CAPITULO I. LOS CAZADORES DE NUTRIAS
—Sandoe, ¿la has visto?
—Si, MacDoil; pero desapareció súbitamente.
—¿Dónde la viste?
—Allí, bajo aquella roca.
—¡No la veo! La noche está tan oscura, que me serían necesarias las pupilas de un gato para ver algo a diez pasos de la punta de mi nariz. ¿Era grande?
—¡Enorme, MacDoil! Debe de ser la misma que vi esta mañana.
—¿Tenía hermosa piel?
—Una de las más hermosas. La compañía podría obtener de ella ochocientos rublos.
—¿Sabes lo que he observado, Sandoe?
—¿Qué?
—Que desde hace unos días estas condenadas nutrias parecen asustadas.
—Lo mismo tengo observado, MacDoil. ¿Sabes desde cuándo?
—Desde la noche que oímos aquel silbido misterioso.
—¡Lo has adivinado!
—¿Quién pudo haber lanzado aquella nota? Una ballena no pudo ser.
—Quizá un mamífero de nueva especie.
—¡Hum! —dijo el que se llamaba MacDoil, meneando la cabeza—. ¡No lo creo!…
—Pues entonces…
—No sé qué decir.
—Algo debe de suceder en las costas septentrionales de esta isla. Si así no fuera, las nutrias no se mostrarían tan desconfiadas, y el mismo «Camo» estaría más tranquilo. Ayer mismo ladró muchas veces.
—Lo he oído, Sandoe, y creo…
—¡Calla!
Un murmullo extraño, pero potente, que parecía producido por un inmenso surtidor de agua brotando en la superficie del mar, seguido poco después de un agudo silbido, se oyó en lontananza hacia la costa septentrional de la isla.
Al oír aquellos ruidos, un enorme can que estaba acostado junto a una peña saltó hacia los dos hombres, y volviendo la cabeza al Norte, lanzó tres poderosos ladridos.
Era uno de aquellos magníficos molosos tibetanos que se importan de Kamchatka a Alaska, de cuerpo robusto, de mole extraordinaria, con la cola hirsuta siempre enarcada, el pelo largo y negro y el hocico de aspecto feroz, pareciéndolo más aún a causa de dos pliegues de la piel bastante acentuados y de los labios colgantes.
Estos mastines son, a no dudarlo, los canes más fuertes y valerosos, ya que en el país natal se atreven a hacer frente a los búfalos y luchan ventajosamente con los osos.
MacDoil y su compañero se habían incorporado a un tiempo, diciendo:
—¡Calla, «Camo»!
Después se lanzaron a la playa, barrida a cada paso por las olas, mirando hacia el norte de la isla con cierta ansiedad, como si en tal momento se olvidaran de la nutria que trataban de coger.
Escucharon unos cortos minutos con suma atención; pero el murmullo misterioso no volvió a oírse: solamente el oleaje levantado por el viento norte, que soplaba a través del istmo de Behring, se quebraba en la playa con sordo fragor.
—¿Qué te parece, Sandoe? —preguntó MacDoil.
—Que preferiría estar en la bahía de Cuscoquim o, mejor aún, en la factoría de la Compañía de Kinagamute.
—Creo que tienes razón. Nunca he tenido miedo; pero te digo que esos misteriosos rumores me causan cierta impresión.
—¿Pero estás seguro de que la isla se halla desierta?
—Segurísimo.
—¿Y de que los aleutianos no vienen a ella?
—Nunca, Sandoe.
—Entonces, será algún cetáceo que retoza cerca de la costa.
—No lo creo.
—¿No oíste aquel murmullo?
—Sí; pero ningún cetáceo puede producir ese ruido.
—Es un misterio que quisiera descifrar.
—Lo descifraremos, Sandoe. Dentro de una hora saldrá el sol, e iremos a explorar la costa septentrional.
—¿Volvemos a la cabaña? ¡A buen seguro que la nutria no volverá!
—Al contrario; pienso capturarla.
—No volverá a aparecer, MacDoil.
—Eres un novato en estas cazas, mientras que yo llevo doce años en los bosques de Alaska y en las orillas de las islas Aleutianas, y conozco a las nutrias. Cuando se han mostrado dos veces cerca de estos cantiles, es señal de que en estos sitios tienen su nido. ¡Mira, Sandoe! ¿No te dije que volvería? ¡No te muevas, porque huirá!
Así diciendo, MacDoil se ocultó tras de una roca que se erguía a treinta pasos de la orilla; su compañero hizo lo mismo, y el mastín se acurrucó silenciosamente en un matorral de tupidos líquenes y sauces microscópicos.
Ya empezaban a disiparse las tinieblas, anunciándose el alba.
Hacia oriente, el mar se teñía de reflejos color acero mate, que a poco habían de cambiarse en tinte madreperla.
Cerca de una escollera que avanzaba algunos pasos en el mar, describiendo una especie de semicírculo, se mostraba una mancha negruzca, que de pronto se sumergió.
—¡El kalam viene! —murmuró MacDoil al oído de Sandoe.
—¿Le esperamos en tierra?
—Si, Sandoe. ¡Helo aquí!
El punto oscuro, que debía de ser la extremidad de la nariz de la nutria, había vuelto a mostrarse cerca de la orilla. Tornó a sumergirse; pero, no pudiendo estos animales permanecer en el agua más de un minuto, porque tienen necesidad de respirar, poco después volvió a aparecer, y salió lentamente a la orilla.
Era una nutria de las más grandes, supuesto que no pesaría menos de cuarenta kilos, y tenía un metro veinte centímetros, incluyendo la cola, que, por lo general, alcanza los treinta y cinco centímetros.
Tenía la cabeza algo aplanada, el hocico adornado con tiesos bigotes, el cuello corto y grueso, el cuerpo de forma cilíndrica, los remos anteriores cortos y provistos de uñas, mientras los posteriores se parecían a los muñones de las focas.
Su pelaje era largo, sedoso, pardo ceniciento, salpicado de blanco, con un vello lustroso espléndido, que valdría muy bien 2000 pesetas.
Fuera del agua la nutria se paró, y examinó atentamente las rocas vecinas con sus grandes ojos redondos, que brillaban como los del gato; luego lanzó un sordo gruñido.
Sandoe había apuntado la escopeta para enviarle una bala al cráneo, pero MacDoil se la desvió rápidamente, diciéndole en voz queda:
—¡Espera! ¡No está sola!
Otra nutria algo más pequeña que la anterior salía entonces del agua, seguida por dos pequeñuelos del tamaño de dos conejos.
—¡La hembra! —exclamó Sandoe.
—¡Toda una familia! —respondió MacDoil—. Esperemos; quizá haya más.
Mientras tanto, la pobre madre, ignorante del peligro, estaba en la superficie retozando con su prole y con el macho.
Es increíble el cariño que sienten estos animales por sus hijos, y el macho por la hembra. Se acarician horas enteras, se alisan el pelo unos a otros, juegan juntos como gatitos, se zambullen, luego vuelven a salir, se revuelcan en la arena, y tornan a acariciarse con transportes que conmoverían a cualquiera que no fuese un cazador de la Compañía ruso-americana, su eterno y mortal enemigo.
Hasta tal punto se quieren, que la hembra se deja matar por salvar a los hijos; y si pierde el macho, se apena tanto, que plañe días enteros como un niño, y en sólo quince días el dolor la hace enflaquecer espantosamente.
—¡Me da pena matarla! —dijo Sandoe, que seguía atentamente los movimientos de la familia.
—Es verdad —respondió MacDoil—; pero la Compañía no te ha mandado aquí para asistir a los juegos de las nutrias.
Apuntó lentamente la carabina, mirando al macho con atención, un poco arriba del ojo derecho para no estropear la preciosa piel, mientras Sandoe apuntaba a la hembra.
A punto estaban de disparar, cuando el murmullo oído poco antes resonó de improviso, seguido del misterioso silbido.
Asustada la hembra, movió rápidamente las manos, aferró con la boca a los dos pequeños, y se lanzó al agua, dando un gran salto.
Los dos cazadores dispararon a un tiempo, produciendo una sola detonación; el macho cayó fulminado; pero la hembra tuvo tiempo de sumergirse antes que le alcanzara la bala.
—A la primera luz del alba se la vio reaparecer a ciento cincuenta pasos de la orilla, alzarse sobre el agua y ponerse las manos delante de los ojos con un gesto entre gracioso y cómico, como si quisiera defenderse de los brillantes reflejos del agua, y luego desapareció.
—¡Por cien mil focas! —exclamó MacDoil—. ¡Otra vez el condenado silbido! ¡Un minuto de retraso, y también se sumerge mi nutria!
—La mía ya está lejos —dijo Sandoe, algo mortificado.
—Pero el macho ha caído allí, y hemos aprovechado el día.
Levantóse y se dirigió hacia el pobre macho, el cual yacía sobre una roca, todo encogido y con las manos puestas sobre los ojos como si quisiera tapárselos.
—Le di en el cráneo —dijo—. La piel está intacta y se pagará bien, porque es una de las mejores que se han visto.
Sandoe que le había seguido, se inclinó para recoger la presa; pero MacDoil le contuvo.
—¡Despacio, querido!… Las nutrias suelen hacerse las muertas para escapar así que los cazadores vuelven los ojos, o para vengarse con un mordisco. Un día vi como un auletiano perdió tres dedos.
Dio con el pie al kalam, y viendo que no daba señales de vida, le cogió por las patas delanteras y se lo echó a la espalda.
—¡Cinco nutrias en siete días! —dijo—. Si esto sigue así, nos haremos de oro, Sandoe.
—Sí; como el misterioso silbido no venga a estorbarlo.
—Veremos si es algún ser diabólico. Hace ya dos noches que se deja oír, y es tiempo de que calle, ¡por cien mil focas!
—Lo descubriremos.
—Esperemos a que se muestre, Sandoe. Vamos a la cabaña a tomar un bizcocho; y luego recorreremos la costa norte.
Pusiéronse en marcha, precedidos por el mastín y volviendo la espalda al mar.
La parte de la isla que recorrían era de horrible aspecto. Unicamente se veían rocas amontonadas confusamente, de origen volcánico al parecer, puesto que se veían acá y acullá huellas de lava antigua.
Algunos grupos de abetos crecían en la parte más elevada; pero mustios, como si no encontraran tierra suficiente en aquellas rocas, blancas todavía por las recientes y copiosas nevadas invernales. Doquiera se veían apuntar tímidamente los amarillos ranúnculos, las saxífragas, rosas caninas y zarzamoras, que no siempre prosperaban.
Algunos pájaros, despertados por los primeros albores, revoloteaban en los aires y lanzaban de cuando en cuando notas roncas y estridentes. Eran bandadas de gaviotas, ánades salvajes, grajos, y entre ellos veíase nadar pesadamente, casi con fatiga, algún cisne de albas alas, que lanzaba a intervalos un prolongado silbido, parecido al que produce una trompeta.
Luego de haber traspuesto algunos altozanos y de atravesar seis o siete barrancos atestados de piedras musgosas y de líquenes, los dos cazadores llegaron ante una choza de tablas adheridas, con dos aleros y adosada a una gran roca, que la protegía de los vientos del Norte.
MacDoil abrió de un puntapié la puerta, entró y echó al suelo su trofeo.
Aquel escondrijo levantado en la isla desierta ofrecía comodidades muy problemáticas, y estaba tan atestado de objetos, que no dejaba espacio para moverse.
Allí había barriles, cajas, pieles de nutria saladas, pieles de zorra colgadas de la pared para que se secaran, arpones, escopetas, hachas, cuchillos, una estufa repleta de carbón fósil, dos grandes pieles de oso gris, que seguramente servían de cama, y colgando de las vigas, pemiles ahumados, pedazos de tocino, chaquetas puestas a secar, redes de varias dimensiones y, finalmente, una lámpara de hierro.
MacDoil maniobró en medio de aquel desorden, descolgó un pemil, cogió un cesto de galletas, y de un rincón levantó una botella, vacía en sus tres cuartas partes.
—Confortémonos, Sandoe —dijo—. Tomemos dos bocados, bebamos un vaso de este excelente gin, y vamos después en busca de ese diabólico animal que se divierte en meter miedo.
Sentáronse en unos barriles, arrojaron unas galletas y un pedazo de pemil al enorme mastín, que se había echado frente a la puerta, y comieron con el apetito de hombres que han ayunado doce horas, refrescando el gaznate con el contenido de la botella.
—Son las siete —dijo MacDoil, después de haber encendido la pipa—; a las diez podemos estar en la escollera septentrional.
—¿Quieres que coja un arpón?
—Es un arma buena contra los cetáceos, Sandoe.
—¡En marcha!
Cerraron la puerta, precaución necesaria en aquellas regiones, donde hay zorras de una audacia extraordinaria, y se pusieron en marcha, mientras el sol, mostrándose entre dos nubes, proyectaba sobre el océano sus tibios rayos.
En la primavera de 1864, el deshielo fue prematuro en el mar de Behring. El sol había hecho su primera aparición bastante pálido y descolorido; pero hacia mediados de mayo tomó vigor, limpiándose de hielos la costa de las islas de Andrejanouski y de Fucs, y de los golfos de Kotzebue, de Norton, de Cuscoquim, de Bristol y del Príncipe Guillermo, que entran tan adentro de la llamada América rusa, y ordinariamente no son accesibles a los buques hasta la primera mitad de junio.
Aunque había nieve sobre la tierra, acumulada por el largo invierno, fue derritiéndose poco a poco, en tanto que los ríos se desprendían de la gruesa capa helada bajo la cual estuvieron presos cinco meses.
Aquel retorno de la buena estación, con tanta impaciencia deseada por los cazadores de pieles de la Compañía ruso-americana, había atraído a la isla y al Continente pájaros y animales que emigraban al Sur en busca de un clima un poco más bonancible.
La numerosa banda de grajos fue la primera en acudir a los grandes bosques de abetos negros, de pinos y de abedules; siguieron el martin pescador, los ánades y los cisnes, para solazarse en los tranquilos lagos y en el vasto estuario del interior; después, al poco tiempo, volvieron a mostrarse los preciosos castores, los lobos de blanco armiño, los hurones, las nutrias terrestre y marina, el baribal u oso negro y el formidable grizzly u oso gris, de piel demasiado tosca para ser cotizable, pero de carne sabrosa.
Los establecimientos de la Compañía ruso-americana, diseminados en el Continente y en las islas mayores Aleutianas, tras de un largo sueño invernal, despertaron rápidamente.
Desde el fuerte de Nulato, el más septentrional de aquella vasta posesión, perteneciente a los Estados Unidos, a Sitka, la antigua capital rusa, bandas de audaces cazadores se habían lanzada a orillas de los ríos, o sobre la inmensa pradera, o bajo las gigantescas selvas, mientras de las islas de Unimak y de Unalaska embarcaban en buques de la Compañía los más astutos cazadores o pescadores de focas y de nutrias, repartiéndose en los innumerables islotes que se extienden como gigantesca diadema hacia la pendiente asiática de Kamchatka.
El año anterior fue poco productivo para la Compañía. Apenas diez mil pieles de foca, mil de nutria marina, veinte mil entre pieles de zorras y nutrias terrestres, doce mil de castor, seis mil de lobos y algunos centenares de osos fueron toda la cosecha, y los muchos cazadores interesados en la exportación hicieron escasos ingresos.
Convenía rehacerse, doblar el número de pieles, batir los territorios más lejanos que todavía no se habían explorado, y visitar las islas más occidentales, que era fama abundaban en zorras y, sobre todo, en nutrias marinas, además de algún que otro oso.
De ahí que los más valientes hicieran a la Compañía la proposición de llegar hasta la isla Nahe, la más próxima a la península de Kamchatka, y hasta entonces inexplorada.
Entre los más animosos que se preparaban a pasar a tantos centenares de millas de islas y de costas habitadas; estaba MacDoil, el famoso cazador de nutrias, doce años hacia al servicio de la Compañía, y su compañero Sandoe, un bisoño, pero que había hecho con buen éxito sus primeras armas a orillas de la bahía de Cuscoquim y en los bosques de Yukon.
La propuesta de ambos fue aceptada en seguida, y he aquí el motivo de encontrarlos en una isla desierta del Nahe, a unos 700 kilómetros de la costa de la Siberia y a 60 de Attu, que es la tierra mayor de aquel archipiélago.
CAPITULO II. UN MONSTRUO MISTERIOSO
Ambos cazadores, resueltos a descubrir el misterioso animal que con sus formidables murmullos y sus potentes silbidos asustaba a la nutria marítima, pusiéronse animosamente en marcha para explorar la costa septentrional de la isla.
Ante todo, examinemos a los dos personajes de esta relación. MacDoil no tenía en aquella época mucho más de treinta y dos años. Era robusto y musculoso; tenía los cabellos de un rubio oscuro; la piel bronceada por el soplo del viento y los rayos del sol, casi ardiente en aquellas regiones durante la estación estival, que es muy breve, por más que en el invierno pierda todo su calor. Llevaba la barba muy desaliñada, pues casi siempre le faltaba tiempo para afeitársela.
Su compañero tendría de veinticuatro a veinticinco años. Era alto, enjuto como un vasco, todo brazos y piernas, con una encarnadura rosa, ojos garzos, cabello rubio pálido y bigote apenas naciente.
Ambos vestían chaqueta de antílope, ceñida a la cintura por una larga tira de piel de perro, que sostenía el cuchillo de caza, el frasco de pólvora y la alforja de las balas; calzones de paño grueso azul con altas polainas de piel de foca, y zapatones herrados. Cubrían la cabeza con una gorra de raccoon, con la cola colgando sobre la espalda.
Con la escopeta al hombro y encendida la pipa, los dos cazadores de nutrias, siempre precedidos por el mastín, echaron a andar por el valle peñascoso que debía conducirlos a la playa que deseaban visitar.
La isla aquella, o mejor aquel islote, era uno de los más pequeños del grupo Nahe: con todo, tenía una longitud de cuatro millas por una anchura de tres a tres y media. Era el último hacia el Occidente, y también el más estéril, el más escarpado, y por eso desdeñado por los pocos aleutianos que se han repartido las mejores tierras de aquella vastísima faja de islas.
Era, como las demás, un pico volcánico surgido de las ondas, a consecuencia quizá de alguna espantosa convulsión del fondo marino, y lleno de grietas, perforaciones, hundimientos, gargantas y torrentes casi intransitables que fatigaban a nuestros cazadores, por muy acostumbrados que estuviesen a largas caminatas en el interior y por la costa de Alaska.
Escasos volátiles se mostraban en aquel valle, pues preferían la playa; pero no escaseaban los pequeños animales de valiosa piel.
De cuando en cuando las zorras, animales muy comunes en todas las Aleutianas (como que por eso son llamadas estas islas de las zorras), se mostraban ante los cazadores aunque sin arriesgarse, parándose a pocos pasos para mirarlos curiosamente; a veces brincaban por las rocas bellísimas comadrejas largas de medio metro, semejantes a la marta, con la cola crinada, el pelaje pardo, la cabeza cenicienta o blanca, tan codiciadas por los cazadores de la Compañía, que no matan menos de cincuenta mil de estos animales al año.
Otras veces era una cebellina, animal pequeño, pero robusto, de cabeza puntiaguda, cola larga y gruesa, espléndido pelaje negro, de reflejos azulados y flancos de un amarillo rosado, cuya piel llega a valer de trescientas hasta quinientas pesetas.
Sin embargo, ambos cazadores no se cuidaban de aquellos animales, contando con hacer más adelante una batida en regla. Era demasiada la curiosidad que los llevaba a la costa septentrional para que se detuvieran a hacer un disparo.
Al cabo de una hora de marcha, y después de haber pasado las alturas rocosas, llegaron a la costa septentrional de la isla, allí donde oyeron producirse aquel inexplicable rumor.
En aquel sitio la isla describía una curva reentrante que formaba una especie de bahía abierta a los vientos del Septentrión y del Oriente. No obstante, el agua estaba mansa allí dentro, extendiéndose en torno de aquel semicírculo una doble hilera de escolleras que quebraban el ímpetu de las olas.
Aquellas orillas sólo estaban habituadas por algunas aves marinas que apenas parecieron asustarse, pues revoloteaban tranquilamente, sumergiéndose a intervalos para pescar pececillos y pequeños cangrejos.
—¿No ves nada, Sandoe? —preguntó MacDoil después de lanzar una rápida ojeada a aquel paraje—. ¡Que me coma un oso blanco si veo algo sospechoso!
—Nada veo —respondió el joven—. Paseo la mirada por todas partes sin resultado.
—Quizá el cetáceo, suponiendo que lo sea, habrá tomado las de Villadiego.
—Sería un bien para nosotros.
—Y una desgracia para las pobres nutrias, ¿no es verdad. Sandoe?
—Sí; y pienso que…
Le cortaron la palabra unos ladridos sonoros lanzados por «Camo».
Ambos cazadores miraron hacia el mastín, y lo vieron sobre una roca cortada a pico sobre el mar. El enorme perro, poco antes tan tranquilo, era presa de una viva irritación.
Inclinado sobre el mar, miraba atentamente al agua, que se rompía con sordo fragor al pie de la roca, y poco a poco se le erizaba el pelo. Ladraba furiosamente, enseñaba los formidables dientes y lanzaba amenazadores gruñidos.
—¿Habrá descubierto «Camo» a nuestro cetáceo? —preguntó MacDoil—. Se necesita algo muy serio para que el perro se muestre encolerizado.
—Vamos allá arriba —dijo Sandoe—; tal vez consigamos descubrir algo.
—Y podamos también lanzar el arpón.
Dejaron la playa y escalaron rápidamente la roca, sobre la cual el mastín seguía ladrando y gruñendo. Llegados a la cima, se inclinaron; pero nada vieron que pudiera justificar, siquiera por el momento, la irritación del perro.
—No veo nada absolutamente —dijo MacDoil.
—Tampoco yo —añadió Sandoe—. Sin embargo, algo debe de haber debajo de ese peñón.
—Así lo sospecho también; pero el agua está turbia. Si cesara el viento, podría verse… ¡Oh! ¡Mira bien, Sandoe!
—¿Qué ves?
—Burbujas de aire que salen del fondo del mar y que se rompen en la superficie.
—¿De veras, MacDoil?
—Lo cual significa que el monstruo que lanzaba aquellos silbidos estaba escondido debajo.
—Tal creo; si no, «Camo» no estaría tan inquieto ni ladraría así.
—Me gustaría poder verlo, Sandoe.
—¿Y nos acometerá?
—Los monstruos marinos no salen a tierra.
—Pudiera ser un anfibio de nueva especie.
—Nuestras piernas están listas; sobre todo las tuyas, que son tan largas.
—Entonces, vamos a verlo.
—¿De qué modo?
—Tenemos el arpón, MacDoil.
—Es verdad; dámelo.
MacDoil empuñó el arma, especie de lanza larga de dos metros, con el hierro en forma de una V. Se encorvó sobre la roca, en tanto que Sandoe hacía callar al perro, y miró con atención esperando descubrir al misterioso monstruo marino; pero el agua seguía turbia. Con todo, seguían saliendo del fondo burbujas de aire, las cuales se sucedían sin tregua.
Alzó la formidable arma que sirve a los balleneros para matar a la gigantesca ballena, y la lanzó con toda la fuerza de su brazo.
El arpón se sumergió rápidamente como una flecha, oyóse un golpe sordo, como metálico, y volvió a flotar en la superficie el asta de madera.
—¡Por cien mil focas! —rugió MacDoil en el colmo de la sorpresa—. ¡El arma ha herido y ha subido a flote!
—Y con la punta rota.
—¿Cómo puede ser eso?
—Quizá el arpón haya dado en una roca.
—No, Sandoe. Oí un sonido extraño, como si la punta hubiera resbalado en una plancha de metal.
—¿Si estará acorazado el monstruo?
—¿No oíste nunca hablar de monstruos marinos con escamas metálicas?
—Pueden ser huesos.
—Sandoe, empiezo a inquietarme.
—Y yo, a tener miedo, MacDoil.
—Probemos de herir al monstruo con un par de balas.
—Rebotarán como el arpón.
—Lo veremos, Sandoe.
Los cazadores apuntaron las armas, y dispararon a un tiempo. Apenas apagado el ruido de las detonaciones, vieron brotar de lo profundo del mar dos enormes chorros de agua que, llegando a la cima de la roca, inundaron a Sandoe, a MacDoil y también al perro.
No esperaron más. Temiendo que el monstruo se dispusiera a subir a flote, y que pudiese llegar a la roca, ambos cazadores y el perro mojados como unos pollos, se precipitaron isla adentro corriendo a más y mejor.
No pararon hasta cuatrocientos pasos de la playa, en lo alto de una colina rocosa, desde cuya cima podía descubrirse lo que sucedía en la pequeña bahía.
—¡Al diablo todos los monstruos! —exclamó MacDoil, que parecía más furioso que asustado.
—¡Cuerno de narval! ¡Qué chorro! —gritó Sandoe—. ¡Ni una bomba de vapor lo habría hecho mejor!
—Me ha arrancado de golpe de la roca, y por poco no me hace caer al mar.
—¿Habrá sido una ballena, MacDoil?
—Tal vez; pero de dimensiones colosales. He visto muchos cetáceos, mas ninguno con este chorro: más bien lanzan una especie de vapor o de agua pulverizada, que columnas de agua líquida.
—Entonces, hicimos mal en huir.
—Así lo creo también, porque las ballenas no salen a tierra.
—¿Volverías tú?
—Ciertamente, Sandoe. Quiero ver al monstruo.
—¡Calla!
Una nota estridente como el sonido de gigantesca trompa estalló en el mar, repercutiendo en la colina con un estrépito imposible de describir. Ambos cazadores se miraron con cierta ansiedad.
—MacDoil, tomemos el portante y dejemos en paz al monstruo —dijo Sandoe—. Me encuentro más seguro en la costa meridional de la isla.
—¡No, por cien mil focas! —gritó su compañero—. ¡Aunque haya de hacerme bailar en los aires otro chorro de agua, iré a ver al monstruo!
—En ese caso, te acompañaré; pero sé prudente.
—No lo dudes; no sospechará de nosotros.
—«Camo» ladrará.
—Lo tendrás del collar. ¡Ven, Sandoe, ven!
Bajaron la colina sosteniendo al perro para que no corriera adelante, y echáronse en tierra apretados contra la roca.
Ante las amenazas de Sandoe, el perro callaba, si bien de cuando en cuando gruñía sordamente.
Junto a la margen de la escollera asomaron la cabeza para mirar abajo. El agua, turbia poco antes, a consecuencia quizá de algún coletazo del misterioso monstruo, estaba entonces límpida a una profundidad de treinta o cuarenta brazas, y a través del líquido verdoso, se divisaba la negra cima de muchas rocas sumergidas.
Una sola mirada bastó a los cazadores para descubrir vagamente una masa enorme, oscura, de forma oblonga, y que parecía estar adherida a algunas rocas que cerraban la pequeña ensenada.
Del centro del coloso se escapaban multitud de burbujas de aire que salían en larga fila hasta la superficie, donde se rompían instantáneamente.
—¿Le ves? —exclamó MacDoil con voz alterada.
—¡Si! —contestó Sandoe con ligero temblor de voz.
—¿Es una ballena?
—No sé qué decirte, porque no veo la cola ni la cabeza.
—Es verdad, MacDoil. Me parece que más bien tiene la figura… ¡No sé cómo explicarme!
—¿De un habano grueso?
—Si, de un habano.
—No obstante, debe de ser un cetáceo. La piel tiene el mismo tinte oscuro con reflejos metálicos.
—Pero ¿y la cabeza? —insistió Sandoe con interés.
—No la veo en ningún sitio.
—Entonces, no es una ballena.
—¿Qué quieres que sea? ¿Un cangrejo? ¿Un cocodrilo?
—¿Si será una tortuga marina de enormes dimensiones?
—Pero ¿no ves que es largo y delgado?
—¿Delgado? Ese monstruo tiene una anchura de ocho metros.
—Pero de largo tendrá unos treinta.
—Míralo bien, MacDoil: ¿no te parece ver en el dorso como junturas que parecen escamas?
—Es verdad, Sandoe. Veo, además, dos grandes bultos. ¡Es para volverse loco!
—Y para tener miedo. ¿Qué hacemos?
—Estoy resuelto a ver ese monstruo.
—¡Todavía! Pero ¿no consideras que no se decide a salir fuera del agua?
—Le obligaremos.
Ya estaba cargando de nuevo la escopeta, cuando el monstruo, como si hubiera oído sus palabras, comenzó a agitarse, formando espuma el agua en la parte donde debía moverse la cola.
Pero ¡cosa rara!, el agua no se levantaba en ondas, como sucede cuando los cetáceos ponen en movimiento sus aletas monstruosas, sino que salía vertiginosamente, blanca como la leche, espumando, como si aquel cetáceo tuviera hélices.
En un instante se le vió subir, como si tuviera intención de salir a flote; pero súbitamente enfiló hacia la salida de la pequeña ensenada con prodigiosa rapidez, dejando tras sí dos estelas blanquecinas que duraron algunos minutos.
—¡Huyó! —gritó MacDoil.
—¡Sin que hayamos podido verlo! —añadió Sandoe.
—¡Que el diablo lo engulla!
—Con lo cual saldremos ganando nosotros. Al menos, no se espantarán más las nutrias.
CAPITULO III. UN TIRO
Pasaron dos días desde la desaparición del cetáceo, o de la tortuga gigante, o lo que fuese.
Ambos cazadores, no oyendo ya los silbidos ni los murmullos misteriosos, habían vuelto a sus batidas en el interior de la isla y a lo largo de la costa para acumular pieles con destino a la Compañía.
Algunas zorras, martas, linces polares, hurones y unas cuantas nutrias habían caído a sus disparos asegurando así un buen número de dólares en poco tiempo.
Ya empezaban a olvidar al monstruo marino, cuando a la tercera noche un suceso inexplicable se lo evocó de nuevo, encolerizando a MacDoil y asustando un poco a Sandoe.
Estaban acechando a unas zorras que se habían mostrado en gran número en un pequeño valle situado cerca de la costa occidental, y para ello se habían ocultado tras una roca que se erguía en una altura.
Sandoe había encendido su pipa y fumaba tranquilamente tendido sobre el musgo, mientras MacDoil, apoyado en la roca con el fusil en la mano, miraba distraído a la Luna, que parecía salir del mar entre un chisporroteo de plata.
Así estaban hacia un cuarto de hora esperando la caza, cuando el mastín, que estaba tendido junto a Sandoe, se levantó dando un prolongado gruñido y volviendo la cabeza hacia el Sur.
—¿Las zorras? —dijo Sandoe, incorporándose.
—No las veo —repuso MacDoil, lanzando una mirada escrutadora al extremo del valle.
—«Camo» debe de olfatearlas.
—No, porqué está mirando al mar.
—¿Si volverá ese condenado monstruo?
—¡Mira al mar, Sandoe! ¡Oh! ¡Qué hermoso enigma!
—¡Cuerno de narval! ¿Qué ves? —preguntó Sandoe, levantándose de una zancada.
—¡Mira!
Sandoe miró en la dirección que le señalaba MacDoil, y vio, no sin alguna inquietud, una luz que corría sobre el mar casi a flor de agua.
—¿Qué es eso, MacDoil? —preguntó con ansiedad.
—No lo sé —respondió el otro, no menos inquieto.
—Una bodarquia aleutiana.
—No, Sandoe; esa luz está a flor de agua.
—¿Quizá un kayak?
—¿Viste nunca una de estas pequeñas embarcaciones correr con tanta velocidad? En mi juventud he sido grumete, y puedo decirte que ese punto luminoso corre más veloz que un vapor de la Compañía del Alaska.
—¿Si será la boca de algún pez? Me has dicho que hay algunos peces que de noche tienen la boca fosforescente.
—Es cierto; pero no puede ser un pez ni el farol de un buque. ¡Ah! ¡Por mil millones de focas! ¡Sandoe, mira!
Aquella luz rojiza, que parecía salir de un fanal provisto de un potente reflector, se había eclipsado bruscamente, y en su lugar apareció un haz luminoso que se proyectaba en la costa de la isla avanzando de Norte a Sur, como si los desconocidos que lo proyectaban quisieran estudiar la configuración de aquellas costas.
Aquella luz blanca, casi azulada, pasó dos veces sobre la roca en que estaban los cazadores, pero sin pararse; luego se extinguió, y no se oyó más que un silbido seguido de un rumor parecido al que se oyó tres noches antes en la costa septentrional.
MacDoil y Sandoe, estupefactos, no se habían atrevido a moverse, fascinados por aquel misterioso resplandor que parecía surgir de lo profundo del mar.
Cuando ya no vieron nada ni oyeron ningún ruido, brotó de sus labios una sola frase:
—¡Conviene salir, huir de aquí!
—¡Al diablo las nutrias, las zorras y las martas! —añadió Sandoe—. ¡Esta isla está embrujada, y yo no vuelvo más a ella!
—Ni yo tampoco, amigo mío. Pasan aquí tales misterios, que son capaces de asustar a los más valientes cazadores de la Compañía.
—¡Vámonos en seguida, MacDoil!
—Si; pero… ¿cómo abandonamos la isla? El buque de la Compañía no llegará hasta el catorce de Junio, para traemos víveres y renovar las municiones; y hoy, si no me engaño, estamos a doce de mayo.
—Construiremos una balsa y trataremos de refugiamos en Attu.
—¿Y si encontramos al monstruo?
—¡Cuerno de narval! Pero ¿crees que aquella luz la proyectase el monstruo?
—¿No oíste el silbido?
—Sí, MacDoil; y también el murmullo.
—No quiere resolverse a dejar las aguas de esta isla.
—¡Y perderemos las nutrias!
—¡Y no nos dejará pegar los ojos!
—¡MacDoil, conviene que nos vayamos aprisa!
—Si, pero en el vapor de la Compañía. Querido, dejemos que el condenado monstruo silbe a su albedrío e ilumine la isla: contemos por nuestra cuenta las zorras, los linces, las martas y las cebellinas, y el catorce de junio volveremos a la bahía de Cuscoquim. Si los demás cazadores se ríen de nuestro miedo, les rogaremos que vengan aquí, y veremos si se vuelven más que aprisa. Sandoe, vamos a la choza: por esta noche, las zorras no aparecerán, después de haber visto esa luz.
—Así lo creo también. ¡Vamos, MacDoil!
Regresaron por donde habían venido, no sin volver los ojos hacia el mar, esperando vislumbrar aún aquel inexplicable resplandor; pero parecía que el cetáceo se había sumergido, quizá para entregarse al sueño.
Cuando llegaron a la choza eran las dos de la mañana, y la Luna se ponía.
Dejaron al mastín fuera por si ocurría algún suceso extraordinario, y se tendieron en sus pieles de oso, pensando visitar al día siguiente la costa oriental de la Isla, para cazar las cebellinas que se habían mostrado en bastante número en los pequeños bosques.
Por mas que estaban cansados por haber cazado buena parte del día, no pudieron conciliar el sueño.
Les parecía oír a cada instante los murmullos y los silbidos; pero se engañaban sin duda, pues el mastín no daba señales de estar inquieto.
Alguna vez dejaban su cálido albergue para ver si aquella luz se proyectaba aún sobre la Isla, pero sin resultado; parecía que el monstruo se había alejado o adormecido.
Fatigados de la víspera, acabaron por dormirse. Su sueño fue breve, pues hacia las seis, cuando el sol empezaba a levantarse fueron bruscamente despertados por una detonación.
MacDoil se levantó prontamente, y cogió su carabina, que tenía siempre a mano, mientras Sandoe exclamaba:
—¿Has oído? ¡Un tiro!
—Si; de escopeta, con carga gruesa.
—¿Sí será el cetáceo?
—¿El que dispara el tiro? ¿Estás loco Sandoe?
—¡Si la isla está desierta!
—Será el buque de la Compañía.
—O un barco que da caza al monstruo.
—¡Fuera, Sandoe, fuera!
Se desembarazaron de las mantas, y salieron precipitadamente llevando las armas consigo.
Afuera, el mastín ladraba furiosamente, mirando al Norte. Parecía que se preparaba a acometer a un enemigo invisible.
Ambos cazadores miraron hacia el mar. En ninguna dirección descubrieron embarcaciones, ni en el horizonte penacho alguno de humo que indicase la presencia de un vapor, así como ninguna masa oscura revelaba la presencia de un velero. Ni siquiera el monstruo marino aparecía por parte alguna.
MacDoil y Sandoe, a quienes un vago miedo empezaba a inquietar, se miraron mutuamente con estupor.
—Amigo Sandoe —dijo el primero—, suceden aquí tales cosas, que hacen poner la piel de gallina. Si tu…
La frase quedó cortada por otra detonación que estalló a unos doscientos pasos de la choza, detrás de una roca.
—¡Otro tiro! —exclamó Sandoe.
—¡Alguien está cazando allí! —dijo MacDoil en el colmo del asombro—. ¡No cabe duda; un tiro de escopeta de grueso calibre!
—Si; mira aquella nubecilla de humo que sale por el ángulo de aquella roca.
—¡Por cien mil focas! ¡Quiero ver quién es el cazador caído del cielo o surgido del mar!
—¡Yo también, MacDoil!
—¡Pon el collar a «Camo», y en marcha!
Cargaron las armas por precaución y corrieron hacia la roca para ver al nuevo cazador que nunca habían visto, por más veces que recorrieron la Isla de Norte a Sur y de Este a Oeste.
El mastín seguía ladrando y pugnaba por librarse de la mano de Sandoe para precipitarse adelante; pero el cazador, sabiendo cuánta era la ferocidad del can, lo mantenía sujeto.
En pocos minutos atravesaron un pequeño valle que los separaba de la roca, y al dar la vuelta a una colina se encontraron frente a frente con los desconocidos, que estaban despellejando una zorra y un lince, victimas de dos tiros.
Uno de los desconocidos tendría de treinta y seis o treinta y ocho años. Era un hombre de alta estatura, con la cara cubierta por una espesa barba bien cuidada, ojos azules y nariz algo arqueada, y vestía un traje de piel de foca muy aseado, altos borceguíes de cuero y en la cabeza una gorra de piel de nutria.
El otro era siete u ocho años más joven, más bajo, de aspecto más rudo, piel bronceada, ojos castaños, barba rubia, pero descuidada, y con aire de marinero. Vestía como su compañero, sólo que en la cabeza llevaba una gorra de grueso paño azul, parecida en la forma a la que usan los grumetes.
Cerca de ambos había dos espléndidas carabinas de doble cañón.
Al llegar los dos cazadores, se levantaron y los miraron con viva curiosidad; luego, el que parecía amo o comandante, dijo en inglés, con exquisita urbanidad:
—¡Buenos días, señores!
MacDoil y Sandoe estaban tan sorprendidos con la aparición de los desconocidos, que al pronto no hallaron palabras para responder, hasta que por fin el primero lo hizo con cierto embarazo.
El hombre alto se acercó y dijo sonriendo:
—¿A lo que parece, estáis sorprendidos de ver hombres en esta Isla?
—Así es, caballeros —respondió MacDoil—. Hasta ayer la Isla estaba desierta.
—Lo creo, pues hemos llegado esta mañana —repuso el desconocido, siempre sonriendo.
—Pero, perdonad, caballero, ¿en qué buque habéis venido?
—En el mío.
—¿Se puede saber de dónde venís, señor?
—De Attu, donde dejé mi buque.
—¡Buena travesía, por cierto, si la habéis hecho en una embarcación!
—No digo lo contrario.
—¿Y habéis venido a cazar aquí?
—Me dijeron que en esta isla abundaba la caza, y por eso he venido.
—¿Y permaneceréis mucho tiempo?
—Algunos días.
—Entonces, podemos ofreceros hospitalidad en nuestra choza. No es una casa cómoda: todo lo contrario; pero estaréis al abrigo del viento norte, que sopla frigidísimo de noche.
—Es un ofrecimiento que me apresuro a aceptar, señor…
—Harry MacDoil.
—Señor MacDoil.
Luego, volviéndose hacia su compañero, que durante este coloquio no habla pronunciado una sola silaba, le murmuró algunas palabras en una lengua que ni MacDoil ni Sandoe hablan oído nunca.
El marinero hizo un signo afirmativo con la cabeza y se alejó en dirección a la playa, lejana de allí unos trescientos metros, y que sólo se descubría a medias por estar resguardada por una alta escollera.
—Estoy dispuesto a seguiros —dijo el desconocido, volviéndose a MacDoil.
—¿Queréis venir a la choza, señor…?
—Orloff —añadió el cazador extranjero, inclinándose ligeramente.
—Venid, señor Orloff —continuó MacDoil—. Quizá tengáis hambre, habiendo pasado la noche en el mar.
—¿Y vuestro compañero? —repuso Sandoe.
—No paséis cuidado: nos encontrará, sabiendo dónde está la choza.
El extranjero recogió las dos pieles y siguió a los cazadores ágilmente, con el contoneo particular de los marinos acostumbrados al vaivén de los barcos en alta mar.
—Tenéis un magnífico perro —dijo de pronto, mirando a «Camo», que saltaba delante de Sandoe—. Ni siquiera debe de tener miedo a los osos blancos ni a los grises.
—No, señor Orloff —contestó MacDoil—. Es capaz de hacer frente a un tigre.
—¡He aquí un animal que seria precioso para las exploraciones polares!
—Lo creo.
—¿Lo cederíais si alguien quisiera comprarlo?
—No, señor. Es nuestro fiel compañero.
—¿Es vuestro, señor MacDoil?
—Si; lo compré hace tres años en Kamchatka.
Calló el señor Orloff, si bien seguía mirando al mastín y a los dos cazadores con particular atención, admirando tal vez la poderosa musculatura del uno y la agilidad del otro.
Ya en la choza, MacDoil le invitó a entrar, diciendo con fina cortesía:
—No podemos ofrecer otra cosa mejor; pero encontraréis para descansar pieles calientes, que gustosos os cederemos, y una hornilla, que bien pronto hará hervir las ollas.
—¡Gracias! —respondió el señor Orloff—. No dejaré de aprovechar vuestra hospitalidad.
—Os advierto que la choza está atestada de objetos distintos.
—¡Estoy acostumbrado a los camarotes de los barcos!
CAPITULO IV. UNA EXTRAÑA PROPOSICIÓN
Pocos minutos después, mientras el extranjero estaba acomodado en una piel de oso, MacDoil y Sandoe se afanaban en torno de la marmita para hacer hervir su pedazo de pemil ahumado y asar una hermosa nutria que mataron la víspera.
El marinero había llegado con un gran canasto atestado de galletas, cajas de carne en conserva, anchoas, frutas secas y botellas que parecían llenas de vino, extendiendo al propio tiempo sobre una caja una servilleta blanca como si acabara de salir de manos de una lavandera.
Los dos cazadores, que repararon en las botellas y en aquel aparato insólito para ellos, acostumbrados a los toscos y poco variados manjares a que se veían reducidos en aquella isla desierta, se dieron tanta maña, que una hora después estaban en disposición de brindarles con una sopa de pemmican, el pemil y el asado.
—Señor Orloff —dijo MacDoil con la mayor amabilidad—, os ruego que os preparéis a aceptar lo que os ofrece nuestra pobre despensa.
—A fe mía que no esperaba tanto bueno en esta isla desierta —respondió el extranjero alegremente—; os aseguro que haré honor a vuestra cocina de cazadores, a condición de que vosotros no hagáis ascos a estas viejas botellas de vino que vienen de la lejana Europa.
—Con mucho gusto, señor —dijo Sandoe—; mayormente en nuestra calidad de europeos.
—¡Ah! ¿Sois europeos? —exclamó Orloff—. Os creía americanos.
—No, señor —dijo MacDoil—. Yo soy un isleño de las Hébridas, y mi compañero, del Far-Oer.
—Sí; de Ostero —añadió Sandoe.
—¿Un escocés y un dinamarqués? —dijo el extranjero—. Me alegro de haber encontrado unos compatriotas a medias.
—¿Sois también europeo? —preguntó MacDoil.
—Sí.
Los cazadores aguardaban oír de qué nación; pero el señor Orloff continuó sonriendo, sin añadir una sílaba.
Los cuatro hicieron los debidos honores a la comida, singularmente al asado de nutria, que podía parangonarse con el de cordero; a las conservas, a las frutas secas y a las botellas de un vino tan delicioso, que los dos cazadores no recordaban haberlo bebido igual desde hacía muchos años.
—¡Exquisito! —repetía MacDoil, ya de buen humor—. ¡En Alaska no se bebe tan bueno!
—Lo creo —respondió evasivamente el extranjero.
—Decidme, señor Orloff —dijo de pronto Sandoe, que también se había vuelto hablador—; en vuestra travesía, ¿no habéis visto algún monstruo marino?
—¡Un monstruo marino! —exclamó Orloff, cambiando una rápida mirada con el marinero—. Ni siquiera he visto una foca.
—¿No habéis oído silbidos? —añadió MacDoil.
—Nada.
—Es extraño.
—¿Por qué, señor MacDoil?
—Porque hace unos días que recorre las aguas de esta isla un cetáceo misterioso que asusta a las nutrias de tal modo, que es imposible cazarlas.
—¿Las nutrias? ¿Y qué os importa a vosotros las nutrias?
—¡Es verdad, señor Orloff! No os habíamos dicho que somos cazadores al servicio de la Compañía de pieles ruso-americana.
—¡Ah! ¿Sois cazadores? ¿Por eso os encuentro en esta isla desierta?
—Sí, señor Orloff.
—¿Y recogéis las pieles para la Compañía?
—Sí.
—Me parece que vuestra vida es poco brillante.
—Poco envidiable, en verdad; pero hay que vivir.
