Quico el Sapo

Emilio Bobadilla


Cuento


I
II
III

I

El gran entretenimiento de aquel pueblecillo de pescadores, perdido entre montañas abruptas, bajo un cielo de añil, era Quico el Sapo. En las noches de invierno los marineros se divertían emborrachándole. Entre ellos, uno, á quien apodaban el Oso, por lo velludo y fornido, llevaba en ocasiones la broma hasta darle vino con orines, que Quico apuraba tan campante. Una vez á medios pelos, le toreaban á su antojo.

—Vamos, Quico, cuéntanos lo que te pasó con la Perfleuta la otra noche.

Quico, limpiándose la boca con el dorso de la mano y sonriendo picarescamente con sus ojos saltones de sapo, que nadaban en lágrimas pitarrosas, empezaba tartamudeando, como solía, su relato. Los marineros se agrupaban en torno suyo, en pie algunos, otros á la turca ó encaramados sobre el mostrador de la taberna, refocilándose de antemano con las picardihuelas del borrachín.

—La Perfleuta me dijo:—«Quico, sién... siéntate en mis... mis pi... pi... piernas.»—Y tú ¿qué hiciste?—Pus... pus me... me senté.—¿Y luego?—Pus... pus la... la besé.—¿Dónde?—En la... la bo... boca.—¡Ah, granuja!—Y soltaban el trapo á reír, entre exclamaciones y votos.

La Perfleuta, como la llamaban, era una ventera de más de sesenta años; desdentada, con una tripa de preñada crónica. Generalmente se la veía sentada á la puerta, zurciendo medias de lana ó echando de comer á un cerdo rubio, su compañero fiel que, con las orejas gachas y el hocico embarrado, la seguía por todas partes gruñendo.

La venta estaba fuera del pueblo, lindando con la carretera. Se componía de un mostrador y un armario en cuyos anaqueles había vasijas de barro, abarcas, grandes trozos de cecina, rollos de bramante, zuecos y frascos medio vacíos.

A la izquierda se veía una cama con un jergón mal cubierto por una colcha de colores y una almohada sin funda, sucísima. Al pie de la cama, un orinal sin asa con una costra rojiza en los bordes, y sobre un taburete, una vela de sebo metida en la boca de una botella. De un ángulo al otro se extendía una cuerda de la que colgaban unas enaguas color isabelino, un pañuelo negro y unas alpargatas. En el centro, una mesa grasienta, con un banco, junto á la cual se agrupaban los carreteros á tomar vino.

Perfleuta tenía una hija, larguirucha y flaca, á quien apenas se veía en la taberna por estar casi siempre labrando la tierra. Se entregaba á los picapedreros en el campo, á trueque de unas sardinas ó de una jarra de vino.

Perfleuta vestía siempre de luto por la muerte de un sobrino acaecida no se sabe cuándo. A menudo insultaba á la hija porque se enfadaba con las bromas obscenas de los labriegos.

—Anda ¿y qué más da? ¡Ni que fueas virgo!

—Pus lo soy.

—Sí, de aquí,—Y se tocaba en la frente.

—¡Adiós, Perfleuta!—la gritaban maliciosamente los carreteros y labradores que pasaban, á la caída de la tarde.

—Quedai con Dios—contestaba con displicencia, sin mirar á quién.

—Y ¿qué hay de mozucas? ¿Se saca pa la borona?—la preguntaba alguno dándola un manotazo en el hombro.

La Perfleuta, levantándose malhumorada, se metía bruscamente, con silla y todo, en la taberna, no sin maldecir del cerdo que se la enredaba á menudo entre las faldas.

Contábase que Quico la auxiliaba en sus bellaquerías, á cambio de unos vasos de vino, y se fundaban en que regularmente se les veía secretear junto á la iglesia ó en la fuente del Tejo, ó en la misma venta, ya entrada la noche. A veces reñían.—¡Borracho!—¡Bruja!

Y quedaban después tan amigos.

