Capirotazos

Sátiras y críticas

Emilio Bobadilla


Crítica, artículos



Cuatro palabras... ó las que sean

Ahí va otro tomo de crítica impresionista de cosas del día, escrito al volar de la pluma, como todo lo que escribo, entre bostezos de aburrimiento y espirales de humo de cigarro. No creo que haya quien mire lo que sale de su pluma con más desdén que el que suscribe, que dicen los redactores de instancias, comunicados ó cosas por el estilo.

Injusticia notoria es la de aquellos censores cubanos que me tildan de quisquilloso y me echan en cara el tono agresivo con que suelo responder—según ellos—á las amonestaciones de la crítica. No hay tales amonestaciones ni tal crítica ¡jinojo! que dice el tabernero de El sabor de la tierruca, á no ser que se entienda por crítica poner al prójimo como digan dueñas ó soltarle un pullazo á mansalva. Aunque eso ya sé yo que no es crítica ni sátira ni que en manera alguna me ha de quitar nombre—si tengo alguno—antes me le da (las críticas, cuando son exageradamente injustas, producen el efecto del bombo más ruidoso), suele irritarme los nervios, ni más ni menos que aquel que va por la calle acaba por perder la paciencia al verse perseguido por un faldero que le ladra sin descanso.

Por lo demás, las tales critiquillas me tienen sin cuidado. Ni me quitan el sueño ni el apetito. Por estas, que son cruces, es un decir.

Creo que lo que escribo es bastante malo, si bien tengo el consuelo de que... ¡aun hay Commeleranes en el mundo!—y seguirá habiéndoles para tormento de los cajistas, Amén.

Suelen decirme los críticos americanos que me traen al retortero:—Usted es poco psicólogo, usted es un Hermosilla con buena sombra, etcétera.—Yo no voy á discutir ahora lo que soy, porque yo mismo no lo sé; acaso no sea más que mu boîte aux phènomenes, como pensaba y decía Federico Amiel de sí mismo; pero lo que sí puedo decir á esos señores es que con todo de no ser psicólogo, no hay quien me dé la castaña.Me basta hablar cuatro ó cinco veces con alguien—sea mujer ú hombre—para saber del pie de que cojea. Que lo diga una novia que tuve—¡hace ya tanto tiempo!—con más letra menuda que una edición de bolsillo de la Biblia y más perfidia que una serpiente. Cuidado si es difícil desarticular un esqueleto de mentiras relleno de carne fresca, blanca y voluptuosa con unos ojos vivos, penetrantes y luminosos como los de un ave de rapiña. Por supuesto que mi psicologismo no me libró de quererla, porque ¡ay! (ripio lírico) el corazón suele subirse á la cabeza, pero la cabeza raras veces desciende al corazón. (Digan ustedes todavía que no profundizo), Claro que para aquellos que, como la novia de mi cuento, tienen por corazón una oda de Cánovas, dichas palabras maldito lo que significan. Ellos son optimistas á la manera de aquel clérigo de Tirso que


«nunca á Dios llamaba bueno
hasta después de comer.»


Pero ¡ay! (nada, que el espíritu de Grilo me anda por el cuerpo) para los que tenemos por corazón un tumor de tristezas que al menor lancetazo de las pasiones lanza un chorro de pus; para los que vivimos resignados con el fardo de nuestros pesares, como esos presidiarios que se acostumbran al peso y á la voz doliente de sus cadenas; para los que llevamos el alma caldeada—y no se burle mi ilustre amigo D. Francisco Giner—por reverberaciones románticas (romanticismo en el sentido humano, no en el sentido vaporoso y aéreo), para esos la vida no es un espectáculo tan divertido como creen muchos, ¡Estoy sorprendido de lo poeta que soy!


* * *


El escribir es un vicio como el fumar, ha dicho un gran filósofo, creo que Martínez Campos. La diferencia entre ambos consiste en que el fumador no puede pasarse un día sin cigarros y el escritor se aburre de la tinta y del papel hasta el punto de no dar plumada durante algunos días, salvo que la necesidad le obligue á lo contrario. En esos días de laxitud y de nostalgia, en que la araña del hastío hila su invisible tela en los rincones del corazón—según la hermosa frase de Flaubert—me es casi imposible leer una sola página del libro mejor escrito y más divertido: todo en él se me antoja afectado, incorrecto, soporífero y tonto; así sea un discurso del general Pando. No tengo para qué decir que lo mío se me antoja peor que suele.—Si escribo una carta me figuro que peco de franco, de candoroso ó de encopetado y desabrido con exceso. El término medio ¡ese, ese es mi ideal en todo! ¡Oh, quién tuviera un temperamento sano, sin neurósis, un carácter frío é indiferente, cerrado á cal y canto á las impresiones, y un cerebro impasiblemente analítico, regido por una voluntad de acero, del cual saliesen las ideas con apacible vuelo, con el vuelo adormecido de las mariposas en una tarde de bochorno! La felicidad no estriba en lo que se representa ni en lo que se tiene, sino en lo que se es, como sabiamente observa Schopenahuer. La salud, el equilibrio... he aquí el mayor de los bienes...

Sí, lo que escribo está en hostil desacuerdo con el ideal literario que bulle en mi cerebro. ¡Qué poco de lo que leo me satisface!—Pues si usted cree que lo que escribe no vale un rábano, ¿por qué lo publica?—¡Ah, señoras y señores!—como dicen los oradores de veladas literarias amenazadas con música: la vida es prosa, y hay que hacer prosa para ir tirando. Que me den doscientos mil duros y verán ustedes cómo no escribo más, así me empalen. Hago lo que Cánovas con los prólogos. Pero D. Antonio renuncia al oficio de prologuista porque, según él, el oficio de prologuista es una mengua. Historiador, eso, eso es lo que quiere ser. Que lo sea. A mí ¿qué? ¡Como yo no he de leerle!

Sí, estoy anheloso de hacer una vida puramente salvaje; irme al campo... no á labrar la tierra, como de fijo agregaría cualquier critiquizante de esos que ladran á la luna; lo cual, después de todo, nada tendría de particular, porque Diocleciano abandonó la púrpura para dedicarse á sembrar coles, no sé si por hastío del poder ó por vanidad. Lo de luna claro que lo digo por mí, no por lo alto que yo presuma estar—y sin presumir, porque allá me ando con Vital Aza en estatura—sino por el ningún caso que hago de esos chiguaguas literarios.

Irme al campo, decía, vivir entre árboles, á la orilla de un río... A la orilla de un río, no, porque me expondría á pillar unas calenturas palúdicas, y sobrado tengo con mis crónicos achaques; levantarme con el alba, montar mucho á caballo, beber leche á pasto, acabada de ordeñar, acostarme á las ocho como las gallinas, después de haber oído á la caída de la tarde un pedazo de la gran sinfonía que entona la naturaleza en esa hora del pensar profundo. Estoy harto de esta vida complicada y monótona de la ciudad donde casi todo es falacia y envidia más ó menos disfrazadas. Nada de pueblos ni aldeas. Al campo libre, donde no se escuche más voz que la de la naturaleza y... la mía. La vida de los pueblos es insoportable. En ellos, según dice Bretón en su A Madrid me vuelvo, hay discordias, intrigas, calumnias, pleitos, rencores...


«¡y hasta pedantones necios!»


como aquel boticario de Madame Bovary. Respirar el aire puro y sano de las montañas, sin detritus humanos; no pensar en nada... ¡Oh felicidad que el labriego no aprecia porque no se ha envejecido prematuramente entre el estruendo cortesano!.

Ya me tienen ustedes, es un suponer, en el campo. Pues á los veinte días empiezo á suspirar por la corte... como Horacio.—Al diablo los libros. ¿Para qué sirven?


«Después de haber revuelto cien mil libros...»


sé menos que antes. ¿Sé yo cómo se difunde la sensación física por el organismo y se transforma luego en idea? ¿Sé yo cómo la luz del sol, ondulando en el éter, se filtra en mi sensorio y da tono enérgico y vivo á mis pensamientos? ¿Sé yo por qué nací varón? ¿No pude ser hembra?...—Si está usted tan cansado de todo, señor budista, ¿por qué no se va al verde, como dice?—Porque, vamos, porque... no me da la gana. ¡Qué prurito de querer indagarlo todo, como si fuera uno una flauta que suena cuando la soplan. (Léase el diálogo de Hamlet y Guildenstern).

Nunca he soñado con la inmortalidad. Creo que el hombre vive de impresiones, y que cada época, cada individuo tiene las suyas. Unos mueren y otros nacen: vulgaridad en que se condensa cuanto yo pudiera decir sobre el asunto. La finalidad de la naturaleza está en la naturaleza misma. Su regla es la muerte; la vida es la excepción. Acaso dentro de algunos años, cuando mis elementos químicos se entretengan en elaborar un árbol ó sirvan para tapar una cueva de ratones, haya algún sobrino mío—porque lo que es hijos... ¡están verdes!—que me recuerde por aquello de que el único escritor, aunque indigno, que ha habido en la familia he sido yo.—«¡Ah, sí, mi tío, el que se firmaba Fray Candil!—contestará mi sobrino, forzándola memoria, cuando le pregunten por mí.—«He oído hablar de él; pero, francamente, no he leído nada suyo. Dicen que tenía la lengua muy suelta...»—y pare usted de contar.

Esta desoladora tristeza con que suelo ver lo futuro... y lo presente (¿qué quieren ustedes? el maldito análisis tiene la culpa de todo ello) me ha calafateado todos los resquicios de la vanidad. ¡La gloria! ¡La posteridad!


«No me jaga usté reír,
que tengo er labio partío... »


No creáis, oh viejos espiritualistas momificados, incapaces de admitir otros dolores que los que salen á la superficie, que semejantes desilusiones son el producto á secas de lecturas nocivas, de esas lecturas contra las cuales clamáis, acaso porque os traen á la memoria vuestras locuras juveniles, que pasaron para no volver...

Maldecís de la ciencia moderna porque os pone de manifiesto vuestra ignorancia y vuestro necio orgullo. Renegáis de la literatura sentimental porque ya vuestro sistema nervioso no responde á los estímulos de la vida afectiva. Llamáis loco al temperamento original que rompe con vuestras antiguallas clásicas; al ingenio que descompone en el prisma del arte la luz de la realidad.

Sí, la vida es muy triste; pero ¡cuán triste debe de ser para esas ruinas orgánicas que, presintiendo su próximo fin, oyen á su alrededor el oleaje de la vida universal que se renueva y ven la luz del mismo sol que seguirá alumbrando mañana...!


* * *


¿Hay verdades en estas páginas? Lo siento, pero no puedo llorar. ¿Hay errores, que sí les habrá y á granel? ¡Quién les hubiera advertido á tiempo para enmendarles! ¿Hay gracejo? Que lo digan los apaleados. ¿Hay amargura, laxitud y hastío? Yo no tengo la culpa de que en el medio social en que me agito la vida se arrastre como una serpiente vieja y moribunda.¡Oh, sí! La vida madrileña es un mar de monotonía, sin oleaje ni bravuras, cerrado á lo lejos por un horizonte gris...

En fin, señores, ustedes verán lo que hay en estas páginas tediosas y... hasta otra, porque á pesar de lo dicho volveré á las andadas. Genio y figura...


Fray Candil.


(1889.)


NOTA: Ustedes tendrán la bondad de salvar algunas erratas que se han escapado, por ejemplo: donde dice las ubres, lean ustedes la ubre; donde dice excéptico, lean ustedes escéptico, donde dice Kaledoscopio léase caleidoscopio, etcétera, etc.

El paisaje gallego

(Rasguños)


Es monomanía de casi todos los que viajan contar sus impresiones. Los que no son escritores se esplayan con sus familias. Los que lo son, con el público. Vea usted—dice, pongo por caso, la mamá enseñando la última carta del hijo á algún amigo de la casa, cuando no á todo el vecindario;—vea usted lo que me escribe de su viaje á Italia: «Mamá, lo que más me ha gustado de todo lo que hay en Italia, son los macarrones y las italianas, etc.»

Ustedes (dirigiéndome al público), me perdonarán que les cuente algo de mi excursión por la tierra gallega. Empezaré... por el principio. Las bromas, ó pesadas ó no darlas. Dejo al ingenio caricaturesco de mi amigo Taboada la pintura de los diversos extravagantes tipos que viajan con un familión á cuestas, compuesto de tías, hermanas, sobrinos, nodrizas y perros... Diríase que eran una compañía de cómicos ambulantes.

No nos paremos en las estaciones, que entonces sería el cuento de nunca acabar. Ya se sabe Jo que se hace en las estaciones: almorzar, cenar, etc. Nos hemos soterrado en un túnel. ¡Qué ruido! Parece una sinfonía de martillazos en un subterráneo de bronce. No sé lo que habrá sido; pero yo he creído escuchar algo así como rumor de besos y respiraciones agitadas por sobre el diabólico repiqueteo de la locomotora que patea los carriles. Salimos á la luz y advierto que dos mozos, que parecen ser novios, tienen la cara muy encendida y los ojos húmedos y chispeantes...—Señores—les doy á entender con un gesto de reconvención,—para el otro túnel, tengan la bondad de acordarse de que voy aquí.

Enormes montañas de pizarra, vuelta la leprosa espalda, se levantan á un lado y otro. Un colorista diría que eran elefantes en dos patas. Y no sería del todo inexacto el símil, porque se parecen á dichos paquidermos hasta en el color ceniciento obscuro.

Apretada hilera de castaños orillan el camino. Al pasar la locomotora, inclinan respetuosamente la desgreñada copa, como si la saludasen. Y eso que son árboles salvajes. No tienen, ni con mucho, la misma fineza los árboles del Prado. Yo he visto pasar junto á ellos á S. M. y no les he notado la menor genuflexión. Puede que sean republicanos. ¿Quién puede probarme lo contrario? Pero no divaguemos. Fíjense ustedes en aquel pedazo de terreno que semeja un tablero de ajedrez. El arado ha removido sus entrañas. La mano del labrador le ha cultivado cuidadosamente. En aquel tablero verdeguea la hortaliza. El fondo rojo de la tierra recién arada hace resaltar la clorofila de la planta que extiende sus amplias hojas, jugosas y frescas, á los sensuales besos del sol naciente. En otro tablero, de tierra negra, yace amontonada á trechos la hierba clorótica mostrando sus raíces encostradas de lodo seco y cuarteado. Más allá se ven amarillentos conos de paja seca y reluciente que chispean como enormes cañas de manzanilla.

Vamos en alas del vapor y nos es imposible fijar la vista en un solo cuadro. Debajo de aquel árbol, cuyo redondo y ancho ramaje semeja un enorme quitasol, dormita un labriego, el chambergo medio echado sobre los entornados ojos heridos por el resol, la ancha faja de color rojo enredada como una serpiente á la cintura y los juanetudos pies amortajados en pringosas alpargatas. Tiene el cogote apoyado sobre entrambas manos puestas en cruz; las piernas abiertas; á su cabecera duerme un mastín, que, de tarde en tarde, entreabre los apopléticos ojos, á fin de husmear si alguna cabra se descarría; á sus pies, una labriega, de pañolón, rojo también, atado á la cabeza, curtida la arada y cobriza faz, de ancha falda de burdo y abigarrado género, acaricia, puesta en cuclillas, á un cabrito que la mira con dormilentos ojuelos. Más allá un macho cabrío, de canosa barba, grave continente y retorcidos cuernos, se refocila con una cabra que, por lo visto, no está para requiebros. Mientras rumia filosóficamente el verdoso pasto, un cabrito, que debe de ser carne de su carne, la chupa, á cabezadas, el jugo lácteo que se la derrama de las hinchadas ubres. A corta distancia un morueco mira con impasibles ojos á la cabruna pareja. Acaso recuerda que él también tiene su hembra cuando la ha menester.

Voló el paisaje con vertiginoso giro. Cambio de decoración.

El sol se sumerje majestuosamente en un piélago de sangre. El cielo está limpio y azul. En el horizonte se le sorprende besuqueándose con el mar que se dilata en la lejanía con rumorosa queja. De lo alto de una loma ladra un perro desaforadamente al tren que pasa á toda llave, desceñida, al viento la ondulante cabellera de humo. El vaho de sombras de la noche se va difundiendo por el espacio; el valle, la llanura, todo, parece esfumarse en las últimas notas de verde pálido que se desprenden del follaje. Las estrellas empiezan á jugar al escondite haciendo picarescos guiños á los que estamos abajo. Frescas oleadas de aire salitroso abofetean cariñosamente el rostro del viajero. Una palidez de muerte, la palidez de la conjunción de la luz crepuscular con la negrura de la noche, hormiguea, como un polvillo de oro, en la atmósfera.

Los nogales se valen de la ocasión para ejercer de fantasmas. La nostalgia de la tarde, con su cortejo de misteriosos ruidos, pulsa el arpa de los recuerdos, y el alma—esa romántica incurable—la acompaña con melancólicas notas de suspiros y sollozos. Todo parece que danza fantásticamente en torno nuestro, al satánico son de la locomotora que mueve sus grandes patas de hierro y aulla estrepitosamente...


* * *


Ya estamos en la Coruña. ¡Valiente dolor de cabeza el que me ha levantado el traqueteo del tren!

Al hotel cuanto antes, y... á la cama deprisa y corriendo. En la cabeza me suena confusamente el rechinar de los carros, las trepidaciones y rugidos de la locomotora; la charla insustancial, taraceada de interjecciones, de los pasajeros; la voz cascajosa de los pregoneros de las estaciones:—«¡Señores viajeros, al tren!»,—el grito aflautado y penetrante de las vendedoras de frutas y de la lechera... ¡del demonio!

Han dado las siete de la mañana.,El sol se ha permitido despertarme espejeando en los cristales del balcón. El aire fresco del mar, saturado de sales, hace bullir mi sangre y comunica vigor á mis miembros. A la calle. Algún que otro madrugador lee en el Relleno los periódicos de la mañana. Un ciego, de bracero con una vieja, vocea La Voz de Galicia. Un carro, tirado por robustos bueyes y atestado de maíz, asorda la calle con el rechinante zumbido de sus macizas ruedas.

Me dirijo á una cuadra, pido un pollino, y es de ver á los alquiladores disputándose mi pobre humanidad por la fabulosa suma de ocho reales. Con un pie en el estribo y apercibido ya para ponerme á horcajadas sobre mi cabalgadura se precipita sobre mí un gallegazo, me carga y me monta sobre otro pollino, que, según él, es más andador y cómodo.—A Pasaje—le digo, y un par de estacazos y un grito ponen en locomoción al adormilado asno.

Por allá viene una á modo de invasión de bárbaros.

Son aguadores de ambos sexos. El ruido de los zuecos, en que llevan holgadamente metidos los pies, semeja el arrastre de cangrejos que retozan en sus cuevas. Ellas son robustas, de amplias y redondas caderas, indicio de fecundidad; abultado seno y caras encendidas y lustrosas como manzanas mojadas por el rocío. Unas llevan á cuestas, á la usanza de los salvajes, al zarandeado mamón que moquea como una fuente y berrea como un becerro. Son los ojos de la gallega lánguidos y húmedos; su charla, que parece un arrullo, dulce y flébil; en su cara pomulosa, no relampaguea la alegría picante y maliciosa de la mujer andaluza; su cuerpo no es garboso ni se ven en él las líneas de la belleza griega; es la mujer de contextura recia, hecha para las labores del campo, para la propagación de la especie. Vedla allí cavando, sembrando ó podando, mientras un cerdo gruñendo hoza junto á ella en el fango.

Pasaje es un pueblecito pegado al mar. Hay ea él unas cuantas casuchas y dos ó tres fondas, donde se comen sabrosas y frescas ostras, y se bebe un vinillo delicioso. Así, á medios pelos, después de haber almorzado heliogabálicamente, se mete usted en un bote hasta las cuatro ó las cinco de la tarde, en que regresa usted á casa en su pollino que le aguarda á la puerta de la fonda desde por la mañana. Paso á paso, medio apoplético, encendida la cara por el sol, calenturienta la cabeza, va usted por la carretera, camino de la ciudad. El sol va muriendo á lo lejos; el mar respira mansamente; el paisaje se va ensombreciendo, y melancólicos cantos resuenan, con adormecidos ecos, en la lejana choza, cuyo ojo de luz pestañea con intermitencias. ¡Cuánta poesía y qué sosiego tan solemne el de la Naturaleza! Aquí, en este apartamiento, no se oye el rumor de las murmuraciones de la corte, ni los silbidos de serpiente de la envidia, ni se respira la atmósfera sofocante, saturada de vahos y de humo, de los cafés...


¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido!...

De todo un poco

El Sr. Isunza dirije á D. Daniel López, desde El Imparcial. una carta en que se queja de que Valera y Campoamor desdeñen la filosofía. El Sr. Isunza—amigo del Sr. López—deplora, además, que se confunda tan lastimosamente en el día el significado de dicha palabra.

—Este caballero—me dije al leer los primeros párrafos de su descosida carta—nos va á enseñar una nueva filosofía, algo así como El Perfeccionismo absoluto de cierto detraquè mejicano. Lejos de eso, el Sr. Isunza nos da la gran lata espiritualista.

El espiritualismo—créame el Sr. Isunza—ni es filosofía, ni lo ha sido acaso, ni para maldita la cosa que sirve, por mucho que cuente en la actualidad con representantes tan ilustres como Paul Janet. La filosofía contemporánea ha derruido el viejo edificio de todas esas escuelas metafísicas. Filosofar in vacuo no es filosofar. Hoy se piden hechos, y la ciencia toda procura fundarse en los hechos. La lógica formalista se ha desmoronado á los golpes de la lógica experimental. La lógica es la ciencia de la demostración. Para poder aplicarla es necesario conocer antes el instrumento de que se vale: el espíritu, no en su sentido etéreo, sino en su sentido fisiológico. Una lógica que pretende explicar el pensamiento por el pensamiento mismo, en abstracto, sin apelar á la experiencia, será todo, menos lógica. ¿Cómo nos cercioramos de que tenemos una masa encefálica? ¿Cómo explicar la aparición de las ideas en el espíritu sin tener en cuenta la cópula de lo objetivo con lo subjetivo?

La mayoría de los hombres contemporáneos de más autoridad son, ó han sido, fenomenalistas: Darwin y Huxley, Hæckel y Vogt entre los naturalistas; Stuart-Mill, Bain, Spencer, Wundt entre los filósofos, etc., etc.

Los hay que quieren aliar el monismo con el espiritualismo, como Quatrefages, entre los naturalistas, y Guyau entre los psicólogos, por ejemplo.

¡Cuántos fenómenos de origen misterioso, al parecer, ha puesto en claro el razonar, fundado en la experimentación, de la ciencia contemporánea! Es mucho más fácil soñar que observar y estudiar los hechos esparcidos á nuestros ojos,—El evolucionismo no es filosofía—dicen los espiritualistas.—Y el espiritualismo ¿qué es? Una perturbación mental del dominio del patólogo. (Vuelve por otra).

De mí sé decir que aprendí á espiritualista en un periquete. En cambio, la ciencia transformista me pone miedo en el ánimo y... me enseña á ser humilde.


* * *


—¡Ahí me las den todas!—contestarán ustedes los madrileños si les digo que cierto señor Terry, diputado á Cortes, hombre de mucho dinero (sesenta millones de reales aproximadamente) y un si es no es filisteo (léase la pintura de este tipo alemán en Heine y Schopenhauer), ha pronunciado en Cienfuegos (Isla de Cuba) un espantoso discurso con motivo de la inauguración de un teatro de aquella localidad.

El discurso—ya lo he dicho—es espantoso desde el punto de vista literario, y sobre espantoso, ridículo. El Sr. Terry se concreta á decir que su padre (q. e. p. d.) valía mucho (como que testó veintitantos millones de duros), y que si todos los cubanos hubiesen educado á sus hijos como el Sr. Terry (padre) educó á los suyos, otro gallo nos cantara. Gracias, señor elefante. (Es broma, porque el Sr. Terry no tiene nada de paquidermo.)

En lo que sí tiene razón que le sobra el orador millonario, es en decir que los cubanos nos pasamos la vida soñando, como Segismundo. Pero, ¿acaso el Sr. Terry (hijo) no sueña... en ser orador, verbigracia?

Los periódicos habaneros han llamado ilustre, elocuente, etc., al señor Terry. Aquí del poeta:


«Ese bello carmín de doña Elvira
no tiene de ella más, si bien se mira,
que el haberla costado su dinero.»


No quiero decir que el Sr. Terry haya pagado los bombos. Lo que quiero decir es que... Poderoso caballero es don Dinero, como dijo el satírico.

Yo he pronunciado ante mi patrona y algunos huéspedes discursos mucho mejores que el del diputado autonomista, y nadie me ha llamado ilustre, á no ser el portero, que dice de mí, siempre que tiene ocasión, que el talento no me coje en la cabeza... porque le doy propinas, no crea el Sr. Terry que por amor al arte. Verdad es que no he convidado hasta ahora á comer á ningún redactor de La Correspondencia, ni pienso convidarle.

D. Emilo Terry pensará de mí—sí es que lee este articulejo, que lo dudo, porque ¿quién que tiene tantos millones lee critiquillas?—que le tengo envidia. C'est vrai. ¡Cómo no envidiará un hombre que posee una cantidad con la cual me comprometo á heticarme en menos de diez meses!


* * *


—«Ya véis, señores (dirá el Sr. Terry), los vicios de nuestra mala educación. No quiere el dinero para emplearle en cosas útiles, sino para derrocharle en orgías... Yo, aunque no he leída la Educación intelectual, moral y física, de Spencer, creo que debemos optar por los conocimientos más útiles... como el cultivo de la caña, por ejemplo. Nada de literatura. ¡Brazos! ¡Brazos! Eso es lo que hace falta. Lo demás son pamplinas...»

No, no se figure el Sr. Terry que, á tener yo su fortuna, iba á ser un Monte-Cristo ó cosa así. Me daría muy buena vida. Por de pronto, me iba á París ó á Londres, adonde Clarín me recomendaba que fuera (véase el prólogo de mis Escaramuzas) no sé si de veras ó en broma (¡es tan irónico mi estimado amigo!); compraba una gran biblioteca, aunque no fuese más que para enseñarla á mis amigos y darme lustre de leído; lo demás... ¡cuando digo al Sr. Terry que me comprometo á ponerme tísico en diez meses...!


* * *


¡Lo que son las cosas!—que diría un filósofo casero.—En Cuba los asuntos del día son el nombramiento del nuevo Capitán general y... el discurso del Sr. Terry; y en Francia, aparte de la crisis, la aparición de la última novela de Zola, La Bête hamaine.

La cual será todo lo epopeya prehistórica que quiera Lemaître; pero es hermosísima, con soberana hermosura. La observación siguiente del autor de Les Contemporains es exacta: hay escritores que estudian al hombre en su grado más alto de civilización y complejidad psíquica (como Bourget, digo yo), y escritores que le estudian en el despertar de su vida intelectual, en el período de los instintos, como si dijéramos: Zola, por ejemplo.

Y es que Zola, como advierte en otro lugar el propio Lemaître, tiene un temperamento épico (épico bíblico, diría yo), pesimista y simplificador. Sus novelas son verdaderas epopeyas, en las cuales los personajes se mueven con la fuerza solemne de las grandes masas.

Se podrá no estar de acuerdo con la estética del maestro; podrá tildársele, como le tilda Renán, al decir de The Pall Mall Gazette, de no ver la vida en su totalidad puesto que prescinde del elemento sano y bello que en ella existe; pero ¿quién puede negarle genio maravilloso en la reproducción exacta encendida y brutal de la vida, enormemente triste y tormentosa, de esos temperamentos devorados por las enfermedades, heredadas ó adquiridas, que sucumben á la miseria, ó al fatalismo de sus pasiones ó á los influjos del medio, luego de luchar con ellos desesperadamente?

El artista tiene el derecho de elección; no puede ni debe exigírsele que abarque toda la vida. Basta con que lo que pinte sea hermoso, desde el punto de vista artístico, y real. ¿Es verdad lo que describe Zola? ¿Es grandioso? Pues admíresele con todas sus faltas—que son muchas—como se admira al elefante, á pesar de lo montuoso, grasiento y áspero de su piel, de lo ridículo de su cola, de lo enorme y pegadizo de su trompa y lo rudimentario de sus patas de pisón.

No, no tiene Zola el temperamento refinadamente sentimental y melancólico de Flaubert, ni la tersura, corrección y limpidez de su sobrio y musical estilo. Las novelas de Zola parecen contadas á gritos con grotesca mímica teatral; las de Flaubert, contadas en voz natural de melodiosas inflexiones y con ademán expresivo, pero elegante y culto. Zola empuja bruscamente á los personajes; Flaubert les pone en una pendiente resbaladiza á fin de que ellos mismos se deslicen suavemente.

Pongamos un ejemplo: Madame Bovary y Teresa Raquín, La primera va de escalón en escalón, por sus pasos contados, hasta el abismo; la segunda, se arroja desde lo alto, de un solo brinco.


* * *


En Flaubert no huelga nada; es impecable. Zola tiene mucha hojarasca y no pocas páginas de sus novelas podían suprimirse. Zola es psicólogo, á su modo; pero su psicología puede compararse á la práctica del médico que por síntomas que saltan á la vista, diagnostica el mal; al paso que la psicología del autor de Salambó se parece á la penetración del patólogo que por una manchita, casi imperceptible, de la piel, descubre una enfermedad secreta y honda, casi en germen todavía. Además, la psicología de Flaubert es más sutil y complicada.

Pero, ¡á dónde voy á parar!


* * *


Doña Emilia Pardo ensalza, en una nota bibliográfica de La España Moderna—revista que leo siempre con vivo interés—los versos del duque de Rivas (hijo) que aparecieron, poco ha, con un prólogo de Cañete, ese La Harpe injerto en un Brunetière traducido y echado á perder.

Doña Emilia llama al Duque «elegante, dulce y delicado poeta lírico.» Yo he leído las trovas del Sr. Saavedra y, á media lectura,


«cerré los ojos y perdí el sentido»


El Duque se me antoja un poeta devoniano, ó algo así. En su tomo de ripios no veo sino vulgaridades más ó menos académicas. Por el título de muchas de sus composiciones puede juzgarse de la tendencia silvestre de su musa: «A un arroyo», «La tormenta», «El lirio», «La flor marchita», etc, etc. 

La poesía «A un arroyo», comienza así:


«Cruzando alegre la feliz pradera


(Las praderas no son felices ni desdichadas, señor Duque.)


caminas al azar,
la pompa que engalana tu ribera
ufano en retratar,»


(Esta estrofa tiene todo el corte de una copla de ciego,)


«Y al rayo de la luna, rebozadas
en cándido cendal


(verso romántico mandado recoger)


vénse ligeras, vaporosas hadas


(¡hadas, en las agonías del siglo XIX!)


jugando en tu cristal»


¿Será posible que doña Emilia, que tiene tan exquisito gusto, crea que quien versifica tan desdichadamente es un poeta delicado y elegante? ¡Doña Emilia se burla del Duque!

En A una flor marchita, leo:


«Flor hermosa y lozana
rica fragancia tu corola espira...
¡Cuánto brillar tu grana
puede en el seno cándido de Elvira!»


Amigo Valbuena: Usted que anda á caza de ripios aristocráticos, ¿no conviene conmigo en que el duque de Rivas es... un microcéfalo, poéticamente considerado?


* * *


En el propio número de La España Moderna, y en un insípido cuento titulado Travesura pontificia, escribe doña Emilia:

«Los Papas ven, ¡y desde una legua! (salvo cuando estén malos de la vista, digo yo), sienten crecer la hierba ¡y con qué finura (figuraciones de doña Emilia), lo observan todo ¡con cuánta penetración! y se ríen... (¿de los que creen en ellos?) con humana y discreta risa.»

No lo niego: pero se me ocurre preguntar: todos los Papas ¿son como los pinta doña Emilia? ¿Cuántos Pontífices ha conocido la Sra. Pardo? ¿Valdría decir: todos los médicos son caritativos, sabios y certeros? ¡Los que lo sean, Señor! ¡Qué prurito de generalizarlo todo!

Agrega dona Emilia que el que quiera aprender mundología, que se venga aquí; no, que se vaya al Vaticano. Bueno; pero no sin leer antes Promenades dans Rome, de Stendhal.

Por lo demás, el tal cuento se pasa de tonto, con perdón de Su Santidad y de la varonil escritora.

Escritores festivos

Hay en Madrid cada escritor jocoso con más intención que... unos puntos suspensivos. De cualquier cosa hacen un artículo ó una poesía: de un cerdo colgado de la puerta de una carnicería, ó carnecería, como rezan los rótulos; de una chica de servir que, al volver de la compra, se lió á bofetada limpia con un mozo de cuerda; de una papeleta de empeño, de una media tostada... lo que se llama de cualquier cosa. Por supuesto que yo no les veo la tostada á los tales engendros de la musa festiva madrileña. Creen ellos (los autores cómicos, los malos, se entiende) que eso es el colmo del desenfado y del donaire. Un cerdo abierto en canal, ¿qué puede despertar en nadie, como no sea el apetito de comérsele en chuletas? Pues ahí está la ingeniatura, en versificar al cerdo. Real y verdaderamente es difícil meter un cerdo en redondillas, casi tanto como hinchar un perro,.que decía, el loco, de Cervantes.

De estos escritores chispeantes y ligeros (á ligeros no hay quien les eche el pie adelante), unos se dedican al teatro; otros, á escribir articulitos, que ni pinchan ni cortan, en los semanarias con monos; otros, á la crítica (sic), y todos á fastidiarnos con sus gracias... mohosas.

Ellos se han dicho: el gusto de la época tiende á lo corto, á lo momentáneo; nuestro siglo es un siglo eminentemente impresionista; prefiere el telegrama, la noticia de sensación, el chascarrillo, el cuento picaresco y superficial á los ariículazos serios como... una esquina, á los panzudos volúmenes de prosa indigesta. Además, ya lo decía Shakespeare: la brevedad es el alma del chiste.

Entre un escritor ligero, pero ingenioso, como Vital Aza, por ejemplo, y un literato grave y sabihondo, un Cánovas, como quien dice, no es dudosa la elección. Pero, en rigor, ¿se puede llamar escritores festivos á esos mozalbetes presumidillos, imitadores de Campoamor los unos, y de Vital Aza los otros, que se esfuman por los periódicos en quintillas chulescas que huelen á flamenquismo que apestan? ¡No y mil veces no! (Con mucha energía, con la de aquel á quien tratan de quitarle los cuartos.) Sabido es que en España todos versificamos. Pero el busilis no está en versificar, sino en versificar bien, con desenfado, ingenio y corrección. La corrección no consiste solamente, como cree el vulgo, en hacer versos sonoros y en observar las reglas de la rima. En una octava no debe haber versos agudos, como se ven en muchas octavas de Espronceda; en una quintilla no deben pasar por consonantes voz y arrebol, por ejemplo. Tampoco es tolerable que en un verso haya asonancias, como en este de Núñez de Arce:


«ese trémulo acento en que la idea...»,


por mucho que los clásicos estén plagados de defectos por el estilo.

Perfectamente, señores. No seré yo quien les ponga pleito. Pero hay otra corrección más importante que ésa, la que se refiere á la verdad de la naturaleza. En este sentido, Shakespeare, según advierte Macaulay, es un escritor correctísimo, á pesar de sus violaciones gramaticales y retóricas.

Claro que en lo festivo, como enseñan los retóricos, no se exige la verdad que ellos (los retóricos) llaman absoluta, en oposición á la verdad relativa. Antes el gracejo de una agudeza releva al escritor jocoso, si no del todo, en parte, del respeto que á la verdad debe guardarse. Quevedo, pongo por caso, en su Gran Tacaño, pinta al Dómine Cabra con tal exageración, que nos desternilla de risa, ¿Hay zapato de hombre, por gigantesco que sea éste, que pueda servir de tumba á un filisteo? Hipérboles de este jaez se encuentran á porrillo, no sólo en el Gran Tacaño, sino en muchas obras del propio Quevedo y de otros satíricos.

¡Qué difícil es mover á risa sin menoscabo de la verdad y de los cánones literarios, de los que se fundan en la naturaleza y no en el mero convencionalismo de los gustos particulares!


* * *


¿Y dónde me dejan ustedes á los que se las echan de críticos... satíricos, sin tener ingenio, ni Cristo que lo fundó? Para ellos no hay reputación respetable. Zorrilla (á quien yo, con perdón, no juzgo tan gran poeta como dicen) es un viejo chocho, fantasma de un romanticismo delirante y gárrulo; Núñez de Arce, un versificador ampuloso y hueco; Campoamor un descamisado literario...

Conste que éstas no son invectivas mías. Las he oído de labios de esos jóvenes biliosos y desesperados, en la mesa de un café, no diré cuál. ¡Hasta el mozo—que me recordaba al PipíLa Comedia Nueva—metía su cucharada!

Por el contrario, pecan de archibenévolos con los principiantes, á quienes ponen


«fuera del mundo, en la región etérea.»


Soy el primero en creer que á los que empiezan y revelan ingenio debe alentárseles, pero con parsimonia y sanos consejos.

Ya sé que á mí no me tragan, y cuenta que no me las echo de maestro, ni mucho menos, por la sencilla razón de que no les elogio, como si yo hubiera venido al mundo para aplaudirá todo el que escribe.

Empiezan por ser furibundos enemigos míos; no pierden ocasión de morderme, y cuando se convencen de que yo no les hago maldito el caso, solicitan mi amistad y entonces hay que oirles.—Si usted siempre me ha sido muy simpático. Si yo le he pegado á usted ha sido por buscarle la boca. Usted vale mucho, etc.

El mismo efecto que me produjeron los vituperios, me producen las alabanzas de estos sietemesinos.

—Pero, hombre—le pregunté cierta vez á un joven amigo de otro que me satirizaba en todos los papelitos que podía: ¿qué le he hecho yo á ese joven amigo de usted para que me trate tan mal?—Verá usted. Dice que hace muchas noches le fué presentado á usted y que usted, á pesar de eso, le vió la otra tarde en la calle de Alcalá y le negó el saludo.—¡Me gusta! De suerte que si le saludo ¿me da un bombo? ¿Qué culpa tengo yo de ser tan distraído? Dígale que no sea tonto y que sé deje de esas majaderías, que yo le saludaré tan pronto como le vea. (Histórico.)

Se podía escribir un artículo titulado: Infancia de los saludos en la crítica española.


¡Cómo pensar, oh crítica española,
que en pocos lustros descendieras tanto!


como dijo Núñez de Arce, salvo lo subrayado, con ocasión de la muerte de Ríos Rosas.

Mi fama de orgulloso y despreciativo, entre gran parte de esos liliputienses literarios, ha nacido de mis distracciones y de mi modo de andar, aunque parezca mentira. ¡Orgulloso yo, que raras veces voy al Real porque... no tengo el dinero para la butaca! Confieso que no me gusta el paraíso. Por donde se explica mi humildad. Si fuera orgulloso, me iría arriba, á lo alto.

Soy de los que ni buscan ni desprecian á nadie. Prefiero, eso sí, un enemigo á un amigo. Verdad es que casi todos los enemigos empiezan por ser amigos y... á la inversa. Salvo excepciones, jamás he solicitado la amistad de nadie. Soy refractario, por naturaleza, á las presentaciones y á los servilismos más ó menos atenuados. Puedo decir, su temor de ser desmentido, que los más de los amigos, mejor dicho, de los conocidos que tengo, me les he encontrado en la calle.—¿Usted es Fulano?—Sí, señor.—¿Y usted es Zutano?—Sí, señor, y... anda con Dios.

Y obro de igual manera con el sexo femenino.—Usted no me conoce á mí, ¿verdad?—No, señor.—No importa. (Pausa.) Pues usted me gusta mucho, y yo, aunque no vengo con buen fin, deseo tratarla, si usted no se opone.—Y... ó me dan calabazas, ó me admiten. ¡Soy muy Tenorio!

Pero volviendo á lo de engreído, cosa que al público no le importa. En rigor, ¿hay algo que le importe á este público, como no sea que le rebajen la contribución? Tan no soy engreído, que verán ustedes.

Yo (satánico yo), que tengo la mala costumbre de ser equitativo (no quiero decir que sea de La Equitativa¡sociedad de seguros), hablo de los libros que me remiten (porque á mí ya me remiten libros... cosa que tampoco le importa al público) con entera franqueza y justicia, ó por lo menos, con lo que yo entiendo por justicia. Se ha dado el caso de que algunos de esos autores á quienes yo he elogiado, porque á mi ver lo merecían, han dicho de mí, á raíz de la publicación del bombo, que yo no sabía de la misa la media. Yo he reflexionado (¿quién no ha reflexionado alguna vez en su vida?): si soy tan para poco, en sentir del autor elogiado, ¿á qué me remite su libro? Claro que me le remite para que yo le celebre, que á nadie sabe mal la alabanza, aunque venga de un porro.

Bueno. ¿Ustedes creen que eso influye en mí hasta el punto de volver la tortilla y poner como nuevo, en cuanto se me presente la ocasión, á quien antes elogié? De ningún modo. ¿Que no valgo nada?... ¡Qué le hemos de hacer!

Y si se me ofrece la oportunidad y la cosa lo merece, vuelvo á celebrarle, sin acordarme de las perrerías que de mí haya dicho. ¿Que me envía un libro malo? Pues le sacudo el polvo, y en paz.

¿Puedo ser más llano y sincero?

En un periodiquito de Barcelona acabo de leer una critiquilla, ó lo que sea en que declara el que la suscribe que mis escritos se le indigestan. Pensarán ustedes que le guardaré rencor, que le daré la callada por respuesta. Ni por pienso; le contesto ahora mismo, en caliente, y me quedo tan fresco: mis escritos no le gustan á usted porque no se ha hecho la miel... (¡Ya estoy vengado!)

Otro ejemplo y voy á concluir, como dicen ésos oradores diluvios que no escampan ni de día ni de noche, que dijo Quevedo. La Epoca, que no me puede ver, yo no sé porqué (acaso por lo bien que suelo hablar de D. Antonio), me dice, entre otras lindezas, que la crítica debe ponerme las peras á cuarto, porque he dado en la manía de atacar á la Academia con el fin de adquirir celebridad.

Concibo que se adquiriese nombradla arremetiendo contra un vivo forzudo y brioso; pero contra la Academia, que es un cadáver putrefacto... vamos, que La Epoca está tocando el violón.

Este arañazo no me le contestará La Epoca hasta que yo le remita otro libro mío, ¡Rencorosa!

Un tenorio de ida y vuelta

(Á mi querido amigo y paisano Ortega Munilla)

I

Razón que le sobraba tenía la gente del pueblo para renegar de la hora en que á D. Próspero le dió por ir á donde no le llamaban. ¿Sabía él acaso pizca de francés? Gracias que rumiase un castellano atiborrado de criollismos y voces de la Montaña.

¿Se hablaba de la pesca de la sardina? París al canto. ¿Se charlaba sobre el tiempo? Dale con París.

—¡Estás inaguantable con tu dichoso París!—le decían sus amigos.

Encerrado en la bodega de un pueblo de Cuba había pasado D. Próspero su juventud. A la legua se notaba que no había tenido relaciones sino con los arrieros y la gente labradora. A pesar de lo cual, conservaba cierta irresistible inclinación á lo pomposo y lo grande. Le admiraban los árboles enormes y copudos, las montañas ingentes, ante las cuales se pasaba largo rato en silenciosa contemplación. Muchas veces se le sorprendió en la playa echado sobre la arena, fijos los ojos en el azul del cielo ó abiertos de par en par sobre las encrespadas sinuosidades del Cantábrico. ¿En qué meditaba? Acaso su pensamiento, cabalgando sobre las olas, llegaba á la cubana orilla y se alojaba luego en aquella tienda de víveres, donde sus años juveniles corrieron entre los sacos de arroz y de harina, la jerga del público tabernario y las monotonías del campo...

Era un hombre no del todo ignorante. Algo había leído en sus ratos de ocio: novelas espeluznantes, libros de propaganda antireligiosa y discursos políticos efectistas. En el portal de la tienda discutía con los guajiros sobre la proximidad de los ciclones, la existencia de Dios ó los peligros de la autonomía, á la que no miraba con malos ojos, porque tenía un hijo mulato, un bijivita, como él decía, que le reconciliaba con la tierra.

Leía en alta voz el Diario de la Marina á los campesinos que se agrupaban en torno suyo, los unos con el jipijapa, rojizo de tierra, echado sobre los ojos, y la mano en el puño del machete, indolentemente recostados contra los horcones, y los otros puestos de bruces sobre la cabalgadura ó sentados en el suelo á la usanza china.

A las diez cerraba su establecimiento y se echaba, vestido y todo, sobre un catre pringoso y desvencijado. Arrullado por las chicharras y los grillos, cuyos ásperos sonsonetes semejaban el gruñir de un violín herido por un arco sin pezrubia, daba suelta á su adormilada fantasía, que volaba siempre sobre el mismo punto cual mosca tenaz en torno de una gota de miel.

Pensaba en hacer dinero, mucho dinero, para irse luego á la Montaña, donde le esperaba su Catuca, con quien se carteaba de diez en diez correos.

Realizado que hubo sus ilusiones, se volvió al terruño y se unió con su montañesuca, rolliza hembra que le dio abundante cosecha de chiquillos.

Vivía tranquilo: por la mañana se reunía con los caciques del pueblo, en el Burladero, donde se despellejaba á todo bicho viviente.—Esto no es pueblo. ¡Esto es una indecencia!—Claro, con el alcalde que tenemos...—¡Cuidado con los bailes que da D. Serapio!—Que se vaya la colonia veraniega, y ya saldrán á relucir las trampas.—¡Valiente colonia veraniega!—¿Saben ustedes lo que he averiguado? Que ese caballero, que sé las echa de amigo de Sagasta y nos cuenta que ha estado en Londres y en Alemania, es un sablista de profesión.—D. Sinforoso lo que quiere es ser alcalde; desengáñese usted: todo se le vuelve poner banderas y tirar cohetes en celebración del Santo de... Perico el de los Palotes.—¡Y pasearse por el pueblo saludando á todo el mundo!—Adiós, Isabeluca.—¿Y esta todavía no?...—Por ahí se dice que...—¡Vaya una lengua!—Anochecido, se ponía á pescar desde el puente.—¡Que siempre haya de pescar pulpos!...—exclamaba indignado. Luego comía, y á las diez, á la cama.—¿Qué has pescado esta tarde?—le preguntaba su mujer.—Lo de siempre.—Los pulpos van á ser tu perdición—exclamaba ella riéndose.

Una tarde se habló de la Exposición de París y de lo barato de los billetes de ida y vuelta,—Hay que ver esa torre Infiel, ó como se diga. ¿Quieres venirte conmigo?—le dijo otro indiano amigo suyo.—Y en un decir Jesús aviaron las maletas, y... ¡á París, á París!

II

Coincidió su vuelta de la gran ciudad con la caída de la hoja. Regresó atolondrado y triste. Si él hubiera sido poeta ¡cuánta melancólica reflexión no le hubiera sugerido aquel adiós de las hojas al otoño!

Por su cabeza rodaba sordamente el estrépito de aquel París que se volcaba, como un océano hirviente, sobre la Exposición; en su retina chispeaban los colores y las formas de las cosas que había visto, y en su oído zumbaba como una sinfonía de besos el mimoso arrastre del hablar afectado de las francesas..

La ira que despertaba en él oir á todas horas y á todo el mundo expresarse en una lengua que él desconocía, se trasformaba en abatimiento hasta el grado de sentir grandes ganas de llorar. Se suponía humillado; creía que se burlaban de él hasta los caballos, aquellos enormes caballos de los tranvías, y cuando la necesidad le obligaba á comprar cerillas ó tabaco, se estaba largo rato ensayando estas palabras: des allumettes, des cigarettes. No se atrevía á mirar á las mujeres. ¡Las francesas son tan descocadas! Si me llaman, ¿qué las digo?—murmuraba entontecido por aquellas provocativas miradas del amor callejero.

—Yo traigo guita—se decía.—¿Por qué no me las he de ir al bulto? ¿Cómo se dirá en francés: quiere usted que la acompañe?

¡Con qué desprecio miraba, con los ojos del recuerdo, desde la torre Eiffel, aquella casita suya perdida entre las montañas! Dirigió una tarjeta postal al cura, el único que se salvaba del naufragio de sus amistades. Recordaba á su mujer, hermosa, pero guarra, y comparaba su sordidez y estulticia con la limpieza, el garbo y el esprit de las francesas.

—¡Mis amigos! ¡Uf! ¡Valientes mamarrachos que á estas horas estarán pensando en la pesca de la sardina ó en los bandos del bruto del alcalde!

¡Esto es grandioso!—rumiaba después, sin razonar su admiración. No se explicaba nada de lo que veía. Pasaba por las galerías de la Exposición como alma que lleva el diablo, recogiendo anuncios. Si se paraba ante algún escaparate y le preguntaban en francés si se le ofrecía algo, daba media vuelta, encarnado como una amapola, de puro corrido.

En la galería de máquinas le sorprendió el vaivén de trueno de las palancas, la enormidad de las ruedas, el aullar del vapor, la insolencia de la luz eléctrica y el gentío abrumador que se revolvía ávidamente en aquel inmenso manicomio del hierro que se agitaba con las convulsio de la locura.

III

¿Cómo y dónde la conoció? Al subir al vapor, saliendo de la Exposición. Era una hembra de rompe y rasga; rubia, de ojos claros, caderas arqueadas y macizas; de sonrisa picante que se la derramaba por la cara como una luz blanquecina; mundana prestigiosa un tiempo que rodó, como una ola, entre las altas mareas de la corrupción y del lujo. Tuvo un amante español de quien aprendió algunas palabras, las suficientes para darse á entender.

Tarda en el sentir, pero enamorada y celosa, cuando quería, hasta el punto de mirar de hito en hito á sus amantes en los ojos, á fin de escudriñar en el fondo de la pupila las invisibles ráfagas de los cambios sensitivos.

De su boca pequeña, roja y húmeda, salían á bandadas los mimos mezclados con reprimidos bostezos de aristocrático hastío; en su andar había mucho de la nerviosa gentileza de la cebra, y todo su cuerpo estaba como espolvoreado de deseos.

En una noche de abandono, D. Próspero se lo contó todo: la dijo que era casado, que tenía hijos y… doscientos mil duros de capital.

Ella, con el índice en la boca y los ojos entornados inquisitivamente, le oía sin perder ripio, y pensaba:.

—No quiero decirte yo á manos de quien van á parar esos cuartos. Es lástima que seas casado—agregó después de una pausa y pasándole la mano por la cara.

A fuerza de fingimientos adorables en que la pasión tomaba ya el color gris del mar en tarde de invierno, ya el tono triste de una puesta del sol, ya el de las alegrías del despertar de un día hermoso, el infeliz llegó á creer sinceramente en el amor de aquella gran cómica del placer.

—¿Por qué no lo abandonas todo y te vienes á París á vivir conmigo?—le decía pérfidamente en un castellano tartajoso y lento.

Él, mirándola con sus carnosos ojos de becerro que llora, la contestaba que eso habría que pensarlo...—¿Y mi mujer y mis hijos?

Ella callaba, fingiendo respetuosa resignación. Luego añadía con voz melancólica:

—Tienes razón.

Esta respuesta, aparentemente dolorida, le irritaba. Luego sentía esa vaga sensación de miedo y de tristeza del que piensa en ejecutar un acto reprobable.

En los espejismos de sus cavilaciones veía ya su casa, perdida entre las montañas, derrumbarse piedra á piedra y á sus hijos harapientos vagar por el pueblo implorando la caridad pública.

—¡No! ¡Lo que me propones es una iniquidad!—rugió después de estas reflexiones.

Latía en semejante protesta un grito contra su suerte y algo así como el adiós para siempre á aquel regazo de tibios sensualismos.

Estaba loco por ella, y embriagado con aquellos besos que jamás había sentido, dudaba de si era él ú otro quien estrechaba entre sus brazos tan bella escultura.

Había que oir al verdadero amante cuando hablaba con ella respecto del indiano.

—¡Vaya un rinoceronte!—exclamaba riéndose.—¡Cuidado que tienen ustedes estómago!

A ella maldita la gracia que la hacían semejantes bromas. Ella podía burlarse de él, porque, al fin, tenía derecho; pero el otro, no. No podía negar que había compartido con Próspero sus noches, y, en su vanidad de mujer, le estaba agradecida al culto ciego que rendía á su hermosura.

Una tarde, de sobremesa, riñeron á causa de estas burlas; pero el enojo se evaporó con la espuma de varias copas de Champagne.

—Los dos debemos quererle—agregaba ella. Si no fuera por él, tú no te pasearías por el Bosque, ni irías á la Comedia todas las noches, ni tirarías tantos francos al baccarat.

—Es verdad—contestaba él fríamente dando una larga chupada á un magnífico puro habano y retorciéndose las guías del bigote.

El indiano, á la sazón, se había ido á su pueblo á fin de realizar sus bienes y volverse luego á París. Ni el cura, con su elocuencia pedregosa, ni sus amigos, lograron disuadirle del propósito de jugar á la Bolsa, única excusa que halló con que justificar su ausencia, durante algunos meses, de la aldea.

¡Qué días de repugnancia los que pasó al lado de su mujer, de aquella garrida bestia, de cara grasienta, cabeza desgreñada y uñas de luto!

Del Gran Hotel, donde ella vivía, volaron á un piso principal de la calle de Rivoli, que le costaba un ojo de la cara. En menos de tres meses se gastó un dineral. Lamentándose un día de lo excesivo de los gastos, llegó á proponerla—¡el infeliz pensaba que le quería!—irse ambos á vivir modestamente á Versalles. Ella acogió con sonoras risas la proposición.—No, hijo; ser viciosa y vivir en la pobreza, es el colmo de lo cursi.

Todas las noches iban juntos á la Comedia, y por las tardes al Bosque de Bolonia. El infeliz empezó á sospechar de ella á causa de las tres horas diarias que empleaba en visitar á sus amigas, según decía. ¡Sus amigas! No eran malas amigas.

Una tarde tomó la determinación de seguirla. Entró en el Gran Hotel, en uno de cuyos cuartos vivía el amante á quien dedicaba las tres horas del embuste. Se puso á oir por el ojo de la cerradura y advirtió que su nombre rodaba en la conversación, que, por ser en francés, apenas si la entendía. Eso de que se burlasen de él en gabacho (así decía), le sublevaba. Se sintió tentado á echar abajo la puerta y á estrangularles.—¡Canallas!—sollozaba.—¡De suerte que mi dinero viene á parar á manos de este pillastre!—Entre tanto, su mujer le bombardeaba á cartas suplicantes.—«Ven, querido Próspero. No sabes lo triste que estoy sin tí. Tus hijos y todo el pueblo te extrañan mucho. ¿Qué es lo que haces allí? Ven, maridito mío.»

Vuelto á su casa, leía y releía, anegado en llanto de ira y de arrepentimiento, aquellos garabatos" de su mujer, que era la única que realmente le quería.

Por su memoria calenturienta desfilaban confusamente los recuerdos de toda su vida, y se lamentaba de que su dinero, adquirido á fuerza de ahorros y privaciones, hubiera tenido tan desastroso empleo.—«Yo que pensaba comprar este año una granja donde pasar el invierno, alejado del frío del Cantábrico...»—Y por este estilo iba enumerando mentalmente los muchos negocios en que hubiera podido poner su capital.

—Mañana mismo—dijo enérgica y resueltamente—me marcho á mi pueblo. Vé á burlarte de la madre que te parió, grandísima...—y trituró con los dientes las últimas palabras.

En un dos por tres arregló la maleta, y sin decir adiós á nadie, se volvió al terruño, con gran regocijo de su mujer, que le encontró muy viejo, y de los amigos, que le daban por muerto ó poco menos.


La tarde caía. D. Próspero pescaba desde el puente.—¡Otro pulpo! ¡Voto al chápiro!—exclamaba iracundo, recordando tal vez á aquel otro pólipo, hermoso y rubio, que le chupó la sangre y los cuartos...

Emilia Pardo y Eça de Queiroz

Escribir en España, dicho sea en familia, es como poner una tienda de guantes y chisteras en el Congo. «Entre nosotros—lo dice Valera—casi nadie lee ni compra libros.» Por donde se explica que haya editor que dé (cuando los da) veinte duros por la traducción de una novela, y veinticinco, sobre poco más ó menos, por un libro original.

¿Quién se enriquece en España con la pluma? ¡Qué digo enriquecer! ¿Quién gana lo suficiente para vivir? Nadie, ni el propio Galdós, el autor español más leído.

Consecuencia legítima de semejante literofobia, por parte del público, y de la desigualdad entre la oferta y el pedido, que diría un economista, es la publicación de tanto librejo sin enjundia.

¿Quién, que sabe que no ha de ser leído ni pagado, puede escribir con entusiasmo? Escribamos á lo que salga. Así como así, no habrán  de leernos más que los cajistas y los amigos ociosos. Tardar, cómo, tardó Flaubert, seis ó siete años en componer una novela, es imposible en España, donde gracias que se escriba al día... para los garbanzos. Y no le demos vuelta, ni citemos á Balzac: cuando se escribe de prisa, calamo currente, lo que se escribe resulta desmañado y muere al tiempo de nacer. Ya decía Esquilo que el tiempo no respeta lo que se hace sin contar con él.

El escritor en Francia, como logre abrirse paso, gana lo bastante para comer bien, vestir con elegancia, tener maîtrèsse—negocio que requiere una renta anual de algunos miles de duros—y pasearse cómodamente arrellanado en su coche.

En Londres, las grandes revistas pagan á sus redactores 500 francos por pliego, y el Times ha llegado á pagar 2.500 francos por un artículo. (Véase Notes sur l'Anglaterre, de Taine.)

Así da gusto ser literato.

El escritor español ha menester de un empleo, porque si cuenta con su pluma á secas, ya se lo dirá de misas la patrona echándole á la calle, á pesar de su ingenio (el del escritor, se entiende), si no paga á toca teja. Por donde tiene razón que le sobra Valera para decir que en España no se puede ser literato de profesión.

Bueno, no componga usted libros, dedíquese al periodismo. ¡Al periodismo! ¡Buena se la mando! ¿Qué sueldo han de pagarle á usted en un periódico que se vende á cinco céntimos? La verdad yo no me explico (es un decir) cómo puede sostenerse un periódico, que no es un grano de anís, vendiéndose á ese precio, à vil prix, que dicen los franceses.

Cierto que Le Petit Journal, de París, vale eso, cinco céntimos; pero compárese la tirada de dicho diario con la del de más circulación de España, Le Petit Journal imprime un millón de ejemplares. ¿Hay aquí publicación alguna cuya tirada exceda de ochenta mil números, y me paso de largo?

Acaso influya todo esto en la irritabilidad con que los más de los autores acogen las zumbas y reparos de la crítica. A un público indolente, que no se toma el trabajo de ir á las librerías y juzgar por sí mismo, ¡es tan fácil darle gato por liebre!

—El editor (reflexiona la víctima) me da dos pesetas por un libro que me ha costado el sueño de algunas noches, el público no me lee y, por contera, el crítico me apalea! Y al volver á casa puede que me encuentre á mi mujer de parto...

Mi buen amigo Sánchez Pérez discurre en este sentido con un espíritu de filantropía que le envidio. Suele él decir, cuando se le acusa de blando y pródigo en las alabanzas, que, puesto que el autor pasa las de Caín con la tacañería de los editores y el desdén del público—que así se cura de la crítica como el australiano de lo que piensa Bismarck,—¿á qué decirle verdades que le escuezan y que nada han de remediar?

Triste, sobrado triste es todo esto para los que, aunque suelen burlarse de muchas cosas, tienen resonancias en el corazón para las quejas de los menesterosos... Pero ¡que le hemos de hacer! Si el romanticismo melancólico que despierta la vida, cuando se la analiza, influyese á todas horas en nuestros actos y en nuestros juicios, nos pasaríamos lo más del año en un monólogo elegiaco y lacrimoso. El que venga atrás que arree, y ande yo caliente y ríase la gente. Convengamos en que la caridad está llamada á desaparecer. El egoísmo es lo que priva. Luchemos, y caiga el que caiga.

Desconsoladora verdad que nadie ignora, y que ha dado origen á tanto drama desgarrador, abrillantado por el arte.


* * *


Hace días que doña Emilia Pardo, en un hermoso artículo sobre Eça de Queiroz, publicado en El Imparcial, indicaba que al lector madrileño le queda mucho por andar hasta el día en que entienda á los escritores á media palabra.

Yo no sé si en esta nota va envuelta una contestación á los que nos hemos permitido decir que dona Emilia es poco psicóloga. Sea de ello lo que fuere, la genial gallega ha dicho una verdad como un templo.

¿Cómo quiere mi discreta amiga que se lea entre líneas, cuando no se sabe leer de corrido, como quien dice? Habrá advertido la autora de Al pie de la torre Eiffel (crónicas parisienses de las que más adelante hablaré) que en España apenas si se puede escribir con audacia y color, so pena de ser tildado de gongorista ó de romántico cursi. Al decir audacia y color, me refiero, no á los afeites de horizontal dominguera de que suelen abusar ciertos idealistas cloróticos, que, por el mero hecho de leer á Zola ó á Goncourt, suponen que ya son tan coloristas como ellos, sino á la audacia y al color que surgen de un temperamento sentimental (en el buen sentido), nervioso, profundo, pictórico y vehemente, que sabe ver la naturaleza y devolver las sensaciones revueltas con la bilis y la sangre, en estilo vibrante, sobrio y armonioso.

