La Salvación de Don Carmelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que conocíamos a aquel cura de Morais estábamos un poco escandalizados de que continuase al frente de su parroquia. Y, en efecto, confirmando nuestras extrañezas, y que rayaban en indignaciones, poco tardó en tener un coadjutor in capite, quedando así como un militar de reemplazo, ya sin poder cometer desafueros en su ministerio.

Era don Carmelo una calamidad. Siempre a caballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acaso no peligrase su equilibrio a lomos del jacucho; pero, al volver, parecía milagro verdadero que se tuviese en el tosco albardón, porque la gravedad es, según dicen, imperiosa ley natural, y el cura se inclinaba con exceso a uno y otro lado. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta. No se hizo daño. Hay estados en los cuales el cuerpo se vuelve de goma. No suele, en estas solemnidades y reuniones campesinas, andar solo Baco. Naipes mugrientos le hacen compañía, y don Carmelo era capaz de jugarse hasta el alzacuello y el bonete. Así estaba de trampas y de miseria, que a veces no tenía, materialmente, con qué comer, aun cuando aseguran que de beber nunca le faltó.

Por si tantas cualidades fuesen pocas, aún dice la crónica que don Carmelo pasaba de quimerista. Donde se armase greca allí estaba el cura de Morais, congestionada la faz, color berenjena, chispeantes de cólera los ojos y alzado el puño para sacudir sin duelo, imponiéndose con la valentía más fanfarrona, porque donde estuviese él no campaba ningún guapo, y cuando a él se le subía el vinagre a las narices, mejor era tener la fiesta en paz.

Tocante a otras flaquezas que revelan lo mísero de la condición humana, mucho se discutía, y había partidarios de que el cura no hubiese cometido, en tal respecto, graves desmanes; pero los que también en este respecto le acusaban, dispusieron de un argumento poderoso el día en que vieron en casa de don Carmelo a un niño, por cierto precioso, casi recién nacido, al cual criaron como pudieron, dándole a beber leche de vacas y puches de harina de maíz, la vieja y cerril ama del párroco.

El niño resistió a este régimen, y hasta a los sorbos de vino que le atizaba, para «consolarlo», en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte, travieso, lindo y crespo como un arbusto del monte, dando cada día más que decir, porque nadie sabía quiénes eran sus padres.

—Entonces, el rapaz, econtrástelo detrás de un tojo, ¿eh? —preguntaba maliciosamente el arcipreste de Loiro, hombre de gran autoridad entre el clero diocesano.

Y don Carmelo, que le veía venir, contestaba bruscamente:

—Hom, poco menos. Volvía yo de Estela, cuando aquello de los ejercicios que nos encajó el arzobispo, que así le encajen a él... ya sé yo qué... y tan cierto como que Dios nos oye, iba fumando, bien distraído, y si pensaba era en que se hacía tarde para llegar a la hora de la cena a mi casa. A más, empezaba a llover, y el jaco no tenía ganas de menearse; con tantos días como llevaba en la cuadra, se conoce que tenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le daba con los tacones para meterle prisa, cuando se me ocurre: «Si tuviese una varita verde no se reiría de mí este zorro.» Justamente veo a la izquierda de la carretera unos vimbios, y salto a cortar una vara con la navaja, cuando oigo un llanto de chiquillo pequeño. Miro para todas partes y allí estaba el rapaz, liado en mucha ropa, trapos viejos y guiñapos colorados, que no se le veía la cara. Miré para todas partes, pensando que la madre andaría por allí. Di voces. No acudió nadie de este mundo. Anduve arreo un cuarto de legua, preguntando en todas las casas, con el rapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, y nadie sabía nada, todos se hacían cruces. En una casa me dieron por caridad una cunca de leche, y el mocoso bien que se la bebió poco a poco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con el chiquillo y me presenté con él en casa. Ramoniña me quiso arañar; dijo que iba a echar al rapaz en el pozo... como a las crías de la gata... y ahora se quita de la boca el pan para que él coma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna salerosa —don Carmelo llamaba así a las hembras alegres— que le estorbó el neno y le soltó allí para que se muriera; pero no estaba de Dios.

A pesar de las detalladas circunstancias con que autentificaba su relato el cura, un guiño del arcipreste a otros párrocos solía indicar que a él no se la daban con queso, y que a perro viejo no hay tus tus.

La propia Ramoniña, el ama, que parecía hecha de sebo, no tragaba la narración del encuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Al principio, don Carmelo rechazó, encolerizado, las sospechas. Después se limitó a encogerse de hombros. El moneco sin embargo, tenía gran parte de culpa en la severa decisión del arzobispo, cuando puso al coadjutor a aquel párroco tan censurado.

