oro para los gastos de la escuadra, oro para justificar tan atrevida expedición, tanta pérdida de sangre. Y dispuso que se encerrase en la iglesia mayor a las esposas de los más ilustres y ricos. Ellas habían de ser las que denunciasen los escondrijos del oro. Con ellas aprisionó a doña Teresa, la gobernadora. Si no daban razón de los tesoros ocultos, al otro día serían acuchilladas por la soldadesca.

El rebaño, en vez de apelotonarse medroso, se presentaba impávido, en actitud de defensa. Las cautivas se comunicaban planes. Sólo una dama, la esposa del corregidor, que no se sabe con qué ruegos o astucias había conseguido que no la separasen de su Gilico, un niño de corta edad, y le tenía abrazado, prodigándole caricias, se mostraba temblorosa y aconsejaba la sumisión. Doña Teresa, sin hacer caso de las súplicas de la corregidora, iba de grupo en grupo, animando y enfervorizando a su milicia.

—¡Que nos maten si quieren esos facinerosos! ¡Nada han de saber! Mejor fuera que nos hubiesen dado un mosquete. Al menos, ¡les venderíamos cara la vida! —protestaba la alguacila, que era una virago y soñaba con la gloria de la famosa Catalina de Erauso, de la cual tantas aventuras se referían en aquella ciudad indiana.

—Muy bien habla vuesa merced, señora Garci Ramírez —repuso la gobernadora—. ¡Mosquetes! Apenas sí alcanzaban para los defensores del fuerte… y alguien lo recogió de un muerto… Siempre hay más higados que mosquetes por acá.

Algo susurró en voz baja la Garci Ramírez a doña Teresa… La iglesia tenía una puertecilla disimulada, lateral, por donde comunicaba con un patio rodeado de tapia, en el cual existía una especie de garitón cerrado. Pocos sabían su objeto ni su utilidad. Mejor informada estaba la alguacila, a la vez sacristana y camarera de la Virgen. Aquella garita era sencillamente un polvorín. Previsto el caso de que los moradores se hiciesen fuertes en la iglesia, se habían depositado en el garitón pólvoras y balas en cantidad suficiente, y un revestimento de hierro pintado protegía contra la humedad el depósito.

—Yo me encargo del asunto —afirmó la Garci Ramírez—. Mecha hay en las lámparas ¡Verán esos ladrones desuellacaras lo que somos las mujeres! Venga, venga ese almirante, que se le hará recibimiento honroso…

Cuchillearon un rato las dos señoras, y poco después se les presentaba Villiers en persona, sudoroso y anhelante, fruncido el ceño y gruesa la voz. Veíase, sin embargo, que el Avancé se hacía violencia, que desempeñaba una función para él repugnante ¡Mujeres! Y mujeres como aquéllas, ¡que ni aún tenían miedo! Descubriéndose ante doña Teresa, trató de persuadirla. Que dijesen dónde se escondía el oro; que lo confesasen, y al punto quedarían en libertad… Si se negaban, muy a pesar suyo… Que pensasen en sus hijitos, en las criaturas que habían dejado en las casas… Él no quería quemar la ciudad, él no quería autorizar el degüello; pero si le obligaban con terquedad censurable… De pronto, su ceño se desfrunció. Una luz brilló en sus ojos y, sonriendo, llegóse a Gilico, que le miraba con inocente admiración y alargaba las manezuelas hacia el puño de la espada del marino. Cariñoso, le pasó las manos por los rubios bucles… Un recuerdo, un parecido, le emocionaban. La madre, instintivamente, lo recogió, lo presentó, como implorando… y la Garci Ramírez murmuró, hosca y furiosa:

—¡Bien hice yo en no traer al mío! Se pone el corazón como una breva. ¡Ea, vamos a darles el susto a estos tunantes!…

De un altarcillo, la alguacila fue a descolgar una lámpara encendida. La mirada de águila de Villiers no perdió tal movimiento. Dio una orden a sus soldados, que tras él se apelotonaban.

—¡Nadie se mueva!… ¡Sujetarme a esa mujer!…

Se precipitaba en la nave el segundo de Villiers, enojado. Nadie declaraba un escondrijo. Los bucaneros murmuraban, pedían castigos, crueldades… Aquel saqueo inútil o poco menos les exasperaba.

Y en el templo se oía a la Garci Ramírez votar como un hombre, entre por vidas y pesias, y a la corregidora llorar con sollozos.

—¡Compasión para este niñico! —repetía—. ¡Piedad, señor almirante! ¡Es un niñico!

Villiers hizo un gesto… Se inclinó, alzó a la critura, murmuró algo, estrechándola. ¡Otra tan parecida quedaba allá, en San Malo, esperando la vuelta del aventurero!

Y, como forzado, con entrecortada voz, ordenó:

—Salgan estas damas. No se les haga daño ninguno. La gobernadora primero, y al frente. Con los honores de la guerra…


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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