Fiebre de Análisis

Autodisección de un enfermo

Emilio Bobadilla


Cuento


I
II
III

I

Mi novia, ¿era buena ó era mala?

Á juzgar por lo que yo había observado (en el supuesto de que pueda observar quien ama) mucho había de verdad aparente en lo que de ella se decía, en son de censura. Y sin embargo, la amaba cada vez más. Aquellas calumnias (ó lo que fuesen) despertaban en mi espíritu un odio entreverado de amor punzante. Me perdía en abstrusos análisis psicológicos en los que entraban por mucho mis preocupaciones, mis cavilosidades de hombre sensual.

Las cosas que yo había oído con aparente frialdad, atentatorias á su honor, me entraban en el corazón como una náusea, me inspiraban un rencor taciturno, uno de cuyos factores era el papel ridículo que á mis propios ojos hacía, dejándome arrastrar por una pasión que yo juzgaba indigna de mi.

Al propio tiempo que tales desabrimientos, experimentaba un cosquilleo placentero, allá en lo profundo de mi corazón; un anhelo de besar, con besos que terminasen en mordiscos, á la mujer en quien la maledicencia clavaba las uñas.

—Es hermosa—decían;—pero ligera de cascos, si las hay. ¡Y qué ideas las suyas! Es partidaria del amor libre... y ¡lee á Zola! Es más: no tiene pizca de religión, no cree en Dios ni en el diablo. Crea usted, amigo mío—añadían, sin sospechar que yo llevaba relaciones con ella—mujer de semejante catadura no puede ser buena...

Mi primer impulso era estrangular á quien tales cosas pensaba; pero pronto pasaba la ola de mi enojo, y mostraba vivos deseos de seguir oyendo lo que tan mal me sabía.

Por la noche, cuando iba á su casa, me desataba en denuestos y la culpaba de todo lo que me habían contado, con más, lo que mi imaginación había forjado en su exaltación febril.

Ella oía aquella tempestad de injurias, de amenazas y de quejas con el sobresalto de quien despierta á deshora por inesperado tumulto popular. Palidecía intensamente, se erguía en su asiento, me clavaba sus ojos azules, concluyendo por sonreír con sardónica sonrisa.

Aplacada la tormenta, departíamos cariñosamente, no sin indicarme, á modo de epílogo, que tales disputas la enfermaban, y que, de repetirse, darían con ella al cabo en el cementerio.

No era romántica. Casi nunca soñaba despierta. Me amaba sin fines ulteriores, sin preocuparse poco ni mucho de lo porvenir. En lo referente al amor era partidaria del arte por el arte, como si dijéramos.

—¡La vida es tan corta!—exclamaba.—¡Tiene tan pocas alegrías! ¿A qué agriarla más con supuestas inculpaciones y celos infundados? Yo te amo, y eso debe bastarte...

La tensión de mis nervios exigía menos laconismo, más calor, más fuerza. Yo necesitaba que me volcase encima todo un diccionario de pasión, de lujuria, de cariño... Aquella sobriedad era para mí lo que una gota de agua á un sediento.

Al fin firmábamos, aunque temporalmente, las paces. Lejos de quedar tranquilo, me enredaba en nuevas dudas é inquietudes...

—No; si ella, en realidad, me amase, se habría expresado con más fuego. Y aquello que dijo primero, ¿cómo se compadece con lo que dijo después? ¿Será cariño lo que siente por mí ó mera sensualidad?.

Y era que yo la juzgaba al través de mi temperamento. No dejaba mi personalidad y me trasladaba mentalmente á la suya; no me ponía en su lugar, eso es. •

Carecía de la fuerza de abstracción suficiente para prescindir de mi vida interior, de mi sexo, de mi educación, de mis vicios y convertirme en mujer de complexión moral y física opuesta á la mía.

¡Qué abismo el que separa los sexos! Un hombre no comprenderá nunca á una mujer, como una mujer no comprenderá nunca á un hombre.

