En las Cavernas

Emilia Pardo Bazán


Novela corta



I

La horda, rendida y extenuada, hubiese deseado refugiarse en la cueva, entrando en ella con el apresuramiento maquinal de los borregos al acogerse al redil. Llevaban varios soles caminando, en busca de una tierra benigna, donde no abundasen las fieras y la caza no faltase, y donde sus semejantes, los humanos, no fuesen más numerosos y fuertes y los exterminasen; y nunca encontraban aquel Edén de su fantasía de primitivos, deslumbrados y aturdidos aún del primer contacto con la Naturaleza. La estepa, que después se llamó Iberia, prolongábase, al parecer, sin fin, pantanosa todavía, con densa vegetación de cañas y juncos, y arbolado a trechos; algunos gazapos la surcaban, corretones, muy difíciles de coger. Y la esperanza de la mísera ralea era que, a deshora, asomase por las ciénagas la manada de elefantes. Alguien moriría, pero los demás tendrían abundancia de sustento.

Dos se habían quedado rezagados, en conversación confidencial. Eran un hombre y una mujer.

Él, mozo y ágil, no parecía tan fatigado como ella, y se apoyaba, en actitud animosa, en un recio palo. Ella, joven y enjuta de formas, como una gamuza, ceñía a su delgada cintura largo delantal de corteza de árbol. A la luz de la luna, llena y rojiza aún, que empezaba a ascender por el cielo, como el rostro encendido de un dios, podía verse perfectamente que además de aquel rudimento de traje, la mujer ostentaba collares de conchillas y un peinado lleno de coquetería, grande, crespo, formando aureola, en el cual se clavaban a guisa de agujas puntas de colmillos de jabalí. Sus ojos ovalados se posaron en el mozo, y preguntó dulcemente:

—¿Estás muy cansado? ¿Tienes mucha hambre?

—No tanta que me quite las fuerzas. Tengo hambre de ti, Damara. De ti si que tengo hambre y sed. ¿No lo sabes?

Ella sonrió, y cariñosa repitió lo tantas veces dicho:

—No quiero que nadie me tome en sus brazos, porque si ahora me respetan, sabiendo que no soy de ninguno, cuando sea de alguno seré de todos, y a eso prefiero morir. ¿No lo comprendes, Napal? Veo a mis hermanas someterse sin repugnancia a cuantos varones hay en la tierra, sin excluir al viejo Olavi, que ha cumplido más de mil lunas y le llevamos en parihuelas durante las caminatas; pero bien sabes que yo no soy como ellas: quiero un varón nada más, para que, cuando me nazca un hijo, lleve el mismo nombre de quien le engendró.

Napal se arrimaba insistente, suplicante. Esperaba siempre que Damara sintiese el mismo fuego que a él le tenía consumido, y la seguía, como sigue el cazador a la res.

—Dices bien, Damara, y no es eso lo único en que tú y yo pensamos de un modo diferente del resto de la tribu. Mira, siempre nos quedaría el recurso de aprovechar la primera ocasión favorable, desgarrarnos de los hermanos y huir juntos… pero no es posible, porque yo no debo hacerlo, teniendo como tengo maravillas que revelar a la tribu, que la redimirán de la miseria y de esta vida tan amarga, de andar y andar continuamente.

—Y por otra parte, ¿qué haríamos solos, Napal? Si unida la tribu no podemos vivir, no encontramos asilo ni sustento, ¿cuánto duraría nuestra vida, no teniendo más defensa que nuestro cariño?

Napal calló un instante, con la respiración anhelosa de deseos y fiebre de amor; y al cabo, en voz baja, sugirió:

—Por eso no habría dificultad. Conmigo te bastaba. ¿No has oído decir, Damara, al viejo Olavi, cuando nos refiere cosas de otros tiempos, que al principio hubo una mujer y un hombre en la tierra toda? Y entonces no sabían cómo se enciende el fuego, ni cómo se persigue a los animales para comer su carne y abrigarse con su piel. Seríamos tú y yo como esos dos padres antiguos, solo que conocedores ya de grandes secretos… Ven Damara, desviémonos más de la tribu; ya blanquea la luna, y nos alumbra pródigamente; tengo que enseñarte algo que he encontrado.

Damara vaciló, y miró, inquieta, hacia el confuso grupo de la multitud, que hormigueaba a lo lejos.

—Temo —murmuró —a la sagacidad de Ambila, el astuto mago; temo que salga a espiarnos, como otras veces, nuestro hermano Ronero. Nos matará, si se convence de que no he de consentir su abrazo. Sus ojos me queman cuando se posan en mí. Si yo fuese como las demás hermanas, que no han escogido, Ronero tendría paciencia; pero habiéndote elegido a ti ¡no más!, sé que no lo ha de sufrir. Es fuerte, es duro como el jaspe, es amigo de ver correr la sangre y palpitar las entrañas. Nos matará.

—¡Bah! Ahora, cansado de la larga jornada, de haber cargado en sus hombros robustos las parihuelas, todavía tiene que registrar la cueva con los demás mozos. No tengas miedo, Damara. Esto es un convenio entre la luna, tú y yo. Ven y te diré mis esperanzas, porque, siendo joven, sé más que los Ancianos y yo, con mi sabiduría, me libertaré del yugo de los Ancianos, y seré quien en adelante guíe a la tribu.

Damara, medio resistiendo, echó a andar, y treparon por la colina, buscando el amparo y misterio de los matorrales espesos y olorosos. La luna era ya un fanal clarísimo, y permitía ver el rostro de Damara, ligeramente bronceado por la intemperie, expresivo y menudo de facciones, la boca pálida, los dientes como granizo, las mejillas como dátiles de palmera, por lo tersas y finas, y los ojos negrísimos, de mirar prometedor. Napal sonreía de gozo al verse en tan retirado lugar con la virgen, al sostenerla en los pasos difíciles, al desviar los arbustos espinosos para que no la hiriesen.

En lo alto de la colina, una meseta sembrada de dispersos pedruscos convidaba a sentarse. Napal lo hizo, atrayendo hacia si el cuerpo de Damara, tan próximos, que podía el mozo oír latir el corazón de la moza, como paloma salvaje que palpita en la mano.

—¿Por qué no ahora mismo, di? —tartamudeaba él—. Y mañana revelo a la tribu mis ideas, lo que ha de cambiar nuestra vida, y no pueden negarme que te lleve a la vivienda que he de construir en un pantano muy oculto, que hemos dejado a la izquierda, al bajar de la montaña. Nuestra vivienda no ha de ser en cueva alguna: yo quiero ver la luz y librarte de las fieras. Sobre palos firmes que sobresalgan del agua misma, entretejeré ramas, las revestiré de barro que el sol secará, y por encima también cubriré la morada, que ninguna mujer ha tenido aún en el mundo sino tú, puesto que todos cuantos hombres hemos encontrado y con quienes hemos luchado, en cuevas se cobijaban. Y para asegurar tu comida, para que el hambre no enflaquezca tu seno igual al globo de la luna naciente —tu seno de miel, Damara—, sé yo una treta, he averiguado una cosa prodigiosa. Nadie de nuestra tribu —son poco más que animales, y hacen todos los días las mismas cosas que ayer hicieron— ha reparado en que ciertas hierbas dan un frutillo muy pequeño, una simiente que se puede comer… Mira.

Con movimiento rápido, Napal se desciñó una especie de grosera red de hierbas secas que llevaba terciada al hombro, y extrajo de ella dos o tres pedazos de caña.

—Con esto —exclamó, tomando uno de ellos —sabes que aprisiono el aire y lo modulo de un modo deleitoso… Muchas veces me pides que haga sonar mi caña taladrada con el punzón de piedra… Nadie sabe que tengo esta habilidad, ni quiero, porque tendría que estar dándoles música siempre. ¡Bah! Música, a ti… Ya tendrán bastante que agradecerme. Seré para ellos el espíritu, el que crea la vida y la enciende como una antorcha.

Quitó el tapón de hierbas que obturaba otra caña hueca, y en la palma de la mano recogió una lluvia de granitos que sonaban como arenas al caer.

—¿Ves, Damara mía? Este es el misterio por el cual han de suponer que tengo trato con los genios, con los poderes terribles que surcan el firmamento de relámpagos y hacen retumbar el trueno en las montañas.

—Napal, ¿y si te matan, como mataron al que enseñó a sacar una llama de dos troncos?

El mozo, confiadamente, sonrió.

—Mediante estos granitos —insistía— se puede vivir sin peregrinar eternamente en busca de caza. Yo, a fuerza de observar, he averiguado cómo se reproducen estos granitos (porque todo se reproduce, y si el hombre nace del hombre, el grano nace de su simiente, que cae en la tierra), y he notado que si la tierra está seca y dura, el grano no brota, y que en el terruño removido, crece aprisa. Al borde del pantano en que viviremos, hay tierra muy fértil, gruesa como la grasa de los oseznos, y húmeda. Sembraremos, recogeremos…

—Pero esto no se puede comer —objetó ella, que acababa de triturar entre sus blancos dentezuelos el grano, y lo escupía.

—Lo apreciarás, Damara, cuando yo te lo machaque con piedras, y añadiéndole agua pura y haciendo una masa, te lo cueza entre otras piedras candentes… ¿Podrías devorar cruda la carne del osezno o del mamut?

—El abuelo Olavi recuerda el tiempo en que así se hacía, y dice que entonces los cazadores eran más fuertes, y el halago de las mujeres más sabroso…

—¡Deja a los viejos caducos que echen de menos el tiempo pasado, porque era su juventud! ¡La vianda sangrienta, que le haga bien al que la coma! Alegre es el chirriar de la carne en la llama, y deliciosa la gordura que el fuego socarró. Olavi y Seseña, la abuela greñuda, mandan en nosotros, pero mejor fuera, Damara, que se reclinasen para morir; porque no dicen eso sólo, cabrita mía blanca; también dicen algo que…

Estemecióse la muchacha, a la vaga indicación. Entendía perfectamente lo que significaba. Recordando otros ritos ancestrales, los abuelos sostenían la idea de que, cuando no se descubría caza de otra especie, los hombres de antaño, vigorosos y resistentes, cazaban al hombre… alimaña la más gustosa, carne delicada y regalada, en que cada trozo tiene distinto sabor… Y no era sólo por glotonería por lo que se practicaba el rito, sacro rito de la magia: en el alborear del sentimiento religioso, del temblor de una fe naciente, los genios lo pedían, lo exigían, no protegiendo a la tribu, si no ascendía hasta las nubes, desde el ara pétrea, el olor intenso de la humana sangre.

