A Través del Atlántico en Globo

Emilio Salgari


Novela



I. UNA SORPRESA DE LA POLICÍA CANADIENSE

—¡Hurra! —rugían diez mil voces.

—¡Viva el Washington!

—¡Hurra por Sir Kelly!

—¿Hay quien acepte una apuesta de mil dólares?

—¿Está usted loco, Paddy? Si apuesta usted, perderá. Yo se lo garantizo.

—¡Doscientas libras esterlinas! —gritó otra voz.

—¿Quién las arriesga?

—¿Por qué?

—Por el éxito de la travesía.

—¡Otro insensato! ¿Tiene usted sobra de dinero para tirarlo así, al mar, Sir Holliday?

—Nada de tirar. Ganaré. Kelly atravesará el océano y descenderá en Inglaterra.

—No; en España —gritó otro.

—¡En España o en Inglaterra, lo mismo da! ¿Quién apuesta doscientas libras?

—¡Mire usted que las va a perder! ¡Que el globo estallará en el aire!

—Y luego se hundirá en el océano.

—Kelly está loco.

—No; está cansado de vivir.

—Ni una cosa ni otra; es un valiente. ¡Hurra por Kelly!

—¡Viva el Washington!

—¡Mil dólares a que perece ahogado!

—¡Dos mil a que su aerostato estalla sobre nuestras cabezas!

—¡Cien libras a que se estrella contra la playa!

—¡Mil a que consigue atravesar el Atlántico!

—¿Las apuesta usted?

—¡Sí!…

—¡No!… ¡Estáis locos!

—¡Hurra por Kelly! ¡Hurra!

Estos diálogos, aquellas exclamaciones, tales apuestas, a cual más extravagantes, cruzábanse en todos sentidos y brotaban por doquier. Yanquis, canadienses e ingleses porfiaban con análoga furia; por todas partes corrían libras y dólares mientras la muchedumbre se agitaba, se empujaba, se agolpaba y se aplastaba contra un vasto recinto, atropellando a los policemen que ya no podían contenerla, y eso que no economizaban los mazazos, que caían como granizo sobre los más impacientes…

Desde la época de su descubrimiento no se había visto tanta gente en las playas de la Isla Bretona. Hacía tres días que acudían a aquel sitio vapores, barcos de vela, chalupas y lanchas de las cuales desembarcaban americanos del Mame, de New Hampshire, de Vermont, de Massachussets, de Delaware, de Maryland, de Connecticut y de Nueva York; franceses e ingleses del bajo y del alto Canadá y de Terranova.

La pequeña ciudad de Sidney, capital de la Isla Bretona, fue invadida por los que llegaron primero; los demás, aun cuando la estación no era templada, ni mucho menos, acamparon al aire libre en tiendas improvisadas con lienzos de todas clases, con velas de barco, con esteras, con todo lo utilizable, resueltos a no moverse de allí sin presenciar el acontecimiento cuyo anuncio les llevó a aquellas playas inhospitalarias.

—¿Que era ello? ¿Qué noticia pudo reunir allí en tan poco tiempo aquellas veinticinco o treinta mil personas?

Una noticia emocionante, transmitida por todas las líneas telegráficas del Canadá y de los Estados de la Unión.

Un hombre —un ser audaz, según unos; un loco cansado de vivir y de gastar millones, según otros— manifestó que se proponía intentar la travesía del Océano Atlántico ¡en globo! No hacía falta más para que acudiesen a las playas de la Isla Bretona ingleses y americanos, grandes aficionados unos a los espectáculos sensacionales, y admiradores entusiastas los otros de todas las audacias científicas.

En los Estados septentrionales de la Unión y en todo el Canadá era muy conocido el nombre del aeronauta que iba a intentar la temeraria empresa.

Ned Kelly, que así se llamaba, era un yanqui de pura sangre, nacido en New Port, en el Connecticut. Inmensamente rico, millonario, solo en el mundo, audaz, amante de las ciencias, ingeniero famoso, se había dedicado desde algunos años antes al estudio de la aeronáutica. Decíase que pretendía resolver el problema de la dirección de los globos; había realizado varias ascensiones llevando consigo aparatos inventados por él, pero, al parecer, sin alcanzar el deseado éxito. En vista de ello abandonó aquellos mecanismos cuya utilidad era mucho menor que su peso, y, según rumores, se dedicó al estudio de las corrientes aéreas, pues deseaba realizar un viaje muy largo.

Sabíase que desde hacía unos meses realizaba ascensiones en las costas de Nueva Escocia y de la Isla Bretona, con un globo cautivo; y que de pronto se trasladó a Nueva York, donde permaneció varias semanas.

En 24 de mayo de 1878 anunció el telégrafo que Ned Kelly iba a intentar la travesía del Océano Atlántico en un globo de nuevo modelo. La noticia conmovió profundamente a los norteamericanos y a los canadienses.

Los hombres de ciencia de ambos países se apresuraron a calificar de suicidio la arriesgada empresa; los periódicos se dividieron en dos bandos, uno a favor y otro en contra del ingeniero; el público, salvo escasas excepciones, consideró que el intento era una insensatez… Locura o suicidio, o intento acertado, las personas acaudaladas embarcaron en masa en toda clase de buques y se trasladaron a la Isla Bretona. Todos querían presenciar la salida de la expedición y eso que la mayoría estaba convencida de que aquel globo novísimo estallaría en cuanto ascendiera, y otros tenían la seguridad de que iban a asistir a la agonía del aeronauta y de sus compañeros, en el caso de que los encontraran, porque nadie tenía dudas de que caerían en el mar y perecerían ahogados.

Mientras los auxiliares del ingeniero preparaban la inflación del aerostato, cuya enorme masa ocupaba gran parte del vastísimo recinto construido en la playa a tres millas de Sidney, y en disponer los sacos de arena, las cajas de víveres, los barriles de agua, las cuerdas, las anclas, etc., los americanos del norte, los ingleses y los canadienses, apostaban furiosamente, según sus puntos de vista, siempre apasionados. El mayor número jugaba contra el éxito de la intentona; pero no faltaban unos cuantos que por tener gran confianza en el ingeniero y en su globo, apostaban en su favor, promoviendo la mayor sorpresa y la más clamorosa hilaridad.

De pronto resonó una voz:

—¡Silencio!

Cesaron como por encanto los murmullos, las disputas y las discusiones. Las miradas de aquellos treinta mil espectadores fijáronse en el centro del amplio recinto por el cual se extendían dos tubos enormes cuyos extremos se prolongaban por un lado hacia una caseta donde se producía el hidrógeno, y por el otro hasta desaparecer bajo dos grandes montones de tela de seda que empezaban a moverse como si por debajo de ellos circulara una corriente de aire fuerte.

Una exclamación ensordecedora brotó de todas partes: fue un grito de asombro, que pronto dio lugar a comentarios diversos y discusiones animadísimas. Promoviéronse nuevos diálogos de uno y otro lado.

—¿Cuándo se ha visto un globo como ése?

—¿Un globo? ¡Pero si son dos!

—A mí me parecen dos pellejos de ballena.

—¿Habrá dado Kelly con la dirección de los globos?

—¿A que nos hace perder el dinero?

—Con mucha satisfacción de los que hemos apostado por él.

By good…!

—¡Sapristi…!

—¡Hurra! ¡Hurra…!

Otro vocerío salió de todas partes a tiempo que tableteaba una salva de aplausos, dominando el fragor de las olas que se estrellaban furiosamente contra la playa, y los gritos de los auxiliares.

Los dos montones de sedoso tejido han ido extendiéndose a impulsos del hidrógeno que llega a su interior por los tubos, y la forma que, al hincharse, adoptan, arranca a todos gritos de sorpresa. No se trata de un globo de forma vulgar, de esos que parecen botellas invertidas; son dos husos inmensos, de unos cuarenta metros de longitud y quince de diámetro en su centro, que se elevan lentamente, con ligero balanceo, en tanto que los auxiliares, en número de treinta, sujetan las cuerdas con sus hercúleas manos.

Bajo aquellos dos husos, que recuerdan por su forma la de los cigarros puros, pende, de un mástil largo que ocupa el centro del espacio que queda entre ambos globos, una especie de barquilla de treinta pies de longitud, ya cargada de infinidad de objetos, paquetes, sacos, barriles y cajas. La barquilla es de un metal muy ligero, que parece plata. Faltan ya pocos minutos para que la inmensa máquina emprenda su vuelo sobre las rugientes olas del Atlántico.

La emoción de los espectadores llega a su colmo. Todos olvidan sus apuestas y tienen los ojos fijos en aquellos dos globos, que se hinchan más a cada momento que pasa, mientras los auxiliares realizan con cierta prosopopeya misteriosas maniobras. Diríase que inyectan en el interior de los dos aeróstatos un gas especial, o cosa por el estilo.

La emoción adquiere proporciones inusitadas cuando se ve aparecer al audaz aeronauta que ha salido del cobertizo donde se fabricaba el gas hidrógeno.

Es un buen mozo de unos treinta y cinco años, alto, esbelto, de frente espaciosa, ojos negros y brillantes y facciones enérgicas. Viste un sencillo traje de lana blanco y le acompaña un negro, joven, de diez y ocho o veinte años a lo sumo, vestido como él.

Estalla un ¡hurra! inmenso; los espectadores agitan sus pañuelos, sus sombreros, sus gorras…

—¡Viva Kelly…!

—¡Viva el Washington…!

—¡Hurra! ¡Hurra!

El ingeniero, al llegar al centro, manda desplegar en la popa de la plateada embarcación, que va a servirle de barquilla, la bandera estrellada de los Estados Unidos, dando lugar a nuevas y entusiásticas aclamaciones de sus compatriotas. Luego, con ágil mirada, examina su magnífico aparato aéreo y dirigiéndose al público, después de imponer silencio con un ademán resuelto, dice:

—He buscado, infructuosamente, un tercer compañero de viaje para la gran travesía que me propongo realizar sobre el océano. Si entre vosotros hay alguien lo suficientemente animoso para embarcar en mi Washington, sepa que le ofrezco el sitio vacante.