Y ya que cito este artículo de doña Emilia, ¿de dónde ha sacado la gentil prosadora que el primo Bazilio vuelve á Portugal para aborrecerse?

Recuerdo, como si le estuviera leyendo, el último capítulo de la novela portuguesa: «¿Conque te has quedado viudo?—le pregunta el vizconde á Bazilio, el cual, sonriendo resignado, exclama:—¡Qué fastidio! Podía haberme traído á Alfonsina.—Y fueron á tomar jerez á la Taberna Inglesa

No veo el aborrecimiento, á no ser que doña Emilia emplee dicha palabra en el sentido de aburrirse, que suele usarse, aunque raras veces.

Por lo demás, el boceto de Eça de Queiroz, ese hermano espiritual de Flaubert, se sale del marco. No le falta más que hablar, como suele decirse de los buenos retratos. ¿Y qué le parece á doña Emilia esta opinión que nada vale, como mía? La muerte de Luisa, la heroína de O primo Bazilio, se me antoja más natural, menos romántica, que la de Madame Bovary.

Ya es hora de que se dé á conocer en España la literatura portuguesa, la buena, se entiende. Eça de Queiroz—lo deja vislumbrar doña Emilia—no es un novelista original, en lo que atañe al asunto y la urdimbre de sus libros; pero es un disector de seguro pulso, mirada escrutadora y conocedor profundo de la psicología fisiológica. En sus novelas—palabras de doña Emilia y del Evangelio—hay una fuerza interna, un calor hondo que aquí no se estilan. La genealogía de los más de los personajes de su O primo Bazilio arranca de Madame Bovary..

Por las fibras de su estilo, conciso y nielado, circula el nervosismo febril del de Flaubert. Al través del humorismo que cae como cenicienta llovizna sobre las doloridas páginas de la novela portuguesa, danzan las risas melancólicas, á modo de fuegos fatuos, que el insigne resucitador de Cartago esparce en esa gran elegía de la vida de una mujer hermosa y sensual que responde en el mundo del arte pesimista por Madame Bovary..

El temperamento resignado de Jorge se parece al de Carlos Bovary. Jorge es aun más infeliz: el pobre médico de campo se enteró de la infidelidad de su esposa después de muerta, al paso que el marido de Luisa estaba en autos en vida de la adúltera.

¡A cuánta reflexión honda, sobre lo mezquino de la vida, no se prestan esos pobres maridos engañados que, ciegos de amor, se arrastran á los pies de sus verdugos con el servilismo del perro que lame la punta de la bota que le hiere!


* * *


El libro de doña Emilia, Al pie de la torre Eiffel, parece dictado por la musa de la vanidad—perdóneme la popular escritora. La mayoría de sus páginas es una exhibición pedantesca de la personalidad de la autora. Soy partidario del subjetivismo, pero no siempre. En prosa encopetada y fantasiosa, declaro que me revienta, y tengo sobradas razones para ello.

Me gusta más doña Emilia en sus Apuntes autobiográficos , donde su pluma corre espontánea y sinceramente. En sus crónicas sobre la Exposición hay vulgaridades indignas de su talento y juicios, en mi sentir, erróneos. Lo que dice doña Emilia de Meissonier y Millet, por ejemplo, se me antoja una herejía. Pero no todo ha de ser acíbar. Capítulos abarca su libro, el de la Bastilla, el de los Goncourt y otros, que tienen mucha miga. Y á propósito de los Goncourt. Doña Emilia Pardo califica de extraña la teoría de Edmundo acerca del arte,. Afirma este brillante novelista que para producir algo artístico se requiere estar enfermo. La tal teoría nada tiene de extraña. Lombroso, en su Uomo di genio, demuestra, con erudición abrumadora y exquisita observación, que todo gran artista (que linda con el loco) suele no tener salud mental completa.

La psiquiatría ha señalado, entre otros, los siguientes caracteres morales que distinguen al degenerado, caracteres que Lombroso ha hecho extensivos al hombre de genio: apatía, propensión á la duda, verbosidad ó mutismo exagerados, vanidad loca, excentricidad excesiva preocupación de la personalidad interpretación mística de los hechos más simples, etc.; y entre los caracteres físicos los que siguen: desigualdad entre el rostro y la cabeza, irregularidad en la dentadura, pobreza de barba, pequeñez desproporcionada del cuerpo, tartamudez, precocidad sensual, raquitismo, tisis, etc., etc.

Esto, que dicho así á bulto (conste que no tengo á Lombroso á la vista) acaso parezca caprichoso é hipotético, el insigne mentalista italiano (que me recuerda á Darwin por su parquedad en las conclusiones) lo comprueba con infinidad de ejemplos sacados de las autobiografías de los grandes hombres.

¡Oh, sí! Para ser un artista de alma es preciso padecer ó haber padecido física y moralmente. Ya decía Heine, refiriéndose á los tiroleses, que eran demasiado estúpidos pava estar enfermos.

De todas suertes, el libro de doña Emilia debe ser leído; porque, eso sí, en cuanto á estilo, es un primor, salvo los galicismos.

La polaca

I


La conocí... en una casa de huéspedes. Era una mujer alta, rubia, de carnes excesivamente blancas, boca de púrpura, ojos azules, de un azul lánguido y mimoso, y dientes que relampagueaban de puro limpios. Hablaba correctamente el alemán, el francés y el inglés y mascullaba el portugués y,„ el madrileño.

La conocí por casualidad. Bajaba yo de mi cuarto y tropecé con ella en la escalera.—Es usted muy guapa—la dije,—Grrasia—me contestó con marcado acento extranjero.—Por mera curiosidad: ¿de dónde es usted?—¿Yo? Polaca. ¿Y usted?—Americano...

Conversamos largamente de su patria, de su pobre tierra esclava. No sé porqué recordé en seguida aquel terruño mío de cañas y... de empleados ladrones. Me habló de las novelas de Turguenef, de Gogol y Tolstoi, que había leído repetidas veces.

—Yo rae eduqué en Alemania, donde reside mi familia, que es muy decente. Y me enseñó un álbum de retratos:—«Esta es mi hermana. Este es mi padre. Mira, mi madre...» etc.

La única de mala cabeza que ha habido en mi familia, he sido yo. Pero ¿qué culpa tengo yo de ser tan eslava? Convénzase usted; las mujeres de mi temperamento no sirven para el hogar.—Y poniendo los ojos en blanco se mordía risueñamente los labios.

He estado en Portugal mucho tiempo, Lisboa es muy triste,—¿Usted conoce la literatura portuguesa?—Algo.—¿Ha leído usted á Eça de Queiroz?—Sí.—¿Y á Anthero de Quental?—También,—Los portugueses me gustan mucho. Son muy guapos y... muy fanfarrones, agregué yo,—Me han dado á ganar mucho dinero.—¡Degradada!


* * *


Tenía en los andares la dejadez de la mujer hastiada y lasciva, y en su cara dantesca el cansancio tomaba la palidez de la anemia.

Mezclaba en su conversación incoherente y picante sus impresiones de viaje con los recuerdos de sus amores tumultuosos...—¿Y ese chico?—la pregunté, fijándome en un pequeñuelo hasta de cinco años, rubio como el oro y blanco como la leche, que entró de sopetón en el cuarto.—Es mi hijo.—Debías ponerle en un colegio, porqué ¡cuidado si verá cosas edificantes!—¡Quiá! Es un pobrecillo...

En esto, el chico, echándome una mirada maliciosa, me dijo en portugués que... me fuera al cuerno.

Pobrecillo. Mientras dormía, la madre velaba en la propia habitación, en brazos del amor mercenario. Los suspirillos que exhalaba durante el ensueño se confundían á veces con el rodar sonante de los besos comprados de la madre.

Noche hubo en que despertó llorando, con ese lloro sin lágrimas del niño mal criado.—Mamá," quiero oriná...—decía echándose de la cama.—¡A dormir, á dormir!—exclamaba sonriendo la madre, y ocultando bajo las sábanas... el cuerpo del delito.

A veces, hablando en sueños de sus juguetes, de sus riñas del día con los otros chicos, terminaba su monólogo con esta pregunta:—Mamá ¿me quieres mucho?—Sí, mucho, duérmete—contestaba la madre, fijándose en el macho que la aprisionaba y triturando con picarescos guiños una lágrima que se diluía dulcemente en sus pupilas azules....


* * *


Aquella mujer ¿amaba? Por de pronto era brutalmente lujuriosa. Se entregaba á los unos por dinero y á los otros... por capricho.—Los rubios no mi gustan—decía. Estoy por el contraste.

Era aficionada á la literatura y á la música. Se sabía de coro el Fausto, de Goëthe; había leído á Schopenhauer y unos cuantos capítulos del Origen de las especies, de Darwin. Su poeta predilecto era Musset. ¡Había sentido tanto!

La música despertaba en ella sensaciones eróticas; sobre todo, la música italiana. Me contó que una noche, oyendo una ópera de Verdi... Y terminaba el cuento mordiéndose risueñamente los labios...

—Y tú ¿porqué has venido á Madrid?—Por escaparme de un maldito portugués—el padre de mí hijo,—que no me dejaba á sol ni á sombra, ¡Qué tío para sentir hondo y fuerte! Pero ¡qué bestia para tratar á las mujeres! Una vez quiso matarme porque yo me escapé con un amigo suyo.—Y reía mordiéndose los labios...—Me quería mucho, eso sí; pero ¿quién soporta á un salvaje que se encela de los mosquitos?—Y echando la cabeza indolentemente hacia atrás, daba un suspiro, como si tuviese el corsé demasiado ceñido.—¡El pobre!—agregaba.—Me quería mucho.

II

—¿Qué tal, cómo vamos?—Rigular. He pasado mala noche soñando cosas tristes...—Romántica estáis...—¡Cá! Es que bebí mucho Champagne.—¿Y el marqués?—¡Vaya un pelma! Hoy se ha gastado conmigo más de dos mil pesetas. ¿No quiere amor? ¡Que lo pague! Anoche estuve en el teatro con él. Estaba con unos amigos en un palco unido al mío. Les llevaba para que me vieran, de fijo. ¡Qué hombres tan tontos! No tienen á la mujer para ellos, sino para los demás, quiero decir, para darse lustre. Y cuando se quedan en la alcoba... ¡que no se traen nada, ea! Cuando se acabó la función, me decía por el camino que quería cantar conmigo el dúo de los paraguas,—Me parece que mañana mismo le echo ¡Es tan antipático!—Y reía estrepitosamente.


* * *


En el salón de la casa se daba la gran juerga. La Polaca, ebria de neurosis y de alcohol, abrazaba alocadamente á los hombres y les besaba en la cabeza.—¡Ay, tú hueles á nido de pájaro! Chico, lávate esa cabeza.—Y se encorvaba hacia atrás, al peso de las carcajadas que la espumarajeaban en la boca. Luego se ponía el sombrero de alguno y bailaba flamenco, levantándose las faldas más arriba de las pantorrillas,—¡Viva Varsovia!—gritaba, con los ojos turbios, oscuramente azules, como mar picada.

El chico, entretanto, dormía profundamente, echado en el diván. A ratos despertaba y mirando con los ojos fruncidos, que evitaban la luz, á un lado y otro, volvía á dormirse como un garito que tiene frío.

Un chulo tuerto, con una cicatriz en la frente, rasgueaba la guitarra y una moza, morena y esbelta, se retorcía en el aire, sobre las caderas, como si copulase consigo misma.—¡Ole! ¡Viva tu mare!—rugía el concurso, entre caña y caña de manzanilla y de aguardiente. En esto, un hombre alto, de tez cobriza, cerdosos y retorcidos bigotes que semejaban una herradura vuelta hacia arriba, mirada hosca y punzante, se coló como una sombra en la sala.

La Polaca, á pesar de su borrachera, reconoció al aparecido y, lanzando un grito de ave aterrada que vuela, corrió á esconderse detrás del guitarrista. Un rumor sordo, como el de muchas bolas de billar cascadas que ruedan sobre un paño lleno de costurones, corrió entre aquella gente aletargada por el vino.

—¡Grandísima... perdida!—bufó el portugués (porque resultó ser el portugués de marras), enarbolando el bastón y descargándole con ira sobre la hermosa cabeza rubia de la Polaca.—¡Mamá, mamá!—gritó el chico despertando bruscamente.

Los palos portugueses hicieron tomar soleta á los juerguistas, y la Polaca, con las faldas arremangadas, saltando por encima de las sillas, el pelo suelto, y la cara como un brasero, gritaba, dirigiéndose á la calle:—¡Viva Varsovia!

Rodríguez el dramaturgo

(Sátira, por si no me entienden, contra los malos dramas del día)


Estaba yo echado panza arriba sobre la cama ó la yácija (á escoger) pensando... en las musarañas, porque, afortunadamente, no soy de los que se devanan los sesos en filosofar sobre nada. ¿Que cayó Sagasta? Y á mí ¿qué me cuenta usted? ¿Que subió Cánovas? Ahí me las den todas. ¿Que Bismark ó Crispí están enfermos? Pues que se alivien. En síntesis, que todo me tiene sin cuidado y que me importa un pito que se acabe el mundo.

Quedábamos en la cama, es decir, quedaba yo, cuando (este cuando se parece á esas cajas con sorpresa que venden en la Puerta del Sol), cuando oí que tocaban á la puerta de mi cuarto. Contesté, como suelo, dando la callada por respuesta; que una larga experiencia me ha demostrado que cuando le vienen á visitar á uno es en demanda de algún favor ó algo así. Ese que toca—me dije—de seguro que no toca para traerme dinero. Que aguarde de pie como un árbol, porque como no se sentase en el suelo... Vuelta á llamar, y yo vuelta á no decir ni pío.—¿d. Emilio? ¿Fray Candil?—¿Quién va?—respondí al cabo, mal humorado ante tanta insistencia.—Yo.—¿Y quién es yo?—Yo, José Rodríguez, literato de provincias. ¿Puede usted recibirme?—En fin, abramos, que puede que el tal Rodríguez me sirva, ya que no para cosa mejor, de tema para algún articulejo, porque yo suelo inspirarme en la realidad viviente y copiar todo lo que veo, á imitación de los autores naturalistas.—Pase usted.—¿Es usted D. Emilio Bobadilla?—Hasta ahora creo que sí. En lo venidero no sé. Vivimos en una época en que todo se discute. ¿De seguro que usted seguirá creyendo en la Venus de Milo, verdad? Pues ya no es tal Venus de Milo, al decir de un arqueólogo americano.—¡Qué bromista es usted!—¡Oh, sí, muy bromista! Y ¿en qué puedo servirle?—Verá usted.—Sentémonos. (Pausa.)—Yo he escrito un drama...—Escribir es.—Un drama trágico,—Entendido.—En tres actos y en verso.—Claro, siendo trágico, en tres actos y en verso. Es lo corriente,—Ha de saber usted que soy uno de sus más fervientes admiradores.—¿Del drama?—No, de usted.—Suprima usted los elogios, y al grano.—No, si no es grano.—Bien, hombre, es un decir. Un drama trágico, ¿no es eso?—Sí, señor. En tres actos y en verso.—Ya lo ha dicho usted. ¿Y qué es lo que sucede en ese drama trágico?—¡Ah, cosas horribles!—Es de suponerse. ¿Habrá un hijo que mata á su padre y una concubina...?—Concu... ¿qué?.—Concubina, que pega en público á una señora casada?—¡Lo ha adivinado usted! ¡Cómo se conoce que!...—Por supuesto que la versificación será muy lírica, muy pomposa, y habrá en, ella mucho lodo...—No, si no llueve,—Quiero decir que habrá mucho lodo consonando con beodo, etc., etc.—Sí, señor, ya lo creo.—Y de monólogos ¿como andamos?—¡Monólogos! ¿Dice usted monólogos? Lo menos figuran diez. ¿Quiere usted que serlos lea?—Me basta su palabra. ¿Y qué quiere usted que hagamos con el drama?—Yo quisiera representarle,—Me parece muy natural ese deseo. ¿Para qué se hace un drama sino para que le... pateen, digo, para que le representen, da lo mismo?—Usted que tiene tantas amistades...—¡Ah! ¿Quiere usted que yo se le recomiende á un empresario?—¡Justo!—Lo juzgo del todo inútil. Si el drama es malo—que lo será, valga la franqueza—las recomendaciones están de sobra. ¿Quiere usted dramas peores que los que se estrenan en Madrid? ¿Los silban acaso? Por otra parte, yo no ejerzo influjo de ningún linaje sobre los empresarios de teatros. Es más, estoy casi seguro de que no saben que existo. ¿Por qué, caso de que le exigiesen á usted recomendaciones, no va usted á ver á Lagartijo ó á Frascuelo?...—Pero esos no entienden...—¡Entender! ¿Si pensará usted que se necesita entender de algo para recomendar? No crea usted tengo pensado que cualquiera de esos diestros me prologue un libro. ¡Lo que se vendería un libro con un prólogo de Frascuelo! Entre la opinión de Valera, por ejemplo, y la de Frascuelo, el público se va con la de Frascuelo. ¡Oh, la tauromaquia! ¿Tiene usted amigos en los periódicos?—Algunos.—Pues vea usted de que le anuncien el drama en esta forma: «El Sr D. José Rodríguez, distinguido periodista (por lo pronto, conténtese usted con que le llamen distinguido, á secas) ha presentado á la empresa del teatro... (aquí el nombre del teatro) un drama trágico, en tres actos y en verso titulado El incesto misterioso ó... magras de la China, de cuyo drama (cuyo, a sí dicen. ¡Qué le hemos de hacer!...) tenemos las mejores noticias.»—¡Excelente idea!—Como mía, sin modestia.—Yo abrigo la esperanza de que mi obra tendrá buen éxito. ¡Qué odios los que laten en el corazón de D. Tomás, el protagonista! ¡Qué celos los que despierta en la dama joven la tía del barba! Carlota, hija de D. Tomás, se ha enterado de que su esposo se la pega con la Sinforosa, criada de servir. Va, ¿y qué hace? Pues la propina una dosis, como para ella, de ácido nítrico en la sopa y...—Aviso á la Funeraria. No cabe otra cosa. Eso, eso es lo que gusta. El público está por lo nuevo. Recuerde usted lo que dice Goëthe, por boca del Director, en el Prólogo en el teatro, de su Fausto; «El público va al teatro, ni más ni menos que á un baile de máscaras, movido por la curiosidad. Los hombres acuden para ver y las mujeres para ser vistas.» ¿Qué le importa á usted la realidad ni la verosimilitud siquiera? ¿Cree usted que hay quien se pára á reflexionar sobre si tal personaje tiene vida, y en si lo que dice es una monstruosidad? Además, amigo mío, usted puede defenderse, en el supuesto de que le censuren (que no le censurarán) con la teratología y... la neurosis. «¿Que mi D. Tomás es un tipo que no se ve en el mundo? Oiga usted señor crítico, ¿y la neurosis? ¡Mi D. Tomás es un caso patológico—Por otra parte, la cuestión de la verosimilitud artística se presta á muchas interpretaciones. ¿Cuántas cosas suceden en el mundo real que, contadas luego, parecen caprichosas visiones de la fantasía?—Tiene usted razón que le sobra. ¡Si es lo que yo siempre he dicho!—¿Que le dicen que su drama de usted es puro efectismo? ¿Y qué es la vida? ¡Un efectismo! Pongamos un ejemplo: Juan, que es hombre de ingenio, pero modesto y sencillo, y Pedro, que es un zopenco, pero presumido y aparatoso, se presentan en sociedad. ¿A quién se figura usted que atienden más? la Pedro, hombre, á Pedro! ¿Y qué significa esto? Que el efectismo es lo que priva.—Habla usted como un libro abierto.—Según sea el libro. Porque si es como las zarzuelas que se estupran en Eslava, ¡protesto! ¡Cómo se le van á alegrar á usted las pajarillas cuando vea en los carteles su drama con esta añadidura: el EXTRAORDINARIAMENTE APLAUDIDO, porque hoy todos los dramas y comedias son extraordinariamente aplaudidos! (Léanse los carteles fijados en las esquinas).—¡No me hable usted de eso que se me pone carne de gallina! ¡Y poca importancia la que me voy á dar entonces! ¿No se la dan esos autorcillos barbilucios de zarzuelas y juguetes cómicos que, como usted dice, debían ir á la escuela á aprender ortografía?—Y apropósito de ortografía, ¡Qué mala, pero qué mala, casi tanto como El gorro, frigio (esa pésima imitación de «La redacción de un periódico», de Bretón de los Herreros) es la Ortografía, de dos autores pertenecientes á la nueva generación de poetas cómicos embolados! ¡Y eso se aplaude! ¡Oh témpora, oh zarzuelas! En fin, amigo Rodríguez, no tema usted nada. Audaces fortuna juvat. ¿Qué le silban á usted? Otro drama. ¿Que le vuelven á silbar? Dramas, dramas y dramas. No se ocupe usted de que sean malos. No serán peores ni mejores que los que vemos de diario ensalzados en la prensa. (Vase el Sr. Rodríguez contentísimo por el foro).


* * *


El drama, al fin y á la postre, se puso en escena. Aquello no era drama ni era nada. Era un mazacote de calenturientos delirios de borracho y de versos hojarascosos y antigramaticales. Sin embargo, el autor fué llamado ala escena repetidas veces, y los periódicos, al siguiente día, llenaban sus columnas con escenas íntegras de semejante estupidez. Un periódico decía: «No debemos ser severos con quien se presenta por vez primera ante el público. El Sr. Rodríguez revela grandes condiciones para el cultivo ¿de la patata? del género dramático. El incesto misterioso no es una obra maestra, seamos francos; pero abrigamos la convicción de que en lo venidero el señor Rodríguez escribirá un drama mejor, y esto no quiere decir que el primero que ha hecho no merezca aplauso. Los caracteres están bien sostenidos; la versificación es fácil, fluida y elegante, y abundan en la obra los pensamientos elevados y Profundos, etc., etc.»

Según me contó un amigo, no había quien aguantase al Sr. Rodríguez. Decía á voz en cuello que era un dramaturgo mejor que Tamayo, y que sil drama era el más inspirado que se había escrito en España de mucho tiempo acá.

Desde la visita de marras yo no había vuelto á ver ni al Sr Rodríguez ni á su drama. ¡Oh, sí, el Sr. Rodríguez me despreciaba! ¿Cómo comparar su nombre, que andaba de boca en boca, con mi oscuro seudónimo, encubridor de un apellido idéntico al de cierto famoso personaje de La Pata de cabra? ¿Soy yo acaso capaz de escribir un drama, aunque malo? ¿He salido yo alguna vez á escena y atraído las miradas, pasadas, como los huevos por agua, por el cristal de los anteojos, de las damas del gran mundo, y promovido en los pasillos del teatro acaloradas disputas acerca de mi desconocida personalidad literaria?

Todo esto lo pensaba yo, poniéndolo en boca del Sr. Rodríguez, parado frente á un cartel donde se anunciaba la octava representación de aquel adefesio, cuando acertó á pasar el Sr. Rodríguez, que vestía elegantemente, en cuanto cabe que un señor que se llama Rodríguez vista con elegancia.

—¡Adiós, pollo!—me dijo con tono de protección....

Yo me contenté con murmurar:—Vivir para ver y tercié la capa.

Salidas de tono

Soy un amasijo de contradicciones. Cuando la gallarda mujer á quien amo se muestra conmigo más cariñosa, mi corazón late con tibieza y el hastío dibuja su mueca lánguida en mí rostro.

En cambio, cuando armada de su altivez de mujer querida me dispara las fechas de sus desdenes, el corazón me duele y asoman á mis ojos, en el silencio de la noche,,lágrimas de tristeza...


Hay días—y son los más del año—en que no me miro al espejo porque siento irresistible prurito de abofetearme.

—¡Ah, qué envejecido estoy!—exclamo. Y cuando me preparo á meditar sobre lo pasajero y deleznable de la vida, me interrumpe bruscamente mi casero para cobrarme el hospedaje.


Es una ridiculez decir que se padece, y andar luego por la calle fumando cigarrillos.

Las penas no se creen sino cuando se cuentan en el lecho de muerte.

Por eso espero yo á morirme para contar las mías.


Mis recuerdos, como sonámbulos policías, se entretienen de noche en ir despertando, una por una, las tristezas que, ateridas de frío, duermen en mi corazón, arrebujadas en gruesas mantas de odio.


Veintisiete años llevo de maridaje con la honradez, sin haber tenido un solo hijo, llámese felicidad ó dinero.

Decididamente, la honradez es machorra.


Tienes razón, no soy caballero. El lema de los caballeros de la Edad Media—si mal no recuerdo—era este: «Mi Dios, mi rey y mi dama.»

Yo tengo mis dudas respecto de Dios; no soy monárquico, y en cuanto á mi dama... ¿contra quién he de defenderla, si soy yo, según ella, quien más la ofende?


¿Llorar? Lloré mucho cuando murió mi padre, y la muy estúpida, convaleciente aun de mi dolor, me preguntaba, ardiendo en celos:

—«Dime, ¿por qué tienes tantas ojeras?


Con la morfina de una resignación indiferente he logrado adormecer mis dolores morales.

¡Ay del día en que la morfina no surta efecto!


No te forjes ilusiones. Después que te vas, lo único que me queda de tí es el perfume de tu cuerpo y algunas de tus horquillas esparcidas en mi cama.


¡Qué carnaval tan monótono es la vida! Arriba, un cielo, á ratos luminoso, á ratos sombrío; pero siempre mudo; y abajo, una comparsa de disfrazados, quién, de monarca, quién de sabio; algunos de poetas y filósofos que sueltan la careta, llenos de pavor, á la más ligera broma de la muerte!...


Soy un salvaje, no puedo negarlo, á horcajadas sobre el lomo de mi orgullo, aso mis propios dolores, y luego me los como con salsa de risas.


Me ha pasado con mis creencias lo que con unas palomas que tuve siendo niño: que las ahuyenté á pedradas.

De tarde en tarde siento que se posa alguna tímidamente en mi corazón; pero al ver el espantajo de mi nueva ciencia, levanta el vuelo y huye.


Mientras más leo, menos sé; pero sé que hay muchos que no leen lo que yo leo. ¡Y tan gordos!


Cuántos hombres enfermizos andan por ahí que me recuerdan los camellos de los jardines zoológicos, cuyas lisiadas patas, al moverse, parece que se aconsejan resignación y paciencia.


Cuando oigo á ciertos mequetrefes literarios hablar con desdén de los grandes maestros, me finjo á una sardina que desde el fondo de un aquarium echa pestes de los cetáceos que bucean en las entrañas de los mares.


—¿Por qué no escribe usted más á menudo en los periódicos?—suelen preguntarme algunos.

—Porque la literatura que aquí priva es la literatura de invierno, y yo visto mis pensamientos de verano, y, claro, las empresas de periódicos temen que se constipen los suscriptores.


¡Con cuánta tristeza veo, al despertar, el retozo de los rayos solares en el cristal de mi balcón!

Ellos iluminaron en otro tiempo mis alegrías; besaron las formas de mármol de mi último amor, y cayeron, como llovizna de ámbar, sobre el féretro de mí padre...


Soñaba que era rico, (sueño de tontos). ¿A que no sabéis en qué empleaba mi dinero?

En comprar mujeres hermosas para echárselas á esos poetas líricos que se quejan de no haber recibido en su vida sino calabazas...


¡Qué soledad la de estas montañas! La luna tiembla en el cristal verdoso de la ría; el cielo, azul y limpio, resplandece con melancólica dulzura, y de todo se exhala un vaho de silencio y de reposo.

Aquí sí que el alma necesita ser romántica.


Dices que no te gusta la música. Y al andar, entonan tus caderas un himno mudo de irresistible sensualismo.


La palidez aristocrática de tu semblante y el brillo enfermizo de tus ojos pardos te dan un aire de nobleza que fascina..

Una mujer gorda y sana jamás me ha inspirado amor. Como que el amor es eminentemente artista.


Cuando en el museo del Louvre contemplaba yo la Venus de Milo, se me ocurrió lo siguiente: Si hubieras sido de carne y hueso, ¡cómo te hubiera puesto á estas horas la lujuria de los hombres!


La nieve cae como pedacitos de algodón agitados por un abanico inmenso. El viejo que baila, es el padre.; la niña que toca el arpa» es la hija..

¡Qué cómica tristeza no despertará en esa niña (cuando sea mujer), el recuerdo del payaso de su padre que bailaba, acaso con lágrimas en los ojos, para darla de comer!

Pero, no. Si pasa el invierno al amor de la lumbre y en compañía de un hombre que la satisfaga en sus menores antojos, puede que se acuerde sólo de la nieve que caía encima de ella, aquella noche...


El espectáculo que más hondamente ha sacudido mi espíritu, fué una borrasca en alta mar.

Con decir que no me acordaba del naufragio.


¿Por qué el viático ha de ir paso á paso, rodeado de faroles, cuando precisamente lo que desea el moribundo es que llegue pronto?

Porque quiere tal vez que nos constipemos al quitarnos el sombrero, cuando pasa.


¿Qué me importa que ya no me ames? Harto me quisiste en otro tiempo. El olvido no está en nosotros sino en las cosas.


La melancolía, como una querida pálida y soñadora, me sigue por todas partes.

De nada sirve que me vaya á veces de bureo con la risa, porque al volver á mi escondrijo, me recibe dándome un beso de amor en la frente.


En mis momentos de deleite erótico más intenso, he sentido irresistibles deseos de suicidarme.


¡Qué hermosa es la primavera del amor, cuando el alma echa flores y los ojos irradian centellas!

¡Y qué triste es el otoño, cuando las hojas, amarillas y mustias, caen, una tras otra, y no queda del árbol, un tiempo frondoso, más que el esqueleto!


Hay cerebros que son verdaderas colmenas donde las células, esas abejas sin alas, elaboran silenciosamente el panal de las ideas.

En cambio hay otros—y son los más—verdaderos caserones derruidos donde las arañas hilan su tela y anidan las cucarachas y los ratones.


El templo estaba casi desierto. A la oscilante luz de las lámparas de aceite, se veía una sombra de mujer arrodillada ante el altar.

El órgano se quejaba con su voz dulcemente nasal. Un rayo de sol resbalaba sobre el marfil amarillento de un Cristo. La campana, de tarde en tarde, volteaba convocando á los rezagados fieles. El incienso humeaba en los pebeteros y el sacerdote cuchicheaba con el sacristán.

A poco, se puso en píe la devota, que era una gallarda hembra, de encorvadas pestañas negras, como patas de escorpión, que resguardaban unos ojos melancólicos amasados con luces de crepúsculo, espasmos de deleite y languideces místicas.

Sentí por todo mi cuerpo el cosquilleo de las grandes sensaciones y estuve por preguntarle al cura dónde vivía aquella mujer, porque, de fijo, que el cura lo sabía...


Lo que deploro no es haber nacido, sino no poder vaciar en una forma caliente, gráfica y centellante este hervidero de mis inquietudes, de mis anhelos, de mis aburrimientos, de mis extravagancias, de mis delirios...

Las palabras se me antojan descoloridas, lánguidas y sosas para resistir una noche de orgía con mis pensamientos...—


¡Qué hermosa estabas! Lástima que, para avivar mis deseos, no me hubieras dicho: mañana, y mañana, pasado, y pasado, ¡nunca!


El arte de escribir consiste en no escribir como escribe la generalidad de los que escriben.


La confesión, en el lecho de muerte, es una carta de recomendación para el otro mundo.

Lo que contestará Dios:—Bien. Y á ese señor ¿quién le recomienda?


El excesivo amor propio es privativo en todo hombre de genio.

Por eso hay tanto imbécil orgulloso, por echárselas de genio.


Muchos se figuran que el móvil de mis críticas es la envidia ó el despecho.

Lo mismo puedo yo decir de los que me critican. ¿Por qué no?


Todo tiene su pró y su contra. Por donde se explica el excepticismo. Los exclusivistas ó son fanáticos ó irresistiblemente vanidosos.


La originalidad es la doncellez de las ideas.


El espíritu humano es eminentemente voluble. Si llegara á ser perfecto se moriría de fastidio.

Hay críticos que ven el galicismo en la prosa ajena y no ven los solecismos en la propia.


Nada hay tan insoportable para el hombre rutinario como vivir en la intimidad con un hombre de genio.


Todo, ó casi todo, en el orden intelectual, es subjetivo.

¿Cómo se explica si no, ese perpetuo flujo y reflujo de afirmaciones y negaciones de la filosofía y del arte?


La soledad es buena después de la sociedad.

La soledad á secas no produce sino soñadores y pedantes.


Hay muchos escritores nerviosos que se figuran, cuando se les ataca, que todo el mundo está preocupado, como ellos, de las críticas que se les dirige..

Espejismos de la vanidad.


Una cosa es ser neurósico y, por consiguiente, impresionable, y otra cosa es ser venal y envidioso.


Quien no comprueba, con el trato de los hombres, lo que dicen los libros, que no se meta á crítico, sobre todo, á crítico de novelas.

Para conocer si un hombre es ó no mundólogo, basta con irle en todo á la contra.


Es tal el influjo que ejercen en mis nervios los cambios atmosféricos, que en los días claros y frescos me arrepiento de cuanto he dicho y pensado en los días de niebla y de frío.


La excesiva modestia revela mala educación, porque eso de que le estén diciendo á uno genio, y que uno conteste:—¡quite usted, qué he de ser genio!—envuelve un mentís, y desmentir á los demás, ya se sabe, es de muy mala crianza.


Es probable que un hombre perdone que se le diga canalla. Lo que jamás perdonará es que se le diga bruto.


Un escritor satírico es una amenaza constante contra la sociedad en que vive.


La mayoría de las obras que se hacen populares contienen una gran cantidad de efectismo.


En cierta casa aristocrática me VI obligado una noche á reconocer que el clero es necesario á la sociedad.

Y como á mí no me gusta andar á la greña con mi conciencia, en cuanto bajé, le dije al portero:—Diga usted á la señora condesa que me retracto de todo lo dicho.


Es triste tener que vivir en un país, como España, donde el talento no sirve de nada como no se ponga al servicio de la adulación y dé la rutina.


Entre nosotros hay uno que piensa, no se sabe quién, cuyas opiniones repiten los demás con la inconsciencia de la cotorra.


Los bombos que aquí nos damos se parecen mucho á los elogios que se prodigan al chico listo en el hogar doméstico.

Lo malo es que sale el chico á la calle y nadie se entera de que tiene el talento que le atribuyen en casa.

Pasamos la frontera y nadie se ocupa de nos otros, como no sea para tomarnos el pelo.


En Alemania—lo dijo Zimmermann—la mejor recomendación para un ministro es un buen libro.

En España, la mejor recomendación... es una mujer hermosa.


¿Qué importa ser honrado y bueno á la fuerza misteriosa que con la misma indiferencia destruye á la virtud y al vicio?

No vale ser honrado y bueno: cuando no son las leyes ciegas y fatales de la naturaleza, es la sociedad quien nos mueve encarnizada guerra en nombre de sus preocupaciones, de sus fanatismos, de sus leyes arbitrarias... La naturaleza, segando en flor la vida más robusta, ó condenándonos á crónicos padecimientos; la sociedad desbaratando nuestros proyectos, aventando nuestros sueños ú obligándonos á doblar la cerviz ante el ídolo de sus convenciones...


El amor empieza como una alborada de mayo, con mucha luz, mucho perfume y el respirar universal de la vida que hierve en la savia; y acaba como una tarde de invierno, con mucho frío, mucha niebla y... grandes ganas de quedarse á solas...


El mundo está lleno de mujeres perdidas, la mayoría, no por vicio, sino por orgullo. El lujo suele murmurar insolentemente á sus oidos:—Si no pecas, es porque no puedes, porque ¿quién prefiere la vida de la miseria á la vida del boato y del placer?

—¿Que no puedo?—contesta la vanidad.

Y se echan al arroyo, con la furia de los rencores contenidos de la virtud ultrajada y los amotinados antojos de la carne esclava.


¡Cuántas inteligencias se gastan en estudiar cosas verdaderamente inútiles—la teología, la teodicea, por ejemplo—y permanecen indiferentes ante la gran revolución iniciada en las ciencias por lógicos como Bain y psicólogos como Wundt!


Así como ciertos anímales toman el color del medio en que viven hasta confundirse con él (mimetismo, que dicen los naturalistas), á fin de ocultarse á los ojos de sus enemigos; en ciertos países—en España, sobre todo—á fin de defenderse de la pobreza y de los anatemas del odio, es preciso que tiñamos nuestros pareceres del color tedioso de las preocupaciones sociales.


Los que tendrían derecho para protestar de que el hombre es un mono metamorfoseado, no son los tontos, sino los hombres de gran talento.


El catolicismo vivirá mucho tiempo entre las gentes vulgares por las amenazas que contiene.

Por lo demás, requiescat in pace...


Lo misterioso para el hombre no está en lo sobrenatural. Está en el hombre mismo.


Para ponerse enfrente de toda una sociedad es menester, á más de un gran talento, mucho dinero. Porque la sociedad es tan vengativa que condena á la mendicidad á quien la dice las verdades.


El pesimismo podrá no ser filosofía—como piensan algunos—sino un sentimiento nacido de una manera incompleta de ver las cosas, como advierte Lemaître; pero quien arrastra una vida de estrecheces, de dolores físicos y morales y de luchas contra la sociedad no podrá menos de creer que el mal es lo único que existe.

Y es que en toda filosofía, en toda ciencia, en todo arte, cada cual discurre conforme á su temperamento y al trato que recibe del mundo y de los hombres.

Si la verdad es una, ¿por qué uno es espiritualista, otro positivista, éstos románticos, aquéllos naturalistas?

Los propios medicamentos ¿no obran, en casos análogos, eficazmente en unos individuos, y nocivamente en otros? "

¿Será porque confundimos las causas y juzgamos sólo por los efectos?

¡Vaya V. á saber!.


En vez de llorar á los hombres cuando mueren, ¿no sería más lógico llorarles cuando nacen?


No juzguéis de la muerte cuando veáis que todo os sonríe, que gozáis de buena salud que vuestros deseos se han realizado. Pensad en la muerte cuando estéis bajo el influjo de un gran pesar moral, de un enorme dolor físico, y entonces comprenderéis cuán sabiamente obra la naturaleza al poner término á una vida incompatible... con la vida.


Sucede á las gentes vulgares y metalizadas con los hombres de inteligencia, lo que á... esas mismas gentes adocenadas é ignorantes con la química: no saben que, gracias á la química, pueden comer, porque la química ha analizado las sustancias con que se nutren, separando las dañinas de las sanas.

Desprecian á los hombres de talento, sin saber que el mundo social se rije por la inteligencia y la sabiduría de esos mismos hombres.


Muchos creen tener una cita con la felicidad y les sale al paso la desgracia con un palo» como esos infelices que van á ver á la novia y el suegro les recibe á estacazos.


El Prado estaba casi desierto. Un pedazo de luna, que parecía una tajada de melón maduro, blanqueaba el esqueleto de los árboles que, tiritando de frío, lloraban con los brazos abiertos la pérdida de su follaje, de su gabán de hojas, como si dijéramos.

Un perro escuálido me sigue. Me detengo y se pára meneando la cola.—¡Pobrecillo!—exclamo, y... le doy un puntapié. Chilla y se aleja con el rabo entre las piernas. A cierta distancia se detiene y me dedica un par de ladridos, como diciéndome:—¡Vaya usted mucho con Dios, so grosero!

Y aun habrá quien siga creyendo en que el hombre es el único animal que tiene amor propio.


En lo físico, como en lo moral, se dan de diario casos como el siguiente: un hombre enferma del cerebro, ó del hígado, ó del estómago, y al cabo de diez ó doce años de padecimientos, logra curarse á fuerza de dinero, de privaciones y de cuidados. Sale un día á la calle, y al transitar de una acera á otra, le pasa un coche por encima y le mata...

Estudios críticos

R. M. Merchán

I

En España se sabe poco ó nada de América. Es más; se mira con desdén, cuando no con indiferencia glacial, casi todo lo que se refiere á aquel hermoso continente. Claro que excluyo á las Antillas, y no tengo para qué decir el por qué las excluyo.

A Valera—según confiesa él mismo—¿no le han dicho que algunos de esos escritores americanos, de quienes viene hablando en «Los Lunes» de El Imparcial. son pura invención suya, de Valera? ¡Se duda hasta de que vivamos! Excepción hecha de unos cuantos—habas contadas, como quien dice—¿quién sabe aquí una palabra del movimiento intelectual de América? Es más: no se quiere saber. A mí me lo han dicho:—Hombre, deje usted en paz á aquella gente y critique usted á los de aquí.—Sí, y si les digo algunas frescas... ¡puede que hasta me llamen filibustero!

Verdad que de la literatura portuguesa tampoco se sabe aquí con qué se come, y cuenta que Portugal esta al doblar de la esquina.

En el teatro es acaso donde más se ocupan de nosotros; pero más valiera que no se ocuparan. El tipo cubano no es ese, ni por soñación, que sale á relucir en algunas piececitas. Protesto, respetable público, protesto enérgicamente, toso y prosigo.

Yo soy cubano. ¿Hablo yo, me visto yo como habla y se viste el cubano de las comedias? «Ahoritica mesmo lo vas á sabel.» Pero ¿de dónde han sacado esos costumbristas de pega que todos los cubanos hablamos así? ¡¡Lo va usted á saber!!—Calle usted hombre, calle usted. ¿Qué sabe usted de eso? No niego que los guajiros—casi todos—hablan así, convirtiendo la r en l, y á la inversa; pero los que recibimos alguna educación no hablamos de ese modo. ¿Quiere alguno de esos autores cómicos tener una interview conmigo para que se convenza?

¿Quién duda que en América los malos escritores (¡no puedo estar en paz con nadie, ni conmigo mismo!) abundan como los protistas, y que los buenos son tan pocos que se pueden contar por los dedos? ¿Quién duda que el mal gusto y la afectación es allí lo que priva, mal gusto y afectación que acaso se deban á la resonante y luminosa pedrea de antítesis y metáforas que vomitó sobre aquellas tierras la catapulta hugoniana? Pero aquí (seamos justos) ¿no sucede lo propio? En rigor, no hay derecho para que se nos tiren piedras al tejado. La literatura española del día es una literatura enfermiza, raquítica y poco ó nada original. Quitemos unos cuantos poetas líricos, unos cuantos dramaturgos, unos cuantos novelistas, unos cuantos críticos, cuatro ó cinco á lo sumo, unos cuantos periodistas, unos cuantos poetas cómicos, unos cuantos oradores, y cuenta que esta es la tierra de los oradores por generación espontánea... y ¿que queda?


¡Campos de soledad mustio collado!


Esto que digo así, á la pata la llana, podría demostrarlo en serio, en estilo campanudo y solemne, empedrado de citas más ó menos frescas y propias. Pero estoy con maese Pedro:—no te encumbres, muchacho, que toda afectación es mala,—cita que, no por lo repetida, deja de ser hoy tan de actualidad como cuando salió de la pluma de Cervantes. Y... párrafo aparte.


* * *


El Sr. Merchán es un crítico cubano que reside hace años en Bogotá. Supongo que La Correspondencia, sabrá que Bogotá no está en Vigo; lo cual nada tendría de extraño, porque cierto periódico, inteligente y culto si los hay, ha dicho, con motivo del estreno de cierta zarzuelita, que la guaracha y el punto criollo son... ¡flamencos!

Una andaluza me decía á mí hace noches, porque yo me muero por las andaluzas:—Pero diga usted, infundioso:—¿es verdad que es usted cubano?—No, moro.—¡Puede! Usted será de Cádiz. ¡Si en Cubano hay más que negros y mulatos!—Bueno, pues de Cádiz.—Después de todo, el nacer es fortuito. Y no hubo modo de convencerla, en lo tocante á mi nacimiento, por supuesto.

Revela el Sr. Merchán (y ustedes perdonen que á lo mejor se me vaya el santo al cielo) ser un crítico de notorio buen gusto y erudito (en ocasiones, sobrado erudito) que escribe con bastante corrección, aunque no con todo el atildamiento que yo para mí quisiera. Tiene, entre otros, él defecto de dar demasiada importancia acaso á lo que no la tiene (léanse sus estudios sobre Tamayo y Conto).

He leído—aunque tarde—sus Estadios críticos, de una sentada, lo cual es una prueba de que se me antojan amenos y bien parlados y que dice Valera. Hay en ellos observaciones originales, nacidas de meditado estudio, rasgos felices, sana doctrina literaria y, no pocos elogios, en mi sentir, exagerados.

Aunque el Sr. Merchán pone de manifiesto cultura extensa y varia, si bien algo trasnochada, y criterio amplio y despreocupado, se nota, en algunas de sus críticas, cierto prurito gramatical y retórico que á mí, que no soy clásico, ni ganas, maldita la gracia que me hace. Si juzga á un poeta, le señala, con fastidiosa minuciosidad los hiatos y cacofonías, los prosaísmos, asonancias y tautologías en que ha incurrido. No censuro esto porque lo crea del todo inútil y ocioso; entiendo, sí, que esa excesiva proligidad cansa y aburre, al fin al lector. Esa critica menuda—especie de cacería de vocablos—es soportable sólo cuando se emplea en tono de broma. Burla burlando, y entre agudezas y salados comentarios, se puede aplicar esa crítica de guerrilla al Diccionario de la Academia (Miguel de Escalada lo ha hecho), y el lector la saborea con regocijo. En serio confieso que me encocora, y entiendo que no hay quien la lea, á no ser el autor, el cajista y el criticado. Y si el poeta es malo, como lo son Tamayo y Conto, á quienes el Sr. Merchán diseca ripio por ripio... entonces, apaga y vámonos.

II

Si yo fuese partidario de clasificaciones, incluiría al Sr. Merchán en el número de los críticos canonistas, ó sea los que miran más á la forma que al fondo.

Está en su derecho, y no seré yo quien le ponga pleito. Manuel Sanguily me ha colocado á mí entre los críticos formalistas y no me enfado por eso. Para mí la forma es cosa más importante de lo que imaginan algunos.

Sus trabajos, Estalagmitas del lenguaje, El hiato. La lírica helénica, bien á las claras lo demuestran. No es un crítico como Zola, por ejemplo, que estudia, con irritante minuciosidad. á veces, el temperamento del escritor, su vida íntima, los influjos del medio ambiente en la producción artística, los fenómenos sociológicos que determinan el carácter de una época literaria, comunicando á su crítica—atronadora y centellante cuando es polémica—los colores de la carne que anatomiza; hasta los estremecimientos nerviosos del miembro recién amputado y las muecas trágicas que parece gesticular el cadáver sometido al escalpelo del cirujano.

El Sr. Merchán gusta poco de las disquisiciones estéticas, de los análisis psicológicos. Su procedimiento, con algunas variantes, es análogo al de Cuervo, al de Caro, al de Fidel Suárez, hombres de mucho saber, sin duda, pero cortados por el patrón de los críticos objetivos, de los que dan más importancia á una cuestión etimológica, por ejemplo, que á un problema de filosofía del arte.

Carece de la penetración y sagacidad... ¿de, quién? de Paul Bourget, pongo por caso, cuyos análisis psicológicos se quiebran, á veces, de puro sutiles. Sus Ensayos de psicología contemporánea, más que como datos para la historia de la literatura francesa de nuestros días, deben considerarse como documentos para el estudio de la vida moral de la Francia del siglo XIX.

Las tendencias de la crítica moderna son las de mezclar lo científico con lo literario. Hasta qué punto sea ó no pertinente esta alianza, cosa es que no trato de discutir ahora. El cañetismo, digámoslo así, va desacreditándose cada día más, y la crítica, la crítica que no comulga con La Harpe ni Hermosilla, va echando á un lado, no como cosa baladí, sino como asunto que por sobrado sabido no merece recordarse, esos tiquis miquis gramaticales y retóricos. Santo y bueno semejante procedimiento cuando el crítico se las há con un poeta ramplón á quien la necedad ha colocado en la categoría de los escogidos.

Prueba también de que el Sr. Merchán prefiere lo objetivo á lo subjetivo—no en todos los casos—son su respeto y cariño por los clásicos, sobre todo, por los clásicos españoles de los siglos XVI y XVII, á quienes cita á menudo, ya para comparar, ya para corroborar reminiscencias é imitaciones.

Respeto sus gustos y aficiones. Por lo que á mí toca, declaro, con toda la solemnidad de una recepción académica, que los clásicos, especialmente los líricos de los siglos XVI y XVII, no son, ni con mucho, santos de mi devoción.

Claro que pongo á salvo de mis antipatías á unos cuantos, y eso no en todo lo que produjeron, sino en parte. Garcilaso—el dulce Garcilaso—valga de ejemplo, tan ponderado, como quizá poco leído, por todos los críticos, en las más de sus poesías me da sueño. Me parece monótono, afectado y frío. De todas sus églogas, elegías, canciones, epístolas y sonetos, puede que haya tres ó cuatro que se lean con agrado. Aquella canción primera que empieza:


«Si á la región desierta, inhabitada
por el hervor del sol demasiado
y sequedad de aquella arena ardiente.»


contiene afectos hondamente sentidos y versos fáciles y rotundos. De la égloga tercera, la de los tan sabidos versos: «Flérida para mí dulce y sabrosa; de «A la flor de Gnido»... no se pueden leer sino fragmentos; el resto es pesadísimo, rebuscado y laberíntico.

De Fernando de Herrera—el divino Herrera, que sería más divino si fuera más humano, como observa Campoamor—no digo nada. Su canción «Al sueño» es un narcótico; su elegía «Poder de un desdén,» escrita en ventosos tercetos, no hay quien se la sople; su soneto «A Felipe II» es una andaluzada pictórica de fanfarria por todos lados.

Acaso lo que mejor me parece de todo lo que escribió es su canción á D. Juan de Austria, vencedor de los moriscos. Hay en ella mucho nervio, mucha pujanza épica; pero á veces raya en puro efectismo, en ruido de cañonazo de salva.


«De Palas Atenea
el gorgoneo terror, la ardiente lanza,
del rey de la onda egea
la indómita pujanza
y del hercúleo brazo la venganza...»


Esto es excelente, numeroso sin afectación. Se vé en esta plástica estrofa como la musculatura recia y fornida de un atleta.

Excuso decir que los demás líricos, á mi ver, abundan en soporíferas trivialidades y que son inaguantables. Gutierre de Cetina, Hurtado de Mendoza, Cristóbal de Castillejo, Medrano, Arquijo, etc., etc., son buenos para leídos por aquello que dice Emilia Pardo, que es conveniente enjuagarse á menudo la boca con el vino añejo de los clásicos, pero no para leídos con el propósito de hallar en ellos solaz y esparcimiento; y cuenta que siempre que leo á algún escritor antiguo calificado, procuro trasladarme con la imaginación á la época en que floreció, á fin de no juzgarle torcidamente, ya que no todas las épocas tienen los mismos gustos y las mismas preocupaciones, que preocupaciones, y no otra cosa, á mi juicio, son las ideas. La pobreza léxica de los clásicos, da grima. Repiten una palabra infinidad de veces, no se aventuran á usar giros nuevos, ni metáforas audaces. Son, además, artificiosos y cloróticos. No saben pintar pasiones; sus damas, vestidas con honestidad quintesenciada, no les permiten ver más que la cara y las manos y acaso, cuando más, la punta del pie. No saben traducir en formas luminosas y calientes los estremecimientos de la carne, los sobresaltos de la conciencia, las tristezas recónditas del corazón. Siempre bosquejan el mismo paisaje, empleando, con tímida parsimonia, el color verde pálido y el amarillo pajizo. Parece que aquellos hombres no se alimentaban con carne ni tomaban vino, sino horchata de chufas.

Recuérdese aquella Definición de los celos, de Hurtado de Mendoza, tan ridícula como vacía; Camisa hecha de abrojos, tierra muy brava, manjar de ruin digestión, etc., etc. Compárense estos celos de hortera con los celos siniestros y relampagueantes de Otelo.

No faltará algún académico (decir académico después de L'Immortel, de Daudet, es una injuria ó punto menos) que se pregunte haciéndose cruces de asombro:—Pero ¿quién es ese mozuelo audaz que con tanto desparpajo niega el indiscutible mérito de los clásicos?—Señor... yo soy Merlín, que aunque ha leído á los clásicos, no ha podido serlo nunca, ni quiere.

Conste, sin embargo, que yo con los clásicos procedo como el cura y el barbero con la librería de D. Quijote. Voltaire (y no se tome á título de presunción este recuerdo), llamaba á Milton, por boca de un personaje de su Cándido, záfio imitador de los griegos y qué se yo cuántas cosas más.

En Homero le fastidiaba todo aquel continuo batallar, todos aquellos dioses siempre en acción sin hacer nada de provecho; aquella Elena, figura medio perdida entre el fárrago de episodios é incidentes interminables, aquella Troya siempre sitiada y nunca tomada... Y vaya usted á decir á un helenófilo que Homero es un plomo, que no hay quien le lea, salvo Menéndez Pelayo y Valera que tienen un cerebro que digiere, como el vientre del avestruz, hasta las piedras. La cita de Voltaire no es impertinente del todo en este caso. El, como yo (si lo sé, ¡soy inmodestísimo!), no nos admiramos de nada... y creo que ya lo dijo Hurtado de Mendoza:


El no maravillarse hombre de nada,
me parece, Boscán, ser una cosa
que basta á darnos vida descansada.


Puede que me esté riendo de mí mismo en este momento. Después de todo, ¿qué cosa hay en el mundo que merezca ser tomada por lo serio? Quizá los académicos sean los únicos que se tomen en serio los unos á los otros, y eso cuando están reunidos; que solos, bien que se reirán de sus mutuas tonterías. ¡Oh, comedia humana,.qué divertida eres! ¡Lástima que la muerte salga siempre en el último acto!...

Pero ¿qué tendrá que ver todo esto con las témporas?

III


Perdone el Sr. Merchán si me he ido por los cerros de Ubeda. Yo no sé escribir en serio. Es más, yo no sé cuando se debe de poner uno grave y circunspecto. ¡Ahí si yo hubiera tenido formalidad no me hubiera dejado plantado cierta rubia, cuyo recuerdo aún me revolotea en el alma como una mariposa de oro... Yo la había dado palabra de matrimonio, y resultó... un matrimonio de palabra. Aun me parece verla bordándome unos pañuelos de seda. ¡Era el regalo de boda!


«¿Por qué volvéis á la memoria mía
tristes recuerdos del placer perdido?»


A partir de este párrafo, prometo la mayor compostura. ¿Qué dirá mi sastre, él que me tiene por un hombre serio, él que me vio una noche quitarme el sombrero al pasar el Viático?

¡Si él hubiera sabido qué fue pura coincidencia!

El libro del Sr. Merchán es muy voluminoso. Para hablar de todo él como merece, necesitaría yo borrajear muchas cuartillas. Esto me pone miedo en el ánimo, y casi casi me induce á soltar la pluma. Pero ya que estoy en el entierro, sigamos con la vela..

El enciclopedismo—un si es no es pedantesco, de que hace gala el Sr. Merchán—sobre poner de manifiesto su extensa lectura, delata cierta tendencia—generalizada en América—á querer entender de todo. No es el Sr. Merchán, empero, de los que hablan por referencia, ni de los que citan á destajo, como cito yo, por ejemplo, que soy un á modo de cajón de sastre, al decir de Manuel Sanguily y de Enrique J. Varona. Verdad es que mete su baza en todo; pero habla bien, con discreción y discurre con lucidez y lógica.

Su libro contiene trabajos detenidos y luminosos (ya me voy poniendo serio). El referente á los americanistas la Zerda y Bachiller es una erudita y concienzuda excursión por el campo de la arqueología americana. En él se dilucidan puntos interesantísimos (para los arqueólogos), á saber, si el Dorado (sobre cuya existencia se han inventado tantos mitos), ha sido realmente un país donde el oro y las piedras preciosas andaban tirados por las calles, según refiere Voltaire en una de sus novelas; si los caribes se deformaban ó no el cráneo, según opinan algunos antropólogos; si los chibchas gastaban ó no moneda... en fin, cosas referentes á las teogonias, hábitos y costumbres de los aborígenes del Nuevo Mundo. El Sr. Merchán ha recopilado con orden muchos datos y noticias esparcidos en libros y periódicos, atañederos á los tiempos prehistóricos de América, y sobre estos datos y noticias (entre los cuales los hay muy curiosos) ha levantado el estudio á que me contraigo y que es muy digno de encomio.

Estoy de acuerdo, en lo sustancial, con el señor Merchán en lo que escribe sobre el infortunado poeta Zenea; pero entiendo que mucho de aquella disertación sobre el plagio pudo suprimirse, en gracia de lo sobadísimo del tema. Difiero en este punto del sentir del Sr: Merchán. Yo creo que el plagio, con perdón de lo que hayan dicho Tamayo, Valera, Menéndez Pelayo y Campoamor, es reprobable, y que nadie tiene derecho á despojar al prójimo de lo que es suyo.

El Sr. Merchán, en este estudio, ofrece al crítico nuevas pruebas de lo que dije más arriba, que la característica de su crítica es el formalismo. Aparte de las reminiscencias y rapsodias que entresaca de los inspirados versos de Zenea, desciende á copiar los prosaísmos y repeticiones—citando hasta las páginas,—que ha notado en las composiciones del melancólico lírico antillano. Esto no obsta para que, de refilón, tire un zarpazo á Zola y á su escuela, aunque no con el odio con que Pompeyo Gener, cuyo claro talento nadie niega, insulta, más que critica, al insigne novelador francés, como si éste le hubiera inferido alguna de esas ofensas cuyas heridas no cicatrizan jamás.

El boceto literario de Caro, en las líneas generales, es exacto. Eso que dice el Sr. Merchán, es hereditario en los eruditos: preferir el estudio de los autores muertos al de los vivos. El mismo Sr. Merchán—sin ir más lejos—gusta mucho de esa crítica sepulcral, como si dijéramos. Claro que esto no es un defecto, y acaso se explique por lo que dice Bourget, en su análisis de Amiel, que tenemos en nuestro amor propio un sitio incurable, cuando se le hiere. Basta aplicar el método de la crítica negativa, que consiste en pedir peras al olmo, como quien dice.

Menéndez Pelayo ha ejercitado poco su pluma con ocasión de los escritores contemporáneos suyos. Salvo el exacto y brillantísimo juicio sobre Núñez de Arce, el prólogo á las poesías de Valera, á las novelas de Pereda y algunas críticas más que no recuerdo, ha dedicado por entero sus facultades discursivas al estudio, ya de los heterodoxos españoles, ya de la historia de la estética, ya de la ciencia española... del tiempo del rey que rabió.

Caro es de la contextura de los eruditos á lo D. Aureliano Fernández Guerra, tanto en lo que respecta al método, como en lo que se relaciona con las ideas religiosas y filosóficas.

En América, tierra más propicia al modernismo filosófico que á la vieja y polvorienta ortodoxia católica, el Sr. Caro viene á ser un caso teratológico, y de estos casos se dan algunos por allí., cuyas causas tal vez se hallarían en los influjos de la raza y de la tradición.

Miguel Antonio Caro, á pesar de la cultura moderna que posee, no puede prescindir de su amor por la paleontología literaria. No hay más que leer los títulos de, algunos de sus estudios: Virgilio en España, El uso en sus relaciones con el lenguaje, el Quijote (¡cómo había de olvidársele el Quijote!); La aliteración considerada como elegancia rítmica; Tratado del participio, etc.» temas más propios de un alumno de retórica que de un erudito de su talla.

En todos estos trabajos hace gala el Sr. Caro de su sólida acostumbrada erudición; pero, ¡por los clavos de Cristo! menos fiambres, menos fiambres.

Cuando se acaba de leer á Taine ó á Bourget, por ejemplo, y se echa uno luego al coleto á estos críticos académicos, se siente la misma impresión del que sale de un salón pomposamente adornado con objetos de arte exquisito, iluminado con esplendor, saturado de perfumes femeniles y pedazos de diálogos eróticos, y entra después en una habitación pequeña y limpia, modestamente amueblada, donde charlan amigablemente, sin neurosis, dos buenos burgueses, á la luz mortecina de un quinqué..

Este estudio sobre Caro es uno de los más largos y detenidos de la colección. M. A. Caro ha servido de pretexto al crítico bayamés para discutir á Sainte-Beuve, para fijar lo que debe entenderse por madrigal, y, á propósito de esto último, cita versos del marqués de Molins y de Amao, á quienes Dios (es un decir) absuelva de sus extravíos poéticos.

¿Quién ha dicho al Sr. Caro que el escepticismo no puede ser fuente de poesía? Precisamente, los más grandes escritores, en el fondo, han sido excépticos. Sin citar mucho y refiriéndome á los de casa: Campoamor es excéptico, aunque él diga que no, y es un gran poeta con todas sus paradojas... metafísicas y su poética estrafalaria. Valera es excéptico... con vistas al catolicismo, y es, hoy por hoy, el mejor prosista castellano. Núñez de Arce no es excéptico ni lo ha sido nunca.

¡Excéptico, y pone de oro y azul á Darwin, á quien ha leído de prisa y corriendo, y se indigna con las injusticias sociales y los desenfrenos del libertinaje!

Obra cuerdamente el Sr. Merchán al llamar al orden en este respecto al Sr. Caro, quien, dicho sea con perdón, no ha sabido interpretar el genio poético del pomposo lírico de los Gritos. Núñez de Arce—otros lo han dicho antes que yo—desciende en línea recta de Quintana; es más sobrio y más lírico, pero menos liberal, ¡mucho menos! ¡Ya lo creo!

