La Negra

Emilio Bobadilla


Novela corta


I
II

I

Doña Rita Suárez, á quien la ola revolucionaria expulsó de Cuba, se fué á vivir á un pueblo de Cataluña, después de haber permanecido en París algunos años. Romualda, su compañera inseparable, era de lo poco que conservaba del naufragio de su caudal y de sus afectos. Su marido murió peleando en la manigua por la independencia de Cuba. Su único hijo también pereció en la guerra. Un ingenio que la quedaba fué quemado y demolido por los insurrectos.

A menudo, en sus visiones interiores, reconstruía el espectáculo solemne, que tan honda huella dejó en su espíritu, de los cañaverales que ardían chisporroteando, mientras la negrada, machete en mano, con el mayoral á la cabeza, gritaba:—«¡Viva Cuba libre!»

Gracias á Romualda, una negra á quien, según doña Rita, «ofendía el color», por lo buena y hermosa, semejante á una Venus de ébano, con ojos rasgados y brillantes, dientes blanquísimos, labios gruesos y violáceos, pasa muy espesa, de un negro mate profundo, fisonomía inteligente y simpática, la pobre señora sobrellevaba con resignación su vida de sinsabores.

Romualda la cuidaba solícitamente; ella misma la acostaba, la quitaba los zapatos, la sacudía el mosquitero, luego de darla su imprescindible taza de tila caliente, sin la cual no podía pegar ojo en toda la noche. En horas de desfallecimiento, cuando el pasado proyectaba su sombra sobre las grandes tristezas de la vieja, Romualda, besándola en la frente, se esforzaba en infundirla ánimo con palabras de cariño.

—No, hija mía. Para mí ya no hay consuelo. ¡He padecido tanto! Sola, alejada de mi tierra, sin más afecto que el tuyo, con un pie en la sepultura, ¿qué puedo aguardar ya, como no sea la muerte?—De la cual no estaba tan lejos como quizás ella presumía. Con frecuencia la aquejaba una laxitud invencible; pero lo que más la preocupaba era aquel calor del pecho y de las espaldas y aquella tos seca, acompañada de disnea y de cierto sabor metálico. Como una noche, al escupir, arrojase unos hilillos de sangre, la pobre señora, aterrada, corrió á mirarse al espejo.

Tenía la cara rojiza, el pulso acelerado y el corazón palpitante.

—¿Qué será ésto?—preguntó á Romualda con extrañeza.—¿Iré para tísica?—No sea usted aprensiva, señora. Eso es de la garganta. Muchas veces á mí me ha pasado que, al toser con un poco de fuerza, he echado sangre.

Doña Rita no se convencía. Lejos de eso, se pasaba horas enteras cavilando.—Si la señora quiere, llamaré al médico.—No. ¿Para qué?—Doña Rita, en punto á medicina, era una escéptica. Prefería gastarse en aceite para imágenes el dinero que había de dar á médico y boticario.—Con mi taza de tila y mi jarabe de anacahuita tengo bastante.

Vivían en un caserón destartalado y ruinoso. Los muebles contaban un siglo ó poco menos. En aquella enorme cama de matrimonio, alta y sombría, con imágenes de santos pintadas en la cabecera, habían dormido, de fijo, varias generaciones. Las paredes estaban literalmente llenas de estampas de vírgenes, de crucifijos y rosarios, de cuadros al óleo que representaban escenas bíblicas. En el comedor había una virgen que, por lo rígida y macrocéfala, parecía de Cimabúe. Hasta el mismo barómetro era un fraile que anunciaba mal tiempo poniéndose la capucha. En la sala había un piano de cola destemplado y vetusto que despertaba la imagen de una ballena momificada. Todo exhalaba el olor triste de las cosas abandonadas y viejas. El mismo jardín, alegrado durante el día por el piar de los gorriones, despedía un perfume de flores marchitas, sedientas de riego. Diríase que la juventud jamás puso pie en aquel recinto que tenía mucho de conventual.

Para más desolación y aislamiento, la casa estaba en las afueras del pueblo, en pleno campo casi, fronteriza de un colegio de monjas, cuyo monótono campaneo hablaba á todas horas al espíritu enfermo de doña Rita de cosas idas y lejanas...


* * *


Romualda tocaba al piano de afición; pero con tal sentimiento y habilidad, que sorprendía. Su fuerte era la música criolla. Toda la tristeza de su raza esclava acudía á aquellos dedos cuando corrían por el teclado. El piano se quejaba, como si le doliese algo, y hasta en su mismo destemple latía no sé qué de melancólico. La música, incoherente., pero lasciva y tristona, comunicaba á sus ojos un brillo intenso y húmedo. Diríase que lloraba por dentro. Tal vez. Aunque nunca se quejaba, en el timbre de su voz sonaba como el eco de un dolor opaco. ¡Pobre! Fué concebida siendo su madre esclava, la cual, de las costas de Guinea, fué trasplantada á Cuba en un barco negrero. Estando encinta, sufrió cierta vez un boca abajo que á poco si queda en el sitio. La metieron el vientre en un hoyo abierto en la tierra, para que la prole no se malograse, mientras el mayoral sacudía sobre sus espaldas el látigo. Poco después nació Romualda...

Ya mujer, se explicaba que nunca lograrla casarse con un blanco de su categoría intelectual. Casarse con un blanco sucio, corno ella decía, ó con un negro, la sacaba de quicio. Nacida y educada en Cuba, donde pasó parte de su juventud, refinada más tarde en Nueva York y París, superior á la mayoría de los de su clase, puesto que hablaba correctamente el francés, dibujaba y tocaba el piano, muy cuidadosa de su persona, inteligente y honrada, no podía menos de sentir cierta aversión por el negro, sobre todo, por el negro de Cuba, mirado siempre como cosa, y confinado de la sociedad de que ella tanto gustaba y en la cual se la admitía en calidad siempre de criada respetuosa.

