Entre todas las tiendas de que se compone el comercio marinedino, la más humilde, anticuada y estacionaria es la de Bonaret, el quincallero. Increíble parece que el patrón de aquel zaquizamí sea un mestizo de francés y catalán, dos razas tan mercantiles y emprendedoras. Acaso la explicación del problema consista en que dos fuerzas iguales, al encontrarse, se neutralizan.
Para el observador no carece de interés —de interés simpático— la tienda de Bonaret. Contrastando con los magníficos vidrios biselados, los relucientes bronces, las claras bombas de cristal raspado y las barnizadas anaquelerías que poco a poco, van echándose los demás industriales de Marineda, la quincallería conserva sus maderas pintadas toscamente de azul, sus turbios vidrios de a cuarta, su piso de baldosa fría y húmeda, sus sillas de Vitoria y su papel, despegado en parte, de un color barquillo, que el tiempo trueca en tono arcilloso indefinible. El escaparate (si con tanta pompa ha de calificarse la delantera de Bonaret) luce —en lugar de crujientes sedas y muebles terciopelos, cacharros artísticos o sombreros recargados de plumas— algunas sartas de cuentas verdes, cajitas de cartón llenas de abalorio, naipes bastos, tijeras enferrizadas, navajillas tomadas de orín, madejas de felpa y estambre para bordar...: todo atrasado de fecha medio siglo, cubierto de un tul gris por el polvo; en términos, que los ojos perspicaces y burlones de los ociosos marinedinos comprobaron diariamente los progresos del tapiz que tejía una gruesa araña, muy pacífica, en el ángulo izquierdo del escaparate.
La impresión que produce la tienda de Bonaret es la de un lugar solitario, donde no entra alma viviente; y, en efecto, rarísima vez se acerca la clientela al mostrador. Cuando las señoras de Marineda inventan una labor caprichosa o necesitan para un disfraz carnavalesco algún objeto pasado de moda desde hace treinta años lo menos, se acuerdan de Bonaret, y van a revolverle la casa. Son días nefastos para la araña tejedora; días en que el polvo y las correderas ven comprometida su tranquilidad. Que a la magistrada, la brigadiera o la cónsula le entra antojo de tal cachivache..., pues Bonaret sea con nosotros. Es indecible los tesoros que puede esconder una quincallería entre su complicado y heteróclito surtido. ¿Que se estilan hebillas de acero en los cinturones? Bonaret desentierra tres o cuatro. ¿Qué se bordan de canutillo las blondas? Lo tiene Bonaret. ¿Qué vuelven a llevarse los abanicos antiguos, de «medio paso»? Bonaret saca del fondo de una alacena cajitas de cartón dorado, y allí están los abanicos de nácar chapeado de oro, con paisajes de la época imperial.
Bonaret era un hombre enfermizo y triste. Dormilón para el negocio, vendía, al parecer, por condescendencia; al recoger en el cajón el dinero, suspiraba. No sostenía regateo; no defendía el género, y tan pronto daba por tres pesetas un abanico de estimación como reclamaba un duro por un ovillo de algodón encarnado. En su rostro marcara indelebles señales la ictericia; y ni en tiempo de verano riguroso prescindía de la gorra de seda y las babuchas de abrigo. Vivía con sus dos hijas; su mujer había muerto de tisis pulmonar.
La hija mayor, Joaquina, ya talluda ofrecía, en lo largo, insulso y verdoso del semblante, cierta semejanza con un calabacín, y por lo desgarbado del talle era un palo vestido. De su bondad se hacía lenguas la gente. Con todo, ignorábase que hubiese ejecutado ninguna acción reveladora de excepcional virtud, y probablemente su buena fama procedía de su resignada fealdad y soltería incurable. La menor, Clara, sin dejar de parecerse a Joaquina, tendría singular atractivo para un artista delicado de la escuela mística anterior a Rafael. El óvalo muy prolongado de su cara exangüe descansaba en un cuello finísimo, verdadero tallo de azucena. Sus ojos, asombrados y cándidos, eran pensativos y profundos a fuerza de ser puros. La inmensa frente ostentaba el bruñido del marfil y la luz de la inocencia. Sobre un cuerpo delgado y de rígidas líneas, el seno virginal, redondo y diminuto, campeaba muy alto, como el de las madonas que en las tablas del siglo XV lactan al Niño Jesús.
En Marineda no se le había ocurrido a nadie que fuese bonita Clara. Y, en realidad, no lo era sino vista su figura al través de la imaginación excitada por recuerdos artísticos y convencionalismos estéticos. Además, la hermosura en Marineda abunda como antaño el dinero en La Habana, y sobran muchachas frescas, guapetonas y airosillas a quien hacer guiños. Por otra parte, ni Joaquina ni Clara se dejaban ver en parte alguna; su tienda les servía de claustro. Ni bajaban los domingos al paseo de las Filas, cuando toca la música militar, ni jamás compraban dos asientos de «galería» en el Coliseo, ni asistían a los bailes del Casino de Industriales, ni siquiera iban a misa de tropa. Vivían lo mismo que en su concha el caracol. A nadie trataban. Su recreación dominical consistía en leer —mientras su padre hacía solitarios sobre el desteñido tapete de la mesa— cuadernos de folletines franceses, todos sucios y destrozados, recortados de este y aquel periódico, cosidos de cualquier manera por no gastar en encuadernación y, a lo mejor, faltosos del primer capítulo o del desenlace.
