Las Cerezas Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Junio había extendido por el campo todavía juvenil su sonrisa de oro trigueño, y el campo se esponjaba bajo el halago de un calor aún dulce. Los senderos estaban abigarrados de mariposas locas, que se posaban en las zarzas y después remontaban el vuelo para zarabandear en el aire, mezclando sus cuerpos de vivientes flores. Los árboles parecían gozosos de vivir, cuajando su fruta con gallarda abundancia. En los cerezos no sólo había cuajado, sino que rojeaba con brillanteces de pulido coral, y los mirlos silbaban en las últimas ramas, burlonamente, riéndose de quien pretendiese estorbarles el disfrute de aquellos granos rellenos de almíbar un poco agrio...

Un cerezo magnífico vi rebosar de la tapia de un huerto. Por señas, que el tal huerto parecía abandonado. Debía de hacer mucho tiempo que sus frutales no conocían la poda ni su campo era removido por la azada, que orea los terrones y los liberta de hierbas nocivas. En la vegetación, como en la humanidad, la incultura tiene su poesía, tiene su belleza. Las enredaderas descolgándose del muro; las parietarias revistiéndolo de felpa y follaje caprichoso; las altas agrostis tendiendo su nubecilla, su misterioso asfumino vegetal; la misma zarza de rosados ramilletes..., ofrecen un aspecto graciosamente libre, encantador. Mi sorpresa ante el vergel lleno de antiguos árboles y tan descuidado se aumentó al ver, dando la vuelta a las tapias, que la casa de la cual el huerto parecía depender estaba cerrada, empezando a hundirse su tejado y a soltarse sus ventanas de los goznes. El edificio sufría esa degradación de los sitios donde no entra aire, donde la humedad y el polvo acumulado cumplen su faena destructora. Era inminente el momento en que el techo se caería, dejando cuatro ruinosas paredes, asilo de alimañas...

Las cerezas del gran cerezo eran tan gruesas y magníficas, y los relámpagos de risa carmesíes que acribillaban el follaje tantos y tan incitadores, que propuse al casero que me acompañaba subirse a unas piedras y coger cerezas para mí. Me admiró verle menear la cabeza negativamente. Conozco la complacencia de los labriegos en particular, y de los hombres en general, para obsequiar con lo que no es suyo y nada les cuesta.

—¿Qué ocurre? ¿Es que el dueño se enfadará? —pregunté, ante la cara fruncida y el gesto repentinamente serio del buen Morcego, tal era su alias.

—El dueño... No, señora, mi ama; el dueño no se sabe de él, y las cerezas ahí están para quien las quiera... —díjome en su fabla enfáticamente—. Seguras están, seguras... Sólo los mirlos...

—¿Entonces?

El aldeano calló. Fue su silencio uno de esos silencios profundos, pletóricos de sentido, que ellos saben guardar mejor que nadie, porque tan verbosos como son en ocasiones, tan mudos los vuelve el recelo de soltar palabras peligrosas o comprometerse refiriendo lo que es para reservado. Me di cuenta de que sería inútil pretender arrancarle lo que por lo visto tenía algo de secreto —secreto a voces, el murmullo de toda una humana selva—. Nadie ignorará en aquella comarca la razón de que las cerezas del gran árbol añoso no debían comerse; pero el hecho de contárselo a «un señor» era arriesgado para un labriego... Y resolví averiguarlo por el primer burgués que me encontrase.

El primer burgués fue el perito agrimensor... Esta clase está muy en contacto con todas: con la aldeana, con el señorío, con los caciques, con los moradores de las poblaciones pequeñas... Sus frecuentes viajes y excursiones, sobre un mal caballejo, al través de la comarca, les hacen conocerla palmo a palmo. El perito se echó a reír de la estudiada discreción de mi acompañante.

—¡Pues si es más público! Y diga usted que tampoco es verdad eso de que las cerezas se las coman los pájaros solamente. Si pasa por allí algún chiquillo, no deja una... Al principio, en efecto... Pero ya sabe usted que el tiempo todo lo borra...

—Bébase usted —le rogué— este vaso de cerveza fresca, que viene la botella en derechura del pilón de la fuente, y cuénteme eso.

El perito se enjugó la frente con un pañuelo a cuadros, como si quisiese demostrar que un refresco le vendría de perlas, y, así que hubo trasegado el licor germánico con su corona de espuma, refirió el episodio... Lamento tener que decir que lo hizo en tono escéptico, igual que si la tragedia horrible le pareciese comedia un poco menos divertida que otras.

