La Fuga

Emilio Bobadilla


Novela corta



I

Casi nadie se explicaba cómo podían vivir, al parecer en tan amigable compañía y bajo el mismo techo, el marido, la mujer y el amante. Quién, calificaba de cornudo consentido al primero; cuál, de cínica á la adúltera; quién, de vividor al querido; pero nadie se paraba á analizar la urdimbre de semejante biandria.

Matilde no casó por amor, ni pizca. Su familia la obligó á matrimoniar con un hombre á quien ella detestaba, á pesar de su dinero. Asistió á la ceremonia nupcial estúpidamente impasible, como si hubiera tomado una gran dosis de bromuro de potasio. Su primera noche conyugal, cierto que la reveló á medias los secretos de la función venérea, pero no los del amor espontáneo y hondo. Fué noche inquisitiva, de husmeo femenino, de curiosidad semejante á la que despierta en un mono la presencia de una serpiente dormida. Los besos y abrazos de aquel hombre no calentaban su sangre por venir de quien venían, sino por ser meros estímulos carnales, exentos de toda ilusión. Joven, virgen y ardiente, se estremecía como la hoja en el árbol con aquellas sensaciones, sin saber por qué. Grito del despertar inconsciente de la naturaleza...

Ella misma se torturaba, dirigiéndose todo linaje de reproches, porque no comprendía cómo, aborreciéndole tanto, pudo dar suelta á su espasmo independientemente de la voluntad. Se avergonzaba de no haber sabido resistir á tiempo. Luego trataba de consolarse á sí misma, buscando en aquel macho gordo y antipático, impuesto por la pobreza, algo que justificase su debilidad fisiológica. Le anatomizaba con los ojos de arriba abajo, le oteaba en las pupilas á fin de hallar un rayo de luz que encendiese su espíritu. En aquellos ojos no había matices: ni revelaban dulzura, ni energía, ni bondad, ni perfidia, ni franqueza, ni reservas mentales. Eran unos ojos de vaca, grandes y lacrimosos, cuya ausencia de expresión movía á suponer que estaban encajados en las cuencas sin relación alguna con el cerebro. Sin embargo, Zacarías no era del todo estúpido. Su educación clerical le había acostumbrado al disimulo y á cierta desconfianza maliciosa de labriego.

La primera noche, mientras se desnudaba muy despacio, endilgó á Matilde un á modo de sermón de cuaresma, lleno de lugares comunes, sobre la trascendencia moral del matrimonio. La impresión que en ella produjo fué la de casarse con un cura. En su casa no había oído otra cosa de labios de su madre, y estaba aburrida de pinturas infernales, de castigos eternos con que á cada triqui-traque la amenazaba por lo más fútil.

De modo que vió en ese hombre como la prolongación de su vida de soltera, triste, despótica, en medio de un hogar que era un manicomio. El padre trataba á puntapiés á la madre que se desquitaba colmándole de improperios. La paz no se conoció nunca en semejante familia. Los platos volaban, las sillas caían con estrépito, y era que el jefe, en un rapto de cólera, perseguía á la mujer, palo en mano, á través de los muebles, por toda la casa.

—¡Perro, cochino, granuja!

—¡Canalla, esperpento, pendón!

Tales eran las lindezas que se prodigaban.

La mujer, Sinforosa, echaba en cara al marido su pobreza, su holganza, su incuria. No le dejaba ponerse más de una camisa por quincena.

—Cuando pagues lo tuyo, podrás ponerte una á diario, si quieres; pero mientras sea yo quien pague... ¡una cada quince días, y gracias, gandul!

Ella, á su vez, andaba interiormente hecha ripios. Sus enaguas eran un mosaico de remiendos y palominos.

Hubo noches en que no encendió la lámpara.

—No me da la gana de gastar en petróleo para que tú leas, con las patas tendidas sobre la silla. ¿Quieres luz? Trae al gato y que te alumbre con los ojos. ¡Perro!

Bartolo, que así se llamaba, se quedaba en la obscuridad ó encendía un cabo de vela, que á poco se derretía, mientras Sinforosa se encerraba en su cuarto con los hijos.

—¡Esto es inicuo!—rugía Bartolo, así que se apagaba la vela, dando patadas como un mulo cerrero contra la puerta.—¡Abre ó la echo abajo!

—¡Atrévete, perro, y llamo al guardia!

Otras veces, en que la tormenta comenzaba por la mañana, le decía:

—Hoy no te doy de almorzar. ¡Vete á la calle!

Las bofetadas y los insultos llovían; pero el hombre se quedaba sin almorzar, porque Sinforosa, enérgica y tenaz, si las hubo, no cedía, ni á tres tirones.

Los vecinos se quejaban al propietario, y Bartolo, avergonzado, se disculpaba alegando que su mujer era una histérica. En mala hora.

—¡Histérica! Todo lo compones con eso. Bueno, yo seré histérica; pero tú eres un mantenido. ¿Te enteras? Y pata.

—No tengo instintos criminales—reflexionaba él—porque cuando no estrangulo á esta tía...

Cuando salía á la calle, los vecinos se asomaban al balcón, señalándole con el dedo. La portera se había encargado de propalar por el barrio su deshonra. Y lo peor no era eso, sino que, los que no estaban en el ajo, le miraban con malos ojos porque vapuleaba á su mujer.

Le habían dejado cesante, y por mucho que perseguía á los ministros, con cartas y visitas, no lograba que le repusieran en su destino. Sinforosa tenía algo, lo bastante para vivir todos modestamente, sin angustia; pero como era muy tacaña—roñosa—decía Bartolo, cada céntimo que desembolsaba, la dolía como si la arrancasen una muela. Así fué que despidió á la criada, encargándose ella de todos los quehaceres de la casa, la cocina inclusive. Iba á la compra, guisaba, barría, porque hacendosa lo era, aunque á regañadientes.

Su gran placer consistía en romper, á fin de año, una alcancía donde iba echando lo que ahorraba de velas, carbón y cerillas.

El mismo Bartolo se maravillaba de la cantidad de pesetas acumulada. Esos ahorros los unía á otros ahorros que depositaba en el Banco, y al cabo de algún tiempo los colocaba á respetable interés. El ahorro llegó á ser en ella una enfermedad. No tomaba un tranvía así tuviese que andar leguas, ni se compraba zapatos. Así es que los llevaba con los tacones torcidos y las suelas hechas añicos. No encendía la chimenea durante el invierno, sino un mal brasero que á lo mejor se apagaba, difundiendo por la sala un tufo insoportable.

Tocaban á la puerta.

—Oye, Bartolo, el lechero. Anda, paga la cuenta. Pero ¡qué has de pagar, granuja! Te la tomarás, eso sí.

Bartolo no respondía. Pedirle dinero á él era como pedirle pelos á un calvo.

—Pero, ¿por qué—gritaba Sinforosa, sin preocuparse del lechero—he de mantener yo á este badulaque? ¿Por qué?

Y casi lloraba de rabia.

—No seas cruel, mamá—objetaba Matilde.

—A tí ¿quién te mete? ¡A callar!

Llegó un verano y con la mayor frescura le dijo:

—Oye, nosotras nos vamos al Sardinero. Tú te quedas cuidando la casa. Te dejaré para que comas, A los chicos les conviene el aire del mar.

—Y á mí, ¿no?—Y rugía y blasfemaba; pero Sinforosa triunfaba siempre. Ejercía sobre él un dominio sugestivo del que no lograba emanciparse ni con gritos ni con golpes. Al contrario, los golpes la exasperaban más, acrecentando su odio.

—¡Cobarde, me pegas porque soy mujer! ¿A que no te atreves con los hombres? ¡Cobarde!

Cuando Bartolo, aturdido por el chaparrón de contumelias, se refugiaba en su cuarto, como quien huye de un perro rabioso, ella, á través del ojo de la cerradura, continuaba vomitándole, con mórbido ensañamiento, las calumnias más horribles:

—¡Ladrón, asesino, cobarde, mantenido, chulo!...

