Novelas en Germen

Emilio Bobadilla


Novelas cortas, cuentos, colección



La fuga

I

Casi nadie se explicaba cómo podían vivir, al parecer en tan amigable compañía y bajo el mismo techo, el marido, la mujer y el amante. Quién, calificaba de cornudo consentido al primero; cuál, de cínica á la adúltera; quién, de vividor al querido; pero nadie se paraba á analizar la urdimbre de semejante biandria.

Matilde no casó por amor, ni pizca. Su familia la obligó á matrimoniar con un hombre á quien ella detestaba, á pesar de su dinero. Asistió á la ceremonia nupcial estúpidamente impasible, como si hubiera tomado una gran dosis de bromuro de potasio. Su primera noche conyugal, cierto que la reveló á medias los secretos de la función venérea, pero no los del amor espontáneo y hondo. Fué noche inquisitiva, de husmeo femenino, de curiosidad semejante á la que despierta en un mono la presencia de una serpiente dormida. Los besos y abrazos de aquel hombre no calentaban su sangre por venir de quien venían, sino por ser meros estímulos carnales, exentos de toda ilusión. Joven, virgen y ardiente, se estremecía como la hoja en el árbol con aquellas sensaciones, sin saber por qué. Grito del despertar inconsciente de la naturaleza...

Ella misma se torturaba, dirigiéndose todo linaje de reproches, porque no comprendía cómo, aborreciéndole tanto, pudo dar suelta á su espasmo independientemente de la voluntad. Se avergonzaba de no haber sabido resistir á tiempo. Luego trataba de consolarse á sí misma, buscando en aquel macho gordo y antipático, impuesto por la pobreza, algo que justificase su debilidad fisiológica. Le anatomizaba con los ojos de arriba abajo, le oteaba en las pupilas á fin de hallar un rayo de luz que encendiese su espíritu. En aquellos ojos no había matices: ni revelaban dulzura, ni energía, ni bondad, ni perfidia, ni franqueza, ni reservas mentales. Eran unos ojos de vaca, grandes y lacrimosos, cuya ausencia de expresión movía á suponer que estaban encajados en las cuencas sin relación alguna con el cerebro. Sin embargo, Zacarías no era del todo estúpido. Su educación clerical le había acostumbrado al disimulo y á cierta desconfianza maliciosa de labriego.

La primera noche, mientras se desnudaba muy despacio, endilgó á Matilde un á modo de sermón de cuaresma, lleno de lugares comunes, sobre la trascendencia moral del matrimonio. La impresión que en ella produjo fué la de casarse con un cura. En su casa no había oído otra cosa de labios de su madre, y estaba aburrida de pinturas infernales, de castigos eternos con que á cada triqui-traque la amenazaba por lo más fútil.

De modo que vió en ese hombre como la prolongación de su vida de soltera, triste, despótica, en medio de un hogar que era un manicomio. El padre trataba á puntapiés á la madre que se desquitaba colmándole de improperios. La paz no se conoció nunca en semejante familia. Los platos volaban, las sillas caían con estrépito, y era que el jefe, en un rapto de cólera, perseguía á la mujer, palo en mano, á través de los muebles, por toda la casa.

—¡Perro, cochino, granuja!

—¡Canalla, esperpento, pendón!

Tales eran las lindezas que se prodigaban.

La mujer, Sinforosa, echaba en cara al marido su pobreza, su holganza, su incuria. No le dejaba ponerse más de una camisa por quincena.

—Cuando pagues lo tuyo, podrás ponerte una á diario, si quieres; pero mientras sea yo quien pague... ¡una cada quince días, y gracias, gandul!

Ella, á su vez, andaba interiormente hecha ripios. Sus enaguas eran un mosaico de remiendos y palominos.

Hubo noches en que no encendió la lámpara.

—No me da la gana de gastar en petróleo para que tú leas, con las patas tendidas sobre la silla. ¿Quieres luz? Trae al gato y que te alumbre con los ojos. ¡Perro!

Bartolo, que así se llamaba, se quedaba en la obscuridad ó encendía un cabo de vela, que á poco se derretía, mientras Sinforosa se encerraba en su cuarto con los hijos.

—¡Esto es inicuo!—rugía Bartolo, así que se apagaba la vela, dando patadas como un mulo cerrero contra la puerta.—¡Abre ó la echo abajo!

—¡Atrévete, perro, y llamo al guardia!

Otras veces, en que la tormenta comenzaba por la mañana, le decía:

—Hoy no te doy de almorzar. ¡Vete á la calle!

Las bofetadas y los insultos llovían; pero el hombre se quedaba sin almorzar, porque Sinforosa, enérgica y tenaz, si las hubo, no cedía, ni á tres tirones.

Los vecinos se quejaban al propietario, y Bartolo, avergonzado, se disculpaba alegando que su mujer era una histérica. En mala hora.

—¡Histérica! Todo lo compones con eso. Bueno, yo seré histérica; pero tú eres un mantenido. ¿Te enteras? Y pata.

—No tengo instintos criminales—reflexionaba él—porque cuando no estrangulo á esta tía...

Cuando salía á la calle, los vecinos se asomaban al balcón, señalándole con el dedo. La portera se había encargado de propalar por el barrio su deshonra. Y lo peor no era eso, sino que, los que no estaban en el ajo, le miraban con malos ojos porque vapuleaba á su mujer.

Le habían dejado cesante, y por mucho que perseguía á los ministros, con cartas y visitas, no lograba que le repusieran en su destino. Sinforosa tenía algo, lo bastante para vivir todos modestamente, sin angustia; pero como era muy tacaña—roñosa—decía Bartolo, cada céntimo que desembolsaba, la dolía como si la arrancasen una muela. Así fué que despidió á la criada, encargándose ella de todos los quehaceres de la casa, la cocina inclusive. Iba á la compra, guisaba, barría, porque hacendosa lo era, aunque á regañadientes.

Su gran placer consistía en romper, á fin de año, una alcancía donde iba echando lo que ahorraba de velas, carbón y cerillas.

El mismo Bartolo se maravillaba de la cantidad de pesetas acumulada. Esos ahorros los unía á otros ahorros que depositaba en el Banco, y al cabo de algún tiempo los colocaba á respetable interés. El ahorro llegó á ser en ella una enfermedad. No tomaba un tranvía así tuviese que andar leguas, ni se compraba zapatos. Así es que los llevaba con los tacones torcidos y las suelas hechas añicos. No encendía la chimenea durante el invierno, sino un mal brasero que á lo mejor se apagaba, difundiendo por la sala un tufo insoportable.

Tocaban á la puerta.

—Oye, Bartolo, el lechero. Anda, paga la cuenta. Pero ¡qué has de pagar, granuja! Te la tomarás, eso sí.

Bartolo no respondía. Pedirle dinero á él era como pedirle pelos á un calvo.

—Pero, ¿por qué—gritaba Sinforosa, sin preocuparse del lechero—he de mantener yo á este badulaque? ¿Por qué?

Y casi lloraba de rabia.

—No seas cruel, mamá—objetaba Matilde.

—A tí ¿quién te mete? ¡A callar!

Llegó un verano y con la mayor frescura le dijo:

—Oye, nosotras nos vamos al Sardinero. Tú te quedas cuidando la casa. Te dejaré para que comas, A los chicos les conviene el aire del mar.

—Y á mí, ¿no?—Y rugía y blasfemaba; pero Sinforosa triunfaba siempre. Ejercía sobre él un dominio sugestivo del que no lograba emanciparse ni con gritos ni con golpes. Al contrario, los golpes la exasperaban más, acrecentando su odio.

—¡Cobarde, me pegas porque soy mujer! ¿A que no te atreves con los hombres? ¡Cobarde!

Cuando Bartolo, aturdido por el chaparrón de contumelias, se refugiaba en su cuarto, como quien huye de un perro rabioso, ella, á través del ojo de la cerradura, continuaba vomitándole, con mórbido ensañamiento, las calumnias más horribles:

—¡Ladrón, asesino, cobarde, mantenido, chulo!...

A menudo daban las diez de la noche sin que en aquella casa se encendiera el fogón, porque Sinforosa, buscando siempre un género de venganza en armonía con su avaricia, se empeñaba en no darle de comer.

—¡No seas vil!—la decía.—¡Sabes que no tengo un cuarto, que estoy cesante!

—¡Muérete ó come tierra!

Y Bartolo, como perro con maza, se iba á la calle con el estómago vacío. Aquella noche se mostraba más pesimista que nunca y la emprendía con la sociedad, sobre todo, con el matrimonio, «la institución más inícua que darse puede».

Los amigos le chuleaban.

—Vamos, confiesa que hoy has tenido bronca en casa.

Una vez, al dejar á sus amigos del café, ya muy tarde, famélico, tiritando de frío, le asaltó un mendigo.

—¿Señorito? ¡Que tengo más hambre que un oso!

—¡Pues yo más hambre qué dos osos! ¡Ea, vete!

—¡Cudiao con el genio que se gasta el señorito! ¡Si tuviera la gazuza que yo tengo!...

El mozo, á quien debía no sé cuántos cafés con medias tostadas, se negaba á seguirle fiando.

Ya no tenía que empeñar. Hasta la capa había ido á parar en la casa de préstamos.

—¿Sinforosa?

—¿Qué hay?—contestaba agriamente.

—No tengo tabaco.

—A mí, ¿qué me cuentas? ¡Fúmate los dedos!

Salvo á su mujer, no pedía á nadie un céntimo, porque, en medio de todo, era digno, aunque á veces no lo parecía. En sus arrebatos de ira, la amenazaba con contarle todo á Zacarías para que viese qué virago le había tocado por mujer.

—¡Esa es tu venganza, perro! Quieres que la chica no se case. ¿A qué no se te ocurre decir: hoy te compraré tal ó cual cosa? ¿Comprar tú? ¡Ay, qué guasa!

Y sentía un goce inefable en hurgar la llaga que se comía poco á poco el corazón de aquel hombre.

En los días de borrasca, que eran los más del año, Bartolo desplegaba una actividad asombrosa. Hablaba á los diputados amigos suyos, á quienes pillaba á la salida del Congreso, pintándoles con tal elocuencia lo aflictivo de su situación, que casi casi les conmovía. Recordando en esos momentos las escenas de su casa, con lágrimas en la voz les suplicaba que le compadeciesen.

—Pierda usted cuidado—le decían,—Ya se le abrirá á usted un huequecito en la nómina. Deje usted que discutamos los presupuestos.

Y Bartolo volvía á su casa más tranquilo y hasta soportaba con resignación ese día los zarpazos de aquella mujer pequeña, nerviosa, color de ocre.

Bartolo, de suyo, era un infeliz, un débil, no exento de cierta melancolía simpática, producto á medias de su temperamento, á medias, de aquel mísero vivir suyo.

No sabía qué partido tomar con Sinforosa: si callaba, malo; si contestaba, peor. Pensaba en divorciarse y hasta consultó el Código civil; pero en las alternativas de su voluntad, tan pronto enérgica, fugazmente enérgica, tan pronto desmayada, pasaban los días y los meses sin que se resolviera á desatarse de la cola de aquel caballo montaraz, como él decía.

—¡Pobre de mí!—gemía en sus horas de abatimiento.—¡Qué he hecho yo para este martirio en que me consumo lentamente!

Se analizaba á su modo y descubría que no era malo, que tenía un fondo de ternura oculto bajo la maleza de vilipendios de su vida de cesante. Para colmo de mortificaciones, uno de sus hijos, un polluelo de quince años, malgastaba el tiempo versificando sus miserias conyugales y, lo que era peor, las publicaba en los semanarios con monos. Aunque no citaba personas, las alusiones eran tan claras que hasta los mismos amigos le decían:

—Oye, Bartolo: ¿por qué permites que ese chico te ridiculice en los papeles?

—¿A mí? ¡Estáis locos! Son cosas que se le ocurren. Ha despuntado por lo cómico.

El chico, que no era tonto, copiaba lo que veía y hasta rimaba las chuletas de cartón-piedra que se comían en su casa. Verdad es que el respeto no se conocía en aquel hogar donde los hermanos también andaban siempre á la greña. Se pegaban, se ridiculizaban con motes ofensivos, se denunciaban mutuamente, por una futesa. La más pequeña amenazaba á la mayor con contarle al padre que tenía novio con quien hablaba por señas desde el balcón, si no la daba una cinta, un pañuelo ó cosa por el estilo.

El mal ejemplo les había pervertido, y en la anarquía moral en que vivían, oyendo las acusaciones más abominables, las calumnias más corrosivas, la herencia patológica encontró ambiente favorable para desenvolverse sin obstáculo.

Matilde era, sin duda, lo mejor de la casa. Nació en época relativamente tranquila, engendrada por el amor, á la inversa del último que tenía seis años y apenas hablaba y andaba casi siempre por debajo de las camas, solazándose en precoces depravaciones sexuales.

—¿Qué haces ahí, gorrino?—le gritaba la madre, sacándole por una oreja y acribillándole á coscorrones.

El niño lloraba horas enteras con llanto monotono, sin que nada pudiese consolarle.

—Ese niño está enfermo—dijo á Sinforosa una amiga.

—¡Qué ha de estar enfermo! Mala crianza, créame usted.

Matilde no logró contaminarse del fanatismo de la madre que, luego de cada pelaza, se iba á la iglesia. Su fanatismo respondía no sólo al estado patológico de su inteligencia, sino á su carencia de cultura, á su mala educación, á su carácter autoritario que veía en la religión un á modo de gobierno absoluto que la secundaba en sus malos instintos. No le pedía á Dios dichas ni honores, sino exterminio de todo lo que la molestaba. No sentía la tristeza de los emotivos enfermos ante un Cristo sangrando ni se figuraba la vida ultraterrestre como un sitio de paz beatífica. Cuando Bartolo quería realmente enfurecerla, la llamaba «chupacirios», «alcahueta de monjas», «rata de sacristía...»

El era libre-pensador, á su manera, y devoraba con fruición El Motín y Las Dominicales, á escondidas de la mujer que sólo leía El Movimiento Católico y La Correspondencia. En rigor, no era ni carne ni pescado. Su filosofía no era la resultancia de la asociación de razonamientos y observaciones científicas, sino el resumen de sus desengaños, de sus reveses, de sus rencores.

—¿Cómo voy yo á creer en un Dios que permite que ese energúmeno me insulte de diario y que yo me muera de hambre? Si Dios existe, es malo, y si es malo, lo mismo da que se le ruegue ó no.

Sus argumentos no volaban más alto.

El espíritu de Matilde, de suyo algo tristón, pero enérgico, estaba como empañado por la niebla de su hogar, siempre caliginoso. Los gritos de su padre, la figura epiléptica de la madre echando venablos, no se apartaban un punto de su memoria. No podía recordarles sino tirándose los trastos á la cabeza, bajo un aguacero de palabrotas.

—¿Por qué no se separan?—reflexionaba muchas veces. Es preferible todo á este huracán que barre, no sólo con los afectos, sino con las cosas.

No había silla que estuviese completa, ni cacharro con asa, ni puerta que no estuviese acribillada de taconazos, con la cerradura como diente de viejo. Hasta faltaban ladrillos en el piso del continuo patear y correr de un lado para otro. Por todo lo cual consintió á la postre, y tras mucho insistir de Sinforosa, en unirse con Zacarías que la libertaba de un cautiverio insufrible.

No obstante la antipatía que la inspiraba, mostrábase á veces solícita con él. Evidentemente no era su tipo, ni con cien leguas. En su orgullo de mujer hermosa sentíase humillada al notar que aquel hombre permanecía indiferente durante días y días al llamamiento de la especie.

—¿Si no le gustaré?—cavilaba, ardiendo en deseo de que la solicitara para tener el gusto de rechazarle.

Recordaba con ira la primera noche, y acababa limpiándose con el pañuelo la boca donde aún sentía el dejo repugnante de sus besos.

—A este hombre le falta algo. Lo que sea, lo ignoro. Pero yo supongo, por lo que he oído, que la vida conyugal debe de ser otra cosa.

Aunque Zacarías era afectuoso y fino con ella, no la demostraba verdadero amor.

—¿Por qué se ha casado entonces?

Observándole con detenimiento, descubría muchas contradicciones y como grandes paréntesis en su vida mental. Zacarías hablaba reposadamente, sin irritarse por nada; sin gesticular apenas. Lo único que solía distraerle era la música, y eso no siempre, pues á lo mejor se quedaba dormido con la boca abierta, de la que corría una baba turbia como de cocimiento de liquen.

Matilde tenía una inteligencia viva y aguda; pero aturdida aún por los escándalos sempiternos de su casa, como si hubiese vivido entre fieras, no atinaba á coordinar sus ideas, á enfocar su observación sobre los fenómenos morales de su marido. No veía la síntesis de su carácter, porque alternativamente parecía un malvado y un borrego.

En este hombre pasa algo que yo no veo claro, pero que sospecho. Desde luego no funciona sino á medias, como la máquina de un reloj que hay que agitar para que siga andando.

Vino el primer hijo—el primero y el último—que murió al año, y entonces tuvo ocasión de convencerse de que era «sencillamente un miserable». Le sorprendió en la cama con la niñera. Su vergüenza, su indignación, su terror de madre no tuvieron límite.

—¡Ah, infame! ¿No ves que esa mujer ha de seguir amamantando á tu hijo, y que, en lugar de leche, le dará veneno?

Aunque el chico murió de meningitis, nadie logró quitarla de la cabeza que Zacarías, y sólo Zacarías le había matado.

Desde ese día se acabó el dormir juntos.

—Te prohibo que te acerques á mí, porque el hombre que, como tú, mata á su propio hijo y engaña tan villanamente á su mujer, nada menos que con una... fregona, no merece sino el más profundo desprecio.

Zacarías no tuvo que contestar. Calló petrificado por aquel acento dictatorial y cortante como un latigazo.

—¡Jamás,—ya lo sabes—jamás intentes aproximarte á mí, porque yo para tí soy un cadáver!

Poco después tuvo Zacarías un ataque al cerebro, poca cosa, á media comida. Lo atribuyó al calor, pero, por si acaso, llamó al cura y se confesó contritamente.. 


* * *


Bartolo se escapó, al cabo, de aquella jaula, con rumbo á Filipinas, llevándose una credencial en el bolsillo. El día de su partida, Sinforosa, más frenética que solía, le tiró los bártulos por la escalera.

—¡Ojalá te ahogues! Para lo que sirves... De fijo que no mandarás un céntimo y te liarás, como si lo viese, con alguna china.

Bartolo, cuando se vió en el buque, en alta mar, respiraba con delicia, contemplando, desde la cubierta, las montañas de agua que le alejaban cada vez más de la tierra donde tanto había sufrido. Pero á la vez sentía una especie de nostalgia, mezcla de mareo incipiente y de recuerdos melancólicos. Sinforosa había sido durante años su compañera, aunque nunca sumisa; era la madre de sus hijos, y puede que no fuera tan mala como él suponía en los momentos de furia.

Se había acostumbrado á la tiranía doméstica como un perro á su cadena, y en medio del tumulto de las olas se le antojaba oir aún la voz chillona, de su mujer. Recordaba finalmente su noviazgo, lleno de amor y de ilusiones, y no podía menos de asociar en su mente, por modo involuntario, lo inestable de las cosas humanas con aquel continuo vaivén del mar que se extendía inmenso y solitario bajo un cielo más inmenso y solitario todavía...


* * *


Sinforosa visitaba á menudo á Matilde, sordamente envidiosa y como deslumbrada con su riqueza.

—¡Qué contraste!—solía decir irónicamente. Tú, nadando en el lujo, y yo, en la indigencia. Esa es la vida.

Matilde, que tenía el egoísmo de quien ha sido pobre, no veía con buenos ojos la intrusión en su casa de aquella mujer que rara vez iba sin el propósito de mortificarla.

—Tú no eres feliz—la decía. Ese hombre no te quiere.

—¡Oh, sí! Es muy bueno.

—Te digo que no te quiere.

—Pues cúlpese usted á sí misma, porque fué usted quien me le impuso.

—Sí; yo me figuraba que tal vez haría la felicidad de todos, sacándonos de pobres; pero diríase que le has hecho las entrañas en contra nuestra. ¡Ay, hija qué pronto te has olvidado de que has sido pobre!

Comenzaba la disputa, y Sinforosa, como de costumbre, salía disparada, jurando no volver más á aquella casa.

Matilde, la verdad, no era muy generosa con ella. De cuando en cuando la regalaba alguna bagatela, un corte de vestido, una capota, todo de lo más barato, y la invitaba á pasear en su coche por el Retiro ó á ir al teatro. Comer, comía una vez por semana, cuando se invitaban á algunos amigos, actores y toreros célebres, por lo general. Sinforosa quería participar en grande de aquella riqueza á la que, como madre, se juzgaba con derecho, máxime cuando á ella se la debía, y su situación no era muy boyante que digamos, y cuenta que no escupía por ahorrar.

Entre ambas no había franqueza porque no había cariño. Matilde no olvidaba sus brusquedades, su egoísmo, su roña y la vida de perro que había dado á su padre, hasta el punto de exponerle á los peligros de una travesía muy larga. Por otra parte, Sinforosa no era tierna ni se daba á querer. Así es que Matilde, antes que á ella, prefería contarle sus penas al vecino.

Cuando quebró Zacarías, quedándose casi en la calle, por una serie de negocios absurdos, Sinforosa experimentó una alegría no exenta de sobresalto. Temió que se la metiesen en casa y que, lejos de haberse ahorrado una boca, se echaba dos encima. Desde luego levantó el pie y ni á palos asomaba por allí. Bueno fuera que viniesen á comerse sus ahorros, aquellos ahorros amasados de privaciones. Su temor fué infundado. A Matilde, desde poco antes de su ruptura con Zacarías, la cortejaba Mr. Clark, un inglés que residía en España, largo tiempo hacía, consagrado á negocios de vinos al por mayor. Era un hombre alto, enhiesto, vigoroso, aunque delgado, lampiño, de ojos muy azules y penetrantes, rubio como las candelas y no falto de cultura. Se jactaba de conocer á fondo el castellano, y cuenta que decía «la caballo» y «lo perro». Había recorrido medio mundo, ya por negocios, ya por olvidar sus penas. Separado, pero no legalmente de su mujer, una rusa, la acusaba de haber pagado su cariño con la más negra ingratitud, aprovechándose de su ausencia para manchar su honra. En su corazón latía una amargura reconcentrada, pero altiva, y una sed de goces insaciable.

Lo más de su renta, que era cuantiosa, lo derrochaba en viajes y diversiones de todo género. Como no tenía más heredero que su mujer, diríase que su despilfarro respondía al proprósito de no dejarla un céntimo, caso de morir antes que ella. Por donde se explica que viviese á lo rey y que su casa fuera un á modo de museo de objetos de arte, incoherentes é inarmónicos, según el enfermizo gusto moderno.

Se enamoró perdidamente de Matilde, cuya belleza medio árabe, iluminada por dos ojos negros, como soles, orlados de espesas pestañas que echaban aire en su lánguido aleteo, produjo una emoción hondísima en su alma descolorida durante años por la niebla y las alabastrinas bellezas de Londres. Matilde, que despreció siempre á su marido y ahora que estaba pobre, mucho más, correspondió sin tardanza á aquella pasión exótica, la primera que sacudía fuertemente sus nervios.

Mr. Clark era todo voluntad y acción. De aquí que le desesperase tanto la proverbial apatía española que dejaba siempre para mañana lo que podía hacerse en el acto.

—Tu marido nos estorba—la dijo de sopetón. Ella le había contado quién era y el inglés vió en este hombre como el empalme moral, por otro estilo, de su mujer.—Es un tío.

—Conformes; pero no podemos eliminarle tan fácilmente.

—Se me ocurre una idea. Proponerle lo siguiente: que se vaya ó que se quede. Si se va, le fijaré una mesada para que viva. Si se queda, se queda como criado: le emplearé en cobrar algunas cuentas, porque para otra cosa no sirve; pero tiene que renunciar á tí de por vida.

—Pierde cuidado, que lo que es eso... El lo sabe.

La escena entre ambos fué violenta y cruel. Aunque en Zacarías el sentido moral estaba atrofiado, la proposición humillante del inglés le produjo asombro, miedo y cierta apagada cólera.

—Esa mujer me gusta; la amo y me ama. Si te opones, te pego un tiro.

Y su voz era tan vibrante y su gesto tan imperativo, que Zacarías entró por todo. Fué un caso de sugestión súbita. Los ojos azules y duros de Clark se le figuraban dos floretes que le penetraban muy adentro, paralizando la circulación de su sangre. No podía mirarlos de frente y á menudo bajaba los suyos como perro á quien regaña su amo. Aquel mismo tuteo lacayuno contribuyó á la abdicación de su personalidad amorfa. Sintió algo así como si al bajar una escalera, perdiendo el ritmo, saltara dos ó tres peldaños.

Matilde no presenció la escena, pero se la imaginaba, conociendo, como conocía, el carácter autocrático del sajón y la poquedad de ánimo de Zacarías. Al principio lo deploró con vergüenza, porque al cabo se trataba de su marido, del hombre á quien había dado la flor de su juventud.

Mr. Clark vivía con el matrimonio, á cuya casa se trasladó con mobiliario y todo, por ser más espaciosa que la suya.

A Zacarías le daban un tanto por ciento de los recibos cobrados y le trajeaban en sastrerías baratas de la calle de la Cruz.

A la postre hubo de quitársele el empleo, porque no sólo no rendía las cuentas en regla, sino que trataba de desacreditar el vino de la casa, diciendo que contenía palo de campeche y otras sustancias nocivas. Siempre añascaba algo y cierta vez falsificó un recibo, cuyo importe se guardó tan fresco. Mr. Clark se encerró con él en un cuarto, y desde fuera se oían los bofetones del uno y las súplicas del otro.

—No te denuncio á la policía por lástima, ¡Miserable!.

Zacarías era muy aficionado á golosinas y casi siempre se le veía comiendo bombones caramelos.

En su cara redonda, asimétrica, circundada por una indigente barba gris, había algo de asombradizo, de extático, como si conservase la huella de un gran susto. Su boca, por lo común entreabierta, dejaba ver unos dientes irregulares y picados. Andaba lentamente, como buey que ara, y nunca acertaba á tener el sombrero en su sitio, pues á menudo se le embutía hasta el cogote dándole un empaque de idiota. Bromeaba con la doncella y pellizcaba las piernas á la cocinera que no se le mostraba del todo esquiva. Chismoso y embustero, raro el día en que no contaba, de sobremesa, algún sucedido imaginario. Los convidados reían. Mostraba una predilección señaladísima por las criadas de servir, cuyo olor á sudor ácre excitaba su apetito genital. Poco le importaba que fuesen viejas ó jóvenes con tal que oliesen de un cierto modo.

En el Prado se le sorprendía, ya anochecido, charlando en un banco con mujeres astrosas y feas, con quien gastaba todo género de cumplidos.

Muchas veces, mientras comían, Mr. Clark le miraba, como sorprendido de que aquello fuese un hombre. Zacarías, al notarlo, bajaba, como de costumbre, los ojos, clavándolos en el plato. Angustiaba ver la insistencia de aquellos ojos fijos, reveladores de una voluntad indomable, y la aflicción de aquellos otros ojos que no sabían donde meterse huyendo del influjo fascinador que les perseguía como un remordimiento.

Zacarías se vengaba infantil y rastreramente de las vejaciones de que era objeto. Cierta ocasión echó en la sopa unas píldoras de ruibarbo, de suerte que nadie pudo tomarla. Se culpó á la cocinera, que se defendió alegando que la sopa era excelente, que antes de mandarla á la mesa la había probado no habiendo advertido en ella sabor alguno desagradable. Clark guardó la sopera bajo llave.

—Mañana lo sabremos—dijo clavando una mirada acusadora en Zacarías que guardaba un silencio de muerte.

Al día siguiente se encerró en un cuarto con él, como solía en casos análogos. Trajo la sopera y se la puso delante.

—¿Conque has querido envenenarnos, eh?

—¿Yo, Mr. Clark?

—¡Sí, tú, canalla!

—Le juro á usted que no, Mr. Clark.

—Bueno. Escoge: ó te la tomas ahora mismo y con eso me pruebas que no tiene nada, ó la mando al Laboratorio Municipal y te denuncio por envenenador.

—Pero Mr Clark...

—Nada, escoge.

Zacarías, de rodillas, juraba y perjuraba que él no había sido, mientras Clark repetía con laconismo desesperante:

—Escoge: ó te la tomas ó te denuncio.

—¡No puedo más!—decía entre bascas de muerte.

—No me importa. ¡Ha de ser toda!

Y el muy gaznápiro se tragó hasta las heces aquel caldo coagulado y frío que excedió en sus efectos al vomitivo más fulminante. Tuvo que guardar cama durante días.

Castigos de igual índole se los imponía á menudo, entablándose entre ambos una especie de lucha incruenta en que el uno gozaba y el otro sufría, ó en que tal vez los dos gozaban extrañamente.

Zacarías iba con el soplo á Sinforosa, que comentaba con ira «la conducta infame» de Clark, á quien no podía ver ni en pintura, porque la puso en la puerta de la calle tan pronto como descubrió quién era.