—¿Y ganáis mucho?
—Hay años en que abundan los animales y la estación es tan propicia, que podemos embolsamos mil dólares limpios de gastos.
—Mientras la Compañía, con vuestras pieles gana cinco o seis mil. No hay compensación para vuestros peligros y privaciones.
—Lo sé, señor Orloff. Si de mí dependiese, me dedicaría a traficar en pieles como mi padre; pero ahora estoy ligado a la Compañía por un buen número de años.
El señor Orloff permaneció silencioso algunos instantes, mirando a los cazadores, hasta que dijo de repente:
—Si alguien os ofreciese una buena suma, así como unos diez mil dólares, ¿os resolveríais a tomar parte en una expedición dificultosa al país de los hielos eternos?
—¡Por cien mil focas! —exclamó MacDoil—; ¿quién es el hombre que me ofrece diez mil dólares?
—¡Quisiera verlo —añadió Sandoe—, y mandaría al diablo a la Compañía y sus pieles!
—No sé quién es; pero volveremos a hablar —dijo Orloff con misteriosa sonrisa—. ¡Eh, Kustoff; otra botella!
El marinero sacó, no una, sino dos botellas del cesto, y las destapó, poniendo una ante el patrón y la otra ante los cazadores.
El marinero, en lugar de sentarse a la mesa improvisada, se divertía en echar al perro galletas pequeñas que sacaba del fondo del canasto. Debían de ser excelentes, porque «Camo» las comía con avidez, lamiendo hasta las migajas.
Entretanto, MacDoil y Sandoe seguían charlando y bebiendo; parecían estar ebrios, y bostezaban como dos osos que no hubieran dormido en un mes. Contaban al señor Orloff la historia del monstruo marino; pero su lengua se volvía torpe, divagaban y cerraban involuntariamente los ojos, mientras el extranjero callaba, limitándose a sonreír.
«Camo» parecía también atacado de un sueño irresistible, pues se había echado sobre una piel de oso y roncaba estrepitosamente.
En un momento, Sandoe perdió el equilibrio y cayó en brazos del taciturno marinero, que se había colocado detrás de él como presintiendo la caída.
MacDoil luchaba con el sueño, hasta que poco a poco las fuerzas le abandonaron y acabó, como su compañero, por caer en brazos del marino, que lo tendió en el suelo.
El señor Orloff se levantó.
—¡El narcótico ha hecho su efecto! —dijo—. Espero que no despertarán antes de veinticuatro horas y que aceptarán su voluntaria prisión.
Avanzó hacia la puerta de la choza e hizo al aire dos disparos de pistola.
Poco después, hacia la costa oriental de la isla, se vieron surgir del mar dos inmensos chorros de agua, seguidos de aquel rumor y de aquel silbido que tanto inquietaron a los cazadores.
—Están para venir —dijo Orloff al marinero.
—Vamos a encontrarlos.
Cuando MacDoil, aún medio adormecido y aturdido por la embriaguez, abrió los ojos, se encontró, con gran estupor suyo, tendido en una cómoda hamaca que oscilaba lentamente como si estuviese colgada en el puente de un barco.
Creyendo soñar o estar embriagado, se incorporó para sentarse, buscando con la mano su piel de oso; pero en su lugar encontró una gruesa y tupida cubierta de lana.
Miró alrededor, maravillado, y se dio cuenta en seguida de que no estaba en su choza.
—¿Dónde estoy? —gritó—. ¿Si estaré soñando? ¡Hola! ¿Qué ruido es éste? Parece como si estuviese en un buque de vapor, o que yo…
Se interrumpió, volviendo a mirar en torno con la mayor ansiedad y presa de alguna inquietud.
Se encontraba en una estancia cerrada, de tres metros de larga por algo menos de ancho, y dos de alto, alumbrada por la lámpara contenida en un globo de vidrio, la cual proyectaba una luz ligeramente azulada, pero intensa.
Bajo su hamaca había un rollo de pieles, las que había secado y salado en su choza; las dos cajas que contenían su vestido y el de Sandoe y enroscado en un grueso tapete de fieltro estaba «Camo», que seguía roncando.
En la parte opuesta, colgada de dos anillos, pendía otra hamaca, la cual parecía ocupada por alguien, porque se oían ronquidos.
—¡Diantre! —exclamó el hebridense pellizcándose furiosamente los brazos—. ¿Sueño o estoy despierto? ¿Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido desde el banquete con Orloff? ¿Si me habré vuelto loco, o aquel delicioso gin me habrá turbado la vista de modo que vea las cosas cambiadas?
Se deslizó de la hamaca, y le pareció como si el pavimento resonase metálicamente.
Aguzó el oído y oyó distintamente golpes sordos parecidos a los que producen los émbolos de una máquina de vapor, si bien no sentía el olor que esparce el carbón, ni la grasa que se emplea para lubricar las diversas piezas de la maquinaria.
Al mismo tiempo notó que todo aquello oscilaba, de derecha a izquierda.
—¡Esto es balanceo! ¡Un antiguo grumete no puede engañarse!
Se volvió al mastín y le sacudió rudamente llamándole por su nombre; pero «Camo» parecía embriagado por aquel gin traidor, pues continuaba durmiendo y no se despertaba por nada.
—¡Por mil ballenas! —exclamó MacDoil—. No saco nada en limpio, y temo que aquella condenada isla estuviera embrujada. ¡Ea! Allí hay alguien que ronca en la hamaca. ¡Aunque sea el diablo en persona, le cogeré de la nariz, y le obligaré a que me explique estos misterios!
Cogió la hamaca y la meció tan bruscamente, que hubiera podido despertar a un muerto. Un grito de sorpresa y de alegría se le escapó.
—¡Sandoe!
Le tiró de la nariz fuertemente, gritando:
—¡Eh, amigo, despierta! ¡Por mil focas!
El danés dio señales de vida con un pavoroso estornudo, seguido de un formidable voto:
—¡Cuerno de narval!
—¡De narval o de rinoceronte, salta al suelo! —bufó MacDoil—; y te juro que se te erizarán los pelos cuando sepas lo que sucede aquí.
—¿Lo dices de veras, MacDoil?
—¡Vaya que si! Baja y…
Un agudo silbido, que repercutió en el camarote con fuerte eco, le heló la palabra en la boca; en seguida resonó aquel murmullo que oyeron en la costa de la isla.
—¡Rayos y truenos! ¿Dónde estamos?
—¿Dónde? ¡En el vientre del monstruo!
Sandoe se había precipitado ya de la hamaca con los cabellos erizados y el semblante transfigurado por inexplicable terror, y se lanzó adelante, como si quisiera huir; pero fue a topar contra la pared opuesta.
—¿Quieres romperte la nariz? —gritó MacDoil.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está el señor Orloff y su marinero?
—No lo sé; los dos han desaparecido.
—¿Si serán dos diablos?
—Nunca creí en diablos; pero ahora empiezo a creer que aquel caballero lo era. ¡Ah, el silbido! ¿Dónde estamos?
En aquel instante se abrió bruscamente una puerta, desde la cual pronunciaron en inglés estas extrañas palabras, con entonación calmosa:
—Señor MacDoil, aquí estamos a doscientas cincuenta millas del Estrecho de Behring y a doce metros de profundidad. ¿Estáis satisfecho?
Al oír aquella voz, los cazadores se volvieron rápidamente, y viéronse ante un hombre de estatura mediana, de robustas formas, de mirada limpia y osada, de cabellos rubios ligeramente rizados, con una barba corta partida en dos en la barbilla, y de piel blanca rosada. Podría tener treinta y cinco años lo mismo que cuarenta y cinco, aunque más probable era que tuviera menos que más a juzgar por la frescura de su tez, si bien los cabellos que se escapaban de su gorra de piel de nutria empezaban a encanecer.
Vestía un traje completo de piel de foca, y llevaba polainas como las que usan los cazadores de la Compañía de la Bahía de Hudson.
MacDoil se había lanzado a él, exclamando con voz alterada:
—Decís, señor…
—Que nos encontramos a doscientas cincuenta millas del Estrecho de Behring —respondió el desconocido con voz tranquila.
—Y…
—A doce metros bajo la superficie del mar.
Al oír esto, Sandoe se había apoyado en la pared como si las fuerzas le abandonaran de pronto, mientras MacDoil dio dos pasos atrás con el terror pintado en el semblante. ¡Era para espantarse! Encontrarse a doce metros bajo el mar quería decir, a lo menos para los dos cazadores, que estaban a pique de ser engullidos por las aguas del Estrecho.
El desconocido advirtió, sin duda, lo que pasaba por las mentes de los cazadores, pues añadió sonriendo:
—No os asustéis, MacDoil; ni vos tampoco Sandoe. Si bien navegamos a doce metros de profundidad y se ha dado orden de bajar otros cincuenta metros, no corréis ningún peligro; os doy mi palabra.
—¿Otros cincuenta metros? —exclamó MacDoil—. ¡Nos ahogaremos todos, caballero! Si queréis hacer compañía a los peces, nosotros no, ahora por lo menos.
—¿Queréis volver a subir?
—Sí, señor.
—Sí, sí —repitió Sandoe—. ¡Me parece que tengo el agua al cuello y que estoy lleno como un pellejo que va a reventar!
El desconocido se acercó a la pared opuesta, apretó un botón en el que no se habían fijado los dos cazadores, y dijo:
—Ya está; dentro de pocos instantes veréis el sol.
—¡El sol, MacDoil! ¡Creo volverme loco o estar soñando!
—Ni lo uno ni lo otro —respondió el desconocido—. ¡Seguidme!
Abrió la puerta y empezó a subir una escalera de hierro tan estrecha, que apenas dejaba paso a un hombre delgado.
MacDoil y Sandoe, llevados de irresistible curiosidad, se precipitaron tras el individuo.
Una límpida luz, que no se parecía a la que alumbraba el camarote, bajaba desde una abertura que estaba encima de la escalera: era la luz del sol.
Ambos cazadores, cada vez más aturdidos, se precipitaron adelante, y se encontraron en una especie de plataforma rodeada de una fuerte barandilla de hierro, en tomo de la cual se quebraban las olas.
—¡He aquí el sol! —dijo el misterioso personaje, señalando al astro diurno, que brillaba en el cielo sin nubes.
MacDoil y Sandoe dieron un grito al unisono.
—Estamos…
—En un buque submarino —concluyó el desconocido.
El hebridense y su compañero quedaron anonadados de sorpresa.
Pegados el uno al otro, miraban, ora la plataforma, que salía del agua apenas un metro y parecía formada de planchas de acero imbricadas, ora hacia el mar, completamente desierto, y cuyas ondas iban a morir en la extremidad inferior de la balaustrada, o bien a aquel extraño personaje, que con los brazos cruzados sobre el pecho los miraba tranquilamente.
Sin duda se preguntaban a qué extraordinarios sucesos debían el encontrarse, después de aquella botella de gin, a bordo de aquel submarino que hasta entonces habían tomado por un monstruo, y trataban de inquirir cómo fueron allí transportados.
—¡A bordo de un buque submarino! —exclamó MacDoil.
—¡Hablad! —dijo el desconocido, viendo la pausa del hebridense.
—Quisiera preguntaros si sois un pirata. ¿Quién os ha inducido para sacamos de la isla?
—Vosotros.
Al oír esta inesperada respuesta, MacDoil miró de hito en hito a Sandoe.
—¡Nosotros! —exclamó—. O sigo con el cerebro perturbado por el gin, o…
—¡Continuad! —añadió el desconocido—. ¿Queréis decir acaso que no os acordáis de lo que habéis dicho?
—¡Oh! ¡Aún tengo buena memoria, caballero!
—No lo parece; yo soy el hombre que aceptó vuestros servicios pagándoos diez mil dólares.
—¡Zambomba! ¡Sois así el hombre de los diez mil dólares! ¡Pues sed bien venido!
El desconocido sonrió, diciendo:
—Veo que os mostráis razonables, y eso me place.
—¿Es por eso por lo que nos habéis traído aquí? —preguntó MacDoil.
—Sí.
—No era necesario, pues os aseguro, caballero, que para ganar esa suma os hubiéramos seguido hasta el fin del mundo.
—Pero no quizá en un barco submarino.
—Es verdad —dijo Sandoe riendo—. Teníamos la manía de que esto era un monstruo espantoso, y no sé si os hubiéramos seguido.
—Ya veis cómo Orloff hizo bien en embriagaros y daros un narcótico.
—¿El señor Orloff? —exclamaron los cazadores—. ¿Dónde está?
—¡Aquí estoy! —repuso una alegre y bien timbrada voz.
Orloff, que aparecía en aquel momento en lo alto de la escalera, saltó ágilmente sobre la plataforma.
—Espero que me habréis perdonado la jugarreta que os hice —dijo estrechando las manos a los cazadores.
—Si, a condición de que nos deis a probar otra vez aquel delicioso gin, pero sin el narcótico —respondió MacDoil riendo.
—En la comida os ofreceremos otro. ¿No os reís, señor Nikirka?
—Sí —contestó el aludido por este nombre.
Luego, después de echar una mirada al mar, añadió:
—Señor Orloff, os dejo con estos buenos europeos.
Saludó a los cazadores y entró en el buque, mientras éste, que estaba inmóvil, se ponía en marcha, dejando a popa dos estelas espumantes y blancas.
—¿Marchamos? —preguntaron el hebridense y Sandoe, cogiéndose a la plataforma para mantenerse en equilibrio.
—Queremos llegar al estrecho de Behring —dijo Orloff.
—Señor Orloff, espero que nos daréis explicaciones. Diez mil dólares son una bonita cantidad, y soy feliz en ganarlos; pero quisiera saber al menos adónde voy, y otras cosas más.
—Estoy a vuestra disposición, MacDoil; hablad.
—Ante todo, ¿adónde vamos?
—Hacia el Norte.
—¿Por qué motivo?
—Yo mismo lo ignoro. El comandante del buque es el ingeniero Olaf Nikirka, y yo no soy más que el segundo; esto es, el hombre que dirige el Taymir, conforme a las órdenes que recibe.
—Lo mismo nos da ir a una parte que a otra; ¿no es cierto, Sandoe? Lo que quisiéramos saber es la duración de nuestro enganche.
—Seis meses, o acaso menos. Si por circunstancias independientes de la voluntad del comandante hubiera de prolongarse vuestro enganche, tendréis paga doble.
—El señor Nikirka debe de ser muy rico para regalar así miles de dólares.
—Podéis figurároslo por este maravilloso barco, que le cuesta no menos de ciento cincuenta mil dólares.
—Esperamos que podremos visitar este buque.
—Cuando queráis.
—Una pregunta, señor Orloff. ¿Sois americano?
—No; finlandés, como el comandante.
—¡Oh! ¡Rusos!… Otra cosa deseaba saber. ¿Es vuestro buque el que rondaba nuestra isla?
—Sí, MacDoil. Había sufrido una avería en la máquina, y teníamos que repararla.
—¿Y fuisteis vos el que alumbró la isla con un reflector?
—Sí; queríamos ver qué habitantes había.
—¿Y nos visteis?
—Perfectamente —repuso Orloff—. Nikirka y yo estábamos en la plataforma provistos de excelentes catalejos.
—¿Os éramos necesarios?
—Nos figuramos que seríais los cazadores de la Compañía ruso-americana. Nos habíais descubierto el día que nos soltasteis un arponazo y dos tiros, y sabiendo que la Compañía sólo contrata valientes tiradores, creímos que nos seríais utilísimos en los hielos. He aquí el motivo de traeros a bordo del Taymir.
—Creo que hicisteis bien. Ahora que sabemos que el formidable monstruo es un buque submarino, no nos pesa hacer un viaje a las regiones polares con tan buena compañía; tanto más cuanto que ganamos una buena suma. ¿No es así, Sandoe?
—Sí, MacDoil.
—¿Queréis visitar el buque? —preguntó Orloff.
—Estamos a vuestras órdenes.
—Seguidme entonces.
CAPITULO V. EL BUQUE SUBMARINO
Orloff no les había mentido al llamarle «buque maravilloso». Era, en realidad, una de las más espléndidas y perfectas embarcaciones submarinas que el hombre haya podido imaginar. Los dos cazadores no pudieron menos de maravillarse ante aquella obra maestra, ideada por el ingeniero finlandés y construida bajo su dirección en uno de los mejores astilleros del Báltico, como les dijo el segundo de a bordo.
Era un verdadero coloso en comparación con el otro varado en 1859 en Newcastle, y que suscitó tantas polémicas en la Prensa europea, creyendo haberse resuelto el difícil problema de la navegación submarina, pues de proa a popa medía cuarenta y dos metros, o sea treinta y dos más, mientras su mayor anchura alcanzaba otros nueve.
La forma era de un huso perfecto. Estaba dividido en diez compartimientos casi iguales, seis destinados a alojamiento y a cocina, dos a la maquinaria y los otros dos a almacenes; mientras las dos extremidades servían para el lastre de agua necesaria para la inmersión del buque.
El ingeniero Nikirka debió de haberse inspirado en el buque varado en Newcastle, el mejor tipo que ha servido de modelo, salvo algunas modificaciones, a los últimamente construidos en Francia, en Italia y en España, pues adoptó su configuración y sus medios de inmersión, de subir a flote y de dirigirlo con seguridad. No obstante, había introducido en la locomoción grandes mejoras, que hacían del Taymir el más rápido, el más poderoso y también el más seguro de todos los de su tipo. Construido enteramente de acero, podía soportar las presiones más extraordinarias, si bien el ingeniero previó el caso de que las planchas metálicas, por una causa cualquiera, un choque violento o una varadura, cediesen y abriesen una vía de agua, ahogando irremisiblemente a los que los tripulaban.
Para evitar los peligros que amagaban al buque que iba a emprender el misterioso viaje al océano polar, tan abundante en hielos flotantes, que con sus puntas producen grandes averías, el finlandés, precediendo a los modernos constructores, había guarnecido completamente las planchas de acero, en su parte interna, con una espesa capa de aquella materia celulosa, hace muchos años descubierta por el almirante de la Barriére, que puede hacer insumergible cualquier buque, aunque sea de guerra.
Esa materia, que se extrae de la fibra de la nuez de grana, goza de la propiedad maravillosa de estar dotada de tal elasticidad, que al ser atravesada por un proyectil o agujereada por la punta de una roca, se cierra por si misma, impidiendo así la inmersión.
Siendo su densidad Ínfima, pues no pesa más de ciento veinte o ciento treinta kilogramos el metro cúbico, pudo el ingeniero embutir, por decirlo así, su buque en los espacios comprendidos entre las planchas metálicas y la armadura interna, sin aumentar notablemente el peso y sin ocupar demasiado espacio.
No se limitó a este doble reparo, que debía volver insumergible al Taymir, pues además le proveyó de doce compartimientos, que, en caso de un desastre, podían servir de tanques, con dobles puertas de hierro que se ensamblaban exactamente y con los bordes revestidos de caucho.
Alejado el peligro de una invasión de agua en el interior, el valiente finlandés dedicó todo su ingenio a la locomoción de aquel gigantesco huso de acero y a los medios de gobernarlo libremente encima y debajo del agua.
En esto superó al buque inglés, descartando la electricidad, insuficiente todavía en aquella época para obtener una rápida locomoción, y limitándose a adoptarla sólo para el alumbrado interior.
No pudiendo, por razones fáciles de comprender, utilizar la máquina de vapor, que habría obligado al buque a mantenerse siempre a flote para dar salida al humo, y que hubiera ocupado un gran espacio para el depósito de carbón, el ingeniero empleó una nueva fuerza, más potente, valiéndose de los últimos descubrimientos de la ciencia, o sea, del hidrógeno liquido.
Como es sabido, este gas, en estado líquido, ocupa un espacio infinitamente pequeño, mientras al contacto del aire, tomando su estado gaseoso, se dilata enormemente, con más fuerza y más amplitud que el vapor.
El ingeniero Nikirka había encontrado el medio de utilizar aquella fuerza, adaptándola al mecanismo de su invención, el cual maniobraba perfectamente como una máquina de vapor. Provisto de una reserva considerable de hidrógeno líquido, aprisionado en tubos de acero de gran potencia, para impedir explosiones, que producirían fatales consecuencias, podía navegar largarmente y obtener una velocidad extraordinaria, proporcionada a la tremenda fuerza expansiva del gas.
La máquina, movida por la fuerza de aquel gas, que funcionaba como el agua transformada en vapor, era suficiente para imprimir al buque una velocidad de quince y aun de dieciocho nudos por hora en caso necesario, superando a los más rápidos steamers construidos en aquel decenio.
Para hacerlo más manejable, dotó al huso de dos hélices, situadas a popa entre dos conchas lo bastante amplias para la libertad de sus movimientos, pero que al mismo tiempo las protegía contra cualquier choque de los hielos o de otros obstáculos, y de un ancho timón en figura de triángulo.
Para la inmersión había inventado un nuevo sistema, que veinte años después debía servir al señor Nordenfeld, el célebre inventor de los cañones y ametralladoras de ese nombre, para la construcción de su buque submarino, el tipo más perfecto de los construidos en el decenio 1880-1890.
No pudiendo contar absolutamente con el lastre liquido de las extremidades del huso, que podía sufrir mermas e impedirle llegar a considerables profundidades, hizo construir a los flancos del buque dos hélices de grandes dimensiones, que funcionando en sentido vertical, debían necesariamente hundirlo hasta el limite deseado.
Para mantenerlo en el descenso en su posición normal, le dotó de dos timones en balanza, fijos en la misma tabla y mantenidos en horizontalidad constante mediante un peso considerable.
Obvio es decir que también estas hélices, lo mismo que las de popa, estaban resguardadas por dos conchas o tambores.
La cuestión del alumbrado fue asimismo acertadamente resuelta por el ingeniero finlandés. La prodigiosa fuerza desarrollada por el hidrógeno era aprovechada por una pequeña dínamo que le suministraba la luz eléctrica necesaria para alumbrar, no sólo el interior del buque, sino también el exterior, durante la navegación nocturna o a una profundidad adonde no llegara la luz solar.
Un potente foco de 3000 bujías, emplazado en una especie de torrecilla a popa, pertrechado con vidrios de un espesor suficiente para soportar las más fuertes presiones, proyectaba ante el buque un haz de luz en forma de abanico, que permitía al timonel, colocado en otro recinto de vidrio a popa, ver cualquier obstáculo a distancia de cincuenta metros o más.
De día, la luz que entraba por la boca de la plataforma, situado el buque en la superficie, o por los dos jaulones de vidrio y por las lentes de cincuenta centímetros de diámetro situadas a los costados del huso, en caso de sumergirse a pequeña profundidad, era ya suficiente para alumbrar el interior. Tampoco se había olvidado el problema de la respiración en aquella prisión metálica, que podía convertirse en tumba en el caso de que, por una avería de la máquina o por otro motivo, el buque se viese obligado a permanecer sumergido hasta agotarse la provisión de aire.
Para evitar este inconveniente peligrosísimo, el ingeniero había hecho construir dos tubos de goma de doscientos metros, uno a proa y el otro a popa, provistos al extremo opuesto de flotadores de corcho, de modo que subieran instantáneamente a la superficie, y de dos válvulas automáticas que debían abrirse al primer contacto con el aire. Estos tubos estaban sostenidos por unas tenazas que comunicaban con el interior del buque, de modo que se podían soltar con toda libertad. De esta suerte, aunque la nave se encontrase a doscientos metros de profundidad, podía recibir la provisión de aire necesaria para su tripulación.
—¡Por cien mil focas! —exclamó MacDoil, que acababa de oír las explicaciones dadas por el señor Orloff durante la visita del buque maravilloso—. ¡Nunca he visto cosa parecida, ni hubiera creído que los hombres encontraran medio de navegar bajo el agua en competencia con los peces!
—MacDoil —decía Sandoe—, si no estuviera seguro de hallarme despierto, diría que todo lo que ha sucedido de cinco días a esta parte es un sueño.
—Lo creo —respondió el hebridense—. Pero decidme, señor Orloff: ¿Estamos solos en el buque? No nos habéis enseñado el último camarote, y me pareció oír roncar a alguien al pasar ante la puerta.
—Hay otros tres marineros, encargados del manejo de la máquina, de la limpieza y de la cocina. A uno ya le conocéis.
—¿Aquel bribón que compuso la famosa botella y que vimos ante la máquina?
—Si; el mismo, MacDoil.
—Es una tripulación muy reducida.
—Pero suficiente, pues la máquina no necesita servicios tan fatigosos como la de vapor. Los dos marineros duermen ahora, pues han velado toda la noche, durante nuestro arribo a vuestra isla; pero los veréis pronto.
—Señor Orloff —dijo Sandoe rascándose la cabeza, como si le atormentase alguna idea—, quisiera pediros una explicación.
—Hablad, amigo.
—He observado a proa del barco, encima de la sentina del agua, una especie de canal oscuro cerrado por un grueso vidrio. ¿Querríais decirme para qué sirve?
—Es un tubo para lanzar torpedos.
—¡Torpedos! ¿Se trata de un buque de guerra?
—Nada de eso. ¿Queréis que vayamos a declarar la guerra a los osos blancos?
—Entonces, ¿para qué sirven esos instrumentos de destrucción?
—No lo sé; acaso para los hielos.
—Decidme, señor Orloff —preguntó MacDoil—, ¿no hay peligro de que el buque se deshaga bajo la presión del agua bajando a considerable profundidad?
—No lo temáis. Os diré, ante todo, que está formado por planchas de acero de un espesor de cinco centímetros en el centro y de dos en los lados, lo cual le da una resistencia excepcional.
—Está bien; pero si hubiera de bajar a quinientos, ochocientos o mil pies de profundidad, no podría resistir la presión.
—Viejas teorías corren por ahí, pero que el señor Nikirka y yo hemos averiguado que son enteramente falsas. Se ha creído hasta ahora, y acaso se seguirá creyendo por mucho tiempo, que el agua, comprimiéndose por su propio peso, debía alcanzar a cierta profundidad una densidad igual a la de los metales más pesados, impidiendo tocar fondo a los mayores buques. ¡Locura, MacDoil, locura! Que a mayor profundidad el agua sea más densa, es verdad; pero que llegue a la densidad de los metales, no. El agua es apenas compresible. Si así no fuese, ¿cómo podrían vivir a quinientos y seiscientos metros de profundidad las estrellas marinas y las concháceas? Necesitarían estar blindadas. No os inquietéis, pues, acerca de la resistencia del Taymir. Bajará al fondo del Océano sin que se hunda ninguna de sus gruesas planchas metálicas.
—Señor Orloff —dijo Sandoe—, ¿podremos ver los peces?
—Si; por más que los océanos polares son escasos en habitantes acuáticos. Basta colocarse ante una de las lentes.
—¿No se rompen?
—Son gruesas, como para desafiar una bala de fusil. ¡Eh! La campana nos llama a comer. Seguidme; es mediodía.
CAPITULO VI. UNA CARRERA BAJO EL MAR
El departamento destinado a comedor estaba situado a popa, precisamente bajo el foco de luz eléctrica que servía de lucerna de día, cuando el buque navegaba en la superficie o a poca profundidad.
Era un hermoso y cómodo camarote de seis metros cuadrados, con las paredes forradas de madera, el pavimento cubierto de un espeso tapiz, y amueblado con perfecta elegancia; armarios con vitrinas, divanes que en caso necesario podían transformarse en camas, sillones de terciopelo rojo, y en el medio, una mesa ya servida y alumbrada por una lámpara eléctrica.
Había además, una estufa, tan necesaria para quienes habían de afrontar los fríos polares, provista de un tubo suficientemente curvado para retardar la dispersión del calor, pero que debía usarse solamente cuando el buque navegaba en la superficie, pues a poca profundidad la temperatura del agua hace innecesaria la calefacción.
El comandante estaba ya sentado, y parecía esperar únicamente al segundo y a los dos cazadores para dar el asalto a las viandas.
—¿Habéis terminado vuestra visita? —preguntó al verlos entrar—. ¿Os ha gustado?
—Sí, señor —respondió MacDoil—; y he de deciros que aún estoy asombrado de cuanto he visto, y que lo estaré por mucho tiempo. ¡Vuestro buque es mía maravilla!
—De ello me congratulo —contestó el ingeniero—; pero vuestra sorpresa aumentará cuando veáis a mi Taymir maniobrar bajo las olas. Tomad asiento y comed a vuestras anchas. Habéis dormido treinta y dos horas sin interrupción y debéis tener gana.
—A decir verdad, paréceme tener el estómago enteramente vacío —repuso MacDoil.
La comida, contra lo que esperaban los cazadores, fue abundante: señal evidente de que el propietario del buque era aficionado a la buena mesa. Componíase de anchoas, atún, merluza fresca, que parecía recién cogida, de un apetitoso pedazo de delfín joven asado, y que les supo a ternera, de una sopa de pemmican con verdura de conserva, de caviar de Rusia y de excelente vino tinto de una cuba de dimensiones no comunes, situada en un ángulo del comedor bajo un toldo.
Acabada la colación, servida por un marinero —un mocetón rubio que debía de tener la robustez de un toro—, el comandante ofreció a los cazadores pipas y tabaco, y después de echar una mirada a la brújula suspendida en el ángulo de una mesa, dijo:
—Preparémonos a bajar. Fumando podréis contemplar escenas que ya quisieran muchos presenciar.
Acercóse a un tubo de bronce que comunicaba con la máquina, y dijo:
—¡A cien metros!
—¡Caramba! —balbució Sandoe, palideciendo.
—¿Te tiemblan las carnes? —le preguntó el hebridense.
—Confieso que sí, MacDoil.
—Tampoco yo las tengo todas conmigo; pero tengo confianza en este buque y en su comandante.
Casi en el mismo instante oyeron sobre su cabeza un ruido semejante al que produce una plancha de metal arrastrada por un camino enlosado.
—¿Qué es eso? —preguntó Sandoe.
—Que se ha cerrado la plataforma —repuso Orloff.
En seguida oyeron a popa y a proa agudos murmullos, y golpes sordos en los costados del buque.
—Es el agua que entra en los depósitos, mientras las hélices verticales funcionan —dijo el segundo anticipándose a la pregunta de los cazadores.
El Taymir empezaba a sumergirse lentamente con un perceptible balanceo, mientras la luz que despedía el fanal eléctrico se iba atenuando, volviéndose primeramente verdosa y luego azulada opaca, pero no tanto que no permitiese ver los muebles y los más pequeños objetos del comedor.
MacDoil y Sandoe, agarrados a la mesa, algo pálidos y con el pulso acelerado, miraban al ingeniero, el cual tenía la mirada fija en el dinamómetro, cuya manecilla avanzaba lentamente de metro en metro a medida que el buque descendía. Estaban ambos vivamente impresionados, pensando que iban hundiéndose en los abismos del mar.
De pronto cesó el vaivén del buque y dejó de oírse el ruido de las hélices laterales, sucediéndose el rápido aleteo de las hélices de popa.
—¡Cien metros! —dijo el ingeniero.
Orloff se acercó primero a la pared de estribor, luego a la de babor; hizo resbalar dos gruesas planchas de acero, y en seguida una luz tétrica, muy opaca, pero que a intervalos tomaba extraños reflejos casi perlados, se difundió por el comedor.
—Mirad al mar —dijo el segundo, empujando delante a los cazadores.
Estaban descubiertas dos de las grandes lentes engastadas en los flancos del buque, a través de cuyos gruesos vidrios aparecía el mar, de color azul cobrizo perfectamente visible, brillando por encima en todo su esplendor el astro diurno, cuyos rasgos se reflejaban, si bien algo amortiguados, hasta aquellas profundidades.
MacDoil y Sandoe, movidos por la más viva curiosidad, se habían precipitado hacia la lente de babor, y acercaron los ojos a los vidrios. El agua del mar parecía huir ante ellos en rápidas ondulaciones, que se alejaban cambiando a cada paso de coloración. Tan pronto aparecía estriada de verde esmeralda, tan pronto de azul intenso. A veces, una oleada de blanca espuma pasaba rápidamente ante el vidrio, producida por el agudo espolón del buque, e iba a perderse a popa.
—¡El mar! —exclamó MacDoil rompiendo el silencio que reinaba en la estancia—. ¡Y estamos a cien metros debajo de su superficie! ¡Por cien mil focas! ¿Cómo es posible ver a tal profundidad?
—¿Creíais acaso que a cien metros fuera de noche? —preguntó Orloff—. Aquí se ve mucho más abajo aún, querido cazador.
—Habrá oído decir a personas que gozaban fama de ilustradas que bajo el agua no se veía, pasados los treinta o cuarenta metros.
—¡Oh! ¡Hay tantos que aún no lo creen así! —repuso el ingeniero—. Hoy día se admite aún que los rayos solares no pueden llegar a una profundidad relativamente corta. Yo os mostraré algún día como aun a seiscientos metros de profundidad hay bastante luz para poder ver sin necesidad de encender las lámparas eléctricas. Lo singular es que tales creencias subsistan, siendo así que los navegantes tienen pruebas palpables de que en el fondo del Océano viven seres provistos de ojos, como los peces que nadan en la superficie. ¿Acaso la Naturaleza iba a proveerlos de aquellos órganos por mero capricho?
—Es verdad, señor Nikirka —respondió Orloff—, pero se fundaban en un hecho.
—¿Cuál?
—Que entre los ejemplares pescados a gran profundidad se habían encontrado algunos privados de vista.
—¿De vista? ¿Podían así asegurar tal cosa? Si hubiesen examinado mejor a los supuestos seres ciegos, les hubieran encontrado ojos o algún órgano semejante oculto bajo la dermis y sensible a la luz. Los mismos topos tienen ojos, poco visibles, pero los tienen; los gusanos empleados en la pesca parecen privados de ojos; pero se ha observado que acercando algunos de estos insectos a la luz, la esquivan rápidamente: de modo que pueden distinguir a la luz por medio de algún órgano sensible que funciona como los ojos.
—¿Creéis que se vea también a mil o dos mil metros de profundidad? —preguntó MacDoil, que escuchaba atentamente a los dos interlocutores.
—Hasta mil, si; más allá reina casi una completa oscuridad —respondió el ingeniero—. Pero lo que a nuestros ojos parece oscuridad puede ser una especie de crepúsculo para algunos habitantes submarinos.
—¡Peces! —gritó en este instante Sandoe—. ¡Mira, MacDoil; mira cuántos peces!
El hebridense precipitóse al vidrio. El buque, que corría con una velocidad de quince a dieciséis nudos por hora, bogaba en medio de un banco de merluzas.
Estos peces voracísimos, sorprendidos en su correría por la aparición del gigantesco huso, y asustados por las hélices que mordían el agua, se desbandaban en todas direcciones, y algunos, locos de terror, iban a topar contra el vidrio, creyendo quizá que era un paso libre.
Por un momento mostraban su cuerpo esbelto, su grueso hocico provisto en la parte inferior de papilas carnosas de forma cónica y de escamas relucientes; luego desaparecían rápidamente, sumergiéndose, o bien saliendo precipitadamente a la superficie.
Bien pronto el buque pasó a la gruesa bandada, la cual se dirigía tal vez a algún golfo de la costa americana, y se encontró en aguas libres, navegando hacia el estrecho de Bhering.
A cada paso se veían aparecer otros peces cerca del vidrio, atraídos por la curiosidad de conocer de cerca aquel monstruo de nueva especie; pero eran pocos, en razón de ser aquellos mares fríos muy escasos de habitantes.
Otras veces eran grupos de medusas en forma de quitasoles más o menos grandes, pertrechadas interiormente de tentáculos y que navegaban entre dos aguas, de matices delicados que variaban del blanco transparente al azul pálido; o bandadas de delfines de la especie de los neomeris metas, largos poco más de un metro, hocico corto, cabeza esferoidal y piel negruzca; o manojos de cefalópodos mastrephes, que se encuentran en gran número en los mares septentrionales de China y del Japón, muy buscados por el enorme consumo que de ellos se hace en estos países; o festolarios de bella coloración roja viva, y algún isitus fulgido, pez largo apenas de treinta centímetros, que de noche despide una luz verdosa de bellísimo efecto.
También aparecía por breves instantes alguna foca entre los copos de la espuma levantada a proa, para sumergirse en seguida, después de lanzar una mirada asustada a través del vidrio de la escotilla. Era uno de aquellos anfibios llamados por los habitantes del Norte kassigiah, y también túpalo, largo de un metro, con la cabeza oval, el hocico corto, los ojos grandes, oscuros, inteligentes, los labios adornados con bigotes espesos, y el pelaje gris amarillento con manchas irregulares pardo-oscuras.
MacDoil y Sandoe, cada vez más asombrados, no perdían de vista uno solo de aquellos habitantes del mar de Behring, y prorrumpían en gritos de admiración, que bien pronto se trocaron en gritos de sorpresa cuando el buque penetró en medio de un numeroso rebaño de nutrias marinas.
Eran sobre unas treinta, que competían en hermosura, nadando en medio de un banco de algas, donde buscaban ávidamente su sustento. Desaparecieron súbitamente, remontándose a la superficie; pero los dos cazadores habían tenido tiempo de verlas e instintivamente hicieron un movimiento como si buscaran sus escopetas.
—¡Qué espléndida manada! —exclamó MacDoil—. ¡He aquí siete u ocho mil dólares perdidos!
—Y que irán a parar a los bolsillos de otros —añadió Sandoe.
—¡Me sorprende el encuentro de un número tan crecido de nutrias! —dijo el ingeniero—. Dícese que no viven en grupos.
—Es verdad, señor —respondió MacDoil—, ni yo me lo explico. Quizá en la superficie estén dando una batida a estos animales.
—¿Cómo?
—Con barcos, señor Nikirka. Averiguando el sitio donde se reúnen las nutrias a pastar en las algas, varios buques rodean el lugar, echan redes de seis metros de largo con las mallas muy anchas, y poco a poco estrechan el circulo. Las nutrias, asustadas, se juntan hasta que caen en las redes, sin ocurrirseles siquiera pasar por debajo, maniobra que tampoco las salvaría, pues hay en los barcos buenos cazadores. Por lo general, estos anfibios se cazan así cuando el mar está borrascoso. Entonces, las nutrias buscan refugio en los bajos fondos, cerca de los escollos, por lo cual no es raro que naufraguen muchas embarcaciones pesqueras.
—He aquí una advertencia oportuna —repuso el ingeniero.
—¿Por qué?
—Porque si están pescando los cazadores, señal es que estamos sobre un bajo fondo. Ya me lo habían dado a sospechar las algas, si bien a veces estos vegetales marinos cubren millas y millas enteras.
Acercóse al tubo de bronce, y gritó:
—¡A flor de agua!
Luego, volviéndose a los dos cazadores, indicó:
—¡Tened cuidado con el cañón!
En seguida oyeron silbidos repetidos, producidos, sin duda, por las bombas que lanzaban el agua acumulada en las sentinas de proa y de popa, y el Taymir subió rápidamente. Se oyó un sordo mugido, que parecía producido por la calda de la punta del huso primeramente surgida, y la luz volvió a aparecer límpida en el salón a través del fanal eléctrico.
—Estamos a flote —dijo el ingeniero—. Si queréis respirar una bocanada de aire fresco, podéis salir a la plataforma.
—¡Seguidme! —dijo Orloff.
Se había abierto súbitamente la escotilla, y los dos cazadores, acompañados por el segundo, se habían dispuesto a asomarse. El buque navegaba a flor de agua, mostrando solamente la plataforma y los dos tambores, en uno de los cuales, a través de la gruesa lente, se veía al timonel en pie ante la rueda.
El mar estaba tranquilo, y el sol, que declinaba hacia las lejanas costas de Asia, iluminándolo de soslayo, lo teñía de reflejos cárdenos.
Hacia el Este, se diseñaba en el horizonte una costa alta, cortada caprichosamente por profundas hendiduras; hacia el Sur, puntos negros, apenas visibles, parecían inmóviles, indicando ser un grupo de barcas, acaso de bodarkies, ocupadas en cazar las nutrias poco antes vistas por los dos cazadores; al Norte y al Oeste no se veía tierra ninguna. Solamente, a gran distancia, aparecían a intervalos puntos blanquecinos, acaso las velas de algún ballenero en ruta para el estrecho de Behring.
En los aires, algunos pájaros revoloteaban en torno del buque; volátiles de aquellos mares, que se encontraban a gran distancia de la costa.
—¿Dónde estamos? —preguntó MacDoil a Orloff, el cual tenía enfilado su catalejo hacia la costa.
—Frente a la bahía de Norton —respondió aquél.
—¿Lejos del estrecho de Behring?
—Muy poco, MacDoil. Mañana navegaremos en el océano Ártico.
—¿Y después?
—Saldremos al Norte.
—¿Y volveremos a bajar en el agua?
—¿Os place?
—Empiezo a tomar gusto a ello, señor Orloff.
—¿Conque ya no tenéis miedo? Volveremos a sumergimos varías veces, ¡y quiera Dios que no sean fatales!
—¿Qué queréis decir, señor Orloff?
El segundo no respondió; se sonrió misteriosamente, balanceando la cabeza varias veces.
CAPITULO VII. UNA EMIGRACIÓN DE ARENQUES
Al día siguiente, el Taymir, que había navegado durante toda la noche, manteniéndose siempre a flor de agua, llegaba frente al estrecho de Behring.
Este brazo de mar, que separa el Asia de la América septentrional, mide unos 83 000 kilómetros del cabo occidental asiático al de Gales, americano, y tiene una profundidad media de apenas 19 metros. Casi en el medio surgen las Diómedes, visitadas por los esquimales durante la buena estación, y que permanecen desiertas en invierno. La mayor del grupo es Ratmanoff, que mide siete kilómetros; Kotzebue sólo tiene cuatro, y la tercera es un simple escollo.
El descubrimiento de este estrecho importantísimo pertenece al siglo XVIII, a pesar de las activas pesquisas de muchos navegantes anteriores, cupiendo aquel honor al dinamarqués Vito Behring, quien realizó el paso en 1741 con una nave rusa armada por Catalina II; buque que cuarenta y cuatro días después había de naufragar en una isla de la costa siberiana, llamada más tarde de Behring, en la cual murió el desventurado marino.
En el momento en que el Taymir, lanzado a toda velocidad, y favorecido por la corriente que se dirige al Norte, pasaba entre las puntas extremas de los dos grandes continentes, a babor de las islas Diómedes, no se veía ninguna embarcación en el estrecho. Apenas entrado en el Océano Ártico, tomó el Nordeste, como si su comandante tuviera intención de refugiarse en la profunda y vasta bahía de Kotzebue, que se abre en la costa americana, al otro lado del cabo de Gales; pero luego cambió de ruta, dirigiéndose al cabo de Buena Esperanza.
MacDoil y Sandoe, acompañados del perro, que ya se había acostumbrado a aquella especie de prisión, habían salido a la plataforma, con la esperanza de descubrir algún buque o encontrar alguna de las embarcaciones de la Compañía ruso-americana que hacen el tráfico de pieles también en aquella costa; pero pronto se desengañaron.
El océano estaba desierto. Aún no había empezado la gran pesca de cetáceos, la única que congrega los buques al otro lado del estrecho de Behring, porque en las costas norteamericanas sólo hay escasos habitantes y no existe un puerto que ofrezca carga alguna.
Faltaban también los peces, abundando, en cambio, las aves marinas, especialmente los albatros. Estos volátiles, que se encuentran en todos los mares y en todos los climas, son grandes voladores, y tan robustos que pueden desafiar impunemente los vientos más formidables, no siento raro verlos a algunos a miles de kilómetros de la costa echándose al agua para dormir o descansar. Todo son plumas, pues aunque parecen grandísimos, su peso pocas veces pasa de diez kilos; pero la longitud de sus alas llega a tres metros y medio.
Era un hermoso espectáculo ver aquellos volátiles inmóviles, dejándose llevar por el viento, ni más ni menos que un buque de vela.
A veces se acercaban al buque y miraban curiosamente a los dos cazadores y al perro, sin manifestar en manera alguna miedo; luego se levantaban, emitiendo una especie de gruñido parecido al de los cerdos.
Viéndolos tan mansos, MacDoil y Sandoe quisieron aprovecharse para regalarse con un asado, si bien no ignoraban que la carne de estos volátiles es algo coriácea. Armados de escopetas, dispararon algunos tiros certeros, haciendo caer en la plataforma del buque dos albatros, que el can se apresuró a estrangular sin cuidarse de sus gruñidos ni de su formidable aspecto. Lograron matar, asimismo, algunos pájaros bobos, aves acuáticas que son hábiles pescadoras, pero que se dejan matar estúpidamente, y aun coger vivas cuando se posan en los buques, en cualidad de lo cual les viene el nombre con que se las ha bautizado.
A la tarde, mientras el Taymir se hallaba a sesenta millas al norte del cabo Lisbome, en camino hacia el cabo del Hielo, y el sol estaba para ponerse, ya dadas las once, MacDoil y Sandoe, que habían salido a la plataforma para admirar los reflejos del sol proyectados en la lámpara del tambor de popa, descubrieron hacia la costa americana un vivo resplandor que parecía mantenerse sobre las aguas.
—¿Qué será, MacDoil? —preguntó Sandoe.
—Alguna fosforescencia marina —respondió el hebridense meneando la cabeza—. Pero me asombra ver aquí tal fenómeno, sólo observado en los mares ecuatoriales y tropicales.
—¿No será algún incendio?
—¿Quieres que el agua del mar arda como si fuese petróleo?
En aquel momento se asomaron el ingeniero y el segundo, acaso prevenidos por el timonel, que desde su tambor pudo haber divisado aquel resplandor que cada vez se hacía más intenso.
—Haced echar las redes, señor Orloff —dijo Nikirka, luego que hubo mirado bien aquella luz—. Esta noche haremos una buena pesca.