Glacial silencio acoge estas frases del aeronauta. El entusiasmo se ha apagado de pronto. Los circunstantes se miran unos a otros, pero nadie dice «esta boca es mía». Bueno está aplaudir y animar a aquel valiente, pero acompañarle, ir a su lado en aquella máquina arbitraria, a merced del viento, para morir entre las olas, probablemente, es cosa muy distinta.

No había quien quisiera sacrificarse por la ciencia.

Kelly esperó un momento; luego, seguido por el joven negro, saltó a la barquilla y dijo en voz alta:

—¡Atención!

De repente atraviesa un hombre las compactas filas del público, abriéndose paso con un ímpetu irresistible; salta al interior del corro y se precipita hacia el ingeniero, gritando:

—¿Buscaba usted un compañero? ¡Aquí estoy yo!

La muchedumbre, cuyo entusiasmo se había enfriado, vuelve a excitarse como por arte de magia. ¿Quién será ese joven que se atreve a desafiar a la muerte? Nadie lo sabe, pero debe de ser un valiente, y a los audaces hay que admirarlos siempre. Los hurras alcanzan intensidad ensordecedora; estallan por todas partes los aplausos; agítanse en el aire sombreros y pañuelos, vocifera la gente, como presa de un ataque de locura…

De pronto, cuando el ingeniero va a dar la orden de «¡Soltad amarras!» y sus treinta auxiliares se disponen a abandonar las cuerdas, se oyen exclamaciones de rabia:

—¡Es él!

—¡Prendedle, policemen!

—¡Detengámosle!

—¡Esperad!… ¡Esperad!…

Quince o veinte policemen, guiados por varios jefes, se precipitan al interior del recinto, corriendo hacia el globo, pero ya es tarde. La nave aérea, en libertad, asciende majestuosamente, llevándose al ingeniero, a su negro y al desconocido que llegó en el último instante.

—¡Bajad! —gritan los policemen, que están furiosos.

Uno de ellos, de un salto, se agarra a una cuerda que pende de la barquilla, pero el aerostato, que tiene una fuerza ascensional enorme, se lo lleva consigo a las alturas.

El público prorrumpe en clamorosas carcajadas. El desconocido, como si esperase aquel efecto teatral, se asoma al borde de la barquilla y corta la cuerda con un rápido tajo, dejando caer al agente de policía y derramando sobre las cabezas de sus demás perseguidores un saco de arena, que los ciega. Otro guardia blande un revólver, apuntando a lo alto, pero el público, que ha penetrado en el recinto como una tromba, se lo arrebata de la mano, temeroso de que estropee o destruya aquella maravillosa nave aerostática.

Otra vez retumba el vocerío.

—¡Hurra…! ¡Hurra por Kelly! ¡Viva el Washington!

La pareja de globos está ya a tanta altura que parecen dos cigarros puros; se les vio un momento pasar rozando con una nube muy grande que se extendía sobre el océano, y luego desaparecer con rumbo al norte, en dirección a Terranova.

Casi al mismo tiempo un buque de vapor de mucho andar, un crucero de la Marina Real zarpa precipitadamente de Sidney, en persecución de los aeronautas.

II. EL FENIANO

Kelly se dio cuenta de todo lo ocurrido; oyó las voces de los policemen y sus intimaciones para que descendiera; vio el repentino, pero tardío, afortunadamente, asalto, y la fulmínea maniobra del desconocido, pero por el momento no le pareció conveniente interrumpir el viaje abriendo las válvulas para volver a tierra. Hubiese podido desembarazarse de aquel individuo, de aquel compañero que se le había presentado en el último instante, pero aún podía hacerlo más adelante si no era digno de acompañarle en la peligrosa travesía oceánica. Así pues, no se ocupó de él y concentró toda su atención en el aerostato, en el magnífico Washington, que surcaba el espacio.

La isla iba empequeñeciéndose, a sus pies, a medida que aumentaba la distancia. Los espectadores parecían una mancha obscura nada más; y Sidney una mancha blancuzca e irregular; los buques anclados en el puerto, puntitos negros; la isla tenía las dimensiones de un trozo de periódico recortado caprichosamente con tijeras por algún niño.

Hacia el norte se divisaba Terranova con su extenso banco cubierto de puntitos negros, que debían de ser los barcos dedicados a la pesca del bacalao; hacia el oeste se dibujaban con toda claridad las costas de Nueva Escocia; más allá las de Nueva Brunswick, y hacia el sur se percibían confusamente las del Maine, que se perdían en dirección al Nuevo Hampshire.

De cuando en cuando ascendían del suelo sordos rumores, que parecían aplausos, y estallaban detonaciones, pero al cabo de pocos minutos reinó el más profundo silencio en las altas regiones de la atmósfera.

El Washington había alcanzado una altura de 3500 metros y se hallaba en la llamada zona de equilibrio, navegando hacia el nordeste, en dirección a Terranova con leve balanceo y a una velocidad de treinta y seis millas por hora.

—Todo va bien —murmuró el ingeniero—. Si Dios nos protege realizaremos con bien la travesía.

Separóse del borde de la barquilla y miró a sus dos compañeros. El negro, acurrucado en un rincón, estaba fuertemente agarrado a las cuerdas de las cajas que se amontonaban en la popa de aquella especie de embarcación: sus grandes ojos, que parecían de porcelana, expresaban indescriptible miedo, y su color, de negro que era, se había vuelto gris. De ser blanco, se habría puesto pálido, más aún: lívido.

En cambio, el desconocido parecía tranquilo del todo, como si se hallara a bordo de un buque, navegando por el mar. Unas veces miraba hacia el océano, que murmuraba allá en el fondo, y se extendía hacia el este hasta perderse de vista; otras, contemplaba la Isla Bretona, reducida a un punto pardo, y otras levantaba la cabeza para mirar con cierto asombro los dos enormes globos fusiformes que se balanceaban majestuosamente en el aire.

Aquel desconocido, que debía de tener una sangre fría extraordinaria y un valor a toda prueba, para estar tan tranquilo a 3500 metros de altura, era un joven de veinticinco a veintiséis años, alto, rubio, delgado, todo nervios, con dos ojazos azules y un bigotillo incipiente; de aspecto simpático y distinguido. Vestía ropa de marinero, pero a primera vista se advertía que no debía ser aquel su traje habitual, pues no tenía callos en las manos, ni huellas de la acción del viento, del ambiente marino ni del sol en la cara. ¿Quién podía ser? Esto es lo que el ingeniero se preguntaba. Acercóse al joven, que seguía contemplando, unas veces los globos y otras el mar, y dándole un golpecito en un hombro le preguntó:

—¿Qué me dice usted?

El desconocido al oír esta pregunta se volvió hacia el ingeniero y contestó con toda tranquilidad:

—Digo que lograremos tomar tierra en Europa.

—¿Lo cree usted, de veras?

—Sí, señor Kelly; y compadezco sinceramente a los que han apostado contra el buen éxito de este grandioso viaje.

—¿Se propone usted acompañarme en todo él?

—Sí; a menos que me obligue usted a tirarme al mar. Tardaría mucho en caer, pero si se hace preciso para que usted se salve, disponga de mi vida como guste.

—¿Habla usted en broma?

—Nada de eso, ¡palabra de honor!

—¡Tiene usted mucha audacia! —exclamó Kelly, asombrado—. No debe usted de ser un pícaro vulgar.

—¿Un pícaro? ¿Por qué supone usted eso?

—Acuérdese usted de los policemen…

—¡Ah, sí! —exclamó el desconocido, soltando la carcajada—. Si me retraso unos minutos, me pillan…

—Según parece tiene usted cuentas pendientes con la policía inglesa; ya comprenderá usted que…

El desconocido se puso levemente pálido y dijo con tristeza:

—Es cierto; está usted en su derecho al suponer que soy un malhechor, y por ello indigno de acompañarle en este magnífico viaje…

—No, pero…

—Si yo estuviera en el lugar de usted hubiese sospechado lo mismo, señor Kelly, y habría obligado al desconocido a explicarse o a irse. Me explicaré, pues; luego, si me juzga usted indigno de acompañarle y compartir los peligros de la excursión, me tiraré de cabeza al mar.

—¿Para matarse? ¿Olvida usted que estamos a 3500 metros de altura?

—¡Bah! No me da miedo la muerte. El único delito que he cometido es querer demasiado a la tierra de mis antepasados, a mi patria, Irlanda…

—¿Es usted feniano?

—Sí, señor Kelly, soy uno de los jefes de esa asociación que pretende emancipar a Irlanda de la opresión de Inglaterra y que a la sombra de la bandera estrellada de su país de usted, ha declarado una guerra de exterminio al poderío inglés, que mantiene a mi patria en la esclavitud; de esa asociación que en tiempo de la guerra de secesión derramó tanta sangre por nuestros compatriotas de la Unión. Usted sabe la guerra cruel que nos hacen la policía inglesa y la canadiense, para destruir nuestra sociedad. Yo, jefe de los fenianos del bajo Canadá, señalado como uno de los más peligrosos y más audaces, fui, hace quince días, sorprendido durante la noche y arrestado en concepto de cómplice en el asesinato de un sheriff, a quien encontraron muerto de dos tiros de revólver en el muelle de Quebec…

»Semejante crimen, atribuido erróneamente a los fenianos —yo le juro a usted que ninguno de nuestra asociación lo ha cometido— estuvo a punto de enviarme al otro mundo sin culpa ninguna por mi parte, pero mis amigos me facilitaron la evasión. Sabiendo que las autoridades me habían sentenciado a dar piruetas en el aire colgado de una cuerda por el cuello, bajé por el San Lorenzo, vestido de marinero, y desembarqué en la Isla Bretona para esperar que zarpase algún barco para Europa.

»Al saber que iba usted a marcharse por el aire, y oyendo que necesitaba usted un acompañante, resolví ir con usted, convencido de que los ingleses, que no dejarían de registrar escrupulosamente todos los buques transatlánticos, no habían de perseguirme por el aire… Ya ha visto usted cómo se quedaron en tierra los policemen. Con esto está usted bien enterado de mi delito. Ahora, ¡júzgueme usted!

