«La Deixada»

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El islote está inculto. Hubo un instante en que se le auguraron altos destinos. En su recinto había de alzarse un palacio, con escalinatas y terrazas que dominasen todo el panorama de la ría, con parques donde tendiesen las coníferas sus ramas simétricamente hojosas. Amplios tapices de gayo raigrás cubrirían el suelo, condecorados con canastillas de lobelias azul turquesa, de aquitanos purpúreos, encendidos al sol como lagos diminutos de brasa viva. Ante el palacio, claras músicas harían sonar la diana, anunciando una jornada de alegría y triunfo...

Al correr del tiempo se esfumó el espejismo señorial y quedó el islote tal cual se recordaba toda la vida: con su arbolado irregular, sus manchones de retamas y brezos, sus miríadas de conejos monteses que lo surcaban, pululando por senderillos agrestes, emboscándose en matorrales espesos y soltando sus deyecciones, menudas y redondas como píldoras farmacéuticas, que alfombraban el espacio descubierto. Evacuado el islote de sus moradores cuando se proyectaba el palacio, todavía se elevaban en la orilla algunas chabolas abandonadas, que iban quedándose sin techo, cuyas vigas se pudrían lentamente y donde las golondrinas, cada año, anidaban entre pitíos inquietos y gozosamente nupciales.

En la menos ruinosa se había refugiado un ser humano. Era una mujer enferma y alejada de todos. Eso sí, para el sustento no le faltaba nunca. Las gentes de los pueblos de la ribera, pescadores, labradores, tratantes, sardineras, al cruzar ante el islote en las embarcaciones, ofrecían el don a la Deixada, que así la llamaban, perdido totalmente el nombre de pila. Nadie hubiese podido decir tampoco de qué banda era la Deixada; nadie conocía ni los elementos de su historia. ¿Casada? ¿Viuda? ¿Madre? ¡Bah! Un despojo. Y los marineros, saltando al rudimento de muelle que daba acceso al islote, depositaban sobre las desgastadas piedras la dádiva: repollos, mendrugos de brona, berberechos, que cierran en sus valvas el sabor del mar, frescos peces, cortezas de tocino. Nunca salía la Deixada a recoger el «bien de caridad» hasta que la lancha o el bote se perdían de vista. Permanecía escondida mientras hubiese ojos que la pudiesen mirar, como un bicho consciente de que repugna, como un criminal cargado con su mal hecho.

En el balneario de lujo emplazado en la isla próxima se temía vagamente, sin embargo, la aparición de la Deixada. ¿Quién sabe si un día cualquiera se le ocurría salir de su escondrijo y presentarse allí, trágica en fuerza de fealdad y de horror, descubriendo el secreto, bien guardado, de la miseria humana? Con ello vendría el convencimiento de que es la especie, no un solo individuo, quien se halla sometida a estas catástrofes del organismo; que somos hermanos ante el sufrimiento... y que es acaso lo único en que lo somos.

Y sería horrible que se presentase esta mujer predicando el Evangelio del dolor y de la corrupción en vida. Verdad es que parecía improbable el caso: no la admitirían en ninguna embarcación, y a nado no había de pasar... Para que no necesitase salir de su soledad a implorar socorro, del balneario empezaron a enviarle cosas buenas, sobras de comida suculenta, manteles viejos y sábanas para hacer vendas y trapería. Le mandaron hasta aceite y dinero, que no necesitaba.

Hallábase a la sazón de temporada en el balneario un religioso, joven aún, atacado de linfatismo. Modesto y retraído, no se le veía ni en el salón, ni donde se reuniesen para solazarse y entretener sus ocios los demás bañistas. En cambio, hacía continuas excursiones, y cuando no andaba embarcado, estaba recostado bajo los pinos, bebiendo aire saturado de resina. Una tarde, yendo a bordo de la lancha que traía el correo, vio, al cruzar ante el islote, cómo el marinero colocaba sobre los pedruscos resbaladizos la limosna.

—¿Para quién es eso? —interrogó curiosamente.

—Para la Deixada —contestó, con la indiferencia de la costumbre, el marinero.

—¿Y quién es la Deixada?

—Una mujer que vive ahí soliña. Nadie se le puede arrimar. Tiene una enfermedá muy malísima, que con sólo el mirare se pega. ¡Coitada! Pero no piense; la boena vida se da. Yo le traigo de la cocina del hotel cosas ricas. Aun hoy, cachos de jamón y dulces. No traballa, no jala del remo, como hacemos los más. ¡La boena vida, corcho!

