La Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Describióla á maravilla la musa del gran Tirso. La bella y robusta serrana de la Limia, amorosa y dulce como una tórtola para quien bien la quiere, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se encuentra, no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región cántabro-galáica. No obstante, región que es en paisajes tan variada, tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas enteramente meridionales por su claro cielo, otras que por sus brumas pertenecen al Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y posee tipos de mujeres bien distintos entre sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes razas que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron ó lo colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca confundidas, se revelan todavía en los rasgos y apostura de sus descendientes. Pero hay un tipo que domina, y es el característico de todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña é Irlanda. Donde quiera que se alce sobre las empinadas cumbres ó se esconda en la oscura selva el viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes á la que voy á describir: de cumplida estatura, ojos garzos ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y en mansas ondas repartido, facciones de agradable plenitud, frente serena, pómulos nada salientes, caderas anchas, que prometen fecundidad, alto y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, moderado el reir, apacible el mirar. Es la belleza de la mujer gallega eminentemente plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y sonrosada, no con la fría albura de las inglesas sino con esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa, y en la riqueza y amplitud de las formas, que algunas veces se exagera y hace pesados sus movimientos y planturosa en demasía su carnación. No arde en sus ojos la chispa de fuego que brilla en los de las andaluzas; su pié no es leve, ni quebrado su talle: mas en cambio el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana.

Siempre que cruzo, en los flemáticos coches de la llamada diligencia, el trecho que separa á Lugo de León, me entretengo considerando el íntimo enlace que existe entre la tierra y la mujer, la relación que guardan los paisajes con las figuras que los animan. Conforme va quedándose atrás la provincia gallega, cesan de ser verdes los vallecillos, y herbosos los prados; y frecuentes los arroyos, bórranse los manchones de castaños, olmos y nogales, desaparecen las blancas manzanillas y los amarillos tojos, y se presentan interminables y pardas llanuras, escuetas montañas salpicadas de fragmentos de granito, ó revestidas de negruzcas láminas de pizarra. Las últimas mujeres que recuerdan á Galicia son las que salen á ofrecer al viajero el vaso de aromática leche de vaca: mozas sucias, desgreñadas, maltraídas por la intemperie y el trabajo, pero femeniles aún en su hechura, tratables en sus carnes y no sin cierta lozanía en el rostro. Corridas algunas leguas más, al entrar por los tristes poblachones del territorio leonés, asómanse á las ventanas ó salen por las puertas de las casuchas terrizas, mujeres de enjuta piel pegada á los huesos, semblantes de recias y angulosas facciones, de color de arcilla ó ladrillo, cual si estuviesen amasadas con el árido terruño ó talladas en la dura roca de las sierras.

No desmiente la mujer gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas en que, dedicados los varones de la tribu á los riesgos de la guerra ó á las fatigas de la caza, recaía sobre las hembras el peso total, no sólo de las faenas domésticas, sino de la labor y cultivo del campo. Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas siembran, riegan y deshojan, baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno ó maíz, y lo llevan al molino: ellas amasan después la gruesa harina mal triturada, y encienden el horno tras de haber cortado en el monte el haz de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona ó el negro mollete de mistura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y ensanche su cuerpo, llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita que se las pela; ellas, rústicas zagalas, apacentan el buey, y comprimen los gruesos ubres de la vaca para ordeñarla; y cuando ven colmado un tanque de leche cándida y espumosa, en vez de beberla, con sobriedad ejemplar y religioso cuidado, colocan el tanque en una cesta de mimbres que acaban de llenar con un par de pollos atados por las patas, cosa de dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres ó cuatro quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al mercado de la villa más próxima, donde venden sus artículos regateando hasta el último miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose sin tregua ni reposo, luchando cuerpo á cuerpo con el hambre que la acecha para colársele en casa y sentársele en mitad de la piedra del lar humilde. Pobre mujer que de todos es criada y esclava, del abuelo gruñón y despótico, del padre mujeriego y amigo de andar de taberna en taberna, del marido, brutal quizás, del chiquillo enfermizo que se agarra á sus faldas lloriqueando, de la vaca ante la cual se arrodilla para ordeñarla, del ternero, al cual trae en el regazo un haz de yerba, del cerdo para el cual cuece un caldo no muy inferior al que ella misma come, de la gallina á la cual atisba para recoger el huevo que cacarea, y hasta del gato, al cual sirve en una escudilla de barro las pocas sobras del frugal banquete.

Mientras la gallega permanece en estado de soltería, aún es tolerable la no escasa ración de trabajo que le toca; pero al casarse empeora su situación. Sólo el imperioso mandato de la naturaleza, la ley que fuerza al germen á brotar, á espigar á la miés, al árbol á rendir su fruto y á la materia toda á sacudir la inercia y animarse, puede obligar á la mujer gallega á constituir una familia. Damas del gran mundo, vosotras para quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nupcial, y los dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas en los trajes de gala, voy á referiros cómo está decorada la vivienda de la novia gallega, y á pintaros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es de tierra húmeda y desigual; el techo á tejavana, por donde muy á su sabor se introducen agua y ventisca; en los ángulos hay colgaduras de primoroso encaje que labraron las arañas; la alfombra compónela algún troncho de col alternando con vainas de habas, hojas secas de maíz y excremento de animales domésticos. Sobre la losa del hogar pende de la férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la tapa de la artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la maciza arca apelillada depositaria del trousseau, que llegará á un repuesto de tres camisas de lienzo gordo y algún mandilón de burdo picote. El tálamo conyugal lo hacen cuatro tablas sin acepillar, formando una como caja pegada á la pared y abierta por donde es preciso que lo esté para dar ingreso á sus ocupantes. Dos pasos más allá, asoman la cabeza terneras y bueyes, que con ojazos tristones contemplan á los novios, y con prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas escarban el suelo en derredor y el cerdo gruñe hozando contra el lecho.