—¿Son peces? —preguntó MacDoil.
—Un banco inmenso de arenques —respondió el ingeniero—; os haré presenciar una hermosa pesca.
—Y aquella luz, ¿de qué procede, señor?
—De una materia grasa de aquellos peces, la cual de noche se convierte en fosforescente, de tal modo, que delata la presencia de estos habitantes del agua.
—¿Serán muchos estos arenques?
—Millones; hasta el punto de que sus escuadrones detienen el paso de las chalupas.
—¡Diantre! ¡Tal pesca es una fortuna!
—Si, si tuviéramos las redes que emplean los holandeses, que son los mejores pescadores de arenques.
—Serán redes inmensas.
—Tienen ciento cincuenta pies, y están sostenidas por gran número de barricas y de corchos sujetos con piedras o grandes plomadas.
—¡Pescarán infinidad de arenques, señor Nikirka!
—Algunas embarcaciones han logrado coger ciento veinte mil, y aun ciento treinta mil en sólo dos horas.
—¡Vaya una redada!
—He conocido pescadores que se han hecho ricos en una sola campaña piscatoria —dijo Orloff, vuelto a la plataforma con dos marineros que llevaban un montón de redes.
—Lo creo —contestó el ingeniero—, porque me consta que sólo los pescadores de un puerto, el de Yarmouth, uno de los menos populosos de Inglaterra, pescan anualmente arenques por valor de dieciséis y dieciocho millones.
—¡Cuerno de narval! —exclamó Sandoe—. ¡Si lo hubiera sabido antes, me hubiera alistado entre los pescadores de arenques en vez de hacerme cazador de la Compañía ruso-americana!
—¿Serán muchos los barcos que toman parte en esta pesca? —preguntó MacDoil.
—Para formaros una idea, básteos saber que nuestros compatriotas de Escocia envían todos los años al mar del Norte cuarenta mil barcos, tripulados por cincuenta mil pescadores y ochenta mil saladores, y Holanda envía otras mil embarcaciones mayores —respondió el ingeniero.
—¿De modo que esta pesca es de más importancia que la de la ballena?
—Es la más productiva de todas; acaso más aún que la de la merluza. Holanda debe su riqueza y prosperidad a los arenques. Sin estos modestos pescados, aquel Estado apenas hubiera podido mantenerse libre de la rapacidad de los ingleses, alemanes y españoles.
—¿Y por qué? —preguntó MacDoil asombrado.
—Porque estos pescados fueron los que proporcionaron a los holandeses el dinero necesario para armar las poderosas flotas que mantuvieron en jaque a las de las otras naciones. Holanda fue la primera en explotar los inmensos bancos de estos peces, cuyo monopolio tuvo por espacio de algunos siglos, compitiendo con ella, en pequeñas proporciones, dinamarqueses, ingleses, noruegos y los pescadores de las ciudades anseáticas.
—Actualmente, Holanda lo va perdiendo —dijo Orloff.
—Es verdad —repuso el ingeniero—. Su pesca ha perdido mucho de su primer impulso. En 1858 Holanda no importó más que sesenta y siete mil toneladas de arenques; en 1859 descendió a veintitrés mil; al siguiente aumentó hasta veintisiete mil, recaudando un millón doscientas mil pesetas, mientras que los pescadores noruegos importaron seiscientas mil toneladas, con un valor de cerca de doce millones de francos.
—¡Buena ganancia para los marineros! —exclamó MacDoil.
—Se calcula que tocaron a unos doce mil francos por embarcación, que es una buena cifra.
—¿Y adónde van a pescar?
—A las Oreadas y Shetland, en junio y julio, y al mar del Norte, en noviembre y diciembre, pues los arenques tienen la costumbre de juntarse en esos parajes.
—Y estos que se ven, ¿dónde creéis que van a recogerse? —preguntó Sandoe, señalando a la bandada emigrante, que iba acercándose rápidamente.
—A las profundas bahías de Baranow y del Príncipe de Gales —respondió Orloff—. En tales sitios se pescan muchos si bien no se reúnen grandes flotas, sino pequeños buques sueltos. Ya estamos: ¡ojo al encuentro!
El buque, que no se había parado, tocaba ya la masa fosforescente, que se extendía en algunas millas, con una anchura de un kilómetro, como una gigantesca mancha de mercurio.
Súbitamente, encontró los primeros escuadrones de peces emigrantes, y entró por en medio de ellos. En seguida, la superficie del mar, hasta entonces tranquila, se agitó con un hervor precipitado, cortándose la mancha luminosa en cien mil pedazos.
Ante aquel obstáculo, los arenques saltaban en todas direcciones. Los que iban a vanguardia se precipitaban confusamente atrás: se les veía moverse sobre la superficie luminosa, mostrando sus cuerpos plateados y dorados.
Eran millones y millones de individuos, y tan espesos los cardúmenes, que MacDoil y Sandoe, con sólo meter la mano en el agua, los cogían con suma facilidad.
Las redes que se habían echado a popa debían de haberse llenado muy pronto, pues por aquel lado se veía el agua bullir furiosamente.
—Son tantos —dijo MacDoil—, que si me echara al agua no podría nadar, ¡Qué desgracia no haber aquí quince o veinte barcas y un millar de redes holandesas!
—Cuidad de no dejaros vencer por el deseo de caer en medio de los arenques, porque os quedaríais sin piernas —dijo Orloff—. Tras ellos navegan muchos tiburones.
—No quiero tan mal a mis piernas para regalárselas a esos glotones insaciables.
En gran banco de los emigrantes seguía desfilando por las bandas del buque, tan rápidamente, sin que pareciese menguar su número, y eso que el Taymir avanzaba siempre con una velocidad de catorce nudos por hora, hendiendo rumorosamente aquel espléndido manto plateado, que a veces tenía reflejos de bronce derretido.
Hacia las tres de la mañana se vió la extremidad de la superficie luminosa, y, en seguida, la enorme bandada de tiburones que seguían ávidamente a los emigrantes, devorando las últimas filas en competencia con las aves marinas, que de día se cernían a millares sobre los pobres arenques, haciendo en ellos estragos considerables.
Bien pronto todo aquel revuelo se perdió hacia el Oeste, en dirección al estrecho de Behring, mientras el sor volvía a alzarse en el horizonte después de haber estado oculto apenas cuatro horas.
Tan llenas estaban las redes, que para recogerlas hubieron de ayudar también los cazadores. Había seis o siete mil arenques, cuya mayor parte se salaron en seguida, metiéndolos en barricas para conservarlos más tiempo.
Al otro día, el Taymir, que seguía a la misma velocidad, remontaba el Cabo de Hielo, áspero promontorio de considerable altura, aún rodeado de pequeños bancos de hielo, que no habían de derretirse hasta mediados de junio.
Detúvose el buque en la proximidad de un banco a fin de aprovisionarse del hielo para conservar parte de los arenques; luego prosiguió hasta el Cabo de Barrow, que es el más septentrional de aquella vasta región, que pertenece a los Estados Unidos desde que Rusia la cedió por la modesta suma de treinta y ocho millones de francos.
La costa americana aparecía claramente a menos de diez millas, y era poco atractiva: una continuación de rocas más o menos altas, aún cubiertas de nieve y flanqueadas por colinas, en las cuales descollaban algunos abetos y pinos negros.
Todas aquellas playas que desde el estrecho de Behring se extienden hasta el grado treinta y nueve meridiano, que limita la posesión norteamericana, están casi desiertas. Solamente algunas tribus de Innuit, o sea, de esquimales, en continua guerra con la numerosa tribu de los Tananas, que habitan las orillas del Yukon, el río más grande de la región, lo recorren y viven del producto de la pesca.
No se encuentra ningún blanco, pues nadie ha pensado establecer una factoría de pieles o alguna colonia, si bien se tiene noticia de que en aquellos países helados abundan las minas de oro.
También el mar seguía mostrándose desierto; no se veía ninguna vela ni pequeña embarcación o kayak esquimal. Hasta los peces se ocultaban: los tripulantes del Taymir no veían aparecer uno a sus lados. Cerca de la Punta Barrow, hacia las cuatro de la tarde, mientras los dos cazadores y el segundo estaban en la plataforma fumando y charlando, se vio de improviso surgir una masa enorme del agua entre una efervescencia de espumas.
Al pronto, creyeron que sería el casco de alguna nave naufragada, puesta a flote por alguna causa misteriosa; pero luego cayeron en la cuenta de que era un colosal cetáceo; mas no una ballena de las comunes en aquellos mares, sino de las llamadas de dos espinas, que son más raras y distintas de las otras.
Aquel gigante tenía diecinueve metros, y su peso debía de ser, por lo menos, de sesenta mil kilogramos.
Estos monstruos tienen el hocico largo y obtuso, la mandíbula inferior más saliente que la superior, con setecientas ballenas y dos espinas dorsales bien desarrolladas, separadas una de otra, rectas y de forma triangular. Su piel no es luciente, sino de color gris verdoso, mientras que sus flancos son blanco-plateados.
—¡Qué corpachón! —exclamó MacDoil, haciendo un movimiento instintivo para apartarse—, ¡Si viene a toparnos se estrella!
—No se atreverá —respondió Orloff—. Llevamos un espolón capaz de cortarla en dos, y aun de partirle el cráneo.
—Aun sabiendo eso, infunde verdadero respeto.
—Lo creo, MacDoil.
Sin embargo, el coloso parecía no haber visto el buque. Nadaba ligeramente, levantando y bajando la cola y abriendo su enorme boca, que por lo menos medía dos metros y medio, absorbiendo el agua, poblada tal vez de unos cangrejos minúsculos, de dos milímetros de diámetro, que constituyen la llamada sopa de las ballenas, y se denomina botee.
De improviso notó la presencia del buque. Se paró de golpe, mirándole con sus ojos pequeños e inteligentes, lanzó al aire un chorro de vapor algo denso, y agitó el lomo y la cola, manifestando cierta inquietud. Vencida, al parecer, por la curiosidad, se lanzó adelante, levantando una gran oleada; luego se paró en seco y se sumergió, formando en la superficie un remolino.
—¡Buen viaje! —gimió MacDoil, satisfecho de verla desaparecer—. ¡A semejantes colosos, lo mejor es tenerlos lejos!
CAPITULO VIII. EN EL OCÉANO ÁRTICO
El 19 de mayo, a las tres de la tarde, frente a la Punta Barrow, el Taymir encontraba los primeros hielos flotantes. El deshielo debía de haber empezado en la Tierra de Bank y en las islas del Príncipe Patrik y Tierra de Kennan, bajando los hielos hacia el Sur empujados por los vientos del Norte, que durante la estación estival soplan siempre en aquellas latitudes.
No eran todavía las grandes montañas flotantes o icebergs, sino pequeños bancos de pocos metros de extensión, unos cuarenta lo más, los cuales formaban una larga e interminable hilera ondulante.
En algunos de ellos estaban posadas diversas aves marinas, que gritaban estrepitosamente, pero en cuya carne no valía la pena de gastar pólvora.
El ingeniero, prevenido por el timonel de la presencia de los hielos, apareció pronto en la plataforma para verlos, siguiéndole de cerca el segundo.
—¡Buena señal! —dijo el primero a Orloff—. Esto indica que este año el deshielo es temprano, lo cual nos será útil.
—Lo creo —repuso Orloff—. En mayo no es fácil encontrar hielos flotantes, ni aun en esta latitud. Más adelante, en junio, vense allá, a los sesenta grados de latitud, si bien su límite está fijado en los sesenta grados.
—Y a los sesenta grados los grandes bancos, ¿no es verdad, señor Orloff?
—Sí, señor Nikirka.
—Tenemos tiempo antes de encontrarlos.
—Quizá los encontremos antes, si vamos directamente al Norte.
—Perderemos tiempo en las costas de la isla del Rey Guillermo y ante la estrechura del río de los Grandes Peces. Ya sabéis que no dejaré estos parajes sin haber descifrado el misterio que hace diecisiete años agita a los geógrafos y a los marinos de los mares de Europa y América.
—Lo sé, señor Nikirka, y espero que vuestro Taymir podrá descubrir algo.
—Sí, porque estoy resuelto a investigar el fondo del mar hasta la isla del Príncipe de Gales.
—Señores —dijo a esto MacDoil—, veo allá abajo una gran bandada de peces que vienen hacia aquí.
—Dejadlos que se acerquen —respondió el ingeniero—. Nada pueden contra nuestro buque.
—Veamos qué son —repuso Orloff, apuntando el anteojo en dirección a la costa americana, por la cual se veían muchas masas que se agitaban en el agua.
—¿Serán morsas? —preguntó el ingeniero.
—No —respondió Orloff—; es una banda de narvales, que avanzan creyendo tal vez que el buque es una ballena.
—Se romperán inútilmente los cuernos en su intento.
—Y nos comeremos alguno —añadió MacDoil.
—Ea, Sandoe, anda por las escopetas.
Mientras el cazador bajaba aprisa para tomar las armas, acercábanse los narvales con gran rapidez, prontos a dar batalla al supuesto cetáceo.
Esos habitantes de los mares árticos son agilísimos, largos de dos metros, a veces más, y aun así logran eludir el asalto de nadadores más rápidos, como los delfines gladiadores.
Poseen un arma que puede convertirse en formidable y peligrosa, aun para los pescadores que tripulan frágiles barcas. Es un verdadero cuerno, de metro y medio de largo, acanalado en espiral, bastante agudo al extremo y compuesto de un marfil mejor que el del elefante, porque es más compacto, más duro y más susceptible de pulimento.
Tal cuerno dio origen antiguamente a extrañas creencias. Se suponía que tenía muchas virtudes, especialmente las de hacer perder su eficacia a los venenos; así se cuenta que Carlos IX de Francia, temiendo ser envenenado por los hugonotes, tan ferozmente perseguidos por él, llevaba siempre consigo un pedazo para meterlo en los líquidos que bebía.
En pocos momentos, los narvales estuvieron a corta distancia del buque, por más que éste navegaba al Oeste, a una velocidad de dieciséis nudos por hora.
Eran una veintena, casi todos grandes, y avanzaban mostrando amenazadores sus formidables armas, mientras por los respiraderos lanzaban chorros de agua.
MacDoil y Sandoe estaban apostados detrás de la barandilla de la plataforma para recibirlos con una descarga; pero el ingeniero les hizo señal de que esperasen.
Los narvales habían rodeado la popa del buque, y dando coletazos se mantenían a una distancia de treinta o cuarenta pasos. Parecía como si antes de decidirse al asalto quisieran darse cuenta del enemigo con quien iban a habérselas. Probablemente estaban sorprendidos de no ver la cola batir en el agua.
De cuando en cuando, alguno se adelantaba con brusco ímpetu, para reunirse en seguida con sus compañeros que parecían esperarle.
De improviso, uno de los mayores, cuyo cuerno medía metro y medio, se precipitó hacia estribor con fulminante rapidez. Oyóse un golpe seco, y el arma, rota por la base, cayó en el mar, mientras el pobre animal, mortificado por aquella resistencia inesperada, se zambullía precipitadamente después de un instante de sorpresa.
—¡He aquí uno que no atormentará más a las pobres ballenas! —dijo MacDoil.
—¡Y que morirá, de seguro! —añadió el ingeniero.
—¡Cuerno de narval!… —exclamó Sandoe.
—¡Sin cuerno, ahora! —añadió el hebridense, entre risas.
Otro enorme macho se lanzó contra el buque, y cupiéndole igual suerte, huyó avergonzado de haber perdido su arma.
Los otros, exasperados por la resistencia de aquel monstruo acorazado, se precipitaron en tropel contra el Taymir, haciendo espumar el agua en torno y embistiéndole con ciego encarnizamiento.
El ingeniero los dejó por un momento desahogarse a su gusto; pero temiendo que la hélice pudiera resentirse por efecto de algún golpe, hizo señal a los cazadores para que dispararan.
MacDoil y Sandoe habían escogido ya el más grande, y lo fulminaron de dos balazos en el cráneo. Al oír los dos tiros, los demás narvales se alejaron precipitadamente, dirigiéndose hacia la Punta de Barrow y dejando al herido, que después de dar tres o cuatro tumbos, se volvió panza arriba.
El buque hizo alto y se acercó a la presa, que no sin fatiga fue izada a la plataforma. Media dos metros y ochenta centímetros, y su cuerno, un metro treinta; de modo que era uno de los más grandes.
—Esperemos que su carne sea buena para comer —dijo MacDoil.
—Aunque no tan buena, es parecida a la del atún —respondió Orloff.
—Pues he oído decir al guía que es malsana.
—Los irlandeses dicen que es venenosa; pero no es verdad, supuesto que los esquimales la comen. Mañana haréis la prueba, y os aseguro que repetiréis la ración.
En el resto del día no ocurrieron más incidentes. El Taymir siguió avanzando con su acostumbrada velocidad, sin perder de vista la costa americana, como si su dueño tuviera intención de visitar las hondonadas del Mackenzie antes de subir hacia la Tierra de Bank. A intervalos encontraba más hielos flotantes, streams de forma circular y hummoks, o sea, pequeños montículos que, por ser pocos, no dificultaban la marcha.
Ya de noche, rebasaba la bahía de Hudson, y poco después la boca del Colville, río de largo curso, donde, según parece, desagua un lago situado muy adentro, en aquella vasta región de las nieves y de los hielos.
El 20 de mayo, el Taymir encontraba los primeros icebergs o montañas de hielo.
Eran siete u ocho de grandes dimensiones, y navegaban al Sur, impelidos por un fresco viento Nordeste. Aquellos colosos refulgían espléndidamente a los rayos del sol, irisándolos con variados matices: algunos eran rosados, como si fueran ígneos; otros, azulados, verdes esmeralda o violáceos.
Millares de aves marinas los tripulaban y producían atroz griterío: garzas marinas, ocas, phoebetela fuliginosa, las más pequeñas de las diomedas, y albatros, que gruñían como si en aquella masa de hielo se hubiera juntado una numerosa manada de puercos.
Al divisar el barco, y tomándolo probablemente por la osamenta de una ballena, todos aquellos volátiles se precipitaron encima, de tal modo que MacDoil y Sandoe tuvieron que rechazarlos a bastonazos.
El 21, el buque estaba en aguas del Mackenzie, uno de los mayores ríos, si no el mayor, de cuantos desaguan en el Océano Ártico. Esta grande arteria, que atraviesa un inmenso trecho de las posiciones inglesas de la América del Norte, y que sirve de desaguadero a dos grandes lagos, el de los Esclavos y el Oso Grande, era desconocida en el siglo XVIII, si bien los indios hablaban de él muchas veces, aunque de un modo misterioso. José Frobisher intentó la exploración con éxito desgraciado; pero en 1789, Alejandro Mackenzie, uno de los más atrevidos viajeros, que había salido del fuerte de Chipeways, acompañado de algunos canadienses e indios, logró bajar hasta la desembocadura a través de muchos obstáculos y peligros.
El Taymir, en vez de enredarse entre las islas que se extienden ante el delta, y que aún estaban cubiertas de hielo, costeó la isla Richard, luego la de la Sociedad Geográfica, y se lanzó resueltamente hacia el Este, en dirección de la vasta bahía de Liverpool.
¿Adónde iba? En vano Sandoe y especialmente MacDoil, que tenía cierto conocimiento de las regiones polares, se torturaban el cerebro para averiguar la ruta precisa del buque o para estudiar los misteriosos proyectos del ingeniero, y en vano también interrogaban a Orloff, el cual se limitaba casi siempre a responder:
—Por ahora, a la Tierra de Bank.
El Taymir no se decidía, sin embargo, a tomar el largo, y continuaba a la vista de la costa americana, aunque a mucha distancia, para no abrirse camino a través de los muchos hielos.
No obstante, el 22, al frente de la bahía de Franklin, después de haber rebasado la pequeña península de Parry, cambió bruscamente de ruta, enfilando la proa al Nordeste.
—Señor Orloff —dijo MacDoil, interrogando al segundo en el salón, así que aquél volvió de tomar la altura del mediodía—, ¿cambiamos de camino?
—Sí —respondió sonriendo el interpelado.
—¿De modo que vamos a ver esa famosa Tierra de Bank, que desde hace seis días oigo nombrar a todas horas? Debe de ser una región encantadora, que desearía ver.
—Sí; una región que hace tiritar. Veréis hielos y nieve en abundancia.
—¿Y habitantes?
—Acaso osos blancos.
—Dicen que son excelentes las costillas asadas del oso.
—Si; cuando se puede matar al poseedor de esas chuletas.
—¡Oh! ¡De eso me encargo yo! Pero decidme de una vez: ¿Qué vamos a hacer en la Tierra de Bank?
—¿Habéis oído hablar de MacClure?
—Si no me engaño, es un explorador polar.
—Pues bien, MacDoil, vamos a averiguar, por ahora, si además del famoso paso del Noroeste, descubierto por MacClure, existe otro que sea practicable para los buques.
—¿Nos lo permitirán los hielos?
—¿Qué nos importa? ¿Acaso el Taymir no va provisto de un espolón de robustez excepcional?
—Lo sé, ¡por cien mil focas! —repuso MacDoil—. Pero ¿y si se encuentra ante montañas de hielo de dimensiones enormes?
—Tenemos torpedos.
—Tampoco pueden destruir un banco que tenga miles de metros de longitud.
—En ese caso, el Taymir se sumerge y pasa por debajo.
—¡Diantre! ¡No había pensado en ello!
—Pues ya lo sabéis.
—Con vuestro buque podríais ir hasta el Polo si quisierais. ¡Qué hermoso proyecto!
—¿Lo creéis así, MacDoil? —repuso Orloff, mirándole, mientras misteriosa sonrisa apuntaba en sus gruesos labios.
—Sí, a fe mía.
—¡Mejor para vos!
—¿Por qué decís eso? —preguntó el hebridense, asombrado.
Orloff no respondió. Abrió la puerta de su camarote y se fue silbando el yankee dodle americano.
CAPITULO IX. EL ASALTO DE LOS OSOS BLANCOS
El 24 de mayo, el Taymir avistaba las costas meridionales de la Tierra de Bank, cerca de la Punta Nelson. Esta tierra es una de las menos conocidas de cuantas se encuentran al Norte del Continente americano, pues ha sido poco visitada por los navegantes, que se han limitado a recorrer el litoral.
Unicamente MacClure se atrevió a internarse, y pudo averiguar que toda ella es una llanura cubierta con un eterno manto de nieve y de hielo, y casi privada de vegetación, salvo algunos musgos y líquenes.
Tiene una longitud de cuatrocientos kilómetros por una anchura de doscientos treinta a doscientos cincuenta; pero no se conoce toda su extensión, que debe de ser muy considerable.
Sábese que hacia el Norte hay algunas bahías capaces de albergar cómodamente varios buques, y otra bahía vastísima en la costa occidental, llamada de Bumett; pero sólo son accesibles durante pocas semanas al año, por estar siempre atestadas de hielo.
Pasada la Punta Nelson, el Taymir se lanzó atrevidamente por el estrecho del Príncipe de Gales, explorado quince años antes por MacClure, abierto entre la Tierra de Bank y la del Príncipe Alberto, otra de las más grandes y de las menos conocidas, por no estar exploradas sus costas orientales, que se suponen bañadas por el mar de Melville.
El vasto canal estaba atestado de hielos de todas formas y dimensiones, capaces de detener a otro buque que no fuese el del ingeniero Nikirka.
Se veían ondular en todas direcciones enormes montañas de hielo desprendidas de los glaciares de la costa, algunas bastante altas y de agudas puntas, otras semitruncadas, y a punto de deshacerse, de volverse; luego se descubrían bancos de enormes dimensiones, que la corriente polar llevaba a través del Estrecho, y hielos más pequeños, palks, streams y hummoks, que se rompían al tropezar estruendosamente unos con otros.
De cuando en cuando encontrábanse dos colosos que, perdido el equilibrio, precipitábanse uno contra otro, con tal estrépito, que parecía el estallido de una mina o el retumbar de muchos cañones. Otras veces, las montañas, minadas en la base por el agua, que debía de estar menos fría que el aire, se desplomaban bruscamente, haciendo huir a las aves marinas que anidaban en sus cimas, abismándose entre ondas monstruosas, y volviendo a surgir de un gran salto, y mostrando otras puntas y ángulos rebosantes de agua.
A pesar de tan abundantes obstáculos, el Taymir avanzaba rápidamente en el ancho canal, sin moderar su velocidad, que llegaba a los dieciocho nudos. Se deslizaba, por decirlo así, entre las montañas, y cuando se encontraba frente a los bancos, los acometía a espolonazos, sin retroceder un paso. Era, en verdad, un poderoso ariete, sólido como un bloque de granito, capaz de demoler y abrirse paso en un campo de hielo de grandes dimensiones y de notable espesor.
MacDoil y Sandoe, que se divertían presenciando aquella lucha formidable entre los colosos de las regiones árticas, permanecían en la plataforma, con la esperanza también de sorprender alguna pieza de caza.
Empero se desengañaron, porque al parecer, las orillas de la Tierra del Príncipe Alberto, que el Taymir costeaba entonces, estaban desiertas. Habíanse visto unas focas, pero a tanta distancia, que era imposible capturarlas.
De noche se acercó el buque a un banco de hielo que se destacaba en la playa de la Tierra del Príncipe Alberto, y por vez primera se paró.
Temía el ingeniero chocar con algún iceberg inestable, por más que el buque disponía de un potente reflector eléctrico, o bien que el canal se cerrara bruscamente, o acaso lo uno y lo otro.
MacDoil y Sandoe se aprovecharon para estirar las piernas y hacer algunos disparos a las aves marinas, que en gran número andaban en las orillas.
Habían matado ya algunas piezas y se disponían a regresar a bordo, cuando «Camo», que los acompañaba, manifestó de repente viva inquietud.
Olfateaba en dirección de las pequeñas colinas que surgían a pocos centenares de metros de la costa, contraía la nariz como si recogiera lejanas emanaciones, y gruñía amenazadoramente.
—¿Habrá alguna foca ahí cerca? —preguntó MacDoil mirando cuidadosamente alrededor—. Por más que estos anfibios no dan más que aceite y buena piel, no me desagradaría llevar alguno a bordo.
—A estas horas no se dejarán coger tan fácilmente. El sol está para ponerse, y las focas se ocultan en sus agujeros para volver al agua —repuso Sandoe.
—Las cazaremos mañana temprano, si el buque sigue parado. Vamos a descansar, Sandoe.
Miraron por última vez aquella desolada costa, cuyas nieves y hielos reflejaban extraños matices violáceos a los postreros rayos del sol poniente, y volvieron al buque, que estaba cerca de la costa amarrado a una roca.
Parecía que todos estaban acostados, porque un silencio absoluto reinaba a bordo. La misma luz eléctrica estaba apagada, quizá para no llamar la atención de los animales peligrosos. Los dos cazadores llegaron a sus camarotes y se subieron a las hamacas, bien forradas de pieles, preparándose a echar un buen sueño.
Serían las dos cuando fueron bruscamente despertados por unos ladridos de «Camo», que retumbaban sonoramente en el interior del buque. No parecía sino que el enorme mastín se las había con alguien, pues ladraba con furia, como si se dispusiera a hacer presa con los dientes.
—¿Qué será? —preguntó el hebridense, levantándose prestamente, muy a pesar suyo.
—¡Parece que «Camo» está irritado! —repuso Sandoe.
—¡Pero mucho! —añadió MacDoil.
En aquel instante se oyó al mastín lanzar un alarido como de dolor.
Los dos cazadores no vacilaron más. Persuadidos de que algo grave acontecía fuera, se descolgaron de las hamacas y abrieron la puerta; pero a los pocos pasos se detuvieron.
—¡Rayos y truenos! —exclamó MacDoil.
A la incierta claridad del alba que entraba por la escotilla, entonces abierta, habían visto una masa enorme y blanquecina que bajaba la escalera de la plataforma. Ambos cazadores vieron lo que era.
—¡Un oso! —dijo MacDoil, que iba delante—. ¡A las armas, Sandoe!
Retiráronse en un santiamén y cerraron la puerta con cerrojo, sabiendo con qué adversario se las habían. Buscaban a tientas las escopetas, cuando se dejó oír la voz de un marinero que gritaba:
—¿Quién vive?
—¡No salgáis! —tronó MacDoil—. ¡Ahí fuera hay osos blancos!
—¡Luz, luz! ¡Encended el reflector! —gritaba Sandoe, que no podía dar con sus armas ni con las municiones.
—¡Hola! ¿Qué sucede? —gritó el ingeniero desde el camarote contiguo al de los cazadores.
—¡Si estimáis vuestra vida, no abráis! —gritó MacDoil—. ¡El buque está invadido por osos blancos!
—¿Son muchos?
—Sólo he visto uno; pero oigo a mi perro ladrar en la plataforma, y temo que haya más.
—¡A la máquina! —gritó el ingeniero—. ¡Encended la lámpara eléctrica!
Los marineros debían de estar recluidos en la popa, porque un instante después se encendió la lámpara, en tanto que se oía a la hélice ponerse en movimiento.
Los dos cazadores habían encontrado sus armas y sus cuchillos. Se acercaron a la puerta para comprobar si el animal visto estaba aún al pie de la escalera; pero «Camo» ladraba de tal modo que no dejaba oír nada.
—¡Salgamos!… —dijo MacDoil—. ¡Tengamos calma y no disparemos sino a quemarropa!
Corrieron el cerrojo, pero antes que pudieran retroceder para abrir la puerta, ésta fue violentamente empujada y un oso se precipitó en la estancia, lanzando un sordo rugido.
Aquel feroz habitante del país de los hielos medía por lo menos dos metros de longitud, y debía de pesar ochocientos kilogramos, a juzgar por su corpulencia. Era, por consiguiente, un adversario verdaderamente formidable, que poseía, además de sus robustos dientes y afiladas uñas, una fuerza realmente prodigiosa.
Al precipitarse en el camarote pareció sorprenderse ante los dos hombres, pero su estupor duró un instante, porque de un salto tremendo que no podía esperarse de un animal tan corpulento, se abalanzó sobre Sandoe con tal furia, que le derribó antes que el cazador tuviera tiempo para apuntarle.
Pero MacDoil, avezado a habérselas con los gigantes de la región americana, y que ya había derribado no pocos osos grises, que son más grandes que los blancos, no había perdido en absoluto su sangre fría.
Rápidamente dio un paso atrás y descargó sobre la cara de la fiera las dos balas de su escopeta.
Las heridas debieron de ser mortales, porque los dos proyectiles le rompieron los huesos del cuello; pero el oso no cayó al pronto, sino que, poniéndose sobre las patas traseras y emitiendo un grito extraño, abandonó a Sandoe y salió del camarote, esperando tal vez llegar a la plataforma y saltar al agua.
Pero al pie de la escalera se encontró con otro terrible adversario: el mastín del Thibet, que al oír disparar la escopeta, y suponiendo a su amo en peligro, corría en su ayuda.
El enorme can se abalanzó con furor inaudito a la espalda del oso, haciéndole crujir los huesos.
El herido, que iba perdiendo sangre a borbotones por la herida, se dejó caer sobre las patas anteriores, esperando aplastar al perro; pero éste, de un salto, se libró de la carga, rugiendo como un tigre.
La lucha fue tan rápida, que antes que Sandoe se hubiese incorporado, escopeta en mano, el oso yacía en tierra destrozado y agonizante.
—¡Bravo, «Camo»! —gritó MacDoil, que había vuelto apresuradamente a cargar su arma.
En aquel momento, el ingeniero y Orloff, armados también con carabinas, se lanzaban fuera de sus camarotes, mientras el buque, desatada la maroma que le tenía amarrado a la costa, se ponía en marcha a toda velocidad.
—¿Muerto? —preguntó Nikirka.
—Sí, señor —respondió MacDoil—. Le disparé dos tiros; pero estos animales tienen la piel tan dura, que aún vivía y a no ser por este perro… Sandoe, ¿estás herido?
—No; pero si tardáis un poco más, el bribón me aplasta el cráneo como un bizcocho.
—¡Eh! —exclamó en aquel instante Orloff—. ¡Paréceme oír gruñidos en la plataforma!
—¿Si serán otros osos? —dijo el ingeniero.
—¡Vamos a verlo! —dijo el hebridense.
A una señal suya, dos marinos, que habían acudido armados de hachas, hicieron ademán de lanzarse a la escalinata; pero «Camo» se les adelantó.
En tres brincos saltó las gradas y llegó a la plataforma.
—¡Diantre!… —exclamó Sandoe—. ¡Hemos embarcado una tropa de osos!
—¡Se divierten en hacer un viaje sin pagar el transporte! —repuso MacDoil—. ¡Veamos de echar al agua a esos intrusos!
—¡Calma, amigos míos! —dijo el ingeniero—. Pueden ser muchos y son animales peligrosos.
—Lo sé; pero si no se los arroja de la plataforma, bajarán aquí. ¡Vamos, Sandoe, que pueden estropearme el perro!
Lanzáronse ambos a la escalera, seguidos de Orloff, de Nikirka y de dos marineros, y llegaron a la plataforma.
Tres osos reunidos a proa trataban de herir al perro, refugiado en un rincón de la cancela. Las tres fieras parecían inquietas notando que el buque andaba y viendo el agua correr espumante a su alrededor; pero no se decidían a echarse al mar, aunque estos animales son excelentes nadadores.
Pero al ver aparecer a los hombres armados trotaron hasta la extremidad de la plataforma y se precipitaron al agua, acompañados de una descarga cerrada.
Uno de los osos, herido en el cráneo, se fue pronto a pique como una masa de plomo; los otros dos volvieron a la superficie, a doscientos metros de popa, nadando vigorosamente hacia la costa, distante unos cuatro kilómetros.
—¡Buen viaje! —gritó MacDoil—. ¡Ya sé que sois buenos nadadores y que llegaréis a la playa!
—Aunque distara cincuenta millas conseguirían alcanzarla —dijo el ingeniero.
—Para otra vez, tengamos cuidado en no dejar abierta la escotilla —repuso Orloff.
—Muy hambrientos estarían, porque por lo regular huyen del hombre.
—Yo creo que tomaron al buque por el cuerpo de una ballena.
—Es muy probable, señor Orloff.
—De todos modos, nuestra despensa se ha enriquecido con carne fresca —dijo MacDoil—. La carne de oso blanco es sabrosa.
—Es verdad —respondió Orloff.
—Salvo el hígado, que dicen que es venenoso.
—No siempre, MacDoil. Algunos marineros lo han comido impunemente, otros han enfermado y otros han muerto, atacados de agudos dolores y de terribles diarreas. Ello es que los esquimales se lo dan a los perros, y nosotros haremos bien en tirarlo.
—Decidme: ¿habéis matado otros osos blancos? —preguntó el ingeniero a MacDoil y Sandoe.
—Nunca —respondieron los dos cazadores.
—Pues me consta que la Compañía de las Pieles envía a Europa de mil a mil doscientas pieles al año.
—Es cierto —dijo MacDoil—. Son los cazadores de las costas septentrionales. En nuestro distrito sólo se matan osos negros y grises.
—¿Y coméis su carne?
—¡Ya lo creo!
—Entonces, os conferimos el encargo de preparamos para la mesa una ración de oso.
—¡Con mil amores! ¡Me pinto solo para hacer un asado! ¿Verdad, Sandoe?
CAPITULO X. EN MEDIO DE LOS HIELOS
Veinticuatro horas después, el Taymir salía del estrecho del Príncipe de Gales, confirmando así la suposición de MacClure; esto es, que el canal desembocaba libremente en el de Melville.
Contra lo que esperaban los dos cazadores, el buque, en vez de seguir al Norte, tomó bruscamente al Sudeste, como si el ingeniero tuviera el propósito de bajar a la costa americana a través del estrecho de MacKintosh.
¿Quería ver la costa oriental del Príncipe Alberto, inexplorada aún, y visitar la Tierra Victoria, terminando el viaje polar en el paralelo 79? Nadie lo sabía, pues el mismo Orloff, interrogado por los cazadores, se encerró en una reserva absoluta.
La navegación del Taymir era cada vez más difícil, pues no parecía sino que en el mar de Melville se hubieran congregado todos los hielos destacados de la costa de la Tierra del Príncipe Alberto y de Bank, de la isla de Melville, del Príncipe de Gales, del Rey Guillermo, de Bathurst y de la península de Boothia.
Era una sucesión continua de icebergs de enormes dimensiones, que avanzaban cabeceando con gran peligro y amenazando a cada paso caer sobre el buque y romperlo a pesar de su robusta coraza de acero. Eran packs, hummoks, streams y wackes, con oquedades en su interior. Hacia el Sudeste y el Noroeste veíanse bancos con una circunferencia de quince a veinte millas, verdaderos packs, que no debían de tardar en convertirse en icefields.
Los reflejos que aquellos hielos despedían a la luz solar eran tan intensos, que cegaban. En medio de las masas que la corriente de los estrechos de Barrow, de Franklin, de Bank y de MacKintosh arrastraba al mar de Melville, acumulándolas en este vasto depósito, se veían muchos anfibios calentándose a los tibios rayos del sol.
En su mayoría eran focas, llamadas comúnmente de Groenlandia, kadolik por los esquimales, poco más largas de un metro de pelo espeso y corto, color gris y cabos negros, y en la espalda una señal en forma de herradura muy oscura.
Se veían muchas hembras, fáciles de distinguir por su tamaño inferior al de los machos y por la coloración azul de la herradura mencionada. Algunas de ellas se entretenían con sus crías, de color blanco, jugueteando y retozando en la playa.
Tales focas son las más abundantes de todas, por más que son tenazmente perseguidas por los esquimales del Continente, de las islas de la Groenlandia y por los cazadores de la Bahía de Hudson. Se calcula que se matan al año cien mil, sin que esta carnicería parezca disminuir la especie.
Sin estos anfibios, probablemente las tribus esquimales habrían mermado, pues ofrecen mil recursos a los míseros habitantes de las regiones polares.
No menos abundantes eran las aves marinas y terrestres.
El Taymir seguía avanzando penosamente a velocidad moderada, procurando mantenerse a distancia de los icebergs, que podían averiarlo y aun destrozarlo.
Espoloneaba furiosamente los hielos menores cortándolos como una navaja de filo colosal; atacaba los bancos, disgregándolos con golpe atronador, lanzábase contra ellos moviendo furiosamente las hélices, y se dejaba caer en medio de aquellos obstáculos, desmenuzándolos o cortándolos con el espolón.
Orloff estaba en el timón guiando el coloso de acero. En sus manos, el gigantesco huso parecía un juguete, y lo lanzaba a derecha, a izquierda y al frente con precisión y seguridad maravillosa.
El ingeniero y los dos cazadores asistían desde la plataforma a aquella lucha monstruosa entre la fuerza mecánica y la resistencia inerte, pero siempre formidable, de aquellos albos y enormes colosos polares.
Una sonrisa de triunfo se dibujaba en los labios del valiente finlandés viendo a su monstruo acorazado asaltar y demoler aquellos hielos que por tantos siglos detuvieron a los buques de los más intrépidos marinos de ambos mundos. MacDoil y Sandoe, no pudiendo reprimir su entusiasmo, lanzaban a porrillo enérgicos «¡Cuerno de narval!» y «¡Por cien mil focas!».
Pero aquella lucha no podía durar mucho, porque los grandes bancos no estaban lejos, y el buque, por sólido que fuera, no podría perforar aquella extensión inmensa de hielo compacto y de tanto espesor.
Orloff seguía haciendo trabajar al espolón como si quisiera probar la potencia del buque, y no cesaba de empujar a éste contra los hielos con una tenacidad rayana en la locura. Hasta había momentos en que osaba atacar los pequeños icebergs, a riesgo de derribarlos bruscamente sobre la proa.
En tan terribles choques, la máquina de acero retumbaba como si en su centro reventara una mina; pero ninguna de sus planchas vibraba: parecía formar una masa compacta.
Ya la lucha duraba media hora, cuando el ingeniero dio orden de parar la máquina. El Taymir se encontraba entonces a unos trescientos pasos de un banco que tendría una circunferencia de doce millas.
—Bajad —dijo Nikirka a los dos cazadores—. Vamos a descender media hora.
Los cazadores bajaron con el ingeniero y se cerró la escotilla, en tanto que las hélices se ponían en movimiento a pequeña velocidad. Los tambores laterales quedaron abiertos para que entrara la luz en los camarotes y en el salón; pero, con gran sorpresa de los cazadores, no se encendieron las lámparas eléctricas.
—Debajo de este banco no puede pasar la luz solar —dijo MacDoil—. Supongo que no iremos a ciegas, a riesgo de tropezar contra algún obstáculo.
—¡A doscientos metros! —se oyó gritar con toda energía en aquel instante al ingeniero.
—¡Oh, oh! —exclamó Sandoe—. ¡Bajamos más que la otra vez!
—No tengas cuidado; el buque es de confianza.
—Lo sé, MacDoil; pero quisiera saber adonde nos llevan estos hombres. ¿Sabes que es enojoso andar por estos lugares sin saber positivamente adónde vamos?
—Son mudos como peces, y no hay medio de sacar nada en limpio. Como quiera que sea, pagan bien y los seguiremos adonde manden.
—¿Al Polo también?
—¡También! ¡He tomado gusto a los osos blancos! ¡Ah! ¡Ya funcionan las hélices y nos hundimos! ¡Vamos a ver si hay peces!
En aquel momento el buque se sumergía lentamente para pasar el gran banco.
A doscientos metros de profundidad contuvo su descenso, y siguió adelante a la moderada velocidad de unos diez nudos.
Si bien había descendido más que la vez anterior, se veía bien en el salón, donde estaban juntos el ingeniero y los dos cazadores. Era una luz tenue, ligeramente verdosa, que de cuando en cuando se hacía más clara, como si el buque fuera encontrando lámparas eléctricas en el trayecto.
—¿De qué provienen estos extraños resplandores? —preguntó Sandoe al ingeniero, el cual no apartaba los ojos de una brújula puesta sobre una mesa en el comedor.
—Es el reflejo de los hielos.
—¡Cosa extraña! —exclamó MacDoil—. Yo creía que no se veía debajo de los hielos.
—¿Por qué?
—Lo había oído decir así.
—¿Cómo os explicáis, entonces, que encima de los hielos se descubra aquella irradiación blanquecina que los navegantes polares llaman Iceblink, y que no consiguen sofocar las nieblas mismas? ¿Por qué los hielos no habían de transmitir por debajo una parte de esa luz? En esa confianza navego por debajo de este pack que estorbaba el paso, comprobando de una vez la luz que algunos ponían en duda, Ya podéis verla.
En aquel instante la luz de la estancia se hizo más diáfana, y hasta el agua que corría por los flancos del buque tenía reflejos perlados, como si a trechos recogiese los rayos luminosos.
Es cierto que a veces se oscurecía, a causa tal vez de algunas capas de nieve acumulada en el banco y que interceptaba la luz solar; pero los hielos proyectaban siempre el iceblink lo bastante para ver los pocos peces que se divisaban por los tambores.
Poco a poco el buque aceleró su marcha. Orloff, que lo guiaba desde proa, seguro ya de no encontrar obstáculos debajo del pack a aquella profundidad de 200 metros, había mandado seguir a 15 nudos.
A través de los gruesos vidrios de babor los dos cazadores espiaban con curiosidad a los raros habitantes de aquel mar: algún tropel de arenques, algún delfín, o los narvales que rozaban los vidrios con su cuerno.
—Señor Nikirka —dijo de pronto MacDoil después de echar una ojeada a un termómetro allí colgado—, observo algo que no me explico. La temperatura ha subido. Antes que el Taymir se sumergiese, el termómetro señalaba ocho grados, y ahora marca cuatro más, y tiende a subir. De modo que hace más frío encima de los hielos que debajo.
—¿Os sorprende eso?
—Mucho, porque creía que el agua estaría más fría, especialmente a una profundidad tan grande como la en que estamos.
—Es verdad que a cada metro que se baje se encuentra el agua más fría; pero la temperatura no siempre es menor que la de la superficie. En estas altas latitudes se ha observado que bajo los hielos hace mucho menos frío, mientras que en los otros mares, en los ecuatoriales y tropicales, sucede todo lo contrario; es decir, que el agua es muy caliente en la superficie, pero a cierta profundidad… ¡Hola! ¡Hemos pasado el banco! ¡Ved la luz del sol!
—¡Ya veo caza! —dijo Sandoe.
—¡Salgamos! —repuso el ingeniero.
Oyendo hablar de caza, MacDoil dio un salto hacia el objetivo de cristal, descubriendo, efectivamente, unos cuerpos de enormes dimensiones que se agitaban a los lados del buque, que andaba despacio.
—¡Son vacas marinas! —exclamó—. ¡Es carne fresca! —añadió, volviéndose al ingeniero.
—Mejor es el aceite que de ellas se recoge —repuso éste.
—¡Las escopetas, Sandoe!
—¿Qué intentáis hacer? —preguntó el ingeniero.
—Matar vacas.
—¿Para verlas hundirse en seguida? En esta caza es preferible usar el arpón esquimal, que es la mejor arma. Dejad hacer a mis marineros: ya veréis cómo cogen algunos de estos colosos.
Oprimió un botón eléctrico, y funcionaron las bombas expelentes; a poco subió a flote el Taymir.
MacDoil y Sandoe se lanzaron a la escalera en el preciso momento en que dos marineros abrían la escotilla.
Casi súbitamente oyóse fuera un concierto ensordecedor de mugidos, como si el buque se encontrara en medio de una dehesa llena de toros encelados.
CAPITULO XI. UNA CAZA DE VACAS MARINAS
Un extraño espectáculo esperaba a los dos cazadores.
