Pascual López

Autobiografía de un estudiante de medicina

Emilia Pardo Bazán


Novela



Prólogo

Va arraigándose cada vez más la costumbre de que toda obra que sale a luz y no lleva al frente un nombre de autor acreditado y aplaudido ya del público, se ampare bajo la égida protectora de un prefacio más o menos extenso, con la firma de algún célebre crítico o prosista, al modo que en las tertulias los antiguos asistentes presentan e introducen a los modernos. Este requisito del prólogo, elevado ya a sacra fórmula del ritual literario, no lo suelen omitir nunca los autores noveles, particularmente si pertenecen al sexo menos dado a manejar la pluma.

El prólogo es, de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto. Halla con esto el prologuista ocasión oportuna de mostrar y lucir sus conocimientos, ya renovando y trayendo a colación añejas contiendas entre escuelas rivales, e ingiriendo con maña y tino unas cuantas citas de autores antiguos y modernos, ya discurriendo con agudeza o profundidad sobre cuestiones y puntos de crítica delgada y sutil. Con lo cual, y la indispensable añadidura de elogios calurosos y razonadas exhortaciones al autor, y de no pocas advertencias al público, a fin de que observe e inscriba en el anuario la nueva estrella que acaba de asomar por el horizonte, termina el prefacio y queda el joven libro apto para arrostrar la terrible prueba de la publicidad, como Don Quijote, después que el ventero le hubo conferido la gloriosa orden de caballería, quedó dispuesto para todo linaje de empresas y aventuras.

No encuentro yo ciertamente reparo grave que poner a esta usanza del prólogo, excepto que suena a literario reclamo lo de realzar con el barniz de un apellido brillante otro ignorado y modesto, a lo cual suelen añadir los editores la maliciosa treta de imprimir en la portada, en letras tamañas como nueces, el nombre del autor del prólogo, mientras para el de la obra usan un tipo menudito como alpiste. No obstante, confieso y declaro que tengo por tan poderoso el atractivo de las reputaciones y glorias adquiridas en el palenque de las letras, que no me extraña que aun per accidens nos agrade enlazarlas a nuestra personalidad humilde; de suerte que, a no saber yo de buena tinta que a ninguno de los ilustres amigos con que el cielo me favoreció sobra tiempo ni faltan ocupaciones, quizás hubiera acatado la ley del uso, pidiéndoles media docena de páginas de su galana prosa para que rectificasen y diesen tono a la desabrida mía. Pero fuera abuso distraer y molestar, con poca causa, a ingenios que en mejores trabajos se emplean.

Un riesgo corre asimismo, en mi entender, quien decora con fachada opulenta pobre choza; y es que la proporción y gallardía de aquélla pongan de manifiesto la mezquindad y miseria de ésta. ¡Cuántas veces ocurre comprar un libro, y leído con deleite el prólogo, arrojar con enfado el resto, que por comparación resulta insufrible! No es otra la suerte de la fea que atrevida se coloca al lado de una beldad. Suele acontecer a menudo que en los propios encomios que al autor dirige el prologuista, se nota un matiz de deferente compasión, claro indicio de que en ellos entra más amistosa indulgencia que sincero entusiasmo. Bien es verdad que por ventura puede ocurrir que el autor, andando el tiempo, se sobreponga y vuele más alto que el condescendiente crítico que le perdona la vida: díganlo los prólogos de las obras de uno de nuestros ingenios más floridos (que por más señas vestía faldas y ya abandonó este mundo), prólogos en que no deja de marcarse la tendencia indicada. También se ve frecuentemente que las alabanzas sembradas con largueza en el prólogo aparecen tan desmedidas y pomposas, que el lector, con escasa caridad, vuelve la oración por pasiva. Yo, que reconozco en los prólogos tales inconvenientes, debo, sin embargo, hacer constar que no me he visto a ellos sujeta; pues la única obra mía que anda precedida de un prólogo (el Ensayo crítico sobre las obras del Padre Maestro Feijoo), tuvo la dicha de hallar un prologuista tan diestro y docto, que midió el loor y la censura hasta donde ésta por delicada no ofende, y aquél no empalaga por discreto.

Hay, con todo, ciertos libros que de suyo piden prefacio; señaladamente los volúmenes de poesías líricas o heroicas, que nada pierden con que les preceda una crítica inteligente y sentida, las obras trascendentales que encubren pensamiento profundo bajo ligeras apariencias, como son las sátiras de gran alcance; las producciones, en suma, cuya intención doctrinal no resulta bastante clara y determinada para la mayoría del público. Siempre que el prólogo ponga al lector en camino de leer con más provecho la obra, diré que es acertada añadidura o complemento indispensable. Donde no, me parecerá una superfluidad, que puede en sí ser bella, pero que cabe suprimir sin daño alguno del libro.

En vista de todo lo ya apuntado, consideré que no teniendo Pascual López mayores ínfulas que de novela sencilla y más o menos entretenida, bastábanle para introducción unos renglones de su propia autora. En ellos cabe cuanto acerca de tal libro puede, según entiendo, decirse: Pascual López es el extracto, atinado y puesto en orden, de los apuntes autobiográficos de un estudiante de medicina en la insigne escuela compostelana. Por antojárseme que las aventuras, comunes unas y extraordinarias otras, del pobre mozo, alcanzan a proporcionar con su lectura un rato de solaz al que las repase, me tomé el trabajo de corregir y enmendar las confusas notas, de esclarecer algunos puntos oscuros y mal explicados que advertí en ellas, de apoderarme de las ideas del estudiante, desenvolviéndolas, de acortar hartas divagaciones, y de reemplazar el estilo no muy castizo con el mío que, sin ser inmejorable, aventaja extraordinariamente al de mi protagonista.

Agradome la tarea de pergeñar y dar forma a las sueltas hojas del diario de Pascual López, ya por si su publicación puede mover al gobierno y a los sabios a escudriñar lo referente al importantísimo asunto y problema que en ellas se menciona, ya porque los sucesos de esta historia pasan en un pueblo de mí tan preferido y visitado como Santiago. Me inspiran singular predilección e interés las ciudades antiguas y melancólicas, envueltas en sus recuerdos, como un rey caído en el armiño y púrpura marchita de su augusto manto. En España, nación cuyo pasado hace palidecer más y más al presente, son bellos para el pensador los lugares que hablan con sus monumentos elocuentísimos, con sus soberbias carcomidas piedras, con la silenciosa majestad de su abandono. Toledo, Burgos, Salamanca, Santiago, guardan cual urnas cinceladas y roídas por el tiempo, las cenizas del espíritu nacional, el polvo de los colosos de nuestro espléndido ayer. De todos estos sarcófagos imponentes, el que más huella imprimió en mi fantasía fue Santiago; no en verdad porque su leyendario atractivo o el carácter tradicional de sus edificios me parezca superior al de otras poblaciones españolas, sino porque hubo de ser la primera que en la aurora de la vida despertó mi mente a la contemplación de edades muertas, bajo los pilares de su Catedral y en las revueltas de sus tortuosas calles. Consagrele las primicias de mi imaginación adolescente, y a despecho de cuantas maravillas arqueológicas pude más tarde admirar en mi patria y en extrañas tierras, no se borró jamás aquella impresión viva y temprana. De suerte que vi con interés grande localizada en Santiago la trama de Pascual López.

Por si algún crítico, de estos que se empeñan en profundizar el sentido de los libros más que sus mismos autores, se dedica a inquirir cuál sea mi propósito y qué es lo que quiero significar con la autobiografía de mi estudiante, haré una salvedad, anticipando la única explicación que me es posible ofrecer a los asiduos destiladores de quinta esencia. Sin que yo me atreva a terciar en la acalorada polémica, a cada paso rediviva, del arte docente y el arte desinteresado (cuestión abstrusa que me pone miedo cerval con recordarla sólo), diré que creo que toda obra bella eleva y enseña de por sí, sin que el autor pretenda añadir a la belleza la lección. Mas el punto estriba cabalmente en que sea bella la obra. ¿Lo es mi novela? No estoy autorizada para decirlo: mi voto es recusable. De encerrar Pascual López, en su género, alguna verdadera belleza, contendría también alguna enseñanza. De no, las enseñanzas que tratase de inculcar alcanzarían sólo a hacer más tediosa la novela. Claro está que en mi pensamiento alguna significación moral tienen los personajes de la obra; pero si he andado tan torpe en el arreglo y refundición de los apuntes de Pascual López que no logre que el lector inteligente y discreto saque la consecuencia de lo que lee, prefiero callármela, no sea que me arguya con que, puesto que la quise decir, debí haberla dicho.

Y no añado más a la introducción, que antes enfada lo largo que disgusta lo breve. Terminaré declarando con sinceridad que, a pesar del amor que inspiran los hijos del entendimiento, no me sorprenderá que esta obra se sumerja en el golfo del olvido, donde anualmente caen tantos libros, quizás más sazonados, gustosos y amenos que Pascual López.


Santiago, abril 16, 1879

I

No creo que venga a cuento para la narración de esta verdadera cuanto inverosímil historia, decir cómo fui por mis padres consagrado desde mi tierna infancia al arte de Hipócrates y Galeno, y cómo hube de dejar el regalo de los paternos lares por la estrechez de una mísera posada. Ignoro en qué particulares signos y marcas pude revelar disposiciones felicísimas y raras aptitudes médicas; pero es lo cierto que una mañanica me hallé en Santiago hecho estudiante.

Cuando tal aconteció era yo un mozancón más espigado de lo que mis años pedían, muy reñido con los libros y muy amigo de pasarme las horas vagabundeando o mano sobre mano. Pienso que esta mi holgazanería fue cabalmente la que inclinó a mi familia a dedicarme al estudio. La cava, la siembra, la siega, no entraban en mi reino: luego yo tenía a la fuerza que ponerme a sabio. Mucho trabajo me costó deshabituarme de la rústica abundancia que en su hogar montañés ostentaban mis padres, a fuer de ricachones labradores gallegos; (y es de advertir que estos tales, a pesar de su fama de cicateros y mezquinos, son, según la experiencia y viajes me han demostrado, los mayores pródigos y manirrotos de toda España). Ello es que yo, al beber el caldo turbio y chirle que nos regalaba la fementida patrona, al engullir su pelado puchero, traía a la mente las perpetuas bodas de Camacho que atrás dejara, y envidiaba de todo corazón a mis hermanos, los que quedaban arando sin pensar en mojigangas de estudios ni de Universidades.

Si era en otoño, decía para mi sayo: tiempo de vendimia, de castañas, nueces y mosto, ¡quién te cogiera allá! Si en invierno: ¡valientes perniles y chorizos cocerán en el pote de casa! Si en primavera: ¡viérame yo buscando nidos de jilgueros y lavanderas, moras y fresillas silvestres, y no preso en estos bancos y oscuras cátedras! Y finalmente, en carnestolendas recordaba el antruejo que solíamos vestir, pereciendo de risa, con todos los trapos que hallábamos a mano, dándole por corona un ruedo de paja, por cetro una escoba, y pintorreándole de hollín la cara, mientras la sartén puesta en la trípode cantaba el estribillo con que suele acompañar el nacimiento de las amarillas filloas. A veces, como para irritar mi deseo, llegábame una famosa remesa de jamones, pilongas y tal cual abigarrada perdiz, muerta en los maíces a perdigonazos del cura de nuestra parroquia. Poseíame entonces violenta murria o nostalgia, al través de cuyos vapores divisaba cuadros campesinos, embellecidos por el espejismo de la distancia: ya las noches de deshoja, en que a la luz del candil mortecino, sentados en el suelo y haciendo corro, desnudábamos de su follaje la rubia espiga, no sin broma y algazara; ya las mañanas de romería y fiesta patronal, cuando repican alegremente las campanas de la iglesia y rasgan el cielo los cohetes, y la angosta nave, sembrada de manzanilla, espadaña e hinojo, se impregna de nubes de incienso; y a las tardes primeras de octubre, cuando turbulenta reata de chicuelos asa al rescoldo manzanas y castañas en lo más recóndito del bosque.

Santiago no era ciudad a propósito para aturdir con bullicio mis melancolías, ni para embelesar con pueriles entretenimientos mi joven imaginación. Monumentales edificios, altas iglesias con grandes retablos de amortiguado oro, calles estrechas e irregulares con arcos de soportal, que parecen hechos de encargo para misterios y tapujos, y de vez en cuando cortadas por la imponente mole de alguna blasonada y desierta casa solar o de algún convento de verdinegras tapias y rejas mohosas; paseos cuyos árboles se deshojan lentamente y sus hojas mueren bajo los pies de escasos transeúntes; alrededores apacibles, mudos, verdes y frondosos a causa de la humedad, pero sellados con la tristeza peculiar de los países de montaña: tal es Santiago. De día, a la luz del sol, la Jerusalén de Occidente (que así suele ser nombrada en elegante estilo), parece venerable y pacífica, sin austeridad ni ceño; pero en las largas noches invernales, cuando en las angostas calles se espesa la oscuridad, y la enorme sombra de la Catedral se proyecta en el piso de la Quintana de muertos y el reloj cuenta las horas con lengua de bronce, y la luna vierte vaporosas olas de luz sobre las caladas torres, la impresión que produce Santiago es solemne. ¡Oh, si yo fuera dado a filigranas poéticas!, ¡qué linda ocasión se me ofrecía ahora para describir los efectos de perspectiva que en la serenidad nocturna producen los majestuosos edificios, mudos testigos de la muerta grandeza de tan ilustre ciudad! Aquí venía como de molde recordar los antiguos peregrinos, que en otros siglos se postraban ante el bizantino Apóstol, rígido y severo bajo su pesada esclavina de purísima plata; las leyendas, las consejas más o menos tradicionales que cada callejuela de Santiago puede narrar, desde aquella que vio caer a un arzobispo bajo el puñal de los asesinos cuando en sus manos llevaba la Sagrada Forma, hasta la que presenció la agonía del inocente Ome Santo. Pero así me curaba yo de leyendas como de lo que ahora acontece en la China. Traíanme a mal traer mis primeros estudios elementales, que a mí se me antojaban fundamentalísimos. Como el día se me iba volando, entretenido no sé en qué, fuerza era aplicar los codos de noche. ¡Vigilia eterna que iluminaba la dificultosa claridad de una vela de sebo! Porque al tiempo que yo comencé a dar frutos de ciencia, no había llegado aún a aquellas alturas el petróleo, y sólo unas complicadas lámparas de gas schiste atufaban a los amigos de novedades. En las horas perezosas de tales noches me familiaricé con los ruidos de la calle, y distinguía ya el paso cadencioso de los serenos del andar precipitado del transeúnte que se acogía a su techo, escandalizándose de pisar el arroyo a las diez. Acompañábanme asimismo los gritos guturales y plañideros con que pregonan los vendedores las ostras y lampreas, y el regocijado cantar de los estudiantes, que, más felices que yo, hacían novillos a Minerva para festejar a Apolo.

El estudiante que cuenta con amigos y dinero, que puede frecuentar círculos, teatros y demás lugares de recreo y solaz, vive alegre el tiempo que considera dulce paréntesis entre la severidad de la casa paterna y los deberes y cargas del estado matrimonial. Pero yo, pobre de mí, era un mocosuelo medio campesino, hecho a la soltura rural, y más provisto por mis padres de admoniciones y consejos que de ochavos; de suerte que me hallaba en Santiago como enjaulado pájaro, que ni aun alpiste y lechuga a discreción posee. Iba muy de mañana al Instituto, tiritando a pesar de mi carrik; cabeceaba de sueño durante la conferencia del profesor; pellizcábanme mis compañeros de banco, no sé si por caridad o entretenimiento, y solía yo replicarles con otros pellizcos, no sin ponerme en ocasión de ser favorecido con encerrona o filípica. Las tardes me solazaba y esparcía embistiendo a pelotazos a los murallones del monasterio de San Francisco o de la Compañía de Jesús, o bien en tumultuosa junta con otros de mi laya reñía descomunales batallas a canto pelado por aquellas amenidades de Santa Susana y del río de los Sapos. Algún anochecer, y particularmente los domingos jugábamos una brisca zapatera o un tute real mis compañeros de posada y yo; arriesgábanse ochavillos, acaso tal cual pieza isabelina de dos cuartos (los perros grandes y chicos no habían penetrado aún en nuestro sistema monetario, a merced del huracán de las revoluciones), y quizá llegaban a atravesarse cigarrillos de papel, ofrecidos por los talludos para mejor viciar a los novatos, y en que el tabaco solía recibir aleación de raspaduras de madera.

Poco a poco, conforme corría el tiempo y penetraba yo en la comunión escolar, empecé a percibir que iba acordándome menos y con menor cariño de mi aldea, a la vez que me convencía de la posibilidad de ser estudiante sin abrir los libros, que, sosegados, inofensivos y bonachones, dormían el sueño del justo en el cajón de la mesilla de pino, mueble el más lucido de mi palacio. Fuime acostumbrando a estudiar en el año obra de un mes, distribuido de esta suerte: quince días a principio de curso y quince a fin. Los quince primeros eran los que tardaban en borrarse de mi ánimo y oído el eco de las no muy blandas razones con que mi padre me exhortaba a aplicarme para llegar a ser hombre de provecho, y de las prolijas súplicas de mi madre, encaminadas a que me zampase todo el saber humano, siempre que pudiese digerirlo sin detrimento de la salud. Los quince últimos eran los que precedían al terrible trance de los exámenes. En aquel período se desplegaba la concienzuda actividad con que los gallegos ponemos en planta lo que se conoce por trasacuerdo. Allí el intelecto se prensaba y apretaba, y la memoria se estiraba, almacenando en ella a escape especies e ideas, como los viajeros descuidados amontonan a última hora ropa en los baúles. Allí era el tomarse las lecciones unos a otros, incrustándolas en la retentiva hasta poder repetirlas como papagayos. Allí el sudar, el maldecir de la larga holganza, el proponer mayor asiduidad para otro curso, el comer poco, el dormir menos, el soñar alto, el consultar el rostro del profesor como un barómetro, por si a dicha revela hallarse de buen talante y estar propicio y dispuesto a consentir que pasen carros y carretas por el estrecho sendero del saber; allí las recomendaciones sin número, las intriguillas sin cuento, las influencias suaves y eficaces, y por último, hasta las respuestas de antemano escritas con lápiz en el blanco puño de la camisa del examinando... Tras de angustioso purgatorio, vislumbrábamos el paraíso de las vacaciones.

Así, yendo un año y viniendo otro, fuime aficionando cada vez más a la libre vida estudiantil, que tiene fueros de gremio e inmunidades de cofradía. Ya no me curaba de despachurrar terrones, y ordeñar cabras y vacas allá en la montaña; ya comparaba con cierta fruición mis ropas de señorito y mis manos pulidas con el rústico arreo y las garras callosas de mis parientes. Más me divertían los espectáculos que toda villa, incluso Santiago, ofrece a la mocedad aturdida y casquivana, que los agrestes pasatiempos que encantaran mi niñez, a pesar de que en éstos me daba yo tono de personaje, y era el gallito de la reunión, subyugada por mi futura grandeza.

Al acercarse octubre volvía a mi elemento, a Santiago. Aquello de pasarse las horas muertas en un cafetucho, teniendo una copilla de ron o marrasquino delante y asido con la indecisa mano el seis doble del dominó o la torre del ajedrez; aquel dar vueltas, al oscurecer, rebozado en derrotada capa, por los lóbregos soportales de la Rúa del Villar, o por las tortuosas curvas del Preguntoiro, saboreando la delicia que experimenta todo español de raza al pasearse sin objeto ni necesidad; aquel entrarse de rondón por un baile, si no de candil, por lo menos de quinqués mal despabilados, y danzar con juvenil ímpetu y elásticas piernas, hasta que falta el aliento o interrumpe el placer una quimera en que la gente artesana y la estudiantil vienen a las manos, y llueven mojicones, y menudean puñadas, y se reparten y reciben a bulto sin saber de quién, finalizando todo con la aparición de la policía; aquel apostarse en el pórtico de una iglesia o en el hueco de un escaparate de tienda, saludando con requiebros a los lindos palmitos que cruzan garbosos y ligeros, o con cuchufletas a las dueñas quintañonas que salen arrastrando los pies; aquel chillar, silbar y apostrofar desde la cazuela del Teatro; aquel salir en Carnavales de tuna con manteos y tricornios, y una cuchara y tenedor cruzado sobre la frente, cantando en festivo tono bulliciosas jotas... Niñerías eran y desahogos de los verdes años, que acaso no revelaban gran cultura; pero tan singularmente atractivos, que corrían días y pasaban semanas, y andaban meses sin que me cansase la bohemia y picaresca vida. Excusado es añadir que con ella fui dando razonables sangrías al bolsillo paterno. Cada vacación me llevaba yo sabido mayor número de tretas para explotar el filón de la credulidad de los autores de mis días. Unas veces era que nos habían exigido que nos presentásemos en cátedra muy lechuguinos y peripuestos, lo cual demandaba cuarenta pesos para un traje de lo más exquisito; otras que una grave enfermedad me costara tanto de médico, tanto de drogas y cuanto de gallina en el puchero; otras, que siéndome insuficiente el alimento de la posada (mentira que andaba a dos dedos de ser gran verdad), comprendía mi presupuesto partidas de queso, pan, vino y demás tente en pies, y, por último, así como el estudiante del cuento hizo de Marco Tulio Cicerón tres personas distintas, convertí yo cada autor de texto en varios autores. El corazón materno se ablandaba fácilmente con súplicas reforzadas de caricias y cucamonas, e iba soltando unas pesetejas y aun por ventura algún doblón de a cuatro muy envuelto en trapos o papelitos: poca cosa todo, pero mucha para la hacienda de mis padres, que si en su aldea vivían ancha y holgadamente, y pasaban plaza de Fúcares, no podían, sin embargo, estirar algo el pie sin sacarlo fuera de la manta: ley común en Galicia, cuya propiedad está muy fraccionada, y donde no existen los caudalazos saneados de Castilla y Andalucía.

Con toda su escasez las dádivas así recaudadas me sobraban a mí para darme tono y triunfar entre mis compinches. Estos no pertenecían enteramente a aquella clase de hambrones que viven de un poco de caldo y tocino, cuando no de la gracia de Dios, y que a la luz de una torcida empapada en saín estudian como benedictinos; ni tampoco eran de los privilegiados alumnos de Minerva que se alojan en la mejor fonda o casa de huéspedes, encargan ropa a Madrid, y visitan a los profesores dejándoles tarjetitas de cartulina inglesa. Representaban mis compañeros la mayoría mesocrática; mozos a quienes su familia mantenía sin estrechez, pero sin asomo de lujo; provistos de lo necesario y privados de lo superfluo; que contaban con puchero y capa, mas no con café, licores y levita flamante. Por ende, el que sentía en el bolsillo del chaqué la grata pesadumbre de un duro, miraba a sus colegas de alto a bajo, hablaba gordo, convidaba y era momentáneamente el jefe de la partida. Hartas veces lo fui yo, merced al derecho divino de la moneda de a veinte.

Pero así como no hay mal que cien años dure, tampoco no hay embuste que al fin y al cabo no llegue a descubrirse, por raro e imprevisto modo. Sucedió que mis padres, no sé en qué forma, llegaron a enterarse de que mi conducta no era fiel trasunto de la del estudiante aplicado y metódico, y de que las asignaturas perdidas a pretexto de enfermedades no lo fueron sino por mucha holgazanería y mayor descuido. Recibieron tales informes a mediados del año escolar, precisamente cuando me hallaba más embebido en jaranas y francachelillas. Vivíamos entonces en fraternal consorcio bajo el techo de una misma posada cuatro mozalbetes, de los cuales tres arribáramos, no sin muchos tropezones y caídas, a los primeros años de medicina: y digo a los primeros, porque aprovechando la libertad de enseñanza proclamada recientemente, mezclábamos asignaturas de dos años diferentes. De perlas nos venía el oleaje del río revuelto, porque nos proponíamos tentar el vado en muchas clases, que, a mal dar, siempre despacharíamos seis u ocho siquiera. El cuarto comensal estudiaba, digámoslo así, farmacia, y estaba ya en tercer año; era este tal nuestro decano, mentor y bufón en una pieza: el que nos enseñaba a contestar con descaro en los exámenes, a disertar un cuarto de hora sin decir nada entre dos platos, a hurtar a la patrona algún fiambre culpando al gato inocente, a todo género de diabluras en fin. Llamábase Cipriano, y era avellanado y enjuto, de largos dientes y ojos burlonísimos. El resto de nuestra tribu se componía de un bendito, víctima expiatoria y blanco perenne de nuestras chanzonetas; muy cerrado de mollera, muy terco, pero excelente en el fondo, y al cual venía de molde su nombre de Inocencio; y de un jaquetón, robusto y fornido, completamente inepto para el estudio, pero maestro en puñadas, capaz de deshacer una mesa con un dedo, y a quien sus admiradores llamaban Manuelón.

Acaeció pues, que cierta mañana, a la hora en que debíamos hallarnos como científicas abejas libando la hiblea miel de la doctrina, no estábamos todos cuatro sino muy orondos y repantigados en nuestros fementidos lechos, los cuales ocupaban un camaranchón a manera de dormitorio, en que nos había juntado no sé si nuestra amistad o la economía de la patrona. Imperaba en la habitación el más pintoresco desorden. Hallábase perfumada la pieza con infame esencia de tagarnina, con tufillo de pábilo de sebo; sembrada de prendas de ropa por aquí y por acullá, de botas en mal uso y de algún libro nuevecito abrigado bajo venerable capa de polvo. La lluvia, a impulso de las ráfagas de viento, hería y bañaba los cristales de la ventana, y con ruido cadencioso y monótono escurría de las canales a la calle. Nosotros nos relamíamos de gusto tratando de necios a los que a despecho del temporal dejaran las regaladas plumas por el duro asiento que la diosa sapientísima brinda a sus hijos. Colocáramos nuestros catres de manera que las cabeceras formasen los lados de un cuadrado, cuyo centro era la mesilla de pino: y echados boca abajo, los codos descansando en las almohadas, y con luz encendida, que otra cosa no consentía lo oscuro del cielo, jugábamos a los naipes bien haría una hora.

La de las diez podría ser y nuestra animación se revelaba en risotadas, chanzas, dicterios y reniegos; y como de costumbre hacíamos infinitas trampas al bueno de Inocencio, que estaba ya cariacontecido y mohíno. De improviso vimos abrirse la puerta, pareciendo en su marco una cosa que casi nos trocó en estatuas de sal: y sin embargo no era fiero basilisco, espantable gorgona ni fatídico convidado de piedra, sino el manteo lustroso, la prolongada teja y los pies hebilludos de un canónigo de la metropolitana Iglesia en que se guardan los restos del patrón de las Españas. Entró y su primer cuidado fue abrir el chorreante paraguas que sin duda por atinada precaución no quisiera dejar en la antesala, y colocarlo en un ángulo del cuarto, de manera que escurriese en debida forma. Y después, con pastosa y profunda voz, verdadera voz de iglesia, dirigiose a nosotros, que debíamos de parecer papamoscas según estábamos de quietos y absortos, saludándonos con un:

—Felices días nos dé Dios. Beso a ustedes la mano.

El mismo silencio y suspensión por nuestra parte.

—Siento mucho haber interrumpido a ustedes, pero traigo un asunto urgente, que no admite espera.

Y nosotros tan embobados. Éramos al cabo pobres diablos, que habíamos visto el mundo por un agujero. Al fin Cipriano, que tenía más camándulas y desvergüenza, rompió el hielo exclamando:

—Usted dispense. Como estamos en un traje así tan de confianza... (a él se le salían los codos por una almilla de franela, nada limpia). Si usted quiere sentarse... ahí no, en esa silla no, que no está sana... en esa tampoco... Estará usted mejor en ese baúl.

El canónigo permaneció cruzado de brazos y con gesto severo. Era hombre de vigorosos miembros y recias proporciones, de prócer estatura y pobladas cejas, que traía a la memoria los prelados batalladores que rechazaron de nuestras costas a los normandos. Todo Santiago conocía a aquel canónigo, de quien se contaban rasgos de valor y fuerza en su juventud, si bien desde que la nieve de los años cubría su sien, nadie le viese hacer más vida que la del sabio de fray Luis de León, que se la pasa a solas, ni envidiado ni envidioso. Si algo pudiera revelar en él al bizarro lancero de Cabrera, serían las inflexiones varoniles de su voz en el coro y el fuego que a veces despedían sus ojos tras de la aguileña nariz. A mí en aquel momento me pareció torvo y terrible su ademán, cuando pronunció:

—No pienso gastar mucha prosa, y para lo que tengo que decir puedo hablar de pie. ¿Cuál de ustedes se llama Pascual López?

—Servidor de usted —contesté balbuciendo.

—Por muchos años. Pues ha de saber usted que yo conozco a su padre, a su madre, a toda su familia, y no es porque esté usted delante, pero son gente muy de bien. Su madre de usted y el difunto marido de mi hermana son de la misma parroquia, y mi hermana se pasó alguna temporada cerca de su casa de usted.

Repuestos ya todos de la sorpresa pueril de un principio, cobró Cipriano su gárrula locuacidad y desparpajo de costumbre; y alentado del tono más benigno del canónigo, dio suelta al buen humor que le retozaba en el cuerpo con estas frases.

—Señor canónigo, ya comprendo por qué se ha molestado en visitar este palacio. Usted vendrá sin duda a traer a Pascual, de parte de su familia, algo de cumquibus. Buena falta que le hace; no podía usted llegar en mejor ocasión. Repare usted el estado de sus botas.

Y señalaba las suyas propias, que se reían insolentemente a pocos pasos. El canónigo frunció sus cejas anchas, con no menor majestad que el Júpiter de Homero, y se adelantó hacia mi lecho, haciendo temblar el piso bajo la carga de su corpulencia y de las firmes pisadas de sus pies calzados con flojo zapato, sobre que resplandecía la hebilla de plata lavada por la lluvia. Gravemente se encaró conmigo diciendo:

—Bien se ve que es muy cierto cuanto me dicen sus padres acerca de los malos pasos en que usted anda, y de las peores compañías que frecuenta. A las diez de la mañana, jugando y con mocitos descarados... Ea, sírvase poner los huesos de punta que ya va siendo hora de almorzar y yo estoy en ayunas, si de pecar no.

—Si usted gusta —dije todo aturdido—, se le hará aquí chocolate.

—Usted es el que va a tomarlo conmigo, y sin demora. Vístase usted: cuanto más pronto mejor.

—Es que...

—Yo me colocaré de modo que no le impida levantarse con libertad.

Encaminose a la ventana volviéndome la espalda, y pegó el rostro a los vidrios turbios, puercos y ofendidos de las moscas, en que para mayor adorno y claridad pegáramos estampas recortadas, un general Prim a caballo, varias aleluyas y unas majas de un cajón de pasas. Desde allí recreó su vista con la perspectiva de las casas fronteras.

Mis compañeros me hacían señas y guiños, ahogando sus carcajadas y murmullos con la sábana y la manta. Cipriano reía, pero Manuelón, que gastaba sus ribetes de avanzado, gruñía descompasadamente y enseñaba los puños al canónigo, que por supuesto no podía verle. Yo no sabía lo que me pasaba, pero no dejé de echar una pierna fuera de la cama, y tras de la una la otra, acabando por vestirme en un santiamén. Terminado que hube me llegué al visitante, murmurando con ejemplar sumisión:

—Aquí estoy para lo que usted guste mandar.

—¡Pronto despachó usted! Pero, ¿ha recogido usted sus trastos, los libros y el equipaje? La criada está aguardando por orden mía para llevar la maleta.

—¡La maleta!

—¡La maleta! —replicaron tres voces.

Y Cipriano, vuelto serio, y aun con malos modos, gritó:

—¿Pero qué, se lleva usted a Pascual?

Al paso que Manuelón mugía con voz bronca:

—¿Tú te vas con él, grandísimo bárbaro? (Era la forma cariñosa de su pena por perderme).

—¿Y a ustedes quién les ha dado vela en este entierro? —dijo el canónigo midiéndolos a todos, y particularmente a Manuelón, con desdeñosa ojeada—. Yo traigo órdenes de quien por derecho humano y divino manda en este mozo. Véngase usted, Pascual.

—Pero así, de pronto... —objeté yo.

—No se necesitan preámbulos. Acabe usted de llenar su maleta. No se cuide de nada más: ya he hecho yo cuentas con la patrona. ¿Quiere usted que le ayude a liar el hato?

Obedecí por máquina. Siempre impresiona la primera vez que los padres demuestran no ser de mazapán, y aunque el castigo no amenazaba ser espantoso, moralmente me producía lo que se llama saludable temor. Los bigotes de un guardia civil me impondrían menos que las cejas del canónigo.

—Respetable señor —dijo Cipriano incorporándose en la cama—, ¿no nos concederá usted siquiera este día, para dedicarlo a la amistad? Mire usted que yo estoy afectado con esta marcha repentina, y que a Pascual las impresiones fuertes le hacen también daño.

—Ya podían venirme a mí con que me dejase llevar de este modo por un cura, refunfuñó Manuelón.

El canónigo les lanzó otra ojeada, y adiviné en el movimiento de sus cejas no sé qué tentaciones vivísimas, que particularmente tenían por blanco a aquel hércules provocativo que lucía sus brazos musculosos: mas prevaleciendo la dignidad, se volvió y no pensó sino en acelerar mis preparativos de muda.

—¡Esos libros!... ¡Anda pues si tienen las hojas por abrir! ¡Bueno va! Esa capa no coge en la maleta: póngasela usted, que llueve... Vengan esas camisas... ese pañuelo puede usted dejarlo quedar sin cargo de conciencia: parece una bandera. ¡Loado sea Dios! Ya hemos concluido.

Al cargar yo con el liviano peso de mi maleta, abastecida de todos mis trebejos, vi al canónigo que, echando hacia atrás el manteo con un movimiento enérgico de su nervuda mano, se fue derecho a la cama de Manuelón, y poniéndole la diestra sobre el hombro, con poca blandura, le dijo:

—Usted cree, sin duda, que todo el mundo es de la misma laya que aquellos estudiantes de Tuy que, siendo tres, se dejaron moler las costillas por usted, y además llamar neos y otros motes. Pues a fe que tanto vaya el cantarillo a la fuente que al fin se rompa.

Acompañó estas palabras con la sonrisa casi benévola que la fuerza inteligente dirige a la fuerza material y ciega; y Manuelón, que aunque rimaba con Salomón no tenía nada de lo de ídem, quedose como atontado palomino, abierta la boca y trabada el habla. Fui yo, entretanto, repartiendo un abrazo mudo y frío a mis coholgazanes; respondiéronme ellos con reiterados abur, adiós, que te vaya bien, chico, salud, hasta la vista; y un segundo después no quedaban en el camaranchón más señales de lo acontecido que mi cama vacía y varios regueritos de agua corriendo por el piso en el lugar que ocupó el paraguas del canónigo.

II

El cual y yo, saltando charcos y pisando lodos, y sin hablar palabra que digna de contarse fuera, llegamos a una casa de no mal aspecto, no importa en qué calle y número; y subida la ancha escalera con tosco balaustre de palo, atarazado de la polilla, llamamos y vino a abrir una dueña, cuya cara y rasgos me parecieron grosera copia de los del canónigo. Era como él, robusta y membruda, pero faltábale la armonía y proporción del cuerpo que constituye la buena presencia. Gruesa y arrebatada de color, afeábanla dos parches en las sienes, y en vez de los argentinos mechones que se escapaban del solideo del canónigo, traía ella el pelo pegado y alisado, y encubiertas las canas con no sé qué artificios de hollín y peine de plomo. Estas particularidades reparé después, que así al pronto no pude notar más que la mezcla de dueñesco repulgo y melifluidad, y de rudeza hombruna, que caracterizaba a la hermana del canónigo. Ella salió, con los ojos curiosos y escudriñadores, y el ademán solícito. Don Vicente (que ya es tiempo de dar al canónigo su nombre) la dijo, en vez de saludarla, esta lacónica frase:

—Dos chocolates.

La dueña se escurrió pisando blandito, a pesar de su humanidad voluminosa; y don Vicente me hizo entrar en una desahogada pieza, descansando él en un antiguo sillón de vaqueta y señalándome a mí una silla de paja de Vitoria.

Vivo era el contraste entre el camaranchón que acababa de abandonar y el sitio en que me hallaba. Cuanto allá de incuria, desbarajuste y desaliño, notábase aquí de primor, pulcritud y orden. La mesa escritorio, de antiguo nogal bruñido por el uso, relucía como barnizado ébano; la maciza escribanía de plata, como pluma de cisne; el cuadrito, de plata también, que representaba al Apóstol matando moros, cegaba con su resplandor y con los destellos de la espada y bandera del santo, que eran sobredoradas lo mismo que los turbantes de los infieles. El estante abrumado bajo el peso de voluminosos infolios cubiertos de pergamino, templaba con su severidad el aspecto risueño de la salita, por cuya ventana se veían asomar los pámpanos de vid y las ramas más encopetadas de los árboles de un jardinete. En la piedra del umbral de la ventana, una gata maltesa, acurrucada y hecha un ovillo, se refocilaba aprovechando un pálido rayo de sol, que a dicha rompía las grises nubes haciendo danzar luminosos átomos en la atmósfera apacible de la habitación.

Sentárase don Vicente, como dije, en el sillón a un lado del ancho pupitre, y yo enfrente en la modesta silla. Don Vicente tecleó un rato sobre la tabla del escritorio, como si buscase una fórmula oratoria; y finalmente, clavando en mí los ojos:

—Supongo —me dijo— que ya usted se figurará que para hacer lo que hice, tengo facultades de sus padres, que me ruegan practique la obra de misericordia de mirar por usted y apartarle de malas compañías y peores aventuras. Mucho ha apesarado usted con su porte a esos padres, después que ellos le han favorecido tanto no poniéndole a arar como a los otros hermanos, sino dándole buena y lucida carrera. No estoy yo por eso de sacar a los chicos de su clase, como no muestren grandes disposiciones; pero hoy en día, no hay arroyo que no quiera ser Guadalquivir.

—Sin embargo... —objeté confuso.

—Bueno, bueno; yo no soy tampoco hijo de conde, ni de marqués, sino de un pobre labriego, y por bondad de Dios llegué a esta categoría y dignidad altísima: pero es harina de otro costal, mocito. Antaño estudiábamos lo poco o mucho que se exigía, a conciencia y con fundamento: no nos echaban encima tanta balumba de cosas inútiles, y lo concerniente a nuestra carrera a fuerza de laboriosidad lo embutíamos en los cascos, que no lo arrancaran de allí poleas. Yo —en buen hora lo diga— gasté mucho aceite, y rompí el paño de los codos, pero sabía mi obligación; y a no haber sido por ciertas circunstancias... pero esto no es del caso. Además yo tenía vocación verdadera... ¿Y usted, la tiene de médico?

Respondile broncamente:

—Si usted llama vocación, así... a un entusiasmo, a un delirio... eso, no señor. No me repugna, y basta.

—Está usted en un error... ¡Qué ha de bastar! Sin afición no se estudia, y sin estudiar no se sabe. ¿Lo oye usted? No se sabe, digan lo que quieran esos flamantes sabiondillos de ahora, que en menos que canta un gallo, se calzan la ciencia universal, ¡palabrería! Si usted no piensa dedicarse formalmente a aprender, mejor será que se vuelva con el arado.

—Pero señor, la mayor parte de mis compañeros están en el mismo caso que yo...

—Pero no corren de cuenta de Vicente Prado. Usted va a estar bajo mi vigilancia, y, por consiguiente, vida nueva. Usted estudiará y asistirá puntual a clase. No me ha de perder usted una.

—Lo que es una sin remedio tendré que perderla.

—¿Cómo se entiende?

—Porque simultaneamos.

—¡Simultanear! —gritó el canónigo tragándome con los ojos y poniéndose del color de la escarlata— ¡Simultanear! Así salen ustedes en dos años hechos Sangredillos de tres al cuarto, homicidas con diplomas e impunidad segura. Así dicen ya las gentes: ¡Médico de revolución, prepara la Extremaunción! No, no, caballerito, yo no paso por eso, ni puedo pasar en conciencia. Usted ha de seguir su carrera como Dios manda, año tras año y con método; si no estamos mal.

No sé si fue el enojo pintado en el semblante del canónigo o el tono mandón que empleaba lo que me mortificó y movió a replicar:

—Pues, la verdad, no sé cómo mis padres han autorizado para tanto a personas extrañas. Ya ve usted que se me sigue perjuicio, y a ellos también; tengo el año empezado, y a fe que primero coja el azadón y la guadaña, que sujetarme a ciertas exigencias.

La escarlata de la frente de don Vicente subió a púrpura oscura, sus ojos ardieron y su boca se abrió, sin duda para dar paso a coléricas razones, cuando en el mismo punto resonaron ligeras pisadas, cedió la puerta y vi entrar una persona llevando la bandeja de los humeantes chocolates. Era una mocita como de dieciocho primaveras, espigada, pero de mediana estatura; vestía repulgado y plegado hábito del Carmen, de estameña, ceñido al airoso talle con reluciente correa de charol y ornada la manga izquierda con el coronado escudo de plata; llevaba el cabello partido y alisado y cayendo en luengas trenzas, a la labradoresca usanza. Ataviada así, sonrosado el rostro, bajos los párpados y sosteniendo en ambas manos gallardamente la bandeja, pareciome la recién entrada niña un milagro de donosura, y más cuando la oí decir, con peregrina modestia y una vocecita de almíbar:

—Muy buenos días nos dé Dios.

A que contestamos don Vicente y yo:

—Santos y buenos.

Se acercó ella a la mesa, y depuso su carga con diligencia singular, esgrimiendo unas manos que diputé al punto por copos de apretada nieve. Ante cada uno de nosotros dejó cumplida jícara de chocolate macho, cuyos efluvios aromáticos y vigorosos confortaban; obra de seis rebanadas de pan tostado; hasta tres almendrados finísimos de Belvís; un enorme vaso del agua sutil y clara de Santiago; en el cóncavo del vaso, disolviéndose, un robusto azucarillo moreno, y gruesa servilleta alemanisca, que trascendía a ropa limpia y a espliego, hecho lo cual salió del aposento con la misma celeridad y silencio con que entrara. Entonces hizo explosión, como comprimido volcán, el enfado de don Vicente.

—¿De suerte —prorrumpió sin curarse de la tentadora jícara— que se empeña usted en ser, a toda costa, un holgazán y un perdis? ¿De modo que está usted totalmente maleado? Si yo fuese padre de usted ya sé cómo había de traerle a la razón: que la letra con sangre entra, y las blanduras pierden a no pocos. Pero una vez que no puedo enteramente asumir el sagrado carácter que da la paternidad y usted se propone vivir como las bestias, in quibus non est intellecto, escribiré hoy mismo a su familia, diciéndole su resolución y añadiendo que está usted empedernido.

¡Empedernidos diablos me atenacen, si pensaba a la sazón en cosa alguna más que en la gentil portadora de la bandeja! Las desabridas palabras de don Vicente me volvieron a la realidad. Recordar punto por punto el anterior coloquio; hacer memoria de que don Vicente tenía una sobrina llamada Pastora, cuya fama de hermosura llegara a mis oídos estudiantilmente exagerada; pensar en que el tío de esta criatura se estaba brindando a ser mi guía y director, y que por ende me sobrarían ocasiones de visitar la casa que tal tesoro guardaba, cosas fueron que escribo despacio, pero que calculé y enlacé con presteza eléctrica. Y con la misma mudé rostro, ademán y hasta voz, diciendo humildemente:

—Le pido por Dios que no lo haga, señor, ni dé ese amargo trago a mis padres; que yo, si por malos de mis pecados fui hasta hoy un haragán, estoy arrepentido y me pesa, y propongo muy de veras corregirme y seguir sus instrucciones de usted. No se dirá que tuve la suerte de dar con una persona que por mí se interesa, y que he pagado mal su bondad. Perdóneme usted lo que hablé; estaba acalorado, porque así, al pronto... Pero conozco que le sobra a usted razón. ¿A dónde iría yo, hecho un ignorante? No, señor, usted la acierta; vida nueva.

A medida que discurría yo despejábase la frente del canónigo, serenábanse sus facciones y brillaba en ellas tal contentamiento, que me iba dando vergüenza de mi falacia, y proponía en mi corazón hacer todo cuanto ofrecí. Finalmente dio muestras don Vicente de hallarse aplacado, ensopando una tostada en la jícara, en lo cual le imité.

—Sí señor —proseguí— También es cosa que no gusta eso de tener que andar buscando empeños para salir airoso de un examen. Mejor es trabajar y ganarse los grados.

—¿Lo comprende usted? Es lo que yo quiero inculcarle. Hay que tomar la profesión a conciencia, y lo demás es patarata. ¡Mucho dure el buen propósito! Que no sé si se quedará en agua de cerrajas. De usted depende el cumplirlo: usted no es lerdo: si quiere, facultades tiene. Por de pronto, vamos a lo esencial. ¿Debe usted algo?

—Sí... no... es decir, a la patrona.

—Con esa ya ajusté yo cuentas. ¡Buena alhaja!

—El zapatero de la esquina del Mercado Viejo me hizo estas botas altas...

—El zapatero. ¿No hay más?

—Verá usted... En el café de Mariano... como solemos jugar al dominó...

—¿Y no hay libro de cuarenta hojas? ¡Todo es nonada, comparado con los naipes malditos! ¿Tiene usted contraído vicio? Porque hoy he visto...

—No señor, era la brisca, entre nosotros, por pura broma... a habichuelas...

—Por broma pase... ¡pero cuidado, cuidadito! ¿Y libros? ¿Tiene usted todos los del año?

—No, eso no... Entre los cuatro reuníamos todos; pero naturalmente, no traje sino los que me corresponden.

—¿No le dan a usted sus padres dinero para libros?

—Sí, pero...

—No diga más. Con aguas pasadas no muele molino: pero ¿para cada cuatro un libro? ¡Madre mía del Socorro, mientras tres holgaban, estudiaría uno!

—Alternábamos...