Quico, como perro sin amo, zanganeaba de aquí para allá. Tan pronto se le veía vendiendo cajas de fósforos, como tirado boca arriba en el soportal de la casa del cura, durmiendo la mona; tan pronto ayudaba á los pescadores en el muelle á vaciar las lanchas atestadas de merluzas vivitas y coleando, como ayudaba á los volatineros, que aparecían por el pueblo de tarde en tarde, á levantar la tienda en medio de la plaza.

Llevaba siempre los bolsillos del pantalón repletos de baratijas: una cadenilla de cobre, una sortija de estaño, un librito de papel de fumar, mendrugos verdosos, un mechón de pelo de su primera novia (según decía), envuelto en un papel de estraza, dos ó tres tagarninas medio destripadas, un pedazo de bramante, etcétera.

Todas las tardes, al llegar, ya anochecido, la diligencia, con su melancólico cascabeleo, Quico, acercándose á los viajeros, les decía:—¿Hay que... que cargar algo?—Algunos le entregaban sus maletas, y era de ver cuán seriamente las llevaba, con el sombrero sin copa hundido hasta las cejas y una colilla negruzca pegada al labio inferior, tropezando aquí y allá, más borracho «que una cuba.


* * *


Entre los forasteros recién llegados una tarde, venía una señora viuda, joven aún y hermosa, muy caritativa y vivaracha. Desde que supo que por el pueblo andaba un infeliz llamado Quico que era el hazme reir de todos, entró en deseo de conocerle, porque, según ella, hay que practicar la caridad en todas partes.

—Quico, recita el Tenorio—le decían una noche varios marineros.—La señora quiere oirte.

Entre los circunstantes figuraban algunos vecinos y no pocos bañistas. El pueblo, aunque diminuto, tenía una playa espaciosa que bañaba el Cantábrico. De muchas partes acudía la gente, durante el verano, á Cuérniga, que así se llamaba el pueblecillo, en busca de aire salobre y vistas panorámicas risueñas.

Quico no podía ver, ni en pintura, á un joven apodado el Magras, á causa de su flaqueza, porque se burlaba de él. Durante el veraneo andaba con los forasteros y desdeñaba á los del pueblo. Era un lechuguino, pero pobre, que vivía «de milagro», como decía el Sr. Sastrón, un montañés enriquecido en Cuba, célebre entre los bañistas por esta pregunta que dirigía indistintamente á todos:—¿Cuántos baños lleva?—Cinco.—¡Ah, bien!—y se alejaba, no sin dar antes al interrogado una palmadita en el hombro.

El Magras era cortés con todo el mundo. Saludaba á diestro y siniestro, con un sombrerazo que llegaba hasta el suelo. No se bañaba nunca, por lo cual exhalaba cierto tufillo á macho cabrío, claramente perceptible cuando se aproximaba uno á él. Cortejaba á todas las jóvenes, señaladamente á las de «extranjis», como designaba él á las que no radicaban en Cuérniga. Se sabía de coro la música de las últimas zarzuelas estrenadas en Madrid; era pérfidamente chismoso y deliraba por el baile. Tenía una hermana, solterona, como de cuarenta años, tan lista y chismosa como él, por lo cual la llamaban Tijeras. Cuando bailaba se adhería al compañero con sensualismo lésbico, volteando los ojos lánguidamente y suspirando.—Es el adiós á la juventud—decía un bañista.—En complicidad con el calor—agregaba otro.

La pobre Tijeras era romántica, romántica cursi de las que no pueden ver la luna sin sentirse tiernas. Desdeñaba lo vulgar—eran sus palabras—y gustaba, sin embargo, de la poesía de Grilo.

—«¡Ah, esas Ermitas de Córdoba!»

Andaba á menudo con una familia madrileña, cuyo jefe había sido diplomático, no se sabe dónde, y la cual se componía de los papás, de una niña de quince años, Melita, y de dos jóvenes escuchimizados, ahitos de diviesos, orzuelos y granulaciones sospechosas. Era una familia con humos aristocráticos, muy echadora de riquezas que nunca tuvo. El papá, D. Basilio, llevaba siempre un sombrero de castor blanco y unas camisas de dormir que se mudaba dos ve ces por mes. Tampoco se bañaba. Sentado en la playa, bajo su sombrilla gris, muy tieso, como cuadra á un diplomático, se entretenía en ver nadar á los otros, respirando con delicia aquel aire saturado de iodo.

