A la Conquista de un Imperio

Emilio Salgari


Novela



Primera parte. A La Conquista De Un Imperio

1. Milord Yáñez

La ceremonia religiosa que había hecho acudir a Gauhati —una de las ciudades más importantes del Assam indio— a millares, y millares de devotos seguidores de Visnú, llegados desde todos los pueblos bañados por las sagradas aguas del Brahmaputra, había terminado.

La preciosa piedra de salagram, que no era otra cosa que una caracola petrificada —del tipo de los cuernos de Ammón, de color negro—, pero que ocultaba en su interior un cabello de Visnú, el dios protector de la India, había sido llevada de nuevo a la pagoda de Karia y, probablemente, escondida ya en un lugar secreto conocido solamente por el rajá, sus ministros y el sumo sacerdote.

Las calles se vaciaban rápidamente: pueblo, soldados, bayaderas y tañedores se apresuraban a regresar a sus casas, a los cuarteles, a los templos o a las fondas para refocilarse después de tantas horas de marcha por la ciudad, siguiendo el gigantesco carro que llevaba el codiciado amuleto y, sobre todo, el divino cabello cuya posesión envidiaban todos los estados de la India al afortunado rajá de Assam.

Dos hombres, que destacaban por sus ropas, muy distintas a las que vestían los indios, bajaban lentamente por una de las calles centrales de la populosa ciudad, deteniéndose de vez en cuando para cambiar unas palabras, en particular cuando no tenían cerca hombres del pueblo ni soldados.

Uno era un hermoso tipo de europeo, sobre la cincuentena, con la barba canosa y espesa, la piel un poco bronceada, vestido de franela blanca y con un ancho fieltro en la cabeza, parecido al típico sombrero mejicano, con unas bellotitas de oro en torno a la cinta de seda.

El otro era un oriental, un extremo oriental a juzgar por el tono de su piel, que tenía unos vagos reflejos oliváceos; ojos muy negros, ardientes, barba aún negra y cabellos largos y rizados que le caían sobre los hombros.

En lugar del traje blanco, vestía éste una riquísima casaca de seda verde con alamares y botones de oro, calzones anchos de igual color y botas altas de piel amarilla con la punta levantada como las de los uzbekos; de la ancha faja de seda blanca le colgaba una magnífica cimitarra con la empuñadura incrustada de diamantes y rubíes, de inmenso valor.

Espléndidos tipos ambos, altos, vigorosos, capaces de hacer frente ellos solos a veinte indios.

—Y bien, Yáñez, ¿qué has decidido? —preguntó el hombre vestido de seda, deteniéndose por enésima vez—. Mis hombres se aburren; ya sabes que la paciencia no ha sido nunca el fuerte de los viejos tigres de Mompracem. Hace ya ocho días que estamos aquí, contemplando los templos de esta ciudad y la sucia corriente del Brahmaputra. No es así como se conquista un reino.

—Tú siempre tienes prisa —contestó el otro—. ¿No conseguirán los años calmar la sangre ardiente del Tigre de Malasia?

—Lo dudo —contestó el famoso pirata, sonriendo—. ¿Y a ti no te arrancarán tu eterna calma?

—Mi querido Sandokan, bien quisiera meterle mano hoy mismo al trono del rajá y arrancarle su corona para ponerla sobre la frente de mi hermosa Surama; pero la cosa no me parece demasiado fácil. Hasta que algún afortunado acontecimiento me permita acercarme al monarca, no podremos intentar nada.

—Ese acontecimiento se busca. ¿Se ha agotado tu imaginación?

—No creo, porque tengo una idea en la cabeza.

—¿Cuál?

—Si no damos un buen golpe, no conseguiremos jamás el favor del rajá, que detesta a los extranjeros.

—Estamos dispuestos a ayudarte. Somos treinta y cinco, con Sambigliong, y mañana llegarán también Tremal-Naik y Kammamuri. Me han telegrafiado hoy que dejaban Calcuta para reunirse con nosotros. Venga, pues, esa idea.

En lugar de contestar, Yáñez se detuvo frente a un edificio, cuyas ventanas estaban iluminadas con cestillos de alambre llenos de algodón empapado en aceite de coco, que ardían crepitando.

De la planta baja, que parecía servir de fonda, llegaba un ruido endiablado y a través de las ventanas se veían muchas personas que iban y venían, atareadas.

—Ya estamos —dijo Yáñez.

—¿Dónde?

—El primer ministro del rajá, su excelencia Kaksa Pharaum no dormirá muy fácilmente esta noche.

—¿Por qué?

—Por el ruido que hacen debajo de él. ¡Qué mala idea ha tenido de ir a vivir encima de una fonda! Puede costarle cara.

Sandokan le miró sorprendido.

—¿Tiene algo que ver esta fonda con tus planes? —preguntó.

—Luego verás. Igual que manejé a James Brooke, que no era un estúpido, voy a jugarle una mala pasada a su excelencia Kaksa Pharaum. ¿Tienes hambre, hermano?

—Una buena cena no me disgustaría.

—Te invito, pues, pero te la comerás tú solo.

—No entiendo nada.

—Desarrollo mi famosa idea. Por tanto, tú cenarás en otra mesa, y pase lo que pase no intervendrás en mis asuntos: sólo cuando hayas acabado de cenar irás a llamar a nuestros tigres y les harás pasear, como tranquilos ciudadanos que gozan del fresco nocturno, bajo las ventanas de su excelencia el primer ministro.

—¿Y si te ves en apuros?

—Llevo debajo de la faja dos buenas pistolas de dos tiros cada una y en un bolsillo mi fiel kris.. Mira, escucha, come y finge ser ciego y mudo.

Dicho esto, dejó a Sandokan, atónito ante aquellas oscuras palabras, y entró resueltamente en la fonda, con una gravedad tan cómica que en otra ocasión hubiera hecho estallar de risa a su compañero, aunque su carácter no había sido nunca muy alegre.

La fonda no estaba tan frecuentada como Yáñez había creído.

Se componía de tres salitas amuebladas sin lujo, con muchas mesas y muchos bancos y gran número de servidores que corrían como locos, llevando jarras de vino de palma y de arac. y grandes fuentes de arroz y de pescados del Brahmaputra, fritos en aceite de coco y mezclados con hierbas aromáticas.

Sentados ante las mesas no habría más de media docena de indios, pero pertenecientes a las castas elevadas, a juzgar por la riqueza de sus ropas; la mayor parte eran kaltanos y rajputs llegados de las altas montañas del Dalk y del Lando para pedir alguna gracia a la preciosa caracola petrificada que ocultaba en su interior el cabello de Visnú.

La repentina entrada de aquel europeo pareció causar un pésimo efecto a los indios, porque cesaron las conversaciones de inmediato y la alegría producida por las abundantes libaciones de vino y arac se esfumó de golpe.

El portugués, a quien no se le escapaba detalle, atravesó las dos primeras salas y, entrando en la última, fue a sentarse a una mesa ocupada por cuatro barbudos kaltanos, que llevaban en sus anchas fajas un verdadero arsenal entre pistolas, puñales y tarwar., curvados y afiladísimos.

Yáñez les miró de frente, sin dignarse saludar, y se sentó tranquilamente ante ellos, gritando con voz estentórea y en un inglés detestable:

—¡Comida! ¡Milord tener mucha hambre!

Los cuatro kaltanos, a los que no debía agradar mucho la compañía de aquel extranjero, cogieron sus escudillas aún medio llenas de curry, se levantaron y cambiaron de mesa.

—Magnífico —murmuró el portugués—. Dentro de poco os haré reír o llorar.

En aquel momento pasaba un mozo de la fonda, llevando una fuente llena de pescado, destinada a otras personas.

Yáñez se levantó rápido, le cogió por una oreja y le obligó a detenerse. Luego le gritó a la cara.

—Milord tener mucha hambre. ¡Poner eso ahí, bribón! Ser segunda vez que milord grita.

—¡Sahib.! —exclamó confuso, y un tanto irritado, el indio—. Este pescado no es para ti.

—Llamar a mí milord, bribón —gritó Yáñez, fingiéndose irritado—. Yo ser gran inglés. ¡Pon aquí fuente! Buen perfume.

—Imposible, milord. No es para ti.

—Yo pagar y querer comer.

—Un momento sólo y te sirvo.

—Contar momentos en mi reloj, luego cortar a ti una oreja.

Se sacó de un bolsillo un magnífico cronómetro de oro, lo puso sobre la mesa, y se quedó mirando las agujas.

En aquel momento entró Sandokan, que se sentó a una mesa cerca de una ventana, que no estaba ocupada.

Como llevaba vestido oriental y tenía la piel bronceada, nadie hizo mucho caso de él. Podía pasar por un rico hindú del Lahore y de Agrar, llegado para asistir a la célebre ceremonia religiosa.

Apenas se sentó el famoso pirata malayo, tres o cuatro sirvientes le rodearon, preguntándole qué deseaba cenar.

—¡Por Júpiter! —murmuró Yáñez, encolerizado, tirando el cigarrillo que acababa de encender—. Ha entrado después que yo y todos corren a servirle. Un europeo no podrá hacer nada bueno en este país, a menos de que sea un pillo de cuidado. Pero ya veréis cómo las gasta milord… Moreland. ¡Eso es! Tomaré el nombre del hijo de Suyodhana: suena bien. —Luego añadió en voz alta—: ¡Vaya! ¡Si aquí haber bebida!

Una jarra, pedida sin duda por los cuatro kaltanos que ocupaban antes la mesa, estaba en medio de ésta, con un vaso al lado.

Yáñez, sin preocuparse de sus propietarios, la cogió y se la acercó a los labios, dando un largo sorbo.

—Verdadero arac —dijo luego—. ¡Exquisito a fe mía!

Iba a probarlo otra vez, cuando uno de los cuatro kaltanos barbudos se acercó a la mesa, diciéndole:

—Excusa, sahib, pero esa jarra nos pertenece. Tú has apoyado en ella tus labios impuros y pagarás el contenido.

—Llamar a mí milord ante todo —dijo Yáñez, tranquilamente.

—Sea, con tal de que tú pagues el licor que yo he pedido para mí —contestó el kaltano con acento seco.

—Milord no pagar por nadie. Encontrar jarra en mi mesa y yo beber hasta que no tener más sed. Dejar tranquilo a milord.

—Aquí no estás en Calcuta ni en Bengala.

—A milord no importar nada. Yo ser grande y rico inglés.

—Razón de más para pagar lo que no te pertenece.

—Vete al diablo.

Luego, viendo pasar a otro mezo que llevaba un plato lleno de fruta cocida, lo cogió por el cuello, gritándole:

—¡Aquí! Poner aquí, delante de milord. Poner o milord estrangular.

—¡Sahib!

Yáñez, sin esperar más, le arrebató el plato, se lo puso delante y tras dar un empujón al mozo, mandándole a dar de narices contra una mesa vecina, se puso a comer, mascullando:

—Milord tener mucha hambre. ¡Indios bribones! Mandar yo aquí cipayos y cañones y ¡bum sobre todos vosotros!

Ante aquel acto de violencia, realizado por un extranjero, un murmullo amenazador brotó de los labios es los indios que cenaban en la fonda.

Los cuatro kaltanos se pusieron en pie, apoyando las manos en sus pistolones y mirándole ferozmente.

Sólo Sandokan reía silenciosamente, mientras Yáñez, siempre imperturbable, devoraba concienzudamente la fruta cocida, regándola de vez en cuando con el arac que no había pagado, ni tenía intención de pagar.

Cuando hubo terminado, agarró casi al vuelo a un tercer mozo, arrebatándole de las manos una fuente repleta de pescado, condimentado con un magnífico curry.

—¡Todo esto para milord! —gritó—. Vosotros no servir y yo coger.

Esta vez un rugido de indignación se alzó en la sala.

Todos los indios que ocupaban las mesas se habían puesto en pie, como un solo hombre, irritados por aquellos continuos abusos.

—¡Fuera el inglés! ¡Fuera! —gritaron con voz amenazadora.

Un rajput de aspecto canallesco, más atrevido que los demás, se adelantó hasta la mesa ocupada por el portugués y le señaló la puerta, diciéndole:

—¡Márchate! Basta.

Yáñez, que ya estaba atacando el pescado, levantó los ojos hacia el indio, preguntándole con perfecta calma.

—¿Quién?

—¡Tú!

—¿Yo, milord?

—Milord o sahib, ¡márchate! —repitió el rajput.

—Milord no haber terminado todavía cena. Tener mucha hambre aún, querido indio.

—Vete a comer a Calcuta.

—Milord no tener ganas de moverse. Encontrar aquí cosas muy buenas, y yo milord comer aún mucho; luego todo pagar.

—¡Échale! —rugieron los kaltanos, furibundos.

El rajput alargó una mano para coger a Yáñez; pero éste le arrojó a la cara el pescado que estaba comiendo, cegándole con la salsa pimentada que lo bañaba.

Ante aquel nuevo gesto de arrogancia, que parecía un desafío, los cuatro kaltanos, cuyo arac se había bebido Yáñez, se abalanzaron contra la mesa, aullando como endemoniados.

Sandokan se puso también en pie, metiendo las manos dentro de la faja, pero una mirada rápida de Yáñez le detuve.

El portugués era, por otra parte, hombre capaz de arreglárselas sin la ayuda de su terrible compañero.

Ante todo, arrojó sobre los kaltanos la fuente llena de curry; luego, cogiendo un escabel de bambú, lo levantó y lo hizo voltear amenazadoramente ante los rostros de sus adversarios.

El gesto fulminante, la estatura del hombre y, más que nada, esa cierta fascinación que ejercen siempre los hombres blancos sobre los de color, habían detenido el impulso de los kaltanos y de todos los demás hindúes, que iban a defender a sus compañeros.

—¡Salir o milord inglés matará a todos! —gritó el portugués.

Luego, viendo que sus adversarios permanecían allí, inmóviles, indecisos, dejó caer el asiento, sacó dos magníficas pistolas de doble cañón, con arabescos y montadas en plata y madreperla, y, sin más, las apuntó contra ellos, repitiendo:

—¡Salir todos!

Sandokan fue el primero en obedecer. Los demás, presa de un repentino pánico —y también para evitar a su gobierno, ya no muy bien visto por el virrey de Bengala, graves complicaciones—, no tardaron en batirse en retirada, aunque todos ellos poseían armas.

El propietario de la fonda, al oír todo aquel alboroto, acudió a toda prisa, empuñando una especie de espetón.

—¿Quién eres tú que te permites turbar los sueños de su excelencia el ministro Kaksa Pharaum, que vive encima, y que haces huir a mis parroquianos?

—Milord —contestó Yáñez, con toda tranquilidad.

—Lord o campesino te invito a salir.

—Yo no haber acabado aún mi cena. Tus boys no servir a mí y yo coger a ellos los platos. Yo pagar y tener por eso derecho a comer.

—Ve a terminar tu cena en otro sitio. Yo no sirvo a los ingleses.

—Y yo no dejar tu fonda.

—Haré llamar a la guardia de su excelencia el ministro, y te haré detener.

—Un inglés nunca tener miedo de los guardias.

—¿Sales? —rugió furioso el fondista.

—No.

El indio hizo gesto de levantar el espetón, pero en seguida retrocedió hasta el umbral de la puerta.

Yáñez, empuñando de nuevo las pistolas, que había dejado sobre la mesa, le apuntaba al pecho, diciéndole fríamente:

—Si tú dar un solo paso, yo hacer ¡bum!, y matarte.

El fondista cerró con estrépito la puerta, mientras los kaltanos y los rajputs que habían acudido también desde las otras dos salas, gritaban:

—¡No le dejemos escapar! ¡Es un loco! ¡Los guardias! ¡Los guardias!

Yáñez había estallado en una risotada.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Así es como se puede conseguir una cena gratis en casa de un altísimo personaje de Assam. Porque me la ofrecerá, no lo dudo. ¿Y Sandokan? ¡Se ha ido! Estupendo, ahora podemos reemprender la cena.

Tranquilo e impasible, como un verdadero inglés, se sentó de nuevo ante otra mesa sobre la que había otra sopera de curry, y comió algunas cucharadas.

Pero no había llegado a la tercera, cuando la puerta se abrió con estruendo y seis soldados con inmensos turbantes, anchas casacas flamantes, calzones muy amplios y babuchas de piel roja, entraron apuntando hacia el portugués sus carabinas.

Eran seis buenos mozos, altos como granaderos, y barbudos como bandidos de las montadas.

—Ríndase —dijo uno de ellos, que llevaba en el turbante una pluma de buitre.

—¿A quién? —preguntó Yáñez, sin dejar de comer.

—Somos guardias del primer ministro del rajá.

—¿Dónde conducir a mí, milord?

—Ante su excelencia.

—Yo no tener miedo de su excelencia.

Se puso en el cinto las pistolas, se levantó con flema, dejó sobre la mesa un puñadito de rupias para el tabernero y avanzó hacia los guardias, diciendo:

—Yo dignarme su excelencia ver a mí, gran inglés.

—Entregue las armas, milord.

—Yo no dar nunca mis pistolas: ser regalo de graciosísima reina Victoria, mi amiga, porque yo ser gran milord inglés. Yo prometer no hacer daño a ministro.

Los seis guardias se interrogaron con la mirada, no sabiendo si debían forzar a aquel hombre original a entregar las pistolas; pero después, temiendo cometer un gran disparate, por tratarse de un inglés, le invitaron sin más a seguirles hasta la presencia del ministro.

En la sala vecina se habían reunido todos los parroquianos, dispuestos a auxiliar a los guardias del ministro.

Al verle aparecer, le acogieron con una salva de imprecaciones.

—¡Hacedlo ahorcar!

—¡Es un ladrón!

—¡Es un canalla!

—¡Es un espía!

Yáñez miró intrépidamente a aquellos energúmenos, que se hacían los valientes porque le veían entre seis carabinas, y contestó a sus invectivas con una ruidosa carcajada.

Al salir de la fonda, los guardias entraren en un portal vecino, haciendo subir al prisionero una escalinata de mármol, iluminada por un farol de metal dorado, en forma de cúpula.

—¿Aquí habitar ministro? —preguntó Yáñez.

—Sí, milord —contestó uno de los seis.

—Yo tener prisa cenar con él.

Los guardias le miraron con estupor, pero no osaron decir nada.

Llegados al rellano, le introdujeron en una bellísima sala, decorada con elegancia, con muchos divancitos de seda floreada, grandes cortinas de percal azul y graciosos muebles, ligerísimos e incrustados de marfil y madreperla.

Uno de los seis indios se acercó a una placa de bronce colgada sobre una puerta y la golpeó repetidamente con un martillo de madera.

Aún no se había extinguido el sonido, cuando se alzó la cortina y apareció un hombre, que fijó sus ojos en Yáñez, más con curiosidad que con enojo.

—Su excelencia el primer ministro Kaksa Pharaum —dijo uno de los soldados.

—¿Así que no ha podido cenar, milord?

—Sólo pocos bocados. Yo tener aún mucha hambre, grandísima hambre. Yo escribir esta noche a virrey de Bengala no poder cumplir mi difícil misión porque assameses no dar milord de comer.

—¿Qué misión?

—Yo ser grande cazador tigres y ser aquí venido para destruir todas malas bestias que comen hindú.

—¿De forma que milord ha venido para prestarnos un valioso servicio? Nuestros súbditos han cometido un error al tratarle mal, pero yo lo remediaré todo. Sígame, señor.

Hizo gesto a los guardias de que se retiraran, levantó la cortina e introdujo a Yáñez en un gracioso gabinete, iluminado por un globo de vidrio opalino, suspendido sobre una mesa ricamente servida, con platos y cubiertos de oro y de plata, llenos de manjares exquisitos.

—Iba a cenar —dijo el ministro—. Le ofrezco que me acompañe, milord; así le compensaré de la mala educación y malevolencia del fondista.

—Yo dar gracias excelencia y escribir a mi amigo virrey de Bengala tu gentil acogida.

—Se lo agradeceré.

Se sentaron y empezaron a comer con envidiable apetito, especialmente por parte de Yáñez, intercambiando de vez en cuando algún cumplido.

El ministro llevó su cortesía hasta hacer servir a su invitado —una vieja cerveza inglesa, que aunque era muy ácida—. Yáñez se guardó muy bien de dejar de beber.

Cuando hubieron terminado, el portugués se recostó en una cómoda butaca y, fijando los ojos en el ministro, le dijo a quemarropa y en perfecta lengua hindú:

—Excelencia, vengo de parte del virrey de Bengala para tratar con usted un grave asunto diplomático.

Kaksa Pharaum se sobresaltó.

—¡Echad al inglés por la ventana!

—Le ruego que me excuse por haber recurrido a un medio… un poco extraño para acercarme a usted y…

—Entonces no es usted británico…

—Sí, un auténtico lord inglés, primer secretario y embajador secreto de su excelencia el virrey —contestó Yáñez imperturbable—. Mañana le mostraré mis credenciales.

—Podía usted haberme pedido una audiencia, milord. No se la habría negado.

—El rajá no hubiera tardado en ser informado, y yo, por ahora, deseo hablar solamente con usted.

—¿Acaso el gobierno de las Indias tiene alguna idea sobre el Assam? —preguntó Pharaum, asustado.

—Ninguna en absoluto, tranquilícese. Nadie piensa amenazar la independencia de este estado. No tenemos que hacer ningún reproche a Assam ni a su príncipe. Pero lo que debo decirle no debe oírlo nadie, de forma que sería mejor, para mayor seguridad, que mandara a la cama a los sirvientes.

—No les disgustará, al contrario —dijo el ministro, esforzándose por sonreír.

Se levantó y golpeó el gong que colgaba de la pared, detrás de su silla. Casi inmediatamente entró un criado.

—Que se apaguen todas las luces, menos las de mi alcoba, y que todos se acuesten —dijo el ministro en un tono que no admitía réplica—. No quiero que esta noche se me moleste por ningún motivo. Tengo trabajo.

El sirviente se inclinó y desapareció.

Kaksa Pharaum esperó a que se apagara el rumor de sus pasos, y, volviendo a sentarse, dijo a Yáñez:

—Ahora, milord, puede hablar libremente. Dentro de unos minutos toda mi gente estará roncando.

2. El secuestro de un ministro

Yáñez vació un gran vaso de aquella pésima cerveza, sin poder evitar una mueca, luego sacó de una bellísima petaca de concha con iniciales en brillantes dos gruesos cigarros de Manila y ofreció uno al ministro, diciéndole con una sonrisa bonachona:

—Acepte este cigarro, excelencia. Me han dicho que es usted fumador, cosa más bien rara entre los indios, que prefieren ese detestable betel que estropea los dientes y la boca. Estoy seguro de que nunca ha fumado un cigarro tan delicioso como éste.

—Me acostumbré a fumar en Calcuta, donde estuve algún tiempo en calidad de embajador extraordinario de mi rey —dijo el ministro, cogiendo el cigarro.

Yáñez le tendió un fósforo, encendió también su cigarro, echó al aire tres o cuatro bocanadas de humo oloroso, que por un instante velaron la luz de la lámpara y luego siguió, mirando con cierta malicia al ministro, que saboreaba como buen aficionado el delicioso aroma del tabaco filipino:

—He sido enviado aquí, como le dije, por el virrey de Bengala para obtener de usted información sobre las revueltas que están ocurriendo en la Alta Birmania. Como ustedes lindan con ese turbulento reino, que siempre nos ha dado serias preocupaciones, es seguro que están al corriente de lo que allí sucede. Le advierto ante todo, excelencia, que el gobierno de la India no sólo le quedará agradecidísimo, sino que le recompensará espléndidamente.

Al oír hablar de recompensas, el ministro —venal como todos sus compatriotas— abrió los ojos de par en par y soltó una risita de satisfacción.

—Sabemos más de lo que puede usted suponer —dijo luego—. Es cierto: en la Alta Birmania ha estallado una violentísima insurrección promovida, según parece, por un emprendedor talapón, que ha abandonado la túnica amarilla de los monjes para empuñar la cimitarra.

—¿Y contra quién?

—Contra el rey Phibau y, sobre todo, contra la reina Su-payah-Lat que, el mes pasado, hizo estrangular a dos jóvenes esposas del monarca, una de las cuales había sido escogida entre las princesas de la Alta Birmania.

—¡Qué historia tan enrevesada!

—Se la explicaré mejor, milord —dijo el ministro, entornando los ojos—. Según las leyes birmanas, el rey puede tener cuatro esposas, pero su sucesor está obligado a casarse con su propia hermana o, por lo menos, con una princesa de la familia, al objeto de que se conserve pura la sangre real. Cuando Phibau, que es el monarca actual, subió al trono, había en su familia dos hermanas dignas de compartir el trono. El rey sentía mayor inclinación por la mayor; pero a la más joven, a la princesa Su-payah-Lat, se le había metido en la cabeza ser también reina, de forma que empezó a manifestar en todas partes el más ardiente afecto hacia el soberano y llegó a inducir a la reina madre a decidir, con su profunda sabiduría, que aquel amor merecía recompensa y que el hijo debía casarse con ambas. Pero el proyecto se desbaratado por la mayor de las hermanas, la princesa Ta-bin-deing, que prefirió entrar en un monasterio budista. ¿Me sigue usted?

—Hasta aquí, perfectamente —contestó Yáñez, que encontraba muy escaso interés en aquella historia—. ¿Y después, excelencia?

—Phibau entonces se casó con Su-payah-Lat y con otras dos princesas, una de las cuales pertenecía a una noble familia de la Alta Birmania.

—¿Y la primera hizo estrangular a estas dos por despecho?

—Sí, milord.

—¿Y qué ha sucedido, después? ¿Otro estrangulamiento, ordenado por el rey esta vez?

—En absoluto, milord. Su-payah-pa… pa…

—Adelante, excelencia —dijo Yáñez, mirándole con malignidad.

—¿Dónde me he quedado…? —preguntó el ministro, que parecía hacer esfuerzos supremos para mantener abiertos los ojos.

—En el tercer estrangulamiento.

—¡Ah, sí! Su-payah-pa… pa… pa… ¿está claro?

—Clarísimo. Lo he entendido todo.

—Pa… pa… un hijo… los astrólogos de corte… ¿me comprende bien, milord?

—Perfectamente.

—Luego estranguló a las dos reinas.

—Lo sé.

—Y Su… pa…

—Me parece que ese pa… pa… se vuelve terrible para su lengua. ¡Por Júpiter! ¿Habrá bebido demasiado esta noche?

El ministro, que por vigésima vez había cerrado y vuelto a abrir los ojos, miró a Yáñez como en sueños, luego dejó caer de entre sus labios el cigarro y, de golpe, se reclinó primero sobre el respaldo de la silla y después rodó por el suelo, como si le hubiese dado un síncope.

—¡Menudo cigarro! —exclamó Yáñez, riendo—. El opio debía ser de primera calidad. Y ahora manos a la obra, puesto que todos duermen. Conque pensabas que mi imaginación se había agotado, ¿eh, Sandokan? Ya verás.

Ante todo, recogió el cigarro, que el ministro había dejado caer, y se acercó a la ventana abierta.

Aunque ya no brillaba ninguna luz —los indios sen muy parcos en cuestiones de iluminación, en parte porque las noches allí son claras y el cielo casi siempre purísimo—, descubrió en seguida a varias personas que paseaban lentamente, en grupos de tres o cuatro, como honestos ciudadanos que aprovechan un poco de fresco, fumando y charlando.

—Sandokan y los tigres —murmuró Yáñez, frotándose las manos—. Todo marcha perfectamente.

Tiró fuera la colilla del cigarro del ministro, se acercó dos dedos a los labios y emitió un silbido suavemente modulado.

Al oírlo, los paseantes se detuvieron de golpe; luego, mientras unos se dirigían a los dos extremos de la calle, para impedir que se acercara alguien, un grupo se detuvo bajo la ventana iluminada.

—Preparados —dijo una voz.

—Espera un momento —contestó Yáñez.

Arrancó los cordones de seda de la cortina, los unió, comprobó su solidez, luego aseguró un extremo al picaporte de una puerta y el otro extremo lo pasó bajo los brazos del desgraciado ministro, que mantenía una inmovilidad absoluta.

—Pesa bien poco su excelencia —dijo Yáñez, tomándolo en brazos.

Le llevó hacia la ventaría y, sujetando con fuerza el cordón, empezó a bajarlo.

Diez brazos se apresuraron a cogerlo, apenas tocó el suelo.

—Ahora, esperadme a mí —murmuró Yáñez.

Apagó la lámpara, se asió a la cuerda y en un momento se encontró en la calle.

—Eres un verdadero demonio —le dijo Sandokan—. Espero que no le hayas matado.

—Mañana estará tan bien como nosotros —contestó Yáñez, sonriendo.

—¿Qué le has hecho beber a este hombre? Parece muerto.

—¡Este hombre! Un poco más de respeto con las autoridades, hermanito. Es el primer ministro del rajá.

—¡Diantre! Tú siempre das buenos golpes.

—Vámonos aprisa, Sandokan. Puede llegar la guardia nocturna. ¿Tienes algún vehículo?

—Hay un tciopaya esperando en la esquina de la calle.

—Vamos hacia allá, sin pérdida de tiempo.

Con un silbido semejante al que había emitido poco antes Yáñez, el pirata malayo hizo regresar a los hombres que vigilaban en el extremo de la calle y todos juntos se dirigieron a un gran carro, con la caja pintada de azul, que sostenía una especie de pequeña cúpula formada con ramas, bajo la que había dos colchones.

Era uno de esos cómodos vehículos que usan los indios cuando emprenden un largo viaje, y que se llaman tciopaya; en ellos, resguardados del sol, pueden comer, fumar y dormir, ya que la caja está dividida en des partes: una que sirve de salita y otra de dormitorio.

Cuatro pares de blanquísimos cebúes, de gibas vacilantes y dorsos cubiertos de gualdrapas de tela roja, estaban uncidos al macizo vehículo.

Depositaron al ministro sobre uno de los colchones, Yáñez y Sandokan se sentaron cerca de él y, mientras sus compañeros se dispersaban para no levantar sospechas, el carro se puso en marcha, conducido por un malayo vestido de indio, que llevaba en la mano una antorcha para iluminar la calle.

—A casa directos —dijo Sandokan al cochero.

Luego, dirigiéndose a Yáñez, que estaba encendiendo un cigarro, le preguntó:

—¿Vas a hablar de una vez? No consigo entender qué idea se te ha metido en la cabeza. Creía que te mataban allá dentro.

—¡A un blanco y lord! Nunca se hubieran atrevido —contestó Yáñez, aspirando lentamente el humo y volviéndolo a echar con la misma lentitud.

—Sin embargo, has jugado una partida que podía costarte cara.

—Alguna vez hay que divertirse.

—En resumen, ¿qué quieres hacer con esta momia?

—Ya te he dicho que es una autoridad.

—Que nunca hará un buen papel en la corte del rajá.

—Yo sí que lo haré.

—¿Quieres introducirte en la corte de ese receloso tirano? Hace ocho días que nos repiten que no quiere ver a ningún europeo.

—Y yo te digo que me acogerá con grandes honores. Espera a que tenga en mis manos la piedra de salagram y el famosa cabello de Visnú, y verás cómo me recibe.

—¿Quién?

—El rajá —contestó Yáñez—. ¿Crees que voy a contentarme con contemplar el hermoso país de mi Surama, sin intentar devolverle su corona?

—Ésa era nuestra idea —dijo Sandokan—. Tampoco yo habría dejado Borneo para venir a pasearme por las calles de Gauhati. Pero no consigo entender qué tienen que ver el secuestro de un ministro, el cabello de Visnú y la piedra de salagram con la conquista de un reino.

—Vasos a ver, ¿sabes dónde esconden la piedra los sacerdotes?

—Yo no.

—Tampoco yo, aunque en estos días he interrogado a no sé cuántos indios.

—¿Y quién te lo dirá?

—El ministro —contestó Yáñez.

Sandokan miró al portugués con verdadera admiración.

—¡Ah, qué diablo de hombre! —exclamó—. Serías capaz de enredar a Brahma, Siva y Visnú juntos.

—Tal vez —admitió Yáñez, riendo—. Pero en la corte del rajá encontraremos un obstáculo que será duro de pelar.

—¿Qué obstáculo?

—Un hombre.

—Si has secuestrado a un ministro, podrás hacer desaparecer a ése también.

—Se dice que goza de gran influencia en la corte, y que es él quien hace lo imposible para impedir que pongan los pies en ella los extranjeros de raza blanca.

—¿Quién es?

—Un europeo, según me han dicho.

—Algún inglés.

—No he podido saberlo. También nos lo dirá el ministro.

Una brusca parada, que por poco les hizo perder el equilibrio, interrumpió su conversación.

—Hemos llegado, jefe —dijo el conductor del carruaje.

Diez o doce hombres, los mismos que les habían ayudado a secuestrar al ministro, habían salido por una puerta, alineándose silenciosamente a los dos lados del vehículo.

—¿Os ha seguido alguien? —les preguntó Sandokan, saltando a tierra.

—No, jefe —contestaron todos a una.

—¿Nada nuevo en la pagoda?

—Calma absoluta.

—Coged al ministro y llevadlo al subterráneo de Quiscina.

El carruaje se había detenido ante una gigantesca fortaleza apoyada en parte en el Brahmaputra y que se alzaba en un lugar completamente desierto, no habiendo en torno suyo más que las antiquísimas murallas semiderruidas —que en otro tiempo debían de haber servido de protección a la ciudad— y colosales montones de escombros.

En la testera, sobre una puerta de bronce, se descubrían confusamente unas divinidades indias, de piedra negra, alineadas en una especie de cornisa sujeta por una infinidad de cabezas de elefante, excavadas en la roca y que tenían las trompas enrolladas.

Debía de tratarse de alguna pagoda subterránea, como hay tantas en la India, porque en lo alto no se veía ninguna clase de cúpula, ni semicircular ni piramidal.

Habían salido otros hombres, portadores de antorchas, que se unieron a los primeros. En apariencia, todas aquellas personas —aunque vestían los trajes del país— pertenecían a dos razas muy diversas que no tenían nada, o muy poco, de indio.

En efecto, mientras algunos eran bajos y más bien robustos, de piel oscura con reflejos oliváceos y un matiz rojo oscuro, y de ojos pequeños y muy negros, los otros eran más bien altos, de color amarillento, de facciones bellísimas, casi occidentales, y ojos grandes, de expresión muy inteligente.

Un hombre que hubiera tenido un conocimiento profundo de la región malaya, no hubiera vacilado en clasificar a los primeros como malayos auténticos y a los otros como dayaks de Borneo, dos razas que eran equivalentes en ferocidad, audacia y valor indómito.

—Coged a este hombre —les dijo Yáñez, al bajar del carruaje, mostrando al ministro dormido.

Un malayo, con el rostro rugoso, pero de cabello aún muy negro y formas casi atléticas, tomó entre sus fuertes brazos a Kaksa Pharaum y lo introdujo en la pagoda.

—Lleva el carro a su escondite —prosiguió Yáñez, dirigiéndose al conductor—. Que cuatro hombres se queden de guardia aquí fuera. Pueden habernos seguido.

Cogió del brazo a Sandokan, dio unas chupadas a su cigarro y franquearon los dos el umbral, internándose en un angosto corredor —lleno de cascotes desprendidos de la húmeda bóveda— que parecía adentrarse en las vísceras de la colosal fortaleza.

Tras recorrer cincuenta o sesenta metros, precedidos por los portadores de antorchas y seguidos por los demás, llegaron a una inmensa sala subterránea, excavada en la roca viva, de forma circular, en cuyo centro se alzaban —sobre una piedra rectangular de enormes dimensiones— las tres diosas: Parvati, Latscimi y Sarassuadi. La primera protectora de las armas, como diosa de la destrucción; la segunda, de los vehículos, barcos y animales, como diosa de la riqueza; la tercera, de los libros e instrumentos musicales, como diosa de las lenguas y de la armonía.

—Deteneos aquí —dijo Yáñez a los que le acompañaban—. Tened dispuestas las carabinas: no se sabe nunca lo que puede suceder.

Cogió una antorcha y, siempre seguido por Sandokan, entró en un segundo corredor, un poco más estrecho que el primero, y lo recorrió hasta llegar a una estancia —también subterránea—, amueblada suntuosamente e iluminada por una preciosa lámpara dorada que sostenía un globo de vidrio amarillento.

Las paredes y el pavimento estaban cubiertos por tupidos tapices del Gujerat, resplandecientes de oro, que representaban en general extrañas fieras —sólo existentes en la ardiente fantasía de los hindúes— y alrededor había cómodos y amplios divanes tapizados de seda y mesitas de metal que sostenían frascos dorados y copas.

En medio, una mesa con incrustaciones de nácar y de escamas de tortuga que formaban hermosos dibujos, y en torno varias sillas de bambú.

Sólo una parte de la pared quedaba al descubierto, y en ella estaba incrustada, en un vasto nicho, la imagen de un pastor de rostro negro: era Quiscina, el destructor de los reyes malvados y crueles, que causaban la infelicidad del pueblo indio.

Sobre uno de aquellos divanes habían depositado al ministro, que roncaba beatíficamente, como si se encontrara en su propia cama.

—Ya es hora de despertarle —dijo Yáñez, tirando el cigarro y tomando de una repisa un frasco de cuello larguísimo, cuyo vidrio rojo estaba encerrado en una especie de red de metal dorado—. Nosotros tenemos práctica de venenos y de antídotos, ¿no es cierto, Sandokan?

—No en balde hemos estado tantos años en el reino del upas —contestó el pirata—. ¿Le has hecho fumar opio?

—Bien escondido bajo la hoja del cigarro —contestó Yáñez—. Lo había cubierto de forma que podía desafiar al ojo más receloso.

—Dos gotas de ese líquido en un vaso de agua bastarán para que se ponga en pie. Su cerebro no tardará mucho en despejarse.

—Veamos —dijo el portugués. Llenó un vaso de agua, de una botella de cristal que estaba sobre la mesa, y dejó caer en él dos gotas de un líquido rojizo.

Se formó espuma y el agua tomó un tinte sangriento; luego, poco a poco, recuperó su limpidez.

—Ábrele la boca, Sandokan —dijo entonces el portugués.

El pirata se acercó al ministro con un puñal en la mano y, con la punta de éste, le forzó a abrir los dientes, que tenía apretados.

—Pronto —dijo Sandokan.

Yáñez vertió en la boca de Kaksa Pharaum el contenido del vaso.

—Dentro de cinco minutos —dijo el Tigre de Malasia.

—Entonces puedes encender tu pipa.

—Creo que es lo mejor.

El pirata cogió de una repisa una espléndida pipa adornada de perlas a lo largo del cañón, la llenó de tabaco, la encendió y se tendió sobre uno de los divanes, poniéndose a fumar con estudiada lentitud.

Yáñez, inclinado sobre el ministro, lo miraba atentamente. La respiración del indio, poco antes ansiosa, se volvía regular y sus párpados tenían de vez en cuando una especie de temblor, como si hicieran esfuerzos por levantarse.

También brazos y piernas perdían su rigidez: los músculos, bajo la misteriosa influencia de aquel líquido, se relajaban.

De repente, un suspiro más largo escapó de los labios del ministro; luego, casi en seguida, se abrieron sus ojos, fijándose en Yáñez.

—Le gusta demasiado el reposo, excelencia —dijo éste, irónicamente—. ¿Cómo hacen sus criados para despertarle? Le he hecho hacer un viaje de más de una hora y no ha dejado de roncar ni un momento. No sirve demasiado bien a su señor.

—Por… ¡milord! —exclamó el ministro, levantándose y lanzando en tomo una mirada maravillada.

—Sí, yo mismo.

—Pero… ¿dónde estoy?

—En mi casa.

El ministro permaneció un momento silencioso, girando los ojos en torno suyo, luego exclamó:

—¡Por Siva! Nunca había visto este salón.

—¡Lo creo! —admitió Yáñez, con su habitual flema burlona—. Nunca se ha dignado visitar mi palacio.

—¿Y quién es ese hombre? —preguntó Pharaum, indicando a Sandokan que seguía fumando plácidamente, como si al asunto no tuviera nada que ver con él.

—¡Ah! Ése, excelencia, es un hombre terrible, llamado por su ferocidad el Tigre de Malasia. Es un gran príncipe y un gran guerrero.

Pharaum no pudo evitar un estremecimiento.

—Pero no tanga miedo de él —dijo Yáñez, que se dio cuenta del espanto del ministro—. Cuando fuma es más dulce que un niño.

—¿Y qué hace en su casa?

—Viene algunas veces, a hacerme compañía.

—Se burla usted de mí —gritó Kaksa, furibundo—. ¡Basta! ¡Ya hemos bromeado bastante! ¿Se ha olvidado de que yo soy tan poderoso como el rajá del Assam? Va a pagar cara esta burla. Dígame dónde estoy y por qué me encuentro aquí en lugar de hallarme en mi palacio, o de lo contrario…

—Puede gritar todo lo que quiera, excelencia, nadie le oirá. Estamos en un subterráneo que no trasmite ningún ruido al exterior. Por otra parte, tranquilícese: no quiero hacerle ningún daño si no se obstina en callar.

—¿Qué quiere de mí? Hable, milord.

—Deje primero que le diga, excelencia, que toda resistencia por su parte sería absolutamente inútil, porque a diez pasos de nosotros hay treinta hombres a los que ni un regimiento entero de cipayos sería capaz de detener. Acomódese y escuche con paciencia una página de la historia de su país.

—¿Y me la va a contar usted?

—Sí, excelencia.

Le empujó suavemente hacia una silla, obligándole a sentarse, cogió unos vasos de cristal finísimo y un frasco, llenó aquéllos de un licor de color de oro viejo, luego abrió la petaca y la ofreció al prisionero.

Al ver los gruesos cigarros de Manila, Kaksa hizo un gesto de terror.

—Puede escoger sin miedo —dijo Yáñez—. Éstos no contienen ni una partícula de opio. Y si tiene algún recelo, tome un cigarrillo si quiere.

El ministro rechazó el ofrecimiento con un gesto feroz.

—Entonces, pruebe este licor —continuó Yáñez—. Fíjese en que yo también lo bebo; es excelente.

—Más tarde; hable.

Yáñez vació su vaso, encendió un cigarrillo y luego, apoyándose cómodamente contra el respaldo de la silla, dijo:

—Escúcheme, pues, excelencia. La historia que voy a contarle no será larga, pero le interesará mucho.

Sandokan, siempre tendido en el diván, fumaba en silencio, manteniendo una inmovilidad casi absoluta.

3. En el antro de los Tigres de Mompracem

—Reinaba entonces en Assam —empezó Yáñez— el hermano del actual rajá, un príncipe perverso, entregado a todos los vicios, a quien odiaba todo el pueblo y, sobre todo, sus parientes, quienes nunca estaban seguros de ver el siguiente amanecer.

»Aquel príncipe tenía un tío que era jefe de una tribu de kotteris, es decir, de guerreros; hombre muy valeroso que en varias ocasiones había defendido las fronteras de su país contra las incursiones de los birmanos, por lo que gozaba de gran popularidad en todo el Assam. Sabiéndose mal visto por el sobrino —a quien sin motivo se le había metido en la cabeza que su tío conjuraba contra él para arrebatarle el trono y robarle sus inmensas riquezas— se retiró a sus montañas, entre sus fieles guerreros. Aquel valiente se llamaba Mahur: ¿ha oído hablar de él, excelencia?

—Sí —contestó secamente Kaksa Pharaum.

—Un mal día la escasez cayó sobre el Assam. Aquel año no cayó ni una gota de agua y el sol agostó las cosechas. Los brahmanes. y los gurús. indujeron entonces al rajá a celebrar en Goalpara una grandiosa ceremonia religiosa, para aplacar la cólera de las divinidades. El príncipe asintió de buen grado y quiso que asistieran a ella todos los parientes que vivían diseminados en su estado, sin excluir a su tío, el jefe de los kotteris, quien —sin sospechar nada— llevó consigo a su mujer y a sus hijos, dos varones y una niña, llamada Surama. Todos los familiares fueron recibidos con los honores que correspondían a su rango y con gran cordialidad por parte del príncipe reinante, y fueron alojados en palacio.

»Terminada la ceremonia religiosa, el rajá ofreció a todos sus familiares un grandioso banquete durante el cual, el tirano —como hacía siempre— bebió gran cantidad de licores. Aquel miserable trataba de excitarse antes de realizar una horrenda matanza, que tal vez meditaba desde mucho tiempo antes.

»Era casi la hora del crepúsculo y el banquete, preparado en el gran patio interior del palacio, rodeado por completo de altos muros, estaba a punto de terminar, cuando el rajá, no sé con qué excusa, se retiró junto con sus ministros. De repente, cuando la alegría de los invitados había alcanzado el punto culminante, resonó un disparo de carabina, y uno de los familiares del monarca cayó con el cráneo destrozado por una bala. El estupor producido por aquel asesinato en plena orgía duraba aún, cuando retumbó un segundo disparo, derribando a otro invitado, que manchó el mantel con su sangre. Era el rajá quien había hecho los dos disparos. El miserable había aparecido en una terracita que daba al patio y hacía fuego contra sus parientes. Los ojos se le salían de las órbitas, sus facciones estaban alteradas: parecía un verdadero loco. A su alrededor tenía a sus ministros, quienes tan pronto le tendían vasos llenos de licor como carabinas cargadas. Hombres, mujeres y niños corrían locamente por el patio, buscando en vano una salida, mientras el rajá, rugiendo como una bestia feroz, seguía disparando y haciendo nuevas víctimas. Mahur —el más odiado de todos— fue uno de los primeros en caer. Una bala le partió la espina dorsal. Luego cayeron sucesivamente su mujer y sus hijos.

»La matanza duró una media hora. Treinta y siete eran los familiares del príncipe y treinta y cinco habían muerto bajo sus feroces disparos. Solamente dos habían escapado milagrosamente a la muerte: Sindhia, el hermano menor del rajá, y la hija del jefe de les kotteris, la pequeña Surama, escondida tras el cadáver de su madre. Sindhia había sido blanco de tres disparos de carabina, pero los tres se perdieron en el vacío, porque el joven príncipe se sustraía a las balas con bien calculados saltos de tigre. Presa de un tremendo espanto, no dejaba de gritar a su hermano:

»—¡Concédeme la vida, y abandonaré tu reino. Soy hijo de tu padre y no tienes derecho a matarme!

»El rajá, completamente ebrio, permanecía sordo a aquellos gritos desesperados y disparó otros dos tiros, sin conseguir alcanzar a su ágil hermano; luego, presa tal vez de un repentino remordimiento, bajó la carabina que le acababa de dar un oficial, gritando al fugitivo:

»—Si es cierto que abandonarás para siempre mis estados, te concederé la vida con una condición.

»—Estoy dispuesto a aceptar lo que quieras —contestó el desgraciado.

»—Echaré al aire una rupia; si la tocas con una bala de la carabina, te dejaré partir hacia Bengala sin hacerte ningún daño.

»—Acepto —contestó entonces el joven príncipe.

»El rajá le tiró el arma y Sindhia la cogió al vuelo.

»—Te advierto —rugió el loco— que si fallas correrás la misma suerte que los demás.

»—¡Échala!

»El rajá lanzó al aire la moneda de plata. Se oyó en seguida un disparo, pero no fue agujereada la moneda sino el pecho del tirano. Sindhia, en lugar de hacer fuego sobre la moneda, había vuelto el arma contra su hermano y le había fulminado, atravesándole el corazón. Los ministros y los oficiales se prosternaron ante el príncipe, que había librado el reino de aquel monstruo, y lo aceptaron sin más como rajá del Assam.

—Me ha narrado una historia que cualquier assamés conoce a fondo —dijo el ministro.

—Pero no la continuación —contestó Yáñez, sirviéndose otra copa y encendiendo el segundo cigarrillo—. ¿Sabría usted decirme qué fue de Surama, hija del jefe de los kotteris?.

Kaksa Pharaum se encogió de hombros, diciendo:

—¿Quién iba a ocuparse de una niña?

—Sin embargo, aquella niña había nacido muy cerca del trono del Assam.

—Continúe, milord.

—Cuando Sindhia supo que Surama había escapado a la muerte, en lugar de acogerla en la corte o, por lo menos, de hacerla llevar de nuevo a vivir entre las tribus adictas a su padre, la hizo vender en secreto a unos thugs que recorrían el país para procurarse bayaderas.

—¡Ah! —exclamó el ministro.

—¿Cree, excelencia, que el rajá, su señor, obró bien? —preguntó Yáñez, repentinamente serio.

—No sé. ¿Murió la niña?

—No, excelencia. Surama es ahora una bellísima muchacha, y tiene un solo deseo: arrebatar a su primo la corona de este país.

Kaksa tuvo un sobresalto.

—¿Qué dice usted, milord? —preguntó asustado.

—Que tendrá éxito en su intento —contestó fríamente Yáñez.

—¿Y quién la ayudará?

El portugués se puso en pie y señalando con el índice al Tigre de Malasia, que no había dejado de fumar, contestó:

—En primer lugar ese hombre, que ha derribado tronos y que venció al terrible Tigre de la India, Suyodhana, el famoso jefe de los thugs indios, y después yo. La orgullosa y gran Inglaterra, dominadora de medio mundo, ha tenido que doblar alguna vez la cabeza ame nosotros, los tigres de Mompracem.

El ministro se había levantado a su vez y miraba con profunda ansiedad ora a Yáñez, ora a Sandokan.

—Entonces, ¿quiénes son ustedes? —preguntó al fin, balbuceando.

—Hombres a quienes no podrían detener ni vuestros más formidables huracanes —contestó Yáñez con voz grave.

—¿Y qué quieren de mí? ¿Por qué me han traído a este lugar que nunca había visto?

En lugar de responder, Yáñez llenó de nuevo los vasos y tendió uno al ministro, diciéndole con voz insinuante:

—Beba antes, excelencia. Este licor exquisito le aclarará las ideas mejor que su detestable toddy.. Beba con toda tranquilidad: no le hará daño.

El ministro, sintiéndose invadir por un invencible temblor nervioso, creyó oportuno no negarse.

Yáñez se concentró un momento, luego, mirando fijamente al desgraciado que tenía los labios descoloridos, le preguntó:

—¿Quién es el europeo que está en la corte del rajá?

—Un blanco a quien yo detesto.

—Perfecto, ¿cómo se llama?

—Se hace llamar Teotokris.

—¡Teotokris! —murmuró Yáñez—. Es un nombre griego.

—¡Un griego! —exclamó Sandokan, sorprendido—. ¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de griegos.

—Tú no eres europeo —dijo Yáñez—. Esos hombres tienen fama de ser los más astutos de Europa.

—Difícil adversario entonces.

—Muy difícil.

—Bueno para ti —concluyó el Tigre de Malasia, sonriendo.

El portugués arrojó con enojo el cigarrillo; luego, volviéndose al ministro:

—¿Goza de mucha consideración en la corte ese extranjero? —le preguntó.

—Más que nosotros, los ministros.

—¡Ah! Perfecto.

De nuevo se había puesto en pie. Dio tres o cuatro vueltas en torno a la mesa, retorciéndose el bigote y alisándose la tupida barba; luego se detuvo ante el ministro que le miraba atónito, y le preguntó a quemarropa:

—¿Dónde esconden los gurús la piedra de salagram que contiene el famoso cabello del Visnú?

Kaksa Pharaum miró al portugués con profundo terror y permaneció mudo, como si se le hubiese paralizado la lengua.

—¿Me ha comprendido, excelencia? —preguntó Yáñez amenazador.

—La piedra de… salagram —balbuceó el ministro.

—Sí.

—Pero yo no sé dónde se encuentra. Sólo los sacerdotes y el rajá lo podrían decir —contestó Kaksa, recobrándose—. Yo no sé nada, milord.

—Miente —gritó Yáñez, alzando la voz—. También los ministros del rajá lo saben: me lo han confirmado muchas personas.

—Los otros tal vez; yo no.

—¡Cómo! ¿El primer ministro de Sindhia iba a saber menos que sus inferiores? Está jugando mal sus cartas, excelencia, se lo advierto.

—¿Y por qué quiere saber dónde está escondida, milord?

—Porque necesito esa piedra —contestó Yáñez con audacia.

Kaksa lanzó una especie de rugido.

—¡Robar esa piedra! —gritó—. ¿Ignora que el cabello que contiene perteneció, hace miles de años, a un dios protector de la India? ¿No sabe que todos los estados nos envidian esa reliquia? Si nos la arrebataran, eso sería el fin del Assam.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Yáñez con ironía.

—Lo han afirmado los gurús.

El portugués se encogió de hombros, mientras el Tigre de Malasia dejaba oír una risita burlona.

—Ya se lo he dicho, excelencia: necesito esa caracola; pero añadiré, para tranquilizarle, que no la sacaré del Assam. No la tendré en mis manos más de veinticuatro horas, se lo juro.

—Entonces, pida al rajá ese favor. Yo no se lo puedo hacer porque ignoro dónde la esconden los sacerdotes de la pagoda de Karia.

—¡Ah! No quiere decírmelo —dijo Yáñez, cambiando de tono—. ¡Lo veremos!

En aquel momento se oyó sonar el gong, suspendido en la parte de fuera de la puerta.

—¿Quién viene a molestarnos? —murmuró Yáñez, arrugando la frente.

—Yo, señor; Sambigliong —contestó una voz.

—¿Qué hay de nuevo?

—Ha llegado Tremal-Naik.

Sandokan dejó la pipa y se levantó precipitadamente.

La puerta se abrió y compareció un hombre, diciendo:

—Buenas noches, mis queridos amigos; aquí estoy, dispuesto a ayudaros.

Las manos de Sandokan y Yáñez se tendieron hacia el recién llegado, que las estrechó fuertemente, diciendo:

—Este es un gran día. Me rejuvenece el estar a vuestro lado.

El hombre que así hablaba era un hermoso tipo de indio bengalí, de unos cuarenta años, figura elegante y flexible, sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, piel levemente bronceada y brillante y ojos negrísimos y ardientes.

Vestía como los indios ricos, modernizados por la Young-India, que ya habían abandonado el dootèe. y la dugbah. para cambiarlos por el traje anglo-hindú, más simple y también más cómodo: chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, faja bordada y muy ancha, pantalones estreches También blancos y turbante listado en la cabeza.

—¿Y tu hija, Darma? —preguntaron a una Yáñez y Sandokan.

—Está de viaje por Europa, amigos —contestó el indio—. Moreland deseaba que su mujer conociera Inglaterra.

—¿Ya sabes para qué te hemos llamado? —preguntó Yáñez.

—Lo sé todo: queréis mantener la promesa hecha aquel terrible día en que el Rey del Mar se hundía bajo los cañonazos del hijo de Suyodhana.

—De tu yerno —añadió Sandokan, riendo.

—Es cierto… ¡Ah!

Se había vuelto vivamente, mirando al ministro del rajá, quien permanecía junto a la mesa, inmóvil como una momia.

—¿Quién es ése? —preguntó.

—El primer ministro de su alteza Sindhia, príncipe reinante del Assam —contestó Yáñez—. ¡Vaya! Llegas precisamente en el momento oportuno. Di, Tremal-Naik, ¿tú sabrías hacer hablar a ese hombre que se obstina en no decirme la verdad? Vosotros, los indios, sois grandes maestros en ello.

—¿No quiere hablar? —repitió Tremal-Naik, examinando con atención al desgraciado que parecía estremecerse—. Los ingleses me hicieron hablar incluso a mí, cuando estaba con los thugs. Pero el que sabe más que yo sobre esto es Kammamuri. ¿Te corre prisa, Yáñez?

—Sí.

—¿Has recurrido a las amenazas?

—Sí, pero sin éxito.

—¿Ha cenado este señor?

—Sí.

—Es casi de día; por tanto podría tomar un tentempié, o una simple tiffine., pero sin cerveza. ¿No es cierto que lo aceptará usted en nuestra compañía?

—Llámale excelencia —dijo Yáñez maliciosamente.

—¡Ah! Excuse, excelencia —rectificó Tremal-Naik, con acento un tanto irónico—. Había olvidado que es el primer ministro del rajá. ¿Acepta una tiffine?.

—Habitualmente no desayuno hasta las diez de la mañana —contestó el ministro, apretando los dientes.

—Usted, excelencia, seguirá las costumbres de mis amigos. Yo salí de Calcuta ayer por la mañana; he comido pésimamente durante el viaje en tren y peor aún en este país; así que tengo un hambre de tigre. Permitidme, pues, que encargue a Kammamuri un suculento desayuno. Supongo que no faltan los víveres en esta vieja pagoda.

—Aquí reina la abundancia —contestó Yáñez.

—Ven conmigo entonces. Kammamuri es un magnífico cocinero.

Se cogieron del brazo y salieron juntos, dejando solos al desdichado ministro del rajá y a Sandokan.

Este último había vuelto a encender su cibuc[10a] y, tras tenderse en el diván, se puso a fumar en silencio, espiando atentamente al prisionero.

Kaksa Pharaum se dejó caer en una silla, cogiéndose la cabeza entre las manos. Parecía completamente aniquilado por aquella sucesión de acontecimientos imprevistos.

Los dos personajes permanecieron unos instantes silenciosos, uno fumando y el otro meditando sobre los tristes azares de la vida; luego el pirata, separando la pipa de los labios, dijo:

—¿Quieres un consejo, excelencia?

Kaksa alzó vivamente la cabeza, fijando sus ojillos en el formidable pirata.

—¿Qué quieres, sahib? —preguntó, rechinando los dientes.

—Si quieres evitar mayores males, debes decir lo que quiere saber mi amigo. ¡Fíjate, excelencia! Es un hombre terrible, que no retrocederá ante ningún medio, por cruel que sea. Yo soy el Tigre de Malasia; él es el Tigre blanco. ¿Quién puede ser más implacable? Ni yo sabría decírtelo.

—Ya he dicho que ignoro dónde está la piedra de salagram.

—El cigarro que te ha hecho fumar mi amigo te ha ofuscado algo más de la cuenta el entendimiento —replicó Sandokan—. Es necesario un buen desayuno. Ya verás, entonces, cómo se te aclara la memoria.

Volvió a tenderse en el diván y siguió fumando con toda calma.

Un profundo silencio reinaba en el salón. Se hubiera dicho que, aparte de los dos personajes, no habitaba nadie más en la vieja pagoda subterránea.

Kaksa Pharaum, más asustado que nunca, volvió a derrumbarse sobre la silla, con la cabeza entre las manos. El Tigre de Malasia no decía palabra, incluso procuraba no hacer ningún ruido con los labios.

Sin embargo, sus ojos llenos de fuego no se separaban del ministro. Se notaba que estaba en guardia.

Transcurrió media hora; luego se abrió la puerta y apareció otro indio, llevando entre las manos un plato humeante que contenía unos pescados cubiertos de salsa negruzca.

El recién llegado era un hombre de unos cuarenta años, más bien alto y membrudo, vestido completamente de blanco, rostro muy bronceado con reflejos cobrizos y unos aretes de oro en las orejas que le daban un no sé qué de gracioso y pintoresco.

—¡Oh! —exclamó Sandokan, dejando la pipa—. ¿Eres tú, Kammamuri? Estoy muy contento de verte, siempre bien de salud y siempre fiel a tu amo.

—Los maharatos mueren al servicio de sus señores —contestó el indio—. Salud para ti, invencible Tigre de Malasia.

Entraron otros cuatro hombres, que traían fuentes llenas de diversos manjares, botellas de cerveza y servilletas.

Kammamuri depositó su plato ante el ministro, mientras entraban Yáñez y Tremal-Naik.

El Tigre de Malasia se puso en pie y fue a sentarse frente al preso, quien miraba con terror tan pronto a uno como a los otros, aunque sin pronunciar una sola sílaba.

—Perdóneme, excelencia, si el desayuno que le ofrezco es muy inferior a la cena con que usted me obsequió; pero estamos un poco alejados del centro de la ciudad y las tiendas aún no están abiertas. Haga, pues, honor a nuestra modesta comida y tranquilícese. Tiene usted cara de funeral —dijo Yáñez.

—No tengo hambre, milord —balbuceó el desdichado.

—Tome unos bocados para acompañamos.

—¿Y si me negara?

—En tal caso, le obligaría a hacerlo. No se ofende a un lord con una negativa. Además, nuestra cocina no es inferior a la suya; pruebe y se convencerá. Más tarde seguiremos nuestra conversación.

Tal como hemos dicho, Kammamuri había depositado ante el ministro el primer plato que había traído y que contenía unos pescados que nadaban en una salsa negruzca, instándole a comer aquel guisado.

El pobre diablo, viendo fijos en él los amenazadores ojos de Yáñez, se decidió a comer, aunque realmente no tenía apetito.

Los demás no tardaron en imitarle, vaciando rápidamente los platos que tenían delante y que —por lo menos en apariencia— parecían contener un guiso igual.

Kaksa Pharaum había tragado ya algunos bocados, haciendo grandes esfuerzos, cuando dejó caer bruscamente el tenedor, mirando al portugués con turbación.

—¿Qué le ocurre, excelencia? —preguntó Yáñez, fingiendo estupor.

—Que me siento arder las entrañas —contestó el otro, que estaba pálido.

—¿No ponen ustedes pimienta en sus guisos?

—No tan fuerte.

—Siga comiendo.

—No… déme de beber… ardo.

—¿De beber? ¿Qué quiere?

—Esa cerveza —contestó el desdichado.

—Oh, no, excelencia. Ésa es exclusivamente para nosotros, además usted, como indio, no podría bebería porque nosotros, los ingleses, para aumentar la fermentación de la cerveza, le agregamos algún trozo de grasa de vaca. Y usted, excelencia, sabe mejor que yo que para los indios la vaca es un animal sagrado y que quien la come sufrirá tremendas penas después de su muerte.

Sandokan y Tremal-Naik hacían esfuerzos para retener una estrepitosa carcajada. ¿Qué más podía inventar aquel demonio de portugués? ¡Hasta grasa de vaca en la cerveza inglesa!

Yáñez, maravillosamente serio, llenó un vaso de cerveza y lo tendió al ministro, diciéndole:

—Beba de iodos modos, si quiere.

Kaksa hizo un gesto de horror.

—No…, nunca…, un indio…, mejor la muerte… ¡agua, milord! ¡Agua! —gritó—. Tengo fuego en el vientre.

—¡Agua! —repitió Yáñez—. ¿Dónde quiere que vayamos a buscarla? No hay ningún pozo en esta pagoda subterránea y el río está más lejos de lo que usted cree.

—¡Me muero!

—¡Bah! Nosotros no tenemos ningún interés en suprimirle. Todo lo contrario.

—Me han envenenado… ¡tengo brasas en el pecho! —aulló el desgraciado—. ¡Agua! ¡Agua!

—¿La quiere de verdad?

Kaksa Pharaum se puso en pie, oprimiéndose el vientre con las manos.

Tenía espuma en los labios y los ojos se le salían de las órbitas.

—¡Agua!…, ¡miserables! —aullaba espantosamente.

Su voz no tenía nada de humano De sus labios brotaban rugidos que impresionaban incluso al Tigre de Malasia.

Yáñez se puso ante el ministro.

—¿Hablará? —preguntó fríamente.

—¡No! —aulló el desdichado.

—Entonces, no le daremos ni una gota de agua.

—Estoy envenenado.

—Le digo que no.

—Denme de beber.

—¡Kammamuri! ¡Entra!

El maharato, que debía de estar detrás de la puerta, avanzó trayendo dos botellas de cristal llenas de agua clarísima y las depositó sobre la mesa.

Kaksa Pharaum, en el límite de sus sufrimientos, alargó las manos para cogerlas, pero Yáñez le detuvo con presteza.

—Cuando me haya dicho dónde está la piedra de salagram podrá beber todo lo que quiera —le dijo—. Pero le advierto que permanecerá en nuestro poder hasta que la hayamos encontrado, así que sería inútil engañarnos.

—¡Me quemo! Una gota de agua, una sola…

—¡Dígame dónde está la piedra!

—No lo sé…

—Lo sabe —prosiguió implacable el portugués.

—Máteme si quiere.

—No.

—Son ustedes unos miserables.

—Si lo fuéramos, ya no estaría vivo.

—¡No puedo resistir más!

Yáñez cogió un vaso y lo llenó de agua lentamente.

Kaksa seguía con ojos extraviados aquel hilo de agua, rugiendo como una fiera.

—¿Hablará? —preguntó Yáñez, cuando hubo terminado.

—Sí…, sí… —jadeó el ministro.

—¿Dónde está, entonces?

—En la pagoda de Karia.

—Eso también lo sabíamos nosotros. ¿Dónde?

—En el subterráneo que se abre bajo la estatua de Siva.

—Adelante.

—Hay una piedra…, una anilla de bronce… levántela… debajo, en un cofre…

—Jure por Siva que ha dicho la verdad.

—Lo… juro… agua…

—Un momento más. ¿Vigila alguien el subterráneo?

—Dos guardias.

—Para usted.

En lugar de coger el vaso, el ministro aferró una de las botellas y se puso a beber a chorro, como si no fuera a terminar nunca.

Vació más de la mitad, luego la dejó caer bruscamente y se desplomó, como fulminado, entre los brazos de Kammamuri, que se había colocado tras él.

—Tendámoslo en el diván —le dijo Yáñez—. ¡Por Júpiter!, ¿qué droga infernal has puesto en esa salsa? Me aseguras que no morirá, ¿verdad?

—No tema, señor Yáñez —contestó el maharato—. Sólo he puesto una hoja de serbar, una planta que crece en mi país. Mañana, este hombre estará perfectamente.

—Tú le vigilarás y pondrás en la puerta a uno de los nuestros. Si huye, estamos todos perdidos.

—¿Y nosotros qué haremos? —preguntó Sandokan.

—Esperaremos a esta noche para adueñarnos de la famosa piedra de salagram y del no menos famoso cabello de Visnú.

—Pero, ¿por qué te interesa tanto conseguir esa caracola?

—Lo sabrás más tarde, hermanito. Confía en mí.

4. La piedra de Salagram

Doce o catorce horas después de la confesión del primer ministro del rajá del Assam, un grupo bien armado, abandonaba la pagoda subterránea, avanzando en profundo silencio a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra.

El grupo estaba compuesto por Yáñez, Sandokan, Tremal-Naik y diez hombres, malayos y dayaks en su mayoría, que además de las carabinas y de aquel terrible tipo de puñal de hoja serpenteante llamado kris, llevaban cuerdas enrolladas en torno a los costados, antorchas y picos.

El sol se había puesto hacía cuatro o cinco horas, y ya no se veía ser viviente paseando bajo los pipal, los banianos y las palmas, que cubrían la orilla del río, proyectando una profunda sombra.

Después de recorrer unas millas sin cambiar palabra, se detuvieron frente a una islilla que surgía casi en medio del río, a la altura del extremo oriental del populoso suburbio de Siringar.

—¡Alto! —ordenó Yáñez—. Bindar no debe de estar lejos.

—¿Es el indio que has contratado? —presunto Sandokan.

—Sí.

—¿Podemos fiamos de él?

—Surama me dijo que es hijo de uno de los servidores de su padre, y que no debemos dudar de su lealtad.

—¡Hum! —murmuró el Tigre sacudiendo la cabeza—. Yo no me fío más que de mis malayos y mis dayaks.

—Él conoce la pagoda, incluso por dentro; y nosotros sólo la hemos visto por fuera. Necesitábamos un guía.

Se acercó a un enorme grupo de bambúes, de por lo menos quince metros de altura, que se inclinaban sobre las aguas del río, y lanzó un débil silbido, repitiéndolo luego tres veces, con distintos intervalos.

No habían transcurrido diez segundos cuando se oyeron ligeros roces entre las cañas; luego un hombre apareció bruscamente ante el portugués, diciendo:

—Aquí estoy, sahib.

Era un joven indio, de unos veinte años, bien desarrollado, de aire muy inteligente y las facciones más bien finas de las castas guerreras. Llevaba solamente una simple faldilla un poco larga, el languti de los hindúes, ajustada con una faja de algodón azul, en la que guardaba un puñal de anchísima hoja, en forma casi de punta de lanza, y tenía el cuerpo untado de ceniza, recogida probablemente en el lugar en que se queman los cadáveres, que es el poco grato distintivo de los secuaces de Siva.

—¿Has traído la bangle[10a]? —preguntó Yáñez.

—Sí, amo —contestó el indio—. Está escondida bajo los bambúes.

—¿Estás solo?

—No me habías dicho que trajera más gente, sahib. Lo hubiera preferido porque la bangle es pesada de conducir.

—Mis hombres son gente de mar. Embarquemos en seguida.

—Debo advertirte una cosa.

—Habla y sé breve.

—Sé que esta noche deben quemar el cadáver de un brahmán delante de la pagoda.

—¿Durará mucho la ceremonia?

—No creo.

—¿No despertará sospechas nuestra llegada?

—¿Y por qué, sahib? Con frecuencia arriban barcos al islote.

—Vamos, pues.

—Hubiera preferido que no nos vieran desembarcar —dijo Sandokan.

—Permaneceremos a bordo hasta que se alejen todos —contestó Yáñez—. No nos prestarán demasiada atención.

Siguieron al joven indio, abriéndose fatigosamente paso entre aquellas cañas gigantes, que por la base tenían la circunferencia de un muslo de niño, y llegaron a la orilla del río.

Bajo las últimas cañas que inclinándose hacia el agua formaban soberbias arcadas, estaba escondida una de esas pesadas embarcaciones que emplean los indios en los ríos para transportar el arroz; no llevaba palos, pero estaba provista de un techo de broza destinado a proteger a la tripulación de las inclemencias del tiempo.

Yáñez y sus compañeros embarcaron. Los dayaks y los malayos cogieron los largos remos y la bangle dejó el escondite, dirigiéndose hacia el islote, en cuyo centro se alzaba una enorme construcción en forma de pirámide truncada.

El indio había dicho la verdad al anunciarles el funeral. Apenas la maciza barca llevaba recorrida la mitad de la distancia, cuando en la orilla del islote aparecieron numerosas antorchas que se agruparon en torno a una minúscula cala, que debía de servir de muelle a las barcas del río.

—Vaya aguafiestas —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Nos harán perder un tiempo precioso.

—Apenas son las diez —contestó el indio—, y para medianoche todo habrá terminado. Tratándose de un brahmán, la ceremonia será más larga que las demás porque tiene derecho a un trato especial, incluso después de muerto. Si el muerto fuera un pobre diablo, el asunto sería rápido: Un madero para acostar en él el cuerpo, una lamparilla encendida para ponérsela a los pies, un empujón y, buenas noches. La corriente se encarga, entonces, de llevar el cadáver al sagrado Ganges, cuando los cocodrilos y los marabúes lo respetan.

—Lo que sucederá raras veces —intervino Sandokan, que estaba sentado sobre la borda del bangle.

—Puedes considerarlo como un caso milagroso —contestó Tremal-Naik—. Apenas se deja atrás la ciudad, los saurios y las aves rivalizan en hacer desaparecer carne y huesos.

—Y con ese brahmán, ¿qué van a hacer?

—El funeral será un poco largo, ya que exige ciertas formalidades especiales. Ante todo, cuando un brahmán entra en la agonía, no se le transporta simplemente a la orilla del río, para que expire oyendo el dulce murmullo del agua que lo transportará al kailasson, o sea al paraíso, sino a un lugar especial, que antes habrá sido cuidadosamente cubierto de estiércol de vaca, colocándolo sobre un trozo de algodón no usado nunca.

—Salido poco antes de la hilandería —dijo Yáñez riendo—. ¡Estáis bien locos, los indios!

—¡Oh! Espera un poco —añadió Tremal-Naik—. Llega entonces un sacerdote brahmán acompañado por su primogénito para proceder a la ceremonia llamada sarva prayasibrit.

—¿Qué quiere decir?

—La purificación de los pecados.

—¡Vaya! Creía que los brahmanes no pecaban nunca.

—¿En qué consiste? —preguntó Sandokan, que parecía vivamente interesado en aquellos extraños detalles.

—En verter en la boca del moribundo un licor especial de los brahmanes, que se pretende sagrado, mientras a los secuaces de Visnú se les administra un poco de agua en la que se haya metido una piedra cualquiera de salagram.

—Para ahogarles más pronto, ¿verdad? —dijo Yáñez—. En realidad no es ninguna diversión asistir a la agonía de un moribundo. Es mejor enviarlos pronto al otro mundo.

—Pero —contestó Tremal-Naik— no se les deja morir en paz…, es decir, no del todo, porque el moribundo debe agarrarse a la cola de una vaca y dejarse arrastrar por ella un cierto trecho para estar bien seguro de encontrar otra igual, que le ayude a pasar el río de fuego que da vueltas en torno al Yama-lacca, donde habita el dios del infierno.

—Así terminan más aprisa —dijo el incorregible Yáñez.

Recogieron las armas y bajaron en silencio a tierra internándose en un bosque formado casi exclusivamente por palmas tara. y por inmensos grupos de bambúes.

Bindar se puso en cabeza del grupo, y a su lado Yáñez, quien —a pesar de lo que había dicho a Sandokan— no tenía una completa confianza en aquel indio, al que conocía desde hacía muy poco, y quería vigilarlo personalmente.

La pagoda no distaba mucho, y en unos veinte minutos el grupo podía llegar allí. Pero todos avanzaban con extremada prudencia para no ser descubiertos. Era muy improbable que a aquella hora tan avanzada paseara nadie por el, bosque, pero a pesar de ello estaban en guardia.

Atravesada la zona de las palmas y los bambúes, se encontraron de improviso ante un vasto claro, interrumpido sólo por grupos de plantas pequeñas.

En el centro se alzaba la pagoda de Karia.

Como ya hemos dicho, aquel templo —veneradísimo por todos los assameses porque encerraba la famosa piedra de salagram con el cabello de Visnú— se componía de una enorme pirámide truncada; con las paredes adornadas de esculturas que se sucedían sin interrupción desde la base a la cima y representaban, en dimensiones más o menos grandiosas, las veintiuna encamaciones del dios indio.

Había también peces colosales, tortugas, jabalíes, leones, gigantes, enanos, caballos, etc.

Ante la puerta de entrada se levantaba una torre piramidal más pequeña: la cobron, coronada por una cúpula y con los muros adornados también con figuras, poco pulidas en su mayor parte, que representaban la vida, las victorias y las desgracias de las diversas divinidades.

A una altura de veinte pies se abría la ventana, ante cuyo alféizar ardía una lámpara.

—Debemos entrar por ahí, sahib —dijo Bindar, volviéndose hacia Yáñez, quien había fruncido la frente al ver aquella luz.

—Temía que vigilase alguien en la pagoda —contestó el portugués.

—No temas nada: es costumbre poner una lámpara en la primera ventana del cobron. Si fuese un día festivo, habría cuatro en lugar de una.

—¿Dónde encontraremos la piedra de salagram? ¿En la pagoda o en esta especie de torre?

—En la pagoda con toda seguridad.

Yáñez se dirigió a sus hombres, diciendo:

—¿Quién sabrá llegar hasta esa ventana y echarnos una cuerda?

—¿Y si forzáramos la puerta, en lugar de eso? —preguntó Sandokan.

—Perderías inútilmente tu tiempo —intervino Tremal-Naik—. Todas las puertas de nuestros templos son de bronce y de un enorme espesor. Además a tus hombres no les costará mucho llegar hasta ahí. Son como los monos de su país.

—Tienes razón —asintió Yáñez.

Señaló a dos de los más jóvenes del grupo y les dijo, simplemente:

—¡Arriba, hasta la ventana!

Aún no había terminado, cuando aquellos diablos —un malayo y un dayak—, subían, cogiéndose a las divinidades, a los gigantes, a los trimurtis hindúes que representaban el sucio lingam que reúne a Brahma, Siva y Visnú.

Para aquellos marineros, medio salvajes, habituados a subir a la carrera a los palos de sus navíos y a caminar como si estuvieran en tierra por las ligeras vergas de sus praos o a encaramarse a los altísimos durios de sus selvas, aquello no era más que una simple escalada.

En menos de medio minuto, se encontraban ambos en el alféizar de la ventana, desde donde echaron dos cuerdas, después de asegurarlas a dos barras de hierro que sostenían dos jaulas destinadas a contener unas bolas de algodón empapadas en aceite de coco en los momentos de iluminaciones extraordinarias.

—A mí la primera —dijo Sandokan—. Tú la otra cuerda, Tremal-Naik. Y tú, Yáñez, a la retaguardia.

—¡Yo debo conquistar el trono de Surama! —exclamó el portugués.

—Razón de más para conservar la preciosísima persona de un futuro rajá —replicó Tremal-Naik, sonriendo—. Los peces gordos no deben exponerse a grandes peligros hasta el último momento.

—¡Id al diablo!

—Nada de eso, lo que haremos es subir al cielo.

—¡Ve al encuentro de Brahma, entonces!

Sandokan y Tremal-Naik treparon rápidamente, desapareciendo entre las tinieblas. Cuando les malayos y dayaks vieron que la cuerda se agitaba de nuevo en el vacío, empezaron la ascensión, regulada por el portugués.

Entretanto, el Tigre de Malasia y el indio habían llegado al alféizar, donde estaban a horcajadas el malayo y el dayak, quienes ya habían apagado la luz para que no se pudiera ver a las personas que subían.

—¿Habéis oído algo? —preguntó en seguida Sandokan.

—No, amo.

—Veamos si hay algún paso por aquí.

—Lo encontraremos sin duda —intervino Tremal-Naik—. Todos los cobron comunican con la pagoda central.

—Encended una antorcha.

El malayo, que llevaba dos sujetas a la faja, obedeció de inmediato.

Sandokan cogió la antorcha, se inclinó casi hasta el suelo, para que la luz no se esparciera demasiado, y dio unos cuantos pasos hacia adelante.

Se hallaban en una minúscula estancia, que tenía una puerta de bronce bastante baja y que estaba sólo entornada.

—Supongo que dará a una escalera —murmuró.

La empujó, tratando de no hacer ningún ruido, y se encontró ante un descansillo también minúsculo. Bajo éste descendía una estrecha escalinata que parecía girar sobre sí misma.

—Hasta que suban los demás, exploremos —dijo Tremal-Naik.

—Dejad que os preceda —dijo una voz.

Era Bindar, que se había adelantado a todos los otros.

—¿Conoces el paso? —preguntó Sandokan.

—Sí, sahib.

—Pasa delante de nosotros, y ten cuidado porque no separaremos los ojos de ti ni un solo instante.

El secuaz de Siva sonrió sin responder.

La escalera era estrechísima, tanto que apenas permitía el paso de dos personas juntas.

Sandokan y Tremal-Naik, seguidos de los demás —que iban llegando poco a poco a la ventana—, se encontraron muy pronto en un corredor que parecía avanzar hacia el centro de la pagoda y descendía muy rápidamente.

—¿Estáis todos? —preguntó el pirata, deteniéndose.

—Sí, y yo también —contestó Yáñez, adelantándose—. Las cuerdas han sido retiradas.

El Tigre de Malasia desenvainó la cimitarra que le colgaba del costado y que brilló como si fuera de plata —por estar hecha del incomparable acero natural que no se encuentra más que en las minas de Borneo—, luego dijo con voz resuelta:

—¡Adelante! ¡Os guía el antiguo pirata de Mompracem!

Recorrido el corredor y tras descender otra escalera, entraron en una inmensa sala en cuyo centro se alzaba, sobre una enorme mesa de piedra, una estatua en forma de pez colosal.

Aquella era la primera encamación del dios conservador, transformado de tal guisa para salvar del diluvio al rey Sattiaviradem y a su mujer, sirviendo de aquella forma de timón del barco que les había enviado para librarles del diluvio universal..

Y narran las leyendas indias que, después de este hecho, Visnú, enojado con los gigantes Canagascien y Aycriben porque habían robado los cuatro Vedas para que el nuevo pueblo fundado por Sattiaviradem no tuviese religión, les mató para restituirlos a Brahma.

El grupo se detuvo, temiendo que hubiese algún sacerdote en la amplia sala; luego, tranquilizados todos por el profundo silencio que reinaba allí dentro, se dirigieron resueltamente hacia el gigantesco pez.

—Si el ministro no nos ha engañado, la anilla debe de estar ahí delante —dijo Yáñez.

—Si no ha dicho la verdad, le echaremos al río con una buena piedra al cuello —contestó Sandokan.

Estaban llegando junto al dios, cuando les pareció oír como el chirrido de una puerta que se abría.

Se detuvieron todos; luego los dayaks y los malayos, con un movimiento fulminante, encerraron como en un cerco a Sandokan, Yáñez y Tremal-Naik, apuntando sus carabinas en todas direcciones.

Esperaron unos minutos, sin hablar, casi sin respirar; luego Yáñez rompió el silencio.

—Seguramente nos hemos equivocado —dijo—. Si hubiera entrado algún sacerdote, a estas horas ya habría dado la alarma. ¿Qué dices tú, Bindar?

—Pienso que ese ruido ha sido el crujido de una viga.

—Busquemos la anilla —dijo Sandokan—. Si nos sorprenden, les daremos un buen recibimiento.

Dieron la vuelta al monstruoso dado de piedra que sostenía la encamación de Visnú y encontraron enseguida una anilla de bronce macizo, en la que se distinguía un altorrelieve que representaba una caracola: la piedra de salagram.

Una exclamación de júbilo que apenas pudo sofocar, brotó da labios del portugués.

—Esto me ayudará a conquistar el trono —dijo—. Con tal de que esté realmente bajo nuestros pies.

—Si no la encontramos, te conformarás con la que figura en esta anilla —dijo Sandokan.

—¡Ah, no! Quiero la verdadera caracola —replicó Yáñez.

—No sé por qué te interesa tanto.

El portugués, en lugar de contestar, dijo, volviéndose hacia sus hombres:

—Levantadla.

Los dos dayaks más robustos del grupo, cogieron la anilla y con no poco esfuerzo levantaron la piedra, que medía casi un metro cuadrado.

Yáñez y Sandokan se inclinaron en seguida sobre el agujero, descubriendo una estrecha escalera que bajaba en forma de caracol.

—¡Nuestro queridísimo Kaksa Pharaum ha sido de una maravillosa precisión! ¡Qué trastornos producen a veces ciertas comidas! Apuesto a que en adelante se contentará con muy poca cosa.

Diciendo esto, Yáñez cogió la antorcha a un dayak, cargó una pistola y bajó valerosamente al subterráneo del templo.

Todos los demás le siguieron, uno a uno, preparando las carabinas. Nadie pensó en la imprudencia que estaban cometiendo.

Descendidos dieciocho o veinte escalones, se encontraron en una espaciosa sala subterránea que probablemente había servido de templo, miles de años antes, a juzgar por la tosquedad de las esculturas, apenas marcadas sobre las paredes rocosas, y que representaban las habituales encamaciones del dios conservador.

Los ojos de Yáñez se fijaron de inmediato en un dado de piedra, coronado por una pequeña estatua de terracota, que representaba a un brahmán enano.

—La piedra debe de estar escondida ahí debajo —dijo.

De una patada derribó al monstruo, haciéndolo pedazos, y casi en seguida lanzó un grito de júbilo.

En medio del bloque de piedra, cubierto por el basamento de la estatua, había visto un cofre de metal, con altorrelieves de exquisita factura.

—Ahí está la famosa piedra —exclamó triunfante—. La corona del Assam es ya de Surama.

Sin pedir ayuda a nadie, sacó el cofre de su escondite y, viendo un botón en el lugar en que debía encontrarse la cerradura, lo oprimió con fuerza.

La tapa se abrió de golpe y a los ojos de todos apareció una caracola petrificada, de color negruzco.

Era la muy venerada piedra de salagram que contenía el cabello de Visnú.

5. El ataque de los tigres

Los indios que adoran a Visnú sienten una extraordinaria veneración por las piedras de salagram —las cuales, como ya hemos indicado, no son más que caracolas petrificadas del tipo de los cuernos de Ammón, en general de color negruzco— porque creen firmemente que representan a su dios bajo aquella forma.

Existen nueve especies de piedras de salagram, igual que se cuentan, entre las más conocidas, nueve encarnaciones de Visnú. Todas ellas son tenidas en gran consideración como el lingam, venerado por los secuaces de Siva y que representa, bajo una extraña forma que no se puede describir, la creación humana.

Quien tiene la suerte de poseer tales caracolas las lleva siempre envueltas en blanquísimos lienzos, y cada mañana las lava en vaso de cobre, dirigiéndoles muchas y extravagantes plegarias.

También los brahmanes las veneran y, después de lavarlas, las colocan sobre un altar donde las perfuman en presencia de los fieles, a quienes luego dan de beber un poco del agua en la que han lavado el salagram, para hacerlos puros y libres de todo pecado.