A menudo daban las diez de la noche sin que en aquella casa se encendiera el fogón, porque Sinforosa, buscando siempre un género de venganza en armonía con su avaricia, se empeñaba en no darle de comer.

—¡No seas vil!—la decía.—¡Sabes que no tengo un cuarto, que estoy cesante!

—¡Muérete ó come tierra!

Y Bartolo, como perro con maza, se iba á la calle con el estómago vacío. Aquella noche se mostraba más pesimista que nunca y la emprendía con la sociedad, sobre todo, con el matrimonio, «la institución más inícua que darse puede».

Los amigos le chuleaban.

—Vamos, confiesa que hoy has tenido bronca en casa.

Una vez, al dejar á sus amigos del café, ya muy tarde, famélico, tiritando de frío, le asaltó un mendigo.

—¿Señorito? ¡Que tengo más hambre que un oso!

—¡Pues yo más hambre qué dos osos! ¡Ea, vete!

—¡Cudiao con el genio que se gasta el señorito! ¡Si tuviera la gazuza que yo tengo!...

El mozo, á quien debía no sé cuántos cafés con medias tostadas, se negaba á seguirle fiando.

Ya no tenía que empeñar. Hasta la capa había ido á parar en la casa de préstamos.

—¿Sinforosa?

—¿Qué hay?—contestaba agriamente.

—No tengo tabaco.

—A mí, ¿qué me cuentas? ¡Fúmate los dedos!

Salvo á su mujer, no pedía á nadie un céntimo, porque, en medio de todo, era digno, aunque á veces no lo parecía. En sus arrebatos de ira, la amenazaba con contarle todo á Zacarías para que viese qué virago le había tocado por mujer.

—¡Esa es tu venganza, perro! Quieres que la chica no se case. ¿A qué no se te ocurre decir: hoy te compraré tal ó cual cosa? ¿Comprar tú? ¡Ay, qué guasa!

Y sentía un goce inefable en hurgar la llaga que se comía poco á poco el corazón de aquel hombre.

En los días de borrasca, que eran los más del año, Bartolo desplegaba una actividad asombrosa. Hablaba á los diputados amigos suyos, á quienes pillaba á la salida del Congreso, pintándoles con tal elocuencia lo aflictivo de su situación, que casi casi les conmovía. Recordando en esos momentos las escenas de su casa, con lágrimas en la voz les suplicaba que le compadeciesen.

—Pierda usted cuidado—le decían,—Ya se le abrirá á usted un huequecito en la nómina. Deje usted que discutamos los presupuestos.

Y Bartolo volvía á su casa más tranquilo y hasta soportaba con resignación ese día los zarpazos de aquella mujer pequeña, nerviosa, color de ocre.

Bartolo, de suyo, era un infeliz, un débil, no exento de cierta melancolía simpática, producto á medias de su temperamento, á medias, de aquel mísero vivir suyo.

No sabía qué partido tomar con Sinforosa: si callaba, malo; si contestaba, peor. Pensaba en divorciarse y hasta consultó el Código civil; pero en las alternativas de su voluntad, tan pronto enérgica, fugazmente enérgica, tan pronto desmayada, pasaban los días y los meses sin que se resolviera á desatarse de la cola de aquel caballo montaraz, como él decía.

—¡Pobre de mí!—gemía en sus horas de abatimiento.—¡Qué he hecho yo para este martirio en que me consumo lentamente!

Se analizaba á su modo y descubría que no era malo, que tenía un fondo de ternura oculto bajo la maleza de vilipendios de su vida de cesante. Para colmo de mortificaciones, uno de sus hijos, un polluelo de quince años, malgastaba el tiempo versificando sus miserias conyugales y, lo que era peor, las publicaba en los semanarios con monos. Aunque no citaba personas, las alusiones eran tan claras que hasta los mismos amigos le decían:

—Oye, Bartolo: ¿por qué permites que ese chico te ridiculice en los papeles?

—¿A mí? ¡Estáis locos! Son cosas que se le ocurren. Ha despuntado por lo cómico.

El chico, que no era tonto, copiaba lo que veía y hasta rimaba las chuletas de cartón-piedra que se comían en su casa. Verdad es que el respeto no se conocía en aquel hogar donde los hermanos también andaban siempre á la greña. Se pegaban, se ridiculizaban con motes ofensivos, se denunciaban mutuamente, por una futesa. La más pequeña amenazaba á la mayor con contarle al padre que tenía novio con quien hablaba por señas desde el balcón, si no la daba una cinta, un pañuelo ó cosa por el estilo.

El mal ejemplo les había pervertido, y en la anarquía moral en que vivían, oyendo las acusaciones más abominables, las calumnias más corrosivas, la herencia patológica encontró ambiente favorable para desenvolverse sin obstáculo.

Matilde era, sin duda, lo mejor de la casa. Nació en época relativamente tranquila, engendrada por el amor, á la inversa del último que tenía seis años y apenas hablaba y andaba casi siempre por debajo de las camas, solazándose en precoces depravaciones sexuales.

—¿Qué haces ahí, gorrino?—le gritaba la madre, sacándole por una oreja y acribillándole á coscorrones.

El niño lloraba horas enteras con llanto monotono, sin que nada pudiese consolarle.

—Ese niño está enfermo—dijo á Sinforosa una amiga.

—¡Qué ha de estar enfermo! Mala crianza, créame usted.

Matilde no logró contaminarse del fanatismo de la madre que, luego de cada pelaza, se iba á la iglesia. Su fanatismo respondía no sólo al estado patológico de su inteligencia, sino á su carencia de cultura, á su mala educación, á su carácter autoritario que veía en la religión un á modo de gobierno absoluto que la secundaba en sus malos instintos. No le pedía á Dios dichas ni honores, sino exterminio de todo lo que la molestaba. No sentía la tristeza de los emotivos enfermos ante un Cristo sangrando ni se figuraba la vida ultraterrestre como un sitio de paz beatífica. Cuando Bartolo quería realmente enfurecerla, la llamaba «chupacirios», «alcahueta de monjas», «rata de sacristía...»

El era libre-pensador, á su manera, y devoraba con fruición El Motín y Las Dominicales, á escondidas de la mujer que sólo leía El Movimiento Católico y La Correspondencia. En rigor, no era ni carne ni pescado. Su filosofía no era la resultancia de la asociación de razonamientos y observaciones científicas, sino el resumen de sus desengaños, de sus reveses, de sus rencores.

—¿Cómo voy yo á creer en un Dios que permite que ese energúmeno me insulte de diario y que yo me muera de hambre? Si Dios existe, es malo, y si es malo, lo mismo da que se le ruegue ó no.

Sus argumentos no volaban más alto.

El espíritu de Matilde, de suyo algo tristón, pero enérgico, estaba como empañado por la niebla de su hogar, siempre caliginoso. Los gritos de su padre, la figura epiléptica de la madre echando venablos, no se apartaban un punto de su memoria. No podía recordarles sino tirándose los trastos á la cabeza, bajo un aguacero de palabrotas.

—¿Por qué no se separan?—reflexionaba muchas veces. Es preferible todo á este huracán que barre, no sólo con los afectos, sino con las cosas.

No había silla que estuviese completa, ni cacharro con asa, ni puerta que no estuviese acribillada de taconazos, con la cerradura como diente de viejo. Hasta faltaban ladrillos en el piso del continuo patear y correr de un lado para otro. Por todo lo cual consintió á la postre, y tras mucho insistir de Sinforosa, en unirse con Zacarías que la libertaba de un cautiverio insufrible.

No obstante la antipatía que la inspiraba, mostrábase á veces solícita con él. Evidentemente no era su tipo, ni con cien leguas. En su orgullo de mujer hermosa sentíase humillada al notar que aquel hombre permanecía indiferente durante días y días al llamamiento de la especie.