El albéitar, especie de cerdo, de ojos pequeñitos avecindados en el cogote, muy panzudo, maldiciente como él sólo, se burlaba del ceremonioso D. Basilio, sobre todo, de sus patillas, castañas por todas partes, menos por la raíz, que eran blanquecinas. Nadie escapaba á su murmuración.—En este pueblo—decía cuando le tildaban de mala lengua—la gente es mu embustera. Cuando ven á un hombre encima de una mujer...—Enterados—le interrumpían.

Era albéitar y herrador, todo en una pieza. Estaba enterado de la vida íntima de las mozas, mozucas», según él, y cuando éstas pasaban con la herrada en la cabeza junto á él, siempre las decía algún requiebro lascivo acompañado de un estrujón en el seno ó de una nalgada.—¡Adiós, rica!—A todas las tuteaba descaradamente, fuesen solteras ó casadas. A pesar de sus años, tenía el gran partido entre ellas, gracias—según se susurraba—á ciertas perversiones seniles de que él mismo se jactaba, con escándalo de D. Basilio.

Por las tardes se reunían algunos en una á modo de terraza de un vetusto castillo derruido, enhiesto sobre las rocas, contra las cuales el mar, enarcándose, batía fragorosamente. Junto al castillo, entre los arrecifes, se bañaba la gente pobre, revuelta con los caballos: los hombres en porreta y las mujeres en camisa. No había modo de que éstas se mojasen la cabeza, y, cuando alguna lo hacía, chillaba á más no poder.

Valiente zambra la que armó cierto día un clérigo, de una aldea cercana, á quien el médico ordenó una docena de baños de ola. El pobre diablo, que en su vida vió el mar, ni en pintura, apenas metía los pies en el agua, juraba como un carretero.—¡Voto á bríos! ¡Y qué frío está esto!—Pero lo chistoso no era eso: era que se dió los doce baños en un día, uno detrás de otro. Como por allí no había casetas, ni por asomo, la gente se desnudaba al aire libre. El bueno del cura colocó la sotana, la teja, el paraguas y los zapatos en la roca que se le antojó más alta, lo que no le sirvió para que la marea, que no entiende de religión, barriese á poco con todo ello.

—¡Voto al chápiro!—rugía el sacerdote con la cara roja de ira, al ver sus adminículos flotando entre las olas.

—Recita el Tenorio, Quico.—¡Dejadle, pobrecillo!—exclamaba doña Carmen, que así se llamaba la viuda.—No, si le sabe. Anda tonto, recita.—Y en medio de la calle, á la luz agónica de un farol de aceite, que dejaba entrever la mancha movible de unos bueyes desuncidos, empezaba el borracho:


«No es vedá, padoma...padoma
que en esta apatada... apatada odilla
da duna... da duna bdilla...»


—¡Marranos! ¡Indecentes!—gritó de pronto Quico, pugnando por escaparse de aquel círculo de curiosos que le aprisionaba.—¿Qué ha sido?—le preguntó alguien entre las risotadas del gentío.—¡Cochinos!—continuaba.—Pero, oye, dí: ¿qué ha sido ello?—Pus... pus ¡que me han orinao encima! ¡Guarros!

—¡Pobrecillo!—prorrumpía la viuda.—¿Porqué darle esas bromas tan pesadas?—Y tan sucias—añadía ceremoniosamente, por lo bajo, el Secretario del Ayuntamiento, que presumía de fino, y cuenta que no cesaba de hurgarse las narices.—Venga usted acá, Quico—continuaba doña Carmen; tome usted esas perras y váyase á dormir.

Quico, al tomar la calderilla, levantó lentamente aquellos ojazos grises y aguanosos que parecían hechos con ostras podridas, y quedó perplejo, sin acertar á moverse.

—¿Qué le pasa á usted, hombre?—le preguntó doña Carmen sonriendo con benevolencia.

—¿A mí, á mí? ¡Jé, Jé! Pus ná.

Echó á andar con paso vacilante de atáxico, no sin volver á menudo la cara y mirando con mirada vidriosa, pero triste, de buey viejo, á doña Carmen, cuya airosa cabeza rubia bañaba pálidamente la luz del farol.

