En Silencio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos creían que la hija del tabernero de la Piedad aspiraba a casarse con un señorito. No con un señorito de los que, a veces, al pasar ante la taberna a caballo o en automóvil, se detenían a beber un vasete del claro vinillo del país, y piropeaban a la muchacha; con estos, no había que pensar en bendiciones; solo algún curial de Brigos, algún lonjista de Areal que bien pudieran prendarse de aquella moza frescachoncilla, peinada a la moda, y tan peripuesta con su blusita de percal rosa, incrustada en entredoses. Y se prendarían o no se prendarían; pero lo cierto fue que, con gran sorpresa de la clientela y del contorno, Aya —que así la llamaban, con el nombre de una santa mártir allí de mucha devoción— tomó por esposo a un albañil humilde, que ni siquiera era de la tierra: un portugués, venido a trabajar en las obras de una quinta próxima al santuario de la Piedad, y que los domingos solía comer en la taberna.

Cierto que el portugués era lo que en su patria llaman un perfeito rapaz. De mediana estatura, forzudo, con el pelo rizado, negro y brillante, cuando se endomingaba soltando la costra de cal, y bien acepillado de chaqueta y blanco de camisa, iba a pelar la pava con la joven tabernera, se comprendía que esta le hubiese preferido a todos. Otra estampa así...

El tabernero, cardíaco y con las piernas hinchadas frecuentemente, vio sin desagrado a aquel yerno robusto y que se traía a casa un jornal de dieciocho reales diarios, limpio de polvo y paja. «Ha hecho bien mi hija, nadie debe salirse de su clas», repetía, congratulándose con la parroquia. Y como tardó poco en morir el viejo, quedó el matrimonio al frente de la taberna. Luis Feces, el marido, iba a su trabajo; pero, como hoy ya las horas de éste no son «las de otros tiempos», volvía lo más temprano posible, y a la hora de mayor despacho y más peligrosa de riñas o borracheras, estaba al lado de su mujer, para protegerla y auxiliarla. Y no querían criada, por economía, pues aspiraba Luis a que, en algunos años, su fortuna se redondease y pudiesen establecerse en Marineda como maestro de obras y adornista, pues sabía manejar el estuco y doraba y pintaba bien las molduras y adornos.

Cuatro o cinco años llevaba de casada la tabernerita, y mientra el marido parecía cada vez más enamorado ella empezaba a desear vagamente no sabía qué, algo, un suceso que distrajese su imaginación, cansada de lo monótono de aquel vivir. Pensaba en cómo sería la casa que habitarían en la ciudad, y si tendría ventanas para ver pasar la gente, y si habría cines y teatros, y que, al anochecer, se podría dar una vuelta por las calles, rozándose con el señorío. Porque, en el fondo de su alma, a pesar de haberse casado cediendo a la atracción que ejerció sobre sus sentidos el arrogante mozo, Aya continuaba siendo muy remilgada y fantasiosa, y repugnaba servir vino a los blasfemos carreteros de sucia boca, a los arrieros de mofletes colorados, a los labriegos hirsutos, que olían a boñigas de buey. Estaba harta de brutalidades y suponía, que en una ciudad, volvería a querer a su marido como el primer día, ilusión frecuente en los humanos, que atribuyen a los sitios lo que está en nosotros. Pero el portugués, que desde el primer día habló sin timidez y como amo, había fijado de antemano la suma que necesitaban para montar la industria en Marineda, y más valía que sobrase que verse allí ahogados. Se necesitaban, lo menos, cuatro mil duros, y mejor cinco mil. Hasta verlos juntos, taberna y jornal. No quedaba otro remedio.

De pronto, parecieron calmarse las impaciencias de Aya. No habló ya de Marineda, no propuso el traspaso de la taberna para completar la suma. Al mismo tiempo dio en componerse más que de costumbre, aunque siempre había gustado de presentarse hecha una semiseñorita. Se hizo blusas, se compró calzado fino y medias de algodón muy caladas en el empeine. Y estas y otras coqueterías de su atavío, encandilaron la pasión de Luis, nunca apagada, y le hicieron asiduo y exacto en volver a casa a las horas más tempranas que podía. Había para esto una razón más. Siempre había sido celoso, con celos vagos, porque sin duda tenía algunas gotas de sangre africana, que se revelaban en sus gruesos labios y en el rizado crespo de su pelo; y la exacerbación de coquetería de su mujer le causaba esa extrañeza, que es la puerta de la sospecha. Con enlazar dos cabos sueltos, la sospecha pidiera trocarse en acusación. Aya no hablaba ya de Marineda, parecía encontrarse en la Piedad muy a gusto... Había coisa, como dicen sus paisanos; había algo que era preciso aquilatar... ¡Y vaya si lo desenredaría!

La observación de las tardes, en la taberna, no dio ningún fruto. Aya servía a todos, sin fijarse en nadie. Les servía, les presentaba la cazuela de bacalao o el guiso de patatas, les escanciaba la cerveza, a que empezaba a aficionarse la gente aldeana, con aire más bien desdeñoso, con cierto repulgo de persona superior al cometido que está desempeñando. Ninguno, entre aquellos rudos parroquianos, se hubiese atrevido a llamarla «mi comadre» ni a chuscarle un ojo, aunque la encontrasen muy repolluda y fresca; pero la gente del terrón respeta la coyunda, y no caza en vedado, a menos que la veda se levante de suyo. Luis Feces, que había rodado algo antes de hacer alto en la taberna de la Piedad, era experto y no era tonto. Por allí comprendió que nada había. ¿Por dónde, pues?