—¿De modo que es usted el feniano Harry O’Donnell? —exclamó el ingeniero.

—El mismo, señor Kelly.

—Pues me alegro mucho de haberle salvado y más aún de tenerle por compañero de viaje.

—Muchas gracias —contestó el feniano estrechando efusivamente la mano que el aeronauta le tendía—. Confiemos en que no nos alcanzarán los ingleses.

—¿Alcanzarnos? ¿Cómo?

—He visto un barco, un crucero inglés, que salía de Sidney con rumbo a Terranova a todo vapor, minutos después de nuestra ascensión.

—¿Y cree usted que…?

—Que nos persigue.

—Creer que un vapor puede competir con un globo es una tontuna, amigo O’Donnell. Dentro de pocas horas el crucero se habrá quedado doscientas o trescientas millas atrás.

—Pero ¿no estamos casi sin movernos? —preguntó el irlandés, estupefacto.

—Navegamos a una velocidad de treinta y seis millas horarias.

—Pues yo no noto movimiento alguno, ni el más ligero soplo de aire; si el globo caminara a una velocidad de treinta y seis millas por llora, debía producir una corriente muy fuerte. Y no hay tal cosa. Mire usted, señor Kelly, qué inmóvil está la bandera y qué lentamente se dispersa el humo de mi cigarrillo.

—Y eso, ¿qué demuestra?

—Que no nos movemos o que nos movemos muy poco.

—Se equivoca usted, O’Donnell, y de ello puede convencerse mirando a la Isla Bretona que ya apenas se distingue, en tanto que Terranova se agranda a ojos vistas.

—Efectivamente, así es.

—No podemos percibir la marcha de nuestra nave porque los globos no tienen movimiento propio. La masa de aire que los aprisiona es la que camina: esa es la explicación de nuestra aparente inmovilidad. Aunque el viento fuese más fuerte, no advertiríamos su velocidad, y seguiría pareciéndonos que estamos quietos.

—¡Qué cosa más extraña! Yo he creído siempre lo contrario.

—La generalidad de la gente lo cree también; hasta ha habido aeronautas que han ideado dotar de velamen a sus globos, suponiendo que así aumentarían su velocidad.

—Y lo cierto es que las velas permanecerían absolutamente inertes.

—Eso es.

—¿Y el tamaño de los globos? ¿No influye en su velocidad?

—Tampoco: grandes o pequeños, los globos se mueven con la rapidez del aire que los lleva. Ni más ni menos.

—¿Y usted confía en atravesar el Atlántico y aterrizar en las costas de Europa?

—Tengo esa esperanza, O’Donnell. Dispongo de ciertos medios que me permitirán mantenerme en el aire varios días, mejor dicho, varias semanas. He estudiado a conciencia este grandioso viaje aéreo, lo he calculado todo con precisión matemática, me he preparado a todo evento y he realizado estudios minuciosos de las corrientes aéreas que soplan hacia levante.

»Primero procuré construir un globo dirigible, dotándole de motor propio, pero tuve que convencerme de que con los medios de que dispone la ciencia en nuestros días lo que pretendía era imposible, y renuncié.

»No puedo negar, sin embargo, que logré construir una maquinita de vapor que accionaba dos hélices grandes, merced a las cuales podía luchar contra el viento cuando soplaba con poca fuerza… También inventé un timón que me facilitaba el medio de dirigir el aerostato, pero sólo era utilizable para un viaje de poca duración.

»Si hubiese pretendido con tales medios la travesía del Océano Atlántico, me hubiese sido necesario un cargamento de carbón tan considerable que el globo no se habría despegado del suelo. Así pues, volví a adoptar el sistema de globos libres, que es el preferible hasta ahora, en mi opinión. Cierto que en mi nave aérea he introducido grandes modificaciones, pero así y todo, como usted ve, el Washington es un globo sin movimiento propio, sin máquina, sin hélices, a merced de las corrientes aéreas nada más.

»¿Iremos directamente a Europa? Así lo espero. Pero si las grandes corrientes que van hacia levante y que yo he descubierto, se desviasen en medio del océano y nos llevaran hacia otra parte, ya tengo pensado el medio de mantenemos mucho tiempo en el aire, hasta lograr nuestro propósito.

»Si todo sale bien, si no estalla el globo a causa de algún huracán, o no lo incendia un rayo, el cálculo que he hecho fija la llegada a las playas de Europa para dentro de seis días o quizá menos.

—¿Qué distancia hay desde la Isla Bretona a las costas europeas más cercanas?

—Cerca de tres mil millas. He elegido para punto de partida la Isla Bretona, que parece un jirón de tierra firme, por su proximidad a Nueva Escocia, y porque es la más próxima a las costas de Europa.

»Pude salir de Groenlandia que sólo dista ochocientas millas de las playas de Noruega, pero haciéndolo así tal vez hubiese dicho alguien que no había salido de América, a pesar de que los geógrafos de todos los países consideran como tierra americana aquel enorme desierto de hielo.

—¿Y no hay otro sitio más próximo?

—No, porque bajando hacia el sur, la distancia entre ambos continentes va en aumento, ya que el océano va ensanchándose. Entre Florida y Marruecos hay ya más de 3600 millas, lo mismo que entre el Río de la Plata y el Cabo de Buena Esperanza.

—¿Pero no es más estrecho el mar entre el cabo de San Roque y la costa africana?

—Sí lo es, O’Donnell, puesto que por ese sitio la anchura del océano no excede de 1600 millas, pero siguiendo ese derrotero nos encontraríamos con terribles calmas, o con vientos de levante a poniente, y aunque hubiésemos logrado atravesar el Atlántico, caeríamos en las inhospitalarias costas de Sierra Leona y tal vez en poder de los feroces habitantes del Dahomey o de los Aschantis.

—¿Y está usted seguro de que el viento nos lleva hacia oriente?

—Eso no, ¡claro!, pero sé que más allá de Terranova, los vientos soplan siempre hacia el nordeste.

—Entonces iremos a parar a Finlandia o a Noruega —dijo el irlandés.

—¿Pero usted cree que no habrá otras corrientes que las que le he indicado? Yo espero encontrar alguna que me lleve hacia oriente. Así y todo no debemos hacernos ilusiones, sino estar preparados a todo evento, hasta a regresar a América.

»Estamos a merced de las corrientes aéreas, que pueden llevarnos directamente a Europa o arrastrarnos hacia las heladas regiones del norte o a las abrasadoras del Ecuador; que lo mismo pueden prepararnos un descenso triunfal en las playas de Inglaterra, de Portugal o de España, que… la muerte. Dios y los vientos disponen de nuestras vidas.

—Yo estoy preparado para todo, señor Kelly —dijo el irlandés—. Me habían condenado a muerte, de modo que todos los días que tenga de vida en lo sucesivo serán de propina. Ya le he dicho que si para la salvación de usted o del globo fuese preciso, disponga de mi vida sin temor.

—Gracias, O’Donnell —contestó el aeronauta sonriéndose—. Procuraré ahorrarla mientras pueda y me limitaré a arrojar el lastre de arena que llevamos en abundancia. Es tanto, que podremos permanecer en el aire mucho tiempo.

—¿Cuánto viene a ser?

—En conjunto: nosotros, la barquilla, armas, provisiones, cuerdas, etc., unos 2600 kilogramos.

—Mucha fuerza tiene el globo.

—Su fuerza ascensional es de 1,20 kilogramos por metro cúbico de hidrógeno, de calidad superior al corriente, que sólo alcanza a 1,18.

»Y ahora vamos a hacer el inventario, después de lo cual, y mientras llegamos a Terranova, le explicaré el sistema que he adoptado para mi aerostato.

III. EL GLOBO DE MISTER KELLY

La embarcación que servía de barquilla contenía tal cantidad de objetos que, cualquiera, aunque fuese aeronauta, se hubiese sorprendido al verla. Repartidos sin orden ni concierto, aquí y allá, veíanse cilindros de metal, cajones, cajas, barriles, mantas, tiendas, cuerdas, conos extraños que parecían embudos, armas, una especie de bomba, anclas, barómetros, termómetros, remos, velas, anteojos, mangueras y otras cosas más.

El ingeniero sacó del bolsillo un libro lleno de números y palabras sueltas, y confrontó cuidadosamente la numeración de todos aquellos bultos.

—¡Muy bien, Simón! —dijo, dirigiéndose al negro, que seguía castañeteando los dientes y abriendo cuanto podía sus espantados ojos—. Ya veo que no se te ha olvidado nada.

—A pesar del miedo que tiene —añadió el irlandés—. ¡Por San Patricio, mi patrón, parece que está aterrorizado!

—Ya se irá acostumbrando, O’Donnell —dijo el ingeniero—. Es la primera vez que navega en globo libre.

—Pero me figuro que antes de ahora habrá realizado alguna ascensión…

—Sí, pero en globo cautivo. Ahora vamos a hacer el inventario de lo que llevamos, y a poner un poco de orden en la barquilla.

—En la lancha, querrá usted decir.

—Realmente es una embarcación perfecta, ligerísima, pero sólida a toda prueba, que nos será muy útil en el caso de que el aerostato caiga al mar.

—¿De qué metal está hecha? Parece un bote de plata.

—No es plata. He preferido uno de los metales más ligeros y más sólidos al mismo tiempo: el aluminio. Es materia poco utilizada hasta ahora, pero que tiene un brillante porvenir.

Aquí tenemos la nota de nuestras riquezas: Cuatro barriles de aluminio con 330 litros de agua, 340 kilos; dos cajas de galletas, 200 kilos; seis cajas de carnes y otras conservas, 200 kilos; chocolate, botellas de licor, dos fusiles, tres revólveres, municiones, una hoz y dos cuchillos, 90 kilos; brújulas, termómetros, barómetros, un sextante, lápices, mapas y varias menudencias más, 24 kilos; botiquín, 4 kilos; tiendas, mantas, ropas, una vela para la lancha, mástil y remos, 36 kilos; tres anclas, una para la tierra y dos para el mar, y dos palomas mensajeras, 26 kilos.

—¿Tres anclas? —exclamó O’Donnell—. Me parece que se equivoca usted. No veo más que una.