Ya distante, sentía un prurito de volver y echarse á los pies de la viuda; pero no se atrevía. Una vaga sensación, mezcla de miedo y de algo que él no atinaba á explicarse, le contenía. En él las ideas, incoherentes y borrosas, rara vez llegaban á mover su voluntad enferma.

Durante la noche, en medio de sus frecuentes delirios alcohólicos, en que se figuraba rodeado de sapos y cangrejos, arañas y ratones, veía confusamente, como envuelta en un vapor rojizo, la imagen de la viuda; pero el resoplido y el patear de las muías en la cuadra, en uno de cuyos rincones solía dormir, apoyada la cabeza sobre una paca de heno, le arrancaban bruscamente de su ensueño alucinatorio. Después se levantaba dando gritos, como si trataran de matarle.—¡Socorro! ¡Auxilio!—y echaba á correr ó armándose de un palo, arremetía contra las bestias que se le antojaban fantasmas horripilantes.

Al día siguiente permanecía inmóvil, como petrificado, sumido en un letargo de muerte, del que salía para pensar en el suicidio...


* * *


Doña Carmen llegó á cobrarle cierto cariño lastimoso y le aconsejaba con frecuencia que no bebiese.—Mire usted, Quico, que eso le hace daño. ¿Por qué bebe usted?—¡Si es la marinería!...—contestaba con malicia.

—Sí, ya lo sé. Esa gentuza se divierte á costa de usted.—No, si no soy yo quien paga—replicaba riendo estúpidamente.

Para ocuparle en algo y justificar las propinas que le daba, le encargó que la llevase á diario la ropa del baño á la playa. Doña Carmen, con su doncella, iba delante, meneando rítmicamente sus amplias caderas de jamona. Quico, que iba detrás, recogiendo conchas y zambullendo los pies en los charcos, besaba furtivamente el lío perfumado de olor á carne fresca y á salitre.

—¡Dios mío!—exclamaba la viuda.—¡Y cómo está la mar hoy! ¡Jesús, qué olas!—Es que hay resaca—agregaba Quico.

Una vez dona Carmen en el agua, asida á la cuerda con una mano y á la doncella, con la otra, Quico, en cuclillas, entretenido, al parecer, en abrir hoyos en la arena con las manos, dejaba resbalar sus ojos de imbécil sobre las turgentes formas de la viuda, que blanqueaban al través del traje obscuro. ¡Con qué ardor enfermizo de borracho hubiera mordido aquel seno que se hinchaba como las mismas olas y aquella cabeza húmeda que brillaba con visos de oro mate!

Apretando los puñados de arena, hasta ponerse las palmas de las manos lívidas, salpicadas de puntitos rojos, espaciaba la vista sobre las hirvientes arrugas del mar que le atraía, ofuscándole de un modo siniestro. Un sordo impulso criminoso le bullía en el cerebro y sus ojos grises brillaban como los de un gato furioso.

II

Quico permanecía, una ó dos semanas sin beber. Entonces trabajaba en lo que podía, y trabaja con método. Iba y venía de pueblo en pueblo, llevando y trayendo recados, vendiendo frutas ó cerillas; pero al cabo de ese tiempo volvía á las andadas. Hubiera tragado ácido fénico á falta de vino ó aguardiente. Bebía con ansia, con sed inextinguible de dipsománo. Después caía en un sueño comatoso, largo y profundo.

—¿Dónde has estado metido durante estos días?—le preguntaban al verle aparecer de pronto, con los ojos hinchados y la cara rubicunda, tirando á carmesí, como si saliera de un horno.

—Pod ahí... pod ahí—contestaba automáticamente.—¿Ya no quieres á doña Carmen?

Quico, sin contestar, por que tales bromas maldita la gracia que le hacían, continuaba andando con paso tartamudo.

—¿Quieres echar unas copas?

—¡No, no!—respondía con terror, apretando el paso.

—¿Dónde habrá estado metido? En casa de la Perfleuta, de seguro.—Cualquiera lo averigua.