—¿Si no le gustaré?—cavilaba, ardiendo en deseo de que la solicitara para tener el gusto de rechazarle.

Recordaba con ira la primera noche, y acababa limpiándose con el pañuelo la boca donde aún sentía el dejo repugnante de sus besos.

—A este hombre le falta algo. Lo que sea, lo ignoro. Pero yo supongo, por lo que he oído, que la vida conyugal debe de ser otra cosa.

Aunque Zacarías era afectuoso y fino con ella, no la demostraba verdadero amor.

—¿Por qué se ha casado entonces?

Observándole con detenimiento, descubría muchas contradicciones y como grandes paréntesis en su vida mental. Zacarías hablaba reposadamente, sin irritarse por nada; sin gesticular apenas. Lo único que solía distraerle era la música, y eso no siempre, pues á lo mejor se quedaba dormido con la boca abierta, de la que corría una baba turbia como de cocimiento de liquen.

Matilde tenía una inteligencia viva y aguda; pero aturdida aún por los escándalos sempiternos de su casa, como si hubiese vivido entre fieras, no atinaba á coordinar sus ideas, á enfocar su observación sobre los fenómenos morales de su marido. No veía la síntesis de su carácter, porque alternativamente parecía un malvado y un borrego.

En este hombre pasa algo que yo no veo claro, pero que sospecho. Desde luego no funciona sino á medias, como la máquina de un reloj que hay que agitar para que siga andando.

Vino el primer hijo—el primero y el último—que murió al año, y entonces tuvo ocasión de convencerse de que era «sencillamente un miserable». Le sorprendió en la cama con la niñera. Su vergüenza, su indignación, su terror de madre no tuvieron límite.

—¡Ah, infame! ¿No ves que esa mujer ha de seguir amamantando á tu hijo, y que, en lugar de leche, le dará veneno?

Aunque el chico murió de meningitis, nadie logró quitarla de la cabeza que Zacarías, y sólo Zacarías le había matado.

Desde ese día se acabó el dormir juntos.

—Te prohibo que te acerques á mí, porque el hombre que, como tú, mata á su propio hijo y engaña tan villanamente á su mujer, nada menos que con una... fregona, no merece sino el más profundo desprecio.

Zacarías no tuvo que contestar. Calló petrificado por aquel acento dictatorial y cortante como un latigazo.

—¡Jamás,—ya lo sabes—jamás intentes aproximarte á mí, porque yo para tí soy un cadáver!

Poco después tuvo Zacarías un ataque al cerebro, poca cosa, á media comida. Lo atribuyó al calor, pero, por si acaso, llamó al cura y se confesó contritamente.. 


* * *


Bartolo se escapó, al cabo, de aquella jaula, con rumbo á Filipinas, llevándose una credencial en el bolsillo. El día de su partida, Sinforosa, más frenética que solía, le tiró los bártulos por la escalera.

—¡Ojalá te ahogues! Para lo que sirves... De fijo que no mandarás un céntimo y te liarás, como si lo viese, con alguna china.

Bartolo, cuando se vió en el buque, en alta mar, respiraba con delicia, contemplando, desde la cubierta, las montañas de agua que le alejaban cada vez más de la tierra donde tanto había sufrido. Pero á la vez sentía una especie de nostalgia, mezcla de mareo incipiente y de recuerdos melancólicos. Sinforosa había sido durante años su compañera, aunque nunca sumisa; era la madre de sus hijos, y puede que no fuera tan mala como él suponía en los momentos de furia.

Se había acostumbrado á la tiranía doméstica como un perro á su cadena, y en medio del tumulto de las olas se le antojaba oir aún la voz chillona, de su mujer. Recordaba finalmente su noviazgo, lleno de amor y de ilusiones, y no podía menos de asociar en su mente, por modo involuntario, lo inestable de las cosas humanas con aquel continuo vaivén del mar que se extendía inmenso y solitario bajo un cielo más inmenso y solitario todavía...


* * *


Sinforosa visitaba á menudo á Matilde, sordamente envidiosa y como deslumbrada con su riqueza.

—¡Qué contraste!—solía decir irónicamente. Tú, nadando en el lujo, y yo, en la indigencia. Esa es la vida.

Matilde, que tenía el egoísmo de quien ha sido pobre, no veía con buenos ojos la intrusión en su casa de aquella mujer que rara vez iba sin el propósito de mortificarla.

—Tú no eres feliz—la decía. Ese hombre no te quiere.

—¡Oh, sí! Es muy bueno.

—Te digo que no te quiere.

—Pues cúlpese usted á sí misma, porque fué usted quien me le impuso.

—Sí; yo me figuraba que tal vez haría la felicidad de todos, sacándonos de pobres; pero diríase que le has hecho las entrañas en contra nuestra. ¡Ay, hija qué pronto te has olvidado de que has sido pobre!

Comenzaba la disputa, y Sinforosa, como de costumbre, salía disparada, jurando no volver más á aquella casa.

Matilde, la verdad, no era muy generosa con ella. De cuando en cuando la regalaba alguna bagatela, un corte de vestido, una capota, todo de lo más barato, y la invitaba á pasear en su coche por el Retiro ó á ir al teatro. Comer, comía una vez por semana, cuando se invitaban á algunos amigos, actores y toreros célebres, por lo general. Sinforosa quería participar en grande de aquella riqueza á la que, como madre, se juzgaba con derecho, máxime cuando á ella se la debía, y su situación no era muy boyante que digamos, y cuenta que no escupía por ahorrar.

Entre ambas no había franqueza porque no había cariño. Matilde no olvidaba sus brusquedades, su egoísmo, su roña y la vida de perro que había dado á su padre, hasta el punto de exponerle á los peligros de una travesía muy larga. Por otra parte, Sinforosa no era tierna ni se daba á querer. Así es que Matilde, antes que á ella, prefería contarle sus penas al vecino.

Cuando quebró Zacarías, quedándose casi en la calle, por una serie de negocios absurdos, Sinforosa experimentó una alegría no exenta de sobresalto. Temió que se la metiesen en casa y que, lejos de haberse ahorrado una boca, se echaba dos encima. Desde luego levantó el pie y ni á palos asomaba por allí. Bueno fuera que viniesen á comerse sus ahorros, aquellos ahorros amasados de privaciones. Su temor fué infundado. A Matilde, desde poco antes de su ruptura con Zacarías, la cortejaba Mr. Clark, un inglés que residía en España, largo tiempo hacía, consagrado á negocios de vinos al por mayor. Era un hombre alto, enhiesto, vigoroso, aunque delgado, lampiño, de ojos muy azules y penetrantes, rubio como las candelas y no falto de cultura. Se jactaba de conocer á fondo el castellano, y cuenta que decía «la caballo» y «lo perro». Había recorrido medio mundo, ya por negocios, ya por olvidar sus penas. Separado, pero no legalmente de su mujer, una rusa, la acusaba de haber pagado su cariño con la más negra ingratitud, aprovechándose de su ausencia para manchar su honra. En su corazón latía una amargura reconcentrada, pero altiva, y una sed de goces insaciable.

Lo más de su renta, que era cuantiosa, lo derrochaba en viajes y diversiones de todo género. Como no tenía más heredero que su mujer, diríase que su despilfarro respondía al proprósito de no dejarla un céntimo, caso de morir antes que ella. Por donde se explica que viviese á lo rey y que su casa fuera un á modo de museo de objetos de arte, incoherentes é inarmónicos, según el enfermizo gusto moderno.

Se enamoró perdidamente de Matilde, cuya belleza medio árabe, iluminada por dos ojos negros, como soles, orlados de espesas pestañas que echaban aire en su lánguido aleteo, produjo una emoción hondísima en su alma descolorida durante años por la niebla y las alabastrinas bellezas de Londres. Matilde, que despreció siempre á su marido y ahora que estaba pobre, mucho más, correspondió sin tardanza á aquella pasión exótica, la primera que sacudía fuertemente sus nervios.