—No, amigo mío, llevamos tres: la que usted ve, que tiene la forma corriente, y otras dos que son aquellos conos de aluminio, que parecen embudos.

—No lo entiendo.

—Basta sumergir uno de esos conos en el mar para que, en seguida, se invierta, se llene de agua y oponga resistencia suficiente, si no para detener la marcha del globo, para contenerla mucho.

—Ha pensado usted en todo, Kelly.

—Eso quisiera… Una bomba impelente, 8 kilos…

—¡Una bomba! ¿Qué piensa usted hacer con ella?

—Tener constantemente hinchados los dos globitos.

—¿Cuáles?

—Los que están dentro de los globos fusiformes, que contienen hidrógeno. Más adelante se lo explicaré a usted… Diez cilindros de hidrógeno comprimido, 24 kilos…

—¿Para qué los lleva usted?

—Para mis globos. Debe usted suponer que yo había de buscar el medio de sostenerme en el aire el mayor tiempo posible; para ello he almacenado en esos cilindros, mediante una bomba especial, inventada por mí, más de cuatrocientos metros cúbicos de hidrógeno.

—¿Y no hay temor de que estallen esos tubos?

—No. Por lo menos, yo así lo creo. La barquilla pesa 72 kilos; las cuerdas cien, y nosotros… ¿cuánto pesa usted?

—Sesenta kilos.

—O sea, entre los tres, 185. Los dos aerostatos 620 kilos; arena y otras cosas, 758. Total, 2600. ¿No es eso, O’Donnell?

—Exactamente.

—Disponemos, pues, de cerca de ochocientos kilos de arena, que es un buen peso, pero un peso necesario.

—Hay algo que no he visto entre tantos objetos como llenan la barquilla.

—¿Qué es?

—La cocina.

—¡Qué glotón! Se me olvidó advertir a usted, antes de que embarcase, que tendría que alimentarse con fiambres nada más.

—No hacía falta advertírmelo. Lo mismo me da comer frío que caliente. No lo decía por mí, sino por usted y su criado.

—La cocina portátil es lo primero que eliminé de la lista de objetos que pensaba llevar. Tenemos sobre nuestras cabezas una especie de polvorín, y una sola chispa bastaría para hacer que estallase. El hidrógeno se inflama con mucha facilidad, y por eso he renunciado a encender lumbre a bordo, mientras dure el viaje.

—Entonces estará prohibido fumar.

—Eso no. Mire usted la provisión de tabaco que llevo; pero en cuanto se advierta una fuga de gas, por pequeña que sea, le aconsejo a usted que tire al mar inmediatamente su pitillo.

—Así lo haré, señor Kelly. Ahora le ruego que me explique este sistema de globos.

—Lo haré en pocas palabras. Como usted ve los dos globos tienen forma de dos husos grandes; la longitud de cada uno es de veintiocho metros y su diámetro en el centro de 9,20; son más puntiagudos por la proa y su volumen es de 2120 metros cúbicos, o sea 1060 cada uno.

»He preferido esta forma porque es la mejor para mis fines. Si fuesen dos globos de forma corriente chocarían a cada momento y su redondez me obligaría a llevar la barquilla muy baja. Parece que éstos están unidos, pero no hay tal; hasta las mallas son independientes y con un par de tajos es fácil separarlas. Si se estropeara uno, puedo dejarle caer al mar sin maniobras complicadas, y dejarme llevar por el otro, soltando el lastre y las cosas menos necesarias.

»Ambos van provistos de dos válvulas; una en la parte de arriba, que es la llamada de “maniobra” y que sirve para hacer que el globo descienda, para lo cual basta con dar un tirón de esta cuerda, y la otra, llamada “de seguridad”, que es automática y da salida al gas cuando se dilata con exceso, a causa del calor solar. Si no existiera esta válvula correríamos el riesgo de que estallara el globo.

»Cuando nos encontremos en climas más cálidos, notará usted con frecuencia un olor penetrante a gas. Ello será una pérdida importante, pero necesaria para nuestra salvación.

»En estos globos he introducido una perfección interesante que ya han estudiado y creo que adoptado también algunos aeronautas europeos, con resultado muy satisfactorio. He puesto el mayor esmero en la elección del tejido de seda de los dos globos y del barniz que había de cubrirlos por dentro y por fuera, pues como usted sabrá, el gas se escapa siempre, al través de los tejidos más impermeables, y al cabo de cierto tiempo el globo pierde su fuerza ascensional, y la tela se deshincha y forma arrugas por entre las cuales se mete el viento, que puede producir desgarraduras.

»Yo confío en que, con el tejido que mandé fabricar y barnizar a propósito, la pérdida de hidrógeno de estos globos será insignificante, tanto mas cuanto que llevan cubierta doble. Así y todo dentro de ocho o diez días se hubieran formado arrugas que serían muy peligrosas teniendo en cuenta la forma especial del aerostato. Para remediar este inconveniente y lograr que esté siempre tensa la superficie de mis globos, he introducido en su interior dos globitos llenos de aire con la bomba impelente que ha visto usted. Cuando los dos husos pierden hidrógeno, aumento la inflación de los globitos y al ampliarse su volumen la superficie de los fusiformes continúa tensa.

—¡Admirable, señor Kelly! Pero cuando estén hinchados hasta el límite los globitos, ¿cómo podrá usted aumentar su volumen? Entonces aparecerán las temibles arrugas…

—¿Se olvida usted de que llevo diez cilindros de hidrógeno comprimido? Vea usted que los cuatro globos tienen en el punto inferior central otros tantos tubos que se prolongan hasta este sitio. Basta con adaptarlos a los cilindros para inyectar en aquéllos los cuatrocientos metros cúbicos de gas.

—¡Por mi patrón, San Patricio…! ¡Repito que ha pensado usted en todo!

—Así lo deseo, O’Donnell; pero aun hay más. Si los dos globos grandes pierden poco hidrógeno y es suficiente la inflación de los globitos interiores para mantener estirada la tela, aun me será posible aumentar la fuerza ascensional de mi aerostato, inyectando hidrógeno en los globitos.

—¿Y eliminando el aire?

—Eso es; sustituyéndolo con el gas.

—¿Y si no bastara todo ello y al cabo de unos cuantos días cayésemos? Nadie sabe lo que puede ocurrir; el viento puede llevamos muy lejos, al medio del océano.

—También he previsto ese caso. Llevo conmigo tres largos guide-ropes o mejor dicho, tres cuerdas-freno, de diferente longitud. Al sumergirse en el agua pierden parte de su peso y de ese modo se aligera la carga del globo. Si no basta esto, en caso de que descendamos (cosa que no dejará de ocurrir por la noche, pues, al disminuir el calor, el hidrógeno se contrae, con perjuicio de su fuerza ascensional) podemos, sin despilfarrar la arena de lastre, echar al mar también los barriles de agua, que están herméticamente cerrados en sus recipientes de aluminio y así lo descargo de doscientos o trescientos kilos.

»Basta con una hora de sol para dilatar el hidrógeno, y, obtenido esto, cuando sea de día alto, volveremos a ascender, llevando con nosotros los barriles y las cuerdas-freno, con sólo sacrificar unos kilos de arena.

—¿Y si aun así no bastara y el globo descendiera por falta de hidrógeno?

—Aun nos queda la barquilla. De aeronautas pasaríamos a ser marineros y procuraríamos llegar a la costa más próxima o encontrar algún buque.

—Lo dicho; ha eliminado usted todos los riesgos.

—No todos, O’Donnell. Puede ser desgarrado el globo por algún huracán, o puede incendiarlo un rayo y precipitarnos al fondo del mar.

—Confiemos en que no ocurrirá tal cosa y en que podremos tomar tierra en Europa, sanos y salvos.

—Sí; confiemos en Dios y en nuestro Washington. Danos un poco de whisky, Simón; aquí arriba hace bastante fresco y no nos sentará mal mi sorbito de licor que, además, puede evitarnos un resfriado.

El negro no hizo intención de moverse; siguió acurrucado en la popa de la barquilla con los ojos desencajados, la tez parda y las manos convulsivamente agarradas a las cuerdas, como si le hubiera dado un ataque de terror pánico. Trató de contestar a su amo, pero por entre sus contraídos labios no salió más rumor que el de un castañeteo de dientes.

—¡Vamos, cobarde! —dijo el ingeniero—. ¿Tienes miedo de caerte al agua? ¡Valiente compañero he traído conmigo!

—Tengo… tengo… miedo… massa (amo) —balbució el negro, con voz entrecortada.

El irlandés se echó a reír.

—¡Es usted gracioso, maese Simón! —dijo—. No vale usted para acompañar alegremente a su señor. Con su permiso, señor Kelly, voy a poner mano en la cantina.

El irlandés, que conservaba su buen humor, descorchó la botella y sirvió tres copas.

—¡Hurra por el Washington! —gritó.

Iba a llevarse la copa a los labios, después de chocarla con la del ingeniero, cuando resonó una detonación bajo el aerostato.

—¡Por San Patricio!… ¿Qué ha sido eso?

—Una granada —contestó Kelly con voz tranquila—. Parece que los ingleses tienen mucha prisa de ahorcarle a usted… ¡Bah! ¡Gastan pólvora en vano!

IV. LA PERSECUCION DEL WASHINGTON

Hallábase en aquel momento el aerostato casi sobre la islita de San Pablo, situada entre la Isla Bretona y Terranova, y se mantenía a una altura de tres mil quinientos metros.

El viento, que había ido echándose poco a poco, le impulsaba hacia el nordeste a una velocidad de veintidós millas por hora, con tendencia a llevarle hacia el importante centro de las pesquerías de bacalao que se divisaba claramente con sus numerosas bahías, sus lagos, sus colinas y sus buques.