Una manada compuesta de un centenar o más de animales de volumen extraordinario tenían cercado al buque, el cual se había detenido, mientras los anfibios mugían a más y mejor. Eran vacas marinas llamadas awak por los esquimales.
Estos anfibios de los mares polares miden generalmente cuatro metros, con una circunferencia de tres o cuatro. Tales monstruos, que por su configuración se parecen a las focas, tienen cabeza pequeña, hocico corto y obtuso, bigotes erizados como los de los gatos, y piel rugosa y llena de protuberancias producidas por las heridas recibidas en sus sangrientas luchas con sus congéneres.
Acostumbran a vivir, formando manadas numerosas, en las inmediaciones de la costa, a la cual se retiran para descansar o calentarse a los rayos del sol, sin que por eso se dejen sorprender, pues tienen centinelas apostados para advertirles de cualquier peligro.
La manada que había rodeado al Taymir debía de proceder de Tierra Victoria, cuyas costas se entreveían tras las montañas de hielo que le bloqueaban, o quizá estaban en aquel mar buscando moluscos, algas o peces, que constituyen la principal alimentación de estos enormes anfibios. Llevados de la curiosidad como todos los viajeros árticos, habían acudido a ver aquella especie de cetáceo, creyendo tal vez que sería una ballena.
Al ver a los cazadores, se apartaron algunos metros, pero sin dejar de mirarlos con sus ojuelos brillantes, ni de rugir. Algunos machos viejos trataban de morder el acero del buque con sus enormes caninos, que miden ochenta y noventa centímetros, y pesan hasta cinco kilogramos.
—¡Qué animalitos! —exclamó MacDoil—. ¡Alguno hay que pesará una tonelada!
—Y más —repuso Orloff, que se había reunido con ellos.
—¿Es buena su carne? Tengo entendido que la comen los esquimales.
—Así es; pero es dura y tiene un sabor aceitoso que no me place. Lo que si es apetitoso es la lengua, que he gustado muchas veces.
—He oído decir que los cazan encarnizadamente.
—Sí, aunque con menos provecho que los osos blancos. Se calcula que de una vaca marina se sacan, entre las grasas, los colmillos, que son de buen marfil, y la piel, cerca de dieciocho dólares (noventa pesetas).
—¡No vale la pena matarlas!
—Pues los cazadores de vacas hacen buen negocio matando muchos de estos animales y sin correr riesgo alguno, por más que estos anfibios son muy vengativos y se defienden ferozmente en el agua. Básteos saber que se mandan anualmente a los mercados europeos de veinticinco a treinta mil kilos de su marfil.
—¿A cómo se pagan sus colmillos?
—A ocho francos el kilo, los grandes, y a seis los más pequeños.
—No es mala ganancia, añadida a la de la piel y del aceite. Los cazadores deben de hacer estragos.
—Hasta el punto de que las vacas disminuyen, y acabarán por desaparecer en tiempo no lejano.
Durante esta conversación salieron dos marineros a la plataforma con arpones atados a sólidas cuerdas, a fin de acechar el momento oportuno para dar un buen golpe.
No tuvieron que aguardar mucho. Las vacas parecían atacadas de creciente curiosidad, y habían vuelto a rodear al buque y trataron de subir por los esferoides de proa y popa. Dos arpones tirados por brazos vigorosos hirieron a un grueso macho armado de largos dientes. Al sentirse herido se sumergió, dando un prolongado mugido; pero arrastrado por las cuerdas, reapareció en la superficie, tiñendo el agua de encamado.
Los dos cazadores ayudaron a los marineros, temerosos de que la presa se soltara; pero dejaron las cuerdas para aferrar los arpones que el ingeniero les presentaba.
Las demás vacas, viendo herido a un compañero, se arrojaron sobre el buque, mugiendo terriblemente y resueltas a vengar al moribundo.
Machos y hembras se apiñaban confusamente en torno de la plataforma, batiendo furiosamente el agua con las colas, enseñando los dientes y haciendo locos esfuerzos para atacar a sus enemigos, sin hacer caso de los ladridos de «Camo».
La horda daba miedo, y mal lo hubieran pasado los cazadores si montasen una chalupa en vez de un buque de acero.
Algunos machos habían conseguido asaltar la popa del Taymir, y se arrastraban sobre las planchas metálicas, que mordían rabiosamente creyendo hacer mella en ellas, en tanto que otros lograban encaramarse a la balaustrada de la plataforma.
MacDoil y Sandoe, empuñando los arpones, se disponían a hacer una matanza de aquellos pobres animales; pero el ingeniero los contuvo, diciendo:
—Es inútil matarlos, para perderlos, bastante enemigos tienen, para que los rematemos sin necesidad. Limitémonos a rechazar a los que puedan causar daño en la balaustrada.
Dos marineros, ayudados por Orloff, trataban en tanto de remolcar al viejo macho, pero éste se defendía poderosamente, no obstante haber perdido tanta sangre, que el agua estaba teñida enteramente de rojo.
No sobrevivió mucho, porque los dos arpones le habían herido gravemente. Cuando el ingeniero le vio izado, mandó seguir la marcha para desembarazarse de aquella multitud de adversarios. Las vacas, viendo al buque marchar velozmente, se aprestaron a abandonarlo, si bien siguieron mugiendo temerosamente y batiendo el agua con furia.
Alejado el peligro, los marineros y los dos cazadores se apoderaron de la presa, que pesaba más de mil kilos. MacDoil apartó la lengua para salarla, se recogió la grasa cuidadosamente para lubricar las piezas de la máquina, y la piel fue reservada a «Camo», por no poder utilizarla de momento, ya que la operación les hubiese entretenido.
Durante esta faena, el Taymir continuaba rápidamente al Sudeste, guiado por Orloff, que había vuelto a su puesto. Como los hielos seguían siendo abundantes, iban dejando canales bastante anchos para el paso del buque, circunstancia que aprovechaba Orloff para guiarlo con sin igual pericia.
En aquella jornada, el Taymir hubo de descender otras dos veces para pasar debajo de dos vastos campos de hielo que se dirigían al Sur, como si se hubieran desprendido de la isla del Príncipe de Gales.
De noche siguió su ruta sin amenguar la marcha. En las tres horas que el sol se mantuvo en el horizonte, el potente reflector de popa fulguró en los hielos sus haces luminosos, arrancándoles destellos diamantinos.
Al parecer, el ingeniero tenía prisa en arribar al sitio prefijado, y no quería detenerse ni siquiera de noche, por más peligros que amenazaran al buque.
En la mañana del 27 de mayo, el Taymir avistaba la costa oriental de la Tierra de Victoria y seguía hacia la del Rey Guillermo, isla de considerable extensión entre la larga península de Boothia al Este, la península Adelaida al Sur, y el estrecho Victoria al Oeste.
Algo había de suceder en breve que diera a los dos cazadores una explicación acerca de la ruta inexplicable hacia las costas sepentrionales del continente americano, porque el ingeniero y Orloff daban muestras de cierta agitación. Con frecuencia se asomaban a la plataforma, apuntaban los catalejos al Este, y examinando con atención los mapas geográficos, hablaban muy animadamente.
Al mediodía salieron de nuevo para tomar la altura con el mayor cuidado, mientras el buque seguía con una velocidad de dieciocho nudos por hora, rapidez nueva hasta entonces.
—¡Algo va a suceder! —gruñó MacDoil a Sandoe, que seguía atentamente las diversas maniobras de los comandantes.
—¿Si estará por terminar el viaje?
—¡O por empezar! ¡No se regalan diez mil dólares por un simple paseo por los hielos!
—¿Qué vendrán a buscar aquí?
—Confío en que lo sabremos dentro de poco.
—¿Ves algo extraordinario?
—No veo más que una costa cubierta de hielos.
—¿Si buscarán algún hombre?
—¿En estos parajes? ¡Si no hay más que osos blancos!
—¡Silencio!
El segundo de a bordo, después de tomar la altura, decía al ingeniero:
—¡Ya estamos!
—¿De veras?
—Estamos a sesenta y nueve grados cinco minutos de latitud, y noventa y ocho grados veintitrés minutos de longitud, meridiano de Greenwich.
—La corriente los ha arrastrado durante veinte meses.
—Pero en tan largo tiempo sólo han corrido veinte millas, conforme decía el documento hallado en los dos «caim» erigidos en la costa del Rey Guillermo por el teniente Gore y el señor Veaux.
—En ese caso, podemos encontrarlos investigando el fondo marino. ¿Habéis hecho tirar la sonda?
—Hace media hora. Ha dado mil ochenta metros.
—No creía yo que este canal tuviera tanta profundidad.
—Ya sabéis que el Taymir puede descender más aún.
—Lo hemos probado, y sabemos cuál en su resistencia, señor Orloff; pero habrá poca claridad.
—La luz eléctrica reemplazará la del sol, señor Nikirka.
—¿Cuántas horas necesitamos para llegar a la boca del Pez Grande?
—Podemos llegar en treinta. ¿Queréis explorar aquel delta?
—Desearía encontrar algunos esquimales.
—Los encontraremos, sin duda, pues ha empezado la temporada de la pesca.
—Espero encontrar algún recuerdo y poder hacer alguna luz sobre el triste fin de los últimos compañeros de aquel desventurado. ¿Quién puede afirmar que hayan muerto todos?
—Ya han transcurrido diecinueve años.
—Alguno pudo quedar prisionero o desesperado de poder atravesar solo los inmensos territorios que le separan de los colonos europeos; se habrá quedado en definitiva haciéndose adoptar por alguna tribu.
—Cabe en lo posible. ¿Doy orden de sumergimos?
—Bajad —dijo Orloff a los cazadores—. Vamos a visitar el fondo marino.
—¿Y podremos verlo?
—Nadie os impide verlo a vuestro antojo.
—¡Vamos, Sandoe! ¡Creo que semejante espectáculo está vedado a todo el mundo!
Bajaron al salón y se pusieron tras los vidrios de los tambores, ya abiertos, mientras los marineros se aprestaban a cerrar la escotilla.
—¿Has oído, MacDoil? —preguntó Sandoe.
—¿Sabes de qué se trata?
—Todavía no; pero me parece que de buscar algo en el fondo del mar. He oído hablar de muertos.
—Y yo de vivos desaparecidos hace ya diecinueve años. ¿Qué historia será ésa? No lo adivino; pero ojos tenemos, y veremos de qué se trata. No tardaremos en saberlo.
En esto las hélices laterales empezaron a funcionar, imprimiendo al buque un leve balanceo, y el ingeniero y Orloff se presentaron en el salón juntándose con los cazadores.
CAPITULO XII. EN EL FONDO DEL MAR
Bajaba el Taymir lentamente el báratro del Océano Ártico, manteniéndose ligeramente inclinado hasta popa. La luz se cernía gradualmente en el salón, y el agua del mar se volvía poco a poco de color azul más oscuro, cortado por estrías más o menos claras, producidas, al parecer, por el reflejo de las masas de hielo o por la refracción de los rayos solares a través de los icebergs flotantes en la superficie.
Algún pez grande aparecía, si bien confusamente, desapareciendo antes que los dos cazadores pudieran darse cuenta de la especie a que pertenecía; pero bien pronto dejaron de ver seres vivientes, que parecían temerosos de los abismos marinos.
El Taymir continuaba sumergiéndose, conservando siempre su inclinación de popa, mientras las dos hélices funcionaban con mayor velocidad para vencer la fuerte resistencia del agua, que tendía a subir al colosal cilindro lleno de aire.
El ingeniero, con los ojos clavados en el dinamómetro, contaba:
—Doscientos metros, trescientos, cuatrocientos…
—¡Diablo!… —murmuró MacDoil, oyendo este cuatrocientos—. ¿Adónde vamos a parar?
La inmersión del buque iba siendo cada vez más lenta y fatigosa, no obstante el furioso aleteo de las dos hélices, cuyos broncos golpes se oían en el salón. Las máquinas debían de funcionar febrilmente, porque el golpe de los émbolos hacia temblar la armazón del buque, que soportaba una presión enorme, aunque no la que se calculaba antes a tanta profundidad.
La luz, en tanto, se amortiguaba, pero permitía ver confusamente a través de los vidrios.
A quinientos metros era tan débil, que parecía la luz crepuscular. A aquella considerable profundidad, la luz solar era absorbida por la enorme capa de agua, aunque no tanto que la extinguiese por completo.
De pronto MacDoil, que miraba ansiosamente a través de la gran lente de cristal, se volvió al ingeniero y dijo:
—¡Mirad!
A favor de la débil claridad veíase surgir de la profundidad del Océano Ártico como inmensas serpientes dentelladas de color oscuro, rígidas, como si fueran de metal, pero que se contraían y enroscaban como si sobre ellas pasase una rápida e impetuosa corriente de agua.
—Son algas —dijo el ingeniero.
—¿A tanta profundidad?
—Ya os dije que en estos mares el agua del fondo es menos fría que en la superficie, y permite el desarrollo de la vegetación mejor que fuera.
—Esas algas deben de ser enormes.
—No me sorprenderla que tuvieran de ochocientos a mil pies —repuso el ingeniero.
El cual, volviéndose a Orloff, continuó diciendo:
—¿No os parece que estas algas son parecidas a las que forman el kelp de los mares australes?
—Sí —contestó Orloff—; y me sorprende que en estos mares no se vean aquellos sargazos flotantes que circundan el continente polar austral.
—La explicación es fácil, señor Orloff. Aquí es mayor la profundidad, y las algas no pueden tener mil metros de extensión; pero son las mismas. ¿No estropearán la hélice?
—Son poco espesas, y, además, me parecen muy frágiles.
Orloff decía bien. Aquellas algas enormes no crecían tan unidas como las macrocystis pyrifere que se extienden alrededor del continente polar austral formando praderas flotantes que los marinos ingleses apellidan kelp; debían de pertenecer, como dijo el ingeniero, a la misma especie, pues estaban igualmente provistas de pequeñas vejigas y de ramificaciones en la cima en forma de láminas dentelladas.
El Taymir, que se sumergió en medio de ellas, las apartaba violentamente, haciéndolas ondular en todos sentidos como si estuvieran animadas, y algunas, arrancadas por las paletas de la hélice subían rápidamente a la lejana superficie del mar a impulsos de sus vejigas flotantes.
A seiscientos metros de profundidad se paró el buque un instante, como si no lograra vencer la resistencia del agua y sufrió alguna oscilación; pero luego volvió a descender, levantando ante las lentes olas de espuma que despedían extraeos fulgores. De pronto las algas desaparecieron en un instante, y a estribor del buque se vislumbró confusamente una masa oscura que parecía bajar como cortada a pico en las profundidades del mar.
Era una costa que parecía extenderse en dirección de la isla del Rey Guillermo, formando el margen de un profundo valle submarino, en el que entraba entonces el Taymir. Así se lo indicó Orloff al ingeniero, el cual se limitó a asentir dos veces con la cabeza.
La muralla rocosa, que probablemente servía de base a la isla del Rey Guillermo, si bien no era visible a la luz crepuscular, permitía distinguir grandes hendiduras, puntas agudas y cierta vegetación que no parecía de algas. Sería, tal vez, aquella especie de limo blando y viscoso que se encuentra en las cascos de muchos buques, y que se recoge en las inmensas llanuras submarinas del Atlántico y del Pacífico, a las profundidades de cuatro y cinco mil metros, desmintiendo la vieja aserción de que a quinientos metros bajo el mar la vegetación es nula o poco menos.
Entre aquellos vegetales, que se entrelazaban confusamente, brillaban misteriosas vislumbres; ora rayos de luz verdosa, ora puntos luminosos azulados que se movían rápidamente, ora como nimbos de chispas que parecían producidas por una porción de montículos fosforescentes.
¿Qué misteriosos habitantes del fondo marino se agitaban en aquella extraña pradera a setecientos metros de profundidad?
MacDoil y Sandoe, con los ojos en el vidrio de la lente, miraban mudos, si bien su rostro expresaba una viva emoción. Parecían sorprendidos, inquietos, casi aterrados de bajar al fondo de aquel báratro y de sentir que pesaban sobre su cabeza centenares de metros cúbicos de agua.
Mientras tanto, el Taymir parecía que iba bajando al reino de las tinieblas eternas, a un mundo nuevo y pavoroso.
—¡Mil metros! —exclamó el ingeniero, rompiendo el silencio que reinaba en el salón.
—¡Mil metros! —repitieron atemorizados los dos cazadores—. Pero ¿hasta dónde bajamos? —preguntó MacDoil, apartándose de la lente.
Nikirka no respondió: parecía prestar toda su atención a las poderosas pulsaciones de la máquina, cada vez más febril, que hacían vibrar extrañamente la coraza de acero del buque.
—Señor —repitió el hebridense con voz alterada—, ¿y si no pudiéramos subir?
El ingeniero miró al cazador, y le dijo:
—¿Tenéis miedo?
—No; pero…
—Mi buque es seguro, y me sorprende que vos, que habéis afrontado tan valerosamente a los osos blancos, os impresionéis ahora.
—Lo confieso.
—¡El fondo! —dijo a esto Orloff.
Al oír estas palabras, MacDoil se precipitó nuevamente al vidrio. Una extensión inmensa, oscura, indefinida, con luz casi imperceptible, parecía volar al encuentro del buque saliendo de la superficie de la tierra y despidiendo chispas multicolores. En vez de hallarse en el fondo del mar, parecía estar el Taymir en medio de una nube del color de la pez, pero a través de la cual se vieran centellear algunos astros.
¿De qué provenían aquellas luces? ¿Qué peces desconocidos, qué crustáceos, qué monstruos de forma inconcebible vivían y se multiplicaban allá abajo?
El buque descendía siempre en aquellas aguas tenebrosas, jamás iluminadas por un rayo de sol, y que ningún ojo humano había contemplado hasta entonces; pero las luces crecían y se multiplicaban. Ora consistían en simples puntos luminosos, ora en chispazos fugaces, ora en ondas que parecían producidas por chorros de metal fundido.
MacDoil, Sandoe, el ingeniero y Orloff, pegados al vidrio, miraban casi sin respirar.
Los primeros campeones de aquel mundo submarino empezaban a aparecer en torno del buque, subiendo del fondo. ¿Qué extraños y medrosos seres se agitaban ante el vidrio? La luz eléctrica, bruscamente encendida en el salón, y que hacía brillar las dos grandes lentes, permitía verlos con claridad.
Eran peces que parecían anguilas, de un metro de longitud, con los órganos de la locomoción casi rudimentarios o con boca enorme y deforme, semejante a los macruros; eran peces cilíndricos, con tentáculos en la cabeza y ojos fosforescentes, serpiente de mar o parecidas a ellas y delgadas como cintas; eran peces de forma aplanada, formados por una materia transparente como los lectocephalus, o ciertas extrañas medusas en forma de globos luminosos, con tentáculos plumosos y larguísimos.
En el fondo aparecían otros extraños seres, ofreciendo una visión multicolor. Ya espléndidas brisingues o estrellas gigantescas, muellemente tendidas en el fondo, tapizado de una vegetación no conocida aún, despidiendo rayos de luz sanguínea, violácea o amarilla, como si sus puntas estuviesen adornadas de piedras preciosas; ya anélidos filamentosos con brillo de esmeralda, de amatista o de granate; luego los espongiarios, de formas variadas y elegantes, abriendo y cerrando sus inmensas, fúlgidas corolas, y moluscos que se arrastraban esparciendo una luz azulada o de matiz rosa pálido, como zafiros o rubíes vivientes, y miríadas de larvas de crustáceos de ojos fosforescentes.
De golpe desapareció aquella oscuridad casi completa, rota solamente por aquel foco de variadas luces, pero que no llegaba a iluminar el resto del agua, y un inmenso haz de luz intensa, blanca, se difundió y pareció correr ante el buque, iluminando como en pleno día aquel valle submarino.
El Taymir se había puesto en movimiento, las hélices de popa funcionaban, y el gigantesco huso maniobraba entre aquellas profundas aguas, mientras el potente reflector eléctrico de popa proyectaba sus rayos luminosos.
Los habitantes submarinos, deslumbrados por aquella luz que iluminaba el fondo del valle, o acaso asustados, no habiendo visto nunca un rayo luminoso bajar hasta allí, se agitaban y huían en todas direcciones. Saltaban, se contraían o se ocultaban entre la vegetación submarina, buscando un refugio bajo las arenas y el légamo.
El buque deslumbrante avanzaba por el fondo marino, mostrando a los asombrados cazadores nuevas maravillas, nuevos seres, sorpresas nuevas. Tan pronto atravesaba llanuras por las cuales se arrastraban millares de crustáceos de todas formas; ora bordeaba una cima en la que se descubrían largas filas incrustadas de grandes concháceas con reflejos de madreperla o con los colores del iris, y que parecían pertenecer a la especie de los haliotes gigantes, tan abundantes en los mares septentrionales de la China y del Japón; o bien rastreaba por vallados de paredes cortadas a pico, que a la luz eléctrica mostraba gigantescas tridaenes de un metro de diámetro, o rosadas gorgoritos, cuyas hojas reticulares se distendían como abanicos, o centenares de grandes actineos en forma de masas cilíndricas con tentáculos cónicos parecidos a grandes flores azules. A veces el Taymir, con su agudo espolón, hendía montones de medusas que notaban libremente, o bien se mantenían aferradas a las cimas de ciertos extraños espongiarios.
A intervalos se descubrían otros peces en el fondo del Océano Ártico: esqueletos de vacas marinas sembrados de crustáceos que se disputaban la última carroña, o de focas, o de narvales que mostraban aún amenazadores su larga defensa de marfil.
Veíase también el esqueleto de una ballena enorme engastado entre dos rocas. Las gigantescas costillas, las inmensas quijadas, entonces desnudas de carne, y la potente cola estaban cubiertas de larvas de crustáceos, de cangrejos armados con robustas pinzas, de serpientes de mar y de concháceas.
¡Quién sabe desde cuánto tiempo yacía allí aquel gigante del mar! Quizá desde muchos lustros, desde siglos, y pasarían otros tantos antes que la enorme osamenta fuera destruida por las sales marinas o pulverizada por los habitantes del fondo marino.
En su marcha, el buque cortó con el espolón un kayak esquimal flotante entre dos aguas. El ligero esquife de piel se rompió a medias, y los dos cazadores vieron salir de él un esqueleto humano. El misero despojo volteó un instante en el agua y fue a sepultarse en el fondo, donde le asaltó súbitamente una miríada de cangrejos famélicos y distintos peces.
El ingeniero y Orloff cambiaron una mirada, mientras Sandoe y el hebridense se separaban del vidrio dando un paso atrás. Aquella masa tenía una forma demasiado conocida de los cuatro para que pudieran engañarse.
—¡Uno de los buques, tal vez! —murmuró el ingeniero—, ¡Quiero verlo! ¿Dónde estamos?
—A veinticuatro millas de la costa, si mis cálculos son exactos —contestó Orloff.
El buque moderó su andar y viró lentamente de modo que el reflector pudiera iluminar aquella masa. Los cuatro hombres se acercaron al vidrio de estribor, poseídos de viva emoción.
—¿Un barco? —preguntó al fin MacDoil con voz ahogada.
Ni el ingeniero ni Orloff respondieron: seguían mirando, y parecía que toda su atención estaba concentrada en aquel objeto. Con pocas bordadas, el Taymir se puso a su lado. Si; aquella masa negra era el casco de un buque grande, reclinado por estribor, pero sin mástiles ni obra muerta. Tenía rotas las amuras, como si hubiera soportado una enorme presión, y por las hendiduras se veían cajas y barriles en desordenado montón imposibles de apreciar.
A popa de aquel barco, colgado de un asta, se veía un paño rojizo, restos de una bandera.
El Taymir siguió virando, describiendo un círculo alrededor de la nave náufraga y proyectando el resplandor de su lámpara eléctrica.
De pronto, al pasar frente a la popa de aquel barco, el ingeniero cogió de un brazo a Orloff y le mostró las letras que se veían distintamente, diciéndole con voz emocionada:
—¡Mirad!
—¡Terror! —leyó Orloff.
CAPITULO XIII. UN DRAMA POLAR
¡El Terror! MacDoil no era científico ni había navegado nunca por los mares árticos, pero aquel nombre fue para él una revelación.
¡El Terrór! El nombre de aquella nave era sobradamente conocido en todas las regiones de la América Septentrional, y el cazador lo había oído pronunciar muchas veces en las costas de Alaska, juntamente con el de otro buque y un apellido célebre que recordaba una de las más tremendas catástrofes ocurridas en aquellas regiones glaciales.
Al oír pronunciarlo a Orloff volvióse hacia el ingeniero, el cual no separaba los ojos de aquellos restos, que poco a poco se iban pudriendo en el valle submarino.
—¡El Terror! —exclamó—. Uno de los barcos de Franklin tal vez. ¡Hablad, señor Nikirka!
Este hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—¿Y el Erebus?
—No estará lejos.
—¿Lo veremos?
—Así lo espero.
—¿Seguimos? —preguntó Orloff.
—Sí —contestó el ingeniero.
Orloff tocó en un botón eléctrico que comunicaba con el asiento del timonel.
El Taymir había descrito media virada a estribor, y continuó la marcha hacia el Norte, siguiendo siempre el valle.
La masa del Terror iba desapareciendo a medida que el Taymir se alejaba; pero el ingeniero seguía mirándola cada vez más emocionado.
Un suspiro se le escapó de los labios, y MacDoil le oyó murmurar repetidas veces:
—¡Desgraciados! ¡He aquí a lo que los condujo la fascinación del Polo!
El Taymir andaba moderadamente y describía muchas vueltas, explorando el fondo del valle.
De cuando en cuando, en medio de los crustáceos que pululaban en las rocas y entre las grietas, aparecían objetos que debían de haber pertenecido al buque. Anclas amarradas aún a sus cadenas; algún bote desfondado; jarcias que se mantenían rígidas, como si tendieran a subir a flote; fragmentos de tablas, planchas de cobre, y detrás de una roca dos pedazos de mástiles, pero sin penóles ni entenas.
—¡Helo aquí! —dijo el ingeniero.
—Sí —contestó Orloff.
El Taymir maniobraba lentamente, virando alrededor de la roca. No bien la hubo pasado apareció un segundo buque, deshecho y descuartizado como el otro, pero con el puente intacto y abiertas las escotillas.
Cuando la luz le dio de lleno viose salir de aquellas aberturas legiones de monstruos marinos, peces de nueva especie, calamares monstruosos, crustáceos de extrañas formas. Asustados por el resplandor que penetraba a través de las hendiduras del casco, iluminando el interior de la estiba, se apresuraron a salir de su tenebroso escondite, donde largos años habían disfrutado de tranquilidad completa.
El Taymir pasó al largo para evitar las rocas en que estaba acostada la pobre nave, y se detuvo ante la popa, en la cual se veían unas letras que conservaban su color dorado.
—¡El Erebus! —dijo Orloff.
—Sí; ¡el segundo buque! —repuso el ingeniero—. ¡He aquí el sitio donde se desarrolló el drama polar que ha costado a Inglaterra uno de sus más valientes almirantes!
—¿Murió aquí mismo? —preguntó MacDoil.
—No —contestó el ingeniero.
—¿Eran éstos los buques que buscabais?
—Si.
—¿Pero con qué objeto?
—Para reconstruir la dramática historia de aquella desgraciada expedición. ¿La conocéis?
—He oído hablar muy vagamente de ella en Alaska. Se hablaba de expediciones organizadas en gran escala para encontrar a los supervivientes perdidos en el mar Polar.
—Oídme, pues, y sabréis datos que acaso se ignoran en Europa, por más que treinta y dos buques ingleses y ocho americanos, mandados por los más intrépidos exploradores polares, como Austen en los buques Risoluze, Intrepid, Assistance y Pionneer; Penny con Lady Franklin y la Sofie; Kallet con Resolute y el Intrepid; Collinson, MacClintock y otros, hayan investigado estas regiones paso a paso para dilucidar la misteriosa desaparición de ciento treinta hombres. Fue la expedición más numerosa y mejor organizada que salió de los puertos ingleses, y el hombre que la dirigía, el más intrépido marino de que podría envanecerse Inglaterra en aquella época. El nombre de John Franklin era popular en Europa y en América. Soldado valeroso, había tomado parte en combates navales, y joven aún en la batalla de Trafalgar; y como explorador audaz había ya hecho no pocos descubrimientos en las costas de la América Septentrional y en otras regiones.
»La ciencia contaba con el triunfo; no dudaba ver descubierto el famoso paso del Noroeste, y tal vez el misterioso Polo Ártico.
»El 26 de mayo de 1864, el Erebus y el Terror zarpaban de las costas inglesas seguidos por los augurios de todas las naciones de Europa; ciento treinta hombres escogidos entre los mejores oficiales y marinos los tripulaban. El 26 de julio, la expedición fue vista por los balleneros de la bahía de Baffin, y luego nadie volvió a verla. Empezaron a despertarse temores, fueron perdiéndose las esperanzas, y corrió la voz de que había ocurrido una tremenda catástrofe.
»Inglaterra y los Estados Unidos alistaron las primeras expediciones, que no dieron resultado; siguió el misterio en las tinieblas. Lady Franklin, la animosa mujer del almirante, no desesperaba, y armó otras expediciones. En 1851 alistó el Prince Albert y lo envió a las regiones polares; pero los expedicionarios sólo descubrieron una tienda vacía erigida en la punta Walter y que había pertenecido a los buques de Franklin.
»En 1853 armó el Fénix, sin conseguir mejores resultados. El desventurado Renato Bellot, que lo mandaba, quedó en una grieta de los hielos que estaba explorando.
»La esperanza de encontrar los dos buques y a sus tripulantes se fue perdiendo poco a poco, a medida que pasaban los años, pero sin dejar de sucederse las expediciones. Se quería a todo trance conocer la suerte que había cabido a los ciento treinta hombres perdidos en los hielos del Polo.
»En 1859, MacClintock, movido por lady Franklin, intentó por tercera vez una nueva expedición y fue a investigar con el Tose el estrecho que lleva su nombre en la costa de la isla del Rey Guillermo. Sus pesquisas fueron coronadas por el éxito, y al cabo de trece años pudo encontrar las huellas de las tripulaciones del Erebus y del Terror y conocer la triste suerte que les cupo.
»En las costas del Rey Guillermo se recogieron los primeros vestigios de la expedición: azadas, utensilios de cocina, cordaje, velas y un sextante que llevaba grabado el nombre de Franklin Homby, seguido de una R y una N, iniciales de los objetos pertenecientes a la Marina real inglesa.
»Entre tanto, el 6 de mayo, el teniente Gosbome, a las once y cuarto, y a cuatro millas del punto donde acampara con sus hombres, descubría un cairn, o sea una pirámide de piedra, dentro de la cual había una caja de hojalata con el relato de la expedición de Franklin, acompañado de estos párrafos: «Quienquiera que encuentre estos papeles sírvase enviarlos al Secretario del Almirantazgo en Londres o al Cónsul inglés más próximo, si le es más cómodo.
»Más tarde se descubría otra pirámide más pequeña, con la siguientes indicaciones: “Esta piedra ha sido erigida por las tripulaciones de los buques Erebus y Terror en Victory Point, isla del Rey Guillermo, donde desembarcaron el 22 de 1846, abandonando los buques y de donde partieron el 26 en dirección meridional”. Alrededor de los dos cairn se encontraron muchos restos de los dos buques, ropas y utensilios, que fueron recogidos por MacClintock.
»Por último, este mismo, a los 69° 27' de longitud, cerca de las bocas del Gran Pez, o de Banks, se encontraban un bote perteneciente a los buques hundidos, puesto sobre un rodillo de encina, con un esqueleto humano oculto en un montón de ropa, y poco después otro esqueleto medio devorado, dos escopetas de dos cañones, cargadas aún; libros de rezo, algunos relojes de bolsillo, cucharas y tenedores de plata, municiones, cuarenta libras de chocolate, un pote con té y algunos paquetes de tabaco.
»Sólo entonces pudo reconstruirse el viaje de las dos naves y conocerse las diversas fases del desastre. Así pudo saberse que la expedición había llegado a los 77 grados de latitud, saliendo del canal de Washington, y que allí se volvió al oeste de la isla de Cornualles, estando bloqueada por los hielos cerca de la isla Beckey. Al año siguiente, la expedición estuvo detenida a 69° 05’ de latitud y 98° 23’ de longitud, a unas quince millas de la costa noroeste del Rey Guillermo.
»La segunda invernada hubo de ser fatal. Durante veinte meses, las dos embarcaciones fueron arrastradas por el estrecho de MacClintock, hasta que las tripulaciones, perdidas ya toda esperanza de verlas libres, las abandonaron. De ciento treinta que habían sido, el 11 de Junio de 1847 quedaban ciento cinco, habiendo perecido nueve oficiales y quince marineros, y también el almirante. Los desgraciados, guiados por Crozier, comandante del Terror, y por Fitz James, comandante del Erebus, acercáronse a la isla del Rey Guillermo el 22 de abril de 1848, emprendiendo la marcha el 25 hacia el Sur.
»Su proyecto era llegar al río del Gran Pez; pero las largas invernadas y el escorbuto los habían debilitado, haciéndolos incapaces para tan largo viaje. Lo que después sucedió se ignora, aunque se supone. Sábese que la caravana, diezmada por el hambre y los sufrimientos, fue encontrada por algunos esquimales cerca de la bahía de Washington, y que pronto fue abandonada. Algunos trataron de pasar el estrecho de Simpson; pero llegaron tarde ya para intentar la travesía en los hielos. Allí invernaron, sin duda, en número de diez, llevándose consigo los libros de a bordo, los diarios e instrumentos.
»¿Qué les ocurrió? Probablemente estos últimos supervivientes de la expedición fueron a morir de hambre cerca de Starvation Cove, mientras sus otros compañeros morían en la costa o eran sepultados por los hielos del Océano.
»¿Quién puede decir las horribles escenas que pasarían entre aquellos desventurados? Los restos encontrados en un caldero entre los hielos no dejan duda sobre lo que pasó. Las escenas de antropofagia de la Medusa, que horrorizaron a Europa, se repitieron también entre los hielos y las nieves de la región polar.
Calló el ingeniero, mientras MacDoil y Sandoe seguían mirándole como si aún hablara.
Una brusca sacudida los sacó de su inmovilidad.
—Subimos —dijo Orloff.
Efectivamente; el Taymir dejaba el fondo del mar y subía a toda máquina, inclinado a popa. Su espolón hendía las aguas con gran ímpetu, haciendo vibrar las planchas metálicas, mientras a lo largo de las lentes corrían oleadas de blanca espuma.
La luz del día volvió a entrar por el tambor de popa, y apagaron la eléctrica; el buzo gigante en un minuto atravesó la enorme masa de agua, se encabritó como un corcel sobre la superficie de las ondas, volvió a caer con sordo ruido, levantando así dos montañas de agua, y el Taymir se lanzó hacia el Sur, abandonando aquellos tristes parajes.
CAPITULO XIV. LOS ESQUIMALES
El buque seguía en dirección al Sur, con una velocidad de dieciocho nudos, con rumbo a la península de Adelaida, que forma parte de la costa septentrional de América, y se extiende entre el estrecho de Victoria y la gran península de Boothia.
Al parecer, el ingeniero tenía prisa por descubrir la costa americana, pues el buque avanzaba con ímpetu irresistible a través de los hielos que estorbaban el paso, sin desviarse una línea.
Aquella masa de acero obraba como un ariete de incalculable potencia, destrozando los streams, palks y hummoks, atreviéndose hasta contra los bancos, por entre los cuales se abría paso con su espolón.
¿Adónde lo guiaba Orloff, que era el que empuñaba el timón? MacDoil y Sandoe se lo preguntaban, sin poder adivinar la nueva ruta del buque, y el ingeniero seguía silencioso.
El día 28 de mayo el Taymir avistaba las costas septentrionales de Adelaida; pero en vez de continuar hacia tierra, se desvió al Este, como si tuviera intención de dirigirse a la bahía de Elliot.
La misma noche cambiaba otra vez de ruta y navegaba hacia el Sur, internándose en aquel profundo golfo que se forma en las bocas del Oran Pez, y al día siguiente se detenía cerca de una costa desierta, en la cual se veían algunas canoas de huesos de ballena que usan las tribus esquimales para la caza de la foca o de la morsa, y para la pesca de narvales.
El ingeniero y Orloff salieron a la plataforma, y los dos cazadores, ávidos de noticias, corrieron tras ellos.
—¿Creéis encontrar sus huellas? —preguntaba Orloff.
—Difícil será, habiendo transcurrido tantos años; pero algunos objetos que pertenecieron a aquellos desgraciados, espero encontrarlos en manos de los esquimales. ¡Ah! ¡Fortuna sería poder recobrar los diarios de a bordo!
—Me parece que la costa está desierta.
—Estos kayaks indican que sus dueños no estarán muy lejos.
—Es probable. ¿Desembarcamos?
—Sí.
—Id a buscar nuestras escopetas —dijo Orloff a los cazadores—. Nos acompañaréis.
Poco después, los cuatro, seguidos del mastín, desembarcaban en un banco de hielo y se dirigían a la costa, que surgía a un kilómetro de distancia con una elevación de cien metros.
Sobre la nieve, reblandecida por el sol, se descubrían algunas huellas de pasos, pertenecientes, sin duda, a los dueños de las canoas, y que parecían recientes. Algunas aves revoloteaban; entre ellas iban los pequeños plectrophanse nivales y el minúsculo auks, que cazan los esquimales con unas redes parecidas a nuestras mangas de coger mariposas. Veíanse también algunas martas, llamadas de Charsa, con una cola de cuarenta centímetros y comadrejas cuya piel llegaba a valer 80 francos.
En cuanto las vio, el perro se apresuró a embestirlas; pero llegaba siempre tarde, porque los animalitos corrían a esconderse en sus madrigueras.
Ya en la costa, se encontró de improviso con un soberbio lince polar. Antes que los cazadores pudieran echarse a la cara las escopetas, el perro lo había estrangulado, a pesar de las garras de ese habitante de las nieves. Estos linces polares son los más grandes de su especie, altos de medio metro, y uno de largo, sin contar la cola, que mide veinte centímetros. Su piel es bellísima; su hocico se parece al de los leones jóvenes; adorna su cabeza una pequeña crin de color gris, y sus orejas, unos penachos blanquecinos y eréctiles.
En toda la costa septentrional de América estos animales son tenazmente perseguidos, pagándose sus pieles de cuatro a seis dólares, además de que su carne es apetitosa. Calcúlanse en unos veinte mil linces los que se cazan todos los años.
Mientras MacDoil se aprestaba a cargar con la pieza, con intención de regalársela al cocinero de a bordo para que hiciera con ella un buen asado, el ingeniero se subió a una roca cubierta de hielo, desde cuya cima se podía descubrir una vasta extensión.
—¡Humo! —exclamó.
—¿Lejos? —preguntó Orloff.
—A menos de un kilómetro. Lo veo alzarse detrás de una curva de la costa.
—Y yo veo a un hombre que viene hacia nosotros —repuso Sandoe—. Diríase que es un pequeño oso blanco; pero debe de ser un esquimal.
—¡Bueno! —dijo Orloff—. ¡Así nos ahorramos una marcha!
Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio que indicaba el cazador. Un hombre que hasta entonces debía de haber estado oculto en algún repliegue del camino se acercaba.
Era un individuo de estatura menos que mediana, bastante grueso, a causa, sin duda, de su vestido de piel de oso y de otras pieles que llevaría debajo. Un capuchón, que parecía de piel de perro, le cubría la cabeza, y en la mano llevaba un arpón cuya punta estaba formada por un pedazo de cuerno de narval.
El ingeniero le salió resueltamente al encuentro, extendiendo los brazos en señal de paz, y se detuvo a diez pasos de él.
Aquel esquimal parecía bastante joven; quizá no llegaba a los treinta años. Tenía la cara larga y las mandíbulas salientes, como todos los de su raza; la frente estrecha y baja, la nariz chata, los ojos algo oblicuos, como los de los mogoles, vivos e inteligentes; los cabellos largos y negros, mientras su piel era aceitunada y untada de grasa. Miró a los extranjeros algunos instantes con curiosidad, y les dijo:
—¡Nalegah tima!
En vez de responder a estas palabras, que significan «cabeza, salud», el ingeniero le preguntó en inglés quién era y dónde estaba su tribu.
Con gran sorpresa de todos, el esquimal le respondió en la misma lengua, si bien involucrando algunos vocablos, que debían de ser esquimales, o tal vez daneses.
—Yo me llamo Kalutunak —dijo—. Mi tribu reside detrás de aquella montaña de hielo que se levanta en la playa; allí donde sale una columna de humo. ¿Y tú, de dónde vienes?
—De los lejanos mares de Occidente.
—¿En uno de aquellos grandes cajones flotantes?
—Si, pero que se parece a una ballena.
—Quisiera verla. Hace muchos años que no se presenta ninguna en esta costa y muchos también que no veo hombres de piel blanca.
Luego, mirando al lince polar que MacDoil llevaba al hombro, añadió:
—¿Me lo regalas? Kalutunak no tiene carne marina en su cabaña, y las focas no han acudido aún a estas costas.
—Kalutunak se llevará a su choza el lince polar, y se lo comerá, si me dice de quién ha aprendido la lengua de los hombres blancos.
—La he aprendido de un hombre llegado de los mares del Norte hace muchos años y a quien mi padre recogió medio muerto de hambre en nuestras costas.
—¿Cuándo? —preguntó el ingeniero con emoción.
El esquimal se miró los dedos como si contara, y dijo:
—Han transcurrido trece inviernos.
—¿Iba solo aquel hombre?
—Si, porque sus compañeros murieron de hambre y de fatiga.
—¿Dónde murieron?
—En una costa desierta, a una hora de trineo de aquí.
—¿Vive aún el hombre blanco?
—No; murió poco tiempo después.
—¿Ha dejado objetos a tu tribu?
—Si; instrumentos que no conocemos, y que el amgekok conserva todavía.
—¿Puedes llevarme a la playa donde murieron los compañeros del hombre blanco?
—Sí, si lo queréis.
—Si así lo haces, te regalo una escopeta.
Los ojos del esquimal brillaron de contento.
—¿Y me enseñaréis a usarla?
—Si.
—¿Y me daréis pólvora?
—Te la daremos.
—Así tendremos dos.
—¿Por qué dos?
—Porque mi padre posee la del hombre blanco; pero falta la pólvora y no dispara.
—Llévame a tu tribu.
—Sígueme.
Los cuatro europeos y el esquimal emprendieron la marcha siguiendo la costa, cortada por altas rocas revestidas aún de su manto invernal, si bien el sol empezaba ya a derretir las nieves y los hielos.
El algunos pequeños espacios descubiertos brotaban tímidamente las primeras plantas primaverales: pequeños ranúnculos, saxífragas, graciosas lichynis de coral purpúreo que desafían las nieves, y pequeños monties de blancos pétalos. En algunas hendiduras resguardadas de los fríos vientos del Septentrión y se veían adormideras de pétalos dorados y algún grupito de sauces enanos, de ocho a diez centímetros de altura.
A la media hora la comitiva llegaba al campamento esquimal, situado en el fondo de una especie de fiordo resguardado por altas rocas cortadas a pico. Se componía de una media docena de chozas de hielo de forma circular, con pequeñas ventanas y una galería baja y estrecha, apenas suficiente para dejar pasar a un hombre a rastras, y que servía de entrada, impidiendo así la dispersión del calor interior. La pequeña tribu, compuesta de ocho hombres, de cinco o seis mujeres, de algunos niños y de una numerosa jauría de perros, avisada por Kalutunak, se apresuró a salir al encuentro de los europeos con el angekok al frente; personaje importante que resume las funciones de médico, de hechicero, de consejero general y a veces de jefe, cuando la tribu es poco numerosa.
Todos ellos eran de pequeña estatura, membrudos y robustos; vestían abrigos de pieles de garza o de foca y calzones de piel de oso blanco; los de las mujeres, no sin cierta elegancia, eran blancos con algunas tintas rosadas, y cosidos estrechamente con nervio de animales.
El angekok, que como distintivo de su alto cargo llevaba una cadena de pedacitos de hueso de ballena, invitó cortésmente a los europeos a que entrasen en su choza.
Aunque el ingeniero hubiera querido permanecer fuera, previendo el tufo del interior, se vio obligado a aceptar la invitación.
Entraron los cinco en un estrecho corredor deslizándose uno tras otro como serpientes, y llegaron a la habitación del brujo no sin sentirse MacDoil acometido de estornudos y golpes de tos, pues la galería estaba llena de humo acre y apestaba a pescado rancio. La choza era bastante pequeña, pues no mediría más de quince pies de diámetro por seis de altura, y sucia como una porqueriza.
En medio, colgada del techo, pendía una extraña lámpara o kotluk formada por un pedazo de piedra excavada, en la cual oscilaba una llama fuliginosa alimentada por aceite de foca; en las paredes se veían pieles que formaban el llamado kolopsut, y que debían de servir de vasijas, amén de algunos sacos de pieles con pedazos de foca o de vaca marina asados y conservados con grasa de ballena, gruesos pedazos de sangre helada (plato delicioso entre los esquimales), arpones, cuchillos, cuernos de narval, y en los rincones, osamentas de todas clases y pieles de pescados.
—¡Al diablo el brujo y su choza! —dijo MacDoil parándose al extremo del corredor—. ¡Sandoe, amigo mío, vámonos, o si no, nos asfixiamos en este chamizo!
—¡Soy de tu opinión, MacDoil! ¡Prefiero helarme fuera!
Tampoco el ingeniero y Orloff estaban a su gusto entre aquellos hedores nauseabundos, por lo cual, pretextando que no podían aguantar el calor, se apresuraron a salir, dejando al brujo avergonzado por aquella súbita retirada.