La mujer es altruista, el hombre, egoísta. El hombre, por ser más impulsivo, por tener una esfera de acción más amplia, es más sincero, más inteligente y tolerante; la mujer le gana en astucia, en disimulo, en fineza. La una espera; el otro acomete.

Es naturalmente conservadora, porque es la depositaría de la especie; teme á lo nuevo, al paso que el hombre, más rico en asociaciones de ideas, más audaz, más sanguíneo, gusta de la novedad, se aburre pronto, lo cual justifica su amor á la poligamia.


* * *


Por la noche, cuando me quedaba á solas en mi cuarto y apagaba la luz, ¡qué remolino de figuraciones el que pasaba por mi cabeza! Mi sueño era intranquilo. Me despertaba al amanecer, con el despertar á medias y sombrío de quien ha pasado una noche de fiebre... El encéfalo me dolía, y hasta la luz del sol se me antojaba macilenta.

No tenía voluntad para alejarme de aquella mujer inteligente y culta, de curvilíneas formas, de ojos expresivos que tomaban la dureza brillante del acero en los raptos de ira y el mimoso tinte del crepúsculo en los instantes de abandono...

Me devanaba los sesos inquiriendo la verdad, á través de la selva de recelos, desconfianzas y temores que habían hecho nacer en mi cerebro las hablillas de las gentes y mis propios juicios contradictorios, bruscamente rotos por el rápido sucederse de mis estados de conciencia.

El amor vendaba mis sentidos trabucando mis ideas que, en rigor, no eran ideas, sino convulsiones intelectuales.

Empezaba pensando en ella y concluía discurriendo (si aquello era discurrir) sobre una noticia que había leído horas antes en un periódico, y que maldito lo que tenía que ver... con las témporas.

Luego, dando suelta á la imaginación, soñaba que me había enriquecido ¡El dinero! He aquí la causa de mis desvelos, de mis pesquisas... Si yo fuera rico, ¡qué había de perder el tiempo en estas escaramuzas psicológicas que á nada conducen, como no sea... al manicomio!

Me casaría y Cristo con todos. Y me iría á viajar con ella... ¡Qué felices hubiéramos sido! Y yo mismo, á mi pesar, me enternecía con estas ilusiones engañosas.

Pero no; nuevas dudas hubieran germinado en mi espíritu; me hubiera hastiado pronto, porque los temperamentos desquiciados necesitan el continuo cambiar de paisaje. Hubiera suspirado por una vida orgiástica, de muchas aventuras amorosas.


Me he olvidado de lo principal. ¿Era buena ó era mala? En ella había un fondo de moralidad severa é inmutable. Todo, ó casi todo, era en ella puro intelectualismo. Mostrábase desenvuelta y maliciosa en él pensar. Cuando hablaba con los hombres, diríase que en sus ojos se daban cita todos los eufemismos de la picardía. Cuando me fijaba en ellos, recordaba lo que decía Schopenhauer: «El disimulo es innato en la mujer, lo propio en la más avisada que en la más tonta.»

Eran unos ojos que inspiraban celos aisladamente. Su natural intensidad se desvanecía en un fondo de neblina, en que hormigueaban irisadas candelillas.

Tenían no sé qué de indefinible malignidad, de burla incisiva, y á la vez no sé qué de siniestro, que se volatilizaba en una lejanía de enérgica ternura.

De la córnea de aquellas pupilas parecía fluir no sé qué de pérfido que hablaba á mi neurosis de recónditos aburrimientos, de veladas supercherías...

A veces, cuando me quedaba suspenso contemplándolas, me sentía súbitamente movido á arrancárselas con los dedos.

La dinámica de aquellos ojos, que aún me miran con fijeza al través de los recuerdos, se unía, como el calor al fuego, á cuanto la murmuración había inventado en desdoro de su honra.

¡Cuántas veces, en la soledad de mis insomnios, me han mirado con melancólica benevolencia, como compadeciéndose de mis desdichas!