Por otra parte, no podía olvidar al negro descamisado y en chancletas, de Cuba, metido en la bodega, tomando aguardiente, sumido en la más crasa ignorancia, instintivo, torpe de lengua, sin poesía, tuteado perrunamente por el blanco, afiliado al ñañiguismo, de cuyas sangrientas hazañas daban noticia á diario los partes de la policía, con espanto de todo el mundo; como tampoco podía olvidar al negro catedrático, hazme reir de las personas cultas, especie de mono que imitaba en la tribuna cuanto oía. Recordaba con risa y lástima un famoso discurso pronunciado en «La Divina Caridad» por un José Díaz, cochero y miembro de la directiva de aquella sociedad de «recreo y difusión de la sapiencia popular». Era un discurso sin pies ni cabeza, lleno de citas trabucadas de San Agustín, de Aristóteles, de Víctor Hugo, etc., todo traducido, por supuesto.

«Sí, respetable cónclave; las ideas son como el astro rey luminar de las esferas cúbicas del pensamiento.».

Al día siguiente, en El Hebdomadario, «semanario quincenal», apareció el.


«DISCURSO DE D. JOSÉ DÍAZ
pronunciado por él mismo en la solemne apertura
de la sociedad de recreo «La Divina Caridad».


* * *


Romualda, cuando no hada música, se entretenía durante la noche en leer novelas de amor. Su temperamento fogoso, pero refrenado por una voluntad intermitente, habituada á sobreponerse á la pasión, se rebelaba en ocasiones, en la soledad de sus noches, generalmente á raíz de alguna lectura intensa. Quería amar y ser amada; pero se tenía miedo. Procuraba huir de toda tentación, porque, francamente, desconfiaba de que la voluntad la obedeciese, puesta ya en el disparadero. Educada en esa escuela antigua que supone que la moral consiste sólo en ser casto, como si el amor no fuese tan necesario como la respiración, se culpaba á menudo de no ser buena porque el genio de la especie la llamaba, con hilar de gato, desde el fondo obscuro del instinto.

Su imaginación africana, enardecida á menudo con aquellas lecturas sanguíneas del amor carnal, se forjaba aventuras en que un blanco, membrudo y arrogante, la apretaba entre sus brazos, besándola con beso interminable y ardiente.

Al verse á solas con doña Rita, católica si las hubo, enemiga de todo amor que no fuese sancionado por la Iglesia, recordaba con vergüenza aquel lúbrico soñar de sus noches. Ella ignoraba que el medio en que vivía, solitario y triste, poblado de sugestiones, en que lo místico y lo sensual se buscan y se unen, no era, ni con mucho, el más eficaz para limpiar su mente de imágenes pecaminosas. Lejos de eso, el doblar de la campana llamando á la oración; el estruendo lejano del mar; la soledad rumorosa del campo; el caserón silencioso como la celda de un monje; el mismo aroma del jardín, eran estímulos suficientes para excitar un temperamento nervioso como el suyo.


* * *


El boticario del pueblo era cuñado de doña Rita. Por eso á nadie sorprendía que la visitase con frecuencia, en compañía de su hijo Luis, muchachote de veinte á veinticinco años, muy blanco, rubio, de ojos azules dormidos, pujante y de inteligencia menos que mediana.

D. Jaime Broch, que así se llamaba el boticario, andaba siempre á vueltas con sus sales marinas, invento suyo que no dió nunca el resultado que se propuso, porque «el público es un imbécil», como decía. Eran unas sales de las que bastaba echar un poco en un barreño para obtener un baño de mar «con las mismas propiedades químicas del Mediterráneo», según rezaba la instrucción. De modo que las familias pobres para nada tenían que salir de su pueblo en busca del «salino elemento», como también rezaba la instrucción que acompañaba á cada frasco.

Aparte de su invento-manía, era hombre trabajador, algo redicho y partidario de que su hijo aprendiese de todo.—El saber no ocupa lugar—decía—y quién sabe las vueltas que da una rueda.—El mismo fué quien propuso á Romualda que enseñase á Luis aquellos danzones cubanos que «le sacaban de quicio», á lo cual Romualda se oponía, porque sólo «tocaba de oído» y apenas si leía música.

—No importa—argüía D. Jaime.—Luis tiene un oído excelente y no tardará en aprenderlos como tome la cosa con calor. Ya se vendrá de noche por aquí, y á ratos perdidos...

¿Y la botica?—le interrumpió doña Rita.

—Pues con el mancebo, como siempre, ó conmigo.

En esta pregunta insignificante doña Rita parecía resumir toda su experiencia concerniente á lo peligroso de la intimidad de sexos diferentes. El piano estaba en la sala, á donde jamás iba doña Rita, porque la sala era muy fría. De modo que no pudiendo estar ella presente, era fácil que lo que menos tocasen fuera el piano. Estas dudas se desvanecían pronto cuando recordaba que Romualda jamás la dio que sentir en lo relativo á eso, ni aun en París, donde, por lo exótico de su tipo, llamaba la atención de los franceses más ó menos détraqués.


* * *


Luis era muy del gusto de Romualda; es más, le amaba; pero ella disimulaba cuanto podía aquel amor, en que entraba por mucho, amén de otros elementos, el contraste de lo negro de su piel con lo ebúrneo de la de Luis. En sus sueños fundía los dos colores, poniendo imaginariamente junto á su cara la de Luis, que se la antojaba fría como el mármol.

Luis, por su parte, la amaba á su modo, y acaso movido también por la misma idea del contraste. Nunca había visto, ni en pintura, una negra, y menos una negra tan garbosa, verdadera selección de la raza.

Algunas noches, ofuscada Romualda en tejer y destejer imaginaciones lúbricas, se levantaba y abría el balcón de su cuarto, que daba al jardín, porque temía ahogarse. El perfume de las flores, que siempre tuvo para ella una tristeza indefinible, la enervaba, sumiéndola en una molicie soñadora.

Por más que cavilaba, no acertaba á dar con la clave del fenómeno. Su psicología, como la de casi todas las mujeres, no pasaba de una serie de preguntas sin respuestas. En aquellos instantes se hubiera puesto gustosa á tocar el piano. ¡La música! ¡Cómo refrenaba sus impulsos! ¡Cómo, acariciándola el corazón, paliaba sus angustias, abriendo de par en par su fantasía al sonar sin fin del alma enamorada!

El piano, al que amaba como á un hombre, era el refugio de sus tribulaciones. No quería tocar nada alegre y rápido; música lenta y quejumbrosa que simulase la caricia, el mimo; música en que cada nota era una ilusión, un beso que, poco á poco, crecía, propagándose por sus nervios como un escalofrío...