Don Carmelo se resignó. Ya ni se tomaba el trabajo de repetir la historia de la vara verde y del recién envuelto en trapos. Cuando Ramoniña enseñó a Ángel —tal era su nombre— a llamar hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo, soltando un pecado, vocejoneó:

—¡No, llámame señor padre! Al fin te han de decir todos, mal rayo los coma, que eres mi hijo.

Y el chico lo creyó de buena fe, y con la mayor sencillez decía mi padre, sin notar, al pronto, las risas malévolas de los que le oían. Sin embargo, los niños crecen y hasta en la aldea se despabilan, se hacen listos, en especial si lo son tanto como lo era éste. A la primera vez que Ángel percibió la intención denigradora con que le preguntaban por su papá —tenía el rapaz sólo doce años—, descargó tal puñada en las narices de su interlocutor, un cura joven, muy relamido, que le dejó temblando los dientes y la cara bañada en sangre.

Y como don Carmelo estuviese cada vez más beodo y más pobre, el muchacho, creyendo llenar un deber más sagrado aún que el de la gratitud, se dio a trabajar para mantenerle.

No se sabe cómo aprendió el oficio de carpintero, además de los menesteres de la labranza. Con su jornal, y trabajando además en el huerto, pudo alejar de la rectoral la miseria, y desplegando una energía que parecía aconsejarle la naturaleza, combatió el vicio, que, con la vejez, había dominado ya a don Carmelo totalmente. Le ayudaron los ataques de gota que, sujetando al cura en un viejo sillón de baqueta, no le permitían buscar en las ferias y tabernáculos satisfacciones a su crónica sed de dipsómano. Ramoniña había muerto, de juntársele las mantecas, y la nueva criada, una moza parva como un conejo de monte, obedecía ciegamente al muchacho. Allí no entraba vino ni sus derivados, a pesar de las súplicas angustiosas de don Carmelo.

—Rapaza, veme por un chisco...

—No; hame de dispensar...

Y el cura tuvo, efecto de este régimen riguroso, una notable mejoría, hasta sentirse tan bien, que, como quien se fuga de una cárcel, con precauciones de ladrón, se escapó, aparejó el jacucho y se fue al funeral de don Antonio Vicente de la Lajosa, un gran señor local, rico mayorazgo. Ya se sabía: después de la función religiosa, gran cuchipanda, el festín fúnebre en la casa solariega, cuyas bodegas eran famosas por su cubaje magnífico, y su vino, el mejor de la comarca. Corrió éste, no digamos que a raudales, pero sí a colmados jarros, y don Carmelo, feliz como hacía tiempo no se había sentido, fue estibando en su estómago la poderosa carga del mucho cerdo, los pollos con azafrán, el bacalao guarnecido de patatada y la carne con patatada también, sazonada de pimiento picante rabioso. Y como todos estos platos son ahogaderos y ponen la boca más seca que la de un can cuando corre, hubo que diluirlo en mucho de aquel bendito licor, reposado y frío en las grandes cubas, y que no parece sino que cada vaso llama por su compañero, con voces apremiantes, como si no pudiese valerse solo... Tal fue el desquite del cura de Morais, que ni aun pudo, de sobremesa, tomar parte en una partidilla que allí se armó. Los licores, el aguardiente servido con el café, le dieron el golpe de gracia. Ángel, que acudió desolado, le tuvo que recoger y que llevar, con ayuda de varios vecinos y a puñados, a la rectoral. Al día siguiente el médico soltó una porción de terminachos, que todos venían a resumirse en que el párroco no salía de aquella. Y se le sangró, y se le aplicaron revulsivos; pero como si se los pusiesen a un cepo. Murió sin recobrar el conocimiento, mientras Ángel, deshaciéndose en amargas lágrimas, se negaba a creer en la realidad del caso.

Y aquí viene lo sobrenatural de la aventura. Algún reportero debió de entrevistar a San Pedro, pues de otro modo parece difícil comprender cómo llegó todo esto a conocimiento de los mortales. Es el caso que el pobre cura de Morais se presentó a las celestes puertas cogido de la mano de un niño pequeño.

—¿Tú aquí, calamidad? —refunfuñó San Pedro, que hizo sonar hostilmente su manojo de llaves recién bruñiditas.

—Yo, señor... Ya conozco que es un atrevimiento.

—¿Y con el arrapiezo te has venido?

—Sí, gran Apóstol... porque yo creo que aquí se sabe la verdad y no han de hallar eco las calumnias de mis colegas. Aquí lograré yo averiguar quién fue la grandísima perra que soltó a este pequerrucho cerca del arroyo para fastidiarme a mí. Es cosa de risa: cuanto malo hice en mi vida no me costó los disgustos que esta única buena acción.

—¡Pues por ella entrarás... que como no te acompañase este picarillo, a la puerta te me quedabas!

El niño tiró de la mano del cura y le empujó adentro. Él se quedó fuera, y con voz gorjeadora exclamó:

—¡Adiós, hasta la vista, papá!


«La Esfera», núm. 7, 1914.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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