Mr. Clark era todo voluntad y acción. De aquí que le desesperase tanto la proverbial apatía española que dejaba siempre para mañana lo que podía hacerse en el acto.

—Tu marido nos estorba—la dijo de sopetón. Ella le había contado quién era y el inglés vió en este hombre como el empalme moral, por otro estilo, de su mujer.—Es un tío.

—Conformes; pero no podemos eliminarle tan fácilmente.

—Se me ocurre una idea. Proponerle lo siguiente: que se vaya ó que se quede. Si se va, le fijaré una mesada para que viva. Si se queda, se queda como criado: le emplearé en cobrar algunas cuentas, porque para otra cosa no sirve; pero tiene que renunciar á tí de por vida.

—Pierde cuidado, que lo que es eso... El lo sabe.

La escena entre ambos fué violenta y cruel. Aunque en Zacarías el sentido moral estaba atrofiado, la proposición humillante del inglés le produjo asombro, miedo y cierta apagada cólera.

—Esa mujer me gusta; la amo y me ama. Si te opones, te pego un tiro.

Y su voz era tan vibrante y su gesto tan imperativo, que Zacarías entró por todo. Fué un caso de sugestión súbita. Los ojos azules y duros de Clark se le figuraban dos floretes que le penetraban muy adentro, paralizando la circulación de su sangre. No podía mirarlos de frente y á menudo bajaba los suyos como perro á quien regaña su amo. Aquel mismo tuteo lacayuno contribuyó á la abdicación de su personalidad amorfa. Sintió algo así como si al bajar una escalera, perdiendo el ritmo, saltara dos ó tres peldaños.

Matilde no presenció la escena, pero se la imaginaba, conociendo, como conocía, el carácter autocrático del sajón y la poquedad de ánimo de Zacarías. Al principio lo deploró con vergüenza, porque al cabo se trataba de su marido, del hombre á quien había dado la flor de su juventud.

Mr. Clark vivía con el matrimonio, á cuya casa se trasladó con mobiliario y todo, por ser más espaciosa que la suya.

A Zacarías le daban un tanto por ciento de los recibos cobrados y le trajeaban en sastrerías baratas de la calle de la Cruz.

A la postre hubo de quitársele el empleo, porque no sólo no rendía las cuentas en regla, sino que trataba de desacreditar el vino de la casa, diciendo que contenía palo de campeche y otras sustancias nocivas. Siempre añascaba algo y cierta vez falsificó un recibo, cuyo importe se guardó tan fresco. Mr. Clark se encerró con él en un cuarto, y desde fuera se oían los bofetones del uno y las súplicas del otro.

—No te denuncio á la policía por lástima, ¡Miserable!.

Zacarías era muy aficionado á golosinas y casi siempre se le veía comiendo bombones caramelos.

En su cara redonda, asimétrica, circundada por una indigente barba gris, había algo de asombradizo, de extático, como si conservase la huella de un gran susto. Su boca, por lo común entreabierta, dejaba ver unos dientes irregulares y picados. Andaba lentamente, como buey que ara, y nunca acertaba á tener el sombrero en su sitio, pues á menudo se le embutía hasta el cogote dándole un empaque de idiota. Bromeaba con la doncella y pellizcaba las piernas á la cocinera que no se le mostraba del todo esquiva. Chismoso y embustero, raro el día en que no contaba, de sobremesa, algún sucedido imaginario. Los convidados reían. Mostraba una predilección señaladísima por las criadas de servir, cuyo olor á sudor ácre excitaba su apetito genital. Poco le importaba que fuesen viejas ó jóvenes con tal que oliesen de un cierto modo.

En el Prado se le sorprendía, ya anochecido, charlando en un banco con mujeres astrosas y feas, con quien gastaba todo género de cumplidos.

Muchas veces, mientras comían, Mr. Clark le miraba, como sorprendido de que aquello fuese un hombre. Zacarías, al notarlo, bajaba, como de costumbre, los ojos, clavándolos en el plato. Angustiaba ver la insistencia de aquellos ojos fijos, reveladores de una voluntad indomable, y la aflicción de aquellos otros ojos que no sabían donde meterse huyendo del influjo fascinador que les perseguía como un remordimiento.

Zacarías se vengaba infantil y rastreramente de las vejaciones de que era objeto. Cierta ocasión echó en la sopa unas píldoras de ruibarbo, de suerte que nadie pudo tomarla. Se culpó á la cocinera, que se defendió alegando que la sopa era excelente, que antes de mandarla á la mesa la había probado no habiendo advertido en ella sabor alguno desagradable. Clark guardó la sopera bajo llave.

—Mañana lo sabremos—dijo clavando una mirada acusadora en Zacarías que guardaba un silencio de muerte.

Al día siguiente se encerró en un cuarto con él, como solía en casos análogos. Trajo la sopera y se la puso delante.

—¿Conque has querido envenenarnos, eh?

—¿Yo, Mr. Clark?

—¡Sí, tú, canalla!

—Le juro á usted que no, Mr. Clark.

—Bueno. Escoge: ó te la tomas ahora mismo y con eso me pruebas que no tiene nada, ó la mando al Laboratorio Municipal y te denuncio por envenenador.

—Pero Mr Clark...

—Nada, escoge.

Zacarías, de rodillas, juraba y perjuraba que él no había sido, mientras Clark repetía con laconismo desesperante:

—Escoge: ó te la tomas ó te denuncio.

—¡No puedo más!—decía entre bascas de muerte.

—No me importa. ¡Ha de ser toda!

Y el muy gaznápiro se tragó hasta las heces aquel caldo coagulado y frío que excedió en sus efectos al vomitivo más fulminante. Tuvo que guardar cama durante días.

Castigos de igual índole se los imponía á menudo, entablándose entre ambos una especie de lucha incruenta en que el uno gozaba y el otro sufría, ó en que tal vez los dos gozaban extrañamente.

Zacarías iba con el soplo á Sinforosa, que comentaba con ira «la conducta infame» de Clark, á quien no podía ver ni en pintura, porque la puso en la puerta de la calle tan pronto como descubrió quién era.

—¡Ea, señora, á mí no me viene usted con músicas! Esta es mí casa y aquí mando yo. Conque ya usted sabe.

Sinforosa se había encontrado con la horma de su zapato. Ni recados ni cartitas ablandaron á Clark.

—Ya he dicho—repetía—que no quiero á esa mujer en casa. Conque es inútil cuanto pretenda.

En sus diálogos con Zacarías, Sinforosa se explayaba.

—Esa no es mi hija. ¿A quién ha salido así? Porque yo tendré el genio levantisco, pero á honrada no hay quien me gane, y su padre... su padre... Puede que haya salido á su padre. Vea usted.

—¿Qué quiere usted, amiga? La falta de religión; esa es la madre del cordero.

—Conformes. Pero, amigo, yo no sé para qué le sirven á usted los calzones. Yo que usted, á palos barría con el forastero ese. Porque mire usted que el escándalo no puede ser mayor.

—Sí, sí—replicaba tímidamente Zacarías.

¡Apalear él á quien le metía con una sola mirada debajo de la mesa!

Por de contado que, con una astucia que desconcertaba, ponía empeño especial en pintarse como un mártir inocente. No contaba sus pequeñeces, su lujuria abominable con las sirvientas, ni sus hurtos. ¡Si ella, que, después de todo, si pecaba era por exceso de arranques masculinos, hubiera presenciado aquella escena ignominiosa!

Era un día de fines de Junio, caliente y bochornoso. Matilde y su amante, enardecidos por la modorra estival que caldeaba la atmósfera, encalabrinando á los perros en la calle, rendían en su alcoba apasionado culto al amor.

El, completamente desnudo, en toda su viril belleza británica, besaba desde el tobillo hasta la frente á Matilde que se retorcía voluptuosamente, atravesada en la cama, con enarcamientos felinos.