Por el lado del oeste se veía la Isla de Anticosti, cuya forma alargada se extendía a modo de un inmenso cetáceo; más cerca se divisaba el grupo de las islas Magdalenas, que ocupan casi el centro del extenso golfo de San Lorenzo; al sudoeste, la isla recortada del Príncipe Eduardo; al sur, la de Cabo Bretón, semejante a un gancho, y al norte las dos islitas francesas de Miguelón y de San Pedro, situadas ante la bahía de Placencia, que se engolfa en el interior de Terranova. Entre estas dos islas y la de San Pablo los aeronautas distinguieron un buque de vapor que parecía, a tanta distancia, una chalupa, y procedía de la bahía últimamente mencionada. Sobre su proa flotaba todavía un nubarrón de humo blancuzco que se dispersaba poco a poco.

—Ese es el que nos bombardea —dijo el ingeniero.

—¿Ese barco?

—Sí.

—¿Será el que salió de Sidney?

—¡Qué ha de ser! Aquél está lejos todavía. Puede que sea aquel puntito negro que se ve, perdido en la superficie azul del golfo.

—Entonces, ¿quién habrá avisado a ese buque para que nos cañonee?

—El telégrafo, amigo mío. Habrán avisado desde Sidney su fuga de usted a las autoridades de San Juan o de Harbour Grace, y éstas han enviado contra nosotros algún crucero o algún buque de los que vigilan la pesca.

—¿Creerán que somos fenianos los dos?

—Por lo menos supondrán que yo soy cómplice de usted.

—¿Y por eso quieren destruir esta nave aérea tan magnífica?

—Los ingleses son muy obstinados y no retroceden ante ninguna consideración, con tal de conseguir lo que se proponen. Por fortuna estamos a bordo de un aerostato sin rival, que corre tan velozmente como es necesario para burlarse de todos los cruceros del mundo y de todos sus cañones.

—¿No nos alcanzarán los disparos?

—No lo creo. En todo caso tenemos más lastre del necesario para ponernos fuera de su alcance. ¡Ah!

En la proa del buque brilló un relámpago y una nube de humo rodeó el bauprés. Atravesó las capas atmosféricas un silbido penetrante y luego, como a unos seiscientos metros por debajo del globo, estalló algo con imponente estrépito.

—Es una granada de buen calibre —dijo el ingeniero—. ¡Demontre! Tienen cañones de mucho alcance esos condenados ingleses; pero aun estamos muy lejos, amiguitos, y vais a gastar pólvora y balas inútilmente.

—Señor Kelly —declaró O’Donnell con cierta emoción—, sentiría mucho que mi presencia le creara a usted dificultades de algún género…

—¿Qué quiere usted decir?

—Que me deje usted abandonar el Washington y librarle de mi peligrosa compañía.

—¿Para que le prendan a usted?

—¡Bah! ¡Está escrito!

—¡Qué insensatez! ¡No diga usted eso!

—Lo digo muy en serio.

—¿Y supone usted que yo querré privarme de su compañía? Es usted mi huésped y no saldrá de mi aerostato mientras no lleguemos a un sitio donde no corra usted peligro alguno.

—Es que puedo acarrearle disgustos muy graves y hasta comprometer su grandioso viaje. ¿No ve usted lo que nos envían esos señores ingleses? Nos perseguirán sin piedad al través del Atlántico; nos acecharán por todas partes; nos esperarán en todas las costas, y nos acribillarán a cañonazos, sin compasión. Por mí no me importa, pero ¡por el Washington!…

—¿Ha acabado usted? —preguntó el ingeniero—. Corre como un tren directo lanzado a toda marcha por la línea del Pacífico… ¡Basta, por todos los demonios del infierno! Deje usted que los ingleses malgasten pólvora y balas; déjeles correr por el océano y consumir carbón y tiempo; yo me río de ellos y le pondré a usted a salvo, aunque tenga que emplear la violencia. ¿Nos declaran la guerra? Pues nosotros la aceptamos, y ya veremos quién resulta con las costillas rotas. Vea usted: el barco que nos bombardeaba no es ya más que un punto negro y lejano; le desafío a que nos alcance.

—¡Gracias, señor Kelly! —dijo el irlandés conmovido y estrechándole una mano—. Lo debo a usted la vida.

—¡Bueno, bueno! No hablemos más de eso y bebamos otro traguito. El frío aumenta por momentos a medida que nos acercamos a Terranova y si no lo combatimos habremos de sentirlo.

Mientras así hablaban, el aerostato, que permanecía a la misma considerable altura de poco antes, navegaba majestuosamente sobre el golfo de San Lorenzo, acercándose a la isla, de tal modo, que parecía que ésta saliese a su encuentro.

En torno a los aeronautas reinaba al parecer una tranquilidad absoluta, y decimos al parecer, porque el aire estaba revuelto y corría hacia el nordeste con creciente rapidez. Apenas si se notaba un leve balanceo de la aeronave; de bien equilibrados y unidos que estaban los dos globos fusiformes, parecía que formaban un solo cuerpo.

Desde que estallaron las dos detonaciones, produjese un silenció profundo, que hacía honda impresión en los ánimos del irlandés y del negro Simón, especialmente de éste, no repuesto aún de su espanto. A aquella altura no se oía ya el murmurio de las olas, aunque sí se divisaba su espuma, ni los gritos de los numerosos bandos de gaviotas, que voltejeaban por encima del golfo.

Aunque el sol estaba alto, pues eran las once de la mañana, en aquellas regiones sentíase un frío penetrante, y los aeronautas, aunque sólo se hallaban a 3500 metros de altitud, sentían cierta opresión en el pecho, y dificultad de respirar a causa de la rarefacción del aire.

O’Donnell, cuyos dientes empezaron a castañetear, se fijó en que el termómetro marcaba dos grados bajo cero.

—¡Caramba! —dijo—. Hace demasiado frío para estar a dos de abril.

Miró hacia abajo: a gran distancia, al sur, se veía el crucero que les cañoneó, pero aparecía tan pequeño como una zapatilla. Le envolvía una nube de humo negrísimo, detalle revelador de que forzaba sus máquinas para no perder de vista al globo, que cada vez se alejaba más. A la izquierda aparecían las dos islas francesas de Miguelón y de San Pablo, alrededor de las cuales se movía una flotilla de wargas o de dores, barquitos construidos ex profeso para la pesca con palangres; al norte, precisamente delante del globo, abríase la bahía de Placencia, ocupada por gran número de veleros y de vapores.

Concentrando la mirada hacia el este, más allá de las playas orientales de la isla, le pareció divisar una cantidad inmensa de puntitos negros, visibles apenas en la obscura superficie del océano.

—¿Qué es aquello? —preguntó, dirigiéndose al ingeniero, que estaba a su lado.

—Barcos de distintas clases dedicados a la pesca del bacalao.

—¡Ah! —exclamó O’Donnell—. ¡Cuánto me gustaría presenciar esa pesca!

—Si no cambia el viento, pasaremos por encima del banco. La corriente nos llevará atravesando Terranova del sudoeste al nordeste y en esa dirección saldremos al océano.

—¿Y podremos ver las diferentes fases de la pesca?

—Si no sopla el pudría.

—¿Qué es eso del pudría?

—Un ventarrón frío que produce tormentas de nieve y que arrastra consigo una niebla blanca y tan densa que no permite distinguir cosa alguna a pocos metros de distancia. Suele soplar sobre el banco grande y en esos casos ocasiona muchas desgracias entre los pescadores, pues los barquitos de pesca llamados dores se extravían a menudo, a pesar de las continuadas señales que les hacen los buques de guerra y los barcos de vela, y se adentran en el océano, donde perecen tragados por las olas. Todos los años dejan de regresar centenares de esos barquitos, a los buques grandes a los cuales pertenecen.

—Diga usted, señor Kelly, ¿qué son esos cuadrados blancos que veo en las orillas de Miguelón y de San Pedro y sobre los cuales se mueven unos puntitos negros que deben ser hombres?

—Son graves.

—Me quedo tan enterado como antes.

—Pues añadiré que son extensiones de terreno cuidadosamente cubiertas de piedras areniscas y divididas en cuadriláteros grandes por unos canales de desagüe. Las piedras están colocadas de modo que pueda circular el aire libremente entre ellas. Por último, aquellos hombres son gravieros, es decir, preparadores de graves.

—¿Y para qué sirven esas graves?

—Para secar en ellas los abadejos. Los dueños de las graves ponen el mayor esmero en preparar los terrenos, pues si se descuidan, se perjudica mucho la conservación del pescado.

—Ahora, dígame usted, ¿qué son los gravieros?

—Es bastante difícil de explicar. Según ellos cuentan, todos son hijos de buena familia, pero, en mi opinión, son obreros sucios y desharrapados. Ni marineros ni pescadores, muchos se atribuyen la condición de ambas clases de obreros del mar. Se ocupan en descargar la sal necesaria para la preparación del bacalao, y en arreglar las graves. Se recluta esa gente, por lo común, en las más pobres aldeas de la Bretaña; viven en grandes cobertizos construidos junto a las graves, bajo la dirección de un capataz, y cuando termina la temporada los mandan a su país. Como, generalmente, son ahorradores, vuelven a su aldea con una hucha regularcilla. En las costas orientales de Terranova se ven cientos de graves y miles de gravieros.

—¿Es muy complicada la preparación del bacalao?

—Según. El bacalao seco exige cuidados especiales; no así el que llaman verde, que es el más caro, pero el más fácil de preparar y el más gustoso. El verde, apenas pescado, se sala, sin secarlo. Se pone en barriles entre capas de sal y al cabo de pocas semanas puede ser comido lo mismo en América que en Europa. En cambio el seco tiene que estar entre sal tres días nada más, para quitarle toda la sangre y toda el agua que pueda conservar, y luego se lleva a las graves y se pone al sol. Cuando ha tomado tres soles, ocupación que requiere la más escrupulosa vigilancia, porque el demasiado calor o la excesiva humedad lo echan a perder, se coloca de modo que el aire circule por toda su superficie. Al cabo de cuarenta días, cuando, según dicen los pescadores, han llegado los bacalaos a su décimo sol, se amontonan unos sobre otros formando pilas de muchos metros de altura. Estas pilas permanecen al sol durante el día, y de noche se cubren con una lona impermeable para protegerlas contra la humedad.

»A los sesenta días se escogen los bacalaos más secos y se ponen a la venta. Los que siguen húmedos vuelven a las graves, para seguir tomando el sol.