—No sé cómo pueden vivir en esta cueva de osos —dijo MacDoil a Orloff una vez fuera y respirando a bocanadas el aire.
—Están acostumbrados, MacDoil.
—¿Es que no tienen olfato los esquimales?
—Mejor que el nuestro; pero están a gusto en sus chozas, y también en estos desiertos de nieve.
—Si probaran nuestras casas europeas y nuestro clima, estoy convencido de que no volverían más a estos países de frío.
—Pues estáis equivocado. Muchos navegantes árticos han llevado a Inglaterra esquimales; y, ¿lo creeréis?, al cabo de algún tiempo se encontraban mal en medio de la civilización; suspiraban por su vida libre y miserable; y acababan por enfermar de una nostalgia tan aguda, que obligaba a llevarlos a su país de hielos para que no se muriesen.
—También he oído hablar de eso en otras ocasiones, y no podía creerlo.
—Los hombres salvajes no pueden adaptarse a nuestra civilización, querido MacDoil. Parece que aquí hay algo nuevo y que el señor Nikirka ha podido obtener lo que deseaba.
—¿Qué?
—¡Silencio! Después lo sabréis.
CAPITULO XV. DESPOJOS DE LA EXPEDICIÓN DE FRANKLIN
Durante este coloquio, el ingeniero había hablado largamente con el brujo de la tribu y con Kalutunak, que era el único que hablaba inglés. La entrevista debió de dar buenos resultados, pues a poco el angekok presentó al ingeniero una escopeta de marca inglesa con un grabado en que se leía: Fitz James, el nombre del comandante del Erebus, uno de los dos buques de la expedición de Franklin; un cronómetro con las iniciales N y R; un viejo reloj de plata, y una Biblia que debía de haber pertenecido al teniente Gore, pues su nombre estaba escrito en la cubierta del pergamino; pero faltaban los diarios de a bordo, por haber gastado los papeles para cargar la escopeta cuando faltaron las cápsulas.
Aquellos objetos, ya no cabía duda, habían pertenecido a las tripulaciones de la desgraciada expedición, y probaban claramente que el último superviviente había logrado llegar a la costa del continente americano, dando así fin a las infinitas suposiciones hechas en Inglaterra y en América, acerca de la suerte que había cabido a los últimos marineros de Franklin. Como el brujo de la tribu aseguraba que a unas millas más al Norte, en una playa desierta, habían encontrado cadáveres y algunos objetos, el ingeniero, que se había propuesto esclarecer el drama que conmoviera al mundo, decidió trasladarse allí, prometiendo a la pequeña tribu cuchillos y algunas botellas de aguardiente.
La promesa era demasiado tentadora para que el angekok y su tribu no se decidieran a acompañarle; pero, estando ya los hielos en condiciones favorables, se resolvió trasladarse allá en trineos.
Cuatro de estos ligeros vehículos, construidos con huesos de ballena y con correas de piel de foca, fueron sacados de una choza de hielo que servía de almacén a la pequeña tribu, y a cada uno fueron enganchados diez perros dispuestos en un solo tiro, pero con una trailla de veinte pies para que estuvieran distantes de los patines.
Los cuatro europeos se acomodaron en ellos acompañados del angekok, de Kalutunak y de dos jóvenes esquimales armados de un rebenque de mango corto y una correa larga de siete u ocho metros, de piel de foca sin curtir, más ancha en la extremidad anterior que en la posterior, rematada por un pedazo de nervio endurecido; instrumento terrible en manos de aquellos aurigas, porque con un solo golpe son capaces de arrancar un pedazo de piel al perro desobediente.
A un silbido de los conductores, los perros partieron al galope ladrando desaforadamente, moviéndose con cierto desorden al principio y tirando cada uno por su lado y a su capricho, hasta que algunos golpes de fusta les hicieron conocer lo que amenazaba a sus espaldas, y entonces corrieron a marcha regular y tan rápida, que hacían diez kilómetros por hora.
Estos animales, tan útiles a los habitantes de las regiones polares, que sin ellos quizá no podrían vivir, son de buena alzada: de unos setenta centímetros. Tienen las orejas tiesas, el pelo espeso y lanoso, cola vellosa y rastrera, ojos oblicuos y astutos, como de lobo, animal con el cual tienen bastante parecido.
Mucho se ha encomiado a estos perros; pero en lo que se ha dicho y escrito sobre ellos hay mucho de erróneo. Están muy distantes de parecerse a los nuestros. Prestan preciosos servicios, es verdad, pues entre diez son capaces de arrastrar un trineo cargado con cuatrocientos kilogramos, y ayudan eficazmente a sus amos en la caza; pero no son de suyo muy afectuosos, y sólo obedecen por miedo al látigo.
Son rateros sagaces, malos, cuando pueden serlo sin correctivo, y se vuelven fácilmente salvajes. Buscan todos los medios para volcar el trineo que arrastran o llevarlo en medio de obstáculos para desasosegar a sus amos; y si no temieran a la fusta, serían capaces de destrozarlo, ni más ni menos que como hacen los lobos.
El ingeniero y sus compañeros tuvieron pronto experiencia de la pésima índole de aquellos perros. A pesar de los gritos de los conductores y de los amenazadores chasquidos del látigo, se enredaban a menudo con la trailla y procuraban arrastrar el trineo hacia las rocas, o perseguían a las zorras y comadrejas que veían ante su paso, ya qué estos perros son excelentes cazadores, más bien por cuenta propia que por la de sus amos.
Por fortuna, allí se encontraba «Camo», que estaba acostumbrado a poner orden entre los perros de Kamchatka, peores que los esquimales, lanzando roncos ladridos, acompañados de oportunos mordiscos, que obligaban a los díscolos a reportarse.
Al cabo de una hora de marcha más o menos desordenada, pero siempre veloz, los cuatro trineos llegaron a una playa que formaba una pequeña bahía, invadida en parte por los hielos y amparada por rocas cortadas a tajo.
En una pequeña llanura aún cubierta de nieve, el ingeniero vio en seguida una cruz medio hundida, construida con dos maderos de un buque y plantada sobre un túmulo de vastas proporciones.
—Allí descansan los compañeros del hombre blanco —dijo Kalutunak.
—¿Quién les dio sepultura?
—El hombre blanco, ayudado por mi padre.
—¿Cuántos eran?
—No lo sé, porque sólo encontraron restos de esqueletos. Los osos blancos habían dado cuenta de ellos.
El ingeniero y sus compañeros bajaron de los trineos y se acercaron al túmulo, descubriéndose la cabeza. Alrededor de la tumba, medio tapada por la nieve, en parte derretida por el sol, se veían restos de un trineo, la popa medio destrozada de una pequeña ballenera, pedazos de vidrio negro y algunos andrajos.
Los dos cazadores y Orloff, por orden del ingeniero, excavaron la nieve de la tumba, con la esperanza de descubrir algunos objetos de la pertenencia de las víctimas, pero sin resultado. Quizá el último superviviente o los esquimales se quedaron con todo.
Unicamente excavando más adelante y descubriendo el interior de la sepultura se hubiera descubierto algo; pero el ingeniero no se atrevió. Por lo demás, sabía ya lo bastante acerca del miserable fin de aquella expedición, y un nuevo hallazgo no hubiera dado más luz sobre el epilogo del Erebus y del Terror.
—Regresemos —dijo—. Este lugar es demasiado triste.
Volvieron a los trineos y regresaron al campo esquimal, donde el señor Nikirka tuvo el último coloquio con el angekok y con Kalutunak, y por la noche los cuatro europeos se volvieron al buque. Llevándose la escopeta, el cronómetro, el hacha y la Biblia pertenecientes a la expedición de Franklin.
—¡Cuerno de narval!… —exclamó Sandoe así que se vio solo a John MacDoil—. ¡Veremos lo que resulta de todo esto! ¿Si habrá terminado nuestro viaje?
—No sé qué decirte, ¡por cien mil ballenas! —repuso el hebridense—. El ingeniero tenía vivos deseos de saber el fin de las tripulaciones del Erebus y del Terror. Ahora que lo sabe, ¿adónde querrá ir?
—Tal vez a buscar otros buques náufragos y otros muertos.
—¡Vaya un viaje fúnebre!
—O querrá regresar a Europa para llevar a Inglaterra las últimas reliquias de la expedición.
—¡Bella ocasión para regresar a mis Hébridas con diez mil dólares!
—Y yo a las Far Oer.
—Amigo Sandoe, se me figura verme en la taberna de maese Craig, bebiendo un vaso de gin.
—Y yo encontrar cierta rapaza que me hacia la boca agua: la hija de Luf Doe, el más rico pescador de las islas. ¡Ah! ¡Cuando el viejo me vea con un bolsón repleto de dólares flamantes, ya no me dirá que nones!
—¡Vamos a dormir, y a soñar con nuestras islas!
Los dos cazadores subieron a sus hamacas y se durmieron, soñando el uno con la taberna del señor Craig, y el otro con la rubia de Luf Doe.
A la mañana siguiente se despertaron con una diana de ladridos, entre los cuales se distinguían los de «Camo».
—¡Hola! —dijo Sandoe—. ¡Perros y esquimales a bordo! ¿Qué significa esto?
—Temo, querido amigo, que el señor Craig no vuelva a verme tan pronto como yo esperaba, y que tu rubia tendrá que esperar algo más.
—El buque anda. ¡Vamos a enteramos de adónde va!
Bajaron al salón, y viendo bajar la luz de la escotilla, subieron a la plataforma, en la que vieron a Orloff, que estaba fumando.
—Señor Orloff —preguntó MacDoil—. ¿Adónde vamos? Ya no veo la costa de los esquimales.
—Los esquimales quedan ya muy lejos. Hace seis horas que navegamos a toda marcha.
—Pero ¿hacia dónde?
—Al Norte, por ahora.
—¡Diablo! —repuso MacDoil, rascándose ja cabeza—. Así ¿iremos muy lejos?
—Es probable.
—¿A buscar otro buque?
—No lo creo.
—¿Otros muertos?
—Creo que él ingeniero tiene bastante con los del Erebus y los del Terror.
—Pero ¿qué hace Kalutunak a bordo? Me parece haber oído su voz.
—El ingeniero ha querido embarcarle. Un esquimal puede ser útil en estas regiones.
—Un esquimal, está bien; pero ¿y los perros? Para cazar bastaba «Camo».
—También pueden ser útiles los perros esquimales.
MacDoil no insistió, o creyó mejor silbar un aire de su país para consolarse de sus desilusiones. Dio dos o tres vueltas por la plataforma, y cogiendo del brazo a Sandoe, le llevó a la escalera, diciéndole con resignación:
—Visto que el señor Craig no puede darme de beber, vamos a ver al cocinero, amigo Sandoe. También tiene un excelente gin. Europa se ha ido al diantre. ¡Vamos al Norte con estos diablos de hombres!
CAPITULO XVI. EL POLO MAGNÉTICO
El rápido curso del Taymir, continuado durante la noche, duró veintidós horas, pues el buque volvió a pararse en otra costa que parecía pertenecer a la gran península de Boothia.
Ante los nuevos bancos de hielo que le cercaban no se veían canoas esquimales ni una columna de humo que indicara la presencia del hombre.
MacDoil y Sandoe, que ya estaban resignados y habían trabado estrecha amistad con los esquimales, aunque sin poder sacarles de la boca el motivo de su embarco, se apresuraron a salir a la plataforma para saber algo de lo que ocurría; pero no encontraron a Orloff ni al ingeniero, los cuales no comparecieron hasta el mediodía, con brújula y sextante para tomar la altura.
Al echar una mirada a la brújula para cerciorarse de la dirección del buque, vieron con gran asombro que la aguja imantada, en vez de estar horizontal, estaba muy inclinada.
—¿Está desequilibrada esta brújula? —preguntó MacDoil.
—No —respondió el ingeniero—; su inclinación depende del sitio donde nos encontramos. ¿Habéis concluido, señor Orloff?
—Sí, señor Nikirka. Estamos a setenta grados, cinco minutos, dieciséis segundo latitud Norte, y noventa y seis grados, cuarenta y seis minutos, cuarenta y cinco segundos latitud Oeste.
—Añadiendo un segundo a la latitud, por estar nosotros algo distantes de la costa, tendremos el punto exacto. Santiago Rosa no se equivocó ni en un segundo.
—¿Seguimos la marcha?
—Sí —contestó el ingeniero, bajando la escalera.
—Señor Orloff —preguntó MacDoil—. ¿Dónde estamos?
—En el polo magnético.
—¿Qué significa eso?
—Pues lo que oís.
—¡Pero si estamos cerca de la costa americana! ¿Es que hay dos polos?
—¡Claro que si! ¡El magnético!, que está a pocas millas de nosotros, cerca de la costa occidental de Boothia, a sesenta grados, cinco minutos, diecisiete segundos de latitud, y noventa y seis grados, cuarenta y seis minutos, cuarenta y cinco segundos de longitud Oeste; y el geográfico o real, que se encuentra a los noventa grados.
—¿También en el Sur hay dos polos? —preguntó MacDoil.
—Si; pero no se sabe con seguridad donde se encuentra el magnético, pues, según Hasten, está situado a los setenta grados de latitud y ciento noventa de longitud, y según Daperty, a setenta grados ochenta minutos de latitud y ciento treinta y cinco de longitud.
—¿Y quién descubrió este polo magnético boreal?
—Ross, un sobrino de Juan Ross, el célebre explorador que en mil ochocientos veintinueve visitó estos lugares, descubriendo la península de Boothia.
—Pero decidme, señor Orloff: ¿qué influencia ejerce el polo magnético en la brújula?
—Una desviación peligrosa para los navegantes, porque la aguja no da indicaciones exactas. A cada paso que un buque da hacia el Polo, la aguja tiende a inclinarse ora al Norte, ora al Sur, si se acerca al Polo Austral, y para mantenerla horizontal es necesario ponerle en un extremo un pedazo de laca o algo por el estilo. Cuando el buque llega al polo magnético, la aguja, si está libre, toca con la punta al fondo de la bitácora, y no se mueve más. Alejándose, parece que se vuelve loca, pierde su propiedad de señalar al Norte y sufre cambios de Oeste a Este.
—¿Y de qué proviene esta atracción?
—Pregunta es ésa que no tiene respuesta, pues los sabios no han podido dar con la explicación.
—¿Y cómo vais a arreglaros, ahora que la brújula no sirve?
—Será necesario hacer muchas observaciones colocando la brújula en distintos sitios del buque, para tomar una medida que no siempre será exacta.
—¿Seguimos aún hacia el Norte?
—Bajamos al sur del polo magnético —repuso Orloff, riendo—; pero no nos encaminamos al polo geográfico.
Entretanto el buque comprendía la marcha a ocho y diez millas de la costa de Boothia, entrando en el canal de Franklin, que baña las costas de Boothia y de Sommerset al Este, y la isla del Príncipe de Gales al Oeste.
Libre como estaba de hielos el mar, y viéndose muy pocos icebergs flotantes, precipitaba su marcha como si el ingeniero quisiera llegar pronto a altas latitudes.
De cuando en cuando en los bancos de hielo se veían aparecer focas y vacas marinas, que se sumergían no bien divisaban el extraño paso del Taymir. Otras veces eran bandadas de delfines que corrían en tomo del buque, tomándolo por una ballena. Estos monstruos son los más grandes de todos, porque alcanzan seis y ocho metros y están dotados de prodigiosa fuerza. De instintos belicosos, rompen contra las ballenas con furia increíble, tratando de cercenarles la lengua. Al advertir que las planchas metálicas del buque desafiaban sus robustas mandíbulas y que el espolón les daba peligrosos golpes, se apresuraron a dejarlo en paz.
Durante todo el día el Taymir continuó su marcha a lo largo de la península de Boothia, y al otro, a eso del mediodía, doblaba la punta septentrional, internándose en el estrecho de la isla de Sommerset o canal de Murchison.
El primero de junio se encontraba en aguas del Canal de la Regente, amplia brazo de mar que baña las costas orientales de la isla de Sommerset y de la península de Boothia y las occidente les de la Tierra de Baffin, de Cokbum y de la isla de Puerto Bowen.
Habla aún muchos témpanos en el canal; pero el buque no se inquietaba por eso y seguía rápidamente al Norte, sin perder de vista la isla de Sommerset.
El día 3 atravesaba el canal a la altura del paralelo 73 y tocaba las costas de la Tierra de Cokbum, una de las menos conocidas, pues se ignora todavía si está unida a la de Baffin o separada por algún canal.
En aquella costa habían acumulados grandes bancos de hielo que hacían imposible toda exploración, por más que el verano polar hubiera empezado y la temperatura oscilase entre tres y siete grados centígrados.
CAPITULO XVII. LOS FURORES DEL OCÉANO ÁRTICO
El cinco de junio el buque navegaba en aguas del estrecho de Lancaster.
Atravesaba a la sazón los parajes explorados por el más incansable de los viajeros árticos, Parry, el primero que se lanzó a la busca del famoso paso del Noroeste.
El tiempo, que hasta entonces se mantenía bonancible, empezaba a echarse a perder.
De las costas meridionales de la isla de Devon, a impulsos de un viento glacial Norte, avanzaban grandes nubarrones, mientras el Estrecho se hacía peligroso a causa de las gigantescas oleadas. Sin embargo, el buque se mantenía en la superficie y no cejaba en su marcha. El gigantesco huso parecía dotado de grandes cualidades náuticas, pues saltaba ágilmente en las ondas, conservando siempre descubierta su superficie.
Como seguía aumentando la niebla y los témpanos, la navegación se hacía difícil para el buque, mayormente teniendo la brújula desviada.
Orloff se había puesto en el timón; pero no pudiendo atisbar los hielos, algunas veces el buque tropezaba violentamente contra alguno.
Hacia la noche, el mar estaba borrascoso, espantable. Los témpanos danzaban furiosamente, ora fulgurando sus crestas espumantes, ora precipitándose en los acantilados, con detonaciones tales, que parecían descargas de dinamita.
El ingeniero, cubierto con una capa de tela encerada, había subido a la plataforma con los dos cazadores, y parecía que le divertía aquel espectáculo pavoroso, mientras su buque desafiaba impávido la tempestad y espoloneaba gallardamente los hielos. El reflector, que se había encendido para disipar la oscuridad de la noche, hacia aquella escena más singular, rielando su luz en los icebergs, que brillaban como diamantes de proporciones fantásticas.
—¡Diantre! —exclamó MacDoil—. ¡Es un espectáculo admirable!
—Decía bien —respondió el ingeniero—; es un espectáculo que únicamente en estas latitudes se puede ver y admirar.
—¿No correrá peligro vuestro buque en este mar enfurecido?
—No.
—¿No puede temer un encuentro con los icebergs? ¿Y si uno se desploma sobre nosotros?
—Procuraremos sumergimos.
—Es verdad, señor Nikirka. ¡Cuántos buques quisieran imitar al vuestro!
—¡Hay alguno que pasa ahora!
—¿Cuál?
—¡Escuchad!
—¡Luz a estribor! —gritó una voz.
—¡Un fenómeno! —gritaba otra.
—¡A la orza, timonel! ¡A las gavias!…
Pero el buque ya había pasado, y las voces se perdieron entre los silbidos del viento y el fragor del oleaje.
—¿Quiénes eran? —preguntó Sandoe con interés.
—Balleneros ingleses —contestó el ingeniero—. Descendamos antes que mi buque pueda causar algún desastre.
Cerróse la escotilla, y funcionando las hélices laterales y llenos de agua los receptáculos del buque, bajó a quinientos metros de la superficie, profundidad a que no podía llegar la punta del más colosal iceberg.
No por eso reinaba allí la calma, pues el buque sufría bruscas oscilaciones, y el agua aparecía muy turbia.
—Yo me imaginaba encontrar el agua tranquila a esta profundidad —dijo MacDoil a Orloff, que había dejado ya el timón.
—Otros han creído también que a ocho o diez metros el mar está tranquilo durante las grandes tempestades; pero, como podéis ver, se hallaban en un error. Se sabe ahora que los grandes huracanes, en ciertos sitios, levantan olas de dimensiones gigantescas, algunas hasta de treinta metros de altura.
—¡Cáspita! ¿Treinta metros?
—Sí, MacDoil; y ya podéis suponer que tales olas tienen que turbar el mar hasta las mayores profundidades.
—Pero nos encontramos a quinientos metros, señor Orloff.
—Es verdad; pero la ola propaga su acción en sentido vertical hasta trescientas cincuenta veces su altura; de modo que una de treinta metros remueve el agua a más de diez kilómetros de profundidad.
—Según eso, cuando el mar está tempestuoso, debe de removerse el fondo.
—No, porque no siempre las olas miden una altura de treinta metros, ni siempre el fondo del Océano tiene una profundidad de sólo diez kilómetros. Por lo regular, las olas no pasan de seis o siete metros; pero se ven algunas de treinta y seis a cuarenta y dos pies, especialmente en el Cabo de Hornos y en el de Buena Esperanza, y aun de setenta en el Océano Austral. Así, Dumont d’Urville, afirma haberlas visto de setenta pies. En cambio, algunos océanos tienen fondos tremendos.
—¿En dónde se encuentran?
—En varios puntos. Parece, sin embargo, que las mayores profundidades están entre las islas del Japón y la península de Kamchatka, donde la sonda da ocho mil quinientos metros.
—¿Creéis que haya profundidades mayores?
—Es probable; como que, según se dice, hay en el Océano Pacifico un abismo de catorce mil metros.
—¡Cuánto me gustarla bajar a tales profundidades! ¿Creéis que resistiría el Taymir?
—Es probable.
—¿Lo intentará el señor Nikirka?
—En todo caso, al regreso. Todo depende de que los hielos nos permitan regresar.
—En fin; ¿queréis decirme adónde vamos?
—Al Norte.
—¡Caramba! Si que lo veo; pero ¿hasta dónde?… Me gustaría saberlo…
—Pronto lo sabréis.
—Decídmelo ahora.
Orloff se encogió de hombros, y como la vez anterior, no respondió.
Al día siguiente el buque navegaba bajo las aguas de la bahía de Baffin.
CAPITULO XVIII. UN BUQUE EMBESTIDO
Esta bahía, es una de las más vastas que se encuentra en las costas y archipiélagos de la América Septentrional.
Cuando el Taymir, dejando la costa de la isla de Bylot, entró en aguas de aquella bahía, se encontró súbitamente ante enormes icebergs que navegaban hacia Occidente.
A veces alguna pirámide o alguna almena se derrumbaba con estrépito, ocasionando horrísonas detonaciones que se propagaban indefinidamente entre aquellos gigantes; otras veces, alguna montaña, perdiendo el equilibrio a causa de las aguas, que estaban menos frías que el aire, se quebraba bruscamente, levantando olas enormes, las cuales hacían oscilar a otros colosos, causando nuevas caídas.
El ingeniero, prevenido de la presencia de aquellas barreras polares, salió a la plataforma en compañía de Orloff, y las examinó atentamente con el anteojo, buscando un paso bastante ancho para el Taymir, a fin de que el buque no corriera el riesgo de romperse o inutilizarse.
—Y bien, señor Nikirka —dijo Orloff al cabo de unos minutos—, ¿creéis llegado ya el momento?
—Aún no —respondió el ingeniero—. Detrás de estas barreras encontraremos el mar libre, porque hacia el Norte no descubro el iceblink.
—¿Creéis que los grandes campos de hielo estén aún lejos?
—Tal vez no lo estén tanto, pero pasarán algunos días antes de encontrarlos. Doblemos hacia la costa groenlandesa, señor Orloff.
—¿Tenéis intención de seguirla?
—Si; hasta donde podamos.
—Entonces, vamos al Este.
Tras este breve coloquio, del cual MacDoil, que estaba siempre alerta, no pudo sacar nada en claro, los dos comandantes bajaron, y el Taymir siguió su marcha, metiéndose audazmente por entre los icebergs.
Así pudo el Taymir seguir libremente su marcha hacia las costas occidentales de la Groenlandia. MacDoil y Sandoe se habían puesto a los vidrios en compañía de Kalutunak, esperando ver peces; pero el Océano Ártico, a lo menos en aquellas regiones, parecía muy escaso en habitantes, aunque siempre había enormes narvales, focas solitarias y algunas bandadas de arenques y de merluzas.
Hacia las cuatro de la tarde, el ingeniero, no viendo en las aguas los reflejos blancos proyectados por los hielos, y creyendo haber superado la formidable barrera de icebergs, dio orden de salir a flote para darse cuenta de la situación y cerciorarse de si había mar libre.
Ya estaba el buque casi en la superficie, cuando de pronto se sintió un choque formidable, que causó gran sobresalto a todos y enorme deterioro en los muebles.
Las planchas metálicas no cedieron, pero resonaron con un fragor metálico ensordecedor.
—¡Diantre! —exclamó MacDoil poniéndose rápidamente en pie—. ¿Se habrá roto la máquina?
—¡Huyamos!… —gritó Sandoe—. ¡Quizá vamos a estallar!
Y arrastrando consigo al esquimal, que parecía absorto, se precipitaron a la escalera, encontrándose con el ingeniero y Orloff, que salían de sus camarotes.
—¿Adónde vais? —preguntó el ingeniero con voz tranquila.
—¡Cáspita! —respondió Sandoe—. ¡La máquina ha estallado!
—¡Nada de eso! La máquina funciona, y seguirá así por mucho tiempo.
—¿No habéis oído el choque? —preguntó MacDoil, asombrado de la calma del ingeniero.
—¡Bah! Hemos chocado, y nada más.
—¿Contra qué?
—Pronto lo sabremos.
—Pero el buque está inmóvil.
—Eso ya lo sé.
En aquel instante llegó el marinero que llevaba el timón, acompañado del maquinista.
—Se ve una masa oscura ante la proa del buque —dijo el primero.
—¿No es un banco? —preguntó Nikirka.
—No, señor; estoy seguro de ello.
—¿Funciona bien la máquina?
—Sí —respondió el maquinista—; pero las hélices dan vueltas sin avanzar.
—Eso quiere decir que tenemos delante una masa mucho mayor que el Taymir. ¿No os parece así, señor Orloff?
—Quizá habremos embestido a un barco.
—Pues no se oye ruido alguno.
—Será un buque abandonado.
—¿Está hundida la plataforma?
—En un metro de profundidad.
—Dad máquina atrás, y haced funcionar las hélices laterales en sentido inverso. Hay que desatracar el espolón.
Orloff palideció.
—¿Oís? —dijo.
—Sí —contestó el ingeniero algo inquieto.
—Señores, ¿qué pasa? —preguntó MacDoil.
—Pasa que nos hundimos junto a la nave que hemos embestido sin advertirlo.
—¿Y no volveremos más a flote?
El señor Nikirka se encogió de hombros y dijo:
—No me preocupa mi buque, sino los hombres que acaso tripulan esa embarcación, y a quienes no podemos socorrer de ningún modo.
Diciendo esto, se trasladó al mirador de proa acompañado de Orloff, mientras el buque se inclinaba como si un peso enorme le llevara al fondo del Océano. Ya no cabía duda: el Taymir, al salir a la superficie sin moderar su velocidad, dio con el espolón en la quilla de un velero o de una nave ballenera, la cual, llenándose de agua, se iba a pique, arrastrando consigo al Taymir.
Ya en su sitio, lo dos comandantes miraron delante de sí, y vieron a tres metros de distancia una masa enorme, negruzca, dentro de la cual había entrado, no sólo el espolón, sino una cuarta del gigantesco huso.
—Sí, es un barco —exclamó el ingeniero, conmovido—. ¡Qué desastre hemos hecho!
—Lo extraño es no oír ningún ruido. Lo más probable es que sea una quilla abandonada.
—¡Ojalá sea así, porque me dolería en el alma haber causado una desgracia!…
—Creo, señor Nikirka, que debemos preocupamos de nosotros más que de esa quilla que se ha ido a pique.
Orloff tenía razón. Por más que el Taymir maniobraba, no conseguía sacar el espolón del barco, que, anegado completamente, se hundía con rapidez.
—¡Bah! —repuso el ingeniero sin preocuparse mucho de lo que pasaba—. Conseguiremos ponerlo en libertad. Cuando lleguemos a cierto nivel, el Taymir, por su propia densidad, tenderá a subir, y abandonará su fúnebre compañía.
—¿No se habrá estropeado el espolón?
—No temáis: está construido a prueba de rocas, y podría desfondar un acorazado sin sufrir la más pequeña avería.
Entretanto los dos buques se iban hundiendo, pudo observarse que el barco náufrago estaba desarbolado y que tenía medio destrozada la obra muerta. No se veía ninguna chalupa ni ningún bulto humano. Tratábase, sin duda, de un buque abandonado quizá desde hacía mucho tiempo.
Las cuatro hélices seguían girando, pero sin resultado, imprimiendo a los dos buques enormes sacudidas. A proa se oían crujidos violentos y continuos, mientras la popa estaba en alto, impelida por la fuerza ascensional del agua. Ya habían bajado a cuatrocientos metros, cuando el Taymir se libró bruscamente de aquel casco inútil abandonándolo a su suerte. Entonces se le pudo ver bien, y un estremecimiento de horror sobrecogió a los dos comandantes. Aquel barco era un hermoso brik de unas trescientas toneladas, cubierto de nieve y de hielo, con el mástil destrozado, pero con entenas, con velamen y con chalupas suspendidas en las amuras. Algunos cadáveres cubiertos de pieles se movían en su seno a impulsos del agua. Alguno era arrastrado a lo alto, y se le veía rodar por algunos instantes como si hubiera vuelto a la vida, y luego anegarse nuevamente.
—¡Es una nave ballenera, señor Orloff! —exclamó el ingeniero con voz triste.
—Sí, señor Nikirka; veo a popa el hornillo para la fusión de la grasa.
—¿A qué nación pertenecerá?
—Quizá podamos saberlo.
El ingeniero dio órdenes al timonel. El Taymir volvió a sumergirse describiendo una gran curva. En breve se puso al costado de la ballenera, y al pasar por su popa pudieron leer claramente en letras blancas: Labrador-St. John.
—Una nave ballenera de Terranova —dijo el ingeniero.
—¡Descansen en paz!… —murmuró MacDoil.
El Taymir volvió a subir a la superficie, dejando atrás a la ballenera. A poco ésta volvía a aparecer entre dos aguas; pero el Taymir subió rápidamente, como si tuviera miedo de sentirse atraído a los pavorosos abismos del Océano.
Cuando MacDoil vio un rayo de sol, dio un suspiro, mientras el ingeniero y Orloff se miraban.
—¡Quién sabe! —murmuró el primero.
—¡Esperemos! —repuso el segundo.
—¡Venid, señor Orloff!
Salieron entrambos a la plataforma, abiertas como estaban las escotillas, y miraron alrededor. A doscientos o trescientos metros a popa flotaban algunos restos del buque: mástiles, un bote con la quilla al aire, barriles, cajones, era cuanto quedaba de la nave ballenera.
—¡Qué triste encuentro! —dijo el ingeniero—. ¡Si fuera supersticioso, lo tomaría por un fúnebre presagio!
—Vuestro buque es sólido —añadió Orloff—, y, además, tenemos torpedos para abrimos paso entre los témpanos.
—¿Creéis que estamos cerca? A juzgar por el airé helado que sopla, los icebergs no han de andar lejos.
—Sigamos al Este, señor Orloff, hasta que veamos las costas de Groenlandia.
—¿Queréis desembarcar allí?
—Sí; antes de intentar la gran travesía submarina hemos de proveemos de carne fresca para evitar el escorbuto. Además, las provisiones nunca están de más en estos parajes.
CAPITULO XIX. UNA CACERÍA DE OSOS
El banco que amenazaba cerrar el paso al Taymir era el mayor que hasta entonces habían visto los viajeros, pues mediría unas veinte millas de largo por catorce de ancho.
Debía de formar parte de la avanzada de icefields o campos sin límites que se extienden al otro lado del paralelo 80 hasta el Polo.
El Taymir, guiado por Orloff, se había lanzado en un vasto canal abierto a través del coloso y que parecía prolongarse algunas millas. Aquel corte, producido tal vez por la presión de los hielos, no era recto, sino que serpenteaba caprichosamente y estaba inundado de fragmentos de hummoks y de streams, los cuales tendían a unirse para cerrar el paso, si bien el espolón del buque los rompía fácilmente. Las orillas del canal estaban pobladas de volátiles, especialmente de eiders o eiderdaun, aves preciosas, muy buscadas por los cazadores noruegos e irlandeses. Estos volátiles, que se encuentran solamente en las regiones del Norte muy frías, se parecen a nuestros ánades y tienen el dorso, el vientre y el cuello blancos, y la cabeza adornada con espléndido copete verde con reflejos de oro. Como se alimentan de gusanos y de peces, su carne no es muy apetitosa.
Lo que vale son sus plumas, de una elasticidad y ligereza tales, que constituyen en el comercio un articulo de lujo para la fabricación de edredones y cojines.
En cuanto descubren un nido, los cazadores proceden a saquearlo, procurando no estropear los huevos ni desplumar a los pájaros completamente. Al poco tiempo vuelven para repetir el latrocinio, desechando las plumas del macho, por ser más bastas y menos apreciables.
No es cosa fácil acercarse a esos nidos, pues están situados en sitios inaccesibles y cuestan muchos percances a los cazadores. Algunos de éstos prefieren matar los pájaros a escalar sus nidos, pues las plumas tienen la particularidad de conservar toda su finura, por lo cual los esquimales las llaman cabello viviente.
MacDoil y Sandoe, que de buena fe los creían ánades, querían desembarcar para matarlos a tiros; pero el buque seguía adelante por el canal a gran velocidad, como si el ingeniero quisiera salir pronto de aquel mal paso.
No eran infundados sus temores, pues el banco parecía moverse. Los dos cazadores, que seguían en la plataforma, a pesar de los catorce grados bajo cero que señalaba el termómetro, le oían crepitar al desmoronarse alguna pirámide.
Al mediodía, cuando el ingeniero subió a tomar altura, los cazadores divisaron en el campo de hielo algunas focas, las cuales se calentaban al sol con tanto deleite, que no se movieron al acercarse el buque.
Ya tomada la altura, el ingeniero las contempló con curiosidad y dijo a Orloff con amabilidad:
—¿Habéis observado alguna vez los agujeros que las focas abren a través de los hielos?
—Sí; muchas veces.
—¿Es cierto que los abren hozando con la nariz?
—No hay tal, señor Nikirka; lo que hacen es abrirlo cuando el hielo es tenue, y los mantienen abiertos, entrando y saliendo por ellos muchas veces.
—Es verdad —afirmó MacDoil.
—Son tan necesarios esos respiraderos a las focas, que no pueden estar en el agua más allá de quince minutos.
—Entonces, dentro de dos o tres minutos, una de esas focas caerá en las zarpas de su enemigo —repuso el ingeniero—. Mirad allá abajo, cerca de aquella aguja que se levanta a unos setecientos pasos de esta orilla.
—¡Es un oso blanco! —exclamó MacDoil.
—Que acecha a una foca —añadió Sandoe.
—Señor Orloff —dijo el ingeniero—, haced parar el buque y vamos a cazar a ese glotón.
El Taymir se paró al margen del gran banco, y los dos comandantes, Sandoe y MacDoil, armados de fusiles y cuchillos, y Kalutunak con una pica, saltaron a la orilla, ocultándose detrás de un témpano.
El oso, un viejo macho a juzgar por la piel, que empezaba a ponerse amarillenta, medía más de tres metros de largo, y estaba tan embebido espiando a la foca, que no reparó en la vecindad de los cazadores, y eso que el olfato y la vista de estos animales son admirables.
Tendido en el hielo con el hocico en el borde del agujero abierto por el anfibio, y una garra levantada para apoderarse en seguida de la presa, conservaba una inmovilidad absoluta; tal, que hubieran podido tomársele por un hummok tumbado.
Los cinco hombres andaban a rastras por entre los montones de hielos, uno tras otro, para ponerse a buen tiro. Estaban ya a unos cien pasos y se preparaban a separarse para rodear al feroz carnívoro, cuando le vieron bajar bruscamente la zarpa que tenía alzada y sacar una masa negruzca que se agitaba en el agujero. Era una gran foca kadolik, que se debatía furiosamente, lanzando agudos ladridos y haciendo tremendos esfuerzos para zafarse de su enemigo.
El viejo oso, enlazándola con las manos, trataba de ahogarla y despedazarle la columna vertebral de un fuerte apretón.
—¡Bueno —dijo MacDoil—; cogeremos uno y otra!
La fiera oyó la voz del cazador. Se volvió, pero sin abandonar la presa, medio agonizante, y miró con inquietud a todos lados, lanzando un sordo mugido. En el mismo instante, el ingeniero y Orloff dispararon sus fusiles.
Cayó el oso herido, pero volvió a alzarse dispuesto a luchar y a defender su presa.
Al ver a los cazadores creyó prudente batirse en retirada, como lo hizo, mostrando los dientes y rugiendo. «Camo», que seguía a sus amos, se abalanzó sobre la grupa de la fiera.
—¡Bravo, «Camo»! —gritó el hebridense—. ¡Tenlo quieto un momento, y lo mando al diablo!
Y disparó su escopeta a unos quince pasos de distancia. Pero, quizá por primera vez en su vida, erró el tiro. Sandoe le secundó; y si bien acertó la bala, no mató al oso, que se puso más rabioso. Librándose del perro con una furiosa sacudida, saltó sobre el hebridense sin darle tiempo para cargar otra vez el arma.
—¡Huid! —gritaron el ingeniero y Orloff.
—¡De ningún modo! —respondió MacDoil, el cual, cambiando el fusil por el cuchillo, se disponía a luchar, cuando vio a Kalutunak a su lado.
El bravo esquimal, acostumbrado a luchar con animales de aquella especie, hundió en el pecho del oso más de media lanza, pasándole de parte a parte. Cayó la fiera, y «Camo» la remató a mordiscos.
—¡Bravo! —exclamó MacDoil, dirigiéndose a su salvador—. Recompensaré tu valor, que me ha salvado la piel, preparándote con mis manos una pata asada como no la has comido nunca. Con tu ayuda me prometo hacer una buena caza de animales, si continuamos juntos el viaje.
—No acabará tan pronto, y tendréis tiempo de matar muchos —dijo el ingeniero—. ¿Estás herido, Kalutunak?
El esquimal hizo un ademán negativo.
La niebla señalada por el ingeniero seguía avanzando, envolviendo los hielos y el canal abierto en el banco, el cual empezaba a estrecharse, llenándose de hummoks y de streams y obligando al Taymir a trabajar con su espolón.
La temperatura descendía bruscamente, anunciando una borrasca de nieve. En menos de tres horas bajó de cuatro grados a dieciocho bajo cero.
A la caída de la tarde la niebla había envuelto todo el banco, y era tan densa, que MacDoil, desde la plataforma, no podía ver la proa del buque.
El ingeniero, temiendo que el Taymir fuera a chocar contra la orilla o con algún iceberg, hizo cerrar la escotilla y mandó sumergirse a cien metros, profundidad suficiente para atravesar el banco sin tocarlo.
Siendo la oscuridad muy densa a tan poca distancia de la superficie, por interceptar la niebla la luz, se encendió la eléctrica, y el buque navegó bajo el banco en medio de una aureola luminosa. Así anduvo toda la noche con la proa al Este, hasta que a las diez de la mañana salió a la superficie para renovar el aire respirable.
No bien se abrieron las escotillas, los dos cazadores y Orloff se dispusieron a salir, no obstante el intenso frío. Habiéndose disipado la niebla, se descubrió a menos de cinco o seis millas una alta costa dominada por una gran montaña cubierta de nieve.
—¿Tierra? —preguntaron los dos cazadores.
—Sí —respondió el ingeniero—; estamos frente a Groenlandia.
—Entonces, encontraremos hombres.
El ingeniero y Orloff apuntaron sus catalejos a la costa y la examinaron cuidadosamente.
—¿Veis aquella casa que parece hecha de tablas blanqueadas, situada en aquel promontorio? —dijo Nikirka.
—Sí —contestó Orloff—; y veo además otras diez casucas.
—¿Qué colonia será? Me parece imposible encontrar una población en estas latitudes.
—A juzgar por esta alta montaña, creo que nos encontramos frente al fiordo de Aukpadlartok, que se encuentra en la bahía de Melville, que hemos atravesado últimamente.
—En ese caso, esta población sería Kresarsoak.
—Sí, señor Nikirka; la última estación de las posesiones danesas de la Groenlandia.
—¿Habéis estado aquí alguna vez?
—Si, una vez; y aseguraría que el gobernador es aún Felipe.
—¿Quién es Felipe?
—El más famoso cazador de Groenlandia; un hombre rubio, de origen dinamarqués, venido aquí para hacer fortuna, con su mujer y siete hijos. He cazado osos con Cristián, su hijo primogénito.
—¿Hay esquimales?
—Unos cuarenta, semibárbaros, que viven de la pesca y de la caza.
—¡Vaya una vida en estos climas!
—Tal creo. Son los habitantes más cercanos al Polo, del cual sólo distan ochocientas sesenta millas.
—Si yo fuera uno de ellos, me iría a otras tantas millas más al Sur —dijo MacDoil—. Aquí el invierno ha de durar lo menos nueve meses.
—Sin embargo, deben de estar a gusto, pues nadie les impide refugiarse en Upemawik o en Disko —dijo el ingeniero—. ¡Ea; sigamos nuestro viaje!
CAPITULO XX. BAJO LOS GRANDES BANCOS DE HIELO
En los días 9 y 10 de junio, el Taymir navegó constantemente al Norte sin alejarse de la costa groenlandesa; pero a cada paso se veía obligado a interrumpir la marcha para huir de los grandes bancos de hielo que pugnaban por acumularse en la bahía de Melville, especialmente en las islas que dan frente a aquella parte de la costa llamada actualmente Hayes. El día 11 viose bruscamente detenido por una barrera de hielo que se extendía desde la costa groenlandesa al Oeste, donde parecía delinearse en el horizonte otra tierra.
Era un obstáculo imponente e impenetrable que habría arredrado a otra nave. Era tan maciza, que parecía una costa erizada de icebergs, tal vez seculares, que no debía ser inferior a cincuenta metros, comprendiendo la parte sumergida.
Sobre aquel enorme obstáculo la atmósfera brillaba con una extraña blancura, y hasta el cielo, que estaba cubierto de nubes preñadas de nieve, aparecía perlado con grandes estrías blancas. Era el iceblink, ese reflejo deslumbrante que despiden los grandes bancos de hielo, y de tanta intensidad, que puede distinguirse aún a través de las nieblas más densas.
—Estamos detenidos —dijo MacDoil a Sandoe—; pero, a pesar de todo, nuestro viaje no ha concluido.
—¿Adónde quieres que nos lleve el ingeniero?
—¡Amigo Sandoe, vamos al Polo!
Sandoe pareció quedar pensativo.
—¡Qué! —dijo MacDoil, viéndole así—. ¿Piensas tal vez en la hermosa hija del rico pescador? Por lo que a mí hace, he enviado un adiós al señor Craig, y me conformo con el gin del cocinero.
—Pienso, amigo MacDoil, que del Polo no se volverá, y que dejaremos los huesos y los diez mil dólares. ¿Qué irá a buscar el ingeniero al Polo?
—Pues ver lo que hay allí.
—Dime, MacDoil: ¿hay tesoros en él?
—Si; un tesoro acumulado por los osos blancos.
—¡Verás qué gruesos diamantes… de hielo! Ya están aquí el señor Nikirka y su inseparable Orloff.
Efectivamente, ambos salían en aquel momento para observar la gigantesca muralla de hielo. Examináronla cuidadosamente con los anteojos, por ver si había algún paso; luego dijo Nikirka:
—Ha llegado el momento de intentar la gran travesía.
—¿Creéis que no encontraremos agua libre? —repuso el segundo.
—Sí; pero a mucha distancia.
—En dos días podemos recorrer un trecho enorme, al cabo del cual encontraremos algún corte, alguna grieta por la cual podamos renovar nuestra provisión de aire.
—Podemos resistir más de veinticuatro horas con nuestra reserva de oxígeno, señor Orloff. Calculo que podremos recorrer seiscientas millas sin necesidad de salir a la superficie.
—¿Y si no encontráramos una salida? ¿Si este banco se extendiese hasta el Polo?
—Llevamos torpedos, y los dispararemos en algún punto débil.
—Señores —dijo MacDoil, dando un paso adelante—; según eso, ¿vamos al Polo?
—Sí —contestó el ingeniero—. ¿Os desagrada?
—No, señor; yo también tengo curiosidad por ver lo que hay allá arriba; así, pues, por mí… ¡al Polo!
—Pero ¿podremos volver? —preguntó Sandoe.
—¿Por qué no? Si encontramos camino para ir, hemos de encontrarlo para volver; y quizá regresemos a vuestra isla más pronto de lo que creéis. Confío en volver a los mares de Europa dentro de algunos meses, si la cosa va bien.
—¿No te lo dije? —repuso MacDoil—. ¡Ea; vamos a echar un brindis al Polo con el gin del cocinero!
El ingeniero y Orloff salieron de la plataforma y bajaron a hacer una inspección minuciosa del buque antes de aventurarse bajo aquel icefield. Examinaron las planchas para asegurarse de su solidez, la máquina, las bombas, las hélices y, sobre todo, el tubo de torpedos, los cilindros de oxígeno y las dos manecillas cerradas a los lados de la plataforma que debían abastecer de aire al buque en caso necesario.
—A lo que parece, vamos a jugar una partida peligrosa —dijo Sandoe a MacDoil.