—¡No, no me hagas eso!—exclamaba con voz que era á un tiempo arrullo y queja. Un deleite que arañaba su médula, cortaba su respiración, secaba sus fauces y volteaba sus ojos hacia adentro, luego de sacudirla como corriente eléctrica, la sumió en un éxtasis delicioso.

Zacarías, á través del ojo de la cerradura, contemplaba el cuadro, presa de un placer tormentoso como el de un místico que se flagela.

Era su mujer y estaba viéndola prostituirse á otro hombre, lo cual, lejos de avergonzarle, le abrasaba en una fiebre, convulsiva, con impulsos de matar y frenéticos deseos de que le pegaran hasta sacarle sangre...

II

Cerca de un año Clark y Matilde estuvieron viajando por toda Europa. Zacarías se quedó en Madrid. Se le asignó una mesada para que no muriese de hambre.

Mr. Clark volvió bastante delicado á causa de una pulmonía que atrapó en París.

Matilde no había salido nunca de España. Así fué que cuando volvió, Madrid se la antojó un poblacho. Comparaba sus calles estrechas é irregulares, sus casas descoloridas y pobres, sus tranvías penosamente arrastrados por muías héticas, descarrilando á cada tramo, y este emjambre de capas raídas y de pordioseros que pululan por las calles como en Nápoles, con los anchos boulevards rectilíneos, orillados de árboles, con los edificios, todos de la misma altura, suntuosos y esbeltos, con los ómnibus y los tranvías tirados por vigorosos caballos percherones, y la muchedumbre elegante, decente y satisfecha de París, de aquel París que había dejado en su alma una impresión de aturdimiento deslumbrante. Lo que más la disgustaba era este olor á secreciones viejas de Madrid, de este Madrid enemigo secular del agua.

En París había visto lo que es y significa la mujer; cómo se la distingue y festeja, y cómo se arruinan los hombres por satisfacer sus caprichos.

—¿Qué es en España la mujer?—discurría.—Una máquina de hacer chicos, que en cuanta empieza á acicalarse dan en calificarla de sospechosa. Somos más honradas que las francesas; pero eso obedece á la vida pobre, monotona, sin alicientes ni tentaciones que llevamos. Comemos paja porque no nos dan grano...

En aquel torbellino de refinado sensualismo y de lujo medio perdió la cabeza. Una embriaguez lasciva, un ansia secreta de goces la invadían con escalofríos de calentura. Hubiera querido ser cocotte, porque en París ser cocotte equivale á ser algo así como reina, siempre rodeada de adoradores ricos, agitándose en el boato, bien comida, insolentemente trajeada, libre como el aire, sin imposiciones arbitrarias. Hoy con uno, mañana con otro, y sentir así resbalar la vida como en un sueño oriental...

Virtud, vicio... ¿Había ella percibido la línea divisoria entre ambos? ¿No veía el adulterio triunfante arriba y abajo? ¿No veía el panegírico de la carne hasta en los escaparates de las tiendas que mostraban fotográficamente el impudor anatómico de las actrices, bailarinas y horizontales en boga?

¿Qué era el marido sino el cómplice y el confidente de la mujer? Los hombres se batían, no por la infidelidad de la esposa—¡valiente tontería!—sino por rasguños de la vanidad, del amor propio, hasta por reclamo.

Se casaban, no por amor, sino por negocio. Al mes cada cual se echaba un amante, sin escándalo de nadie y Cristo con todos.

Y así vivían, tranquilos, satisfechos, sin luchas intestinas originadas por los celos. En los bailes había notado que la mujer casada eclipsaba á la soltera y que, mientras los maridos fumaban ó jugaban al tresillo, ellas flirteaban de firme con los jóvenes, sin pizca de recato.

Dados su temperamento y su viciosa educación moral ¿podía ella distinguir lo que era lícito de lo que no lo era? Ella sólo veía que resultaba cursi, provinciano, alarmarse por un espectáculo que, en fuerza de repetirse, había llegado á ser habitual, como el comer y el dormir. ¿Quién se asombraba, á no estar loco, de que se comiese todos los días?

Matilde había conocido la estrechez y no olvidaba las amarguras de su hogar del que salió como de un barco que se hunde. ¿Qué máximas de buena conducta la inculcó su madre? ¿No la había casado con Zacarías por el dinero? ¿A qué tradición veneranda tenía ella que rendir culto? ¿Qué había sido su vida conyugal?

Y en el curso de sus reflexiones se sentía muy sola, sin afectos hondos capaces de encadenarla de por vida. Era libre, podía hacer lo que se la antojase, puesto que había roto abiertamente con la sociedad, abofeteándola en su hipocresía con el descoco de sus amores ilícitos.

Mientras Clark estuvo enfermo, ella bajaba algunas tardes al Salón de lectura del «Grand Hôtel», donde vivían. Se distraía viendo el continuo entrar y salir de coches; la turba de rastaquoères, presidentes fugitivos algunos de repúblicas sur-americanas, que se paseaban por la terraza, luciendo sus brillantes y sus caras cobrizas, y la bandada de cocottes errantes que iban allí en busca de imbéciles adinerados...

Un millonario ruso, Burloff, que hablaba corrientemente el español, la cortejaba, deslumbrado también por su belleza meridional. La ofreció el oro y el moro si accedía á sus pretensiones; pero Matilde supo resistir amablemente, sin negativas rotundas.

Clark, en rigor, era su marido más que su amante. Y como era su marido y la planta del adulterio había echado raíces en su organismo, se sintió movida á una nueva infidelidad, injustificada esta vez, porque Clark, no sólo la colmaba de riquezas, sino que la quería realmente. al menos, así parecía. La vida íntima, metódica había dado un tinte de burguesía rica á estos amores que iban poco á poco perdiendo su carácter adulterino y como purificándose en la normalidad de un trato afectuoso y sincero. Todo esto fué acaso parte para que resistiese á sus primeros impulsos. Pero el ruso ¿despertaba en ella algo que no hubiese ya despertado el inglés? No la inspiraba amor. Era la novedad, el cambio de postura lo que la atraía.

—¡Amor! Ráfaga de sensaciones que pasa por los nervios como ráfaga de viento por el follaje de los árboles; arranca unas cuantas hojas, sacude las ramas, pero deja el tronco en pie. ¡Ahí esos vendavales del amor—proseguía—que descuajan el árbol, son raros. No habría humanidad si así no fuera.

¡Cómo deploraba haber perdido tanto tiempo en España, sepultada en la cueva de su hogar, cuando había un París donde podía brillar entre las primeras por su belleza y por su ingenio! ¡París, París! Estas dos sílabas acariciaban su memoria como una música que se aleja en la media noche, despertando uno por uno los recuerdos más íntimos...

Como carecía de cultura y aficiones estéticas, pasó por Italia al modo de un pájaro. Difícilmente Clark, que amaba las artes y que había leído con provecho á Taine y á Ruskin, trataba de fijar su atención distraída sobre las telas y los mármoles que contienen las iglesias y los museos italianos. De los cuales deseaba salir, apenas entraban, para pasearse en coche por los parajes más concurridos, el Pincio, de Roma, y Cascine, de Florencia, por ejemplo.

El no se cansaba de admirar, en la Capilla Sixtina, las figuras trágicas—esculturas pintadas—de Miguel Angel, aquellos profetas, sobre todo, altivamente meditabundos, sumidos en una misantropía secular.

—Que vas á pillar una tortícolis—le decía ella al verle, durante largo rato, con la cabeza torcida hacia el techo.

How lovely! How beautiful!—exclamaba él embebido.—Fíjate, fíjate en ese Jeremías que apoya la barba sobre la mano, en ese Ezequiel que se vuelve bruscamente como si le llamasen dé pronto; en esas Sibilas, en la Pérsica, sobre todo, que está leyendo un libro... ¡Qué genio de hombre!