—¡Ea, señora, á mí no me viene usted con músicas! Esta es mí casa y aquí mando yo. Conque ya usted sabe.

Sinforosa se había encontrado con la horma de su zapato. Ni recados ni cartitas ablandaron á Clark.

—Ya he dicho—repetía—que no quiero á esa mujer en casa. Conque es inútil cuanto pretenda.

En sus diálogos con Zacarías, Sinforosa se explayaba.

—Esa no es mi hija. ¿A quién ha salido así? Porque yo tendré el genio levantisco, pero á honrada no hay quien me gane, y su padre... su padre... Puede que haya salido á su padre. Vea usted.

—¿Qué quiere usted, amiga? La falta de religión; esa es la madre del cordero.

—Conformes. Pero, amigo, yo no sé para qué le sirven á usted los calzones. Yo que usted, á palos barría con el forastero ese. Porque mire usted que el escándalo no puede ser mayor.

—Sí, sí—replicaba tímidamente Zacarías.

¡Apalear él á quien le metía con una sola mirada debajo de la mesa!

Por de contado que, con una astucia que desconcertaba, ponía empeño especial en pintarse como un mártir inocente. No contaba sus pequeñeces, su lujuria abominable con las sirvientas, ni sus hurtos. ¡Si ella, que, después de todo, si pecaba era por exceso de arranques masculinos, hubiera presenciado aquella escena ignominiosa!

Era un día de fines de Junio, caliente y bochornoso. Matilde y su amante, enardecidos por la modorra estival que caldeaba la atmósfera, encalabrinando á los perros en la calle, rendían en su alcoba apasionado culto al amor.

El, completamente desnudo, en toda su viril belleza británica, besaba desde el tobillo hasta la frente á Matilde que se retorcía voluptuosamente, atravesada en la cama, con enarcamientos felinos.

—¡No, no me hagas eso!—exclamaba con voz que era á un tiempo arrullo y queja. Un deleite que arañaba su médula, cortaba su respiración, secaba sus fauces y volteaba sus ojos hacia adentro, luego de sacudirla como corriente eléctrica, la sumió en un éxtasis delicioso.

Zacarías, á través del ojo de la cerradura, contemplaba el cuadro, presa de un placer tormentoso como el de un místico que se flagela.

Era su mujer y estaba viéndola prostituirse á otro hombre, lo cual, lejos de avergonzarle, le abrasaba en una fiebre, convulsiva, con impulsos de matar y frenéticos deseos de que le pegaran hasta sacarle sangre...

II

Cerca de un año Clark y Matilde estuvieron viajando por toda Europa. Zacarías se quedó en Madrid. Se le asignó una mesada para que no muriese de hambre.

Mr. Clark volvió bastante delicado á causa de una pulmonía que atrapó en París.

Matilde no había salido nunca de España. Así fué que cuando volvió, Madrid se la antojó un poblacho. Comparaba sus calles estrechas é irregulares, sus casas descoloridas y pobres, sus tranvías penosamente arrastrados por muías héticas, descarrilando á cada tramo, y este emjambre de capas raídas y de pordioseros que pululan por las calles como en Nápoles, con los anchos boulevards rectilíneos, orillados de árboles, con los edificios, todos de la misma altura, suntuosos y esbeltos, con los ómnibus y los tranvías tirados por vigorosos caballos percherones, y la muchedumbre elegante, decente y satisfecha de París, de aquel París que había dejado en su alma una impresión de aturdimiento deslumbrante. Lo que más la disgustaba era este olor á secreciones viejas de Madrid, de este Madrid enemigo secular del agua.

En París había visto lo que es y significa la mujer; cómo se la distingue y festeja, y cómo se arruinan los hombres por satisfacer sus caprichos.

—¿Qué es en España la mujer?—discurría.—Una máquina de hacer chicos, que en cuanta empieza á acicalarse dan en calificarla de sospechosa. Somos más honradas que las francesas; pero eso obedece á la vida pobre, monotona, sin alicientes ni tentaciones que llevamos. Comemos paja porque no nos dan grano...

En aquel torbellino de refinado sensualismo y de lujo medio perdió la cabeza. Una embriaguez lasciva, un ansia secreta de goces la invadían con escalofríos de calentura. Hubiera querido ser cocotte, porque en París ser cocotte equivale á ser algo así como reina, siempre rodeada de adoradores ricos, agitándose en el boato, bien comida, insolentemente trajeada, libre como el aire, sin imposiciones arbitrarias. Hoy con uno, mañana con otro, y sentir así resbalar la vida como en un sueño oriental...

Virtud, vicio... ¿Había ella percibido la línea divisoria entre ambos? ¿No veía el adulterio triunfante arriba y abajo? ¿No veía el panegírico de la carne hasta en los escaparates de las tiendas que mostraban fotográficamente el impudor anatómico de las actrices, bailarinas y horizontales en boga?

¿Qué era el marido sino el cómplice y el confidente de la mujer? Los hombres se batían, no por la infidelidad de la esposa—¡valiente tontería!—sino por rasguños de la vanidad, del amor propio, hasta por reclamo.

Se casaban, no por amor, sino por negocio. Al mes cada cual se echaba un amante, sin escándalo de nadie y Cristo con todos.

Y así vivían, tranquilos, satisfechos, sin luchas intestinas originadas por los celos. En los bailes había notado que la mujer casada eclipsaba á la soltera y que, mientras los maridos fumaban ó jugaban al tresillo, ellas flirteaban de firme con los jóvenes, sin pizca de recato.

Dados su temperamento y su viciosa educación moral ¿podía ella distinguir lo que era lícito de lo que no lo era? Ella sólo veía que resultaba cursi, provinciano, alarmarse por un espectáculo que, en fuerza de repetirse, había llegado á ser habitual, como el comer y el dormir. ¿Quién se asombraba, á no estar loco, de que se comiese todos los días?

Matilde había conocido la estrechez y no olvidaba las amarguras de su hogar del que salió como de un barco que se hunde. ¿Qué máximas de buena conducta la inculcó su madre? ¿No la había casado con Zacarías por el dinero? ¿A qué tradición veneranda tenía ella que rendir culto? ¿Qué había sido su vida conyugal?

Y en el curso de sus reflexiones se sentía muy sola, sin afectos hondos capaces de encadenarla de por vida. Era libre, podía hacer lo que se la antojase, puesto que había roto abiertamente con la sociedad, abofeteándola en su hipocresía con el descoco de sus amores ilícitos.

Mientras Clark estuvo enfermo, ella bajaba algunas tardes al Salón de lectura del «Grand Hôtel», donde vivían. Se distraía viendo el continuo entrar y salir de coches; la turba de rastaquoères, presidentes fugitivos algunos de repúblicas sur-americanas, que se paseaban por la terraza, luciendo sus brillantes y sus caras cobrizas, y la bandada de cocottes errantes que iban allí en busca de imbéciles adinerados...

Un millonario ruso, Burloff, que hablaba corrientemente el español, la cortejaba, deslumbrado también por su belleza meridional. La ofreció el oro y el moro si accedía á sus pretensiones; pero Matilde supo resistir amablemente, sin negativas rotundas.

Clark, en rigor, era su marido más que su amante. Y como era su marido y la planta del adulterio había echado raíces en su organismo, se sintió movida á una nueva infidelidad, injustificada esta vez, porque Clark, no sólo la colmaba de riquezas, sino que la quería realmente. al menos, así parecía. La vida íntima, metódica había dado un tinte de burguesía rica á estos amores que iban poco á poco perdiendo su carácter adulterino y como purificándose en la normalidad de un trato afectuoso y sincero. Todo esto fué acaso parte para que resistiese á sus primeros impulsos. Pero el ruso ¿despertaba en ella algo que no hubiese ya despertado el inglés? No la inspiraba amor. Era la novedad, el cambio de postura lo que la atraía.

—¡Amor! Ráfaga de sensaciones que pasa por los nervios como ráfaga de viento por el follaje de los árboles; arranca unas cuantas hojas, sacude las ramas, pero deja el tronco en pie. ¡Ahí esos vendavales del amor—proseguía—que descuajan el árbol, son raros. No habría humanidad si así no fuera.

¡Cómo deploraba haber perdido tanto tiempo en España, sepultada en la cueva de su hogar, cuando había un París donde podía brillar entre las primeras por su belleza y por su ingenio! ¡París, París! Estas dos sílabas acariciaban su memoria como una música que se aleja en la media noche, despertando uno por uno los recuerdos más íntimos...

Como carecía de cultura y aficiones estéticas, pasó por Italia al modo de un pájaro. Difícilmente Clark, que amaba las artes y que había leído con provecho á Taine y á Ruskin, trataba de fijar su atención distraída sobre las telas y los mármoles que contienen las iglesias y los museos italianos. De los cuales deseaba salir, apenas entraban, para pasearse en coche por los parajes más concurridos, el Pincio, de Roma, y Cascine, de Florencia, por ejemplo.

El no se cansaba de admirar, en la Capilla Sixtina, las figuras trágicas—esculturas pintadas—de Miguel Angel, aquellos profetas, sobre todo, altivamente meditabundos, sumidos en una misantropía secular.

—Que vas á pillar una tortícolis—le decía ella al verle, durante largo rato, con la cabeza torcida hacia el techo.

How lovely! How beautiful!—exclamaba él embebido.—Fíjate, fíjate en ese Jeremías que apoya la barba sobre la mano, en ese Ezequiel que se vuelve bruscamente como si le llamasen dé pronto; en esas Sibilas, en la Pérsica, sobre todo, que está leyendo un libro... ¡Qué genio de hombre!

Clark admiraba lo vigoroso, lo masculino; los lienzos del Tintoreto, el artista incomparable del escorzo, de los tonos sombríos y tormentosos como su vida; el Perseo, de Cellini, musculoso, tal vez demasiado de pantorrillas, pero expresivo, con el pie plantado sobre el cuerpo que se retuerce, y la cabeza de la víctima, erizada de serpientes, en una mano, separada del tronco que arroja la sangre á borbotones; el Moisés, de Miguel Angel, con su barba funicular, que parece que va á levantarse para apostrofar á todo un pueblo...

Matilde prefería los frescos del Tiépolo, con su decadencia vaporosa; la Aurora, de Guido Reni, con su dulzura lamida de cromo; las mujeres anémicas y medio bizantinas, de Botticelli, y los ángeles, de Beato Angélico, saturados de mística unción, fulgurantes de oro y azul.

Las desnudeces calientes del Ticiano y el Veronés no la emocionaban por ser acabadísimas pinturas, sino porque respiraban concupiscencia. Con todo, algo, cuando no mucho, influyó en su espíritu el viaje por Italia. Por de pronto adquirió cierto barniz artístico, cierto idealismo crepuscular, el que emanaba de los paisajes de la naturaleza y de las ruinas de un poderío muerto para siempre.

Cuántas veces recordaba con Clark su última visita, á la caída de la tarde, al Coliseo, cuya enorme calavera, horadada y mutilada por los siglos y la furia destructora del hombre, bañaba el sol poniente de tristeza infinita...

Clark estaba muy enfermo y el recuerdo de sus viajes le distraía, devolviéndole, por unos instantes, el antiguo vigor. Los médicos no acertaban á diagnosticarle. Unos, creyendo que se trataba de una dolencia de la piel, le recetaban baños sulfurosos. Tenía las palmas de las manos llenas de ámpulas y la cara como salpicada de sarpullido; otros supusieron que estaba tísico y le mandaron á Panticosa. Lo cierto era que enflaquecía al galope. Pero lo que más le preocupaba era que, á medida que se encanijaba, su apetito crecía.

—¿No tendrás la solitaria?—le preguntó Matilde.

—Esta tos y esta sed, pues me bebería un tonel de agua, no creo yo que sean síntomas de tenia.

Tropezaron al fin con un médico que dio en el clavo.

—Esto debió hacerse al principio—observaba.

Se le ocurrió mandar analizar los orines.

Le ordenó un régimen curativo en que le proscribía los farináceos, las frutas, los dulces.

Pasaron en Vichy una temporada; pero el mal había progresado y caminaba á su fin. Daba grima ver aquel hombre, ayer robusto, joven y alegre, y hoy escuálido y viejo.

—Siento que me vacío, que me disuelvo como un azucarillo en el agua—exclamaba con profundo desconsuelo.

Sus negocios iban de mal en peor; pero en su casa nadie lo advertía. Siempre el mismo lujo, la misma excelente mesa, el coche á la puerta, el bienestar y la abundancia por todas partes. Como era reservadísimo, á nadie contaba sus pesares. La ruptura con su mujer, á quien quiso mucho, fué acaso la primer sacudida que recibió aquel organismo al parecer de acero.

Ahora que la energía le faltaba, que su pensamiento, espiando los fenómenos de su mundo interior, no tenía tiempo de fijarse en las cosas de fuera, Zacarías se desquitaba de los pasados ultrajes, maquinando venganzas, infantiles en sí, pero crueles en sus efectos morales.

Echaba papelillos de soda en el orinal del inglés, y cuando éste, al orinar, veía el espumajeo que levantaban, palidecía intensamente, figurándose, sin duda, que su muerte se acercaba. Se consultó al médico y luego de analizar los orines, se descubrió la farsa; pero esta vez Zacarías no fué castigado tan duramente. Verdad es que no se le pudo poner de manifiesto como en otras ocasiones.

Llegó el verano y resolvieron marcharse á una casa de campo que tenían en Asturias, á la entrada del pueblo, sombreada por una colonia de chopos, y en la cual solían pasar algunas temporadas.

Tal vez en medio de aquella naturaleza exuberante, con el aire salutífero de las montañas, el enfermo lograría aliviarse. Lejos de eso, cayó en cama, para no levantarse más. Se redujo á una armazón de huesos y pellejo, á una momia rubia en que hasta los ojos, aquellos ojos azules y dominantes, habían perdido su expresión viril. Su misma voz tenía algo de flébil.

Por la noche los labriegos canturreaban en el café próximo. Matilde les pedía con la criada que hicieran el favor de callar.

—Nos callaremos si nos pagan—respondían y continuaban berreando. Zacarías les azuzaba á la sordina, pagándoles lo que tomaban. En el pueblo nadie olvidaba la altanería de Clark, y, si mientras vivió le aguantaron gracias á sus largueza y á sus puños, ahora que el árbol estaba caído, todos pretendían hacer leña de él. Aquel lío, como le llamaban, era un puntapié á las gentes honradas del país.

—No hay como tener dinero—decían—para ciscarse en la humanidad.

El médico creyó llegado el momento de hablar claro.

—Se muere—dijo.—Que llamen al cura.

¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quién se atrevía, aún estando Clark moribundo, á llevarle la contraria?

Su voluntad, aunque ya medio extinguida, irradiaba todavía un influjo imperioso, como esos astros, muertos siglos há, cuya luz aún se percibe.

El no era creyente. En punto á lo suprasensible, pensaba como Spencer y no ocultó nunca su antipatía clerical. ¡El, tan inteligente y cauteloso, abrir su pecho á un clérigo rural, modelo de ignorancia y grosería! Además, ¿qué consuelo espiritual podía prestarle aquel campesino de teja, coloradote y gordo, sin pizca de idealismo y casi analfabético?

—Si no se confiesa, no le entierro—gruñía. Al vado ó á la puente.

Matilde, que estaba sola, quizá más sola que nunca, temiendo un conflicto y angustiada por dejar morir al hombre á quien quería sin los auxilios religiosos, apoyaba en sus pretensiones al eclesiástico, pero no sabía cómo proponerle á Clark, en trance tan doloroso, lo que estaba segura que no había de aceptar.

—Puede que se figure que nos aprovechamos de su agonía.

Con todo, entró en su cuarto, dispuesta á tantearle.

—Acaso se decida. Tal vez haya mudado de pensamiento. No sería el primer caso.

Se detuvo sigilosamente á la puerta. Clark, tendido boca arriba, inmóvil, diríase que dialogaba consigo mismo:

To be or not to be... Te die, to sleep... to sleep!...

Matilde no entendió palabra.

—Delira—pensó; pero al verla, con tono cariñoso la dijo:

—¿Qué quieres, darling?—Me figuraba que dormías...—y salió consternada con los ojos húmedos.

En la sala aguardaba, el presbítero cuchicheando con Zacarías. Las gentes formaban corros en la calle. Era el tema de todas las conversaciones.

—¿A que no se confiesa?.

—¡A que sí!

—¿Cuánto apuestas?

—Cuando te digo que no se confiesa y que le van á echar al prao pa que se le coman los cuervos...

—¡Ea, idos á alborotar á otra parte!—exclamó el cura dirigiéndose á un grupo que voceaba en el portal, sin asomo de consideración por el enfermo.

—¿Se ha confesao, señor cura?—preguntó ansiosamente el alcalde que también andaba por allí.

—Aún no.

Diríase que en el pueblo se tramaba una conspiración. Algunos labriegos pasaban por delante de la casa en puntillas mirando hacia adentro recelosamente. Dos viejas, que recordaban las Parcas, de Miguel Angel, conversaban en voz baja á la luz de un farol.

Al fin, teja en mano, entró el párroco con Zacarías, su acólito per accidens, en la alcoba del paciente. Se hubiera creído, á juzgar por lo sigilosamente que entraban, que entraban para cazar un gato. Clark no había perdido aún el conocimiento y conservaba un poco de energía, la suficiente para medio incorporarse y señalar la puerta á aquel pajarraco de mal agüero. Zacarías tembló como un azogado. Tal vez se figuró que iba á pegarle. El cura trató de hablar, pero ante la insistencia de aquel brazo extendido con rigidez mecánica y aquellos ojos que, en un supremo esfuerzo, brillaban con brillo acerado, no tuvo más remedio que tomar soleta.

Lejos de confesar su derrota, declaró.«que acababa de salvar un alma».

—¡El protestante se ha confesao!—gritaban algunos, saltando de puro contentos.

El entierro, que costó muchas pesetas á Matilde, porque el clérigo se negaba á dar sepultura al cadáver de un «hereje», se efectuó al día siguiente por;la tarde, una tarde de otoño, gris y fría. Las hojas amarillentas caían de los castaños paralelos á la carretera cuya caliza superficie, herida por el sol poniente, lastimaba los ojos. Las vacas, esparcidas en el prado, sacudiendo las esquilas, miraban fijamente con sus ojazos húmedos el fúnebre y abigarrado cortejo. El mujido nasal de los becerros alternaba con el lejano doblar de las campanas de la iglesia. El cielo se aborregaba poco á poco y un viento punzante soplaba de los cerros.

La caja mortuoria, que soportaban cuatro palurdos á hombros, seguía, á través de los campos, el serpenteo de la carretera, estrecha y pedregosa, que parecía la columna vertebral de un megaterio tirada sobre la yerba. Detrás iban el cura, el alcalde, el médico y Zacarías confundidos con una turba de campesinos, algunos de chaqueta parda y amplia faja roja, y otros en mangas de camisa, con gruesas mantas sobre los hombros, que llevaban sendos cirios cuyas lenguas sé alargaban y encogían lagrimeando, según soplaba el viento.

III

A los dos meses de muerto Clark, cayó enfermo Zacarías. Una mañana no pudo levantarse. Se creyó que estaba muerto. Rígido y mudo, tendido cuán largo era sobre la cama, pedía auxilio con los ojos. Pasada la primera penosa impresión, Matilde sintió un gran placer.

—¡Al fin—suspiraba—al fin me libro de él!

Pero como no era mala, lejos de abandonarle, hizo que le viera el médico, cuyas órdenes se cumplieron al pie de la letra.

Al cabo de algún tiempo, gracias á la electroterapia y á la nuez vómica, podía medio andar, apoyado en un bastón. En efecto, como pensaba Matilde, aquel hombre corpulento y gordo, que arrastraba angustiosamente los pies, parecía un elefante doméstico.

Matilde estaba aún bajo el peso de su dolor, menos sensible por la desaparición de Clark que por la situación estrecha en que había quedado.

Tuvo que vender el mobiliario, que era espléndido, de estilo de Luis XV, los cuadros, las alfombras, los broncas, las lámparas, la vajilla de plata... y trasladarse á un cuarto piso, en una calle angosta que atronaban á todo momento los organillos y las comparsas de ciegos ambulantes.

Cuando se veía en aquella casa, que la recordaba, hasta por el olor á petróleo, la suya, la de sus padres, con el inválido á quien, sobre despreciar, tenía que mantener, sentía un ansia inexplicable de volar, de volar muy lejos...

¿Había amado al inglés? Lo ignoraba. Las circunstancias, más que una elección espontánea de su voluntad, se le habían impuesto, como antes la habían impuesto á su marido. Físicamente la seducía; pero ya no podía resistir su carácter, aquel carácter que tenía mucho de máquina neumática, puesto que no dejaba respirar á nadie. Clark quiso imponerla sus opiniones, sus caprichos, que ella simulaba aceptar mansamente. El trato íntimo con él la sirvió de mucho: educó, en parte, su voluntad, metodizó sus ideas, comunicándola cierto sentido práctico de que ella carecía.

Conservaba de él un recuerdo como nebuloso, en lo referente á su vida psíquica. Durante su enfermedad no tuvo con ella las expansiones de un alma que se muere. Aun en los momentos de cansancio moral, no osaba abrirla su corazón devorado por manida pesadumbre. Para ella, psicológicamente, era un enigma. ¿La amó? ¿Vió en ella una amiga, una compañera ó simplemente una hembra buena sólo para satisfacer sus antojos carnales? ¿Amaba á su mujer? ¡Hablaba tan pocas veces de ella! ¡Oh, qué abismo es el corazón humano! Lo que sabía de cierto era que la había, dejado en el arroyo ó poco menos. ¡Y su viuda tuvo el descaro de escribirla reclamándola el mobiliario! ¿Qué se había hecho de su capital? ¡Oh, si la hubiera realmente amado, habría pensado, de fijo, en su porvenir! Pero esa riqueza que derrochaba ¿de dónde salía? ¿De los vinos? Nada sabía de sus negocios, por que nunca la habló de eso ni ella osaba tampoco preguntarle por temor á que supusiera que la movía un interés bastardo.

Viajaban siempre en sleeping, se alojaban en los mejores hoteles; vestían á la última, ella con las modistas más caras de París, y él con los sastres más afamados de Londres; invitaban á comer á todo el mundo, y cada comida era un banquete, rociado con los vinos más exquisitos; tenían abono en el Real, en la Comedia, en los toros; en suma: vivían como príncipes.

¡Qué salto! Del lujo, del despilfarro á la pobreza, á la economía del céntimo. ¿Quién la hubiera dicho entonces que llegaría, como su madre, á contar los garbanzos, á vigilar la leche para que no se la tomase la criada? Y no sólo contaba los garbanzos, sino que iba á la compra, muchas veces envuelta en su mantón como la última sirvienta. Pero eso no podía continuar. Comprendía el sacrificio, la indigencia por el amor; pero no esta vida suya en unión de un hemiplégico á quien odiaba, porque era el origen de todos sus infortunios, empezando por la muerte de su hijo, de que ahora se alegraba.

Se imaginaba presa de una pesadilla horrible, á cuya plasticidad contribuía el arrastré de cangrejo por toda la casa de los pies del paralítico. Para nada contaba con su madre. Rencorosa, si las hubo, no olvidaba los desaires de Clark para quien no tuvo, ni aún después de muerto, una sola palabra benévola. Al contrario, le acusaba de haber sido el corruptor de su hija; pero su acusación no era la de la madre digna y virtuosa sino la de la mujer despechada y egoísta.

Los amigos, que se atracaban á su mesa en vida de Clark, habían huido como pájaros que se desbandan al primer disparo. Ahora era cuando penetraba toda la verdad del pensamiento de Shakespeare, que Clark repetía á menudo: «Tiene amigos quien no les necesita.

Cansada de reflexionar había llegado á ese momento critico en que las ideas se disuelven y sólo el instinto de conservación mueve la máquina interna. Se veía sola, frente á frente del problema pavoroso de la miseria.

Ya no se forjaba ilusiones: el egoísmo es lo que impera, ese egoísmo glacial que sólo conocen los que tienen hambre. Pretendemos engañarnos disimulándole, como miedosos que gritan en la sombra para infundirse ánimo. Nadie ve su propio egoísmo como nadie se ve los ojos. El que recibe la puñalada, no el que la da, puede apreciar el dolor que produce.

No se resignaba á morirse á pedazos, entre frases de compasión hipócrita, y como planta trepadora, en húmedo sótano, alarga sus zarcillos por un agujero en busca de la luz, buscaba el medio de escaparse de aquel calabozo, como ella decía.

—Esta no es la vida—pensaba;—es una fase de la vida. Soy joven, hermosa... ¿A quién tengo que dar cuenta de mis actos? ¿A ese imbécil? Recogió el calificativo. ¡Desgraciado! ¿Qué culpa tenía de ello? ¡Nació así!—Como estaba decidida á tomar una determinación extrema, miraba ya con cierta benevolencia á su marido. Era como un preso que, sabiendo que se va á fugar, aguanta con mansedumbre los últimos castigos.

Se puso á escribir—¿A quién escribes, Tildita?—la preguntó el tullido con voz meliflua.

No contestó.

Matilde notaba que, desde la muerte de Clark, Zacarías se mostraba con ella tierno y hasta celoso. Se irritaba cuando salía á la calle.—¡A la vejez, viruelas!—exclamaba ella, riendo con soberano desdén.

Escribió al ruso largo y tendido. Antes de echar la carta al correo tuvo grandes vacilaciones.—¡Puede hasta que se haya muerto!—Pero se tranquilizaba recordando sus palabras de la última noche, dichas en el salón de lectura del Grand Hôtel:—«Ya V. sabe: para todo, absolutamente para todo, cuente V. conmigo, lo mismo hoy que mañana. No tiene V. más que escribirme á San Petersburgo.».

—Sí vive, vive, si no, ya veremos.—Al paralítico le dejaría en una casa de salud. Ya se daría traza para catequizar al ruso, á fin de que le señalase una pensión. Le diría que era su hermano. Para Burloff su verdadero marido fué Clark. De suerte que la mentira podía pasar. Por otra parte, fingiéndose viuda le demostraba que no era una adúltera, lo cual hablaría muy en su favor. Y ¡quién sabe! Si Zacarías muere, pues me caso con el otro, y... ancha Castilla.

IV

Se vieron en Venecia. Matilde reía como una tonta cuando el ruso que, á su gran cultura, unía un espíritu sagaz y burlón, la explicaba, á su modo, los mosaicos de la bóveda del Pórtico de San Marcos.

—Fíjate en esa Creación del hombre. Adán y Eva parecen unos cafres: angulosos, ventrudos, con ojos de sapo. Pero vamos por partes:

1.º Adán está dormido. Dios, que semeja un muñeco de mazapán, le va á sacar á Eva de una costilla. Nadie lo diría. Lo que en rigor parece es que Adán le ha pedido que le despierte temprano, y Dios le llama tocándole en el vientre: «El chocolate, señorito.»

2.º Dios ha creado á Eva. La tiene por una mano y con la otra la manosea un hombro. ¿Quién no se figura que se trata de una sesión de masaje?

3.º Adán y Eva en el Paraíso. Parece que se están diciendo:—«¿Por dónde vamos?»—Adán añade:—«Oye, creo que por aquí está la salida».

4.º Adán, Eva y otra mujer, que no sé quién es, (acaso la misma Eva) ni de dónde ha salido. Puede que la hayan encontrado en el camino y que les esté indicando por dónde deben tomar.

5.º Adán y Eva con sendas hojas de parra que se sujetan contra el vientre. Diríase que les duele. Pero fíjate: lo chistoso está en que no se han mirado hasta ahora una sola vez á la cara ni para darse los buenos días. Están de monos, no te quepa duda.

6.º D Dios, como un portero malhumorado, les arroja del Paraíso. Adán huye con la mano izquierda sobre el vientre, como si hubiera robado unas frutas que tratase de ocultar. Eva tiene un brazo levantado y parece que está diciendo:—«Bueno, hombre, ya nos vamos. Basta de conversación.))

7.º Adán y Eva, siempre malos del estómago, comparecen ante el partero que acaba de echarles. Eva, con los dedos eréctiles, como quien saca una cuenta:—«Hemos estado en el Paraíso una semana solamente, á razón de seis pesetas por día...»—También se les puede confundir con unos volatineros llevados ante el alcalde del pueblo por no haber cumplido con lo anunciado en el programa.

8.º Dios (ó el portero) aparece en un trono ó sillón, la cosa no está clara. Adán y Eva, cada uno de un lado, de rodillas; con los brazos tiesos hacia abajo y las manos abiertas, como si fueran á echarse á nadar en un río.

9.º Aparecen vestidos, con ropa hecha, barata.

Al llegar aquí, Matilde se acordó con lástima de Zacarías.

—A Eva no la coge la camisa; sin duda faltó tela.

Estos mosaicos son del siglo X y XV. De suerte que hay que ser benévolo, añadió el ruso, saliendo del atrio hacia la plaza, donde unas cuantas inglesas con canotier se entretenían en dar de comer en la mano á una bandada de palomas.

—En Rávena—continuó—los hay más antiguos: del siglo V, como el del mausoleo de Galla Placidia.

No es esta la primera vez que vienes á Venecia, ¿verdad?

