En la Noche Dormida

Novela erótica

Emilio Bobadilla


Novela



Tout ce que nous appelons conscience n’est en somne que le commentaire plus ou moins fantaisiste d'un texte inconnu, peut-être inconnaissable.

Les èvènements de notre vie sont bien plus ce que nous y mettons que ce qu’ils contienent. Peut-être sont-ils vides par eux-mêmes. Peut-être vivre c'est inventer.


Federico Nietzsche.

I

La vió un domingo, por vez primera, en el Casino Municipal: jugaba á los caballitos en un entreacto de La viuda alegre. Los horteras de Biarritz y Bayona impregnaban con su tufo á sudor seco, removido por una somera ablución, la espaciosa sala de juego, estrecha para contener á los forasteros que acudían de Hendaya, San Juan de Luz, San Sebastián y otros puntos de los Pirineos á oir la divertida opereta austriaca. Este aire se bonificaba á ratos con el perfume que dejaban al pasar las horizontales, camino de la sala de baccarrat.

Al través de la gran puerta de cristales que daba sobre la terraza del casino se veía el mar revolviéndose en torno de los arrecifes esponjiformes de la playa. Era un día ceniciento, lluvioso y frío, de principios de Marzo.

Sixto Arcaico salía de la sala de baccarrat y donde acababa de perder 2.000 francos. Estaba displicente y nervioso, como lo atestiguaba el puro que se retorcía humeante entre sus dientes. La presencia de Cipri logró arrancarle por un momento de la cavilación en que le había sumido aquella pérdida de dinero. Sus ojos se besaron espontáneos tan pronto como se clavaron los unos en los otros, sin buscarse, casualmente. Fué una simpatía súbita. Para llegar á fijarse el uno en el otro, al través de aquel gentío, se necesitaba que una poderosa corriente magnética se estableciese entre ambos.

Cipri no había amado nunca, y eso que toda ella parecía construída para el deleite carnal. Su boca húmeda y esponjosa, sus narices ávidas y movibles, sus ojos ardientes de árabe, su cuello curvilíneo y largo, su rostro algo cuneiforme, sus caderas chatas y dengosas, harto á las claras se lo decían á Sixto, experto en esta clase de averiguaciones.

Ella se fijó en su cara oblonga, en sus pupilas verdes, enigmáticas, ceñidas de unas pestañas obscuras, salpicadas de un polvillo luminoso como el que hormiguea en el aire en días claros de primavera: eran unas pupilas preñadas de lectura, de ensueño, de cansancio lascivo, de análisis interior profundo. Una vez quiso esquivarlas; pero pronto se sintió de nuevo atraída por el flúido que de ellas emanaba.

Sixto dió una vuelta alrededor de la larga mesa, partida en dos por la circunferencia central en que giraban los caballitos. Después se puso á ver el mar por la puerta que daba sobre la terraza: era ceniciento, y al romper iracundo contra las peñas, se deshacía en espumarajos aceitunos y blanquizcos.

Un timbre, que anunciaba la continuación de la opereta, dispersó al público, que se apresuró con rumor de colmena á ocupar sus localidades. Sixto siguió con los ojos á Cipri hasta que se sentó en una butaca, quedándose él en pie, detrás de un palco, apoyados los codos en la barandilla.

La acompañaba una señora ya vieja, ventruda, de rostro enfermizo, trajeada de negro, que á Sixto se le figuró una portera retirada.

En la escena del valse, de aquel valse, que era como una danza apache, más fina y voluptuosa, Cipri volvió la cabeza, mirando intensamente á Sixto, tan intensamente que parecía desafiarle. Ninguno de los dos se decidía á ser el primero en cortar aquella comunicación visual que se ingería como un éxtasis en sus nervios febriles.

Cipri, distraída de pronto por los aplausos con que el público colmaba á los actores, sobre todo á la actriz que bailaba con arte tan exquisito, retiró sus ojos saturados del misterio verdoso de los de Sixto. Sus ojos se movían hacia otro lado; pero su pensamiento continuaba en el mismo sitio.

Cayó el telón, y el público volvió á apiñarse en torno de los caballitos. Unos cuantos se dirigían á hojear ilustraciones ó escribir cartas al salón de lectura, en que había números atrasados de revistas quincenales confundidos con periódicos del día, de París, de Burdeos, de Tolosa, de San Sebastián y Madrid.

Eran las seis de la tarde; había escampado; pero el cielo continuaba torvo, un cielo más propio de Inglaterra que de los Pirineos.

Sixto, creyendo tal vez que hallaría á Cipri alrededor de los caballitos ó en el salón de lectura, no la espió á la salida del teatro; pero cuando advirtió que, pasados algunos minutos, no parecía por parte alguna, se echó á buscarla por todo el casino. No hallándola, bajó la cuesta que conducía á la playa. Llegó en un periquete hasta la verja del Hótel du Palais, donde termina la terraza. Nada; había desaparecido. Apresuradamente bajó hasta el puerto de los Pescadores. Subió la rampa sinuosa, atravesó el túnel, que parecía un telescopio enfocado sobre el mar, hasta llegar á la cueva de la Virgen. ¡Nada!

Regresando al casino, se preguntaba desolado: ¿Quién será, dónde vivirá? ¿Será francesa, será española? Esos ojos no pueden ser sino españoles. ¡Qué fuego, qué malicia!

Al entrar de nuevo en la sala de juego tropezó con Margarita, la pizpereta costurera de Bayona, conocida por Margot: risueña, felina, carnosa, de boca ancha, ojos zarcos y libertinos. Ya no cosía, porque la costura era oficio humilde y nada lucrativo. Con aquel cuerpo, ¿para qué necesitaba mover la aguja?

—¿Está usted triste?—le preguntó—. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido usted?

—¡Ay, Margot, acabo de ver una joven hermosísima y no sé dónde se ha metido! A ti te hubiera gustado, á ti...—y terminó la frase en su oído.

¡Cochon!—exclamó ella, empujándole suave y canallescamente.—Muy bonita tiene que ser para que me guste. Soy muy difícil. Que voulez-vous?

Varios días consecutivos estuvo yendo Sixto á San Juan de Luz y á Hendaya por ver si daba con la deliciosa desaparecida; pero todo fué infructuoso. El, que había tenido tantas queridas, que estaba aburrido de todo, no acertaba á explicarse aquel renacimiento súbito de su erotismo. No era un simple capricho sexual. ¿Qué había descubierto en aquella mujer que tan fuerte hablaba á sus sentidos? Cipri era muy blanca, de un blancor que en las lineas de su cuello, como el de la Venus de Milo, adquiría una limpidez sedosa. ¿Sería el perfume á Houbigant que usaba en el pañuelo? ¿Sería aquel bozo que sombreaba su labio superior...?

Sixto derrochó casi toda su fortuna en el juego y había venido á los Pirineos en busca del vigor perdido en noches de vela calenturientas junto al tapete verde, cuando no en orgías que acababan al amanecer.

Vivía solo, en una quinta, en las afueras de Bayona, de una renta de mil francos al mes, que era lo único que le quedaba de la herencia paterna.

Era una vieja quinta destartalada, con un magnífico jardín poblado de vetustos árboles. Sixto la arregló á su gusto: en una pieza de arriba, ancha y luminosa, que crujía con sus pasos, instaló la biblioteca, compuesta de muchos volúmenes, principalmente de literatura, en varias lenguas.

A la sombra de laureles, nísperos del Japón y magnolias, inmarcesibles en invierno como en verano, se ponía á leer, así que se levantaba, en días de sol, entre el concierto de los pájaros que revoloteaban en la fronda. El silencio silvestre del huerto le sugería estados de alma de un sosiego inefable, como el de una dulce convalecencia. A veces, con el libro entre los dedos, espaciaba la vista en este cielo azul y límpido de los Pirineos, tan análogo al de Sevilla, su tierra natal.

La quinta distaba poco del Adour, cuyo borborigmo oía en la tranquilidad de la noche. Estaba aislada de las otras casas, casi en el campo, sin vecinos que le molestasen.

El exceso de luz deprimía sus estados de conciencia. Se sentía, no obstante, tranquilo desde que vivía en el campo, lejos del tumulto de París. Ya no jugaba como antes: iba de cuando en cuando al casino, de ordinario, los domingos, como un burgués; jugaba una hora á los caballitos, de á franco la postura, y se volvía, al caer la tarde, á su caserón apacible y solitario, en compañía de su perro, un danés sumiso y anafrodita. Nunca supo Sixto que Casto (así le llamaba) hubiera tenido que ver con ningún otro animal de su especie, ni del suyo ni del otro sexo. Sus relaciones con ellos se reducían á olerles en salva sea la parte (hablar por teléfono, decía Sixto festivamente), levantando luego la pata contra la pared, según la costumbre tradicional canina de saludarse y despedirse. Esta política urinaria de los perros, que representa un funcionar constante del riñón, despertaba en el espíritu meditabundo de Sixto un asombro que, unido al que le producían los fenómenos más vulgares de la vida diaria, como el andar, el ver y el oir, daba á su fisonomía una expresión inquietante de pregunta sin respuesta. Todo le sorprendía. A veces se decía: ¡Qué admirable es el fenómeno más sencillo! ¿Hay algo más sorprendente que esta labor continua de la lengua moviéndose entre las dos amenazas sempiternas de las mandíbulas? ¡Y la lengua habla, y paladea, y escupe, y muy rara vez las mandíbulas la muerden...!

Al entrar en su casa aquella noche desapacible y húmeda, la casa se le antojó más taciturna que otras veces que llovía.

Encendió la lámpara y se puso á leer en la biblioteca Los primeros principios, de Herbert Spencer, con cuyo agnosticismo estaba conforme. A la una se acostó. El viento soplaba impetuoso, sacudiendo los árboles del jardín y trepidando en las persianas y las puertas de la casa. Desde el silencio de su alcoba, por el hueco de la ventana entreabierta (que así dormía para que el aire se renovase), le sonaba á vendaval. Ya metido en la cama, encendió un cigarrillo, cuyas volutas seguía con los ojos entornados.

Estaba nervioso. Echó la visual á un diario parisiense: todo eran robos, estafas, infanticidios, atracos... Experimentó cierto estremecimiento lúbrico, no exento de horror, con la lectura del relato, rico de sádicos pormenores, del estupro y muerte de una joven de catorce años. El asesino era un mozalbete vicioso.

—Un epiléptico alcohólico, sin duda—se dijo.

Tiró el periódico al suelo. Un perro aullaba en la desolación borrascosa de la noche; A le lejos se oía el mayar lascivo de una gata. Sixto apagó la luz, se tapó hasta el cuello y, evocando la imagen cálida de Cipri, se quedó dormido...

II

Estuvo lloviendo toda la noche. Sixto, desde el balcón de su cuarto, miraba á la carretera, que era un barrizal de hondos baches. En la bruma de la mañana, de una mañana fría y pegajosa, los carros de los abastecedores á domicilio y los que transitaban á pie adquirían la imprecisión de lienzos en esbozo. Más allá de la ruta se extendía el campo verde, jugoso, ondulante, envuelto en la niebla.

Sixto miró al cielo al través de cuya uniformidad humosa advirtió barruntos de sol, del sol que, como un ojo que sale del sueño á la vigilia, se filtraba por el espesor acuoso de la atmósfera.

Estos días cenicientos quitaban á su misantropía la aspereza que tantas desazones solía originarle, tintando su pensamiento de una tristeza vespertina. En días así, de una turbulencia interior invencible, había tenido casi todos sus duelos, uno de ellos mortal, en que poco faltó para que la espada del contrario le atravesara de parte á parte.

¡Qué pálido, qué insípido le parecía casi todo cuando el sol no brillaba ó brillaba difundiendo una claridad mortecina y silenciosa, como si la vida fuera á extinguirse!

Mientras se bañaba empezó á aclarar el día, tímidamente primero, con sonora irrupción lumínica después, ahuyentando el vapor que se arrastraba sobre el césped, creciendo hasta la mitad de los troncos como una cenefa de humo. Una vez desayunado, volvió al balcón envuelto en una bata felpuda. El aroma del campo, que se desperezaba á los efluvios solares, unido al aire salino que soplaba de la mar distante, acariciaba su olfato con cierto voluptuoso cosquilleo.

En lo hondo de un valle araba un labriego con unos bueyes amarillos. En la lejanía, entre el rojo de los tejados, humeaban las chimeneas de unas fábricas, y por entre el ramaje seco de los olmos se transparentaba un cielo coherente, velado por una gasa argentina. Cantó un gallo, y su canto repercutía lento en la fresca languidez de esta hora matutina como una elipse melodiosa.

Sixto salió á dar un paseo á pie, en compañía de Casio, que corría tras las gallinas y los gorriones con inocente regocijo. Salió á los glacises, cuyos robles pelados esparcían un tijereteo de penumbra como de gajos de pasa. El tranvía de vapor pasaba en ese momento por la carretera, dejando tras sí blancas vedijas de humo. Luego pasó un automóvil tocando con la bocina un pedazo de música.

Sixto se detuvo un instante derramando la vista por el verde panorama de las fortificaciones, en cuyo fondo, por encima de los árboles, descollaban las torres de la catedral. Las criadas de servir pasaban junto á él con dirección al mercado, la cesta en el brazo, sin sombrero.

Algunas se paraban á hablar con los asistentes que volvían de la compra, comunicando al verdor de la hierba, con sus uniformes rojos, una alegría belicosa. En un recodo se aglomeraba la gente: era un guignol. Unos muñecos de palo se llamaban entre sí cocús, cochons y otras lindezas por el estilo. Los niños reían á carcajadas, interrumpiendo la representación con graciosos comentarios.

Bajó la cuesta; torció á la izquierda; atravesó el túnel, á cuya entrada pedía limosna un ciego inmóvil; pasó junto al Castillo viejo; salió á la plaza de Armas, compró varios perióde París en un quiosco, dirigiéndose, por último, al Correo.

Preguntó en la poste restante si tenía carta. La marquesa le había escrito dándole una cita. La conoció en el casino: era una mujer rubia, algo jamona, de azules ojos ovoides. ¿Valía la pena que gastase energía y dinero con una mujer á quien no amaba? A sus treinta y nueve años, casi un viejo, dilapidados en amores volanderos, roídos por una enfermedad incurable de la próstata, sabios en desengaños y dolores, se miraba mucho antes de ceder á estas tentaciones, dictadas por la vanidad más que por el apetito genésico.

Haciendo añicos la perfumada misiva, salió de la posta, dirigiéndose á la plaza de la Libertad, en uno de cuyos bancos se sentó á leer los periódicos que había comprado. El sol reverberaba en el Adour, que chispeaba sereno y pastoso en grandes coágulos como de aceite. Junto á la margen fronteriza dormitaba anclado un trasatlántico de casco rojo.

Los curiosos se detenían á leer en la pizarra del Crédit Lyonnais la información del día: «Huelga de carboneros en la Gran Bretaña.» «Asesinos en automóvil.» «Fuga de un banquero.» «Dos ejecuciones capitales,» «Un caso de canibalismo.»

Sixto luchaba entre la curiosidad de ver á la marquesa en camisa y las razones que su salud enclenque le murmuraba al oído: «Te vas á matar. Ya no tienes veinte años, y á tu edad los abusos se pagan». A estos argumentos venía á agregarse la pérdida de los 2.000 francos del día anterior. La marquesa no le pediría nada en pago de sus favores; pero, por lo mismo, se veía obligado á convidarla á pasear en automóvil, á prestarla dinero en el casino cuando la viera decavée, á regalarla flores, á invitarla al teatro. Su bolsa no le permitía estos lujos.

Sí; había cortejado á la marquesa, como cortejó á otras muchas, por pasatiempo, por la costumbre que tenía de requebrarlas á todas, hábito de libertino, como él decía. Temía, por otra parte, que, llegado el momento crítico, su virilidad, menesterosa de sosiego, le diese una sorpresa vergonzosa. El no esperaba ya esa cita que había pedido hacía un mes. No tenía tiempo de prepararse para la justa, administrándose durante ocho ó nueve días una buena dosis de fitina ó de otro fortificante por el estilo.

Decididamente, no iría. Le sucedía á menudo no acudir á las citas que solicitaba con insistencia de mujeres de quienes se figuraba estar enamorado.

—¡Bah! La marquesa será como todas—decía—; y desnudándola con el pensamiento, la veía en distintas posturas, diciéndole las mismas sandeces, haciéndole las mismas cosas...

Tal vez—añadía—tenga los senos caídos, el vientre adiposo de dos ó tres pisos, surcado de arrugas, y la piel amarillosa como papel viejo. No, no iría; y encendiendo un cigarrillo, reanudó la lectura.

El reloj de la Alcaldía señaló las doce. A esa hora empezó á salir de las tiendas y de los talleres un turbión de jóvenes, trajeadas de negro, que iban á almorzar á sus casas: cuáles á pie, atravesando el Pont Mayou, cuáles en el tranvía de vapor de la plaza de Armas, que las dejaba en Anglet ó en sitios menos distantes.

Sixto tomó por la rué Thiers, á esa hora desierta y muda, recorriendo el mismo itinerario que primero. Para aliviarse de sus cavilaciones iba tirándole piedras á Casto, que corría á cogerlas.

No había ser más feliz que aquél. ¡Y de qué poco se componía su felicidad: de unas piedras!

III

Tres noches después volvió al casino para ver si se desquitaba. Jugaría sin ofuscarse, y si veía que no estaba de buenas, se iría, no pasando de diez luises lo que arriesgase. No sólo se desquitó, sino que ganó 1.000 francos. Allí estaba la marquesa, á quien fingió no ver, y eso que ella le miraba de reojo. A las dos de la madrugada volvió á su quinta en un automóvil, con la capota caída. La noche era hermosa, con muchas constelaciones, tibia, de un negror azuloso como el buche de ciertas palomas.

Muy de mañana, antes de bañarse, salió á dar un paseo en bicicleta hasta Biarritz, al través de un bosque de pinos de una rigidez cerciforme. Estuvo un rato en la roca de la Virgen, que formaba como un navío anclado en una bahía. El mar batía contra los arrecifes; pasaba bajo el puente, arremolinándose espumoso en las oquedades de las grandes peñas.

El aire vivo, salitroso, impregnado de luz, corría á sus anchas como en alta mar, azotando el rostro de Sixto, que se extasiaba en este espectáculo marino, de una alegría vital inexplicable. La luz, de un rubio de miel, tenía caricias vivificantes; era como la irradiación gloriosa de un día solemne en que iban á suceder cosas estupendas: la aparición súbita, por ejemplo, de un dios precedido de un cortejo de soles ó cosa así.

Sixto respiraba con toda la fuerza de sus pulmones aquel oxígeno sincero, abriendo los ojos para saturarse de las partículas deslumbrantes que hormigueaban en el éter.

En días así—pensaba—vale la pena vivir. La vida orgánica, normal, la que está en armonía con el medio físico, es la única que tiene razón de ser. Lo demás es labor del encéfalo, combinaciones imaginarias con humos de filosofía. No podemos explicarnos nada; en cambio, sentimos, y la conciencia de la sensación es más neta, más imperiosa que un estado intelectual. Lo que yo siento nace en mí y para mí; lo que yo pienso es algo frágil que puede ser ó no ser, según que algo de fuera venga á modificarle. Lo que yo siento, mientras lo siento, no admite discusión. Un hombre que discurre en voz alta en un tumulto es un loco; el cuerdo es el que grita...

Se quedó mirando al mar con el asombro que le producía siempre hasta el fenómeno más sencillo.

—¿Quién le moverá? ¿Los astros? ¿Las corrientes submarinas? ¿El gran desequilibrio de estas grandes masas de agua? ¡Vaya usted á saber!

Eran las once de la mañana. En el establecimiento hidroterápico del Puerto viejo tomó una ducha fría, y á las doce y media estaba de vuelta en su casa.

Después de almorzar se echó en la hamaca á dormir la siesta. Colgaba de dos postes, bajo una glorieta de laureles, salpicada de campanillas azules. A las tres despertó, quedándose como aletargado por la brisa que removía el follaje. Un pájaro trinaba en la copa de un ciprés que se meneaba lento con majestuosa tristeza; unas gallinas cacareaban á compás del hipo intermitente de un gallo, anunciando la aparición de un huevo. Encendió un cigarrillo. De tarde en tarde llegaba hasta su oído el zumbar estrepitoso de algún automóvil que pasaba por la carretera en una tromba de polvo. Este penetraba en el jardín por encima del muro que separaba la quinta de la ruta, ornado de bambúes, acebos y festones de madreselva, espolvoreados de florecillas blancas.

¿Qué hacer, adonde ir? Su tedio de la vida pasaba de la raya. Era el mismo tedio visceral que puso cierta vez un revólver suicida en su mano crispada. El dormir á raíz de almorzar le hacía daño. Despertaba de un humor negro, con ganas de matarse. ¡La vida era tan ilógica! Todo se le figuraba tan sin pies ni cabeza y á la vez tan maravilloso. ¡El amor, lo único que la hace pasadera, era tan fugaz, dejaba tanta melancolía en el espíritu, tanta fatiga en el cuerpo! ¡Estudiar! ¡Había estudiado tanto! ¿Y qué? Sistemas filosóficos destruyéndose los unos á los otros, sin dar ninguno una solución satisfactoria al problema de los orígenes, novelas eróticas en que se convierten pedazos de la realidad en conclusiones generales con tendencias éticas inadmisibles.

¡La historia! El mismo personaje, variando de fisonomía y de carácter, según la lente del historiador. Cierto autor danés pretende ahora rehabilitar á Felipe II, que distó mucho, á su juicio, de ser el monstruo del Mediodía que pintaron sus enemigos. Ni siquiera fué melancólico, sino jovial, según certifican ciertas cartas suyas á los infantes. ¡Como si el hombre taciturno no tuviese sus horas de buen humor, y el hombre de buen humor sus horas sombrías! ¿Y el arte? ¿No seguían atribuyéndose á Leonardo los lienzos de Luini? ¡Oh la crítica! La Ilíada y La Odisea eran de autores diferentes? porque el metal que se usa en la una es el hierro y en la otra, el bronce; y como la edad de hierro es posterior á la del bronce, La Odisea debe ser posterior á La Ilíada. ¿Y la geología, señores críticos?

La fama de muchos autores obedecía á la sugestión. Bastaba que un crítico afirmase que tal ó cual poeta era maravilloso, para que el vulgo lo repitiese sin leerle, claro, porque el vulgo no lee.

La sociedad le estomagaba. ¡Qué feria de vanidades! ¡Qué megalomanía! ¡Cuánto disimulo y en el fondo cuánta basura!

El cielo empezó á anubarrarse, y un viento cortante y frío de lluvia, impregnado de la nieve de las cimas, corría, empolvando con los detritus de la carretera la obscuridad de los cipreses, que se agitaban nerviosos. Este cambio súbito de temperatura (común en los Pirineos) le enervaba. Saltó de la hamaca, tomó un poco de bicarbonato, paseando luego por el jardín hasta las cinco, seguido de Casto, que no le perdía pie ni pisada, en acecho siempre de que le tirase alguna piedra. Cayeron algunas gotas; pero lo copioso de la lluvia se quedó adherido á las nubes plomizas, homogéneas, que ocultaban el sol, dándole al ambiente el cariz friolento de un día de Noviembre.

Sixto salió con su impermeable, y de gorra, según costumbre del país, justificada por las continuas ventoleras. Se detuvo bajo los portales de la Alcaldía á leer los grandes anuncios que coloreaban las columnas. En el Casino Municipal de Biarritz daban Manon, de Massenet, ópera que Sixto había oído muchas veces con emoción. En la Feria, de Bayona, entre otras visiones cinematográficas, figuraba Nôtre-Dame de Paris, según la novela de Víctor Hugo. El cinematógrafo, á pesar de su falta de palabra, que le nivelaba con la pantomima—género grotesco para divertir á la plebe—, le parecía más instructivo que el teatro cuando no daban películas de esas en que todo era correr atropellándose por las calles con derribo de trastos como un terremoto. El cine se le antojaba entonces insoportablemente idiota. Siguió hasta el puente Mayou, en que le detuvo una muchedumbre entretenida en tirar piedras á una rata que luchaba por salir del agua. El roedor, que parecía un cerdito, nadaba con sus patas eléctricas de un lado para otro, el hocico á flor de agua, con los ojos abiertos y fijos, que reflejaban una angustia suprema. Una piedra acertó á darle en la cabeza, y poco después su cadáver flotaba girando como un guiñapo en el río.

—La rata—pensó—es animal dañino y repugnante; no inspira compasión; pero lo mismo hicieron con Cristo, que vino á predicarles la concordia y el amor. ¡Qué humanidad!

La plaza del Reducto estaba desierta. El cardenal Lavigerie esgrimía con la mano izquierda el vuelto de espaldas al Adour, en actitud conminatoria. El extremo de la plazuela simulaba la proa de un barco á la sazón de salir del astillero.

Sixto, sentado en un banco, contempló la puesta del sol sobre el río. El cielo era de un violeta rubicundo; del otro lado, entre las colinas verdosas, la ciudadela, con sus techos rojizos y sus arboledas borrosas, se esfumaba en la palidez cenicienta del crepúsculo. De cuando en cuando ondulaba sobre los tejados, entre el encaje obscuro de las ramas sin hojas, como un boa de humo. Era de los trenes que salían. En los muelles las grúas ociosas parecían horcas ó cafeteras enormes. Una lluvia fina, pérfida, lluvia en polvo, como si dijéramos, empezó á caer con enojosa persistencia. Por el puente del Espíritu Santo, largo, macizo, con ocho ojos, de corpulencia romana, en que el Adour y el Nive formaban un solo río, ancho y ampuloso como un mar, corrían bajo los paraguas los que vivían del otro lado de Bayona.

Dominando el caserío perforaban el cielo, un cielo gacho y tenebroso, las agujas de la catedral. Los comercios se iluminaron de pronto y Sixto corrió á refugiarse en los portales de la calle de Port-Neuf. Eran unos arcos como de túnel mal alumbrados, con tiendas de toda clase de mercancías. Las pastelerías se llenaban al caer la tarde de gentes que venían en sus automóviles de Biarritz á tomar té ó chocolate. Los empleados, que acababan de salir de sus establecimientos respectivos, se paseaban desde el «Printemps» hasta la plaza de la Libertad, charlando con las costureras y las modistas, que salían también de sus talleres formando un ruido de pajarera.

El río, color de corcho, corría impetuoso hacia el mar, cubriendo casi los arcos de los puentes.

IV

Después de comer, bajo un aguacero torrencial, se encaminó á la Feria, café-concierto y sala de conferencias, según los casos.

Un público dominguero invadía el teatro. La atmósfera de humo era tan densa que podía cortarse. Fumaban en las butacas, en los palcos, en el gallinero, en los pasillos. Rompió la orquesta con una sinfonía de circo ecuestre. El teatro quedó á obscuras entre el taconeo y los gritos de la chusma impaciente. La primer película representaba los estragos del alcohol: un matrimonio feliz alegrado por un niño; el marido toma un día una copa de ajenjo; le gusta, y sigue empinando el codo hasta que le echan de la oficina donde está empleado. Viene la miseria, el desahucio, el hambre, la deshonra, El niño ha crecido, y por no ser menos que el padre, que muere en un manicomio, se echa á ladrón. En fin, una película moralizadora que le recordó á Sixto L'Assomoir, de Zola. Se quedó, no obstante, caviloso. La locura era enfermedad que le aterraba. Un tío suyo perdió la razón á raíz de una quiebra, y una hermana suya se volvió mística, y él mismo sentía á veces impulsos vesánicos...

Al público le dió mucha risa la escena del delírium tremens del empleado.

La segunda película era un relato gráfico de un viaje al Polo Sur: mares de hielo, pingüinos, focas, borrascas de nieve...

Sixto salió un momento al café, contiguo al teatro, porque el humo le asfixiaba, y cuenta que él era también un fumador recalcitrante.

La tercer película fué lo que más sedujo su atención: sintetizaba Nôtre-Dame de París, de Víctor Hugo, vigorosa evocación del París del siglo XV. Ante la vetusta catedral, que sirve al poeta para una disertación algo declamatoria sobre la arquitectura universal, aparece bailando en el corro de aquella corte de los Milagros la gitanilla Esmeralda, en compañía de su cabra de pezuñas y cuernos dorados. En aquella corte los jóvenes tomaban lecciones «de epilepsia de un viejo que les enseñaba el arte de espumar mascando jabón». De pronto aparece Cuasimodo, jorobado, tuerto, patizambo y sordo. Sixto recordó las páginas en que Víctor Hugo describe la compenetración del contrahecho con la basílica que había sido para él el huevo, el nido, la cana, la patria y el universo... El personaje rayaba en la caricatura, una caricatura grotesca, hiperbólica, pero que no podía menos de herir la imaginación, precisamente por lo anormal. Aquel mismo amor del campanero por una de las campanas era una personificación muy del gusto del poeta de Los castigos.

Claudio Frollo, que amaba también la catedral á su manera; ve desde su escondrijo de la torre á la gitana bailar en la plaza. Súbitamente enamorado de ella, ordena á Cuasimodo, que le obedece sin chistar (no en balde ejerce sobre él un gran dominio), que se apodere de ella, por lo cual, ó más bien á causa de su sordera, como dice el novelista, aparece en otra película el patizambo en el pilori, expuesto á la befa y á las pedradas del populacho.

Este capítulo del pilori le parecía á Sixto de un humorismo imponente. El arcediano, violento, ardiente y sombrío, persigue á la Esmeralda, que se niega á ceder á sus apetitos libidinosos. La denuncia á la justicia como hechicera y ejecutora del homicidio del capitán Febus, á quien el mismo arcediano dió, por celos, alevosa muerte.

La escena de la tortura de la pobre bailarina concuerda en todo y por todo con la descripción espeluznante de Hugo. Esmeralda se retuerce en un lecho de cuero hasta que, vencida por el dolor, se declara autora de un crimen que no ha cometido. Sixto aplaudía aquella crítica acerba de la justicia como se administraba en la Edad Media... y aun ahora. Cuasimodo, que es hombre robusto y vigoroso, á pesar de la corcova, la salva, arrancándola á viva fuerza al verdugo. Claudio Frollo, después de suplicarla inútilmente, en una escena de frenética pasión, que ceda á sus deseos, la entrega de nuevo al verdugo, movido por la lujuria y el despecho. Cuasimodo, al ver que se han llevado á Esmeralda, vuela en su busca, en momentos en que la están ejecutando en la plaza de Greve. Desesperado entonces, echa á correr como un gato en torno de las torres de la iglesia, detrás del eclesiástico, que huye. Le alcanza, al fin, precipitándole á la calle, de una altura de más de doscientos pies...

Toda su juventud, su triste juventud en Sevilla, le vino á Sixto á la memoria, no sólo porque fué entonces cuando leyó la popular novela romántica, no exenta de episodios realistas, sino porque su primer amor fué también una gitanilla del barrio de Triana. Su temperamento, por otra parte, era parecido, aunque más complejo, al de aquel clérigo borrascoso que había gouté toutes les pommes de l'arbre de l'intelligence.

La lluvia continuaba incesante. Sixto se internó en los glacises, bajo los grandes robles, que chorreaban agua. Habían ya apagado algunos faroles, y la carretera fangosa que le conducía á su casa tenía algo de siniestro.

—¡Ya me acatarré!—exclamó Sixto, estornudando y tosiendo—. Claro, con la noche que hace...—Para él un catarro era una enfermedad que le costaba muchos días de cama. Tomó una pastilla de bromoquinina y arropóse hasta el cuello, no sin haber dejado entreabierta la ventana de la alcoba, según acostumbraba, para no tragarse su propio ácidocarbónico. Un viento pulmoníaco sacudía la persiana entornada, entrando como un puñal, aunque de soslayo, en la habitación. Aparte los escalofríos que le dibujaban el cuerpo y la jaqueca que le apuntaba ya, unos gatos que bufaban y corrían por el jardín, preámbulo del ayuntamiento amoroso que acabaría en alarmante maullido, no le dejaron dormir hasta muy tarde. Despertó temprano, con la boca seca y febril, disneico y los ojos abotagados y encendidos.

La claridad cadavérica de un amanecer lluvioso, que se metía por la ventana, aumentó su desconsuelo. Miró el despertador que tenía en la mesa de noche: eran las seis. Se enjuagó la boca con agua oxigenada; tomó otra pastilla de bromoquinina y, volviéndose contra la pared, se quedó dormido.

Aturdido por la fiebre y la quinina, tardó en despertar. Aunque desdeñoso de la muerte, era aprensivo. La muerte, en que pensaba á menudo, se le daba un ardite. A lo que temía era al sufrimiento, á una agonía larga y consciente. Era contradictorio. ¿Quién que filosofa no lo es?—se decía él mismo. Ordenó á la criada que fuese por un médico, el cual se apareció á las cuatro de la tarde, cuando estaba dormido.

—Aunque la cosa no es grave, ni con mucho, conviene que guarde usted cama por algunos días. Sobre todo, no fume usted, porque la nicotina le irritará la membrana pituitaria. El barómetro indica mal tiempo. En París está nevando y se anuncia para esta noche una borrasca. Hasta mañana—añadió el doctor despidiéndose—. Continúe con la bromoquinina.

A Sixto no le gustaba leer acostado; le daba dolor de cabeza. Pero ¿qué hacer? Había dormido bastante y se aburría de dar vueltas en el lecho. Reanudó la lectura de los Primeros principios. «¿Qué hay más allá? Así como es imposible concebir límites al espacio y pensar que no hay espacio más allá de esos límites, no hay explicación, por radical que sea, que excluya esta pregunta: ¿cuál es la explicación de esta explicación?»

Estas palabras del filósofo inglés adquirieron en la penumbra de su modorra calenturienta un sentido trágico angustioso: El más allá, el espacio sin fin...

Supongamos—pensaba—que este cielo es una bóveda cristalina, como creían los antiguos, Detrás de ella habrá siempre espacio, mucho espacio...

Apartando los ojos de la obra de Spencer, se fijó en la reproducción, que colgaba de la pared, del cuadro del Bronzino en que Cupido besa á Venus, desnuda, mientras el Tiempo extiende el brazo y la Locura aúlla tirándose del pelo. Era un recuerdo de su última visita al National Gallery, de Londres. La desnudez femenina del pintor florentino, aunque académica y fría, llevó su espíritu por otra senda ideológica.;El amor! ¿No era preferible amar á una mujer así (será Cipri tan esbelta) que devanarse los sesos en busca del noumenos, que dijo Kant? La imagen de Agata Erickson, su última querida, surgió ante sus ojos. Sí; se parecía somáticamente á la Venus del Bronzino. La conoció en Cristianía. Su padre era noruego y su madre inglesa.—Yo nací en Estokolmo, la Venecia del Norte—decía, enseñando sus dientes de marfil.

—¡Cómo le quiso! Juntos habían atravesado la ruta de Valdres en carriole, aquella ruta de Valdres de tan incomparable colorido, de sorpresas topográficas tan imponentes... Juntos vivieron unos años en París, y una noche lluviosa y glacial atrapó una pulmonía fulminante que la llevó casi en horas al sepulcro. Guardaba de ella un recuerdo inefable: había sido su amiga, su amiga desinteresada, la amante enamorada, culta y talentosa, preocupada siempre del mejoramiento de su vida moral. La estaba viendo con su pelo castaño, con sus ojos de un azul celeste plañidero, orlados de pestañas como el trigo, con su piel blanca y translúcida de alabastro. La oía hablándole de cosas nobles, mientras sus manos leonardescas se deshojaban en caricias por su frente y su cabello. Hasta lo exótico de su nombre, Agata, contribuía á la resurrección de aquella gran tristeza que yacía embalsamada en lo íntimo de su corazón...

Convaleciente del catarro se sentó á tomar el sol en el jardín. Era una mañana radiosa, casi caliente. Las arañas hilaban su tela entre las ramas de los árboles, y los gallos se tiraban como una pelota su canto de granja en granja. Sixto difundió sus ojos fatigados por la enredadera de glicina que azuleaba en la tapia medianera de la huerta.

Su tono violáceo le producía una sensación sedante. Cerró los ojos como en un soponcio, hundiéndoles en el ambiente rojizo que producía la luz al través de los párpados entornados. La sirvienta le trajo el correo. Ojeó los periódicos de Madrid. En uno de ellos leyó unos versos decadentistas, ripiosos y sibilinos la esto llaman poesía!—exclamó irónico, sin terminar la lectura. Cogió luego un periódico de París. Se fijó en un suelto que decía: El crimen de la baronesa. «Ha sido condenada á muerte por haber inducido á su hijo, con quien vivía maritalmente, á que matase á su padre...».

La voz de la sangre es una invención nuestra, por lo visto. Para la naturaleza no hay más sangre que la que circula por las venas. La madre era una alcohólica y el hijo un degenerado. Este linaje de crímenes sin poesía le daban asco, no moral, sino físico.

Grandes nubes blancas entoldaban el cielo. Sixto, tirando los periódicos á medio leer, empezó á pasearse por los senderos del jardín. Se sentía extenuado. En los perales y los manzanos se esbozaba el fruto entre el verdor de los vástagos. Esta labor sorda de la naturaleza le sugirió no pocas reflexiones. El crecimiento de las plantas, la aparición de las flores y luego del fruto... ¡qué misterio! Y todo no es sino el producto de la confraternidad de la tierra, del sol y del agua. ¿Cómo se operará este fenómeno? ¿La tierra muerde la semilla ó la semilla va poco á poco penetrando en la tierra? ¿La savia va corriendo por el tronco hasta detenerse en la punta de las ramas? ¿Por qué no crecen indefinidamente los vegetales? Así como el águila—pensaba Sixto recordando la imagen de Spencer—no puede volar fuera de la atmósfera que la sostiene, el espíritu humano no puede salirse de la esfera limitada en la cual es posible el pensamiento.

Sixto almorzó sin apetito. Aburrido de no poder leer ni escribir, inquieto y bilioso, decidió ir á Biarritz. Tomó el tranvía de vapor en el paradero de San León. El trayecto hasta Biarritz por esta parte le parecía más vario y pintoresco que por el B. A. B. Empezó á llover. Al través del cristal empañado regocijábase contemplando el verde y húmedo panorama que desfilaba al correr del tranvía. Aquí brillaba un prado onduloso de un verdor suculento, á trechos salpicado de sauces y olmos; en el fondo culebreaban cenicientas cumbres. Aquí y allá, quintas con jardines, ornadas de lilas, dalias y rosas, que se derramaban por encima de la tapia, límitrofe de la carretera. El tren se detuvo en Beyries. Un ciego rascaba un violín. Troncos de plátanos mostraban sus muñones sin hojas; enredaderas de glicinas festoneaban los balcones. Escampó un momento y Sixto salió á la plataforma á echar un cigarrillo. Volvió á llover, á pesar de los atisbos del sol que pugnaba por salir. El tranvía reanudó su curso bajo una humareda pastosa, que entraba á bocanadas en los coches. Debía de haber—pensaba Sixto—un tranvía eléctrico. Sería más rápido y más limpio. En el tranvía hablaban en vasco y en patois unas aldeanas vestidas de luto con una especie de solideo en la nuca. En el alto Bernain alegraron la retina de Sixto unas peonías rojas que sangraban sobre el verdor del césped. Las enredaderas tapizaban las paredes, y bosques de olmos y de pinos trepaban por las colinas en taciturna procesión. El tranvía se paró en Anglet. Una parra alargaba sus brazos espartosos por un muro, como si buscase un sostén. El tranvía siguió andando. De tarde en tarde una casa vasca, con su fachada de listas, un balcón de madera retorcida y su techo de tejas rojas, culminaba en medio del campo. Suntuosas quintas de floridos parques, lindos palacetes de rústicos balcones, con nombres sugestivos, semejaban como paletas de pintor tiradas sobre la hierba. El tranvía se detuvo en Les Thermes Salins, edificio de ladrillo, de arquitectura medio árabe. En sus ráfagas horizontales traía el viento la sal marina.

Sixto bajó á la playa costeando el «Hotel du Palais». El mar revuelto, acometedor, invadía la arena con ruido metálico, subiéndose hasta la misma terraza de ladrillo. Una banda de gaviotas revoloteaba al ras del oleaje con la monotonía circular de un horario. El «Café de la playa» estaba cerrado; pero al través de sus vidrios vió Sixto unos ingleses con gorra que tomaban (lo supuso) whyski con soda. El paisaje, nebuloso y frío, tenía algo de norteño. ¡Y era Marzo y en Biarritz!

Subió al Casino Municipal. Cantaban La Mascota. Entró en la sala del baccarra. Jugaban al chemin de fer. Eran los jugadores de siempre. Los caballitos no funcionaban todavía. Sixto se puso á hojear en el salón de lectura unas ilustraciones inglesas. Evidentemente, se aburría.—¿Qué es de su vida?—le preguntó un conocido que entró también en el salón de lectura—. ¿Ha estado usted malo?

—Sí, con una coriza muy fuerte...

Entraron otros socios y se formó la tertulia.

—Esa—dijo uno—es la mujer de un fabricante de automóviles que le pone cuernos hasta con los mosquitos.—¡Buena hembra!—añadió Sixto señalando á otra.—Pero cara—indicó otro. Menos de cien luises...—Muchos luises me parecen.—¡Esa sí que es guapa!—exclamó Gumersindo Suárez, un rentista madrileño, joven y bien parecido, que pasaba parte del año en Biarritz; pero—añadió socarronamente—tiene un vicio muy feo: es lésbica.—¿Y ésa?—preguntó Sixto.—¿Lésbica también?—Es una inglesa muy rica y muy jugadora.—Mire, la peor lengua de Biarritz. Es una portorriqueña que presume de aristócrata.—¿Y aquel de bigote recortado, dientes de lobo y aire insolente?...—Ese es un chileno, terror de las mujeres sin hermanos y sin maridos...