—¡Napal, no dejes que me despedacen aunque Olavi lo ordene! —balbuceó Damara, aterrada, llegándose más a su enamorado—. ¡Ni quiero que profanen mi cuerpo, ni que lo devoren! No, no quiero habitar más con nuestros padres y hermanos, puesto que somos tú y yo diferentes de ellos y poseemos ciencia que ellos no poseen. Mira, yo sé arreglar mis cabellos, y sé recoger y disponer las flores y las conchas para hacerme collares y adornos. Sé que, después del baño en los ríos, la piel queda limpia y suave como las hojas nuevas después de la lluvia de primavera, y sé que está mejor la mujer cubriendo su cintura, y no descubierta, como las hembras de los animales, que van así porque su pluma o su vellón las sirven de vestimenta. Me he labrado faldellines de corteza y de hierbas largas; tejeré redes para abrigar mis espaldas y velar la forma de mi tronco. ¿Verdad que no debe la mujer ir del todo desnuda, Napal? Pues la abuela Seseña, que no usa más velo que sus cabellos encanecidos y revueltos cayéndole sobre los hombros, asegura que es mala vergüenza cubrirse, y que las respetadas costumbres tradicionales mandan ir como fueron nuestros ascendientes, los que ya, con sus armas e instrumentos al pie, duermen rodillas junto al rostro, en las sepulturas sagradas. Y las carnes de la abuela Seseña se amoratan en invierno, pero a veces ni aun la piel del oso quiere echar por encima de sus espadas. Y está horrible, con sus formas flácidas que cuelgan hasta muy abajo, pero sostiene que no es honesto a la mujer inflamar, con adornos y vestidura, el capricho del varón.

Napal, sonriente, inclinaba la cabeza, insinuando en chanza que la abuela Seseña podía tener razón, y la vestidura ser causa de apasionamiento. El repugnaba la desnudez polvorienta y sucia de las hembras de la tribu, y no comprendía la posibilidad de acercarse a ellas —aun cuando, siendo patrimonio común, no las celaba nadie— después de ver a Damara cubierta por su delantal largo y sus hierbas secas, mitad entretejidas, mitad graciosamente desparramadas, bajando de la espalda a la cintura. Sus gargantillas, de conchas pequeñas y rosadas, eran como parte de su belleza, y su cabello, al rodear con regularidad el rostro menudo, le prestaba misterio, como el negro plumaje se lo presta al cuervo graznador.

—¡Oh Damara —murmuró cariciosamente—, tú eres la única! La noche es protectora; dame tu mano, vente. Ahora no piensan en nosotros; solo anhelan dormir, y el registro de la cueva les preocupa. ¡Damara! ¡Es la hora de amor!

—No, hoy no; Napal… Cuando se decida la suerte… Cuando te veneren como a un genio…

Napal jugaba con los collares, y desviaba, codicioso, los flecos de hierbas.

—No me rechaces… No hay sino tú y yo, Damara…

Una languidez la paralizaba. Su risa era confusa, entrecortada por el afanar del pecho.

—¡Que no lleguen a saberlo al menos, Napal! Me arrastraría Ronero por un brazo; me derribaría, me golpearía. No; tú solo.

—Tú sola, Damara— suspiró él, apretándola demente, devorando su rostro, postrándose, para mejor rodear su esbelto bulto, y hacerla descender hasta él, vencida.

Resistiendo aún, Damara murmuró, señalando al cielo, a la gran placa refulgente de la luna:

—¡Oh Napal! ¡Ella nos ve! ¡Ella debe de ser muy casta, muy blanca, Napal! Parece que un rostro descolorido nos mira, maldiciéndonos, y yo tiemblo, como siempre que la veo subir.

El mozo, embelesado, reía. ¿Que reprobación podía venir de la cándida faz, indiferente a lo que iluminaba? Gozoso, palpitante, arrastró a Damara hacia el espesor de los arbustos, buscando lugar propicio. Y como la moza aún quería soltarse, temerosa de lo ignorado, él la apretó mejor.

—Ya no nos ve… —declaró, hundiéndose con Damara en la sombra.

II

La tribu entretanto, en vez de acomodarse en la cueva para dormir con el sueño de plomo de los agotados de cansancio, esperaba aún a que Ronero y diez o doce jayanes más, ante todo, registrasen cuidadosamente la profundidad del eventual refugio.

Frotando un trozo de pedernal contra otro, y pegando fuego a hierbas secas, habían conseguido encender las rudas antorchas de resina, y a su luz, avanzaban, notando en la cueva, desde la entrada misma, algo indefinible, un olor bravo y almizclado a la vez, que denunciaba la presencia de la fiera.

En la primer sala circular, baja de techo, nada advirtieron que fuese sospechoso. Ronero, sin embargo, se había armado de recio garrote, cuya extremidad estaba endurecida al fuego, y de un agudo cuchillo de sílex. Sus compañeros empuñaban, sencillamente, enormes pedruscos, de una forma propia para convertirse en temibles armas contundentes. Los Ancianos preferían y encomiaban este armamento natural: desde que se afilaban y casi se pulían armas de forma diversa, el valor, la ferocidad habían disminuido. En vano les hacían notar que Ronero, el velludo, el temerario, usaba las armas nuevas. Meneaban la cabeza, y repetían:

—Cuando éramos jóvenes, ¿qué hacíamos? La piedra natural, que nunca falta, era nuestra defensora. A pedradas acogotábamos al enemigo, abollábamos su cabeza, hundíamos sus costillas, y, roto su vientre, mirábamos brotar de él, humeantes, las entrañas. Estas armas de ahora, estas hachas, estas lanzas, abren heridas que no se ven apenas. Para manejarlas, no es necesario ser como el fuerte Ronero. Napal mismo, el que nunca combate, pudiera realizar hazañas ahora. Llegará día en que los cobardes vencerán. La piedra gruesa sólo la dispara el brazo nervudo!

Esto mismo se murmuraba entre los de la tribu, detenidos a la boca de la cueva. Las mujeres, rendidas, se habían dejado caer al suelo; algunas amamantaban, embotada el hambre por la gran fatiga del camino. La abuela Seseña, con una mirada de recelo y de sombría inquietud, registraba los grupos. No estaba tan desfallecida como las demás, porque, en consideración a su edad y a la autoridad que conservaba en la tribu (por proceder del tiempo en que ejercía el matriarcado, que empezaba a caer en desuso), no sólo la habían porteado, relevándose, en las parihuelas de ramas, sino que, de los gazapejos aturdidos a cantazos, dorados lomillos habían sido para ella. Y no sin alarmarse, notaba la ausencia de Damara, su nieta, que la escandalizaba con su conducta. Además de vestirse y adornarse de un modo censurable aquella chicuela, ahora, llegada a la edad en que es ley sufrir el yugo, acrecentar la tribu con cría, una resistencia antojadiza, como de cabrita joven que quiere brincar donde se le antoje, la mantenía libre, virgen y risueña. Presentía la abuela el escandaloso hecho: Damara, dando el mal ejemplo de elegir, de prendarse de uno, contra el derecho consuetudinario de la tribu.

—¡Qué tiempos los que se preparan! —refunfuñaba la centenaria, presintiendo catástrofes.— ¡La hija de mi hija, mi propia nieta! Pero Seseña, que sabe la voluntad de los genios, vive aún. Todavía no la han enterrado con las rodillas pegadas al vientre!

Alrededor de la vieja se comentaba la tardanza de Ronero y sus hermanos, internados en lo profundo de la caverna.

Muchos se acercaban a la boca, miraban, como si sus ojos pudiesen atravesar las tinieblas, y volvían asegurando que se escuchaban ruidos extraños, lamentos ahogados, rumor de lucha. Pero nada podía, realmente, oírse, porque la cueva era vastísima y parecía hundirse en las entrañas de la tierra. Pasada la primer sala, casi circular, un pasadizo estrecho, en pendiente rápida, obligaba a andar sin alzar la frente: apenas cabía de pie un hombre no muy alto. De aquella angostura se salía a una galería mucho más ancha, elevada de bóveda, y una especie de despeñadero conducía a inmensa nave. Del techo pendían rígidas estalactitas agudas, y en los rincones se erizaban las estalagmitas, remedando formas de larvas encapuchadas y extrañas vegetaciones inmóviles.

Ronero avanzaba; pero sus hermanos, no menos valientes a la luz solar, empezaron a sentir que flaqueaban sus piernas. Algunas cuevas conocían; sólo que no eran tan hondas, de aspecto tan impresionante. Sin duda los dioses geniales estaban allí, aquel era su templo escondido, y se cometía sacrilegio al turbar su reposo.

—No avances, Ronero… Salgamos… Este lugar es terrible…

Despreciativo, siguió adelante el jayán, blandiendo su recia cachiporra.

—¿No advertís —dijo—, el olor peculiar del oso? Está emboscado, como siempre, en el último rincón de la caverna. Pronto escucharéis su resuello… Las madres de la tribu se regocijarán cuando asen su carne.

Corriéndoles un sudor glacial por las sienes, trémulos, los hombres continuaron alumbrando con las antorchas.

—¡Pronto! —urgía Ronero—: antes que nos quedemos a obscuras!

Una nueva galería, cuajada de estalactitas también, torcía a la derecha. Su remate era una especie de hornacina enorme, que parecía abierta por manos humanas, aunque era obra caprichosa de la naturaleza. El suelo, resbaladizo de humedad, inclinado, ayudaba a la rápida marcha de los cazadores. La hornacina presentaba al fondo un agujero, una madriguera… y de ella salió, enorme, balanceándose, gruñendo de un modo aterrador, el gran oso prehistórico, el de las espeluncas. Era un solitario, un viejo, ferozmente encolerizado contra los atrevidos que invadían su madriguera. Avanzaba como una mole desprendida de una cima, pero los hombres, ante el peligro ya definido y claro, habían recuperado su coraje, y uno de ellos, Jari el veloz, sin esperar a más, se adelantó, alzando el brazo para proyectar la voluminosa piedra. La recibió la fiera en pleno hocico, y tan rudo fue el golpe, que se tambaleó, rugiendo espantosamente. Recobrado, se precipitó y cayó con todo su peso encima del hombre. Sus brazuelos se cerraron sobre el tronco humano; se oyó el crujido de las costillas, y las garras, surcando la espalda, hicieron correr cinco regueros de sangre. Ronero, aprovechando el momento, descargó sobre el cráneo de la fiera su maza; y como el animal se echase atrás, atolondrado un minuto, soltando a su presa, de un brinco Ronero se metió a su vez entre las zarpas formidables, y antes de que las pudiese cerrar, clavó el cuchillo de sílex en la región del corazón. Quiso la fiera, en la agonía, apretar y ahogar a su enemigo; no tuvo tiempo: Ronero pesaba con fuerza rabiosa sobre el informe y agudo cuchillo, y lo hincaba más adentro, haciendo la herida prontamente mortal. Oso y cazador se desplomaron juntos, y mientras, Ronero, sañudo, revolvía en la herida el arma. Extrayéndola luego, y medio incorporándose sobre el suelo empapado de caliente y rojo humor, la volvió a hundir en el vientre del oso, rasgándolo con firme puño, de alto a bajo, sin cuidarse de las convulsiones y el ronco estertor que anunciaban la muerte del monstruo.

Cargaron dos con el herido, mejor dicho, con el moribundo Jari, y Ronero y los demás hermanos arrastraron, anhelando, el corpachón del oso por las cuestas y recovecos de la cueva. Las antorchas se habían consumido, menos una, que permitió que viesen el camino. Antes de la sala circular, extinguióse también, y a tientas salieron del pasadizo angosto.

