He aquí el relato de Torralba:
El automóvil tuvo que pararse en un recodo solitario y tétrico, que por un lado faldeaba la montaña y por otro colgaba sobre un precipicio. Hasta reparar la avería allí estábamos clavados. La tarde caía, y en las cimas lejanas, resplandores rojos y de oro encendido hacían más visible la oscuridad que iba invadiendo el valle. Era una hora de melancolía, de vagos recelos.
Empezaba el mecánico a trabajar, cuando surgieron dos figuras, al pronto nada alarmantes.
No las habíamos visto, porque las violentas revueltas del camino facilitan estas sorpresas. Salieron como de una caja de juguete. Eran señoritos bien trajeados, de edad como de diecisiete a dieciocho, a lo sumo. Uno de ellos mostraba una pelusilla de algodón sobre el labio superior, y la pelusilla era rubia, igual a las sortijas del pelo; el otro ostentaba ya un bozo naciente, marcado, negro como la endrina. Sus ojos brillantes, sus facciones bien delineadas, su tez fresca, su boca, en que como granizo blanqueaba la dentadura, prevenían en su favor. Sin embargo, los rostros de los dos chicos tenían expresión fiera. Fruncían el ceño y avanzaban en agresiva actitud.
Yo, con calma, pregunté qué se les ocurría.
—Robarles a ustedes —contestaron con la mayor formalidad los recién venidos.
Y al mismo tiempo que hacían tan franca declaración, extraían del bolsillo sendos revólveres y nos apuntaban, en postura clásica, dirigido el cañón a nuestro entrecejo.
No es jactancia; en vez de sentir terror, estuve a pique de soltar la risa… Las cataduras simpáticas de los bandidos, su achiquillamiento, me sugerían una idea extraña, pero no absurda. Avanzando hacia los supuestos salteadores, exclamé:
—Bueno, no se molesten ustedes más. Pueden decir en todas partes que han ganado la apuesta; que les he tomado a ustedes por ladrones de caminos, y he tenido muchísimo miedo. Ahora, en cuanto reparemos la avería, como disponemos de dos asientos, les llevaremos a donde quieran, si no es a muy larga distancia; tengo que dormir hoy en Santa Mariña de Nogueira, donde me esperan los cazadores…
Fue el rubillo, el más chiquilicuatro, el que, serio y amenazador, me respondió en voz dura:
—No estamos de broma, señor. Venimos a robarle, y si no me entrega ahora mismo el dinero y las alhajas, no extrañe que haga uso del revólver.
No sé qué gesto ponía, que entró en mi ánimo la convicción de que era capaz de hacerlo.
«Serán —pensé— dos locos, y si disparan y aciertan, con el tiro me quedo».
No llevábamos arma alguna; mi escopeta de caza iba vacía. Estábamos lejos de toda habitación humana. Por aquellos montes no pasaba nadie. El mecánico, sin embargo, me miraba de un modo zaino y expresivo, como quien dice: «¡Sus, a ellos!». Aquel mozo había sido soldado, y estaban recientes sus dimes y diretes con moritos en tierras de África. Si en efecto yo creyese que nos atacaban verdaderos forajidos, es probable que hubiese cometido la ligereza de bravuconear, exponiéndome a una bala en un ojo. Lo que influyó en mi conducta fue que estaba seguro, lo hubiera jurado, que aquel par de adolescentes no habían salteado en su vida a nadie, y en la aventura había algo particular, que necesitaba explicación.
En efecto, nunca oí que por aquellos montes del Aguia ni por ningún otro de las cercanías, ni aun de toda la provincia, anduviese bandido alguno. La mayor seguridad en los caminos. ¿De dónde salían, pues, nuestros asaltantes? Ni su tipo ni su ropa eran de gente mala. Estas reflexiones me las hacía con la mayor lucidez, con gran sangre fría. Por lo mismo que estaba sereno, fui capaz de una prudencia que aún hoy me asombra.
Sin manifestar ni cólera ni disgusto saqué del bolsillo el reloj y la cartera, que contenía una suma regular, y se lo puse en las manos al rubio. Se lo guardó en la faltriquera y señaló hacia mi dedo meñique:
—¡La sortija!
Resuelto a todo, extraje del dedo el aro en el que se engarzaba grueso brillante, y se lo entregué también.
—Ahora, ¿nos permitirán ustedes que reparemos la avería y sigamos nuestro viaje?
El moreno entró en escena. Su cara juvenil, graciosa, expresaba picaresca satisfacción.