—Y aunque les tuviesen. El marido moderno no se distingue por lo celoso—respondió Sixto.

Y así fueron despellejando á cuantos iban entrando en la sala de juego.

—¿Ha leído usted los periódicos de hoy?—le preguntó Suárez á Sixto—. París está inhabitable. Los bandidos, después de matar, huyen en automóvil. ¡Y qué bandidos!—Son el producto, á mi ver, observó Sixto, de varios factores: de la degeneración fisiológica, desde luego; del influjo sugestivo de las novelas policíacas, hoy en moda, en que se glorifica el asesinato y el robo, y de la propaganda anarquista. España no es el país trágico, el país de la voluptuosidad y la muerte, como suponen los extranjeros. El país trágico, el país de la lujuria y de la muerte es Francia.—¡Cómo!—intervino monsieur Chevron, un francés inteligente y culto que no admitía mas que una España: la católica á macha martillo de Felipe II.—Lea usted, si no, la prensa parisiense—le arguyó Sixto—: bandas de apaches matándose á la luz del día por una Casco de oro; cajeros que se fugan con los fondos que se les confían; divorcios prematuros que acaban en el concubinato de los mismos cónyuges; quiebras fraudulentas de banqueros que se suicidan ó toman las de Villadiego; mujeres burladas que se vengan rociando con vitriolo la cara á sus amantes versátiles; asesinos que al oírse condenar á muerte se envenenan en las narices de los jueces; ejecuciones capitales; militares que traicionan á su patria por dinero; duelos á espada y á pistola por arañazos de la vanidad ó manía exhibitoria; aviadores que se despeñan de alturas vertiginosas; parricidas epilépticos; jóvenes románticas que se arrojan al Sena; sádicos precoces que violan á niñas de cinco años; sodomitas sorprendidos en plena misa negra; la policía volando con dinamita el escondrijo de los anarquistas...

No sé de país en que se viva más intensamente que en Francia, porque, codeándose con este mundo de desequilibrio mental, de frenesí destructor, brilla el mundo del arte, el mundo de las ciencias, en que se lucha por la gloria. En España la vida se desliza monótona, de cuando en cuando conturbada por rebeliones parciales del obrero contra el patrón, del socialista contra el clerical, del quinto contra la leva... En cambio, en Francia, ¡qué hervor de pensamientos y de emociones! ¡Cuánta convulsión vesánica, qué fiebre de oro, qué afán patológico de llamar la atención pública, qué tensión nerviosa tan continua, qué curiosidad analítica tan sutil, qué sed dipsomaníaca de vicios raros, de sensaciones agudas que dictaron á Jean Lorrain páginas de un bizantinismo psicológico incomparable! ¡Qué querer escudriñarlo todo, investigarlo todo, demolerlo todo, burlarse de todo! En Francia se vive, se ama, se lucha, se estudia y á la vez se trabaja mucho.

En los ojos de monsieur Chevron, socarrones y vivos, relampagueaba como una sonrisa satisfactoria de aprobación.

Sixto no se sentía del todo bien y, temeroso de una recaída, se volvió á Bayona, metiéndose en la cama á escape.

V

Era un día primaveral, de cielo azul, impoluto, de luz rubia. Sixto tomó un coche que le dejó en Biarritz. El verdor del campo, salpicado de margaritas, como le pintaban los primitivos, la frescura del aire comunicaban á su espíritu una alegría vigorosa. Se sentía optimista, contento de vivir.

La playa estaba llena de familias que cosían bajo las tiendas, mientras los chicos correteaban jugando, descalzos los pies, por la arena de oro. El sol era tan fuerte que dañaba la vista. Era un sol tropical, desfachatado, chocarrero, que ponía á prueba la legitimidad de los rubios y de los rojos de los pelos y de los labios femeninos. Era un sol sin perífrasis que llamaba anémico al anémico, viejo verde al que pedía juventud al embuste de las tinturas, que denunciaba todas las arrugas que la araña del tiempo tejía en las sienes, en la frente y en los párpados de aquellas jamonas elegantes, reacias á capitular con el pasado...

Sixto subió al casino. El corazón le dió un vuelco al ver otra vez á Cipri. Jugaba á los caballitos. La blusa azul y los pendientes de zafiro que llevaba acentuaban el blancor de su cuello. Sixto se acercó á ella.—¿Gana usted?—la preguntó.—Cipri, ruborizándose, cambió de sitio. Sixto, tomando á desaire esta actitud, se fué al salón de lectura sin añadir palabra. Cipri le siguió con los ojos.—¿Será timidez ó que mi presencia la enfada? Al ver que continuó mirándole volvió á acercarse á ella con andar felino. Luego de mirarla con fijeza la dijo:—Es usted muy guapa. ¿Vive usted en Biarritz?—No—contestó ella, acariciándole con los ojos.—¿Esa señora que viene con usted...?—Es mi madre. ¿Y vive usted en Biarritz?—No, en Bayona.—¿Solo?—Sí, solo, con mi perro.—¿No se aburre usted? Sixto dió una larga fumada al cigarrillo que tenía en la boca.—Leo, escribo.—¿Vive usted en la ciudad?—En el campo.—¿En el campo? ¿Y no tiene usted miedo?—¿De quién?—¡Pues yo tendría mucho miedo!—De usted sí le tendría.—¿De mí?—Sí, de sus ojos. ¡Tiene usted unos ojos...!—Cipri se los pasó como una pluma por los suyos. Era una mirada toda súplica, toda molicie.

—Apunte usted al 9, verá cómo gana.—Yo nunca gano. Tengo muy mala sombra.—Será usted afortunada en amores.—No lo sé.—¿No ha amado usted nunca?—¡Nunca!—Vamos, sea usted sincera.—Lo soy.—Bueno, usted no habrá amado; pero ¿á que la han amado á usted...?—Tampoco.—No, no puedo creer que una mujer como usted no haya sentido nunca latir su corazón por un hombre. Será usted muy exigente.—Tal vez.

La gente que salía del teatro, arremolinándose en torno de los caballitos, interrumpió el diálogo.—Le felicito. Es muy bonita—le dijo Margot á Sixto, apretándole un brazo.—¿Te gusta?—¡Ah, sí!—añadió, desapareciendo entre la multitud.

—¿Quiere usted que tomemos una taza de té?—Cipri vaciló.—Señora—insistió Sixto volviéndose á la madre de Cipri, que dormitaba en un sillón—¿tiene usted inconveniente en aceptar una taza de té?—Madre é hija se miraron, interrogándose con los ojos. Al fin aceptaron. Terminado el té salieron á la terraza del casino, desde la cual dominaban el bullicio de la muchedumbre, que hormigueaba en todas direcciones, Cipri también se había fijado en Sixto desde el primer día,—He pensado mucho en usted—la dijo.—¿En mí? ¿En qué pensaba usted?—Pues he pensado que es usted muy hermosa y que me gusta usted mucho. Tiene usted una cabellera turbulenta. Cuando ahí nieva, ¿qué será en la sierra?—Cipri se puso como la grana, bajando los ojos.—Y yo, ¿qué impresión la he causado: buena ó mala?—Mala, no, al contrario.—Sixto, entretanto, la miraba con ojos libertinos.—¡Ay, qué boca tiene usted tan lúbrica! Si estuviéramos solos, se la comía á besos.—¡Ay, qué cosas dice usted! Es usted terrible.—¿La ofendo?—Ofenderme, no; pero...—¿Quiere usted que demos una vuelta por la playa?—Como usted quiera.

El mar estaba erizado de centellas argentinas. El sol, como un globo de yodo, se hundía en el horizonte. Ya no era sino una media naranja de un color entrevinoso y de melocotón muy maduro. Los vidrios del faro centelleaban con la violenta irradiación de un huevo luminoso que se hubiera estrellado contra ellos, Sixto y Cipri se paseaban desde la verja del Hotel du Palais hasta la rampa automática. Doña Encarnación (así se llamaba la madre de Cipri) les seguía con los ojos desde la terraza del casino.

—Me llamo Cipriana Zaldívar—decía ella—. Qué nombre tan feo, ¿verdad? Pero me llaman Cipri, por abreviar. Soy madrileña; pero hemos vivido algún tiempo en París hasta la muerte de mi padre, acaecida hace tres años.—¿No tiene usted hermanos?—No. Mi madre y yo solas.—¿Vive usted todo el año en San Juan de Luz?—Sí. Aquello es muy tranquilo y á mamá la prueba bien. Es una ciudad pequeña de cinco mil habitantes. Tiene una catedral vasca muy vieja que vale la pena de verse.—De cuando en cuando vamos á Madrid y á menudo venimos á Biarritz. ¿Verdad que Biarritz es bonito?—¿Ha estado usted en Bayona?—De pasada, varias veces.—Es muy pintoresca. Véngase usted á almorzar un día conmigo y se la enseñaré.—Si mamá quiere...—¿Por qué no ha de querer? Me avisa usted un día antes, porque podría suceder que me ausentase, y sentiría que no me hallase usted. ¿Me escribirá usted?—y la dió su tarjeta,—Sí—contestó ella con timidez—, mirándola.

El cielo era rubicundo, con lejanías de un violeta muy lánguido. La brisa soplaba voluptuosa.

VI

Bayona empezaba á animarse. El invierno había sido inclemente: lluvias constantes y un frío casi ruso. ¡Fíense ustedes en las leyendas!—pensaba Sixto—. Dicen que el Mediodía está siempre impregnado de sol y que aquí no se necesitan chimeneas. ¡Pura filfa! Aquí, como en el Norte, llueve á cántaros y los caminos se ponen intransitables.

A fines de Febrero vino un alemán, domador de fieras, con unos leones y unos tigres desdentados, medio idiotas por el abuso de la morfina que les daba con la carne para que no ofendiesen. Lo que divertía á la plebe eran los elefantes, que empujaban con la frente las ronlottes hasta ponerlas en fila. Encima de cada uno iba un indio á horcajadas, con un garfio, á cada uno de cuyos pinchazos sacudían las enormes orejas, grandes abanicos de trapo, y las deformes sanguijuelas de sus trompas.

El elefante—pensaba Sixto—es un animal hecho al revés: la trompa debía ser el rabo, y el rabo, la trompa. Caprichos de la naturaleza. ¿Por qué el águila vive en las cumbres y la solitaria en el intestino? ¡Misterio!

A mediados de Marzo se inauguró una feria, que era la de todos los años: tiros al blanco; columpios en forma de góndolas y aeroplanos; pastelerías en que se hacían gaufrettes á la vista del público; confiterías en que se apiñaban las barras de nougats y de turrones y caramelos. A la puerta de una barraca había este letrero pintado en una faja de lienzo: Comme on nous vole et on nous tue.—Era un museo de figuras de cera, tristemente alumbrado con lámparas de gasolina. Allí estaba el busto del asesino Troppmann, sobre el cual recordaba Sixto haber leído mucho en las Memorias, de Goron. Al lado estaba el busto de Caserío, cuya mirada mística contrastaba con los ojos hundidos, de ave de rapiña, de Troppmann. En medio de la sala, bajo un fanal, mostraba una mujer sus tripas. Según rezaba un cartel, era una de las víctimas de Jack the Ripper. Entre otras figuras no menos espeluznantes había una pierna como un jamón que apretaba una argolla de tortura.—La Inquisición, claro—pensó Sixto.

La muchedumbre contemplaba con asombro esta clínica del dolor y del crimen. Y no contenta con ver, trataba de tocar con los dedos la fingida carne de estos mamarrachos de cera. Sixto se detuvo luego frente á otra barraca á cuya puerta gritaba un hombre vestido de rojo, con un sombrero verde: «¡La mujer más gorda del mundo! Ella sola pesa tanto como dos vacas». Sixto entró á verla.—Ya que estamos en provincia—se dijo—, seamos provincianos.

La vaca doble tenía, en efecto, una superabundancia de tejido adiposo que daba miedo.—Esta mujer—reflexionaba Sixto—no tendría precio en un naufragio. ¡Qué posaderas, qué seno!—Cada teta era como un globo. La mujer tenía una cara risueña, era locuaz, chancera, comunicativa. Salvo el seno, lo demás se le antojaba á Sixto de pega.—Pellízqueme usted—le decía—; pero Sixto se abstuvo por un sentimiento compasivo. Mientras la miraba cavilaba así:—El público es fácilmente engañadizo. ¡Qué de politicastros le hacen creer en un patriotismo de fachada, como la gordura de este hipopótamo con faldas! Lo demás es ficticio; pero á la plebe la gustan las cosas así: grotescas y efectistas. Una mujer bella, pero armoniosa, la deja insensible. En cambio, una Venus hotentote, como esta de la feria, la inspira deseos libidinosos.

En otra barraca, un italiano, vestido de amarillo con una caperuza negra, se desgañitaba para que el público asistiese á una sesión de espiritismo. Viendo que los gritos no le daban resultado, se puso á tocar una campana. Viendo que la campana tampoco le surtía efecto, se puso á bailar abriendo desmesuradamente los ojos. Luego apareció una sonámbula: era una mujer pálida, fofa, de tez grasienta y ojos vidriosos. Vestía de verde con una cofia blanca.

—¡Pobres saltimbanquis!—exclamó Sixto para sí.

La música de los tíos vivos, una música nasal y melancólica, le entristecía. Era una evocación polvorienta del pasado, con su desfile de visiones borrosas y de romanticismos anticuados. Aquella alegría popular, que giraba sobre cerdos de palo ó se columpiaba en barcas aéreas, le enervaba. Sus nervios gastados no percibían este placer fresco de aquellos á quienes la esclavitud del trabajo sólo permitía divertirse una vez por semana. Las criadas de servir, en fila y de bracero, como una parra, subían y bajaban á lo largo de la feria, riéndose neciamente con los soldados y los horteras que se paseaban en sentido contrario, ó se paraban ante el órgano, un órgano inmenso, como de iglesia, de un cinematógrafo ambulante, complicada máquina movida por la electricidad, de fuelles, tubos, trompetas, tambores, cascabeles, platillos, flautas... que atronaban el espacio con el torrente de sus estrepitosas discordancias. Estaba todo él constelado de ámpulas eléctricas de una marillez estridente. Un foco eléctrico, que se comía los ojos, giraba como un faro, eyaculando á mucha distancia, al través de la obscuridad de la noche, su polen de oro.

Sixto vió salir del circo ecuestre á Margot, que iba en compañía de un hombre obeso de cara rojiza y monóculo. Iba de prisa, con dirección al B. A. B., á tomar el último tren que salía para Biarritz. Al pasar junto á él le dijo:—Muy bonita la joven con quien hablaba usted en el casino. ¿Quién es? Ya ve, con una así... ¡Adiós, adiós! Hasta mañana.—Y desapareció serpenteando entre la muchedumbre y sin darle tiempo á contestarla.

Sixto se paró á ver la gente que salía del cinematógrafo y del circo,—Las mujeres de los Pirineos son muy sabrosas, se decía—. Tienen la redondez de senos y la chatura de nalgas de las danesas.

La cabellera es copiosa; la piel, blanca; los ojos, lánguidos; el andar, muelle y sandunguero. ¿Qué sería de uno, harto de libros, aburrido del trato social, desengañado de todo, si desapareciese del planeta esa cosa linda con cerebro de pollo, injusta y sensiblera, que se llama la mujer? Después de todo, no hay con qué sustituirla, en lo que habla á nuestros instintos sexuales, al menos. Unas nos gustan por morenas, otras por rubias; ésta por robusta, aquélla por esbelta y delgada; cuál por inteligente y perversa, cuál por bondadosa y cándida. ¡Hasta las hay que gustan por tontas!

La lujuria es el resorte más poderoso de la vida social. Todas ó casi todas las fechorías del hombre obedecen á esta locura de la carne que Shakespeare llamó «la bestia de dos lomos». ¿Qué hombre (salvo los frígidos) no ha corrido tras una mujer, sin medir la trascendencia de lo que hacía? Sin esta pasión ó este instinto, ó como se llame, el mundo se acabaría, aunque la reproducción es cosa mecánica que se realiza, gracias al óvulo y al espermatozoide, sin nuestra intervención voluntaria. No hay pueblos castos, como han sostenido algunos que juzgan por las apariencias. Lo que hay es que en unos la lujuria es más imperativa que en otros. Hay razas que parecen no tener otro móvil que amarse. En ellas la cabeza ocupa un lugar secundario, y las sensaciones mandan como reyes absolutos. ¿Quiénes son más felices: los pueblos instintivos ó los que dan más importancia á lo mental? No lo sé, aunque me inclino á creer que hay más atractivo (por lo menos, es más duradero) en el goce del espíritu que en el de la carne. El placer físico ¡es tan fugaz! Pero ¿qué cosa hay que no deje la sensación de poco duradera, aun el mismo dolor cuando va de vencida...?

Las barracas empezaron á apagarse y los feriantes á meterse como conejos en sus ronlottes. Era una noche de ébano con muchas estrellas. Sixto echó á andar por los glacises con dirección á su casa. La luz de los faroles le impedía ver la ruta. En uno de los bancos, sombreado por los robles, sorprendió á una pareja de enamorados que se abrazaban, besándose.

Casto levantó la pata, orinándose en el pantalón de Romeo, el cual estaba tan absorto que no se dió cuenta.

—¿Lo habrá hecho con intención?—se preguntó Sixto.—Siempre junto á la poesía la prosa, junto al entusiasmo, la burla.

VIII

Habían transcurrido muchos días sin tener Sixto noticias de Cipri. Todas las mañanas, al levantarse, esperaba con impaciencia carta suya.—¿Se habrá olvidado?—decía—, O acaso esté mala. Estas mujeres que frecuentan los casinos suelen ser tan volátiles...

Una mañana, cuando menos pensaba en ello, recibió una postal, con la playa de San Juan de Luz, que decía:—«Mañana sábado, si le parece bien, iremos á almorzar con usted.—Cipri

Sixto ordenó á la sirvienta que lo limpiase todo bien, que renovase las flores de la sala y ornase la mesa con dalias y rosas. Esa noche durmió mal. Bastaba la menor cosa, fuera de la rutina de su vida de ermitaño, para ponerle nervioso. La perspectiva de una nueva adquisición amorosa le asustaba y le atraía á un tiempo. Su egoísmo le dictaba reflexiones de un orden fisiológico, fundado en el instinto de conservación. Eran las mismas que en casos análogos le dictaba siempre: «Esa energía que malgastas en amoríos pasajeros la necesitas para el estudio, para restablecer el equilibrio mental perdido en años de libertinaje». Así que callaba esta voz, otra, la de la curiosidad, no menos dominante, unida á la de su vanidad de hombre que había sido amado muchas veces, le argüía con sofismas lisonjeros, ya que no con objeciones sólidas. Su espíritu luchaba entre la tentación de lo desconocido, que se brinda á descorrerse, y el temor á que, una vez conocido, le dejase indiferente. Pasaba con facilidad de la simpatía á la antipatía. Tan pronto como descubría una mácula, física ó moral (no podía remediarlo), se apoderaba de él una repulsa invencible. Detestaba á una persona que oliese mal, por ejemplo, ó que tuviese la nariz deforme y grasienta. Su aversión no era sólo mental, sino fisiológica. En un día amaba y desdeñaba, según el traje y la postura de la mujer. Bastaba que se volviese de espaldas, ó que doblase una pierna, ó que riera con risa de falsete, para que sintiese por ella una antipatía súbita ó una lujuria irresistible.

En vano intentaba explicarse estas contradicciones psicológicas. ¿Arraigaba en el fondo de su vida animal? No olvidaba que la simpatía y la antipatía se manifiestan ya en el protoplasma por atracciones y repulsiones que revelan una sensibilidad orgánica en esbozo, traducción acaso de un instinto de conservación rudimentario.

La excitación neumogástrica que produce la náusea, ¿no es la antipatía fisiológica? El hombre sano mira con desdén al enfermo, como el activo desprecia al apático. El apetito sexual nace de diferentes sensaciones obscuras que surgen de distintas partes del organismo. ¿Cómo explicarse estas simpatías y estas aversiones repentinas? El sentimiento tiene su lógica, á menudo en contradicción con la inteligencia. Todo amor satisfecho—continuaba Sixto filosofando—, ¿no es un hastío que empieza?

Cipri estaba, en verdad, seductora; vestía un traje blanco con una gran rosa de púrpura en el seno. En su cuello descotado brillaba una cadena de oro con un relicario de azabache y un collar de corales lánguidamente rosáceos. Al destocarse mostró la selva de su pelo negro con visos azules, ceñida por una ancha cinta carmesí. Tenía algo de salvaje.

La mesa estaba en el jardín, bajo la glorieta, al través de cuyas hojas dibujaba el sol en el suelo y sobre el mantel caprichosos arabescos.

—¡Qué hermoso jardín!—exclamó Cipri, paseándose por los senderos—. ¡Y cuántas flores tiene usted!—añadió, escudriñándolas una por una—: claveles, rosas, lilas, lirios, violetas...

—Todo está en botón todavía. El frío que ha hecho no las ha dejado abrirse.

En esto apareció Casto meneando la cola y ganoso como siempre de caricias.—¿Es éste su perro?—preguntó Cipri pasándole la mano por el lomo—. Tiene unos ojos que hablan. ¿Muerde?—Supongo que mordería si le hiciesen daño.—Debe de ser buen guardián. ¿Verdad, Casto, que eres buen guardián?—El perro, lamiéndose el hocico y agitando el rabo, parecía comprender.

—Es mucha casa ésta para un hombre solo—observó doña Encarna—, Debía usted casarse.—Sixto simuló no oiría; pero ella prosiguió:—Me va usted pareciendo un gran egoísta.—Cipri la reconvino con los ojos.

Mientras almorzaban, unos pájaros invisibles trinaban en la copa de unas acacias.—Hasta pájaros tiene usted—dijo doña Encarna—.No le falta á usted sino la serpiente.—Y Eva, para imaginarme en el paraíso, ¿no?

El vino, un excelente Burdeos rojo, y la brisa, una brisa soporífera que convidaba á la siesta, sacudían de un lado para otro, como la rama de un árbol, la cabeza de doña Encarnación. Ya habían tomado el café.—¿Quiere usted echarse en la hamaca?—la propuso Sixto,—¿Quieres, mamá?—preguntó Cipri.—¿Me resistirá?—Claro que sí.

Luego de examinarla violentando la red con las manos, se acostó, quedándose á poco dormida.

Sixto y Cipri se miraban entretanto con miradas lascivas,—¿Quiere usted lavarse las manos? Suba usted, Cipri, á mi cuarto.—Cipri obedeció sin la menor resistencia.—¡Cuántos cuadros tiene usted! Este es «El pasmo de Sicilia», de Rafael, ¿no?—Y de sus discípulos.—Le he visto en el Prado. Este es un Greco, ¿verdad?—preguntó indicando una copia del «Entierro del Conde de Orgaz»—. ¿Dónde está este cuadro?—En Toledo.—¿A usted le gusta el Greco? A mí me parece muy estrambótico, con esas figuras tan largas que parecen que andan en zancos y esas caras bizcas y tenebrosas. Diríase que tomaba sus modelos de un espejo de la rigolade,—¿La gusta á usted la pintura?—Muchísimo. Creo que si pintase, no lo haría mal. Esto no lo conozco.—Es la célebre Betsabé, de Rembrandt. Acaba de salir del baño; está sentada en un tapiz de Oriente, mientras una sirvienta la corta las uñas de los pies y otra la peina. Fíjese usted en su rostro: es fino y triste. Su carne dorada resalta en la penumbra.—¿Y éste?—Es el Baco, ó el San Juan Bautista, que no se sabe de fijo, de Leonardo de Vinci.

Sixto, pretextando examinar los cuadros, se acercó á Cipri hasta rozarla la nuca con el bigote.—¡Huele usted á gloria!—la dijo—. ¿Qué perfume usa usted?—«Coeurde Jeannette». ¿Le gusta?—Mucho. Es muy voluptuoso.—¿Y este retrato?—añadió Cipri, cogiendo una fotografía de la chimenea. Era el de Agata Erickson.—Es de una amiga muerta.—¡Qué distinguida!—Cipri continuó el escrutinio.—Tiene usted aquí á casi todo Velázquez: «El bobo de Coria», Menipo. Diríase un sablista de la Puerta del Sol. «La rendición de Breda.» ¡Qué pintorazo!, ¿eh? Nadie ríe en sus lienzos; los perros son tristes, los bufones son tristes.—Refleja el tedio de la corte de Felipe IV.—¿Y esta vista?—Es de Florencia. Y ésa de Amsterdam.—¿Ha viajado usted mucho? —Mucho.—¿Estará usted aburrido de todo?—Menos de las mujeres hermosas como usted—y la dió un beso en la nuca. Cipri tembló como la hoja en el árbol, pero sin protesta.—Desde el primer día que la vi, la amé. ¡Es usted tan atractiva! He pensado mucho en usted, mucho,—Conforme la hablaba, la cubría de besos: en las mejillas, en los ojos, en el cuello, en la boca...—¡Déjeme usted!—suspiraba Cipri, medio desvanecida, los ojos cerrados, asmático el aliento, ¡Oh, no!—Quiero poseerla á usted. ¡Te amo, te amo!—¡No, no!,—exclamaba Cipri, sujetándose las faldas para impedir que Sixto se las levantase.

La lucha fué corta. Atravesada en la cama, la desabrochó el corpiño, bebiendo en el cáliz de aquellos botones vírgenes el néctar de una sensación embriagadora. No pudo gozarla, sino á medias, y epidérmicamente.

Cipri se abotonó la blusa, se arregló el peinado en el espejo. Tenía la cara como una amapola. Sixto, una vez satisfecho el apetito carnal, lamentaba haberla conocido. Por fortuna, vivía lejos y no vendría á verle con frecuencia. Cuando se despidió de él, estrechándole larga y convulsivamente la mano, descubrió en ella algo indefinible que volvió á encenderle el deseo. Se había puesto pálida, muy ojerosa, y su fisonomía exhalaba como un aroma de pasión melancólica.

—Escríbeme—la dijo—aunque sea una tarjeta postal.

Doña Encarna no se enteró de nada.—¡Cuidado que he dormido!—bostezó desperezándose.

Sixto la miró con irónica lástima.

Ya en el tren, camino de San Juan de Luz, comentaba á su modo la impresión que la había causado Sixto.—¡Qué extravagante me parece ese hombre! ¡Mire usted que vivir solo, como un monje, en ese caserón, sin más compañía que un perro, como San Antonio con su cochino...! ¿Qué quieres que te diga, Cipri? A mí no me acaba de llenar. No sé, me parece medio loco.

Cipri no contestaba. Se puso á mirar por la ventanilla el paisaje.

Sixto se quedó caviloso. ¿Por qué había cedido tan pronto Cipri, sin la más leve rebelión pudorosa? ¿Fué el resultado de una sugestión incontrastable? ¿Por qué, sin embargo, no se entregó del todo? ¿Tendrá alguna anomalía? ¿Temería á la maternidad? Mejor: así no la amaría. Para amar se requiere estar ocioso, y yo tengo tanto en qué pensar. La haré venir cuando me hostigue el deseo. Será mi querida á medias, una querida ideal. Lo que mata el amor las más veces es la intimidad: el roce continuo gasta las cosas y las almas. Una mujer á quien no se ve sino de higos á brevas, tiene siempre algo de nuevo, de sorpresivo: siempre se la ve con ojos ávidos. El olvido puede que sea el triunfo de una especie de fagocitosis en que las nuevas impresiones destruyen á las viejas. El hombre, en la escena del mundo, se come al hombre; en sus intimidades anatómicas, unas células devoran á otras células...

Cipri debía de ser una hembra deliciosa, á juzgar por lo que él pudo ver en aquel brusco asalto de su lujuria: sus mamas, duras y rebeldes; su garganta, marmórea, de una suavidad de plumón; su boca, dúctil, plegable á todos los escarceos de la lascivia, desde el beso pastoso linguolabial, centrípeto, hasta la succión perversa; sus manos, finas, largas, monjiles...

VIII

Sixto sé fué á Biarritz. Entró en el casino. En un corro se comentaba la catástrofe del Titanio.—¡Qué asunto para un drama!—exclamó Sixto:—en el silencio de una noche astrífera, el gigantesco trasatlántico se hundía majestuoso en un mar sin olas, entre el clamor de los náufragos y los sones de la orquesta...—¡Qué prueba de altruismo han dado esos ingleses, salvando, ante todo, á las mujeres y á los niños!—objetó uno.—Lo cual me parece en contradicción con su teoría de the struggle for life—arguyó Sixto.—Admiremos, con todo, la abnegación y la sangre fría de esa raza.—Casi todos los náufragos eran millonarios.—¿De qué les servían sus millones? El poder de los millonarios es reducido: se extiende á un número determinado de personas. Su esfera de acción tampoco es muy grande: no abarca más de una localidad.

¿Puede un millonario impedir una tormenta? ¿Puede un millonario acabar con los mosquitos ó con las ratas? ¿Puede un millonario devolverle el habla á un mudo? ¿Dónde está, pues, el poder omnímodo del oro, ese poder omnímodo que se refleja en los actos y en las palabras del rico? ¿A qué construir barcos tan enormes? ¿Qué prisa tenían de llegar á ninguna parte? ¡Si hubieran sabido que tenían cita con la muerte...! Llamo poder al del sol, porque sin el sol no podemos vivir; llamo poder al del aire, porque sin oxígeno no podemos respirar. Pero ¿qué poder tienen esos capitalistas sobre nada y sobre nadie? Todo se lo deben á los pobres. Los pobres hacen á los ricos. ¡Ay de los ricos el día en que los pobres se convenzan de que los ricos son ellos!

—¡Pero usted es un anarquista!—objetó la marquesa.—Anarquista, no. El anarquismo no es una solución: es un medio.—¿Odia usted á los ricos?—Ni les odio ni les amo. Ellos viven su vida; yo vivo la mía: nada les debo ni nada me deben.—La catástrofe del Titanio—observó la marquesa—se debe, sin duda, á que en él iba el famoso diamante azul, de trágica historia. Perteneció á un sultán de Turquía que fué destronado; le adquirió más tarde un español, que murió en el mar; pasó luego á poder de María Antonieta, que murió decapitada, como todo el mundo sabe; le adquirió después la princesa de Lamballe, que murió á manos de la chusma. Más tarde le compró un joyero de Amsterdan, que se pegó un tiro. Su último propietario dicen que iba en el Titanio.—¡Qué joya!—exclamó uno riendo.—Pero ¿ustedes creen en esas cosas?—preguntó Sixto.—¿Cómo no?—contestó la marquesa.—Que no hubiera habido témpanos, y el buque habría llegado felizmente á su destino, á pesar de todos los diamantes azules habidos y por haber,—Es usted—dijo la marquesa con cierta acrimonia—un materialista de tomo y lomo.—No lo crea usted. Sueño más de lo que usted se imagina; pero no sueño sandeces.—¿Usted?—y haciendo un gesto desdeñoso se levantó, dirigiéndose al baccarrat.

—Nosotros—dijo Suárez echando el brazo á Sixto—nos vamos al cine.—¿Qué dan de nuevo?—Una película en que aparece Nerón incendiando á Roma—dijo Suárez.—¡En plena tragedia!—exclamó Sixto riendo.—Me siento contemporáneo de Sófocles.

—A este cine se puede venir—indicó Suárez—. No se fuma, huele bien y hay mujeres elegantes.—Casi todas extranjeras—añadió Sixto—. ¿No opina usted que el cine acabará con el teatro?—No. En lo que sí me parece que le perjudica es en lo módico del precio. Por un franco le dan á usted todo el reinado de Nerón, Venecia con sus canales y sus palacios de mármol, los últimos días de Pompeya. En fin, medio mundo. ¿Cabe algo más barato? Fíjese usted, Sixto, en esa resurrección histórica—dijo Suárez en el momento de quedarse el teatro á obscuras—. Nerón responde físicamente á los bustos que de él se conservan en el Vaticano, y por lo que toca á su psicología, es el mismo de Tácito y Suetonio. ¡Qué tío! Ese sí que vivió. No contento con matar á su hermano y á su madre, va ¿y qué hace? Pues incendiar á Roma, nada menos.—¡Qué tío!

—Moralmente, será todo lo monstruo que se quiera; pero desde el punto de vista artístico es colosal. No seré yo quien le defienda; pero no está probado que fuese él quien incendió á Roma.—¡Cómo!—exclamó Suárez.—No falta quien sostenga que fueron los cristianos. Pura broma.—No, no, en serio. Tácito, Suetonio y Dion Casio fundan sus relatos en simples rumores populares. Para Tácito, el desastre fué la obra de lo fortuito ó una maquinación del príncipe. Suetonio le acusa sin ambages. Afirma que la fealdad de los viejos edificios y la estrechez tortuosa de las calles de Roma movieron á Nerón á quemarla.—Pues hizo bien—Dion Casio es más explícito: Nerón, según él, abrigaba de antiguo el proyecto de dar al traste, no sólo con la ciudad que baña el Tíber, sino con el régimen imperial. Envidioso de la suerte de Príamo, quiso que Roma tuviese el fin trágico de Troya...—Conjeturas—observó Suárez—. Vea usted ahora esa película en colores: es magnífica.

—¡Como si estuviéramos en Venecia! ¿Para qué se necesita viajar? El cine nos traslada de un lugar á otro, sin las molestias del tren y el barco.—¿Ha estado usted en Venecia?—En toda Italia.—Vea usted, ése es un viaje que yo haría con inefable deleite.—Nada más fácil. Hoy se viaja casi de balde.

A la salida del cine siguieron hablando de proyectos viatorios.—Venecia y Brujas, ¿se parecen?—preguntó Suárez.—Como todas las ciudades lacustres. Diñase que Venecia se muere de molicie, y Brujas, de exceso de ascetismo. La primera no olvida que fué la dominadora del mar, con sus duques y su fasto. Brujas, siempre conquistada, guarda con melancolía las cenizas del Temerario.

Venecia conserva sus grandes palacios de mármol, ornados de frescos; las cúpulas, los campaniles y las flechas de sus basílicas; sus puentes esculpidos, sus museos de obras maestras...—La pintura de Georges Rodenbach nos da de Brujas una sensación gris y fría—le interrumpió Suárez—. Sus canales «son caminos de silencio incoloro», alterados de tarde en tarde por los cisnes.—Pero en Brujas están Mémling y Van Eyck. Afines del siglo XV Venecia dominaba el Adriático y el Mediterráneo, el Archipiélago y el istmo de Suez. Su flota era imponente; su riqueza, enorme; sus fiestas, deslumbrantes. De su pérfida oligarquía, ¿quién puede hablarnos con más elocuencia que el famoso palacio de los duques, todo alegría marmórea al ras de la plaza, todo austeridad arriba?

Los plácidos canales que en Venecia y en Brujas parecen no tener otra misión que prolongar la sombra de los edificios, se convierten, á medida que va uno hacia el Norte, en fecundas vías de comunicación. Holanda les debe su bienestar y su poesía.

Subieron luego al casino. Allí encontraron á la marquesa y á Margot, á quienes invitaron á cenar. Habían perdido el último céntimo.—Hagan lo que yo—las decía Sixto—, que no juego. Es el medio seguro de ganar siempre.

—Desde hace un mes—dijo la marquesa—me persigue la guigne.

—Dígase ananké, en griego,—contestó Sixto con sorna.

Cenaron allí mismo. Durante la comida, la marquesa no cesó de manifestarle á Sixto su resentimiento. ¿Por qué no fué aquel día? El champagne se encargó de reconciliarles. Acababan de dar las diez cuando salieron del casino, á medios pelos todos. Tomaron un coche. Dieron varias vueltas por la ciudad, silenciosa y dormida ya á esa hora, por el bosque de Bolonia, á orillas del lago, y, á propuesta de Suárez, acabaron la juerga en casa de Margot. Safo nada hubiera tenido que enseñar á aquellas dos mujeres ardientes y viciosas.

A las tres de la madrugada regresaba Sixto en un auto á Bayona.

La serenidad de la noche contrastaba con su excitación nerviosa, con sus inquietudes mentales. Siempre le pasaba lo mismo: después de la orgía, el cansancio físico, el pesimismo filosófico, el mal sabor de boca, el tedio invencible de la vida...

IX

Se levantó muy tarde, con mucho dolor de cabeza y el cuerpo como molido á palos. Soñó con la catástrofe del Titanic. La pesadilla fué horrible. Aun despierto giraba los ojos en torno suyo como sorprendido de verse en su cuarto. Su criada le oyó gritar: ¡auxilio, auxilio, que me ahogo! Los relatos de los periódicos (en aquellos días no se hablaba de otra cosa) le impresionaron fuertemente. Aunque fingiese lo contrario, las calamidades ajenas hallaban eco siempre en su corazón. Asistió, en realidad, al desastre del trasatlántico inglés; él le sintió chocar con la enorme montaña de hielo; él oyó la plegaria de los náufragos en el silencio de la noche serena; él vió á los fogoneros en el vientre del navío echando carbón á la máquina hasta el instante supremo de la sumersión; él vió el buque, iluminado como para una fiesta, hundirse en el abismo insondable; le vió como un pato que pesca, la cabeza en el agua y las patas en el aire; él oyó la música que tocaba arrullando la tribulación de las víctimas que luchaban por salvarse; él presenció la separación desgarradora de las mujeres de sus maridos; él se vió con el salvavidas en la cintura bregando con las olas... En esto, despertó.

¿Será verdad (se preguntaba) lo que dice Nietzsche, que en el sueño sólo nos revelamos como somos? En la vigilia somos víctimas del influjo de lo que nos rodea. Pero ¿acaso en el sueño no reviven las sensaciones de la vigilia? El pensador alemán se equivoca, á mi ver, cuando afirma que mientras soñamos el pensamiento funciona libremente.

Mientras almorzaba, poco y sin apetencia, reflexionaba en la ironía paradójica del destino. ¡Cuántos sacrificios, cuántas luchas, cuántos años de esfuerzos y perseverancia, cuánta diligencia, cuánta vigilia personificaban aquellos millonarios devorados en un segundo por el mar! Todo lo que había sido motivo de respeto, de adulación, desaparecía en un dos por tres, sin que se alterase el ritmo del universo. ¡Cuántas veces, al menor síntoma de una enfermedad benigna, llamarían al médico! ¡Cuántas veces, al menor estornudo, se quedarían en casa por miedo á una bronquitis! Y ¡ahora flotaban en el mar, desamparados, confundidos con los despojos del barco, como cosa inútil, sirviendo de pasto á la voracidad de los peces! ¿Cómo concebir que esta burla trágica fuese el designio de una providencia, toda amor, toda verdad? ¡Con qué placer se cambiaría ahora cualquiera de esos millonarios por el último mendigo! ¡Oh, la vida! ¿Con qué se paga la vida? ¿No valía más ser pordiosero vivo que millonario muerto? Ruskin, que tan duramente censuró el afán de atesorar de los ingleses, tenía razón: la única riqueza es la vida.

Así que acabó de almorzar, salió al jardín, inundado de sol, con los rosales en capullo prontos á abrirse. Casto le miraba con fijeza. ¿Comprendería que estaba de mal humor?

La vida—filosofaba Sixto fijándose en un arriate de patatas nacientes—está en el grano, en estado latente; pero para manifestarse necesita del calor, de la humedad... como el corazón de ciertas mujeres necesita el riego del cariño para amar. Esta indiferencia puede prolongarse hasta siglos sin que el grano pierda su poder germinativo. ¿No se cita la fecundación de granos recogidos en los hipogeos egipcios? Con los animales pasa lo mismo: las rotíferas (crustáceos que viven en el musgo de las paredes) se secan cuando les falta la humedad; pero una vez humedecidos resucitan. ¡Qué vida tan enigmática la de los árboles! Absorben agua, ácido carbónico y amoníaco y eliminan oxígeno. El animal absorbe oxígeno, elimina agua, ácido carbónico y amoníaco. Los principios necesarios á la planta son precisamente aquellos que el animal desecha. El vegetal no necesita moverse para nutrirse. ¿Para qué necesita la conciencia? Le basta con extraer los alimentos nutritivos de la tierra y de la atmósfera. Y el animal se sostiene gracias á los vegetales. Y sin nutrición no hay conciencia posible.

Pensando en esto se quedó dormido. A poco despertó. Le contrariaba no tener noticias de Cipri. ¿Estaría enferma? ¿Estaría enamorada de otro? La cabeza seguía doliéndole. Hasta su retiro llegaban los ecos de los órganos de la feria. Pronto se irían con la música á otra parte. Abril tocaba á su fin, y la feria nunca duraba más de un mes.

Sixto se acostó temprano, luego de tomar un vaso de leche, el único alimento que apetecía. Durmió hasta las dos y pico. A esa hora se asomó al balcón de su cuarto, que daba al jardín. En un cielo nítido, de un añil lánguido, brillaba una media luna amarilla. Algunas estrellas titilaban muy separadas las unas de las otras. El aliento aromático del pensil, desleído en la frescura de la brisa, le producía una sensación sedante. Aquellas estrellas lejanas, tristes, meditabundas, ¡qué sutil misterio derramaban en su pensamiento, ávido de una explicación satisfactoria del embrollo del mundo!

