—Aquí estoy yo —dije al entrar—, aquí estoy yo, venga esa madeja, que
la tendré de rodillas y todo para que devane a gusto la señora princesa
Micomicona.
—No me hace falta. Muchas gracias —contestó Pastora sin alzar los ojos.
—¡Uy qué vientos de cortesía soplan! Malo, malo.
Senteme en mi sitio de costumbre, y Pastora siguió con su labor, sin volver siquiera el rostro para mirarme.
—¿No me dices nada, mujer?
—¿Y qué quieres que te diga? Habla tú.
Levanteme, y con rápido movimiento sujeté entre las mías sus manos,
al mismo tiempo que de un disimulado puntapié hice volcar el argadillo.
—¿Qué confianzas son estas? ¿A ver? —dijo ella tratando de desasirse.
—Hoy no se devana.
—Pues. Vendrás tú a hacerme mis obligaciones.
—Tengamos la Fiesta en paz, Pastorcita. Yo he acudido aquí para
hablar contigo, para mirarte, y no para que me pongas hocico. Levanta
esos ojos de sol y te dejaré devanar.
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
607 libros publicados.