Las Siete Dudas

Emilia Pardo Bazán


Cuento



Es preciso que a vosotros, los que camináis en tinieblas, los que tenéis el alma sumergida en las aguas del dolor, los que ya no esperáis, os diga cómo luché con esas mismas congojas que os empalidecen la cara y os hacen odiar la vida; cómo vencí las siete dudas mortales. Si mi historia no os sirve de medicina, sírvaos siquiera de consuelo.

I. La amistad. La duda.

Me llamo Jacobo, y nací de padres acomodados en hacienda y nobles en prosapia. Mi niñez puedo decir que fue venturosa, pues la rodeó de cuidados el cariño de mis padres, a quienes tuve el dolor de perder antes de que yo cumpliese los veinte años. Así es que entre mis siete dudas no encontraréis una de las más amargas; no me veréis tender a la familia sobre la fría mesa de disección.

Si recuerdo los primeros periodos de mi vida, lo que más se destaca en ellos es un afecto amistoso, que empezó en los bancos de la escuela y me acompañó hasta muy entrada la juventud, hasta los veinticinco bien cumplidos.

Miguel, mi fraternal compañero, era hijo de una señora ya viuda, y amiga inseparable de mi madre. Esto y la igualdad de edades cimentaron la unión entre Miguel y yo. Juntos aprendimos las primeras letras; juntos nos afanamos por las notas y los premios en el instituto; juntos nos estrenamos en pasear calles y rondar balcones, juntos llevamos en Compostela y en Madrid la dichosa vida del estudiante hijo de familia, y abrimos nuestro espíritu a los problemas del saber y a los horizontes del conocimiento. Al vernos tan inseparables, a pesar de la marcadísima diferencia de nuestro tipo físico —Miguel era rubio y de mediana estatura, yo moreno y alto— nos creían hermanos en todas partes. No recuerdo, en tan larga serie de años de amistad, haber tenido nada que reservásemos como propiedad exclusiva de los dos: ni dinero, ni afectos, ni secretos. Algunas veces que pienso en por qué se deslizó mi primera juventud, repito que hasta los veinticinco, sin grandes pasiones y hasta sin amoríos largos, ni de ninguna trascendencia, comprendo que fue porque la amistad de Miguel, tan estrecha, tan vehemente, no dejaba sitio para otros afectos.

Cuando la gente nos tomaba por hermanos al vernos tan juntos, equivocábase, pues los hermanos, aun queriéndose mucho, tienen cierta emulación, cierto pugilato de ir por su lado cada cual. El carácter libre en cierto modo de nuestra amistad la reforzaba. Espontáneamente no sabíamos vivir ni andar el uno sin el otro. En las casas que frecuentábamos; en las tertulias; en los círculos; en el Ateneo y los teatros, ya se sabía que Miguel y yo no nos habíamos de ver sino en pareja. Nuestra personalidad se había, por decirlo así, desdoblado: éramos dos en uno, éramos, como suele decirse, un alma en dos cuerpos.

Es decir: en cuanto al alma, debo hacer notar que existían muchas diferencias, sin las cuales tal vez aquella amistad tan apretada no hubiera podido establecerse. En todo lazo afectivo, sea de amistad, sea de amor, hay uno cuya voluntad pliega insensiblemente ante la del otro: hay uno que pone de su parte la acción, y otro que se deja conducir; y muchas veces también, hay uno que aparece como guía del otro, y que en realidad es guiado por medio de la artería y del disimulo. He comprendido después que este papel lo desempeñaba Miguel con respecto a mí. Miguel tenía en su carácter matices femeninos, y jamás se oponía de frente a lo que podrá no agradarle o molestarle. Sus primeras palabras eran siempre para decir sí: nunca me presentó obstáculos directos, pero la verdad es que en todo el tiempo de nuestra amistad, se hizo siempre o se acabó por hacer, lo que él quería y lo que a él le convenía. Si entonces me hubiese dicho alguien que era así, que en nuestra asociación el socio capitalista era yo y Miguel el socio industrial; que él se aprovechaba disimuladamente de mis fuerzas y de mi afecto, yo me hubiese enojado, hubiese tomado el cielo con las manos, y hasta hubiese tratado de embustero al que me lo afirmase. Necesité recapacitar y recoger mis impresiones para cerciorarme de que, realmente, Miguel abusaba de mí hasta un grado increíble, sin que yo pudiese advertirlo.