—Hace dos años que estuve; pero como una vé tantas cosas... Mi pobre marido me lo explicó todo.—Mira, esto es bizantino, esto gótico—me decía.

—¿Has visto las iglesias?—siguió preguntando el ruso sin prestar atención á las últimas palabras de Matilde.

—Sí, algunas.—Tenemos que verlas todas. ¡Ah, ya verás qué pinturas! ¿Conoces la célebre Madona de Giovanni Bellini, que está en la iglesia de los Frari?—No sé, no me acuerdo.—No, no la has visto. Eso no se olvida nunca.

¡Qué finura y delicadeza de dibujo! ¡Qué misticismo tan apacible, comparable sólo con el del Perugino!

A ver, á ver si te acuerdas. Está sentada, con su manto azul, en un trono. Su cara, candorosa y anémica, recuerda la de una aldeana joven y mal comida.. A sus pies dos ángeles—¡qué ángeles!—tocan, el uno la mandolina y el otro, la flauta.—No, no me acuerdo.

El crepúsculo de aquella tarde era largo, muy largo, como un crepúsculo inglés. La banda municipal tocaba la cabalgata de la Valkiria, que resonaba vibrante por toda la plaza, sin que el rodar de un coche ó el trotar de un caballo interrumpiesen la opulenta música. Por debajo de los pórticos, mirando las joyerías y las tiendas de espejos, se paseaban hermosas americanas de varonil andar, inglesas de ojos azules y profundos como un lago de Escocia, macizas austríacas y sandungueras venecianas con sus mantones negros como las chulas de Madrid. El aroma de los jardines de Lido embalsamaba el aire; El cielo, reflejándose en los muros policromos de la plaza, remedaba un gran incendio de rubíes.

Nubes de color violáceo se extendían aquí y allá. En el horizonte, manchas de un nácar rosáceo, y no lejos, una nube blanca, gruesa y maciza como una estatua de mármol de Carrara á medio esculpir. En el zenit, la luna pálida y transparente. A ratos, medio velada, sonreía sobre las ondas del Adriático con sonrisa de convaleciente. Comienzan á caer algunas gotas como puños. Las góndolas cabecean, dándose de topetazos, en la Riva degli Schiavoni, como ataúdes flotantes. El viento sopla y el cielo se va azuleando de un azul turquí. El agua toma un tono glauco. Las nubes avanzan hacia la luna que las aguarda impasible, cual si estuviera sumida en un éxtasis. Una, más audaz que las otras, la tizna de un vaho carbonoso. La noche se avecina. Apenas se ve nada. Todo tiembla fantásticamente en la bruma luminosa. Una claridad cadavérica fluye invadiendo insensiblemente la atmósfera. La luna se perfila en un nubarrón cárdeno, veteada de filamentos negruzcos y bermejos, como la yema de un huevo de ave en que se esboza el embrión. Poco á poco se va limpiando y brilla de repente en todo su pálido esplendor, chispeando en los encajes de piedra de los palacios, en las cúpulas de las basílicas, espejeando en los aceros de las góndolas, resbalando cariñosamente sobre la superficie del agua que tiembla como de frío.

La góndola avanza por el gran Canal, empujada por el remo que levanta un murmurio de pez que huye. La silueta del gondolero tan pronto se inclina como se yergue, reflejándose cinematográficamente en la líquida llanura, á través de cuya obscura transparencia se ve, como un inmenso lecho de corales, la fantasmagoría de mármol de los edificios.

A lo lejos se oye la música de la Plaza de San Marcos. Matilde, reclinada blandamente en el hombro del ruso, va poco á poco adormeciéndose, arrullada por la brisa, embriagado el espíritu del ensueño del paisaje, como una veneciana del siglo XVI...


Madrid-Venecia, 1894-95.

Dos crepúsculos

Aquella puesta del sol otoñal, tan triste que parecía quejarse, se le antojaba como un símbolo de su vida. El paisaje se esfumaba en la agonía de la luz crepuscular que iba difundiéndose por el horizonte como una niebla rubicunda. El mar, arrugado y sombrío, espejeaba como una piel enorme muy lustrosa. A lo lejos se veía el velamen de un barco, que semejaba la capucha de un fraile, y más acá, á un lado de la costa, la arboleda, inmóvil y muda.

¡Cómo se había desvanecido aquel amor! Al alejarse de ella se figuró que daba para siempre el adiós de los moribundos á todas las cosas. Sintió algo así como si asistiera á su propio entierro. Pero ¿á qué lamentarse? El quietismo resignado, la soledad interior, saturada de un desconsuelo pudoroso, en que sólo se escucha la rumia del pensamiento entregado á sí propio, armonizaban más con su temperamento contemplativo que el quejarse y dar suelta á las lágrimas.

—Después de todo, seguía pensando, ¿qué importa á nadie el pesar ajeno? Sobradas cavilaciones tiene cada cual con las propias. Por otra parte, hay dolores que no tienen consuelo...

Sí; somos unos enfermos, y en balde que se forjen teorías éticas y se den consejos. Cada cual nace con su locura, y cada cual la bautiza á su antojo. ¿Qué es, en gran parte, la historia, sino un archivo inmenso de psiquiatría? ¿Qué es la vida moral sino la exudación de la vida fisiológica? Ser bueno ó malo no depende de la voluntad, como suponen muchos, sino del mecanismo orgánico. La inteligencia es un freno engañoso que la pasión tasca cuando quiere. ¿Y cómo no, si la inteligencia está á merced de las alteraciones del cerebro, de la sangre, del estómago?

A pesar de todo, ¡quién sabe! Acaso si hubiera sido yo menos agrio con ella, habría dulcificado sus impulsiones. El río, con su mansedumbre, pule y redondea la piedra, al paso que el mar, con sus ímpetus, no logra quitar á la roca su aspereza. Pero volvemos á lo mismo: la dulzura ¿se improvisa? Ser intolerante ó benévolo, ¿no depende, en primer término, de la estructura cerebral, y en segundo término del equilibrio ó del desequilibrio de la sensibilidad, según que esté sana ó enferma? Edúquese con rigor desde la niñez un carácter altanero de suyo, y, á la larga, no se conseguirá más que «buenas formas». De un déspota bravío se habrá hecho un tirano culto, en cada una de cuyas sonrisas se dibujará una dentellada, y en cada uno de cuyos gestos, un mandato. Su suavidad será como el andar del tigre, silencioso, pero amenazante...

El amor ablanda, pero al principio. Cu ando va de vencida; cuando la galantería, andando el tiempo, se torna en confianza casera, el carácter espontáneo, el que radica en el fondo del organismo, surge de nuevo, como cuerpo elástico que, una vez entregado á sí mismo, recobra su posición primera; y á la menor disputa, el egoísmo de cada cual se manifiesta brutalmente.

Han creído estarse amando, y lo que en rigor han hecho, á pesar suyo, quizá, es atisbarse pérfidamente el uno al otro... El entendimiento más obtuso no sabrá ver lo bueno que hay en el alma ajena; pero siempre escudriña y descubre lo que hay de malo.

Ella no quiso, ó tal vez no pudo comprenderme. Me amó ¡quién lo duda! aunque en su amor había mucho de vulgar y utilitario. Me parece estarla viendo con aquellos sus ojos verdes, en que la burla y la tristeza unidas formaban como un iris indefinible. No, no se entregaba jamás por completo. Nunca me dejó ver ese escondrijo en que se guarda lo más íntimo y complejo de nuestro pensar; escondrijo rodeado de penumbra, en que duermen los anhelos más recónditos, las tristezas más exquisitas, las envidias taciturnas, las antipatías y los odios instintivos, las perversiones más refinadas, y que sólo un gran amor, en momentos de abandono, enseña al oído, en la obscuridad de la alcoba, en el insomnio expansivo de las noches ardientes.

En vano traté de disecarla el corazón. ¡Era tan enrevesado! ¿Quién anatomiza la maraña de contradicciones, calculadas unas, espontáneas, otras, que se llama el alma femenina? En vano me esforzaba por sorprender en sus posturas naturales aquel espíritu, al parecer siempre eréctil, siempre en guardia, como el de las fieras muy perseguidas. Este mismo afán analítico, ¿no revelaba en mí un estado mórbido? Sentirse vivir, como sentir vivir á los demás no es lo corriente. Pensar, al ver una mujer hermosa, en que ha de convertirse en polvo; pretender ver el rayo antes que el relámpago, ¿no equivale á declararse enfermo de la mente? ¿Quién puede llegar nunca á penetrar en el alma ajena? Nosotros mismos ignoramos lo que somos por dentro. ¡Hay tanto automatismo en nuestra vida interior! ¡Se sabe tan pocas veces con certeza lo que sentimos y porqué lo sentimos!... ¡Cuántas veces, en momentos de crisis, en que la voluntad parece muerta y la reflexión pliega las alas, nos asombramos de ver obrar á musirá yo como un huésped importuno y extraño!...

Apoyado con ambos codos sobre el balcón, errabunda la mirada, como si saliese de un sueño, su rostro iba palideciendo á compás del cielo que se inundaba de un claror lívido.

El campo se envolvía en un silencio majestuoso, del que brotaban rumor de hojas y aleteos y zumbidos confusos. El mar se alejaba de la costa, dejando al descubierto una enorme faja de arena. En la lejanía, el faro, girando como el secundario de un reloj, proyectaba su luz sobre las aguas.


* * *


Ella se había casado. Estaría tal vez satisfecha, porque su marido, sobre ser acaudalado, era un esclavo de sus menores antojos. A la mujer—salvo excepciones—lo que la gusta principalmente es poder dominar á su guisa, con razón ó sin ella, al hombre que la ama. Muchas, las más, se valen de la astucia si ven que con la violencia nada logran. Sólo en momentos de pasión loca, en que la histeria hace de las suyas, sienten como un placer doloroso en que el macho las tiranice. La lujuria y la crueldad son hermanas. Hasta suelen tener una mímica semejante.

Hay hombres que no sirven para casados, porque no pueden amoldarse á esa vida burguesa en que todo parece teñido de gris. Y cuando se ha vivido largo tiempo la vida independiente y huraña de la soltería, mariposeando de flor en flor, pervertido el espíritu y el cuerpo, ¡es tan difícil someterse á la voluntad de otra persona! ¡Quién sabe! Quizá hubiera sido yo un buen esposo, por lo mismo que la vida no tiene ya sorpresas para mí. Pero hubieran venido los hijos que, si alegran y divierten en la primera edad, afligen y preocupan cuando son crecidos. ¿Y qué legado fisiológico hubiera yo podido dejarles, yo, que soy «un candidato á la locura», como quien dice? ¡El desbarajuste intelectual, la degeneración!... Y eso, ¿hubiera sido honrado? Engendrar hijos enclenques á sabiendas es la mayor de las iniquidades. Ellos vienen al mundo sin que se les consulte, y, lo que es peor, sin maldita la falta, porque para infelices sobra con los que hay.

¡Cuántos anhelan tener hijos para que les diviertan en sus soledades! ¡Pobrecillos! Ignoran que son un placer lascivo hecho carne, y que se les mima y atiende por egoísmo y vanidad. Se les maltrata cuando molestan; se les da á beber la mentira disuelta en la leche; se les ilustra para que brillen; se les prostituye moralmente, obligándoles á repetir cosas absurdas y ridículas; se les dan las ideas hechas, prohibiéndoles que las discutan... De seres vivos se les convierte en autómatas. Una buena educación puede ser infructuosa; una mala educación es siempre nociva y da sus frutos.

Mas ¿qué se entiende por buena ó mala educación? ¿Es buena la educación moral é intelectual, superior al medio en que se ha de vivir? Si se trata de un medio vicioso en que el sentido moral y la cultura moderna, lejos de ser útiles, se convierten en rémoras para la vida, la buena educación resulta perjudicial. El que la haya recibido, vivirá en perpetua lucha con la sociedad dentro de la cual se mueva, porque verá que su conducta despenará la risa en los unos, el odio y la envidia en los otros, y la persecución artera en todos. Se le condenará á un aislamiento intelectual doloroso, que á la postre le volverá misántropo, salvaje. Verá que en ese medio personalidad es un peligro; la dignidad, en su sentido estricto, una de las muchas suertes de morirse de hambre que tiene el hombre honrado; el decoro, una palabra que sólo á título de palabra puede tolerarse; la franqueza, una demostración de mal gusto y de mala crianza; el valor, al servicio de las buenas causas, un síntoma de perturbación mental, etc. ¡He sido espectador de tantas miserias, de tanta escena luctuosa!

Me explico la angustia del padre, serio y decente, cuando piensa en los peligros que acechan á la hija, una vez suelta en el tráfago del mundo, mayormente si descubre en ella un temperamento amativo. Comprendo sus noches de vela, pobladas de temores y sobresaltos. Por ley natural, él ha de morir antes que ella y sabe que la mayoría de los hombres sólo busca en la mujer á la hembra. ¡Oh, si mentalmente la ve, víctima de la pasión, arrastrando por el arroyo girones de honra! No se consolará con recurrir á la caridad ajena, porque la caridad, ampliamente entendida, es lo que menos abunda. ¿Dónde están esas almas buenas que dan la mano al caído, sin hacerle sentir la humillación del beneficio?...

¿Y la muerte? ¡Ah! ¡Es horrible eso de cultivar afectos para que venga la muerte y nos los arrebate! ¿Quién que tenga mi sensibilidad enfermiza puede resistir al espectáculo del adiós eterno de lo que tanto hemos querido? Si á lo menos hubiera algo que me indujese á creer en un mundo suprasensible; pero si la ciencia me inculca que todo es una concatenación de fenómenos físicos... Eso mismo de creer en premios y castigos ultraterrestres es un fenómeno intelectual, originado por la herencia, por el estado de ciertos centros nerviosos, por la educación, por el medio ambiente, por... ¡vaya usted á saber! El hombre es naturalmente egoísta. Por donde se explica que se rebele contra la idea de su desaparición absoluta. En sus horas de pena y decaimiento, en que el miedo, invade, suspira, con el hipo de por algo que él no se explica sino por modo confuso, pero que armoniza con su espíritu de conservación, que entraña en sí el deseo de prolongarla vida á través de la muerte. En vano que el sepulcro jamás se haya abierto, una vez cerrado, para confirmar sus esperanzas; en balde que la naturaleza, brutal y ciega, se burle de sus planes y de sus deseos; él seguirá creyendo que delitos y faltas cometidos durante una vida precaria y fugaz, serán castigados con penas eternas.

El hombre es irresponsable, puesto que su natural es inconsciente. Lo que hay en él no es suyo; es de sus progenitores, de su raza, de su sexo. La moral á que somete su conducta varía de época en época, de pueblo á pueblo, de individuo á individuo. Tiene mucho de convencional y transitoria. Hemos convenido en que unas cosas son malas y otras buenas. ¿Por qué? No hay una ética universal.

Que algunos espíritus, superiores á su tiempo, preconicen ciertas máximas que pocos observan, no significa que sean los cánones éticos por excelencia.

Si no hay responsabilidad, ¿cómo ha de haber penas?

El determinismo de los actos humanos, la necesidad, interna, origen de la virtud y el vicio, llevan como por la mano al estoicismo. Si lo que sucede no puede menos de suceder, ¿á qué irritarse ante el espectáculo del mal? La voluntad, sí, puede mucho... cuando existe. ¿Y cuando se nace moralmente idiota, sin energía voluntaria, ó cuando la voluntad del no querer se sobrepone y subyuga á la del querer?


¡Ah, maldito análisis que ha secado en mí toda fuente de alegría! La contemplación intensa de uno mismo conduce á menudo á la esterilidad. ¡Cuánto más divertido no es contemplar la escena cambiante del mundo exterior, desde lejos y superficialmente! Mi melancolía me ha empujado muchas veces al suicidio; pero á un suicidio abstracto, ideal. A causa de la derrota de mi voluntad, sin duda, no se tradujo en acto.

Mentalmente me he muerto; pero un horror instintivo á la muerte real, ese miedo aflictivo al acabamiento absoluto de la personalidad, que aqueja á muchos espíritus pusilánimes cuando están enfermos, ha dado al traste con mi propósito. He visto mi fosa abierta, al sepulturero arrojarme paletadas de tierra y al cortejo fúnebre desfilar indiferente. Después, el silencio; la inmensidad, cayendo sobre mí, con sus noches de luna y sus crepúsculos, mientras la química natural hendía mi cráneo, desfiguraba mi rostro, convirtiendo en podre mi carne...

Y allá fuera, en la ciudad, tumulto de pasiones, lucha de bastardos intereses, lágrimas y sollozos, rumor alegre de orgías: la vida renovándose en el bosque que ensangrentó la guerra, y entretanto, la tierra girando sin saber adónde, hasta quedar un día exánime y desierta como la luna...


* * *


Sus estados afectivos se impregnaban de la profunda melancolía del paisaje, ya casi borroso.—Así se apaga la vida, pensaba: como ese sol, sin que nadie le admire. Mañana brillará otro sol; morirá sin ser admirado, ni visto siquiera, como surgirá una nueva vida... ¿Qué importa? Vida y muerte. ¿Qué más da? Ambas no son tal vez sino variantes de un mismo fenómeno. Vivir es irse muriendo, como morir es irse preparando á dar vida á nuevos seres: del cadáver brotan los gusanos y en el estercolero nacen flores. La vieja civilización oriental se disolvió para reaparecer más tarde en el mundo greco-romano... De este crepúsculo brotará la noche, como de la noche brotará el día. ¡Oh sí! ¡Es muy monotono todo esto!

El analítico enmudeció. El hombre sentimental, atormentado por la tristeza de vivir, se asomaba á aquellos ojos, húmedos y claros, en cuya mirada sumisa de árabe prostático el dolor se congelaba, como en el espejo de un río que se hiela el panorama, antes movedizo, se va fijando poco á poco...


Beuzeval, 1894.

Las larvas

I

Venancio Gutiérrez era uno de los que más vociferaban en el Centro Literario. ¿Se estrenaba una comedia? Pues al día siguiente ya estaba poniendo como hoja de perejil al autor y al público, ¿Se publicaba un libro?

—¡Bah! ¡Literatura de pacotilla!—decía, sin leerle.

La tertulia se componía de varios tontos que, cuando no hablaban de sí mismos, que era lo corriente, discutían, ó sobre la inmortalidad del alma ó sobre casos teratológicos tan curiosos como el de una aldeana que dió á luz un chico con cara de perro. Claro, que también se hablaba de toros. De eso siempre. Todos tenían su articulejo ó su poema in mente, cuando no en el bolsillo, ó su proyecto de fundar un periódico,. verdaderamente literario, que era lo que hacía falta, donde poder escribir sin cortapisas ni atenuaciones. 

El principal oficio de aquellos poetas y prosistas, inéditos muchos, consistía, amén de garrapatear cosas que sólo ellos leían entre sí, en maldecir de todo. Mutuamente se alababan, sin perjuicio de llamarse los unos á los otros, por detrás, «besugos», «cóngrios», «atunes» y «percebes»; todo un léxico digno de una pescadería.

Por lo común, hablaban todos á un tiempo, de pie y manoteando mucho. La egolatría se manifestaba sin pudor en aquellas polémicas interminables sobre los asuntos más baldíos.

—Discusiones bizantinas—decía desdeñosamente Nicanor Carreta, un joven cordobés que la echaba de colorista á lo Goncourt. No era rana; había leído algo, á trompicones, como quien dice; libros malamente traducidos del francés. Para él todo era imagen y música. La naturaleza era una sinfonía de colores y notas. El artista, según él, no era el novelista ni el pintor, sino el «poeta-músico», exuberante de metáforas gongorinas, de vocablos sonoros y extraños.—«Si el artista no tiene un piano en la cabeza, no es artista».—Por donde un gallego—observaba algún bromista—que baja de un quinto piso con un Pleyel á la espalda—es el artista por excelencia, para Nicanor.

Y todos reían, mientras Nicanor Carreta, gesticulando como un mono, según su costumbre, les calificaba de ignorantes y cretinos, incapaces de comprenderle.

No tenían aplauso más que para D. Pánfilo Cruz, un crítico ala antigua, ignaro y chapucero, cazador de gazapos gramaticales, que colaboraba con muy poca sintaxis y mucha mala fe en varios periódicos. D. Pánfilo, á su vez, les animaba celebrándoles. Era un grafomano qué, gracias á lo mucho que escribía, consiguió cierta popularidad, ni más ni menos que esos anuncios que, a fuerza de verse por todas partes, acaban por ser leídos. Sus únicos libros de consulta eran los Sinónimos de la lengua castellana, de López de la Huerta, el Diccionario de galicismos, de Baralt y el léxico de la Academia.

Donde quiera veía un galicismo. A menudo proponía á sus discípulos (puesto que le llamaban «maestro») problemas tan difíciles como estos:—Vamos á ver: ¿cuál es el diminutivo de perdiz?—Perdicilla, perdizuela.—¡Cá! Perdigón.——¿Cómo se dice: médula ó medúla?—¡Pues médula!—No, señor, medúla.—Y su fama de lingüista (así decían) volaba de boca en boca.

Nicanor Carreta y D. Pánfilo no podían verse. Carreta estaba por lo que él llamaba «la revolución rítmica», y D. Pánfilo era un enamorado de la tradición clásica, por más que sus estudios clásicos se redujesen á una lectura del «Quijote» comentado por Clemencín, á otra de los «Orígenes de la lengua española», de Mayans y Sisear, y de la «Derrota de los pedantes», de Moratín.

Nicanor decía pestes de los clásicos, sin haberles leído más que por encima. Les tildaba de hueros, de faltos de «calor de humanidad», mientras D. Pánfilo les ensalzaba con iracundia. Sus discusiones acababan de ordinario en insultos personales. Motivo por el cual D. Pánfilo no dejaba verse por el «Centro Literario» sino de tarde en tarde.


* * *


El padre de Venancio fué librero y editor. Los pobres autores dejaban á menudo la piel entre sus garras. Jamás pagó arriba de cien pesetas por la propiedad de una obra.—En España no se lee—decía.—Usted no arriesga más que su trabajo intelectual. Yo, el mío, y además, los cuartos.

Con estas ó parecidas razones se defendía de los infelices que se quejaban de su mezquindad. Ganaba mucho vendiendo en América los librotes sin enjundia que el público español desdeñaba. Quería entrañablemente á su hijo, de cuya viveza mental se mostraba orgulloso. Venancio, que era un emotivo, correspondía con creces al amor de su padre. ¡Cuántas noches, al verle atado a¡escritorio, como buey al yugo, sentía una tristeza repentina que se declaraba por una explosión de besos y abrazos que el viejo no se explicaba!

La lobreguez de aquella casa, atestada de papel amarillento, unida al doliente mujir de los violines de una orquesta ambulante de ciegos, que se apostaba todas las noches enfrente de la librería, hablaban melancólicamente al espíritu soñador de Venancio. No sentía al ver los estantes repletos de libros viejos, comidos algunos de polilla, curiosidad alguna de hojearles. En ellos dormían, como cadáveres en sus nichos, generaciones de literatos de todos los tiempos, empolvados y mudos. ¡Cuánta labor inútil! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas! ¡Cuánta lucha estéril!

Al morir su padre, dejó un capitalejo que él tiró en ediciones de libracos anodinos y en francachelas y orgías. De suerte que si el padre se pasó la vida esquilmando á los escritores, éstos se vengaban con creces explotando al hijo. Y pata. Los autores, principalmente los poetas, le cogieron el flaco que no era otro que la vanidad literaria. A Nicanor Carreta le imprimió «El Miserere de las Ranas», poema sinfónico en tres cantos, cuyos ejemplares, después de dormir meses y meses en el foso de la librería, se pregonaban en la Puerta del Sol, hacinados en una cesta:—«El Miserere de las ranas», poema sifónico ¡diez céntimos! ¡El papel vale más!

Era sabido: cada vez que Venancio, sin preocuparse de la parroquia, le disparaba, en un rincón de la librería, á un literato, de los muchos que le asediaban, el fragmento de un drama ó el capítulo de una novela, el literato, que era un marrajo, tiraba, como quien tira de un sable, de su mamotreto correspondiente.

—Eso es muy hermoso. Amigo, es usted todo un artista. Y hablando de otra cosa. Aquí le traigo este manuscrito por si le conviene editármele. Son unos cuentos.—Y Venancio, aturdido aún por los elogios, aceptaba sin chistar.

Por la tarde, en la trastienda, se reunían algunos escritores. Charlaban de política, poniendo al gobierno de oro y azul; comentaban el suceso del día y á veces se enredaban en tiquis miquis personales, por un quítame esas pajas. Otros se entretenían en ver los grabados de las revistas ilustradas de París.

Entre todos descollaba D. Agapito Ruiz, antiguo diplomático, autor de unos ensayos históricos menos que medianos. Era un hombre frío, incapaz de entusiasmo, sordamente envidioso que simulaba no leer nada de lo que escribían sus compatriotas. Su energía mental predominante era la memoria. Sabía, sobre poco más ó menos, la edad de todo el mundo. «Ese me lleva diez años. Cuando yo tenía treinta, hace veinte años, (lo recuerdo como si fuera ahora), publicó un manifiesto...» Todo no era sino un pretexto para no parecer lo que era, un sexagenario. Era su manía.

Jamás elogiaba á nadie. Al contrario, se expresaba con cierto desdén, como quien no quiere la cosa, hasta de los hombres más ilustres. En su corazón árido latía una rabia secreta de vate. Había visto pasar los años sin haber podido producir una sola obra original. Sus estudios históricos, puramente narrativos, sin método científico, eran una recopilación de documentos de segunda mano, taraceados de reflexiones vulgarísimas, expuestas en un estilo correcto y linfático que á él se le figuraba digno de competir, por lo sobrio, con el de Tácito.

De higos á brevas también asomaba por allí D. Críspalo Arteaga, sujeto de extraordinaria cultura, muy liberal y modernista, honrado á macha martillo, enemigo de toda exhibición personal. Daba las buenas tardes, pedía lo que buscaba, algún libro en inglés, y se marchaba luego sin hablar con nadie. No comulgaba con el vulgo ni en literatura ni en política. Franco y sincero, no se andaba con rodeos para decir lo que pensaba. Recluido en su casa, lejos de toda chismografía, rodeado de libros y revistas, llevaba una vida de anacoreta, consagrada á los estudios históricos que cultivaba con la austeridad y concisión de un Tucídides. Detestaba la retórica, el «psitacismo» como él decía, tomando la palabra de Leibnitz.

¡Con qué profundo desprecio miraba á la turba de politicastros que, para ocultar sus trapicheos, adulaban en gárrulos discursos los instintos populares! Pero lo que más le estomagaba era la patriotería altisonora con que engañaban al pobre pueblo, sumido en la abyección y la ignorancia, famélico, haraposo, abrumado de tributos. Según él, el atraso de España, que ve nía de muy lejos, obedecía á la educación clerical de siglos que había ido depositando su costra de superstición en el cerebro colectivo hasta el punto de atrofiarle.

—«Este pueblo—solía decir—vive en perpetuo sonambulismo. Y se explica: su vida afectiva tiene por estímulo las corridas de toros, donde aprende á despreciar!a vida propia y la ajena, connaturalizándose con el espectáculo de la sangre vertida por simple recreo; el color rojo, por otra parte, predispone á la riña; su inteligencia se nutre de los sofismas de una religión que tiene por Dios una especie de Moloc insaciable. Por eso somos tan crueles en la guerra, tan indolentes é imprevisores en la paz. Nuestro patriotismo consiste, no en edificar, sino en destruir. Que se lea la historia de la Conquista de América.

Estamos habituados á considerar como misterioso lo inexplicable. Nuestra atención es débil y movediza como nuestra voluntad. Abusamos de los juegos de palabras, nos pasamos la vida haciendo frases, burlándonos de todo, lo cual es un signo de anemia cerebral. Enemigos de toda crítica, tal vez por la índole de nuestra mente, toda imaginación plástica, no podemos sufrir la contradicción, mayormente si tira á despojarnos de seculares prejuicios. Tan pronto nos rebajamos, figurándonos inferiores á los turcos, como nos ponemos en los cuernos de la luna. No pensamos, sentimos. Obramos por movimientos peristálticos, como un pueblo de convulsionarios.

En nuestra historia, lo mismo intelectual que política—salvo el siglo XVI—casi casi no hay ideas. La sensación repentina, interna, mueve nuestra máquina nerviosa. Un patólogo perspicaz acaso vería en nosotros una muchedumbre en el prodromo de la parálisis general. Hemos llevado á través de los mares nuestro amor al desorden, á la indisciplina, nuestra sed de oro, nuestra sevicia, nuestro horror á la lógica, con la espada en una mano y el estandarte católico en la otra. Por eso las llamadas repúblicas latinas no adelantan un paso. Su estancamiento y sus continuas revueltas civiles, no responden á la inexperiencia y al ardor de la juventud; son la prueba de una degeneración irremediable...»

Por estas y otras cosas al símil que solía decir las pocas veces que hablaba, nadie le quería, aunque se le respetaba por su talento y su hombría de bien.