Aquellas dos arrinconadas criaturas, cuya existencia equivalía a un sonambulismo incoloro, melancólico a fuerza de monotonía; aquellas dos plantas que se ahilaban en la atmósfera polvorienta del mísero tenducho, no pudiendo alzar su copa hacia el sol, se volvían afanosas hacia las luces de bengala de la fantasía novelesca. Las aventureras damiselas de Walter Scott; los castísimos amantes de Bernadino de Saint Pierre; las altivas e independientes heroínas de Jorge Sand; las perseguidas y galantes reinas de Dumas, les tenían devanados los sesos a ambas hermanas. Creían todo sin examen, mejor dicho, «sentían» todo, y no se les ocurría ni reflexionar en si las cosas pasaban así en el mundo en general y, particularmente, en la capital marinedina. El resto de la semana, mientras las dos doncellas, por modo automático, ayudaban a su padre a despachar tres adarmes de torzal o un papel de alfileres con cabeza de vidrio, su mente, y casi pudiera decir que toda su alma, la tenían, vaya usted a saber si en algún lago de Escocia, debajo de un platanero en la isla de Francia o colgada del manto del duque de Buckingham. Y era lo peor de esta guilladura que las dos hermanas ni aun entre sí hablaban de ella. Cada una archivaba sus pensamientos, y seguía, en apariencia, tranquila y apática, sentada en su rincón al lado del silencioso padre.
A bien que por allí no andaban galanes escoceses de pluma en gorra. Los ojos de Clara y Joaquina, al fijarse en los transeúntes por la calle Mayor, reconocían perfectamente a cada burgués marinedino: el que pasa ahora es Realdo, el lampista; síguele Taconer, el armero; el otro, Casaverde, concejal y fabricante de cerillas; aquel, Baltasar Sobrado, antes militar, hoy de reemplazo y al frente de su casa de comercio; luego, Castro Quintás, que expende petróleo y aguardiente de caña al por mayor. ¡Imposible representarse a Edgardo de Ravenswood en figura de alguno de estos tan apreciables convecinos!
Menos tipo de héroe de novela, si cabe, era el de don Atilano Bujía, tendero de ultramarinos establecido frente por frente al tugurio de Bonaret. Chiquito, arrebolado de cutis, bigotudo, peludo, de voz atiplada y muy tripón, don Atilano pasaba, no obstante, por furioso tenorio, y ni casadas ni solteras se veían libres de sus empresas galantes. Hubo una temporada en que no se sabe qué viento le llevó con suma frecuencia a casa de Bonaret. Siempre encontraba pretexto a la visita, y en presencia del mismo padre se familiarizaba groseramente con las muchachas, en especial con Clara, objeto de sus baboseos lascivos. Las muchachas se apartaban de su contacto como del de un sapo venenoso, y el padre, indiferente al principio, agarró un día una silleta para rompérsela en las espaldas. La causa no se supo jamás. Hubo sospechas de que Bujía osó ofrecer a Bonaret algún dinero «para salir de hambres». Fuese lo que fuese, Bujía no aportó más por el tenducho, y ahora se le achacaban libertinos propósitos respecto de una zapatera, muy guapa, rubia como unas candelas y legítima esposa de un esposo joven y buen mozo, por añadidura.
La desaparición de Bujía satisfizo a las dos hermanas, que sentían por él aversión y el miedo indefinible que causan a las doncellas absolutamente castas los hombres disolutos, por más grotescos e inofensivos que sean. Y desde entonces, cuando veían que les suscitase una idea cómica —el bombo de la murga, el faldero de la brigadiera—, lo comparaban a don Atilano.
—¡Qué facha! Parece Bujía —murmuraba Clara, sonriendo pálidamente.
Poco tardó, sin embargo, en borrarse el recuerdo del ridículo industrial ante un suceso gravísimo, único, que señalaba honda huella de luz en el alma juvenil de Clara. Vio a un hombre, cuyas prendas exteriores podían servir de cimiento al palacio de cristal de la ilusión..., y se enamoró de él, mejor dicho, cayó en el amor como en un pozo, atada de pies y manos, indefensa, loca.