Algún parecido tiene, en verdad. Caro con Menéndez Pelayo. Ambos comulgan con el ultramontanismo; pero Menéndez Pelayo se va dejando arrastrar ya, mal de su gradó, por el torbellino de las ideas modernas, y ha apostatado de sus odios germánicos. Prueba palmaria de ello es el tomo IV de sus Ideas estéticas. Compárase lo que dice en este libro con lo que opinaba cuando peleaba con Revilla acerca de la filosofía española.

Mucho le falta todavía para ser un crítico á lo Taine, un crítico científico, sin preocupaciones ni teologías. Aventaja á Caro en la fuerza del análisis; en lo suelto y vigoroso del estilo, que á veces roba al de Zola la savia y el color, y en la suprema agilidad del entendimiento que entra y sale nerviosamente del enmarañado bosque de la erudición, sin atolondramientos ni incertidumbres.

IV

Mucho me queda aún por decir del libro del Sr. Merchán, á propósito del cual acabo de leer ahora mismo un juicio del notable crítico italiano Sr,Cesáreo, en La Nueva Antología. Al llegar aquí, noto que estos apuntes pecan, amén de otros muchos defectos, de harto desordenados y frívolos. Yo quisiera—créalo mi distinguido paisano—no ser tan superficial y veleidoso. Crea, como si lo viera, que le envidio, á más del talento, su paciente laboriosidad. La fatiga, el decaimiento, me sorprenden siempre en medio de mis más fervorosas empresas y, á lo mejor, me echo en el surco. Si me pongo á hacer el oso, á los cuatro ó cinco días me voy con la música á otra parte.—¡Si me van á dar calabazas!—me digo.—¿A qué perder mi tiempo en hacer el amor... en seco?—¿Se trata de escribir? Entonces sube de punto mi desfallecimiento. Reúno datos, tomo apuntes, consulto libros, me estoy cavilando algunos días hasta el grado de meterme del revés el cigarro en la boca, hago mi composición de lugar y al tomar la pluma reflexiono:—Pero ¿qué le importa á nadie mi opinión? ¿Dejará el mundo de seguir dando vueltas porque yo me calle todo esto que me bulle en la cabeza?—y acabo por tirar la pluma y echarme sobre la cama, ¡Qué descansada vida... la del que duerme sin sombras en el pensamiento ni escalofríos en el corazón!... Vuelta á írseme el santo al cielo. Perdone el Sr. Merchán, estaba distraído.

Circula por moneda corriente—y en España acaso más que en parte alguna—la opinión de que Becquer es un arrendajo de Heine. Y no hay tal cosa ¡voto á Commelerán! No sabe el Sr. Merchán la satisfacción que sentí al leer su paralelo de ambos poetas. Casi todo lo que expone el inteligente crítico cubano lo había pensado yo y hasta lo había dicho, con el acento del más profundo convencimiento, que diría un orador parlamentario, en discusiones privadas.

Que entre el poeta alemán y el sevillano hay parentesco ¿quién lo duda? Pero ¿cabe sostener, después de haber leído detenidamente á ambos artistas, que el nostálgico poeta de las Rimas es un rapsodista del nebuloso autor del Cancionero? La musa de Becquer es más humana; sus pasiones más hondamente sentidas y plásticamente expresadas. El numen de Heine está como rodeado de una atmósfera de tinieblas; es algo así como una tarde fría y nebulosa de invierno, al paso que el de Becquer recuerda las tardes llenas de melancólica luz del cielo de Andalucía... donde he corrido yo juerga (en el cielo no, en la tierra) que, á poco más, dan conmigo en el cementerio.

A Becquer se le entiende á la primera lectura; en sus poesías no hay simbolismos ni alegorías; sus gritos son los gritos del corazón roto por las trepidaciones del amor bruscamente sentido; sus lágrimas tienen el acre sabor de la sal; sus ayes, sus arrebatos, son los ayes y arrebatos del que realmente ama, del que despierta, anubarrada el alma de tristezas y de celos, en la revuelta cama acalorada por el cuerpo de la mujer á quien se besa, con quien se goza, á quien se increpa, á quien se ruega, con quien se llora y á quien se la cuentan las enfermizas confidencias del alma.

A Heine hay que leerle entre líneas para entresacar, al través del simbolismo que le envuelve, el sentimiento verdaderamente humano que late en el fondo de sus fantásticos cuadros, la médula sustantífica; que dice doña Emilia Pardo.

Habla, pongo por caso, de una palmera que se abrasa en el desierto y de un pino que muere de nostalgia entre las nieves del Norte. Esto, traducido al lenguaje llano, significa que nadie está de acuerdo con su suerte, que los que tienen dinero, por ejemplo, quisieran tener talento ó á la inversa. Podría decirse de Heine lo que dice Macaulay de Mil ton: que son más las ideas que sugiere que las que expresa.

En lo psíquico no hallo semejanza entre Becquer y Heine. En la forma, en la manera, claro que hay mucho parecido. El corte de la rima becqueriana, rápido, relampagueante, fugaz, es muy semejante al corte del Intermezzo. En las terminaciones humorísticas de algunas rimas, Becquer imita al poeta germano, pero no llega, ni con mucho, á la frialdad punzante del sarcasmo de éste..

Pero sepamos qué se entiende por imitación. Los grandes talentos tienen el privilegio de fundar escuela. Emilio Zola, valga de ejemplo, es el fundador ó el porta-estandarte, por lo menos, de la escuela naturalista contemporánea. ¿Cabe decir que Daudet, por el mero hecho de seguir, d su modo, en sus procedimientos novelescos, el método del autor de Nana, es un imitador de éste?

Eça de Queiroz, verbi gratia, en su O primo Bazilio, imita á Flaubert hasta beberle el aliento. La Luisa de O primo Bazilio huele á Madame Bovary: tiene el mismo temperamento, las mismas aspiraciones, hasta las mismas luchas pecuniarias que la adúltera francesa. El primo Bazilio es un Rodolfo Boulanger lisboense. Se ve á las claras que el enfermizo psicólogo portugués vació su novela en los moldes de Madame Bovary. ¿Es justo tildar de plagiario á Eça de Quiroz? De ningún modo, por cuanto que en su novela, aparte del primor del estilo, del vigor del análisis y de la originalidad del medio, hay tipos maravillosamente estudiados, como el de la criada que es el alma de la intriga, y el del Consejero, saladísima caricatura del empleado de alta categoría. El Primo Bazilio es una imitación, aunque hermosísima.

Y separándonos del terreno puramente literario. Darwin ha sido el primero en presentar en forma rigurosamente científica, ajustándose á un método casi suyo, la teoría de la transformación de los seres. Heckel, su discípulo y continuador, ha expuesto la hipótesis del maestro exornándola con nuevos datos y observaciones originales y audaces y apartándose en varios puntos del sentir del naturalista inglés.

¿No seria aventurado declarar que el naturalista alemán es un imitador, ó mejor dicho, un repetidor de las ideas del sabio autor del Origen de las especies?

Imitador es el que sigue las huellas de otro, el que se asimila, disfrazándolos, los pensamientos de otro, su método, hasta los gestos y contorsiones de su estilo.

Una cosa, á lo que entiendo, es ser prosélito y otra cosa imitador y rapsodista.


* * *


La reseña que dedica el Sr. Merchán al movimiento intelectual habanero peca, á mi juicio, de sobrado prolija y ligera. Parece una serie de gacetillas, de noticias, arrancadas de un folletín de Fornaris. Muchos de los escritores que cita el Sr. Merchán no tienen importancia en Cuba ni fuera de Cuba; es más, ni siquiera son escritores, á lo menos yo no les tengo por tales. El Sr. Merchán eleva á otros demasiado y habla poco de Ricardo Delmonte—el primer estilista de América, devorado por la pereza,—de Montoro, orador de palabra brillante y persuasiva, y de Enrique J. Varona á quien yo, no por haberle combatido» en justa defensa, niego talento y saber.

Resplandece en todo el libro de mi discreto conterráneo un no entibiado amor al suelo en que nació, cosa muy digna de alabanza, tanto más cuanto que el Sr. Merchán vive alejado, hace tiempo, de aquella tierra en que se enlazan con abrazo de muerte


«las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral.»


que dijo el desgreñado cantor del Niágara.

No se me culpe porque deje de hablar de otros estudios del libro del Sr. Merchán. Estos artículos son ya demasiado largos, y yo soy de aquellos á quienes preocupa mucho no fastidiar al lector (que no es de estuco). 

Cañete y «la prostitución en La Habana»

Don Manuel Cañete—el crítico de teatros de La Ilustración—ha sido silbado en la Comedia. No es la primera vez... ni será la última. Autor silbado aunque le quemen... los ripios. Lo chistoso del caso está en que don Manuel no es el autor... del delito. Cañete ha traducido un drama ó comedia de Jorge Sand. Solo á un crítico académico se le ocurre traducir en estos tiempos de naturalismo una obra de un escritor romántico, aunque este escritor romántico fuese uno de los más ilustres predecesores de la novela francesa contemporánea. Jorge Sand—cuya vida hay alguien en España que pretende imitar—pasó. Acaso de cuanto produjo su pluma soñadora no alcancen larga vida sino sus pinturas campestres y... su estilo.

Pero Cañete, como la mayoría de los críticos formalistas, piensa que la vida no tiene más que una fase. Hablar á Cañete de evolución es... como hablarme á mí de metafísica. ¡Ay, D. Manuel! Lo propio que con las especies animales sucede con los géneros literarios: unos viven á expensas de otros.


* * *


Me figuro lo que habrán dicho los literatos de café, en vista del fracaso de Cañete:—«Está visto: un crítico no puede dar de sí... más que críticas, como un roble, bellotas, ¿Qué crítico ha producido una obra verdaderamente artística? Hermosilla fué un poeta detestable. Léase su traducción de la Iliada, Larra no pasó de ser un versificador mediocre, etc.»

¡No, señores literatos de aldea, no hay tales carneros! Escritores más valiosos que los citados son Taine, crítico y artista; Renán, crítico y artista; Bourget, crítico y novelista; Carducci, crítico y poeta; Valera, crítico y novelista, etc., etc.

Lo que había que discutir es si Cañete es en realidad un crítico y, sobre todo, lo que urge es leer á fin de no decir tantas sandeces.


* * *


Perdóneme el doctor Céspedes. ¿Por qué no hallé de su libro, «La prostitución en la Habana», tan pronto como vino á mis manos? No puedo alegar que por no haberle leído, porque soy de los que leen los libros en cuanto los reciben. Pues no hablé... porque... ¿lo digo? porque yo no nací para crítico, ni ganas. Abro un libro y á medida que le voy leyendo se me ocurren infinidad de cosas, y, lejos de pretender decir lo que me parece, me entran ganas de escribir otro totalmente opuesto. Le concluyo y ¡adiós propósitos! Pasa el tiempo, y la impresión que me produjo queda en mi sensorio, claro, en estado representativo, que poco á poco va fundiéndose con otros recuerdos.

Llega un día (quien dice un día, dice dos y tres y... todo el año) en que el dinero juega al escondite con mi bolsillo. ¿Qué hago? Recurrir al primer libro que me viene á la mano (leído, Pensado y anotado ya, por supuesto) cuya impresión general me dé asunto para llenar algunas cuartillas de lugares comunes.

La literatura es muy bonita cuando se escribe por mero pasatiempo; pero no cuando se trabaja á cambio de unas viles pesetas.—Basta de reflexiones cursis que, de fijo, no se me ocurrirían en Francia ó en otra parte donde el papel impreso se convierte fácilmente en papel moneda.


* * *


El libro de Benjamín Céspedes es una descripción patológica de los efectos del apetito venéreo en la capital de la gran Antilla, descripción trazada con brío y color. Los hechos que narra Céspedes han sido vistos y observados por él.

No los relata por referencia ni prepara las conclusiones antes de reunir los datos suficientes. Las páginas de este libro huelen á virus que apestan. En ellas el vicio toma los colores de la carne en descomposición y un viento mefítico aletea pesadamente sobre el espíritu del lector á medida que avanza en la excursión, en que el doctor Céspedes le acompaña, al través de las madrigueras del amor genésico, entre la gente perdida de todas las razas y todos los pelajes. Es un libro triste y sombrío que da la medida del estado morboso de aquel organismo social, compuesto de tan exóticos como abigarrados elementos étnicos. ¿A qué se debe esa relajación de costumbres? No soy de los que atribuyen un fenómeno á una sola causa. Las causas y concausas son muchas. Estudiando la historia de aquel pueblo; anotando los influjos que han ejercido, y ejercen sobre él, los resabios de la esclavitud; los desaciertos del pésimo régimen colonial, las heces de viejas civilizaciones, los ardores del clima, la pobreza, etcétera, puede que diésemos con los factores que han contribuido á poner á Cuba, en este sentido, al nivel de algunos puertos asiáticos.


* * *


El doctor Céspedes no se anda con paños calientes, á semejanza de su homónimo, el que dió el grito de Yara.

El descorre, sin miedo, el velo, y muestra las úlceras que corroen el cuerpo social, indicando á la vez los remedios que deben emplearse para atajar la gangrena. Él fustiga, después de estudiar las causas de la prostitución antillana, las reglamentaciones sanitarias oficiales que, lejos defender á la curación del mal, le propagan y acrecientan.

En algunas páginas el doctor Céspedes, trocando el escalpelo del anatómico por la paleta del novelador naturalista, nos pinta cuadros conmovedores, amargos y aflictivos, (Véase el capítulo titulado La Miseria, por ejemplo. Página 100).

La Prostitución en la Habana es, no sólo un libro de higiene, que deben leer las autoridades de Cuba, sino una obra literaria, de pintoresco estilo, abundante en observaciones originales, y curiosa por las noticias nuevas que contiene.

Como se habrá notado, maldito lo que tiene que ver D. Manuel Cañete con el libertinaje habanero.

Á mi criolla

(Nostalgia)


Probablemente ya no te acordarás de mí... ¡Hace ya tanto tiempo! Y eso ¿qué importa? Nada es eterno, todo cambia. Me basta recordar que me quisiste mucho, con amor calenturiento de mujer romántica, y que desgarré, tu corazón con mis veleidades y mis celos africanos.


Fummo felici quasi un giorno, e basta,


que dijo Stecchetti.

¿Por qué te escribo esta carta al cabo de los años mil, como quien dice? Porque la ola del recuerdo, espumante de besos y de lágrimas, ha venido hasta mí rodando con rumorosa tristeza. Yo me he burlado de muchas cosas; he derramado sobre mis propias heridas las sales de mis sarcasmos y el ácido de mis risas; pero á tí—despertadora lasciva de los lirismos de mi juventud—te he respetado siempre como se res petan, con superstición y cariño, las primeras creencias que se posaron en nuestro espíritu. ¿Cómo olvidar que fuiste tú la primera mujer que hizo hervir mi corazón; la musa melancólica de mis, primeros versos y la fragua en que rugieron encendidas mis pasiones?

Por mi corazón han pasado silbando huracanes de nuevos amores, llevándose entre sus remolinos las hojas secas de mis ilusiones y las flores muertas de mis esperanzas; en mi cerebro ha levantado espesas polvaredas el viento de la duda, y entre la negrura de mis cabellos-cabellos que besabas delirante—han asomado algunas hebras blanquecinas... No, ya no soy el soñador nervioso de otros días, el sonámbulo que corría en pos de febriles aventuras... Soy el joven prematuramente envejecido que filosofa con amargura sobre la vanidad eterna de las cosas...

Tú te has salvado del terremoto que ha hecho saltar las piedras sobre las cuales descansaba el alcázar de mis sueños. Tus recuerdos viven agarrados á mi alma como la hiedra que trepa por las tapias de unas ruinas. Por entre ellos discurren la tristeza y el hastío, como serpentean las sabandijas por entre los nervios espartosos de un emparrado.

¡Qué lejos estás! El mar levanta entre nosotros su ronco monólogo de olas.

¿En qué estarás pensando? Acaso en otro, porque las mujeres de tu temperamento nacieron para el amor, como el cerdo para ser comido, que dice Voltaire en su Cándido.

¿Te acuerdas de nuestras citas, de aquellas citas clandestinas en que nuestros corazones aullaban de alegría y nuestros ojos se diluían, los unos en los otros, en miradas, ya melancólicas y húmedas, ya turbias y sombrías como las aguas del mar cuando está próxima á reventar la tormenta? ¡Con qué ardor enfermizo, tiritando de nervosismo, pálidos como los primeros temblores del alba, nos esfumábamos en abrazos y besos sin fin!

Luego, pasada la borrasca, nos acariciábamos suavemente, nos ensalzábamos el uno al otro y nos poníamos á leer, juntas nuestras caras, nuestro libro predilecto: Madame Bovary ¡Qué tristemente hermosas nos parecen las novelas en que hallamos hojas sueltas de nuestra vida!—¿Harás tú conmigo—me decías—lo que Rodolfo con Emma?—¡Pobrecilla!—pensaba yo.

Los hombres somos injustos con las mujeres. Por lo mismo que son francas, brutalmente francas, cuando quieren de veras, nos perdemos en sutiles análisis psicológicos, las colocamos sobre el mármol de disección y acabamos por confesar, después de acuchillarlas á nuestro antojo, que son un caos de contradicciones, un abismo de perfidias, cuando, en realidad el caos de contradicciones y el abismo de perfidias lo somos nosotros, ilusos cirujanos del corazón.

Una mujer que nos amaba nos dice un día que ya no nos ama, y en vez de admitir como una verdad lo que nos manifiesta, verdad fundada en una ley eminentemente humana, damos en la flor de acusarla de pérfida, tornátil y egoísta. Pues qué, ¿acaso no somos nosotros más versátiles que ellas? La evolución es una ley que se cumple fatalmente, así en el orden físico como en el orden moral. ¿Qué es el progreso, sino la rectificación de unas ideas, de unas costumbres por otras? ¿Qué son las estaciones, sino las distintas posturas de la naturaleza? ¿Por qué, pues, exigir á la mujer, que es una parte de ese todo, firmeza y constancia?

Una vulgaridad suele preocupamos á veces más que un pensamiento profundo y laberíntico. Supongamos que un hombre de reconocido ingenio dice una tontería. Los que le escuchan no se resignan á admitir que ha dicho una necedad y se van por los cerros, de Ubeda en busca del intríngulis que entraña, dando á lo que es una solemne bobería un sentido recóndito que no tiene, ni con cien leguas. "En los análisis de la mujer sucede algo parecido.—Una mujer dice á un rubio, pongo por caso, que gusta de los hombres morenos, que los rubios la son antipáticos, y el rubio, movido de ese orgullo privativo en la especie humana, se echa á buscar interpretaciones, á cual más lejana de la verdad para explicarse lo que es más claro que el agua... cuando es clara.

Ha dicho que no gusta de; los rubios, usted es rubio, luego usted no la gusta, y no le dé usted vueltas. ¡Con cuánta verdad decía Flaubert que el hombre se pasa la vida mintiendo de día y soñando de noche! Estamos tan acostumbrados á la mentira que no admitimos como cierto más que aquello que tira á halagar nuestro amor propio...

Perdóname, querida amiga, que me haya engolfado en un mar de abstruso filosofismo...

Nuestros amores tenían que acabar como acabaron. Verdad es que no corrió sangre, que no hubo muertos de los que se llevan en un sarcófago al cementerio; pero hubo algo peor que eso: el adiós silencioso y triste, como el toque de vísperas, de dos corazones que se despiden para siempre; la fuga de las ilusiones primeras que se alejan cantando melancólicamente; el sordo rumor, semejante al de la tierra que cae sobre una fosa, de las últimas lágrimas que ruedan cristalizadas por el cierzo del dolor sobre nuestras entrañas; las convulsiones de dos espíritus enfermos que se abrazan con abrazo de muerte...

El sol, aquel sol agresivo de los trópicos, envuelto en su túnica de sangre, se zambullía en el mar. El cielo palidecía como deslumbrado por aquella orgía de colores; una brisa muelle hinchaba rumorosa el vientre de las velas de los barcos que se contoneaban con gentileza sobre las aguas en cuya superficie espejeaban, como rojizas escamas, los rayos de la tarde; el mónstruo que había de alejarme de las playas cubanas—acaso para siempre exhalaba su hirviente resuello; los marineros trajinaban sudorosos; los amigos se despedían de los amigos, los parientes de los parientes... Tú no podías despedirte de mí, estrecharme y besarme por la vez postrera, porque... ¡no!

El barco empezó á mover sus grandes antenas de acero, y aullando solemne y prolongadamente, como si se despidiese en nombre de todos los pasajeros, escarbó la espuma como toro que se apercibe para embestir. Sonó un cañonazo que astilló el aire. Anochecía. Las luces de la ciudad guiñaban entre la bruma de la lejanía. También en mi alma se retorcían los últimos relámpagos de tus ojos azules, nostálgicamente húmedos por el llanto. La silueta de la ciudad se evaporó en la negrura de la noche, y yo empecé á encender, una por una, todas las luces de mis recuerdos...

La honrada

(Novela de J. O. Picón)


No pertenece Picón á la escuela colorista, ni por su temperamento ni por la índole de su ingenio. Picón es un clásico á la moderna. Discurre fríamente; escribe con limpieza y corrección, pinta con naturalidad aunque á veces con timidez, debido acaso á su excesiva cultura, á su buena educación social que le prohibe el uso de palabras mal sonantes y la reproducción caliente, sensual, de ciertas escenas de la vida. En sus libros no hay exaltaciones febriles de neurósico, ni fantaseos románticos, ni alardes de audacia psicológica, ni giros caprichosos de lenguaje. Es escritor que revela excelente gusto, depurado con la lectura asidua de los buenos prosistas castellanos: odiador del galicismo, no emplea sino voces castizas; amante de la armonía y de la verdad no recurre á efectismos de teatro, á exageraciones brillantes. Describe lo que ve como lo ve; observa con perspicacia, y, apartándose de los sucesos que narra, espera la catástrofe con la impasibilidad con que el médico, avezado á las desgracias ajenas, espera el próximo fin del paciente desahuciado.

Parco en retóricas, prefiere decir sencillamente las cosas á recargarlas de adjetivos inútiles, de tópicos fulgurantes. No ve en el objeto más que el objeto mismo; si es feo y pecaminoso, le describe gráficamente de dos plumadas; si es hermoso y honesto, le realza rodeándole de cierta atmósfera apacible.

No se ve en su estilo la lucha sorda de la pluma con las cuartillas, ni la búsqueda de arcaísmos ni de vocablos pictóricos. Es vigoroso, sin ser pujante; luminoso, sin ser deslumbrador; sobrio, sin ser pobre ni árido; atildado, sin ser lamido ni tormentoso. Su prosa no da saltos ni se retuerce nerviosamente. Es á modo de limpio río en cuyo cristal tiembla el paisaje, á los adormecidos rayos de la tarde.

Picón es psicólogo sin sutilezas ni complicaciones. No pulveriza, como Bourget, el carácter que somete al análisis. Su psicología no traspasa los límites de cierto intelectualismo que, sin ser vulgar, no llega á las oscuridades enfermizas, á las marañas de selva oscura de algunos psicólogos modernos. El carácter de Plácida, la protagonista de «La honrada», es un documento claro, preciso, definido, del alma de una mujer, honesta por temperamento y por educación, que delinque empujada por el fatalismo ciego de las circunstancias que la rodean. El lector oye pensar á Plácida, asiste al drama interior que lentamente se elabora en su espíritu, la quiere, la compadece y… la justifica.

El argumento de «La Honrada» es vulgar, se ve de diario; pero en eso precisamente estriba su mérito excepcional. El talento de Picón—á quien, desde hoy, cuento en el número de mis autores predilectos—ha sabido prestar realce é interés á los acontecimientos que se verifican en el curso de su novela.

No se trata, ni con cíen leguas, de un caso teratológico. Plácida no es una enferma, ni mucho menos. Por el contrario, es el tipo femenino de novela más equilibrado que recuerdo ahora.

No obra por impulso de los nervios ni se deja llevar de las impresiones del momento. En ella todo es reflexión, sensatez, bondad delicadeza. Si al fin y al cabo huye con un amante, no huye por maldad ni por vicio. Los hechos se encadenan por modo tan lógico, su situación llega á ser tan insostenible, que la única solución que se la impone es la fuga.

El marido es una alhaja: jugador, mujeriego, mala, persona, que olvida á su legítima esposa por una cocotte vulgar; haragán, dilapidador de lo ajeno, grosero, soez, cobarde... Plácida, que es noble y honrada, se siente silenciosamente atraída por el Dr. Mora, espejo de caballeros, inteligente, instruido, reputado en la ciencia médica, á quien conoce desde su niñez y á quien también ama, aunque vagamente al principio. De Mora no recibe sino pruebas de cariño, de solícita y desinteresada estimación; por el contrarío, del marido, á quien no ama del tollo, sólo recibe desdenes, injurias y golpes, Plácida, ¿deja de ser virtuosa porque, al verse humillada y abandonada por quien debía ser el guardador de su honra, se entrega, á pesar suyo, movida por el miedo, por la maternidad y la gratitud en brazos de un amante que la ofrece amor hondo y duradero, hogar tranquilo y apoyo en su aflictiva situación?

La sociedad dada su hipocresía, contestará afirmativamente; pero la naturaleza, el instinto de conservación y la fuerza incontrastable de los hechos responden negativamente. Picón aduce pruebas irrecusables en favor de su defendida Nadie que lea la novela dirá que Plácida es una adúltera digna de desprecio. Solemos no obrar como queremos, sino como los hechos quieren que obremos. Sobre los convencionalismos sociales están los mandatos biológicos; por cima de nuestras preocupaciones—sostenibles mientras se ven los toros desde la barrera—está la fatal concurrencia de los hechos que truecan el carácter, que obscurecen la conciencia y que empujan á la demencia ó al suicidio cuando pretendemos oponernos á sus designios. La virtud—lo ha dicho Lombroso—es una anomalía.

Es muy fácil acusar al prójimo cuando se tiene buena mesa, tranquilo el espíritu, ó por sordera moral ó por la satisfacción de nuestros deseos; cuando la miseria nos parece palabra inventada por el socialismo callejero (¡tan lejos está de nuestra realidad!); cuando hacemos lo que una posición desahogada—para decirlo de una vez—ños permite que hagamos libremente...

Los que viven en ese mundo no tienen derecho» juzgar de lo que ocurre en el apartado mundo de las grandes tristezas, de los dolores sin redención, de las pobrezas humillantes...


* * *


Todos los personajes de La honrada son de carne y hueso.

Doña Susana, la viuda del académico laborioso, pero sin ingenio; Plácida, la hija noble que recuerda á todas horas á su padre con respetuosa melancolía; la esposa fiel y sufrida, la madre cariñosa; Fernando de Lebriza, el marido vil, el mozo vicioso, sin educación, talento ni pizca de delicadeza; el escribano D. Manuel Jurón; el vulgar Fulánez, el amante de Susana, que pasa como una sombra por la novela, no sin mover á risa cuando en la entrevista con la viuda libidinosa la dice: «¡Adiós, anciana, que te alivies!»; la momentánea Luisa, tipo acabado del cocottismo madrileño; hasta los gallegos que van por el piano á casa de Plácida... en todos late la vida y todos se expresan adecuadamente.

Con sobrada razón escribe Ortega Munilla, el talentoso cronista de El Imparcial.

«El lector no halla en estas páginas la sorpresa de lo impensado, sino la más honda y conmovedora de ver adivinadas situaciones de su alma, de ver reproducidos casos con que en la vida tropezó, de ver sintetizadas pasiones y caracteres que le rodean. Estas novelas no se pueden escribir sin modelo y no tienen por qué enojarse los que, defendiendo el antiguo sistema literario de componer, niegan al novelista aquellos elementos de que el pintor se sirve para que sus cuadros resulten verdaderos.»..

Picón describe poco, pero con exactitud y vigor. En su novela no hay más descripciones que las necesarias, que las que se relacionan estrechamente con el asunto. Véase, como ejemplo, esta hermosa pintura de Orejuela:

«De noche se escucha el manso rumor del Jaramilla que choca con las piedrezuelas de sus orillas, y de día se oyen juntamente los cantares de los palurdos, el cencerreo de las bestias que van por la polvorienta carretera, y el silbar de las locomotoras que se ocultan tras cerros cortados por taludes, lanzando nubes de humo que quedan prendidas al suelo y rastreando hasta que el viento las disipa.» (Pág. 148.)

La descripción del teatro Real también es hermosísima y sobre todo, gráfica, como la del entierro de Susana, en que la pintura toma las tintes desconsolados de la tarde, de aquella tarde en el campo, en que se «oía á lo lejos el pausado y lento doblar de las campanas de Orejuela.»

Hay en este capítulo reflexiones sombrías que apenan; escenas que hacen sonreír por la cómica naturalidad con que están concertadas; por ejemplo, la de los chicos que, al desbandarse el cortejo, se ponen á jugar á pedrada limpia por el llano.

Respecto del desenlace, yo hubiera suprimido la Conclusión que huele á moraleja y que parece como que se desgaja de la novela. No me refiero al desenlace en sí, sino á la forma, al salto de tiempo que da la acción del drama en lo más interesante.

La impresión que me ha producido es idéntica á la que hubiera sentido al ver á dos amantes que luego de dar suelta á todo género de efusiones, se despiden fríamente con un ligero saludo de cabeza.

Por lo demás, la novela me gusta mucho.

El carácter de Plácida está estudiado concienzudamente, lo propio que el medio ambiente que la circunda.

Lo que más vale de la novela, ó por lo menos, lo de más fuerza, es la lucha de la protagonista con su conciencia. No hay detalle olvidado. El autor ha recogido todas las minuciosidades, al parecer insignificantes, que reunidas justifican el proceder de Plácida. La honrada no es un estudio genérico, sino el del carácter de una mujer. Plácida habría llegado á querer mucho á su marido á no ser éste un pillo redomado, porque en ella, aunque la pasión no está claramente definida, hay gérmenes de amor que la dignidad herida rio deja crecer. Plácida se pasa las noches en vela cuando su marido tarda en volver á casa; ella le disculpa sus faltas y llora en silencio sus desvíos. ¿Es realmente la dignidad de esposa ó el amor lastimado quien inspira estos actos suyos? En este punto el autor nos deja á inedia luz.

Y termino felicitando sinceramente á mi buen amigo Picón.

Galbana

(Espejismos de la montaña)


Estamos en San Vicente de la Barquera, pintoresco pueblecillo de Santander. Desde el balcón de mi casa se ve, de un lado, la ría que se esconde á lo lejos, en las faldas de unas montañas jaspeadas, á trechos, de verdosa lepra, á trechos, de manchas grises; sobre el lomo tembloroso de las aguas se balancean algunos botes anclados; del otro lado culebrea la carretera como una enorme serpiente de cal; á distancia se divisa el Cantábrico que vomita turbios espumarajos de ira contra la playa, inmenso mapa de arena aprisionado entre colosales protuberancias de tierra pedregosa salpicada de pajizos yerbazales...

Las mozas del pueblo, ó las mozucas, que dicen en la montaña, con la herrada á la cabeza, que se contonea á compás del ritmo de las amplias caderas, van por agua, camino de la fuente.

Las hay guapísimas, fornidas, rozagantes, de provocativos ojos negros y tentadora sonrisa. Lástima que las más de ellas estuviesen en cinta. Dos cerdos blancos, que están pidiendo á gruñidos la muerte, se pasean por la calle, gachas las orejas, como hojas de plátano americano, hozando en el lodo. A uno de los extremos de la calle se ve la diligencia, polvorienta, cuarteado el techo de hule, libre del tiro que pienso, tranquilamente en la cuadra; debajo de ella dormita, sanguinolentos los hinchados ojos, un mastín atigrado; más allá se ve un enorme carro á cuyas ruedas atada rumia pacíficamente la desuncida pareja de bueyes que á ratos sacuden las esquilas para ahuyentar los tábanos que les pican de lo lindo. Todo yace aletargado bajo el influjo calenturiento del sol, que parte las piedras. Las moscas revolotean atolondradas como en una atmósfera de humo; de las entrañas de la tierra se exhala un vaho de lujuria soporífero y sofocante, y el aire chispea como tenue lluvia de polvo encendido.

La pereza me va invadiendo poco á poco como si me inyectasen morfina en las venas; no estoy dormido, pero tampoco estoy despierto; si se me habla, oigo el rumor de las palabras como quien oye llover; siento que la voluntad como una columna de humo, se me desvanece entre bocanadas de bostezos; no distingo á las claras los objetos; mis ojos, encandilados, se cierran lánguidamente. Me he partido en dos; soy á la vez objeto y sujeto. Lo que siento me parece que lo siente otro. Estoy dentro y fuera de mí á un tiempo. En mi cabeza se mezclan confusamente el lejano rumor de las olas y el zumbido de las moscas; el canto penetrante del gallo y el chirrido de la carreta que pasa, cargada de yerba, por la carretera. Veo el chispear azulado del mar herido por el sol; la lancha, sardinera que, al mover sus remos, semeja una araña que se desliza sobre el agua; en mi retina danzan fantásticamente las montanas y las peñas á cuyo alrededor hierve la espuma encrespada; á ratos una bandada de gaviotas se lleva el hilo de mi atención tras ella, rompiendo el caleidoscopio de mis visiones subjetivas.

El mundo exterior va desapareciendo en una bruma vaga espolvoreada de chispas azules, rojizas, opalescentes; siento la fluidez de la ideación que rueda por mi pensamiento como una masa de opio. Mi yo voluntario, consciente, se ha diluido en los límites obscuros de la inconsciencia.

Respiro hondo y fuerte como quien despierta de un sueño angustioso; me desperezo; me paso las manos por los ojos que responden á la presión de los dedos con un hormigueo de candelillas; enciendo un cigarro y... torno de nuevo á mis orgías ópticas. Ya no miro al mar: con una mano puesta sobre los ojos, á guisa de pantalla, difundo la vista por el horizonte... Preparémonos para asistir á la resurrección de los recuerdos. Así me lo anuncia una serie de inefables impresiones que pasan por mi sensorio como ráfagas de viento sutil. De entre el nublado ceniciento de ideas vagas y confusas que pasan y se amortiguan, surge, amanera de círculo de luces de bengala, una legión de imágenes vestidas de rosa y oro. Vuelan de aquí para allá, sin orden ni concierto. Acaso sean las alegres memorias de mi adolescencia, los primeros sueños de mi juventud. Luego aparece la figura entristecida de mi madre, que me nombra con doliente voz. Veo el sepulcro donde reposa el cadáver de mi padre. Sí, su sombra venerable se levanta para darme un beso de paz en la frente... La nostalgia extiende sus alas sobre mi espíritu y siento que cae sobre mí la noche sin aurora de los recuerdos que surgen de las tumbas queridas. Quiero gritar, pero el ronco vocerío del Cantábrico contiene mis ansias; paro mientes en la distancia inmensa que me separa del hogar amado y sacudiendo el avispero de los recuerdos que me pican en las entrañas... saco la caja de cerillas, enciendo el apagado cigarrillo y... á otra cosa.

Sigo automáticamente el curso de una nube que tiene trazas de obscurecerlo todo. Sobre su dorso cabalga un espectro amorfo que va tomando, á impulsos del viento, contornos diversos hasta convertirse, por caprichos de la distancia, ora en un navío de gallardo velamen, ya en un mónstruo alado de plomizas crines. Desgarrada por el viento, se esparce en girones de tornasolados flecos.. „

Mis recuerdos, confundidos con el paisaje, cambian y se esfuman; de sus cenizas brotan otros, vaporosos, calenturientos, imposibles abortos de la misteriosa cópula de mi cerebro con la naturaleza. Al través de estos brillantes fantaseos, he visto desfilar el cortejo de mis enemigos, de vuelta del entierro de mis esperanzas y mis alegrías; el aquelarre de mis carcajadas con sus capuchas de hastío; la turbamulta de mis odios; la comparsa de mis arrepentimientos, de mis errores, de mis vanidades, y la caravana de mis amores empolvados por el olvido...

Rueda y Zorrilla

I

Quandoque bonus dormitat Homerus... y no lo digo por mi simpático amigo el señor. Rueda, sino por el autor de Pepita Jiménez. Pocos habrá que lean con más placer que yo al elegante traductor de las Pastorales de Longo; pero


«la amistad es una cosa
y otra cosa es el negocio.»


que dijo Ayala. O en otros términos: que yo puedo aplaudir mucho á Valera, en cuanto estilista, y no estar de acuerdo, ni con mucho, con sus opiniones. En sus Cartas americanas, sirva de ejemplo, dice Valera cosas que á mí me parecen exageradas. Verdad es que esas Cartas son lo peor—seamos francos—que ha escrito el insigne hablista. Hasta la forma, en ellas, se me antoja desabrida y lánguida. A mayor abundamiento, revelan que D. Juan se ha enterado tarde y mal de la vida literaria de América.

Es el caso que Valera ha publicado en El Imparcial un juicio, ó mejor dicho, un cuasi juicio, de El gusano de luz, en el cual juicio declara que la novela del brioso joven escritor es un dechado, ó punto menos, de estilo, siendo así que, en mi sentir humilde, peca de incorrecta y desaliñada.

Semejante aserción en labios de Valera, cuyo profundo conocimiento del idioma y habilidad exquisita en el arte de tornear y pulir la frase son notorios, deja el espíritu del lector en la incertidumbre de si lo que expone es en serio ó en broma, dado su proverbial asteísmo. Puede que el paisanaje (Rueda y Valera son andaluces) haya influido en este fallo bondadoso.

Siempre he creído que en Valera, por encima del crítico, está el canseur que en clara y concisa prosa dice lo que quiere y cuanto quiere sin someterse á un plan preconcebido.


* * *


Un paréntesis, imprescindible en los tiempos que corremos.

No quiero que el Sr. Rueda—cuya amabilidad para conmigo raya en la hipérbole—atribuya á móvil poco noble este juicio mío. Escribo, como sí no le conociera, á fin de ser veraz. ¿Qué prefiere el Sr. Rueda; el silbido de serpiente de la ironía ó el ruido seco de la franqueza? Opto por lo segundo. Y metámonos en harina.

El Sr. Rueda es un temperamento sanguíneo, enamorado del color, acaso con exceso, que escribe, más que con el cerebro, con el oído y la vista. De fijo que después que acaba un artículo, le lee en alta voz. El mismo, en conversaciones privadas, me ha dicho que su principal empeño consiste en algo así como instrumentar la lengua.

En sus imágenes hay algo de violento, de rebuscado; suelen ser brillantes, pero falsas, como esas baratijas de cobre dorado. Diríase que se localizan en su retina sin llegar al sensorio. En su prosa, artificiosamente natural, se advierte que le preocupa poco la castiza procedencia de los vocablos que emplea. Tiene el defecto de querer iluminarlo todo, más que iluminarlo, incendiarlo con las llamaradas de su fantasía andaluza. Sus cuadros, á veces, me producen el efecto de un espejo herido por los rojizos serpenteos de una hoguera. Su sintaxis es algo caprichosa; á lo mejor mete un gerundio que para nada sirve como no sea para obscurecer el sentido; y en lo relativo á las frases hechas y dichos familiares, suele reproducirlos equivocadamente.

De este irresistible prurito que le desvela por describir todo lo plástico, todo lo objetivo, bañándolo de luces de aurora boreal, nace que el Sr. Rueda descuide el alma de los personajes que figuran en sus novelas, y nos prive de enterarnos de lo que les pasa por dentro.

Claro que no he de exigir al Sr. Rueda que sea un psicólogo á lo Balzac, pongo por caso. Cada cual tiene su naturaleza y su manera de ver las cosas, y nada tan contrario á la sana, crítica como... pedir peras al olmo, es un decir. Pero acontece que el novelista del día, si ha de seguir, como parece seguir el joven andaluz, las tendencias de la estética moderna—aún no codificada del todo—debe, no presentarnos simples rasguños, meros bocetos, cuando su propósito deliberado no ha sido ese, sino ahondar, ya en lo fisiológico como Zola, ya en lo psicológico como el ilustre autor de Etudes et Portraitts. La vida contemporánea, por la multitud de problemas, á cual más complejo, que en ella fermentan, requiere para ser estudiada, no en su totalidad punto menos que imposible, sino en una sola fase, especiales condiciones de ingenio, de estudio y de observación paciente. El novelista contemporáneo debe tener dentro de sí á un sociólogo, á un poeta, á un psicólogo.

No, no basta que sepa pintar con mil colores lo puramente óptico; tiene que bajar á los antros del alma con la ayuda de la fisiología.

Acaso me objete el Sr. Rueda que en su Gusano no ha pretendido plantear problemas.(nadie habla de plantear problemas), sino describir un pedazo de tierra andaluza, con sus aromas, sus luces y sus pompas. Le describe, es cierto; pero se nota que no ha devuelto las sensaciones de la realidad íntegras, calientes. Por otra parte, dentro de ese marco cabía perfectamente un estudio de la vida campesina de Andalucía, un análisis detenido de la pasión morbosa que despierta en la sobrina—cuyo histerismo es poco patológico, si vale decirlo así—la vigorosa figura de su tío, el viejo cortijero..

El Sr. Rueda ha basado su novela en un caso de amor enfermo. Mantegazza, en su Phtsiologie de l'Amour, habla de las aberraciones, producidas por el histerismo, en los apetitos genesiacos. No me choca; pues, que el olor á sudor del viejo estimulase los deseos sensuales de la moza. Un malicioso, ¿no podría ver en este argumento algo así como imitación premeditada, sin la preparación suficiente ni el maduro eximen que requiere el caso? ¿No podría pensar asimismo que el Sr. Rueda le ha calentado abstractamente en su imaginación en vez de calentarle en el horno de la realidad?

El gusano de luz, en cuanto proceso novelesco, no llega á mariposa. Es el ensayo brillante, atrevido, de un futuro novelista llamado á dar buenos frutos si se dedica con perseverancia al estudio, no sólo de la realidad vivida sino del arte escrito. Hay en su novela capítulos llenos de juventud y frescura, el de la cencerrada, por ejemplo y el de la tempestad frases hermosas y comparaciones felices, amén de exactas pinturas de paisajes agrestes. Siento no poder decir cosa parecida de los personajes, que se me antojan borrosos, á medio hacer.

Procure el Sr. Rueda ser parsimonioso en el empleo del color y atender más á la corrección interna del estilo. Recuerde que el arte, el verdadero arte, el de Flaubert y Zola, por ejemplo, es la alianza de la forma y el fondo. Observar mucho, consultar mucho (á la naturaleza y á los libros) y transformar la sangre venosa de la realidad viviente en la sangre arterial de la realidad artística: así se es novelista.

II

Un periodista mexicano de mucho ingenio, aunque algo declamatorio á veces, Gutiérrez Nájera, ha publicado en El Partido Liberal de aquella república un artículo genial con motivo de la coronación de Zorrilla, el ídolo poético de los que viven aún en pleno romanticismo.

«Zorrilla, como Tenorio—escribe el Sr. Nájera—se obstina en creer que aún está vivo, y habla, canta y lee versos.»—Y los últimos versos del inspirado poeta de la tradición no valen, ni con mucho, lo que sus primeros arranques.

Quien no le conociese sino por estas, convulsiones de su musa moribunda y delirante, no creería que Zorrilla fué el poeta soñador que cantó á Granada en varoniles y brillantes versos, tan aplaudidos por todos.

Repetidas veces me he preguntado: ¿en qué se fundarán los que colocan á Zorrilla al lado de los grandes poetas? ¿Acaso en que funda, como Teodoro de Banville, toda su poética en las combinaciones de la rima, en los efectos rumorosos dé las palabras y del ritmo? "

Para mí no es gran escritor ni gran poeta aquel que, careciendo de humanismo, todo lo fía á las sonoridades léxicas, á los espejismos de las imágenes. Tal vez sea una mera preocupación mía. Confieso que Poe, por ejemplo, me aburre, y como Poe la mayoría de los escritores fantásticos y subjetivos metafísicas.

El versificar más ó menos armoniosamente, desdeñando los preceptos gramaticales y retóricos, las más veces, fantaseando á roso y velloso; el tejer imágenes opulentas de color, y el describir la naturaleza, ó mejor dicho, la flora con más ó menos pompa rítmica y cromática, no son títulos bastantes para dar el dictado de gran poeta á nadie.

¡Cuánto más poeta, en el sentido humano, que Zorrilla, no fué Espronceda, con cuyo Canto á Teresa—esa elegía del amor de la carne—no puede compararse acaso nada del viejo poeta de las leyendas!

El mérito de Zorrilla consiste en la música. El sentido predominante en él es el oído. No es correcto ni sobrio. Sus versos, en cierto modo, recuerdan lo que dice Guy de Maupassant de la prosa de Salambo: la estrofa canta, tiene sonoridades de trompeta, ondulaciones de violoncello, suspiros de violín y dulzuras de flauta.

Voilà tout.

Pero el hacer versos en castellano, cadenciosos y pintorescos, no es cosa tan difícil, á mi ver. No hay lengua más ricamente sonora que la lengua castellana. Basta reunir diez ó doce palabras para que resulte un pedazo de música. Lo contrario de la lengua inglesa que sabe á piedra pómez.

Zorrilla, cómo Calderón, es un poeta de mérito relativo, pero de gran significación histórica. No es el poeta humano como Byron y Musset,—románticos también, aunque pesimistas—cuyas calientes estrofas nos entran en las entrañas con los escalofríos de la fiebre y se nos suben á la cabeza con el atolondramiento de la apoplegía.

Los versos del poeta leyendario son un á modo de kaledescopio... con música: distraen la vista y arrullan el oído; pero nada más. ¡Perdón, zorrillistas!


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«Comparad—agrega Nájera—estos, últimos versos de Zorrilla, desaliñados, canosos y prosáicos, con aquel poema ornado de incomparables arabescos que encantó con su música nuestros oídos juveniles. Allí está la Alhambra; allí está Granada: aquí está Zorrilla. La poesía se fué y él se quedó; él, con su fatuidad de cómico; él, saliendo á la calle con su traje de figurón, ya desteñido y arrugado por el uso; el cómico á la luz del día, sin afeites, sin candilejas, sin decoración y sin público.»

Hay mucho de verdad en todo esto.


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En alguna parte de La Solitude advierte Zimmermann que el país donde todo el mundo piensa lo mismo, está en decadencia.

En Francia se discutió á Víctor Hugo y se discute á Renán y á Zola (véase Les contemporains, de Lemaître, por ejemplo). Schérer, sin negar ingenio á Moliere, declaró que era el poeta de los ripios. Y cuenta que Moliere es el ídolo de los franceses. Aquí no podemos tocar á las instituciones, so pena de que se nos llame iconoclastas ó se nos tilde de envidiosos ó de famélicos de notoriedad. Y es que en España no se es lo que se es por vocación, sino por conveniencia... Somos una raza que oscila entre la rebelión y el servilismo. Triste es ser esclavo de sí mismo; pero es más triste aun vivir uncido al yugo de las preocupaciones sociales... y literarias.

La última razón de nuestros juicios son nuestros amores y nuestros odios personales, independientes del convencionalismo común. Claro que hay principios inmutables, leyes que rigen fatalmente; pero el mundo—y al decir el mundo incluyo el arte, que es una fase de la vida psíquica—llega á nosotros al través de los sentidos, especialmente de los llamados intelectuales, como una representación, que dice Schopenhauer.

En nuestras opiniones entra por mucho la simpatía, la afinidad de temperamentos, la elección orgánica que nos hace preferir las mujeres rubias á las morenas, por ejemplo. De aquí dimana un problema que ignoro si la psicología moderna ha resuelto: cuándo la verdad es la verdad para todos, y cuándo la verdad es un mero estado de conciencia individual, una sensación traducida en fenómeno mental.

Creo que con lo dicho me justifico al no comulgar con los que piensan que Zorrilla es un genio.

Libros nuevos

No se atribuya á desdén; atribúyase á esta indolencia criolla (asiática, mejor diría) que me corre por las venas como un chorro de leche tibia. Hace un siglo que recibí la Psicología del amor, de mí buen amigo el profundo pensador González Serrano; hace un siglo que la he leído, y, sin embargo, no he dicho aún esta boca es mía—y cuenta que es un libro de hondo análisis psico-fisiológico, que ha despertado en mí verdadero deleite. Hace también otro siglo (¡ni Matusalén!) que mí no menos estimado amigo Palacio Valdés me remitió su inspiradísima novela, La hermana San Sulpicio, de la que tampoco he dicho palabra. Culpa de mi soberana apatía y de la convicción en que vivo—aparte falsa modestia—de que mi opinión no vale ni significa nada.

Hace tiempo también (¡cuidado que estoy machacón!) que me está mirando, con los verdes ojos de su cubierta, desde mi modesto armario de libros, la última novela de doña Emilia Pardo, Insolación, como diciéndome:—¿A cuándo esperas para sacudirme el polvo?

Por de pronto, la novela me ha gustado en lo atañedero al estilo y á las pinturas alegres y luminosas en que abunda. Respecto del argumentó... es harina de otro costal. Pero ya hablaremos en otra ocasión, que bien lo merece el elegante ingenio de la celebrada autora de Un viaje de novios.


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Nakens, el clerófobo implacable, acaba de dar á luz, como se dice, un libro titulado Garrotazo limpio, colección de protestas atronadoras contra las injusticias sociales y los desafueros de la gente de sotana.

Nakens es un sonámbulo poseído de la fiebre demoledora, un enfermo que tiene visiones... filantrópicas y... que no ha leído la Sociología, de Spencer. Cree él que la sociedad puede reformarse á fuerza de insultos y palos. Su libro, escrito en desaliñado, pero pujante estilo que gesticula muecas de desprecio y de odio, es un á modo de bomba arrojada con ira sobre las casas de los fúcares y... las iglesias. ¡Qué engañado está Nakens si presume que va á hacer saltar las piedras de los vetustos caserones conventuales con la ruidosa batería de sus proclamas! Fantaseos, amigo Nakens, fantaseos socialistas.

Mientras haya hipócritas (y los habrá para rato), tendremos frailes y otros pajarracos.

Los disparos de Nakens no van contra el dogma; van contra la clericalla truhanesca y libertina que se permite, entre otros excesos, refocilarse con sus amas y guardarse las pesetas de los borregos incautos. Nakens no quiere que haya pobres; no puede ver, sin indignación, que se corone aparatosamente á un poeta mientras miles de obreros perecen de hambre. ¡Ay, simpático demagogo, que prefieres al arte la patata! eso que pretendes, y que yo te aplaudo, raya en el delirio y... está fuera, por consiguiente, de la realidad.

La vida, que es más triste de lo que se figuran muchos optimistas, es una serie de contrastes: junto á la alegría y la hartura de los unos, la tristeza y el famelismo de los otros; pared por medio, de un lado un padre de familia discurre el modo de hallar un pedazo de pan para sus hijos; del otro, se discute sobre los gastos supérfluos de una temporada de baños ó de una gira campestre.

¿A qué conduce enojarse por estas desigualdades de la vida, si la vida, lo mismo en el orden físico que en el moral, es un silforama de luces y sombras, de risas y lágrimas? No culpemos á la sociedad; culpemos á la naturaleza.

Con cuánta verdad escribe Darwin, en su Origen de las especies: «Vemos la faz de la naturaleza radiante de alegría; vemos á menudo superabundancia de alimentos; pero no vemos que el pájaro que canta alrededor nuestro vive de insectos y semillas, es decir, aniquilando la vida; olvidamos que esos pájaros y sus huevos y sus crías son devorados en gran número por aves de rapiña, etc.»

Fíjese Nakens, estamos en el campo (es un suponer): un árbol levanta la frondosa copa barnizada de clorofila; á su pie crece á placer la hierba, sirviéndole de alfombra; sus frutos, dorados por los besos quemantes del sol, atraen una bandada de pintados pájaros que, revoloteando en torno suyo, instrumentan la música de sus no aprendidos gorjeos. Da gusto verle, y hasta convida á dormir á su fresca sombra. Junto á ese ejemplar lozano del reino vegetal, otro árbol, tísico de frutos y hojas, proyecta tristemente la sombra de su esqueleto; por su tronco carcomido culebrean lagartijas y bicharracos... Aquél, todo vida y pompa; éste todo ruina y desolación. ¡No pretendamos enmendar la plana á la naturaleza!,.

Nakens piensa, respecto de los curas, lo mismo que Homais, el farmacéutico de Madame Bovary; los curas han vivido siempre en tina crasa ignorancia y se esfuerzan en sumir en ella á los pueblos. Pero Nakens va más allá: su odio al clero le arrastra á verdaderos extravíos, impropios de su talento; lo propio que la guerra sin cuartel que ha declarado á los burócratas. ¿Cree Nakens que si todos fuéramos ricos habría quien trabajase? ¿Habría acaso industria? ¿Qué concepto tiene Nakens de la economía política, ó dígase crematística? ¡Oh qué monótona sería la vida (y lo es con todo y con eso) si el dinero anduviese tirado por las calles! Que el dinero está mal repartido, ¿quién lo duda? Indigna ver á tanto idiota acaudalado y á tantos hombres superiores en la miseria, ¿Por qué Nakens y yo no hemos de tener dinero? Quizá no nos preocuparía tanto la pobreza ajena. Nada, amigo Nakens: rompamos la pluma y dediquémonos á... corredores de Bolsa ó á curas, ó á hacer el amor á viejas ricas y viciosas. ¡No hay otro camino!


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El último folleto de Clarín, seamos francos, no parece la obra de un ingenio tan sagaz como el suyo. No llega, ni con mucho, á los anteriormente publicados. De sobra sabe el punzante crítico lo que yo le admiro y el placer con que leo cuanto sale de su nerviosa pluma. Acaso se deba á la festinación con que le ha escrito y al espíritu puramente personal que le anima. Claro que Manuel del Palacio no es un poeta humorístico como Byron, ni un poeta sugestivo como Sully-Prudhomme; pero—la verdad por delante—versifica con fluidez y cierta corrección; tiene gracia—gracia genuinamente española, á lo Quevedo, como si dijéramos—y no cabe negarle originalidad é intención, Manuel del Palacio ha sido in justo á su vez con Alas. Alas es un temperamento literario de vigorosa complexión, de mirada de ave, por lo perspicaz, de rara cultura y copiosa vena satírica á veces enturbiada por un nervosismo enfermizo.

La sátira de Palacio peca de fofa y desmayada; el folleto de Clarín carece, en la mayoría de sus páginas, del donaire, del desenfado de pluma y de la lógica á que nos tiene acostumbrados el autor de La Regenta. (Diga Clarín que me paso la vida elogiándole.)

El público, que ya conoce á ambos contendientes, de seguro que pasará un rato divertido con las sales y travesuras de esta polémica, que tiene trazas de prolongarse y de agriarse; pero de fijo que seguirá pensando de Clarín lo que piensan todos los que le leen sin prevención: que pertenece á la aristocracia del ingenio; y de Palacio,—que es un poeta festivo—entiéndase bien, festivo—de los que entran pocos en libra, á pesar de sus muchos defectos.


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En España son contados los que se ocupan en ó de filosofía. La filosofía que aquí priva es la filosofía metafísica, soñadora y abstracta. La verdadera filosofía—la experimental, la que se funda en hechos—es mirada con recelo cuando no combatida en nombre del catolicismo. Hay muchos que se burlan de Darwin y creen en la Virgen de Covadonga. Vicios hereditarios, como si dijéramos.

Raro es el libro escrito en español que cae en mis manos que no sea una protesta, en tal ó cual forma, contra el pensar de los filósofos fenomenalistas á cuya erudición y á cuyo concepto científico del mundo se opone el saber dudoso y hacedero y el concepto espiritualista de los Padres de la Iglesia ó de filósofos de similor. Es mucho más fácil explicar los fenómenos de la vida desde un gabinete, que explicarles en el laboratorio de la naturaleza.

Precisamente porque se aparta de la rutina, he leído con tanto interés el libro, la Psicología, del amor, de mi querido amigo González Serrano, uno de los pocos pensadores de, este país sin exclusivismos de escuela, sin prejuicios ni pedantería escolástica.

González Serrano es hombre que estudia mucho, que observa con originalidad—porque hay observadores traducidos—que asiste con perseverancia á la cátedra de Salmerón—el cerebro más analítico de la España contemporánea—y que sigue atentamente el andar del pensamiento filosófico de nuestros días.

Sé de muchos que fingen desdeñarle, porque ni piensa como ellos ni gusta del ruido del aplauso, tan efímero como falso, lo cual viene á ser como una censura velada de los que se pirran por un suelto elogiástico.

Sus libros no caen sobre el público con el escándalo de la piedra arrojada en un estanque. Caen con la lentitud silenciosa de la pluma qué vaga por el aire. Él suele quejarse de la indiferencia del público, sin recordar acaso que los primeros libros de David Hume fueron recibidos en Inglaterra con sepulcral silencio.


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González Serrano estudia el amor desde el punto de vista de la psicofisiología; su método es el de los psicólogos modernos: subjetivo-objetivo, en mi sentir, el único que puede arrojar luz sobre estos fenómenos de la conciencia. El método introspeccionista tiene que unirse al de la observación externa; el introspeccionismo aislado no produce sino fantasmagorías.

Todo estado de conciencia es el producto de una sensación, intensa en el acto de percibirla, débil ó amortiguada cuando desaparece el objeto que la produce, y se convierte en representación ó en imagen.

Nada tan difícil como pretender estudiar el amor—pasión compleja de suyo—en nosotros mismos cuando nos sentimos bajo su dominio. Tenemos que recurrir á la memoria, tornadiza y voluble por la serie de impresiones varias que tiene que guardar, y tenemos que confiar en los datos que nos suministra cuando la sensación ha pasado ó se ha adormecido. De esto á la abstracción no hay más que un paso y la abstracción lleva á menudo á lo quimérico. De suerte que para que la investigación sea provechosa, se hace indispensable el método doble, el subjetivo-objetivo.


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El propio González Serrano declara que su libro es un ensayo descriptivo de los múltiples factores que se agitan y combinan en ese estado afectivo que se llama el amor.

Es difícil sintetizarle por su complejidad. No sucede con el amor lo que con la vida, por ejemplo. La vida, en todo sér organizado, puede definirse diciendo que es una relación activa del sér con el medio en que se mueve. ¿Cómo definir el amor? Todos sabemos lo que es la vida y cómo se manifiesta: unos rutinariamente, otros científicamente. ¿Es el amor una energía dinámica? ¿En virtud de qué estímulos nace? Claro que para que la sensación exista es menester que haya algo que la despierte. Pero ¿qué factores son necesarios para que el amor se convierta en sensación? ¿Basta tener ojos y ver?

¿Cuál es la finalidad del amor? ¿La unión sexual? ¿Cómo sé explican las preferencias en la elección erótica? El amor ¿es la simpatía total ó la simpatía parcial?

Cuando yo me enamoro de una mujer, ¿me enamoro de toda ella ó de algo saliente que en ella noto? ¿Hay en el amor elementos intelectuales y sentimentales, á la vez, ó uno de los dos únicamente? Tiene razón el distinguido psicólogo: «es más fácil vivir el amor que conocerle y explicarle.»


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El libro de González Serrano tiene mucho que leer; es muy sugestivo, y si no fuese por la pereza de que más arriba he hablado, le dedicaría un estudio serio y detenido. Pero será otra vez.


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El batallador satírico portorriqueño, Luis Bonafoux, ha publicado en estos días un folleto titulado Coba, por cuyas páginas pasa zumbando el humorismo como un remolino de polvo iluminado por un rayo de sol.

Leyéndole, recordaba lo que decía Heine: que no se debía escribir contra nadie porque todos estamos enfermos en este hospital inmenso que se llama el mundo.

El propio Aramis, cuyo singular ingenio y epiléptico estilo me han espantado el sueño de una larga noche de frío, es un caso patológico. Está enfermo á la manera de los verdaderos humoristas y al través de sus ironías y de sus carcajadas se vislumbra el melancólico relampagueo de sus tristezas y de su hastío. No hay que tomar muy por lo serio las opiniones de los humoristas de esta clase. Las más veces ríen por costumbre y porque suelen fijarse únicamente en el lado cómico de las cosas.

En Coba hay sátiras injustas y sangrientas y celebraciones infundadas; prueba incontestable de que Aramis se deja llevar de sus cariños y antipatías exclusivamente personales, defecto, si se quiere, en el cual todos incurrimos. Es de los que piensan que las cosas no son lo que parecen, sino lo que cada cual quiere que sean.

Y acaso tenga razón.

Impresiones literarias

(Desde Madrid)


Hace mucho tiempo—tres años aproximadamente—que no escribo en ningún periódico cubano. El País, siempre benévolo y cariñoso conmigo, me brinda sus columnas y yo las acepto gustoso, porque El País es un periódico inteligente y culto.

Una vez al mes tendré el gusto de departir familiarmente con los muchos lectores del diario autonomista. Mis cartas serán un resumen, exacto aunque ligero, del movimiento intelectual en esta Corte. Hablaré de libros, de teatros, de conferencias... en una palabra, de cuanto constituye la vida literaria de un país. Advierto, para que la prensa conservadora de aquella Antilla esté prevenida, que mis juicios—humildes como míos—estarán inspirados, no en el odio ni otras malas pasiones que desconozco, sino en la verdad tal como la entiendo.

No cabe negar que las letras castellanas del día—salvo excepciones—atraviesan un período de lamentable postración. Quien lea, sin ceguera patria, los libros y los periódicos que aquí se publican, y asista á los teatros y á los centros científicos y literarios, no podrá menos de reconocer esta verdad dolorosa.

El Ateneo de hoy no es ni sombra del Ateneo de Moreno Nieto y de Revilla. En aquella época de entusiasmo y de estímulo, se estudiaba y se discutía con amor. Hoy, cualquier mozalbete lee un poema descriptivo, falto de numen y sobrado de ripios, ó pronuncia una conferencia sobre... el influjo del sombrero de copa en el naturalismo, ó cosa por el estilo.