Cuando desembocaron en las márgenes del pantano, arrastrando a la fiera y llevando el muerto, la tribu alzó un clamor. Las mujeres se arrancaban los cabellos, se arañaban los rostros, y Seseña, desplegando su elevada estatura, irguiéndose, pavorosa, en su desnudez de esparto y de yesca, empezó a entonar una especie de himno fúnebre al valor de Jari, a su destreza para la caza, a todos los servicios prestados a la tribu. Después, como las mujeres hubiesen traído agua del pantano en cuencos groseros de arcilla, Seseña lavó las heridas, pronunciando a media voz frases que eran conjuros. Al eco de las lamentaciones, el abuelo Olavi, que rendido de cansancio se había extendido a dormir, despertó: ya muchas voces le llamaban por su nombre. Ambila, el mago de la tribu, gritaba más alto aún:

—¡Olavi, padre, ven! Tu hijo Jari ha partido hacia el valle donde siembre hay agua fresca, y carne gruesa de cabras y de rebezos.
Alzóse, a su vez, el viejo. Un río de plata parecía descender de su faz: era la barba tan blanca y tan luenga, que llegaba a cubrir, honesta, su vientre rugoso, y con temblequeteo senil de cabeza, deploró.

—¡Jari! ¡Oh Jari! ¿Quién ha sido causa de tu muerte, hijo amado?

Ya entonces habían sacado a rastras al corpulento oso, y los cuchillos de pedernal empezaban a hacer su oficio. Se le despellejaría, para luego descuartizarlo. Las mujeres, menos una, interrumpieron sus lamentos, y se pusieron a ayudar a la faena. ¡Se comería! La madre de Jari, entretanto, permanecía revolcándose en tierra, repelándose el cabello, clavándose las uñas. Era la maternidad el único parentesco positivo que existía en la promiscuidad de la tribu. Y las madres demostraban a sus crías un amor violento, sin quejarse nunca de tener que cargarlas a hombros, ni de quitarse el sustento de la boca para dárselo. Los hombres, llegados a la edad del vigor, atendían a sus madres, de cuyas entrañas habían salido. La madre dolorosa sollozaba.

—¡Jari! ¡Jari! ¿Quién me servirá ahora de báculo en las caminatas? ¿Quién me dará el pedazo de carne, la grasa buena? ¡Jari, hijo mío, todo mi bien, el más alentado de la tribu!

Su voz se elevaba aislada, entrecortada por el hipo del dolor. A la claridad de la luna, la tribu se afanaba en torno a la presa. Al muerto le habían arrimado a un resalte del terreno, dándole ya la posición embrionaria que había tenido en el vientre materno, durante la gestación; porque así sería enterrado, y era preciso doblarle las rodillas antes que sobreviniese la rigidez. Las hachas y los cuchillos de pedernal se activaban; el animal, despellejado, iba siendo dividido en trozos, con una velocidad que indicaba la costumbre. La vista y el olor de la carne fresca excitaba a los hambrientos, y muchos partidarios de los antiguos usos reclamaron su trozo y se apartaron para devorarlo, sin otra preparación. Sin embargo, las mujeres jóvenes buscaron, en los matorrales más próximos, leña en rama, y armaron la hoguera para asar las costillas y jamones del oso, los mejores bocados. Y los hombres, seducidos por la glotonería, lanzaban exclamaciones jubilosas al ver gotear sobre la llama la grasa rancia del viejo solitario.

El abuelo Olavi se acercaba, a pasos tácitos, con su barba fluvial, que el aire de la noche hacía oscilar suavemente. Un antojo pueril se leía en sus ojos emboscados tras unas cejas pobladísimas. Sus manos sarmentosas se tendían, como suplicando.

—¿Comerías del asado, abuelo Olavi? —preguntó Belenda, mocita de veinte años, amiga y rival de Damara, ofreciendo un trozo de la carne al viejo.

—Una vez sola… —balbuceó él, luchando entre sostener sus opiniones tradicionales, opuestas a que los manjares se aderezasen, y el apetito y la gula, despiertos antes por el olor confortador de aquel tueste.

Riendo, la moza cortó con el hachuela de sílex una porción más abundante, y la entregó al anciano, que al pronto creyó deber manifestar cierta repugnancia; pero ingerido el primer bocado, iba a devorar con delicia el segundo, cuando Seseña, airada, terrible, se acercó al grupo, y arrancó de manos de Olavi el asado goteando sebo.

—¡Nosotros no! —gritó colérica—. ¡Nosotros no! ¡Nosotros, como nuestros padres: aquellos que, sin aguardar ni a que se descuartizase la res, arrancaban palpitando el jirón rojo, antes que se fuese de él el espíritu de la fiera, que al ser devorada nos infunde su valor…

Intimidado y consternado, Olavi se retiró, incapaz de aplicar sus encías desguarnecidas a la carne cruda, que, probada la otra, le causaba náuseas. Seseña se alejó también, reprobando tácitamente la profanación de la hoguera. La tribu se dividió: unos se agruparon en torno del fuego, repartiéndose, entre gruñidos de satisfacción, los trozos medio achicharrados de la carne; otros, bajo la luz lunar, se hartaban de vianda cruda, pingajos y piltrafas correosas, porque el oso era sobrado viejo ya, y su pelaje iba volviéndose gris.

Ronero no comía; una preocupación profunda le inquietaba. Se acercó a Belenda familiarmente.

—¿Dónde está Damara? ¿Lo sabes?

—No. ¿Quién lo adivina? Come de nuestro asado, Ronero; repara tus fuerzas, puesto que has dado muerte al oso.

El jayán insistió.

—Damara llegó aquí con nosotros. ¿No has visto hacia dónde se dirigía?

—Te digo que no lo sé. ¿Qué te importa Damara? ¿No soy yo tan moza, tan lozana como ella?

Ronero se encogió de hombros. Era graciosa Belenda, e imitaba bien la moda impuesta por Damara: como ella lucía delantales de cortezas flexibles, y desparramaba flecos de hierbas entretejidas con florecillas silvestres sobre el seno, y en brazaletes alrededor de la rodilla. Pero Belenda había sufrido varias veces el yugo varonil, y Damara se resistía a aceptarlo. Y Ronero no pensaba sino en Damara, en su intacto cuerpo, en su tez siempre purificada por abluciones, en sus ojos largos, cuya mirada era una antorcha encendida. De noche, balbuceaba Ronero el nombre de la virgen. Pensativo, recorrió los grupos que se hartaban, descuidados de cuanto no fuese el goce de comer, tras largos días de escasez en que habían vivido mascando hojas y frutillos salvajes.

Por instinto, al buscar a Damara, buscaba a alguien que no era ella. ¡Napal tampoco estaba allí! Ronero frunció el ceño. Una sospecha, ya antigua, se despertó en su espíritu, como se despereza aletargada víbora al calor de la llama. Que la virgen rehusase el yugo del varón, era osadía, era contravenir a la costumbre ancestral; pero que evitando a los demás de la tribu, se reservase para uno, podía calificarse de delito ya. Y, sobre todo, allá dentro Ronero comprendía que no le importaba la veneración a las costumbres y leyes tribales, sino otra cosa: un sentimiento feroz que le mordía el alma; un sufrimiento que nadie conocía allí, por lo mismo que ninguna mujer pertenecía a nadie en particular. Ronero no sabía dar nombre a aquella tortura nueva, intolerable. Apretó los dientes, y rastreando como si buscase en el aire los efluvios de Damara, iba a alejarse a buen paso, cuando vio que, a lo lejos, una figura gentil avanzada, despaciosa, y reconoció en ella a Damara misma. Se quedó clavado en el suelo, esperando no sabía qué; tal vez una gran dicha, tal vez un gran desengaño…

Ya casi blanqueaba el alba la cima de los montes, cuando la tribu harta, ébria de carne, se acogió, para dormir, a la cueva libre ya. Amontonados fueron cayendo sobre el suelo, y se les oía roncar, resollando fuerte. Damara no quiso entrar. Se quedó al lado del muerto Jari, alrededor del cual algunos mozos depositaban hachas, utensilios y trozos de carne, que debían acompañarle en la sepultura de piedras que le dejarían erigida, bien cubierta para proteger de los carniceros sus despojos.

III

Resolvió la tribu permanecer en aquella cueva, haciéndola su paradero hasta que hubiesen recobrado fuerzas para otra caminata. En tal resolución entraba por mucho el no saber adonde dirigirse. Una inmensa desolación les acometía ante la idea de seguir errantes, como andaban desde hacía tanto tiempo, rodeados de misteriosos peligros, ateridos de frío o abrasados de calor, al azar de que el sustento apareciese o no, de las hambres que los diezmaban; y de noche, hablando de lo que podía ocurrir por mediación de los genios, el mago, el sagaz Ambila, les anunciaba un prodigio, un reposo dulcísimo durante el cual sus hijos seguirían habitando donde los padres habían habitado siempre: la posesión de un suelo fértil en caza, que pertenecía a la tribu y que nadie osaría disputarles.

Y este ensueño, esta aspiración —natural en los peregrinantes por la tierra—, iba tomando cuerpo, a pesar de la oposición de los Ancianos, del partido de los abuelos Seseña y Olavi, que preconizaban la vida siempre errante y a la ventura, al azar de las cazas peligrosas, en que el valor se templa y el orgullo del triunfo hace apetitoso el alimento. Aunque se demostrase que se podía vivir en la quietud, esa sería, a juicio de los abuelos, una existencia humillante. Vida de paradero, bueno; paradero temporal. Pero vida sedentaria sería la mengua. ¿No peregrinaban los mayores? ¿No andaban esparcidos sus huesos a tanta distancia?

El otro partido, el nuevo, estaba inspirado por Napal. Alrededor del mozo empezaba a formarse una leyenda. Se decía que era mago, tanto o más que Ambila. ¿No lograba cosas increíbles? Una tarde, poco después de llegar al paradero, se le vio descender de la montaña donde había pasado largas horas, seguido de dos o tres cabras, de fulvo pelaje, sujetas con retorcidas fibras de esparto. Creyó la tribu que sería para acogotarlas y devorarlas, pero Napal extendió la mano, y declaró que aquellas cabras y aquel macho cabrío no morirían. Una de las cabras estaba preñada; otra, a la cual su cabritillo seguía balando, traía las ubres hinchadas de leche. Se sujetaron estacas aguzadas en tierra, y amarradas a ellas las cabras, fue ordeñada por Napal la más llena. A medida que se colmaban las escudillas, los varones querían beber, ansiosos, pero Napal señaló a las madres que lactaban, y de cuyo seno tiraban los niños con irritado llanto de avidez.

—Bebed vosotras, hermanas nuestras…

De noche, aquel primer conato de rebaño era recogido a la cueva, por resguardarlo de las salvajinas voraces. Napal, otro día, al volver del monte, trajo atado a un animal que se defendía desesperadamente. Era un lobezno. Napal, acariciándole, le presentó restos de gazapillo, dándoselos a roer. Pronto estuvo domesticando el lobezno, y guardó a las cabras, gañendo rabioso si venteaba que otro lobo pudiese acercarse.

No obstante, la miseria continuaba. La caza de pájaros y conejitos, que pululaban ya en Iberia con abundancia increíble; los peces de la laguna y del río próximo, cogidos con una especie de chuzo de madera; las hierbas, roídas con voracidad, —no hacían sino entretener la gazuza continua, jamás saciada. La leche de las cabritas era una golosina, un regalo para las nodrizas y los enfermos. Y el abuelo Olavi y la abuela Seseña, que habían censurado al principio ásperamente la captura realizada por Napal, venían ahora, desplegando su autoridad, enseñando su barba y sus canas rudas, alegando los privilegios de su extrema vejez, a reclamar una escudilla de aquel néctar, que bebían golosamente, con desdentadas bocas, guiñando los ojos al cla, cla que producía al deslizarse por el gaznate.

