La Corpana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana; y celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios que le hipaba a la faz.

Cuando me encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se tendía para implorar.

Los que tenían el valor de ponerse al habla con ella, de eso precisamente la oían jactarse: de que «se valía sola»; de que vivía y se embriagaba a cuenta de su trabajo... ¡Su trabajo!... Parecía increíble: la arpía encontraba labor..., ya que de algún modo hemos de decirlo... Trajineros y arrieros que incesantemente cruzaban el pueblecillo llevando sus recuas cargadas de pellejos de mosto, cueros o alfarería vidriada; mendigos, transeúntes que corrían tierras espigando la caridad; jornaleros que acababan de gastarse en la taberna parte del sudor de la semana; mozallones desvergonzados que salían de tuna y se recogían antes del amanecer, temerosos de una tolena de sus padres..., he aquí los que ofrecían a la Corpana, entre bisuntas monedas de cobre, fieras zurribandas con las cinchas de los mulos, puñadas entre los ojos, puntillones de zueco y bofetones de los que inflan el carrillo... Porque ha de saberse que los más se acercaban a la Corpana con objeto de tener el gusto de majar en ella, y la diversión consistía en la lucha, de la cual la mujer, con sus bríos de hembra terne, salía rendida y vencida en todos los terrenos, excepto en el verbal, no agotándose el chorro de sus injurias y sus pintorescos dicterios, ni cuando yacía en el suelo, medio muerta a fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llamaría sadismo a la peculiar atracción, salvaje y cruel, que ejercía la Corpana en su clientela especial; y si hubiese sadismo en este caso, preciso será conocer que no es la literatura quien propaga tales iniquidades, pues la mayoría de los atormentadores de la muyerona no creo que hubiesen deletreado, no digo yo al consabido divino marqués, pero ni aún el abecé en la escuela.

Vagaba la Corpana siempre sola; ni las regateras, fruteras ni panaderas del mercado, ni las aldeanas que venían a vender gallinas y leña, ni las golfas de la calle, en pernetas y sin peinar, se hubiesen juntado con semejante barredura. Equivocado estará el que crea que la noción de la desigualdad social la cultivan las altas clases. Es en las bajas, y aún en las ínfimas, donde se acata mejor esa ley de la clasificación y la desigualdad ante los seres humanos. El mohín de desprecio que hacía a la Corpana, por ejemplo, la Gorgoja, panadera de las más humildes, que compraba la harina averiada y se sustentaba de revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, si hemos de atender a las murmuraciones, no puede compararse sino al que hace la gran señora a la burguesa entremetida, que aspira a forzar las puertas de su trato. A bien que la Corpana, altanera a su modo, digna a su estilo, no se acercaba a ninguna de aquellas desdeñosas: se contentaba con soltarles, a distancia, una ristra de insultos: «¡Lamelonas! ¡Porcallonas! ¡No tenedes faldra en la camisa!».

Y cuál sería el grado de desprecio que inspiraba la Corpana, que ni aún se dignaban cruzarse con ella. Reían entre sí, escupían de lado, se limpiaban con el delantal y después aparentaban, diplomáticamente, no haberla visto ni oído.

Indescriptible fue el asombro de la gente cuando un día apareció la Corpana llevando de la mano a una niña.

Y no a una niña del arroyo; no a una de esas criaturas enlodadas y famélicas, hoscas y escrofulosas, que representan, para tantas pobres mujeres el fruto ansiado de las entrañas, sino una especie de señorita gentil y escantadora, rubia y blanca, vestida con esmerada pulcritud... Una chiquilla como un sol, de unos nueve a diez años, altiva, trajeada de cretona gris, con su cuello blanco, su lazo azul en el pelo y la mata de reflejos dulcemente trigueños tendida por la espalda. La extrañeza, elevada a pasmo, se reflejaba en los cándidos ojos, de violeta de la flor de lino, que la pequeña alzaba hacia su madre... Porque todo el pueblo lo sabía a la media hora: la chiquilla era hija de la Corpana, recogida, criada y educada en casa de una hermana mayor de la perdida, que tenía tienda allá en Puentemillo, y que acababa de morir súbitamente. Los herederos, los sobrinos legítimos, devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allí andaban las dos, madre e hija, todo el día de la mano; la borracha, sin borrachera; la criatura, atónita y encogida de miedo a algo, no sabía ella decir a qué... Sus mejillas palidecían, su boca se contraía, sus manos se ponían color de sebo, su vestidito planchado se ajaba y a la semana siguiente había adquirido el aspecto sórdido de las pobretonas...

Un domingo, al cruzar la plaza para ir a misa, vi que la propia Corpana me salía al encuentro y me cortaba el paso. No temí la racha de injurias que hasta involuntariamente expelía aquella boca: la Corpana venía de paz, venía con los ojos en el suelo... y, en aquel mismo instante, sentí dentro de mí dos cosas: la primera, que aquella mujer no profería una palabra que no fuese dolor y vergüenza de sí misma; la segunda, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén. Había entre nosotras algo humano que tácitamente nos ponía de acuerdo.

—Por caridad de Dios —balbucía la que nunca había pedido limosna y lo tenía a menos—. Saquen de mi poder a esta criatura, señores... Sáquenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven que no puede ser!

—No puede ser —repetimos todos, comprendiendo inmediatamente; y tomando a la niña con nosotros, la rodeamos como de un círculo defensivo, la aislamos, por un movimiento al cual el instinto dio la precisión de una maniobra militar.

Y lo terrible fue que la niña, sonrosada de gozo y emoción, se nos entregaba, presurosa de libertarse de su tremenda madre; se nos pegaba, huyendo horripilada de la que le había dado el ser... Y yo, fijando el mirar con involuntaria atracción en la Corpana, vi que de los ojos inyectados de la alcohólica saltaba una lágrima pequeña, que debía de ser muy acre, amargosa como el zumo de las retamas en el monte bravío...

Cuando hubimos colocado a la chiquilla en un convento de enseñanza, a fin de que pasase allí los años que le faltaban para tener edad de ganarse el pan honradamente, me dijo un día Tropiezo, el médico de Vilamorta:

—¿Llorar la Corpana? Sería aguardiente de orujo.

¡No! Era sangre y agua, era dolor líquido... En todo corazón está oculta una lágrima. Y los moribundos la vierten en la agonía, si en vida no pudieron...


«El Imparcial», 16 septiembre 1907.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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