De higos á brevas, como si dijéramos, suele despejar esta atmósfera tediosa la palabra de fuego de alguno de nuestros grandes oradores.

La prensa, salvo honrosas excepciones también, á parte de la política personal y de triquiñuelas que la agita, adolece del defecto de estar redactada en un estilo que dista mucho dé la índole y del espíritu de nuestra vigorosa y pintoresca lengua. Da grima manosear la mayoría de los papeles públicos: son una extraña mezcla de giros franceses y voces chulescas. La literatura que en ellos predomina carece de originalidad y, de vida.

En cambio, en lo atañadero á la guerrilla política, al suelto escrito á vuela pluma, son un repertorio de chistes y de picantes ocurrencias.

Aquí no habrá dinero, pero lo que es gracia... ¡diga usted que sí!

Mucho se escribe, es cierto; pero sería preferible que los más de los que garrapatean, se dedicasen á leer jo bueno en vez de escribir lo malo, como advierte Schopenhauer, creo que en El mundo como voluntad y como representación. El escritor de temperamento original, influido por la moderna tendencia naturalista, de criterio propio, refractario á la tradición y al cliché ideológico, viene á ser en esas publicaciones un mirlo blanco.

Los más de los directores de periódicos no quieren artículos humanos, vaciados en el molde de la literatura francesa contemporánea, y alegan, para no publicarlos, el respeto que á la moralidad del público debe guardarse. ¡Lo que son los contrastes! En la Puerta del Sol se vocean diariamente, sin escándalo de nadie, libros tan obscenos como El Sacristán y la Monja y otros de la Biblioteca Demi-Monde que en punto á desvergonzadas sandeces, no tienen quien les eche la zancadilla.

Los artículos que piden han de ser de los que ni pinchen ni corten: artículos color de rosa,.pudibundos y perfumados..

No digo nada de la crítica y la sátira. Descartando algunos semanarios, el Madrid Cómico). por ejemplo, donde la crítica puede hablar claro... hasta cierto punto, no se halla aquí por un ojo de la cara periódico que circule que admita un juicio severo contra determinados escritores que no por ser, algunos de ellos, famosos, dejan de incurrir en defectos dignos de censura y dormirse como el poeta griego.

La sátira tiene que ser suave y los asuntos sobre que verse, lugares comunes, de los que sirven de pasto á esa caterva de sandios costumbristas de casas de huéspedes.

Ya está uno harto de leer articulitos en que se pinta, ya al cesante, ya á la patrona que se queja de que el huésped no la paga, ya al insoportable chulo que, entre timos y baladronadas, alumbra una paliza á la no menos insoportable chula, por un quítame esas pajas. Escritores de costumbres como Larra, en cuyas inolvidables sátiras se fundían la gracia, la observación profunda y el desenfado del estilo, no les hay en Madrid si eliminamos á Cavia que es el que más se acerca al insigne satírico.

Hay, sí, escritores festivos de mucho ingenio como algunos que escriben en el Madrid Cómico, cuyo superficial gracejo y mariposeo de estilo son el deleite dominical del público alegre y bullanguero.

El literato madrileño, en general, estudia poco y vive como aletargado por la atmósfera humosa y sofocante de los cafés y el olor á comida fiambre de las casas de huéspedes baratas. Y como el medio social influye mucho en el pensar y en el sentir, de aquí esa caquexia literaria que señalo y deploro.

La crítica, en parte, y en parte el público, son la causa impulsiva de esta laxitud y pobreza que se advierte en la literatura que bulle y suena en el libro y en las tablas. El público, porque no lee; la crítica (entiéndase la crítica ilustrada), porque no funciona.

La crítica de actualidades, batalladora y sin paños calientes, no tiene representantes, si hacemos caso omiso de Leopoldo Alas, que es, hoy por hoy, el único que dedica su pluma al estudio, ya en serio, ya en broma, de las novedades literarias.

Menéndez Pelayo escribe luminosos libros sobre la historia de la estética; Valera, el más diáfano y sobrio de los estilistas españoles, se cartea con los literatos y poetas de la América del Sur; D.ª Emilia Pardo nos cuenta sus viajes en pintorescas crónicas ó nos habla de Galicia, ya en mediocres novelas como Insolación y Morriña, ya en originales y provechosos estudios críticos, como el titulado De mi tierra, y González Serrano se enfrasca en hondas cuestiones de psicología.

No parece sino que se rehuye hablar de los escritores de casa por temor a echárseles de enemigos, en el supuesto de que la critica fuese negativa, que hay indicios para creerlo.

Las muchas veces que be hablado con Menéndez Pelayo y González Serrano á propósito de la literatura española contemporánea (poniendo á salvo á los buenos), les he oído expresarse en términos desdeñosos ó lastimeros.

El retraimiento de ambos—rayano en misantropía—de los círculos literarios, y su estudiado alejamiento del trato de los periodistas, son una prueba palmaria del menosprecio con que miran este monótono lago de tinta plomiza estancada.

De la poesía no hablemos. Salvo Campoamor y Núñez de Arce—y este juicio lo ha formulado alguien antes que yo—la poesía española contemporánea carece de figuras dignas de ser tomadas en consideración. Ferrari y Manuel del Palacio, el primero, como discípulo del autor de EL Vértigo, y el segundo como sonetista correcto, son los que pueden ser citados, en calidad de poetas tumores, al lado de aquéllos.

Versificar, versifican muchos, todos los españoles, como si dijéramos. Versificar bien, con arte é inspiración propia, muy pocos.

No tenemos hoy un poeta de la pujanza lírica de Espronceda, por ejemplo, ó de los bríos épicos de Gallego. Noto en la lírica del día amaneramiento, prurito de imitación atávica (romanticismo calderoniano... mandado recoger); ausencia de exquisitismo en la forma y de subjetivismo vivido en el fondo. Campoamor y Núñez de Arce tienen infinidad de prosélitos que les chupan la savia y hasta los consonantes.

El pequeño poema, á la manera del Idilio y de El tren expreso, están de moda.

Como esos imitadores carecen de jugo gástrico intelectual, no digieren lo que leen,. Así vemos en muchos de esos poemas estrofas de los citados maestros, disfrazadas; poemas que, al leerlos, me producen el mismo efecto que el oír simultáneamente, en la escena, al actor y al apuntador.

No saben ver la realidad ni mucho menos cristalizarla en formas verdaderamente artísticas. Sabido es que la naturaleza varía, si no en lo esencial, en lo accidental, según el temperamento de aquel que la contempla. Un temperamento pictórico, como el de los Goncourt—por ejemplo—escritores que pudiéramos llamar ópticos, no ve la realidad al través del mismo vidrio que el temperamento de Voltaire, escritor elegantemente frío, con los ojos ávidamente abiertos para el mundo de las ridiculeces humanas y levemente entornados para el mundo de las grandes pasiones, de esas que lloran y ríen que ruegan y maldicen...

La juventud poética á que me contraigo suele ver la naturaleza reflejada, Imitan directamente, con el autor fusilado delante. No cierran los ojos del espíritu... ni los libros, y escriben luego sin acordarse de lo que han leído, conforme á su manera peculiar de ser, obedeciendo á los naturales impulsos psicológicos. El arte, entendido de este modo, se convierte en fotografía instantánea, hoy tan en moda... en la Puerta del Sol, á dos reales la cartulina, cartulina en que no reconoce al retratado ni la madre que le parió.

¿A quién culpar de este abatimiento é inopia intelectuales? ¡Son tantas y tan complejas las causas! Acaso la sociología podría darnos alguna luz. Pero esto me llevaría demasiado lejos. Es un tema difícil de tratar, porque todavía no hemos llegado á ese punto de cultura y excepticismo que permiten hablar con franqueza de las intimidades de casa..

La crítica científica á lo Taine, la psicológica á lo Paul Bourget y la patológica á lo Mantegazza ó Lombroso riñen abiertamente con la índole de nuestra raza soñadora, indolente y quijotesca que lo ve todo al través de rosáceos cristales y en síntesis, síntesis confusa sobre la que reverbera, las más veces, el amortiguado resplandor de nuestras pasadas grandezas...

Manuel Sanguily—en un artículo en que me despedazaba amigablemente—hacía notar, con acierto, que la crítica española adolecía generalmente del defecto de ser demasiado retórica, demasiado objetiva. Acostumbrados á dar más importancia á lo plástico que á lo psicológico, á lo sintético que á lo analítico, se nos hace cuesta arriba formular un juicio de medias tintas, si vale decirlo así, un juicio ecléctico y relativo.

Se habla de nuestra decadencia del día y nos sale el amor patrio con un catálogo de nombres propios. Vea usted: tenemos grandes oradores, Castelar, Salmerón, Martos; grandes poetas, Núñez de Arce, Echegaray; grandes novelistas, Galdós, Pereda; grandes críticos, Menéndez Pelayo, Valera, etc., etc.

—Corriente; pero como el caso aislado no constituye la regla, sino la excepción, que es todo lo contrario, eso no basta para echar abajo un juicio que la generalidad se encarga de corroborar.

Precisamente porque tenemos hombres ilustres, aunque pocos, se debe hablar de la mayoría, que no lo es..

Días sin sol, ó cojeras poéticas

La cojera de Barrantes (porque D. Vicente sabe... del pie de que cojea), no es una cojera aristocrática, como la de Byron, por ejemplo. Tira más á la prosaica de López, mi simpático amigo el editor de Los Madriles.

Viene á cuento la imperfección pedestre de Barrantes con motivo de sus Días sin sol, colección de ripios, ó, mejor, de cojeras poéticas, en que D. Vicente, á imitación de Núñez de Arce, grita que se las pela contra el espectáculo que dió España en 1873, época en que D. Vicente, según propia confesión, estuvo á pique de volverse loco de indignación y melancolía. Los Días sin sol ponen, además, de manifiesto que D. Vicente desbarró antes como desbarra ahora. (Remito al lector á la Sección hispano ultramarina que redacta, es un decir, el Sr. Barrantes en La España Moderna.)

Claro que las críticas, ó lo que sean, del académico de los días nublados, son una sarta de lugares comunes que para Cheste que los lea. No sé yo cómo mi amigo Lázaro, director de la citada Revista, consiente que Barrantes meta la pata—así se dice, aunque groseramente,—ó las muletas—sí las usa, que no lo sé—en una publicación donde figuran tan acreditadas firmas.

Barrantes no sabe escribir, amigo Lázaro. En el alba, en el prólogo, quiero decir, de sus Días sin sol, veo estas nubes preñadas de... tontunas:

«No es un libro lo que va á leerse (de acuerdo, D. Vicente, de acuerdo), aunque su título, en demasía pretensioso. (pretencioso se escribe con c. Además, es galicismo), descubre en el autor plan más alto que el que realiza ahora; ni es tampoco una colección armónica de poesías (eso huelga, don Vicente) como pudo y debió serlo.» (¡Qué había de ser, hombre!).

Si D. Vicente no fuera académico ni colaborase en La España Moderna, así me acordaría yo de él como de los fakires de la India.


* * *


Los Días sin sol fueron escritos desde los primevos días de la primavera á los últimos del invierno de 1873, período que en la historia de nuestras revoluciones abre un paréntesis asqueroso y abominable, como dice el autor en el prólogo. El Sr. Barrantes es un retrógrado á ojos vistas, aunque él haya hecho de la libertad siempre un ídolo (sic.)

D. Vicente, como el náufrago que al salvarse en carcomido leño siente que lleva en el bolsillo (¡cursilón!) el retrato de, su amada, se encontró más regenerado, más espíritu de luz en la sombra (¡espíritu de luz! ¡Habrá memo!) al notar que la inspiración poética no le huía, como otras veces.

Bueno. Dejemos el prólogo. Para muestra basta con lo copiado. Veamos esos días tenebrosos. "

Después de preguntar á su compañera si recuerda el nido donde se refugiaban de la tempestad. como palomas


«que al gavilán le han visto
la garra corva,»


añade el poeta... de pie forzado:


«¿Te acuerdas de las noches
que allí pasamos,
sobre el banco de césped
entrelazados,


(¡en un banco de césped mientras llovía! Yo que usted me meto en el nido.)


mientras el sueño
dormían de los ángeles
nuestros polluelos?»


Pero D. Vicente ¿es un bípedo (ó mejor, monípedo) sin plumas ó con plumas? Porque eso de los polluelos... Vamos, que D. Vicente, á imitación de Bertoldino, se echó sobre los huevos... y los empolló.—Barrantes:


«Tal vez la casta luna,


(ó casta diva)


discreta siempre,


(¡Pobre luna! ¡Cuántos ripios se cometen en tu nombre!)


los tupidos festones
de yedra verde,
trémula alzaba...


(¿La luna alzaba la yedra? ¿Dónde ha visto D. Vicente semejante cosa?)


y otra vez se escondía
Desengañada!»


¡La luna desengañada! ¡Claro! Pensó hallar debajo de los festones á dos amantes, y topó con D. Vicente y sus polluelos. Comprendo el desengaño de la casta luna..

Parece que la borrasca apretó y....


«¡Pobres algas que al fondo
del mar humano,
arrancan las corrientes
hechas pedazos!


(¿Hechas pedazos? ¿Quién? ¿Las algas ó las corrientes?)


«Las portuguesas
playas nos recogieron
en lodo envueltas.


Pero... ¿quién manda á D. Vicente quedarse en un banco de césped cuando ruge la borrasca? Camarón que se duerme...

El nuevo Moisés, lejos de buscar posada, va, y... ¿qué hace? Pues...


«¡Lorar á España
en la tierra envidiosa
de Lusitania!»


¡Desagradecido! ¡Tildar de envidiosa á la nación cuyas playas le recogieron á usted en calidad... de alga!


«En la lengua de Camöens,
de blando acento
cantaba sus ternezas
el marinero.»


Me parece estarle oyendo:


«As cousas do mundo
que no hay otra
no hay otra
más boa, etcétera.»


Me asalta una duda: ¿cómo el Sr. Barrantes, envuelto en lodo y medio ahogándose, pudo oír las ternezas del marinero?

El poeta inválido:


«Paloma que acompañas
con tus arrullos
los cantos de mi lira


(¿Lira? ¡Escopeta! en todo caso.).


roncos y rudos...


(No es mal poeta... el que conoce el ripio.)


y desde el suelo
me levantas al trono
de Dios eterno.»


Confíese usted que no era una paloma. Sería un buitre ú otro pajarraco por el estilo. ¡Una paloma llevándose á D. Vicente hasta el cielo!

¡Cuidado con las peripecias del Tirteo de cartón!

D. Vicente, echando la zancadilla á Zola. Se trata del Dos de Mayo:


«¿No eres ya aquel Madrid? ¿Es que tus venas,
pus, que no sangre, fétido recorre?»


(¡Uf! ¡Qué asco!)


«No lanzan fuego sus hinchados ojos,
sino ponzoña, corrupción y vicio.


(Naturalismo de López Bago.)

Al pueblo de Madrid según D. Vicente,


Ni carne cruda, humilde le alimenta,


(¡Carne cruda! ¡Antropófago!)


ó leche montaras en tosco jarro,


(Pues si alguna leche sana hay, es la montaraz. D. Vicente gustará de la leche ciudadana.)


ni es la piel sin curtir su vestimenta


(Pero Barrantes... ¿qué se ha figurado? ¿Que los madrileños son pieles rojas ó botocudos?)


ni su mansión el rechinante carro.»


(¡Qué desbarro, Barrantes, qué desbarro!)


Apetitos no más abren su boca,


(¿Y no quieren leche montaraz ni carne cruda? ¿En qué quedamos?)


odio no más su corazón ensancha...
si el viejo Atila quema lo que toca,
el nuevo Atila lo que toca mancha.»


Ya lo sabéis, tenderos de Madrid: ¡no dejéis al nuevo Atila tocar vuestros géneros! El cual dirá: ¡Paso, que mancho!,


Para amasar con cieno y con escombros
el trono que Luzbel en vano espera.


(Como Carlos Chapa.)


... aborto de ignorancia y de delirio;
la libertad salvaje del salvaje.


(¡Qué salvajismo!)

D. Vicente, echándoselas de Stanley... filipino:


La conozco muy bien. El indio bravo
allá... en ignotos bosques de Oceanía,
de esa ominosa libertad esclavo,
amar y bendecir me hizo la mía.


Hubiera dado yo un tomo de discursos académicos por haber visto á D. Vicente en los bosques de Oceanía predicando el Evangelio á los indios bravos.

Noticias de la vida íntima de los salvajes oceánicos:


Siembra su arroz donde le da la gana;


(verso de tendero de ultramarinos.)


cuelga de un árbol, como el ave, el nido;
engendra con su madre ó con su hermana;


(¡Incestuosos! Si yo escribo esto, me llaman pornográfico.)


y muere sin saber cómo ha vivido.


No crea D. Vicente que eso es cosa exclusiva de los salvajes. ¡Cuántos académicos conozco yo que mueren sin saber cómo han llegado á ser académicos!

A los poetas dedica Barrantes los siguientes consejos:


Romped la lira armoniosa,
hundid la frente en el cieno.


¡Cómo se conoce que D. Vicente llegó á Portugal envuelto en lodo! Hay impresiones que duran toda la vida, y que se convierten en ideas fijas.

(Recuérdense las pinturas de Laurent, después de la muerte de Camilo, en la Teresa Raquin, de Zola.),


Id con ronca voz doliente,
gritando á ese pueblo honrado
pervertido:


(¿Paradojitas á mí?)


—¡Loco! ¿adonde vas? ¡detente!


(¡A ése, á ése! la Barrantes!)


¡detente, desventurado.!
¡vas perdido!


(Eso digo yo: ¡detente, desventurado académico, que vas á morir, como Absalón, enredado con tus propios ripios)


Cuando envuelto en su capote


(¡Qué zote!)


llanto de muerte...


(Comprendo que D. Vicente declare que á poco pierde el juicio cuando escribió este libraco. ¡Cáscaras con los disparates que hay en él!)


Esclavo de la materia,,


charco de podre y laceria,
do se revuelca mi leproso,
que es tu alma.


(¡Qué estercolero! Ni el de Job,)

Va á terminar:


¡Ay! ¡Adiós, patria! ¡Adiós gloria!
¡pasado que se derrumba!
¡Adiós, todo!


¡Buen viaje! Y al llegar, escriba.

Esa patriotería biliosa, casi africana, es ridícula, D. Vicente y... escuche usted lo que dice Schopenhauer: El orgullo nacional revela ausencia de méritos individuales. El que los tiene, no necesita recurrir á la colectividad. ni hacerse eco de la nación á la que por casualidad pertenece.

Los autores noveles

Vamos á ver. ¿Por qué á los más de los autores noveles (en verso y prosa), y á muchos que no son noveles, les ha de dar por lo grande y lo dificultoso? El problema filosófico más laberíntico y obscuro, que cuesta al sabio años y años de meditación y estudio, el autor novel—sin encomendarse á Aristóteles—le resuelve en menas que pica una pulga.

Ve que hoy están de moda el transformismo y el positivismo. Pues en vez de empezar por el estudio de la filosofía fundamental, por el estudio de la lógica, se enfrasca en la lectura atropellada de Darwin, de Hœckel, de Spencer, de Stuart-Mill y de otros naturalistas y filósofos novísimos.

Para dedicarse á la ciencia contemporánea (especialmente á las ciencias naturales) es preciso tener dinero, decía un amigo mío. Toda ella se funda en la experimentación, y mal se puede experimentar si no se viaja, si no se visitan museos de historia natural y laboratorios químicos, etcétera.

La filosofía espiritualista es una filosofía que está al alcance de todas las fortunas, aunque no al alcance de todas las inteligencias, como piensan sus secuaces. Basta con elevarse en el globo de la metafísica á las regiones de lo quimérico y del éxtasis. La filosofía positivista, por el contrario, es carísima. ¿Qué capital, invertido en viajes y experimentos, no representan las obras del gran naturalista inglés, de Vogt, de Hœckel, de Huxley, de Spencer?

De mí sé decir que me hacen mucha gracia ciertos candorosos partidarios del transformismo, ó monismo dinámico. No han salido jamás de su país; no han visto un fósil ni en pintura; gracias que hayan visto los monos del Retiro, y sin embargo afirman muy orondos que todo lo que dice Darwin en su Origen de las especies, y todo lo que dice Hœckel en su Antropogenia (que no han digerido) son verdades inconcusas.

¿Quieren ustedes saber cómo se formó el mundo? Las moléculas (yo apostaría doble contra sencillo á que no sabe lo que son moléculas), las moléculas flotaban dispersas en el espacio; un día las dio la gana de juntarse (como una Liga de contribuyentes), se separaron después, se condensaron las nebulosas (¡buena nebulosa está usted!), empezó á hervir la vida (como agua para chocolate), brotaron los séres, y empujándose los unos á los otros, atropellándose (vamos, como si saliesen de un teatro en noche de estreno), tiró cada cual por su lado y... ¡á vivir! ó la que es igual, á luchar por la existencia.

Aquí tienen ustedes explicado el problema de los, orígenes, según la interpretación confusa de esos atolondrados.

—Pero—pregunta un espiritualista—¿de dónde salió esa fuerza, esa energía?—¡Toma! De sí misma.

Si los séres se forman por sí solos—añade el espiritualista creyendo poner una pica en Flandes—¿cómo no se ha podido formar todavía un sér vivo, á pesar de los muchos experimentos que se practican y siguen practicándose en los laboratorios?—¿Con que es usted espiritualista, eh? ¡Vaya que está usted atrasado!—contesta sin recordar los argumentos de Hœckel.

No se crea que me burlo de la teoría de la evolución. ¿Cómo he de burlarme de ella si soy evolucionista... á mi modo?.

¿Quieren ustedes otro problemazo de los que tienen trazas de no ser resueltos en algunos años?

El problema de la coloración de los animales. ¿A qué se debe la diversidad de colores en el plumaje de las aves, en la piel de los mamíferos? ¿A qué obedece el cambio de tonos y de matices en el color de animales de una misma especie? ¿Por qué un gato es blanco y otro es negro? La semejanza que se advierte entre el color de ciertos reptiles é insectos y el color de ciertas plantas, flores y rocas, ¿cómo se explica? ¿Por qué cambian de color los camaleones? ¿A qué se debe, en una palabra, la materia colorante, como dicen los naturalistas?

La química biológica trata de explicarse estos fenómenos, este indigno misterio de las cosas, que decía Leopardi.

Un autor novel coge este problema, con cuya solución no han podido dar aún sabios como Wallace (véase La selection naturelle, de Alfredo R. Wallace) y Darwin, y ¡zás! le resuelve en un dos por tres.

—Eso se debe—discurre—al alma tipo (no está usted mal tipo) de la sustancia pictórica en vez de atribuirlo al pigmento, á las células, á las secreciones y á los influjos de la luz y de la temperatura.


* * *


Si el autor novel se dedica, por ejemplo, á la poesía, no empezará, como debe empezarse, por el estudio de la gramática y de la retórica... Esas son bagatelas que para maldita la cosa que sirven. Empezará por imitar... á Homero, haciendo epopeyas. En vano que Renán haya dicho que la epopeya (que se da la mano con la mitología) es el producto espontáneo é inconsciente del genio de una raza. En vano que se le diga que el tiempo, de las epopeyas pasó. Nada, él quiere que le llamen epopeyarca, y allá va con la epopeya. Afortunadamente todas estas epopeyas se quedan inéditas, porque ni hay editores que las publiquen, ni lectores que las lean. Anda por esos trigos cada poeta épico que es el terror de las patronas. Conozco uno que ha hecho un poema imitando el Fausto, de Goëthe, que es cosa de dar parte á la policía.

Yo se lo decía hace noches á un amigo: «Donde vuelva ese desdichado á querer leerme el canto sexto, en que sale Mefistófeles vestido de mono sabio, vomitando filosofías de Schopenahuer, traducidas, como vomitaba latines aquel dómine, del P. Isla, no me ando con paños calientes: llamo al primer guardia que tope. Pues qué, ¿no ha de poder salir uno á la calle por miedo de que le aticen un epopeyazo?»

¿Y cuando echan piernas de poetas líricos, de poetas subjetivos? Ellos han padecido mucho. La patrona les ha echado á la calle porque... deber un mes puede pasar; pero ¡cinco meses! ¡Qué Baudelaire ni qué Richepín! Esos son niños de teta, en cuanto blasfemos, comparados con estos poetas nihilistas.—¡Yo no puedo vivir así! ¡Es imposible! La sociedad es un hato de canallas. La política un amasijo de ambiciones, de pillerías.—(Lo cual no empece para que se pasen lo más del año agarrados á los faldones de cualquier diputado cunero, á fin de que les dé un destinillo.)

¿Para qué hablar de los novelistas, de los dramaturgos, si son lo mismo, con ligeras modificaciones? Dramas realistas, á lo Shakespeare, en que la sangre corre á mares entre ripios y galicismos. El padre mató á su hijo porque le robaba las pesetas y se las jugaba muy tranquilamente. El hijo se casa con la madre sin saber que es su madre.—Epílogo: ¡Falso! ¡Mentira!—dirá la sociedad.—No, hombre, no dirá eso; dirá que usted está chiflado, y que donde siga usted con esos dramas va usted á dar con todos sus ripios á Leganés.

¿Novelas? Naturalistas, pero no á la manera de Zola, ¡quiá! naturalistas, lo que se llama naturalistas. Un mono que se casa con una aldeana y nace... una alcachofa, y la alcachofa crece y... mata al mono... El autor se ha propuesto demostrar, aplicando la ley de adaptación, (sin saber con qué se come) que dos animales de distinta especie pueden producir, en un medio ambiente donde predomine el follaje, un vegetal...

Déjense ustedes de semejantes impresionismos; estudien gramática y retórica, que es lo principal; fórmense el gusto con la lectura de los buenos autores, y después sean ustedes lo que quieran y escriban sobre lo que se les antoje. Hay leyes que deben observarse lo mismo en el arte que en la vida: el que sin un concepto sólido de la moral, no de la moral de catecismo, sino de la moral como la entiende Darwin, se mete de lleno en el tráfago del mundo, es muy posible que páre en la cárcel. El que sin una buena educación literaria se echa á escritor, no pasará nunca de ser una medianía.

Dicho sea todo sin ínfulas de dómine: mal puede aconsejar quien há menester de consejos y advertencias.

Bala... gueo

No, no crea D. Víctor Balaguer—poeta con dengue crónico—que eso de decir sandeces es cosa de tontos. Entre los caracteres que distinguen al genio (¿Usted genio? ¡Las ganas!) señala Lombroso, en un libro que Balaguer no ha leído, la sottise, que dicen los franceses, ó la necedad que decimos nosotros.

La Ilustración Española y Americana... ese Clarín de los Segismundos de allende y aquende el mar, echa á volar las siguientes hojas sueltas de D. Víctor. ¡Valiente regalo de Pascuas el que hace La Ilustración á sus constantes favorecedores!

Espectora D. Víctor (ya se sabe que tiene el dengue):


«¿Cuándo abrirás los ojos?» me decían
mis amigos un día y otro y otro:


(prosa, prosa y prosa)


y así me perseguían y apremiaban


(como ¿obradores de contribución) 


con la misma canción, todos á coro,
hablándome de intrigas y miserias,
de engaños y de dolos.»


(¡Señores, cuidado que todo esto es pedestre!)


»Ya tanto me dijeron y me instaron»,


(No parece sino, que D. Víctor está hablando en familia, al amor de la estufa.)
que al fin me decidí y abrí los ojos.


(fin, decidí, abrí: un primo carnal y dos hermanos; quiero decir, un asonante y dos consonantes en un solo verso. ¡Qué oído... de cañón!)


Mientras los tuve abiertos, no ví nada;
fué cuando los cerré que lo ví todo.»


¿Ustedes entienden algo? Cerraremos los ojos á ver si damos con la filosofía bronquial de estas estrofas acatarradas.

Otra rima de D. Víctor (que sería poeta... si tuviese inspiración, dicho sea recordando una frase cáustica de Heine):


La vida es luz y amor...


(cada cual habla de la feria...)


...Desde las sombras
pasamos á la cuna cu un momento,


(¡qué profundidad de... pozo seco!)


y de la cuna, que es amor y vida,
al sepulcro, que es muerte y es silencios


Pero... ¿acaso hay sepulcro que no sea muerte? Tome usted cocimiento de liquen, D. Víctor, á ver si se le quita esa tos poética.

Sigue tosiendo Balaguer:


«Tres cosas hay que amar en este mando,


(Esto ya no es dengue, es muermo.)


porque unen la belleza á la bondad
(¡qué necedad!)
y á las tres hay que amarlas con delirio
(y encenderlas un cirio)
ya, que amar de otro modo no es amar.


(¡Y este hombre es académico de la lengua! ¡Y ha sido ministro... de ultra... tumba!)


Yo á las tres adoré toda, mi vida:


(Esto parece una charada.)


las flores, la mujer, la libertad.»


Crean ustedes que Grilo, con todo de ser tan malo, no vomita tantas vaciedades. ¡Oh!, D. Víctor, es usted un tonto de capirote!

Balaguer, estornudando á matarse:


Era una noche deliciosa y bella,


(O, como dijo el otro:


sale la luna vomitando estrellas.
¡Ay, ay, ay, qué bella!
de cielo azul esplendido y sereno.


(Este verso me recuerda á esos perros sin amo que andan por las calles á media noche. Siguen á todo el mundo, y luego se van. Es un verso que sigue á todos los poetas ramplones.)


Cruzar de pronto vimos y correrse


(¿de vergüenza?)


una estrella fugaz. Entonces, creo,.
cuando tú me dijiste con la dulce
expresión melodiosa de tu acento:


(¿amoríos tenemos, eh?)


«Tal vez esas estrellas que se corren
son estrellas que caen de los cielos


(Siendo estrellas, ¿de dónde habían de caer, aerolito? ¿Ó cree D. Víctor que las estrellas caen de abajo arriba? ¡Qué ignorancia astronómica, física y... matemática!)

Ultimos desgarros del noy:


«¿Es mi amor un delito, un crimen? DIME
¡Oh tú, Señor, de tierra y cielo rey!
si es tu ley el amor, ¿cuál es mi CRIMEN?


(Dime y crimen no son consonantes. Que conste)


Y si es crimen mi amor, ¿cuál es tu ley?»


Ea, renuncio á seguir asistiendo á este atacado de la grippe. ¡Que se le lleve el diablo! No merece un mal sudorífico.

Carta abierta

(Á una poetisa que me persigue)


Amiga mía: usted y yo no podemos entendernos. Ignoro de dónde ha sacado usted que soy crítico. No hay tal cosa, como dicen mis enemigos, porque ha de saber usted que les tengo, á Dios gracias (es un decir). Verdad es que en esta época en que se halla


«en cada esquina cuatro mil poetas,»


ni más ni menos que en tiempo de Tomé de Burguillos, y quien dice poetas dice prosistas (poetas y prosistas malos, por supuesto) , á cualquiera que les sacude un zurriagazo se le llama crítico, por la misma razón que al que confecciona zapatos, aunque parezcan, más que zapatos, canoas, se le llama zapatero.

Yo no soy crítico, que conste. Seré más ignorante que una zanahoria; pero sé distinguir, y  y digo lo que aquel que disputaba con un camueso:—Cierto que soy un mentecato, pero conozco que tú también lo eres, y pata.

Yo adoro en usted la peana por el santo, ó más claro: finjo que escucho sus versos de usted... por usted por su linda cara, dicho sea sin pizca de ironía, líbreme Carulla. Usted será... (¿á que digo una badajada?) una poetisa detestable (¡la solté!); pero lo que es hermosa, lo es usted. ¡Ah, hermosísima! (Que me silben, si miento). Al igual de aquellos buenos frailes que se imponían todo linaje de privaciones y penitencias, á fin de alcanzar la gloria eterna—si la hay,—yo me impongo el sacrificio de oir las lamentaciones de su musa (que se parece mucho á la de Grilo), á fin de que usted... ¡No todo se ha de decir como suena! Usted me entiende, es decir, lo supongo.

Ya que entre nosotros se ha abierto un abismo (estilo de poeta romántico con diabetes), no sería yo quien soy, es decir, un fraile, y como fraile, francote y rudo, si no la dijera á usted—aunque el corazón, ó lo que me haya quedado, que no lo sé de fijo, se me hinche de pena, como una esponja en el agua—la verdad. toda la verdad. que dicen al final de las comedias, y comedia—y no otra cosa—ha sido cuanto ha pasado entre los dos. Permítame usted que enjugue una lágrima que me está saliendo del ojo derecho, porque, para colmo de desdichas, tengo unos ojos que nunca están de acuerdo (no quiero decir que sea bizco): mientras el uno llora, el otro ríe; que llevo, como si dijéramos, á Heráclito y á Demócrito en la cara.


«¡Salid sin duelo, lágrimas, corriendo!»


que dijo el clásico. Créame usted amiga mía: soy la criatura más sensible que puede usted imaginarse. No sabe usted el dolor que me produce tener que decir á usted—¡á usted, á quien yo, como Espronceda á Teresa, soñé levantar un trono, á pesar de ser usted tan desdichada poetisa!—tener que decir á usted que Dios, ó quien sea, no la ha llamado por ese camino, por el de las letras, de las letras que se pagan en las oficinas de la crítica á muchos años vistas.

Muy parecida—aunque de otra índole—á la antipatía que despertaban las matemáticas en Macaulay, al decir de sus biógrafos, es la antipatía que suelen inspirarme las mujeres literatas cuando no se llaman Jorge Sand. Madame Stäel, etcétera. La misión de la mujer es otra, digan lo que digan esos propagandistas de la igualdad de... los sexos.

¿Cabe cosa más ridícula que una literata cursi, de esas que dialogan con las estrellas y las flores, y, en cambio, ni se peinan ni aliñan, quizá porque el agua y los afeites no se avienen con el menosprecio de las frivolidades mundanas, tan natural en los espíritus superiores?

Es para reírse á toda orquesta, aunque luego quede en el alma el sedimento de la tristeza que suelen inspirar—lo digo por mí—las ridiculeces humanas, ver á esas sonámbulas (que recuerdan á la Doña Agustina, de La Comedia Nueva) pasarse la vida de redacción en redacción, de zoca en colodra, como quien dice, agarradas á los faldones de los críticos ó de los encargados de la sección literaria, con el objeto de que las publiquen sus hipos poéticos, y oírlas luego, si el crítico las ha tomado el pelo, vomitar injurias, disparar cohetazos de odio, atribuyéndolo todo á la envidia, á la tradicional desdeñosa prevención con que ocurre mirarse intelectualmente á la mujer.

A la mujer bonita que da en la tema de ser escritora sin tener intelleto d'artista, ni chispa, no hay nada que la duela tanto como que la celebren en su calidad de hembra exclusivamente, haciendo caso omiso de sus literaturas. Siempre se desprecia lo que se tiene, á cambio de aquello que para nada nos sirve, y por lo cual en vano luchamos un día y otro. La rubia quisiera ser morena, la casada viuda, y á la inversa. ¡Oh, eterno descontento humano, fuente inagotable del arte!

Con muchas de ustedes pasa lo que pasaba con Don Quijote, cuyo sano juicio era notorio siempre y cuando no le hablasen de caballerías andantescas, tema cuya sola mención bastaba para hacerle perder la chabeta, como se dice. A muchas de ustedes da gusto tratarlas, porque son listas, vivarachas y graciosas. Me refiero á las literatas jóvenes. De las viejas no hay que hablar. Para esas... ¡dinamita! y me quedo corto. Pues bien, cogen ustedes la pluma, á guisa de aguja, y se ponen á escribir como si zurciesen calcetas, y es cosa de hacer el baúl,


«marcando el rumbo hacia remotos climas!)!


¡Cuánta frivolidad cuánto lirismo histérico, cuánta metáfora floribunda y empalagosa! ¡Qué ausencia de sangre, de nervios, de músculos... en una palabra, ó más exactamente, en dos, de temperamento literario! Diríase que escriben con agua chirle. Pero esta anemia mental, esta caquexia psíquica, no es patrimonio exclusivo del sexo á que usted pertenece. Hay literatos barbudos, y muy barbudos (ganas me están entrando de citar aquí una lista), en cuyos escritos se advierten los mismos síntomas de esa enfermedad que se manifiesta bajo distintas formas y con diversidad de caracteres. Lo que me advertía un mi amigo, médico:—El crítico literario moderno debe estudiar fisiología y patología. Los más, por no decir todos, de esos literatos presuntuosos, alocados (tan ingeniosamente estudiados por Clarín, con ayuda de Lombroso, en su artículo Los grafomanos), inacabable pasto de la crítica satírica, no son sino casos patológicos. Estúdieseles desde el punto de vista médico-social, enciérreseles en manicomios ó casas de salud y al cabo de algún tiempo, el prescrito por el alienista... Volverán á las andadas—exclamé yo. ¡El literato que dice á ser malo, hasta la sepultura! Genio y figura...

Ya usted ve: usted es una mujer esplendorosa, si las hay. ¿Quién, que tenga ojos y sepa lo que es estética, podrá negarlo? Pero hay en usted algo de aquella Fedora que pinta Balzac en La peau de chagrin, novela que, de seguro, conocerá usted. Mira usted con suprema frialdad á los hombres; les oye usted sus galanteos, sus declaraciones de amor; pero nada más. Ni en sus ojos, negros como la tinta, cuando es negra, chispean las luces húmedas en que se enciende el deseo; ni en sus mejillas, levemente sonrosadas, como el antro de un caracol, culebrea el gusanillo abrasador de la pasión genésica que en invisibles serpenteos bulle y se dilata en nuestra sangre, y late en nuestras sienes; ni en su corazón, mudo y frío como el fondo de un sepulcro, aúllan sordamente los celos; ni sus labios, rojos y frescos como la pulpa de una sandía, tiemblan, con los temblores de una cuerda que vibra, en demanda de calenturientos besos... ¡Y yo que no busco en la mujer sino amor... hasta cierto punto, porque todavía tengo la debilidad de creer en algo! ¡Ah, unas buenas formas me vuelven loco!

Mientras usted me lee alguna de esas odas, de la familia de las de Cánovas, al sol ó á la luna, ¿en qué se figura usted que estoy pensando? Cuando yo la miro, mientras usted declama, ¿á que no adivina usted en lo que tengo puestos los ojos? Claro, así es que nunca me entero de lo que usted me lee, y sin darme cuenta, la con testo:—¡Ah, qué hermoso es eso! ¡Si yo pudiera!...—¿No ha parado usted mientes en los ojos de novillo moribundo que pongo cuando usted me da la mano, y la veo á usted alejarse con esos andares gentiles y voluptuosos de cierva jadeante? Usted me tiene desorbitado, como dice Pompeyo Gener, que sabrá mucho, no lo dudo, pero ¡se gasta una prosa!...

No atribuya usted á descortesía estas líneas, trazadas al calor... de la lámpara que me alumbra. De algún medio tengo que valerme para que usted me deje tranquilo. ¿No puede ser? Resignación. ¡Adiós para siempre! (Lamentos, sollozos y suspiros).

Música... celestial

(Con ocasión del último discurso de Castelar)


Es difícil, cuando no imposible, decir algo nuevo aspecto de Castelar. Se le ha juzgado ya en todos los tonos: desde el tono solemne y cuasi épico del artículo de fondo hasta el tono familiar y zumbón de la sección de política menuda. Raro es el día, en que por fas ó por nefas, no se habla de él en los periódicos.

Para los republicanos convencidos—si cabe que en esta edad sin fe haya convencidos—su último discurso ha sido poco menos que una traición.—¿Qué clase de republicanismo es ése que vota con la monarquía? ¿Dónde se ha visto que un republicano preste su apoyo á un gobierno monárquico?—

Para los monárquicos, más ó menos conservadores ó reformistas que aspiran al poder, ese discurso se reduce á una cancamusa efectista.

¡Y esto, si bien con otras palabras, se escribe en el país clásico de las apostasías y los efectismos políticos! (Protestas en el banco azul. Rumores en la mayoría conservadora. ¡Eso es falso! ¡Eso es mentira!—vocea un diputado ministerial.)

Dejando á un lado el espíritu de partido, yo pregunto: ¿qué cosa hay estable y fija, no ya en el mundo, moral, sino en el propio mundo físico?

La vida ¿no es una serie de evoluciones desde la monera, que dicen los darwinistas, hasta el hombre? Antes de ser lo que somos—si es que se sabe de cierto lo que somos—¿no fuimos, según el testimonio de la ciencia transformista, catirrinios, luego simios, después antropóides, más tarde alalos y por último, en el período plioceno de la edad terciaria ó á principios de la cuaternaria, hombres hechos y derechos?

—Pero es que Castelar—me objetará alguno—no evoluciona, retrocede.—De acuerdo, señores; el Sr. Castelar ha dado un salto atrás; pero, qué, el atavismo ¿no es una ley de herencia?—(Estoy hecho un monista de tomo y lomo.)

Pues como íbamos diciendo, dando de barato que iba yo diciendo algo: todo cambia, todo se transforma. Y esta teoría, que levanta una polvareda de insultos entre la gente ultramontana, es viejísima. Renán, al hablar de los orígenes de la Biblia, observa que en Babilonia estuvo á la orden del día la transformación progresiva de los seres. Sí, todo cambia. Al día sucede la noche, á la tempestad la bonanza, que diría, como cosa nunca dicha, un orador de los que discuten en el Ateneo si la forma poética está ó no llamada á desaparecer. Está llamada; pero no responde. A la estación vernal sucede el invierno (estoy hablando de los cambios más vulgares), á los discursos de Cánovas, los de Sagasta...

Si yo quisiera alardear de erudito, podría citar á unos cuantos filósofos (Cánovas inclusive), en cuyas obras, se advierten grandes contradicciones ó antinomias, para hablar en pedante. Y cuenta que en filosofía se exije ó se exigía rigoroso orden dialéctico y encadenamiento ideológico, que diría un filósofo metafísico.

Pues bien, como dice el general Pando (fines bien, no, mi general, pues mal, porque usted no dice nada bien, ni en sueños). Pues bien: Locke, filósofa empírico, como se decía, que admite como único origen de ideas los hechos sensibles, como se decía también, al hablar del origen del conocimiento del mundo visible se convierte en idealista cartesiano. Y ya estoy de vuelta de mi excursión filosófica. ¿Sospechaban ustedes que iba á engolfarme, como D. Antonio, en los grandes problemas? Pues bien (¡vuelta el general Pando... al trigo!), si un filósofo, y un filósofo sensualista nada menos, incurre en tales inconsecuencias, ¿por qué ha de admirar que un poeta (porque Castelar, como ya se le ha dicho por tirios y troyanos, es un gran poeta en prosa) juegue con el gorro y la corona á un tiempo? Y yo no soy monárquico, ni por pienso.

¡La monarquía! ¿Qué es la monarquía? Una sociedad de bombos mutuos entre el clero y el trono. Así lo entiende, sino he leído mal, el escritor alemán Max Nordau. El rey ordena al pueblo que vaya á la iglesia y el sacerdote le predica que se humille ante el rey, por ser el rey instituido por Dios. El rey dice que el sacerdote no miente; el sacerdote, á su vez, asegura que el rey es justiciero y magnánimo. ¡Y todo en nombre y por la gracia de Dios! Ea, que se dan los grandes bombos, ni más ni menos que Balaguer (ese catalán traducido en ministro), y los diputados integristas cubanos. Y á propósito de Balaguer. ¡Valiente paliza la que le ha sacudido en el Congreso el elocuente orador autonomista Miguel Figueroa! ¡Pobre D. Víctor! Pero ¿qué hace usted que no dimite? Vamos, aguardará á que se lo digan en la Gaceta. Entretanto, usted bala que te bala.


* * *


Castelar, si tuviera gracia, gracia pública, porque privada la tiene (yo le he oído ocurrencias muy saladas), sería un gran humorista. ¡Oh, señor Pedregal, si usted supiera que D. Emilio no le concede á usted los honores siquiera de zoófito! Dice que usted no pasa de ser un mineral. (Delante de mí no se puede decir nada, porque soy como los cómicos, quienes, al decir de Hamlet, todo lo cuentan.)

Puede que á D. Emilio se le haya borrado ya dé la memoria. Era un viernes. (No empezaría de otra suerte una novela Tárrago ó Escamilla.) Era un viernes. (En rigor, son dos), día en que recibe en su casa D. Emilio á sus amigos. Don Emilio estaba aquella noche muy preocupado con los escándolos políticos de París y una carta del Sr. Chíes, mi distinguido amigo el director, de Las Dominicales.

—¿Quién es el Sr. Chíes para hacerme preguntas á mí?—gritaba D. Emilio, con los pulgares metidos en las hombreras del chaleco...—Y como quien dice, de una en otra, vino á parar D. Emilio en el Sr. Pedregal.

¡Cuánto chiste peregrino, que todos los circunstantes reíamos, salió por aquella boca que si sabe rimar, con armonioso ritmo, imágenes deslumbradoras, también sabe morder como la más ponzoñosa de las serpientes!

A los pocos días topé en la calle con el amigo que tuvo la bondad de presentarme al ilustre tribuno cuyo trato me cautivó.—Y ¿qué te dijo Castelar respecto de mí?—le pregunté.—Que le eres simpático, pero que no puede juzgarte porque no dijiste palabra.—Claro, ¿cómo querías que hablase si D. Emilio se lo habló todo? Por otra parte, cuando yo admiro sinceramente á un hombre que vale la pena de ser admirado, no hablo. Si acaso, le pregunto de buena voluntad le oigo y callo, como aconsejaba Tomás Kémpis que se hiciera con los santos.

Ese hermoso desorden; ese flujo y reflujo de pensamientos discordantes; esos juegos malabares de imágenes luminosas; esas grandes caravanas históricas—en que entran todos los reyes que han muerto, los poetas épicos, los guerreros, los dioses del Olimpo, el emperador de Alemania, D. Antonio Cánovas y... hasta el señor Muro—que atraviesan las incendiadas llanuras y los enmarañados bosques de sus discursos, indican que Castelar es de la madera de los humoristas. Entreveren ustedes de sátiras, de agudezas, de sarcasmos esos párrafos, exuberantes de metáforas y matizados con las lentejuelas de oro de la fantasía, semejantes á aquellas selvas vírgenes de los trópicos abrillantadas por el polvo de luz del sol naciente, y tendrán ustedes un discurso humorístico. Lo que no resultaría con un discurso de Cánovas, ni por arte de birlibirloque.

Castelar carece de eso que Zola llama el sentido de lo real,—SÍ me presentáis un problema cualquiera—dice D. Emilio—yo veré su aspecto metafísico (que es como ver musarañas); yo veré su lado artístico, su lado histórico, pero lo que es su lado útil yo no le veo.—Padece, según propia declaración, un á modo de daltonismo ó dyscromatópsia. ¡Y esto lo dice el jefe de un partido refiriéndose nada menos que á los cuestiones económicas, el color rojo, como si dijéramos! El fin de la política ¿no es la utilidad? Los más, cuando no todos, de los que hacen política , no tienen otro móvil que la utilidad la propia, se entiende, siendo así que la política debe mirar por el bien y el provecho de los asociados, como declaran, desde la oposición, todos los partidos. Desde la oposición, que cuando suben, es harina de otro costal.

Pues si D. Emilio, corno Valera, no le ve el busilis á la economía política—fundamento de toda buena administración—yo quiero que se me diga qué haría D. Emilio si le confiasen las riendas del Estado. (Las riendas del Estado, así dicen muchos políticos que están pidiendo á relinchos rienda y... albarda.)

Dos cosas que me parecen incompatibles, salvo mejor parecer: el republicanismo y el catolícismo... con todas sus consecuencias. No concibo que se sea republicano sincero y católico á macha martillo, á la vez. Ya sé lo que me dirán ciertos liberales de pega:—El liberalismo y el catolicismo no están reñidos, como pensaba Donoso Cortés.

Y me citarán, en comprobación de tal aserto, al P. Mariana porque sostuvo, á su modo, no recuerdo dónde, el principio de la soberanía del pueblo (dentro de la monarquía), y al P. Ribadeneyra porque sostuvo lo propio, aunque menos amplia y francamente. Mucha metafísica tendría que gastar quien pretendiese convencerme de ello, y empiezo por decir que yo no creo en metafísicas... A mayor abundamiento, en este caso no se trata de liberalismo, sino de republicanismo.

Veamos de exponer estas que juzgo antinomias (me va gustando la palabreja) ó conflictos entre el catolicismo y la república. Me importa un pito lo que pueda decirme El Siglo Futuro, que no es tal futuro, sino un pretérito perfecto que ya nadie conjuga, salvo alguno que otro Carulla.

En ninguna edad—ha dicho alguien—se habla tanto de religión como en ésta, y en ninguna edad la indiferencia y el descreimiento religiosos han sido tan notorios. Verdad es que hoy se habla de la religión para desacreditarla, al paso que en otros tiempos se hablaba de ella para reverenciarla, hasta el punto de achicharrar vivo á quien disintiese en lo más mínimo de cuanto ordenan los sagrados Cánones. En otro tiempo se creía ciegamente en cuanto dicen los Evangelios y aun en el día, para probar que una cosa no tiene vuelta de hoja, se dice que es el evangelio. Hoy la crítica bíblica ha demostrado que los textos sagrados no fueron dictados por Dios (al cual, dicho sea aprovechando la coyuntura, nadie le ha visto la cara, ni aun el mismo Moisés, al decir del Exodo, en la entrevista que tuvo con Él en el zarzal de marras). Ilustres críticos (alemanes en su mayoría) han advertido que en cada libro sagrado hierve la sangre y la bilis de quien le escribió, ó, en otros términos, resplandece la personalidad del autor. Entre el Cantar de los cantares y el Libro de Job, por ejemplo, hay un abismo.

Hoy se juzga la Biblia ni más ni menos que la litada, pongo por caso, como un poema, y un poema estupendo, por cierto...

Noto que divago mucho y que me voy por los cerros del Líbano, que aquí no pega lo de Úbeda. Yo soy así.


«Como niño que corta con tijera
en un papel doblado, sin aviso
de lo que ha de sacar ni lo que espera;
que cuando lo desdobla) de improviso
halla con perfección una figura
que ni así la esperaba ni la quiso,»


que dijo Lupercio de Argensola, en una epístola, si no estoy trascordado. Lo cual, en plata, significa que yo no sé lo que me digo.

Pues bien (¡dale con el general Pando!), yo no comprendo que se sea republicano y católico, todo en una pieza y... suplico al Sr. Presidente que no me llame al orden.

Señores diputados: la república (palabra que suena, á somatén en los oidos de muchos descamisados) implica una serie de trasformaciones sociológicas, económicas y políticas. ¿Cómo se explica que un sistema político, que trae aparejada (estilo de la ley de E. C.) la idea del liberalismo más avanzado, quepa dentro del círculo de sotanas del catolicismo que está á matar con el racionalismo? Para que una república sea duradera debe afirmarse sobre los bases (y no bajo las bases, como dicen y escriben muchos diputados y periodistas ayunos de gramática), sobre las bases de la verdadera cultura científica.

Un pueblo que cree en milagros; que levanta altares á las vírgenes (¡vírgenes en estos tiempos, cuando, según Buffón, no hay tal virginidad!); que se santigua al pasar por la iglesia—quizá de vuelta de la comisión de algún delito;—que se descubre, así lluevan chuzos, ante un cura que probablemente tendrá su correspondiente querida y andará de bureo y jugará al monte como el más libertino (léase, en probanza de esto, El Motín); un pueblo que protesta fanáticamente, en nombre de un Dios que no conoce (y del que maldice á todas horas), si se le explica el mundo como le explica Hœckel, por ejemplo; un pueblo de semejante contextura no es imaginable que pueda ser republicano, al menos, por ahora. Hay que desbrozar el campo antes de sembrarle. (Grandes rumores. Un neo:¡Que se calle!)

Yo no niego que el cristianismo ha esparcido mucho bien entre los hombres; (prolongados aplausos interrumpen al orador) pero opino que, dado el progreso de nuestro siglo, no tiene ya razón de ser, como no la tiene el romanticismo en literatura. (¡Bárbaro!) Claro que no hablo en términos absolutos. Sí en filosofía no pensamos hoy como los escolásticos ¿por qué en religión hemos de pensar como sé pensaba en los tiempos inquisitoriales, si aquello era pensar? Cuando se inventó el velón no había nada mejor que el velón. Supongamos que haya quien sostenga en el día que el velón alumbra más que el gas y que la luz eléctrica. Todos nos reiríamos de semejante atraso. Pues el catolicismo viene á ser algo así como el velón comparado con la luz eléctrica de la ciencia contemporánea. (Murmullos de desaprobación.) El velón tuvo su razón histórica de ser, digámoslo así.—Pero es que con el velón se alumbraban nuestros abuelos y sería una ingratitud que nosotros le diésemos al olvido. Nuestros abuelos fueron católicos... Nada, que á este paso, seríamos alales todavía. (Sordas voces de protesta en las tribunas.)

No trato de quitar á nadie sus creencias. ¡Es tan consolador el creer y el creer en algo ultramundano! (Y aquí cede el paso lo científico á lo puramente sentimental y etéreo.) Tampoco soy de los que creen que la ciencia lo ha averiguado todo. En el libro de la naturaleza faltan muchas hojas y hay capítulos ininteligibles; pero entre creer en lo que mi razón rechaza, por absurdo, y creer en lo que mi razón aprueba, si no por certísimo é inconcuso, al menos por probable y verosímil, opto por lo segundo. ¿Cómo voy á negar lo que la química biológica me demuestra experimentalmente? ¿Cómo negar que una cabeza, recién separada del tronco, vuelve á la vida si se la inyecta por la carótida sangre oxigenada? ¡Cuántos creen en lo sobrenatural por miedo, por superstición hereditaria, por ignorancia, por indolencia, por consuelo ó por todo junto á la vez! La madre que ha perdido al hijo en quien adoraba; el amante que ve morir á la querida en cuyo regazo de amor pasó ratos de inefable deleite y en cuyos ojos jamás ha de volver á verse; el que no sabe una palabra de historia natural, de física, dé química, de astronomía... tienen que fingirse una voluntad suprema que rige y gobierna los orbes, una vida más allá del sepulcro donde han de volverse á hallar con los seres queridos... ¡Espejismos engañosos acaso! Hasta el propio Job—tan creyente y sufrido—define la otra vida diciendo que es un caos sempiterno. (Tomen notas los católicos.)

Que hay mucha superstición en nuestra alma ¿quién lo duda? El corazón, en sus grandes angustias, busca el áncora de salvación de la fe; por donde se explica que los grandes pecadores, los arruinados por la fatalidad se acojan al misticismo, sublime aquietador de las tribulaciones del espíritu... Al llegar aquí, una legión de melancolías románticas pasa cantando dulcemente por mi fantasía, «¡Pasad pasad en óptica ilusoria...!»

Tírenme ustedes una cuerda para salir de esta cueva de Montesinos á que he bajado...

Castelar, que declara ser republicano... morganático, saluda al Papa y dice á voz en cuello que él (Castelar) es católico y que de buen grado se hubiera ido con los peregrinos del jubileo...

Pero ¿á qué tomar en serio estas cosas de don Emilio? Ya he dicho que D. Emilio tiene sangre de humorista y de poeta. Además, á D. Emilio ¡le gusta tanto el aplauso! Con razón y con gracia (la verdad por delante, D. Antonio) ha dicho Cánovas—al menos, á Cánovas se le atribuye—que si Castelar ve pasar un entierro quisiera ser... ¡¡el muerto!!


* * *


Dejando bromas á un lado: ¡qué palabra tan hermosa la de Castelar! Crea usted, D. Emilio, que cuando usted hablaba del Pontificado, del verbo divino, del Evangelio, del Vaticano, de la unidad dogmática y moral, de la rotonda de los dioses, de las trompetas angélicas, de los hombres primeros de la historia... de todo aquello que barajó usted tan gallardamente al terminar la primera parte de su discurso, me sentí hondamente conmovido. ¡Yo, que parezco de cal y canto!—¡Esto es ser orador!—decía para mi capote, con el rostro pálido y nerviosamente contraído... Pero así que volví de mi asombro, no pude menos de exclamar con Argensola, á pesar de lo sobado de la cita:


¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!


La elocuencia... ¡Qué maravillosa es la elocuencia! Cuán en lo exacto estuvo Kant al identificarla, ó punto menos, con el arte de engañar. Sabido es que el famoso aeronauta alemán (hablo en metáfora y recordando la Crítica de la razón pura) no transigía con los oradores. Les acusaba de ejercer á todas horas una tiranía insoportable sobre los oyentes.

Al poeta lírico ó dramático se le oye cuando se quiere. El orador está en carácter siempre, echando discursos, desde que amanece hasta que anochece. Lo maravilloso de la elocuencia estriba en que conmueve y fascina al auditorio aunque éste y el orador no estén, ni con mucho, de acuerdo.

¡Cuántos, que no estaban conformes con lo que decía el gran lírico de la prosa y que acaso le envidiaban de muerte, le aplaudían arrastrados por su palabra de fuego!

Las últimas melodías del estupendo tribuno agonizaban entre el ruido atronador de los aplausos, algo así como rompe y sofoca el alborotado tumulto de las olas y del viento las postreras convulsiones de un arpa diestramente pulsada sobre un peñón de la costa cantábrica...


(1888).

El mundo comedia es

ó

Las críticas de Luis Alfonso


Perdóneme el amigo Burgos que por esta vez le usurpe un pedazo del título de su divertido sainete: El mundo comedia es ó el baile de Luis Alonso,)

D. Luis Alfonso—el mucilaginoso y espantadizo crítico de La Época—está á matar con el naturalismo. Le sucede lo que al Duque de Rivas: que truena contra Zola... sin haberle entendido. Es más: sospéchome que D. Luis (y no Mejía) no ha leído, como se debe, con todo de citarla, La novela experimental del ilustre autor de Le rève, y, lo que es peor... que no ha leído las novelas de Zola.—Lo que nada tiene de raro, porque ¡cuántos se mueren sin saber quién fué Dante!—que dijo Bartrina. Y basta de preámbulo.

Escribe el Sr. Alfonso:—a En las novelas de la primera época de Galdós, prevalece, en cuanto á la idea, la de combatir el fanatismo católico (¡ahí duele, D. Luis!) y un tantico, al paso (ó al trote) las religiones positivas.»—Lo cual que á D. Luís maldita la gracia que le hace, porque D. Luis es un católico con balcones al carlismo.

Continúa el crítico aristocrático:—«Declaróse por entonces la epidemia naturalista (¡já, já!) en Francia, traspasaron las fronteras los libros de Zola... y, como era de prever, el mal atacó á espíritus tan robustos y tan sanos como el de Galdós.»

¿De suerte que Galdós ha perdido con haberse echado á naturalista? Ha ganado, creáme usted señor critico pudibundo.

D. Luis:—«En La desheredada aparecen, desde luego, todas las manchas de la viruela francesa (¡viruela el naturalismo! ¡qué asco!): escasez de argumento (lea usted La Terre, si se atreve), prolijidad de pormenores (en el Quijote la hay también); ingerencia y predominio de la plebe soez (para D. Luis el arte no debe salir de los salones... que es donde menos arte hay); predominio é ingerencia de la cortesana de baja estofa (una cortesana de baja estofa, no es cortesana, es un penco), y lenguaje salpicado de vocablos villanescos (el Quijote y La Celestina los tienen á porrillo y en los dramas de Shakespeare también los hay); de neologismos de escalera abajo (Lombroso advierte que los genios son muy dados á les mots spèciaux. Lea usted L’huomo di genio) y de onomatopeyas, etc., etc.»

Doy un salto y ¡paf! caigo sobre este párrafo; «Lo que sobre todo pasma en este estudio (Realidad) es que sea de inducción, y no de deducción, por adivinación, no por experiencia.»

D. Luis no sabe lo que es inducción. Si no, veamos. La inducción consiste en inferir de un hecho particular otro particular ó un hecho general. Ejemplo: al andar muevo las piernas. De este hecho particular induzco que todo aquel que tiene piernas, al andar, ha de moverlas: hecho general. Aquí no he procedido por adivinación. Todo hecho individual es una síntesis de hechos generales, como toda generalidad es un producto de observaciones particulares, ¿Cómo distingo un hecho particular de otro general? Por distinción y semejanza, y estas operaciones de mi intelecto están basadas en la experiencia. De suerte que la inducción no es sinónimo de adivinación ni está fuera de la experiencia. El conocimiento no es otra cosa que la cópula misteriosa de lo objetivo y lo subjetivo. Todo, en nosotros, es ó una sensación actual, una presentación, ó una sensación pasada, en estado ideal.

Agrega el Sr. Alfonso:—«Donde y como vive el autor no ocurre nada de lo que en su novela ocurre.» (¡Inducción, D. Luis! ¡Inducción!)

Pero este Sr. Alfonso ¡está enterado de la vida y milagros del Nuncio! ¡Cuánto sabe! Cualquiera creería que Galdós vive... ¡en Mata la porquera!

Continúa D. Luis:—«Pero el presentimiento y el poder intuitivo que escudriñan hasta el fondo del corazón (es mucho psicólogo este D. Luis) no bastan para adivinar (ojo) LA PRENDA DE ROPA QUE CUBRE EL COSTADO IZQUIERDO.»

De suerte que para Luís Alfonso el costado derecho debe decir lo que la mano derecha que da limosna, según los cristianos: no vea yo el color de que viste el costado izquierdo. Si el señor Alfonso viste á lo arlequín, mitad amarillo, mitad rojo, entonces no digo nada.

