Primaveral-moderna

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Obligado a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, lo que refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento de «no fumadores», esperando poder fumar en él a todo mi talante, sin que me incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir completamente vacío.

En efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia, nadie vino a turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí; si también notan, dormidos y todo, la sensación extraña y oscura de no estar ya solos; de la presencia de «alguien». Yo percibí esa sensación durante mi sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos diecinueve a veinte años, de cara fina e imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba los pies; caído sobre el plaid había un volumen de amarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del cigarro.

—Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento —pregunté, haciendo ademán de embolsar la petaca después de haberla sacado como por inadvertencia.

—No, señor —contestó el mozo con voz opaca y mate, cual si realizase un esfuerzo penoso—. Puede usted fumar. Yo también fumaría, si no me lo hubiesen prohibido.

—¿Está usted… indispuesto? —pregunté, demostrando interés; y la repuesta afirmativa me dio hecha la plática que deseaba entablar. Nadie se resiste a hablar de sus padecimientos, sean reales o imaginarios. Mi compañero, dengosamente al principio, animándose gradualmente después, me enteró de cuanto quería: era venezolano, hijo de español; venía de París, adonde le había enviado su familia para que se instruyese y formase; y, atacado de un mal indefinible, tal vez neurosis complicada con anemia profunda, se dirigía, por consejo de los médicos, a pasar el verano en el noroeste de España en casa de un hermano de su padre, rico propietario, dueño de una quinta en el valle de la Rosa.

Al oír este nombre, tan dulce y sugestivo, batí palmas: el valle de la Rosa estaba cerca de la ciudad a que me encaminaba yo.

—¿Conoce ese sitio? —preguntome con el peculiar acento de su país mi compañero de viaje, que se enderezó, echando a un lado la manta.

—¡Sí lo conozco! —respondí—. He vivido más de tres años en Urbigena, adonde voy ahora otra vez, y el valle de la Rosa, en que veraneábamos, lo tengo tan presente como si lo estuviésemos viendo, como lo veremos a mediodía desde esa ventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar nada más divino. Vamos a pasar una serie de montañas abruptas, y hasta áridas y peladas por lo menos en esta estación, pues en junio se cubren de terciopelo verde; pero el valle, que recoge todo el sol y toda el agua de las arroyadas del invierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprenderá a usted el cuadro que presenta, y sorprende a cuantos lo ven por primera vez. En este tiempo del año, los árboles están igual que si hubiese nevado copiosamente, de tanta flor como los reviste; los albaricoqueros y los pavíos son plumaje rosa pálido; las fresas rojean y huelen a gloria; los senderos están llenos de violetas tardías, y las camelias, que allí son árboles corpulentos, tienen al pie una alfombra de hojas encarnadas de una carta de espesor. Verá usted qué verde tan delicado el de los praditos, qué de agua cristalina en las fuentes; y por los setos, cuánta rosa silvestre; han dado nombre al valle. Y no es sólo la flora: hay la poesía de la Humanidad también. ¡Las aldeanitas! ¡El día que se cuelgan los aretes de filigrana y se atan el «dengue» con las cintas de seda! No sé si ellas son realmente tan guapas, o es que las hermosea la Naturaleza, que lo embellece todo.

El mozo guardaba silencio, con el ceño fruncido y una chispa de descontento en las negras pupilas; y de pronto, mirándome fríamente, murmuró:

—¡La Naturaleza! Para mí no hay cosa más antipática.

La extrañeza me impidió hasta protestar. Me quedé turulato, como solemos decir cuando oímos una herejía muy gorda, algo que echa por tierra afirmaciones que creemos indiscutibles y evidentes. El enfermo, sonriendo con sarcasmo, continuó:

—Ya ve usted si he nacido, en un continente de Naturaleza espléndida… Supongo que por lo mismo la detesto doble. Todo lo natural me parece estúpido, bueno sólo para la gente rutinaria y mansa…: para los especieros, como decimos en París. ¡El agua, los bosques, los prados, las florecillas del campo! ¡Beeee! —emitió el balido de la oveja—. ¿Qué sentido puede encontrarse en nada de eso? ¿Dónde existe función más mecánica, menos intelectual que la de la Naturaleza? Llueve, brota la vegetación; hace sol, se agosta; llega el otoño, las hojas caen; viene la primavera, vuelta a salir… Es puramente animal; ruin fisiología. No sé por qué la manía de conservar la vida ha de hacernos transigir con las cosas más opuestas a nuestros gustos y nuestras convicciones… Yo preferiría morir en París, en el bulevar, con su asfalto, que vivir en ese valle de la Rosa, que, por su descripción de usted, debe de ser el arquetipo de la vulgaridad, el oasis de un paisajista cursi. Diré a usted más: no existe tal Naturaleza. La hacemos nosotros; la creamos, y sólo cuando la creamos vale algo y tiene sentido. ¡La Naturaleza! Es la enemiga del arte y de la ficción, lo único hermoso; la ficción encantadora… Al llegar al valle escupiré sobre la primera Rosa que me salga al paso…, sea vegetal o sea de carne…

Al decir estas amenidades, matices de carmín tiñeron las mejillas demacradas del joven enfermo, y sus labios, que apenas sombreaban una dedada de bozo oscuro, se contrajeron irónicamente.

—La belleza —prosiguió, notando que yo me escandalizaba, y encantado de ello—, la belleza no es lo natural, sino al contrario, lo artificial, obra del hombre, creación de su inteligencia emancipada del ciego instinto. No me dé usted el racimo, sino el licor; no la tez virginal y lavada en agua pura, sino la que ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; no el bloque de mármol, sino la estatua de Capeaux; no la rosa rústica de los setos, sino la orquídea monstruosa criada en estufa; no el animal viviente, sino la sierpe de esmalte y pedrería o el pájaro que canta por mecanismo. La obra del hombre civilizado va en sentido contrario a la Naturaleza. La Naturaleza se acuesta temprano, y nosotros, tarde, haciendo de la noche día; la Naturaleza es sencilla, y nosotros somos complicados; la Naturaleza no aspira sino a perpetuar la especie y nosotros…, ¡qué diablo!, ¡si la pudiésemos suprimir…!

Éstas y otras teorías análogas desarrolló exaltadamente mi interlocutor, mientras nos acercábamos al valle, que por fin avistamos cuando el sol ascendía a su cenit. Viva fragancia de madreselvas, en ráfagas de esencia arrancadas por el airecillo juguetón, penetraba en el departamento; y en un prado de un verdegay ideal, una gran vaca, roja, acostada, parecía inmóvil, esfinge de cobre. Allá abajo se posaban, como grupos de palomas torcaces, las casitas, y cerca de nosotros una fuente, sombreada por sauces pálidos, se desataba murmuradora, dándome envidia de beber un trago en el hueco de la mano, a la manera primitiva. Confieso que olvidé enteramente a mi compañero de viaje para recrearme en aquellos pormenores, y sólo recordé al notar que el tren se detenía en la estación y escuchar que el artificialista me decía:

—Feliz viaje, adiós; he tenido gusto en conocerle. ¡A su servicio!

Saludé y tendí la mano, declarando mi nombre y profesión: Félix Llaguno, magistrado…

—Aristeo Abigail Fierro, poeta —respondió, no sin algo de sequedad altanera, el enfermo, volviéndose para recoger su pulcro maletín de cuero inglés y su sombrerera, que entregó al criado que le esperaba con un birlocho.

Y como yo hiciese un involuntario movimiento al oír lo de «poeta», añadió:

—Poeta decadente.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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