Pero la caracola de que se enorgullecían los religiosos assameses no era una de las corrientes. Tenía unas dimensiones extraordinarias para pertenecer al tipo de los cuernos de Ammón, además poseía un espléndido color negro y encerraba en su inferior un cabello del dios, que tal vez nunca había visto nadie, pero en cuya existencia había que creer, ya que la afirmaban los gurús. Lo habían leído en antiquísimos libros sagrados y ya bastaba.

La importancia que pudiera tener aquella caracola para el portugués, que nunca había sido adorador de Visnú, es algo que veremos más adelante. De momento, ni Sandokan ni su amigo Tremal-Naik habían conseguido averiguarlo; pero, conociendo la astucia del contumaz fumador de cigarrillos, se habían contentado con dejarle hacer y ayudarle con todas sus fuerzas.

Aquel diablo de hombre, que había hecho malas pasadas incluso al famoso James Brooke y a Suyodhana, podía hacer otra al rajá de Assam, para poner sobre la bellísima frente de Surama, su prometida, la corona del bárbaro príncipe, conservando una mitad para él.

Yáñez, después de asegurarse de que aquélla era verdaderamente la tan celebrada caracola, que el día anterior había sido paseada por las principales calles de Gauhati por los sacerdotes de la pagoda, entre el inmenso júbilo de la población, bajó de nuevo la tapa y, cogiendo el precioso cofre, dijo a sus compañeros:

—¡Ahora, en retirada!

—¿Quieres algo más? —preguntó Sandokan, con cierta ironía.

—Aquí dentro está la corona de mi prometida. ¿Quieres que coja también la pagoda?

—¡Si la quisieras!

—No la necesito, por ahora. Larguémonos rápido, antes de que se despierten los sacerdotes. ¡Cargad las carabinas!

Un seco crujido le advirtió que los malayos y los dayaks no habían esperado una segunda orden.

Corrieron todos hacía la estrecha escalera, subiéndola apresuradamente, y, de pronto, una blasfemia escapó de los labios del portugués, que iba delante.

—¡Que Visnú sea maldito!

—¿Qué ocurre, hermano blanco? —preguntó Sandokan, que le seguía con Tremal-Naik.

—Ocurre… ocurre… ¡Que han vuelto a colocar la piedra!

—¿Quién? —preguntaron a una el Tigre de Malasia y Tremal-Naik.

—¿Y yo qué sé?

—¡Demonios! ¡Hemos sido unos estúpidos! Nos hemos olvidado de dejar por lo menos un par de hombres, vigilando la salida. ¿Habrá caído sola?

—Es imposible —contestó Yáñez, un poco pálido—. La piedra estaba colocada a cuatro o cinco pasos de la abertura.

—Es verdad —corroboraron les dos dayaks que la habían levantado.

Yáñez, Sandokan y Tremal-Naik se miraron con cierta ansiedad.

Durante unos instantes reinó un profundo silencio entre aquellos hombres, avezados en toda clase de aventuras y valerosos hasta la temeridad.

Sandokan fue el primero en romperlo.

—Los dos dayaks más fuertes, conmigo. ¡Empujemos!

Aunque la escalera era estrecha, los tres hombres apoyaron la mano en la piedra, tratando de levantarla, pero el esfuerzo resultó vano.

Parecía como si un peso enorme hubiera sido colocado sobre la losa, para impedir a los profanadores de la sagrada pagoda cualquier posibilidad de fuga.

El Tigre de Malasia lanzó un verdadero rugido. Aquel hombre formidable no estaba acostumbrado a encontrar resistencia a sus músculos de acero.

—Hemos sido sorprendidos y derrotados —dijo a Yáñez, rechinando los dientes.

El portugués no contestó: parecía meditar intensamente. De pronto, se volvió hacia Bindar, preguntándole con voz perfectamente tranquila:

—¿Conoces estos subterráneos?

—Sí, sahib —contestó el indio.

—¿Hay otra salida?

—Una sólo.

—¿Adonde conduce?

—Al Brahmaputra.

—¿Por encima o por debajo de la corriente?

—Por debajo, sahib.

—¡Bah! Todos somos muy buenos nadadores. ¿No hay otras?

—No creo.

—¿Cómo lo sabes?

—Perqué hace algunos meses trabajé en la reconstrucción de las bóvedas que amenazaban ruina.

—¿Sabrías guiarnos?

—Eso espero: si no se apagan las antorchas.

—Tenemos otras dos de recambio.

—Entonces, todo irá bien.

—De todas formas tenemos que darnos mucha prisa. Si los gurús tienen tiempo de llamar a los guardias del rajá, todo habrá terminado para nosotros.

—El palacio del príncipe está lejos, sahib.

—¡Guíanos!

El indio cogió una antorcha que le tendía un malayo, y se dirigió hacia un extremo de la inmensa sala, en el que se abría, una galería muy amplia, cuyas bóvedas parecían restauradas recientemente.

—¿Es ésta la que desemboca en el Brahmaputra? —presunto Yáñez.

—Sí —contestó Bindar—. ¿No oyes un ruido lejano?

—Me parece que sí.

El indio iba a reanudar la marcha, cuando Tremal-Naik le detuvo.

—¿Qué quieres, sahib? —preguntó Bindar, sorprendido.

—Yo veo más allá otra puerta, que tal vez dé a otra galería —dijo Tremal-Naik.

—Sí, ya lo sé.

—¿Lleva también al río?

El indio vaciló largo rato, a Yáñez y a Sandokan les pareció que su rostro mostraba terror.

—Habla —exigió Tremal-Naik.

—No te metas allá dentro, sahib —dijo por fin el secuaz de Siva—. Alejémonos y huyamos lo antes posible.

—¿Por qué? —preguntaron a una Sandokan y Yáñez, impresionados por el extraño tono de su voz.

—Allí está la muerte.

—Explícate mejor —apremió Tremal-Naik, con tono imperioso.

—Esa galería lleva a la celda subterránea donde se custodian los tesoros del rajá, y está guardada por cuatro tigres.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, palideciendo—. ¿Podrían venir aquí esas bestias?

—Sí, si los sacerdotes levantan la reja que da a la galería.

—Nosotros y los señores tigres nos conocemos de antiguo —dijo Sandokan—; pero, en este momento, no me gustaría encontrarme ante ellos. Apresúrate, Bindar.

El grupo se internó en la galería a paso ligero, volviendo la cabeza de vez en cuando, con miedo de ver caérseles encima las cuatro formidables fieras que vigilaban el tesoro del rajá.

A medida que avanzaban, un estruendo, que parecía producido por el chocar de una enorme masa de agua, repercutía en la bóveda, propagándose cada vez más claramente.

Era el Brahmaputra, que rugía en el extremo de la galería.

Hacía unos minutos que duraba aquella precipitada huida, cuando los fugitivos se encontraron de repente en una segunda sala, menos amplia que la primera, excavada en la roca viva y completamente desnuda.

El estruendo producido por el río era entonces intensísimo. Se hubiera dicho que las macizas paredes temblaban bajo los fuertes golpes del gran afluente del Ganges.

—¿Ya estamos? —preguntó Yáñez a Bindar, alzando la voz.

—El río se halla a pocos pasos —contestó el indio.

—¿Es largo el trozo que hay que recorrer bajo el agua?

—Cincuenta o sesenta metros, sahib. Zambúllete sin miedo en el pozo y acabarás en el río. Yo respondo de todo.

Yáñez soltó rápidamente la faja de lana que llevaba en torno a la cintura y la pasó por el aro de metal del cofre que encerraba la piedra de salagram, atándose a los hombros el precioso talismán.

—Ahora al pozo —dijo luego al indio.

Bindar iba a internarse en el último tramo de la galería, cuando se detuvo bruscamente, haciendo un gesto de terror.

—¡Vienen! —exclamó.

—¿Quién? —preguntaron Yáñez y Sandokan.

—Los tigres.

—Yo no he oído nada —dijo el portugués.

—Mirad hacia la galería que hemos atravesado.

Todos se volvieron, apuntando las carabinas.

Ocho puntos luminosos, con reflejos verdosos, que tan pronto se cerraban como se abrían, brillaban siniestramente en las tinieblas.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había recuperado su maravillosa sangre fría, ante el peligro—. Son los ojos de los tigres lo que brilla allá. Los gurús los han soltado, sin pensar que nuestras costillas son indigestas incluso para los señores de la jungla.

—¡De rodillas todos! —ordenó Sandokan, desnudando la cimitarra y sacando una pistola de cañón doble.

—¿Podrás resistir el ataque? —preguntó Yáñez.

—Sí, hermano.

—Vamos a ver el pozo, Bindar. Asegurémonos ante todo la retirada.

—Despacha pronto —recomendó Sandokan.

—Sólo pido un minuto.

Corrió hacia la galería con el indio, que llevaba una antorcha. El fragor, producido por el río que corría sobre los subterráneos de la pagoda, era entonces ensordecedor.

Bindar, que temblaba como si tuviera fiebre, se detuvo, tras recorrer usos veinte pasos, ante una vasta abertura circular, que no estaba defendida por ningún parapeto y en cuyo fondo se oía el sordo rugido de las aguas del Brahmaputra.

—Por aquí debemos descender —dijo—. Mira, sahib, hay incluso una escalinata.

Yáñez no pudo contener una mueca de disgusto.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. No será un descenso muy alegre. ¿Estás seguro de que no dejaremos la piel en este abismo?

—Hace unas semanas que huyó por aquí una muchacha que los gurús habían secuestrado para convertirla en bayadera.

—¿Y consiguió salvarse?

—Te lo juro por Siva, sahib.

—¿Por qué han abierto este pozo los sacerdotes?

—Para lavar en él, sin ser vistos por ojos profanos, la piedra de salagram.

—Tú serás el primero que salte al agua. Quiero estar seguro.

—Prefiero salir por aquí que afrontar a los tigres —dijo Bindar.

—Y si…

Dos disparos de carabina, que retumbaron bajo las tenebrosas bóvedas como dos cañones, le interrumpieron.

—¡Ah! Los señores de la jungla —dijo—. Vamos a ver si están muy hambrientos. Cuando nos hayamos desembarazado de ellos, trabaremos conocimiento con las aguas del Brahmaputra. ¡Qué extraño! Esta aventura, aparte de algunos detalles, me hace pensar en la de las cavernas de Rajmangal.

Volvió rápidamente atrás, seguido del indio, y llegó a la sala subterránea en el momento en que sonaban otros tres disparos.

—¿Así que se han decidido a atacamos? —preguntó el portugués, sacando sus pistolas—. Pues yo también quiero participar; mis armas son de buen calibre y de fabricación angloindia, de lo mejor que hay.

—Temo que hemos malgastado las cargas —dijo Sandokan, que estaba de pie, detrás de los malayos y los dayaks arrodillados, junto a Tremal-Naik—. Estos animales son extraordinariamente prudentes, y no parecen tener prisa por saborear nuestra carne.

—La de nuestros hombres apesta demasiado a salvaje —dijo el portugués, que no perdía nunca su buen humor.

—¿Dónde están?

—Están delante de nosotros, pero cierran los ojos con mucha frecuencia, de forma que no podemos verlos bien —contestó Sandokan.

—Pues tenemos que darnos prisa. Pronto amanecerá y corremos el peligro de que lleguen los guardias del rajá. Vayamos hacia el pozo y, si nos siguen hasta allí, les daremos batalla antes de zambullirnos.

—¡En retirada, amigos! —gritó Sandokan.

Malayos y dayaks se levantaron rápidamente, dando siempre cara a los tigres, y retrocedieron en orden hacia el corredor que llevaba al pozo.

De vez en cuando, se oía en la oscuridad el impresionante rugido de los reyes de la jungla india.

—Ya estamos —dijo Yáñez, indicando el pozo a Sandokan.

—¡Qué oscuridad! —murmuró Tremal-Naik—. Confieso que el rumor de esas aguas no es nada agradable a mis oídos.

—No se puede escoger otro camino —contestó Yáñez—. Te toca a ti, Bindar.

—Sí, sahib —contestó el indio.

Descendió la escalinata sin manifestar la menor aprensión. Se oyó una zambullida; después nada.

—Ahora los demás, uno a uno —gritó el portugués.

Un malayo fue el primero, luego siguieron los otros. Sólo quedaban Sandokan, Tremal-Naik y Yáñez, cuando unos espantosos rugidos resonaron en la entrada de la galería.

—¡Los tigres! —gritó el bengalí.

—¡Ah!, ¡canallas! —gritó Yáñez—. ¡A buen momento han esperado!

Sandokan se adelantó con la cimitarra en alto y la pistola cargada. Brillaron dos relámpagos, que estuvieron a punto de apagar la antorcha que habían fijado en una grieta del revestimiento del pozo.

Una enorme masa atravesó el espacio delante del pirata de Malasia, debatiéndose desesperadamente y tratando de aferrarse con las patas anteriores.

—¡Ahí va el resto! —gritó Sandokan.

Su cimitarra silbó en el aire, cortando de un solo golpe el cuello de la fiera.

—¡Fuera! —siguió el valeroso pirata—. No eres digno de medirte con el tigre del archipiélago malayo.

Pero las otras tres fieras habían aparecido también, y no parecían nada impresionadas por el miserable fin de su compañero.

Tremal-Naik, que además de las pistolas tenía una espléndida carabina india, disparó contra el más próximo sin precipitarse.

El señor de la jungla dio un salto en el aire, lanzando una especie de rugido, y cayó al suelo para no levantarse más. Había sido fulminado.

—¡Ahora tú, Yáñez, mientras cargo las pistolas! —gritó Sandokan, saltando atrás.

—Aquí estoy —contestó el portugués.

Además de las armas de fuego que llevaba colgadas del cinto, sacó el kris y se lo puso entre los dientes.

Los dos tigres avanzaron arrastrándose y gruñendo.

Tremal-Naik disparó de nuevo la pistola, apenas a diez pasos de distancia y erró los dos tiros.

Pero los relámpagos de los disparos asustaron a las fieras, haciéndolas retroceder rápidamente hasta el extremo del corredor, antes de que Yáñez tuviera tiempo de hacer fuego.

Aquel momento de pausa había bastado a Sandokan para recargar sus armas.

—Yáñez —dijo el pirata—, los tigres tardarán en atacar, después de tan desagradable recibimiento. Aprovecha en seguida.

—¿Para qué?

—Para bajar al pozo y tirarte al Brahmaputra. Debes salvar la piedra de salagram, y ese cofre te molestará bastante para nadar bajo el agua.

—¿Y vosotros?

—No te preocupes de nosotros. Déjanos tus pistolas que no te servirán para nada en el agua: tú ya tendrás bastante con el kris. Pero antes quítate las botas, por lo menos.

—No quiero abandonaros ahora.

—¿Por qué?

—Sois dos contra dos.

—Pero estamos bien armados, tenernos siete disparos y mucho valor. ¡Rápido! Pon el cofre a salvo, si tan necesario te es para conquistar la corona.

—¡Imprescindible!

—Entonces, salta al agua. Los tigres gruñen, pero no se mueven; y probablemente nos dejarán tiempo de irnos, nosotros también, sin demasiado riesgo. ¡Apresúrate!

El portugués se quitó las botas y la casaca; sujetó bien el kris, en el cinturón de los pantalones, aseguró el cofre y bajó la escalinata, diciendo a sus valientes compañeros:

—Nos veremos en nuestro subterráneo.

Bajó diez escalones, viscosos por la humedad, y se encontró ante un agujero circular en el que borboteaba la corriente.

—Preferiría ver algo —murmuró—. Pero ¡bah! Confío en mis propias fuerzas.

Levantó las manos y se precipitó en las oscuras aguas del Brahmaputra, desapareciendo en la galería sumergida.

Apenas se había zambullido, cuando un terrible rugido anunció a Sandokan y a Tremal-Naik que los dos tigres se habían decidido por fin a intentar de nuevo el asalto y vengar a sus dos compañeros.

—En guardia, Tremal-Naik —dijo el Tigre de Malasia—. Vienen con mucho ímpetu.

—Estoy dispuesto a recibirles —dijo el intrépido bengalí—. En la jungla negra he matado buen número de ellos, así que somos antiguos conocidos. Las dos fieras habían salido de la galería, aullando feroces. Eran dos espléndidos animales, completamente desarrollados, con un cuello de toro.

Viendo a los dos hombres de pie, apuntándoles con las armas, delante de la antorcha que lanzaba, crepitando, sangrientos reflejos, se detuvieron, encogiéndose, como si se prepararan para el salto final.

—¡Fuego! —gritó Sandokan.

El bengalí descargó su carabina, y uno de los tigres, herido en la cara, se encabritó como un caballo que recibe un aguijonazo, luego cayó.

—¡Salta al agua! —gritó Sandokan.

El bengalí se precipitó escaleras abajo, creyéndose seguido por el pirata; pero éste había permanecido inmóvil ante el último tigre que trataba de acercarse, arrastrándose lentamente.

—Jamás volverás a proteger el tesoro del rajá —dijo—. El Tigre de Malasia te espera.

La fiera respondió con una especie de ronco maullido, fijando sus ojos fosforescentes en el hombre que osaba presentarle batalla.

—Te espero —repitió Sandokan, que empuñaba su pistola y la de Yáñez—. ¡Deprisa! Quiero reunirme con mis compañeros.

El tigre abrió la boca, mostrando sus agudos dientes, duros como el acero, y de su garganta salió una nota terrible que terminó en un verdadero rugido, casi igual al que lanzan los leones africanos; luego saltó.

Sandokan, que esperaba el ataque, se tiró a un lado con presteza; después disparó sus cuatro cartuchos con estudiada lentitud, hundiendo las cuatro balas en el cuerpo de la fiera.

—El Tigre de Malasia venció un día al Tigre de la India hombre —dijo, mientras aparecía en sus labios una sonrisa de triunfo—; ahora ha matado también al tigre de la India animal.

Volvió a meterse las pistolas en el cinto y, mientras la fiera exhalaba el último suspiro, bajó la escalinata y se tiró, sin la menor vacilación, en las tenebrosas aguas del Brahmaputra.

6. En el Brahmaputra

Apenas saltó al agua, Yáñez se puso a nadar vigorosamente, siguiendo la corriente, imaginando que solamente de aquella forma podría encontrar el canal de salida y subir a la superficie.

Antes de zambullirse tuvo cuidado de llenarse los pulmones de aire, ignorando cuánto podía durar aquella inmersión bajo las últimas bóvedas del templo.

El cofre atado a su espalda le molestaba bastante, pero no desesperaba de volver a la superficie, seguro como estaba de sus fuerzas y de su habilidad de nadador.

Creyendo que había pasado ya las bóvedas, trató de subir y, con un estremecimiento de terror, dio con la cabeza contra una masa resistente.

—Me parece que el asunto se pone serio —pensó, redoblando los golpes de manos y pies.

Ensordecido por el ruido de la corriente, que trataba de engullirlo, recorrió otros quince o veinte pasos y, sintiendo que no le quedaba aire en los pulmones, probó de nuevo a subir, ayudándose con dos vigorosos golpes de talón.

Su cabeza emergió esta vez sin encontrar ningún obstáculo. Ya no existían bóvedas y se encontraba casi en medio del inmenso río, a más de doscientos pasos de la isla.

Aspiró una gran bocanada de aire y se tendió sobre la espalda para descansar un poco.

Aún no había salido el sol, pero las tinieblas empezaban a clarear. El alba no debía de estar lejos.

—Tratemos de alcanzar en seguida la orilla —murmuró—. Es mejor estar a salvo en el templo subterráneo antes de que sea de día. Nuestros hombres ya estarán allí tal vez, a menos que hayan preferido esperarnos en la bangle. Confío en que no hayan cometido la imprudencia de aguardarnos. ¡Bueno! Cuatro buenos golpes y atravesamos el río antes de que haya luz y los sacerdotes del templo me descubran.

Vuelto de nuevo, se disponía a deslizarse en silencio entre dos aguas, cuando un choque repentino le hizo retroceder.

—¿Quién me ataca? —se preguntó—. ¿Un cocodrilo tal vez?

Sacó a toda prisa el kris y trató de permanecer inmóvil.

Casi en seguida vio erguirse ante él una fea cabeza aplastada, de dimensiones semejantes a las de un tiburón, con una boca anchísima, armada de gran número de dientes agudísimos, provista en los ángulos de unos largos bigotes que le daban un aspecto extraño.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Ya conozco a estas bestias y sé lo voraces que son. Pero no sabía que también en los ríos de la India hubiera ballenas de agua dulce. En guardia, amigo Yáñez: son tan peligrosas como los cocodrilos.

En realidad no se trataba de una verdadera ballena —aunque se haya dado a esos peces este nombre injustificada— sino un escualo de agua dulce, exactamente un Silurus glanis..

Ballena, escualo o siluro el adversario era terrible, porque ese tipo de pez, que se encuentra solamente en los grandes ríos, es de una voracidad increíble, y no vacila en atacar a un hombre para devorarlo.

Son unos feos monstruos que miden de dos a tres metros, con el cuerpo muy alargado —lo que los hace algo semejantes a las anguilas—, una anchísima boca, muy bien armada, como ya hemos dicho, y provista a ambos lados de seis pelos larguísimos, que parece están destinados a atraer a los peces. Fuertes y audaces, constituyen un verdadero peligro incluso para los seres humanos. Que se bañe un muchacho, y el siluro abandonará de inmediato el cieno en el que habitualmente reposa, para atacarlo y devorarlo, algunas veces entero. Ni siquiera deja en paz a los animales. Si sobreviene una inundación, ya está el escualo de agua dulce acechando a las bestias que han buscado refugio en las plantas, y haciéndolas caer a coletazos en su terrible boca.

Yáñez, que había conocido a aquellos peligrosos habitantes de los ríos, en los grandes cursos de Borneo, se puso en guardia de inmediato para no perder un brazo o recibir algún tremendo coletazo.

El siluro después de enseñar su cabeza, cubierta de una piel viscosa de color verdoso, se zambulló de nuevo, pero no tardó en reaparecer, dirigiéndose contra el portugués.

Comoquiera, sin embargo, que este tipo de escualos es lento en sus movimientos, Yáñez había tenido tiempo de bajar al fondo para evitar el ataque.

El siluro no tardó en seguirle. Pero tenía enfrente un adversario digno de él. Apenas se hubo sumergido, el portugués le atacó, clavándole el kris entre las aletas pectorales.

Dado el golpe, Yáñez cerró las piernas, dejándose llevar por la corriente varios metros, manteniéndose siempre bajo el agua; luego, con dos brazadas, subió a la superficie y, con no poca sorpresa, chocó contra un cuerpo duro que le obligó a hundirse de nuevo.

—¿Otro escualo de agua dulce? —se preguntó—. ¡Y yo que he dejado mi puñal en el pecho del anterior!

Avanzó un poco, conteniendo la respiración, y volvió a salir. Chocó de nuevo, aunque esta vez no con la cabeza sino con un hombro, y acabó por emerger.

—¡Ah, diablo! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¡Una lámpara a Júpiter! ¡Qué olor!

Cuatro o cinco pajarracos, con las plumas negras y los picos inmensos, alzaron el vuelo alejándose.

—¡Marabúes! —exclamó Yáñez—. ¡Entonces, ahí hay un cadáver!

Sólo en aquel memento se dio cuenta de que tenía junto a él un tablón de un par de metros de largo y uno de ancho, en uno de cuyos extremos ardía una lamparilla de arcilla.

—Esto es un féretro abandonado a la corriente —murmuró—. ¡Qué encuentro tan poco alegre! Bueno, después de todo me ayudará a mantenerme a flote.

Alargó las manos y se cogió a aquel extraño ataúd. Estornudó con fuerza.

—¡Ah! ¡Por Júpiter! Hay un muerto dentro. ¡Condenados indios! ¡Empiezan a fastidiarme con su sagrado Ganges!

En efecto, tendido sobre el fúnebre tablón, destinado a llegar al Ganges, se encontraba el cadáver de un viejo indio, casi desnudo, con una larga barba blanca, pero reducido por lo demás a un estado horrible.

Los marabúes le habían arrancado los ojos, devorado la lengua, desgarrado el vientre para devorarle los intestinos… y de aquellas heridas brotaba un olor nauseabundo que revolvía el estómago.

—Puedes acabar en el Ganges incluso sin este tablón que me es más necesario a mí que a ti —dijo Yáñez—. Y además ni perfume no me gusta nada. Ve, ¡y buen viaje!

Con un fuerte empujón tiró el cadáver al agua, junto con la lamparilla, y se subió al tablón.

—Ahora tratemos de orientarnos —murmuró—. Los demás ya pensarán en ponerse a salvo como puedan. De Sandokan, Tremal-Naik y mis hombres estoy bien seguro.

Miró en tomo y le pareció reconocer la orilla derecha.

—Ahí es donde debo desembarcar —dijo.

Se tumbó boca abajo y, sirviéndose de las manos como remos, guió su fúnebre embarcación a través del río.

Como casi todos los ríos de la India tienen muy poca pendiente, la corriente no era fuerte y alcanzó con facilidad la orilla.

Abandonó la tabla y llegó a tierra. En aquel lugar sólo había arrozales, pero ni una cabaña.

—Subiendo hacia levante llegaré al templo subterráneo —murmuró—. No debe de estar muy lejos. Tendré que darme prisa, si no quiero llamar demasiado la atención: un hombre blanco sin casaca ni botas y con un cofre a la espalda ha de parecer algo raro.

Se puso rápidamente en marcha, siguiendo siempre la orilla, flanqueada por gruesos árboles entre cuyas ramas correteaban los singalika, unos monos delgadísimos muy numerosos en la India, de casi un metro de altura y con una barba que les da un aspecto extraño; son el terror de los pobres campesinos, a quienes destruyen sin piedad las cosechas.

Yáñez, que veía con inquietud aproximarse el alba, apresuraba el paso. Ya había dejado atrás la isla en la que se alzaba la pagoda de Karia, por tanto no debía de estar muy lejos del templo subterráneo.

De vez en cuando, se detenía un momento esperando descubrir la bangle, pero sólo veía largas filas de grotescos pajarracos, de aspecto decrépito, semipelados, con un larguísimo y fuerte pico.

Eran los marabúes, que esperaban pacientemente el paso de algún cadáver —humano o animal, poco importaba— para echársele encima y en un santiamén hacerlo desaparecer en sus nunca saciados estómagos. El sol lanzaba sus primeros rayos sobre las aguas del Brahmaputra, cuando Yáñez llegó delante del templo subterráneo, ante cuya puerta vigilaba un hombre, con aspecto de faquir.

—¡Ah! ¡Señor Yáñez! —exclamó el hombre, levantándose.

—¡Kammamuri! —exclamó a su vez el portugués.

—Con piel de biscnub, señor —contestó el maharato, sonriendo—; pero que no ha renunciado ni a las riquezas ni a los placeres de la vida, ni a los bienes de este mundo, como hacen mis correligionarios.

—¿Han vuelto?

—¿El señor Sandokan y mi amo? Le esperan para el desayuno desde hace media hora.

—¿Y los demás?

—Están todos. Han llegado en la bangle.

—¿Y el ministro?

—Sigue custodiado; pero tengo miedo de que el pobre diablo muera de miedo.

—Tus compatriotas tienen la piel demasiado dura para irse tan aprisa al seno de Siva o de Brahma.

Se abrió paso entre los matorrales que escondían la entrada y se internó en los corredores del templo, vigilados por malayos y dayaks armados con cimitarras y carabinas.

Cuando llegó a la última estancia —que ya hemos descrito, y que como no tenía ventanas seguía iluminada por una lámpara—, encontró a Sandokan, a Tremal-Naik y al ministro sentados a la mesa.

—¡Por fin! —exclamó el primero—. Iba a enviar unos cuantos hombres a buscarte, aunque no dudaba de que llegarías hasta aquí.

—No he podido alcanzar la bangle. Más tarde hablaremos de eso; ahora, deja que me cambie, porque estoy chorreando, y haz traer el desayuno. El baño me ha despertado un hambre de tigre.

—Y pon en lugar seguro tu famosa caracola —dijo Tremal-Naik.

—Después; es preciso que la vea el señor ministro.

Pasó a una habitación contigua, y se cambió rápidamente, poniéndose un traje de franela blanca, bastante ligera.

Cuando volvió, la tiffine, o desayuno frío a la inglesa, estaba a punto: carne, cerveza, biscottes, y un bol de curry que había añadido el cocinero para su excelencia el ministro, porque los indios no comen carne de buey.

—De momento, comamos —dijo Yáñez—. Serénese, excelencia, y beba nuestra cerveza: le doy mi palabra de que no contiene ni un trozo de grasa de vaca.

En lugar de tranquilizarse, el rostro del ministro se oscureció aún más; pero no rechazó el curry que le ofrecía Yáñez, ni una jarra de cerveza.

Mientras comían con envidiable apetito, los dos piratas y Tremal-Naik se contaban las aventuras corridas por cada uno de ellos durante la peligrosa evasión.

También Sandokan y el indio habían tenido dificultades para salir de las bóvedas sumergidas, pero, más afortunados que el portugués, no habían encontrado ninguna ballena de agua dulce y habían podido alcanzar felizmente la bangle, donde habían encontrado a sus hombres.

Temiendo ser sorprendidos por los sacerdotes de un momento a otro, no habían dudado en partir, convencidos de que Yáñez se las arreglaría solo con facilidad.

Cuando hubo terminado el desayuno, Yáñez encendió su eterno cigarrillo, puso el cofre delante del ministro y lo abrió, sacando la preciosa caracola.

—¿Es ésta, precisamente ésta, la famosa piedra de salagram? —preguntó al ministro que la miraba despavorido—. Respóndame, excelencia.

Kaksa Pharaum hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Escúcheme ahora, y procure no contestarme sólo con gestos. Exijo de usted importantes declaraciones.

—¿Aún más? —preguntó el ministro, que parecía de pésimo humor.

—¿Le interesa mucho al rey la posesión de esta piedra de salagram?

—Más que a usted, sin duda —contestó el otro—. ¿Cómo se podrían hacer las procesiones sin esa preciosa reliquia, que nos envidian todos los gurús?

—¿Cuál es la próxima procesión que se celebrará en público? Los indios hacéis muchas durante el año.

—La del maddu-pongol.

—¿De qué se trata?

—Es la fiesta de las vacas —indicó Tremal-Naik— que se solemniza en el décimo mes de tai, o sea en vuestro enero, para festejar el retorno del sol al septentrión. Sigue al gran-pongol, o sea la fiesta del arroz hervido en leche.

—Es verdad —asintió el ministro.

—¿Cuándo es? —preguntó Yáñez.

—Dentro de cuatro días.

—Perfecto; para ese día, el rajá tendrá su piedra de salagram.

El ministro se sobresaltó y miró a Yáñez con los ojos dilatados por el más profundo estupor.

—¿Bromea, milord? —preguntó.

—En absoluto, excelencia —contestó Yáñez—. Le doy mi palabra de honor de que la piedra volverá, a través del príncipe, a la pagoda de Karia.

—Yo no comprendo nada —dijo Kaksa.

—Y yo menos que usted —añadió Sandokan, que fumaba su cibuc sin que hasta entonces hubiera tomado parte en la conversación.

—Ten un poco de paciencia, hermano —dijo Yáñez—. Dígame ahora, excelencia, ¿harán investigaciones para descubrir a los autores del robo?

—Pondrán patas arriba toda la ciudad y lanzarán al campo toda la caballería.

—Entonces, podemos estar seguros de que no nos molestarán —dijo el portugués, sonriendo—. Son ya las ocho: podemos ir a ver a Surama y dar una vuelta por la ciudad. Así veremos el efecto que ha hecho el robo de la famosa piedra. Descolgó de la pared otro par de pistolas, que introdujo en su ancha faja roja, se puso en la cabeza un salacot de tela blanca adornado con un velo azul, que le daba el aspecto de un verdadero inglés de viaje por el mundo, y se dispuso a salir junto con Sandokan y Tremal-Naik, que también se habían provisto de armas.

—¿Y yo, milord? —preguntó el ministro.

—Usted, excelencia, se quedará aquí, con una buena guardia. No hemos terminado aún nuestros asuntos, y además, si le pusiéramos en libertad, correría en seguida a avisar al príncipe.

—Aquí me aburro y tengo asuntos muy importantes que despachar. Soy el primer ministro de Assam.

—Lo sabemos, excelencia. Por otra parte, si quiere ahuyentar el aburrimiento, fume, beba y coma. No tiene más que pedir.

El pobre ministro, comprendiendo que perdería inútilmente el tiempo, se dejó caer de nuevo en la silla, lanzando un suspiro tan profundo que hubiera conmovido a un tigre, pero que no hizo ningún efecto en el ánimo del endiablado portugués.

Fuera del templo encontraron a Kammamuri siempre sentado ante una mata, con su gorro rojo y azul en la cabeza, el cuerpo envuelto en un simple trozo de tela, con una corona y un bastón en la mano: era el traje de los faquires biscnub, una especie de peregrinos errantes, que gozan de gran consideración en la India, por haber pertenecido casi todos ellos a clases acomodadas.

—¿Nada de nuevo, amigo? —le preguntó Yáñez.

—Sólo he oído los aullidos desafinados de un par de chacales que se han divertido ofreciéndome, sin que nadie se lo pidiera, una serenata aburridísima.

—Síguenos a distancia y recoge los comentarios que oigas. Si no puedes seguir nuestro mail-cart. no importa. Nos veremos más tarde.

—Sí, señor Yáñez.

El portugués y sus dos amigos se dirigieron hacia un grupo de palmas ante el que se encontraba un vehículo ligero, de los que los indios llaman mail-cart, y que se utilizan en general para servicios postales.

Aquel, sin embargo, era de dimensiones mayores de lo ordinario, y en la caja posterior podían sentarse cómodamente tres personas en lugar de una.

Estaba tirado por tres hermosísimos caballos que parecían tener fuego en las venas y a los que un malayo apenas podía frenar.

Yáñez subió al sitio del cochero, Sandokan y Tremal-Naik detrás, y el ligero carruaje partió rápido como el viento, dirigiéndose al centro de la ciudad.

Los mail-cart corren siempre desenfrenadamente —igual que las troikas rusas— y tanto peor para quien no consiga evitarlos.

Atraviesan las llanuras como huracanes, suben las más ásperas montañas, las bajan a la misma velocidad, y esto especialmente los dedicados al servicio de correos. Los conduce un solo indio, provisto de un látigo de mango corto, que maneja continuamente porque no debe detenerse por ningún motivo.

Estas carreras no carecen de peligros. Se trata de un tipo de carruaje de ruedas muy altas y caja sin muelles que sufre tremendas sacudidas, y si uno pretendiera hablar correría el riesgo de cortarse la lengua con los dientes. Yáñez, como ya hemos dicho, había lanzado aquel cachivache a toda carrera, haciendo restallar con fuerza el látigo para advertir a los transeúntes que tuvieran cuidado.

Los tres caballos, que saltaban como si tuvieran alas en las patas, devoraban el espacio como saetas, relinchando ruidosamente.

Bastaron diez minutos para que el mail-cart se encontrara en las calles centrales de Gauhati.

Yáñez y sus compañeros notaron en seguida una animación insólita: se formaban en muchos puntos grupos de personas que discutían animadamente, gesticulando; y en las puertas de las tiendas había un cuchicheo incesante entre los propietarios y sus parroquianos.

En los rostros de toda aquella gente se leía un verdadero espanto.

Yáñez frenó los caballos para no atropellar a algún transeúnte y se volvió hacia sus amigos, guiñándoles un ojo.

—La terrible noticia se ha esparcido ya —dijo el Tigre de Malasia, sonriendo—. ¿Dónde nos llevas?

—De momento, a casa de Surama.

—¿Y luego?

—Querría ver a ese condenado favorito del rajá, si se me presenta la ocasión.

—¡Hum! Ya sabes que el príncipe no quiere ver a ningún inglés en su corte.

—Sin embargo, tendrá que recibirme, y con grandes honores —replicó Yáñez.

—¿Cómo lo harás?

—¿Acaso no tengo la piedra?

—¿Y se va a convertir en un talismán?

—Y tal vez más, mi querido Sandokan. ¡Eh! ¿Qué es eso?

Dos indios avanzaban entre la muchedumbre: uno arrancaba de vez en cuando notas ruidosas de una larguísima trompeta de cobre, el otro sacudía con furia un gautha, o sea una campanilla de bronce, adornada con una cabeza provista de dos alas, de las que se utilizan en las ceremonias religiosas para convocar a los fieles.

Les seguía un soldado del rajá, con amplios calzones blancos, casaca roja con alamares amarillos y una bandera blanca con un elefante de dos cabezas pintado en el centro.

—Son heraldos del príncipe —dijo Tremal-Naik—. ¿Qué anunciarán?

—Yo lo adivino —dijo Yáñez, deteniendo el carruaje—. Es algo que nos afecta.

Los tres heraldos, tras ensordecer a los numerosos vecinos reunidos en torno suyo, se habían detenido también, y el soldado —que debía de tener pulmones de hierro— se puso a rugir:

«Su majestad el príncipe Sindhia, señor del Assam, advierte a sus fieles súbditos que ofrecerá honores y riquezas a quien sepa dar informaciones sobre los miserables que han robado la piedra de salagram de la pagoda de Karia. He hablado por boca del poderosísimo rajá».

—Honores y riquezas —murmuró Yáñez—. Por ahora me bastan los primeros. El resto vendrá después, te lo aseguro, mi querido Sindhia. Pero será para mi futura esposa.

Dejó pasar a los pregoneros, que reanudaban su música infernal, y lanzó los caballos al trote, recorriendo varias calles muy anchas —cosa más bien rara en las ciudades indias, que tienen callejuelas tortuosas como las de las ciudades árabes y también poco limpias.

—Ya estamos —dijo de pronto, deteniendo con un violento tirón los tres briosos corceles.

Se había detenido ante una casa de hermosa apariencia, que surgía, como un gran dado blanco, entre ocho o diez colosales tara que le daban sombra.

Sólo viéndola se comprendía que se trataba de una vivienda señorial, ya que estaba completamente aislada y tenía soportales, galerías y terrazas para poder dormir al aire libre durante los grandes calores.

Todas las casas de los hindúes ricos son muy hermosas y están muy bien cuidadas. Deben tener patios, jardines, cisternas y fuentes no solamente en las habitaciones sino también en la entrada, y grandes ventiladores, movidos a mano por los sirvientes, para que reine en ellas mi continuo frescor.

También deben tener en torno unas pequeñas kas khanays, es decir, unas casitas de paja, o mejor de raíces olorosas, construidas en medio de un trozo de tierra cubierta de hierba y siempre próximas a una tank o fuente para que la servidumbre pueda lavarse cómodamente.

Al oír el ruido producido por los tres caballos, dos hombres —vestidos como los indios, pero a los que se podía reconocer como malayos por el tono de su piel y sus facciones duras y angulosas—, salieron de la casa, saludando con una torpe inclinación a Yáñez y a sus compañeros.

—¿Surama? —preguntó brevemente el portugués, saltando a Tierra.

—Está en la sala azul, capitán Yáñez —dijo uno de los malayos.

—Ocupaos de los caballos.

—Sí, capitán.

Subió los cuatro escalones, seguido por Tremal-Naik y Sandokan y, atravesando un corredor, se encontró en un amplio patio, rodeado de elegantes soportales sostenidos por esbeltas columnas.

En medio, un altísimo chorro de agua brotaba de una taza de piedra.

Yáñez pasó bajo los soportales de la derecha y se detuvo ante una puerta donde se agrupaban varias muchachas indias.

—Avisad a la señora —les dijo.

Pero una joven abrió inmediatamente la puerta, diciendo:

—Entra, sahib: te espera.

Yáñez y sus compañeros se encontraron en un salón elegantísimo, con las paredes tapizadas de seda azul y el pavimento cubierto con un delgado colchón que se extendía hasta las cuatro esquinas.

Todo alrededor había divanes de seda con bordados de oro y de plata de exquisita factura, y grandes almohadones de raso floreado apoyados contra las paredes, para que los visitantes pudieran tenderse cómodamente.

A un metro de altura, se abrían en las paredes varios nichos en los que había jarrones chinos llenos de flores que exhalaban vivos perfumes.

Ningún mueble, en cambio, excepto un escabel colocado en el centro de la habitación sobre el que se veían vasos y un frasco de cristal rojo, de cuello larguísimo, metido en una funda de oro cincelado.

Una bellísima joven, de piel ligeramente bronceada, facciones dulces y finas, ojos negrísimos y cabellos largos, trenzados con flores de mussenda., se puso en pie con presteza.

Un espléndido vestido de seda roja, con bordados en azul cubría su cuerpo, esbelto como un junco, pero exquisitamente moldeado, dejando ver el extremo de los pantalones de seda blanca que se ensanchaban sobre dos graciosas babuchas de piel roja con bordados de plata y punta levantada.

—¡Ah! ¡Mis queridos amigos! —exclamó, dirigiéndose a ellos con las manos extendidas. ¡También tú, Tremal-Naik! ¡Qué contenta estoy de volver a verte! Estaba segura de que acudirías a la llamada de tus antiguos compañeros.

—Cuando se trata de dar un trono a Surama, Tremal-Naik no permanece ocioso —contestó el bengalí, estrechando calurosamente la mano de la bella india—. Si Moreland y Darma no estuvieran de viaje por Europa, también les tendríamos con nosotros.

—Me hubiera gustado mucho ver a tu hija Darma.

—La recibirás en tu corte cuando vuelva —dijo Yáñez—. Vamos, Surama, ofrece algo de beber a los amigos. Las calles de Gauhati son muy polvorientas y la garganta se seca en seguida.

—Para ti, mi dulce señor, tu licor favorito —dijo la joven, cogiendo el frasco y llenando los vasos de cristal rosa de un licor color ámbar.

—A la salud de la futura princesa del Assam —dijo Sandokan.

—No tan de prisa —contestó Surama, riendo.

—¡Cómo! ¿Piensas, pequeña, que hemos dejado Borneo, nuestros praos y muchos amigos sólo para venir a admirar las poco interesantes bellezas de tu futura capital? Cuando nosotros nos movemos, organizamos siempre algún buen zafarrancho, ¿no es cierto, Yáñez?

—Seguimos siendo los viejos tigres de Mompracem —contestó el portugués—. Donde clavamos las uñas, no hay presa que se escape. ¿Quieres una prueba? Tenemos en nuestras manos la famosa piedra de salagram.

—¿La del cabello de Visnú?

—Sí, Surama.

—¿Y para qué?

—¡Diablos! Me era necesaria para introducirme en la corte.

—El mérito es de tu prometido —dijo Sandokan—. Yáñez envejece, pero su extraordinaria fantasía permanece joven.

—¿Y podremos saber por fin tus famosos proyectos? —preguntó Tremal-Naik—. Yo sigo rompiéndome inútilmente la cabeza sin conseguir encontrar ninguna relación entre esa condenada caracola y la caída del rajá.

—Aún no es el momento —contestó Yáñez—. Pero mañana sabrás algo más.

—Es inútil que lo intentes, amigo —dijo Sandokan—. Sabremos algo cuando llegue el momento de lanzar contra la guardia del rajá a nuestros treinta hombres y de desenvainar nuestras cimitarras. ¿No es verdad, Yáñez?

—Sí —contestó el portugués, sonriendo—. Pero ese día no está aún muy cerca. Con Sindhia hemos de proceder con cautela. No debemos olvidar que estamos solos y no podemos contar con la ayuda del Gobierno inglés. Pero, así y todo, no dudemos del resultado final. Surama tendrá su corona o no volveremos a ser los terribles tigres de Mompracem.

—La compartirás conmigo, ¿no es cierto, mi señor? —preguntó la joven, clavando en el portugués sus profundos y dulcísimos ojos.

—¡Yo! Serás tú quien me dé un trozo, muchacha.

—Toda, junto con mi corazón.

—Está bien; pero esperemos a quitarla de la cabeza de aquel canalla. Pagará cara la mala acción que cometió contigo. El te vendió como una miserable esclava a los thugs, para convertirte a ti, una princesa, en una bayadera; un día le venderemos a él.

—Si no acaba como el Tigre de la India —dijo Sandokan con acento casi feroz—. ¡Yo también estaré aquí para ese día!

7. El Rajá del Assam

Al día siguiente, dos horas después del mediodía, un grupo, que despertaba mucha curiosidad entre los desocupados que llenaban las calles de la capital del Assam, avanzaba a paso militar hacia el grandioso palacio del rajá, que se alzaba en la inmensa plaza del mercado.

Se componía de siete personas: un inglés —más o menos auténtico, correctamente vestido de blanco, con un sombrero de tela gris, adornado con un gran velo azul que le descendía hasta debajo de la cintura—, y seis malayos vestidos al estilo indio, con casacas verdes bordadas, amplios calzones rojos, grandes turbantes de seda abigarrada y espléndidas carabinas de cañones adornados con arabescos y culatas incrustadas de marfil y madreperla, pistolas de doble cañón en el cinto y cimitarras colgando del costado.

Eran todos hombres apuestos, de aspecto feroz, robustos, y de ojos sombríos y siniestros. Aun siendo sólo siete, se comprendía por su aspecto que no retrocederían ni ante una compañía de cipayos bengalíes.

Llegados ante el palacio real, vigilado por un grupo de guardias, armados con lanzas de anchísima hoja, el inglés detuvo a sus hombres con un gesto.

—¿Qué quieres, sahib? —preguntó el comandante de la guardia, avanzando un paso hacia el inglés, mientras sus hombres ponían las lanzas en ristre, como si se prepararan a rechazar un ataque…

—Ver rajá —contestó Yáñez.

—Es imposible, sahib.

—¿Por qué?

—El rajá está con sus mujeres.

—Yo ser gran milord inglés, amigo de la reina y emperatriz Indias. Todas puertas abrirse delante de mí, milord John Moreland.

—Al rajá no le gusta recibir gente de piel blanca, sahib.

—No sahib; yo ser gran milord.

—El rajá no recibirá ni a un milord. No quiere ver europeos en su corte.

—Tú ser un estúpido, feo indio. Ir a decir príncipe tuyo que yo haber encontrado la piedra de salagram de la pagoda de Karia. Milord haber matado todos ladrones canallas, porque yo, milord, no tener nunca miedo, ni siquiera de vuestros bâgh admikanevalla.. Y tú, entre tanto, meter bolsillo esta mohr.. Nosotros ingleses pagar siempre molestia.

Al oír aquellas palabras, y viendo sobre todo la gran moneda de oro que Yáñez le tendía como si fuera una simple rupia, los indios de la guardia se miraron unos a otros, con profundo estupor.

—Milord —dijo el jefe, confuso—, ¿es cierto lo que ha dicho?

Yáñez hizo seña de que se acercara a uno de los seis malayos, que llevaba entre los brazos una especie de cajita envuelta en un trozo de seda roja; luego dijo:

—Aquí dentro ser piedra de salagram que fue robada por canallas thugs. Ve a decir esto a su alteza. Recibirá en seguida a mí, milord.

El indio vaciló un momento, mirando el envoltorio, luego —como presa de una repentina locura—, corrió al amplio soportal y golpeó con furia los gongs colgados sobre las puertas.

—Por fin —murmuró Yáñez, sacando flemáticamente un cigarrillo de su pitillera y encendiéndolo—. Tendremos que esperar, pero eso no importa.

Sus hombres, apoyados en las carabinas, mantenían una inmovilidad absoluta, espiando con atención a la guardia india que seguía con las lanzas en ristre.

Apenas había transcurrido un minuto cuando un viejo indio, lujosamente vestido —un ministro o cortesano, sin duda— bajó la gran escalinata de blanquísimo mármol, precipitándose al encuentro de Yáñez, seguido por varios oficiales con grandes turbantes.

—¡Milord! —exclamó jadeante—, ¿es cierto que ha encontrado la piedra de salagram?

Yáñez tiró el cigarrillo, lanzó una última bocanada de humo casi ante las narices del indio, y contestó:

—Yes.

—¿Qué dice?

—Sí; advertir en seguida su alteza.

—¿La verdadera piedra?

—Yes.

—¿Y cómo la ha encontrado?

—Yo hablar sólo a rajá: milord no ser hombre de poca monta.

—¿Dónde está la piedra?

—Yo tenerla y bastar: su alteza no recibir mí y yo ir a vender piedra.

—¡No! ¡No, milord!

—Entonces rajá recibir mí, y pronto. Yo sufrir spleen..

—Venga, le espera.

—¡Ah! Yo estar muy contento.

Hizo un gesto a los malayos y siguió al ministro o favorito, subiendo la espléndida escalinata, observando que en cada escalón había un guardia armado con carabina y pistolas.

—Se ve que no se siente demasiado seguro —murmuró Yáñez—. ¿Habrá olfateado algo? En guardia, amigo y juega bien.

En el descansillo se abrían cuatro grandiosas galerías, todas de mármol, con columnas retorcidas, adornadas con cabezas de elefantes que entrelazaban artísticamente sus trompas. Amplias cortinas de una bonita y ligerísima seda azul, con trama de oro, descendían entre las columnas para resguardar las galerías de los reflejos del sol y mantener un cierto frescor.

A lo largo de las paredes, unos enormes jarrones, chinos en su mayor parte, contenían colosales ramos de flores y hojas de baniano. También en estas galerías había muchos soldados, que paseaban armados con picas y cimitarras.

El ministro hizo atravesar una de aquellas galerías a Yáñez y a su escolta; luego abrió una puerta de bronce dorado, adornada con esculturas, y les introdujo en una inmensa sala tapizada en seda blanca con bordados de oro, en la que había varias docenas de divancitos de terciopelo blanco.

En un extremo, sobre una plataforma de mármol cubierta en parte por una magnífica alfombra, se divisaba una especie de lecho, sobre el que estaba tendido, apoyándose en un almohadón de terciopelo rojo, un hombre que vestía una larga zamarra blanca.

En torno a aquella especie de trono, estaban cuatro indios viejos, que parecían sacerdotes, y detrás de ellos, alineados en cuatro filas, cuarenta sikhs, los guerreros más valerosos de la India, a los que suelen contratar los rajás para formarse una guardia fiel y segura.

Con un gesto imperioso, el ministro hizo detener a los malayos junto a la puerta; luego cogió a Yáñez de una mano, y lo condujo hacia el trono, gritando en voz alta:

—¡Salud a su alteza Sindhia, rajá del Assam! Aquí está el milord inglés.

El soberano se puso en pie, mientras Yáñez se quitaba el sombrero.

Los dos hombres se miraron unos minutos sin hablar, como si quisieran estudiarse mutuamente.

Sindhia era un hombre joven aún —no parecía tener más de treinta años—, pero la vida disoluta que llevaba había trazado en la frente del tirano precoces arrugas.

A pesar de ello era un hermoso ejemplar de indio, de finísimas facciones, con ojos negros que parecían brasas. Una rala barbita negra le daba un aspecto más bien cruel.

—¿Eres tú el milord que me trae la piedra de salagram? —preguntó por fin, después de haber examinado de arriba a abajo al portugués—. Si es verdad lo que has dicho, sé bienvenido, aunque no me gustan los extranjeros.

—Sí, yo ser milord John Moreland, alteza, y yo traer a ti caracola con cabello de Visnú —contestó Yáñez—. Tú haber prometido riquezas y honores, ¿verdad?

—Y mantendré mi promesa, milord —contestó el príncipe.

—Pues bien, yo a ti dar caracola.

Se volvió, haciendo una seña al malayo que llevaba el cofre para que se acercara. Quitó la seda que lo envolvía y fue a depositarlo a los pies del príncipe.

—Tú ver primero, alteza, si ésa ser verdadera piedra robada.

—Hay una señal en la piedra que los gurús de la pagoda de Karia y yo conocemos muy bien —dijo el príncipe.

Abrió el cofre y cogió la caracola, haciéndola dar vueltas y más vueltas entre sus manos. Una vivísima alegría se pintó en su rostro.

—Es la piedra robada —dijo por fin—. Milord, tú serás mi amigo.

Uno de sus cortesanos, al oír aquellas palabras, trajo a Yáñez una silla dorada, haciéndole sentar ante la plataforma.

Casi de inmediato, una decena de servidores, lujosamente vestidos, entraron con bandejas de oro sobre las que se veían tazas llenas de café, vasos colmados de licores, platillos con helados y dulces.

El príncipe y Yáñez fueron servidos primero, y a continuación los ministros y los malayos de la escolta.

—Y ahora, milord —dijo Sindhia, tras vaciar un par de vasos de coñac, que tragó como si se tratara de agua pura—, me dirás cómo has conseguido sorprender a los ladrones y por qué te encuentras en mi territorio.

—Yo ser venido aquí para cazar los bâgh —contestó Yáñez—, porque yo ser muy gran cazador y no tener miedo de tigres. Yo haber matado muchos, en las Sunderbunds de Bengala.

—¿Y los ladrones?

—Yo emboscarme ayer noche para cazar un bâgh negro y muy grande y…

—¡Un tigre negro! —exclamó el príncipe con un sobresalto.

—Sí.

—¡El que ha devorado a mis hijos! —gritó Sindhia, pasándose una mano por la frente, que parecía cubierta de un sudor helado.

—¿Cómo? ¿Aquel bâgh haber comido…?

—Calla, milord —interrumpió el príncipe, casi imperiosamente—. Continúa.

—Tigre no venir y yo esperar —prosiguió Yáñez—. Sol estaba a punto de hacerse ver, cuando yo descubrir cinco indios escapar a través del bosque. Debían de ser thugs, porque yo ver en sus costados lazos y pañuelos de seda negros con bolas plomo. Yo odiar aquellos canallas, por eso disparar en seguida carabina, luego pistolas y matarlos todos; después echar cadáveres al río y cocodrilos todo comer.

—¿Y el cofre?

—Haberlo encontrado en tierra.

—¿Y luego?

—Luego, yo haber oído tus pregoneros, y yo traer aquí caracola con el cabello de Visnú porque no saber qué hacer con ella, yo.

—¿Y qué pides ahora, milord? —preguntó Sindhia.

—Yo no querer dinero, yo ser muy rico.

—Pero tienes derecho a una recompensa. La piedra de salagram es para nosotros un tesoro inapreciable.

Yáñez permaneció un momento silencioso, fingiendo meditar, luego dijo:

—Tú nombrar mí tu gran cazador, y yo matar los tigres que comen a tus súbditos. Eso es lo que yo querer.

El rajá había hecho un gesto de estupor, imitado por sus ministros, y no le faltaba razón para mostrarse sorprendido.

—¡Cómo! ¿Aquel inglés original, en lugar de pedir recompensas, se ofrecía a prestar un servicio precioso, como la destrucción de las fieras que causaban tantos daños y tantas angustias a los pobres campesinos assameses?

—Milord —dijo el rajá, tras un silencio bastante largo—, yo he ofrecido honores y riquezas a quien recuperara la piedra de salagram.

—Yo saberlo —contestó Yáñez.

—Y no pides nada.

—Yo ser contento cazar bâgh y ser tu gran cazador.

—Si eso puede hacerte feliz, yo te ofrezco habitaciones en mi corte, mis elefantes y mis sikkari..

—Gracias, príncipe; yo ser muy satisfecho. El rajá se sacó de un dedo un magnífico anillo de oro con un diamante del tamaño de una avellana y de una maravillosa limpidez —por lo menos valía diez mil rupias—, y lo tendió a Yáñez, diciéndole con una graciosa sonrisa:

—Torna al menos esto, como recuerdo mío. Pero, ya que eres un gran cazador, querría pedirte un favor.

—Yo estar siempre dispuesto a hacerlo a su alteza —contestó el portugués.

El rajá hizo un gesto imperioso. Los ministros y los sikhs se retiraron de inmediato al extremo opuesto de la sala para no oír lo que iba a decir su príncipe.

—Escúchame —dijo el rajá.

—Yo escucharte, alteza, —dijo Yáñez, acercándose.

—Me has dicho que habías ido a la selva para cazar el tigre negro. ¿Lo has visto?

—No, alteza —contestó Yáñez que empezaba a ponerse en guardia, no sabiendo adonde quería ir a parar el príncipe—. Yo solamente haber oído hablar.

—Aquel bâgh se comió a mis hijos un día.

—¡Oh! Mala bestia.

—Tan mala que se calcula que ha devorado a más de doscientas personas.

—¡Mucho apetito esa bestia!

—Tú eres gran cazador, me has dicho.

—Muchísimo.

—¿Quieres probar a matarla?

Con no poca sorpresa del rajá, Yáñez no contestó. Sus ojos estaban fijos en una doble cortina de seca que colgaba detrás de aquella especie de lecho y que, de vez en cuando, oscilaba como si detrás se escondiera alguien.

«¿Qué puede ser eso? —se preguntaba el receloso portugués—. Se diría que alguien sugiere malas ideas al soberano».

—¿Me has comprendido, milord? —preguntó el rajá, un poco sorprendido de no recibir respuesta.

—Sí, alteza —contestó Yáñez—. Yo ir matar bâgh negro que ha comido tus hijos.

—¿Tanto valor tendrás?

—Yo nunca tener miedo de los tigres. ¡Pum! ¡Y muertos todos!

—Si consigues vengar a mis hijos, yo te daré todo lo que quieras. Piénsalo.

—Yo haber pensado.

—¿Y qué quieres?

—¿Tú tener comediantes en corte, alteza?

—Sí.

—Yo querer ver comedias indias, y sugerir yo argumento a artistas.

—¡Pero esto es como no pedir nada! —exclamó el rajá, que iba de sorpresa en sorpresa.

Una sonrisa diabólica apareció en los labios de Yáñez.

—Nosotros ingleses ser todos excéntricos. Yo querer ver teatro indio.

—¿Enseguida?

—No, después de haber matado tigre feroz. Yo dar a comer aquella fea bestia mucho plomo. Tú, alteza, preparar mañana elefantes y sikkari, antes despuntar sol. Yo preparar todos mis hombres. Déjame ir ahora; cuidar mucho mis armas buenas.

Y Yáñez se puso en pie, haciendo al príncipe una profunda reverencia.

—Adiós, milord —dijo el rajá, tendiéndole la mano—. No olvidaré nunca todo lo que te debo.

—¡Ah! Yo no haber hecho nada.

Los sikhs y los ministros se acercaron. Los primeros, a un gesto del rajá, presentaron armas al portugués, quien respondió con un perfecto saludo militar. Por su parte, los seis malayos alzaron las carabinas, saludando al rajá. Yáñez atravesó la sala a pasos lentos, acompañado por dos ministros; pero cuando llegó junto a la puerta se volvió bruscamente y vio, con sorpresa, que entre las cortinas de seda que colgaban detrás del trono del príncipe, aparecía una cabeza. Aquella cabeza pertenecía a un hombre blanco, barbudo, con ojos de fuego.

Sus miradas se encontraron, pero fue un instante, porque el europeo desapareció en seguida.

—¡Ah! ¡Bribón! —murmuró Yáñez—. Eras tú quien aconsejaba al príncipe. Debe de ser ese misterioso griego del que me habló el pobre Kaksa Pharaum. Éste será más peligroso que el imbécil de Sindhia; pero tendrás que enfrentarte con los viejos tigres de Mompracem, amigo mío, y puedes estar seguro de que te devorarán.

Saludó a los ministros que le habían acompañado y salió de palacio, saludado por la guardia que vigilaba en las escalinatas y ante las puertas.

A poca distancia estaba su mail-cart, tirado por dos caballos, que el sivano Bindar apenas podía contener.

—Mi hermano Sandokan es realmente un gran hombre —murmuró Yáñez—. ¡Qué prudencia!

Se volvió a los malayos que esperaban sus órdenes:

—Dispersaos —les dijo—; haced lo que os apetezca y tened cuidado de que no os siga nadie. No volváis a la pagoda hasta bien entrada la noche, y disparad sin misericordia contra quien trate de espiaros. Hay peligro.

—Está bien, capitán —contestaron los malayos. Subió al pescante, sentándose al lado de Bindar, y lanzó los caballos a todo galope, para que nadie pudiera seguirles.

Sólo cuando se halló en las orillas del Brahmaputra, lejos de los últimos suburbios, disminuyó un poco la desenfrenada carrera de los fogosos corceles.

—Bindar —dijo— ¿has oído hablar del tigre negro que devoró a los hijos del rajá?

—Sí, sahib —contestó el indio.

—También yo oí algo hace dos o tres días. ¿Qué animal es ése?

—Un bâgh, todo negro, según se dice, que hace terribles matanzas.

—¿Qué lugar frecuenta?

—Las selvas de Kamarpur.

—¿Están lejos?

—No más de unas veinte millas.

—¿Más allá del Brahmaputra?

—No es necesario atravesar el río.

—¿Es cierto que devoró a los hijos del rajá?

—Sí, sahib.

—¿Cuándo?

—El año pasado.

—¿Y cómo?

—El rajá, fastidiado por las continuas peticiones de sus súbditos, se había decidido por fin a terminar con las matanzas del admikanevalla. y encargó a sus dos hijos que dirigieran la batida. Eran unos muchachos, absolutamente incapaces de llevar a término tan difícil empresa. Pero, temiendo la cólera de su padre, se guardaron muy bien de negarse. No se sabe exactamente cómo ocurrieron las cosas; pero dos días después se encontraron sus cuerpos, semidevorados, colgando de una rama de árbol.

—¿Se habían emboscado allí arriba?

—Donde les colocaron y ataron —dijo Bindar.

—¿Qué quieres decir?

—Que bajo el árbol se encontraron trozos de cuerda.

—¿Y qué conclusión sacas de todo eso?

—Se susurra por aquí que el rajá se aprovechó del tigre para desembarazarse de los dos muchachos, que tal vez le molestaban.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez horrorizado.

—Piensa, sahib, que Sindhia es hermano de Bitor, el rajá que reinaba antes y que todos detestaban por sus infamias.

—He comprendido —contestó el portugués, arrugando la frente.

Luego murmuró para sí:

—El griego, el tigre negro que se comió a los hijos del rajá, la invitación para que vaya a matarlo… ¿Qué se esconderá bajo iodo esto? Por suerte tengo a mano al Tigre de Malasia, Tremal-Naik y Kammamuri, tres unidades formidables, como diría un marinero moderno. El bâgh caerá, no lo dudo: y entonces, mi querido Sindhia, no será una simple representación la que pague los gastos. ¡Se trata de algo muy distinto! Una corona para Surama y para mí.

Lanzo los caballos al galope, alejándose de la ciudad varias millas: de vez en cuando se volvía para ver si les seguía algún otro mail-cart.

Cuando se puso el sol regresó, internándose en los bosques que se extendían frente al templo subterráneo.

—Ocúpate de los caballos —dijo al indio.

En el umbral de la pagoda le esperaban, con viva impaciencia. Sandokan y Tremal-Naik.

—¿Qué ha pasado? —preguntaron a una.

—Todo va bien —contestó Yáñez, riendo—. El rajá es mi amigo.

Luego, sacando un cigarrillo, prosiguió:

—¿Os disgustaría cazar mañana un peligrosísimo tigre?

—¿A mí me lo preguntas? —contestó Sandokan.

—Entonces, haz preparar tus armas. Antes de que el sol despunte, nos encontraremos en el palacio del rajá.

—¿Qué dices, Yáñez? —interrogó Tremal-Naik.

—Venid —contestó Yáñez—; os lo contaré todo.

8. El tigre negro

Apenas habían sonado las tres de la mañana cuando Yáñez, seguido por Sandokan, Tremal-Naik y los seis malayos, llegaba ante el palacio real, para emprender la caza del terrible kala-bâgh, o sea el tigre negro.

El día anterior habían alquilado tres grandes tciopaya, carros indios tirados por una pareja de cebúes, ya que no era conveniente que un blanco, inglés por añadidura, fuese a una cita a pie y sin una escolta numerosa.

El mayordomo mayor de la corte lo había preparado todo para la gran caza.

Tres magníficos elefantes, que sostenían sobre sus poderosos lomos cómodas plataformas destinadas a los cazadores, sin cúpulas para no obstaculizar el fuego de las carabinas, montado cada uno de ellos por un mahout., estaban en medio de la plaza, rodeados de una docena de behras —criados que sujetaban una traílla de por lo menos cincuenta feísimos perros, de baja estatura, incapaces de hacer frente a una bestia tan peligrosa, pero necesarios para hacerla salir.

Detrás de los elefantes había dos docenas de sikkari, ojeadores armados sólo con picas y casi desnudos para escapar más fácilmente después de haber desalojado al animal de su cubil.

—Estamos dispuestos, sahib —dijo el mayordomo, inclinándose profundamente ante Yáñez.

—Y yo ser contentísimo —contestó el portugués, dignándose apenas mirarle—. ¿Buenos elefantes?

—Experimentados y habituados a las grandes cacerías, sahib. Tome el que prefiera.

—Aquél —dijo Tremal-Naik, indicando el más pequeño de los tres paquidermos, macizo, fuerte, con dos colmillos soberbios—. Es un merghee. de buena raza.

Los mahouts habían echado las escalas de cuerda.

Yáñez, Tremal-Naik y Sandokan ocuparon sus puestos en la plataforma del merghee, Kammamuri y los malayos en las otras, junto con el mayordomo, que debía dirigir la batida.

—Adelante —dijo Yáñez al mahout. Los tres paquidermos se pusieron en marcha, lanzando tres formidables bramidos, seguidos por los sikkari y los behras con los perros que ladraban alborotadamente.

En menos de media hora la partida estuvo fuera de la ciudad, ya que los elefantes iban a buen paso, obligando a la escolta a correr para no quedarse atrás, y se dirigió a través de los bosques que se extendían casi sin interrupción hasta los alrededores de Kamarpur.

Después de encender su eterno cigarrillo y de beber un buen sorbo de arac, Yáñez se sentó frente a Tremal-Naik, diciéndole:

—Ahora, tú que eres indio y has pasado tantos años en las Sunderbunds nos explicarás qué es ese tigre negro. Nosotros conocemos los de Borneo, y negros no los hemos visto nunca; ¿no es cierto. Sandokan?

—El que nosotros los indios llamamos kala-bâgh no es verdaderamente negro —contestó Tremal-Naik—. Tiene la piel semejante a los demás; pero como son los más feroces, nuestros campesinos creen que encarnan una de las siete almas de la diosa Kali, que, como sabes, se llama también la Negra.

—Entonces sólo se trata de uno de los terribles solitarios a los que los ingleses llaman men’s eater, es decir: comedor de hombres.

—Y que nosotros llamamos admikanevalla o admiwala kanâh.

—Un animal peligroso.

—Terrible, Yáñez —asintió Tremal-Naik—, porque esos tigres son viejos, en general, y por tanto avezados en todas las astucias y de una voracidad espantosa. Como no pueden cazar antílopes ni bisontes, por haber perdido agilidad, se emboscan en los alrededores de los pueblos o se esconden en las proximidades de las fuentes, en espera de que las mujeres vayan a coger agua. Son de una prudencia extraordinaria, conocen lugares y personas, y atacan preferentemente a los débiles, huyendo de los que les podrían hacer frente.

—¿Viven solos? —preguntó Sandokan.

—Siempre solos —contestó el bengalí.

—Entonces, son difíciles de capturar.

—Cierto, porque son muy prudentes y tratan de evitar a los cazadores.

—Pero yo necesito cazar este tigre, y lo haremos —dijo Yáñez.

—Te vuelves imposible de contentar, amigo —dijo Sandokan, riendo—. Primero la piedra de salagram, hoy un tigre, ¿qué querrás mañana?

—La cabeza del rajá-contestó Yáñez, bromeando.

—De eso me ocupo yo. Un buen golpe de cimitarra y te la traigo casi viva.

—No cuentas con los sikhs que guardan al príncipe.

—¡Ah, sí! Ya me has hablado de esos guerreros. ¿Qué clase de gente son, amigo Tremal-Naik? Tú debes de conocerlos.

—Son guerreros valerosos.

—¿Incorruptibles?

—Eso según —contestó el bengalí—. No debes olvidar que son mercenarios.

—¡Ya! —exclamó Sandokan.

—¿Qué interés sientes por esos sikhs? —preguntó Yáñez.

—Tú tienes tus ideas, yo las mías —contestó el Tigre de Malasia, mientras seguía fumando—. ¿Y son también adoradores de Visnú y de las piedras de salagram?

—No adoran ni a Siva, ni a Brahma, ni a Visnú, ni a Buda —contestó el bengalí—. No creen más que en Nanek, un religioso que a principios del siglo XVI adquirió gran renombre y fundó una nueva religión.

—¿Quieres hacerte sikh?

—No se lo aconsejaría —dijo Tremal-Naik, siguiendo la broma—. Para ser admitido en esa secta tendría que beber agua que hubiera servido para lavar los pies y las uñas del sacerdote.

—¡Qué cochinos! —exclamó Yáñez.

—Y comer utilizando un colmillo de jabalí, por lo menos las primeras veces.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sandokan.

—Para habituarse a vencer la repugnancia que sienten todos los musulmanes por los cerdos —contestó Tremal-Naik.

—Que se guarden el colmillo, porque yo no tengo la más mínima intención de hacerme sikh —dijo el Tigre de Malasia—. Simplemente, tengo una idea con respecto a esos guerreros. ¡Ya pensaré en ello! Estamos en los bosques bajos, así que abramos bien los ojos. Son éstos los lugares en que prefieren habitar esos terribles solitarios, ¿no es cierto, Tremal-Naik?

—Sí —contestó éste—; entre los grupos de banianos y las tierras húmedas de las altas hierbas.

—Pues ojo avizor.

Los tres elefantes, que seguían avanzando a buen paso, habían llegado a una inmensa llanura, interrumpida de trecho en trecho por grupos de mindos —arbustos de no más de dos o tres metros de alto, de corteza blanquísima y brillante y ramas muy delgadas—; de pequeños bananos y grupitos de Butea frondosa., de tronco nudoso y robusto, coronado por un tupido pabellón de hojas aterciopeladas de color verde azulado, bajo las cuales colgaban enormes racimes de un espléndido color carmesí.

A gran distancia, generalmente en medio de pequeñas plantaciones de añil y sombreadas por matas de mangos, se descubría alguna cabaña. Animales no se veían: sólo bandadas de bulbul —los pequeños, graciosos y batalladores ruiseñores indios— alzaban el vuelo al acercarse los elefantes y los perros, enseñando sus plumas moteadas y su cola roja.

—¿Será éste el reino del tigre negro? —preguntó Yáñez.

—Eso sospecho —contestó Tremal-Naik—. Allá abajo veo charcos y a esos animales les gusta el agua porque saben que los antílopes van a beber después de la puesta del sol.

—¿Conseguiremos descubrirlo antes de la noche?

—Lo dudo.

—Le prepararemos una emboscada.

—Perderías inútilmente el tiempo. El kala-bâgh no se deja sorprender, y ya puedes poner todos los cabritos que quieras, o incluso cerdos, sin que se decida a acercarse.

—Esperemos —concluyó Yáñez—. No tenemos prisa.

Hasta el mediodía los elefantes siguieron avanzando a través de aquella llanura que parecía no tener fin, pasando entre grupos de banianos, de mindos y de mangas, sin mostrar ninguna inquietud; luego el mayordomo, que montaba un magnífico makna —elefante macho sin colmillos—, dio orden de detenerse para servir la comida a los invitados de su señor.

Los sikkari levantaron en pocos minutos una amplia y bellísima tienda de seda roja en forma de pabellón y cubriendo el suelo con mullidas alfombras persas, mientras el babourchi, es decir, el cocinero de la expedición, ayudado por algunos sais, o palafreneros, hacía descargar del makna del mayordomo las provisiones para servir una comida fría.

Yáñez, Sandokan y Tremal-Naik se apresuraron a tomar posesión de la tienda, ya que el calor era intensísimo. Kammamuri y los seis malayos de la expedición se refugiaron bajo un inmenso tamarindo, bajo cuyas largas y flexibles ramas se extendía una sombra protectora.

El aire matinal había agudizado extraordinariamente el apetito de los cazadores, de forma que los invitados del rajá hicieron honor a la curree bât, que regaron con abundancia de cerveza y toddy —la dulce y picante bebida india, agradabilísima también para los paladares europeos.

Después de vigilar la distribución de los víveres, el mayordomo se reunió con ellos, pero sentándose a cierta distancia del lord inglés.

—Te esperábamos —dijo Yáñez, que se había tendido sobre un gran cojín de seda roja para fumar con mayor comodidad—. ¿Dónde encontraremos a ese tigre?

—El jungaul barsath —rey de la jungla— reposa a estas horas en su cubil —contestó el mayordomo—. No lo encontraremos hasta esta noche o por la mañana temprano. No le gusta el sol, milord.

—Hace cuatro días fue visto en el pantano de Janti; devoró a una mujer que llevaba a abrevar una vaca.

—¿La vaca escapó a tiempo?

—El bâgh no se ocupó de ella. Ahora que está habituado a la carne humana no desea otra.

—¿Tendrá su guarida en aquellos alrededores? —preguntó Sandokan.

—Sí, debe de hallarse entre los bambúes de la vecina jungla, porque también fue visto dos veces por un sikkari hace un par de semanas.

—¿Podemos alcanzar el pantano esta misma noche?

—Llegaremos antes del ocaso —contestó el mayordomo.

—¿Queréis que le tendamos una emboscada allí mismo? —preguntó Sandokan, volviéndose hacia Tremal-Naik y Yáñez—. Si ese animal es tan astuto y desconfiado, no dejará que se le acerquen los elefantes.

—Eso pensaba yo también —dijo el portugués.

—¿A qué hora reanudaremos la marcha? —preguntó Tremal-Naik al mayordomo.

—A las cuatro, sahib.

—Entonces, podemos aprovechar para descabezar un sueñecito. No es seguro que descansemos esta noche.

El mayordomo hizo traer más almohadones y bajar ante la tienda un gran trozo de seda, para que pudieran reposar más tranquilos.

También los sikkari y los que llevaban los perros se habían dormido, aprovechando la calma que reinaba bajo las plantas y la ausencia de peligro. Los elefantes, por el contrario, velaban, ocupándose de dar fin a un montón de hojas y ramas de pipal. —planta a la que son aficionadísimos— no habiendo encontrado tal vez suficiente la ración que les habían proporcionado los mahouts, aunque estaba compuesta de veinticinco libras de harina amasada con agua, una libra de manteca y media libra de sal para cada uno.

A las cuatro, con una precisión matemática, toda la caravana estaba dispuesta a reemprender la marcha.

En un abrir y cerrar de ojos levantaron la tienda y los elefantes, recién untadas de grasa la cabeza, orejas y patas, se mostraban de buen humor, y jugueteaban con sus mahouts.

—¡Adelante! —gritó Yáñez, ocupando de nuevo su puesto, con Sandokan y el bengalí.

La caravana emprendió la marcha a buen paso, siguiendo el mismo orden que antes. No habiendo llegado aún al lugar de la caza, los sikkari seguían en último lugar, junto con los conductores de los perros y los sirvientes.

El paisaje empezaba a cambiar. Los grandes árboles desaparecían para dar lugar a inmensas extensiones de una hierba palustre, gruesa y recta como hojas de sable que los botánicos llaman Typha elephantina, porque gusta mucho a los elefantes que se dan atracones de ella, y a grupos de bambúes espinosos, de pocos metros de altura, pero muy gruesos.

Era el principio de la jungla húmeda, el reino del acto bâgh beursah (el tigre señor), como lo han llamado los poetas indios.

De vez en cuando saltaban de entre los bambúes animales que se alejaban en una precipitada carrera, asustados por la proximidad de aquellos tres colosos acompañados de tanta gente armada.

Unas veces se trataba del samber —especie de ciervos mayores que los europeos, de piel castaño violeta en el dorso y blanco plateado en el vientre, con la cabeza armada de unos fuertes cuernos— que daba unos saltos asombrosos, desapareciendo en pocos instantes: en otras ocasiones se trataba del nilgai[24a], los antílopes indios, del tamaño de un buey mediano, pero de formas elegantes y finas y pelaje grisáceo; otras veces aún eran manadas de perros salvajes, grandes como chacales —a los que se parecen mucho por la forma de la cabeza y que son famosos cazadores de gamos, entre los que causan muchas bajas.

También algún búfalo de las junglas —arrancado a su reposo por los bramidos de los elefantes— salía de entre los grupos de bambú con furioso ímpetu, mostrando su cabezota corta y cuadrada, provista de cuernos ovalados y aplastados, encorvados hacia atrás. Se detenía unos momentos, bien plantado sobre sus poderosas patas, acechando la caravana con los ojos inyectados en sangre, deseoso tal vez de lanzarse a una carga desesperada y hacer una matanza de sikkari y de lacayos, luego se alejaba a galope corto, volviéndose de vez en cuando atrás e incluso deteniéndose como para decir: «un bhainsa. de la jungla no tiene miedo».

El sol estaba próximo al ocaso, y los elefantes comenzaban a dar muestras de cansancio a causa de la difícil naturaleza del terreno, que cedía fácilmente bajo sus grandes patas, cuando Yáñez, desde lo alto de la plataforma, vio brillar agua más allá de un bosquecillo formado exclusivamente por plantas espinosas.

—Ahí está el pantano del tigre negro —dijo.

Casi en el mismo momento se produjo una viva agitación entre los perros. Tiraban de las traíllas y ladraban furiosamente formando un alboroto ensordecedor.

—¿Qué ocurre? —preguntó el portugués al mahout.

—Los perros han olfateado el rastro del kala-bâgh —contestó el indio.

—¿Habrá pasado por aquí?

—Seguro, sahib. Si no, los perros no ladrarían así.

—¿Y cuándo ha pasado? ¿Hace poco?

—Sólo los perros podrían saberlo.

—¿Tu elefante no da muestras de agitación?

—Por ahora, no.

—Avanza hacia el pantano. Le daremos la vuelta para ver el comportamiento de los perros.

—Sí, sahib —contestó el mahout, levantando su corta pica, provista en un lado de un gancho muy agudo.

El elefante, que se había detenido un momento, reanudó el camino, apartando los bambúes con su formidable trompa. Aún estaba tranquilo, pero ya debía de haberse dado cuenta, también él, de que se internaba en el dominio del tigre porque su paso no era tan vivo como antes.

Los perros, bajo una lluvia de latigazos, ya no aullaban, pero de vez en cuando trataban de romper las cuerdas para lanzarse a través de la Typha..

—¿Habrán olfateado a la fiera? —preguntó Yáñez, que parecía inquieto, dirigiéndose a Tremal-Naik.

—Creo que el mahout no se ha equivocado —contestó el bengalí—. Por precaución, haremos bien en preparar las carabinas. Algunas veces los tigres solitarios en lugar de escapar se lanzan de improviso sobre los cazadores.

—Preparémonos, Sandokan.

El Tigre de Malasia vació su cibuc, cogió su carabina de doble cañón y la montó, colocándosela entre las rodillas, Yáñez y Tremal-Naik le imitaron, luego apoyaron contra el borde de la plataforma tres picas cortas, pero que tenían las hojas más bien anchas y afiladísimas.

—Tú, Sandokan, vigila al mahout, yo miraré a la derecha y tú, Tremal-Naik a la izquierda —dijo Yáñez cuando todos los preparativos estuvieron listos—. Cuento más con nosotros tres que con toda esta gente.

—Y con Kammamuri y nuestros malayos —añadió el Tigre de Malasia—. No son hombres que vuelvan la espalda en el momento de peligro.

Aunque todo indicaba que la terrible fiera había pasado por aquella jungla, los elefantes llegaron a las orillas del pantano sin encuentros desagradables, y le dieron la vuelta levantando solamente algunas parejas de pavos reales, y media docena de ánades silvestres, del tamaño de los europeos, pero con el cuello más largo, las alas orladas de negro y la cabeza adornada con un penacho.

El pantano tenía una circunferencia de sólo quinientos o seiscientos metros y aumentaba algunos torrentes minúsculos que se perdían en las vecinas junglas.

Las plantas acuáticas, las jhil —que se parecen al loto común y producen un grueso tubérculo bastante apreciado por los indios— lo habían invadido en gran parte.

—Acampemos aquí —dijo Yáñez al mahout.

Echó la escala y bajó con sus compañeros. El mayordomo se reunió con él en seguida, para esperar sus órdenes.

—Haz levantar la tienda y preparar el campamento.

—Sí, milord.

—Una pregunta antes.

—Lo que usted guste, milord.

—¿Hay otros pantanos en los alrededores?

—Ninguno. Sólo el río, pero aún queda muy lejos.

—De forma que los nilgais y los búfalos tienen que venir aquí a beber.

—A los pueblos no se acercan nunca: además sus fuentes son demasiado frecuentadas por hombres y mujeres.

Los sikkari, los lacayos y los criados, ayudados también por los malayos a los que mandaba Kammamuri, prepararon el campamento en menos de un cuarto de hora, junto a un magnífico pipal nim., de tronco enorme y de follaje oscuro y tupido, que lo cubría casi todo con sus inmensas ramas.

Como se trataba de quedarse en aquel lugar quizás durante varios días, los sikkari formaron como una barrera en torno al campamento con bambúes cruzados, atándolos después fuertemente, para prevenir una sorpresa por parte del terrible kala-bâgh.

Aunque la tienda no fuese estrictamente necesaria, la levantaron contra un árbol, casi en medio del campamento. La comida —muy abundante, porque el babourchi había cargado de provisiones al tercer elefante, destinado más al servicio de la caravana que a afrontar a la peligrosa fiera—, fue preparada en seguida y prontamente devorada por los cazadores.

—Milord —dijo el mayordomo, entrando en la tienda después de cae Yáñez y sus compañeros hubieran acabado de comer—. ¿Hago encender hogueras en torno al campamento?

—Guárdate de ello —contestó el portugués—. Asustarías al tigre, y entonces, ¿dónde iríamos a buscarlo? Hemos venido aquí para cazarlo, no para tenerlo lejos.

—Puede caer sobre el campamento, milord.

—Y estaremos preparados para recibirle. Haz poner centinelas detrás de la empalizada, y no te preocupes más. ¿Tienes grasa?

Ghi (manteca), que servirá lo mismo.

—¿Y botes de lata?

—Sí, los de la carne en conserva que guardo para milord y sus compañeros.

—Llena tres o cuatro de manteca, mete dentro un trozo de tela o un cordel, hazlos encender y colócalos en torno al campamento, a una distancia de trescientos o cuatrocientos pasos.

—Haré lo que usted manda.

—¿Qué quieres hacer con esos botes, Yáñez? —preguntó el Tigre de Malasia, cuando se alejó el mayordomo.

—Atraer al bâgh —dijeron Tremal-Naik y el portugués.

—¡Qué astutos!

—El olor de la grasa o manteca se extiende a grandes distancias y llegará a las narices del tigre —continuó Tremal-Naik—. Yo hacía lo mismo cuando era el cazador de la jungla negra, y los animales llegaban siempre, en buen número además.

—Cojamos nuestras armas y vayamos a emboscarnos fuera del campamento —dijo Yáñez—. Estoy seguro de que ese animalote caerá bajo nuestros tiros esta misma noche.

—Estoy dispuesto —dijo el Tigre de Malasia—. Cogieron sus carabinas y las municiones, colgaron del cinto el kris —que los dos piratas especialmente manejaban como nadie— y abandonaron la tienda.

—Tú ocúpate del campamento y confía más en mis hombres que en tus sikkari —dijo Yáñez al mayordomo, que acababa de volver.

—¿Y usted dónde va, milord? —preguntó el indio estupefacto.

—Vamos en busca del kala-bâgh.

—¡De noche!

—Nosotros no tenemos miedo. Adiós; pronto oirás nuestras carabinas.

Aconsejaron también a Kammamuri que vigilara atentamente, y los tres valientes salieron del campamento, tranquilos como si fueran a cazar perdices.

Era una de aquellas noches espléndidas como sólo se ven en la India.

Las estrellas florecían en el cielo purísimo, desprovisto de nubes, y la luna se alzaba dulcemente sobre las oscuras selvas que se extendían más allá del Brahmaputra, proyectando sus rayos azulados sobre la jungla que rodeaba el pantano.

Yáñez y sus compañeros dejaron atrás las latas llenas de manteca, que ardía crepitando y lanzando de vez en cuando rayos de luz vivísima, y se internaron entre las cañas y los matorrales de la jungla hasta que encontraron un espacio pequeño descubierto, un calvero minúsculo donde solo crecían unos pocos mindos.

—Éste es un sitio magnífico —dijo el portugués, dejando la carabina—. Desde aquí podernos vigilar el campamento y la jungla. Se diría que las plantas no lo han invadido para darnos gusto.

—Es cierto —dijo Sandokan.

—¡Calla! —interrumpió en aquel instante Tremal-Naik.

—¿Qué has oído?

La respuesta no la dio el bengalí. Fue un rugido terrible, formidable, que retumbó en la noche tranquila como un trueno, y que hizo estremecer incluso al inconmovible Tigre de Malasia.

¡La respuesta la dio el kala-bâgh!

9. El golpe de gracia de Yáñez

Las tres potencias carnívoras más formidables se han repartido el mundo de forma que no se encuentran casi nunca: el león se ha reservado el África; el oso —que se conviene muy a menudo en un carnívoro terrible— Europa y la América septentrional donde impera, entre las altas Montañas Recosas, con el nombre de grizly; el tigre Asia y también usa buena parte de las grandes islas que pertenecen a Oceanía.