¡Señores, que viene lo gordo! Fíjense ustedes: «Del propio modo—y vaya de paréntesis—tampoco es cierto que las damas del gran mundo requieran de amores á sus galanes (¡hola, hola! ¿Conque esas tenemos?) en la efusión de sus citas clandestinas (¡luego van á citas! Bueno es saberlo), llamándoles borrico y borricote.

¡Ah, libidinoso! ¿Conque usted que protesta contra la inmoralidad. ejerce de galán con las mundanas aristocráticas? ¡Y yo que le tenía á usted por un anacoreta!

Supongo que no hablará usted por adivinación, sino por experiencia.

Insiste luego D. Luis en probarnos que él también va á citas:—«El que lo ha contado así á Galdós (¿y si ha sido una dama del gran mundo? ¿Acaso Galdós no puede tener su amante correspondiente? ¡Egoísta!) ó le ha engañado ó no ha conocido más que Augustas de piso. (Cuando Luis Alfonso lo dice, ¡él que ha tenido tantas aventuras!)

Continúa el crítico Tenorio:—«Y esta rectificación no es solo mía, lo es de LAS TRES CUARTAS PARTES DE LAS LECTORAS (¿usted lectora?) de Realidad.»

Luego las tres cuartas partes de las lectoras de Realidad van á citas clandestinas...

¡Horror! Yo me desmayo. ¡Socorro!


* * *


Más adelante el Sr. Alfonso califica de falso el naturalismo de Zola, y yo pregunto: si el señor Alfonso niega autoridad á Galdós para hablar del gran mundo, por el hecho de que Galdós vive alejado de éste, ¿con qué derecho se atreve don Luis á tachar de falso el naturalismo de Zola si el Sr. Alfonso no vive entre la canalla que pinta el gran revolucionario de la novela?

Lógica, ante todo, D. Luis.

Prescindo de que L'æuvre sea una novela simbólica, como piensa el Sr. Alfonso; prescindo de que Zola procede directamente de Hugo, y prescindo, en fin, de otras peregrinas boutades del crítico de La Época. Pero de lo que no prescindo es de lo que sigue...: «Llevados los personajes á un tribunal en que el lector ejerciera de juez, no sabría éste qué sentencia imponer á cada uno,»

Las sentencias no se imponen, D. Luis; se dictan. Lo que se impone es la pena, entendámonos.

El Sr. Alfonso:—«Si el lector, al reparar en la sublime resignación con que sabe y acepta el mismo Orozco su situación de marido, no sintiérase inclinado á murmurar: ¿Es locura ó sinvergüenza?»

Mejor sería decir: ¿es loco ó sinvergüenza? O bien: ¿es locura ó sinvergüencería, ó sinvergüensura, que dicen en la Habana?


* * *


Conste que D. Luis predica en favor de la moral y, sin embargo, tiene líos con esas damas que se entretienen en hacer frases obscenas y picantes. Lo cual comprueba la observación de Lombroso: los escritores más castos en su vida, suelen ser, escribiendo, los más inmorales, y á la inversa—¡El mundo comedia es!...

Un poeta mexicano

(F. A. de Icaza)


En el propio coche que me trajo de Sevilla á Madrid venía un joven de barba rubia, de un rubio quemado, gafas de oro que empañaban el mirar soñoliento de unos ojos pardos; llevaba una gorra inglesa y leía con avidez un libro de Teófilo Gautier Viaje por España.

—Ese joven—le dije á mi compañero de viaje—debe de ser francés. Me fundo en su tipo parisiense y además en que lee un libro, escrito en la lengua de Voltaire, sobre cosas de España.—Y no dije más.

Venía yo cansadísimo, saboreando, como los dejos de un licor exquisito, las últimas horas que pasé en Sevilla, derrochando, en alegres orgías, la poca salud y los cuartos que me traje de Cuba.

No estaba mi espíritu para esas indagaciones estériles fundadas en meras conjeturas. ¿Qué me importaba á mí, después de todo, que aquel señorito fuese francés ó ruso? Sin embargo, el hecho de vede con un libro de Gautier, escritor á quien, yo admiraba mucho por aquel entonces, despertaba mi curiosidad aunque pasajeramente.

Llegamos á Madrid. Cada cual tiró por su lado y no supe más de aquel simpático viajero. Al año, sobre poco más ó menos, de hallarme en la Corte, tuve el gusto de saber quién era. Un mexicano, que se las echaba de escritor, de duelista y de chistoso, me presentó á él en los Refrescos ingleses.

—El Sr. Icaza, segundo secretario de la Legación mexicana en Madrid. Fray Candil, escritor... (suprimo los elogios en vista de la insignificancia de quien los dijo.)

El Sr. Icaza me conocía por mis articulejos y me admiraba (aquí sí que no suprimo las alabanzas). Hablamos buena pieza de literatura y en seguida comprendí que se trataba de un hombre culto, muy leído, de refinado temperamento artístico. A instancias del introductor me recitó unos versos suyos (de Icaza) que me gustaron hasta el punto de obligarle á que me los repitiera. Indudablemente quien escribió aquellas estrofas era poeta, y poeta elegante y fácil. Nos despedimos, luego de oir algunos chistes del guachinango, y desde entonces somos excelentes amigos.


* * *


El Sr. Icaza no ha publicado aún, en volumen, sus versos; pero los tiene en prensa.

En La Ilustración Española y en varios periódicos de América ha dado á luz algunos que le acreditan de inspirado poeta lírico. Su modestia natural y su amor al atildamiento excesivo de la forma son la causa de que el público no conozca sino escasas muestras de su estro.

La primera impresión que producen sus poesías es de una melancolía de clair de lune. Hay en ellas una tristeza vaga, candorosa, originada, más que de desengaños personales, de una exquisita sensibilidad artística saturada de elementos poéticos italianos y franceses. Es de advertir que Icaza ha estado algún tiempo en Italia, cuyo clima y cuyo cielo influyen en los espíritus poéticos predisponiéndoles á una especie de saudade soñadora; á algo así como la nostalgia de mundos que nadan en luces crepusculares...

Difícil sería, sin embargo, dar con su verdadera filiación poética. Su musa tiene más de italiana que de francesa. Sus versos guardan como el perfume de Ricordanze, de Rapisardi y de Postuma Canzoniere, de Lorenzo Stecchetti, poetas de quienes ha traducido, con hermosa fidelidad algunas composiciones. Vea el lector si tengo ó no razón:


¿Qué importa?

(de Lorenzo Stecchetti)


Yo no quiero saber lo que se esconde
tras de la frente que besó mi boca,
y si tu pecho á la virtud responde
ni averiguar ni discutir me toca.
Si mentiste el dolor y la alegría,
no esgrimirá mi mente el escalpelo
para hacer la traidora anatomía
del instante de amor que fué mi cielo.
Apuramos la copa hasta las heces;
tu vino me gustó porque era bueno,
y no he de meditar, como otras veces,
si lo bebí mezclado con veneno.
¿Qué me importa? ¿Eras noble? ¿Eras artera?
¿Eras impura ó hasta entonces casta?
Si nos amamos una tarde entera,
fuimos felices una tarde, y basta.


A mí juicio no se puede traducir con más primor. Icaza ha sentido al poeta italiano y, lo que es más difícil, ha sabido interpretarle.

El poeta francés á quien más se acerca Icaza—sin imitarle, ni por pienso—es á Armand Silvestre. Hay algo de la tonalidad de las Rosas de Octubre en algunos versos del poeta mexicano, quien á veces recuerda, por su amor á los arabescos y á lo legendario y fantástico, á Teófilo Gautier. Léanse los gallardos quintetos de La leyenda del beso, Sirva de muestra el siguiente:


Sacuden al surgir las crenchas blondas
áureos velos de espaldas de alabastro
y del estanque en las revueltas ondas
(espejo de los cielos y las frondas)
es flor de luz entre el ramaje el astro.


Icaza no sigue las huellas de ninguno; no imita la manera tampoco de poeta determinado. Mi objeto ha sido indicar lo que, á mi ver, ha influido en su temperamento la lectura de otros escritores y las partículas que de ellos tiene en su obra poética.

«El alma moderna—escribe Lemaître en su estudio sobre Juliette Lamber—parece hecha de muchas almas: contiene la de los siglos pasados; y cuando nos esforzamos, descubrimos en nosotros un arya, un celta, un griego, un romano, un hombre de la Edad Media...»

Raro es el escritor en cuyas obras, al hondar en ellas, no se hallan elementos intelectuales y afectivos de otros escritores. Y es que el espectáculo de la naturaleza es el mismo y el espíritu que le contempla, más ó menos complejo, el mismo también. Sobresale en Icaza además cierta tendencia neohelénica, como lo prueban las robustas estrofas de su Musa:


«En su boca risueña y tentadora
del bosque virgen el encanto asume;
es el beso de Céfiro y de Flora,
unión de la frescura y el perfume.


Cuando con gracia y altivez camina
tiemblan las curvas de su cuerpo esbelto,
y á Diana cazadora se adivina
tras de los pliegues del ropaje suelto.


Su espíritu es dulzura y fortaleza
y vence siempre en las humanas lides;
lo engendraron la Fuerza y la Belleza
como el amor que canta Simonides.


Cuando le digo con la voz de Alceo
«ámame, necesito ser amado,»
en el dórico umbral del gineceo
me ciñe con su brazo sonrosado.


Yo la rindo mi culto reverente
sin el anhelo de viril conquista,
y aduno á los arrobos del creyente
el amor imposible del artista.»


Se me ocurre preguntar ahora con el citado Jules Lemaître: el helenismo que nosotros, soñamos ¿es acaso tan griego como suponemos? El neohelenismo ¿no es más nuevo que griego? ¿Nos hacemos bien cargo de la vida ateniense tal como era? Quizá hay afectación y engaño en la admiración de muchos por el arte griego...


* * *


No es la pujanza lo que predomina en el númen de Icaza; no tiene el arrebato pindárico del autor de El Vértigo, por ejemplo, ni su fuerza plástica.

Se nota en él cierta delicadeza femenina (obsérvese que no digo afeminada); en su lira falta la cuerda épica, la sonoridad metálica. Si la seda vibrase armonías en relación con la suavidad que la es propia, diríase que la lira de Icaza tiene las cuerdas de seda. Por eso gusta del amor tranquilo, sin brusquedades ni gritos estridentes. Es un amor apacible, resignado, pudoroso, en el sentido de que se realiza equilibradamente, sin aberraciones á lo Baudelaire. A ratos le enturbia el desconsuelo, el hastío ó la duda; pero sin esos arranques brutales de los temperamentos nerviosos. Recuerdan tales pasajeros eclipses los nubarrones que se forman en un pedazo del cielo, á la caída de la tarde, y que el viento deslíe en vagos tornasoles. En Ultimo amor se ve corroborado este símil.

En otras composiciones, en Fantasmas, por ejemplo—la más selecta, en mi sentir, de la colección—la musa de Icaza se torna profundamente triste, supersticiosa y pesimista.

La escena pasa cerca del cementerio de una aldea; el poeta departe amorosamente con su querida que se muestra temerosa de que, envuelto en su sudario, se alce el engañado muerto cuentas pidiéndola de su perjurio. El poeta la contesta:


Los muertos nunca vuelven á la tierra;
deja temores locos y pueriles,
y olvida la conseja que te aterra,
digna sólo de cuentos infantiles.

Están sus miembros en la tumba, opresos,
ni celos siente ni el pesar le acosa,
y ni al rumor de nuestros dulces besos
alzar intenta la pesada losa.


Luego añade:


Sentí agitarse tu ardoroso pecho,
olvidamos el triste camposanto,
y unidos en la sombra, en lazo estrecho,
busqué tus labios y enjugué tu llanto.


Pasa el tiempo y el poeta, hastiado y triste, sin anhelos ni esperanzas, ve en sus noches de insomnio, no un fantasma


de blanca veste y fulgurantes galas
que dé frescura á mis marchitas sienes
con el contacto de sus níveas alas;


sino un fantasma sombrío que le cuenta el abandono,


los torpes goces de mujer manchada,


de la perjura, y el cual no le abandona hasta el rayar del alba. Entonces el poeta se explica que el alma, «cuando la agita el torcedor interno» crea que haya muertos que vuelven á la vida en las noches de invierno Fantasmas está correctamente versificada. El poeta no oculta lo mucho que la ha limado; pero esto no es un defecto, ni Cristo que lo fundó.

La naturaleza—decía Heine—á semejanza de un gran poeta, sabe producir efectos maravillosos con poquísimos medios, á saber: un sol, árboles, flores, agua y amor.

Esta sencillez de elementos resplandece en los sentidos versos del poeta mexicano. De aquí cierta monotonía del conjunto que no hago más que señalar, ya que la crítica, después de todo, consiste en decir lo que time y lo que no time un escritor, sea en prosa, sea en verso.


* * *


Una advertencia, para concluir. No faltarán envidiosos que se pregunten que quién es Icaza, qué dónde están sus versos...

Yo les responderé de antemano: Icaza es un poeta de gusto, inspirado y correcto. ¿Que dónde están sus versos? Ahora en la imprenta; mañana... probablemente en la memoria de las mujeres que saben sentir...

Con motivo de Calvo

Puede que la muerte de Calvo, el insigne intérprete de la escuela romántica, modifique, si no del todo, en parte, la tendencia del teatro español contemporáneo. El genio, eminentemente lírico, de Echegaray, no tendrá más remedio que capitular con la moderna escuela dramática—la de Tamayo y Ayala, como quien dice—ya que el único intérprete de sus hermosas, pero falsas creaciones escénicas, ha bajado al sepulcro entre el sentido lloro de los verdaderos amantes del arte y los ripios fúnebres de una cáfila de poetas escuchimizados. Verdad es que aún vive Antonio Vico; pero el temperamento de Vico, no es, en mi sentir, tan romántico y vehemente como el del famoso resucitador de la escuela calderoniana: es más cosmopolita, más flexible. Calvo era un caso de atavismo, como si dijéramos; había nacido para dar vida y relieve á los quijotescos personajes de Lope y Calderón. Estaba como imbuido del espíritu caballeresco de la Edad Media, y por su sangre corría el efectismo luminoso y resonante—parecido á esos caprichos pirotécnicos—que abrillanta la dramaturgia del esclarecido autor de La muerte en los labios. Su genio no simpatizaba con los personajes vulgares que intervienen en el poema dramático del día, tan desprovisto de todo boato lírico. No, no vivía dentro del marco de la vida contemporánea. Si se vestía á la moderna, no era por su gusto; de buen grado hubiera salido á la calle, á no ponerse en pugna con las costumbres de su tiempo, de calzón corto, sombrero de plumas y espada al cinto, á la usanza de los galanes del siglo XVII. Temperamento soñador y poético de suyo, algo así como caldeado por la neurosis del romanticismo, no se avenía á traducir en lenguaje llano y sencillo la complejidad de ideas y sentimientos, de luchas y ambiciones que, bajo la capa de una hipocresía brillante y seductora, rueda, á modo de cenagoso río de linfa aparentemente cristalina, por el cauce de la vida contemporánea.

El genio español es poco dado al subjetivismo. Gusta más de lo que brilla, de lo que suena, de lo exterior, en una palabra, que de lo que ha menester análisis y reflexión. Un Amiel, que vivió atormentado por la fiebre del psicologismo, seria en España una rareza. Podría compararse el genio español con el ojo del toro. El color rojo, escandaloso, le llama irresistiblemente la atención. En casi toda la literatura española predomina el formalismo, la retórica, eso es. Raro es el libro en que el autor penetra, con la linterna del análisis, en las cavernas del alma. Diríase de los más de los literatos españoles que son pintores que escriben. Su incontrastable inclinación al género descriptivo, su prurito de pintar la naturaleza, de trazar tipos, comprueban mi aserto; y cuenta que no digo esto en són de censura. Cada pueblo tiene su fisonomía particular, su idiosincrasia, vamos al decir, como cada individuo tiene su cara y su temperamento. Mi objeto es indicar la característica del pueblo español.

En la literatura dramática predomina el lirismo. La música de las palabras, el espejismo de las imágenes suelen ahogar el concepto. Los personajes—grandiosos muchos en cuanto meras concepciones, como el de Segismundo, pongo por caso,—no obran por una evolución psíquica, sino por arrebatos de la pasión, por irritabilidad de los nervios, por alucinaciones de la fantasía. Sus conflictos pasionales suelen ser resueltos, después de una larga tirada de versos, por la espada, entre diálogos relampagueantes de injurias y amenazas. Carecen de ese escepticismo, producto de la cultura moderna, de esa simpática benevolencia que nacen del trato y del conocimiento de los hombres y las cosas. Apelan al dilema como única forma de argumentación, y el dilema no es la mejor forma de avenencia, porque pone el pensamiento entre la espadá y la pared como quien dice; Hoy la palabra absolutismo no tiene razón de ser en ninguna esfera de la actividad humana; antes bien, ha sido sustituida por la palabra relatividad. Herbert Spencer discurre sobre este punto, refiriéndose al conocimiento, con mucho tino.

En la novela, género en el cual el análisis brinda más ancho campo á la observación, se advierte el mismo predominio del mundo exterior, del mundo de la forma, del arte por el arte. Hay, sí, mucha fuerza, vigor en la pintura de lo que se ve, de los perfiles, de los contornos, de las curvas, de lo plástico, para decirlo de una vez; pero poca profundidad y estudio en lo que se refiere al mundo psicológico. Claro que, hay excepciones. En algunas novelas de Galdós figuran caracteres que parecen de Balzac, por el detenido estudio analítico que revelan. Pero no es esto lo corriente. Las más veces no pasan de meras tentativas. Esa minuciosa anatomía de un temperamento indeciso» de un alma que fluctúa, no suele hallarse en la novela española. En la poesía lírica, en la misma crítica—con raras excepciones—también se nota este predominio del elemento objetivo, de lo pictórico, sobre lo subjetivo y lo experimental. La crítica española todavía se inspira en el método retorico de La Harpe. Habas contadas son los críticos que miran al fondo de la obra que juzgan, que tienen en cuenta el medio ambiente en que se ha engendrado y el problema filosófico ó social que en ella se contiene.

Calvo era un producto espontáneo y sintético de nuestra raza. Fundido en lo épico, en lo descriptivo; enamorado del color, del ritmo, interpretaba como nadie la deleitosa música de nuestro teatro del siglo XVII.

No sé si fué Charrón quien dividió el cerebro en tres temperamentos: el seco, donde reside el entendimiento; el húmedo, donde se asienta la memoria, y el caliente, donde bulle la imaginación. En el cerebro de Calvo—según esta división—el temperamento caliente absorbía los otros dos. Todo lo que fuera luz, color y armonía le hería vivamente el tímpano y la retina.


* * *


El arte, en su sentido general, ha perdido á uno de sus más ilustres representantes; pero es posible que el arte dramático, como espejo y trasunto de la vida real, haya ganado. ¿Seguirán Echegaray y Cano escribiendo dramas efectistas y bravateros? Ellos lo dirán.

Castro y Serrano

Castro y Serrano pertenece á esos escritores descoloridamente correctos y fríos, que si no dicen disparates tampoco se distinguen por la agudeza del ingenio, la perspicacia de la observación, lo profundo del pensar y lo nervioso del estilo.

Es un escritor fácil, sobrio y discreto que posee excepcionales dotes para callar lo que ignora y mostrar cierta sabiduría que pudiéramos llamar popular. Sus libros divierten y se leen de una sentada, sobre todo, en noches de lluvia en que la inclemencia del tiempo obliga á uno á quedarse en casa.

Carecen sus escritos de modernismo intelectual, de fondo estético y hasta su estilo, con todo de ser suelto, alado y movido, adolece del defecto de no tener intensidad ni variedad de inflexiones, color y morbidez.

Digamos algo de su discurso académico.

Opina Castro y Serrano que para ser ameno se requiere ser chistoso. Amenos son los escritos de Castro y Serrano, y que me empalen, sí les hallo el chiste. Su propio discurso de recepción en la Academia—que ha levantado una polvareda de elogios—no tiene pizca de chistoso, ó yo soy un avestruz, y sin embargo, agrada.

La amenidad como todo, es relativa. Se puede ser ameno al discurrir sobre ciertos negocios. Es difícil dar amenidad por ejemplo, á una crítica filológica. Por otra parte, aconsejar á un escritor que sea ameno vale tanto como decir á un individuo que sea simpático. Eso nace. ¿Qué reglas debe observar un literato para que lo que escriba regocije á todos? ¿La corrección del estilo? No, porque hay escritores, muchos, que nada tienen de atildados, ni chispa, y cautivan por lo amenos.

No nos calentemos los cascos: la amenidad es un producto del temperamento del escritor. En el trato diario de la vida vemos individuos de elegante apostura, clara inteligencia, ilustrados, que no logran simpatizar con nosotros por la sencilla razón... de que no son simpáticos. Darwin indica que la mayoría de las aves de plumaje más vistoso no son las de voz más melodiosa, el pavo real, verbigracia.

Lo propio sucede respecto de los individuos. Los más guapos suelen ser tontos de capirote, como los escritores más penosamente lamidos, los más insubstanciales.

Para Castro y Serrano amenidad vale tanto como ligereza de pluma y agilidad de ingenio. En redondo, no diré que no; pero ¡cuánto escritor profundo, erudito y nada volátil de ingenio hay por esos trigos, que nos deleitan y enamoran!

Veamos ahora lo que entiende por chiste el catecúmeno académico. Advierto, ante todo, que confunde, en mí sentir, el chiste con la risa y con lo cómico. En un artículo de periódico sería disculpable semejante confusión; pero no lo es en un discurso académico.

«El chiste—dice—es todo acto, expresión ó figura (¿retórica ó... decorativa?) que, conteniendo una absoluta conveniencia de fondo, aparece con absoluta disconveniencia de forma.»—Richter definía lo cómico: contradicción entre los actos de la persona y la intención que la atribuimos.

L. Dumont, en su Theorie scientifique de la sensibilité, escribe: reimos siempre que nos vemos obligados á afirmar y á negar la misma cosa; siempre que nuestro entendimiento concibe simultáneamente dos ideas contradictorias. Como quiera que en la mente no caben dos ideas simultáneas—continúa el filósofo francés—como no caben dos cuerpos en un mismo espacio, estas ideas, al asociarse, se repelen, y de este choque surge el fenómeno psico-fisiológico que se llama risa.

En buena estética, no cabe confundir lo cómico y lo risible con lo chistoso. Yo creo que el chiste es puramente léxico, que reside en las palabras, al paso que lo cómico—que puede no ser chistoso—en el hecho ó en una asociación de hechos. Me explicaré, si puedo. Cuando Quevedo dice: valiente caldo que nada tiene de gallina( produce un chiste, porque la gracia estriba en el equívoco. El chiste puede ser una agudeza, una salida de tono, una ocurrencia, etc.

El manteo de Sancho no tiene chiste, y sin embargo es cómico, hasta el grado de hacernos llorar de risa.

La caida de un hombre que va por la calle (el ejemplo más repetido) maldito el chiste que tiene, sobre todo, para el interesado; pero es cómica, si el que se cae no se perniquiebra ó descalabra.

El ilustre Revilla discurre profundamente sobre este tema en su estudio El concepto de lo cómico. (Véanse sus Obras publicadas por el Ateneo.)

El Sr. Castro y Serrano prescinde de lo cómico, ó de lo chistoso, según él, en la mímica que es una rama de la estética. El gesto, las actitudes, las manipulaciones, contienen un gran elemento cómico, mudo y elocuentísimo á la vez. En la Revue philosophique he leído unas observaciones de Benard, á propósito de esto, interesantísimas. Pero veo que Castro y Serrano es refractario á la filosofía científica del arte. Discurre bien; pero consultando solo al sentido común y, cuando más, á ciertas retóricas derogadas. Y eso no basta. Más nutrido me parece, con todas sus intemperancias y arcaísmos ideológicos, el discurso del Duque de Rivas.

Concuerdo con Valera, en contra de lo que piensa Castro y Serrano, en que el chiste es poco duradero, como que es un producto accidental que varía según las costumbres y se disipa ó pierde la punta al ser traducido.

Lo lírico, lo dramático, en cambio—añade Valera—tienen su raíz en el centro de la naturaleza humana; son independientes del andar de los siglos, de los idiomas y de las civilizaciones. (Véase La España, Moderna, del mes de Diciembre del 89.)

Valera se olvida de lo cómico universal de cuya duración puede decirse lo mismo que de la duración de lo lírico y de lo dramático.

También convengo con el eximio autor de Doña Luz en que hoy no se puede escribir corto, como supone y aconseja Castro y Serrano.

El que escribe corto sobre un asunto como el que ha servido de tesis al discurso del areopagita académico, se expone á incurrir en los errores en que ha incurrido el Sr. Castro y Serrano. El chiste, por ejemplo, daría tema á un crítico psicólogo para un libro... sin tautologías.

Y llegamos al humorismo, el blanco de los apostrofes y de las censuras de los tontos en general y de los académicos en particular.

El humorismo, según Castro y Serrano, se propagó entre escritores distinguidos (¡distinguidos Byron, Heine, Schopenhauer, etc,!) y no ha adquirido jamás carta de naturaleza literaria. Con franqueza: ¿merece esta bizarrie que se refute? Con unirla á esta perogrullada del propio cosechero, basta y sobra: «el donaire legítimo no hay para qué inventarlo: está inventado».

¿Qué es humorismo? Oigamos á Castro y Serrano: «el abuso de frases cómicas (las frases no son cómicas, creo yo) entre períodos dramáticos,; volubilidad afectada de dicción (no lo entiendo);desconcierto de períodos graves; personalismo impertinente, etc.»

¿Qué dice á todo esto D. Ramón de Campoamor, académico y humorista? Nótese que el señor Castro y Serrano prescinde del elemento psicológico del humorismo.

Lo que tiene chiste es que después de tan flamante definición del humorismo, palabra que pone los pelos académicos de punta, el Sr. Castro y Serrano ponga sobre su cabeza el Quijote, siendo así que el Quijote es un libro eminentemente humorístico.

Claro que Cervantes no era un humorista completo ni maldiciente y neurósico á la manera de Swift ó Heine. Pertenece á los humoristas equilibrados, benévolos, á los que flagelan con látigo de seda y ríen con la franca risa del hombre bueno.

Por lo visto el autor de las Cartas trascendentales comulga con los que creen que el Quijote es un libro reidero; que es como comulgar con ruedas de molino, y valga la franqueza.

¿Cómo había de faltar en un discurso académico alguna alusión ofensiva al naturalismo, «arte de distinguirse de los otros, (de los otros ¿qué? ¿artes? Luego debe ser otras). El naturalismo literario—ni que decir tiene—se distingue de la pintura, de la música, etc., que son arfes también, creo yo.

«No contenta (la escuela naturalista)—discurre Castro y Serrano—con descender al fango de las ideas (¡eche usted y no se derrame!) desciende muchas veces al fango de las palabras...» (Lo propio que el clasicismo y el romanticismo. No nos venga usted con cuentos y con que los clásicos eran gente candorosa é inofensiva.)

¡Por las odas de Cheste, Sr. Castro y Serrano! Escribir contra el naturalismo sin decir nada nuevo, ni por semejas, poniendo á saco el vocabulario de las injurias, es impropio de ingenios tan claros como el suyo. Las montañas no se echan abajo con avellanas. De no derribarlas ¿á qué tirotearlas con bolitas de papel?

Castro y Serrano hace extensivas sus antipatías á la ciencia contemporánea, la cual, según él, maldita la mella que hace en los entendimientos elevados. ¿Qué mella les ha de hacer, si no la conocen? Porque eso de los entendimientos elevados alude á los académicos.

Darwin, según Castro y Serrano, es un novelista, novelista en el sentido de visionario ó cosa así; Renán, ídem; y si sus libros ejercen influjo es porque están escritos con brillantez y galanura. (¡Darwin brillante y galano!) No otra cosa se desprende de cuanto dice de la novelería de las revelaciones religiosas, de la moral, de la alteza del hombre que es un mono reformado, diga lo que diga la vanidad de los científobos.

«Se acabaron las obras de cuatro tomos—escribe Castro y Serrano—es decir, no pueden tolerarse ya la digresión y amplificación de otros tiempos.»—Pero ¿á qué obras se refiere el nuevo académico? Sí se refiere á las científicas, le diré que, lejos de acabarse, aumentan; pero sin amplificaciones..

«El hombre de la actualidad tiene mucho que leer (el que lea, porque lo que es usted leerá, no lo dudo; pero poco se conoce) y necesita, hacerlo de prisa.—Así sale ello.

En síntesis: el Sr. Castro y Serrano revela despejada inteligencia, desenfado y claridad de estilo; pero necesita estudiar estética (la buena) que le hará mirar con risa mañana todas esas boutades de periodista á la antigua.

Y perdonen los admiradores del neófito.

De vuelta de París

Perdida la quietud perdido el seso,
he vuelto de París en tren expreso.


Dichosos los ojos que le ven á usted! ¡Cuánto tiempo...—«Pasó sin que mi frente brillase con su luz,» que dijo Heredia, refiriéndose á la inspiración.—¡Cuánto tiempo sin ver á usted! ¿Ha estado usted fuera?—Así parece.—¿Habrá usted estado en París?—Sí, en Lutecia, como dice D.ª Emilia Pardo.—¡Hombre! Yo también he estado.—(¡Me cayó encima la torre Eiffel!) ¿Conque usted también se ha permitido ese lujo, eh? Vaya, me alegro.—¡Ay, amigo mío! París es abrumador.—Abrumador.—¡Qué boulevares! ¡Qué bullicio! ¿Habrá usted visto (ni que decir tiene) la torre Eiffel?—No, señor, no la he visto.:—¡Cómo! ¿No ha visto usted esa portentosa fábrica, la más empingorotada de cuentas ha construido el esfuerzo humano?—Así dice la guía; pero no, no la he visto.—¡Tunante! Quiere usted tomarme el pelo...—No lo crea usted.—Pues yo he subido hasta la tercera plataforma.—¡Hombre feliz!—Me costó un duro.—Es barato.—Por cierto que escribí mi nombre con un cortaplumas en uno de los cristales.—¡Usted pasará á la posteridad. ¡Porque ¡figúrese usted si durará la torre Eiffel!—Vea V, vea V., para que se convenza: «Tour Eiffel. Troisième étage. Souvenir de mon ascensión, 1889.»—Dentro de diez ó doce años puede usted pedir por esa fotografía lo que se le antoje. No la tire usted.—¿Tirar? ¡Qué he de tirar, hombre!—Diga usted como en Flor de un día: «¡Aquí la guardaré toda mi vida!» ¿Y qué más ha visto usted en la Exposición?—Tengo la cabeza hecha una olla de grillos.—Lo creo.—¿Quién diablos puede recordar aquel océano de cosas tan diversas? ¡París es abrumador!—Ya lo ha dicho usted.—¡La galería de máquinas! ¡Qué galería! ¿eh?—No la he visto.—Usted se chancea. Como yo no entiendo de mecánica, aquí para internos, me quedé en ayunas. Recuerdo, sí, que todo se movía haciendo mucho ruido. ¡Valiente estrépito el que armaban aquellas ruedas! Todavía conservo un número del Petit Journal que me dieron allí, porque á todo el mundo le daban un número gratis.—¡Quién lo hubiera sabido, hombre!—He visto también la galería de Bellas Artes. ¡Cuidado con las esculturas que contiene! La que más me chocó fué la que representaba un gorila llevándose á una mujer. La boca de aquel animalucho la tengo clavada aquí (en la frente). Lo que, la verdad me disgustaba mucho era que los letreros estuviesen en francés.—Es el defecto que tienen los franceses, que hablan y escriben en francés.—Figúrese usted que yo leía; «Defense de toucher,» y me decía: Pero ¿qué querrá decir eso? ¿Defensa de toser?—Vamos, á usted le pasaría lo que al portugués del epigrama de Moratín, ó al catalán aquel de la calle del Cairo, que le decía á un egipcio: «Oye, ¿quieres franca y media por ese monigote?»—Algo de eso, algo de eso. ¡Qué riqueza en pinturas, amigo mío! ¿Se fijó usted en los cuadros de Alma Tadema?—¿Alma Tadema? Ignoro quién sea ese caballero.—El gran pintor inglés, hombre. Veo que está usted de malhumor.—Como siempre. Culpa de la ineptitud de los médicos y... de la falta de dinero. Permítame usted que imite á doña Emilia en esto de contar lo que á nadie le importa.—Ramsés en su harem. ¿A que le gustó ese cuadro? ¡Vaya, unas hembras! Creo que se llaman odaliscas, ¿verdad?—Eso dicen.—A ver si recuerda usted... la calle del Cairo. He leído que está hecha con elementos auténticos. Aquello es Egipto puro.—Claro: ¿qué quería usted que fuese? ¿Zaragoza?—Allí compré yo esta pipa. Véala usted.—Muy bonita.—Y esta gorra.—Muy bonita.—Y este collar que, aunque no le uso, le guardo como un recuerdo.—Amigo, es usted un bazar andando,—Una cosa en que se fijaría usted.—Veamos.—En la historia de la habitación.—Me parece que sí, pero no estoy seguro.—La casa egipcia, la asiría, la fenicia, la hebrea, la etrusca, la griega... ¡qué sé yo! Si aquello es un pueblo.—De todas esas casas, ¿cuál ha sido la que más le ha gustado?—Le diré á usted para vivir, ninguna; como edificio... la verdad como yo no soy arquitecto...—Claro.—La Explanada de los Inválidos. ¡Ah! El Museo del Trocadero...—¡Oh!—¿Entró usted en la pagoda india?—Ño, señor.—Pero, hombre de Dios, ¿qué vió usted en la Exposición?—¿Yo? ¡Los Water-Closets!—Pues, amigo, yo lo he visto todo. Ya no podrán venirme con mentiras. Antes, cuando oía yo hablar de París, me callaba como un idiota; pero ahora, lo que es ahora, ¡que me vengan á mí con embustes! ¡Con decir á usted que he leído Al pie de la Torre Eiffel y me parece una guía de forasteros!—¿Y cuánto tiempo ha permanecido usted en Lutecia?—Poco; pero lo suficiente para verlo todo: una semana. He comido en todos los restaurants, que son carísimos.—Como D.ª Emilia.—París es muy caro.—Nada de eso. A mí me costaba la comida quince céntimos.—¡Cómo!—Comiendo. Y el tranvía, cinco céntimos, y la entrada en la Exposición, veinte céntimos.—Pero, hombre...—Por hablar con Sadi Carnot, diez céntimos, y así sucesivamente.—Pero ¿habló usted con Carnot, el Presidente de la República?—Sí, señor, por diez céntimos.—¡Lo que me he perdido! Además de la Exposición he visto el Museo del Louvre. ¡Qué Venus la Venus de Milo! ¿La vió usted?—Sí; por cierto que me trajo á la memoria los versos de un poeta á lo Grilo, que decía, refiriéndose á cierta dama:


«Y son tus brazos ¡ay! blancos y tersos
cual los de Venus, la de Milo, hermosa.»


¡Y la Venus de Milo no tiene brazos!

—He visto Nuestra Señora de París, que es monumental.—Claro, si es un monumento.—Pertenece á la arquitectura... vertical.—Ojival querrá usted decir.—Eso, ojival Cuidado con los metros que se gasta esa buena señora...—Sí, es muy elevada,—Fui una tarde al Boa de Polonia.—¡Eche usted boas!—¡Qué retorcido es aquello! ¡Cuántas vueltas! ¡Cuántos árboles! ¡Y qué lago, amigo! Convida á bañarse. ¿Y qué me dice usted de las cocotas?—Las co... ¿qué?—Las cocotas, ó como se diga.—¡Ah! Las cocottes.—Parecen unas marquesas.—Como que hay marquesas que parecen cocottes y acaso lo sean. ¿Y no se prendó de usted ninguna?—Ellas bien que miraban; pero ya usted sabe, cuando no se tienen torres ni montones... VI también el Panteón. Allí estaba la tumba de ese gran poeta... ¿cómo se llama?—Víctor Hugo.—Eso es, Víctor Hugo. Cuando bajé á los subterráneos, la verdad no las tenía todas conmigo. ¿Y si se le apaga el farol al guía y me pierdo en estas cuevas? pensaba yo, temblando de miedo como la hoja en el árbol. Pero volvamos á la Exposición.—Será otra vez, amigo.—Es un decir. Una de las cosas que más me llamaron la atención, ¿á que no acierta usted cuál fué?—SÍ usted no lo dice...—Las fuentes luminosas. ¿Cómo diablos harían aquello?—Con cerillas, hombre; con aquellas cerillas francesas que son cirios pascuales...—Semejaban un baile de esmeraldas y rubíes encendidos.—¿También usted metaforea?—El agua, como una cabellera de irisadas luces, se arremolinaba y caía elegante y voluptuosa...—¿El agua voluptuosa? Allá usted.—La torre incendiada también produjo en mí una admiración profunda. Parecía...—¿Otra metáfora?—Parecía una pirámide de fuego...—Veo que es usted una fuente luminosa... de símiles baratos.—Amigo, en cuanto realice lo poco que tengo, ¡á París! Estoy aburrido de este Madrid cursi.—Usted morirá en el Sena, como el protagonista de la novela de Daudet.—A propósito del Sena. ¿Recuerda usted los vapores que nos dejaban en la Exposición? ¡Y qué turbio es el Sena, amigo!—(Este hombre se ha propuesto ahogarme...)—Veo que tiene usted sueño.—El trajín del viaje.—¿Vino usted en tercera?—No, señor.—Pues yo sí. No viaje usted por España en tercera, así le ofrezcan el oro y el moro. En el coche en que yo venía entró una mujer en cinta, con dos ó tres chiquillos y no sé cuantos cestos y líos de ropa. El marido, apenas subió, sacó un martillo y clava que clavarás. De un clavo colgó la capa; de otro, una alforja. Desclavó y volvió á clavar. Luego se echó, cuan largo era, sobre uno de los bancos, y á dormir como un cerdo. Uno de los chicos pellizcaba á la madre, y la madre le sacudía un manotazo, aderezado con su correspondiente salsa de ajos y cebollas. Luego se apareció una vieja con una cesta atestada de pollos. Ella, según nos contó, les había criado á la mano.—«Yo viajo de balde por esta línea, decía. Como mi difunto era maquinista... Las cosas están muy malas; ya no se gana un ochavo.»—Y usted ¿en qué se ocupa? la pregunté:—«En cuidar los retretes...»

No quiero contarle á usted la serie de ruidos con que nos regalaban á media noche aquellas buenas gentes.—Iría usted muy divertido.—¡Divertido! Renegando de todo. Figúrese usted que hubo quien se quitó las alpargatas porque le dolían los pies y con la navaja conque poco antes cortaba el pan se cortaba luego los callos...—Bueno, amigo: basta de palique. Ya nos veremos. Adiós...—¡Ah! Se me olvidaba. ¿Qué quiere decir tombola, que lo veía escrito en todas partes?—Lotería ó algo así. Es voz italiana.—¡Ah! ¿Y sortie?—Que se vaya usted y me deje en paz, hombre,—Se gasta usted un genio...—Es lo único que puedo gastar. Vaya, abur.

Dios de los cristianos, ¡sálvanos de los viajeros de interjección, de los que viajan en tercera con billete de ida y vuelta!

¿Toritos a mí?

¿Usted de toros?—De toros, sí, señor. En algo se ha de invertir el tiempo. Tanta letra de molde, á la postre, aburre. Hoy es un día en que me siento como sumergido en un lodazal de fastidio, según la gráfica expresión de Flaubert.—¿Y presume usted que en los toros se ha de divertir?—Al contrario. Si yo le dijese que jamás he podido aguardar el tercer toro... Una corrida es monótona; viendo un toro, ya están vistos los demás; pero yo no voy á la plaza por los toros ni los toreros, que me tienen sin cuidado, por mucho que algunas veces he pensado en dejarme la coleta y echarme á lidiador de reses bravas, por aquello de que en España no hay más que dos caminos, amén del de la política, para hacer carrera, como se dice: ó la iglesia ó el ruedo, cura ó torero, y no le dé usted vueltas. Voy por las mujeres, mi eterna preocupación, por el ruido, y... por los monos sabios, aunque usted no lo crea. Cada mono sabio es un documento para el estudio de la antropología criminal. ¿No se ha fijado usted en el regocijo con que rematan á un caballo, ó le derriengan á palos, ó le tiran de las tripas, á fin de que no se las pise y pueda continuar en la lidia?—Precisamente yo no voy á los toros por no ver esas atrocidades. ¡Un caballo despanzurrado! ¡Uf, qué horror!—El hombre debe verlo todo y estar en todo: hoy, en la plaza, mañana, en el juicio oral... ¡Oh! ¡Cómo se fortifica el espíritu ante una buena estocada ó la declaración de un testigo falso! El artista (y no se asombre usted de que me llame artista, puesto que hoy son artistas hasta los limpiabotas), más que en los libros, debe buscar las impresiones en la calle, como si dijéramos.

¡Qué reflexiones filosóficas—amargas si usted quiere—no sugiere una mujer hermosa que se deleita con las acometidas de una fiera y aplaude la gentileza y bizarría de un diestro! Con franqueza, D. Torcuato: ¿usted se casaría con una mujer de esas que gustan de las corridas de toros?—¿Yo? ¡Así no hubiera más mujer que esa!—Pues yo sí, por lo mismo que no la sorprendería que los toros embisten, por mansos que parezcan. Quien conoce el peligro, le evita.—¡Tiene usted unas ideas!...—¡Claro! como que soy humorista. Vamos, expóngame usted las razones en que se funda para pensar así.—Mire usted yo soy viudo.—Enterado, no hablemos más.—MÍ mujer—que en los infiernos se abrase—era harto aficionada á las lidias de toros, y ¡claro! á lo mejor se figuraba que yo era...—Suprima usted, D. Torcuato. ¡Ahora lo comprendo todo! como dicen algunos personajes de comedias de enredo. Pero no atribuya usted semejante conducta á las corridas de toros, sino á que su mujer—que en los infiernos se abrase—tenía sangre torera. Y, aquí para internós, ¿qué tal ponía las banderillas?—¡Vaya, que se gasta usted unas bromas!...—Las corridas de toros no influyen, ni en bien ni en mal, en las costumbres.—¡Que no influyen! De fijo que la criminalidad en España no sería tan cuantiosa si se suprimiera ese espectáculo sangriento y brutal que recuerda las luchas circenses de los romanos.—Erudito estáis. Esas sí que eran inmorales, atendido el criterio de usted. Mientras los leones y los tigres rugían embravecidos en sus jaulas y la muchedumbre, sedienta de sangre, asordaba el edificio con sus voces y palmoteos, las cortesanas emberrenchinaban á los espectadores con lúbricos visajes y enardecedoras señas. La fiesta terminaba entre los alaridos agonizantes de las fieras y las quejas y convulsiones del deleite carnal...—Las costumbres varían. Eso no se toleraría hoy. Lo que yo declaro es que los toros son un espectáculo poco ó nada edificante donde se pervienten los buenos sentimientos.—Moral casera á lo comedia moratiniana. Noto que me está usted empujando á discutir, cosa que no acostumbro, porque creo que todo tiene su pro y su contra, y á discutir sobre un tema sobadísimo. En un artículo de Valera, titulado «Apología de las corridas de toros», puede usted hallar razones de peso que acaso le convenzan. Después de todo, maldito el interés que tengo en disuadirle. Ni yo sé una palabra de toros, ni gusto de los toros (perdóneme mi ingenioso amigo Cavia), ni me las echo de despreocupado en punto á moral. Las corridas de toros—discurre Valera—son una diversión popular, ni más ni menos contraria á las buenas costumbres que la comedia, el baile, el circo ecuestre, etc. ¿Se figura usted que de la plaza se sale belicoso, sanguinario? Antes creo que se sale aburrido, empolvado, aturdido y soñoliento. Por otra parte, el hombre es sanguinario de suyo, yendo y sin ir á los toros, y jamás entre las fieras se habrán ejecutado actos semejantes á los que Flaubert, por ejemplo, nos describe con pluma de fuego en su Salambó, entre bárbaros y cartagineses, ó á los horrores de la Bastilla,.

La historia está llena de sangre, y la vida, en resumen, no es otra cosa que la perpetua lucha de unos séres contra otros. Lo que prueba que aun tenemos la animalidad en el cuerpo. No es, pues, de maravillar que el hombre aplauda esos espectáculos que, después de todo, no son sino el producto de las aficiones de un pueblo y... de la bravura de los toros. Desengáñese usted: todo se concluiría si los toros tomasen la consigna de no embestir. ¿A que no se lidian gatos?—Por lo visto usted es de los que piensan que ciertos espectáculos no tiran á corromper los buenos instintos del pueblo. Pues yo entiendo lo contrario.—En redondo, no niego que discurre usted con juicio. Quien no ve más que infamias, á la corta ó ala larga, se contamina; pero como todo es relativo, según D. Hermógenes y Spencer, su opinión de usted peca de sobrado estrecha. Nada es bueno ni malo como demos en pensar en ello, decía Hamlet, y tenía razón. No suponga usted que el pueblo se encanalla en los toros. El pueblo suele estar más corrompido de lo que pensamos.—No hay sociedad posible si no se asienta sobre la base de la moral.—No lo dudo, si bien usted no podrá negarme que los pueblos más adelantados son los más inmorales, ¡La moral! la cuántas discusiones no ha dado origen esta palabra! ¡Qué de cosas no se han dicho á propósito de ella por filósofos y literatos! Pero doblemos la hoja.

Vea usted el aspecto de la plaza. En los tendidos hormiguea un mar de cabezas que sigue los movimientos de la fiera. El toro ha hundido el asta en el vientre de un caballo que, sangrando, tambalea y cae. Fíjese usted está muerto, parece que la mano de la tisis le ha dibujado con un carbón en la arena. Ese toro no ha querido tomar varas. Que se prepare á morir á lo. San Lorenzo, asado. Corre ciego, mugiendo de dolor; del morrillo le salen dos chorros de fuego que se extinguen en una lluvia de irisadas luces que estallan con áspero estampido...—¡Diga usted que eso no pone los pelos de punta! ¡Qué horror!—¡Qué recuerdos tan tristes debe de despertar en su memoria de usted la suerte de banderillas! Hace usted bien en maldecir de los cuernos.

Los académicos

No lo sé de fijo; pero por ahí se dice que el Sr. Velarde ocupará el sillón que dejó vacante en la Academia D. Antonio Arnao (q. e. p. d.). También he oído decir que doña Emilia Pardo Bazán será quien sustituya al autor de las Gotas de rocío, lo cual sería una honra para la Academia. Pero recuérdese lo que ha pasado con Galdós. Yo no sé si el Sr. Velarde tendrá méritos suficientes para entrar en la asendereada Corporación oficial de la Lengua. Cuando entró Commelerán, por el mero hecho de saber declinar musa, musæ, bien puede entrar Velarde, que, si no es un poeta de fuste, tampoco es un zoquete, ni mucho menos. Claro que Cañete le pone por las nubes; pero Cañete no sabe lo que se dice, y eso que cita á Zola á menudo.

La Academia estará todo lo desacreditada que se quiera (¡vaya que si lo está!); pero yo noto que todo el mundo casi quiere ser académico, inclusos aquellos que para nada lo necesitan. La gente que menos falta hace en la Academia son los literatos. Con menos literatos y más hombres científicos acaso no hubiera resultado tan defectuoso el último Diccionario... que es deplorable, la verdad por delante.

Los más de los académicos no saben una palabra de derecho, ni de fisiología, ni de química, ni de botánica. Véanse las definiciones científicas del léxico oficial, última edición. ¿Cómo se ha definir con claridad y exactitud lo que no se conoce? Cada vez que pienso en los académicos (y pienso muy de tarde en tarde), me viene á la memoria aquel saladísimo artículo de Fígaro «D. Timoteo ó el literato». Sí, los académicos tienen fama de ser unos Licurgos, y resulta que no saben de la misa la media.

Valbuena, á vuelta de algunas exageraciones y acrimonias, les ha probado que ignoran el significado de las voces más usuales, ó, por lo menos, si no le ignoran, le trabucan y confunden. Y, á pesar de estas críticas, en el fondo justas y discretas, aún hay quien desea ardientemente figurar entre los inmortales.

Pasa con los escritores originales que se hacen académicos, lo que con las mujeres hermosas que se casan, que pierden la frescura, la gracia y la esbeltez de las formas. Y así como el matrimonio impone á la mujer sagradas obligaciones, por ejemplo, la sumisión y fidelidad al marido, la Academia impone su criterio rancio al escritor, sometiéndole á la despótica servidumbre del pensar y del sentir oficiales. Es perder el tiempo buscar en los escritos académicos la circulación de la sangre, la savia de la originalidad la audacia del pensamiento, las expansiones de un corazón que late sin hipocresías ni cortapisas, los arrebatos del dolor humano, los gritos del sensualismo; en una palabra, la explosión de la vida psíquica y fisiológica en todas sus manifestaciones. Representan en el arte el vetusto clasicismo, así en el fondo como en la forma; el retroceso ideológico y morfológico, el empantanamiento de la vida intelectual. Si escriben comedias las subordinan á un fin moral, á la manera de Moratín; si se echan á novelistas, no aciertan á pintar pasiones ni á bosquejar siquiera un carácter; si presumen de poetas líricos, garrapatean odas sexquipedales, imitando á Horacio, elegías y silvas calcadas en las de los líricos del siglo XVI y XVII. Quieren ser castizos y resultan arcáicos y pedantescos; pretenden ser sobrios y floridos y resultan secos, espartosos y vulgares. Ya se sabe: al hablar de unos ojos femeninos, los comparan con los luceros; al hablar de una boca, con la amapola; de un talle gentil, con el junco; de unos cabellos rubios, con los rayos del sol, etc. No saben ahondar en la naturaleza: una descripción clásica del campo recuerda esos paisajes cursis que figuran en algunas cajas de pasas ó de tabacos. La emprenden á ripio limpio con los arroyos, con las flores que nacen á sus márgenes, con las selvas tupidas, con los montes escarpados, con las estrellas y la luna (con la luna, sobre todo), la casta luna, castidad de la cual se burlaba, si mal no recuerdo, Byron, en su D. Juan.

¿Son críticos? Pues juzgan con la retórica en la mano, sin tener en cuenta para nada los adelantos y transformaciones del arte; mucho citar á Horacio y á Boileau y recomendar á los principiantes la asidua lectura de los clásicos antiguos. Para ellos la moderna literatura francesa no vale un grano de anís. Zola es un indecente, un novelista pornográfico. Esa Tierra (que, dicho sea de pasada, se está publicando en París con excelentes ilustraciones), es un montón de porquerías, de inmundicias, capaces de enrojecer á un carromato. De más está decir que hablan por boca de ganso, porque ellos no leen á Zola. La antipatía que profesan á Daudet está justificada hasta cierto punto. ¿Quien, si no el autor de Safo, les ha dado el golpe de muerte, la puntilla, como si dijéramos?


* * *


No tengo para qué decir que no todos los académicos son dignos del eterno desdén. ¡Cómo he de meter en la colada á Valera, á Campoamor, á Menéndez Pelayo, y tantos otros que son honra y prez de las letras castellanas! Mi crítica, mi sátira, ó lo que sea, va contra los Cañetes, los Guerra y Orbe, los Cheste... Y á propósito de Cheste, ¿Han leído ustedes la oda que publicar este señor en La Ilustración Española, sobre el amor puro y el amor profano? Declaro que cuando leí aquellos esdrújulos disparatados, sentí la tristeza que se siente cuando se ve á un hombre en ridículo, es decir, á un hombre que, presumiendo de serio y formal, ignora que se están riendo de él..

Por supuesto que Cañete, al hallarse con Cheste en la Academia, le habrá dicho:

—He leído su oda en La Ilustración, Eso es hermosísimo, ¡Oh! ¡Usted es un gran poeta!

Y así viven los académicos: engañándose los unos á los otros.

¡Los pobres, que Commelerán les sea leve!

Pólvora sola

(Versos de Sinesio Delgado)


Así como Fray Gerundio, al decir del Padre Isla, no entendía por substancia otra cosa más que él caldo de gallina, muchos, entre los cuales podría citar algunos críticos, no entienden por poesía más que lo rimbombante y afectado. Para ellos, esa poesía que me permito llamar en mangas de camisa, por lo natural y desprovista de toda bambolla retórica, no es poesía, es agua de cerrajas. La poesía, según ellos, debe presentarse de frac, de corbata blanca, con guantes color lila y hablando en pedante, como D. Hermógenes. Eso de dar los buenos días en verso, así como... quien da los buenos días, les pone truculentos ó punto menos. Hay que decir, so pena de ser prosáico y pedestre (adjetivos inseparablemente cañetiles) que cuando la aurora abrió con sus dedos de rosa las puertas del Oriente, etc. A estos sí que les viene de molde aquella sátira de Moratín contra los vicias introducidos en la poesía castellana.


«Habla erizada gerigonza obscura,
y en gálica sintáxis mezcla voces
de añeja y desusada catadura...


Por supuesto que aludo á Grilo y familia (familia poética, entendámonos). En un número reciente de la Ilustración Española y Americana (esa pajarera, de... poetas de todos los climas), he leído yo unos versos de D. Antonio (no Cánovas, aunque en eso de hacer malos versos los dos son... Antonios, sino Grilo), titulados La ola, si no recuerdo mal, hoja de plata arrancada del árbol del infinito. (Así llama Grilo, ó Grillo á la ola. Si miento que me empareden.) Digo que los he leído y que no me queda nada por ver en punto de desastres marítimo-poéticos. ¿Pero dónde habrá visto Grilo (ó Grillo) el árbol del infinito? La ola, claro, sigue rodando entre espumarajos de ripios y se convierte... creó que en un salva-vidas ó cosa así. El transformismo, transformado, puesto en verso. De seguro que Grilo ha leído El perfeccionismo absoluto, bases de un nuevo sistema filosófico, del escritor mejicano Jesús Ceballos Dosamantes. No se crea que conozco á este filósofo meco por los artículos de Valera publicados en El Imparcial, que son algo deficientes, desde el punto de vista filosófico, dicho sea con pena, porque Valera es uno de mis autores predilectos; pero la verdad por delante. Le conozco como conocen los físicos los fluidos, por sus efectos, por sus filosofías quiero decir. ¡Qué estilo de azteca el que gasta el señor Ceballos! Pero volvamos al redil y dejemos á Grilo (ó Grillo) encaramado en el árbol del infinito, cogiendo hojas de plata como si fuesen peras ó manzanas.

Ya presumo yo lo que dirá algún Hermosilla (el autor del Arte de hablar, no el torero) de los versos de mi amigo Sinesio Delgado.—Eso no es verso, eso es prosa.—Prosa es, pero versificada con mucha facilidad y salpimentada de gracejo, ¿Qué poesía jocosa no es prosáica? Los versos satíricos de Quevedo, las sátiras de Argensola, de Jovellanos, de Moratín, etc.,son pura prosa rimada. También dirán que la poesía ha sido destinada—como un cesante es destinado para Cuba ó Puerto-Rico—para más altos fines. Si vamos á eso de la finalidad de la poesía... ¡válate Dios! ¿adónde iríamos á parar? Probablemente... al Ateneo. ¿No se está discutiendo ¡todavía! si la forma poética está llamada á desaparecer? El Ateneo—¿mi pesar lo digo—es el llamado á desaparecer como sigan discutiéndose tales garambainas.

Si va á decir verdad yo creo que la poesía—cuidado que no discuto y cuenta que soy socio del Ateneo—debe reservarse como los testamentos ó los desafíos para casos extremos. Me explicaré.

Cuando el alma (ó el sistema nervioso, que es lo mismo) se halla en un estado tal de abatimiento ó de alegría que ha menester desahogarse, me explico que se recurra al verso. En prosa sentaría mal—mayormente siendo sería—ese subjetivismo. SÍ de mí dependiera, prohibiría terminantemente toda poesía que no fuese personal ó en la cual no predominase, por lo menos, el elemento lírico ó lo que sea. Claro está que la poesía en general, si es buena, me gusta, salvo los poemas épicos que, en mi sentir, debían escribirse en prosa como la Historia. (¿Si seré, sin percatarme de ello, de los que opinan que la forma poética debe desaparecer con toda su cohorte de Grilos y otros Salvanys de menos ripios?) Denme ustedes lirismo á la manera del de Campoamor y Arce, sin calcos ni imitaciones. Un Sr. Iglesias—que será excelente médico, no lo discuto—poematizado á la manera y hasta con versos casi de Núñez de Arce, me recuerda á cierto saltimbanquis que ví en Cádiz, el cual imitaba, sobre el tablado de un café cantante, los andares y el modo de hablar de Lagartijo y Frascuelo.

No me den ustedes ¡por los clavos de Cristo! odas patrióticas, á los más de cuyos autores puede aplicárseles aquel famoso estrambote de Cervantes: miró al soslayo, fuese etc. No en mis días, amado Teótimo. Voy á decir una herejía; pero ¡qué diablos! tantas se dicen por esos trigos, que, que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

No concibo la indignación patriótica... rimada. Claro que la injusticia me subleva; pero no porque tenga lugar (frase que no es galicana, diga lo que diga Baralt) en mi país, pongo de ejemplo, sino por ser injusticia. Odas patrióticas hay, no obstante, que despiertan en mí el ardor bélico, algunas de Manzoni, de Olmedo y de Quintana, por ejemplo; pero sobre todas, El Dos de Mayo, de Nicasio Gallego, que, en mi sentir, es el grito de protesta y de dolor patrios más estridente que haya lanzado acaso poeta español alguno. Sería más de mi agrado esa elegía, escrita con los fatídicos colores de la noche lóbrega, sí el poeta no hubiese llevado su odio hasta el extremo de querer difundirle á cien generaciones, que se me antoja excesivo. ¡Oh, qué mal soldado hubiera sido yo!

Tengo para mí que el odio es una pasión primitiva que irá desapareciendo con el rodar de los siglos.


* * *


Sinesio Delgado es un poeta festivo que se ríe con salero, pero sin odio, sin acrimonia, de ciertas ridiculeces. Sus risas no hieren, no sacan sangre; sus sátiras son alfilerazos, á la inversa de las estocadas hasta los rubios, de Quevedo. Son las risas inofensivas, alegres del hombre-escéptico y frío, que lo ve todo indiferentemente. Y una prueba del temperamento linfático y descreído de Delgado, son esos sueltos que publica en el Madrid Cómico dando bombo al primer poetilla ó escritorzuelo que le remite un libro. Yo dudo que Delgado, que tiene gusto literario y clarísima inteligencia, crea sinceramente que Catarineu ó que un Sr. Fernández,(con este apellido designo á casi todos esos poetas de provincias, protejidos de Cañete) son buenos, ni Cristo que lo fundó.

Delgado versifica con una facilidad que recuerda la de Narciso Serra. Acaso el único en la España del día que le eche la zancadilla en eso de hablar rimando, sea Vital Aza, poeta de vena desesperantemente fluida. Delgado maneja, todos los metros sin esfuerzo. Los versos le salen á borbotones de la pluma. No es de los que sudan la gota gorda, con la pluma detrás de la oreja y encendiendo un cigarro en otro, en acecho de un consonante, como acecha el gato al ratón, á la boca de una cueva. A veces, esa misma facilidad le hace incurrir en no pocos hiatos y cacofonías que deben evitarse.

Su Pólvora Sola (que está profusamente ilustrada con chistosos dibujos de Cilla), me ha descalzado de risa con las saladas ocurrencias en que abunda. Un asunto cualquiera, por fútil y baladí que sea, da tema á Delgado para unas redondillas graciosísimas, que es su metro favorito, ó predilecto, para ser castizo.


* * *


Yo no aconsejo nunca á nadie, no sólo porque yo no soy quién para dar consejos, sino porque creo que los consejos son tortas y pan pintado. Sin embargo, á Delgado se le puede aconsejar porque es modesto—como que tiene talento. Por otra parte, el consejo que voy á darle envuelve un elogio.—¿Por qué el Sr. Delgado no emplea esas envidiables dotes de poeta que posee en obras menos ligeras, de más empeño, que, á tío dudar, que diría Cánovas, consolidarían su fama?

Creo que no puedo ser más Cañete en la presente ocasión, como dicen los improvisadores de sobremesa.