Pero, ¿qué diría doña Rita si la oyese tocar el piano á media noche? Por lo menos, que estaba loca, en lo cual no hubiera mentido, porque el amor y la locura son hermanos, como solía decir el boticario sentenciosamente.


* * *


Empezaron las clases; pero al cabo resultó lo que doña Rita barruntaba. Romualda y Luis se besuqueaban de firme.

—¿Para qué amarnos?—decía ella repentinamente, en medio de sus efusiones.—Tú no te casarás conmigo. Y aunque quisieras, tu padre se opondría.

El, haciéndose el sueco, volvía á la carga.

—No, vida mía, si yo te quiero con toda mi alma.

Y estrechándola entre sus brazos, mirándola fijamente, la besaba en los ojos y luego la mordía en los labios, en sus labios carnosos y húmedos, que se abrían enseñando una lengua ancha y papilosa de rumiante. Después, desabrochándola el corpiño, estrujaba sus pechos duros y grandes de cabra joven.

—No, no se casará conmigo—reflexionaba á solas.

Esta incertidumbre, lejos de amortiguar su amor, le enardecía.

—Yo le gusto y él me gusta, y eso es todo.

En vano trataba de oponerse al temor de que al cabo se rendiría por completo.

—¡Qué horror!—pensaba—¿Y si quedo encinta? ¿Qué diría doña Rita sí lo sospechase?

Pero á medida que se connaturalizaba con aquella idea, que era casi una sensación, sus temores iban cediendo poco á poco.

—El conocerá algún preservativo. Pero, ¡qué cosas se me ocurren!

A veces, en medio de sus reflexiones, basadas, no en una convicción profunda, sino en algo postizo, producto de la educación artificial que recibió, sentía una tendencia irresistible á rebelarse contra todo. En ella el sentimiento religioso era débil; no la sugestionaba, hasta el punto de inducirla á sacrificar lo presente por lo futuro. Si, de rebelarse contra todo, de darse frenéticamente, con el ardor de su temperamento, al hombre cuya sola presencia la estremecía.

—¿Por qué afear—discurría—lo que es tan espontáneo como el amor? ¿Por qué esta hipocresía social en la manifestación de un sentimiento que radica tan hondo?

Todos los seres se aman. En el campo, durante la primavera, una nube de polvo fecundante vuela de flor en flor. Entre la hierba, millares de bichos se ayuntan, para morir acaso luego. En la llanura, el caballo rijoso corre tras la yegua esquiva, que le colma de coces y mordiscos. Y hasta el sol, por no ser menos, se ingiere en esta sinfonía de lujuria; estampando en cada rama, en cada manantial, en cada piedra, un beso de luz...


* * *


Su carácter, antes uniforme, tornábase por días movedizo y brusco. Y no podía ser de otro modo, dado el eretismo nervioso en que vivía Se quejaba de neuralgias, de malestar, de angustia. De pronto la asaltaba una tristeza desesperante ó una alegría convulsa.

A menudo se preguntaba el por qué y el cómo de las cosas. ¿Por qué los árboles tienen hojas? ¿Por qué un hombre es más alto que otro? ¿Por qué ladran los perros?

Ella, que era el método en persona, apenas si se curaba, como antes, de los quehaceres de la casa. Llegó día en que se levantó á las doce, con gran escándalo de doña Rita.

—Tú no eres la de antes—la decía.—Moto en tí no sé qué de raro, que me da mucho que pensar. O estás enamorada ó estás enferma.

—No lo crea usted, señora.

—¿Cómo no he de creerlo? ¿Soy acaso ciega? ¿No veo la inquietud con que le aguardas y el placer con que le recibes? ¿No me he fijado en que desde que empezaron las malditas clases... de piano tienes un color de ceniza y apenas comes y te pasas el día dormitando por los rincones? Cuando se te habla, no pones atención. Por otra parte, ¿cuándo te has acostado tú sin preguntarme antes si necesitaba algo, y, lo que es más sensible, sin darme un beso? ¡Tú estás enamorada, Romualda, no lo niegues!...

Romualda, con la cabeza baja y muda como un poste, oía este sermón que empezaba por irritarla y acababa por entristecerla.

—Lo que parece mentira es que, siendo una mujer inteligente, hayas ido á fijarte en un chisgarabís como ese. Se divertirá contigo y después... la del humo. La cosa es clara. ¿Te imaginas que estamos en París, donde las negras se casan con blancos, sin asombro de nadie? Aquí no sucede lo mismo. Demasiado sé que es injusto; pero, ¿qué quieres? no todo el mundo opina como yo.

¡París! ¡Cómo le echaba de menos en aquella soledad aldeana, monótona, sin poesía, donde todo era un puro chismorreo de la mañana á la tarde! ¡Cuánto no hubiera dado por un poquito de la libertad con que salía de diario á la calle, sin que nadie se fijase, confundida entre el gentío que se desparrama en todas direcciones, así caigan chuzos, por las arterias de la ciudad incomparable!

—Convéncete, Romualda: es preferible la soltería pacífica y honesta á las uniones en que la desigualdad, cualquiera que sea, no engendra sino disgustos, cuando no catástrofes terribles.

—¿De suerte que para las negras no hay más que la mancebía ó la prostitución pública? Sí, la mancebía, porque si los blancos no nos quieren por esposas y en España no hay negros, ¿qué recurso nos queda sino el concubinato? ¡Y qué concubinato! La prosa pestilente de la cocina. Porque ya veo yo cómo las gastan por aquí los libertinos. No ven en la mujer sino la hembra, máquina de placer brutal, de trabajo casero, insípido y monótono como el de una muía de noria. Y no cuento los hijos que nacen uno tras otro como las guindas y andan por la casa, mugrientos y rotos, dando gritos y carreras como perros.

—No me has entendido. Lo que quise decir es que no veo la utilidad de llevar relaciones con quien sólo viene con el propósito de divertirse.

—Usted, ¿qué sabe?

—Mi sobrino, por otro lado, es muy joven, y, sobre todo, estoy segura de que su padre no aprobaría semejantes amoríos, en el supuesto de que los haya. De todos modos, yo pondré los medios para que concluyan. Desde esta misma noche le prohíbo, y así se lo diré á su padre, que vuelva á poner los píes en casa. Más vale evitar. Aún es tiempo.

