Progreso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al ocaso, la horda, rendida por la interminable peregrinación al través de la árida llanura, prorrumpió en alaridos de gozo, divisando, al pie de la colina, un manchón de arbolado espeso. Hacia muchos días que caminaban, aguijoneados por la sequía y el calor, en tropel, como bestias sedientas y sudorosas; y algunos cadáveres, cuyos huesos blanquearían ya, señalaban el paso de aquella humanidad mísera y desnuda. Esperaban siempre encontrar un país donde abundase la caza, donde pudieran tumbar pájaros á cantazos y acogotar alimañas salvajinas con sus hachas de pedernal para abrirles el vientre y hartarse de carne cruda y sangrienta. Y en las estepas grisáceas de lo que había de ser Iberia andando el tiempo, sólo ruines gazapillos les salían al paso, tan ágiles, que ni daban lugar a zorregarles la pedrada de muerte.

El interés que les unían era la necesidad, el sentirse inermes ante la naturaleza enemiga. A la puesta del sol, las mujeres solían llorar, hiriéndose el seno, porque la noche les entregaba á los peligros y daba á las fieras su desquite, á pesar del valor desesperado de los varones, que defendían por igual á todas las hembras y á toda la cría, pues viviendo en promiscuidad, sin celos ni pasiones, no distinguían de afectos. La horda errante sentía que sobre su cabeza un poder oculto mandaba en su vida y en su destino, y no sabiendo qué forma atribuir á tal poder, adoraban un fragmento muy brillante de pirita de hierro, recogido por un niño que, al pronto, lo convirtió en juguete. Ahora era el fetiche, y se encargaban de custodiarlo, por turno, las vírgenes de la horda, muchachas apenas núbiles.

La depositaria aquel día del fetiche, la rubia Indán, apenas podía sostenerse de cansancio y sed. El bochorno era horrible; densas nubes de plomo candente se hacinaban en el celaje. La muchacha desfallecía cuando Bero el cazador, robusto y resistente, la llamó, silbando, y murmuró á su oído:

—Ven. Indán, la del pelo de oro… Déjalas abrevarse en ese charco. Te enseñaré la fuente. Que no nos vean; vamos primero, antes que la descubran y la enturbien.

Guiando, condujo ó la muchacha bastante lejos, á la otra vertiente de la colina, á una hondonada; porque Bero, mediante una especie de misteriosa intuición, adivinaba dónde surtían los manantiales. La fuente, en efecto, surgiendo entre peñas, bajo hayas copudas, formaba una cascaduela que, con delicioso rumor inquieto, batía las guijas y se remansaba en ancho arroyo, orlado de lirios y cañas. Indán, loca de alegría, hizo copa de sus manos, refrescadas primero en el chorro, y bebió ansiosamente. Después, patuleó en el arrollo, bebiendo otra vez por todos los poros del cuerpo, a1 percibir cómo barría el agua las impurezas y el polvo reseco del camino, depositado sobre las carnes jóvenes y tostadas. Bero, sufriendo el chorro de la cascada, se bañaba también con beatitud. Refrigerado ya, echó un brazo á la cintura de la mocita.

—Indán, hermana, descansemos a la sombra…

Ella comprendió y se hizo atrás. No había consentido varón, à pesar de las amonestaciones de las matronas, que recordaban á las vírgenes el deber de acrecentar la horda, para ser mayor número en la defensa contra las fieras.

—Si voy á la sombra contigo —murmuró—, tendré que ir con los otros cazadores; déjame.

—Ven —insistió él, trémulo de cuita de amor, pues desde que Indán recogía su pelo de luz con su blanco peine, hecho del espinazo de un pez, prefería mirarla á ella que aproximarse á ninguna mujer de la horda.

—Ven: soy fuerte, y te defenderé. Para mí solo serás.

—No es la costumbre —contestó Indán azorada.

—Es mi voluntad —afirmó el cazador apretando los puños.— Desde que te quiero, Indán, he resuelto que los demás ni te sostengan en la marcha, ni reposen contigo bajo los árboles. ¿Entiendes? Al que lo intente le doy con el hacha; y si tú lo consientes, también te parto la cabeza.

Como hiciese el ademán brutalmente, ella se alarmó.

—No me toques, llevo aquí la piedra sagrada —articuló separando los abundantes mechones dorados, entre los cuales refulgió, á manera de joyel bárbaro, engastado en oro nativo, el trozo de pirita.

Bero escupió con desprecio.

—¡Sagrada! ¿Sagrada por qué? Sagrado es ese… —y señaló á un punto del cielo, en el cual, rompiendo por entre las caliginosas nubes de tormenta, acababa de asomar la luz lívida del sol.— Si tuviésemos un pedazo de «ese», que todo lo ve y lo sabe, que es el origen y el fin de las cosas, que al desaparecer nos deja indefensos y tristes. ¡Indán, si tuviésemos un destello no más de ese calor, de esa claridad, de ese principio maravilloso!

La muchacha le tapó la boca con las manos húmedas aún, porque creía estar oyendo palabras malditas, que, sin embargo, la estremecían de extraño placer. Saboreaba la amenaza: «al que lo intente…» ¡Cuántas veces se había propuesto dejarse devorar por los lobos, antes que correr la suerte de las otras mujeres de la horda, indiferentes y resignadas á las caprichosas elecciones!… Seducida ya, rendida, suspiró:

—Bero, hermano, refugiémonos debajo de esa peña. La tormenta va á estallar.

La pareja se encaminó al refugio, un socavón natural, bajo un peñasco, entre matorrales de lentiscos y agostados felpones de hierba. El terror religioso que las tempestades infundían al hombre primitivo, les hacía permanecer desviados, aunque juntos. El trueno había empezado á retumbar, con tableteo imponente; las exhalaciones cruzaban el celo negruzco. Indán, aterrada, se reclinó sobre el pecho del cazador: el zig—zag del rayo acababa de cegarla momentáneamente, y á su lado, las carrascas ardían, alzando una llama intensa y roja.

Bero salió de la cueva, pegó un salto, arrancó con sus brazos velludos y musculosos enorme brazado de ramaje, arbustos enteros, y cebó la hoguera. Después entró en el socavón y estrujó á Indán entre aquellos mismos brazos viriles, haciendo crujir el delicado torneo de la virgen y jadear su aliento.

—¡Ya es mío el pedazo de sol! —exclamó señalando al fuego llameante.

Indán juntó las manos, como adorando la hermosura y el vigor de la llama.

—Vamos á llevarles á nuestros hermanos la noticia, y que no lo dejen extinguirse nunca —gritó el cazador trasportado.

—Escucha, Bero… —sugirió Indán.— Si volvemos con ellos, todos querrán ser dueños del sol; y además, exigirán que yo me someta á la costumbre. Vámonos lejos, muy lejos, con nuestro fuego divino. No consientas que yo comparta la suerte de las otras…

Y, pareciéndole bien al cazador lo que había pensado Indán, recogió un tizón grueso, de un tronco de carrasca, y entre la penumbra de la noche que caía, se alejaron llevándose, fruto de su unión monogámica, el hogar recién nacido.


Publicado en Los Lunes del Imparcial el 12 de agosto de 1907.


Publicado el 12 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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