Yo necesitaba buscar hechos en los cuales encarnasen mis sospechas. Por donde se explica que me pusiese á la husma de cuanto decía ó ejecutaba para torcerlo y convertirlo en arma contra ella. ¿Hablaba de una función de teatro? Pues yo, con malévola intención, la obligaba á que me diese su parecer sobre los actores. Y, claro, á la menor alusión á la guapeza de ellos, á su talento, á su donaire, saltaba como corcho de botella de Champagne y la armaba un caramillo.

—¿Lo ves? Cuando el río suena... ¿Con que te gusta ese imbécil, eh? Pero, tonto de mí, ¿acaso ignoro que á tí te gustan todos los hombres?

Y toda ella se estremecía de cólera, como la piel de una bestia á la picadura de un insecto.

Estas suposiciones ofensivas la entristecían. Muchas noches se lamentaba conmigo del concepto que yo tenía formado de ella.

—¿Para qué sigues diciendo que me quieres sí tan poca confianza te inspiro? Si soy tan mala, ¿por qué no me olvidas?—agregaba, con acento conmovido.


* * *


Yo estaba enfermo de la manía de investigar, de querer indagarlo todo. Vivía en un estado de incertidumbre diaria. Lo analizaba todo, por insignificante que fuera, sin llegar nunca á una solución definitiva.

Las ideas más claras se me antojaban caóticas. Todo aquello que inventaba quería convertirlo en acto; pero la fatiga, originada en mis centros nerviosos, paralizaba mis músculos.

La atrofia de mi voluntad era evidente. Una serie de tendencias antagónicas se disputaban su elección, ni más ni menos que una cohorte de gomosos á una mujer casquivana.

Mi cerebro, débil é indeciso, apenas distinguía mis percepciones de mis visiones íntimas, apenas daba crédito al testimonio de los sentidos. Para mí la verdad no era lo que me entraba por las vías sensitivas, sino una ideación confusa, en la que flotaban girones de la realidad mal percibida. Una fiebre taciturna adulteraba lo que yo veía, lo cual se transformaba luego, merced á la fuerza plástica y expansiva de la imaginación, en algo que tenía elementos vivos, pero que, en conjunto, era pura ilusión.

En mis insomnios veía desfilar una legión de hombres por delante de ella, que se mostraba provocativa y tentadora... Eran sus amigos, entre quienes repartía con profusión caricias y promesas. A este iluminismo sucedía un pronto arrepentimiento. Deseaba tenerla presente para humillarme á sus pies en demanda de perdón; ¿Por qué pensar tan mal de ella? ¿Es acaso capaz de semejantes infamias...?

En este ir y venir de ideas, de celos que me mordían, de lenitivos que, para calmar mis congojas, forjaba con pedazos de recuerdos gratos y alegres, el sueno me sorprendía, un sueño plúmbeo y angustioso, poblado de pesadillas.

Las sensaciones despertadas en mi espíritu por el mundo exterior, se debilitaban gradualmente; y á medida que se hundían en un á modo de limbo vago, aparecían á mis ojos internos las alucinaciones, sensuales unas, terroríficas otras...

Lo que había soñado, ¿era la realidad? No sé. El sueño, desde el punto de vista psicológico, es la reproducción ideal, pero incoherente y amorfa, de lo que hemos vivido despiertos. Pero ¿merced á qué conjuro vuelven á la vida estados de conciencia desaparecidos ó lejanos, hilos sueltos de una realidad obscura, indiferente, y surgen como presentimientos de sucesos que no se verifican jamás?;

Lo natural es que, durante el sueño, resuciten nuestras percepciones y emociones del día, aquellas que más hondamente nos han impresionado; pero lo que no me explico es la aparición de ideas y sentimientos que, sobre absurdos, no han entrado es nuestro sensorio por ninguno de los sentidos intelectuales.