Son unos seiscientos millones de habitantes los que se ha reservado el acto bâgh-beursah, o sea el tigre señor, como lo llaman los poetas indios. ¡Y qué tributos cobra cada año entre los desgraciados! Sólo en la India, no menos de diez mil personas encuentran su tumba en los intestinos del feroz carnívoro.

Los reptiles, que son mucho más numerosos en aquella vasta península, no causan más que la mitad de muertes.

Hay tigres en Persia, en Indochina, en Sumatra, en Java, en Borneo, en la península malaya y también en Nueva Guinea e incluso en Mongolia y en Manchuria, pero ninguno iguala en belleza, astucia y ferocidad a los tigres de la India, y tal vez por eso se les ha llamado tigres reales.

En efecto, todos los demás tigres son inferiores a los que habitan las junglas indostaníes. Los de las islas malasias son menos bellos, más bajos de patas, más rechonchos y, por tanto, mucho menos elegantes. Su pelaje, aunque es más espeso y largo, listado igualmente, no resulta, sin embargo, satisfactorio.

Tienen los bigotes menos desarrollados, los mechones del pelo del vientre y de las patas menos abundantes, los ojos más falsos, más malignos, la lengua siempre colgante, como si perennemente tuviese sed de sangre, la cola baja, el caminar tosco: son los campesinos de la selva. Por el contrario, el tigre indio tiene un mayor desarrollo, más gracia y más elegancia, aun siendo tan feroz como los otros, e incluso más carnívoro.

En estatura aventaja a todos los demás, incluso a los de la China, que asaltan con un valor extraordinario a los aldeanos de las inmensas llanuras de Manchuria.

Un buen ejemplar de tigre indio nunca mide —desde la punta de la nariz al extremo de la cola— menos de dos metros y medio, pero los hay que alcanzan los tres metros.

De la base de las patas anteriores hasta la oreja hay un metro, y su huella en el suelo cubre un círculo de veinte centímetros de diámetro.

No tienen la cabeza muy desarrollada si se compara con la del león o la pantera, pero sus mandíbulas son más anchas, sus dientes más largos y formidables, sus garras más duras y tremendas. Por el contrario, su pecho es más estrecho; el jaguar americano tiene el cuello más largo, lo que le permite arrastrar sin excesiva fatiga incluso una vaca. Pero un tigre que haya alcanzado todo su desarrollo puede saltar una cerca de tres e incluso de cuatro metros llevando en la boca un ternero grande.

Su astucia es enorme. El león, consciente de su fuerza, anuncia su presencia con un rugido formidable, semejante al trueno, cuando caza o se prepara a atacar. Pero es raro que un tigre deje oír su voz antes del ataque.

Igual que la pantera, está emboscado horas y horas, esperando pacientemente su presa, y no lanza su hurra hasta que ha hundido el hocico en los intestinos de su víctima…, y no siempre lo hace.

¿El ronco aullido oído por Yáñez y sus compañeros anunciaba que el kala-bâgh se había ganado la cena o que había olfateado a los cazadores?

—¿Qué opinas, Tremal-Naik? —preguntó el portugués a su amigo indio, que estaba escuchando—. Tú conoces mejor que nosotros a estos peligrosos animales.

—Puedo equivocarme —contestó el bengalí—, pero éste parece un aullido de desilusión. Cuando un tigre derriba a su presa lanza un formidable ¡a-o-ung!, y no un ¡uabh! Estoy seguro de que le ha fallado el ataque a un nilgai o a un búfalo.

—Entonces vendrá a buscarnos —dijo Sandokan.

—Sí, si quiere ganarse la cena —contestó Tremal-Naik.

—Con un plato fuerte a base de plomo —dijo Yáñez.

—Si somos capaces de ofrecérselo.

—¿Tú lo dudas?

—¡Oh, no!

—Yo estoy tranquilísimo.

—También yo —añadió el Tigre de Malasia.

—Callaos.

—¿Se acerca? —preguntaron a una Sandokan y Yáñez cogiendo las carabinas y tendiéndose en el suelo.

—No sé, pero he oído un ligero rumor entre aquel grupo de bambúes que se levanta ahí delante.

—¿Estará tratando de sorprendernos?

—Es probable —contestó Tremal-Naik.

—El asunto se pone serio. Preparémonos a recibir dignamente al señor tigre —dijo Sandokan.

Otro ¡uabh!, retumbó en aquel momento, mucho más sonoro y cercano que el primero, siendo seguido de un ronco ¡a-o-ung!, prolongado, de un efecto siniestro.

—Ese tigre debe de encerrar verdaderamente en su cuerpo una de las siete almas de Kali —dijo Yáñez, esforzándose por sonreír—. Nunca había visto un tigre tan audaz como para lanzar en plena noche, casi a la cara de los cazadores, su grito de guerra.

—Es un solitario —contestó Tremal-Naik—, y ahora ya ha olfateado el olor de la carne fresca y, sobre todo, humana.

—¡Por Júpiter! Pues no serán mis pantorrillas las que se coma esta noche.

—Tomemos posiciones —dijo Sandokan—; tú, Yáñez colócate a mi derecha, a quince o veinte pasos de distancia, y tú, Tremal-Naik a mi izquierda, un poco más adelante. Tratemos de atraerlo y rodearlo. Y atentos a no dejaros sorprender.

—No temas, Sandokan —dijo el bengalí—; yo estoy perfectamente tranquilo.

—Y yo disgustadísimo de no poder acabar mi cigarrillo —concluyó Yáñez—. Me resarciré más tarde.

Mientras Sandokan retrocedía unos pasos, el portugués y Tremal-Naik se apartaron, uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda hasta alcanzar los márgenes del clavero, y se tendieron detrás de los bambúes espinosos.

Después del segundo rugido, no habían oído más al tigre, pero los tres cazadores estaban seguros de que avanzaba en silencio a través de la selva, esperando sorprenderles.

Mientras Yáñez y Tremal-Naik estaban tendidos boca abajo, Sandokan se había arrodillado, con la carabina baja para que la fiera no la pudiera ver en seguida. Los ojos del hombre escrutaban con minuciosidad las altas cañas de la jungla tratando de descubrir por qué lado iba a mostrarse la ferocísima fiera.

Reinaba un profundo silencio. No se oían ni chacales ni aullidos de perros salvajes. El grito de guerra del kala-bâgh debía de haber hecho huir a todos los animales nocturnos.

Sólo de vez en cuando pasaba por la jungla como un ligero estremecimiento, debido a un soplo de aire; luego volvía la calma.

Pasaron unos minutos de angustiosa expectativa para los tres cazadores. Aun siendo valerosos hasta la temeridad y estando habituados a medirse con aquellos formidables depredadores, no podían sustraerse por completo a una cierta sensación de inquietud.

Yáñez masticaba nerviosamente el cigarrillo que había dejado apagar, Sandokan atormentaba los gatillos de la carabina y Tremal-Naik no conseguía permanecer inmóvil.

De pronto, los oídos agudísimos del Tigre de Malasia percibieron un ligero rumor, como un crujido. Parecía que un animal se deslizara cautamente entre los bambúes.

—Lo tengo delante —murmuró Sandokan.

En aquel instante un soplo de aire pasó por la jungla y le llevó a la nariz el olor, especial y desagradable, que emanan todas las fieras.

—Me espía —murmuró el pirata— ¡con tal de que no caiga sobre Yáñez y Tremal-Naik, que tal vez no se hayan dado cuenta de su presencia!

Lanzó una rápida mirada a sus dos compañeros y los vio inmóviles, tendidos como antes.

De repente, los bambúes que tenía delante se abrieron bruscamente y descubrió al tigre, erguido sobre sus patas posteriores, asaetándolo con sus ojos fosforescentes.

Sandokan levantó con rapidez la carabina, apuntó un instante y disparó, uno tras otro, los dos tiros que retumbaron formidablemente en el silencio de la noche.

El kala-bâgh lanzó un aullido espantoso, que fue seguido por otros cuatro disparos, dio un par de saltos en el aire y desapareció en la jungla con un tercer salto.

—¡Tocado! —gritó Yáñez, corriendo hacia Sandokan que cargaba precipitadamente la carabina.

—¡Sí! ¡Tocado! —afirmó a su vez Tremal-Naik, poniéndose en pie.

—Pero yo quería verlo caer para no levantarse más —dijo Sandokan—. Estoy seguro de que lleva balas en el cuerpo, pero no podemos decir que tengamos su piel.

—Lo encontraremos muerto en su cubil —dijo Tremal-Naik—. Si las heridas no fueran gravísimas, se habría abalanzado sobre nosotros. Si ha huido, es señal de que ya no se atrevía a enfrentarse con nosotros.

—¿Le habremos roto las patas anteriores? —preguntó Yáñez—. Yo he apuntado a la altura del cuello.

—Es probable-contestó Tremal-Naik.

—¿Volverá o no?

—No, es inútil esperarlo.

—Iremos a buscarlo mañana.

—Y le daremos el golpe de gracia si aún vive —añadió Sandokan—. Ahora volvamos al campamento. Unas horas de sueño no nos irán mal.

Permanecieron unos minutos a la escucha; luego, no oyendo el menor rumor, abandonaron el calvero, atravesando de nuevo el trozo de selva que les separaba del campamento.

Fuera del recinto, encontraron a Kammamuri con los seis malayos.

—Id a dormir —les dijo Sandokan—. Lo hemos herido y al amanecer iremos a buscarlo. Advertid al chitmudgar (mayordomo) que haga preparar a tiempo a los elefantes.

Todos los indios estaban en pie, con las armas en las manos, temiendo que los cazadores no hubiesen tocado al tigre y que éste atacara el campamento.

Pero cuando oyeron que había sido gravemente herido, volvieron a acostarse.

Los tres amigos se metieron en la tienda, aceptaron el vaso de cerveza que el mayordomo se apresuró a ofrecerles, y se tendieron sin desnudarse en las colchonetas, poniendo junto a ellos las carabinas.

Su sueño duró pocas horas. Los bramidos de los elefantes y los aullidos de los perros les advirtieron que todo estaba dispuesto para comenzar la batida.

—De nuevo todos valientes —dijo Yáñez al ver a los sikkari alineados ante los colosales animales y llenos de ardor.

Vaciaron una taza de té muy caliente, y ocuparon su elefante.

—¡All right.! —exclamó Yáñez cuando vio que todos estaban a punto.

Los tres paquidermos se pusieron en seguida en marcha, precedidos por los sikkari y flanqueados por los behras.

Apenas estuvieron fuera del cercado, soltaron a los perros, que se lanzaron en todas direcciones, ladrando con furor.

El cielo empezaba apenas a aclararse. Los astros se apagaban poco a poco y una luz rosada, que se hacía rápidamente más intensa, subía desde el oriente.

Una fresca brisa soplaba desde el no lejano Brahmaputra, doblando a intervalos los bambúes que formaban la jungla.

Los perros corrían valerosamente a través de las plantas, haciendo huir ante ellos animales y pájaros, indicio seguro de que el terrible kala-bâgh no imperaba ya en aquellos alrededores.

Algunos axis., que tal vez habían abrevado en el pantano durante la noche, escapaban a todo correr. Se trataba de los elegantes ciervos indios, parecidos a los gamos, de piel leonada, manchada de blanco con cierta regularidad.

Otras veces eran bandadas de kirrik, hermosísimas aves de plumas negras y brillantes, blancas únicamente en el cuello y el pecho, con un penacho pequeño de plumas en la cabeza y la cola muy tupida y alargada.

—O el tigre ha muerto o está agonizando en su cubil —dijo Tremal-Naik, a quien nada escapaba—. Los axis y los pájaros no estarían aquí, si ese feo animal batiese aún la jungla. Es buena señal.

—Tú que has estado muchos años en las Sunderbunds debes saber más que nosotros —dijo Yáñez—. Yo espero ofrecer al canalla del rajá la piel del kala-bâgh.

—Yo estoy seguro de ello —añadió Sandokan.

—Tu príncipe podrá sentirse totalmente satisfecho —dijo Tremal-Naik—. Primero la piedra de salagram, luego la piel del tigre que devoró a sus hijos. ¿Qué más puede pedir? Eres un hombre afortunado, Yáñez.

—La empresa no ha terminado aún, amigo. Al contrario, está empezando.

—¿Qué quieres ofrecerle, además?

—Ni yo lo sé, por ahora.

—¿El ministro?

—¡Oh! Ése estará prisionero hasta que Surama sea proclamada princesa del Assam. Sería capaz de estropear mis asuntos.

—Y son muy numerosos, ¿verdad, Yáñez? —dijo Sandokan.

—No son pocos, desde luego. ¡Mirad! ¿Qué les ocurre a los perros?

Unos furiosos ladridos se alzaban entre los bambúes y las piaras espinosas. Se veía a los gozques lanzarse animosos hacia delante, luego volver con precipitación hacia los elefantes, que mostraban una cierta inquietud, levantando y bajando las trompas y soplando vigorosamente.

También los sikkari se habían detenido, dudando entre seguir adelante o ponerse bajo la protección de los paquidermos.

—¡Eh, mahout!, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Yáñez, cogiendo la carabina.

—Los perros han olfateado al kala-bâgh —contestó el conductor.

—¿Y tu elefante también?

—Sí, porque no se atreve a seguir adelante.

—Entonces el tigre está cerca.

—Sí, sahib.

—Detente aquí, y nosotros bajaremos. Echaron la escala de cuerda, cogieron sus armas y bajaron.

—¡Milord! —gritó el mayordomo—, ¿dónde va usted?

—A rematar al kala-bâgh —contestó tranquilamente el portugués—. Haz que se retiren tus sikkari. No los necesito.

Aquella orden era inútil, porque los batidores, asustados por los agudos ladridos de los perros, que anunciaban la presencia de la fiera, se replegaban precipitadamente, para no probar la fuerza de sus garras.

—Estos indios valen muy poco —dijo Sandokan—. Hubieran podido quedarse en el palacio del príncipe. Si no estuvieran los oficiales ingleses, la India sería un país casi inhabitable a estas horas.

—Tened cuidado con las espinas —intervino en aquel momento Yáñez—. Vamos a dejar aquí la mitad de nuestras ropas.

En aquel lugar la jungla era espesísima y difícil de atravesar. Grupos de bambúes espinosos se sucedían unos sobre otros. Si se encontraba verdaderamente allí, el kala-bâgh se había elegido un buen refugio.

—Déjame el primer lugar —dijo Sandokan a Yáñez.

—No, amigo —contestó el portugués—. Hay demasiados ojos fijos en mí, y el golpe de gracia debe darlo milord, si quiere hacerse célebre.

—Tienes razón —admitió Sandokan, riendo—. Nosotros sólo debemos figurar en segunda fila.

Unos gañidos lastimosos se alzaron entre unas matas que crecían veinte pasos más allá, y los perros retrocedieron. El tigre debía de haber despanzurrado algunos.

—Está escondido ahí —dijo Yáñez preparando la carabina.

—¿Podremos pasar? —preguntó Sandokan.

—Me parece que hay una abertura a la derecha —observó Tremal-Naik—. La habrá hecho el tigre.

—Vamos, Yáñez. Con seis tiros podemos hacer frente a cuatro fieras —dijo Sandokan.

El portugués dio la vuelta a las matas y, encontrada la abertura, se metió por ella, mientras los perros retrocedían por segunda vez, ladrando fuertemente.

Recorridos quince pasos, Yáñez se detuvo y, quitándose el sombrero con la mano izquierda, dijo con voz irónica.

—¡Os saludo, acto bâgh beursah!

Un sordo gañido fue la respuesta.

El tigre estaba ante el portugués, tendido sobre un montón de hojas secas, impotente ya para hacer daño.

Tenía toda la piel del pecho cubierta de sangre y las dos patas anteriores rotas.

Viendo aparecer a aquellos tres hombres, hizo un supremo esfuerzo para incorporarse, pero cayó de nuevo dejando escapar de sus fauces abiertas un rugido de furor.

—Hemos pronunciado tu sentencia —dijo Yáñez, situado a sólo diez pasos de la fiera—. Has sido acusado de asesinato y antropofagia, por eso los señores jurados han sido inflexibles y ahora debes sufrir el castigo de tus delitos y regalar tu piel a su alteza, el rajá del Assam para compensarle por los súbditos que le has devorado. Cierra los ojos. En lugar de obedecer, el tigre hizo una nueva tentativa para levantarse y lo consiguió; pero Yáñez ya había apuntado.

Dos disparos de carabina retumbaron, formando casi una sola detonación, y el kala-bâgh cayó fulminado, con dos balas en el cerebro.

—Justicia cumplida —dijo Sandokan.

—¡Adelante los sikkari! —gritó Yáñez—. El tigre ha muerto.

Los batidores construyeron rápidamente una especie de angarillas, cruzando y atando sólidos bambúes, y cargaron a la fiera, no sin una cierta aprensión.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que se había acercado para poderlo examinar mejor—. Nunca he visto un tigre tan grande.

—Se ha alimentado muy bien con carne humana —dijo Tremal-Naik.

—Sin embargo, su piel no es ninguna maravilla. Parece como si tuviera la tiña.

—Todos los tigres que se alimentan exclusivamente de carne humana, pierden su belleza original, y su piel, poco a poco, se estropea.

—¿Será una especie de lepra? —preguntó Sandokan.

—Puede ser —dijo Yáñez—. Ya sabes que los dayaks del interior de Borneo, que también son antropófagos, sufren la misma enfermedad cuando han abusado mucho de comer carne humana.

—Lo he observado yo también, Yáñez. De todas formas, es una hermosa bestia. Y ya que hemos terminado nuestra misión, apresurémonos a regresar a Gauhati. Tenemos más trabajo allí que aquí.

Regresaron a su elefante entre las aclamaciones entusiásticas del mayordomo, de los sikkari y de los conductores de los perros, y volvieron al campamento.

Dieron cuenta del almuerzo que habían preparado los criados y, tras fumar un poco, la caravana levantó el campo y regresó a la capital del Assam.

10. En la corte del Rajá

Seis horas más tarde la caravana —acompañada por gran número de curiosos, acudidos desde todos los barrios de la ciudad para ver a la terrible fiera y lanzar contra su cadáver sangrientos insultos—, se detuvo ante el grandioso palacio del rajá.

Los ministros, advertidos ya por dos sikkari que habían precedido a los elefantes, esperaban al famoso cazador inglés en la base de la escalinata de mármol con una escolta de sikhs con trajes de gala y de eunucos que vestían lujosa y vistosamente.

—Yáñez —dijo Sandokan, deteniéndole en el momento en que iba a descender del elefante—, no te ocupes de mí ni de Tremal-Naik. El palacio real no se ha hecho para nosotros. Ya sabes donde encontrarnos.

—Me quedo con los malayos.

—Forman tu guardia, ¡y qué guardia! Con ellos no tienes nada que temer. Nosotros aprovechamos esta confusión para eclipsarnos.

—Pronto recibiréis noticias mías.

Bajó a tierra y se dirigió al encuentro de los ministros seguido por ocho sikkari que llevaban a la monstruosa fiera.

—Decid a su alteza que yo haber mantenido mi promesa —les dijo.

—Su alteza le espera, milord —contestaron a una los ministros, inclinándose casi hasta el suelo.

Yáñez, que volvía a ser el excéntrico inglés, subió la escalinata flanqueada por dos filas de sikhs que le contemplaban con profunda admiración y, precedido por cuatro eunucos, hizo su solemne entrada en la inmensa sala del trono, atestada de altos dignatarios, jefes del ejército, tañedores y can-ceni, o sea bailarinas que llevaban bellísimos vestidos, muy semejantes a los de las bayaderas bengalíes y de la India central.

Su alteza, estaba tendido en su trono-lecho charlando con algunos de sus favoritos. Pero cuando vio entrar al portugués, seguido por los sikkari que llevaban el kala-bâgh se levantó prestamente y, favor insigne, descendió los tres escalones de la plataforma, extendiendo la diestra.

—Eres un valiente, milord —dijo.

—Yo no haber hecho más que disparar mi carabina —contestó Yáñez.

—Ninguno de mis súbditos, aun siendo valerosos, hubiera sido capaz de enfrentarse con semejante fiera y matarla. Ahora puedes pedirme lo que quieras.

—A mi basta ser tu gran cazador y ser invitado tuyo.

—Daré grandes fiestas en tu honor.

—No, alboroto; hacerme demasiado daño cabeza. Yo sólo querer ver teatro indio.

—Tengo aquí una compañía fija que es la más famosa de mi reino.

—¡Oh! Yo estar satisfecho ver tus comediantes.

—Estarás cansado.

—Poquito.

—Tu apartamento está dispuesto, y pongo a tu disposición todos los servidores que desees.

—Bastar a mí, alteza, mi escolta y un chitmudgar.

—Lo encontrarás ante tu puerta, milord. ¿Cuándo quieres asistir a la representación?

—Esta noche, si no te molesta.

—Un deseo tuyo es una orden para mí, milord —contestó cortésmente el rajá.

Se acercó al tigre y lo miró largo rato.

—Esta piel hará muy buen papel en tu habitación —dijo luego—. Te recordará siempre la gran empresa que has realizado. Ve a descansar, milord, y esta noche cenaremos juntos y te presentaré a otro blanco, que espero se convierta en tu amigo.

—Yo verlo con placer —dijo Yáñez.

La recepción había terminado.

El portugués llamó a sus malayos y abandonó la sala, que se iba vaciando lentamente, precedido por dos eunucos.

El rajá había vuelto a sentarse, o mejor dicho a tenderse en su trono, después de hacer con la mano un gesto imperioso que significaba:

—Dejadme solo.

Apenas habían salido el último ministro y el último guardia, se abrió la doble cortina de seda que colgaba detrás del trono y apareció un hombre. No era un indio, sino un europeo de alta estatura y piel blanquísima, que resaltaba más debido a la larga barba negra que le enmarcaba el rostro. Tenía las facciones regulares, la nariz aquilina, los ojos negros y ardientes, pero con un no sé qué de falso que, por lo menos en un primer momento, producía mala impresión.

Como todos los europeos que viven en la India, iba vestido de ligerísima franela blanca. En la cabeza, sin embargo, llevaba un casquete rojo con flecos como los que suelen llevar los griegos y levantinos.

—¿Qué piensas Teotokris? —le preguntó el rajá—. Por tu expresión, parece que no estés satisfecho de la empresa llevada a cabo por el inglés.

—Te engañas, alteza; los griegos admiran las pruebas de valor.

—Sin embargo, veo una profunda arruga en tu frente, y me pareces preocupado.

—Y lo estoy realmente, alteza —contestó el griego.

—¿Por qué motivo?

—¿Estás seguro de que es un verdadero lord?

—¿Y por qué iba a dudarlo?

—¿Sabes de dónde viene?

—De Bengala, me ha dicho.

—¿Y qué ha venido a hacer aquí?

—A cazar.

El griego hizo una mueca.

—¡Hum!

—¿Sabes algo de él?

—Sólo sé que de vez en cuando va a visitar a una muchacha india bellísima, que debe de pertenecer a las castas elevadas y que parece muy rica, porque vive en un precioso palacio con muchos servidores y doncellas.

—Hasta aquí no veo nada de extraordinario —dijo el rajá—. Muchas de nuestras mujeres se han casado con ingleses.

—¿Y si ese señor fuera un espía enviado por el gobernador de Bengala para vigilar todos tus actos?

Al oír aquellas palabras, el rostro del príncipe tomó una expresión casi feroz.

—¿Tienes alguna prueba, Teotokris? —preguntó, apretando los dientes.

—Hasta ahora, no.

—Entonces, ¿es una suposición?

—De momento, sí.

—Sin embargo, parece que tienes alguna sospecha.

El griego hizo un gesto vago, luego añadió con cierta malignidad:

—Querría ver los títulos de nobleza de ese lord.

—Tienes una policía a tu disposición: utilízala. Pero hasta que tengas una prueba en contra suyo, ese inglés será mi huésped. Él ha recuperado la piedra de salagram y no ha querido nada a cambio; por el contrario, me ha hecho un gran servicio, librando a mis buenos súbditos de Kamarpur del kala-bâgh. Tú nunca has sido capaz de tanto en sólo cuarenta y ocho horas.

El griego se mordió los labios.

—Yo no niego que sea un valiente y que la suerte le haya ayudado —dijo luego—. Pero precisamente porque es un valiente puede ser peligroso.

El rajá hizo un gesto de hastío y se puso en pie, diciendo:

—Deja en paz al inglés, Teotokris. Y haz avisar a mis actores para que esta noche preparen un espectáculo emocionante en el patio grande.

—Haré lo que deseas, alteza —contestó el griego.

Yáñez, satisfechísimo por el buen cariz que tomaban sus asuntos, tomó posesión del apartamento que le había asignado el espléndido rajá.

Se componía de cuatro hermosas habitaciones, un salón elegantísimo y un cuarto de baño, amueblados todos con mucho lujo y provistos de punka, que son grandes tablas cubiertas de tela y sujetas al techo, que un criado hace girar continuamente mediante un juego de cuerdas, para mantener una temperatura agradable en el interior.

El chitmudgar, que el príncipe había destinado al famoso cazador, se había apresurado a traer una opípara comida con muchas botellas de cerveza y licores, destinando parte al primero y parte a los seis malayos, que ocupaban una de las cuatro habitaciones, transformada en una especie de cuartel.

—Acompáñame —dijo Yáñez al mayordomo, sentándose.

—¡Yo!… ¡Con usted, milord! —exclamó el indio, con un gesto de estupor.

—Calla, y comparte todo esto conmigo. Tengo muchas cosas que pedirte y también rupias para regalarte, si me eres fiel.

Las rupias hicieron más efecto que la invitación, porque el chitmudgar, fácil de sobornar como la mayor parte de sus compatriotas, obedeció prontamente, sin protestar más por tan gran honor.

—¿Es cierto que los comediantes están aquí, en palacio? —preguntó Yáñez, probando los manjares.

—Sí, milord.

—¿Conoces al director de la compañía?

—Es amigo mío, milord.

—Estupendo —dijo Yáñez, sirviéndose un vaso de cerveza y bebiéndolo de un solo trago—. Quiero verle.

—He recibido orden de satisfacer todos tus deseos. El rajá lo quiere así.

—Pues yo deseo que el príncipe no sepa que quiero ver al director de la compañía. Compro tu silencio por cincuenta rupias.

El mayordomo se sobresaltó y abrió los ojos de par en par. En un año de servicios no ganaba tal vez ni la mitad de aquella suma, que para él representaba una pequeña fortuna.

—¿Qué debo hacer?

—Ya te lo he dicho: quiero que venga el jefe de los actores, y mejor si no le ven. ¿Dónde tendrá lugar el espectáculo?

—En el patio interior.

Yáñez se reclinó en la butaquita de bambú y miró unos instantes al chitmudgar.

—¿Es el mismo donde el rajá mató a su hermano?

—Sí, milord.

—Me lo había imaginado. ¿Existe aún la famosa galería desde donde el hermano de Sindhia disparó sobre sus familiares?

—Está precisamente sobre el escenario.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. A esto se le llama tener una suerte prodigiosa. Ve a llamar a ese hombre.

El mayordomo no se hizo repetir la orden; aunque no había terminado aún su comida, se levantó precipitadamente y desapareció.

—¡Ah, ah! —rió Yáñez—. Mi querido rajá quiero prepararte una mala pasada y hacer nacer en tu corazón una sospecha que no te dejará dormir.

Llamó al jefe de los malayos, que comía en la habitación contigua con sus compañeros y acudió en seguida.

—¿Qué desea, capitán Yáñez? —preguntó el salvaje malayo.

—¿Cuántas rupias os ha confiado Sandokan? —preguntó el portugués.

—Seis mil.

—Tenedlas a punto.

Un momento después entraba el mayordomo acompañado por un indio más bien entrado en años, de ojos muy inteligentes, facciones aún bellas y piel más bien oscura, porque los actores suelen ser casi siempre indios tamiles o malabares, que son los pueblos más aficionados a las representaciones dramáticas.

—Aquí está el calicaren (actor) —anunció el mayordomo.

El indio hizo una profunda inclinación y esperó a que le interrogaran.

—¿Eres tú quien elige las comedias o tragedias que se representan, o es el rajá? —le preguntó Yáñez.

—Soy yo, sahib.

—¿Qué pensabas representar esta noche?

—El Ramayana, una tragedia escrita por nuestro gran poeta Valmiki, que es el más conocido en la India.

—¿De qué se trata?

—De las empresas y conquistas hechas por el dios Rama en Ceilán.

—Rama no me interesa —contestó Yáñez—. El tema quiero dártelo yo. Ven aquí, y escucha atentamente.

Se puso en pie y le condujo a su saloncito. El coloquio duró una buena media hora y terminó con una llamada de Yáñez al jefe de su escolta malaya.

—Da quinientas rupias a este hombre —dijo el portugués—. Esto es el regalo de milord.

El calicaren intentó echarse a los pies del generoso inglés, pero éste le detuvo con un rápido gesto, diciendo:

—No es preciso. Guárdatelas y haz lo que te he dicho. Ahora ya puedes irte, y sobre todo, silencio.

—Seré mudo como una estatua de bronce, sahib.

Cuando se quedó solo, Yáñez se tendió en el magnífico lecho —dorado, con incrustaciones de madreperla, y cubierto por una soberbia tela de seda adamascada— murmurando:

—Ahora podemos reposar hasta que llegue ese europeo misterioso, si es que se digna venir a saludarme.

Invitado por el profundo silencio que reinaba en el palacio —ya que era la hora del reposo diurno, que dura desde después del mediodía hasta las cuatro, tiempo durante el cual todos los asuntos quedan en suspenso— y por la grata frescura proporcionada por la punka, que un criado situado en la terraza moría enérgicamente, no tardó en cerrar los ojos.

Una discreta llamada en la puerta, le despertó un par de horas más tarde.

—¿Eres tú, chitmudgar? —preguntó Yáñez, saltando de la cama.

—Sí, milord.

—¿Qué quieres de mí?

—El señor Teotokris desea verle, sahib.

—¡Teotokris! —exclamó el portugués—. ¿Quién es? Es un nombre griego, si no me engaño. ¡Ah ya! Será el europeo de quien me han hablado. Vamos a conocer a ese personaje misterioso.

Ordenó sus ropas, tomó la precaución de meterse una pistola en el bolsillo, sabiendo por instinto que tenía que enfrentarse con un adversario peligrosísimo tal vez, y entró en el salón.

El griego estaba allí, de pie, con una mano apoyada en la mesa, un tanto meditabundo.

Viendo entrar a Yáñez, se irguió, mirándole rápidamente; luego hizo una ligera inclinación, diciendo en perfecto inglés:

—Me siento feliz de saludarle, milord, y de ver aquí, en la corte de su alteza el rajá de Assam, a otro europeo.

Estas palabras fueron pronunciadas con una cierta irónica irritación, que no escapó al astuto portugués.

Sin embargo, éste contestó amablemente:

—Yo ya sabía, señor, que había aquí un europeo, y nadie se sentiría más feliz que yo de estrecharle la mano. Fuera de nuestro continente, cualquiera que sea nuestra nación, somos siempre hermanos, porque somos hijos de la gran familla de los hombres blancos. Siéntese, señor…

—Teotokris.

—¿Griego?

—Sí, del archipiélago.

—¿Cómo se encuentra aquí? Su patria no tiene intereses en la India.

—Es una larga historia que le contaré en otra ocasión. No he venido para esto, milord.

—Dígame qué desea de mí.

—Pedirle una explicación de parte del rajá.

Yáñez frunció imperceptiblemente la frente y miró con atención al griego, como si tratara de adivinar sus pensamientos.

—Dígame —dijo luego.

—No ha llegado solo al Assam, ¿verdad?

—No, traigo conmigo seis cazadores malayos que me han dado numerosas pruebas de fidelidad cuando cazaba tigres en Borneo.

—¿Ha estado en Borneo, entonces?

—He visitado todas las islas malayas, haciendo verdaderas matanzas de animales feroces.

—Sin embargo, nosotros hemos sabido que le acompaña otra persona.

—¿Quién?

—Una joven india bellísima que ha alquilado un palacio.

—¿Y…? —preguntó Yáñez, fríamente.

—El rajá querría saber si es alguna princesa india.

—¿Por qué?

—Para invitarla a la corte.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, respirando algo más tranquilo, porque a pesar de su gran valor y sangre fría había sentido cierta aprensión—. Diga a su alteza, que se lo agradezco, pero que a esa joven sólo le gusta la tranquilidad de su casa.

—Pero es una princesa…

—Sí, del Mysore —contestó Yáñez—. ¿Quiere saber algo más?

El griego no contestó; parecía como si se sintiese embarazado o quisiera hacer alguna oirá pregunta y no se atreviese.

—Hable —dijo Yáñez.

—¿Se quedará mucho tiempo aquí, milord?

—No lo sé; depende del mayor o menor número de tigres que infestan el Assam.

—Deje que devoren —dijo el griego, encogiéndose de hombros—. ¿Qué le importa que se coman unos cuantos centenares de assameses? Al rajá siempre le quedarán bastantes que gobernar.

—No es demasiado amable con quien le hospeda.

—Soy huésped del rajá y no de ellos.

—Explíquese mejor.

—¿Qué querría a cambio de volverse a Bengala? Allí hay más tigres que aquí y en las Sunderbunds podría desahogarse todo lo que quisiera.

—¡Marcharme yo! —exclamó Yáñez.

Teotokris permaneció silencioso, pero mirando a Yáñez con cierto estupor.

—Un compatriota mío ya me hubiera comprendido —dijo por fin, con mal velada cólera.

—Puede que sí, señor —contestó Yáñez con calma—, pero como los ingleses no somos tan despiertos como los griegos del archipiélago, tenemos costumbre de esperar siempre más amplias explicaciones.

—¿Le bastarían cinco mil rupias? —preguntó el griego.

—Para…

—Marcharse.

—¡Oh!

—Ocho mil.

Yáñez le miró sin contestar.

—Diez mil —dijo el griego, apretando los dientes.

Nuevo silencio por parte del portugués.

—¿Quince mil?

—Y treinta mil a usted si dentro de veinticuatro horas ha cruzado la frontera del Assam —dijo Yáñez, poniéndose en pie.

El griego había palidecido intensamente, como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.

—¡A mí! —gritó.

—Sí, a usted se las ofrece lord Moreland, que nunca ha sido un griego del archipiélago, ni un pescador de esponjas ni de lenguados.

—¿Qué dice? —gritó Teotokris, apretando los puños.

—¿Necesita acaso un médico para que le opere los oídos? Uno de mis malayos es muy hábil para estas cosas. Incluso curó a un tigre joven que yo había capturado.

El griego retrocedió dos pasos, asaetando a Yáñez, que conservaba su admirable calma, con sus ojos de fuego.

—Creo que me ha ofendido —dijo con voz estrangulada.

—También yo lo creo.

—¿Entonces?

—¡Cómo! Entre nosotros, cuando se cree haber recibido un insulto, se suele pedir una reparación con las armas.

El griego quedó perplejo.

Por su parte, Yáñez sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió tranquilamente, echando al aire una nubecilla de humo perfumado.

—Si quiere uno, señor, se lo ofrezco de todo corazón.

—¡Pretende burlarse de mí!

—¡Yo! ¡Dios me libre! No me gusta burlarme más que de los tigres, y son más peligrosos que los hombres. ¿No le parece, señor Teotokris?

—¿Así que no quiere marcharse?

—No he venido aquí para matar un miserable kala-bâgh —contestó Yáñez—. Quiero volver a Bengala con un buen número de pieles. Y además encuentro que se está muy bien en el palacio real.

—Aún no sabe lo caprichoso que es el rajá. Sería capaz de ordenarle que le trajera un tigre cada día.

—Y yo iría a buscarlo y lo mataría. ¿Acaso no me ha nombrado su cazador?

—Y también podría pedirle que le mostrara usted sus documentos, para comprobar que es realmente un lord y no un aventurero.

Esta vez le tocó palidecer a Yáñez. Su mano derecha cayó sobre el hombro izquierdo del griego con tal violencia que le obligó a inclinarse, aunque le llevaba por lo menos un palmo de estatura.

—Ahora es usted quien me ofende, ¿no le parece?

—Tal vez.

—Entonces, como un lord nunca deja sin castigo un insulto, le ruego que me dé una explicación de ese calificativo de aventurero.

—Cuando quiera, si me concede la elección de las armas y que el duelo sea público.

—De acuerdo —contestó simplemente Yáñez.

—Para mañana.

—Sea.

—El rajá y su corte serán nuestros testigos.

—Perfecto.

—Adiós, señor.

—Lord Moreland le saluda, griego del archipiélago.

11. El veneno del griego

Los indios, igual que los europeos y oíros muchos pueblos asiáticos, sienten verdadera pasión por el teatro; los mejores actores son siempre los malabares y los tamiles, quienes suelen ser contratados especialmente por los rajás, que les pagan tanto como a los luchadores.

Las comedias que representan se inspiran en las antiguas leyendas indias, con temas religiosos; por eso siempre se ven aparecer divinidades, gigantes y malvados que se dan golpes hasta quedar exhaustos.

Casi siempre representan al dios Rama, el conquistador de Ceilán, que ensalza el valor de sus guerreros; krisna, realizador de empresas extraordinarias, sacadas del yudkishtira vigea, uno de los más grandiosos poemas épicos y Pando, el famoso rey de la India, de la raza de los reyes procedentes del sol.

Sus teatros, igual que los siameses, annamitas y chinos, son de una simplicidad extraordinaria.

Una plataforma con algún jarrón con plantas, dos o tres cuartitos a los lados para que los actores puedan cambiarse sin ser vistos por el público, y muchas lámparas de aceite colgadas de alambres.

Los espectadores se sientan en el suelo, sobre esteras, a oscuras, se les permite fumar, comer y beber; pero hay que aclarar que nunca estorban a los actores. Lo más que se hace es levantar un pabellón pequeño cuando asiste a la representación algún personaje importante.

Los actores son siempre numerosísimos y su vestuario muy rico, inspirado en la época heroica india, es decir semejantes a los que se ven en ciertas estatuas antiguas de sus deidades y sus héroes.

Igual que ocurre en China, los actores son todos varones y jovencitos. Estos últimos hacen de mujeres y saben maquillarse tan bien que producen una ilusión casi perfecta.

Las representaciones acaban casi siempre con una pantomima, difícil de comprender para quien no ha hecho un estudio particular de las mismas. Los europeos no entienden nada, por mucha atención que presten.

En ellas se pretende expresar no solamente las acciones y las pasiones sino también los objetos externos y ausentes, como por ejemplo una montaña, un caballo, un árbol, etc., por medio de gestos, cada uno de los cuales sirve para determinar y significar tal o tal otro de los citados objetos.

Por el contrario, las pasiones suelen estar bien representadas en las pantomimas.

Para expresar el amor, los actores giran suavemente la cabeza, con usa graciosa y dulce expresión en los ojos y suspirando tiernamente. Y para expresar la ira, agitan de forma muy explícita los músculos de los labios, nariz, ojos, frente y demás.

Unas horas después de la puesta del sol, Yáñez fue avisado por el mayordomo de que la representación estaba a punto de empezar y el rajá le esperaba en el pabellón que había sido levantado en medio del espacioso patio del palacio, frente a la plataforma que debía servir de teatro.

—Vamos a ver qué cara hace su alteza —murmuró el portugués, sonriendo irónicamente—. Apuesto a que esta noche no dormirá tranquilo. Pero ahora, ocurra lo que ocurra, vamos a ver cómo trabajan estos actores indios.

Siempre prudente —sabiendo que podía esperarse cualquier sorpresa en aquella corte en que era extranjero y donde tenía un enemigo mortal en aquel griego del archipiélago— escondió bajo la faja las pistolas y el kris, dio orden a sus malayos de hacer otro tanto, y bajó al patio, tratando de afectar la máxima tranquilidad.

Todo estaba dispuesto para la representación. El escenario, una simple plataforma adornada con unos cuantos jarrones de porcelana, que contenían colosales ramos de flores, iluminados por una treintena de faroles de vidrio variopinto, no esperaba más que los actores.

A los lados, soldados y servidores, sentados sobre alfombras, charlaban en voz baja. Enfrente, bajo un amplio pabellón formado por cortinas de seda de colores deslumbradores, estaban el rajá, el griego y los ministros y altos dignatarios del estado. Fumaban, bebían licores o masticaban betel, esperando que empezara la representación.

El príncipe, que parecía de muy buen humor y algo achispado, hizo sentar a Yáñez a su derecha, diciéndole:

—Espero, milord, que quedes contento de mis actores. Son casi todos malabares y los he hecho elegir con cuidado.

—Yo estar contentísimo —contestó Yáñez—. Gustar mucho teatro yo, también indio.

—Bebe, milord —dijo el rajá, tendiéndole un vaso—. Ésta es verdadera ginebra inglesa.

—Más tarde, alteza —contestó el portugués, quien había visto al griego vertiendo aquel licor unos momentos antes—. No tener sed ahora.

Dejó el vaso a su lado, sobre una silla, bien decidido a no vaciarlo. No se fiaba mucho del señor Teotokris.

El rajá dio unas palmadas y en seguida aparecieron en la escena una cincuentena de actores. Algunos iban caracterizados de viejos y vestían trajes principescos, otros de mujeres, y no faltaban tampoco muchachos y muchachas. Sobre todos destacaba, por la riqueza de sus vestidos, una niñita de unos diez años, situada junto a un viejo guerrero de larga barba blanca. Entre toda aquella gente había un rajá de aspecto siniestro, acompañado de un joven príncipe que se parecía extrañamente a Sindhia.

Al ver a aquellos dos personajes, el portugués no pudo contener una sonrisa.

—Estos indios saben disfrazarse maravillosamente —murmuró—. Creo que no he gastado mal las quinientas rupias.

Después de una larga serie de cumplidos entre el falso rajá y los demás actores, sacaron al escenario una mesa inmensa, cargada de platos y manjares y todos se pusieron a comer, mientras multitud de bayaderas y tañedores, danzaban y hacían sonar ruidosamente gongs, sitar y saranguy acompañados de grandes golpes de tumburà —magnífico instrumento cargado de dorados, pinturas, cintas y preciosos adornos que los indios ricos tienen expuesto a los ojos de los forasteros en la mejor habitación de sus casas, como uno de sus más hermosos objetos.

Comían entretanto los actores con un apetito envidiable, y no peces de cartón o salsas falsas, sino de verdad, bebían vasos llenos de toddy, riendo y charlando al mismo tiempo ruidosamente.

De pronto, hacia el final del banquete, desapareció el rajá, para dejarse ver poco después, acompañado de algunos ministros, en la galería que estaba encima del escenario.

Llevaba una carabina en la mano, y sus compañeros vasos y botellas.

Sonó un disparo y uno de los invitados, el viejo guerrero de la barba blanca, cayó mientras la niña, que se sentaba a su lado, huía gritando.

Otro disparo, y otro invitado que cae, debatiéndose desesperadamente. Él rajá, que parece presa de un ataque de locura, vacía un vaso de licor que le tiende un ministro, luego coge otra carabina y vuelve a disparar.

Los invitados huyen desesperados, dando vueltas, come lobos caídos en una trampa, en torno a la mesa; derribar, sillas y platos, chillan espantosamente y tienden los brazos hacia el rajá, que sigue disparando.

Caen los viejos, las mujeres, los niños, pero el sanguinario príncipe, como poseído por el demonio de la destrucción, sordo a los lamentos desgarradores de las víctimas, sigue disparando hasta que no quedan más que el joven que se le parece y la niña que llora sobre el cadáver del viejo guerrero.

Yáñez mira al rajá. El príncipe está palidísimo, su frente fruncida, sus labios temblorosos. Recuerda muy bien aquel drama terrible que le llevó al trono del Assam.

—Está más conmovido de lo que yo esperaba —murmura el portugués—. Espera al final, querido mío. Esto no es nada aún.

El rajá bebe otro vaso y mira a las víctimas, contándolas con los ojos.

El joven príncipe, erguido en medio de los cadáveres, tiende los brazos, en un gesto desesperado, hacia el rajá que se tambalea borracho como una cuba, y grita repetidas veces, simulando maravillosamente un espanto indescriptible:

—¡Perdóname la vida! ¡Soy tu hermano! ¡Llevamos la misma sangre en las venas!

El actor-rajá parece vacilar, luego su mirada ardiente y feroz se apaga lentamente. Echa al escenario una de sus carabinas y dice:

—Yo te perdono, a condición de que toques la rupia que voy a tirar al aire.

El príncipe recoge el arma y dispara sobre el rajá, quien cae fulminado en el balconcillo.

Los ministros del difunto tirano se apresuran a bajar al patio y a echarse a los pies del príncipe; pero éste, se abalanza sobre la niña que sigue llorando sobre el cadáver de su padre, gritando con gesto trágico:

—¡Lleváosla! ¡Tampoco yo quiero más parientes! ¡Vendedla como esclava! En el escenario aparecen unos cuantos indios, miserablemente vestidos. Sus facciones denotan ferocidad, y llevan pintada en el pecho una serpiente azul con cabeza de mujer y en los costados pañuelos de seda negra y lazos. Son thugs, adoradores de la sanguinaria Kali y terribles estranguladores. Cogen brutalmente a la niña, la meten en una especie de saco y se la llevan, a pesar de sus gritos.

Yáñez vuelve a mirar al rajá y le ve lívido. Gruesas gotas de sudor perlan su frente y sus labios se agitan como si fuera a gritar: pero no consigue pronunciar ni una sílaba.

—No se atreve —murmura el portugués.

En aquel momento, desaparecen todos los actores; los gongs, los sitar, y los tumburà entonan una marcha que ensordece a los espectadores.

En seguida, veinte hombres vestidos de guerreros y con cimitarras en la mano, invaden el escenario lanzando gritos; luego aparece un palanquín llevado por ocho hamali. espléndidamente vestidos, sobre el que se sienta una joven princesa con una corona real en la cabeza.

El rajá lanza, en aquel momento un aullido de fiera, seguido inmediatamente por otro, desgarrador.

Los espectadores se ponen en pie de un salto. También el rajá se levanta, mirando con turbación a sus ministros, los cuales sujetan a un alto dignatario que se tambalea y mueve los labios manchados de una espuma sanguinolenta.

—¿Qué ocurre aquí? —grita Sindhia.

—Señor… ¡Me muero! —contesta el dignatario con voz débil.

Yáñez que no comprende nada de aquel suceso imprevisto, lanza una mirada en torno suyo, y palidece también. El vaso lleno de licor que había dejado en la silla, había sido vaciado por alguien.

Un relámpago le atraviesa el cerebro.

«He escapado a la muerte por un verdadero milagro. Si lo hubiese vaciado yo, a estas horas estaría en el lugar de este desgraciado. ¡Perro griego! Me pagarás esta jugada, canalla. Por suerte soy más astuto y más prudente de lo que tú piensas».

En el pabellón, la confusión había llegado al colmo. Todos gritaban y se afanaban en torno al desdichado, quien vomitaba sangre junto con cierta materia verde y filamentosa.

Por fin llegó el médico de la corte. Con una sola mirada comprendió que su intervención sería completamente inútil.

—Este hombre ha bebido un poderoso veneno —dijo.

El rajá se puso lívido. Sus ojos, ardientes como carbones se fijaron sucesivamente en todos los dignatarios que ocupaban el pabellón y que temblaban como atacados por un acceso de fiebre.

—¡Aquí hay un culpable! —gritó el príncipe—. ¡Si no se descubre, os haré decapitar a todos! ¿Me habéis oído? Probablemente ese veneno estaba destinado a mí.

—O a mí, alteza —intervino Yáñez.

El rajá le miró estupefacto.

—¿Tú crees, milord?

—Yo no creer nada, pero hago notar a vuestra alteza que vaso mío no haberlo vaciado yo. Yo haberlo encontrado sin gota de licor dentro. Puede que estar envenenado aquello.

—¿Dónde está el vaso, milord?

Yáñez se inclinó para cogerlo, y lanzó una exclamación de cólera.

—¡Oh!

El vaso había desaparecido misteriosamente.

—No estar ya junto silla —dijo.

—Nosotros encontraremos al culpable, milord; te le prometo.

—Gracias, alteza.

—Este delito no debe quedar sin castigo. Mi elefante verdugo tendrá trabajo dentro de unos días.

Luego añadió brutalmente:

—El espectáculo ha terminado. Que el culpable vaya también a dormir por última vez.

Los ministros, presa de un vivo espanto, se retiraron precipitadamente para abrirle paso.

El rajá estrechó la mano al portugués y salió del pabellón, con la frente fruncida y la mirada sombría. El griego, en su calidad de primer favorito, se disponía a seguirle, cuando Yáñez le detuvo.

—He de decirle unas palabras, señor Teotokris.

—Hablaremos mañana, milord —contestó el griego—. El príncipe me espera.

—Sólo quiero darle las gracias.

—¿Por qué?

—¡Diantre! Por estar aún vivo, lo que es un gran placer, puede creerlo, Teotokris —dijo Yáñez con ironía—. Pero imaginaba que los griegos del archipiélago eran más astutos.

—¡Milord! —exclamó el favorito con voz ronca—. Me está insultando, y no es éste el lugar ni el momento.

—Mañana arreglaremos cuentas; no se haga mala sangre por ahora.

El griego se encogió de hombros y salió apresuradamente. Yáñez no creyó oportuno entretenerle más. Se desahogó con un «¡vete al diablo, canalla!». Llamó a sus malayos y abandonó también el ya desierto pabellón.

En medio del patio, guardado por media docena de servidores, tendido sobre una alfombra, yacía el cadáver del dignatario, un alto funcionario de la corte, al parecer. El veneno había actuado rápidamente, quitándole la vida, cuando aún era joven y gallardo.

El portugués, más conmovido de lo que él mismo hubiera creído, se quitó el sombrero, murmurando con ira:

—Un día, también tú serás vengado, pobre hombre que me has salvado la existencia.

Iba a subir la escalera que llevaba a sus habitaciones, cuando un hombre le interceptó el paso, cayendo a sus pies de rodillas. Era el calicaren, o jefe de los actores.

Sahib —le dijo—, sálveme. Mañana moriremos todos nosotros.

—¿Quiénes? —preguntó Yáñez, sorprendido.

—Mis artistas y yo.

—¿Por qué?

—Por culpa de la comedia que hemos representado. El rajá está furibundo y ha jurado hacernos cortar el cuello al despuntar el día.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El otro hombre blanco.

—¿El favorito?

—Sí, sahib.

—¿Quieres un consejo?

—Démelo, sahib.

—Escapa a todo correr junto con tus actores, y ve a representar tus dramas a Bengala. ¡Kabung!

El jefe de la escolta malaya dio un paso adelante.

—Da a este hombre otras quinientas rupias —le dijo Yáñez—. ¿Te bastarán para escapar, calicaren?.

—Me convierte en un señor, sahib —dijo el actor—. Ya me dio antes otras quinientas.

—Coge también éstas.

—Me haré construir un gran teatro.

—Como quieras, con tal de que no te atrapen antes del amanecer.

—El rajá no nos cogerá nunca, sahib. Si puedo serle útil, disponga de mí.

—No es preciso; escapa pronto.

Yáñez subió la escalera y entró en su apartamento, donde le esperaba el mayordomo.

Por primera vez en su vida, el portugués parecía muy preocupado.

—Atrancad la puerta —dijo a sus malayos— y acostaos con las carabinas al lado. No sé qué puede ocurrir.

—Somos seis, capitán —dijo el jefe de la escolia—. Puedes dormir tranquilo, que nosotros te guardaremos. ¿Quieres que envíe a alguien para advertir al Tigre?

—De momento es inútil. Dejadme solo con el mayordomo.

Se sentó ante la mesa y destapó una botella de ginebra; la olió largamente, lleno un vaso y lo tendió al chitmudgar, preguntándole:

—¿Tendrías miedo de beberlo?

—¿Por qué, milord?

—¿Sabes que con un vaso de no sé qué licor acaban de mandar al otro mundo a uno de los grandes oficiales del rajá?

—Me lo han contado, sahib —contestó el chitmudgar—. Era el tesorero del príncipe.

—¿Sabes que aquel hombre ha vaciado el vaso que me habían ofrecido a mí?

—¿Qué dice usted, milord? —exclamó el indio estupefacto.

—Tal como te lo cuento.

—¿Así que trataban de envenenarle a usted?

—Así parece —contestó Yáñez, flemáticamente.

—¿Y no tienen ninguna sospecha?

—¿Quién crees tú que puede tener interés en suprimirme?

El mayordomo permanecía silencioso.

—¿El rajá?

—¡Eso es imposible! —exclamó el indio—. Le debe reconocimiento por haber recuperado la piedra de salagram, sin pedir ninguna recompensa. Además, le admira demasiado, después de la muerte del kala-bâgh.

—¿Entonces?

—El otro blanco.

—El favorito, ¿verdad?

El indio vaciló un instante, luego contestó francamente:

—Él, sí.

—Estaba seguro —dijo Yáñez.

—Él teme que usted ocupe su sitio.

—¿Crees que este licor puede estar envenenado?

—Éste no; es imposible. Las botellas que he traído aquí, las he cogido en las bodegas del rajá, de forma que puede beberlo con toda tranquilidad.

—Bebe, pues.

—Sí, milord.

El chitmudgar vació el vaso de un solo trago, sin la menor vacilación.

—Es excelente, milord.

—Entonces, beberé yo también —dijo Yáñez, llenando otro vaso—. Ahora ve a descansar: si te necesito, te haré llamar.

El mayordomo hizo una profunda inclinación y se retiró.

Yáñez vació otro vaso, encendió un cigarrillo y se frotó las manos, murmurando:

—El día ha sido pesado; sin embargo, no he perdido el tiempo. Los frutos los recogeremos más adelante. La madeja está aún muy embrollada; pero espero dar a Surama la corona que le corresponde y enviar al infierno a Sindhia. La araña venenosa es ese maldito griego del archipiélago. Mañana haré todo lo posible para darle una terrible lección.

12. Un duelo terrible

Yáñez —que había dormido tan tranquilamente como un hombre que no tiene preocupación alguna—, acababa de abrir los ojos y estaba bostezando, cuando el chitmudgar, después de llamar repetidas veces a la puerta, entró acompañado por un oficial del rajá.

—Milord —dijo el mayordomo, mientras el oficial hacía una profunda inclinación—, el príncipe le espera.

—Aguardad cinco minutos —dijo Yáñez, volviendo a bostezar.

Saltó de la cama, se vistió con cuidado, sin apresurarse demasiado, metió las pistolas en la faja y se reunió con el mayordomo y el oficial, que le esperaban en el salón, donde había sido preparado el té.

—¿Qué desea su alteza? —preguntó, sorbiendo la aromática bebida con estudiada lentitud.

—Lo ignoro, milord —contestó el oficial.

—¿Está de mal humor, tal vez?

—Me parece muy preocupado esta mañana, milord. Parece ser que ha habido una discusión entre él y el otro blanco.

—¡Ah!, el señor Teotokris —exclamó Yáñez, casi distraídamente—. Ya; el otro blanco está siempre de mal humor.

—Es verdad, milord.

—Así se hace temer.

—En la corte, todos le tienen miedo.

—¿Y a mí también?

—¡Oh, no, milord! Todos le admiran, y se alegrarían mucho de verle en el lugar del favorito.

—Es una preciosa información —murmuró para sí el portugués.

Tragó aprisa el último sorbo, llamó a sus fieles malayos y siguió al oficial, diciendo:

—Preparémonos para una tormenta. El asunto de la comedia no pasará fácilmente. Por suerte, los actores se han marchado; por lo menos, eso espero.

Descendió la escalerilla y entró en la sala del trono. El príncipe Sindhia estaba allí, tendido como de costumbre en aquella especie de lecho, con varias botellas de licores dispuestas sobre una mesilla y un gran vaso lleno en la mano.

—Estoy muy contento de verte, milord —dijo, apenas entró Yáñez seguido de los malayos—. Te esperaba con impaciencia.

—Yo estar siempre a disposición de vuestra alteza —contestó Yáñez en su fantástico inglés.

—Siéntate cerca de mí, milord.

Yáñez cogió una silla y la colocó en la plataforma, cerca del lecho que servía de trono.

—Bebe esto —dijo el rajá, tendiéndole un vaso de champaña—. No está envenenado, porque he hecho abrir la botella en mi presencia y he probado el líquido que contenía.

—Yo no tener miedo de vuestra alteza —contestó Yáñez—. Gustar mucho vino blanco francés y beber en seguida a vuestra salud —vació el vaso de un sorbo y añadió—. Y ahora yo escuchar todo oídos a vuestra alteza.

—Dime, milord, ¿en qué relaciones estás con mi favorito?

—Malas, alteza.

—¿Por qué?

—No saber yo. Griego no verme bien aquí.

—Has tenido una cuestión…

—Ser verdad. Nosotros blancos reñir siempre cuando no pertenecer misma nación. Yo inglés, él griego.

—¿Sabes que quiere matarte?

—¡Ah! Yo matar él, tal vez.

—Me ha pedido que ofrezca en la corte un combate emocionante. Yo admiro a los valientes y me gusta ver a los hombres defendiendo su vida con valor.

—Yo estar dispuesto, alteza.

—¿Qué armas has escogido, milord?

—Yo haber dejado elección a tu favorito.

—¿Sabes dónde os enfrentaréis?

—Yo no saber nada.

—En mi patio. El duelo será público y toda mi corte asistirá a él. Ése es el deseo de mi favorito.

—Perfecto —contestó Yáñez, con indiferencia.

—Tienes un valor extraordinario.

—Yo no tener nunca miedo, alteza.

—Yo he escogido la hora.

—¿Cuál?

—Dos horas antes del ocaso estaremos todos reunidos en el patio de honor.

—Mis senadores están ya preparando los pabellones.

—Nosotros dar entonces comedia.

—¡Ah! —exclamó el rajá, arrugando la frente y haciendo un gesto de cólera—. A propósito de comedias, ¿sabes que todos mis actores han huido?

—¡Oh! —exclamó Yáñez, simulando estupor.

—Entre ellos debía de hallarse el que trató de envenenarnos, a mí o a ti.

—Es muy posible —se limitó a contestar el portugués.

—A estas horas estarán muy lejos, pero si por casualidad volvieran algún día a mi estado, les haré decapitar a todos, incluso a los niños que hay entre ellos. Acepta otro vaso de este excelente vino, antes de dejarme. Te aumentará las fuerzas para medirte con mi favorito.

—Gracias, alteza —contestó Yáñez, cogiendo el vaso que le tendía el rajá.

Lo vació y, comprendiendo que la audiencia había terminado, se puso en pie.

—Milord —dijo en voz baja el príncipe, mientras le tendía la mano—, ¡en guardia! Mi favorito ha elegido para él un arma terrible, que sabe manejar mejor que un viejo thug. Procura cortársela o estarás perdido. Ahora vete y sé fuerte y valeroso como el día que mataste al kala-bâgh.

Yáñez salió del salón del trono y en aquel momento parecía preocupado. Su eterno buen humor había desaparecido de su rostro, siempre risueño y un poco irónico.

Sin duda, las últimas palabras del rajá habían hecho mella en su ánimo.

Volvió a subir lentamente a su apartamento, donde le esperaba el chitmudgar para anunciarle que el almuerzo estaba preparado.

—Comeré después —le dijo Yáñez—. De momento me he de ocupar de algo más interesante que tus platos más o menos infernales.

—¿Qué le ocurre, milord? —preguntó el mayordomo—. Parece de mal humor esta mañana.

—Puede ser —admitió el portugués—. Siéntate y contesta a las preguntas que voy a hacerte.

—Estoy siempre a su disposición, milord.

—¿Has visto al griego realizar delante del rajá algún ejercicio extraordinario?

—Sí, el del lazo; incluso creo que ningún thug podría rivalizar con éL Un día llegó a la corte uno de esos siniestros adoradores de la diosa Kali y se enfrentó con el favorito del rajá.

—¿Quién venció?

—El favorito. El thug cayó medio estrangulado y si no se le hubiera concedido gracia, no hubiera salido vivo de este palacio.

—¿Habrá estado entre los thugs el favorito?

—Sólo el rajá podría saberlo, y tal vez no lo sepa ni él.

—¡Griego canalla! —exclamó Yáñez—. Por suerte sé cómo actúan los señores estranguladores. Cuando se tiene en la mano una cimitarra se puede hacerles frente sin correr demasiado peligro. Procura estar tú en guardia, señor Teotokris… Y ahora podemos almorzar.

—En seguida, milord —dijo el mayordomo. Yáñez pasó al salón, comió con su habitual apetito y después, cogiendo algunas hojas de su portafolios, las cubrió de una escritura menuda y espesa.

Cuando terminó indicó al mayordomo que le dejara solo y llamó al jefe de su escolta.

—Lleva estas hojas a Sandokan —dijo en voz baja—. Ten cuidado porque probablemente te seguirán; por tanto es necesario que actúes con la máxima prudencia porque deseo que aquí se ignore dónde se esconden mis compañeros. Si ves que no puedes engañar a los que te siguen detente en casa de Surama. Ella se ocupará de hacer llegar estos papeles al Tigre de Malasia.

—Seré prudente, capitán —contestó el malayo—. Esperaré a la noche para entrar en el templo subterráneo, así podré matar más fácilmente a los que me sigan.

—Ve, amigo.

Cuando hubo desaparecido el malayo, el portugués se tendió en un diván, encendió un cigarrillo y se hundió en profundas reflexiones, siguiendo distraídamente, con los ojos entrecerrados, las espiras que describía el humo al subir.

Cuando tres horas más tarde entró el chitmudgar, el portugués roncaba pacíficamente, como si no le turbara ninguna preocupación.

—Milord —dijo el mayordomo—, el rajá le espera.

—¡Ah! ¡Diablos! —exclamó Yáñez desperezándose—. Ya no me acordaba de que el griego debe estrangularme. ¿Ya están todos reunidos en el patio?

—Sí, milord; sólo falta usted.

—Tráeme un vaso de ginebra para que me despierte del todo. Ten cuidado de que no contenga alguna droga infernal.

—Abriré otra botella, para mayor seguridad.

—Eres un buen hombre; algún día te haré nombrar gran cantinero de alguna corte importante.

Se puso en pie, vació el vaso que le tendía el chitmudgar y tras llamar a los malayos bajó al amplio patio, llevando entre los labios el cigarrillo apagado.

Había recuperado toda su sangre fría y su extraordinaria calma. Parecía un hombre que se dirigiese a una fiesta y no a un terrible combate, tal vez mortal para él.

En torno al patio habían sido levantados ricos pabellones, un poco más bajos que el que ocupaba el rajá. Había en ellos hombres y bellísimas indias, con vestidos lujosos y muchas joyas.

El griego estaba en el centro, junto a un mueblecito sobre el que había un lazo y una cimitarra. Estaba más pálido de lo habitual, pero no parecía menos tranquilo que el portugués.

Al ver entrar al inglés, con el cigarrillo en la boca, el rajá, que se sentaba entre sus ministros, le saludó cortésmente con la mano, mirándole con atención. Los espectadores amontonados en los pabellones se pusieron en pie, y le observaron con curiosidad.

Yáñez saludó llevando una mano al ala de su sombrero y luego, mientras sus malayos ocupaban puestos en el extremo del patio, apoyándose en sus carabinas, avanzó lentamente hacia el griego, diciendo:

—Aquí estoy.

—Empezaba a perder la paciencia —contestó Teotokris, con una fea sonrisa que parecía una mueca—. Cuando los marineros del archipiélago hemos decidido matar a un adversario, no esperamos nunca.

—Tampoco los caballeros ingleses —dijo Yáñez—. ¿Las armas?

—Las he escogido.

—¿Espada o pistola?

—¿Olvida que no estamos en Europa?

—¿Qué quiere decir?

—Que le haré frente con un lazo para ofrecer a mi señor un espectáculo típicamente indio.

—Y digno de los indios canallas que adoran a Kali —replicó Yáñez irónico—. Creía tener que vérmelas con un europeo; ahora comprendo que me he equivocado. No importa, he cometido la tontería de dejarle la elección de las armas y ahora le demostraré cómo un lord inglés sabe tratar a las personas de su raza.

—¡Señor!

—No, llámeme milord —dijo Yáñez.

—Enséñeme antes sus documentos.

—Después, cuando le haya cortado el cuello y la barba juntos. ¿Los griegos del archipiélago son todos como barriles de pólvora? —preguntó Yáñez, siempre burlón.

—Basta; el rajá se impacienta.

—En el teatro hay que esperar siempre; por lo menos en Londres.

—Coja su cimitarra.

—¡Ah! ¿Es con esto con lo que he de cortarle la cabeza? ¡Perfecto!

—Bromea demasiado.

—¿Qué quiere? Los ingleses estamos siempre de buen humor.

—Veremos si lo está también cuando mi lazo le estrangule, señor.

—¡No, no: milord!

—¡Ya veremos su sangre azul! —gritó el griego, exasperado.

—Y yo veré la de los griegos del archipiélago.

—Coja la cimitarra; ¡me corre prisa acabar!

—Yo no tengo ninguna por irme al otro mundo.

Tiró el cigarrillo, cogió la cimitarra colocada junto al lazo y retrocedió unos pasos, sin apresurarse, deteniéndose a unos metros de los malayos, quienes miraban ferozmente al griego.

Era de prever que los salvajes hijos de las grandes islas indo-malasias no permanecerían impasibles, si ocurría una desgracia a su jefe —a quien adoraban como a un dios—, y actuarían sin pensar en las consecuencias.

Teotokris, que parecía presa de un verdadero acceso de furor, cogió bruscamente el lazo, situándose a diez pasos de su adversario.

Aquel extraño duelo, de auténtico carácter indio, parecía impresionar profundamente a los espectadores, aunque sin duda habían visto otros muchos. En todos los pabellones reinaba un profundo silencio; incluso el rajá estaba callado y no separaba sus ojos de Yáñez, cuya tranquilidad era algo fuera de lo normal.

El portugués se había puesto en guardia como un viejo espadachín, con la cimitarra un poco alta para estar más preparado a defender su cuello. En aquel momento lo único que se preguntaba era si su adversario habría aprendido a manejar el lazo entre los gauchos de América o entre los thugs indios.

Un movimiento del griego le convenció de que tenía delante a un hombre que había aprendido a servirse de aquella terrible cuerda entre los hispanoamericanos, y no entre los indios.

—Debe de haber sido un gran aventurero —murmuró—. Cuida tu cuello, amigo Yáñez.

Teotokris había arrollado parte de la cuerda en su brazo izquierdo, haciendo girar el lazo sobre su propia cabeza, como hacen los caballeros de la pampa argentina y los cowboys del Oeste americano cuando se preparan a coger a un mustang lanzado al galope.

—¿Está dispuesto, milord? —preguntó.

—Cuando quiera.

—Dentro de medio minuto le habré estrangulado, a menos que el rajá pida gracia para usted.

—No se preocupe tanto, señor Teotokris —contestó Yáñez—. Aún no tiene en su mano la piel del oso, como se dice entre nosotros.

—Le daré un golpe que ni siquiera podría imaginarlo.

—Me lo dirá después. Está tratando de sorprenderme haciéndome hablar demasiado. Basta, señor Teotokris.

En efecto, el griego mientras hablaba no había dejado de girar el terrible lazo sobre su propia cabeza, para tener la cuerda, bien abierta.

Todos los espectadores se habían puesto en pie para no perderse nada de aquel emocionante combate. Un vivo estupor se leía en todos aquellos rostros bronceados o negruzcos: la extraordinaria calma de los dos duelistas producía en todos los ánimos una profunda admiración.

—¡Ah, estos europeos! —susurraban sin cesar.

Yáñez, un poco encogido para ofrecer menos blanco al lazo, esperaba el ataque del griego, siempre impasible, siguiendo atentamente con la mirada las rotaciones, cada vez más rápidas, que describía la cuerda.

De pronto se oyó un silbido agudo, Yáñez levantó con rapidez la cimitarra, lanzando un golpe, luego dio un salto atrás, un verdadero salto de tigre, lanzando al mismo tiempo un rugido de furor.

En su diestra no sostenía más que la empuñadura de la cimitarra. La hoja, apenas tocada por el lazo, había caído a tierra.

Sin embargo, había parado el golpe.

—¡Traidor! —gritó Yáñez al griego, quien retiraba a toda prisa el lazo para volver a intentar el golpe—. Si das un paso adelante, te abraso los sesos.

Sacó de la faja una de las dos pistolas y la apuntaba hacia Teotokris, mientras los malayos, que apenas podían contenerse, levantaban las carabinas, apoyándolas en el hombro.

Un grito se alzó entre los espectadores, que sin duda no se esperaban aquel golpe teatral. También el rajá parecía irritado, comprendiendo que se había urdido una traición contra su gran cazador, ya que no era admisible que una cimitarra se rompiera por el simple choque con una cuerda.

Teotokris, pálido como un muerto, quedó mudo e inmóvil, dejando colgar el lazo. Gruesas: gotas de sudor perlaban su frente.

—¡Dadme otra cimitarra! —gritó Yáñez—. Veremos si se rompe otra vez.

Uno de los malayos sacó la que le colgaba del costado y se la tendió, diciéndole:

—Coja ésta, capitán. Es de acero de Borneo, y ya sabe que es el mejor que existe.

El portugués empuñó firmemente el arma, tiró al suelo la pistola y se puso de nuevo frente al griego.

Una sorda rabia le invadía.

—Ten cuidado, griego —dijo, rechinando los dientes—, que voy a hacer todo lo posible por matarte. No me esperaba de ti, europeo igual que yo, semejante traición.

—Te juro que yo no he escogido ese arma…

—Deja los juramentos para los demás: yo no te creo.

—¡Señor!

—Te espero para hacerte pedazos.

—Serás tú quien muera —rugió el griego furioso.

—¡Pues tira el lazo!

El griego volvía a hacer girar la cuerda. Espiaba atentamente a Yáñez esperando sorprenderle; pero su adversario conservaba una inmovilidad absoluta, y no perdía de vista el lazo ni un solo momento.

De improviso, el griego dio un salto a un lado, lanzando al mismo tiempo la cuerda y gritando de forma salvaje para desconcertar o impresionar al portugués.

Éste se guardó de moverse. Sintió que el lazo le caía encima y le descendía por la cabeza; pero rápido como el rayo, dio dos cimitarrazos a izquierda y derecha, cortándolo antes de que el griego tuviera tiempo de dar el tirón fatal.

Entonces, se lanzó a su vez.

La ancha hoja brilló en alto, luego bajó con fuerza, alcanzando al griego con un revés por debajo de la parte derecha del pecho.

Teotokris había saltado atrás, pero sin conseguir evitar el golpe por completo. Permaneció un momento en pie, luego cayó pesadamente al suelo, apretándose el pecho con ambas manos.

A través de la casaca rota salía la sangre, formando una amplia mancha en la blanca franela.

Un rugido, salido de doscientas gargantas, saludó la victoria del valeroso cazador de tigres.

—¿Debo rematarle? —preguntó Yáñez, dirigiéndose al rajá, que se había puesto en pie.

—Te pido gracia para él, milord —contestó el príncipe.

—Sea —admitió Yáñez.

Devolvió la cimitarra, recogió la pistola y tras hacer una profunda inclinación se retiró, mientras las mujeres se quitaban los ramilletes de mussenda que llevaban prendidos en los extremos de las trenzas y los echaban tras él.

Mientras se alejaba, siempre escoltado por sus malayos, el médico de la corte y seis criados tendieron al griego en un palanquín y lo llevaron a toda prisa a su habitación.

Teotokris no se había desmayado y ni siquiera se quejaba. Sólo de vez en cuando una ronca blasfemia escapaba de sus labios descoloridos. Parecía sentir más la rabia de la derrota, que el dolor producido por la herida de la cimitarra.

—Sí, reconóceme y véndame en seguida —dijo en tono imperioso al médico—. La herida no es grave. La hoja debe de haber tropezado con la guarda del puñal que llevaba debajo ce la casaca.

El médico le descubrió rápidamente el pecho. La cimitarra había hecho un corte de unos quince centímetros de largo, pero que no parecía muy profundo, bajo la tetilla derecha.

—¡Ah! Aquí está —exclamó el doctor, recogiendo un objeto que se había deslizado bajo la casaca—. A esto debes la vida, señor.

—¿El mango del puñal?

—Sí; ha sido cortado en seco. Si la hoja no lo hubiese encontrado, el cazador del kala-bâgh te hubiera destrozado el corazón. Yo estaba delante cuando te ha herido.

—Un golpe dado con todas sus fuerzas —dijo Teotokris—. ¿Para cuánto tiempo crees que tengo?

—Estarás en pie antes de dos semanas. Eres muy robusto, señor.

—Y tengo piel de marinero —dijo el griego, esforzándose por sonreír—. Apresúrate, la sangre escapa, y no deseo perderla.

El médico que, aunque era indio, debía de ser muy hábil, cosió prestamente la herida, la unió después con una manteca de aspecto resinoso y la vendó fuerte.

Apenas había terminado, cuando un oficial de los sikhs entró en la estancia, anunciando al rajá.

La frente del griego se ensombreció, pero se guardó muy bien de dejar traslucir su malhumor.

—Salid todos —ordenó al médico y a los sirvientes.

En aquel momento entraba el rajá, solo. Tampoco su frente parecía serena.

Esperó que se hubieran alejado todos, incluso el oficial y luego cogió una silla y se sentó junio a la cabecera del herido.

—¿Cómo vas, mi pobre Teotokris? —preguntó—. Te creía más hábil y más afortunado.

—Te he dado, alteza, no pocas pruebas de mi habilidad en el uso del lazo. Así que no creo merecer ningún reproche.

—¿Es grave la herida?

—No, alteza. Podré ponerme a tu disposición en unos quince días, y entonces te juro que no perderé el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Que sabré quién es ese hombre que se hace pasar por un lord inglés.

—Guardas rencor a ese valeroso cazador.

—Y se lo guardaré mientras tenga un soplo de vida —contestó el griego con acento feroz.

—Sin embargo, tú le has jugado una mala pasada.

—¿Supones, alteza…?

—Que la empuñadura de la cimitarra ha sido hábilmente serrada para que la hoja cediese al menor choque.

—¿Quién me acusa?

—Yo —dijo el rajá, frunciendo el ceño.

—Entonces, alteza, no lo seguiré negando.

—¿Confiesas?

—Sí, es cierto; he hecho serrar el extremo de la hoja, cerca de la guarda, por un artífice muy diestro.

El príncipe no pudo contener un gesto de estupor y miró severamente a su favorito.

—Entonces, ¿es que tenías miedo del gran cazador blanco?

—Quería suprimirlo a cualquier precio para hacer un gran servicio a mi benefactor —dijo el griego con audacia.

—¿A mí?

—Sí, alteza.

—¿Matando a quien me ha devuelto la piedra de salagram y ha matado al kala-bâgh?.

—Sí, porque estoy seguro de que ese hombre te jugará una mala pasada un día u otro.

—¿Y por qué?

—Porque es inglés, ante todo; y tú sabes, tal vez mejor que yo, que los de su raza fueron siempre los más peligrosos adversarios de los indios. ¿Acaso no han conquistado casi todo el Indostán? Además, ¿por qué lleva consigo ese lord una princesa india que no es assamesa? Abre los ojos, alteza, y no te fíes ciegamente de ese inglés, que no sabemos a qué ha venido.

—A matar tigres, me ha dicho —replicó el príncipe.

—Tú puedes creer lo que quieras; pero no yo, que pertenezco a la raza más astuta de toda Europa.

El rajá, visiblemente impresionado, se puso en pie y empezó a pasear en torno al lecho del herido. Receloso por temperamento, comenzaba a inquietarse.

—¿Qué hacer? —preguntó de pronto, deteniéndose junco al griego, que había seguido sus movimientos con una mirada irónica—. No puedo despedirle así como así; podría tener problemas con el gobernador de Bengala.

—Tampoco yo te aconsejaría hacerlo, alteza —dijo el griego.

—¿Entonces?

—¿Quieres dejarme carta blanca?

—El rajá le miró con desconfianza.

—Te las arreglarías para hacerle asesinar por un sicario o que le envenenaran. Pero es un mal sistema que no me libraría de tener quebraderos de cabeza.

—No actuaré contra él. A ti, alteza, sólo te pido que le hagas vigilar estrechamente.

—¿Con quién te meterás, entonces? Quiero saberlo antes.

—Con la misteriosa princesa india. Cuando la tenga en mis manos, la obligaré a decirme quién es, y qué tipo de aventurero es ese lord.

—Creo que desde luego perteneces a la raza más astuta de Europa —dijo el rajá—. Pero no quiero que esa mujer o muchacha sea traída aquí.

—Poseo una casa, donde están mis mujeres —contestó el griego—. Esta noche me haré llevar allá, pero tú dirás a todos que sigo en tu corte y darás orden de que nadie, por ningún motivo, venga a molestarme.

—Haré como deseas. Adiós, y procura sanar pronto.

13. La desaparición de Surama

Sólo habían transcurrido cuatro días desde el duelo entre Yáñez y Teotokris, cuando una tarde, a la hora en que los indios abandonan sus estancias, después de la siesta habitual, para salir a respirar una bocanada de aire en las terrazas, se presentó en el palacio de Surama un feísimo individuo, ante el cual todos se inclinaban como si se tratara de un altísimo personaje o de un ser más venerado aún que los sacerdotes brahmanes.

Se trataba de un faquir perteneciente a la respetabilísima clase de los gussain, es decir de los religiosos mendigos de una secta tántrica.

Su aspecto estaba lejos de inspirar simpatía, o tan siquiera compasión. Un europeo hubiera escapado asqueado al verle. Su rostro estaba rodeado por una larguísima barba desaliñada, que terminaba en una especie de perilla, rizada como la cola de un cerdo, que le descendía hasta los pies. En la frente y en las mejillas llevaba extraños tatuajes rojos que representaban minúsculos tridentes; sus cabellos estaban reunidos sobre la cabeza, formando como una mitra. El cuerpo, espantosamente flaco, estaba casi desnudo, no llevando más que una tira de tela amarillenta rodeándole las caderas. En el pecho y en los muslos tenía numerosas manchas grisáceas, hechas sin duda con estiércol de vaca quemado.

Sin embargo, lo que le hacía más espantoso era el brazo derecho, completamente anquilosado y apergaminado, que ya no podía doblarse y que apretaba en la mano encerrada en una funda de cuero, una plantita de mirto sagrado.

A pesar de que el aspecto de aquel desgraciado era espantoso, incluso repugnante, como hemos dicho, todos se inclinaban ante él y se apresuraban a abrirle paso.

En la India un faquir es siempre venerado, cualquiera que sea la secta a la que pertenezca. Entre nosotros sólo despertaría una cierta admiración por su fuerza de voluntad para permanecer años enteros con un brazo siempre en alto, hasta conseguir que se atrofie la articulación, inmerso en una contemplación estúpida, de la que no puede sacarle ninguna admiración ni ningún peligro, por grandes que sean.

Ya puede arder una pagoda, o incluso una ciudad; el faquir no dará un paso para evitar las llamas si está absorto en su contemplación. Por otra parte, ¿qué representa la muerte para esos fanáticos? El final de sus penas y los goces supremos del kailasson, es decir del paraíso indio.

Los dos servidores que vigilaban ante la puerta del palacio, masticando betel para engañar mejor el tiempo, al ver subir al faquir los cuatro escalones, se apresuraron a salirle al encuentro, preguntándole diligentemente qué deseaba.

—Yo sé —contestó el faquir— que una persona ha echado mal de ojo a esta casa, y vengo a proponer a tu dueña quitarlo para que no le ocurra una grave desgracia.

Los dos servidores se miraron uno a otro con espanto, ya que les indios temen muchísimo los efectos del mal de ojo.

—¿Estás seguro, gussain? —preguntó uno de ellos.

—Hace poco, estaba yo sentado en los escalones de aquella pagoda cuando vi a un viejo que se detenía a poca distancia de aquí y hacía signos misteriosos. Te lo digo yo: ha lanzado mal de ojo contra este palacio y también contra todos los que lo habitan, y ya sabes tú las fatales consecuencias que puede producir.

—¿No sabes quién es ese viejo?

—No lo había visto nunca —contestó el faquir—; pero es sin duda un enemigo de tu dueña.

—Espérame un instante, gussain.

El criado se alejó a toda velocidad, mientras el otro hacía compañía al faquir, quien se había sentado en el último escalón, manteniendo en alto su horrible brazo, anquilosado y desecado. Unos minutos más tarde, el primer criado volvía con expresión asustada, diciendo:

—Entra en seguida, gussain, y ya que puedes, quita en seguida a nuestra dueña y a nosotros la mirada lanzada por el viejo.

—Estoy dispuesto —contestó el faquir.

—Entra, pues.

El gussain entró en el palacio con pasos lentos, y subió la escalinata que llevaba a las habitaciones de Surama.

La princesa le esperaba en el rellano. India también, temía la terrible mirada.

—Señora —dijo el faquir—, tu casa ha sido maldita, pero yo puedo destruir el mal de ojo.

—Y yo sabré recompensarte —contesto la joven india.

—¿Tienes una jofaina?

—Sí.

—Y yo tengo la tinta roja. Házmela traer.

Surama hizo un gesto a una de sus criadas, que volvió en seguida con una jofaina de plata.

—Dame también un trozo de tela —pidió el faquir.

Surama se quitó la tira de finísimo percal a rayas blancas y azules, que le ceñía los costados y se lo tendió.

—Ahora agua —dijo el faquir.

Una sirvienta trajo una botella de cristal rojo, con incrustaciones de lapislázuli hasta la mitad.

El faquir llenó la jofaina, vertió en ella un polvo rojizo y después, sirviéndose de la mano izquierda, lo pasó tres veces por delante del rostro de Surama; todos los sirvientes se habían agrupado detrás de su ama.

Sólo los cuatro malayos que Yáñez había puesto a disposición de Surama, para que velaran por ella, escaparon a aquella extraña ceremonia. Probablemente se habían dado cuenta de que no eran indios, cosa muy fácil por cierto, dado el color oliváceo oscuro de su piel.

Después el faquir cogió la faja de Surama con los dientes y la rasgó en dos tiras, tirando una a la derecha y la otra a la izquierda.

—Ya está —dijo a Surama—. Te has librado del mal de ojo de aquel siniestro viejo y no corres ningún peligro.

—¿Qué quieres por las molestias que te has tomado? —preguntó la joven.

—Que me dejes descansar un poco —contestó el faquir—. Hace muchas horas que no duermo y que no me alimento. ¿Qué haría yo con dinero? A un faquir le basta un plátano y un mendrugo de pan.

—Reposa, pues —dijo Surama—. Aquí hay divanes donde estarás mejor que en las escaleras de la pagoda. Cuando salgas de mi casa tendrás un regalo. Entretanto, ¿qué te puedo ofrecer?

—Hazme traer una taza de toddy, señora. Hace mucho tiempo que no lo bebo.

—En seguida te lo servirán. Salid todos y dejadle dormir.

Se retiraron y el faquir se tendió en una alfombra, con los ojos dirigidos al techo, como en éxtasis.

Un momento después entró un criado trayendo sobre una bandeja de plata una botella llena de aquel dulce y embriagador vino que los indios llaman toddy y que se parece a nuestro vino blanco, y un vaso.

—Toma y bebe cuanto quieras, gussain —dijo, depositando la bandeja en el suelo—. Y coge también esta bolsa que contiene diez rupias.

—Que serán tuyas si me contestas a una pregunta —dijo el faquir.

—¿Qué quieres saber, gussain?.

—¿Dónde está la habitación de tu ama?

—Al lado de ésta.

—¿A la derecha o a la izquierda?

—A la izquierda —contestó el criado—. ¿Por qué me haces esta pregunta?

—Para dirigir hacia ella mis plegarias —contestó el faquir gravemente.

El criado salió. El faquir permaneció inmóvil unos momentos, luego se levantó sin hacer ruido y, de debajo de la faldilla que le ceñía los costados, sacó un frasquito de ligerísimo cristal, hecho en forma de pompa de jabón, que contenía en su interior un ramito de flores azules, parecidas a las violetas.

—Estas carma-joga producirán su efecto —murmuró—. ¿Quién puede resistir el perfume que exhalan estas florecillas? Se dormirá de golpe, así podrán llevársela sin que lance ni un lamento.

Avanzó cautelosamente hasta la puerta, que se encontraba a la izquierda, escuchó con atención unos segundos, conteniendo la respiración, luego hizo girar el picaporte sin producir el menor ruido y avanzó un paso.

La habitación de Surama estaba tapizada de seda blanca, bordada en oro y plata. En medio estaba el lecho, completamente aislado, cubierto por un espléndido paño, ricamente bordado, colocado bajo la punka.