No nos importa su nombre... Clara no lo supo tampoco hasta meses después de haberle rendido a discreción la voluntad. ¿Quién había de decirle aquellas dulces sílabas? Con nadie hablaba Clara; nunca salía, y «él» era forastero, recién llegado a formar parte de la guarnición de Marineda. Todas las tardes, la hija de Bonaret veía a su ídolo, ya ceñido por el brillante uniforme, ya elegantemente vestido con chaqueta de terciopelo y calzón de punto gris, al trote de su caballo bayo de pura sangre; y sin poder detallar las facciones del gallardo oficial, la deslumbraba el relámpago de sus ojos, que al paso se clavaban rápidamente en el rostro de la niña. Viérais entonces a ésta cambiar su tez de marfil por otra de encendidísima amapola; y este rubor ardiente, instantáneo, que ascendía como ola vital a aquella frente tan honesta, sería para el jinete —si lo pudiese comprender— cosa más dulce y lisonjera que todos los triunfos obtenidos sobre adversarios duchos en rendirse y contra fortalezas que rabiaban por facilitar al sitiador sus llaves.
¿Adivinó algo de esto el jinete? ¿Fue tan solo efecto de la inveterada costumbre de no dejar hembra sin ojeada, por si acaso? Lo cierto es que sus miradas eran intensas, constantes, fascinadoras. Clara aguardaba aquel mirar como el pan de cada día. La alimentaban los ojos de su absoluto dueño. Esperaba, con la fe mesianista de los seres humildes y olvidados, que el jinete, parando el generoso corcel, le dijese: «Pues, nada, que ahora te encaramas a la grupa y te vienes conmigo». ¿Adónde? ¡Bah! A donde él mandase: a Melilla, a Filipinas, a Fernando Poo...; ¡siempre sería a la gloria!
Tan tenaz se hizo en Clara esta obsesión, que secretamente, con fuerza de voluntad espantosa, realizó sus preparativos de viaje. Del mísero presupuesto de la familia ahorró real tras real una irrisoria suma y la cosió entre el forro de un abrigo que tenía siempre colgado al pie de su lecho. Destinaba aquel caudal a la adquisición del indispensable saquillo y a la de un velo tupido para cubrirse el rostro. Lo que no se presentaba era la ocasión de salir de ocultis a todas esas compras urgentes. Sin embargo, acechándola bien...
Aracne silenciosa que labrabas tu tapicería en el rincón del tenducho, ¡cómo te avergonzarías si pudieses ver los bordados de seda, plata, perlas y orientales rubíes que una labrandera rival tuya, la ilusión, recamaba en el cerebro de Clara Bonaret! Misterioso abrazo; fusión de dos espíritus simbolizada por dos cuerpos juveniles y hermosos; abrazo que nunca te manchas con el barro de la sensualidad; poema de estrofas rimadas por caricias de ángeles; viaje a la tierra donde la materia no existe, donde no hay prosa, donde se anda sin tocar el suelo, donde las flores narran consejas a la luna... Ensueño divino que unge y mata al que en sí lo lleva, ¡cómo hervías, cómo te elevabas en columna de oro del espíritu de Clara Bonaret al cielo, tu verdadera patria!
Un día el jinete no pasó. Clara se acostó febril. No cabía duda: ocupaciones o enfermedad... Tampoco al día siguiente se oyó el trote del caballo arrancando chispas de las piedras y del corazón de Clara. Ni al otro, ni al otro... Una semana había transcurrido.
La niña no se tomó el trabajo de inventar pretextos. Así que no pudo más, cogió las vueltas a su padre y hermana; atravesó rápidamente, sin avergonzarse, la calle Mayor, donde algunos transeúntes, conociéndola, la miraban con extrañeza; bajó hacia el Páramo de Solares y se fue derecha como un dardo al cuartel. ¿Al cuartel? ¡Vaya! A peores sitios iría ella sin vacilar. El centinela la detuvo, preguntando un instante, medio guasón y medio solícito, qué quería. «Saber dónde vive...» (Aquí el nombre, que no nos importa). Como el soldado no acertase a responder y pasase por allí un sargento, fue éste quien sacó de dudas a la enamorada: «Ese señorito hace más de ocho días que largó de Marineda. Siempre quiso ir destinado a Sevilla, y tanto trabajó, que lo consiguió por fin. Si tiene algo que decirle..., escriba».
¡Escribir!
Clara no articuló palabra alguna. Dio media vuelta se echó a la cara instintivamente el velo del manto y rodeó el lado derecho del cuartel, en dirección opuesta a su casa.
Volver a ella no lo pensó ni un segundo. En medio del caos de su pobre meollo, quizá la única idea concreta y dominante era huir, alejarse mucho de su casa. Su casa era un limbo gris, una tumba de vivos. Su casa..., ¿y no ver pasar el jinete? Para ella todo se había concluido, todo; no encontraba fondo en que asentar la existencia ni razón para continuarla. Esto no lo discurría; lo sentía dentro, bajo el dolorido seno izquierdo, en la apretada garganta, en la vertiginosa cabeza.
Iba andando lentamente, lo mismo que si se recrease en pasear. Era, en realidad hora de gozar plenamente la hermosura y calma de la tarde. En las callejuelas que siguen al cuartel, la proximidad de la noche infundía paz; los chiquillos se recogían a cenar y a acostarse; un soplo fresco y salitroso venía de la costa y en la capillita pobre, frecuentada únicamente por pescadores, el esquilón convocaba al rosario.