El problema de la subsistencia continuaba amenazador. Los mozos, las mujeres no cesaban de preguntar ansiosamente a los cazadores:

—¿Cuándo mataréis un toro bien tierno o una novilla?¿No vendrán nunca a bañarse en el lago rinocerontes o elefantes?

Dirigíanse las preguntas principalmente a Ronero, conocido por su ardimiento, por la furia con que atacaba a los grandes mamíferos, trayendo botín para muchos días. Pero sin duda Ronero también deseaba enfrentarse con alguno de aquellos formidables enemigos, puesto que salía a horas desusadas, acompañado de mozos de los más resueltos, de los que le habían asistido para matar al oso de la caverna. Se alejaban, desviándose leguas más allá del paradero, volviendo con caza menuda; pero comprobando desesperadamente que no asomaba la mayor por toda la estepa y los montecillos que era fácil registrar. Napal, a su vez, desaparecía días enteros. Y Damara —primera pastora— cuidaba de las cabras y, atándolas con filamentos de esparto, iba en busca de la hierba blanda y jugosa, que la primavera hacía brotar, regada con las aguas del deshielo.

Pronto notó Damara que no hacía falta amarrar a las cabritas, pues la seguían dóciles, ni al lobezno, que no sólo la seguía, sino que, perdida la fiereza, lamía sus manos. Entonces la pastora se iba en busca de un pradito escondido, donde estaba citada con Napal. Mientras las cabras pacían y las guardaba el lobezno, iniciada su evolución, hacía el can de pastor, los amantes, estrechamente enlazados, hablaban, fluyéndoles las palabras como un río de miel. A todo cuanto se decían le encontraban un sentido honradamente significativo, un infinito interés; pero Damara, con su instinto precavido de mujer, anunciaba peligros, sugería precauciones.

—No te fies de nadie, Napal, —repetía—. Mira que son falsos, que mienten. Ronero es acaso el menos desleal. Mejor fuera que huyésemos tú y yo, como te dije el primer día, ¿no te acuerdas? Esto ha de acabar por descubrirse, y entonces me harán sufrir la ley común, y yo preferiré que me apedreen a repartir con otros hombres, con el velludo Ronero, que me codicia, lo que sólo es tuyo por ley de amor.

—No te preocupes, Damara, mi pastora —respondía con su alarde de confianza genial el inventor—. Te lo dije: los beneficios que la tribu va a deberme son tales, que nada me podrá negar; ya empiezan a tenerme por mago; pronto me tendrán por dios o genio, y no habrá cosa que puedan rehusarme. En vez de traerles una fiera muerta que despedazan y consumen en cuatro días y que cuesta la vida de dos o tres hombres, les doy un medio de mantenerse fijo y seguro, sin el menor riesgo, con alegría. Cuando tu pequeño rebaño crezca y haya crías suficientes para que se reproduzcan, de su carne y de su leche comerá la tribu, y su lana les abrigará al cuajar la nieve lo alto de la sierra. Y cuando yo recoja dentro de breves días el grano que he sembrado en el valle que ellos no conocen, y enseñe a la tribu el modo de triturarlo y de cocerlo entre piedras candentes… se acabará el suplicio de no comer, porque lo que yo hice pueden hacerlo en mayores proporciones los que en la tribu tienen brazos y juventud y fuerza. Y los niños no morirán porque sus madres se hayan secado, escuálidas de criar sin nutrirse. Ya ves, Damara, seré el amo de la tribu, que me respetarán más que a los mismos Ancianos, o al mago Ambila, el cual se inclina a mis ideas. Les pediré una recompensa bien fácil: que habites conmigo donde yo esté… Y no será en la cueva sombría, cuyo suelo alfombran los despojos de la caza, los huesos abiertos para sacarles la médula, no. Yo sé también cómo se hace la vivienda; yo se lo enseñaré. Cada cual residirá con su amada, con los hijos que nazcan de ella y de él, que sean cosa suya, sangre de su sangre. Cuando regrese del campo que labraré, me esperarás al lado de las piedras ardientes, donde habrás cocido mi sustento y el tuyo; me ofrecerás leche regalada. ¡Quién sabe si, para festejar el nacimiento próximo de un hijo, asaremos, atravesado en un palo, sobre la llama, un gordo chivato! Y nuestra cama, de hierbas olorosas y pieles espesas, estará ya mullida, esperándonos… Y esta felicidad nuestra será la felicidad de todos; todos habrán rebaño, grano, casa y mujer que únicamente les ame, hijos que sean de sus lomos… ¿Qué dices, Damara? Parece que te quedas pensativa…

—¡Ay, Napal! No tengo confianza; conozco a los de la tribu, a los sangrientos Cazadores, a los Ancianos tercos. Dudo que comprendan el bien que vas a hacerles.

—Mira si beben afanosos la leche dulce…

—Sí; pero temo que, cuanto mayor sea tu poder, más envidia suscitará. Ambila, el mago, envidia el poder de todos. Y yo tengo la desgracia de que Ronero me codicie. Y las mozas que ansían ser festejadas por Ronero me odian. Belenda me espía, y no estoy segura de que no me haya seguido. ¡Oye! —gritó de pronto alarmadísima—. ¿No ves cómo se ha sobresaltado Guá? —Llamaban así al lobo guardián, por su gañido semicanino.— Alguien viene. Apártate, Napal. Te aseguro que viene alguien.

—Será una alimaña.

—No; nos buscan. Apártate.

Napal desapareció, emboscándose detrás del seto, ligero como los rebezos que, burlándose de los cazadores, saltaban por las fragosidades de la sierra. La inquietud del fiel Guá aumentó, y al fin, gañendo furiosamente, se disparó contra la persona que llegaba. Damara no se había equivocado: era Belenda, con dos mozas de su misma edad, que, imitando la moda impuesta por Damara, lucían anchos faldellines de esparto y hierba amarillenta, y agitaban, vanidosas, las sartas de caracoles a punzón que componían sus collares.

—¡Hola, Damara! —burló Belenda—. ¿No estaba aquí contigo Napal?

—No —respondió Damara con ligero temblor—; no le he visto.

—¿Estabas, pues, sola?

—¿No lo véis? Con mis cabras y con Guá.

—¡Tus cabras! No las llames así. Son de todos, Damara, y las demás mozas las podemos pastar lo mismo que tú.

—Pastadlas enhorabuena —concedió la moza—. Ya sabéis que la leche que dan es para las nodrizas y para los débiles Ancianos. Yo no la pruebo.

—De todo eso se hablará. El abuelo Olavi, Seseña, la madre antigua, reprueban que te declares independiente a pretexto de las cabras. Una mocita debe permanecer bajo la vigilancia de las madres y abuelas de la tribu, y tú andas por vericuetos con demasiada libertad.

—Lo mismo que andáis vosotras —replicó, echándolo a broma Damara.

—Nosotras somos portadoras de una orden para Napal, y por eso le buscamos. Tú, sin duda, sabes por donde anda. Cinco días hace que no aparece por la cueva, y como es necesaria la ayuda de todos los varones para la gran empresa que va a acometer el valiente Ronero, mañana, desde que raye el día…

—Yo no sé dónde puede encontrarse Napal —declaró con el acento de la verdad Damara, pues en aquel momento lo ignoraba efectivamente—; pero si le viese, se lo advertiría. Decidme qué empresa es la que Ronero va a acometer.

—De la parte por donde sale el sol desciende una manada de elefantes, que de seguro se dirigen a bañarse y a retozar en la laguna y los pantanos que la rodean. Hay que preparar, con la prisa que el caso requiere, la gran zanja en que han de caer, por lo menos, algunos. Ronero —añadió con pueril vanidad Belenda— me ha prometido regalarme la punta de los colmillos para adornar mis cabellos. La abundancia reinará en la tribu.

—Por pocos días —objetó Damara, como si hablase consigo misma—. La carne se corrompe, y aun secándola al sol para cecina, hay más bocas siempre que carne.

—¿No estimas la hazaña que va a realizar Ronero? Pues sabe que, en premio de ella, podrá elegir libremente, entre las mozas de la tribu que todavía no han sufrido el yugo viril, la que prefiera, para imponérselo. Así lo han resuelto los Ancianos, y Ambila, que conoce la voluntad de los genios, ha declarado que no pueden sernos favorables si no respetamos las antiguas costumbres y los ritos impuestos por el poder que habla con la voz del trueno y nos mira con la luz del rayo.
Damara, bajo el atezado suave de su piel sedosa, se sintió palidecer. Un estremecimiento recorrió sus venas.

—¿Cuándo se han reunido los Ancianos en consejo? —preguntó, disimulando la impresión de susto.

—Esta mañana. Ambila no hizo la evocación mágica, porque la hará de noche. Y los hombres de la tribu han empezado a trabajar ya, pero les hace falta más gente. La zanja ha de ser muy honda, muy honda, para que no salgan de ella los que caigan… Las mujeres también vamos a tener que ayudar. Todos, todos a la faena.

Y en la voz alegre de la moza se percibía el placer de tomar parte en el mismo trabajo que realizaba Ronero, de poder acercarse a él, ayudarle, llevarle agua, secarle el sudor.

—Ya lo sabes —añadió imperiosamente, dirigiéndose a la pastora—. Vuélvete allá, y si ves a Napal…

—Pero, ¿por qué he de verle?

—¡Quién sabe! —Y una malicia ofensiva brilló en la expresión de la cara de Belenda—. Si le ves, ¡que no permanezca ocioso, que corra a ayudar a sus hermanos !

Y, apresuradas como habían venido, se volvieron las mozas, chanceándose, haciéndose confidencias, mientras corrían, hiriendo con las descalzas plantas el suelo alfombrado de menudas corolas de flor tempranera.

—¿Has visto? Ya no lleva conchas al cuello. Lleva unos capullos de espino blanco, entretegidas con hierba.

—Y en el pelo dos o tres flores moradas y amarillas. Lirios.

—¿Dónde encuentra esas flores, Belenda? —preguntó una de las lindas mocitas.

—Creo que debe ser al borde del arroyo.

—Nos adornaremos así.

—Damara siempre está discurriendo… ¡Qué presumida!

—¡Y alrededor de la muñeca, en brazalete ¿no viste? Ha ensartado huevecillos vacíos de pájaro!

—¡Y en su delantal, con arte, ha pegado, sin duda con goma de árbol, plumajes lindísimos, de pajarillos también! ¿No os fijasteis? No cesa de inventar, para aparecer más hermosa…

Belenda, frunciendo el entrecejo, meditaba.

—¿Creéis que Napal no andaría por allí?

Las otras rieron alegremente. Después se hicieron las escandalizadas.

—No debe consentirse que Damara haga lo que a ninguna es permitido: elegir, reservarse para el que prefiere…

Al retirarse las mozas, Napal salió de la espesura.

—¿Lo ves? ¿Has oído? ¿Sabes el peligro que nos amaga?