—En roncar y perder el tiempo. Ni jota sabían ustedes de la asignatura. Bueno, ya pasó; pero desde ahora... Otra cosa tengo que preguntar a usted, y es materia algo delicada. Advierta que tengo poderes de sus padres, poderes amplios... que si no...

—Diga usted, diga usted.

—Pues... (Don Vicente se bebió un copioso trago de agua) sus padres temen, y me han encargado que averigüe si tiene usted algún enredo, de esos que a su edad... En fin, usted me comprende.

—Sí, sí, comprendo —repuse con sinceridad y viveza— No, no tengo cosa mala que ocultar.

—A Dios sean dadas gracias. También me encomiendan, como es justo, que mire por que usted no descuide sus deberes religiosos.

Enmudecí. Para no mentir y ser leal, fuerza me era declarar que largo tiempo hacía no iba a misa, sino del pórtico afuera, en donde me recostaba pasando revista a las devotas. No obraba yo así por irreligiosidad, ni por sistema, sino más bien por descuido, pereza y rutina. Pero se me hacía cuesta arriba declararme al canónigo.

—Muy callado se queda usted —dijo éste gravemente, rechazando el pocillo del ya sorbido chocolate, y limpiándose la boca con la servilleta doblada.

—Diré a usted... Algunas misas he perdido, pero mucha culpa de ello toca a mis compañeros, que se reían de todo lo relativo a Iglesia. Por librarme de su chacota...

—Dime con quién andas, te diré quién eres; las manzanas podridas dañan a las sanas. Pues en ese asunto es preciso que usted ponga tiento, porque no quisiera yo encargarme de mirar por ninguno de esos mancebitos desalmados de hoy, costales de impiedades, pervertidos por las malas ideas que corren. Eso no. Y mire usted que en su casa no deben de haberle dado tal ejemplo.

—Así como pienso enmendarme en lo demás —respondí—, me enmendaré en eso.

—Ojalá. Mala escuela ha tenido: ahora le será a usted más difícil tomar hábitos de orden, formalidad y buenas costumbres. En fin, usted afirma que va a ser otro hombre: ¡Dios lo quiera!, me sería muy doloroso tener que desesperar de su conversión.

Dijo esto último en tono agridulce, del cual vine en conocimiento que mi tibieza y negligencia le habían parecido de mal agüero, y pesome de ser franco, como a Gil Blas con el arzobispo de Granada. Yo, allá en mis adentros, me sentía más reo de pereza y flojedad que de otra cosa, y muriendo por congraciarme con don Vicente, pronuncié con contrición doblada:

—Señor, no soy mal cristiano, aunque remiso; y no es posible que deje de conducirme bien, viviendo con usted y en esta honradísima casa.

—¡En esta casa! ¿Y quién le dijo que iba a estar en esta casa?

—¡Adiós mi dinero! —pensé para mi coleto, y como edificio de naipes se vinieron al suelo en un punto mis risueñas esperanzas y se volcó el cantarillo de la lechera. Debí de mostrar rostro asaz turbado y compungido, puesto que don Vicente añadió con más benignidad:

—Bien quisiera yo poner así a salvo su mocedad, y hacer ese servicio a su familia; pero me lo vedan razones muy obvias. Tengo a mi lado, como usted ha visto, hermana y sobrina; esta última doncella, sin más dotes ni galas que su recato. Ya entre, según piensa, en el convento de la Enseñanza, ya mude de propósito y elija otro estado, no me parece que deba vivir bajo el mismo techo que un mozalbete. Las lenguas maldicientes poco necesitan para sajar y hacer picadillo de las honras. Pero no se apure: ya he procurado para usted más decente albergue del que deja. No lejos de aquí vive una señora buena que admite pupilos, no por hacer negocio, sino para ayudarse a pagar la casa. Serán ustedes no más tres huéspedes, y todos moros de paz; no le maltratarán la ropa blanca como en aquel tugurio, y su cuarto no parecerá un hospital robado.

Aún departimos algún tiempo el canónigo y yo, él doctrinándome con sabios consejos, yo respondiéndole sumiso, pero con el pensamiento en otra parte, porque las nuevas del monjío en ciernes de Pastora me escarabajeaban en el alma. Despidiome, en fin, asegurándole yo que sabría encaminarme solo al redil que me buscara su solicitud. Encargome el que viniese con frecuencia a darle cuenta de mis adelantos y conducta: lo que le prometí de muy buena gana. Con esto salí a la antesala, y me disponía a levantar el picaporte para irme, cuando un suave ceceo me llamó desde la esquina del pasillo. Diome la sangre impetuoso vuelco a impulsos de una desatinada idea que me asaltó; pero al punto me reconocí grandísimo sandio, pues quien me ceceaba no era sino la dueña.

—Entra acá, hombre, —dijo campechanamente, empujándome por los hombros a un cuartico, exornado de muchas estampas de santos con marcos de lantejuela, y amueblado con una cómoda alta en que descansaba una urna de palo de rosa que contenía una Divina Pastora de bulto, y una mesilla baja y ancha en que en gracioso revoltijo se mezclaban tijeras, dedales, carretes de hilo, prendas a medio repasar, retazos de cinta, hormillas, botones, cabos de cera y alfileteros. En los rincones había canastas con ropa blanca, fuelles, planchas y tenacillas de encañonar.

—Entra —repitió la matrona, que apartada de su hermano se mostraba más lenguaraz y entrometida que modesta—. A ver qué buen mozo eres. Esa santa bendita de tu madre no te mandó a hacernos una visita, en tanto tiempo como llevas estudiando aquí. Pues bien sabe ella que nos queremos, y yo pasé por allá muy buenos ratos; ¿cómo están todos? ¿Y tu hermana la mayor, que tenía tres años cuando estuve allí?

Miraba yo a la madre de Pastora, y hallábala bien diferente de su hija; pero la cordialidad del recibimiento me venía de molde, y propúseme no desperdiciar ocasión tan propicia.

—Gracias a Dios no tienen novedad por allá —contesté—; mi hermana casó con el hijo del tío Alberto del Soto.

—Válgame Dios, ese era un labrador de los de punta cuando yo...

—Y mi madre no me dijo nada de ustedes, ni de que estaban aquí; que si no, ya se ve que tendría mucho gusto en venir a verlas, y al señor don Vicente...

—Una persona de tan buen consejo, aunque me esté mal el decirlo; pero no hay en el cabildo otro más prudente. Y tú, claro, habrás andado como ya sabemos que andan los estudiantes, metido en mil zahúrdas, sin sociedad de gente fina... Es una compasión cómo se educa hoy la juventud. En mi tiempo había tertulias, y se tocaba la guitarra, y se cantaban canciones, y se ponían acertijos y juegos de prendas, y se recreaban las gentes sin malicia; ahora van los muchachos a esos bailoteos, y si a mano viene gastan lo que no tuvieron nunca... Me acuerdo, cuando yo era doncella de la señora marquesa de B... ¡qué buenos ratos! Tocaban las señoritas el clavicordio, que lo hacían hablar... y a eso de las ocho entraba un refresco... ¡cosa de gusto!, yo sabía dirigirlo y arreglarlo tan bien, que la marquesa me decía sólo: Fermina, ya sabes; como siempre. Y ya contaba yo: tantos convidados, tantas onzas de chocolate: tres bizcochos para cada uno, dulce de guindas a proporción...

La locuacidad de doña Fermina, rompiendo vallas y saltando diques, se desbordaba. Propúseme llevar con paciencia las flaquezas de la dueña, oyéndola como quien oye llover. Pero no había treta que bastase, porque sin dejarme el recurso de pensar en las musarañas, me llamaba la atención hacia otro punto.

—¿Pero qué estás mirando? —me decía—. ¿Miras esa imagen de la Pastora? Pues has de saber que la compré de lance, y así y todo me costó siete pesos: es cosa fina. Repara que los borreguitos son de cristal y los árboles conchitas, y el vestido de la Divina Pastora es raso, con mucho bordado de oro... ¿No ves qué sombrerito de paja tan cuco? ¿Y qué propios están esos pescados de cera que nadan en ese río de hojadelata y talco? Y la cara de mi Madre bendita, ¡qué preciosísima es! Dicen que se da un aire con mi hija...

No podía yo meter baza, ni menos sumirme en mis pensamientos; la charla seguía desenvolviéndose y girando, como un ovillo por cuyo cabo se tira. Además de los anteriores temas, que nunca se agotaban, acribillome doña Fermina a preguntas acerca de mi vida, mis amistades, mis propósitos, y la reprimenda que me había administrado don Vicente; describiome al pormenor mi nuevo alojamiento, el carácter de la patrona doña Verónica, el de los huéspedes, y hasta no sé si el color de las colchas y el dibujo de las toallas, y vine en conocimiento de que doña Fermina no ignoraba nada de cuanto no le iba ni le venía.

Marcado, disponíame ya a tomar soleta, cuando acertó a entrar Pastora, y con ella el alivio para mis nervios y el gusto para mi espíritu. Saludámonos con cierto encogimiento y cortedad, y ella se sentó modestamente en su silleta baja, tomando al punto la labor, que según vi no era tejido de lizos de oro y seda, ni de orientales perlas recamado, sino las vainicas de unos anchos pañuelos. Noté que delante de su hija la lengua de doña Fermina andaba un poco menos suelta, ya porque el grave continente de la niña enfrenase su libertad demasiada, ya porque temiese decir algo que sonara despreciablemente en candorosos oídos. Ello es que se contuvo, tomó también las agujas de hacer media, y puso en actividad los dedos dando respiro a la laringe.

A poco, madre, hija y yo terciábamos en familiar plática.

III

Era Pastora completamente distinta de todas las mujeres (no muchas ni muy selectas) que había yo tratado. No se advertía en ella el descoco y presunción de mis parejas en los estudiantiles bailes, ni menos la rustiquez zahareña de mis montañesas hermanas y compañeras de infantiles juegos. Finilla y dama por naturaleza, se mostraba al familiarizarse sencilla y alegre como paloma; y aun no le faltaban unas miajas de malicia, destinadas a templar gratamente la demasiada pureza de las líneas de su rostro, parecido al de una Virgen de cera. Tal infantil malicia endulzaba, a la vez, la excesiva corrección y regularidad del semblante, y la perspicacia extraordinaria del entendimiento; porque tenía Pastora un juicio tan vivo y claro a veces, y formulaba unas sentencias, que mal año para Séneca y cuantos maestros de filosofía produjo la antigüedad. Lo mejor del caso consistía en que no sacaba Pastora su ciencia de ningún libro, como no fuese del Año Cristiano, de la Leyenda áurea o del Catecismo explicado del padre Mazo, únicos que en su poder vi; pues ni aun a las delicadezas místicas del Kempis se atrevía su biblioteca. De suerte que hay que creer que el recto discurso de Pastora nacía de una natural luz, propia de su alma, que muy brillantemente alumbraba su criterio. Yo confieso mi pecado: algunas veces, en presencia de Pastora, sentíame poseído de una impresión singular: antojábaseme que, aunque nuestras sillas se tocasen y la estameña de su hábito rozase el paño de mi capa, en realidad Pastora estaba lejos, muy lejos, allá en unas cumbres muy altas que yo escalar no podía. Borrábase esta aprensión, cuando alguna de las inocentes chiquilladas de los dieciocho años brotaba de sus labios, más rosados que las conchas que contrahacían flores en la urna de la Divina Pastora.

Nada menos semejante a una hija de la civilización que aquella futura monjita. Jamás respiraron sus pulmones, hechos al grave perfume del incienso, la atmósfera turbia y malsana de los bailes de San Agustín, ni el polvo sofocante de la Alameda en un día de música; jamás tapó su cara virginal el antifaz encubridor que al velar el rostro rasga el velo de la vergüenza; jamás deshonró su peruginesca cabeza, moño ni perifollo alguno, ni más afeite que la clara linfa de las fuentes, con que alisaba el sedoso cabello; jamás trocó por manto de blonda la graciosa mantilla de tira, de terciopelo y paño, que tan bien sentaba al óvalo de su faz, realzando con el contraste lo delicado de su cutis; jamás afeó su cuerpo traje a la moderna con pabellones, volantes o lazos, sino el ceñido hábito de lisa falda y plegado corpiño, que dibujaba con púdica reserva las ondulaciones de su ligero y garboso talle. Es cosa bien llana que los estudiantes, que tienen ojos de lince para atisbar a las muchachas bonitas, no dejarían de haber rondado a la sobrina de don Vicente; pero así paró ella mientes en los galanes que acechaban su ida a misa y a la novena, como en las habitantes de los antípodas. No existía en Santiago alcázar más inexpugnable que el del recato de Pastora, ni cosa más proverbial que su recogimiento y modestia: buena prueba de ello era el que juntas hubiesen llegado a mí, caminando por no muy comedidas bocas, la nueva de su honestidad y la de su hermosura. Así fue que al pronto no me atreví yo a cortejarla declaradamente. Me presenté tímido, respetuoso, rendido y prendado: y no sin orgullo vi que iba ablandándose aquel corazoncito y resbalando aquella voluntad por la pendiente florida y suave a que yo la atraía.

Aunque sirve el amor propio de natural ceguera, todavía no puedo persuadirme de que la vocación monástica de Pastora fuese entonces verdadera y profunda, llamamiento eficaz al estado religioso. Imagino que la paz y sosiego ociosos de su espíritu, el carácter arrebatado y difícil de su madre, la devoción espontánea, el cariño y halagos de las monjas, le sugirieran la idea de enclaustrarse, considerando el convento más bien como un lugar de reposo que como el paraíso del alma. Por mucha estima en que yo me tenga, no me parezco capaz de turbar un pecho en que ya anidó la gracia, y que exaltan los transportes del amor divino. Colijo pues, que Pastora no sostuvo lucha ni combates consigo misma, ni experimentó remordimientos por desoír la voz de lo alto. Insensiblemente se fue aficionando a mí, y nos hallamos al cabo novios.

No nos faltaron ocasiones de pelar la pava y de departir largamente. Doña Fermina era un Argos muy poco vigilante, amén de que tenía sus quehaceres y devociones, que la forzaban a salir, y su incansable lengua, que la impelía a ir en busca de vecinas y comadres para dar desahogo a la plétora de palabras que la sofocaba. Don Vicente había distribuido sus horas entre coro, siesta, rezo, paseo y lectura, de modo que me era facilísimo sortear las mías para no encontrarle. Es de advertir, por que no padezca menoscabo la limpia fama de mi Pastorcilla, que aquel nuestro afán de coger las vueltas a sus guardianes, no nacía de propósito alguno menos honrado y comedido: antes al contrario, como desde que conocí a Pastora la tuve por propia y adecuada para esposa legítima de un futuro medicastro, y como tal la puse allá en mi interior más alta que los cuernos de la luna, mi primer cuidado fue informarla de mi honesto propósito, y desde aquel punto no nos igualaran en mutuo respeto y confianza los más pulcros futuros ingleses. Pura niñería era lo de querer que nadie oyese nuestros coloquios; porque en verdad, según su inocencia, pudiéramos pasarlos en mitad de la calle.

A Pastora la defendía su sencillez y candor; y yo, aunque algo maleado por el roce y por mis adocenadas aventurillas, no tenía en el fondo mucho de Tenorio. Por otra parte, en nuestros amoríos no fermentaba la menor levadura de sentimentalismo, y nos tratábamos con aquel desahogo y llaneza que suministra la conciencia tranquila. Obsequiaba yo a Pastora indistintamente con claveles y camelias, que cogía en alguna huerta de los arrabales, o con canastillos de hojaldre y barras de alfeñique compradas en la confitería; y ella así me pagaba con un escapulario bordado o con una mata de malvarrosa, como remendándome los desgarrones de la escolar capa. Todo el tiempo se nos iba en hacer planes para el porvenir, o en ajustar la cuenta de la lechera. Yo levantaba canastillos de naipes, y Pastora con un soplo de buen sentido los echaba a tierra.

—Mira —solía decirle presentándole un espejillo que colgaba de un clavo en el cuarto de su madre—: mírate, tonta, qué bonita eres. ¿Y aun te atreverás a decir que no has de salir nunca de ese hábito y de esa mantilla de tira?

—¡Anda! Más mérito es que sea bonita así. ¡Brava hazaña haría en estar guapa, si me pusiese arrumacos y perendengues y aretes de piedras en vez de éstos!

Y tocaba riendo sus orejas, en que dos hebras de seda verde hacían resaltar lo nacarado y menudo del lóbulo.

—¡No, pues cuando seas médica, ya te mando yo que has de gastar blondas, y cola, y abrigo de terciopelo! No faltaría más.

—¡Ja, ja!, ¡abrigo de terciopelo! ¿Quién te verá, Pastora? (Y hacía ademanes de dama remilgada que anda contoneándose, con las manos pendientes y los brazos tiesos y desviados del cuerpo).

—Mira, cada uno debe vestir como quien es.

—¡Conversación! ¿Y quiénes somos tú y yo, Pascualito? ¡Vaya unos príncipes y unos peruleros! Sí, que ayer nos cayó el premio gordo de la lotería. Si el Señor nos concede patatas y tocino para guisarlas, mucho deberemos a su incansable bondad. Y nunca nos falte.

—Cuando yo sea médico...

—Va largo. Digo, si es que tú no te das otra maña, hijo. Pascual, estudia, estudia, Pascual, que si no tendremos que irnos a tu tierra a cebar bueyes. Y gracias si como labradores vivimos honradamente, sin depender de nadie más que de nuestras manos.

—Pero mujer, si cada vez me entran menos en la chola esas malditas asignaturas. Por complacerte a ti y a tu tío, voy llevándolas con orden, y aun me aplico, ¡vaya si me aplico! Pero no hay día en que no vea graduarse en un santiamén a otros que saben tan poco como yo, y me lleva pateta. Ya podía yo estar concluyendo la carrera; ¡mira qué gusto!

—¿Sin saber nada?

—Pues sí, que los que salen son unas notabilidades.

—Pero hombre, para eso, mejor era que no hiciesen la farsa de ir a sentarse en aquellos bancos. Bueno estaría que el tío, que es canónigo, no supiese decir misa, ni teología, ni latín... Y lo que yo digo: si a mí me dieran un papel escrito; ¿eh?, en que declarasen que yo sabía zurcir muy bien, vamos, y tú fiado en ese papel me trajeses tu gabán a que le zurciese un siete, y por no saber no te lo hiciera, ¿qué dirías?

—No es lo mismo. La práctica...

—Ya; después que mates un ciento, ¿sabrás curar una docena?

—Tú no entiendes de eso.

—Ea; pues tú tampoco.

—Yo lo que te digo es que me hierve la sangre de impaciencia por ser médico, y que nos casemos...

—Y que nos muramos de hambre, porque no tendrás enfermos... Mira, Pascual, yo vivo de cualquier modo, porque, aunque boba, bien se me alcanza que al que se contenta con poquito todo le sobra. Pero tú, que ya estás soñando ahí con blondas y rasos, y que además eres aficionadillo a mil menudencias y primores... Vaya, el que quiera ciertas cosas que las gane.

—No sé cómo a ti no te entusiasma la idea de ir de mi brazo al paseo, al teatro...

—¡Teatro! Haya para la olla, y dareme con un canto en los pechos.

—Te digo que hemos de vivir como archipámpanos. ¡Verás cómo te gusta el teatro! ¿No fuiste nunca?

—¡Quiá! Dice el tío que es un espectáculo muy inmoral y muy impropio de muchachas solteras.

—¿Qué sabe tu tío? Apostaré a que en su vida lo vio.

—Sí tal, fue una vez antes de ordenarse, y volvió escandalizado. Más de mil veces habla de aquel lance. Dice que daban una función... ¿A ver si me acuerdo? Era cosa de amores... ¡Ay!, sí. Los Amantes del Teral o Terel...

—De Teruel... ¡Bueno! ¿Y qué tiene eso de inmoral? Eran dos que se querían, como tú y como yo, ¡mira qué cosa! Pues digo, ¡si tu tío viese las que dan ahora nuevas!

—No, ya dice él que, según lo que traen los periódicos, aquello era tortas y pan pintado en comparación de lo que hoy se estila. Ya ves como tiene razón, y una muchacha formal no debe poner el pie en esos sitios.

—¡Qué seria se me queda usted! ¡Parece una doctora! ¡Los dedos te chuparías tú de gusto, sor Severiana, si oyeras una sola vez cantar el vals de las cartas en La Gran Duquesa!

Y tomando un ovillo de hilo que hallé a mano, y colocándolo a guisa de carta ante mí, púseme a tararear.


Oh carta adorada
me hiciste feliz.
 

—Pareces loco —me dijo Pastora riendo de todo corazón.

Yo así un hierro de la plancha, y blandiéndolo, grité:

—Atiende, atiende, que ahora va lo mejor:


Y zis zas, pum,
yo soy el general Bum-bum.
 

—Eso sí que lo aprendes pronto —exclamaba ella sin parar con su risa—. Tales necedades se te imprimen enseguidita en la memoria; y en cambio lo que lees en los libros se va como el agua si la echasen en esa canasta de mimbres.

A este tenor eran nuestros diálogos, nada semejantes en verdad a los de Isabel de Segura con Marsilla, que tanto asustaron in illo tempore a don Vicente. Algunos días, fuese por el estado de la atmósfera o por el de nuestros nervios, armábamos camorra y quimera, a lo mejor, por un quítame allá esas pajas; que con ser Pastorcita una malva de ordinario, no dejaba, en ocasiones, de sacar las uñas. Recuerdo que cierta vez llegué de improviso, y hallela con los ojos hinchados, la cara de juez, devanando activamente una madeja puesta en el argadillo.

—Aquí estoy yo —dije al entrar—, aquí estoy yo, venga esa madeja, que la tendré de rodillas y todo para que devane a gusto la señora princesa Micomicona.

—No me hace falta. Muchas gracias —contestó Pastora sin alzar los ojos.

—¡Uy qué vientos de cortesía soplan! Malo, malo.

Senteme en mi sitio de costumbre, y Pastora siguió con su labor, sin volver siquiera el rostro para mirarme.

—¿No me dices nada, mujer?

—¿Y qué quieres que te diga? Habla tú.

Levanteme, y con rápido movimiento sujeté entre las mías sus manos, al mismo tiempo que de un disimulado puntapié hice volcar el argadillo.

—¿Qué confianzas son estas? ¿A ver? —dijo ella tratando de desasirse.

—Hoy no se devana.

—Pues. Vendrás tú a hacerme mis obligaciones.

—Tengamos la Fiesta en paz, Pastorcita. Yo he acudido aquí para hablar contigo, para mirarte, y no para que me pongas hocico. Levanta esos ojos de sol y te dejaré devanar.

Los alzó con mirar nada blando; abrí yo las manos y ella se volvió a instalar, enderezando la devanadera y despidiendo a la vez un suspiro. Yo me quedé en pie a su lado. Un rayo de sol penetraba por la ventana, dorando los cabellos castaños de su inclinada cabeza. Arranqué una paja del asiento de la silla más próxima, y con el extremo la hice suaves cosquillas en la raya y en la nuca. Estremeciose como si la picase una mosca impertinente, pero no descosió los labios.

—¿Se puede saber qué ocurre? —dije yo ya aburrido— ¿Qué te pasa? O me miras, y me hablas, y me riñes, y me insultas, o me marcho y no vuelvo. Escoge.

—No, si yo no tengo que reñirte por nada. Si te portas como un santo. ¿Quién ha de hallar motivo de reprensión en la conducta del señorito don Pascual? Es un modelo.

Pastora se había puesto de frente, soltando el ovillo; y su rostro serio y un tanto descolorido, representaba diez años más que solía.

—¿Qué he hecho yo? Pues no me remuerde la conciencia de cosa alguna.

—La conciencia tuya es de manga ancha.

—Pero, por los clavos de Cristo, dime en qué está mi pecado, siquiera para arrepentirme.

—¿De qué se ha de arrepentir una persona tan cabal? No, si no es posible llevar una vida más arreglada y perfecta que la tuya. Y si no, examinemos un día... por ejemplo, el de ayer.

—Pero...

—Madrugaste a las diez: ¿quién duda que es hora muy regular? ¡Otros se levantarán a mediodía! Después fuiste a cátedra... con los que se quedan. A la una saliste a tomar el sol, que es ejercicio muy higiénico y provechoso para la salud. A las dos comiste, y te faltó tiempo para plantarte en el café. Allí no perderías sino cinco reales al dominó y no sé cuántas mesas de billar... Para una pobre como yo sería sensible la pérdida; pero para un millonario como tú, ¿qué vale eso? Al anochecer asististe a la novena de las Madres, como van los buenos cristianos, a no pasar del pórtico, y a quitar la devoción a las almas piadosas que entran y salen.

—Iba por verte.

—A otro perro con ese hueso. Demasiadas veces te he dicho que no quiero que la iglesia nos sirva de encubridora. A la iglesia se va a rezar y no a cosas profanas. ¿Ibas también por verme a la puerta de la casa de X... esos señores que dan saraos, y ante cuyo portal os apostasteis veinte o treinta para chillar y cantar a cada persona que entraba?

—Yo desearía saber quien te trae a ti esos chismes, para enseñarle cuántas son cinco.

—Mal me quieren mis comadres, porque digo las verdades.

—Patrañas todo.

—Pascual, no recurras nunca a la mentira. Eso sí que es peor. Lo sé de muy buena tinta, y no me importa decirte por quién. Mamá estuvo hoy temprano en la catedral con doña Verónica.

—Patrona de Barrabás: ¡a eso van a la iglesia, a comerse los santos, y al mismo tiempo a desollar al prójimo!

—No lo hablaron dentro, que lo hablaron fuera y a la salida, ¿lo oyes? Y me parece que no han descubierto cosa alguna secreta, sino pública y hasta callejera.

—Pues una vez que doña Verónica es el testigo de mi vida, anda y pregúntale cuántos días al año hago yo eso. ¿No se ha de disfrutar de alguna expansión?

—No me quejo yo —dijo Pastora con aquella sutileza de discurso que a veces mostraba— de que hayas vivido así ayer; quéjome de que esa vida tan vana te guste, y de que le llames expansión. Porque según un padre jesuita, a quien una vez oí predicar, no está el daño tanto en las faltas que por ventura cometemos, cuanto en el placer y afición que despiertan en nosotros. Tu ánimo está cosido a esas ociosidades y tu voluntad no sabe tomar otro rumbo. Mientras no quieras ser hombre de provecho, ¡ay Pascual!, no lo serás. Querer es lo primero.

Acertaba Pastora en su análisis. Es verdad que desde que mi estrella me pusiera en las próvidas manos de don Vicente; desde que mis huesos reposaban en las sahumadas y limpias sábanas de doña Verónica, mi conducta era todo lo regular posible. Acabáronse los trasnoches, los desórdenes, las travesuras y las intriguillas; olvidara mi paladar el gusto de los licores, y mi mano el movimiento de las fichas del dominó y de las figuras del ajedrez. Cuando al revolver de una esquina me daba de manos a boca con mis antiguos compañeros de zambras, volvía la cara por no mirarles. Unido esto a que asistía con puntualidad a cátedra, a que acompañaba a don Vicente a sus largos paseos extramuros, y a que la simplota de doña Verónica tuvo la flaqueza de dejarse decir que yo vivía como una palomita, resultó que la mucha malicia y la envidia grande de mis antiguos compinches me confirmara conociéndome presto por el ridículo apodo de Palomita.

Sí; ¡oh debilidad, arcano y misterio del corazón del hombre! ¡Oh condición la suya peregrina, de ningún novelista bien descrita, de ningún sabio enteramente penetrada! ¿Quién no pensara que con tal pormenor había de cobrar yo tedio, cuando no aborrecimiento, a aquellos pillastres? Pues razón tenía Pastora: puntualmente ocurrió lo contrario. Desde que supe que, por iniciativa del maligno mico que se llamaba Cipriano, eran mi bondad y virtud fábula y risa de unos cuantos perdis, de cuyo parecer debiera importárseme un bledo, picome una comezón extraordinaria de ver, hablar y tratar de nuevo a semejantes bellacos: y era todo mi afán, no por darles sano ejemplo, ni por sacarles de la desastrada vida en que andaban, sino a la inversa por probarles que yo era tan truhan como antaño, y tan capaz de hacer una hombrada en La flor de los campos de Cariñena, o cualquier otro noble lugar.

A tal empeño, que declaro sin vindicarme ni alegar disculpas, obedeció mi escapatoria, tan presto sabida como ejecutada. Doña Verónica, que me veía siempre metódico y formal, se asombró de mi calaverada, y no cabiéndole el pan en el cuerpo, manifestó su sorpresa a doña Fermina. Esta jugarreta no la perdoné en todo el tiempo que Pastora se mantuvo pensativa, cavilando en mi falta de seso y de amor al trabajo.

¡Qué paz, qué afable y soñolienta holgura, qué conventual sosiego se gozaba en la casa de doña Verónica, flor y nata de las posaderas de afición! Parecía un palacio encantado. Tres no más éramos los felices mortales a quienes hospedaba, por mucho favor, la buena señora.

El primero un eclesiástico de estos cortesanos y sociables, cuya inofensiva manía es relacionarse con lo más distinguido del pueblo en que viven, y que se esponjan como si hubieran puesto una pica en Flandes, cuando les cabe la honra altísima de derramar el agua sagrada del bautismo sobre la frente del primogénito de una familia ilustre, o de echar las bendiciones a una pareja de lo principal, o de cantar las honras de una persona de suposición e importancia; que sin tener orgullo propio, lo tienen por cuenta ajena, y se crecen y pavonean al pasar bajo el dintel de una puerta que corona un escudo heráldico, o al rozar con el paño de su traje una manga galoneada o un vestido de seda rica; eclesiásticos que rara vez dejan de ser morigerados y puros en sus costumbres, sirviéndoles de mucho para ello el mismo trato correcto que frecuentan y el decoro que se consideran obligados a guardar a sus elevadas amistades. Era pues don Nemesio Angulo uno de éstos, y yo sabré decir que aparte de aquella fútil niñería, pocos hombres conocí más afables, comedidos y delicados. Andaba siempre con una misma sotana, ya reluciente a fuerza de cepillo y uso, porque no siendo don Nemesio ningún potentado, vivía parca y económicamente, y acongojábale sobremanera el pensar en ser nunca gravoso a nadie. El otro huésped, harto menos simpático que don Nemesio, era un señorito, inmediato sucesor de una casa amayorazgada, rico y único, muy pagado de sí propio, muy fatuo; no vicioso ni calavera; pero con unos humos, un empaque y un aire de superioridad y desdén que, en mi concepto, le hacían insufrible. Gastaba a tontas y a locas en mil fruslerías de todo punto afeminadas e inútiles; en la guantería ordenaba que sus guantes midiesen un dedo más del largo ordinario por la muñeca, a fin de tener el gusto de pagarlos dos reales más caros que todo el mundo; y parecíale a él que este era un rasgo de exquisita distinción. Encargaba ropa y más ropa a los sastres, estrenando cada semana una prenda, sin hablar de las infinitas corbatas, cadenas y junquillos: pero su aire atado y lugareño, su rígida tiesura, así como una desdichada afición a las modas extravagantes y pasajeras, no solamente le impedían llegar a la elegancia, sino que le ponían a dos dedos de ser risible, y aun le privaban de lucir una figura aventajada, un cuerpo de buenas proporciones y un rostro nada despreciable.

Al llegar aquí tengo que confesarme de un sentimiento que no me honra; pero que atañe a todo lo que voy narrando. Es el caso que la opulencia fastuosa, el pesado lujo y las pretensiones de don Víctor de la Formoseda (que así se llamaba el señorito), me producían, ¿diré envidia?, ¿diré empacho y tedio? ¡Qué sé yo! Lo cierto es que llegó a no serme posible verle sin enojo, y que asía por los cabellos toda coyuntura (y no faltaban) de burlarme de él con los demás estudiantes, que a causa de su atildamiento no le llamaban sino don Esdrújulo (fieles a la costumbre de poner apodos). Queríanle muy mal, y quizá no sin algún motivo, porque él prescindía de la unión y compañerismo, tenía a menos ir del brazo con los que no se presentaban tan peripuestos; no cruzaba dos palabras con los que a su lado se sentaban en clase; se hacía el desconocido al tropezarlos fuera del aula, y en suma, se aislaba en su altura y magnificencia. De suerte que puede decirse que la Universidad entera tenía, como yo, ojeriza al rico estudiante. Al verle salir tan currutaco, con sus pantalones mahón o gris perla, que no hacían una arruga, su levita de brillante paño, su cuello y puños níveos, sus guantes frescos, sus charoladas botas y su sombrero reluciente, algo torcido sobre la cabellera rizada a hierro, no podíamos eximirnos de mirar compungidos nuestro arreo escolar, harto maltratado y lacio.

A veces me ponía yo ante un espejo y me consolaba yo a mí mismo diciéndome: Pascual, vale más tu soltura y tu buen avío que todas las galas de ese lindo don Diego. Mas los sofismas del amor propio no bastan para encubrir la realidad. Mejor me desahogaba con celebrar las diabluras de Cipriano, que desde un cuarto piso despedía un puñado de harina hacia el flamante sombrero, o pasaba los días de lluvia al lado de don Víctor, patullando en los charcos para constelar de lodo el pantalón irreprensible. La noche en que, según informaron a Pastora, nos pusimos de guardia a la puerta del sarao para molestar a los que pensaban divertirse, Cipriano llevaba oculta bajo la capa una botella de asafétida, que con el mayor disimulo lanzó sobre los faldones del frac de don Víctor. Este, que era terrible cuando se encolerizaba, nos diera quizá a todos muy mal pago, si ligeros y tácitos no nos hubiéramos escabullido por una callejuela colindante sin aguardar a que advirtiese la burla.

Inútil es decir que con el carácter de don Víctor, ni yo le trataba ni nos saludábamos casi, a despecho de vivir tabique por medio. En cambio hice excelentes migas con don Nemesio Angulo, y solíamos juntarnos para despachar la pitanza, no opípara, pero sí sazonada y gustosa, que nos ofrecía doña Verónica. El señorito comía aparte, en sus habitaciones, que eran dos y muy desahogadas, no que nosotros con un angosto cuartuco nos contentábamos; cosa nada de extrañar, teniendo en cuenta la diferencia de pupilaje, y que razonablemente no podía la bondad de doña Verónica, con ser mucha, extenderse a equiparar a tan importante huésped con nosotros tan humildes.

Sin embargo, el caritativo corazón de la excelente patrona la movía a hacer a nuestros estómagos partícipes de las golosinas con que a cuerpo de rey obsequiaba a Formoseda. Indignábame yo, y era lo bastante quijote para no comer cuando advertía que me presentaban algún relieve de la mesa del señorito. Don Nemesio, en cambio, lo hallaba la cosa más natural del mundo.

—¿No prueba usted de esa botella de Jerez? —solía decirme— El color convida. Traiga usted, le echaré una copa.

—Señor don Nemesio, ¿no ve usted que está descorchada y empezada? —contestaba yo mohíno y fosco.

—Y eso ¿qué más da?

—¿Cómo qué más da? ¿Somos aquí criados para que se nos den las sobras de ese don Esdrújulo?

—¡Qué aprensión! No, Pascual, no se las dan a usted en concepto de sobras; lo hace esa infeliz de doña Verónica para que catemos de un vino excelente.

—¡A mí me fríe la sangre todo esto! Ayer nos pusieron una empanada que traía alzada la cubierta; se conoce que la levantó Formoseda, no le gustó el cariz y nos la encajó acá, ¡sólo para chafarnos!

—¡Válgame Dios! No lo crea usted; es una persona muy buena en el fondo el tal don Víctor; conozco a su familia, que es dignísima, y de las antiguas de este país. Y él, a pesar de ese aire así... serio, es un pedazo de pan. Dos o tres veces me ha obsequiado convidándome a comer en su sala, y aseguro a usted que estuvo atentísimo conmigo.

—Con usted estará. Pues sólo faltaba: sí, que no trata usted a personas que valen y suponen cien veces más que él.

—No, no digo tanto, aunque es cierto que algunas señoras de respeto me favorecen y me reciben con agasajo. Ya saben ellas que Nemesio Angulo es un inútil pero bien intencionado capellán.

—Yo le aseguro a usted que el don Victorcito me quiere mal y me hace los desaires que puede. Por eso me irrita que nos sirvan sus platos recalientes y que esta sea su segunda mesa.

—Mire usted, Pascual, no podemos exigir muchas gollerías a doña Verónica; harto hace la pobre, que nos hospeda por una friolera. Ella combinará sus arreglitos, y puede entrar en sus cálculos ponernos un manjar que don Víctor no haya probado. Y a nosotros ¿qué mal nos viene con eso? No lo digo por glotonería; soy más sobrio que otra cosa; no tengo grandes exigencias, y ya sabe usted que lo paso igual con nabos que con faisanes. Pero una vez que por desdicha nuestra no somos tan ricos como don Víctor, debemos desechar la soberbia y conformarnos. Es el gran arte en la vida, Pascual: contentarse con la suerte.

Decía esto con filosofía tan apacible y semblante tan sereno, que a veces me movió a probar de los aborrecidos manjares. Mas no me convencían sus razonamientos, ni me hallaba dispuesto a resignarme. Desde que vivía al lado del señorito de la Formoseda, siendo testigo de su lujo y prodigalidad, danzábanme allá en el magín ciertos trasgos o duendes, y se me representaban escenas fantásticas que me traían asaz de trastornado. No me sonreía el dinero como dinero, sino como medio de lucir, de triunfar, de aplastar a aquel vanidoso bajo el peso de mayores vanidades. ¿Pensará nadie que al cerrar los ojos para mejor ver dentro de mí a Pastora, me la figuraba yo con su modesto hábito? ¡Buen hábito nos dé Dios! La sobrina de don Vicente, en mis visiones, arrastraba ya rozagante traje de ostentoso terciopelo, ya gasas sutiles y mágicos atavíos de baile; ocupaba conmigo una gran casa, con ancho portal y salas amuebladas con primor; dábamos convites a que era invitado don Nemesio Angulo, y en que las botellas tenían lacrado el tapón, y las empanadas intacta la cubierta. Soñaba también que poseíamos un coche más lujoso que el del cardenal arzobispo (para lo cual advertí después que no se necesitaba mucho) y que pasábamos al lado de don Víctor, salpicándolo con el fango que levantaban las rápidas ruedas.

Con tales quimeras y devaneos, ya casi me era enojosa la sociedad de Cipriano y demás regocijados compañeros. ¿Qué valían los truhanescos placeres en que ellos pasaban la vida al lado de mis aspiraciones? Pastora algunas veces se burlaba dulce y agudamente de mis ensueños.

—Dime, ¿cómo haremos para llegar a millonarios? —me preguntaba muy seria.

A esto no replicaba yo nada, y derretíanse las alas de cera de mis ambiciosos desvaríos. Cuando por ventura insistía yo más, se formalizaba ella.

—Pascual, Pascual —me decía—, veo que el primer enemigo del alma no duerme. Malo, hijo; esa codicia no augura sino desdichas. ¿A que eres capaz de venderme por treinta dineros, como Judas a Nuestro Señor? El diablo, el diablo te trae a mal traer con esas imaginaciones.

—También es duro, Pastora, que nunca haya de poder uno gastarse las onzas en disfrutar como don Víctor.

—¿Y qué disfruta ese señorito?

—¡Ahí es nada! Más derrocha él en un día, que tu Pascual desde que vino al mundo.

—Pues, vaya, que la diversión... No estará más contento que yo lo estoy remendando esta sábana vieja.

—¿Y por qué han de tener unos tanto y otros tan poco? Por vida de...

—¡Calla, deslenguado! ¿Le vas a enmendar tú la plana a Dios? Aparte de que a mí no me la pegas: lo que te incomoda es ser menos, que si fueras más no me harías tal pregunta.

—¡Pobre del que está debajo!

Alzaba ella entonces la cabeza de la labor, y mirándome fijamente pronunciaba:

—Todos somos hijos de nuestras obras. Si tú quieres, podemos ser ricos. Aplica los codos: de ti depende. ¡Yo no he de coger los libros y estudiar por ti! Si estuviera en tu pellejo... No te rías; se me figura que tragaría las lecciones. ¡Si te ríes más voy a darte un tijeretazo; a la una... a las dos...! (Y las tijeras caían de plano sobre los nudillos de mi diestra).

De sobra alcanzaba yo que el porvenir de un mediquillo de mi laya no era de lo más brillante. La voz interior que tan claramente nos dice las cosas más duras, me gritaba que a aquel paso no iba yo derecho al templo de la fama. Sin ser torpe, me reconocía frío y cerrado para el estudio. Faltábame el amor, que en el estudio como en todo, hace la carga ligera y suave el yugo. No retenía mi memoria los nombres técnicos; los libros se escapaban de mis manos; iba trampeando, leyendo sin interés y de mala gana.

Con todo eso, el sistema aconsejado por don Vicente dio su fruto. Por lo mismo que no era entonces obligatoria la asistencia a clase; por lo mismo que la mayoría se aprovechaba muy a su sabor de tal libertad, así como de la de simultanear y atropellar asignaturas, yo, que acudía puntualmente a cátedra, yo que llevaba la carrera por su orden antiguo, cobré fama de aplicado, de buen muchacho, de hombre formal en suma, y antes de entrar a examen la benevolencia general de los profesores me hacía augurar feliz éxito.

Así fue; preguntáronme con blandura cosas fáciles y corrientes; despacháronme presto, y salí, sin discusión, aprobado. Corrí a pedir albricias a Pastora, y recordando en seguida que a dos leguas de mi hogar había un pueblecito, y en él estación telegráfica, dirigime a expedir un parte a mis padres, o por mejor decir, a un amigo, con encargo de que se lo comunicara. Al acercarme a transmitir mi despacho, pude observar que el telegrafista, hombre ya maduro, rojo como un pavo, no me atendía y refunfuñaba entre dientes coléricas exclamaciones.

—¡Tunantes, ganapanes! —decía. Y volviéndose a mí—, usted dispense, caballero —murmuró—, pero no soy dueño de mí mismo. —Y tomando mi parte, leyolo en voz alta.

—¡Ah! —pronunció al terminar—: ¡reciba usted mi enhorabuena, caballero! ¡Usted es un buen hijo y un hombre honrado! Lea usted, lea usted lo que ahora mismo acaba de obligarme a transmitir un pillo, un tagarote, al cual insulté y se rio en mis barbas, y dígame usted si un padre de familia puede ver impasible ciertas cosas.

Tomé el trozo de papel, y leí:


«Papá: en fisiología mal; anatomía igual; las restantes ídem. Manda dinero. —Cipriano».

IV

Aquel año me parecían interminables las antes tan suspiradas vacaciones, a pesar de que mis padres me recibieron, sin metáfora, como al hijo pródigo, matando una rolliza ternera e invitando a parientes y deudos al homérico banquete que se dispuso con los restos del pobre animal. Mas yo estaba en brasas. Me parecía que trascurriera un siglo desde que no hablaba con Pastora. Las diversiones rústicas, las fiestas y romerías me enfadaban; mi deseo era llegar cuanto antes al mes de octubre. Próximo ya éste, avínome un suceso que redobló mi impaciencia; y fue que me atacaron perniciosas calenturas, de carácter tercianario, con las cuales postrado y doliente no fue posible que hasta principios de noviembre soñase en el viaje. Al cabo me dieron de alta, y aunque amarillo, chupado y hecho un espíritu, me faltó tiempo para tomar el camino de la escolar ciudad. A medida que iba ganando terreno y respirando nuevo y distinto ambiente, me parecía que la vida tornaba a mi debilitado organismo. Sentía el torrente de la sangre, más tépido y apresurado, girar por mi cuerpo; cobraban elasticidad mis miembros, mi cabeza regía sosegada y firme, y, cerrados los ojos, en un ángulo de la diligencia, saboreaba las gratas sensaciones del que resucita. Mil deleitosas quimeras, mil confusas aspiraciones se agolpaban a mi cerebro; quería vivir, quería gozar. Como nos acercásemos a Santiago, miré por las ventanillas, y el paisaje más monótono que risueño, y el agudo soplo de fresquecillo de una tranquila tarde de noviembre, que vino a herir mi epidermis, me produjo un estremecimiento de júbilo y entusiasmo. Me apeé en los arrabales, antes de llegar a la parada y eché a andar con paso ligero, sin dirección fija. Bajaba el día ya; el sol poniente doraba con mágicos tornasoles los campanarios de las iglesias, y en especial uno que descollaba entre todos, unas torres gallardas, afiligranadas, esbeltas. En mi vagabunda carrera, atraído por aquellas torres, fui a parar a la catedral.

Entré. Pocos fieles oraban en las naves solitarias, por las cuales se extendía vago perfume de incienso. Los negros confesonarios parecían otros tantos inmóviles centinelas; un rayo de sol, casi moribundo, iluminaba el magnífico pórtico de la Gloria, colocando aureolas de rojiza y desmayada luz sobre las cabezas de piedra de los bienaventurados. Bajo el elegante y atrevido pilar que sostiene el tímpano, la estatua del arquitecto Mateo, de hinojos sobre las losas, continuaba su eterna oración. En el lejano altar, ya invadido por la sombra, se percibía la melancólica imagen de la Virgen de la Soledad, rodeada de morenos ángeles, cuyos cuerpos, en la penumbra crepuscular, parecían dotados de vida y movimiento. Caminé hasta las gradas, arrodilleme, y fervorosamente di gracias a Dios que me había conservado la existencia y devuelto la salud. Me distrajo de mi plegaria una forma gentil, presente siempre a mi imaginación, cuya proximidad entonces me revelaron los sentidos, pues la vi cruzar por detrás de las columnas que dividen la nave. Levanteme, y la seguí a distancia; se retiraba ya, pues pasó ante el altar mayor haciendo una genuflexión y un signo de cruz. Tomó el camino para salir por la puerta que da a la Quintana, y al pasar ante la pila del agua bendita, la vi humedecer sus dedos, sacudirlos y santiguarse de nuevo. Vehemente tentación me impulsaba a ofrecerle el agua yo mismo: supe contenerme, pero no me eximí de alzar la gruesa y pesada cortina de cuero que pende ante la puerta de salida. La dama salió sin mirar al galán que así la obsequiaba; yo eché detrás, y al verla ya fuera del sagrado recinto, afanosamente le tiré de la manga, repitiendo a la vez su nombre.