Clark admiraba lo vigoroso, lo masculino; los lienzos del Tintoreto, el artista incomparable del escorzo, de los tonos sombríos y tormentosos como su vida; el Perseo, de Cellini, musculoso, tal vez demasiado de pantorrillas, pero expresivo, con el pie plantado sobre el cuerpo que se retuerce, y la cabeza de la víctima, erizada de serpientes, en una mano, separada del tronco que arroja la sangre á borbotones; el Moisés, de Miguel Angel, con su barba funicular, que parece que va á levantarse para apostrofar á todo un pueblo...

Matilde prefería los frescos del Tiépolo, con su decadencia vaporosa; la Aurora, de Guido Reni, con su dulzura lamida de cromo; las mujeres anémicas y medio bizantinas, de Botticelli, y los ángeles, de Beato Angélico, saturados de mística unción, fulgurantes de oro y azul.

Las desnudeces calientes del Ticiano y el Veronés no la emocionaban por ser acabadísimas pinturas, sino porque respiraban concupiscencia. Con todo, algo, cuando no mucho, influyó en su espíritu el viaje por Italia. Por de pronto adquirió cierto barniz artístico, cierto idealismo crepuscular, el que emanaba de los paisajes de la naturaleza y de las ruinas de un poderío muerto para siempre.

Cuántas veces recordaba con Clark su última visita, á la caída de la tarde, al Coliseo, cuya enorme calavera, horadada y mutilada por los siglos y la furia destructora del hombre, bañaba el sol poniente de tristeza infinita...

Clark estaba muy enfermo y el recuerdo de sus viajes le distraía, devolviéndole, por unos instantes, el antiguo vigor. Los médicos no acertaban á diagnosticarle. Unos, creyendo que se trataba de una dolencia de la piel, le recetaban baños sulfurosos. Tenía las palmas de las manos llenas de ámpulas y la cara como salpicada de sarpullido; otros supusieron que estaba tísico y le mandaron á Panticosa. Lo cierto era que enflaquecía al galope. Pero lo que más le preocupaba era que, á medida que se encanijaba, su apetito crecía.

—¿No tendrás la solitaria?—le preguntó Matilde.

—Esta tos y esta sed, pues me bebería un tonel de agua, no creo yo que sean síntomas de tenia.

Tropezaron al fin con un médico que dio en el clavo.

—Esto debió hacerse al principio—observaba.

Se le ocurrió mandar analizar los orines.

Le ordenó un régimen curativo en que le proscribía los farináceos, las frutas, los dulces.

Pasaron en Vichy una temporada; pero el mal había progresado y caminaba á su fin. Daba grima ver aquel hombre, ayer robusto, joven y alegre, y hoy escuálido y viejo.

—Siento que me vacío, que me disuelvo como un azucarillo en el agua—exclamaba con profundo desconsuelo.

Sus negocios iban de mal en peor; pero en su casa nadie lo advertía. Siempre el mismo lujo, la misma excelente mesa, el coche á la puerta, el bienestar y la abundancia por todas partes. Como era reservadísimo, á nadie contaba sus pesares. La ruptura con su mujer, á quien quiso mucho, fué acaso la primer sacudida que recibió aquel organismo al parecer de acero.

Ahora que la energía le faltaba, que su pensamiento, espiando los fenómenos de su mundo interior, no tenía tiempo de fijarse en las cosas de fuera, Zacarías se desquitaba de los pasados ultrajes, maquinando venganzas, infantiles en sí, pero crueles en sus efectos morales.

Echaba papelillos de soda en el orinal del inglés, y cuando éste, al orinar, veía el espumajeo que levantaban, palidecía intensamente, figurándose, sin duda, que su muerte se acercaba. Se consultó al médico y luego de analizar los orines, se descubrió la farsa; pero esta vez Zacarías no fué castigado tan duramente. Verdad es que no se le pudo poner de manifiesto como en otras ocasiones.

Llegó el verano y resolvieron marcharse á una casa de campo que tenían en Asturias, á la entrada del pueblo, sombreada por una colonia de chopos, y en la cual solían pasar algunas temporadas.

Tal vez en medio de aquella naturaleza exuberante, con el aire salutífero de las montañas, el enfermo lograría aliviarse. Lejos de eso, cayó en cama, para no levantarse más. Se redujo á una armazón de huesos y pellejo, á una momia rubia en que hasta los ojos, aquellos ojos azules y dominantes, habían perdido su expresión viril. Su misma voz tenía algo de flébil.

Por la noche los labriegos canturreaban en el café próximo. Matilde les pedía con la criada que hicieran el favor de callar.

—Nos callaremos si nos pagan—respondían y continuaban berreando. Zacarías les azuzaba á la sordina, pagándoles lo que tomaban. En el pueblo nadie olvidaba la altanería de Clark, y, si mientras vivió le aguantaron gracias á sus largueza y á sus puños, ahora que el árbol estaba caído, todos pretendían hacer leña de él. Aquel lío, como le llamaban, era un puntapié á las gentes honradas del país.

—No hay como tener dinero—decían—para ciscarse en la humanidad.

El médico creyó llegado el momento de hablar claro.

—Se muere—dijo.—Que llamen al cura.

¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quién se atrevía, aún estando Clark moribundo, á llevarle la contraria?

Su voluntad, aunque ya medio extinguida, irradiaba todavía un influjo imperioso, como esos astros, muertos siglos há, cuya luz aún se percibe.

El no era creyente. En punto á lo suprasensible, pensaba como Spencer y no ocultó nunca su antipatía clerical. ¡El, tan inteligente y cauteloso, abrir su pecho á un clérigo rural, modelo de ignorancia y grosería! Además, ¿qué consuelo espiritual podía prestarle aquel campesino de teja, coloradote y gordo, sin pizca de idealismo y casi analfabético?

—Si no se confiesa, no le entierro—gruñía. Al vado ó á la puente.

Matilde, que estaba sola, quizá más sola que nunca, temiendo un conflicto y angustiada por dejar morir al hombre á quien quería sin los auxilios religiosos, apoyaba en sus pretensiones al eclesiástico, pero no sabía cómo proponerle á Clark, en trance tan doloroso, lo que estaba segura que no había de aceptar.

—Puede que se figure que nos aprovechamos de su agonía.

Con todo, entró en su cuarto, dispuesta á tantearle.

—Acaso se decida. Tal vez haya mudado de pensamiento. No sería el primer caso.

Se detuvo sigilosamente á la puerta. Clark, tendido boca arriba, inmóvil, diríase que dialogaba consigo mismo:

To be or not to be... Te die, to sleep... to sleep!...

Matilde no entendió palabra.

—Delira—pensó; pero al verla, con tono cariñoso la dijo:

—¿Qué quieres, darling?—Me figuraba que dormías...—y salió consternada con los ojos húmedos.

En la sala aguardaba, el presbítero cuchicheando con Zacarías. Las gentes formaban corros en la calle. Era el tema de todas las conversaciones.

—¿A que no se confiesa?.

—¡A que sí!

—¿Cuánto apuestas?

—Cuando te digo que no se confiesa y que le van á echar al prao pa que se le coman los cuervos...

—¡Ea, idos á alborotar á otra parte!—exclamó el cura dirigiéndose á un grupo que voceaba en el portal, sin asomo de consideración por el enfermo.

—¿Se ha confesao, señor cura?—preguntó ansiosamente el alcalde que también andaba por allí.

—Aún no.

Diríase que en el pueblo se tramaba una conspiración. Algunos labriegos pasaban por delante de la casa en puntillas mirando hacia adentro recelosamente. Dos viejas, que recordaban las Parcas, de Miguel Angel, conversaban en voz baja á la luz de un farol.

Al fin, teja en mano, entró el párroco con Zacarías, su acólito per accidens, en la alcoba del paciente. Se hubiera creído, á juzgar por lo sigilosamente que entraban, que entraban para cazar un gato. Clark no había perdido aún el conocimiento y conservaba un poco de energía, la suficiente para medio incorporarse y señalar la puerta á aquel pajarraco de mal agüero. Zacarías tembló como un azogado. Tal vez se figuró que iba á pegarle. El cura trató de hablar, pero ante la insistencia de aquel brazo extendido con rigidez mecánica y aquellos ojos que, en un supremo esfuerzo, brillaban con brillo acerado, no tuvo más remedio que tomar soleta.