* * *


Venancio, declarado en quiebra, por los sablazos de los amigos y los malos negocios, se marchó á su pueblo, donde más tarde casó con una mujer, si no rica, con dinero suficiente para vivir con holgura. Movido por lo que él llamaba «el amor á la gloria», se volvió á Madrid, al cabo de algún tiempo. Darse á conocer, adquirir nombradla en un periquete, porque estaba seguro de ello... al primer tapón, era su sueño dorado. Si la vez primera no se atrevió (y eso que contaba, según él, con el apoyo de varios periodistas), por «exceso de conciencia literaria», esta vez estaba resuelto. Por de pronto se lió con una corista de Eslava. Fueron unos amores borrascosos en que el palo hizo de las suyas.

Fuese por abuso de sensualismo ó de alcohol, al que solía darse en momentos de rabia, ello es que su meollo, nunca fecundo, fué como atrofiándose. Antes, aunque mal, escribía. El no ignoraba, gracias á D. Pánfilo, que Flaubert tardaba mucho en componer una página, y á no ser por este recuerdo consolador, quizás se habría pegado un tiro. Permanecía horas enteras delante de una cuartilla, aguardando á que la inspiración llegase, como quien aguarda á que escampe, en un portal. Por mucho que la evocaba... con cigarrillos que encendía uno en otro, la inspiración como si no, no venía. Se levantaba de la mesa; quitaba cuanto tenía delante que pudiera distraerle; de suerte que cada artículo era una mudanza. Abría ó cerraba las maderas del balcón; se paseaba febrilmente de un extremo á otro del cuarto.—«No hagas ruido—decía sigilosamente la pobre mujer á la criada—que el señorito está escribiendo».

Al fin, después de sudar la gota gorda, sólo atinaba á escribir el título, del que no pasaba ni á palos. Otras veces llamaba á su mujer, que maldito si sabía escribir á derechas, y la decía:—«Siéntate y escribe. Voy á dictarte».—«Pero si yo no sé—exclamaba ella, con risa nerviosa».—«No importa. Ya aprenderás.»

Y con las manos en los bolsillos, la cabeza baja, fruncido el entrecejo, como quien medita, zanqueaba á lo largo de la habitación. Pasaban los segundos, los minutos, los cuartos de hora y... nada.—«Vamos, hoy no estás de vena»—se permitía decirle la amanuense. ¡En mala hora! La colmaba de insultos y, tomando el sombrero, se largaba á la calle, de la cual volvía á casa al amanecer, después de una noche de crápula.

La pobre mujer le recibía llorando, pero sin exhalar una queja. Cuando más, le decía:—«Por Dios, no trasnoches, que te hace daño. Hazlo por tu hijo, ya que no por mí.

Padecía exageradamente por el motivo más fútil. En sus noches de insomnio lloraba como un niño, tirándose de los pelos.

—«Indudablemente—pensaba—hay una conjuración contra mí, ¿Porqué esa prensa estúpida no dice palabra de mis «Anatemas?»—Los Anatemas eran un cuaderno de 20 páginas, de rimas á lo Becquer, por lo cortas, claro, en cuya elaboración empleó cerca de un año. Fueron como el fruto ideal de sus amores con la corista de marras.

A diario peregrinaba de librería en librería con el fin de ver si su obra estaba en los escaparates. Si no estaba, como solía, menuda gresca la que armaba con el librero. Compraba todos los periódicos. Los desdoblaba tembloroso y pálido, como quien teme leer algo atentatorio á su honra.—«¡Nada! ¡Ni una lineal ¡Oh, esto es horrible! ¡El silencio, la indiferencia!»

Y estrujando el papel agregaba iracundo:—«¡Tengo que dar un escándalo, que matar á alguien!»

Al día siguiente, en el Centro Literario, se desataba en injurias contra todo.—«Aquí no hay política, ni literatura... ¡ni vergüenza! Somos un pueblo podrido hasta la médula.»

Los contertulios callaban con cierto malévolo regocijo interior.—«Está así—se decían cautelosamente—porque los periódicos no le mientan ni por equivocación.»

D. Pánfilo, que no elogiaba sino verbalmente, solía decirle con cierta sorna:—«Calma, amigo. Ya se ocuparán. Deje usted que se cierren las Cortes, y entonces, como no habrá cosa de qué hablar, se hablará de su libro.»

Venía la reacción y una tristeza depresiva, un cansancio intelectual profundo le invadían como una fiebre. Veíase totalmente derrotado.—«No debo de valer nada cuando nadie me dice por ahí te pudras

Semejante abatimiento subió de punto una tarde, ya anochecido, al pasar por delante de la vieja librería de su padre, que no había vuelto á ver desde que se fué á su pueblo. La casa estaba vacía, medio derruida, con un cartel que á él se le antojaba una venda en la cabeza de un enfermo, que decía: Se vende. Un arrepentimiento súbito le asaltó. Su padre envejeció entre aquellas paredes sin haberse dado nunca placer alguno, y él lo había malbaratado casi todo. Pensó con ternura en lo bueno que fué con él y en sus últimos momentos en que, ya casi perdida la razón, en las vecindades de la muerte, le llamaba con indecible angustia. Lo sincero de su tristeza le abrió los ojos interiores, y reconociendo entonces su ineptitud intelectual, se culpaba de que lo único cierto que había en el mundo, que era el amor de una mujer—y la suya le adoraba—le importase tan poco. Y arrullado por la música de los ciegos que á la sazón tocaban en la misma calle, y que tan penosamente le acariciaba por dentro, como si le besaran con púas, pensó en su hogar, en el porvenir obscuro de sus hijos sin pan, en la falacia de los amigos, en el abandono injusto de su compañera, siempre fiel y mansa... Sus ojos se arrasaron de lágrimas y sintió un impulso irresistible de contar á gritos á los transeúntes aquella tribulación de su alma.

II

En el «Centro Literario» conoció una noche á Aristófanes Pérez, joven guatemalteco que acababa de llegar de París, donde había vivido diez años, consagrado, según decía, al estudio del arte. Era un joven pálido, medio cobrizo, de mediana estatura, con el frontal convexo, los pómulos salientes, la barba fugitiva y las orejas de mono. Gastaba melena; vestía con cierta elegancia, usaba cuellos muy altos y unas corbatas románticas que le daban el aspecto de un ahorcado. En la muñeca derecha llevaba, como un salvaje, una pulsera de oro. Hablaba por los codos, silbando mucho y con cierto dengue mimoso. París se le había subido á la cabeza, en términos de imaginarse que le había descubierto. Era decadentista, se jactaba de ser amigo y admirador de Verlaine, Moréas y Charles Morice, y, como casi todos los de su escuda, ignorante, aunque leía, sin método y fragmentariamente, revistas y libros, algunos de magia. De un amor propio exagerado, de una vanidad ridícula, incapaz de trabajo serio y coherente, por falta de atención, por impotencia de la voluntad, desdeñaba todo saber científico, burlándose de Taine, «que había tenido la audacia de querer hombrearse con Napoleón», y de Spencer, un sajón cuyos libros áridos, atestados de «hechos estúpidos», no podían ser leídos «sino por elefantes».

En sus interminables latas barajaba á Tolstoi con Hæckel, á Santa Teresa con Lombroso, citando frases de cada uno, tomadas de aquí y allá, sin concierto ni lógica. Para él, un buen verso, una «imagen sugestiva», valían más que un invento de Edison. Gustaba de lo nebuloso, de lo indeciso, y detestaba lo claro y lo concreto, «pura platitude», como él decía. Pero Aristófanes («el griego Pérez», como más tarde le llamaban en broma) no había producido nada hasta entonces, salvo alguno que otro cuentecillo exótico, de costumbres japonesas, y un soneto, dedicado á Budha, cuyos tercetos no había concluido—y cuenta que iba á diario con ese fin al «Museo Guimet»—por no haber podido sorprender la expresión de impasibilidad absoluta del ídolo indio. Era místico ó neocatólico; proclamaba la «bancarrota» de la ciencia, de esa ciencia gracias á la cual había escapado á una fiebre tifoidea, y de la que sólo sabía por extractos de periódicos y por las charlas de los concurrentes al café François 1er. Contra lo que, en rigor, se revolvía, era, no contra la ciencia en general, aunque no se percatase de ello, sino contra la psicología fisiológica que había dado en el chiste de no ver «sino locos y degenerados por todas partes».

Claro que era un simple papagayo que repetía inconscientemente lo que algunos babiecas propalaban, con Brunetière á la cabeza. No vió un laboratorio ni en pintura; no estudió antropología; no observó por sí mismo, porque era incapaz de comprender el Universo. Educado en su país, á la española, por curas corrompidos, y trasplantado más tarde á un medio tan complejo como el medio parisiense, cuyos refinamientos intelectuales, cuya perversión dorada hallaron en su temperamento enfermizo un eco confuso; rico, hasta el punto de pagar, en su deslumbramiento de rastaquoère, caprichos del amor callejero á peso de oro; concurrente asiduo á cafés-conciertos, azotador de boulevards, amigo explotado de cocotas voraces y blasées y de jóvenes libertinos, para quienes el arte era un medio, como otro cualquiera, de hacer ruido y medrar, su cerebro, nativamente débil, se pobló de espectros y de un rumor como de colmena.

El medio ambiente se le escapaba. Había visto á París como quien lee en un libro escrito en un idioma que sólo entiende á medias ó como quien trata de distinguir de noche, en la bruma lejana, objetos movedizos. Las ideas flotantes que en él había despertado, sin poder precisarlas, se teñían del color de sus emociones del momento. En vano trataba de exhibir sus impresiones, recurriendo al neologismo absurdo, desarticulando la lengua. En castellano, según él, no había palabras para expresar lo que sentía. Por eso hallaba un placer inefable en la lectura de los simbolistas, cuyo lenguaje enigmático, borroso, concordaba con sus procesos mentales y aquel imaginar lascivo que le acosaba constantemente. Su teoría del arte, nada nueva, consistía en la sugestión ideal. No nombrar los objetos, sino esbozarlos, de modo de sugerir al lector la imagen indecisa, crepuscular. Nada de sentimientos fuertes, de pensamientos diáfanos. Vaguedad, mucha vaguedad disuelta en palabras musicales, sin cohesión ideológica, engarzadas unas á otras por el ritmo.

Era un furioso coleccionador de sellos y de bibelots extravagantes. Estaba casado y tenía un hijo, Guy, de siete años, que no hablaba más que en francés. Era un degenerado, cabezudo, anémico y precoz que recitaba como un loro versos de Catulle Mendès y René Ghil.

—Ecoute, Guy—le preguntaba el padre cuando estaban en alguna parte de visita—comment est-ce que tu t’appelles, toi? Dis, mon cocó.—Moi?—Oui, toi.—Je m’appelle Guy Peréééz...

Y los circunstantes, que ignoraban el francés, reían con la violencia de los que ríen por compromiso.

La mamá, Ofelia, estaba como sugestionada por Aristófanes. No sólo le admiraba, sino que creía á pie juntillas en los absurdos de aquel cerebro sin fósforo. Aristófanes, para ella, era un oráculo. Aunque la infeliz nada sabía y gruñía un francés digno de un negro de la Martinica, echaba de cuando en cuando su cuarto á espadas en asuntos de arte. Había visto dos ó tres veces el museo del Louvre con un guía que, desde el primer momento, comprendió que la buena señora era una imbécil. De suerte que la fué llevando de lienzo en lienzo y de mármol en mármol como quien busca en la sombra con una cerilla algo que se le ha perdido. Pero el medio en que había vivido la autorizaba á dar su opinión sobre problemas de estética y de historia, opinión que se reducía á decir que Carlo Dolci era aun pintor delicioso» y Napoleón «el primer militar del mundo». A las burguesas las llamaba bursuasas y no hubo modo de que dijera nunca sino mantená. No se paraba en pelillos: decía muy tranquilamente: yo me profito, yo me embalo y me duele la teta y mil cosas por el estilo.

Lo chistoso no era esto solo; sino que delante de los mismos franceses hablaba en esta jerga á su hijo, porque tanto ella como Aristófanes prohibían á sus amigos que se le hablase en español.—Ça viendrà—decía el papá cuando le criticaban que no enseñase al niño el castellano.


* * *


Aristófanes venía á Madrid con el propósito de darse á las letras. Ya era tiempo. Estaba seguro de eclipsar á todos; pero tenía la astucia de no reunirse con gentes que le superasen.

Buscaba siempre la compañía de los inferiores á fin de poder brillar el solo. Así se explica que tan pronto como llegó á la corte trabase amistad con los poetas en germen y los ratés desesperados, hambrientos de notoriedad, de quienes logró que le publicasen en un periodiquillo su retrato, con unas líneas biográficas, escritas por el interesado, en que se llamaba á sí mismo «el Benvenuto Cellini de la prosa castellana». Las bromas ó pesadas ó no darlas.

Venancio le escuchaba con la boca abierta, sobre todo, cuando Aristófanes le contaba la vida íntima parisiense con sus «perversiones abracadabrantes», corno él decía tartamudeando ligeramente. Quería iniciarle en el neomisticismo. «—Los neomísticos—le decía—no somos ni herejes, ni sistemáticos. Cuando blasfemamos es para gozar del placer sin igual del arrepentimiento, y cuando describimos la Misa Negra que un ministro de Satanás celebra en París sobre las ancas de una mujer diabólica, es para anatematizar el Sadismo y la Kábala.»

Venancio se quedaba en ayunas. A Benvenuto Cellini le pasaba tres cuartos de lo mismo.

Las latas comenzaban en el «Centro Literario» y concluían en torno de la mesa de un café, entre copas de cognac y humo de cigarro, muchas veces á las cinco de la mañana.

—Es preciso que fundemos un periódico—dijo cierta noche Venancio, nerviosamente contagiado con las nuevas teorías estéticas de Benvenuto.—Sí,—añadía Nicanor Carreta.—Hay que enseñar á escribir á esta gente. ¿Quiénes, mejor que nosotros, jóvenes modernistas y audaces? Emprenderemos una campaña sin cuartel contra esa taifa de idiotas engreídos, académicos incoloros, poetas chirles, sin ritmo plástico-coloreado, novelistas patosa y críticos miopes. Hay que abrirle los ojos á este público dormido plantándole delante la linterna del arte nuevo. En la rama de nuestra poesía no canta ningún pájaro al modo francés. Aquí no sabemos nada de la audición colorida, del ritmo, de ese ritmo que llevamos en el andar. Cuando damos un tropezón, es decir, cuando perdemos el ritmo, al suelo. ¡Es que la canción se ha roto! ¿Qué es un monumento, señores, sino una instrumentación de piedra? ¿Qué es una paloma volando sino la plástica movible? ¿Qué es un árbol sino una orquesta de hojas?

Nicanor decía todo esto de pie, con la cara encendida, los ojos muy brillantes y moviendo los brazos como las aspas de un molino. Aristófanes y Venancio, excitados con tanto neurosismo, rompían á hablar simultáneamente, arrebatándose la palabra.

—¡No, no es eso!—gritaba Cellini.—El arte tiene que ser inmoral y místico á la vez. No hay religión sin sensualidad y la fe se exalta con el pecado. Hay un deleite mórbido en violar á una doncella, en torturar á una prostituta, para postrarse luego, cubierto el corazón de llagas, ante un crucifijo que extiende los brazos con infinita misericordia...

—Perdone—interrumpió Venancio.—El arte...

—¡Sí querrá usted enseñarme á mí lo que es arte, á mí, que he vivido en París diez años!—exclamaba Pérez solemnemente.

Venancio callaba, aunque herido en su amor propio. El vocablo París despertaba en su espíritu vagabundo un respeto religioso. El mozo les miraba sorprendido, y cuenta que estaba acostumbrado á la charla ruidosa de los cafés madrileños.

III

Andando los días, toparon con el director de El Adalid, periódico de gran circulación en otro tiempo y hoy desacreditado y sin público. Vivía de la subvención de un ministro y de las casas de juego, al decir de algunos. Los pocos redactores que tenía, gacetilleros los más, ganaban sueldos inverosímiles.

El que más, ganaba cincuenta pesetas al mes. De aquí que tuvieran que apelar al sable y al chanchullo. Uno de ellos figuraba en la nómina como barrendero de la Villa, aunque no con su nombre.

El director, que se llamaba Pascual Conejo, comprendió en seguida que aquellos pobres diablos querían escribir, aunque fuese de balde. Por de pronto, convinieron en publicar los sábados una hoja literaria, la tercera plana del periódico, bajo la dirección de Aristófanes. Con tal de no hablar de política, tenían carta blanca para decir lo que se les antojase.

—Ya ustedes conocen el estado económico de El Adalid. Si mañana sube, que subirá, mayormente con esta innovación, que anunciaremos en grandes carteles, en las esquinas, participarán ustedes de las utilidades.

Aristófanes y Venancio ya no oían nada desde la promesa de salir sus nombres en letras gordas en las esquinas.

—Aristófanes Pérez. ¿No le parece á usted—preguntó á Conejo—que debo de añadir mi apellido materno? Porque eso de llamarse Pérez á secas...

—Amigo, tiene usted un nombre que vale por todos los apellidos juntos. No, quédese usted en Pérez.

El que no tenía escapatoria era el pobre Venancio. Venancio Gutiérrez y Rodríguez.

—Pueden ustedes hacer algo muy bonito—continuaba Conejo.—Asuntos sobran. Usted, Aristófanes, puede encargarse de la crónica de salones, puesto que es usted hombre de mundo.

Aristófanes sintióse ofendido en su dignidad de escritor, pero halagado en su vanidad de joven elegante. ¡El, simbolista, educado en París, hacer revistas de salones, que eran un puro bombo de la cruz á la fecha! Pero luego pensó que eso le serviría para relacionarse con lo más granado de la sociedad madrileña y conocer mujeres hermosas de la aristocracia.—Ya veremos—contestó.

—Usted, Nicanor, puede hacer unas bonitas crónicas de teatros.

Aristófanes objetó:

—Ese asunto me pertenece. Ya usted sabe: en una crónica cabe todo. Un día hablaré de bailes y otro de teatros.

Quería monopolizarlo todo.

Cerrado el trato, cada cual se fué á su casa, no sin haber antes solemnizado el suceso con unas botellas de Champagne, que pagó Aristófanes. El cual no pudo pegar ojo en toda la noche. Daba vueltas en la cama como un loco. Se devanaba los sesos buscando un tema llamativo para su primera crónica. Se levantó varias veces, revolvió un cajón, atestado de recortes de periódicos parisienses que se trajo consigo, por lo que potest contingere. Ojeó algunos. Se sintió tentado á copiar íntegra una crónica de Aurélien Scholl. ¿Quién iba á acordarse de un artículo volandero, escrito hacía dos ó tres años? Por otra parte, en Madrid nadie sabe de Aurélien Scholl. El inconveniente estaba en que el artículo, sobre fiambre, era de cosas puramente francesas. Tomó otro recorte; era una revista del Salón de Pinturas.—Esta la guardaremos para cuando se presente la oportunidad. ¡Menudo tono el que voy á darme hablando del prerafaelismo!

No sabía cómo empezar. ¿Debía saludar al público y á la Prensa? Pero, ¿de qué rayos iba á hablar si no tenía ideas? Se acostó. Apagó la luz. Comenzó á borrajear mentalmente su artículo, sin saber á dónde iba á parar. No reflexionaba. Deliraba. Encendió de nuevo la lámpara. Trató de fijar la atención sobre algo concreto; pero la atención se negaba. Después de mucho batallar, creyó dar con algo interesante. Haría una semblanza de Verlaine. Contaría que le conoció en el hospital y que hablaran de Góngora y Calderón. Pero la cosa no era de actualidad.

—¡Si Verlaine se muriese!—pensaba.

Al fin, leyendo La Correspondencia, dió con el relato de un crimen; un infanticidio.—Voilà mon sujet.—Y se puso á garrapatear una sarta de desatinos en que deificaba el crimen.

«El crimen—decía—es hermoso como el crepúsculo. ¿Quién no experimenta un placer neurósico cuando ve correr la sangre? La Historia atrae por sus matanzas y no por otra cosa. ¿Qué me importa á mí, máquina de receptividad de frisones (este neologismo se le antojó de perlas) la moral ilógica de los eunucos, que no sienten la belleza de un homicidio porque no tienen nervios? El arte es superior á la moral, y la pintura de un lupanar vale más que el mejor tratado de ética.»

Sin duda que lo había leído en alguna parte, tal vez en Oscar Wilde, su escritor favorito, cuyas excentricidades de sodomita le deslumbraban.

No pudo continuar. Se había atascado, y en el esfuerzo doloroso de su impotencia mental, escudriñaba los recovecos de su meollo vacío, sin dar con una idea, con una palabra. Leía y releía el párrafo escrito, y no por asociación de ideas, sino de sonidos, añadía otro párrafo, sin coherencia, saturado de lubricidad senil, de odio corrosivo por la sociedad y la naturaleza. Subrayaba mucho y abusaba de los puntos suspensivos.

Ofelia no podía dormir.:—¡Ay, hijo, qué nervioso estás!—Qui est là?—preguntaba Guy, medio dormido.—Tais-toi!—gritaba sordamente el padre que, á la postre, se metía en la cama, rendido de fatiga, con mucho dolor en la nuca y... los dedos manchados de tinta.


* * *


Apareció la hoja con la croniquilla de Aristófanes que daba grima, unos versos de Venancio, reproducidos de su colección de Anatemas y un artículo efectista de Nicanor, en que llamaba á la tarde «inmenso bostezo de la Eternidad» y al sol «monóculo rubicundo del Gran Solitario».

A Conejo todo le pareció excelente. Todos velaron hasta el amanecer en que salió El Adalid, Aristófanes despertó á Ofelia para leerla la crónica, que la infeliz oyó entre sueños.—«Magnífica, como tuya»—le dijo, y se volvió hacia la pared. El la leyó muchas veces hasta sabérsela de coro.

A partir de ese día, no salían de la redacción del periódico. No les faltaba sino llevar la cama. Conejo estaba contentísimo, porque, mal que bien, le ayudaban. El Adalid se confeccionaba de noche. De modo que los redactores no dormían. Así andaban de neurasténicos. Aristófanes hablaba algunas veces de su país, pintando lo exuberante de su flora, y Venancio le escachaba, como de costumbre, embobado. Moral é intelectualmente se parecían bastante. Por eso, tal vez, se querían. Además, Venancio reconocía su inferioridad porque él no había vivido en París.

Por la redacción desfilaba diariamente una galería de tipos á cual más curioso. Unos iban á quejarse porque no se les había publicado su solución á la charada del día anterior; otros, á que se diese cuenta del bautizo ó de la boda de un pariente. Pero entre todos descollaba doña Brígida Vargas, una señora con cara de canónigo, pintado el pelo de rubio, muy parlanchina y presuntuosa, que había dado en la flor de componer novelas medio copiadas del francés. Estaba separada del marido, ó, mejor, el marido estaba separado de ella, porque doña Brígida tenía un carácter imposible. En todos los periódicos de España aparecía su firma al pie de insulsas historietas.

Aunque era rica, no colaboraba de balde así la emplumasen. Tacaña, enredadora y dominante, le armaba un caramillo al más pintado, y era preferible suicidarse á oir aquella boca de rabanera. Los porteros de los periódicos tenían la orden de no dejarla pasar; pero ella pasaba, quieras que no.—¿Habrá zoquete?—exclamaba, mirando de arriba abajo al portero.

—Mi artículo no ha salido esta semana. ¿Por qué?—Señora, por exceso de material.—Esa no es una razón. Advierto á usted que yo no pertenezco al número de los que suplican que se les inserten sus lucubraciones. Me sobran periódicos.

Conejo no tenía pretensiones de literato; pero era listo y comprendió que le convenía intimar con Aristófanes.—El chico—reflexionaba—tiene guita, es vanidosillo y gusta del aplauso. Cultivémosle.

—¿Sabe usted, amigo Aristófanes, que su crónica ha gustado mucho?—¿Sí? Me alegro.—Claro. Si está muy bien hecha. Algo atrevidilla. ¡Ay, amigo, esa manera de escribir, ese savoir faite no se adquiere sino en París—y le daba una palmadita en el hombro.

Aristófanes se esponjaba y, de hecho, se figuraba ser el primer escritor hispanoamericano. ¿No se llamaba á sí mismo Benvenuto Cellini?

—Hasta doña Brígida, que no elogia á nadie—continuaba Conejo—ha manifestado deseo de conocer á usted. Dice que tiene usted una prosa «atormentada y lasciva».

Inmediatamente Aristófanes preguntó si doña Brígida era guapa.

Conejo se interesaba grandemente en sostener El Adalid. Esperaba que le nombrasen gobernador civil de la Coruña, cosa que venía solicitando desde largo tiempo. Le habían elegido diputado dos ó tres veces, diputado cunero, y á nadie sorprendía que aspirase á aquel puesto.

Si El Adalid moría, ¡adiós gobierno de la ínsula! Nicanor no tomó la cosa muy á pechos. Era pobre, y eso de que no le pagasen maldita la gracia que le hacía.

A mayor, abundamiento, había colaborado mucho, gratis et amore, en periódicos de provincias durante años. Verdad es que tenía un destinejo en Ultramar, gracias al cual vivía.

Como era el menos alocado de los tres, desde luego vislumbró la posibilidad de irse á la Coruña, de secretario de Conejo.

Aristófanes y él no hacían buenas migas. Aristófanes le envidiaba porque Nicanor, mal que bien, era fecundo. Padecía una especie de logorrea. En un dos por tres farfullaba un artículo, y andando, al paso que el otro pasaba las de Caín en pergeñar unas cuantas líneas.

Nicanor, á su vez, le envidiaba porque era rico. Siempre andaban en puntas. Lo que el uno celebraba el otro lo combatía. Además, se convenció de que Aristófanes era «un congrio» con muchas pretensiones, egoísta y vanidoso.

Ya estaba harto de oírle hablar de sí mismo: «Porque je...» «Porque si á mí...» «Yo no lo creo.» «Yo sostengo.» «Porque mi París...»

Aristófanes mangoneaba en El Adalid como si fuese el propietario. Nada le parecía bueno más que lo suyo. El corregía las pruebas, distribuía el material, poniendo siempre en la primera columna su artículo; daba gritos al ordenanza para que trajese una pluma, por ejemplo; se llevaba á casa los periódicos ilustrados que se recibían en la redacción y miraba á todo el mundo por encima del hombro.

En Nicanor la ira tomaba, á veces, sesgo patriótico. Por muy colorista que fuese, por muy enamorado que estuviera, de lejos, de Gautier, Banville y otros, tenía momentos en que renegaba de todo lo francés, no por ser francés, sino porque Aristófanes, con una petulancia insultante, creyéndose un á modo de embajador intelectual de Francia, no consentía, que delante de él se hablase de nada traspirenáico sin su venia.

—Algo bueno debe de haber en castellano—pensaba—; pero como no había leído, no se atrevía á citar ejemplos, salvo á Cervantes, que tampoco había leído sino á medias, y que, francamente, le fastidiaba «con sus molinos y sus ventas» y sus «párrafos de falda bullonada».

Aristófanes despreciaba, en globo, la literatura española, que no conocía ni por el forro, aunque se esforzaba en ser correcto y puro, consultando el Diccionario de la Academia á cada palabra.

Como su distintivo mental era la contradicción, pues de noche defendía lo que había denigrado por la mañana, nadie podía compadecer, á no ser apelando á la psicología mórbida, este prurito de esmero gramatical, que no pasaba de prurito, con la tendencia irresistible al neologismo exótico que en él se advertían.

De Venancio apenas se acordaban. Convencido, al cabo, de que era un cretino, incapaz de producir cosa que valiese la pena, puso la mira en un destino de ocho ó diez mil reales. Pero no por eso abandonaba las letras. Las amaba con tristeza como á una mujer esquiva. Además, estaba muy enfermo, con todos los síntomas de la cerebrastenia, y cada pujo intelectual le costaba un dolor de cabeza, por lo menos. Hubo día en que no salió de la cama, entregado perezosamente al rumiar de sus sensaciones errátiles. Se figuraba tener todas las enfermedades, la tisis inclusive.

De ese análisis interior inútil creía poder sacar algún provecho artístico. Haría un tomo de versos en que «se rimase á sí mismo». Pero el tomo no salía; cada consonante—y cuenta que el diccionario de la rima se los daba de bracero—le producía un berrinche.

A don Pánfilo, como no era trasnochador, casi nunca le veían, ni falta.—¿A qué hablar con ese burgués—decía Aristófanes—para quien el arte se reduce al sentido común? ¡Sancho Panza juzgando á Don Quijote! Para ser crítico hay que ser loco. Ejemplo: Nietzsche. El genio es una neurosis y sólo un neurósico puede comprenderle. Por eso yo siento, como nadie, las turbaciones satánicas de los poetas decadentes, el encanallamiento del alma moderna, agitada por el remordimiento de la culpa...

A pesar de sus teorías, Conejo le explotaba de firme, pretextando unas veces compromisos de honra y otras pintándole con negros colores la situación económica de El Adalid.

—¿Sabe usted—le decía—que no tengo más remedio que suspender la publicación del periódico?—¿Por qué?—preguntaba Aristófanes consternado—¡Ay, amigo! ¿Por qué ha de ser? Debo tres meses de imprenta, cinco de papel...