Cantó un gallo, luego otro, más tarde otro... En la obscuridad luminosa de la noche las casas y los árboles se destacaban con precisión geométrica.

En los charcos se oía como la carcajada reprimida de una vieja ó el ruido de una carraca invisible: eran las ranas. El Adour, al desembocar en el mar, daba al silencio nocturno una solemnidad imponente. Lejos se oía algo parecido al caer isócrono de una cuenta de vidrio en un recipiente metálico. ¿Era una lechuza ó un sapo?

Sixto sintió que perdía, aunque transitoriamente, el sentido de la realidad. Era un estado de alma depresivo, un alejarse de sí propio como si fuera aislándose por dentro del mundo circunstante.

En un reloj lejano dieron las seis.

Después de bañarse, según acostumbraba, y de tomar su desayuno, salió á dar un paseo á pie por las afueras de Bayona. La mañana, fresca y fulgurante, invitaba á ello. Al regreso se sentó en un banco, á orillas del Adour, en las Altees Marines. El río, muy azul, con despellejadlas verdosas, chispeaba como un hormiguero de estaño. El color bermejo de los tinglados del otro lado del río, donde estaba la estación del Mediodía, resonaba en la quietud del agua soñolienta como un grito. Ni un vapor, ni una gabarra, ni una vela alteraban la coherencia de aquel sosiego fluvial.

Sixto se puso á filosofar, como solía siempre que se quedaba solo, y casi siempre lo estaba.—Debo de estar enfermo, cavilaba, porque sólo un enfermo da en la flor de analizarlo todo: yo me analizo, analizo lo que me rodea, y á veces llego á un verdadero delirio metafísico. El hombre sano, normal, no analiza: se deja vivir sin espiarse, ó, á lo menos, si analiza, no abusa.

Encandilados los ojos por el cabrilleo del río, reflexionaba:—¡Cómo cambian los matices de los objetos con la intensidad de la luz! Cuando aumenta, el violeta se torna rojizo; el rojo, anaranjado, y el anaranjado, amarillo. Cuando disminuye, el amarillo se vuelve anaranjado; el anaranjado, rojo; el rojo, carmesí; el carmesí, violeta, y el violeta, azul... El color blanco—continuaba—se va tiñendo sucesivamente de los tonos del arco iris: el blanco rojizo se vuelve blanco violáceo cuando la pupila se cierra, y el blanco violáceo se vuelve blanco rojizo cuando la pupila se abre... ¡Qué difícil debe de ser pintar, cuando el que pinta se llama Ruysdael, ese psicólogo del paisaje! ¡Qué maravilloso aparato visual se requiere para fijar en una tela este metamorfoseo fugitivo de las apariencias luminosas...!

¿Hay concordancia entre el fenómeno pictórico, según le entiende el físico, y el fenómeno pictórico, según le entiende la psicología? Parece que no. El color es un fenómeno físico cuando se refiere á las radiaciones lumínicas, y un fenómeno psíquico cuando se refiere á la sensación luminosa. ¿Sabemos de alguna impresión luminosa incolora? No.

Unos obreros se sentaron en un banco contiguo á almorzar. Una vieja vestida de luto les trajo en una cesta la comida. Eran españoles. Lo conoció en dos soberanas blasfemias dichas en un castellano oxidado por el desuso y lleno de galicismos. Casto se acercó á ellos, mirándoles con insistencia, en espera, sin duda, de que le tirasen un hueso.

Sixto, siguiendo las veleidades del río, reanudó su mariposeo intelectual. Entretanto, unas golondrinas rastreaban el suelo en torno suyo. Diríase, no que volaban, sino que andaban de puntillas sobre las alas.—Se ha descubierto en la retina una substancia sensible á la acción química de la luz, llamada fotopsina, gracias á la cual se transforma en sensorial la impresión lumínica. Una insolación la destruye, pero reaparece en la obscuridad... ¡Qué misterio!

Se ha observado que el ojo de las serpientes carece del todo de esta materia purpurina. En el epitelio retiniano se opera la conversión nerviosa de la luz, á cuyo influjo (de la luz) atraviesan la pupila imperceptibles corrientes eléctricas. La transformación sensorial de la luz aparece como la sucesión de dos fenómenos: uno químico y otro eléctrico. Se manifiesta por movimientos, como en los protozoarios unicelulares. El fenómeno es análogo al de la clorofila que se verifica en las plantas. Como no tienen aparato visual localizado, sino manchas pigmentarias esparcidas en la piel que les sirven de ojos, son incapaces de apreciar el sentido armónico de las relaciones tintóreas. Son acromatópsicos. Ignoramos cómo el estímulo exterior deja una huella durable en el cerebro. La imagen y la sensación, ¿serán de la misma índole? El encéfalo es de suyo insensible. La sensibilidad reside en la periferia.

Sixto sacudió la cabeza de pronto como si le picasen las ideas. Quería gozar instintivamente, dando de lado al recuerdo de sus lecturas, con el espectáculo del radioso panorama fluvial. Quería sentir, no pensar.

En la catedral dió la una. Sixto, suspendiendo su descosida meditación, se encaminó á su casa, seguido de Casto, que le miraba como si quisiera preguntarle algo. Tal vez quería decirle que pensase menos y le tirase unas piedras.

X

—¡Al fin resuella!—exclamó Sixto al encontrar sobre su mesa una carta de Cipri. Le anunciaba que dentro de dos días iría á verle, rogándole que la disculpase de su silencio, originado por haber tenido á su madre mala. Sixto estudió grafológicamente la carta. Aquella escritura pastosa revelaba sensualismo, reserva, constancia, pero poca voluntad.

Desde la hamaca en que estaba echado oyó la voz de Gumersindo Suárez, que le llamaba al través de la verja.—Amigo, si no vengo á verle, lo que es usted no da señales de vida. ¿Qué hace usted? ¿Está usted libre?—Yo siempre lo estoy, pero...—Déjese usted de peros y véngase á cenar conmigo á Biarritz. Luego iremos al cine. Nos darán á Fausto en colores. No hay otro espectáculo, pues el teatro del Casino se cerró ayer.—Como Sixto hiciese un mohín evasivo, Suárez insistió:—Vive usted muy retraído. Buena es la soledad, pero no tanto. Vamos, anímese...

Suárez y Sixto habían intimado. Suárez era más joven, muy moreno, de ojos vivos, mediana estatura, enjuto y nervioso, aficionado á la lectura, pero optimista y jovial. Profesaba á Sixto, personal é intelectualmente, una afección admirativa, y cuenta que sus sentimientos religiosos estaban en pugna con el sentir casi anárquico de Sixto. Había vivido en París y viajado por Europa, aunque no tanto como su amigo. Sus rentas le permitían una vida regalada, en que la mujer ocupaba el primer lugar.

—Perdóneme la observación—le decía á Sixto á menudo—; usted analiza demasiado—todo lo reduce á polvo; y recuerde lo que dijo el poeta:


«Si quieres ser feliz, como me dices,
no analices, muchacho, no analices...»


Sixto no contestaba: sonreía con los ojos, con aquellos ojos irónicos y lánguidos.

Subieron al coche, que les esperaba á la puerta, dirigiéndose á Biarritz por el mismo trayecto del tranvía.

—¡Qué largos y qué sugestivos son los crepúsculos ahora! ¿Quién creería que van á dar las siete de la noche?—observó Sixto espaciando los ojos por el cielo, teñido de fresa y añil.

—Una comida sin mujeres es algo soso. ¿No le parece?—preguntó Suárez á su amigo—. ¿Quiere usted que invitemos á la marquesa y á Margot?—¿No conoce usted otras? Porque siempre las mismas...—En Mayo se despuebla Biarritz y las aves de rapiña emprenden vuelo hacia otros lugares más lucrativos.

En la playa había muy poca gente. La arena era de oro fino y húmedo, y el cielo, de una suavidad color de malva con lejanías de azafrán. Subieron al casino y en la sala de juego encontraron á sus amigas, que aceptaron gustosas la invitación. Mientras comían, Margot contestaba con perversa malicia á las preguntas, no menos maliciosas, de Sixto.—J'aime tout ce qui est bon—decía mirando á la marquesa con ojos oblicuos.

—¡Es usted terrible!—exclamó la marquesa dirigiéndose á Sixto—. ¡Qué cosas pregunta usted!—Eso se hace, pero no se dice. ¿Verdad, marquesa?—interrumpió Suárez—Shoking!

—No lea usted entonces la Biblia, usted que presume de buena cristiana, porque ¡cuidado si abunda en pornografías! El Levítico, por ejemplo, nos dice hasta qué punto llegó la corrupción del pueblo hebreo. Nosotros, á lo menos, no fornicamos, como ellos, con los demonios transformados en cabras...

—¡Qué cosas dice este hombre!—vociferó la marquesa, no sabiendo si reír ó indignarse.

—Sin duda que Salomón—continuaba Sixto imperturbable—empleaba ó sus concubinas en ejecutar á sus ojos, para que le excitasen, lésbicas evoluciones... David ¿no llevó al matrimonio una dote de doscientos prepucios, según leemos en el libro de Los Reyes? Es más: el prepucio de Abraham, ¿no fué el signo de la alianza entre Dios y su pueblo?

—¡Calle usted, hombre, calle!

Terminada la comida, Sixto y Suárez se fueron al cine. Margot y la marquesa prefirieron quedarse en la timba, fuera de la cual nada las divertía. A veces, cuando no tenían dinero, jugaban por otros, y si ganaban se quedaban con algo. La marquesa estaba medio separada del marido que pasaba lo más del año en Madrid.

Malas lenguas murmuraban que ni siquiera era marquesa; pero ella maldito el caso que hacía. Era una mujer atractiva y muy cachonda, al decir de Gumersindo Suárez.

—¿No le parece á usted, amigo Sixto, que este Fausto es un tonto de capirote? Vende su alma al diablo á trueque, no de la eterna juventud, porque al fin muere de viejo, sino de un poco de virilidad para gozar á Margarita, á quien seduce gracias á unas joyas y á la intervención de Mefistófeles.

—La leyenda—contestó Sixto—tiene todo el candor de las leyendas góticas.

—Yo que Fausto—continuó Suárez—hubiera pactado con Satanás á condición de que me hubiera concedido un poder genésico capaz de poseer á cuantas mujeres encontrase; de que ganase siempre al juego; de que me concediese la facultad de descifrar el enigma del mundo; de que me hubiese dado una sensibilidad compleja, intensa, insaciable, para experimentar todas las sensaciones, todos los sentimientos, todos los apetitos, desde el crimen hasta la filantropía, desde el amor platónico á la lujuria desenfrenada, de la ternura al odio; en suma, que me hubiera concedido la virtud de abarcar la vida en todas sus manifestaciones. Pero ¿qué le concede el diablo? Nada ó casi nada. Fausto no asiste á ninguna de esas fiestas deslumbradoras, orgiásticas, en que la realidad se confunde con la fantasmagoría. No catequiza sino á una pobre chica inocente, inexperta en cosas de amor. Lo difícil es inspirar pasión á una mujer gastada. Asiste á un aquelarre que mueve á risa. Y para eso va siempre de bracero con Mefistófeles, con cuya pérfida complicidad mata á Valentín.

—En la segunda parte—repuso Sixto—Fausto aspira á todo, con el auxilio de Mefistófeles, desde luego, con la ciencia que le revelará los arcanos del universo y con la poesía que encarnará á sus ojos el ideal estético por excelencia. ¿De qué mujeres se enamora? De Elena, símbolo de la belleza clásica, para perderse en el seno tenebroso de las Madres (y no abadesas).

—El Fausto remozado por mágico elixir no vuelve: allá se queda con las Madres, dígase con las Ideas. Lo que vuelve es su sombra.

—Prefiero el Tenorio, de Zorrilla. Ese, por lo menos, goza más de la vida.

—No olvide usted—le interrumpió Sixto—que Goethe, que, dicho sea entre paréntesis, fué más mujeriego que su célebre doctor, escribió un poema alegórico, á la alemana. Don Juan es español, mal que pese á Farinelli. El Fausto es teutón. ¡Cualquier día se le hubiera ocurrido al burlador de doña Inés el proyecto de fundar en sus postrimerías un pueblo industrioso y libre!

—¿Qué quiere usted?—objetó Suárez—. No soy partidario del arte simbólico. Se me antoja pueril y fatigoso, y con tantos significados como interpretaciones se le den. Soy franco: lo esotérico me deja indiferente. Cúlpese, tal vez, á mi ineptitud para la metafísica.

—Y eso que es usted católico—le arguyo Sixto.

El tiempo cambió de improviso: el cielo, antes estrellado, tornóse obscuro y un viento frío y silbante corría por las calles penumbrosas.

—Hasta pronto, amigo Suárez. Y gracias.

Sixto tomó el tren, que en veinte minutos le trasladó á Bayona.

La gare del B. A. B. distaba á píe, de su quinta, poco más de media hora.

Tomó por el atajo para llegar más pronto, pues se caía de sueño. En un boscaje cantaba una especie de mirlo, imitando el cantar de otros pájaros: los trinos del ruiseñor y del canario, el arrullo de la tórtola, el piar del gorrión, hasta el gotear fúnebre del buho, deshaciéndose, por último, en gorjeos de una melodía cristalina que en el silencio de la noche lluviosa adquiría una solemnidad, apreciable sólo de las almas contemplativas...

XI

Sixto fué á esperar á Cipri á la estación del Mediodía.

—¡Qué ciudad tan alegre!—exclamó ella cuando el coche atravesaba el puente del Espíritu Santo, bajo el cual el Nive y el Adour se fundían en una inmensa, compacta y caudalosa corriente tornasolada—. La primera vez que vine no me fijé. Verdad es que estaba tan aturdida...

Conforme andaban, la ciudad iba mostrando una fisonomía diferente: la calle de Port-Neuf, irregular, multicolora, cerrada en el fondo por las torres de la catedral, la pareció que ni de encargo para una tarjeta postal. El Jardín público, con sus arriates floridos y sus arboledas salteadas; el muelle, en que se apiñaban las pipas de vino y las cortezas de alcornoque; los glacises, con sus verdes protuberancias salpicadas de florecillas de oro, y sus naves góticas de encinas y olmos, cubiertos de hojas, la iban arrancando efusiones de sorpresa y regocijo. Pero su asombro creció de punto cuando el vehículo torció por la Route des Arenes: las ramas de los árboles, entrelazadas á las madreselvas, se derramaban sobre la carretera por encima de las tapias exuberantes de rosas, unas blancas, otras de carmín, otras amarillas; de glicinas, de boules de neige, que perfumaban el ambiente. En un prado la brisa agitaba las hierbas. Hubiérase dicho que reflejaban la sombra de grandes nubes erradizas.—¡Qué mañana tan hermosa! Da gusto vivir.

Sixto, devorado por secreta lujuria, ni miraba al paisaje, ni atendía á los comentarios de Cipri. La miraba de reojo el cuello, el cuello escotado, de una blancura de leche, ceñido por un collar de cuentas azules; la nuca provocativa y el seno que palpitaba trasluciéndose por la blusa de encaje, olorosa á Hubigant.

—Sí, muy hermosa—respondió maquinalmente.—Sentía una especie de angustia indefinible que se localizaba en el aparato respiratorio. No respondía á ninguna emoción particular y, sin embargo, participaba de todas á la vez. Esta angustia se transformó de repente en una sensación de inefable bienestar; una sensación placentera análoga á la que produce el hachis. A esta especie de euforia ya sabía él que sucedería una depresión física y moral. Sufría por anticipado.

A poco llegaron á la quinta, cuyo aliento aromático produjo á Cipri una larga aspiración voluptuosa.—¡Qué olor tan delicioso!—Sixto pagó al cochero y entraron. El sol, como una carcajada de luz, se difundía por todas partes.

Cipri, quitándose el sombrero, le dijo:—¡Qué lástima que no pueda pasarme aquí unos días!—¿Quién te lo impide?—Tendré que irme esta tarde.—¿Cómo, tan pronto?—No puedo dejar á mi madre sola. No está bien de salud. ¡Si supieras lo que he tenido que inventar para poder venir!...—Sixto la besó en la boca, con toda la boca. Cipri se puso muy pálida y trémula, teniendo que sentarse en una butaca á cobrar aliento.

Mientras preparaban el almuerzo, Sixto la condujo á su biblioteca.—¡No son pocos los libros que tienes!—exclamó ella pasando los ojos por los estantes de lomos rojos, amarillos, verdes y negros—. Con esto no te aburrirás.—A veces, sí. Todos dicen lo mismo. ¡Hay tan pocas obras originales!...

Señalando á la pared, de que colgaba, entre el retrato de Flaubert y el de Taine, el de Cervantes, ó que pasaba por de Cervantes, la dijo:—Son mis autores predilectos y cada día me gustan más. A más de genio, poseían lo que va desapareciendo: honradez mental. ¡Hay tanto farsante injustamente célebre!...

—¿Puedes creer que yo no he leído el Quijote?—No me sorprende. A muchos académicos les pasa lo mismo; lo cual no impide que le comenten. ¡Y tan gordos!

—¿Cómo no se te ha ocurrido escribir?—¿A mí? No en mis días.—¡Qué raro! Con el talento y la instrucción que tienes...—Para ser uno de tantos... Ya sé que, entre nosotros, el verdadero lector, culto, comprensivo, modesto, no existe. En cuanto alguien lee y escribe á derechas, ya se sabe: se echa á literato. El temperamento artístico no se improvisa. Se nace artista como se nace con los ojos azules ó negros. Entre nosotros, salvo excepciones, no se escribe: se garrapatea. ¡Con qué facilidad, con qué frescura se llama genio al poetastro palabrero y cacológico! Yo, de escribir, haría una especie de diario íntimo, como el de Amiel, en que fuese apuntando las aventuras de mi espíritu al través del marinsondable de la vida. Lo único, tal vez, de que podemos hablar con alguna relativa certeza es de nuestro yo, y cuenta que somos víctimas á menudo de ilusiones internas, como lo somos de engañifas visuales.—¡Es lástima que no escribas!

Almorzaron en el jardín, entre una sinfonía de rosas, alelíes, claveles y lirios del valle.—Parece un árbol de coral—dijo Cipri con templando un castaño en flor.—Tiene el color de tus labios—la interrumpió Sixto cogiéndola cariñosamente la mano.—¡Qué manos tan finas! Son como las que pintó Murillo—y se las pasó por las mejillas.—Son como de raso.

En los ojos de Cipri llameaba un ansia mal reprimida de goce carnal,—¿Has pensado en mí?—le preguntó tras una pausa.—Mucho. ¿Y tú?—No he hecho otra cosa—y entornó los ojos.—Estaban frente á frente. Sixto se levantó, besándola, por la espalda, en los párpados y en las sienes. El tórax de Cipri se hinchó de suspiros entrecortados, y las alas de su nariz se dilataban como si diesen algo muy fragante. Luego, cortando unas rosas de Alejandría, se las puso en el cabello y en el corpiño, en el surco de los senos. Cipri le pagó la galantería con una mirada de amoroso agradecimiento.

Sixto encendió un habano, que chupaba larga y perezosamente entre sorbo y sorbo de café.—¡Cuánto he comido! Voy á reventar—exclamaba Cipri pasándose las manos por el vientre.

Sixto no hablaba. Con los ojos entornados, contemplaba el azuloso desanillarse del humo.—¿En qué piensas?—le interrogó Cipri acariciándole el pelo, de visos caobeños.

—Vas á decir que estoy loco. Estaba pensando... Vamos, adivina.—No caigo.—Pues pensaba en cómo el estómago no se digiere á sí mismo durante la vida. ¿Será porque la substancia alcalina que protege la mucosa impide al jugo gástrico devorarle? ¡Cualquiera lo explica!

—¡Qué cosas se te ocurren!—Poco poéticas, ¿no? Para mí hay más poesía en estos enigmas fisiológicos que en la retórica gárrula de muchos poetas.

Acabado el almuerzo subieron á la alcoba. Cipri, en camisa, se sentó en la orilla de la cama, echándose aire con un abanico, mientras Sixto, á sus pies, sobre una piel de tigre, empezó á acariciarla las pantorrillas, que blanqueaban al través del calado negro de la media de seda; luego los muslos, de largo y carnoso fémur; luego los ilíacos salientes... Cipri, llevándose las manos al abdomen, trató de impedir que la cabeza de Sixto se internase en sus piernas.—¡No, no!—le decía rechazándole con fingida repulsa.—Sixto, entonces, quitándola las medias, la besó desde la rótula hasta el metatarso.—No tienes la planta del pie convexa, sino chata.—Y eso, ¿qué significa?—preguntó Cipri—. ¿Es malo?—Después, sentándose junto á ella en el borde de la cama, la besó en los ojos, en las orejas, en la garganta, mordiéndola en los labios.

Cipri se sentía como una paloma entre las garras de un halcón. No hablaba; tenía los ojos entornados y la respiración espasmódica. De pronto, Sixto, poniéndose en pie, la atravesó boca arriba sobre la cama; la levantó la camisa, quedándose como fascinado por la mancha hirsuta y negra que sombreaba sus ingles marmoleñas.—¡No, no!—sollozaba ella cruzando las piernas y arqueándose.—Sixto volvió á morderla en los labios, saboreando el sonrosado y duro pezón, que parecía una fresa. Ella, entretanto, movía la cabeza nerviosamente, como diciendo que no, los brazos doblados bajo la nuca...

Semejante irrupción de besos y caricias la estremecían con sus efluvios eléctricos. Sixto recostó la cabeza sobre aquel vientre, jadeante, como si le hubiera dado un síncope. Cipri abrió mucho los ojos, en señal del susto que aquella explosión de lujuria la había causado. Tampoco pudo Sixto gozarla esta vez, pues se resistía á la consumación de la cópula. Tenía miedo, un miedo invencible á la maternidad, á pesar de que Sixto trataba de disuadirla diciéndola que emplearían infalibles preservativos. Mientras ella permanecía en la cama como muerta, desgreñada y sudosa, él, sentado en una butaca, se quedó medio dormido. El calor sofocaba. Parecía Julio. A lo lejos se oía el pitar del tren de Biarritz, y por la persiana entraba, con la fragancia del jardín, el piar de los gorriones.

Media hora después se le renovó á Sixto el deseo. Cipri, menos vergonzosa y tímida que al principio, vibraba de lascivia con las perversiones eróticas que Sixto murmuraba casi con lágrimas en la voz á su oído.—Te lo haré la próxima vez—le decía ella cogiéndole la cabeza entre las manos—. ¡Te amo, te amo!—gemía abrazándola por la cintura y espolvoreándola de besos de omoplato á omoplato—, ¡Qué pechos tienes tan belicosos, qué sobacos tan negros, qué caderas tan macizas! ¡qué selva tan viciosa!...—añadía sobándola.

La besaba la mano, dedo por dedo, hasta llegar, en lánguido culebreo, al hombro. Parecía un loco, un loco refinado, de una sensibilidad aguda, dolor osa...—¿Has gozado mucho, mi vida?—¡Mucho, mucho!—contestaba Cipri, fijos los ojos en aquellos ojos verdes que la dominaban.

Eran las siete menos cuarto y el sol fulguraba como si fuesen las doce del día. Cipri, levantádose de pronto, exclamó:—¡Tengo que tomar el tren de las siete y media!—y se puso á vestirse. Ya te escribiré. ¡Adiós, adiós!—Te acompañaré á la estación—la dijo Sixto abrazándola.

Fueron á pie hasta el B. A. B. y allí tomaron un coche. Los vidrios de los edificios llameaban.—La vida de las casas—observó Sixto—está en sus cristales. De día, al caer la tarde, sangran con el sol como si estuvieran heridas. De noche, la luna les infunde una melancolía soñadora, y al amanecer, con la palidez del alba, parecen pupilas de ciego.

Al arrancar el tren, Cipri, desde la ventanilla, saludaba á Sixto, agitando el pañuelo y tirándole besos con la mano.

XII

Sixto, al volver de la estación del Mediodía, encontró á Suárez en un café frente á la plaza de Armas.

—¡Qué hembra, amigo! Mes compliments! Ahora lo comprendo todo, como dicen en las comedias. Su aislamiento de codorniz está justificado. ¿Se puede saber quién es? ¿Peco de indiscreto acaso?—No, es una amiga. No vive aquí; vive en Hendaya.—No es francesa, ¿verdad?—No.—Es muy guapa. Así me las receta el médico: es alta, esbelta, de buenas carnes, ¡y con unos ojos...! Vamos, no sea usted egoísta y preséntemela.—Cuando vuelva á verla—le contestó Sixto mirándole con enigmática fijeza.—¿Sintió celos? ¿Por qué le miró de aquel modo, entre voluptuoso y criminal?—Le advierto que dista de ser lo que usted supone. Por de pronto, debo decirle que es virgen.

—Pero ¿usted cree en vírgenes? No sé si fué Byron quien dijo que en España no había más vírgenes que las de Murillo.

—Lo mismo pudo decir que en Italia no hay más vírgenes que las de Rafael. Desplantes de humorista... Yo le aseguro á usted que es doncella.

—Basta que usted lo diga—añadió Suárez sin acertar á explicarse aquel enredo—. Será una medio virgen—pensó luego para sí—. Hablando de otra cosa: ¿quiere usted asistir á un baile que dan esta noche en Biarritz?

—¿A un baile? No.

—Se divertiría usted, que buena falta le hace.

—Si usted sabe que soy cada día más enemigo de la sociedad. Tiende á abolir el yo individual, poniendo una librea oficial al pensamiento colectivo.

—Eso será desde el punto de vista filosófico.

—Destruye la originalidad, descolora los sentimientos, adultera las palabras, entroniza la reticencia, el disimulo, el disfraz.

—No lo dudo; pero...

—¿Por qué el individuo ha de valer menos que la multitud? ¿Y qué me dice usted de su moral hipócrita y con anteojeras? Los que se conforman á ella se imaginan en un mundo mejor que el nuestro. La cortesía, que es el aceite que lubrifica el rodaje social, nos impone un fingimiento constante. Nadie dice lo que piensa.

—Si el hombre—replicó Suárez—dijese todo lo que siente, ¡adiós, sociedad! Fingir es defenderse. La vida común es imposible sin el engaño mutuo. La cortesía es la moral á flor de piel.

—La mentira—continuó Sixto—es de suyo antisocial, y, con todo, la sociedad es un tejido de embustes.

—Paradójico estáis.

—La sociedad decapita, en nombre de su espíritu gregario, lo que sobresale y brilla, poniéndole al tronco una cabeza sin sesos. Puede que algún día, muy lejano á mi ver, la sociedad mejore despojándose de su máscara. Hoy por hoy, me asquea. Como soy sincero, me refugio en la soledad; así no me expongo á reñir con nadie.

—No haga usted el Alceste—añadió Suárez riendo—, y véngase. Nos divertiremos.

—No, no—le contestó Sixto tendiéndole afectuoso la mano.

—Bueno; no insisto. Hasta pronto.

Sixto dió una vuelta por el muelle. La visión del río brumoso, con lejanías de plumaje de flamenco, trajo á su memoria los extraños paisajes de Turner.

Se le avecindó la noche en el campo. El chirriar de los grillos alternaba con el gargarizar de las ranas, parecido al desgarro de una tela. La campana de la catedral se desgranaba en la paz del crepúsculo como si fuese contando los minutos que le quedaban á éste de luz todavía...

XII

Sixto no pudo pegar ojo aquella noche hasta muy tarde. Se sentía nervioso, cansado, sombrío, con amagos de hemicránea. Se levantó varias veces, asomándose en paños menores al balcón.

La noche cálida, con muchas estrellas, ensombrecía el jardín, cuyas rosas blancas se destacaban en la penumbra verdosa del follaje. El gotear melancólico de un buho sonaba en el bochorno silencioso como una flauta rústica, de un solo agujero, en que silbase una boca en forma de u.

Rememorando lo ocurrido durante el día, no podía menos de sorprenderle el paganismo de Cipri. ¿Será inconsciencia? De nada se alarmaba; no parecía cristiana, sino una griega del tiempo de Píndaro. ¿Será una amoral?

Estaba rendido de fatiga. Sus músculos no obedecían las órdenes del cerebro. Sus impresiones periféricas llegaban tarde y como de mala gana al sensorio. Este enervamiento perpetuo—se preguntaba—, ¿será un residuo hereditario de los árabes, mis antepasados remotos?

En estas horas de laxitud hubiera querido creer en algo sobrenatural. El cristianismo—reflexionaba—es religión para acabar la vida, no para empezarla. ¡Nos habla con tanto pesimismo de lo deleznable de las cosas! Ha convertido la calavera en el símbolo de la filosofía.

Todas las religiones son absurdas y suicidas. Spencer tiene razón.

Luego miró al cielo; estaba cuajado de puntos rutilantes.—Es para volverse loco—suspiró abismándose en la inmensidad inconmensurable—. El mundo no es una causa; es un mar sin fondo de causas y concausas, de efectos y coefectos. La ilusión de los que creen en Dios estriba en suponer que el mundo es un efecto, y como no hay efecto sin causa...

Una tristeza honda, lírica, le fué invadiendo poco á poco. Se sentía desamparado, con ganas de llorar, de llorar mucho.—No estoy histérico, como de fijo me diría un médico si le consultare. ¡Ah, la soledad! Por eso nos morimos, porque nos quedamos solos. De nada vale la ciencia, de nada vale el cariño, de nada vale el talento, de nada vale la virtud... Nos quedamos solos y nadie ni nada puede salvarnos. Por eso nos morimos.

Tras un intervalo de parálisis mental, en que su pensamiento se metía en sí mismo, continuó cavilando. La imagen de Cipri surgió ante sus ojos interiores en toda su desnudez estatuaria. Sentía aún sus besos y sus abrazos.—¿Será verdad que en el sistema nervioso, como ha pretendido cierto fisiólogo ilustre, persiste largo tiempo el estado vibratorio en que le puso el estímulo exterior? Esta especie de fosforescencia orgánica, ¿explicará la resurrección de las emociones pasadas? Vibraciones luminosas, conservadas silenciosamente en una hoja de papel durante algún tiempo, reviven en la obscuridad al influjo de ciertos reactivos... ¿Pasará lo mismo con el recuerdo? ¿Cabe algo más misterioso, más incomprensible que la labor del cerebro? Basta hojear una obra de enfermedades mentales.

Dieron las cuatro de la mañana; el cielo ennegrecióse y empezó á soplar un viento frío, presagiando lluvia. Sixto cerró las maderas del balcón y se metió en la cama tiritando.

XIII

Cipri estaba aturdida, no atinando á explicarse cómo había cedido tan pronto. Recordaba que en otras ocasiones, en París, por ejemplo, había sabido resistir victoriosamente el asalto lúbrico del hombre. ¿Cómo se había dejado dominar esta vez sin la menor protesta? No hallaba otra explicación (y puede que diese en el hito) que el estar enamorada de Sixto. Desde que le vió por vez primera en el casino se sintió subyugada por aquellos ojos verdes de fosforescencia felina. Había sido un amor fulminante. Permanecía boca arriba horas enteras en la meridiana, pensando en él.

—¡Qué vicioso es!—se decía, con la fascinación que producen los libertinos en las mujeres castas, pero ardientes—. ¿Todos los hombres serán así?

Cipri no era rica, pero vivía con holgura. Su padre, al morir, la dejó una renta de más de mil francos mensuales y la villa en que vi vía en San Juan de Luz: grande, de dos pisos, elegantemente amueblada, con un jardín, que alquilaban á veces en el verano á familias españolas. No era ambiciosa ni pensó nunca en casarse, y menos por negocio. Con lo que tenía y el amor de Sixto se daba por satisfecha.

Los hombres, á pesar de su complexión fogosa, la inspiraban una aversión instintiva. Tal vez había en su organismo alguna anomalía sexual, un vicio tal vez de conformación. ¿Es explicable la antipatía? Había encontrado en su vida algunos hombres simpáticos; pero que odiaba desde el momento en que pretendían pasar de la amistad al amor. No aceptaba ni la posibilidad de que un hombre pudiera besarla. Y no era necesario que fuese feo ó deforme, ó sucio; bastaba que su figura la desagradase. El amor físico, ¿será, como el hambre y la sed, una sensación de todo el cuerpo?—se decía. Los sentimientos tienen su lógica, una lógica que se presta á menudo á consideraciones arbitrarias. Lo subconsciente, como dice Sixto, ¡es tan obscuro...!

Pensaba á veces en que, á no ser por su madre, cuyo estado valetudinario exigía cuidados constantes, se iría á vivir con Sixto. ¿Le gustaría? Tal vez no. ¡Es tan raro! Tendría razón: la convivencia mata el amor y con el roce se pierde el respeto y viene el cansancio. Yo no pienso, sin embargo, así. Quisiera estar siempre á su lado besándole, oyéndole, mimándole... La asaltaba el temor de que pudiera ponerse malo; en ese caso volaría hasta él para cuidarle, abandonándolo todo. ¡El pobre! ¡Tan solo como está...!

Luego se preguntaba: ¿Me querrás ó será un capricho pasajero? Yo no ambiciono nada: lo único que me importa es él, su cariño.

—¡Cipri, á cenar!—la gritaba doña Encarna, interrumpiendo bruscamente su monólogo—. Hija, ¿en qué piensas? Estás como tonta. Vamos, que no te dé tan fuerte. Los hombres no merecen tanto. Todos son unos veletas y unos embusteros.—No, todos no—la contestaba Cipri poniéndose ceñuda.—¡Todos, hija, todos! ¿O crees tú que Sixto está hecho de otra pasta? Será más instruido, más inteligente; no lo discuto; pero por lo que toca á lo demás, será como todos. Créeme.—Di que no le tienes simpatía.—Me es indiferente, aunque me parece algo pedante.

Para Sixto, doña Encarna no existía. Lo feo, lo deforme, lo friático le producían un movimiento natural de repulsa. ¡Tan exquisita era su sensibilidad estética! Doña Encarna tenía un vientre de tambor, un rostro pajizo de hepática.—Debe de ser sucia—pensaba; y la suciedad era cosa con la que no transigía su rupofobia. Una persona guarra—así decía—le daba asco (no podía remediarlo), por culta que fuese. Además, doña Encarna era muy devota, indiscreta y rutinaria. No hacían migas. Pocas veces la dirigía la palabra, á sabiendas de que la ofendía. Doña Encarna no era tan ciega para no verlo.

XIV

El calor extremoso que hacía, más propio de Agosto que de Mayo, exacerbaba á Sixto, acentuando su misantropía. Estaba en su biblioteca cuando recibió una carta de Cipri. Su apatía era tal, que ni la abrió. La dejó sobre la mesa con los periódicos del día.—Para leer necedades estoy.

Late en todo organismo—divagaba—una tendencia sorda á vivir: en los animales y en las plantas es instintiva y ciega; conscientes en el hombre. De aquí su infortunio. El hombre se agota en la búsqueda laboriosa de lo que puede satisfacer sus apetitos, aquietar su corazón, esclarecer su inteligencia. Es un perfume que se evapora tan pronto como destapa el frasco que le contiene. Schopenhauer lo dijo: vivimos en la certidumbre de ser derrotados. La historia de la humanidad se reduce á querer sin motivo, á padecer siempre, á luchar siempre para después morir, y así hasta el fin de los siglos... Conforme se aguza nuestra sensibilidad, somos más infelices. La dicha, suponiendo que la haya, está en la inconsciencia. Los que viven sin pensar, los que no interrogan á la naturaleza (más de media humanidad) son menos desdichados que los filósofos. ¡Se ha repetido tanto!

El pesimismo de Sixto no era reflejo, bebido en Hartmann y en Schopenhauer: era espontaneo y reflexivo á la vez. El decaimiento de su patria, cuando las demás naciones progresaban, le dolía. ¡Hasta China había cambiado de régimen político! Sólo España seguía impertérrita en el asno de la tradición por la trocha del fanatismo y de la rutina. Había perdido la fe en el porvenir de su raza (en otro tiempo, animosa) y no creía en la eficacia de las revoluciones. Su neurastenia contribuía á dar á sus emociones un tinte lúgubre.

El jardín era una orgía de rosas: unas rosadas, otras purpurinas, otras blancas, otras amarillas; unas de ancha corola y pétalos carnosos; otras de una palidez de cera, finas, frágiles... Su aroma, mezclado á la nicotina del cigarro de Sixto, saturaba la biblioteca de un olor casi emético.

La ciencia le había conducido á una teoría mecánica del universo. No hay fenómeno que se produzca por sí solo, sin antecedentes. Su determinismo se lo explicaba todo, pero sin satisfacer, ni con mucho, su sed de idealismo unitario. Se quejaba (era un romántico, aunque alardease de positivista) de que el sol iluminase con igual indiferencia las alegrías y los dolores, las injusticias, los grandes sacrificios, la virtud y el crimen... Y era en la naturaleza, en la naturaleza sorda donde había buscado un asilo; en esa naturaleza en que la imaginación sentimental sólo veía un concierto armonioso, y la ciencia, elementos hostiles y fuerzas en perpetuo conflicto...

La naturaleza no tiene oídos para nuestras lamentaciones ni respuesta para nuestras preguntas: no distingue lo justo de lo injusto; no entiende sino de fuerzas de cuyo triunfo se regocija. ¿Qué podemos contra ella? Todo eso de justicia, de virtud, de amor es un espejismo de la fantasía. La misma concepción de un mundo suprasensible (protesta contra las iniquidades del mundo real) es pura invención nuestra. El egoísmo es la base de la vida. Pretendemos en vano disfrazarle con nombres mentirosos: amor á la gloria, filantropía, ambición noble) patriotismo... El hecho mismo de vivir entraña ya la victoria del egoísmo.

La lucha por la vida destruye toda virtud. Vivir es prostituirse. La sociedad obedece, aunque sostenga lo contrario, á las leyes de la naturaleza: sanciona la fuerza y la injusticia.

Tras una pausa, en que sus ojos seguían los serpenteos del humo (¡humo era la vida, humo era todo!), prosiguió:—La ciencia, so pena de extraviarse, vive esclava de los hechos, obstinada en no mirar de tejas arriba. Su dilema es éste: ó encerrarse en un fenomenismo desolador ó declararse impotente. No responde sino evasivamente á los grandes problemas. Spencer lo dice: no podemos conocerla substancia íntima de las cosas... Si, apartándonos del mundo visible, la consultamos sobre los enigmas del mundo moral (el porqué de la vida, por ejemplo), nos responde que la metafísica no es de su incumbencia. ¡Lo inconocible! El hombre es como una mosca detrás de un cristal: engañada por su transparencia, cree que puede traspasarle y no logra sino tropezar con él. Engañado por su propia conciencia, cree que puede penetrar el misterio del mundo y no logra sino tropezar á cada paso con la realidad que le impide ir más lejos.

La ciencia deja en el espíritu del que la cultiva un poso de amargura. Le entristece, no sólo enseñándole, sino mostrándole su ignorancia. Ante este océano de lo desconocido en que naufraga el pensamiento, ¿qué partido tomar? La hipótesis deísta es inadmisible. Siempre queda esta pregunta: y á Dios, ¿quién le hizo? Un espíritu realmente científico no pide á lo sobrenatural la explicación de lo natural.

¿Es preferible seguir ignorando á creer? Pero ¿cree el que quiere? ¿Y en qué creer?

Dos morales se imponen: la del estoico y la del epicúreo. El estoicismo no busca recompensa sino en sí propio. La doctrina de Epicuro sólo busca el placer. El estoico cree en el bien, y esta creencia, ¿no tiene mucho de metafísico? Ser virtuoso sin creer en la virtud, ¿tiene sentido? La doctrina de Epicuro conduce al pesimismo. El fin del placer es el dolor. Esquivar el dolor sería más lógico que buscar el placer, toda vez que el placer es negativo.

Hegesias, no hallando en la voluptuosidad el fin único de la vida, según la enseñanza de Aristipo, acabó por suicidarse. Fué, por lo menos, lógico.

Los que no reflexionan son optimistas. El instinto de conservación rechaza toda conjetura fúnebre. Vivir no es pensar. El abuso del análisis fatiga el cerebro, y un cerebro fatigado no ve sino musarañas.

En la atmósfera de universal disolución que respiramos, ¿qué doctrina responde á las exigencias de la razón? ¿Hay alguna que permanezca en pie? A esta anarquía intelectual se debe quizá el egotismo imperante; cada cual tiene su moral, su política, su concepción filosófica del mundo. En esta lucha terrible del espíritu por llegar á una solución cada vez más lejana é inaccesible, el cerebro se desquicia. El hombre es de suyo sintético. La crítica le desconcierta; es más: le lastima.

En la cara de Sixto se reflejaba una angustia sin nombre. Sus dudas continuaban. ¿Y la literatura? El pesimismo que destila coadyuva á entenebrecernos más. No puede ser de otro modo, porque la virtud y el placer son pobres en elementos trágicos. Los grandes artistas son sinceros; escriben con su sangre y sus nervios copiando lo que ven. Hasta los parnasianos, que se jactaban de impasibles, son emotivos. En Leconte de Lisie hay más tristeza que en Hugo ó Lamartine. El artista difiere del vulgo en que siente con más hondura. Sus nervios son más sensibles. Los paisajes más risueños, al ser traducidos por la pluma y el pincel, se tornan melancólicos. Esta melancolía no está en la naturaleza, sino en el alma del poeta, que vibra penosamente al descubrir que lo placentero dura poco.