—La casa y el huerto son de cierto Ramón Mestival, así..., medio rico..., bueno, rico no..., acomodado, y que tenía su por qué. Había heredado rentitas de un hermano cura, y juntaba otras por su mujer, una tendera de Areal, que se retiró del comercio a vivir ahí, a criar un hijo único, un chiquillo precioso. Los dos, marido y mujer, entendían de frutales y legumbres, y aunque no les faltaba para pagar jornales, ellos mismos trabajaban la tierra y vendían en el mercado de Areal lo sobrante. Casi les daba el huerto para mantenerse. Sacaban lo menos dos o tres pesetas diarias, y cada año aumentaba el producto porque iban mejorando las clases de peras y de manzanas y las coles y los fresones. En los viveros escogían lo mejor para ir plantándolo, y el huerto llegó a ser famoso, produciendo triple que la mejor heredad de trigo. Ese cerezo —el de la historia— estaba ya en el huerto cuando Mestival lo heredó, pero los árboles hacen como las personas, que con la edad se ponen en mejor sazón, y sucedió que las cerezas de él empezaron a ser las más dulces que se conocían por aquí, y venían quince días antes a madurez que todas las otras. Como Mestival presentaba cerezas cuando no las presentaba nadie, pedía por ellas lo que se le antojaba, y sacaba un bonito rédito al árbol.

El niño de Mestival iba creciendo y era traviesillo; pero su padre le tenía prohibido tocar a la fruta, y en especial a la del cerezo aquel, parte para que el chico no sufriese un cólico, parte porque los chiquillos, cosa sabida, comen y destrozan, y al subirse a los árboles rompen las ramas y hacen mil averías. El niño, que le temblaba a su padre, prometía obediencia. Pero la fruta tiene el sino de ser robada, y Mestival empezó a notar que, en una noche, le desaparecía la cosecha de un pavío o de un manzano, y nunca del peor. Entonces se propuso vigilar, hacer guardia, y a las pocas noches de ronda cogió de las orejas a un pillete, un tan Cacho, muy conocido por su afición a la rapiña, y le decomisó un cesto atiborrado de las cerezas tempraneras. Dice que le temblaban a Mestival las manos aun después que las contentó tirando de las orejas al ladronzuelo cuanto pudo. Lloraba el rapaz a lágrima viva, y Mestival, zamarreándole, le previno:

—¡Tú vuelve, que como te pille no te estiro de las orejas, sino que te meto en el cuerpo una mano de perdigones!

Dos noches después pudo notar Mestival que el cerezo había sido otra vez saqueado... Faltaban las mejores cerezas. Se le puso la cara blanca y los labios pálidos, que en él era señal de ira, pero calló. Aquella noche preguntó a su mujer, como al descuido:

—¿Tú has reparado si el niño come cerezas? Fíjate; eso se nota en la lengua morada...

—Ni las ha catado —respondió la madre, encubridora, como todas las madres, de las diablurillas del hijo.

—¿Estás segura, mujer?

—Segura estoy como de que me estás hablando y yo te contesto.

Pareció Mestival tranquilizarse, y no se trató más del asunto.

Después de cenar salió al huerto. La escopeta, cargada con mostacilla, estaba oculta en el cobertizo donde se guardaban los trastos del cultivo. Salió empuñándola y se emboscó a corta distancia del árbol, escondido entre arbustos. Él tampoco veía, pero oiría el ruido inequívoco de subir y de agitarse las ramas.

Y poco tardó el ruido... Las ramas hablaban, quejábase el follaje.

«Ahí está el raposo —pensó Mestival—. Espera, espera, que yo te daré tu merecido...».

Tiró a bulto hacia la copa. Sonó un grito, cayó un cuerpo...

El disparo había sido certero. Cogió toda la espalda; algunos perdigones se incrustaron en la columna vertebral...

—¿Era el hijo? —pregunté con terror.

—¡Por supuesto!... La madre se volvió loca; se echaba la culpa, por mentir, por no haberle confesado al marido que el chiquillo iba al cerezo todas las noches casi... El padre... desapareció. Se cree que habrá emigrado. El huerto nadie lo cuida. La casa se cae. Y a muchos les da respeto comer de esas cerezas... ¡Bah! —añadió, encogiéndose de hombros—, ya las comerán, ya las comerán, que son como azúcar...


Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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