No sé por qué artes ni con qué habilidades, arreglábase Miguel para poner siempre sus intereses a salvo. Es de advertir que mi posición era mejor que la suya, porque su madre, según afirmaban los que estaban bien enterados, tenía poca hacienda, y la gastaba toda exclusivamente en dar carrera a su hijo y en impulsarle para que ocupase un día altas posiciones, a que le creía llamado por su inteligencia y su valer propio, un día, mi padre, que era persona reflexiva y precavida, de esas que tiene gran propensión a ver los puntos negros del porvenir, me habló confidencialmente de Miguel, y vino a decirme, en sustancia, que ya sentía se hubiese anudado entre él y yo amistad tan estrecha, porque la situación de Miguel y de su madre iba a ser angustiosa dentro de poco, dado que aquella señora había ido vendiendo poco a poco su patrimonio para sostener a Miguel en un pie de igualdad conmigo, y que apenas le quedaba lo preciso para continuar el esfuerzo hasta que terminase su carrera Miguel hecho dudoso fue desde el primer momento, y pudiese colocarse según sus aspiraciones y sus necesidades. «Nos hemos creado —decía mi padre— una especie de compromiso moral, que yo lamento muy de veras, porque nos puede atraer graves complicaciones. Cuando esa señora se vea con el agua al cuello, ¿a quién ha de agarrarse? Claro que a nosotros». Y yo, despreciando aquella advertencia de la edad madura y de la experiencia práctica, respondí a mi padre: «Miguel es para mí un hermano. El día en que Miguel carezca de recursos, haz cuenta que tienes un hijo más, o que no tienes ninguno». Mi padre inclinó la cabeza, como el que se resigna a lo inevitable, pero no sin decirme en tono indiferente: «Oye, Jacobo, yo ya sé que los hijos no hacen caso de estas observaciones de los padres, pero mi obligación es decírtelo. Miguel no es lo que tú crees; Miguel no te paga en buena moneda ese gran cariñazo que tú le profesas. Si no te asustas de la revelación, hasta te diré una cosa: y es que Miguel te envidia. Triste es que la naturaleza humana sea así, pero en verdad te digo que más fácil sería encontrar un árbol frondoso con la misma cantidad exactamente de ramas, nudos y hojas que otro árbol, que dos afectos parejos e igualmente puros en dos corazones. Miguel se acerca a ti por instinto de conveniencia; el día en que le convenga más, se desviará. Has de verlo. Mi deber era decírtelo, haz lo que quieras».

Las palabras de mi padre me parecieron un sacrilegio, y me sublevaron hasta el fondo del corazón. La vejez —pensé yo— hiela y agosta todo; devasta hasta los sentimientos y el alma. ¡Miguel envidiarme! ¡Miguel amigo mío sólo por conveniencia! Mi calurosa protesta hizo sonreír a mi padre, y no se habló más del caso. De allí a poco tiempo murió la madre de Miguel, roída de inquietudes y ansias, dejándole sin terminar la carrera y poco menos que en la indigencia, pero mi casa y mis brazos se le abrieron de par en par al antiguo condiscípulo, y en efecto tuve un hermano.

Terminó Miguel su carrera brillantemente: estudiaba con encarnizamiento y rabia, y como yo también me aplicaba mucho llevado por su ejemplo, puedo decir que salimos con gloria de la prueba, y que entramos en el mundo rodeados de cierta aureola. Por aquel entonces Miguel empezó a alternar y a mezclarse algo en cosas políticas, y, según su costumbre, me atrajo a mí al mismo partido en que militaba. Mi nombre, mi posición, mis relaciones, mi dinero, sirvieron de base a Miguel para ser bien acogido y distinguirse desde el primer momento de entre la turbamulta de jóvenes que se afiliaban al orden de ideas revolucionario y que ofrecía porvenir.

Después de distinguirnos, lo cual entonces era doblemente fácil, logramos la amistad de uno de los personajes más importantes que ha tenido nunca España y quizás el más importante de entonces. General de glorioso recuerdo; caudillo de fascinación mágica sobre los corazones, su carácter y su personalidad atraían de tal modo, que a su lado era preciso pertenecerle. No había término medio: sus sañudos enemigos lo eran de lejos, pero de cerca sólo quedaba el recurso de quererle y de ser suyo con adhesión y celo. Por eso me admiró que Miguel, que acaso frecuentaba más que yo el trato de aquel personaje, no le profesase tanto entusiasmo como yo le profesaba. Sus críticas y censuras al que llamábamos nuestro jefe, me herían en mi delicadeza, y de aquí nacieron creo que las primeras discusiones que Miguel y yo tuvimos.

Entre las buenas condiciones de caudillo de aquel personaje, contábase en primer término la de adelantarse a los deseos de sus adictos, siempre que estos deseos tuviesen base, ahorrándoles la molestia, el bochorno y la fatiga moral de pedir. He de decir que desde los primeros momentos, nuestro jefe había distinguir bastante entre Miguel y yo, dándome a mí una preferencia que casi me molestaba, porque creía que pudiese herir a Miguel. Llamándome a su despacho y en confianza, me había dicho lo que pensaba hacer por Miguel y por mí. Para mí reservaba una plaza tan honorífica como apetecible, que él me suponía capaz de desempeñar a las mil maravillas; para Miguel otro puesto de menos fuste, de menos altura, pero lucrativo, que asegurase su existencia.

Mi sorpresa fue grande cuando al darse las plazas dieron a Miguel la mía y a mí la de Miguel.

Mayor la sorpresa al saber que él había dicho que procedía de acuerdo conmigo.

Renuncié la mía y le dejé la suya; reñimos para siempre, y dudé completamente de la amistad. Le odiaba. ¡Así el menor interés entre dos hombres rompe un cariño de tantos años!


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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