La sensualidad de Sixto era ávida, insaciable, y la idea de un goce quimérico le exasperaba.—La naturaleza vibra toda de amor, está como borracha de lujuria; y sólo le bastaba á Sixto, para ver confirmado su juicio, asomarse al jardín.—Renace cada año, al paso que el hombre se agota pronto y no resucita.—Sixto necesitaba sensaciones siempre nuevas y giraba siempre en el mismo círculo. La naturaleza se le antojaba de una insoportable monotonía.

¡Los mismos actos, siempre los mismos! ¡Morir!.. Es preferible morir ó huir, correr, volar, de puerto en puerto, de estación en estación, lejos, muy lejos, por otras tierras, bajo otros cielos, en otros climas... ¡Viajar! Pero al alejarse uno, ¿no es cuando advierte lo cerca que está todo, y recorriendo el mundo no es cuando se nota su pequeñez? Explorado todo, ¿qué quedaba?

La sensación sólo responde á lo físico, y en el hombre late una aspiración ultraterrestre que es tal vez lo que le diferencia del animal.

En lo íntimo de su alma creyó oir Sixto una voz dolorosa deplorando las alegrías muertas, las cosas idas... Lo que, en rigor, le afligía no era morir: era sentir la fuga pérfida de las horas, las pequeñas muertes frustradas de cada día. ¡Sentirse morir! Todo se acabará un día, y yo, que estoy filosofando, seré también polvo mañana...

¿Cómo escapar á esta preocupación de la muerte, á esta filosofía de la nada?

La dulzura de la tarde, que se prolongaba como una agonía de nácares y rosas, se iba filtrando en su tristeza pensativa.—La naturaleza nos dice todos los días, y á esta misma hora, que la vida es un sueño, un sueño inexplicable y fugitivo...

XV

Lo primero que hizo Sixto al despertar al día siguiente fué leer la carta de Cipri. La leyó primero de un tirón, después muy despacio, deteniéndose en cada párrafo, cuyas palabras salientes subrayaba su deseo. «¡Cuánto me hiciste gozar la última vez, querido mío!» Leyó varias veces con voluptuosidad esta frase.

¡Ya me llama su querido! ¡Su querido! ¡Su querido!—se repetía como arrullándose por dentro.

El temor á amarla, es decir, el miedo á la esclavitud, le impedía gozar plenamente de la satisfacción de sentirse amado por una mujer joven, garrida y férvida. No podía soportar ningún yugo.

Sus estados de conciencia eran rápidos y tornadizos. Tan pronto le seducía la perspectiva de una nueva pasión, con el atractivo que tiene lo nuevo, como le inquietaba. ¿Y si se enamora de verdad, no dejándome ni á sol ni á sombrar.

El había conocido el amor borrascoso, con sus celos, sus reproches sentimentales, sus rupturas nunca definitivas; con sus convulsiones y sus desfallecimientos... Vencido por las lágrimas, por las promesas de un arrepentimiento transitorio, había perdonado; pero sus heridas sangraban siempre. Conservaba de estas pasiones frenéticas un recuerdo de horror como de una catástrofe en que hubiera estado á pique de perder la vida.

Había en Sixto dos personalidades: una sana, cuerda, reflexiva, dueña de sí propia; otra enferma, insensata, impulsiva. La primera respondía á su contextura psicofisiológica natural; la segunda era hija de cierta morbidez hereditaria, del cansancio, de la neurosis genital que le dejaron como recuerdo sus noches de libertinaje. Cuando permanecía tranquilo, llevando una vida ordenada é higiénica, consagrado á una labor mental metódica, pero no abusiva, que le ocupaba sólo en las primeras horas de la mañana, al aire libre, bajo la fronda del jardín, su sistema nervioso se calmaba poco á poco hasta convertirle en otro hombre. Entonces daba gusto tratarle: se mostraba, aunque irónico, sin hiel, jovial, cortés, cariñoso, razonador. Pero cuando se excedía en el deleite venéreo, acostándose tarde, comiendo á deshoras, leyendo en la cama hasta el amanecer, sin quitarse el cigarrillo de la boca, se volvía irascible, díscolo, dogmático, quimerista, pronto á dispararse por lo mas frívolo. Se apoderaba de él una especie de satiriasis, poblada de aberraciones sexuales. Cuando pasaba la crisis, caía en el marasmo y, avergonzado, arrepentido, se refugiaba en el aislamiento, lejos de todo comercio humano, hasta que gradualmente volvía á su estado normal. Se sometía entonces á un régimen severo: no comía carne de noche, fumaba poco, leía á ciertas horas y con moderación, se acostaba temprano, tomaba duchas frías y daba largos paseos matinales á pie por sitios agrestes, solitarios y amenos.

La carta de Cipri le hizo evocar plásticamente las horas que pasó con ella. Los pormenores recónditos de su cuerpo, con sus secreciones cutáneas de mujer joven y limpia; el timbre de su voz cálida; sus mimos de gata... revivían en su imaginación. Hubiera querido tenerla cerca, muy cerca, pegado el uno al otro, para comérsela á caricias, á besos, á succiones delirantes...

Levantándose, como si tratase de sacudirse el avispero de aquellas tentaciones, empezó á pasearse por el jardín; luego subió á la biblioteca: abrió un libro, le hojeó con displicencia, le tiró sobre la mesa; luego abrió otro; le hojeó también, empezando por el índice...Nada hallaba en ellos que le interesase. Después se puso á hojear un Diccionario de la Academia. Esta labor le distraía causándole el efecto de leer lápidas mortuorias. ¡Cuántas palabras difuntas, comidas de orín y de polvo, de que nadie se acordaba, porque los vocablos son estados de alma empedernidos de las generaciones desaparecidas! El lenguaje, como decía Nietzsche, es la prisión del espíritu. Encadena el pensamiento del hombre de hogaño con la cadena del pensamiento del hombre de antaño. ¡Qué pobre resulta un léxico para exponer la compleja variedad de nuestras emociones, de nuestros juicios, de este mar confuso de cosas que se agita silencioso en las entrañas de nuestro espíritu!...

Esto acabó de verlo comprobado cuando se puso á escribir á Cipri. El lenguaje se le figuraba soso, desvaído, huesudo para traducir su mundo afectivo. Estaba devorado por un fuego interior, como si estuviera junto á una estufa invisible.

Él mismo no sabía lo que le pasaba por dentro. ¡Ah, si la tuviera aquí!—y cerrando los ojos la veía medio desnuda, con sus pechos insurgentes, el negror peludo de la axila contrastando con la blancura de aquella carne elástica, el vientre convexo, la nalga chata y mollar, capitel descansando en la columna del muslo contorneado...

Suplicaba á Cipri que le escribiese largo, muy largo, diciéndole todo, todo lo que sentía, sin reservas mentales, sin perífrasis, sin eufemismos, llamando las cosas por su nombre, porque eso le daría la sensación de tenerla junto á él.

«Díme si gozaste mucho. Díme qué te gustó más de todo lo que te hice. ¿Te gustó aquello? ¿Harás lo que te pedí?»

Una embriaguez inexplicable le corría por las venas á la idea de pervertir aquel amor ingenuo y sano. Su paladar estragado necesitaba manjares muy fuertes condimentados con muchas especias. Su temperamento febril le inspiraba un naturalismo crudo que se complacía en la exaltación de la carne, fuera de la cual todo se le antojaba sin sentido. ¡Gozar, gozar siempre!

Pero el goce tiene un límite y pronto damos en el hastío ó en el dolor. Si pudiéramos gozar como los animales, sin pensar...

Desde muy temprano el cielo amenazaba lluvia: felpudas nubes plomizas flotaban en el espacio caliginoso. El viento soplaba arremolinando el polvo de la carretera, torciendo el ramaje de los árboles, y un vaho como de horno salía de la tierra sitibunda. Las moscas revoloteaban zumbando con enojosa persistencia.

La tormenta no acababa de descargar. Era como la incubación de un odio contenido por el miedo. Al declinar la tarde cayeron unas gotas gordas y el cielo tornóse carbonoso, franjeado de un rojo de vino en el horizonte. Ráfagas epilépticas se llevaban las basuras y el polvo en raudo giro, sacudiendo las maderas y los cristales de la quinta.

Sixto pudo ver desde el balcón de la biblioteca los diferentes aspectos de la borrasca: culebras sulfurosas veteaban la negrura del espacio; á un trueno sucedía otro trueno; á un rayo, otro rayo. La naturaleza se había vuelto loca de repente: gritaba, aullaba, gemía gesticulando convulsa, como si la pellizcasen; se tiraba del pelo; echaba lumbre por los ojos, hinchados de lágrimas, prontas á salir á torrentes; se revolcaba pisoteándose á sí misma; corría desaforada de un lado para otro como si buscase un refugio...

Es lo mismo que el hombre—continuaba Sixto su alegoría—¡cuando se encoleriza, pierde la cabeza; no ve, no oye, se da de topetazos contra todo, se muerde, se injuria á sí mismo, se despedaza, blasfema, clama, apostrofa... Pero la naturaleza no pretende disculparse como el hombre, razonador de suyo, que busca siempre pretextos y argucias con que justificar su delirio.

A la mañana siguiente pudo Sixto apreciar los estragos de la tormenta. En las alamedas había desarraigado de cuajo varios olmos corpulentos; la ruta estaba alfombrada de ramajes partidos, de pétalos de rosas aún lozanas.

La temperatura había pasado, en un santiamén, del verano más riguroso á un frío otoñal desapacible. Pero todo estaba verde y frondoso. Entre las briznas de los hierbazales temblaba la mancha sanguínea de las amapolas y las gotas de oro y blancas de la manzanilla...

¿Dónde estará la armonía de la naturaleza? En invierno nos helamos; la persistencia de la lluvia nos pone nerviosos, sombríos. En verano el sol, un sol implacable, nos asa vivos y el polvo llamea por las rutas sedientas y calcinadas, cegándonos, impidiéndonos respirar. Diríase que somos en el mundo unos huéspedes molestos: por todas partes se nos recibe mal y, con todo, continuamos reproduciéndonos como si tal cosa.

XVI

Era un domingo luminoso, de cielo azul y diáfano. Sixto salió á dar un paseo en compañía de Casto. Tomó por las fortificaciones. Al través de la fronda de los robles chispeaba el sol. Pasó un militar de uniforme escarlata; luego, unos curas; luego, unas monjas con hábitos azules y cofias blancas. Iban lentas, muy lentas.—¡Qué silencio, qué paz!—murmuraba Sixto para sí.—Las dos torres góticas de la catedral se perfilaban sobre la verdura de una arboleda distante. Parecían más blancas junto á la clorofila de los árboles y al añil del cielo. Sixto andaba también despacio, desparramando la vista por el paisaje tranquilo, rutilante de sol. La placidez del tiempo se reflejaba en todo. Los transeúntes iban saboreando la pereza del mediodía. En los bancos se sentaban á merendar grupos de jóvenes alegres.

Sixto se fijó en los robles centenarios que orillaban la carretera. Sus ramajes se entrelazaban, formando rumorosas bóvedas. Llegó al abrevadero de San León. Según la leyendas el santo llegó hasta aquí degollado, con su propia cabeza entre las manos. Su sangre, al caer, se convirtió en una fuente de agua viva. A la izquierda se extendía una pradera de un verdor de guisante húmedo. Vacas, burros y caballos pacían al amparo de copudas hayas que proyectaban sobre el césped su sombra fraternal. En último término se agrupaba el caserío blanco de San León.

—Este prado—observaba Sixto—respira el sosiego de las campiñas holandesas. Por los senderos que culebrean entre la grama discurrían familias trajeadas de luto. Hubiérase dicho que volvían de un entierro. Musculosas nubes de nácar servían de fondo á esta decoración idílica.

A lo lejos suena la campana de la catedral. Sixto sigue andando. A su derecha, al ras de la carretera, dormita el cementerio, por encima de cuya tapia asoman cipreses y cruces.—Si en vez de sol hubiera bruma, la idea de la muerte me invadiría; pero con esta luz de oro, ¿quién piensa en eso? Entró en el barrio de San León, que, por lo apacible y campestre, le recordó un suburbio de Londres. Se compone de chalets y villas con floribundos jardines. A su izquierda tropezó con un hermoso hospital civil, sombreado á la entrada por magníficos castaños, redondos y anchos como pagodas.

Siguió andando hasta llegar al cuartel de Marracq. A lo largo de la alameda que conduce á la caserna se paseaba un soldado, fusil al hombro. Sixto tomó la ruta de Cambo. A pocos pasos se dió de manos á boca con las ruinas de Marracq, tapizadas de madreselvas y de musgo. Eran una decoración de ópera. Por los huecos de lo que fué ventana se descubren pedazos de cielo. Los festones cuelgan de las paredes escuetas y cuarteadas. De este histórico castillo el incendio (intencional, según algunos) sólo dejó arcos y muros.

La altura en que están estos escombros contribuye á que parezcan más imponentes. En la tapia que da sobre la ruta se apiñan las moras, de un negro rojizo, y los helechos, de un verdor pálido y translúcido. El verdín se difunde como una lepra, á trechos, por el muro, en cuya base se arremolina la broza. Los olmos se apretujan enmarañados de enredaderas. Al través de su follaje azulea el firmamento. Sin duda, los ventanales de las iglesias góticas imitan estas chispeantes transparencias de las ramas.

De cuando en cuando caen las hojas marchitas como pedazos de hojaldre...

Sixto evocó la historia. En aquel castillo, que construyó la viuda de Carlos II el Hechiza do, pasaron cosas muy tristes: allí abdicó Carlos IV. Sixto vió desfilar al monarca, confiado y bonachón, de cara de carnero; á María Luisa de Parma, caprichosa y lúbrica; á Godoy, que debió todo lo que fué á la bragueta... Recordó el dibujo de Bezard, en que el rey acaba de firmar su renuncia al trono; recordó los desastres de la guerra, de Goya; pero cuando iba á afligirse, surgieron á sus ojos Daoiz y Velarde, orlada la frente por un halo de heroísmo...

Llegó al Liceo de Bayona, al través de cuya reja se yerguen en el patio unos pinos. En sus anchas copas trinaban unos pájaros invisibles. Pasado el Reservoir de Marracq, el hervor de cuya agua le anuncia á cierta distancia, torció por una senda abrupta que contornea una granja con gallinas, cerdos y pollos. El sendero se angosta, atestándose de un lado y otro de maleza; se angosta, declina y sale de pronto como un trampolín sobre el valle del Nive. Este valle le trajo á la memoria un paisaje noruego, la ruta de Valdres, de punzante melancolía á sus ojos.

¡Pobre Agata, pobre Agata!—sollozó con los ojos húmedos.

Se paró un momento para abarcar á vista de pájaro el multiforme panorama, rodeado en la lejanía por la corcova de los Pirineos. Soslayó la tapia del Liceo y bajó por una rampa. La mancha cerúlea del río temblaba con las reverberaciones diurnas. Atravesó la vía férrea. Poco después pasó el tren, estrepitoso, dejando en el aire una rúbrica de humo. El Nive, que de cerca era de esmeralda, desarticula en dos el paisaje. Abajo, el valle inundado de sol y los sotos, en que descansan caballos y burros. En lontananza culebrean los montes que separan á Francia de la península ibérica. Siguió bajando la cuesta. Melancólico olor de heno penetró su olfato. En una especie de canal, lleno de agua corriente, verdeaba una alfombra de berros. Salió á una ribera del río. Los árboles que la pueblan se reflejan en la linfa, comunicándola tonos verdosos como de una vegetación subacuática.

Una barca cruza perezosa de la una á la otra margen, transportando gentes de boina. Innumerables casitas blancas se diseminan por el ribazo y las lomas, entre boscajes de un verde declamatorio. Hay colinas sobre las cuales cae el sol á plomo. Hay otras que están como solapadas en la penumbra. Sobre unas vacas bermejas centellea el día. Sixto evocó los paisajes zoológicos de Pablo Potter y de Cuyp.

Siguió andando por la senda que se alarga á orillas del Nive. A su izquierda ondulaban altaneros maizales, de hojas corvas que se meneaban con el viento. Un puente de hierro, á trechos blanco, á trechos rojo, cabalgaba á lo lejos sobre el río. Sixto se iba parando á su guisa: aquí se sentaba en un banco, allá se echaba boca arriba impregnándose la retina del azul celeste, medio adormecido por la brisa.—Si viniese en automóvil ó en bicicleta, no vería nada ó vería sólo manchas fugaces.—Casto se echó á nadar en el río, en busca de una piedra que le arrojó su amo. Pasó una pareja de campesinos, de bracero, arrullándose en un patois incomprensible. Ella era robusta, de caderas equinas, ojos garzos, cabellera castaña muy espesa, con un moñito en la coronilla como la moña de un torero. El era fornido, de mirar cándido y andar de marinero.

Dos hombres iban tirando, por una cuerda, á lo largo de una de las márgenes, de una gabarra de negro carapacho.

El sol va declinando y una brisa somnífera sopla del río. Las montañas se van tiñendo de un rosa muy pálido; las nubes, antes muy blancas, se tornan violetas; las colinas serpean como barnizadas de sol, de un sol lánguido. Unos labriegos cortan hierba; otros la van echando en una carreta, uncidas á la cual rumian dos vacas color de barquillo. De pronto, hacia la izquierda, en un recodo de la ruta, surgen las torres afiligranadas de la catedral. Sobre la hierba merienda una familia. A orillas del río, en un montículo, culmina un caserón herméticamente cerrado. Su fachada descolorida tiene mucho de la expresión de un ciego. La parietaria ha invadido sus muros. No sé qué misterio—reflexionaba Sixto—flota en torno de una casa abandonada. El lirismo del crepúsculo acrecentaba esta desolación, que en el agua quieta del río hallaba como un eco fraternal. Se notaba que nadie la vivía desde mucho tiempo. Los goznes de la puerta y las persianas estaban comidos de herrumbre; la pintura de las maderas se había desteñido, y la cal del frontispicio tenía un tinte palúdico.

—Quisiera saber su biografía—continuaba Sixto—.De noche, cuando llueve,¡cuán tétrica debe de parecer á los ojos del barquero, cuyo monótono oficio se reduce á llevar la gente de una ribera á la otra, como la muerte! Era un edificio grande y tosco de tres pisos. ¿Qué drama sentimental ó qué ruina súbita obligó á sus moradores á abandonarle? En noches de luna, ni hecho adrede para una balada de esas de que tanto gustan los alemanes.

El cielo vibra con una claridad difusa de lámpara de alabastro. En el silencio de la tarde resuena un acordeón, cuya música lenta, quejumbrosamente nasal, se dilata por las cumbres y los valles. Sixto reflexionó:—No es música cuyas notas se desgranan aislándose como las de un piano: es música interna cuyas vibraciones se funden las unas en las otras como las espirales del humo. Es música pastoril que está pidiendo una ronda de cabreros y zagalas..

La agonía crepuscular ponía al paisaje una sordina cromática.

Las vértebras negruzcas de los Pirineos se dibujaban en una perspectiva brumosa. El ángelus saturaba de melancolía el agreste espectáculo. Nubes grises de un espesor marmóreo aborregaban el horizonte, ligeramente rubeo. En la lejanía se bosquejaban ciertos barrios ribereños de Bayona. Por la carretera volvían cansados, ebrios de oxígeno y de sol, de sus correrías por el campo, obreros de boina y campesinos endomingados; toda una escuela de niñas pobres bajo la vigilancia de unas monjas. Por lo parlanchinas y por sus trajes negros, Sixto las comparó con una tropa de urracas. Unos van charlando, sin gritos, sin gestos; otros, cantan.—¡Qué mal cantan estos vascos!—observó Sixto—. Son melómanos de suyo y en casi todas sus fiestas intervienen la fanfarria y los coros. Su temperamento pacífico no les priva del regocijo con que asisten á las corridas de toros de Bayona y San Sebastián. En Bayona no hay criminales. Se puede salir á media noche sin temor de atracos. No están, por lo visto, en relación las corridas de toros con la propensión delictuosa. ¿Qué diría Lombroso?

La tarde va muy de vencida: los esquifes se deslizan, sin un ruido, por las aguas inmóviles que rutilan con la transparencia de un bocal de farmacia. Una luna blanca asoma entre el algodón de unas nubes que se van desgarrando para abrirla paso. De repente se aisla en medio de un cielo diáfano y riela sobre el río. Pasa otro esquife tan alígero, tan frágil, que el remador parece que va sentado en el agua, impulsado por el viento, y al reflejarse en la cual, diríase que está pegado por las nalgas á otro remador que boga cabeza abajo...

Al revolver de la ruta se destacó de improviso á sus ojos Bayona en forma de anfiteatro, con su viejo caserío y sus torres blancas. Sixto recordó á Toledo con sus casas multiformes. El Nive se le figuró un Tajo de márgenes menos bravías. Un tren pasó tronante sobre otro puente de hierro. Gigantescas encinas de tres y cuatro troncos, que se bifurcan como candelabros rústicos, esparcían su sombra espectral por un prado que la luna iluminaba á medias.

Una á una empezaron á encenderse las luces de la ciudad. Sixto atravesó la puerta de San León, bordeó los muelles del Nive y salió al puente Mayou, que era un ir y venir constante de bicicletas y carros. Los cafés derramaban sobre la calle sus resplandores de huevo. Andando andando, salió Sixto á los glacises. Cuatro horas hacía que todo había sido allí animación y luz, y ahora todo era penumbra y silencio. Ha luna, entre el encaje de las ramas, era como la lámpara de un templo gótico. Una pobre ramera, vendedora de placeres al por menor, propuso á Sixto algo que él no oyó, pero que le trajo á la memoria lo que dijo Shakespeare: Light and lust are enemies... Las agujas de la catedral se erguían en la atmósfera argentina. Eran como la obsesión de Bayona. Se las veía por todas partes. De pronto rompió el silencio vespertino un grupo de obreros que cantaban desgañifándose.

Sixto se sentó en un banco, próximo á un calvario de piedra.

—¡Cuántas cosas inefables susurraba á su oído aquel reposo de la naturaleza! Las estrellas, al través del follaje, fingían una cocuyera inmensa. Sixto se fijó en un bulto que avanzaba hacia él por la sombra de la alameda, intimidando á Casto, que enderezó las orejas gruñendo: era una mendiga que, más que mendiga, parecía un fardo con patas. Tenía el labio leporino, tiñosa la cabeza y la boca sin un diente. Sixto la había encontrado varias veces en la carretera, en la plaza de Armas, por los puentes, junto al mercado... Llevaba, como la tortuga, la casa á cuestas. Su patrimonio se reducía á un saco lleno de toda clase de baratijas. No hablaba, gruñía.—¿Adonde va, de dónde viene?—se preguntaba Sixto—. No lo sé. Un día la vi entrar en la taberna y atizarse dos vasos de vino. Debe de dormir al raso. ¡Qué triste debe de ser su despertar! ¡Sola, siempre sola, sin un mal jergón en qué echarse, y teniendo que emprender á diario la misma jornada! Después de todo, así vive media humanidad. Andaba perpleja sobre sus piernas elefancíacas, apoyándose en un palo, con el saco al hombro. ¿Quién no lleva el suyo correspondiente? ¡Ay! unos le llevan lleno de mendrugos; otros, de dolores; otros, de utopias; unos cuantos, los menos, de oro...

XVII

La tardanza de Cipri en contestarle exasperaba á Sixto. ¿Por qué no me escribes? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma ó me has olvidado ya? Cipri contestaba cuando quería. Cuando quería, no. En puridad, su silencio nacía de que no era muy suelta de pluma, y, además, del temor de que Sixto se pudiera burlar de sus faltas gramaticales. Siempre tomaba la pluma con recelo. Su timidez congénita la impedía franquearse. ¿Qué más hubiera querido que confiarle los secretos de su corazón? Su padre se mostró siempre duro con ella (aragonés al fin, como la misma Cipri decía), y su madre tampoco se pasaba de tierna. Se acostumbró á no comunicar á nadie su pensamiento, volviéndose silenciosa y desconfiada. Sixto tampoco pecaba de expansivo y osado. A veces, ni saludaba á los amigos por temor á molestarles. Era encogido y orgulloso. Este orgullo le estorbó cortejar á ninguna mujer en quien no hubiera advertido señales evidentes de su afición por él. ¿Exponerse á un desaire? ¡Jamás! Su pensamiento—y váyase lo uno por lo otro—era de una audacia limítrofe del nihilismo. Todo lo pulverizaba; para él no había nada respetable ni indiscutible. Al través de sus contradicciones y paradojas, nacidas de lo poliédrico de su inteligencia, descubría en lo íntimo de su mundo psicológico un sentido moral austero que no capitulaba con la mentira y la injusticia.—No soy un vil—se decía—: soy un lujurioso, un espíritu investigador, sediento de sensaciones complejas y originales. No sé si habrá un lazo estrecho entre la vida sentimental y la ideológica. Lo que sí puedo afirmar es que lo afectivo se impone á lo intelectual. Ciertos estados de conciencia (frecuentes en el sueño) tienden á unirse, no representativamente, sino por semejanza emotiva. El lenguaje fué en su origen físico, es decir, traductor de sensaciones. Andando el tiempo, se tornó metafórico, cuando quiso expresar estados de alma con términos dictados por las sensaciones brutas. ¿De dónde procede llamar dulce á un placer y amarga á una pena? La perplejidad, por ejemplo, tiene el mismo lenguaje mímico que un malestar físico indefinible. Esta asociación de sensaciones análogas consiste en la sinonimia de ciertas disposiciones psíquicas y la vibración sensorial. Algo así recordaba haber leído en Guillermo Wundt, el eximio psicólogo alemán.

Al cabo de doce días de silencio, recibió carta de Cipri. «Mi madre—le decía—sigue mal, y eso, como comprenderás, me tiene preocupadísima, sin gusto para nada...»

Sixto saltó este y otros párrafos por el estilo, que maldito lo que le interesaban, fijándose con delectación en los que se referían á sus amores.—«Sí, vida mía, te haré eso y cuanto quieras. Sabes que soy tuya, toda tuya, y que estoy dispuesta á satisfacer tus menores caprichos...»—Un estremecimiento febril electrizó su medula; empezó á tragar en seco y sus ojos se inyectaron de sangre. Moviéndose en la butaca de un lado para otro, encendió un cigarrillo, luego otro, luego otro. Pasándose las manos por los párpados, como si no hubiese visto claro, volvió á leer las palabras antedichas.

Dejó la carta en suspenso sobre la mesa y bajó al jardín. Quería saborearla, sorbo á sorbo, como un café exquisito.

Casi todas las rosas estaban mustias, y las limazas y los caracoles invadían los troncos y los canteros. Tuya, toda tuya—se repetía Sixto, zancajeando nervioso por los senderos con el cigarro en la boca. Se paró ante un peral, cubierto de peras en agraz, y arrancando maquinalmente unas hojas para dar salida á su inquietud, se las llevó á los labios. Una golondrina pasó rozándole la cabeza.

—El verdadero placer—cavilaba—no está en el momento del goce, sino en los momentos que preceden al goce ó en aquellos en que le evocamos. La sensación directa es efímera. La imaginación repite como un eco lo que hemos sentido, y en esta resurrección ideal de lo pasado palpita un deleite inexplicable, casi doloroso...

Lo que se aleja adquiere un misterio inquietante. Una mujer que se va, linda con lo fabuloso, con lo poético, porque no sabemos si al ausentarse se ausenta para siempre.

Los peligros nos atisban por dondequiera. Separarse de un ser querido equivale á verle amenazado á cada momento, ya por los mil accidentes diarios á que estamos expuestos, ya por las enfermedades; en una palabra: por lo imprevisto que nos aguarda al doblar de cada esquina. El miedo á no volver á ver á la mujer amada, sobre avivarnos el deseo, la envuelve en el prestigio evocador de la muerte...

Las sensaciones pasadas nos parecen de un muerto, del muerto que enterramos diariamente en nosotros al arrancar cada mañana una hoja del almanaque...

Volvió á la biblioteca, reanudando la lectura de la carta.

—Es tan viciosa como yo, tan refinada como yo, tan sensual como yo—decía conforme avanzaba. Sus conocimientos grafológicos, aunque someros, le ayudaban á descubrir la emoción con que había escrito ciertas palabras. No había nada de fingido. Aquel desbordamiento de pasión, de lascivia, de cariño era sincero.

La grafología no se equivocaba. ¡Qué gruesas y qué cortas eran sus tes y qué redondas y pastosas sus oes!

La abstinencia genital en que Sixto permanecía desde la partida de Cipri, daba á sus imágenes un relieve calenturiento. Quería y no quería tenerla cerca de sí, torturándose como un místico perseguido por ardientes tentaciones. Se la forjaba con el pensamiento en las más tentadoras posturas y llegaba hasta sentir sus besos y sus abrazos.

La cocinera subía para arreglar las cuentas. Sixto no quiso ver el carnet en que apuntaba au jour le jour los gastos de la casa.—¿Cuánto quiere? ¡Tenga y déjeme en paz!—y la dió diez francos para los gastos menudos del día. La sirvienta se quedó mirándole sorprendida. Cuando bajaba la llamó.

—Diga usted, ¿por qué me cobra las cajas de fósforos á quince céntimos, cuando cuestan diez? ¡Es usted una ladrona y ahora mismo coja usted la puerta!

Sixto estaba colérico.

La sirvienta trató de defenderse y hasta lloró. Cuando vió que se preparaba á irse la llamó diciéndola:—Vamos, no llore, quédese usted.

La sirvienta no se hizo de rogar. La convenía quedarse en una casa cuyo dueño no se fijaba en las rapiñas sino cuando eran de cinco céntimos. Lo demás, ¿qué la importaba? Con fingir que no veía...

Sixto volvió á tomar la carta, la leyó varias veces más, incrustándosela en la memoria para poder ir repitiéndosela de coro cuando saliese á paseo. Iba rumiándola con un placer extraño.

¡Y que unas letras de tinta tengan el poder sugestivo de encenderle á uno la sangre como si fuesen de fuego!—exclamaba para sí.

A veces buscaba los parajes más solitarios para evocar sus recuerdos con más nitidez.

XVIII

Fué como una borrachera de lujuria que duró dos días consecutivos, durante los cuales no salieron de la alcoba sino para bañarse. Comían en la cama, con asombro de la sirvienta, que no se atrevía á preguntarles si estaban malos.

Los ojos de Cipri se agrandaron, ensombreciéndose en la palidez mate de su cara oblonga, y los de Sixto, de raras irisaciones, habían robado su vaguedad á los de un pájaro nocturno expuesto á la luz. Eran ojos que cambiaban de color según los estados de conciencia: eran azules, grises, verdes... Azules, eran sumisos, suplicantes; grises, eran pensativos, soñadores; verdes, reflejaban la fatiga de sus nervios, impregnando su rostro de una inefable angustia filosófica.

Cipri, para justificar su ausencia, dijo á su madre que iba á Biarritz á casa de una amiga que la llamaba á pasar con ella unos días. Parecía escapada de un harén, á juzgar por su indolencia de odalisca.

Al verles en el jardín demacrados, silenciosos, él en una mecedora, ladeada la cabeza, los brazos caídos, las pálpebras entornadas, la boca entreabierta; ella, tendida en la hamaca, una pantorrilla sin media colgando, el pelo revuelto, desabrochado el corpiño, en que languidecían dos rosas de carmín, sin corsé, las manos exangües cruzadas sobre el vientre.... se hubiera dicho que convalecían de una grave enfermedad. ¡Cómo habían gozado!

Sixto, tan pronto la alargaba en la meridiana, desnuda, como la tendía al borde de la cama, abiertos los muslos, cuya blancura resplandecía en el negror de la media calada; tan pronto la arrodillaba en una silla, frente al espejo del armario, mientras la abrazaba besándola por detrás, como la echaba sobre la alfombra, la camisa negra, de caprichosos y transparentes dibujos, serpenteando sobre el vientre, evocación viva de la Primavera de Botticcelli...

—Voy á comprarte un pedestal giratorio—la decía en broma—para ponerte como una estatua y poder verte de perfil, de frente, peinada á la griega, á la española, los brazos arqueados sobre la nuca ó en cruz sobre el pecho, el cuello eréctil ó lánguidamente curvo. Quiero verte en todas las posturas.

El miedo á la reproducción logró salvar su virginidad de aquel ciclón de depravaciones. Se resistía á la realización natural del coito. Por lo demás, ya no había misterios para ella. En las eclampsias del deleite, Sixto había murmurado á su oído las más crispativas perversiones. El prolongaba el placer recurriendo á todos los matices de la lascivia; la acariciaba primero á ella, que en sus repetidos orgasmos revelaba el ardor de su temperamento y la pasión que la devoraba. Luego ella le acariciaba á él con los dedos de eléctricas papilas, besándole desde la frente hasta los pies.—¡Eres un Adonis!—exclamaba pasándole las manos por el busto en las pausas de aquella labor de orfebrería labial. A los tocamientos seguían los frotes, los apretones, los besos, los arrullos... Le mordía los labios. Cuando él sentía que se acercaba el instante supremo, saltaba de la cama encorvándose para detener el aflujo del licor vital. Luego se sentaba en una silla, las sienes entre las manos. Cipri le perseguía, redoblando sus caricias; se echaba á sus pies; sus besos eran largos, larguísimos; sus dedos eran un reguero de temblores; su lengua subía y bajaba por sus muslos hasta detenerse en el sitio en que se impone el sexo, mientras él se retorcía convulso, demudado, jadeante...

—Quisiera agotar contigo—la decía estrechándola—todos los placeres, extremar el goce poniendo á contribución mi experiencia de libertino.

Interrumpía el espasmo venéreo separándose bruscamente de Cipri en el momento crítico, como si huyese de una tentación irresistible.

Enseñó á Cipri unas tarjetas postales que representaban escenas de safismo.—Toma, te regalo ésta—la dijo alargándola la más obscena de todas.—Ella, al principio, no comprendía. ¿Cómo pueden gozar—se preguntaba—dos mujeres? Sixto, para convencerla, citaba á Safo, mascula, como la llamó Horacio; á las Vestales que sacrificaban al dios Fascinus bajo la forma de un falo. Las Vestales vigilaban el fuego; pero era el fuego de su concupiscencia. La castidad forzosa en que vivían las obligaba á amarse entre sí.—Te quiero viciosa, muy viciosa, pero para mí solo. ¿Quieres probar esas sensaciones?—No—contestó Cipri secamente.—¿Por qué?

Cipri se echó á llorar.

—Quiero morir en tus brazos—sollozó besándola con frenesí en los ojos, en las mejillas, en la boca, en el seno.—Extenuado por su lujuria colombina, pedía á la imaginación la manera de avivar sus sensaciones embotadas procurándole nuevos deliquios. Su juventud se iba, y en el ocaso de su ardor erótico sentía, como Heliogábalo, la necesidad de vibraciones afrodisíacas muy fuertes.

La tarde les sorprendió en el jardín. Eran las ocho de la noche, y el crepúsculo duraba todavía, con rosáceas lejanías de caracol marino. En un cielo nítido brillaba una luna redonda. Cipri, contemplándola al través del follaje, meditaba:—No sé qué influjo indefinible ejerce sobre mí. Me hace soñar y me da tristeza. ¿Y á ti?—A mí también.—¡Y qué cerca parece! Se ha calculado—contestó Sixto—que un expreso que anduviese noventa mil kilómetros por hora, tardaría seis meses en ponernos en la luna.

—¿Por qué será tan triste?—continuaba Cipri.—La luna es la Siberia sideral. Por no tener, ni atmósfera tiene—replicó Sixto.—¿Cómo no tiene atmósfera?—arguyó Cipri—. ¿Es por ventura un globo herméticamente cerrado?—No.—Pero la atmósfera, ¿no está en todas partes? No lo comprendo..

Dieron las nueve. Aún era de día. La criada les anunció que la cena estaba servida. Después de cenar se acostaron, durmiendo hasta la mañana siguiente, de un tirón, como dos condenados á muerte.

Sixto, al despertar, se estuvo mirando mucho al espejo.

—¡Qué descolorido y qué flaco estoy! La cabeza ya principia á llenárseme de canas. ¡Envejecer, envejecer!... Más vale morir.

XIX

Era una mañana nebulosa de cielo plomizo.—Convida á dar un paseo—propuso Sixto á su querida, y salieron.

—¿Quieres ver antes el museo?—¿Qué museo?—contestó ella sorprendida.—Pues el de Bayona.—No sabía que le hubiese.—A muchos les pasa lo mismo. Es el museo que legó Bonnat, el célebre pintor, á Bayona, donde nació. Está frente al Correo.

—¡Es muy bonito!—exclamó Cipri al hallarse en el vestíbulo.—Subieron al primer piso.—Fíjate en esos Grecos. Ese es el retrato del inquisidor Benavente.—¡Qué ojos tan negros, qué expresión tan intensa! No puede negar que es español—observó Cipri.—Luego añadió:—Más me gusta este cardenal, con su rostro largo y enjuto, su barba fluvial, su boca fina y violenta, algo bisojo. Como retratista, le admiro. Lo que en él no me seduce son esas ensaladas rusas que imitó del Tintoreto.—¡Pobre de ti si te oyeran sus admiradores! Te comerían viva.

Cipri continuó su examen.—Mira, un Goya: José de Calasanz recibiendo la comunión. Este otro es Goya por sí mismo. Con esas antiparras parece un dómine. No le falta mas que la palmeta.

Sixto sonreía.

—¿Y esta cabeza de Cristo al temple?—Parece toscana. A ver: de la Francesco,. Hasta que se averigüe que es de otro—advirtió Sixto irónicamente.

—Esto es naturalismo y lo demás es broma—añadió clavando los ojos en una tierra cocida, de Benedetto de Maiano, que representaba á la Magdalena.

—No, ésa no es la Magdalena que se nos pinta de ordinario: robusta y bella. Esta es flaca, vieja, sin pechos, huesuda, con una cabellera que la envuelve como un pulpo hasta los pies. Recuerda á la secuestrada de Poitiers. Y eso, ¿amó tanto?

Ambos rieron.

—¿Y ésta que se está arrancando los pelos? ¿Se ha vuelto loca?—Es de Ribera.

—¡Ay! Mira esta cabeza de viejo, de Rembrandt. Parece un melocotón podrido con ojos y pelos. Diríase que le sirvió de modelo un ahogado.

Pasaron á otra sala.—Dirás lo que quieras; pero el tal Ingres no me convence. ¡Qué académico! Fíjate en ese retrato de Carlos X en traje regio.

—¿Y qué me dices de ese oficial de cazadores, de Gericault? Visto de pronto, parece un gallo que revuela furioso en el aire.

—No dejas títere con cabeza.

—¿Y esa águila?—Es de Bonnat,—Me gusta. Se ve que ha clavado sus garras en ese conejo. ¡Qué vigor revelan sus alas y su pico! ¡Esas son plumas!

—¿Y ese busto?—De Miguel Angel.—¿Era chato?—Le volvieron chato de una trompada.—¡Pobre!

—¿Quieres ver el museo de Historia Natural?—¿Dónde?—Pues aquí mismo.—Será otro día.

Al salir del museo exclamó Cipri:—Mira esa Francesca y Paolo de Ingres.—¡Qué frío, qué convencional! ¿Quién es ése? ¿Un cochino sabio?

—No, es Renán.

—¿El autor de la Vida de Jesús?

—El mismo.

—Parece mentira que escribiese tan bien. ¡Cuidado que es feo!

Tomaron por los glacises con dirección á la Puerta de España.

—Repara en estas fortificaciones invadidas por el tártago. Dan á la ciudad la tristeza de unas ruinas.

—Son muy pintorescas—dijo Cipri.

Un puente levadizo se extiende sobre el foso. Dos cadenas laterales, eslabonadas á unos postes de piedra, sirven como de pasamano. Pasa un coche con un postillón de chaqueta corta y chaleco rojo con botones plateados y un sombrerillo de hule negro. A la entrada, sobre las pilastras, se acumulan trofeos de piedra: á la derecha una coraza, un casco, un haz de flechas que parecen un manojo de espárragos, y una cabeza de carnero. En la otra un mortero, cañones, balas, hachas... Sendas cadenas perforan las pilastras para unirse á dos ruedas de hierro mohoso que servían para enrollarlas, levando así el puente.

Transponen la poterna.—Aunque no es monumental—indica Sixto—, no deja de tener cierto valor decorativo.—Es muy original—añadió Cipri.

Penetraron en el recinto. A la derecha se conserva un edificio con arcadas, que debió de servir para el cuerpo de guardia. Pasan tres marineros con sus trajes azules y sus gorras negras. Van balanceándose como si estuviesen á bordo todavía. Pasan luego dos obreros hablando español.—¡Cuánta hierba—! exclama Cipri.—¡Pobre hierba!—añade Sixto—. Parece creada para que la pisoteen y servir sólo de pasto, como dijo Ruskin. Cuando se la corta y se la huella exhala un olor delicioso. Es como ciertas mujeres que aman cuando se las pega.

Los baluartes, altos y macizos, de un color grisáceo, tienen algo de ninivitas. Junto á las murallas, entre los olmos, culminan casas de dos y tres pisos, de abigarrada arquitectura.

El cielo se va aclarando un poco—observó Cipri.—El trinar de los canarios, cautivos en jaulas que cuelgan de los balcones, resuena estridente en el silencio matinal.