—Nadie —murmuró el faquir—. ¿Es Siva o Brahma quien me protege? El hombre blanco estará contento.

Se acercó a un mueblecito de ébano, con incrustaciones de madreperla, cubierto por un tapete que caía hasta el suelo; rompió el recipiente de vidrio y metió debajo el ramillete.

—Dormirás aunque no tengas sueño —dijo, con una sonrisa irónica.

Salió, cerró la puerta de nuevo y volvió a tenderse en la alfombra, como un hombre completamente agotado.

Varias horas después del ocaso, el criado de Surama entró, preguntándole:

—¿Quieres cenar, gussain? Mi ama te ofrece comida.

—Déjame dormir —dijo el faquir, entreabriendo los ojos—. Estoy muy cansado. ¿Me lo permite tu dueña?

—Un santón es dueño de dormir cómo y donde quiera. Reposa en paz y que Brahma, Siva y Visnú velen por ti —contestó el criado—. ¡La casa es tuya!

El faquir hizo un ligero movimiento con la cabeza y volvió a cerrar los ojos.

¿Dormía realmente? Era un poco difícil saberlo.

La noche era oscura. Todos se habían acostado en el palacio: la dueña, los malayos, los criados. Sólo un hombre velaba como un tigre al acecho: el faquir.

Sería casi medianoche, cuando un agudo silbido rasgó el aire.

El faquir, al oírlo, se alzó con presteza.

—Duerme —murmuró.

Con la mano izquierda abrió la ventana y lanzó una rápida mirada a la calle tenebrosa. Unas sombras humanas estaban inmóviles, en medio de la calle.

Apretó los labios y lanzó un debilísimo silbido, que podía confundirse con el de la venenosa cobra.

Una señal igual fue la inmediata respuesta.

—Están preparados —murmuró—; entonces, todo va bien.

Se asomó a la ventana y emitió un segundo silbido. Inmediatamente, se oyó un golpe seco contra uno de los postigos.

El faquir alargó la mano y cogió una cuerda atada a una flecha muy larga, que acababa de hundirse profundamente en la madera.

—¡Demonio de hombre blanco! —rezongó—. Mantiene las promesas, y también a mí me pagará las cien rupias ofrecidas. Que esperen un momento, y el asunto estará concluido antes de que nadie se dé cuenta.

Se acercó a la puerta, escuchó de nuevo, y abrió resueltamente.

La lámpara que aclaraba la estancia de Surama brillaba, esparciendo en torno una luz azulada. Las criadas habían bajado el pabilo para que la luz fuera muy débil.

Surama dormía profundamente. Pero su respiración era un tanto anhelante, como si algo le pesara en el corazón.

El faquir contempló unos instantes el bellísimo y rosado rostro de la joven india, luego hizo un gesto de despecho.

—Maldito sea el día en que desequé mi brazo —dijo—. ¡Vil oficio el de faquir!

Volvió rápidamente al salón, aseguró la cuerda en un gancho de los postigos y silbó dos veces.

Un instante después un hombre saltaba al alféizar, llevando entre los labios uno de los terribles cuchillos indios llamados tarwar.

—¿Qué quieres gussain? —preguntó, saltando ágilmente a la estancia.

—Que me ayudes —contestó el faquir—; yo sólo puedo usar un brazo.

—¿Tengo que matar a alguien?

—No; el amo no quiere. Ningún delito, por ahora. Ayúdame a sacar a la muchacha.

—Guíame.

El faquir volvió a la habitación de Surama y se la señaló, diciéndole:

—Date prisa; las flores de la carma-joga duermen.

El indio arrancó del lecho la colcha de seda blanca, levantó con un gesto brusco las sábanas, envolvió a Surama, que parecía sumida en una especie de catalepsia, y abandonó la habitación, murmurando.

—¡Malditas flores! Un momento más y me duermo yo también.

Cogió a Surama entre sus brazos delgados y nerviosos, saltó al alféizar, se cogió con una sola mano a la cuerda y se deslizó hasta la calle.

El faquir, a pesar de su brazo derecho anquilosado y del ramillete de mirto sagrado que sostenía en la mano, le siguió en seguida.

Diez hombres, armados con carabinas y cimitarras, les esperaban.

—¿Habéis dado el golpe? —preguntó uno.

—Sí.

—Entonces, en marcha.

—¿Y yo? —preguntó el faquir.

—Síguenos.

Un palanquín sostenido por cuatro hamali les estaba esperando. Tendieron en él a Surama, siempre envuelta en la colcha de seda blanca, y bajaron las cortinas; luego el grupo se puso rápidamente en marcha, precedido por dos musalki que llevaban antorchas encendidas.

En el palacio nadie se había dado cuenta de aquel audaz secuestro, realizado en plena noche y en el más completo silencio.

Los secuestradores recorrieron varias calles oscuras y desiertas, luego se detuvieron ante un vasto edificio, parecido por su construcción a los cómodos y graciosos bungalows. que se construyen los ingleses establecidos en la India.

La puerta estaba abierta y la escalinata iluminada por una gran lámpara.

Un chitmudgar y cuatro criados esperaban al grupo.

—¿Hecho? —preguntó.

—Sí —contestó el faquir—. Tu amo estará contento.

El chitmudgar levantó la cortina del palanquín y lanzó sobre la dormida Surama una rápida mirada.

—Sí —afirmó luego—: Es la misteriosa princesa.

Hizo una seña a los criados. Éstos cogieron el palanquín, lo levantaron y subieron apresuradamente la escalera.

—Podéis marcharos —dijo entonces el mayordomo, dirigiéndose a la escolta—; y tú también, gussain. Es mejor que no se te vea por esta casa. Aquí tienes cien rupias que te regala mi amo. Buenas noches.

Cerró la puerta y se reunió con los criados que habían depositado el palanquín en una bellísima y amplia estancia, cuyo centro estaba ocupado por un lecho incrustado de laminillas de plata y de madreperla, cubierto con una rica colcha de seda azul bordada en amarillo.

El chitmudgar cogió entre sus robustos brazos a la hermosa india que parecía muerta; quitó la colcha de seda blanca y metió a la muchacha en la cama, tapándola con cuidado.

—Llevaos el palanquín —dijo a los sirvientes.

Apenas había salido cuando entró un hombre: era uno de los ministros del rajá.

—Aquí está, señor —dijo el mayordomo, inclinándose profundamente—. Los guardias del favorito han actuado rápidamente y sin alarmar a los habitantes del palacio. El ministro levantó la colcha y miró a Surama.

—Es hermosísima —dijo—. El gran cazador tiene buen gusto.

—¿Debo despertarla, señor?

—¿Qué ha utilizado el, faquir para dormirla?

—Tres florecillas de carma-joga.

—¡Ah! —exclamó el ministro.

—Cultivo muchas en el jardín.

—¿Cómo la haremos hablar?

—Lo he previsto todo, señor.

—¿Con youma?

—Tengo algo mejor —contestó el mayordomo, con una sonrisa sutil—. Ayer preparé una infusión de bâng. y de benafuli..

—¿No se dormirá más aún?

—No, señor; la pondrá furiosa y hablará. El benafuli modera la acción del opio.

—¿Se puede hacer la prueba?

—Cuando quiera, señor.

—¿Me aseguras que la princesa no sufrirá?

—Respondo de ello.

—Manos a la obra, entonces.

El chitmudgar cogió de una mesilla un frasco de cristal, que contenía un líquido amarillento, y un cuchillito de plata y se acercó a Surama.

—Ten cuidado de no hacerle daño —dijo el ministro—. No sabemos aún quién es, y el rajá desea que se emplee la mayor prudencia.

—No tema, señor —contestó el mayordomo.

Abrió los labios de Surama, introdujo ligeramente, con suma precaución, la punta del cuchillo entre sus dientecillos que se apretaban con fuerza, y haciendo un esfuerzo los abrió.

En seguida un largo suspiró escapó del pecho de la muchacha; pero sus ojos permanecieron cerrados.

El chitmudgar cogió el frasco y vertió varias gotas en la garganta de la hermosa durmiente.

—Diez —contó—. Ya bastan.

Apenas terminaba de hablar, cuando un estremecimiento sacudió el cuerpo de Surama. Parecía como si la hubiese tocado una descarga eléctrica.

—Despierta, señor —dijo el chitmudgar—. Dentro de poco sabrás todo lo que quieras.

Un segundo estremecimiento, más intenso que el primero, sobresaltó a la joven india.

—¿Oye cómo respira más libremente, señor? —preguntó el mayordomo, que no separaba los ojos de Surama—. Es señal de que su sueño está a punto de terminar.

De pronto Surama se sentó, abriendo los ojos. Su rostro se había alterado bajo la influencia de aquella extraña poción que le había suministrado el chitmudgar y sus pupilas aparecían extraordinariamente dilatadas.

Miró en torno con vivo estupor, deteniendo después su mirada en los dos hombres que estaban junto a ella, mudos e inmóviles.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡Ésta no es mi habitación! Pero aquel relámpago de lucidez se apagó en seguida, porque se llevó una mano a la frente, como si tratara de despertar lejanos recuerdos.

—¡Yáñez! ¡Mi sahib blanco! —exclamó, tras unos instantes—. ¿Por qué no estás a mi lado? ¿Te sigue necesitando el rajá?

—¡Yáñez! —murmuró el ministro, mirando al chitmudgar—. ¿Quién será?

—Calle, señor; déjela que hable —replicó el mayordomo—. Más tarde la interrogará.

Surama seguía pasándose la mano derecha por la frente. Sus ojos parecían perseguir una visión, porque los mantenía fijos ante sí.

—Yáñez —continuó, tras un nuevo y más largo silencio—, ¿por qué no vienes? Tuve un triste sueño la otra noche, mi adorado sahib blanco. Un hombre muy feo, un faquir, entró en mi casa y me miró largamente. Decía que un enemigo me había lanzado mal de ojo. ¿Será cierto? Ven, amigo; tengo miedo, mucho miedo. ¿No te serán fatales la piedra de salagram y el kala-bâgh? ¡Las coronas cuestan demasiado!

—¡Las coronas! —murmuró el ministro, frunciendo el ceño—. ¿De qué habla esta muchacha? Escucha atento, chitmudgar.

—No pierdo sílaba.

En aquel momento, Surama tuvo un súbito acceso de cólera.

—¡Maldito faquir! —gritó, tendiendo los puños—. ¡No es cierto que el viejo desconocido me haya echado mal de ojo! ¡A ti te pagó el rajá o el aventurero que busca la desdicha de mi sahib blanco!

—¿Oyes? —preguntó el ministro.

—Sí —contestó el chitmudgar.

—El aventurero debe de ser el favorito.

—Cierto, señor. Calle, deje que hable.

Surama seguía pasándose la mano derecha por la frente, que estaba perlada de sudor. El bâng actuaba, exaltándola poco a poco.

Hubo otro silencio largo; luego la joven, arreglándose con un movimiento nervioso los largos cabellos negros, siguió, siempre mirando ante sí:

—¿Por qué el Tigre de Malasia y Tremal-Naik no vienen en mi ayuda? Son hombres fuertes que vencieron y mataron al Tigre de la India, el terrible Suyodhana, que hacía temblar hasta al gobierno de Bengala. ¡Salid del templo subterráneo, venid, matad, destruid! Yáñez quiere la corona de Assam para dármela. ¿Quién puede venceros a vosotros, que habéis hecho temblar a todo Borneo? El Rey del Mar ha sido vencido, ¿pero a qué precio? ¡Vosotros sois los héroes de la Sonda!

—¿Comprendes tú algo, chitmudgar? —preguntó el ministro del rajá que iba de sorpresa en sorpresa.

—No, señor.

—¿La habrá hecho enloquecer tu bâng?.

—Es imposible.

—¿Pues qué dice esta muchacha?

—Esperemos.

—Pero habla de una corona…

—De la del Assam.

—¿Qué misterio es éste?

—Tenga paciencia, señor. Tal vez se explique mejor.

Surama se había puesto en pie de nuevo y, por segunda vez, sus miradas se fijaron en el ministro.

—Tú no eres el sahib blanco —le dijo—. ¿Qué haces aquí?

El chitmudgar hizo un gesto como para decir: «Interrogue».

—No —dijo el ministro— yo no soy el sahib blanco, pero soy un amigo suyo, fidelísimo.

—Entonces, ¿por qué no vas a avisar al Tigre de Malasia?

—¿Quién es?

—El hombre más formidable de las islas de la Sonda —contestó Surama.

—¡Las islas de la Sonda! ¿Dónde están esas tierras?

—Donde nace el sol.

—Entonces ese hombre viene de lejos.

—De muy lejos: Borneo no está cerca de la India.

—¿Y qué hacía allí ese hombre?

—Luchaba…

—¿Con el sahib blanco?

—No, contra los ingleses y-los thugs de Rajmangal.

El ministro que no comprendía nada, ya que los indios no están muy fuertes en geografía, miró al chitmudgar, pero éste le hizo un gesto imperioso que significaba: «continúe».

—Rajmangal —prosiguió el ministro—. ¿Dónde está?

—En Bengala —contestó Surama.

—¿Y el sahib blanco mató al jefe de los thugs?

—Él no; fue el Tigre de Malasia.

—¿Y dónde está ese Tigre? En la corte del rajá no le he visto.

—¡Oh, no! Está en la pagoda subterránea con sus malayos.

—¿Donde está esa pagoda?

—Frente a la isla…, a la isla de la que robaron la piedra de salagram.

—¿Quién la robó?

—Yáñez.

—De nuevo ese nombre misterioso —murmuró el ministro—. ¿Quiénes serán esos hombres?

Luego, levantando la voz, prosiguió:

—¿Sabes el nombre de la pagoda?

—No; sólo sé que está excavada en una colina que acaba en el río.

—Frente a la pagoda de Karia, ¿verdad?

—Sí, sí; eso me han dicho.

—¿Quién habita en ella?

—Unos hombres que no son indios.

—¿Muchos?

—No lo sé —contestó Surama.

—¿Por qué han venido aquí?

—Por la corona.

—¿Qué corona?

—La del Assam.

El ministro y el chitmudgar se miraron uno a otro con espanto.

—Sin duda se está tramando una conjura contra el rajá-dijo el primero.

—Siga interrogándola, señor —contestó el segundo.

—Tengo miedo de saber demasiado.

—Tal vez se trata de la vida del rajá.

El ministro se dirigió a Surama, quien no cesaba de mirar ante sí.

—Señora —le preguntó—, ¿quién conduce a esos hombres?

Esta vez Surama no contestó.

—¿Me has oído? —preguntó el ministro.

La joven agitó los labios como si quisiera hablar; luego cayó pesadamente sobre el lecho, cerrando los ojos.

—El sueño se ha apoderado de nuevo de ella —dijo el chitmudgar—. No podrá saber nada más, señor.

—¿Y mañana?

—Habría que administrarle una nueva dosis de bâng y de benafuli, pero yo no me atrevería a hacerlo.

—¿Por qué?

—Podría no despertar más. No se puede jugar impunemente con el opio.

—Ya sé bastante, además —murmuró el ministro—. Vamos a advertir en seguida al favorito, y tomemos nuestras medidas para sorprender a esos misteriosos conjurados. Por suerte, tenemos con nosotros a los sikhs, y son guerreros que no temen a nadie.

—Déme primero sus órdenes, señor —dijo el mayordomo.

—Déjala descansar tranquila y si se despierta trátala con los debidos miramientos. Puede estar bajo la protección del gobernador de Bengala y el rajá no desea que los ingleses se metan en este asunto. ¿Podrás venir a la corte mañana?

—Sí, mi señor. Tengo un hermano que hace de chitmudgar.

—Vigila con atención.

—Todos los servidores están armados.

El ministro salió, acompañado del mayordomo y baje al jardín que se extendía detrás de la casa.

Ocho hombres armados estaban en tomo a un palanquín de los llamados dâk, con dos portadores de antorchas.

—Al palacio del rajá —ordenó el ministro—. Pronto: tengo mucha prisa.

14. Sandokan acude al rescate

Había transcurrido apenas media hora del audaz secuestro de Surama organizado por el faquir, cuando una de sus servidoras entró en la estancia para anunciar a su joven dueña el regreso del jefe de la escolta con una carta urgente del Tigre de Malasia.

Aunque ya pasaba de la medianoche, la fiel india no vaciló en vestirse con presteza y entrar, habiendo recibido órdenes de despertarla en caso de que se presentara en el, palacio algún mensajero.

El jefe de la escolta de Yáñez se había detenido ante la puerta, pero al oír el grito que lanzó la india, se precipitó hacia allí, temiendo que algún peligro amenazara a la prometida del portugués.

—¿Por qué chillas así? —preguntó, con una mano en la empuñadura ce la cimitarra.

—¡Ha desaparecido!

—¿Quién?

—Mi señora.

—¡Es imposible!

—¡Mira! La cama está vacía.

El malayo hizo un gesto de estupor, luego su piel se puso grisácea, que para ellos equivale a palidísima. Había visto la cama deshecha, las mantas tiradas y las sábanas vacías.

—¡Secuestrada! —exclamó.

—Ya lo ves: no está.

—¿Habrá salido?

—No, porque la puerta estaba cerrada y hay dos criados vigilando.

—Llama a todo el mundo, y da orden de preparar dos caballos, los mejores que haya en las cuadras.

La sirvienta salió corriendo, mientras el malayo daba una vuelta por la estancia. La ventana con los postigos abiertos le llamó en seguida la atención.

—¡Por ahí la han hecho bajar! —exclamó.

Se inclinó sobre el alféizar, alargó los brazos y encontró la cuerda colgada del gancho.

—¡Canallas! —murmuró—. ¿Cómo habrán hecho para introducirse aquí sin que nadie les oyera, y llevársela sin que Surama gritara o…?

Se detuvo bruscamente, llevándose una mano a la frente.

—¿Qué me ocurre? —se preguntó, mirando en torno. Diría que la cabeza se me pone pesada y que me invade un ligero entorpecimiento… Sin embargo, no veo ninguna flor.

En aquel momento entraban toda la servidumbre y los cuatro malayos, gritando y gimiendo.

—Silencio —dijo el jefe de la escolta—. Ante todo, decidme si notáis algún perfume sospechoso.

Todos olfatearon el aire varias veces, luego uno de los criados exclamó:

—¡Aquí han escondido flores de carma-joga!

—¿Qué es eso? —preguntó el jefe.

—Flores que adormecen.

—Buscadlas.

Los criados se pusieron a revolverlo todo, separando los muebles, levantando las alfombras y los cortinales y, finalmente, consiguieron encontrar el ramito que el astuto faquir había escondido y los trozos de vidrio de la botellita redonda.

—Tirémoslas fuera en seguida —dijo el que las había encontrado—. Corremos el peligro de dormirnos nosotros también.

Tiraron el ramillete por la ventana abierta.

—Decidme —dijo el jefe—, ¿habéis visto entrar a alguien?

—No —contestaron todos a una.

—¿Ningún ruido?

—Tampoco.

—¿Tenéis alguna sospecha?

—No.

De pronto uno de los criados lanzó un grito:

—¿Y el gussain? Vamos a ver si aún está aquí.

Abrieron la puerta que comunicaba con el salón y pudieron comprobar que el faquir ya no estaba.

Un grito de rabia brotó de todas las bocas.

—¡Miserable!

—¿Qué queréis decir? —preguntó el jefe—. ¿Quién era? ¿Un hombre tal vez?

—Un faquir —contestó uno de los cuatro malayos.

—¿También tú lo has visto?

—Sí, jefe.

—¿Están dispuestos los caballos?

—Están delante de la puerta, señor —dijo un palafrenero.

—Ven conmigo, Loy —ordenó el jefe—. Me contarás lo que ha ocurrido durante el viaje. No debemos perder ni un solo instante. Tal vez ya me he detenido demasiado. Sin añadir palabra, bajaron rápidamente la escalinata a cuyo pie esperaban los caballos, retenidos con esfuerzo por dos criados; saltaron a la silla y aflojaron las riendas.

—¿Adonde vamos, Kabung? —preguntó Loy.

—A la pagoda subterránea. Avisaremos ante todo al Tigre de Malasia.

—¿Y el señor Yáñez?

—El palacio del rajá está cerrado de noche; además el capitán no podría hacer nada en este momento, mientas que el Tigre y Tremal-Naik están libres y tienen hombres valientes con ellos, como Kammamuri y el tal Bindar. Espolea a m caballo y carga tu carabina. Anoche maté a un espía cerca de nuestro refugio.

—¿Te había seguido?

—Sí, durante muchas horas; pero le despaché en seguida. No hice más que emboscarme entre los centenares de troncos de un baniano y esperar a que pasara por delante. Una sola bala bastó para cerrarle la boca eternamente. ¡Vamos, dale al látigo! También para el Tigre de Malasia será un golpe terrible enterarse de la desaparición de Surama, a la que quiere como a una hija.

Los dos caballos —dos espléndidos corceles del Gujerat— corrían como el viento, levantando una espesa columna de polvo, porque las antiguas ciudades indias no estaban empedradas.

En un cuarto de hora llegaron al último suburbio que se extendía a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra y salieron a campo abierto sin haber encontrado un ser viviente.

Pasado otro cuarto de hora, galopaban entre los tupidos grupos de banianos, taras y mangas que ocultaban en gran parte la enorme roca en cuyas vísceras se abría la pagoda subterránea.

—Prepárate a contarlo todo al Tigre de Malasia —dijo el jefe—. Ya estamos.

Cuatro hombres acababan de saltar bruscamente al sendero que llevaba al templo, apuntándoles con sus carabinas.

—Amigos —gritó el jefe—. Pronto, corred a despertar al amo. Noticias graves.

Dos centinelas desaparecieron entre los árboles, mientras los otros se emboscaban de nuevo, para impedir que pudiera acercarse algún espía.

Pocos instantes después, los dos malayos entraban en el templo subterráneo, precedidos por dos dayaks provistos de antorchas, introduciéndose en la sala ya descrita, donde se hallaban, a medio vestir, el Tigre de Malasia, Tremal-Naik, Kammamuri y el indio Bindar.

—¿Qué noticias traes? —preguntó el primero no sin cierta agitación—. Si has vuelto tan pronto, quiere decir que ha ocurrido algún grave acontecimiento en la ciudad.

—Gravísimo: Surama ha sido secuestrada. Mi compañero te lo contará todo.

Entre los cuatro hombres se produjo un momento de angustioso silencio: el pirata y Tremal-Naik quedaron como fulminados.

—¡Desaparecida! —exclamó después el primero con voz terrible—. ¿Quién puede haberse atrevido a tanto? ¿Lo sabe Yáñez?

—No, amo —contestó el malayo—. A Surama se la han llevado hace un par de horas.

—Pero, ¿quién? —preguntó Tremal-Naik, apretando los puños, mientras el maharato se arrancaba los pelos de la rala barba.

—Escuchadle —dijo Sandokan.

—¡Habla! ¡Habla! —gritaron todos a una.

El malayo que estaba al servicio de Surama narró rápidamente cuanto había ocurrido, sin olvidarse de hacer caer sus sospechas sobre el gussain del brazo anquilosado. Aquella circunstancia llamó inmediatamente la atención de Bindar.

—Un faquir que sujeta un ramillete con el puño —dijo el indio, cuando el malayo hubo terminado—. No hay más que uno en toda la ciudad: Tantia.

—¿Le conoces? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Sí, de vista, sahib —contestó el indio.

—¿Qué clase de tipo es?

—¡Hum! No tiene muy buena fama ese faquir. Se dice que es un espía del rajá o de sus ministros.

—¿Sabes dónde vive? —preguntó Tremal-Naik.

—Normalmente en las escalinatas de las pagodas y… mañana es viernes, ¿verdad?

—Sí —contestó Kammamuri.

—Podremos verle con toda seguridad en la pagoda de Karia. Ese día le he visto siempre hacer el juego de la flor en compañía de algunos saniassis., que deben de ser sus protectores y también sus explotadores.

—Ése es el punto de partida —dijo Sandokan que no había perdido una sílaba—. ¡Con tal de que no sean dos esos canallas!

—No, sahib; de eso estoy seguro —replicó Bindar—. Yo conozco la ciudad al dedillo, porque vivo aquí desde los once años, y nunca he visto a un gussain que se pareciera a aquél.

—¿Has observado alguna otra señal particular en ese faquir? —preguntó Tremal-Naik al malayo de Surama.

—Sí, una gran cicatriz en la frente, que me pareció producida por un tremendo latigazo más que por un arma cortante.

—¡Es Tantia! —exclamó Bindar—. También yo he observado esa señal violácea que parece un ligero surco.

—¿A qué hora va a situarse en las escalinatas de la pagoda? —preguntó Sandokan.

—Siempre le he visto temprano. Por la tarde duerme bajo los banianos.

—¿Con sus saniassis?.

—Sí, sahib.

—¿Tenemos la bangle preparada?

—Está escondida entre las cañas de la orilla.

—Partamos, Tremal-Naik. Sólo faltan tres horas para el amanecer.

—¿Cuántos hombres? —preguntó el bengalí.

—Bastará una docena. Que los otros se queden vigilando al querido Kaksa Pharaum. El ministro debe estar más custodiado que nunca. Si escapara, todo habría terminado para vosotros y también para Yáñez.

—Señor —dijo Kabung—, ¿debo avisar al capitán?

—Por ahora no. Y vamos ya, amigos; una hora perdida vale por un día en estos momentos.

Kammamuri salió en seguida para escoger a les hombres que debían acompañarles.

Sandokan y Tremal-Naik se vistieron rápidamente, cogieron sus armas y abandonaron la sala.

Fuera de la pagoda subterránea, diez malayos, entre los que se encontraba el malayo de Surama, les esperaban ya, junto con Bindar y Kammamuri.

A un silbido del Tigre de Malasia, acudieron los centinelas escondidos entre los matorrales.

—¿Nada sospechoso? —presunto Tremal-Naik.

—No.

—En marcha —ordenó entonces Sandokan.

Los catorce hombres desaparecieron entre la vegetación que se extendía en torno a la roca, dirigiéndose hacia la orilla del Brahmaputra.

Bindar se puso en cabeza, seguido por Sandokan y Tremal-Naik, quienes llevaban las carabinas bajo el brazo para estar mejor preparados a servirse de ellas.

El río mugía sordamente a poca distancia, pero todos abrían bien los ojos y prestaban oído atento, habiendo sabido que, la noche anterior, el jefe de la escolta de Yáñez había matado a un individuo sospechoso que llevaba varias horas siguiéndole.

A doscientos pasos del agua, se metieron entre un grupo de nagatampos, hermosísimos árboles, de madera tan dura que los europeos la llaman madera de hierro, y que producen flores muy perfumadas, de las que se sirven las elegantes indias para adornarse los cabellos.

—La bangle está a pocos pasos —dijo Bindar, dirigiéndose a Sandokan y Tremal-Naik.

—¿Estará aún?

—Lo comprobé ayer por la mañana, sahib.

Atravesaron los matorrales y se metieron entre una inmensa cantidad de Calamus., que se enredaban unos con otros como gigantescas serpientes, llegando hasta la orilla donde formaban extrañas bóvedas.

Bindar se metió entre las cañas acuáticas y muy pronto un grito de triunfo avisó a sus compañeros de que la embarcación había sido hallada.

—Rápido —dijo el pirata—, debemos llegar antes del amanecer.

La bangle, impulsada por Bindar, avanzaba quebrando o doblando las cañas que obstaculizaban su marcha.

Los malayos y sus jefes embarcaron rápidamente, dirigiéndose en seguida hacia la isla sin mover mucho los larguísimos remos.

—Derechos al islote —ordenó Sandokan.

La noche era tranquila. Sólo se oían el murmullo de las aguas, rompiendo contra los cañaverales que cubrían la orilla, y los gritos de los ánades brahmines y de las ocas, les primeros en despertarse en los grandes ríos de la India.

Sandokan y Tremal-Naik, tendidos a proa de la embarcación, miraban atentamente las dos orillas y el islote en el que se alzaba la célebre pagoda que encerraba nuevamente, en sus subterráneos, la famosa piedra de salagram.

Aunque estaban seguros de que nadie les había visto partir, no se sentían tranquilos por completo.

El secuestro de Surama les había impresionado profundamente, y tal vez comprendían por instinto que los ministros del rajá debían abrigar alguna sospecha.

El secreto, tan bien guardado hasta entonces, del origen de la muchacha, debía de haber sido traicionado por alguien. De lo contrario, ¿con qué objeto la hubieran secuestrado?

—Hay un misterio en todo esto —dijo Sandokan a Tremal-Naik—, que nosotros tenemos que descifrar. No creeré nunca que Yáñez pueda haber cometido una imprudencia capaz de despertar sospechas en el ánimo del rajá. Aquí ya nadie debe de acordarse de la niña vendida a los thugs bengalíes.

—Es lo que yo estaba pensando en este momento —dijo el indio.

—¿Y quién puede haber traicionado el secreto? Mis hombres son de una fidelidad a toda prueba, y nos adoran a Yáñez y a mí como a dos divinidades. Un millón de rupias ofrecido por el rajá les dejaría completamente indiferentes porque son incorruptibles.

—No dudo de tus malayos ni de tus dayaks —replicó Tremal-Naik.

—¡Si pudiera saber…! ¡Saccaroa! ¿Y el griego que se ha batido con Yáñez? ¿Lo has olvidado?

Tremal-Naik se sobresaltó.

—¿Tú crees? —preguntó con viva emoción.

—Que ese hombre puede haberla hecho secuestrar, no porque sospeche que la muchacha es una formidable rival del rajá, sino para vengarse del sablazo recibido.

—Si sólo fuera eso, no habría más que quitársela otra vez —dijo Tremal-Naik—. Cosa no demasiado difícil para nosotros, ¿verdad, Sandokan?

—Espera a que tenga a ese faquir en mis manos y verás cómo le hago cantar. Le obligaré a decirme dónde la han escondido, y la encontraré aunque tenga que poner patas arriba a toda la población de Gauhati. Cuando tengo a mano a mis hombres no temo ni a todos los sikhs del príncipe, si aún le quedan cuando llegue el momento.

—Te he oído hablar de esos sikhs varias veces —dije Tremal-Naik—. Debes de tener alguna idea.

—Pienso, querido amigo, que con una treintena de piratas, por muy valerosos y audaces que sean, no se podrá conquistar el trono —contestó Sandokan—. Tú me dijiste que esos valientes soldados sirven a quien mejor les paga.

—Es cierto.

—¿Qué representarán para nosotros cien mil rupias? Una corona vale mucho más. Espera a que Surama vuelva a estar en libertad y yo me ocuparé de este importante asunto. ¡Ya hemos llegado! Desembarquemos.

—Y está amaneciendo —observó Tremal-Naik.

La bangle había echado el ancla a pocos pasos de la orilla meridional del islote, luego los malayos la empujaron hacia tierra sirviéndose de sus largos remos.

—Finjamos ser cazadores —dijo Sandokan a sus hombres—. Veo que entre estos cañaverales se alzan bandadas de ocas, de patos y de marabúes. Disparemos contra ellos hasta que abran la pagoda y…

—Quietos —dijo en aquel momento Bindar.

—¿Qué has visto?

—Empieza la nagaputsciè —añadió Bindar.

—¿Qué es eso?

—Había olvidado decirte, sahib, que precisamente hoy acaba la estación de la serpiente —contestó el indio.

—Tan enterado como antes; tú olvidas con mucha facilidad que yo no soy indio.

—Es una fiesta que hacen las mujeres, así que veremos muchísimas por aquí. Y en cambio faltarán los hombres.

—Mejor para nosotros; así no nos molestarán cuando caigamos sobre el faquir. ¿Y por qué vienen aquí las mujeres?

—Porque en estas orillas abundan los ariscis y el margosano.

—¿Dos plantas acuáticas?

—Sí, sahib.

—Entonces, vamos a cazar entre los margosanos. Dio orden a tres malayos de que se quedaran vigilando la bangle, y después bajaron todos a los cañaverales, pululantes de aves acuáticas.

La luz diurna se difundía rápidamente y ya se oía en la pagoda el sonido de los gigantescos tumburà —enormes tambores ricos en dorados y pinturas, con los que se anuncian las fiestas religiosas—, y de los tam-tam.

Entre las cañas y las plantas de loto que tapizaban las orillas, salían volando verdaderas nubes de tortolillas de blanco plumaje, que lanzaban ligeros gritos, cakinnis, palomas de todos los colores, perdices, agachadizas, cuervos, bozzagros y Gypaetus, además de ánades y ocas.

Tremal-Naik, Sandokan y los malayos no tardaron en abrir fuego, más para hacerse pasar por cazadores que por conseguir piezas, ya que no llevaban ninguna escopeta de caza.

Y en realidad todo aquel alboroto no tuvo más resultado que hacer morir alguna oca, alcanzada milagrosamente por una bala de carabina.

La caza duró media hora, luego fue suspendida porque empezaban a llegar a la orilla mujeres que acudían a la ceremonia del nagaputsciè, es decir el oficio de la serpiente.

Aquella extraña fiesta se celebra varias veces al año y tiene la finalidad de invocar la protección de las divinidades para tener una numerosa prole.

Las serpientes no tienen nada que ver en esta función, ya que los sapwallah, o sea los encantadores, no se dejan ver en ella, ni figura tampoco ninguna cobra, ni siquiera la más ínfima naja.

Todo se limita a un simple paseo, que las mujeres dan por las orillas de los ríos o de los pantanos, donde abundan las plantas llamadas ariscis y margosano.

Llegadas bajo dichos árboles, que no nacen más que en los bajos fondos, las indias depositan allí una piedra, llamada lingam —venerada antiguamente por todos los brahmanes y todos los sivanos—, de forma indescriptible por lo obscena —que en esta circunstancia está unida por dos serpientes pequeñas, también de piedra.

Después de lavarla muy bien en las aguas del río o del pantano, encienden ante ella unos trozos de leña, destinada especialmente a esa especie de sacrificios, y echan encima flores, pidiendo a su dios riquezas, numerosa prole y muchos años de vida para sus maridos.

Tras algunas plegarias abandonan las piedras en el mismo lugar donde las han puesto para que otras mujeres que no las tengan puedan utilizarlas.

Si en las orillas no encuentran ninguna planta de ariscis o margosano, llevan consigo algunas ramas de estos árboles y las plantan a un lado y otro del lingam, formando una especie de baldaquín.

El ariscis, es considerado por las mujeres indias como el macho, y el margosano como la hembra, así que cogen más ramas de uno o de otro, según los deseos de sus maridos.

Al ver llegar las primeras filas de mujeres, Sandokan llamó a sus cazadores para no estorbar sus ceremonias y, guiado por Bindar, se dirigió hacia la pagoda donde esperaba encontrar al misterioso faquir que había secuestrado a Surama.

Tras atravesar unos bosquecillos de banianos y de Casias latifogliae —que proporcionan a los hindúes flores carnosas y nutritivas—, se encontraron de improviso ante la vasta plazoleta que se extendía en torno a las escalinatas de la pagoda.

Bindar, que precedía al grupo, dio un salto atrás.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó inmediatamente Sandokan.

—Él.

—¿Quién es él?

—¡El gussain!

Sandokan se volvió hacia el malayo de Surama, indicándole al faquir.

—¡Patrón! —exclamó el malayo.

—¿Ves a aquel faquir del brazo rígido?

—¡El muy canalla!

—¿Le reconoces?

—Sí: es el que vino a palacio a quitar el mal de ojo.

—¿No te equivocas?

—No, patrón; es él mismo. Ahí tiene la cicatriz que le afea la frente.

—Está bien; estamos sobre una buena pista.

El gussain Tantia estaba sentado en los escalones de la entrada principal de la pagoda; tenía en la mano una caracola del tipo de los cuernos de Animen, semejante a la famosa piedra de salagram; esta caracola estaba llena de leche que —de acuerdo con el rito— debía haber sido vertida previamente sobre el lingam, para poderla ofrecer a los moribundos, haciéndoles dignos de gozar de las delicias del kailasson, o paraíso indio.

En torno a él dormitaban otros diez o doce faquires, pertenecientes a la clase de los saniassis —individuos de la peor reputación, más dedicados al pillaje que a las prácticas religiosas—, temidos por todos los indios.

Y en efecto, además de las largas barbas —que les daban un aspecto repugnante—, y de los larguísimos cabellos manchados de un fango rojizo —que no debían de haber conocido, desde hacía, muchos años el uso del peine— tenían a su lado nudosos bastones para hacerse temer más aún.

—¿Son ésos sus protectores? —preguntó Sandokan con profundo desprecio, dirigiéndose a Bindar.

—Sí, sahib.

—¡Bonita escolta!

—Ten cuidado, porque son perversos y, al mismo tiempo, muy respetados.

—Apenas me dignaré darles de puntapiés. Sería demasiado honor para ellos si utilizara la carabina o la cimitarra. Vamos a situarnos bajo la fresca sombra de este soberbio pipal y tú, amigo malayo, ten cuidado de que no te vea el faquir. Podría reconocerte.

—Sí, patrón —dijo el malayo, tendiéndose detrás de sus compañeros.

—Y ahora, ya que hemos traído provisiones, desayunemos —dijo Tremal-Naik.

Sin preocuparse de las mujeres —que entraban en gran número en la pagoda, haciéndose dar por el faquir algunas gotas de leche, que metían religiosamente en microscópicas ampollitas, reservándolas sin duda para maridos o parientes—, sacaron las provisiones que los prudentes malayos —habituados a las largas expediciones— habían metido en saquitos de tela, y que consistían en carne fría, galleta y botellas de arac.

El faquir no parecía haber notado la presencia de aquel grupo que acampaba bajo los árboles. Seguía vendiendo la leche, mientras sus protectores dormían al sol, seguros de compartir una provechosa jornada.

Terminada la comida, los malayos y sus jefes se pusieron a fumar, esperando con impaciencia el momento de apoderarse del faquir.

Pero sólo hacia el atardecer Tantia dejó los escalones de la pagoda, con la evidente intención de regresar a la ciudad.

Los saniassis se habían despertado y, armados con sus bastones, se pusieron a caminar tras los talones del faquir, tal vez impacientes por repartir las ganancias de la venta de la leche sagrada.

—En pie —ordenó Sandokan—. Les sorprenderemos bajo los árboles. Tú, malayo, quédate atrás, para que no se den cuenta de nuestras intenciones.

El grupo se internó bajo los bárdanos, disparando algunos tiros contra los numerosos papagayos que parloteaban ruidosamente entre las frondosas ramas de aquellos espléndidos y majestuosos árboles.

Tampoco entonces prestó atención el faquir a los cazadores, y siguió su camino siempre acompañado por los sucios saniassis.

Había recorrido cerca de medio kilómetro, acercándose cada vez más a la orilla, donde tenía sin duda su barca, cuando Sandokan y Tremal-Naik, que le habían precedido dando una vuelta a los matorrales, le interceptaron el paso, con las carabinas en la mano.

—¡Alto, faquir! —gritó el primero, mientras los malayos se reunía— rápidamente detrás de él.

Tantia le miró tranquilamente, diciendo:

—No me queda leche que vender; además nunca se la doy a los cazadores.

—Se trata de algo más importante que la leche, amigo —replicó Sandokan.

Esta vez el gussain les miró con recelo.

—¿Qué quieres? ¿No ves que soy un faquir?

—Es un faquir lo que necesito.

—Ve a buscar a otro.

—Otro no podría decirme lo que quiero saber de ti.

—Yo no tengo tiempo en este momento; debo volver a la ciudad porque me espera un gran personaje de la corte.

—Que espere —dijo Sandokan, en tono amenazador—. Despide a tu escolta y ven con nosotros.

—Nunca voy solo.

—¡Basta, faquir! ¡Obedece!

Los saniassis, viendo que el asunto se ponía feo, empuñaron sus garrotes y se pusieron delante del gussain, gritando a voz en cuello:

—¡Largo, canallas!

Sandokan se volvió hacia los malayos, diciendo:

—¡Barred a estos bribones!

No había terminado de dar la orden, y ya los piratas, dirigidos por Kammamuri y Bindar se lanzaban contra ellos, empuñando las carabinas por el cañón para utilizarlas como mazas.

Los saniassis dieron algunos garrotazos, luego escaparon como liebres en todas direcciones, abandonando a su protegido.

—Ahora, bribón —dijo Sandokan, sacudiendo bruscamente al desgraciado faquir—, vendrás con nosotros.

—¡No me matéis! —balbuceó el pobre diablo, aterrorizado.

—No sabría qué hacer de tu piel —contestó Sandokan—. No serviría ni para fabricar un tumburà. Es tu lengua lo que necesito.

—¿Quieres arrancármela, señor? —chilló el gussain, temblando.

—Entonces no hablarías más, y lo que nosotros necesitamos es que cantes, y muy alto. Camina y basta.

—¿Dónde queréis llevarme?

—Lo sabrás más tarde.

—Piensa que yo puedo echar mal de ojo.

—¡Acaba de una vez, granuja! —dijo Tremal-Naik—. Tus saniassis no volverán para liberarte. ¡Adelante!

Los malayos colocaron en medio de ellos al gussain y le empujaron hacia la orilla ya próxima.

Había descendido la noche cuando el grupo llego ante la bangle, escondida entre el cañaveral.

—¿Nada sospechoso? —preguntó Sandokan a los dos dayaks que habían permanecido a bordo.

—No, patrón —contestaron a una voz.

—Embarquemos y regresemos en seguida. No sé qué me ocurre, pero no estoy tranquilo esta noche.

—¿Qué temes? —preguntó Tremal-Naik, saltando al puente—. Hasta ahora todo va bien.

—Sí, pero preferiría estar ya en la pagoda subterránea.

—Realmente estás nervioso.

—Es el secuestro de Surama lo que me ha quitado mi tranquilidad habitual —contestó Sandokan—. No dejo de preguntarme por qué se la han llevado.

—El faquir está en nuestras manos y nos lo dirá.

En aquel momento dos detonaciones rompieron el silencio que reinaba en el río, y su eco sonó siniestramente bajo el tupido bosque que se extendía a lo largo de las orillas.

Sandokan dio un salto.

—¡Las carabinas de mis hombres! —exclamó—. ¡Amigos, preparémonos al combate!

15. El ataque a la pagoda subterránea

A los dos disparos que habían sonado hacia la izquierda, en la dirección en que se hallaba la pagoda subterránea, anunciando que algo grave ocurría, siguió un largo silencio.

Los habían disparado sin duda los dos centinelas, que vigilaban entre la maleza que rodeaba la inmensa roca. Sandokan conocía demasiado bien las armas de sus hombres para equivocarse.

—¿Habrán hecho fuego contra algún espía? —preguntó Tremal-Naik a Sandokan, quien, inclinado sobre la proa de la bangle, escuchaba atentamente.

—No sé —contestó el pirata—. Pero mi inquietud ha aumentado. Diría que presiento una traición.

—Puede ser una falsa alarma, amigo —dijo Tremal-Naik.

—¡Calla!

Otros dos disparos resonaron en aquel instante, seguidos casi de inmediato de una nutrida descarga.

—¡Estas no son las carabinas de mis hombres! —exclamó Sandokan—. ¡Atacan nuestro refugio! ¡Pronto, amigos, dad fuerte a los remos! ¡Los minutes son preciosos! No era necesario animar a los malayos. Remaban furiosamente, haciendo dar auténticos saltos a la pesada barcaza.

Ya nadie dudaba de que estaban atacando la pagoda subterránea. Una descarga sucedía a otra, resonando tras la piedra.

Sandokan se puso a pasear por el puente como un tigre enjaulado. De vez en cuando se detenía, prestaba atención y luego gritaba:

—¡Aprisa! ¡Aprisa, amigos! Atacan a nuestros compañeros.

También Tremal-Naik se había puesto nerviosísimo, y atormentaba el gatillo de su carabina, repitiendo a su vez:

—Sí, aprisa, aprisa.

Una furiosa batalla debía de haberse empeñado ante la entrada de la pagoda.

Sandokan distinguía perfectamente los disparos de las carabinas malayas, que tenían un sonido más fuerte que las indias.

Finalmente, la bangle, con un último y más poderoso impulso de los remeros, tocó la orilla, casi frente a la roca.

—Echad el ancla y seguidme —gritó Sandokan.

—¿Y el faquir? —preguntó Tremal-Naik.

—Que se quede un hombre vigilándole; pero uno solo —contestó Sandokan—. Ya no podrá escapar. Vamos, rápido y sin hacer ruido. ¡Cogeremos a los indios por la espalda!

Saltaron a tierra y se metieron entre la vegetación, mientras la fusilería sonaba con creciente intensidad, repercutiendo bajo las inmensas bóvedas verdes de los taras y los banianos.

Los piratas corrían veloces, pero sin hacer apenas ruido, aunque las detonaciones de las carabinas cubrieron el romperse de las ramas.

Llegados a trescientos pasos de la entrada de la pagoda, Sandokan detuvo al grupo, diciendo:

—Deteneos aquí, y que no se mueva nadie hasta que yo vuelva. Ven, Tremal-Naik: antes de lanzarnos a fondo, vamos a contar a nuestros adversarios.

—Apruebo tu prudencia —contestó el bengalí—. Si acabaran con nosotros, Yáñez y Surama estarían perdidos. Así que no precipitemos las cosas.

Se tiraron al suelo y se alejaron, deslizándose a través de un espeso grupo de banianos silvestres.

Al llegar al final se detuvieron.

—Aquí están —susurró Sandokan—. ¡Son los sikhs; tal como me imaginaba!

—¿Muchos?

—Unos cuarenta, por lo menos.

Tremal-Naik avanzó un poco más, asomando la cabeza a través de las inmensas hojas de un baniano.

Una cuarentena de hombres disparaban sin interrupción hacia la entrada de la pagoda subterránea.

Eran sikhs y les mandaba un capitán que llevaba en el casco un gran penacho de plumas rojas.

Para ofrecer menor blanco, estaban todos tendidos de bruces, pero a pesar de ello, siete u ocho soldados yacían sin vida ante la pagoda.

Probablemente, aquellos valerosos guerreros habían trabado de asaltar el refugio y habían sido rechazados.

—¿Qué quieres que hagamos, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik.

—Atacarles por la espalda, y sin tardanza —contestó el pirata—: Pero a ti voy a confiarte una peligrosa empresa.

—¿Cuál?

—La de apoderarle del capitán de los sikhs. Necesito a ese hombre.

—Te lo traeré vivo o muerto.

—Lo quiero vivo. Vamos a llamar a nuestros hombres. Atravesaron de nuevo la espesura, reuniéndose con los malayos que parecían ansiosos por empezar a luchar, embriagados ya con el olor de la pólvora.

—¿Estáis preparados? —preguntó Sandokan.

—Todos, Tigre de Malasia —contestaron a una voz.

—Tú, Kammamuri, sigue a tu amo, y no le abandones ni un instante.

Luego, dirigiéndose a los malayos, añadió:

—Debéis hacer una sola descarga, lanzando al mismo tiempo vuestro grito de guerra para avisar con él a los compañeros que están en la pagoda. Luego, cargad con las cimitarras. ¿Me habéis entendido?

—Sí, Tigre de Malasia.

—Adelante, entonces, y no olvidéis que los viejos tigres de Mompracem han vencido siempre.

Partieron casi a la carrera, tan impacientes estaban por empezar la batalla, teniendo el dedo sobre el gatillo de las carabinas.

Sandokan les precedía con Tremal-Naik y Kammamuri. Cuando llegaron al borde del bosque, los sikhs estaban sólo a veinte pasos de la entrada del refugio y el fuego de los asediados empezaba a disminuir.

—Llegamos en buen momento —dijo Sandokan.

Desnudó su cimitarra, empuñó una de las dos pistolas que llevaba en el cinto, dos armas espléndidas de doble tiro, y corrió, gritando con voz tonante:

—¡Ánimo, tigres de Mompracem!

Un aullido salvaje, agudísimo, el grito de guerra de aquellos formidables aventureros de los mares de la Sonda, resonó cubriendo el fragor de la fusilería, seguido de inmediato por una descarga.

Los sikhs, que no esperaban en absoluto aquel ataque, se pusieron en pie de un salto, mientras desde el interior de la pagoda los asediados respondían al grito de guerra de sus compañeros.

Sandokan y sus valientes se lanzaron furiosamente al ataque, cargando con sus cimitarras y rugiendo como obsesos, para hacer creer que eran más numerosos.

Siete u ocho indios cayeron bajo la descarga, de forma que su número disminuyó considerablemente; sin embargo, aun estando cogidos entre dos fuegos, porque los sitiados habían corrido también al ataque, no desmintieron la fama de ser los guerreros más valientes de la gran península indostánica.

Con la rapidez del rayo, se dispusieron en dos frentes, echando también mano de sus cimitarras, y durante unos instantes sostuvieron el doble ataque de los salvajes hijos de Malasia, defendiéndose desesperadamente.

Por desgracia, tenían ante ellos al más famoso guerrero de Malasia. Con un ímpetu irresistible, Sandokan se había metido entre las filas, dando terribles mandoblazos y desorganizándolas.

Nadie podía resistir a aquel hombre, que derribaba a un enemigo cada vez que bajaba la cimitarra.

Las líneas, desfondadas por el fulminante ataque, se rompieron a pesar de los esfuerzos del capitán por mantenerlas firmes; luego los hombres se desbandaron.

Pero en el mismo momento en que escapaban en todas direcciones, perseguidos tenazmente por docena y media de malayos, que hacían fuego para impedir que se reorganizaran, Tremal-Naik y Kammamuri se tiraron sobre el capitán, derribándolo de golpe y atándole fuertemente.

Entre tanto, Sandokan se aproximó al viejo Sambigliong, que mantenía bien sujeto al ministro Kaksa Pharaum, más muerto que vivo.

—¿Cuántos hombres has perdido? —preguntó con cierta ansiedad el pirata.

—Sólo dos, Tigre de Malasia —contestó—. Nos hemos atrincherado en seguida detrás de las rocas, donde las balas de los sikhs no podían alcanzarnos.

—Preparémonos a marchamos inmediatamente.

—¿Vamos a dejar este cómodo refugio?

—Es preciso; mañana volverán los sikhs en mayor número, y yo no deseo que me encierren en una trampa sin salida.

—¿Y dónde iremos?

—De eso se ocupará Bindar.

En aquel momento regresaban los malayos. Habían seguido a los soldados del rajá quinientos o seiscientos metros, desbandándolos por completo; luego, temiendo caer en alguna emboscada, se replegaron en buen orden hacia la pagoda, disparando algún tiro para hacer comprender a los fugitivos que seguían estando en los alrededores.

—Preparaos para partir —les dijo Sandokan—. Coged todo, lo que puede ser necesario para acampar en medio de la selva, y venid a reuniros con nosotros en la bangle. Ocupaos bien del ministro y del capitán de los sikhs. ¡A mí, Bindar! Y también tú, Tremal-Naik, con cuatro hombres de escolta.

Seguro ya de que los soldados del rajá no le molestarían más, se dirigió hacia el río acompañado por los dos indios y cuatro malayos.

—Ahora, veamos, Bindar —dijo Sandokan—. ¿Conoces bien los alrededores?

—Sí, sahib.

—¿Dónde podemos encontrar un refugio seguro?

El assamés reflexionó un momento, y dijo:

—No estarás seguro más que en la jungla de Benar.

—¿Dónde está?

—En la orilla opuesta del río, a cuatro o cinco millas de distancia, pero…

—Sigue.

—Es evitada porque la frecuentan los tigres.

—No te preocupes por eso —contestó Sandokan, alzándose de hombros—. Nosotros somos tigres, así que poco hemos de temer a los de cuatro patas. ¿No se aventura nadie por esa selva?

—¡Oh, no! Tienen demasiado miedo.

—¿Es espesa?

—Espesísima.

—¿No hay ningún refugio en ella?

—Sí; una antigua pagoda semiderruida.

—No pido más.

—Pero, sahib, se cree que sirve de cubil a los bâgh.

—¡Ah! Muy bien, los enviaremos de paseo a otro sitio, si no nos quieren regalar su piel. Con un poco de plomo les pagaremos el alquiler, ¿verdad, Tremal-Naik?

—El nuestro es de buena calidad —asintió el bengalí—. Vale más que el oro, cuando sale de nuestras carabinas.

—Vamos al río y embarquemos —concluyó Sandokan—. Cuando estemos a salvo, haremos hablar a Tantia y luego trataremos de entendernos con el comandante de los sikhs.

—No comprendo por qué estás siempre hablando de esos guerreros.

—Tengo una idea —contestó Sandokan—. Si puedo realizarla, aseguraré la corona a Surama. Ya estamos en el río; en cuanto lleguen nuestros hombres, partiremos.

Subieron a bordo de la bangle, que seguía anclada junto a la orilla. El malayo de guardia charlaba tranquilamente con el faquir, a quien, no obstante, había atado fuertemente, aunque al desdichado, con su brazo anquilosado, le fuera completamente imposible la fuga.

—¿Se ve alguna embarcación en el río? —preguntó Sandokan.

—No, Tigre de Malasia —contestó el malayo—. Todo está tranquilo.

—Levad el ancla de momento, y esperaremos a los demás.

—Pensaba que te habían matado —dijo el gussain, asaetando al pirata con una mirada feroz—. Si esperas escapar a la venganza del rajá, te equivocas y mucho, ¡ladrón! No te doy una semana de vida.

—Y yo a ti ni dos días, si no confiesas, amigo —replicó Tremal-Naik—. Soy indio como tú, y conozco los sistemas de nuestros compatriotas para soltar las lenguas.

—Tantia no tiene nada que decir: siempre ha sido un pobre gussain.

—Veremos qué papel has tenido en el secuestro de la joven india, canalla —dijo Sandokan.

El faquir se estremeció, pero contestó de inmediato, afectando el más profundo estupor.

—¿De qué india me hablas?

—De la muchacha a la que quitaste el mal de ojo.

—¡Que te maldigan Brahma, Siva y Visnú y que la diosa Kali te devore el corazón! —aulló el gussain.

—Yo no soy indio, de forma que me río de tus maldiciones, bribón —replicó Sandokan.

—Brahma es el dios más poderoso del universo.

—Yo sólo creo en Mahoma, y cuando me conviene.

—¡Pero tu compañero es hindú!

—Y también él se ríe de tus divinidades. Cierra la boca y no me fastidies de momento; más tarde tendrás tiempo de desahogarte.

—Aquí están tus hombres —dijo en aquel instante Tremal-Naik.

Malayos y dayaks —veintiséis en total— llegaban corriendo, cargados de paquetes, mantas y grandes bolsas de piel que contenían víveres y municiones. Entre ellos se encentraba el demjadar, o sea el comandante de los sikhs.

—¿Os siguen? —preguntó el Tigre, acercándose a la borda.

—Sí —contestó Kammamuri—. Nos están dando caza.

—¡A bordo!

Malayos y dayaks subieron con presteza a la bangle, se desembarazaron de paquetes y armas y se precipitaron a los remos.

—Que ocho hombres estén preparados para hacer fuego —dijo Sandokan—. Y ahora, ¡haced trabajar los músculos!

La pesada barca se separó de la orilla, dirigiéndose rápidamente hacia la opuesta, para no estar expuesta al tiro de las carabinas de los sikhs, en caso de que éstos los descubrieran.

La travesía se realizó felizmente, y antes de que el enemigo llegara a la orilla, la bangle navegaba bajo las inmensas arcadas de las plantas que se inclinaban sobre el agua.

Reinaba allí una densa sombra, gracias a las frondas de los numerosos tamarindos que crecían, en aquel paraje, bañando sus colosales raíces en el agua, por lo que era casi imposible que los sikhs pudieran descubrir a los fugitivos.

Además, la anchura del Brahmaputra era tai en aquel sitio, que una bala de rifle no lo hubiera atravesado.

Después de asegurarse de que no les amenazaba ningún peligro, al menos de momento, ya que más tarde podía ocurrir que los soldados del rajá les persiguieran con pinazas, u otro tipo de embarcaciones, Sandokan se acercó a Bindar, quien observaba atentamente la orilla en compañía de Tremal-Naik.

—¿Hay poblados por aquí?

—No, sahib —contestó el indio—. Aquí empieza la jungla salvaje, y nadie se atrevería a habitar en ella por miedo a las bestias feroces. Sólo más allá de los pantanos, donde el terreno empieza a subir, se encuentran los brahmanes drauers.

—¿Quiénes son?

—Yo te contestaré —intervino Tremal-Naik—. Son sacerdotes de Brahma que han conservado toda la pureza de su antigua religión; hablan una lengua que los demás desconocen por completo, y se pintan la frente y el cuerpo como todos los brahmanes, añadiendo únicamente algunos granos de arroz, que llevan pegados sobre las cejas. Por otra parte, son personas tranquilas que se ocupan de prácticas religiosas y que no nos darán ninguna molestia.

—¿Es grande la jungla de Benar?

—Inmensa, sahib —contestó Bindar.

—La convertiremos en nuestro cuartel general —dijo Sandokan—. Si sólo está a quince o veinte kilómetros de distancia, en tres o cuatro horas podemos llegar a la capital del Assam.

—No obstante, me inquieta la suerte de Surama —dijo Tremal-Naik—. Por Yáñez no me preocupo: ese diablo de hombre siempre sabrá arreglárselas y escapar a todas las intrigas. Además, tiene consigo a seis malayos, los mejores de la banda.

—¿Qué puede ocurrirle a Surama?

—Que el rajá la haga matar. ¿Acaso no terminó con todos sus parientes?

—No se atreverá —contestó Sandokan—. Él cree que Yáñez es inglés, y se lo pensará mucho antes de cometer un delito, sabiendo que Surama está bajo su protección. Estos príncipes tienen mucho miedo al virrey de Bengala.

—Es cierto; sin embargo, me disgusta tener que perder el tiempo en estos momentos. ¿Y si no encontráramos las huellas de los secuestradores?

—El gussain nos pondrá en buen camino.

—Y si se obstina en no hablar…

—Le obligaremos; no temas, amigo —concluyó Sandokan fríamente.

Sacó de entre su ancha faja el cibuc, lo cargó de tabaco, lo encendió y fue a sentarse a proa de la bangle, con una carabina entre las rodillas.

Entre tanto dayaks y malayos remaban con vigor, mientras Bindar llevaba el timón.

La corriente era muy débil, ya que los ríos de la India no tienen mucha pendiente, de forma que la embarcación —aun siendo pesada y de proa bastante redonda— avanzaba con cierta rapidez, deslizándose siempre bajo las arcadas de les árboles que se sucedían sin la menor interrupción.

Unas veces eran colosales tamarindos, otras mirtos o sangores dragón o nargassas, mejor conocidos bajo el nombre de árboles del hierro, porque difieren muy poco de los brasileños, que son tan resistentes que rompen el filo de las hachas mejor templadas.

De vez en cuando, aparecían en la orilla manadas de chacales y de lobos indios; pero, después de haber aullado o ladrado en varios tonos contra los remeros, se apresuraban a volver a la selva en busca de presas más fáciles.

A las cuatro de la mañana, en el momento en que los papagayos empezaban a chillar entre las ramas de los tamarindos, y los ánades y ocas a alzarse sobre los cañaverales, Bindar, que observaba hacía rato la orilla, hizo desviar la bangle con un fuerte golpe de timón.

—¿Qué haces? —preguntó Sandokan, poniéndose en pie de un salto.

—Hay una laguna delante de nosotros, sahib —contestó el indio—. Entro en la jungla de Benar y allí estaremos perfectamente seguros.

—Vira, pues.

La bangle se hallaba ante una vasta abertura. La orilla estaba cortada por un canal lleno de plantas acuáticas que, sin embargo, no impedían el paso porque estaban reunidas en grupos algo alejados unos de otros.

Un extraordinario número de pájaros revoloteaba, gritando, por encima de la laguna.

Cigüeñas de enormes dimensiones, grandes buitres de plumas blancas y pecho casi desnudo; miopi —aves menos fuertes que las primeras y los segundos, pero cuya destreza hace que venzan a ambos—; pequeñas aves del paraíso y muchísimos ánades escapaban en todas direcciones, describiendo giros inmensos, para volver poco después a revolotear en torno a la embarcación, sin demostrar un miedo excesivo. Si en aquel lugar había tantas aves, era señal de que los habitantes brillaban por su ausencia.

Pasado el canal, apareció ante las miradas de Sandokan y Tremal-Naik un inmenso pantano, que parecía un lago y cuyas orillas estaban cubiertas de altísimos árboles, en su mayoría mangos, cargados con sus grandes y hermosos frutos, que se abren como nuestros melocotones, y de los cuales se sirven los indios para añadir un gusto más a su curry; también podían verse espléndidos banianos de inmensas hojas.

—Anclemos —dijo Bindar.

—¿Dónde está la jungla? —preguntó Sandokan.

—Detrás de esos árboles, sahib. Empieza en seguida.

—A tierra.

La bangle pasó entre las plantas acuáticas, destrozando verdaderas masas de lotos, y fue a encallar en la orilla que en aquel lugar era muy baja.

—Cubrámosla para que no la encuentren y se la lleven —dijo Sandokan.

—Es inútil, sahib —dijo Bindar—. Este pantano es más peligroso y más temido que el terrible lago de Jeypore.

—No te comprendo.

—Mira entre esas plantas acuáticas.

Sandokan y Tremal-Naik siguieron con la mirada la dirección que les indicaba el indio y vieron tres o cuatro cabezas monstruosas y afiladas.

—¡Cocodrilos! —exclamó el Tigre de Malasia.

—Y muchos, sahib —confirmó Bindar—. Hay centenares, quizás miles.

—No nos dan miedo. El amigo Tremal-Naik los conoce bien.

—En la jungla negra pululaban —intervino el bengalí—. He matado muchísimos, y puedo añadir que son menos peligrosos de lo que se cree.

Los malayos y dayaks cargaron con sus fardos, cogieron las armas y bajaron a tierra, después de anclar firmemente la bangle.

—¿Está lejos la pagoda? —preguntó Sandokan.

—A una milla apenas, sahib.

—En marcha.

Formaron una columna y se internaron bajo los árboles, llevando en medio de ellos al faquir, al demjadar de los sikhs y al ministro Kaksa Pharaum.

Pasada la zona de arbolado, que era muy limitada, el grupo se encontró ante una inmensa llanura cubierta de bambúes altísimos, pertenecientes casi todos a la especie espinosa. Acá y allá surgían algunos árboles, muy distantes unos de otros; la mayoría eran borassos de altísimo tronco y hojas anchas y largas, dispuestas en forma de sombrilla.

—Tratad de no hacer ruido —dijo Bindar—. Las fieras no han vuelto aún a sus cubiles y podrían asaltarnos de repente.

Todos cogieron las carabinas, que hasta entonces llevaban en bandolera, y la pequeña columna se metió en aquel mar de verdor, guardando el más profundo silencio.

Por suerte Bindar había encontrado un ancho surco, abierto tal vez por la enorme masa de algún elefante salvaje o de algún rinoceronte, y el grupo pudo avanzar rápidamente, sin necesidad de abatir aquellas gigantescas cañas.

De vez en cuando, el indio que cambaba en cabeza de la columna, se detenía para escuchar, luego reanudaba la marcha más velozmente, lanzando recelosas ojeadas en todas direcciones.

Pasada media hora se encontraron de improviso ante un vasto calvero, cubierto solamente por hierbecillas y kalam, una hierba altísima, cortante como una espada. En medio se alzaba una construcción barroca, parecida a un inmenso cono, ensanchado en la base, con muchas hendiduras en toda su longitud. Todo el revestimiento externo se había desprendido, de forma que en el suelo se acumulaban trozos de estatuas, de animales y, sobre todo, gran número de cabezas de elefante. Una escalinata, tal vez la única que estaba aún en óptimas condiciones, llevaba a un portal, que ya no tenía puertas.

—¿Es ésta la pagoda? —preguntó Sandokan, deteniendo al grupo.

—Sí, sahib —contestó Bindar.

—¿No se nos caerá encima?

—Si ha resistido tanto las inclemencias del tiempo, no sé por qué iba a hundirse precisamente ahora —dijo Tremal-Naik—. Vamos a ver cómo está el interior.

Ya se dirigía a la escalinata seguido por Sandokan y los malayos que habían encendido des antorchas, cuando Bindar le cortó el paso, diciendo:

—Detente, sahib.

—¿Qué quieres ahora?

—Ya te he dicho que esta pagoda sirve de refugio a las fieras.

—¡Es cierto! —exclamó Sandokan—. Lo había olvidado. Pero, ¿estás seguro de que tienen su cubil ahí dentro?

—Eso cuentan.

—¿Qué dices tú, Tremal-Naik?

—A veces los tigres utilizan las pagodas deshabitadas —contestó el bengalí.

—Iremos a comprobar si la noticia es verdadera o falsa —decidió Sandokan—. Coge una antorcha y sígueme, Kammamuri. Los demás deteneos aquí, formad una cadena y si las fieras tratan de huir…

En aquel momento, cerca de la puerta de la pagoda, resonó un grito ronco, poco sonoro, y casi en seguida dos puntos verdosos, fosforescentes, brillaron en la profunda oscuridad que reinaba en el interior de aquel enorme cono.

Bindar retrocedió dos pasos, murmurando con voz temblorosa:

—¡Las kerkal! No se equivocaban los que me lo dijeron.

—¿Son tigres? —preguntó Sandokan.

—No, sahib: panteras.

—Muy bien —dijo el pirata con su calma habitual—; ven, Tremal-Naik iremos a trabar conocimiento con esas señoras. Hasta ahora sólo he matado las panteras negras que pululan en Borneo. Vamos a ver si las indias son mejores o peores.

16. Entre panteras y tinieblas

En la India no es raro encontrar restos de ciudades y espléndidas pagodas no solamente en las junglas que tiempo atrás debieron de estar habitadas y cultivadas, sino también en medio de las más espesas selvas.

Los antiguos rajás, más caprichosos que los modernos, solían cambiar con frecuencia de residencia, sea para escapar a la vecindad de fieras peligrosas que no eran capaces de destruir, sea por cualquier motivo político. Fundar una nueva ciudad estaba entonces de moda, tanto más que la mano de obra era tan barata que con unos cuantos millones de rupias podía levantarse otra en brevísimo tiempo. Así pues es frecuente, aún hoy en día, encontrarse de repente ante ruinas grandiosas, semicubiertas por una tupida vegetación. La fertilidad del suelo, el gran calor y la humedad de la noche favorecen de modo extraordinario el desarrollo de la vegetación en aquella afortunada península.

Un campo abandonado, no conserva ninguna huella de cultivo pasados pocos meses. Bambúes, arbustos, banianos, pipal, taras, surgen como por encanto y lo hacen desaparecer todo. El calvero cultivado se transforma en un bosque casi impenetrable, o en una jungla que más tarde se convertirá en refugio seguro de tigres, panteras, rinocerontes y serpientes de mordedura fatal.

Por tanto no había que maravillarse si los piratas de Malasia, guiados por Bindar, habían encontrado aquel refugio. Por desgracia, no parecía deshabitado, como esperaban Sandokan y Tremal-Naik.

Aquel sordo gruñido y los dos puntos luminosos, les avisaron de que debían pagar el alquiler con balas de plomo.

—Vamos —dijo Sandokan—, tratemos de desalojar a los inquilinos.

—No se marcharán sin protestar —bromeó Tremal-Naik.

—En tal caso tendrán que vérselas con nosotros. ¿No temblará tu brazo, Kammamuri? Si nos quedamos a oscuras, no respondo del desalojo.

—La antorcha brillará constantemente ante las adnara.

—Ése es otro nombre.

—Los maharatos llamamos así a esas feas bestias.

—Ponte detrás de nosotros.

—Sí, Tigre de Malasia.

Sandokan se volvió para comprobar si sus hombres ocupaban sus puestos, cargó la carabina y las pistolas y avanzó hacia la puerta de la pagoda, subiendo los escalones.

Tremal-Naik le seguía, junto a Kammamuri que sostenía en alto la antorcha.

El pirata estaba tranquilo, como si se tratara de ir a visitar a unos buenos vecinos.

Sin embargo sus ojos no se separaban de los dos puntos luminosos, que seguían brillando entre las tinieblas, cerrándose a largos intervalos.

—¿Estará sola o tendrá un compañero? —se preguntó Sandokan, deteniéndose en el rellano.

—Temo, mi querido Sandokan, que la pagoda hospede a toda una familia —dijo Tremal-Naik—. Sé prudente porque las adnara son tan peligrosas como los tigres.

—Tal vez algo menos que nuestras panteras negras. Probemos a dar un buen golpe. Tú, por ahora, no dispares.

Se arrodilló y apuntó la carabina, mirando los dos puntos luminosos; iba a apretar el gatillo, cuando se apagaron bruscamente.

—¡Saccaroa! —refunfuñó el pirata—. ¿Se habrá dado cuenta esa fea bestia de que quería su piel, y se ha metido en la pagoda? Estos inquilinos se ponen fastidiosos. ¡Bueno! Iremos a buscarlos a su cubil. ¡Adelante, Kammamuri!

El maharato alzó la antorcha, cargó una pistola de dos aros —ya que con una sola mano no podía utilizar la carabina— y avanzó intrépidamente, con Sandokan y Tremal-Naik.

Los malayos y dayaks estaban dispuestos en forma de semicírculo en la base de la escalinata, dispuestos a acudir en ayuda de sus amos, en caso de que éstos necesitaran su apoyo, o a cerrar el paso a las fieras.

Pero ni siquiera en aquella terrible situación habían olvidado al capitán de los sikhs y al faquir, a los que colocaron ante ellos para que no escaparan, cosa poco probable, sin embargo, porque los dos desgraciados estaban aún atados.

Después de detenerse unos instantes en el umbral de la puerta, los cazadores entraron resueltamente en la pagoda. Una sala inmensa, de forma ovalada y casi desnuda —porque no había en ella más que montones de escombros caídos de las partes altas y anchas grietas a lo largo de las paredes—, se abría ante ellos. También el revestimiento interior, igual que el exterior, se había venido abajo, cubriendo el suelo de fragmentos de estatuas.

Sandokan y Tremal-Naik lanzaron en torno una rápida mirada, descubriendo con asombro que en aquella sala no había ninguna fiera.

—¿Adonde habrá escapado la pantera? —se preguntó Sandokan—. A través de las grietas de las paredes es imposible, porque no llegan al suelo.

—En guardia, amigo —recomendó Tremal-Naik—; puede estar escondida detrás de esos montones de escombros.

—No me parecen tan altos como para cubrirla. Por otra parte, lo sabremos en seguida.

Ante él había un gigantesco dado de piedra, que tal vez sirviera antaño para sostener una piedra de salagram o un lingam, o el trimurti de la religión hindú.

De un salto se subió en él, mirando en todas direcciones.

—Nada —dijo al cabo—. La pantera ha desaparecido.

—Sin embargo, no ha podido salir. Nuestros hombres la hubieran visto —dijo Tremal-Naik.

—¡Ah!

—¿Qué ocurre, ahora?

—Veo una puertecilla al extremo de la sala.

—Que conducirá probablemente a una galería —dijo el maharato.

—Con tal de que no haya una salida por ahí —dijo Tremal-Naik.

—En ese caso nos ahorraría el trabajo de cazarla —replicó Sandokan—. Vamos a ver si esa señora ha preferido dejarnos el alojamiento sin protestar.

Atravesaron la sala y llegaron muy pronto ante la puertecilla, que estaba abierta. Sandokan y Tremal-Naik advirtieron en seguida un olor agudo, selvático.

—Ha pasado por aquí —dijo el primero—. Cuidado con no dejaros sorprender.

—Ésta galería debe de conducir a las habitaciones de los sacerdotes —añadió el bengalí—. En tal caso, tendremos que recorrer un buen trecho. Ponte detrás de nosotros Kammamuri.

Apoyaron las armas en el hombro para estar dispuestos a hacer fuego y se internaron en el estrecho pasadizo que tendía a subir.

Recorridos unos cincuenta pasos, se hallaron arre una escalera que describía una curva bastante acentuada.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan, fastidiado—. ¿Dónde se habrá metido ese maldito animal?

—¡Calla! —interrumpió Tremal-Naik.

Se oyó un sordo gañido un poco más arriba. Señal de que la pantera estaba allí, y tal vez se preparaba a disputar el paso a los tres hombres.

Sandokan, resuelto a terminar de una vez, corrió escaleras arriba y al llegar al rellano vio una sombra que se alejaba velozmente por un segundo corredor.

—¡Haz luz, Kammamuri! —gritó.

El maharato se reunió con él rápidamente.

Viendo aún aquella sombra, el Tigre de Malasia disparó a toda prisa. La detonación, que resonó como un cañonazo entre las estrechas paredes, fue seguida por un aullido de dolor.

—¿Tocada? —preguntó Tremal-Naik, dando un salto adelante.

—¡No lo sé! —contestó Sandokan, que cargaba de nuevo el arma—. Escapaba ante mí, y no la veía muy bien. He hecho fuego a lo loco.

—Vamos a ver si hay huellas de sangre. Avanzaron cautelosamente, con ojos y oídos atentos, manteniéndose inclinados para ofrecer menos blanco en caso de un ataque repentino.

El corredor, abierto en el espesor de las paredes, giraba como si siguiera la curva de la inmensa pagoda. De vez en cuando, se abrían a izquierda y derecha unas pequeñas celdas, que en su tiempo debieron servir a los brahmanes o a los gurús.

De pronto Sandokan se detuvo, inclinándose hasta el suelo.

—¡Una mancha ce sangre! —exclamó.

—La has alcanzado —dijo Tremal-Naik—. Dentro de poco será nuestra.

Seguros de no encontrar gran resistencia por parte de la pantera, apresuraron el paso. Las manchas de sangre seguían cada vez más abundantes.

La bala de Sandokan debía de haber producido una gravísima herida. Sin embargo, la condenada bestia seguía su retirada a través del interminable corredor.

En un determinado momento, y cuando menos se lo esperaban, los tres cazadores se encontraron ante una sala más bien grande, llena de estatuas que representaban las eternas encamaciones de Visnú.

—¡Hemos llegado al final! —exclamó Tremal-Naik. Terminaba apenas estas palabras, cuando una inmensa masa cayó de improviso sobre ellos, derribándolos unos sobre otros, y apagando la antorcha.

Sandokan se levantó en seguida y disparó a ciegas, imitado a continuación por Kammamuri que no había soltado la pistola.

Tremal-Naik, más prudente, conservó su carga, temiendo una nueva ofensiva de la fiera. Ésta, después de aquel gran salto que echó patas arriba a los cazadores, escapó, regresando al corredor.

—¡Esa pantera tiene el espíritu de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡En buen apuro estamos! ¿Quién tiene yescas?

—Yo no —contestó Sandokan.

—Tampoco yo —añadió Kammamuri.

—Tendremos que retirarnos a oscuras.

—Ya conocemos el corredor y creo que el regreso no-será difícil —contestó el Tigre de Malasia.

—¿Y si la pantera nos espera emboscada?

—Eso es lo que temo.

—Vuelve a cargar en seguida, y tú también Kammamuri. De un momento a otro podemos encontramos otra vez frente a la kerkal.

—Y también puede…

El maharato no terminó la frase. Un gruñido, que acabe en un soplo ardiente, le detuvo.

—¡Aquí hay otra pantera! —exclamó Sandokan, dando una rápida vuelta atrás.

—¡Cierto! —asintió Tremal-Naik—. La primera no estaba sola.

—¡En retirada!

—Y pronto —añadió el bengalí—. Aquí corremos peligro de que nos ataquen de frente y por la espalda.

Sandokan lanzó una imprecación.

—¡Volver atrás ahora, que ya estaba en nuestras manos!

—Las echaremos más tarde. ¡Ven, no perdamos tiempo!

Salieron de la sala, retrocediendo lentamente para no dejarse sorprender. Sólo Kammamuri, que ya había cargado de nuevo su pistola, volvía la espalda a la puerta para hacer frente a la primera pantera, escapada a través del corredor.

El momento era terrible, pero los tres valientes no habían perdido su calma admirable, aunque estaban más que seguros de que sufrirían un nuevo ataque antes de llegar a la pagoda y de reunirse con sus compañeros, quienes debían de estar muy inquietos al no verles volver después de los cuatro disparos.

—Mantengámonos unidos —dijo Sandokan a sus compañeros—. Si nos hemos quedado sin antorcha, por lo menos poseemos nuestras armas de fuego.

—Y apenas descubramos los ojos de las fieras, dispararemos —añadió Tremal-Naik.

En la profunda oscuridad que reinaba en el estrecho corredor, la retirada se efectuaba lentamente, ya que Sandokan y el bengalí tenían que retroceder dando cara a la sala.

Cuando Kammamuri iba a poner los pies en el primer escalón, vio relampaguear, a unos pocos pasos de distancia, los ojos verdosos de la kerkal que escapara a través del corredor.

—¡Patrón! —dijo retrocediendo—. Tengo delante a la fiera.

—Y la segunda nos sigue —contestó Sandokan—. Ahí están sus ojos.

Los tres hombres se detuvieron, apuntando sus armas contra aquellos cuatro puntos luminosos. Aunque estaban habituados a las más terribles aventuras, no se atrevían a hacer fuego por miedo a no alcanzar a sus adversarios.

Reinó entre ellos un breve silencio, roto por Sandokan:

—No pedemos quedarnos aquí eternamente. Además de las armas de fuego tenemos las cimitarras, y no temo un combate cuerpo a cuerpo. Tú, Kammamuri, dispara contra la pantera de la escalera; yo trataré de despachar a la otra.

—¿Y yo? —preguntó Tremal-Naik.

—Te quedarás en la reserva —contestó el Tigre de Malasia.

Sacó con precaución la cimitarra, sin separar los ojos de los dos puntos fosforescentes que brillaban siniestramente en las profundas tinieblas, la apretó entre los dientes y apuntó despacio, para estar seguro del tiro.

Por su parte, Kammamuri apuntó con su pistola que, como ya se ha dicho, era de doble cañón.

Los tres disparos formaron una sola detonación. Al rápido resplandor de la pólvora, los cazadores vieron a las dos fieras que saltaban hacia delante, y se precipitaron escaleras abajo.

Tremal-Naik, que fue el primero en llegar abajo, oyó un gruñido en el descansillo y disparó, más por iluminar —aunque fuese un solo instante— la galería que porque creyera acertar.

Le contestó un aullido, luego una masa rodó escaleras abajo, yendo a caer sobre Sandokan, quien se había detenido en el último escalón.

—¡Ah, canalla! —rugió el pirata, que tuvo tiempo de empuñar la cimitarra antes de caer.

Levantó el arma y la dejó caer con fuerza sobre aquel cuerpo que se debatía a su lado, gritando:

—¡Toma! ¡Toma!

La cimitarra, manejada por aquel brazo de hierro, hirió a fondo por dos veces.

—¡Escapemos! —gritó en aquel momento Tremal-Naik—. Nuestras armas están descargadas.

Los tres corrieron locamente a través del corredor y ya iban a entrar en la pagoda cuando oyeron fuera una descarga.

—Nuestros hombres han matado a la otra —dijo Sandokan, corriendo hacia la puerta.

No se equivocaba. En el rellano yacía una gigantesca pantera, una de las más grandes que había visto en su vida, en medio de un charco de sangre.

Su espléndida piel estaba acribillada de proyectiles.

Sahib —dijo Bindar, adelantándose—, temíamos que te hubiera ocurrido una desgracia.

—La pagoda es nuestra —dijo simplemente Sandokan—; ocupémosla.

—¿Estará muerta la otra? —preguntó Kammamuri.

—Mi cimitarra está llena de sangre, y cuando yo golpee ni un tigre puede resistir. Ahora, para mayor precaución, dispón que queden centinelas ante las dos puertas, y tratemos de descansar unas horas, que nos hace buena falta.

Los malayos y dayaks deshicieron sus paquetes, extendiendo sobre el suelo alfombras y mantas, e incluso algunos almohadones para sus jefes; otros encendieron antorchas y las clavaron en los escombros.

El viejo Sambigliong eligió a los centinelas, poniendo tres ante la puertecilla que conducía a la escalinata de la puerta principal, ya que no era improbable que se presentaran más fieras.

Después de asegurarse de que el faquir y el comandante de los sikhs tenían intactas sus ataduras, Sandokan y Tremal-Naik se tendieron sobre las alfombras, no sin tomar la precaución de poner a su lado las armas, aunque se consideraban completamente a salvo de una invasión por parte de los soldados del rajá.

El resto de la noche transcurrió tranquilo. Sólo algunos chacales, atraídos por la luz insólita que brillaba en el interior de la pagoda, se atrevieron a subir la escalinata a lanzar algún aullido.

No considerándolos peligrosos, los hombres de guardia no se molestaron en saludarles a tiros, prefiriendo economizar las municiones.

Preparado y devorado el desayuno, Sandokan envió a la jungla a la mirad de sus hombres, para prevenir cualquier sorpresa, y luego hizo que llevaran al faquir ante él.

El pobre hombre, que ya esperaba sufrir un interrogatorio, temblaba como si tuviera fiebre, y de la frente le caían gruesas gotas de sudor.

—Siéntate —dijo con rudeza Sandokan, que estaba tendido cómodamente sobre una alfombra, al lado de Tremal-Naik—. Ha llegado la hora de a justar cuentas.

—¿Qué quieres de mí, señor? —gimió el desgraciado, mirando con terror al antiguo jefe de los piratas de Mompracem, que le contemplaba como si intentara hipnotizarle.

—Un hombre con la conciencia tranquila, no temblaría como tú —dijo Sandokan, encendiendo el cibuc y lanzando al aire una espesa nube de humo—. Ahora, cuéntame cómo te las has arreglado, con un solo brazo útil, para secuestrar a la muchacha.

—¡La muchacha! —exclamó el faquir, alzando los ojos—. ¿Qué historia me cuentas, sahib? Ya te he dicho que no sé rada.

—Así que no has ido a casa de una señora india para librarla del mal de ojo.

—Tai vez sí: pero no sabría decirte quién era.

—Entonces te lo dirá un hombre que asistió a la ceremonia.

—Hazle venir —contestó el gussain, pero su voz no era nada firme.

—¡Kabung! —gritó Sandokan.

El malayo, que había permanecido escondido tras un montón de escombros, se levantó y se situó frente al faquir, preguntándole.

—¿Me reconoces?

Tantia le miró largamente, con una mirada que traducía profunda inquietud; luego haciendo acopio de toda su energía, contestó:

—No; no te he visto nunca.

—¡Mientes! —gritó el malayo—. Cuando pasaste la jofaina ante los ojos de la joven india, yo estaba sólo a tres pasos de distancia de ti.

El gussain se estremeció ligeramente, pero contestó en seguida:

—Te equivocas: un rostro con una piel tan fea, no se me habría olvidado tan fácilmente. Te lo repito; no te he visto nunca.

—Un hombre con un brazo anquilosado y un ramito en el puño no se olvida así como así —replicó el malayo—. Fuiste tú; lo afirmo solemnemente.

El gussain se encogió de hombros, sonrió irónicamente y dijo:

—Este hombre es un loco o ha jurado perderme. Pero Tantia no es tan estúpido como para caer en la infame emboscada preparada por este miserable.

—Es demasiado astuto para comprometerse —dijo Tremal-Naik—. Pero el interrogatorio ha comenzado apenas y no acabará tan aprisa.

—Es cierto —dijo Sandokan—. Acusa, Kabung.

—Yo digo que este hombre se presentó en el palacio de la joven india —continuó el malayo—, que pidió permiso para descansar, que le dejaron solo y luego, durante la noche, desapareció, llevándose al ama. ¡Que lo niegue, si se atreve!

—Me atrevo —contestó el faquir.

—De forma que no quieres confesar por cuenta de quién has actuado —observó Sandokan.

—Yo soy un pobre hombre que sólo desea irse lo antes posible al kailasson. Mi cuerpo no serviría ni para la cena de un tigre.

—Kammamuri —dijo Sandokan—, este hombre no ha desayunado todavía, tráele un plato de curry. Igual que cedió Kaksa Pharaum, cederá este obstinado.

El maharato, que estaba removiendo el guiso contenido en una olla de hierro, que le hacía lagrimear abundantemente, llenó un recipiente y lo colocó ante el gussain.

—Come —dijo Sandokan—; después seguiremos la-conversación.

Tantia olió el arroz, condimentado con drogas muy fuertes y sacudió la cabeza, diciendo con voz resuelta:

—¡No!

Sandokan sacó una pistola de la faja, la cargó y acercando el frío cañón a una sien del prisionero, le dijo:

—O comes o te vuelo la cabeza.

—¿Que contiene este curry? —preguntó el faquir, apretando los dientes.

—Cómelo, te digo.

—¿Me prometes que no contiene un veneno?

—No tengo ningún interés en suprimirte: al contrario, deseo que vivas. ¿Te decides o no? Te concedo un minuto.

El faquir vaciló un instante, luego cogió la cuchara que le tendía Kammamuri con una sonrisa irónica y se puso a comer, haciendo horribles muecas.

