La Muchedumbre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Y sucedió que Silas, uno de los Príncipes de los sacerdotes, amigo particular y confidente de Pilatos, le habló reservadamente la tarde del día en que Jesús entró en Jerusalén entre ramos de palmas.

El pretor escuchaba, cogiéndose con la mano derecha el rasurado mentón y fruncidas las recias cejas, entrecanas ya. El de la Sinagoga precipitaba anheloso las frases, añadía detalles menudos, anunciaba catástrofes próximas y pavorosas, que destruirían la ciudad sagrada al entregarla a las turbas venidas de todas partes, hasta de los confines del desierto.

—Quisiera —repetía— que hubieses presenciado el tumulto de esta mañana, y verías cómo en mis palabras sólo hay verdad. Por dondequiera le siguen; arrastra un inmenso gentío. Si quisiese juntar un ejército de cien mil hombres, con cayadas y hondas, en veinticuatro horas lo verías ondear al Sol, en la llanura, cual trigo maduro. ¿Qué harías entonces? A su paso se alzan las muchedumbres, rumorosas como el mar. Creen en su magia, en las curaciones que hace a cada momento. Besan el suelo. Se arrojan a él. Tienden ante sus pies, por alfombra, sus mantos nuevos. Deshojan flores para que las pise. Una sola palabra suya, ¡oh representante del sacro Emperador!, puede incendiar a toda Judea en un instante, como arden los pinares embutidos de resina en la canícula, en el espacio de muchas leguas. Ten cuidado, mira que es grave el peligro. Tú no ignoras que se empieza buscando el dominio espiritual y se acaba por procurar el material. Es un hombre descendiente de David y quiere ser Rey efectivo de Israel.

Alzó la cabeza Pilatos. Una sonrisa inteligente plegó su boca.

—¿Según eso —murmuró— Rabí Jesús es amado por la multitud? ¿Y en eso ves tú, oh Silas, un riesgo para César y para la excelsa Roma? ¿Acaso aquí, entre vosotros no se presentan a cada instante excitadores de multitudes, profetas y nuncios de buenas nuevas, como Juan, el comedor de langostas y de miel silvestre, cuya cabeza fue truncada? Siempre estáis en fermentación. Sois un mosto impaciente que rompe los aros del tonel y se desborda.

—Por lo mismo —replicó Silas—, te prevengo contra una amenaza constante.

¿Nada te dice ese modo de ser de nuestra gente? ¿No ves los sucesos que se avecinan? Ayer fue Juan; hoy, Jesús de Nazaret. Más temible me parece éste que el otro.

—He oído decir —interrumpió Pilatos— que es dulce y bueno ese hombre a quien tanto odiáis los de la Sinagoga.

—¡Ah! —exclamó con vehemencia Silas—. ¡En eso está la fuerza que posee! En su habla, que va como flecha a los corazones; en su vivir puro y penitente, en su inalterable misericordia. A todos habla amoroso; no desdeña el trato de publicanos y pecadores, y jamás piensa en vengar ofensa alguna. Un corderillo de Salaad sería más fiero.

Volvió el pretor a sonreír, con destellos claros de malicia desengañada en sus ojos de gruesos párpados.

—Y si Rabí Jesús es como tú lo retratas, ¿por qué os ensañáis con él? Con impetuosa pasión respondió Silas:

—Porque alborota al pueblo y va a ser causa de graves trastornos. Porque es señor de las muchedumbres, que vienen en pos de él, y a su paso se junta toda la gente de la ciudad, y se alzan las aldeas, y acuden tropeles con enfermos en camillas, y llegan de la Idumea, y del Transjordán, y de Tiro y Sidón. Si tú, pretor, no juzgas que en esto hay desorden, ya te explicarás ante el César. Nosotros, la Sinagoga, lo entendemos de otro modo.

—Proceded según vuestra convicción, Silas —contestó ya seriamente el romano—. Por mí, no hallaréis obstáculo a vuestra justicia. Mas en verdad os digo que si el Rabí creyese contar con la muchedumbre, será como apoyar la mano en un remolino de espuma. Tornadiza y antojadiza es la muchedumbre, y, además, ingrata y pronta en olvidar los bienes; la experiencia te lo demostrará.

Silas, meditabundo, abrió lentamente la boca para la réplica.

—Los tiene muy embaucados ese seductor —dijo al fin, suspirando—. Creen en él con fe inextinguible.

Un leve encogimiento de hombros fue la respuesta de Pilatos. Mandó que trajesen vino enfriado en nieve, frutas y tortas de miel con cominos. No quiso Silas aceptar el obsequio. Su mente estaba llena de ansias de dureza y violencia; anhelaba correr a la Sinagoga, cuanto antes.