Estas palabras, dichas en frío, despertaron en Romualda un odio súbito, pero intenso, por (¡aquella vieja» ingrata.

—¡Ingrata, sí!—murmuraba gimiendo, cuando recordaba que, gracias á sus cuidados, aún se arrastraba por el mundo.

Pero, ingrata, ¿por qué? ¿Era digna de agradecimiento una pobre manumitida á quien el color de la piel condenaba á un destierro injusto, sin que para nada entrase ni su inteligencia ni su cultura, muy superiores á la de los mismos que la desdeñaban?

En las tertulias cursis, las señoritas, envidiosas de sus méritos, la despellejaban sin piedad.

—¡Una negra hablando francés! Tiene gracia.

—¿Verdad que parece una mona sabia?

—Oye, ¿es cierto que los negros huelen mal?

—Hija, yo no sé. Lo que sí sé es que, un día que la tuve cerca, exhalaba un tufillo...

—A lechuza, ¿eh?

—¿Te has fijado en los moños que se pone?

—Y eso que el pelo no la ayuda, porque, ¡cuidado si tiene lana en la cabeza!

—Buen cuerpo, le tiene.

—Claro. Gracias á los corsés que se trajo de ¡Paríssss!

—Sí, de París de Francia.

—Dicen que el hijo del boticario la corteja.

—¡Figúrate! ¡La querrá sacar la pez para vaya usted á saber qué untos!

Cuando llegaba hasta ella el eco de tales burlas, todo el viejo encono de su estirpe de esclavos y todo su orgullo de hembra que, sintiéndose hermosa, se ve humillada, arremolinándose formaban en su corazón algo así como los amores del cloro y del hidrógeno. ¡Con qué regocijo las hubiera ido abofeteando á todas, una por una! ¿Quiénes eran ellas, lugareñas cursis que no sabían leer á derechas, para mofarse de quien podía aleccionarlas en muchas cosas?

Pero Romualda se comía los hígados. Rumiaba sus rencores silenciosamente, que asomaban á veces á través de una sonrisa que parecía una mueca. Presentía que si declaraba la guerra sería derrotada. Además, su idea fija, que era el amor de Luis, no la dejaba tiempo para tramar una venganza contra aquellas señorías, demi-vierges, como pensaba ella, que se consumían en el anhelo de topar con un macho que las cubriese. ¿Acaso no veía ella cómo coqueteaban con los chicos del pueblo al salir de la iglesia, y los ojos que ponían, bañadas en sudor, pálidas y jadeantes, cuando bailaban en algunos de los bailes de candil que, de tarde en tarde, se daban para festejar el santo de alguna de ellas? ¿No oía al cura del pueblo, ignorante y fanático, fulminar imprecaciones contra la relajación de «las jóvenes del día, que convierten la amistad en vergonzosos contentamientos»? ¿No sabía que muchas puertas, cerradas á las nueve, se abrían con sigilo á media noche, principalmente los sábados, cuando los maridos se ausentaban del pueblo?.


* * *


El bueno de D. Jáime reía estrepitosamente cuando doña Rita, en tono confidencial y solemne, le contaba sus cavilaciones.

—¡Cosas de chicos!—decía.—Pero en fin, no está demás alejarle, por aquello de que a quien evita la ocasión...» Por otra parte, tú no ignoras que proyecto casar á Luis con una joven que reside en Barcelona, hija de un opulento fabricante de medias de lana, amigo mío de la niñez, como quien dice. Los chicos simpatizan, eso es lo principal; y como los tiempos que corren...

Tienes que tomar algo—añadió interrumpiéndose, al ver que doña Rita tosía.—No te vendría mal un revulsivo cualquiera, pediluvios, por ejemplo, ó unos sinapismos. Esa tos no me gusta.

—¡Ay, querido Jáime! ¡No en balde se padece tanto! Lo que yo necesito es paz, sosiego. Pero, ¿cómo he de tenerlos, cuando á mis tristes preocupaciones de siempre han venido á unirse otras que me quitan el sueño? Yo conozco á Romualda; sé que tiene el genio fuerte, y si hay algo, como sospecho, entre Luis y ella...

—¡Cá! Se corta, y en paz.

—En fin, confiemos en Dios.

Y como quien medita, permaneció largo rato con la cabeza apoyada entre las manos, mirando al suelo.

—¡La vida! ¡Qué triste es la vida! ¡Cómo se transforma todo, cuando no desaparece!

—Filósofa estáis...

—¡Quién había de decirme que Romualda, criada á mis pechos, vamos al decir, llegaría á olvidarme, porque me tiene olvidada! ¡Gracias á que tengo fe, á que creo firmemente que en la otra vida se nos ha de indemnizar de las amarguras de la tierra!...

—Sí, «á Dios rogando, y con el mazo dando». Ó en otros términos: que tomes algo para esa tos. Mañana te traeré unas cápsulas de eucaliptol, excelentes para todo género de afecciones de las vías respiratorias...

Doña Rita no le oía. Filosofaba á su modo, como católica que era y ayuna de toda lectura medianamente científica. No pensaba, sentía. ¿Cómo había de comprender los estados del alma de la pobre negra enamorada hasta el tuétano? Rezaba mucho, maquinalmente, como rezan los que rezan. ¿Qué concepto tenía ella de la otra vida? ¿Cómo se representaba á Dios? En ella, con ser blanca, había más fetiquismo que en Romualda, con ser negra. Doña Rita era una de tantas católicas inconscientes al uso, que se había detenido en el presbiterio, en la plasticidad de las imágenes de palo expuestas sobre el altar, en el rito, sin haber intentado jamás engolfarse en la abstrusa teología de los místicos. ¿Para qué? El oficio del cura, ¿no era precisamente llevar y traer recados, como aquel que dice? Para eso se le paga. Con el libro de misa tenía bastante, por lo que toca á lo intelectual. Con ir á la iglesia, confesar y comulgar y hacer limosnas, creía que llenaba sus deberes de «buena cristiana».