—Sí, señor; le dejaremos continuar el viaje, pero en nuestra compañía. Nos meteremos ahí dentro con ustedes y nos llevarán a donde les digamos. Si no quieren o resisten, ¡ya saben!
Un ademán con el eterno revólver completó la cláusula.
El mecánico, mientras parecía consagrarse a su deber y revolvía en la misteriosa caja donde tantas cosas hacinan los de su oficio, no perdía coyuntura de hacerme algún guiño significativo; yo, a mi vez, le tranquilizaba con una ojeada a hurtadillas. Mientras adelantaba en su faena, me volví hacia los ladrones y les rogué cortésmente que se sentasen en las piedras, cubiertas de musgo gris, que formaban parapeto natural sobre el precipicio.
—Así aguardarán ustedes con mayor comodidad —les dije, y me situé a su lado.
Hubiese jurado que estaban confusos, con una especie de vergüenza, unida a una arrogancia retadora. Cada vez me parecían menos bribones. Lo limpio de sus blancos cuellos, lo nítido de sus dientes y orejas, la involuntaria finura que empezaron a mostrar, todo proclamaba a gritos su clase.
—¿Me harían ustedes un favor, si se lo pidiese, a cambio del susto que me acaban de dar? —supliqué con afabilidad suma.
A dúo respondieron, apresurados:
—Sí, señor… Con mucho gusto…
—Pues confiésenme ustedes con toda reserva por qué se han metido en esta aventura. Ustedes son unos muchachos distinguidos y en su vida han robado valor de una peseta.
Se miraron. Era evidente que deseaban sincerarse… Y, al fin, el moreno, siempre más expresivo y alegre que el rubio, murmuró:
—Bueno, no hay inconveniente ninguno… Así como así, la cosa ha de hacerse pública, y de nosotros se ha de hablar en todas partes. Pues figúrese usted que nuestras familias nos han metido en un colegio, y allí nos aburríamos. ¡Qué vida más tonta! Siempre igual, todo por patrón. Los profesores, unos antipáticos. Por eso resolvimos dedicarnos a bandoleros. A apaches, no; a bandoleros, como los de antaño. Así que desvalijemos a unos cuantos viajeros ricos…, y la cosa no es difícil teniendo agallas…, compraremos un buque bien armado y ejerceremos la piratería. ¡Eso sí que será bonito! A mí el mar me encanta… ¿Ha leído usted las obras de Julio Verne?… Ya sabe nuestros proyectos. Y si todo el mundo es tan bien educado como usted, dará gusto ejercer nuestra profesión.
—Vamos —observé—, ¡si ya me parecía a mí! Ni por un momento he creído que ustedes fuesen ladrones. Son ustedes unos románticos, los últimos quizás. ¡Qué cosas tan deliciosas son la juventud… y el disparate!
—¿El disparate? —repitieron ambos—. ¿Por qué le llama usted disparate?
—Le llamo así colocándome en el punto de vista general: el del vulgo. Por mí, soy capaz de comprenderles a ustedes… y hasta de envidiarles.
—Pues entonces —dijo ya efusivamente el rubio—, haga usted una cosa. ¡Una cosa magnífica! Únase a nosotros. Usted tiene dinero y automóvil. Con esos elementos…
—No me parece mal la idea —contesté—. No me disgusta.
—¡Claro! —exclamó vehementemente el moreno—. Usted también estará aburrido de la vida monótona, de la insipidez…
¡Vaya si lo estaba! Y charlamos, charlamos, formando planes de robos nunca vistos, que nos ganarían una fama estrepitosa. Tan entretenidos estábamos con nuestra novela, que no oímos el paso de dos caballos. El mecánico, a pretexto de tomar agua en un cubo, se deslizó hacia donde sonaba el ruido. Fue instantáneo. Antes de que los malhechores se diesen cuenta, tenían a la pareja encima.
El rubio, sin pararse en tricornios, disparó. La bala atravesó el sombrero de uno de los guardias. Entre estos y el mecánico sujetaron a nuestros ladrones.
—Ya ve usted, señor Torralba —dijo el del sombrero atravesado—, ¡no queríamos tirar! Nos encargan que les cojamos sin hacerles daño ninguno. Son chicos de buena familia, que, por lo visto, se han vuelto locos…
No necesito decir que, al registrarles, no solo les despojaron de revólveres y escondidos puñales, sino de mi cartera, mi sortija y mi reloj.
—No digan ustedes —supliqué a los guardias— que les han encontrado esto. Se lo pido como favor especial.
Los bandidos me miraron con reconocimiento. Y como al fin eran unos mocosos, me pareció ver algo de humedad en sus pupilas.