Lejos de confesar su derrota, declaró.«que acababa de salvar un alma».

—¡El protestante se ha confesao!—gritaban algunos, saltando de puro contentos.

El entierro, que costó muchas pesetas á Matilde, porque el clérigo se negaba á dar sepultura al cadáver de un «hereje», se efectuó al día siguiente por;la tarde, una tarde de otoño, gris y fría. Las hojas amarillentas caían de los castaños paralelos á la carretera cuya caliza superficie, herida por el sol poniente, lastimaba los ojos. Las vacas, esparcidas en el prado, sacudiendo las esquilas, miraban fijamente con sus ojazos húmedos el fúnebre y abigarrado cortejo. El mujido nasal de los becerros alternaba con el lejano doblar de las campanas de la iglesia. El cielo se aborregaba poco á poco y un viento punzante soplaba de los cerros.

La caja mortuoria, que soportaban cuatro palurdos á hombros, seguía, á través de los campos, el serpenteo de la carretera, estrecha y pedregosa, que parecía la columna vertebral de un megaterio tirada sobre la yerba. Detrás iban el cura, el alcalde, el médico y Zacarías confundidos con una turba de campesinos, algunos de chaqueta parda y amplia faja roja, y otros en mangas de camisa, con gruesas mantas sobre los hombros, que llevaban sendos cirios cuyas lenguas sé alargaban y encogían lagrimeando, según soplaba el viento.

III

A los dos meses de muerto Clark, cayó enfermo Zacarías. Una mañana no pudo levantarse. Se creyó que estaba muerto. Rígido y mudo, tendido cuán largo era sobre la cama, pedía auxilio con los ojos. Pasada la primera penosa impresión, Matilde sintió un gran placer.

—¡Al fin—suspiraba—al fin me libro de él!

Pero como no era mala, lejos de abandonarle, hizo que le viera el médico, cuyas órdenes se cumplieron al pie de la letra.

Al cabo de algún tiempo, gracias á la electroterapia y á la nuez vómica, podía medio andar, apoyado en un bastón. En efecto, como pensaba Matilde, aquel hombre corpulento y gordo, que arrastraba angustiosamente los pies, parecía un elefante doméstico.

Matilde estaba aún bajo el peso de su dolor, menos sensible por la desaparición de Clark que por la situación estrecha en que había quedado.

Tuvo que vender el mobiliario, que era espléndido, de estilo de Luis XV, los cuadros, las alfombras, los broncas, las lámparas, la vajilla de plata... y trasladarse á un cuarto piso, en una calle angosta que atronaban á todo momento los organillos y las comparsas de ciegos ambulantes.

Cuando se veía en aquella casa, que la recordaba, hasta por el olor á petróleo, la suya, la de sus padres, con el inválido á quien, sobre despreciar, tenía que mantener, sentía un ansia inexplicable de volar, de volar muy lejos...

¿Había amado al inglés? Lo ignoraba. Las circunstancias, más que una elección espontánea de su voluntad, se le habían impuesto, como antes la habían impuesto á su marido. Físicamente la seducía; pero ya no podía resistir su carácter, aquel carácter que tenía mucho de máquina neumática, puesto que no dejaba respirar á nadie. Clark quiso imponerla sus opiniones, sus caprichos, que ella simulaba aceptar mansamente. El trato íntimo con él la sirvió de mucho: educó, en parte, su voluntad, metodizó sus ideas, comunicándola cierto sentido práctico de que ella carecía.

Conservaba de él un recuerdo como nebuloso, en lo referente á su vida psíquica. Durante su enfermedad no tuvo con ella las expansiones de un alma que se muere. Aun en los momentos de cansancio moral, no osaba abrirla su corazón devorado por manida pesadumbre. Para ella, psicológicamente, era un enigma. ¿La amó? ¿Vió en ella una amiga, una compañera ó simplemente una hembra buena sólo para satisfacer sus antojos carnales? ¿Amaba á su mujer? ¡Hablaba tan pocas veces de ella! ¡Oh, qué abismo es el corazón humano! Lo que sabía de cierto era que la había, dejado en el arroyo ó poco menos. ¡Y su viuda tuvo el descaro de escribirla reclamándola el mobiliario! ¿Qué se había hecho de su capital? ¡Oh, si la hubiera realmente amado, habría pensado, de fijo, en su porvenir! Pero esa riqueza que derrochaba ¿de dónde salía? ¿De los vinos? Nada sabía de sus negocios, por que nunca la habló de eso ni ella osaba tampoco preguntarle por temor á que supusiera que la movía un interés bastardo.

Viajaban siempre en sleeping, se alojaban en los mejores hoteles; vestían á la última, ella con las modistas más caras de París, y él con los sastres más afamados de Londres; invitaban á comer á todo el mundo, y cada comida era un banquete, rociado con los vinos más exquisitos; tenían abono en el Real, en la Comedia, en los toros; en suma: vivían como príncipes.

¡Qué salto! Del lujo, del despilfarro á la pobreza, á la economía del céntimo. ¿Quién la hubiera dicho entonces que llegaría, como su madre, á contar los garbanzos, á vigilar la leche para que no se la tomase la criada? Y no sólo contaba los garbanzos, sino que iba á la compra, muchas veces envuelta en su mantón como la última sirvienta. Pero eso no podía continuar. Comprendía el sacrificio, la indigencia por el amor; pero no esta vida suya en unión de un hemiplégico á quien odiaba, porque era el origen de todos sus infortunios, empezando por la muerte de su hijo, de que ahora se alegraba.

Se imaginaba presa de una pesadilla horrible, á cuya plasticidad contribuía el arrastré de cangrejo por toda la casa de los pies del paralítico. Para nada contaba con su madre. Rencorosa, si las hubo, no olvidaba los desaires de Clark para quien no tuvo, ni aún después de muerto, una sola palabra benévola. Al contrario, le acusaba de haber sido el corruptor de su hija; pero su acusación no era la de la madre digna y virtuosa sino la de la mujer despechada y egoísta.

Los amigos, que se atracaban á su mesa en vida de Clark, habían huido como pájaros que se desbandan al primer disparo. Ahora era cuando penetraba toda la verdad del pensamiento de Shakespeare, que Clark repetía á menudo: «Tiene amigos quien no les necesita.

Cansada de reflexionar había llegado á ese momento critico en que las ideas se disuelven y sólo el instinto de conservación mueve la máquina interna. Se veía sola, frente á frente del problema pavoroso de la miseria.

Ya no se forjaba ilusiones: el egoísmo es lo que impera, ese egoísmo glacial que sólo conocen los que tienen hambre. Pretendemos engañarnos disimulándole, como miedosos que gritan en la sombra para infundirse ánimo. Nadie ve su propio egoísmo como nadie se ve los ojos. El que recibe la puñalada, no el que la da, puede apreciar el dolor que produce.

No se resignaba á morirse á pedazos, entre frases de compasión hipócrita, y como planta trepadora, en húmedo sótano, alarga sus zarcillos por un agujero en busca de la luz, buscaba el medio de escaparse de aquel calabozo, como ella decía.

—Esta no es la vida—pensaba;—es una fase de la vida. Soy joven, hermosa... ¿A quién tengo que dar cuenta de mis actos? ¿A ese imbécil? Recogió el calificativo. ¡Desgraciado! ¿Qué culpa tenía de ello? ¡Nació así!—Como estaba decidida á tomar una determinación extrema, miraba ya con cierta benevolencia á su marido. Era como un preso que, sabiendo que se va á fugar, aguanta con mansedumbre los últimos castigos.

Se puso á escribir—¿A quién escribes, Tildita?—la preguntó el tullido con voz meliflua.

No contestó.