Y Aristófanes, ante el temor de que ya no tendría donde desahogarse, daba á Conejo cuanto le pedía «en calidad de préstamo». Gracias á El Adalid logró ser conocido, si no del público, de sus «compañeros de la prensa» y que le nombrasen secretario de la sección de Literatura del Centro, distinción de que daban ostentosamente testimonio sus tarjetas: «Aristófanes Pérez, secretario de la sección de Literatura del Centro Literario, de Madrid».

Era costumbre que el secretario escribiera una Memoria sobre un tema dado, para que los socios la discutieran una vez por semana, á fin de irse poco á poco soltando en la oratoria. Las más de las discusiones degeneraban en disputas personales en que salían á relucir á veces los bastones, á pesar de los campanillazos del presidente. Se gritaba mucho, se desbarraba más, y los mismos oradores enviaban al día siguiente á los periódicos sueltos elogiásticos, escritos de manu-anctor, en que se daba cuenta de la sesión, que siempre resultaba «interesante é instructiva». El que menos se calificaba de ilustre.

Desde la calle se oían los gritos:—«Porque, señores, el socialismo católico es el único que puede resolver los graves problemas que hoy preocupan á Europa.»—«¡Pido la palabra para rectificar!»—«La tiene su señoría.»—«¡Eso, eso!»

A veces no se oían sino pedazos de frases ahogadas, interjecciones angustiosas. Se les hubiera tomado por locos de remate. Tal vez lo eran...

Don Críspulo Arteaga pasaba como una sombra. Asomando la cabeza á través de la cortina que tapaba la puerta, oía un rato, y, si por casualidad, le descubrían, no faltaba quien gritase:—«¡Que hable don Críspulo!»—; pero él se metía en la biblioteca, no sin murmurar por lo bajo:—Turba de charlatanes...

Aristófanes no escribió la Memoria, y cuenta que estaba anunciada en las tablillas: «El simbolismo como interpretación del mundo sobrenatural.»

El Adalid era su excusa.—Ya usted ve, ni para escribir la Memoria tengo tiempo, decía gravemente. Y era lo de siempre: que no podía. Varias veces intentó hacerla y hasta reunió algunos datos que llevaba en el bolsillo, trazados con lápiz en márgenes de periódico y que enseñaba á todo el mundo para darse tono de hombre escrupuloso que no escribía á humo de pajas. Por supuesto que, de camino, endilgaba al paciente una «lata» sobre estética, de una hora, por lo cual se cuidaban todos muy mucho de volver á preguntarle por la Memoria. Un chusco que sostenía que memoria se derivaba de memo, le dijo un día:—Lo que debe usted de hacer es leernos «Las Ranas» ó «Las Nubes»—broma que él no comprendió, porque ignoraba que su homónimo las hubiese escrito.

Nicanor Carreta, que ya no se miraba para poner al «griego Pérez» como chupa de dómine, cuando no estaba presente, propalaba que no había escrito la Memoria porque era «sencillamente un atún».

Estaban á matar y no perdían ocasión de zaherirse más ó menos velada y malévolamente. Aristófanes decía, por ejemplo:—«Porque esa palabrería hueca, ese gongorismo resonante de ciertos escritores, no es literatura.»—Y Nicanor, á su vez, le devolvía la pelota:—«Porque esos mentecatos que para escribir una cuartilla pujan más que un perro extreñío...»—Y así andaban.

Aristófanes, que gustaba del chisme, trataba de malquistarle con Conejo, contándole que Nicanor decía de él esto y lo otro, lo propio que con doña Brígida, con quien hizo amistad que, según malas lenguas, de todo tenía, menos de literaria.

Doña Brígida exclamaba:—¡Ah, granuja! Con que ¿eso dice?

Nicanor no se quedaba atrás:—¿Sabe usted, Sr. Conejo, lo que dice? ¡Que es usted un cuadrúpedo!—Conejo reía con su risa proverbial.


* * *


El Adalid era un costal de trápalas. El artículo de fondo versaba siempre sobre lo mismo.—«Porque somos la Nación de los grandes heroísmos, jamás vencida, grande por la fe y el entusiasmo, por el incomparable arrojo de nuestros padres que llevaron á lejanas tierras, con el lábaro triunfante de nuestra Santa Religión Católica, la luz de la civilización más grande que conocen los siglos. España no puede vivir sin honra, porque la honra es nuestro alimento espiritual, el legado sacrosanto de nuestros mayores, y antes perecerá el mundo y se hundirán los cielos que España, la noble y generosa España, transija con algo atentatorio á su honor, nunca mancillado.»

Semejante arenga venía á cuento de defender á un soldado de Melilla á quien los rifeños mataron por haberle sorprendido robando una gallina.

A las corridas de toros se las consagraba dos ó tres columnas, al paso que á los libros un par de renglones, y gracias.


* * *


A la redacción solía ir cierto tipo, un tal Zapata, aquejado de la manía homicida, cínico como él solo, amigo y compinche de Conejo, á quien en varias ocasiones había prestado dinero, con la esperanza, sin duda, de quedarse algún día con el periódico. Frecuentaba los círculos políticos, tuteaba á muchos diputados, tan granujas como él, y andaba siempre en pleitos y trapisondas con medio Madrid, de los que salía siempre bien, gracias á las «influencias» de sus amigos.

La contradicción le enfurecía.—«A ese le mato yo, porque lo que es conmigo nadie juega. ¡Hostias!»—Y daba un manotazo en la mesa, derramando el tintero y aventando los papeles.

Nunca se supo que hubiese matado á nadie. Lo que sí se sabía era que apaleaba á la mujer y le daba un sablazo, de una peseta para arriba, al lucero del alba. A menudo se encerraba con Conejo en el despacho de éste y le hablaba misteriosamente de cosas que olían á chanchullo. Se llevaba diariamente las entradas de los teatros, no sin protesta de la redacción. Cuando no las regalaba, las vendía á mitad de precio. Farfullaba sueltos en que se quejaba del mal estado de su calle ó de los organillos ambulantes que no le dejaban dormir por la mañana, ó revistitas en que daba bombos á las tiples de los teatros menudos.

—«El director de El Adalid soy yo—decía enfáticamente—: deme usted esos datos y ya verá cómo ponemos á ese tío.»

Como diese á menudo la cara, asumiendo la responsabilidad de los artículos denunciados. Conejo le aguantaba sus impertinencias. Daba su opinión sobre el periódico á los mismos redactores,—«Este número está flojo. Hay que meter más leña. Hay que acabar con esa canalla de politicastros podridos.»

Aristófanes no le tragaba, pero le temía, como todo el mundo, no sólo por su lengua viperina, sino porque era un impulsivo que se disparaba sin más ni más. Gritaba mucho y su boca se convertía en una fuente de ternos y blasfemias.

—¡Hostias con el tío! la ese le mato yo! ¡Bombas!»

De doña Brígida contaba verdaderos horrores.—«Es un penco—decía—que ha dormido con todos los barrenderos de Madrid.»

Resultó que un día Conejo y él riñeron por mor de las entradas de teatros. Zapata le mandó padrinos y á Conejo no le quedó otra salida que aceptarles, mal de su grado, porque Zapata, en su iracundia, le amenazaba con matarle en pleno arroyo si no se batía. Se concertó un duelo á sable sin filo ni punta, que debía realizarse en los jardines del Retiro.

Apadrinaban á Conejo Aristófanes, muy ducho en esas cosas, porque de todo entendía, y Nicanor Carreta que, por primera vez, se veía en estos lances.

Era domingo. La calle de Alcalá hervía, de gente. De Fornos salían muchos señoritos con sombreros cordobeses y gruesos bastones, en compañía de algunos toreros y militares. En manuelas descubiertas pasaban hermosas chulas con sus mantones de Manila, y en lujosos trenes, caballeros de chistera y lindas jóvenes con la clásica mantilla salpicada de madroños prendida á la cabeza y una mancha roja de claveles en el seno.

Desde Fornos hasta la Puerta del Sol se extendía un cordón de tartanas, jardineras y ómnibus cuyos zagales voceaban al unísono:—«¡Eh, á la plaza, eh!»—Detrás de los coches corría, hasta subirse en los estribos, una turba de granujas, que gritaba: «¡El pograma de los toros con las señas y el nombre de los toros que se van á lidiar esta tarde!» «¡El Toreo Cómico, con retrato y biografía del Espartero!»

Por entre los pedestres se arrastraba un mendigo sobre las manos como un cangrejo, con las piernas torcidas sobre las espaldas, los pies momificados sobre los hombros á guisa de orejas y la cara purulenta, con manchas rubicundas y cárdenas.

No hablaba, gruñía: «¡Gori, gori, gori!...» y apoyándose en parte con una nalga y en parte con una mano, como un fardo que se arrima á la pared, alargaba el sombrero, dejando ver la cabeza comida de tiña y abriendo sus ojos de idiota llenos de náusea. «¡Gori, gori, gori!...»

Un sol radioso iluminaba aquel enjambre pintoresco, bullicioso y alegre que hormigueaba por la calle de Alcalá con vaivenes y murmullos de oleaje.

Al pasar la cuadrilla, los matadores y los banderilleros en grandes carretelas y los picadores, jinetes en resignados jamelgos, á cuya grupa iban los monos sabios, la masa popular se arremolinó, empujándose, para ver de cerca el desfile de aquellos tipos patibularios relampagueantes de grana, azul y oro.

Por entre la muchedumbre pasaron penosamente los coches de los duelistas y sus padrinos. Zapata estaba furioso porque había perdido «su corrida», y Conejo, cabizbajo, reflexionaba:—«Esta gente va á ver matar. Yo, á que me maten.»—Aristófanes, más hipocondriaco que nunca, veía con profunda tristeza aquella explosión de contento colectivo. La nuca le dolía y un ligero temblor hormigueaba por su lengua y sus manos. Hubiera querido ser torero en aquel instante para recoger todas las miradas de la multitud.

Llegaron al Retiro, ya poblado de hojas húmedas y verdes. En los contornos pululaban los vendedores ambulantes.—«¡Agua y aguardiente! ¿Quién quiere agua?» «¡Cacahués calientes!» «¡A los buenos chochos!»

Se midió el terreno. A Conejo le tocó el sol. Se quitaron las levitas. Al primer asalto Zapata le pegó á Conejo un sablazo en una nalga.

Conejo echó á correr despavorido por las encrucijadas del jardín. Zapata iba detrás:—«¡Párate, marica, que te voy á matar de un volapié!» Conejo justificó entonces su apellido. No corría, volaba. En la fuga perdió un zapato. Algunas personas que discurrían por allí, creyeron que era pura broma. Al fin, lograron detenerle, como á un caballo que se desboca. El duelo podía continuar. No era nada, una contusión. Volvieron á ponerse en guardia. Conejo temblaba, todo pálido y frío. Zapata tiró el sable y se puso á bailar, castañeteando con los dedos y dándo patadas á su adversario.—«¡Pa que veas que no te tengo miedo! ¡Anda, granuja, golfo, toma!»

Los padrinos reían á carcajadas, salvo Aristófanes que estaba muy serio.—«¡Anda, págame lo que me debes, collón!»—rugía Zapata, repartiendo puntapiés á diestro y siniestro. Conejo huía el vientre, arqueándose, retrocediendo á respingos, con el sable pendiente de una mano, como si tuviese cogido un pescado por la cola. Zapata logró pillarle con una puntera que le hizo vomitar.—«¡Esto no es un duelo!—gritaba—¡Es una indigestión! Ea, aún puedo alcanzar un toro»—añadió, y poniéndose la levita, se fué sin saludar á nadie.

Durante el lance, Aristófanes deploraba no ser valiente para aplastar á aquel miserable que así se burlaba de los presentes, de él, sobre todo. ¡Con qué regocijo se hubiera batido, á tener coraje, y le hubiera abierto en canal, como un cerdo!

—¡Un duelo! ¡Qué hermoso espectáculo!—pensaba.—Ver salir la sangre de aquel á quien uno odia, oirle quejarse mientras le zurcen como un calcetín, y luego exhibirse, pavoneándose, como diciendo: «Aquí va un valiente, dispuesto á matar á Cristo porque sí.»

Se firmó el acta y cada mochuelo á su olivo.

IV

Aquel sainete, con sus puntas de tragedia, lejos de perjudicar al director de El Adalid, le dió prestigio. Su nombramiento de gobernador era un hecho. Sólo faltaba la firma de la Reina. Por consiguiente, El Adalid tenía los días contados, á no ser que Aristófanes quisiera comprarle. Se lo propuso. Cellini estuvo por aceptar el negocio; pero el mal estado de su salud, que tomaba siniestro cariz, los consejos de Ofelia y las trampas y la falta de circulación del periódico, que nadie leía, le hicieron desistir con harto dolor suyo. A los pocos días concibió el proyecto de fundar un periódico por acciones, pero un periódico colosal, como el Times, de Londres, que tirase dos ó tres millones de ejemplares, que tuviese un gran servicio telegráfico y muchos corresponsales en todo el mundo.

Visitó con tal fin á varios banqueros y políticos influyentes que le dieron la callada por respuesta.—«En España se necesita un periódico así»—decía.—Ofelia acogió con calor el proyecto y le animaba para que no desmayase. Aristófanes imaginaba que podría llegar á la cumbre de la riqueza y de los honores con su periódico que se titularía El Universo. ¿Por qué no? Pero á los pocos días se arrepintió de su empresa.

Cuando Venancio supo que El Adalid moría, estuvo á pique de llorar. ¿En qué torno de inclusa iban á aceptarle en lo sucesivo los raquíticos partos de su ingenio?.

Nicanor logró lo que quería: irse á la Coruña de secretario de Conejo. Allí podría concluir su poema sinfónico «Las cacatúas líricas». En medio de sus locuras rítmicas pensaba en lo porvenir, comprendiendo que con los ripios á secas no iría á ninguna parte. Poco á poco fué alejándose de aquellos «percebes» y arrimando el ascua á su sardina.

¡Quién sabe! Mañana podrían nombrarle gobernador, lo que no sería óbice para seguir cultivando las letras. Los versos para él eran una escala por la cual podía trepar á los puestos más altos. No sería el primer caso ni el último.

Venancio y Aristófanes, por el contrario, se dieron al libertinaje. No se ocupaban en sus mujeres respectivas. Muchas noches se iban á casa de la Tuerta, popular trotaconventos que había estado presa por corrupción de menores y robo de alhajas. Vivía en la calle de Fuencarral y estaba liada con un joven teniente de infantería, prematuramente envejecido, decidor y alegre, á quien mantenía. Entre los concurrentes asiduos sobresalía un picador, el «Ostras», tipo rechoncho, de cuello cuadrado de toro, boca de sapo, contraída, con el belfo colgante, del que pendía una colilla amarillenta; la nariz diminuta como un ombligo, muy distante de la boca, casi casi entre las cejas; ojos grandes, redondos, entornados por unos párpados soñolientos y carnosos; frente estrechísima, emparedada entre dos chuletas cerdosas; el encaje de las mandíbulas muy recio y abultado, como si padeciese de paperas. Estaba siempre como aletargado y en su fisonomía flotaba un cansancio de bruto envejecido en la crápula.

Cierta vez Aristófanes, que presumía también de dibujante, y era partidario de la escuela impresionista, trazaba su caricatura en un pedazo de papel sobre las piernas. Al notarlo el «Ostras» le dijo con voz aguardentosa y dura:—«Oiga ozté, gachó. Pa ritratarme, pus me voy á onde er fotógrafo. ¿Está ozté?»

Aristófanes palideció, guardando el lápiz.

El «Ostras» cantaba peteneras y soleas acompañado por el teniente que tocaba la guitarra.

Su voz desgarrada y tenebrosa se llenaba de lágrimas y de jipíos.—¡Olé!—gritaban los circunstantes palmoteando.

En el espíritu de Aristófanes la música despertaba una emoción hondísima sumiéndole en una embriaguez fantástica sin fin de pensamientos embrionarios, de imágenes vaporosas y fugitivas.

La voz del torero, confundida con el temblor de la guitarra, le enternecía hasta el punto de humedecérsele los ojos.

Se tomaba manzanilla que, por lo común, pagaba Pérez que, entre sus muchas manías, contaba la de no permitir que nadie pagase en su presencia. A veces también se cenaba: pescadillas y pájaros fritos.

A lo mejor tocaban á la puerta.—Perdonad, hijos míos—decía la Tuerta, levantándose precipitadamente.—¡Angustias!—¿Señora?—¡Unas toallas! ¡Corriendito!—y volvía sonriente y vivaracha.

El teniente contaba cuentos obscenos de cuarteles y confesonarios, que desternillaban de risa al picador. Aristófanes hacía el amor por lo decadente á la Humos, una andaluza espléndida que se burlaba de él de lo lindo, sobre todo, de su pulsera, y Venancio, sumido en un letargo comatoso, de cocodrilo que duerme, fumaba, metido en un rincón, sin decir oste ni moste. Un aburrimiento sombrío, suicida, le devoraba. Nada le divertía ni le importaba, á no ser su inquietud interior sempiterna.

—¡No me vengas con infundios, asaura!—exclamaba la Humos, rechazando á Pérez que pretendía besuquearla.—Siempre estás con tu París dichoso... Ea, déjame á mí de franchutes, que yo estoy por mis madrileños, que tienen requetemuchísimo salero. ¿Sabes? Y no te arrimes tanto, nene...

Aristófanes no perdía coyuntura de dar su lata, sobre París, contando con moroso deleite ciertas aberraciones sexuales muy del gusto de las francesas.

Algunas de las pupilas le escuchaban con lasciva curiosidad, apoyados los codos sobre las rodillas ó echadas en el sofá.

El Ostras le interrumpía:—Pus no es preciso dir tan lejo pa eso. En la calle de la Aduana tiene ozté todo ezo por cinco pesetas.—Y sin propina—agregaba el teniente.

—Ná, que hay que irse á París de Francia este año pa que don Aristofa nos enseñe toos esos produitos de la cevilización—exclamaba la Tuerta.—¿Verdá, hijo?

Cuando Venancio llegaba á su casa, al amanecer, cadavérico, la mujer le recibía llorando.—¡Ya estoy hasta las narices de tanto lloriqueo! Hago lo que me da la gana. Si no te gusta, toma soleta y en paz.—Pero al poco rato se arrepentía, disculpándose con los amigos. Sus estados de conciencia eran rápidos y tornadizos. Lo que en él parecía bondad era falta de energía.

Aristófanes continuaba derritiéndose en aquella autofagia psíquica, en aquella búsqueda terrible, desesperada de ideas, en la aridez de su cacúmen, como quien trata de sacar jugo á un esparto. El espectáculo afligía, porque era la lucha sorda, tenaz, entre el agotamiento y la rabia de una vanidad enferma que gritaba en el desierto de una inteligencia sin imágenes, algo así como una llanura estéril envuelta en la bruma. Su cerebro estaba incomunicado del mundo exterior, porque los nervios se negaban á trasmitirle impresiones. Sólo las obsesiones internas llegaban á su conciencia, imperiosamente monopolizada por su yo que, á su vez, se alimentaba de las penosas intimidades de su organismo.

Llegó día en que, á su incoordinación motriz, se unió la pérdida casi total de la memoria, al extremo de olvidar donde vivía. Le daban ataques epileptiformes, con delirio de grandezas, que acababan en una hipocondría profunda.

—Ahí tienes, las malas noches—decía Ofelia, con impasibilidad nada sorprendente en quien, como ella, se clavaba agujas en los brazos sin sentirlo.

Aristófanes se irritaba, como siempre que se le contradecía; pero su cólera duraba poco. Contaba las mayores mentiras con gran aplomo; prestaba dinero sin ton ni son, á veces á personas desconocidas. No podía resistir al llamamiento de sus apetitos, y á sus aberraciones genésicas se mezclaban impulsos homicidas. La emprendía á patadas con los muebles por la cosa más baladí. Odiaba á su mujer y á su hijo, y hasta intentó denunciarles á la policía porque se figuró que querían envenenarle. Solía hablar en tercera persona refiriéndose á sí mismo.

—Te voy á regalar—decía á la criada—un collar de perlas y unos pendientes de brillantes, porque yo soy muy rico, inmensamente rico. Medio Guatemala es mío,—y terminaba quejándose de aquel malestar que, según él, era la muerte que se acercaba.

Finalmente, se llamó al médico.—Deben ustedes volverse á su país. Es un principio de parálisis general.—Y eso, ¿se cura?—preguntó Ofelia.—¡Oh, sí!—contestó desabridamente el médico.

Venancio, que estaba más muerto que vivo, le ayudó á subir al coche, acompañando á la familia hasta la estación del Norte.

A medida que el tren se alejaba, con doliente alarido, su pensamiento se trasladaba á las apartadas tierras, luminosas y calientes, de las cuales Aristófanes le había hablado algunas noches en la redacción de El Adalid.

A pesar de todo, era su amigo, y se iba lejos, muy lejos, tal vez á morir en medio del mar. Lloraba, recordando lo infructuoso de sus mutuas aspiraciones literarias. Sí, eran unos vencidos, unos vencidos en la sombra; algo así como esos bichos que aplasta distraído el caminante, cuando más se ufanan de arrastrar una pajita que, tal vez, se les figura una montaña...


Madrid, 1893

La negra

I

Doña Rita Suárez, á quien la ola revolucionaria expulsó de Cuba, se fué á vivir á un pueblo de Cataluña, después de haber permanecido en París algunos años. Romualda, su compañera inseparable, era de lo poco que conservaba del naufragio de su caudal y de sus afectos. Su marido murió peleando en la manigua por la independencia de Cuba. Su único hijo también pereció en la guerra. Un ingenio que la quedaba fué quemado y demolido por los insurrectos.

A menudo, en sus visiones interiores, reconstruía el espectáculo solemne, que tan honda huella dejó en su espíritu, de los cañaverales que ardían chisporroteando, mientras la negrada, machete en mano, con el mayoral á la cabeza, gritaba:—«¡Viva Cuba libre!»

Gracias á Romualda, una negra á quien, según doña Rita, «ofendía el color», por lo buena y hermosa, semejante á una Venus de ébano, con ojos rasgados y brillantes, dientes blanquísimos, labios gruesos y violáceos, pasa muy espesa, de un negro mate profundo, fisonomía inteligente y simpática, la pobre señora sobrellevaba con resignación su vida de sinsabores.

Romualda la cuidaba solícitamente; ella misma la acostaba, la quitaba los zapatos, la sacudía el mosquitero, luego de darla su imprescindible taza de tila caliente, sin la cual no podía pegar ojo en toda la noche. En horas de desfallecimiento, cuando el pasado proyectaba su sombra sobre las grandes tristezas de la vieja, Romualda, besándola en la frente, se esforzaba en infundirla ánimo con palabras de cariño.

—No, hija mía. Para mí ya no hay consuelo. ¡He padecido tanto! Sola, alejada de mi tierra, sin más afecto que el tuyo, con un pie en la sepultura, ¿qué puedo aguardar ya, como no sea la muerte?—De la cual no estaba tan lejos como quizás ella presumía. Con frecuencia la aquejaba una laxitud invencible; pero lo que más la preocupaba era aquel calor del pecho y de las espaldas y aquella tos seca, acompañada de disnea y de cierto sabor metálico. Como una noche, al escupir, arrojase unos hilillos de sangre, la pobre señora, aterrada, corrió á mirarse al espejo.

Tenía la cara rojiza, el pulso acelerado y el corazón palpitante.

—¿Qué será ésto?—preguntó á Romualda con extrañeza.—¿Iré para tísica?—No sea usted aprensiva, señora. Eso es de la garganta. Muchas veces á mí me ha pasado que, al toser con un poco de fuerza, he echado sangre.

Doña Rita no se convencía. Lejos de eso, se pasaba horas enteras cavilando.—Si la señora quiere, llamaré al médico.—No. ¿Para qué?—Doña Rita, en punto á medicina, era una escéptica. Prefería gastarse en aceite para imágenes el dinero que había de dar á médico y boticario.—Con mi taza de tila y mi jarabe de anacahuita tengo bastante.

Vivían en un caserón destartalado y ruinoso. Los muebles contaban un siglo ó poco menos. En aquella enorme cama de matrimonio, alta y sombría, con imágenes de santos pintadas en la cabecera, habían dormido, de fijo, varias generaciones. Las paredes estaban literalmente llenas de estampas de vírgenes, de crucifijos y rosarios, de cuadros al óleo que representaban escenas bíblicas. En el comedor había una virgen que, por lo rígida y macrocéfala, parecía de Cimabúe. Hasta el mismo barómetro era un fraile que anunciaba mal tiempo poniéndose la capucha. En la sala había un piano de cola destemplado y vetusto que despertaba la imagen de una ballena momificada. Todo exhalaba el olor triste de las cosas abandonadas y viejas. El mismo jardín, alegrado durante el día por el piar de los gorriones, despedía un perfume de flores marchitas, sedientas de riego. Diríase que la juventud jamás puso pie en aquel recinto que tenía mucho de conventual.

Para más desolación y aislamiento, la casa estaba en las afueras del pueblo, en pleno campo casi, fronteriza de un colegio de monjas, cuyo monótono campaneo hablaba á todas horas al espíritu enfermo de doña Rita de cosas idas y lejanas...


* * *


Romualda tocaba al piano de afición; pero con tal sentimiento y habilidad, que sorprendía. Su fuerte era la música criolla. Toda la tristeza de su raza esclava acudía á aquellos dedos cuando corrían por el teclado. El piano se quejaba, como si le doliese algo, y hasta en su mismo destemple latía no sé qué de melancólico. La música, incoherente., pero lasciva y tristona, comunicaba á sus ojos un brillo intenso y húmedo. Diríase que lloraba por dentro. Tal vez. Aunque nunca se quejaba, en el timbre de su voz sonaba como el eco de un dolor opaco. ¡Pobre! Fué concebida siendo su madre esclava, la cual, de las costas de Guinea, fué trasplantada á Cuba en un barco negrero. Estando encinta, sufrió cierta vez un boca abajo que á poco si queda en el sitio. La metieron el vientre en un hoyo abierto en la tierra, para que la prole no se malograse, mientras el mayoral sacudía sobre sus espaldas el látigo. Poco después nació Romualda...

Ya mujer, se explicaba que nunca lograrla casarse con un blanco de su categoría intelectual. Casarse con un blanco sucio, corno ella decía, ó con un negro, la sacaba de quicio. Nacida y educada en Cuba, donde pasó parte de su juventud, refinada más tarde en Nueva York y París, superior á la mayoría de los de su clase, puesto que hablaba correctamente el francés, dibujaba y tocaba el piano, muy cuidadosa de su persona, inteligente y honrada, no podía menos de sentir cierta aversión por el negro, sobre todo, por el negro de Cuba, mirado siempre como cosa, y confinado de la sociedad de que ella tanto gustaba y en la cual se la admitía en calidad siempre de criada respetuosa.

Por otra parte, no podía olvidar al negro descamisado y en chancletas, de Cuba, metido en la bodega, tomando aguardiente, sumido en la más crasa ignorancia, instintivo, torpe de lengua, sin poesía, tuteado perrunamente por el blanco, afiliado al ñañiguismo, de cuyas sangrientas hazañas daban noticia á diario los partes de la policía, con espanto de todo el mundo; como tampoco podía olvidar al negro catedrático, hazme reir de las personas cultas, especie de mono que imitaba en la tribuna cuanto oía. Recordaba con risa y lástima un famoso discurso pronunciado en «La Divina Caridad» por un José Díaz, cochero y miembro de la directiva de aquella sociedad de «recreo y difusión de la sapiencia popular». Era un discurso sin pies ni cabeza, lleno de citas trabucadas de San Agustín, de Aristóteles, de Víctor Hugo, etc., todo traducido, por supuesto.

«Sí, respetable cónclave; las ideas son como el astro rey luminar de las esferas cúbicas del pensamiento.».

Al día siguiente, en El Hebdomadario, «semanario quincenal», apareció el.


«DISCURSO DE D. JOSÉ DÍAZ
pronunciado por él mismo en la solemne apertura
de la sociedad de recreo «La Divina Caridad».


* * *


Romualda, cuando no hada música, se entretenía durante la noche en leer novelas de amor. Su temperamento fogoso, pero refrenado por una voluntad intermitente, habituada á sobreponerse á la pasión, se rebelaba en ocasiones, en la soledad de sus noches, generalmente á raíz de alguna lectura intensa. Quería amar y ser amada; pero se tenía miedo. Procuraba huir de toda tentación, porque, francamente, desconfiaba de que la voluntad la obedeciese, puesta ya en el disparadero. Educada en esa escuela antigua que supone que la moral consiste sólo en ser casto, como si el amor no fuese tan necesario como la respiración, se culpaba á menudo de no ser buena porque el genio de la especie la llamaba, con hilar de gato, desde el fondo obscuro del instinto.

Su imaginación africana, enardecida á menudo con aquellas lecturas sanguíneas del amor carnal, se forjaba aventuras en que un blanco, membrudo y arrogante, la apretaba entre sus brazos, besándola con beso interminable y ardiente.