A ratos sentía un furor invencible de matarse. Una noche estuvo á pique de arrojarse al agua. El cielo estaba muy claro. Un pedazo de luna, amarilla y transparente, rielaba sobre la superficie de la ría, mansa y brillante, que á intervalos removía una legión de sardinas que saltaban á flor de agua como un chorro argentino.

Quico, sentado sobre una roca, pensaba á su modo en cosas tristes, contagiado de la serenidad meditabunda de aquel cielo azul y diáfano y el reposado cabrilleo de las aguas. La poesía del paisaje, mudo y apacible como una vejez sin remordimientos ni dolores, le hablaba de algo que él no comprendía, que no llegaba á su inteligencia de un modo claro, pero que le inundaba de tristeza.

Sentía ganas de llorar, de dar voces. El recuerdo de su madre revolaba ante sus ojos interiores como una mariposa lejana; la veía, no como fué, sino como su imaginación se la forjaba, muy vieja ya, envuelta en harapos, pidiendo limosna por la aldea; pero aquella cara que él veía era muy distinta de la auténtica.

Su recuerdo no pasaba de ahí. No la recordaba con amor ni con pena, porque él no sabía lo que era eso. Lo plástico, lo objetivo era quizá lo único que acudía á su memoria y eso de un modo confuso.

De pronto, como si entrase en él otro yo, un yo diametralmente distinto del suyo, en aquel momento, le asaltaba un impulso extraño de destrucción violenta, de aniquilamiento universal. Entonces veía desfilar sobre las aguas una falanje de sombras terroríficas; la ría se le antojaba un inmenso lago de sangre; la luna se agrandaba como un incendio que llenaba el cielo; los peñascos danzaban tomando las formas más absurdas; el rumor del mar llegaba á sus oídos, primero como el respirar de un asmático, después iba creciendo hasta convertirse en el formidable rujido de un león; los botes, que se balanceaban anclados junto á la orilla, le parecían cetáceos que corrían hacia él. En tal estado hubiera permanecido largo tiempo, á no ser por un pulpo que se le agarró fuertemente á una pierna. Al principio creyó que era otra cosa: una ballena ó cualquier otro mónstruo marino. Empezó á saltar, sacudiendo las manos hasta que, dando un resbalón, cayó al agua cuan largo era.

Aunque nadaba como un pez, su aturdimiento en aquel instante le impedía mover los remos.

Gracias á un pescador de caña que le oyó caer dando un grito, pudo salvar la pelleja.

—¿Qué haces, Quico?—le dijo arrojándose tras él y echándole mano por el pelo. Una vez en tierra y á la luz de aquella luna soñadora, logró arrancarle el pulpo que se resistía, con sus viscosas contorsiones, á soltar la presa. Qui co estaba como idiota. Respiraba fuerte y escupía mucho, metiéndose el índice de la mano derecha en el oído.

—Pero, ¿qué ha sido eso?—continuaba el pescador.

—No sé, no sé—respondía.

—Juma tenemos ¿eh?

Al día siguiente corrió por el pueblo la aventura, entre comentarios más ó menos burlescos.

—Eso es el amor á dona Carmen—le decían.

—¡Cá! El aguardiente—agregaba otro.

Cada vez que le mentaban á la viuda, sonreía con odio mal reprimido. Sí, la amaba á su manera, con algo de sumisión perruna y mucho de sensualismo cerebral de impotente. Su nuca, aquella nuca de leche, en que se arremolinaban voluptuosamente doradas hebras, era lo que más le atraía. Por otra parte, como doña Carmen era amable y generosa con él, no podía menos, dado su buen natural, de quererla. Pero ¡qué había de demostrarla aquella pasión silenciosa que le consumía, mezclándose á sus delirios de borracho!

La Perfleuta era la única sabedora de sus angustias; pero maldito si las tomaba por lo serio.

—Toas son unas tías, convéncete. Esa no se va contigo, porque eres probe y andas como andas. Pero así me esquilen si en cuanto se la arrime un señorico, no se va tras él. Cosas mayores vieron estos ojos que se ha de tragar la tierra. Por estas, que son cruces.

Quico no respondía.