Clara andaba y andaba maquinalmente. No sentía, al avanzar, la flexión de sus piernas. Tenía la sensación de caminar sobre algodón en rama, con la frente hecha un horno y la boca seca y untada de hiel.
De súbito, se paró. Había recorrido toda la calle del Faro, y al concluirse las casas se le aparecía la extensión sin límites del Océano.
En aquel punto no estaba azul, sino verde, de un verde negro casi, pero sereno, con admirable serenidad. Sobre la cima de los montes fronterizos asomaba una encendida luna, envuelta en rosados vapores. Clara permanecía quieta, paralizada, invadida de repente por un dolor agudísimo. No acudieron a sus ojos las lágrimas, pero sí a su garganta un sollozo ronco, un anhelo de ave herida de muerte por el plomo del cazador.
Sus ojos se fijaban en el disco saliente de la luna. El hermoso astro, al asomar, relucía enorme, incandescente, glorioso. A medida que iba ascendiendo su inflamado color palidecía. Al fin se convirtió en placa de oro pálido, y poco después, en la blanca faz de un muerto. Tal le parecía, por lo menos, a Clara, que no pudo menos de establecer, sin expresarla o darle forma, una comparación instintiva entre la suerte de sus afectos y aquella poética decadencia sideral.
Así eran las cosas: extinguido el fuego, la dicha borrada, el único interés de la vida suprimido como aquel fugitivo resplandor de la luna. La existencia ya oscura y tétrica eternamente; un mar sombrío, sin límites, sin esperanza...
¡Cuán veloz germinó la idea en su cerebro! ¡Cómo prendió, a modo de chispa en seca paja! ¡Decir que no se le había ocurrido antes! ¡Un remedio tan pronto, tan seguro, tan eficaz!
Con alegría pueril echo a correr hacia la costa. No veía; la vereda era pedregosa, costanera, abierta entre los sembrados y a lo mejor interrumpida por charcos y zanjas, donde Clara tropezaba frecuentemente. Una vez hasta cayó. Soltando carcajadas, convulsiva, volvió a levantarse y siguió su camino, después de recogerse las faldas, procurando, por hábito de pudor y como si alguien la viese, que no pasase el remango más arriba del tobillo. Ya distaba poco del mar..., cuando advirtió que no podía llegar hasta él. Agrios peñascales, picudos y resbaladizos, la separaban del Océano. Cien veces se rompería las piernas antes de acercarse al agua salvadora.
¿Qué hacemos?
Miró alrededor. La luna, enmascarada ya por nubes grises, alumbraba poco el paisaje; sin embargo, Clara pudo ver que el sendero, a la izquierda, se torcía bajando hacia el mar. Por allí debía de haber salida. Solo que para tomar aquella ruta era preciso pasar rozando con las tapias del campo santo. Y Clara, resuelta a morir, tenía miedo a las tapias.
¿Miedo a los espantos de ultratumba? ¿Miedo a algún ánima del Purgatorio? No, por cierto; ni se le ocurrió siquiera. Miedo al sitio, muy sospechoso y de fatal reputación en la capital marinedina. No obstante lo retraídas que vivían las hijas de Bonaret, habían llegado a sus oídos historias trágicas relacionadas con las tapias malditas. Allí se recogían suicidas con el cráneo roto o mujeres asesinadas con un puñal clavado en el pecho; allí se dirimían las cuestiones a garrotazos, y allí, por último, buscaban infame seguridad las parejas sospechosas. Clara temblaba a las tapias del campo santo. ¿Qué podría sucederle peor de lo que ya tenía resuelto? Nada, en verdad; pero..., enigmas de nuestro ser, temblaba.
Al fin se decidió. El corazón le pegaba grandes brincos. El sendero faldeaba precisamente la tapia, revolviendo al tocar con el ángulo, donde un vallado lo guarnecía. Clara se deslizaba, llena de ansiedad, deseando llegar al final de su carrera...
Disponíase a dar la vuelta al ángulo de la tapia, cuando tuvo que detenerse, o, mejor dicho, el terror la inmovilizó de golpe. Por el otro lado de la tapia sonaban voces, un cuchicheo entrecortado y singular.
Aproximóse el grupo, y se detuvo precisamente en el ángulo, antes de salvarlo y encontrarse faz a faz con Clara. En vez de proseguir, sentáronse en el vallado, tan juntos, que hacían una sola mancha oscura sobre el fondo del cielo. Fija, muda, reprimiendo el aliento, dominada por la malsana curiosidad de las doncellas, Clara los devoraba con los ojos. Eran dos amantes, no cabía duda; así estarían ella y su ídolo, si lo hubiese permitido la triste suerte... ¡Dos amantes, dos futuros esposos! ¿Qué otra cosa habían de ser, cuando así se acariciaban y estrechaban y fundían? No obstante, a los dos o tres minutos de espectáculo, Clara sintió una especie de náusea moral, algo parecido a la sensación de la primera chupada de cigarro para un chiquillo. Y esta náusea se convirtió en horror al salir la luna recogiendo su velo de nubes y distinguir claramente, en la enlazada pareja, las figuras y rostros de don Atilano Bujía y la hermosa zapatera vecina de Clara, rubia como unas candelas y mujer de un marido joven y buen mozo.