Al verse á solas con doña Rita, católica si las hubo, enemiga de todo amor que no fuese sancionado por la Iglesia, recordaba con vergüenza aquel lúbrico soñar de sus noches. Ella ignoraba que el medio en que vivía, solitario y triste, poblado de sugestiones, en que lo místico y lo sensual se buscan y se unen, no era, ni con mucho, el más eficaz para limpiar su mente de imágenes pecaminosas. Lejos de eso, el doblar de la campana llamando á la oración; el estruendo lejano del mar; la soledad rumorosa del campo; el caserón silencioso como la celda de un monje; el mismo aroma del jardín, eran estímulos suficientes para excitar un temperamento nervioso como el suyo.


* * *


El boticario del pueblo era cuñado de doña Rita. Por eso á nadie sorprendía que la visitase con frecuencia, en compañía de su hijo Luis, muchachote de veinte á veinticinco años, muy blanco, rubio, de ojos azules dormidos, pujante y de inteligencia menos que mediana.

D. Jaime Broch, que así se llamaba el boticario, andaba siempre á vueltas con sus sales marinas, invento suyo que no dió nunca el resultado que se propuso, porque «el público es un imbécil», como decía. Eran unas sales de las que bastaba echar un poco en un barreño para obtener un baño de mar «con las mismas propiedades químicas del Mediterráneo», según rezaba la instrucción. De modo que las familias pobres para nada tenían que salir de su pueblo en busca del «salino elemento», como también rezaba la instrucción que acompañaba á cada frasco.

Aparte de su invento-manía, era hombre trabajador, algo redicho y partidario de que su hijo aprendiese de todo.—El saber no ocupa lugar—decía—y quién sabe las vueltas que da una rueda.—El mismo fué quien propuso á Romualda que enseñase á Luis aquellos danzones cubanos que «le sacaban de quicio», á lo cual Romualda se oponía, porque sólo «tocaba de oído» y apenas si leía música.

—No importa—argüía D. Jaime.—Luis tiene un oído excelente y no tardará en aprenderlos como tome la cosa con calor. Ya se vendrá de noche por aquí, y á ratos perdidos...

¿Y la botica?—le interrumpió doña Rita.

—Pues con el mancebo, como siempre, ó conmigo.

En esta pregunta insignificante doña Rita parecía resumir toda su experiencia concerniente á lo peligroso de la intimidad de sexos diferentes. El piano estaba en la sala, á donde jamás iba doña Rita, porque la sala era muy fría. De modo que no pudiendo estar ella presente, era fácil que lo que menos tocasen fuera el piano. Estas dudas se desvanecían pronto cuando recordaba que Romualda jamás la dio que sentir en lo relativo á eso, ni aun en París, donde, por lo exótico de su tipo, llamaba la atención de los franceses más ó menos détraqués.


* * *


Luis era muy del gusto de Romualda; es más, le amaba; pero ella disimulaba cuanto podía aquel amor, en que entraba por mucho, amén de otros elementos, el contraste de lo negro de su piel con lo ebúrneo de la de Luis. En sus sueños fundía los dos colores, poniendo imaginariamente junto á su cara la de Luis, que se la antojaba fría como el mármol.

Luis, por su parte, la amaba á su modo, y acaso movido también por la misma idea del contraste. Nunca había visto, ni en pintura, una negra, y menos una negra tan garbosa, verdadera selección de la raza.

Algunas noches, ofuscada Romualda en tejer y destejer imaginaciones lúbricas, se levantaba y abría el balcón de su cuarto, que daba al jardín, porque temía ahogarse. El perfume de las flores, que siempre tuvo para ella una tristeza indefinible, la enervaba, sumiéndola en una molicie soñadora.

Por más que cavilaba, no acertaba á dar con la clave del fenómeno. Su psicología, como la de casi todas las mujeres, no pasaba de una serie de preguntas sin respuestas. En aquellos instantes se hubiera puesto gustosa á tocar el piano. ¡La música! ¡Cómo refrenaba sus impulsos! ¡Cómo, acariciándola el corazón, paliaba sus angustias, abriendo de par en par su fantasía al sonar sin fin del alma enamorada!

El piano, al que amaba como á un hombre, era el refugio de sus tribulaciones. No quería tocar nada alegre y rápido; música lenta y quejumbrosa que simulase la caricia, el mimo; música en que cada nota era una ilusión, un beso que, poco á poco, crecía, propagándose por sus nervios como un escalofrío...

Pero, ¿qué diría doña Rita si la oyese tocar el piano á media noche? Por lo menos, que estaba loca, en lo cual no hubiera mentido, porque el amor y la locura son hermanos, como solía decir el boticario sentenciosamente.


* * *


Empezaron las clases; pero al cabo resultó lo que doña Rita barruntaba. Romualda y Luis se besuqueaban de firme.

—¿Para qué amarnos?—decía ella repentinamente, en medio de sus efusiones.—Tú no te casarás conmigo. Y aunque quisieras, tu padre se opondría.

El, haciéndose el sueco, volvía á la carga.

—No, vida mía, si yo te quiero con toda mi alma.

Y estrechándola entre sus brazos, mirándola fijamente, la besaba en los ojos y luego la mordía en los labios, en sus labios carnosos y húmedos, que se abrían enseñando una lengua ancha y papilosa de rumiante. Después, desabrochándola el corpiño, estrujaba sus pechos duros y grandes de cabra joven.

—No, no se casará conmigo—reflexionaba á solas.

Esta incertidumbre, lejos de amortiguar su amor, le enardecía.

—Yo le gusto y él me gusta, y eso es todo.

En vano trataba de oponerse al temor de que al cabo se rendiría por completo.

—¡Qué horror!—pensaba—¿Y si quedo encinta? ¿Qué diría doña Rita sí lo sospechase?

Pero á medida que se connaturalizaba con aquella idea, que era casi una sensación, sus temores iban cediendo poco á poco.

—El conocerá algún preservativo. Pero, ¡qué cosas se me ocurren!

A veces, en medio de sus reflexiones, basadas, no en una convicción profunda, sino en algo postizo, producto de la educación artificial que recibió, sentía una tendencia irresistible á rebelarse contra todo. En ella el sentimiento religioso era débil; no la sugestionaba, hasta el punto de inducirla á sacrificar lo presente por lo futuro. Si, de rebelarse contra todo, de darse frenéticamente, con el ardor de su temperamento, al hombre cuya sola presencia la estremecía.

—¿Por qué afear—discurría—lo que es tan espontáneo como el amor? ¿Por qué esta hipocresía social en la manifestación de un sentimiento que radica tan hondo?

Todos los seres se aman. En el campo, durante la primavera, una nube de polvo fecundante vuela de flor en flor. Entre la hierba, millares de bichos se ayuntan, para morir acaso luego. En la llanura, el caballo rijoso corre tras la yegua esquiva, que le colma de coces y mordiscos. Y hasta el sol, por no ser menos, se ingiere en esta sinfonía de lujuria; estampando en cada rama, en cada manantial, en cada piedra, un beso de luz...


* * *


Su carácter, antes uniforme, tornábase por días movedizo y brusco. Y no podía ser de otro modo, dado el eretismo nervioso en que vivía Se quejaba de neuralgias, de malestar, de angustia. De pronto la asaltaba una tristeza desesperante ó una alegría convulsa.

A menudo se preguntaba el por qué y el cómo de las cosas. ¿Por qué los árboles tienen hojas? ¿Por qué un hombre es más alto que otro? ¿Por qué ladran los perros?

Ella, que era el método en persona, apenas si se curaba, como antes, de los quehaceres de la casa. Llegó día en que se levantó á las doce, con gran escándalo de doña Rita.

—Tú no eres la de antes—la decía.—Moto en tí no sé qué de raro, que me da mucho que pensar. O estás enamorada ó estás enferma.

—No lo crea usted, señora.

—¿Cómo no he de creerlo? ¿Soy acaso ciega? ¿No veo la inquietud con que le aguardas y el placer con que le recibes? ¿No me he fijado en que desde que empezaron las malditas clases... de piano tienes un color de ceniza y apenas comes y te pasas el día dormitando por los rincones? Cuando se te habla, no pones atención. Por otra parte, ¿cuándo te has acostado tú sin preguntarme antes si necesitaba algo, y, lo que es más sensible, sin darme un beso? ¡Tú estás enamorada, Romualda, no lo niegues!...

Romualda, con la cabeza baja y muda como un poste, oía este sermón que empezaba por irritarla y acababa por entristecerla.

—Lo que parece mentira es que, siendo una mujer inteligente, hayas ido á fijarte en un chisgarabís como ese. Se divertirá contigo y después... la del humo. La cosa es clara. ¿Te imaginas que estamos en París, donde las negras se casan con blancos, sin asombro de nadie? Aquí no sucede lo mismo. Demasiado sé que es injusto; pero, ¿qué quieres? no todo el mundo opina como yo.

¡París! ¡Cómo le echaba de menos en aquella soledad aldeana, monótona, sin poesía, donde todo era un puro chismorreo de la mañana á la tarde! ¡Cuánto no hubiera dado por un poquito de la libertad con que salía de diario á la calle, sin que nadie se fijase, confundida entre el gentío que se desparrama en todas direcciones, así caigan chuzos, por las arterias de la ciudad incomparable!

—Convéncete, Romualda: es preferible la soltería pacífica y honesta á las uniones en que la desigualdad, cualquiera que sea, no engendra sino disgustos, cuando no catástrofes terribles.

—¿De suerte que para las negras no hay más que la mancebía ó la prostitución pública? Sí, la mancebía, porque si los blancos no nos quieren por esposas y en España no hay negros, ¿qué recurso nos queda sino el concubinato? ¡Y qué concubinato! La prosa pestilente de la cocina. Porque ya veo yo cómo las gastan por aquí los libertinos. No ven en la mujer sino la hembra, máquina de placer brutal, de trabajo casero, insípido y monótono como el de una muía de noria. Y no cuento los hijos que nacen uno tras otro como las guindas y andan por la casa, mugrientos y rotos, dando gritos y carreras como perros.

—No me has entendido. Lo que quise decir es que no veo la utilidad de llevar relaciones con quien sólo viene con el propósito de divertirse.

—Usted, ¿qué sabe?

—Mi sobrino, por otro lado, es muy joven, y, sobre todo, estoy segura de que su padre no aprobaría semejantes amoríos, en el supuesto de que los haya. De todos modos, yo pondré los medios para que concluyan. Desde esta misma noche le prohíbo, y así se lo diré á su padre, que vuelva á poner los píes en casa. Más vale evitar. Aún es tiempo.

Estas palabras, dichas en frío, despertaron en Romualda un odio súbito, pero intenso, por (¡aquella vieja» ingrata.

—¡Ingrata, sí!—murmuraba gimiendo, cuando recordaba que, gracias á sus cuidados, aún se arrastraba por el mundo.

Pero, ingrata, ¿por qué? ¿Era digna de agradecimiento una pobre manumitida á quien el color de la piel condenaba á un destierro injusto, sin que para nada entrase ni su inteligencia ni su cultura, muy superiores á la de los mismos que la desdeñaban?

En las tertulias cursis, las señoritas, envidiosas de sus méritos, la despellejaban sin piedad.

—¡Una negra hablando francés! Tiene gracia.

—¿Verdad que parece una mona sabia?

—Oye, ¿es cierto que los negros huelen mal?

—Hija, yo no sé. Lo que sí sé es que, un día que la tuve cerca, exhalaba un tufillo...

—A lechuza, ¿eh?

—¿Te has fijado en los moños que se pone?

—Y eso que el pelo no la ayuda, porque, ¡cuidado si tiene lana en la cabeza!

—Buen cuerpo, le tiene.

—Claro. Gracias á los corsés que se trajo de ¡Paríssss!

—Sí, de París de Francia.

—Dicen que el hijo del boticario la corteja.

—¡Figúrate! ¡La querrá sacar la pez para vaya usted á saber qué untos!

Cuando llegaba hasta ella el eco de tales burlas, todo el viejo encono de su estirpe de esclavos y todo su orgullo de hembra que, sintiéndose hermosa, se ve humillada, arremolinándose formaban en su corazón algo así como los amores del cloro y del hidrógeno. ¡Con qué regocijo las hubiera ido abofeteando á todas, una por una! ¿Quiénes eran ellas, lugareñas cursis que no sabían leer á derechas, para mofarse de quien podía aleccionarlas en muchas cosas?

Pero Romualda se comía los hígados. Rumiaba sus rencores silenciosamente, que asomaban á veces á través de una sonrisa que parecía una mueca. Presentía que si declaraba la guerra sería derrotada. Además, su idea fija, que era el amor de Luis, no la dejaba tiempo para tramar una venganza contra aquellas señorías, demi-vierges, como pensaba ella, que se consumían en el anhelo de topar con un macho que las cubriese. ¿Acaso no veía ella cómo coqueteaban con los chicos del pueblo al salir de la iglesia, y los ojos que ponían, bañadas en sudor, pálidas y jadeantes, cuando bailaban en algunos de los bailes de candil que, de tarde en tarde, se daban para festejar el santo de alguna de ellas? ¿No oía al cura del pueblo, ignorante y fanático, fulminar imprecaciones contra la relajación de «las jóvenes del día, que convierten la amistad en vergonzosos contentamientos»? ¿No sabía que muchas puertas, cerradas á las nueve, se abrían con sigilo á media noche, principalmente los sábados, cuando los maridos se ausentaban del pueblo?.


* * *


El bueno de D. Jáime reía estrepitosamente cuando doña Rita, en tono confidencial y solemne, le contaba sus cavilaciones.

—¡Cosas de chicos!—decía.—Pero en fin, no está demás alejarle, por aquello de que a quien evita la ocasión...» Por otra parte, tú no ignoras que proyecto casar á Luis con una joven que reside en Barcelona, hija de un opulento fabricante de medias de lana, amigo mío de la niñez, como quien dice. Los chicos simpatizan, eso es lo principal; y como los tiempos que corren...

Tienes que tomar algo—añadió interrumpiéndose, al ver que doña Rita tosía.—No te vendría mal un revulsivo cualquiera, pediluvios, por ejemplo, ó unos sinapismos. Esa tos no me gusta.

—¡Ay, querido Jáime! ¡No en balde se padece tanto! Lo que yo necesito es paz, sosiego. Pero, ¿cómo he de tenerlos, cuando á mis tristes preocupaciones de siempre han venido á unirse otras que me quitan el sueño? Yo conozco á Romualda; sé que tiene el genio fuerte, y si hay algo, como sospecho, entre Luis y ella...

—¡Cá! Se corta, y en paz.

—En fin, confiemos en Dios.

Y como quien medita, permaneció largo rato con la cabeza apoyada entre las manos, mirando al suelo.

—¡La vida! ¡Qué triste es la vida! ¡Cómo se transforma todo, cuando no desaparece!

—Filósofa estáis...

—¡Quién había de decirme que Romualda, criada á mis pechos, vamos al decir, llegaría á olvidarme, porque me tiene olvidada! ¡Gracias á que tengo fe, á que creo firmemente que en la otra vida se nos ha de indemnizar de las amarguras de la tierra!...

—Sí, «á Dios rogando, y con el mazo dando». Ó en otros términos: que tomes algo para esa tos. Mañana te traeré unas cápsulas de eucaliptol, excelentes para todo género de afecciones de las vías respiratorias...

Doña Rita no le oía. Filosofaba á su modo, como católica que era y ayuna de toda lectura medianamente científica. No pensaba, sentía. ¿Cómo había de comprender los estados del alma de la pobre negra enamorada hasta el tuétano? Rezaba mucho, maquinalmente, como rezan los que rezan. ¿Qué concepto tenía ella de la otra vida? ¿Cómo se representaba á Dios? En ella, con ser blanca, había más fetiquismo que en Romualda, con ser negra. Doña Rita era una de tantas católicas inconscientes al uso, que se había detenido en el presbiterio, en la plasticidad de las imágenes de palo expuestas sobre el altar, en el rito, sin haber intentado jamás engolfarse en la abstrusa teología de los místicos. ¿Para qué? El oficio del cura, ¿no era precisamente llevar y traer recados, como aquel que dice? Para eso se le paga. Con el libro de misa tenía bastante, por lo que toca á lo intelectual. Con ir á la iglesia, confesar y comulgar y hacer limosnas, creía que llenaba sus deberes de «buena cristiana».


* * *


Tres veces por semana Romualda se citaba á media noche con Luis en el jardín. Al principio creyó que lo de su noviazgo era una treta de doña Rita; pero no así que fué atando cabos. Su recelo crecía. Inútilmente se pasaba las no ches en vela discurriendo sobre quién podría ser su rival. Se la imaginaba rubia y blanquísima, de ojos azules ó verdes. Y al temor de ser vencida por una blanca, sentía como una ola roja de celos y de odio encresparse en su cerebro.

Incorporándose en la cama, á obscuras, hablaba consigo misma.

—¡Oh, no, no es posible! Yo deliro. ¡Qué horrible, qué horrible! Si ese miserable me engañase, yo no sé qué haría. Creo que le mataba. Pero no, le quiero demasiado.

Y evocaba aquellos ojos azules, mansos en el mirar como los ojos de un ternero, y, á su luz, sentía como un sopor inefable que la calmaba poco á poco.—¡Oh, no, quien tiene esos ojos, todo dulzura, no puede ser malo!

Pero si todo eso resulta verdad, ¿qué hacer? ¿Ir á donde ella y contárselo todo? No me creería. Puede que hasta sospechase que todo era una calumnia. ¿Á quién acudir? ¿Qué resolución tomar?

En este soliloquio, en parte iracundo, en parte elegíaco, la sorprendía á menudo la mañana, cuya luz, alegremente melancólica, aplacaba aquel frío interior de su congoja. En su fantaseo se figuraba que los tibios rayos matinales eran como caricias lejanas de aquellos ojos cuya voluptuosa intensidad la adormecía, envolviéndola en una á modo de sugestión gradual. Pero así que volvían los recelos, las dudas, todo aquel amor se transformaba en un odio salvaje, odio de negra que ama. Quería triturarle, desgarrarle, pisotearle, y luego, hecho trizas, ir besando pedazo por pedazo, con el dolor con que se besa lo que ya no existe y se ama todavía.

Ya no tenía ni el consuelo de la lectura. Él, y solo él, llenaba su pensamiento. Las novelas, que un tiempo devoraba, maldito si la interesaban ya. El piano dormía, bajo una nube de polvo, mudo y solitario.

No obstante, á muchos de sus estados pasionales, se enredaban, automáticamente, fragmentos de las escenas dramáticas de los libros que leía.

En los momentos en que la reflexión la abandonaba y su voluntad languidecía, sentía dentro de sí como otro yo, un yo advenedizo, imaginario, formado de recuerdos. La memoria inconsciente reconstruía todo un pasado al parecer muerto, y, mezclando ficciones y realidades, en medio de un gran silencio interior, despertaba voces, familiares un tiempo para ella y que juzgaba extinguidas para siempre. Las oía, sin saberlo, como si soñase.


* * *


La noche amenazaba lluvia. El cielo, á pedazos limpio, iba ennegreciéndose poco á poco. El mar, en la playa distante, batía impetuoso y fatídico. A ratos, diríase que aullaba, á ratos que gemía. El pueblo, acurrucado, dormía al són del oleaje y el trueno, como un navío anclado.

El viento destejaba los techos; silbaba en las chimeneas, llevándose tras de sí una nube de polvo, papeles y basuras, que tan pronto rodaban por el suelo como volteaban por el aire, en remolino vertiginoso. Aquí desvencijaba el maderamen de una fábrica en construcción; allá empujaba una puerta abriéndola de par en par con estrépito; acullá trepidaba en los cristales, haciendo crujir las maderas, para perderse luego refunfuñando en el espacio sin límite...

Romualda, arrebujada en una manta hasta los ojos, aguardaba en un rincón del jardín, tiritando de frío y de miedo. La obscuridad de la noche, los ruidos del viento, aumentaban su inquietud.—Ya no viene—se decía tristemente.—Debe de ser la una.

Comenzaron á caer algunas gotas gordas como garbanzos, repiqueteando sobre las tejas. Un trueno gruñía en lontananza.

¿Cómo empezaría? ¿Riñéndole? No. Con mucha dulzura á, fin de engatusarle. No podía soportar por más tiempo aquella duda. Era preferible todo, por doloroso que fuese, á aquel cavilar sin tregua.

Sentía como una bola que la subía y bajaba por el exófago. Respiraba fuerte, casi poniéndose en pie. Atisbaba los menores ruidos, aislando los que el viento y la lluvia formaban; aguzaba la vista al través de la sombra que la envolvía á fin de distinguir la silueta de Luis, tan pronto como escalase la tapia.

Al fin apareció bruscamente, como si surgiese de la tierra.

—¡Ah!—gritó Romualda sorprendida.—Pensé que no venías—dijo, yendo á su encuentro con los brazos abiertos y toda trémula.

—¡Qué noche! ¿Has visto?—dijo Luís sacudiendo su capa húmeda.—Muy fea.—Estaré contigo un ratito no sea que me pille el aguacero. Y ya ves, ¿dónde me meto?

—¡Un ratito! ¡Ya no me quieres!

—¡Oh, sí, te quiero mucho!

—¡Mentira!

—¿Cómo mentira?

—Te lo pido por lo que más quieras: dime la verdad: ¿es cierto que tienes una novia?

—¡Una novia! ¡Ay, qué guasa!

—Contesta: ¿es verdad? Ten en cuenta que esa duda me enloquece, que no duermo, que no como... ¡Ay, tú no sabes lo que es este martirio, porque tú no le conoces! Dime la verdad, ¡amor mío!—Y le besaba en la frente.

Luis callaba.

—Ya ves si te amo que te lo he dado todo. ¡Todo! Pero, ¡por Dios, responde! ¡No me tengas en este suplicio! ¡Si supieras cómo sufro...!

—Es verdad y es... mentira—contestó Luis al fin pausadamente.

—¡Cómo! ¡Explícate!

—Es verdad, porque mi padre quiere que me case con ella y es mentira porque yo no quiero á nadie más que á tí...

—¡Mientes!

—Te lo juro.

—No te creo.

—¿Por qué?

—¡Ah, no me engañas! ¿Te figuras que no observo, que soy una imbécil? ¿Por qué mientes?.

—No miento y basta.

—Te repito que mientes, ¡miserable! Y uniendo el dicho al hecho le sacudió una bofetada como un tiro.

Luís, al sentir la agresión, se arrojó sobre Romualda furioso.

—¡Negra habías de ser, grandísima...!

—¡Pégame, cobarde, pégame! Eres tú muy poco hombre para mí. ¡Defiéndete, por que voy á estrangularte, canalla!

Lívida, convulsa, afónica, le agarró por el cuello, echándole por tierra. Puesto en cruz, le sujetaba fuertemente por los brazos, mientras le plantaba las rodillas en el vientre.—Por última vez, dime: ¿la quieres? ¿Es rubia?

—¡Suéltame, pelleja, suéltame!

—¡No, no te suelto, infame! Dime, dime: ¿es rubia?

—No sé, no sé. ¡Suéltame!

—¿Con qué la quieres?

Luis logró desprenderse al cabo de aquellas tenazas que le oprimían, y poniéndose en pie, la dió un puñetazo como una casa.

—¡Chúpate esa!.

Romualda, frenética, arrojando sangre por las narices, le atrapó por las piernas y le aterró de nuevo.

La lucha fué titánica. Se mordieron, se abrazaron, revolcándose por la hierba bajo la lluvia que caía á torrentes, desgreñados, llenos de lodo, de amor y de rabia.

II

Pasados algunos días, Luis se fué á Barcelona con el fin de arreglarlo todo para casarse lo más pronto posible. Romualda le escribió una carta larguísima á la cual no contestó. Hubiera vuelto á verla con gusto si el temor á un nuevo escándalo, sobre todo, á nuevos golpes, no le hubiera contenido. Todo se lo contó á la novia, á su modo, pintando á Romualda como una loca que le perseguía, á pesar de sus desdenes, y la novia lo creyó.

En un rapto de ira, Romualda escribió también á D. Jaime contándole lo que había pasado entre su hijo y ella; pero D. Jaime, que era un egoísta, no hizo caso.—Chismes de negra—dijo, arrojando la carta á la chimenea.

Romualda, aprovechando la ausencia del boticario y de su hijo, entraba con frecuencia en la farmacia que solía permanecer abierta hasta las once de la noche, iluminando un pedazo de la calle con su panzudo globo verde. Se hizo amiga del mancebo, el cual no tardó en darla, pidiéndola que guardase el secreta, todo género de noticias concernientes al noviazgo de Luis, sin duda con la esperanza de que Romualda pagaría el servicio...

So pretexto de comprar drogas para doña Rita cuya salud iba de mal en peor, raro era el día ó la noche en que no echaba su párrafo con el mancebo que algo barruntaba de su lío con Luis, por más que ella le hablaba de él como de un amigo á quien se aprecia, sin asomo de despecho.

Al mancebo le gustaba la negra, señaladamente cuando andaba, meneando la redonda pulpa de sus nalgas. El pobre mozo estaba adherido al mostrador como una tortuga á su carapacho, y, como una tortuga, sólo podía sacar la cabeza de cuando en cuando para ver á los que pasaban por la calle. Así se explicaba que, cuando Romualda se despedía, luego de un rato de charla, el infeliz se entregase, una vez cerrada la tienda, á ciertos placeres solitarios de que daba testimonio la palidez de su rostro.

Romualda, muchas veces antes de entrar, expiaba al través del cristal del escaparate donde estaba el globo, entre dos enormes frascos de alcohol que contenían tenias semejantes á los intestinos de un carnero. Procuraba esquivar las miradas del médico, y cuenta que se apretaba el corsé de lo lindo.

Doña Rita, abismada en su tristeza, tosiendo día y noche y esputando sangre, apenas si paraba mientes en Romualda, salvo cuando la pedía que la diese una cucharada de jarabe de anacahuita. Absorta en su propio mal que la llevaba como por la mano al sepulcro, pasaba los días embutida en un butacón de cuero, dormitando.

Romualda, á su vez, cavilaba sobre su infortunio sin nombre, su soledad y su abandono. Algo más la preocupaba también, pero á ratos, y era aquel silencio de muerte de la vieja respecto de su embarazo. ¿Callaba por que comprendía que la cosa era irremediable, ó por que nada sabía? ¿Por qué la miraba entonces con aquellos ojos que parecían interrogarla duramente?

A Romualda se la vió paseándose varias noches cerca de la playa, por la vía férrea, de la que se apartaba á disgusto al ver venir, ruidoso y humeante, el último tren. ¡Con qué placer se hubiera dejado aplastar bajo las ruedas de la locomotora! ¿En qué pensaba? Primeramente en su amor muerto, en su preñez y luego en vengarse de la burla de que había sido objeto.

La venganza, sí, pero una venganza tremenda.

A ella no la odiaba porque no la conocía. Pero á él, autor de su deshonra; á él, que la había hecho gozar hasta el paroxismo, le detestaba rabiosamente.

A partir de aquella noche tempestuosa su corazón estaba como sordo. Ella misma no acertaba á explicarse cambio tan brusco. Estaba sordo para la ternura, pero no para el odio. Luis la era ya antipático. ¿Cómo pudo amarle con aquel acento catalán aspérrimo y aquella inteligencia vulgar? Se engañaba. Bajo la corriente turbia de sus emociones proteiformes, dormía el amor, amor lascivo, que un solo beso hubiera despertado. Pero en la anarquía de su sistema nervioso, trataba en vano de soldar los eslabones de una cadena rota de ideas y emociones que radicaban en las vísceras perturbadas, y que llegaban á su conciencia como el humo multicoloro de sustancias diversas que arden.

Convino en que doña Rita tenía razón. El amor de Luis fué puramente físico, brutal, sin esos hilos invisibles por donde se comunican las almas, cual corriente eléctrica, sus más sutiles simpatías. Hasta el feto que llevaba dentro de sí, maldito si despertaba en su corazón las secretas alegrías de la maternidad próxima.

Sabía, sobre poco más ó menos, cuándo se efectuaría la boda; pero no había preparado aún su venganza. Como no era pérfida ni astuta, nada pérfido tramaba. Lo que en ella latía con fuerza era el impulso de matar, de matar con ensañamiento. Sus escrúpulos se desvanecían en una niebla roja. No temblaba ante la cárcel ó el patíbulo. La capa de cultura europea que escondía sus instintos se agrietaba, dejando salir de cuando en cuando el humo del fuego interior que la abrasaba.

Como quien se despide de la vida, todo lo miraba indiferentemente, pero fijos los ojos en algo lejano y siniestro.


* * *


Doña Rita había muerto de repente, de un vómito de sangre. Casi todo su capital lo dejaba para misas. Cierta noche, al volver Romualda de uno de sus paseos por la playa, la sorprendió bañada en sangre, como si la hubieran degollado. Acudieron los vecinos y el cura que no tuvo tiempo de olearla viva. Se la amortajó en un periquete, se tomó chocolate con pan y manteca, y á las cinco de la mañana cada cual se retiró á su casa, comentando el suceso á su modo. D. Jaime no pudo asistir al entierro por hallarse en Madrid gestionando la patente de no sé qué nueva droga.

La pobre vieja se fué casi sola al cementerio, sin una lágrima, porque Romualda, habiéndose habituado á verla morir á pedazos, no halló en ese desenlace, siempre esperado, novedad alguna. Además, sus nervios no estaban para emociones patéticas. Al contrario, veía con mórbido regocijo el espectáculo de la muerte, su idea fija,.