Atravesaron un puente de piedra; luego, sobre el foso, la Puerta de España, que se abre en los mismos muros que daban acceso á la ciudad. A Sixto le recordó la Puerta Visagra de Toledo. Da á una especie de cuadra, desde la cual se domina la larga y sinuosa rue d’Espagne, Las casas son desiguales por su arquitectura y su tamaño. Algunas son ventrudas y torcidas. En general, no tienen balcones, sino persianas: unas verdes, otras amarillas, otras carmelitas, otras azules. Casi todas ostentan tiestos con flores. Muchas tienen aleros.—Parece una calle de Fuenterrabía—indicó Cipri.—A la izquierda se eleva un arco de piedra del cual arranca el rampart La-chepaillet. A la derecha, la calle Tour de Sault, que debe su nombre á dos torreones, entre los cuales se extienden algunas casas de vecindad, de balcones de madera, que se apoyan en el antiguo muro romano. Los gatos se pasean por la calle, obstruida aquí y allá por montones de trapos sucios y de hierro viejo que huelen que apestan.

—Una de esas torres—dijo Sixto—se llama la Tour du Bourreau. En ella se han sucedido generaciones de verdugos. Cada vez que la veo„ me figuro que va á salir el verdugo trajeado de rojo, con las armas de Bayona bordadas en el pecho, con su vaina de cuero amarillo, el espadón en la mano...

Entonces había en Bayona mucho asesino y mucho ladrón. No era como ahora. De modo que el ejecutor nunca estaba ocioso. Tenía el privilegio de besar en la boca á las mujeres entregadas á su brazo.—¿De besarlas sólo?—preguntó Cipri.—Bajaron por la rué d’Espagne. Es una calle comercial. Los zaguanes de las casas son largos y lóbregos, como túneles, y terminan de ordinario en un patio pequeño y tenebroso. Cipri, asomándose á uno de ellos, exclamó:—¡Huelen á orines de gato!

Pasa un español atezado, de un gran pavero, que va vendiendo botijos de barro sobre un burro. De la fachada de una zapatería cuelga una gran alpargata.—Las tiendas están barridas, pero no lavadas—observó Sixto.—Esto es España—insistió Cipri—, y para que no quede duda, hasta el hombre del pollino.

Salieron á la Place Notre-Dame. A la derecha culmina la Audiencia, edificio indocumentado desde el punto de vista arquitectónico. Sixto, leyó en la fachada estas tres palabras: LEX PAX JUS.—¿Serán hermanas de aquellas otras que, según muchos descreídos, sólo sirven para decorar los edificios públicos?—¿EGALITÉ, LIBERTÉ?—interrogó Cipri.—Las mismas. Tonta, ¿crees en la justicia? Yo sé de magistrados, (y del Supremo, nada menos) que han dejado en la calle á infelices huérfanas, lo cual no les impide condenar á presidio á quien se roba una gallina.

En una fuente que corre en un recodo de la plaza (donde en otro tiempo estaba el pilori) llenaban unas mujeres sus cántaros. Dos perros flacos reñían por un hueso como dos políticos al uso por un distrito. A la izquierda se destaca el costillaje de la catedral, cuyas torres dominan todo Bayona. Frente á una puerta de la iglesia se abren tres magnolias de aterciopelado follaje. Aquel sosiego aldeano cautivó á Cipri.

—Fíjate en los entresuelos de algunas de esas casas: parecen palomares. ¿Entramos?—Como quieras—contestó Cipri—; y entraron en la basílica.

—Es muy vieja, más que vieja, vetusta—, advirtió Sixto—. Es el único monumento medioeval que se conserva en Bayona. Fué fundada en 1150.

—¿Es gótica, verdad?—preguntó Cipri.—Sí; fíjate en los vidrios. Son del siglo XV. Los mejores son los de la capilla de San Jerónimo.

En la iglesia, silenciosa y obscura, con algo del misterio de las vetustas catedrales españolas, no había sino poquísimos fieles arrodillados en las diferentes capillas. Los mas eran viejas del pueblo.

—¡Qué hermosa!—exclamó Cipri levantando la cabeza.—Se detuvieron en las capillas del ábside, ornadas de pinturas murales de intenso colorido. Después de recorrer las tres naves pasaron al claustro por la sacristía.

—Parece italiano—observó Sixto—. En el centro languidece un jardinillo con unas palmeras raquíticas.

—¡Qué viejos deben de ser esos sepulcros! Ni lápidas tienen—dijo Cipri, fijándose en unas á modo de capillas de piedra.—Más viejas deben de ser esas esculturas sin cabeza—agregó Sixto señalando unas estatuas rotas, cubiertas de polvo, pegadas á los muros.—Y esas piedras pendientes de la pared, ¿qué son?—Parecen capiteles y gárgolas, aunque no me atrevería á afirmarlo—contestó Sixto examinándolas de cerca.

Al llegar al extremo de uno de los claustros indicó:—Mira, una estatua yacente en esa capilla; pero cualquiera averigua si es de un canónigo ó de una monja. El tiempo pulveriza nuestra vanidad.

—¿Cuántos siglos hará que no pasan una escoba por aquí?—dijo Cipri riendo. ¡Cuánta basura, cuánto polvo, cuanta roña!—El agua y el catolicismo nunca hicieron migas—agregó Sixto.

Subieron al campanario por unas escaleras de piedra angostas, interminables. El monaguillo iba por delante guiando.—¡Qué largo es esto!—silabeó Sixto jadeante. Al llegar al primer piso se detuvieron.—¡Esto no acaba nunca!—añadió al pasar del primer piso al segundo.—¡Al fin!—gritó respirando á todo pulmón, así que llegó al campanario.

Cipri estaba sorprendida.—¡Qué panorama tan deslumbrante! ¡Cuánto bosque, cuánta verdura! Pero la ciudad; ¿dónde está, que no la veo?—Esa mancha amarilla es el Adour—dijo Sixto señalando á la derecha—. Y aquello que humea es el Boucau con su fábricas. Aquello la Barra, y aquello azul que ondula más lejos es el mar.—¿Y aquello pajizo?—Las dunas. Aquello del otro lado del río, entre colinas, es la ciudadela. Allí está la estación del Mediodía. Mira, ahora sale un tren.—Volviéndose á la izquierda, continuó Sixto:—Aquello es el Nive, que corre entre márgenes boscosas. En el fondo, unas colinas, y cerrando el horizonte, la cordillera pirenaica con su dosel de nubes.

Dieron la vuelta á las torres.—Mira, ésos son los claustros que acabamos de ver.—¡Qué feos!—exclamó Cipri.—Aquella iglesia de torres cuadradas es San Andrés—indicó el monaguillo.—¿Preguntabas dónde está la ciudad? Mírala á tus pies, con su tropel de tejas rojizas apiñándose unas sobre otras.

—Bayona es una ciudad campestre—intervino Cipri..—Sí, tiene más árboles que casas—añadió Sixto—. Por eso es tan pintoresca y tan sana.—Cuando no llueve, porque cuando llueve salen los reumatismos como las ranas.

Bajaron de la torre. Cipri escribió su nombre en la pared con un cortaplumas.—¿No pones el tuyo?—Sixto hizo un gesto desdeñoso.—¿Para qué?—Luego de dar una vuelta polla iglesia salieron á la calle.

Sixto sesentía disertante:—Bayona no tiene, ni con mucho, la fama de Biarritz; pero es una ciudad más lírica y con un pasado histórico de que Biarritz carece. La ciudad se levanta, como ves, en la junción de dos ríos, no lejos del golfo de Gascuña, á poca distancia de la desembocadura de uno de ellos, del Adour. Su posición estratégica justifica sus fortificaciones. A pesar de su divisa, nunquam poluta, ha tenido diversos amos. Los romanos la llamaron Lapurdum. Los godos sucedieron á los romanos, y á los godos, los normandos. Después se convirtió en posesión hereditaria de los duques de Aquitania. Los ingleses, que también la dominaron, la agrandaron en poco tiempo. Su flota transportaba á España y Portugal los productos de Gascuña y de Guipúzcoa. A mediados del siglo XV los ingleses fueron expulsados de Francia por Carlos VII y Juana de Arco. En 1500 el comercio de Bayona fué paralizado por haberse tupido de arena la desembocadura del Adour.

La visita de Catalina de Médicis fué celebrada pomposamente en Bayona. El Adour se llenó de galeras en que fraternizaban los pabellones de Francia y España. Cuéntase que entre Catalina, su hijo Carlos IX y el duque de Alba, que se hallaba entonces en Bayona, se urdió la carnicería de protestantes de San Bartolomé.

No podrás quejarte de que no te doy informes históricos.

Charlando así bajaron por la rué Thiers, silenciosa, verdadera calle de provincia, sombreada por dos ringlas paralelas de frondosos tilos. Se pararon ante el Castillo viejo, cuyas torres redondas y fornidas, unidas entre sí por espesos lienzos de pared, culminaban entre el verdor del follaje.

—Yo no sé cómo en Bayona no hay un pintor en cada esquina, porque no sé de ciudad que se meta más por los ojos. La salida de cada calle es una sorpresa visual: el río, los árboles y las fortificaciones la sirven de marco policromo. Este castillo es del siglo xi—continuó Sixto—. Se levanta en el mismo lugar en que construyeron los romanos también un castillo. Hoy le ocupa la Administración militar.—Cipri se fijó en la lápida clavada en el muro, sobre una fuente.—En este castillo habitó Alonso el Batallador, en 1130; don Pedro el Cruel, en 1377.—Que no fué cruel—la interrumpió Sixto—, sino justiciero, al decir de algunos historiadores.

—Mira, mira: aquí vivió también Francisco I y Luis XIV.—Es la fábrica más vetusta de Bayona. Se cuenta que un herrero quiso entregar (y creo que casi lo hizo) la ciudad al gobernador de San Sebastián, tomando con cera el molde de la cerradura del castillo. Descubierto por una mujer, fué decapitado y su cabeza clavada en el muro de la fortaleza. Fíjate en el palacio de enfrente, ocupado hoy por la División Militaire. En él se alojaron Napoleón I, Carlos IX y María Luisa de Parma.—¡Qué patio tan frondoso tiene!—exclamó Cipri.

Salieron por la poterna, á cuya gran muralla conventual se asoman unas rejas de calabozos medioevales. Cipri no pudo contener la sensación placentera que la produjo el panorama de las fortificaciones, exuberantes de árboles y de césped.—¡Qué alegría da esta verdura fresca y húmeda!—Al subir la cuesta movía las caderas con lánguido ritmo. Sixto la iba observando con mirada pecaminosa.

Cuando se acercaban á la quinta tropezaron con Gumersindo Suárez.—De su casa vengo. Pero ¿está usted vivo?—preguntó á Sixto abriéndole los brazos.—Luego, mirando á Cipri con malicia, añadió:—Con semejante compañía, me explico su aislamiento.—Cipri se ruborizó.—Véngase á almorzar con nosotros—le ordenó Sixto.—Otro día—contestó Suárez,—Comerá usted de lo que haya. Después colocóse entre ambos:—Cipri Zaldívar, Gumersindo Suárez.

Este, quitándose el sombrero, estrechó la mano de Cipri, mirándola en el fondo de los ojos.—Es que Margot me aguarda.—¿Dónde?—preguntó Sixto.—En Biarritz.

—¡Ah! Pues si es en Biarritz, que aguarde. No se morirá por eso. Después del almuerzo iremos á buscarla, y así verá que la culpa no ha sido de usted.

El sol brillaba esplendoroso. Almorzaron en la glorieta.—Mañana se nos va—dijo Sixto á Suárez, aludiendo á Cipri.—¿Por qué tan pronto?—preguntó Suárez algo nervioso.—¿Pronto? ¡Llevo aquí cuatro días! Tengo que volverme. Mi madre no está bien de salud y es posible que ya ande inquieta. Si algún día va usted por San Juan de Luz, ya sabe que allí tiene una amiga.—Y en Biarritz—dijo Suárez—tiene usted á un amigo para lo que guste mandar.

Sixto se quedó caviloso. En sus ojos chispeaban enigmáticas lejanías.—¿En qué estará pensando?—se preguntó Cipri alarmada.

Salieron con dirección al B. A. B. Suárez y Cipri iban delante, mientras Sixto ojeaba un periódico con un puro en la boca. De cuando en cuando les miraba furtivamente, sin que sospechasen los presentimientos que atravesaban su espíritu. Llegaron al tren pocos minutos antes de salir. En los campos se amontonaban los haces de heno; en el horizonte azuleaban los Pirineos bañados por el sol. Un aroma vivificante brotaba de las frondosidades, medio resinoso, medio marino. Las flores, de diferentes matices, resaltaban en los canteros de los jardines de las casas.

El trayecto entre Anglet y Biarritz era como una Arcadia de ondulante placidez. Las tierras labrantías, rugosas, de tonos carmelitas, ya aradas, se fundían con los prados herbosos y las siembras de hortalizas. Panzudas vacas, manchadas de blanco y negro, herbajaban apacibles, sordas al pitar del tren que corría entre bocanadas de humo.

—¡Que país tan privilegiado!—exclamó Suárez acariciando con los ojos el paisaje.—¡Ah, sí, muy hermoso!—apoyaron Sixto y Cipri sacando medio cuerpo fuera de la ventanilla, borrachos de luz y oxígeno.

En Biarritz no había un alma. La playa estaba desierta,—Vous m’avez poussé un lapin:—gritó Margot así que vió á Suárez.—La culpa no ha sido mía.—Sixto se apresuró á defenderle. La cólera de Margot se convirtió en mal disimulado regocijo cuando percibió á Cipri, Suárez se la presentó y mientras ambas iban delante charlando de cosas frívolas, al parecer, ellos hablaban de viajes.

—Vamos, véngase usted conmigo á Bruselas unos días.—¿A buscar qué?—contestó Suárez.—A cambiar de paisaje. Esto será todo lo verde y risueño que usted quiera, pero, á la larga, aburre.

Cipri, al oir parte del diálogo, se volvió diciendo:—¡Si es lo más tornadizo del mundo! Se cansa de todo. Es capaz de resucitar por no permanecer mucho tiempo muerto.—Sixto sonrió con los ojos.—¿Qué hombre no es voluble?—intervino Margot.—¡Ah, qué diferencia de nosotras! Nosotras sí que queremos. ¿Verdad, Cipri? ¿La molesta á usted que la llame por su nombre?—añadió mimosamente.—No—dijo Cipri—. ¿Por qué?—Vamos, Cipri, anímate y vente á los Países Bajos conmigo.—¿A los Países Bajos?—Si están en la esquina, como si dijéramos.—¿A buscar qué?—No plagies á Suárez.

Se encaminaron después hacia la roca de la Virgen, y luego de haber parloteado mucho se despidieron. Cipri se quedó meditabunda. En el tren la preguntó Sixto:—¿De qué te habló Margot?—De nada—contestó Cipri entre displicente y maliciosa.—¡Ah! Sospecho de lo que te hablaría. Quería conocerte...—Es muy simpática,—¿Te gusta?—Es inteligente y graciosa...

Sixto la escudriñó con los ojos, y en aquella mirada había tristeza, curiosidad, lascivia y miedo...

XX

El no la dejó dormir aquella noche. La torturaba á preguntas:—Díme, ¿qué te dijo Suárez? Díme, ¿qué te dijo Margot? Suárez, ¿te hizo la corte? ¡Dímelo, dímelo!—y la besaba en el cuello, en los ojos, apretándola frenético entre sus brazos.—Sí; yo sé que Margot está enamorada de ti. Díme, díme qué te dijo.—Nada, nada...—respondía Cipri, la garganta llena de sollozos.—Después de una pausa volvió á confesarla. Sentía un placer doloroso en oir de sus propios labios los requiebros que, sin duda, a dijo Suárez y las perversiones que, sin duda, la insinuó la otra. Cipri, medio desnuda, boca arriba, una mano en la cabeza y la otra en la boca, lloraba silenciosamente, como si algo se la fuese muriendo sin remedio. Amaba á Sixto y á nadie más que á Sixto; pero este insistir suyo en depravarla; esta obsesión suya en que se asomase á un abismo sin fondo, á la par que la afligía, la asustaba...

De esta suspensión de ánimo la sacó un largo beso de Sixto.—¿Me quieres mucho?—la dijo.—Mucho—le contestó ella llorando.—¿Por qué eres así?—Sixto no respondió. Encendiendo un cigarrillo, se bajó de la cama, sentándose en una butaca, cejijunto y mohino.—¿Estás enojado?—Viendo que no la contestaba, se arrodilló á sus pies.—¡Qué cruel eres, qué cruel! Luego se le quedó mirando de hito en hito, como fascinada.—¡Cuánto te quiero! ¡No podría vivir sin ti!—Sixto la rechazó suavemente.—¿No me quieres ya? ¿Te fastidio?—Sixto permanecía silencioso. Entonces ella se puso en pie, herida en su amor propio.—Si hubiera un tren ahora, ahora mismo me iba.—Como Sixto no la contestase, en un arrebato de lujuriosa ternura, se arrojó sobre él inundándole de besos y caricias.—No, no te pongas así. ¡Te lo diré todo! Haré lo que quieras. Soy tuya. ¡Soy tu esclava!...

Sixto entonces la echó sobre la cama, acariciándola por todas partes y sollozando á su oído palabras de una pasión volcánica que la estremecían.

Casi todo el día siguiente se lo pasó Sixto, ya solo, echado en la hamaca. Estaba como embrutecido. Le dolía la cabeza y se sentía calenturiento, resultado de sus excesos eróticos con Cipri, de sus tumultos interiores, de sus remordimientos, de su curiosidad insaciable. Quería y no quería ahondar en el alma de su metresa, como quien lucha por asomarse á un precipicio. Le atraía, pero á la vez tenía miedo. Cuando su orgullo herido de macho le aconsejaba una ruptura definitiva, á todas luces injustificada, su amor carnal se oponía, repitiéndole muy quedo al oído, como en un sueño, las palabras de Cipri dichas en el ardor de los transportes voluptuosos... La amaba y la odiaba á un tiempo, según los momentos en que la veía. Como un filósofo que se espantase del resultado corruptor de su doctrina, se acusaba de haber sugerido á Cipri perversiones sexuales que habían hallado eco en su temperamento lascivo y en su curiosidad femenina. Y cuenta que todo había sido pura conversación. Estos remordimientos eran, según él, resabios de su primera educación católica. La moral nos impide ser espontáneos. El hombre es como un pez que quiere vivir en el aire: se asfixia; y, no obstante, otros hombres persisten en seguir viviendo en el aire, y también se asfixian. La naturaleza nos enseña á ser amorales, no distingue lo justo de lo injusto (invención del hombre), lo bueno de lo malo (también invención del hombre, del hombre teórico, es decir, artificial).

—Será como todas—continuaba—. Creyó amarme y, víctima de una ilusión, despertó en la perfidia. De cada ser emana un flúido magnético que, sin que nos percatemos, suele cambiar la trayectoria de nuestra conducta. Obramos, no espontáneamente, sino merced á influjos extraños. La sociedad es un tejido de sugestiones de todo linaje: sugestión patriótica, sugestión criminal, sugestión religiosa, sugestión literaria... Está en nosotros tan arraigado el error de juzgarnos libres, que se nos antoja ofensivo admitir que muchas de nuestras acciones son automáticas. ¿Quién quita que Margot haya completado en el cerebro de Cipri, por sugestión, lo que yo empecé verbalmente? La realidad tiene un poder sugestivo incontrastable. Lo que entra por los ojos no se olvida. Mil relatos de viaje, por minuciosos y gráficos que sean, no darán nunca la sensación del paisaje visto. Y es que la palabra hablada ó escrita carece de las vibraciones excitantes de la realidad plástica. La posibilidad próxima de un placer ó de un dolor nos sacude por dentro, mayormente si tenemos delante el objeto, causa de aquellos fenómenos sensibles. Yo revelé á Cipri una zona erótica que ella ignoraba; pero quien va á enseñársela con los puntos sobre las íes es Margot.

Sixto fumaba sin parar.—La nicotina—se decía—me enerva, haciendo recorrer á mi imaginación distancias inverosímiles pobladas de sorpresas emotivas, como las de un terreno muy quebrado, con ríos, peñascos y arbole das. Veía á Cipri en brazos de Margot. Recordaba lo que el día antes le dijo Cipri:—Sí; me propuso que fuese á su casa; me dijo que yo era muy hermosa y que desde que me vió no había cesado de pensar en mí...

El pensamiento de Sixto, móvil, incoherente, cambió de rumbo.

—Nuestra conciencia—pensaba con James Sully—es una trama de tejido tan sutil, que el ojo de la inteligencia no puede á menudo distinguir sus hilos. Así como la intensidad del dolor no suele estar á veces en relación con el estrago que causa en el organismo, nuestras cavilaciones sobrepasan á veces la realidad que las sugiere. Un átomo de polvo en un ojo puede producir un gran dolor sin que el ojo se deteriore. ¿Confundiré yo mis estados afectivos con la realidad externa? ¿Me estaré engañando al suponer que Cipri dejará de amarme tan pronto como conozca esa nueva sensación?

Sixto quería gozar al través de Cipri en una como transfixión voluptuosa. Pero ¿ella accedería al cabo? ¿No sería todo aquello un mero conjeturar de Sixto? ¿Por qué lloraba entonces? No estaba corrompida ni era de propensión viciosa. Era apasionada, pero púdica. Con él todo, pero con él nada más.—Pues por lo mismo—reflexionaba Sixto—, mientras más pudorosa es una mujer, más pronto cede á la tentación. No sabe defenderse como la mujer corrida.

Las ilusiones afectivas abundan más de lo que se sospecha. Creemos amar, y la ausencia nos prueba lo frágil de nuestro amor. Se nos figura indiferente una mujer, y una ruptura nos demuestra cuán hondamente la queríamos. ¿Estaré enamorado de Cipri? Lo que fué al principio lujuria, ¿se irá transformando en cariño? No sería el primer caso. El cariño es el clarobscuro de la pasión poniente; es reflexivo; nace del aprecio, de la lástima, de la simpatía, del desamparo de la persona que le inspira... La pasión es injusta, ciega, arbitraria, absorbente.

Sixto ordenó á su criada que le arreglase el baúl. A su regreso de Bruselas se daría el torpe espectáculo que contribuyó á la celebridad de la isla de Lesbos.... y el espectáculo le serviría además para estudiar d’aprés nature las complicaciones del amor físico.

La imaginación es un foco de placer: tiene la virtud de prolongarle, haciéndonos gozar sin tasa. Esta facultad de refinar el deleite es sólo privativa del hombre. El animal satisface un apetito violento sin andarse por las ramas. El hombre pone á contribución todos los recursos concebibles, á fin de hacer del amor casi un suplicio.

Después de cenar salió para enterarse en la estación del Mediodía de la salida de los trenes. Iría á París primero, donde pasaría unas horas, y después á Bruselas y el Haya. Era jueves y había retreta en la plaza de Armas. En un quiosco tocaba la banda militar un trozo de Cavalleria Rusticana. Alrededor giraba, como un tío vivo, una muchedumbre de criadas de servir, de horteras, de soldados y de obreros con boinas. Estos últimos retozaban empujándose los unos á los otros y riendo á carcajadas. Las familias burguesas oían la música sentadas en los bancos y en las terrazas de los cafés, iluminados a giorno.

El fresco de la noche, de una noche otoñal, cuajada de constelaciones, le impidió contagiarse del tedio que emanaba la insipidez monótona de aquel cuadro de provincia.

—El mal aire envenena la sangre y nos entristece—pensaba Sixto—; pero este aire preñado de oxígeno, de resina, de salitre, de yodo, vivifica y alegra.

La estación estaba obscura y desierta. Por el andén sólo vagaban unas cuantas sombras, tal vez commis voyageurs. Preguntó en la taquilla á qué hora salía el tren para París.—Une voiture, monsieur?—le proponían los cocheros de punto estacionados allí. De regreso se puso á pasearse por la plaza de la Libertad. Pasaron dos viejos hablando tranquilamente. Uno de ellos se paró delante del otro, accionando con cierta viveza. ¿De qué hablaban? De lo subido de los alquileres, de la carestía de los víveres. Luego pasaron otros dos viejos silenciosos. Unos perros corrían mordiéndose. El Adour descendía hacia el mar, veteado de las curvas rútilas de las luces que se reflejaban en su superficie. Los viejos subían y bajaban del puente Mayou á la alcaldía, y de la alcaldía al puente Mayou, siempre silenciosos. A las diez acabó la retreta y el público se dispersó con rumbo á sus casas. Poco después Bayona dormía.

La paz de la noche le invitaba al andorreo. Tenía algo de ave nocturna en eso de ambular sin testigos.

Atravesó el puente Marengo, saliendo al muelle del Entrepôt. Luego se internó en los portales, gachos, sombríos como túneles, viejísimos, alumbrados de trecho en trecho por faroles polvorosos pegados á la pared. Torció por la rué des Tonneliers, sórdida, de soportales angostos, sobre cuya penumbra irradiaba la luz cruda de una taberna. Un vaho excrementicio y aguardentoso corría por la calle. Sixto vió que en un zaguán, lóbrego como la entrada de una cueva, se movían unas sombras. Eran unas prostitutas que le hacían señas.

Volvió al puente Marengo, donde se detuvo. Observó que los arcos de los portales no congeniaban: unos más altos que otros; las casas torcidas, panzudas, sin balcones saledizos, amenazando derrumbarse, cada cual pintada de un color diferente. Fronteriza al puente se extendía una gran fachada como de convento, de techo triangular, con dos puertas, muy separada la una de la otra, y unas ventanillas de cárcel. Y esto era lo que principalmente le seducía de Bayona: lo vetusto, lo irregular, el aspecto de vieja ciudad española que la distinguía, de ciudad romántica.

Los pasos de Sixto resonaban en la calle solitaria. Alguno que otro perro sin amo pasaba junto á él olfateando en los rincones. Uno se le quedó mirando; luego olió á Casto y continuó su camino. En la obscura serenidad del río se reflejaban los edificios fingiendo una ciudad cabeza abajo.

Volviendo sobre sus pasos, tomó por la rué Thiers, silenciosa, sin un alma. Casto corría tras los gatos que se arrullaban en pleno arroyo. Uno de ellos se encaramó en su fuga en un olmo del Castillo viejo. Tomó luego la calle del Eveché y contorneó la catedral, cuya mole imponente se le antojó una inmensa tumba. Dobló por la calle del Oeste, tortuosa, sepulcral como una callejuela de Toledo. Luego torció por la calle de Prebendes, saliendo por último al Rempart Lachepaillet, calle lóbrega, pedregosa, con casas desteñidas, arrimadas al muro, asomándose al foso, al través de gigantescos árboles»

—Parece una calle que ni hecha á posta—se dijo—para refugio de criminales y gente de la hampa.

El número de una de esas casas, grande, en el cristal de un farol encendido que destacaba desde lejos, le indicó que había allí un lupanar. Sixto se detuvo en la puerta, desde la cual veía una reja interior, en el fondo de un zaguán estrecho, como la reja de una prisión.

Las notas de un piano, entreveradas de risas y gritos, se derramaban por aquel ámbito de indefinible adustez. Hubiera querido entrar, pero no se atrevió. Temía que le viesen, á pesar de lo obscuro del sitio.

En la catedral dieron las doce.

XXI

Sixto, apaciguado con el cambio de medio ambiente y la abstinencia, escribió á Cipri dos cartas sin pizca de lujuria. «Cada día me gusta más Bruselas, mal que pese á Octavio Mirbeau—la decía—: es una ciudad elegante, limpia, alegre, sin el tráfico abrumador de París. Está llena de tranvías que ponen en relación los barrios más distantes unos con otros. Las calles son rectas, de hermosas casas, amuebladas con lujo. Abundan las tiendas suntuosas, los bazares como los de Tietz, el Bon Marché y otros. Por las mañanas da gusto pasearse por la avenida Luisa, el paseo aristocrático. Se ven muchas mujeres chic á pie y á caballo. La belga es hermosa, sin la esbeltez de la yanqui, la gracia de la francesa y el desenfado de la española. Las que he tratado me han sido muy simpáticas: cultas, de trato sencillo y cordial. Me dice uno del país que el flamenco no es lo que parece y que su dulzura es máscara. No lo sé. Puede que sea verdad.

Hay en Bruselas un barrio que disuena, por lo sucio y plebeyo, del resto de la ciudad; recuerda el barrio de los judíos en Amsterdam. Está detrás del Palacio de Justicia y á un paso del bulevar de Waterloo y de la avenida Luisa. En él hay á menudo riñas en pleno arroyo. Hay que ver á las flamencas, obesas y rubias, injuriándose con el ardor de las napolitanas; pero no pasan de insultarse.

He estado dos ó tres veces en el Museo de Pintura que se levanta en la calle de la Regencia, cerca de la plaza Real, donde cabalga Godofredo de Bouillon en un cuadrúpedo de bronce. Es un magnífico museo (me refiero al antiguo, porque el moderno vale poco), que contiene verdaderas maravillas del arte primitivo de los Países Bajos. De Mémling, el admirable Mémling, hay dos retratos (el de Morel y su mujer), que cabe calificar de perfectos, no sólo por lo que se refiere al dibujo, sino al colorido. Junto á ellos figura El hombre de la flecha, de Van der Veyden, maestro que fué de Mémling y el primero de los artistas del Norte, cuyo nombre fué popular en Italia.

A pesar de su estancia en Roma, permaneció fiel á su complexión flamenca. Por no haber firmado ninguna de sus obras se le ha confundido con Juan van Eyck (al que nada se parece) y con su discípulo Mémling.

De Gossaert figura el retrato del Caballero del Toisón de Oro, que puede rivalizar, por lo impecable de la factura y lo armonioso del colorido, con lo mejor de Mémling. Esta manera de pintar ha desaparecido del todo. Hoy el arte pictórico tiene mucho de fugitivo, de improvisado, lo mismo que la literatura. Yo me deleito contemplando la riqueza de pormenores de estos escrupulosos líricos de la pintura.

De Quintín Matsys hay, entre otras obras, un gran tríptico que prueba que este pintor supo resistir al influjo italiano. Matsys es intermediario de la escuela de los Van Eyck y la de Rubens. Para estudiarle bien hay que ir á Amberes. No pretendo sino darte una impresión ligera, á vuela pluma, y no hacer un estudio de estos grandes artistas neerlandeses.

Me paro un momento ante algunos lienzos de Rubens, el gran colorista flamenco, no exento de efectismo decorativo, á quien de seguro tuviste ocasión de ver en el museo del Prado. Estoy ante su Martirio de San Lievin. El mártir tiene una expresión de profundo dolor físico: como que acaban de arrancarle la lengua, que uno de sus verdugos arroja á los perros. Si el arte fuese capaz de producir asco, como pretenden algunos, el realismo de este lienzo me impediría comer durante muchos días,., lengua á la escarlata. Yo no soy un admirador incondicional de este artista opulento y deslumbrante que tanto recuerda al Veronés, por lo que toca á la mise en scene y á la rubia desnudez de sus mujeres. Rubens es más vario, más impetuoso, más imaginativo que el pintor italiano.

¿Quién no conoce á Jacobo Jordaens, el más famoso de los discípulos de Rubens? En el Prado también le habrás visto. Pintó como pocos escenas de interior y fiestas populares, con un derroche adiposo, con una grosería pantagruelesca de que dan testimonio sus Reyes beben y sus conciertos de familia, de un humorismo extravagante, expuestos en esta galería.

Es un pintor eminentemente nacional. No abarcó como su maestro un mundo tan vasto, y en lo que atañe al tema religioso, puede afirmarse que le fué indiferente. Es el Rabelais y el Sancho Panza, todo en una pieza de las costumbres flamencas: todo gula, todo sensualismo, todo desbordamiento carnal... Refleja la mentalidad de una raza que no sueña, que no cavila en el más allá, á pesar de su catolicismo postizo. Por eso la pintura flamenca, como la holandesa, brillan por la exactitud y la conciencia artística con que han sabido devolver las imágenes de la vida vulgar, terre à terre. Hay, naturalmente, excepciones. Las kermesas de David Teniers, de que hay en este museo un magnífico ejemplar, las cacerías de Fyt y Sinders corroboran lo que digo. ¡Qué movimiento, qué vida tumultuosa y sanguinaria la que palpita en estas escenas de cinegética! Los ciervos jadeantes, aux abois, agonizan entre el rimero de perros que les muerden como tigres.

En vano se buscará en esta pintura culinaria, gastronómica, las tensiones nerviosas, las visiones de misticismo y de hambre, las torturas corporales, las angustias íntimas que singularizan el arte español. Son razas distintas que han respirado en atmósferas antípodas y han sentido el influjo de historias diferentes. España, país montañoso, abrupto, de mucho sol y mucho frío, tierra de contrastes, de historia guerrera y monástica. Como dice Menéndez y Pelayo en su Historia de los Heterodoxos, el genio español es eminentemente católico, refractario á la heterodoxia.

Los Países Bajos, tierra chata, acuosa, de cielo anubarrado, de historia hasta cierto punto apacible (lo cual no quiere decir que no fuese turbulenta y áspera en su trágico pleito con España, por ejemplo). El que haya vivido en ambos países habrá notado en seguida la diferencia: el español es seco, bilioso, impulsivo, dogmático. Estas gentes del Norte, gordas, linfáticas (producto del exceso de humedad), tardas en la comprensión, lentas en obrar, más enamoradas de las tangibles realidades de la vida, que de las cosas del espíritu...

En el museo de Historia Natural he tenido ocasión de ver una magnífica colección de iguanodontes, colosales reptiles prehistóricos encontrados á más de trescientos metros de profundidad en unas minas de carbón de Beriussart (Bélgica).

Cuando se acerca uno á ellos parecen enormes esqueletos que están bailando el cake-walk. Estos esqueletos dan una idea muy exacta de lo que eran aquellos saurios completamente desaparecidos de nuestra fauna. El iguanodonte debió de ser ovíparo, como son casi todos los reptiles. Los huevos más grandes que se conocen son los de un pájaro, ya extinguido, de la isla de Madagascar. Eran tres veces mayores que los del avestruz. Se supone que los del iguanodonte eran mucho más grandes.

El iguanodonte era herbívoro, á juzgar por la forma de sus dientes, que son como los de los rumiantes. Se nutría de plantas. A pesar de su tamaño colosal (diez metros de largo por cinco de alto), debían de ser inofensivos.

Su desaparición responde á lo minúsculo de su cerebro, que les prohibía prever el peligro. Se defendían con la cola, que era larguísima y muy fuerte, y con las patas delanteras, cortas y robustas.

Aunque no soy naturalista, me gusta mucho la zoología, y en este museo de Bruselas se puede estudiar la época cuaternaria con fruto. ¡Lástima que la vida sea tan corta!

Antes de salir de Bruselas he querido ver otra vez la gran plaza en que se encuentra el soberbio Hotel de Ville y las viejas casas de las Corporaciones. Bruselas se muestra orgullosa de este edificio incomparable. La plaza, una de las más hermosas de la Edad Media, contrasta con la fisonomía moderna del resto de la población. Nadie ignora que fué teatro de trágicas escenas durante la dominación española. Lamoral y Montmorency, condes respectivamente de Egmont y de Hornes, fueron allí decapitados en 1568.

El Ayuntamiento tiene la forma de un cuadrilátero irregular; la fachada que da sobre la plaza es de estilo gótico. Su torre, de 89 metros, domina toda la ciudad. Se ve por todas partes. En este edificio abdicó Carlos V. Motley, el famoso historiador británico, ha descrito esta abdicación en su historia de los Países Bajos.

La plaza se distingue por lo original: parece hecha de encajes de oro. En ella se venden flores en determinados días de la semana, y el pueblo la atraviesa indiferente, ignorando, sin duda, el papel que desempeñó durante el reinado de Carlos V hasta el de Carlos II el imbécil ó el Hechizado, como le llaman. Si hay algún país cuya historia interesa á cuantos hablan el español, es la de estos Países Bajos, que tanta sangre costó á dominados y dominadores.

Mañana pienso ir á Brujas por la quinta vez. Sus canales, silenciosos y verdes, me deleitan... Después daré un salto á Holanda.

Te beso, y hasta pronto.»

XXII

«La impresión que me ha producido Holanda esta vez ha sido tan grata como la primera. ¡Qué país tan limpio, tan pintoresco, tan ordenado, tan apacible! Y esta gente vive en lucha perpetua con el mar, siempre amenazante...

En Rotterdam, la más populosa tal vez de las ciudades holandesas, y sin disputa el puerto más importante, la vida adquiere un bullicio en oposición con el silencio eclesiástico del Haya.

Es una ciudad típica cuyo caserío se funda en enormes estacas, como el de Amsterdam. Los edificios, á causa, sin duda, del desnivel del suelo, parece que se van de espaldas ó que saludan al canal que les orilla. En la plaza del Mercado, en un jardincillo, se yergue en pie la estatua de Erasmo, el mordaz erudito. Cuando se viene de París á Holanda se advierte la carencia de elegancia y de chic en el vestir de las mujeres. A la holandesa se la da un comino de la toilette, al revés de la belga, que viste á la moda de París.

El Haya es una ciudad pequeña, de semblante cosmopolita, que dista media hora en tranvía eléctrico de la playa de Scheveningue, rival de la de Ostende, aunque menos lujosa. Las casas del Haya son uniformes; las ventanas, de guillotina, dejan ver el interior, que relampaguea de limpio. Así le pintaron Pieter de Hooch, Van Ostade y otros. En ellas se concentra la vida nacional, verdadera vida de hogar, como la anglosajona. Lo duro del clima obliga al holandés á quedarse en casa leyendo largas horas al amor de la lumbre.

El Pleine es el centro de la ciudad, especie de Puerta del Sol, de donde arrancan todos los tranvías. En el centro culmina la estatua de Guillermo de Orange, llamado, no sé por qué, el Taciturno. A un paso está el célebre museo Mauritius, que contiene lienzos maravillosos del arte holandés. Lo que más llama la atención del viajero son dos telas: una, de Rembrandt, La lección de anatomía, y otra, de Pablo Potter, El toro. El realismo artístico no puede ir más lejos. Se ha tildado este lienzo de seco y descolorido, de no tener unidad; pero al cornúpeto se le oye mugir. Comparado con un Miura, resulta un torete inofensivo.

Se olvida que Potter era casi un niño cuando pintó esta página.

Los cirujanos de La lección de anatomía tienen una expresión facial indeleble. Se ha dicho del cadáver que estaba inflado. Bueno, ¿y qué? ¿Quién ha dicho á esos críticos que todos los muertos se parecen? Unos son flacos, otros gordos; unos rechonchos, otros larguiruchos. ¿Hay acaso un cliché para morir? Junto á este lienzo de Rembrandt figura un cuadrito, Simeón en el templo, en que el maestro reparte la luz en el interior de una iglesia, con tal verismo, que aquello no parece ser un engaño visual.

La originalidad de este pintor consiste en el magistral manejo del clarobscuro. Añade á esto la psicología que anima su pincel. No fué un artista inconsciente que se dejó guiar á ciegas por su genio. Conocía los obstáculos que tenía que vencer. En lo concerniente á su filosofía, comulgaba con el protestantismo del siglo XVII, tan severo como falto de poesía. En sus Filósofos (museo del Louvre), y en su Homero (museo del Haya), y en muchas de sus aguas fuertes, palpita esta sombría tendencia al misterio, este querer iluminar siempre las tinieblas con luces crepusculares.

El arte holandés se distingue del italiano y del español por su ausencia de idealismo religioso y por su amor á la realidad prosaica y fútil, limpia de toda intención emblemática.

Pocos han sabido comunicar al paisaje una emoción tan grande como Ruysdael y Hobbema, por ejemplo. En estos pedazos de naturaleza hasta los troncos caídos parecen tener un alma. El cielo ocupa lugar prominente en sus lienzos. ¡Es tan original este cielo! Débese al exceso de vapor acuoso de la atmósfera y á la humedad constante de los polders. Me recuerda á menudo el de Venecia.

Si tuviera tiempo te escribiría muchas páginas con motivo de estos canales holandeses. Esta agua, no sólo contribuye á la estética de la ciudad, sino á su riqueza. Se la ve por todas partes: rodea las casas, detrás de las cuales forma como un pequeño puerto en que dormitan esos barquichuelos que á lo mejor atraviesan fantásticamente la campiña. En parte alguna hay prados más jugosos, árboles más exuberantes de savia, flores más brillantes...

El arte holandés es apacible, naturalista, ordenado, sin pizca de pose, y, sin embargo, es muy sugestivo. ¿Hay algo más misterioso que ciertos interiores de Hooch? ¿Quién ha pintado con más donaire y grotesca desenvoltura las costumbres populares que Jean Steen?

Cerca del museo Mauritius, mirando al Vyver, que lame la espalda al Parlamento, está el museo Comunal. Allí he vuelto á admirar los magníficos grupos de guardias cívicas y munícipes de J. Ravestyn, que pueden rivalizar dignamente con los de Franz Hals y van der Helst. Son retratos de cuerpo entero, vigorosos y ricos de color. La tendencia á dignificar al hombre, privativa de la pintura holandesa de entonces, se ve en estos lienzos colectivos que, amén de su valor artístico, tienen el histórico y el relativo á la indumentaria de la época. No se ve un solo rostro risueño: los magistrados son pálidos y graves; visten de negro, con grandes cuellos blancos y anchos sombreros.

Los concejales y la guardia cívica comen y beben, pero atentos al pincel del artista que les está espiando.

He vuelto á leer en estos días Les maitres d'autrefois, de Eugenio Fromentin, que tiene juicios certeros sobre los pintores holandeses: el de Ruysdael, por ejemplo. «Tiene la amplitud, la tristeza, la placidez algo pesada y la seducción monótona y tranquila de su país».—Conformes.