III

La temporada de verano iba de vencida. Muchos bañistas habían empezado á desfilar, camino de la provincia algunos, camino de la corte, otros. El pueblo iba perdiendo poco á poco su alegría que se evaporaba en el tono grisáceo de lluvias intermitentes. El mar iba tomando siniestros visos verdosos y se encrespaba á menudo, hasta el punto de intimidar á los mismos pescadores, avezados á las borrascas.

La compañía de volatineros, de la que formó Quico parte, en calidad de payaso, haciendo reir al pueblo con sus cabriolas, durante algunas noches, recogía los bártulos con dirección á la capital. Doña Carmen se desternillaba de risa con los gestos y volteretas del borracho que se envanecía de que ella le aplaudiese. El traje de payaso le comunicaba cierto arrojo que nunca alcanzó á comunicarle su astrosa vestidura de mendigo.

Una noche se atrevió á requebrar á la viuda, despertando, como era consiguiente, una tempestad de risa.

—A la salú de usté, mi se... se... señora doña Carmen—decía, dando una vuelta en el aire, que á poco si se descalabra. Otras veces, pretextando dar las gracias al público, la enviaba besos con ambas manos, y no siempre la regocijaba, ni con mucho, audacia semejante que, sin poder ella evitarlo, teñía de rojo sus mejillas.

Ya era tiempo de partir. Doña Carmen tenía que regresar á Madrid, donde la aguardaban los quehaceres de su casa. Cuando Quico lo supo, no pudo menos de afligirse.

Ella se iba á la corte, allá lejos, donde hay muchos hombres que la agasajen, y él se quedaba solo, abandonado y triste, entre aquellas montañas ingentes, á merced de los marineros que se divertían emborrachándole. ¡Si él también pudiese ir á Madrid! Pero, ¿cómo? jamás había salido de su aldea. Ignoraba lo que era un ferrocarril y cuando le hablaban de descarrilamientos y choques, lo oía como si le hablasen de la China.

Lloraba de angustia, de ira. En sus momentos lucidos, cuando el alcohol le dejaba ver claramente, pensaba en su indigencia, en su infelicidad de pordiosero.

Por fin llegó el día de la marcha, y lloroso, tambaleándose más que nunca, acompañó á doña Carmen á la diligencia, que comunicaba á Cuérniga con la estación, cargándola el baúl y la maleta.

—¡Buen viaje!—la decía.—¡Buen viaje! A ver cuan... cuando vuelve... vuelve... por aquí.—¡Vamos, quita!—le interrumpían, empujándole.—No importunes.

—Señora, ya sabe usted que aquí nos tiene para lo que guste. A ver si el año que viene tenemos el placer de volverá verla—la decía, sombrero en mano, el alcalde.

—¡Ya lo creo que volveré!—contestaba doña Carmen, repartiendo salados y sonrisas.—Adiós, Quico. Cuidado con beber.

Cuando la diligencia, entre el chasquido de la tralla y el cascabeleo de las bestias, levantando nubes de polvo, arrancó por la carretera arriba, camino de la estación, Quico sintió que el corazón se le rompía. Con ojos doloridos seguía el culebreo del coche, á lo largo del camino, á través dé los árboles. Ya distante, divisaba la luz mortecina de la diligencia, que sesgaba las sombras, y percibía el run run tristón de los cascabeles.


* * *


Tanto insistió Quico en querer ir á Madrid, sin confesar, ni á palos, el móvil de su intento, que entre los marineros se le hizo una colecta á fin de pagarle el viaje en tercera clase hasta... medio camino.

Era una broma como otra cualquiera.—¿Le facturamos? ¿Le metemos en la perrera?

El viaje de Quico fué, durante algunos días, el tema de la conversación de todo el pueblo. Los hombres reían, las mujeres se lamentaban.

—¡Pobretuco! ¡Si no ha viajado nunca! ¿Y si le pasa algo en el trayecto?

—¿Qué le ha de pasar, mujer? ¿Pa qué está el revisor?—Lo más que le puede pasar, es que el tren descarrile y le aplaste—objetaba el albéitar.—Y quien sale ganando es él.—¡Qué almas, qué almas!—suspiraban las mujeres.