* * *


Tres veces por semana Romualda se citaba á media noche con Luis en el jardín. Al principio creyó que lo de su noviazgo era una treta de doña Rita; pero no así que fué atando cabos. Su recelo crecía. Inútilmente se pasaba las no ches en vela discurriendo sobre quién podría ser su rival. Se la imaginaba rubia y blanquísima, de ojos azules ó verdes. Y al temor de ser vencida por una blanca, sentía como una ola roja de celos y de odio encresparse en su cerebro.

Incorporándose en la cama, á obscuras, hablaba consigo misma.

—¡Oh, no, no es posible! Yo deliro. ¡Qué horrible, qué horrible! Si ese miserable me engañase, yo no sé qué haría. Creo que le mataba. Pero no, le quiero demasiado.

Y evocaba aquellos ojos azules, mansos en el mirar como los ojos de un ternero, y, á su luz, sentía como un sopor inefable que la calmaba poco á poco.—¡Oh, no, quien tiene esos ojos, todo dulzura, no puede ser malo!

Pero si todo eso resulta verdad, ¿qué hacer? ¿Ir á donde ella y contárselo todo? No me creería. Puede que hasta sospechase que todo era una calumnia. ¿Á quién acudir? ¿Qué resolución tomar?

En este soliloquio, en parte iracundo, en parte elegíaco, la sorprendía á menudo la mañana, cuya luz, alegremente melancólica, aplacaba aquel frío interior de su congoja. En su fantaseo se figuraba que los tibios rayos matinales eran como caricias lejanas de aquellos ojos cuya voluptuosa intensidad la adormecía, envolviéndola en una á modo de sugestión gradual. Pero así que volvían los recelos, las dudas, todo aquel amor se transformaba en un odio salvaje, odio de negra que ama. Quería triturarle, desgarrarle, pisotearle, y luego, hecho trizas, ir besando pedazo por pedazo, con el dolor con que se besa lo que ya no existe y se ama todavía.

Ya no tenía ni el consuelo de la lectura. Él, y solo él, llenaba su pensamiento. Las novelas, que un tiempo devoraba, maldito si la interesaban ya. El piano dormía, bajo una nube de polvo, mudo y solitario.

No obstante, á muchos de sus estados pasionales, se enredaban, automáticamente, fragmentos de las escenas dramáticas de los libros que leía.

En los momentos en que la reflexión la abandonaba y su voluntad languidecía, sentía dentro de sí como otro yo, un yo advenedizo, imaginario, formado de recuerdos. La memoria inconsciente reconstruía todo un pasado al parecer muerto, y, mezclando ficciones y realidades, en medio de un gran silencio interior, despertaba voces, familiares un tiempo para ella y que juzgaba extinguidas para siempre. Las oía, sin saberlo, como si soñase.


* * *


La noche amenazaba lluvia. El cielo, á pedazos limpio, iba ennegreciéndose poco á poco. El mar, en la playa distante, batía impetuoso y fatídico. A ratos, diríase que aullaba, á ratos que gemía. El pueblo, acurrucado, dormía al són del oleaje y el trueno, como un navío anclado.

El viento destejaba los techos; silbaba en las chimeneas, llevándose tras de sí una nube de polvo, papeles y basuras, que tan pronto rodaban por el suelo como volteaban por el aire, en remolino vertiginoso. Aquí desvencijaba el maderamen de una fábrica en construcción; allá empujaba una puerta abriéndola de par en par con estrépito; acullá trepidaba en los cristales, haciendo crujir las maderas, para perderse luego refunfuñando en el espacio sin límite...

Romualda, arrebujada en una manta hasta los ojos, aguardaba en un rincón del jardín, tiritando de frío y de miedo. La obscuridad de la noche, los ruidos del viento, aumentaban su inquietud.—Ya no viene—se decía tristemente.—Debe de ser la una.

Comenzaron á caer algunas gotas gordas como garbanzos, repiqueteando sobre las tejas. Un trueno gruñía en lontananza.

¿Cómo empezaría? ¿Riñéndole? No. Con mucha dulzura á, fin de engatusarle. No podía soportar por más tiempo aquella duda. Era preferible todo, por doloroso que fuese, á aquel cavilar sin tregua.

Sentía como una bola que la subía y bajaba por el exófago. Respiraba fuerte, casi poniéndose en pie. Atisbaba los menores ruidos, aislando los que el viento y la lluvia formaban; aguzaba la vista al través de la sombra que la envolvía á fin de distinguir la silueta de Luis, tan pronto como escalase la tapia.

Al fin apareció bruscamente, como si surgiese de la tierra.

—¡Ah!—gritó Romualda sorprendida.—Pensé que no venías—dijo, yendo á su encuentro con los brazos abiertos y toda trémula.

—¡Qué noche! ¿Has visto?—dijo Luís sacudiendo su capa húmeda.—Muy fea.—Estaré contigo un ratito no sea que me pille el aguacero. Y ya ves, ¿dónde me meto?

—¡Un ratito! ¡Ya no me quieres!

—¡Oh, sí, te quiero mucho!

—¡Mentira!

—¿Cómo mentira?

—Te lo pido por lo que más quieras: dime la verdad: ¿es cierto que tienes una novia?

—¡Una novia! ¡Ay, qué guasa!

—Contesta: ¿es verdad? Ten en cuenta que esa duda me enloquece, que no duermo, que no como... ¡Ay, tú no sabes lo que es este martirio, porque tú no le conoces! Dime la verdad, ¡amor mío!—Y le besaba en la frente.

Luis callaba.

—Ya ves si te amo que te lo he dado todo. ¡Todo! Pero, ¡por Dios, responde! ¡No me tengas en este suplicio! ¡Si supieras cómo sufro...!

—Es verdad y es... mentira—contestó Luis al fin pausadamente.

—¡Cómo! ¡Explícate!

—Es verdad, porque mi padre quiere que me case con ella y es mentira porque yo no quiero á nadie más que á tí...

—¡Mientes!

—Te lo juro.

—No te creo.

—¿Por qué?

—¡Ah, no me engañas! ¿Te figuras que no observo, que soy una imbécil? ¿Por qué mientes?.

—No miento y basta.

—Te repito que mientes, ¡miserable! Y uniendo el dicho al hecho le sacudió una bofetada como un tiro.

Luís, al sentir la agresión, se arrojó sobre Romualda furioso.

—¡Negra habías de ser, grandísima...!