—Demasiada pimienta en este curry —observó—. Tienes un mal cocinero.

—Buscaré otro —contestó Sandokan—. De momento confórmate con el que hay.

El faquir, al ver que no dejaba la pistola, siguió comiendo aquella mezcla infernal, que debía de quemarle el estómago. Pero como los indios acostumbran poner mucha pimienta en sus alimentos, especialmente en el curry, el gussain debía de notar menos sus ardientes efectos.

Cuando hubo terminado, se golpeó el vientre con la mano izquierda, diciendo:

—También esta sopa pasará.

—Veremos si tu estómago es tan sólido —replicó Sandokan—. Ahora tú, Tremal-Naik. El bengalí y Kammamuri agarraron al gussain por debajo de los brazos y le pusieron de pie.

—¿Qué más queréis de mí? —preguntó el desdichado con terror.

—Aún no hemos terminado —contestó Tremal-Naik—. ¿Creías escapar tan fácilmente? ¿Quieres evitar el resto? Pues entonces, confiesa.

—¡Ya os he dicho que no sé nada! —chilló Tantia—. No tomé parte en el secuestro de esa mujer. Y ya podéis arrancarme la lengua torturarme…, no podré deciros lo que no he hecho.

—Ya veremos —dijo Tremal-Naik.

Le empujaron fuera y le hicieron bajar la escalinata, deteniéndole ante un agujero muy profundo, que dos malayos estaban cavando.

—Ya bastará —dijo Sandokan a los dos piraras, tras echar un vistazo al hoyo—. El hombre no es gordo, todo lo contrario.

El gussain retrocedió dos pasos, mirando con turbación a Sandokan y a sus dos compañeros.

—¿Qué queréis hacer conmigo? —preguntó, rechinando los dientes—. Recordad que soy un faquir, un hombre santo que tiene la protección de Brahma.

—Llámale para que venga a librarte —recomendó Sandokan.

—Vosotros no gozaréis las delicias del kailasson, cuando se os lleve la muerte.

—Me contentaré con el paraíso de Mahoma.

—El rajá me vengará.

—Está demasiado lejos; además, en este momento no tiene tiempo de ocuparse de ti. ¿Quieres hablar sí o no?

—¡Malditos todos vosotros! —aulló furioso el gussain—. ¡Lanzo contra vosotros el mal de ojo!

—Mi cimitarra lo hará pedazos —contestó Sandokan—. Metedle dentro.

Los dos malayos se apoderaron del faquir, que con un solo brazo disponible opuso muy escasa resistencia, y le metieron en el agujero, dejando fuera la cabeza y el brazo izquierdo, que ya nadie hubiera podido doblar sin rompérselo.

Hecho esto, empezaron a echar paletadas de tierra con el fin de rodear e inmovilizar por completo aquel delgadísimo cuerpo.

El gussain —que quizás había adivinado a qué espantoso suplicio le condenaban sus verdugos, lanzaba gritos espantosos, pero no producían ningún efecto en Sandokan ni en Tremal-Naik.

—Ahora, la olla —dijo el Tigre de Malasia, cuando el faquir quedó enterrado.

Uno de los dos malayos corrió a la pagoda y regresó trayendo una especie de cubeta de metal, llena de agua transparente y la puso ante Tantia, a unos pasos de distancia.

—Cuando tengas sed ya la cogerás —dijo entonces Sandokan.

Al ver el agua, el gussain revolvió los ojos y sus labios se fruncieron.

A cincuenta pasos de la escalinata se alzaba un espléndido laurel bajo el cual los malayos habían extendido unas alfombras y colocado algunos almohadones.

Sandokan y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, se dirigieron hacia el árbol y se tendieron bajo su densa sombra, encendiendo sus pipas. El gussain no dejaba de chillar como un condenado, pidiendo agua.

La pimienta empezaba a hacer efecto, atenazándole las entrañas.

—Ahora el otro —dijo el Tigre de Malasia—. Kammamuri, ve a buscar al demjadar.

—¿Formaremos el tribunal bajo este árbol? —bromeó Tremal-Naik.

—Estamos más seguros aquí que en la pagoda.

—¡No lo sé, amigo! Tú olvidas que estamos en medio de la jungla.

—Mientras mis hombres batan los bambúes, no tenemos nada que temer.

—¿Vamos a dictar otra sentencia?

—Todo depende de la buena o mala voluntad del prisionero.

En aquel momento volvía Kammamuri con el capitán de los sikhs.

Era éste un hermoso ejemplar de indio montañés, de excepcional robustez, con una larga barba muy negra —que daba realce a su piel apenas bronceada— y dos ojos llenos de fuego.

Le habían desatado las manos y saludó militarmente a Sandokan y Tremal-Naik, llevándose la diestra al inmenso turbante blanco, con el casquete rojo bordado en oro, que le cubría la cabeza.

—Siéntate, amigo —le dijo el Tigre de Malasia—. Tú eres un guerrero y no un gussain.

El demjadar, que conservaba una calma digna de un verdadero soldado, obedeció sin pestañear.

—Quiero que me digas si has tomado parte en el secuestro de una princesa india junto con el faquir.

—Yo nunca he tenido ninguna relación con ese hombre —contestó el sikh, casi con desprecio—. Yo soy musulmán, como todos mis compatriotas, y no me ocupo de los santones.

—Entonces, no sabes nada del secuestro.

—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Además, yo no me ocuparía de una cosa así. Afrontar a los enemigos, ¡sea!; luchar con mujeres que no pueden defenderse, ¡jamás! Los sikhs de la montaña son guerreros.

—¿Quién te ha encargado que nos atacaras?

—El rajá.

—¿Quién había dicho a su alteza que habitábamos en te pagoda subterránea?

—Yo estoy acostumbrado a obedecer a las personas que me pagan y no a preguntarles por sus asuntos —contestó el capitán.

—¿Cuánto te da al año el rajá?

—Doscientas rupias.

—Si alguien te ofreciera mil, ¿dejarías al rajá?

Los ojos del demjadar relampaguearon.

—Piénsalo —dijo Sandokan, a quien no había escapado aquel relámpago que traicionaba una intensa codicia—. Sobre esto me contestarás más tarde, ahora quiero saber otras cosas.

—Habla, sahib.

—¿Eres tú quien manda la guardia real?

—Sí, soy yo.

—¿De cuántos hombres se compone?

—De cuatrocientos.

—¿Todos valientes?

Una sonrisa casi despectiva apuntó en los labios del demjadar.

—Los sikhs de la montaña saben morir y no cuentan a sus enemigos —dijo luego.

—¿Cuánto reciben tus hombres tras un año de servicio?

—Cincuenta rupias.

—¿Qué piensas de la oferta que te he hecho?

El demjadar no contesto: parecía hacer un cálculo difícil.

—Despacha, no tengo tiempo que perder —apremió Sandokan.

—El rajá del Mysore y el guicovar de Baroda, que son los príncipes más generosos de la India, no me darían tanto —contestó finalmente el sikh.

—¿Así que por esa suma tú aceptarías dejar al rajá del Assam y ponerte a las órdenes de otras personas?

—Sí, con tal de que paguen. Nosotros somos mercenarios.

—¿Aunque esa persona se sirviera de ti y de tus hombres para caer sobre el rajá del Assam? El demjadar se encogió de hombros.

—Yo no soy assamés —contestó luego—. Mi patria está en las montañas.

—¿Responderías de la fidelidad de tus hombres si se les ofrecieran doscientas rupias a cada uno?

—Sí, sahib, por completo —contestó el demjadar—. A todos esos montañeses les he enrolado yo, y sólo a mí obedecen.

—Te haré dar un adelanto de quinientas rupias, pero por ahora no debes abandonar mi campamento, y no dejarán de vigilarte.

—No sería necesario, porque tienes mi palabra, pero haz lo que quieras. Es mejor no fiarse, y yo en tu lugar, haría lo mismo.

—Ahora puedes marcharte; debo ocuparme del faquir. ¡Kammamuri! —llamó a continuación.

El maharato, que estaba acurrucado delante de Tantia, escuchando, impasible, los feroces aullidos del desgraciado acudió prontamente.

—¿Cómo va? —preguntó Sandokan, mientras el demjadar se alejaba.

—El gussain no puede resistir más: está rabioso.

—Vamos a ver si se decide a hablar. Ven, Tremal-Naik: no perderemos el día.

—Presiento ya que la corona de Surama no está lejos —dijo el bengalí.

—También yo, amigo; ahora solo es cuestión de paciencia.

Segunda parte. A Orillas Del Brahmaputra

17. La confesión del faquir

Devorado por una sed espantosa, quemado por el sol que daba directamente sobre su desnudo cráneo, ardiendo por dentro a causa de la pimienta y comprimido por la tierra, Tantia parecía haber llegado al límite de sus fuerzas.

Los ojos se le salían de las órbitas, tenía espuma en los labios y su brazo anquilosado sufría estremecimientos, como si de un momento a otro fuera a romperse por los esfuerzos desesperados de su propietario para bajarle hacia la cubeta llena de agua.

Gritos espantosos, que parecían los aullidos de un lobo rabioso, escapaban de vez en cuando de su pecho oprimido por la tierra.

Al ver a Sandokan y Tremal-Naik sus ojos se inyectaron de sangre y su rostro adquirió un horrible aspecto.

—¡Agua! —rugió.

—Sí, toda la que quieras, si te decides a hablar —contestó Sandokan, sentándose frente al miserable—. Voy a hacerte una proposición. Dime primero lo que te han dado por secuestrar a la joven india o por ayudar a los secuestradores.

El gussain hizo una mueca, y no contestó.

—Hace poco he convencido al demjadar de los sikhs para que me dijera todo lo que quería saber, y se trata de un valiente soldado y no de un fanático estúpido, como tú. Sigue su ejemplo y tendrás agua, y también rupias. Si te niegas, no me ocuparé más de ti y te dejaré morir en tu agujero. ¡Escoge!

—¡Rupias! —jadeó Tantia, mirando fijamente al Tigre de Malasia.

—Cien, tal vez doscientas.

El gussain se estremeció.

—¡Doscientas! —exclamó con voz apenas inteligible.

Y tras una última vacilación, dijo:

—Hablaré… si me das un sorbo de agua.

—¡Por fin! —exclamó Sandokan—. Estaba seguro de que te decidirías a confesar.

Cogió la cubera y la acercó a los labios del gussain, dejándole beber unos sorbos.

—Te la doy para soltarte la lengua —dijo—. Si quieres más, has de decírmelo todo. ¿Por cuenta de quién has actuado?

—Del favorito del rajá —contestó Tantia, que parecía reanimado, tras aquellos sorbos de agua.

—¿Quién es?

—El hombre blanco.

Sandokan y Tremal-Naik se miraron.

—Será aquel griego —dijo el primero.

—Seguro —contestó el segundo.

La frente de Sandokan se oscureció.

—Estás preocupado —observó Tremal-Naik.

—Tengo mil motivos para estarlo —contestó el famoso pirata—. Si ese perro ha hecho secuestrar a Surama, significa que de alguna forma ha llegado a conocer nuestros proyectes y, si fuera cierto, sería grave. Está en juego la cabeza de Yáñez.

—No me asustes, Sandokan.

—¡Oh! Todavía no la ha perdido, y nosotros aún no estamos muertos. Tú ya sabes de lo que soy capaz, y esa cabeza no caerá si yo no quiero; por otra parte, ya sabes también que quiero a Yáñez más que si fuera mi hermano, más que si fuera mi hijo.

—Lo sé; no podría existir el Tigre de Malasia sin su amigo portugués.

Sandokan que se había alejado un poco del faquir, para que no pudiera oír sus palabras, volvió hacia el hoyo.

—Veamos —dijo—, tal vez estamos imaginando unos peligros que no existen. Puede tratarse de una simple venganza.

Se dirigió Tantia, que seguía mirándole intensamente, y le preguntó:

—¿Tú has visto al favorito?

—No.

—¿Quién te dio la orden de secuestrar a la mujer?

—Un ministro, amigo íntimo del rajá.

—¿Y como lo hiciste?

—Primero la dormí con unas flores; después la bajé por la ventana. Abajo estaban los servidores del favorito.

—¿Dónde la llevaron?

—A casa del hombre blanco.

—¿Dónde está?

—En la plaza de Bogra.

—¡Bindar!

El assamés, que se hallaba a escasa distancia, masticando una nuez de areca con un poco de cal, acudió a toda prisa.

—¿Sabes dónde está la plaza de Bogra? —le preguntó Sandokan.

—Sí, sahib.

—Perfecto; continúa, gussain.

—¿Qué más quieres saber? —preguntó Tantia—. Ya te he dicho demasiado.

—Pero has ganado doscientas rupias.

—¿Me las darás?

—Yo soy hombre que mantiene sus promesas, no lo olvides, faquir.

—Entonces, puedo añadir algo a lo que te he dicho —dijo Tantia.

—¿Qué es?

—He sabido que el chitmudgar del favorito ha hecho beber a la joven no sé qué mezcla, para hacerla hablar.

Sandokan se sobresaltó.

—¿Y ha hablado? —preguntó con ansiedad.

—Seguro, puesto que han atacado la pagoda donde tú te ocultabas.

—¿Habrá comprometido a Yáñez? —se preguntó a media voz Sandokan, mientras su frente se cubría de sudor frío.

Se puso a pasear por la explanada con los puños apretados, el rostro alterado. De pronto, tuvo un repentino ataque de furor:

—¡Perro griego! —gritó tendiendo un brazo en dirección a la capital del Assam—. No abandonaré este país sin haberte arrancado el corazón. ¡Igual que maté al Tigre de la India, te mataré a ti!

También Tremal-Naik parecía preocupado y nervioso. Se preguntaba sin cesar qué palabras podían haber arrancado de los labios de Surama. Él había probado personalmente —cuando trató de luchar con los estranguladores de la Jungla Negra—, el efecto de narcóticos misteriosos, que sólo algunos indios conocen.

Si habían conseguido descubrir la finalidad de su presencia en el principado de Assam, ocurriría una completa catástrofe, pensaba.

Sandokan, tras unos minutos de paseo, apretando los puños sin cesar y frunciendo de vez en cuando la frente, volvió precipitadamente junto al faquir.

—¿No tienes nada que añadir a lo que has dicho?

—No, sahib.

—Te advierto que permanecerás en nuestro poder hasta nuestro regreso, y que si has mentido te haré arrancar la piel.

—Te esperaré tranquilo —contestó el faquir.

—En lugar de doscientas rupias, has ganado cuatrocientas, que te darán en seguida.

—Soy tuyo en alma y cuerpo.

—Veremos —contestó Sandokan.

Se volvió hacia los malayos, diciéndoles:

—Sacad a este hombre del hoyo y dadle de comer y de beber todo lo que quiera. Pero vigiladle atentamente. Y ahora, mi querido Tremal-Naik —añadió dirigiéndose a este—, preparémonos a partir. Surama será liberada, si no sobrevienen más incidentes.

—¿A quién llevaremos con nosotros?

—A Bindar, Kammamuri y seis hombres; los demás se quedarán vigilando a los prisioneros.

—¿Seremos bastantes para dar el golpe?

—En caso de necesidad, llamaremos en nuestra ayuda a los seis malayos de Yáñez. No perdamos tiempo y partamos.

Después de recomendar a Sambigliong que mantuviera un pequeño puesto de guardia en las orillas del pantano, Sandokan y sus compañeros abandonaron la pagoda para dirigirse al Brahmaputra.

Era casi mediodía, por lo que no debían correr ningún peligro durante la travesía de la jungla, ya que ordinariamente las fieras permanecen tendidas en sus guaridas durante las horas más cálidas del día, a menos que estén muy hambrientas.

En efecto, hicieron el trayecto sin ver ningún animal peligroso. Sólo alguna pareja de bighama —es decir perros salvajes— les siguió un rato, aullando sin atreverse a atacarles.

Llegados a la orilla del pantano, encontraron la bangle en el mismo sitio en que la habían dejado, señal evidente de que nadie se había acercado por allí.

Los guardias del rajá, no pudiendo seguir las huellas de los fugitivos a partir del río, debían de haber abandonado la persecución.

—Bindar —dijo Sandokan, subiendo a bordo de la barcaza—, gobierna de forma que lleguemos a la ciudad entrada la noche. No quiero que nos vean entrar en el palacio de Surama, que nos servirá de cuartel general.

Embarcaron, levaron el ancla, retiraron la amarra y embocaron el canal que debía conducirles al Brahmaputra remando lentamente porque no tenían mucha prisa.

Reinaba una profunda calma en el pantano y sus orillas. Sólo de vez en cuando algún ave acuática se alzaba pesadamente, describiendo curvas en torno a la bangle, luego se dejaba caer entre los grupos de cañas.

En medio de las plantas de loto, medio hundidos en el fango, dormitaban grandes cocodrilos, que no se dignaban moverse ni cuando la barca pasaba junto a ellos.

Hacia las seis de la tarde, Sandokan y sus compañeros llegaban al Brahmaputra.

Dos poluar, especie de embarcaciones indias —las más adecuadas para la navegación interna, porque son de construcción ligera, con la proa y la popa a igual altura, y provistas de dos pequeños palos que sostienen dos vela; cuadradas—, navegaban a poca distancia una de otra, rozando casi la orilla opuesta, donde la corriente era más fuerte.

—¿Serán barcas de reconocimiento? —se preguntó Sandokan, que las había observado en seguida.

—No veo ningún sikh a bordo —dijo Tremal-Naik—. Tienen el aspecto de simples navíos mercantes.

—Veo una espingarda en la proa de uno de ellos.

—Tal vez van armados porque los cursos de agua que atraviesan estas regiones no siempre son seguros.

—No obstante, los vigilaremos —murmuró Sandokan.

—Podemos comprobar en seguida si son simples traficantes o exploradores.

—¿Cómo?

—Quedándonos atrás o pasándolos.

—Probemos; como no tenemos prisa, podemos retirar los remos y dejarnos llevar por la corriente.

Los malayos, advertidos del plan, retiraron las largas palas y la bangle disminuyó la marcha, avanzando un poco de través.

Los dos poluar siguieron su marcha, ayudados por la brisa que hinchaba sus velas y en pocos minutos se encontraban a considerable distancia de la bangle, desapareciendo a continuación en la curva del río.

—Se han marchado —dijo Tremal-Naik—; yo tenía razón.

Sandokan inclinó la cabeza sin contestar. No parecía convencido de la inocencia de los pequeños navíos.

—¿Dudas todavía? —preguntó su compañero.

—Un pirata olfatea a los adversarios a gran distancia —dijo por fin el Tigre de Malasia—. Estoy más que seguro de que esos barcos van explorando el río.

—Nos hubieran detenido e interrogado.

—Aún no hemos llegado a Gauhati.

—¿Piensas que los sikhs nos siguieron en nuestra retirada a través de la jungla? Sin embargo, yo no vi ninguna barca que nos persiguiera.

—¿No cuentas las orillas? Los indios sois corredores insuperables, y un hombre que avanzara por la orilla izquierda hubiera podido no perder de vista la bangle y observar el sino en que embocaba el canal del pantano.

—¿Y por qué no nos atacaron en la jungla?

—Pueda que no hayan tenido valor para hacerlo —contestó Sandokan—. Pero esto son simples suposiciones, y es muy posible que me equivoque. Sin embargo, abramos bien los ojos, y preparémonos para cualquier cosa. Adivino que tenemos que luchar contra un hombre muy fuerte, que vale diez veces más que el rajá.

—¿El griego?

—Sí —contestó Sandokan—. Es él el enemigo peligroso.

—Es verdad: sin ese hombre, quién sabe cuántas cosas habría hecho Yáñez a estas horas.

—A mí me basta con disponer de los sikhs. Si el demjadar consigue persuadirles de que se pongan a mi servicio, verás qué pandemonio desencadeno en Gauhati.

Encendió su cibuc y se sentó en la borda de proa, dejando colgar las piernas sobre el río que rumoreaba en torno a la bangle. El sol se estaba poniendo iras las altas cimas de los palas —esos bellísimos árboles de tronco nudoso y macizo, coronado por un tupido pabellón de hojas aterciopeladas, de un verde azulado, de donde parten enormes racimos resplandecientes, de los que se saca un polvo de color de rosa, que utilizan los hindúes en las fiestas de Holi.

En las orillas, numerosos campesinos batían, con un ritmo monótono, el añil recogido durante la jornada y puesto a macerar en grandes artesas, para separar mejor sus partículas y hacerlo precipitar más aprisa, según el sistema empleado por los indios para tratar esta materia colorante.

Otros conducían a abrevar gigantescos búfalos, vigilándolos atentamente para evitar que los cocodrilos los cogieran por el hocico o por la nariz y los arrastraran al fondo, cosa muy frecuente en los ríos de la India.

Hacia las nueve, la bangle avistó los faroles que resplandecían en las principales calles de la capital del Assam. Iba a pasar junto al islote en el que se alzaba, la pagoda de Karia, cuando se encontró de improviso ante les dos poluar, que cerraban el paso.

En seguida se oyó una voz, procedente del más próximo:

—¡Ohé! ¿De dónde venís y adonde vais?

—Deja que conteste yo —dijo Tremal-Naik a Sandokan.

—Hazlo —contestó éste.

El bengalí gritó:

—Venimos de una partida de caza.

—¿Hecha dónde? —preguntó la misma voz.

—En el pantano de Benar —contestó Tremal-Naik.

—¿Qué habéis matado?

—Una docena de cocodrilos que iremos a recoger mañana, porque se han hundido.

—¿Habéis visto hombres por aquellos alrededores?

—No; sólo marabúes y ocas.

—Pasad y buena suerte.

La bangle, que había disminuido la marcha, reemprendió su carrera, a todo remo, mientras los dos poluar aflojaban los cables para dejarle paso.

—¿Qué te he dicho? —preguntó Sandokan a Tremal-Naik, cuando se hubieron alejado—. Los piratas tenemos un olfato extraordinario y olemos al enemigo a distancias increíbles.

—Me has dado una buena prueba —admitió Tremal-Naik—. ¿Nos habrán seguido realmente?

—No lo dudo.

—Sin embargo, hemos salido muy bien del paso.

—Por tu buena idea.

—¿Dónde desembarcaremos?

—En el centro de la ciudad. Esta noche quiero dormir en el palacio de Surama. Tal vez allí encontremos noticias de Yáñez. Kabung no habrá dejado de hacer una visita a los criados.

—Es lo que pensaba yo también. Aquel malayo es muy inteligente.

—Un pícaro —dijo Sandokan—. Si no lo fuera, no sería malayo.

—¡Bueno! Evitados los navíos de vigilancia todo irá bien. Mañana empezaremos a buscar a Surama, y prepararemos una buena jugada al griego y a sus hombres. ¿Supones que tiene un chitmudgar en su palacio?

—Seguro, Sandokan —contestó Tremal-Naik—. Un indio que se respete ha de tener por lo menos una veintena de criados y un mayordomo.

—Que se deje pescar por mí, y habremos dado el golpe. No se trata más que de saber qué lugares frecuenta.

—¿Para qué?

—Déjame hacer; tengo una idea. ¡Eh, Bindar!, ¿podemos anclar?

—Sí, sahib.

—Pues acércate a la orilla.

Con unos pocos golpes de remo, la bangle atravesó el río y fue a anclar ante un antiguo bastión que defendía la ciudad por el lado de occidente.

—A tierra —ordenó Sandokan, tras asegurarse de que detrás de la fortificación no había nadie—. Que dos hombres queden de guardia en la bangle.

Cogieron sus armas y descendieron a la orilla, que estaba cubierta de tupidos grupos de nagatampos —árboles durísimos que dan unas bellas y perfumadas flores con las cuales se engalanan las jóvenes indias.

—Seguidme —dijo Sandokan—. Si no hay espías por los alrededores, llegaremos al palacio de Surama sin que nos vean.

—¿Qué temes ahora? —preguntó Tremal-Naik.

—Ese griego es capaz de haber tendido emboscadas, amigo mío. En marcha, y si hay que pegar, emplead sólo las cimitarras. Nada de disparos.

—De acuerdo, capitán —dijeron los malayos.

—¡Venid!

Empezaron a costear el río, cubierto de enormes tamarindos, que con su sombra hacían más profunda la oscuridad; luego, llegados al barrio oriental, se metieron por las callejuelas interiores, dirigiéndose al centro de la ciudad.

Era ya muy tarde, y había poquísimas personas por la calle, y aun ésas se apresuraban a alejarse, confundiendo probablemente a Sandokan y sus compañeros con soldados del rajá en busca de algún malhechor.

Sería cerca de medianoche cuando el grupo desembocó en la plaza en que se alzaba el palacio que Yáñez había comprado para su bella prometida.

Sandokan se detuvo, lanzando una rápida mirada a izquierda y derecha.

—Veo dos indios parados delante del edificio —dijo a Tremal-Naik.

—Yo también —contestó el bengalí.

—¿Serán espías de ese maldito griego?

—Puede. Le interesará vigilar esta casa.

—Tratemos de cogerlos en medio. Nos haremos pasar por guardias del rajá que hacen una ronda nocturna.

Pero los dos indios, al darse cuenta de la presencia del grupito, se alejaron rápidamente, a pesar de que Tremal-Naik gritó en seguida:

—¡Alto! ¡Servicio del rajá!

—Deben de ser dos bribones —dijo Sandokan, cuando les vio desaparecer por una callejuela tenebrosa—. Dejémosles marchar.

Luego, dirigiéndose a Kammamuri, prosiguió:

—Tú quédate de guardia con los malayos. Nuestra expedición nocturna no ha terminado todavía, y antes de que salga el sol quiero conocer la residencia privada de ese perro griego.

Subió la escalinata, seguido por Tremal-Naik y Bindar y golpeó sin hacer mucho ruido la placa de metal que colgaba del quicio de la puerta.

El guardián nocturno que velaba en el corredor acudió prontamente, y reconociendo en aquellos hombres a los amigos de su dueña, hizo una profunda inclinación.

—Llévanos en seguida ante el mayordomo —dijo Sandokan—. Pronto, tengo prisa.

—Entra en el salón, sahib. En medio minuto vuelvo.

Sandokan y sus dos compañeros abrieron la puerta y entraron en una elegantísima habitación, aún iluminada.

Apenas se habían sentado ante una espléndida mesita de ébano de Ceilán, fileteada en oro, cuando el mayordomo del palacio, apenas cubierto por un dootèe de tela amarilla, se precipitó en el salón, exclamando con voz sollozante.

—¡Ah, señor! ¡Qué desgracia!

—La conocemos —interrumpió Sandokan—. Es inútil que pierdas el tiempo en contárnosla. ¿El sahib blanco de tu señora se ha dejado ver?

—No.

—¿No ha enviado a nadie?

—A aquel hombre de rostro oliváceo, con una carta para la señora.

—Dámela en seguida. Los minutos son preciosos ahora.

El mayordomo se aproximó a un cofrecillo lacado, con incrustaciones de madreperla, y cogió un plieguecillo, tendiéndolo al pirata.

Éste rompió los sellos, y leyó rápidamente el escrito.

—Yáñez no sabe nada aún —dijo a Tremal-Naik—. Kabung ha guardado bien el secreto.

—¿Qué más?

—Dice a Surama que no se inquiete por él, y que la herida del favorito cura con rapidez. Todos los bribones tienen la piel a prueba de acero y de plomo.

—¿Nada más?

—Le encarga que nos diga que por el momento no corre ningún peligro, y que se ha ganado la estimación y la confianza del rajá. Bien: como se encuentra perfectamente en la corte y no sabe que han secuestrado a su prometida, más vale que le dejemos tranquilo y actuemos nosotros solos.

Se volvió al mayordomo, que estaba erguido ante él, esperando órdenes, y le dijo:

—¿Ha ocurrido algo, después del secuestro de tu ama?

—No, sahib. Pero he observado que algunas personas rondan en torno al palacio hasta muy entrada la noche.

—¡Ah! —exclamó Sandokan—. Vigilan por aquí; estaba seguro de ello. ¿Has hecho averiguaciones?

—Sí, sahib; pero siempre infructuosas.

—¿Has avisado a la policía?

—No me he atrevido, temiendo que el ama haya sido secuestrada por orden del rajá.

—Has hecho muy bien. Ahora, Tremal-Naik y Bindar, volvamos a emprender la caza.

—¿Y yo qué he de hacer, señor? —preguntó el mayordomo.

—Absolutamente nada hasta nuestro regreso. Los hombres que el sahib blanco dejó de guardia a Surama, ¿siguen aquí?

—Sí.

—Les avisarás que estén preparados; puedo necesitarles para reforzar mi escolta. Mañana, entrada la noche, estaremos aquí. Adiós.

Salió de la sala y se reunió con sus hombres, que estaban sentados en la escalinata.

—Dejad las carabinas —les dijo—. Conservad sólo las pistolas y las cimitarras. ¡Y ahora, a la caza!

18. El joven Sudra

De temperamento tranquilo, igual que su íntimo amigo Yáñez, Sandokan estaba entonces nerviosísimo. Su sangre ardiente de borneano le hervía en las venas, a pesar de que ya no era un muchacho.

Habituado a los ataques impetuosos, envejecido entre las cimitarras y el humo de las espingardas y los cañones de sus praos, el formidable pirata estaba desconcertado por no haber tenido ocasión de luchar. Caminaba aprisa, atormentando la empuñadura de su cimitarra, y refunfuñando. Tampoco Tremal-Naik parecía completamente tranquilo.

El temor de no poder liberar en seguida a Surama, o de no encontrarla en el palacio del favorito del rajá, debía de trastornar un tanto su extraordinario temple. Sin embargo, eran hombres que habían llevado a buen puerto otras empresas aún más difíciles, tanto en la India como en los mares de Malasia.

Eran las dos de la mañana cuando llegaron a la plaza de Bogra, en uno de cuyos extremos se alzaba el palacio del favorito del rajá, una especie de bungalow de elegantísima construcción, con techo piramidal, que se elevaba mucho, y bellísimas galerías alrededor, sostenidas por columnitas de madera pintadas con brillantes colores y dorados.

Dos vastas alas —destinadas a albergar servidumbre, caballos y elefantes— se extendían a sus costados.

—¡Así que es aquí donde viene a descansar aquel bribón, y donde quizás se encuentra Surama! —exclamó Sandokan.

—¿Quieres que tomemos la casa por asalto? Tus malayos están dispuestos —dijo Tremal-Naik.

—Sería una gran imprudencia —contestó el pirata—. No estamos en Borneo y nos interesa actuar con la máxima prudencia.

—Entonces, ¿para qué hemos venido?

—Para estudiar un poco la casa. De día nos verían enseguida.

—Sin embargo, no sería difícil escalar la galería inferior —dijo Kammamuri.

—Tengo otra idea. Lo que necesito es saber si Surama está realmente aquí, y en qué estancia. Demos la vuelta al palacete y estudiemos sus puntos más accesibles. Luego volveremos a hablar del asunto.

El bungalow del griego estaba completamente aislado: también su parte posterior tenía galerías sostenidas por columnas y cerradas con ligeras esteras de cocotero para resguardarlas de los ardientes rayos del sol indio.

En las construcciones que se extendían a los costados bastante más bajas que el edificio central y defendidas por una alta empalizada, se oía el ronquido de los elefantes y el gruñido de los perros.

—Estos animales me preocupan —dijo Sandokan, después de dar una vuelta—. Tendré que ocuparme de los perros. ¡Bindar!

—¡Señor!

—¿Hay alguna posada en los alrededores?

—Sí, sahib.

—¿Estará abierta?

—Dentro de poco amanecerá, por tanto es posible que la servidumbre esté ya levantada.

—Llévanos allí; a menos que se trate de un lugar demasiado lujoso.

—Es un bungalow de los llamados de paso, sahib.

—Mejor así; nos alojaremos en él. Así podremos vigilar la casa del favorito del rajá y observar lo que ocurra.

Atravesaron la plaza sin encontrar a nadie, y tras dar la vuelta a una de las esquinas, se detuvieron ante lo que Bindar había llamado un bungalow de paso.

Esta especie de posadas son frecuentadas casi exclusivamente por viajeros que se detienen pocos días. Consisten en una casa de forma rectangular, de un solo piso dividido en varias habitaciones, con un pequeño baño cada una y amuebladas con mucha sencillez —sólo tienen una cama, una mesa y un par de sillas o enormes sillones de altísimo respaldo, con asientos de un metro de largo, de forma que las piernas pueden estirarse a la altura del cuerpo, y construidos con madera de rotang..

Se paga una rupia por estancia —tanto si dura dos o tres días como unos minutos—, y la comida tiene una tarifa especial.

El mayordomo —porque también en estos establecimientos se encuentra el inevitable chitmudgar— y los servidores estaban ya en pie, esperando a los viajeros que pudieran llegar.

—Alojamiento y comida para todos nosotros —dijo Tremal-Naik al importante individuo que dirigía la posada—. Nos detendremos unos días, y pondrás a nuestra disposición todas las habitaciones.

—Tú, sahib, serás servido como un rajá o un marajá —contestó el chitmudgar—. Mi bungalow es de primera clase.

—Y nosotros no miraremos el precio, con tal de que la comida sea buena —dijo Sandokan—. De momento, traemos algo de beber.

El mayordomo les introdujo en una salita donde había una mesa y cómodos sillones; hizo servir a los viajeros un vaso lleno del vino llamado toddy —claro, algo espumoso, agradable al paladar y muy saludable—, una caja llena de hojas —semejantes a las del pimentero o la hiedra— con un poco de cal, y unos pedacitos de areca, que tiñe la saliva y los labios de rojo: el betel indio.

—Ahora nosotros, Bindar —dijo Sandokan, después de vaciar un par de vasos de toddy—. En este asunto, has de desempeñar un papel muy importante.

—Mi padre era un fiel servidor del padre de la princesa, y su hijo lo será también —contestó el indio—. Manda, sahib, y yo haré cuanto quieras.

—Necesito que traigas aquí a beber a algún criado de casa del favorito.

—Eso no será difícil. Un indio no rehúsa nunca un buen vaso de toddy, especialmente cuando no ha de pagarlo.

—Entonces, irás a rondar por la plaza de Bogra, y harás morder el anzuelo al primer sirviente que salga. Puedes hacerlo de la mejor forma posible, y si se necesitan rupias, paga con liberalidad. Pongo cien a tu disposición.

—Con esa suma, compro la conciencia de veinte criados.

—Me basta con uno —dijo Sandokan—. Tráemelo aquí.

—Serás obedecido, sahib.

—Ve pues —y volviéndose a sus hombres y a Kammamuri, añadió—: Podéis ir a descansar: de momento bastamos Tremal-Naik y yo.

Cargó su cibuc, lo encendió y se puso a fumar flemáticamente, mientras su amigo enrollaba una hoja de betel en la que había puesto una pizca de cal y un trocito de areca, metiéndosela a continuación en la boca. Los indios afirman que se trata de una espléndida droga que conforta el estómago, fortifica el cerebro y cura el mal aliento, pero por otra parte ennegrece los dientes y hace escupir una saliva de color de sangre.

Transcurrida media hora, sin que hubiesen pronunciado una sola palabra, se abrió la puerta de la sala y apareció Bindar seguido de un joven indio que vestía un dootèe de seda amarilla y calzaba un tipo de zuecos que sólo suelen llevar los criados de las casas grandes, que sujetan con los dedos de los pies sin que les impidan caminar con comodidad y presteza.

—Aquí tienes lo que deseabas, sahib —dijo Bindar—. Está dispuesto a beber un vaso de toddy, si se lo ofreces.

Sandokan contempló atentamente al recién llegado y pareció contento del examen porque un relámpago de satisfacción brilló en sus negrísimos ojos, llenos de fuego.

—Siéntate y bebe cuanto quieras —le dijo—. No perderás inútilmente el tiempo, porque yo acostumbro a pagar con largueza los servicios que se me prestan.

—Yo estoy a tus órdenes, sahib —contestó el joven indio.

—Sólo necesito pedirte algunos informes sobre tu amo porque deseo un puesto en la corte del rajá.

—Mi señor es muy poderoso, y te lo puede conseguir si quiere.

—¿Tendría que pagar mucho?

—Mi amo está ávido de rupias y también de libras esterlinas.

—¿Podrías hablarle?

—Yo no, pero su mayordomo sí.

—¿Aún está en cama el favorito del rajá?

—Sí, y tiene para varios días. El maldito inglés le hirió más gravemente de lo que él creía.

—Bebe.

—Gracias, sahib —contestó el joven, vaciando el vaso que Tremal-Naik le había puesto delante.

—¿De forma —prosiguió Sandokan—, que el herido está grave?

—No mucho, porque la cimitarra de aquel perro inglés le alcanzó de refilón.

—¿Tu amo va con frecuencia a su bungalow?

—¡Oh, no! Muy raras veces —contestó el indio—. El rajá no puede vivir sin él.

—Sigue bebiendo, muchacho, y tú, Tremal-Naik, haz traer botellas de ginebra o de coñac, de marca inglesa de verdad. Esta mañana me apetece beber. ¿Así que me decías…?

—Que el favorito del rajá viene muy raramente al bungalow —contestó el joven vaciando un segundo y un tercer vaso de toddy.

—¿No tiene un harén en su palacio?

—Sí, sahib.

—¿Compuesto por indias?

—Puedes decir que por las más hermosas muchachas del Assam.

—¡Ah! —exclamó Sandokan, recargando el cibuc y encendiéndolo de nuevo, mientras Tremal-Naik destapaba dos botellas de ginebra añeja, de diez rupias cada una, y llenaba al joven un vaso de un nali de capacidad (un par de quintos)—. ¡Al favorito le gustan las muchachas hermosas!

—Es un gran señor que se puede permitir cualquier lujo.

—¿Es cierto lo que se dice por la ciudad?

—¿Qué se dice, sahib?

—Bebe antes esta excelente ginebra, y después me contestarás.

El indio, que quizás no había probado nunca aquel licor tan fuerte, tragó con avidez cuatro o cinco sorbos, haciendo chascar la lengua.

—Excelente, sahib —dijo.

—Vacía el vaso entonces. Tenemos más botellas.

El joven criado del griego cogió de nuevo el vaso, del que bebió largos sorbos. Con toda seguridad, no se había visto nunca en medio de tanta abundancia.

—¡Ah! —dijo Sandokan, cuando le pareció que la ginebra hacía ya efecto en la cabeza del pobre muchacho—. Te quería preguntar si es cierto el rumor que corre por la ciudad.

—No sé de qué se trata.

—De que el favorito ha hecho una nueva adquisición.

—No comprendo.

—Que hizo secuestrar, de noche, a una princesa extranjera de maravillosa belleza, según se dice.

—Sí, sahib —contestó el indio, bajando la voz y entrecerrando los ojos—. Pero me sorprende que se haya sabido en la ciudad, porque el rapto se cometió de noche.

—Con la ayuda de un gussain, ¿no es cierto?

—¿Qué es lo que tú sabes, sahib?

—Me lo han dicho —contestó Sandokan—. Sigue bebiendo; aún no has vaciado tu vaso.

El indio, a quien gustaba aquella bebida, lo dejó seco de un trago. El efecto —en un hombre acostumbrado sólo a sorber un poco de toddy— fue fulminante.

Se derrumbó en un sillón, mirando a Sandokan con unos ojos apagados, que habían perdido toda expresión.

—Me decías que el golpe se dio de noche —observó Sandokan, con tono algo irónico.

—Sí, sahib —contestó el indio, con voz casi apagada.

—¿Y dónde llevaron a la muchacha?

—Al bungalow del favorito.

—¿Y aún está allí?

—Sí, sahib.

—Debe de estar desesperada.

—Llora continuamente.

—Pero el favorito aún no se ha dejado ver.

—Ya te he dicho que está enfermo y sigue en la corte en el departamento que le ha destinado el rajá.

—¿Y dónde la han metido? ¿En el harén?

—¡Oh, no!

—¿Sabrías decirnos en qué habitación?

El indio le miró algo sorprendido, y tal vez un tanto receloso, aunque por entonces estaba ya completamente borracho, o le faltaba muy poco.

—¿Por qué me preguntas esto?

Sandokan acercó su silla al indio y, bajando la voz a la vez, le susurró al oído.

—Yo soy el hermano de esa joven.

—¿Tú, sahib?

—Pero no debes decirlo, si quieres ganarte veinte rupias.

—Seré mudo como un pez.

—A veces, incluso los peces emiten sonidos. Me basta con que seas mudo como las cabezas de elefante que adornan las pagodas.

—He comprendido —dijo el indio.

—Y si me sirves bien, habrás hecho tu fortuna —prosiguió Sandokan.

—Sí, sahib —afirmó el indio, bostezando como un oso y apoyándose en el respaldo del sillón.

—A condición de que me presentes al chitmudgar del favorito.

—Sí…, del favorito.

—Y de que no hables.

—Sí…, hables.

—¡Vete al diablo!

—Sí…, diablo.

Fueron sus últimas palabras, porque vencido por la embriaguez cerró los ojos y se puso a roncar sonoramente.

—Dejémosle dormir —dijo Sandokan—. Este muchacho no había bebido tanto en su vida.

—Ya lo creo; le has hecho beber tres raciones de cipayo de golpe.

—Pero he conseguido saber lo que quería. ¡Surama está aún en el palacio y el griego sigue en cama! Cuando ese canalla se levante, la futura reina del Assam ya no estará en sus manos.

—¿Qué piensas hacer?

—Ante todo, conocer al chitmudgar. Cuando esté en palacio, ya verás qué bonita jugada hacemos. Dejemos que este muchacho digiera en paz la ginebra que ha tragado y vamos a desayunar.

Pasaron a un salón vecino y se hicieron servir una tiffine —carne, hortalizas y cerveza.

Cuando acabaron se tendieron en los sillones y, tras advertir al mayordomo que no dejara salir al joven indio, cerraron a su vez los ojos, tomándose un poco de reposo. Su sueño no fue muy largo, porque un par de horas más tarde entró el mayordomo, avisándoles de que al muchacho se le habían pasado ya los efectos de la abundante bebida y que insistía en verles.

—Ese chico debe de tener un estómago a prueba de plomo —dijo Sandokan, levantándose con presteza.

—Puede competir con los avestruces —añadió Tremal-Naik.

Entraron en la estancia contigua y, efectivamente, encontraron al criado del griego en pie y fresco como si hubiera bebido agua pura.

—¡Oh, sahib! —exclamó con un gesto desolado—. Me he dormido.

—Y temes los reproches del mayordomo del bungalow. ¿No es cierto? —preguntó Sandokan.

—Eso no, porque hoy es mi día libre.

—Entonces todo va bien.

Sandokan sacó de la faja un puñado de fanoni —monedas de plata de media rupia de valor—, y se lo tendió, diciendo:

—De momento esto, a condición de que me presentes al mayordomo, porque deseo un empleo en la corte, y no me importa que sea alto o bajo.

—Si eres generoso con él, podrá conseguirte el empleo. Tiene un hermano en la corte que goza de cierta consideración.

—Pues vamos en seguida.

—¿Y yo? —preguntó Tremal-Naik.

—Tú me esperarás aquí —contestó Sandokan, guiñándole un ojo—. Si hay otro puesto disponible, no me olvidaré de ti. Ven, muchacho.

Abandonaron el hotel y atravesaron la plaza llena de gente, de carros de todas formas y dimensiones, pintados en brillantes colores, de elefantes y de camellos, y entraron en el espléndido bungalow del favorito del rajá, no sin que Sandokan despertara viva curiosidad por su altivo porte y por el color de su piel, muy distinto al de los indios, que no tienen tonos oliváceos.

El chitmudgar del griego, advertido de la presencia de aquel extranjero en la casa de su dueño, se apresuró a bajar a la estancia en que el joven criado había introducido a Sandokan, con ánimo de hacer sentir al intruso el peso de su autoridad de gran personaje.

Pero cuando se vio ante la formidable figura del pirata, fue el primero en hacer una profunda inclinación, le llamó señor y le rogó que se sentara.

—Ya sabías la finalidad de mi visita —le dijo Sandokan bruscamente.

—El criado que te ha traído aquí me lo ha dicho —contestó el mayordomo del favorito, con aire embarazado—. Pero me maravilla que tú, señor, que tienes el aspecto de un príncipe, busques un puesto en la corte, y a través de mí.

—Y de tu amo —dijo Sandokan—. Por otra parte, tienes razón al mostrarte sorprendido, porque no pertenezco a la casta de los sudra.. Un día fui príncipe, rico y poderoso, y aún lo sería si los ingleses no hubieran destruido todos los principados de la India meridional.

—¡Los ingleses! Siempre esos perros, esos enemigos obstinados de nuestra raza. ¡Oh, sahib!

—Deja estar a esa gente y vamos a mi asunto —interrumpió Sandokan.

—¿Qué es lo que quieres, señor?

—Yo sé que tu amo es muy poderoso en la corte del rajá y vengo a pedir su apoyo para obtener una ocupación.

—Pero señor…

—He podido salvar unos centenares de rupias —dijo Sandokan, interrumpiéndole con prontitud— que serán tuyas si puedes inducir a tu señor a recomendarme al rajá. Oyendo hablar de dinero, el mayordomo hizo una profundísima reverencia.

—Mi amo me aprecia mucho —dijo—, y no me negará un favor tan pequeño, tratándose de procurar el pan a un príncipe desgraciado. En la corte hay sitio para todos.

—Ahora desearía pedirte un favor, pagando también.

—Habla, señor.

—Yo aquí no tengo parientes ni amigos; por tanto necesito una habitación, aunque sea un cuchitril: ¿no podrías proporcionármela tú? No te molestaré para nada y te pagaré una rupia al día, comida incluida.

El mayordomo reflexionó un memento, y contestó:

—Puedo satisfacerte, señor, a condición de que finjas ser un criado y hagas algún pequeño trabajo. Tengo un cuartucho cerca de la galería del segundo piso que te puede servir.

Sandokan sacó quince rupias y las depositó sobre la mesa que tenía delante.

—Te pago dos semanas. Si me colocas antes, no te pediré que me las devuelvas.

—Eres generoso como un príncipe.

—Guíame o hazme guiar a mi habitación.

El chitmudgar abrió la puerta e hizo entrar al joven criado de antes, quien parecía esperar sus órdenes.

—Llevarás a este sahib a la habitación que está junte a la segunda galería y, hasta nueva orden, le tratarás como invitado mío.

Luego dijo volviéndose a Sandokan:

—Síguele, señor. Esta noche me ocuparé de tu asunto.

—¿Vas a visitar al favorito?

—Espero sus órdenes.

Le hizo un gesto con la mano, como recomendándole la máxima prudencia y salió por otra puerta.

—Ya estoy en el corazón de la plaza —murmuró Sandokan—. Es otro día ganado. Acompáñame, muchacho.

—Sígueme, sahib.

Subieron una escalera reservada a la servidumbre y, tras cruzar la galería superior, entraron en una minúscula habitación donde sólo había una cama y dos sillas.

—¿Te va, sahib? —preguntó el sudra.

—Perfecto —contestó Sandokan—. Además sólo estaré aquí unos días.

—Desde luego, no tienes aquí el lujo de la posada.

Sandokan le puso una mano en el hombro, diciéndole gravemente:

—Me has prometido ser mudo como un pez, así que no has de hablar con nadie de esa posada.

—Sí, sahib.

—Ahora te necesito, si quieres ganar más monedas de plata.

—Habla, sahib; eres más generoso que mi amo.

—¿Dónde está la joven que trajeron aquí de noche?

El sudra reflexionó un momento; luego, pasándose una mano por la frente, dijo:

—Aunque había bebido mucho, recuerdo que me dijiste que eras el hermano de esa señora.

—Es cierto.

—Y… ¿qué quieres hacer, sahib?.

—No te ocupes de eso.

—Al servirte corro el riesgo de que me despidan e incluso de que me den una paliza.

—Ni lo uno ni lo otro, porque yo te tomaré a mi servicio con paga doble y cien rupias de regalo.

El joven abrió de par en par los ojos, fijándolos en Sandokan y preguntándose si soñaba.

—¡Me tomarás a tu servicio y con paga doble! —exclamó finalmente.

—Sí.

—Soy tuyo en cuerpo y alma.

—No los necesito —contestó Sandokan—; por ahora me basta con tu lengua.

—¿Qué quieres saber?

—Dónde está la joven india.

—Está más cerca de lo que imaginas.

—Dímelo.

El sudra abrió una puerta escondida tras una cortina, que Sandokan no había visto, y le mostró un estrecho corredor.

—Este corredor lleva a la habitación de la joven secuestrada —dijo en voz baja—. El harén del amo está en el segundo piso.

—Veo otra puerta en el fondo; pero supongo que está cerrada.

—Sí, pero yo puedo darte la llave.

—Es lo que necesito.

—La tendrás dentro de media hora, sahib.

—Me has dicho que hoy estás libre.

—De forma que puedes ir a la posada.

—A cualquier hora.

Sandokan sacó una libretita del bolsillo, arrancó una página y escribió unas líneas a lápiz.

—Entregarás esta carta al hombre que me acompañaba cuando te ofrecí de beber. ¿Le reconocerás?

—¡Oh, sí, sahib!

—Tráeme la llave, una botella de cualquier licor y déjame solo.

—Sí, sahib.

Cuando salió el joven sudra Sandokan avanzó de puntillas por el corredor y examinó la puerta. Como la mayoría de las puertas indias, estaba laminada en bronce; sin embargo, acercando el oído a la cerradura, pudo percibir dos voces de mujer.

—¡Surama! —murmuró—. En cuanto tenga la llave y una cuerda, el golpe estará dado. Mi querido griego, ¡veremos quién de los dos es más astuto! Pero hay alguien hablando con Surama. ¡Bah! Si no se calla, le cerraré la boca de una puñalada.

Volvió a su cuchitril, se tendió en la cama y, encendiendo el cibuc se puso a fumar, sumergiéndose en profundas reflexiones.

Apenas había terminado la primera carga de tabaco compareció el joven sudra trayendo una botella y un vaso de metal dorado.

—Aquí tienes, sahib. Es el mayordomo quien te envía esto.

—¿Y la llave?

—La he cogido sin que nadie se diera cuenta.

—Eres un buen chico. Ahora dime si mi hermana está sola o acompañada por alguna otra mujer.

—Eso lo ignoro, porque yo no puedo entrar en el harén de mi señor.

—No importa —dijo Sandokan tras un momento de reflexión.

—¿Qué más he de hacer?

—Llevar a mi amigo la carta que te he dado, y para esta noche traerme una cuerda bien fuerte.

—¿Qué quieres hacer, sahib? —preguntó el sudra, asustado.

—Te he dicho que te tomo a mi servicio con doble paga; ¿no te basta?

—Es cierto, sahib.

—Vete.

Esperó a que el ruido de los pasos hubiese cesado, luego volvió al corredor con la llave que le había dado el joven en la mano, y acercó el oído a la cerradura, igual que antes.

—Ya no hablan —murmuró—. Aparezcamos, pues: Surama se alegrará de verme. Introdujo la llave y abrió.

Un grito sofocado con esfuerzo, respondió al chirrido del pestillo.

—¡Calla, Surama! —dijo Sandokan—. ¡Soy yo!

19. La liberación de Surama

Sandokan se halló en un espléndido dormitorio, de estilo greco-oriental, adornado con riquísimos divanes de seda blanca, bordada en oro, con alfombras turcas y persas y con grandes cortinas de seda azul ante las ventanas. Sólo la cama, maciza, con incrustaciones de madreperla —colocada en medio de la habitación— y algunos muebles ligeros eran de precedencia india.

Al ver entrar a Sandokan, Surama corrió hacia él, conteniendo apenas un grito. El mayordomo del favorito la había obligado a ponerse un amplio sari de seda rosada, con un ancho borde azul, que hacía resaltar aún más la belleza de la joven assamesa.

—Cierra bien la puerta —le dijo inmediatamente Sandokan en voz baja—. Nadie debe sorprenderme en tus habitaciones.

—Pero ¿cómo estás aquí, señor?

—Calla ahora; la puerta.

Surama bajó los pasadores, asegurándola bien.

—Ahora nadie podrá entrar sin mi permiso —dijo, volviendo junto a Sandokan—. Dime, señor: ¿y Yáñez?

—No te inquietes por él, Surama —contestó Sandokan, invitándola a sentarse en el diván que estaba más cerca del corredor que llevaba a su cuchitril—. Por el momento no corre ningún peligro, y no creo que haya estado mejor en toda su vida.

—¿Y Tremal-Naik?

—Seguro que en este momento está cenando y sin demasiados problemas.

—Pero tú…

—Espera un poco; debo explicarte que estoy aquí en calidad de invitado y no de prisionero. Ahora, contéstame a lo que voy a preguntarte. Ante todo: ¿vendrá alguien a estorbarnos?

—De momento, no. Tenemos un par de horas de libertad.

—No necesito tanto tiempo. ¿Te han maltratado?

—No, señor; todo lo contrario.

—¿Te han interrogado?

—Todavía no; sin embargo, hay en mi cerebro un recuerdo confuso.

—¿Cuál?

—Puedo haberlo soñado.

—Explícame ese sueño, Surama —dijo Sandokan.

—Me parece haber visto unos hombres en torno a mi cama, y haber oído extrañas palabras; después me parece; que me dieron una bebida, un licor fuerte y muy amargo. Puede que haya algo de cierto en todo ello, porque cuando me desperté en esta cama, tenía la cabeza confusa y me temblaban los miembros como si hubiera bebido bâng.

—¿Qué es eso?

—Una mezcla de opio.

Sandokan frunció la frente.

—¿Estás segura, Surama, de que no ha sido un sueño?

—No te lo sabría decir con certeza —contestó la hermosa assamesa—. Pero aquel temblor no me pareció natural.

—Ése es el peligro. Vosotros los indios poseéis drogas misteriosas que exaltan y obligan a hablar. Tremal-Naik me habló una vez de cierta youma

—No deben de haber utilizado esa planta porque produce una fiebre altísima, que dura varias horas. No; si es cierto que me dieron una bebida, debe tratarse de otra cosa.

—Piensa bien, muchacha; porque, si has hablado, puedes habernos comprometido, no sólo a ti misma y a mí, sino también a Yáñez.

—¿Y si, como te he dicho, hubiera sido un sueño?

—Si hubiera sido un sueño, no te habría quedado esa pesadez de cabeza.

—Es cierto.

—¡Si pudiéramos saber lo que has dicho! —murmuró Sandokan—. Tal vez Tremal-Naik puede encontrar el medio; él conoce muchos narcóticos.

—Estoy dispuesta a beber todo lo que quieras, Sandokan.

—De eso nos ocuparemos más tarde.

—¿Y cómo has sabido que me habían secuestrado?

—Cogí a aquel perro de faquir y le obligué a confesar. ¡Es el favorito del rajá quien te ha hecho secuestrar, probablemente para vengarse de la herida! Pero tampoco esto interesa por ahora. Yo le devolveré la jugarreta esta misma noche. Lo tengo todo preparado para tu evasión. ¿Adónde dan tus ventanas?

—A la galería del segundo piso.

—¿Tienes miedo a que te baje con una cuerda muy fuerte?

—Estoy dispuesta a hacer todo lo que quieras.

—¿Se acuestan temprano en esta casa?

—A las once todas las luces están apagadas —contestó Surama.

—Estate preparada a medianoche. ¿Duerme alguna criada aquí?

—Sé que hay dos en la habitación contigua.

—¿Vienen a tu habitación antes de acostarse?

—Sí, para acompañarme a la cama.

—¿Tienes alguna botella de licor que ofrecerles?

—Tengo incluso vino europeo; el chitmudgar se ocupa de que no me falte nada.

Sandokan rebuscó en su faja y sacó una cajita de metal que contenía varios tubitos de distintos colores. Cogió uno, lo examinó atentamente, y lo tendió a Surama, diciendo:

—Disuelve en una botella de licor o de vino el polvo que hay aquí; luego ofrecerás a cada una de las criadas un vasito de la mezcla, no más. El narcótico es fuerte y en dosis superiores puede hacer dormir para siempre a quien lo toma. Ahora, otra pregunta y te dejaré sola.

—Habla, señor —dijo Surama, escondiéndose el tubito en el pecho.

—¿Crees que los montañeses de tu padre te han olvidado?

—Si me presentara ante ellos y les dijera que soy Surama, la hija del famoso guerrero, estoy convencida de que tomarían las armas para ayudaros a Yáñez y a ti en esta difícil empresa. ¿Crees que podrás llevarme junte a ellos?

—Puede ser necesario para ponerte a salvo —contestó el Tigre de Malasia—. ¿Cuánto emplearía un elefante en llegar hasta las montañas?

—No más de cinco días.

—Ya sé bastante. Adiós, Surama; procura estar dispuesta a medianoche.

Estrechó la mano de la futura princesa del Assam y volvió de puntillas a su cuartito.

—Todo va viento en popa —murmuró—. Si no hay novedades, mañana estaremos a salvo en la jungla de Benar. Luego veremos qué conviene hacer.

Se tendió en su camastro, poniendo antes una botella de arac sobre una banqueta, encendió la pipa y espere tranquilamente que llegara el momento de actuar y que se presentara el joven sudra.

Era cerca de medianoche, cuando un ligero golpe en la puerta le hizo saltar del lecho.

—Será él —murmuró—. Es un buen muchacho que hará una discreta fortuna.

Abrió sin hacer ruido y vio ante él al criado del mayordomo.

—¿Algo nuevo? —preguntó Sandokan.

—Todos duermen.

—¿Están apagadas todas las luces?

—Sí, sahib.

—¿Has visto a alguien paseando por la plaza?

—A un grupo de hombres.

—Son mis amigos. Coge la cuerda.

—Está aquí, sahib.

—Sígueme y no temas. Desde este momento, estás a mi servicio.

—Gracias, patrón.

Sandokan abrió la puerta que conducía al corredor y golpeó repetidamente la puerta de la estancia de Surama, quien abrió en seguida.

La joven assamesa había bajado la mecha de la lámpara para hacer creer que dormía, y se había echado por la cabeza una ancha faja de seda, que la ocultaba casi por completo.

—Aquí estoy, señor —dijo a Sandokan—. Dispuesta a bajar.

—¿Y tus criadas?

—Duermen profundamente.

—¿Han bebido el narcótico?

—Hace más de una hora.

—No se despertarán antes de mañana por la noche —dijo Sandokan—. Así estamos seguros de que no nos molestarán.

Abrió usa ventana y pasó por la galería, acercándose a la barandilla.

Aunque la oscuridad era profunda, descubrió en seguida unas sombras humanas paseando silenciosamente ante el palacio del favorito.

—Serán Tremal-Naik y mis malayos —murmuró—. Esperemos que todo vaya bien.

Desenrolló la cuerda, ató un extremo a una columna de madera de la galería y echó el otro al vacío, emitiendo al mismo tiempo un ligero silbido que imitaba perfectamente al de la temible cobra.

Una señal idéntica respondió poco después:

—Es él —dijo Sandokan—. ¡Manos a la obra!

Volvió hacia la ventana, cogió a Surama entre los brazos y se dirigió a la cuerda, diciendo al sudra:

—Baja tú primero.

—Sí, patrón.

—Y ve deprisa. El muchacho pasó sobre la baranda y desapareció.

—Tú cruza las manos en torno a mi cuello —dijo después Sandokan a la bella assamesa—. Y dame tu faja para que te ate a mí.

—No será necesario —observó la princesa—; mis brazos son fuertes.

—Nunca se sabe lo que puede pasar.

Cogió el chal, apretó a Surama contra su pecho y, a su vez, subió a la barandilla, no sin ponerse antes entre los dientes el kris malayo.

—Aprieta fuerte —dijo—. No me estrangularás con tus manitas.

Aferró la cuerda y empezó el descenso. Viejo lobo de mar, no encontraba dificultad alguna en aquella maniobra para la que le ayudaba además su musculatura de acero.

En pocos instantes llegó a la galería inferior. Por desgracia sus pies chocaron contra el ligero techo que lo cubría, haciendo caer un trozo de alero.

Una sorda imprecación se le escapó a pesar suyo.

Aquel trozo de lata o de zinc, produjo mucho ruido al caer sobre las piedras de la plaza.

Sandokan apoyó los pies contra la pared y se deslizó vertiginosamente, sin fijarse en si se despellejaba las manos.

Sólo distaba unos metros del suelo, cuando desde la galería se oyó una voz que gritaba.

—¡A las armas! ¡La prisionera huye!

Luego sonó un disparo de pistola.

Afortunadamente la bala no tocó a Sandokan ni a Surama.

Varios hombres, sirvientes y guardias, se precipitaron a la galería gritando:

—¡Quieta! ¡Quieta!

Después, encontrando la cuerda que colgaba por la galería, se cogieron a ella, dejándose deslizar hasta el suelo; pero Sandokan, llevando con él a Surama, estaba ya a salvo entre sus fieles malayos.

—¡Vamos! —gritó Sandokan, tras soltar el chal que sujetaba a Surama, y cogiendo de nuevo a ésta entre sus brazos—. ¡Al palacio!

La puerta del bungalow del favorito se había abierto y diez o doce hombres, aún semidesnudos, provistos de armas blancas y de fuego, corrieron tras los fugitivos, gritando sin cesar:

—¡A las armas! ¡A las armas!

Sandokan corría como un ciervo, flanqueado por Tremal-Naik y Kammamuri y con los malayos protegiéndole la espalda.

La caza había comenzado furiosa, implacable; pero aunque los hindúes tienen fama de ser corredores incansables, encontraron en sus adversarios unos campeones dignos de ellos.

De vez en cuando algún disparo que hacía correr a las ventanas a los habitantes de las casas vecinas. Unas veces disparaban los perseguidores y otras los perseguidos, sin graves pérdidas por ninguna de las dos partes, porque la carrera no les permitía apuntar bien.

A pesar de ello, una viva inquietud empezaba a atormentar a Sandokan. Los gritos y los disparos hacían acudir más y más personas, y el grupo de los servidores del griego se engrosaba con rapidez. ¿Conseguirían ponerse a salvo en el palacio sin que los descubrieran? A Tremal-Naik debió asaltarle el mismo pensamiento, porque, sin dejar de correr, preguntó a Sandokan:

—¿No nos sitiarán?

—Antes de doblar la esquina de la última calle, haremos una descarga. Es preciso que no nos vean entrar en el palacio. ¡Dadle a las piernas! Tratemos de distanciarnos.

Habían recorrido siete u ocho calles sin encontrar ninguna guardia nocturna. Con un supremo esfuerzo llegaron a la esquina del palacio, sacando una ventaja de más de doscientos pasos.

—¡Formad frente! —gritó Sandokan a los malayos—. ¡Cargad! ¡Fuego de andanada!

Los tigres de Mompracem, a los que no asustaba encontrarse ante cincuenta o sesenta adversarios, apuntaron sus carabinas e hicieron una descarga; luego sacando sus cimitarras cargaron furiosamente sobre el enemigo, con salvajes aullidos.

Viendo que causaban numerosas víctimas en sus filas, los indios volvieron la espalda sin esperar el ataque impetuoso, irresistible, de los malayos.

—¡Kammamuri, haz abrir la puerta del palacio, antes de que regresen esos bribones!

—¡Ya está abierta, señor! —gritó Bindar.

—¡A mí, malayos!

Los piratas, que se habían lanzado tras los fugitivos, rugiendo como bestias feroces, se replegaron a la carrera, penetraron en el amplio peristilo del palacio de Surama, y cerraron la puerta, barricándola a toda prisa.

—Espero que no nos haya visto nadie —dijo Sandokan, depositando en el suelo a Surama y aspirando una larga bocanada de aire.

—Gracias, Sandokan —dijo la joven—. Ya son muchas las veces que os debo la vida, a ti y al sahib blanco.

—Deja eso, y veamos qué sucede. Entre tanto, haz armar a toda tu gente. Temo que esta noche habrá lucha.

Subió la escalinata, con Tremal-Naik y Kammamuri, y se asomó a una ventana del segundo piso.

—¡Saccaroa! —exclamó—. Nos han encontrado. Aquí corremos el peligro de que nos cojan. ¡Ah! Por Mahoma que les prepararé una buena jugada antes de que lleguen los soldados del rajá.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Surama! —gritó Sandokan, sin responder.

La joven assamesa subía en aquel momento la escalera.

—¿Qué deseas, señor? —preguntó acercándose a él.

—Tu casa queda aislada, según creo.

—Sí.

—¿Qué hay detrás?

—Una pagoda pequeña.

—¿Aislada también?

—No, se apoya en un grupo de edificios y bungalows.

—¿Es ancha la calle que separa tu casa de la pagoda?

—Unos diez metros.

—Haz traer en seguida cuerdas, todas las que encuentres. Te reunirás con nosotros en el tejado. ¡Bindar!

El indio, que estaba en la galería contigua, acudió a toda prisa.

—Aquí estoy, patrón —dijo.

—Da orden a mis malayos y a los criados de que tengan a raya a los asaltantes durante unos minutos. Que no economicen ni balas ni pólvora. Ve, y da orden de hacer fuego. Y ahora. Tremal-Naik, ven conmigo y con Kammamuri.

Subieron una segunda escalera hasta el último piso y por la claraboya pasaron al tejado, que era casi plano, con sólo dos ligeras pendientes.

—No esperaba tener tanta suerte —murmuró Sandokan—. Vamos a ver el camino de la pagoda.

Mientras avanzaban a gatas, delante del edificio se oían ensordecedores clamores. El número de asaltantes debía de haber crecido, a juzgar por el ruido que hacían. Pero el juego no había empezado aún por una ni otra parte. Tal vez Bindar no había juzgado prudente iniciar las hostilidades, para no irritar más a sus adversarios.

En pocos instantes, Sandokan y sus compañeros atravesaron el tejado, alcanzando el borde opuesto. Una calle de nueve o diez metros de anchura, separaba el palacio de una vieja pagoda, de proporciones modestas, rematada por una especie de terraza, erizada de barras de hierro que sostenían unos elefantitos dorados, con función tal vez de veletas.

—¿Qué altura tiene esta casa?

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Tremal-Naik.

—Pasar a aquel terrado —contestó el Tigre de Malasia.

El bengalí le miró con susto.

—¿Y quién podrá saltar a través de la calle?

—Todos.

—¿Pero cómo?

—¿Aún sabes usar el lazo? Un antiguo thug no olvida fácilmente su oficio.

—No te enriendo.

—Sólo se trata de pasar una buena cuerda por una de esas barras y formar después un puente volante con un par de cables.

—Entonces, déjame hacer a mí —intervino Kammamuri—. Estuve prisionero durante un año de los thugs de Rajmangal y aprendí a servirme del lazo a las mil maravillas. Esto para mí es un simple juego.

—¿Y donde huiremos después? —preguntó Tremal-Naik.

—Hay casas detrás de la pagoda que podremos atravesar, pasando por los tejados. En algún sitio bajaremos.

—¿No nos perseguirán?

—Yo levantaré una barrera tal entre nosotros y los asaltantes, que les quitará la idea de perseguirnos.

—Eres un hombre maravilloso, Sandokan.

—¿Acaso no he sido pirata? —replicó el Tigre de Malasia—. En mi larga carrera he corrido muchas aventuras y…

Una descarga de carabinas le cortó la frase. Los malayos y la servidumbre del palacio habían abierto fuego para impedir que los asaltantes derribaran la puerta e invadieran las habitaciones de la planta baja.

—Si la resistencia dura diez minutos, estamos salvados —dijo Sandokan.

Se volvió, oyendo que se movían las tejas: Surama avanzaba con precaución, andando a gatas por el techo acompañada por dos criados y un malayo, que llevaba cuerdas de seda —arrancadas probablemente de los cortinajes—, y gruesas cuerdas de cáñamo quitadas de las galerías.

—¿Quién ha abierto fuego? —preguntó Sandokan, ayudando a levantarse a la valiente muchacha.

—Tus hombres.

—¿Hay algún sikh entre los asaltantes?

—Una docena, y han atacado en seguida la puerta.

—Escoge la cuerda, Kammamuri, y ten cuidado de que sea fuerte, porque tú has de pasar por ella.

—Déjame hacer, patrón —contestó el maharato.

Se inclinó sobre las cuerdas que estaban ante él, y cogió un cordón de seda, de unos quince metros de largo y grueso como un dedo, observándolo atentamente, en toda su longitud.

—Esto es lo que me conviene —dijo al cabo—. Puede sostener hasta a dos hombres.

Hizo rápidamente un nudo corredizo, fue hasta el borde del tejado, hizo girar la cuerda dos o tres veces sobre su cabeza —igual que los gauchos de la pampa argentina— y la lanzó.

—Ya está —dijo Kammamuri, volviéndose hacia Sandokan—. Sujetad fuerte el cordón.

—Antes mira si hay gente en la calle.

—Creo que no, patrón. Además, está muy oscuro y nadie nos verá.

Sandokan y Tremal-Naik se tendieron sobre las tejas, sujetando con fuerza el cordón, siendo imitados en seguida por los dos criados y el malayo.

—Valor, amigo —dijo el pirata.

—Me sobra —contestó el maharato, sonriendo—. Y además no padezco vértigo.

Se colgó del cordón, cruzando las piernas por encima para mayor precaución, y avanzó audazmente sobre la calle, sin pensar siquiera que podía caer en cualquier momento desde una altura de dieciocho o veinte metros, yendo a estrellarse contra el empedrado.

Sandokan y Tremal-Naik seguían con viva emoción aquella travesía de cuyo resultado dependía la salvación de todos ellos.

Hubo un momento terrible, cuando el valeroso maharato llegó a la mitad de la distancia que separaba el palacio de la pagoda. El cordón, aun siendo estirado con fuerza por los cinco hombres, había descrito un arco muy acentuado, crujiendo siniestramente bajo el peso de Kammamuri.

—¡Detente un instante! —gritó Sandokan.

El maharato que sin duda había oído también el crujido, anuncio tal vez de una inminente rotura obedeció en seguida.

Por suerte, la cuerda no cedió, ni crujió de nuevo. Al parecer los hilos de seda se habían estirado sin romperse.

—¿Quieres probar? —preguntó Sandokan.

—Esperaba tus órdenes —contestó Kammamuri, con voz perfectamente tranquila.

—Ve, amigo —dijo a su vez Tremal-Naik. El maharato reemprendió su marcha aérea, avanzando con precaución, y muy pronto llegó al terrado de la pagoda, lanzando un profundo suspiro de satisfacción.

—¡Las cuerdas, señor! —gritó de inmediato.

Sandokan había escogido ya las más gruesas y fuertes. Las anudó con facilidad. Las dos cuerdas, anudadas una sobre otra, a una distancia de metro y medio, y aseguradas a dos barras de hierro, permitirían el paso, sin demasiado peligro.

—Ocúpate de hacer pasar a la gente, Tremal-Naik —dijo Sandokan—. ¿Tienes miedo, Surama?

—No, señor.

—Pasa la primera.

—¿Y tu? —pregunté Tremal-Naik.

—Voy a cubrir la retirada y a preparar la barrera que impedirá a los asaltantes perseguirnos.

Cruzó de nuevo el techo y bajó a las habitaciones del palacio.

La batalla entre hindúes, malayos y servidores del palacio aumentaba su intensidad, haciendo acudir desde las calles vecinas a nuevos combatientes.

Los malayos, escondidos tras los parapetos de las galerías, que habían cubierto con colchones, almohadones y jergones, disparaban furiosamente, haciendo retroceder a los asaltantes a cada descarga y derribando a muchos, que quedaban en el suelo muertos o heridos.

Pero la muchedumbre, armada también con carabinas y pistolas, respondía con semejante vigor; incluso desde las casas vecinas se disparaba contra la galería, poniendo en serio peligro a los defensores.

Sandokan se precipitó entre sus hombres, gritando:

—¡Refugiaos en seguida en el techo! Dentro de pocos minutos el palacio estará ardiendo. Primero las mujeres y los sirvientes; vosotros los últimos para cubrir la retirada.

Dicho esto arrancó una antorcha que iluminaba la galería y prendió fuego a las esteras de cocotero, luego corrió a través de las espléndidas habitaciones que formaban el departamento privado de Surama, incendiando los cortinajes de seda de las ventanas, las colchas de las camas, las alfombras, los ligeros muebles lacados.

—Que nos persigan ahora —dijo, cuando vio que las llamas prendían y las estancias se llenaban de humo—. Cincuenta mil rupias no valen un dedo de Surama.

Volvió a la galería, seguido por las columnas de humo para comprobar que no quedaba nadie.

Indios y malayos, tras hacer una última descarga, habían huido precipitadamente: las esteras, las columnas de madera e incluso el pavimento ardían con prodigiosa rapidez, lanzando en torno siniestros resplandores.

—Este edificio arderá como un trozo de yesca —murmuró Sandokan—. Es el momento de ponerme a salvo.

Alcanzó la claraboya y saltó al tejado. La retirada había comenzado ordenadamente: hombres y mujeres atravesaban a toda prisa el puente volante, sujetándose a las dos cuerdas, mientras los malayos, inclinados sobre el borde del tejado, gastaban sus últimas municiones y lanzaban a la calle, sobre las cabezas de los asaltantes, montones de tejas.

En el terrado de la pagoda se iban reuniendo todos, y a continuación emprendían la travesía de los tejados, guiados por Tremal-Naik, Kammamuri y Bindar.

Cuando Sandokan vio libre el puente volante, hizo pasar a sus malayos y después cortó de un tajo las dos cuerdas, atadas en tomo a una chimenea, para que, en caso de que la casa no se quemara por completo, no se pudiera saber por dónde habían huido.

—Ahora, un ejercicio de buen marinero —murmuró Sandokan.

Antes de realizarlo, lanzó en torno una rápida mirada.

Por las claraboyas salían nubes de humo y chorros de chispas y de la calle llegaban los clamores feroces de la muchedumbre.

—Entrad a darnos caza —murmuró el pirata, con una sonrisa irónica.

Agarró una de las dos cuerdas, se dirigió al borde del tejado y, sin más, se lanzó, yendo a golpear los pies contra la cornisa de la pagoda que sostenía el terrado.

Ningún hombre, que no poseyera la agilidad y la fuerza extraordinarias de Sandokan, hubiera podido intentar semejante hazaña sin romperse por lo menos las piernas.

Pero el pirata, que sin duda poseía una musculatura de acero, sintió sólo un ligero aturdimiento, producido por el violentísimo choque.

Permaneció un momento inmóvil, para recuperarse un poco y, en seguida, empezó a izarse a fuerza de manos, hasta alcanzar el tejado.

Por los techos de las casas vecinas huían rápidamente los servidores del palacio, flanqueados por los malayos.

Surama iba en cabeza, ayudada por Tremal-Naik y Kammamuri.

Aun caminando con cierta precaución, Sandokan les alcanzó en pocos instantes.

—¡Por fin! —exclamó el bengalí. Empezaba a inquietarme por no verte llegar.

—Tengo la costumbre de llegar siempre —contestó el Tigre de Malasia.

—¿Y mi palacio?

—Se quema alegremente.

—Es una fortuna que se convierte en humo.

—El Tigre de Malasia la pagará —contestó Sandokan, encogiéndose de hombros.

—¿Nos persiguen? —preguntó Tremal-Naik.

—¿A través de las llamas? ¡Que prueben a meter los pies en aquel horno!

—Desde luego yo no te seguiría. ¿Pero dónde iremos a parar nosotros?

—Espera que encontremos una calle que nos impida seguir adelante, amigo Tremal-Naik. Tengo un plan.

—Y cuando el Tigre de Malasia tiene un plan en la cabeza, se puede afirmar que lo llevará a cabo —añadió Kammamuri.

—Puede ser —dijo Sandokan—. No hagáis mucho ruido y no estropeéis muchas tejas. En este momento no podría resarcir a los perjudicados.

La retirada se efectuaba aprisa y en buen orden, pasando de un tejado a otro. Los hombres ayudaban a las mujeres a saltar los parapetos, que a veces eran tan altos que obligaban a los malayos a formar pirámides humanas, para facilitar las escaladas.

En dirección al palacio de Surama seguían oyéndose gritos y disparos y se veían salir por las claraboyas las primeras lenguas de fuego.

De las casas de enfrente y de detrás, salían de vez en cuando grandes gritos:

—¡Al fuego!, ¡al fuego!

Los fugitivos se apresuraban, temerosos de ser sorprendidos. Si las llamas se alzaban, alguien podía descubrirles y dar la alarma; cosa que Sandokan no deseaba en absoluto.

—¡Aprisa, aprisa! —decía.

De pronto, los hombres que iban en vanguardia se replegaron hacia el tejado que acababan de pasar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sandokan.

—No se puede seguir adelante —contestó Bindar, que guiaba aquel grupo—. Tenemos delante una calle tan ancha que no podremos pasarla.

—¿Ves alguna claraboya?

—Hay dos en el terrado.

—Entonces, ¿de qué te lamentas, amigo? Tenemos escaleras para bajar a la calle. Haz hundir las claraboyas y vamos a hacer una visita a los habitantes de esta casa. Será demasiado mañanera, pero la culpa no es nuestra.

20. La retirada por los tejados

Como había dicho Bindar, bajo el último tejado se abrían dos ventanas, más bien angostas, pero suficientes para dejar pasar a un hombre, resguardadas por simples esteras de cocotero.

Sandokan, que se había reunido con Tremal-Naik, Kammamuri y Surama, las examinó un momento, sacó de la faja el kris y de una sola cuchillada rasgó el grueso tejido, introduciendo la cabeza, a través del desgarrón.

—¿No hay nadie? —preguntó el bengalí.

—Parece que los gritos y los disparos no han estropeado el sueño a los habitantes de esta casa —contestó Sandokan—. ¿Quién tiene una antorcha?

—Yo, sahib —contestó Bindar.

—Enciéndela, muchacho previsor.

—Aquí está, patrón.

El Tigre de Malasia arrancó del todo la estera, cogió la antorcha, cargó una pistola y entró en un cuchitril, lleno de viejos muebles en desuso.

—Que todos me sigan —ordenó—, y tened dispuestas las armas.

De un simple empujón abrió una puerta y, habiendo encontrado una escalera, empezó a bajar por ella, tan tranquilo como si estuviera en su propia casa.

Había muchas puertas a derecha e izquierda, pero estaban todas cerradas y no se oía ningún ruido.

—Se diría que la casa está desierta —murmuró Sandokan.

Se engañaba, porque cuando iba a bajar el primer peldaño de otra escalera, dos criados indios, dos sudras, se le pusieron delante, enarbolando amenazadoramente unos nudosos bastones, y gritando:

—¡Detente!

—Despejad —contestó Sandokan, apuntando su pistola hacia ellos—. Somos cuarenta, y todos armados.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el más viejo—. ¿Cómo has entrado sin permiso del amo?

—Sólo queremos marcharnos, sin molestar a nadie.

—¿Sois ladrones?

—Ninguno de mis hombres ha tocado las cosas de tu dueño. Vamos, saca la llave y ábrenos la puerta. Tenemos prisa.

—No puedo abrir sin orden del amo.

—¿Hace falta orden suya? Lo veremos.

Se volvió hacia los malayos y les dijo:

—Atad y amordazad a estos dos.

Aún no había terminado de decirlo cuando ya los malayos se habían echado sobre los sudras, desarmándolos y amordazándoles.

—¡La llave, si no queréis que os haga echar escaleras abajo! —dijo Sandokan con voz imperiosa—. Os he dicho que tenemos prisa.

Los dos indios, asustados, no se atrevieron a negarse de nuevo, y les tendieron la llave. Sandokan continuó el descenso, seguido por todo el grupo y abrió la puerta, no sin cierta dificultad. Nadie más se había dado cuenta de la invasión, porque no vieron ningún otro criado.

—Por fin libres —dijo Sandokan—. Como has visto, mi querido Tremal-Naik, la cosa no podía ser más fácil.

—Sigues siendo el hombre extraordinario que toda Malasia ha temido y admirado.

—Venid todos.

No había amanecido aún y la calle estaba desierta, de forma que pudieron alejarse sin que nadie les molestara hasta alcanzar las callejuelas de un barrio extremo que terminaba en las orillas del Brahmaputra.

A lo lejos, el cielo se teñía de rojo. Eran los reflejos del incendio que devoraba el palacio de Surama.

Al verlos, la joven princesa no pudo retener un largo suspiro, que no escapó a Sandokan, que caminaba a su lado.

—Lamentas perder tu casa, ¿verdad? —preguntó el pirata.

—No lo niego.

—No pasará mucho tiempo antes de que tengas una más bella: el palacio del rajá.

—¿No has perdido la esperanza, señor?

—No habría dejado Malasia —contestó Sandokan—, si no hubiera estado seguro de llevar a buen término la empresa. Entre Tremal-Naik, Yáñez y yo derribaremos a ese borrachín que reina en el Assam y le arrancaremos la corona que él conquistó con un simple disparo de carabina. Él te envió a hacer de bayadera; nosotros le enviaremos a él a hacer… de brahmán o de gurú.

Estaban ya bajo los tupidos tamarindos que daban sombra a la orilla del río. Sandokan se detuvo, dirigiéndose hacia la servidumbre de Surama, agrupada tras él.

—Ha llegado el momento de dejar a vuestra dueña —dijo—. Cada uno de vosotros recibirá cincuenta rupias de regalo, que os entregará Bindar en la posada, mañana por la mañana. Apenas se os necesite, volveréis a vuestro trabajo.

—Gracias, sahib —dijeron los sudras, conmovidos por anta generosidad.

—Dispersaos, y no olvidéis la cita.

Las mujeres besaron las manos de Surama, los hombres el borde de su vestido; luego se alejaron rápidamente, tomando distintas direcciones.

—Ahora veamos —continuó Sandokan—, ¿puedo contar con tu absoluta fidelidad, Bindar?

—Mi padre murió defendiendo al de la princesa y yo, que soy su hijo, estaría contento de poder hacer otro tanto —contestó con nobleza el assamés—. Manda, sahib.

—Ante todo, irás a presentar este libramiento de cincuenta mil rupias al banco anglo-assamés, y pagarás a los criados.

—Muy bien, sahib; te traeré fielmente el resto no más tarde de mañana por la noche.

—No hay prisa —dijo Sandokan—; tienes que hacer otra cosa, antes de reunirte conmigo en la jungla de Benar.

—Manda, sahib.

—Irás al palacio real, y tratarás de ver a Yáñez o a alguno de sus hombres.

—¿Qué debo decir al sahib blanco?

—Contarle todo lo ocurrido y decirle dónde nos encontramos. Si te da una carta, alquila una barca y ven a reunirte con nosotros en la jungla. Sé prudente, y ten cuidado de que no te cojan.

—No me dejaré sorprender, señor —contestó Bindar.

—Ve, muchacho; tu fortuna está asegurada.

El assamés besó el borde del vestido de Surama, y se alejó velozmente, desapareciendo bajo los árboles.

—Vamos a la bangle —dijo Sandokan—. Espero encontrarla en el mismo sitio en que la dejarnos.

—Démonos prisa —añadió Tremal-Naik—. No estaremos seguros del todo hasta que nos hallemos en la pagoda de Benar.

—Si es que allí lo estamos.

—¿Tú lo dudas?

—¡Quién sabe! El griego no carecerá de espías, y tú sabes mejor que yo lo astutos e inteligentes que son tus compatriotas en estos cometidos.

—Eso es cierto —admitió el bengalí.

—Por eso haremos bien en no descuidar nuestra retaguardia. A la bangle, amigos; marchémonos antes de que salga el sol.

Se internaron entre los árboles, siguiendo la orilla habitada únicamente por marabúes, erguidos e inmóviles sobre sus patas, esperando que aumentara la luz para ir a limpiar las calles de la ciudad, porque esas aves voraces son los únicos barrenderos de los barrios hindúes; barrenderos económicos, pero no por eso menos útiles que los humanos, porque lo devoran todo: huesos, vegetales podridos, restos de cualquier tipo que despreciarían hasta los perros más hambrientos.

Las estrellas empezaban a palidecer cuando el grupo llegó al sitio en que habían dejado la bangle.

—¿Nada nuevo? —preguntó Sandokan a los dos malayos, que habían quedado de vigilancia.

—Sí; nos espían —contestó uno de ellos.

—¿Qué has observado?

—Algunos hombres vinieron a rondar cerca de la bangle.

—¿Muchos?

—Cinco o seis.

—¿Soldados del rajá?

—No: no eran soldados.

—¿No han regresado?

—Les hemos vuelto a ver hace un par de horas.

Sandokan miró a Tremal-Naik.

—¿Tú qué dices? —le preguntó.

—Que han advertido nuestra presencia, y que el rajá o el griego tratarán de hacer algo contra nosotros —contestó el bengalí.

—¿Atacarnos en la jungla?

—Empiezo a temerlo.

—¡Bah! Allí tenemos fuerzas suficientes para oponer una terrible resistencia. Si quieren seguirnos, que lo hagan: estaremos preparados para darles una lección tal que no la olvidarán fácilmente.