Cosa resuelta. Para solemnizar tamaño acontecimiento, ¡menuda borrachera la que pilló Quico en vísperas de su viaje! Subió á la diligencia dando traspiés. Ya en la estación, logró despejarse un poco. Estaba aturdido y tenía miedo. Dos ó tres veces trató de escabullirse. El pitar de la locomotora le estremecía.—Y eso que... que suena ¿qué es?—preguntaba asustado.—No tengas miedo, tonto. Ya verás cómo te diviertes. En cuanto arranque el tren se te quita todo eso.

El coche en que le metieron iba completamente vacío. El Secretario del Ayuntamiento, que tomaba parte activa entre los promotores de la broma, tuvo un momento de vacilación.—¿Y si este tío se arroja por la ventanilla al arrancar el tren?—Pronto desechó tales temores; pero, por sí ó por no, hubo de recomendar al revisor que le vigilase.

Quico, agarrado á la ventanilla, como si temiese caer, contestaba atolondradamente á los saludos de sus amigos del andén.—¡Hasta la vuelta, Quico!—¡Quico, buen viaje!

El tren volaba, haciendo girar árboles y montes. Cada vez que pasaba ante un poste del telégrafo ó un puente ó una peña, Quico sentía como el chasquido de un látigo enorme. Mientras hubo luz, á pedir de boca. Su vista se recreaba con el rápido cambiar del paisaje y su cabeza se despejaba con el aire cortante de las montañas. Pero al colarse el tren en el primer túnel, cuando todo quedó flotando en la sombra, menos el interior del coche, alumbrado por la lamparilla de aceite, cuya lengua trémula lamía el techo, amenazando, según pensaba Quico, incendiar el vagón, una congoja indecible se enseñoreó de su espíritu. Quiso gritar, pero no pudo. Afortunadamente, el túnel no era largo. Pronto la vista de un valle frondoso, le abstrajo de su terror.

Sin embargo, no las llevaba todas consigo. El recuerdo de doña Carmen había volado. Ya no pensaba en ella. Lo que realmente le obcecaba era aquel correr estrepitoso y fantástico del tren.

Mudo como un muerto, no se atrevió, al llegar á la primera estación, á pedir que le sacasen de allí.

Veía el hormigueo de personas y equipajes del andén como una prolongación calenturienta de sus visiones del trayecto.

—¡Agua y aguardiente! ¿Quién quiere agua?—voceaban algunas mujeres abrazadas á sendos botijos.

¡El Liberal de hoy! ¿Quiere usted El Liberal, señorito?

—¡Señores viajeros, al tren!.

Todo sonaba confusamente en sus oídos como el zumbar de miliares de moscas.


* * *


¡Otro túnel! Era demasiado. ¡Y qué túnel! Largo, sombrío y húmedo como unas catacumbas. La máquina, con su patear metálico, estremecía la bóveda. Quico se puso en pie.

—¡Socorro! ¡Auxilio!—gritó con voz ronca.

El humo oleoso y pestífero de la locomotora envolvía en una nube negra el cóncavo del túnel y los coches. Tan pronto se arrastraba por las paredes, como acariciaba el techo de los vagones. Quico se asomó á la ventanilla. Las paredes, chorreando agua, reflejaban el resplandor rojizo del hogar. Se figuró que todo ardía.

—¡Auxilio! ¡Socorro!—volvió á gritar; pero el estruendo del tren ahogó su voz. Empezó á pasearse de una ventanilla á otra, como fiera enjaulada.

El estrépito crecía; el humo, cada vez más negro, le asfixiaba. La luz de la lamparilla, medio moribunda, arrojaba una claridad tenebrosa sobre el coche, y la silueta de Quico, saliéndose fuera, danzaba hecha pedazos por las paredes.

Ya no veía más que espectros que carcajeaban, reptiles inmundos que le mordían, y oía como voces sepulcrales que le gritaban; todo un mundo de alucinaciones espantosas.

Finalmente, loco de terror, se arrojó por la ventanilla, aplastándose los sesos contra las piedras.

Sin echarle de menos, el tren, silbando triunfante, salía á poco de su caverna, alargándose como una culebra á través de la llanura que iba palideciendo en la melancolía silenciosa del crepúsculo vespertino...


Santander, 1892.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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