¡Maldita plaza! Estaba clara aún, porque el día no se extinguiera del todo; cruzaban varios transeúntes, y el rápido y ahogado chillido que lanzó Pastora al verme, hizo volver la cabeza a dos o tres. Ella lo notó, y precipitadamente me dijo:

—Pascual, Pascual, estoy muy contenta: pero aquí no puede ser, no puede ser. Adiós, hasta mañana a las nueve.

—Pero oye, escucha, mujer...

Asió mi mano, la estrechó suavemente, y veloz como una exhalación, antes que yo pudiera seguirla, cambió de rumbo, bajando apriesa la peligrosa escalinata, roída por el uso, que conduce de la Quintana a la Platería. Quedé parado, y al fin resolví no seguirla, puesto que ya me citaba para el día siguiente.

Doña Verónica me recibió deshaciéndose en felicitaciones y extremos de gozo, porque no me había muerto. Supe que éramos los mismos huéspedes del año anterior; vi a don Nemesio, que mostró gran contento al hallarme restablecido; y se reanudó la rota cadena de mi existencia escolar. Poco me dejó dormir aquella noche el desasosiego, y dos regulares horas antes de la fijada para la entrevista, ya andaba yo rondando la casa del canónigo. La madrugada era fría y brumosa, como del mes en que estábamos, y subí el embozo de mi capa recatando el rostro. Cual enamorado novel, miraba ya a los cristales de las vidrieras, ya a las nubes color de pizarra, ya a la cerrada puerta de don Vicente. Hecho vivo guardacantón, fui viendo cómo salían, primero la cerril moza de cántaro, que desempeñaba los más humildes menesteres de la casa, y que en este momento iba sin duda a la compra, si no mentía el panzudo cesto, cuya asa rodeaba su brazo; después doña Fermina, rebujada en un mantón, rosario en muñeca y descoyuntándose a bostezos, y por último, don Vicente mismo, que con diligente andar se encaminaba a la basílica a celebrar la misa cotidiana.

Vista que me causó mucho regocijo, pues salir él y colarme yo en el portal fue todo uno. Mas al cruzar el cancel, no sé cómo no pegué un brinco de sorpresa. Tras de mí se enhebró otra persona, y esa persona era un señorito alto, de buen talante, embutido en un abrigado gabán; yo ignoro cómo le vi quizás por el rabo del ojo, pero él no debió de verme, pues venía del otro lado de la calle, y a mí me encubría la meseta de la escalera, que formaba un recodo. Subí como un relámpago; la puerta estaba entreabierta; entré como una bomba; empujé a escape; cerré, y sólo entonces pude reparar en Pastora, que de pie ante mí me miraba asombrada.

—¡Jesús, hombre, qué manera de entrar! —exclamó.

—Es que... es que subía una persona que... —respondí sin aliento y casi sin acertar con las palabras.

—¿Pero qué ocurre?, ¿quién sube? —preguntó alarmada la muchacha.

Esta conversación era en la antesala, en voz queda y apagada; iba yo a satisfacer la curiosidad de Pastora, a tiempo que el sonido de un campanillazo me cortó el habla.

—Llaman —dije balbuciente.

—Bien, ¿y qué? —repuso Pastora ya más serena— Vete a mi cuarto; yo tengo que abrir. Espérame allá.

Así lo hice, y contando los segundos por los latidos de mi corazón y la pulsación de mis arterias, esperé obra de tres minutos. Al cabo de ellos se presentó Pastora, encendido el rostro como brasa, y los ojos muy brillantes.

—¿Qué hay?, ¿quién era?, ¿era él?

—¿El señorito de la Formoseda? Ya lo creo.

—¿Y qué quería?, ¿qué quería? Me ha hecho subir las escaleras de cuatro en cuatro.

—¿Te ha visto? —preguntó algo turbada la sobrina del canónigo.

—No, no me ha visto; no es posible.

Pastora respiró, y su rostro se puso natural, risueño, con unos visos de aquella particular malicia suya.

—Mucho me alegro —me dijo— Una calumnia se inventa presto, y como la gente no está obligada a saber el buen fin con que tú y yo nos queremos... Si te viera ese ocioso entrar aquí en ausencia de mi tío y de mi madre...

—No receles: me di tal prisa y maña a subir, que ni el viento. Pero me vas a explicar... porque yo aquí olfateo algo raro, desusado y peregrino. Vi que entraba ese señorito en el portal, y entonces volé, porque las consideraciones que a ti se te ofrecen me pusieron alas en los pies. Anda, dime qué es esto: veo unas cosas confusas.

—Pues, Pascualillo, no son sino muy claras. El señorito de la Formoseda me ronda.

—¡Que... te... ronda!, ¡a ti!

—Sí, hombre —recalcó ella— ¡Vaya un milagro! ¿No dices tú que yo soy tan preciosa, y tan mona? Pues el señorito quiere darte la razón. Digo, porque supongo que no me obsequiará por mis rentas; luego es porque le parezco bien. ¡Soy yo mucha Pastora!

—¡Qué necia estás! —repliqué furioso—. ¡Linda sazón y asunto de donaires! Ríete de tu propia gracia.

—Pero Pascual, no te conozco —exclamó ella sobrecogida—. ¿Qué yerba has pisado? ¿Cuántos miles de veces no nos hemos solazado juntos a cuenta de mis rondadores? Vaya, que lo tomas de un modo bien raro.

—Es que ese señorito me empalaga hace mucho tiempo, y además es un osado; ¡qué atrevimiento!, ¡venirse a llamar a tu puerta cuando sabe que estás sola! ¡Eso es un insulto!

—¿Si creerás tú que es el primero que lo hace? En tierra de estudiantes no hay diablura nueva. Como a mí no me atrapan en bailes, ni en bureos, aprovechan esta ocasión. Sino que como recibí a los chuscos con un buen portazo, hace ya tiempo que no vienen. Este es nuevo, se conoce, y bobo por añadidura.

—¿Y qué pretendía?

—¡Toma! Un ratito de cháchara.

—Y tú, ¿qué le has respondido?

—Que no la gastaba, y que tenía la cesta del repaso colmadita de ropa esperando por mí.

—¿Y desde cuándo te hace la rosca el señorito Esdrújulo?

—¡Qué bien le cae ese nombre! —dijo ella dando suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, y que sólo contuviera mi trágico ademán— ¿Querrás creer que ahora venía muy soplado de guantes? ¡A las nueve de la mañana! ¡Y no traía capa!

—Contesta, contesta a lo que te pregunto. ¿Cómo empezó este cortejo?

—Verás tú... Fue una ocurrencia de doña Verónica.

—¡Comida de lobos vea yo a esa vieja!

—Un día fui allá con mamá a visitarla para no sé qué cosa que teníamos que tratar de la función de la Virgen del Amparo, que ya sabes que somos sus indignas camareras... Pues es el caso que mientras hablábamos, ese señorito la llamó, sin duda para algún servicio... y fue allá, y tuvo la ocurrencia de decirle: Señorito Víctor, usted que le ponderó tanto a don Nemesio lo guapas que estaban en el teatro anoche las señoritas de P... venga a ver una niña que les pone a todas ellas el pie delante. Mantilla de paño gasta, pero el hábito no hace al monje. Véngase y me dirá maravillas. Mire, puede entrar pasito por la puerta del corredor que da a mi alcoba, y la estará viendo y oyendo sin que ella lo sospeche.

—¡Celestina de Barrabás, condenada zurcidora de voluntades!

—¡Bah! Estamos hablando de tonterías y dejamos lo esencial. Cuéntame tu enfermedad toda: ¿te duele aún algo? ¿Te hallas fuerte?

—No, no, acaba con la aventura de don Víctor.

—¿Y qué más quieres saber? Me vio y se le puso en los cascos conquistarme. Como está tan moscón y anda tras de mí día y noche, mi madre le dio quejas a doña Verónica, sin saber que de ella era la culpa; ¿y qué pensarás que contestó la muy simple? Pues contó lo de la alcoba; se declaró autora e inventora del enredo, y aseguró muy seria que lo había hecho por buscarme una colocación brillante; que estaba segura de que el don Victorcito famoso concluiría por pedir mi blanca mano en debida forma, que yo arrastraría sedas, que bien lo merece mi gracejo, y... ¿Qué importarán las chocheces de doña Verónica?

—¡Será verdad, será! ¡Ese fachenda querrá casarse contigo!

—Me parece, Pascualillo, que el mal te ha sorbido el seso. Tú piensas que yo soy boba. Pues a fe que aunque visto de lana no soy oveja. Sí, que me mamo yo el dedo. Para el que no conociese a estos estudiantes ricos y desocupados. De perlas les viene pasar el rato con una muchacha necia, y reírse de ella a su sabor y plantarla después.

—Es que tú...

—¡Bueno, bueno! Yo soy de la misma pasta que otras, que si burladas fueron, burladas se quedaron.

—Y sí... vamos, por una casualidad... supongamos que fuese cierto...

No me dejó concluir la sobrina del canónigo, antes tomando un aire de cómica dignidad, y paseando arriba y abajo con un empaque y una expresión de altivez que contrastaban con la picante malicia de sus ojos, me espetó esta arenga:

—Señor don Pascual López, tengo que decirle a usted que todo se ha concluido entre nosotros; ¿oye usted?, todito... Sírvase no volver a hablarme ni a mirarme; una cosa era aquella Pastora que usted conoció repasando y barriendo, y otra la señora de la Formoseda, que tiene usted delante... Lo más que puedo hacer por usted es concederle nuestra clientela cuando sea médico... le llamaremos si enferma Víctor... o yo... o alguno de los criados o doncellas.

Y volviéndose hacia un punto imaginario del espacio, pronunció:

—Esposo, Victorcito que pongan el coche...

Antes que yo tuviera tiempo de reírme o enfadarme, dos dedos afilados asieron cada una de mis orejas, y con más fuerza de la que parecía posible en ellos, tiraron hacia abajo y caí en el humilde suelo medio de bruces. Entonces las manos dueñas de los dedos me administraron hasta media docena de gentiles escozones, que sufrí sin chistar, y por último, una voz grave, cuanto puede serlo la que brote de una gargantita císnea y cristalina como la de mi Pastora, me dijo perentoriamente:

—Ahora mismo se marcha usted de aquí.

—Pero, Pastorcilla —repliqué agarrándome a la correa de su hábito—, si he llegado hace un momento.

—El onceno no estorbar; pueden volver, y son cerca de las diez.

—¡Si aún no me diste la bienvenida! ¡Si no me has dicho ni que te alegrabas de verme de nuevo!

—Yo bien quise, pero tú preferiste hablar de don Víctor.

—¡Siquiera un cuartito de hora más!

—Ni un minuto. Hasta mañana a las ocho, que estarás...

—¡Aquí!

—No; en la capilla del Cristo de la Corticela, don Nemesio dirá una misa por mi intención. ¡Judío! ¡Sólo falta que pongas gesto cuando se dan gracias a Dios porque te dejó en este mundo! Él sabrá para qué; yo no lo entiendo.

No me costó trabajo alguno cohonestar mi ausencia con los profesores. Tan verdad es aquello de «coge buena fama y échate a dormir», que ni aun miraron el certificado del médico que les fui exhibiendo, aunque la ley no me lo prescribía. Mi reputación me garantizaba. Animado con esto y con el feliz éxito del año anterior, reanudé mis ocupaciones, asistiendo a clase con la regularidad acostumbrada. Don Vicente no desistía de inculcarme las muchas ventajas que podía traerme en el porvenir mi juiciosa conducta. Hallábase más satisfecho de ésta que de mis estudios, que no le parecían, y con harta razón, suficientes. Con todo, en las advertencias de don Vicente se notaba aquella blandura que manifestamos a los que aceptan y siguen nuestros consejos. Don Vicente se pagaba mucho de que se tomase su parecer, y yo le mostraba acatarlo en todo.

—Este año es preciso aplicarse más —me decía—; no se fíe usted de que el pasado le aprobasen, porque hogaño hay profesorado nuevo, y esos... ya se ve, ¡justicia de enero!, aprietan siempre las clavijas.

Esta aserción me la confirmaron presto mis compañeros. En particular me designaban como rígido y endiablado a un tal don Félix O'Narr, cuyo apellido españolizaban llamándole Onarro. El cual era recién venido, con fama inmensa de saber, a desempeñar la cátedra de química.

Cabalmente me tocaba aquel año cursar tal asignatura, una de las que más tedio me producían en la carrera. Miré con curiosidad y aun con saludable temor al que había de embutirme en el caletre tantas cosas aborrecidas. Era el señor Onarro, a quien llamaré así siguiendo la costumbre general, hombre ya maduro y calvo, con azules antiparras que quitadas descubrían los ojos grises más penetrantes, inquisidores y claros del mundo; los pocos cabellos que le restaban parecían rubios entrecanos; las patillas lo mismo; pergaminoso el rostro, la boca benévola y provista de sana dentadura, ágil el cuerpo y ligero como el de un muchacho. En su tipo se mezclaban el sabio y el montañés de Irlanda. Su traje lo componían en todo tiempo un levitón color de nuez moscada, un sombrero blanco de fieltro, una corbata con nudo hecho aprisa, y una ropa blanca limpia siempre como el oro; combinación de desmaña y pulcritud que es frecuente en los anglosajones. Si Onarro, cuyo apellido revelaba oriundez irlandesa, era nacido español, o si de niño fuera traído a tierra de España, es cosa que nunca supimos. Rodeábale cierto misterio, muy favorable a su fabulosa reputación científica. Se contaban de él lances inauditos y peregrinos, inverosímiles exploraciones geológicas por las montañas. Él había penetrado más adentro que nadie en la sima y galería pavorosa del Pico Sacro; él visitara en toda su extensión los subterráneos de las torres de Altamira. Para completar el mito, se aseguraba que su venida a Santiago obedecía al propósito de entregarse con completa libertad y aislamiento a unas investigaciones acerca de la piedra filosofal. Desquitada toda exageración era fácil conocer, aun siendo tan lego como yo en la materia, que Onarro dominaba la asignatura.

Lo fácil, abundante y luminoso de sus explicaciones; la evidencia con que las demostraba; los muchísimos datos que traía en su apoyo sin esfuerzo alguno; la sencillez misma con que nos ponía en camino para ahorrarnos hasta el trabajo de discurrir, todo daba muestra de su superioridad. Veíase que la tarea de la enseñanza, tan ardua de suyo, le servía a él de juego y pasatiempo, en que descansaba de más graves faenas. Nosotros éramos medianos jueces, y nuestro voto significaba poco; pero Onarro era admirado de sus mismos colegas. Se sabía que se carteaba con Liebig, Würtz, Berthelot y otras lumbreras alemanas, francesas e inglesas, a quienes no conocíamos sino para servirlas. Lo que despertaba mayor interés en la cátedra de Onarro eran los numerosos experimentos, diarios casi, con que vivamente inculcaba sus teorías. Eran éstos tan varios, tan felizmente realizados, tan divertidos algunos y tan curiosos todos, que los atendientes estaban como embobados y suspensos, y ni uno solo faltaba a clase, a pesar de la laxitud que reinaba en punto a asistencia. Mucho siento que mi ignorancia y escasez de memoria no me permitan recordar algunos de tales experimentos, por todo extremo originales y dignos de no morir en el olvido. Pero también es verdad que poco atendía yo a grabarlos en mi mente, distraído como andaba con mis amoríos, y los disgustos que iba teniendo por razones que diré.

Es el caso que aquel pacífico y alegre cariño que Pastora y yo nos profesábamos, y que era semejante a un arroyito manso, que sin meterse con nadie va lamiendo una margen de flores, se trocaba en torrente impetuoso a medida que lo sujetaban y detenían los obstáculos. Los que se nos habían presentado no eran de calibre que nos desesperase, pero sí que nos molestaba mucho. Ni más ni menos que doña Fermina, aquel modelo de agasajadoras, aunque parlanchinas dueñas, se metamorfoseó de la noche a la mañana en hostil y encarnizada enemiga. La primera vez que desde mi vuelta de la montaña fui a hacerle la visita oficial, me recibió de un modo tan seco y áspero, me puso gesto tan de vinagre, me disparó tan agresivas pullas, me asaeteó con tales indirectas a los «estudiantes del pío-pío, llenos de hambre y muertos de frío», a los «entrometidos que se cuelan por el ojo de una aguja», a los que «piensan en casarse, y establecerse, y pretenden a las muchachas sin tener sobre qué caerse muertos», que fuera preciso provistarse de orejas de corcho y alma de almirez para sufrirlas y hacerse el sueco. Mi paciencia no llegó a tanto, y levantándome, propuse en mi corazón no volver allí sino después de cerciorarme de la ausencia de semejante harpía. La cual, sin duda, me adivinó el propósito, y vuelta Argos vigilante e impertinente, se cosió al guardapiés de su hija, no dejándola a sol ni a sombra. Adiós las íntimas conversaciones, las dulces chanzas y todo el regocijo de nuestra mutua y honesta afición. Era tal el humor que con semejante dieta traía yo, que a agregarse los celos de don Víctor, enteramente me diera de calabazadas contra la pared. Por fortuna este último motivo de desasosiego e inquietud había desaparecido, pues siéndome a mí tan fácil saber y seguir los pasos del señorito de la Formoseda, pude convencerme de que desde la escena de la puerta el rico estudiante no volviera a rondar la calle de Pastora, ni a esperarla a la salida de misa, ni en suma, a dar señales de proseguir pensando en ella. Andaba, eso sí, más grave, serio y espetado que nunca, cosa que yo atribuí al amor propio ofendido, y que me lisonjeaba un tantico por ser yo el vencedor en la lid de que él saliera tan poco airoso.

El hombre es un ser expansivo y comunicativo, que goza del bello privilegio de disminuir el dolor y aumentar la dicha cuando ambas cosas confía a sus semejantes. Yo, en particular, jamás presumí de misántropo ni de callado, y siempre experimenté comezón de hablar de mis asuntos, lo cual prueba bien esta mi determinación de tomar hoy por confidente al público entero. En aquellas circunstancias no me ocurrió ni pude abrir mi pecho sino a don Nemesio Angulo. Claro está que ni doña Fermina ni don Vicente me oirían con benignidad; Cipriano, a quien hallé más apicarado que nunca, y ocupadísimo en obsequiar a una corista de la compañía de zarzuela que entonces actuaba en el teatro, no me pareció de tan limpios oídos que debiese poner en ellos el nombre de Pastora; y en cuanto a doña Verónica, huía yo de ella como del fuego. Reunía don Nemesio incomparables prendas para su papel de confidente. Habituado a tratar damas, había oído muchas quejas y desdichas íntimas, y era tan paciente en atenderlas como suave en consolarlas. Era además discreto y reservado, condición que no puede faltar en quien, frecuentando con fueros de confianza varios círculos, no quiere ponerse a mal con ninguno. Rara vez llevaba la contraria a nadie, y cuando lo hacía, usaba tono afable y cortés. Mostraba interesarse mucho en los ajenos placeres y tribulaciones, y nunca revelaba impaciencia o hastío cuando prolijamente se las referían. No se contaba por cierto don Nemesio en el número de los pocos hombres de quienes en momentos críticos y supremos pueden esperarse elevadas y enérgicas sugestiones al bien obrar y un criterio moral alto y sublime; pero hallábase en él un consejero siempre prudente y conciliador, que con benignidad consolaba, y que sabía tocar a las llagas del espíritu con suave mano, don Nemesio no era un tónico, sino un lenitivo.

Contele, pues, de pe a pa mis contrariedades, sin omitir el fracaso amoroso de nuestro convecino en la empresa de Pastora. Dos cosas maravillaron a don Nemesio: la retirada del señorito y la conducta de doña Fermina. No sabía cómo compaginarlas.

—Me pasma —decía— conociendo a don Víctor, que desista así de su propósito. Tiene una... no, vanidad no, pero más bien así, un puntito de orgullo... ya se ve; tanto le han mimado a porfía la naturaleza y la suerte, que no es extraño que imagine que cualquier muchacha se ha de conceptuar muy venturosa con que él la pretenda, dicho sea sin ofender a usted, Pascual. Yo no estoy autorizado para suponer lo que voy a asegurar, ni nada he visto que me lo confirme; pero creo a pies juntillas que muchas señoritas de Santiago le darían un sí más redondo que una bola de billar. Y según de público se refiere (pero mire usted, que a mí no me consta) ya a alguna se inclinó que no le hizo ascos: al contrario.

—Pastora, señor don Nemesio, vale por todas las que visten seda.

—¡Dígamelo usted a mí! Es mi hija de confesión hace cuatro años; es una niña como una rosa, y además muy honrada; nadie tiene por dónde murmurarla ni tanto así; seria, con lo cual enfrena a los atrevidos; laboriosita, buena cristiana; en fin, amigo, no cabe dudar que es una alhaja. Pero ya sabe usted que vivimos en un tiempo en que el dinero es estimado, y la posición y linaje también; y usted comprende que desde ese punto de vista Pastora no sirve para Formoseda.

—Señor don Nemesio ¿y a usted qué le parece?, ¿tendría Formoseda intenciones formales?

—¡Pchs! No es probable, no es probable. Querría pasar el tiempo agradablemente; una muchachada.

—Pero entonces, ¿por qué me recibe con cara de perro doña Fermina?

—A doña Fermina, por lo visto, le llenó la cabeza de viento esta alma de Dios de doña Verónica, y ya está ella, de seguro, figurándose que es suegra del rico don Víctor, y viendo a su hija hecha una señorona principal. En tales ilusiones (si yo no alcanzo muy poco) estriba su porte para con usted. Por lo cual, creo que no debe usted apurarse; así que el tiempo le demuestre la vanidad de sus encumbrados pensamientos, y así que se persuada de que don Víctor no se acuerda ya de ese devaneo juvenil, ella amansará.

—Cáseme yo con su hija, y ajustarele las cuentas.

—Pero, para casarse... se necesita... a mí se me figura... que usted no cuenta con muchos medios.

—¡Ay señor don Nemesio! ¡Ahí está el quid!, en los medios. ¡Mocosa suerte la mía!

—Vamos, que Dios proveerá. Yo no he sido nunca rico, y viviendo y gobernándome fui, y aun tratando con lo principal: cierto es que por mi estado carezco de obligaciones perentorias.

De esta suerte, y con tales coloquios engañaba yo mi aburrimiento, indispensable consecuencia de la encerrona de Pastora. Hacía lo posible para verla y hablarla; menudeaba visitas a don Vicente por si ella salía a abrirme y lograba unas palabras siquiera: pero siempre fueron la indigesta dueña o la tosca Maritornes quienes me franqueaban la entrada. Don Vicente me recibía cariñoso unas veces, sermoneador otras, y por efecto de la impaciencia sus consejos y exhortaciones me sonaban a cencerro cascado. Reducido al oficio de melancólico rondador, pasábame las horas muertas mirando al portal del canónigo, cual un tiempo don Víctor. Un día, sobreexcitado y ahíto ya de la situación, resolví quemar las naves, y me colé de rondón en las habitaciones de mi adorado tormento. Hallé a madre e hija en sus labores acostumbradas; Pastora dio un chillido al verme, y en su rostro se pintaron gozo y sorpresa; doña Fermina me miró como miraría a un megaterio u otro antediluviano animalazo. Vi sucederse en su cara un color de púrpura, y la biliosa palidez de la ira. Levantose majestuosamente, y con laconismo admirable en ella:

—Pastora —dijo a su hija—, vete a ver si se le ocurre algo al tío. ¡Anda! Qué, ¿no has salido ya?

—Madre, voy —respondió Pastora sin descomponerse—; y salió con su andar ligero y noble, andar que yo hubiera puesto en música, si a tanto alcanzase mi habilidad.

Sin saber lo que hacía, por instinto eché yo detrás; pero la indignada matrona me asió del cuello de la americana, y sacudiéndome nada suavemente, me disparó estas frases:

—Oye tú: no me parece mal que vengas cuando te dé la gana; pero te aviso que no has de ver a Pastora: te pasarás un rato conmigo, si gustas; lo que es con ella, ni por pienso. Mi hija no ha de perder su crédito por haraganes. Las mujeres somos cristal, ¿entiendes? (ella no tenía nada de trasparente, ni de frágil al parecer) y un soplo nos empaña. A Pastora se lo he dicho: mira que la reputación no se gana en años, y se pierde en un segundo; mira que no tienes más dote que tu buena fama; mira que los veinte pasan pronto, y después... arrancarse los cabellos. Y a ti te canto lo mismo: no vengas a hacer sombra a mi hija: ya lo sabes. Si no quisiste entender por indirectas, ahora lo comprenderás, así, clarito.

—Señora —contesté yo, después de libertar mi cuello de aquellas manos gruesas y surcadas, que aún lo retenían cautivo—, usted se prevale de que yo en esta casa no puedo poner en movimiento la lengua, por respetos a don Vicente. Me voy, sí me voy, y no haré a usted más sombra; pero también le prometo reírme a mis anchas cuando usted se encuentre como la niña bonita, compuesta y sin novio.

—¿Qué dices, deslenguado?

—Nada, ilustre suegra del señorito don Víctor... ja, ja.

De todos los arbitrios para exasperar a doña Fermina, el más seguro era reírse. La vi lanzarse hacia mí; pero yo, con mis ágiles piernas de estudiante, estaba ya en la escalera.

V

Hasta este punto, los sucesos de mi historia, si bien para mí muy importantes, nada ofrecen que se salga y aparte del curso ordinario y corriente de la vida. Ni en mis amoríos, ni en mis estudios, ni en mis pocas travesuras y niñadas de escolar, hay cosa que digna de especial atención parezca. Tan vulgar va siendo mi odisea, y tan insignificante su argumento, que omitiera escribirla, si no lo creyese indispensable para mejor inteligencia de los acontecimientos que seguirán, y si a la vez no experimentase yo cierto deleite en recordar escenas triviales y comunes, pero muy gratas para mi corazón y muy presentes a mi memoria. Desde ahora empieza el relato de hechos que al principio eran solamente singulares, mas después se tiñeron de color fantástico muy subido, hasta rematar en increíbles. Procuraré narrarlos como si nada de extraño hubiese en ellos, y manifestando el menor asombro posible: por este medio, acaso el lector les dará más fácilmente asenso y no me motejará de embustero ni de exagerado.

Sucedió que empecé yo a observar, y conmigo todos cuantos a la cátedra de química asistían, la mucha atención y benevolencia que me dispensaba el profesor Onarro. El destello de sus antiparras azules, deslizándole por encima de las apiñadas cabezas de mis compañeros, iba a buscarme hasta el sombrío rincón en que yo gustaba de echar tal cual regalado sueñecito, al arrullo de las magníficas disertaciones del sabio. Al verme entrar éste, una leve sonrisilla dilataba el ángulo de su boca, descubriendo los blancos dientes; al mirarme salir, sus ojos agudos, libres ya de antiparras, me seguían con pertinacia e interés. Nada tenía por cierto de admirable que un catedrático reparase benignamente en un alumno, pero era rarísimo, por ser yo el alumno distinguido, y Onarro quien me distinguía. Contábanse en nuestra clase cinco o seis muchachos que, naturalmente aplicados y estudiosos, despierto además su entusiasmo científico por la explicación brillante y la diestra enseñanza de Onarro, se dieran a trabajar con ardor en aquella asignatura, desatendiendo las restantes; los pobrecillos se pasaban horas y horas con los codos apoyados en la mesa, devorando libros, y realmente iban obteniendo resultados no despreciables, que, en el concepto general, debían granjear las simpatías y aprobación del profesor a tan beneméritos discípulos.

Sin embargo no fue así: Onarro, enterado de sus adelantos, mostró poca sorpresa y menos regocijo; sereno e impasible, como de costumbre, les aconsejó en breves frases que siguiesen con la misma o mayor asiduidad, si aspiraban a no ignorarlo todo. En cuanto a la turbamulta de medianías y nulidades que llenaba la cátedra, Onarro la conducía como a chicos rebeldes, a palmetazos. En su porte y en su método especial de instruir, obraba cual si tuviese que habérselas con niños. Repetía experimentos, introduciendo así breve e intuitivamente por los ojos aquello que era difícil de hacer entender mediante la razón. Que el sistema no era del todo desacertado, probábase con la concurrencia mayor cada día, y con el vivísimo interés que en ella despertaban las lecciones. Como sus experimentos solían ser tan sorprendentes e ingeniosos, el auditorio se prendaba de ellos, y la herida imaginación movía a estudiar el fenómeno para comprenderlo. Experimento había tan sencillo, que se tomaría por juego o recreación entretenida. Todos los alumnos lo repetían al día siguiente... menos yo.

Sí, direlo sin empacho ni melindres: yo era el más zopenco de la clase. Ya porque mi pensamiento vagara en regiones diversas, ya, lo que es más probable, porque mi falta de afición y gusto para aquella clase de estudios embotase y espesase el magín, para otras cosas no tan obtuso, que Dios me ha dado, resultaba que mi torpeza crecía lastimosamente, y mi repugnancia hacia la química lo mismo. Y como si el socarrón de Onarro se divirtiese malignamente en tomar el pulso a mi inepcia, a los demás discípulos llamaba por turno, y a mí ni una sola vez dejó de hacerme señal para que repitiera el experimento ante los ojos burlones y escudriñadores de toda la clase. Subía yo las escalerillas que conducen a la mesa del profesor, como el reo las del cadalso; tomaba los trebejos, aparatos y chismes necesarios para la experiencia, como toma el arma el soldado cerril y bisoño, y sin una sola honrosa excepción, lo echaba todo a perder, malogrando el experimento. ¿Ustedes creerán que entonces Onarro me reprendía como a los demás, o mostraba impaciencia o enojo, o se quejaba del desperfecto? Pues aquí entra lo singular. A cada barbaridad gorda por mí cometida, una expresión de contento y una risa benévola desplegaban las arruguillas de su tez, semejante al pergamino rancio de un viejo libro, y su felina mirada despedía vivo resplandor.

Recuerdo, entre otras, una experiencia talmente infantil, que a buen seguro que un niño de cuatro años la realizaría con destreza y brillantez. Ocurriósele a Onarro, que gustaba infinito de llamarnos la atención hacia las teorías generales que pudieran sobrecoger e interesar por su grandeza, recordarnos, a propósito de la composición química de los cuerpos celestes, la célebre hipótesis astronómica de Laplace, que explicó con su concisión y claridad acostumbradas.

—La formación de los planetas —nos dijo— según la concibe este gran matemático, es sencilla hasta no más. Supongan ustedes que hubo un tiempo anterior a la constitución de nuestro sistema planetario, en que el sol era una nebulosa enorme, una masa de materia tendida en un espacio inmenso. Esta materia estaba en extremo rarificada; pero en su centro existía un núcleo. ¿Han visto ustedes la tela de una araña? ¿Repararon cómo los hilos son más tenues a medida que se separan del punto central? Pues figúrense una tela de araña extendida en todas direcciones, y se formarán una idea aproximativa del aspecto de la nebulosa. Ahora entiendan ustedes que este gran conjunto de materia giraba sobre sí mismo, y naturalmente había atracción de la periferia al centro... Por una ley que ustedes conocen ya, las partes más lejanas del centro eran las menos atraídas; pero como sucede siempre, giraban más aprisa que las restantes. ¿No han estado ustedes nunca en un picadero? Si han estado, verían que allí se ejecuta una maniobra consistente en que los jinetes se pongan unos al lado de otros, en formación, y así unidos den vueltas al redondel. En este manejo ocurre que para que puedan ir juntos, el jinete más próximo a la pared galopa largo, mientras el más cercano al centro toma un paso sumamente despacioso. Pues bien, en nuestra nebulosa, salva la inconcebible diferencia de extensión y velocidad, sucedía casi lo mismo. Las partes más separadas del centro giraban con rapidez indefinidamente superior a las de las cercanas; en virtud de lo cual, tendían a alejarse del centro; esto se observa en todo movimiento de rotación, que cuando crece, hay un momento en que la fuerza centrífuga se sobrepone a la de atracción central, y se destaca un anillo de materia de la masa común de la nebulosa, anillo que sigue girando, girando, a favor de la energía que lo anima y del movimiento adquirido. Esta hipótesis no tiene nada de imposible: Saturno, hoy en día, presenta uno de tales anillos, es decir, un anillo triple encima de su ecuador, como suponemos que estaba el de la nebulosa...

Y volviéndose hacia mí de pronto, me preguntó a boca de jarro:

—Señor López, ¿podría usted, en caso de necesidad, repetir lo que voy diciendo?

Puse una cara como de persona que ya está enterada, y exhalé un ejem muy ambiguo, al mismo tiempo que murmuraba para mi sayo. —Que me emplumen si entiendo jota de tal galimatías.

—Si usted quiere yo lo repetiré punto por punto —gritó uno de los aprovechados que rabiaba por lucirse.

—Y yo; y yo —añadieron dos o tres voces.

—Perdonen ustedes —dijo Onarro—: voy a proseguir. Ahora bien, el anillo formado en torno de la gran nebulosa solar, no era homogéneo en todas sus partes; la materia se presentaba en unas más difusa, y más compacta en otras. De suerte que allí donde más se espesó hubo un nuevo núcleo, la materia se fue acumulando y precipitándose a él se ratificaron las partes más lejanas, y el anillo vino a romperse, quedando en figura de huso, con una faja central... Hoy se observan en el cielo muchas nebulosas así, fusiformes. Mas la atracción continúa obrando; el huso se encoge, gira sobre sí mismo, sin dejar de gravitar en torno del núcleo central... Llega al fin un instante en que el huso se convierte en esfera: primero gaseosa, incandescente luego, fría por último... Ya tenemos nuestro planeta. El primero que así nació en nuestro sistema fue el remoto mundo de Neptuno. Después de éste, se reprodujo el fenómeno con la formación de otro anillo en el sol; rompiose a su vez, tomó forma de huso, se redondeó, y he aquí que nace Urano, el orbe descubierto por Herschell... Tras de Urano vinieron Saturno, Júpiter y los demás planetas de este universo parcial, incluso el globo que habitamos... Somos, pues, hijos del sol, y la luna a su vez es hija nuestra: un anillo de nuestra masa la formó. Esta teoría, como ustedes ven, no puede ser más sencilla y accesible a la inteligencia; mas eso no le impide gozar de gran crédito entre hombres eminentes. El experimento con que voy a apoyarla y ponerla de relieve para que ustedes se impongan bien, es todavía más sencillo. Acérquense ustedes si gustan... Señor López, tenga usted la bondad, le ruego, de colocarse aquí, a mi lado.

Me aproximé andando torpe y remolonamente, y de costado, casi como los cangrejos. La mayoría de la cátedra, se agrupó afanosa en torno de la mesa, indicando los semblantes la atención con que esperaban el experimento. Onarro tomó un vaso bien tapado que ante sí tenía, y descubriéndolo, nos dijo:

—Aquí, señores, no hay más que una mezcla de agua y de alcohol, en proporciones tales, que tiene exactamente la misma densidad que el aceite. En medio de esta mezcla he colocado ¿ven ustedes? una gruesa gota de aceite... ¿Se distingue bien? ¿Observan ustedes cómo permanece sin confundirse con el resto del líquido y sin bajar al fondo? En este momento se halla exenta de la ley de gravedad. Como ustedes pueden notar, ha tomado la forma de una esfera perfecta; ninguna fuerza la solicita, y se mantiene inmóvil. Bien; pues ahora tomo este alambre, dirijo su punta a través de la esfera de aceite, y hago girar el alambre poco a poco... ¿Qué perciben ustedes?, ¿qué ve usted señor López?

—Yo...

—La esfera ha adquirido movimiento de rotación —chilló uno de los estudiosos.

—Eso es... ahora acelero gradualmente el girar de mi alambre... así... ¡Atención! La esfera se aplasta por los polos, se hincha hacia el ecuador... ni más ni menos de lo que está la tierra... ahora volteo más deprisa aún... Señor López, ¿no advierte usted nada?

—Que... que el alambre da vueltas...

—¿Estás ciego? —Interrumpió otro estudioso—. ¿No ves que de la esfera se ha destacado un anillo de aceite que gira a su vez en torno de ella?... Lo que pasó en la nebulosa solar.

—Miren ustedes bien —advirtió Onarro.

—El anillo se rompe —exclamó el que había hablado antes—. Se alarga en figura de huso...

—Ahora se va redondeando... ¡ya es otra esfera! —clamaron gozosos los aplicados.

—¡Y sigue describiendo su órbita alrededor de la grande!

—Como los planetas en torno del sol —observó Onarro.

Un silencio profundo, el silencio de la convicción tendió sus alas sobre la cátedra. Los jóvenes se miraban maravillados los unos a los otros. Yo examinaba la punta de mis botas, y algunas veces contemplaba una araña que tejía apaciblemente su tela en un ángulo del techo, inaccesible a las escobas. De pronto me estremecí como si hubiese escuchado la trompeta del juicio final. Onarro había pronunciado mi nombre.

—Señor López, señor López —me gritaba.

—Eh... mande usted.

—¿Quiere usted dispensarme el favor de repetir la experiencia? Es muy curiosa, y estos señores la verán dos veces con gusto. Tome usted el alambre.

—Pero... yo no sé si...

—No es muy difícil. Se reduce a manipular como si se tratase de hacer bien una taza de chocolate. Batir suave al principio y fuerte después. Tendrá usted el honor de ser el primer alumno que la verifique en España: en Francia la han practicado ya algunos, bajo la dirección de M. Plateau.

Cogí el alambre con todo el cuidado posible y me preparé a salir del paso lo menos ridículamente que dable fuera. Mil reflexiones acudían a mi magín.

—También es mucho empeño —pensaba yo— el que tiene este maldito en ponerme en evidencia delante de todo el mundo. Él es bien listo y de sobra conoce que yo soy para este caso el más alcornoque de mis compañeros. Miren qué bromita tan propia de un hombre de ciencia, de un sabio, hacer correr baquetas a un infeliz. Reniego de la química, y del maniático ocioso que la inventó.

Mientras en mi ánimo rugía esta tormenta, introduje el alambre en el vaso. Todos los ojos circunstantes se clavaron en mí, y los de Onarro con particular fijeza. Diome tal rabia de pensar en la situación y papel que me correspondían, que en vez de entrar delicadamente el alambre e imprimirle suave balanceo, lo hinqué de un modo brutal, blandiéndolo a guisa de lanza. Osciló el vaso, rompiose el equilibrio del líquido, y se derramó repartiéndose mitad por la mesa y mitad por mis pantalones y por el suelo.

Un murmullo se alzó en la cátedra, y yo quedé como embobado y fuera de mí; pero en el mismo punto sentí que Onarro me daba la más afectuosa, amigable y aprobativa palmada en el hombro, exclamando:

—¡Eso es, eso es! ¡Perfectamente!

Mirele colérico y airado, pensando distinguir en su rostro inequívocas señales de ironía y chunga. Ni la más leve. Sus facciones rebosaban sinceridad y satisfacción. Me volví hacia los restantes espectadores de mi torpeza, y les hallé unas caras de papamoscas, cosa muy natural, pues también debía yo de tenerla, no entendiendo, como ellos, qué motivos pudieran dictar la rara conducta del sabio. Pronuncié confuso y atortolado algunas palabras de disculpa, y bajé otra vez a ocupar mi puesto.

A la salida, como de costumbre, nos dividimos en grupos, y, a mi alrededor se formó uno numeroso e hirviente de curiosidad. Todos preguntaban lo que yo bien quisiera saber; la razón de las deferencias y mimos que me prodigaba el severo profesor de química; el porqué de sus miradas, de su interés, de su indulgencia para mis torpezas...

—A fe de Pascual —decía yo a los preguntones— nada sé, ni esto. Estoy tan en ayunas como vosotros.

—Pero, ¡cómo te distingue! ¡Cómo te favorece! —observaba con envidia uno de los aplicados.

—Extravagancias suyas.

—No, es que se fija siempre en ti.

—¡Bah!, exageráis. Me pareceré a algún pariente, o amigo...

—No disimules. Es imposible que no sepas la causa.

—Dínosla, Palomita. Sácanos de penas.

—Idos a paseo.

—Es que el día que no vienes a clase, está él como en brasas. Aquí hay gato encerrado, y tú eres un hipocritón, un maula, que te lo callas todo.

—Por el siglo de mi abuelo, que estoy pasmado también de su conducta; pero no atino en qué pueda fundarse esta rareza.

Ello es que yo en mi interior creía haber encontrado la clave del problema, pero me era tan humillante darla, que opté por guardármela en el bolsillo. Estaba visto: era evidente. El señor don Félix se reía en grande: espantaba el mal humor a cuenta mía. Hacíale gracia mi misma ineptitud, como a los reyes la propia deformidad de sus bufones; y sin duda él, que tantos análisis había realizado, quería determinar cualitativa y cuantitativamente los grados de estolidez que alcanza un estudiante de medicina. Sea todo por Dios, pensaba yo; sirvamos de mono a este grandísimo loco, que lo es si no mienten los indicios. Encerrado debiera él estar en Orates, no haciendo fábula y juguete de una persona inofensiva que no se mete con nadie.

Esta solución, en mi concepto muy obvia y única que racionalmente era posible dar al enigma, parecíame a mí que se les ocurriría también tarde o temprano a mis condiscípulos. Me preparaba ya, y apercibía cachaza para aguantar todo linaje de chanzonetas, donaires y pullas, más o menos pesadas y sangrientas. Paciencia habré menester, calculaba yo, y aun quizás me estuviera mejor no volver a presentarme en la cátedra de química, aunque naufrague después en los exámenes. Tales eran mis reflexiones: mas ¿quién pudiera, a no ser zahorí, adivinar el gracioso desatino que mis compañeros idearon?

Es cosa averiguada ya que las muchedumbres huyen, para la interpretación de los hechos, de las causas naturales, llanas y corrientes y rebuscan los orígenes más extraordinarios e inverosímiles. Cuando las cosas pueden explicarse sin violencia, por sencillos y vulgares móviles, la gente no queda satisfecha si no las atribuye a motivos desusados y novelescos. A tal procedimiento fue sujeta la historia de mis relaciones con Onarro.

En vez de admitir que Onarro era un humorista implacable al modo inglés, y yo un alumno corto de luces, y que el profesor se divertía conmigo, supusieron (atención) que yo recataba, bajo capa de ignorancia, un tesoro de estudios y conocimientos; que Onarro lo sabía; que mi disimulo se encaminaba a no eclipsar al sabio dejándole tamañito; pero que Onarro empeñado en descubrirme, trataba de herir mi amor propio por todos los medios posibles e imaginables, a ver si en un arrebato de susceptibilidad me quitaba la máscara, presentándome con mi verdadero semblante de químico ilustre, émulo y sucesor de Lavoisier.

Algún embustero de oficio y gracioso de café debió de inventar esta especie que, como llama en yesca, prendió al punto en la deshecha credulidad de los escolares. Unos visos y perfiles de verdad le prestaban mi recogido vivir, mi suerte en los pasados exámenes, mi fama recién adquirida de formal y estudioso, y sobre todo, las caprichosas distinciones de Onarro. Corrió de boca en boca la patraña, tanto más comentada y creída cuanto más enorme. Yo no sé qué correos aéreos, qué telégrafos invisibles, qué misteriosos geniecillos, trasgos o duendes alígeros y veloces desempeñan el encargo de esparcir y comunicar las nuevas: lo que afirmo es que no los hay más diligentes y puntuales, ni tampoco más amigos de enredos y mentiras. Porque ya perdonara yo que se contasen, descubriesen y trompeteasen los hechos, sin poner ni quitar un ápice: mas no se avienen a ello los susodichos duendes o lo que sean. Las noticias, como la bola de nieve, engruesan a medida que caminan y concluyen por desfigurarse tanto y alcanzar tan hidrópica magnitud, que no las conociera la misma madre que las parió. El proceder de Onarro para conmigo, salió aumentado de los mismos bancos de la cátedra; ya no era sólo que el profesor reparase en mí; era que me trataba de igual a igual; era que me había llamado, conferenciando largo rato los dos acerca de arduas cuestiones científicas; era que había dicho a sus compañeros de profesorado, en sibilíticas y misteriosas frases, que no sabían la joya que en mí poseía la Escuela, y que me mirasen con mucho, mucho respeto... En fin, por este estilo, mil y mil ridiculeces.

Diéronme sobre tan socorrido tema larga matraca mis compañeros; no podía poner el pie fuera de casa sin que acudiesen a estrecharme la mano y abrazarme cinco o seis de aquellos pesadísimos tábanos y fastidiosas chinches. El mismo don Nemesio, con la mayor cordialidad y buena fe, vino a darme el parabién, manifestándome que en las distinguidas casas que frecuentaba le molían a preguntas relativas a mi persona, y estaban deshechos por conocerme y tratarme: en Dios y en mi ánima que pude entonces adquirir tan buenas relaciones como don Nemesio. Hasta un día, que aburrido y seco de tanta simpleza, y deseoso de no topar con ningún necio que me llamase sabio, me fui a esparcir por los Agros de Carreira, lugar solitario y retirado en extremo, no habría andado cien pasos, cuando, saliendo de detrás de un derruido paredón que el camino orillaba, vi un semblante diabólicamente risueño, como de mico que hace una jugarreta, y el taimado de Cipriano me gritó: «Salve, ¡oh!, nata, flor y espejo de los galaicos estudiantes, prez y gala de esta ilustre Escuela, y asombro y envidia de las restantes del mundo. Dame acá esos brazos, que han de estrechar los míos al nuevo Orfila, que niño de teta era el otro, y noramala vaya». Y diciendo y haciendo me apretó hasta sofocarme casi, de manera que yo con mal humor, me desenganché de los palillos que así me ceñían y enclavijaban. Agarrose él entonces a mi capa, señalándome hacia el muro que lo ocultara a mis ojos, y vi a una damisela, en quien reconocí a la corista de sus pensamientos, que haciendo de la vergonzosa y de la modesta se mantenía apartada, caído el velo del manto sobre su rostro no nada celestial, y sí muy adobado con afeites, cosméticos y mudas.

—Bien parece, oh fénix de las ciencias —siguió el truhan—, la cortesía junta con el saber: saluda, pues, a esta señora, que es una eminente artista, una notabilidad en su género.