Subieron a la bangle, los malayos cogieron los remos y empezaron a remontar la corriente del Brahmaputra.

Sandokan se situó a proa, como de costumbre, con Tremal-Naik y Surama. Los vigilantes ojos del pirata observaban atentamente la orilla, porque después de lo que le habían contado los centinelas, sentía cierto recelo.

En efecto, la bangle no había recorrido aún doscientos metros, cuando vio salir de una pequeña ensenada, escondida por gigantescos tamarindos, una barca ligera, de las que los indios llaman mur-punky, que se parecen por la forma a las balleneras, aunque tienen la proa un poco elevada y acornada con una gran cabeza de pavo real.

—¡Ah, canallas! —exclamó—. Me esperaba esta persecución.

—¿Nos dejaremos atrapar por esos hombres? —preguntó Surama.

—Aún no hemos llegado a la jungla de Benar —contestó Sandokan—. Y quién sabe lo que puede ocurrir antes de que emboquemos el canal que lleva al pantano de los cocodrilos. Quizá ofrezca una cena apetitosa a esos feos animales, a pesar de que los detesto.

—Esos hombres pueden convertirse algún día en súbditos míos.

—Siempre tendrás bastantes —contestó fríamente Sandokan—. Si yo hubiese dejado escapar a todos mis enemigos, no me habría convertido en el Tigre de Malasia, ni hubiera podido permanecer tantos años en Mompracem. Por otra parte, no puedo coger muchos prisioneros; ya tengo dos en la jungla, y uno de ellos podría ocasionarme graves trastornos.

—¿Quién?

—El faquir que te secuestró, mi querida Surama. Si consiguiera escapar, no tendríamos más recurso que refugiarnos en Borneo, y entonces se habría perdido tu corona ¡Corren tras nosotros! Ahora veremos, señores: aún tenemos pólvora y balas.

El mur-punky, tripulado por ocho remeros y un timonel, se deslizaba rápidamente tras la estela de la bangle. Era dudoso que se tratara de simples remeros, porque, aunque sólo empezaba a clarear, la vista aguda de Sandokan descubrió la punta de varios fusiles, apoyados en las dos bordas.

Es cierto que podían ser cazadores en busca de patos y ocas, aves que abundan siempre en las orillas de los grandes ríos de la India, especialmente en los que bañan las tierras orientales de la inmensa península.

Pero, de repente, la ligera chalupa se salió de la estela, desviándose hacia la derecha, y con un esfuerzo de sus remeros pasó a la bangle —la cual, por su pesada construcción y sus anchos costados, no podía vencerla en velocidad—. Pero, con no poca sorpresa de Sandokan y Tremal-Naik se dirigió hacia la orilla izquierda, donde —bajo las inmensas frondas de los tamarindos que costeaban el río— se divisaba una masa negra.

—¿Qué significará esta maniobra? —se preguntó el pirata, frunciendo el ceño.

—¿Nos habremos equivocado? —dijo Tremal-Naik.

—Despacio, amigo —contestó Sandokan—; y ante todo, ¿qué será esa sombra grande, escondida bajo las plantas?

—Da orden al timonel de que se acerque a la orilla. Quiero ver claro este asunto.

—¡Eh! Mira Tremal-Naik: el mur-punky la ha abordado.

—¿Será una bangle? En tal caso, no tendríamos que asustarnos. Los hombres del mur-punky podrían ser marineros que regresan a bordo de su barco.

—¡Hum! —exclamó Sandokan—. Esto no me gusta nada. ¡Eh, Kammamuri más a sotavento!

La bangle se desvió hacia la orilla izquierda mientras los malayos disminuían la marcha y pasó ante la masa oscura, a treinta o cuarenta metros de distancia.

Un doble grito de estupor escapó de los labios del pirata y del bengalí:

—¡El poluar!

Se miraron el uno al otro, interrogándose con la mirada.

—¿Será realmente el que nos siguió cuando bajábamos el río? —preguntó finalmente Tremal-Naik.

—Cuando he visto un barco una sola vez, no lo olvido nunca —contestó Sandokan—. Ése es el poluar que nos persiguió.

—Y que se prepara a hacerlo de nuevo —añadió Kammamuri, quien había dejado el timón a un malayo—. Están desplegando velas.

—No podemos permitir que descubran nuestro refugio —dijo Sandokan, que se había puesto pensativo.

—¿Quieres atacarlo? —preguntó Surama—. Su tripulación es mucho más numerosa que la tuya.

—Tengo una idea —dijo Sandokan, tras unos instantes de silencio—. ¿Serías capaz de fabricarme una bomba, Kammamuri? Bastará un bote de lata, uno de los de las conservas. Aquí debemos de tener algunos.

—He hecho embarcar una docena llenos de bizcocho antes de abandonar la selva.

—Será suficiente con uno: un kilo de pólvora puede producir bastantes destrozos. Pero ata fuerte el bote, con alambre, si tienes, y ponle una buena mecha, que no tenga más de cinco centímetros de largo.

—¿Y con qué cañón la lanzarás a bordo del poluar? —preguntó Tremal-Naik.

—Iré yo a regalársela a esos señores —contestó Sandokan—. Tendremos que esperar la noche, porque el sol ya se alza; pero nosotros no tenemos prisa y nuestros compañeros de la jungla no se inquietarán por el retraso.

—No comprendo lo que estás tramando.

—Lo entenderás cuando me veas llevarlo a cabo. Ve a descansar, Surama; debes de estar muy fatigada. Te despertaremos a la hora de comer; y tú, Kammamuri, ve a fabricar la bomba, y pon entre la pólvora todas las bala; de carabina que puedas. Veremos como se las arregla el poluar.

Encendió la pipa y se dirigió a popa de la embarcación para vigilar los movimientos de aquellos misteriosos navegantes.

El pequeño navío, levadas las anclas y sueltas las dos velas cuadradas, abandonó la orilla y teniendo viento favorable, se puso detrás de la bangle, manteniéndose a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros. A popa remolcaba el mur-punky.

De quererlo, hubiera podido pasar fácilmente la pesada barca de Sandokan, porque es un tipo de barco rapidísimo, incluso con viento escaso. Pero se veía que su tripulación no deseaba hacer mucho camino, porque de vez en cuando bajaba ora una, ora otra vela, para disminuir la marcha.

El sol se había alzado sobre las inmensas selvas de levante, y Sandokan y Tremal-Naik podían distinguir fácilmente a las personas que tripulaban el poluar.

Sólo eran diez o doce y parecían bateleros, porque vestían un simple dootèe anudado en torno a los costados, para poder subir más fácilmente a la arboladura; pero tal vez había otros escondidos en la bodega.

Una cosa llamó en seguida la atención del pirata y del bengalí: se trataba de un enorme tambor, uno de los que los indios llaman hauk, del que suelen servirse en las fiestas religiosas, por completo adornado de pinturas y dorados y rematado con penachos de plumas variopintas; dicho tambor estaba colocado entre los dos palos, casi en medio de la cubierta.

—Ése no es un instrumento de guerra —dijo Sandokan, a quien no escapaba nada—, ni hasta ahora he visto tambores de este tipo en los veleros indios.

—Tampoco yo —contestó Tremal-Naik—. Lo han colocado ahí por algún motivo y creo adivinarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Que si se golpean vigorosamente, el sonido de ésos instrumentos puede oírse a distancias increíbles.

—¿Así que serviría…?

—Para trasmitir señales.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Sandokan—. Se prepara algo contra nosotros. Ya son muchos los detalles que hemos observado.

—¡Bah!, esperemos a la noche, y también el tambor irá a hacer compañía a los peces del Brahmaputra. Como Sandokan no quería alejarse mucho del canal que conducía a la laguna, la bangle continuaba su marcha, sin apresurarse demasiado, siendo obstinadamente seguida por el poluar, que se esforzaba en mantener siempre la misma distancia, aunque la brisa matutina se había hecho más fuerte.

El río, que se deslizaba soberbio, en suave descenso, tendía a ensancharse, entre dos magníficas orillas cubiertas de palas, de palmas tara, de espléndidos mangos y de nim de enorme tronco y follaje oscuro y tupido.

De vez en cuando, aparecía algún arrozal —encerrado entre caballones de varios pies de altura, destinados a contener las aguas— cubierto de largos tallos de un hermoso verde, productores de una variedad de grano muy grande; pero muy pronto, la selva se imponía de nuevo, entre un caos de lianas que formaban bellísimas pérgolas.

Numerosas bandas de semnopitecos —un tipo de monos muy ágiles que los indios llaman langur, y son tan delgados que, aunque alcanzan un metro y medio de altura, no sobrepasan los diez kilogramos— se dejaban ver en los árboles y saludaban a los navegantes con agudos silbidos, lanzándoles al mismo tiempo fruta y ramitas, porque son muy insolentes.

Sobre los cañaverales de las orillas revoloteaban grupos de hermosos patos, de cigüeñas, de bozzagros y de marabúes, mientras gruesos cocodrilos de dorso rugoso y cubierto de plantas acuáticas dormitaban indolentemente, calentándose al sol.

A mediodía, Sandokan hizo dirigir la bangle hacia la orilla izquierda y echar el ancla, para que sus hombres pudieran comer.

El poluar continuó la marcha otros trescientos o cuatrocientos metros, tal vez para no despertar sospecha; pero después se desvió hacia la orilla derecha, anclando en una minúscula bahía, donde el agua era aún bastante profunda.

Por el humo que salía de la caseta de popa, Sandokan adivinó en seguida que también la otra tripulación preparaba la comida del mediodía.

—¿Aún tienes dudas sobre las intenciones de esos hombres? —preguntó a Tremal-Naik.

—No —contestó el bengalí, que parecía preocupado—: Si no encontramos el medio de desembarazarnos de esa embarcación, no nos dejarán en paz. Sin duda han recibido orden de espiarnos.

—Esperemos a esta noche.

Hicieron avisar a Surama y comieron en cubierta, tras tomar la precaución de hacer extender una vela sobre sus cabezas, para preservarse de una posible insolación.

Hacia las cuatro de la tarde. Sandokan dio orden de partida.

Apenas empezó a moverse la bangle, el poluar desplegó una de sus dos velas, tomando la misma ruta.

—¿No queréis dejarnos, eh? —dijo el pirata—. La bomba está dispuesta y ella se ocupará de detener vuestra carrera.

Las dos embarcaciones siguieron navegando en conserva, la una a remo y la otra a vela, manteniendo la misma distancia, que variaba entre los trescientos y los quinientos metros.

La región que atravesaban estaba desierta.

No se distinguían ni arrozales, ni cabañas ni tampoco otras barcas. La jungla, evitada por todos los habitantes del país —que no deseaban recibir la poco grata visita de tigres y panteras— no debía de estar lejos.

En efecto, hacia el atardecer la bangle —que había avanzado bastante a pesar de navegar lentamente—, pasó ante el canal que llevaba al pantano; pero Sandokan, viendo que el poluar seguía a sus espaldas, se guardó muy bien de dar orden de internarse en él.

Dejó que la embarcación remontara el río otras dos millas; luego, cuando ya reinaban las tinieblas, hizo anclar nuevamente, cerca de la orilla izquierda.

Igual que había hecho al mediodía, el poluar, prosiguió su marcha unos centenares más de metros y ancló, no en la orilla sino en medio del río, para vigilar mejor a la bangle.

—Cenad —dijo Sandokan a Tremal-Naik y a Surama.

—¿Y tú? —preguntó el bengalí.

—Comeré después del baño.

—¿De qué baño?

—¿No le lo he dicho? Quiero desembarazarme de esos espías.

—¿Cómo?

—Tu útil Kammamuri me ha preparado una bomba verdaderamente espléndida. Cuando te conviertas en reina del Assam, tendrás que nombrarle general de granaderos, Surama.

—Haré cuanto deseen mis protectores —contestó la joven con amable sonrisa.

—Ahora pensemos en nuestro asunto —dijo Sandokan—. La noche es oscura y nadie me verá atravesar el río.

—¡Te devorarán! —exclamó Tremal-Naik, asustado.

—¿Quiénes?

—Hay cocodrilos y también escualos de agua dulce en las aguas del Brahmaputra.

Sandokan se encogió de hombros y, sacando de la faja su kris malayo, dijo con indiferencia:

—¿Y para qué sirve esta arma? Cuando el viejo pirata de Mompracem la tiene en la mano, se ríe de todos. Mi carne no es para ellos, tranquilízate.

—Deja que te acompañe.

—No. amigo. En estos asuntos, tiene que actuar un solo hombre.

—Aún no me has explicado tu proyecto.

—Es muy sencillo. Voy a colgar la bomba en los goznes del timón del poluar, enciendo la mecha y vuelvo tranquilamente a bordo de mi bangle. ¡Ya verás los destrozos que hace el kilo de pólvora! Estoy preparado, Kammamuri.

El maharato acudió llevando, con cierta precaución, la famosa bomba, que consistía en una simple lata, bien rodeada de alambre de cobre, arrancado a las bordas de la bangle, con una mecha de ocho o diez centímetros de largo y un gancho también del mismo alambre en uno de los extremos, para poderla colgar de los goznes del timón.

Sandokan la examinó atentamente, hizo con la cabeza un ademán, como de hombre satisfechísimo y, entrando en la caseta de popa, se desnudó rápidamente, se sujetó un dootèe en torno a las caderas y sujetó en él el kris.

—Ahora, Kammamuri, me ataras la bomba sobre la cabeza, añadiendo el pedernal y la yesca.

Kammamuri no se hizo repetir la orden.

—Haz echar un cabo —añadió Sandokan.

—Ten cuidado con los cocodrilos, señor —dijo Surama, que parecía conmovida—. Arriesgas tu vida, que es preciosa para mí.

—Y para los demás —replicó el fiero pirata—. Puedes estar tranquila, mi hermosa muchacha. La carne de los tigres de Mompracem es demasiado correosa…

Tendió la mano a la joven y a Tremal-Naik, recomendó el más absoluto silencio y se dejó resbalar a lo largo del cabo, sumergiéndose suavemente en la corriente del río.

Surama, Tremal-Naik y toda la tripulación siguieron ansiosamente con la mirada todos los movimientos del pirata, preguntándose con temor cómo terminaría aquel audaz intento, pero unos instantes después le perdieron de vista, en la oscuridad de las aguas bajo un cielo cubierto de vapores.

Sandokan nadaba silenciosamente, cortando sin ruido la débil corriente. Con frecuentes golpes de talón se mantenía con la cabeza bien alta, temiendo que una salpicadura pudiera mojar la yesca o la mecha.

El poluar estaba solamente a cuatrocientos metros: una distancia irrisoria para un natural del archipiélago de la Sonda. Ningún nadador puede competir con los malayos y borneanos de la costa; se puede decir que nacen en el mar y en él mueren.

A medida que se acercaba al pequeño velero indio, Sandokan actuaba con mayor prudencia. No temía encontrar cocodrilos o escualos de agua dulce, pero sí que hubiera centinelas a bordo y pudieran descubrirle.

De vez en cuando se detenía para escuchar, luego, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en el río y en el velero, reemprendía su silenciosa marcha, agitando los brazos y las piernas con extraordinaria prudencia, y cada vez con mayor suavidad.

A cincuenta pasos del poluar chocó con algo. Creyó por un instante que era atacado por algún saurio; pero su mano tocó un cuerpo blando, que desprendía un hedor r nauseabundo de carroña.

—Un cadáver —murmuró, respirando.

Se aparró para dejar paso al muerto, y con cinco o seis brazadas llegó bajo la popa del velero. Aunque tuvo la precaución de no sacar las manos del agua, los hombres que estaban de vigilancia en el poluar notaron algo insólito, porque oyó una voz que decía:

—Diría, Maot, que algo ha rozado el borde del barco. ¿No has oído nada?

—Sólo el chirrido de los goznes del timón —contestó otra voz—. ¡Bah!, algún cocodrilo que ha chocado con nosotros.

—Será mejor comprobarlo, Maot. Me han dicho los sikhs que los tripulantes de la bangle no son indios.

—Mira, pues.

Sandokan se había ocultado prontamente bajo la popa, cogiéndose al timón.

Transcurrió medio minuto, después la misma voz de antes, dijo:

—No se ve nada en esta oscuridad, Maot.

—Te repito que habrá sido un cocodrilo. No faltan en este río. Dame un poco de betel y prosigamos la guardia a proa. Desde el castillo, veremos mejor.

Sandokan que escuchaba con atención, oyó un roce de pies desnudos que se alejaban.

—¡Estúpidos! —murmuró—. En vuestro lugar no me hubiera contentado con charlar como dos papagayos. ¡Con que ya sabéis que no somos indios! Razón de más para haceros saltar por los aires.

Esperó unos minutos; después, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en el poluar, cogió con una mano la bomba, se puso entre los labios el pedernal y la yesca, cuidando de que no se le mojara esta última, y colgó la bomba del segundo gozne.

Hecho esto, apretó las piernas contra el timón y con grandes precauciones, prendió fuego a la yesca, acercándola a la mecha.

Pero el leve ruido producido por la piedra al golpear contra el acero fue oído por los dos bateleros de guardia, porque Sandokan notó que se acercaban.

Se hundió, nadando a toda velocidad baje el agua, para no saltar junto con el velero.

A cincuenta metros salió a la superficie y fijó los ojos en el poluar.

Bajo popa caían diminutas chispas: era la mecha que ardía.

—Estáis servidos —murmuró, volviendo a sumergirse recorriendo de nuevo bajo el agua otros cincuenta o sesenta metros.

Cuando volvió a flote, salían del poluar gritos agudos:

—¡Al fuego! ¡Al fuego!

Casi en el mismo momento, un relámpago rasgó las tinieblas, siendo seguido de una detonación semejante a un cañonazo.

La bomba había rasgado la popa del velero y por la enorme abertura el agua entraba a torrentes. El timón estaba hecho pedazos.

Al estruendo, que se propagó largamente bajo las interminables bóvedas verdes que se extendían por las orillas del río, siguió un breve silencio; luego volvieron a oírse los gritos de la tripulación:

—¡El poluar se hunde! ¡Sálvese quien pueda!

Con unas cuantas brazadas, Sandokan alcanzó la bangle y, cogiendo el cabo —que no había sido retirado—, se izó hasta el puente.

Surama y Tremal-Naik acudieron de inmediato.

—¡Tigre de Malasia! —exclamó la primera—. Ya no dudo que llegaré a ser reina, poseyendo tal audacia el hombre que me protege.

—Eres un demonio —añadió el bengalí.

—Deja que me lo digan esos pobres diablos que se hunden —contestó Sandokan, sacudiéndose el agua.

El poluar se hundía rápidamente, inclinándose hacia popa. Muchos hombres saltaban al agua, mientras otros se refugiaban en la arboladura, lanzando gritos de terror, pero con la esperanza de que el río no fuera tan profundo en aquel lugar como para engullir todo el velero.

—Dejémosles aullar y vamos hacia el canal —dijo fríamente Sandokan—. Que se las arreglen como puedan. ¡A los remos, amigos!

Los malayos, que habían asistido impasibles a aquel desastre, nada nuevo para ellos, cogieron las largas pagayas y la bangle descendió velozmente el río, ayudada por la corriente, más bien fuerte cerca de la orilla izquierda.

Durante unos minutos los fugitivos oyeron aún los gritos desesperados de los desgraciados que eran arrastrados al fondo junto con su navío, luego el silencio reinó de nuevo en el Brahmaputra.

Sandokan se apresuró a ponerse la ropa y se reunió con Surama y Tremal-Naik, que desde lo alto de la popa trataban aún de divisar el poluar.

—No me equivocaba —les dijo—. He tenido la prueba de que esos bateleros habían recibido orden de vigilarnos, y tal vez de capturarnos. A bordo había sikhs del rajá.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el bengalí estupefacto.

—Por una conversación de dos hombres, en el momento en que estaba colgando la lata del timón. Es un verdadero milagro que no me hayan descubierto.

—Entonces, ¿saben quiénes somos? —preguntó Surama.

—Tal vez no —contestó Sandokan—, pero se ha traslucido algo de nuestros proyectos. Tú has debido de hablar, Surama.

—Es posible, si me hicieron beber algún narcótico.

—Y eso me inquieta por Yáñez.

—¡No me asustes, señor! —exclamó la bella assamesa—. Ya sabes cuánto amo al sahib blanco.

—Mientras Yáñez no nos envíe un mensajero, no debes preocuparte. Esperemos a que vuelva Bindar.

—Pero tú sospechas que puede correr algún peligro.

—De momento no: además mi hermano es hombre capaz de arreglárselas sin mi ayuda. Igual que engañó a James Brooke, el rajá de Sarawak, sabrá burlar al rajá del Assam. Esperemos sus noticias.

La bangle, que descendía el río con gran rapidez, había llegado ya al canal que conducía al pantano.

Kammamuri, que había recuperado su puesto de timonel, condujo la embarcación por el paso, después de asegurarse de que ningún otro barco les espiaba.

Veinte minutos más tarde, echaban las anclas en medio del pantano.

Como la jungla era peligrosísima de noche, Sandokan envió a dormir a sus hombres, rendidos de fatiga; luego hizo lo mismo con Surama y él se tendió en el puente junto a Tremal-Naik, sobre una simple estera, después de colocarse al lado su fiel carabina.

Al día siguiente aseguraron la bangle —que les era muy necesaria—, escondiéndola bajo un enorme montón de cañas y ramas, atravesaron felizmente la jungla y llegaron a la pagoda de Benar.

Malayos y dayaks estaban reunidos, vigilando atentamente al faquir y al demjadar de los sikhs.

Durante la ausencia del Tigre de Malasia, ningún acontecimiento había turbado la calma que reinaba en aquella parte de la jungla.

Sólo habían aparecido por allí algún tigre y alguna pantera, pero no se atrevieron a atacar el campamento, demasiado formidable incluso para aquellas fieras.

En una de las celdas de los gurús, Sandokan hizo arreglar lo mejor posible un modesto alojamiento para Surama, ya que la vasta sala de la pagoda, en parte derruida, no presentaba una gran solidez: luego esperó pacientemente el regreso de Bindar.

Al anochecer del séptimo día, compareció por fin el fiel assamés. Había remontado el río en un pequeño gonga —una barquilla excavada en el tronco de un árbol—, y atravesó la jungla antes de que las fieras salieran en busca de presa. Era portador de una terrible noticia.

Sahib —dijo apenas le condujeron hasta Sandokan, que estaba fumando bajo un tamarindo, disfrutando un poco del fresco nocturno, junto con Tremal-Naik—, ha ocurrido una catástrofe.

Sandokan y el bengalí se pusieron en pie de un salto, presa de una viva ansiedad.

—¿Qué quieres decir? —gritó el primero.

—El sahib blanco ha sido detenido y sus malayos decapitados.

Un verdadero rugido salió de labios del pirata.

—¡Él… preso!

—Y tú vas a ser atacado. La jungla será rodeada mañana.

21. Una caza emocionante

Mientras Sandokan trabajaba tenazmente y con buena fortuna para liberar a Surama, Yáñez descansaba —por lo menos en apariencia— en la corte del rajá, pasando el tiempo en beber, comer y fumar todos los cigarrillos que podía; en admirar a las bellísimas bayaderas —que cada noche trenzaban sus danzas en el gran patio de palacio, al son de toda ciase de tambores— y a los luchadores, de los que los príncipes indios tienen siempre un buen número.

Sin embargo, no perdía de vista al griego y no dejaba de informarse, cada mañana y con todo detalle, de la curación de su adversario, aunque sabía que el mayor peligro se escondía en el cerebro de aquel aventurero.

Pero una cosa le atormentaba: una cierta frialdad observada en el rajá. Después de la famosa representación teatral y de su duelo, el príncipe no había vuelto a ocuparse de él, ni le había hecho llamar, como si en todo el reino hubieran desaparecido los animales feroces.

Esto aburría mucho a aquel hombre de acción, a quien no gustaban nada la ociosidad y negligencia indias.

—¡Por Júpiter! —exclamaba cada mañana, saltando de su espléndido lecho dorado y esculpido—. ¿Pero qué cazador soy yo? ¿Es posible que las fieras ya no se coman indios en el Assam? Sin embargo, los tigres no deben faltar en un país que tiene tantas selvas.

Llevaba tres días de ociosidad, sin saber en qué emplear su tiempo cuando en la mañana del cuarto, se presentó ante él un oficial del rajá, diciéndole:

—Milord, el rajá necesita a su gran cazador.

—¡Por fin! —exclamó el portugués, que aún estaba en cama—. ¡Así que el príncipe ha recordado que tiene a su servicio a un destructor de animales feroces! Ya empezaba a aburrirme. ¿De que se trata?

—Los habitantes de un pueblo, que está junto a las orillas del río, se lamentan porque un rinoceronte destruye de noche sus cosechas. Todas las plantaciones de añil, que constituían su mayor riqueza, se han perdido.

—Lo lamento por esos desgraciados cultivadores; pero serán vengados. ¿Dónde hace sus correrías ese animal?

—A veinte millas de aquí.

—Le dirás al rajá que iré a matarlo y le traeré su cuerno. Haz preparar caballos y elefantes.

—Todo está dispuesto, milord.

—Pues también mi carabina lo está —contestó Yáñez—. Y el favorito del rajá, ¿cómo sigue?

—Anoche se levantó unas horas.

—¡Por Júpiter! Ese hombre tiene la piel más dura que el rinoceronte que voy a cazar —murmuró el portugués—. Si otra vez se me mete entre los pies, le atravesaré de parte a parte.

Saltó de la cama, llamó a su mayordomo para darle unas órdenes, y se vistió rápidamente.

—Quién sabe si saliendo de palacio podré tener alguna noticia de Surama y de Sandokan —dijo cuando estuvo solo—. Y quién sabe si después de una caza así el rajá se acordará de mí con más frecuencia. El griego trabaja en la sombra y yo haré otro tanto. Ya veremos quién sale de esta batalla con las costillas rotas. Mi popularidad aumenta y cuando esté bien asegurada, tendré ventaja sobre ti y sobre el príncipe, tu protector. Sólo es cuestión de paciencia, como dice siempre Sandokan.

Cogió su carabina, la misma con la que había abatido al terrible tigre negro, llamó a les malayos —entre los que se hallaba Kabung, que se había guardado de contarle el secuestro de Surama— y bajó al patio, en el que estaban preparados doce caballos, dos elefantes, muchos perros y una veintena de sikhs, que debían ayudarle en la peligrosísima cacería.

Pero quedó un tanto sorprendido al encontrar, en lugar de un mayordomo o un conductor de sikkari, a un alto oficial del rajá, que le dijo sin preámbulos:

—Milord, la dirección de la caza me corresponderá exclusivamente a mí.

—¡Oh! —exclamó Yáñez, cruzándose de brazos—. ¿Y a mí qué me corresponde?

—Matar al rinoceronte.

—¿Y si lo matara usted mismo?

—Yo no soy el gran cazador de la corte —contestó secamente el oficial.

—¡Ah!

—¿Me ha comprendido, milord? Yo sólo tengo la dirección.

—Pero espero que me ponga delante a esa bestia.

—Deje hacer a los sikhs, milord.

Yáñez subió a uno de los dos elefantes de muy mal humor, y un tanto pensativo.

—No veo claro este asunto —murmuró—. El griego debe haber intentado algo. ¿Cómo es que el rajá ha cambiado tan aprisa con respecto a mí? Debajo de todo esto hay algo que se me escapa. Estemos en guardia. En una cacería es fácil errar el tiro y matar a un cazador en lugar de un animal… Diré a mis malayos que abran bien los ojos y que no pierdan de vista a los sikhs ni un solo instante. El peligro está ahí.

Se tendió sobre los cojines de la caja, encendió un cigarrillo y afectando una completa calma —que no sentía realmente—, hizo seña al cornaca para que pusiera en marcha al elefante, el cual empezaba a impacientarse.

La caravana atravesó la ciudad, desfilando entre dos hileras de personas, que observaban con curiosidad —no exenta de una cierta simpatía— al famoso cazador; luego, remontó la orilla derecha del río, dirigiéndose a los grandes bosques que se extendían hacia poniente, formados por tecas soberbias —de madera durísima e incorruptible—, por árboles de goma laca, nagassi —o sea árboles de madera hierro, porque sus troncos y sus ramas son tan duras que rompen las hachas más afiladas— y banianos imponentes.

El oficial del rajá, que dirigía el segundo elefante, se puso en cabeza del grupo, flanqueado por los sikhs que montaban bellísimos caballos de formas perfectas, de origen árabe sin duda, o por lo menos persa. Parecía haber olvidado la presencia del gran cazador de la corte, a quien correspondía el poco envidiable honor de abatir al terrible rinoceronte.

Durante cinco horas, la caravana siguió costeando orilla del río; de vez en cuando pasaba por míseros grupos de cabañas, formadas por ramas entrelazadas, mezcladas con fango rojizo o grisáceo; luego el oficial dio el alto en los alrededores de un pueblo bastante grande, que surgía entre vastísimas plantaciones de añil, gravemente dañadas en algunos sitios, como si una tropa de animales se hubiera divertido en hacer carreras por allí.

—¿Es éste el sitio que frecuenta el rinoceronte? —preguntó Yáñez al cornaca montado a lomos del elefante.

—Sí, señor —contestó el indio—. Ese horrible animal ha destruido tanto añil que seiscientas rupias no bastara para compensar a estos pobres campesinos. Pero usted matará, ¿no es cierto, señor?

—Haré lo posible.

—Nos detenemos aquí, señor.

Los habitantes del pueblo, guiados por su jefe, que era un apuesto anciano aún robusto, salieron al encuentro de la caravana, dando la bienvenida a todos y poniéndose su disposición.

Previamente advertidos por un correo enviado por el rajá, habían preparado una especie de campamento rodeado por una empalizada de bambúes entrelazados y atados: alzando en el centro del mismo ocho o diez cabañas de ramas, cubiertas de follaje.

Sin preocuparse del oficial, Yáñez escogió la más cómoda y grande, y se instaló en ella con sus seis malayos. En su calidad de gran cazador, creía tener derecho a ello.

Los cocineros sirvieron a cazadores y sirvientes una comida fría y abundante, regada con excelente toddy, luego el jefe del pueblo, acompañado por el oficial del rajá, preguntó a Yáñez:

—¿Eres tú, sahib, el encargado de librarnos de aquel animal tan malo?

—Sí, amigo —contestó el portugués—, pero para que pueda hacerlo debes darme algunas indicaciones y también un guía.

—Yo te daré lo que quieras, señor: y también un premio.

—Ése lo darás a los perjudicados. ¿Dónde crees que tiene su cubil el rinoceronte?

—En la selva que costea el pantano de los cocodrilos.

—¿Está lejos?

—A varias horas de marcha.

—¿No se deja ver de día?

—Nunca, sahib. Sólo muy entrada la noche deja la selva para venir a devastar nuestras plantaciones.

—¿Tú lo has visto?

—Sí, hace tres noches le disparé dos veces mi carabina, pero probablemente no le toqué.

—¿Es grande?

—Nunca había visto uno tan enorme.

—Está bien. Déjame reposar hasta el atardecer y avisa al hombre que debe acompañarnos que esté preparado.

—Seré yo quien te acompañe al sitio que frecuenta la mala bestia.

—Una palabra, milord —dijo el oficial del rajá—, ¿cómo piensa cazarlo?

—Lo esperaré emboscado.

—Así no conseguirá nada, porque al primer disparo, esos primales atacan, para escapar a continuación; y ya sabe que una sola bala no es suficiente para derribarlos. El rajá ha puesto a su disposición uno de sus mejores caballos, para que pueda perseguir al animal, después del disparo.

—Lo utilizaré —contestó Yáñez—. Ahora, dejadme tranquilo, porque no sé si esta noche tendré tiempo para dormir.

Esperó a que el jefe del poblado y el oficial se hubieran alejado, y, volviéndose a sus malayos, que estaban sentados en el suelo, a lo largo de las paredes, les dijo:

—Ocurra lo que ocurra, no me dejéis solo en la selva. No temáis al rinoceronte; yo me ocupo de matarlo.

—¿Temes alguna traición, capitán? —preguntó Kabung.

—Estoy segurísimo de que el maldito griego tratará de vengarse por todos los medios posibles de la herida que le he hecho. Por eso recelo de todo y de todos. En una cacería en medio de la selva, alguna vez se mata a un cazador en lugar del animal.

—No perderemos de vista a los sikhs, capitán Yáñez.

Al primer movimiento sospechoso, les caeremos encima como tigres y ya veremos cuántos consiguen escapar a nuestras cimitarras.

—Que uno de vosotros monte guardia fuera de la cabaña y reposemos un poco.

Se tendió sobre una estera y cerró los ojos, invitado por el gran calor reinante y por el profundo silencio, porque también los elefantes y los indios se habían dormido.

Hacia el atardecer, le despertaron los ladridos de los perros, los relinchos de los caballos, los bramidos de los elefantes y los gritos de los cornacas y los sikhs.

Los malayos ya estaban en pie, puliendo sus carabinas y sus pistolas.

—La cena —pidió Yáñez—. Después iremos a buscar a ese señor coloso.

Los cocineros habían preparado la cena y sólo esperaba la orden del gran cazador para servirla.

Yáñez comió rápidamente, cogió su magnífica carabina de doble cañón, cargada con balas revestidas de cobre; verdaderos proyectiles de caza mayor, y salió.

Los hombres elegidos para acompañarle eran sólo seis y sujetaban por las bridas unos espléndidos caballos, entre los cuales había uno completamente negro que parecía tener fuego en las venas y que estaba ricamente enjaezado con estribos cortos, a la oriental.

—¿El mío? —preguntó Yáñez al oficial.

—Sí, milord —contestó el indio—. Pero no lo monte; por ahora.

—¿Por qué?

—Los caballos deben llegar completamente frescos al lugar de la caza. Los rinocerontes corren veloces como el viento cuando cargan, ¡y ay del caballo que en aquel momento estuviese cansado!

—Tienes razón. ¿Y el guía?

—Nos espera más allá de las plantaciones.

—Partamos, pero sin perros; nos espantarían la caza.

—Eso pensaba yo, si pretende mantenerse al acecho.

Dejaron el campamento y tomaron un sendero que atravesaba las plantaciones de añil; los campesinos, alineados en los márgenes de los campos, les seguían con la mirada.

La noche era espléndida y propicia para una buena caza. Una fresca brisa, que descendía de las altiplanicies gigantas del Bután, soplaba a intervalos, susurrando entre las plantitas de añil; la luna surgía majestuosa tras los lejanos picos de la frontera birmana. En el cielo florecían nilones y millones de estrellas, proyectando una luz suavísima.

Yáñez marchaba en cabeza del grupo con su eterno cigarrillo entre los labios, la carabina bajo el brazo y seguido por sus malayos. El oficial, por su parte, guiaba a los sikhs, quienes conducían los caballos.

Más allá de las plantaciones, el grupo encontró al viejo.

—¿Lo has visto? —le preguntó Yáñez.

—No, sahib, pero he sabido dónde está su cubil. Un cazador de nilgais me lo ha indicado.

—¿Habrá salido ya a pastar?

—No, todavía no.

—Mejor así: le sorprenderemos en su cubil.

Reemprendieron la marcha, dirigiéndose hacia una selva que extendía su sombra hacia poniente y parecía inmensa.

Les bastó una hora para alcanzarla, ya que los indios, lo mismo que los abisinios, son caminantes ligeros e infatigables.

Aquella selva era un caso verdaderamente raro porque se componía casi exclusivamente de higueras de Indias, plantas colosales de una extraordinaria longevidad, con las hojas ovales, lanceoladas, coriáceas, mezcladas con frutos pequeños, de sabor dulzón que tienen poco que ver con nuestros higos europeos; de los troncos de estas plantas. Los indios extraen, mediante una simple incisión, una especie de leche no bebible, pero que sirve para preparar una especie de goma-laca, que no tiene nada que envidiar a la que usan los chinos y japoneses.

El viejo jefe hizo una breve parada en el límite del bosque, manteniéndose a la escucha; luego, en vista de que sólo se oían los aullidos de algunos lobos indios, se internó resueltamente entre los millares de troncos, diciendo a Yáñez.

—Todavía no ha dejado su cubil. Si hubiese salido se oiría, porque cuando hace sus correrías por los bosques, se oye siempre su niff-niff.

—Mejor así —contestó Yáñez.

Tiró el cigarrillo, cargó la carabina, hizo seña a los malayos de que hicieran lo misino, y siguió al guía que se internaba con paso seguro bajo las inmensas bóvedas de las higueras, llevando en la mano un viejo fusil, que de poco le hubiera servido contra aquellos colosales animales, que tienen una piel casi impenetrable aun para los mejores proyectiles.

A medida que avanzaban los cazadores, la selva se hacía más espesa. Además crecían numerosos matorrales envueltos en una verdadera red de Calamus y de Nepente.

Habrían recorrido una buena milla, cuando el viejo indio les hizo seña de detenerse.

—¿Estamos? —preguntó Yáñez en voz baja.

—Sí, sahib: el pantano de los cocodrilos está cerca, y el rinoceronte tiene su cubil en sus orillas. Haz envolver las cabezas de los caballos en las gualdrapas para que no relinchen. El animal puede estar de buen humor y escapar en lugar de embestirnos.

Yáñez transmitió la orden a los sikhs; luego dijo al guía.

—¿Te daría miedo seguirme?

—¿Por qué, sahib?.

—Deseo descubrir al rinoceronte sin tener detrás a los sikhs y a mis hombres. Ya dispararán después si yo no consigo abatirlo.

—Usted es el gran cazador del rajá, así que no tengo nada que temer.

—Esperadme aquí, y estad dispuestos a montar a caballo —dijo Yáñez a la escolta—. Si yo fallo, abrid fuego y apuntad bien. Si nos embiste, será difícil detenerlo en plena carrera. Vamos, amigo, llévame al cubil.

—Vamos, sahib.

Se alejaron en silencio, pasando con precaución entre las innumerables columnas de las higueras, con la mirada vigilante y el oído atento.

Reinaba un profundo silencio. Incluso los bighama, los lobos de la India, callaban en aquel momento. Hasta la brisa nocturna había cesado, y ya no hacía susurrar el follaje de los enormes árboles.

Recorridos otros trescientos pasos, el viejo indio, se detuvo de nuevo.

—Déjame escuchar —dijo a Yáñez en voz baja—. El pantano de los cocodrilos está delante de nosotros.

—¿Oyes algo?

—La respiración del rinoceronte. Debe de estar escondido en medio de aquellos matorrales.

—¿No tendrá hambre esta noche?

—Habrá comido abundantemente por la mañana.

—Yo le obligaré a mostrarse.

Miró en torno y, descubriendo un trozo de rama, lo lanzó con todas sus fuerzas sobre los matorrales.

En seguida, se alzó entre las frondas una especie de ronzo silbido, seguido de un extraño grito.

Era el niff-niff del rinoceronte.

—Se ha despertado —susurró Yáñez, echándose la carabina al hombro—. Que se deje ver, y le meteré dos balas si el cerebro.

Transcurrieron unos instantes sin que el animal se mostrara.

También el indio, aunque tenía poca confianza en su viejo fusil, estaba preparado para disparar.

De pronto, las matas se agitaron violentamente, como á una repentina tormenta hubiese estallado en su seno; luego se abrieron de golpe y apareció un enorme rinoceronte, lanzando furioso su grito de guerra.

Una tras otra, resonaron tres detonaciones, seguidas de inmediato por un agudo grito del indio.

—¡Huye, sahib…!

Aunque debía de haber recibido alguna bala, porque Yáñez no erraba nunca sus disparos, el rinoceronte cargaba enloquecido, con el ímpetu furibundo característico de estos animales.

Al verlo, el portugués volvió la espalda, lanzándose a todo correr hacia el lugar en que se encontraban los demás.

Por suerte, los innumerables troncos de las higueras de las Indias —que en algunos lugares crecían tan unidos que impedían el paso de los grandes animales— habían frenado el terrible impulso del coloso, dejando tiempo a los fugitivos de reunirse con sus compañeros.

—¡A caballo! —gritó Yáñez.

Un sikh le llevó prontamente ante el caballo que le había destinado el rajá. El portugués subió de un salto a la silla sin servirse de los estribos.

Al ver aparecer entre los troncos al rinoceronte, corriendo desenfrenadamente, malayos y sikhs hicieron una descarga y se dispersaron en varias direcciones, transportados a su pesar por los espantados caballos, que no obedecían ni a las riendas ni a las espuelas.

El oficial del rajá fue el primero en escapar, sin perder tiempo en hacer fuego.

Yáñez hizo dar un terrible salto a su negra cabalgadura para evitar el choque del formidable coloso, mientras el viejo indio, más afortunado, se ponía a salvo en una higuera, con una agilidad de mono.

El rinoceronte, enfurecido por las heridas recibidas, siguió su carrera otros doscientos o trescientos pasos; luego, dando media vuelta, volvió atrás, lanzando por segunda vez su grito de guerra: ¡niff-niff…!

Si los otros habían escapado, Yáñez permanecía en el lugar de la caza, pero no por su voluntad sino por capricho de su caballo, que parecía haber enloquecido de repente. Daba terribles saltos de carnero, como si el peso del caballero le destrozara el lomo, se encabritaba, relinchando calorosamente, y lanzando coces en todas direcciones. Pero el portugués no se dejaba descabalgar y apretaba nervosamente las rodillas, sin ahorrar ni tirones de riendas, golpes de espuela, y blasfemando como un carretero.

—¡Vamos, escapa! —aullaba—. ¿Quieres que te destripe?

El caballo no obedecía y el rinoceronte volvía a la carga con la cabeza baja, disponiéndose a hundir su cuerno en el vientre del enemigo.

Un frío sudor bañaba la frente de Yáñez. Una terrible sospecha le acababa de atravesar el cerebro: que el griego le hubiera preparado una trampa para perderle en el momento más peligroso.

Miró rápidamente al aire: apenas a un metro sobre su cabeza se extendían horizontalmente las ramas de las higueras.

—¡Estoy salvado! —exclamó, poniéndose la carabina en bandolera.

En aquel momento el rinoceronte cayó sobre el encolerizado caballo. Su cuerno desapareció por completo en el vientre del animal, luego de un cabezazo levantó caballo y caballero. Pero sólo cayó uno: el primero, porque el segundo, que había conservado una maravillosa sangre fría incluso en aquella terrible situación, se aferró desesperadamente a una rama, izándose de inmediato.

El caballo cayó al suelo con el vientre abierto por el golpe; se encabritó una vez más, y cayó de bragada lanzando un relincho sofocado.

El rinoceronte, con la brutalidad y ferocidad instintivas en los animales de su raza, cargó de nuevo sobre el pobre animal, hundiéndole el cuerno en el cuerpo por segunda vez; luego, presa de un acceso de furor indescriptible, se puso a patearlo rabiosamente, entre agudos silbidos.

Bajo su enorme peso, los huesos del caballo crujían y se despedazaban, y por los desgarrones producidos por las dos cornadas, salían al mismo tiempo chorros de sangre, intestinos y pulmones.

Yáñez, que había recuperado en seguida la calma, aperas se puso a horcajadas en la rama, cargó la carabina, mascullando:

—Ahora vengaré al caballo del rajá, aunque ese testarudo por poco me envía al otro mundo.

En aquel momento resonaron a poca distancia unos disparos; después, los seis malayos pasaron a unos ciento cincuenta metros de Yáñez, en un galope desenfrenado.

—Id, id, mis valientes —dijo Yáñez—. Yo me ocupo del rinoceronte.

Se acomodó lo mejor que pudo en la rama y apuntó la carabina.

La bestia, que parecía enloquecida, no había dejado aún a su víctima. La desgarraba a cornadas, revolcándose en la sangre; la pateaba, dejándose después caer sobre ella con todo su enorme corpachón, y no dejaba de lanzar gritos estridentes.

Una bala, que le alcanzó un poco por encima del ojo izquierdo, le calmó un momento.

Se detuvo, mirando hacia arriba con la boca abierta: era el momento que esperaba Yáñez.

Partió el segundo disparo de carabina, hiriendo al animal en el paladar y penetrándole en el cerebro. La herida era mortal, pero el animal no cayó. Por el contrario, empezó a galopar vertiginosamente en torno a los troncos de las higueras derribando varios.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez cargando de nuevo el arma—. Para estos animales haría falta una espingarda o mejor un cañón.

Esperó que pasara por debajo de él y disparó casi a quemarropa, alcanzándole entre la nuca y el cuello.

El efecto fue fulminante. El animal se incorporó sobre las patas posteriores para caer a continuación al suelo donde permaneció inmóvil. Había recibido cinco balas, y todas revestidas de cobre y de grueso calibre.

—Ya era hora de que murieras —exclamó Yáñez, dejándose resbalar tronco abajo—. He matado muchos animales, pero ninguno me ha hecho sudar ni pasar tan mal rato como éste. Veamos ahora cuál ha sido tu jugada maese Teotokris del archipiélago griego. ¡Que me devore un tigre si en todo esto no está tu mano! El caballo estaba demasiado enloquecido.

Se acercó con precaución al rinoceronte, y tras cerciorarse de que estaba bien muerto y no existía el peligro de que volviera a ponerse en pie, dirigió su atención al caballo del rajá.

¡Desgraciado animal! Intestinos, corazón, pulmones, hígado yacían en torno suyo, arrancados por el cuerno brutal del coloso, y su cuerpo aplastado mostraba espantosas heridas, por las que aún brotaba la sangre abundantemente.

—Parece una tortilla —murmuró Yáñez—. Pero así y todo espero encontrar la razón de que tuviera el diablo en el cuerpo. En todo esto, hay alguna canallada.

Miró largo rato el cadáver; luego desabrochó la faja del vientre y levantó la silla.

—¡Ah, bribones! —exclamó.

En la parte interna, habían hundido tres puntas de acero un centímetro de largo.

—Por eso estaba furioso el pobre animal —prosiguió el portugués—. Al saltar a la silla se le han hundido en la carne. Esto es una jugada del griego. Él esperaba que el rinoceronte me destripara. No, querido mío, también esta vez has errado el tiro. Yáñez tiene la piel más dura de lo que tú imaginas y, también debo decirlo, una suerte prodigiosa. Punto en boca; por ahora lo dejaremos correr.

Pero te juro, canalla, que un día te haré pagar tus traiciones y todas juntas. Ya me resultaba a mí sospechoso ese altísimo oficial, que debe de ser uno de tus hombres.

Cargó flemáticamente la carabina y disparó dos tiros al aire, con un cierto intervalo entre uno y otro.

Aún retumbaban las dos detonaciones bajo las infinitas bóvedas de follaje, cuando vio llegar, a corta distancia unos de otros, a sus fieles malayos, seguidos por el oficial del rajá.

—Ya está hecho —dijo Yáñez, con una cierta ironía, mirando al indio—. Como ves se ha despachado el asunto sin demasiado trabajo.

El oficial permaneció mudo unos instantes, mirándole con profundo estupor.

—¡Muerto! —dijo luego.

—No se moverá más —añadió Yáñez.

—Es usted el mejor cazador de toda la India.

—Es probable.

—El rajá estará contento de usted.

—Eso espero.

—Haré que los sikhs corten el cuerno, para que pueda ofrecérselo al rajá.

—Se lo presentarás tú; así puedes ganarte una propina.

—Como quiera, milord.

—Hazme traer otro caballo, pero que sea más dócil que el primero. Tu señor tiene alguno demasiado brioso. El oficial fingió no oírle y como en aquel momento llegaban los sikhs acompañados del viejo indio, hizo señal a uno de ellos de que desmontara.

Cuando Yáñez iba a montarlo se produjo una repentina agitación entre los sikhs, seguida casi de inmediato por gritos de:

—¡El jungli-kudgia! ¡El jungli-kudgia! Oyendo que las matas se abrían detrás de él, Yáñez se volvió rápidamente.

Un animal —que a primera vista parecía un bisonte indio— había aparecido de improviso, abriéndose paso entre lianas y nepentes.

—¡Fuego, amigos! —gritó.

—¡Deteneos! —exclamó el jefe del poblado.

Los seis malayos, que aún tenían cargadas las carabinas, dispararon simultáneamente, sin hacer caso del grito del viejo indio.

El rumiante, alcanzado por cinco o seis balas, se desplomó entre la hierba, sin lanzar un mugido.

—¡Desventura sobre los malditos extranjeros! —rugió el jefe, corriendo hacia el animal agonizante y levantando los brazos al cielo—. ¡Han matado la vaca sagrada de Brahma!

—¿Te has vuelto loco, jefe? —preguntó Yáñez—. Si es para sacarme unas cuantas rupias, estoy dispuesto a pagarte el animal.

—Una vaca sagrada no se paga —contestó el oficial del rajá.

—¡Idos todos al diablo! —gritó Yánez, que perdía la paciencia.

—Temo, milord, que tendrá que ajustar cuentas con el rajá, porque aquí, como en toda la India, una vaca es un animal sagrado, que nadie puede matar.

—Entonces, ¿por qué tus hombres han gritado: el jungli-kudgia? Aunque no conozco profundamente la lengua hindú, ese nombre se da, si no me equivoco, a los terribles bisontes de la jungla, que no son menos peligrosos que los rinocerontes.

—Se habrán equivocado.

—Peor para ellos.

Mientras cambiaban estas palabras, el viejo indio seguía dando vueltas al cadáver de la vaca, manifestando la más violenta desesperación y vomitando una sarta infinita de injurias contra los matadores del animal sagrado.

—¡Acaba ya, pajarraco! —gritó Yáñez, cada vez más fastidiado—. Te he librado del rinoceronte que estropeaba tus plantaciones y no dejas de injuriarme. Eres el mayor canalla que he conocido en mi vida. Si no dejas quieta tu cochina lengua, te haré apalear por mis hombres.

—No lo hará usted —dijo el oficial del rajá, con voz dura.

—¿Quién me lo impediría, señor oficial? —preguntó Yáñez.

—Yo, que aquí represento al rajá.

—Para mí, que soy un lord inglés, no eres más que un empleado de la corte, inferior a mis criados.

—¡Milord!

—¡Vete al infierno! —dijo Yáñez, montando a caballo. Luego, volviéndose hacia sus malayos, que miraban ferozmente a los sikhs, dispuestos a atacarles al primer movimiento sospechoso, les dijo:

—Volvamos a la ciudad; estoy harto de este asunto.

—Milord —dijo el oficial—, los elefantes nos esperan.

—Échalos al río, yo no los necesito.

Hizo subir detrás de él al malayo que le había cedido el caballo y partió a galope, mientras el viejo indio le gritaba una vez más:

—¡Malditos extranjeros! ¡Qué Brahma os haga morir a todos!

Salidos del bosque, los tigres de Mompracem se metieron entre las plantaciones, sin preocuparse de si estropeaban más o menos el añil, y tomaron el camino de Gauhati.

Cuando entraron en la ciudad era aún de noche. Los guardias de centinela ante el palacio, se apresuraron a introducirle en el vasto patio de honor, donde, bajo los espaciosos soportales, dormían sobre simples esteras escuderos y lacayos, para estar preparados a cualquier llamada de su señor.

Yáñez les confió su caballo y subió a su departamento, despertando al chitmudgar.

—¡Es usted, señor! —exclamó el mayordomo frotándose los ojos.

—¿No me esperabas tan pronto?

—No, señor. ¿Ha matado ya al rinoceronte?

—Sí, le he derribado con cuatro disparos. Tráeme una botella y cigarrillos a mi habitación y espérame, porque he de pedirte algunas explicaciones importantes.

—Estoy a sus órdenes, sahib.

Yáñez se desembarazó de la carabina, mandó a los malayos a acostarse y se reunió con el chitmudgar, quien ya había encendido la lámpara y puesto sobre la mesa una botella de licor y una caja de cigarrillos indios, hechos con una hoja de palma arrollada y tabaco rubio.

Vació un vaso de ginebra añeja, se tendió en una butaca y contó sucintamente cómo se había desarrollado la caza, alargándose sólo en la muerte de la maldita vaca sagrada, que le había sacado de quicio.

—¿Qué dices tú ahora de todo este asunto?

—Es una cosa grave, milord —contestó el mayordomo que parecía preocupado—. Una vaca es siempre sagrada y quien la mata incurre en una grave falta.

—Me habían dicho que era un bisonte de la jungla, y yo he dado orden de disparar sin mirarla bien.

El chitmudgar sacudió la cabeza, murmurando:

—¡Asunto serio!, ¡asunto serio!

—Deberían haberla guardado en el pueblo.

—Tiene razón, milord; pero la culpa será suya.

—Aquel jefe es un auténtico bribón. ¿No le he matado al rinoceronte que devastaba las plantaciones del pueblo? ¿Y si en este asunto hubiese una intervención oculta del favorito del rajá? Las puntas de hierro estaban en la silla.

—No me sorprendería —contestó el mayordomo—. Yo sé que ese hombre le odia a muerte.

—Ya me he dado cuenta; además querrá vengarse de la herida.

—Seguro, milord.

—Entonces, se ha urdido una verdadera conjura. Primero ha intentado que me destripara el rinoceronte; luego ha enviado la vaca sagrada. ¿Estaría de acuerdo con el jefe del poblado?

—Es probable, señor.

—¡Por Júpiter!, no me dejaré enredar. Ahora voy a descansar, y si antes del mediodía el rajá envía a uno de sus sátrapas, contestarás que duermo y que no quiero ser molestado. Si insisten, lanza contra ellos a mis malayos. Ya es hora de mostrar a ese perro griego y al borrachín a quien sirve, que un lord no deja que se burlen de él. Puedes irte, chitmudgar.

Apagó la lámpara, se tendió en el lujoso lecho sin desnudarse y se durmió casi de inmediato.

22. La prueba del agua

Estaba soñando con Surama, a quien ya veía sentada en el trono del rajá, con un dootèe azul, constelado de diamantes del Gujerat y de Visapur, cuando tres golpes muy fuertes, dados en la puerta de su dormitorio, le hicieron saltar de la cama.

—¡Entra! —exclamó con voz tonante—. ¿Es ésta la forma de despertar a un lord?

El mayordomo, muy humilde, avanzó diciendo:

—Es mediodía, señor.

—¡Ah!, muy bien. No me acordaba ya de la orden que di. ¿Han preguntado por mí?

—Varias veces, señor; un oficial del rajá se ha presentado insistiendo en verle.

—¿No se han enfadado mis malayos?

—Han acabado por echarle escaleras abajo.

—¿Se ha roto una pierna por lo menos, ese pelmazo?

—Seguro que se ha magullado las costillas.

—Hubiera preferido que se rompiera el cuello —dijo Yáñez—. ¿Han vuelto los canallas que me acompañaron a la cacería?

—Sí, poco después de despuntar el sol.

—¡Bribones! Quién sabe lo que habrán dicho de mí, después del servicio que he prestado. Pero esta vez el rajá encontrará un hueso duro de roer, y el señor Teotokris tendrá poco motivo de risa. ¡Por Júpiter! Un lord no se ceja devorar como un pez del Brahmaputra.

Se arregló un poco y salió después de haber recomendado a los malayos que no se movieran. Parecía presa de viva agitación, de una sorda cólera; cosa más bien extraña en un hombre que parecía más flemático que un verdadero inglés.

En la puerta del salón real, encontró a un oficial.

—Ve a decir a va señor que deseo verle —dijo con tono imperioso.

Dicho esto, entró en el magnífico salón, se tendió en uno de los divanes que se extendía a lo largo de las paredes de mármol, y se puso a fumar como si estuviera en su propia habitación.

No había transcurrido, un minuto, cuando las cortinas de seda que colgaban detrás del lecho-trono se abrieron y apareció el príncipe.

—¡Ah! Alteza —dijo Yáñez, tirando el cigarrillo y acercándose a la plataforma.

—Te he hecho llamar tres veces —dijo el rajá, con voz un poco dura.

—Dormía —contestó Yáñez, también secamente—. La caza me ha cansado mucho.

—He recibido el cuerno del rinoceronte que has matado, milord. Su propietario debía de ser un animal muy grande.

—Y también muy malo, alteza.

—Lo creo. Los rinocerontes están siempre de mal humor.

—No son solamente esas bestias las que tienen un humor negro; también hay hombres.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el príncipe, fingiendo gran estupor.

—Que en su corte hay canallas, alteza.

—¿Qué me dices milord?

—Sí, porque mientras yo arriesgaba mi vida, para cumplir mi deber de gran cazador del rajá del Assam, otros trataban de asesinarme a traición —dijo Yáñez con cólera.

—¿Y de qué forma?

—Poniendo puntas de hierro bajo la silla del caballo que usted envió. El animal se encabritó en el momento en que era preciso que estuviera tranquilo para permitirme disparar; y si no hubiera habido una rama encima de mi cabeza, ahora no estaría aquí para contarle cómo terminó la caza.

—Haré buscar al culpable y le castigaré como merece —dijo el rajá—. Aunque no te oculto que será un poco difícil descubrirlo. Otra cosa es la culpa que has cometido tú, y que es gravísima. Esta mañana ha venido a verme el jefe del pueblo en que cazaste —que para desgracia tuya es uno de los más influyentes del reino— a decirme que tus hombres y tú matasteis la vaca sagrada, protegida por Brahma.

—Yo creía de buena fe que era un bisonte de la jungla.

—El jefe del pueblo sostiene lo contrario y te desafía a probarlo.

—¡Me desafía! —saltó Yáñez—. ¿A tiros, tal vez? Que venga y le saldaré la cuenta con una bala en la cabeza.

—No creo que sea capaz de tanto —dijo el rajá, con una ligera sonrisa—. Quiere desafiarte a probar lo contrario.

—¡Cómo! ¿Pretende tener razón?

—Eso mantiene.

—¿Dónde está ese sinvergüenza?

El príncipe cogió un mazo de plata que había sobre una mesilla y dio tres golpes sobre un disco de bronce colgado de la pared.

En seguida se abrió la puerta del magnífico salón y entró el viejo indio, acompañado por el oficial y los sikhs, que habían asistido a la muerte de la vaca sagrada.

Al verles, Yáñez no pudo contener un movimiento de cólera. Comprendía que se preparaban a tenderle una segunda emboscada, tal vez más peligrosa que la primera.

—¡Bribones! —murmuró—. Estos bandidos sirven al maldito griego.

El rajá se había tendido sobre su lecho-trono, apoyándose en un gran cojín de seda carmesí, bordada en oro, mientras una mano, pasando entre las cortinas, le tendía un soberbio narguile de cristal azul, ya encendido, con un largo tubo de piel roja y la boquilla de marfil.

El jefe del pueblo avanzó hacia la plataforma y se echó tres veces al suelo, sin que el rajá se dignara responder a aquel humillante saludo.

—¡Ah! Estás aquí viejo bribón —dijo Yáñez con desprecio—. ¿Qué quieres?

—Solamente justicia —contestó el indio.

—¿Después de que te he librado del rinoceronte? ¡Bonito agradecimiento el tuyo!

—Me has matado la vaca sagrada y quién sabe qué calamidades caerán sobre el pueblo. Los daños que produjo el rinoceronte no serán nada, en comparación con los que nos vendrán ahora.

—Eres un imbécil.

—No, soy un indio que adora a Brahma.

Yáñez iba a enviar al infierno al dios, pero se contuvo a tiempo.

El rajá se había incorporado un poco y, tras mirar unos instantes tanto al jefe como al europeo, dijo lanzando al aire una nubecilla de humo.

—¿Qué quieres, Kadar?

—Justicia, rajá.

—Este hombre blanco a quien yo he nombrado gran cazador de mi corte, sostiene que estás en un error.

—Yo tengo testigos.

—¿Y qué dicen?

—Que el sahib ha matado la vaca sagrada, a pesar de darse cuenta de que no era un jungli-kudgia.

—¡Eres un canalla! —gritó Yáñez.

—Calla, milord —dijo el rajá con acento severo—. Yo estoy administrando justicia y no debes interrumpirnos ni a Kadar ni a mí.

—Muy bien, escuchemos a este bribón, que no conoce el agradecimiento.

—Sigue, Kadar —dijo el rajá.

—Aquella vaca había sido consagrada a Brahma, para que protegiese mi pueblo, tal como manda la costumbre. Nadie podía matarla, ni hubiera osado cometer tan execrable crimen. Ahora Brahma se vengará y, ¿qué ocurrirá con nuestras plantaciones? La miseria más espantosa caerá sobre todos nosotros, y acabaremos por morir de hambre.

—Te regalaré otra; así tu dios se calmará.

—No será la misma.

—Pues no sé qué quieres.

—Tu castigo.

—Yo no la he matado para hacer una afrenta a tus creencias religiosas.

—Sí.

—Mientes como un sudra.

—Apelo a estos hombres.

—Es verdad —dijo el oficial que le había acompañado a la cacería—. Tú ordenaste disparar a tus hombres para disgustar a este hombre y ofender a todos los habitantes del pueblo.

—¿También tú me acusas?

—Y también los sikhs.

Yáñez se contuvo a duras penas y, dirigiéndose al rajá, que estaba vaciando un enorme vaso de licor, proporcionado por la mano misteriosa que le había dado el narguile, le dijo:

—No dé crédito a estos miserables, alteza.

El rajá tragó el líquido con un esfuerzo, y contestó, entrecerrando los ojos:

—Son ocho los que te acusan, milord, y según nuestras leyes, yo debo creerles a ellos porque son muchos.

—Haré venir a mis hombres.

—Los siervos no pueden atestiguar ante los guerreros. Su casta es demasiado baja.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—Confesar que has matado la vaca en un momento de enojo y dejarte castigar. El delito es grave.

—De forma que tendré que aceptar alguna pena.

—Si tú fueras súbdito mío, tendría que hacerte aplastar la cabeza por mi elefante verdugo, como mandan nuestras leyes; pero como eres extranjero, y por añadidura inglés, y yo no quiero tener problemas con el virrey de Bengala, con gran sentimiento por mi parte, tendré que expulsarte del estado.

—Le juro, alteza, que estos hombres han mentido.

—¡Te desafío! —gritó el jefe—. Ven conmigo a intentar la prueba del agua. Si permaneces más rato que yo sumergido, la razón será tuya.

—¿Qué me propones, tunante?

—Te propone la prueba del agua.

—¿En qué consiste?

—Se trata de echarse a las aguas del Brahmaputra, de bajar a lo largo de un palo hasta el fondo del río y de resistir lo más posible. El primero que salga, no tendrá razón.

—¡Ah! —exclamó Yáñez.

Contempló al viejo de pies a cabeza y le dijo fríamente:

—¿Para cuándo la prueba?

—Para mañana por la mañana, sahib, si te va bien.

—De acuerdo, yo demostraré al rajá que mientes.

—Entonces le haré dar cincuenta garrotazos —dijo el príncipe dando a entender con un gesto que la audiencia había terminado.

Yáñez se inclinó ligeramente y fue el primero en salir, no sin haber lanzado a sus acusadores una mirada de profundo desprecio y de haber escupido sobre los zapatos rojos que calzaba el oficial.

—Me tienden otra emboscada —murmuró, subiendo las escaleras que conducían a su departamento—. Pero también esta vez os equivocáis, bribones: me quedaré aquí mal que os pese. No sabes que, aun siendo europeo, ahora soy medio malayo, la raza más antigua del mundo.

El chitmudgar le esperaba a la puerta de sus habitaciones presa de una vivísima ansiedad, porque el buen hombre apreciaba sinceramente al gran cazador de la corte.

—¿Qué hay, milord? —preguntó.

—Me las arreglaré bien —contestó Yáñez—. Me tiende sus redes, pero no desespero de escurrirme entre las mallas. Luego vendrá mi turno, y ajustaré las cuentas a todos estos bribones. Tráeme la comida y no me preguntes más.

A pesar de sus preocupaciones, comió con envidiaba apetito, luego escribió un billete a Surama, encargando; Kabung que lo llevara. Quería advertirla de cuanto ocurría y de la pésima situación en que empezaba a encontrarse.

Las emboscadas del griego —demasiado poderoso por el momento— empezaban a preocuparle, aunque estaba bien decidido a hacer frente a aquel aventurero.

Pasó la velada charlando con sus malayos y fue a acostarse temprano para estar dispuesto por la mañana a pasar la prueba del agua.

Si hubiese estado en otro país, hubiera acogotado a sus acusadores y tal vez al rajá, pero hallándose casi solo en una corte que le podía echar encima centenares de guerreros, Yáñez —que no era ningún estúpido— se veía obligado a aceptar los acontecimientos a pesar suyo.

Sin embargo, aun turbándole graves preocupaciones durmió tan bien como de costumbre, fiando en su propia audacia y sobre todo en su fortuna y en el apoyo del formidable Tigre de Mompracem, el vencedor de los thug; y de su no menos formidable jefe.

Cuando el reloj de la torre que se alzaba sobre palacio daba las cinco, le despertó el chitmudgar que le traía el té.

—Milord —dijo el fiel mayordomo—, el jefe del pueblo, los jueces del rajá y los testigos han salido ya hacia el Brahmaputra y un elefante le espera en la plaza.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—; esos bribones tienen prisa por verme salir asfixiado. Veremos si dentro de una hora ese viejo lobo tendrá la espalda rota a bastonazos o si yo estaré viajando hacia la frontera de Bengala. Dame un buen vaso de licor, chitmudgar, para que se me caliente un poco la sangre. ¿Y cómo está el favorito?

—Me han dicho que se ha levantado ya y que asistirá a la prueba.

—¡Pardiez! Tiene la piel tan dura como un cocodrilo ese aventurero. Otra vez, en lugar de la cimitarra, emplearé armas de fuego, con balas forradas de cobre. Si he matado un rinoceronte, también agujerearé la piel a ese griego del archipiélago. Esperemos la ocasión.

Vació la taza de té y el vaso que le había traído el mayordomo y bajó. En la plaza, ante la escalinata de mármol del palacio real, le esperaban cinco malayos, porque Kabung no había vuelto aún del palacio de Surama.

Un elefante suntuosamente enjaezado, con una inmensa gualdrapa de terciopelo rojo y gruesos colgantes de plata en las orejas y sobre la frente, le esperaba.

—Parte, mahout —dijo subiendo rápidamente la escala de cuerda y acomodándose en la caja, que estaba cubierta por una cúpula pequeña de madera, pintada de blanco y con arabescos dorados—; haz trotar al animal.

Los malayos le habían seguido, instalándose frente a él.

—Amigos —les dijo Yáñez—, ocurra lo que ocurra, guardad quietas vuestras armas, tanto las de fuego como las armas blancas. Dejad que me las arregle yo solo. Estoy jugando una carta que puede hacerme perder la partida. Sed prudentes y no os mováis si no os doy la señal de hacerlo.

El elefante se había puesto en marcha, a paso largo.

Como era aún muy temprano, había pocas personas por las calles de la capital; la mayoría de las que circulaban eran sudras, provistos de enormes cestos destinados a contener las provisiones. Ver pasar elefantes era una cosa tan corriente que nadie se fijaba en ellos, de manera que Yáñez pudo llegar a las orillas del río casi inadvertido.

Sin duda la prueba tenía un carácter privado y no público, porque durante la noche el rajá había hecho levantar una especie de recinto, cuyas alas extremas terminaban en el río.

Numerosos personajes, todos pertenecientes a la corte, estaban ya reunidos. También el viejo indio había llegado y charlaba con tres jueces escogidos por el rajá, sentados sobre una alfombra colocada frente a dos palos plantados en el lecho del Brahmaputra, a dos metros de distancia uno del otro, en un lugar donde el agua era muy profunda.

Viendo llegar al gran cazador, todos los invitados interrumpieron sus conversaciones, mirándole con viva curiosidad. Tal vez esperaban descubrir en el rostro del europeo una cierta preocupación ante aquella prueba, nueva para él; pero debieron de quedarse decepcionados.

Yáñez estaba tan tranquilo como de costumbre y saboreaba pacíficamente el humo de su cigarrillo.

—Aquí estoy, viejo canalla —dijo después de atravesar el recinto, deteniéndose ante el viejo indio—. Tal vez esperabas que no viniera.

—No —contestó secamente Kadar.

Los tres jueces se levantaron, inclinándose ante el gran cazador, luego el más anciano, dijo:

—¿Sabe de qué se trata, milord?

—Me lo ha explicado el rajá —contestó Yáñez—. ¡Bah! Un baño no hace ningún mal en esta estación, incluso servirá para despertarme el apetito.

—Tiene que resistir todo lo que pueda.

—Cansaré fácilmente a este viejo bribón.

—Lo veremos, sahib —dijo Kadar, con tono irónico.

—Si no quieres reventar asfixiado, tendrás que sacar la cabeza.

—Sí, después de la tuya.

—Aún no me conoces.

Se quitó la chaqueta, los pantalones y las botas, conservando sólo la camisa y los calzoncillos, y de un salto alcanzó la orilla, diciendo:

—Ven, tunante.

—Un momento, milord —dijo uno de los jueces—; cuando haya llegado a su palo, espere nuestra señal antes de sumergirse.

—Un momento también vosotros, señores jueces —añadió a su vez Yáñez—. Os advierto que, si no actuáis lealmente, os haré acogotar por mi escolta.

Dicho esto saltó al agua, seguido por Kadar, y con cuatro brazadas llegó hasta su palo, agarrándose a él con fuerza para que no le arrastrara la corriente.

Se había hecho un profundo silencio entre los espectadores. Los tres jueces de pie en la orilla esperaban a que los dos hombres estuvieran dispuestos. De pronto, el más anciano levantó un brazo, gritando con voz tonante:

—¡Abajo!

Yáñez y el viejo jefe se hundieron en el mismo momento, dejándose resbalar unos metros a lo largo del palo, apretando las piernas en torno a éste.

Todos los espectadores se habían precipitado a la orilla, contemplando con atención los dos palos, a los que el ímpetu de la corriente hacía oscilar. Una viva ansiedad se pintaba en todos los rostros.

Transcurrió un minuto, pero no reapareció ninguna de las dos cabezas. La corriente proseguía su marcha burbujeando sobre los dos sumergidos.

Pasaron unos segundos más; luego apareció bruscamente un cráneo, pelado y brillante como una bola de billar; luego emergió el rostro de Kadar, terriblemente alterado.

Una salva de invectivas cubrió al desgraciado.

—¡Canalla!

—¡Estúpido!

—¡No eres bueno para nada!

—¡Vete a cultivar los campos!

—¡Te has dejado vencer por el blanco!

—¡Carroña!

Medio asfixiado, Kadar contestaba sólo con violentos golpes de tos y contorsiones de mono. Sus ojos estaban inyectados en sangre y jadeaba.

Transcurrieron otros tres o cuatro segundos, y Yáñez salió, a flote, aspirando ruidosamente una larga bocanada de aire. No estaba en tan malas condiciones como Kadar. Más desarrollado que el delgado indio, con pulmones más rapaces y más habituado también a las largas inmersiones, había resistido mejor la peligrosa prueba. Viendo cerca a su adversario, completamente humillado, le dijo irónicamente:

—Ya te dije que no me ganarías. Ve a ofrecer tu espalda al bastón del verdugo y consuélate, porque tienes la piel dura y poca carne sobre los huesos. Dejó el palo, y nadó hasta la orilla. Los espectadores, que habían puesto todas sus esperanzas en Kadar, le acogieron con un silencio glacial.

Sólo el juez más anciano le dijo:

—Ha vencido, milord, de forma que tenía razón usted y ese miserable recibirá el castigo que se merece, a menos que usted solicite gracia para él.

—A los canallas de su especie no la concedo nunca —contestó el portugués.

Se secó lo mejor que pudo con un dootèe que le dio uno de sus malayos, se vistió rápidamente y abandonó el recinto, sin saludar a nadie, mientras seguían lloviendo invectivas sobre el desgraciado Kadar, quien continuaba agarrado al palo, por miedo a recibir una acogida aún peor de sus compatriotas.

—Al palacio real —dijo el portugués, subiendo al elefante.

Diez minutos más tarde, avisado por un oficial que le esperaba en la base de la escalinata de mármol, entraba en la sala del trono, donde le esperaba el rajá.

—Sé que has ganado la prueba —le dijo el príncipe con una benévola sonrisa—, y me alegro de ello.

—Pues yo muy poco. Vuestra justicia india está muy por debajo de la inglesa, alteza.

—Es la misma desde hace millares de años, y yo no tengo tiempo para modificarla. ¿Qué puedo hacer ahora por ti? Te debo una recompensa por la muerte del rinoceronte.

—Ya sabe, alteza, que me he puesto a su servicio sin ninguna exigencia. Deje que vaya a reposar: es todo le que pido.

—Ya pensaré en la mejor forma de mostrarme generoso contigo, milord.

Yáñez, que parecía un tanto enojado, se inclinó sin añadir palabra y subió a su departamento.

23. Las terribles revelaciones del griego

Aún no había llegado Yáñez a sus habitaciones, cuando las cortinas que —como hemos dicho— hacían de fondo al lecho-trono, sobre el que todavía se hallaba el rajá, se abrieron y compareció Teotokris. No estaba completamente curado y sin duda el príncipe no le esperaba porque, al verle, no pudo contener un gesto de sorpresa, exclamando al mismo tiempo:

—¡Tú!…

—Yo, alteza —contestó el griego.

—¿Por qué has abandonado el lecho? Esto es una imprudencia.

—La gente de mi raza es la más fuerte de Europa. Y no me gusta debilitarme en cama.

—¿Así que tu herida va mejor?

—Dentro de pocos días no quedará ni rastro.

—¿Por qué te has levantado?

—Porque quería escuchar lo que decía ese milord.

—¿No sabes que ha vencido?

—Por desgracia —contestó el griego, rechinando los dientes—. Sin embargo, yo había urdido bien la cosa y, de perder él, te hubieras podido desembarazar para siempre de ese espía.

—¡Espía! —exclamó el rajá.

—Sí, ese hombre es un espía —confirmó el griego—. Y yo tengo las pruebas.

—¡Tú!

—Estaba de acuerdo con una princesa, venida de no sé de dónde, que le ayudaba.

—Quieres asustarme, Teotokris —interrumpió el rajá, que se había puesto ceniciento y, con la repentina emoción había dejado caer el vasito de licor que tenía en la mano.

—No, porque, aun estando en cama, me he ocupado de todo.

—¿Cómo?

—Haciendo secuestrar a la amiga del milord.

—¡Por todos los kateri. de la India! ¿Tú has hecho eso?

—Sí, alteza —contestó Teotokris.

—¿Y dónde está ahora?

—En mi palacio.

—¿Y tú me aseguras que esa princesa es una espía?

—Y aún te puedo probar algo más.

—Prosigue.

—Parece que ella estaba urdiendo una conjura para arrebatarte la corona. Mis hombres y uno de tus ministros la han obligado a confesar.

El rajá, que acababa de coger otro vasito de un escabel situado junto al trono, dejó caer también éste sin tener tiempo de vaciarlo.

Un fuerte temblor se apoderó de aquel príncipe borrachín, mientras su rostro traslucía un temor indescriptible.

—¡Haré que mi elefante verdugo triture a todos esos traidores bajo sus patas! —aulló en seguida, con un estallido de furor.

—Entonces, deberías empezar por milord.

—¿Por qué por él?

—Es íntimo amigo de la princesa y antes de ser nombrado gran cazador la visitaba con frecuencia.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Un faquir que pedía limosna en los alrededores del palacio de la misteriosa princesa.

—¿Sin más pruebas? Comprenderás que debemos actuar con la máxima prudencia. Ese lord puede haber sido enviado aquí por el virrey de Bengala, y tú sabes que los ingleses están acostumbrados a aprovechar las menores ocasiones para extender sus manos rapaces sobre los principados aún independientes.

—Pero esa princesa es india, no blanca.

—Pues bien, la haré expulsar de mi estado.

—¿Y los otros?

—¿Qué otros?

—Los cómplices. ¿Sabes lo que creo? Que de la conjura forma parte un príncipe de no sé qué país, que no es de raza blanca y que es el mismo que rechazó a nuestros sikhs, cuando atacaron la pagoda subterránea.

—¡Y me lo dices ahora, Teotokris! —gritó el rey con cólera. Y vaciando un par de vasitos, probablemente para reanimarse, saltó, o mejor dicho, se dejó resbalar del lecho-trono, poniéndose a pasear nerviosamente por la plataforma.

Teotokris, apoyado en el quicio de la puerta, le miraba con una sonrisa burlona en sus labios.

—¿Entonces —preguntó por fin el príncipe—, qué me aconsejas que haga?

—Acusar directamente al gran cazador y, ya que no te atreves a hacerlo aplastar por el elefante, encerrarlo bajo llave.

—¿Y después?

—¡Oh! —exclamó el griego—. En la cárcel pueden ocurrir muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—Si pasado cierto tiempo y el virrey de Bengala no ha protestado por el arresto de su súbdito, un poco de veneno lo hará desaparecer por completo: carne y huesos.

El rajá le miró con admiración.

—Eres un gran ministro, Teotokris —dijo después—. ¡Los europeos sois maravillosos!

—¿Estás decidido, alteza?

—Tengo completa confianza en ti.

—¿Le acusarás directamente?

—Sí —contestó el rajá.

—¿Cuándo?

El rajá reflexionó un momento y dijo:

—Para disimular mejor las cosas, esta noche daremos una fiesta en la sala de los elefantes, y cuando la alegría haya llegado al máximo, pediré explicaciones a mi gran cazador sobre sus relaciones con la misteriosa princesa. Tú tendrás preparados cincuenta sikhs, porque el inglés va siempre armado y no da un paso si no lleva detrás esos feos rostros verdosos.

—¿No te arrepentirás, alteza?

—No; estoy decidido a deshacer esta conjura. Maté a mi hermano para conseguir la corona; no la cederé a unos extranjeros mientras me quede una gota de sangre.

El griego abrió las cortinas y desapareció, mientras el príncipe subía a su trono, tendiéndose sobre la colcha de seda azul floreada, empapada de whisky…

Mientras el griego preparaba la pérdida de Yáñez, éste —que no sospechaba ni remotamente lo que le iba a caer sobre la cabeza, en especial después del espléndido resultado de la prueba y de las promesas del rajá— almorzaba con toda tranquilidad, charlando con el mayordomo y con sus malayos.

Aunque las maniobras del griego le preocupaban, estaba convencido de que antes de mucho tiempo conquistaría el trono, para ofrecerlo a su adorada Surama. Lo que le inquietaba de verdad era la falta de noticias por parte de Sandokan y de Surama, a quien no había vuelto a ver desde su llegada al palacio real, por temor a comprometerla.

¡Si hubiese sabido que en aquel momento ella era prisionera del griego! Pero Kabung se había guardado de avisarle, confiando en la audacia del Tigre de Malasia.

Devorada a conciencia la excelente comida que le había hecho preparar el chitmudgar, se durmió pacíficamente en el amplio sillón de bambú, con el cigarrillo semiapagado entre los labios.

Los malayos no tardaron en imitarle, tras retirarse a su amplia habitación que, en cierto modo, les servía de cuartel.

Era la hora en que todos reposaban —ricos y pobres— porqué del mediodía a las cuatro de la tarde se suspende el trabajo en todas las ciudades de la India, para evitar los tremendos golpes de sol, casi siempre muy fuertes como lo son los de luna para quienes se duermen de noche al aire libre, sin tener la precaución de echarse un trozo de tela por la cara. Los primeros matan casi siempre los segundos, por el contrario, ciegan o producen hinchazón en la cara, acompañado de malestar y fiebre alta.

A las cinco, el chitmudgar despertó al portugués, presentándole sobre una bandeja de plata un billete perfumado y una cajita de oro finamente cincelada.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, poniéndose en pie—. Sin duda el rajá quiere recompensarme por la muerte del rinoceronte. Si ha de complacerle, aceptemos.

La cajita contenía otro magnífico anillo con un rubí espléndido, que valía varios miles de rupias; la carta era una invitación para una fiesta que el rajá ofrecía a su corte en la sala de los elefantes.

—¡Por Júpiter! —exclamó de nuevo Yáñez—. El rajá empieza a ser amable y a apreciar mis servicios. Espero inducirle poco a poco a desembarazarse del griego. Una vez lejos ese individuo, Sandokan y yo sólo tendremos que alargar las manos para quitar de la cabeza de ese borracho una corona que ya le pesa demasiado.

Se puso en un dedo el precioso anillo y, como la fiesta debía empezar inmediatamente después de la puesta del sol, se arregló con cuidado, poniéndose un flamante traje de franela blanca, muy ligera, y botas relucientes. Se ciñó la cintura con una ancha faja de seda de varios colores, doblándola de forma que pudiera esconder entre sus pliegues las pistolas y el kris, y dejando sólo a la vista la cimitarra.

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir en la corte de un príncipe indio —murmuró.

También los malayos se pusieron trajes nuevos y pulieron bien las carabinas y las cimitarras; luego se llenaran bolsillos y fajas de municiones, como si tuvieran que asistir a una partida de caza y no a una fiesta; eran, por instinto, tan desconfiados como su jefe.

Cuando Yáñez oyó resonar en el vasto patio los baunk —especie de trompetas de sonido agudísimo—, y redoblar los grandes tambores, abandonó su apartamento, precedido por el chitmudgar —que se pavoneaba en un amplio dootèe de seda amarilla— y seguido por sus malayos.

La sala de los Elefantes estaba en la planta baja y se abría en una de las cuatro esquinas del patio. Era mayor y más rica que la que el rajá empleaba para las recepciones, de magníficas columnas adornadas con numerosas esculturas y dorados y con un trono.

Éste era un inmenso sillón, sostenido —como el del gran Mogol— por seis pies de oro macizo que se apoyaban en una enorme hoja de palma de madera labrada. Sobre el respaldo, un pavo real de bronce dorado extendía su cola variopinta, que tenía incrustados diamantes, zafiros y rubíes de espléndido efecto.

El rajá estaba sentado en él, rodeado por sus ministros y favoritos, recibiendo los homenajes de las personas más importantes de la capital y ofreciéndoles a todos vasos de licores.

En un ángulo de la inmensa sala, sobre una plataforma cubierta por una bellísima alfombra persa, una treintena le músicos soplaban desesperadamente unas largas trompetas de cobre, llamadas ramsinga, o las surnae, semejantes a nuestros clarines, mientras otros pellizcaban las cuerdas de seda de las sitar, que son las guitarras indias, o las del omerti, extraño instrumento formado con medio coco, cubierto en una tercera parte por una piel finísima, o bien la del sarindà.

Entre las ocho columnas que sostenían la bóveda de la sala, una cincuentena de can-ceni, es decir danzarinas —todas bellísimas y lujosamente vestidas, con los senos encerrados en corazas de metal dorado y los largos cabellos sueltos, con ramilletes de flores en las puntas—, ejecutaban la danza de la ram-genye, el más gracioso de todos los bailes indios.

En un extremo de la sala otros tantos balok —jóvenes bailarines, con el cuerpo semidesnudo, pintado, y las cabezas adornadas con flores y cintas— danzaban la ram-genye, ejecutando pasos dificilísimos, muy admirados por los numerosos espectadores que habían acudido a la invitación del rajá.

Después de dirigir una rápida mirada a todos aquellos invitados, Yáñez atravesó la sala, siempre seguido por sus malayos, y fue a saludar al príncipe, quien a cambio le ofreció un vaso de arac birmano, tendiéndoselo personalmente.

El príncipe parecía de muy buen humor, tal vez porque estaba ya bastante achispado, aunque tenía un brillo falso en la mirada que no escapó al portugués, muy buen observador. Pero, no viendo al griego entre los ministros, se tranquilizó y, tras vaciar el vaso, fue a sentarse en uno de los divanes situados alrededor de la sala.

Las danzas se sucedían, unas veces acompañadas por el bin, el sitar y otros instrumentos de cuerda, como acostumbran los indios, y otras por el tobla, el hula y el sarindà, que es el uso de los musulmanes de la India central y septentrional.

Las can-ceni y los balok hacían maravillas, dando prueba de una resistencia increíble.

De vez en cuando una multitud de sirvientes, espléndidamente vestidos, irrumpían en la sala trayendo inmensas bandejas de plata y de oro, y ofrecían a los invitados empanadillas, helados, bebidas de distintas ciases y pipas ya cargadas de excelente tabaco, o cajas llenas de betel.

Hacía un par de horas que duraba la danza cuando, con sorpresa de iodos, se produjo una repentina agitación en la plataforma del trono.

Los ministros, que habían estado sentados junto a éste, bebiendo y fumando, se levantaron discutiendo animadamente entre ellos y gesticulando, mientras el rajá saltaba del trono y hacía unos ademanes que parecían coléricos.

Varios oficiales subían y bajaban de la plataforma, como para recibir y dar órdenes.

—¿Qué puede haber ocurrido? —se preguntó Yáñez, al advertir aquella confusión—. ¿Habrá estallado una revolución en algún lugar del reino?

Apenas se había hecho esta pregunta, vio al rajá dejar la plataforma y desaparecer detrás de una cortina, siendo seguido de inmediato por uno de sus ministros. Casi al mismo tiempo, un oficial de la guardia se dirigió al diván que él ocupaba.