—¿Peligro? ¿Cuál? Voy a ayudarles a abrir la zanja; eso es justo, querida mía… Cuando trabajan los demás, quiero trabajar yo también. Y tú, baja igualmente, recoge el rebaño, y si es preciso no niegues tu concurso: llévales agua, ayuda a trasladar la tierra.

—¡Napal, Napal! Mi corazón está encogido. Aprovechemos el instante, huyamos. Créeme: tú tienes con los genios comunicaciones que no tengo; tú realizas prodigios; tú sabes; tú ves, Napal… Y sin embargo hay algo en que yo soy más sabia, porque conozco la malignidad de los hombres de la tribu nuestros hermanos. Por mucho bien que les hagas, no dejarán de aborrecerte. Los viejos te maldicen, porque traes costumbres nuevas, y no pueden sufrirlas; exigen que todo se siga haciendo como ayer se hizo; cambiar, es matarles. Ambila el mago te traicionaría, porque no habiendo conseguido nunca hacer nada útil a la tribu, cuando tú reveles tantas cosas buenas, sus encantaciones y conjuros serán risibles. Y Ronero, que dirige a los Cazadores, te odia… porque me quiere. Napal, dejémosles: ¿qué nos importa si sufren hambre? Debemos, ante todo, salvarnos tú y yo… ¡y el hijo que vendrá!

Enternecido Napal, la estrechó contra su pecho, colmándola de caricias.

—Te prometo que, si no me atienden, si no admiten mis enseñanzas, huiremos y fundaremos nosotros casta de hombres y mujeres, que vivirá quieta y venturosa, en el lugar que elija para sepultura de sus padres… Pero sería cruel abandonar al hambre a las madres y a esos Ancianos que nos combaten, sin saber ellos mismo por qué. Sería una mala acción, Damara. ¿No lo comprendes? Ayudémosles ahora en su caza. Ronero es más fuerte que yo, pero no temas: yo soy más diestro. Bajemos hacia la cueva; el sol se pone…

IV

Cuando llegaron a la boca de la cueva —cada cual por distinto lado, disimulando—, oyeron el confuso rumor de la muchedumbre, y vieron que algunos mozos bajaban del montecillo, agitando encendidas antorchas. Era que querían contemplar terminada la obra del mago Ambila, el encantamiento hecho en las paredes y el techo de la cueva, para atraer a la caza. No se acudía a este recurso y a las ceremonias que le acompañan, sino en vísperas de grandes empresas, en horas críticas, cuando faltaba el sustento. Ambila, desde el amanecer, se había entregado al encantamiento artístico.

Mezclando el ocre rojo y la pálida arcilla sobre el hueso de la paleta de un elefante, y ayudándose con sus dedos ágiles y duchos, el mago había trazado, primero rayas de significado indescifrable, conjuros sin duda, luego gallardas figuras de animales, bisontes, caballos, ciervos y jabalíes, y hasta un elefante, que era la esperada caza. Los signos, que tenían forma de peines o de naves, los realzó con blanca creta y con cinabrio. Ambila recogía todo lo que le pareciese útil para pintar, guardándolo en valvas de moluscos, recuerdo del breve tiempo pasado a la orilla de un mar muy azul, sitio delicioso de donde otras tribus los expulsaron. Y ahora, al dibujar con primorosa fidelidad los animales, acompañaban a su dibujo figuras más imperfectas, que querían ser humanas, y que representaban muñecos con las manos alzadas para orar, en el primer transporte de las creencias, que ya asomaban, envueltas en las mágicas evocaciones.
Toda la tribu había considerado con un sentido de respetuoso terror las pictografías de Ambila. El prestigio del mago crecía con las pinturas, que los demás no sabían ejecutar.

Y ahora, alineándose a la puerta de la cueva, empuñadas las antorchas, esperaban a que apareciese el hechicero. Los cazadores, con Ronero al frente, ostentaban cada uno su máscara de animal: Ronero se cubría con la del oso, su última víctima; y las mujeres se disponían a acompañar la danza religiosa con prolongados alaridos.

Ambila asomó por la puerta de la cueva. Su cuerpo, desnudo enteramente, estaba embijado con el mismo ocre de sus pinturas; en su cabeza lucía el gorro mágico, de paja trenzada, guarnecido con caracoles y conchitas colgantes, y en la mano derecha esgrimía el bastón de asta de ciervo, en el cual había grabado figuras de animales, también con el objeto de atraerles, al reproducir sus contornos en aquel signo de su poder de mago. Al ver al brujo, los cazadores gritaron roncamente, repitiendo el alarido que exhalaban al acometer, y que podía traducirse así:

—¡Aau! ¡Aau!

Después empezaron su danza simbólica. Ambila la dirigía con su bastón de mando. Era una especie de representación de la lucha de las fieras. Las acometían, simulaban el golpe de la maza, el del cuchillo, el acto de arrojarse la fiera sobre el hombre y la rabiosa pelea cuerpo a cuerpo.

Cada cazador arremetía, según arremete el animal cuya máscara cubría su rostro.

Ronero, al pasar cerca de Damara, exageró sus violentos ademanes. Hizo el gesto de abrazar como el oso abraza, con corto abrazo fuerte, y lanzó el aullido característico. Otros cazadores mugían como toros, o imitaban la embestida del jabalí.

Para acrecentar el ardor de la danza sagrada, Ambila sacó de un rincón un recipiente de arcilla que contenía gomas recogidas de los árboles, y las quemó sobre una piedra. El fuerte olor de las resinas se subía a los cerebros, vírgenes todavía de alcoholes.

Les embriagaba, sin necesidad de nada más, su propio movimiento, su esperanza de caza próxima, abundante, suculenta. Apenas la danza hubo cesado, sudorosos aún, quitándose las caretas de fieras, corrieron hacia la zanja, seguidos de toda la tribu.

Era la zanja superficial aún y se distribuyeron para ahondarla. Cavaban con huesos, con piedras, con cuchillos de pedernal, con las manos, en su ignorancia de los instrumentos que pueden remover el terruño, y de los metales con que se construyen. Arrojaban la tierra al azar y les estorbaba luego para salir de la fosa. Entonces, la voz de Napal se elevó.

—Traed parihuelas, las parihuelas en que llevamos a los ancianos… Echad la tierra en ellas y porteadla donde no os moleste.

El consejo era bueno y se adoptó enseguida. Ronero, sin embargo, frunció el ceño y se volvió vivamente.

—¡Ah, eres tú, Napal! —pronunció con gesto sombrío—. Creímos que te hubieses desgarrado de la tribu. Nunca se te ve entre nosotros.

—Acudo si soy necesario —respondió calmoso Napal—. Y oye, Ronero, que es en bien de todos mi advertencia. Al lado de esta fosa, cavad
un agujero más hondo; así cazaréis, en lugar de uno, dos elefantes. Uno se caerá en el agujero y quedará cautivo; le echaréis hierbas y tallos, y le tendréis sujeto, para matarlo cuando os plazca. Al otro, el de la fosa, tendréis que matarle en seguida.

Ambila intervino, sentencioso. No se debía precaver tanto. Los genios pudieran ofenderse de la precaución exagerada. Sin embargo, las mujeres, las que sufrían cuando faltaba alimento para los niños, aprobaron ruidosamente, y la misma vieja Seseña, en un relámpago de discreción, se adhirió explícita. ¡La carne se corrompía tan pronto, en aquel tiempo de deshielo!

A pesar de lo rudimentario de los instrumentos, la fosa alcanzó pronto gran profundidad, y al extremo, separado por pared de tierra, abrióse el agujero vasto, prisión futura del elefante. Y todo se cubrió hábilmente, con esa destreza característica del salvaje, de ramas, cañas y matojo.

La manada, al cruzar por aquel punto para bañarse en el río, tenía que tropezar con el lazo que se le tendía y caer en él.

Era urgente terminar, porque el olfato sutilísimo de Ronero ya percibía a lo lejos vagos efluvios, el rastro como de brea y almizcle reunidos que deja el elefante por donde pasa. Era más penetrante aun en la especie a que pertenecía la manada, la más antigua especie que ha vivido sobre el planeta, el elefante llamado Meridional, de gigantesca corpulencia. Ronero estaba seguro; muy en breve, la manada se presentaría.

Retiróse a la cueva la tribu, y sólo los Cazadores quedaron vigilando. Ronero, siempre irónico, ordenó a Napal que les hiciese compañía.

—Aunque tu brazo débil no disparará la piedra contra los elefantes, tu ciencia puede sernos útil. ¿Quién sabe qué consejo vas a darnos? —murmuró con fisga.

—Mi consejo, cazador, óyelo bien: cuando el animal caiga en la fosa, no le arrojéis pedruscos. Tardaríais mucho en darle muerte. Tiene dura la piel, terribles las defensas, y cuando penséis haberle aturdido y bajéis a la fosa, alguno de vosotros pagará con la vida; los colmillos os rasgarán el vientre. ¡En la trompa, crujirán vuestras costillas! Haced otra cosa. Así que caigan, id echando tierra y guijarros. Enterradle así, y cuando tenga presas las patas y sólo fuera la cabeza, le venceréis bien fácilmente.

Por muy primitivos que fuesen los Cazadores, el ardid les plugo. Pusiéronse en acecho, atentos a los ruidos lejanos, pegando al suelo la oreja. Ya palidecían los astros y el firmamento se bañaba en lechosa claridad, cuando Ronero, sobresaltado, se incorporó.

—¿No oís? ¡Vienen!

Se escuchaba, en efecto, un ruido como el fragor de un torrente; la tierra trepidaba. No tuvieron tiempo los cazadores sino de correr a ocultarse entre los cañaverales espesos y altísimos. Se percibió, claro y distinto, el barritar pavoroso de la manada, y como ya amanecía, luego se vieron los bultos enormes, que parecían despeñarse como moles graníticas, rodando de alguna ladera. Y de pronto, un estrépito, golpes aterradores.

Eran los animales, al caer en las trampas. No se detuvo el resto de la manada por eso: ciegos de polvo y de calor, sólo veían el goce de meterse en el agua de la laguna, más allá de los esteros. La sed, como una locura, los precipitaba. Continuaron su galope, retozando a medida que el agua les venía a la trompa, y podían recogerla, jugando, y lanzarla al aire.

Entretanto, los cazadores empezaban a emparedar a su primer cautivo, que barritaba lúgubremente, a cada cascada de tierra y guijo que se deslizaba a lo largo de sus flancos enormes. Al sentirse preso, intentó defenderse con las patas, con la trompa, pero la tierra le cegaba cayendo sobre sus ojos, y sus patazas, torpes y macizas como troncos de árbol, iban fijándose, cogidas y enredadas en la tierra que ascendía. Ya los terrones le subían hasta el vientre, hasta los pellejos fofos y colgantes que de él pendían; y el animal, imposibilitado de moverse, loco de rabia, de calor y de fatiga, proyectaba la trompa, buscando una presa en el aire. Los cazadores se reían a carcajadas; alguno se divirtió en lanzar piedrezuelas cortantes a la trompa arrancando al animal berridos lúgubres. Una de las piedras rompió el enorme colmillo curvo, la terrible defensa.

Ya la tierra iba subiendo hasta la mitad del vientre; poco a poco trepaba hasta el lomo anchísimo, y lo cubría. Enterrado estaba el enemigo.