—¡Pégame, cobarde, pégame! Eres tú muy poco hombre para mí. ¡Defiéndete, por que voy á estrangularte, canalla!

Lívida, convulsa, afónica, le agarró por el cuello, echándole por tierra. Puesto en cruz, le sujetaba fuertemente por los brazos, mientras le plantaba las rodillas en el vientre.—Por última vez, dime: ¿la quieres? ¿Es rubia?

—¡Suéltame, pelleja, suéltame!

—¡No, no te suelto, infame! Dime, dime: ¿es rubia?

—No sé, no sé. ¡Suéltame!

—¿Con qué la quieres?

Luis logró desprenderse al cabo de aquellas tenazas que le oprimían, y poniéndose en pie, la dió un puñetazo como una casa.

—¡Chúpate esa!.

Romualda, frenética, arrojando sangre por las narices, le atrapó por las piernas y le aterró de nuevo.

La lucha fué titánica. Se mordieron, se abrazaron, revolcándose por la hierba bajo la lluvia que caía á torrentes, desgreñados, llenos de lodo, de amor y de rabia.

II

Pasados algunos días, Luis se fué á Barcelona con el fin de arreglarlo todo para casarse lo más pronto posible. Romualda le escribió una carta larguísima á la cual no contestó. Hubiera vuelto á verla con gusto si el temor á un nuevo escándalo, sobre todo, á nuevos golpes, no le hubiera contenido. Todo se lo contó á la novia, á su modo, pintando á Romualda como una loca que le perseguía, á pesar de sus desdenes, y la novia lo creyó.

En un rapto de ira, Romualda escribió también á D. Jaime contándole lo que había pasado entre su hijo y ella; pero D. Jaime, que era un egoísta, no hizo caso.—Chismes de negra—dijo, arrojando la carta á la chimenea.

Romualda, aprovechando la ausencia del boticario y de su hijo, entraba con frecuencia en la farmacia que solía permanecer abierta hasta las once de la noche, iluminando un pedazo de la calle con su panzudo globo verde. Se hizo amiga del mancebo, el cual no tardó en darla, pidiéndola que guardase el secreta, todo género de noticias concernientes al noviazgo de Luis, sin duda con la esperanza de que Romualda pagaría el servicio...

So pretexto de comprar drogas para doña Rita cuya salud iba de mal en peor, raro era el día ó la noche en que no echaba su párrafo con el mancebo que algo barruntaba de su lío con Luis, por más que ella le hablaba de él como de un amigo á quien se aprecia, sin asomo de despecho.

Al mancebo le gustaba la negra, señaladamente cuando andaba, meneando la redonda pulpa de sus nalgas. El pobre mozo estaba adherido al mostrador como una tortuga á su carapacho, y, como una tortuga, sólo podía sacar la cabeza de cuando en cuando para ver á los que pasaban por la calle. Así se explicaba que, cuando Romualda se despedía, luego de un rato de charla, el infeliz se entregase, una vez cerrada la tienda, á ciertos placeres solitarios de que daba testimonio la palidez de su rostro.

Romualda, muchas veces antes de entrar, expiaba al través del cristal del escaparate donde estaba el globo, entre dos enormes frascos de alcohol que contenían tenias semejantes á los intestinos de un carnero. Procuraba esquivar las miradas del médico, y cuenta que se apretaba el corsé de lo lindo.

Doña Rita, abismada en su tristeza, tosiendo día y noche y esputando sangre, apenas si paraba mientes en Romualda, salvo cuando la pedía que la diese una cucharada de jarabe de anacahuita. Absorta en su propio mal que la llevaba como por la mano al sepulcro, pasaba los días embutida en un butacón de cuero, dormitando.

Romualda, á su vez, cavilaba sobre su infortunio sin nombre, su soledad y su abandono. Algo más la preocupaba también, pero á ratos, y era aquel silencio de muerte de la vieja respecto de su embarazo. ¿Callaba por que comprendía que la cosa era irremediable, ó por que nada sabía? ¿Por qué la miraba entonces con aquellos ojos que parecían interrogarla duramente?

A Romualda se la vió paseándose varias noches cerca de la playa, por la vía férrea, de la que se apartaba á disgusto al ver venir, ruidoso y humeante, el último tren. ¡Con qué placer se hubiera dejado aplastar bajo las ruedas de la locomotora! ¿En qué pensaba? Primeramente en su amor muerto, en su preñez y luego en vengarse de la burla de que había sido objeto.

La venganza, sí, pero una venganza tremenda.

A ella no la odiaba porque no la conocía. Pero á él, autor de su deshonra; á él, que la había hecho gozar hasta el paroxismo, le detestaba rabiosamente.

A partir de aquella noche tempestuosa su corazón estaba como sordo. Ella misma no acertaba á explicarse cambio tan brusco. Estaba sordo para la ternura, pero no para el odio. Luis la era ya antipático. ¿Cómo pudo amarle con aquel acento catalán aspérrimo y aquella inteligencia vulgar? Se engañaba. Bajo la corriente turbia de sus emociones proteiformes, dormía el amor, amor lascivo, que un solo beso hubiera despertado. Pero en la anarquía de su sistema nervioso, trataba en vano de soldar los eslabones de una cadena rota de ideas y emociones que radicaban en las vísceras perturbadas, y que llegaban á su conciencia como el humo multicoloro de sustancias diversas que arden.

Convino en que doña Rita tenía razón. El amor de Luis fué puramente físico, brutal, sin esos hilos invisibles por donde se comunican las almas, cual corriente eléctrica, sus más sutiles simpatías. Hasta el feto que llevaba dentro de sí, maldito si despertaba en su corazón las secretas alegrías de la maternidad próxima.

Sabía, sobre poco más ó menos, cuándo se efectuaría la boda; pero no había preparado aún su venganza. Como no era pérfida ni astuta, nada pérfido tramaba. Lo que en ella latía con fuerza era el impulso de matar, de matar con ensañamiento. Sus escrúpulos se desvanecían en una niebla roja. No temblaba ante la cárcel ó el patíbulo. La capa de cultura europea que escondía sus instintos se agrietaba, dejando salir de cuando en cuando el humo del fuego interior que la abrasaba.

Como quien se despide de la vida, todo lo miraba indiferentemente, pero fijos los ojos en algo lejano y siniestro.