No mucho después, era llegada la hora sombría y el poder de las tinieblas. Golpeado y escarnecido, Jesús subía al Calvario. Silas se incorporó al triste séquito. En sus oídos sonaban aún las aclamaciones del día triunfal. Creía sentir el aire agitado por el ondular de las palmas, que la multitud columpiaba rítmicamente; la música de las flautas sonaba dulzona; pero los ¡hosannas!, clamorosos cubrían el ruido de los instrumentos. Las flores, pisadas, exhalaban su alma fragante. El trotecillo del asno que montaba el hijo de David percutía en las piedras de la ruta, y los niños, precipitándose, besaban los descalzos pies de su amigo, que pendían a ambos lados de los ijares de la mansa bestia. Y Silas, trémulo, con un sudor que humedecía sus sienes, oía ahora sobre la ruda calzada el fragoroso estrépito de las pesadas herraduras de la caballería romana que escoltaba al reo hasta el lugar del suplicio. Ya en él, veía que, en vez de arrojarle ropas para mullir su paso le quitaban violenta y despiadadamente, como a zarpazos, las propias vestiduras y a los dados las jugaban. Ya no subía al cielo el coro de bendiciones y los cánticos que celebraban la gloria del Rey de Israel, lo que se oía eran bárbaras blasfemias, burlas, provocaciones irónicas, la chanzoneta feroz de los sacerdotes y de los escribas al invitar a Cristo a que bajase de la cruz, a que se redimiese a sí propio. Y Silas, en vez de imitarles, temblaba: un dolor amargo como la hiel que ofrecían al Rabí, le oprimía, quitándole la respiración. Cuando rasgó el espacio la gran voz que dio el Crucificado para expirar, bajó el de la Sinagoga con inseguras piernas, sin volver la vista atrás, y por las calles casi solitarias a aquella hora de sol y de calor sofocante, se encaminó al Pretorio.

Encontró a Pilatos encapotada la faz. Su mujer le había reprendido a causa de Jesús, porque creía en él. Y su conciencia también clamaba allá en lo hondo, gritándole que había sido débil en este proceso contra un justo. Estaba quejoso de sí mismo. No podía perdonarse el haber dado suelta al facineroso Barrabás. Y al ver a Silas, que le había incitado a tal claudicación, se desahogó injuriándole.

—¿Vienes a complacerte en vuestra obra de perros? La sangre inocente ¿no se os sube a la boca, no la escupís? En esta ocasión, Silas, estoy por creer que decía bien el Rabí cuando os llamaba sepulcros blanqueados. Yo cedí a la muchedumbre; fue ella la que pidió ver libre al asesino Barrabás… Bien lo sabes.

Silas callaba. Cruzadas las manos bajo el manto, agachada la cabeza, se movían sus labios como si quisiese decir algo y no pudiese o no acertase. Parpadeaba, y un ligero velo de cristal se extendía en sus pupilas.

—Tenías razón, pretor —balbució por fin—. Estaba ciego, estaba furioso… Cuanto me vaticinaste se ha realizado.

—¿El Rabí ha sido abandonado por todos? ¿Lo ves?

—Por todos, noble pretor… ¿Lo creerás…? ¡Hasta por sus discípulos! Y el que le vendió por dinero, discípulo suyo también… De aquella muchedumbre entusiasta, de aquellos que entonaban hosannas, ni uno, a la hora del suplicio… Y, solo, me pareció más terrible. Su soledad era como un ejército ordenado en haces…

—¿Estabas tú ‘allí’ cuando le alzaron? —interrogó Pilatos tétricamente.

—Allí estaba. Sólo algunas mujeres y un discípulo se atrevieron…

—¿Y la Patulea? Pilatos sonreía otra vez, con todo el acíbar de su vieja experiencia de la Humanidad.

Silas se dejó caer en un banco de la terraza. Juntó las manos sobre la frente y gimió:

—Ya lo sabes. Lo que tú anunciaste: espuma.

—¿Pues qué más quieres, qué más queréis los de la Sinagoga? —articuló con frío desprecio Pilatos.

—¡Ah! Ellos puede que crean haber vencido para siempre, con este escarmiento, al espíritu del Rabí… Puede que crean haber apagado el eco de aquella Voz, de aquella Voz tremenda, que acaba de retumbar en la misma Cruz… Y yo también lo creía; y ahora, pretor, creo todo lo contrario. El Rabí volverá a ser aclamado. En la agonía, su frente despedía luz. He sido un miserable. Donde se junten los que sigan sus huellas, allí estará Silas.

El pretor apretaba los dientes, con sorda cólera. Y, amenazando con el puño en la cintura, masculló:

—¡La multitud! ¡Caiga sobre ella la maldición!


Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.
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