—¡Tierra! —gritó O’Donnell, que acababa de mirar hacia abajo.

El ingeniero dirigió una mirada a la brújula.

—Rumbo nordeste —dijo—. Antes de que sea de noche habremos atravesado Terranova y estaremos encima del banco grande de pesca.

V. LA PESCA DEL BACALAO

Terranova (New Foundland) es una de las mayores islas de América, y, sin miedo a exagerar, puede decirse que es la que mayores riquezas ofrece, no por sus cultivos, ni por sus minas, puesto que no las tiene, sino por sus aguas inmensamente pobladas de pescados, entre los cuales abundan los bacalaos, los arenques y las focas.

Está situada frente a las costas del Labrador, tierra de la cual la separa el estrecho de Bellas Islas, entre los 46° 45’ y los 51° 46’ de latitud norte y los 54° 51’ y 62° de longitud oeste.

Su superficie, de unos 85 000 kilómetros cuadrados, es muy irregular y bordeada de penínsulas muy pronunciadas, de gran número de ensenadas, de puertecitos, de calas y de senos, en los cuales pueden resguardarse cómodamente los barcos, pues tienen mucha profundidad.

Notables entre todas por su extensión y por la seguridad que ofrecen son las bahías de Placencia, Fortuna y Santa María, en el sur; Nuestra Señora y Blanca, al norte; Concepción, Trinidad y Buenavista, al oriente; y San Juan e Islas de San Jorge, al occidente. Todas ellas están habitadas por pescadores en número de más de 100 000.

El interior de Terranova es generalmente llano, aunque al oeste tiene algunas colinas. Hay en la isla numerosos lagos, varios ríos, aunque de poca importancia, selvas, abundantes en animales monteses, y varios pueblos.

La capital es San Juan, ciudad situada en una bahía del sudeste, con un puerto de difícil acceso, pues su embocadura es muy estrecha, pero cómodo y espacioso en su interior. Tiene unos 27 000 habitantes, pero en el año 1845 sufrió un desastroso incendio, que destruyó casi por completo la ciudad, ocasionando daños por valor de más de veinte millones de dólares.

Siguen en orden de importancia Harbour Grace, situada en la costa occidental de la bahía de la Concepción, Carbonier, Puerto Trinidad y Placencia.

Esta isla fue una de las primeramente descubiertas, hasta tal punto que hay quien asegura que ya era conocida antes de que el gran Colón llegara a las islas del golfo de Méjico; los más, y de su parte está la razón, afirman que otro navegante genovés, naturalizado veneciano, Juan Caboto, al frente de una expedición costeada por Inglaterra, descubrió Terranova en 1497, es decir, cinco años después de llegar Colón a las Antillas.

Aunque su descubrimiento se realizó en época tan avanzada, Terranova estuvo mucho tiempo abandonada o poco menos y su colonización no empezó hasta 1623 por lord Baltimore.

Impulsado por un viento fresco del sudoeste, el aerostato corría sobre la extensa y sutil península que cierra hacia occidente la bahía de Placencia, dirigiéndose hacia la de la Trinidad.

Desde la altura a que se encontraban los viajeros era visible por completo la isla, hasta sus más lejanos lugares. Parecía un mapa inmenso extendido ante las miradas de los audaces aeronautas.

Se distinguían perfectamente los dos lagos de los Indios Rojos y de la bahía de las Islas, sobre los cuales revoloteaban bandadas numerosísimas de patos y ánades; y los ríos Exploit que desemboca por el norte, y Humber que desagua por la costa occidental.

Extensos bosques de alerces, de abedules, de pinos y de fresnos aparecían aquí y allá, y también algunos pueblos situados a lo largo de las playas. Se veía a los pescadores bajar precipitadamente a tierra, y a los demás habitantes salir de prisa de sus cabañas para contemplar la nave aérea que pasaba majestuosamente sobre sus cabezas. De cuando en cuando se oían clamores y también alguna detonación.

—¡Diantre! —exclamó el irlandés—. ¿Nos tomarán por águilas?… Afortunadamente estamos lo bastante altos para que no lleguen sus balas hasta nosotros.

—Tal vez sea que quieren saludarnos —opinó Kelly.

—¿Serán indios?

—Los indios de Terranova murieron todos hace ya algunos años.

—¿Los aniquilaron?

—La civilización de los blancos es funesta para las razas de color: allí donde llega, mata, destruye.

—¿Aquí había tribus en la época del descubrimiento?

—Sí, y no pocas, según parece; pero desaparecieron pronto. La última fue la de Miemac.

—¿Eran salvajes?

—No. Se encontraron en ellos notables principios de civilización que demuestran que en tiempos remotos estuvieron en contacto con gentes de la raza blanca.

—¿Antes del descubrimiento de la isla?

—Sí, amigo mío.

—Pues si no se realizó el descubrimiento hasta 1497, ¿quién pudo estar aquí antes que Caboto?

—Acaba usted de formular un problema que ha hecho gastar torrentes de tinta a los historiadores europeos.

—¿Qué problema?

—El de que América fué visitada por europeos cinco siglos antes de los descubrimientos de Colón y de Caboto.

—¿Qué europeos?

—Escoceses, irlandeses y noruegos.

—Es muy chocante eso.

—Cuentan que antes del año mil varios audaces marinos escoceses e irlandeses, acuciados por el instinto de emigración o por el deseo de conquista, desembarcaron en esta isla y en las costas del Canadá y fundaron factorías e introdujeron la religión cristiana entre las tribus primitivas. Lo indudable es que cuando los noruegos, después de descubrir Islandia y Groenlandia, desembarcaron en estas costas, hallaron huellas evidentes de cristianismo.

—¿Será cierto que desembarcaron navegantes noruegos en estas costas?

—Las tradiciones legendarias que la nórdica Saga nos ha transmitido relatan las expediciones de noruegos y de escoceses-irlandeses, y hoy en día existe la convicción de que fundaron algunas industrias, especialmente en Nueva Escocia y Nueva Brunswick.

—¿Y que ocurrió con sus colonias? ¿Cómo no bajaron hacia el sur para conquistar regiones más templadas y más ricas?

—Se ignora. De las colonias sólo quedaron restos. ¿Las destruyeron los salvajes, o acabó alguna epidemia con los primitivos colonos? La historia no lo dice…

»Eso, sin embargo, no quita mérito a los grandes descubrimientos de Colón y de Caboto, que dieron a conocer a Europa otro continente inmenso, de cuya existencia se dudaba. Pero…

—¿Qué?

—¿No le parece a usted que ha aumentado el frío de pronto?

—¡Ya lo creo! ¡Como que estoy dando diente con diente!

—Escuchemos.

Pusieron ambos oído atento y oyeron un leve crepitar en el aire. Algo así como si chocaran con los globos unos cuerpos de poco peso.

Kelly miró hacia arriba y vio brillar a los tibios rayos del sol unas pajuelas de hielo que flotaban en el ambiente.

—Ya sé a qué obedece ese brusco descenso de la temperatura —dijo—. Estamos atravesando una capa de tenues hilillos de hielo. Mala señal, porque no tardará en caer nieve.

—¡Anda! —exclamó O’Donnell—. ¿No nota usted que estamos descendiendo?

—Así es. Este frío repentino contrae el hidrógeno; pero en cuanto salgamos de esta nube helada, el sol lo dilatará otra vez y subiremos al nivel en que estábamos.

La nave aérea descendía poco a poco; sin embargo, aquello no duró gran cosa. Bien pronto indicaron los barómetros a los aeronautas que se hallaban a 8000 metros de altura, en tanto que momentos antes estaban a 3500.

El descenso les permitió contemplar mejor la isla que se extendía a sus pies y que parecía como si huyese hacia el sudeste con la misma velocidad que la aeronave avanzaba hacia el nordeste. Se veían perfectamente las casas diseminadas por las orillas de los grandes bosques de pinos y de alerces, y a sus habitantes, que inútilmente pretendían correr tras el globo, creyendo que era un pájaro gigantesco de especie desconocida, confundidos por su forma tan diferente de la de los globos vulgares. Oíanse distintamente sus exclamaciones de asombro.

De pronto desaparecía aquel cuadro, y a las llanuras sucedían otras llanuras; a les bosques, nuevos bosques; a los lagos otros lagos, pues la velocidad de la aeronave iba en aumento.

A las tres de la tarde O’Donnell y el ingeniero divisaron, como posada en la orilla de una bahía, a San Juan, la capital de la isla. Pudieron ver durante algunos momentos el palacio de la Asamblea, la Aduana, las fortificaciones y las numerosas graves que se extendían durante largo trecho hasta bastante distancia de la ciudad; después sólo vieron una masa blancuzca, porque el viento les impulsaba hacia el norte, es decir, en dirección a las bahías de la Trinidad y de Buenavista.

A las tres y cuarenta minutos se encontraban sobre el cabo Fuels, a la vista de la Isla del Fuego, que pocos minutos después quedaba atrás, al internarse el aerostato en el Océano Atlántico, cuyas olas chocaban unas contra otras cubriéndose de un manto inmenso de blanca espuma.

—¡Adiós tierra! —exclamó O’Donnell—. De ahora en adelante sólo vamos a ver agua.

—Eso será si no cambia la dirección del viento —replicó el ingeniero—, porque puede llevarnos hacia el norte y obligarnos a retroceder a América.

—¿Hacia dónde vamos ahora?

—Al banco grande, directamente. ¿No ve usted, allá abajo, al este, muchos puntitos negros?

—Sí, los veo.

—Pues son los barcos ocupados en la pesca del bacalao.

—Todavía está lejos el banco grande.

—Si no disminuye la velocidad que llevamos, que es de cuarenta millas, no tardaremos ni dos horas en llegar.

—¿Se pesca el bacalao en cualquier sitio alrededor de la isla?

—Sí, principalmente cuando los peces empiezan a abandonar el banco grande en busca de otro alimento.

—¿Cuándo empieza la pesca?

—Durante la primavera se agrupan los bacalaos en grandes masas en los dogger-banks de las costas de Islandia, en los fiords de Noruega y en los golfos de Irlanda y luego se encaminan todos juntos a Terranova.

