Dos Crepúsculos

Emilio Bobadilla


Cuento


Aquella puesta del sol otoñal, tan triste que parecía quejarse, se le antojaba como un símbolo de su vida. El paisaje se esfumaba en la agonía de la luz crepuscular que iba difundiéndose por el horizonte como una niebla rubicunda. El mar, arrugado y sombrío, espejeaba como una piel enorme muy lustrosa. A lo lejos se veía el velamen de un barco, que semejaba la capucha de un fraile, y más acá, á un lado de la costa, la arboleda, inmóvil y muda.

¡Cómo se había desvanecido aquel amor! Al alejarse de ella se figuró que daba para siempre el adiós de los moribundos á todas las cosas. Sintió algo así como si asistiera á su propio entierro. Pero ¿á qué lamentarse? El quietismo resignado, la soledad interior, saturada de un desconsuelo pudoroso, en que sólo se escucha la rumia del pensamiento entregado á sí propio, armonizaban más con su temperamento contemplativo que el quejarse y dar suelta á las lágrimas.

—Después de todo, seguía pensando, ¿qué importa á nadie el pesar ajeno? Sobradas cavilaciones tiene cada cual con las propias. Por otra parte, hay dolores que no tienen consuelo...

Sí; somos unos enfermos, y en balde que se forjen teorías éticas y se den consejos. Cada cual nace con su locura, y cada cual la bautiza á su antojo. ¿Qué es, en gran parte, la historia, sino un archivo inmenso de psiquiatría? ¿Qué es la vida moral sino la exudación de la vida fisiológica? Ser bueno ó malo no depende de la voluntad, como suponen muchos, sino del mecanismo orgánico. La inteligencia es un freno engañoso que la pasión tasca cuando quiere. ¿Y cómo no, si la inteligencia está á merced de las alteraciones del cerebro, de la sangre, del estómago?

A pesar de todo, ¡quién sabe! Acaso si hubiera sido yo menos agrio con ella, habría dulcificado sus impulsiones. El río, con su mansedumbre, pule y redondea la piedra, al paso que el mar, con sus ímpetus, no logra quitar á la roca su aspereza. Pero volvemos á lo mismo: la dulzura ¿se improvisa? Ser intolerante ó benévolo, ¿no depende, en primer término, de la estructura cerebral, y en segundo término del equilibrio ó del desequilibrio de la sensibilidad, según que esté sana ó enferma? Edúquese con rigor desde la niñez un carácter altanero de suyo, y, á la larga, no se conseguirá más que «buenas formas». De un déspota bravío se habrá hecho un tirano culto, en cada una de cuyas sonrisas se dibujará una dentellada, y en cada uno de cuyos gestos, un mandato. Su suavidad será como el andar del tigre, silencioso, pero amenazante...

El amor ablanda, pero al principio. Cu ando va de vencida; cuando la galantería, andando el tiempo, se torna en confianza casera, el carácter espontáneo, el que radica en el fondo del organismo, surge de nuevo, como cuerpo elástico que, una vez entregado á sí mismo, recobra su posición primera; y á la menor disputa, el egoísmo de cada cual se manifiesta brutalmente.

Han creído estarse amando, y lo que en rigor han hecho, á pesar suyo, quizá, es atisbarse pérfidamente el uno al otro... El entendimiento más obtuso no sabrá ver lo bueno que hay en el alma ajena; pero siempre escudriña y descubre lo que hay de malo.

Ella no quiso, ó tal vez no pudo comprenderme. Me amó ¡quién lo duda! aunque en su amor había mucho de vulgar y utilitario. Me parece estarla viendo con aquellos sus ojos verdes, en que la burla y la tristeza unidas formaban como un iris indefinible. No, no se entregaba jamás por completo. Nunca me dejó ver ese escondrijo en que se guarda lo más íntimo y complejo de nuestro pensar; escondrijo rodeado de penumbra, en que duermen los anhelos más recónditos, las tristezas más exquisitas, las envidias taciturnas, las antipatías y los odios instintivos, las perversiones más refinadas, y que sólo un gran amor, en momentos de abandono, enseña al oído, en la obscuridad de la alcoba, en el insomnio expansivo de las noches ardientes.

En vano traté de disecarla el corazón. ¡Era tan enrevesado! ¿Quién anatomiza la maraña de contradicciones, calculadas unas, espontáneas, otras, que se llama el alma femenina? En vano me esforzaba por sorprender en sus posturas naturales aquel espíritu, al parecer siempre eréctil, siempre en guardia, como el de las fieras muy perseguidas. Este mismo afán analítico, ¿no revelaba en mí un estado mórbido? Sentirse vivir, como sentir vivir á los demás no es lo corriente. Pensar, al ver una mujer hermosa, en que ha de convertirse en polvo; pretender ver el rayo antes que el relámpago, ¿no equivale á declararse enfermo de la mente? ¿Quién puede llegar nunca á penetrar en el alma ajena? Nosotros mismos ignoramos lo que somos por dentro. ¡Hay tanto automatismo en nuestra vida interior! ¡Se sabe tan pocas veces con certeza lo que sentimos y porqué lo sentimos!... ¡Cuántas veces, en momentos de crisis, en que la voluntad parece muerta y la reflexión pliega las alas, nos asombramos de ver obrar á musirá yo como un huésped importuno y extraño!...