* * *


Doña Rita había muerto de repente, de un vómito de sangre. Casi todo su capital lo dejaba para misas. Cierta noche, al volver Romualda de uno de sus paseos por la playa, la sorprendió bañada en sangre, como si la hubieran degollado. Acudieron los vecinos y el cura que no tuvo tiempo de olearla viva. Se la amortajó en un periquete, se tomó chocolate con pan y manteca, y á las cinco de la mañana cada cual se retiró á su casa, comentando el suceso á su modo. D. Jaime no pudo asistir al entierro por hallarse en Madrid gestionando la patente de no sé qué nueva droga.

La pobre vieja se fué casi sola al cementerio, sin una lágrima, porque Romualda, habiéndose habituado á verla morir á pedazos, no halló en ese desenlace, siempre esperado, novedad alguna. Además, sus nervios no estaban para emociones patéticas. Al contrario, veía con mórbido regocijo el espectáculo de la muerte, su idea fija,.

Un día, cuando menos lo esperaba, rompió á llorar como una tonta.

—¡Pobre doña Rita, pobre!—exclamaba por lo bajo.

Una modificación profunda se operaba en su organismo. Sus emociones no correspondían con los motivos que las originaban. Así es que lloraba cuando debía reír, y á la inversa.

Cuando la manía de vengarse no la ofuscaba, se ponía á meditar sobre la incomprensible faramalla de la vida, en la que se juzgaba una advenediza, una extraña. Sus sueños se habían derrumbado como castillo de naipes; sus esperanzas de una vida mejor, honrada y seria, se habían desvanecido al soplo de aquel huracán que la empujaba al crimen. Se veía sola, pobre y deshonrada. En las tertulias cursis, donde á raíz de la muerte de doña Rita se la calumniaba á más y mejor, ya no la mordían ni la mentaban siquiera. Dieron en olvidarla, en hacerla el vacío, que era el medio seguro de aniquilarla sin derramar sangre, sin miedo á castigos de la ley.

Romualda no intimaba con nadie. Naturalmente desdeñosa, roía en silencio sus pesares. Este aislamiento interior en que vivía, exaltaba de más en más su odio que se calmaba á veces recordando su piano, su viejo piano de cola, testigo de sus primeras alegrías.

¡Cuánto tiempo hacía que no le tocaba! Doña Rita se lo alquiló para que en sus ratos de ocio la distrajese. Cuando se lo llevaron de aquel caserón frío y tedioso, supuso que se llevaban un pedazo de su corazón. Ultimamente maldito el caso que le hacía. Gracias que se contentase con la música de las guitarras callejeras de los ciegos que pululaban por el pueblo. Se embriagaba á menudo oyendo aquellas coplas en que la musa popular se quejaba tiernamente. Entonces se sentía buena, tolerante, olvidadiza; su odio se adormecía, sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón de sollozos. Pero así que la música cesaba, volvía á su delirio homicida. Su vientre era un recordatorio perpetuo de aquel pasado «de ignominias», según pensaba.

Andando los días, notaba que su vida íntima se perturbaba extrañamente. Leía sin comprender. Entre el periódico y sus ojos flotaba una especie de bruma densa.

Dudaba de sus propias palabras, como si fuera otra persona quien hablase por ella. Se figuraba que el mundo había cambiado, que una niebla envolvía las cosas y que las gentes hablaban con sordina. A ratos se olvidaba hasta de la figura de Luis. Para recordar lo que la decía cuando se amaban, tenía que evocar la imagen visual de sus labios moviéndose. En cambio, los recuerdos de su pubertad acudían frescos, vivos á su memoria, como si las cosas que representaban las tuviera delante.

Por mucho que se esforzaba en asociar sus imágenes dislocadas, no podía. Su personalidad estaba profundamente alterada, como si convaleciese de una tifoidea.

Lo que más la sorprendía era aquella abulia intermitente y aquel deseo, tan opuesto á su carácter, de franquearse con todo el mundo.—¿Me volveré loca?—Había medio olvidado el francés y probablemente, el piano. En ocasiones sus recuerdos la llevaban muy atrás, hacia un pasado obscuro, que no podía precisar, que no había vivido. Pero era un pasado puramente sensacional, sin ideas, sin nada concreto. Retrogradaba á la vida primitiva de las selvas, pero sus selvas no eran africanas, ni tupidas, ni escondrijo de leones que rugían. Eran los bosques cubanos inofensivos, llenos de rumores y frescura matinal, sembrados de corpulentas ceibas y de plátanos de anchas hojas verdes.

Entre esos bosques pasó su niñez cuando era esclava, bosques que rodeaban por todas partes el cafetal de su amo. No inspiraban miedo, porque la casa de vivienda estaba á dos pasos. Vegetación espontánea, lujuriosa, monótona en su exuberancia primaveral, que no despertaba admiración en el indígena por lo mismo que la tenía siempre delante de los ojos, sin que el invierno la despojase de su pompa. En esos bosques ella veía elefantes que, moviendo la trompa como una babosa enorme, y abriendo una boca semejante á la vagina de una negra, andaban pausadamente con el vaivén de un navío.

Ella había visto elefantes en los circos, elefantes mansos, sin colmillos, que se ponían en dos patas y hasta jugaban á los bolos con la trompa; pero nunca les vió en plena naturaleza como les veía ahora, impulsivos y huraños.

Los días pasaban, sucediéndose con fastidiosa igualdad, como ovejas de un rebaño que desfilan una á una por un sendero angosto. El malestar inherente á la preñez, con sus náuseas, su dolor en los riñones, su languidez anémica, su opresión abdominal, la tenían como idiotizada, y, alicaída, con la boca entreabierta y los ojos errabundos, permanecía horas enteras.

No iba siquiera al teatro, donde, una vez por semana, los sábados, cantaban zarzuelas y representaban comedias y sainetes. Era una compañía de la legua, excelente para aquel público de obreros y pescadores.