Castelar, transformista

(Baturrillo con ribetes de científico)


Está usted hecho un hurón; no se le ve sino cuando repican gordo.—¡Ay, amigo! El proceso de El muerto resucitado, ó cuál de los dos es la tiple, y los versos que publica á menudo La Ilustración Española, me tienen preocupadísimo.—Pero leerá usted algo más que eso.—Sí, algo se lee, aunque me esté mal el decirlo. Pecisamente acabo de echarme al coleto el discurso, cantado por Castelar en Barcelona, que publica El Globo de hoy,—¿Le habrá parecido á usted como á mí, una maravilla?—Maravillar, hace tiempo que no me maravillo de nada, y eso que la elocuencia del ilustre tribuno (con perdón de El Motín) es maravillosa; pero, ¿qué quiere usted? La prosa de la vida, la vil prosa, como dicen los idealistas, acaba por matar todo entusiasmo poético.—Pero el discurso es de rechupete, eso no me lo negará usted.—Como obra artística—no obstante carecer de plan—claro que le pongo sobre mi cabeza, con permiso de mi sombrero; resplandecen en él (en el discurso, no en el sombrero) los irisados chisporroteos de una fantasía sin eclipses; el brío y el nervio de una palabra musculosa (si da usted pasaporte á la metáfora), y en la harmonía de sus períodos, amplios y gallardos, parece como que ondula el ritmo de un concierto de flautas y violines, de liras y arpas.—Desde el punto de vista político, ¿qué concepto le merece?—Si va á decir verdad la política suele inspirarme invencible repugnancia; entiéndase esta política de ambiciones que, para nuestro sonrojo, se estila en España, dicho sea sin ofender á nadie. Y una prueba de que la política, en su aspecto jurídico y moral, ó mejor, científico, no me es del todo indiferente, es que he leído en estos días—y no suponga usted que; pretendo echármelas de ilustrado—un libro, Principios de política, sabiamente escrito por Holzendorff y traducido, prologado y anotado con erudición y talento por los Sres. Buylla y Posada,—Esa politiquilla á que usted se refiere será la de Romero Robledo...—La de todos, valga la franqueza,—Pero ¿usted no esta afiliado á ningún partido político?—Por ahora no pienso en ser empleado; más adelante, no digo que no. ¿Quién puede sustraerse á la ley de la adaptación? ¿Quién duda que el medio ambiente, como se dice, influye sobremanera en nuestro pensar y en nuestro sentir? Y á propósito de la adaptación. ¿Cómo se explica usted que don Emilio, que cree, como El Siglo Futuro, en la Divinidad.—en la inmortalidad del alma y en la vida eterna, se muestre partidario de la teoría de la evolución? Al principio de su discurso habla D. Emilio, con la hermosura de palabra que acostumbra, de la hora en que á Dios se le antoje confundirnos en la eternidad (estas cosas me entristecen, no lo puedo remediar), y algunos párrafos después se declara francamente monista? Qui potest capere, capiat.—Yo opino, salvo mejor parecer, que se puede creer en todo eso y ser á la vez transformista—porque, como ha dicho Valera, la fe y la razón son sincrónicas,—Pues yo le voy á probar á usted lo contrario, es decir, á tratar de probárselo, no seamos pedantes. El asunto es de suyo serio, como diría. D. Emilio, y en una simple charla de café, que charla y no otra cosa es todo esto, se me antoja harto aventurado tratarle. (Pero ¡qué casticidad la mía! De seguro que no seré académico en mi vida.)—Bueno, al grano.—¡Si usted supiera lo difícil que se me hace tener que hablar en serio de algo! Que se me ha metido entre ceja y ceja que todo es pura broma, como suena.—Pues entonces no hablemos.—Ejerceré de Cañete por esta vez, quiero decir que me pondré serio... aparentemente. Permítame usted que tosa. (Se abre la sesión.) Castelar en su anterior discurso proclamó, en pleno Congreso, que era católico. Usted debe de saber, supongo yo, cómo se explican el mundo los católicos. La teoría de la descendencia echa por tierra el mito mosaico de la formación del mundo y del origen de los séres. Los evolucionistas demuestran, si no he leído mal, que el hombre procede de un solo vertebrado primitivo que, mediante las leyes de la herencia y de la adaptación, ha venido, transformándose y perfeccionándose á través del tiempo y del espacio. ¿Me explico?—Siga usted.—Los católicos afirman, con el testimonio de los escriturarios, que el hombre surgió, hecho y derecho; de manos del Creador. Los animales y los vegetales son organismos celulares que, en virtud de ciertas leyes que explican la embriología ú ontogenia y la morfología, han ido adquiriendo diversas formas y caracteres en el trascurso de miles de años. Según el catolicismo, cada sér tuvo su turquesa; surgió separada y perfectamente del espíritu divino. Si los espiritualistas admiten la doctrina darwiniana, ¿qué papel es el que le asignan á ese sér desconocido? ¿Cabe admitir que un ser (ó un Sér, como usted quiera) en el que se cifra y compendia toda la sabiduría, toda la fuerza y todo el poderío, se haya concretado exclusivamente—quizá por modestia—á elaborar los elementos constitutivos del Universo, porque, lógicamente, esto es lo que se deduce de esa alianza de espiritualismo y de evolucionismo dinámico? (No frunza usted el entrecejo, que no disparato.) Claro que la hipótesis monista no puede explicarse los fenómenos elementales, por mucho que Hæckel, en alguna parte de su Historia de la creación de los seres organizados, declare explícitamente lo contrario. No soy de los que creen, con algunos positivistas franceses, que debe desecharse en absoluto la especulación sobre la esencia misteriosa de la vida; pero esto se sale de la esfera rigurosamente científica. La experiencia—lo dijo Claudio Bernard—no nos permite pasar del cómo , si bien nuestra naturaleza nos lleva siempre á buscar el por qué..

De lo dicho se deduce, si usted no manda otra cosa, que Castelar lo que ha pretendido es hacer alarde de su elocuencia (porque Castelar se siente orador como Cleopatra se sentía hermosa, según una frase de Lemaître, á propósito de Renán) y demostrar á los catalanes que él conoce, como D. Pompeyo Gener, la teoría de la evolución.—¡Oh, joven iluso y descarriado! Todo eso del monismo, de la herencia, de la adaptación... es música celestial. Créame usted á mí. ¡Cómo está la sociedad!—¡Y cómo está la ignorancia, Salomón!.

Baturrillo

Según El Día, han vuelto para el Ateneo los días de gran esplendor. Con perdón del inteligente y simpático colega: no veo el esplendor, y eso que el Ateneo suele estar bien alumbrado. Los conservadores se han apoderado—lo de siempre—de ese centro de cultura in illo tempore. Cánovas—el presidente—diserta sobre D. Pedro I de Castilla, tema fresquito, si los hay y muy en harmonía con las aficiones de don Antonio. Vilanova—ese geólogo terciario—diserta, es un decir, acerca de la Biología del globo. La verdad yo ignoraba que el Sr. Vilanova estuviese tan atrasado de noticias. Explicó la formación de la tierra casi casi como la explica la Biblia, con su poco de Buffón intercalado en el texto.

Decía el Sr. Vilanova, pongo de ejemplo: «En el período carbonífero abundaba... el carbón. En la velada próxima traeré un carbón fósil, para que ustedes se convenzan. En la época secunda ría había mucha... piedra pómez (y quien dice piedra pómez, dice granito, cualquier cosa). En la velada próxima traeré un pedazo de piedra pómez.» Decididamente, la velada próxima será... una pedrea. ¡Socios del Ateneo, á defenderse!


* * *


Pasemos á la poesía, que, según los propios socios del Ateneo (algunos, no todos, porque yo no me he metido á nihilista todavía) está llamada á desaparecer.

¡Ojalá! Para como la han puesto... Lo que es hasta ahora no tiene trazas de desaparecer. La poesía mala , se entiende. La buena va siendo tan rara entre nosotros como los fósiles de que nos hablaba el Sr. Vilanova.

Yo no sabía que el Sr. Correa, mi simpático y chistoso paisano (no crea que pretendo que me dé un destino) fuese poeta, ya que hoy se llama poeta á todo aquél que no habla como habla la gente (y no aludo á ciertos autores dramáticos de la última hornada).

En los versos de Correa hubo de todo, como en botica. A mí, valga la franqueza, se me antojaron muy malos; pero fué porque el Sr. Correa los leyó deplorablemente.

Leído que los hube en los periódicos, cambié de opinión, aunque disto mucho del sentir de El Resumen que los pone en los cuernos de la luna, con todo de ser El Resumen un periódico discreto y avisado. ¡Qué elogios los que se gastan algunos periódicos! La Carta, á una familia bañista... ¡eso sí que es malo, paisano! Ya usted ve; el soneto A una coqueta (de acentuado sabor clásico) ya me parece otra cosa. En él, por lo menos, hay vigor, harmonía, colorido y gracejo, si bien aquello de:


«huésped tierno de sus labios rojos»


es algo más que una reminiscencia de aquel otro verso de no recuerdo qué poeta clásico:


«huésped eterno del Abril florido»


y usted disimule que publique estos secretos de familia. Algunos cantares están escritos con sentimiento y saben á pueblo. Véase la clase y... no va más, que dicen los banqueros al echar las cartas:


«¿Cómo quieres que la olvide..
si al tomar la Extremaunción
en vez de mirar al Cristo
mirándome se murió?»


¡Choque usted, Sr. Correa, choque usted!


* * *


Manuel del Palacio llamó pulgas á los críticos. Eso no está bien, ni medio bien siquiera; porque ¿qué culpa tienen los demás de que Clarín le haya dicho que no llega á poeta entero? No, no llega, y cuenta que versifica con facilidad y limpidez, y ha escrito cosas hermosísimas. Es usted poeta ¡claro! ¿quién lo niega? y, á mi juicio, mejor que otros á quienes se llama genios diariamente; pero (¡maldita conjunción!) ahonda usted poco, siente muy á la ligera y carece de la intensidad y del nervio líricos de Núñez de Arce, pongo por caso.

Para que vea usted sí soy franco:.yo disiento del juicio que tiene toda España y casi toda América (estoy muy acostumbrado á quedarme solo) respecto de Zorrilla. Pero ¡tente, pluma! que no quiero que me lluevan dicterios.—¡Es tan fácil criticar!—dirán cuantos me lean. ¡Claro! Criticar mal es muy fácil, y como yo no critico bien... Pero conste que no hablo á humo de pajas, ni soy como Segismundo (no Moret, sino el otro), que decía:


«Nada me parece justo
en siendo contra mi gusto »;


porque yo no sé si ustedes sabrán que comulgo con el naturalismo. El Soliloquio, de Zorrilla, será un tesoro de gorjeos, un derroche de trinos... concedido; pero como yo no entiendo el lenguaje de las aves como le entendía Apolonio, (no recuerdo cuál, porque hubo varios) al decir de Filostrato, suelo quedarme en ayunas cuando escucho al gran mago de la rima. Si es cosa de que se me ha de injuriar, retiro lo dicho. ¡Soy de mío tan timorato!...


* * *


Y... á otro poeta, porque aquello, más que velada, fue un á modo de corrida poética. El señor Velarde, poeta lámina (lo digo por lo delgado que está), leyó unos fragmentos de su poema Alegría, en los cuales resplandecen imágenes llamativas y sentimientos gráficamente expresados. (Vamos, que se me eche en cara que soy injusto.) Velarde (no olvidemos el relativismo) es poeta, mal que pese á mi amigo Clarín, No se acerca, ni con cien leguas, á Núñez de Arce ni á Campoamor; pero tiene estro y rima con fluidez y desenfado. No es un poeta uniforme, de temperamento claramente definido, porque á veces tira á la manera cuasi épica (cuando describe, por ejemplo) de Núñez de Arce, y á veces á la manera sencilla, natural y desprovista de toda tiesura académica, de Campoamor (cuando., expresa afectos puramente personales, por ejemplo).

La carta que escribe el cabo á Alegría pertenece á la escuela del autor de «Los buenos y los sabios.» El resto del poema recuerda el tono del Idilio y de La Pesca. Peca Velarde de rebuscado y efectista á veces. Se nota en él cierto prurito de aparecer siempre castizo y un si es no es arcáico. Me refiero al lenguaje.


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Lo que es á mí, no me verán en el Ateneo la velada próxima. ¡Que D. Juan Vilanova nos ha amenazado con una pedrea fósil! No olvidarlo.


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Com...me...lerán (no seré yo quien te lea) ha derrotado á Galdós en el pugilato académico del que tanto se ha hablado en estos días. La culpa no la tiene Commelerán, sino Galdós. ¿Para qué quiere el autor de El amigo Manso ser académico? ¿Qué falta le hace para su gloria? Que Commelerán, cuyo cerebro debe de estar atiborrado de virutas de libro mal digeridas, que dice Daudet, haya pretendido (y conseguido) figurar entre los inmortales, se comprende. Pero que Galdós, el rey de la novela española contemporánea, haya querido sentarse donde se sentó el conde de Vistahermosa, que probablemente sería un melón, eso, la verdad es inexplicable, es decir, parece inexplicable.

Lo que tendría gracia, después de todo, sería que Commelerán resultase, que resultará, otro Astier Rehu. (Véase L’Immortel, de Daudet, por más señas). Espero leer dentro de poco la noticia siguiente en La Correspondencia: «El Sr. Commelerán, académico de la Española, se arrojó anoche al Manzanares. Quien desee pormenores, que lea su Diccionario latino... ó lo que sea».

Dos novelas de Galdós

«LA INCÓGNITAS».—«REALIDAD»


Galdós —no cabe discutirlo—es el primer novelista español contemporáneo. Ninguno como él ha penetrado tan hondo en la vida madrileña ni pintado caracteres tan hermosos. Pero muchos convendrán conmigo en que el Galdós de la primera época es más artista que el Galdós de la segunda. Lo que ha ganado en psicologías lo ha perdido en retóricas. No doy yo á Gloria, Doña Perfecta, etc., por Miau ni por La Incógnita y Realidad. novelas, estas dos últimas, donde se ven reminiscencias del Macbeth y del Hamlet, de Shakespeare.

Ahora parece que Galdós escribe deprisa, de mala gana, sin preocuparse, poco ni mucho, de la forma. Me confirman en este juicio las últimas novelas suyas que he leído: están elaboradas á vuela pluma, en lo que atañe á la ejecución; en ellas hay páginas que sobran; diálogos interminables y soporíferos, repeticiones de palabras y frases y empleo de voces nada castizas.

Las cartas de Manolo Infante, ó sea «La Incógnita», realmente parecen escritas por un diputado ministerial. ¡Tan desgarbado y á la pata, la llana es su estilo! Predomina en ellas un psicologismo metafísico, trasnochado, á lo Salvador Mestres (presbítero). Manolo Infante es uno de tantos psicólogos á la antigua que creen que toda modificación real y existente, de cualquier naturaleza que sea, supone una substancia modificadas de los que se preguntan que quién inspira al perro su fidelidad y quién enseñó á las arañas á hilar su tela, etc. No es un tonto, ni con cien leguas. Es el tipo del joven diputado actual: medio leído, con aficiones á la pintura, enamoradizo, hastiado, y no siempre culto. Sus cartas no pueden; leerse seguidas porque aburren. A veces tienen gracia y no escasean en originales observaciones. La vida parlamentaria, con sus chismorreos, sus odios á la sordina, sus ambiciones,: rencillas y trapisondas, está gráficamente copiada. De algo había de servirle á Galdós su acta de diputado por Puerto Rico.

Cuando Infante escribe á su amigo Equis que, en venganza de los desaires que ha recibido de Augusta, va á armar bronca en el Congreso, rae recuerda lo que dijo Crispí á la reina cuando ésta no quiso invitar para un banquete á la esposa del ilustre estadista:—Si no invitáis á la, Sra de Crispí, la república será proclamada en Italia antes de las veinticuatro horas...

Lo cual prueba que en todas partes cuecen habas y que la política está á merced del personalismo y no de las ideas, como se figuran los cándidos.


* * *


En «La Incógnita» vemos pensar á los personajes que obran en Realidad. Manolo Infante se consagra á dar noticias circunstanciadas de la vida y milagros de cada uno de ellos. Sabemos de Augusta que se educó en Francia, que el teatro de capa y espada la es insoportable, que está por lo moderno y que... sale á la calle sola; de Orozco, que es un santo, aunque en esto hay opiniones; de Federico Viera que es un perdis... honrado que tiene una hermana que se deja robar por el novio. Infante nos lleva á la tertulia de Orozco donde se habla pestes del Gobierno y se juega á las carambolas y al tresillo. Allí conocemos á Cisneros, el de la máxima: «haz el amor á las mujeres de todos tus amigos»; á Villalonga, á Malibrán, el enamorado sin esperanza de Augusta, al Sr de Pez, etc.» etcétera, galería toda ella de tipos que pestañean. En lo que se refiere al estudio social hay que quitarse el sombrero ante Galdós. ¡Qué ojo tan perspicaz! ¡Qué memoria para recoger datos del carácter! ¡Que fuerza sintética para reconstruir, con pedazos tomados de aquí y allá, la realidad entera!


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La forma de ambas novelas, la una epistolar y la otra dramática, parece que no,.y quita mucho interés á la acción. Este procedimiento se me antoja parecido al del titiritero. Se le ven los hilos, por mucha que sea la habilidad con que se emplee. Además, los personajes diríase, no que obran por sí mismos, sino movidos por el novelista. No dicen todo lo que quieren..

La forma dramática que usa Galdós ni es de teatro ni de novela. Para ser de teatro le falta el aparato y la ligereza, para ser de novela es demasiado lánguida y caprichosa.

A mi juicio los dos tomos hubieran podido reducirse á uno. Hay superfluidad de datos, repetición de hechos, aunque unos sean pensados y otros ejecutados; en una palabra: se observa en ambas un plan precipitado, y, sobre todo, festinación en la mecánica artística..

Lo más notable de la novela, lo que sorprende el ánimo del lector, lo verdaderamente original, son el tipo de Orozco y el de Federico Viera. Ambos son complejísimos, están llenos de tortuosidades y contradicciones, de ensueños místicos de honradez ideal y obran de un modo que no se ve de diario.

En Federico Viera luchan sedimentos de una educación á medias, fuerzas hereditarias, influjos del medio en que vive, ambiciones y orgullos secretos. Lleva relaciones ilícitas con Augusta, la esposa de Orozco de quien se niega á recibir favores; y tiene á la vez una amiga íntima, Leonor, que fué querida suya en otro tiempo, y á quien cuenta sus confidencias más recónditas y... pide dinero para sus trampas.

¿Por qué rehúsa obstinadamente los medios decorosos de mejor vida que Orozco le propone? Porque no le parece honrado recibir dinero del hombre á quien roba el honor. Pero si es el honor quien le impide aceptar mercedes del marido engañado, ¿cómo no tiene escrúpulos en saquea? á una mujer pública, como es La Peri (Leonor)? Porque con La Peri le ligan lazos del vicio y del cariño; toda la reserva que tiene para Augusta se convierte en franqueza al tratarse de Leonor, Viera no ama á la mujer de Orozco; siente por ella una pasión puramente de los sentidos; es una buena bestia que le proporciona ratos de deleite y nada más. La otra, la Peri, no le inspira amor, sino afecto, amistad tierna y leal. Si él hubiera podido infundir en Augusta lo que hallaba en la Peri, de fijo que hubiera aceptado las proposiciones de Orozco. El amor es una montaña que cuando se desploma estrella todos esos puntillos del orgullo, de la vanidad esas tiranteces de la vida interpretada convencionalmente. ¿Y por qué no se franquea con la adúltera? ¿Acaso vale más que la horizontal de La Peri? ¡No! Augusta es una mujer inteligente, apasionada, con atractivos bastantes para prender en ellos el alma más fría. No la ama, porque vive sugestionado por una idea fija, por la de la honradez mal entendida. De sobra comprende Federico Viera que su conducta es indigna de un hombre decente; por eso batallan sordamente en su conciencia, por un lado, la idea del deber, por otro, la fatalidad que le empuja á obrar de un modo que no concuerda con su temperamento psíquico. Viera es un enfermo, no cabe negarlo. Si no se suicida, de fijo que pára en una casa de orates. ¿Cómo harmonizar las contradicciones de su carácter con sus ideales y su proceder? El vicio„ de un lado; su vida de pobreza y de lucha con los acreedores en lo privado, y de apariencia en lo público, por otro; y el gran conflicto de su espíritu entre la noción del deber y el acto contra el deber, llegan á desquiciarle por completo, hasta el punto de perturbar su razón, Federico Viera, aunque Galdós no lo dice, muere loco. Su manera de suicidarse lo atestigua. ¿A quién se le ocurre pegarse un tiro en un costado, sabiendo que en el corazón ó en las sienes responde la muerte más aprisa? ¿No pensó que comprometía á Augusta al quitarse la vida en su presencia? ¿Por qué no esperó y se mató en otra parte? ¡Porque estaba fuera de sí, porque estaba loco!

Orozco no es menos raro y contradictorio. A mi juicio, es otro enfermo, si bien de distinta índole. A Viera le dió por lo trágico; á Orozco por lo apacible, por lo indiferente. Orozco tampoco ama á Augusta. De amarla, ¿se comprende que aceptase resignadamente su situación de marido ultrajado? Su filantropía (especie de delirio de las grandezas al revés) amasada con protestas contra todo lo que tire á su alabanza; su concepto del bien absoluto sobre la tierra, y su manía de hacerse superior á las cosas mundanales, hasta el grado de decir: «Nada existe más innoble (será innoble, pero la naturaleza no se anda con remilgos) que los bramidos del macho celoso por la infidelidad de la hembra»; todo inclina á creer que es un caso patológico. Y nótese que semejantes reflexiones se le ocurren á raíz de saber que su mujer es una adúltera.

Decididamente, Orozco no está bien del cerebro. (Tiene usted razón, señora doña Augusta.)

Hay sublimidad no obstante, en estas palabras suyas de alucinado:—«;Hermosa noche! ¡Qué diría esa inmensidad de mundos si fuesen á contarles que aquí en el nuestro, un gusanillo insignificante llamado mujer, quiso á un hombre en vez de querer á otro! Si el espacio se pudiera reír, ¡cómo se reiría de las bobadas que aquí nos torturan!»

Sublime, ya lo he dicho, desde el punto de vista poético y metafísico; pero ¡qué violento se me antoja para puesto en práctica! Me explico á Carlos Bovary tomando cerveza con Boulanger, el querido de la pobre Emma; me explico que no le matase. Carlos amaba tan ciegamente á su mujer, que bastaba que ella hubiese amado á aquel libertino para que él le mirase con ojos de amor, ¡Es tan complicado y tan triste el mundo de las grandes pasiones! Dado el dolor inmenso que aquejaba al burlado médico de campo con motivo de la muerte de su esposa, hasta me explico que despertase en él la presencia de Rodolfo un asombro lleno de celos, de cariño punzante y cruel; un mundo de recuerdos tormentosos, preñado de lágrimas y plegarias...

Solamente admitiendo que Orozco no ama á Augusta, se justifica su actitud de ídolo indio. No vale ser filósofo; no vale tenerla cabeza atestada de ideas ultraterrestres, de idealismos imposibles; la realidad en ciertos trances de la vida, es la misma para todos: nos sacude brutalmente, y á su embate se nos caen todos esos sueños, como los frutos del árbol á las arremetidas del vendabal.

¿Podrán estar más adheridas á nosotros las ideas que los frutos al árbol?


* * *


Casi todos los personajes de la novela son unos alucinados: todos ven fantasmas y espectros: Federico ve la sombra de Orozco; éste la de Viera; Augusta la de Orozco... Alucinaciones producidas por el desequilibrio del sistema nervioso, aparte de lo que simbolizan. Casi todos hablan lo mismo: Infante se expresa en flamenco; Augusta emplea con Viera idénticos mimos que la Peri: tontín, borrico, memo, mico, bobo, etc., etc.

¡Y qué mal efecto produce que toda una señora como Augusta le diga á su amante, aunque sea en contestación á una broma de éste, de muy mal género por cierto: «Sí, me pongo un mantón y me voy á la cárcel á verte. Luego, cuando te suelten, nos iremos de bracero por esas calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, á beber unas copas,».

No dudo que haya señoras que hablen así, lo cual es una prueba de que el flamenquismo cunde como una chispa en un almacén de estopa; pero ¡cómo disuena, sobre todo, en instantes de calenturientas efusiones!

El medio ambiente de la novela no puede estar mejor estudiado.

¡Lástima que el insigne novelista haya descuidado tanto el andamiaje de su obra!

Tiquis Miquis gramaticales

Perdónenme mi amigo Clarín y el Sr. Peña y Goñi (á quien no conozco), que me meta donde no me llaman. Pero ¿por qué yo no he dé echar también mi cuarto á... cuyos? En esta polémica quien lleva la razón, en mi sentir, es Alas. Tiene de su parte la gramática de la Academia... hasta cierto punto, y la opinión de Andrés Bello.

Después de todo, yo no sé á qué lado inclinarme, porque, según se verá más adelante, respecto del empleo del cuyo no hay regla fija; que hay sus más y sus menos, quiero decir. Hay quien le usa como simple relativo, quien le usa como posesivo y quien le usa como posesivo y relativo á la vez. Le pasa lo que al café, que se puede tomar solo, con leche ó... con media tostada.

Bello, por ejemplo, sostiene que cuyo debe emplearse en el caso en que indique relación y posesión á la vez, y juzga impropio emplearle como equivalente á el cual, á que.

Marcos Fidel Suárez, notabilísimo filólogo americano, entiende que esta doctrina de Bello está en contradicción con una práctica muy universal, y dice á este propósito: «Cuyo reúne los caracteres de relativo y posesivo; equivale á del cual, y varía con el objeto poseído, determinando su género y número.» (Y cita varios ejemplos en probanza de este aserto).

«Este relativo posesivo (continúa) hace siempre relación á un antecedente representado como poseedor. Pero no es menester que dicho antecedente (quien subraya soy yo) sea inmediato; antes bien, se ha practicado referir el posesivo á un sustantivo apartado: «Cuando los milagros se hacen en testimonio de alguna verdad. Dios es testigo de ella, cuyo testimonio es infalible.» (Granada, Símbolo de la fe). Hizo la guerra valerosamente contra la famosa Zenobia, y la prendió cerca de la ciudad de Palmira; cuya persona etc.» (Mariana. Historia).

Y más adelante, agrega Suárez (estoy fusilando á Suárez, pero de frente): «El empleo de cuyo es lícito siempre que se le pueda asignar un antecedente, aunque éste no se muestre muy á las claras. A lo menos, la práctica de excelentes escritores tiende á legitimar este uso.»

Ejemplos: «Sículo floreció más de doscientos años antes de la guerra de Troya. En cuyo tiempo, etc. (Mariana. Historia). «Tal es la pintura del reinado infeliz de la elocuencia en los reinados de Felipe IV y Carlos II, en cuya época...» (Capmany. Teatro).

En este ejemplo el cuyo equivale á del cual. En cuya época, época en la cual, que es lo correcto.

¿Quién está en lo cierto en este caso? ¿Bello, la Academia ó Fidel Suárez que cita en apoyo de su opinión tantos ejemplos del empleo del cuyo como mero relativo?

Respecto del en cuyo caso, que Clarín, á la inversa de Cuervo y de Caro, juzga disparate, también se pueden citar muchos ejemplos contradictorios de diversos autores. Veamos, Larra, en su artículo, Teatros, dice: «Bien haya la costumbre; podrá ser así; en cuyo caso...»(Véase El Pobrecito hablador).

Emilia Pardo Bazán, en su novela Insolación, (pág 110) escribe: «Preguntóme D. Diego si me sentía mal, en cuyo caso.

Hermosilla, en su Arte de hablar dice (cap. II. sobre la sinécdoque) «ó en cuyo caso la, palabra vela...» etc.

Suárez me ahorra el trabajo de revolver libros. Reproduciré algunas de sus citas: a Este introductor tiene una habilidad superior, en cuyo caso.» (Jovellanos. Apuntes sobre legislación)... «Si ésta (la oración), se refiere "á una persona ó cosa; en cuyo caso... (Academia Gramática)», etc.

Casos en que cuyo desempeña funciones de simple relativo. (Prosigo poniendo á saco al señor Suárez). «De estas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho saca el autor de esta historia, que debía ser bien nacido, por lo menos cristiano viejo, cuyo sentimiento enterneció algo á D. Quijote». (Cervantes). «Cuyas palabras aquí afirma». (Capmany. Teatro).

De todo lo dicho, ó dígase copiado, se deduce que cuyo se usa como posesivo y relativo indistintamente, y que hasta la propia Gramática de la Academia incurre en el defecto que censura.

Y ya que toco esta cuestión, ó este punto, como quiere Baralt que se diga, no quiero echar la firma sin decir antes algo acerca del uso de algunas frases, á mi ver viciosas, pero de constante uso, no sólo en los periódicos, sino en escritos de autores calificados, por ejemplo, bajo este punto de vista. La Academia (haciéndose eco de Baralt), incluye dicha frase entre los barbarismos; pero un crítico americano de mucho saber, Rafael Merchán, sostiene, fundándose en razones de perspectiva y escudándose con Salvá, que bajo este punto de vista no está mal, ni con mucho, (Véase la página 131 de sus «Estudios críticos.» Estalagmitas del lenguaje á Bogotá, 1886).

Larra, en su artículo Modos de vivir que no dan de vivir, escribe: «Bajo otros puntos de vista se puede comparar á la trapera con la muerte»...

Menéndez Pelayo, en el tomo IV de su Ideas estéticas, pág. 454, dice: «La primera parte de la obra comprende, pues, la crítica de los diversos puntos de vista generales, bajo los cuales la belleza y el arte pueden ser considerados»...

Núñez de Arce, en el prólogo de sus Gritos del combate, escribe: «... bajo el punto de vista exclusivamente estético...»

Echegaray, en su hermoso libro Teorías modernas de la física, dice...: «pensar es el rasgo divino de este pobre sér bajo oíros puntos de vista tan imperfecto.»

En muchos escritos de Castelar y de Cánovas he visto también el bajo en lugar del desde.

El uso ¿es ó no autoridad en materia de lenguaje? ¿Lo es? Pues el uso autoriza todos esos vicios de dicción, y no hay crítica posible que los destierre. El pasar desapercibido, en lugar de pasar inadvertido, se emplea á porrillo, á pesar de ser un solemnísimo disparate, como lo prueba Baralt (Diccionario de galicismos, pág. 175). No hay periódico que no le use (mal usado); pero le usan y le usarán hasta la consumación de los siglos, y hasta personas muy cultas y leídas le sueltan en la conversación.

El único medio, á mi ver, de extirpar semejantes desatinos, sería fijar en las esquinas unos carteles con letras muy gordas que recen:


«AL PÚBLICO:

BAJO ESTE PUNTO DE VISTA, PASAR DESAPERCIBIDO...


Queda prohibido, so pena de pagar una multa de cincuenta pesetas, el uso de tales frases».

¡Ni aun así! Antes bastaba que las prohibiesen para que todo el mundo sé hartase de decirlas. ¿Qué remedio entonces? Don Quijote se pasó la vida corrigiéndole los voquibles á Sancho; y Sancho como si no.

Y perdonen Clarín y Peña y Goñi que haya tomado vela en este entierro, sin que me la hayan ofrecido.

Pidal, Campoamor y Clarín

Hola, Fray Candil! ¿Qué tal? ¿Cómo vamos?—Aburrido, amigo, aburrido.—¿Estuvo usted en el Ateneo la otra noche?—Sí.—¿Y qué le pareció la conferencia de Pidal sobre Balmes y Donoso Cortés?—El mejor sermón de Cuaresma que he oído en estos días de Fray Gerundios de Campazas y de sermones como aquel de «Fuego, fuego, que se quema la casa», que pone el P. Isla en boca de un ridículo predicador,—¡Hombre, no diga usted eso!—Entre su modo de pensar de usted y el mío hay un abismo. Usted es pidalista ó neo, da lo mismo, y yo... ¡transfomtista! Conque ayúdeme usted á sentir,—Aunque así sea, usted no podrá menos de confesar que Pidal es un orador excelente.—Claro que lo confieso. Voy más allá, para que vea usted que soy justo: es un orador de palabra pujante y nerviosa, fácil, numeroso, á trechos colorista, bastante correcto, aunque eso de decir el porvenir no sienta bien en un académico, por cuanto que la Gramática de la Academia, en la página 284, prescribe que debe decirse lo porvenir y lo presente. Pero éstas son menudencias insignificantes. Podría señalar otras incorrecciones; pero no quiero que me tilde usted de que prefiero la letra al espíritu.—Y en cuanto á las ideas, ¿qué opina usted?—Que pertenecen al período jurásico, que diría un naturalista.—¿De suerte que usted cree que la religión es una farsa, un mito?—Hombre, yo no sé, Lea usted lo que dice Nordau en su Mentira religiosa, por ejemplo. En fin, lea usted algo moderno.—Es que sin religión no habría sociedad posible.—Lo de todos los días. Este es un tema para tratado con despacio y estudio. Yo no voy á repetir ahora lo que anda esparcido en las obras de Draper, Hartmann, etc.—Todo eso es muy viejo y se viene diciendo desde... Adán.—Bueno. Lo que le digo á usted es que el Sr. Pidal será todo lo elocuente que quiera La Unión Católica; pero en filosofía es... un antropoide, le falta mucho para ser... olalo. ¡Pues no afirma—y en pleno Ateneo—que Balmes, que, dicho sea de paso, gastaba una prosa medio balaguerina, es el non-plus de los filósofos—¡Claro quedo es!—¡Calle usted hombre, calle usted! Los filósofos alemanes y franceses, en sentir de Pidal, son áridos, soñolientos, interminables, endebles... ¡qué se yo! No se arrima á esta opinión, ni con mucho, Menéndez Pelayo, y eso que Menéndez Pelayo es lobo de la misma camada, como si dijéramos; si bien, con mucha más inteligencia, saber y tolerancia que todos los neos juntos y que muchos liberales de por acá. Hojee usted el último tomo (el IV) de sus Ideas estéticas, y verá usted el entusiasmo con que ensalza á Kant, cómo pone sobre su cabeza la Estética de Hegel, en fin, con qué claridad elocuencia y elogio interpreta y expone todas esas disertaciones andas y soñolientas, como con harto desdén las llama Pidal. Puede que Pidal no haya leído á Hegel ni á Kant, ¿Qué tendría de extraño? Por la erudición polvorienta y fósil que campea ó campa (allá los gramáticos) en su discurso, huélome que D. Alejandro no ha salido de Santo Tomás, Balmes y... Ceferino González. ¡Qué ha de saber él de Stuart Mili y de Bain, por ejemplo! No niego que Balmes—¡qué he de negarlo!—discurre con lógica (lógica formalista), y que, á veces, ahonda en los grandes abismos, que diría un espiritualista, de Dios, de la naturaleza y del alma. Pero no hay Pidal que me haga creer que Balmes es superior, no digo á Hegel ni á Kant, ni al mismo Luis Vives, para citar á uno de la cría, el cual Vives tuvo el buen sentido de proclamar, como necesario, el testimonio de la experimentación. Y no crea usted que hablo á humo de pajas. Recuerdo que las primeras filosofías que me eché al coleto, fueron las del célebre polemista catalán. En aquella época,. creía yo en todo eso en que cree Pidal; pero creía con la sinceridad y el fervor con que se cree en esa edad de la eflorescencia del espíritu, del soñar sin ocaso de la fantasía, del latir impetuoso y acelerado del corazón... ¡Qué había yo de dejar pasar, en aquel tiempo, á ningún monaguillo, sin su correspondiente saludo!

Pero doblemos la hoja, porque me entristezco, no por haber perdido mis creencias, como Núñez de Arce, sino porque todo eso levanta en mi memoria una polvareda de melancólicos recuerdos...Dejemos á Pidal satirizando á Cartilla, adorando á Balmes, embadurnando de metáforas chillonas, el rostro... católico de Donoso y revolviendo el osario de Nocedal... Allá El Siglo Futuro que se las entienda con él, y… á otra cosa.


* * *


¿Ha leído usted el último poema de Campoamor, titulado El Licenciado Torralba?—No, yo no leo profanidades de... poetas.—En cambio no pierde usted fiesta de iglesia, y pierde usted la chabeta oyendo á Pidal y familia. Hace usted bien; el ser católico á machamartillo es un negocio como otro cualquiera, sobre todo, en España Siga usted entre sotanas y oliendo aceite, y...pide más si más quieres, como dicen en El Barberillo de Lavapies.—Es que yo soy católico sincero; amo la libertad... bien entendida,—Volviendo al poema; léale usted que es cosa rica, con todo su simbolismo. Quizá sea éste uno de los mejores poemas del poeta de las Doloras. Aunque el argumento, como leyendario que es, peca de sobrado metafísica, interesa, porque Campoamor ha sabido adornarle con las galas de una versificación ovidiana por lo fácil, y de pensamientos originales aunque á veces harto paradójicos, defecto, si se quiere, muy común en todo lo que escribe el simpático lírico.—Paradójicos y blasfemos...—¡Por los clavos de Cristo! No sea usted cursi. ¿Quién discute hoy en serio, á no ser ustedes, si un pensamiento, ó muchos, están ó no de acuerdo con los... Sagrados Cánones? En no siendo disparatados ó triviales, todos los pensamientos son admisibles. O como dice el propio Campoamor: á un artista sólo se le puede exigir que sea esencialmente humano.—¡Demoledor!; Escéptico!—Gracias y... al poema. Usted y muchos despreciadores como usted de lo bueno que tienen en casa, debían estar orgullosos de ser compatriotas de un poeta como Campoamor, acaso el único psicólogo en verso que ha tenido España, psicólogo á la antigua, por supuesto.—¿Cómo quiere usted que yo me enorgullezca de ser paisano de un revolucionario, elogiador de la carne?—Dale á ser cursi. Si no se trata ahora de que Campoamor piense así ó asado; se trata del escritor genial que sabe decir en verso, con delicioso humorismo, las cosas más inefables; del buzo que baja con la escafandra de la rima al fondo de la vida contemporánea y nos cuenta lo que ha visto en él, no como D. Quijote, que contaba lo que no había visto en la cueva de Montesinos. ¿Hay verdad más verdad que ésta:


«tan malo como el diablo lo es cualquiera,
el hombre es un demonio distinguido?»


Y cuenta que aquí por diablo entiendo yo todo lo malo que se puede concebir, sin simbolismo de ángel caído, ni chispa. Yo le recomiendo á usted que lea esa hermosa producción del popular poeta, desde «La mujer que ama á un ángel» hasta «La última aparición de Catalina». Todo es de rechupete, ó casi todo, créame usted que no sé adular á nadie.


* * *


Tampoco habrá usted leído el último folleto de Clarín.—No, ni quiero. Él está á matar con todos nosotros, y yo estoy á matar con todos los republicanos. Por otra parte, Clarín ha satirizado á un hermano mío que es poeta y...—Cura ¿no?—Y académico... en perspectiva, porque lo será. Figúrese usted que es de los que escriben armonía con h.—Con semejante criterio, buen año para las letras. Pues ese folleto de Alas revela dos cosas, entre otras: selecta erudición y original criterio. La segunda parte me parece mejor que la primera. Refuta en ella victoriosamente, y con muchísimo respeto, el discurso de Núñez de Arce sobre la poesía lírica. ¿Usted no cree que lleva razón en todo lo que dice?—No, no lo creo.—Pero sí usted no le ha leído, hombre.—No le he leído, pero le presumo.—¿No le parecen á usted muy atinadas y juiciosas esas observaciones sobre la prosa y el verso? Para Clarín no hay distinción entre el verso y la prosa, todo es prosa. Prosa es el lenguaje natural; verso es la prosa rimada sujeta á ciertas leyes de eufonía, ritmo y medida, y encarcelada en un determinado número de sílabas. Cabe la prosa poética, con harmonía, como el verso, como cabe el verso prosáico (el de Campoamor, por ejemplo), pero no prosáico en el sentido de desmayado, pedestre, no. No cabe, pues, como pretende el vigoroso autor de El Vértigo—que es muy raro en sus teorías literarias—poner el verso enfrente de la prosa. ¿No piensa usted que Alas discurre discretamente?—¡Psí!—¡Oh, si Moratín le hubiera conocido á usted! De seguro que le mete, por lo menos, en un epigrama.—¿Quiere usted que le sea franco? Yo no leo más autores españoles, aparte de los filósofos cristianos, que á Pereda... ¡Esa Montálvez!—Que es una caída, con perdón sea dicho. Excelente escritor de costumbres es Pereda, inimitable paisajista; pero ¡ay! amigo, cuando se las echa de psicólogo ó de mundano... no puede ocultar que... ¡vive en Polanco! Lea usted El Cuarto Poder, de Palacio Valdés, que es una novela de las que entran pocas en libra. Leála usted sin perjuicio de seguir leyendo á Pereda que vale muchísimo ¡ya lo creo!... y que usted se alivie.

Desbarros de Barrantes

No sé de D. Vicente Barrantes sino que es académico, que fué empleado en Filipinas y que escribe muy mal, en verso y en prosa. No negaré que sea listo. En Filipinas dió pruebas de serlo, al menos, así dicen. Y basta de biografía.

D. Vicente escribe en «La España Moderna» la sección hispano-ultramarina, título que huele á frutos coloniales. Con motivo de un folleto anodino, La poesía, lírica en Cuba, de un tal González del Valle, el Sr. Barrantes, académico y ex-empleado filipino, desbarra que es un gusto. Si no, veamos:

«Nunca sin honda pena (frase de orador desterrado) cae en nuestras manos una Antología cubana, verdadero martirologio de jóvenes malogrados por una educación viciosa ó una política insensata.

Lo de política insensata lo dirá usted por los Capitanes generales que allí hemos padecido. Ah, y por los empleados. ¡Cuánto empleado ladrón, D. Vicente! ¡Qué orgías administrativas! Aun tiemblo de pavor...

El Sr. Barrantes ofende ó poco menos á don José de la Luz—padre del filibusterismo krausi parlante—como le llama el ex-empleado filipino.

Un periódico antillano, «La Habana Elegante», ha contestado ya enérgicamente á estas ignorancias del crítico—ó mejor, tendero de ultramarinos—de La España Moderna. No está de más, sin embargo, citarle lo que dice Enrique J. Varona, de la Luz, en sus Conferencias filosóficas:

«Antes del año treinta y cinco los discípulos de la Luz conocían el método inductivo, hoy tan preconizado; y no como había salido de las manos de Bacon ó como lo recomendaba Newton, en forma de reglas empíricas, sino reducido á sistema.» (Pág. 21.) Si esto es krausismo, que me condenen á críticas perpetuas de Barrantes.

Y continúa el filósofo cubano:

«Antes, mucho antes de que apareciera la famosa lógica de Stuart Mili, llamada á cambiar la faz de la ciencia, escribía D. José de la Luz esta proposición, que la contiene y resume:—«Los medios que tiene el hombre de asegurarse de sus conocimientos y de ensancharlos son: la intuición, la inducción y la deducción.»—Pero es más digna de nota esta otra proposición del mismo año:—«El juicio es anterior en todo rigor á la idea y como la base de todas las operaciones mentales.»—En nuestros días, la gran novedad psicológica en Alemania, el sistema más completo de lo que allí se llama psicología-fisiológica, obra lenta y magna de uno de sus más eximios filósofos, Guillermo Wundt, está todo él basado en este luminoso principio.» (Página citada. Conferencias filosóficas. Habana, 1880.)

D. José de la Luz, á pesar de lo dicho, es un quidam, claro, porque... murió sin sacramentos y evidentemente fuera del gremio católico. (Esto es filosofía y lo demás es broma). Aparte de que semejante aserto no es del todo exacto (léase el estudio de M. Sanguily) el no ser católico no arguye nada en contra de los méritos del querido apóstol de la gran Antilla.

Conste, no obstante, que D. Pepe nunca fué empleado...

Escribe D. Vicente:—«D. José de la Luz no pasaba de ser un pedagogo.—Quisiera yo saber qué entiende por pedagogía el académico filipino. La pedagogía es una ciencia en cuyo estudio y aplicación se han distinguido, en España, hombres como D. Francisco Giner, el docto catedrático de Filosofía del Derecho; González Serrano, notable psicólogo y crítico; D. José de Caso, y otros; entre los italianos, Siciliani, Pestalozzi, etc, y entre los franceses, Marión y otros.

El Sr. Barrantes da á la palabra pedagogía un sentido, sobre erróneo, desdeñoso: pedagogo, para él, equivale á maestro de escuela, á dómine, á la manera de aquel Zancas-largas, del Padre Isla, ó á la manera del dómine Cabra, de El Gran Tacaño.

«... Era un pedagogo—continúa Barrantes—alimentado con ideas alemanescas (¡germanófobo á estas horas! ¡qué cursi!) principalmente con el naturalismo de Goëthe.»

De suerte que el naturalismo de Goëthe (el más grande de los poetas germánicos, poeta y sabio, todo en una pieza, de quien dijo Heine que la naturaleza le creó para saber el aspecto que ella tenía) influyó perniciosamente en el espíritu de la Luz. Pero ¡qué sabe D. Vicente lo que trae entre manos! A él que se le hable de los carabaos y de los igorrotes... hasta cierto punto. Pero ¿de Goëthe, del naturalismo de Goëthe?


«A la puerta de un sordo
cantaba un mudo...»


Adelante con los faroles.—«El hombre que eso enseñaba á los jóvenes—continúa D. Vicente—en plena Habana ¿qué les enseñaba sino la conspiración y la insurrección?»—Goëthe insurgente. ¡Que se le fusile... en efigie!

Venga usted acá, mi oscurantista D. Vicente. La labor, como se dice, de la Luz no fué—como usted supone malévolamente—la de inducir á los criollos á la rebelión. Fué más trascendental y hermosa: la de formar hombres—lo que hace D. Francisco Giner en España—la de desenvolver la personalidad y fijarla por medio de la razón, del estudio y del ejemplo—Si del conocimiento de la propia personalidad surge el odio á la tiranía y el amor á la libertad...


¿Qué tienen que ver con eso
los fósforos de Cascante?


Cúlpese—caso de culpar á alguien—á la condición humana y á la ciencia. ¡Qué ira la que turba mi espíritu—limpio de odios y prevenciones—cuando veo que la injusticia, sobre atropellar, tiene la avilantez de erigirse en juez, hipócritamente benévolo y mentiroso, de sus propias hazañas! El Sr. Barrantes no puede negarme que el régimen político, observado hasta poco há, en Cuba, ha sido inicuo. Así lo reconocen todos aquellos que rinden culto á la verdad.

El pueblo cubano se levantó en armas contra el gobierno, no por sugestiones de la Luz Caballero, ni por odios de raza, que hubiera sido un absurdo, sino por lujo de arbitrariedades y atropellos, ni más ni menos que el hijo que abandona, con lágrimas en los ojos, el hogar querido, á causa del despotismo de los padres.

Yo no puedo olvidar que á la primera novia que tuve la hablé en castellano y que castellana es la lengua con que aplaco las iras de mis ingleses.

En serio: yo no escribo para los fanáticos ni los patrioteros, escribo para la gente de manga ancha, para los que piensan con su cabeza.

Filosofando, acaso veríamos que el patriotismo es una mera sugestión. Algo así creo haber leído en un psicólogo contemporáneo.


* * *


Cuanto al folleto de González del Valle—muy señor mío—declaro que es un vivero de necedades, de erudición pegadiza, trasnochada, cursi, de barbarísmos, de tentativas de chistes, de errores, y en el cual no se halla ni criterio propio ni asomos de estilo.

González del Valle es de los que escriben bajo este punió de vista; de los que dicen asola por asuela; de los que gerundian ahora en endo ahora en ando, sin venir á cuento; de los que citan todavía aquello de Boileau acerca del género fastidioso; de los que citan á Calderón antes de Shakespeare; de los que dicen el P. Valera, en vez del P. Varela; de los que creen que Cánovas es crítico literario; de los que dicen fragelar, por flagelar; en una palabra, es un grafomano.

Yo le pido que arroje á la basura ese folleto con el cual nos viene dando la lata desde há largo tiempo, imaginando ediciones que nadie lee como no sea el propio González (y no Venancio).

Deje usted en paz á los líricos cubanos, que ni usted les conoce ni nadie le ha pedido que les dé á conocer en esa prosa que ni la de los anuncios del Dr. Garrido.

A pesar de lo dicho, no son el Sr. González ni Barrantes los únicos que se equivocan al hablar de la literatura antillana. El propio Cañete, en su estudio sobre Olmedo, acusa á Heredia de apropiarse calladamente el canto de Los Sepulcros, de Fóscolo, siendo así que el mismo Heredia declara que es imitación del poeta italiano. (Véase Escritores Españoles, de Cañete. Pág. 369. Véase Obras poéticas de Heredia, pág. 132, edición de Néstor Ponce de León, Nueva York, 1875.)

Los versos de Heredia que reproduce el señor González están plagados de equivocaciones. Compárese, si no, la oda al Niágara, tal como la copia el Sr. González, con la oda tal como aparece en la edición de Ponce. (Pág. 238.)

De la gloria... al chocolate

(Sueño sin pies ni cabeza)


Soñar, sueña cualquiera, y todo el mundo sabe, ó debe de saber, aquellas famosas décimas de La vida es sueño. Pero no todos saben lo que sueñan, ni tienen la facultad retentiva de recordar despiertos, con todos sus ápices, lo que soñaron dormidos..

Yo soy de los que sueñan raras veces. Mis sueños no suelen ser sueños dorados de esos que ya deben de haber perdido el oro en fuerza del uso y del abuso que se hace de ellos, principalmente en poesía. Mis sueños, comunmente, son sueños de febricitante. A veces sueño que me he caído en un pozo, y... despierto con la chistera embutida hasta el cogote; ó que me estoy ahogando en alta mar y despierto abrazado... al botijo del agua. Otras, que me están cosiendo á puñalada limpia ó que estoy estrangulando á un poeta lírico de esos que reconocen por padres á un ruiseñor y á una alondra... como Zorrilla. De estos sueños fatídicos tendré media docena al año, y creo que exagero.

Puedo decir, sin temor de ser desmentido, que diría La Correspondencia, cuyas noticias suelen ser, sin embargo, frecuentemente desmentidas, que el sueño que tuve anoche es quizá el único sueño decente (porque los tengo también muy verdes) que he soñado en mi vida.

No se crea—¡oh maledicencia!—que trato, ni por asomo, de imitar á Quevedo en esto de publicar mis sueños. Empeño mi palabra—sin pedir la papeleta, por supuesto—de que no he de sacar á plaza más sueños que el que van ustedes á leer, si tienen paciencia para ello. Una lata, pase.

Soñaba yo... (así creo que empieza aquel hermoso sueño de Manrique), soñaba yo que viajaba en globo. ¡Qué apuros los que pasamos para hincharle) Suprimamos los detalles, ó las circunstancias, como dice la gente castiza, y de dos plumadas despachemos nuestra excursión aérea. Nada de recordar á Verne, que para maldito lo que me sirve en este caso, ni de hozar en diccionarios enciclopédicos por la letra a (aerostatos). Conste que se trata de una cosa puramente soñada y recuérdese que los sueños, sueños son, que dice Segismundo.

Al arrancar el globo sentí como que salía yo de un abismo, furiosamente soplado por un enorme fuelle. En mis orejas zumbaba el aire con zumbidos de telar. Mis nervios temblaban... como la hoja en el árbol y se apoderó de mí un pánico que no hallo palabras con qué describir, como dicen los que se meten á narradores sin tener imaginación ni estilo. Recuerdo que intenté arrojarme de la barquilla; pero el que dirigía el globo—porque mi globo era dócil y se dejaba guiar—me agarró de la levita (claro que no era de la levita porque yo duermo como duerme la gente), dándome un grito que ni León y Castillo. En alas de mi ardiente fantasía (Espronceda, al paño: eso es mío), me perdí en un mar—ustedes dirán si cabe hablar de mares en pleno viento—un mar de confusiones (frase hecha como un cubierto de dos pesetas).

Reasumiendo,, como diría cualquier diputado que lee á menudo La Correspondencia, logré reponerme del susto y trabé conversación con mí cicerone.—Oiga V., ¿y á dónde vamos?—Pues á la Gloría,—Pero ¿á cuál Gloría?—Toma, al Templo de la Gloria.—¡Caracoles! Pero mire usted que yo no soy inmortal, ni ganas.—Tampoco le soy yo y no hago más que ir y venir de la Gloria. Si hay más curiosos que ruda. ¿A qué va la gente al Escorial? A ver ¿verdad usted? Pues á eso, ni más ni menos, va la gente al Templo de la Gloria, salvo los que van á él por otro camino y que se llaman así, inmortales, como dice usted.—Cuidado que tendrá que ver...—¡Psi! Para mí maldito lo que tiene de particular.—A ver, cuénteme usted algo, aunque sea muy á la ligera.—¿Usted ha estado alguna vez en el Escorial?—Ya lo creo.—Pues la fachada viene á ser algo parecida.—Dejemos la arquitectura; hablemos de los genios, porque supongo que todos los que habitan en la Gloría lo serán.—Buenos genios están todos ellos; son una cáfila de envidiosos que se pasan la vida mordiéndose los unos á los otros y criticando á D. Apolo, que es el jefe de ellos. Dicen que ya está chocho para versos, que ya no le queda más que el ripio como á los músicos viejos el compás. El hombre no deja de ser hombre ni aun en la Gloria.

—No sea usted hiperbólico.—Si exagero que me esquilen. En fin, usted les verá. Verá usted á Voltaire burlándose de Shakespeare; oirá usted á Góngora y á Quevedo llamar galápago y poeta entre dos platos á Ruiz de Alarcón, quien, á pesar de su joroba, es un sujeto excelente, sobre todo muy sufrido. Quizá por eso se metan con él. Oirá usted á Schopenhauer decir lindezas de Hegel. Pero estos últimos pertenecen á otro grupo, al de los filósofos, como se llaman ellos.—Y los poetas, ¿qué vida es la que hacen?—Pues tocar la lira y la cítara todo el santo día y murmurar á la sordina los unos de los otros..Se desayunan con agua de la fuente Castalia ó de la de Aganipe; almuerzan tortillas de claveles y de lirios; cenan sonetos y odas en salsa, décimas fritas, ensalada de laureles y de mirtos... ¡Qué sé yo! ¡Se dan cada atracón de hierbas!—Estarán hechos unas láminas...—Claro. Así es que á cuantos les visitan, lo primero que les piden es algo sólido, un panecillo, una chuleta, algo así...—¿De modo que están como estaban en la tierra?—¡Peor!—¡Y yo que me figuraba que les tratarían como á reos en capilla!—¿Como á reos en capilla?—¿De qué se asombra usted? A un reo en capilla ¿no le dan gusto en todo, menos en lo de revocarle la sentencia?—Es verdad. Pues, sí, en la gloria matan á los poetas de hambre.—Vamos, como mataba á sus pupilos con las mismas armas aquél dómine Cabra, de Quevedo.—No en balde maldicen á todas horas de los dioses y de la fama y de la inmortalidad.—Esos serán los poetas.—De los filósofos no sé, les trato poco.—¿Pero no están todos bajo un mismo techo?—Sí, pero separados. El edificio consta de diez pisos. En el primer piso, que tiene muchos departamentos, habitan los genios de primera magnitud. Allí están Homero, Shakespeare, Goëthe, Milton, Dante, Cervantes y otros muchos. Los autores dramáticos viven pared por medio de los novelistas, y los críticos de los poetas líricos, que están á matar. En el último piso viven los escritores de talento, si no vulgar, no muy señalado, que digamos.

En esta charla nos entretuvimos durante nuestro viaje por los aires. Por fin, llegamos sin novedad. como dicen los noticieros cuando fondea algún barco en puerto.—A decir verdad no me gustó, ni con mucho, aquéllo. Así como al llegar á ciertas estaciones se oye:—¡Un botijo é leche! ¡A las buenas mantecadas! al llegar á la Gloria, á los alrededores de la Gloria, mejor dicho, se oye el confuso vocerío de una poetambre que debe de ser aquélla de que habla Cervantes en su Viaje al Parnaso, que gritan:—¡La divina comediauna peseta! ¡El papel vale más! ¡Don Quijote de la Mancha, dos pesetas!...—Recuerda aquéllo algo de la Puerta del Sol.—Usted me guiará—dije á mi cicerone,—porque yo no he visto ésto nunca, ni en pintura. Por las trazas, noto que éste no es el templo que nos pinta la mitología.

—Bueno, le guiaré; pero sería conveniente que tomásemos antes alguna cosa.—Pero ¿hay fondas por estos andurriales?—¡Fondas! ¡Que si quieres! Yo he traído una bota de vino, unas chuletas y pan.—¡Ah, qué idea! como dicen en los dramas cursis y en los no cursis también.

En un santiamén nos engullimos aquellos comestibles y vaciamos la bota. Ni que decir tiene que mi cicerone se la bebió casi toda. Así andaba de chispo.

Echamos á andar y á poco trecho topamos con el Templo, cuyo aspecto sombrío recordaba efectivamente la fachada del Escorial. A un lado y otro se extendían largas hileras de naranjos en flor y de laureles, y entre árbol y árbol asomaban sus dormidas cabecitas blancas unos perfumosos jazmines que aún no habían abierto los ojos á la luz.

Recuerdo que en la portada del Monasterio de San Lorenzo figuran seis estatuas que representan los reyes del Antiguo Testamento de la tribu de Judá y de la familia de David. Pues en la portada del Templo de la Fama (del que yo he sonado), figuran cuatro estatuas que simbolizan... La Pobreza. La Envidia. El Dolor y El Aplauso (que tiene un gran bombo suspendido en la una mano y en la otra una á modo de porra), y por encima de todas, cobijándolas bajo sus enormes alas, sobresale un pajarraco que parece un buitre, aunque de mayor tamaño, de cuyo encorvado pico sale un letrero que dice:—Propaganda, luz y... rapiña.—Al decir de mi lazarillo, representa el tal pájaro al editor...

Y basta de descripciones, que parezco un catálogo de la Exposición de pintura, ó cosa así.

Llegué en mal día, porque aquél no era día de visitar interiormente el famoso alcázar de la inmortalidad. Según me dijo un portero (que por cierto se parecía mucho á otro del Congreso), los días señalados para visitar aquel recinto eran los jueves y los sábados. Me dijo también que para entrar se exigían no sé cuántos requisitos. Todas estas dificultades me trajeron á la memoria aquel artículo de Fígaro, «Vuelva usted mañana».—Pues lo que es yo no pierdo mi viaje. Yo entro aunque me obliguen á leer después La Campaña de Huesca, de cuyo autor nadie tiene noticias por aquellos contornos. Tan grande fué el escándalo que armé con los conserjes, que ad vertí que los balcones empezaban á llenarse de gente. Goëthe y Shakespeare se asomaron primero y después Cervantes,—Vea usted, D. Miguel, lo que me pasa: yo he venido expresamente desde la tierra á visitarle y se me ha negado la entrada. Yo, insigne novelista, he leído todas sus obras y he reído entre pucheros de mal contenido llanto con las locuras de su hermoso Don Quijote. En ese libro hay mucho de las tristes alegrías del amanecer...—¡Adulador! ¡Cervántomano!—oí que me gritaba desde el cuarto piso un individuo que resultó ser (estilo de parte de policía) Fernández de Avellaneda.—No haga usted caso, joven, me dijo Cervantes con desdeñosa sonrisa. Aguarde usted que voy á dar orden para que le franqueen la entrada...

En esto, cuando me apercibía para dar un abrazo al más ingenioso y divertido de los novelistas, una voz becerril me despertó, diciéndome:—Señorito, el chocolate.

—De buen grado—murmuraba yo medio dormido, con la fantasía aleteando todavía, como pájaro á medio morir, en la bochornosa atmósfera del ensueño,—de buen grado le llevaría á Cervantes este chocolate, aunque más que chocolate parece agua de polvo de ladrillo...

Baturrillo

(Diálogos callejeros)


Mi querido D. Tomás!—¡Mi querido Fray ni Candil!—¿Dónde se mete usted que no se le ve sino de higos abrevas?—Pues en casa. ¿Adonde va usted á ir? ¿A los teatros por horas? ¡Buenos están los teatros! Razón que le sobra tiene Cañete en combatirles con tanta acrimonia. ¿Cree usted que eso es teatro, que esos son actores?—Al menos así se llaman.—En punto á malos poetas y á peores cómicos, estamos todavía como en tiempo de Fígaro. Yo quiero ser cómico, es una sátira que parece escrita en nuestros días. Claro que hay honrosas excepciones y que no todos los actores, aunque sí casi todos, son dignos del fuego eterno. Es cosa de ver la facilidad con que un traspunte se eleva, de la noche á la mañana, á la categoría de actor, y una corista, medio afónica, á la categoría de tiple.—Hombre, si la corista tiene buenas formas (y las buenas formas lo son todo), no veo el porqué no ha de ser tiple, si en ello se empeña. El publico, desengáñese usted está por las piernas. Usted toma demasiado por lo serio este negocio.—Es preciso estar muy clorótico para no indignarse con lo que pasa en nuestros teatros. Un Rodríguez, un Fernández...—Como quien dice, un Lope, un Calderón—garrapatea una zarzuela y se queda tan fresco. Verdad es que la culpa no la tienen ellos. La tiene el público, que ha perdido por completo el sentido estético. ¿Cree usted que si este público no tuviese el gusto tan depravado aplaudiría adefesios como los que nos dan de diario?—En eso sí tiene usted razón, y en lo demás también, pero en eso sobre todo.—Para que se convenza usted de cómo anda el arte en España, baste decirle que hay quien está instruyendo un drama ó una zarzuela, no lo sé á punto fijo, sobre el proceso de la calle de Fuencarral,—Vamos, una zarzuela criminal, como quien dice. Tendrá que ver,—Como que hay escenas del tenor siguiente: con motivo de los dos pelos, el uno rubio y el otro negro, hallados en la comida del perro de la víctima, el juez manda prender é incomunicar á todos los barberos del barrio á fin de que declaren de quién son esos pelos.—Pues la cosa tiene pelos, digo gracia, y parece ser una sátira.—¡Sátira! ¿Si pensará usted que saben ellos lo que es sátira?—¿Y qué otras circunstancias agravantes concurren... en ese delito cómico lírico ó lo que sea?—¡Por Dios, hombre, por Dios! Usted todo lo echa á broma,—¿Si querrá usted que me eche á la calle, trabuco en mano, á la usanza carlista, á matar autores? Porque lo que es otro medio...—No tan calvo; pero usted que escribe, y que no tiene pelos en la lengua, debía batanear las costillas á tanto literatuelo desmedrado como anda por ahí.—¿Yo? ¡No en mis días, mi querido D. Tomás! ¿Qué saco yo de eso? Arriesgarme á que me pongan de vuelta y media ó á que me den un leñazo á hurta cordel al doblar de una esquina. La crítica no sirve para nada, he venido á convencerme, aunque tarde, con harto dolor mío. Es preferible cualquier otro oficio al de crítico. Larra renegaba de serlo. Revilla punto menos, y Clarín se va cansando. Que cada cual haga lo que le venga en voluntad y Cristo con todos. Así como así yo no he de remediar nada. Por otra parte, los autores chirles se crecen á la crítica, como los toros al castigo. Si antes vomitaban mil disparates por minuto, ahora, con tal de dar al crítico en la cabeza, vomitarán cien mil, porque eso sí, á testarudos no hay quien les gane, ni el fakir aquél, de que habla Zimmermann en La Solitude, que prefirió que le cortasen la cabeza, á dejar de pasearse en cueros por las calles. Nada, mi candoroso D. Tomás: hay que imitar al protagonista de aquella famosa novela de Voltaire: retirarse á un cortijo en compaña desuna Cunegunda menos averiada que la de Cándido, comer azamboas y alfónsigos, ó lo que haga sus veces, ó practicar aquella vida solitaria que anhelaba uno de los Luises.—Con semejante criterio, bueno andaría el mundo.—Puede que no anduviese tan mal; pero doblemos la hoja, que todas estas filosofías optimistas y pesimistas del mundo siempre me han parecido ociosas. ¡Cuántos hay que son felices entre los cafres y en la indigencia casi! ¡Cuántos que se juzgan desgraciados entre las gentes más cultas y las alegres pompas de la riqueza! Para mí, tanta razón tiene Schopenhauer cuando dice que lo único positivo es el dolor, como Valera—ese Dr. Panglós traducido—cuando afirma que el mundo es más hermoso cada día.—Veo que es usted un escéptico.—Cuestión de temperamento.