—Ahora —sugirió Ronero— le machacaremos la cabeza.

—No —intervino, según costumbre, Napal—. No hace falta. Si le machacáis, podréis no matarle, al menos en bastante tiempo. Juntad ramas secas alrededor, y asad la cabeza viva.

Lo hicieron así, prometiéndose un espectáculo cruel, pero Napal sabía que, por tal sistema, la muerte del paquidermo sería más pronta. El humo le asfixiaría. Un momento hubo, no obstante, en que gritó furioso, y su trompa, como una serpiente, se retorció en enrosques insensatos. Pero, faltándole el respiro, cerrados ya para siempre los diminutos ojos, abierta de angustia la boca, se aquietaron sus estertores, y la llama, viva y antojadiza, fue lamiendo y tostando aquella enorme testa, cuya piel estallaba agrietándose. El olor a pellejo asado despertó la codicia de los hombres extenuados de trabajo, de insomnio y de excitación. Con los cuchillos de pedernal atacaron la cabezota del monstruo, y devoraban glotonamente hasta la lengua, medio achicharrada, y la trompa socarrada entre los carbonizados colmillos, La tribu —mujeres, niños, viejos— acudía ya, loca de júbilo. Era otra vez la seguridad de la vida, el hartazgo, un elefante enterrado que podían despedazar, otro preso en el pozo, que conservar vivo; y algazara de clamores de alegría y vítores se elevó, aturdidora.

—¡Alabanza a Ronero! ¡Los Cazadores, nuestros hermanos, son como genios, son como jabalíes vigorosos!

Les llamaban jabalíes, porque de toda la caza, era esa la que encontraban más exquisita.

—¡Cúmplase la ley! —gritaba Belenda—. Que la hermosa, exenta hasta hoy del yugo del varón, sea entregada a Ronero!

Damara se estremeció de angustia, y Napal se volvió hacia los Ancianos, que clamaban también elevando sus manos sarmentosas, y les imploró.

—¡Es preciso que me escuchéis, padres y abuelos de nuestra tribu! —exclamó en voz alta y resonante— Pero, ante todo, despedazad la presa, y preparadla para el festín de victoria. Saciaos, corred, alegraos… Reclamo sólo atención un momento.

—Ya te oímos, Napal el inventor. ¡Habla… —dijo uno de los Cazadores, el joven Mordala, mocetón tosco y leal, competidor de Ronero y algo mal dispuesto en contra suya, desde que un día le quitó indebidamente una cabra muerta—. Sabedlo, ancianos: la gran jornada de hoy, más que a nosotros, se debe a Napal.

Risas mofadoras del grupo donde estaba la moza Belenda, gruñonas exclamaciones de Seseña y de Ronero corearon la declaración de Mordala.

—¡Napal matando elefantes! —rió desdeñosa la moza.

—Napal, el mismo —sostuvo Mordala, enojado—. Suya fue la opinión de hacer el pozo para coger dos elefantes en vez de uno. Suya la de
trasladar la tierra con parihuelas, que nos hizo ganar tanto tiempo. Suya, la de enterrar al otro elefante. Suya, la de asarle la cabeza.

—¿Qué respondes a esto, Ronero? —interrogó en voz cascajosa el abuelo Olavi.

—Respondo —contestó Ronero después de una pausa, altivamente— que es verdad. Yo no merezco recompensa alguna, ancianos, en este lance de caza. El pensamiento de Napal ha hecho más que mi brazo. Tendría a menos decir otra cosa. Yo no soy amigo de Napal: deseo probar mis fuerzas con él. Pero no he de mentir.

Napal arrojó a su enemigo una mirada en que había gratitud simpática.

—No, Ronero, yo no acepto los honores de la jornada. Vuestra fortaleza lo ha hecho todo. A vosotros se debe la caza. Y tú, no me odies. Yo no te profeso mala voluntad.

Ambila intervino, cambiando el giro de la disputa. La caza se debía a los genios, a las mágicas encantaciones que los habían propiciado. Eran los genios quienes dirigían la mano del hombre. Ellos habían impulsado hacia la laguna a los elefantes. Y si la tribu se olvidase de los genios, sería castigada.

A su vez los Abuelos dieron su dictamen. Se ofrecería a los genios parte de la caza, que se quemaría en su honor; pero, en primer término, lo que reclamaban los genios era el respeto a los usos, a las sagradas costumbres, que iban perdiéndose ya. Y Seseña, toda pellejos y pergaminos, toda canas revueltas y feroces, tomó la palabra, condenando severamente los nuevos estilos, los abusos que corrompían la antigua virtud. Mirando a Damara, tronó contra las vestimentas, contra el arreglarse artificiosamente el cabello, contra los adornos lascivos, que enloquecen al varón y le hacen que aborrezca al otro varón de su tribu misma, a quien debe amar como hermano. Y al referirse a la pretensión de la moza, que quiere un mozo sólo para sí, y ser para él también solamente, tuvo la centenaria frases durísimas.

—Si hay en nuestra tribu tal loba, que la cacen los cazadores —exclamó destellando furor por los ojos encarnizados—.
Su seca diestra se tendía hacia Damara; pero los de la tribu ya no la oían. Estaban desenterrando y descuartizando el elefante.

V

El atracón, en aquellos cuerpos de estómago casi siempre vacío o mal lastrado, era como una borrachera. Tendidos entre despojos y carbones, digerían, sin ocuparse al pronto de ninguna otra cosa.

Acercándose a Damara disimuladamente, Napal le sopló al oído:

—Tenías razón. Mañana al amanecer sal a pastar tus cabras: me reuniré contigo, y huiremos.

Ella se estremeció de gozo. Sabía que era su única salvación. Iban a entregarla a Ronero el velludo. La abuela, sin duda, quería castigarla por sus adornos, por su repugnancia a la promiscuidad ritual. Y sentía en torno suyo la furia de las voluntades, como hienas que en la sombra se preparasen a saltar sobre ella. Era preciso escaparse sin dilación. Sería mejor en el instante mismo. La frescura de la tarde empezó a despertar a los hartos, y se desperezaron, terminada la siesta, a la sombra de los cañaverales. Pronto la tribu se encontró en pie; algunos entraron a bañarse en la laguna, para prepararse a la cena, que no sería menos copiosa. Cuando había carne, la tribu comía aunque fuese tres veces, hinchando los vientres hasta que abultasen como odres, y contemplándolos con alegría. La esperanza de la cena despertaba en ellos una expansión de vida, un júbilo carnal. Algunas parejas desaparecieron detrás de los matojos. Belenda rondaba al cazador; pero éste, brusco, la rechazó con un gesto. Apenas había comido. La imagen de Damara no se apartaba un instante de su espíritu. Era otra caza más anhelada, más difícil; y haciendo estallar las articulaciones de sus brazos, Ronero se prometía, cuando pudiese echarlos al cuello de la moza, apoderarse de ella, o ahogarla.

Entretanto, el mago Ambila, cautelosamente, se había aproximado a Napal, y lo llevaba hacia los cañaverales.

—Los ancianos de la tribu han prometido escucharte, Napal, pero conviene que antes sepa yo algo. ¿Qué tienes que decir a los padres y a las madres? Ya sabes que son ellos los que poseen la sabiduría, ellos los que mandan; pero los genios me inspiran, y yo influyo en las decisiones de los Ancianos, que creen seguir su capricho y siguen mi impulso.

—Ambila —respondió Napal—, grande es tu poder y el de los Ancianos; pero tú sabes que los genios no inspiran siempre cosas iguales. Y también sabes que, en los casos extremos, el hombre no espera a consultarte, ni al resultado de tus encantaciones, y necesita valerse por sí mismo. Los genios están muy altos, en la gran montaña de fuego, y nosotros por la tierra, sin amparo, más débiles que las fieras, si nuestra destreza no nos ayuda y nos salva. Tú, Ambila, no me desmentirás. Nadie nos oye. ¡Ay de nosotros si sólo hiciésemos aquello que los genios nos sugieren por tu boca!

—Tus palabras son audaces, Napal. No las repetiré a los Ancianos, porque pudieran serte funestas.

—Mis palabras en nada ofenden a los genios. Ellos, seguramente, velan por nosotros, y una de las maneras que tienen de protegernos, es enseñarnos cómo se practica la defensa. Ellos nos han sugerido que agucemos el pedernal, que encendamos la lumbre, que nos abriguemos en las espeluncas; y ellos, Ambila, nos reparten la capacidad, o para pintar como lo haces tú, o para inventar. A mí los genios me han dirigido hacia el descubrimiento de secretos que los demás de la tribu ignoran. Esos secretos quiero comunicarlos, porque yo, Ambila, amo a mi tribu, amo a todos, a los Ancianos, a los niños… Y amo a una mujer, ¡y quiero que no sea sino mía!

—Lo sabemos. Amas a Damara. Pero no esperes, Napal, conseguirla para ti sólo. Te propones arrancar con tus manos una costumbre ya tan antigua, que no recordamos otra, y las costumbre viejas adquieren divinidad. No la arrancarás tú, como no arrancarías un árbol muy grande, muy recio, de extensa copa.

—Acaso aciertes. En fin, este asunto de mi amor, es cuenta mía. Pensé pedir a la tribu que me concediese a Damara en premio de lo que vas a saber, pero ni aun eso he de solicitar. Sin interés alguno, oye lo que os ofrezco…

Ambila, desde hacía unos instantes, escuchaba profundamente pensativo. En su mente, un trabajo de combinación se verificaba.

—Ofrezco a la tribu —insistió Napal —el medio de no sufrir nunca hambre. Les doy un alimento excelente, sin necesidad de salir a caza.
Todos los soles habrá qué comer. Mira.

De su saco de hierbas entretejidas extrajo algo plano y tostado, lo partió, y ofreció al mago un trozo.

—Come sin temor; dime si te agrada.

Ambila hincó el diente a la torta, primero receloso, luego con golosina.

—¿Qué es esto?

—Un grano, que nace de su semilla, que yo trituro, que amaso, que cuezo entre dos piedras… pero podría cocerse también dentro de tres paredes de piedra y arcilla que resistan al fuego.

—¿Y dónde hallas este grano? —interrogó Ambila con sumo interés.

—En el vallecillo, al Oriente, he sembrado, he recogido, y vosotros podéis hacer lo mismo, pero en mayor cantidad, y guardar lo que recojáis en la cueva, para repartir cada día una ración. Y oye otro secreto que he de revelarles: mejor que en esas cuevas obscuras y tristes, viviríais si construyeseis, con ramas y arcilla, vuestras habitaciones sostenidas en tronco, sobre las aguas del lago. No podrían allí atacaros las fieras. Cada cual de vosotros tendría así su vivienda, y con él habitaría la mujer preferida, los hijos de sus lomos. ¿No comprendes, oh mago, la diferencia? ¿No reconoces que seríais más dichosos? Y al serlo, bendeciréis el nombre de Napal, que ha cambiado vuestra vida, que os ha redimido del incesante caminar y caminar, empujados por la miseria. Os fijaréis en un lugar favorable, donde encontréis aguas puras y tierra fértil; sembraréis este grano que os dará sustento, y os acordaréis de mí.