Aturdido llevé al sombrero la mano, y la ninfa me tendió la suya con mil dengues y flechándome los ojos tiernos; mas yo me hice el sueco, y me escurrí, no sin que Cipriano exclamase:

—Hurañito le tenemos ya; no hay que maravillarse, bella Leonor; todos los sabios pasamos nuestras temporadas de misantropía, y solemos huir de los hombres.

La broma me iba pareciendo ya sobrado prolija; pero finalmente, tomé el partido de dejarla correr, pensando con juicio que el tiempo todo lo descubre y la verdad sobrenada siempre. El mal giro que tomaran mis asuntos amorosos me traía asaz de preocupado y pensativo, contribuyendo a que me pareciesen de secundario interés los demás negocios. Ocurriome ir una mañana a casa de don Vicente, sin esperanza alguna de ver a Pastora, pues harto me constaba que el centinela enemigo estaría, según costumbre, de guardia. Hallé al canónigo recostado en el ancho sillón, afligido de unos dolorcillos de gota que no le consentían dar su cotidiano paseo. Ante sí y en el pupitre tenía una carta abierta, el sobre roto, y dos o tres periódicos cuyas fajas alfombraban el piso. Al verme entrar depuso el que leía, y mirándome con curiosidad exclamó:

—¡Venga usted acá, venga usted acá! Tenemos que ajustar unas cuentas.

—¿Querrá hablarme de Pastora? —pensé inquieto. Y en alta voz—: Señor don Vicente —contesté—, ajuste usted, que aquí estoy dispuesto a rendirlas puntualísimas.

—Pues prepárese, porque voy a ser minucioso. Estoy tan admirado, me ha cogido tan de nuevas la especie, que no se si la crea...

Ciertos son los toros —calculé—: y me puse contrito.

—¡Yo bien quisiera creerla, canario! Tendré uno de los ratos mejores de mi vida, si puedo escribir a sus padres de usted la enhorabuena. ¿Conque, por lo visto, es usted una notabilidad, una lumbrera en química?

—¡Ah! —murmuré yo como si despertase de un sueño profundo— ¡Esas tenemos, señor don Vicente! ¿Hasta usted han llegado tales nuevas?

—Y me dejaron al pronto más patitieso que estaba, porque no podía comprender de qué modo había usted llegado a tal altura; pues si bien es cierto que se enmendó usted mucho, todavía sus estudios no...

—Y acierta usted, señor canónigo. Crea usted que esas cosazas que se propalan por ahí, no tienen asomo de fundamento ni visos de sentido común. Yo lo siento en el alma; quisiera ser uno de los siete de Grecia; pero Pascual López nací, y Pascual López a secas, mondo y lirondo, sin aditamentos de notabilidad ni de prodigio, he de ir a la fosa.

—Con todo eso, es muy extraño que corran tales voces sin que se basen en algo. Y la fama lleva ya su nombre de usted más allá de Santiago. Lea usted, lea usted este periódico: es de Pontevedra, —me dijo tendiéndome el que en la mano guardaba.

Tomé la hoja impresa, y busqué el sitio que el canónigo me señalaba con la uña. En la acción de entregarme el diario, el codo de don Vicente tropezó con la carta medio plegada sobre la mesa y le imprimió un leve impulso que la hizo desdoblarse del todo. Una indiscreción involuntaria retuvo mis ojos fijos en ella, y vi, como en un relámpago, dos nombres que me hicieron casi saltar en la silla: el de Pastora y el de Víctor. Seguí mirando afanoso, proponiéndome sorprender el contenido entero de la epístola; mas el brazo del canónigo se posó sobre ella y su voz resonó gritándome:

—Lea, lea.

Con voz alterada y el tonillo maquinal que adoptan los niños cuando leen sin comprender, recité el siguiente párrafo:


«Nos dicen de Santiago, que aquella Escuela de Medicina cuenta entre sus alumnos un joven notabilísimo, una esperanza para el país. Este joven hijo de padres honrados, pero humildes, ha llegado, merced a sus grandes dotes y profundos estudios, a llamar la atención de un profesor también célebre, que hace poco vino a Compostela. Se asegura que en breve saldrán juntos ambos a visitar los establecimientos y adelantos científicos en el extranjero. Felicitamos al señor don Pascual López, gloria de esta Galicia tan calumniada, ultrajada y desdeñada por los que no la conocen, etcétera, etcétera».
 

—¿Hay otro que se llame Pascual López entre los alumnos de Medicina? —interrogó don Vicente cuando hubo concluido el suelto.

—No señor.

—Pues entonces, bien claro está que es usted el aludido.

—Yo soy, sí señor; no lo niego. Si esta temporada no se habla de otra cosa.

—Pero entonces, ¿es embuste todo lo que ahí ponen? Imposible parece —murmuraba don Vicente volviendo a su cavilación primera— ¿Es falso también lo que dice del profesor?

—Que el profesor me distingue, es exacto: me distingue como a nadie; pero lléveme Judas si atino con la razón.

—De cualquier modo, usted debe de haber estudiado este año un poco más: puede que en esa asignatura haya usted puesto sus cinco sentidos: y como al fin y al cabo esas ciencias modernas son una cascarita brillante y presto se llega al fondo, tal vez esté usted en efecto en la cúspide de ese ramo del saber. Otro gallo le cantara si se tratase de profundizar la teología o la pura latinidad clásica. Tácito y Horacio son los autores de muchas de estas canas, que ahora ya justifican los años, pero que asomaron antes de lo debido. En fin, yo me holgaré de que salga usted un doctor, siquiera para no dejarme quedar mal...

Mientras hablaba el canónigo, revolvía yo en el magín los medios de echar la vista encima a aquella carta, presa bajo su brazo. Al fin me ocurrió un expediente.

—Señor don Vicente —le dije—, ¿quiere usted hacerme el favor de permitirme que copie ese suelto para mandarlo a mis padres? Deme usted un retacillo cualquiera de papel.

El canónigo alzó el codo... pero fue para asir la carta, partirla en dos mitades, darme la blanca y guardar bonitamente la escrita en el bade de cuero que ante sí tenía. Nada pude pescar; copié el suelto, y después de otro rato de plática con don Vicente, en que hablamos de política, comentando las noticias de sensación que en aquella agitada época abundaban, me despedí. Salime a la antesala, mirando, no sin melancolía, el pasillo que guiaba al cuarto de Pastora. Al descolgar de la percha mi capa, un objeto blanco se deslizó de entre la esclavina y vino a caer a mis pies. Lo recogí apriesa, era una carta cerrada sobre sí misma y con obleas, a la antigua española, un tanto arrugada y con un sano tufillo a espliego, aroma especial de que la ropa de Pastora estaba impregnada siempre. Así el olor como las arrugas me indicaron que la misiva, antes de ir al buzón de mi esclavina, reposó sobre el corazoncito de mi Dulcinea. Bajé los escalones cuatro a cuatro, y trabajo me costó no leer la epístola en el mismo portal del canónigo. Dando largas zancajadas, me fui en busca de uno de los muchos sitios retiradísimos que tiene Santiago, para bien de los estudiantes que desean leer en paz una carta.

VI

Rompí la nema y devoré las líneas siguientes, de letra menudita, redonda y cerrada como las planas de Torío.


«J. M. J.

Mi querido Pascual: Dios se lo pague a la madre Serafina de la Enseñanza, por haberme amaestrado en formar estos palotes, que hoy me sirven para comunicarme contigo. Ante todo, te pido perdón por mi necedad en reírme de tus temores con respecto a don Víctor: bien sabe Dios que pensé que eran todas bobadas y figuraciones de doña Verónica, y ahora conozco que no se puede decir nunca de esta agua no beberé. El padre de don Víctor ha escrito al tío pidiéndome formalmente en matrimonio para su hijo. Sólo a un señorito mimado como D. Víctor se le ofrece encapricharse por una muchacha tan inferior a su clase como yo: y el padre debe de ser bien débil. En sustancia, él me pide, y ya puedes colegir cómo estará mamá desde tal acontecimiento. Hace extremos, baila, canta, se lo cuenta en confianza a todas las vecinas, que me saca los colores. ¿Te acuerdas de aquellas tonterías que ideabas tú, cuando te empeñabas en que yo había de vestir seda, y raso y no sé qué más? Pues mi madre está a todas horas con esa manía. Pero lo peor, Pascual, es que también el tío esta satisfecho, porque el pobre quiere mi bien y piensa que me cayó un fortunón. Pascual, Pascual, aconséjame. A mí por fuerza no me han de casar; a nadie se le hace hoy en día eso, y si yo digo siempre que no, gano la batalla. Pero me duele disgustar a mi tío, a quien debo cuanto soy, que me sacó de pobre aldeana, y me amparó desde pequeñita, y que hoy pasa también sus apurillos, porque el Gobierno no paga a los que no juran. De mi madre no me da tanto cuidado, que a ésa las rabias no le pasan de la garganta.

¡Si pudiera hablarte un ratito! Ya que no es posible, contéstame, metiendo la carta en la capa. Sabes que te estima y quiere de veras. Pastora».

«P D. Oí decir que eras un sabio y un chico notabilísimo: eso anda muy corrido. Supongo que algún chusco de tus compañeros será el que haya inventado, sin permiso tuyo, esa broma, porque a ti no te tengo por tan farsante».
 

Cómo tornaría a mi albergue, piénselo el lector. La incertidumbre, la cólera, el despecho, ocupaban mi ánimo por igual. Subí a mi habitación, tomé papel y pluma, y con furibundos rasgos y numerosos borrones y tachaduras, garrapateé este despótico billete:


«Querida Pastora: No sé a qué viene esa hipocresía de pedirme consejo. Aconséjate de tu cariño, si es que me profesas el que dices; y de tu palabra, si la sabes guardar. No puede decirte otra cosa Pascual».
 

Eché arenillas, cerré, lacré, puse la carta en el bolsillo, y tomando otra vez capa y sombrero me dispuse a volver con cualquier pretexto a casa de don Vicente. Mas al asomarme a la escalera, un bulto negro se interpuso, y dos brazos me interceptaron el paso.

—¡Sttttt! ¿Adónde tan deprisa, señor don Pascual? —dijo la voz afable de don Nemesio Angulo—; entre usted en mi cuarto, si no es urgente lo que va a hacer; tengo que hablarle.

—Pase usted al mío, si gusta, y tome asiento —le repliqué mandándole en mis adentros al diablo.

—Mire usted, Pascual —empezó don Nemesio con mucha solemnidad—, yo vengo a dar un paso que usted calificará como guste; pero que considero no debo omitir. Nadie podrá acusarme nunca de un proceder torcido o de una falta de consecuencia para con mis amigos, entre los cuales se cuenta usted.

—Usted dirá... —respondí sin saber qué opinar de aquel introito.

—Amiguito, yo no sé si le voy a dar a usted una mala noticia; pero es probable que ya esté al tanto de lo que ocurre. Don Víctor...

—Ha pedido a Pastora —exclamé con ímpetu.

—Ya me figuraba yo que usted lo sabría. Ella se lo habrá dicho. Sí, amigo mío, usted estará admirado, y yo también. Lo que sucede, lo que sucede. Emprende un señorito, así... que no tiene muchas ocupaciones... el rondar una niña de pocas ínfulas; cree que todo van a ser mieles; se encuentra con la horma de su zapato, con una muchacha educada religiosamente y en los más sanos principios como es Pastora, aunque yo decirlo no deba; le recibe ella con dignidad y recato, se pica él de amor propio, comienza a mirarla con ojos muy distintos, y acaba por prendarse de veras. Así le pasó a nuestro vecino.

—¡Pues apenas hacía tiempo que ese mono no importunaba a Pastora! Ella se creía libre de tal botarate.

—Justo, justo; desde que la niña le puso las peras a cuarto. Nadie hay sin algún defectillo; todos los tenemos, que lo sepamos o no, y el de don Víctor consiste en un si es no es de orgullo; pero ya ve usted, tiene en qué fundarlo. Como Pastora le dio tan redondo desaire, él dijo: ¿sí?, pues de un modo o de otro me has de pertenecer; nadie rehúsa a Víctor de la Formoseda. Empezó a escribir a su padre cartas y más cartas, y por último, hasta hizo allá un viajecito. El padre ¡ya se ve!, no tiene más hilo que ese; deseará conocer un nietezuelo que perpetúe su antiguo apellido; le pintarían las perfecciones de la muchacha... En fin, que el pobre señor vino en todo cuanto quiso el chico. Ha escrito la carta pidiendo a Pastora.

—Ya lo sé —dije mostrando con ademán hosco lo poco grata que me era la narración.

—Sí; pero esto viene a cuento de que... yo he recibido dos comisiones, que en manera alguna quiero desempeñar a hurto de usted, Pascual. Nemesio Angulo gusta de ser sincero, y de no jugar nunca una mala partida a sus amigos. Mire usted, yo he sido toda esta temporada el paño de lágrimas de don Víctor; pero sus secretos eran suyos, y usted bien sabe que nada le he dicho. Mas hoy me confía un encargo, ni privado ni secreto, y sin encomendarme particular reserva, y de eso creo que debo antes prevenir a usted.

—No adivino...

—Yo soy el que ha de presentar al señorito de la Formoseda en casa de don Vicente: y asimismo me corresponde transmitir al padre de don Víctor la respuesta del canónigo, de doña Fermina y de Pastora. En suma, correré con todo el negocio. Tengo plenos poderes de don Víctor, y me autoriza y obliga a entrar en el asunto la amistad que me dispensa el pretendiente, y el ser Pastora mi hija de confesión hace tanto tiempo.

—Pero señor don Nemesio —articulé todo trémulo y airado—, ¿qué cosa está usted diciendo ahí? ¿Usted se olvida, por lo visto, de que Pastora tiene tratado el casarse conmigo y con nadie más? Me extraña mucho en usted semejante porte.

—Pascual, serénese usted y hablemos formalmente.

—Me parece que hablo con toda formalidad.

—Amiguito, usted es un hombre ya y no un niño. Las cosas deben mirarse despacio: es preciso reflexionar y no partir de ligero. Usted habla de casarse; ¿cuenta usted con recursos para ello?

—Por hoy...

—¿Y para el día de mañana? Yo le hablo así, porque me tomo interés por Pastora y por usted también, y ojalá pudiese ver a los dos tan contentos y tan...

—Así que acabe la carrera, me ganaré la vida como los demás médicos.

—Que no se la ganan y andan pereciendo. ¿Y quiere usted exponer a Pastora a tal contingencia? Advierta usted que si las cosas no mudan de faz y esta desatinada revolución no toma otro camino, tendrá usted a cuestas a doña Fermina, y aun quién sabe si a don Vicente. Todo pudiera ser.

—¿Y cree usted que Pastora querrá bien nunca a ese don Esdrújulo? Pastora me prefiere a mí tan sólo y no se avendrá a tener otro novio.

—Esos cariños tan ciegos y tan desesperados he visto, Pascual, que sólo se hallan en las novelas. En la vida no.

—Y usted, que es un sacerdote, ¿piensa que una mujer tiene muchas probabilidades de ser buena cuando la hacen casarse con un hombre que le repugna?

—Pastora, de casada como de soltera, será buena, buenísima, porque lo tiene de condición, y eso lo sabe usted perfectamente. Además, ¿por qué le ha de repugnar don Víctor? Don Víctor es mozo, apuesto, bien nacido, rico; a pesar de su seriedad, tiene un fondo angelical; hará un marido excelente; se me figura que es como si dijéramos bebe con guindas.

—Eso es —exclamé rabioso—, eso es; alábelo usted, llévelo en palmas, póngalo en compota. A usted se le antojara una preciosidad, pero a mí me empalaga y me apesta ese fatuo, ese orgulloso que parece que tiene a menos saludar a los que no llevan la chistera tan flamante como él. Le digo a usted que si se tratase de otro, aun quizá me pondría más en razón; pero tratándose de semejante monigote, me empeño yo en que ha de sufrir el segundo desaire. Y no digo más. Creerá el don necio que con sus guantes y sus botas de charol todas le han de hacer el buz. Ya verá que no es el mundo lo que él piensa. Más dinero tendrá que yo, pero por esta vez me llevo el gato al agua.

—Usted lo meditará, Pascual —respondió don Nemesio levantándose—. Yo he cumplido como lo exige nuestro mutuo aprecio. Consulte usted con su conciencia si debe colocarse entre Pastora y la fortuna inesperada que se le brinda.

Dicho esto salió apretándome amigablemente la mano. Vi muy bien en la placidez de su rostro que se le daba una higa de mis bravatas, y que la idea de que el señorito de la Formoseda pudiera ser rehusado no echaba raíces en su pensamiento. Quedeme en un estado de exaltación vehementísima.

Por más sofismas que la pasión me dictara, por más hervores de sangre que ascendiesen a mi cerebro al doble impulso de la vanidad mortificada y del sentimiento herido, una voz, la voz indiscreta que con desesperante claridad canta dentro de nosotros mismos importunas verdades, me decía cosas que no me era posible desoír ni negar. Repetíame doblemente esforzados los argumentos de don Nemesio; me mostraba irónica mi propia insignificancia, la posición precaria y angustiosa que yo podía ofrecer a una familia, contrastando con el cómodo bienestar, la existencia honrosa prometida a Pastora en el enlace con don Víctor. Y es muy de advertir que, con aborrecer yo profundamente al señorito de la Formoseda, cuyas acciones, lujo y maneras me parecían tan impertinentes y desdeñosas, allá en mi interior no podía dejar de hacerle completa justicia, reconociendo que en la ya larga temporada que llevábamos habitando juntos bajo el techo de doña Verónica, nunca sorprendiera en el señorito un indicio de desarreglo ni de viciosas costumbres.

Ordinariamente, al recogerme yo, ya él reposaba entre sábanas; jamás escuché en su habitación choque de vasos y botellas, ni bullicio y jácara de descompuestos amigos; siempre le vi tan tieso, tan estirado y tan metódico; juego, ni por las mientes; de galanteos, no le conocí nunca más que los muy inocentes, superficiales y decorosos que la voz pública le atribuía con algunas señoritas de calidad, a quienes por ventura tropezó en las arboledas del paseo o vio arrastrar vaporosa cola de tarlatana sobre las alfombras de los bailes; y finalmente, la aventura de Pastora, que si pudo iniciarse con funesto propósito, de tan cristiana manera terminaba. A la convicción de estos morigerados hábitos de mi rival, se unía la lucidez con que yo me analizaba a mí propio y a mi menguado porvenir. No tenía más perspectiva lisonjera que la de pescar un partidillo y matar allí sanos; verdad es que me correspondía, por mi casa, una exigua parte de montañés patrimonio; pero amén de que ya ni mis gustos, remontados como panderos, ni mi género de vida, me consentirían empuñar el arado y la azada, habíame comprometido con mi padre a no recoger aquel lote de herencia y a dejarlo a beneficio de los demás hermanos: compromiso justísimo, puesto que los gastos de la carrera en breve consumirían aquella porción de legítima, y disfrutarla fuera expoliar a mis coherederos, cosa que, aun no siendo yo modelo de virtudes, repugnaba a mi conciencia. ¡Rayo de Dios! ¡Por qué los que tienen exigencias, necesidades y ansias de goces no han de poseer a proporción voluntad enérgica y fuerza para separar los obstáculos sociales! ¡Por qué mi condenada holgazanería se ha de interponer entre los libros y yo!

Estas especies acudían en tropel a mi imaginación con la aguda viveza que revisten las representaciones penosas. Mas a la vez el amor me suministraba argumentos para desecharlas. Pastora te quiere, me decía; quien bien quiere, pasa por todo: preferiría ella partir contigo unas patatas, a saborear faisán en compañía del señorito de la Formoseda. Pero, replicaba el juicio, Pastora no se verá forzada a sacrificarte únicamente lo superfluo y lo exquisito de la vida, que eso bien aína lo hiciera ella; tendrá que inmolarte su reposo, los sentimientos más honrados de su alma, cuales son la gratitud y el respeto a su tío, la obediencia a su madre... En este ovillejo andábame yo, sin acertar a desenredarlo. Tumbeme sobre la cama, revolviéndome en ella en un estado de fluctuación y angustia inexplicables; encendí cigarro tras cigarro, sin concluir alguno, antes arrojándolos a medio fumar... Doña Verónica, con importuna solicitud, entró varias veces a preguntarme en voz meliflua si «se me ofrecía algo» si «me iba mal» y si «no quería la comida». Respondile desabridamente que me dolían las muelas de un modo atroz, que me incomodaba ver luz y tener que hablar: ella entonces fuese pisando blandito, no sin que antes entornase las maderas de la ventana.

Ciertas crisis no pueden prolongarse. Mi propio desasosiego trajo de la mano una inquietud que de súbito me invadió: dormité una media hora, y me hallé calmado y resuelto. Salté del lecho y abrí la ventana: era ya anochecido: brillaban algunas estrellas en el oscuro azul del cielo, y los faroles luchaban con las tinieblas de la calle. Respiré con deleite el fresco nocturno, y permanecí algún rato meditando. Parecíame haber encontrado un expediente conciliador. Cuantas más vueltas le daba, más razonable me parecía. Cerré otra vez la vidriera, encendí fósforo y bujía, y tomando recado de escribir, tracé ya con firme pulso y letra clara, estos renglones:


«Mi querida Pastora: pídesme consejo, y voy a decirte lo que la conciencia me dicta. Obra cual te sugieran tu buena razón y tu juicio. Yo estoy demasiado interesado en el asunto para poder acertadamente dirigirte. Si dejase correr la pluma, te pondría cosas que tu albedrío sujetaran. La cuestión es grave, y como de ella pende toda tu vida, debo irme con tiento. No influyan en tu ánimo las palabras que nos dimos, en cuanto obligan y son sagradas, que yo de buen grado las tendré por no recibidas: obra cual si, conociéndome y queriéndome, nada hubiésemos tratado de casamiento.

Ni en contra ni en favor mío te inclino. Pero soy, como siempre, tu constante Pascual».
 

Esta sensatísima carta concluida, respiré con más desahogo; la verdad ante todo: al darla así de magnánimo, no dejaba yo de contar firmemente con el fiel apego de Pastora, y de calcular que las hábiles reticencias de la carta habían de ser claros signos de mi deseo. Después de todo, la carta era diplomática, y yo lo comprendía bien. En el fondo, a pesar de mi generoso alarde, yo resultaba un egoísta. El hombre suele concluir convenios de esta clase con su deber, estipulando una cláusula secreta a favor de la pasión.

Resuelto a enviar a mayor brevedad la misiva a su destino, recordé que, hallándose don Vicente prisionero de la gota en su casa, no parecería extemporáneo ir de noche a hacerle un rato de tertulia. Salí, pues, y eché a andar en aquella dirección: sorprendiome ver el portal iluminado y abierto, cosa tan opuesta a la sabia economía y metódicas costumbres del canónigo: subí, llamé, abriome la Maritornes, y por poco caigo de espaldas al divisar, pendientes de la percha en que solía yo colgar mi capa, dos objetos de mí muy conocidos, a saber: el manteo algo raído, pero cepillado y pulcro, de don Nemesio, y el magnífico gabán con vueltas de suaves pieles, que varias veces envidiara en hombros de don Víctor de la Formoseda.

—¿Están ahí? —pregunté a la fámula, señalando hacia la sala.

—Sí, señor.

—¿Hace mucho que llegaron?

—Un momentito.

—¿Quién está con ellos?

—El señor y misia Fermina.

—¿Y la señorita Pastora?

—Ahora mismito vendrá; le mandó misia Fermina que se compusiera el pelo y se pusiese una corbata, y está en su cuarto.

Con ligereza y silencio de fantasma me escurrí a lo largo del corredor, sin hacer caso de la sirviente, que bien me conocía. Empujé la puerta del cuarto de Pastora, y la vi de pie, ante una cómoda, apoyados en ella los dos codos, y entre las manos la cabeza. Alumbraba el lugar un veloncito de aceite.

Al sentir mis pasos volviose ella, y casi a un tiempo gritamos nuestros nombres.

—Qué milagro... —iba a preguntar Pastora.

—Están ahí —le dije.

—¡Ah! Ya lo sé. Tengo que salir.

—No salgas. No quiero.

—Pero...

—Nada, nada. Que te dio un dolor de cabeza, o de cualquier otra cosa. No sales.

—Bueno, bueno; pero vete: si el tío o mamá se enteran de que estás aquí, ¡qué disgusto...!

—Me alegraría. Así se marcharía de una vez ese don Víctor o don demonio.

—¿Qué me aconsejas, Pascual? Estoy que no sé lo que me pasa.

—¡Aconsejarte! Mira la carta que te traía escrita.

Eché mano al bolsillo, y no hay necesidad de decir que saqué la primera epístola, la que me dictara un arrebato de enojo y celos. Pastora la leyó rápidamente.

—¡Ay de mí! —dijo— Tienes razón; pero, ¡qué de amarguras, qué de combates se preparan!

Mirela, y a la luz del veloncillo, su rostro cándido y malicioso siempre, me pareció grave, surcado de huellas de insomnio y de llanto.

—¿Tú me quieres, sí o no? —le dije.

—Eso no se pregunta. Vete.

—Ahora mismo —respondí apretando sus deditos, fríos como barras de hielo.

Oyose en el corredor la voz de doña Fermina, contenida e impaciente.

—Pastora, ¿tú acabas? —decía.

Temblamos que entrase. Pastora respondió con apagada voz:

—Voy en seguida, mamá. Estoy concluyendo.

—Pues a ver si despachas, ¿eh?

Y voz y pasos se alejaron.

Con la misma cautela que puse al entrar dejé la habitación, solicitado por los elocuentes ademanes con que Pastora me señalaba la puerta. No hablamos otra palabra, y en breve me hallé lejos de aquella casa, recorriendo las calles sin dirección fija. Sentíame a la vez enorgullecido y malcontento, en una de esas situaciones complejas que piden desahogo. La ciudad estaba tan reposada y soñolienta como inquieto yo. No se oía más que el paso presuroso de algún tardío transeúnte dirigiéndose a la cotidiana tertulia, o el ladrido lejano de algún perro. Estaba la noche entreclara, sin luna, pero las estrellas bastaban a iluminarla. Llevado de mis pensamientos, caminé hacia la Alameda y una vez allí seguí la dirección del hermoso paseo de Bóveda, más conocido por la Herradura, elevado semicírculo, desde el cual se domina, como a vista de pájaro, Santiago y un extenso anfiteatro de montañas, destacándose sobre la perspectiva de la ciudad las torres de la catedral, elegantes cúpulas que rompen la monotonía de las líneas de casas, confundidas entre la oscuridad y distintas únicamente por la mancha más sombría del verdor de las huertas.

Reinaba quietud profunda en el lugar, y sólo leve soplo de viento remedaba en las copas de los árboles voces misteriosas. Dejeme caer en un banco: ante mí, por entre dos troncos, vi oscilar algunas luces en la ciudad, y particularmente en ciertas casas ya aisladas y próximas a la falda del monte, un grupo de tres lucecitas vagarosas y bailadoras se movía y cruzaba como si ejecutase fantástico solo de rigodón. Emboceme en mi capa, porque el frío, en aquel sitio alto y montuoso, era recio. Las luces seguían danzando, y he de advertir que los gallegos asociamos multitud de ideas supersticiosas a estas luminarias movedizas y andariegas: razón por la cual yo miraba algo fascinado los resplandores de las saltarinas luces. De pronto, pegué un respingo: un hombre estaba sentado, arrimadito a mí, en el mismo banco, sin que yo supiese cómo ni cuándo había venido. Quedeme de una pieza. Lo peregrino del suceso, la hora, el lugar, el silencio y recogimiento maravillosos, pusieran pavor en el ánimo más entero y valiente.

Vergüenza me da hoy confesarlo: mas es lo cierto que el sobresalto me paralizó, hasta no consentirme echar a correr, ni menos volver y mirar cara a cara al inesperado acompañante. Así permanecimos unos segundos, en que yo oía distinto y claro el ruido de las palpitaciones de mi corazón. Mas subió de punto el temor cuando sentí una mano que me parecía de descomunal gigante posarse en mi hombro y una voz pronunciar estas palabras, bien vulgares y nada alarmantes en sí:

—Tenga usted felices noches, señor de López.

Pegóseme la voz a la laringe, y a impulsos del mismo susto me incorporé. Pero la voz añadió:

—¿No me conoce usted?

Sí que le conocía, y conocía aquellos dos negros huecos en lugar de ojos, que a la indecisa nocturna claridad hacían espantable figura. ¡Cosas de la imaginación! Si miedo tenía antes, cien veces más miedo me entró desde que vi que el duende llevaba las antiparras de Onarro.

—Buenas... noches... —tartamudeé.

—Siéntese usted —dijo el raro interlocutor asiéndome de la capa.

Búrlese el que quiera; téngame norabuena por medroso y apocado y aun por crédulo y simple en demasía; pero es lo cierto que al sentir que me agarraban, no se qué estremecimiento, qué horripilación corrió por la raíz de mis cabellos, y con la celeridad del rayo puse en planta el infalible expediente que sugiere el temor a los más tardos, y tomé las de Villadiego, dejando en manos del fantasma la capa que tenía cogida.

En desatada carrera crucé por delante del cuartel, me engolfé en las calles, y no paré hasta la plaza del Toral. Llegado allí, las iluminadas ventanas del Casino me animaron, y me detuve sin aliento. Una agudísima sensación de frío vino a congelar en mi frente el doble sudor de la congoja y del violento escape. El curso de mis ideas cambió por completo; me repuse, borráronse mis quiméricos temores, y comprendí la extensión de mi necia ridiculez. ¿A qué venía mi exagerada alarma, mi tontísima fuga? ¿Qué endriago, qué vestiglo, qué alma del otro mundo me asaltara? ¿Acaso Onarro no era, como yo, hombre de carne y hueso? Lo mismo que a mí me diera la humorada de pasearme a deshora por el hemiciclo de la Herradura, ¿no podía tenerla el caprichoso y extemporáneo profesor? ¿Valía el lance la pena de tanto aspaviento? ¡Qué burla, qué chacota se me preparaba si se traslucía mi grande y risible pavura!

Lo que más me apretaba y daba fatiga era el pesar de haber perdido mi capa, fiel compañera de aventuras estudiantiles, adicta amiga de mis pobres huesos, tan propicia a encubrir el mal estado de mi raído chaquetón, como a cobijar entre sus pliegues el billetito amoroso de Pastora. Sólo el que ha sido estudiante en Santiago, comprende el subido valor de una capa. Heredera directa del manteo tradicional, la capa establece entre los escolares la igualdad, fraternidad y solidaridad más estrechas. Ante la capa, no hay altos ni bajos, pobres ni ricos, no hay sino hermanos. Los estudiantes que, como el señorito de la Formoseda, prescinden de la capa, rompen ipso facto el sagrado vínculo de la unión escolar. Están calificados y puestos en entredicho: la antipatía general cae sobre sus cabezas y viven como hongos, reducidos a la sociedad de viejos.

La capa forma parte del estudiante: es un órgano suyo, es el complemento de su piel: así es que al hallarme yo sin ella, parecíame que me faltaba algo íntimo, indispensable para la vida, algo de mi individuo. Además, me chupaba de frío los dedos.

Mohíno y de mal talante, estúveme largo rato suspenso entre volver a la Herradura y cobrar mi capa, o tocar retreta hacia el hospitalario techo de doña Verónica. Era yo la viva estatua de la indecisión. Finalmente, vi aparecerse por debajo de los soportales de la Rúa Nueva dos serenos armados de sendos chuzos y farolillos: vista que me determinó a ir en busca de mi casa y cama. Llegué transido a la posada; al subir oí el rechinamiento de las bocas nuevas de don Víctor, que medía a grandes pasos su sala, y di en el corredor con don Nemesio, que llevaba en la diestra una palmatoria, amparando la luz con la siniestra para que el aire no la extinguiese.

—¿A dónde bueno tan deprisa y tan callado? —me preguntó, mostrando querer entrar conmigo en mi dormitorio— ¡Oiga! ¡Viene usted a cuerpo! ¡Pues no está la noche cruel que digamos!

—Voy a recogerme, señor don Nemesio —respondí con flaca y desmayada voz, mientras daba diente con diente.

—¿Está usted enfermo?

—No me siento muy bien.

—¿Quiere que me quede en su compañía velando? Disponga usted de mi inutilidad, con franqueza.

—No, no señor, un millón de gracias. En durmiendo se me pasará.

—Traiga usted acá esa mano, hombre... ¡Cáspita, qué fría, parece la mismísima nieve!, y el pulso medio loco... Vaya, entre usted en el cuarto y acuéstese, que ya que no me quiera de enfermero, le haré una tacita de mi té. Es excelente, como que me lo regaló un capitán de barco, un muchacho más obsequioso...

El sacerdote me dejó para volver a pocos momentos con una estufilla y una tetera, en que en breve hervía la perfumada infusión. De suyo era servicial don Nemesio; pero sospecho que aquella noche nació su grande caridad para conmigo, de atribuir mi abatimiento a causas muy diversas de la ridícula aventura de la capa. Algo escarabajeaba en el ánimo de don Nemesio, algo semejante a un remordimiento involuntario, que le movió a decirme, al par que echaba en la taza unos terroncitos de azúcar:

—¿No me pregunta usted nada de mi negociación matrimonial?

—¿Qué quiere usted que le pregunte?

—Pastorcita no estaba hoy buena. Digo, no sé si sería pretexto para no recibir al pretendiente.

Volvime del otro lado sin responder. Tal era el efecto producido en mi espíritu por los sucesos nocturnos del paseo de la Herradura, que la grata noticia de la lealtad de Pastora resbaló sobre mi pensamiento como gota de agua sobre una superficie de acero bruñido. Don Nemesio renunció a sacarme del cuerpo palabra, y servídome que hubo el té y deseado una apacible noche, fuese. Me dormí al fomento del calorcillo de la cama, pero me molestaron pesadillas singulares. La desordenada e inconsciente actividad de mi cerebro, transformaba lo ocurrido durante el día en fantástica sucesión de disolventes cuadros. Soñábame yo arrebatando a Pastora de las uñas de su furiosa madre, y huyendo a campo traviesa, montados ambos amantes en un corcel velocísimo, ella a ancas y yo gobernando el trotón. De pronto el pescuezo de éste se alargaba, se alargaba, convirtiéndose en el chuzo de un sereno, a cuyo extremo aparecía la cabeza, y ésta volviéndose hacia nosotros mostraba tener ojos humanos, provistos de azules resplandecientes antiparras... Otras veces me imaginaba estar con Pastora también, en la apacible estancia de su casa, a la luz del veloncillo: de pronto veíamos entrar a don Nemesio con la sonrisa en los labios: Pastora daba un chillido, volcábase el velón: a tientas yo la buscaba para que nos fugásemos juntos: hallaba por fin un bulto en la oscuridad, y lo sacaba no sé por dónde a la calle: echábale encima mi capa, mas ésta se convirtiera en manto de plomo, como el de los hipócritas de Dante, y yo no podía manejarla... Después volábamos, volábamos, trasponiendo las torres de la Catedral, y siempre en dirección de triángulo de luces que en remota lontananza giraban vertiginosamente... ¿A qué contar tanto desatino?

Cuando desperté, bañado en sudor copioso, pude pensar que continuaba el sueño. En efecto, sobre mi lecho tendida, yacía mi capa: era la misma, no cabía dudarlo: harto conocía yo las bandas de descolorida grana, el paño parduzco y los broches de plata figurando conchas de peregrino de aquella cara prenda... Froteme los párpados, paseé atónito una mirada por la habitación, y en la silla que junto a la mesa estaba vi sentado a Onarro, hojeando mis pocos libros.

VII

No hay nadie medroso a las doce del día (tratándose de miedo a cosas sobrenaturales). Yo, en aquel momento, ante el rayo de sol que cruzaba la vidriera e iba a besar jocundo la caleada pared, me hallé poseído únicamente de vergüenza terrible, recordando mi poquedad de ánimo y mi humillante escapatoria. Onarro estaba allí con su gabán color nuez, su floja y desaliñada corbata; a su lado, en la mesilla, reposaban las antiparras; y sus grises ojos, en mí clavados, se teñían de la benévola suspicacia que caracteriza las pupilas del gato doméstico, tigrecillo siempre receloso y siempre maligno en su mansedumbre. Onarro fue el que entabló el coloquio, que yo no supe ni quise.

—Ahí tiene usted su capa —me dijo señalando con el dedo al irrefragable testimonio de mi cobardía.

—Siento mucho que se haya usted molestado...

—¡Famoso susto di a usted! Si yo sospechase que era usted tan... nervioso, jamás emprendería conversación con usted en aquel lugar y a aquella hora.

—¿Habrá venido aquí este hombre solamente para traerme la capa y soltarme de paso estas pullitas? —pensaba yo. Y repliqué en voz alta—: Señor don Félix, la imaginación a veces...

—Sí, ya sé yo que la imaginación, cuando preponderando sobre facultades superiores y envuelta en las nieblas de la ignorancia... y acaso dominada por preocupaciones adquiridas... Y es evidente que usted es un ignorante. Eso no impide a veces tener mucho talento. Hoffmann, el inimitable cuentista, soñaba despierto con trasgos, hechicerías, espectros y apariciones. Y usted puede estar adornado de brillante fantasía, sin que deje de ser un ignorante. ¿Verdad que lo es usted?

—En realidad... me parece que... francamente...

El respeto y el temor contenían en mis labios una respuesta agria, pero íbame amostazando tan impertinente discurrir. Onarro se levantó, y en vez de tomar la puerta tomó su silla y vino a sentarse a mi lado, casi tocando conmigo, a la cabecera de la cama.

—No sólo es usted un ignorante —prosiguió— sino que se le da un comino de serlo.

—A mí... no señor, usted dispense, está usted en un error.

—Lo dicho. ¿Qué le va a usted ni le viene en las cuestiones científicas? ¿Qué entiende usted de achaque de saber? Usted no posee la curiosidad, ni siquiera la vulgar curiosidad, que incita al estudio. La química, verbigracia, le es a usted, no sólo indiferente, sino odiosa.

—¿A qué santo vendrá este maniático a meterse conmigo? —murmuré para mi capote.

—Un ardite se le daría a usted de llegar a la altura de un Dumas o un Berthelot, o de quedarse hecho un zarramplín.

—Señor mío —exclamé yo, creyendo que interesaban al éxito de mi carrera y al honor del pabellón unas miajas de farsas y embuste—, usted se engaña, y mucho. ¡No gustarme a mí la química! ¡Bueno va!, ¡la química!, ¡justamente!, ¡y explicada como usted la explica!, ¡oh!

La cara de limoncillo seco de Onarro adquirió de improviso formidable seriedad, sus ojos despidieron chispas, y alzándose y asiéndome de una muñeca que apretó con toda la fuerza de sus dedos sutiles y vigorosos como resortes de acero, dijo con voz contenida, pero enérgica:

—Oiga usted. Atiéndame bien. Yo no vengo aquí de broma, ni la admito. Exijo de usted la verdad, y usted me la dirá. Tanto peor para usted si me toma por un juglar o un loco.

—Rematado —pensé en seguida; pero enmudecí.

Onarro me soltó, y con más reposo:

—Ruego a usted que sea sincero —pronunció mirándome a la cara—. Salga de su boca la verdad, que por lo demás conozco yo tan bien o mejor que usted, porque hace meses que le estudio sin descanso, como a un organismo curioso e ignoto. No soy aquí el profesor ante el discípulo, soy un hombre que necesita de otro hombre. Sea usted leal, y no le pesará. ¿Usted no tiene la menor vocación científica, no es eso?

Subyugome el tono y la manera de hacer la pregunta, y sin fijarme en lo extraño de tal interrogatorio ni en lo peregrino de mi franqueza, repliqué.

—Ya que usted quiere a toda costa que lo confiese... No, no, señor.

—¿A usted le causará tedio abrir hasta el libro de texto?

—Es mi mejor narcótico.

—Más todavía. ¿Usted conoce que en su cabeza no arraigan ni fructifican las explicaciones que doy en mi clase?

—Por un oído me entran y me salen por otro.

—¿Y los experimentos? ¿Le interesan a usted los experimentos?

—Me parecen un juego de chiquillos.

—¿No le gustaría a usted sobresalir entre sus compañeros, por su aplicación, su inteligencia?

—Quisiera tener concluidos ya los años de curso, para hacer una hoguerita con los libros.

—Y a veces, cuando me ve usted en mi puesto, vulgarizando las grandes verdades de la ciencia, poniéndolas al alcance de la juventud, echando el germen de la cultura en aquellas almas... ¿No me envidia usted con noble envidia? ¿No quisiera usted estar en mi lugar?...

—¡Tomarme yo tanto trabajo por desbastar alcornoques! No en mis días.

Crecía la audacia de mis respuestas, a medida que el semblante de Onarro se iluminaba con alegre expresión.

—¿Nunca ha soñado usted, en sus ratos perdidos, con ser una de esas lumbreras del mundo, uno de esos grandes hombres que ensanchan los límites del conocimiento humano e interpretan acertadamente la obra divina; un Arquímedes, un Newton, un Leibnitz? ¿No le gustaría a usted que su nombre corriese de boca en boca, y se conservase de generación en generación, y se esculpiese en mármoles, y se grabase en bronces, y lo inmortalizase el arte en gloriosos monumentos?

Onarro estaba en pie, sin duda en las puntas de los pies, porque me parecía más alto que de costumbre; entre la ceniza de sus pardos ojos brillaba sobrehumano fuego; tendía con ademán majestuoso el diestro brazo, cubierto con la exigua manga color nuez. Vínoseme a la memoria una estrofa de Espronceda, poeta muy leído de estudiantes, que en materia de gusto literario aún suelen estar con la generación romántica del 30 al 40, y declamé enfáticamente:


«Yo, con perdón de la gloria,
mucho más estimaría vivir
en el mundo un día
que cien años en la historia».
 

Al pronto temí haberme excedido, porque una sombra de desagrado y amargura cruzó por el semblante de Onarro. Mas fue un momento. Volvió a pintarse en la satisfacción, y dejándose caer de nuevo en la silla, preguntome con tono muy diverso del que antes empleara:

—¿Qué desea usted, pues? ¿No tiene usted ideal de ninguna clase? ¿No aspira usted sino a vegetar en la oscuridad y la inercia?

—¡Que si aspiro! ¡Ay señor don Félix, si yo pudiera pedir por esta boca!

—Pida usted, pida usted; ¡quién sabe si será medida!

—Señor don Félix, si yo tuviese dinero en abundancia, ¡qué cosas haría! ¡Qué planes me bullen aquí!

—¡Magnífico! —exclamó él levantando el embozo de la sábana y cogiéndome una mano que apretó esta vez con entusiasmo, y casi con ternura— ¡De modo que es usted codicioso!

—Codicioso precisamente, no; pero desengáñese usted, que lo que hay que ser en el día es rico. Los pobres significamos tanto como la última palabra del Credo: sí, señor don Félix, somos de peor condición que los negros de Guinea. ¿Ve usted esa capa que me ha devuelto? Pues tiene siete años; se transparenta casi el día por ella, y, sin embargo, al recobrarla me pareció que recuperaba un pedazo del corazón, porque no tengo esperanza alguna de poder comprar otra, y anoche me he vuelto carámbano con su falta. ¿Ve usted esas botas? Pues a fuerza de betún disimulan su vetustez... ¿Cree usted que si yo tuviera peluconas me quebraría los cascos en estudiar? ¡A otra puerta! Vida alegre, ver mundo, gozar de la juventud... ¿Usted piensa que si yo fuera poderoso aguantaría que me pusiesen sábanas gordas y remendadas como éstas, mientras otro en la sala de al lado las gasta de holán y con tandas y encajes? ¿Que me conformaría con los desperdicios del señorito de la Formoseda, y no haría venir de Francia pechugas de ángeles rellenas de tocinos del cielo? Pero, señor don Félix, me aguanto, porque la necesidad tiene cara de hereje.

—¿Las riquezas serían, pues, para usted la dicha cabal y perfecta? ¿No aspira usted a más?

—¿Y qué más se puede pedir? Salud gasto, mi novia me quiere, y si no nos casamos, y aun si es probable que no nos lleguemos a casar en la vida, la culpa es de los pícaros doblones.

—¿Tiene usted novia? —preguntó Onarro, por cuyos ojuelos pasaron unos idilios juveniles.

—Sí, señor; pero le ha salido una proporción riquísima, y es fácil que al cabo... Lo que yo digo, don Félix: poderoso caballero es don dinero. El que tiene llave de oro, abre todas las puertas.

Excitado por el prurito de hablar de mi propia persona, que es cosa en general muy grata, íbame ya olvidando de la extrañeza de aquel diálogo y de lo inexplicable que era la presencia del profesor en mi cuarto tanto tiempo. Onarro, como hombre indeciso, medía el aposento con rápidas pisadas. Al cabo se detuvo ante mí y mirándome fijamente:

—Ya sabía todo eso —me dijo— Desde que usted ha puesto el pie en mi clase le estudio, le conozco, no le pierdo de vista... He probado a usted de mil maneras, he tratado de excitarle la curiosidad, el amor propio, la emulación... Nada, nada. Más fácil sería sacar jugo del mármol que de usted un arranque de entusiasmo científico... Me he convencido, estoy seguro de que para usted, lo que se refiere a conocimiento, es letra muerta. Usted no miente, no. Es usted, en realidad, tan extravagante e imperfecto como dice.

—Tú sí que eres un extravagante —repliqué yo aparte, por supuesto.

—Al mismo tiempo he tomado informes de usted, y sé que es usted hombre de bien, capaz de cumplir un contrato.

—Eso, sí, señor. Con la leche lo mamé y con la cristiana enseñanza que me dieron. Me precio de ello, aunque pobre.

—¿Quiere usted —me dijo solemnemente Onarro acariciando su barba lampiña y puntiaguda—; quiere usted ser el hombre más rico de toda Europa? ¿De todo el mundo?

Abrí tamaños ojos. Siempre me pareciera que el bueno del profesor de química tenía algunas afinidades con los habitantes de Orates, Leganés y otros puntos análogos; pero en aquel instante le diputé por el mayor y más gracioso demente que pudiese haber bajo la capa del cielo. Así que respondí con disimulada chunga:

—Me conformo con ser el más rico de Galicia.