Acaso tenga razón el ilustre autor de L’Intelligence cuando afirma que la naturaleza del sueño y la de la vigilia son diversas. Un borracho no recuerda, pasada la embriaguez, lo que hizo ó lo que dijo sino cuando vuelve á emborracharse. Despiertos, no recordamos muchas veces lo que que soñamos; sólo cuando soñamos nuevamente evocamos las imágenes de sueños anteriores.

El sueño, para mí, las más veces, era algo así como una intoxicación con curare. Observa Claudio Bernard que los sometidos al influjo de dicho veneno americano, aparentan una insensibilidad absoluta; en ellos las funciones vitales se apagan sucesivamente. Un sueño apacible parece ser el tránsito de la vida á la muerte Pero todo es engañoso. No hay tormento análogo al que produce la citada substancia tóxica. La inteligencia, la sensibilidad y la voluntad permanecen intactas; pero pierden todo su imperio sobre los músculos; de suerte, que dichas facultades, mudas é impotentes, asisten á la desaparición consecutiva del funcionar de los órganos.

Yo experimento, durante el sueño, emociones indecibles, torturas inquisitoriales; tengo conciencia de que estoy soñando; pero carezco de fuerza impulsiva para despertar...


¡Qué laberíntico es el pueblo interior! La conciencia ve este desfile de fantasmas como quien mira desde una roca hervir el mar en torno suyo. Las olas pasan y pasan, atropellándose las unas á las otras como impacientes por llegar á la remota orilla. ¿Para qué? Para morir deshechas en espuma, bajo un cielo indiferente, bajo un cielo ilusorio que el dolor pobló de esperanzas y el odio de amenazas y castigos... ¡Ah, vida amarga, cuán abominable apareces al ojo de zahorí de los que sufren! Como una mujer marchita esquivas la luz y diríase que condenas á la desesperación á quien osa sorprenderte en tus cópulas obscuras. Todo en tí parece hecho para verlo á distancia como ciertos cuadros impresionistas ¡Qué horrible, qué horrible eres de cerca!

II

Todo, al fin y á la postre, concluyó. ¿Y cómo? Muy sencillamente. Una noche llegué á su casa á la sazón en que ella departía con uno de sus amigos, á quien yo la había prohibido que tratase. Pronuncié unas cuantas palabras, irónicas y secas, y á poco me marché, no sin que ella me acompañase hasta la puerta, suplicándome que me quedase.

Al día siguiente recibí una carta preñada de lirismo. Yo no la quería—según ella;—porque de quererla no la haría padecer tanto. Por mí estaba enferma, y yo sólo era el hombre á quien adoraba. A mí, el tirano, el déspota de su albedrío. A los dos ó tres días tuvimos en su casa una entrevista turbulenta. No me avenía, ni con cien leguas, á las razones que me daba atropellada y nerviosamente.

—Tú eres una vil coquetuela, una pérfida, incapaz de sentir pasión como no sea por el dinero, ídolo ante el cual lo sacrificas todo.

Y ella, entretanto, me miraba con ojos de asombro y de miedo.

—¿Qué esperar de una mujer cuyo padre se pasa las noches en el Casino jugando, cuando no en escandalosa orgía? De raza le viene al galgo... ¿Qué esperar de una mujer cuya madre, débil y frívola, transige con los caprichos y devaneos de una hija mimada y tonta?

Ella quería mucho á su padre cuya conducta la atormentaba sordamente. Le quería, y á la vez le despreciaba. Le quería, porque era bueno y condescendiente; le despreciaba, porque era infiel á su madre, porque era jugador y se embriagaba á menudo. Por donde se comprende que la doliese tanto el insulto, doblemente doloroso por lo que tenía de verdadero.

Ella, hasta entonces humilde y resignada, sublevóse de repente. Su cara iluminóse con claridad siniestra; sus ojos chispeaban como los de un tigre en la sombra, y su voz tomaba tono de gritos de ave aterrada que vuela. ¡Ni el desbordamiento de la lujuria en un hombre casto!

Los improperios brotaban de sus labios silbando y retorciéndose; chocaban unos contra otros como las chispas de una fragua; crujían entre sus dientes como cáscaras de avellanas.