Delft es una pequeña ciudad silenciosa, media hora del Haya en tranvía eléctrico. En una plaza apacible de provincia se levanta una iglesia cuyo carillón toca cada cuarto de hora un trozo de música que inunda la paz de este rincón holandés de melodiosa poesía. En medio de esta plaza descuella una gran estatua de Hugo Grocio, jurisconsulto y diplomático holandés que se mezcló á todos los acontecimientos de su época, y á quien hizo célebre su tratado de Derecho internacional. Junto á su estatua jugaban unos chiquillos que ignoraban de fijo quién fué aquel hombre ilustre. Lo ignoran muchos literatos. La gloria, ¡qué filfa!

En la iglesia está enterrado el príncipe de Orange, fundador de la emancipación de los Países Bajos. También está enterrado en dicho templo protestante Hugo Grocio, con una inscripción en latín sobrad o pomposa. El monumento del príncipe es severo y sencillo á la vez, como lo fué su vida. Frente al canal (Oude Delft), el mismo que pintó maravillosamente Van der Meer, está la vieja casa conventual en que fué asesinado Guillermo el Taciturno. Al pie de la escalera se ven todavía, bajo un vidrio, las huellas de las balas que le dieron muerte. En el mismo edificio se conservan muchos objetos de su pertenencia, algunos muy instructivos: estatuas, cuadros, etc.

Vi algo allí que no he podido todavía explicarme bien: Orange fué muerto por instigación de Felipe II y en plena guerra con los españoles. ¿Cómo pudo hacérsele aquel entierro de regia suntuosidad, según puede verse en un grabado de la época allí expuesto?

Mañana seguiré escribiéndote. Hoy me sien to cansado. No hay nada que canse como los museos. A eso atribuyo el dolor de cabeza que tuve anoche.»


* * *


«Amsterdam es el centro bancario de Holanda, la verdadera capital del reino. Es una ciudad originalísima: los barcos se pasean por sus calles como alucinaciones. Del Dam, que es también la Puerta del Sol de allí, arrancan los tranvías que se desparraman con profusión por toda la ciudad. Su museo es uno de los más grandes del mundo, pues tiene más de dos mil lienzos. Se entra en él al través de dos galerías de cuadros en que predominan los síndicos y los grupos en que se advierte el deseo de imitar la gravedad española. Los más notables, á mi ver, son los de Nicolás Elias. Aunque quisiera no podría darte una idea de lo que es esto. Tonta, ¿por qué no quisiste venir?

En este museo hay cosas magníficas, como la Ronda de noche, que no es tal ronda de noche, sino de día; Los pañistas, de Rembrandt, y el Banquete de la guardia cívica, de Van der Helst. En la ronda, que pintó Rembrandt doce años después de La lección de anatomía, se muestra anfibológico hasta no más.

Mucho se ha discutido este lienzo, y abundan los que no le admiran: yo entre ellos. Todo el calor y la exuberancia de su juventud laten en esta página, de una multitud ruidosa en que nadie ríe. Las figuras del primer término no se olvidan y persisten en la retina como las manchas del sol: la del capitán Cock, sobre todas. Es un lienzo desconcertante, imponente, como observa Fromentin, pero que no satisface. Al menos, á mí me deja frío. ¿Residirá su prestigio, como dice el citado Fromentin, en que no se comprende? El asunto es muy prosaico. No discutiré su técnica, por dos razones: la primera, porque soy lego en la materia, y la segunda, por no aburrirte. Me quedo con Los pañistas.

Del museo me traslado al barrio de los judíos, sementera de muchos de los tipos que copió Rembrandt. En mi vida he visto tanta porquería humana. Aquellos hijos de Israel viven como cerdos.

Para estudiar á Franz Hals hay que ir á Harlem, la ciudad de las flores, cuya primavera es una explosión de tulipanes, anémonas y jacintos de todos tamaños y colores. Antes de penetrar en el museo (se entra por la alcaldía) entré en la catedral á oir el célebre órgano de Harlem, tal vez el más grande del mundo. Tuve la suerte de llegar cuando tocaba. ¡Qué derroche de armonías inefables! Por aquellos tubos el sonido sale como clarificado. No cabe nada más halagüeño y acariciador para el oído. Los mismos violines te hubieran parecido ásperos.

Franz Hals puede competir como retratista con Velázquez y Rembrandt. Es un portentoso colorista, de pincel amplio, caliente, fastuoso, viril, rebosante de savia.

En los diez cuadros suyos que hay en este museo, de guardias cívicas y regentes, se puede seguir cronológicamente el desarrollo de su genio artístico. Arqueros, arcabuceros, guardias se congregan en opíparos banquetes con una riqueza de bienestar fisiológico, de circulación sanguínea, fértil, que vienen á ser como un himno somático á la alegría del vivir. No busques en estos hombres robustos y sanos ningún pensamiento, ni asomos de poesía. Viven con los ojos fijos en la tierra. Les envidio. De seguro que no tuvieron nunca dolor de cabeza...

Al salir del museo me fijo en la antigua Carnicería, edificio originalísimo, el más original tal vez del Renacimiento en el Norte.

La horticultura es la industria capital de Harlem: sus jardines abastecen de semillas á Europa y los Estados Unidos.

Uno de los países más interesantes de Europa es, sin duda, Holanda. Su historia, que Motley nos cuenta con erudición y fuego, revela un pueblo fuerte, luchador y tenaz. Está amenazado constantemente por el mar, y cada día que pasa es una nueva victoria obtenida sobre el piélago tremendo. Espero estar de vuelta dentro de unos días. Muchos besos.»

Después de haber escrito esta carta al volar de la pluma se echó en la cama. Se sentía como exangüe, agotado y triste.

XXIII

A su regreso de los Países Bajos tuvo Sixto un duelo en París, originado por una disputa con un espectador desconocido en «La Comedie Française».

Ambos salieron heridos, aunque no gravemente. Los despreciativos comentarios de Sixto molestaron al espectador, que resultó ser hermano del autor de la comedia que se representaba.—Mañana saldrán diciendo los periódicos—gritaba Sixto—que semejante esperpento es una maravilla.—¡Cállese usted!—¡No me da la gana!—¡Es usted un insolente!—¡Y usted un idiota!—y acto continuo sonó una bofetada, y no en la mejilla de Sixto.

El noticiero de un periódico parisiense quiso tener, á propósito del duelo, una entrevista con Sixto, que se negó á recibirle. Odiaba la exhibición. ¿Qué le importaba á nadie que se hubiera batido ó no? A él mismo se le daba una higa. Por eso no le gustaba París, por ser el rendez vous de la megalomanía universal.

La noche de su disputa con el espectador desconocido estaba de un humor negro, y cuando estaba así su ingenio se aguzaba, volviéndose intolerante y provocativo.—El estar enfermo—decía—abre los ojos interiores, y nunca me siento más perspicaz y sutil que cuando digiero mal. La salud favorece el razonamiento sofístico y vulgar: el de los abogados, el de los teólogos, el de los comerciantes; en suma, el de toda esa gente que vive de engañar al prójimo...

La naturaleza no es realmente sublime sino cuando se altera.


* * *


Al cabo de un mes volvió Sixto á Bayona, con regocijo de Casto, que dejó al cuidado de la sirvienta. Al verle, saltaba, corría ladrando, meneándose como una culebra en cuatro patas.

Cipri le anunció que iría á pasarse con él una semana, á pesar de no hallarse su madre bien de salud. Aquella ausencia la había entristecido. ¿Por qué no la había dicho Sixto en sus cartas una sola palabra de amor? ¿La había olvidado? ¿Estaría enojado con ella porque vacilaba en ceder á sus aberraciones sexuales? De su duelo no la dijo una palabra.

Cipri llegó por la mañana, y¡cuánta no sería su sorpresa al ver á Margot en casa de Sixto! Estaba hermosísima. Vestía un traje de muselina blanca, ligeramente escotado. En su ancho tricornio de paja abría sus alas un ave del paraíso. Cipri comprendió lo que significaba aquella visita. Se sentía avergonzada. Antes de sentarse á la mesa Sixto cortó unas rosas de Alejandría que él mismo colocó en el seno de cada una de ellas. Es más: hizo que al cabo de un rato se cambiasen ellas mismas las flores, poniéndose Margot las de Cipri y Cipri las de Margot.—Es un símbolo—dijo Sixto riendo.

—¡Qué hombre más incomprensible!—pensaba.

—¿Qué planta es ésta?—preguntó Cipri señalando á una planta de hojas verdes y recortadas con una flor de pétalos episcopales en forma de alcachofa.—Es un acanto, planta perenne—contestó Sixto.—¿Y ésa?—Un lirio rojo.—¿Y ésa?—Un lirio blanco.—¿Y esas que huelen tan bien, son jazmines?—Sí.—¿Y esas otras que parecen de papel recortado?—Son hortensias.

—¡Lindo jardín tiene usted! exclamó Margot abarcando con los brazos abiertos aquella floribundez multicolora.

Almorzaron opíparamente en la glorieta, vaciando varias botellas de Burdeos y de champaña.

Al principio Cipri se mostraba corrida, y hasta se levantó enojada una vez de la mesa por una broma picante de Sixto. Su turbación era visible. Su pudor se rebelaba á pesar del vapor de las libaciones, que la comunicaba cierto desenfado ajeno de su carácter.—¿Verdad—preguntaba Sixto á Margot—que es muy guapa?—Oh, si! Elle est jolie comme tout.—contestaba Margot acariciándola con una mirada sedosa de sus ojos zarcos. Cipri entornaba los párpados, el rostro encendido y palpitantes las narices.

Sixto se puso en pie entre las dos, y abrazándolas murmuró alternativamente en sus oídos algo que las hizo temblar. Cipri temblaba de miedo á lo desconocido; Margot temblaba de lujuria.

A medios pelos ya, subieron al cuarto. Sixto, en paños menores, destapó una botella de champaña.—Toma—dijo á Cipri alargándola una copa.—No; no quiero—contestó Cipri imperiosa.—Bueno; pues tómala tú, Margot.—A votre santé!—exclamó dirigiéndose á Cipri, cuya cara echaba lumbre. Margot no podía disimular cierta pena vaga que la producía la actitud pudibunda de aquella mujer. Sixto entretanto fumaba un cigarrillo echado en el sofá, mirando á Margot desnudarse delante del armario, que reflejaba sus gallardas formas. Como estaba familiarizado con estas perversiones, le parecían naturales; pero cuando, rompiendo la asociación de sus estados de conciencia, reflexionaba de pronto en aquellas cosas, sentía algo de lo que debe sentir quien se sienta en falso entre dos sillas.

Para un juez habituado al crimen cometido por los otros, el crimen no tiene la gravedad conmovedora que tiene para un jurado primerizo. La repetición quita intensidad y trascendencia á los actos. ¿Qué significa para un cirujano la amputación de una pierna? ¿Qué valor tiene un temporal para un marino avezado á las borrascas?

Cipri permanecía sentada en un sillón, cabizbaja y silenciosa. Sixto se la acercó:—¿Estás enojada?—Margot, acercándose también, se arrodilló á sus pies.—Vous étes fachée?—Cipri no contestaba. En su rostro, congestionado y contraído, se leía una cólera sorda.—¿No te desnudas?—insistió Sixto.—Luego, ofreciéndola una copa:—Toma; verás cómo te animas.

Cipri se puso en pie, y sin mirar á nadie se desabrochó á medias, muy despacio, la blusa. Cuando Margot se aproximó á besarla en la nuca, la rechazó bruscamente:—¡No, no!—Sixto se puso serio. Hubo un momento de tirantez, de silencio hostil.—¿No quieres?—la preguntó Sixto.—Cipri, irguiéndose, replicó con energía:—¡No, no! ¡Me voy!—y saliéndose de la alcoba bajó la escalera. Sixto corrió tras ella.—No insistiré. Vete si quieres.—Cipri rompió á llorar. En esto bajó Margot, envuelta en la bata de Sixto, una rosa en la cabeza, despeinada.—¿Llora? ¿Por que?—Y se la quedó mirando con gesto compungido. Sixto, encendiendo otro cigarrillo, se volvió á la alcoba silbando. Margot trató de convencer á Cipri, que se defendía diciendo que no con todo el cuerpo. A poco subía con ella casi á rastras—¡Déjala!—gritó Sixto.—No quiere. Buscaremos otra.—Cipri abrió los ojos desmesuradamente. No comprendía aquella actitud de su amante: «¿Otra, otra?» Luego le da lo mismo. Y sintió una pena indecible.

Sixto besó entonces á Margot en el cuello. Los celos mordieron á Cipri, y echándose sobre Sixto para impedir que siguiera besándola, sollozó:—¡No, no! ¡Eso no!—Después, enredándose á su cuello, le besó en la boca y, mirándole con fijeza, añadió:—Haré lo que quieras. Soy tu esclava.—Sixto la abrazó, besándola con pasión en los labios, en las orejas, en los hombros...

Margot ayudó á desnudarla. Cuando el corpiño, ya desabrochado, iba á poner de manifiesto la albura de sus senos, se cubrió con ambas manos como si orase.—Oh! qu’elle est belle!—silabeó con ojos hambrientos la costurera, Cipri, ya en camisa, se atravesó sobre la cama tapándose la cara con las manos, mientras Margot, de rodillas á sus pies, la iniciaba en los estremecimientos de aquel nuevo deleite, que la hacia arquearse como un acróbata.

Sixto, entretanto, contemplaba la escena convulso, llameantes los ojos, hasta que, no pudiendo resistir la excitación, cogió á Margot por detrás, poseyéndola con el ímpetu de un potro cerril. Cipri, al advertirlo, se arrojó de la cama y, forcejeando con Sixto, logró arrancarle del dorso de Margot, que la atenanaceaba las piernas con los brazos, derribándole boca arriba sobre la alfombra.

Cipri se marchó al día siguiente á San Juan de Luz, jurándose no volver á ver á Sixto. Estaba convencida, con harto dolor suyo, de que no la amaba, porque, ¿cómo explicarse que gozase en su presencia con otra mujer? Sentía asco, tristeza, asombro.

—Si mi madre lo supiera, ¡cómo me despreciaría! ¿Por qué no resistí? ¡Ah! ¡Soy una vil, una de tantas!

Aquella noche no durmió. La infame escena no se apartaba un momento de sus ojos. Sentía los besos, los arrumacos, las caricias de Margot y, á pesar suyo, se enardecía. ¿Por qué no resistí? ¡Ah! ¡Soy una miserable!

No por eso dejaba de seguir queriendo á Sixto, acaso más que nunca, con un amor amargo, depravadamente voluptuoso y punzante.—Su alma compleja, aristocrática, de pensador y artista, no puede sentir como las almas plebeyas—se decía para consolarse. ¿Lamentaba, en rigor, lo sucedido? Su conciencia sí, pero su carne no...

Sixto, al quedarse solo cavilaba: ¿Qué dirían de mí esos hombres religiosos y castos, devorados por la lujuria del oro? Me condenarían á la hoguera. Esos son los que se escandalizan con una novela erótica y son capaces de violar á una selva virgen. ¡Hipócritas! ¡Les odio! Alardean de dar hijos á la patria, lo cual es un crimen; porque, ¿con qué derecho dispone nadie de la vida ajena? No alardean de dar hijos á la industria, á la ciencia, al arte... A la patria, porque eso halaga la vanidad colectiva. Nunca me comprenderían. Son monolíticos y no entienden de otra moral que de la que se muere de risa clavada... en la cruz de los pantalones. Para ellos robar á mansalva no tiene gravedad. Su moral se reduce á la abstinencia, aparente, porque en privado, ya lo he dicho, son capaces de violar á una selva virgen y de dejar en la calle al lucero del alba. Su argumento Aquiles para combatir al hombre superior es la moralidad, en cuyo nombre le niegan hasta el talento. Ignoran que todo lo que hay de bueno en el mundo se debe al hombre superior, á su inmoralidad, á su espíritu demoledor, á su excitación nerviosa. ¿Y hay algo más in mundo que la chusma cuando se adueña del mando? Como no tiene inventiva, copia al hombre superior en sus vicios, que aplebeya con su propensión irresistible á todo lo bajo y lo vil...

XXIV

Suárez, en quién Cipri había producido una honda impresión, fué un día á San Juan de Luz con objeto de verla. La encontró en la playa en momentos de salir del baño. Vestía un traje azul obscuro, muy ceñido, sin mangas, y tenía un pañuelo rojo atado á la cabeza, á manera de gorro.

—¡Qué apetitosa está usted!—la dijo devorándola el cuello, cuya blancura húmeda aumentaba con lo obscuro del traje; los sobacos, de revuelto pelaje negro, reluciente con el agua; la cadera escultórica y el muslo triunfante. Cipri no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.—¿Usted por aquí?—He venido á verla.—¡Cuánto honor!—contestó ella sonriendo y secándose la cara con la manga del peignoir.—Tengo las manos mojadas. Por eso no se la doy. Aguarde usted á que me vista. Hasta luego—y desapareció nalgueando sobre la arena pajiza, Suárez se quedó paseándose por la playa, la imaginación poblada de ilusiones.

Era una mañana caliente de fines de Junio. El sol reverberaba en un mar de azul prúsico, ribeteado de olas blancas y espumosas.

A poco volvió Cipri, fresca, lozana, con el cabello húmedo en la raíz; sobre los ojos, un hongo azul atravesado por un clavo de oro largo y agudo; la garganta descubierta...

—¿Ha visto usted qué calor? Parece Agosto. No he podido resistir á la tentación de bañarme.—Yo haría lo mismo si no fuese tan tarde. La temperatura convida á ello.

—¿Y de Sixto, qué sabe usted? Hace no sé cuánto tiempo que no tengo noticias suyas.—Pues si no las tiene usted...—De Holanda me escribió, por cierto, unas cartas interesantísimas. Pero ¿no es usted su amigo? Además usted vive cerca de él, porque Biarritz dista un paso de Bayona.—Usted sabe que nos vemos de Pascuas á Ramos. A veces pasa un mes ó más sin vernos.—¡Qué tipo!—exclamó Cipri con benévola ironía.—Muy raro, ¿verdad?—Sí,—¿Le quiere usted?—¡Le adoro! Es tan inteligente, tan culto, tan original...

Suárez calló un momento abriendo un hoyo con el bastón en la arena. Después dijo:—Sí, muy culto, pero...—Vamos, no vaya usted á hablarme mal de él.—Al contrario: le quiero y admiro; pero eso no me impide reconocer que tiene un carácter raro.—Los hombres de talento son así.

Suárez, luego de mirar á Cipri, con audacia, en los ojos, la preguntó:—Sea usted franca y contésteme: ¿es usted su querida?

Cipri, poniéndose muy encarnada, le respondió negativamente con la cabeza. Era un no sin negación.—Nos queremos. Eso es todo.—Suárez, sonriendo con malicia, añadió:—¿Nada más? Pues si es así, ¿quiere usted...?

No se atrevió á acabar la frase.—¿Qué?—No sé si la ofendo.—No, no me ofende usted. Diga.—¿Quiere usted... ser mi querida?—Cipri se echó á reir.—¿Tan poco valgo?—No, si no es por eso.—Luego es usted su querida. ¿A qué fingir?—Le he dicho á usted que no. No digo que con el tiempo...

—Pues si usted se resuelve á serlo mía, tendrá usted cuanto quiera, automóvil inclusive.—Mil gracias.—Es usted guapísima y me gusta usted mucho, ¡pero mucho!

Cipri, rompiendo el hilo de la conversación, dijo:—¡Si supiera usted lo mala que está mi madre!...—¿Sí? ¿Qué tiene?—La pobre está diabética. Se ha quedado en los huesos y la infeliz sufre tanto con las privaciones... No puede comer nada dulce, y delira por las frutas, por las natillas. ¡Pobre!

Suárez fingió participar de la pena de Cipri, pero sin poder ocultar lo que le contrariaba que no accediese á su deseo.

—Es la primera vez que una mujer me da calabazas—agregó después de un silencio.

—Calabazas, no.—Pues, no sé. En fin, paciencia.

—¿Qué hora tiene usted?—preguntó Cipri después de una pausa.—La una y cuarto.—Me voy.—¿Quiere usted que almorcemos juntos?—Otro día.—¿Por qué?—No quiero dejar á mi madre sola,—Haga usted una cosa: vaya usted á su casa, entérese de cómo sigue (yo la espero en la esquina), y si va mejor, vuélvase. Almorzaremos en el hotel de Inglaterra.—¿Y si nos ven?—¿Quién va á vernos? En San Juan de Luz no hay nadie ahora... Si hay, serán extranjeros. Además, almorzaremos en la terraza, sobre la playa, á la vista de todos, para alejar malévolas sospechas. Además, si, han de calumniarla á usted, poco importa que dé usted motivo.

Cipri reflexionó un momento.—Vamos, decídase.—Bueno, aguárdeme usted aquí.—Suárez obedeció.

Cuando Cipri llegó á su casa, doña Encarna dormía.—Diga usted á la señora que he ido á almorzar con una amiga, y que en seguida vuelvo.—Está bien, señorita—contestó la criada.—Cipri, mirándose al espejo, se dió polvos en la cara, se puso otro sombrero y salió.

Durante el almuerzo estuvo preocupada, culpándose de su ligereza. No debía haber aceptado. ¿Qué diría Sixto si llegase á saberlo?—No lo piense usted más—la dijo Suárez jovialmente—. No vaya usted á decirle nada.—Pierda usted cuidado; nada sabrá, por más que me figuro que se le daría un rábano.—¿Tan poco cree usted que me quiere?—No, es que es así. El exceso de vida cerebral... Usted sabe que cuando se piensa mucho...—¿Se quiere poco?—Tal vez.

Al llegar á los postres Suárez dió á su conversación cierto giro apremiante:—¡Desde que la vi...—¿La amé? ¿No?—añadió Cipri bromeando.—¿Se burla usted?—Soy incapaz.—Pues sí, desde que la vi la amé.—¡Me hace gracia su declaración! ¿Qué diría Sixto, su amigo, si le oyese?—Ya le he dicho á usted que es un cerebral. A mayor abundamiento, no creo que sea celoso...

Cipri se quedó pensativa. Recordando la escena con Margot, se dijo: Puede que tenga razón.—¿En qué piensa usted?—En nada.

Volviendo á mirarla con fijeza, exclamó:—¡Cuidado que es usted bella! ¡Qué ojos, qué cejas, qué pestañas.!.. Cuando ahí nieva...

Cipri recordó que la mismo le había dicho Sixto la primera vez que habló con ella. Estos hombres—pensó—son todos iguales. ¡Hasta dicen las mismas cosas!

En aquel momento sintió por Suárez cierto vago desdén. ¡Qué pérfido! Pero ¿qué hombre, tratándose de faldas, tiene amigos?

Por su imaginación pasó rápidamente una imagen lasciva. Tal vez á Sixto le gustaría verla con Suárez... ¿No se lo había insinuado? Se le quedó mirando con cierta malicia pesquisidora:—No, no es feo. Tiene buenos ojos y una boca fresca y sensual...

Suárez, encendiendo un cigarrillo, la preguntó, sacándola de sus cavilaciones, que estaba lejos de sospechar que se relacionasen con él:—¿Cree usted que la quiere?—No sé. Ha sembrado usted la duda en mi espíritu. ¿Qué más da? Me basta con quererle.—Es usted muy humilde. Yo no creo que la quiera, valga la franqueza.

Como Cipri frunciese el ceño, añadió:—Margot me lo contó todo.—Cipri se puso roja, fingiendo no haber oído, Suárez insistió con erótica crueldad.—¿Y qué le contó?—Pues... No se haga usted de nuevas. Demasiado sabe usted lo que pudo contarme...

La cara de Cipri se ensombreció. Imaginó que en aquel momento era ya una de tantas. ¡Qué vergüenza! Suárez deploró su indiscreción. ¿Serían infundios de la costurera? Los ojos de Cipri se humedecieron.—¿Llora usted?

Ella se levantó sin contestarle, asomándose á un postigo que daba sobre el mar, en cuya superficie, tersa y tranquila, chispeaba el sol. Las vendedoras de sardinas atronaban la calle con sus gritos agudos, y todo bostezaba aletargado por el calor. Dos inglesas, que almorzaban en una mesita, no distantes de ellos, se levantaron, camino dé la playa sin mirará nadie.

—Bueno, señor Suárez, me voy. Gracias por su almuerzo.—Pero ¿se va usted así? ¿Está usted enojada?—No—contestó Cipri con desabrimiento—. ¿Olvida usted que tengo á mi madre enferma?—Suárez se quedó perplejo. Después agregó:—No lo olvido; pero me parece que se ha ofendido usted.—¡Oh, no! Esa mujer ha podido decir lo que quiera.—Créame que no me consolaría de haberla podido lastimar. Conste, sin embargo, que no ha sido esa mi intención.—Lo supongo.

Suárez la invitó á dar un paseo por la playa.—No—contestó Cipri—. ¡Adiós! Hasta la vista—agregó tendiéndole una mano fría y blanducha.—¿Me guarda usted rencor?—Cipri hizo un gesto desdeñoso. Suárez, corrido, la vió alejarse, no atreviéndose á detenerla. Advirtió que se pasaba el pañuelo por los ojos.

—¡Vaya, metí la pata!—se culpó á sí mismo, apretando las mandíbulas y dando con el bastón en el suelo—. ¡He sido un burro!...

Cipri, al llegar á su casa, encontró á su madre boqueando en una butaca:—¡Soy una miserable!—gemía—. ¡Soy una miserable!

La sirvienta, atribuyendo esta acusación al haber almorzado fuera cuando su madre estaba tan mal, trató de apaciguarla:—No es nada; un desmayo. Tranquilícese la señorita.

Dos sentimientos contrarios la agitaban en aquel instante: la vergüenza de que otro hombre supiese intimidades de su vida (¡y qué intimidades!), divulgadas por una tía, y la angustia de un próximo siniestro desenlace.

—Dígame, doctor—preguntó ansiosa al medico que acababa de llegar—: ¿Cree usted...?

El médico, luego de pulsar á doña Encarna, levantó los hombros y las cejas con la automática gravedad propia de su profesión. Cipri pensó telegrafiar á Sixto.—¿Para qué?—se dijo—. No vendrá.

Echándose luego á los pies de la moribunda, se puso á llorar.—¡Soy una miserable! ¡Perdóname, perdóname!—Doña Encarna no la oía.

Sardines, sardines!—gritaban en la calle...

XXV

A Sixto le dejó indiferente, ó poco menos, la muerte de doña Encarna. Se concretó á dar el pésame, por escrito, á la hija, acompañándola en su pena y ofreciéndose para todo.—Una imbécil menos—se dijo.

A Cipri la dolió que no fuese á verla; pero dado su carácter excéntrico, que ya conocía, le perdonó. Eso sí; tardó mucho en volver á escribirle, casi un mes, lo cual no dejó de inquietarle, dando suelta á sus conjeturas pesimistas. Cuando se preparaba un día á sorprenderla yendo á San Juan de Luz sin previo aviso, recibió una carta suya, adolorida y voluptuosa. Le contaba por lo menudo la muerte de su madre. La agonía fué rápida. Se quedó como dormida. ¡Pobre, pobre!

Después añadía: «Cuando aún estaba de cuerpo presente, vinieron de Madrid unas amigas nuestras, Consuelo Vaca y su madre, que han pasado conmigo, acompañándome, unos diez días. Consuelo es una mujer muy guapa, de ventidós años, de mediana estatura, ojos verdosos, algo así como los tuyos; muy blanca, buenos dientes, mucho pelo y muy graciosa hablando. Hace sólo cuatro meses que salió del convento de monjas en que se educó... Si la vieras, te gustaría.

Como yo estaba muy angustiada los primeros días, y además tenía miedo de acostarme sola, ella me propuso dormir juntas. La primera noche estuvimos charlando hasta las cuatro de la madrugada. ¡Qué cuentos nos hicimos...! Creo que has logrado lo que tanto querías. Pero de lo que pasó te hablaré otro día, con muchos detalles, como á ti te gusta. Por hoy, no me preguntes más...

Estoy ocupadísima en la casa: la estoy limpiando y pintando, que buena falta la hacía. En el jardín tengo un jardinero que está desbrozándolo todo.. ¡Estaba tan abandonado!

Me dicen mis amigas que estoy muy bien vestida de luto. Yo también lo creo. Luzco pálida y ojerosa, como á ti te gusta. ¡Cuántas ganas tengo de verte, vida mía! No puedes imaginarte lo que he pensado en ti...»

Esta carta estremeció á Sixto. Se repetía á sí mismo algunas frases como si no las comprendiese bien: durmieron juntas. Dice que su amiga es hermosa y que he logrado lo que tanto quería. ¿Por qué no habla claro? ¿Por qué me tortura así?

Se puso á pasearse por el jardín, como solía cuando alguna emoción le embargaba. Encendió un cigarrillo. Al llegar á la barda del jardín se detuvo volviendo á leer fragmentos de la carta.—¿Por qué no me lo cuenta todo?—Como el sol le picase, subió á la biblioteca y, tomando la pluma se puso á escribirla nerviosamente: «Quiero que me lo cuentes todo, todo. Díme si tu amiga está aún allí. ¿Es tan hermosa como dices? ¿Es bien hecha? ¿Por qué me ocultas la verdad? ¡Cuánto te amo! Yo también anhelo verte. ¡Cómo vamos á gozar cuando estemos juntos, después de una ausencia tan larga!...»

La lectura de esta carta conmovió á Cipri. A cada palabra, la sangre la latía en las sienes y sentía como un nudo en la garganta. Ya no tenía la timidez de antes. En la expresión de su rostro se leían cosas nuevas, hondas y sutiles, de un refinamiento enfermizo. Antes de contestarle lo pensó mucho.—¿Me querrá más?—sé decía—. ¿No me despreciará? ¡Cómo le quiero, cómo le quiero!

No pensó ni por un momento vivir con él, pues estimaba mucho su autonomía. Además, era mejor que se viesen de tarde en tarde. La intimidad mata el amor, como él dice.

Aunque sintió la muerte de su madre (al fin, era su madre), la idea de verse libre, sin nadie que la vigilase ni la pidiese cuenta de sus actos, no podía menos de alegrarla. Doña Encarna no supo captarse su cariño. Era agria, violenta, dominante y trataba de imponerse á todos. A Cipri no la quedaba ya, según decía, sino un solo afecto: el de Sixto. Era el único ser á quien quería y por quien estaba dispuesta á sacrificarse.—Que me pida que me arroje al mar, y me arrojo.—Haría lo que la ordenase sin replicar. La dominaba por completo, y se compenetraba de tal modo con él, que sin quererlo pensaba y sentía, aun en aquello que la repugnaba, lo mismo.—Le tengo en la sangre—se decía; y en su cara brillaba como, una luz de placer místico.

Hallaba en aquella sumisión una voluptuosidad indecible. Para ella también aquel alambicar las sensaciones eróticas era un signo de exquisitez psíquica. Comprendía que quisiese poseerla con el pensamiento al través de otra mujer. Estas inversiones sexuales no eran invención de Sixto: eran tan viejas como el mundo, y se daban en todas las razas, en todas las épocas, lo mismo entre las personas que entre los animales....

. La hembra es un macho atrofiado en su desarrollo genital, y la anatomía no deja lugar á dudas. Tiene los órganos generativos del macho, pero en embrión. Durante los primeros meses de la vida intrauterina es imposible distinguir el sexo.

¡Cuántas veces se lo había oído decir á su amante, apoyándose en calificados autores!

Sixto se acostó aquella noche muy tarde. Todo lo que rompiese la coherencia de su vida monótona le sacaba de quicio. ¡Cuánto caviló con motivo de ciertos párrafos ambiguos de la carta de Cipri! No pudiendo conciliar el sueño (estaba como si fuera á darle una apoplejía), se asomó al balcón de su alcoba. Una luna deforme, pedregosa, pero clara, brillaba en un cielo acerado, limpio, sin una sola estrella.

Vió con los ojos retrospectivos del recuerdo el desfile de su juventud y se puso triste. ¿Por qué aquel revivir súbito de un pasado sin atadura con sus emociones presentes? A su memoria acudían en tropel las imágenes visuales y olfativas para fundirse en un estado intelectual depresivo. Estaba viendo Sevilla con la mancha ondulante del Guadalquivir, lamiendo el paseo de las Delicias, oliente á naranjos en flor; la Torre del Oro reflejándose en el río; la Giralda, por cuyas rampas había subido tantas veces... La estaba viendo con sus calles estrechas y tortuosas, inundadas de sol, cuando no adormecidas en la penumbra. En el barrio de Triana tuvo su primer querida, una gitana de ojos incendiarios á quien amó con la ceguedad de los quince años, hasta que desapareció un día, contratada para bailar tangos y peteneras en las tablas parisienses. Recordó la Semana Santa, cuando, vestido de Nazareno, acompañaba á la Macarena al través del serpenteo popular, bajo una lluvia de flores y saetas. Aquellos pasos pomposos, de imágenes consteladas de piedras preciosas, se le antojaban de un paganismo deslumbrante.

Después evocó su hogar. Su niñez fué triste y descuidada. Iba á la escuela cuando iba. A los nueve años se enamoró de la que fué su nodriza, espiándola, cuando ella se acostaba, al través del ojo de la cerradura; pero nunca se atrevió á decirla lo más mínimo.

A los diez años pensaba en cosas impropias de su edad.

Su padre nunca estaba en casa, sino jugando ó en las ventas tomando manzanilla entre bailaoras y guitarreos. Fué agente de una casa de vinos. Luego se metió en negocios de Bolsa, en que ganó mucho dinero. La usura no le fué indiferente. Prestaba dinero á un interés anual crecido, según decían. Sixto no estaba bien enterado. Recordó que un día dió de patadas á su madre porque se quejó lloriqueando de que entraba tarde de noche. Probablemente estaría ebrio. Su madre era una histérica muy creyente que se pasaba las horas en la catedral rezando ó hablando de cosas frívolas. Ni por casualidad abrió nunca un libro, ignorante dé lo que pasaba en el mundo. Don Juan Arcaico mandó su hijo á París á estudiar medicina; pero Sixto no tenía estómago para soportar lamentaciones, y menos para ver abrir en canal á los muertos... y á los vivos. Con todo, estudió dos años de fisiología que le evitaron caer en el charlatanismo teológico.

Leía mucho y de todo, aunque sin orden ni constancia. En la Biblioteca Nacional de París todos le conocían; pero á lo mejor se pasaba quince días sin volver, tiempo durante el cual se entregaba á la crápula y al juego. A causa de estos desarreglos de su vida, tuvo no pocos pleitos con su padre, que le castigaba suspendiéndole la mesada. No quería que se le pareciese. Sixto no se apocaba por eso; daba clases de español y traducía novelas del francés al castellano, hasta que hacía las paces con don Juan, lo cual significaba para él la renovación de la mesada.

No le recordaba con cariño, aunque sí con cierta admiración. Era inteligente, de temperamento artístico é imaginación aventurera. Gracias á él conoció á Valdés Leal y á Murillo, cuyos lienzos admiraba. Murió de repente: del cerebro, según sus amigos; de una hemoptisis, al decir de los médicos. Le dejó á Sixto una renta de 3.000 francos mensuales, de la que dió cuenta pronto el maldito baccarrat, como él decía reviviendo aquellas noches de aturdimiento en torno del tapete verde. ¡Qué herencia patológica la mía! ¿De qué moriré?

La imagen de Agata, de su pobre Agata (así la llamaba en el silencio de su melancolía), surgió de estas evocaciones de otros tiempos, como una luna pálida de un cielo anubarrado.

No podía olvidarla, aunque á veces su recuerdo parecía eclipsarse en el tumulto de sus luchas interiores, ¡Cómo iba á olvidarla! Había dejado en su alma una huella tan honda, que era como una segunda conciencia suya, una conciencia dulcemente acusadora.

Por miedo á pecar de cursi á sus propios ojos, y, además, por no reñir con su incredulidad respecto de las cosas ultrarrestres, no la comparaba, por su mansedumbre, con un ángel. A su bondad unía una clase de belleza vaporosa (sin menoscabo de una plasticidad griega) que casi no se conoce en los países de mucho sol.

Había en su carnación nítida la transparencia de la porcelana vista al trasluz. Sus ojos parecían como prontos á llorar, ojos hechos de lirismo, de inquietud mística, de dolor insinuante y mudo, de intelectualismo del Norte, rico de ensueños y de sutilezas vagas, fugitivas, etéreas.

¡Y en un relámpago desapareció para siempre aquella selección natural del sexo femenino!...

Sus ojos se humedecieron. La luna tal vez comprendía aquel estado aflictivo de su alma.

Se culpaba de no haber sabido estimarla en lo que valía, achacándolo á su neurastenia, á quien pedía ahora excusas que le aliviasen de aquel peso doloroso.

—Soy un neolatino vicioso, soñador, envilecido por siglos de fanatismo religioso, de atropellos á la persona humana, de embustes metafísicos. Ella pertenecía á otra raza, preocupada del mejoramiento social, menos esclava de los sentidos, más respetuosa del derecho, menos desdeñosa de la justicia. Yo no comprendí su amor maternal...

Cuando cerró las maderas del balcón eran las cuatro de la mañana. Estaba rendido de este viaje por el país de los recuerdos.

XXVI

Cuando Sixto se preparaba á dar un paseo matinal por los contornos de Bayona, se le apareció Gumersindo Suárez.—Si yo no vengo á verle—dijo—, lo que es usted... Hoy vuelve á abrirse el Casino Municipal de Biarritz y venía á buscarle para que almorzásemos juntos. ¿Cuándo volvió usted de Holanda?—Sixto no contestó.—¿Cipri le habrá dicho algo?—sospechó mirándole con cierta inquietud, pues notó que estaba ojeroso y demacrado.

Al cabo de unos minutos le contestó como si no le hubiera oído:—¿Quiere usted que demos un paseo por el campo? La mañana convida á ello. Además, he dormido mal y deseo tomar el aire.

—Como usted quiera. Ayer vi á la marquesa, de vuelta de París, y á Margot, que ha estado en Burdeos con unas amigas.—¡Ah! ¿y qué cuentan?—Sabrá usted—agregó—que la madre de Cipri ha muerto.—No, no sabía nada. ¡Pobre!—Aprovecharé la ocasión—dijo para sí—de darla el pésame personalmente y volver á verla.—Estaba muy enferma—continuó Sixto, encendiendo un cigarro de papel.—Creo que del hígado ó de los riñones.—Y de Cipri, ¿qué sabe usted?—Lo que usted; no la veo.—¿Están ustedes reñidos?—No. Usted conoce mi sistema: á la mujer hay que verla de tarde en tarde, porque á menudo fastidia y estorba.—Vamos, no finja usted. Demasiado sé que está usted enamorado de ella.—Enamorado no; me gusta; es una buena hembra.—Suárez comprendió que no quería franquearse.—¿No es usted de mi opinión?—Hermosa lo es.—Suárez se detuvo ante una mirada de Sixto, en que imaginó ver reto y súplica, acusación y caricia, odio y anhelo.

Dialogando así llegaron hasta el Correo. Se sentaron después un momento en el antiguo jardín público, frente al Hospital Militar, de grandes tapias. El jardín público estaba separado del Adour por una larga reja de hierro.

—Algunas noches vengo aquí—dijo Sixto—á tomar el fresco. Casi nunca hay un alma. Verdad es que no sé de ciudad más apacible y solitaria que Bayona de noche. Para filosofar no tiene precio. Si no va usted al café, no hay adonde ir, y á mí la atmósfera viciada del café me irrita los bronquios.

Doblaron á la derecha, saliendo á la puerta de Mousserolles, que á Suárez se le antojó la más pintoresca y selvática de todas las puertas de Bayona. La hierba crecía tumultuosamente en los fosos, invadiendo los baluartes, agarrándose á los muros.

—De noche y con luna debe de ser esto un poema—exclamó Suárez girando la mirada en torno suyo.—Es una puerta de historia—observó Sixto—. Por aquí salió con rumbo á España, tras un destierro de treinta años en Bayona, la reina Mariana de Neubourg. Ducère creo que habla de esta pomposa despedida en su Bayonne historique et pittoresque.

Salieron á una alameda umbrosa.—¡Qué placer me producen siempre—prosiguó Suárez—, un placer visual y cenestésico á la vez, estas arboledas copudas y majestuosas!

Andando andando, salieron á una de las márgenes del Adour.—Este río no es romántico, como el Nive, cuyas aguas verdes, sombreadas por la fronda, parecen de malaquita—observó Sixto.—¿Es navegable?—Creo que no. Al menos, yo sólo he visto en él gabarras y esquifes.—¿Tiene mucho curso?—Atraviesa Bagnères de Bigorre, Tarbes, Aire, Dax... y desemboca en el mar. En el Adour está el puerto, y á menudo remueven sus aguas azules buques de gran calado que vienen de muy lejos con vino, carbón, corcho... El Nive es un río soñador, perezoso, que luego de pasar por Cambo, Ustaritz, en meandros silenciosos, se funde con el Adour en Bayona. Con frecuencia vengo por aquí; pero prefiero las márgenes del Ni ve; son más risueñas y me sugieren muchas cosas. En rigor, no debía decir sino la margen, porque la otra, la de la izquierda, á medida que se sube de Bayona, no es transitable; está cubierta de una vegetación redundante que se encorva sobre el agua.