El teatro era una especie de cuadra, sin condiciones acústicas, ni chispa. De aquí que los cómicos se desgañitaran, apenas sin ser oídos; La voz se les escapaba por las rendijas de las puertas. El techo era de lona que el viento sacudía fuertemente como una bandera. Por donde se explica que sólo los que ocupaban la primera fila de butacas pudieran oir. Cada vecino llevaba su silla. La orquesta se componía de un órgano y unos timbales. El órgano sonaba con voz catarrosa, cuando no ventoseaba como el fuelle de una fragua. El apuntador sacaba la cabeza de la concha constantemente y golpeaba furioso en la escena cuando los cómicos se equivocaban, y se equivocaban á cada triquitraque. Las gentes reían con estrépito, sobre todo, cuando salía el gracioso, un tipo gordo, calvo como una bola de billar y gestero cual un mono. No se paraba en barras: quitaba y añadía á su antojo, y si la obra estaba en verso, muchas redondillas se quedaban sin consonantes. Cuando el apuntador le llamaba al orden, le respondía con una cuchufleta que destripaba de risa al concurso.

Los entreactos duraban siglos. Desde fuera se oían los martillazos, los gritos, el caer de las bambalinas, y por el hueco del telón, que no llegaba hasta abajo, puesto que dejaba á flor de agua la concha, se veía un hormigueo de alpargatas mugrientas. Algunos, en cuatro pies, asomaban la gaita, con cómico regocijo de los espectadores.

Hacía de tramoyista el carnicero y de apuntador el albéitar. La gente se impacientaba, tocando con la contera de los bastones en el suelo ó palmoteando acompasadamente. A los bastonazos respondían las palmadas y á la inversa. Una atmósfera de humo de tagarninas y de sudor acre, de ganado lanar, entenebrecía los candiles que colgaban del techo.

Por fin, se levantaba la tela, cabeceando como la vela de una fragata, parándose á medio camino, subiendo más de un lado que de otro, derribando alguna silla y estremeciendo las decoraciones.

Los granujas, al verse sorprendidos en plena escena, corrían empujándose los unos á los otros y riendo hasta ocultarse entre bastidores.


* * *


En el sensorio de Romualda la idea fija, como el curso de un río, tan pronto se escondía, tan pronto se mostraba, ya apacible y abstracta, ya impetuosa y concreta. Funcionaba independientemente de su voluntad, fuera de la conciencia, como una intrusa.

Alrededor de esta obsesión giraban otras manías que la infeliz no se explicaba. Necesitaba contar las vigas del techo, el número de clavos de las paredes y las puertas. Otras veces se ponía á sumar hasta mil, asombrándose de lo que crecía una cantidad con sólo añadirla un cero.

—¿Sabe usted la noticia?—le dijo de sopetón un día el mancebo.!

—No. ¿Cuál?

—Aguarde usted. Voy por el periódico.

Y entró en la rebotica.

Romualda se estremeció interiormente.

—Y ¿cuándo celebramos el bautizo?—preguntó el mancebo con sorna.

—Me faltan tres meses—contestó reposadamente.—Veamos la noticia.

El mancebo desdobló un periódico, y leyó:

«Pasado mañana, á las nueve de la noche, se efectuará en la aristocrática iglesia de San Jaime, calle de Fernando, el matrimonio de la hermosa señorita doña Rafaela Casals, hija del acaudalado fabricante D. Eustaquio, y del distinguido joven D. Luis Broch, hijo del notable farmacéutico D. Jaime...»

Romualda estuvo á pique de desmayarse. Un temblor frío corrió por todo su cuerpo; pero á la idea de que la hora del desquite se aproximaba, sintió una alegría inmensa, desconocida...

Como el mancebo ni nadie sabía á punto fijo de quién estaba Romualda encinta, porque ella guardaba el secreto, no pudo apreciar el efecto que semejante noticia la causaba. Ni un comentario, ni una sola exclamación salieron de sus labios plomizos.

Hablaron después de cosas indiferentes: de la última función de teatro, del tiempo, etc.

Al mancebo ya no le gustaba la negra. Se había desmejorado mucho. Sus ojos enormes, sin brillo, su piel color de asfalto, sus caderas gelatinosas, su vientre de vaca vieja, su pasa color de ala de mosca... le producían una repulsión física invencible. Ya no gastaba con ella los cumplidos de antes. Al contrario, la trataba con cierto desdén irónico, del que no la dejaban percatarse sus preocupaciones.

Aquella misma noche desapareció Romualda del pueblo que distaba unas cuantas horas de la capital.

Reunió toda su energía en un supremo esfuerzo, y, empujada por una fuerza extraña, imperativa, tomó el tren, sin reflexionar en nada, sin dársela un ardite de lo que iba á hacer, que ella sabía lo que era por sus sensaciones, pero no por sus ideas. Sentía un calor quemante en los intestinos y una sed intensa. Este calor se propagaba gradualmente por el pecho y la cara, subía á las sienes haciéndolas latir fuertemente, llegando, por último, al cerebro como una ola de sangre.

El cielo, transparente, resplandecía salpicado de estrellas. Ella nada veía. No se acordaba de su preñez. Estaba realmente autosugestionada y no había obstáculo que no se juzgase capaz de arrostrar y vencer. El mismo calor de la atmósfera, que era intenso, no lo sentía.

El mancebo aguardaba con ansiedad los periódicos de Barcelona, para leer el relato de la boda del hijo de su patrón, como llamaba él á D. Jaime.

La botica estaba esa noche muy concurrida. Estaban el médico, el alcalde, el cura, el peluquero, el albéitar. Al fin llegó el correo.—Veamos—dijo el mancebo, lo que dice la prensa.

Los circunstantes seguían impacientes con los ojos y la cabeza los movimientos del mozalbete al desplegar los papeles que aún estaban húmedos, recién salidos de la máquina.

Pasó la vista por la primera plana, luego por la segunda.—¿Hay algo?—preguntó el médico.

—Hasta ahora, nada—repuso el mancebo.

De pronto palideció, echando un temo.

—¿Qué ocurre?—interrumpió el cura.

El mancebo, con voz temblorosa, leyó:

«Extraño suceso:

Anoche, en los momentos de celebrarse en la iglesia de San Jaime el matrimonio del distinguido joven D. Luis Broch con la hermosa señorita doña Rafaela Casals, una negra, al parecer loca, asestó al novio tan tremenda puñalada que cayó muerto en el acto, con horror de todos los presentes.

La negra, á su vez, cayó también al suelo; dando un grito salvaje y con todos los síntomas del alumbramiento.»


Barcelona, 1893.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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