Al verle acercarse. Yáñez sintió que se le oprimía el corazón. Se le acababa de ocurrir la sospecha de que Sandokan hubiera intentado uno de sus audaces golpes, y le hubiera sucedido una desgracia.

—Milord —dijo el oficial, deteniéndose ante él e inclinándose para que no pudieran oírle sus vecinos—, el rajá desea hablarle.

—¿Qué ha ocurrido?

—Lo ignoro; pero me ha pedido que le lleve ante él sin tardanza.

—Te sigo —contestó Yáñez, esforzándose por parecer tranquilo.

Los malayos, que estaban apoyados en la pared, viendo levantarse a su jefe, se prepararon a seguirle, pero el oficial dijo en seguida:

—El rajá desea hablar sin testigos a su gran cazador, de forma que debéis quedaros aquí. Es la orden que he recibido.

—Quedaos —dijo Yáñez, dirigiéndose a los malayos. Y les hizo con la mano un gesto que significaba: «Estad dispuestos a todo».

Luego siguió al oficial, mientras las danzas proseguían animadísimas y los instrumentos musicales hacían resonar sus alegres melodías en la amplia sala de los Elefantes.

Salieron por una de las dos puertas que se abrían a los dos lados del trono, y Yáñez se encontró en una sala amueblada con mucho gusto, con divanes, espejos y lámparas bellísimas.

El rajá estaba allí, sentado en un sillón de bambú apoyado en una cortina que sin duda ocultaba una puerta.

Sólo le acompañaban un ministro y dos oficiales de la guardia.

A la primera ojeada, Yáñez comprendió, por la expresión alterada de su rostro, que el rajá ya no estaba de buen humor.

—¿Qué desea de mí, alteza? —preguntó, deteniéndose a dos pasos del príncipe—. ¿Hay que organizar otra partida de caza?

—Tal vez, milord —contestó bruscamente el rajá—; pero dudo mucho de que esta vez te haga a ti el encargo.

—¿Por qué, alteza?

—Porque podrías ser tú la presa.

Con un esfuerzo prodigioso, Yáñez contuvo un estremecimiento, luego, mirando de frente al príncipe, le preguntó con frialdad:

—¿Está de broma alteza, o quiere estropear la fiesta?

—Ni una cosa ni otra.

—Entonces, explíquese mejor.

El rajá se puso en pie y, avanzando un paso, le preguntó a quemarropa:

—¿Quién es esa princesa india?

Por segunda vez, el portugués tuvo que hacer un violento esfuerzo para mantenerse tranquilo y no traicionarse.

—¿De qué princesa me habla, alteza? —preguntó, mientras palidecía a ojos vistas.

—De la que tiene su palacio ante la vieja pagoda de Tabri.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, tratando de sonreír—. ¿Quien ha sido el imbécil que ha dicho que se trata de una princesa?

—No es preciso que te lo diga, milord. ¿Tú la conoces?

—Hace mucho tiempo.

—¿Quién es?

—Una india hermosísima, que descubrí en el Mysore, y que me acompaña siempre en mis viajes, porque ella me ama y yo la amo también. ¿Satisfecho, alteza?

—No —contestó secamente el príncipe.

—¿Qué más desea saber?

—El motivo que te ha impulsado a venir a mi reino.

—Ya se lo dije: la pasión por la caza mayor.

—En ese caso, no se llevan tantos hombres.

—Sólo tengo seis.

—¿Y los que ocupaban el templo subterráneo, que se me han escapado de entre las manos?

A pesar de su extraordinario valor, Yáñez titubeó.

—¿Cuáles? —preguntó tras un breve silencio—. No sé de qué hombres me habla.

—¿Tú no les conoces?

—No sé quiénes son, ni por qué motivo se han refugiado en esa pagoda.

—Es extraño que tu mujer no te haya hablado de ellos.

—¿Quién? —preguntó Yáñez con ímpetu.

—Esa que llaman la princesa.

—¡Que la muchacha conoce a esos hombres! ¿Quién le ha contado eso, alteza? ¡Es una infamia!

—Lo ha confesado ella misma. Yáñez se llevó las manos a la faja, en la que escondía sus pistolas, y miró ferozmente al príncipe. Una cólera inmensa le invadía por momentos. Había comprendido perfectamente, y sentía que la tierra se hundía bajo sus pies.

—¡Alteza! —dijo con voz amenazadora—, ¿qué han hecho con la muchacha?

—Está en nuestro poder.

—¡Miserables! —tronó Yáñez con acento terrible—. ¿Cómo os habéis atrevido…?

El rajá que con la excitación de los licores que había bebido poco antes, tenía un ánimo insólito, contestó prontamente:

—¿Desde cuando un príncipe absoluto ha de pedir permisos a los extranjeros, milord?

—Os he prestado valiosos servicios.

—Y yo te he pagado.

—A un hombre como yo no se le compra con diez mil ni con veinte mil rupias. ¿Me comprende, alteza?

Se arrancó de los dedos los dos anillos y los echó al suelo con desprecio, diciendo:

—Mire lo que hago yo con sus regalos. Que los recojan sus siervos.

El rajá, un tanto espantado por aquel estallido de ira y aquella acción, permaneció silencioso, limitándose a fruncir el ceño.

—Alteza —prosiguió Yáñez, con rabia concentrada— ha obrado usted no como un príncipe sino como un malandrín. Recuerde, no obstante, que soy súbdito inglés, y lord además, que mi mujer está bajo la protección del gobierno inglés, y que en las fronteras de Bengala hay tropas suficientes para invadir este estado y conquistarlo.

—Me has ofendido, milord —dijo el rajá con cólera.

—No me importa. Devuélvame a la muchacha o yo…

—¿Qué te atreverías a hacer?

—Olvidaré que me encuentro ante un príncipe.

—Y yo te responderé invitándote a deponer las armas.

—¡A mí! —gritó Yáñez, dando un salto atrás.

—A ti; debes de llevar alguna bajo la faja.

—Cuando un inglés está en países aún bárbaros, no deja nunca sus pistolas.

—Entonces, me veré obligado a hacértelas quitar por la fuerza.

Yáñez cruzó los brazos sobre el pecho, y, mirándole fijamente, dijo en tono de desafío:

—Prueba, y verás lo que sucede aquí.

El rajá, visiblemente asustado por la audacia del portugués, permanecía silencioso, dirigiendo los ojos a uno u otro de sus guardias, como para pedirles protección.

Su ministro, que temblaba como presa de fiebre, se batía en una prudente retirada hacia una de las puertas de la sala de los Elefantes.

—¿Y pues? —preguntó Yáñez, viendo que el rajá no se decidía a reanudar la conversación.

—Milord —dijo por fin el príncipe, recuperando un poco de valor—, ¿olvidas que tengo aquí más de doscientos sikhs, dispuestos a dar su sangre por mí?

—Échamelos encima: les espero.

—Entonces, depón las armas.

—¡Nunca!

—¡Acabemos! —gritó el rajá exasperado—. Oficiales, desarmad a este hombre.

—¡Ah! ¿Es así como tratas a tu gran cazador? —gritó Yáñez.

En tres saltos atravesó la habitación y se precipitó en la sala, gritando:

—¡A mí, malayos!

Había sacado sus pistolas, apuntándolas hacia la puerta, dispuesto a fulminar a los dos oficiales, si le seguían.

Al oír la voz de su jefe, y viendo que se precipitaba entre las bailarinas empuñando las armas, los malayos saltaron hacia él como tigres, apuntando sus carabinas hacia la muchedumbre.

Un grito de terror resonó en la inmensa sala.

—¡Fuera todos! —rugió Yáñez—, si no queréis que ordene disparar.

Bailarinas, músicos y espectadores, que estaban desarmados y sabían ya cuánta era la audacia del gran cazador, se precipitaron confusamente hacia la puerta que daba al patio, empujándose y tratando de llegar lo antes posible al aire libre. Rugían presa de un terrible espanto, creyendo de buena fe que la escolta del gran cazador se preparaba a disparar contra ellos.

Yáñez aprovechó la confusión para cerrar las dos puertecillas de bronce macizo, que daban a las habitaciones vecinas, atrancándolas para impedir que los sikhs irrumpieran en la sala.

—Ahora —dijo—, preparémonos a vender cara la vida, amigos. Sabed que todo ha sido descubierto, que han secuestrado a Surama y que no se sabe nada de Sandokan.

No nos queda más que morir, pero nosotros, viejos tigres de Mompracem, no tememos la muerte. ¿Tenéis muchas municiones?

—Cuatrocientas balas —contestó Burni.

—¡Lástima que Kabung no haya regresado a tiempo!

Tendríamos una carabina más. ¿Por qué no habrá vuelto?

—¿No le habrán asesinado, capitán? —dijo uno de los cinco malayos.

—Puede ser —contestó Yáñez—. Le vengaremos también a él. De momento, Burni, tú ocuparás el puesto de Kabung.

—De acuerdo, capitán.

En aquel instante, se oyó un sonoro golpe —que parecía producido por una maza de metal— en una de las puertas que comunicaban con las habitaciones, seguido por una voz imperiosa, que gritaba:

—¡Abrid! ¡Orden del rajá!

Yáñez, que se dirigía hacia la gran puerta de bronce creyendo que el ataque más intenso llegaría por aquella parte, volvió atrás, gritando a su vez:

—¡Ve a decir a su alteza que su gran cazador no desea recibir órdenes por el momento!

—Si no obedeces, haré derribar las puertas.

—Y detrás de las puertas encontrarás unos hombres dispuestos a hacerte frente, porque estamos resueltos a vender cara nuestra piel.

—¿Te niegas, milord?

—Sí.

—¿Es tu última palabra?

—La última —contestó Yáñez.

La voz dejó de oírse.

Yáñez se acercó a la puerta que daba al patio, y se puso a escuchar.

Fuera había un rumor de voces, como si se hubieran reunido muchos hombres ante la puerta.

—Serán los sikhs del rajá —murmuró—. ¡Por Júpiter! El asunto se pone serio. ¡Y no poder advertir a Sandokan! ¿Cómo acabará todo esto? No podremos resistir indefinidamente, y esta puerta, aunque sea sólida, acabará por caer.

De repente, se estremeció.

Había oído un bramido espantoso, como el de un elefante furioso, cerca de la puerta.

—¡En esto no había pensado! —exclamó—. ¡A mí, malayos!

Los cinco hombres se replegaron rápidamente hacia el centro de la sala.

—¿Qué hemos de hacer, capitán Yáñez? —preguntó Burni.

—Coged todos estos divanes y estas sillas y levantad una barricada detrás de la gran puerta de bronce.

Aún no había terminado de hablar, y ya los malayos empezaban el trabajo. Pocos minutos les bastaron a aquellos hombres infatigables para levantar detrás de la puerta una barricada imponente, más para estorbar el paso del elefante que rara detenerlo. Sin embargo, Yáñez estaba seguro de derribarlo a tiros, antes de que pudiera lanzarse a través de la sala.

—Detrás de estos divanes, nos defenderemos de maravilla —dijo a los malayos—. Que permanezca un solo hombre de guardia en las puertecillas. De momento atacarán por aquí.

En aquel instante, se oyó fuera otro bramido, más formidable que el primero, seguido por unos gritos. Eran los cornacas que excitaban al animal para que se lanzara contra la puerta.

—¡Todos en torno mío! —ordenó Yáñez—. Ocurra lo que ocurra, no abandonéis la barricada, o moriréis aplastados por las puertas de bronce.

Un gran ruido metálico, hizo temblar las paredes de la vasta sala, y oscilar espantosamente las macizas puertas de bronce.

El elefante había dado el primer empujón con su cuarto trasero.

—¡Qué prodigiosa fuerza la de estos paquidermos! —murmuró Yáñez—. Con siete u ocho golpes como éste se abrirá paso.

Transcurrió medio minuto de angustiosa expectativa para los sitiados, luego la puerta recibió otro golpe que la hizo vacilar de arriba a abajo. Parecía como si hubiera estallado una granada, o que los atacantes hubieran prendido fuego a un mortero de gran calibre.

Siguieron un tercero y un cuarto golpe, cada vez más violentos. Al quinto, las puertas arrancadas de sus goznes cayeron sobre los divanes con un ruido ensordecedor, aplastando buen número de ellos, pero reforzando al mismo tiempo la barricada con su masa.

—¡Amigos! —gritó Yáñez, que ya estaba preparado para aquella caída—. Preparémonos a dar a estos indios una lección que haga época.

24. La rendición de Yáñez

Una vez derribado el obstáculo, el elefante se retiró precipitadamente unos veinte pasos, luego se volvió, presentando a los sitiados su formidable trompa, que sostenía una barra de hierro maciza.

Sentado entre sus orejas estaba un cornaca, armado de un pincho para empujarlo al ataque.

Detrás y a los costados se agrupaban treinta o cuarenta sikhs; pero debía de haber más en el patio, a juzgar por los gritos y órdenes que se oían.

La puerta era tan amplia que el elefante podía pasar sin esfuerzo a la sala, que tal vez en otros tiempos había servido de cuadra para los colosales paquidermos.

Antes de que el animal subiera el primer escalón, una veintena de sikhs se pusieron ante él, disparando al tuntún entre los divanes y las sillas, con la esperanza de hacer descargar las carabinas a los sitiados; pero éstos, a cubierto de las balas de los adversarios, se guardaron muy bien de caer en la trampa.

No recibiendo respuesta, los sikhs, tras gastar sin ningún resultado un centenar de cartuchos, cedieron el sitio al paquidermo, que avanzó valientemente, obstruyendo teda la puerta con su corpachón.

Era el momento esperado por Yáñez.

—Otra barricada —murmuró—. No le dejemos pasar del todo.

Arrodillado tras un diván, levantó la carabina y disparó los dos tiros, uno detrás de otro, siendo imitado inmediatamente por sus hombres.

El elefante, tocado en las junturas de las costillas —sus dos puntos más vulnerables— y acribillado por los proyectiles de los malayos, trató de retroceder para salir de aquel aprieto; pero las fuerzas le faltaron de repente, y se derrumbó de golpe, obstruyendo el paso con su enorme mole.

Fuera se alzó un coro de gritos de rabia, mientras el desgraciado animal, después de lanzar tres o cuatro bramidos, empezaba a agonizar. De sus ojos caían gruesas lágrimas, y su trompa, sacudida por un temblor convulsivo, soplaba sangre, indicio seguro de una muerte próxima.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. Ha sido un golpe magnífico que los sikhs no se esperaban. Veremos cómo entran ahora. Se verán obligados a atacarnos por las dos puertecillas, y no será difícil defender esas aberturas. ¡Burni!

—¿Capitán?

—Coge dos hombres y ve a derribar el palco de los músicos. Hay que barricar las dos puertecitas.

Luego, se volvió a los dos malayos arrodillados a sus lados, espiando los últimos estertores del elefante, y les dijo:

—No perdáis de lista la puerta ni un solo instante, y disparad sobre el primero que intente entrar. Podréis distinguirlo fácilmente porque se verá obligado a pasar sobre el cuerpo del elefante. Y ahora, veamos cómo están las cosas.

Se levantó con precaución y asomó la cabeza entre dos divanes, lanzando una rápida mirada hacia la puerta. El elefante respiraba aún y detrás de su enorme cuerpo asomaban numerosas carabinas. Era evidente que los sikhs esperaban a que el pobre paquidermo hubiese exhalado el último suspiro, antes de aventurarse a pasar sobre él, por miedo a recibir algún golpe de trompa.

Burni y sus hombres acababan apenas de barricar las dos puertecillas, acumulando tras ellas mesas, grandes tablones y los últimos divanes, cuando una nota metálica salió de las fauces del paquidermo: la muerte iba ya a sorprender al desdichado animal.

—Es su último bramido —dijo Yáñez—. Estad preparados para rechazar el ataque. Los sikhs no tardarán en abrir fuego.

—Ya veo uno que trepa por el lomo del elefante —dijo Burni.

Un guerrero sikh, convencido ya de que el elefante estaba muerto, o por lo menos de que ya no era capaz de usar su terrible trompa, había trepado sobre el gigantesco cuerpo y avanzaba resbalando.

Burni, que no le perdía de vista, se incorporó, apuntó unos instantes, manteniéndose semiescondido tras un diván, y disparó un tiro que retumbó en la inmensa sala. El indio rodó hacia uno de los lados de la puerta, dejando caer el fusil que llevaba en la mano, sin hacer un gesto ni lanzar un grito.

—Ahí va uno que no gritará más —dijo Yáñez fríamente—. Si todas las balas fueran tan certeras, con las municiones que tenemos, no le quedaría ni un sikh a este maldito rajá.

Otros dos sikhs habían ocupado el puesto del primero. Viendo alzarse tras los divanes una nubecilla de tumo, dispararon casi simultáneamente, creyendo alcanzar al que acababa de matar a su compañero: pero Burni se había escondido detrás de la barricada.

—Ahora yo —dijo Yáñez—. Os enseñaré cómo tira el gran cazador.

Dos disparos siguieron a aquellas palabras. La carabina de gran calibre del portugués había fulminado también a los nuevos asaltantes, haciéndoles rodar uno a la derecha y otro a la izquierda del elefante.

Aquellos tres magníficos disparos desencadenaron un clamor ensordecedor y, al mismo tiempo, detuvieron el ataque. El gran cazador del rajá, a quien ya admiraban por su extraordinaria audacia, empezaba a aterrorizar incluso a aquellos valientes guerreros, a quienes todos los indios consideraban invencibles.

—¡Si pudiera advertir al Tigre de Malasia!… —exclamó Yáñez—. Pero, ¿dónde estará? Debe de estar comprometido en algún asunto grave, porque, si no, hubiera mandado noticias. ¡Le irá mal! ¿Cómo va acabar todo esto? Bueno, no nos desesperemos y tratemos de resistir lo más posible. En este momento son inútiles las lamentaciones. Una fortísima detonación sacudió la inmensa sala y un gran trozo de techo se precipitó al suelo, a escasa distancia de los sitiados.

Los sikhs, no atreviéndose a atacar directamente a los malayos, habían colocado una pieza de artillería en el extremo del patio de honor, y empezaban el fuego.

La frente de Yáñez se nubló.

—Esto no me lo esperaba —murmuró—. Esperemos que no empleen granadas.

Una segunda detonación, más aguda que la primera, y un proyectil después de atravesar al elefante casi a nivel de la espina dorsal, pasó silbando sobre la barricada de los divanes y fue a hundirse profundamente en la pared opuesta.

—¿Hasta cuándo podremos resistir? —se preguntó Yáñez.

Resonó un tercer disparo en el patio y se produjo un horrible espectáculo: el elefante había sido alcanzado por una granada y ésta, al estallar dentro del cuerpo, desgarró su masa de una forma espantosa, lanzando enormes trozos de piel y carne contra los quicios de la puerta y salpicando de sangre las paredes vecinas, las puertas de bronce, los divanes y hasta las sillas.

Aún no se había extinguido el eco de la detonación, cuando diez o doce sikhs se lanzaron sobre el cuerpo mutilado del paquidermo, gritando ferozmente y disparando en todas direcciones.

Los malayos alzaron las carabinas para responder al ataque; pero Yáñez les detuvo:

—No, a tiro hecho.

Los sikhs, superado el corpachón del elefante, corrían sobre las dos puertas de bronce que, como hemos dicho, habían caído sobre los divanes, y ya iban a atravesarlas cuando una voz seca, cortante, se dejó oír:

—¡Fuego, malayos!

Una descarga terrible, casi a quemarropa, alcanzó al minúsculo grupo de vanguardia.

Seis sikhs cayeron en medio de los divanes, más o menos fulminados. Los demás, que tenían las carabinas descargadas, saltaron a toda prisa sobre el elefante, atravesaron el sangriento desgarrón y escaparon a todo correr.

—Estos montañeses son testarudos —dijo Yáñez—. Pero yo en su lugar sería más prudente, sabiendo que tengo delante hombres de una puntería tan segura.

—En guardia, capitán —exclamó Burni.

—¿Vuelven?

—Sí, vuelven al ataque.

Detrás del elefante se veían de nuevo turbantes y cañones de carabina. Con toda seguridad, los sikhs se preparaban para un supremo intento.

Debían de estar furiosos por las pérdidas sufridas, por lo que resultarían más temibles que antes.

Un aullido feroz, el grito de guerra de aquellas intrépidas tribus montañesas, les advirtió que reanudaban el ataque.

En efecto, un momento después, una avalancha de hombres escalaba el elefante, protegiéndose con un fuego vivísimo, pero que no hizo ningún daño a los sitiados, que estaban protegidos en primer lugar por las puertas de bronce, que habían quedado inclinadas, y después por todo el montón de divanes y sillas.

—¡A ellos! —ordenó Yáñez a sus hombres.

Los malayos no se hicieron repetir la orden. Maravillosos tiradores, abrieron fuego a su vez, abatiendo un hombre a cada tiro que disparaban.

Los sikhs, aterrados por la precisión del incesante fuego, no se atrevían a avanzar, pero se mantenían obstinadamente sobre el dorso del paquidermo, respondiendo a cada, tiro con otro, mientras la pieza de artillería, situada en el patio, tronaba, enviando las balas sobre sus cabezas, tratando de hundir el techo para que aplastara en su caída a los defensores de la sala.

Por suerte para éstos, la bóveda había sido muy bien construida, y sólo se desprendía algún ladrillo y grandes trozos de yeso, proyectiles que no inquietaban en absoluto a Yáñez ni a sus hombres.

El fuego era intenso y rapidísimo por ambas partes. Cada sikh que caía era reemplazado por otro, no menos obstinado ni menos valeroso que el compañero, quien tampoco tardaba en rodar muerto o herido.

Ya habían puesto fuera de combate a una veintena de hombres, cuando dieron la señal de retirada.

Aquella orden llego en buen momento, porque los malayos tenían dificultades para hacer frente a tantos adversarios, y se abrasaban las manos con los ardientes cañones de las carabinas.

Tampoco esta vez había obtenido resultados el fuego de los sikhs; sólo Burni había sido alcanzado de rebote por una bala, que le arrancó el lóbulo de la oreja derecha, provocando una hemorragia que no podía tener graves consecuencias.

—¿Cómo saldremos de esto, capitán? —dijo Burni—. ¿Qué internarán los sikhs?

—Están reunidos en torno al cañón —dijo Yáñez—. Amigos, si no os apartáis, recibiréis en pleno pecho una bala de grueso calibre.

Los malayos se alejaron a toda prisa, refugiándose tras los extremos de la barricada, que estaban fuera de la línea de la puerta. Apenas llegados a sus puestos, el cañón empezó a disparar, con tremendo estruendo.

La bala rebotó en las puertas de bronce, astillando la de la derecha, atravesó la barricada de los divanes, desfondando varios, y fue a hundirse en una pared.

—Tendrán trabajo para hundir las puertas de bronce, capitán —dijo un malayo.

—Pero cederán también éstas. El cañón de los sikhs debe de ser excelente.

Otro disparo siguió al primero, y la bala volvió a rebotar, pero hundió otra buena parte de la barricada.

—Nos la destrozan —dijo Burni, sacudiendo tristemente la cabeza.

Los tiros se sucedían, haciendo temblar las vidrieras de la sala. Las balas rebotaban por todas partes, llovían sobre las puertas de bronce, las cuales cedían poco a poco, se hundían en las paredes, abriendo enormes agujeros.

Yáñez y los malayos, acurrucados tras los divanes, serios y pensativos, apretaban sus carabinas, sin disparar un solo tiro, sabiendo que serían cartuchos perdidos sin provecho, porque la masa del paquidermo les impedía ver a los artilleros.

El cañoneo duró una buena media hora; luego, cuando las dos puertas cayeron despedazadas, y la barricada se hundió, los atacantes suspendieron el fuego y se presentó un hombre, que subió a los restos del elefante llevando clavado en la bayoneta un trozo de seda blanca.

Yáñez se había puesto en pie, preparado para fulminarlo, pero dándose cuenta a tiempo de que se trataba de un parlamentario, bajó la carabina, diciendo.

—¿Qué quieres?

—El rajá me manda para invitaros a la rendición. Vuestra barricada ya no os protege.

—Dirás a su alteza que nos protegerán nuestras carabinas, y que su gran cazador aún tiene los brazos firmes y la vista excelente, para ponerle fuera de combate a la guardia real.

—El rajá me ha enviado para proponerle condiciones.

—¿Cuáles son?

—Le concede la vida, con tal de que se deje conducir a la frontera de Bengala.

—¿Y a mis hombres?

—Han matado; no son blancos y pagarán con su vida.

—Entonces, ve a decir a tu señor que su gran cazador los defenderá mientras tenga un cartucho y un soplo de vida. ¡Fuera o disparo ahora mismo!

El parlamentario se apresuró a desaparecer.

—Amigos —dijo Yáñez, con voz perfectamente tranquila—, aquí se trata de morir: el Tigre de Malasia se ocupará de vengarnos.

—Señor —dijo Burni—, nuestra vida te pertenece, y la muerte jamás ha dado miedo a los viejos tigres de Mompracem. Caer aquí o en el mar es lo mismo, ¿verdad, camaradas?

—Sí —contestaron los malayos a una.

—Entonces, preparémonos a la última defensa —dijo Yáñez—. Cuando no podamos disparar más, atacaremos con las cimitarras.

A los cañonazos de antes, había, seguido un profunde silencio. Los sikhs celebraban consejo y estaban preparando la columna de ataque.

En lugar de exponerse al tiro de aquellas infalibles carabinas, habían arrastrado el cañón junto a la puerta, y como el elefante, destrozado casi por completo por las granadas, ya no impedía apuntar, se preparaban a ametrallar a los defensores de la sala.

—¡Esto es el fin! —dijo Yáñez, que se había dado cuenta de la maniobra—. Tratemos de morir como valientes.

Una andanada de metralla cayó sobre los restos de la barricada, fulminando a Burni que había avanzado para ver cómo iban las cosas.

Una segunda descarga derribó a otro de los malayos; luego el parlamentario volvió a mostrarse entre el corpachón lacerado del elefante, gritando por segunda vez:

—El rajá me envía para invitaros a la rendición. Si os negáis, os exterminaremos a todos.

La defensa era insostenible.

—Estoy dispuesto a rendirme —contestó finalmente el portugués—, pero a condición de que también a mis hombres se les conceda la vida.

—Mi señor te lo concede.

—¿Estás seguro?

—Me ha dado su palabra.

—Entonces, me entrego.

Saltó sobre los restos de la barricada, seguido por sus malayos, superó el elefante y bajó al escalón, deteniéndose ante el cañón aún humeante.

El patio estaba lleno de sikhs y en medio de ellos se encontraba el rajá con sus ministros, que llevaban antorchas.

Yáñez tiró al suelo la carabina, rechazó a los artilleros que trataban de sujetarle, y se dirigió al príncipe, con la cabeza alta, los brazos cruzados sobre el pecho, diciendo con acento sardónico:

—Aquí estoy, alteza. Los sikhs han vencido al cazador de tigres y rinocerontes, que exponía su vida por la tranquilidad de sus súbditos.

—Eres un valiente —contestó el príncipe, evitando la mirada llameante del portugués—. Pocas veces me he divertido como esta noche.

—Así que vuestra alteza, no lamenta la pérdida de los sikhs que han caído bajo nuestras balas.

—Les pago —contestó brutalmente el príncipe—. ¿Por qué no iba a distraerme?

—Ésta es una respuesta digna de un rajá indio —contestó Yáñez irónicamente—. ¿Qué hará ahora conmigo?

—De eso se ocuparán mis ministros —contestó el rajá—. Yo no quiero tener problemas con el gobernador de Bengala. Pero te advierto que, hasta que decidan algo, tú serás mi prisionero.

—¿Y mis hombres?

—Los haré encerrar en una estancia apartada.

—¿Junto conmigo?

—No, milord; al menos por ahora.

—¿Por qué?

—Para mayor seguridad. Sois demasiado astutos para dejaros juntos.

—Sin embargo, debo advertir a vuestra alteza, que mis siervos son súbditos ingleses, porque han nacido en Labuán.

—Yo no sé qué es ese Labuán —contestó el príncipe—, pero tendré en cuenta lo que me dices.

Hizo un gesto con la mano y en seguida, cuatro oficiales cayeron sobre el portugués, cogiéndole de los brazos con fuerza.

—Llevadlo donde ya sabéis —dijo el rajá—. Pero sin olvidar que es blanco y, por añadidura, inglés.

Yáñez se dejó conducir sin oponer resistencia.

Apenas habían entrado en una de las salas de la planta baja, cuando los sikhs se abalanzaron, con un ímpetu de bestias feroces, contra los tres malayos a quienes arrebataron las carabinas y ataron fuertemente.

Casi en el mismo instante, por una de las amplias puertas que daban al patio, salió un elefante, montado por un cornaca barbudo, de aspecto feroz.

Colgado de la trompa llevaba un tajo, semejante al que usan los carniceros para cortar sobre él los cuartos de buey. Aquella bestia era el elefante verdugo.

En todas las cortes de los principados indios hay un animal de éstos, amaestrado para enviar al otro mundo a todos los que hacen sombra a esos crueles soberanos.

Mientras los sikhs se retiraban para dejarle paso, el gigantesco paquidermo dejó en el centro mismo del patio el tajo, apoyando sobre éste una de sus patazas, como si quisiera comprobar su solidez.

—Adelante el primero —dijo el rajá, que estaba cómodamente sentado en un sillón, con un cigarro entre los labios—. Quiero ver si estos hombres que se baten con el coraje de los tigres, son igual de valerosos ante la muerte. Cuatro sikhs cogieron a uno de los tres malayos y le arrastraron ante el elefante, haciéndole apoyar la cabeza en el tajo y sujetándolo con todas sus fuerzas. El gigantesco verdugo, a una orden del cornaca, retrocedió dos o tres pasos, levantó la trompa, emitiendo un largo bramido y avanzó hacia el tajo, levantó la pata izquierda y la dejó caer sobre la cabeza del pobre malayo.

El cadáver fue echado a un lado y cubierto con un amplio dootèe; luego, uno tras otro, fueron ajusticiados de la misma forma los otros dos malayos.

—Ahora Teotokris estará contento —dijo el rajá—. Vamos a descansar.

Empezaba a clarear.

Se levantó y entró en uno de los edificios laterales, seguido por sus ministros y oficiales, mientras los sikhs se disponían a llevarse a los camaradas que habían caído bajo el plomo de los tigres de Mompracem.

Apenas se habría acostado el príncipe, cuando un hombre entró apresuradamente en el palacio real, subiendo de cuatro en cuatro los escalones que conducían a las habitaciones de Yáñez.

Era Kabung, que volvía después de haber asistido al ataque del palacio de Surama y a la fuga de Sandokan y Tremal-Naik hacia el río.

El chitmudgar —que después de los primeros disparos en la sala, se había refugiado allí, sin atreverse a tomar partido por el gran cazador— oyó llamar repetidamente y corrió a abrir.

El pobre hombre, que había asistido desde una ventana que daba al patio a la rendición de Yáñez y a la ejecución de les tres malayos, estaba deshecho de dolor, y lloraba como un crío.

—¡Ah, mi pobre sahib! —exclamó viendo a Kabung—. ¿También tú quieres morir?

—¿Qué dices, chitmudgar? —preguntó el malayo, asustado por el llanto de aquel hombre.

—Tu señor ha sido detenido.

—¡El capitán! —exclamó Kabung, dando un salto.

—Y todos tus compañeros han sido ajusticiados.

Kabung retrocedió como si hubiera recibido una bala en medio del pecho.

—¡Pobre Tigre de Malasia! —exclamó con voz rota—. ¡Pobre capitán Yáñez!

Luego, reponiéndose rápidamente y aferrando al mayordomo por los brazos, le dijo:

—Cuéntame todo lo que ha ocurrido, todo.

Cuando fue informado del combate de la noche anterior, el malayo se pasó las manos por los ojos varias veces enjugando algunas lágrimas; luego preguntó.

—¿Crees que el rajá hará ajusticiar también a mi amo? Es preciso que lo sepa, antes de dejar el palacio.

—Yo no sé nada; pero a mi modesto entender, el rajá no se atreverá a levantar la mano contra un lord inglés. Tiene demasiado miedo al gobernador de Bengala.

—¿Dónde han encerrado a mi capitán?

—Si no me engaño, han debido de llevarle al subterráneo azul, que se encuentra bajo la tercera cúpula del patio de honor.

—¿Un lugar inaccesible?

—Por completo.

—¿Bien guardado?

—Sé que hay sikhs vigilando ante la puerta de bronce día y noche.

—¿Hay carceleros?

—Sí; dos.

—¿Incorruptibles?

—Eso no puedo saberlo.

—¿Bajo la tercera cúpula me has dicho?

—Sí —contestó el chitmudgar.

—¿Puedes hacerme salir sin que me vean?

—Sí, por la escalera reservada a los sirvientes, que lleva detrás del palacio.

—Una última pregunta.

—Habla, sahib.

—¿Dónde podré verte?

—Tengo una casita en el barrio de Kaddar, toda pintada de rojo; de forma que destaca entre todas las demás que son completamente blancas. Allí hay una mujer que me es muy adicta y a la que voy a ver dos veces a la semana. Podrás encontrarme allí hoy, después del mediodía.

—Eres un buen hombre —dijo el malayo—. Ahora, ayúdame a huir.

—Sígueme; apenas ha salido el sol, y los sirvientes no se habrán levantado aún.

Atravesaron una terracita que se extendía por la parte trasera del apartamento de Yáñez, se internaron por una escalinata abierta en el espesor de las paredes, y tan estrecha que sólo permitía pasar de uno en uno, y bajaron a los jardines del rajá, de una notable extensión, pero que a aquella hora tan temprana estaban desiertos.

El chitmudgar condujo al malayo hacia una puertecilla de metal, adornada con las habituales cabezas de elefante, y la abrió, diciéndole:

—Aquí no hay centinelas. Te espero en mi casita. He cogido afecto a tu amo, y haré todo lo que pueda para librarle de su prisión; te lo juro por Brahma, mi sahib.

—Eres el mejor de los indios que he conocido —contestó Kabung conmovido—. Si un día se ve libre, mi amo no te olvidará.

Se envolvió en el dootèe y se alejó apresuradamente, sin volverse atrás, dirigiéndose hacia la casa de Surama, con la esperanza de encontrar algún conocido en aquellos alrededores.

Ya veía las últimas columnas de humo que se alzaban sobre las ruinas del palacio, completamente devorado por el fuego, cuando un hombre que llegaba en dirección contraria con mucha prisa, le interceptó bruscamente el paso.

Ya demasiado exasperado por la catástrofe que había caído sobre su amo. Kabung iba a disparar un pistoletazo al insolente, cuando se le escapó un grito de alegría.

—¡Bindar!

—Sí, soy yo, sahib —dijo en seguida el indio—. Surama y el Tigre de Malasia están en camino hacia la jungla de Benar y venía a avisar a tu amo.

—Demasiado tarde, amigo —contestó Kabung con voz triste—. Él está preso y mis camaradas han sido asesinados. Parece que todo ha sido descubierto y que el perro griego es el vencedor. No pierdas tiempo, ve a advertir enseguida al Tigre de Malasia de cuanto ha ocurrido.

—¿Y tú?

—Yo me quedo aquí a vigilar al griego. Tengo posibilidad de saber lo que ocurre en la corte. Mi presencia en Gauhati puede ser más útil que en cualquier otro sitio.

—¿Necesitas dinero? Acabo de cobrar por cuenta del jefe.

—Dame cien rupias.

—¿Y dónde podré encontrarte?

—En el barrio de Kaddar hay una casita roja, que pertenece al chitmudgar que habían puesto a disposición del capitán Yáñez. Iré a vivir allí. Ahora parte de inmediato, y avisa al Tigre. Él librará al capitán, con toda seguridad.

Bindar le entregó las cien rupias, y partió a todo correr dirigiéndose hacia el río, donde contaba con alquilar o comprar algún barquito.

Kabung prosiguió su camino para llegar al suburbio en el cual era menos probable que le descubrieran, ya que estaba lejos del palacio real.

No obstante, su primer cuidado fue entrar en la tienda de un ropavejero y cambiar sus ropas, demasiado vistosas, por otras musulmanas; luego, después de almorzar en un modestísimo albergue, continuó la marcha, internándose en las tortuosas callejuelas de la ciudad baja.

Salvo en los grandes centros, en los alrededores de los palacios reales y de las pagodas, las ciudades indias no tienen calles anchas.

La limpieza es una palabra poco conocida, de forma que las callejuelas, carentes de aire, siempre polvorientas por la escasez de lluvias, parecen verdaderas cloacas.

Un hedor nauseabundo se alza de tales laberintos, debido también en parte a que de vez en cuando se encuentran grandes fosos, donde se echan las inmundicias de las casas, el estiércol de las cuadras y los restos de los animales muertos. Mal iría si no existieran los marabúes, infatigables devoradores, que de la mañana a la noche hurgan entre aquellos estercoleros, embuchándose hasta casi reventar.

Hacia las tres de la tarde, y después de equivocar varias veces el camino, debido a su imperfecto conocimiento de la ciudad, Kabung consiguió descubrir, finalmente, la casita roja del chitmudgar.

Era una construcción minúscula de dos pisos, que parecía más una torre cuadrada que una verdadera casa. Se elevaba en medio de un jardincillo en el que crecían siete u ocho majestuosas palmas, que esparcían en torno una sombra deliciosa.

—Es un verdadero nido —murmuró Kabung—. Esperemos que el propietario ya haya llegado.

Empujó la verja de madera, que no estaba cerrada y se internó bajo las plantas.

El mayordomo estaba sentado delante de su casita, junto a una hermosa y joven india de piel aterciopelada, apenas un poco bronceada, con largos cabellos negros adornados con ramilletes de flores.

—Te esperaba, sahib —dijo el hindú, dirigiéndose solícitamente al encuentro del malayo—. Hace dos horas que he llegado. Ésta es mi mujer, una buena muchacha que estará muy contenta de hospedarte, si, como creo, tienes intención de quedarte aquí. Por lo menos estarás seguro; especialmente ahora que has cambiado de aspecto.

—Es un ofrecimiento que acepto de buena gana, porque he citado aquí a los amigos de mi amo.

—Serán siempre bien recibidos, por mi mujer y por mí.

—¿Has conseguido noticias del capitán?

—Muy pocas. Sólo puedo decirte que sigue encerrado en el subterráneo de la tercera cúpula; sin embargo…

—Continúa.

—He encontrado la forma de poderle hacer llegar tus noticias, si crees que pueden serle útiles.

—¿Cómo? —preguntó el malayo con ansiedad.

—El rajá ha cambiado a los carceleros que había antes, y uno es pariente mío.

—¿Y se prestará a este juego tan peligroso?

—Es demasiado astuto para dejarse sorprender. Con unas rupias, estará a nuestra disposición.

—Dame un trozo de papel.

—Más tarde; ahora, comamos.

25. La retirada del Tigre de Malasia

Aunque el golpe —completamente inesperado— había sido terrible, Sandokan y Tremal-Naik no tardaron en recuperar su sangre fría. Eran hombres de demasiado temple para permanecer mucho tiempo bajo la impresión de un desastre, por grave que éste fuera. Después de avisar a Surama de todo lo ocurrido y de tranquilizarla, reunieron fuera de la pagoda a todos sus hombres para ponerse de acuerdo sobre lo que se debía, hacer.

De aquel consejo salió una sola idea, compartida por todos. Salvar lo antes posible a Yáñez, antes de intentar el golpe supremo, destinado a derribar al rajá y privarle de la corona.

Desgraciadamente, les amenazaba un gravísimo peligro; peligro que no estaban seguros de poder evitar. Bindar, después de anunciar la captura del portugués, les había dado también la noticia de que su refugio había, sido descubierto y que las tropas del rajá se preparaban a rodear la jungla. Por tanto, lo primero era escapar del peligroso cerco.

Así que, apenas terminado el consejo, Sandokan envió una docena de hombres en todas direcciones, para evitar que les sorprendieran, y llamó a Bindar que estaba recuperando fuerzas en el interior de la pagoda.

—¿Has visto tú, con tus propios ojos, las tropas del rajá que avanzan hacia la jungla?

—He descubierto tres grandes poluar, cargados de sikhs y de guerreros assameses, que echaban las anclas en el pantano de los cocodrilos, y dos bangles también tripuladas por soldados, remontando el río con la evidente intención de desembarcar más a oriente.

—¿Cuántos hombres supones que puede haber a bordo de esos cinco veleros?

—No menos de doscientos —contestó el indio.

—¿Has visto piezas de artillería a bordo?

—Los poluar llevaban un cañón cada uno; las bangle solamente espingardas.

—¿Estás seguro de que esos hombres pretenden apoderarse de nosotros, o puede tratarse de una expedición contra alguna tribu rebelde?

—No hay habitantes por esta zona, sahib, en un trozo muy grande. Aquí se suceden junglas y pantanos en varias decenas de millas y sólo hay un pueblo: el de Aurang, que es demasiado pequeño para rebelarse a la autoridad del rajá, o para negarse a pagar los impuestos. No, sahib, esos guerreros tienen intención de atacarnos.

—¿Dónde está ese pueblo?

—A oriente de la jungla.

—¿Encontraríamos elefantes allí?

—El jefe tiene un parquecillo donde cría media docena de ellos.

—¿Nos los vendería, pagándolos bien?

—Sin duda, sahib. No los hace amaestrar por puro capricho.

—¿Podrías tú llegar hasta el pueblo?

—Una quincena de millas no me asustan.

—¿Qué quieres hacer con esos animales? —preguntó Tremal-Naik, quien asistía a la conversación, junto con Surama y Kammamuri.

—Ya sabes que siempre tengo ideas raras —contestó el Tigre de Malasia.

—Y siempre de éxito seguro —añadió el maharato.

—Necesito por lo menos cuatro elefantes —prosiguió Sandokan dirigiéndose a Bindar—. ¿Has cobrado aquellas rupias?

—Sí, sahib.

—¿Crees que los hombres que han remontado el río habrán rodeado ya la jungla por la parte de oriente?

—Es imposible; por ese lado es muy grande, y aunque ya hubieran desembarcado estaría seguro de pasar entre sus centinelas sin que me descubrieran y dispararan contra mí.

—Amigo, tienes en tus manos la suerte de todos nosotros —dijo Sandokan, con voz grave—. Parte en seguida, indícanos el camino que debemos seguir para llegar al pueblo, compra los elefantes y no te preocupes por nosotros. Esta noche, levantaremos el campo y atravesaremos la jungla a pesar de los sikhs y los guerreros assameses. ¡Ah!, se me olvidaba una cosa importantísima: ¿sabes dónde encontrar a Kabung?

—Sí, en la casa del chitmudgar que el rajá había puesto a disposición del sahib blanco.

—Me basta.

—Sandokan —dijo Surama, que aún tenía lágrimas en los ojos—. ¿Qué quieres hacer? No abandonarás a mi prometido, ¿verdad?

Un terrible relámpago cruzó los ojos del formidable aventurero.

—Aunque supiera que iba a perder los dos brazos, te juro, Surama, que liberaría a Yáñez; ya sabes que le quiero más que a un hermano. Y además vengaré a mis hombres, caídos bajo las patas del elefante verdugo. Cuando hayamos escapado del cerco, ajustaré las cuentas al rajá y al griego.

—¿Y para qué quieres esos elefantes? —preguntó Tremal-Naik.

—Antes de volver a Gauhati, quiero ver las montañas donde nació Surama. Necesito más fuerzas a mano; una fuerza terrible para arrojarla contra aquellos dos miserables. A los sikhs ya los tengo de mi lado; cuando quiera, el demjadar se encargará de ponerlos a mi disposición; pero no me bastan para derribar un trono. Si consigo quinientos o seiscientos montañeses, verás cómo tomamos la ciudad por asalto, y cómo todo el Assam gritará: ¡Viva nuestra reina! Ahora hagamos nuestros preparativos.

—¿Y los prisioneros?

—Vendrán con nosotros, de momento.

Dos horas antes de la puesta del sol, tal como había sido convenido, los diez hombres enviados de exploración regresaron a la pagoda. Traían noticias poco tranquilizadoras.

En efecto: habían desembarcado muchos hombres en el pantano de los cocodrilos, y habían acampado en el límite de la jungla.

—Bindar no se ha equivocado —dijo Sandokan—. Se preparan a operar contra nosotros. Pues bien, ocuparán la pagoda vacía.

Malayos y dayaks cargaron los fardos, que contenían alfombras, cortinas, mantas, municiones y algunos víveres, y se pusieron en marcha en doble columna, llevando en medio a los prisioneros y a Surama.

Abrían la marcha Tremal-Naik y el Tigre de Malasia con seis hombres escogidos entre los mejores tiradores, mientras Kammamuri y Sambigliong con otros cuatro, también escogidos, la cerraban para cubrir la retaguardia de la columna.

Caían rápidamente las tinieblas, y poco a poco se apagaban los gritos de las numerosas aves, acomodadas en las cimas de los altísimos bambúes, mientras en lontananza empezaban a oírse los lúgubres aullidos de los perros salvajes.

A medida que la pequeña columna se alejaba de la pagoda, el camino se hacía más difícil, porque en aquella dirección no existían senderos. Gigantescos grupos de bambúes obstruían de vez en cuando el paso, obligando a los hombres de vanguardia a trabajar con las cimitarras para practicar una abertura. Por suerte, encontraban algunos claros bastante grandes; pero también por ellos los fugitivos se veían obligados a avanzar con infinitas precauciones, porque el suelo estaba erizado de unas hierbas, cortantes y rígidas como sables, llamadas kalam, de puntas tan agudas que agujerean las suelas de los zapatos.

Como consecuencia de todos aquellos obstáculos, la marcha se hacía lentísima, cuando Sandokan hubiera deseado que fuera veloz, temiendo, no sin razón, que las tropas desembarcadas en el pantano de los cocodrilos querrían también aprovechar las tinieblas para atravesar la jungla, con la esperanza de sorprender dormidos a los habitantes de la pagoda.

Pasada una hora, la columna había recorrido apenas dos millas, y el límite oriental de la jungla estaba aún muy lejos.

—Y, sin embargo, hay que llegar antes de que amanezca, si queremos pasar inadvertidos —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Los indios que han remontado el río pueden haber desembarcado ya y estar al acecho. Nuestra salvación reside en nuestra rapidez y en los elefantes, si Bindar consigue procurárnoslos. Con esos animales, dejaremos atrás a sikhs y assameses.

De vez en cuando algún animal, asustado por el ruido de las cimitarras y el caer de las gigantescas cañas, saltaba de entre los matorrales y huía precipitadamente. Pero no se trataba siempre de los nilgais o de los axis, los elegantes ciervos de las junglas indias, que escapaban ante la columna: alguna vez era una pantera que mostraba veleidades de resistencia, pero que, ante el centelleo de las cimitarras de la vanguardia, se decidía a batirse en retirada, aunque gruñendo con rabia.

Habían ganado otras tres millas y ya se delineaba en la lejanía algún árbol, cuando una débil detonación se propagó entre los bambúes de la jungla.

—La detonación viene de oriente, ¿no es cierto, Tremal-Naik? —preguntó Sandokan.

—Sí —contestó el bengalí que escuchaba con atención.

—Eso significa que los indios han llegado al principio de la jungla.

En aquel momento se oyó otro disparo, algo más nítido, y no ya hacia oriente sino por occidente.

—Las dos columnas se comunican —prosiguió Sandokan, cuyo rostro volvió a oscurecerse—. La que viene del pantano de los cocodrilos está mucho más cerca que la otra.

—Pero les llevamos una ventaja de tres o cuatro millas por lo menos —observó Kammamuri.

—Que perderemos si consiguen encontrar nuestras huellas —replicó Sandokan—. Mientras nosotros tenemos que abrirnos paso, ellos seguirán el camino que dejamos a nuestras espaldas. ¡Apresurémonos!

Reforzaron la vanguardia con otros cuatro hombres: dos de ellos, armados de bastones, flanqueaban el grupo lanzando furiosos bastonazos a diestra y siniestra, para hacer huir a las serpientes, que prefieren refugiarse en los matorrales más espesos, para sorprender más fácilmente a sus presas. Todas las junglas indias, tanto las del Norte como las del centro o el mediodía, están infestadas de serpientes —que en menos de cuarenta segundos fulminan al hombre más robusto—; de gulabi, llamadas también serpientes rosas; de serpientes de anteojos —las más terribles de su especie—, de cobras manila —de apenas un pie de largo, color azul y muy delgadas, pero peligrosas—, de colosales Rubdira mandali —que alguna vez alcanzan los diez u once metros de longitud— y de pitones —que poseen una fuerza tan prodigiosa que pueden triturar entre sus poderosas espirales a los formidables búfalos e incluso a los feroces tigres.

A medianoche Sandokan concedió un poco de reposo a sus hombres, tanto por consideración a Surama —que debía de estar cansadísima— como por enviar a Kammamuri y a dos dayaks a hacer una rápida exploración a retaguardia de la columna.

La investigación, realizada con extraordinaria rapidez por el maharato, no dio ningún resultado notable. Los guerreros desembarcados en la bahía de los cocodrilos debían de estar muy lejos aún.

Una detonación hacia oriente —más clara que antes—, decidió a Sandokan a levantar precipitadamente el campo. Una segunda contestó, unos minutos después, en dirección opuesta.

—Estrechan el cerco —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. ¿Y si nos desviáramos hacia el Norte?

—¿Y el pueblo donde nos espera Bindar con los elefantes? —preguntó el bengalí.

—Iremos más tarde. Lo que ahora apremia es no dejarnos encerrar en un cerco de fuego.

—Probemos —concluyó en bengalí.

Rehicieron la columna y, tras recorrer el trozo de sendero abierto por la vanguardia, doblaron decididamente hacia el Norte.

La idea de Sandokan fue excelente, porque después de recorrer otros quinientos o seiscientos metros, la jungla empezó a aclararse, aun conservando tupidos matorrales.

La columna encontraba ahora más frecuentes espacios libres, donde sólo había hierba que no tenía la rigidez de los kalam y por donde podía avanzar con mayor rapidez, aunque aumentaba el peligro de los moradores.

Si ciervos y gamos escapaban, algún gigantesco búfalo o algún rinoceronte se precipitaban sobre la vanguardia y no volvían la espalda hasta después de recibir en su cuerpo media docena de balas de pistola.

A las dos de la mañana, Sandokan hizo un segundo alto. Estaba inquieto, y antes de volver hacia oriente —para no apartarse demasiado de la línea en que debía encontrar el pueblo—, quería tener por lo menos alguna noticia de las tropas indias, para decidir el camino a seguir.

Habiendo descubierto un baniano que por sí solo formaba un pequeño bosque, y cuya inmensa cúpula estaba sostenida por varios centenares de troncos, como el famoso ficus llamado cobir-bor por los indios, que es célebre en el Gujerat hizo esconder en medio de él a su columna y, llamando a dos hombres y a Tremal-Naik, salió de reconocimiento, tras recomendar a los acampados el más absoluto silencio.

—Volvamos sobre nuestros pasos —dijo al bengalí—. No debemos seguir a ciegas, sin saber si tenemos al enemigo a nuestros talones o si nos preparan alguna otra emboscada.

Habían echado a correr, siguiendo, el mismo camine recorrido antes, marcado por los bambúes abatidos y los kalam decapitados.

Un profundo silencio remaba en la jungla. No se oían ni rugidos de bighama, ni aullidos de chacales: era un detalle inquietante.

Si no hubiera habido extraños recorriendo la maleza aquellos eternos cazadores no hubieran estado callados El que guardaran silencio, significaba que tenían miedo.

Bastaron veinte minutos para que aquellos infatigables corredores llegaran al sendero abierto antes de cambiar de dirección.

No oyendo ningún ruido ni descubriendo enemigos, Sandokan se disponía a explorar brevemente aquella zona cuando Tremal-Naik, que estaba a su lado, le puso una mano sobre los hombros, empujándole casi con violencia sobre un grupo de banianos silvestres, que extendían en todas direcciones sus gigantescas hojas.

Apenas habían transcurrido dos minutos, cuando oyeron distintamente un agitarse y crujir de cañas; después, cuatro hombres armados de fusiles desembocaron en el pequeño calvero, que se abría entre los gigantescos bambúes y el grupo de banianos.

No eran sikhs sino sikkari, es decir batidores de las junglas, personas muy hábiles, realmente incomparables, para seguir pistas, tanto de hombres como de fieras.

Se detuvieron en seguida, examinando atentamente el terreno y removiendo las hierbas que lo cubrían.

—Han cambiado de dirección, Moko —dijo uno de los sikkari—. Ya no marchan hacia oriente.

—Eso veo —dijo el que se llamaba Moko—. Deben de haberse dado cuenta de que seguimos sus huellas y huyen hacia el Norte.

—Entonces escaparán al cerco.

—¿Por qué?

—Porque no tenemos tropas en esa dirección. Es mejor que uno de nosotros regrese junto a los sikhs que nos siguen, y los demás seguiremos sobre la pista.

Mientras uno partía corriendo, por el camino ya hecho, los otros tres siguieron su marcha, inclinándose de vez en cuando al suelo, para no perder de vista las huellas de la fugitiva columna.

Sandokan y Tremal-Naik esperaron a que se alejaran, luego se pusieron en camino a su vez, dando la vuelta al grupo de banianos por el lado opuesto.

—Debemos competir en velocidad y dejarles atrás —dijo el Tigre de Malasia.

—¿Y si en lugar de eso les tendiéramos una emboscada? —preguntó Tremal-Naik.

—Un disparo en este momento traicionaría nuestra presencia. Más tarde pensaremos en desembarazarnos de ellos. ¡Corramos, amigos!

Tremal-Naik, que había pasado su juventud entre las grandes junglas de las Sunderbunds, poseía una orientación natural, cosa común a muchos pueblos del Oriente, por tanto tenía la seguridad de conducir a sus compañeros al sitio donde acampaba la columna.

Sin embargo, por miedo a encontrar de nuevo a los sikkari se desvió hacia poniente, describiendo un amplio rodeo.

Aquella rapidísima carrera, posible porque todos tenían las piernas fuertes, aunque el malayo y el indio ya no eran jóvenes, duró unos veinte minutos.

—Dispuestos a partir de inmediato —ordenó Sandokan a sus hombres, en cuanto llegaron al campamento.

—¿Nos siguen? —preguntó Surama.

—Han descubierto nuestras huellas —contestó Sandokan—. Pero no te inquietes, muchacha. Escaparemos del cerco, aunque tengamos que romper las líneas.

La columna se formó de nuevo, poniendo en el centro a los prisioneros, y partió a paso rápido. Sandokan había doblado los nombres de retaguardia, temiendo un ataque de los sikkari de un momento a otro. No obstante, recomendó a Kammamuri que era su jefe, que les rechazaran con arma blanca, para no señalar con disparos al grueso de los assameses la dirección que seguían.

La jungla seguía clareando y tendía a cambiar. A las inextricables malezas, tan difíciles de atravesar, sucedían de cuando en cuando, grupos de árboles, en general palma y taras, pero rodeadas de matas muy tupidas, de extraordinaria extensión, que constituían óptimos refugios en caso de peligro.

La marcha se hacía cada vez más precipitada. Todos sentían por instinto que sólo de la velocidad de sus piernas dependía su salvación, y que jugaban una partida peligrosa en extremo, que podía representar incluso la corona de Surama. ¿Qué ocurriría si las tropas del rajá les aplastaban en la jungla? ¿Quién salvaría, entonces, a Yáñez? La catástrofe sería completa, señalando además el fin de los últimos y formidables tigres de la gloriosa Mompracem.

A las tres de la mañana, Kammamuri, que había estado todo el tiempo al mando de la retaguardia, y a notable distancia del resto del grupo, se reunió con Sandokan.

—Señor —dijo con voz jadeante por la larga carrera— los sikkari nos han alcanzado.

—¿Cuántos son?

—Seis o siete.

—Entonces, ¿ha aumentado su número?

—Eso parece, Tigre de Malasia. ¿Qué debo hacer?

—Tenderles una emboscada y acabar con ellos.

—¿Y si disparan?

—Haz lo posible por sorprenderles y matarles antes de que echen mano de sus carabinas.

Kammamuri partió de nuevo a toda velocidad, mientras la columna continuaba su retirada entre los matorrales y los árboles.

Transcurrieron otros diez minutos, tan largos como horas para Sandokan y Tremal-Naik; después unos gritos terribles y un chocar de armas rompieron el silencio que reinaba en la tenebrosa jungla; unos instantes después sonó un disparo.

—¡Maldición! —exclamó Sandokan, deteniéndose—. Este disparo nos traicionará.

A la detonación aislada había seguido una fuerte descarga de carabinas. Los sikhs y les assameses debían haber hecho fuego.

—¡Aún están lejos! —exclamó Sandokan, cuyo rostro se serenó de nuevo.

—Por lo menos una milla —contestó Tremal-Naik.

—Esperemos a Kammamuri.

No esperaron, mucho. El maharato llegaba corriendo, seguido por el resto de la retaguardia.

—¿Eliminados? —preguntó Sandokan.

—Todos, jefe —contestó Kammamuri—. Por desgracia, no hemos podido impedir que uno de los sikkari descargara su carabina.

—¿Ha herido a alguno de los nuestros? —preguntó Tremal-Naik.

—He tenido tiempo de desviar el cañón del arma.

—Vales tanto como un tigre de Mompracem —dijo Sandokan—. Continuemos la carrera. Tenemos algunas millas de ventaja y tal vez podamos aumentarla.

—O perderla —dijo en aquel momento Sambigliong.

—¿Por qué? —preguntó Sandokan.

—Los kalam empiezan de nuevo al otro lado de estos matorrales, y nos darán trabajo otra vez.

—¿Están secos?

—Quemados por el sol.

—Estupendo, en caso desesperado tendremos un arma valiosísima.

—¿Cómo? —preguntó Tremal-Naik.

En lugar de contestar, Sandokan se mojó la punta del pulgar y lo levantó, como hacen los marineros para saber la dirección del viento.

—La brisa sopla del Norte —dijo—. Cuando amanezca será más fuerte. Mahoma, Brahma, Siva y Visnú juntos nos protegen. ¡Ya podéis perseguirnos, mis queridos sikhs! ¡Adelante, amigos, yo respondo de todo!

26. Entre fuego y plomo

¿Qué habría descubierto? Sólo él lo sabía; pero si haría pronunciado aquellas palabras, significaba que estaba seguro del éxito de su plan.

Sambigliong no se equivocaba al anunciar la presencia de los kalam, esas hierbas altas y durísimas, rígidas como hojas de acero. En efecto, apenas la columna hubo atravesado los últimos matorrales, fue a parar a un vastísimo calvero, erizado de tan peligrosos vegetales. Tampoco faltaban grupos de zarzas, de extensión poco común.

Redoblaron la vanguardia, que reemprendió su fatigosa tarea, cortando las hierbas a sablazos para abrir paso a los compañeros que corrían el peligro de lastimarse piernas y pies.

Entre tanto, las tinieblas comenzaban a clarear. Las estrellas palidecían rápidamente, por oriente nacía la luz que se extendía por el cielo; la jungla seguía, como si no debiese terminar nunca.

Pero Sandokan se mantenía tranquilo. Sus miradas sí fijaban en una masa oscura que se alzaba, al otro lado de la llanura de los kalam y que parecía una selva o una gran extensión de altísimas matas de bambúes.

Sin duda era allí donde deseaba llegar, antes de llevar a cabo su plan.

Se había colocado detrás de la vanguardia y animaba a los segadores a darse prisa, temiendo que su tropa fuera alcanzada antes de llegar a aquel refugio, que había adivinado y donde esperaba poder oponer una encarnizada resistencia, aunque le atacaran por la espalda.

Por fin, acabaron de atravesar la llanura de los kalam en el momento en que el sol asomaba, llameante, en el horizonte.

Todos estaban agotados, en especial Surama, que había debido rivalizar con aquellos entrenados caminantes de las selvas de Borneo.

Habían llegado al límite de un bosquecillo, formado casi exclusivamente por banianos silvestres que sostenían frutas enormes.

Sandokan hizo refugiar a su tropa bajo aquellas colosales hojas, luego llamó a Kammamuri y le preguntó:

—¿Tenemos botellas de ginebra, verdad?

—Una docena.

—Haz que me las traigan, luego que se recoja toda la leña posible. Apresúrate, porque el enemigo no debe de estar lejos.

—Sí, jefe.

Llamó a algunos hombres y se internó en el bosque.

Sandokan y Tremal-Naik entre tanto, avanzaron hacia los kalam, vigilando atentamente el calvero que acababan de atravesar. De un momento a otro, esperaban ver aparecer a los atacantes y estaban seguros de no equivocarse.

Un silbido de Kammamuri les avisó que las órdenes habían sido cumplidas. No viendo aparecer a sus adversarios, se replegaron hacia el bosque, donde encontraron preparados una treintena de haces de leña seca, dispuestos en semicírculo delante del campo.

—Preparaos a abrir el fuego —dijo Sandokan a sus malayos, que esperaban apoyados en sus carabinas—. Disparad a tiro hecho y no malgastéis municiones: las necesitamos más que nunca. Entre tanto, que seis hombres atraviesen el bosque para guardarnos las espaldas. Los hombres desembarcados río arriba pueden habernos cortado la retirada hacia el Norte. Silencio, y dejemos avanzar a los que vienen de poniente.

Todos se tendieron tras las últimas filas de kalam, teniendo la carabina al lado.

De pronto brotó la misma exclamación de todos los labios:

—¡Aquí están!

En el extremo del vasto calvero, a plena luz, porque el sol se alzaba rápidamente tras los grandes árboles, habían aparecido unos cuantos hombres, con turbantes monumentales en la cabeza, mientras otros iban llegando.

Eran les sikhs del rajá que precedían a los assameses, que avanzaban en doble columna, dispuestos a lanzarse al ataque.

Sandokan se acercó a las botellas, las destapó una a una, vertiendo el líquido sobre los haces de leña y, después, con una rama resinosa, los encendió todos. Lívidas llamas se ajaron en seguida, comunicándose a los kalam, medio quemados por el sol.

En pocos segundos, una verdadera cortina de fuego se extendía ante el margen del bosque.

—¡Ahora, amigos! —gritó el pirata, arrojando la rama ardiente y cogiendo la carabina—, saludad a los montañeses de la India. Son dignos adversarios de los tigres de Mompracem, y tienen derecho a ello.

Los sikhs, que avanzaban muy rápido, sólo estaban a cuatrocientos metros.

Una nutrida descarga les detuvo de pronto, derribando a varios.

Los montañeses indios, aunque no se esperaban tan mal recibimiento, ensancharon sus filas para ofrecer menor blanco a las balas enemigas, y empezaron a disparar a su vez, pero a ciegas, porque las llamas que se alzaban y; muy altas y los nubarrones de humo, mezclados con chorros de chispas, cubrían por completo a los hombres de Sandokan.

Éstos, además, se habían aplastado tan bien entre las plantas, que no se les podía alcanzar.

El fuego de los sikhs y de los soldados assameses tuvo una brevísima duración, porque el incendio se extendió con prodigiosa rapidez, gracias a la fuerte brisa que soplaba del Norte.

Los kalam, presa de las llamas, se retorcían, chisporroteaban y desaparecían a ojos vista. Parecía como si toda la jungla tuviera que ser destruida por aquel devorador elemento.

Ante aquel formidable enemigo que les amenazaba por todas partes, y contra el que no podían hacer nada, los sikhs empezaron a batirse rápidamente en retirada.

Nubes de cenizas ardientes y chispas llovían sobre ellos obligándoles a redoblar su carrera.

Apoyado en el tronco de un tara, Sandokan contemplaba tranquilamente el incendio y la desesperada huida del enemigo.

—No esperaba tan espléndida idea ni de tu fantástica imaginación —le dijo Tremal-Naik que estaba junto a él con Surama—. Sigues siendo el invencible y terrible Tigre de Malasia. Este incendio no se apagará hasta que haya devorado el último bambú de la jungla: y si quieren salvarse, los sikhs tendrán que volver al pantano de cocodrilos.

—¿Has olvidado a los otros? Podemos tenerlos a nuestras espaldas.

—Romperemos sus líneas.

—Me preocupa otra cosa: ¿dónde estará el pueblo? Nos hemos apartado mucho de nuestro camino.

—A tres o cuatro millas de aquí, hacia el Norte, veo una colina. Desde allí arriba lo veremos; y podremos llegar hasta él.

La columna de Sandokan iba a reunirse con los hombres de vanguardia, enviados a explorar los límites septentrionales del bosque, cuando vieron avanzar a Sambigliong, haciendo grandes gestos como para recomendar el más absoluto silencio.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el Tigre de Malasia, cuando el viejo pirata estuvo cerca.

—Ocurre, que hemos llegado demasiado tarde al bosque.

—¿Quieres decir que tenemos más enemigos delante?

—Sí, y no me parecen pocos.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan con ira—. ¿Son pájaros estos indios, para recorrer tales distancias en tan poco tiempo? Han debido de desembarcar muy arriba del río.

—Seguro —dijo Tremal-Naik.

—¿Dónde están?

—Emboscados a cuatrocientos o quinientos pasos de aquí —contestó Sambigliong.

—¿Cuándo han llegado?

—Hace pocos minutos. Corrían como gacelas, atraídos sin duda por el incendio.

—¿Os han descubierto?

—Sí, y por eso se han detenido.

—Muy bien; pues les atacaremos y pasaremos a través de sus filas —concluyó Sandokan—. Formemos dos pequeñas columnas de ataque, con Surama y los prisioneros detrás, custodiados por seis hombres. ¿Estáis dispuestos?

—Sólo esperamos la señal —contestó por todos Kammamuri.

—¡Al ataque, tigres de Malasia!

Dayaks y malayos se desparramaron, avanzando por entre la hierba, guiados unos por Tremal-Naik y Kammamuri y los otros por Sandokan y Sambigliong.

El tiroteo empezó intensísimo por ambas partes. Pero los indios, entre los que no había ningún sikh, disparaban como reclutas en las primeras pruebas de tiro al blanco, mientras los hombres de Sandokan —todos tiradores de primera— raras veces erraban el tiro.

Sandokan, que no quería exponer demasiado a sus hombres al fuego enemigo —por irregular y pésimo que fuera—, activaba el ataque, deseoso de llegar al arma blanca.

Se echó la carabina al hombro, empuñando su terrible cimitarra, arma que manejada por su terrible brazo no podía encontrar resistencia.

Corría delante de sus hombres, saltando como un autentico tigre, aullando como una fiera.

—¡Abajo, tigres de Mompracem!… ¡Al ataque!

Dayaks y malayos —que no eran menos ágiles que él—, cayeron sobre las tropas assamesas, empuñando las cimitarras, como una bandada de buitres hambrientos.

En pocos segundos rompieron las líneas y pusieron en fuga al enemigo a sablazo limpio. Una descarga de carabinas les acabó de decidir a abandonar el frente para refugiarse en la jungla.

—Toda esa gente no vale lo que un sikh —dijo Sandokan—. Si el rajá cuenta sólo con estos guerreros, está perdido.

—Antes de que puedan reunirse para intentar de nuevo el ataque, vamos a la colina —dijo Tremal-Naik—. Podrían volver a perseguirnos y molestar nuestra marcha hacia el pueblo.

—Y además allá arriba podemos oponer mayor resistencia —añadió Sambigliong.

—Habláis como generales prudentes —dijo Sandokan, sonriendo—. Sigamos la marcha, amigos.

La colina no distaba más que quinientos o seiscientos metros y se alzaba perfectamente aislada. Era una montañita que elevaba su cima a unos ochocientos pies, con las laderas cubiertas de lujuriante vegetación.

La columna se había reorganizado y atravesó a la carrera la distancia, disparando algún tiro de vez en cuando.

La ascensión se llevó a cabo en menos de media hora, a pesar de los obstáculos que ofrecía toda aquella masa de plantas, y sin que los assameses hubieran intentado un nuevo ataque.

Llegados a la cima, Sandokan hizo acampar a sus compañeros, para concederles un par de horas de reposo, que tenían bien merecido después de tan largo camino a través de la jungla y siempre luchando. Después, con Tremal-Naik y Kammamuri trepó a una roca que formaba la cúspide de la colina, y que estaba desnuda de vegetación.

Desde allí la mirada dominaba un espacio inmenso, extendiéndose en tomo la llanura. El incendio proseguía en la jungla, amenazando con extenderse hasta las orillas del Brahmaputra y hacia el pantano de los cocodrilos.

Era un verdadero mar de fuego, con un frente de cinco a seis millas, que lo devoraba todo a su paso.

Enormes columnas de humo negrísimo y chorros de chispas flotaban sobre aquel inmenso brasero, envolviendo la selva que se hallaba detrás de la jungla. Incluso la vieja pagoda de Benar se había derrumbado y sólo quedaba en pie algún trozo de muralla.

Sandokan y sus compañeros dirigieron las miradas hacia levante, y no tardaron en descubrir un pueblecillo, formado por una minúscula pagoda y varios centenares de cabañas.

Estaba lejos del incendio y fuera de todo peligro, porque lo rodeaban grandes arrozales, con los canales llenos de agua.

—Tiene que ser ése —dijo Sandokan, señalándolo a sus compañeros—. No veo otros en ninguna dirección.

—Tampoco yo —contestó Tremal-Naik—. ¿A qué distancia estará?

—A cinco millas.

—Una simple carrera.

—Sí, si los assameses nos dejan tranquilos.

—¿Los ves?

—Siguen escondidos entre los kalam.

—¿Piensas que nos espían?

—Estoy seguro. Trataremos de engañarles, descendiendo por el otro lado de la colina.

Se dejaron resbalar a lo largo de la pared rocosa, que tenía una notable pendiente y se reunieron con sus compañeros, acampados entre las plantas.

—Todo va bien, al menos por ahora —dijo Sandokan a Surama—. Espero llegar al pueblo en un par de horas, teniendo en cuenta las dificultades que encontraremos en la selva. Si disponemos de los elefantes, haremos correr a los sikhs, suponiendo que nos persigan.

—¿Y Yáñez? —preguntó la joven con angustia.

—Ya comprenderás que de momento no podemos hacer nada por él. Su liberación requiere cierto tiempo. Pero no te inquietes, no corre ningún peligro porque el rajá, convencido de que es un inglés, no se atreverá a tocarle ni un pelo. Todo lo más, le hará conducir a la frontera bengalí.

—¿Y cómo podremos encontrarle?

—¡Oh! Será él quien venga a nuestro encuentro, cuando le llegue la buena noticia de que los tigres de Mompracem y tus montañeses han tomado la capital de tu futuro reino. ¡Ah! Me olvidaba de pedirte una preciosa información: ¿el Brahmaputra atraviesa tus montañas?

—Sí.

—¿Tiene barcas aquella gente?

Bangles y también grandes gongo.

—No esperaba tanto —dijo Sandokan.

Se tendió bajo un baniano silvestre, encendió su pipa y se puso a fumar con estudiada lentitud, manteniendo la mirada fija en los kalam, entre los cuales debían de hallarse aún los assameses, que no podían alejarse debido al incendio que obstaculizaba su retirada hacia el río. Los demás le habían imitado, unos fumando y otros mascando arecas.

Ya había pasado una hora, y tal vez más, cuando Sandokan vio unas sombras humanas que se deslizaban entre los kalam, reuniéndose junto a una doble fila de matas, que se extendían casi ininterrumpidamente hacia la base de la altura.

—En pie, amigos —ordenó—. Ha llegado el momento de desalojar.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Surama.

—Tus futuros súbditos se preparan a hacernos salir del nido —contestó Sandokan—, y yo no quiero esperarles aquí. Preparad las piernas, porque se trata de hacer una verdadera carrera. Manteneos entre las plantas, hasta que hayamos alcanzado la pendiente opuesta.

Deslizándose entre los sarmientos y los matorrales y manteniéndose amparados por las anchas hojas de los banianos, la columna giró en torno a la roca y llegó sin ser vista a la pendiente septentrional, que se presentaba cubierta de soberbios mangos y arecas de troncos retorcidos, que formaban grupos gigantescos, estrechamente enlazados entre sí por un infinito número de plantas parásitas que habían alcanzado unas longitudes extraordinarias.

La vanguardia tuvo que reanudar su fatigoso trabajo, para practicar un paso a través de aquella muralla de vegetación, que no presentaba aberturas.

Siempre prudente, Sandokan había reforzado su retaguardia, ya que el peligro no podía venir más que de la otra ladera.

Tal vez en aquel momento, los assameses habrían ya cruzado la distancia que les separaba de la colina y estaban subiéndola, seguros de sorprender a los fugitivos aún acampados.

Pero si ellos subían aprisa, malayos y dayaks descendían no menos rápidamente, echando rabiosamente abajo aquel caos de plantas. Los hombres de vanguardia se renovaban cada cinco minutos, para que hubiera siempre trabajadores frescos.

La fortuna protegía, sin duda, a la columna porque ésta pudo alcanzar por fin la selva que Sandokan y Tremal-Naik habían descubierto desde lo alto de la roca, sin que por ninguna de las dos partes se hubiese hecho un disparo.

Contrariamente a lo que en un principio habían creído, aquel bosque era poco espeso. Estaba compuesto de tecas y de nagassi, o sea árboles del hierro. Estos árboles conservan cierta distancia entre ellos, y no permiten desarrollarse mucho a las matas que nacen bajo sus hojas. Por tanto, la marcha podía ser de nuevo rapidísima, como en el último trecho de la jungla.

También era cierto, sin embargo, que si los assameses habían descubierto su pista —cosa nada difícil gracias al sendero abierto por las cimitarras—, podían, a su vez, apresurar la persecución; pero a Sandokan ya no le importaba gran cosa, porque estaba seguro de que Bindar tendría preparados los elefantes.

Distaban sólo media milla del pueblo, cuando Sandokan y Tremal-Naik oyeron resonar a sus espaldas unos cuantos disparos, seguidos de una nutrida descarga de carabinas.

—¡Ya les tenemos encima! —exclamó el primero, deteniéndose.

—La retaguardia ha contestado al fuego —añadió el segundo.

—Diez hombres conmigo; los demás, con Kammamuri, que continúen la marcha. Haced preparar los elefantes en seguida.

Diez malayos se destacaron de la columna y siguieron corriendo a los dos jefes, que ya volvían sobre el camino hecho, cargando las carabinas.

A trescientos pasos se encontraron con la retaguardia, mandada por Sambigliong.

—¿Os han atacado? —preguntó Sandokan.

—Sí; un pequeño grupo de exploradores, que ha escapado a todo correr a nuestra primera descarga.

—¿Tenemos heridos?

—Ninguno.

—¿Y cómo nos han alcanzado tan aprisa esos hombres?

—Corrían como gacelas.

—¿Estás seguro de que se han dispersado?

—Les hemos seguido unos trescientos metros.

—Apresuraos; el pueblo está a dos pasos, y tal vez encontremos los elefantes preparados.

Reunió los dos grupitos y partieron de nuevo corriendo, temiendo que el grueso de los assameses estuviera cerca.

Cuando alcanzaron la columna, ésta estaba ya rodeando cinco elefantes colosales, montado cada uno de ellos por un cornaca, y provistos de las cajas destinadas a los hombres.

Bindar estaba con ellos.

—¡Ah, sahib! —exclamó el excelente muchacho—. ¡Qué preocupado he estado por ti al ver el incendio que devoraba la jungla y oír tantos disparos! Temía que hubieras sido derrotado y todos tus guerreros aniquilados.

—Nosotros no somos como los indios —se limitó a contestar Sandokan—. ¿Hay más elefantes en el pueblo?

—Sólo dos.

—¿Bastarán éstos para transportarnos a todos?

—Sí, sahib.

Hizo subir a Surama al primer elefante y ordenó a sus hombres que ocuparan los demás y estuvieran preparados para saludar con una buena descarga a los atacantes, en caso de que se dejaran ver en el límite del bosque.

También Bindar trepó, con la agilidad de un mono, al primer elefante que ocupaban, además de la futura reina, Sandokan, Tremal-Naik, Kammamuri y tres malayos que se habían acomodado detrás de la caja, sobre el enorme lomo del animal.

—Adelante, cornacas, apresurad el paso. Veinte rupias de regalo, si les hacéis galopar como caballos espoleados —gritó Sandokan.

No hacía falta más para estimular a los conductores, que tal vez no ganaban tanto en un año de servicio.

Emitieron un largo y agudo silbido, empuñando al mismo tiempo sus cortos ganchos y en seguida los cinco colosales paquidermos se pusieron en marcha a paso rapidísimo, con el extraño balanceo que da la impresión a quien los monta de encontrarse en un barco sacudido en todas direcciones.

Bindar —que como se ha dicho montaba el mismo elefante que Sandokan— dio orden al cornaca de dirigirse hacia el Sureste, siguiendo la larga y estrecha frontera bengalí, que se interpone como una almohadilla entre el Bután y el Assam, envolviendo éste último estado por septentrión y por levante, de forma que lo separa de los montañeses del Himalaya y de los de la vecina Birmania.

Makum, la antigua capital del pequeño principado, regido en otros tiempos por el padre de Surama, última ciudad de la frontera assamesa, debía ser la meta de su carrera.

Apenas dejaron atrás los arrozales, que se extendían en torno al pueblo en un trecho considerable, los cinco elefantes se hallaron en medio de las eternas junglas, que siguen la orilla derecha del Brahmaputra en centenares y centenares de millas, llegando casi ininterrumpidamente hasta los primeros escalones de la cadena del Dapha Bum y del Harungi.

La selva que debían atravesar no era tan espesa como la de Benar; sin embargo, también ésta tenía inmensas extensiones de bambúes de extraordinarias dimensiones, óptimas para servir de emboscada a hombres y animales; infinitas llanuras de kalam y matorrales; tampoco faltaban los árboles como taras, pipal, palas y espléndidas palmas, que extendían desmesuradamente sus hojas dentadas o franjeadas.

Sandokan —que se esperaba de un momento a otro alguna desagradable sorpresa por parte de los assameses, que podían haberse dado cuenta de la nueva dirección seguida por los fugitivos—, recomendó a sus hombres que no dejaran las carabinas y vigilaran con atención la maleza.

Estaba seguro de tener más complicaciones, aunque los elefantes avanzasen con la velocidad de caballos lanzados al galope.

Más adelante las cosas cambiarían sin duda ya que, por muy buenos corredores que fueran sus enemigos, no podrían resistir mucho tiempo la endiablada carrera de los elefantes; pero de momento podían esperar alguna mala pasada.

—¿Temes otra sorpresa, verdad? —le preguntó Tremal-Naik, sin dejar de observar atentamente los espesos grupos de bambúes junto a los que pasaban los elefantes, abriéndose paso a golpe de trompa, cuando se los encontraban delante.

—Siempre tengo mis dudas; además me parece imposible que esos hombres hayan interrumpido la persecución tan bruscamente. Han debido de vernos, y temo algún intento por su parte entre esta maleza.

En aquel momento con sorpresa de todos los paquidermos, que hasta entonces corrían cada vez más empezaron a caminar despacio.

—¡Eh, cornaca!, ¿qué le ocurre a tu elefante-guía? —preguntó Tremal-Naik, que se dio cuenta de inmediato—. ¿Olfatea la proximidad de un tigre, tal vez? Nosotros podemos matar aunque sea media docena.

—Pésimo terreno, señor —contestó el conductor, inclinando la cabeza.

—¿Qué quieres decir…?

—Que las últimas lluvias han puesto el terreno demasiado fangoso, y las patas de nuestros animales se hunden hasta la rodilla. No me esperaba semejante sorpresa.

—¿No podemos desviarnos?

—Más allá, el terreno no será mejor. Hay arcilla bajo la hierba y las aguas tardan en filtrar.

Sandokan y Tremal-Naik se levantaron a mirar el terreno. Aparentemente parecía seco en la superficie, pero mirando las anchas huellas dejadas por los elefantes, se podía comprender fácilmente que debajo existía una reserva de agua, porque los huecos se habían llenado en seguida de un líquido fangoso, y muy pegajoso al parecer.

—Trata de hacer correr a tu elefante todo lo que puedas, cornaca —dijo Sandokan.

—Haré lo posible, señor.

Los cinco paquidermos no parecían muy contentos de haber encontrado aquel terreno, que contenía su impulso. Bramaban sordamente, agitaban la trompa y las grandes orejas y sacudían sus macizas cabezas, manifestando su malhumor.

Sin embargo, aunque algunas veces se hundían hasta la rodilla y encontraban algunas dificultades para sacar sus patazas de aquel fango pegajoso, hacían prodigiosos esfuerzos para no retrasar demasiado su carrera, como si hubieran comprendido que la salvación de los hombres que les montaban dependía de su velocidad.

Por desgracia, el terreno se hacía menos consistente a medida que avanzaban. El agua y el fango salpicaban por todas partes, manchando las rojas gualdrapas de los paquidermos.

Bajo los bambúes había mayor cantidad de líquido: allí los elefantes no podían saber dónde posaban las patas; avanzaban a paso casi de hombre y no cesaban de bramar, señalando así su presencia, cuando Sandokan hubiera deseado el más escrupuloso silencio.

Había transcurrido una media hora desde que dejaron el pueblo, cuando Bindar —que estaba tras el cornaca, con una mano apoyada en el borde de la caja y una carabina en la otra— dejó escapar una exclamación. Casi al mismo tiempo, el elefante se detuvo, alzando rápidamente la trompa y olfateando el aire.

—¿Qué ocurre. Bindar? —preguntó Sandokan, levantándose precipitadamente.

—He visto agitarse los bambúes —contestó el indio.

—¿Dónde?

—A nuestra izquierda.

—¿Habrá algún tigre? Me parece que el elefante está inquieto.

—Un bâgh no asustaría a estos cinco colosos, marchando uno junto a otro. Habrá olfateado otra cosa.

—¡Quieto, cornaca!

—El elefante no sigue avanzando —contestó el conductor.

—¡Preparad las armas! —ordenó Sandokan, alzando la voz.

Malayos y dayaks se pusieron en pie como un solo hombre, preparando sus carabinas.

Los demás elefantes, que se habían apretado contra el primero, manifestaban también cierta inquietud.

Transcurrieron unos minutos sin que sucediese nada extraordinario. Los bambúes no volvieron a moverse, pero los paquidermos no se tranquilizaban por completo.

Impaciente por seguir el camino, Sandokan iba a ordenar al cornaca que reemprendiera la marcha, cuando resonaron unas cuantas detonaciones entre un gran grupo de bambúes que se extendía a unos doscientos metros de los paquidermos.

—¡Los assameses! —exclamó Sandokan—. ¡Fuego allí en medio!

Primero los malayos y después los dayaks, con un intervalo de pocos segundos, hicieron una descarga, mientras el elefante-guía lanzaba un espantoso bramido, cayendo sobre sus compañeros.

Alguna bala debía de haberle alcanzado, porque los demás se mantuvieron impasibles, como bravos animales habituados al fuego.

Los assameses no contestaron. A juzgar por la agitación de las cañas debían de batirse en una precipitada retirada, temiendo tal vez sufrir una carga furiosa por parte de los paquidermos.

—¡Que quince hombres vayan a explorar esas cañas! —gritó Sandokan—. Si el enemigo se resiste, replegaos hacia nosotros, disparando.

Echaron las escalas y un grupo de dayaks y malayos, conducidos por el viejo Sambigliong, se lanzaron a través de la tierra pantanosa, saltando entre las cañas y la hierba, cuyas raíces prestaban cierta resistencia.

Sandokan y los demás vigilaban entre tanto la espesura desde lo alto de las cajas, dispuestos a ayudar a sus compañeros.

El elefante-guía seguía lanzando formidables bramidos y retrocediendo, a pesar de las palabras cariñosas que le decía su conductor.

—Seguro que ha recibido una bala en el cuerpo —dijo Tremal-Naik a Sandokan.

—Me molestaría que le hubiesen herido gravemente —contestó el Tigre de Malasia—. Aunque es cierto que nos quedan otros cuatro.

—Cornaca, ve a ver dónde le han tocado.

—Sí, señor —contestó el conductor, yendo rápidamente hacia la escala y deslizándose hasta el suelo.

Dio una vuelta en torno al paquidermo, observándolo atentamente, y se detuvo junto a la pata posterior izquierda.

—¿Y bien? —preguntó Tremal-Naik.

—Sangra por aquí, señor —contestó el cornaca—. Ha recibido una bala cerca de la articulación.

—¿Te parece grave la herida?

El conductor sacudió repetidamente la cabeza; después dijo:

—Durará mientras pueda. Estos colosos poseen una fuerza prodigiosa; pero son de una sensibilidad exagerada y difícilmente se curan.

—¿Puedes hacer un vendaje?

—Lo intentaré, señor; por lo menos para detener la sangre. Extraer el proyectil, que se ha metido debajo de la piel, sería imposible.