Pues, como le decía, amigo Suárez, hace tiempo que no sé de Cipri. Usted, ¿no la ha visto?—No—contestó el interpelado, mal disimulando el susto que le produjo aquella pregunta inesperada.

El paseo duró unas dos horas. Al llegar á las Allèes Marines Sixto ordenó á Suárez:—Es usted quien va á almorzar conmigo. Luego iremos á Biarritz. ¿Le parece bien?—¿Por qué no?

Mientras Sixto se cambiaba de traje para estar á sus anchas, Suárez subió á la biblioteca.—¡Anda, anda!—exclamó—. ¿Leyendo la Biblia?—Advirtió que estaba acribillada de apostillas.—¿Acabará—se preguntó—en místico? No sería el primer caso.—¿Qué, le sorprende á usted que lea la Biblia, querido Suárez? Usted sabe que me gusta leer de todo. Es un libro muy divertido y muy erróneo. En el concilio ecuménico de Trento, de 1540, se decretó que el problema del mundo estaba resuelto (¡como quien no dice nada!) y que toda hipótesis contraria á las Escrituras se tendría como un ultraje á Dios, y, por lo tanto, á la Iglesia, y como un impostor á quien la sustentase. La iglesia católica asegura que Dios es omnisciente é infalible. La Biblia, por consiguiente, dictada por El, debe estar conforme con los descubrimientos científicos. Lejos de eso, está en contradicción. ¿Qué prueba esto? Que es una obra humana (trasunto de la época en que se escribió) debida á autores diferentes.

En la cara de Gumersindo Suárez se esbozó un gesto de sorpresa mezclado á cierto dolor intelectual.

—Sí, amigo Suárez; mal que pese á sus creencias, está llena de mitos. Empiece usted porque Caín se unió incestuosamente á Eva.—No diga usted eso.—No; si no soy yo quien lo dice: es el Génesis. Adán y Eva no tuvieron hijas. ¿Cómo se le olvidó esto al mitólogo? Muerto Abel, quedaron Adán y Caín. ¿Con quién se reprodujo este último?

¿Cree usted que Abraham existió?—Hombre...—Pura fábula, como la de Jacob el de la escala, como la de José, el casto José, cuyo episodio con la mujer de Putifar está calcado en un cuento egipcio.—Con semejante crítica...

—La vida de Moisés, según la relatan el Éxodo, los Números y el Deuteronomio, carece de valor histórico. Lea usted á Reus, á Renán...

Los errores científicos pululan que es un gusto. La Biblia afirma que la tierra es inmóvil y que el sol gira en torno suyo,—Sí, ya veo que lo ha marcado usted aquí.—Usted sabe que el sol no se mueve.—Porque le paró Josué—le interrumpió Suárez con sorna.—La tierra y los demás planetas giran á su alrededor. Hay más: para la Biblia, la luna y el sol fueron creados simultáneamente. La ciencia nos dice que la luna es un esferoide obscuro que refleja la luz solar.

—Recuerde usted—objetó Suárez con timidez—lo que decía Renán, que, á pesar de todo, la Biblia es un libro consolador.

—A mi maldito lo que me consuela.

—Porque usted no cree.

—¿Cómo quiere usted que crea en cuentos infantiles? Vamos, ¿le parece á usted que se puede tomar en serio un libro en que se afirma que el murciélago es un pájaro? Ahí tiene usted el Levítico y el Deuteronomio, que no me dejarán mentir. ¿Quién no sabe que el murciélago es un mamífero? Hay más: la Biblia incluye la liebre entre los rumiantes. ¿Quién no sabe que es un roedor? Y un libro así, ¿puede haber sido dictado por un ser omnisciente? ¡Quite usted!

Suárez no sabía qué contestar. Padecía en su fe, no muy firme, pero no podía negar la evidencia.

—El cielo, según la Biblia—continuó Sixto—es un palacio de cristal con su cúpula, que tiene por base las montañas. No querrá usted que le explique lo que es el cielo, que ni es cielo ni es azul, como dijo el poeta. Pero de todas las leyendas bíblicas, ninguna tan inverosímil como la del Diluvio y el Arca de Noé. ¡Y que los hombres se hayan matado por semejantes patrañas!

—A ver, á ver—se apresuró Suárez con cierta curiosidad maliciosa.

—Llovió cuarenta días con sus noches, sin parar (¡llover es!), hasta que el agua llegó á la cima de las montañas más ingentes. El agua era celeste ó llovediza y terrestre ó de los ríos que se desbordaron. Sólo se salvaron Noé y su familia y un par de animales de cada especie. ¿No es así? El arca se detuvo en Armenia, en el monte Ararat. La cumbre más alta de las conocidas hasta hoy no es el Ararat, sino el Himalaya. Se calcula que para que el agua la cubriese en cuarenta días (tiempo que duró el diluvio) se necesitaron doscientos ventiún metros de lluvia por día!

Según Cuvier, las catástrofes obedecían á temblores de tierra y erupciones volcánicas, y cuenta que el gran naturalista creía en los cataclismos súbitos y universales. Al decir del Génesis, la lluvia fué la causa del diluvio. La teoría de Cuvier carece hoy de valor científico. No hay sino catástrofes parciales.

La Biblia nos da las dimensiones del arca: tenía 300 codos de largo, 50 de ancho y 30 de alto, ó sea 162 metros de longitud, 27 de anchura y 17 de alto. Fué cerrada herméticamente por Dios y se ignora que le diese á Noé la llave. De suerte que durante los cuarenta días no se renovó el aire. ¡Y no hubo epidemias, ni una sola defunción!

Al cabo de ese tiempo Noé abrió una ventana para que saliese el cuervo de marras.

—No olvide usted que en el arca había una pareja de animales de cada especie: mamíferos, aves, reptiles, insectos... No sabemos cuántas especies de mamíferos había entonces; pero, según la clasificación de Cuvier (y de Cuvier acá ha llovido), pasaban de 150. Eran pues 300: no olvide usted que iban por parejas. Entre esos mamíferos Había 4 elefantes, 8 rinocerontes, 2 hipopótamos (vaya usted contando, querido Suárez), 2 jirafas, 4 camellos, 4 llamas, 6 individuos del ganado vacuno; 12 caballos, 21 ciervos, 40 antílopes, rengíferos, tigres, leones, panteras, leopardos, osos... ¡Ciento y la madre! Y no eran bichos que cabían en un rincón. Necesitaban mucho espacio.

En los ojos de Suárez chispeó una sonrisa de asentimiento.

—Supongamos que las especies de pájaros—continuaba Sixto leyendo en un papel, en que lo tenía anotado—se elevasen á 7.000. Eran 14.000 pájaros, entre los cuales cuento los buitres, las águilas, los avestruces, que tampoco caben en la mano. ¿Serie usted?—¿Quiere usted que llore?—Pasemos á los reptiles. Las clasificaciones del día abarcan más de 100 especies. Eran 200 las que entraron en el arca. No olvide usted los cocodrilos, los boas, que miden 12 metros. ¿No cree usted que va faltando arca? Y de los insectos, ¿qué diré? ¡Pasan de dos ó tres millones las especies! Y les había dañinos y venenosos. ¿No picaban?

¿Cómo se explica usted que cupiesen en el arca tantos seres vivos? Y esos seres vivos comían y defecaban. ¡Qué cantidad de alimentos necesitó Noé para nutrirles! Tenga usted en cuenta que unos comían carne, otros hierba, otros granos, otros, como las serpientes, animales vivos.

—¡Pobre Biblia! No la deja usted un versículo sano—exclamó Suárez riendo.

Sixto continuó:—Por otra parte, se ha notado que el mito del diluvio nació en parajes húmedos, amenazados de inundaciones. En Egipto, país en que nunca llueve, no hay huellas de leyendas diluvianas. En Mesopotamia, región expuesta á los desbordamientos anuales del Tigris y del Eufrates, nació el mito del diluvio y del arca...

—El almuerzo está en la mesa—dijo la criada.

—Vamos, amigo Suárez. Este inventario zoológico me ha despertado el apetito.

—Es usted tremendo, amigo; pero me ha hecho usted un bien: me ha operado usted las cataratas del fanatismo.

—Y sin bisturí. Y, además, de balde.

XXVI

Al entrar en el casino tropezaron con Margot, que estaba aguardando á la marquesa en el vestíbulo para jugar en comandita al chemin de fer. Se mostró frívolamente apenada cuando Sixto la comunicó la muerte de doña Encarna. ¡Pobre! Cambiando en seguida de conversación, repuso:—Ahora podrá venir Cipri más á menudo á verle á usted. A ver si combinamos une partie a trois, como la de aquel día...

Sixto la recordó con cierta repugnancia. A mayor abundamiento: á los pocos días Margot le dió un sablazo.

No había nadie en el casino. Hacía un calor insufrible, y eso que eran las seis y media de la tarde. El mar estaba como un plato, envuelto en una bruma caliginosa que parecía polvo. Ni una ola, ni un velamen alteraban su coherencia aceitosa. Sixto dió una vuelta por la playa, regresando en el tren de las siete y media á Bayona. El cielo, durante el trayecto, se fué anubarrando.

El silencio de Cipri tenía á Sixto contrariado.—¿Por qué diablos no me escribe? ¡Imbécil!—Preguntó varias veces á la sirvienta si el cartero había traído algo para él.—No, señor; pasó de largo.

Mientras cenaba, el tiempo fué aborrascándose. El viento soplaba provocativo; el cielo se ennegreció, veteándose á cada instante de relámpagos, y poco después empezó á llover á torrentes. Sixto era muy sensible á los cambios meteóricos. Los rayos, que caían á granel á lo lejos, como manojos de culebras amarillas, le pusieron los nervios de punta,—¡Imposible salir!—y miraba el cielo al través de la ventana. Si á lo menos tuviese gana de leer... Encendió un puro, entregándose á su habitual mariposeo ideológico.

El espíritu humano no concibe efectos sin causas, atribuyendo siempre sus decisiones á motivos racionales. Por eso inventamos mentiras conformes con nuestras exigencias psíquicas. Muchos de nuestros actos son inconscientes. ¿A qué pretender darles una explicación racional? La inteligencia, al querer aclarar por medio de razonamientos capciosos el fondo enigmático de nuestra sensibilidad, se me representa á menudo como un brazo larguísimo que se afana por coger algo fugitivo que está abajo, muy abajo, en un como subterráneo cada vez más hondo. ¿Por qué estoy tan inquieto? ¿Por qué imagino que algo funesto ha de sucederme? ¿Por qué en vez de buscar la causa en mí mismo, en mi desarreglo intestinal, por ejemplo, me echo por los cerros de Ubeda?

A la mañana siguiente recibió Sixto carta de Cipri. Le pareció mentira. ¡Había esperado tantos días!

«No te he escrito antes—le decía—porque he estado con anginas. ¡Qué susto he pasado! Al principio creí que era difteria; pero ya estoy bien, aunque al tragar me duele la garganta todavía.

Hablemos de otra cosa; de lo que á ti te importa más. En mí última carta te decía algo de lo que me pasó con Consuelo; quería contártelo de viva voz; pero como insistes en que te lo escriba, voy á complacerte, aunque me da mucha vergüenza...

La primera noche de muerta mi madre tenía yo mucho miedo, un miedo inexplicable, porque no creo en aparecidos y, además, porque estaba acompañada, ¿A qué lo atribuyes tú? Estaba desvelada y nerviosa y no podía conciliar el sueño por más que hacía. Consuelo vino á mi cuarto á hacerme compañía, sentándose en camisa al borde de la cama. Empezamos á hablar de hombres. Me preguntó si yo no tenía novio. La contesté que no.—¿Y usted?—la dije.—Yo tampoco.—Después me dijo, pasándome la mano por la garganta:—¡Qué lindo cuello tiene usted, sobre todo, qué blanco!—Después añadió:—¿Quiere usted que nos acostemos juntas? Así tendrá menos miedo.—Como usted quiera—la contesté, sin sospechar lo que intentaba. Te juro que no me pasó por las mientes que Consuelo fuera capaz de lo que hizo. Me parecía candorosa, sin malicia.

Se metió en la cama y, una vez bajo la sábana, empezó á acariciarme diciéndome:—¡Pobre Cipri! Comprendo lo que estará usted pasando. ¡Debe de ser tan triste eso de quedarse sola, sin madre, en el mundo! No llore—añadía besándome con ternura en los ojos y en las mejillas. Creí que lo que quería era consolarme; pero me convencí de lo contrario cuando sentí su mano por el seno:—¡Qué pechos tan duros tiene usted! Parecen de mármol—y con la misma se puso á besármelos...»

Al llegar aquí Sixto exhaló un suspiro muy hondo.

«—¿Quiere usted que apague la luz eléctrica?—me preguntó con la voz velada.—Aguarde usted un poco—la contesté con más ganas de levantarme que de otra cosa.—Seguimos hablando, y no sé cómo recayó la conversación sobre la vida parisiense.—¡Allí sí que se divierten las mujeres á su gusto! Usted que ha vivido allí lo debe de saber—me dijo—, ¡Quién pudiera pasarse allí aunque solo fuera un mes!—Es muy fácil—la contesté.—Sí, cuando se sabe el idioma.—Entretanto no cesaba de manosearme. De pronto me volvió á preguntar:—¿De veras que no tiene usted novio?—Ya la he dicho á usted que no.—He oído decir que las parisienses son muy viciosas.—Así parece—contesté yo fingiendo ignorarlo.—No sé quién me contó que es muy corriente que se amen entre sí. ¿Ha visto usted?—No sé.—¿Usted no ha tenido nunca aventuras de este género?—¡Nunca!—la contesté mirándola fija y canallescamente.—¿De veras que no?—¿Y usted?—la pregunté yo.—Yo tampoco—me contestó sin energía.

Quedamos un momento silenciosas.—Voy á apagar la luz—me dijo;—y extendiendo el brazo, dió vuelta á la que teníamos en la cabecera de la cama, La luna entraba por el balcón lo bastante para que nos viésemos las caras. Arrebujándose y abrazándome dijo:—¿Hace frío, verdad?—Luego, levantándome con disimulo la camisa, me metió la mano entre los muslos. Yo me estremecí. Noté que Consuelo se excitaba mucho.—¡Qué piernas tiene usted!—Yo nada decía. La dejaba hacer. No quería soltar prenda. Esta actitud mía, que ella no sabía si era estudiada ó natural, la cohibió largo rato.»

La cara de Sixto palideció, contrayéndose como si le doliera algo. ¿Sentía celos? ¿Le dolían aquellas confidencias lésbicas? Dejó la carta en su escritorio y, encendiendo un cigarrillo, salió al jardín. Los oídos le zumbaban y la cara le echaba fuego. Tiró el cigarrillo, reanudando la lectura sentado en una butaca.

Aquel hombre corrido se sentía como un mozalbete que acude á la primera cita.

«De pronto me besó en la boca, con un beso muy largo, muy largo, que parecía una ventosa; luego me besó en la garganta y se puso á chuparme los pechos cerrando los ojos...»

Sixto sintió como un vértigo y, echando la cabeza hacia atrás, entornó los párpados para alejar aquellas visiones lúbricas. Luego continuó: «Si hubieras podido verme, ¡cómo hubieras gozado...! Como Consuelo es una mujer limpia y hermosa y además muy ardiente, siento por ella algo que no puedo explicarme, algo que no sentí cuando estuve con Margot. Esta de seguro que te ha costado dinero. ¡Iba á hacer lo que hizo a l'oeil...! Amor no es, porque yo no siento amor más que por ti.»—¿Será sincera?—se preguntaba Sixto.—«Al día siguiente nos levantamos muy tarde. Estábamos rendidas, con unas ojeras muy profundas...

A la noche siguiente nos acostamos temprano, inmediatamente después de cenar. Empezamos á charlar, pero con más libertad que la noche anterior. Teníamos más confianza. La enseñé la postal aquella que me diste de las dos mujeres juntas.—¡Ah! Esto es de lo que á mí me habían hablado. ¿Usted lo ha hecho alguna vez?—Nunca—la contesté.—SÍ yo supiera hacerlo, lo haría.—No se requiere mucha ciencia—observé.—¿Quiere usted que probemos?; y sin darme tiempo á responderla me levantó la camisa, estrechándome los muslos, entre los cuales había hundido la cabeza. Aunque quise, no pude librarme de aquellas tenazas. Así permaneció más de media hora, mientras yo me retorcía convulsa, calenturienta. Luego me pidió que la hiciera yo lo que ella acababa de hacerme...

No volvía de mi asombro, pues no me cabía en la cabeza que una joven educada tan severamente, según decía ella, fuese tan corrompida. Que lo fuese yo, teniéndote por maestro, se explica. ¡Fíate de la educación religiosa!

Yo he gozado mucho, pero pensando en ti. Lo que más me excitaba era la sinceridad con que Consuelo me hizo todo aquello... Sentía que gozaba mucho, y eso, como comprenderás, duplicaba mi placer.

Ahora comprendo lo que antes no compren día. Has afinado mis nervios haciéndome ver la vida con otros ojos. Consuelo parece haberse enamorado de mí. Se explica: ella no tiene á nadie; pero yo te tengo á ti y me sería imposible (es más fuerte que yo) querer á otra persona. Me ha prometido retratarse á fin de que la conozcas, pues la he hablado mucho de ti dos ó tres días antes de separarnos. La he dicho que eres mi novio.

Díme cuándo quieres que vaya á verte. Esta ausencia tan larga me tiene loca. ¡Cómo vamos á gozar, Sixto de mis entrañas! Hasta á mi pobre madre la he olvidado por ti. Esto ya no es amor; es idolatría...»


* * *


Sixto, al terminar la carta, se sentía febril; la cabeza le giraba y los ojos le ardían. Se metió en la cama tiritando, arropándose hasta los ojos para que la luz del día no aventase sus fantasmas lascivos.—¡La amo, la amo!—se decía á sí mismo.

Conforme recordaba textualmente la carta de Cipri se iba enardeciendo, hasta sentir un deseo irresistible de matarla. Era la primera vez que este deseo—otras veces embrionario—se precisaba en su espíritu. Comprendía como nunca la estrecha afinidad que une la lujuria con la muerte.

Estaba viendo á Cipri como si la tuviese delante; la veía con la otra, y en la imposibilidad de reconstruir el cuerpo y la fisonomía de Consuelo, por falta de elementos directamente observados, se echaba á fantasear á su guisa. Tan pronto se le antojaba esbelta y serpentina, como opulenta, con algo de la robustez adiposa de las mujeres de Rubens. Lo que más le torturaba era el imaginarse el timbre de su voz y la expresión de sus ojos. Daba vueltas en la cama como si tratase de sacudirse las obsesiones que le perseguían, apretándose las sienes con la almohada.

Aunque experimentaba un placer intenso al leer que Cipri se había contagiado de su erotismo, no podía menos de sentir tristeza viendo que no había sabido sustraerse á las sugestiones de su depravación. No podía ya negárselo á sí propio: la amaba con amor sentimental. Hubiera deseada reservarse toda aquella depravación para los momentos de abandono con ella, una depravación auricular que sirviese de excitante á su imaginación convulsa.

A eso de las tres de la tarde, sin salir de la cama, tomó una taza de café, fumándose luego un cigarrillo. La cabeza le dolía.

El amor era egoísmo, y eso de verse en el espejo de otra alma, como en un espejo de veras, exaltaba su orgullo. No le bastaba que se diese carnalmente á él; necesitaba que pensase en él cuando no estuviese delante, que gozase pensando en él en el espejismo de la ilusión. ¡Qué inefable deleite el suyo al sentir la repercusión de sus anhelos en el dédalo de otro espíritu, al través de una envoltura voluptuosa! Amarse á sí mismo, fuera de sí mismo, con un ardor más profundo, sintiéndose transfigurado, renunciando á sí propio, como un padre que ve la prolongación de su personalidad en el hijo, ¿no era algo que se apartaba de lo vulgar? Había infundido en el corazón de Cipri su sangre viciada de libertino, poblando su imaginación de las mismas visiones que á él le perseguían.

Suárez fué á San Juan de Luz á dar el pésame á Cipri, que agradeció mucho esta deferencia.—Está usted irresistible vestida denegro; me parece usted más blanca, más distinguida. No debía usted usar nunca otro color.—¿Siempre de luto?

Aceptó, tras no pocos ruegos, dar un paseo en coche con él por los contornos de San Juan de Luz.

Al regreso, él se aprovechó de la invasión de la sombra nocturna para dar suelta á su afán amoroso contenido. Al principio, temeroso de que se repitiese la escena del primer día, no osó tocarla, á no ser con el pie, como si fuese casual.

La imaginación de Cipri, irritada por excitaciones de índole distinta, era terreno abonado para la seducción: primero, la muerte de su madre; luego, las noches de depravación sexual con Consuelo; luego, las cartas borrascosas de Sixto, que eran un llamamiento al libertinaje, y, por último, la solicitud lujuriosa de Suárez. Ni que fuese de palo. Harto hacía resistiendo hasta donde sus fuerzas se lo permitían, y sus fuerzas empezaban á flaquear.

—¡Un beso, sólo un beso!—la suplicaba casi llorando—. Cipri, ¡no sea usted cruel! Sixto no sabrá nada, se lo juro.

Precisamente, sólo porque Sixto lo supiese accedería ella á su ruego. Suárez interpretó su silencio como un indicio de complacencia, y sin decirla oste ni moste la besó en la boca, que Cipri cerraba con violencia. Cuando logró desasirse de él se puso muy seria, sin hablar palabra.—¿Está usted ofendida?—Como no respondiese, se fué arrimando á ella hasta murmurar en su oído:—¡Si usted supiera cuánto la quiero! Me gusta usted hasta el delirio. Daría lo que no tengo por verla á usted el seno, sólo el seno...—é hizo ademán de cojérsele.

Cipri pensaba en Sixto: «¿Qué diría él si nos viese?» Sintió miedo y vergüenza. Después se sonreía interiormente de la ignorancia de Suárez con respecto de aquella confabulación tácita de ella y su amante.—¡Si sospechase que al dejarme besar por él es porque siento que el otro se excita...!

Suárez, aprovechándose de este paréntesis reflexivo de Cipri, volvió á besarla en la boca, que esta vez se le entreabría como una flor de fuego. Permanecieron largo rato boca con boca, las manos enlazadas y los cuerpos juntos.

Ella se estremeció, cerrando los ojos llenos de la imagen de Sixto.—¡Otro día; ahora no!—exclamaba defendiéndose de Suárez, que, echándosela encima, pugnaba por poseerla.

En el fresco marino de la noche, que envolvía el vehículo como una caricia circular, encontró Cipri una compensación al aflujo de sangre que le produjo la inesperada acometida de Suárez. Su alma, combatida por sentimientos contrarios, rompió al fin á llorar silenciosa y copiosamente.

—¿Llora usted, Cipri? ¿Por qué llora usted? ¿La he ofendido?

Ella, arrullada por la brisa, con los ojos medio entornados, no oía á Suárez. Estaba absorta oyendo las acusaciones de su conciencia...

XXVIII

No parecía verano, sino otoño. Días antes había llovido, y la atmósfera, limpia de microbios patógenos, sobre cristalina, era fresca y soleada. Era un 14 de Julio excepcional. Por la mañana, revista militar; por la noche, iluminaciones, retreta en la plaza de Armas, naumaquia en el Adour, fuegos artificiales y bailes públicos, y hasta un toro de fuego que sembraba el miedo y la risa entre la muchedumbre. No se podía dar un paso. En las terrazas de los cafés, relampagueantes de ámpula eléctricas, tocaban sendas orquestas de cíngaros ante una multitud apacible y risueña.

Sixto salió á dar una vuelta después de cenar, como solía. El gentío le abrumaba. Sentía, además, por la muchedumbre una repulsión invencible. No olvidaba lo que dijo Tácito de los sármatas: que eran muy cobardes individualmente; pero así que se congregaban se volvían héroes. La muchedumbre es movediza, fácil al odio y al entusiasmo irreflexivos, pronta á conculcar al mismo que puso ayer en el pináculo. Su automatismo psicológico le daba miedo. A mayor abundamiento, le estomagaba el olor á ganado lanar que despedía. Una prueba entre mil de lo embotado de sus sentidos era el placer con que oía el estampido de los cohetes, que á él le enervaba. Además, temía que le saltasen un ojo.

A las once volvió á su casa por los glacises, que estaban desiertos y umbrosos. Se detuvo un instante para oir unos cuernos de caza que tocaban á lo lejos. Esta música monótona, medio guerrera y quejosa á la vez, le entristeció. En el silencio de la noche se alargaba con indecible melancolía, despertando el lirismo que se le pudría en el corazón...

A Casto le arrancaba, por el contrario, lastimeros aullidos que bien podían ser pujos de una vocalización sui generis.—¿Quién sabe lo que pasa por el alma de un perro?—cavilaba Sixto.

Casto se puso luego á toser como si tuviese algún hueso en la garganta. Su amo supuso que había pillado una bronquitis.—¿Por qué toses?—le dijo:—¿te sientes mal?—El perro, irguiendo la cabeza, se esforzaba por entenderle. Tal vez le entendía.

—Naturaleza injusta—pensó Sixto:—¿para qué sirve á la cotorra el habla? Como no sea para darnos la lata con sus frases hechas... A ver, ¿por qué al perro, que tiene tanto que decirnos, le privó del lenguaje?

Sixto recibió á Cipri fríamente, con cierta inquina sorda.

—Vengo á pasarme esta vez una temporada contigo. Ahora no tengo quien me pida cuentas de nada. Pero ¿estás malo? Te veo pálido y ojeroso.—Quien está pálida y ojerosa eres tú. Se explica; después de lo que has pasado.—Cipri no apreció la ironía.

Después de almorzar en el jardín, que estaba florecido otra vez, manchado con la filigrana de las hortensias y la púrpura de las rosas de Alejandría, ella se echó en la hamaca, medio aletargada por el vino y el calor, mientras él, saboreando un puro, la miraba de hito en hito, como un sátiro, con los ojos incisivos y acusadores. Cipri tuvo miedo. De pronto se levantó, y arrodillándose al pie de la hamaca, que se movía con vaivén de barco, empezó á besarla, ingiriendo su boca en la de Cipri como si fuese una breva.

—¡Te voy á matar!—la dijo mordiéndola en la garganta, que en la suavidad azul de la bata de seda semejaba un cisne dormido en un lago de añil.

—Subamos—le interrumpió ella—. ¡La criada va á vernos!—é incorporándose en la hamaca metió los pies en las babuchas que estaban en el suelo. Entrelazados, besándose por el camino, subieron á la alcoba, Sixto iba temblando, seca la garganta, las pupilas irisadas de chispas de topacio.

Mientras ella se daba polvos en la cara y en el seno, él se desnudaba febril, tirando el pantalón por aquí, la camisa por allá. Le exasperaba aquella calma ceremoniosa con que Cipri iba despojándose de sus ropas delante del espejo. Se quitó la gargantilla, se alisó el pelo, se perfumó los sobacos y las partes pudendas. Luego, sentándose en el filo de la cama, se subió las medias ajustándose las ligas, mostrando el arranque calcáreo del muslo.

Sixto se arrodilló besándola lentamente, como si oficiase de algo litúrgico. La blancura de aquella piel de raso le producía casi una convulsión.

De pronto sintió un impulso criminoso, pero logró dominarse, no dejándoselo ver á Cipri. Aquella expresión agresiva se parecía tanto á la de la lujuria... No era un enamorado tierno, lírico, sino hostil, huraño.

Se sentía mermado en su amor. Pero ¿á quién acusar? Cipri, ¿no obró cediendo á sus instancias reiteradas? ¿No fué él quien la indujo? ¿De dónde—se preguntaba—nos habrá venido esta manía de querer casar dos cosas tan opuestas como el pensar y el sentir?

Cuando ella, alborotado el cabello, las pupilas flotando en una atmósfera de sueño y de embriaguez amorosa, le rodeaba el cuello con los brazos, besándole en la cabeza y en los ojos con un ardor insaciable, acudía á su imaginación la escena con Consuelo que le contó en su carta.

—¿Gozaste mucho con ella?—Sí, mucho, pero pensando en ti—y le emparedaba el rostro entre las manos.

En aquel momento le molestaba aquella hipocresía. Su infidelidad de pensamiento era lo que le excitaba.—¡Si no quiero mas que á ti! ¡Tú eres el único que me hace morir de placer, Sixto mío! ¡Cada día me siento más enamorada de ti, más viciosa...!

—No me hables de mí. Háblame de tu amiga. ¿Te gusta mucho?

—Mucho. A más de hermosa es desinteresada y no anda por ahí como Margot. Es una mujer decente.

Sixto la oía con la boca entreabierta y los ojos inmóviles.

—Al día siguiente de haber pasado juntas la noche ella me miraba como saboreando todavía el goce de la víspera...

Sixto, á la vez que la besaba por todas partes, extremaba su confesión. Quería que se lo dijese todo, todo.—¿Cómo dormíais?—Entrelazadas. Si al despertar advertía que me había separado de ella, me buscaba las manos apretándomelas y besándome con frenesí. Es una mujer volcánica.

Una tristeza indefinible se apoderaba de Sixto, pasado el orgasmo venéreo.—¿Qué tienes?—le preguntaba Cipri.—¡Nada, déjame!—la contestaba con acritud.—El sentimiento de lo vacuo de la vida le echaba á perder todo deleite. El hallaba la causa de este tedio en la saciedad.

Con el renacer del deseo le volvía la ternura y aquella sed de dipsómano de inquirir cuanto Cipri hizo con Consuelo.

Así pasaron varios días, saliendo de la cama sólo para bañarse é ir á la mesa. Estaban como alucinados. El se quedó en los huesos: el perfil largo, los ojos hundidos y misteriosos... Ella parecía de marfil.

Para ellos el mundo no existía. Cuanto no fuese su amor les importunaba. En este círculo de la vida personal, egoísta, la humanidad—salvo excepciones—vegeta encerrada como la ostra en su concha. Por eso nadie entiende á nadie, por eso vivimos mordiéndonos...

Cierta noche le dijo Cipri á su amante:—¿Sabes que un día estuvo Suárez á verme?—¿Cómo, Suárez?—y su cara se inundó de una claridad siniestra. Cipri se arrepintió de su indiscreción.—¿Qué fué á hacer allí?—Le vi sólo un momento, en la playa.—Sixto se mostró incrédulo.—¿En la playa?—¿El no te lo dijo?—No.

La felonía del amigo le causaba cierto escozor íntimo, removiendo el fondo adolorido de su perversión.

—¿En qué piensas?—le preguntó, asustada de aquel silencio repentino que daba á su rostro cierta expresión meditabunda.—¡Déjame, déjame!—y se quedó un rato boca arriba, apretándose con los dedos el labio inferior, los ojos de par en par abiertos. Después, como si continuase hablando consigo propio, añadió:—¿Verdad que es guapo?—Cipri no contestó.—Sí; te hizo la corte, te dijo que le gustabas y puede que te besara y algo más.—Algo más, no.—¡Pero te besó, eso sí!—Cipri bajó los ojos.

En el alma de Sixto reñían en aquel momento cavilaciones antagónicas: la posibilidad de un engaño le dolía; pero á la vez daba á su querida cierto excitante prestigio de cortesana. No, no era ya la hembra sumisa y fiel que él conoció. La esfera de sus sensaciones se había ensanchado; conocía el amor al través de otro hombre... ¿Y si todo eso era una conjetura sugerida por su exaltación genésica? ¿Y si nada había ocurrido? ¡Qué chasco!

Cipri, echada junto á él, el seno desnudo, le espiaba como si pretendiese escuchar el latir de su pensamiento.

—¿Verdad que es guapo?—¡Qué insistir!—pensaba Cipri un poco molesta.

Sixto no podía prescindir de sus prejuicios respecto del amor femenino, del ridículo en que se ponía á sus propios ojos consintiendo en aquella abominación. Sus dos personalidades, la sana y la enferma, discutían sin llegar á un acuerdo. La una protestaba en nombre del orgullo masculino; la otra, hiperestésica, hablaba en nombre de un ardor amoroso rayano en la locura.—Díme con franqueza: ¿te gusta Suárez?—Cipri, á su vez, le interrogó con una mirada suplicante. Después de una pausa, dijo:—A mí no me gusta nadie mas que tú. Los demás hombres, para mí, no existen...—No es eso lo que te pregunto. Prescindiendo de mí, contéstame: ¿te acostarías con él?—Cipri se estremeció.

Ambos se quedaron silenciosos.

—Cuéntame: ¿estuvo á verte de día ó de noche?—Por la mañana.—¿Almorzasteis juntos?—Sí; pero apenas almorzamos me fui á casa. ¡Qué día tan triste! No lo olvidaré nunca. Figúrate si tendría yo humor para hacer lo que supones...

A Sixto no le interesaba en aquel momento sino el relato de la sensación experimentada por Cipri en presencia de Suárez.

Tanto la hostigó con sus preguntas de confesonario, que al fin rompió á llorar. El, lejos de consolarla, se puso á fumar tan campante. Pasaba á menudo de la iracundia á la indiferencia; de un amor volcánico á una frialdad de hielo.

Así que la dejó llorar á su antojo, volvió á preguntarla:—En fin, ¿te gusta ó no te gusta?—Ella, secándose las lágrimas:—Pero ¡qué afán tienes de envilecerme!... Si fuera al revés, ya me lo echarías en cara día y noche.

Sixto, simulando un arrepentimiento que estaba lejos de sentir, arguyó:—No. Si te molesto, no insistiré. No es por envilecerte. Te quiero alambicada, exquisita, ardiente; pero sin dejar de ser siempre mía. Te amo, te amo con todo mi ser; pero, ¿qué quieres?, soy complejo, contradictorio y la curiosidad me derrite.

—No; si es por darte gusto, haré lo que quieras. Sabes que soy tuya. Dispón de mí. Soy tu esclava...

Sixto la estrechó entre sus brazos, sorbiéndola la boca como un vampiro. Su obsesión tan pronto era Suárez como Consuelo. Cuando veía que Cipri se resistía á lo primero, la emprendía con lo segundo.

—Me gustaría verte con ella y gozarla luego delante de ti.

—¡Eso, no!

—¡Sí, sí!

Pasado un momento, añadió:—¡Me dolería tanto verte con otra mujer! Pídeme lo que quieras; pero eso no... Además, yo no sé si ella querría. No olvides que es virgen,—Sixto sonrió.—Ella lo dice. ¿Por qué no? ¿Y tú gozarías con ella?

—¡Ah, sí! Pero á condición de que tú me vieras. Es un placer reflejo. Los tímidos, y acaso lo somos por orgullo, por falta de ductilidad para adaptarnos al medio ambiente, tenemos una sensibilidad exquisita, dolorosa. No sé si me comprendes. ¡Es tan difícil explicar lo que sentimos!

—Sí, te comprendo, y si no te comprendo, te adivino. Quisiera darte ese placer (¿qué puedo negarte yo?); pero ¡cuánto me atormentaría!—y le besaba con ternura maternal.

—Es muy hermosa, tiene unos ojos magníficos...

—¡Qué amor tan grande el mío! Para que ceda en eso, imagina si te querré. Soy tuya; puedes hacer de mí lo que quieras.—Y se quedaba pensativa.

—¿Me das palabra de convencerla para que venga á Bayona?

—Sí.

—Pero antes tienes que enviciarla hablándola mucho de mí.

—Sí, la enviciaré para que me pertenezca toda á mí y podamos gozar los tres.

—¿No sientes amor por ella?

—No; simpatía, sí. Es muy guapa, muy dulce. ¿Cómo quieres que ame á nadie amándote á ti? Estoy loca por ti, vida de mi vida. ¿No lo ves? ¿Puede quererse más? Haré lo que me mandas.

—¡Qué fuente de sensibilidad recóndita—reflexionaba Sixto—brota de las profundidades de nuestro ser! El hombre, en general, no conoce sino un modo de sentir que pudiera llamarse oficial, un modo de sentir dictado por los prejuicios de una educación facticia y la rutina de un vivir sin emociones. Después de una pausa preguntó:—¿Quién sedujo á quién?

—Ella me sedujo á mí; pero yo la insinué lo que hicimos luego. ¡Y su madre cree que es una niña inocente!

—La hipocresía en cosas de amor—arguyó Sixto—tiene su encanto; me gusta la impudencia de puertas adentro, pero fuera me repugna. En esto difiere el vicio mercenario del sensualismo ávido de temblores nuevos...

Pasó un mes. Cipri, á los requerimientos de Sixto, obtuvo de Consuelo que pasara unos días con ella en San Juan de Luz. En una especie de diario íntimo que le mandaba semanalmente le iba confiando las embriagueces de aquella exaltación genésica á que la condujo su sobrexcitación cerebral.

Cipri convenció á su amiga del placer que sentirían ambas cediendo á las perversiones de Sixto. Los tres llegaron á ponerse á la misma temperatura emotiva. El, al principio, asistía como mero espectador (voyeur) á aquellas escenas de orfebrería carnal—según decía él. Se escondía tras una mampara de cristal, á la que había raspado un pedazo del papel de color que la cubría. Como estaba en la obscuridad, veía sin ser visto. Después tomaba parte activa, llamándose á sí mismo, en tono jovial, el sandwich. ¿No estaba emparedado entre las dos? Ellas reían besándole, orondas de ser queridas de un libertino semejante.

Estas escenas se realizaban en la quinta de Sixto, de noche, cuando la criada dormía.

—¡Sois irresistibles!—exclamaba él—. Donde hay belleza no hay vicio.—Pasada la fiebre, las contemplaba en su griega desnudez con ojos de escultor. Acudían á su memoria todas las estatuas femeninas que había visto en los museos: desde la popular Venus de Milo, con quien Consuelo tenía semejanza por lo pequeño de las mamas y la fecunda amplitud de la cadera, hasta las parcas del Partenón, de cuya carnosa armonía había curvas en el cuerpo de Cipri.

—Hay mujeres que nacen para la maternidad y otras para el deleite físico. Vosotras sois de las últimas...

El vicio no es negocio de contagio—como cree el vulgo. Si no se tiene un temperamento á propósito, se permanece ajeno á él, como el agua se desliza por el plumaje de ciertos pájaros. En una epidemia hay quienes quedan inmunes. Hay una diátesis del vicio como hay una diátesis mórbida.

Cipri enseñó á Consuelo una noche el retrato de Sixto. Ambas, ya en la cama, le analizaron voluptuosamente.—Fíjate en la boca—observaba Cipri.—Es boca de pasión—añadía Consuelo—dominante, irónica—. ¡Qué frente, qué pelo! ¡Y qué cara tiene de cachondo!—añadía sonriendo.—¿A que todavía te enamoras de él?—Ya lo estoy. ¿Quién no se enamora de un hombre así? Y con lo que me dices de su talento... Seremos sus queridas.

Cipri sentía la rebelión del primer ocupante á quien se trata de desalojar; pero sus celos, al fundirse con las efusiones lascivas de Consuelo, perdían su amargura hostil. Sus estados de conciencia eran difusos y contradictorios. Sin embargo, en su natural egoísmo de enamorada, deploraba que Sixto la hubiera conocido. A veces lloraba á solas en una mezcla de cólera contenida y de pena, como si presintiese que iba á perderle.

—¡Si eres tú á quien amo!—la decía para consolarla, en la apariencia, porque en lo íntimo se regocijaba de su aflicción, nuevo incentivo de su ardor sexual. Cuando estaba conambas decía á Consuelo lo mismo en voz queda.

—¿Qué te ha dicho?—la preguntaba Cipri compungida.

Sixto volvía la cabeza, fijándose con malicia tan pronto en la una como en la otra. Se sentía sádico en aquel momento viéndolas sufrir, y hasta enjugaba sus lágrimas con fogosos besos...

Eran tres temperamentos análogos. Por eso no tardó Sixto en contaminarlas de sus aberraciones libidinosas. A veces se irritaba porque, cuando menos lo esperaba, Cipri le decía:—Eso, para mí, no pasa de capricho. Consuelo me agrada; es fina, bien hecha, apasionada, inteligente. Amar, sólo te amo á ti, ¡ídolo mío!...

El enervamiento de Sixto no consentía tales rectificaciones, como el acostumbrado á beber aguardiente desecha el vino por insípido.

—Te quiero corrompida, compleja, sedienta de sensaciones sutiles. Lo vulgar, lo ramplón me exaspera. Aunque no compongo versos, soy poeta; un poeta que gusta de quitar á la realidad su prosaísmo. Quiero en una á modo de metempsícosis transformar la pasión que me inspiras, dándola otro aspecto. Quiero que seas tú y que no seas tú.

La sangre sale del corazón por las arterias y vuelve al corazón por las venas. ¿Me entiendes?

La pasión no es una enfermedad; es una energía fecunda que propende á difundirse en actos; es un estado de alma concomitante de una fiebre fisiológica que se nos impone despóticamente. Yo no imito á nadie. Soy demasiado egoísta, demasiado altivo para seguir las huellas de otro. Los moralistas de salón claman contra la pasión porque la consideran nociva, intentando reducirla al silencio; y ¡qué sería del mundo sin pasiones! La manía razonadora intenta quitar á la pasión ese prestigio; pero la pasión se ríe del razonamiento y sigue arrolladora su camino.

Cipri y Consuelo le oían sin chistar. Sixto, al hablar así, prescindía de ellas. Era el monólogo de su pensamiento hablando consigo mismo.

—¡Luego es mentira cuanto me has dicho! Ni Consuelo te gusta, ni tú eres capaz de comprender los refinamientos de mi espíritu...

