Enviar a Kindle «Pascual López», de Emilia Pardo Bazán

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  Novela.
198 págs. / 5 horas, 46 minutos / 333 KB.
13 de septiembre de 2018.


Fragmento de Pascual López

Santiago no era ciudad a propósito para aturdir con bullicio mis melancolías, ni para embelesar con pueriles entretenimientos mi joven imaginación. Monumentales edificios, altas iglesias con grandes retablos de amortiguado oro, calles estrechas e irregulares con arcos de soportal, que parecen hechos de encargo para misterios y tapujos, y de vez en cuando cortadas por la imponente mole de alguna blasonada y desierta casa solar o de algún convento de verdinegras tapias y rejas mohosas; paseos cuyos árboles se deshojan lentamente y sus hojas mueren bajo los pies de escasos transeúntes; alrededores apacibles, mudos, verdes y frondosos a causa de la humedad, pero sellados con la tristeza peculiar de los países de montaña: tal es Santiago. De día, a la luz del sol, la Jerusalén de Occidente (que así suele ser nombrada en elegante estilo), parece venerable y pacífica, sin austeridad ni ceño; pero en las largas noches invernales, cuando en las angostas calles se espesa la oscuridad, y la enorme sombra de la Catedral se proyecta en el piso de la Quintana de muertos y el reloj cuenta las horas con lengua de bronce, y la luna vierte vaporosas olas de luz sobre las caladas torres, la impresión que produce Santiago es solemne. ¡Oh, si yo fuera dado a filigranas poéticas!, ¡qué linda ocasión se me ofrecía ahora para describir los efectos de perspectiva que en la serenidad nocturna producen los majestuosos edificios, mudos testigos de la muerta grandeza de tan ilustre ciudad! Aquí venía como de molde recordar los antiguos peregrinos, que en otros siglos se postraban ante el bizantino Apóstol, rígido y severo bajo su pesada esclavina de purísima plata; las leyendas, las consejas más o menos tradicionales que cada callejuela de Santiago puede narrar, desde aquella que vio caer a un arzobispo bajo el puñal de los asesinos cuando en sus manos llevaba la Sagrada Forma, hasta la que presenció la agonía del inocente Ome Santo. Pero así me curaba yo de leyendas como de lo que ahora acontece en la China. Traíanme a mal traer mis primeros estudios elementales, que a mí se me antojaban fundamentalísimos. Como el día se me iba volando, entretenido no sé en qué, fuerza era aplicar los codos de noche. ¡Vigilia eterna que iluminaba la dificultosa claridad de una vela de sebo! Porque al tiempo que yo comencé a dar frutos de ciencia, no había llegado aún a aquellas alturas el petróleo, y sólo unas complicadas lámparas de gas schiste atufaban a los amigos de novedades. En las horas perezosas de tales noches me familiaricé con los ruidos de la calle, y distinguía ya el paso cadencioso de los serenos del andar precipitado del transeúnte que se acogía a su techo, escandalizándose de pisar el arroyo a las diez. Acompañábanme asimismo los gritos guturales y plañideros con que pregonan los vendedores las ostras y lampreas, y el regocijado cantar de los estudiantes, que, más felices que yo, hacían novillos a Minerva para festejar a Apolo.


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