Sinfonía Bélica

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Poco más antiguos son los ornes que las armas!…
(Libro de Hierónimo de Caranca, que trata de la Philosophia de las armas).


Las sombras de la tarde iban descendiendo muy lentamente sobre la estancia, saloncete, taller, estudio o lo que fuera. Por la encristalada claraboya no entraba ya sino una luz macilenta y vaga, que a duras penas conseguía alumbrar y dejar percibir el mueblaje, las cortinas, los objetos de arte distribuidos por las paredes. Una igualdad de tono gris, color de crepúsculo, identificaba la variadísima decoración del recinto, derramando en él misteriosa paz y melancolía que no dejaba de tener sus encantos peculiares.

Así lo creía el dueño y morador de la elegante cámara, Tirso Rojas, de los hombres más cultos que se gastan por aquí; lector, pensador y amigo de guardarse para sí pensamientos y lecturas, coleccionista sin manías ni pretensiones de poseer rarezas únicas, y sin embargo afortunado descubridor de unas cuantas piezas que harían reconcomerse de envidia a sus rivales en la tarea de recoger armas viejas y herrumbrosas. Porque las armas eran el capricho de Tirso, y las paredes de su estudio hallábanse convertidas en armería.

A aquella hora indecisa y poética, Tirso, recostado en una meridiana, cubierto el cuerpo por un gran chal de Manila que, sin abrigar, creaba la tibia atmósfera favorable al ensueño; apurando las últimas chupadas de aromoso habano, se dejaba impregnar de calma meditabunda. El velo de neblina caía también sobre su espíritu, y al apagarse los brillantes culebreos y destellos de krises, montantes y puñales y dagas buidas, el vivo colorído de las flores de seda del biombo, la chispa del bruñido tazón de las espadas y del melado orbe de las rodelas, el reflejo vítreo de los cuencos de Manises y los tonos carmesíes de una magnífica bandera que formaba pabellón en el techo, sintió Tirso una extinción interior, un vacío difuso y pálido, una impresión no dolorosa, pero equivalente a la que experimentaría un hombre a quien le exprimiesen el cerebro, como se exprime una esponja, invisibles é insensibles dedos, dejándolo sin pensamientos, sin raciocinios, sin coordinación ideológica ni casi percepción, como no fuese la flotante e incolora nube de humo que era para él el mundo exterior entonces.

¿Se durmió? No, no es eso: la palabra dormir no expresa bien el estado intermedio del espíritu de Rojas. ¡Cuan pobre es la lengua más copiosa y abundante en comparación de la infinita riqueza y complexidad de los estados psíquicos, fugaces, matizados de tan delicada y varia manera, que para nombrarlos habría que romper los caducos moldes de los míseros y ya desdentados idiomas, multiplicar indefinidamente los substantivos, repintar y redorar los adjetivos, poner en una sala de gimnasia a los cojos verbos, y ceñir al rudo talón de la sintaxis las palpitantes alas de Mercurio!

Rojas no se durmió. No cayó en ese grosero sopor material, nacido de la sangre y medio mecánico de reparación de nuestro organismo. Lo que hizo fue desidearse, suspender su propia actividad cerebral, y permitir a las especies sensibles de los objetos que le rodeaban sustituirla o dirigir lo poco que de tal actividad le restaba todavía.

Y así, entre duerme y vela, lo primero que se impuso a la fantasía de Tirso, fue un objeto cualquiera, lo más despreciable de su colección: un hacha groseramente labrada en pedernal, que por refinado capricho solía guardar en un cofrecillo de marfil del siglo XIII. En virtud del singular estado mental de Tirso, el arma apareció adherida a un mango hecho de gruesa y recia rama de árbol no despojada de su corteza; y este tosco mango lo empuñaba y blandía una garra velluda, que al pronto pareciera de bestia salvaje, si el brazo correspondiente no arrancase de un tronco humano, aunque de hombre algo partícipe de la naturaleza bestial. Su cuerpo velludo y fornido; sus patazas arqueadas; su pronunciada mandíbula y su hirsuto sobrecejo, tras del cual se emboscaban dos ojuelos ávidos y feroces, más eran de jimio que de persona. En voz bronca y gutural, en un idioma tosco y compuesto de monosílabos, aulló mejor que pronunció estas cláusulas, que Tirso comprendía sin embargo:

—¡Quién poseyese armas de una materia durísima, armas fuertes, armas veloces! Con ellas podría yo conseguir siempre carne y grasa, vellones blandos para abrigarme en estas glaciales estepas, y huesos que rajar para chupar el tuétano con golosina. El rengífero y el toro me resisten, y no siempre logro cazarlos. La caza más cómoda y fácil para mí, es la de los animales de mi misma especie. Ésos ni son rápidos en correr, ni enérgicos en resistir, ni astutos en escapar: no tienen defensas, no tienen pezuñas, no tienen recia piel donde se embote el filo del hacha… En ésos me desquito. ¡La guerra es mi único recurso! Mira allí, junto a la llama, restos de los últimos semejantes míos que he cazado: una hembra con sus pequeñuelos…

Tirso se estremeció, y en vez de mirar hacia donde señalaba el hombre de la edad de piedra, volvió la cabeza al lado opuesto, y saboreó una impresión profundamente estética al ver un hermoso guerrero que parecía desprendido de un vaso etrusco. Su cuello y piernas, de admirable modelado y color de barro cocido, lucían desnudos la musculatura generosa; con el brazo izquierdo embrazaba un grande y ponderoso escudo, de varia labor, ornado en torno con triplicado cerco de metal. Recio yelmo de ondeante penacho cubría su cabeza; defendía su pecho coraza reluciente, y a sus tobillos se ajustaban grebas de estaño. La mano derecha sostenía una gruesa lanza, de tres palmos lo menos de altura. Su barba negra, rizada en canalones, chorreaba perfumado aceite. Sus labios articulaban estrofas sonoras, que tenían el murmurio acariciador del mar cuando se estrella en las playas de las islas habitadas por los dioses. «Soy —decía en su lengua musical— Ifitïon, fruto de los retozos de Otrinteo con la ninfa Nais, que me dio a luz en Ida, ciudad situada a la falda del Tmolo, que coronan eternas nieves. En el sitio de Troya me espera Aquiles, que ha de ser mi matador, partiéndome la frente con su lanza. Cuando yo caiga al empuje de la diestra del hijo de Peleo, la tierra resonará, y las ruedas del carro de mi vencedor destrozarán mi cadáver. Pero el aedo de Grecia cantará en su cítara mi valor y mi bella muerte; y de nuestras carnicerías bajo los muros de Ilión nacerá la epopeya. La guerra es hermosura; la guerra es madre del arte».

Aún admiraba Tirso a aquel soberano ejemplar de la época heroica, cuando lo vio desvanecerse rápidamente, y al disiparse sus estatuarios contornos, surgió una figura de matrona envuelta en negros paños. La fisonomía de la mujer respiraba indignación, odio y decisión fiera y salvaje, y en su mano vibraba una de las piezas realmente curiosas y nombradas de la colección de Tirso: la rarísima espada falcata, que era corva, a manera de hoz, y tenía filo por la parte de adentro, transformación de una herramienta agrícola en arma guerrera, que inspiró a la raza celtíbera el horror de la invasión romana.

—¿Ves? (gritó la mujer numantina en una jerga ronca y dura, algo parecida al antiguo vascuence). Con esto sabré yo defender el territorio y el altar de nuestros dioses locales. Tarde nos rendirán esos conquistadores del Lacio, porque si nuestros esposos y nuestros hijos desfallecen, aquí estamos nosotras para sustituirles. La guerra cuesta lágrimas y arroyos de sangre, pero es santa: la guerra es la independencia y el honor. ¡Mis labios están prontos a maldecir al que no quiera guerra a muerte!

Estas últimas palabras sonaron lejanas y hondas; la heroína se disolvió en un vapor rojizo, que suavemente pasó al tono rosado de la aurora, y luego a un anaranjado que se deshizo en fluidas tintas de oro; y en medio de aquel rompimiento de gloria, resplandeció más viva aún la figura de un gallardo paladín, que vibraba la rica espada de puño de filigrana con incrustaciones de amatistas y zafiros, que en otro tiempo enriquecían reliquias preciosas —la espada inestimable que Tirso no había querido ceder por el puñado de libras que le ofrecía el embajador de Inglaterra—. Lo que más llamaba la atención a Tirso era que la luz dorada se condensaba alrededor de la cabeza del paladín, formando un nimbo como el que ostentan las imágenes de los santos en los viejos trípticos: aureola redonda, en que recortan el oro líneas de pureza geométrica, dibujando en el interior del círculo una hoja de trébol. El rostro del guerrero armado con la Durindana no expresaba ni ferocidad, ni arrogancia heroica, ni cólera furiosa, sino una especie de arrobamiento celestial, un transporte que se revelaba en su modo de sostener la espada, apretándola contra el pecho como para incrustarla en el corazón. Y en dulce lengua de oïl arcaica e ingenua, sus labios articularon una oración a la Virgen Madre de Dios, para que sacase triunfante la Cruzada, rescatando definitivamente el Santa Sepulcro de manos de infieles. «La guerra es sacrosanta; la guerra es divina…», parecía decir en tono de himno, llegando al corazón la espada mágica, mientras sus pupilas, revulsas por el éxtasis, buscaban el cielo.