—No; mentira, no. No sé explicarme. Tú dices que cuando se siente se carece de palabras. Yo así lo creo. Lo que Consuelo me inspira es cosa diferente de lo que siento por ti. Un ejemplo tal vez aclare mi pensamiento: ella es como un crepúsculo suave, mimoso, envolvente; tú eres como una aurora que ciega, que da ganas de gritar, de moverse. No sé si me expreso bien. Ella es la caricia superficial, blanda, femenina; tú eres la acometida, el arrebato masculino, la pasión atropellante. Si á ella no la viese más, lo sentiría porque la quiero y es buena, pero sin tirarme á morir; al paso que si te perdiera á ti me moriría de pesar ó me volvería loca.

Luego se puso á llorar larga y silenciosamente.

XXIX

Era á fines de Agosto. Biarritz se pobló de pronto, tumultuariamente, como una calle donde ha ocurrido un crimen. Los automóviles subían y bajaban con estrépito por la rué Mazagran, fumigando la atmósfera con su olor á gasolina; muchos se detenían casi á orillas del mar infestando el aire salino; las cocotas pasaban insolentes camino de la gran playa, meneando las caderas con excitante mercantilismo. Todo era alegría, lujo, movimiento, ruido...

Sixto arrastraba su aburrimiento al través de esta muchedumbre frívola y ostentosa, bajo un sol de ámbar. Si hablaba con un hombre, ya sabía lo que iba á decirle: que había perdido al baccarrat ó que había dormido á l'oeil con una gran hembra. Si hablaba con una horizontal, ya sabía también lo que iba á decirle: que había perdido al baccarrat y que necesitaba dos mil francos para pagar á la modista...

—¡Oh, gente imbécil, partidaria, sin saberlo, de la filosofía intuitiva de Bergson! Sixto prefería su soledad silvestre de Bayona, adonde nadie iba á molestarle con los alardes de una vanidad idiota y ofensiva. ¿Era aquello veranear? La ciudad, con su lujo, con su palidez anémica, con su boato de engañabobos, se había trasladado á orillas del mar.—La humanidad—pensaba—no lleva trazas de ser nunca higiénica y sencilla. Allá ella...

Tiene razón que le sobra Herbert Spencer, lo supérfluo precedió á lo útil.


* * *


Sixto fué una noche con Cipri al Casino Bellevue, en cuya gran terraza, que daba al mar, tocaba una orquesta fragmentos de La Vie de Bohème, que iban á fundirse con el rumor del oleaje. La música le entristecía, moviéndole á soñar. La vaciedad de la vida, la sugestión de la muerte hablaban á su espíritu con un pesimismo asiático. La lamentación de los violines, el quejido de las flautas se ingerían en su tedio como un crepúsculo que se va haciendo noche. ¡Se sentía tan solo en me dio de la gente!... ¿Qué tenía de común con ella?

En la sala de juego vieron á Gumersindo Suárez. Cipri se puso colorada.—¿Cuándo vino usted?—Ha venido varias veces—se apresuró Sixto—. Es como la marea: va y viene.

Suárez no pudo disimular su emoción, que Sixto, buen psicólogo de estas mudanzas afectivas, cogió al vuelo.

—¡Qué noche!—exclamó Suárez, por decir algo.—Parece de Ceilán—añadió Sixto.—¡Cuántas estrellas!—suspiró Cipri.

Se pasearon un momento por la terraza, volviendo luego al baccarrat. Mientras Sixto jugaba se pusieron á charlar en un rincón,—¡Está usted estupenda! No hay aquí ninguna mujer que pueda ponerse á su lado. Comprendo que haya sacado usted á Sixto de sus casillas.—Cipri sonreía sonrojándose.—Pues mire usted que hay mujeres vistosas...

Sí; estaba muy hermosa con su gran sombrero negro de flotantes plumas de avestruz y su traje blanco, ligeramente escotado para que blanquease su garganta mórbida.

El diálogo continuó, haciéndose cada vez más confidencial.—¿Quiere usted que tomemos algo?—Cipri aceptó.

En la terraza, aprovechándose del gentío y de la música, Suárez la apretó las manos y hasta se permitió rozarla el seno, como al descuido.—No, no me haga usted eso, que me pone usted nerviosa. Además, Sixto puede vernos.—Suárez, enardecido por la repulsa, dió á su conversación una rapidez de polémica.—Dígame usted dónde y cuándo puedo verla.—Como Cipri no respondiese, se quedó al principio cortado; pero pronto reaccionó al leer en sus ojos ardientes promesas.

Fueron al billar, del billar al salón de lectura, del salón de lectura á los petits chevaux, volviendo á la terraza. Tras mucho insistir, logró que Cipri le diese la posibilidad de una cita. Ya le diría dónde y cuándo.—Veremos cómo se presenta la ocasión; pero le ruego el silencio más absoluto...—Soy una tumba.—Suárez tragaba en seco, de la emoción, que daba á su rostro cariz de bobo.

Cipri entreabría la puerta á fin de complacer á Sixto, en el supuesto de que persistiese en su obsesión, pero sin comprometerse á nada. La idea del adulterio ya no tenía á sus ojos el aspecto repulsivo que antes. Del fondo de su pensamiento surgía una burla sutil. Sixto, á pesar de la admiración que le tenía, no era en aquel momento el mismo que ella conoció. Por mucho que fingía identificarse con él, no llegaba á comprender aquel afán de que le pusiera los cuernos. ¡Los hombres, los hombres! ¡Qué abismos de vileza!...

La palabra se la antojaba dura.—Vil, no: caprichoso—se corrigió.

Sixto salió á la terraza en busca de ambos.—¿Dónde estabais?—Ahí dentro hace mucho calor, que, unido al humo del tabaco y á los perfumes, produce náuseas. Por eso nos salimos—contestó Suárez.

—¿Hay algo más despreciable que una cocota?—preguntó Sixto á su amigo, midiendo de arriba abajo á las que paseaban á la sazón por la terraza.

—¿Ha perdido usted, verdad?

—Mi juicio no obedece á eso. ¿Concibe usted algo más repulsivo que una mujer que comercia con su cuerpo? No hablo en nombre de la moral rutinaria. Soy amoral. Hablo en nombre de mi estómago. Despoje usted á esas mujeres de las joyas, del traje, de la pintura... ¿Qué queda? Un receptáculo de malos humores, una máquina de placer.

El cuerpo, en rigor, es lo único que nos pertenece, lo único nuestro, lo único íntimo, intangible. Las ideas son cosa postiza; el hablar se le lleva el viento; pero el cuerpo, eso inseparable de nuestro espíritu, sin lo cual no se concibe la vida; el cuerpo, lo que nos da realidad objetiva, lo que nos convierte de materia anónima en seres con nombres propios, con personalidad propia... Imagine usted que emplean el órgano más noble, la boca, por donde sale el beso, la blasfemia, el elogio, el vituperio, los gritos de angustia y de alegría, la plegaria, la súplica, el apostrofe, la amenaza... ¿En qué la emplean?—Suárez y Cipri comprendieron. No tuvo que ponerlos puntos sobre las íes.

En esto apareció la marquesa sola, sin Margot. Esta había desaparecido con un fabricante de automóviles que se la llevó á viajar por esos trigos. Era la vida de aquellas eternas aves de paso.

El desfile de hetairas continuaba.—A mí—dijo Sixto—ya no me dicen nada. ¿Será una prueba de agotamiento? No. El vicio sin poesía, sin emoción, me deja indiferente. La mayoría de esas mujeres no tienen conversación ni cultura. Usan un clisé para todo. Si las habla usted de algo que se sale de lo vulgar, se aburren, dejándole con la palabra en la boca. Su único fin es sacarle al hombre la mayor cantidad posible de dinero. Aspasia no dejó descendencia.

—Lo peor es—objetó Suárez—que la mujer honrada es poco más ó menos lo mismo: frívola, interesada é ignorante...

—Sin la emoción—continuó Sixto—la vida carece de interés. La inteligencia es como una luz suspendida sobre un torrente. Ese torrente son las pasiones, los motores universales. Voy á ver—agregó cambiando el curso de sus ideas—si me desquito. Me da no sé qué dejar á esta gente mi dinero.

—Haga usted lo que yo—le replicó Suárez—: cuando pierdo un luis, no juego más.

Volvieron al baccarrat.

—Dígame usted, querido Suárez, ¿á qué especie de calabaza pertenece ese hombre?—y señaló á un punto que jugaba en pie junto al banquero.

Era una cara de luna, de carrillos carnosos y salientes, rubicunda, congestiva, pronta á reventar como un tomate maduro. El cuello era corto, ranudo, los ojos pequeños. Era el hombre-cabeza, pues lo demás no llamaba la atención.

—No, calabaza no es—contestó Suárez—. Es una remolacha.

Al salir se puso el sombrero, diminuto, casi sin alas, lo cual contribuía á aumentar el volumen de aquellas nalgas con ojos.

—Si yo fuese mujer—decía Sixto—, no me dejaría besar por ese hombre así me diese montañas de oro.

—Pues ahí donde le ve usted—añadió Suárez—, tiene una querida joven y hermosa.

—Será rico. ¿Cree usted que la mujer distingue de colores? Juzga al hombre por el comportamiento—económico las más veces—que observa con ella. Es simpático y gentil si afloja la mosca; malhonnête, si se defiende...

—No juegues más: vas á perderlo todo. Esta noche no estás de vena.—Sixto siguió el consejo de Cipri.—Tienes razón. Con la fatalidad no puede lucharse. Salgamos.—En el salón bailaban el tango.

—¿Quiere usted que cenemos?

—¿Qué hora es ya?

—Más de la una.

—Como quiera, amigo Suárez. ¿Qué dices tú, Cipri?

—Que acepto.

Entraron en un cabinet particulier. Mientras Sixto se lavaba las manos, Gumersindo Suárez y Cipri se quedaron solos un momento.

—¡Un beso, sólo un beso!—suplicaba Suárez estrechándola por detrás.—Ella estaba sentada y él en pie.

—¡Que viene, que viene!—contestaba Cipri rechazándole.

En esto apareció Sixto, que fingió no ver. Suárez se turbó un momento y Cipri se puso encarnada.

—Haga usted el menú, amigo Suárez.

—No, hágalo usted.

Sixto, con la lista en la mano, preguntaba:—¿Quiere usted sopa de cangrejos? Tal vez le parezca á usted muy excitante, y no creo que necesite usted ningún estímulo.—La ironía de sus ojos subrayó la frase. Cipri se puso pálida.

—Pediremos unas ostras para empezar. ¿Le parece á usted?—Sí—contestó Suárez—, Pida una docena para cada uno.—A propósito—añadió Sixto—. cuéntase de un supersticioso que, al pedirle al mozo en un restaurante unas ostras, le encargó que le trajese once, y no doce, porque no quería que fuesen trece á la mesa.—Cipri y Suárez rieron.

—Debía usted, amigo Suárez, de haber convidado á alguna amiga suya, porque si las ostras y la sopa de cangrejos le encalabrinan, mal rato le pronostico.—Por los ojos de Cipri pasó un relámpago de burla.—¿Nos habrá visto?—se preguntaba—. Sin duda; pero ¿no me dijo que aceptase sus requiebros? Es capaz de volver tarumba á cualquiera.

El vino (un Chateau-Latour de 1874) les desató la lengua, comunicándoles un descoco que en Cipri, principalmente, daba risa.

—¡Atrévete!—gritó Sixto á Suárez, empujándole sobre Cipri.

—Sí, atrévete—agregaba Cipri. Pero en vez de besarle, besaba á Sixto.—¡Mira, mira cómo le beso!—Suárez, que estaba solo chispo, se puso serio.—¡Ah, ah! Mira qué cara pone—exclamaba Cipri, abrazando á su amante.—Defense d’exciter les singes!—carcajeaba Sixto, rechazándola dulcemente.—Luego murmuró á su oído:—¡Hipócrita!

Suárez daba señales evidentes de enojo. ¿Qué, se estaría burlando Cipri de él? Todo se lo perdonaba menos que le tomase el pelo. El ridículo mata al amor.

Cipri no sabía á qué atenerse. ¿Era broma lo que la propuso, ó se había arrepentido al acercarse la realidad? Cada día se la antojaba Sixto más enigmático. Sus antítesis la irritaban á veces.

La cena se prolongó hasta las cuatro de la madrugada. A esa hora Cipri y Sixto tomaron un coche. El fresco de la noche les despejó algo la cabeza. Suárez se emborrachó en términos de que su amigo tuvo que llevarle á casa. Tenía el vino melancólico. Durante la cena Sixto le satirizó, aludiendo á la falsedad del amigo.—La amistad—le decía—es cosa rara, y si median unas faldas se transforma en odio.—Suárez le comprendía, pero no se atrevía á contestarle por miedo á una ruptura. Además, sabía que la razón estaba de parte de su amigo. Suárez discurría con lógica, dada su ignorancia respecto de la intriga de ambos.

Al hombre hiperestésico, curioso de abismos psicológicos, se oponía en Sixto el hombre orgulloso con sus prejuicios de cristiano. En aquel momento hubiera provocado á Suárez; es más: le hubiera abofeteado; pero este proceder violento habría malogrado tal vez lo que proyectaba.

—Te envidio, te envidio—le decía á Sixto tuteándole—. ¡Qué hembra tienes! En cambio yo... A mí ¿quién me ama?—Cipri se enterneció.

El coche, descubierto, rodaba entre oleadas de verdura y de sombra, camino de Bayona, mientras Sixto menudeaba sus reticencias, á las cuales no sabía Cipri qué contestar. Tras una pausa en que ambos enmudecieron, amodorrados por el vino y la brisa del mar, Sixto la abrazó de pronto, besándola en la boca.

—¡Te sorprendí, canalla!—la decía entre veras y bromas—No temas, no te reñiré. Te sorprendí cuando Suárez te besaba.—Sí, pero yo no le besé.—¿Sospechará algo?—No lo creo—contestó Cipri—. Aparte de que ¡buenos sois vosotros para suponer nunca nada contrario á vuestra vanidad! Imaginará que me gusta.

Esta observación no supo bien á Sixto.—¿Conque salimos ahora con esas?

Cipri no acababa de explicarse la suspicacia de su querido. Era joven, sana, y la salud va siempre unida á la simplicidad y á la monoandria. El, por el contrario, era un hombre corrido, gastado, lleno de lecturas de todo linaje, que necesitaba de estímulos para intensificar sus sensaciones. Ella procedía por sugestión, la cual duraba mientras Sixto estaba presente; pero cuando se quedaba sola volvía á ser quien era, como un acero que se dobla recobra su posición pristina. El vicio no había arraigado en su organismo.

Besándose y abrazándose llegaron á la quinta, detrás de cuya reja les aguardaba Gasto, que al verles se deshizo en caricias y meneos de culebra.—¿Qué tiene que tose tanto?—preguntó Cipri.—No lo sé. Puede que una bronquitis. Debía verle un veterinario.

Era casi el amanecer cuando se acostaron.

Sixto se levantó al día siguiente muy tarde, con mucho dolor de cabeza, sombrío, irritable. Por una parte la cena y el vino, y por otra los abusos carnales de la noche eran la causa de su abatimiento. Todo lo veía al través de su neurastenia. ¡Qué estúpido, qué sin sentido se le figuraba todo! Las ideas y las emociones más antitéticas languidecían á lo largo de su fastidio como los círculos y las burbujas en la superficie de un río. Su mutismo desconcertó á Cipri. Fumaba mucho y se estaba las horas inmóvil echado en el sofá contemplando el serpenteo del humo.

—¿Me despreciará?—se preguntaba ella—. He sido débil. Una vez que se le pase ese estado convulsivo en que se pone, reflexionará, y no podrá menos de ver en mí una perdida como las otras.—Pensando así se le quedaba mirando..

—¿Estás malo?—No, déjame tranquilo. Deseo estar solo.—Diñase que Casto participaba de su misantropía. Echado á sus pies, con el hocico entre las patas delanteras, dormitaba sin moverse, abriendo de tarde en tarde un ojo para mirarle de soslayo.

—¿Quieres que me vaya? Llevo ya muchos días fuera de casa y no sé siquiera si se habrá presentado alguien con intención de alquilarla. Ya sabes que en el verano casi siempre la alquilabamos mi madre y yo.

—Como quieras—le contestó displicente.

La despedida fué lacónica. Cipri le besó en la cara. El, estrechándola una mano, la dijo secamente:—Hasta pronto.

El enigma de aquel corazón inquieto, de aquel pensamiento nervioso se agrandaba por días á sus ojos de hembra enamorada. No atinaba á comprender lo que quería, y en esta incertidumbre, el temor de enojarle tropezaba con el deseo de complacerle. Su curiosidad femenina la incitaba á asomarse al abismo á que Sixto quería llevarla; pero su amor y su educación se oponían á ello tan pronto como veía la realidad aproximarse. Estaba cavilosa, dormía mal, comía poco. En fin, aguardaría los acontecimientos. Que él resolviese. De Consuelo había recibido algunas cartas rebosantes de safismo. En una de ellas la convidaba á pasarse unos días en Madrid. ¡Cómo se divertirían! Irían juntas al museo del Prado; saldrían por las mañanas al Retiro; por la tarde irían á la Castellana y se pasearían por la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo. Dormirían juntas en la misma cama. ¡Con qué fiebre recordaba las escenas de lujuria con ella y su amante! Después se volvería Cipri á San Juan de Luz.

La invitación era tentadora; pero, por el momento, dada la tensión de su espíritu, no podía aceptarla. Más adelante, quizá, con la venia de Sixto, claro. ¿Podía ella hacer algo sin consultárselo previamente? ¿Tenía acaso voluntad propia? Como un caminante fatigado que se para de pronto á contemplar la sorpresa de un paisaje, Cipri se detuvo en medio de sus angustias, preguntándose si era ella quien sentía ó él quien la iba dictando sus acciones.

Permanecieron sin verse varios días, hasta que el renacimiento del apetito carnal empezó á dibujar en la imaginación de Sixto lubricidades imperativas. Trataba de sacudirse la idea fija que le atormentaba como un buey uncido el tábano que le pica.

El recuerdo de Agata surgía en medio de sus tribulaciones, acariciándole con el bálsamo de su mansedumbre. Se sentía avergonzado de sí mismo, y aunque todo se lo explicaba, más que con el cerebro, con el corazón, no podía menos de protestar, en nombre de los resabios de su primera educación, contra estas aberraciones de su sentido genésico. No, no era un loco. O quizá lo era. ¿Quién podía jactarse de cuerdo? ¿Qué hombre no tenía su lado flaco, sus extravagancias? En sociedad todos parecen cuerdos; pero en la intimidad ¡hay cada orate!... Por eso somos hipócritas, porque nos da vergüenza confesar nuestras pequeñeces y lacerias...

XXX

La tos de Casto le preocupaba. Un día dijo á la sirvienta:—Lleve usted el perro adonde el albéitar.

—Dice que lo que tiene—contestó la criada—es la solitaria; que se le dé un vermífugo enérgico y se pondrá bien.

Al día siguiente de tomar unas cápsulas de cloroformo, el pobre Casto se hinchó como un globo.—Parece una perra preñada—observó la sirvienta riendo.™A Sixto le supo mal la broma.

Se acudió á otro veterinario que, después de auscultarle, dijo que tenía una pericarditis, y que además estaba hidrópico.

A los pocos días le dió una punción en el abdomen para extraerle el líquido seroso que le impedía respirar. Pasó cuatro ó cinco días bien; pero volvió á inflarse. Sixto padecía viéndole: no podía echarse, ni estar en pie, ni sentado. Pegado á la pared, como un bajorrelieve, se deslizaba cayéndose y levantándose simultáneamente. Lo único que comía con gusto era azúcar. De noche, cuando, rendido por el sueño, intentaba echarse, se veía obligado á levantarse de pronto, disneico, los ojos abiertos, las orejas caídas. De noche Sixto le oía desde su cuarto—bajo el cual dormía—derrumbándose y levantándose á cada momento. Su cuerpo, al caer sobre el piso de madera, formaba un ruido seco. En ese trajín le sorprendía la mañana. Se le alargó el hocico; grandes ojeras lacrimosas orlaban sus ojos lánguidos; los huesos se le podían contar y todo él tenía una flacidez como si fuese de trapo.

Fueron aquellos días de una lluvia persistente. El espectáculo del animal moribundo adquiría á la luz cenicienta de aquel llover sin fin una melancolía congojosa.

—Es preferible—opinó el albéitar—matarle, á prolongar semejante suplicio. No tiene cura.

Sixto no se avino con este diagnóstico.—Esperemos algunos días—le dijo al veterinario,—Y se puso á estudiar en un libro de patología la enfermedad de Casio. ¡Cuánta contradicción, cuánta duda! O él no entendía el texto, ó los patólogos no daban pie con bola. «Una vez evacuado el líquido, limpia la sangre del suero, se reanuda el equilibrio de la circulación y la función pulmonar se restablece. Para combatir la anasarca, nada mejor que la tintura de jalapa, la digital.» Ningún medicamento le mejoraba.

Una mañana, muy luminosa por señas, se apareció el veterinario en la quinta de Sixto. Venía por Casto. Diríase que lo presentía, pues así que le vió se escondió bamboleándose bajo la mesa de la cocina. El albéitar le cogió por el collar y le subió á rastras al coche. ¡Qué mirada de súplica aquélla! Sixto no podía olvidarla. ¿Qué decían aquellos ojos adoloridos? Se despedían para siempre de su amo. El albéitar le cubrió con una manta de viaje; pero él, sacudiéndosela, asomó la cabeza, echando una última mirada circular á la casa donde tanto había padecido...

Al día siguiente el veterinario le dió una inyección de estricnina que le produjo en el acto la muerte.

Cuando Cipri supo la noticia lloró mucho. No podía creerlo. Le había dejado sano y alegre. Y así se muere también la gente, de pronto, sin darnos á veces tiempo de llorarla. ¡Pobre Casto, tan bueno, tan noble...! ¡Qué injusta es la naturaleza! ¡Tanto perro feo y antipático como anda por ahí, y Casto, tan hermoso, tan dulce é inteligente, morirse en un dos por tres, y del corazón nada menos! Un animal tan bondadoso tenía que morir del corazón.

Cuando Sixto le echaba más de menos era por la noche, cuando volvía á cenar. Le recibía siempre meneando la cola, saltándole encima, desarticulándose de alegría. Ya no le acompañaría más, echado á sus pies, mientras leía; ya no volvería á pasear con él por el campo, entretenido en arrojarle piedras, en verle nadar por el río ó correr tras las golondrinas como una flecha. Le lloró sinceramente. No hallaría un amigo mejor, un compañero tan fiel y desinteresado...

Varios días después, no pudiendo resistir la ausencia del pobre perro, se la apareció á Cipri en San Juan de Luz. Iban á menudo á San Sebastián, á Fuenterrabía, á Hendaya.

No podía ver un perro en la calle sin recordar al suyo.

Una mañana, al volver Cipri de la playa, le dijo á su amante:—¿Sabes á quién he visto? A Suárez.—Nada, que se ha enamorado de ti. ¿Te saludó?—Sí; estuvimos charlando un momento.

Sixto se quedó meditabundo. En sus ojos brillaban siniestras candelillas.—¿En qué piensas?—Sixto frunció las cejas.—Ya te lo diré.

—¿Cuándo?—Otro día.

—Se me ocurre—agregó—que debes aceptar la invitación de Consuelo. ¿Por qué no te pasas en Madrid unos días? Cuatro ó cinco, por ejemplo.

—¿En Madrid? ¿Sola? ¿Y tú no vienes?

—No, yo me quedo aquí.

Ahora que Cipri estaba dispuesta á complacerle, su deseo perdía intensidad. Acercarse á la realidad era quitar á su sueño la poesía, eso de intangible que contribuye á su duración. Los fuegos artificiales de su fantasía iban á terminar, dejándole en la penumbra prosaica de las cosas ya vividas.

Leyó las cartas de Cipri con indiferencia. Ella le contaba sus impresiones de viaje. «El paisaje de Castilla la Vieja me ha causado una impresión imborrable. A las cuatro de la tarde atravesó el tren aquellas llanuras peladas, sin un árbol, de tonos rojizos y amarillentos, con lejanías azules. Yo iba sentada junto á la ventanilla, de frente á la máquina. Oleadas de humo plomizo cubrían el techo de los vagones, derramándose por un lado, atravesadas por la luz del sol que empezaba á ponerse. Hubiérase dicho que eran vellones de algodón encendido que volaban á impulsos del viento. Las colinas parduscas, verdosas, lisas, tenían contornos femeninos. La luz era de un oro sonrosado.

»Al pasar por Burgos me llamó la atención tanto carnero. Me cansé de ver rebaños y rebaños. Aquello no acababa nunca. Los campos, desiertos. De tarde en tarde una yunta de mulas arando. Los carneros eran mi obsesión. A derecha é izquierda, en el llano, en las colinas, como manchas blancas, se movían lentamente bajo la vigilancia del pastor, entrapajado hasta los ojos.

»Estos campos tienen una solemnidad que se mete en el alma. Tú, que eres poeta, cómo hubieras gozado viéndoles. A las cinco desapareció el sol de improviso, quedando todo sumido en un silencio indescriptible. El Pisuerga, azul, chispeante, era la única nota móvil en medio de aquel desierto rubicundo.

»De Madrid... ¿qué te diré de Madrid que tú no sepas? Hemos ido al teatro. En uno pequeñito de la calle de Carretas (no recuerdo cómo se llama), vimos á una bailarina maravillosa. ¡Qué manera de bailar, qué gracia, qué movimientos, qué expresión en los ojos, unos ojos verdes como los tuyos, pero con más picardía y vírgenes de lectura! Los tuyos son más tristes. Hemos ido al museo del Prado. Mi pintor predilecto sigue siendo Velázquez: mientras más le, veo, más le admiro. Al salir del museo me figuré que me seguían el niño de Vallecas, Esopo, Olivares... todas aquellas figuras que pestañean. Del Greco, ya sabes: los retratos, y sólo los retratos. El colorido de Goya me fascina. Esa familia de Carlos IV, ¡qué sátira! Aquel parche de copal que ostenta en la sien Luisa de Parma es de un realismo cruel...

»Cuando mi madre y yo vivíamos en Madrid apenas si reparábamos en nada. La costumbre. ¡Las veces que pasé por esta Puerta del Sol, tan bulliciosa y pintoresca, sin fijarme! Vendedoras de periódicos y billetes; mendigos, cesantes tomando el sol, envueltos en capas milagrosas; sandungueras mujeres que pasan rápidamente, como si las persiguiese la policía; tranvías que irradian en todas direcciones como los rayos de una rueda... No sé qué tiene esta ciudad que cautiva. ¡Es tan alegre, y la gente es tan simpática...!

La otra tarde, después de comer, fuimos al Pardo. En la Puerta del Sol tomamos el tranvía de la estación del Norte. Allí tomamos otro, de vapor, muy sucio. Con decirte que el de Bayona á Biarritz me pareció inmejorable. En un paisaje austero de encinas y pinos, entre islas de arena, se arrastra el Manzanares. ¡Qué indigencia de río! No tuvimos tiempo de ver el palacio por dentro; pero vimos, desde el pie casi de la sierra, toda nevada, el panorama, un panorama seco, de un verde de mirto, polvoroso, poblado de encinares, bajo un cielo nítido, de un azul muy suave. Nos paramos un momento en el puente á ver á las lavanderas fregoteando á orillas del río. Al caer la tarde, se fué tiñendo el cielo de un vaho rojizo en el horizonte, mientras lo demás flotaba en un azul casi blanco. No nos atrevimos á llegar al convento por miedo de perder el tranvía. El aire cortaba como un cuchillo y en el silencio de la puesta del sol sólo se oía el tin-tan de las esquilas de las vacas. ¡Cuánto me acordé de tí! ¿Qué estará haciendo ahora?—me preguntaba. No te apartas de mi pensamiento. Adonde quiera que vuelvo los ojos te veo.

De vuelta, ya anochecido, tomamos leche en una vaquería. Aquello era hielo puro»...

Consuelo notó que su amiga andaba cavilosa y que suspiraba de cuando en cuando como si tuviese una pena.—¿Habéis reñido?—la preguntó besándola.—No; pero, ya le conoces, ¡es tan raro...!—¿Y qué piensa de mí? ¿Me ha olvidado ya?—No; pero ahora ha dado en otra manía...

—¡Dímelo!

—No. Cuando volvamos á vernos.

La despedida fué cariñosa y tierna. A Consuelo se la humedecieron los ojos.

XXXI

Ambos se pusieron de acuerdo tras no poco acalorado discutir, Cipri le daría á Suárez una cita en la propia casa de Sixto. Le diría que éste estaba en París, que nada temiese, y, entretanto, Sixto les vería al través de la mampara, sin que su amigo lo sospechase.

Ella temblaba de miedo y de vergüenza; pero á la vez sentía un placer inexplicable. Lo desconocido la fascinaba. De pronto se arrepentía.—Pero ¿soy yo quien así piensa?—Un deseo irresistible de huir se apoderaba de ella.—¡Irme, irme! ¿A dónde? No sé.

Cruzando las piernas, se apretaba la cabeza con las manos, la boca abierta, los ojos desencajados.—¡Oh, qué horror!

El tumulto de sus estados de conciencia no la dejaba oir la voz de la razón. Era como la luz de un fósforo en medio de luces de bengala.

Pasó la noche inquieta, sin poder dormir. La cita era para la noche siguiente. La idea de que otro hombre pudiese poseerla la estremecía. Sentía en la raíz del pelo algo así como un escalofrío indefinible.

Sixto había vuelto á Bayona.

Cipri ya no podía retroceder. Aquel mismo día volvió á ver á Suárez, que no creyó lo que le decía. Estaba como loco de contento.—¡Oh, qué feliz soy!—exclamaba estrechándola una mano—, Pero lo que me dice usted, ¿es verdad? ¿No se burla usted de mí? ¿Por qué no nos vemos mejor en su casa?

—¡Ah, no! Aquí me conoce todo el mundo, y figúrese usted lo que dirían. ¡Eso, ni pensarlo! Allí estaremos bien, sin que nadie nos moleste. La criada estará durmiendo. Yo misma le abriré á usted, y á eso de la una ó las dos se vuelve usted á su casa en un coche.

—Bueno. ¿Palabra de honor?

—Créame usted; no le engaño...

Sixto, á su vez, pasó la noche sin dormir.—Parezco—se decía—un condenado á muerte.—Se levantó varias veces, encendiendo un cigarrillo en otro. Tuvo una pesadilla anginosa. Vió á Cipri en brazos de Suárez; la oyó decirle palabras de amor. Le vió á él besándola con frenesí, y en el momento en que iba á poseerla despertó sudoroso y frío.

Se miró al espejo: estaba lívido, ojeroso. Había envejecido.

Su castidad hereditaria de español se le plantaba de pronto delante como si pretendiese alejar el paso á su lujuria.

—¡No—le gritaba,—no hagas eso! ¿O has perdido el pudor? ¿Qué dejas para los cínicos, para los cobardes que transigen con los contubernios más repulsivos? Sacude tu obsesión; no confundas el refinamiento con el vicio degradante; no te niveles con los degenerados incapaces de refrenar sus apetitos... Huye antes de ceder á semejante locura, que de fijo ha de empequeñecerle á los ojos de tu querida, cubriéndote de oprobio á los de tu amigo...

Volvió á acostarse: primero boca arriba; después de un lado; después de otro. No podía conciliar el sueño. Se sentía febricitante, con los pies fríos; los oídos le zumbaban, y la boca, seca y ardiente, le sabía como á arsénico.

Si hubiera tenido en aquel momento á Casto junto á él, quizá se habría calmado un poco contándole sus cuitas.—Era un amigo que siempre me oía sin contradecirme—pensaba Sixto.

Lo que más le irritaba era aquella noche de luna que se le metía por el balcón dando á su cuarto la blanca incertidumbre de las alcobas de enfermos. A las tres de la mañana logró dormirse.

Se despertó temprano con ganas de descansar el sueño. Venía de un viaje muy largo, de un viaje por montañas y bosques, perseguido por fieras.

Después de bañarse se sentó en el jardín á tomar el sol. En la modorra de su espíritu nebuloso, exclamaba:—La amistad... ¡Qué farsa! El amor... ¡Qué filfa! Esta es la única realidad: el sol, el cielo transparente, los árboles hojosos, el trinar de los pájaros...

XXXII

Sixto pasó el resto del día muy nervioso, dominado por la labor constructiva de su imaginación lúbrica. Apenas pudo almorzar, tratando, aunque vanamente, de dormir un poco en la hamaca. Encendiendo un pitillo en otro, se paseaba por el jardín ó se asomaba á la reja como si aguardase á alguien. No era á Cipri, porque no vendría hasta las diez, según habían convenido. Luego subía á la biblioteca y hojeaba algunos libros.

La idea fija le iba privando del dominio sobre sí propio. Gozaba dolorosamente viendo por anticipado con la imaginación lo que vería aquella noche por sus propios ojos. En su autosugestión se sentía como fuera del medio circunstante. En el desprecio que se inspiraba á sí mismo hallaba un nuevo deleite que en nada se parecía á los ya conocidos. Era un placer extraño como el que sienten los anacoretas. Todo lo que no fuera la idea fija de su aberración, imponía á su inteligencia un silencio profundo. En el letargo de su atención y de su memoria las otras ideas andaban de puntillas por miedo de despertar lo que en él dormía de juicioso.

Reina en el organismo una confraternidad indiscutible. Cada órgano, aunque autónomo, depende de los otros órganos y goza y sufre con ellos. Cuando uno enferma, los otros enferman por simpatía; cuando uno se regocija, los otros se regocijan también. Así se explican las anomalías, los caprichos y las alteraciones mórbidas.

Las enfermedades de la imaginación tienen por causa el contagio sufrido por el organismo todo de la exageración de uno de los demás órganos. Las ilusiones, los impulsos irresistibles no tienen tal vez otra explicación.

XXXIII

Sixto salió después de cenar para hacer tiempo hasta que llegase Cipri. Estuvo un rato de bruces en el puente Mayou, viéndolas luces de los faroles reflejándose en el río como puñales de oro clavados en el agua. Esta corría, corría, haciendo remolinos, empujada por invisible fuerza, como su espíritu. Se sentó después en la terraza de un café frente á la plaza de Armas. Pidió un coñac; luego tomó un sello de fenacetina para combatir la neuralgia facial que le venía molestando desde por la mañana. A menudo sacaba el reloj.

—¡Las nueve y media! ¡Qué largo parece el tiempo cuando se espera!

Encendió un cigarrillo; luego tomó otro coñac. Pasados unos minutos pidió al mozo un periódico. Le ojeó maquinalmente sin enterarse de nada.

Miró al cielo. La noche era clara, transparente, apacible. Por los portales de la Alcaldía y la plaza de la Libertad se paseaban algunos burgueses. Eran los mismos que veía siempre. ¡Cuán ajenos estaban de lo que le pasaba por dentro! Volvió á sacar el reloj. ¡Las diez! Un perro se le acercó en demanda de un terrón de azúcar.

Tomó otro coñac; pagó, encendió otro cigarrillo y echó á andar con rumbo á su casa temblando por dentro de frío. Por la ruta no había un alma. Al través de los árboles de las fortificaciones, entre las dos torres de la catedral, asomaba una luna grande, muy amarilla. De tarde en tarde pasaba un biciclista sin linterna ni timbre.

Llegó á las diez y media. Desde la reja miró al primer piso. Había luz, ¿No sería la criada? Abrió muy quedo la reja, introduciéndose como un ladrón en su propia casa. El corazón le dió un vuelco. Estaba pálido y trémulo. Ya en la escalera, no se decidía á subir.—¿Habrán venido?—Oyó rumor de voces. Hasta creyó oir la risa de Cipri. Se sentía tarumba: ¿era él ú otro quien asistía á aquel espectáculo? Subió la escalera como un gato, sin hacer el menor ruido. Sí, allí estaban. Se deslizó hasta el cuarto contiguo al suyo; se quitó las botas, poniéndose unas zapatillas para que no le oyesen, y se puso á ver por la cerradura. Sintió como un síncope. Tuvo que apoyarse en la pared porque las piernas le flaqueaban.

¡Allí estaban! Les estaba viendo.

Suárez no se había desnudado aún del todo. Cipri estaba en camisa delante del espejo, arreglándose el cabello, que tenía en desorden. Hablaban quedo. Suárez, acercándosela muy despacio por detrás, la besó en la nuca. ¡Y ella se estremeció!

—¡Ah!—rugió Sixto para sí, creyendo que soñaba.—Se pasó las manos por los ojos. Vió luego que Cipri le besaba en la boca como le besaba á él, ¡En la boca! La sensación era demasiado fuerte. Ya no pensaba; su fisonomía se volvió dura, truculenta. Se apartó un momento de la cerradura, sentándose casi exánime sobre un baúl. Lo que veía, ¿era una ilusión? ¿Era ella, la que tanto había fingido resistir? No, no era posible. ¿Le iba á dar á Suárez lo que á él le había negado? El orgullo se había sobrepuesto á su lujuria y quería vengarse; pero algo le obligaba á permanecer allí. Quería alejarse y no podía, como si hubiera echado raíces en los pies.

Al fin bajó automáticamente la escalera. Entró en la cocina; el gato, que dormía en una silla, saltó al verle; cogió algo que había sobre la mesa y volvió á subir. Quería ver y no ver lo que pasaba en aquella alcoba maldita.—¿Qué le estará haciendo? ¿Qué le estará haciendo?

Al cabo de un rato volvió á mirar por la cerradura, jadeante, la cabeza hirviendo. Cipri, echada al borde de la cama, completamente desnuda, se entregaba á las caricias de Gumersindo Suárez. Sixto vió rojo. No pudo soportar que Cipri gozase con aquel hombre. La odiaba.—¡Miserable, miserable!—lloraba para sí.

Le había ocurrido lo que al reo que al ver la guillotina se demuda, tiembla y pierde la serenidad de que hacía gala. ¡Qué abismo del sueño á la realidad! Estaba delante de lo que tanto había deseado y temblaba de miedo.

Las sienes le latían, los ojos le chispeaban. ¿Se dará cuenta de que la estoy mirando? ¿Se habrá olvidado de que estoy aquí?

Empujó como una tromba la puerta, y sin saber lo que hacía, se arrojó primero sobre Suárez, que, abriendo la ventana, se tiró en paños menores al jardín, poniendo en fuga á unos gatos.

—¡Canalla, canalla!—gritaba Sixto furibundo.—Luego se ensañó en Cipri, acribillándola á puñaladas.

—¡Infame, pérfida!

—¡No, no me mates!—gemía ella ensangrentada.—Después, arrastrándose de rodillas á sus pies, añadía con voz agónica:—¡Perdóname, perdóname! Sixto no oía.

Abrió la reja y, sin saber cómo, se encontró en la carretera, sin sombrero, desgreñado, sudoroso, convulso.

Todo dormía bajo la claridad de aquella noche silenciosa.

Sixto, con el puñal aún en la mano, erraba sin saber por dónde, el cerebro vacío, los ojos fuera de las órbitas. Tomó por un sendero angosto, perdido como una cinta entre dos prados verdes. Junto al sendero corría un arroyo murmurando. De pronto surgió del boscaje el canto de un pájaro: era el mirlo que oyó aquella noche. De otro boscaje salía el trinar de un ruiseñor.

En una encrucijada, sobre un estercolero, dormía la vieja mendiga, la cabeza apoyada en su saco de mendrugos. Se paró un segundo á mirarla. Si la hubiera reconocido, él, que tanto la había despreciado y compadecido, tal vez se hubiera cambiado por ella en aquel momento de suprema angustia.

Atravesó la vía férrea, costeó luego una granja despertando á un perro que dormía atado á la puerta. Su ladrido pertinaz le perseguía en la quietud de la noche como una acusación. Llegó á las Allèes marines. Alguien venía: era un pescador borracho con su caña al hombro. Junto á la margen yacía inmóvil un trasatlántico de casco rojo. Las grúas se dibujaban en la claridad: eran horcas que le estaban aguardando para estrangularle. La luz de la luna temblaba en el agua como un largo escalofrío de azufre. El cielo estaba estrellado, y en el so siego de la noche dormida sólo se oía el pitar lejano de algún tren ó el murmullo del agua al batir contra las márgenes...

Sixto continuó vagando aturdido, inconsciente. Con una rapidez, increible llegó hasta el puente del Espíritu Santo, silencioso, desierto á esa hora. El agua, al pasar por debajo, gargarizaba, corriendo luego unida, brillante, fresca hacia el mar, que la aguardaba impaciente. Los edificios se proyectaban muy adentro, como sumergidos. Sixto, volviendo sobre sus pasos, se encontró en la Barra que distaba no poco del puente.

La perspectiva del río—sombreado á lo lejos por los bosques de Anglet, acariciado por el reflejo lunar,—estaba pidiendo, no conflictos sentimentales, crispaturas nerviosas, sino ternura, ensueño, paz interior...

Había como una música inefable en el espacio nítido, un reposo de lugar salvaje no profanado por el hombre.

Al espíritu de Sixto debió de acudir en una iluminación súbita la tragedia de su vida y el siniestro fin que le aguardaba. Pensó en su amor muerto, tal vez en el presidio, en el cadalso... ¡AH, aquellas grúas!...


Al día siguiente, muy de mañana, encontraron un cadáver flotando en el río: era el suyo.


Bayona, Julio y Agosto de 1912.


Publicado el 9 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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