—¿Según eso —preguntó el mago, cada vez más preocupado, más grave—, tú anhelas, Napal, que la tribu te cuente entre los genios y, al hablar de ti, alce las manos como para orar a los espíritus?

—No, yo no busco eso; me basta haceros bien. Lo he deseado siempre, porque he visto que nuestra condición era infeliz, y he tratado de mejorarla. Detrás de mí, otros hombres buscarán otros secretos, y poco a poco se remediarán nuestros males. He aquí lo que pensaba decir a los Ancianos. Si tú te encargas de hacérselo saber, es lo mismo, Ambila. Acaso hasta sea mejor: a ti te creerán. Tienen fe en tu magia.

Guardaba silencio el brujo, fruncido el ceño y pensativa la faz. Napal tuvo un instante de desconfianza y le miró fijamente.

—¿No aprecias mi revelación? ¿Acaso la rechazas en nombre de esas costumbres que invocáis para todo? Haz lo que quieras, Ambila; yo no obligo a nadie a que reciba un don gratuito.

—No; al contrario, Napal… De mí puedes estar seguro; lo que dudo es que se avengan a tales variaciones y novedades los Ancianos. En fin, déjalo de mi cuenta, y a nadie reveles palabra hasta que yo consiga convencerles. Ahora conviene que visitemos juntos el lugar donde has sembrado el grano, para que comprenda mejor lo que debo anunciar. Es preciso que te vea fabricar la gustosa torta; así podré elogiar tu descubrimiento y pintarlo fácil y practicable, a fin de que sepan que el peligro del hambre, gracias a ti, está conjurado… Reunámonos, pues, a la hora en que menos pueda notarse nuestra ausencia; van a aprestar la cena, y cuando estén entretenidos en los preparativos, aguárdame detrás de la cueva, al principio del sendero, y aprovecharemos lo que resta de día.

Convino Napal, y el mago se apartó de él, disimulando. Deslizándose por el borde de la laguna, fue a detenerse ante la fosa donde el elefante vivo, cautivo en su agujero, barritaba cavernosamente, vibrando su trompa en demanda de auxilio. Parecía que aspirase el aire, buscando en él el rastro de la manada que le había abandonado en su extraña prisión.

—Eres fuerte, grande y temible —pensó Ambila—; pero la astucia te ha vencido… Los hombres saben cómo se hace caer en la trampa al poderoso, y cómo se le roban sus cachorros a la fiera… Los hombres saben luchar por medio de la prudencia cautelosa…
Mientras pensaba así el mago, un paso resonó, y una sombra gallarda y robusta se proyectó sobre el suelo de seco barro.

—¿Eres tú, Cazador?

Ronero miró hoscamente a Ambila.

—Yo soy… ¿Qué?

—Te buscaba, para decirte algo que te importa.

—Pocas cosas me importan, Ambila. Casi ni la vida me importa nada.

—Porque piensas siempre en una mujer.

—Tienes razón. La virgen de los collares de conchas me ha robado el sueño, el gusto de la carne y el afán de la ardiente caza.

—En una cosa yerras, Ronero —contestó el mago.

—¿En cuál?

—Ya lo sabrás… Ven conmigo, alejémonos un poco.

—Oye, Ambila —murmuró el Cazador cuando se apartaron buen trecho, fijando en el hechicero la mirada calenturienta—, tú que sabes de encantaciones y conoces el modo de propiciar a los genios, ¿no me dirás cómo debo hacer para que Damara sea mía? Aunque los Ancianos me la entreguen y se cumpla la costumbre, yo estoy dispuesto a ahogarla antes de acariciarla, si observo que le causo horror… Y estoy seguro, Damara me aborrece.

Ambila se recogió un instante sin responder.

—Ronero, antes te he dicho que en algo te equivocabas… Llamaste virgen a la de los sartas de conchas. Y tiempo hace que ha cumplido el rito, con Napal el inventor.

El Cazador gimió, como si recibiese herida interna y mortal.

—¿Es cierto lo que me dices?

—Cierto. Lo sé por Belenda y por otras mozuelas de la tribu. Lo atestiguo por los cuerpos de nuestros padres, que han quedado esparcidos en diversas regiones, cubiertos con piedras para no ser devorados.

Con ojos alocados, el jayán miraba a Ambila.

—Y si eso es verdad, ¿cómo lo toleráis los que tenéis el deber de velar por las antiguas costumbres? ¿No va contra nuestras leyes que el varón escoja una mujer, la mujer un varón? Napal y Damara deben ser apedreados, y sus cuerpos quedar insepultos.

Ambila sonreía con irónica tranquilidad.

—Sí; esa es la ley vieja, pero como otras, ha caído en desuso. Sólo los Ancianos la sostienen y la recuerdan. Los mozos se opondrían a ese acto de justicia. Todo cambia, y quién sabe las variaciones que mañana sufrirá nuestro modo de pensar y de vivir… ¡Tú mismo, Ronero, no lo niegues, estás inficionado de este nuevo espíritu, y en vez de mirar como hermanas y como esposas a todas las mujeres de la tribu, sólo piensas en la de los collares! También tú desacatas la tradición, y de estos afanes amorosos vendrán grandes desventuras: por la mujer, el hombre odiará a su semejante y se odiará a sí mismo.

—¿No hay remedio para mi mal, según eso?

—Puede haberlo; pero tú mismo lo has de aplicar. Los genios aman la sangre vertida. En otro tiempo era sangre humana lo que se ofrecía; la víctima era sujeta sobre una piedra acanalada, y por la hendidura el licor rojo y humeante corría a empapar el suelo. Y la caza abundaba, y nunca se extenuaban de hambre las nodrizas. También se ha perdido esta costumbre —¿no lo ves?— ¡Si te digo que es preciso variar incesantemente! Ahora, apenas si una o dos veces al año se ofrece a los genios un toro, un jabalí… Hoy, gran día de caza, lo único que les habéis brindado son las piltrafas y despojos del elefante. Lo que no quisisteis devorar… Y los genios, en su montaña de fuego, sufren sed; ¡lo que únicamente puede apagarla es la sangre! Para propiciarlos bastas tú. ¿Tienes una hachuela bien afilada o el cuchillo con que diste muerte al oso?

El Cazador rugió.

—¡Sangre! Yo también tengo las fauces secas que no duermo, ni encuentro sabor a las lonjas de oso. Mira cómo han enflaquecido mis miembros y cómo de mi boca sale malsano calor. ¡Sangre! La deseaba, y no la vertía por no contravenir a la ley de la fraternidad en la tribu, donde todos somos hermanos.

—El ha roto la fraternidad antes que tú. Quiere que Damara le pertenezca exclusivamente.

—¡No será!

Al decirlo, el cazador alzó las manos para jurar o maldecir.

—Si tu resolución es firme —advirtió Ambila—, encuéntrate hoy, una hora después de que salga la luna, en el montecillo de las cabras: allí estaré yo con ellos.

Un asombro cortó la palabra al mago. La luz del sol hería de lleno el rostro barbado, duro y contraído del jayán, y por él rodaba algo líquido y brillante, como gota de rocío que lustra el follaje de las cañas al amanecer.

—¿Lloras? —interrogó Ambila atónito.

—Mátame, Ambila —,suplicó él—. Arrójame a la fosa del elefante cautivo. ¿No habrá un conjuro contra mí? Deshazlo. Esa moza me ha sacado del pecho el corazón y lo ha dado a comer a su lobezno, al que la guarda.

—¡Bah! —Y el mago, festivamente, hirió las mejillas del mozo—. Ya te curaremos… Sal al montecillo a la hora convenida…

VI

Desde antes de anochecer, Napal había llevado al mago a visitar sus sembrados, donde las espigas, verdes aún, mostraban, sin embargo, llenas las cápsulas y un tanto doblegada la cabeza. En aquel suelo graso, intacto, era rapidísimo el crecimiento y madurez, y podían lograrse al año cuatro cosechas.

Volviendo luego a la meseta en que Damara les esperaba, rodeada de su rebañillo, sacó Napal la harina ya molida, y a presencia de Ambila amasó la torta, mientras la pastora encendía el fuego, cebaba con leña la hoguera, y rodeando de brasa las piedras chatas para que se pusiesen candentes, improvisaba el horno informe donde había de cocerse el pan. Ambila lo miraba todo con ojos ávidos, enterándose de las manipulaciones, ayudando, penetrado desde el primer momento de lo singular de la novedad y lo incalculable de sus frutos. No había mentido el inventor: desde aquel día estaba segura la subsistencia del hombre.

A su vez, Damara le explicaba la utilidad de las cabritas. Parirían, habría carne abundante, leche, zaleas de abrigo. Ambila estaba deslumbrado. El que revelase tales misterios sería más que los genios, aboliría sus ritos, se haría adorar.

Entretanto, comenzaba el festín. Después de ordeñar, Damara le presentaba el cuenco rebosante, y de la caliente torta Napal remojaba trozos, que le ofrecía. Saboreando tan nuevos manjares, los alababa el mago.

—Es como si corriese un río de dulzura por las venas… Es tan grato, que la lengua viene a los labios para gustarlo otra vez…

—¿No te lo había yo dicho? Ya la tribu no sufrirá; los niños no estarán escuálidos, los viejos volverán a los días de su niñez, porque esta leche deleitosa les dará un alimento que no necesita mascarse. ¡Oh, cuánto he pensado en estas cosas! Noches y noches mi imaginación ha volado, y el porvenir se ha desarrollado ante mis ojos con más claridad que se desarrolla en las paredes y en el techo de las cuevas la serie de tus pinturas… He visto muchas viviendas; anchas, relucientes, en hileras, donde moraban hombres que activamente iban y venían; he visto campos infinitos, todos cubiertos de grano ya sazonado, color de sol; he visto prados muy verdes, y en ellos rebaños a millares; y he visto también cazadores persiguiendo a las fieras, sólo por el gusto de exterminarlas, no para comer su carne asquerosa. He visto anchos ríos y mares inmensos, y yo andaba por ellos, no sé cómo, tal vez de pie sobre unas tablas; y he visto mujeres que del río sacaban agua, y no llevaban descubierto sino el cuello y los brazos. Lo demás lo envolvía castamente una especie de blanca nube. ¡Qué hermosas eran! ¡Qué encanto en sus formas!

Ambila escuchaba, no sin prestar a veces oído a los rumores lejanos, como si algo recelase o esperase que iba a venir.