Clara miraba al grupo, sin hacer un movimiento, cortada hasta la respiración por el asco... Su misma repugnancia le impedía huir, librarse del espectáculo grotesco y odioso. También el asco fascina, prende los ojos, prende la imaginación y fuerza la atención, quizá con más energía que el gusto... Clara no quería ver, y miraba; no quería oír, y oía distinta y sutilmente; no quería entender, y en su alma de virgen se rasgaba un velo blanco...
Hacía diez minutos que se había alejado la pareja, dando, sin duda, vuelta a las tapias por el lado opuesto, y aún Clara no tenía ánimos para arrancarse de allí. Sentía un hielo, una anestesia interior, la congelación de su novelesco ideal. Una voz mofadora repetía a su oído: «Ahí tienes tú lo que es el amor, chiquilla...»
Una ráfaga de aire muy vivo, marino, delicioso, la despertó. Exhalando un suspiro, volvió pies atrás, se ciñó el velo y tomó a buen paso el camino de la ciudad, impulsada por el temor de que su padre y su hermana estarían vueltos locos echándola de menos.
«La España Moderna», tomo XXV, 1981.
El señor doctoral
A la verdad, aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como sacrificio en que hace de víctima el mismo Dios, yo preferí siempre oír la del señor doctoral de Marineda, figurándome que si los ángeles tuviesen la humorada de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos a los hijos de los hombres, cualquier día veo a un hermoso mancebo rubio, igual que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzándole respetuosamente al señor doctoral la casulla.
Vivía el señor doctoral con su ama, mujer que había cumplido ya la edad prescrita por los cánones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por «malvises», y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves cantoras. La casa era, más que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el ama del doctoral, doña Romana Villardos Cabaleiros, había sido, in illo tempore, toda una señora, en memoria de lo cual tenía resuelto trabajar lo menos posible, y señora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en memoria de la cual seis días cada semana se guillaba enteramente, entregándose a tristes recordaciones y olvidando que existen en el mundo escobas y pucheros. En el hogar del canónigo ocurrían a menudo escenas como la siguiente:
Volvía de decir la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la canaleja, su débil estómago repetía con insinuante voz. «Es la horita del chocolate». Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba media... Ningún síntoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz tímida y cariñosa:
—¡Doña Romana..., doña Romana!
Al cabo de diez minutos respondía un lastimero acento:
—¿Qué se ofrece?
—¿Y... mi chocolate?
—¡Ay! —exclamaba la dolorida dueña—. Hoy no estoy yo para nada... ¿Sabe usted qué día es?
—Jueves, 6 de febrero; Santas Dorotea y Revocata...
—Justo... El día que, hallándome yo más satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que mi cuñado el comandante se había muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mío! ¡El Señor de la vida me dé paciencia y resignación!
Nunca la buena pasta del doctoral le consintió preguntar a la matrona si, por haberse muerto del vómito su cuñado, era razón que su amo se muriese de hambre. Lo que solía hacer era abrir la alacena de la cocina, sacar de su envoltura mantecosa la onza de chocolate y roerla, con ayuda de un vaso de agua. Después solía dedicar un ratito a consolar a doña Romana, que hipaba en el rincón de un sofá, con la cara embozada en un pañuelo.
—Doña Romana... Dios... La conformidad... No tentar a Dios, por decirlo así... ¡Si llora usted más perdemos las amistades...!
—Mañana tendrá usted el chocolate a punto —respingaba con aspereza la vieja.
—¡Si no es por el chocolate, mujer!... Es que nuestra santa religión..., ¿lo oye usted? nos manda que tengamos correa..., que no nos desesperemos..., y que cada uno se someta a la voluntad divina..., aceptando la situación que...
Doña Romana se volvía toda venenosa, exhalando un bufido comparable al «¡fu!» de los gatos.
—¡Ya entiendo, ya!... Ahora mismo me voy a poner la comida, para que no tenga usted que echarme en cara ni que avergonzarme por cosa ninguna.
—¡Jesús, doña Romana!... ¡Vaya por Dios! Todo lo toma usted por donde quema... —murmuraba el doctoral apiadado y contrito.
