La Hoz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días —pensaba la Casildona—. Allá estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...

El, sí: él, trabajador era, y humilde, y sufrido. y nunca una palabra más alta a su madre, y la cabeza gacha, si le reñían; pero ¡de buena casta venía para no gustarle el pecado! Los recuerdos, como murciélagos, empezaban a revolar torpemente, sombríos, en el cerebro estrecho de Casildona, bajo el cráneo duro, cubierto de estropajosa pelambre gris. «¿Qué aventuramos a que sale como su padre, panderetero, con un cascabel en cada botón del chaleque?» ¡El padre de Avelino! Aquel señorito de Dordasí, vago de profesión, más bebido que un templo, sin dejar rapaza a vida, atreviéndose hasta con las casadas, ¡nos defienda San Roque! Sólo Casildona, la del caserío de Fontecha, le había puesto a ochavo la sardina... ¡Vaya! Así que vio que la cintura del refajo andaba estrecha, le soltó al señorito: «¡O te estripo, o las bendiciones del cura, que lo que naciere, mediante Dios, padre ha de tener!» Y como se sabía que Casildona era mujer para eso y más que para eso..., el señorito casó con ella. ¿Qué se le importaba, al cabo? En su degradación de vicioso, con su pequeño patrimonio hipotecado, comido de deudas y obligas, el hidalgo de Dordasí pasaba la vida en tabernas, entre gañanes y marineros. Unido a Casilda, ella fue quien trabajó para mantenerle, hasta que estalló de una borrachera, y para criar y enviar a la escuela al niño. Mientras ella, la bestia de carga, araba, sallaba y curaba del ganado, Avelino se instruía... La madre respetaba en el hijo la sangre, el señorío arrastrado y todo por el suelo. «No nació Avelino para la tierra...» Un confuso instinto de jerarquía social se alzaba en el espíritu de Casildona. Avelino trabajaría con el entendimiento, sentado a la sombra, lavadas las manos. Y así era: colocado le tenía en la oficina de la fábrica de conservas de don Eladio Marzoa, la mejor de Arcal...

A qué horas comería hoy el caldo!

Preocupada, Casildona arrimó más palitroques a la lumbre, y sacó al corral un cazolón de bazofia; era preciso que viviesen otra madre y su progenitura: la gallina pedriscada, que desde la víspera se pavoneaba con un rol de veinticuatro pollitos.

Un bulto surgió ante la cancilla del corral: era una rapaza a quien apenas se le veía la faz morena, tostada, en que relucían los dientes blancos como guijas marinas; en la cabeza sostenía inmenso cestón de hierba recién segada, olorosa, que se desbordaba por todos los lados: en la cima del monte de verdura relucía la hoz.

—¡Qué monada! ¡San Antonio los guarde! —anheló, señalando a las veinticuatro bolitas de plumón verdoso, con ojuelos de cuentas de azabache, que cómicamente apurados picoteaban a porfía los desperdicios—. ¡Qué rolada de gloria! A las buenas tardes.

—Dios te vea venir, María Silveria... ¿De dónde, mujer? ¿Del prado de arriba?

—De allí mismo, señora... Póseme, por el alma de sus difuntos, que sudo con el peso.

Casildona ayudó a bajar el cestón, y percibió que ni gota de sudor humedecía la frente de María Silveria, la hija del carretero, la cual se echó atrás las greñas, salpicadas de briznas de hierba y florecillas silvestres, y sonrió para congraciarse...

—Y luego..., ¿no yantaron aún?

—Aún no tornó Avelino, mujer...

En la voz de la madre había cierta condescendencia. Era sabedora de los retozos en el molino, de los acompañamientos a la vuelta de la feria, de los comadreos del caserío; cosas de rapaces. ¿Quién les da crédito? Su hijo no se peinaba para María Silveria. Sólo que ahora, cuidados nuevos quitan cuidados antiguos... La férrea vieja se humanizaba.

—Puede dar que no torne hoy, señora Casildona.

—¿Sucedióle mal? —exclamó azorada, la madre.