—No temas —advirtió Napal, que lo interpretó a su manera—. No se acuerdan de nosotros… Habrán cenado y se habrán tendido a dormir… Mientras tengan carne abundante, no se inquietarán por nada. Hasta creo más prudente no revelarles cosa alguna sino cuando el hambre empiece a acosarles. Hoy no escucharían. Ni aun les extrañará tu ausencia. Espera todavía, vas a oír algo que te agradará. Has probado la cándida leche mezclada con la torta caliente, apetitosa. Ahora, satisfecho ese instinto de la necesidad que nos mueve a luchar para la conservación de la vida, algo más quisiéramos, ¿no es cierto? Nos convendría un goce que nos hiciese olvidar por instantes esa misma inquietud de la conservación… Otras ideas que nos distraigan…

Extrajo del saco de hierbas el pedacillo de caña perforada, y bajo la luz de la luna, Napal empezó a modular suavemente las sonatas sencillas de la primitiva rústica flauta del pastor. Damara, sentada en una piedra, los codos en las rodillas, el rostro descansando en las palmas, escuchaba con toda su alma llena de ternura. Era el sonido tan nuevo como el sabor del pan, pues no se habían escuchado en la tribu sino los salvajes «auus» con que se escitaban para la caza, o las fórmulas siniestras de los conjuros de hechicería, para propiciar a los genios obscuros, a las fuerzas elementales. De improviso, en la copa de un árbol próximo, un pajarito despertado empezó a hacer el dúo, trinando delicadamente. De la garganta del ave brotaba el gorjeo, desgranándose como sarta de caracolillos que rueda rota sobre un seno de mujer; y la misma luna blanca y suave, parecía gozar iluminando el maravilloso concierto. Como sin darse cuenta, Damara, ensayando su voz juvenil, moduló un cántico, una melopea misteriosa, frases entrecortadas de halagüeña o coloquio, algo que era arrullo, queja y llamamiento. Alternaba el canto divino del pájaro con la improvisación de la mujer y con el quejido delicado de la flauta, y Ambila, por un instante, sintió que en su corazón se alzaba algo que pudiera llevar el nombre de remordimiento. Su oído, aunque saturado del encanto de la música, percibía entre la maleza algo como el rastrear de una alimaña y la contenida y jadeante fatiga de un resuello ronco…

Quizá hubiese sido ilusión, porque nada volvió a escucharse, y siguieron alzándose entre el amigo silencio de la noche, la sonata del ave, el tembloroso y suavísimo plañido rimado de la mujer, y los ecos de la flauta, semejantes al susurro del viento en las altas y lanceoladas cañas que bordan la laguna…

Cuando terminó el recreo, Napal se acercó al mago.

—Ambila, esto ha sido una despedida. Te dejo una herencia espléndida: el pan, el rebaño, la idea de las nuevas viviendas y hasta la música. Toma esta flauta, y cuando el cuerpo esté saciado, despierta sus espíritus superiores con la armonía imitada de aquella con que nos regalan esas avecillas…

Ambila interrogaba.

—¿Qué era eso de heredar la flauta, el pan, las invenciones?

—¿No has comprendido? Damara y yo nos desgarramos de la tribu esta noche. Adondequiera que nos conduzca la casualidad, dueña del humano existir, ella será para mí y yo no tendré otra mujer, ni otro cariño. Nacerán criaturas, y se llamarán como nosotros, Napal y Damara. La tierra nos ofrece sus frutos, y yo he de legar a mis hijos estas maravillas y otras acaso mayores, encaminadas a hacer grata la vida. No volveré a verte: mi ruta es lejana. Adiós, Ambila, y que los de la tribu hablen de mí como del que les ha salvado.

Oía el mago, creyendo soñar. Un reconcomio de haber preparado lo que iba a suceder le oprimía. No hacía falta, por lo visto, que nadie muriese: la sangre, grata a los genios, no necesitaba correr. Napal, al fugarse, le dejaba dueño de su poderío. No volvería jamás, de seguro, y para él, Ambila, sería la gloria, el aparecer como un numen enviado por los poderes sobrenaturales. Y ahora, ¡qué hacer! La suerte estaba fijada; retroceder no cabía. Se encogió de hombros.

Ambila no hacía el mal si no le convenía, pero la ambición de ser grande entre los suyos le devoraba. El poder de los ancianos constituía para él un estorbo: estaban demasiado aferrados a la ley primitiva, y siempre que algo desconocido llegaba a proponerse, chillaban enfurecidos, sin tomarse ni el trabajo de mirar en qué consistía la variación. En el fondo de su alma, el mago, aparentando guardarles grandes consideraciones, y escuchándoles con gestos de respeto, menospreciaba a los Ancianos y a las centenarias abuelas, enchochecidas por la edad y las enfermedades y flaquezas. Más de una vez, Ambila había pensado en la necesidad de cambiar la existencia de la tribu, fijándola a la orilla de un caudaloso río o de un fresco lago. El descubrimiento de Napal le abría vastísimos horizontes. Era el fin del poder de los caducos, que nada hacían y todo lo estorbaban. Si, tan feliz advenimiento que le haría omnipotente, tenía que costarle la vida a Napal… ¿A Napal tan sólo? En un relámpago, Ambila adivinó… También conocía los secretos Damara, y también tenía que morir. De otro modo hablaría, alborotaría; sabríase la verdad, el nombre del inventor, y no sería él Ambila, a quien venerarían como a un genio, sino al mozo… Una arruga profunda surcó su frente, mientras Napal y Damara, risueños, repetían:

—Adiós, mago, adiós…

Y la pareja, enlazada, echó a andar, en dirección a una senda que trepaba por los escarpes montuosos, hacia una gruta conocida de Napal, y en la cual pensaban pasar la noche para emprender su camino desconocido antes de que asomase el sol. Iban ligeros, a paso elástico, alegre Damara, que desde el primer día ansiaba la evasión, la libertad. Su dicha principiaba en aquel instante; el mundo se abría a su amor inocente y ardoroso; realizaba un sueño inconsciente: la purificación del instinto brutal, por la elección del alma. Y desaparecieron, detrás de la cortina de vegetación, hacia el árbol donde el ave cantora continuaba aún gorjeando.

Una masa oscura salió de los matorrales, y la voz bronca, alterada, del Cazador, balbuceó:

—Voy tras ellos…

De súbito, una idea más horrible cruzó por el pensamiento de Ambila. También Ronero había escuchado. ¡También tenía la clave del porvenir!

—Oye, Cazador —murmuró—. Mis consejos son mejores aún que los de los Ancianos… Sígueles de lejos, observa dónde se detienen, y, si se entregan al sueño, acomételes así, cuando no se puedan defender…

—¿A traición? ¡No! —gritó Ronero—. Cara a cara he de matarle.

Y enarbolando su formidable garrote de madera endurecida, echó a andar furtivamente. Ambila le siguió por el empinado sendero. Los amantes les llevaban delantera, porque, ansiosos de llegar a su refugio, iban por el atajo que conocían. Se encontraban ya en la gruta, en que el cuidado de Napal tenía mullido un lecho de seca hierba olorosa, lleno de agua un cuenco, y, puestos sobre hojas frescas, frutillos silvestres, pero gustosos, fresas agrias y madroños de granate encendido. Damara, gozosa, reía al frugal refresco, acariciando al lobezno fiel, que la había seguido, abandonando el rebaño. Con su Napal, todo era bello para la moza, todo se revestía de luces y colores.

—¡Cuánto te quiero, Napal!

—¡Mi Damara! ¡Mía desde hoy, y para siempre!

El abrazo era estrecho, prolongado, interminable… Una sombra, en la puerta de la cueva, veló la luz de luna. Un ¡auu! Salvaje, de reto y de odio, resonó, modulado con energía diabólica. Damara exhaló un chillido de miedo… Ronero estaba allí, apoyado en su garrote, esperando.

—¿Qué quieres, Cazador? —preguntó Napal, protegiendo con su cuerpo a Damara.

—Tu sangre.

—¿Por qué? En nada te he ofendido. Ayer te ayudé en tu empresa de caza.

—Me has quitado a Damara, la has robado, como los buitres a la zuritas. Vengo a recobrarla.

—Te engañas. Nunca fue tuya. Ella ha querido venirse en mi compañía. Ella se resiste a sufrir el yugo. Pregúntaselo. Es mía.

—Ella debe sufrir lo que sus hermanas sufren. Y sobre todo, yo la quiero: o me la das, o tu sangre.

—Ronero —suplicó Damara temblorosa—, perdónanos. Te invocaré como a los genios; pero déjame ser libre. Dentro de mí no puedes mandar.

—Cuando haya sacado a Napal el corazón por el pecho, entonces me dirás a quien perteneces. Entretanto, te aguardo, mozo. Coge una piedra o toma mi cuchillo de pedernal; ármate, si lo prefieres con mi maza… Me bastan los brazos.

Y rápidamente, soltando el garrote, arrojando al suelo el cuchillo, avanzó hacia la plataforma que rodeaba la gruta y que dominaba, por un lado, el sendero abrupto, y por otro, un profundísimo barranco. Apretando los puños, haciendo resaltar sus bíceps, aguardó. A pesar de las súplicas de Damara, Napal se adelantó también. Al abocarse, se estrecharon cuerpo a cuerpo. Ronero hizo crujir el de Napal, pero un puñetazo hábil de éste entre los ojos cegó a su enemigo, y ya iba el mozo a aprovechar la victoria segundando, cuando por detrás una mano le asió de un tobillo y le hizo caer cuan largo era. Sin darle tiempo a levantarse, ciego y todo el Cazador, a tientas, aseguró con las rodillas a Napal, y buscó con las manos abiertas el cuello de su enemigo. Eran las manos de Ronero dos tenazas peludas, dotadas de fuerza incontrastable; y bajo su presión cruel, pronto perdería el inventor el respiro. Pero el Cazador sintió que por detrás le cogían con nerviosa violencia: era Damara, que acudía en defensa de su amigo. Y de nuevo intervino el mago. Asiendo a Damara por la cintura, la arrastró hacia el extremo de la plataforma, manteniéndola medio derrumbada hacia el precipicio, mientras con desesperados esfuerzos ella forcejeaba por volver a acercarse a los dos hombres. Entonces Guá, el domesticado lobezno, se arrojó a morder a Ambila, y el mago, con el garrote que recogió del suelo, le tendió inerte, partiéndole el espinazo.

El momentáneo auxilio de la pastora había bastado para que Napal, ágil y pronto, se desasiese de las manos que le sujetaban y asestase otro certero golpe a Ronero en el estómago. Jadeó el Cazador, y como aún no se había disipado la nube de dolor que cubría sus ojos, a tientas, buscó nuevamente a su enemigo. Este se había armado ya del cuchillo de pedernal que yacía por tierra y aguardaba a pie firme, con resolución desesperada. Veía el grupo de Damara y el mago, ella pugnando por socorrerle, él impidiéndolo; comprendía, por fin, la asechanza, y de cualquier modo, quería salvarse y salvar a su predilecta. Empuñando el trozo aguzado del sílex, calculaba el golpe. Así que Ronero se arrojó sobre él, rápidamente le apuñaló. Penetró el arma bajo un hombro, cerca del cuello, y el Cazador, al sufrimiento agudísimo, se embraveció más; sus puños, lanzados a vuelo, aturdieron a Napal, alcanzándole en las sienes, y luego le aseguraron, yendo ambos enemigos, —enlazados por el abrazo del odio—, a precipitarse del escarpe al fondo del barranco, donde cayeron sin desasirse, Napal con la frente rota, Ronero con el pulmón partido, ambos rebotando en las piedras. El mago, al verlos rodar, empujó a Damara, y detrás de su amante, la enamorada descendió al abismo.


* * *


Y fue la primera vez que en la tribu se cometió un crimen pasional. Le siguieron otros muchos, pues habiendo el mago Ambila enseñado el cultivo del trigo y la confección del pan y el arte de edificar moradas, —por lo cual se le veneró como a una divinidad—, la tribu dejó de andar errante, y dio origen a pueblos agricultores y pastores, que abolieron el viejo rito, enemigo del Amor.


Publicado el 12 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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