Fraternidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—El lance fue serio... Contaba yo veintiséis años —empezó a referir el ministro residente— cuando fui de secretario de Embajada a Tánger.

En apariencia, va poco de un secretario de Embajada a otro secretario de Embajada. Todos son amables, correctos, buenos muchachos. Pero yo era un diplomático de menor cuantía, complicado con un intelectual y casi un científico. Las aficiones que ustedes me conocen al estudio de las razas humanas acaso las tenía entonces más arraigadas que ahora, a pesar de mis quince o veinte folletos y mis dos libros voluminosos publicados por el editor Alcan... Entonces estaba lleno de ilusiones, no sólo acerca de la importancia que mis investigaciones pudiesen tener, sino acerca de los sentimientos que producían en mí. Me creía guiado por un purísimo amor a la Humanidad entera, sin diferenciar a ninguno de sus miembros para mí, todos hermanos. Me sublevaba la idea de que existiesen razas llamadas inferiores, y me prometía demostrar, con el tiempo y la perseverancia, que esas supuestas inferioridades no son sino diferencias debidas a las condiciones de la vida y del ambiente. Así es que cuando me compadecían en Madrid por la especie de voluntario destierro, respondía: «¿Destierro? Voy a pasar una temporada entre mis hermanos musulmanes».

Apenas instalado, me di a recoger datos y notas, a comparar cráneos y sistemas dentarios, a sacar consecuencias, que hoy reconozco precipitadas, de mis indagaciones. Mi objeto era principalmente establecer la identidad de las antiguas razas del lado allá y del lado acá del Estrecho, antes del cataclismo geológico que separó al continente europeo, por la parte de la península española, del continente africano. No era esta labor sino el comienzo de otra muy vasta, que yo condensaría en un libro titulado La cadena humana, y donde demostraría que no hay saltos, y que la familia adánica se ha extendido por el planeta, en épocas acaso imposibles de precisar, eslabonando sus variedades al través de la tierra habitable. De esta teoría sacaba consecuencias filosóficas favorables a la ley de fraternidad universal y omnímoda. Solamente era indispensable apoyar mi tesis en documentación científica: cráneos, huesos, restos de civilizaciones prehistóricas, comparados a otros de la Península. Y me lancé perdidamente a tan incitante indagatoria.

Me era muy útil para ella un berberisco, llamado Muley Benimulá, que me proporcionó un caíd amigo mío. Muley, hombre de unos cincuenta años, conocía al dedillo la topografía y las costumbres, y sabía dónde la tradición hablaba de viejas ciudades enterradas y de antiquísimos sepulcros. A él debí escudriñar dos o tres grutas en que se hacinaban esos «despojos de cocina» anteriores al uso del hierro, y que en su historia han desempeñado tan brillante papel. El «palacio» amplio que yo había alquilado en Tánger iba siendo insuficiente para almacenar los hallazgos de mis expediciones a caballo, con escolta elegida por Muley, que no cesaba de recomendarme la prudencia.

—Tú no tener confianza... Siempre poder sucederte mala cosa.

Era yo de tal condición entonces, que estas precauciones me irritaban y repugnaban, dando por hecho que lo noble de mis propósitos se leía en mi cara, y que todos, por mi nobleza, serían nobles conmigo también. Un inmenso amor se desbordaba en mi alma, y ante los seres humanos que tropezaba en mi camino tenía efusiones de fraternidad, seguro de infundirles igual sentimiento. Grande era mi asombro, cuando las mujeres, sucias y desgreñadas, huían de mí exhalando chillidos; cuando los niños, negruzcos y feos como sapos, me tiraban piedras desde el escondrijo de los picantes setos de nopal... Si lograba acercarme a alguno, le regalaba a puñados confites y fruta, contra la opinión de Muley.

—Tú pegarles latigazo... Tú darles punta de pie...

Ocurrió que salimos un día —me acuerdo bien: era el 7 de junio, un martes— con dirección a un cerro llamado El Ouad, donde existían al decir de Muley, las sepulturas «de los gigantes». Mi experiencia me había demostrado que cuando el pueblo habla de «gigantes» hay probabilidades de encontrar osamentas de mamuts o de otros animales antediluvianos, y acaso restos del hombre primitivo. Yo esperaba revelaciones profundas de estas sepulturas misteriosas.

La jornada fue larga. Acampamos, a la luz de las estrellas, cerca de un pozo, y cuando nos disponíamos a entregarnos al sueño, dos detonaciones resonaron, y una bala traspasó el birrete de Muley Benimulá. Dio éste un salto tigresco y se lanzó hacia el punto en que habían sonado los tiros, seguido de los tres hombres de mi reducida escolta. Corrí a auxiliarles, pero no hubo lugar, porque ni dos minutos tardarían en volver con un prisionero, fuertemente amarrado. Encendí un fósforo para verle bien, y lancé una exclamación de sorpresa.

Aquel individuo, vivo y contemporáneo mío, era la perfecta imagen del «hombre de las cavernas», tal cual me lo había figurado. La forma de su cráneo, la disposición de sus mandíbulas y de sus arcos superciliares, su fisonomía, achatada, de gorila apenas perfeccionado, correspondían exactamente a ese tipo, para mí a la vez tan conocido y tan interesante.

Muley, que no pensaba en cuestiones científicas, me explicó la captura.

—Bandido este... Otro escapó... Birrete de Muley, herido... Muley, sano. ¡Alá, grande!

—Mañana —dije— le soltaremos; pero antes yo he de estudiar bien su cabeza y tomar de ella varias fotografías. Si me duermo, no le dejéis marchar hasta que yo despierte.

—Estar bandido —repitió Muley—. Bandido malo. Llevarle nosotros a Tánger, y allí justicia...

—No, no —repetí—. Le perdono, pero le fotografiaré. ¿Volverán a atacarnos?

—Tú tranquilo —respondió Muley—. Tú dormir. Nosotros velar.

Un momento me desasosegó la idea de que mis hermanos eran los que me saludaban a balazo seco, sin que yo les hubiese ofendido... Después, el cansancio pudo más, y me amodorré, con sueño a la vez plomizo y agitado... Creí escuchar ruido de lucha, un gemido, pisadas... Al amanecer, al abrir los ojos, lo primero que vi fue a Muley, grave y ladino, en pie a mi lado. Al pronto no recordaba los incidentes, al ataque nocturno... Cuando salí completamente de la soñolencia, me incorporé, inquietándome.

—¿Y el prisionero?

Muley se rascó la barba gris.

—Ya no más prisionero. Libre.

Echando mano a un saco de los que servían para bagaje, extrajo de él un bulto sanguinolento... No sé lo que sentí. Pensé desmayarme de piedad, de horror, de indignación. ¡La cabeza del bandido!...

¿Y saben ustedes lo que me dijo el raposo de Muley, al verme tan fuera de mí, al oír mis recriminaciones?

—Tú necesitar cabeza. Tú fotografiar. Tú conservar luego calavera en tus armarios... Yo mondo calavera y doy a ti.

Después me dijeron en la Embajada que Muley había hecho perfectamente, porque sólo ejemplos de castigos duros previenen las agresiones en aquella tierra... Y yo lloré mi ensueño fraternal... como lloraría un ensueño de amor.


Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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