* * *


—Y de literatura—ya que no es de literatura, ni por pienso, de lo que hemos charlado,—¿qué lee usted?—Hombre, he leído en estos días, por ser cosa de actualidad la última novela de López Bago, El Puso.—¡Y habla usted del mal gusto del público!—No, es que he leído también Miau, de Galdós, y L'Immortel, de Daudet.—¿Y qué le parece á usted El Preso?—Le diré á usted le diré á usted: como obra literaria, muy mala.—Me gusta la franqueza.—El estilo es incorrectísimo, desigual, amazacotado, á trechos corre limpio y pujante; pero á los dos párrafos se enturbia, se enmaraña y decae. Por otra parte, está plagado de galicismos y de solecismos, que casi casi es un folletín de La Correspondencia. El argumento está atropelladamente desenvuelto. A veces deja de ser novela y se convierte en disertación patológica, más propia de una revista científica que de una obra de esa índole. Desde el punto de vista social, creo que no carece de interés. Si todo eso que cuenta el novelista, de las purulencias que hierven en nuestro primer establecimiento penitenciario es cierto—que lo será, porque en este país...—hay que convenir en que la cárcel es un modelo de iniquidad.—Con lo cual no me dice usted nada nuevo.—Crea usted que produce bascas la pintura, que, dicho sea en justicia, tiene tonos calientes y sanguíneos, de la sala de transitorios, nombre con el cual, como claramente se ve, se designa á los presos de tránsito, á los que andan de ceca en meca, como si dijéramos. Aquello es un hervidero de los fétidos olores de la carne podrida en la crápula; allí el nefandismo aúlla con los aullidos del lobo famélico; el amor solitario se retuerce en la sombra, lívido y convulso, como el remordimiento; allí todas las enfermedades originadas por la humedad por la caliginosa atmósfera de las respiraciones confundidas, exhalan su vaho mefítico y contagioso; allí la confidencia de los más espantosos delitos se vocea con un cinismo repugnante; allí están á la orden del día aquellas gracias del Jesucristo, de La Terre; en una palabra, aquello parece ser el laboratorio de todo lo inmundo.—Edificante cuadro.—Produce tristeza, porque es verdad la vuelta de aquel pobre Juan Ruiz de sus excursiones carcelarias. Entró honrado y bueno, y salió corrompido, insensible á todo lo noble, enfermo y aniquilado. La Cárcel-modelo no es un establecimiento de corrección—¡qué ha de ser!—es uno á modo de necrocomio sobre cuyo mármol de disección se hace la autopsia de los cadáveres morales, ya putrefactos.—Cloruro, amigo, cloruro. En vista de eso y de la denuncia de la prensa, en estos días, de los abusos en el régimen penitenciario, el Gobierno debía tomar cartas en el asunto y corregir esas inmoralidades vergonzosas.—Sí, debía. ¡Bueno está el Gobierno!—Entonces, amigo, que Dios nos asista, como decía el confitero del cuento de Larra.

Y hablando de otra cosa. ¡Qué hermoso discurso el que ha pronunciado Echegaray en Pontevedra, con ocasión de los juegos florales! Es un ascua de colores. A par de gran poeta, con todos sus desaciertos, es Echegaray un orador de palabra brillante y abundosa. Hay en ese elocuentísimo discurso—que sería mejor si no se llamase en él eminente poeta á Balaguer—párrafos tan soberbios como aquél en que compara al guerrero de la Edad Media con la locomotora. Es un párrafo en que se oyen ruidos de máquina de vapor á toda llave que se soterra en un túnel y en que se ven chispeos de cascada herida por el sol.

¡Cuánto no daría Cánovas—ese desierto de Sahara literario—por fantasear, media hora siquiera, como el insigne poeta de El gran Galeoto!

La caída del crítico

(Esbozo)

I

Tuvo una época de gloria y de prestigio envidiables. Llegó á ser algo así como un oráculo. Si se estrenaba un drama, nadie se atrevía á dar su opinión hasta que él emitiese la suya, ¿El drama era malo, según él? Pues todos decían que el drama no valía un comino porque lo afirmaba D. Gaspar. Verdad es que D. Gaspar era hombre de agudo ingenio y vastísima cultura. Conocía los clásicos á fondo; sabía dos ó tres lenguas vivas y comunicaba á cuanto escribía una fuerza y un colorido sorprendentes. Era un crítico á lo Taine, artista y científico á la vez, con mucho de Voltaire en la sangre. El fué el maestro de toda una generación de literatos notables. Lo de siempre: para aquellos á quienes elogiaba, no había habido crítico que le echase la zancadilla; para aquellos a quienes fustigaba sin compasión, porque era severo, si les hay, no había habido criticastro más ignorante y maldiciente. Poeta ó novelista á quien él excomulgaba, en nombre del buen gusto, ya podía contarse entre los muertos. Tal era su autoridad y el vigor lógico que empleaba en demostrarlo, al través de aceradas burlas y sangrientas ironías.

Este hombre de tan peregrino ingenio y tan raro saber no había sido nunca nada; no cursó en las Universidades: lo que supo lo aprendió solo, á fuerza de vocación y perseverancia. No era, pues, ni abogado, ni médico, ni bachiller en artes siquiera; pero se las tenía tiesas, en punto á derecho y medicina, con el más pintado.

A pesar de su aguda penetración, ignoraba que para poder vivir decentemente en España se necesita una carrera. La sociedad aplaude á los literatos; pero se cansa pronto de ellos. ¿Qué escritor, escritor por temperamento y no por conveniencia, pasado el período de apogeo que alcanza todo aquel que logra sobresalir por su inteligencia, puede decir:—«He ganado y guardado lo suficiente para retirarme á la vida privada y no sufrir vejaciones ni estrecheces en la vejez?»—Un abogado, aunque no haya ejercido jamás ni sepa lo que es un juicio de faltas, puede aspirar á un buen empleo, por el simple hecho de tener un título universitario. Por eso todos los padres se empeñan en que sus hijos sean médicos ó abogados.—Con un título, por muy páparo que se sea, nadie se muere de hambre—suelen decir.—¡Y les hay que alquilan el título porque no les deja ni para fósforos!

Era de ver cómo agasajaban á D. Gaspar en los salones de la buena sociedad.—Señor conde de... tengo el gusto de presentarle á D. Gaspar Acero, eminente crítico, etc.—¡Ah! Ya tenía el honor de conocerle por sus magníficos escritos. Es usted el primer escritor de nuestros días...—D. Gaspar se concretaba á inclinar ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento.—¿d. Gaspar? La marquesa de...—Señora...—¿d. Gaspar?... El marqués de...—Caballero... (genuflexiones, sonrisas, etc.)

A D. Gaspar, hombre al fin conocedor de las hipocresías humanas, le reventaban todos estos cumplidos y celebraciones de salón; pero ¿qué remedio le quedaba? O se vive en sociedad ó no se vive. En torno de D. Gaspar se formaba un corro de aduladores y fatuos.—(Qué talento el de este hombre!—murmuraban apenas don Gaspar desplegaba los labios.—Al día siguiente corría de boca en boca la última ocurrencia de D. Gaspar espolvoreada de pormenores referentes al gesto con que la dijo, al lugar en que estaban, etc.

¡Qué dedicatorias las que figuraban en la primera página de los libros que le remitían los autores! «Al insigne crítico, en prueba de incansable admiración.» «Al egregio estilista.» «Al más grande de los escritores contemporáneos,» etc. A solas harto que se reía de semejantes adulaciones, porque lo que él decía: «Los literatos son naturalmente envidiosos. Cuando elogian es ó por miedo, ó por conveniencia, ó por pasajero entusiasmo. Los únicos elogios que agradezco son los de la gente extraña que no tiene por qué envidiarme ni adularme. Alabanzas de paisanos, de autores ensalzados por raí, ¿qué significan? Le doy un bombo á uno por vez primera, y acto continuo me escribe una carta dándome las gracias más expresivas y colmándome de flores; añade que quiere ser mi amigo y me anuncia una visita. Nos conocemos, nos tratamos con alguna intimidad y al segundo juicio que publico con ocasión de otro libro suyo, en el cual juicio van mezcladas las celebraciones y las censuras, ya deja de escribirme dándome las gracias. ¿Por qué? Porque ya me conoce, y sabido es que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y además porque supone que le he escatimado elogios. Su amistad se entibia, y al cabo de poco tiempo tengo un enemigo más, peor aún que los que me atacan de frente. Él tendrá buen cuidado de que le cojan en un renuncio. Dirá, por ejemplo:—«Valió mucho; pero se le ha echado á perder el estilo; la gracia se le va acabando. Acaso disgustos de familia, preocupaciones, festinación en el escribir. ¡Vaya usted á saber! Por otra parte, el cerebro, como todo aquello de que se abusa, se gasta. Ha sido un hombre que ha producido mucho, y claro, ya está agotado.»

Este escepticismo con que nuestro crítico solía ver los hombres y las cosas se reflejaba en sus escritos. Difícil era saber á punto fijo lo que pensaba en materia de arte. Ni era romántico ni clásico. Lo mismo se entusiasmaba con Hugo, á pesar de sus arrebatos de lírica locura y sus metáforas elefanciacas, que con el clásico más circunspecto y atildado. Si D. Juan Valera le hubiera precedido en el nacer, acaso se le hubiera dicho que era un arrendajo suyo (de Valera). La propia incertidumbre de criterio, el propio saladísimo divagar, hasta la transparencia y sobriedad de estilo de Valera se advertía en no pocas de sus elegantes críticas, con más, cierto fondo científico y cierta burla acre y punzante que Valera no tiene.

A cada paso se le citaba en apoyo de alguna opinión paradójica, porque era originalísimo hasta el punto de que se le hubiera tildado de extravagante á no ser porque lo que á veces decía lo aderezaba primorosamente. El mero anuncio de un libro suyo bastaba para regocijar á los aficionados á la buena literatura. Los envidiosos, es natural, se apercibían, armados de todas armas, para recibirle, porque raro era el libro de D. Gaspar donde no había sátiras á granel para esos pobres roedores de la luz, como él les llama, porque muerden todo lo que brilla.

Se conjuraban para no decir palabra en los periódicos. Nada de anunciarle ni dé citarle. Otros pensaban de distinto modo. «Ataquémosle con furia, calumniémosle, si fuere preciso. El público, que suele comulgar con ruedas de molino, se deja llevar las más veces de la opinión de la prensa. Si todos damos en decir que el libro es un adefesio, que su autor es un jactancioso, habrá algunos que no lo crean, los inteligentes, por ejemplo; pero la mayoría se va con nosotros.» No tengo para qué decir que estos envidiosos eran los del oficio: periodistas anónimos, escritores desengañados, poetas melenudos, dramaturgos silbados; en una palabra, la morralla de las letras.

Pero de todas estas confabulaciones y arterias de la impotencia, borracha de vanidad y sonámbula de envidia, triunfaba siempre D. Gaspar. Era el tirano de la literatura de su tiempo, y los tiranos caen, al fin y á la postre, pero después de haber cortado muchas cabezas.

¿Para qué sirve, á no ser para dar que hacer en las imprentas, esa caterva de pelafustanes que presumen de periodistas, de violadores de la gramática y del sentido común, que se las echan de novelistas, de críticos y poetas? Pero nadie se resigna á que le pisoteen y, hasta cierto punto, era fundado el odio que profesaban á aquel crítico independiente, ilustrado y sagaz, que no escuchaba más voces que las del arte y la justicia, que no se casaba con nadie, quiero decir. Pero hablar á esa gentuza de arte y de justicia era predicar en desierto.

II

Aunque crítico, D. Gaspar sintió un día latir su corazón por una arrogante moza de esas que, al abrir los ojos, arrojan al través de las enarcadas pestañas un chorro de luz que ciega y atolondra. Era una mujer toda pasión, toda sensualismo, capaz de arruinar en una noche de deleite la naturaleza más briosa. Tenía, empero, un defecto: era pobre, ¡Y D. Gaspar no contaba más que con el sueldo que le daban en un periódico por escribir críticas de teatros, y con lo que ganaba, que era muy poco, con la venta de sus libros y folletos! Pero ¿quién era el audaz que le aconsejaba que desistiese de semejante empresa? ¡Bueno estaba D. Gaspar para sermones! El amor le indujo á poeta; ¡á él, que se había reído tantas veces de los versos eróticos! No sabía la que le esperaba. Todo lo que tenía de crítico eximio lo tenía de desventurado versificador, ¡Con decir que sus odas eran hermanas de las de cierto famoso político! Con frecuencia se leían en los periódicos sonetos suyos á los ojos de su prometida, á sus formas de escultura, que, la verdad movían á lástima. ¿Cómo—se decía el discreto lector—un hombre que en prosa discurre con tanto seso y se expresa con tanta donosura y gallardía, en verso no atina á decir cosa que se entienda de puro alambicada y retorcida?

La muchacha, más que de su talante, se prendó de su talento, mejor dicho, del mido que armaba su talento.—«¡Casarme con D. Gaspar Acero—pensaría ella,—con un hombre á quien todos rinden pleito homenaje! ¡Qué honor para mí! ¡La envidia que despertaré en mis amigas! Cuando yo vaya por la calle, la gente, señalándome con el dedo, se dirá:—Esa es la esposa del primer escritor contemporáneo, de don Gaspar Acero...—¡Qué orgullo!»

Acaso en la brumosa lejanía de su pensamiento vislumbraba unos ojos, que no eran los de don Gaspar, que la hacían guiños maliciosos, labios que la prometían intensas caricias y musculaturas de macho que amenazaban con ahogarla entre frenéticos abrazos... No, no era D. Gaspar, ni con mucho, el hombre con quien ella había soñado en la soledad ardiente de sus noches. El chispeo de aquellos ojos de miope, saturados de lectura, semejante (el chispeo) á las agonías de unos fuegos artificiales, no despertaba en ella bestiales apetitos.—Esa boca no es de las que arrullan con hilar de gato cuando se le acaricia el lomo... Pero á mí ¿qué me importa?—reflexionaba ella.—Tiene fama y... eso me basta. No es él con quien me caso, es con la vanidad que en mí despierta el estruendo de su gloria...—¡Cuántas sacrifican sus naturales instintos en aras de un ídolo de barro recamado de lentejuelas de oro y salpicaduras de plata! Van al sacrificio ébrias de vanidad deslumbradas por la pompa. Pero ¡ay! que en la soledad de la alcoba la luz tibia de la lámpara se encarga de despojar al ídolo de sus oropeles, y ¿qué queda? Acaso un espectro repugnante, un maniquí, con mucho talento, pero incapaz de producir el más leve hormigueo erótico!

III

Ya tenemos á D. Gaspar casado, y mucho más flaco de lo que estaba cuando soltero. Esa mujer—rumiaba la murmuración—le va consumiendo por días, así tísica como intelectualmente,—¿Ha leído usted su última crítica? ¿Ha visto usted nada más desaliñadamente perjeñado?—Tiene muchos gastos, y el hombre, claro, escribe para salir del paso, precipitadamente, quizá sin volver á leer la cuartilla escrita. A mayor abundamiento, la mujer, como no le quiere, se le come por un pie. De nada se priva, antes rivaliza en lujo con las más encopetadas.

La envidia y la venganza, hasta entonces ocultas y amilanadas, salieron de sus cuevas, como tigres hambrientos que salen de sus cubiles á la husma de carne. La reputación de D. Gaspar iba cada día á menos; ya se ponía en tela de juicio su talento, é insolente hubo que le negó hasta el modo de andar. Las zumbas, las burlas que chorreaban odio y mala fe, caían sobre él como un enjambre de avispas irritadas. Sus versos eran el pasto inacabable de la crítica anónima y grosera. El público se reía, ese público intransigente y versátil que goza con la caída de aquel á quien subió á las nubes en otro tiempo.

Hasta su propia mujer se di vertía á costa suya. Una tarde la sorprendí ó, desternillándose de risa con motivo de una crítica en que se le ponía como un pulpo. No pudo contenerse, y echando espumarajos de cólera, la arrebató el papel de las manos,—¡Imbécil!—la dijo. Era lo único que me faltaba, que dieses la razón á esos miserables. Nadie, sino tú, tiene la culpa de todo esto. Luego agregaba para sí:—¿De qué sirve el talento sí los que le tenemos somos tan tontos como los mismos tontos de capirote? ¡Por qué me habré casado!—Una vez desvanecido el espejismo de gloria que la llevó al altar, ¿para qué quería ella á aquel hombre cuyo enorme talento ni entendía ni apreciaba? Además había perdido mucho á sus ojos con tanto vapuleo. Como no era capaz de admirarle por sí misma, aquellas censuras que leía elaboraban sordamente en su espíritu una gran cantidad de desprecio por su marido. Sucedió lo que sucede en estos casos, que empezó á dolerle la frente á D. Gaspar. La bestia buscó á la bestia. Un macho sensual y membrudo que la rindiese á caricias y frotes, era lo que ella anhelaba y lo que al fin y al cabo encontró. Ya estaba más que harta de retóricas y de unas retóricas que todos ponían en solfa...

Una mañana, al ir D. Gaspar como de costumbre á la redacción del periódico, se encontró en su mesa con un volante del director:—«Mi distinguido amigo: motivos económicos me obligan, con harto pesar mío, á suprimir la sección de crítica que usted con tanto acierto desempeñaba. Esperemos á que el periódico salga de sus compromisos, y para entonces tendrá usted un puesto en él. Es de usted afectísimo amigo, etc.»

D. Gaspar recibió este escopetazo con indecible sangre fría. Una nube negra, sin embargo, nubló por breve rato sus ojos; sacó el pañuelo, se enjugó el sudor y dijo sonriéndose:—No me parece mal.—No, D. Gaspar no era hombre capaz de ir á mendigar un puesto en un periódico.—Estoy caído—reflexionaba ¡Oh mudanza de las cosas humanas! ¿Quién había de pronosticarme que llegaría un día en que todos me volverían las espaldas? Y lo peor es que ya no tengo fuerzas para seguir luchando. No estoy tan viejo de cuerpo como de espíritu,—¡Y esa infame! ¡Prostituta vil! la quién contar mis pesadumbres que las oiga!...

IV

—Ya le he dicho á usted que no me gustan los floreos. Un expediente cuanto más sencillo, mejor. ¡Cómo se conoce que ha sido usted literato y poda en sus mocedades! Y para estas cosas lo que menos se necesita es eso.—

Todas estas majaderías se las espetaba el jefe de la oficina á nuestro crítico, porque á D. Gaspar no le quedó otro camino que meterse en el presupuesto. Era lo sobrado escéptico para volarse el cráneo de un pistoletazo. Por otra parte, el espíritu más viril y resuelto acaba por abatirse cuando los reveses caen sobre él como un aguacero. Pasado el momento de desesperación, de ceguera mental, es difícil que haya quien se mate, mayormente si se tiene la convicción de que todo es vanidad y escoria.—El mundo es así. Qué le hemos de hacer.—Los escépticos son fervorosos creyentes á su modo. No creen en lo que cree la generalidad de los hombres, pero creen.

—¡Vivir para ver!—pensaba. Este zoquete, que gracias á las carantoñas de una hermana suya ha llegado á ser jefe de negociado, es el sobrino de un poetastro á quien yo reduje á polvo con la pluma. La venganza, que es hereditaria, como ciertas enfermedades, ha encontrado la ocasión de hincar su venenoso diente. Claro, yo critiqué al tío y el sobrino respira por la herida.

No me sirve usted—continuó el otro. Se distrae usted á menudo y me llena los expedientes de equivocaciones. Ayer ha puesto usted nada menos que en una instancia que la mujer es una puerta que se abre á todo el que la toca...—D.. Gaspar, después de echarle una mirada de olímpico desdén, repuso:—Pues si no sirvo, lo siento. Mi oficio jamás ha sido éste.—Ya lo sé. Su oficio ha sido morder...—D. Gaspar le volvió á mirar con más soberano desdén todavía. ¿A qué gastar saliva con un mastuerzo presuntuoso? Por otra parte, á don Gaspar no le convenía romper abiertamente con aquel zángano. Podría influir para que le dejaran cesante, y entonces ¿qué hacer? Transijamos y hagámonos de miel. Nada tan fácil como comprar á un necio con una sonrisa ó una alabanza. ¿Que he dicho horrores de su tío? Pues con decirle á él, cuando venga á pelo, que no parece sobrino de su tío por lo listo, basta y sobra. ¡Oh brutalidad de la miseria, á lo que obligas!...—Después de estos tiquis miquis, quedóse D. Gaspar completamente solo en la oficina. Encendió un cigarrillo y por largo rato permaneció abstraído contemplando las ondulaciones del humo en un rayo de sol que penetraba, vivo y ardiente, al través de los cristales del balcón.

—Esta es la vida—acaso pensaba:—una columna de humo dorada por un rayo de sol. Que se cierre esa puerta y la luz desaparece y la ilusión levanta el vuelo.—Pero saltando de la poesía de luz á la prosa de sombras de la realidad añadió: ¿Dónde estará á estas horas mi mujer? Quizá—y sin quizá—en brazos de alguno contándole mis triunfos y riéndose de mi caída...

Y contraía nerviosamente los labios recordando tal vez aquellas marmóreas desnudeces que fueron suyas en otro tiempo…..

Teatros

No piensen los maliciosos que todo me parece malo porque acabo de llegar de París. Antes de ir ya tenía yo á Grilo y comparsa por unos canguros poéticos. Expliquemos lo de canguros. Sabido es—para los que lo saben—(Cañete acaso lo ignore) que el canguro es un animal hecho de prisa y á medias. Tiene las patas traseras excesivamente largas y las manos excesivamente cortas. En cambio se gasta una bolsa—donde acalora á su cría—que parece una bota de vino ó cosa así.

(Conste que no hablo del canguro por fotografías ó grabados, como hablan muchos de la Exposición de París por el Ciclorama de la calle de Alcalá..)

¿Por qué he recordado á esos marsupiales, medio ardillas, medio ranas, al hablar de aquellos poetas? Pues sencillamente porque están mal hechos y son muy sandios. El canguro no anda, salta. Y Grilo y comparsa tampoco andan, es decir, andan, pero cojeando poéticamente. Además, llevan en la bolsa á Catarineu y Ataulfo Friera, su cría poética, como si dijéramos.

Mi objeto, al menos, por ahora, no es decir pestes de esos señores. Bastantes he dicho. Como si no. En este caso, de lo que se trata es de poner en solfa á los poetas cómicos y dramáticos—así se llaman,—á los comediantes y empresarios, que tanto vale como decir á los autores, cómplices y encubridores, puesto que


«todos en él pusisteis vuestras manos,»


que dijo Lista, si no recuerdo mal.

La mayoría de los periódicos, cuando no todos, dedican largas columnas á la crítica, ó lo que sea, de teatros. ¿Se estrena una zarzuela en Eslava ó en la Alhambra? Pues al día siguiente la prensa nos da cuenta minuciosa de cómo estaba el teatro, de si las candilejas del gas se conmovieron ó no con la pieza, de si los autores (porque suelen ser dos los que cometen el delito) fueron llamados... á declarar, digo, á la escena, etc., etc.

En cambio—y váyase lo uno por lo otro—no hay quien les dé las buenas noches á los autores de libros. Galdós publica una novela, y, lo más que se hace en obsequio del escritor, es reproducir un capítulo ó anunciar en la sección bibliográfica la aparición de la novela. Voila tout. No hablemos de las críticas de un Sr. Ledesma que colabora en El Globo. Eso no es crítica, ni con cien leguas, y perdone el Sr. Ledesma.

Verdad que no es lo mismo leer que ver y oír. Para leer tiene uno que quedarse en casa. ¡Y es tan aburrido pasarse la noche entre las cuatro paredes! Al teatro se va á pasar el rato, á charlar con los amigos, á ver mujeres, sobre todo, á ver mujeres.

Por otra parte, no hay manera de hablar claro, sin paños calientes, de los autores y de los cómicos. Todo el mundo escribe para el teatro porque es lo único que produce. Al periodista no le conviene ser duro con los actores porque mañana la empresa se niega á ponerle en escena sus obras (las del periodista).

De las actrices... nadie ¡as mueva, como las armas de Rolando.

—No la pegue usted á esa, porque es la querida ó el capricho de Fulano, redactor de tal ó cual periódico.—Esa no vale un pito, tiene usted razón; pero ¡es tan buena hembra! Todo está perdido, ¡Qué le hemos de hacer! Mientras no suceda en España lo que en el Brasil...


Y el mundo en tanto sin cesar navega...


Bueno. Llego yo, que no soy autor cómico ni bébico, como dicen en no recuerdo qué juguete lírico, ni tengo líos con actrices ni coristas—¡Dios me libre!—y... voy á la Alhambra, por ejemplo. Se levanta el telón y pregunto:—¿Quién es esa joven—guapísima, eso es aparte—pero sosa y desabrida como los versos de Pérez Zúñiga y las revistas políticas de Navarro Gonzalvo?—Esa es la Pino.—Buena mujer; pero ¡qué tiple, oh dioses!

¡Cuidado si me gusta la Pino! Es mi tipo: rubia, de ojos lánguidos, amplias caderas, de potranca árabe, y charla soñolienta de criolla. Reflexionemos: ¿la hago el amor ó la doy un palo? Conflicto entre dos deberes, como diría Echegaray. Quiero dejar de ser fatalista por esta vez. Que triunfe el albedrío de las seducciones de la carne. ¡Atrás, sombras lascivas! Tengamos conciencia crítica ante todo, é imitemos á esos actores trágicos que, después de una escena turbulenta, se retiran por el foro, sombrío el gesto, aviesa la mirada, amenazante el ademán, abriendo mucho las piernas, como quien salta charcos, y prometiendo volver... cuando el traspunte les avise.

¿Dónde ha estudiado la señorita Pino el arte de reproducir la vida humana en las tablas? Nadie lo sabe, como nadie sabe tampoco dónde estudió música la señorita Montes, esa cabeza egipcia, llena de luz, sobre un cuerpo de barro mal cocido y peor modelado. Y con todo y con eso, el público las aplaude, ese público de dandíes y lechuguinos que va á Viena á tomar chocolate, terminada la función.

He observado que esa juventud alegre y despreocupada, no va al teatro sino á ver y á ser vista. Durante la representación mariposea de palco en palco ó lee La Correspondencia y los periódicos con monos ó fusila, con los gemelos á las horizontales, entre quienes las hay sabrosísimas, dicho sea de paso. Las más veces no se entera de lo que pasa en el escenario. Pero sale una chula contoneándose, se da dos pataitas, y aquellos señoritos aletargados prorrumpen en frenéticos aplausos. ¿Qué les importa á ellos que el arte ande por los suelos? Ellos no escriben, ni ganas, y lo que es leer, diga usted que tampoco leen. Cuando quieren oir buena música y voces inspiradas se van al Real. A los teatros por horas no van más que á timarse con las vengadoras, que se vengan de ellos sacándoles los cuartos.

Yo haría lo mismo si fuera vengadora.

A mayor abundamiento (Cervantes puro) ellos son amigos íntimos de los cómicos, con quienes andan á menudo á picos pardos. ¿Cómo les van á silbar?

A este público y... al otro hay que echarle en parte la culpa de que esperpentos como el Panorama nacional, ¡Oh, Sevilla! y otros mil vivan tanto tiempo en los carteles. ¡Señores, que da vergüenza ir á los teatros menudos! ¡Cuánta insulsez, qué carencia de arte, de originalidad y de todo! Eso no es literatura, ni Cristo que lo fundó. Eso es un choteo, como dicen en la Habana.

¿Y qué me dicen ustedes de la manera de presentar esas quisicosas, de la misa en escena, que diría Vázquez Queipo, el más desahogado de los austriacantes? Recuerdo haber visto en el teatro Chatelet, de París, una obra viatoria, sin argumento casi, sin intriga, titulada Le prince Soleil ¡Qué lujo y qué propiedad en la indumentaria, qué arte en las decoraciones, qué orden y qué brillante armonía en todo! ¡Y aquí se aplaude el Panorama nacional porque en él salen unos cuantos guerreros que parecen maniquíes de sastrería barata! ¡Qué trajes tan desteñidos y tan cursis!

¿Y qué me dicen ustedes (con énfasis de predicador que no sabe lo que trae entre manos) de los dramas adulterinos que nos dan en el Español, perdóneme el inspirado Vico? La literatura efectista, de luces de bengala, está de moda. No busquen ustedes en esos dramas fúnebres el palpitar ardiente de la vida.

Los autores dramáticos del día no se preocupan ni de la trama ni de los personajes. A ellos lo que les desvela es la búsqueda de resortes (falsos ó no) con que sorprender al público; lo que les gusta es que las redondillas estallen como cartuchos de pólvora.

La última sorpresa, A espaldas de la ley (drama á traición) que la crítica dominguera ha recibido con aplauso, es una muestra de lo que digo. Claro que sus autores revelan tener algo en la cabeza; pero eso no es un drama.—Pruébelo usted dirá el lector.—¡Ah, no!; yo soy como aquel que decía:—Yo afirmo que usted es un tonto, y usted se encarga de probarlo.—Ahí está el drama. Que se lea.

El tema ó la tesis, ó lo que sea, de estos dramas, suele ser el adulterio.

Soy de los que creen que el artista tiene el derecho de elección. Pero el crítico—como yo no le soy, claro que no lo digo por mí—tiene también el derecho de exigir al autor que elija con talento y que no nos venga con falsedades. El adulterio entre la gente de levita no suele tener el fin trágico qué presumen esos dramaturgos á lo Shakespeare traducido. Es más fácil que un obrero convierta en sangriento drama la infidelidad de una esposa, que un aristócrata. Y se explica si recurrimos á la fisiología y tenemos en cuenta cómo y por qué se casan muchos de esos caballeros.

El hombre mundano, corrido, como se dice, cuyo sistema nervioso ha perdido la sensibilidad... en fuerza de gastarla, no traduce con la misma intensidad y ceguera moral que el hombre trabajador y honesto esos hastíos del amor de uno que designamos con el nombre de adulterio. Pocos espíritus cultos, resignadamente aburridos de la vulgar monotonía de la vida, son fanáticos. Y la idea del honor—yo diría más gráficamente el amor de la carne—cuando llega á ese grado de exaltación, se convierte en verdadero fanatismo.

El que se casa por dinero, por vanidad ó por la Primera noche, y luego se hastía, hace la vista, gorda ante las ligerezas de su mujer,—Yo tengo una querida; que mi mujer tenga un amante, ¿qué me importa?—se dice.—Y la sociedad se escandaliza y llama cornudo á quien acaso no es sino un filósofo, ó un aburrido de olores de alcoba matrimonial ¡ó un impotente!

El adulterio, más que desde el punto de vista moral, debe ser mirado desde el punto de vista fisiológico, teniendo en cuenta, por supuesto, el medio ambiente. Flaubert, por ejemplo, justifica de este modo el adulterio de Madame Bovary, aquella hermosa mujer que, si viviera, la iría á buscar al fin del mundo.

Otelo matando á Desdémona, sin tener pruebas de lo que él juzgaba infidelidad en ella, es un fanático. Den ustedes á Otelo la malévola mundología de Yago y un temperamento frío, y ¿á que no asesina á aquella buena mujer?

Desengáñense ustedes, señores dramáticos de puñal: son más los Carlos Bovary que los Otelos, los infelices y los filósofos que los vengativos y tremendos.


* * *


En el teatro de Lara y en el de la Comedia suele verse algo bueno que mueve á risa y entretiene. Pero autores como Vital Aza, Ramos Carrión,.Burgos, Sánchez Pastor, Estremera, Sánchez Pérez, escasean desgraciadamente. La comedia de Vital Aza, por ejemplo, San Sebastián mártir—cuya reprisse ví la otra noche en el teatro de Mario—es una crítica acerba, pero graciosa y exacta, de las intimidades del home madrileño. El asunto peca de manoseado; pero el diálogo es fácil y chispeante, los personajes tienen vida y abundan en la obra las situaciones cómicas, naturalmente concertadas. San Sebastián mártir, con todo de no ser, ni con mucho, una comedia de la trascendencia social de las de Sardou, autor mediocre, en sentir de doña Emilia, que no mira con buenos ojos á los franceses, es una obra saladísima, reveladora de un ingenio fresco y vigoroso, dúctil y espontáneo.

Noto en este autor, tan querido del público, cierto prurito irresistible á querer sacar la punta epigramática á todo. Los más de sus personajes juegan al vocablo y se toman mútuamente el pelo, como dice la gente flamenca.

De esto resulta cierta monotonía cómica que debe evitarse.


* * *


El hambre y la vanidad son el tema obligado de casi todas las comedias del día. Rara es la pieza donde no figura un empleado cuya familia le obliga á gastar lo que no tiene á fin de satisfacer los caprichos del lujo.

Muchas familias—lo consigna Vital Aza—prefieren comer bacalao frito á dejar de vestir con elegancia.

Esta falta de alimentación se refleja en todo, lo mismo en la política que en las letras; y un país que no come... no va á ninguna parte.


* * *


Nos pasamos la vida evocando el pasado. A menudo se sacan á relucir, vengan ó no á cuento, las pasadas glorias y el pasado apogeo. ¿Verdad que estos recordatorios se parecen mucho á los de esos jóvenes perdidos, estúpidos y pobres que alardean á todas horas de ser los nietos de acaudalados y célebres personajes?

¡Cuánto más provechoso no sería olvidar todo eso—con perdón sea dicho de Cañete—y trabajar en pro de la regeneración social y literaria de la hora presente!.

Los muertos no se honran con el recuerdo á secas, sino con la imitación discreta. Sirva lo dicho de contestación anticipada á los que citan á Lope y Calderón cada vez que sale alguno diciendo que el teatro español contemporáneo—salvo excepciones—no vale un pito.

Recordemos con amor á nuestros abuelos; pero pensemos, sobre todo, en nuestros hijos...

Fotografías instantáneas

Peña y Goñi

Pero ¿qué le ha hecho Peña y Goñi á Fray Candil?—dirán los que lean este articulejo, porque hemos llegado á tal período de relajamiento que no se concibe que haya quien hable mal de otro—siquiera sea literariamente—sino movido por la envidia, el despecho, la enemistad ú otra mala pasión.—Ya sé—la experiencia al fin y á la postre alecciona—que entre las gentes de letras eso es lo que priva.—¿Me has llamado Andrés Miralles, quiero decir bolonio? Ya verás la que te espera cuando menos la esperes.

Y publica usted un libro, y el zaherido por usted, á quien usted daba por muerto, saca la mano por la claraboya de un periódico y le dispara un suelto amazacotado, lleno de mala fe y... de faltas de sintaxis, y averigua quién te dio. Ó le dispara un suelto ó no dice esta boca es mía, ni siquiera acusa recibo de su libro á fin de que se pudra en las librerías. ¡Hermosa venganza!

Yo no pertenezco á esa caterva de intonsos é hipócritas emborronadores. Mi crítica es pobre, pero honrada, como la antropología del Sr. García Nieto. Lo que siento lo digo y... lo firmo. Mal hecho.

Esta conjuración de la envidia y de la impotencia es lo que me indigna (¿acaso no tengo yo mis nervios como cada prójimo?); y más aún, cuando veo que la fama literaria de los verdaderos artistas está á merced—las más veces—de esos incluseros anónimos, siempre dispuestos, por el contrario, á acoger con aplausos los partos adulterinos de los ingenios mediocres y canijos. Pero no, no me indignan. (Yo soy así, me contradigo á cada paso; como que soy un enfermo de la voluntad que diría Ribot) Me arrancan la más estridente carcajada...

¿Qué saben ellos, jornaleros del periodismo sin principios... ni postres, lo que es arte, y como han de comprender que Flaubert, por ejemplo, lloraba de alegría al encontrar la frase gráfica, gallarda y lapidaria que con sorda lucha buscaba en vano en el fondo impasible de su tintero?

Bajemos el diapasón y volvamos á Peña y Goñi. Yo no le conozco ni de vista; es más, ignoro si es catalán, vizcaíno... ó polaco, ni me importa.—Entonces ¿por qué se mete usted con él?—¿Yo? porque—la verdad por delante—el señor Peña y Goñi, en cuanto escritor, se me antoja insípido y gárrulo. Claro que él—hombre al fin y escritor por añadidura—opinará lo contrario, y puede que hasta se eche á reír al leer estos renglones.—¡Escritor insípido yo, que he criticado á Bretón—el músico, no el poeta—y discutido con Clarín á propósito del empleo de cuyo! ¡Escritor de chicha y nabo yo que no dejo fusa ni corchea sanas á la Sociedad de Conciertos!Ese Fray Candil—escritorzuelo ultramarino al fin...—Poco á poco Sr. Peña y Goñi. Lo de ultramarino no pega. Tan ultramarino es el Sr. Peña y Goñi como yo. Todo está en que yo me volviera á Cuba, por ejemplo. Desde allá podía yo llamar al Sr. Peña y Goñi ultramarino, por cuanto que ultramarino, ello lo dice, significa más allá del mar. Esto, en rigor, no debía yo decírselo al Sr. Peña y Goñi que no se ha metido conmigo nunca, al menos que yo sepa, sino á ciertos Miralles que han da do en la flor de llamarme ultramarino á fin de rebajarme, como si aquí, en la villa del oso y del perro chico (porque aquí nos pasamos lo más del año haciendo el oso y derrochando la calderilla) no hubiera literatos tan adocenados como en América.

¿Tan adocenados he dicho? ¡Me retracto! ¡Señores, que Cuba es una colonia y España una nación!

Ese Fray Candil (y perdone el Sr. Peña que interrumpa su supuesto monólogo), no sabe lo que se dice. Que quiere distinguirse, y por eso me ataca.—¡Alto ahí! que eso de que censuro á fin de ser conocido ya me lo ha dicho La Época. Y á propósito. Decía Flaubert á su amigo Máximo du Camp: «Etre conmu n’est pas ma principale affaire, cela ne satisfait entiérement que les trés mediocres vanités.» (Y cuenta que no aludo al Sr. Rojo Arias).

¡Literato insípido yo—continúa el Sr. Peña, es una suposición—que escribo en el órgano de don Antonio y lo mismo instrumento una revista de toros que le páro los pies al músico de más arranques!

Ese Fray Candil está loco, como Boixader, el autor de los Principios de Genética.—¡Aunque escribiera usted—que no escribirá—en la Revista de ambos mundos! Ya pueden traducirle á usted al alemán—que no le traducirán, pierda usted toda esperanza—y difundir su retrato como el de Peral, el Newton español, como le llaman (acaso por lo que tiene de Isaac) por todas partes que para mí será usted siempre Peña y Goñi, es decir, un crítico en estado de canuto, con muchas pretensiones, eso es aparte, pero sin gracia;—la tendrá, pero yo no se la veo—ni asomos de estilo; porque eso de escribir en estilo de telegrama, no es escribir, Sr. Peña y Goñi, ¡Cáscaras con los artículos festivos de usted!

Pero no, no me maravilla que usted eche piernas de crítico—que diría el P. Isla. El Sr. García Nieto, profesor de psicología, según propia y espontánea declaración, presume de polemista y no es tal polemista ¡voto á bríos! Me parece estarle oyendo todavía:—«Mi antropología, señor Salillas, es una antropología pobre, pero honrada, como las modistas de la calle del Carmen.»

—¿Qué es el tatuaje?—agregaba el Sr. Nieto limpiándose las narices con el pañuelo.—¿Para qué sirve el tatuaje? ¡El tatuaje! ¡Bueno está el tatuaje! ¿Que lo dice Lombroso? Pues cuénteselo usted á Lombroso—y así sucesivamente.

Vaya usted á quitarle de la cabeza al Sr. García Nieto que discuta en el Ateneo. Cada loco con su tema y... Boixader con su Genética. Yo mismo no debía escribir, ya ve el Sr. Peña y Goñi que soy justo. Cuando á solas reflexiono que con todos mis años (no llego á los treinta, Sr. Peña y Goñi) no he logrado ser nada todavía, ni crítico musical siquiera, no puedo menos de exclamar:

¡Tan joven y ya tan desgraciado!

Porque yo podía ser algo, convénzase usted, Sr. Peña y Goñi; yo he estudiado leyes, tengo un título académico, y sé que Hernán-Cortés no fué griego. ¡Ah! y he subido á la tercera plataforma de la torre Eiffel.

¡Ah! ¿por qué no se enamorará de mí una marquesa vieja de esas que gustan de los pollos, á quienes dan treinta reales diarios á fin de que alquilen un caballo y las sigan por la Castellana, cuando no credenciales para Cuba y Puerto-Rico, á cambio de un rato de imaginario deleite?

Según se van poniendo las letras, ya no queda otro recurso á los que movemos la pluma que vendernos al oro de la vejez libidinosa. Lo propio piénsala juventud femenina. ¡Escritor! ¡Puf! Es preferible un tendero de ultramarinos. Al menos ese no nos matará de hambre.

¿Qué muchacha del día no prefiere un viejo adinerado á un mozo ingenioso, pero pobre? Por donde se explica que haya tanto adulterio.


* * *


Lo que me decía una señora que me vió nacer:—¿Qué te importa á tí que la vecina de al lado tenga una berruga en la nariz? Porque desde pequeñuelo ya revelaba yo lo que había de ser más tarde.


Cada vez que la vecina
asomaba la nariz,
la tiraba yo un granito
de maíz,


Y á la vecina se la llevaban los diablos y se quejaba á mis padres de mi mala crianza.


¡Oh recuerdos, encantos y alegrías,
de los pasados días!


¿Qué provecho saco yo de satirizar al Sr. García Nieto y al Sr. Boixader? Ninguno. Antes me les echo de enemigos.

Tampoco me explico yo eso de aborrecer de muerte al que nos censura. A mí se me ha criticado mucho, de mala fe y con virulencia en ocasiones. Si mañana fuera yo ministro—que no lo seré, ya estoy resignado—y uno de esos que me han agredido me pidiese una credencial, se la daría (palabra de honor). Concibo la indiferencia, el desprecio, pero no el odio, ¡ni por la infame siquiera que nos echa vitriolo en las entrañas! Desdichado de aquel á quien la crítica no clava su garra.

Lo triste, lo profundamente triste para el escritor, es el silencio... acaso más triste que el adiós para siempre de la mujer amada. (¡Qué lírico me siento!) ¡Cuántos no darían la mitad de su vida por tener la popularidad de Higinia Balaguer!

Algunos diputados conozco yo que se cambiarían gustosos por el Cachaperín...

Pero á todo esto, ¿dónde se ha quedado el señor Peña y Goñi? Me salgo de la parva á lo mejor. Bueno, Sr. Peña y Goñi, hablaremos otro día, que me están llamando para comer.

¡Hagamos por la vida!

Ripiología

La poesía estará llamada á gloria y de prestigio dicen algunos socios, más ó menos Campillos, del Ateneo; pero los Galianas líricos, dicho sea sin ofender á Higinia Balaguer, abundan como la ruda ó los galicismos en los discursos parlamentarios. Yo no les aconsejaría, como Hamlet á Ofelia, que se retirasen á un convento, porque la vida conventual (¡si lo sabré yo, que soy fraile!) lejos de amortiguar el ardor pimpleo, le exalta y acrecienta; pero sí les mandaría á la isla de los Lagartos, á donde quería la dueña Dolorida que desterrasen á los trovadores de su tiempo.

Yo he recibido, en estos días de broncas parlamentarías, varios folletos conteniendo ripios (sintaxis de La Correspondencia) capaces de hacer decir la verdad á la susodicha Higinia, á la cual (aprovechemos el paréntesis) me asombra que no hayan dedicado odas y sonetos todavía.

El Sr. Catarineu, cuyo es un tomo de poesías que responde por Flechazos, ha tenido la amabilidad de escribirme suplicándome un juicio crítico (?) y pidiéndome consejos acerca de los derroteros que debí seguir. Doy las gracias al Sr. Catarineu por la excesiva benevolencia con que me trata; pero, en uso de las facultades que me concede, no puedo menos de decirle que, aunque no soy fuerte en derroteros, debe retirarse modestamente por el foro, y cuenta que el Sr. Catarineu no versifica del todo mal (seamos benévolos) y tiene algunos cantares sentidos y correctos.

A muchos, principalmente al Sr. Catarineu, puede que disguste esta mi franqueza. ¿El señor Catarineu me elogia? Pues yo debo elogiar al Sr. Catarineu,.

¡Cómo le pesará al Sr. Catarineu haberme llamodo popularísimo crítico en la dedicatoria de su libro, que yo le agradezco! (lo cortés no quita lo valiente). Hubiera hecho lo que el señor don Luis Alcaraz, autor de un poema del que más adelante hablaré, aunque mal, y no le remordería la conciencia de haberse curado en salud como quien dice. ¡Si somos atroces los críticos! No tenemos entrañas. El Sr. Alcaraz, más conocedor que el Sr. Catarineu de estas víboras de Aretinos, se concreta á decir: «Al Sr. D. Emilio Bobadilla, el autor.» Así me gusta. ¡Nada de bombos anticipados que cohíben la libre emisión del juicio!

El Sr. Catarineu, lira en ristre:


¡Ah! Cuando en mis delirios de poeta,
gigante todo el universo cruzo,
si tropezara al mundo en mi camino...
qué puntapié le pegaría al mundo...


Y se quedaba usted en el aire, de lo que no hay caso. No me detendré á analizar, como dicen los críticos circunspectos, la rima copiada. Basta leerla para comprender que el Sr. Catarineu, poeta nihilista, por lo visto (ista, isto, consonantes de ambos sexos), no le tiene miedo á nada. Pero escuchemos la autorizada palabra del Sr. Palau (D. Melchor), prologuista del señor Catarineu. (¡Palau, Catarineu!, ¡au eu! ¿Verdad que parecen ladridos?)

«En los versos de Catarineu (habla Palau) échase de ver, en primer término, un simpático consorcio entre el elemento psíquico y el fisiológico (pero ¡cuánto sabe este Sr. Palau!); una situación emocional, clara, expuesta con verdad atractiva; una autobiografía inconsciente, hecha de mano maestra, (¡Sopla!)

Después de lo expuesto por el Sr. Palau, yo nada tengo que agregar, como dicen esos diputados monosilábicos que se pasan el año pidiendo la palabra, como quien pide una cerilla, y cuando se la dan no tienen nada que decir. ¡Ahí Se me olvidaba. El Sr. Fernández Shaw (¡otro au! ¡Ni una jauría!), á quien el Sr. Catarineu dedica sus Flechazos, no ha recorrido, que yo sepa, esa senda de gloria que le atribuye el Sr. Catarineu. ¡Shaw senda de gloría) Si hubiera dicho de ripios...


* * *


Nerón, no el romano, sino Aquiles Nerón (esto me huele á seudónimo de escritor de provincias), poeta malogrado en flor, al decir del prefacista, es el autor de otro tomo de versos titulado Hojarasca, al cual tomo precede el retrato y el autógrafo de Peral. Me explico que figurase el retrato del autor; pero el del inventor del submarino... en fin, allá ustedes los que han publicado el libro. Una pregunta, y no se eche á mala parte: el Sr. Nerón, ¿se ha muerto realmente ó ha fingido morirse, á imitación del poeta italiano Stecchetti, con el fin de que sus versos se vendan mejor? ¡Por qué seré tan mal pensado!

El Sr. Nerón, en harmonía con su apellido, es un poeta, vamos al decir, sombrío y maldiciente. ¡Séale la tierra ligera! que dice el prologuista.


* * *


El Sr. Alcaraz, autor de El amor de ellas, poema ó cosa así, es un caso de campoamoritis aguda, ó, más claro, es un imitador cara del poeta de las Doloras. El poemita se cae de las manos de puro tonto; la versificación no peca de laboriosa; pero, ¡qué ausencia de inspiración propia, de gusto, y qué falta de conocimiento del amor y de la mujer! á mí me hacen mucha gracia estos psicólogos noveles que, por el mero hecho de haber tenido una novia de balcón, ya se figuran que son otros Balzac. ¡El amor, la mujer! ¡Ahí es nada!

Sr. Alcaraz, para decir vulgaridades ya tenemos bastante con el Sr. Shaw y otros poetillas.

Decididamente, la poesía está para hacer la maleta de un momento á otro.

NOTA. Esto no es crítica, lo sé; pero á tales poetas, tal crítica. Por otra parte, para nosotros los critiquillos presuntuosos, ignorantes y autoritarios


«¡¿qué importa, al cabo del año,
veinte muertos más ó menos?»


como decía, refiriéndose á los médicos, el Caramanchel (gracioso insoportable, como todos los del teatro antiguo) de D. Gil de las calzas verdes.

Loza ordinaria

(Artículos de Andrés Corzuelo)


La prensa de Madrid—salvo excepciones—da más importancia casi á un perro que á una novela de Galdós, valga de ejemplo. Léanse, si no, los relatos del crimen de la calle de Fuencarral, que pica en historia, publicados en estos últimos días. Son más las cuartillas que se han escrito á propósito del perro de la víctima, ó de la interfecta, como se dice en la jerga curialesca, que las que ha merecido (que no ha merecido, debiera decir) Miau, del esclarecido novelador canario. Pero una novela hay que leerla y comprenderla, porque leer á secas, lee cualquiera. Por otra parte, para juzgar una novela, no vale hacer lo que aquel ateniense que enseñaba música á sus discípulos, según refiere graciosamente el P. Isla en el prólogo de su Fray Gerundio. ¿Qué hacía? Juntaba las voces más gatunas y mal sonantes, hacíalas cantar delante de sus escolares y luego les decía á éstos:—En haciendo todo lo contrario, cantaréis que será un deleite el oíros.

Quiero decir con esto que no basta aconsejar á los novelistas castellanos del día que se aparten del método de Zola (consejo que, después de todo, no viene á cuento), ni echar pestes contra el naturalismo, como es añeja costumbre en ciertos críticos pudibundos del linaje de aquellos que flajela Gautier en el prólogo de su extravagante novela Mademoiselle de Maupín.

Claro que no aludo á Valera, como de fijo sospecharían algunos mal pensados si no hiciese yo esta advertencia. Ojalá que los más de nuestros críticos discurriesen como el ilustre autor de. Doña Luz, sobre cuyas divertidas novelas (dicho sea aprovechando la coyuntura) ha caído, á modo de granizada, un enorme prólogo de Cánovas, en el cual promete solemnemente D. Antonio no prologar más libro alguno.—«Propale usted por ahí—dice Cánovas á Valera—que ya he renunciado al oficio de prologuista.»

Tampoco aludo al ingeniosísimo Clarín (y cómo he de aludir si precisamente es admirador de Zola y acepta como bueno el naturalismo); ni á D.ª Emilia Pardo que, con todo de ser carlista, ó cuasi carlista, (léanse algunos capítulos de su Romería) ha publicado un libro en que estudia con elogio la nueva escuela literaria; ni á Picón que tiene sobrada cultura para ser cursi; ni á Ortega Munilla, novelista de verdad... En fin, que con tantos distingos y salvedades se va á saber quiénes son los aludidos y maldito el empeño que tengo. Ello es que el procedimiento que censuro se emplea, y esto basta á mi propósito.

No voy á hablar de la última novela de Galdós, de la cual, en su día, diré mi humildísima opinión, aunque hasta ahora nadie me la ha pedido. En el presente caso se trata de otra cosa distinta, de la Loza ordinaria, de Andrés Corzuelo, libro, con motivo del cual, ha recordado algún periódico (no recuerdo cuál á punto fijo) los artículos de Fígaro, como puede recordarse á Balzac con ocasión de una novela del Sr. García Nieto ó de otro novelista de la última cosecha que ha sido ubérrima en novelistas mediocres.

Estoy por creer que los más, cuando no todos, de esos críticos anónimos ó embolados que citan á Larra sin ton ni son, no le han leído, que á haberle leído y... entendido (no á todos les es dado enterarse de lo que leen) respetarían algo más su memoria.

Por manera—dirán esos panegiristas—que usted cree que los artículos de Corzuelo ¿no merecen ser comparados con los de Larra?—A los tontos, decía Voltaire por boca de Pococurante, todo les maravilla en un autor apreciado; pero yo, que leo para mí solo, no apruebo más que lo que me gusta.

Corzuelo es un escritor muy conocido, Corzuelo escribe en El Globo, y esto les basta y sobra para que le igualen con el más profundo y desconsolado de los satíricos españoles. Yo, que he leído á Larra y á Corzuelo (dicho sea sin vanidad) me atengo á los hechos, sin tener en cuenta para nada el bombo que hayan querido darle por esos papeles ni el periódico en que se produce.

Creo que Corzuelo es un escritor ingenioso y... nada más. No llega, ni con mucho, á la altura de Cavia que, hoy por hoy, es quizá el satírico de costumbres que más se acerca, por el estilo, por la tendencia un si es no es afrancesada y por la verdad de las observaciones, á Larra, si bien difiere de él en ser menos amargo y sombrío, menos humorista y mundólogo. No me refiero al parecido en general entre uno y otro, sino á ciertas y determinadas analogías que creo haber advertido entre ambos, sobre todo, en lo que toca á la sátira política.

Si Cavia, en vez de escribir artículos de circunstancias, que se leen con deleite, eso es aparte, pero que se olvidan tan pronto como el suceso del día que los motiva, se dedicase á copiar las costumbres españolas en lienzos de mayor tamaño, con un plan determinado, ganarían no sólo él porque acrecentaría su fama—con todo de ser mucha y muy justa la que tiene—sino también la literatura, en lo que atañe al género de pintura de costumbres sociales y políticas, hoy tan echado á perder en España por una plaga de escritores festivos sin ingenio, sin salero, y... sin gramática, que se figuran que el ser costumbrista consiste en farfullar un diálogo chulesco entre... una escoba y un botijo, como quien dice.

Para ser escritor de costumbres se requiere, aparte de la educación literaria que ha menester todo aquel que escribe para el público, conocimiento del corazón humano y de la sociedad en que se vive—pues no todas las costumbres son iguales;—perspicacia y vivacidad de ingenio para descubrir el lado cómico de las cosas, hermanando—como enseñaba Larra—cierta profunda y filosófica observación con la ligereza y aparente superficialidad del estilo. Además, hay que colocarse en un término medio, porque lo más fácil es caer en la caricatura, como cayó Quevedo en El gran tacaño, y la caricatura no es lo natural.

Lo vulgar, que algunos críticos de salón desdeñan como elemento artístico, exije una gran dosis de análisis, mucha sagacidad y observación y, sobre todo, mucho arte, porque lo vulgar á secas no despierta interés por lo mismo que se ve de diario. ¿Por qué interesa tanto Mad. Bovary, la mejor novela contemporánea, en mi sentir? El asunto no puede ser más vulgar: se trata de las peripecias de la familia de un médico de campo, del adulterio de una mujer romántica é histérica.

Pues interesa por la ejecución, por el nervio y la vida conque están trazados los caracteres por los primores de aquel estilo diáfano, elegante, calenturiento, sin afeites ni coloretes retóricos, y las reflexiones, profundas, melancólicas y conmovedoras sobre la enorme tristeza de la vida humana.,

El escritor de costumbres que no logra realzar con procedimientos análogos la trivialidad del asunto, la realidad que está esparcida á la vista de todos, no pasará nunca de una medianía. La ejecución es acaso, y sin acaso, más difícil que la concepción. Casi estoy por decir que la ejecución lo es todo. ¿Puede darse libro más entretenido y de más amena lectura que El sombrero de tres picos, de Alarcón? ¿Y qué es lo que tanto nos atrae en esas páginas que recuerdan el picaresco pincel de Teniers? La soltura y el gracejo del estilo y las cómicas escenas, ingeniosamente urdidas, en que abunda. Ya se sabe que el asunto es un cuento.

Los artículos de Corzuelo me parecen demasiado infantiles, diga lo que diga Blasco. Diríase que se han escrito para ser leídos por niños y modistillas. No hay en ellos, al menos yo no los veo, esos rasgos de observación profunda, ni esa pintura caliente de tipos, ni esas notas cómicas que tanto admiramos en los artículos de esta índole, de Fígaro, pongo por caso. Pecan, en mi sentir, de sobrado ligeros, de faltos de color y de vida, y, en lo que respecta al estilo, de harto naturales.

La naturalidad es un mérito, recomendada por todos los maestros, pero cuando va unida á cierto artificio literario, y no se tome esto por una paradoja. Este defecto, que creo notar en el estilo de Corzuelo, se debe á que Corzuelo es, ante todo y sobre todo, periodista. Entre el estilo del periodista y el del literato hay visibles diferencias. El estilo del periodista es casi siempre familiar, peca de incorrecto, como que el periodista apenas si tiene tiempo para releer las cuartillas que va escribiendo, y en sus escritos tiene que tratar diversidad de asuntos, á cual más árido y antiliterario, con mucha claridad. á fin de que le entienda todo el mundo; ya trata de una cuestión económica, ya estudia un reglamento ó una real orden, ya da cuenta de una sesión del Congreso (ese matadero del idioma), etc. Unase á esto la repetida lectura de los demás periódicos que no suelen ser modelo, ni mucho menos, de pureza de lenguaje ni de corrección de estilo, y á la vuelta de seis ó siete meses, por muy conocedor que se sea del idioma y por muy acendrado gusto artístico que se tenga, se degenera en amanerado, seco, difuso, superficial y laberíntico.

Aun los mismos que no son periodistas se inficionan, con la lectura diaria de los papeles públicos, de solecismos, de giros afrancesados y construcciones atentatorias á los cánones gramaticales.

Una de las razones en que me fundo para censurar el estilo tortuoso y enmarañado de cierto célebre estadista, es la de que él no es periodista ni tiene la obligación de escribir diariamente para el público. No parece sino que escribe con una pluma mohosa, mojada en tinta llena de borra, sobre un papel áspero, erizado de granulaciones y grasiento.

En ese prólogo que ha cometido en las novelas de Valera, dice Cánovas cosas dignas de su gran talento; pero las dice tan mal, con tanto desgaire y desfallecimiento, que encocora. Pero volvamos á Corzuelo. Yo no censuro á Corzuelo la elección de los asuntos, en mi sentir baladíes, que forman el esqueleto de sus artículos. No hay asunto despreciable como se sepa tratar con arte. Esto último es lo que, á mi ver, falta á los trabajos de Corzuelo, amén de los defectos ya señalados.

En los Dimes y Diretes de El Globo, es acaso donde Corzuelo está en su centro: en ellos revela gracia y mala intención. Los abusos de un alcalde de monterilla, los disparates de un discurso político, los embustes y adulaciones de La Correspondencia, ó cosas al símil, le inspiran oportunos comentarios y saladas ocurrencias.

Y esto, al parecer anomalía, suele verse á menudo: escritores hay que hablando, por ejemplo, son un derroche de gracejo, y escribiendo, unos sandios, y á la inversa. Escritores existen que como sueltistas son chistosísimos, y en cuanto articulistas, pesados y soporíferos. No quiero decir que Corzuelo lo sea en sus artículos; pero ¿qué quieren ustedes? entre sus sueltos y sus artículos, me quedo con sus sueltos, y váyase lo uno por lo otro..

Críticos de chicha y nabo

Quién es... Pedregal, digo no, quién es París ó Páris? De fijo que no será la capital de Francia, ni el que se robó á la mujer de Menelao, ni mucho menos el enamorado de Julieta. Páris es un joven que escribe (¡qué más quisiera él, escribir!) en El Motín, O como dice Moratín en La comedia nueva;—«El es... mire usted, á él le llaman don Serapío.»—Es cuanto he podido inquirir acerca de la personalidad del joven frigio ó heleno ó... lo que sea. Claro que él, Páris, creerá que es más conocido que las cajas de cerillas ó la torre Eiffel, y que cada crítica suya es un alud que nos deja turulatos á todos ó punto menos. Así, así es como se adquiere nombradla en un periquete, arremetiendo contra todo bicho viviente; pero, por fortuna, los muertos que vos matáis... ¿Valera? ¡Un ignorante! ¿Campoamor? ¡Un memo! ¿Sinesio Delgado? ¡Un tonto! ¿Yo? ¡Otro tonto! Decididamente, el único tuerto en esta tierra de ciegos es el joven Páris. Valbuena ¿no está poniendo como hoja de perejil á los académicos?


Pues si los demás nacieron...