—Poco pide usted; ya subirán de punto sus exigencias andando el tiempo. Por lo demás, no he de ser yo quien tase y limite el caudal de usted, sino usted mismo.

—Ea pues, señor don Félix —repliqué resuelto a llevarle el humor—, venga acá ese Perú, lleguen esas Indias, acérquese esa California, que yo de buena voluntad y por amor de Dios apencaré con todo ello. ¿Es billete de lotería? ¿Posee usted algún lagarto de doble rabo, que con él dibuje en la arena mojada los números que han de salir? ¿Es tesoro encantado en el Pico-Sacro, cuyas profundidades y cuevas visitó usted menudamente?

—Mocito —repuso don Félix—, ya he dicho que esto no es asunto de burlas, y espero que mis canas, cuando no mi carácter de hombre de ciencia, me den derecho a ser oído con seriedad.

—Perdone usted, pero la proposición es tan halagüeña...

—Es muy formal y grave. En prueba de lo cual, usted, como cristiano y católico, va a jurar ahora mismo sobre los Santos Evangelios no revelar a nadie, ¿entiende usted?, ni a esa novia, el secreto de la empresa en que he menester su auxilio.

Diciendo y haciendo sacó del bolsillo del gabán un libro grueso, con cantoneras doradas y encuadernación de lujo; abriolo lentamente, y me señaló con el dedo la hoja. Pude ver a Jesús Salvador en una rica viñeta cromolitografiada, y debajo, en caracteres góticos de oro y azul, leí: In principio erat verbum...

—Jure usted —repitió la voz profunda de Onarro.

—Pero —exclamé medio vencido— yo no juro así sin más ni más, ni sin saber a qué me obligo.

—Se obliga usted únicamente a guardar silencio, a no decir a nadie de este mundo lo que yo le confíe.

—Si no es más que eso, bien está, me avengo a prometerlo; pero podría usted indicarme...

—Necesito de usted para una empresa, empresa en que puede usted hacerse fabulosamente rico, más que todos los propietarios, banqueros y monarcas de Europa.

—Me conviene —dije contagiado de la fe de Onarro.

—Es de advertir que arriesga usted la vida.

La advertencia me resfrió un poco. A despecho de mis contrariedades financieras y amorosas, maldita la gana que tenía de morirme. No obstante, el cebo era tentador, yo mozo, estudiante y aventurero. El recelo fue corto.

—No importa —respondí.

—También la arriesgo yo —añadió Onarro.

—Eso no me consuela ni pizca, señor don Félix; pero, en fin, ya que usted dice que con arriesgarla voy a ser un potentado, vale la pena. Por cosas de bastante menor monta hay quien se la juega todos los días.

—En ese caso es usted mío —dijo Onarro comiéndome con los ojos.

Y volvió a presentarme el libro.

—Jure usted, por su fe de cristiano, no revelar a nadie lo que entre usted y yo ocurra. Júrelo usted por cuanto existe de sagrado en el tiempo y en la eternidad; júrelo usted por el Dios que nos escucha.

Honda y extraña impresión me sobrecogió. La fórmula del juramento, repetida en actos públicos, y que con tanta ligereza se profana, parecíame en aquella ocasión, ante aquel hombre singular y en tan peregrinas circunstancias, lo que realmente debe ser: un acto solemnísimo, imponente, religioso.

—Salte usted de la cama —me dijo Onarro—. Jure usted con respeto.

Brinqué a tierra, y sin darme razón de lo que hacía, me arrodillé, puse la mano sobre el sagrado libro, pronuncié las palabras de ordenanza y besé la página por el sitio en que los pies del Salvador se apoyaban en el globo del mundo.

—Bien está —murmuró Onarro lacónicamente— Hasta la vista.

Y mostró querer marcharse.

—Eh, señor don Félix, ¡eh! —grité aturdido sin pensar en dejar mi humilde postura— Mire usted que yo he jurado; pero si se trata de alguna cosa que... de alguna acción no buena, vamos... entonces...

Volviose el sabio desde el umbral, y me dejó atónito con disparar la más larga, alegre y espontánea carcajada que escuché en mi vida.

—¡Bonita facha hace usted! —tartamudeó ahogándose de risa— En calzoncillos... con esa cara de susto... No tenga usted miedo, hombre... no soy capitán de gavilla, ni monedero falso... ni secuestrador...

Esta última palabra y el postrer eco de hilaridad se perdieron en lontananza, porque ya Onarro bajaba la escalera con prisa y agilidad juveniles. Quedeme yo hecho una estatua, boquiabierto, sin saber qué me pasaba; pero fue lo bueno que al recobrarme y empezar a traer a la memoria la reciente escena, asaltome tan irresistible convicción de que el profesor de química se había querido divertir conmigo y jugarme una de sus burlas estrafalarias, que, sin ser poderoso a contenerme, viéndome así, en tan raro pergeño y de hinojos, solté a mi vez el trapo con la mejor gana del mundo. Parecíame extraordinariamente cómica la sencillez con que creyera yo todo aquello de las riquezas inmensas, de los tesoros, del peligro de muerte, la formalidad con que había jurado guardar el secreto de tales sueños y delirios... No me era posible dejar de considerar los actos de Onarro como inspirados por un cerebro enfermo o por una condición retozona, maliciosa y picaresca. Y, con todo, la fantasía, abogada perenne de lo maravilloso, me insinuaba pasito un «¿quién sabe?» y un «tal vez» que me hacían cavilar... Como el personaje del conjuro en El diablo en el poder, temía y deseaba a un tiempo la presencia de Satanás.

Vestime apresuradamente, recordando que era hora de asistir a mis diarias clases, y como cruzase el corredor, vi abierta de par en par la puerta del cuarto de don Nemesio Angulo. Acordeme entonces de la tetera y demás chismes que en mi alcoba quedaran, y no quise salir sin haber vuelto a colocarlos en su acostumbrado sitio, sobre la cómoda del buen clérigo. Volví a mi nido, cogí los trebejos y me entré sin ceremonia en el domicilio de don Nemesio, depositando en su lugar correspondiente cada trasto. Mucho me sorprendió ver el lugar vacío a aquella hora. La puertecilla de escape que comunicaba con las habitaciones del señorito de la Formoseda se hallaba entreabierta, y al través de la cortina de drogué que velaba los cristales se oían los acentos de una gárrula voz, para mí muy conocida. Todo el mundo es indiscreto en determinadas circunstancias: yo me puse a escuchar.

—Señor don Nemesio —decía doña Fermina—, no hay motivo de desesperarse por eso que le han dicho a usted. Ella siempre tuvo unas sombritas de vocación; pero ¡bah!, ya se sabe lo que son las vocaciones de las muchachas: conforme vienen se van. Señorito don Víctor, no se desanime usted ni se ofenda: la niña no le conoce apenas, que cuando le conozca, juro yo...

—No, señora —contestaba desapaciblemente don Víctor—; yo no me desanimo, ni... Pero no andemos con bromas. Si Pastora tiene firme propósito de tomar el velo, díganmelo de una vez, y salgamos de dudas. Me están haciendo desempeñar un papel ridículo.

—¡Jesús, don Victorcito! ¡Que sea usted tan vivo de genio! No, señor de mi alma, no. Mi niña comprende muy bien el favor que usted le dispensa fijándose en ella. ¡Jesús!, sí, que es ella tonta o ciega para no ver sus prendas de usted. No, pues de boba no tiene nada; que lo diga don Nemesio, que lo diga.

—¡Boba! No por cierto; es muy discreta Pastora; no le podía faltar esa gracia. Pero señor don Víctor y señora doña Fermina, si Pastora quiere, en vez de esposo terrenal, a Jesucristo por dueño perpetuo, paréceme a mí que eso no es ser boba. Nadie debe ofenderse porque prefieran a Dios, ni resentirse de que se aspire a mejor estado.

—Yo no me resentiré; sentirlo es otra cosa. Sólo quiero saber si esa resolución es fija y terminante. Ya ven ustedes que si ahora me dicen que Pastora me desaira por el convento, y luego salimos con que me deja por algún galán... eso ya me ofendería en altísimo grado, señores. No soy ningún muñeco para que se juegue conmigo.

—¡Madre mía del Amor Hermoso! ¿Qué dijo, don Victorcito? ¡Galanes a mi niña, cortejos a mi Pastora! ¡Sí, buena es ella! No, si no tómenle el pulso y verán. ¡Señor de la Corticela, galanes! Mire usted, a puntapiés los tuvo, así Dios me dé buen siglo y buen año, pero ella, ni esto. Don Nemesio, dígale a don Víctor cómo es Pastora de recogida y de...

—Alto ahí, doña Fermina —intervino don Nemesio—. Pastora puede ser una muchacha excelente, como de hecho lo es, que yo la fío, y, sin embargo, tener un galán, con el más limpio propósito.

—¡Vaya, señor don Nemesio, que no posee uno más honra que la que le quieren dar! Si usted, que es hace tantos años el confesor de la niña, dice esas cosas, no sé yo qué quedará para los maldicientes...

—Señora, yo no digo que lo tenga —replicó don Nemesio, en cuya voz noté por vez primera de su vida inflexiones coléricas— Usted está soñando; lo que yo afirmo es que, aunque lo tuviese, no sería mancha de judío; y me parece que cuando me explico así, no lo sacaré de mi cabeza, ni defenderé cosa que nuestra Santa Religión no autorice. En esa materia ya no seré tan ignorante que diga una tontería.

—Hablemos claros —exclamó don Víctor—. No quiero dar a ustedes un mal rato, ni contradecir a usted, señora doña Fermina; pero, francamente, tampoco me agrada pasar por bobo. Anoche he recibido un aviso anónimo, en que me advierten que Pastora tiene novio; que lo tenía ya antes de conocerme a mí, y que por eso no se avendrá a la boda. Ya comprenden ustedes que para una persona como yo es un lance altamente humillante este en que me veo.

—Los anónimos sólo merecen desprecio, señor don Víctor —dijo don Nemesio.

—¡Ay, don Victorcito de mi alma! —gritó doña Fermina— ¡Ay, de qué medios se valen, y cómo me lo engañan y embaucan las envidiosonas que se están reconcomiendo de ver la fineza que usted hace a mi hija! ¡Ay, si yo soltase la sin hueso! ¡Ay, si no me contuviese la prudencia! Don Victorcito, mire usted, mire usted a su alrededor y abra los ojos. Ya se ve, como contaban con que usted les iba a pedir sus hijas... y las hijas, porque arrastran un pingajo de seda y llevan mil arrumacos, piensan que no hay nadie en el mundo que valga más que ellas... no, pues de alguna sé yo que... pero más vale callar...

—Mejor, mucho mejor es que usted calle, doña Fermina —exclamó don Nemesio, cuya benigna condición no fue parte a hacerle llevar en paciencia las alharacas de la irritada dueña—. Ninguna señora, ninguna señorita es capaz de lo que usted malignamente supone. Las personas regulares proceden como quien son.

—Sin embargo, don Nemesio —objetó el señorito de la Formoseda—, no va del todo descaminada doña Fermina. Como no he sido mal acogido en muchos sitios... y trato a las familias que tienen hijas casaderas... Ello es que en todas partes me festejaban, y si hubiera querido elegir, creo que no me pondrían ceño. De manera que no fuera extraño...

No quise oír más. En dos brincos me planté en la calle, y con otros dos me puse en la casa de Pastora; necio es quien no se ase del único cabello que guarnece el mondo colodrillo de la ocasión.

—Niña mía —dije a Pastora, que estaba algo desmejorada y abatida, y que se admiró al verme entrar—, recibe mi enhorabuena. Eres un diplomático, que mal año para Bismarck. Esa cabecita es mucha cabecita.

Fregábame las manos al hablar así, y en señal de admiración castañeteaba los dedos, sacudiéndolos.

—No sé por qué dirás eso, Pascual —articuló Pastora alzando hacia mí los ojos, que rodeaba hondo y amoratado cerco—. Explícamelo, y no hagas tales extremos y boberías, que no vienen al caso.

—¿Pues no he de hacerlos? Me encantó tu labia, y el enredo que ideaste para salir del apuro.

—¡Enredo! ¿Qué enredo?

—¡Mujer! ¿Cuál ha de ser? El del monjío.

Arrancó Pastora de lo más hondo de las entrañas un suspiro tiernísimo y doliente, y no me dio otra respuesta.

—¿Qué es eso? —exclamé impaciente— ¿Suspiritos tenemos? ¿Cuánto va a que sientes haberte sacudido ese moscón?

—Pascual —pronunció ella volviendo el rostro hacia los vidrios de la ventana—; el moscón eres tú, y de ti sí que tendré que sacudirme y desembarazarme. ¿Crees que no hay sino andar jugando al escondite con lo del monjío, y aquí tomo y allí dejo? Yo no sirvo para esas variaciones. Casarme contigo no puedo; con don Víctor no quiero; seré religiosa; y como esto no tiene remedio sino hacerse, cuanto más pronto dejemos de vernos valdrá más. ¿Tomar a Dios por disculpa y pretexto?, ¡bueno fuera, Pascual! Mucho he meditado en mi destino, y comprendo que la vocación de mis primeros años era la mejor. Con pena te abandono, pero ya se te alcanza...

¡Oh y qué oportunidad se me ofrecía aquí —si en vez de contar los sucesos de mi verdadera historia estuviese hilvanando entretenida novela— de encajar una escena patética y de efecto, en que yo me arrojase a las plantas de Pastora, y besando la fimbria de su vestido, con muchas lágrimas le rogase no repitiera la palabra fatal; y ella luchara consigo misma, hasta que fascinada y mal de su grado se precipitase en mis brazos; y ambos a dúo, en tierna actitud, jurásemos bebernos un sutil veneno o siquiera traspasarnos el corazón con acicalada daga, si ya el destino en perseguirnos tenaz, nos vedase finalmente vivir el uno para el otro! Mas como a todo antepongo mi escrupulosa veracidad de autobiógrafo, debo, aunque prive a mis sensibles lectores de un sabroso regalo, declarar que no pasó nada semejante a tan dramático episodio. Lo único que hubo (y cuenta que no pongo ni quito una tilde), fue que yo me llegué a Pastora, y sin decir palabra, con gentil donaire, le administré en el brazo izquierdo un retorcido pellizco; lo cual le obligó a exhalar un grito y a levantarse con presteza, empuñando la correa del hábito a guisa de disciplina; y como viniese a mí con intención manifiesta de sacudirme algunos zurriagazos, refugieme corriendo en un rincón, desde donde con las manos juntas, pedí cuartel; mas no logré nada, pues me zurró en grande, y por mucho que yo chillaba:

—Ea, Pastora ¡que duele de veras, caramba!

—Mejor; aguárdate, falso —contestaba ella menudeando el mosqueo.

—Mira, Pastorcilla —díjele yo así que hubo saciado su venganza y quedádose animada, encendida y ya medio risueña—: mira, no me hables de convento estando yo como estoy, sano y rollizo; antes espónjate y alégrate, niña, que te anuncio y mando que voy a ser rico, más rico que Creso, y a casarme contigo por la posta.

—A fe que te vengas con chanzas. No está la dama para tafetanes.

—Si hablo formal, mujer. Mírame a la cara.

—¡Música celestial! Tienes tío en Montevideo, ¿eh? Nunca me lo mentaste.

—No, si no necesito yo tener tíos en Montevideo ni en Flandes para achinarme. ¡Vaya!

—Pues hijo, ¿qué, van a hacerte ministro?

—No me sacarás otra palabra del cuerpo, sirena tentadora, taimada Dalila.

—Bien, bien. Cuando me enseñes una oncita junta, te daré crédito. Hasta entonces...

Y con la uña del dedo pulgar produjo un chasquido expresivo en los dientes.

—Mira que va de veras, Pastora. Prepárate a ser princesa y millonaria.

—Déjate de insulseces y hablemos con seriedad. No parece sino que nos sobra el tiempo, que así lo perdemos. Pascual, de veras, he cavilado mucho, y se me figura que estas dificultades y tropiezos que encuentran nuestros amores son un aviso claro de Dios que me dice: «Pastora, vas mal por ahí». Entrando yo monja, se arreglaba todo. Ni mi pobre tío ni mi madre podían quejarse; y tú menos. Dios me daría fuerzas para ser una buena religiosa.

—Justito. Como no puedo casarme con mi novio, me caso con Jesucristo, ¿verdad? Pues vaya una virtud. No, señora mía, otro porvenir más espléndido aguarda a vuestra merced. Arregle de modo que pase este chubasco, y amanecerá Dios y medraremos.

—Es que tú no sabes lo que me amargan la vida, mi madre riñendo y el tío callando. Éste, sobre todo, me da ratos terribles. Él nada dice; pero yo sé leer muy bien en su cara. Es el primer disgusto que le causo.

—Pues hija, sigue afirmando que quieres hacerte monja. Con eso no se atreverán a desaprobarte; y yo en breve tendré dinero con que ahogar a cuantos se opongan a nuestros amores.

Pastora me colocó las dos manos en los hombros, y rechazándome y sujetándome a la vez con esta cariñosa familiaridad, me miró fija un largo rato. Al fin pronunció, con los tonos más graves de su voz dulce:

—Honra y provecho no caben en un saco. El dinero no llueve del cielo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Yo no sirvo para este mundo! —exclamó dejándose caer en la silleta—. Desengáñate, Pascual: es mejor encerrarse y rezar, que afligir a todos por casarse contigo. ¿Quién eres tú?

—¡Linda pregunta! —contesté amostazado—. No soy un personaje como don Víctor, pero ¿quién sabe lo que podrá suceder mañana? Aunque te rías y te reburles, puede ser que nade en oro antes de lo que tú tardas en hacer una novena...

Pastora se levantó de nuevo, y por uno de aquellos cambios frecuentes en las organizaciones delicadas, vi que sonreía y que sus ojos destellaban malicia. Cogió entre las yemas de los dedos la solapa de mi levitillo, la alzó, y mostrando que abrochaba al revés, signo indefectible de que la prenda había sido económicamente vuelta con lo de dentro para fuera, me interrogó así:

—Pascualillo, ¿entonces no te pondrás la ropa con las solapas cambiadas?...

VIII

En la vida los sucesos suelen ya precipitarse y atropellarse con vertiginosa rapidez, ya pararse flemáticos, sin que nada acelere su andar de tortuga. Esto último me aconteció después del día memorable en que recibí la visita de Onarro. Tras de horas tan accidentadas, vino una semana lenta en que no ocurrió cosa particular. Asistí a clase, y Onarro no dio leves indicios de acordarse de la historia de la capa y de sus consecuencias. Mis compañeros continuaron comentando mi sabiduría, que andaba tan oculta, y a la vez la entrevista de Onarro conmigo, que averiguaron no sé por qué medios, y que atribuyeron, como era de esperar, a graves disquisiciones y diálogos científicos de la mayor importancia. Por lo común, ninguno de los embustes que ruedan por las bocas del vulgo deja de fundar su origen en un dato cierto; solamente que es mejor carecer de datos que tenerlos y servirse mal de ellos. Existe un fondo de verdad en toda fábula, mas el hecho real llega a desaparecer por completo o quedar soterrado bajo el mito.

Por lo que respecta a Pastora, no pude pescar otro momento en que la dejase sola su Argos. Por don Nemesio supe que continuaba hablando de monjío: lo que achaqué a disimulo y destreza. Mas no servían de nada las moratorias, dado el carácter del porfiado pretendiente que Pastora se ganara. Al pedir don Víctor a la sobrina del canónigo, pensó ser llevado en palmas y entrar bajo arcos triunfales por la puerta del matrimonio; y así los velos del orgullo le encubrían la desigualdad del enlace. Mas al advertir que lejos de ser acogido con halago y de encontrar francos los caminos, le era forzoso rogar y esperar y temer, experimentó primero un asombro sin límites, después una ira sin freno. En suma, él se halló humilladísimo, y desde el mismo punto se volviera atrás de lo dicho, y deshiciera el nudo, a no parecerle que cejar así era peor y más vergonzosa derrota. Entonces su amor propio resentido le dictó una resolución irrevocable como todas las que toman hombres de su temple: que no sin razón se ha dicho que la terca firmeza es virtud de necios. Fuese, pues, una mañana con don Nemesio a casa de don Vicente, y llamando a cónclave a misia Fermina, manifestó sin rodeos a todos que o Pastora se determinaba a darle un sí claro, explícito y redondo en el plazo improrrogable de ocho días, sin que entre el sí y la ida a la iglesia mediasen más de veinticuatro horas, o tuviesen entendido que se rompía y desataba todo proyecto matrimonial. Al proponer esta última tregua, estaba don Víctor pensando entre sí que, de desairarle aquella modesta muchachilla, no le quedaba otro arbitrio para ocultar el bochorno sino salirse de Santiago por siempre jamás amén. Doña Fermina puso el grito en el cielo, protestando que eso era forzar las cosas; que puesto que la niña iba fijándose cada día más en las singulares prendas del señorito de la Formoseda, todavía no era posible, ni aun decoroso, que en tan corto tiempo le correspondiese y pagase con la debida vehemencia. Don Nemesio se limitó a aconsejar a don Víctor procurase insinuarse por suaves medios con Pastora, lo cual era muy hacedero para un joven de dotes tan relevantes. En cuanto al canónigo, oyó con gran reposo la arenga del mancebo, haciendo señales de asentimiento a cada uno de sus períodos; y así que todos hubieron hablado, levantose trabajosamente del sillón, en que más y más le crucificaba la gota, y dando una palmada en el hombro de don Víctor:

—Tiene usted razón de sobra —le dijo—. Cuanto ha alegado usted está dentro de los límites de las exigencias más justas. Déjelo usted de mi cuenta, que yo le prometo que al plazo señalado sabrá usted a qué atenerse, y no me le entretendrán con disculpillas de mal pagador. Basta mi palabra.

En efecto, cumpliendo la oferta hecha al señorito, llamó más adelante el canónigo a Pastora a su cuarto, sin testigos, y pasó con ella una plática cuyos resultados conoceremos a su tiempo.

No supe yo entonces la circunstancia de la intimación de don Víctor, que acabo de narrar. Faltábame todo medio de comunicarme con Pastora, pues hasta la estratagema de las cartas en la capa se hiciera imposible, atendido que don Vicente me recibió un día con serio semblante, frunciendo sus temerosas cejas, visto lo cual no me arriesgué a repetir la visita.

Andaba yo, pues, del peor talante posible, y entre tantas dificultades y pequeños tropiezos no se apartaba de mi mente el recuerdo de la extraña entrevista con Onarro. ¿Sería verdad que aquel hombre poseía medios para enriquecerme? A veces esta idea se me presentaba posible, verosímil, inmediata. Otras pensaba en el invariable y raído gabán color nuez del sabio, y a mandíbula batiente me reía de mí mismo. Sin embargo, aquella quimérica esperanza no se separaba de mí. Rumores misteriosos, repetidos y comentados y engrosados en las bocas de todo el mundo, estimulaban mi fantasía. Con mayor insistencia que nunca, afirmábase que el profesor de química andaba dado a buscar la piedra filosofal. Aun se susurraba que Onarro tenía sus puntas y ribetes de mágico, y que aderezaba filtros, bebedizos y elixires peregrinos y de extrañas propiedades; con aquello de mudar las piedras en oro, hacer retoñar un verde y florido jardín en el mes de diciembre, y otras patrañas del mismo jaez, dignas del tiempo de la alquimia, pero creídas del vulgo en todo tiempo. Nadie mejor que yo pudiera dar valor y fuerza a tales voces, contando las raras ofertas del profesor, que tal saborcillo tenían de pacto diabólico: pero me guardé bien de descoser la boca, diputando por chanza y fábula todo ello.

Al mismo tiempo la ilusión, agitando mi espíritu, me movía a anhelar secretamente fuese real alguna de las soñadas perspectivas. Yo no dejaba de figurarme que bien podía la química tener algo de brujería. Mis conocimientos no llegaran hasta distinguir los fenómenos naturales de los portentos de la magia. Por intuición se me antojaba que las gentes decían en ese respecto mil desatinos; pero careciendo de la racional seguridad con que el sabio calcula, vagas aprensiones me impelían a pensar como las gentes. A medida que pasaban días, adquiría cuerpo en mi ánimo el terror y atractivo de lo sobrenatural. No era posible defenderme. A deshora de la noche pensaba en Onarro, en sus fantásticas promesas, y juntándose todo ello con los dicharachos y consejas del público, allá en mi interior se organizaba un ejército de necedades.

Juzgue, pues, el lector compasivo, de la impresión que experimentaría yo cuando una mañana, al concluirse la cátedra y desfilar los estudiantes, me llamó Onarro con una leve seña, e inclinándose hacia mi oído, pronunció esta frase, impregnada de misterio y novelescamente concisa:

—Esta noche, en mi casa, a las diez.

No pude responder sino bajando la cabeza en muestra de asentimiento, mientras Onarro, por cuya boca irónicamente plegada vi resbalar una enigmática sonrisa, se levantaba y salía de la clase con ambas manos forradas en los bolsillos del indefinible gabán.

¡Si pasaría yo preocupado e inquieto las cuántas horas que mediaron entre el aviso y la de la cita! Donde quiera que me sentase, punzábanme alfileres, y ortigas me picaban. El tiempo se me antojaba unas veces corcel alígero, y otras caracol pelmazo. No quise comer apenas, pues una especie de calentura y tensión nerviosa acallaba las voces, sonoras de ordinario, de mi estómago juvenil. Distraído y atortolado, respondía con troncas palabras a los obsequios empalagosos de doña Verónica y a la acostumbrada afabilidad de don Nemesio, que acertó aquel día a acompañarme a la mesa. Yo, hecho un azogue, continuamente me asomaba a la ventana, cual si por ella hubiese de ver algo para mí muy importante. En fin, estaba tan alterado, que derramé el agua por la servilleta y al echar a don Nemesio garbanzos con el cucharón, se los sembré en la sotana.

Fuese yendo el día, y viniendo la noche, no en verdad negra, caliginosa y relampagueante, como conviene a escenas de aquelarre y a diablerías, sino apacible, clara, magnífica, que ni soñada para coloquios de amor. La luna, a la sazón en su cenit, derramaba suaves olas de luz sobre la austera ciudad sumida en silencio. Vaporosa lumbre y profunda sombra contrastaban en las calles. Me embocé en la capa, y emprendí el camino de la casa del sabio.

Habitaba Onarro en uno de esos caserones vastos y semimonumentales que abundan en los pueblos ya decadentes como Santiago. Vivienda ayer de ilustre familia, que dejó la residencia de provincia para irse tras del bullicio y gala de la corte, el casi palacio va mustiándose y ajándose: la polilla roe las maderas, la humedad amortigua y descascara las pinturas, la lepra verdosa del musgo invade los escudos heráldicos y las piedras de la fachada, los cristales se rompen uno tras otro, y entonces sus dueños se resignan a alquilar el edificio a un precio siempre más módico que el de los angostos pisos modernos, porque la misma grandeza y anchura del local hace que no poseyendo ningún inquilino muebles suficientes para alhajarlo, parezca un cuartel o un hospital robado y la desnudez patentice las lacras y arrugas de la ancianidad.

El caserón que Onarro tomara en arriendo mediante una suma nada crecida —y en que se gobernaba sin otra compañía que la de una criada entradita en años— era de lo más ruinoso y triste que imaginarse pudiera. Aumentaban al exterior su aspecto tétrico unas fuertes y gruesas rejas, comidas de orín, y tapizadas de venerables telarañas, claro indicio del tiempo que hacía que ninguna hermosa a las ventanas se acercara, prestando oído a alegre serenata estudiantil.

Así de la aldaba de hierro, figura de monstruoso dragón, que más parecía despedir que convidar a la entrada, y sacudí tres vigorosos aldabonazos. Rechinaron con desapacible estridor los cerrojos, gimieron los recios goznes, y apareció la vejezuela criada, con un velón en la mano; y a fe que juzgué que sólo le faltaba la untura para volar por los aires como las Camachas y Montillas, tal era de chupada, sumida y pergaminosa, y tanto acusaba los planos, líneas y sinuosidades de su esqueletado rostro aquella rojiza luz. La clara y fría de la luna me mostró allá en el fondo un patio o claustro, con arcos y columnas, en cuya balaustrada superior, calada como encaje, descollaba de trecho en trecho un escudo de armas rematando en casco o cimera. A la izquierda se enroscaba carcomida escalinata, que ascendí precedido por la Marizápalos.

Hízome cruzar varios pasillos y habitaciones, frías y sin muebles, en que nuestras pisadas retumbaban con eco solemne y lúgubre, y señalándome al extremo de un gran salón, en que las paredes lucían aún pálidas cenefas y descoloridos frisos al temple, una puerta, bajo la cual se filtraba una línea luminosa, me dijo con voz de catarro, mostrando la traspillada dentadura:

—Puede pasar si gusta.

Y se alejó con su velón.

Confieso que me quedé indeciso un punto. No las tenía todas conmigo, como suele decirse. Al fin herí blandamente con los nudillos las hojas de la puerta, y éstas cedieron sin otro esfuerzo a tan leve presión, abriéndose cual por arte de birlibirloque.

El espectáculo que se ofreció a mi vista turbada, me dejó cosido al umbral. No conocía yo entonces por cierto ninguna de las obras maestras de la literatura demonológico-fantástico-transcendental, tan en boga actualmente; no había visto Fausto, ni Roberto el Diablo, ni siquiera leído el Mágico prodigioso, de nuestro admirable Calderón; ignoraba totalmente las formas, disfraces y tipos que gusta de adoptar Luzbel para hacer a mansalva sus picardigüelas y bellaquerías por acá abajo: y con todo eso, corrió por mis venas terrible escalofrío, y a tener ánimos, no parara hasta la calle, cuando vi a Onarro vestido con larga hopalanda de color rojo de sangre, destacándose sobre un horno o brasero de ardientes y movibles llamas, y sosteniendo en la mano diestra un pajarraco enorme, sin duda búho o mochuelo, que al verme exhaló ronco y amenazador graznido. Flaqueáronme las piernas y se me pusieron de punta los cabellos... ¡Lo que es la imaginación! Sobre que después de media hora de estar sentado cerca del profesor de química, y de haber palpado la rara hopalanda, que no era sino abrigada bata de tartán, y de calentarme a la hoguera misteriosa, que era excelente chimenea inglesa en que ardía razonable cantidad de cok, y de oír al supuesto búho —un loro muy sinvergüenza— llamarme cobarrrde y borrrrriiico, aun me temblaban las carnes, y aún me corría sudor desde la raíz del pelo.

Onarro, que casi a viva fuerza me arrastrara al interior del gabinete, sentándome poco menos que como a un niño en la butaca, había sacado de una alhacenita una botella, un vaso y dos o tres bizcochos, y escanciándome un Jerez aromático, de color de caramelo, obligome a beberlo para que me repusiese y sosegara. Avergonzado yo de la sátira fina y sutil que se contenía en tales cuidados y mimos, permanecí como un doctrino, sin saber qué rostro poner.

Sentose Onarro fronterizo a mí, y la claridad intermitente del fuego, alumbrando a trechos su cara, la hacía aparecer más sarcástica, aguda y burlona que de ordinario.

—Viendo estoy —me dijo sin apartar de mí sus ojos, no velados entonces por los azules espejuelos— que no va usted a servirme para lo que yo le he menester. Es usted medrosico e impresionable, tiene usted fibras de azúcar cande, y yo le he advertido, y mi conciencia me manda se lo repita, que hay peligro de muerte.

—Ya he respondido que eso no me arredra, ni me se da de ello un bledo —contesté con intrepidez aumentada por las cosquillas del generoso licor y el grato fomento de la lumbre.

—Sin embargo; como ha mostrado usted así... cierta vacilación y parálisis repentina...

—Señor, le seré a usted franco; lo que a mí me asusta son ciertas cosas que... vamos, serán niñerías y simplezas, pero no puedo remediar el temor que me causan. Montañés nací, y crieme entre mil cuentos de asombro; allí, en las noches sin luna, vemos pasar con sus antorchas sepulcrales la misteriosa procesión de la Compaña; allí los fuegos fatuos del cementerio, cuyo origen nos explicó usted el otro día en clase, se consideran almas de difuntos que vagan entre la niebla, y, realmente, como tienen aquella maldita gracia de correr detrás del que escapa y de huir del que los sigue... En fin, no se hable más del asunto, que de día me pondré yo con el mismo Bernardo del Carpio. No retrocedo ante ese peligro que usted dice.

—Yo cumplo con un deber al declarar a usted que lo hay, y muy grande. Importa que usted se penetre de ello, a fin de que disponga y ordene sus negocios temporales y espirituales, no sea que el lance le coja desprevenido.

—¿Ha de ser el peligro de tal especie que a nada dé lugar? —pregunté yo un poco menos decidido.

—A nada.

—Según eso, ¿puedo morir de repente?

—Como herido del rayo.

—¡Zambomba! —pensé para mis adentros— ¡y que serio lo dice el condenado! Esto tiene traza de ser una verdad como un templo. No faltaría más sino que al enfrascarme en tal aventura corriese yo el riesgo que me están anunciando, y a la vez me saliese vana y huera la perspectiva de los millones y los tesoros. ¿Quién me mete a mí en libros de caballería? No, lo que es sin ciertas aclaraciones previas no va el hijo de mi padre a ponerse a morir así, sin tener ni aun tiempo de decir oste ni moste.

—Parece que se ha quedado usted pensativo —advirtió incisivamente el profesor.

—El caso no es para menos, señor don Félix —repliqué acariciándome maquinalmente la barbilla—. No se figure usted que experimento lo que en rigor se llama miedo, no, en verdad, pero digo...

—Dice usted...

—Digo que la vida no es grano de anís para jugarla contra promesas y esperanzas que, así yo medre, no sé en qué puedan fundarse.

—Razón tiene usted —repuso Onarro con mucho sosiego—, y con efecto, ya me guardaría yo bien de poner en punto de perderse su vida de usted ni la mía propia, a no contar con un sesenta por ciento de probabilidades de venturoso éxito.

—¿Usted cree? —contesté no muy persuadido.

—No creo. Estoy seguro de que de cien veces sesenta...

—Bien, señor don Félix. Yo abrigo gran confianza en usted y en su saber; vaya si la abrigo; pero en puridad, si usted quisiera indicarme así... algo de lo que... en fin... Porque si usted me explicase un poquito de lo que vamos a hacer, y yo comprendiera que no faltan esas probabilidades que usted dice, arrostraría con gusto todos los peligros que sobrevenir pudiesen.

Riose Onarro al oírme, y abriendo con una llavecita un secreter o papelera situado en el ángulo de la habitación sacó un grueso rollo de papeles, que me puso sobre las rodillas. Miré y vi que las páginas estaban garrapateadas en todos sentidos de fórmulas químicas y algebraicas. Viendo el profesor que yo permanecía confuso y sin saber qué decir, me tomó de la mano, y sacándome del gabinete por una puerta lateral, me hizo atravesar pasillos, hasta que llegamos a una pieza estrecha y abovedada, que daba señales de haber sido oratorio, pues aún se conocía el lugar en que estuvo el ara santa, y se divisaba en la pared el negro hueco del nicho que contuvo la imagen. Una lámpara mortecina alumbraba el sitio, y en el centro había una larga mesa: por los muros corrían anchos estantes, y estantes y mesa soportaban la carga de aparatos, máquinas y pilas de mil formas y dimensiones, y botes y frascos de diversísimas figuras: todo lo cual no sabré yo detallar por menudo así me asaeteen, puesto que si alguno de aquellos instrumentos más vulgares, como microscopios, espectroscopios, campanas neumáticas, los conocía de haberlos visto emplear para experimentos, o para describir sus efectos en clase, la mayor parte de los que allí se veían, tubos, placas, cilindros, hélices, discos, cubos, galvanómetros, giróscopos, cápsulas y matraces, eran para mí tan ignotos como las letras del alfabeto chino. Volviose Onarro hacia mí, y me preguntó festivamente:

—¿Qué saca usted en limpio?

—Nada —respondí, contentándome con pasear mis espantados ojos por la revuelta prendería del lúgubre laboratorio. A la luz opaca de la lámpara, los cristales y bronces, limpios como el oro, arrojaban fugitivos y misteriosos destellos, y las siluetas de las extrañas máquinas se dibujaban sobre la pared caleada como animales monstruosos y grotescos. Entonces Onarro me habló:

—Ya se lo he dicho a usted: este es un contrato celebrado para inter nos, y que usted selló con solemne juramento. En tal asociación y pacto, usted representa para mí lo que cualquiera de esos aparatos que ve usted alineados en los estantes: mero instrumento y nada más. Para usted que no aspira en modo alguno a la gloria, a la celebridad, a los grandes descubrimientos, para usted la riqueza, los montones de oro, única recompensa y salario que exige por el peligro que arrostra. ¡Para mí el honor eterno, el rastro de luz en la historia, la inmortalidad! ¡Usted es la materia, la materia inerte y pasiva; yo soy la fuerza, la idea, la actividad, el genio!

Los hombres de convicción la comunican por irresistible manera. La fogosa perorata de Onarro, si bien en ciertos respectos no muy lisonjera para mí, fue bastante para amenguar mis recelos e infundirme aliento, haciendo que aquella empresa, de la cual no sabía una palabra, se me ofreciera con risueño aspecto. Sin embargo, sucedíame lo que a todo ignorante; y era que se me figuraba que si Onarro me exponía sucintamente sus planes, desde luego iba yo a entender muy bien hasta qué punto eran realizables y positiva la ganancia que brindaban. Así fue que, sacudiendo la cabeza, como aquel que no quiere darse por convencido, repliqué:

—Sin duda, señor don Félix, usted ha de ser aquí el hombre célebre, y yo el zascandil que se satisface con llegar a archimillonario; pero con todo eso diera un ojo de la cara por que usted me indicase algo de en qué consiste ese nuevo vellocino de oro. Aunque materia inerte, confieso que me punza la curiosidad; y si por malos de nuestros pecados saliese frustrado el ensayo, y en un decir Jesús nos fuésemos al otro mundo, no marcharía tranquilo ignorando por qué causa o por qué efecto nos despedimos de éste.

—¿De suerte que a toda costa quiere usted saber en qué se ha metido?

—Sí señor. Al menos ese consuelo tendré.

Echó Onarro a andar de nuevo hacia el gabinete y tumbose en la poltrona mirándome de hito en hito. En la diestra empuñaba las tenazas de la chimenea, removiendo o atizando de tiempo en tiempo los inflamados carbones. Así permanecimos unos minutos, él caviloso y sin descoser la boca, yo sin atreverme a despegar los labios ni a respirar casi.

Al fin rompió el silencio el profesor preguntándome con aparente descuido:

—¿No ha oído usted por ahí comentar algo de lo que he venido a hacer a este pueblo? Aunque yo no estoy muy al corriente de cuanto se murmura y charla, las habladurías de la criada me han revelado que la gente fisgonea mis pensamientos, palabras y obras. ¿Qué ha entreoído usted en los corrillos?

—A Roma por todo —pensé: cuando lo pregunta, querrá saberlo—. Señor don Félix —dije en voz alta—, usted es una persona tan ilustrada, que de fijo no se ofende porque le sea franco y sincero.

—Al contrario. Exijo, reclamo de usted ambas cosas: franqueza y sinceridad.

—Pues señor, las personas instruidas, la gente formal, piensa generalmente que usted está aquí ejerciendo su cátedra y dedicándose... pues... a estudiar mucho, y a hacerse más sabio de lo que es aún, y acaso a algún descubrimiento o mejora, vamos, de eso de química o de física. Pero el vulgo... ¡ya ve usted!, como siempre explica las cosas de la manera más extraordinaria y más imposible... ha dado en decir que es usted brujo, que tiene pacto con Lucifer, que anda usted buscando la piedra filosofal... Y no crea usted: aun personas inteligentes y graves, o que por su profesión y doctrina debieran serlo, no andan exentas de cierta sospecha y escozorcillo. Por supuesto que yo no he creído nunca una palabra de tales invenciones.

Diciendo iba esto con aire de persona muy experta, y guiñando a la vez un ojo, sin acordarme de que poco tiempo hacía confesara mi supersticioso temor a duendes, a apariciones, a todo lo extranatural. Pero en aquel instante gustábame darme barniz de espíritu fuerte.

—¿Con que usted no creyó nada de eso? —interrogó Onarro.

—Nada, no señor. ¡Tales dislates! Me río y me burlo y hago chacota de todos cuantos me tocan esa conversación.

—Bien; usted no lo creyó. Y dígame por su vida: ¿qué entiende usted por buscar la piedra filosofal?

—Yo le diré a usted... He oído muchísimo de eso: pero de seguro que ahora no me acordaré y no podré explicarlo con sus pelos y señales... Me parece, si no me engaño, que es que allá hace muchísimos años había unos hombres que se pasaban la vida estudiando y devanándose los sesos y quemándose las cejas, revolviendo librotes de conjuros, exorcismos y fórmulas mágicas, derritiendo ingredientes y metales en retortas y alambiques, para conseguir fabricar una cosa, un guijarro o unos polvos, que llamaban piedra filosofal... En resumen, que con aquella piedra curaban todos los males, y alargaban la vida, y remozaban a los viejos, y las peladillas de arroyo las trocaban en oro purísimo... Mire usted, aun el maestro de escuela de un lugar cerca de mi casa, anduvo, por más señas, discurriendo cinco años en cómo se haría la tal piedra, y qué especies y condimentos se han menester para sazonarla: unos librotes antiguos que heredó de la biblioteca de un tío cura le sorbieron el seso hasta tal punto, que al cabo de los cinco años no halló la piedra, pero sí una celda en un manicomio, donde muy a su sabor continúa con sus investigaciones. Ello dicen que la dichosa piedra, no obstante andar tan buscada, no pudo encontrarse; o que si alguno dio con ella, se fue con el secreto al otro barrio.

Oyó Onarro mi docta aclaración, atendiéndome mucho y sin perder sílaba; y cuando hube terminado, lentamente, pero con energía me preguntó:

—Y dadas tales premisas, ¿se puede saber por qué califica usted de patraña el que yo me consagrase a encontrar lo que tantos hombres eminentes de la Edad Media han pedido a sus vigilias y afanes?

—¡Ciertos son los toros! —pensé afligido para mis adentros—. ¡No tiene cabal el juicio! ¡Eran verdad las mentiras que se contaban!

—¿En qué se funda usted —prosiguió Onarro con la voz de acero, penetrante y clara, que en ciertos momentos tenía— para relegar a la región de los sueños y de los imposibles un descubrimiento tras el cual anduvieron constantemente los alquimistas, gente al cabo estudiosísima y familiarizada con los misterios de la naturaleza, por espacio de tantos siglos; falange donde cada uno valía tanto como usted y todos juntos más que usted? A ver, ¿tiene usted alguna razón seria, verdadera, para negar a priori la posibilidad de la piedra filosofal?

—¿Qué razón he de tener, pecador de mí? —repliqué humildemente—. ¿No sabe usted, señor don Félix, que así entiendo yo de estas cosas como de estañar calderos?

—Pues, amigo —repuso el singular interlocutor mudando tono—, es lo bueno que sin entender, ha acertado usted en algo, en mucha parte. Su instinto, en cierto respecto, le ha servido de infalible guía.

—¡Ya lo dije yo! ¡Eso de fabricar un elixir con el cual en un periquete se vuelva muchacho el mismísimo Matusalén, tendría bemoles!

—Es un sueño calenturiento.

—¡Y eso de curar todos los males como por ensalmo!

—Delirio.

—¡Y evitar la muerte y quedarse como el Judío errante!

—Quimera.

—¡Pues digo lo de trocar las chinas de la calle en monedas de cinco duros!, ¡ni Jauja!

—Alto, amigo. No se exprese usted con tan magistral desdén. Cuidadito.

—¿Cómo, señor don Félix? ¿Qué dice usted?

—Digo que se guarde de declarar imposibles cosas que, acaso, cuando menos se percate, hallará realizadas.

—¿Habla usted formal, señor don Félix? —grité yo saltando en la butaca y mirándole atónito, presa de emoción vivísima y temeroso de alguna nueva ironía que me cortase el paso.

—No gasto chanzas de ninguna clase.

—Perdóneme usted que me impresione, que dude... porque es tan inaudito, tan admirable, tan increíble ese supuesto...

—¿Se le despierta a usted la curiosidad científica? Malo, malísimo. Yo le he elegido a usted y he puesto en usted mis miras, porque me pareció un costal de paja, incapaz de soñar nunca en apropiarse ni la centava parte de la gloria que me corresponde; si ahora salimos con que es usted racional y pensador, y con que pueden conmoverle a usted estas cosas, mal negocio.

—Señor don Félix, no crea usted que es la parte científica lo que a mí me llama la atención, y me entusiasma y arrebata: no señor; lo que me hace a mí tilín son los millones, ¡qué digo millones!, ¡los billones y cuatrillones y sextillones que puede adquirir un hombre que tenga la habilidad que usted dice de volver las losas en barras de oro! Mire usted que de esa manera se podía uno hacer en menos que canta un gallo una rentita... vaya, me quedaré corto... así, de unos trescientos mil pesos diarios, que vienen a ser por hora...

Y me puse a contar por los dedos. Onarro callaba.

—¡Qué barbaridad! —continué sin saber moderar mi exaltación— ¡qué barbaridad!, ¡qué cosas se podían hacer con tanto dinero! En primer lugar, ensanchar todas las calles de Santiago, que buena falta les hace, y suprimirles los baches, que no tienen pocos... Convidar a comer a todos los estudiantes de leyes, de medicina y del Seminario, y darles Champagne a discreción por espacio de una semana... cubrir de cristales la Rúa Nueva y la Alameda, para pasear a pie enjuto... Y ahora que está vacante el trono de España, con meterles un mal millón en la mano a cada alcalde, y dos o tres a cada coronel, y diez o quince a cada capitán general o gobernador de provincia, y un billoncejo o dos a los miembros del Gobierno provisional, sería uno rey sin efusión de sangre y con inmenso entusiasmo... ¡Figúrese usted! Pero usted, señor don Félix, no debe tener vocación de monarca, según me escucha cabizbajo.