—Date prisa.

En aquel momento, regresaban Sambigliong y su grupo.

—¿Han huido? —preguntó Sandokan.

—Han desaparecido de nuevo.

—¡Canallas! No tienen valor para hacernos frente en campo abierto.

—Les veremos más adelante, si los elefantes no encuentran mejor terreno. Nos prepararán emboscadas hasta que podamos galopar.

—¿Continúa el fango?

—Continúa.

—Montad y tened preparadas las carabinas.

Malayos y dayaks treparon como ardillas por las escalas de cuerda, seguidos poco después por el cornaca del elefante-guía, quien había conseguido detener la hemorragia del animal.

—¡Adelante! —ordenó Sandokan—. Veremos que hacen esos condenados assameses.

27. La carga de los Jungli-Kudgia

Unos minutos después la pequeña columna reemprendía la interminable retirada a través de las junglas, retirada semejante en cierto modo a la famosa realizada a través del Bundelkund por Tantia Topi, el célebre general de los indios insurrectos de 1857, que durante todo un año —junto con la bellísima rahni de Jhansie— tuvo en jaque a tres cuerpos del ejército inglés.

Los elefantes seguían avanzando con prudencia, tanteando primero el fango para asegurarse de la solidez del subsuelo y aspirando el agua que rezumaba por los agujeros abiertos por sus patazas.

El elefante-guía —ya calmado— llevaba siempre alta la cabeza, indicando a sus compañeros con sordos bramidos el camino que debían seguir.

El instinto de aquel animal —el mayor de los cinco— era una pura maravilla, porque a la primera ojeada sabía escoger el sitio por donde podía pasar más fácilmente.

No se veía rastro de los assameses; pero Sandokan y Tremal-Naik estaban completamente seguros de que no habrían renunciado a la persecución.

La marcha proseguía muy lenta, poniendo a dura prueba los músculos de los paquidermos.

Los grupos de bambúes, unas veces altísimos, otras por el contrario bajos, gruesos y espinosos, se sucedían casi sin interrupción; pero los bancos de fango no parecían terminar. Tal vez aquella jungla había sido en el pasado el fondo de un inmenso pantano.

Cuervos, bozzagros y cigüeñas se alzaban en grandes bandadas al acercarse los elefantes. Otras veces se trataba de pavos reales, considerados sagrados por los indios porque —según sus extrañas leyendas—, representan a la diosa Sarasvati, que protege los nacimientos y los matrimonios; o bien parejas de sâras, más conocidas con el nombre de grulla antígona, las más hermosas de su especie, con plumas sedosas de un precioso color gris perla, y la cabeza pequeña y adornada por plumas rojas. Son también las mayores, ya que alcanzan con frecuencia un metro y medio de altura. Lo mismo que los pavos reales son veneradas por representar el emblema de la fidelidad conyugal, y tal vez no sea un error porque van siempre emparejadas.

También se veían perros salvajes, de pelo corto y rojizo, que escapaban a través de los matorrales, y alguna tcita, graciosa y pequeña pantera de la India, que se domestica con mucha facilidad y es utilizada en la caza de antílopes.

Durante dos horas, los paquidermos siguieron luchando en el terreno pantanoso, haciendo sufrir bruscas sacudidas a las personas que los montaban; luego, habiendo encontrado un trozo de terreno firme, que formaba como una franja de varios centenares de pasos y tres o cuatro metros de ancho, cubierto de unas hierbas palustres, del tamaño de hojas de sable, que gustan mucho a los paquidermos, se detuvieron como de común acuerdo.

—Están cansados —dijo el cornaca del elefante-guía, volviéndose hacia Sandokan—. Además aquí han encontrado su pasto.

—Hubiera preferido seguir hasta encontrar terreno duro.

—No debe de estar lejos, señor. Veo una línea oscura en el horizonte. Allí debe de haber bosques de palas, que son árboles que no se desarrollan en terrenos muy acuosos. Además, estos animales se conformarán con unas horas de reposo.

—Aprovecharemos para comer, si tenemos aún víveres.

—En seguida nos procuraremos unos buenos asados —dijo Tremal-Naik—. Hay muchas aves, y tenemos buenos fusiles de caza.

—De acuerdo —contestó Sandokan—. Haremos una incursión hacia el Norte, para ver si los assameses nos siguen aún.

Bajaron todos, improvisando un campamento en medio de las Typha elephantina, como llaman los botánicos a las citadas hierbas; pero los víveres no eran suficientes para tantas bocas. Sólo tenían medio saco de bizcocho y media docena de latas de carne en conserva.

Por tanto, se decidió organizar inmediatamente una partida de caza, y aprovechar también para guardar algo de comida, ya que no siempre se encuentran en las junglas aves tan grandes como los pavos reales y los sâras.

Sandokan y Tremal-Naik se armaron de fusiles de cañón doble, de fabricación inglesa, con sus correspondientes cargas, y saltaron resueltamente en medio del terreno pantanoso, seguidos por cuatro malayos, provistos de carabinas y cimitarras, que les daban escolta.

Cruzaron una especie de canal fangoso y encontraron otro trozo de terreno sólido, cubierto de bambúes, que parecía de mayor extensión que el anterior, donde se habían detenido los elefantes.

Entre las gigantescas cañas, de hojas verde cálido, abundaban extraordinariamente las aves. Grullas, pavos reales, ocas, papagayos, revoloteaban en todas direcciones, junto con bandadas de ánades, sin manifestar demasiado miedo ante la presencia de los cazadores.

Sandokan y Tremal-Naik no tardaron en abrir fuego, y siendo ambos magníficos cazadores, derribaron en pocos minutos un buen número de aves, que recogieron los malayos de la escolta.

Como seguían encontrando terreno resistente, se internaron en una llanura muy vasta, cubierta de espesos matorrales y de algún grupito de palmas.

—Este lugar irá muy bien a nuestros elefantes —dijo Sandokan al bengalí—. Les haremos desviarse hacia aquí; así podrán galopar a placer.

—También es un sitio propicio para la caza mayor —añadió el bengalí, deteniéndose bruscamente.

—¿Qué has visto?

—Caza peligrosa, pero muy grande.

—No veo más que sâras revoloteando.

—Mira junto a aquellas matas, que se extienden a doscientos pasos de nosotros. Es un jungli-kudgia.

—¿Un búfalo salvaje, quieres decir?

—Sí, Sandokan.

—Dentro de media hora te diré si sus bistecs son verdaderamente exquisitos, como he oído afirmar muchas veces.

—Haz esconder a tus hombres y cambiemos las armas. Esos animales tienen una piel a prueba de espingardas.

Cogieron dos carabinas con sus correspondientes municiones, dieron orden a los hombres de su escolta de que se escondieran en medio de un matorral y se alejaron, inclinándose, para no ser descubiertos antes de tener a tiro al animal.

Se trataba efectivamente de uno de los gigantescos búfalos que, en cuanto a tamaño, no tienen nada que envidiar a los bisontes de la América septentrional. Son de cabeza corta, frente ancha y alta, provista de cuernos ovalados y muy planos, que primero se curvan hacia atrás para volver de nuevo hacia delante; el cuello grueso y corto, el lomo giboso y el pelaje rojizo.

Después de los tigres, son las fieras más peligrosas de las junglas, pudiendo rivalizar con los formidables rinocerontes, aunque su mole es muy inferior a la de éstos. No obstante, alcanzan con frecuencia los tres metros —del hocico al principio de la cola—, con una altura de un metro ochenta centímetros; su piel es tan dura y gruesa que se utiliza para hacer unos escudos muy resistentes, a prueba de sable.

Son irascibles, valerosos hasta la insensatez, y una vez lanzados a la carrera no se detienen ni ante un ejército de cazadores. Además no temen ni a tigres ni a panteras, y no vacilan en empeñar con esas terribles fieras furiosos combates.

El jungli-kudgia descubierto por Tremal-Naik pastaba tranquilamente a lo largo del margen del matorral, sin manifestar ninguna aprensión, aunque esos animales tienen un oído finísimo, que les compensa ampliamente de su pésima vista.

Fue precisamente aquella tranquilidad lo que no causó buena impresión al bengalí, que conocía muy bien las costumbres de aquellos animales, habiéndolos cazado durante años en las Sunderbunds del Ganges.

—Esa calma no me gusta nada —dijo a media voz a Sandokan, que se arrastraba a unos pasos de distancia—. No debe de estar solo. Acostumbran a ir en manadas muy numerosas.

—Entre tanto, matemos a éste —dijo Sandokan, que no quería perder una presa tan grande—. Detrás de nosotros están emboscados los malayos. Déjame el primer tiro.

El jungli-kudgia presentaba un magnífico blanco, porque en aquel momento ofrecía al tirador su amplio pecho, dejando indefenso el corazón.

Una detonación seca hizo escapar a las grullas y a los pavos reales, escondidos entre las cañas.

El bisonte indio, herido un poco por debajo de la paletilla izquierda, emitió un largo mugido, bajó rápidamente la cabeza y se abalanzó al lugar en que aún se veía ondear la nubecilla de humo.

La furiosa carrera duró sólo un par de segundos, porque cayó pesadamente a menos de veinte pasos del cazador, agitando las patas con frenesí.

Apenas había caído, los matorrales se abrieron bajo un choque irresistible, y quince o veinte búfalos gigantescos irrumpieron a través de la llanura, en una espantosa carga.

—¡Piernas, Sandokan! —rugió Tremal-Naik, disparando a lo loco, aunque estaba seguro de no detener a los furibundos colosos.

Los dos cazadores, que tenían alas en los pies, se reunieron en pocos instantes con los malayos, llevando tras ellos a los búfalos en su desenfrenada carrera; luego saltaron a la zona pantanosa, refugiándose a tiempo entre los elefantes.

A sus gritos de alarma, todos los acampados se pusieron en pie, imaginando un nuevo ataque de los assameses y cogieron las carabinas mientras los cornacas hacían levantar precipitadamente a los paquidermos que se habían tumbado para pacer mejor las altas y durísimas Typha. Los bisontes se detuvieron un momento cerca de los matorrales donde poco antes se escondían los malayos, esperando tal vez que los cazadores se hubieran emboscado allí, y después reemprendieron su endiablada carga, abatiéndolo todo a su paso.

Parecían proyectiles disparados por algún formidable cañón de marina, tal era su ímpetu.

Los bambúes —que como es sabido son extraordinariamente resistentes—, caían segados por las patazas de aquellos demonios, como si fueran simples juncos.

Al llegar ante la zona fangosa se detuvieron de golpe, inclinándose hasta el suelo y amontonándose unos contra otros.

—¡Por Siva! —exclamó Kammamuri, reuniéndose con sus jefes, que se habían puesto a salvo sobre su elefante—. ¡Esto no son assameses! Son mucho más peligrosos que aquellos gandules.

—¡Adelante, cornacas! —gritó Tremal-Naik—. Si cruzan esa franja, atacarán a los elefantes.

—¡Y vosotros haced fuego! —ordenó Sandokan, viendo que también todos sus hombres habían montado.

Resonaron ocho o diez disparos, pero no obtuvieron otro efecto que enfurecer aún más a los jungli-kudgia.

Los elefantes, instigados por los cornacas, se lanzaron animosamente al barro, avanzando a toda prisa, temerosos de tener que probar la fuerza y agudeza de aquellos terribles cuernos.

Al ver que se alejaban, los bisontes en lugar de calmarse se pusieron a mugir de una forma espantosa y a dar saltos: luego intentaron echarse a su vez a la zona pantanosa, pero dándose cuenta de que sus patas —que no tenían el espesor de las de los elefantes— se hundían por completo, volvieron a la franja de terreno firme, siguiendo por ella a los fugitivos.

—¿No van a dejarnos? —preguntó Sandokan, empezando a inquietarse—. Hubiera preferido encontrar a los assameses.

—Estos animales son testarudos y muy vengativos —contestó Tremal-Naik—. Esperarán a que nuestros elefantes encuentren terreno duro, para atacarnos.

—Espero que antes de eso estarán diezmados.

—No tenemos otra cosa que hacer, amigo.

—Sólo estoy a trescientos metros, y nuestras carabinas tienen dos veces ese alcance.

—Pero el balanceo de los elefantes hará muy difícil el tiro.

Sandokan cogió la carabina, se plantó firmemente sobre las piernas, apoyando el pecho contra el borde superior de la caja, y apuntó el arma, esperando a que el elefante-guía encontrase algún punto sobre el que apoyar las patas con menor violencia.

Transcurrieron unos minutos, luego Sandokan disparó, aprovechando un instante de pausa del elefante.

La bala, aunque bien dirigida, fue a romper uno de los cuernos del bisonte que conducía la manada, y que era el mayor de todos.

El animal se detuvo un momento, sorprendido, tai vez, al ver caer ante él una de sus principales defensas: luego prosiguió tranquilamente la marcha, como si nada hubiese ocurrido.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan, dejando el arma aún humeante, para coger otra que le tendía Kammamuri—. Esos animales son comparables a los rinocerontes.

—Ya te lo he dicho —recordó Tremal-Naik. Sandokan volvió a apuntar al jefe de la manada, al que se prometía derribar a toda costa.

Dos minutos más tarde, resonó otro disparo y la bala pasó de largo, sin tocar a ningún miembro de la manada.

—Malgastas el plomo —dijo el bengalí.

—Aún tengo una bala.

—Por lo menos confesarás que se dispara mal a lomos de un elefante, y que para acabar con toda esa manada emplearíamos todas nuestras municiones.

—Cosa que no deseo en absoluto, porque no sabemos si los assameses nos siguen aún o se han vuelto atrás.

—¡Hum! Lo dudo: son tan testarudos como los jungli-kudgia.

Levantó la carabina por tercera vez, esperando el momento favorable.

Una nueva detención del elefante-guía —hundido en el fango hasta las rodillas, lo que le hizo permanecer inmóvil unos momentos—, le permitió hacer su último disparo.

El bisonte emitió un largo mugido, luego se detuvo bruscamente, bajando la cabeza casi hasta el suelo, con la lengua colgando.

Toda la manada se detuvo, mirándolo y mugiendo. Comprendía que su jefe había sido herido gravemente. El colosal bisonte seguía inmóvil. Mantenía la cabeza baja y de su boca, junto con una baba sanguinolenta, salían roncos mugidos, que se debilitaban por momentos.

—¡Va a morir! —exclamó Sandokan. Entonces el bisonte cayó de rodillas, hundiendo el hocico en el fango. Trató de incorporarse; pero las fuerzas le faltaron y cayó de costado.

—Parece muerto, ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Sandokan, muy contento ante aquel inesperado éxito.

—Has proporcionado una buena presa a los chacales y a los perros salvajes… y también a nosotros nos hubiera ido de maravilla —contestó el bengalí—. Disparas como Gengis Khan lanzaba sus flechas.

—No le conozco, ni me preocupa saber quién es.

—Un gran caudillo y un famoso arquero. Los bisontes, después de olfatear repetidamente a su jefe, y de manifestar su rabia con fuertes mugidos, reemprendieron la marcha, casi paralelos a los paquidermos. Era de desear que aquella zona pantanosa se prolongara indefinidamente, o por lo menos hasta las faldas de las montañas de Sadhja, cosa imposible de esperar. Durante otras dos horas los elefantes siguieron su carrera, obstinadamente seguidos por los bisontes. Después, al encontrar otro espacio de terreno sólido, que formaba como un islote en medio del fango, con una circunferencia de trescientos o cuatrocientos pasos, Sandokan ordenó una segunda parada.

Era una precaución necesaria porque ya pasaba del mediodía y, de seguir avanzando sin ningún amparo, se arriesgaban a sufrir una insolación, no menos fatal que la mordedura de las venenosísimas serpientes de anteojos. Por otra parte, estaban todos hambrientos, ya que por culpa del ataque furioso de los jungli-kudgia, no habían podido prepararse la comida durante la primera parada. El lugar no estaba mal elegido, porque un ancho canal fangoso les defendía del ataque de los obstinados animales; además en aquel islote, junto con numerosas palmas y arecas, se veían algunos ham, o sea mangos, cargados de frutos oblongos de tres o cuatro pulgadas de longitud, que bajo su corteza dura y verdosa, contienen una pulpa amarillenta, de sabor exquisito, muy saludable, si están bien maduros.

Improvisaron el campamento de la mejor forma posible, a la sombra de los árboles, porque los elefantes sufren con el calor, y si se les tiene muy expuestos al sol, corren el peligro de que se les agriete la piel, formando incluso llagas que a veces son muy difíciles de curar. Por eso sus cornacas les untan de grasa, principalmente en la cabeza.

Encendieron varias hogueras para asar las aves cazadas por Sandokan y Tremal-Naik.

Mientras se doraban los asados —habían espetado las aves con las baquetas de hierro de las carabinas—, atentamente vigilados por media docena de cocineros improvisados, Sandokan, Surama y el bengalí, escoltados por algunos dayaks, exploraban la isla, para recoger fruta, ya que no les quedaba ni un bizcocho.

Su excursión no fue inútil porque, además de numerosos y maduros mangos, tuvieron la suerte de descubrir un par de mahuah —preciosísimas plantas, llamarlas con razón el maná de las junglas porque, después de la caída de sus flores, que son asimismo comestibles aunque tienen sabor de musgo, dan unas grandes frutas de cáscara violácea, que contienen almendras blancas y excelentes, lechosas, con las que los indios se preparan sabrosísimas hogazas que sustituyen perfectamente el pan.

La comida, muy abundante porque todas las aves eran de gran tamaño, fue devorada en pocos minutos; luego todos ellos, excepto Sandokan y Tremal-Naik, se tendieron bajo la fresca sombra de las palmas, al lado de los elefantes, que estaban comiendo una abundante provisión de ramas tiernas y hojas, ya que no se les podía dar papilla de harina de trigo, ni la acostumbrada libra de ghi.

Los dos jefes —que seguían recelando un ataque por parte de los assameses, y que como auténticos aventureros que eran, no sentían necesidad de descanso—, cogieron de nuevo sus armas para vigilar las dos orillas del islote. Querían también comprobar qué hacían los bisontes, a los que poco antes habían visto rondar al otro lado de la zona fangosa.

Después de dar toda la vuelta al islote, descubrieron a los jungli-kudgia. Se habían tendido al otro lado del canal, pastando las duras hierbas palustres que crecían junto a ellos.

Viendo aparecer a los dos cazadores, se incorporaron en un instante, con los ojos inyectados en sangre, azotándose los flancos con sus largas colas.

Mugían ferozmente y movían la cabeza con frenesí, como si trataran de dar cornadas.

—Ahora ya no estamos a lomos de los elefantes —dijo Sandokan—. Este es el momento de disparar contra ellos.

Acercó las manos a los labios y emitió un largo silbido.

Malayos y dayaks se precipitaron en seguida hacia la orilla.

—Disparad contra esos malditos —les dijo Sandokan—. Ya es hora de acabar con esta persecución que ha durado demasiado.

Fue una terrible descarga. De dieciocho bisontes, cayeron once, muertos o moribundos; los demás, en vista del peligro, se alejaron a todo correr, poniéndose a salvo entre los tupidos grupos de bambúes, que cubrían la jungla septentrional.

No viendo más bisontes, nuestros fugitivos regresaron al campamento, segures de poder descansar sin que les molestaran.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando el intenso calor empezaba a disminuir, levantaron el campo y los elefantes reemprendieron la marcha, siempre precedidos por el guía. Media hora más tarde, encontraron finalmente el terreno duro. La jungla pantanosa había terminado y empezaba la seca; con extensiones de los eternos bambúes lisos y espinosos, de altísimas hierbas semiquemadas por el sol, de inmensos matorrales con algún grupo de mindos —unos graciosos arbustos de corteza blancuzca, hojas verde pálido y largos racimos de flores, de un amarillo delicado y perfume delicioso.

Era el momento de lanzar a los elefantes a toda carrera para dejar definitivamente atrás a los assameses, si aún les perseguían.

Pero una desagradable sorpresa —a cargo de los implacables bisontes— esperaba a los fugitivos.

Nadie pensaba ya en aquellos animales, a los que no habían vuelto a ver después de la desastrosa derrota sufrida en la orilla del canal fangoso, cuando les elefantes mostraron una repentina inquietud.

El guía se detuvo, agitando la trompa y lanzando sonoros berridos.

—¡En guardia, señores! —gritó el cornaca dirigiéndose a Sandokan y Tremal-Naik que se habían puesto en pie, escrutando los espesos matorrales que les rodeaban.

—Hemos olvidado a los jungli-kudgia —dijo Tremal-Naik.

—¡Otra vez esos bribones! —exclamó Sandokan, furioso.

—Ya te he dicho que no les conoces.

—¡Esta vez los exterminaremos!

—No tenemos más remedio, si queremos seguir la marcha tranquilamente.

Sandokan alzó la voz.

—¡Todos preparados! Fuego rápido, y apuntad lo mejor que podáis.

A pesar de los pinchazos, los elefantes no se movían ni cesaban de bramar. Se habían plantado sólidamente sobre sus patazas, con la trompa alta, dispuesta a dar vigorosos golpes, y la cabeza, baja, con los largos colmillos tendidos hacia delante.

Habían husmeado el peligro ames que les hombres y se preparaban a sostener gallardamente el choque con los adversarios, protegiéndose los flancos mutuamente, para que no les abrieran el vientre los agudos cuernos de los endemoniados animales.

Malayos y dayaks, apoyados en los bordes de las cajas, con los dedos en el gatillo de las carabinas, estaban dispuestos para apoyar y defender a los paquidermos.

Los jungli-kudgia se acercaban, aplastando los matorrales con su irresistible impulso. Las altas cañas oscilaban, luego caían, abatidas por los cuernos de acero de los colosales animales.

A juzgar por los desordenados movimientos de las cañas, la carga iba a producirse por diversas direcciones. Los astutos y vengativos animales no se lanzaban ya todos juntos, para no caer en grupo como poco antes.

—¡Aquí están! —gritó de pronto el cornaca.

Un bisonte, tras derribar con un último empujón una verdadera muralla de bambúes espinosos, se presentó en terreno descubierto, lanzándose con ímpetu salvaje contra el elefante-guía, llevando la cabeza baja para hundirle los cuernos en medio del pecho.

El ataque fue tan fulminante que Sandokan, Tremal-Naik, Kammamuri y Surama —que siendo buena tiradora se había armado también— no llegaron a tiempo de disparar.

Pero el elefante-guía, vigilaba atentamente. Alzó la poderosa trompa y, cuando vio el animal casi entre sus patas, le golpeó con fuerza sobre la grupa.

Pareció un disparo de espingarda. El jungli-kudgia, cayó de inmediato con la espina dorsal rota por el tremendo zurriagazo.

Casi en seguida se oyó un crac, como si crujieran huesos bajo alguna terrible presión.

El paquidermo había posado ambas patas posteriores sobre el moribundo, aplastándole la cabeza.

—¡Bravo guía! —gritó Tremal-Naik—. Esta noche tendrás doble ración de Typha.

Otros tres bisontes aparecieron en distintas direcciones, cargando furiosamente. Uno de ellos fue fulminado por una descarga de los hombres de Sandokan, el segundo fue a meterse entre dos elefantes de la retaguardia, que le aplastaron antes de que pudiera usar los cuernos, y el tercero herido —tal vez de gravedad— por una bala de Sandokan, volvió la espalda y se internó de nuevo en los matorrales, quizás para morir en paz allá dentro.

Pero entonces llegaba el grueso, que por suerte estaba formado sólo por otros cinco bisontes, únicos supervivientes de la numerosa tropa.

Les hicieron una terrible acogida. Malayos y dayaks —que habían tenido tiempo de cargar de nuevo sus armas—, les recibieron con un tiroteo que les detuvo en plena carrera; pero lo peor fue cuando los elefantes, azuzados por los cornacas, cargaron a su vez, abatiendo a golpes de trompa a los que —aunque gravemente heridos— trataban aún de levantarse.

—¡Eh, Tremal-Naik! —gritó alegremente Sandokan—. ¿Habremos acabado por fin?

—Eso espero —contestó el bengalí, no menos contento por aquel completo éxito.

—¿El que se ha refugiado en la jungla no irá en busca de otros compañeros?

—Las manadas de bisontes no se encuentran a cada paso; además cada grupo va por su cuenta y no se une nunca a los otros. Aprovisionémonos, porque aquí hay carne en abundancia y nosotros no tenemos nada. El filete y la lengua de estos animales tienen fama de ser bocado de rey.

Hicieron arrodillar a los elefantes y bajaron todos a tierra, sin ayuda de las escalas, corriendo hacia aquellas enormes masas de carne.

Sin embargo, no fue empresa fácil cerrar aquellas jorobas para sacar los filetes. Los bisontes indios —igual que los americanos—, ofrecen una resistencia increíble aún después de muertos, por el enorme grosor de sus huesos, a prueba de hachas.

Después de cansarse en vano, los malayos dejaron el puesto a Bindar y a los cornacas, más prácticos que ellos. Hecha una abundante provisión de lenguas y de carne escogida, la caravana reemprendió la marcha, subiendo hacia el Norte a paso bastante rápido, a pesar de los incesantes obstáculos que presentaba aquella interminable e incansable jungla.

Hacia las ocho de la noche, en el momento en que el sol se hundía en el horizonte y después de haber recorrido unas cuarenta millas en pocas horas, Sandokan dio la señal de parada, a poca distancia de la orilla derecha de Brahmaputra, el cual doblaba también, en sentido inverso, hacia septentrión, bajando de la imponente cadena del Himalaya.

Como era probable que en aquel lugar hubiera muchos animales feroces, Tremal-Naik y Kammamuri hicieron improvisar una empalizada de bambúes entrecruzados y encender a cierta distancia numerosas hogueras; luego levantaron las tiendas para defenderse de los golpes de luna, que en la India no son menos peligrosos que los del sol, porque no es raro que quienes duermen con el rostro expuesto al astro nocturno despierten ciegos.

Los flying-fox —feos vampiros nocturnos, de cuerpo revestido por una tupida piel rojiza, cabeza semejante a la de los zorros y alas negras, que cuando están enteramente desplegadas miden hasta un metro— empezaban a describir en el aire sus caprichosos zigzags, cuando Sandokan, Surama y Tremal-Naik se retiraron a su tienda, seguros de poder pasar finalmente una noche tranquila.

Los demás ya les habían precedido. Sólo Kammamuri y Sambigliong, con cuatro dayaks, montaron la guardia del campamento. Podía ocurrir que se ocultara en los alrededores algún tigre o alguna pantera y que, a pesar de las hogueras, intentaran atacar a los durmientes.

28. Los montañeses de Sadhja

La noche era espléndida y fresca; se empezaban a notar los fuertes vientos de las no lejanas montañas, que se delineaban majestuosas hacia el Norte, primeros contrafuertes de la imponente cadena del Himalaya.

La luna resplandecía en un cielo purísimo, desprovisto de nubes, entre millares de estrellas que florecían sin cesar y hacía proyectar sombras larguísimas a los altos y tupidos grupos de bambúes.

Un profundo silencio, roto de vez en cuando por el aullido monótono y triste de algún chacal hambriento o por el chillido agudo de algún flying-fox, reinaba en la inmensa llanura.

Parecía que tigres, panteras y serpientes —animales que abundan en las junglas indias— no habían abandonado aún sus cubiles para empezar la caza.

Kammamuri y Sambigliong, sentados cerca de una hoguera, fumaban e intercambiaban de vez en cuando algunas palabras, mientras los dayaks paseaban silenciosamente tras la improvisada muralla, alimentando de vez en cuando el fuego.

Hacía un par de horas que velaban sin observar nada de extraordinario, cuando oyeron alzarse en la jungla un endiablado griterío, como si centenares de perros salvajes irrumpieran a través de los matorrales.

—¿Qué sucede ahí? —se preguntó Sambigliong levantándose.

—Los perros habrán descubierto algún nilgai y estarán tratando de cazarlo —contestó Kammamuri.

—¿O tal vez quieren atacarnos?

—No son peligrosos.

—¿No oyes que sus ladridos son cada vez más agudos? Parece que se aproximan.

Iba a responder Kammamuri, cuando en la jungla resonó un disparo de fusil, que hizo callar en seguida a la aullante manada.

—¡Ah! Esto sí es más peligroso que los perros —rezongó el maharato.

El disparo se había oído incluso dentro de las tiendas, haciendo precipitarse fuera a Sandokan y Tremal-Naik y despertando a todos sus hombres y a los elefantes.

—¿Quién ha disparado? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Ninguno de nosotros, jefe —contestó Kammamuri.

—¿Nos habrán alcanzado los assameses?

—Yo creo más bien que se trata de algún caminante que se defiende de los perros salvajes.

—¡Hum! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Quién se atrevería a internarse en la jungla solo y de noche? Te equivocas, mi buen Kammamuri.

Prestaron atención, pero no oyeron ningún otro disparo. Tampoco los perros volvieron a aullar.

—Tú, que eres hijo de las junglas, ¿qué propones? —preguntó Sandokan, dirigiéndose a Tremal-Naik—. ¿Tal vez enviar un grupo de hombres a investigar entre las cañas?

—Sería un pésimo consejo —contestó el bengalí—, que yo no daría a nadie. Este terreno se presta demasiado a las emboscadas.

—¿Sospechas que tratan de atraemos a una trampa?

—¿Sabes lo que yo haría en tu lugar, amigo Sandokan? Levantar de inmediato el campo y marcharnos, haciendo correr lo más posible a los elefantes.

—Acepto tu proposición, sin discutirla siquiera.

Luego, alzando la voz, ordenó:

—¡Eh, cornacas! Haced levantar a los elefantes y emprended la marcha. Todos los demás, dispuestos a montar. Os concedo cinco minutos para plegar las tiendas.

Malayos y dayaks se lanzaron a través del campamento come una bandada de buitres, desmontando las tiendas y arreglando con una rapidez fulminante alfombras, colchones y mantas, mientras Sandokan, Tremal-Naik y Kammamuri, superando la improvisada empalizada, avanzaban unos centenares de pasos por la jungla con la esperanza de descubrir algo.

Aún no habían transcurrido los cinco minutos y ya los, elefantes estaban dispuestos a partir, aunque demostraban su malhumor con sordos bramidos y con un alzar y bajar de orejas.

Dayaks, malayos y prisioneros estaban ya en sus puestos, unos dentro de las cajas, otros sobre los anchos lomos de los paquidermos, sujetándose con fuerza a las cuerdas.

Sandokan y sus compañeros, tras hacer una breve incursión sin descubrir nada sospechoso, se apresuraron a su vez a subir al elefante-guía, que era el único que se mantenía tranquilo.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó Sandokan, una vez se hubo acomodado en la caja, junto a Surama.

—¡Todos! —contestaron a una los hombres.

—¡En marcha!

Los elefantes, como si hubieran comprendido que un grave peligro amenazaba a sus conductores, habían cesado de bramar, emprendiendo un verdadero galope, tan rápido que un buen caballo lo hubiera sostenido con dificultad. Viendo aquellas enormes masas, que tienen algo de antidiluviano, se creería que son muy lentos, cuando por el contrario poseen una extraordinaria agilidad y una resistencia increíbles, que les permiten competir, sin desventaja, con los mahari, los famosos camellos corredores del desierto del Sahara.

Apenas habían tomado impulso, un grito de rabia y angustia escapó de todos los labios.

A derecha e izquierda del camino tomado por los paquidermos, los bambúes y las hierbas secas, requemadas por el sol, empezaron a arder, como obedeciendo a una señal convenida.

—¡Me esperaba esta mala pasada! —exclamó Sandokan—. ¡Cornacas! ¡Apresurad la carrera o moriremos todos abrasados!

Sin esperar la orden, los conductores, viendo que el fuego se propagaba con increíble rapidez, habían cogido sus pinchos y los dejaban caer violentamente sobre las cabezas de los elefantes, al tiempo que lanzaban estridentes silbidos.

Llamaradas inmensas empezaban ya a alzarse, amenazando con encerrar a los fugitivos en un cerco de fuego.

Los hombres de Sandokan disparaban a diestro y siniestro, mientras los elefantes, aterrorizados, redoblaban su impulso, bramando de forma espantosa y hundiendo, como monstruosas catapultas, todos los matorrales que encontraban a su paso.

La rapidísima fuga tenía algo de espantoso y al mismo tiempo de fantástico.

Empezaron a caer chispas sobre los elefantes y sobre las personas que transportaban. Sandokan se apoderó de una manta y la echó sobre Surama, envolviéndola por completo, mientras Tremal-Naik gritaba a los demás:

—¡Deshaced los paquetes de mantas y colchones! Cubríos y resguardad las grupas de los elefantes.

La orden se cumplió en seguida y apenas a tiempo, porque las dos líneas de fuego, ya gigantescas, iban a unirse y a cerrar por completo la retirada.

—¡Dirígete al río, cornaca! —ordenó Sandokan, que incluso en aquellos momentos conservaba toda la calma de gran capitán—. ¡Allí está nuestra salvación! Echa esta manta por la cabeza del elefante y véndale los ojos. ¡Vosotros haced otro tanto! ¡Ánimo, y a través del fuego!

Los paquidermos, asustados al verse ante aquellas cortinas llameantes, parecían vacilar sobre si seguir la carrera. Pero cuando se sintieron envolver la cabeza, con las mantas y cortinas, se lanzaron locamente hacia delante, presa de mayor espanto y produciendo terribles clamores.

Las dos cortinas de fuego distaban pocos metros una de otra. Medio minuto más y se hubieran juntado. Chispas, cenizas ardientes, hojas encendidas caían por todas partes, y el aire iba a volverse irrespirable de un instante a otro.

Los cinco elefantes llegaron como un huracán al punto en que las dos líneas de llamas iban a unirse, y atravesaron el resquicio con ímpetu de proyectiles y redoblando sus clamores.

Cuatro o cinco balas de carabina saludaron su paso; pero habían sido disparadas desde tanta distancia que las balas no produjeron ningún efecto en el grueso cuero que revestía a aquellos colosos.

Los cornacas se apresuraron a quitar las mantas que envolvían las cabezas de los animales, mientras los hombres de Sandokan tiraban los colchones y cortinas en los que había prendido el fuego.

—No esperaba tener tanta suerte —dijo Sandokan, de buen humor—. Si los elefantes siguieran esta carrera endiablada tres o cuatro horas más, ya no tendríamos nada que temer de los assameses. ¿Qué dices tú, Tremal-Naik?

—Digo —contestó el bengalí— que desde este momento podremos seguir tranquilamente nuestro viaje hacia Sadhja, sin que vuelvan a molestamos, ¿verdad, Bindar?

—Sí, sahib —contestó el fiel muchacho—. Dentro de dos días estaremos entre las montañas en que reinaba el padre de la princesa, el valeroso Mahur.

—¡Cuánto me gustará volver a ver mi tierra natal! —exclamó la futura reina del Assam, con un suspiro—. ¡Con tal de que se acuerden aún del jefe de los kotteris…!

—¿Acaso no estoy yo aquí? —dijo Bindar—. Mi padre era uno de los más fieles servidores del tuyo y tengo en las montañas muchos parientes. Bastará con que te presente a Khampur.

—¿Quién es?

—El nuevo jefe de los kotteris. Era íntimo amigo de tu padre, y estará muy contento de volver a verte y de poner a tu disposición todos sus guerreros. Odia a Sindhia y no se negará a ayudarte.

—¡Esperémoslo! —contestó Surama—. A mí me basta con liberar al sahib blanco a quien tanto amo.

—Le volverás a ver antes de lo que imaginas —dijo Sandokan—. Ocurra lo que ocurra, no abandonaré el Assam sin antes haber arrancado a mi hermano blanco de las garras de aquel borrachín de Sindhia y sin haber saldado cuentas con aquel perro griego, causa principal de todas nuestras desgracias. Dentro de quince días, y tal vez antes, todo habrá terminado, y me iré a respirar una bocanada de aire marino, que me hace muchísima falta.

—¡Cómo! ¿No te quedarás en mi corte, si es que llego a ser la rahni del Assam?

—Sí, un par de semanas; pero después regresaré a Borneo —dijo Sandokan, repentinamente taciturno—. También por mis venas corre sangre de rajá; en otros tiempos mi padre fue poderoso y dominaba una región tal vez más grande que el Assam. Pensemos ahora en daros un trono a Yáñez y a ti; después me ocuparé de poner una corona sobre mi cabeza. Hace ya veinte años que medito la venganza; veinte años que un miserable extranjero se sienta en el trono de mis antepasados, después de haberse desembarazado de mis padres y mis hermanos. El día en que yo aparezca en las orillas del lago de Kini Ballù será un día de sangre y fuego.

—¡Sandokan! —exclamaron Tremal-Naik y Surama. El terrible pirata se había puesto en pie con los ojos encendidos, el rostro alterado por un furor espantoso, agitando la mano derecha como si blandiese una cimitarra sedienta de sangre y de muerte; pero pasados unos instantes volvió a sentarse, tan tranquilo como antes, diciendo con voz ronca:

—¡Esperemos ese día!

Cargó rabiosamente la pipa, la encendió y se puso a fumar enérgicamente, mirando la jungla que seguía ardiendo detrás de los elefantes.

Tremal-Naik le palmeó un hombro.

—Ese día —dijo—, espero que me tengas como compañero.

—Te acepto desde ahora —contestó el Tigre de Malasia.

—Y yo —intervino Surama— pondré a tu disposición todos los tesoros del Assam y todos los sikhs.

—Gracias, muchacha, pero a todo eso prefiero a Yáñez, mi genio bueno. El príncipe consorte podrá ausentarse un par de meses.

—Y doce si quieres.

Los elefantes, aún asustados por los resplandores del incendio, proseguían su rapidísima carrera, jadeando y dando tales sacudidas a las cajas, que las personas que las ocupaban caían, de vez en cuando, en brazos unas de otras.

La jungla se extendía a lo largo de la orilla derecha del Brahmaputra, pero poco a poco tendía a cambiar.

Los bambúes desaparecían, dejando paso a altas gramíneas, a rápidas matas, a mangos que formaban soberbios grupos, a los taras y a las latanias. Sin embargo, seguía siendo una región sin poblados, sin cabañas, porque a los indios no les gusta habitar donde imperan los tigres, los rinocerontes, las panteras y las serpientes de mordedura fatal.

Aquella carrera velocísima duró hasta las diez de la mañana; entonces Sandokan, viendo que los paquidermos disminuían la marcha, dio señal de parada.

Ya no había nada que temer por parte de los assameses. Aunque hubieran tenido caballos de buena raza, no hubieran podido rivalizar con aquellos colosos, que durante cinco o seis horas habían mantenido una velocidad absolutamente extraordinaria.

La parada se prolongó hasta las cuatro de la tarde; después los elefantes reemprendieron la marcha de buen humor, sin necesidad de ser azuzados por sus conductores, ya que durante el reposo habían encontrado una abundante provisión de Typha y de ramas de bâr (Ficus indica,) el alimento que prefieren a todos los demás, cuando no encuentran hojas de pipal (Ficus religiosa).

A medianoche seguían aún caminando, avanzando hacia las ya cercanas cadenas de montañas en las que habitaban los súbditos del difunto Mahur, el padre de Surama.

Las junglas habían desaparecido poco a poco para dejar paso a llanuras onduladas, cubiertas de grupos de árboles, a cuya sombra se sucedían ya pueblecillos, rodeados de arrozales.

Se hizo una nueva parada que se prolongó hasta las siete de la mañana; entonces los incansables elefantes reemprendieron el camino, dirigiéndose hacia el Nordeste, donde ya se delineaban algunas cadenas de montañas altísimas, cubiertas por inmensas selvas.

Al día siguiente —tras dos etapas más—, los elefantes, ágiles y rápidos, empezaban a subir los primeros escalones de aquellas boscosas cadenas, que se alzaban gradualmente.

La región empezaba a poblarse. De vez en cuando, aparecían en los declives minúsculos pueblecillos, en medio de tupidos grupos de mangos y de estupendos tamarindos.

—Aquí están los súbditos de mi padre —decía Surama con un suspiro—. Cuando sepan que la hija del antiguo jefe de los kotteris ha vuelto después de tantos años, no le negarán su apoyo.

—Eso espero —contestó Sandokan.

Aquella noche plantaron su campamento en medio del espeso bosque y no hubo noche más tranquila que aquélla, ya que en las montañas no abundan ni perros salvajes ni chacales, y son más bien raros los tigres, que prefieren el clima húmedo y cálido de las junglas.

Bindar se ocupó de tocar diana —ya que poseía un ramsinga de cobre— a las cuatro de la mañana. Todos deseaban reposar aquélla noche en Sadhja, antigua residencia del jefe de los kotteris.

Los elefantes —bien reposados y nutridos, porque habían encontrado banianos que saquear— reemprendieron alegremente la marcha, bordeando una enorme quebrada en cuyo fondo rumoreaba el Brahmaputra, que tal vez después de una labor de millares y millares de años se había abierto un paso entre aquellas montañas para llegar al sagrado Ganges y verter sus aguas en el golfo de Bengala.

Aunque las pendientes fueran fangosas, los elefantes avanzaron rápidamente, demostrando una vez más su increíble resistencia y su agilidad extraordinaria.

Hacia el atardecer, la caravana, después de superar otras montañas altísimas, con abundantes bosques —porque la vegetación de la India no acaba sino donde empiezan las nieves y los glaciares— entró finalmente en Sadhja, la capital del pequeño Estado, casi independiente, de los kotteris, los montañeses guerreros más valerosos del Assam.

Bindar condujo a sus jefes a una vasta cabaña, rodeada de un jardín, en que habitaba uno de sus parientes.

La cabaña en cuestión se hallaba fuera de las murallas de la ciudad, y por el momento no deseaban despertar la curiosidad de la población.

Ya se aproximaba la noche y la mayor parte de los montañeses estaban en sus casas cenando, por lo que casi nadie prestó atención a la llegada de la caravana.

Dos viejos indios, parientes del joven, acogieron cortésmente a los huéspedes recomendados por su sobrino, poniendo a su disposición cuantas provisiones poseían.

—Cenad sin preocuparos de mí —dijo Bindar—, y consideraos como en vuestra casa. Yo voy a avisar a Khampur de vuestra llegada.

—¿Cómo acogerá la noticia? —preguntó Sandokan, que parecía algo pensativo.

—Khampur era un devoto amigo de Mahur, el gran jefe de les kotteris guerreros, y se sentirá dichoso de ver a la hija del valiente montañés. Además, sé que odia mortalmente a Sindhia y que no le ha perdonado nunca el que vendiera como una miserable esclava a la última princesa de Sadhja.

Dicho esto, el excelente muchacho salió en dirección a la ciudad, después de coger, tal vez en un exceso de precaución, su carabina.

Sandokan se dirigió al jefe de los sikhs, sentado frente a él y le preguntó:

—¿Puedo contar realmente con la fidelidad de tus hombres?

—Siempre, sahib —contestó el demjadar—. Cuando tú lo desees, desplegarán tu bandera, si la tienes, y abrirán fuego contra el palacio real.

—Tengo mi bandera en el equipaje —contestó Sandokan, con una sonrisa extraña—. Es roja, con tres cabezas de tigre. Los ingleses saben cuánto vale.

—Dámela, y mis hombres la harán ondear ante el rajá.

—Sí, mañana, cuando descendamos el Brahmaputra —contestó Sandokan—. Será la nueva bandera del Assam, ¿verdad, Surama?

—Y yo la conservaré religiosamente, si llego a ser la rahni —dijo la joven princesa—. Así recordaré siempre que debo mi corona a los tigres de Mompracem.

Apenas habían terminado la cena cuando entró Bindar seguido de un indio bien parecido, de unos cuarenta años, vestido como un rico kaltán, o sea con un traje medio oriental, con ancha faja de seda roja llena de pistolones y de distintos tipos de armas blancas.

Era un hombre de estatura imponente, vigoroso como un jungli-kudgia, barbudo como un bandolero de las montañas, con ojos negrísimos y fulgurantes y facciones enérgicas. Nada más verle se comprendía que debía de ser un gran jefe y sobre todo un hombre de acción.

Antes de que Sandokan y sus compañeros pudieran ponerse en pie, fue directamente hacia Surama y se arrodilló ante ella, diciéndole con voz alterada por una profunda emoción.

—¡Salud a la hija del valeroso Mahur! No puedes ser otra.

La joven princesa le levantó con un rápido gesto:

—Mi primer ministro no debe permanecer a mis pies, si un día consigo derribar a Sindhia… —dijo.

—¡Yo tu primer ministro… rahni! —exclamó el montañés maravillado.

—Si con la ayuda de estas personas que me rodean, y que por valor valen mil hombres cada una, consigo la corona que me corresponde.

Khampur echó una mirada sobre malayos y dayaks y la detuvo en el Tigre de Malasia.

—Aquél es el jefe, ¿verdad Surama? —preguntó.

—Sí, un hombre invencible.

—Se nota con sólo mirarlo —contestó el assamés—. Yo entiendo de hombres valerosos y él tiene fuego en los ojos.

—Y también una mano rápida —dijo Sandokan, sonriendo y avanzando hacia el montañés, que parecía esperar un buen apretón de manos.

—Tú, sahib, eres un valiente —dijo el montañés— y te doy las gracias por haber recogido y protegido a la hija de mi amigo, el valeroso Mahur. Bindar me lo ha contado todo. ¿Qué puedo hacer yo?, ¿qué es lo que tú quieres? Habla: Khampur está dispuesto a dar su vida, si es necesaria, por la felicidad de Surama.

—Lo único que deseo de ti es que me proporciones mil montañeses, decididos a todo y las barcas necesarias para conducirlos a Goalpara —contestó Sandokan—. ¿Puedes proporcionármelos?

—Y también dos mil si los quieres —contestó Khampur—. Cuando mañana sepan mis súbditos que la hija de Mahur ha vuelto, afilarán sus armas inmediatamente y descolgarán de las paredes sus escudos de piel de búfalo.

—Nos basta con la mitad, con tal de que sean escogidos y valientes —dijo Sandokan—. Podemos contar con la guardia del rajá, que está formada por sikhs, ¿verdad demjadar?.

—Cuando quieras, sahib, estarán dispuestos —contestó el jefe ce los mercenarios—. Sólo tengo que decirles una palabra.

Khampur miró atentamente al sikh, después dijo con cierta satisfacción:

—Es un verdadero guerrero; conozco el valor de estos montañeses.

—¿Cuándo pueden estar preparadas las barcas? —preguntó Sandokan.

—Mañana después del mediodía, mis hombres estarán preparados para descender por el Brahmaputra.

—¿De cuántas embarcaciones puedes disponer?

—Tengo una veintena de pequeños navíos entre poluar y bangle, y podemos cargar una cincuentena de hombres en cada uno de ellos.

—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a Gauhati?

—No más de dos días, si no encontramos obstáculos. Sé que el rajá tiene una flotilla en el río.

—¿Dispones de artillería?

—Tengo una veintena de falconetes.

—Mis hombres se encargarán de probarlos en las barcas del rajá, si tratan de cortamos el paso —dijo Sandokan—. Por otra parte, nosotros avanzaremos con mucha prudencia y tratando de no infundir sospechas. Es preciso caer de repente sobre la capital y tomarla por asalto con un golpe de mano.

—Se hará como tú quieras, sahib —dijo Khampur—. Mis hombres te seguirán adonde tú vayas. Voy a hacer tocar el tumburà, para que mañana estén aquí todos los guerreros de la montaña.

Se arrodilló delante de Surama y le besó repetidamente el borde del vestido, homenaje que se rinde sólo a los soberanos y a las princesas; y, después de dar a todos las buenas noches, salió rápidamente, regresando a la ciudad.

29. En el Brahmaputra

Aquella noche nadie durmió tranquilo en Sadhja. El tumburà —el enorme y espléndido tambor, lleno de dorados y pinturas, de cintas y penachos de plumas de pavo real, que los indios emplean sólo en las grandes ocasiones— no dejó de redoblar ni un instante en la plaza de la pequeña ciudad.

Desde todos los pueblos situados en las pendientes o en las cimas de las vecinas montañas y en las hondas gargantas, se respondía a golpe de hula —otro tipo de tambor, de dimensiones inferiores al tumburà, pero que se oyen igualmente a distancias increíbles—, o se respondía con agudos sones de trompetas de cobre o con descargas de fusil.

Los valerosos montañeses de la frontera birmana, avisados por el incesante redoblar del tumburà de que se acercaba algún importante acontecimiento, acudían de todas partes, en grandes grupos y con todo su equipo de guerra: escudos de piel de bisonte o de rinoceronte, lanzas, carabinas, pistolones, cimitarras y afiladísimos tarwar. Tal vez imaginaban que un ejército birmano había cruzado la frontera y amenazaba la capital de su minúsculo estado, cosa que ya había ocurrido otras veces.

Lo que nadie suponía es que Surama, la hija de su adorado jefe, a quien habían llorado durante muchos años, fuera la causa de todo aquel alboroto.

Cuando al día siguiente, poco después del amanecer, Sandokan, Tremal-Naik y Surama entraron en Sadhja, conducidos por Bindar y seguidos por sus malayos y dayaks, un espectáculo bellísimo se ofreció a sus ojos.

En la vasta plaza de la ciudad, más de mil quinientos montañeses que vestían los pintorescos trajes de los kalthani con amplios calzones variopintos, ancha faja roja llena de armas de fuego y blancas casacas con alamares amarillos o azulas y turbantes inmensos, estaban formados ordenadamente, divididos por compañías, con los jefes de los puebles en cabeza, llevando éstos como único distintivo un penacho de plumas de sâras ondeando en sus frentes.

Khampur, que para aquella ocasión montaba un hermosísimo caballo enjaezado a la oriental, con una larga gualdrapa roja y guarniciones de oro, apenas vio llegar a Surama con sus protectores, desenvainó su cimitarra y la agitó en el aire, gritando con voz tonante:

—¡Saludad a la hija de Mahur, vuestro difunto señor! Viene a recibir el homenaje de sus fieles montañeses.

La orden fue seguida por un verdadero rugido, que parecía el estruendo de un alud y se propagó por las montañas y los valles.

—¡Salud a la rahni de Sadhja! ¡Salud! Después mil quinientas carabinas dispararon simultáneamente al aire, haciendo temblar las paredes poco sólidas de las casas.

—¡Salud a mis fieles montañeses! —gritó Surama, cuando el eco de las montañas y los valles dejó de repetir la descarga.

Khampur se adelantó hacia Sandokan, a quien reconocía como jefe de la expedición, y tras apearse del caballo, le dijo:

—Estarnos dispuestos para emprender la conquista de Gauhati. Sólo tienes que escoger los mil hombres que necesitas, sahib. Te prometo que te seguirán hasta las orillas del golfo de Bengala, si tú lo deseas.

—Escoge tú los mejores; les conoces mejor que yo.

—Como quieras, sahib.

—¿Están preparadas las barcas?

—Hace dos horas que espera la flotilla.

—¿Has embarcado los falconetes?

—Todos.

—Vamos a echar un vistazo mientras tú eliges los guerreros. Guíanos, Bindar.

—Aquí estoy, señor —contestó el muchacho.

Mientras Khampur escogía a los hombres que debían tomar parte en la peligrosa expedición, Sandokan, Tremal-Naik y Surama, seguidos por malayos y dayaks, bajaban hacia el río, que corría con estruendo entre dos inmensas murallas de granito de más de trescientos metros de altura, en las que los montañeses habían excavado cómodos escalones.

En la orilla, sólidamente ancladas, había una veintena de embarcaciones, entre bangle y poluar, de cincuenta a ochenta toneladas, construidas algo toscamente, pero que podían dar buen resultado.

—Bastarán —dijo Sandokan, tras echar una rápida ojeada a la flotilla—. Cada embarcación puede llevar cómodamente unas cincuenta personas bajo cubierta.

—¿Por qué bajo cubierta? —preguntó Tremal-Naik.

—Hasta Gauhati, debemos pasar por honrados traficantes que van a vender sus mercancías en Bengala —contestó Sandokan—. Quiero llegar a la capital de incógnito y sin despertar sospechas. Si el rajá —o mejor dicho, el griego— supieran lo que proyectamos, reunirían todas las tropas del Assam, cosa que no debe ocurrir. Nuestro golpe de mano debe ser fulminante. Una vez haya caído el rajá, nadie se preocupará de correr en su defensa; el pueblo aceptará sin más los hechos consumados y aclamará a su joven y bella rahni. Es así como se hace la política en tu país, ¿no es cierto?

—Tu destino era ser un gran hombre de Estado —contestó Tremal-Naik.

—También Yáñez me lo decía —observó Sandokan, riendo.

Los primeros grupos de montañeses llegaban en aquel momento, precedidos por sus respectivos jefes.

Sandokan dio a sus hombres las órdenes para el embarco.

Ante todo escogió el mejor poluar de la flotilla, armado con seis falconetes, que podía servir muy bien de barco almirante, en especial si lo tripulaban los malayos —hábiles marineros y formidables artilleros— embarcando en él a Surama, Tremal-Naik, Kammamuri y los misioneros.

Hizo falta una hora para que los montañeses embarcaran y se acomodaran de la mejor forma posible bajo les puentes, ya que debían ir escondidos hasta llegar bajo los muros de la capital del rajá, para no despertar la alarma, que podía producir consecuencias incalculables.

A las siete de la mañana, la flotilla levó anclas, descendiendo el Brahmaputra en grupos de tres o cuatro embarcaciones, mezclándose bangle y poluar, porque sólo estos últimos iban armados de falconetes.

Durante el primer día de navegación no hubo incidentes. Sólo encontraron unas pocas embarcaciones que remontaban la corriente, llevando cargamentos de arroz para los habitantes de las montañas.

El segundo día transcurrió de la misma forma.

Nadie había hecho caso de aquel número un tanto insólito de navíos, ya que el Brahmaputra no es muy frecuentado a pesar de ser una de las mayores arterias fluviales de la India septentrional.

Tanto los hombres de Sandokan como los bateleros de Khampur reinaron vigorosamente todo el día y, favorecidos por la corriente que se deslizaba rápidamente y por el viento que soplaba con fuerza de levante, llegaron por la noche ante la embocadura del canal que conducía al pantano de los cocodrilos.

—Debemos detenernos en nuestro viejo refugio durante unos días —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Es preciso que nos aseguremos ante todo la ayuda de los sikhs y que tratemos de tener noticias de Yáñez antes de caer sobre Gauhati.

—¿Y si hay alguna embarcación del rajá en el pantano?

—La abordaremos y la echaremos a pique —contestó resueltamente el Tigre de Malasia.

Luego, levantando la voz gritó:

—¡Eh, Kammamuri!, da orden a nuestros hombres de embocar el canal.

El poluar que marchaba a la cabeza de la flotilla, cambió en seguida de ruta y se metió en el paso, seguido por todas las demás embarcaciones, que habían recibido previamente la orden de ajustarse a los movimientos de la llamada nave almirante.

Como Sandokan había supuesto, no había ninguna embarcación del rajá en el pantano.

Los sikhs, expulsados por el fuego —que ya debía de haber devorado por completo la jungla de Benar—, y desesperando de encontrar a sus adversarios, habían regresado sin duda a Gauhati, de forma que la flotilla de los montañeses pudo echar anclas sin ser estorbada en un extremo del pantano, cerca de una ribera cubierta de tupidas plantas, escapadas, quién sabe por qué casualidad, al incendio espantoso que había devorado la jungla en toda su extensión.

Mientras las tripulaciones preparaban la cena. Sandokan hizo llamar a Bindar y al demjadar de los sikhs.

—Ha llegado el momento de actuar —les dijo—. Estamos a punto de jugar la baza decisiva.

—Yo estoy a tus órdenes, sahib —dijo el jefe de la guardia—. He tenido tiempo de conocerte y prefiero servirte a ti, y no al rajá y a su favorito: dos bribones que no han hecho nunca nada bueno.

—Yo espero que te conviertas en un buen oficial de la rahni, porque es a la muchacha a quien corresponde el trono, y no a mí —contestó Sandokan—. Y ahora tomemos los últimos acuerdos.

—Te escucho.

—¿Estás seguro de que ninguno de tus guerreros te traicionará?

—No tengas la más mínima duda sobre eso. Yo respondo por todos. ¿Qué debo hacer?

—Ante todo, apoderarte del favorito del rajá.

—¿Y después?

—Liberar inmediatamente al hombre blanco que está preso en uno de los subterráneos del patio de honor. De momento, le confiarás a él el mando de tus tropas. Es un hombre con quien puedes contar como conmigo, y de un valor a toda prueba. Debes hacer lo que él te diga.

—¿He de quedarme en palacio?

—Si ves que los assameses oponen resistencia a mis hombres, corre en nuestra ayuda y atácalos por la retaguardia. ¿De cuántos hombres podrá disponer el rajá, sin contar con los tuyos?

—De tres o cuatro mil.

—¿Con artillería?

—Dos docenas de cañones viejos.

—¿Y los hombres son duros?

—Los cipayos resistirán tenazmente, sahib, pero son sólo unos ochocientos.

—No les dejaré el tiempo de atrincherarse —dijo Sandokan—. Entraremos en la ciudad por sorpresa. Ahora tú, Bindar.

—Manda, señor —dijo el joven indio, que esperaba a ser interrogado.

—Tú acompañarás al demjadar y tratarás de conseguir noticias del capitán Yáñez.

—De eso me ocupo yo, sahib —dijo el jefe de la guardia—. Apenas llegue a la corte, interrogaré a mis hombres.

—¿Pero tú cómo justificarás tu prolongada ausencia? —preguntó Tremal-Naik, que asistía al coloquio junto con Khampur y Surama—. El rajá querrá saber dónde has estado.

—Ya he pensado en esto —contestó el demjadar—. Le diré que traté de dar caza a los secuestradores de su primer ministro Kaksa Pharaum, y que las investigaciones me llevaron muy lejos de Gauhati. El rajá no dudará de lo que le diga.

—Entonces, tú, Bindar, vendrás a reunirte con nosotros mañana mismo —dijo Sandokan, dirigiéndose al joven indio—. Espero tus noticias antes de zarpar.

—Antes del crepúsculo estaré aquí, señor.

—Cuento contigo.

Sandokan hizo echar al agua una pequeña gonga, que había hecho embarcar en su poluar antes de abandonar Sadhja, y luego indicó al demjadar y a Bindar que embarcaran, diciendo:

—Hasta mañana por la noche: suceda lo que suceda, recordad que no volveré a Sadhja con estos valientes montañeses.

Los dos hombres bajaron al gongo, empuñaron los remos y se alejaron rápidamente, desapareciendo muy pronto entre las tinieblas.

—Ahora —dijo Sandokan—, podemos cenar.

Durante aquella noche ningún acontecimiento molesto turbó la calma que reinaba entre las tripulaciones de la flotilla, de forma que todos pudieron dormir tranquilamente, a pesar del ensordecedor concierto de los chacales y de los roncos gruñidos de los numerosos cocodrilos, que daban vueltas en tomo a las embarcaciones con la esperanza de que algún remero fuera a caer entre sus mandíbulas, abiertas de par en par.

Al día siguiente Sandokan —aunque no dudaba verdaderamente de la fidelidad del demjadar— siguiendo su receloso instinto, envió un grupo de montañeses, dirigidos por Kammamuri, hacia la boca del canal, y otro, bajo el mando de Sambigliong, hacia la jungla, para tener vigilados el río y los alrededores.

No obstante, aquellas precauciones fueron completamente inútiles, porque el primer grupo no vio más que alguna bangle cargada de añil, que iba río abajo, y el segundo no descubrió más que alguna manada de perros salvajes entre las cenizas de la jungla.

Una hora antes del crepúsculo, los montañeses que vigilaban por el río, señalaron la presencia de una gonga, tripulada por dos hombres, que avanzaba a toda velocidad hacia el canal.

La noticia, trasmitida inmediatamente a Sandokan, despertó viva ansiedad entre la tripulación.

—¡No puede ser más que Bindar! —exclamó, radiante, el Tigre de Malasia.

—¿Y el otro? —preguntaron a una Surama y Tremal-Naik.

—Será un barquero, amigo suyo.

En efecto, un cuarto de hora después, apareció la pequeña embarcación, dirigiéndose a todo remo hacia el barco almirante.

Un grito de júbilo salió de los labios de Sandokan.

—¡Bindar y Kabung, el jefe de la escolta de Yáñez!

El gonga que se deslizaba como un alción, abordó el poluar bajo la popa y en un abrir y cerrar de ojos sus dos tripulantes subieron a bordo.

Todos se agruparon en torno a los recién llegados para interrogarles. Sandokan les hizo enmudecer con un gesto imperioso.

—Primero tú, Bindar —dijo.

—Todos los sikhs están a tus órdenes —contestó el joven assamés—. El demjadar les ha decidido con pocas palabras.

—¿Cuántos son?

—Cuatrocientos.

—¿Esperan nuestro ataque?

—Sí, jefe.

—¿Y Yáñez?

—Sigue preso, pero le tratan con toda consideración; el demjadar le ha avisado ya para que esté preparado.

—¿No le han desterrado?

—No.

—¡Ah! —exclamó Surama, con una explosión de alegría—. ¡Mi amado sahib blanco!

—Silencio, muchacha —dijo rudamente Sandokan—. ¿Y por qué no le han conducido aún a la frontera bengalí?

—Me ha dicho el demjadar que el favorito envió correos a Calcuta para comprobar si el capitán es verdaderamente un lord inglés.

—Y en el caso de que no lo sea, hacerle matar —añadió Sandokan—. ¿Han regresado?

—No, sahib.

—Cuando lleguen, su amo no reinará ya en el Assam. Ahora tú, Kabung.

—Por medio del mayordomo que el rajá había puesto a disposición de su gran cazador, avisé al capitán Yáñez que no tenía nada que temer.

—¿No hay peligro de que le envenenen?

—No, porque el carcelero es pariente del mayordomo y primero hace probar a un perro los alimentos destinados al preso.

—Surama, te recomiendo a ese mayordomo y a su pariente —dijo Sandokan, dirigiéndose a la joven—. Quizás esos dos hombres hayan salvado la vida a tu prometido.

—No les olvidaré, Sandokan; te lo prometo.

—¿Tienes algo que añadir, Kabung? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Querría pedirte un favor.

—Dime.

—Vengar a mis amigos, los que formaban la escolta del capitán Yáñez —dijo el malayo, con voz conmovida.

El rostro de Sandokan se ensombreció.

—No era preciso que lo pidieras, amigo —dijo con voz aguda—. Ya sabes que el Tigre de Malasia no perdona. Todos ellos serán vengados.

Luego, volviéndose hacia Khampur, el jefe de los montañeses, le dijo:

—Ordena a todas las tripulaciones que leven anclas a medianoche, y que los falconetes estén cargados y a punto para ser transportados a la ciudad. Probablemente necesitaremos algo de artillería, para contrarrestar la de los assameses, si tienen tiempo de dispararla.

—Serás obedecido, sahib —contestó el montañés—. Todos mis hombres están impacientes por combatir y por dar una corona a la hija de Mahur.

—Dales las gracias de mi parte —dijo Surama—, y diles que nunca olvidaré que debo mi trono a los valientes montañeses de Sadhja.

—Ven, Tremal-Naik —dijo Sandokan—. Vamos a hacer nuestros planes.

Exactamente a medianoche, la flotilla levaba anclas y, con los poluar a la cabeza, por ser los mayores y mejor armados, abandonaba silenciosamente el pantano de los cocodrilos, descendiendo por el Brahmaputra en dos columnas.

30. El asalto a Gauhati

A las dos de la madrugada, la flotilla, en buen orden y sin haber sido descubierta, llegaba junto a la islilla en la que se alzaba la pagoda de Karia y echaba anclas en las proximidades del templo subterráneo que había servido de refugio a Sandokan y sus hombres.

En apariencia nadie se había dado cuenta de la llegada de aquella pequeña escuadra, que se preparaba a atacar la capital del Assam.

Sandokan ya había dado órdenes a todos los jefes. Por otra parte, sólo se trataba de sorprender a los centinelas que vigilaban ante las puertas del bastión de Siringar, que era el más próximo, y de dirigirse rápidamente hacia el palacio real, aterrorizando a la población con furiosas descargas.

Sandokan había tomado el mando —junto con Tremal-Naik— de los malayos y dayaks: poco numerosos ciertamente, pero de un valor a toda prueba; Sambigliong se encargaba de dirigir la artillería, formada por una treintena de falconetes; Khampur había dividido a los montañeses en cuatro grupos, de doscientos cincuenta hombres cada uno.

Antes de desembarcar, Sandokan se acercó a Surama y le dijo:

—No temas, mi joven amiga. Ahora que estoy seguro de que los sikhs están de nuestra parte, no dudo del resultado. No abandones esta embarcación ocurra lo que ocurra. Te dejo una buena guardia que te llevaría de nuevo a tus montañas si ocurriera un desastre, lo que no parece probable. Por ahora, espera tranquila mis noticias.

—¿Me enviarás por lo menos al sahib blanco? —preguntó Surama, que parecía profundamente conmovida.

—Sí, cuando todo haya terminado. Yáñez no renunciará a tomar parte en la batalla.

Le estrechó la mano calurosamente y se reunió con su grupo, que formaba la vanguardia de las cuatro columnas montañesas.

—¡Adelante, valientes! —gritó desenvainando la cimitarra—. Los viejos tigres de Mompracem deben abrir el camino a los fuertes guerreros de Sadhja.

Los mil hombres se pusieron en marcha, arrastrando los falconetes, con los que contaban más que nada para asustar a la población y para impresionar al rajá y a su corte, formada sólo por cortesanos y servidores, ya que los sikhs se preparaban a desertar.

Llegado a trescientos pasos de la puerta, que se abría en el bastión de Siringar, Sandokan hizo detenerse a sus hombres y, después de cargar las pistolas, avanzó solo con Tremal-Naik.

—Daremos el golpe nosotros —dijo al bengalí.

—¿Nos abrirán?

—Ya veremos. Sígueme corriendo.

Ambos se lanzaron como si tuvieran alas en los pies. Una voz que llegaba de lo alto del bastión, les obligó a detenerse. Pero ya estaban a muy pocos pasos de la puerta.

—¿Quién vive? —gritó el centinela.

—Correos del rajá —contestó Sandokan en buen hindú—. ¡Abrid en seguida! Graves noticias de la frontera.

—¿De dónde vienes?

—De Sadhja.

—Espera.

Detrás de la puerta de bronce, se oyeron voces que discutían animadamente unos instantes; luego chirriaron los grandes cerrojos.

—Las pistolas en la mano, y dispara en seguida —susurró Sandokan a Tremal-Naik.

—Preparado —contestó el bengalí, poniéndose la cimitarra entre los dientes y levantando sus armas de fuego.

Un momento más tarde se abría la maciza puerta de bronce y comparecían tres soldados assameses provistos de linternas.

Inmediatamente resonaron ocho disparos de pistola, con una rapidez fulminante, que acribillaron a les desgraciados.

—¡Adelante! —gritó Sandokan, empuñando de nuevo la cimitarra.

Dayaks y malayos se habían lanzado a una desesperada carrera al oír los disparos, deseosos de ayudar a sus jefes.

Pero ya no era necesario su concurso, porque los cinco o seis hombres que formaban el cuerpo de guardia, huían asustados a todo correr, aullando a voz en grito:

—¡A las armas, ciudadanos! ¡A las armas!

—¡A la carrera, tigres de Mompracem! —urgió Sandokan—. No dejemos a la guarnición el tiempo de organizar la defensa.

Tras asegurarse de que los montañeses de Khampur avanzaban corriendo, llevando a brazo los falconetes para ir más de prisa, se lanzó resueltamente a través del bastión, desembocando en una de las principales vías de Gauhati.

Malayos y dayaks —que ya habían recibido las primeras instrucciones— le seguían, lanzando salvajes clamores y disparando contra las ventanas y las puertas de las casas, para impedir que los habitantes de éstas bajaran a la calle y prestaran ayuda a la guarnición. También los montañeses de Khampur, que avanzaban en filas cerradas, iban gritando y disparando.

Pero aquella marcha no debía prolongarse mucho. Los guerreros que formaban el cuerpo de guardia, ya habían dado la alarma, y cuando la vanguardia malaya llegó cerca de la plaza del mercado, encontró un numeroso grupo de soldados que le cerraba el camino.

Eran los cipayos del rajá, que tenían su cuartel en aquellos alrededores y se habían apresurado a correr allí con algunas piezas de artillería y medio escuadrón de caballería ligera.

—¡Ya estamos! —gritó Sandokan—. Cerrad las filas y cargad a la desesperada. Hay que pasar.

Aquellos cipayos constituían una tropa excelente, formada por la flor de los guerreros assameses, dura milicia entrenada en las fronteras de Birmania, y por tanto capaz de oponer una larga y tal vez obstinada resistencia.

—¡Bah! —murmuró Sandokan, que conducía valientemente al ataque a sus hombres—; si no ceden, haremos que los sikhs les ataquen por la espalda.

Un fuego vivísimo acogió a los montañeses, que irrumpían en la plaza en filas compactas, causando no pocas bajas entre los atacantes; pero éstos, sin impresionarse demasiado, pusieron en batería sus treinta falconetes y, abriendo sus filas, fulminaron a su vez a los cipayos del rajá.

La batalla se empeñó con verdadero encarnizamiento por ambas partes. Si los cipayos hubieran estado solos no habrían resistido mucho tiempo aquel fuego infernal, aun disponiendo de algunos cañones.

Pero, por desgracia para los montañeses, llegaban refuerzos de todas partes, atrincherando las calles que desembocaban en la plaza con carros y losas, formando verdaderas barricadas.

Sandokan, que conservaba una admirable sangre fría, comprendió en seguida el peligro que le amenazaba.

—Cada minuto que perdamos aumentará la resistencia —dijo a Tremal-Naik que combatía a su lado—. Forcemos el frente. Una vez derrotados los cipayos, seremos dueños de la ciudad.

Reunió doscientos hombres, puso en cabeza malayos y dayaks y los lanzó al asalto contra las líneas de los cipayos.

A pesar del huracán de fuego, la columna atravesó corriendo la plaza y se abalanzó contra los primeros adversarios, empeñando un terrible combate con arma blanca. Tres veces tuvieron que retroceder los montañeses, dejando en el terreno gran número de hombres, pero al cuarto, ataque, apoyado por una nueva columna mandada por Khampur, consiguieron cortar por la mitad el frente cipayo.

Abierto el paso, todo el resto de la tropa atacante avanzó dando sablazos al enemigo, que ya se replegaba en desorden hacia las calles laterales.

—¡Directos a palacio! —gritó Sandokan—. ¡Adelante, valientes montañeses de Sadhja! ¡Adelante, tigres de Mompracem!

Los guerreros assameses, que habían bloqueado las calles transversales, viendo huir a los cipayos y temiendo ser sorprendidos por la espalda, abandonaron las barricadas, tal vez para concentrar la defensa en otro lugar.

Los montañeses, al ver libre la calle, empezaron a correr sin dejar de hacer fuego contra puertas y ventanas.

En realidad, ningún habitante de la ciudad se atrevía a salir. Las esterillas de cocotero permanecían bajas, incluso las de las galerías y porches.

Bindar, que había escapado milagrosamente a los disparos de los cipayos a pesar de haber combatido todo el tiempo y valerosamente en primera fila, guiaba a Sandokan y a sus huestes hacia la inmensa plaza en cuyo centro se erguía el soberbio palacio del rajá.

Ya iban a irrumpir los montañeses en la última y más ancha calle que llevaba a la plaza, cuando se encontraron ante una serie de barricadas, construidas de cualquier manera, con carros, colchones y bancos de madera cruzados, pero que ofrecían una cierta resistencia.

Entre unas y otras se habían amontonado los cipayos y los guerreros assameses, con un cierto número de bocas de fuego.

—Aquí tenemos el hueso más duro de roer —dijo Sandokan, deteniéndose—. Los cipayos han sido más rápidos que nosotros y han tenido tiempo de atrincherarse.

—Jefe —dijo Khampur, acercándose al pirata—. Si los sikhs no se mueven, corremos el peligro de que nos aplasten.

—Los sikhs entrarán en acción en el momento oportuno. Ahora, deben de estar ocupados apoderándose del rajá y de su favorito. Cuando lleguemos al palacio real, ya no tendremos nada que hacer allá dentro. Haz colocar toda la artillería a lo largo de las aceras y envía doscientos hombres a ocupar las casas que están junto a la primera barricada. Desde las galerías y las terrazas podrán hacer buenos disparos de carabina. Si es posible, haz instalar también arriba algunos falconetes.

—Sí, jefe.

—Dame ahora cuatrocientos hombres para formar una buena columna de ataque.

Aquella rápida conversación había tenido lugar entre los disparos de ambas partes. Los assameses, creyéndose seguros detrás de las barricadas, aún no habían utilizado sus cañones, que debían de estar cargados de metralla.

Malayos, dayaks y una compañía de montañeses, respondían con unas cuantas descargas y algún disparo de falconete, para probar la resistencia de las trincheras y de sus defensores.

Antes de lanzarse a la acometida final, Sandokan esperó a que sus órdenes se hubieran cumplido, y cuando vio aparecer a los montañeses en galerías y terrazas de las casas más próximas a la primera trinchera, ordenó que se hicieran algunas descargas de falconete.

Aquellas pequeñas piezas de artillería vomitaron tres veces seguidas un verdadero huracán de balas, de una libra de calibre, hundiendo parte de los carros y bancos, y obligando a los defensores de la barricada a replegarse contra los muros de las casas.

Era el momento oportuno de acudir al gran choque.

Sandokan y Tremal-Naik hicieron cerrar filas a las columnas de asalto, y mientras los montañeses que ocupaban las terrazas y galerías les protegían con un fuego violentísimo, dirigido especialmente contra los cipayos que servían los cañones, se lanzaron impetuosos al ataque.

A cien pasos de la barricada, una poderosa descarga de metralla, vomitada por tres cañones colocados a los lados de la barricada, hizo vacilar la columna de ataque, que no obstante se rehizo muy pronto, apretó aún más sus filas y avanzó audazmente, a pesar de haber sufrido graves pérdidas.

Por segunda vez recibieron nuevas descargas de metralla; pero los valientes montañeses —animados por el admirable empuje de malayos y dayaks y por los gritos de sus heroicos jefes, que se exponían intrépidamente al fuego, mostrando un absoluto desprecio por su vida— estuvieron muy pronto sobre la barricada, cargando sobre los defensores con sus anchas cimitarras y sus afilados tarwar.

Los cipayos y los guerreros assameses resistieron tenazmente unos minutos, pero después emprendieron la fuga y se refugiaron tras la segunda barricada. Sandokan hizo volver hacia ésta los cañones que acababan de conquistar —mucho mejores que sus pequeños falconetes—, mientras una parte de sus hombres hundía con las culatas de sus carabinas, las puertas de las casas para ocupar terrazas y galerías.

Otra columna, compuesta por trescientos hombres al mando de Khampur, corría en ayuda de los vencedores. Aquel numeroso refuerzo se lanzó a su vez, tras unos cuantos cañonazos, al asalto de la nueva trinchera, tras de la cual cipayos y assameses se preparaban a oponer de nuevo una encarnizada resistencia, a pesar de que habían sufrido pérdidas enormes.

El trozo de calle que corría entre las dos trincheras estaba cubierto de muertos y heridos, señal evidente de que los indios se habían defendido valientemente antes de ceder al tremendo choque con los montañeses y los viejos tigres de Mompracem.

El segundo ataque fue menos difícil que el primero. Los soldados del rajá, desalentados, resistieron sólo unos pocos minutos, luego se refugiaron en la inmensa plaza en la que se alzaba el palacio real, que era donde habían situado sus mejores piezas de artillería.

Pero los montañeses les seguían tan de cerca que no les permitieron levantar otra trinchera ni hacer demasiadas descargas.

El choque entre las dos falanges fue extraordinariamente sangriento a pesar de todo. Assameses y atacantes rivalizaban en valor y obstinación.

Todos habían arrojado las carabinas, inútiles en un combate cuerpo a cuerpo al carecer de bayonetas, y luchaban con las pistolas y las armas blancas, con una rabia creciente y gran número de bajas por ambas partes.

La resistencia que oponía la guarnición —engrosada por tropas de refresco que llegaban constantemente desde los barrios más apartados de la ciudad— se había hecho tan tenaz, que Sandokan, Tremal-Naik y Khampur dudaron por un instante del éxito de su empresa.

Los montañeses empezaban a dar muestras de cansancio y no atacaban ya con el ímpetu inicial, un tanto desalentados al encontrarse continuamente con tropas recién llegadas, que no cedían con facilidad a los repetidos ataques.

Pero de repente, en el extremo opuesto de la plaza, en dirección al palacio real y justo a espaldas de las tropas del rajá, se oyeron nutridas descargas de fusil, apoyadas por algunos cañonazos.

Un rugido de alegría escapó de los pechos de los montañeses y de los tigres de Mompracem.

—¡Los sikhs!

En efecto, eran los firmes, los invencibles guerreros del demjadar que acudían en su ayuda y que habían abierto el fuego desde las escalinatas del palacio real.

Los cipayos y los assameses, pasado el primer momento de estupor —porque casi no podían creer semejante traición—, viéndose cogidos entre dos fuegos, emprendieron una precipitada huida, arrojando las armas para correr más aprisa. Trescientos o cuatrocientos, sin embargo, permanecieron en la plaza y depusieron carabinas y cimitarras en señal de rendición.

Sandokan y Tremal-Naik se abalanzaron hacia el demjadar, quien marchaba a la cabeza de su magnífica tropa, acompañado por un hombre vestido de franela blanca que llevaba en la cabeza un salacot de tela con un largo velo azul.

—¡Yáñez! —exclamaron ambos, precipitándose entre los brazos abiertos del portugués.

—El mismo que viste y calza —contestó riendo el ex milord. Lástima que haya llegado un poco tarde a tomar parte en la batalla que asegura el trono a mi hermosa Surama; pero hemos tenido bastante que hacer en el palacio real, ¿verdad, mi bravo demjadar?.

El jefe de los sikhs hizo un gesto afirmativo.

—¿Y el rajá? —preguntó Sandokan.

—Está en nuestras manos.

—¿Y el griego?

—Se ha defendido como un condenado, ayudado por un manojo de favoritos y canallas dignos de él, y en la lucha ha caído con tres o cuatro balas en el cuerpo.

—¿Muerto?

—¡Por Júpiter! ¡Eran balas de carabina y de buen calibre, mi querido Sandokan…!

—Quizás sea mejor así —dijo Tremal-Naik—. De todas formas tus malayos han sido vengados.

—Tienes razón —asintió Sandokan—. ¿Está muy furioso el rajá?

—Está medio borracho y creo que no ha llegado a comprender que la corona se le caía de la cabeza —contestó Yáñez—. ¿Y dónde está Surama?

—A bordo de uno de nuestros poluar. Le mandaremos aviso en seguida.

—¿Y de dónde has sacado a toda esta gente?

—Son súbditos del padre de tu prometida. Pero deja las explicaciones para más adelante.

En aquel momento llegó Khampur.

—Jefe —dijo dirigiéndose a Sandokan—, ¿qué debo hacer? Todos los soldados del rajá escapan o se rinden.

—Ante todo, envía una buena escolta al poluar, para que traiga aquí a Surama lo antes posible. Luego, enviarás a tus hombres a ocupar todos los cuarteles de la ciudad y todos los fortines de los bastiones. Ya no encontrarán resistencia.

—Muy bien, jefe.

Y marchó corriendo, mientras sus montañeses desarmaban a los prisioneros y disparaban los últimos cartuchos contra las casas para que la población no saliera a la calle.

—Ahora, veamos al rajá —dijo Sandokan—. Guíanos, mi bravo demjadar. Tú has mantenido tu promesa y la rahni del Assam cumplirá lo pactado.

El jefe de los sikhs se dirigió al palacio real, seguido por Sandokan, Tremal-Naik y una pequeña escolta.

Los sikhs guardaban las puertas, ante las cuales habían colocado piezas pequeñas de artillería.

El grupo subió la escalinata principal de palacio y entró en el salón del trono, donde estaban reunidos los ministros y algunos de los más altos dignatarios del Estado.

El rajá estaba semiacostado en su lecho-trono, medio atontado por los licores y el susto. Sin duda, la muerte del griego, su leal aunque pérfido consejero, le había destrozado el alma.

Al ver entrar a Yáñez seguido por todos los demás, bajó del trono y, asumiendo un cierto aire de digna altivez que le infundía el coñac ingerido, le preguntó con voz ronca:

—¿Qué más quieres de mí, milord? ¿La vida acaso?

—Nosotros no somos assameses, alteza —contestó el portugués, quitándose el sombrero y haciendo una reverencia.

—¿Quizás al gobierno inglés le interesan mis riquezas más que mi vida?

—Se engaña, alteza.

—¿Qué quieres decir, milord?

—Que el gobierno inglés no tiene nada que ver en esta revolución, o sublevación, si así quiere llamarla.

El rajá hizo un gesto de estupor.

—Entonces, ¿por cuenta de quién habéis actuado? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha enviado aquí?

—Una muchacha a la que usted conoce muy bien, alteza —contestó Yáñez.

—¡Una muchacha!

—¿Sabe, alteza, quiénes son los guerreros que han vencido a sus tropas? —pregunto Sandokan, adelantándose.

—No.

—Los montañeses de Sadhja. Un grito terrible brotó del pecho del príncipe.

—¡Los guerreros de Mahur!

—Así se llamaba el valiente a quien su hermano mató a traición —continuó Sandokan.

—¡Pero yo no tomé parte en aquel asesinato! —rugió el príncipe.

—Eso es cierto —admitió Yáñez—; pero, alteza, no habrá olvidado lo que hizo con la pequeña Surama, la hija de Mahur.

—¡Surama! —balbuceó el príncipe, poniéndose lívido—. ¡Surama!

—Sí, alteza. ¿A quién la vendió? ¿Lo recuerda? El rajá permanecía mudo, mirando a Yáñez con intenso terror.

—Entonces, alteza, me permitirá recordarle que, en lugar de hacer sentar en el trono, como correspondía por derecho de nacimiento, a aquella muchacha, hija de un gran jefe que era tío suyo, la vendió como miserable esclava a una banda de thugs indios, para que hicieran de ella una bayadera. ¿Lo recuerda ahora?

Tampoco esta vez contestó el rajá. Sus ojos se dilataban cada vez más, como si fueran a saltarle de las órbitas.

—Aquella muchacha —prosiguió el implacable portugués— pidió nuestra ayuda y nosotros, que somos capaces de trastornar al mundo entero, vinimos aquí desde las lejanas regiones de Malasia para sostener sus derechos y, como puede ver, lo hemos conseguido, porque ya no es usted rajá. Es la rahni quien desde este momento reina en Assam.

El príncipe estalló en una risotada aguda, espantosa, que repercutió largamente en la inmensa sala.

—¡La rahni! —exclamó después, siempre riendo—. ¡Ah!… ¡ah!, ¡ah! Mis carabinas…, mis pistolas…, mis elefantes…, quiero casarme con la rahni… ¿Dónde está?… ¿dónde está? ¡Ah! ¡Hela aquí! ¡Bella, bellísima!…

Yáñez, Sandokan y Tremal-Naik se miraron un tanto despavoridos.

—Se ha vuelto loco —dijo el primero.

—¡Bah! Hay hospitales en Calcuta —añadió el segundo—. Surama es ahora suficientemente rica como para pagarle una pensión principesca.

Y salieron los tres un poco pensativos, mientras el desgraciado, atacado de repente por una locura furiosa, seguía aullando como un poseso:

—¡Mis carabinas!…, ¡mis pistolas!…, ¡mis elefantes! ¡Quiero casarme con la rahni!

Diez días después de los acontecimientos narrados, cuando ya el desgraciado rajá había sido conducido a Calcuta, con una buena escolta, para ser internado en uno de los mejores establecimientos para locos, y cuando ya todas las ciudades del Assam habían hecho acto de sumisión completa, la bellísima Surama se casaba solemnemente con su amado sahib blanco, cediéndole la mitad de la corona.

—Finalmente felices —les dijo Sandokan, aquella misma noche, mientras una multitud delirante aclamaba a los nuevos soberanos del Assam, y los fuegos artificiales iluminaban fantásticamente la capital—. Ahora me toca a mí procurarme una corona, la misma que llevaba mi padre.

—¿Y cuándo será ese día? —preguntó Yáñez—: Ya sabes que nosotros dos, aunque de distinto color, somos más que hermanos. Habla y yo iré a ayudarte con mis sikhs y, si es preciso, con los montañeses de Sadhja.

—¡Quién sabe! —dijo Sandokan, tras un prolongado silencio—. Tal vez ese día esté más cerca de lo que imaginas; pero por ahora no quiero estropear tu luna de miel, como decís los blancos. Dentro de unos días embarcaré para Borneo con mis últimos malayos y dayaks y, cuando esté allí, tendrás noticias mías.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
Leído 164 veces.