—Se está jugando la suerte de todos —respondió el hebridense.
—¡No vaya el buque a destrozarse!
—No es ése el peligro, que nos amenaza, sino la asfixia, querido Sandoe. El buque no lleva provisión de aire más que para veinticuatro horas.
—De modo que si este banco es interminable…
—Moriremos todos.
—Pues respiremos ahora a pulmón abierto. ¡Hola; qué oscuro está esto!
La luz se había amortiguado repentinamente no bien el buque estuvo debajo del banco. Este debía de tener una costra enorme de nieve para llegar a interceptar los reflejos de la luz solar.
Pero la oscuridad no era completa; el hielo reflejaba en el agua un débil iceblink, si bien no era suficiente para alumbrar el interior del buque.
Encendieron la luz eléctrica, y a su resplandor se podía observar el menor obstáculo que se presentara al paso del Taymir, que aceleró su marcha hasta llegar a los diecinueve nudos y algunas décimas, máxima que podía dar la máquina.
Sandoe, MacDoil y el ingeniero estaban en los miradores, y Orloff estaba en el timón. No se veía ningún pez debajo del icefield; señal evidente de que la frialdad del agua era excesiva. Faltaban hasta las focas, lo cual significaba que el hielo tenía allí un espesor enorme.
El fondo de aquel inmenso banco era un horrible caos; peor aún que el que debía descubrirse en la superficie.
El Taymir precipitaba su marcha como un meteoro, barriendo los obstáculos con el espolón. Poco a poco el banco parecía hacerse más compacto, si bien el agua conservaba alguna claridad.
Hacia las diez de la mañana, a las dos horas de una marcha veloz, el buque encontró millones de témpanos que volteaban en todas direcciones en la corriente producida por las hélices. Espléndido era el efecto que producía el buque, que navegaba entre miríadas de diamantes flotantes que refractaban todos los colores del iris.
A las once, Orloff, que había terminado su cuarto, se juntó con el ingeniero y los cazadores.
—Temo —dijo— que esto, más bien que un banco, sea un inmenso casquete de hielo que circunde al Polo.
—También yo lo temo —contestó el ingeniero—. ¿No habéis visto ninguna abertura?
—Ninguna. Es una masa compacta, que resistirá al espolón y a los torpedos.
—¡No desesperemos! Quizá…
Pasaban las horas; pero el banco no se acababa, sino que aumentaba de espesor, obligando al buque a descender más aún para no chocar con las puntas que se extendían por debajo del coloso polar.
A cada milla que avanzaba el buque al Norte, el agua se volvía más densa, como si fuera a helarse. También el frío aumentaba. Los termómetros dé los camarotes indicaban ya diecisiete grados centígrados, y el buque se mantenía a una profundidad de ciento cincuenta a doscientos cincuenta metros.
Viva inquietud se había apoderado del ingeniero y de Orloff. Se apartaban con frecuencia de los miradores para consultar los aparatos; cada cuarto de hora iban a la caseta del timonel para observar mejor el fondo del banco de hielo y se interrogaban con ansiedad. Hasta los perros parecían inquietos, pues a cada instante resonaban los ladridos de «Camo» y de los esquimales.
A las nueve de la noche, MacDoil, que consultaba a menudo el termómetro, advirtió una sensible disminución de frío.
—Sólo tenemos quince grados centígrados —dijo Orloff—. ¿Si será señal de que concluye el banco?
—Esto indicará tal vez el fin de la zona fría; pero no creo que el banco termine tan pronto.
—¿El término de la zona fría? ¡Pero si no estamos todavía en el Polo!
—¿Qué queréis decir con eso?
—Que cuando estemos junto al Polo tendremos más frío que ahora.
—Os engañáis: es una falsa creencia que el Polo sea el punto más frío del Globo. A tenor de las últimas observaciones hechas por los navegantes polares, los más grandes fríos notados han sido en la Bahía de Baffin, en la costas de la Groenlandia y en las septentrionales de la Siberia, a setenta y nueve grados de latitud Norte y ciento veinte de longitud Este, donde el termómetro señala siempre sesenta y hasta sesenta y cinco grados bajo cero, y a setenta y ocho grados de longitud Norte y noventa y siete de longitud Este; es decir, al Norte de las islas Parry, donde se han notado cincuenta y dos, cincuenta y cuatro y cincuenta y cinco grados bajo cero.
—Entonces, cabe la esperanza de encontrar el mar libre alrededor del Polo.
—No, MacDoil. En torno del Polo se extiende un casquete de hielo macizo que tal vez no se derrita ni en el verano, como lo prueba éste banco que atravesamos ahora. Quizá haya canales, espacios libres; pero no un mar abierto.
—Pero ¿tendremos bastante aire para llegar al Polo?
—Quizá. ¡Veremos! —respondió Orloff evasivamente.
Y dejando a MacDoil, se dirigió a la caseta del timonel, donde estaba ya el ingeniero.
El Taymir seguía devorando millas, sin que cesara la capa de hielo ni se divisara una grieta ni un agujero. A medianoche, habiendo empezado a enrarecerse el aire respirable, aumentó de manera considerable la inquietud de sus tripulantes.
Los dos cazadores y los esquimales, no acostumbrados al aire viciado, respiraban a duras penas. Lentamente avanzaba la asfixia, enemigo terrible que ni el ingeniero ni Orloff podían combatir. Nikirka avivó el aire soltando en el buque algunos metros cúbicos de oxigeno.
A las tres, en vista de que el hielo seguía, se hizo la primera tentativa para romper la gigantesca prisión. Desde una profundidad de cien metros, el Taymir fue lanzado verticalmente contra el banco.
El choque fue terrible. El buque retembló como si se hubiera roto la máquina, y sus planchas metálicas vibraron como si se hubieran desarticulado. Los muebles rodaron por todas partes y los hombres botaron como fardos, por más que se habían precavido agarrándose a los hierros.
Orloff y el ingeniero, en cuanto se irguieron, se apresuraron a correr al mirador de proa para ver si había cedido la costra de hielo; pero vieron con sentimiento que el gigante de acero no había hecho mella en el gigante de la región polar.
—¡Este icefield es inatacable! —dijo el ingeniero despechado.
—¿Probamos otro espolonazo?
—No conseguiremos nada. Cuando el hielo no ha cedido al primer empuje, no cederá en los sucesivos.
—Pensad que dentro de tres horas el aire será irrespirable y que toda nuestra reserva de oxigeno no bastará para renovarlo.
—Es verdad —contestó el ingeniero—. No había calculado que éramos a bordo tres hombres más y los perros.
—¿Qué pensáis hacer? ¿Seguir adelante?
—No; probemos un torpedo. Si podemos abrir un boquete lanzaremos los flotadores. Seguidme, señor Orloff.
Los dos comandantes fueron a proa. De un compartimiento lateral revestido con una gruesa colcha de celuloide sacaron un huso largo de metro y medio con una pequeña hélice a popa, que debía de funcionar a favor de un mecanismo de reloj inventado por el ingeniero. Era una especie de siluro con cinco kilogramos de algodón fulminante, cantidad suficiente para causar un formidable destrozo. Con ayuda de los dos cazadores se cargó el torpedo, que fue metido en el tubo. En seguida, mediante la presión de un botón, se descorrió un disco, y el agua entró en el tubo.
Un instante después se oyó gritar al timonel:
—¡El torpedo ha salido!
—¡Atrás a toda máquina! —gritó el ingeniero.
—¿Cuántos minutos tardará en estallar? —preguntó Orloff.
—Cinco —respondió Nikirka, mirando el reloj.
De pronto, una sorda detonación repercutió a lo lejos, y un turbión de espuma cayó bajo el banco. El buque fue envuelto por aquella onda espumante y sacudido de proa a popa, mientras de la base del icefield se desprendían enormes bloques de hielo.
—¡Buena señal! —dijo Orloff.
El buque marchó adelante, y a poco se distinguió un reflejo blanquecino que venía de seiscientos a setecientos metros, como si un rayo de sol se reflejara a través del espacio.
—¡Luz! —exclamó Orloff.
—¡Sí! —confirmó el ingeniero—. ¡Dentro de poco respiraremos aire puro!
En dos minutos el buque había llegado a donde hirió el torpedo. El algodón fulminante había producido gran efecto en el banco; pero la parte superior del mismo había resistido. Sin embargo, habíase abierto un boquete de un metro de circunferencia, y por él penetraba un rayo de sol, bastante para iluminar el agua.
Entonces tocó el turno a los flotadores, y a poco MacDoil y Sandoe oyeron un silbido procedente de los tubos aéreos, y notaron que el aire se hacía más respirable.
—¡Diablos de hombres! —exclamó el hebridense con admiración—. ¡Han ideado hasta la manera de encontrar aire sin salir a la superficie! ¡Querido Sandoe, empiezo a creer que nos veremos pronto en el Polo y que volveremos tranquilamente, sin perder un solo dólar!
—También yo, MacDoil; si bien te confieso que estuve muy sobresaltado al ver que mis pulmones no funcionaban con regularidad. ¿Crees qué…?
—¿Qué?
—¿No oyes? ¡Por el tubo que transmite el aire! ¡Escucha, MacDoil!
—Pero, Sandoe, ¿estás loco?
—¡No; por mil cuernos de narval! ¡Escucha!
MacDoil aguzó el oído, y pudo percibir que una voz humana bajaba por el tubo del flotador aéreo, y gritaba por tres veces:
—¡Hoak! ¡Ka! ¡Hoak! ¡Hoak!
CAPITULO XXI. HOMBRES A TRESCIENTAS MILLAS DEL POLO
Por inverosímil que pareciera, no cabía duda alguna: era una verdadera voz humana lo que bajaba por la manga aérea, la cual funcionaba como una trompeta acústica. Lo que pudieran significar aquellas palabras, lo ignoraban los cazadores; así como no podían imaginar quién fuera el desconocido que estaba en aquel banco, tan lejano del mundo habitado y tan inmediato al Polo.
—¿Qué misterio es éste? —dijo al fin Sandoe.
—¿Me lo preguntas a mí? ¡Yo que quería preguntarte lo mismo! —contestó MacDoil.
—¿Quién será?
—Algún fantasma. ¡Huyamos!
Y los dos cazadores huyeron de aquel sitio, mientras la voz continuaba claramente desde lo alto:
—¡Hoak! ¡Ka! ¡Hoak!
En la sala encontraron al ingeniero y a Orloff.
—¡Señor —exclamó MacDoil dirigiéndose a Nikirka—, hay hombres en el banco!
—¿Hombres? —repitió Nikirka con asombro.
—¡Soñáis, MacDoil!
—¡No, señor! —repuso Sandoe—. Hemos oído una voz humana.
—¡Vaya! ¿Cómo es posible oír una voz humana de afuera?
—Baja por la manga.
—¿Es posible, señor Orloff? ¿Creéis que haya hombres en estos parajes?
—¡Aquí, a trescientas millas del Polo! ¡No lo creo, señor Nikirka!
—Pues venid —dijo MacDoil.
Los dos comandantes, aunque convencidos del error de los cazadores, siguieron a éstos, y, efectivamente, oyeron una voz que parecía bajar por el tubo.
—¡Es verdad! —exclamó el ingeniero maravillado.
—Es extraño, señor Nikirka —dijo Orloff—; es inverosímil, pero no cabe duda.
—¿Quiénes serán?
—Esquimales tal vez.
—¿Esquimales a tan gran distancia de los últimos establecimientos de la Groenlandia? Llamad a Kalutunak, a ver si entiende esa lengua.
Acudió en seguida, y apenas oyó la voz, que no cesaba de hablar, dijo:
—Son esquimales, patrón. Comprendo esa lengua, por más que no es igual a la que habla mi tribu.
—Contesta, pues —dijo el ingeniero.
El esquimal acercó los labios al tubo, y entre él y el desconocido de arriba se entabló el siguiente extraño coloquio:
—¿Quiénes sois?
—Un hombre —repuso el desconocido—. ¿Y tú? Oigo salir voces de la extremidad de este animal. ¿Eres hombre, o foca, o morsa distinta de las demás?
—No; soy un hombre.
—Entonces, ¿por qué asustas a mi tribu y no sales?
—Porque estoy bajo el mar.
—Entonces no eres hombre; porque ni yo ni nadie de mi tribu puede bajar al agua. Eres distinto de nosotros.
—Soy como tú.
—¿Es tu cola la que he pescado con mi arpón?
—No; es lo que me sirve para respirar.
—¿No respiras como nosotros?
—Sí.
—Entonces, no comprendo. ¿De dónde vienes?
—De muy lejos.
—¿Hay otros hombres bajo estos hielos?
—Si.
—¿Puedes salir?
—No, a menos que rompas este banco.
—Lo haré romper.
—No —dijo el ingeniero, que estaba oyendo la traducción que le hacía Kalutunak—. Serían necesarias muchas semanas de trabajo para abrir un boquete tal que permitiera al buque salir. Que se aparten, y haremos estallar otro torpedo.
Kalutunak transmitió al habitante de la región polar las palabras del ingeniero, diciéndole que se apartara lejos de allí si no quería saltar por los aires en unión de los hielos, y que abandonara el tubo.
Así que éste descendió, el ingeniero armó otro torpedo, que, previas las operaciones de antes, fue lanzado a la superficie.
Aquella segunda explosión fue más tremenda que la primera, tanto que el banco fue hendido en una gran extensión. El buque entró en el espacio abierto, y los tripulantes salieron a la plataforma, ansiosos por respirar aire libre y ver un pedazo de cielo iluminado por el sol.
—¿Volverá el hombre que nos hablaba? —preguntó MacDoil.
—Estará asustado, y se guardará por ahora de acercarse —repuso Orloff.
Salieron los tripulantes al icefield, y pasearon en torno la mirada con curiosidad. Lo primero que vieron en aquella llanura glacial fueron tres chozas de forma semicircular, parecidas a las de los esquimales de la Groenlandia, y tres hombres de baja estatura cubiertos con pieles de oso blanco y armados con cuernos de narval aguzados en la punta.
Los tres desconocidos avanzaban hacia los aparecidos, no sin cierto sobresalto, al verlos surgir del mar. Pero Kalutunak se adelantó gritando:
—¡Tima! ¡Tima!… (¡Salud! ¡Salud!…)
Oyendo hablar su lengua, los tres esquimales se acercaron y miraron con la mayor curiosidad a los desembarcados, lanzando exclamaciones de asombro.
Tranquilizados por las palabras de Kalutunak, empezaron por dar vueltas alrededor de los europeos, como si quisieran asegurarse de que eran hombres, palpándoles las botas, los fusiles, las ropas, y hasta tocándolos la cara.
El ingeniero y Orloff, por su parte, examinaban con interés a aquellos habitantes del Polo. Tenían el mismo aspecto de los groenlandeses, si bien sus vestidos y armas discrepaban de los de éstos, y eran más primitivos. Se veía que aquellos desgraciados nunca habían tenido contacto con hombres blancos ni aun con otros de su raza.
Probablemente muchos años antes, acaso siglos, alguna familia había emigrado a aquellos parajes polares, y, desorientados para el regreso, habían permanecido allí, conservando de sus compatriotas la lengua únicamente, si bien algo alterada.
Kalutunak se dispuso a interrogar a aquellos tres hombres para saber cómo se encontraban allí; pero no obtuvo respuesta satisfactoria. Habían nacido en aquel desierto de hielo, donde estaban sepultados sus abuelos, sin haber oído hablar nunca de otros hombres.
—¡Bravo consuelo! —dijo MacDoil después de oír la traducción de Kalutunak—. ¡Se creían los únicos habitantes del Globo!
—Creen, sin duda, que más allá de este banco no hay nada más —repuso el ingeniero.
Así hablando, otros dos hombres más jóvenes y tres mujeres acompañados de algunos rapaces, salieron de las chozas de hielo y miraron con asombro a los seres salidos del mar.
—¡Vaya unas caras hambrientas! —dijo MacDoil.
—La abundancia no debe de reinar aquí —repuso Orloff—. Con las armas primitivas que tienen no les será fácil proporcionarse mucha caza.
—Tampoco tienen perros —añadió Sandoe.
—Proveeremos a esta pobre gente de armas y de animales —dijo el ingeniero.
Y volviéndose a Kalutunak, le dijo:
—Pregúntales si más al Norte han encontrado el mar libre.
Esto preguntó el esquimal a sus compatriotas, esforzándose por hacerles entender lo que era el mar libre y dónde estaba el Norte. Respondieron que no habían visto más que hielos, salvo algunos días de la buena estación, durante los cuales cazaban focas y osos y veían otras alimañas que no podían coger por ser muy grandes y vivir en el agua. Aludía, seguramente, a las ballenas.
No pudiendo recabar otras noticias, el ingeniero dio orden de volver a bordo y seguir el viaje. Antes, empero, de abandonar aquel sitio, regaló a aquella pobre gente una cierta cantidad de galletas, una caja de pemmican, un barril de puerco salado, algunas hachas y cuchillos y dos perros esquimales, macho y hembra, así como un pequeño trineo, de que también carecían.
Al mediodía el Taymir, seguido por las asombradas miradas de los esquimales, se hundía para seguir su viaje bajo el interminable banco de hielo.
CAPITULO XXII. RESTOS DE ANIMALES ANTEDILUVIANOS
El icefield seguía siendo compacto, si bien tendía a disminuir de espesor, pues el buque, que se mantenía a cien metros de profundidad, ya no encontraba obstáculos y aumentaba la zona de agua superior, señal evidente de que la congelación disminuía cada vez más.
No obstante, seguían viéndose millares de fragmentos de hielo que una corriente del Sur arrastraba hacia climas más cálidos. Aparecían también algunos peces, rocas, y esto era buen augurio.
Por lo visto, el deshielo había empezado en aquella región, reblandeciendo el casquete que ceñía al Polo. Durante otras seis horas el Taymir siguió devorando millas, hasta que se paró de pronto a causa de un aviso del timonel, el cual había visto una masa enorme de color oscuro que se dibujaba en la extremidad del haz luminoso proyectado por el reflector eléctrico, e ignorando qué era, ordenó retroceder y esperar órdenes.
El ingeniero, Orloff y los dos cazadores, que estaban cenando, al notar que se paraba el buque, se levantaron precipitadamente y fueron al timón.
—¿Qué ocurre? —preguntó el ingeniero.
—Señor —contestó el marino—, está cerrado el camino.
—¿Por los hielos?
—No; por una masa oscura que parece surgir del mar.
—¿Una isla tal vez?
—O la costa groenlandesa —repuso Orloff.
—Ahora lo veremos; gobernad al Oeste.
Viró el buque, acercándose a una costa que surgía verticalmente del fondo del mar, lisa como una pared, a cuatrocientos metros de distancia.
El campo de hielo se unía a aquella tierra. Durante media hora el Taymir siguió la costa; luego torció bruscamente al Este, y el mar volvió a quedar libre.
—Acaso sea una isla —dijo el ingeniero.
Una hora después aparecía otra tierra ante la proa, mientras el fondo marino se mostraba a pocos metros lleno de algas negras. El buque la siguió con prudencia hasta que descubrió otra tierra, como si surgiera un nuevo archipiélago.
Por miedo a enredarse en aquellos bancos de algas, el ingeniero decidió romper el cerco de hielo.
—¿Dónde creéis que nos encontramos? —preguntó Orloff.
—A doscientas millas del Polo, poco más o menos.
—Pues rompamos el hielo, a ver si se encuentra un paso.
—Bastaría un espolonazo. El deshielo ha minado el banco, que, cuando más, tendrá un metro o dos de espesor.
Efectivamente, bastó un solo espolonazo para abrir un rasgón de sesenta o setenta metros. Una vez libre la nave, recobró el equilibrio y se abrió la escotilla. El ingeniero, Orloff y los dos inseparables cazadores salieron a saludar al sol, que brillaba espléndidamente en un cielo purísimo reflejándose en los hielos.
Frente al buque, a menos de medio kilómetro de la proa, un islote de unas dos millas de extensión y erizado de rocas emergía del banco, viéndose otros tres a popa, pequeños también, pero a mayor distancia. Hacia el Este, a quince o veinte millas, se perfilaba una costa que debía de ser bastante alta, y más allá una montaña se destacaba en el luminoso horizonte, si bien cubierta de nieve.
—¿Qué isla es ésta? —preguntó MacDoil señalando a la más próxima.
—La isla MacDoil —respondió el ingeniero, sonriendo.
—¿La isla MacDoil? ¡Os chanceáis!
—No.
—¿Y las otras? —preguntó Sandoe.
—Una es la isla Taymir; otra, la Orloff, y la tercera, Sandoe, que así las llamaremos en atención a que nadie las ha visto antes de ahora. Las hemos descubierto, y podemos bautizarlas como queramos.
—¡Gracias! —exclamaron los dos cazadores.
—Y la costa que surge al Este la llamaremos Tierra de Nikirka —añadió Orloff.
—¡Sea! —repuso el ingeniero—. Haremos un croquis de estas islas y de la costa, y lo incluiremos en nuestro mapa, juntamente con nuestros nombres. ¿Veis agua libre en algún sitio, señor Orloff?
—No; pero la costra de hielo me parece que permite navegar por la superficie.
—Entonces procuraremos alcanzar la costa: tengo curiosidad por visitarla.
Volvió a hundirse el buque, y navegó lentamente hacia la isla señalada.
Ambos comandantes y los cazadores, armados de fusiles y acompañados de su mastín, tomaron tierra, levantando bandadas de ocas y de ánades. Como el deshielo había empezado ya en aquel islote, se descubría alguna vegetación de musgos y sauces, y algunos arroyuelos rumorosos.
El ingeniero y sus compañeros estaban ya a punto de avanzar para cobrar alguna pieza en las cercanías, cuando oyeron a «Camo» ladrar repetidamente con furia.
—Avancemos poco a poco —dijo el ingeniero.
Armaron los fusiles, y dieron la vuelta a unas rocas tras las cuales se había guarecido el perro. Junto a un terreno semi-inundado vieron un esqueleto enorme, monstruoso, medio hundido en el suelo.
—¿El esqueleto de una ballena? —dijo MacDoil.
—¿Una ballena en tierra? —repuso Orloff—. Que yo sepa, los cetáceos no han aprendido todavía a andar por tierra.
Acercáronse al esqueleto y lo examinaron con curiosidad. Era de dimensiones extraordinarias: unos doce metros de largo por un diámetro de otros diez. La enorme cabeza estaba armada de dos larguísimos dientes curvados, tres veces mayores que los de los elefantes y mucho más arqueados, mientras los huesos de las manos, gruesos como el muslo de un hombre, medían otros cinco metros.
—¡Diantre! —exclamó MacDoil—. ¡Cualquiera diría que esto es el esqueleto de un elefante colosal!
—Si no es precisamente eso, pertenece a la misma especie, por que es un mammuth —contestó el ingeniero.
—¿Qué clase de bestia es ésa? —preguntó Sandoe.
—Un animal parecido al elefante, pero cuya mole superaba tres o cuatro veces a los que ahora habitan en los bosques de Asia y de África.
—¿No os sorprende encontrar junto al Polo un animal así?
—No; porque también en la tundra, en los hielos y en las lagunas de Siberia, se han encontrado huesos de mammuth; y en San Petersburgo se conserva la cabeza de uno en muy buen estado.
—¿Eran animales polares?
—Más bien parece que no lo eran.
—¿Cómo se encuentran, pues, en medio de estos glaciares, siendo así que los elefantes prefieren los países cálidos?
—Probablemente, porque en la época en que los mammuths vivían, la Tierra no se había enfriado aún en la extremidad de su eje. Pero basta de explicaciones y vamos adelante, porque allá diviso algo que se mueve, y bien pudiera ser un oso.
Abandonaron la gigantesca osamenta y siguiendo la costa vieron efectivamente algo que se agitaba entre los hielos de la orilla. Parecía un pequeño anfibio o mejor dicho aún una foca de poco tamaño.
En pocos minutos se aproximaron a cien pasos del animal, y vieron que, en efecto, era una foca que apenas tendría sesenta centímetros de largo. Sandoe la hizo un disparo, dejándola sin vida. Entonces se vio salir del agua a la madre, la cual se arrastró fatigosamente por la orilla lanzando ladridos roncos y profundos que denotaban viva irritación.
—¡Diantre! —exclamó el cazador, asombrado—; ¿qué especie de foca es ésa?
La sorpresa de Sandoe estaba justificada, pues aquel anfibio era distinto de las demás focas, a lo menos por la cabeza. Medía dos metros, tamaño desusado en una foca; tenía grande el cuerpo, la cola aplanada, los pies unguiculados, la piel hirsuta y con manchas rojizas, y el vientre gris. Sobre la enorme cabeza ostentaba una cresta encrespada, larga de veinte centímetros, que daba al animal un aspecto raro y amenazador.
—¡Un nietersoak! —dijo Orloff—. ¡En guardia, porque estos anfibios son valientes y no retroceden ante los cazadores!
—¡La mataré, por fiera que sea! —dijo MacDoil.
La foca, al ver a su hijo en un charco de sangre, se proponía arrastrarlo consigo. «Camo» se había precipitado sobre el anfibio; pero un testarazo del animal le echó patas arriba. MacDoil, furioso al ver a su perro maltratado por una simple foca, se adelantó e hizo fuego a cuarenta pasos. El animal, herido en el cráneo, cayó al lado de su cría, retorciéndose en los estertores de la agonía, mientras su cresta se arrugaba cayéndole sobre la nariz.
—Señores —dijo MacDoil—, no he visto nunca focas así.
—Son muy raras en las islas americanas del Norte, y aun en la Groenlandia, y por eso, poco conocidas —contestó el ingeniero—. Así y todo, se matan al año de mil a dos mil.
—¿Tienen costumbres distintas de las otras focas?
—No lo creo; si bien son más valientes.
—Y la cresta, ¿para qué les sirve?
—Para nada. Es una especie de membrana que se hincha cuando el animal está irritado.
—Podéis volver a bordo con la presa —añadió el ingeniero—. Vos, señor Orloff, acompañadme a dar una vuelta a la isla. No nos vendrá mal un paseo.
CAPITULO XXIII. LOS PRIMEROS BUEYES ALMIZCLADOS
En tanto que los dos cazadores acarreaban la foca con la ayuda de «Camo», los dos comandantes seguían recorriendo la costa de la isla.
Millares de aves anidaban entre las rocas y dejaban acercarse a los paseantes sin asustarse; señal evidente de que no estaban acostumbradas a ver hombres ni a temerlos. Abundaban, sobre todo, los bacalao bird y las procellaria falmar, volátiles algo grandes, que sirven de lámpara a los esquimales con sólo meterles en la garganta una torcida para que ésta arda bien; este animal al empollar sus huevos produce un ruido parecido al de una rueda movida rápidamente, fenómeno muy curioso, a la par que inexplicable.
Veíanse también albatros graznando sobre los bancos de hielo. En la llanura abundaban las zorras polares de piel azul plateada, que no se resolvían a huir hasta que oían los ladridos de «Camo».
De cuando en cuando el ingeniero y Orloff se paraban para observar el suelo, que parecía enteramente volcánico, con lavas, escorias y piedra pómez, como el de las regiones australes. Otras veces se detenían para remover los huesos monstruosos de mammuths y de mastodontes. Prosiguiendo la marcha, vieron galopar entre las rocas del islote las grandes cabezas de un ganado que no creían encontrar a tan corta distancia del Polo.
Aquellos animales se parecían más a carneros que a bueyes. Eran de cuerpo pesado, piernas cortas, hocico peludo, breve y obtuso, cabeza armada con dos cuernos, que formaban sobre el cráneo dos protuberancias y se encorvaban después, terminando, en dos puntas muy agudas.
Sus crines eran bellísimas y colgaban hasta el suelo. Los dos comandantes los reconocieron en seguida. Eran bueyes almizclados; animales que únicamente se encuentran en las islas americanas del Océano Ártico, y que hoy escasean mucho.
Hubiera deseado derribar alguno, pero como estos bueyes son muy desconfiados, huían prontamente de su alcance.
Cuando regresaron a bordo, después de haber dado la vuelta a la isla, eran las ocho de la noche. Los dos cazadores habían desollado la foca y entregado al cocinero los sesos y la lengua, dos bocados apetitosos.
A las nueve, el buque emprendió la marcha hacia el Norte, espoleando los hielos, que cedían fácilmente a su empuje. A las seis de la mañana encontraron otro islote de media milla de circunferencia, mientras a su derecha la costa entrevista el día anterior se alejaba rápidamente replegándose hacia el Este.
Parecía que la costa de Groenlandia acababa allí, pues no se veía más tierra hacia el Norte. Los hielos disminuían y la temperatura oscilaba entre los 0 y 7 grados. Sin embargo, aún se veían algunos icebergs de grandes dimensiones que desafiaban el corto verano polar sin derretirse por completo, y gran número de streams y de palks que se dejaban transportar por alguna corriente que parecía bajar del Oeste.
A las diez vieron al Oeste otro islote algo más grande que el anterior, y en sus orillas, algunos osos blancos que parecían espiar a las focas y a las morsas; pero casi en el mismo instante Orloff, que acaba de echar la sonda, notó que el fondo del mar se elevaba rápidamente.
—¿Si en vez del famoso mar libre habrá una especie de laguna en el Polo Norte? —dijo el ingeniero.
—Así parece —respondió Orloff—. Mirad cuántas algas se ven surgir del fondo de los canales.
—Es verdad —dijo Nikirka—. Sentiría no encontrar agua bastante para llevar mi buque hasta debajo de la misma Estrella Polar.
La velocidad del Taymir se redujo a tres nudos por hora, pues tenía que echar la sonda a cada instante, y sólo encontraba once metros de agua. Esperando hallar mayor profundidad, el ingeniero enderezó el rumbo al Este, y luego al Oeste; pero sin mejor resultado.
—Estamos a ochenta y siete grados cincuenta y tres minutos de latitud, y a sesenta grados catorce minutos de longitud —dijo Orloff a MacDoil—; o, lo que es lo mismo, a ciento diecisiete millas del Polo.
—¡Bravo! —respondió el hebridense—. ¡Ahora si que podremos ver lo que hay por allá!
—Ya podréis imaginaros —repuso el ingeniero—. Poca agua, bancos fangosos y algún islote. Señor Orloff, ¿tenemos agua suficiente?
—Tenemos nueve metros a estribor y me parece que seguiremos igual hacia el Norte. Observad, si no, el color azul de la superficie del mar. Esto indica una buena profundidad.
—Paréceme ver otro islote allá abajo, como no sea una montaña de hielo. El horizonte está nublado en esa dirección; pero pronto lo sabremos qué es ello.
El Taymir andaba a tan buena marcha, que si el mar estuviera libre, en cinco o seis horas hubiese podido llegar al punto donde se cruzan todos los meridianos del Globo.
Quince millas más arriba hallaron el islote divisado por el ingeniero. Era un picacho de naturaleza volcánica, de algunos centenares de metros de circunferencia, formado por rocas cortadas a pico. Como encontrara agua bastante, el Taymir lo rodeó, ahuyentando así algunas nutrias que estaban regodeándose al pálido sol en la cima de algunos escollos.
—¡Lástima que tengamos tanta prisa! —dijo MacDoil—. Son espléndidas, y su piel se vendería a buen precio.
—Las cazaréis al regreso si volvemos a pasar por aquí —repuso el ingeniero.
—¿Tenéis intención de regresar por otro camino?
—Si; doblando la punta septentrional de la Groenlandia, para llegar más pronto a Europa. ¿No os parece bien?
—Sí, señor. Y luego, ¿emprenderéis otro viaje al Polo Sur?
—¡Quién sabe! ¿Me acompañaríais también, MacDoil?
—¡Pagáis bien! Diez mil dólares son para mí una fortuna que nunca hubiera soñado ganar en la Compañía del Hudson. Podéis contar conmigo.
—¡Con tal de que no nos acontezca alguna desgracia en el regreso! —repuso el ingeniero con un acento tan extraño, que impresionó vivamente al hebridense.
—¿Qué decís, señor? Con vuestro buque no se corre ningún peligro. ¿Tenéis algún presentimiento?
—No lo sé. Bajemos: deseo reconocer el fondo.
Dejaron la plataforma y bajaron a la sala, donde observaron a través de los vidrios una bandada de pequeños cefalópodos que se esforzaban por seguir al buque. El agua se mostraba limpia; pero de improviso se oyó la campanilla de alarma del timonel.
—¿Qué será? —exclamó MacDoil—. ¿Habremos llegado ya al Polo?
—¡Ya es tiempo! —repuso Nikirka—. Sólo nos faltan diez millas.
Se acercó a la brújula, que estaba al otro extremo del salón, y vio que si bien la aguja imantada apuntaba al Norte, no se había desviado una sola línea.
—¡Señor Orloff! —gritó.
En aquel instante entró el segundo con el semblante demudado.
—¿Por qué esa alarma? —preguntó el ingeniero.
—El camino está aquí también obstruido —respondió Orloff—. Un extenso banco de hielo que debe de tener un espesor colosal, cubre el mar.
—Creía no volver a encontrar este obstáculo. ¿Existirá un segundo casquete de hielo alrededor del Polo? No habrá más remedio que pasar por debajo de él.
—Eso si encontramos agua suficiente. Apenas tenemos siete metros de profundidad.
La frente de Nikirka se nubló. No había previsto aquel obstáculo, que podía suponer una barrera insuperable y obligarle a volver atrás cuando ya estaba para tocar en el Polo.
—¡Vamos a ver! —dijo.
Abrióse la escotilla al tiempo que el buque navegaba a flor de agua para evitar cualquier roce submarino. Orloff dijo la verdad A menos de media milla se extendía, hasta perderse de vista en el horizonte septentrional, un inmenso banco de hielo que reflejaba un iceblink hasta las nubes que entoldaban el cielo, haciéndolas brillar de un modo extraño.
Era una masa enorme; probablemente un glaciar de formación antigua, coronado de icebergs, de obeliscos y de cúpulas medio desmoronadas algunas de ellas.
—¡Pensar que estamos a sólo diez millas del Polo! —exclamó el ingeniero contrariado—. ¿Si será intangible ese punto geográfico?
—Señor —dijo MacDoil—, he aquí un hueso duro de roer. Este banco llegará hasta el fondo, y no habrá modo de pasar por debajo; necesitaríamos centenares de quintales de dinamita para desbaratar este coloso.
Nikirka no contestó. Miraba el banco con el ceño contraído y retorciéndose el bigote.
—¿Qué haremos? —dijo Orloff—. ¡Sería mía locura asaltarlo a espolonazos!
—¡Quién sabe si así hallaríamos algún paso! No renuncio a la empresa, ahora que estoy tan inmediato al Polo.
Sacó del bolsillo un anteojo y lo apuntó hacia el Norte, y así quedó inmóvil, por unos instantes. Cuando lo retiró habló a Orloff:
—He descubierto el mar libre. Nos faltan unas treinta millas; pero no podremos pasar. Esta es la dificultad.
—¿No se ve ningún canal?
—Ninguno; el hielo permanece compacto.
—¿Nos sumergimos?
—¡Sí!
Bajaron y cerraron herméticamente la escotilla, aunque tomando la precaución de soltar la manga de goma que debía proveer de aire al buque.
Un momento después, éste se sumergía. El capitán examinaba el fondo del mar, que aparecía limpio, sin trazas de vegetación y con escasos peces de los llamados candela, porque son tan oleaginosos que arden como una vela. El agua, diáfana e impregnada del iceblink del campo de hielo, hacia innecesaria la luz eléctrica.
El buque navegaba entre dos aguas, tan moderadamente que apenas hacía dos millas por horas.
De pronto el banco apareció a pocos pasos. El capitán hizo un gesto de cólera.
—El camino está cerrado —dijo Orloff.
—Intentaremos costear el banco.
—¿Y si intentáramos embestirlo?
—Nada conseguiríamos, como no fuera comprometer el buque.
El Taymir, siguió su camino, costeando el inmenso banco de hielo a unos veinte metros de la orilla, que proyectaba una luz vivísima.
A poco se divisó una hendidura, que el capitán supuso serla un canal transitable, por el cual hizo pasar lentamente el buque.
—Vamos a explorar este paso —dijo—, y si no es a propósito, buscaremos otro.
Más que un canal, era una galería abierta en el banco de hielo, probablemente por las presiones de forma semicircular, y que se apoyaba en el fondo del mar. El buque corría, pues, riesgo de que, alterándose el equilibrio de aquellas masas, cayeran sobre él, interceptando el camino.
—¡Pongámonos en las manos de Dios! —dijo Nikirka.
Una luz intensa, deslumbrante, se difundía por el canal; señal evidente de que el banco no tenía el espesor que habían creído. A veces cambiaba de forma, apareciendo triangular, con el vértice en alto: otra prueba de que las presiones hablan hecho mella en él. El buque avanzaba casi rastreando el fondo. Tendría recorridas unas diez millas cuando súbitamente se hundió, quedando inmóvil.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ansiosamente el ingeniero—. ¿Está cerrado el canal?
—No; pero debe de haber un desprendimiento en el banco —respondió Orloff—. Algún iceberg ha hundido el hielo, y su mole gravita sobre nosotros.
—¡Veamos! —dijo Nikirka, procurando mantenerse tranquilo.
El Taymir yacía en el fondo del mar, en una pequeña depresión formada por las hélices, que no cesaban de funcionar. En aquel sitio el canal era ancho y no presentaba ningún obstáculo. El comandante vio aparecer hielo en los vidrios.
—¡Sí! —dijo inundado de sudor frío—; ¡algún iceberg ha hundido el banco y nos tiene oprimidos!
El buque era demasiado sólido para que se rompiese; pero quedaba el temor de que faltara el aire si aquella presión se prolongaba.
—Orloff —dijo—, tratad de forzar la máquina, a ver si podemos atravesar el hielo.
El buque hizo esfuerzo prodigiosos para salir de aquel encierro. El agua empezaba a enturbiarse, mientras el espolón removía la arena. De pronto chocó violentamente contra un obstáculo, que atajó su fatigosa marcha.
—No hay más remedio que dar máquina atrás —dijo el ingeniero.
—¿Y si tenemos cerrada la salida? —dijo Orloff—. Temo que el iceberg nos tenga bloqueados.
—¡Probemos! —repitió el ingeniero.
Maniobró el buque, mientras sus tripulantes miraban al mar ansiosos. Jugaban el último albur, y ya se comprenderá su angustia. El buque seguía hacia atrás, haciendo poderosos esfuerzos. Había retrocedido unos veinte metros cuando se detuvo de improviso y la maquina cesó de funcionar.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Orloff, precipitándose a la sala—. ¡El canal se ha cerrado detrás de nosotros! ¡Tenemos a popa una pared enorme de hielo! ¡El iceberg se ha hundido en el fondo del canal!
—¡Venid a mi camarote! —dijo Nikirka.
—¿Habrá esperanzas de salvación? —dijo Sandoe a MacDoil cuando salieron los comandantes.
—No sé qué decirte pobre amigo mío —respondió MacDoil—. Estamos en una prisión de hielo que no podemos romper.
—¿Temes que el Taymir acabe aquí su carrera?
—Y nosotros con él. Moriremos lentamente asfixiados. Apenas tenemos aire para diez horas.
—En diez horas pueden hacerse muchas cosas, MacDoil.
—¡Ea, Sandoe; voy a darte un consejo! ¡Vamos a comer! ¡Con el estómago lleno se nos ocurrirán ideas más alegres!
—Y se muere más tranquilo, ¿no es verdad, MacDoil?
—¡Sí; que nos sorprenda la asfixia con el vaso en la mano! ¡La lástima es otra cosa!
—¿Cuál?
—¡Dejar aquí también mis dólares! ¡Si a lo menos pudiese recogerlos algún cazador de focas!
Dio el brazo a Sandoe, y ambos se dirigieron tranquilamente a la despensa, sin preocuparse más de la muerte, que desgraciadamente ya empezaba a cernerse sobre el buque.
CAPITULO XXIV. LA LUCHA CONTRA LOS HIELOS
Pese a sus esfuerzos por mostrarse resignados, MacDoil y Sandoe comieron a disgusto. Cuando se levantaron de la mesa estaban preocupadísimos.
Lo que más los inquietaba era la absoluta inmovilidad del buque, así como el profundo silencio que reinaba en todo él; verdadero silencio de tumba. La idea de morir lentamente por falta de aire se apoderó de su cerebro.
No era que los cazadores temieran a la muerte, a la cual cien veces desafiaron luchando con las fieras o con las terribles tempestades del estrecho de Behring, pero si les producía extraña impresión la idea de morir encerrados en aquel coloso de acero sepultado entre los hielos.
—¡Cualquiera diría que tengo miedo! —dijo MacDoil levantándose.
—La verdad es que tienes una cara muy fúnebre —repuso Sandoe tratando de burlarse.
—¿Sientes tú una opresión dolorosa?
—Todavía no.
—Pues se me figura que empieza a faltar aire.
—No, MacDoil; aún nos queda para ocho o nueve horas.
—¿Habremos de esperar hasta entonces sin hacer ningún esfuerzo? ¡Y el ingeniero sin dejarse ver!
Diciendo esto MacDoil, cogió del brazo a Sandoe, y exclamó con voz alterada:
—¡Si se habrá matado!
—Me asalta el mismo presentimiento —repuso Sandoe—. ¡Sí, MacDoil; vamos a verlo!
Atravesaron el corredor, y llegaron silenciosamente ante el camarote del ingeniero. El más profundo silencio reinaba tras la pared metálica.
—¡Llamemos! —dijo Sandoe.
Y dio tres golpes con los nudillos.
—¡Entrad! —dijo una voz desde dentro.
Los cazadores respiraron. El sonido de aquella voz, perfectamente tranquila, les restituyó el ánimo y calmó su zozobra.
Entraron empujando la puerta con violencia. Allí estaba el ingeniero, solo, sentado ante una mesa, encorvado sobre una hoja de papel cubierta de números y con un cigarrillo en la boca.
—¿Qué queréis, mis bravos cazadores? —dijo levantándose.
—Digo —respondió MacDoil— que el tiempo pasa y que, si no lo remediamos, moriremos asfixiados.
—No tan pronto como creéis, MacDoil. Tenemos aire para catorce horas, y cuento con mis fuerzas.
—No os comprendo.
—Tranquilizaos: he calculado el espesor del hielo y pondré en libertad al buque.
En aquel momento entró Orloff, tan tranquilo.
—El hielo —dijo— ciñe el buque y forma a su alrededor una masa compacta.
—¿Habéis encendido fuego?
—Sí; y los marineros están calentando las barras, señor Nikirka.
—¿Sabéis manejar los picos?
—Como los buenos mineros —respondió MacDoil.
—Seguidme.
Salieron del camarote y subieron hasta la escotilla. Con gran asombro vieron los cazadores que estaba abierta, si bien el fondo del iceberg cerraba la abertura completamente.
—Comprendo —dijo MacDoil—. Se trata de abrimos paso a través del hielo.
—Si; un pozo que permita asomamos a la superficie del banco —contestó el ingeniero—. Es el único medio que nos queda para salvar la vida.
—La faena será larga. ¿Qué espesor tendrá el hielo?
—Si no me engañan mis cálculos, la superficie del banco debe de estar a diez metros sobre nosotros. Debemos, sin embargo, cavar horizontal y no verticalmente, lo cual nos da una distancia doble o triple.
—¡Treinta metros! ¿Y por qué no cavamos verticalmente? Así acabaríamos más pronto.
—Porque tendríamos que horadar todo el iceberg, el cual bien pudiera tener cien metros de altura: Exploraremos los dos flancos con barras ardiendo.
—¡He aquí otro enemigo!
—¿Por qué, MacDoil?
—Porque el fuego así consumirá más pronto nuestra provisión de aire.
—Lo sé; pero es necesario. ¿Cuánto hielo podréis cavar cada hora?
—Lo menos, tres metros.
—Suponiendo que haya de abrirse un túnel de treinta metros, emplearemos, por tanto, diez horas. Tenemos el aire medido. ¡Al trabajo, amigos mío, sin perder tiempo! Nosotros os relevaremos al cabo de una hora, y luego seguirán los marineros.
—¿Y dónde echaremos el hielo?
—Dentro del buque no tardará en deshacerse, y con las bombas echaremos el agua.
Los mineros empuñaron algunos picos y palas.
—Picad oblicuamente hacia el Sur —dijo el ingeniero—. En esa dirección el iceberg ha de tener menos espesor.
Los dos cazadores se apoderaron de sendos picos y empezaron a perforar vigorosamente el hielo, tanto que arrancaban pedazos enormes que iban rodando escalera abajo.
La esperanza de ver el cielo y respirar libremente redoblaba sus fuerzas. Pero bien pronto sintieron fatiga manejando los azadones en aquel pozo, que no tendría dos metros de circunferencia. No por eso cesaron en su faena. En una hora excavaron tres metros, y como tan rudo trabajo les caldeaba el cuerpo pudieron resistir el intenso frío que hacía en aquel antro.
—¡Basta! —les dijo de pronto el ingeniero—. Probaremos con las barras, por más que estamos lejos de la superficie.
Acudieron los marineros llevando una barra de hierro al rojo, larga de doce metros y bastante puntiaguda. Metiéronla en el hielo y la retiraron prontamente. Después de dejar verter el agua producida por el hielo derretido, el ingeniero acercó la boca al agujero.
—¡Nada! —dijo—. ¡Ni un átomo de aire!
Tocóles entonces el tumo a los marineros, al cocinero y a Kalutuna, quien armados con hachas, atacaron al iceberg con extraordinario vigor. Ganados otros tres metros, el ingeniero hizo otro sondeo con una barra más grande que la primera, pero también con mal éxito.