—Estoy pensando —contestó el sabio sin levantar la cabeza— que en vista de las tonterías que le sugiere a usted la perspectiva sola de tener oro a discreción, quizá voy a obrar mal y a contraer responsabilidad gravísima si se lo proporciono.

—De suerte... —murmuré conmovido y temblando y sin atender a contestar acorde— que usted cree firmemente que es posible hacer oro de las piedras... ¿Esa es... pues... la empresa que vamos a acometer juntos?

—No, señor.

—¡No! —exclamé más frío que la nieve.

—No, nuestra empresa será menos difícil.

—Yo creí... ¡Vamos, ya me parecía a mí que eso no era posible! Porque al fin el oro es oro, y las piedras... piedras.

—No cabe duda... pero mire usted, bien pudiera suceder que... Aunque me parece difícil que en su caletre de usted se abran camino mis explicaciones... haré una prueba. Yo tengo el don de claridad. ¿Sabe usted de qué está compuesto el universo físico?

—Pues claro está... de los cuatro elementos, aire, fuego, agua y... ¡y.. y explique usted para esto! —gritó Onarro—. ¿Qué, ha olvidado usted una cosa tan sencillísima, que le enseñé mil veces en clase? Le hacía, en verdad, torpe y desmemoriado; pero no hasta ese punto inverosímil. Recordará usted que les dije que la química ha reconocido actualmente hasta setenta y cinco cuerpos o sustancias simples, cuyas diversas combinaciones forman los componentes todos del Universo.

—Sí, me parece que voy haciendo memoria... —dije yo sin recordar miaja.

—No podemos asegurar —continuó Onarro— que esa cantidad de cuerpos simples sea definitiva. Puede acontecer que se descubran, como en efecto se han descubierto, algunos nuevos, y puede suceder que, mejor analizado uno de los antiguos, resulte compuesto de elementos conocidos ya. De suerte que el número setenta y cinco está sujeto a aumentar o a disminuir.

—Justo —aprobé yo muy serio—. Confieso que en aquel momento me fijaba muchísimo en la explicación, apretando el intelecto cuanto podía.

—Ahora bien; los químicos nos preguntamos a cada instante: ¿habrá realmente en el Universo setenta y cinco especies diferentes de materia? ¿Existirá un número dado de cuerpos intrínsecamente distintos, irreductibles, insolubles los unos y los otros? Y muchos de los químicos más eminentes, entre ellos Cauchy y Ampère, que son dos lumbreras, responden: No, es imposible que se dé esa cantidad de materiales sustancialmente diversos: eso no es más que una apariencia, un efecto de la distinta colocación y agrupamiento de los átomos, único elemento verdaderamente simple, indivisible, inanalizable, irreductible y primitivo que se presenta en el Universo.

—¿Eso dicen? —interrogué yo.

—¿Ha echado usted también en olvido los ejemplos que puse, a fin de explanar la teoría?

—Haga usted como si nunca los hubiese puesto.

—Para probar que dos cuerpos absolutamente idénticos, según demuestra el análisis con evidencia, pueden ofrecer propiedades que los hagan aparecer diversísimos, cité el fósforo. El fósforo es un cuerpo blanco, luminoso en la oscuridad, muy inflamable, con olor fuerte y penetrante y en extremo venenoso. Pues caliéntelo usted en un vaso cerrado, y se encontrará con un cuerpo rojo, opaco en la oscuridad, poco inflamable, inodoro y sin veneno alguno. ¡Ya ve usted si al parecer se diferencian estos dos estados! No obstante, lo repito, el análisis prueba que es exactamente una misma cosa la de antes y la de después. Sólo se han alterado sus propiedades físicas. Lo propio pasa con el agua, que es cuerpo compuesto. ¡Considérela usted mudándose del estado de hielo al de líquido y al de vapor! Sin embargo, siempre es la misma combinación: dos átomos de hidrógeno por uno de oxígeno. El silicato de potasio es líquido; con todo, es idéntico al cristal sólido. Aun les puse a ustedes en cátedra, y podría ponerle a usted ahora infinitos ejemplos más, y todos igualmente sencillos e inteligibles. Pero usted no atendería o estaría pensando en las musarañas.

Yo no protesté, porque el trabajo mental de ir entendiendo aquellas cosas tan obvias y claras me tenía medio atolondrado.

—Ahora bien —prosiguió Onarro— Éstas y otras razones que usted no necesita, nos conducen como de la mano a suponer que, en realidad, no existe más que un género de materia, una sola sustancia. Los átomos agrupados entre sí de diversas maneras en los cuerpos simples, y formando cristales elementales pequeñísimos, constituirían esta o aquella sustancia simple, según el número de átomos del cristalillo elemental, su posición, su movimiento, etc. Así sucede con las fichas del dominó, que colocadas de un modo hacen una torre, de otro un reducto, de aquél una muralla almenada... No habiendo, pues, diferencia sustancial en la materia, quién duda que, por ejemplo, el plomo y el oro, son una misma sustancia bajo formas diversas. La ciencia en su estado actual no conoce razón alguna que pueda calificar de imposible y absurda esta hipótesis. Los antiguos aristotélicos solían decir que la materia es indiferente a las formas. ¿Qué necesitaríamos, según esto, para transmutar los demás cuerpos en oro? Poca cosa en verdad. Bastaría con que así como analizamos, disecamos y descomponemos los cuerpos compuestos, reduciéndolos a su más sencilla fórmula, a la mínima expresión, pudiéramos hacer otro tanto con los simples. Una vez traídos a su originaria situación de meros átomos elementales, era asunto no más que de ponerlos en condiciones de cristalizar formando las moléculas especiales del oro.

—Y siendo esto tan fácil, señor don Félix de mi alma, ¿por qué no lo hace usted? —exclamé impaciente, con afán vehementísimo.

—¡Fácil! ¿Cuántos siglos transcurrirán quizás antes de que la paciencia y el estudio del hombre alcancen a aplicar en toda su extensión estos principios que he indicado? ¿Quién será el genio que el destino señala para que los complete, desenvuelva y perfeccione? ¿Quién el ilustre inventor de los instrumentos delicadísimos y mil veces más exactos que relojes, que nos consientan profundizar la estructura íntima de los cuerpos? ¿Sabe usted, desdichado, que los átomos son una cosa que no tiene tamaño ni peso apreciable; que son el último grado de división de la materia; que se ocultan absolutamente, no ya a los sentidos, sino a los aparatos que centuplican la energía de los sentidos; que la fragmentación de estas partículas es casi infinita? ¿Sabe usted que si los átomos contenidos en una gota de agua del grosor de un guisante se trocasen en granos de arena, un convoy continuo de camino de hierro marchando con una rapidez de treinta y seis kilómetros por hora necesitaría más de dos millones y medio de años para transportar esa arena? ¿Que si se quisiera calcular el número de átomos metálicos contenidos en una cabeza de alfiler de a ochavo, separando cada segundo con el pensamiento mil millones, tendríamos que repetir tal operación por espacio de doscientos cincuenta y tres mil seiscientos setenta y ocho años para llegar a la cuenta justa?

—¿Cómo diantres habrán averiguado eso? —pensé para mí, mientras en voz alta decía— ¡Canastos!

—Y advierta que estoy hablando de los átomos de la materia ponderable, que si me refiriese a los del éter, cuya sustancia pensamos que sea la misma, pero infinitamente más afinada y tenue... La imaginación se pierde. Por lo indicado, ya ve usted que hay camino que andar antes de resolver a fondo tantos enigmas; y quién sabe si jamás...

—Lo que yo voy sospechando, señor don Félix —murmuré ya mareado—, es que con todas esas maravillas, laberintos y portentos, yo me quedaré como estaba, porque usted, por lo visto, aunque cree posible, factible y corriente lo del oro hecho con pedruscos y cantos, no sabe cómo manejárselas para conseguirlo, y viene a ser igual que si lo declarase imposible desde luego.

—Nunca alcé mi osado pensamiento hasta tratar de resolver lo que hoy por hoy permanece insoluble. Ya he dicho a usted que nuestra empresa era más fácil.

—Y también, de seguro, menos fructuosa, menos suculenta, menos...

—¡No, no! —gritó Onarro descargando con la tenaza un fuerte golpe sobre los carbones de la chimenea, y haciendo saltar multitud de chispas, que un momento formaron a su calva cabeza fantástica aureola—. ¡No, y mil veces no! Por desdicha mía, y fortuna de usted, la empresa será todo lo lucrativa posible, pero más hacedera y llana, y por ende menos gloriosa. ¿Lo oye usted bien?

—De modo que... ¡Ay, señor don Félix! Repita usted eso. ¿De modo que es así... cosa tan rodada?

—Sí, porque no tratamos de transmutar un cuerpo simple en otro cuerpo simple, sino pura y sencillamente de hacer pasar un cuerpo mismo de un estado a otro diverso. Por las sucintas, groseras y elementalísimas explicaciones que di a usted, notará que de lo primero a lo segundo media tanta distancia como de beberse un vaso de agua a sorber el Océano.

—Ya, ya —aprobé yo como el que va entendiendo.

—¡Será usted rico, hombre, si sale vivo!, no lo dude; será usted un poderoso de la tierra. Venga acá. ¿Conoce usted por casualidad lo que es un diamante?

Estremecime, y repentina luz iluminó mi mente.

Sin embargo, mis ideas confusas no me alcanzaban para entender bien todas las revelaciones y todas las promesas encerradas en la pregunta. Además, mis conocimientos en pedrería eran bastante imperfectos.

—Diamante... —balbucí— Sí, me acuerdo de que un día en que Pastora estaba vistiendo y aderezando a la Virgen del Amparo, de quien es camarista, con alhajas que le prestaron las señoras de R... me enseñó una gran piocha de prender en el pecho y unas arracadas largas, todo ello hecho de unas piedras blancas que brillaban muchísimo, y me dijo: «¿Ves esto que parece vidrio? Pues es un vidrio que valdrá por ahí dos o tres mil pesos». Aún se me figura que estoy viendo las joyas... resplandecían como estrellas. Después he reparado otros brincos modernos con piedras del mismo jaez, en el escaparate del platero Lorenzo, y en los de los Cordobeses que vienen aquí en la temporada del Corpus al Apóstol.

—Pues mire usted, si yo tuviese en mi poder esa piocha y arracadas de que usted habla, y pudiese someterlas a un grado de calor determinado, ¿sabe usted lo que sucedería? Las piedras se irían enturbiando, luego poniéndose negras, luego hinchándose... hasta convertirse...

Onarro se levantó, abrió el mueblecillo situado al lado de la chimenea, y cuyo destino era guardar el combustible, metió en él la mano, y sacando un pedazo de carbón me lo puso ante los ojos, diciéndome:

—¡En esto!

—¡En esto! —repetí pasmado y un tanto incrédulo.

—En esto mismo. ¿Lo entiende usted? En esta materia despreciable y vil, que quemo yo así, a puñados, para calentarme...

Y el sabio, perdida ya la frialdad y calma habituales, cogía a manos llenas el carbón y lo arrojaba a mis pies.

—¿De suerte —dije yo sin la menor intención de burla— que vamos a hacernos ricos quemando de esas piedras para encender después la chimenea?

—O quiere usted hacer jocoso lo que es muy serio, o es usted el mayor sandio del mundo. ¡No ha comprendido usted aún que lo que haremos será convertir esta ínfima materia sin valor que a toneladas se extrae de las minas, que se encuentra en capas inmensas bajo el subsuelo de Europa, en magníficos, enormes y fúlgidos diamantes!

—¡Diamantes! —repetí yo como fascinado por la oriental palabra.

—Sí, diamantes. Lo que está usted oyendo.

—¿Pero eso se ha de hacer... calentando?...

—El cómo se ha de hacer, ni le importa a usted ni tengo para que explicárselo, ni lo entendería aunque prensase el magín toda la vida... El cómo es cuenta mía, mía enteramente. Harto le he aclarado, para que al fin viniese a quedarse tan en ayunas como estaba. Ahora, usted no tiene que ocuparse sino en tres cosas: la primera callar como ha jurado, es decir, como un muerto; la segunda confesarse y disponer su testamento, si tuviere de qué; la tercera presentárseme aquí, preparado a toda contingencia, pasado mañana al rayar el día. ¿Está usted dispuesto?

—Sí, señor —contesté resueltamente— Pasado mañana, al amanecer, me tendrá usted aquí. Yo no sé si hago un disparate, si me meto en un berenjenal del que haya de salir con los pies para delante, camino del cementerio; pero ya... ya quiero despejar esta incógnita, y ver si de una vez en la vida dejo de ser pobre, y puedo darme el gustazo de regalarle a Pastora una piocha y unas arracadas como aquéllas.

—Escuche usted —advirtió el sabio cogiéndome de la mano, y señalando hacia el Pequeño esferamundi, colocado sobre una mesilla no lejos de nosotros— En el globo que ve usted ahí representado, existen a estas horas muchos miles de seres humanos, cuya vida se pasa en esperar encorvados el hallazgo de una miserable piedra preciosa, oculta en las entrañas del planeta... No crea usted que en ese oficio no arriesgan la existencia; no crea usted que no son tratados como parias, peor que parias, porque el paria tiene el derecho de alzar al sol su faz, y ellos doblan su frente al suelo árido... Ya puede usted, joven, considerarse protegido por benigna estrella y destino fausto. Usted buscará en Santiago el diamante en mi laboratorio; si hubiera usted nacido en el Brasil, con un poco más de pigmento bajo la epidermis, lo buscaría a puras persuasiones del látigo de un capataz, que no le dejaría acaso hueso sano.

Condújome Onarro hasta la puerta, sin añadir otra palabra. Aturdido, trastornado y con la cabeza hecha una olla de grillos, me despedí, y ya tenía el pie en la calle, cuando Onarro me reiteró paternalmente.

—No deje usted de prepararse a bien morir, por si acaso.

IX

Y decíame yo a la mañana siguiente, entrando, después de una noche de desasosiego y vigilia a cuentas y juicio conmigo mismo, cual un tiempo lo hizo Sancho: sepamos, Pascual hermano, qué compromiso es el que ha contraído vuesa merced. ¿Ha tratado acaso de alguna gira o diversión campestre, para la cual haya de reunirse con un par de amigos, o media docena, en un ameno lugar, llevando todos sabrosos víveres y golosinas para merendar alegremente? No por cierto. ¿Hanle invitado a concierto o sarao, en que esparza el ánimo y honestamente se distraiga? Menos aún. ¿Pues adónde tiene de asistir mañana al despuntar la aurora? A la conquista de unos millones, tantos en número que no es posible contarlos. ¿Y quién os ha de ayudar y encaminar a conseguirlos? Pues el nunca bien ponderado don Félix Onarro, nata y flor de la ciencia, cifra y compendio de la sabiduría, que manda en la naturaleza y la metamorfosea y muda cual nuevo Ovidio. Bueno va. ¿Y sabéis vos, hermano Pascual, las peripecias que pueden sobreveniros en esa aventura? Según confiesa el héroe principal de ella, es fácil que él y vos, en un segundo, rodéis a la eternidad. ¿Él y vos decís? ¿Y no fuera posible que sólo vos corrieseis el peligro, y el taimado del sabio se quedase riendo? No va descaminado ese recelo. Y ahora supongamos que salís con bien de la aventura: ¿sabéis de buena tinta que se os vendrán a las manos los ofrecidos tesoros? Prometiómelo don Félix. ¿Y cónstaos a vos que don Félix no tiene la región cerebral vacía y seca como una avellana rancia? No me consta en modo alguno. Ligero anduvisteis entonces, Pascual. El diablo, añadía yo como el escudero manchego, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no.

Con tales reflexiones me eché a la calle, ansiando gozar del aire libre, por si era aquel mi último día de respirarlo, y deseoso de ver rostros conocidos, por si me restaban sólo unas horas de poderlos mirar. Nada de cuanto me encargara Onarro hice, porque en lo tocante a testamento, como no legase el alma a Dios y los huesos a la tierra, otra cosa no poseía; y de confesarme, si bien se me alcanzaba que fuera saludable prevención, era tal mi inquietud, zozobra y falta de recogimiento, y tal el tropel de imágenes y dorados sueños que por momentos me asediaba, que no pude resolverme a hacer examen de conciencia. Lo único que puntualmente cumplí fue la cláusula de no traslucir cosa alguna de la proyectada empresa ni del objeto de mis entrevistas con Onarro.

Sin embargo, me bullía a veces en el cuerpo un afán irresistible de que supiese todo el mundo que mi suerte iba a pasar, muy en breve, de adversa a próspera y magnífica. La mitad de mis futuras riquezas diera yo por ostentar desde luego la otra mitad. Deparome la casualidad que aquel día, paseándome por la Rúa del Villar, del lado de los soportales en que está la animación del comercio y el mayor concurso de gente, viese cruzar por las arcadas fronterizas un cuerpo, que más pareciera sombra derrotada y lacia, y que escurriéndose con cautela y recatándose y pegándose a las casas, parecía, no andar, sino deslizarse. Inmediatamente di caza a la sombra, que al pronto, al verme, apretó el paso; mas después, conociéndome sin duda, volvió pies atrás, y llegándose a mí, con voz anhelosa me dijo:

—Si quieres hablarme salgamos de ahí. Chico, la Inglaterra toda está por esos comercios.

—Pero —respondí yo admirado contemplando el traje astroso y hecho jirones, el grasiento tapabocas y el abollado sombrero de Cipriano—, ¿cómo debes nada en tienda alguna, si te veo con el propio traje y pergeño que usabas allá cuando vivíamos los cuatro juntos y jugábamos a la brisca? Deberás en el café, o en La flor de los campos de Cariñena.

—¡Ay, Pascual bueno! —suspiró el estudiante, guiándome hacia calles retiradas, y a la sazón casi desiertas— ¡Bien se ve que tú no estás enterado, ni comprendes los extravíos a que nos arrastra una pasión! ¿No te acuerdas ya de mi hermosísima Leonor?

—¿Aquella buena alhaja, con la cara embadurnada de almazarrón y harina, que paseaba contigo por los Agros de Carreira?

—¡Stttt!, ¡nómbrala con más respeto, que, al fin y al cabo es una notabilidad escénica! No vayas a figurarte que sólo cantaba en los coros, no señor; hizo papeles casi de los más difíciles y comprometidos, como el de mujer primera en los Magyares, una criada, en Marta; dama convidada primera, en el segundo acto de Los diamantes de la corona, y otros por el estilo.

—En suma, esa grande artista te ha estrujado el bolsillo.

—¡Pero de qué manera!, ¡chico!, él ya no estaba muy repleto, y ahora parece una oblea.

—Tu capital solían ser diez reales, siete cuartos y tres ochavos...

—Esos eran los días de opulencia; pero me dejó sin blanca la divina ninfa. En aquella boca tenía escondido un fraile mendicante. ¿Querrás creer que hasta me pidió los cuellos y puños postizos que yo solía gastar, y el único levitín decente que tuve en mi vida, bajo pretexto de que la obligaban a salir vestida de hombre en un fin de fiesta? Y allá se quedó mi guardarropa olvidado. Así ando yo de roto y hecho una lástima. ¡Oh mujeres! Bien dijeron Salomón y San Agustín y el Crisóstomo...

—¿De suerte —dije yo atajando aquel torrente de erudición quejumbrosa— que estás como el gallo de Morón?

—Lo mismito. Si me quedo en casa me acribilla la patrona; bloquéanme los acreedores si salgo a la calle; el autor de mis días se ha declarado en quiebra, y cuando le pido monises me responde que siente plaza. ¡Qué situación la del general! ¡Ahora precisamente que pensaba yo estudiar, ganar curso, volverme hombre de pro! ¡Pero aplíquese usted oyendo gruñir a una patrona sin entrañas! ¡Asista usted a clase sin tener casi camisa ni ropa! ¡Pase usted de esta facha sin ruborizarse ante aquella señora Minerva de la Universidad, que está siempre tan arregladita y tan limpia!

—Pues no te apures. ¿Quién sabe si andando el tiempo hallarás quién te dé la mano? —pronuncié yo con mal encubierto airecillo protector.

—Para saludarme, podrá ser... y aún lo dudo, según estoy de tronado. Por lo demás, ¿apurarme yo? ¡Bah!

Y me miró con tal expresión de picaresca alegría, que sirviera su rostro para perfecto modelo de un Demócrito risueño y despreocupado.

—Cuando te digo que a lo mejor... donde menos se piensa salta la liebre. Podrá suceder que no pasen cuarenta y ocho horas sin que veas maravillas, y sin que acaso te ofrezca yo con qué tapar la boca a los mastines que te andan a los alcances...

—¿Qué es eso? ¿Tonillo enigmático? ¡Calle! ¿Si Onarro que tanto te estima, te habrá dado parte de la piedra filosofal?

Temblé al oír la frase del estudiante, que sin sospecharlo colocaba el tiro tan cerca del blanco. Perdido soy y perjuro además —calculé—, si algo se vislumbra. Mi emoción debió de reflejarse en mi fisonomía, porque el sagaz Cipriano añadió mirándome de hito en hito:

—¡Qué efecto te ha causado! Te has puesto del color de las bandas de la capa... Pascualillo, ¿con que andas en esos fregados? Ahora sí que digo yo que vamos a pasar magnífica vida a tu cuenta.

Aquí es fuerza salir del paso con un enredo —discurrí yo. Y componiendo el rostro y con aire misterioso y confidencial, murmuré—: Cipriano, mira que te lo cuento a ti, y sólo a ti: cuidadito no me comprometas, porque si por ahí lo saben me asediarán a petitorios, y para tanto no alcanza. En efecto, el señor don Félix ha tenido la bondad de...

—¿De darte un cachillo de la piedra?

—¡Qué piedra ni qué niño muerto! Me extraña que tú des crédito a semejantes paparruchas. El señor don Félix, repito, que es un hombre servicialísimo, y a mí me distingue de manera que no sé cómo pagarle, se ha dignado negociar con un editor de allá de Francia una obrilla que había yo compuesto en mis ratos de ocio... poca cosa, pero en fin...

—En fin...

—Que el editor la ha comprado, y la va a publicar y me da por ella diez mil realitos...

—¡Hombre! —exclamó el estudiante, cuyas truhanescas facciones expresaban la duda, el asombro y la burla, todo junto—. ¡Hombre! Milagro y maravilla sería aquello de la piedra filosofal, pero más me espanto de esotro que me cuentas tú. Chico, dicen por ahí que eres un sabio; pero, ¿cómo te he de adorar santo, si te conocí tan ciruelo como los restantes? En fin, sea todo por Dios, y daca unas cuantas caras de reyes feos con peluquín, que a mí me parecerán más lindos que Leonor, ya los hayas granjeado escribiendo una portentosa obra científica, lo cual considero fuera de lo natural, ya por arte mágica, que para el caso es lo mismo. Llueve tú onzas, y llamarete antorcha de las ciencias y sol de la escuela.

El ladino del estudiante cazaba demasiado largo, cosa que no me supo bien. Híceme, puse, el amostazado, y repliqué:

—No, ya que dudas de mi palabra y de mis méritos, nada haré por librarte de ingleses y por vestirte de un modo más regular.

—¡Jesús, si yo no dudo! Con tal que me facilites unas pesetejas, te tendré por más docto que al mismo Séneca en persona. Figúrate tú que hace un mes que me quiebro yo los cascos por dar con dinero, y calcula la profunda admiración que me inspirará el que lo posee.

—Por hoy nada puedo prestarte. Espera —insistí yo muy formal—. ¿A cuántos estamos? ¿A 16 o a 17 del mes?

—A 17 —respondió Cipriano quedándose algo confuso y dudoso al ver mi gravedad.

—17... 17... del 10 al 17... mañana 18... Mañana cobro la letra de Francia.

—Pero chico, ¿va de veras? —exclamó Cipriano.

—¡Anda a paseo! —contesté yo—. Si no me dieses lástima con esas botas entornadas que parecen almejas, y ese tapabocas asqueroso... a fe, a fe, que te dejara entregado a tu triste suerte.

—Mira, Pascual... si es verdad lo que dices, y vas a tener cuartitos frescos, puedes hacer una obra de caridad... Ya sé yo que ese corazoncito es como la misma seda.

—¡Calla!, ¿no te basta pedir para ti?

—¿Te acuerdas de Inocencio? El pobre siempre fue muy ganso, ya sabes, y en el juego le hacíamos las trampas que se nos antojaban; y él, cuantas más trampas, más ciego y aturrullado... Pues el infeliz recibió una cantidad que le mandaba el autor de sus días para redimir una pensión... era una miseria de tres mil reales, ¡pero ya ves!, para él... Barrabás le tentó a jugar a dinero... chico, le despabilaron sus duretes... ¡Si vieras cómo está! Ni come, ni duerme; se quedó hecho un espárrago... Dice que se va a embarcar para América... o a colgarse de una viga... Chico, parte el corazón.

Y diciendo esto, sacó Cipriano del bolsillo un trapo sucio y agujereado, con el cual hizo finta de enjugar tiernas y compasivas lágrimas. Yo formé propósito, al escribir estos sucesos de mi vida, de retratarme tal cual soy, sin poner ni quitar un ápice, y así como declaro que no alardeo de filántropo, ni busco ocasiones, ni me tomo molestias por hacer el bien, así, cuando éste se me viene a las manos, no lo rehúyo. En suma, yo confieso que no tengo carácter, pues caso de tenerlo, trazaríame una senda y por ella caminaría: lejos de lo cual, siempre practiqué con el mal y el bien lo que con la fruta: comerla en verano porque se presenta madura y fácil, y en el invierno no acordarme de si la hay en el mundo. En aquel momento vi sazonada y oportuna la buena acción de salvar a Inocencio, y pensé en ello con placer: quizás aun en este sentimiento noble entraba una pizquilla de deseo de deslumbrar con el fortunón que ya contaba seguro; pero ¿quién va a decantar tanto los sentimientos? Sucédeles, por ventura, lo que a los linajes: en el más limpio e ilustre se halla, a fuerza de revolver y escudriñar, algún entronque, alguna mancha de judío.

—No se colgará —dije a Cipriano— si puedo evitarlo yo.

—¡Y tanto como puedes! Mañana cobras la letra, ¿no es eso? ¿A qué hora? Siempre será antes de las dos: más tarde no suelen pagarlas. A las tres me planto yo en tu casita... me das lo que quieras para mí, y para Inocencio los tres mil consabidos.

—No, chico —advertí al estudiante—; tus manos tienen un agujero en medio, y no es posible colocar dinero en ellas. Ya sé dónde vive Inocencio, y si la letra viene, yo en persona iré a llevarle...

—Me ofendes, me faltas; pero, en fin, soy magnánimo, y te perdono, en vista de tu munificencia. Mira, una vez que eres tan bienhechor y que te proporcionas el inefable placer de socorrer y amparar a tus semejantes... A tus hermanos... A la humanidad... Voy a revelarte otro infortunio en que puedes ostentar tu generosa largueza.

—Oye —exclamé yo, deseando alejar toda sospecha—, que mis diez mil reales no son de goma elástica.

—No; si se trata de una cosa pequeña, si no te hablo más que de... Ya sabes que la compañía de zarzuela...

—¡Dale! ¿Y qué tengo yo que ver con la compañía de zarzuela? ¡Está bueno!

—¡Hombre!... ¡Si los vieras! Han tenido los cuitados poquísimo abono... Vacío el teatro casi todas las noches... Está empeñado el vestuario... El tenor, aquel buen mozo, ¿no sabes?, padece atrozmente de la laringe, consultó a varios médicos y debe las consultas y la botica... La tiple entró en meses mayores... ¿Con qué envolverá lo que venga?

—Que lo envuelva con los mantos de reina que saca a las tablas... ¿A mí qué me cuentas?

—¿Y Leonor? ¡La infeliz!

—¡Ya escampa! ¡También Leonor! ¿Y qué le pasa a esa principesa?

—Tan entrampada se halla...

—¿Entrampada y te exprimió como un limón?

—Tan entrampada, que debe hasta la dentadura.

—¿La dentadura?

—¡Sí, hombre! Al dentista de la Rúa del Villar. Sin una buena dentadura no puede una artista cantar ni subir a las tablas.

¡Si paso con Cipriano una hora más, averiguo hasta las necesidades y miserias del traspunte y de los comparsas de la compañía! Él, en suma, me distrajo, ya con su cháchara, ya con la perspectiva que me mostró de remediar una multitud de desdichas con la fortuna que en potencia residía en el laboratorio de Onarro. Dolíame sólo no poder pasar un ratito con Pastora, antes del famoso experimento. ¡Siquiera un ratito! ¡Tiene uno tantas cosas que contar a su novia en vísperas de viaje o en anuncios de riesgo! Estrujaba yo mi imaginación buscando medios para obtener una entrevista privada con Pastora: mas no me ocurrió ningún recurso. El día pasó así. Pensé en escribir a mis padres, mas no tuve ánimos para hacerlo; ni, a la verdad, sabía qué les dijese. Mi situación no era para declarada; si alguna desgracia ocurría, harto pronto llegaría a sus oídos.

Próxima ya la noche, al recogerme en mi cuarto, encontreme a don Nemesio Angulo esperándome.

—Sus negocios de usted van muy mal —me dijo— Yo se lo advierto para que no crea que obro torcidamente y con doblez. Mañana expira el plazo fijado por don Víctor.

—¿Don Víctor ha fijado un plazo? —pregunté.

—Sí, un plazo de ocho días para que le den definitiva respuesta. Y me parece que ésta será favorable a sus deseos. No es que Pastora no le estime a usted mucho, no por cierto: eso a las leguas se le conoce: ella le tiene a usted gran cariño. Pero el tío ha tomado el asunto como cosa propia, y ya sabe usted que para Pastora la opinión del tío significa...

—Señor don Nemesio —objeté yo—, imposible parece que un señor tan prudente y bondadoso como usted ayude también a forzar la voluntad y a tiranizar el corazón de una niña...

—¡Qué cosas pasan por esa cabecita! Nadie, amigo, fuerza hoy en día la voluntad de nadie; no se recurre ya a medios coercitivos, que no están en nuestras costumbres. Pero Para una doncella tan discreta, y buena, y dócil como Pastora, es de más peso sólo la opinión de las personas mayores en edad, dignidad y gobierno, que cincuenta mil violencias. Puede que por la tremenda nada se consiguiese de ella, porque, mire usted, tiene su pedacito de energía y de entereza, y en dando en decir que no debe hacerse esto o aquello, no hay forma de apearla: pero con el amor y la persuasión...

Exhalé un suspiro, porque comprendí que don Nemesio conocía a Pastora perfectamente.

—Señor don Nemesio —le dije con aire y tono lúgubre—, mire usted que si Pastora me planta, es muy fácil que me muera del disgusto.

—¡Buena es esa! Como no tenga usted enfermedad más grave... No niego que lo sentirá usted, al pronto, algo, y que hará extremos; pero...

—Mire usted —añadí con insistencia—, Si me muero... porque ya ve usted que todos somos hijos de la muerte...

—Eso sí. En manos de Dios está...

—Pues, si eso sucede, prométame usted que llevará a Pastora de mi parte esa Virgen de la Soledad que tengo a la cabecera de la cama...

—¡Tiene usted cada idea más extravagante! Creo que voy por la tetera y la estufilla, porque usted no debe hallarse en su estado normal, y le vendrá de perlas una tacita de té.

—También desearía, si ocurre eso...

—¿El qué?

—Mi muerte.

—Aguarde usted un momentito, que en seguida vuelvo con la tetera.

—Señor don Nemesio —Insistí asiéndole del brazo—, en el caso de morir, tendría gusto en que usted se quedase con este reloj en memoria mía.

Y saqué del bolsillo y le mostré la única alhaja de que podía disponer sin necesidad de fórmula testamentaria. Era una cebolla de plata, nada elegante y muy poco exacta, que con todo eso estimaba yo a par de las telas de mi corazón, mediante haberme costado diez duros, suma para mí fabulosa.

—Jesús, Jesús, Jesús —repitió tres veces don Nemesio— Usted sueña, o usted está malo, o usted tiene un acceso de locura, o ha tomado una copilla más de lo regular con los amigos. ¿Me querrá usted persuadir de que va a morirse de amor? ¡Viva usted mil años, que tiempo habrá de dejar este mundo, y que usted, que es un buen cristiano, no ha de pensar cosas que sólo imaginarlas horroriza! No, yo no le hago a usted tan cobarde, ni tan pequeño, ni tan impío, ni tan...

—Señor don Nemesio —repuse riendo de todo corazón y sin poder contenerme—, no se mortifique usted en probarme con excelentes argumentos que no debo beber estricnina, ni levantarme la tapa de los sesos. A fe de Pascual que no sé de dónde saca usted tan gracioso dislate.

—¡Loado sea Dios! Pues entonces, ¿a qué viene hablar de muertes y embelecos?

—Si, una suposición, falleciese de muerte natural...

—Está usted más sano que una manzana, y, gracias al Señor, pocas trazas presenta... No, suceder podría, en eso no hay duda. Pero también a mí me visite quizá esta noche, o cuando menos lo piense, la de la guadaña... Oiga usted —añadió abriendo la sotana y mostrándome un reloj poco más lucido que el mío—, ya que usted me quiere dejar un recuerdo, yo también le ofrezco éste... Como soy más viejo, es regular que vaya delante. Ya lo sabe usted; el reloj es suyo cuando yo sea borrado del número de los vivientes.

¿Quién se maravillará si declaro que aquella noche subió de punto mi excitación, hasta el extremo de no consentirme acostarme sino allá a las altas horas? Y fue eso cuando rendido ya de medir la habitación a grandes pasos, de entreabrir las maderas por ver si asomaba el día, de cavilar, de hacer soliloquios, de beber tragos de agua, y de encender y tirar cigarrillos, me encontré tan molido y aniquilado, que sin ser fuerte a otra cosa subí al lecho, dejándome caer en él vestido y con botas. Al momento me embargó un sopor profundo y total. En lo mejor de él me encontraba, cuando sentí que me zarandeaban y sacudían, y una voz resquebrajada y hendida como sartén vieja, chilló:

—¡Don Pascual, don Pascualillo! ¡Despierte, que ya amanece un día precioso! Era doña Verónica que cumplía mis órdenes.

—Bueno, allá voy —contesté con voz trabada, y volviéndome del otro lado, cogí de nuevo el sueño, y hasta quizá roncaría.

—¡Don Pascualillo! ¡Eh! ¡Mire que ya es de día! —Insistió la solícita patrona—. ¡Válgame Dios, y cómo duerme! ¡Don Pascual! —repitió a gritos; y al mismo tiempo, sin pararse en pelillos, con sus dedos ganchudos me cogió un pellizco en un hombro, tan sutil y retorcidísimo, que esta vez me incorporé lanzando una exclamación furibunda.

—Es de día, don Pascualito —reiteró mi verdugo, presentándome al mismo tiempo una jícara de chocolate y unas tostadas de pan en un plato. Aparté el desayuno con la mano, y llevándome el dedo al hombro dolorido, gruñí:

—¡Vaya que tiene usted unos modos! ¿Y a qué viene esto de despertarme a lo mejor del sueño?

—¡Ay qué señorito! ¿Y no me lo mandó usted ayer?

—¿Yo?

—Usted mismo. Ande, tome el chocolatito. Vaya, chocolatito al loro; que se muere de hambre todo.

—Llévese usted ese chocolate, y déjeme.

—¡Vamos! —dijo con misterio la patrona—; ya entiendo; hay pecata. Bien hecho, hijito; a barrer la casa, que los estudiantes suelen no tenerla nunca muy limpia.

Coordiné mis ideas. Al pronto no sabía yo mismo a qué fin había dispuesto que me despertaran: esta ruptura de la ilación de la vida es frecuente al salir de un sueño pesado y letárgico como el mío. Medité un instante, a fin de enlazar de nuevo las interrumpidas representaciones. Dos minutos después, desazonado y tiritando, estaba camino de casa de Onarro.

La mañanita era nebulosa y triste, y el mayor silencio reinaba en las calles, que aparecían enteramente desiertas, sin los madrugadores devotos que iban en busca de las primeras misas, con los ojos aún medio entornados y encogido el cuerpo. La puerta de Onarro, entreabierta ya, brindaba a pasar adelante. Empujela y subí la escalera, hallándome presto en aquellas piezas vastas y lóbregas ya cruzadas la antevíspera. ¿En qué imaginarán ustedes que cavilé durante todo el camino que media desde mi casa hasta los últimos confines de la del sabio? Pues no fue ni en el riesgo inminente de la vida, ni en Pastora, a quien dejaba, ni en mis padres y en la aldea, que acaso no volvería a ver, ni en don Nemesio, a quien instituyera heredero de mi cascada cebolla, ni en don Víctor, que se disponía a soplarme la novia con la ayuda de sus rentas y bienes, ni... En nada, en nada discurría yo en aquellos momentos críticos, excepto en el diamante, entidad misteriosa, geniecillo burlón cual los de las árabes leyendas, tras del que corríamos en desatinada cabalgata el sabio y yo. De mi memoria no se apartaba la clara y resplandeciente piedra, cuyos destellos mágicos deslumbraran sólo una vez mi mirada en las joyas pendientes del cuello y orejas de la Virgen.

Nada sabía yo acerca del diamante, y mi misma ignorancia prestaba a la hermosa cristalización cualidades de precioso amuleto o de eficaz talismán. Ignoraba que aquella piedrecita es el cuerpo más duro que se conoce, la materia de más valor intrínseco que existe, el mineral que en más escasa cantidad se encuentra; desconocía las propiedades sobrenaturales que por los sarracenos y por los hebreos le fueron atribuidos; no sospechaba que dijesen fortifica el corazón, neutraliza el veneno de las serpientes, aclara la vista haciéndola perspicaz cual la del lince o del águila; no pensaba que en las sociedades civilizadas el puro y bello rayo del diamante despierta pensamientos de codicia, envidia y latrocinio. Ni menos oyera yo jamás que el diamante se hallase, no solamente en el Brasil, Indias Orientales y Rusia asiática, sino en las cordilleras del Ural, en Bohemia, Australia y el Oregón, y en las abrasadas tierras africanas. No me era conocido el dato de que en la maravillosa tierra de California, donde los pies del viajero huellan polvo áureo y diamantífero, produzca cada tonelada de terreno la friolera de unos ocho millones de reales. No leyera tampoco las consejas e historias que corren acerca de los diamantes de fama, cuyo tamaño excepcional los hace guardar, sobre cojines de terciopelo y entre fuertes rejas de hierro, en el tesoro de los reyes o de los rajás indios. No sabía, por ejemplo, que el Sancy, hallado por un soldado suizo en el campo de batalla de Nancy sobre el ensangrentado cadáver de su primitivo dueño Carlos el Temerario, fue vendido al ínfimo precio de un escudo a un sacerdote, y de manos de éste pasó a las de un rey de Portugal y de allí a las del embajador Sancy, que le dio su nombre; que Sancy hizo presente con él al rey de Francia, y que el portador, asaltado en el camino por bandoleros, hubo de tragarse la piedra antes de ser asesinado; que el cadáver fue abierto y sacado del estómago el diamante. Y de las entrañas del muerto fue a poder de Jacobo II de Inglaterra, de Luis XIV, Luis XV, el príncipe ruso Demidoff... Ni escuchara la historia de aquellos tres proscritos brasileños, los hermanos Sousa, que tras de vagar siete años por breñales y asperezas, hallaron en el lecho de un riachuelo seco el diamante mayor que ha conocido el mundo, de peso de una onza, estimado en fabulosa e inverosímil cantidad de millones, diamante cuyo enorme tamaño hacía dudar de su autenticidad, cuando el presumido monarca Juan VI, no hallando otro medio de ingerirlo en su traje, y habiéndolo sacrílegamente horadado, lo llevaba pendiente del cuello en los días de gala y ceremonia. No habían llegado a mi noticia los poéticos nombres y adjetivos que el mundo dio a ciertos diamantes célebres: ni que el rajá de Lahore, custodiado tras recia verja en la sombría torre de Londres, se llama Montaña de Luz, y Estrella del Sur otra magnífica gota de agua encontrada en el Brasil, y Estrella del Norte la que posee el Zar de Rusia. Ni que los diamantes brasileños, que se hallan en desolada y aridísima región, que cierra natural baluarte de escarpadas y ásperas montañas, fueron por mucho tiempo tenidos en concepto de primorosas, pero inútiles guijas, y sirvieron largos años de fichas para jugar al tresillo, apuntándose así realmente con millones a un juego en que, en apariencia, se arriesgarían unos cuantos realejos. Ni tenía la menor idea de la peregrina legislación que la codicia de los gobiernos, ansiosos de asegurar el rico tesoro, estableciera en los terrenos diamantíferos, ni de cómo no se podía en aquellas comarcas incomparables echar los cimientos de la más exigua cabaña sin que lo presenciasen multitud de funcionarios, ni poseer un instrumentillo de labranza llamado almocafre, sin peligro de parar en galeote.

Ni podía calcular los ardides ingeniosísimos de negros y contrabandistas para sustraer en hábil escamoteo la apetecida piedra; las heridas profundas practicadas en muslos y brazos, o en el anca de un caballo, que ocultan en su ulcerado seno el diamante que ha de brillar después en el pecho de una hermosa; los escondrijos en orejas, narices y planta del pie; las palomas mensajeras adiestradas, que llevan bajo el ala colgado el diamante. Ni la vida azarosa de los Garimpeiros, nómadas audaces que trepan a los inaccesibles riscos o se hunden en abismos y quebradas vertiginosas, siguiendo la pista a algún diamante trasconejado que escapó de la criba de los negros; ni las escenas de fiebre y desorden de California, que han inspirado a los Aimard y Bret-Harte. No llegaban mis conocimientos hasta saber que hay diamantes claros, diáfanos y transparentes como las linfas del arroyo, y blancos y opacos como la leche fresca; rubios y acaramelados como el ámbar; verdosos y glaucos, como las olas del mar; rojos como sangre; azules como el firmamento, y negros como el invierno. No podía figurarme los deseos, tentaciones y suspiros arrancados del corazón de las hijas de Eva, que conservan siempre el apetito del salvaje por lo que brilla y reluce, cuando al pararse ante el escaparate de un joyero ven campear sobre gracioso estuche en que artísticamente se arruga el raso o el terciopelo, un hilo de resplandecientes gotas de rocío, o lágrimas de ángeles, que tales parecen a la viva luz del gas los diamantinos collares, tallados en su más bella forma, la de brillantes, y despidiendo por cada una de sus facetas irisado río de chispas.

Y, por último, no se me alcanzaba que el origen de la soberbia piedra se hallase aún encubierto en tinieblas profundas, así para los ignorantes como para los sabios; que éstos le atribuyesen tan pronto procedencia vegetal como procedencia ígnea, ya naturaleza mineral, ya orgánica, y lo mismo la juzgasen elaborada en las entrañas de la tierra por ignotas combinaciones y acciones químicas de fuerza extraordinaria, que caída en aerolitos procedentes de remotos planetas y apartados mundos.

Todo lo cual averigüé después, porque hubo ya de espolearme la curiosidad y pincharme el deseo de saber algo de la rara piedra que tal influencia ejerció sobre mi oscuro y estudiantil destino. En aquel punto, mis antecedentes se reducían a las embozadas promesas de Onarro, a las enfáticas frases de Pastora cuando me enseñó las preseas de la imagen. Quebrábame la cabeza sin poder dar respuesta a esta pregunta: ¿Por qué valdrá tanto esa piedra? ¿Qué busilis tendrá? Y después recordaba haber visto en el dedo anular del señorito de la Formoseda un grueso y limpio brillante montado en gótica y monumental sortija de familia, que se parecía bien aun debajo de los justos guantes que el señorito calzaba; y con esto me di a pensar en mi interior en el gustazo que debía de ser lucir otro anillo con piedra más grande y más hermosa.

X

—¿Está usted dispuesto? —me preguntó Onarro al recibirme.

Observé que Onarro tenía aquella mañana dos leves rosetas, como de fiebre, en sus mejillas de ordinario pálidas; que sus ojos centelleaban con la luz fosfórica que se advierte a oscuras en los del gato; que todo su cuerpo estaba agitado de temblores instantáneos, que cesaban tan pronto aparecían; que su voz era seca, estridente, más acerada aún que de costumbre.

Yo titubeé un momento antes de contestarle.

—Dispuesto, sí, señor; pero si usted me permitiese una pregunta sola...

—Permito hasta tres. Abrevie usted lo posible.

—Quisiera saber si usted corre realmente el mismo peligro que yo.

—El mismo o más acaso.

—¿Y quién me lo garantiza?

—Yo. Mi palabra de hombre honrado.

No sé cómo pronunció Onarro esta frase sencillísima, que, aunque apenas mudó tono, ni cambió actitud, obtuvo que viniesen instantáneamente a tierra mis pertinaces sospechas y la suspicacia que yo poseo en grado superlativo, a fuer de buen gallego y montañés. No vacilé más, y dije resuelto:

—Vamos.

Onarro me guio al laboratorio. El sol había salido, y sus rayos, oblicuos aún, entraban burlándose de la neblina por los altos y angostos ventanillos de la abovedada estancia. Sobre la mesa, que ocupaba el centro, divisé un bulto de razonables dimensiones encubierto cuidadosamente bajo un paño blanco, cuyos extremos colgaban a guisa de mantel, llegando casi a barrer el piso. Alzolo el sabio con delicadeza por una punta y pude ver una máquina de figura extraña, que algunos perfiles presentaba de semejanza con una pila o batería eléctrica; pero era infinitamente más grande, complicada, y ofrecía un laberinto y confusión de sectores, plataformas, condensadores, hilos y cadenillas que remataban hundiéndose en agujeros practicados en el suelo.

Después supe que las cadenillas iban a dar al sótano, enterrándose hasta más abajo de los cimientos de la casa, a fin de que aumentase por este medio la intensidad de la chispa eléctrica. ¡Oh, si yo fuera perito en estas abstrusas materias de física y mecánica, cómo podría ahora describir en sus mínimos pormenores el peregrino y maravilloso artificio! El cual revelaba en su forma y disposición ser, no obra común y corriente, y por ende perfeccionada ya, de fábrica, sino combinación laboriosa de muchas y diversas piezas ajustadas por la hábil mano de un paciente inventor. Percibíase allí la especie de irregularidad que distingue al trabajo individual y espontáneo y que tanto se aparta de la nimia igualdad y exactitud que sella los productos de la industria organizada y metódica.