El caso es que, cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el caldo. Nada de esto molestaba al buen señor como los fracasos de su oratoria, que no lograba serenar el atribulado espíritu de la dueña. Porque si en algún escondrijo del alma del doctoral crecía la mala hierba de una pretensión, era en el terreno de la elocuencia. Por componer un sermón que dejase memoria, diera el dedo meñique, ya que no la mano. Cada vez que subía al púlpito algún jesuita, de estos que tienen pico de oro y lengua de fuego para echar pestes contra las impiedades de Draper y Straus (en Marineda perfectamente desconocidas), o algún curita joven vaciado en moldes castelarinos, de estos que hablan del «judaico endurecimiento», y de la «epopeya de la Reconquista», y de la «civilizadora luz que el sacro Gólgota irradia», el señor doctoral no se reconcomía de envidia, por imposibilidad psicológica, pero se abismaba dolorosamente en la convicción profunda de su propia inutilidad, y sus reflexiones —suponiéndolas una ilación que no tenían y peinándolas mucho— podrían transcribirse así:
—¡Jesús mío, ya está visto que yo no te sirvo para maldita la cosa! Soy un trapo viejo, un perro mudo. Necedad grande la mía en desear, como he deseado, que me enviasen a predicar el Evangelio en tierras salvajes, donde abunda la cosecha de almas. ¡Bonito soy yo para apóstol, con esta lengua torpe, estos dichos sosos, esta voz de carraca y esta fachilla insignificante! Señor, ¿por qué no me habréis concedido el don de la palabra? ¡Sería tan hermoso cantar vuestras alabanzas, llenar de una conmovida multitud vuestro templo, siempre vacío; derretir los corazones, derramando en ellos, viva y caliente, la infusión de la gracia! Y el caso es, Jesús mío, que si con vuestro infinito poder me desatarais el habla, si me cortaseis el frenillo y me otorgaseis el palabreo bonito y los períodos sonoros que gastan los predicadores de rumbo..., ¡se me figura que diría yo cosas muy buenas! Porque en mi interior siento unos fervorines... y así como unas ideas raras, nuevas y eficaces... Cuando el padre Incienso está a vueltas con aquello del «helado indiferentismo» y lo otro del «determinismo positivista, nefanda resurrección del fatalismo pagano», me entran a mí arrechuchos de gritarle: «¡Padre Incienso, por ahí, no!... ¡Si aquí no existen semejantes positivistas ni deterministas, ni hay tales carneros!... Aquí lo que importa es apretar en esto, en esto y en lo otro». ¡Ah, si me ayudasen las explicaderas! Jesús mío, ¿por qué consientes que sea tan zote?... ¡Vaya un señor doctoral! Señor animal es lo que debían llamarme.
En el confesonario luchaba el señor doctoral con la misma deficiencia de facultades. Jamás se le ocurrían esas parrafadas agridulces que entretienen los escrúpulos de las devotas, ni esos apóstrofes tremendos que funden el hielo de las empedernidas conciencias. Nada; vulgaridades y más vulgaridades. «Paciencia, que también la tuvo Cristo...» «Bueno; otro día procure usted no promiscuar...» «¡Ánimo! ¡Arránquese usted del alma esa afición tan peligrosa!...» «Está usted obligado a restituir, y si no restituye no puedo absolverle...» «A ese enemigo perdónele usted de todo corazón antes de comulgar... Sería un sacrilegio horrible recibir a Dios deseando la muerte a nadie». Y patochadas por el estilo; de modo que Arcangelita Ramos, presidenta de las Hijas de María; la marquesa de Veniales, fundadora del Roperito; la brigadiera Celis; en fin, la flor y nata de las devotas marinedinas, estaban acordes en que el señor doctoral era un clérigo de misa y olla, y el padre Incienso un encanto, según enredaba por la reja del confesonario flores de retórica y filigranas de místico discreteo.
En cambio, la gente baja decía primores del señor doctoral. Marineros, artesanos y cigarreras, al verle pasar arrastrando los pies y sonriendo con la vaga sonrisa de las almas bondadosas, murmuraban con misterio: «Es un santo». En la Fábrica de Tabacos (donde no hay noticia que se ignore ni suceso que no se comente) se referían mil anécdotas de la vida privada del doctoral. Que si había vendido las hebillas de plata de los zapatos para que no echasen a unas pobres del piso cuyo alquiler estaban debiendo; que si no teniendo moneda cuando en la calle le pedían limosna, daba el tapabocas, el pañuelo, el rosario; que si pasaba necesidades en su casa por socorrer las ajenas; que si a veces no se echaba carne en su olla; que si unos manteos le duraban diez años... Cuentos semejantes sofocarían muchísimo al doctoral si los oyese. Por aquel romanticismo de la limosna callejera se regañaba diariamente a sí propio, tratándose de hombre ñoño y sin sustancia y pensando que, en lugar del ochavo, le estaría mejor establecer alguna sociedad o congregación, escuela dominical o cocina económica, «a fin de recabar de la filantrópica abnegación de las colectividades lo que no logran los más gigantescos esfuerzos de la iniciativa individual», como decía un periódico local, El Nautiliense, tratando de una empresa para salvamento de náufragos. Solo que tales funciones requieren labia, expediente, agilibus..., y el doctoral no poseía semejantes dones, esencialísimos en los tiempos que corremos.
