En el cesto, entre sus compañeras, la serpentina rosa soñaba un sueño de su mismo color: veía cielos rosados, labios rosados, pétalos de rosa esparcidos, exhalando dulcísimo perfume.
—«Cuando me lancen al aire —pensaba la serpentina rosa— caeré en el seno de una niña hechicera, de alguna virgen de diecisiete años, —seno que el primer latido de amor aún no consiguió agitar misteriosamente—. Caeré allí como en su nidal la paloma, y al choque de mi enroscado cuerpo, el cuerpo inocente se estremecerá de indefinible emoción. El golpe sordo de la serpentina rosa retumbará en el alma nueva, en el capullo de alma. ¡Ah! Que no tarden en arrojarme al aire… Que llegue pronto mi vez».
Y la vez no llegaba. Serpentinas verdes, amarillas, bermejas, azules, volaban desenroscándose al dirigirse al blanco, y se entretejían en aérea red, suspensas de los balcones, enganchadas en las ramas desnudas de los árboles, desgarrándose en los picos de latón de los faroles. Del fondo del cesto no lograba salir la serpentina rosa.
Por fin… ¡Ah! ¡Gracias a la suerte! Ya rompe la serpentina su cárcel; ya, desenrollado el cabo, se siente disparada en el vacío… Su golpe mate va a dar contra un pecho de mujer. Pero el pecho, ni tiene elasticidad ni color: diríase que es el esternón de madera de alguna efigie olvidada en su camarín, sin cirios ni exvotos, y ya resguardada por la costra dura del olvido. La mujer del pecho insensible, tranquilamente, ha rechazado con la mano la serpentina rosa, y ésta va a hundirse en el fango, donde la pisotean primero y se la disputan después cien granujillas de manos sucias y boca maldiciente y procaz. Cubierta de barro, ya nadie podría reconocer a la serpentina rosa: su bonito color se ha convertido en un tono triste, apagado y obscuro, el matiz de la tierra arcillosa, amasada con el agua llovediza que la impregnó; su forma redonda ha desaparecido; vedija informe, de la cual se lleva cada golfo un pedazo en las uñas, en eso ha parado la serpentina hace dos minutos tan llamante y tan llena de ambiciosas ilusiones…
Y ella, la pobre serpentina rosa, no siente ni la caída en el barro, ni las heridas y desgarrones que han lacerado sus entrañas. No. El secreto me ha sido revelado para que yo lo divulgue. Lo que siente la serpentina rosa, al morir, creedlo, vosotros los que pisáis sus rostros despedazados y ya incorporados al cieno que se os pega a las suelas de las botas —lo que siente, lo que le duele con dolor incurable, es el golpe que se dio contra aquel pecho sin calor ni elasticidad, cuando pensaba caer sobre un corazón vivo y palpitante, que a su contacto se estremeciese.