Yo miré a la máquina como se mira a un cañón cargado o a un fusil que tiene levantado el gatillo. El artillero de aquella terrible batería se puso en movimiento al punto, enroscando aquí, estirando acullá, dando aceite por un lado, ajustando bien una plancha por otro, y todo con maravilloso silencio y diligencia. Yo me estaba suspenso e inmóvil sin brindarle una ayuda que probablemente le sería inútil. Finalmente, tomó no sé qué botes y frascos de ácido y los derramó en unos a manera de recipientes que en la pila se encontraban: bajose en seguida, destapó un cesto que había a sus pies, tomó de él seis u ocho medianos trocillos de carbón iguales en todo a los que ardían de noche en su chimenea. Cuanto antes de agitado y trémulo, parecíame ahora Onarro de sereno y tranquilo. Su pecho no se alteró al derramar el líquido en los recipientes, ni al atornillar las delicadas barras de acero. En cuanto a mí me sucedía el fenómeno inverso. Perdía de tal suerte el aplomo en aquella expectativa angustiosa, que casi flaqueaban mis piernas y un sudor helado comenzaba a resbalar por mi frente. El reo que ve colocar el tajo, afilar el hacha y extender el serrín a sus pies debe de experimentar sensaciones análogas a las mías.

A todo ello acompañaban violentísimas ganas e impulsos irresistibles de tomar las de Villadiego.

Tal era mi estado, a tiempo que una voz, que me sonó como la trompeta del ángel del tremendo día, dijo:

—Señor López, coja usted ese manubrio.

—Ese... manubrio... —respondí con voz ahogada, como la que formamos entre sueños queriendo gritar y sin poder lograrlo.

—Ese... este. ¿No le ve usted? Ponga usted la mano sobre él. Cuando yo grite Fiat lo hará usted girar con toda la rapidez y fuerza posible.

Cogí el manubrio y por instinto cerré los ojos.

—Ahora, mientras el cuerpo ejecuta el movimiento prescrito, eleve usted el alma a Dios —añadió Onarro—. El peligro ha llegado. Sobre todo, no vaya usted a descuidarse en el punto en que yo dé la voz de mando. ¡Atención!

Sentí a Onarro agitarse todavía y aun dar algunos pasos hacia mí. Separábanos, sin embargo, el ancho de la mesa y la balumba y volumen de la máquina.

Sin despegar los párpados y apretando convulsivamente el manubrio, permanecí un espacio de tiempo inapreciable, que así pudieron ser diez minutos como cinco segundos. Percibía yo en aquel silencio y espera, no sólo el latido de las arterias, sino la circulación completa del torrente sanguíneo con presuroso ritmo y desordenado correr.

Vagas sensaciones de color y luz llegaban al través de la oscuridad a mis cerrados ojos. Aunque mis ideas giraban también en tropel, no por eso dejé de encomendarme a Dios de todo corazón y de hacer propósito firme de enmendarme de mis menores pecados y aun de ejercer penitencia si la vida me durase para ello. El laboratorio estaba absolutamente mudo.

—¡Atención! —repitió la voz de Onarro.

Quise santiguarme, pero estaba la mano derecha como adherida al manubrio. Apretábalo cual si tuviese alas y pudiese echar a volar. De pronto una hueca orden hirió mis oídos, pareciéndome no menos estrepitosa que un trueno. Onarro había dicho:

—¡Fiat!

Instantáneamente, sin concurso de la voluntad, por una acción nerviosa, mi brazo se puso en ejercicio, y un sacudimiento raro, intensísimo, profundo, estremeció todo mi ser desde la planta de los pies hasta las últimas celdillas del cerebro. No era dolor, ni golpe; era una sensación semejante a la que debe experimentar el árbol cuando de raíz lo arrancan, descuajan y hienden. Fue como si desatasen las ligaduras de mi individualidad, y cada una de las pequeñas células o moléculas orgánicas que lo constituyen se disociase de las restantes, yéndose aislada a un punto distinto del espacio. Arrojé un clamor y abrí los espantados ojos, que vieron o soñaron ver rápidas centellas de fuego corriendo a lo largo de hilos y cadenillas de la máquina. A mi grito contestó otro de Onarro, que encerraba todas las vibraciones del gozo, del júbilo, del triunfo. Incapaz yo de tenerme en pie, fui vacilando a recostarme en la pared más próxima. La habitación daba vueltas en torno mío, y todas mis fibras retemblaban como las cuerdas de un violín después de que las acaricia y oprime el arco. Vi que Onarro se llegó a mí, oí que me dirigía palabras alentándome, que trajo un frasquito del estante, que lo destapó, que vertió unas gotas en la palma de sus manos, frotando después con ellas mis sienes, y que, como un filtro, obró inmediatamente la fricción; despejose mi cabeza, me serené todo y con curiosidad vehementísima miré a Onarro, y con delicia inefable me sentí, palpé y hallé vivo, sano y bueno.

—¿Qué tal? ¡No se ha muerto usted, hombre! —exclamaba Onarro con burlona y enajenada voz—. Pertenece usted todavía al mundo: el susto ha sido regular, ¿eh? Es una desgracia poseer hasta ese grado la receptividad nerviosa.

—¡Ay señor don Félix! —contesté— ¡Gracias a Dios, y a María Santísima! ¡Jesús, y qué cosa tan rara! ¡Qué malo me puse! ¡Qué daño me hizo el maldito manubrio! ¿Y los millones? ¿Hemos ganado?

—¡Victoria! —respondió con indefinible acento el sabio, cuyas facciones irradiaban unos resplandores de éxtasis, alzando al cielo las manos juntas—. ¡Victoria! ¡Aquí están los diamantes auténticos, legítimos, soberbios! ¡Como los mejores de Golconda! ¡Como los más limpios y puros del Cabo! ¡Victoria! ¡Se acabaron esas explotaciones sórdidas, ese trabajo cruel aun para las bestias, inicuo para seres racionales! ¡Ya el negro no se pasará los días recibiendo el ardor del sol sobre sus desnudos lomos, agobiado el espinazo a tierra, con los pies metidos en agua, para que el avaro traficante engruese con su sudor, vendiendo en los mercados europeos la piedra preciosa hallada por el infeliz lavador de arena! ¡Victoria!

—Sí —pensé yo—, el negro descansará, pero en cambio nos descolgarán y batanearán a los blancos las entrañas.

—Impondré —prosiguió Onarro— una contribución voluntaria a la vanidad universal de la mujer opulenta, para socorro de muchos infortunios y cumplimiento de grandes propósitos... Verificaré una pequeña revolución industrial. ¡He triunfado!

—Ah, señor don Félix —insinué yo—, daca esos diamantes.

—¡Véalos usted! —exclamó él acercándose a la máquina y poniéndome en la mano unos seis, a mi parecer, toscos y turbios vidrios. Quedéme como Sancho cuando su amo se empeñaba en hacerle admirar por yelmo finísimo la bacía del barbero.

—Pero estos no brillan... estos son muy feos —dije.

—¡Claros y bellos como el éter! —contestó el sabio; y tomando uno y llegándose al ventanillo, apoyó el extremo o pico saliente de la piedra en el centro de un vidrio, y trazando una línea sin apoyar mucho, vi al cristal partirse conforme corría a lo largo la mano de Onarro, y finalmente, cuando éste la retiró y con el dedo tocó ligeramente la fisura, caer en dos pedazos.

—¡Diamantes! —continuó Onarro—. ¡Diamantes reales y efectivos, no míseros cristalillos octaédricos, visibles sólo al microscopio, como los que después de tantos meses de volatilización y lentas acciones químicas se jactaron Despretz y Dumas de haber obtenido! ¡Diamantes que pueden recibir talla, fulgentes, hermosísimos!

Miraba yo los trocitos que habían quedado en mi poder, y no me parecían tan lindos, ni la mitad de lo que el sabio decía; mas con todo, no acertaba a considerarlos sin cierto respeto, ni cerraba la mano, no fuera que se pulverizasen o deshiciesen como merengue. En esto un rayo de sol, vivo y dorado ya, cruzó el ventanillo, hiriendo de soslayo en las piedras, y arrancándoles el centelleo multicolor y luminoso que sólo al diamante pertenece. A ser yo muy inteligente en pedrería, esta prueba me convenciera; y aun con no serlo, el rico destello me alegró el corazón.

—¿De suerte —pregunté a Onarro— que esto vale muchísimo dinero?

—Tiene usted ahí un capitalito —repuso el sabio— Nada más que un capitalito, porque de esta vez, el tamaño del producto obtenido no ha pasado de ciertos límites, por causas y dificultades que fuera ocioso explicar a usted y que desaparecerán, así lo espero, en un nuevo y decisivo experimento.

—¿De manera —dije yo medio desencantado— que esto no representa millones?

—Tanto como millones, no por cierto.

—¿Y si fueran mayores?

—¡Oh! La diferencia de tamaño, por pequeña que sea, acrece el valor de los diamantes de un modo fabuloso.

—¡Oiga!, ¿y no podía usted entonces haberlos fabricado más gordos?

Onarro se sonrió, fijó en mí sus ojos que expresaban ironía agudísima, y pronunció sin enfadarse:

—Descuide usted amiguito: tenga paciencia, aguarde algo, y echará usted la pata en asunto de piedras ricas al rajá de Borneo, al gran Mogol, y al Hijo del Cielo.

—Pues manos a la obra ya, señor don Félix. El susto pasarlo de una vez. Otra vueltecita al manubrio, y construyamos un diamante del volumen siquiera de un regular queso de bola.

Onarro tornó a mirarme, encogiéndose de hombros. Tomó las piedras todas y las contó; separó dos, guardándolas, y entregome las cuatro restantes. Yo estaba algo mohíno. Sí, mohíno, ríase quien se ría. Se me figuraba que de aquellos cristalejos a la soñada, fantástica y prodigiosa fortuna que el sabio me ofreciera, había un camino infinito. Quedeme, pues, como aquel que tiene algo que decir, y no se atreve.

—Ea, ¿qué aguarda usted? —exclamó Onarro— Aquí no puede usted vender esas piedras: excitaría usted sospechas y comentarios sin fin: pero váyase usted a Madrid o a París. Ningún joyero allí se negará a tomarlas. Esté usted aquí antes de dos meses, porque calculo que para entonces repetiremos el experimento.

—Es que... señor don Félix... la verdad, usted me dispensará... pero yo creo que esto no era lo tratado.

—¿Eh? ¿Qué dice usted?

—¡No señor, que esto no era lo convenido! —afirmé envalentonándome con mis propias palabras—. Yo creí, y usted me dijo, que exponiéndome a lo que me expuse quedaría riquísimo... con más millones que hay en el mundo entero... y, por lo visto, esto es una friolera, así para abrir el apetito... y además no puedo negociarla aquí, ni... Yo pensé que pasado el mal paso, me encontraría nadando en oro.

—¡Voto a tal! —gritó Onarro dando muestras de enojo violentísimo— ¡que es usted el mayor necio y codicioso que hace muchos años he tenido el disgusto de tratar! Diciendo estoy a usted que esas piedras valen lo que jamás soñó usted en tener en su vida de estudiante; añadiéndole, que en breve plazo podrá usted poseerlas de tal magnitud, que una sola baste a saciar sus más extravagantes caprichos y apagar su hidrópica sed de oro; ¡y aún se me viene usted con esas quejas! Alma de almirez, ¿no tendrá usted creederas sino para las brujerías y supersticiosas sandeces que le encajaron de chico en la cabeza? ¿Dudará usted de mi palabra? ¡Cuánto ruido mueven los pequeños por las pequeñeces! ¿Qué importa al mundo, después de todo, que usted sea o no millonario?

—Pero lo que es a mí me importa, y mucho, serlo: ¡pues no faltaría más! ¿Por qué sufrí yo si no ese revolcón eléctrico?

—Pues usted será archimillonario, y ahora déjeme, que a fe que está usted enturbiando con su presencia este hermoso y claro día de mi vida terrenal. ¡Váyase usted con Dios, hombre; hágame usted ese favor!

Decía esto Onarro con tono de verdadera y afectuosa súplica.

—Pero, señor don Félix —contesté yo—, ¿qué hago con estas chinas?

—¡A París, a Londres, al infierno a venderlas!

—A Montevideo, al Polo Norte... justo. ¿Y quién me paga el asiento?

El sabio se quedó parado, como aquel que ve surgir ante sí una repentina, inesperada y gravísima dificultad.

—Como usted sabe demasiado, no tengo un cuarto —añadí.

Onarro meditó breves instantes, y después salió rápidamente, volviendo a poco con un portamonedas de gamuza, que me pareció leve y vano como canuto de caña.

—Tome usted —me dijo—. Es cuanto poseo hoy.

No quiero denigrarme ni disculparme tampoco. Vacilé; pero al fin cogí el donativo, balbuciendo una frase de gracias. El sabio me empujó hacia la puerta, y al llegar al dintel, poniendo un dedo sobre sus labios me advirtió con mirada significativa:

—Sobre todo, mucho silencio. Lo ha jurado usted solemnemente.

A la verdad mi conducta no brillaba por el desinterés. Lo conozco; pero si no me producía una blanca, ¿de qué me servía el riesgo corrido y la cooperación en el gran descubrimiento, que sin mí y mi esfuerzo heroico no hubiera llegado jamás al debido término y felice cima? Y decía yo para mi sayo: he aquí que me llevo en cuatro pedruscos un tesoro, que no me sirve para maldita de Dios la cosa; un caudal que no puedo aprovechar hasta que dé con mi cuerpo en Flandes, o qué sé yo en dónde; he aquí que guardo en la faltriquera de mi chaleco un capital, y que, sin embargo, mi haber se reduce a lo que contenga este vaporoso bolsillejo, ¡más aéreo y tamizado que el cuerpo de un cesante! ¡Válanos Dios, y qué caprichosa que es la suerte!

Así pensando apreté el resorte del portamonedas de Onarro, y vi en su fondo nada menos de una peseta, por más señas columnaria, y obra de seis piezas de a dos cuartos, roñosas y veteadas de verdín, cuya vista me produjo el efecto que cualquiera podrá figurarse, y fue tal el chasco, que con irritada mano me disponía a arrojar el ridículo tesoro a las losas de la calle, a tiempo que noté que el monedero tenía un segundo cuerpo interior, que yo no abriera. Hícelo y divisé en él un papel enrollado y amarillento, gastado por los cantos y esquinas, que desenvuelto pareció ser un billete de 4.000 reales del Banco de España.

De cuatro mil reales a la fortuna de perulero que yo me prometía, distancia va: y con todo eso me aligeró el corazón y confortó el espíritu aquella cantidad, no poseída en mis días de mayor opulencia y racha más afortunada. Hubiera yo preferido atesorarla en centenes de oro, amarillitos y sonantes, mejor que en aquel viejo retazo de papel. No obstante, guardelo con religioso respeto en el bolsillo del izquierdo lado.

¡Cosa extraña y natural, sin embargo! Desde que me hallé propietario de tanto dinero junto, empezó a turbarme doble desasosiego: el ansia febril de gozar las primicias de la posesión y el temor de la pérdida. Ante todas las tiendas me paraba: se me iban los ojos tras de cuantos objetos veía expuestos, no porque los necesitase, sino por el gustazo de adquirirlos. Al mismo tiempo, y cual si padeciese palpitaciones cardiacas, llevaba frecuentemente la mano al lado siniestro, pareciéndome que a cada minuto le saldrían alas al billete, con que volase sin parar hasta la veleta más alta de la torre de la catedral. Al cabo fueron creciendo mis tentaciones, y no pude menos de entrar en un establecimiento de ropas hechas, o por mejor decir, vergonzante sastrería, donde compré el gabán más majo y el más currutaco pantalón posible; unido lo cual a una corbata de rabiosos colores y a un sombrero recién salido del horno según estaba de flamante, me hallé con el billete cambiado, cuarenta pesos menos, y el más gentil equipo del mundo, a mi parecer. Añadí a mis compras guantes y un chabacano junquillo que remataba en la cabeza de un galgo de metal, y en tal atavío comencé a pasearme ufano por aquellas calles de Dios.

Nunca mico puesto en balcón, borrego de rifa o toro con moña de raso y plata obtuvieron ovación tan ruidosa y espontánea cual la que logré yo entre mis compañeros de estudiantería. Quién me paraba en la calle, haciéndome dar más vueltas que un molino para admirarme mejor de pies a cabeza; quién palpaba el paño de mi gabán, para cerciorarse de su bondad, y mi persona, para persuadirse de que era el de siempre, y no contrahecha y fantástica figura; quién me felicitaba irónico, y quién me tragaba con ojazos de envidia. Disfrutado el lucimiento de la calle, aspiré al del hogar; volví a casa, y entré taconeando y llamando a gritos a la criada para que me sirviese la comida luego. Salió ella, y quedose absorta ante mi nuevo avío; apareció después doña Verónica, y cruzando sus manos flacas, que se trasparentaban por la negra rejilla de unos tradicionales mitones, exclamó:

—¡Ay, Jesús... madre mía..., ay, qué diferente viene! ¡Qué ropa tan elegante y tan preciosa! ¿Quién lo conocería así? Si parece el señorito don Víctor fuera el alm... digo, si la cara fuese igual... ¡Sombrero de copa alta... guantes y todo! Pero, ¿y cómo le dio esta manía de ponerse tan lechuguino? ¿Hay dinerito nuevo?

—¡La comida! —contesté yo con dignidad.

—¡Ay qué bastoncito! Deje, deje ver —replicó la curiosísima patrona—. ¡Qué monada!

—¡La comida! —repetí perentoriamente—. Y que vaya Dominga al café de Mariano, y que traiga ponche y una botella de Jerez del mejor... y a don Nemesio que le suplico me haga el favor de venir a comer conmigo.

—Bien, sí, señor, se hará todo... Solamente que don Nemesio come hoy con el señorito don Víctor; ya se sentaron a la mesa... y el café de Mariano, como está tan lejos, no sé si Dominga podrá ir, porque tiene que hacer el servicio... Pero usted va allá después de comer, ¿verdad?, y toma allí el café a su gusto. Diga, diga, ¿le cayó la lotería? ¡Qué risa, señorito Pascual! ¡Qué guapo viene! ¡Cuántas conquistas por esas calles!

En vista de que era imposible lucirme con don Nemesio, como deseaba, resigneme a comer solo con gabán, mas aún no trasegara la segunda cucharada de sopa del plato al estómago, cuando abriéndose la puerta vi aparecer en ella la lastimosa y derrotada figura de Cipriano, que se vino derecho a mí, y apretándome, como el día de los Agros, hasta sofocarme, exclamó dando voces:

—¡Oh, Creso! ¡Oh, Mecenas magnífico! ¡Oh, capitalista sin segundo! A ti me acojo, de ti me amparo, por ti me salvo; perdona mis dudas, mis desconfianzas, mis suspicacias y chanzonetas. Sé tu lucimiento, conozco tus esplendores, no ignoro tus grandezas, tu gabán toco, tus pantalones veo, tu sombrero me deslumbra y me anonadan tus guantes.

—Y mi sopa te hechiza —contesté yo sin poder dejar de reírme al verle asir una cuchara y mudar el sustancioso alimento de la sopera a la boca con gentil desembarazo.

—¡Oh, Anfitrión espléndido! —replicó el estudiante con la boca llena y sin cesar de embaular. Ya sé yo que no pararán aquí tus beneficios. Ya estoy viendo caer sobre mí una lluvia de oro, derramada por un Júpiter más desinteresado y menos bellaco que el de marras. Ea, vengan esos cuantos miles de reales.

—Confórmate con la sopa —repuse yo—. Por hoy no puedo ofrecerte don más opulento. Atrácate de fideos, y date por servido.

—Bromas que prueban tu festivo ingenio. Eres agudo y discreto, como Quevedo de feliz memoria. Pero mi bolsillo arde en impaciencia: y por ende...

Diciendo esto hacía ademán de registrarme y tentaba sutilmente todo lugar en que pudiera guardarse dinero. En el bolsillo del chaleco tenía yo el mermado cambio del billete: los dedos insinuantes y resbaladizos de Cipriano se enhebraban ya por entre la solapa del gabán, buscando el escondrijo, cuando me pareció oportuno enderezarme y desviarle con enérgico movimiento.

—Manos quedas —grité—. ¿No basta decir que no tengo?

—¡Mentira! —respondió sin perífrasis Cipriano— Acabo de notar y percibir el dulce bulto... el áureo sonido...

—Vete noramala, y con mil de a caballo. Tengo dinero; pero no me es posible desprenderme de él. Lo necesito.

—Me lo ofreciste.

—Valiente perdis estás tú. ¿No te acuerdas ya de Inocencio?

—¿De... Inocencio?

—Sí, de Inocencio. ¿No me has dicho que estaba a dos dedos de ahorcarse por falta de unas pesetas? Pues hijo, antes que tú es él.

—¿Yo te dije eso? Vive Dios, que ya no hacía memoria. Me parece que te engañas, y acaso yo también exageré en más de la mitad. Pero, ¡observa mi estado! Nadie como yo ha menester tus larguezas...

En vez de discutir con tan fastidioso y terco tábano, resolvime a no comer, y tomando el sombrero, eché a andar camino de la calle. Siguiome el estudiante menudeando lamentaciones y ruegos: mas como yo fuese acercándome ya a la casa en que Inocencio vivía, noté que al revolver de una esquina desapareció Cipriano de súbito. Entonces, confieso que me asaltaron tentaciones de no seguir adelante con la proyectada obra de caridad, que al fin y al cabo iba a consumir lo más granado de mis haberes.

Repito que sin tenerme por enteramente malo, estoy persuadido de que nunca fui ni seré heroico y sublime. Mis cualidades, como mis defectos, pertenecen, a una esfera vulgar y mediana. No me desagrada favorecer a los necesitados, siempre que para ello no sea preciso imponerme privaciones y sacrificios. No miento sin objeto: pero mentiría con fruición por librarme del cadalso o del martirio. A despecho de esta condición mía, en aquel momento hubo de vencer el buen propósito, ya porque a mi indolencia moral repugnase la idea de tener que acusarme del suicidio de Inocencio, ya porque hurgase en mi conciencia cierto remordimiento íntimo de las muchas truhanerías, de las pesadas bromas y trampas ligeras hechas tantas veces al pobretón estudiante. Además, yo reconozco en mí un gran prurito de ostentación y vanidad: gústame en extremo presentarme como persona de importancia, y así fue que la idea de desempeñar el papel de Providencia, de aparecer repartiendo oro y salvando la situación, me sonreía en extremo. Continué, pues, decidido a hacer la dicha del malaventurado jugador.

Causome una especie de desengaño el no encontrar a Inocencio descabezando menudamente las cerillas de una caja, ni untando de sebo un lazo corredizo, ni aguzando y acicalando bien un fiero puñal. Hallele abatido sí, pero sin arrebatos y muy resuelto a venderse por sustituto en las próximas quintas, a fin de resarcir a sus padres el perjuicio ocasionado: propósito en verdad muy conforme con el fondo de tosca y cerril honradez de su alma. Volvile ésta al cuerpo con el anuncio del inesperado socorro que le traía. Vile, depuesta su bronca reserva y huraño carácter, arrojarse a mis pies, abrazar mis rodillas y llorar y babear como un chiquillo. Me juró mil veces no volver a tocar a un naipe en los días de su vida, recordando siempre el fatal momento en que Cipriano le desplumó sin misericordia. Cipriano, en efecto, había sido el autor de la fechoría, y quiso sin duda aplacar a su manera los escrúpulos de la conciencia, reparando su fullera estafa a cuenta de mi bolsillo.

XI

Recogime a mi albergue tan molido y quebrantado a puras emociones, que apenas podía tenerme en pie. Caía la tarde, y una parda y penetrante neblina, comunísima en aquel clima húmedo, se tendía lentamente por las calles. Al penetrar en el portal fementido y negruzco de doña Verónica, tropecé con un bulto humano que soltó una imprecación; estaba el sitio como boca de lobo, pero encendí un fósforo apresuradamente, y pude divisar, a su luz parpadeante y dudosa, a un ganapán con blusa azul de cotonía y gorra de pelo, que en sus fornidos brazos sostenía una sombrerera, un estuche de viaje de cuero de Rusia, y un saco de mano: detrás bajaba la escalera, dando taconazos y tumbos, otro tagarote, cargado con un baúl mundo razonable, cuyos dorados clavos relucían sobre las tiras de charol negro que fileteaban sus costados. Dejé pasar a los dos mozos de cuerda, y subí deprisa hasta mi cuartuco.

No bien encendida a tientas la palmatoria, vi sobre su platillo de latón una carta cerrada con oblea, cuya forma conocí presto, abriéndola con ansia. Era de Pastora. Con los sucesos de la mañana, casi había yo echado en olvido que aquel día terminaba el plazo impuesto por el señorito de la Formoseda para la decisión final de la sobrina del canónigo. Recordándolo, leí afanoso la misiva, sin discurrir al pronto cómo podía haber llegado a mi habitación para que yo la encontrase. He aquí su contenido, previas las devotas iniciales de costumbre:


«Mi muy estimado Pascual:

Hoy ha sido para mí día de grandes trabajos: vaya todo por Dios; aún no sé cómo tengo cabeza para escribirte ahora. Sabrás que mi tío me llamó a las doce, y con una cara y una voz que ponían respeto, me dijo que era preciso que resolviese una contestación definitiva para D. Víctor, porque bien se me alcanzaba que no era ya formalidad ni conducta estarlo entreteniendo. Me expuso las ventajas de la boda, me habló de las costumbres de D. Víctor, de sus buenas ideas, de su familia, de sus intereses... Yo tenía mucho miedo al principio; después fui serenándome, y hablé claro, sin rodeos, como si estuviese en el confesonario.

Declaré que me era imposible gustar de D. Víctor, que repugnaba el enlace, y que mal camino era para cumplir los deberes de mi estado entrar en él con violencia y fuerza notorias. No sé dónde pude rebuscar el valor necesario para responder así al tío: temblaban todos mis miembros, pero creo que la voz era firme. Contra lo que yo imaginaba no se airó el tío: antes me contestó, con gravedad y compostura, que llevaba razón, y que puesto que me conocía por prudente y cuerda y cristiana, vista mi decisión, no había más que tratar en ello.

Respiraba yo ya con holgura, cuando el tío, haciéndome sentar y discurriendo como en amistosa plática, me habló de ti. Empezó por informarse e inquirir que prendas singulares en ti se juntaban que así me hacían rehuir y desdeñar una tan ventajosa colocación y un tan honrado marido, por conservarme fiel amante tuya. Díjome que, dejada aparte tu pobreza, que no era imputable a ti, él tenía noticias verídicas y exactas de que ninguna cualidad digna de nota te distinguía del vulgo de los mortales. Que a despecho de ciertas voces que corrían, a él le constaba de buena tinta que eras en el estudio desaplicado, y no muy agudo; en religión indiferente y perezoso; en tu conducta ni malo ni bueno; y por último, en todo inferior a la alta estimación que yo te concedía. Pascual, Pascual, nunca me vi en mayor aprieto. No sabía qué responder, ni por dónde salir. Una voz me excitaba impeliéndome a defenderte, y otra me imponía silencio, arguyéndome que el tío estaba muy en lo cierto. Alegué, sin embargo, las palabras y promesas que han mediado entre tú y yo, y replicome el tío que se maravillaba de cómo una doncella de mi reflexión y juicio podía tratar asunto tan importante al alma y al cuerpo, cual es el del matrimonio, sin guiarse mas que por loca afición y vano enamoramiento, que no mira en dónde se emplea.

Sobrina, añadió, en eso se distinguen la laboriosa abeja y la mariposa casquivana: en que aquélla no se posa sino en el cáliz donde sabe que hay buena miel, y ésta revolotea y se para sobre cualquier flor inútil. —Y aún prosiguió el tío largo rato exponiéndome los peligros de esas uniones, hechas con liviandad y ceguera, sin que haya acuerdo en los pensamientos, ni concierto en las almas, y que, pasado el hervor primero, y resfriado el corazón ya, rematan en desastres y rencillas y desconformidad y guerra. Oíale yo con la cabeza baja, y sin topar, así Dios me prospere, argumento que oponer a sus argumentos. Porque mientras iba el tío estrechándome y encerrándome en la exactitud de sus razones, parecía como si se rasgase un velo y quedasen patentes para mí una multitud de cavilosas dudas con que he batallado mil veces y que me han hecho salir, aunque tan moza, un par de canas que puedo enseñarte. Es el caso que, si bien soy ignorante y ruda y no sé más que lo que oí al vuelo en algún sermón, bien se me alcanza que el destino de los humanos es aspirar a la suma mayor de perfección en esta vida y en la otra, para lo cual debemos cogernos y asirnos muy estrechamente a las cosas más perfectas, que nos comuniquen algo de su esencia. Y así yo, Pascual, que me encontraba ya unida y enlazada con la perfección del estado monástico, erré quizás poniendo el amor que debía al Divino Esposo en un hombre mortal. Pero como quiera que a Dios no le vemos sino con los ojos del alma, y para esto se ha menester tenerlos muy claros y perspicaces, y al hombre, que es imagen y semejanza de Dios le notamos muy bien con los corporales ojos, no es de extrañar que a veces dejemos la perfección altísima e invisible de Dios por lo perfecto visible que en su imagen encontramos. Mas para disculpar y explicar este sendero que toma el alma, y esta manera de infidelidad que hace a Jesucristo, es fuerza que se reconozca en el objeto que la aparta de tanta hermosura, algún atractivo o belleza especial que dé color y haga comprender en cierto modo mi mudanza. Y por este razonamiento, Pascual, pensaba yo cuando iba hablando el tío con cuán poca tentación fui rendida y con qué chica causa me moví a romper la fe ya casi prometida a Dios. No quiero ofenderte, pero la verdad es que desde que te conozco no te he visto seguir más regla que tu gusto, ni aspirar más que a la satisfacción de tus mundanos apetitos. En fin, no estás tú enteramente cortado por el patrón de aquellos hombres que parece que justifican en lo posible la determinación de dejar por ellos un estado que envidian los ángeles. Mientras estas especies se me presentaban confusas y en tropel, acabó el tío su perorata, proponiéndome un arbitrio que conformaba también con mis propios deseos, que lo acepté en seguida. D. Nemesio te informará de él, y entre tanto, deseando que apruebes y estimes mi resolución, se despide de ti. Pastora».
 

—¡De dónde diantre sacará esta muchacha tanta sutileza, tales raciocinios y tanto tiquis miquis! —exclamé, olvidándome en mi enojo de que mil veces admirara yo la claridad de entendimiento de Pastora, llamándole en chanza doctora y bachillera—. ¡Y qué resolución será esa! ¡De fijo que se casa con el rico, y para disculparse ha puesto cuatro cosillas de argucias y teologías! ¡Don Nemesio! —grité golpeando la puertecilla de comunicación— ¡Don Nemesio! ¿Está usted ahí?, ¿puedo entrar?

Don Nemesio asomó a la puerta, y se coló en mi cuarto, no sin haber apagado antes la palmatoria que en el suyo ardía.

—Don Pascual —me dijo con despaciosa pronunciación—, ya me presumo lo que va usted a preguntarme; pero antes tengo que aclarar un punto. Yo he traído a usted esa carta de Pastora; mas es inútil añadir que lo hice conociendo su contenido, acerca del cual, como buena y sumisa hija de confesión, se asesoró Pastora conmigo.

—Bien, señor don Nemesio; pero ¿qué resolución ha tomado Pastora?, ¿se casa con don Víctor?

—Pasan en el mundo cosas que le dejan a uno con tamaña boca abierta. No hay inteligencia que alcance a vaticinar ciertos sucesos.

—Pero... ¿Se casa con él?

—¡Quiá, amigo mío! Un no más redondo que una naranja.

—¡Vaya! Poco pesquis hacia falta para profetizar eso, señor don Nemesio.

—No, pues usted pasó sus miedos y sus recelillos correspondientes.

—¡Bah!, ya sabía yo que mi Pastora...

—De cien niñas habrá una que desdeñe así un partido como don Víctor; pero dejémoslo. Don Víctor se marcha; no sabe usted cuánto lo siento. Va a la corte a distraerse de este mal rato. ¡Un joven tan apreciable! La casa se queda vacía.

—¿De suerte que el equipaje que topé en la escalera...?

—Era el suyo. En menos que canta un gallo se preparó todo. Es muy vivo don Víctor en ciertas ocasiones. Aun le ayudé yo a doblar la levita y a guardar las camisas planchadas... Y hoy era día de despedidas. La de Pastora me enterneció casi, a fe de Nemesio.

—¿La de Pastora? Pues, ¿se ha marchado?

—¿Sí que no lo sabrá usted?, ¿no lo anuncia la carta?

—No, señor, no lo explica.

—Pensé que lo añadiese en postdata. Pues, amigo, Pastora ha resuelto entrarse, por algún tiempo, siquiera, en el convento de...

Y aquí me citó uno de los más conocidos de Santiago, que no nombro yo por razones que el lector comprenderá más adelante fácilmente.

—¡A un convento! —repetí atontado sin darme cuenta de lo que decía— ¡Va a ser monja!

—No, señor; monja no, por ahora al menos. Lo que quieren don Vicente y ella es que no siga en el mundo y en la respetable casa de su tío, mientras esos amoríos fútiles no paren en matrimonio, o mientras no se persuada Pastora de cuál es su vocación verdadera y firme; que aun sobre ésta y otras materias anda sumida en dudas graves. No sabe usted cuánto me huelgo de que la pobrecilla esté en puerto seguro, y de que las rejas del convento se hayan cerrado sobre su doncellez, porque si usted presenciara hoy la escena que entre ella y su madre medió, le tendría usted lástima. Cuando la furia (¡Dios me perdone!) de misia Fermina se convenció de que ya era fallida toda esperanza de opulento yerno, se encerró con Pastora, y después de cubrirla de denuestos e injurias de plazuela, la asió de las trenzas, queriendo arrastrarla por el cuarto; y qué sé yo cómo lo pasaría la infeliz cordera, si don Vicente, recordando sus buenos tiempos de la guerra civil, en que era un mozo (según dicen) como un trinquete, no echara abajo la puerta de una puñada formidable y no arrancara a Pastora de aquellas felinas uñas. Todo el día se lo pasó el bueno del tío haciendo centinela en el umbral de la habitación en que puso a su sobrina, para que llorase y escribiese a sus anchas.

—La pobre nada me dice de esos malos tratamientos —murmuré yo casi compungido—. ¡Lástima que hoy no se use el emplumar!

—Pues no le dejó don Vicente a esa monfí que se arrimase a su hija hasta el momento de la despedida, en que Pastora, como es tan buena cristiana, fue a besarle humildemente la mano.

—¡Voto a sanes! ¡Qué mordisco!

—Don Vicente hizo a Pastora que se echase el velo a la cara, se embozó él en el manteo y se la llevó. Ahí tiene usted el final de la tragedia. ¡Gracias a Dios!, al menos en su celda estará sosegada. Y usted debe considerar que este arbitrio ha sido el más prudente, sabio y cauto que pudo adoptarse. El alma de ambos gana mucho con él. El diablo no duerme y hurga el corazón y teje los sucesos de modo que a veces, con los propósitos más rectos, se para en lo peor. No lo digo por Pastora, que bien conocida la tengo, y sé que su alma es un cristal y un espejo; eso sí.

—Entonces, por mí lo dirá usted.

—No, no; usted es un mancebo muy de bien... Pero mozos, y enamorados, y dueños de verse... De todos modos, le viene a usted de perlas carecer de la distracción que le proporcionaba la presencia de Pastora, porque así podrá usted estudiar y procurarse un porvenir para merecerla.

Oía yo a don Nemesio, y como suspenso y absorto daba golpecitos en mi rodilla con la mano. Al rozar en el pantalón, hube de sentir un objeto duro. Eran los famosos diamantes del experimento, envueltos en el propio papel en que me los entregara Onarro. Pegué un brinco al súbito recuerdo que aquel objeto despertaba y que casi se borrara ya de mi mente con tantas impresiones varias y nuevas.

—¡Señor don Nemesio —exclamé—, pero si me olvidaba de lo mejor! ¡Majadero de mí, si mi porvenir está hecho ya, y es magnífico, soberbio, incomparable!

Don Nemesio me miró de hito en hito, a ver si estaba serio. Alarmole mi cara.

—¡Sí, soy rico —proseguí—; rico y poderoso, sin necesidad de quebrarme los cascos y mancharme los dedos en la clínica! Y no digo más; pero, por mi santiguada, que el que viva verá buenas cosas. ¡Sí, don Nemesio honrado, nos casaremos, nos casará usted, y tendrá un buen regalo, y dirá la misa con cáliz de oro, y cuanto lujo pudiera desplegar don Víctor en su boda, no llegará a la suela del zapato del que ostentaré yo! —Y en la expansión de mi júbilo, eché los brazos al cuello del buen clérigo, que se desasió blandamente, y entrando a la carrera en su dormitorio, volvió en seguida con la tetera y correspondientes chismes.

—Si no estoy enfermo ni lunático —grité—. La tetera no hace falta.

—Bueno será, sin embargo, que tome usted una tacita —repuso don Nemesio, que diciendo y haciendo encendió la estufilla.

Dejele yo con su inocente faena, y tomando papel y pluma emborroné una misiva para Pastora:


«Paloma mía —púsele con febril pulso y mal trazada letra—, fuera de sazón me parece que vienen ahora esos repulgos y esas cavilaciones en que te engolfas. Has despachado al monigote de D. Víctor: has hecho muy bien; pero no sueñes con rejas, ni con tocas, porque, óyeme, que de esta vez va de veras; soy rico, opulento, apaleo el oro, nado en riquezas, no sé cómo te lo exprese, repita e inculque para que lo entiendas; hoy mismo salgo a un viaje de algunos días, y a mi vuelta traigo conmigo los tesoros de las Indias, la plata de todo Méjico; con que, chiquilla, déjate de discurrir, van a realizarse mis proyectos, fantasías y castillos en el aire, que te hacían reír tanto; llegaré y verasme poner a tus pies un montón de onzas, que mal año y mala pascua me dé Dios si no sube tan alto como el campanario de tu convento.

Adiós, princesa; no pienses en monjío, criatura; podemos ser más felices que reyes. El matrimonio es un estado santo; pregúntaselo a D. Nemesio, que no me dejará mentir. Hasta la vuelta; te escribirá desde todas partes tu

Pascual».
 

A un mismo tiempo tendía yo a don Nemesio esta carta, y alargábame él a mí la tacilla llena de la aromática bebida, y despidiendo suave vaho. Mientras yo bebía por compromiso el té, él concienzudamente se daba a leer mi epístola. Al terminarla, dejola caer con desaliento en el regazo femenil que le formaban los pliegues de la sotana, y apoyando el codo en la mesilla, murmuró:

—Señor don Pascual, no tengo inconveniente en dar a Pastora esta carta; pero quisiera que usted se fijase bien en lo que en ella se contiene. Habla usted de riquezas, de millones, de apalear oro... y, vamos, yo creo que los malos ratos de estos días pueden haberle afectado... no, no lo eche a mala parte; pero en fin... ahí hay cosas, que en Dios y en mi ánima...

—Todo es verdad —afirmé muy grave, chupando los terrones de azúcar que, ensopados y a medio desleír, quedaban en el fondo de la taza.

—Podrá ser, pero no lo parece.

—Yo se lo aseguro a usted...

—Es tan inaudito el caso...

—Pero no imposible.

—¡Su alma en su palma! Si Pastora me pide consejo, yo, como padre espiritual, debo dárselo sano; y no se enfade, Pascualito; tengo para mí que en durmiendo hoy, y tomando caldo de sustancias y té, escribirá con más cordura y razón. Estudie, trabaje; Pastora le quiere bien...

Sin decir palabra, y con diligencia admirable tras de haber mirado la hora que era, inclineme y arrastré de debajo de la cama la maleta de cuero negro y bruñido a fuerza de uso, y sin cuidarme de sacudir la costra de polvo inveterado que la cubría, comencé a embutirla y rellenarla sin orden ni concierto con las tres o cuatro maltratadas camisas, los pañuelos, las botas de repuesto, las navajas de afeitar y demás prendas y trastos de mi mezquino guardarropa y ajuar espartano. Allí caían y se mezclaban heterogéneos objetos, con la propia confusión con que se barajaban en el seno del caos los elementos primarios de los mundos.

—¿Qué hace? —preguntome don Nemesio, que no cesaba de observar con azorados ojos mis idas y venidas y mi apresurada maniobra.

—Ya lo ve usted; el hato —contesté envolviendo en una chalina vieja unas cuantas cajetillas de papel y sepultándolas en las entrañas del maletín.

—¿Pero se marcha usted?

—Sí, señor, ahora mismo.

—¡Pascual!... ¡Pascual! Dios quiera... vamos, yo me entiendo. ¿Y a dónde bueno? ¿Se puede saber?

—A Madrid.

—¡Jesús!

—Por la diligencia portuguesa, que sale ahora a las diez y media de la noche.

—¡Señor!... ¡Señor! ¡Peste hay de marchar! ¡Se va todo bicho viviente! Y esta fuga, ¿es para volver con los millones?

—Cabalito.

—Hijo —me insinuó don Nemesio, incorporándose y llegándose a mí, con muestras y señales de enternecimiento y pujos de paternal afecto—, hijo, piénselo: barrunto que camina usted en alas de un desatinado afán y hacia una empresa huera y loca. Estos misterios, esta precipitación, esos montes y morenas que usted se promete... desde mil leguas trascienden a mirage y engañosa quimera de la fantasía. No quiere usted revelar cuál sea el fundamento de sus esperanzas, ¡malum signum! Créame, deshaga el equipaje, y ahora cenaremos juntos en paz y en gracia de Dios.

—Convido a usted —dije con fachenda— a comer en mi compañía el día de mi vuelta, y le prometo que habrá pechuguitas de faisán y vino del de a cinco pesos botella. ¡Ánimo, señor don Nemesio! Usted verá quién es Pascual López.

Mostró don Nemesio en la expresión del semblante hallarse un tanto impresionado y movido por mi terquedad y afirmaciones rotundas. Explicábame yo con tan gentil y seguro y alegre ademán, que era irresistiblemente contagioso mi optimismo. De repente, en el momento de doblar con delicado esmero mi flamante gabán, estirando las mangas para evitar las arrugas, cruzó por mi mente un pensamiento, un recuerdo que me dejó helado y de una pieza. Introduje los dedos pulgar e índice en el bolsillo del chaleco, y extraje un doblón de a cinco, un peso isabelino y alguna calderilla. Era cuanto restaba del billete de cuatro mil.

Pareme abrumado, sin movimiento ni voz, caída la cabeza y colgantes los brazos y trasudando de congoja. Don Nemesio me contemplaba, esperando sin duda a ver en qué quedaría aquello. Mas de improviso me fui derecho a él y retrocedió. Le así violentamente de la mano. Se hizo una pelota, y se metió en un rincón. Medio a la fuerza le arranqué de allí.

—Señor don Nemesio de mi vida —grité con descompasado tono—, usted es bueno, usted es un santo, usted me salvará. Présteme usted sólo media onza: con ella espero llegar a Madrid. Me basta.

Mirome don Nemesio atónito, y soltando al cabo la risa.

—¡Buen principio de semana —exclamó—, cuando ahorcan el lunes! ¡Con que es usted el futuro millonario, el que apalea el oro, el que nada en riquezas! ¡Bien comenzamos, hombre!

—Yo le juro a usted que se la volveré doblada y sahumada. Antes de ocho días, le enviaré si gusta ochocientos duros. Pero no me deje usted morir ahora de pena. Vengan por el cielo esos 160 reales.

—Pascual, media onza supone mucho para este humilde capellán, que no quiere en su vejez vivir a expensas de nadie, aunque tiene excelentes amigos que se regocijarían...

—¡Señor don Nemesio! ¡Será un favor que no olvidaré jamás! Esa media oncita, mire usted, me saca del pantano. Con lo que tengo no me alcanza para el billete.

Se nubló el rostro del excelente hombre. Vi claro que le afligía de un modo igual negarme el servicio o perder sus ocho duros. Entonces me ocurrió un expediente. Cogí en mis brazos el gabán, como se coge a un niño chiquito, y lo deposité en manos de don Nemesio.

—Me ha costado veintiséis pesos hoy —dije— y siempre producirá diez. Autorizo a usted para que lo venda.

—No, Dios mío, no lo decía yo por tanto —murmuró don Nemesio algo colorado y confuso— Nemesio Angulo experimenta placer singular en servir a sus amigos sin interés ni cálculo. Sólo que ya ve usted, yo no soy un potentado; ni ahora ni nunca lo fui; la misita me mantiene, y procuro vivir con sobriedad. Pero al cabo le aprecio. Voy por la media onza. Le suplico, eso sí, que cuanto antes pueda... porque mis economías son tan escasas...

—No, no la admito, si usted no recibe el gabán.

—Bien, bien, lo cepillaré y cuidaré en ausencia de usted... Le pondré alcanfor para que no se apolille.

Salió don Nemesio, y volvió trayéndome, envuelta en mil papelitos, media reluciente pelucona. Breves fueron mis aprestos de viaje. En la administración de diligencias vi, lo primero de todo, a don Víctor de la Formoseda, muy embutido en su gabán y resguardado el rostro de la fría temperatura con un pasamontaña de pieles. No pude juzgar de la expresión más o menos mohína de su rostro, porque sólo la nariz asomaba entre aquel atavío semieslavo. A un tiempo mismo saltó él y se recostó en la berlina, y me encaramé yo al cupé trabajosamente. ¡Jugarretas de la suerte caprichosa! Íbase él calabaceado y a malgastar dinero, yo preferido y a granjearme un caudal; y como para irritar mis ansias, todo el camino le vi bajarse en las estaciones, y comer y almorzar opíparamente, mientras yo engañaba el apetito con el pan y el queso que envueltos y atados en una servilleta me entregara al partir doña Verónica; y en tanto que a mí me servían de incómodo asiento los duros bancos de los coches de tercera, tendíase él muellemente en los cojines de un departamento de primera, dormitando al amor de los caloríferos.