»En esta estación salen de las costas de Noruega, de Francia, de Inglaterra y de Holanda las flotillas pescadoras, que, cosa en verdad sorprendente, llegan sin necesidad de cartas marinas ni de instrumentos de navegación, siguiendo la ruta que puede llamarse secular.

»Se calcula en seis mil el número de barcos que vienen todos los años para dedicarse a la pesca del valioso pez.

—Deben coger una cantidad enorme de ellos.

—De treinta y cinco a cuarenta millones.

—¿Quién fue el primero que notó la agrupación de bacalaos en el banco?

—Caboto la había advertido ya; luego, otro explorador audaz, también navegante italiano: el florentino Yerazzano, que tomó posesión de Terranova el año 1525 en nombre del rey de Francia Francisco I, y que poco después perecía bajo las lanzas y las hoces de los indígenas; después, Lartier, el descubridor del río de San Lorenzo. Los franceses fueron los primeros que se dedicaron a la pesca, pero habiendo perdido la isla en 1783, los ingleses hicieron esfuerzos sobrehumanos para adueñarse de la pesca, y enviaban cada año cerca de veinticuatro mil pescadores. Hoy en día, casi todas las naciones marítimas envían aquí barcos y barquitos de pesca, a excepción de los compatriotas de Caboto y Yerazzano.

—¿Se pesca también el bacalao en el río San Lorenzo?

—No; esa clase de peces no entra nunca en los ríos; más aún, procuran alejarse de su desembocadura.

—Y cuando acaba la estación en el banco grande, ¿acostumbran reunirse en otro sitio?

—No; se dispersan, desaparecen, y ya no se les ve en el resto del año. Se ignora dónde irán a invernar durante la estación de los hielos, pero al parecer se mantienen en aguas profundas.

—¿Permanecen siempre en el banco en primavera?

—No; cuando se sacian de los peces que pueblan estas aguas, se apartan para ir al sur de la isla de las Arenas o a los alrededores de San Pedro, donde esperan ya los pescadores para la segunda cosecha. Saben que los bacalaos irán allí para caer sobre los capellanes.

—¿Qué es eso de capellanes?

—Una especie de abadejos, llamados también oficiales, de quince centímetros de largo, poco más o menos, que también llegan en grandes masas, después de los bacalaos.

»Los pescadores los cogen a miles y ofrecen este cebo a los llegados primeramente, que, como son muy voraces, se precipitan sin desconfianza sobre los anzuelos.

»Cuando se hartan de tragar y de destruir capallanes, los pescadores les ofrecen otra presa; unos cefalópodos que se pescan abundantemente en las ensenadas de Terranova y que tienen el feo vicio de echar agua a la cara de los pescadores, de tal modo que éstos están siempre chorreando. Es la última presa que se ofrece a los bacalaos, que poco después reanudan su emigración y desaparecen.

»Ahí tiene usted los primeros barcos de pesca, O’Donnell; abra bien los ojos y verá cómo se alegra de haber volado sobre el banco grande de Terranova.

VI. AL TRAVÉS DEL BANCO DE TERRANOVA

El enorme banco de Terranova, famoso por la pesca del bacalao que en él se realiza, está situado entre los 40° 57’ y los 50° 17’ de latitud norte y los 46° y los 50° de longitud oeste. Su longitud es de novecientos kilómetros, su anchura varía, a causa de la forma irregular que tiene, y en algunos puntos mide trescientos kilómetros.

Es un banco enorme, arenoso, pero la profundidad a que se encuentra permite que sobre él pasen los buques sin riesgo en casi toda su extensión. Allí es donde a principios de primavera, especialmente después de la llegada de inmensas bandadas de esas aves marinas que acompañan a los bacalaos en sus emigraciones, se agrupan por millares los barcos pesqueros, procurando apoderarse de los sitios mejores, y en particular del espacio intermedio entre los paralelos 44° y 46°, que es el preferido por los peces emigrantes.

Ni las pesadas y densísimas nieblas producidas por las aguas tibias del Gulf Stream al encontrarse con las frías corrientes polares y con los icebergs o montañas de hielo flotantes desprendidas de las regiones árticas; ni la irrupción de aquellas ingentes moles de hielo, de miles de toneladas de peso, que atraviesan el enorme banco; ni el violento azote del pudría, que levanta olas formidables, contienen a aquellos millares de pescadores que se adentran audazmente sobre el banco, compitiendo entre sí a ver quién llena antes su embarcación de los estimados peces que tan considerables beneficios les proporcionan.

Todo el mundo conoce el bacalao, pero ya seco y sin cabeza.

Es un pez de una voracidad fenomenal, semejante a la del sollo de agua dulce, y se alimenta de crustáceos, de moluscos y de peces.

Tiene sobre el dorso tres espinas y una cola pequeña y recortada en cuadro. Su boca es gruesa, obtusa, provista de unas barbas carnosas, de forma cónica; sus ojos son grandes, su cuerpo esbelto, cubierto de escamas menudas y adherentes; tiene el color verdusco y amarillento por encima y plateado por abajo.

Como es muy voraz, se le coge fácilmente, puesto que se lanza sin vacilar sobre el cebo prendido en los anzuelos, que se traga al mismo tiempo que la carnada.

Los sedales que se utilizan en la pesca son cuerdecitas muy fuertes, de 27 milímetros de diámetro y cien metros de longitud, que terminan en anzuelos de hierro dulce o de acero, a los cuales se enganchan trozos de arenque o de los otros pescados de que hablamos antes.

Estos sedales se mantienen verticalmente merced a unos trocitos de plomo de cuatro a seis gramos de peso. Se calcula que cada pescador puede, si el tiempo es favorable, coger de doscientos cincuenta a trescientos cincuenta bacalaos al día.

Cuando el aerostato, impulsado por el viento del sudoeste, llegó sobre el banco, los pescadores estaban en uno de los momentos más intensos de su trabajo.

Bricks, bergantines, goletas, cutters y otras muchas clases de embarcaciones balanceábanse furiosamente a merced de las violentas olas del Atlántico, en todo lo que alcanzaba la vista. Por doquier se veían dores, barquitos encargados de recoger los sedales y la pesca, tripulado cada uno de ellos por dos hombres cubiertos con trajes de tela impermeable y un mandil muy largo que les llegaba hasta el cuello.

Por todas partes reinaba una actividad febril entre una algazara que percibían bien los oídos de los aeronautas.

Los marineros de las embarcaciones pequeñas, sacaban del agua con rapidez vertiginosa los largos sedales, desprendían el pescado de los anzuelos, lo destripaban y le arrancaban la lengua que guardaban cuidadosamente en los bolsillos de sus largos mandiles y en una bolsa que llevaban colgada de la cintura. Las lenguas no se reúnen para obtener de ellas ningún provecho, sino para hacer la cuenta de los pescados con el dueño del barco que, al llegar la noche, dispone que le presenten las lenguas para comprobar el número de bacalaos que ha cogido cada uno de los hombres contratados.

En las cubiertas de los bricks, de las goletas, de los schooners, de los bergantines, de las oreas y de los cutters, bullía el trabajo con no menor actividad.

Los capitanes o los dueños de las embarcaciones, o los contramaestres, erguidos ante sendas mesas, descabezaban los bacalaos que les habían llevado a bordo los botes de los pescadores, y apartaban los hígados y las huevas que depositaban en cestos grandes, en tanto que sus ayudantes, los preparadores, arrancaban de cada pescado la espina dorsal y los limpiaban bien por dentro, echándolos después a la bodega, donde otros hombres estaban encargados de ponerlos en sal.

De los hígados que los pescadores recogen en grandes cantidades, se extrae ese milagroso aceite que ha adquirido tanta fama.

Se obtiene mediante un procedimiento sencillísimo: basta colocar hígados y huevas en un canasto y ponerlos al sol. Al descomponerse se convierten en acáte que se recoge en recipientes colocados bajo los canastos.

Desde muy remotos tiempos los ingleses, los holandeses y los noruegos conocen las asombrosas propiedades dé este aceite, pero no solían emplearlo más que como remedio contra los reumatismos articulares, en lo cual obtenían excelente resultado. Hoy, en cambio, se emplea como reconstituyente, y todo el mundo conoce su extraordinaria eficacia.

Considérase el mejor de todos el que sé extrae de los bacalaos cogidos en el banco de Terranova, porque es el más rico en materias grasas y, el más efectivo como reconstituyente.

Del enorme banco subía hasta el globo un tufo nauseabundo de pescado, de aceite, un humo negro y densísimo que brotaba de las chimeneas de los buques de guerra de todas las naciones, escalonados entre los numerosos barcos de pesca, y por los cuatro puntos cardinales se oía un estrépito imposible de describir: silbidos de máquinas, disparos de pedreros que ordenaban el regreso de los botes a bordo, toques de campana, vibraciones de trompeta, un griterío, un continuo llamarse unos a otros, un vocerío en todos los idiomas…

Al aparecer el aerostato que navegaba majestuosamente sobre el banco, produjese un silencio profundo. Todos aquellos pescadores olvidaron por unos instantes los sedales y los bacalaos, para contemplar aquella sorprendente aeronave, arrastrada por el viento sobre las rugientes olas del océano.

Todos parecían estupefactos ante tan inesperada aparición. ¿Adivinaban el verdadero motivo de la presencia del Washington, o lo confundían, como los habitantes de Terranova, con un gigantesco pájaro de especie desconocida? No tardó en suceder a aquel silencio un clamor que ensordecía. Estrepitosos hurras brotaron de un extremo a otro del extenso banco; se vió a los hombres agitar sus gorros; arriáronse y se izaron tres veces las banderas de los buques, en señal de saludo; sonaron furiosamente las campanas y las trompetas y dispararon los cañones pedreros, lo mismo que cuando las densas nielas caían repentinamente sobre las flotillas pesqueras.

Los buques de guerra, cuyos tripulantes comprendieron, desde el primer instante, de qué se trataba, y que tal vez tenían noticias de la arriesgada expedición del ingeniero Kelly, dispararon salvas en su honor, mientras los marineros subidos en las vergas rendían homenaje a los intrépidos aeronautas con formidables hurras.

