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La arcaica figura permanecía inmóvil, y sólo la luciente mirada vivía en ella. La clavaba en el altar, buscando sin duda los ojos dulces, entornados, de la santa efigie. Allí, en medio de los esplendores de la ceremonia oficial, de los uniformes, de las vestiduras episcopales, de los cirios, de los cánticos, el hombre era una aparición de la Edad Media, y de un salto —así debía ser en tal lugar— desaparecían seis o siete siglos, y estábamos en el tiempo en que largas procesiones de gente venida de los últimos confines del mundo llenaban las calles de la ciudad romántica, y se engolfaban en la basílica, cantando himnos cuya verdadera traducción no se ha encontrado. Aquel hombre vendría también quién sabe de dónde: de las regiones hiperbóreas, de alguna isla desconocida, de esas comarcas que más parecen pertenecer a la fábula que a la realidad geográfica. Habría andado interminables tierras, guiándose por el chorro de estrellas de la Vía Láctea, y visto caer a su lado a infinitos compañeros de peregrinación, rendidos al hambre, a la sed, al agotamiento de fuerzas, al fuego del sol devorante. Pero a él un espíritu le sostenía; un ángel, lindo como los que en el retablo tremolan estandartes triunfales, le guiaba y le infundía vigor. Y había caminado, caminado, día y noche, cruzando soledades al través de bosques donde aúllan los lobos, encharcado en ciénagas y vadeando ríos, apaleando con el bordón los frutales silvestres para hacer caer la dura fruta, y llenando en los arroyos su calabaza para refrescarse los heridos pies a cada momento, hasta que, desde el Humilladoiro, pudo ver surgir como faros las arrogantes torres de la catedral.
5 págs. / 9 minutos.
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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