Un día, cuando menos lo esperaba, rompió á llorar como una tonta.

—¡Pobre doña Rita, pobre!—exclamaba por lo bajo.

Una modificación profunda se operaba en su organismo. Sus emociones no correspondían con los motivos que las originaban. Así es que lloraba cuando debía reír, y á la inversa.

Cuando la manía de vengarse no la ofuscaba, se ponía á meditar sobre la incomprensible faramalla de la vida, en la que se juzgaba una advenediza, una extraña. Sus sueños se habían derrumbado como castillo de naipes; sus esperanzas de una vida mejor, honrada y seria, se habían desvanecido al soplo de aquel huracán que la empujaba al crimen. Se veía sola, pobre y deshonrada. En las tertulias cursis, donde á raíz de la muerte de doña Rita se la calumniaba á más y mejor, ya no la mordían ni la mentaban siquiera. Dieron en olvidarla, en hacerla el vacío, que era el medio seguro de aniquilarla sin derramar sangre, sin miedo á castigos de la ley.

Romualda no intimaba con nadie. Naturalmente desdeñosa, roía en silencio sus pesares. Este aislamiento interior en que vivía, exaltaba de más en más su odio que se calmaba á veces recordando su piano, su viejo piano de cola, testigo de sus primeras alegrías.

¡Cuánto tiempo hacía que no le tocaba! Doña Rita se lo alquiló para que en sus ratos de ocio la distrajese. Cuando se lo llevaron de aquel caserón frío y tedioso, supuso que se llevaban un pedazo de su corazón. Ultimamente maldito el caso que le hacía. Gracias que se contentase con la música de las guitarras callejeras de los ciegos que pululaban por el pueblo. Se embriagaba á menudo oyendo aquellas coplas en que la musa popular se quejaba tiernamente. Entonces se sentía buena, tolerante, olvidadiza; su odio se adormecía, sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón de sollozos. Pero así que la música cesaba, volvía á su delirio homicida. Su vientre era un recordatorio perpetuo de aquel pasado «de ignominias», según pensaba.

Andando los días, notaba que su vida íntima se perturbaba extrañamente. Leía sin comprender. Entre el periódico y sus ojos flotaba una especie de bruma densa.

Dudaba de sus propias palabras, como si fuera otra persona quien hablase por ella. Se figuraba que el mundo había cambiado, que una niebla envolvía las cosas y que las gentes hablaban con sordina. A ratos se olvidaba hasta de la figura de Luis. Para recordar lo que la decía cuando se amaban, tenía que evocar la imagen visual de sus labios moviéndose. En cambio, los recuerdos de su pubertad acudían frescos, vivos á su memoria, como si las cosas que representaban las tuviera delante.

Por mucho que se esforzaba en asociar sus imágenes dislocadas, no podía. Su personalidad estaba profundamente alterada, como si convaleciese de una tifoidea.

Lo que más la sorprendía era aquella abulia intermitente y aquel deseo, tan opuesto á su carácter, de franquearse con todo el mundo.—¿Me volveré loca?—Había medio olvidado el francés y probablemente, el piano. En ocasiones sus recuerdos la llevaban muy atrás, hacia un pasado obscuro, que no podía precisar, que no había vivido. Pero era un pasado puramente sensacional, sin ideas, sin nada concreto. Retrogradaba á la vida primitiva de las selvas, pero sus selvas no eran africanas, ni tupidas, ni escondrijo de leones que rugían. Eran los bosques cubanos inofensivos, llenos de rumores y frescura matinal, sembrados de corpulentas ceibas y de plátanos de anchas hojas verdes.

Entre esos bosques pasó su niñez cuando era esclava, bosques que rodeaban por todas partes el cafetal de su amo. No inspiraban miedo, porque la casa de vivienda estaba á dos pasos. Vegetación espontánea, lujuriosa, monótona en su exuberancia primaveral, que no despertaba admiración en el indígena por lo mismo que la tenía siempre delante de los ojos, sin que el invierno la despojase de su pompa. En esos bosques ella veía elefantes que, moviendo la trompa como una babosa enorme, y abriendo una boca semejante á la vagina de una negra, andaban pausadamente con el vaivén de un navío.

Ella había visto elefantes en los circos, elefantes mansos, sin colmillos, que se ponían en dos patas y hasta jugaban á los bolos con la trompa; pero nunca les vió en plena naturaleza como les veía ahora, impulsivos y huraños.

Los días pasaban, sucediéndose con fastidiosa igualdad, como ovejas de un rebaño que desfilan una á una por un sendero angosto. El malestar inherente á la preñez, con sus náuseas, su dolor en los riñones, su languidez anémica, su opresión abdominal, la tenían como idiotizada, y, alicaída, con la boca entreabierta y los ojos errabundos, permanecía horas enteras.

No iba siquiera al teatro, donde, una vez por semana, los sábados, cantaban zarzuelas y representaban comedias y sainetes. Era una compañía de la legua, excelente para aquel público de obreros y pescadores.

El teatro era una especie de cuadra, sin condiciones acústicas, ni chispa. De aquí que los cómicos se desgañitaran, apenas sin ser oídos; La voz se les escapaba por las rendijas de las puertas. El techo era de lona que el viento sacudía fuertemente como una bandera. Por donde se explica que sólo los que ocupaban la primera fila de butacas pudieran oir. Cada vecino llevaba su silla. La orquesta se componía de un órgano y unos timbales. El órgano sonaba con voz catarrosa, cuando no ventoseaba como el fuelle de una fragua. El apuntador sacaba la cabeza de la concha constantemente y golpeaba furioso en la escena cuando los cómicos se equivocaban, y se equivocaban á cada triquitraque. Las gentes reían con estrépito, sobre todo, cuando salía el gracioso, un tipo gordo, calvo como una bola de billar y gestero cual un mono. No se paraba en barras: quitaba y añadía á su antojo, y si la obra estaba en verso, muchas redondillas se quedaban sin consonantes. Cuando el apuntador le llamaba al orden, le respondía con una cuchufleta que destripaba de risa al concurso.

Los entreactos duraban siglos. Desde fuera se oían los martillazos, los gritos, el caer de las bambalinas, y por el hueco del telón, que no llegaba hasta abajo, puesto que dejaba á flor de agua la concha, se veía un hormigueo de alpargatas mugrientas. Algunos, en cuatro pies, asomaban la gaita, con cómico regocijo de los espectadores.

Hacía de tramoyista el carnicero y de apuntador el albéitar. La gente se impacientaba, tocando con la contera de los bastones en el suelo ó palmoteando acompasadamente. A los bastonazos respondían las palmadas y á la inversa. Una atmósfera de humo de tagarninas y de sudor acre, de ganado lanar, entenebrecía los candiles que colgaban del techo.

Por fin, se levantaba la tela, cabeceando como la vela de una fragata, parándose á medio camino, subiendo más de un lado que de otro, derribando alguna silla y estremeciendo las decoraciones.

Los granujas, al verse sorprendidos en plena escena, corrían empujándose los unos á los otros y riendo hasta ocultarse entre bastidores.


* * *


En el sensorio de Romualda la idea fija, como el curso de un río, tan pronto se escondía, tan pronto se mostraba, ya apacible y abstracta, ya impetuosa y concreta. Funcionaba independientemente de su voluntad, fuera de la conciencia, como una intrusa.

Alrededor de esta obsesión giraban otras manías que la infeliz no se explicaba. Necesitaba contar las vigas del techo, el número de clavos de las paredes y las puertas. Otras veces se ponía á sumar hasta mil, asombrándose de lo que crecía una cantidad con sólo añadirla un cero.

—¿Sabe usted la noticia?—le dijo de sopetón un día el mancebo.!

—No. ¿Cuál?

—Aguarde usted. Voy por el periódico.

Y entró en la rebotica.

Romualda se estremeció interiormente.

—Y ¿cuándo celebramos el bautizo?—preguntó el mancebo con sorna.

—Me faltan tres meses—contestó reposadamente.—Veamos la noticia.

El mancebo desdobló un periódico, y leyó:

«Pasado mañana, á las nueve de la noche, se efectuará en la aristocrática iglesia de San Jaime, calle de Fernando, el matrimonio de la hermosa señorita doña Rafaela Casals, hija del acaudalado fabricante D. Eustaquio, y del distinguido joven D. Luis Broch, hijo del notable farmacéutico D. Jaime...»

Romualda estuvo á pique de desmayarse. Un temblor frío corrió por todo su cuerpo; pero á la idea de que la hora del desquite se aproximaba, sintió una alegría inmensa, desconocida...

Como el mancebo ni nadie sabía á punto fijo de quién estaba Romualda encinta, porque ella guardaba el secreto, no pudo apreciar el efecto que semejante noticia la causaba. Ni un comentario, ni una sola exclamación salieron de sus labios plomizos.

Hablaron después de cosas indiferentes: de la última función de teatro, del tiempo, etc.

Al mancebo ya no le gustaba la negra. Se había desmejorado mucho. Sus ojos enormes, sin brillo, su piel color de asfalto, sus caderas gelatinosas, su vientre de vaca vieja, su pasa color de ala de mosca... le producían una repulsión física invencible. Ya no gastaba con ella los cumplidos de antes. Al contrario, la trataba con cierto desdén irónico, del que no la dejaban percatarse sus preocupaciones.

Aquella misma noche desapareció Romualda del pueblo que distaba unas cuantas horas de la capital.

Reunió toda su energía en un supremo esfuerzo, y, empujada por una fuerza extraña, imperativa, tomó el tren, sin reflexionar en nada, sin dársela un ardite de lo que iba á hacer, que ella sabía lo que era por sus sensaciones, pero no por sus ideas. Sentía un calor quemante en los intestinos y una sed intensa. Este calor se propagaba gradualmente por el pecho y la cara, subía á las sienes haciéndolas latir fuertemente, llegando, por último, al cerebro como una ola de sangre.

El cielo, transparente, resplandecía salpicado de estrellas. Ella nada veía. No se acordaba de su preñez. Estaba realmente autosugestionada y no había obstáculo que no se juzgase capaz de arrostrar y vencer. El mismo calor de la atmósfera, que era intenso, no lo sentía.

El mancebo aguardaba con ansiedad los periódicos de Barcelona, para leer el relato de la boda del hijo de su patrón, como llamaba él á D. Jaime.

La botica estaba esa noche muy concurrida. Estaban el médico, el alcalde, el cura, el peluquero, el albéitar. Al fin llegó el correo.—Veamos—dijo el mancebo, lo que dice la prensa.

Los circunstantes seguían impacientes con los ojos y la cabeza los movimientos del mozalbete al desplegar los papeles que aún estaban húmedos, recién salidos de la máquina.

Pasó la vista por la primera plana, luego por la segunda.—¿Hay algo?—preguntó el médico.

—Hasta ahora, nada—repuso el mancebo.

De pronto palideció, echando un temo.

—¿Qué ocurre?—interrumpió el cura.

El mancebo, con voz temblorosa, leyó:

«Extraño suceso:

Anoche, en los momentos de celebrarse en la iglesia de San Jaime el matrimonio del distinguido joven D. Luis Broch con la hermosa señorita doña Rafaela Casals, una negra, al parecer loca, asestó al novio tan tremenda puñalada que cayó muerto en el acto, con horror de todos los presentes.

La negra, á su vez, cayó también al suelo; dando un grito salvaje y con todos los síntomas del alumbramiento.»


Barcelona, 1893.

Quico el sapo

I

El gran entretenimiento de aquel pueblecillo de pescadores, perdido entre montañas abruptas, bajo un cielo de añil, era Quico el Sapo. En las noches de invierno los marineros se divertían emborrachándole. Entre ellos, uno, á quien apodaban el Oso, por lo velludo y fornido, llevaba en ocasiones la broma hasta darle vino con orines, que Quico apuraba tan campante. Una vez á medios pelos, le toreaban á su antojo.

—Vamos, Quico, cuéntanos lo que te pasó con la Perfleuta la otra noche.

Quico, limpiándose la boca con el dorso de la mano y sonriendo picarescamente con sus ojos saltones de sapo, que nadaban en lágrimas pitarrosas, empezaba tartamudeando, como solía, su relato. Los marineros se agrupaban en torno suyo, en pie algunos, otros á la turca ó encaramados sobre el mostrador de la taberna, refocilándose de antemano con las picardihuelas del borrachín.

—La Perfleuta me dijo:—«Quico, sién... siéntate en mis... mis pi... pi... piernas.»—Y tú ¿qué hiciste?—Pus... pus me... me senté.—¿Y luego?—Pus... pus la... la besé.—¿Dónde?—En la... la bo... boca.—¡Ah, granuja!—Y soltaban el trapo á reír, entre exclamaciones y votos.

La Perfleuta, como la llamaban, era una ventera de más de sesenta años; desdentada, con una tripa de preñada crónica. Generalmente se la veía sentada á la puerta, zurciendo medias de lana ó echando de comer á un cerdo rubio, su compañero fiel que, con las orejas gachas y el hocico embarrado, la seguía por todas partes gruñendo.

La venta estaba fuera del pueblo, lindando con la carretera. Se componía de un mostrador y un armario en cuyos anaqueles había vasijas de barro, abarcas, grandes trozos de cecina, rollos de bramante, zuecos y frascos medio vacíos.

A la izquierda se veía una cama con un jergón mal cubierto por una colcha de colores y una almohada sin funda, sucísima. Al pie de la cama, un orinal sin asa con una costra rojiza en los bordes, y sobre un taburete, una vela de sebo metida en la boca de una botella. De un ángulo al otro se extendía una cuerda de la que colgaban unas enaguas color isabelino, un pañuelo negro y unas alpargatas. En el centro, una mesa grasienta, con un banco, junto á la cual se agrupaban los carreteros á tomar vino.

Perfleuta tenía una hija, larguirucha y flaca, á quien apenas se veía en la taberna por estar casi siempre labrando la tierra. Se entregaba á los picapedreros en el campo, á trueque de unas sardinas ó de una jarra de vino.

Perfleuta vestía siempre de luto por la muerte de un sobrino acaecida no se sabe cuándo. A menudo insultaba á la hija porque se enfadaba con las bromas obscenas de los labriegos.

—Anda ¿y qué más da? ¡Ni que fueas virgo!

—Pus lo soy.

—Sí, de aquí,—Y se tocaba en la frente.

—¡Adiós, Perfleuta!—la gritaban maliciosamente los carreteros y labradores que pasaban, á la caída de la tarde.

—Quedai con Dios—contestaba con displicencia, sin mirar á quién.

—Y ¿qué hay de mozucas? ¿Se saca pa la borona?—la preguntaba alguno dándola un manotazo en el hombro.

La Perfleuta, levantándose malhumorada, se metía bruscamente, con silla y todo, en la taberna, no sin maldecir del cerdo que se la enredaba á menudo entre las faldas.

Contábase que Quico la auxiliaba en sus bellaquerías, á cambio de unos vasos de vino, y se fundaban en que regularmente se les veía secretear junto á la iglesia ó en la fuente del Tejo, ó en la misma venta, ya entrada la noche. A veces reñían.—¡Borracho!—¡Bruja!

Y quedaban después tan amigos.

Quico, como perro sin amo, zanganeaba de aquí para allá. Tan pronto se le veía vendiendo cajas de fósforos, como tirado boca arriba en el soportal de la casa del cura, durmiendo la mona; tan pronto ayudaba á los pescadores en el muelle á vaciar las lanchas atestadas de merluzas vivitas y coleando, como ayudaba á los volatineros, que aparecían por el pueblo de tarde en tarde, á levantar la tienda en medio de la plaza.

Llevaba siempre los bolsillos del pantalón repletos de baratijas: una cadenilla de cobre, una sortija de estaño, un librito de papel de fumar, mendrugos verdosos, un mechón de pelo de su primera novia (según decía), envuelto en un papel de estraza, dos ó tres tagarninas medio destripadas, un pedazo de bramante, etcétera.

Todas las tardes, al llegar, ya anochecido, la diligencia, con su melancólico cascabeleo, Quico, acercándose á los viajeros, les decía:—¿Hay que... que cargar algo?—Algunos le entregaban sus maletas, y era de ver cuán seriamente las llevaba, con el sombrero sin copa hundido hasta las cejas y una colilla negruzca pegada al labio inferior, tropezando aquí y allá, más borracho «que una cuba.


* * *


Entre los forasteros recién llegados una tarde, venía una señora viuda, joven aún y hermosa, muy caritativa y vivaracha. Desde que supo que por el pueblo andaba un infeliz llamado Quico que era el hazme reir de todos, entró en deseo de conocerle, porque, según ella, hay que practicar la caridad en todas partes.

—Quico, recita el Tenorio—le decían una noche varios marineros.—La señora quiere oirte.

Entre los circunstantes figuraban algunos vecinos y no pocos bañistas. El pueblo, aunque diminuto, tenía una playa espaciosa que bañaba el Cantábrico. De muchas partes acudía la gente, durante el verano, á Cuérniga, que así se llamaba el pueblecillo, en busca de aire salobre y vistas panorámicas risueñas.

Quico no podía ver, ni en pintura, á un joven apodado el Magras, á causa de su flaqueza, porque se burlaba de él. Durante el veraneo andaba con los forasteros y desdeñaba á los del pueblo. Era un lechuguino, pero pobre, que vivía «de milagro», como decía el Sr. Sastrón, un montañés enriquecido en Cuba, célebre entre los bañistas por esta pregunta que dirigía indistintamente á todos:—¿Cuántos baños lleva?—Cinco.—¡Ah, bien!—y se alejaba, no sin dar antes al interrogado una palmadita en el hombro.

El Magras era cortés con todo el mundo. Saludaba á diestro y siniestro, con un sombrerazo que llegaba hasta el suelo. No se bañaba nunca, por lo cual exhalaba cierto tufillo á macho cabrío, claramente perceptible cuando se aproximaba uno á él. Cortejaba á todas las jóvenes, señaladamente á las de «extranjis», como designaba él á las que no radicaban en Cuérniga. Se sabía de coro la música de las últimas zarzuelas estrenadas en Madrid; era pérfidamente chismoso y deliraba por el baile. Tenía una hermana, solterona, como de cuarenta años, tan lista y chismosa como él, por lo cual la llamaban Tijeras. Cuando bailaba se adhería al compañero con sensualismo lésbico, volteando los ojos lánguidamente y suspirando.—Es el adiós á la juventud—decía un bañista.—En complicidad con el calor—agregaba otro.

La pobre Tijeras era romántica, romántica cursi de las que no pueden ver la luna sin sentirse tiernas. Desdeñaba lo vulgar—eran sus palabras—y gustaba, sin embargo, de la poesía de Grilo.

—«¡Ah, esas Ermitas de Córdoba!»

Andaba á menudo con una familia madrileña, cuyo jefe había sido diplomático, no se sabe dónde, y la cual se componía de los papás, de una niña de quince años, Melita, y de dos jóvenes escuchimizados, ahitos de diviesos, orzuelos y granulaciones sospechosas. Era una familia con humos aristocráticos, muy echadora de riquezas que nunca tuvo. El papá, D. Basilio, llevaba siempre un sombrero de castor blanco y unas camisas de dormir que se mudaba dos ve ces por mes. Tampoco se bañaba. Sentado en la playa, bajo su sombrilla gris, muy tieso, como cuadra á un diplomático, se entretenía en ver nadar á los otros, respirando con delicia aquel aire saturado de iodo.

El albéitar, especie de cerdo, de ojos pequeñitos avecindados en el cogote, muy panzudo, maldiciente como él sólo, se burlaba del ceremonioso D. Basilio, sobre todo, de sus patillas, castañas por todas partes, menos por la raíz, que eran blanquecinas. Nadie escapaba á su murmuración.—En este pueblo—decía cuando le tildaban de mala lengua—la gente es mu embustera. Cuando ven á un hombre encima de una mujer...—Enterados—le interrumpían.

Era albéitar y herrador, todo en una pieza. Estaba enterado de la vida íntima de las mozas, mozucas», según él, y cuando éstas pasaban con la herrada en la cabeza junto á él, siempre las decía algún requiebro lascivo acompañado de un estrujón en el seno ó de una nalgada.—¡Adiós, rica!—A todas las tuteaba descaradamente, fuesen solteras ó casadas. A pesar de sus años, tenía el gran partido entre ellas, gracias—según se susurraba—á ciertas perversiones seniles de que él mismo se jactaba, con escándalo de D. Basilio.

Por las tardes se reunían algunos en una á modo de terraza de un vetusto castillo derruido, enhiesto sobre las rocas, contra las cuales el mar, enarcándose, batía fragorosamente. Junto al castillo, entre los arrecifes, se bañaba la gente pobre, revuelta con los caballos: los hombres en porreta y las mujeres en camisa. No había modo de que éstas se mojasen la cabeza, y, cuando alguna lo hacía, chillaba á más no poder.

Valiente zambra la que armó cierto día un clérigo, de una aldea cercana, á quien el médico ordenó una docena de baños de ola. El pobre diablo, que en su vida vió el mar, ni en pintura, apenas metía los pies en el agua, juraba como un carretero.—¡Voto á bríos! ¡Y qué frío está esto!—Pero lo chistoso no era eso: era que se dió los doce baños en un día, uno detrás de otro. Como por allí no había casetas, ni por asomo, la gente se desnudaba al aire libre. El bueno del cura colocó la sotana, la teja, el paraguas y los zapatos en la roca que se le antojó más alta, lo que no le sirvió para que la marea, que no entiende de religión, barriese á poco con todo ello.

—¡Voto al chápiro!—rugía el sacerdote con la cara roja de ira, al ver sus adminículos flotando entre las olas.

—Recita el Tenorio, Quico.—¡Dejadle, pobrecillo!—exclamaba doña Carmen, que así se llamaba la viuda.—No, si le sabe. Anda tonto, recita.—Y en medio de la calle, á la luz agónica de un farol de aceite, que dejaba entrever la mancha movible de unos bueyes desuncidos, empezaba el borracho:


«No es vedá, padoma...padoma
que en esta apatada... apatada odilla
da duna... da duna bdilla...»


—¡Marranos! ¡Indecentes!—gritó de pronto Quico, pugnando por escaparse de aquel círculo de curiosos que le aprisionaba.—¿Qué ha sido?—le preguntó alguien entre las risotadas del gentío.—¡Cochinos!—continuaba.—Pero, oye, dí: ¿qué ha sido ello?—Pus... pus ¡que me han orinao encima! ¡Guarros!

—¡Pobrecillo!—prorrumpía la viuda.—¿Porqué darle esas bromas tan pesadas?—Y tan sucias—añadía ceremoniosamente, por lo bajo, el Secretario del Ayuntamiento, que presumía de fino, y cuenta que no cesaba de hurgarse las narices.—Venga usted acá, Quico—continuaba doña Carmen; tome usted esas perras y váyase á dormir.

Quico, al tomar la calderilla, levantó lentamente aquellos ojazos grises y aguanosos que parecían hechos con ostras podridas, y quedó perplejo, sin acertar á moverse.

—¿Qué le pasa á usted, hombre?—le preguntó doña Carmen sonriendo con benevolencia.

—¿A mí, á mí? ¡Jé, Jé! Pus ná.

Echó á andar con paso vacilante de atáxico, no sin volver á menudo la cara y mirando con mirada vidriosa, pero triste, de buey viejo, á doña Carmen, cuya airosa cabeza rubia bañaba pálidamente la luz del farol.

Ya distante, sentía un prurito de volver y echarse á los pies de la viuda; pero no se atrevía. Una vaga sensación, mezcla de miedo y de algo que él no atinaba á explicarse, le contenía. En él las ideas, incoherentes y borrosas, rara vez llegaban á mover su voluntad enferma.

Durante la noche, en medio de sus frecuentes delirios alcohólicos, en que se figuraba rodeado de sapos y cangrejos, arañas y ratones, veía confusamente, como envuelta en un vapor rojizo, la imagen de la viuda; pero el resoplido y el patear de las muías en la cuadra, en uno de cuyos rincones solía dormir, apoyada la cabeza sobre una paca de heno, le arrancaban bruscamente de su ensueño alucinatorio. Después se levantaba dando gritos, como si trataran de matarle.—¡Socorro! ¡Auxilio!—y echaba á correr ó armándose de un palo, arremetía contra las bestias que se le antojaban fantasmas horripilantes.

Al día siguiente permanecía inmóvil, como petrificado, sumido en un letargo de muerte, del que salía para pensar en el suicidio...


* * *


Doña Carmen llegó á cobrarle cierto cariño lastimoso y le aconsejaba con frecuencia que no bebiese.—Mire usted, Quico, que eso le hace daño. ¿Por qué bebe usted?—¡Si es la marinería!...—contestaba con malicia.

—Sí, ya lo sé. Esa gentuza se divierte á costa de usted.—No, si no soy yo quien paga—replicaba riendo estúpidamente.

Para ocuparle en algo y justificar las propinas que le daba, le encargó que la llevase á diario la ropa del baño á la playa. Doña Carmen, con su doncella, iba delante, meneando rítmicamente sus amplias caderas de jamona. Quico, que iba detrás, recogiendo conchas y zambullendo los pies en los charcos, besaba furtivamente el lío perfumado de olor á carne fresca y á salitre.

—¡Dios mío!—exclamaba la viuda.—¡Y cómo está la mar hoy! ¡Jesús, qué olas!—Es que hay resaca—agregaba Quico.

Una vez dona Carmen en el agua, asida á la cuerda con una mano y á la doncella, con la otra, Quico, en cuclillas, entretenido, al parecer, en abrir hoyos en la arena con las manos, dejaba resbalar sus ojos de imbécil sobre las turgentes formas de la viuda, que blanqueaban al través del traje obscuro. ¡Con qué ardor enfermizo de borracho hubiera mordido aquel seno que se hinchaba como las mismas olas y aquella cabeza húmeda que brillaba con visos de oro mate!

Apretando los puñados de arena, hasta ponerse las palmas de las manos lívidas, salpicadas de puntitos rojos, espaciaba la vista sobre las hirvientes arrugas del mar que le atraía, ofuscándole de un modo siniestro. Un sordo impulso criminoso le bullía en el cerebro y sus ojos grises brillaban como los de un gato furioso.

II

Quico permanecía, una ó dos semanas sin beber. Entonces trabajaba en lo que podía, y trabaja con método. Iba y venía de pueblo en pueblo, llevando y trayendo recados, vendiendo frutas ó cerillas; pero al cabo de ese tiempo volvía á las andadas. Hubiera tragado ácido fénico á falta de vino ó aguardiente. Bebía con ansia, con sed inextinguible de dipsománo. Después caía en un sueño comatoso, largo y profundo.

—¿Dónde has estado metido durante estos días?—le preguntaban al verle aparecer de pronto, con los ojos hinchados y la cara rubicunda, tirando á carmesí, como si saliera de un horno.

—Pod ahí... pod ahí—contestaba automáticamente.—¿Ya no quieres á doña Carmen?

Quico, sin contestar, por que tales bromas maldita la gracia que le hacían, continuaba andando con paso tartamudo.

—¿Quieres echar unas copas?

—¡No, no!—respondía con terror, apretando el paso.

—¿Dónde habrá estado metido? En casa de la Perfleuta, de seguro.—Cualquiera lo averigua.

A ratos sentía un furor invencible de matarse. Una noche estuvo á pique de arrojarse al agua. El cielo estaba muy claro. Un pedazo de luna, amarilla y transparente, rielaba sobre la superficie de la ría, mansa y brillante, que á intervalos removía una legión de sardinas que saltaban á flor de agua como un chorro argentino.

Quico, sentado sobre una roca, pensaba á su modo en cosas tristes, contagiado de la serenidad meditabunda de aquel cielo azul y diáfano y el reposado cabrilleo de las aguas. La poesía del paisaje, mudo y apacible como una vejez sin remordimientos ni dolores, le hablaba de algo que él no comprendía, que no llegaba á su inteligencia de un modo claro, pero que le inundaba de tristeza.

Sentía ganas de llorar, de dar voces. El recuerdo de su madre revolaba ante sus ojos interiores como una mariposa lejana; la veía, no como fué, sino como su imaginación se la forjaba, muy vieja ya, envuelta en harapos, pidiendo limosna por la aldea; pero aquella cara que él veía era muy distinta de la auténtica.

Su recuerdo no pasaba de ahí. No la recordaba con amor ni con pena, porque él no sabía lo que era eso. Lo plástico, lo objetivo era quizá lo único que acudía á su memoria y eso de un modo confuso.

De pronto, como si entrase en él otro yo, un yo diametralmente distinto del suyo, en aquel momento, le asaltaba un impulso extraño de destrucción violenta, de aniquilamiento universal. Entonces veía desfilar sobre las aguas una falanje de sombras terroríficas; la ría se le antojaba un inmenso lago de sangre; la luna se agrandaba como un incendio que llenaba el cielo; los peñascos danzaban tomando las formas más absurdas; el rumor del mar llegaba á sus oídos, primero como el respirar de un asmático, después iba creciendo hasta convertirse en el formidable rujido de un león; los botes, que se balanceaban anclados junto á la orilla, le parecían cetáceos que corrían hacia él. En tal estado hubiera permanecido largo tiempo, á no ser por un pulpo que se le agarró fuertemente á una pierna. Al principio creyó que era otra cosa: una ballena ó cualquier otro mónstruo marino. Empezó á saltar, sacudiendo las manos hasta que, dando un resbalón, cayó al agua cuan largo era.