Sus ofensas me penetraban el corazón como dardos candentes; pero á la vez me servían de estimulantes, irritaban mi apagada energía, calentaban mi sangre...

Yo, á par que contestaba á sus cargos, con toda una terminología pintoresca y sonora, pensaba por modo confuso y elegíaco en lo porvenir.

Sí, la había perdido para siempre, sin haber saboreado el placer de gozarla. Aquel cuerpo gallardo y lascivo se me iba de entre las manos, huía de mí como una sombra... Y sentía simultáneamente un hervidero de emociones distintas que me ahogaba: odio, amor, ira, soberbia, tristeza; las células nerviosas telegrafiaban á mi cerebro sensaciones intensas y fugaces que me aturdían. Aquello era un carnaval lúgubre en que mis emociones, con el traje de la locura, se daban bromas á sí mismas. La risa me lloraba; el odio, vestido de alegría, daba saltos de payaso; la tristeza, con oropeles de esperanza, muequeaba, y las lágrimas, con tendencia á la risa, se evaporaban en miradas bondadosas...

Diríase que mis nervios, rompiendo la tutela cerebral, se entregaban á una" orgía de extrañas sensaciones.


Informaba sus exabruptos el rencor amontonado en ella por mis continuas ofensas, por mis imposiciones despóticas, que se la habían subido á la cabeza como una apoplegía. En aquel supremo despertar del orgullo femenino, recordaba mis injusticias, mis desvíos, mis celos ofensivos á su dignidad, mis inculpaciones gratuitas, mi vanidad de hombre que se siente amado, y las recordaba comparándolas con su discreto silencio, con su benevolencia y su resignación de mujer que se ve dominada por una pasión absorbente.

—¡Ya no puedo más! ¡Vete! ¡Vete!—exclamaba como una loca.

Al oiría, no sé qué raro enternecimiento me empujaba á la súplica. La compasión había ocupado el lugar del enojo, y una ola de amor me envolvía.

Me arrojé sobre una silla desfallecido. Ella acudió pronto en mí auxilio. No sé si pronunció palabras de amor y de consuelo. Sentí su mano deslizarse, como el ala de un pájaro, por mi frente sudorosa... Volví de mi desmayo. El hecho de verla tan solícita conmigo, me hizo olvidarlo todo.

Pero ella replicaba á mis ruegos con acres ironías, mientras sus ojos se tornaban obscuramente verdes.

No había arreglo posible. El amor de aquella mujer había muerto de cansancio.

Me quería; pero ¿qué pasión resiste á ésta fiebre de análisis diario que todo lo pulveriza? Análisis, si miraba; análisis, si reía; análisis, si hablaba; análisis, si callaba. Y lo peor del caso era que no daba yo en el clavo las más veces...

III

Desde el rincón de mi aldea, donde llevo una vida monótona y sedentaria, sin ilusiones, sin afectos, sin más lectura que la del Journal Intime, de Amiel, vuelvo de cuando en cuando los ojos al pasado y medito con tristeza sobre lo inútil de la vida... ¿Para qué tal despilfarro de fluido nervioso y de juventud que, una vez ida, no retorna jamás?


Todo ha desaparecido en el anochecer del recuerdo... Quedan, sí, fantasmas que gesticulan, imágenes de desvanecidos contornos, como quedan en la retina, una vez ausentes los objetos, las ilusiones ópticas.

A un estado de conciencia sucede otro; á una sensación otra sensación; pero nuestra memoria no tiene el poder de evocar intensamente las impresiones muertas... ¿Quién, al recordar un dolor, reproduce con el recuerdo ideal la sensación misma?

Hay casos en que la imagen es tan vigorosa, que resucita olores y sabores que no están presentes. Pero, ¿quién siente, cuando le viene en voluntad, las emociones del amor embalsamado, el dejo de las caricias que borró el olvido?


Madrid, 1890.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 4 veces.