Es verdad que el festín de bodas fué lucido: sopa de fideos muy azafranada, bacalao y carne á discreción, vino á jarros, puches de arroz con leche á calderadas, pan de trigo y añejos dulces de hojaldre. Pero después de tan babilónico regodeo, en la mañana en que los germanos solían hacer á sus desposadas un dón, la gallega salta descalza del lecho, y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los ingredientes del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir á la fuente por agua. Y son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes. Impónele la naturaleza un hijo por año, como impone su cosecha anual á la campiña; y si en los primeros meses de la gestación, período de languidez tan inevitable y profunda, la gallega trabaja, según frase del país, como una loba, en los últimos, abultada y pesadísima, tragina más si cabe, y á veces el trance terrible la sorprende camino de la feria, ó en el monte partiendo el espinoso tojo; á veces suelta la hoz de segar, ó la masa de la borona, para oprimir el talle en la primer explosión de dolor materno, y quizás el inocente sér ve la luz al pié de un vallado ó en plena carretera, y metido en la propia cesta y envuelto en el mantelo de su madre entra en el domicilio paternal; pero al venir al mundo así, como por casualidad, halla la tierna criatura dispuesto el seno próvido que ha de alimentarla; la gallega tiene de sobra licor de vida con que atender á sus hijos, amén de los agenos que suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con no menos felicidad que las amas pasiegas. Así es que la semblanza de la mujer gallega puede bosquejarse suponiéndola rodeada de sus hijuelos como la gallina de su echadura, llevando de la mano un rapaz de siete años, asidas del refajo dos ó tres mocosas poco menores en edad, colgado del ubérrimo seno un mamón de doce meses, y sintiendo acaso en lo más íntimo de su organismo el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro sér que se forma en sus entrañas.

Bien merece, bien merece disfrutar de un poco de solaz esta paridera y criadora y madraza mujer gallega: dejadla, dejadla que el día del santo patrón del lugar, ó en la primaveral y deliciosa noche de san Juan, ó cuando las primeras castañas estallan al calor de la alegre hoguera y el mosto remoja el gaznate de los vendimiadores, ella también se divierta y pegue un par de brincos á la sombra del nocedal ó del castañar hojoso. Dejadla que lave rostro y piés en la pública fuente ó en el regato que atraviesa su huerto, y peine y alise sus dos trenzas, uniéndolas por las puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones solemnes.

Si ha nacido en la Mahia, en alguno de los fértiles valles que cercan á Iria Flavia y Compostela, ceñirá á su cabeza, con cinta de vivos tonos, la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero de Avia, ó en las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que realza la suave palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue con dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de las Rías Bajas ó en Muros, vestirá el rico atavío que enamora á cuantos lo ven: basquiña de claros matices, corpiño de negro raso, ancho mantelo de brillante sedán franjeado de panilla y recamado de azabache, pañuelo de crespón color lacre ó canario, cuyos flecos caen acariciando la cadera airosa, como las ramas del sauce sobre el tronco; rodearán su garganta pesados collares de filigrana de oro, hilos de cuentas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre el pecho refulgirá la patena, conocida por sapo. Pero aun cuando presumen con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en Galicia, pienso que el traje clásico de gallega es el usado por las mujeres de mi país, las mariñanas. Lucen éstas dengue de escarlata orlado de negro terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el justillo, de fuerte drogué, se escota sobre la chambra de lienzo con flojas mangas y puños de curiosa manera fruncidos; el soberbio mantelo no cede en riquezas á otro alguno, y se ata atrás con cintas de seda de charros colorines; bajo la franja del mantelo se ve media cuarta de saya de grana, y se entrevé un dedo de refajo de amarilla bayeta, y el zapato de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello la gargantilla de filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blanca muselina, prolijamente rameado. Cuando con estas bizarras ropas salen á bailar la tradicional muiñeira—danza nacional desde mucho antes de los remotos tiempos en que guerrillas gallegas y lusitanas auxiliaban á Aníbal y contrastaban el poder de Roma,—es imposible imaginar más regocijado y pintoresco golpe de vista: pasan las mujeres, bajos y entornados los ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue por la oscilación del seno, rozando unas con otras las yemas de los dedos, el pié hiriendo blandamente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose á cada vuelta del cuerpo las sayas multicolores, mientras la gaita exhala sus sonidos agrestes y melancólicos, graves ó agudos, pero siempre penetrantes, y el tamboril apresura la repercusión de sus notas secas y estridentes, y la pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y los cohetes aran con surcos de luz el cielo y caen disolviéndose en lágrimas de oro.

Pero cada día escasea más este espectáculo. Trajes, danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y borran los años. Á la muiñeira sustituye el agarradiño, grotesca parodia de la polka húngara y del wals germánico; á las sayas de grana y bayeta, el faldellín de estampado percal francés; al dengue, el mantón; á las trenzas, la moña tamaña como un rosquete de pan; al villanesco zapato de cuero, la bolita de rusél... y en breve será preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor genuinamente regional.


Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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