Borróse también aquella aparición digna de las vidrieras de colores de una catedral…, y en su lugar vio Tirso un jayán de fiera traza y atezado rostro, que vestía sobre el coleto una especie de jaqueta acolchada, de tela de algodón: las jaquetas que usaban para preservarse contra las flechas de los indios los españoles de las huestes de Hernán Cortés. En un plato de barro con extraños dibujos y jeroglíficos aztecas, el jayán presentaba a Tirso un trofeo horrible, un corazón humano palpitante, destilando sangre tibia…, mientras decía en excelente castellano del siglo de oro, el castellano de Solís: «Sacáronmelo por los pechos, con ciertas piedras muy afiladas, los sacerdotes del ídolo Viztciliputztli, que en lengua mejicana significa Dios de la guerra, y a quien nosotros, por tropezar en la pronunciación, llamábamos Huchilobos. Afirmáronme por las espaldas a una losa de jade, y allí me hicieron la operación cruenta. Sucedió esto en la noche que suele llamarse triste, en que el emperador Guatemuz rechazó de México a las tropas de nuestro capitán Cortés. Cuando me abrieron los pechos, hallábame ya casi moribundo, de herida de una flecha que me pasó el colchoncillo y se clavó en el ijar». En el punto de la agonía miré al ídolo (que tenía feísima catadura, dos fajas azules una sobre la frente y otra sobre la nariz, en la mano derecha una culebra ondeada que le servía de bastón, y en la izquierda cuatro saetas, que aquellos paganos juzgaban traídas del cielo), y le dije: «Hemos venido aquí a acabar contigo, demonio. Estas Indias que descubrimos serán reinos de España y del Altísimo, que se cansa de ver a tantos racionales en poder de Satanás. A mí me perdona mi Dios, el verdadero, las cuchilladas que di y algún oro que tomé a Moctezuma…, y voy al cielo, porque soy mártir. ¡Viva para siempre la guerra!».

Una transformación más rara que todas las anteriores convirtió al soldado de Hernán Cortés de atezado en rubio, de hombre vestido con acolchada coraza y férreo capacete, a portador de abierta blusa que descubría los pectorales rosados y sudorosos; de aventurero castellano del siglo XVI, en aldeano francés del XVIII; y, blandiendo una pica, gritó con voz ronca, en su lengua natal y con música de La Marsellesa: «¡A la frontera! ¡Rechacemos al invasor! ¡La guerra es sacrosanta; la guerra es la libertad!». Detrás de esta figura vio surgir otras severamente uniformadas a la moderna; muchas muchas, probablemente un regimiento dispuesto en cuádruples filas alrededor de un círculo de monstruos de acero y hierro con bocas múltiples–monstruos en quienes reconoció Tirso a las célebres mitrailleuses de la lid franco-prusiana. En medio de aquel círculo negro y amenazador que iba a vomitar mortífero plomo dentro de breves instantes, lívida, desgreñada, convulsa, ebria o sumida en siniestra calma, vestida de harapos, confundidos los sexos y las edades, se apiñaba una multitud inerme: los petroleros de la Commune. De pronto, oyéronse voces de mando; un alarido de terror se alzó de aquella escoria social, y casi al mismo tiempo una formidable, pavorosa, honda descarga envió fuego y muerte a la manada de lobos. Y entre el estrépito, los ayes, las inarticuladas quejas, pensó Rojas distinguir un murmullo que decía confusamente: «La guerra es el orden y la legalidad social…».


* * *


De esta vez, Tirso saltó de la meridiana. Tinieblas profundas envolvían el saloncito. A tientas encendió un fósforo, y la lámpara después. La luz hizo refulgir y brillar las armas dispuestas en panoplias por las paredes, y a Tirso le pareció más seria, más poética, más digna de la atención de un pensador su colección querida.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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