* * *

Yo pude vender mis diamantes en Oporto, ciudad donde es activísimo el tráfico de joyería, y donde una larga calle está formada sólo por tiendas de orífices. El comercio con el Brasil daría color al negocio de la venta de unas piedras en bruto. Mas no me ocurrió tan sencillo expediente, y pasando sin detenerme por Oporto, no paré hasta Madrid.

Al sentar el pie en la coronada villa, donde a la sazón no existía quién se atreviese a usar corona que aun las inofensivas heráldicas había suprimido el Gobierno revolucionario, vime en más que mediano apuro, por habérseme concluido el dinero totalmente, y no poseer ni aun unos céntimos para parodiar el alarde de Camoens cuando entró en su patria. Halleme, pues, perdido por las calles de Madrid, en una bella y despejada mañana de invierno, sin blanca en el bolsillo. El sol, claro, picante y alegre, a despecho de la estación, rasgaba la ligera y vaporosa neblina matinal, cuyas gasas azules flotaban aún, encubriendo a medias la elegante perspectiva de los árboles de parques y paseos. Algún carruaje de lujo rodaba ya, cruzando desdeñoso al través de los pesados carros de vituallas y mudanzas. Por las puertas entreabiertas de las cocheras se veía a los criados de cuadra, en mangas de camisa, cepillando y bruzando el arrogante tronco media sangre, o bruñendo los lucios cascos del bayo trotón inglés. Los cafés solitarios convidaban, no obstante, a entrar, y en su dintel se recostaban los mozos, con blanquísimo delantal, bien peinados, tendiendo su hocico insolente y pulcro, como si de mí y de mi apetito se burlasen. Los escaparates comenzaban a recibir, en artística agrupación, su tentadora carga. Atraíanme las joyerías. Me detuve ante la de Ansorena, y contemplé largo rato, al través de los altos y diáfanos cristales, los estuches de raso cereza, de terciopelo azul, en que descansaban aderezos soberbios, sartas de iguales y gruesas perlas, un pájaro de rubíes y esmeraldas, con cola de airones de blanca pluma.

Estuve a punto de entrar allí y arrojar sobre el mostrador los diamantes del experimento: mas contúvome una idea: al lado de aquellas pedrerías talladas, engarzadas y resplandecientes, lo que yo llevaba en la faltriquera se me antojó más opaco y feo que los adoquines del empedrado: no me podía habituar al pensamiento de que mi tesoro fuese igual en calidad a los que ostentaba la vidriera de la joyería; y al imaginar que acaso mi esperanza estribaba en unos guijarros sin valor, me temblaron las rodillas, y sentí un desfallecimiento creciente. Al azar y sin objeto subí por una calle, que después supe ser la de la Montera; y cerca ya de la graciosa fuente de la Red de San Luis, cuyo pilón y platillos adornaban colgantes agujas y carámbanos de hielo, vi una platería humilde y estrecha en cuya delantera, entre algunos brincos de oro y algunos corales, había cucharillas de sobredorada plata, pilillas de cáscara argentina, y tal cual diamante montado en sortija o aretes. Penetré, ya resuelto a salir de angustiosas dudas. Inventé una historia, supuse un pariente muerto en el Brasil, y cuya herencia constituían aquellas piedrecitas. El platero dejó el periódico con que se solazaba, y calándose los lentes, examinó curioso el contenido de mi envoltorio. Sin pronunciar palabra pasó a la trastienda, volviendo al cabo de pocos instantes. Traía las piedras en una balanza, que dejó sobre el mostrador.

—Son diamantes en bruto —dijo.

—¿Verdaderos? —pregunté con ansia y aturdida indiscreción.

—Ya lo creo.

—¿Y valen?...

El platero tornó a mirarlos, a remirarlos; equilibró la balanza, los fue tomando después entre los dedos uno por uno.

—Son —repitió— verdaderos, y tan puros y limpios, que es pedrería de primera. Tendrán facetas ricas y numerosas. ¡Qué claros!

—Y... ¿Qué valdrán?, ¿qué valdrán? —reiteré trémulo de gozo y henchido de fe en la ciencia.

El traficante incrustó sus ojos en mi rostro, como para persuadirse de mi perfecta ignorancia e inexperiencia en materia de diamantes. Patente debió mostrarse mi incompetencia en el asunto, porque el hombre puso satisfecho gesto.

—Valen... valen bastante: no una suma fabulosa... pero... El tamaño no es grande, y en diamantes, el tamaño es lo que importa... Un tantico más de volumen hace subir el precio...

—En sustancia, ¿qué me da usted por ellos?

—Yo... es decir... ¿Usted los vende?

—Sí señor. Ahora mismo.

—Para mí no es negocio: hay que tallarlos, engastarlos, revenderlos... Pero si usted no es exigente... ¿Se contenta usted con media talega?

¡Diez mil reales para quien carece de un ochavo y siente los ásperos mordiscos del hambre! No obstante, aunque me urgía tanto cerrar el trato y recoger el dinero, con todo, despertándose mi suspicacia del Norte, barrunté que aquel hombre especulaba con mi falta de conocimientos y con mi carencia de medios, y decidido a no dejarme cazar sin defensa, regateé desesperadamente hasta obtener los dieciséis mil. Entregome la mitad incontinenti y firmó un pagaré del resto, a plazo de tres días.

No bien fui dueño de aquella cantidad, pensé en mantenerme y alojarme. Al saltar en la estación del ferrocarril, oyera yo a don Víctor de la Formoseda dar al cochero de un tres por ciento las señas de una fonda, señas que se quedaron impresas en mi memoria. Acudí a igual medio; ceceé al primer alquilón que vi parado, gritele la propia orden, y con gran sorpresa mía, no bien hubo rodado como cinco pasos, abrió el auriga la portezuela y dijo:

—Ya estamos.

Era allí, en efecto, en la misma calle: la maliciosa simplicidad del cochero le hizo guardarse bien de advertírmelo. Halleme, pues, como en Santiago, viviendo bajo el techo que cobijaba al señorito de la Formoseda, circunstancia que, como verá el lector, influyó harto en mi destino.

Es de advertir que el gallego, y aun no sé si todo provinciano que de improviso y por vez primera llega a la corte, experimenta una impresión de nostalgia y melancolía, una sensación de aislamiento penoso, que le mueve a procurar, por cuantos medios estén a su alcance, la sociedad y trato de los paisanos y compatricios que errantes andan por aquella liorna de Madrid. Dispersos los gallegos en espectáculos y calles, se buscan con no menor afán instintivo y mecánico del que muestran por reunirse los trozos de la cortada serpiente. El gallego de levita arroja entonces miradas de simpatía y ternura a los zafios aguadores que por las esquinas tropieza abrumados bajo el peso de los enseres de su humilde oficio. Si la Maritornes de su fonda es gallega, casi casi improvisa con ella un idilio. Los que en Galicia eran indiferentes, enemigos quizá, se saludan en Madrid con cordialidad y júbilo. Con fruición inefable se dirigen una frase en dialecto, y la celebran a carcajadas como si hubiera sido el donaire mayor del mundo. Comparan los alimentos, el paisaje, el trato, y concluyen por echar de menos, mientras saborean trufas, las filloas y la borona, o por maldecir del empedrado, que no tiene baches como el del pueblo natal. Puntualmente nos sucedió esto a mí y a don Víctor. Al encontrarme él en la mesa redonda, viéndome a la vez con buen equipo ya, cosa que procuré en seguida, echó a un lado su altanería, reserva y tiesura, y me tendió la mano con cuanta amabilidad cupo en su engomada persona.

Por mi parte correspondí a su cortés demostración, cediendo al doble deseo que me bullía en el cuerpo, de hablar con una persona de mi país, y, principalmente, de mostrar al orgulloso señorito que Pascual López no era ya un quidam, y que podía competir con él en lujo, boato y esplendidez. Mal conocería el carácter de los gallegos quien los supusiera consagrados a amontonar sórdidamente ochavo sobre ochavo, por el avaro goce de la posesión. Si el gallego es capaz de ahorrar sin descanso toda su vida, eslo también de quemar sus economías en cohetes por deslumbrar una semana a su parroquia. Eso sí, es de rigor que los espectadores y admiradores de su magnificencia sean aquellos mismos que le vieron partir descalzo y mísero a las Antillas o a la América del Sur. Cuando el pobre mancebo barre en la Habana la tienda, y esconde en la hucha un real más, sueña con el día memorable en que ante toda su parentela luzca el reloj y la cadena y la sortija adquiridos a costa de tantos sudores, y pague a peso de oro la propiedad del predio por cuyos linderos llevó en su infancia las mansas vacas a merodear unas briznas de yerba.

Yo, que sin mayor trabajo me hallaba con un capital regular presente, y opulentísimas promesas para el porvenir, así a dos manos la coyuntura de aturdir, sobrepujar y dejar atrás al acaudalado señorito, cuyos gastos y refinamientos tantas veces me quitaron el sueño en Santiago. En este torneo y certamen de necedad no me iba en zaga el bueno de don Víctor. Si juntos asistíamos al Teatro Real, y me adelantaba yo a tomar los asientos, a la salida Formoseda me obligaba a cenar en la Iberia, y pagaba el Champagne y los helados. Al día siguiente convidábale yo a un almuerzo en la Perla, y por la tarde traía él un carruaje de alquiler de lujo, en que arrellanados como archipámpanos girábamos alrededor del obelisco de la Castellana, sin conocer alma viviente en aquel remolino de landós, clarens, berlinas y milores, dando quizás a alguna hija de la civilización asunto de maliciosa risa con nuestro aire semiaburrido, semimportante.

Un incidente impensado vino a animar nuestra sosa cuanto espléndida vida.

Y fue que, como acertásemos una noche a entrar en un teatrillo de los de quinta clase, donde se representaba un comedión de magia primitiva, con muchas trampas y alambres, mucho ángel parlanchín y mucho diablo vestido de colorado, pareciome reconocer en uno de dichos diablos, a pesar del diabólico arreo, la propia figura y jeta del ganapán de Cipriano, aquel espejo y flor de los malos estudiantes; no pudiendo caberme ya duda en ello, cuando vi que el diablo, habiéndonos divisado en las primeras filas, nos hacía grandes señas, aspavientos y garatusas. Apenas cayó el telón y comenzó el entreacto, vino un acomodador a rogarme le siguiese entre bastidores; obedecíle, no sin llevar del brazo al inseparable don Víctor. Cipriano, ataviado con su traje infernal, me recibió colgándose de mi cuello, con demostraciones de extraño regocijo, y presentome a toda la gente de la carátula y la farándula, que nos hizo campechana y risueña acogida. Supe que el estudiante, siguiendo su aventurera vena y humor traviesísimo, se viniera de comparsa con los zarzueleros, en pos de la estela de su doña Leonor, que muy emperifollada, con disfraz de arcángel, alitas de cartón y bucles, por allí andaba dando vueltas. Desde aquel punto nos hallamos don Víctor y yo altamente relacionados: frecuentamos las bambalinas, y no nos faltó quien nos riese las gracias y quien nos aleccionase en conocer el mapa del Madrid que se divierte. Eso sí: las saneadas rentas de la Formoseda y mi caudal diamantesco se iban en volandas, derritiéndose como la sal en el agua.

Yo no sé por dónde acertaba Cipriano con tanta socaliña. A don Víctor lo embaucó quizá más fácilmente que a mí. Pude con tal ocasión convencerme de que bajo el aspecto rígido y el aire de juez recataba el pobre señorito de la Formoseda vivos afectos y pasiones, y persuadirme de que, fuese por ternura o por orgullo, Pastora era un dolor que aún le lastimaba el corazón y que trataba de espantar y curar con heroicas medicinas que, a ser yo mejor cristiano y hombre de propósitos más dignos, no le hubiera puesto cerca, como por descuido lo hice. Veíale yo con cierto escozorcillo de conciencia olvidar su antiguo método y conducta, y jamás acerté a intentar sacarlo de la zanja. Mi vanidad no me consentía retroceder ni aturdirme cual don Víctor; gastaba lo mismo o más que él, por no quedarme a la cola. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: un día registré mi cartera y hallela punto menos desalquilada que estaba cuando dejé a Santiago. Casi al terminar yo mi recuento me trajo el camarero en una bandeja dos cartas.

XII

Cuando recapacito despacio en los acontecimientos de mi vida, nada me hiere y sorprende como lo flaco de mi voluntad y lo mudable y tornadizo de mis resoluciones. Soy una especie de camaleón moral, que trueca color a cada minuto. Amé a Pastora, aborrecí a don Víctor de la Formoseda, y por la mayor y más necia de las debilidades, teniendo en mi poder el medio de acercarme al objeto amado, me quedé en compañía del objeto aborrecido. ¡Qué metal tan endeble el de mi alma! ¡Qué estofa tan rompediza la de mi querer! Dos meses había yo invertido en Madrid, dos meses y un capital; ¡y todo ello por el regalado gusto de mostrar a don Víctor que si él se compraba un bastón por la mañana, podía yo alquilar un caballo por la tarde!

Y es lo bueno que no miré frente a frente la situación hasta que, después de hallar escurrida mi bolsa, eché una ojeada a las dos cartas traídas por el camarero, y reconocí en el sobre de una, hecho de papel grueso y regado de arenillas, la letra chiquita y ceñida de Pastora.

Abrí y leí, después del encabezado de costumbre:


«Mi apreciado Pascual: Por si no te acuerdas ya de quién soy yo, te diré que soy aquella Pastora que conociste en casa del canónigo D. Vicente Prado. Es regular que hayas perdido la memoria completamente en dos meses que hace que no das noticias tuyas.

Puede ser que no obre bien, Pascual, en escribirte ahora, y que atente contra el sosiego de mi alma; pero no abrazaría con tranquilidad resolución alguna para el porvenir, sin enterarme de todos los antecedentes para juzgar con completo conocimiento de causa. Tú dejaste a Santiago el día que yo entré en el convento, escribiéndome una carta en que me prometías volver cuanto antes, y riquísimo y millonario. No pude disuadirte porque ya estabas en camino cuando yo la recibí, ni contestarte a Madrid porque ignoraba a la sazón tus señas; pero la Virgen sabe que lo que hoy te digo, quise decírtelo entonces. No sé qué riquezas son esas que vas a buscar, Pascual; has ocultado tus planes, y el principio de tu fortuna fue pedir a D. Nemesio media onza, que no le haría poca falta. Pero sea cualquiera el fundamento de tu esperanza, te aseguro que lo que mal empieza, bien no puede acabar. Cuéntanme que estás en Madrid, que, en efecto, se te ve desplegar lujo, que andas hecho un príncipe, que convidas, y todo ello me da malísima espina; y aun me la da peor el que ni dos letras me hayas puesto; porque, a ser honrado tu propósito y recto tu fin, ¿cómo dejarías de noticiárselo a Pastora?...

Te ruego por Dios, Pascual, que mires por dónde andas. De mí no te dé pena, que Él cuidará de consolarme. Afectos de D. Nemesio. Ya sabes te estima,

Pastora».
 

Tras de esta epístola, que claramente revelaba las tormentosas luchas de un corazón femenino, era admirable el laconismo de la otra. No encerraba más que estos renglones:


«Muy señor mío:

Necesito que se presente Vd. en esta su casa el jueves de la semana entrante, a la madrugada.

Su affmo. s. s.,

Félix O'Narr».
 

Esta carta segunda me traía como de la mano la contestación para la primera. Otra vuelta de manubrio, otro susto y otro caudal, que de esta vez sin remisión pondría a los gentiles pies de Pastora. Ánimo, y a ello. Calculé el tiempo, y vi que saliendo de Madrid aquella noche misma, podía llegar a Santiago el miércoles. Despedime de don Víctor, quien me dio una lección, confesándome triste y cariacontecido que había usado con exceso del crédito que le abriera su padre, que éste se quejaba ya, y que su intento era retirarse a la Formoseda, a recobrar la perdida salud, y a conseguir la indulgencia, facilísima en verdad, del buen viejo. Nos separamos los mejores amigos del mundo (cosa que ciertamente no hubiera yo creído posible un año antes). ¡Tan seguro es que los hombres toman por verdadera antipatía de ordinario, el amor propio no satisfecho, o la vanidad mal contenta! Algunas deudillas que en el último instante aparecieron, me forzaron a dejar en prenda cuantas galas, elegancias, y primores me había comprado, y emprendí el viaje con mi antiguo pergeño estudiantil. No me cuidé de dar un adiós a Cipriano, ni a sus ángeles y comparsas.

Mi primer pensamiento, tan pronto como llegué a Santiago, fue informarme de las horas de reja del convento de Pastora, e impensadamente la hice llamar al locutorio por conducto de la tornera, sin decir mi nombre. La reja a que Pastora salió se conocía por reja alta, y era una pieza bastante lóbrega, dada de cal, con una ventana larga y angosta que escatimaba la luz del día, y algún cuadro o estampa piadosa colgada por las desnudas paredes. En el fondo tenía la reja, que era doble, formando la más cercana al espectador barrotes de hierro no muy juntos, por entre los cuales podía caber la mano, y la más lejana menuda rejilla que apenas consentía ver entera una facción de la religiosa interlocutora. Al lado de la reja estaba un torno chiquito, donde se ponían los objetos que se quería hacer llegar a poder de las monjas, o que éstas mandaban fuera. Un banco de madera tosca, muy antiguo, era el único mueble del aposento.

Permanecí de pie, aguardando la aparición de Pastora, cuya presencia me reveló al cabo suave roce de faldas y pisadas leves, que sólo a ella podían corresponder. Sin duda sus ojos, habituados a la luz crepuscular de aquel sitio, eran más perspicaces que los míos; pues sin darme tiempo a que hablase, gritó:

—¡Pascual!

—Yo mismo —respondí hiriendo con ambas manos los barrotes fríos y negros— ¿Ya pensabas que no iba a volver nunca?

—Cualquiera lo imaginaría... Has vuelto de repente...

—Ea, pues ahora alégrate, que me tienes acá y nos casaremos. Se acabaron las penas.

Yo no podía ver bien el conjunto y la expresión del semblante de Pastora: sus formas se me aparecían vagas al través de la rejilla, que la cubría como un velo espeso. Sin embargo, se me figuró que sacudía melancólicamente la cabeza como en son de duda.

—¿A qué es tanto silencio? —exclamé yo, encajando el rostro por los barrotes— ¿Hemos perdido las amistades, Pastorcilla? Estás hecha una estatua. Yo te diré por qué no te he escrito; pero dígnese Vuestra Excelencia darme antes la bienvenida y ponerme carita de pascuas. Ya ves que emprendí el camino en cuanto recibí tu carta.

—Otras razones habrás tenido para volverte —contestó Pastora, cuya perspicacia me dejó un instante mudo. Al fin pronuncié:

—No te veo, quiero verte. Arrímate al torno.

La sentí que se aproximaba, y haciendo yo girar las aspas del torno, quedó éste de manera que entre una de ellas y la pared dejase un claro de dos dedos. Vi casi a mi lado el semblante de Pastora. Estaba descolorido y, al acercarme yo, tiñose con matices de grana.

—Vamos a hablar clarito, Pascual —murmuró ella, contrastando lo enérgico de la expresión con lo apagado de la voz, que de propósito bajaba.

—Di lo que gustes, paloma.

—¿Estás dispuesto a contestar a mis preguntas?

—Empieza —repliqué sin comprometerme.

—Voy a hacerte tres, seguidas, para que puedas reflexionar antes de contestarlas.

—Pregunte, padre, ¿en el primer mandamiento?... —dije como en chanza, llegándome cuanto pude al torno.

—Hablo seria. Mis preguntas son cortas y categóricas. ¿Tienes dinero? ¿Quién te lo ha dado? ¿Por qué medios lo ganaste?

Bajé los ojos perplejo y sin saber qué contestar.

—¿Lo ves? —recalcó ella— No puedes salir del paso.

—Pues bien —exclamé decidido, prefiriéndolo todo a la fiscalización de los ojos de Pastora, que como punzones se hincaban en mi rostro a través de la rendija— Dinero tuve; espero tener mucho más; en cuanto a revelar quien me lo proporciona, y cómo, es harina de otro costal. He jurado silencio.

—Pues voy a decírtelo yo, yo —replicó Pastora cuyas miradas ardían y cuya voz era trémula—. Ese dinero lo has granjeado por caminos oscuros; por sortilegios quizás; por reprobadas vías; no lo has obtenido a la faz del mundo, a la luz del sol; no es precio de tu trabajo, es salario de tu holgazanería y servilismo. ¡Pascual, Pascual!

—¿Quién la habrá informado... cómo adivinaría? —pensé yo, aturdido y confuso.

—¿Estás ahí rumiando lo que me oyes? —añadió Pastora, que parecía zahorí, según fitaba en mi conciencia— Pues nadie me ha contado de ti cosa alguna que yo creyese; dicen unos que eres un sabio, y que con libros que has escrito te enriqueciste; otros, que tú y un catedrático tenéis pacto con el diablo, y que allá, en el Pico Sacro, os descubrió un tesoro... pero, hijo, Pastora, aunque no es sino una infeliz, conserva cabales las tres potencias del alma. No, esos son embustes y patrañas; pero no es bueno lo que hay, cuando tú lo ocultas. Algún manejo tenebroso, alguna sociedad secreta de las que dice el tío que van contra la fe... en fin, yo no aseguro que sea esto, ni aquello, ni lo otro; pero, ¡nadie me lo saca de aquí! (y tocó con su dedito la frente) cosa como Dios manda, no la es, no la es.

—A fe de Pascual, Pastora, puedo asegurarte, y jurártelo si gustas, que no me he metido en ningún complot, ni en ninguna infamia. De veras que no.

—El misterio hace sospechosas las cosas más sencillas. Las acciones del bueno deben aparecer claras —afirmó la sobrina del canónigo, sin sospechar que repetía, en forma menos correcta, un célebre aforismo de antiguo filósofo.

—¿Yo qué quieres que le haga? El silencio era condición precisa en este caso —respondí apurado ya.

—Pues también es condición precisa, si me he de casar contigo, que sepa yo, y que sepa todo el orbe, de dónde viene la última corteza de pan que se ponga a la mesa. Si no, no pienses, Pascual, que deje yo estas rejas: aunque bien sabe Dios que te quiero. El Señor no me ha otorgado la gracia de olvidarte.

Al decir esto, desapareció de la reja el pedazo de cara que estaba yo viendo. Oí un ruido cual de ahogados sollozos. Pastora no era llorona, antes muy risueña de condición, y me impresionó aquel arrebato de pena.

—¡Pastora!, ¡chiquilla! ¡Pastora! —grité sacudiendo el torno.

—¡Chist!, ¿qué ocurre? —murmuró arrimándose de nuevo; y vi en efecto dos o tres lágrimas suaves y presurosas, que rodaban por sus sofocadas mejillas.

—Que no llores, mujer, por Dios; que no hay motivo alguno. Hoy es miércoles, ¿no es eso? Pues mañana a medio día, probablemente, podré descubrirte todo el secreto. ¿Te conformas? Anda, ríete y dime que sí.

Ella me miraba con empeño, como si quisiese escudriñar hasta dónde llegaba la sinceridad y entereza de mi resolución. Debió de parecerle de buen agüero mi rostro, pues al cabo se desanubló el suyo, y los ojos comenzaron a sonreírse antes aun que los labios; y ya íbamos a trocar, de fijo, algunas amorosas ternezas, cuando se oyeron los dobles de la campana del convento. Había transcurrido la hora de reja, y me ausenté, con promesa de volver al siguiente día.

Empleé aquella tarde en platicar con don Nemesio Angulo, que mostró bien su pundonor y delicadeza no aludiendo, ni de soslayo siquiera, a su desventurada media onza; verdad es que tampoco me hizo entrega del gabán, ni yo cuidé de reclamárselo. Acribillome a preguntas acerca de don Víctor, cuyas travesuras y desarreglos le maravillaron en un joven tan sensato y formal. Hablamos también de Pastora, y no me ocultó los combates que ésta sostenía entre su vocación, reanimada en el convento, y el cariño que me profesaba, no disminuido, antes acendrado, por la ausencia. Advirtiome, por supuesto, que estas confidencias no las hiciera Pastora al pie del confesonario, sino en familiar y no secreta conversación, que de otro modo no le sería lícito a él indicar ni un ápice a persona de este mundo. Sin presumir yo de muy experto en conocer el corazón femenino, parecíame que aquellas gentiles lágrimas que a mi vista corrieran inclinaban más que suficientemente el platillo de la balanza hacia el lado del matrimonio.

Poco dormí, y al amanecer acudí puntual a la cita de Onarro. La puerta estaba, como la otra vez, entornada, y la calle en tanta soledad y silencio, que no vi en toda ella alma viviente. El sabio me aguardaba en el descanso de la escalera; destellaban de tal suerte sus pupilas, que parecían dos discos de acero pulimentado. Me condujo desde luego al laboratorio.

—Me place —dijo— la puntualidad con que se ha presentado usted a mis órdenes. ¿Qué tal? ¿Ha vendido usted los diamantes?

—Señor don Félix —contesté—, es usted el mayor prodigio de ciencia que se ha visto en el universo, desde que hay estudios y libros y química. Es usted un hombre pasmoso, y le pido perdón humildemente por haber puesto en duda alguna vez el imperio que ejerce usted en la creación.

—Adelante, adelante. ¿Qué dijo el joyero de los diamantes?

—Que eran soberbios, magníficos, puros, que no los había encontrado en su vida más perfectos.

El rostro de Onarro se iluminó.

—Lo esperaba así —pronunció mirando a un punto del espacio, y como si yo no estuviese presente—. El rayo es un artífice consumado. Oiga usted, —añadió volviéndose hacia mí— No debo ocultarle que hoy el peligro es mayor y más inminente que en el anterior experimento. Hoy tenemos un 50 por 100 de probabilidades en contra. Es decir, que si la otra vez era verosímil que quedaríamos vivos, hoy es tan verosímil que salvemos, como que muramos en la empresa.

—¡Ay señor don Félix! ¿Y vamos a estar siempre así, con el alma en un hilo?

—No: tengo una idea que espero realizar, y que hará inofensiva para nosotros la descarga, en un tercer ensayo.

Ganas me dieron de exclamar «pues pasemos al tercer ensayo sin demora»; pero Onarro no era hombre que abriese paso a chanzonetas, y vi en la imponente gravedad de su exigua personilla que estaban más tendidos que nunca los resortes de su férrea voluntad.

—Debo asimismo —prosiguió Onarro— advertir a usted, por más que a mansalva me sería fácil callármelo, que de esta vez puede ocurrir que el peligro se desequilibre, que usted perezca y que yo quede sano.

Bajé la cabeza, y el sabio después de meditar un segundo, añadió:

—O que yo muera y se salve usted. En el primer caso, deseo me informe de cuáles sean sus voluntades con respecto al inmenso caudal que, vivo o difunto usted, es su propiedad legítima. ¿Tiene usted herederos forzosos?

—Tengo padres —contesté con debilitada voz, porque el giro del diálogo no era lo más a propósito para infundirme esfuerzo.

—Bien: sus padres de usted. ¿No se propone usted hacer algún legado especial, alguna manda?

Pensé instantáneamente en Pastora, en don Nemesio, en el mismo don Vicente; pero la serenidad infernal de aquel hombre de tal manera me conturbaba y robaba la necesaria resolución, que respondí medio tartamudeando:

—Señor don Félix, lo que yo me propongo, y pido, y solicito, es salir cuanto antes de este susto y trance amargo. Venía muy decidido cuando entré, y usted con esas advertencias me está poniendo carne de gallina. No quiero hacer disposiciones: contaba David su gente, y Dios echábale peste; no haga el diablo que, con tenerlo todo muy ajustado, calculado y arregladito, facilite yo el tránsito de este mundo a la eternidad. Nada, nada. Si vivo, ya sabré en qué emplear los caudales; si muero... allá usted.

Mirome el profesor sonriendo, mitad con lástima y mitad con ironía, y sosegadamente repuso:

—Puesto que usted no quiere dictarme sus voluntades, no llevará a mal que yo le indique las mías.

—Sea todo por Dios, señor don Félix —murmuré, cruzando resignadamente las manos.

—Si perezco en el experimento, ordeno a usted que tome esa caja (y me señaló una de tosca madera, que se hallaba en el ángulo del laboratorio) y que la dirija a donde dice el rótulo. ¿Ve usted? Está bien claro: a la Academia de Ciencias de París. Como observo que los viajes no le arredran a usted y que los hace con bastante facilidad y fortuna, me dispensaría un señalado servicio si en persona llevase esa caja al lugar que, clarísimamente indicado, reza el letrero. Recuerde usted su juramento: me ha ofrecido no apropiarse ni un átomo de mi gloria: esa caja contiene las pruebas de mi hallazgo, el fruto y la demostración de mis investigaciones; usted será mero depositario de tal tesoro. Prométalo usted de nuevo.

—Lo prometo —contesté—. Pero señor don Félix, Dios lo hará mejor: ¿no le parece a usted? Viviremos.

—He previsto —replicó el hombre implacable— la contingencia de que pudiésemos morir ambos, que también es verosímil. He escrito a mi ilustre amigo... pero eso a usted no le importa. Lo que a usted concierne es, si sobrevive, recoger la caja y conducirla a su destino, y aprovechar y disfrutar el diamante que produzca el experimento.

Oía yo las instrucciones de Onarro como se oyen entre sueños los rumores de la calle que nos traen una percepción de la vida exterior, y no son sin embargo suficientes para llamarnos plenamente a ella. Dícese que los soldados, aunque en la primer batalla se espanten por ventura del silbido de los proyectiles, en las sucesivas se van familiarizando con él de tal suerte, que ya no les causa ni leve contracción de nervios. Cuanto a mí afirmo que la segunda hazaña me infundía más pánico que la anterior. El recuerdo de la conmoción sufrida paralizaba ya mi sangre: amén de que la flema y precauciones de Onarro me impedían aturdirme y me forzaban a considerar bajo todas sus fases el peligro.

Así es que casi experimenté una sensación de alivio cuando el sabio, acercándose a la mesa y alzando el paño blanco que cubría, como siempre, la máquina, comenzó sus preparativos y arreglos previos. La forma de la máquina me pareció un poco modificada desde el primer ensayo. Figuróseme, no sé por qué, puesto que no me sería posible señalar en dónde residía la diferencia, que el terrible aparato era a la vez más sencillo y más poderoso. Onarro puso un gruesísimo trozo de carbón en la pila.

Empuñé el manubrio como si empuñase una daga cuyo filo hubiera sido impregnado de ponzoña sutil. No cerré de esta vez los ojos: antes una involuntaria tensión me obligó a tenerlos abiertos de par en par, como dos arcos de puente. Entre sudores mortales oí el decisivo Fiat. Giró el manubrio y resonó una espantosa detonación. Vi al profesor de pie, bañado en un rompimiento de luz sulfúrea; un globo azulado de fuego volteaba con suavidad acariciando su frente, y este globo, con rapidez inexplicable, salió después por la estrecha ventana. Esta visión fue del todo momentánea para mí; porque como mi mano, movida sin duda por la fiebre, siguiese haciendo andar el manubrio, sentí de pronto que cesaban los fenómenos vitales. No sé cuánto tiempo permanecí en tal situación, pero al cabo alenté, recobrando el sentimiento intelectual de lo que me estaba sucediendo; la razón y la memoria fueron lo primero que se despertó; los sentidos, y en especial el nervio óptico, se hallaban aún de tal manera embargados, que mi cuerpo se me antojaba hecho de pedacitos esparcidos por puntos diversos del espacio; mis piernas y mis brazos me parecían muy distantes del tronco.

Cuando logré ya hacerme un tanto dueño de mi personalidad, acerqueme a Onarro. Seguía inmóvil, derecho, con la mano en la pila. Al tocarle yo levemente cayó al suelo. Era cadáver.

El espanto me paralizó un punto ante aquel muerto que no tenía herida, ni sangre, ni señal de violencia alguna. En el platillo de la pila brillaba un diamante enorme, enorme. ¡Dónde quedaban el del rajá de Lahore, el Regente, la Montaña de Luz, cuyos tamaños me eran conocidos por las reproducciones que en Madrid se exponían al público! Aquel que ante mis fascinados ojos ostentaba su magnificencia, podía llamarse con justicia el rey de los diamantes del mundo. Tendí la mano temblorosa y cogí la piedra, como coge el ladrón el bien ajeno. En el instante advertí una ligera picazón en la garganta, y mis ojos se nublaron. Un tufo espeso y acre invadió el aposento. Distinguí un resplandor rojizo en el ángulo de la estancia. No cabía duda, estaba ardiendo la habitación; alguna chispa del rayo comunicara el incendio. En mi terror ciego e instintivo, no pensé más que en la fuga, y abandoné el laboratorio, y corrí como un loco atravesando los salones desiertos y el triste patio. Por supuesto que no me acordé, ni por sueños, de la caja que contenía las pruebas del descubrimiento de Onarro. Felizmente la calle se hallaba solitaria como a la venida, y nadie pudo observar la palidez de mi rostro, el extravío de mi mirada, el temblor de mis miembros, el desorden de mi ropa y todos los acusadores indicios que podían hacer recaer sobre mí sospechas terribles de asesino y de incendiario. Fuime a vagar por las áridas laderas del Monte Pedroso, y solo allí, cuando el silencio, el cielo gris y apacible, el airecillo fresco y picante me hubieron devuelto algo la calma, noté que el precioso diamante se hallaba fuertísimamente oprimido en el hueco de mi mano por las falanges de mis dedos.

* * *

Aquella tarde no se habló en Santiago más que del terrible suceso acaecido a la madrugada en la casa de Onarro. La población entera se iba como de romería a visitar el teatro del trágico acontecimiento. Decíase que el sabio, sin duda en alguno de sus peligrosos ensayos, había dejado prenderse fuego en su laboratorio, y que, impotente quizá para dominar el voraz elemento, pereciera entre las llamas.

Hallándose la vieja criada en sus devociones y compras, y cayendo el laboratorio no a la calle sino al patio, el incendio creció sin ser advertido, encontrando fácil presa en la vieja tablazón y vigas, hasta que el humo y las lenguas de fuego que por las ventanas comenzaron a salir, y el estrépito que produjo el techo del laboratorio al desplomarse, hubieron de despertar a la calle soñolienta y retirada de su honda quietud. Cundió la voz de alarma, inundose de gente el sitio, y comenzaron a ponerse en práctica los medios acostumbrados en siniestros tales. Algo se pudo atajar, a fuerza de auxilios, el incendio; pero la parte del edificio correspondiente al laboratorio había sido ya pasto de las llamas devoradoras. Entre los escombros se encontraron trozos de bronce fundidos, barras de acero ennegrecidas y retuertas, despojos de la maravillosa máquina; en cuanto al sabio, quedó de él un tronco carbonizado e informe.

No necesito añadir que las lenguas del vulgo tuvieron pábulo y campo en que explayarse, con tan trágica ocurrencia. Comentáronse a saciedad y fueron por largos meses comidilla de la multitud las causas del incendio del laboratorio. Sin saberlo anduvieron algunos de los habladores a dos dedos de la verdad, o tropezaron con la verdad misma, asegurando que el fuego del cielo era el que había abrasado aquel lugar, tenebrosa cueva donde sin duda se entregaba Onarro a sombrías prácticas y maleficios infernales. Con estar yo tan perfectamente impuesto en los pormenores y circunstancias del drama misterioso que traía excitada la curiosidad del vecindario, confieso que a veces no dejaba de asaltarme vaga aprensión, cavilando allá en mi alma si el desenlace aterrador de la empresa de Onarro no sería castigo de su osada soberbia y de su empeño satánico de arrebatar a la naturaleza los arcanos que celosa y vigilante recata de los ojos atrevidos del hombre.

La misma tarde de la agitada mañana, recobrados ya un tanto los espíritus, pero abrumado aún por las emociones magnas que sobre mí pasaron en tan breve tiempo, fui a la reja del convento, a la cual salió a recibirme Pastora. Después de los preámbulos y explicaciones indispensables, y de ser interrumpido mil veces por las exclamaciones y preguntas de la sobrina del canónigo, logré ponerla al corriente de todo lo que entre Onarro y yo mediara, sin omitir circunstancia ni detalle. Ya se sabía en el convento la tragedia ocurrida, y no fue pequeño el asombro de Pastora al comprender la parte que yo había tomado en el terrible lance que arrancara hacía un momento a las religiosas no pocas avemarías y padrenuestros a Santa Bárbara, abogada de la centella y del rayo. Para confirmar mi narración, saqué del bolsillo el diamante portentoso, y lo coloqué en el torno, que, girando se lo llevó a Pastora. ¡Nunca aquel humilde torno de convento, groseramente pintado de azul y hecho a sufrir el peso de alguna caja de mermelada o de alguna libra de chocolate, imaginó ser momentáneo depositario de una suma incalculable de millones!

Pastora tomó la piedra y la consideró largo rato; hecho lo cual, y dirigiéndose a mí,

—Pascual —me dijo—, por lo que veo, tu aturdimiento y el susto que te sobrecogió, aun dándote lugar para poner en salvo este tesoro, te vedaron cumplir la última voluntad del desdichado catedrático.

—¡Qué quieres! —respondí impresionado por la exactitud de la observación—; el cuarto ardía, sofocábame el humo, y atendí a salvar la vida.

—Y el diamante —contestó Pastora sin dejar de dar vueltas entre sus dedos a la soberbia piedra.

—Pero, ya ves, el diamante era mío; Onarro me lo había dado de antemano; vale una fortuna incomparable, que no se puede ni soñar; ¿querías que lo abandonase allí? Vaya que eres rara de veras. No faltaría otra cosa.

—¡Y ese pobre hombre, ese señor tan sabio, que ha realizado un milagro casi, y que por tu apocamiento y tu falta de corazón se queda oscurecido para siempre, vuelto puñado de despreciada ceniza, después de sufrir muerte tan horrible!

—Mujer...

—Mira, yo no entiendo de esas cosas, ni sé cómo pueden llevarse a cabo esos prodigios, y todo ello me confunde y me aturde; pero, Pascual, si yo hubiera inventado tal maravilla, me desesperaría y maldeciría del que me robase la reputación, merecida con tanta justicia.

—Pues cómo ha de ser: no tiene remedio; lo siento, pero conozco que don Félix está ya en el otro mundo y ¿qué servicio le podemos prestar? Le rezaremos, le haremos decir muchas misas, y le construiremos un nicho decente. Déjate por Dios de esos escrúpulos, Pastora, y considera que somos dueños de un tesoro en la actualidad; que vamos a vivir felicísimos, sí, felicísimos. Los deseos más caprichosos que puedas formar se cumplirán; ese diamante vale millones; ¡ea!, al agua penas, preparémonos a vernos hechos unos reyes. ¡Verás qué existencia nos aguarda!

Decía yo esto procurando excitarme y excitar a Pastora con mis frases; pero ella permanecía cabizbaja, abatida más bien.

—Pascual —murmuró sin alzar la frente—, tú dices que me quieres muchísimo. ¿Verdad que me quieres?

—¿Quién lo duda, Pastorcilla? Con toda mi alma.

—Tú me aseguraste mil veces que yo era lo que más estimabas en el mundo.

—Y lo repito.

—¿Tú no te metiste en estos berenjenales de experimentos, sino por la esperanza de casarte conmigo y de hacerme muy dichosa con sedas, lujo y bienestar?

—Cabalmente.

—¡Ajajá! —exclamó la niña batiendo palmas, con uno de aquellos ímpetus de alegría que mostraba a veces—. Pues ahora voy a saber si mientes, Pascualito. ¿Eres capaz de regalarme este diamante, es decir, este caudal?

Dudé un instante; pero después creí comprender el intento de Pastora. Quería ella ser la dueña de nuestra futura riqueza, sin duda para que no pudiese nunca yo tenerla en menos cuando fuese mi esposa, o bien para poder a su sabor gastar y triunfar con mis pesetas. Ya entendí después lo temerario de mi juicio; pero las personas vulgares rara vez toman en cuenta los móviles elevados que pueden dictar las ajenas acciones.

Respondí, haciendo del generoso y del magnánimo:

—Te lo regalo.

—¿Pero para mí?, ¿para mí sola?, ¿soy dueña de él?

Pensé en que marido y mujer son una carne misma, y pronuncié:

—Dueña absoluta.

Lanzó un grito de infantil placer, y abandonó corriendo el locutorio. Tardaba en volver, y yo no entendía aquella repentina fuga. Al cabo reapareció en la reja, encendida como si se hubiese agitado mucho, con el pelo algo desaliñado y los ojos brillantes. Reía, y su risa era semejante a una cascada de gotas de agua, o como el canto de un pájaro refugiado en aquel sitio sombrío.

—¡Pascual, Pascual! —gritó sin dejar de reír—. ¡Ya estás libre, ya estamos libres de ese tesoro del infierno, que era precio de la vida de un hombre!

—¿Qué estás diciendo? —prorrumpí enloquecido, y mis puños sacudían la reja, sin considerar que me arañaba y ensangrentaba la piel.

—Ya no hay diamante.

—El diamante... ¡Qué has hecho del diamante!

—Lo he echado al pozo de la huerta, Pascual. ¡El pozo es tan profundo! Y tiene unos desaguaderos que no se sabe adónde llegan; por allí se deben arrojar las cosas que no queremos encontrar ya nunca en el curso de la vida.

—¡Mi diamante!... ¡Mi tesoro! —rugí yo frenético.

—Calla, insensato —exclamó Pastora, que se puso de color de cera al ver mis arrebatados extremos—. No escandalices esta casa de Dios.

—¡Mejor, mejor! ¡Quiero mi diamante, mi fortuna!

—Pero, ¿no deseabas la fortuna por mí? ¿No me lo has dicho? Pues bien; esa fortuna yo la reniego, la rechazo, me horroriza; seré tu mujer, trabajarás, nos mantendremos con pan negro, y Dios vendrá en nuestra ayuda. ¡Soy tuya, me entrego a cambio de aquel talismán de maldición, que el diablo te puso en las manos!

—¡Déjame en paz, y púdrete en tu convento! —repliqué sin saber lo que pronunciaba y sin experimentar más que la angustia material de la codicia y el delirio de mis ansias de riqueza—. Lo que yo quiero es que me devuelvas mi diamante, o si no... arrancaré esta reja, pegaré fuego al convento por los cuatro costados. Es un robo lo que has hecho; la piedra era mía, mía, la reclamo, la exijo, ¿oyes? ¡Malditas sean estas barras, y este sitio, y tu necedad, y tu engaño, y mi confianza! Pastora, Pastora, ¿no me entiendes? ¡El diamante!

Era tal mi exaltación y rabia, que transcurrieron algunos minutos antes que me diese cuenta de que me hallaba enteramente solo y de que estaba increpando a las paredes, porque Pastora había salido, sin ser de mí sentida, del locutorio.

No quiero narrar los excesos a que me condujeron ira y cólera, y el sentimiento de la pérdida del tesoro. ¿A qué descubrir en toda su extensión la flaqueza de mi espíritu y la mezquindad de mi carácter? Cosas son estas mejores para calladas que para referidas, porque el mundo falaz arroja flores y poesía sobre la tumba de los pocos que de amor y malograda ternura sucumben, y sonríe y pisa desdeñoso la de los muchos que en nuestras metalizadas sociedades fallecen de hipocondría engendrada por las escaseces y contrariedades pecuniarias. De suerte que omito el relato de mis pesares, que a nadie interesarían, ni aun a los más capaces de sentirlos por cuenta propia.

Cuando aplacada un poco la desesperación retoñó en mí el antiguo amor que me inspirara la linda sobrina del canónigo, causa no inocente de mis amarguras, me llegué a la reja; pero fui despedido con la respuesta de que Pastora había tomado el velo, y que durante el año de noviciado no quería hablar ni ver a nadie.

Desahogué mi aflicción en el benévolo y amigo seno de don Nemesio, y habiendo convenido ambos en que tal vez Pastora valiese tanto como el diamante incomparable cuya posesión habían de disputarse los soberanos del mundo, el excelente clérigo se allanó a servirme de intercesor y a impetrar de Pastora que me concediese una entrevista, siempre que en ello no peligrase la salud de su alma. Pero no alcanzó la influencia de don Nemesio cosa alguna, y, al contrario, hasta creí observar que se arrepentía de haber cedido a su natural complaciente, al interceder con Pastora por mí.

No quiero echar en olvido una circunstancia que atañe al suceso trágico del laboratorio. Pocas semanas después de la muerte de Onarro, llegó a Santiago un individuo que, en su pronunciación dificultosa, su largo redingote y abollado sombrero, su pelo lacio y casi blanco de puro rubio, daba muestras evidentes de extranjería. En efecto, se averiguó que era un doctor alemán, de un nombre difícil y enrevesado que no sé escribir. Este personaje, seriote, pero no desprovisto de afabilidad, y que yo sospeché al punto ser aquel ilustre amigo a quien Onarro casualmente me dijo que había escrito, se instaló con toda cachaza en el medio ardido caserón de Onarro, y se pasó un mes removiendo los fríos escombros del antes laboratorio. Al mismo tiempo emprendió una serie de investigaciones encaminadas a precisar las mínimas circunstancias de la catástrofe. Se dirigió a las autoridades, que le hicieron poco caso, y al pueblo, que le contó mil desatinos y consejas. El bueno del doctor insistía y se deshacía en repetir que Onarro cuando murió no estaba solo; que por fuerza le acompañaba otra persona, y que había que buscarla para que diera luz en tan oscuro asunto. Riose el público unánime de la pesadez y flema de aquel personaje, y sobre todo de su paletó, de la caja de instrumentos geológicos que llevaba terciada siempre, y del poquísimo chiste, garbo y soltura que le distinguían. Él, sin embargo, se mostró satisfecho de ver los monumentos característicos de Santiago, y manifestó pena cuando, persuadido de lo infructuoso de sus pesquisas, tuvo que incrustar de nuevo su desairada persona en la diligencia. El único resultado de la visita de aquel ente a nuestro país será acaso algún libro atestado de curiosas noticias y eruditas impresiones de viaje.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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