Por donde... Su instinto creía haberlo adivinado. Es más: lo sabía de fijo, pero no de ahora, sino de atrás, de muy atrás... ¡Qué! Si se lo habían advertido antes de que se casase, y sus compañeros, los que con él trabajaban en la obra de Cordeira, le habían dado más de una festiva cantaleta con las rivalidades que pudiera temer del señorito Raimundo, el dueño del pazo de Morcelle.

Ése, y sólo ése, puede ser. Era el único que tenía las costumbres libres, el que acostumbraba a «echar a perder» a las garridas mozas... Había rondado a aquella de soltera, y la festejaba ahora también...

Una mañana, de rocío y niebla, de un otoño que se anunciaba húmedo, se abrió el postigo del corral de la taberna, y salió por él un hombre de gentil talante, que rápido se dirigió al pinar, y en su seno desapareció, como si la masa oscura de los pinos se lo hubiese bebido. Era aún la hora incierta del amanecer, y el albañil había salido casi con noche, para ser el primero en la obra de la casa que en Brigos decoraba. Un bonito negocio; le pagaban espléndidamente. Pero, apenas dejó su cama y engullido el café a tragos largos, habíase apostado Luis en dando la vuelta al recodo del camino y escondido por un matorral. Y había visto salir por el postigo su deshonra. Permanecía en pie, inmóvil, un poco sacudido por un horrible temblor de rabia, con un borde de espuma franjeando sus gruesos labios...

Aquella misma noche se encaró con Aya, para decirle sin preámbulos:

—¿No sabes, mujer? He acordado que lo del taller de Marineda era una tontería...

—Sí, hombre —confirmó Aya—. A mí también me lo parecía, solamente que no te lo quise decir.

—No, pues tú bien entusiasmada estabas al principio —dejó caer, no sin cierta ironía, el portugués—. Pero mejor nos ha de ir en América. Tengo proposiciones de allá, de Buenos Aires..., superiores. Se pueden ganar quince mil pesos al año...

Un deslumbramiento pasó por ante los ojos de Aya. ¡Ser rica! ¡Poder tener trajes como los de las señoras! ¡Que la sirviesen, en lugar de servir ella a aquellos brutanes de trajineros y de feriantes que apestaban! Sentiría, claro, su idilio amoroso, el señorito que olía a cosas exquisitas, a fragancias caras. El horizonte, sin embargo, era tan amplio, tan lisonjero para sus vanidades y deseo de lucir, que sonrió halagando los cabellos rizosos del portugués.

—¡Quince mil duros! —repitió soñadora.

—Hay que juntar —murmuró Luis— cuanto tenemos. Mañana me darás autorización para traspasar la taberna y recoger el dinero. El que la quiere, porque yo ya me he enterado, es Armuña, el del café en Brigos; exige que se le ha de blanquear todo, y de eso me encargo yo. También quiere una despensita... nada, un rincón ahí junto a la cocina. Todo se hará.

Con su fina percepción femenil, notó Aya en todo ello algo extraño.

—¿Qué tienes? Hablas así... de mala gana... ¿eh?

—Es que ciertas cosas dan para cavilar mucho —contestó el portugués sombríamente.

Realizóse el programa, y Luis, amén del blanqueo, construyó una despensilla, con tabique de ladrillo. Aya le interrogaba curiosa y algo preocupada también.

—¿Para qué haces esa pared delante de la otra?

—Quiere así Armuña... Es como un armario más reservado —dijo él.

Cuando todo estuvo pronto, se enteró Luis del barco, y fue a Marineda a tomar el pasaje. La víspera del día de su marcha, enviado ya por el coche su pequeño equipaje, despachada la criada desde dos días atrás, se acostaron los esposos. A medianoche, hubo como el ruido y trajín de una lucha, y poco después encendió luz el marido, por cuya frente rezumaba un glacial sudor. Cogiendo el cuerpo inerte de Aya, lo llevó hasta el supuesto armario, en la nueva despensa; y recostándolo de pie contra la pared, trajo ladrillo y mezcla, que había dejado en el patio, y tapió el hueco de la puerta que debía cerrar aquella cavidad. Con tal esmero lo hizo, que nadie hubiese podido sospechar, cuando al amanecer terminó de cerrar aquella sepultura, que no era una pared lisa, sin comunicación con nada.

Recogió aún, cuidadosamente, las ropas de su mujer; las puso en un lío con las suyas del primer momento; se terció al hombre la chaqueta, y dejando la llave en la puerta —Armuña ya estaba avisado— emprendió la vuelta de Marineda, por el camino real, blanco y desierto.

Las piernas le vacilaban un poco; pero según se alejaba de la taberna, donde había emparedado su venganza, corría más. Y bien le vino darse prisa, porque el gran transatlántico calentaba ya sus calderas, y fue de los últimos en llegar entre los emigrantes.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1914.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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