Una noche, el doctoral, bastante resfriado, hubo de acostarse con las gallinas. El tiempo era de perros; diluviaba, y el viento redondo de Marineda sacudía los edificios y rugía furioso al través de las bocacalles. Por lo mismo, la cama estaba calentita y simpática en extremo, y el doctoral, arropado, quieto y a oscuras, sentía ese bienestar delicioso que precede a la soñarrera. Sus huesos, torturados por el reuma, iban calentándose, y su pecho, obstruido por el recio catarro, funcionaba mejor. Era un instante de goce sibarítico, de esos que prolongan la débil existencia de los viejos. El murmullo del último padrenuestro moría en los labios del doctoral, cuando el aldabón y la campanilla resonaron casi a un tiempo estrepitosamente, y el vocerío de una discusión alborotó la antesala. La discusión seguía, convirtiéndose en disputa, hasta que doña Romana, palmatoria en ristre, se lanzó en la alcoba a noticiar que una mujer muy mal vestida, con trazas de pedir limosna, se empeñaba en que había de ver al señor inmediatamente, a la fuerza. Como el soldado que oye el toque del clarín, el doctoral saltó de la cama, y, apenas cubiertos los paños menores con otros mayores, salió a la antesala, enfrentándose con la mujer, la cual chorreaba agua, pues tenía pegado a los hombros el mantoncillo negro y a la cabeza el pañolito de algodón.
—Santo querido —exclamó intentando besar la mano del viejo—, mi hermano está en los últimos, dando las boqueadas, y se quiere confesar... Se muere, señor, y lo mismo que un can, con perdón de usted... A ver, santiño, si le convence a aquel alma negra para que no se vaya así al otro mundo.
—¿Quién es su hermano de usted, mujer?
—El escribano Roca...
El doctoral miró con extrañeza el pobre pelaje de la mujer, y ella, comprendiendo el sentido de la mirada, balbució:
—Yo soy cigarrera, y gano muy poco, que tengo mala vista, el Señor me consuele... Mi hermano, podrido de onzas, y nunca un cuarto me da... Allí tiene en casa una pingarrona, dispensando la cara de ustedes, sinvergüenza, que todo se lo come... y yo, con cuatro hijos que mantener de mi sudor infeliz. Pero no crea que es por el aquel de la herencia por lo que vengo. Pobre nací y pobre moriré, y no me interesa si no fuera por los hijos. Lo que no quiero es que el hermano se me condene, ni que se ría esa lambonaza que tiene allí, más pegada que la lapa a la peña... Santo, buena faltita me hace el dinero; pero Dios vale más. Dígnese sacar del infierno a mi hermano.
—Mire, mujer —arguyó el doctoral, subyugado ya por aquella voz enérgica— yo no sirvo para eso de convencer a nadie. Vaya al padre Incienso, que sabe persuadir y lo hará muy bien.
—¡Ay señor! Ese padre será bonísimo; yo no le quito su bondad; pero en Marineda no hay otro santo como usted. Las cigarreras dejamos por usted al Papa en su silla. Si no quiere venir, deme un no; pero no me diga de buscar otra persona, que si usted no hace el milagro, ni Dios lo hace.
¡Oh, eterna flaqueza humana! Sintió el doctoral un dulce cosquilleo en el amor propio.
—¡Doña Romana, mi paraguas!
—¡Su paraguas! —bufó la dueña—. ¿No sabe que parecía el banderín de los Literarios, y no hubo más remedio que enviarlo a forrar?
El doctoral vaciló un segundo; al fin indicó tímidamente:
—¡Vaya por Dios!... Bien; el manteo y el sombrero viejo..., y la bufanda.
Salieron. La lluvia se precipitaba de lo alto del cielo en ráfagas furiosas, batidas por el viento loco, que obligaba al doctoral a pararse rendido. El agua que, penetrando al través del raído manteo, llegaba ya a las carnes del venerable apóstol era helada, y su cruel frialdad creía él sentirla, mejor aun que la epidermis, en los tuétanos. Y no era floja la tirada hasta casa del escribano. La plaza, anchísima y salpicada de charcos; las lúgubres callejuelas del barrio viejo; el largo descampado del Páramo de Solares; la solitaria calle Mayor, por el día tan concurrida y animada; luego, el paseo de las Filas, donde el aguacero, en vez de aplacarse, se convirtió en diluvio...
El doctoral, caladito, advertía una sensación extraña. Parecíale que su alma se había liquidado, convirtiéndose después en un témpano de nieve. «¡Jesús mío —pensaba el varón apostólico—, conservadme siquiera un poquito de calor, una chispita de fuego no más! Con este frío del polo, ¿cómo queréis que yo logre inflamar un alma? ¡Jesús mío, no permitáis que me hiele del todo!...» La centellita de fuego disminuía, disminuía: era sólo un punto rojizo allá en el fondo de un abismo muy negro... Al llegar al portal del escribano la chispa titiló, y se quedó tan pálida, que podría jurarse que estaba apagada enteramente. Y el pensamiento del apóstol, al subir las escaleras, no giraba en derredor de conversaciones ni de actos de fe, sino de esta preocupación mezquina y terrenal: «¡Si me diesen un poco de aguardiente de anís o de vino añejo! ¡Si hubiese al menos un braserito donde secarse!»