—Sucedióle que don Eladio le despidió de la fábrica.

—¿Qué cuentas?

—Lo que me contaron ahora mismo Roberto y su hermano, según pasaban por la vera del prado de arriba, estando yo a cortar la hierba que usté ve con sus ojos.

Y la rapaza pegaba manotadas en el cestón, como si la realidad de la hierba segada autenticase sus noticias.

—¡Despedir a Avelino! ¡A Avelino! —monologaba la madre, escéptica todavía ente el increíble caso.

—No sé de qué se pasma —intervino María Silveria, con veneno en la voz—. Había de suceder, que no le sabe bien al hombre pagar dinero y a más ser engañado miserablemente.

—¿Don Eladio?...

—Cogiólos en la maldad, señora... —recalcó la moza, apretando los dientes y con equívoco resplandor en las castañas pupilas—. Ni se escondían; en la playa se juntaban, escandalizando. Una poca vergüenza se juntar allí, a bañarse sin ropa... —María Silveria insistía, encontrando el delito en la falta de ropa y en la caricia del agua salobre, con indignación de aldeana ruda que no ha bañado jamás su piel—. Y la raída esa, llena de faldas almidonadas, con zapatos colorados, con medias coloradas también hasta riba... ¡A algunas mujeres era poco las ahorcar...!

—¡Que no se plante delante! —murmuró Casildona.

Y como si hubiese sido una evocación, por la revuelta del sendero asomó una pareja. Avelino, alto, esbelto, guapo como una estatua, traía a la mujer cogida por la cintura, sosteniéndola cariñosamente. El sol se filtraba al través de la sombrilla abierta y roja de la raída, y descubría la escasa belleza, la edad, ya casi madura, los afeites, el pelo teñido, ese elemento inexplicable de locura de amor que hace exclamar: «¡No se comprende!» Quien siguiese las miradas extáticas del mozo, observaría que allí el señuelo atrayente no era la cara, sino los pies, elegantes y menudos, que aprisionaban zapatos taconeados alto, de flexible cuero de Rusia: unos zapatos que a cada movimiento de su dueña enviaban fragancias perturbadoras. Y a su vez, los ojos fieros de la madre y de la abandonada celosa se clavaron en los pies insolentes, encarnados, pequeños, semejantes a dos capullos de amapola sobre el verdor húmedo de la senda campesina. Ellas, Casildona y María Silveria, estaban descalzas, y sus pies, deformados, atezados, recios, se confundían con el terruño pardusco de la corraliza, en cuyo ángulo, al calor del sol, hedía el estercolero. La misma sorpresa las dejaba inmóviles. La pareja avanzaba, charlando confidencialmente.

Al ver a su madre, el muchacho titubeó un segundo. Después, con respingo nervioso, avanzó.

—Madre, comida para mí y la compaña que traigo.

Y se entrometieron, salvando la puerta de la corraliza, medio obstruida por el cestón de hierba de María Silveria.

Los pollitos, arracimeados, gentiles en su redondez dorada, vinieron a picar los zapatos bermejos y la media calada sobre el empeine. La prójima soltó una risa alegre. La gallina, erizada y furiosa, revoló a proteger a su cría.

—El caldo, señora madre —Insistió Avelino—. Traemos necesidad.

Subyugada, callaba Casildona. En las manos sentía hormigueo; en el corazón, bascas insufribles. ¡Si aquello no era más que descaro, bendito San Roque! Pálida, bajo la capa de arrugas y lo curtido de su cutis de yesca, la aldeana hizo un movimiento como para cerrar el paso a su hijo; pero él, cariñosa y autoritariamente, niño mimado y hombre un poco más afinado, la desvió.

—Entra —susurró al oído de la pícara.

Espatarraba los ojos María Silveria. ¿Por qué no le saltaba al pescuezo a tal mujer la señora Casildona? ¿Por qué consentía semejante infamia? ¡Las madres, las lobas del querer, las esclavas de los hijos! ¡A que era capaz de servir de rodillas a la de los zapatos bermejos! Y, en efecto, la vieja se hacía a un lado, abriendo camino. La pareja desapareció, entrándose en la casa, y guiando Avelino con solicitud.