Matilde notaba que, desde la muerte de Clark, Zacarías se mostraba con ella tierno y hasta celoso. Se irritaba cuando salía á la calle.—¡A la vejez, viruelas!—exclamaba ella, riendo con soberano desdén.

Escribió al ruso largo y tendido. Antes de echar la carta al correo tuvo grandes vacilaciones.—¡Puede hasta que se haya muerto!—Pero se tranquilizaba recordando sus palabras de la última noche, dichas en el salón de lectura del Grand Hôtel:—«Ya V. sabe: para todo, absolutamente para todo, cuente V. conmigo, lo mismo hoy que mañana. No tiene V. más que escribirme á San Petersburgo.».

—Sí vive, vive, si no, ya veremos.—Al paralítico le dejaría en una casa de salud. Ya se daría traza para catequizar al ruso, á fin de que le señalase una pensión. Le diría que era su hermano. Para Burloff su verdadero marido fué Clark. De suerte que la mentira podía pasar. Por otra parte, fingiéndose viuda le demostraba que no era una adúltera, lo cual hablaría muy en su favor. Y ¡quién sabe! Si Zacarías muere, pues me caso con el otro, y... ancha Castilla.

IV

Se vieron en Venecia. Matilde reía como una tonta cuando el ruso que, á su gran cultura, unía un espíritu sagaz y burlón, la explicaba, á su modo, los mosaicos de la bóveda del Pórtico de San Marcos.

—Fíjate en esa Creación del hombre. Adán y Eva parecen unos cafres: angulosos, ventrudos, con ojos de sapo. Pero vamos por partes:

1.º Adán está dormido. Dios, que semeja un muñeco de mazapán, le va á sacar á Eva de una costilla. Nadie lo diría. Lo que en rigor parece es que Adán le ha pedido que le despierte temprano, y Dios le llama tocándole en el vientre: «El chocolate, señorito.»

2.º Dios ha creado á Eva. La tiene por una mano y con la otra la manosea un hombro. ¿Quién no se figura que se trata de una sesión de masaje?

3.º Adán y Eva en el Paraíso. Parece que se están diciendo:—«¿Por dónde vamos?»—Adán añade:—«Oye, creo que por aquí está la salida».

4.º Adán, Eva y otra mujer, que no sé quién es, (acaso la misma Eva) ni de dónde ha salido. Puede que la hayan encontrado en el camino y que les esté indicando por dónde deben tomar.

5.º Adán y Eva con sendas hojas de parra que se sujetan contra el vientre. Diríase que les duele. Pero fíjate: lo chistoso está en que no se han mirado hasta ahora una sola vez á la cara ni para darse los buenos días. Están de monos, no te quepa duda.

6.º D Dios, como un portero malhumorado, les arroja del Paraíso. Adán huye con la mano izquierda sobre el vientre, como si hubiera robado unas frutas que tratase de ocultar. Eva tiene un brazo levantado y parece que está diciendo:—«Bueno, hombre, ya nos vamos. Basta de conversación.))

7.º Adán y Eva, siempre malos del estómago, comparecen ante el partero que acaba de echarles. Eva, con los dedos eréctiles, como quien saca una cuenta:—«Hemos estado en el Paraíso una semana solamente, á razón de seis pesetas por día...»—También se les puede confundir con unos volatineros llevados ante el alcalde del pueblo por no haber cumplido con lo anunciado en el programa.

8.º Dios (ó el portero) aparece en un trono ó sillón, la cosa no está clara. Adán y Eva, cada uno de un lado, de rodillas; con los brazos tiesos hacia abajo y las manos abiertas, como si fueran á echarse á nadar en un río.

9.º Aparecen vestidos, con ropa hecha, barata.

Al llegar aquí, Matilde se acordó con lástima de Zacarías.

—A Eva no la coge la camisa; sin duda faltó tela.

Estos mosaicos son del siglo X y XV. De suerte que hay que ser benévolo, añadió el ruso, saliendo del atrio hacia la plaza, donde unas cuantas inglesas con canotier se entretenían en dar de comer en la mano á una bandada de palomas.

—En Rávena—continuó—los hay más antiguos: del siglo V, como el del mausoleo de Galla Placidia.

No es esta la primera vez que vienes á Venecia, ¿verdad?

—Hace dos años que estuve; pero como una vé tantas cosas... Mi pobre marido me lo explicó todo.—Mira, esto es bizantino, esto gótico—me decía.

—¿Has visto las iglesias?—siguió preguntando el ruso sin prestar atención á las últimas palabras de Matilde.

—Sí, algunas.—Tenemos que verlas todas. ¡Ah, ya verás qué pinturas! ¿Conoces la célebre Madona de Giovanni Bellini, que está en la iglesia de los Frari?—No sé, no me acuerdo.—No, no la has visto. Eso no se olvida nunca.

¡Qué finura y delicadeza de dibujo! ¡Qué misticismo tan apacible, comparable sólo con el del Perugino!

A ver, á ver si te acuerdas. Está sentada, con su manto azul, en un trono. Su cara, candorosa y anémica, recuerda la de una aldeana joven y mal comida.. A sus pies dos ángeles—¡qué ángeles!—tocan, el uno la mandolina y el otro, la flauta.—No, no me acuerdo.

El crepúsculo de aquella tarde era largo, muy largo, como un crepúsculo inglés. La banda municipal tocaba la cabalgata de la Valkiria, que resonaba vibrante por toda la plaza, sin que el rodar de un coche ó el trotar de un caballo interrumpiesen la opulenta música. Por debajo de los pórticos, mirando las joyerías y las tiendas de espejos, se paseaban hermosas americanas de varonil andar, inglesas de ojos azules y profundos como un lago de Escocia, macizas austríacas y sandungueras venecianas con sus mantones negros como las chulas de Madrid. El aroma de los jardines de Lido embalsamaba el aire; El cielo, reflejándose en los muros policromos de la plaza, remedaba un gran incendio de rubíes.

Nubes de color violáceo se extendían aquí y allá. En el horizonte, manchas de un nácar rosáceo, y no lejos, una nube blanca, gruesa y maciza como una estatua de mármol de Carrara á medio esculpir. En el zenit, la luna pálida y transparente. A ratos, medio velada, sonreía sobre las ondas del Adriático con sonrisa de convaleciente. Comienzan á caer algunas gotas como puños. Las góndolas cabecean, dándose de topetazos, en la Riva degli Schiavoni, como ataúdes flotantes. El viento sopla y el cielo se va azuleando de un azul turquí. El agua toma un tono glauco. Las nubes avanzan hacia la luna que las aguarda impasible, cual si estuviera sumida en un éxtasis. Una, más audaz que las otras, la tizna de un vaho carbonoso. La noche se avecina. Apenas se ve nada. Todo tiembla fantásticamente en la bruma luminosa. Una claridad cadavérica fluye invadiendo insensiblemente la atmósfera. La luna se perfila en un nubarrón cárdeno, veteada de filamentos negruzcos y bermejos, como la yema de un huevo de ave en que se esboza el embrión. Poco á poco se va limpiando y brilla de repente en todo su pálido esplendor, chispeando en los encajes de piedra de los palacios, en las cúpulas de las basílicas, espejeando en los aceros de las góndolas, resbalando cariñosamente sobre la superficie del agua que tiembla como de frío.

La góndola avanza por el gran Canal, empujada por el remo que levanta un murmurio de pez que huye. La silueta del gondolero tan pronto se inclina como se yergue, reflejándose cinematográficamente en la líquida llanura, á través de cuya obscura transparencia se ve, como un inmenso lecho de corales, la fantasmagoría de mármol de los edificios.

A lo lejos se oye la música de la Plaza de San Marcos. Matilde, reclinada blandamente en el hombro del ruso, va poco á poco adormeciéndose, arrullada por la brisa, embriagado el espíritu del ensueño del paisaje, como una veneciana del siglo XVI...


Madrid-Venecia, 1894-95.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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