Apoyado con ambos codos sobre el balcón, errabunda la mirada, como si saliese de un sueño, su rostro iba palideciendo á compás del cielo que se inundaba de un claror lívido.

El campo se envolvía en un silencio majestuoso, del que brotaban rumor de hojas y aleteos y zumbidos confusos. El mar se alejaba de la costa, dejando al descubierto una enorme faja de arena. En la lejanía, el faro, girando como el secundario de un reloj, proyectaba su luz sobre las aguas.


* * *


Ella se había casado. Estaría tal vez satisfecha, porque su marido, sobre ser acaudalado, era un esclavo de sus menores antojos. A la mujer—salvo excepciones—lo que la gusta principalmente es poder dominar á su guisa, con razón ó sin ella, al hombre que la ama. Muchas, las más, se valen de la astucia si ven que con la violencia nada logran. Sólo en momentos de pasión loca, en que la histeria hace de las suyas, sienten como un placer doloroso en que el macho las tiranice. La lujuria y la crueldad son hermanas. Hasta suelen tener una mímica semejante.

Hay hombres que no sirven para casados, porque no pueden amoldarse á esa vida burguesa en que todo parece teñido de gris. Y cuando se ha vivido largo tiempo la vida independiente y huraña de la soltería, mariposeando de flor en flor, pervertido el espíritu y el cuerpo, ¡es tan difícil someterse á la voluntad de otra persona! ¡Quién sabe! Quizá hubiera sido yo un buen esposo, por lo mismo que la vida no tiene ya sorpresas para mí. Pero hubieran venido los hijos que, si alegran y divierten en la primera edad, afligen y preocupan cuando son crecidos. ¿Y qué legado fisiológico hubiera yo podido dejarles, yo, que soy «un candidato á la locura», como quien dice? ¡El desbarajuste intelectual, la degeneración!... Y eso, ¿hubiera sido honrado? Engendrar hijos enclenques á sabiendas es la mayor de las iniquidades. Ellos vienen al mundo sin que se les consulte, y, lo que es peor, sin maldita la falta, porque para infelices sobra con los que hay.

¡Cuántos anhelan tener hijos para que les diviertan en sus soledades! ¡Pobrecillos! Ignoran que son un placer lascivo hecho carne, y que se les mima y atiende por egoísmo y vanidad. Se les maltrata cuando molestan; se les da á beber la mentira disuelta en la leche; se les ilustra para que brillen; se les prostituye moralmente, obligándoles á repetir cosas absurdas y ridículas; se les dan las ideas hechas, prohibiéndoles que las discutan... De seres vivos se les convierte en autómatas. Una buena educación puede ser infructuosa; una mala educación es siempre nociva y da sus frutos.

Mas ¿qué se entiende por buena ó mala educación? ¿Es buena la educación moral é intelectual, superior al medio en que se ha de vivir? Si se trata de un medio vicioso en que el sentido moral y la cultura moderna, lejos de ser útiles, se convierten en rémoras para la vida, la buena educación resulta perjudicial. El que la haya recibido, vivirá en perpetua lucha con la sociedad dentro de la cual se mueva, porque verá que su conducta despenará la risa en los unos, el odio y la envidia en los otros, y la persecución artera en todos. Se le condenará á un aislamiento intelectual doloroso, que á la postre le volverá misántropo, salvaje. Verá que en ese medio personalidad es un peligro; la dignidad, en su sentido estricto, una de las muchas suertes de morirse de hambre que tiene el hombre honrado; el decoro, una palabra que sólo á título de palabra puede tolerarse; la franqueza, una demostración de mal gusto y de mala crianza; el valor, al servicio de las buenas causas, un síntoma de perturbación mental, etc. ¡He sido espectador de tantas miserias, de tanta escena luctuosa!

Me explico la angustia del padre, serio y decente, cuando piensa en los peligros que acechan á la hija, una vez suelta en el tráfago del mundo, mayormente si descubre en ella un temperamento amativo. Comprendo sus noches de vela, pobladas de temores y sobresaltos. Por ley natural, él ha de morir antes que ella y sabe que la mayoría de los hombres sólo busca en la mujer á la hembra. ¡Oh, si mentalmente la ve, víctima de la pasión, arrastrando por el arroyo girones de honra! No se consolará con recurrir á la caridad ajena, porque la caridad, ampliamente entendida, es lo que menos abunda. ¿Dónde están esas almas buenas que dan la mano al caído, sin hacerle sentir la humillación del beneficio?...