—Con todo —dijo—, ya habremos perforado unos once metros. El iceberg debe de ser colosal; pero como tenemos aún ocho horas de tiempo, podemos hacer mucho trabajo. No hay que desesperar; podemos avanzar cincuenta y también sesenta metros.
Y volvieron al trabajo con más ahínco que antes. A las cinco horas se habían perforado quince metros en linea oblicua, pero no llegaban a la superficie del banco, lo cual estaba en desacuerdo con los cálculos de Nikirka. A las siete horas, tras esfuerzos inauditos, se llegó a veinte metros, tropezando con un poco de arena y algunos cascotes.
—¡Esto es buena señal! —dijo el ingeniero a sus compañeros, que le interrogaban angustiados—. ¡No podemos estar muy lejos del borde del iceberg!
Metieron otra barra candente, y ¡nada! El ingeniero estaba pálido. Empezaba ya a faltar aire.
A pesar de todo, siguieron trabajando febrilmente, pero en sentido horizontal, para llegar más pronto a los extremos del iceberg, si bien esto hacía más penoso el acarreo del hielo desprendido. Otros cinco metros se ganaron a las nueve horas, y ya los pulmones estaban débiles. Se acercaba el momento terrible. La muerte no andaba lejos.
Ya el ingeniero empezaba a desanimarse. Después de probar otra barra, la tiró con desaliento. Miró a sus compañeros, que estaban pálidos como muertos.
—Todo ha concluido; ¿no es verdad? —dijo MacDoil con voz apagada—. Dentro de un cuarto de hora habremos muerto todos ¡Volvamos al buque; prefiero morir dentro de él!
Pero un gesto del ingeniero le contuvo.
—¡Treinta y dos metros! —decía éste hablando consigo mismo—. ¡Suceda lo que suceda, lo probaré!
—¿Qué?
Nikirka se apartó de ellos sin contestar a esta interrogación, y a los dos minutos reapareció y dijo:
—Retiraos de aquí todos. Voy a desquiciar el iceberg con un cartucho de dos kilogramos de dinamita.
—¿No saltará el buque?
—Se encuentra a treinta metros debajo de nosotros, protegido por una enorme masa de hielo. Sentirá el choque; pero no creo que sufra ninguna avería. ¡Pronto, retiraos!
Colocó el cartucho en el agujero del pozo abierto, y dando fuego a la mecha, que había de durar cinco minutos, siguió corriendo a sus compañeros.
—¡Cerrad la escotilla! —dijo—. El hielo podría derretirse en demasía, y anegar el buque.
Cuando se encontraron encerrados en el buque, creyeron que se asfixiaban.
—¡Apagad el fuego! —dijo.
Los marineros y Orloff, tambaleándose como ebrios, fueron a las máquinas a cumplir lo ordenado. El ingeniero, por un milagro de energía, se mantenía en pie ante el cronómetro colgado de la pared y con los ojos clavados en la manecilla. En la estancia reinaba profundo silencio, interrumpido por la respiración fatigosa de los cazadores tendidos en un diván, y por algún ladrido de «Camo».
Las manecillas avanzaban; pero parecía que no tanto como debieran.
—¡Las siete y treinta y cinco! —exclamó el ingeniero.
Casi en el mismo instante se oyó en lo alto una sorda detonación. El buque sufrió una sacudida, casi una ligera ondulación, señal evidente de que la base del iceberg no se había roto y que la brecha se había producido solamente arriba.
El ingeniero, con un esfuerzo supremo, subió por la escalera y abrió precipitadamente la escotilla.
—¡Aire! —exclamó.
En efecto; a través del pozo bajaba una corriente de aire helado, que vivificó sus pulmones exhaustos.
A sus gritos acudieron los cazadores.
—¡Salvados! ¡Estamos salvados!… —gritaba MacDoil—. ¡Sandoe, amigo, ya no moriremos! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Saltemos, bailemos, bebamos!… ¡Viva el Polo!
No parecía sino que se había vuelto loco. También «Camo», que minutos antes parecía moribundo, se había lanzado hacia la escotilla brincando y ladrando alegremente. Orloff y los tres marineros se sintieron resucitados.
—¡Ah! ¡Qué sublime idea habéis tenido, señor Nikirka! —decía MacDoil—. ¡Sin el cartucho de dinamita, a estas horas habríamos muerto!
—¿Se habrá roto la superficie del banco? —preguntó Orloff.
—Seguramente —contestó el ingeniero radiante de alegría—. Debíamos de estar cerca de ella; más de lo que creíamos.
—¡Ea, desembaracemos el camino! —dijo MacDoil—. ¡Me siento con fuerzas de gigante! La verdad es que no creía salir tan bien del lance.
—Nosotros, sí; pero el buque sigue preso —respondió Orloff—, porque la base sigue compacta.
—¿Tendremos que abandonarlo? —dijo MacDoil, aterrado—. Eso sería otro peligro de muerte. ¿Cómo podríamos llegar a la costa groenlandesa, y de allí a los establecimientos daneses?
—No os preocupéis por eso. Como encontremos el medio de aseguramos aire hallaremos manera de libertar al Taymir, a quien amo como carne de mi carne. Por ahora pensemos en llegar a la superficie del banco, y veremos lo que se ha de hacer.
Pertrecháronse de barras largas de hierro para, hacer caer los bloques acumulados en el pozo, que podían congelarse nuevamente y anular el trabajo realizado. La explosión, que debió de ser enorme, había desequilibrado la masa del iceberg, formando en su seno una excavación profunda, una especie de caverna, producida sin duda por la súbita licuefacción del hielo. Unas dos horas tardaron en llegar al sitio donde se había puesto el cartucho que originó el orificio.
MacDoil, como más ansioso, llegó el primero, seguido de los demás.
—¡Adelante, MacDoil!… —gritaba Sandoe—. ¡Mete hierro! ¡Quiero ver el sol!
El hebridense arañaba el hielo con el cuchillo, procurando llegar a la abertura.
—¡Veo el agujero! —exclamó de pronto—. ¡Me faltan tres o cuatro metros para salir fuera!
En aquel momento oyeron ladrar furiosamente al mastín.
—¡Cuidado! —dijo el ingeniero—. ¡Vuestro perro huele algo!
—¡Alguna foca que estará arriba! —repuso MacDoil—. ¡Con el cuchillo me basta!
Sin titubear alargó el brazo, y se preparaba a trepar a la superficie, cuando de pronto sintió en la cara una bocanada de aire caliente y nauseabundo, y en seguida una zarpa vellosa que le arañó el cabello.
—¡Un oso! ¡Un oso! —gritó.
Haciendo un esfuerzo desesperado, retrocedió, dejando la gorra entre las uñas del animal. Este estaba preparado para dar una dentellada al imprudente; pero no pudo hacerlo por las reducidas dimensiones del agujero. Un tirón de Sandoe apartó más aún a MacDoil de la fiera, la cual hacia esfuerzos desesperados para ensanchar el orificio, a pesar de los tremendos ladridos de «Camo», que retumbaban pavorosamente en el pozo.
—MacDoil —dijo el ingeniero desde abajo—, ¿sigue el oso arriba?
—¡Si; mandad en seguida por la escopeta cargada!
Un marinero retrocedió inmediatamente en busca de la escopeta.
El oso, mientras tanto, seguro de zamparse la presa, no pensaba en retirarse. Abría desmesuradamente las fauces, lanzando gruñidos de impaciencia. MacDoil vomitaba contra él mil epítetos injuriosos, amenazándole con el cuchillo.
Llegó el marinero con dos fusiles cargados. El oso, como si comprendiera el peligro que se le venía encima, empezó a retroceder. Cuando la escopeta, pasando de mano en mano, llegó a las de MacDoil, la cabeza del oso había desaparecido del orificio.
—¡Cuidado! —dijo el ingeniero—. ¡Os espera fuera!
—Pues yo no voy a estarme aquí horas y horas. ¡Empiezo a helarme! —contestó el valiente MacDoil.
El cual, poniéndose en guardia, se acercó al agujero, a cuyo borde estaba el gorro maltrecho por las garras del oso. Al subir la escopeta para trepar hacia arriba, sintió que daban un golpe en el arma, que se disparó por sí sola. Oyóse un sordo gruñido, y entre la humareda se vio aparecer la cabeza de la fiera.
Sandoe pasó en seguida la otra escopeta a su compañero.
—¡Tira! —le dijo—. ¡Pronto!
Un segundo disparo se oyó, seguido de un terrible aullido. La cabeza desapareció nuevamente.
Seguro MacDoil de haber rematado al oso, saltó fuera blandiendo el cuchillo y seguido de Sandoe y su perro. A tres pasos de allí estaba la fiera, de pie sobre las patas traseras, aullando terriblemente y con la cabeza rota.
—¡Atrás! —gritó el hebridense al ingeniero, que se preparaba a subir.
Luego, siguieron voces y exclamaciones de terror.
—¡Rayos y truenos!
—¡Es una manada!
—¡Huid, huid todos!
CAPITULO XXV. SITIADOS POR LOS OSOS
Los cazadores tenían razón en gritar ¡huid! a los que iban detrás.
No bien se habían librado de un grave peligro, caían en otro no menos terrible: entre una bandada de osos blancos. A poca distancia del oso herido, y por consiguiente del orificio de salida, estaban quince de estas fieras en semicírculo esperando la presa.
Apenas salieron los cazadores, se aprestaron a acometerlos, mientras el herido se debatía ensangrentado sobre la nieve. Sandoe y MacDoil, comprendiendo que no era fácil la retirada por la angosta boca del pozo, atravesaron el circuito seguidos del mastín, cuyos ladridos contuvieron un momento a las fieras.
Como tenían descargadas las escopetas y, además, no estaban dispuestos a combatir a tantos y tales enemigos, corrían desesperadamente a través del banco, seguidos siempre por el perro.
Los osos, sorprendidos por aquella imprevista aparición, quedaron asustados, y cuando se repusieron, ya era tarde para alcanzar a los fugitivos, que seguían alejándose a todo correr. Si bien los osos blancos son más pesados que los negros y los grises, no por eso dejan de galopar perfectamente y competir en la carrera con el hombre.
—¡Carguemos los fusiles!… —dijo Sandoe, que antes de salir del pozo había recibido del ingeniero algunos de los cartuchos de los llevados por el marinero.
—¡Toma, MacDoil; date prisa!
—¡No me haré rogar! Conozco muy bien a los osos y sé que tienen buenas piernas. ¿Ves aquel pico?
—Pues hagamos por llegar a él; si no, nos alcanzarán.
La altura indicada por el hebridense era una colina de 30 a 40 metros de altura que sobresalía algo aislada, con los flancos casi cortados a pico, pero que no parecían inaccesibles, por estar rajados por hendiduras que se alargaban hasta la cumbre.
Los cazadores atravesaron los ochocientos metros que los separaban de aquel seguro refugio.
—¡Demos el asalto! —dijo MacDoil animosamente—. ¡Estos malditos empiezan a ganarnos terreno!
Estaban al pie de una de las hendiduras de la loma.
—Sube primero tú —dijo MacDoil a Sandoe—. Yo te sigo.
—¿Y «Camo»?
—No te preocupes por él. ¡Date prisa en subir!
Sandoe empezó la escalada, afianzándose con pies y manos en las grietas del ribazo. MacDoil, que había cargado la escopeta, disparó contra el oso más inmediato, que se acercaba galopando pesadamente y gruñendo. El animal, herido en algún órgano vital, se detuvo, se alzó sobre las patas traseras, y luego cayó inerte.
MacDoil no esperó a otro. Escaló la grieta rápidamente, dejando a «Camo», que no podía seguirle, mordiendo al caído en las orejas y en la garganta.
—¡Ven! —le dijo Sandoe tendiéndole una mano.
Merced a esta ayuda pudo MacDoil subir antes que los osos llegaran a la base del pico. El perro, como si comprendiese que era cuestión de momentos la salvación de sus amos, la emprendió contra las fieras por la retaguardia, guardándose de hacerles frente.
—¿Cuántos cartuchos tenemos?
—Apenas media docena.
—Muy pocos son para tantos enemigos; y eso, sin contar que pueden venir otros. Es para preocupamos, por más que seamos buenos tiradores.
—Pero ¿qué harán el ingeniero y los demás compañeros?
—Se habrán refugiado en el buque y no se atreverán a salir por miedo a los osos.
—¡Mal lo pasaremos si no vienen en nuestro ayuda! ¡Ah MacDoil; no creas que el ingeniero nos abandona! Estará buscando el medio de romper el asedio. Como quiera que sea, alejémonos de aquí como Dios nos dé a entender.
—¿Estás listo?
—Sí, MacDoil.
—Pues tira al primer oso, que parece el más feroz. Yo apunto al otro, al que «Camo» está mordiendo.
Tendiéronse sobre el hielo y apuntaron los fusiles con sumo cuidado.
Como tenían muy pocos cartuchos y sabían muy bien que los osos blancos rara vez caen al primer golpe y resisten algunas balas, apuntaron al corazón o a la frente.
—¡Fuego! —gritó MacDoil.
Los dos tiros formaron una sola detonación. El oso apuntado por Sandoe dio un bote al sentirse herido, pero sin caer, mientras que el que servía de blanco a MacDoil cayó al pronto, si bien volvió a levantarse y trató de lanzarse sobre «Camo», que le embestía valerosamente.
—¡Dos balas perdidas! —dijo el hebridense.
—¿Qué haremos, MacDoil? No me atrevo a desperdiciar las cuatro que me quedan. Pueden hacer falta más tarde.
—Si, si; economicémoslas por ahora. Contra estos animales no cabe otro medio que disparar a boca de jarro. Cuentan con que capitulemos para darse un banquete con nosotros.
—No hacen mal en esperar —repuso Sandoe—. Nos veremos obligados a dejar este asilo.
—¿Por qué, amigo Sandoe? Por mi parte, pocas ganas tengo de bajar de aquí.
—El hambre nos obligará a ello.
—¿No cuentas con los tripulantes del buque, que conseguirán salir del pozo y venir en ayuda nuestra?
—¡Es verdad! ¡Mira!
El hebridense, que hasta entonces no había vuelto los ojos hacia el iceberg, ocupado como estaba en espiar a los osos que asediaban la altura, miró en aquella dirección, y no pudo reprimir un grito de estupor y aun de terror.
—¡Es increíble! —exclamó—. ¿De dónde vienen tantas fieras?
Su miedo era fundado. En torno al borde del pozo, en menos de diez minutos se habían reunido nada menos que treinta osos enormes y hambrientos.
¿De dónde habían salido? De alguna caverna de hielo oculta en el iceberg, o, atraídos por los disparos y rugidos de sus compañeros, salían del mar, donde estarían espiando a las focas.
—Amigo Sandoe, si el ingeniero no encuentra el medio de dispersarlos, los osos no abandonarán su asedio. ¿Ni qué podrían cuatro personas contra tantos y tales enemigos? ¿Qué será de nosotros mismos si a estas fieras se les ocurre venir al asalto del pico? ¡Si pudiéramos hallar otro refugio mejor!
—¿Cuál? —dijo Sandoe.
—No lo sé; pero nos convendría estar más lejos.
—Opino lo mismo que tú. Estamos demasiado cerca de la banda.
—Por fortuna, las paredes de este pico son poco accesibles. Veo, además, pedazos de hielo que pueden servimos de proyectiles. Veamos si al lado opuesto hay otra hendidura que permita acometer a los osos por la espalda.
—Voy a explorar —dijo Sandoe.
El valiente joven cargó el fusil con una de las cuatro balas y se descolgó por la otra parte de la altura.
Como queda dicho, los cazadores se habían refugiado en un pico de unos cincuenta metros de altura, cuya cima truncada formaba una pequeña planicie de cuatro metros, suficiente para dar cabida a seis personas. Como tenía los flancos escarpados con una sola hendidura, que era la que permitió el escalo a los cazadores, la defensa no era difícil. Era preciso, no obstante, asegurarse de que por el lado opuesto no había otra.
Sandoe se convenció bien pronto de que por aquel lado no había que temer, pues la pared formaba un tajo, con algunos mechinales donde anidaban algunas aves. Mientras el cazador daba la vuelta al refugio, saqueando los nidos, a pesar de la ruidosa protesta de los dueños, MacDoil, cada vez más inquieto, vigilaba a los osos.
«Camo», viéndose solo, corría por el hielo buscando la manera de meterse en el pozo que conducía al buque. El inteligente animal procuraba con sus ladridos llamar la atención del ingeniero y de los compañeros de éste, no menos apurados que los cazadores.
Parecía, sin embargo, que los seis osos, atemorizados por los dos tiros, no tenían prisa en asaltar el pico. De cuando en cuando se empinaban sobre las patas traseras para observar mejor a los sitiados, y lanzaban roncos bramidos. Los osos heridos se revolcaban en su sangre.
Cuando Sandoe volvió con los bolsillos llenos de huevos, la situación no había cambiado.
—Tenemos las espaldas bien guardadas —dijo a MacDoil—. Toma la merienda. No es gran cosa; pero dos docenas de huevos entretendrán el hambre.
—¡Huevos que cambiaría por otras tantas balas! —respondió MacDoil—. Amigo mío, estos tunantes no quieren dejamos.
—Esperaremos —dijo Sandoe.
—¿Sigues confiando en el ingeniero?
—Supongo que no querrá seguir eternamente preso. ¡Oye!
Había resonado un tiro de fusil, al cual siguieron otros. Los osos blancos, amontonados al borde del pozo, se alejaban precipitadamente, parándose otros cincuenta metros más lejos.
—El ingeniero trata de rechazar a los sitiadores —dijo MacDoil—; pero los muy bribones se resguardan para no dejarse matar como becadas.
La verdad es que los osos se habían refugiado detrás de unos pequeños hummoks, esperando la salida de los sitiados para acometerlos. Con gran asombro de los cazadores, no volvieron a oírse más tiros.
—Apuesto cualquier cosa —dijo MacDoil— a que el ingeniero les reserva un golpe maestro.
—Si —repuso Sandoe—; y mientras nosotros vamos a dejarnos sorprender. ¡Mira!
Efectivamente; dos de los seis osos, cansados de dar vueltas al pico, se habían abalanzado a la hendidura, y, ayudándose con sus garras como si fueran garfios de acero, empezaron el escalo.
Sandoe se disponía a hacer fuego.
—¡No, amigo mío! —dijo MacDoil—. ¡Guardemos los cartuchos para el asalto general! Ahora nos serviremos de pedazos de hielo.
Cogió un bloque de unos cincuenta kilogramos, y lo despeñó por la hendidura. El primer oso rodó al choque de aquella masa, arrastrando en su caída al que le seguía.
—¡Eh! ¡Eh! —exclamó MacDoil, satisfecho de su feliz tentativa—. ¡No debemos quejamos de nuestras nuevas armas! ¡Menudo batacazo se han dado los atrevidos!
—Pues no han escarmentado, porque repiten la suerte.
—¡Pues a repetir el ataque! —dijo MacDoil—. Provéeme tú de bloques, y si no hay bastantes, corta con el cuchillo.
Los osos, más furiosos si cabe, volvían a la carga con tal empuje, que MacDoil entró en cuidado.
—¡Diablo! —dijo—. Si no los rechazo, dentro de dos minutos llegarán aquí.
Y agarrando el primer bloque que Sandoe le deparaba, de un puntapié lo tiró por la grieta, y así el segundo y el tercero. El oso que iba al frente de la hilera cayó; pero los demás, que formaban una sola línea, apoyándose uno con otro, seguían trepando y mugiendo.
MacDoil no economizaba proyectiles; pero, acabada la provisión de los grandes trozos de hielo, de poco servían ya los pequeños cantos contra aquellas fieras, las cuales hacían obstinados esfuerzos para llegar a la cima.
—¡Sandoe! —gritó MacDoil, viéndolos a pocos metros de sí—. ¡Sacrifiquemos nuestros cartuchos!
—¿Y luego?
—¡Será lo que Dios quiera!
Y tomando el fusil, disparó contra el primer oso que iba delante, el cual, mortalmente herido en las fauces, cayó rodando al fondo, desplomándose en el banco de hielo.
El oso siguiente, con una violencia que no podía esperarse de su enorme cuerpo, se abalanzó al borde de la cima, procurando dar una dentellada en la pierna a MacDoil. Pero éste, que había cargado nuevamente su arma, dio cuenta de él saltándole los sesos. Como la fiera quedó encajada en la hendidura que servia de brecha, los demás osos quedaron detenido, sin poder moverse.
—¡Huyamos!… —gritó MacDoil—. ¡Guarda tu último tiro!
Atravesaron rápidamente la pequeña planicie, y se detuvieron en el extremo opuesto, donde el pico tenía un tajo profundo. Los dos cazadores se miraron con espanto. ¿Cómo bajar por allí? Saltar aquella altura de cuarenta metros era exponerse a quebrarse las piernas, por más que la nieve que cubría el suelo amortiguara algo el golpe.
A todo esto, sentían ya el resuello de los osos que se les echaban encima. Era preferible dar el salto a dejarse despedazar.
Los cazadores no dudaron. Aprovechando los mechinales de los nidos, se descolgaron hasta el primero, luego al segundo y, por fin, al tercero, que estaba más bajo. Ya sólo quedaban veinte metros de altura perpendicular.
—¡No me atrevo a saltar aún! —dijo Sandoe.
—¡Salta! —le contestó MacDoil—. Abajo está la nieve, que sirve de colchón.
Aún dudaba Sandoe; pero cuando vio aparecer en el borde de la plataforma la cabeza de uno de los osos, cerró los ojos y se lanzó juntamente con MacDoil.
Cayeron a plomo, hundiendo los pies en la nieve. Creíanse salvados, cuando de improviso sintieron abrirse el hielo bajo sus plantas.
—¡Socorro!… —gritó Sandoe, abrazando a MacDoil.
Por algunos instantes rodaron juntos, hasta que cayeron medio desvanecidos, tropezando con un obstáculo que no habían visto ni hubieran podido evitar, dada la rapidez de la caída.
CAPITULO XXVI. SALVADOS POR MILAGRO
Pasaron algunos instantes antes que pudieran darse cuenta de su situación; tal era el aturdimiento en que estaban a consecuencia de aquella caída vertiginosa.
El hebridense, más robusto que su compañero, fue el primero en levantárse, si bien sentía agudos dolores en las costillas y en la cabeza, no parecía estar herido. Acercóse a Sandoe, que empezaba a abrir los ojos, y le ayudó a levantarse.
—¿Qué ha pasado, MacDoil? —preguntó el pobre joven—. ¿Dónde hemos caído? Paréceme tener rotas las piernas y la cabeza mareada, como si hubiese bebido de un trago una botella de gin.
—Es el hielo que ha cedido bajo nuestros pies. Hemos rodado al fondo de una caverna abierta en el hielo, y que parece que comunica con el canal. ¿No oyes un murmullo?
—Si, MacDoil.
—Es agua.
Miraron asombrados en tomo suyo. Hallábanse realmente en una cavidad abierta en el banco y que declinaba suavemente hacia el fondo del océano. A tres pasos de ellos se veía el agua que, después de pequeñas ondulaciones, se metía en un agujero. Gracias a una prominencia del antro, los cazadores no habían seguido rodando por aquel canal submarino, acaso el mismo que había seguido el Taymir.
—¡Extraña aventura!… —exclamó MacDoil.
—¿Dónde está la abertura por la cual hemos caído? —preguntó Sandoe.
—Habrá quedado obstruida por la nieve que hemos arrastrado con nosotros. ¡Menos mal que respiramos libremente!
—¿Y los osos?
Habrán quedado en la cima del pico. Supongo que no nos habrán imitado en saltar.
—¿Habrán bajado para buscarnos? —dijo Sandoe.
—Es posible; pero el paso hasta aquí está cerrado.
—Podrían abrirlo.
—En ese caso, amigo Sandoe, no nos queda más remedio que echamos al agua y ahogarnos. ¿Tienes el fusil?
—Ha rodado conmigo.
—Pues el mío se ha ido al agua. ¿Qué hacemos?
—Yo comería de buena gana.
—¡Déjate de bromas, y pensemos ante todo en llegar al buque! Pero ¿no oyes?…
—Es «Camo» que ladra y que seguramente nos busca.
—Seguido tal vez del ingeniero —añadió Sandoe.
—¡Es imposible! ¿No oyes? Ladra encima de nosotros. Estoy seguro de que está escarbando para abrirse paso hasta aquí.
—Eso quiere decir que los osos no están con él. ¡Ayudémosle, MacDoil!
Valiéndose del fusil, que había encontrado Sandoe, barrenaron la nieve que obstruía la entrada. El obstáculo no era tan grande como parecía; a los diez minutos, la nieve y el hielo fueron desmoronándose, dejando al descubierto una galería muy ancha que bajaba a la caverna de hielo. Los ladridos del perro procedían del extremo de aquel paso.
Algún otro obstáculo habría, cuando el perro no conseguía llegar hasta ellos.
En aquel trance hallaron el fusil que MacDoil creía haber perdido. Los ladridos de «Camo» se oían cada vez más claros.
—«Camo» ya se abre paso —dijo MacDoil—. ¡Valiente animal!
Ya habían recorrido otros cincuenta metros acercándose a la superficie del banco, cuando vieron al perro cubierto de nieve y de cristales de hielo. Tal fue el ímpetu del perro para acudir a ellos, que en poco estuvo no rodaran los tres hasta el fondo. El noble animal saltaba de uno a otro, manifestando su contento con alegres ladridos, hasta que, reportándose, tiró a MacDoil del faldón de la chaqueta y le empujó hacia la abertura.
Efectivamente; la galería seguía en línea recta, y a poco vieron entrar la luz del sol.
—Dame tu fusil —pidió el hebridense en el momento en que iba a salir—; pudiéramos tropezar con los osos.
Y terciando el arma, salió afuera. Pero se le adelantó «Camo», el cual, temeroso de que amagara algún peligro a sus amos, se lanzó el primero. MacDoil y Sandoe le oyeron ladrar a poco, como invitándolos a salir.
—¡Estamos salvados! —exclamó el hebridense.
De repente pareció que el banco oscilaba; luego se oyó una tremenda detonación. Apenas si tuvieron tiempo los cazadores para agarrarse al borde del agujero de salida, pues sintiéronse envueltos en un turbión de hielo y fueron rodando otra vez dentro de la galería. Esta segunda caída fue menos violenta que la primera, y pudieron reponerse pronto.
En esto, un grito de horror salió de su garganta.
El paso se había cerrado, y encima de ellos el hielo se había soldado, formando una masa impenetrable.
—¡Sepultados en el banco! —gritó MacDoil—. ¡Todo ha concluido! —y con profundo desaliento se dejó caer al lado de Sandoe, que estaba con los ojos clavados en aquella bóveda de hielo, losa de su sepultura.
***
Cuando el ingeniero oyó el grito de los dos cazadores, que anunciaba un peligro inminente, se había detenido al borde del pozo, dándose prisa en pasar a Sandoe las armas y las municiones.
Comprendiendo que por el momento era vana temeridad acudir en auxilio de los fugitivos perseguidos por los osos, se limitó a pedir un fusil.
Pero para esto era preciso que el marinero que llevara las armas de los cazadores volviese a bajar al pozo, lo cual demandaba algún tiempo.
En esto, el ingeniero vio desprenderse parte del hielo de la abertura y asomar un oso.
Los animales habían demolido con las uñas el borde del iceberg para facilitar la entrada a su compañero. La fiera, a pesar de sus esfuerzos, no podía adelantar, y quedó aprisionada en una grieta. Con todo, como seguía arañando las paredes y empezaban a desprenderse pedazos de hielo, el ingeniero y sus compañeros, que iban detrás, se pusieron en retirada.
Llegaron a la galería, y allí compareció el naviero con dos fusiles y una buena provisión de cartuchos.
—Hay que despichar al oso —dijo Nikirka—. De lo contrario, quedaremos embotellados.
El comandante del Taymir apuntó hacia arriba e hizo fuego a la distancia de seis pasos. El oso blanco, tocado en el corazón, abrió dos o tres veces las fauces, y dando un sordo rugido cayó en el sitio.
—¿Habrá más osos ahí fuera? —dijo Orloff.
—Supongo que al oír el tiro habrán huido.
—Pues abramos paso y vamos en auxilio de los cazadores.
Los dos marineros ensancharon la salida a golpes de hacha, y, apoderándose del oso muerto, hicieron pedazos aquella mole, que pesaría sus seiscientos kilogramos, y que obstruía el paso. En esta operación se pasó más de una hora.
Transportados los pedazos del oso a la despensa del buque, el ingeniero y Orloff, resueltos a socorrer a los cazadores, subieron hasta el boquete; pero no se atrevieron a salir en vista de tantos osos como había fuera.
Entonces fue cuando dispararon los tres tiros que oyeron MacDoil y Sandoe.
—Volvámonos al buque —dijo el ingeniero, desalentado—. Salir de aquí es ir a una muerte segura. De nada sirven las balas; por fortuna disponemos de medios más poderosos para barrer a estos peligrosos vecinos.
Así que llegaron al buque, el ingeniero pidió que le trajeran un pedazo grande de tocino.
—¿Vais a preparar un cebo? —preguntó Orloff.
—No es suficiente para tantos —repuso Nikirka—. Prepararé algo más positivo: un buen cartucho de dinamita que los hará volar a todos. Tengo uno que contiene seis kilogramos de dinamita, y que producirá una explosión capaz de resquebrajar todo el banco y demoler el iceberg. Puede suceder también que la conmoción deshaga la base del ventisquero y liberte a nuestro buque.
—Pero nosotros…
—Nosotros no corremos ningún peligro, señor Orloff.
Y haciendo una brecha en la grasa, introdujo con gran precaución el enorme cartucho, provisto de una mecha larga, lo suficiente para que durase diez minutos.
—Venid, señor Orloff —dijo—. Los osos, en cuanto olfateen el cebo, se apresurarán a tragarlo, y quedarán pulverizados.
El ingeniero puso el cartucho cerca del boquete, y prendiendo fuego a la mecha, dio orden de retirarse al buque.
En aquel momento, los cazadores, lejos de imaginarse la tentativa del ingeniero, procuraban alcanzar la superficie del banco de hielo.
La explosión fue tan formidable, que hasta el Taymir sintió la sacudida. Con todo, la base del iceberg quedó incólume, si bien algunos bloques de hielo cayeron al agua.
El ingeniero y Orloff se apresuraron a salir a la galería, que esta vez estaba abierta y dejaba entrar de lleno la luz del sol. No se veía ningún oso. Los plantígrados debían de haber sido hechos añicos o lanzados a gran distancia.
—¿Qué será de los cazadores? —preguntó Orloff.
—Se habrán refugiado en algún escondite.
—¡Hola!
—¿Qué pasa?
—Oigo ladrar al perro.
Efectivamente, «Camo» ladraba cerca del pico que sirvió de primer resguardo a los cazadores.
—¡Corramos allá! —dijo el ingeniero.
Los ladridos se oían cada vez más claros, mezclados con aullidos lastimeros.
—¡Preveo una desgracia! —dijo Nikirka.
—¿Si habrán muerto? —repuso Orloff.
Y corrieron a más y mejor por el hielo, seguidos de los marineros, que no querían quedarse solos, temerosos de los osos.
Dieron la vuelta al pico en que poco antes se hablan defendido de los osos los cazadores, y se encontraron con «Camo». El perro estaba escarbando furiosamente la nieve. Al ver a los tripulantes del Taymir, aulló y tiró de la ropa al ingeniero.
—¿Qué significa esto? —dijo Orloff al ver la insistencia del perro. ¿Estarán sepultados aquí nuestros amigos?
—No veo ninguna huella —contestó Nikirka.
—Señor Nikirka, el perro no se engaña. Muertos o vivos, los cazadores están aquí debajo.
El Ingeniero, como asaltado por una idea, se dio un golpe en la frente.
—¡La explosión! ¡La explosión! —exclamó.
Su mirada se fijó en una grieta que parecía extenderse un buen trecho bajo la capa de nieve.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Orloff.
—Que los cazadores se han hundido. ¡Pronto! ¡Picos y azadones!… ¡Quizá haya tiempo de salvarlos!
Dos de los tres marineros partieron a escape, mientras el tercero, con el cuchillo, ayudaba al perro en la excavación.
—¡Hagamos algo también, señor Nikirka! —dijo Orloff.
—¡Oh; si «Camo» pudiera hablar! Creo, sin embargo, que hacemos mal en creer en una desgracia.
—¿Por qué, señor Nikirka?
—Porque el mastín mostraría más sentimiento. Tengo la convicción de que viven y de que están en alguna oquedad debajo de aquí.
Aprovechando una grieta que empezaba a descubrirse merced a los trabajos del perro, el ingeniero se inclinó sobre ella y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡MacDoil! ¡Sandoe!
—¡Señor! —respondió una voz que parecía cercana—; ¿sois vos?
—¿Dónde estáis?
—¡En una caverna que comunica con el canal! —respondió MacDoil.
—¿Podéis esperar algunos minutos?
—Los que sean necesarios.
—¡Cavad! —dijo el ingeniero a los marineros—. ¡Los cazadores están debajo de nosotros!
Los marineros dieron azadonazos ayudados por «Camo», que no cesaba de arañar el hielo y de ladrar. Al cabo de diez minutos de penoso trabajo cedió la bóveda del hielo y aparecieron MacDoil y Sandoe cubiertos de nieve.
El ingeniero y Orloff los cogieron del brazo y los sacaron de su prisión lanzando gritos de alegría.
—¡Ah, señor! —exclamó el hebridense abrazando a Nikirka—. ¡Creí no volver a veros!
Los dos cazadores estaban tan postrados, que apenas podían tenerse en pie. Un buen trago de whisky y el aire puro bastaron para devolverles las fuerzas.
—¡Gracias, señor Nikirka!… —dijo MacDoil—. ¿Cómo habéis podido dar con nosotros?
—El mérito del hallazgo se debe a vuestro perro, no a mi. Pero, decidme: ¿fue la explosión lo que os precipitó aquí?
—De sobremesa os contaré cómo ha ocurrido todo. ¡Ah! ¿Los osos dónde están?
—Fueron destruidos por la dinamita.
—¡Y yo que quería vengarme de las angustias que me han hecho pasar, comiéndome uno de aquellos glotones!
—Venid al buque y os haré servir una comida hecha exclusivamente de carne de oso.
—¡Os prometo que me daré un buen atracón!
CAPITULO XXVII. LA LIBERACIÓN DEL TAYMIR
Tres horas después, los dos cazadores, el esquimal, el ingeniero y el señor Orloff, sentados alrededor de una mesa, sobre la cual humeaban dos patas de oso y unos bistecs, se contaban mutuamente, pero sin perder bocado, sus aventuras, tan felizmente llevadas a cabo, y discutían el medio de librar al buque de aquel maldito iceberg que lo tenía en el fondo del canal.
Cuando los dos cartuchos de dinamita no habían conmovido la base del glaciar, parecía señal de que la masa era tan enorme, que desafiaba las minas. Nadie, sin embargo, pensaba en abandonar el Taymir, que los había llevado tan cerca del Polo, aparte de que no contaban con otros medios para regresar de un sitio tan apartado.
Abandonar el buque era la muerte segura entre la nieve y el hielo.
—Es imposible, señor Nikirka —decía MacDoil—, que no encontréis manera de libramos de este condenado iceberg. No podemos seguir eternamente incrustados como lapas en este campo de hielo y a dos pasos del Polo.
—Otra vez conseguisteis demoler un banco enorme —agregó Sandoe.
—Sí; valiéndome de un torpedo —respondió el ingeniero—; pero entonces teníamos espacio suficiente para retroceder, mientras que ahora estamos cercados. Caso de hacer estallar un torpedo, el buque sufriría graves desperfectos.
—¿Y si minásemos la base del iceberg?
—No me atrevo, por idéntica causa. Mi esperanza consiste en una gran marea que habrá mañana. El banco se levantará, y con él la base del iceberg. Medio metro es bastante para pasar por entre el hielo y el fondo. Tal suceso me lo ha hecho recordar el señor Orloff.
—Eso es una fortuna inesperada —contestó MacDoil—. Pero ¿y si no conseguimos escapar?
—Intentaremos otra prueba. ¡Todo menos dejar aquí el Taymir, MacDoil! ¡Le quiero demasiado!
—Lo creo, señor Nikirka. ¡Mañana será! Tenemos tiempo para descansar, y aun para hacer una excursión por el banco. Quiero tomar el desquite de los osos blancos, de los cuales aún debe de haber muchos.
—Al menos, los que asediaron el pico —contestó Sandoe—. ¡Otro vaso y a dormir! ¡No puedo más!
Después de tantas emociones y fatigas, todos sentían verdadera necesidad de descansar. El mismo Kalutunak, aunque acostumbrado a largas vigilias, empezaba a cerrar los ojos.
Cerróse la escotilla para evitar que el agua entrara si se rompía el hielo, y todo el mundo se acostó.
Ningún incidente turbó el sueño de los audaces exploradores, sueño que duró diez horas.
Los dos cazadores y el esquimal, que fueron los primeros en despertar, se aprestaron para hacer una correría por el glaciar. Como tenían catorce horas de tiempo, querían aprovecharlas para reforzar las provisiones de la despensa antes de seguir hacia el Polo.
Pero en el momento de abrir la escotilla, se les reunió el ingeniero perfectamente armado y equipado.
—Queridos cazadores —dijo—, quiero ser también de la partida. Deseo visitar la margen septentrional del banco, para cerciorarme de si más adelante encontraremos agua suficiente para llegar al Polo.
—Y nosotros estamos contentísimos de vuestra compañía —respondió MacDoil—. Haremos una buena caminata y, además, una buena cacería, puedo asegurároslo.
Salieron del pozo sin novedad, precedidos por «Camo» y cuatro perros esquimales.
En las diez horas transcurridas, ninguna modificación se había operado en el banco de hielo. Solamente la cima del iceberg se había truncado considerablemente.
—¡Buena señal! —dijo el ingeniero—. Aligerándose la masa, la base se levantará, y la marea la empujará más fácilmente.
Dieron la vuelta al enorme boquete abierto por la explosión del segundo cartucho, y se dirigieron al Norte, donde se destacaba el mar libre a una distancia de siete u ocho millas.
Por el momento no se veía ningún oso; pero no desconfiaban de encontrarlos, por más que no tenían absoluta necesidad de carne fresca, pues aún faltaba recoger los tres animales que mataron Sandoe y MacDoil en la base del pico. Abundaban, en cambio, las aves marinas: estorninos, ocas y garzas marinas.
—¡Lástima que estos preciosos pájaros no se encuentren en Alaska! —dijo MacDoil.
—¿Para qué? —respondió Nikirka—. ¿Para destruirlos? Día llegará en que los cazadores acabarán con estos habitantes de los países fríos. Entre los canadienses y la Compañía del Hudson matan millones de ellos, así concluirán pronto con ellos.
—En Siberia abunda también esta caza.
—Acaso más que en Alaska y en los territorios centrales de la América inglesa. Sabed que se llegan a matar anualmente dos mil quinientas cebellinas, cinco mil martas, ochenta mil ardillas llamadas de Vilnisk, cien mil de cola blanca y doscientos cuarenta mil de cola negra.
—¡Qué carnicería!
—A la cual hay que añadir diez mil zorras blancas, cinco mil rojas, cinco o seis mil grises o negras y veinte solamente de las azules, que son las más raras.
—Y que por eso son las que mejor se pagan —añadió MacDoil—. Nuestra Compañía vende esas pieles a cien dólares cada una.
—Se calcula que para hacer un abrigo de pieles se necesitan sesenta de ellas.
—Lo cual representa unas veinte mil pesetas por abrigo. Y los osos, ¿se pagan bien?
—Su piel vale unas doscientas cincuenta pesetas.
—Buen negocio para los cazadores siberianos —dijo MacDoil—. ¡Casi estoy tentado de ir allá, seguro de hacerme rico!
—Tiempo tenéis para pensarlo, MacDoil. Por ahora estáis comprometido conmigo, si bien espero que saldréis más ganancioso que en la Siberia.
Así hablando, llegaron al pico. Allí estaban los osos muertos por los cazadores.
—Los recogeremos a la vuelta con la ayuda de los marineros —dijo el ingeniero—. Es una buena provisión que durará hasta volver a Europa.
Siguieron la marcha hacia el Norte, saltando grietas y hummoks, de los cuales escapaban legiones de liebres y zorras blancas, levantadas por los perros esquimales y los «Camo», que huronear bien en todas direcciones.
El banco conservaba su uniformidad. Se extendía casi liso, viéndose muy pocos relieves, en su mayoría hummoks. Hacia el Septentrión se divisaban icebergs de grandes dimensiones, soldados por sus flancos y clavados en la corriente.
A las diez de la mañana la caravana llegó a la extremidad del banco, sin haber tenido ocasión de disparar un solo tiro. Ante ellos se extendía el mar libre, que, a Juzgar por el intenso color azul de sus aguas, debía de tener gran profundidad.
Mirando con el anteojo, el ingeniero descubrió algunos islotes, y también bancos de hielo que no parecían muy grandes.
Estaban ya a punto de volver la espalda al Océano, satisfechos de la exploración, ya que no de la cacería, cuando el ingeniero se fijó en un objeto que las olas del Océano Ártico arrollaban a pocos metros del banco. Nikirka se volvió al esquimal, que iba provisto de un arpón corredizo, y le invitó a cogerlo.
Kalutunak se cuadró sólidamente sobre sus torcidas piernas, deslió la cuerda de tiras de piel, levantó el arpón haciéndolo oscilar de adelante a atrás, y lo lanzó.
La punta del arpón fue a clavarse en el objeto. Tiraron de la cuerda, y pronto lo tuvieron al alcance de las manos.
Era un barril cubierto de algas e incrustaciones marinas, bastante largo y muy pesado.
—¿Cómo puede estar esto aquí? —preguntó el ingeniero—. ¡Vamos a averiguarlo!
Raspó con el cuchillo las incrustaciones, y descubrió en la madera un nombre grabado que decía: P. Lassinius.
Nikirka lanzó una exclamación de sorpresa.
—¿Sabéis cuánto tiempo hace que este barril está en el agua? —dijo a sus compañeros—. Pues la friolera de ciento veintinueve años. Viene, seguramente, del delta de la Luna.
—¡En la Siberia! —dijo MacDoil—. ¿Y tanto tiempo ha empleado en llegar aquí?
—¡El camino que habrá recorrido antes de llegar al Polo! Seguramente ha viajado mucho tiempo rodando por los campos de Hielo; de otro modo se habría roto.
—Pero ¿a quién perteneció?
—A la desgraciada expedición del teniente Pedro Lassinius, un dinamarqués al servicio de Kamchatka.
—Terminada trágicamente, sin duda —dijo MacDoil.
—Es verdad —respondió el ingeniero—. El valeroso e infortunado oficial había zarpado del Lena el 20 de agosto de 1795, con un barco viejo y 52 marineros, y a los pocos días de navegación se vio bloqueado por los hielos de tal modo, que no podía escapar. Obligados a invernar cerca de la costa siberiana, con un frío intenso, y acometidos por el escorbuto, los expedicionarios murieron todos menos uno, el contramaestre Ktischschuff, recogido más tarde por el oficial ruso Tscherbiniu, enviado en busca de los expedicionarios con catorce hombres. ¡Ah, amigos míos! El Polo Norte está hambriento de vidas humanas.
El barril fue desfondado, encontrándose en su interior carne salada en avanzada y pasada corrupción; tanto, que a los mismos perros esquimales les causó asco.
Los cazadores emprendieron el regreso, confiando en matar algunas ocas polacas. Estarían ya a unas dos millas del iceberg, cuando los perros se pararon de improviso ante una mancha de nieve sembrada de pequeños agujeros de forma irregular.
—Si estuviéramos en los bosques de Alaska —dijo MacDoil—, diría que aquí debajo duermen osos blancos.
—Es una camada de vacas marinas —repuso el esquimal—. Es un sitio peligroso.
Los perros se habían alejado precipitadamente de aquel paraje así que sintieron crujir la costra de hielo. Un espectáculo absolutamente nuevo apareció a la vista de los cazadores.
En el fondo de un agujero abierto de improviso se velan apretadas unas contra otras dos docenas de vacas de bigotes blancos y con los dientes amarillentos y gastados. Descansaban en un fondo de agua al pie del banco. Al ver desmoronarse la bóveda se habían alzado sobre las patas delanteras, rechinando los dientes y rugiendo con furor por verse sorprendidas.
MacDoil y Sandoe hicieron fuego instintivamente, produciendo un pánico general. Los viajeros se precipitaron en montón a la abertura, pero dando tiempo a Kalutunak para que clavase el arpón profundamente en el último de los fugitivos.
Los cazadores acudieron en auxilio del esquimal, que tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas. La vaca, ya abandonada por sus congéneres, se debatía ferozmente, haciendo esfuerzos prodigiosos para escapar. Un tiro del ingeniero le partió la cabeza.
Aunque el animal pesaba mucho, entre los hombres y los perros fue izado del banco y acarreado hasta el pozo del Taymir, donde esperaban los marineros.
Durante la ausencia del ingeniero nada nuevo había sucedido en el canal. El iceberg seguía aferrado a su presa, si bien mostraba algunas resquebrajaduras en la base, que la marea había de alargar, provocando, una quebradura.
El resto de la jornada se pasó en llevar a bordo los tres osos muertos en el pico, desollarlos y salarlos, y en almacenar hielo para renovar la provisión de agua dulce necesaria para el consumo.
A las diez de la noche se cerró la escotilla herméticamente.
Mientras los marineros ponían en movimiento la máquina, el señor Nikirka, Orloff y los dos cazadores se asomaban a la lente de proa, inquietos y nerviosos. ¿Qué sería de ellos si la marea no conseguía librar al buque?