El religioso no objetó nada. Sin duda, para el marinero las cosas eran así, y se explicaba, por mil razones, que lo fuesen. Hasta era dueña la Deixada de un pintoresco islote. Podía pasearse por sus dominios horas enteras, cuando el rocío de la mañana endiamanta el brezo y sus globitos de papel rosa, cuando la tarde hace dulce la sombra de los arbustos, donde se envedijan las barbas rojas de las plantas parásitas.

Nadie le robaría el bien de la soledad; nadie turbaría su pacífico goce, ni se acercaría a ella para sorprender el espanto de su figura, en medio de la magia de una Naturaleza libre y serena, entre el encanto de los atardeceres que tiñen de vívido rubí las aguas de la ría.

Pensaba el religioso cuán grato fuera para él vivir de tal modo, lejos de los hombres, leyendo y meditando. ¿Quién se arriesgaría a visitar a la Deixada? Una idea le asaltó. La Deixada era, seguramente, una leprosa...

Aquella enfermedad que se pega «sólo con el mirare»; aquel esconderse del mundo, como si el mostrarse fuese un delito... ¿Qué otra cosa? Y el andrajo humano, no obstante, tenía un alma. Sabe Dios desde cuánto aquella alma no había gustado el pan. El cuerpo enfermo se sustentaba con cosas sabrosas, regojos de banquetes opíparos; el alma debía de tener hambre, sed, desconsuelo, secura de muerte. La verdadera deixada era el alma... Y el religioso se decidió después de breve lucha con sus sentidos.

—Desembárcame en el islote.

El marinero creyó haber oído mal.

—Señor, ahí nadie le desembarca.

No hubo remedio. Renegando, meneando la crespa testa bronceada, el marinero obedeció. Y el religioso saltó al atracadero con agilidad y se metió valerosamente isla adentro. Soledad absoluta; no se escuchaba ni un rumor; sólo se agitaba el cruzar asustado de los conejos, el relámpago rubio de alguna mancha de su pelaje. El religioso avanzó, recorrió las casucas. A la puerta de una de ellas divisó al cabo un bulto informe, que en rápido movimiento se ocultó dentro de la vivienda. Al entrar en ella, el religioso estuvo a punto de retroceder. Veía una forma entrapajada, una cabeza envuelta en vendas pobres, rotas, y, detrás de las vendas, le miraban unos ojos sin párpados, y asomaba una encarnizada úlcera, cuya fetidez ya le soliviantaba el corazón.

Se dominó, y la palabra de amor salió de su boca, envuelta en el halago del dialecto.

—Mulleriña, no vengo a molestar... Vengo a preguntarle si quiere que la atienda.

La Deixada hacía gestos desesperados, furiosos.

—Váyase, apártese. Váyase corriendo —repetía en sorda, en estropajosa voz.

El religioso, en vez de irse, se sentó en un tallo y empezó a hablar, lenta y calurosamente. Venía a ofrecer lo único que poseía. Un alma requería su auxilio. Allí estaba él para ocuparse de esa alma, que valía más que el pobre cuerpo roído por la enfermedad. Vestida de luz el alma subiría hacia su patria, el cielo, cuando el cuerpo se rindiese. Atónita, la mujer escuchaba. Al fin de la exhortación, murmuró, ronca, vencida:

—No entiendo. Será verdade, cuando usted lo dice.

—No hubo —dijo después el religioso— confesión más conmovedora. La Deixada, como casi no tenía voz, contestaba a mi interrogación por signos. Le exigí que perdonase a los que la «dejaban»... Le costó algún trabajo, porque al lado de la llaga del padecimiento roía su corazón otra llaga de enojo y cólera contra los hombres. Lo mismo que no sabía la naturaleza de su otra llaga, no sabía la de ésta; fue mi interrogatorio lo que se la reveló. Su ira dormía como sierpe enroscada, y yo la alcé, silbadora, para machacarle la cabeza. Se creía con derecho a maldecir, y hasta con derecho a pegar su mal, si no temiese ser apedreada. Sus ojos, secos, me miraban con siniestra furia. ¡Lo que me costó que, al fin, se humedeciesen!... No fue sólo por medio de la palabra.

Y el religioso no quiso explicarse más. No habiendo presenciado nadie la entrevista, no hay por qué creer que hubiese acariciado a su penitente como a una madre. Sería o no sería... Lo cierto fue que al otro día le llevó la santa comunión.

Aquel invierno notaron los marineros que la comida para la mujer quedaba en las piedras. Algún tiempo la disfrutaron los pájaros. Después cesó la limosna. Y la islita fue ya definitivamente deixada.


«El Imparcial», 6 de mayo 1918.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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