La cigarrera llamó briosamente, y como tardasen en abrir segundó el toque con mayor furia. Apareció en la puerta una imponente mujeraza, gruesa y bigotuda, de ojos saltones y pronunciadas formas, que se desató en invectivas, queriendo cerrar otra vez; pero la cigarrera se incrustó a guisa de cuña para impedirlo, y hecha una sierpe voceó:
—¡Aparta, aparta, que aquí traigo a Dios para que mi hermano no se muera como un can! ¡Aparta, condenada raposa, saco de pecados!
Y, haciéndose a un lado, descubrió al doctoral, que chorreaba y tiritaba, hecho una sopa, trémulo, tan encogido, que había menguado media cuarta de estatura. ¡Cosa rara! La mujerona, sin embargo, le conoció; le conoció tan de pronto, que su actitud cambió enteramente; apagáronse las chispas de sus ojos; murió la injuria en su airada boca, y con sumiso acento pronunció:
—Pase, señor doctoral; pase... Perdone, que no le veía... A usted, que sacó de la necesidad a mi madre...; ¿no se acuerda? ¡En el cielo se encuentre los cinco duros que le dio para poner el puesto de hortalizas!... A usted no le pego yo con la puerta en los hocicos... Pase y haga lo que quiera, señor...; pero considérese de que estoy sirviendo hace tres años en esta casa, y es justo que, al morir el señor de Roca, no quede yo pereciendo... Entre ya.
El doctoral se enderezó... La centella renacía al soplo de aquel entusiasmo, de aquella gratitud inesperada, frutos de una buena acción ya vieja y puesta en olvido... Luz misteriosa alumbró su espíritu y una idea, al par terrible y consoladora, le estremeció hasta lo más profundo de su corazón. La tal idea convirtió el mortal frío de la mojadura en un ardor, una especie de fiebre apostólica. Con resuelto paso entró en la alcoba del enfermo.
Hallábase este muy fatigado, en una de esas angustiosas crisis que preparan la agonía. Su pecho subía y bajaba al compás de estertorosa disnea. El afanoso resuello podía oírse desde el pasillo. A pesar de tan violenta situación, de lo mucho que debía sufrir la entrada del doctoral no le pasó inadvertida, y, agitando los brazos y exhalando rugido vehemente, indicó que le desagradaba su visita y que el clérigo estaba de más. Sin embargo, la mujerona, después de arreglarle las almohadas, salió discretamente, dejándole a solas con el médico del espíritu.
Éste permanecía a la boca de la alcoba, como hombre indeciso que aguarda la inspiración para proceder. Sus miembros los paralizaba el frío mortal; pero allá en el foco donde antes titilara, próxima a extinguirse la sobrenatural chispita, había ahora estallado llama intensa, que empezara a arder lentamente, y después adquiriera tal incremento, que el apóstol se sentía abrasar... Ya no pensaba el señor doctoral ni en refocilarse con unas gotitas de anís, ni en arrimarse a un buen fuego de leña, ni en volverse a sus tibias sábanas. De repente se llegó a la cama del enfermo, y delante de ella se hincó de rodillas. El escribano clavó en él sus ojos apagados, amarillentos y turbios.
—¿Qué... hace usted... ahí? —articuló trabajosamente.
—Rezo —contestó el apóstol— para que usted se confiese, se arrepienta y se salve.
—Y a usted ¿qué... ajo... le importa... que yo...? ¡Por vida...! ¡Pepa!
—No llame usted, que Pepa sabe que ningún mal vengo a hacerle. El que usted se salve me importa mucho —contestó el doctoral irguiéndose, creciendo en voz, carácter y estatura, y encontrando en sí una fuerza de voluntad y hasta una afluencia de frases que no tenían nada que envidiar a las del padre Incienso—. Me importa mucho, porque usted podrá morirse hoy; pero yo estoy seguro, ¿lo oye usted?, de que no viviré ocho días. Me encontraba en la cama resfriadísimo; me he levantado para venir a confesar a usted; me he calado hasta los huesos, y sé que he ganado la muerte. Y como no he de presentarme delante de Dios con las manos vacías del todo, ¡caramba!, me he empeñado en salvar su alma de usted para no perder la mía. En mi vida le serví de nada a Dios..., ¿lo oye usted?; de nada absolutamente. Ahora me llama a sí, ¿y quiere usted que yo le diga: «Soy tan tonto que no supe ablandar al escribano Roca»? Ahora me ha entrado un don de persuadir que no tuve nunca; ¿quiere usted impedirme que lo aproveche? No, señor...; usted me oirá. Antes me hacen pedazos que irme de aquí sin absolverle... Máteme usted si gusta, pero atienda mis palabras.
* * *
El último episodio de la historia del doctoral ocurre en el pórtico del cielo. A él llegaron juntas las almas del apóstol y del escribano, convertido por su tardía elocuencia. El escribano, a la vez avergonzado y loco de gozo (porque con la ganga de ir al cielo, dígase la verdad, no había soñado él nunca), se apartó, a fin de dejar paso al alma del doctoral. Y el doctoral, sonriendo al pecador, se hizo atrás y dijo humildemente:
—No: usted primero...
«La Época», 26 febrero 1891.