—Por aquí..., por aquí... Aquí hay asientos...

Mientras ella se sentaba, dejando la sombrilla y abanicándose con diminuto japonés, el hijo arrinconó a la madre, secreteando a su oído:

—No hubo remedio... Fue una cosa así... Por poco la mata el brutón de don Eladio. Aquí no vendrá a buscarla... ¡Y si viene!

El gesto completó la frase; el puño cerrado y los llameantes ojos revelaron claramente el impulso homicida.

—Y tú, sin colocación. ¡Estamos amañados! —objetó tristemente Casildona.

—A mí me echó de su casa ese bárbaro, que si me descuido le desojo la cara a bofetones... No se apure madre... Para todo hay remedio. Mañana me voy a Marineda, y allí colocaciones sobran. Y si faltasen, ¡a América! ¡Aire!

Hablaba febril, gesteando y balbuceando. La madre tembló. Creía ver al padre en sus últimos accesos de alcoholismo.

—Loco viene, loco... ¡Me lo ha vuelto loco la forastera!

Con manos trémulas de ira, les sirvió de comer lo poco y humilde que había: el caldo regional, leche y fruta. La prójima, abanicándose y haciendo mohines, se dejaba servir por la madre de Avelino. Avelino, a pesar de sus afirmaciones de traer tanta hambre, apenas probaba bocado. Miraba a su huéspeda fija y apasionadamente; le hacía plato, fregaba el único vaso de vidrio y corría a la fuente a llenarlo de agua cristalina para traérselo. Al salir, tropezó en el corral con María Silveria, en la cual ni había reparado antes. Sentada al lado del cestón de hierba, dejándolo marchitarse al sol, la rapaza lloraba, tapándose con su pañuelo de algodón y bajando avergonzada la cabeza.

—¡Eh, déjame pasar!... Tú, ¿qué haces aquí? —pronunció ásperamente Avelino.

—¿Qué hago aquí, qué hago aquí? —contestó ella, levantando súbitamente los ojos encendidos—. Ver cómo pasan los hombres que perdieron la vergüenza de la cara. Eso es lo que hago aquí, Avelino de azúcar.

Encogiéndose de hombros, el mozo la desvió con movimiento despreciativo, y siguió en busca de la fuente, que surtía a tres pasos de allí, entre helechos, bajo una higuera y un castaño, cuya sombra enfresquecía la corriente pura. María Silveria apretó el puño y lo tendió hacia su amor antiguo: antiguo, ¡ay!, y presente, que bien sentía en las entrañas, en la quemadura aquella, de rabia y desesperación, que el amor aldeano, furioso, vivía y se revolvía como gato montés o tejón salvaje acosado por cazadores. Regresaba Avelino ya, trayendo rodeado de plantas verdes para resguardarlo del calor de las manos el vaso de agua helada casi. Y María Silveria, incorporándose, le insultó otra vez.

—Anda, anda a servir a la de los zapatos rojos... Que te pise el alma con ellos, a ver si tienes alma, Avelino de azúcar... ¿Te acuerdas del molino de Pepe Rey? ¿Te acuerdas lo que parolamos?

—Larga de aquí, y cálzate esos pies, que das enojo —fue la respuesta de Avelino, al amparar el vaso por temor de verter el agua.

María Silveria calló... Sus puños morenos, de trabajadora, se alzaron al cielo, protestando. El cielo sabía que ella nunca había hecho mal a nadie, y el cielo no debe de ser amigo de las malvadas que embrujan a los hombres con zapatos colorados, moñudos. Se inclinó sobre el cestón; cogió de él la hoz de segar, afilada, reluciente, que manejaba con tanto vigor y destreza, y ocultándolo bajo el delantal, se metió por la casa adentro, segura de lo que iba a hacer, de la mala hierba que iba a segar de un golpe.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 82 veces.