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Desde entonces su vida tuvo un objeto, una finalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse el tiempo en su casa, insensiblemente; aquel interés era vitalidad, era rayo de luz en el limbo. Hasta cuidar a la tísica le parecía género de diversión; y no digamos vestir y desnudar a los chiquitines (tres tenía Ignacia), porque eso sí que envolvía inmenso placer. ¡Tan guapos, tan zalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganas de comérselos por pan! A la insípida existencia propia, Romana sustituyó la ajena; careciendo de afectos, recogió con avidez los que no la pertenecían; no padeciendo disgustos ni cuidados, adoptó los de Ignacia; la escasez de metálico, las inquietudes por la enferma, por el sarampión de los chiquillos, por la urgencia de vestirse de invierno...; y se acostumbró a no entrar en casa de Ignacia sin un paquetito: ropa, artículos de consumo, medicamento caro, juguete... El momento de desenvolver el regalo proporcionaba a Romana gratísima emoción. Los chicos se agarraban a sus faldas, trepaban hasta su cuello, la asfixiaban a cariños.
9 págs. / 15 minutos.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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