¿Y la muerte? ¡Ah! ¡Es horrible eso de cultivar afectos para que venga la muerte y nos los arrebate! ¿Quién que tenga mi sensibilidad enfermiza puede resistir al espectáculo del adiós eterno de lo que tanto hemos querido? Si á lo menos hubiera algo que me indujese á creer en un mundo suprasensible; pero si la ciencia me inculca que todo es una concatenación de fenómenos físicos... Eso mismo de creer en premios y castigos ultraterrestres es un fenómeno intelectual, originado por la herencia, por el estado de ciertos centros nerviosos, por la educación, por el medio ambiente, por... ¡vaya usted á saber! El hombre es naturalmente egoísta. Por donde se explica que se rebele contra la idea de su desaparición absoluta. En sus horas de pena y decaimiento, en que el miedo, invade, suspira, con el hipo de por algo que él no se explica sino por modo confuso, pero que armoniza con su espíritu de conservación, que entraña en sí el deseo de prolongarla vida á través de la muerte. En vano que el sepulcro jamás se haya abierto, una vez cerrado, para confirmar sus esperanzas; en balde que la naturaleza, brutal y ciega, se burle de sus planes y de sus deseos; él seguirá creyendo que delitos y faltas cometidos durante una vida precaria y fugaz, serán castigados con penas eternas.

El hombre es irresponsable, puesto que su natural es inconsciente. Lo que hay en él no es suyo; es de sus progenitores, de su raza, de su sexo. La moral á que somete su conducta varía de época en época, de pueblo á pueblo, de individuo á individuo. Tiene mucho de convencional y transitoria. Hemos convenido en que unas cosas son malas y otras buenas. ¿Por qué? No hay una ética universal.

Que algunos espíritus, superiores á su tiempo, preconicen ciertas máximas que pocos observan, no significa que sean los cánones éticos por excelencia.

Si no hay responsabilidad, ¿cómo ha de haber penas?

El determinismo de los actos humanos, la necesidad, interna, origen de la virtud y el vicio, llevan como por la mano al estoicismo. Si lo que sucede no puede menos de suceder, ¿á qué irritarse ante el espectáculo del mal? La voluntad, sí, puede mucho... cuando existe. ¿Y cuando se nace moralmente idiota, sin energía voluntaria, ó cuando la voluntad del no querer se sobrepone y subyuga á la del querer?


¡Ah, maldito análisis que ha secado en mí toda fuente de alegría! La contemplación intensa de uno mismo conduce á menudo á la esterilidad. ¡Cuánto más divertido no es contemplar la escena cambiante del mundo exterior, desde lejos y superficialmente! Mi melancolía me ha empujado muchas veces al suicidio; pero á un suicidio abstracto, ideal. A causa de la derrota de mi voluntad, sin duda, no se tradujo en acto.

Mentalmente me he muerto; pero un horror instintivo á la muerte real, ese miedo aflictivo al acabamiento absoluto de la personalidad, que aqueja á muchos espíritus pusilánimes cuando están enfermos, ha dado al traste con mi propósito. He visto mi fosa abierta, al sepulturero arrojarme paletadas de tierra y al cortejo fúnebre desfilar indiferente. Después, el silencio; la inmensidad, cayendo sobre mí, con sus noches de luna y sus crepúsculos, mientras la química natural hendía mi cráneo, desfiguraba mi rostro, convirtiendo en podre mi carne...

Y allá fuera, en la ciudad, tumulto de pasiones, lucha de bastardos intereses, lágrimas y sollozos, rumor alegre de orgías: la vida renovándose en el bosque que ensangrentó la guerra, y entretanto, la tierra girando sin saber adónde, hasta quedar un día exánime y desierta como la luna...


* * *


Sus estados afectivos se impregnaban de la profunda melancolía del paisaje, ya casi borroso.—Así se apaga la vida, pensaba: como ese sol, sin que nadie le admire. Mañana brillará otro sol; morirá sin ser admirado, ni visto siquiera, como surgirá una nueva vida... ¿Qué importa? Vida y muerte. ¿Qué más da? Ambas no son tal vez sino variantes de un mismo fenómeno. Vivir es irse muriendo, como morir es irse preparando á dar vida á nuevos seres: del cadáver brotan los gusanos y en el estercolero nacen flores. La vieja civilización oriental se disolvió para reaparecer más tarde en el mundo greco-romano... De este crepúsculo brotará la noche, como de la noche brotará el día. ¡Oh sí! ¡Es muy monotono todo esto!

El analítico enmudeció. El hombre sentimental, atormentado por la tristeza de vivir, se asomaba á aquellos ojos, húmedos y claros, en cuya mirada sumisa de árabe prostático el dolor se congelaba, como en el espejo de un río que se hiela el panorama, antes movedizo, se va fijando poco á poco...


Beuzeval, 1894.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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