El ingeniero, con los ojos fijos en el cronómetro, calculaba que la marea llegaría al máximo a las doce y treinta y cinco minutos. A esta hora el Taymir empezó a moverse.
—¡Forzad la máquina! —gritó el ingeniero acercando los labios al tubo que comunicaba con el maquinista.
El agua se enturbiaba; se oían crujidos encima y debajo del buque; el espolón empezaba a maniobrar en el fondo, abriéndose paso entre la arena. Las planchas del submarino tropezaban con fuerza en la base del Iceberg. El Taymir se movía lentamente.
Más que mirar los tripulantes prestaban atención a los ruidos que producía el crepitar del hielo. De pronto, un grito triunfal resonó en el salón.
—¡Pasamos! —gritó el señor Orloff.
El buque se había inclinado bruscamente hacia popa. El banco seguía oprimiéndolo, pero ya la proa tendía a levantarse; ya no descansaba sobre el fondo arenoso.
—¡Estamos salvados! —exclamó el ingeniero.
El buque recobró su aplomo horizontal y partió con la velocidad de una flecha, removiendo el agua del canal, que se cubrió de espumas.
MacDoil, Sandoe, Orloff, el mismo ingeniero, locos de alegría, se abrazaban entre sí, mientras en la sala da máquinas los marineros prorrumpían en ¡hurras! ¡El valeroso Taymir estaba a salvo otra vez!
Pasado el primer momento de entusiasmo, se moderó la velocidad. El canal podía estar obstruido más adelante, y no era prudente continuar aquella loca carrera, que podía acabar en otra y acaso más terrible catástrofe.
—¡El Polo es nuestro! —gritó MacDoil, destapando una botella de champaña y llenando las copas.
—¡Sí —respondió Nikirka—; de aquí a cuatro horas llegaremos a él, y le arrancaremos los secretos que tantas víctimas ha costado a la ciencia!
El canal se presentaba despejado y lo bastante amplio para contener diez buques como el Taymir. Los bloques de hielo iban a la deriva, rompiéndolos fácilmente el espolón.
Poco después, el buque navegaba en el mar polar libre. Subió a la superficie y se abrió la escotilla.
El banco quedaba a una milla a popa; pero el Taymir se encontraba en un nuevo bajo fondo lleno de algas negras que asomaban a flote. El color intenso del mar, que el comandante atribula a la profundidad del agua, era debido a la abundancia de aquellas plantas marinas.
Se echó la sonda y señaló nueve metros.
—Señor Orloff —dijo el ingeniero—, dad orden al maquinista de andar a cuarto de máquina. Evitemos una varadura.
El buque andaba, haciendo tres nudos por hora, sin dejar Orloff de echar la sonda a cada momento. El agua, como si estuviese canalizada, se mantenía entre nueve y doce metros de profundidad, lo bastante para el Taymir, que era de poca manga.
A las cuatro, cuando el buque sólo se encontraba a 50 millas del Polo, los navegantes encontraron un grupo de islotes pantanosos circundados de icebergs. Eran seis o siete, todos pequeños, pues el mayor no mediría más de 800 metros de circunferencia, poblados por bandadas de aves marinas, que promovían una algarabía tremenda.
En un pantano viéronse tres osos blancos; pero como estaban lejos y como, además, el buque no podía acercarse allí, se les perdonó la vida.
A eso de las once, el ingeniero, que no abandonaba la plataforma, señaló al Norte la cima de una montaña que parecía muy alta.
—Señor Orloff —dijo—, ¿cuánto distamos del Polo?
—Veintisiete millas.
—¿De modo que el Polo está allí?
—Sí, señor Nikirka.
—¡Aceleremos la marcha!
El buque siguió andando con su carrera acostumbrada de quince nudos, sin que el agua pareciera disminuir. Los cazadores acompañaban al ingeniero en la plataforma, sin apartar los ojos de aquella montaña, que se agrandaba por instantes, y que parecía servir de cúspide a nuestro Planeta.
A medida que el buque avanzaba, la montaña iba tomando el aspecto de un pilón de azúcar. La ilusión era perfecta, porque estaba revestida de un blanco manto desde la base a la cumbre, divisándose sus laderas lisas e inaccesibles.
El sol, que entonces aparecía en el horizonte, iluminándola de través, le arrancaba mil destellos, tiñendo su cima de un espléndido matiz rojo vivo, como si de ella brotase lava ardiente.
A medianoche sólo faltaban once millas para llegar a la montaña, la cual mostraba ya su base perfectamente circular, rodeada de hielos, que los rayos del sol hacían fulgurar.
El ingeniero, en pie en la plataforma, parecía transfigurado. Su rostro irradiaba intensa alegría; sus ojos, que brillaban con luz extraña, no perdían de vista aquella prominencia, que parecía atraerle con misteriosa fascinación.
El mismo Orloff se olvidaba a veces de sondar, y permanecía varios minutos seguidos con los ojos fijos en la montaña gigantesca aureolada de púrpura.
A las doce y veintiséis minutos, el Taymir se detenía al pie de aquel cono, produciéndose a estribor un tintineo metálico que resonó largamente en el profundo silencio que reinaba en aquel punto, donde se cruzaban todos los meridianos del mundo.
El ingeniero tocó con ambas manos la montaña, virgen hasta entonces de todo contacto humano, y dijo:
—¡Eres mía!
Y tremolando una bandera azul, en cuyo fondo campeaba en letras doradas el nombre del Taymir, plantó el asta en la nieve de la orilla, mientras los dos cazadores y los demás tripulantes, con la cabeza descubierta, gritaban:
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!
CAPITULO XXVIII. LOS MISTERIOS DEL POLO
El Polo Norte, el terrible Polo Norte, que tantas víctimas costara a las naciones europeas y americanas, que había engullido tantas naves, devorado tantos millones y destruido tantas energías por espacio de tres siglos, estaba vencido al fin.
Su formidable barrera de hielos que lo guardaban celosamente, y contra la cual se habían estrellado tantas expediciones, estaba franqueada. El submarino lo venció todo: campos de hielo fríos intensos, escorbutos, ulteriores del Océano Ártico, densas nieblas; ¡todo!
En dos meses, el admirable huso de acero construido por el audaz ingeniero finlandés venció los obstáculos formidables que hablan detenido a las naves de los más intrépidos navegantes: Oaboto, Verazzano, Hudson, Baffin, Barentz, Fluntow, Zorgdraguer, Phipps, Davis, Hall, Knight, Ross, Parry, Franklin, Inglefield y otros más.
¡Ah!… ¡Bien podía sentirse orgulloso el audaz ingeniero por aquella maravillosa empresa, lo mismo que sus bravos compañeros!
Después de su primer contacto con aquella tierra, perdida, por decirlo así, en los confines del mundo, el Taymir había seguido su marcha dando una vuelta a la montaña que se alzaba bruscamente del fondo del mar.
Buscaba el ingeniero algún sitio que le permitiera la ascensión al cono; pero aquella tierra, como si no quisiera verse hollada por los pies humanos, no ofrecía ningún acceso. Era un cono perfecto de doscientos cincuenta metros de altura, de paredes lisas, sin hendiduras ni protuberancias; una roca gigante, imposible de escalar. Hasta los hielos la defendían, pues colosales icebergs formaban una barrera alrededor de ella.
Orloff y el ingeniero sondearon el fondo, y ¡oh cosa extraña!, el agua debía de tener allí una extraordinaria profundidad, porque la sonda de trescientas brazas no tocaba fondo. ¿Existiría en aquel sitio una depresión enorme, una especie de cuenca profundísima?
—Ya que no puedo trepar a la cumbre, haré por tocar el fondo —dijo el ingeniero a Orloff—. Antes que decline el sol estaremos lejos de aquí.
—¿Seguiremos el camino de antes?
—No, porque seguramente encontraremos otro paso submarino. Yo desearía llegar a los mares de Europa doblando las costas septentrionales de la Groenlandia. ¿Creéis factible esta retirada hacia el Sudeste?
—Paréceme que al Este no hay bancos ni islotes —respondió Orloff apuntando el anteojo.
—Mejor; así en veinte días avistaremos las costas irlandesas.
—¿Y después el Far Oer? —preguntó Sandoe con viva emoción.
—¿Por qué no? —dijo el ingeniero.
—¡Gracias, señor Nikirka!
—¡Ea! ¡A comer! —dijo MacDoil—. ¡Oigo la campana de mi amigo el cocinero!
El cocinero tenía dispuesto un yantar exquisito y abundante, digno festejo de tan notable acontecimiento. La lista se componía de pemiles ahumados, huevos de ocas, caviar de Rusia, buey almizclado en salsa picante, pata de oso asada, pescado a la vinagreta, frutas secas y un pastel monumental, amén de botellas del Rin, de Burdeos, cerveza y champaña.
Todos, los mismos marineros, en aquella ocasión se sentaron a la mesa del comandante, asaltaron los platos con envidiable apetito, y más que nadie MacDoil, a quien el aire del Polo se lo abría de par en par, según él decía.
Cuando se descorchó el champaña hubo muchos brindis por el ingeniero, por Orloff, el Taymir, y el Polo Norte.
Orloff y el ingeniero salieron al mediodía a la plataforma para tomar la altura.
—¡Señores! —dijo Nikirka—, ¡estamos en el Polo Norte!
—¡Si! —agregó Orloff—. ¡A noventa grados de latitud norte y al extremo del paralelo sesenta!
Resonaron los tres hurras de ordenanza, dispersando a algunas aves, que más afortunadas que los exploradores revoloteaban por la montaña.
En seguida se cerró la escotilla, y el Taymir se hundió lentamente en el Océano Ártico para explorar el fondo. El ingeniero, Orloff y los dos cazadores se asomaron a las lentes, esperando ver a los habitantes de aquella hondura; pero sin resultado, pues parecía deshabitada. La sorpresa aumentó ante la observación de fenómenos inexplicables.
A cada metro que el buque se iba hundiendo, las brújulas, como en el polo magnético, daban señales de viva inquietud. Oscilaban vertiginosamente y se inclinaban hasta tocar en el plano de la bitácora. ¿De dónde provenía aquella atracción potente que ponía locas a las agujas?
Hasta el buque, como si experimentara una atracción al fondo del Océano, parecía bajar con más rapidez, como si lo hiciera en el vacío.
—¿Qué opináis, señor Orloff, de este fenómeno sorprendente? Vos mismo, ¿no experimentáis algo?
—Sí; siento una extraña alteración de nervios.
—Por lo visto, las agujas que circundan al Polo están saturadas de electricidad. ¿A qué profundidad estamos?
—A ochocientos metros.
—Haced apagar la luz eléctrica.
—¿Por qué, señor Nikirka?
—Ya lo sabréis después.
Transmitida la orden, el buque quedó sumido en tinieblas. De pronto se vio relampaguear en el agua una luz extraña.
Parecía un relámpago surgido de lo profundo del mar, con el mismo color lívido cárdeno que caracteriza a las centellas de una tempestad.
—Señor —dijo Sandoe—, ¿es que bajamos al infierno?
Callóse el ingeniero. Otro relámpago surcó las tinieblas.
—Señor Orloff —dijo el ingeniero—, ¿no os parece que las auroras boreales han de surgir de estas aguas?
—A eso respondo —dijo Orloff, que por primera vez parecía atemorizado— que estamos a mil cincuenta metros de profundidad, que no se ve aún fondo, y que si seguimos bajando, las brújulas se inutilizarán de modo que no podremos obtener una dirección ni aproximada.
—Lo cual equivale a decir que seria mejor volver a la superficie.
—Si, señor Nikirka.
—Yo lo deseo también —dijo MacDoil—. Estas luces misteriosas me dan miedo.
—Sí; subamos —contestó el ingeniero—. Las brújulas son demasiado preciosas para que las perdamos.
Y el Taymir emprendió la subida, pero con cierta fatiga, como si el empuje fuese contrabalanceado por aquella misteriosa atracción.
Cuando, abierta la escotilla, se asomaron a la plataforma, vieron todos girando encima de la montaña un nubarrón negro que tendía a aumentar, mientras el horizonte se entenebrecía por una densa niebla que velaba el sol.
Parecía inminente una violenta conmoción atmosférica. El aire, así como el agua parecía saturado de electricidad, y tan seco, que había reducido a polvo el tabaco qué los dos cazadores tenían en sus bolsas.
El mar había tomado un color plomizo de siniestro aspecto, y no se sentía la menor ráfaga de aire.
—Señor Nikirka —dijo Orloff—, temo que sobrevenga un huracán, y la prudencia aconseja evitar una sorpresa. Las olas podrían llevar al buque a otro banco e inmovilizarlo para siempre…
—¡Enhorabuena; partamos! —contestó el ingeniero, que parecía algo inquieto—. ¿Siguen locas las brújulas?
—Siguen locas.
—Pues tomemos rumbo al Este, sin dejar de echar la sonda.
El buque se puso en marcha, y la sonda dio bastante profundidad en la dirección Este, pues sólo tocó fondo una vez a trescientas sesenta brazas. Mientras se alejaban de aquellos parajes, las miradas del ingeniero no se apartaban de la montaña polar, la cual se iba esfumando poco a poco, perdiéndose ya de vista la bandera plantada en uno de sus flancos.
El buque precipitaba su marcha. La luz desaparecía rápidamente de aquella región, donde el sol no se pone en seis meses. Las aguas seguían inmóviles, pero se volvían de color de tinta, que les daba pavoroso aspecto.
Supersticioso terror se apoderaba de los audaces exploradores del Polo; tanto, que hasta el mismo ingeniero hubiera querido encontrarse en aquel momento a mil millas al Sur.
A las nueve de la noche, el Taymir encontró los primeros témpanos flotantes, vanguardia de la gigantesca barrera de los icefield. Una hora después, cuando mayor era la oscuridad y más intensa la tensión eléctrica, aparecieron en el espolón del buque algunas llamas azuladas, que se corrían hasta el timón.
Casi en el mismo instante, en dirección Norte, donde estaba la montaña, parecía que el mar ardía.
Vivida luz recorría las densas nubes, formando como una cúpula inmensa. En el punto central de aquella espléndida arcada irradiaban haces luminosos, que se multiplicaban formando una especie de abanico, para resolverse luego en lluvia roja, mientras otros vislumbres se difundían con apariencia de relámpagos.
Aquel turbión de luz se movía agitado como por un viento impetuoso; cambiaba de forma y de color; se diluía en lluvia de oro… Era una espléndida cascada de maravillosas luces, en las cuales predominaba el rojo, y que, alzándose sobre las nubes, formó una inmensa cúpula ígnea, en medio de la cual se divisaba la montaña polar.
El mar parecía de sangre, y hasta los témpanos simulaban estar transformados en enormes masas incandescentes.
—¡Quién sabe! —dijo el ingeniero que desde la plataforma admiraba el soberbio fenómeno—. ¡Quién sabe si las fuerzas magnéticas y eléctricas surgirán de las misteriosas honduras de este mar para formar las auroras boreales! ¡Cuántos secretos esconde este Polo, que ningún ojo humano volverá a ver tal vez!
—Acaso también —añadió Orloff— esta aurora boreal anuncie una tempestad.
—No sé por qué, tengo tristes presentimientos, señor Orloff.
—¿Vos?
—¡Sí, yo; tengo miedo del Polo!
CAPITULO XXIX. LA RETIRADA HACIA EL SUR
El 1.° de julio, el Taymir, que no aminoraba su andar, encontró a 230 millas del Polo los grandes glaciares de la gigantesca barrera ártica. Los efectos del deshielo se habían hecho sentir en los interminables icefields, de suerte que éstos no formaban ya una superficie compacta.
El plan del ingeniero era no hundirse nuevamente bajo aquellos hielos, que podían asfixiarle; pero, en cambio; se exponía al choque con los icebergs, que de continuo crujían y se desmoronaban.
A todo esto, la oscuridad aumentaba, y la niebla envolvía completamente aquellos inmensos glaciares.
A las siete, el mar estaba temible, y el viento adquirió irresistible violencia. Era inminente el peligro de chocar contra algún témpano, pues la luz eléctrica apenas podía ya luchar con aquella niebla.
Por todo esto se resolvió la inmersión a 450 metros, y toda la noche continuó su retirada al Este, hasta que al siguiente día cuando intentó subir a la superficie, tropezó contra una bóveda de hielo. El Taymir, después de intentar romper con el espolón aquella capa de hielo, siguió al Sudeste, con una velocidad de dieciocho nudos y seis décimas, con la luz apagada para poder apreciar mejor la que pudiera atravesar cualquier hendidura del glaciar que lo cubría.
En la mañana del 3, por más que los navegantes se encontraban a ochocientas setenta millas del Polo, cerca de las costas orientales de Groenlandia, la situación seguía siendo la misma. Ya el aire empezaba a faltar; pero, por fortuna, al mediodía se vio luz, y el buque pudo subir a un vasto canal abierto a través de un icefield. Seguía el huracán desencadenado.
El ingeniero y Orloff, desafiando el furor de las olas, salieron a la plataforma para observar la costa que se dibujaba al Oeste.
—Es la costa de Groenlandia —dijo Orloff.
—¿Dónde creéis que nos encontramos? —repuso el Ingeniero.
—Entre los setenta y dos y setenta y ocho grados de latitud.
—En ese caso, estamos navegando en el mar de Groenlandia, y en tres o cuatro días podremos llegar al estrecho de Dinamarca.
—Si, señor Nikirka. ¿Volvemos a sumergimos?
—Sí; el mar es peligroso para permanecer en la superficie. Espero que no tropezaremos con bancos tan inconmensurables que lleguen a privamos de aire.
El buque volvió a sumergirse a cuatrocientos metros, navegando entre la costa groenlandesa y el glaciar que se extendía de Norte a Sur, en una extensión de centenares de millas. A tanta profundidad, el agua estaba muy revuelta y hacía bandear al submarino. Momentos había en que los tripulantes perdían el equilibrio y los muebles rodaban estrepitosamente por el suelo. Hasta los perros aullaban asustados.
Sin embargo, el Taymir no se paraba, y luchando enérgicamente entre aquellas olas alborotadas, seguía su rápida marcha hacia el Sur. Ya había avanzado otras doscientas millas» y, según cálculos aproximados de Orloff, estaba en el paralelo setenta y cinco, cuando hacia las cuatro de la mañana se oyó gritar al timonel:
—¡Máquina atrás!
MacDoil y Sandoe, que desde sus hamacas se dirigían al salón, experimentaron una violenta sacudida que agitó la popa del buque, haciendo rodar los muebles. Oíanse los gritos de los marineros y los ladridos estridentes de «Camo» y de los perros esquimales.
El ingeniero y Orloff corrieron a la máquina, cuyo compartimiento estaba medio inundado. Un árbol de la hélice se había roto y el otro estaba inutilizado.
—Señor —dijo el timonel al ingeniero—, el buque no gobierna. Lo peor es que las planchas de babor se han roto a consecuencia del choque.
—¡No importa! —repuso el comandante—. Tenemos un doble compartimiento, y celuloide, que remediará la avería. Lo más grave es el desequilibrio del buque.
—¡Sandoe —dijo MacDoil, aparte, a su compañero—, esto va mal!
—Sí; el buque puede ir al fondo de un momento a otro, y adiós todo.
—Sí; ¡adiós la hija del rico pescador!
—¡Y también el papá Craig, MacDoil!
CAPITULO XXX. UNA TREMENDA CATÁSTROFE
El audaz Taymir se encontraba realmente en grave aventura. Al chocar con la popa en el escollo submarino en el momento en que el timonel, para no chocar con la isla que apareció bruscamente a proa, había dado precipitadamente la voz de «máquina atrás», se resintió una de las planchas metálicas.
Para mayor angustia, el timón se había roto, y las hélices estaban en tan mal estado, que no prestaban servicio. El peligro no consistía en irse a pique, porque el celuloide remediaba la rotura de la plancha, sino en no poder salir a flote el buque, ya que inundándose el depósito de popa se alteraba el centro de gravedad del buque, sumergida parte de la escotilla. La situación creada era, pues, realmente angustiosa.
De ahí el peligro inminente de la muerte por asfixia, si bien quedaba el recurso de la manga para renovar el aire del buque. Además, la tempestad podía arrojar al Taymir contra la costa o contra un bajo fondo, inutilizándolo para siempre.
Preocupados los dos comandantes, a pesar de su indomable energía, exploraban el horizonte. A cuatrocientos metros se descubría una isla considerable, que formaba ante el buque un amplio semicírculo. Estaba cubierta de altas rocas nevadas, al parecer.
Por el Este se descubría el gran glaciar y muchos icebergs, que el oleaje hacía tambalearse peligrosamente; y por el Oeste, a una distancia de seis o siete millas, la costa de Groenlandia, muy alta, y sembrada de escollos.
Por fortuna, el buque quedó encallado a lo largo de la isla, en dirección del glaciar; pero podía chocar contra cualquier iceberg mal equilibrado y estrellarse.
Al fin consiguió subir a la superficie, pero inclinado a babor y con la popa hundida en el agua.
—Nuestra situación es grave, señor Orloff —dijo el ingeniero—, pero no desesperada. Si las bombas funcionan, podemos recobrar el equilibrio.
Los marineros y los dos cazadores, bajo la dirección de Orloff, se dispusieron a trabajar para el salvamento del buque. Este, merced al contrapeso del agua en los compartimientos, recobró su posición horizontal, y funcionando las hélices laterales, acabaron de poner a flote al Taymir.
Un clamoroso ¡hurra! —salió de todos los pechos.
El ingeniero, Orloff y los dos cazadores se apresuraron a salir a la superficie. El buque se hallaba a trescientos metros del glaciar, pero enteramente rodeado por enormes icebergs, que chocando entre si constituían un grave peligro para la embarcación, la cual, no pudiendo navegar, ni moverse, ni esquivar aquellos gigantes del Polo, podía, de un momento a otro, romperse como una nuez.
—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntariamente el ingeniero—. ¡Si no llegamos al banco morimos todos!
—Señor Nikirka —replicó Orloff—, podemos disponer de la canoa.
—Es verdad…; ¡pero abandonar el Taymir, que nos ha conducido al Polo!
—¡No hay que vacilar, señor Nikirka! ¡Huyamos o, de lo contrario, ninguno de nosotros vuelve a Europa!
El ingeniero, con los brazos cruzados y la frente contraída, miraba a los colosos que bloqueaban su buque. Ruda batalla se libraba en el corazón del audaz explorador. Pero el peligro era inminente, y el retraso de unos minutos podía ser mortal para todos. Difícil dilema.
—¡Señor Nikirka!… —dijo Orloff, viendo adelantarse los icebergs—. ¡Resolveos!
—¡Pobre Taymir! —repuso el ingeniero emocionado—. ¿Cuántos hombres puede llevar la canoa?
—Tres.
—¡Que embarquen primero los cazadores y Kalutunak! ¡Seguidme, MacDoil!
El cazador acompañó al ingeniero al interior del buque, llegando juntos a un camarote amueblado con elegancia. El ingeniero abrió una gaveta de ébano, tomó un paquete de papeles, y dándoselo al hebridense, anunció:
—Por si perezco, os entrego mis notas de a bordo y una carta que, en último caso vale cuarenta mil dólares. Presiento que ha llegado la última hora para el Taymir.
Volvieron a salir a la plataforma. Los marineros habían echado al agua una pequeña canoa, en la cual estaban embarcados ya Sandoe y el esquimal.
—Partid y desembarcad en el banco —dijo el ingeniero—. Si veis al buque que flota aún, enviad a Kalutunad para que embarque otros dos. ¡Quizá nos salvemos todos!
La canoa se alejó con rapidez, seguida de «Camo», que nadaba vigorosamente. El ingeniero, Orloff y los marineros quedaron en el buque, que, empujado por el oleaje, erraba por entre los icebergs, como un leño perdido.
Los dos cazadores y el esquimal remaban furiosamente para arribar al banco, evitando el contacto con los colosos de hielo. Presa de siniestra inquietud, volvían la cara a cada instante, en dirección al buque.
Llegaron al glaciar. Sandoe y Kalutunak saltaron al banco, llevando consigo los papeles del ingeniero. MacDoil estaba mirando para volver atrás, cuando se oyeron gritos de terror que partían del lado del buque.
—¡MacDoil! —exclamó Sandoe, tapándose la cara con las manos—. ¡Están perdidos!
En aquel instante se oyó un formidable estampido. Dos icebergs habían chocado entre sí, derrumbándose sobre el Taymir. Las aguas, levantándose en gigantesca columna, salpicaban a derecha e izquierda enormes bloques de hielo, hasta resolverse en una ola monstruosa, que fue a estrellarse con ímpetu irresistible contra el banco.
La canoa fue lanzada por el aire, y MacDoil dio de cabeza en la punta de un hummok, perdiendo el sentido.
Cuando volvió en sí se encontró en el fondo de la canoa naufragada y al lado de «Camo», que con su aliento trataba de calentar a su amo.
Sandoe y el esquimal, tristes y taciturnos, estaban junto a él. La borrasca se había calmado. El hebridense se pasó la mano por la frente, como si despertara de un sueño, y preguntó:
—¿Dónde estoy?
—¿Cómo te encuentras, MacDoil? —preguntó Sandoe cariñosamente.
—Siento dolores en la cabeza; pero, Sandoe, dime: ¿qué es de ellos?
—¡Perecieron!… —contestó Sandoe con voz sollozante.
—¿No se ha salvado ninguno?
—¡Nadie; el Océano los ha devorado a todos! ¡Así lo hemos comprobado, después de explorar todo un día entre los hielos!
—¡Qué horrible desastre! ¡Ahora que habíamos descorrido el velo del misterio polar! ¡Pobre señor Nikirka! ¡Pobre señor Orloff! ¿Qué va a ser de nosotros?
—¡Huyamos al Sur, MacDoil!
—Dime, Sandoe: ¿se han perdido los papeles del ingeniero?
—No, los guardo conmigo.
—Volvamos atrás; quizá encontremos los cadáveres de nuestros compañeros.
—¡Es inútil, MacDoil! Al choque de los icebergs, estallaron los torpedos, y los tripulantes quedaron pulverizados. Se ha oído la explosión.
—¡No importa, Sandoe; renovaremos la exploración! ¡No tengamos miedo al frío!
—Al frío, no; pero al hambre, si. Llevamos treinta y seis horas sin probar bocado. Estamos sin provisiones y sin escopetas. Sólo contamos con el arpón de Kalutunak. ¡Huyamos al Sur; de lo contrario, moriremos aquí todos, y con nosotros el secreto del descubrimiento del Polo boreal!
CAPITULO XXXI. COMO SE MATA A UN OSO SIN ARMAS
La catástrofe del Taymir iba a acarrear la muerte de los dos cazadores y del esquimal, escapados milagrosamente de los icebergs y de la explosión de los torpedos o de los recipientes de oxígeno. Otro desenlace, acaso más terrible, se cernía sobre los supervivientes.
¿Qué iba a ser de aquellos desgraciados, perdidos en los hielos del mar de Groenlandia, en una frágil canoa, sin armas y sin víveres?
En su precipitada fuga partieron del buque sin provisiones; llevaban treinta y seis horas sin haber probado alimento, y ya empezaban a rendirse sus fuerzas.
MacDoil y sus dos compañeros miraban en tomo, desesperados, espiando la aparición de alguna foca o vaca marina. Ya había transcurrido una hora cuando «Camo» empezó a ladrar.
MacDoil, que conocía muy bien el significado de los ladridos de su perro, haciendo un esfuerzo, dijo a Sandoe:
—¡Vigila, Sandoe! ¡«Camo» olfatea algo!
Sandoe soltó los remos y se puso en pie, mientras el esquimal empuñaba el arpón.
La canoa se encontraba a doscientos pasos de un banco de hielo.
—¿No ves nada, Sandoe? —preguntaba el hebridense—. Quizá haya una foca en el banco.
—No es foca —dijo Kalutunak—. Veo dos osos blancos.
—¡Si pudiésemos matar uno!… Por más que es una temeridad atacarlos con el arpón.
—«Camo» nos ayudará… —repuso Sandoe.
—¿Y si huyen? ¿Qué te parece, Kalutunak?
El esquimal, mirando el montón de pieles que llenaba la canoa, replicó:
—Capturaremos uno.
—¿Con tu arpón?
—Sin arpón.
—¡Cómo! ¿Quieres cogerlo con las manos? ¡El diablo me lleve si te comprendo!
Kulutunak, en vez de responder, se encorvó, hurgó entre las pieles y sacó afuera una de éstas, a la cual estaban cosidas unas ballenas ligeramente arqueadas. Tenía cierto parecido con el kayark, o canoa de piel de foca, armada con huesos de cetáceo, que el esquimal llevara consigo al embarcarse en el Taymir.
Separó una de las ballenas, y dijo:
—¡He aquí el arma que matará al oso blanco!
—¿De veras, Kalutunak? —repuso MacDoil—. ¿Cómo pretender agujerear la piel de un oso con un arma tan flexible y blanda?
—Acerquémonos —replicó el esquimal—, y nos haremos con uno de los dos osos; pero se necesitan algunas horas.
—Tómate doce, si te hacen falta. Estamos con más hambre que un lobo; pero ya nos resarciremos, puesto que tú respondes de la captura.
—No dudéis. Acerquémonos más.
Y ayudado por Sandoe, se puso a remar, mientras MacDoil contenía al mastín para que no ladrara. Ya en la orilla, el esquimal saltó al glaciar con el arpón, y se ocultó tras una pirámide de hielo, mirando en todas direcciones para ver si los osos estaban muy apartados.
A poco pudo verlos en el lado meridional de aquella isla flotante. Eran dos: uno, grande, y el otro, menor y más delgado; macho y hembra tal vez. Debían de haber olfateado a los cazadores, porque miraban atentamente al sitio donde estaba la canoa.
Satisfecho el esquimal volvió a ésta, tomó una costilla de ballena, la dobló, ató los dos extremos, buscó bajo la proa de la canoa un pedazo de grasa y, después de derretirla, fue vertiéndola alrededor del arco de la ballena.
Así que lo tuvo bien untado, púsolo en el hielo, diciendo:
—¡Esperemos!
—¿Qué pretendes con esto? —preguntó MacDoil, impaciente.
—Destrozar los intestinos del oso; dentro de pocas horas tendremos carne de oso.
Dos horas después el esquimal fue a examinar el cebo. Hacia un frío tan intenso, que la grasa estaba congelada y dura como piedra. Quitó la cuerda que ataba las extremidades, sin que éstas se distendieran, y provisto del arpón, saltó a tierra con Sandoe para espiar a los osos, quedándose MacDoil en la canoa con el perro.
—Veréis el éxito —decía el lapón a Sandoe—. He cazado muchos osos con una ballena untada de grasa. El animal hambriento, se la traga; el calor del estómago derrite la grasa helada, el arco se distiende y rasga los intestinos. ¡Oh, oh! ¿Habéis oído?
—Si; es el rugido de un oso —contestó Sandoe, mirando asustado a todos lados—. Creo que ha llegado el momento de echar a correr.
—Todavía no.
—¿Y si los osos se nos vienen encima?
—En ese caso, Sandoe, te aconsejo que arrojes pronto el sombrero, luego los guantes y, si es preciso, la chaqueta. Las fieras se detendrán a olfatear los objetos que vayas tirando y así te darán tiempo para escapar. La canoa no está lejos, y MacDoil no andará perezoso en enviamos a «Camo» en socorro nuestro. ¡Ea, en guardia!
No acababa de decir esto Kalutunak, cuando vieron salir de detrás de un témpano a los osos. Las dos fieras se pararon un instante, pero en seguida acometieron a Sandoe y al esquimal.
—¡Huid! —dijo éste al cazador.
Antes de decírselo Kalutunak, Sandoe había echado a correr como un gamo, no sin verse perseguido por el oso macho.
Pronto el cazador advirtió que el adversario le ganaba terreno y que seria alcanzado antes de llegar a la canoa.
Tiró la gorra. El oso, al ver caer un objeto en la nieve, se echó encima, lo olfateó, le dio unas vueltas y luego siguió su carrera; pero ya Sandoe estaba en la canoa.
El esquimal apareció a este tiempo por entre los témpanos inmediatos, y reuniéndose a los cazadores, gritó:
—¡Pronto, a los remos!
La canoa desatracó rápidamente. Uno de los osos quedó parado en la orilla, sin saber qué partido tomar, hasta que se lanzó al agua y nadó vigorosamente.
Los dos cazadores y el esquimal remaban desesperadamente; pero el pesado lastre de la canoa, unido a lo débiles que estaban los remadores por el prolongado ayuno, hacía desigual aquella carrera.
—¡Kalutunak —dijo Sandoe—, tira el arpón! ¡No tengo fuerzas!
El lapón dejó el remo y empuñó el arpón, mientras «Camo», ladrando furiosamente, se disponía a echarse al agua.
El oso estaba a unos treinta pasos de distancia. Antes que se abalanzase a la popa de la canoa, el esquimal le lanzó el arma entre las fauces abiertas, rompiéndole el paladar y atravesándole la lengua.
El oso rugió ferozmente y se sumergió; pero reapareció veinte pasos más lejos, si bien con menos acometividad. Entretanto, los fugitivos trataban de llegar a un glaciar que se veía flotar al Sudeste.
Estaban próximos a él cuando oyeron fuertes bramidos que venían del otro banco.
—Es el oso que quedó allá y se zampó el cebo de grasa. Esta se ha derretido con el calor del estómago, y el arco, al distenderse, le ha rasgado las entrañas.
Efectivamente, desembarcados los cazadores en el lugar de la ocurrencia, a los pocos pasos vieron entre los témpanos al oso revolcándose sobre la nieve. La pobre bestia se debatía desesperadamente, victima de acerbos dolores.
«Camo» se abalanzó a la garganta. Trató la fiera de rechazarlo; pero, faltándole las fuerzas, se dejó caer, a tiempo que Kalutunak, la remataba de un arponazo en el corazón.
Los tres desgraciados se arrojaron sobre aquel cuerpo agonizante, y poniendo los labios en las heridas sorbieron ávidamente la sangre caliente que manaba de ellas.
CAPITULO XXXII. LAS ULTIMAS VICTIMAS DE LAS REGIONES POLARES
El oso muerto podía suministrar doscientos kilos de carne, lo suficiente para que los supervivientes del Taymir pudieran seguir el viaje hasta las costas de Islandia.
Descuartizaron al animal, y tras improbó trabajo, lograron recoger algunos kilogramos de grasa.
Como no podían encender fuego por estar muy húmedas las maderas salvadas del naufragio, hubieron de contentarse con comer carne cruda, manjar repugnante para los compañeros de Kalutunak, pero agradabilísimo para éste.
Poco tiempo permanecieron en el glaciar. La prudencia les aconsejaba abandonar cuanto antes aquellos sitios frigidísimos y escasos de recursos. Embarcaron los restos de su caza, tendieron la piel del oso a manera de vela entre dos remos para aprovechar el viento Norte que soplaba con, viveza, y tomaron rumbo al Sur.
Al atardecer se detuvieron cerca de un islote desierto, donde anidaban millares de aves marinas.
El esquimal hizo una buena provisión de huevos y de un liquen que, bien condimentado y reducido a pasta, es el ordinario manjar de los groenlandeses. Luego se echaron en el fondo de la canoa, y bien cubiertos con pieles de oso, durmieron bajo la salvaguardia de «Camo».
A los cuatro días de navegación, el 1.° de julio, llegaron a otro islote, que formaba un semicírculo, con una vasta bahía hacia el Este. MacDoil supuso que sería la de Shannon, que se encuentra en la costa groenlandesa llamada hoy del Rey Guillermo. Como quiera que estaban ateridos de frío y medio pasmados por la inmovilidad a que se veían condenados en la canoa, resolvieron detenerse algunos días, esperando además apresar alguna foca que les diera aceite para cocinar y para calentarse.
Pero la parada fue infructuosa, porque la isla no estaba habitada por mamíferos. Pudieron, no obstante, hacerse con una pequeña provisión de liquen comestible.
El 3 de julio emprendieron la retirada entre hielos y con un frío de veinte grados bajo cero. Dos días después empezó a soplar el Norte con violencia, el mar se encrespaba y las costas de la Groenlandia se poblaban de densas nieblas. Los náufragos corrían el peligro de estrellarse contra los hielos o de ser engullidos por una de las olas que combatían la canoa.
En vista de esto, decidieron refugiarse en un banco de hielo hasta que el huracán amainara. El glaciar era de gran espesor, con una circunferencia de trescientos a cuatrocientos metros. La canoa fue izada también para que no se la llevara el agua.
En tres días los supervivientes del Taymir sufrieron lo indecible.
Al cuarto día su situación hízose más desesperada. En una de sus visitas a la orilla donde yacía la canoa, Kalutunak advirtió que ésta había desaparecido, a consecuencia de haberse resquebrajado el hielo.
Sandoe y MacDoil, angustiados y desesperados, corrieron en busca de la embarcación, pero inútilmente. Tal pérdida los abatió; considerándose perdidos, ya que no tenían medio alguno para emprender la retirada, y se quedaban con poquísimas provisiones, por haber desaparecido el resto con la canoa.
—¡Inútil es luchar! —dijo Sandoe, con voz sorda—. ¡Estaba escrito que ninguno de nosotros había de llevar a Europa la noticia del descubrimiento del Polo!
Sólo Kalutunak tenía alguna confianza, acostumbrado como estaba a aquella lucha diaria por la existencia con el frío y el hambre.
—¡Tengo mi arpón! —dijo a los cazadores.
—¡También nosotros tenemos un cheque de cuarenta mil dólares, tan inútil como tu arma! —respondió Sandoe.
—Pero podemos pasar de un banco a otro. Los hielos se rompen tarde o temprano. Ved ahí otro glaciar que viene a tocar con el nuestro. ¿Quién nos impide dejar éste por el otro?
Los cazadores se levantaron. Un pak, que tendría una milla de circuito, se abría paso por entre los otros témpanos, y amenazaba embestir el glaciar donde estaban los náufragos.
—Creo que Kalutunak dice bien —dijo MacDoil—. Intentemos mudar de sitio. Acaso encontraremos alguna foca o huevos de pájaros.
Y cargando con la piel del oso, su único abrigo, con los papeles, el arpón y algunos pedazos de carne que les quedaban, se encaminaron hacia el pak, que a toda prisa iba en dirección a ellos, hasta que chocó fragorosamente con el glaciar. Los náufragos, a riesgo de caer sepultados entre las grietas que se abrieron en el hielo en el momento de la colisión, lograron saltar al nuevo banco.
Entonces vieron asomar por los agujeros abiertos en el nuevo banco algunas focas y morsas. Los cazadores, temerosos de asustarlas, se ocultaron entre los hielos y dejaron que Kalutunak se ingeniara para cazarlas.
—Espero matar alguna —dijo Kalutunak.
—Seguiremos acampados aquí —repuso MacDoil—, mayormente cuando este banco parece ser el más extenso y el más sólido de cuantos nos rodean.
—¿Y después? —preguntó Sandoe—. ¿Qué haremos cuando este pak se quiebre?
—¡Quién sabe si veremos alguno de los balleneros que se dedican a la pesca de las ballenas en Groenlandia!
—Pero ¿podremos resistir este frío?
—Haremos una choza de hielo, Sandoe, Kalutunak es hábil para eso.
—La haré —contestó el esquimal—; y si consigo matar una foca, no tendremos frío.
—¡Pues mano a la obra —repuso Sandoe—, porque ya no puedo resistir más!
El pobre cazador tenía la piel quemada por el frío, la nariz medio congelada, y una tos obstinada le atormentaba día y noche.
Diose principio a la construcción de la choza: Kalutunak y MacDoil trabajaron en ella acarreando y soldando pedazos de hielo, hasta que consiguieron hacer una especie de cúpula de un diámetro de tres metros por dos de altura. Excavaron una especie de galería larga de algunos pies, que terminaba en la choza, a fin de que el calor no se dispersara, y tendiendo en el suelo la piel de oso, pudieron al fin, los pobres náufragos disfrutar de una temperatura relativamente benigna.
Al otro día, de mejor humor, decidieron salir de caza. Habían consumido toda la carne del oso y deseaban ardientemente una tajada de foca, bien o mal asada, así como un poco de luz para alumbrarse en la lóbrega choza.
Al poco rato descubrieron algunos de estos anfibios, y procurando contener a «Camo», se aproximaron a ellos. Los tres cazadores se situaron de modo que pudieran impedir la retirada de los anfibios, que habían salido a solazarse por el banco, y cuando estuvieron cerca corrieron hacia ellos.
Algunas de las focas consiguieron escapar y zambullirse; pero una fue alcanzada por el mastín y estrangulada. Aunque de los más pequeños, el animal era suficiente para alimentarlos una semana.
Los cazadores, después de beber la sangre, lo llevaron triunfalmente a la choza, lo desollaron, lo descuartizaron y recogieron cuidadosamente el aceite.
Otro día intentaron repetir la cacería; pero vieron con terror que las focas habían abandonado el paraje, malográndoles su propósito.
El 9 de julio empeoró la situación. Los tres náufragos se vieron obligados a permanecer en su refugio. El banco, batido por las olas, crujía siniestramente, amenazando romperse de un momento a otro, y bogaba rápidamente hacia el Sur.
El día 14 abandonaron la choza y recorrieron el banco para hacerse con provisiones, pero sin resultado. Regresaron a la choza tristes y descorazonados. Las provisiones estaban para agotarse; el aceite, también. Sandoe seguía con su tos pertinaz y mostraba síntomas de escorbuto.
MacDoil empezó a desesperar; pero el esquimal salió fuera, por si se ponía alguna foca al alcance de su arpón.
Partió el esquimal, y MacDoil se acostó juntó a Sandoe, que estaba tendido sobre la piel de oso, procurando contener aquella maldita tos que le rasgaba las entrañas. «Camo», que estaba en la galería, se mostraba inquieto, como si llegaran a él rumores de fuera.
Había pasado una hora cuando el mastín trató de salir.
—¿Si habrá llamado Kalutunak? —dijo MacDoil.
—No ha sido nada —contestó Sandoe.
—Sin embargo, «Camo» parece inquieto. Voy en busca del esquimal.
—La tempestad ruge fuera, MacDoil. Lleva la piel del oso.
—No, pobre amigo Sandoe. La necesitas tú. ¡Ven, «Camo»!
Apenas el mastín olfateó el aire de fuera, lanzó un aullido tristón, casi lúgubre.
—¡Triste presagio! —se dijo MacDoil—. ¿Qué le habrá pasado a Kalutunak? ¡Búscale, «Camo»!
Y mientras azuzaba al perro gritó él con todos sus pulmones, desafiando los bramidos del viento.
Presa de tremenda inquietud, se lanzó a través de la bruma, redoblando los gritos. De pronto, el perro dio un salto y quedó parado ante el borde de una hendidura de hielo.
—¡Busca, «Camo»; busca! —decíale MacDoil.
Pero el perro no se movía y ladraba sordamente.
Entonces MacDoil reparó en el arpón abandonado al borde de la grieta, y lo comprendió todo. El pobre Kalutunak, empujado por el viento, cayó al mar, y cubierto como iba de pieles, hubo de ahogarse.
Ante aquellas nueva desgracia, MacDoil temió enloquecer.
Creyóse condenado a seguir la suerte de los desgraciados compañeros del Taymir. Hasta le faltó el valor para volver a la choza y dar a Sandoe la tremenda noticia de la pérdida de Kalutunak. Vagó como un loco por entre la niebla y la nieve, y cuando resolvió volver encontró a Sandoe presa de violentos accesos de tos. Al oír entrar a MacDoil, haciendo un esfuerzo supremo se incorporó y le interrogó con la mirada.
—Me he engañado —dijo MacDoil, dejándose caer en el suelo.
Sandoe movió tristemente la cabeza, y dando un gemido exclamó:
—¡Tú… me ocultas la verdad! ¡«Camo» ha ladrado como anunciando una desgracia!
—No, Sandoe.
—¡Lo leo en tus ojos, MacDoil! ¿Ha muerto Kalutunak? ¡Dimeló!
—¡Sí, Sandoe! —respondió MacDoil, con voz sorda—. ¡Pero yo soy robusto, y te salvaré!
Leve sonrisa apuntó en los labios del isleño.
—¡Es tarde! —murmuró entre golpes de tos—. ¡El Polo… trae… desgracia!… ¡Dentro de poco… yo también habré muerto!
—¡No, Sandoe; tú te engañas! ¡No desesperes! El viento empuja el banco hacia el Sur, y a no tardar veremos la costa de Islandia. Corremos como un velero.
Sandoe no respondió y volvió a tumbarse sobre la piel de oso, mientras el perro aullaba tristemente.
Así pasaron algunas horas. Cuando MacDoil, que se había adormecido, despertó, habíase apagado la vela que alumbraba a medias la choza, y afuera rugía el viento.
Asustado, llamó a Sandoe, pero nadie le contestó. Puso las manos en el cuerpo de su amigo y notó que estaba rígido. ¡El pobre Sandoe había muerto!
¿Qué sucedió después de aquella terrible noche? Nunca pudo darse cuenta de ello MacDoil, así como tampoco del tiempo que estuvo en aquel glaciar que la tempestad empujaba hacia los mares europeos.
Sabía únicamente que volvió en sí a bordo del Bomholm, que regresaba de los mares de Groenlandia después de la estación de pesca.
Supo que había sido recogido a ciento sesenta millas de las costas orientales de Islandia, en un pequeño banco de hielo que estaba a punto de deshacerse, y que le encontraron medio helado, muerto de hambre y mordiendo rabiosamente el cheque de cuarenta mil dólares y las notas del comandante del Taymir.