Es triste tener que desengañar á quien, como el joven Páris (el coco literario de El Motín) escribe gratis et amore, porque supongo que mi amigo Nakens no le pagará esas critiquillas de chicha y nabo. Sospéchome que el hijo de Príamo debe de pagar porque le publiquen sus palos... de ciego. Sí, Páris escribe por amor al arte, y además porque quiere, como Cortón y cierto Licenciado Céspedes, que nos enteremos de que existe.

Usted. Sr. Mito, ha errado la vocación, (Las malas noticias cuanto más pronto, mejor. ¿A qué hacer sufrir al prójimo?) ¿No se ha enterado usted de que el gobierno proteje la emigración blanca? Pues nada, coge usted el vapor y... á Buenos Aires, en calidad de albañil ó de cerrajero, de artesano, en una palabra. Puede que en la América del Sur llegue usted... á peón de albañil. Pero usted no es responsable de haberse echado á literato como quien se echa en un colchón. No tiene usted para qué decirme que el mal ejemplo ha influido en su ánimo. Las malas compañías son muy perniciosas. ¿Sabe usted cuánto da el Gobierno á cada emigrante, si no me han informado mal? Quinientas pesetas; pero se requiere que el emigrante tenga familia, si no, no hay nada de lo dicho. Si no la tiene usted la improvisa. Recuerde usted que algo parecido sucedé en Los sobrinos del capitán Grant, á cuyo ingenioso autor y á Vital Aza envío desde aquí mí aplauso, humilde pero franco, por su saladísima comedia El señor gobernador (dicho sea aprovechando la oportunidad.) De buen grado mandaría á paseo (literariamente) al joven Páris y hablaría largo y tendido de esos dos literatos tan graciosos, tan conocedores de la mecánica teatral y tan observadores de las ridiculeces sociales. Pero será otro día.

Cuando fui á Lara á ver El señor gobernador (cuyas bien concertadas y cómicas escenas me descalzaron de risa) me encontré con uno del oficio y le pregunté:—¿Qué tal es eso?—¡Pichs! Cualquier cosa. Un mal arreglo del italiano.—Lo que dice mi querido amigo el marqués de Viluma: «La envidia es un vicio nacional.»—Yo, la verdad no sé lo que es la envidia, por mucho que ciertos literatuelos se figuren que si no hablo de ellos es porque les tengo tirria, tirria que reconoce por origen esa pasión de ojos azules y fríos y cara intensamente pálida. ¡Pobrecillos!

Pues sí, Sr. Páris, á Buenos Aires y déjese usted de literaturas. Las letras no producen en España... más que disgustos. Vea usted si no, lo que dice Valera (ese Valera á quien usted llama ignorante) en el prólogo de sus Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. Por otra parte, la literatura es cosa secundaria. De juro que usted no sabe los elementos químicos que componen el organismo; que ignorará que el calor interno de la tierra, convertido en fuerza mecánica, es el origen de los volcanes...—Ni falta—contestará usted.—Con razón se queja Herbert Spencer del menosprecio con que se miran los conocimientos útiles posponiéndoles á los de mero adorno, como la literatura, valga de ejemplo. Da grima (discurre el filósofo inglés) ver que hay quien se dedica á criticar una oda, y pasa sin fijarse ante el gran poema épico escrito en las capas del globo terráqueo. No quiero decir que nos dediquemos todos á geólogos, á químicos, no; porque valdría tanto como negar la ley de la división del trabajo. Pero ¿cuánto más útil no le sería á mi joven crítico estudiar ciencias que gastar el fósforo de su cerebro (es una suposición) en criticarme á mí, pongo por caso?—¡Que está usted incurriendo en lo que censura!—exclamará Páris...! Ay, frigio amigo! El criticar, ó mejor, el murmurar, es en mí un vicio imposible de extirpar. Crea usted que he probado á dejarlo repetidas veces, pero en vano. No puedo pasarme sin una ración de literato cursi, sin una chuleta de Cortón, como si dijéramos. Y mire usted que se me han dado consejos, que se me han dicho perrerías; pero yo erre que erre. Tengo la desconsoladora convicción de que no he de morir en mi cama. Estas critiquillas—secreciones de un hígado enfermo, que diría Cañete si hablase de mí—al fin y á la postre acaban á garrotazos, como las funciones de aldea, según dice Bretón en su A Madrid me vuelvo. Vamos á ver: ¿en qué me ha ofendido á mi Campillo? ¿Qué mal me ha hecho Cavestany, uno de los cómplices de Perico el de los palotes ó de Pedro el bastardo, da lo mismo? ¿No me han hecho nada, verdad? ¿A qué viene entonces decirles que se vayan también á Buenos Aires? ¡Ah, joven Páris!


«¡quién pudiera trocar todos sus años
por unas breves horas de inocencia!»


que dijo Selgas. Sí, quién pudiera vivir alejado del mundo de la literatura, de esta literatura gárrula y clorótica y trocar todas sus pasiones» todas sus alegrías, las que cabe que haya, todos sus versos y sus prosas por un rato de candor paradisiaco! Pero ¿adónde volver los ojos? ¿Dónde hallar la paz y el sosiego y no leer críticas de Cañete y versos de Balaguer? ¿En el campo? Allí (en mi estante) está La Terre, que me saldrá al atajo. Zola nos demuestra, con calenturiento pincel, que la vida campesina es mucho más insoportable que la vida de la ciudad. Por eso yo no le he aconsejado á usted—no tengo tan malos hígados—que se marchase al verde, no fuera que topase usted con un Jesucristo que diese en criticarle á tiro limpio.

Por donde venimos á parar en que no hay donde refugiarse. Job cuán doloridamente lo dijo: Militia est vita homines super terram... y busque usted á Carulla para que se lo traduzca.

A Buenos Aires, créame usted. Allí hay dinero en abundancia, según dicen, y el viaje se hace en poco tiempo. A mayor abundamiento, que diría un diputado echándoselas de castizo, aquello ¡es tan hermoso! ¡Qué flora! ¡Qué fauna! Ya usted ve; yo podía haberle dicho que se fuera á Filipinas; pero no, á Buenos Aires. ¡Que dan quinientas pesetas! (Si me han engañado, lo siento por usted).

Si es usted mujeriego, que lo será, (¿quién no lo es?) ¡en sus glorias, amigo mío! Cierto que aquí hay mujeres muy guapas y retrecheras; pero allí también las hay.

¡Si hubiera usted conocido á cierta argentina, que fué novia mía! ¡Qué ojos aquellos! ¡Qué formas!


«...Al recordarlo siento
un pesar tan intenso...!»


Puede que nos veamos por allá, á no ser que, como á nuevo D. Nuño, me rete usted al campo. Conste que yo, de ir, no iría en calidad de emigrante; pero si me dan las quinientas pesetas, las cojo ¿No le parece á usted?

Al llegar aquí recibo un libro ó cosa así, titulado Gente nueva, crítica inductiva, por Luis Páris. Le hojeo y, confieso como si estuviera en artículo de muerte, que no me atrevo á leerle. Lo primero que se necesita para escribir... es saber escribir, joven Páris, y usted no sabe escribir. Pero no se aflija usted por eso, Cortón, literato puertorriqueño domiciliado en Madrid tampoco sabe de la misa la media, diga lo que diga su amigo el Sr. Castillo y Soriano, crítico del señor Cortón. Prueba de ello su Pandemónium (y sí que lo es) colección de artículos satíricos y críticos, recientemente reproducidos en un volumen de 300 páginas, sobre poco más ó menos. En esos artículos, que son las correspondencias que Cortón ha dirigido á El Buscapié de Puerto Rico, se ve, como en los calcetines mal zurcidos, las añadiduras, enmiendas y adiciones posteriores de un escritor sin estilo propio, sin gusto y pedantón, que se pasa la vida mirándose en sus producciones... más ó menos originales. El Sr. Cortón se las echa de humorista y de erudito, de erudito al almizcle que dice Emilia Pardo refiriéndose injustamente á Voltaire. No se forje usted ilusiones, Sr. Cortón: usted no es humorista, aunque su patrona le ría los chistes, sobre todo, cuando acaba de pagarla el hospedaje. Cuidado con las gracias de usted. Figúrese el lector á un elefante vestido de arlequín queriendo imitar las epilepsias de un mono, y tendrá idea del humorismo del Sr. Cortón.

¿Quieren ustedes unas muestras de estilo caribe? Arrímense á la pared:

«Esas sabrosas muchachas son como las piezas de Pina Domínguez: sostienen constantemente la HILARIDAD del público.»—(Hilaridad hilaridad!

¡Y á esto llaman castellano castizo los muchos periódicos que han hablado del Pandemónium!

«Los disparates saltan á la vista como pedradas al ojo del boticario.

Se dice como pedrada en ojo de boticario; lo demás es apedrear el idioma.

Metáforas... progresistas: «uno de esos grandes genios, cayo advenimiento á la vida de la historia se señala por la claridad que esparcen en los turbados cielos del progreso.—¡Cursilón!

«...el pacto de familia sólo debe considerarse bajo el punto de vista...»—Bajo, no, desde, señor crítico iluso.

«...pero en los discursos escritos, en los estudios de Academia, huelgan por completo la hojarasca, las frases de efecto y los oropeles de estilo...»

La hojarasca huelga siempre, lo mismo en los discursos escritos que en los hablados. ¿Qué idea tendrá Cortón de la retórica?

Se me ocurre, para terminar, repetir lo que decía el bufón del Otelo á los murguistas aquellos: Tocad una música que no se oiga, es decir, escriba usted todo lo que quiera, Sr. Cortón, pero... ¡no lo publique usted!

Gramatiquerías

No soy de los que se las echan de gramáticos y mucho menos de puristas. Pero creo que se debe escribir correctamente, conforme al buen uso, que es el de la gente bien educada, según dijo Andrés Bello, y al proceso evolutivo de la lengua. Muchos piensan que basta con tener imaginación y talento, y que la gramática (ars bene loquendi) para maldita la cosa que sirve. Bueno, allá ellos. Yo procuro escribir con toda la gramática racional posible, de acuerdo con el buen uso que recomienda el filólogo venezolano. No hay que dejarse llevar tampoco del uso, del que se burló tan donosamente Quevedo en su Cuento de cuentos.

A un poeta puede dispensársele, hasta cierto punto, que deseche las reglas siempre y cuando sepa hacernos sentir y pensar. Pero á un crítico (y ya verán ustedes á dónde van estas alusiones) no se le puede perdonar, por muy desenfadado que pretenda ser, que se burle de la sintaxis.

El escritor á quien aludo (si no la suelto, reviento), es el Sr. Ramiro, el crítico de teatros de la Revista Contemporánea, puesto que desempeñaba en dicha publicación el malogrado Revilla. Si me leen ustedes hasta el fin, se convencerán, por si lo dudan, de que el Sr. Ramiro escribe… en Pina Domínguez.

El Sr. Ramiro nos da derecho para ser exigentes con él, porque, según propia confesión, ha tenido tiempo más que suficiente para fijar su juicio y darle al público... la gran lata, debió agregar.

Por manera que si el Sr. Ramiro trata de defenderse, que no se defenderá—¡él, el crítico de la Revista Contemporánea, defenderse!—no podrá alegar que la premura con que ha escrito es la causa de los gazafatones (ya irán saliendo) que menudean en su crítica (seamos galantes).

El Sr. Ramiro presume de crítico profundo. ¿Que no? ¿Cómo interpretar entonces estas palabras suyas:«Cuanto más profunda é imparcial sea la crítica, tanto más tarde (¡ojo!) debe emitir su opinión?» Y el Sr. Ramiro ha tardado quince días en hacer su crítica. (Para evitar confusiones, cada vez que yo diga crítica, refiriéndome al Sr. Ramiro, entiéndase que digo... una canasta de ropa, cualquier cosa).

El Sr. Ramiro debía tardar mucho, pero mucho, veinte años, por ejemplo, en dar su opinión. ¿No dice usted que la crítica cuanto más profunda, más tardía? Pues eso, veinte años, ó cincuenta,;Sea usted profundo, Sr. Ramiro, muy profundo!

Leyendo al Sr. Ramiro, parece que se está subiendo una montaña muy quebrada y pedregosa, ¡Qué construcciones! Subamos, pero con tiento, que á lo mejor se tropieza con una piedra.

«A primera vista, el drama (se refiere á Ferrol) está dentro de la nueva escuela transpirenaica (¿cuála?) en la que, mezclado lo cómico y lo dramático (pero ¡cuan profundo es este Sr. Ramiro!) resaltan ambas cosas (ya empezó... la sintaxis á padecer) y con ellas el tino y el tacto (digan ustedes luego que el estilo de Cánovas es enmarañado y crespo) de una aleación, (pero, ¿dónde tendrá la aleación el tacto?) tan delicada é ingeniosa que tocando (gerundios en puerta) en el límite... del disparate, digo, no, que tocando en el límite del melodrama, (casi, casi, viene á ser lo mismo) y de la alta comedia, (¿cómo de cuántos pies?) no se inclina (¿quién? ¿el melodrama?) al uno ni á la otra (que no se casa con nadie, entendido) conservándose (dale con los gerundios) en un tan difícil como envidiable término medio que le presta su carácter, (¿hay quién sepa del sujeto de esta oración? ¿Hay quién sepa dónde estamos? ¡Esto es el caos!) genuino y peculiar de la nueva escuela (cualquiera atina con la nueva escuela) que con tantos prosélitos (agarrarse, no vayan ustedes á caerse, porque hay cada pedrusco...) cuenta siempre que procede de otros climas«... (¡cerillas, cerillas, que nos vamos á desnucar! ¡Uf, qué obscuridad!)

Descansemos un ratito, que hay loma para rato. Prosigamos,

«... y que llevan (se refiere á los arreglos del francés) el sello de talentos tan superiores como los impresos en ellos por sus célebres autores» (!!!).

¡Patapúm! ¡Ya se ha dado usted un batacazo! ¡Cuando le digo á usted que esto es un despeñadero! ¡Ni las Termópilas!


* * *


Ahora nos va á poner en autos del argumento de la comedia. Nos le va á contar todo circunstanciadamente. Procedimiento de los críticos cursis: referir de pe á pa los argumentos de los dramas. Oiremos un pedazo, porque lo que es todo... vamos, que prefiero leer versos de Cañete.

«Este, Ferreol, (parece que le estamos viendo) con breves frases, pero suficientes, (¡qué bien pinta con la pluma el Sr. Ramiro! Con breves frases) pero suficientes. ¡Si se está oyendo á Ferreol!) da á entender al espectador (no, que será á las candilejas del gas), que se trata de un drama legal (no dice legal en el sentido de lícito, de justo, no. Lo dice en el sentido judicial ó cosa así) y novelesco (legal y novelesco, como quien dice el Código penal dialogado por... Carulla), que va á desarrollarse á su vista.» (¿De quién? ¿De Ferreol, del público?)

Ferreol, según nos le presenta el Sr. Ramiro, parece un jugador de manos.—Señores: este huevo que ustedes ven, se va á convertir en un paraguas.—Este drama legal y novelesco que ustedes van á ver, se va á convertir... en un buñuelo.—Pero no interrumpamos al narrador:

«...figurando (¡eche usted gerundios!) como cabeza del proceso (estilo de escribiente de juzgado municipal) el cadáver de un hombre (¡ay, qué miedo!) de malos antecedentes muerto (supongo que no será el cadáver) al clarear un día (se está viendo amanecer) sin saber (¿quién? ¿el muerto?) quién fuera el agresor (pero si está muerto, qué ha de saber quién es el homicida ó el matador, y no el agresor), pero recayendo (y gerundiando), vehementes sospechas traducidas después en vehementes indicios.» (¡Qué vehemencia!)

Otra paradita. Tomemos aliento... Adelante con los gerundios:

«Al salir Ferreol de la quinta (cuidado, que aquí hay un pozo) del mismo modo que entra, (¡Qué observación! No se deja entre los gerundios la cosa más insignificante) prometiendo (el Sr. Ramiro debe de haberse tomado una purga de gerundios), á fuer de caballero, no volver á IMPORTUNARLA con una pasión.

Por lo visto, Ferreol estaba enamorado de la quinta (como el galeote del Ingenioso hidalgo, de una canasta de ropa), y la prometió no importunarla más. Que se enamorase de la quinta, si la quinta era cosa de mérito, lo concibo; pero que se pusiese á hablar con la quinta...

Así, así empieza la locura. ¡Pobre Ferreol, cuántos disparates te obliga á decir el Sr. Ramiro!

Sentémonos y echemos un cigarrillo... Sigamos:

«Y termina el drama (ya vamos llegando) dentro de su misma, esencia (metafísica de perfumería barata) y de un modo natural, POR VER VENIR (pero ¿quién ve venir? ¿El drama? Se necesita ser muy zahorí para ver lo que pretende decir este crítico caótico...) el desenlace desde el comienzo del nudo.» (No está mal nudo corredizo el que ha echado usted á la gramática).

El Sr. Ramiro: «Le he descrito (el argumento) á fin de que el lector juzgue á la altura QUE supieron colocarse los actores.»

Pero ¿qué tendrá que ver el argumento... con las témporas?

El Sr. Ramiro: «En los que el arte y la inteligencia LO ES todo.»—Lo patos se comen la mocas.

«Y que á más de producir la constante hilaridad...»—Hilaridad no es castellano, créame usted, Sr. Ramiro. Pero por galicismo más ó menos no hemos de reñir. Presa, por pasto, es galicismo; recordarse, por acordarse, es galicismo; recurso, por maña, es galicismo; redactar, es galicismo; imbécil, es galicismo... al decir de Baralt. Y sin embargo, no leo otra cosa en los periódicos y hasta en libros de muchos académicos. ¿Y á quién han metido en la cárcel por galiparlista? Yo mismo incurro á sabiendas en tales barbarismos y me quedo tan fresco.

Galiparlista y solecista además es el traductor de la comedia que usted tanto elogia. No, señor Ramiro, esa traducción no está bien hecha. ¡Qué ha de estarlo! Si es un criadero de galicismos y de otros vicios de dicción, tales como pasó desapercibido, bajo este punto de vista, que no está bien, aunque el Sr. Merchán opine lo contrarío; la identidad del cadáver, por la identificación del cadáver, que es como he oído decir siempre; el víctima, etc., etc.

La comedía, como tal, que escribe usted me ha parecido excelente, sobre todo en el último acto; pero ¿la traducción? No me lo harán creer cuantos aran y cavan. ¡Si el Sr. Santero, en punto á gramática, está todavía en el período carbonífero!

Y basta de gramatiquerías, como dice uno de los interlocutores del Diálogo de, la lengua.

De mi tierra

Señora doña Emilia Pardo Bazán.


Mi distinguida amiga: He recibido, acompañado de afectuosa carta, su último libro, De mi tierra, que he leído con regocijo, el regocijo con que leo casi todo lo que sale de su arrogante pluma.—Mal día—me dije—para leer libros, porque tengo días, y son los más, muy parecidos, por no decir idénticos, al día veinticuatro de que abominaba Fígaro. Pues á pesar de los nubarrones que encapotaban mi espíritu, me soplé todo el libro, y á medida que le iba leyendo, notaba que se esclarecían mis lobregueces; que se poblaba mi fantasía de alegres visiones que traían á mi olfato y á mis oidos penetrante olor á tierra mojada, frescor de arboledas, ruidos de selva empapada de rocío; á mis ojos claridades de luna é insolencias de sol canicular, y á mi sentido gustativo sabor de fruta sazonada y jugosa.

Pocos artistas españoles han acertado á interpretar como usted el sentido recóndito de la vida campestre, y recoger y traducir en pintoresca prosa las sensaciones inefables que despierta con su fragante eflorescencia, sus voces de amor, sus verdes exuberancias y sus explosiones de lubricidad salvaje, en la estación vernal, y sus nostálgicos quietismos y palideces de muerte en esa catalepsia de la naturaleza que se llama invierno.

No quiero decir que su libro sea una mera pintura bucólica. Es un libro de crítica, de crítica impresionista, inspirado en la moderna tendencia de aliar el arte, el arte que siente y poetiza, con el análisis que, armado del escalpelo de la observación, del saber sólido y vario y de la experiencia, anatomiza y desmenuza lo que admira y aplaude, acaso por instintiva curiosidad. á semejanza del niño que despanzurra los juguetes que le distraen, á fin de ver lo que timen dentro.

Esta crítica, la más en harmonía con el espíritu de nuestro siglo, si no falla de plano, como la crítica dogmática, tiene la ventaja de dejar al lector en libertad de pensar lo que quiera; viene á ser como ilustración y comentario de lo que es objeto de su estudio. Hay que tener la manga ancha, estar muy saturado de la atmósfera que envuelve á la filosofía y al arte contemporáneos; haberse familiarizado con la lectura de los grandes artistas psicológicos, y, sobre todo, tener un temperamento nervioso y un si es no es escéptico, para poder ejercer cumplidamente esta crítica sujestiva que recuerda, por Jo compleja y tornátil, las incertidumbres de Hamlet. Crítica que resume y compendia todos los géneros, que recorre todos los tonos, desde el suave y alegre del idilio hasta el bronco y sombrío de la trajedia; que penetra en la vida íntima del arte, desde su período gestativo hasta el de su pubertad y pleno desarrollo, usurpando sus fueros al fisiólogo, al sociólogo; robando al pintor su paleta, al músico los instrumentos donde aprisiónala fugitiva melodía; al poeta la audacia de sus imágenes y el ritmo de sus harmonías léxicas; al filósofo sus frialdades discursivas, y al lógico el martillo y el yunque de sus argumentos.

Que semejante labor intelectual preocupe á los hombres, no es extraño. Lo que maravilla es que usted que desmiente la desdeñosa opinión de Schopenhauer respecto de la mujer, se meta en esta selva enmarañada de la crítica moderna, sin temor á enredarse las faldas con las zarzas punzadoras; sin cuidarse de las fieras alimañas que se esconden en el boscaje, y salga triunfante, sin el menor rasguño, sin jadeos ni esas alucinaciones ópticas que forjan en la soledad la superstición y el miedo, en complicidad con el histerismo y los fuegos fatuos de la fantasía...

Todos estos alardes de colorismo se me han ocurrido leyendo sus hermosos bocetos de los poetas gallegos, en los que, aparte de la crítica discreta que en ellos late, se advierte el encendido amor que profesa usted á su tierra, y la profunda emoción que producen en su espíritu los paisajes agrestes. No pocas páginas de su libro me han traído á la memoria fragmentos de algunos capítulos de La Terre, de Zola; si bien en los cuadros de usted no hay, ni por asomo, el color sombrío y agrio que esparce el insigne novelador en las lúgubres pinturas de su épica obra. Su temperamento de usted es poco dado á lo que algunos llaman exageraciones del pesimismo. Es usted creyente; se conoce que su organismo funciona con regularidad y que no ha sentido usted jamás los zarpazos de la pobreza. No he advertido, en todo el proceso de su libro, una sola queja contra el destino, una sola ironía contra la perfidia social, una sola mirada llena de tristeza hacia el amor que se aleja, llevándose girones de las entrañas, una sola duda, una sola lágrima... Hay, sí, cierta melancolía reflejada, nacida momentáneamente de la contemplación de cosas tristes, de un cielo nebuloso, de una puesta del sol en el silencio solemne de los campos en un día lluvioso, por ejemplo.

Pero no esa tristeza incurable que surge del corazón en medio de las escenas más alegres y bulliciosas, producto acaso del temperamento, mezclado con las hieles de nuestros propios infortunios y desengaños. En cierto modo no interprete usted mis palabras en el sentido de que usted, á mi entender, carece de sentimiento. Saldrían á contradecirme la lástima con que mira usted á la gente labriega, el regocijo que la infunden sus frivolidades, su candor y su buen sentido, entreverado de picaresca malicia á lo Sancho; su unificación entusiástica con el alma de los poetas de su tierra, en cuyos acentos se contiene la vaga melancolía, la saudade, ó como se diga, que entenebrece el cielo de la hermosa región galáica.

En esta interpretación, intelectual y sentimental á la vez, del genio y de la índole de la poesía gallega, es donde usted despliega su temperamento de colorista, traduciendo en fulgurante estilo de amplias y majestuosas cláusulas, las pompas de la naturaleza física y las indolencias, nebulosidades y ensueños que se esfuman de la musa gallega.

Sé decir á usted que la lectura de sus originales estudios han despertado en mí irresistibles deseos de conocer á fondo á todos esos poetas que usted ensalza, y con justicia, á juzgar por las muestras (pocas por desgracia) con que regala usted el paladar de los lectores.

Es donosísima, como usted dice, la sátira de Lamas Carvajal, Devoción por conveniencia, en que un labriego, perdidas las esperanzas de que el santo Amairo de Oirá le conceda lo que le pide, una futesa, acaba por compararle, á vuelta de saladas quejas, con los zuecos que lleva en los pies.

Corre por esta fábula, ó lo que sea, en que está hablando, como usted observa, y pintado á lo vivo el hombre de campo, un humorismo cervantesco delicioso. En este juicio se muestra usted revolucionaria en lo atañadero á la preceptiva retórica, aconsejando á Lamas Carvajal que siga los impulsos de su genio poético sin curarse de la tradición clásica. Estoy con usted de acuerdo en este punto. Siempre he creído que de las dos clases de correcciones de que habla Macaulay en su estudio sobre Byron, la que se ajusta á los cánones gramaticales y retóricos y la que se amolda á los eternos preceptos de la verdad de la naturaleza, esta última es la que debe preferir siempre el artista.

El poeta debe ver la naturaleza por sus propios ojos, sentirla, vivirla. Por eso decía Richter que nada es tan perjudicial á los poetas noveles como la constante lectura de un gran poeta y les aconsejaba que buscasen su poema en la naturaleza y no la naturaleza en el poema. Claro que si se unen las dos correcciones, miel sobre hojuelas.

El boceto, mejor dicho, el retrato del padre Feijóo, es admirable, Á más de estudio biográfico, es un análisis de la época en que apareció el famoso benedictino que supo combatir con tan briosos alíenlos contra las preocupaciones y los errores de su tiempo. En algunos puntos que toca usted de refilón no estoy conforme con el sentir de usted. Lo que afirma usted de la Inquisición, por ejemplo, se me antoja aventurado; pero esto no me extraña dadas sus creencias religiosas de usted. Es lástima que mujer de tan claro ingenio, de tan varia cultura y tan amante del modernismo, conserve, á pesar de sus alardes de mundanismo artístico, el dejo á palmacristi del roñoso tradicionalismo.

La Inquisición, históricamente, podría justificarse. Desde el punto de vista humano, no sé, la verdad cómo calificarla. Pero, en fin, este es asunto para tratado con despacio y no en una simple carta escrita calamo currente.

Notabilísimo me parece también su discurso sobre la poesía regional gallega, materia que dilucida usted con erudición y sorprendente sentido crítico. Esta pieza bastaría para acreditarla de eximio crítico si no hubiese usted dado pruebas anteriores de serlo con la publicación de su Cuestión palpitante.

Esta no es una crítica, ni mucho menos; es la impresión, trazada á vuela pluma, que ha dejado en mi ánimo la lectura, atropellada por el deseo de llegar d fin, de su libro, uno de los más amenos y provechosos que se han publicado en España de largo tiempo acá.

Reciba usted mi enhorabuena, que nada vale (lo digo con el corazón en la mano), pero sincera y franca, nacida al calor del entusiasmo, sin tener en cuenta los grados de respetuoso afecto que á usted me unen.

Dale con los ripios

Cantemos con Chueca en El año pasado por agua:


«Traemus los cuerpos tronzaus,
¡racata... plau!
de estar en la esquina paraus,
¡recata... plau!»


Pongamos otra letra:


¡Vaya unos vates que Dios nus ha dau,
Catarineu, Melchor de Talan!
¡Shau, reteshau!


Recitado,La Ilustración Española y Americana, esa colmena de poetastros, ha dado la alternativa, vamos al decir, al joven Catarineu, instancia desechada de poeta lírico, publicándole un soneto dedicado á cierto señor Ataulfo (visigodo, por lo visto), con motivo de ausentarse de Asturias el Sr. Grilo.

Para el joven Catarineu


«catorce versos dicen que es soneto,»


y páre usted de contar. Está visto: la retórica, para los más de nuestros poetas, es un estorbo. Pase que Campoamor se ría de ella... á su modo; pero que Shaw, Catarineu, Palau y otros diptongos se echen á poetas sin haber desflorado, ni en sueños, el Arte de hablar, de Hermosilla, por ejemplo; y, lo que es peor, sin tener la fecunda inspirazione, ni asomos, ¡por vida del chápiro verde!... que diría un personaje de El sabor de la Tierruca.

No crean ustedes que es gana de hablar mal del prójimo; esos nihilistas poéticos, que decía Richter, no saben gramática, ni retórica, ni cosa que lo valga. ¡Me sería tan fácil probarlo como dos y dos son cuatro!

Pero veamos ese soneto del joven Catarineu (eu):


« Ya lo ves, Ataulfo. No hay complete
felicidad en nuestra tierra impía,
cuando más el poeta nos quería,
nos quedamos sin sol y sin poeta.


A cualquiera se le ocurre preguntar: Pero, qué, ¿se ha llevado Grilo al sol en el bolsillo?


«¿Quién no le adora?...


(Yo, por ejemplo.)


...¿quién no le respeta?»


Como particular, claro; pero en cuanto poeta, diga usted que no. ¡Respetar á Grilo.


poeta de algodón con vistas de hilo!»


qué dijo el otro.


«Su voz es la canción de Andalucía,»


Nótese que este verso no tiene nada que ver con los anteriores. Nótese que los que siguen, tampoco tienen parentesco alguno. No son aguados ni cognados.


«Su corazón conserva todavía
una mezcla de pájaro y profeta(III )


¿Qué quiere decir esto? ¡Mezcla de pájaro y profeta! ¿A que el joven Catarineu se figura que el profeta es un avechucho? ¿Qué apostamos?


«Nosotros heredamos sil corona.»


¿Cuála? Pero ¿tiene Grilo corona? ¿Ha muerto Grilo? ¿Ha testado? ¡Cuidado con los desatinos que vomitan estos jóvenes herederos del poeta de las Ermitas!


«Y tú le acatas como yo le acato.»
(¡Si es usted un solemne mentecato!)


Claro; si son ustedes sus herederos directos... en el ripio, en el supuesto de que el Sr. Ataulfo versifique también, que versificará.


« Y aunque todo en el mundo pasa y rueda
(¡Qué filosofía tan honda!)
su recuerdo jamás nos abandona,
(Abandona, consonante á corona)
y es su recuerdo, su mejor retrato...
(Este verso me deja turulato)
¡Dentro del corazón! ¡Aquí se queda!»


Con sinceridad sin enfadarse: ¿cree el joven Catarineu que eso es soneto?


«Contad sí son catorce y ya está hedió.»


Conste, Sr. Catarineu, que usted me ha llamado ilustrado. No vale decirme ahora critiquillo venenoso, ignorante, etc. ¿No dice por ahí el Sr. Shaw que si yo le critico es porque él no quiso leer unos versos míos en el Ateneo? No, Sr. Shaw; yo le critico á usted porque, según mis pobres entendederas y mi poquísima lectura, usted es un poeta detestable. No, no se fije usted en lo que yo haya podido decirle particularmente. La cortesía obliga á veces


¡á decir que son blancas las hormigas!


Ya tendré ocasión de probar á usted y á otros que la musa no les sopla, acaso en un libro que saldrá, editor mediante... cuando salga.

Por de contado que á usted y demás compañeros de ripios no satisfarán las razones en que fundo mi juicio; pero no faltará quien vote conmigo. Puede que hasta D. Adolfo de Castro, que le llama á usted genio, ó algo así, según he leído en un número de La España Moderna, concuerde conmigo en que su oda de usted al Niágara es... una catarata de ripios efectistas. Todo se andará, si no morimos á manos del moro.... que no moriremos, gracias á D. Enrique Taviel de Andrade.

¡Yo quiero ser crítico!

Por mal camino va usted amigo mío. La sátira, créame usted no ocasiona más que berrinches. Por otra parte, ¿qué provecho saca usted de poner en solfa lo que escriben los demás? Satirice usted á las patronas y... no las pague. Las patrañas apenas si saben firmar los recibos. De suerte que, por este lado, no puede usted temer que le contesten en letras de molde. Se contentarán con decir verbalmente que es usted un pillo, un tramposo, que le debe usted á las once mil vírgenes, suponiendo que haya un número de vírgenes tan crecido. Pero á usted, ¿qué le importa? El deber ¿es un delito? Por el contrario, hoy por hoy, se considera como cosa de gusto.—Cuando ese no debe—dicen—es porque no tiene crédito, porque nadie se fía de él.

¿Estudiar? No estudie usted nada. ¿Para qué? ¿Si pensará usted que el busilis está en eso, en saber? Para decirle á uno que es un porro, no veo de qué pueda servirnos la instrucción. Tenga usted desparpajo, haga correr por los cafés que usted maneja el sable (el de acero), que es usted de la cáscara amarga, y,„ á vivir. Eso sí, adulará usted al director del periódico donde usted escriba, aunque no le paguen, que no le pagarán.—¡Oh, ese artículo de ayer, sobre la cebada, es magnífico! ¡Qué conocimiento del asunto revela!—Y al director le halagará eso, porque, ¿á quién no le gusta el elogio?

¿Entabla usted polémica con alguien, rara avis, porque aquí nadie discute? Pues sigue usted al pie de la letra lo que dijo Fígaro en La polémica literaria. Averigüe usted si su adversario es alto ó bajo, si tiene alguna berruga en las narices, y á sacarle los defectos, aunque maldito lo que tenga que ver todo eso con... los tabacos. La humanidad es así; se alegra de que revienten al prójimo contra una esquina. ¿Que usted no tiene razón? ¡Razón! Pero usted ¿qué se ha figurado? ¿Se discute acaso con razones? Eso era antes, cuando se ataban los perros con longanizas. Ahora la cosa ha variado. El corazón está á la derecha. Así lo «hemos dispuesto recientemente...» como dijo el otro.

—¡Qué palizón le da usted á Fulano!—le dirán á usted sus amigos.—Nada, que le pulveriza usted.—Por supuesto, que usted no sabe de la misa la media, ni falta; pero amigo, tiene usted pulmones, y váyase lo uno por lo otro. Lo que vale, en suma, es gritar y gritar fuerte.

¿Discute usted con un transformista? Pues á ponerle de oro y azul.—Et espiritualismo, esa, esa es la verdadera y única filosofía. Prueba de ello que todo el mundo es espiritualista.—¿Que Hæckel (muy conocido en su casa) afirma que el alma es una célula ó cédula, da lo mismo, y que las indagaciones microscópicas han enseñado que la vida psíquica reside en el protoplasma? Bueno, y yo pregunto: ¿qué quiere decir protoplasma? porque el Diccionario de la Academia no le trae; y ¿qué quiere decir célula? porque según la definición del léxico oficial cualquiera se entera. ¡Protoplasma! Querrá usted decir cataplasma, que eso sí sé yo lo que es.—¡Divino! Así, así es como se discute; pero hay que decir algo, á fin de que se vea que usted ha leído, de la unidad y trinidad del alma, es decir, de su identidad, simplicidad y actividad. y citar, como quien no quiere la cosa, á San Agustín y á Santo Tomás.—El alma es una en su esencia y trina en sus facultades, y mucho decir estesilogía y telesilogía, aunque ignore usted el significado de estas voces, que no sería el primer caso ni el segundo. Con semejante procedimiento está usted al cabo de la calle. Audacia, amigo, audacia, no hay que darle vueltas.

¿Que un poeta le manda un tomo de poesías? Lo primero que hace usted es ver si son objetivas ó predominantemente subjetivas. Si es poeta de forma, duro en él. La poesía moderna debe ahondar en la conciencia; debe expresar lo íntimo, lo recóndito. Eso de cantar á la naturaleza es de poetas primitivos. El mundo de hoy no es el mundo de ayer. Lea usted á Byron, á Leopardi, á Heine (yo no les he leído; pero cuando tanto se citan...). ¿Que el poeta es individualista, personal? Pero, ¿quién diablos entiende estas psicologías? Amigo, hable usted claro, que se le entienda.—Y entona usted un himno á la forma y recuerda usted á los griegos y, si á mano viene, las pantorrillas de alguna bailarina amiga de usted... ¿No se trata de formas?

No tenga usted compasión para con los neos, aunque valgan, ¿Menéndez Pelayo? ¡Psi! Un neo, un erudito fastidioso que no da plumada sin citar una legión de frailes, ¡Eso no es escribir! ¿De qué sirve la erudición? Con una buena biblioteca y un poco de paciencia cualquiera es erudito. ¡Ah, la fantasía, el genio, el númen! Eso es lo que no se adquiere, eso nace.

—Tiene usted razón que le sobra; pero eso no se puede decir en alta voz, porque (¡oh malevolencia humana!) lo atribuyen á la envidia; á rivalidades personales, á rencillas políticas, le dirán á usted á la sordina los envidiosos del eminente crítico católico, del gallardo prosador.

Procuro usted mezclar todo esto con una buena dosis de desprecio. ¡La gloria, la posteridad! Yo no escribo para la posteridad aunque, en sentir de Valera, no haya autor, que, al escribir una seguidilla, «no la escriba con la intención de que valga para un público eterno». Yo escribo para mis contemporáneos y escribo al día. La gloria es una visión luminosa que desaparece como una puesta del sol. Leopardi—porque es de mucho efecto citar autores italianos—nos hace ver en Il Parini á lo que se reduce la gloria, ese ídolo en aras del cual se han sacrificado tantas vidas. Yo rae río de la gloria.—Las ideas pasan como pasan las modas. Lo que ayer estuvo en olor de santidad hoy no inspira más que risa... ¡La gloria, la gloria! ¡Valiente filfa!—Pero si me coronan, me retracto de lo dicho, como viene á decir en síntesis Anthero de Quental en un soneto.

Demuela usted y no se preocupe de lo demás. Calumnia, que algo queda.

Si usted pretende ser un crítico serio—no en el sentido de que usted no se ría, que la seriedad no consiste en eso precisamente—entonces, amigó mío, procure usted ante todo, hacer dinero. Sí, dinero. Recuerde usted lo que aconseja Yago á Rodrigo, á fin de que éste triunfe del amor que siente por Desdémona y lo que recomendaba el ventero á D. Quijote para ser caballero andante. Con dinero puede usted estudiar á sus anchas, tener independencia; claro, como que no depende usted de nadie, y, sobre todo, escribir con verdadero entusiasmo artístico, que no hay entusiasmo posible cuando el casero apura.

Pero, ¿quiere usted seguir mi consejo? No sea usted crítico, ni en serio, ni en broma. En este país no se puede decir la verdad más que á los toreros, y eso en la plaza de toros, porque en la calle ya se guardará usted de semejante cosa. Antes bien, puede que les convide á tomar café ó unas copas, si á mano viene, sin perjuicio de haberles llamado en el ruedo ladrones, borrachos, tumbones y otras lindezas que Zola diría como suenan. Con imparcialidad sin paños calientes, es obra de romanos, como si dijéramos, ejercer la crítica entre nosotros, porque, una de dos: ó se encierra usted en su casa como un hurón, á fin de no conocer á nadie, ó sale usted á la calle y fatalmente tiene usted que relacionarse con los de su oficio. Lo primero es difícil, á no ser que tenga usted temperamento de anacoreta. Lo segundo, acaba por cohibirle en su libertad de juzgar. ¿Cómo va usted á pegarle al poeta ó al novelista que le convida á tomar algo siempre que leve, que le aplaude—quizá curándose en salud—cada vez que publica usted algo en cualquier periódico? Entonces sí que llevaría razón el insigne Campoamor, si no en todo, acaso en parte, en las diatribas que vomita sobre los críticos satíricos.

¡Pobres críticos satíricos, tan calumniados siempre como mal entendidos! Cuán amargamente decía Fígaro que el escritor satírico es como la luna que da la luz que no tiene. Se les supone siempre alegres, de malos hígados, sin creencias ni convicciones y viciosos. La risa, á veces, es el llanto de los ojos que no lloran. ¿Por qué ese desprecio por los que ríen cuando la risa es acaso lo único que nos distingue moralmente de los demás séres inferiores en la escala zoológica?

Noticia bibliográfica

Moya y Valbuena


Oradores políticos, de Miguel Moya, y Ripios académicos, de Antonio Valbuena, se titulan dos libros recientemente publicados ¡Cuánta benevolencia en el primero! ¡Cuánta aspereza y acerbidad en el segundo!

Las semblanzas de Moya—periodista ingenioso y discretísimo—están escritas con gracia y soltura y revelan que el autor conoce bien á los personajes que retrata. Es un libro amenísimo que se lee de un tirón y que, aparte de su mérito literario, tendrá dentro de algunos años inestimable valor histórico.

Lástima que el Sr. Moya no haya consagrado un estudio más extenso á Salmerón, ese coloso de la elocuencia contemporánea, filósofo ilustre y político integérrimo, honra de la nación á que pertenece.

Los Ripios académicos respiran intransigencia carlista. Parecen escritos por un dómine del siglo XVII, ¡Qué carencia de modernismo en el estilo, rudo y avellanado; qué ausencia de estética y de imaginación, y, sobre todo, qué criterio retórico tan estrecho, rancio y antojadizo! La crítica, para Valbuena, se reduce sólo á saber latín y gramática. No juzga al escritor sino á pedazos, descoyuntándole el estilo y subrayándo frases y vocablos. Sus críticas son á modo de... procesiones ortográficas: en el centro va el ripio en hombros de las comillas, y en torno suyo una hilera de puntos suspensivos, interjecciones é interrogaciones que semejan cirios pascuales. Por ejemplo:


¡¡¡«...... piel de cabra»(!!!)


Valbuena declara, sin probarlo, que Valera es un escritor pasaderillo (!); que Menéndez Pelayo es uno de tantos académicos; que Echegaray es un poeta dramático peor todavía que poeta lírico; que los poemas de Núñez de Arce no valen un pito; que Galdós es un novelista discutible, etc. Con semejante procedimiento crítico no hay literatura posible. En lugar de los versos de Ovidio que pone Valbuena al fin de su libro, debió escribir:

«¡La crítica soy yo, y bocabajo todo el mundo!»—No obstante lo dicho, los Ripios académicos están correctamente escritos y contienen ocurrencias ingeniosas, aunque depresivas y advertencias y reparos muy puestos en razón.

Saludables son los disciplinazos gramaticales, hoy, mayormente, en que anda el habla tan descaecida; pero recordemos que el lenguaje no puede sustraerse á la ley evolutiva, ya que debe su origen á la imitación y á la modificación, como enseña Darwin.

¿Cómo expresar ciertas ideas novísimas con el vocabulario del siglo XVII, por ejemplo?

Por otra parte, el excesivo esmero quita lozanía y viveza al estilo, al cual cierta incorrección discreta, producto de la espontaneidad del artista, presta realce y hermosura.

Siento que las dimensiones de este libro no me permitan consagrar sino una ligera nota bibliográfica á Moya y á Valbuena, escritores ambos de reconocido talento, aunque republicano el primero y reaccionario, como él solo, el segundo.

La vejez de un joven

(Apuntes patológicos)


Al Dr. Dussac.

I

Llovía y el viento soplaba de firme. Leopoldo, al través de los cristales de su balcón, se entretenía en ver el pugilato de paraguas, unos azules, de hinchada vela; otros color de ala de mosca, con el vientre agujereado y el varillaje salido de la tela, que se embestían, arremolinándose, en la calle. Reía porque el paraguas de una vieja, vuelto del revés, derribó la chistera de un transeúnte que corría á guarecerse en un portal.

—Buenas tardes—rebuznó el patrón entrando en el cuarto de Leopoldo. Cuidado si llueve. ¿Está usted desocupado?—Usted dirá.—Pues lo de siempre. ¿No puede usted darme algo á cuenta de los tres meses que me debe?—Ni un céntimo—contestó Leopoldo desabridamente metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.

El patrón era un hombre gordo, colorado, de regular estatura. Frisaba en los cincuenta años y andaba siempre á medios pelos. Había leído la Historia de España, de Lafuente, y el Quijote., que citaba á menudo trabucándole. El mismo se comparaba con el hidalgo manchego.—Soy mu cuerdo en cuanto no me tocan los libros de caballería, quiero decir, lo que me deben.—D. Cándido—que así se llamaba—sentía por Leopoldo cierto cariñoso respeto. Le tenía por hombre mu leído y mu listo. A ser otro Leopoldo, le hubiera puesto de patitas en la calle.—Y la novela, ¿cuándo sale?—añadía tras largo divagar sobre las cosas más antitéticas.—Creo que nunca—contestaba el joven.—He visto á todos los editores de Madrid. Como si no. El uno me dice que no edita novelas; el otro, que tiene muchos libros en prensa y que por ahora no puede comprometerse á nada. Uno hubo que, creyendo hacerme un gran favor, me ofreció... ¡cien pesetas! Cuando le digo á usted que ser escritor en España es peor que ser barrendero...—D. Cándido discurrió extensa y disparatadamente sobre las letras, citando á Cervantes, que no cenó cuando terminó el Quijote, á fin de consolar á su huésped IX Cándido no era mal hombre. Se parecía á la nuez: áspero y grosero en la forma, pero blando en el fondo.—Bueno, hasta luego—dijo final mente y se fué.

Leopoldo levantó los ojos al cielo.—¡Vaya un día!—murmuró liando un cigarrillo y echándose indolentemente sobre el sofá. Sus ojos, de un azul claro, cuyas miradas parecían surgir del mundo de los recuerdos pesarosos, seguían los serpenteos del humo que se difundía, lenta y pesadamente, por la habitación.

Su semblante pálido, con la palidez del marfil viejo, mostraba prematuras arrugas; sus ojeras brillaban con obscuros visos metálicos, y en la comisura de sus labios dormía congelada una sonrisa irónica, reveladora de un carácter desdeñoso, pero dolorido.

Aquel temperamento neurósico libraba diariamente un combate con la fatalidad que le perseguía como una querida celosa. A fuerza de sufrir había logrado aquietar sus pasiones. Sin embargo, á veces sentía que se agitaban en su espíritu como fieras que se mueven impacientes de un extremo á otro de la jaula que las aprisiona.

La naturaleza había sido injusta con él por lo mismo que era bueno. A pesar de sus escasos recursos favorecía á cuantos iban á él en demanda de socorro. Daba clases, cuyo producto apenas si le permitía vivir.

—La naturaleza se enamora con odio de los que tienen talento—pensaba al considerar sus muchos infortunios, que él se guardaba muy bien de contar á nadie. Padecía extraordinariamente á causa de su exquisita sensibilidad nerviosa.

Era pesimista, no á la manera metafísica de algunos, sino al modo de los que ven con ojos microscópicos la vida y sienten en sus carnes las mordeduras del dolor y de la desgracia. Recordaba su existencia toda: para él no había habido ni satisfacciones ni alegrías. ¿Qué había sido su niñez? Una serie de travesuras caseras. ¿Qué su juventud? Una cadena de estrecheces, de contrariedades. El no tuvo, de niño, ni juguetes ni amiguitos con quien solazarse. A los quince años sintió su primer amor. Fué correspondido; pero tan pronto como lo supieron los papas de la chica, trocaron en elegía aquel idilio, fresco y sano como los aíres primaverales del campo.

Lloró mucho y... se echó una querida, la cual, nerviosa y lasciva como él, le abandonó al año por otro.—Leopoldo ya no me sirve—decía á sus amigas:—se ha puesto muy delgado y muy feo.

Estos amores tumultuosos dieron al traste con su naturaleza, enclenque de suyo. Su neurosis tomó proporciones alarmantes. Llegó á sentir miedo hasta de su propia sombra. Se entristecía sin motivo, como una histérica, y de pronto, sin que razón alguna lo justificase, se encolerizaba ó reía estrepitosamente. La cabeza le dolía y una profunda inquietud le devoraba. Deseaba que el tiempo volase. SÍ estaba en casa, suspiraba por hallarse en la calle, y á la inversa. Le fué necesario ver á un médico que le recetó la farmacia entera.—Usted tiene un temperamento muy sensual. Hay que olvidarse de las mujeres por algún tiempo y alejarse de todo aquello que despierte en usted vivas sensaciones. No lea usted de noche, sobre todo, novelas de pasión. Método, mucho método y duchas frías en la espina dorsal y en los riñones. Y ya usted sabe: la mujer... como si no existiera.

Al poco tiempo, olvidándose de los consejos de la ciencia, se echó otra querida. Trataba de matarse entregándose á los desenfrenos del deleite. Tornóse insoportablemente hipocondriaco. El trato de las personas cultas y honestas antojábasele ridículo y cursi. Gustaba de las lecturas acres, calientes y punzantes. Mucho Zola, mucho Heine, mucho Baudelaire.

Su padre le reñía porque no iba á clase.—¡Que yo me esté sacrificando para que tú derroches el tiempo y la salud en orgías!—exclamaba.—Sé, por el catedrático de anatomía, que no asistes á su cátedra. Y á la de fisiología, tampoco,—Tiene usted razón—contestaba;—pero prometo cambiar de vida.

En vano se proponía cumplir. Luchaba entre el deseo de realizar el acto y la parálisis de la voluntad que na le obedecía. No podía leer dos páginas seguidas. Su atención, como una mosca borracha de calor, erraba adormecida. Su pensamiento embotado se diluía en el ocio como una pincelada gris sobre un fondo blanquecino. Lloraba de ira,—¿Por qué no me parte un rayo?—Y se arrojaba sobre la cama, vestido y todo, oprimiéndose las sienes con la almohada. Así permanecía largo rato. Súbitamente se levantaba enardecido por una ráfaga de carnal deseo. Recordaba todas las mujeres fáciles que conocía. Las desnudaba mentalmente y se las forjaba en incitantes posturas. Luego se echaba á la calle... Lo mucho que fumaba influía en su exaltación mental. El cigarrillo le distraía.

A la hora, volvía ojeroso y demacrado. El arrepentimiento, unido á un asco invencible, le visitaba. Se preocupaba mucho del estado de su salud.—Con estas píldoras—se decía—y un poco de régimen, á la vuelta de un par de meses, tan campante.—Y un ligero temblor recorría como un relámpago sus labios.

Sus sueños eran intranquilos y estaban poblados de terroríficas visiones. Soñó una noche que se agarrotaba él mismo ante un público de enanos con ojos de mochuelo.

La carencia de un ideal fijo que estuviese en consonancia con sus gustos é inclinaciones, no dejaba de ser un factor poderoso en los desórdenes de su vida. No era activo ni trabajador. Soñaba á ratos en graduarse de médico tan pronto como la enfermedad le permitiese dedicarse al estudio. Más tarde se casaría.—Estas pasiones de la carne—pensaba—aniquilan el espíritu y matan el cuerpo.—Ideaba mil proyectos que jamás realizó.

Mostrábase intransigente en sus juicios. Para él no habia término medio. O todo negro ó todo blanco. Devolvía las impresiones exagerándolas, bañándolas de claridades de incendio ó lobregueces subterráneas.

Sus padres, al fin y á la postre, determinaron echarle fuera del país,—Veamos si al influjo de otro clima, mejora. Si no, se nos muere. Y sería una lástima, porque el chico no tiene pelo de tonto.—Y le mandaron á París. La mesada que le giraban era mezquina. Apenas si le alcanzaba para comer y albergarse.

Permaneció en París dos años. Vivía en el alegre barrio latino. Solía pasarse las horas en el Museo del Louvre, cuando no en seguirá cuantas grisetas veía. Su salud fué de mal en peor.

Al cabo se aburrió de aquella vida monótona que hacía.—A París se viene con dinero ó no se viene. Vivir sin un franco en esta Babilonia es como ver un banquete, cuando se tiene hambre, al través de cristales.—Y se vino á Madrid con lo puesto.

Su temperamento literario, original y brillante, se desarrolló vigorosamente en aquel medio social. Se saturó de modernismo. Escribió una vez un artículo que publicó El Fígaro, luego de corregido, con aplauso. Era un cuento humorístico al través de cuyas nubes de melancolía pasaban culebreando muecas de risa.

Una tarde, en vísperas de salir de París, se paseaba á orillas del Sena, á la sazón en que sacaban el cadáver de un ahogado. Semejante espectáculo le entristeció mucho, mayormente cuando supo que era un joven pintor que se había suicidado por hambre. Al día siguiente fué á la Morgue, donde contempló largo rato, con escalofríos de estupor, el cuerpo desnudo, veteado de verdosas manchas y papandujo del pobre artista...

París, con sus ruidosas alegrías, sus grandezas insolentes, sus refinados vicios, se le venía encima como una mole de luminosa pedrería. ¡Qué soledad la que reinaba en su espíritu cuando en lo silencioso de la noche vagaba por el ancho boulevard envuelto en la niebla! La melancolía de los recuerdos le iba invadiendo poco á poco, y ante sus ojos veía pasar su juventud entera, su juventud marchita y desolada... Pensaba en el suicidio. En aquel emporio de todo lo grande la idea de la muerte tenía para él no se qué irresistible atractivo.

El coloso dormía profundamente. Leopoldo experimentaba un placer extraño, mezcla de miedo y de admiración romántica, al escuchar la respiración oceánica de la ciudad enorme que reposaba de las faenas del día.

II

La lluvia había menguado. Una ligera llovizna, como cristal pulverizado, cala con intermitencia. Leopoldo estaba aquella tarde más triste que de costumbre. Pensaba sin querer en el joven pintor ahogado en el Sena. Frente á su balcón se detuvo un organillo, cuya música, monótona y pegajosa, arrastrándose melancólicamente hasta su oído, despertaba en su espíritu lejanas y taciturnas memorias.

La hora de la cita había pasado. Realmente él no estaba para gastar fluido nervioso. Al día siguiente de pasar una mala noche se sentía quebrantadísimo, con fuertes dolores de cabeza, mucho amargor en la boca, vahídos y... grandes ganas de pegarse un tiro.

El erotismo era su idea fija. Inventaba aberraciones concupiscentes vergonzosas.

—Estos amores—pensaba—tienen que acabar. Pero, ¿cómo? ¿Tengo yo acaso voluntad? ¿Olvido que soy un juguete de mis pasiones? Luego ¡es tan hermosa!—Y la veía idealmente, con su camisa de seda, al través de la cual se dibujaban tentadoras morbideces.

A pesar de la pérdida de su sentido moral, protestaba, en lo obscuro de su conciencia, contra el amor de aquella adúltera adorable.

Despertáronse en él ardientes celos por el marido. Cuando le hallaba en el teatro le devoraba con los ojos. Le tenía miedo. ¿Por qué? No lo sabía. No temía á sus puños. Le temía porque se había contaminado de las zozobras y los remordimientos de su querida. Poco se le daba de tener que habérselas con él frente á frente. Pero aquel mismo silencio del marido—silencio que respondía á la ignorancia en que estaba respecto de la infidelidad de su esposa—le imponía cierto indefinible respeto, en cuyo fondo latía la envidia y el rencor.—Sí yo fuera rico—pensaba—¡qué había yo de consentir estas farsas humillantes! Me iría con ella lejos, muy lejos de la presencia de ese estúpido.

Luego, pasándose la mano por la frente y cimbreando la cabeza, añadía:—¡Tener que fingir al mundo y tener que fingir á ella! Al mundo, porque es un hipócrita; á ella... porque ¡ay! si supiese mis miserias, rayanas en lo ridículo, mis amarguras!... Si ella supiera que no he ido hoy á verla porque no tengo... ¡ni para el coche!—Y mordía una sonrisa de desprecio por sí mismo que se le escapaba de los labios como una lengua de gas cuando se tuerce la llave.

Tocaron á su puerta. Era una carta. La abrió y miró la firma. Después leyó, pálido y anheloso. Era de ella que se quejaba de su informalidad anuncio evidente del amortiguamiento de su amor.

«No volverás á verme—le escribía.—Tengo yo demasiado orgullo para que nadie me desdeñe. Adiós,—Rugió de ira, estrujando la carta. Luego se sentó á la mesa y vomitó sobre un pliego de papel cuantas injurias y lirismos se le vinieron á la pluma.—¡Esto es brutal!—pensó pasada la impresión del momento. Luchaba entre lo que sentía en aquel instante y el miedo de perderla para siempre.—¡No contesto nada!—gritó tirando la pluma. ¡Que me escupan si vuelvo á acordarme de semejante... esperpento!—Pero la ola de sus caricias le subía al cerebro rompiéndose en espumas de tormentosos recuerdos.

Le asaltaban temores extraños. ¿Sí se irá de Madrid?—pensaba.—¿Si me sustituirá por otro? Ya la veía en brazos de un rival, desfallecida, entrecortada la respiración, prodigándole sus mimos, aquellos mimos que le sumían en un sopor anestésico... Daba por hecho lo puramente imaginario. Ya era una infame, doblemente adúltera, que se entregaba á todos por vicio. Asomóse al balcón cuando acertaba á pasar un joven elegante y guapo.—¿Si será ese su nuevo amante?—cavilaba mirando con profundo odio al indiferente transeúnte.—¡Yo estoy loco!—sollozó arrojándose nuevamente sobre la cama, víctima de un temblor nervioso... Y vuelta al recuerdo del ahogado.

III

Pasaron algunos días. La inteligencia de Leopoldo se embotaba lenta y gradualmente. Cuando se conmovía las palabras le salían dificultosamente de la boca como si fuesen de estropajo.

Creía que tenía la lengua hinchada. Le hormigueaban los labios, las manos, los brazos y los pies. Andaba con andar brusco, torcido y vacilante. Sus movimientos eran inciertos é incoherentes. Se afligió mucho y discurrió disparates imposibles. La parálisis se apoderaba de él por momentos.

La querida había llegado á cogerle miedo. Cuando él, abriendo sus grandes ojos que miraban extraviadamente, la amenazaba con matarla si la sorprendía con otro, ella sentía impulsos de saltar de la cama y de echarse á correr. Por otra parte, ¡decía tantas cosas sin pies ni cabeza! ¡La proponía tales infamias...! ¿A qué venía eso de estar siempre hablando del ahogado que vió en París? ¿A qué aquellos análisis sutiles de los hechos más insignificantes?

Una noche tembló como la hoja en el árbol. Notó que le rechinaban los dientes y que lengüeteaba mucho como si chupase un caramelo. Unido esto al hundimiento de sus facciones que parecían untadas con barniz amarillo, á los gestos que hacía involuntariamente y á sus delirios hipocondriacos que se tornaban en raptos de locura, la pasión cedió el paso al temor y á la desconfianza.

La pegaba sin motivo. Hallaba cierto deleite morboso en verla llorar y en tildarse así mismo de cobarde. Luego la besaba, la mordía, la suplicaba que le perdonase.—¡Soy un desdichado! ¡Ténme lástima!

Temo—reflexionaba ella—que un día se me quede muerto en los brazos. ¿Cuál no sería mi conflicto? Vendría la justicia, y mi deshonra correría de boca en boca... ¡Jesús, qué horror!—Y resolvió firmemente, ante esta idea, concluir para siempre.

Poco á poco fueron pervirtiéndose en Leopoldo las facultades afectivas. Estaba sordo para el amor. Soñaba con inverosímiles grandezas.—¡Ah, si yo fuera emperador, qué gran tirano sería!—Se obstinaba en que era objeto de persecuciones. Todo el mundo le odiaba, y á imitación de aquel abate que, creyéndose un grano de cebada, no quería salir de casa por miedo á que se le comieran las gallinas, determinó no salir á la calle por miedo á la policía...

El recuerdo del ahogado le zumbaba en la cabeza como una tromba.

Había roto definitivamente con la querida. Ella lo quiso. Buscó un pretexto para poner término á aquella pasión lírica y enfermiza, y echó mano del primero que se la presentó.—Es demasiado romántico y lo que es peor, padece de lujuria cerebral... Temo que cualquier noche me estrangule.

IV

Era una tarde nebulosa de invierno. La parálisis llegaba á su fin. Apenas podía Leopoldo hablar ni moverse. Temblaba como si tiritase de frío.—Vamos no se aflija Vd.—le decía D. Cándido.—Leopoldo abría lentamente los ojos, aquellos hermosos ojos azules de los que se exhalaba como un humillo de irredimible tristeza.—Pero, ¿qué tiene Vd.?—agregaba, alarmado por el silencio de muerte del paralítico.—Oiga Vd., si ocurriese alguna desgracia, ¿á quién quiere usted que se le avise?—Leopoldo le echó una mirada de profunda lástima. ¿Qué sabía aquel bruto del efecto que sus palabras podían causar en el ánimo del moribundo?—¿Quiere Vd una copa de vino añejo? ¿Se la traigo? ¡Verá Vd qué bien le sienta! Eso es frío.

Cuando volvió, Leopoldo había muerto, víctima de un derrame seroso.

La noche del mortuorio estaba D. Cándido más borracho que un lagar. Tenía sendas botellas, una de aguardiente y otra de Jerez, en los bolsillos de la americana. A cada uno de los huéspedes le contó minuciosamente el caso. A medio cuento, sacaba una botella,—Vamos, una copita. ¿Qué prefiere Vd.: aguardiente o Jerez?—Y acto continuo se zampaba un par de tragos de alcohol.

Después venía la patrona.—Yo siempre lo decía: ese chico estudia mucho y los que estudian mucho, acaban mal,—¿Qué entiendes tú de eso, inorante?—silabeaba D. Cándido, tambaleándose... Y marido y mujer se ponían como chupa de dómine...

Cuando el cortejo fúnebre, compuesto de unos cuantos amigos, llegaba al cementerio, una hermosa mujer, vestida de luto, se apeaba de un carruaje, secándose las lágrimas con el pañuelo.

¡Era ella, la adúltera!—Había sido un loco, es verdad; ¡pero la había querido tanto!...


Publicado el 28 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.
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