Aunque nadaba como un pez, su aturdimiento en aquel instante le impedía mover los remos.

Gracias á un pescador de caña que le oyó caer dando un grito, pudo salvar la pelleja.

—¿Qué haces, Quico?—le dijo arrojándose tras él y echándole mano por el pelo. Una vez en tierra y á la luz de aquella luna soñadora, logró arrancarle el pulpo que se resistía, con sus viscosas contorsiones, á soltar la presa. Qui co estaba como idiota. Respiraba fuerte y escupía mucho, metiéndose el índice de la mano derecha en el oído.

—Pero, ¿qué ha sido eso?—continuaba el pescador.

—No sé, no sé—respondía.

—Juma tenemos ¿eh?

Al día siguiente corrió por el pueblo la aventura, entre comentarios más ó menos burlescos.

—Eso es el amor á dona Carmen—le decían.

—¡Cá! El aguardiente—agregaba otro.

Cada vez que le mentaban á la viuda, sonreía con odio mal reprimido. Sí, la amaba á su manera, con algo de sumisión perruna y mucho de sensualismo cerebral de impotente. Su nuca, aquella nuca de leche, en que se arremolinaban voluptuosamente doradas hebras, era lo que más le atraía. Por otra parte, como doña Carmen era amable y generosa con él, no podía menos, dado su buen natural, de quererla. Pero ¡qué había de demostrarla aquella pasión silenciosa que le consumía, mezclándose á sus delirios de borracho!

La Perfleuta era la única sabedora de sus angustias; pero maldito si las tomaba por lo serio.

—Toas son unas tías, convéncete. Esa no se va contigo, porque eres probe y andas como andas. Pero así me esquilen si en cuanto se la arrime un señorico, no se va tras él. Cosas mayores vieron estos ojos que se ha de tragar la tierra. Por estas, que son cruces.

Quico no respondía.

III

La temporada de verano iba de vencida. Muchos bañistas habían empezado á desfilar, camino de la provincia algunos, camino de la corte, otros. El pueblo iba perdiendo poco á poco su alegría que se evaporaba en el tono grisáceo de lluvias intermitentes. El mar iba tomando siniestros visos verdosos y se encrespaba á menudo, hasta el punto de intimidar á los mismos pescadores, avezados á las borrascas.

La compañía de volatineros, de la que formó Quico parte, en calidad de payaso, haciendo reir al pueblo con sus cabriolas, durante algunas noches, recogía los bártulos con dirección á la capital. Doña Carmen se desternillaba de risa con los gestos y volteretas del borracho que se envanecía de que ella le aplaudiese. El traje de payaso le comunicaba cierto arrojo que nunca alcanzó á comunicarle su astrosa vestidura de mendigo.

Una noche se atrevió á requebrar á la viuda, despertando, como era consiguiente, una tempestad de risa.

—A la salú de usté, mi se... se... señora doña Carmen—decía, dando una vuelta en el aire, que á poco si se descalabra. Otras veces, pretextando dar las gracias al público, la enviaba besos con ambas manos, y no siempre la regocijaba, ni con mucho, audacia semejante que, sin poder ella evitarlo, teñía de rojo sus mejillas.

Ya era tiempo de partir. Doña Carmen tenía que regresar á Madrid, donde la aguardaban los quehaceres de su casa. Cuando Quico lo supo, no pudo menos de afligirse.

Ella se iba á la corte, allá lejos, donde hay muchos hombres que la agasajen, y él se quedaba solo, abandonado y triste, entre aquellas montañas ingentes, á merced de los marineros que se divertían emborrachándole. ¡Si él también pudiese ir á Madrid! Pero, ¿cómo? jamás había salido de su aldea. Ignoraba lo que era un ferrocarril y cuando le hablaban de descarrilamientos y choques, lo oía como si le hablasen de la China.

Lloraba de angustia, de ira. En sus momentos lucidos, cuando el alcohol le dejaba ver claramente, pensaba en su indigencia, en su infelicidad de pordiosero.

Por fin llegó el día de la marcha, y lloroso, tambaleándose más que nunca, acompañó á doña Carmen á la diligencia, que comunicaba á Cuérniga con la estación, cargándola el baúl y la maleta.

—¡Buen viaje!—la decía.—¡Buen viaje! A ver cuan... cuando vuelve... vuelve... por aquí.—¡Vamos, quita!—le interrumpían, empujándole.—No importunes.

—Señora, ya sabe usted que aquí nos tiene para lo que guste. A ver si el año que viene tenemos el placer de volverá verla—la decía, sombrero en mano, el alcalde.

—¡Ya lo creo que volveré!—contestaba doña Carmen, repartiendo salados y sonrisas.—Adiós, Quico. Cuidado con beber.

Cuando la diligencia, entre el chasquido de la tralla y el cascabeleo de las bestias, levantando nubes de polvo, arrancó por la carretera arriba, camino de la estación, Quico sintió que el corazón se le rompía. Con ojos doloridos seguía el culebreo del coche, á lo largo del camino, á través dé los árboles. Ya distante, divisaba la luz mortecina de la diligencia, que sesgaba las sombras, y percibía el run run tristón de los cascabeles.


* * *


Tanto insistió Quico en querer ir á Madrid, sin confesar, ni á palos, el móvil de su intento, que entre los marineros se le hizo una colecta á fin de pagarle el viaje en tercera clase hasta... medio camino.

Era una broma como otra cualquiera.—¿Le facturamos? ¿Le metemos en la perrera?

El viaje de Quico fué, durante algunos días, el tema de la conversación de todo el pueblo. Los hombres reían, las mujeres se lamentaban.

—¡Pobretuco! ¡Si no ha viajado nunca! ¿Y si le pasa algo en el trayecto?

—¿Qué le ha de pasar, mujer? ¿Pa qué está el revisor?—Lo más que le puede pasar, es que el tren descarrile y le aplaste—objetaba el albéitar.—Y quien sale ganando es él.—¡Qué almas, qué almas!—suspiraban las mujeres.

Cosa resuelta. Para solemnizar tamaño acontecimiento, ¡menuda borrachera la que pilló Quico en vísperas de su viaje! Subió á la diligencia dando traspiés. Ya en la estación, logró despejarse un poco. Estaba aturdido y tenía miedo. Dos ó tres veces trató de escabullirse. El pitar de la locomotora le estremecía.—Y eso que... que suena ¿qué es?—preguntaba asustado.—No tengas miedo, tonto. Ya verás cómo te diviertes. En cuanto arranque el tren se te quita todo eso.

El coche en que le metieron iba completamente vacío. El Secretario del Ayuntamiento, que tomaba parte activa entre los promotores de la broma, tuvo un momento de vacilación.—¿Y si este tío se arroja por la ventanilla al arrancar el tren?—Pronto desechó tales temores; pero, por sí ó por no, hubo de recomendar al revisor que le vigilase.

Quico, agarrado á la ventanilla, como si temiese caer, contestaba atolondradamente á los saludos de sus amigos del andén.—¡Hasta la vuelta, Quico!—¡Quico, buen viaje!

El tren volaba, haciendo girar árboles y montes. Cada vez que pasaba ante un poste del telégrafo ó un puente ó una peña, Quico sentía como el chasquido de un látigo enorme. Mientras hubo luz, á pedir de boca. Su vista se recreaba con el rápido cambiar del paisaje y su cabeza se despejaba con el aire cortante de las montañas. Pero al colarse el tren en el primer túnel, cuando todo quedó flotando en la sombra, menos el interior del coche, alumbrado por la lamparilla de aceite, cuya lengua trémula lamía el techo, amenazando, según pensaba Quico, incendiar el vagón, una congoja indecible se enseñoreó de su espíritu. Quiso gritar, pero no pudo. Afortunadamente, el túnel no era largo. Pronto la vista de un valle frondoso, le abstrajo de su terror.

Sin embargo, no las llevaba todas consigo. El recuerdo de doña Carmen había volado. Ya no pensaba en ella. Lo que realmente le obcecaba era aquel correr estrepitoso y fantástico del tren.

Mudo como un muerto, no se atrevió, al llegar á la primera estación, á pedir que le sacasen de allí.

Veía el hormigueo de personas y equipajes del andén como una prolongación calenturienta de sus visiones del trayecto.

—¡Agua y aguardiente! ¿Quién quiere agua?—voceaban algunas mujeres abrazadas á sendos botijos.

¡El Liberal de hoy! ¿Quiere usted El Liberal, señorito?

—¡Señores viajeros, al tren!.

Todo sonaba confusamente en sus oídos como el zumbar de miliares de moscas.


* * *


¡Otro túnel! Era demasiado. ¡Y qué túnel! Largo, sombrío y húmedo como unas catacumbas. La máquina, con su patear metálico, estremecía la bóveda. Quico se puso en pie.

—¡Socorro! ¡Auxilio!—gritó con voz ronca.

El humo oleoso y pestífero de la locomotora envolvía en una nube negra el cóncavo del túnel y los coches. Tan pronto se arrastraba por las paredes, como acariciaba el techo de los vagones. Quico se asomó á la ventanilla. Las paredes, chorreando agua, reflejaban el resplandor rojizo del hogar. Se figuró que todo ardía.

—¡Auxilio! ¡Socorro!—volvió á gritar; pero el estruendo del tren ahogó su voz. Empezó á pasearse de una ventanilla á otra, como fiera enjaulada.

El estrépito crecía; el humo, cada vez más negro, le asfixiaba. La luz de la lamparilla, medio moribunda, arrojaba una claridad tenebrosa sobre el coche, y la silueta de Quico, saliéndose fuera, danzaba hecha pedazos por las paredes.

Ya no veía más que espectros que carcajeaban, reptiles inmundos que le mordían, y oía como voces sepulcrales que le gritaban; todo un mundo de alucinaciones espantosas.

Finalmente, loco de terror, se arrojó por la ventanilla, aplastándose los sesos contra las piedras.

Sin echarle de menos, el tren, silbando triunfante, salía á poco de su caverna, alargándose como una culebra á través de la llanura que iba palideciendo en la melancolía silenciosa del crepúsculo vespertino...


Santander, 1892.

Fiebre de análisis

Autodisección de un enfermo

I

Mi novia, ¿era buena ó era mala?

Á juzgar por lo que yo había observado (en el supuesto de que pueda observar quien ama) mucho había de verdad aparente en lo que de ella se decía, en son de censura. Y sin embargo, la amaba cada vez más. Aquellas calumnias (ó lo que fuesen) despertaban en mi espíritu un odio entreverado de amor punzante. Me perdía en abstrusos análisis psicológicos en los que entraban por mucho mis preocupaciones, mis cavilosidades de hombre sensual.

Las cosas que yo había oído con aparente frialdad, atentatorias á su honor, me entraban en el corazón como una náusea, me inspiraban un rencor taciturno, uno de cuyos factores era el papel ridículo que á mis propios ojos hacía, dejándome arrastrar por una pasión que yo juzgaba indigna de mi.

Al propio tiempo que tales desabrimientos, experimentaba un cosquilleo placentero, allá en lo profundo de mi corazón; un anhelo de besar, con besos que terminasen en mordiscos, á la mujer en quien la maledicencia clavaba las uñas.

—Es hermosa—decían;—pero ligera de cascos, si las hay. ¡Y qué ideas las suyas! Es partidaria del amor libre... y ¡lee á Zola! Es más: no tiene pizca de religión, no cree en Dios ni en el diablo. Crea usted, amigo mío—añadían, sin sospechar que yo llevaba relaciones con ella—mujer de semejante catadura no puede ser buena...

Mi primer impulso era estrangular á quien tales cosas pensaba; pero pronto pasaba la ola de mi enojo, y mostraba vivos deseos de seguir oyendo lo que tan mal me sabía.

Por la noche, cuando iba á su casa, me desataba en denuestos y la culpaba de todo lo que me habían contado, con más, lo que mi imaginación había forjado en su exaltación febril.

Ella oía aquella tempestad de injurias, de amenazas y de quejas con el sobresalto de quien despierta á deshora por inesperado tumulto popular. Palidecía intensamente, se erguía en su asiento, me clavaba sus ojos azules, concluyendo por sonreír con sardónica sonrisa.

Aplacada la tormenta, departíamos cariñosamente, no sin indicarme, á modo de epílogo, que tales disputas la enfermaban, y que, de repetirse, darían con ella al cabo en el cementerio.

No era romántica. Casi nunca soñaba despierta. Me amaba sin fines ulteriores, sin preocuparse poco ni mucho de lo porvenir. En lo referente al amor era partidaria del arte por el arte, como si dijéramos.

—¡La vida es tan corta!—exclamaba.—¡Tiene tan pocas alegrías! ¿A qué agriarla más con supuestas inculpaciones y celos infundados? Yo te amo, y eso debe bastarte...

La tensión de mis nervios exigía menos laconismo, más calor, más fuerza. Yo necesitaba que me volcase encima todo un diccionario de pasión, de lujuria, de cariño... Aquella sobriedad era para mí lo que una gota de agua á un sediento.

Al fin firmábamos, aunque temporalmente, las paces. Lejos de quedar tranquilo, me enredaba en nuevas dudas é inquietudes...

—No; si ella, en realidad, me amase, se habría expresado con más fuego. Y aquello que dijo primero, ¿cómo se compadece con lo que dijo después? ¿Será cariño lo que siente por mí ó mera sensualidad?.

Y era que yo la juzgaba al través de mi temperamento. No dejaba mi personalidad y me trasladaba mentalmente á la suya; no me ponía en su lugar, eso es. •

Carecía de la fuerza de abstracción suficiente para prescindir de mi vida interior, de mi sexo, de mi educación, de mis vicios y convertirme en mujer de complexión moral y física opuesta á la mía.

¡Qué abismo el que separa los sexos! Un hombre no comprenderá nunca á una mujer, como una mujer no comprenderá nunca á un hombre.

La mujer es altruista, el hombre, egoísta. El hombre, por ser más impulsivo, por tener una esfera de acción más amplia, es más sincero, más inteligente y tolerante; la mujer le gana en astucia, en disimulo, en fineza. La una espera; el otro acomete.

Es naturalmente conservadora, porque es la depositaría de la especie; teme á lo nuevo, al paso que el hombre, más rico en asociaciones de ideas, más audaz, más sanguíneo, gusta de la novedad, se aburre pronto, lo cual justifica su amor á la poligamia.


* * *


Por la noche, cuando me quedaba á solas en mi cuarto y apagaba la luz, ¡qué remolino de figuraciones el que pasaba por mi cabeza! Mi sueño era intranquilo. Me despertaba al amanecer, con el despertar á medias y sombrío de quien ha pasado una noche de fiebre... El encéfalo me dolía, y hasta la luz del sol se me antojaba macilenta.

No tenía voluntad para alejarme de aquella mujer inteligente y culta, de curvilíneas formas, de ojos expresivos que tomaban la dureza brillante del acero en los raptos de ira y el mimoso tinte del crepúsculo en los instantes de abandono...

Me devanaba los sesos inquiriendo la verdad, á través de la selva de recelos, desconfianzas y temores que habían hecho nacer en mi cerebro las hablillas de las gentes y mis propios juicios contradictorios, bruscamente rotos por el rápido sucederse de mis estados de conciencia.

El amor vendaba mis sentidos trabucando mis ideas que, en rigor, no eran ideas, sino convulsiones intelectuales.

Empezaba pensando en ella y concluía discurriendo (si aquello era discurrir) sobre una noticia que había leído horas antes en un periódico, y que maldito lo que tenía que ver... con las témporas.

Luego, dando suelta á la imaginación, soñaba que me había enriquecido ¡El dinero! He aquí la causa de mis desvelos, de mis pesquisas... Si yo fuera rico, ¡qué había de perder el tiempo en estas escaramuzas psicológicas que á nada conducen, como no sea... al manicomio!

Me casaría y Cristo con todos. Y me iría á viajar con ella... ¡Qué felices hubiéramos sido! Y yo mismo, á mi pesar, me enternecía con estas ilusiones engañosas.

Pero no; nuevas dudas hubieran germinado en mi espíritu; me hubiera hastiado pronto, porque los temperamentos desquiciados necesitan el continuo cambiar de paisaje. Hubiera suspirado por una vida orgiástica, de muchas aventuras amorosas.


Me he olvidado de lo principal. ¿Era buena ó era mala? En ella había un fondo de moralidad severa é inmutable. Todo, ó casi todo, era en ella puro intelectualismo. Mostrábase desenvuelta y maliciosa en él pensar. Cuando hablaba con los hombres, diríase que en sus ojos se daban cita todos los eufemismos de la picardía. Cuando me fijaba en ellos, recordaba lo que decía Schopenhauer: «El disimulo es innato en la mujer, lo propio en la más avisada que en la más tonta.»

Eran unos ojos que inspiraban celos aisladamente. Su natural intensidad se desvanecía en un fondo de neblina, en que hormigueaban irisadas candelillas.

Tenían no sé qué de indefinible malignidad, de burla incisiva, y á la vez no sé qué de siniestro, que se volatilizaba en una lejanía de enérgica ternura.

De la córnea de aquellas pupilas parecía fluir no sé qué de pérfido que hablaba á mi neurosis de recónditos aburrimientos, de veladas supercherías...

A veces, cuando me quedaba suspenso contemplándolas, me sentía súbitamente movido á arrancárselas con los dedos.

La dinámica de aquellos ojos, que aún me miran con fijeza al través de los recuerdos, se unía, como el calor al fuego, á cuanto la murmuración había inventado en desdoro de su honra.

¡Cuántas veces, en la soledad de mis insomnios, me han mirado con melancólica benevolencia, como compadeciéndose de mis desdichas!


Yo necesitaba buscar hechos en los cuales encarnasen mis sospechas. Por donde se explica que me pusiese á la husma de cuanto decía ó ejecutaba para torcerlo y convertirlo en arma contra ella. ¿Hablaba de una función de teatro? Pues yo, con malévola intención, la obligaba á que me diese su parecer sobre los actores. Y, claro, á la menor alusión á la guapeza de ellos, á su talento, á su donaire, saltaba como corcho de botella de Champagne y la armaba un caramillo.

—¿Lo ves? Cuando el río suena... ¿Con que te gusta ese imbécil, eh? Pero, tonto de mí, ¿acaso ignoro que á tí te gustan todos los hombres?

Y toda ella se estremecía de cólera, como la piel de una bestia á la picadura de un insecto.

Estas suposiciones ofensivas la entristecían. Muchas noches se lamentaba conmigo del concepto que yo tenía formado de ella.

—¿Para qué sigues diciendo que me quieres sí tan poca confianza te inspiro? Si soy tan mala, ¿por qué no me olvidas?—agregaba, con acento conmovido.


* * *


Yo estaba enfermo de la manía de investigar, de querer indagarlo todo. Vivía en un estado de incertidumbre diaria. Lo analizaba todo, por insignificante que fuera, sin llegar nunca á una solución definitiva.

Las ideas más claras se me antojaban caóticas. Todo aquello que inventaba quería convertirlo en acto; pero la fatiga, originada en mis centros nerviosos, paralizaba mis músculos.

La atrofia de mi voluntad era evidente. Una serie de tendencias antagónicas se disputaban su elección, ni más ni menos que una cohorte de gomosos á una mujer casquivana.

Mi cerebro, débil é indeciso, apenas distinguía mis percepciones de mis visiones íntimas, apenas daba crédito al testimonio de los sentidos. Para mí la verdad no era lo que me entraba por las vías sensitivas, sino una ideación confusa, en la que flotaban girones de la realidad mal percibida. Una fiebre taciturna adulteraba lo que yo veía, lo cual se transformaba luego, merced á la fuerza plástica y expansiva de la imaginación, en algo que tenía elementos vivos, pero que, en conjunto, era pura ilusión.

En mis insomnios veía desfilar una legión de hombres por delante de ella, que se mostraba provocativa y tentadora... Eran sus amigos, entre quienes repartía con profusión caricias y promesas. A este iluminismo sucedía un pronto arrepentimiento. Deseaba tenerla presente para humillarme á sus pies en demanda de perdón; ¿Por qué pensar tan mal de ella? ¿Es acaso capaz de semejantes infamias...?

En este ir y venir de ideas, de celos que me mordían, de lenitivos que, para calmar mis congojas, forjaba con pedazos de recuerdos gratos y alegres, el sueno me sorprendía, un sueño plúmbeo y angustioso, poblado de pesadillas.

Las sensaciones despertadas en mi espíritu por el mundo exterior, se debilitaban gradualmente; y á medida que se hundían en un á modo de limbo vago, aparecían á mis ojos internos las alucinaciones, sensuales unas, terroríficas otras...

Lo que había soñado, ¿era la realidad? No sé. El sueño, desde el punto de vista psicológico, es la reproducción ideal, pero incoherente y amorfa, de lo que hemos vivido despiertos. Pero ¿merced á qué conjuro vuelven á la vida estados de conciencia desaparecidos ó lejanos, hilos sueltos de una realidad obscura, indiferente, y surgen como presentimientos de sucesos que no se verifican jamás?;

Lo natural es que, durante el sueño, resuciten nuestras percepciones y emociones del día, aquellas que más hondamente nos han impresionado; pero lo que no me explico es la aparición de ideas y sentimientos que, sobre absurdos, no han entrado es nuestro sensorio por ninguno de los sentidos intelectuales.

Acaso tenga razón el ilustre autor de L’Intelligence cuando afirma que la naturaleza del sueño y la de la vigilia son diversas. Un borracho no recuerda, pasada la embriaguez, lo que hizo ó lo que dijo sino cuando vuelve á emborracharse. Despiertos, no recordamos muchas veces lo que que soñamos; sólo cuando soñamos nuevamente evocamos las imágenes de sueños anteriores.

El sueño, para mí, las más veces, era algo así como una intoxicación con curare. Observa Claudio Bernard que los sometidos al influjo de dicho veneno americano, aparentan una insensibilidad absoluta; en ellos las funciones vitales se apagan sucesivamente. Un sueño apacible parece ser el tránsito de la vida á la muerte Pero todo es engañoso. No hay tormento análogo al que produce la citada substancia tóxica. La inteligencia, la sensibilidad y la voluntad permanecen intactas; pero pierden todo su imperio sobre los músculos; de suerte, que dichas facultades, mudas é impotentes, asisten á la desaparición consecutiva del funcionar de los órganos.

Yo experimento, durante el sueño, emociones indecibles, torturas inquisitoriales; tengo conciencia de que estoy soñando; pero carezco de fuerza impulsiva para despertar...


¡Qué laberíntico es el pueblo interior! La conciencia ve este desfile de fantasmas como quien mira desde una roca hervir el mar en torno suyo. Las olas pasan y pasan, atropellándose las unas á las otras como impacientes por llegar á la remota orilla. ¿Para qué? Para morir deshechas en espuma, bajo un cielo indiferente, bajo un cielo ilusorio que el dolor pobló de esperanzas y el odio de amenazas y castigos... ¡Ah, vida amarga, cuán abominable apareces al ojo de zahorí de los que sufren! Como una mujer marchita esquivas la luz y diríase que condenas á la desesperación á quien osa sorprenderte en tus cópulas obscuras. Todo en tí parece hecho para verlo á distancia como ciertos cuadros impresionistas ¡Qué horrible, qué horrible eres de cerca!

II

Todo, al fin y á la postre, concluyó. ¿Y cómo? Muy sencillamente. Una noche llegué á su casa á la sazón en que ella departía con uno de sus amigos, á quien yo la había prohibido que tratase. Pronuncié unas cuantas palabras, irónicas y secas, y á poco me marché, no sin que ella me acompañase hasta la puerta, suplicándome que me quedase.

Al día siguiente recibí una carta preñada de lirismo. Yo no la quería—según ella;—porque de quererla no la haría padecer tanto. Por mí estaba enferma, y yo sólo era el hombre á quien adoraba. A mí, el tirano, el déspota de su albedrío. A los dos ó tres días tuvimos en su casa una entrevista turbulenta. No me avenía, ni con cien leguas, á las razones que me daba atropellada y nerviosamente.

—Tú eres una vil coquetuela, una pérfida, incapaz de sentir pasión como no sea por el dinero, ídolo ante el cual lo sacrificas todo.

Y ella, entretanto, me miraba con ojos de asombro y de miedo.

—¿Qué esperar de una mujer cuyo padre se pasa las noches en el Casino jugando, cuando no en escandalosa orgía? De raza le viene al galgo... ¿Qué esperar de una mujer cuya madre, débil y frívola, transige con los caprichos y devaneos de una hija mimada y tonta?

Ella quería mucho á su padre cuya conducta la atormentaba sordamente. Le quería, y á la vez le despreciaba. Le quería, porque era bueno y condescendiente; le despreciaba, porque era infiel á su madre, porque era jugador y se embriagaba á menudo. Por donde se comprende que la doliese tanto el insulto, doblemente doloroso por lo que tenía de verdadero.

Ella, hasta entonces humilde y resignada, sublevóse de repente. Su cara iluminóse con claridad siniestra; sus ojos chispeaban como los de un tigre en la sombra, y su voz tomaba tono de gritos de ave aterrada que vuela. ¡Ni el desbordamiento de la lujuria en un hombre casto!

Los improperios brotaban de sus labios silbando y retorciéndose; chocaban unos contra otros como las chispas de una fragua; crujían entre sus dientes como cáscaras de avellanas.

Sus ofensas me penetraban el corazón como dardos candentes; pero á la vez me servían de estimulantes, irritaban mi apagada energía, calentaban mi sangre...

Yo, á par que contestaba á sus cargos, con toda una terminología pintoresca y sonora, pensaba por modo confuso y elegíaco en lo porvenir.

Sí, la había perdido para siempre, sin haber saboreado el placer de gozarla. Aquel cuerpo gallardo y lascivo se me iba de entre las manos, huía de mí como una sombra... Y sentía simultáneamente un hervidero de emociones distintas que me ahogaba: odio, amor, ira, soberbia, tristeza; las células nerviosas telegrafiaban á mi cerebro sensaciones intensas y fugaces que me aturdían. Aquello era un carnaval lúgubre en que mis emociones, con el traje de la locura, se daban bromas á sí mismas. La risa me lloraba; el odio, vestido de alegría, daba saltos de payaso; la tristeza, con oropeles de esperanza, muequeaba, y las lágrimas, con tendencia á la risa, se evaporaban en miradas bondadosas...

Diríase que mis nervios, rompiendo la tutela cerebral, se entregaban á una" orgía de extrañas sensaciones.


Informaba sus exabruptos el rencor amontonado en ella por mis continuas ofensas, por mis imposiciones despóticas, que se la habían subido á la cabeza como una apoplegía. En aquel supremo despertar del orgullo femenino, recordaba mis injusticias, mis desvíos, mis celos ofensivos á su dignidad, mis inculpaciones gratuitas, mi vanidad de hombre que se siente amado, y las recordaba comparándolas con su discreto silencio, con su benevolencia y su resignación de mujer que se ve dominada por una pasión absorbente.

—¡Ya no puedo más! ¡Vete! ¡Vete!—exclamaba como una loca.

Al oiría, no sé qué raro enternecimiento me empujaba á la súplica. La compasión había ocupado el lugar del enojo, y una ola de amor me envolvía.

Me arrojé sobre una silla desfallecido. Ella acudió pronto en mí auxilio. No sé si pronunció palabras de amor y de consuelo. Sentí su mano deslizarse, como el ala de un pájaro, por mi frente sudorosa... Volví de mi desmayo. El hecho de verla tan solícita conmigo, me hizo olvidarlo todo.

Pero ella replicaba á mis ruegos con acres ironías, mientras sus ojos se tornaban obscuramente verdes.

No había arreglo posible. El amor de aquella mujer había muerto de cansancio.

Me quería; pero ¿qué pasión resiste á ésta fiebre de análisis diario que todo lo pulveriza? Análisis, si miraba; análisis, si reía; análisis, si hablaba; análisis, si callaba. Y lo peor del caso era que no daba yo en el clavo las más veces...

III

Desde el rincón de mi aldea, donde llevo una vida monótona y sedentaria, sin ilusiones, sin afectos, sin más lectura que la del Journal Intime, de Amiel, vuelvo de cuando en cuando los ojos al pasado y medito con tristeza sobre lo inútil de la vida... ¿Para qué tal despilfarro de fluido nervioso y de juventud que, una vez ida, no retorna jamás?


Todo ha desaparecido en el anochecer del recuerdo... Quedan, sí, fantasmas que gesticulan, imágenes de desvanecidos contornos, como quedan en la retina, una vez ausentes los objetos, las ilusiones ópticas.

A un estado de conciencia sucede otro; á una sensación otra sensación; pero nuestra memoria no tiene el poder de evocar intensamente las impresiones muertas... ¿Quién, al recordar un dolor, reproduce con el recuerdo ideal la sensación misma?

Hay casos en que la imagen es tan vigorosa, que resucita olores y sabores que no están presentes. Pero, ¿quién siente, cuando le viene en voluntad, las emociones del amor embalsamado, el dejo de las caricias que borró el olvido?


Madrid, 1890.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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