—¡Gracias! —gritó el ingeniero, hondamente conmovido y haciendo ondear la bandera de los Estados Unidos, mientras O’Donnell descargaba dos fusiles.

La aparición duró muy poco. El viento impulsaba al Washington hacia el océano a una velocidad de sesenta millas por hora, y en pocos minutos pasó éste sobre la larga fila de barcos y de canoas, alejándose hacia el nordeste.

—¡Por San Patricio! —exclamó el irlandés—. Confieso a usted, señor Kelly, que me ha conmovido esa acogida.

—También a mí me ha hecho mucha impresión, O’Donnell —contestó el ingeniero.

—¿Acaso están enterados esos pescadores de los propósitos de usted?

—Puede ser, porque los periódicos de los Estados Unidos y del Canadá han publicado extensas informaciones, y de ellos habrán copiado algo los de Terranova.

—De cualquier modo que sea, esa manifestación de afecto ha sido muy conmovedora. A mí me ha impedido seguir contemplando las operaciones de la pesca.

—Ya sabe usted lo bastante de ellas.

—Sí; gracias a la erudición de usted. ¿En qué dirección navegamos?

—Hacia el nordeste, es decir, como yo deseo.

—¿Y no volveremos a ver tierra?

—Ninguna, hasta que lleguemos a Europa.

—¡Demonche! ¿Sabe usted, señor Kelly, que eso me produce un efecto muy…?

—Verá usted cómo se le pasa ese efecto en cuanto coma cuatro bocados y beba una botellita de vino español.

—Me parece que está usted en lo cierto —contestó el irlandés, sonriéndose—. Un trago de buen vino espanta las emociones mejor que ninguna otra cosa del mundo. Además he de decirle que este frío me ha abierto el apetito.

—¡Claro! Son ya las siete y aun no nos hemos llevado a la boca ni un pedacito de galleta. ¡A ver, Simón, danos algo de comer!

—Pierde usted el tiempo, señor Kelly. Me parece que su criado sigue muerto de miedo. Evidentemente, no se han inventado para los negros los viajes en globo.

Tenía razón el irlandés. El criado del ingeniero no se había movido aún del sitio que ocupaba cuando ascendió el aerostato, y seguía agarrado fuertemente a las cuerdas, dirigiendo miradas despavoridas a su alrededor.

—¡Vamos, holgazán! —le dijo el ingeniero—. ¿Qué miedo es ese que se ha apoderado de ti?

—Tengo miedo de caer, massa —respondió el negro balbuciendo.

—¿Y tal vez de que también caigamos nosotros?

—Es que yo soy negro y ustedes…

—Blancos —añadió O’Donnell echándose a reír—. ¿Por ventura llevan los hombres de nuestra raza un depósito de hidrógeno en el vientre? ¿Le parece a usted que es así, señor descendiente de Caín?

El negro trató de sonreír cuando oyó estas frases, pero sus gruesos y tímidos labios se contrajeron de un modo horrible, sin lograrlo. El pobre diablo hizo un esfuerzo supremo para levantarse; volvió a caer pesadamente, como si tuviese rotas ambas piernas, y profirió un grito de espanto.

La altura le producía un miedo insuperable; el vacío le aterraba y le hacía perder la cabeza.

—¡Quédate ahí! —le dijo O’Donnell—. ¡Yo me encargo del servicio de a bordo, haragán!

En un abrir y cerrar de ojos abrió una caja, sacó una lata de carne asada, otra de anchoas, galletas, una botella, vasos y cubiertos y preparó la mesa, que era uno de los bancos de la barquilla.

—Cuando usted guste, señor Kelly —dijo con su voz más agradable.

El ingeniero, que estaba examinando sus aparatos, se apresuró a contestar al llamamiento, y ambos aeronautas, que ya empezaban a sentir hambre, dieron con el mayor apetito el ataque a las viandas, sin prescindir del negro, que hizo grande honor a la comida y especialmente a la bebida, no obstante su muchísimo miedo.

Terminada la cena el ingeniero y el irlandés encendieron sendos cigarrillos y se volvieron para mirar al oeste.

Había desaparecido el banco en el horizonte y el aerostato navegaba sobre la inmensa extensión del Atlántico, cuyos rumores llegaban hasta la barquilla.

El irlandés, a pesar de su audacia, palideció ligeramente. En lo sucesivo no podrían contar más que con su resistencia y con la aeronave, pues estaban rodeados por la inmensidad y no era posible que acudiese ningún mortal en su auxilio si les ocurría una catástrofe.

Casi en el mismo instante, acabó de ponerse el sol y cayó la noche sobre el océano, bruscamente, envolviendo al aerostato.

VII. EN MEDIO DEL ATLÁNTICO

El océano Atlántico, que empezaban a atravesar los intrépidos aeronautas, es el más conocido y el más frecuentado de todos, aunque sólo ha sido recorrido en toda su extensión a partir del descubrimiento de América.

Los antiguos conocían su existencia, pero hasta el siglo XV y aun después, permanecieron ignorados sus confines. Hoy es perfectamente conocida su superficie, calculada en 70 721 274 kilómetros cuadrados: su longitud, que alcanza de norte a sur 13 305 kilómetros, y sus mayores anchuras, que varían entre los 3500 y los 3600 kilómetros, así como también su profundidad.

Antiguamente se creía que el fondo de los océanos, dada su mucha extensión, fuese igual por todas partes. Los sondeos realizados con mucho trabajo, pero muy esmeradamente por los buques de guerra de las naciones europeas y americanas, han demostrado, al contrario, que en esos fondos hay llanuras, montañas y abismos como en los continentes.

En particular el Atlántico tiene un fondo muy irregular. Por lo común, los valles de este océano son más profundos cuanto más apartados están de los continentes, pero tienen llanos que conservan la misma profundidad durante varios centenares de millas.

La parte central de la cuenca septentrional, por ejemplo, es una inmensa llanura de forma irregular, que se mantiene a unas 2000 brazas bajo la superficie del agua y se eleva poco a poco hacia las Azores que pueden ser consideradas como el punto culminante y hacia las Islas Británicas que descansan sobre un banco que no tiene más de cien brazas de profundidad, lo cual inspira la suposición de que ese banco o plataforma no sea sino una parte de Europa sumergida en el mar.

Pero del mismo modo que el Atlántico tiene llanuras que se mantienen a una profundidad uniforme, tiene también abismos inmensos, espantosos, en sus cuencas septentrional y meridional. Se ha logrado medir, entre las Islas Británicas e Islandia uno de una profundidad de tres kilómetros y una anchura de 1200 millas. A 130 kilómetros de Puerto Rico hay otro de 8341 metros; otro más a 0º 11’ de latitud sur hacia Cabo Verde, que midió 7370 metros; otro de 5000 metros entre Madera y Canarias y uno de esta misma profundidad entre la costa de Portugal y las Azores.

¡Qué espantosa muerte hallarían los aeronautas si el globo llegaba a estallar o se desgarraba sobre uno de aquellos abismos…!

Por fortuna la magnífica aeronave construida por el ingeniero con toda clase de cuidados, dotada de tan potente fuerza ascensional y equilibrada como estaba, se conducía tan bien y aun mejor que un barco flotando en el agua.

Impulsada por el viento, constantemente favorable y del sudoeste, hallábase aún a gran altura; no tardaría sin embargo en descender a causa de la contracción del hidrógeno que es muy sensible a los cambios de temperatura.

El océano había adquirido un color sombrío y ya no se oía más que sus rumores. Parecía como si se hubiera desplegado bajo el aerostato un inmenso velo negruzco o mejor dicho una nube de velos que dejara transparentar de cuando en cuando vagos reflejos debidos al incierto brillar de los astros.

El aire era de una pureza admirable, de una transparencia cristalina y en la altura centelleaban millones de estrellas que, aparentemente, seguían el rumbo de la nave aérea. Una levísima franja plateada en el horizonte anunciaba la próxima salida del astro nocturno y se reflejaba en las remotas aguas del océano que en aquella dirección tomaban un tinte nacarino del más admirable efecto, visto desde aquella altura.

Sorprendido y admirado, O’Donnell contemplaba aquel cuadro sin hablar palabra, inclinado sobre la popa de la barquilla de aluminio; Kelly continuaba sus observaciones examinando con mucha atención los barómetros para ciarse cuenta del descenso del Washington; Simón, el negro, más asustado que nunca, daba diente con diente a causa del frío, que era más penetrante a cada momento, y del miedo, que le obligaba a aferrarse desesperadamente a las cuerdas que sostenían la barquilla.

—Tres mil metros —dijo de pronto el ingeniero.

—¿Seguimos bajando aún?

—Sí, O’Donnell.

—¿Será excesivo el peso que llevamos?

—No, es que el hidrógeno se contrae con el frío.

—¿Hay acaso algún escape de gas?

—¿Nota usted el olor?

—No.

—Pues entonces no hay cuidado.

—¿Hasta cuándo vamos a estar bajando?

—Luego lo sabremos.

—¿Y si llegamos a tocar la superficie de las aguas?

—En las noches venideras es posible que lleguemos; pero hoy no. Nuestro globo tiene mucha fuerza ascensional… ¡Oh!… ¡Oh!…

—¿Qué le pasa a usted?

No contestó el ingeniero. Tenía la mirada fija en las brújulas y se le había arrugado la frente.

—¿Acabará aquí la corriente de aire estudiada por mí, y que constantemente soplaba del sudoeste al nordeste? —murmuró—. Eso sería grave.

—Pero ¿qué le pasa? —insistió el feniano.

—Tengo que decirle a usted una cosa muy seria. Hemos virado por avante, como dicen los marineros.

—Y eso, ¿qué importa?

—¿Sabe usted adonde nos lleva el viento ahora?

—No.

—Pues de regreso hacia América.

—¿En dirección al banco de Terranova?

—No, hacia el noroeste, directamente al estrecho de Davis, entre Groenlandia y el Labrador.

—¡Deplorable descubrimiento, a fe mía! ¿Qué piensa usted hacer? A mí me desagradaría mucho volver al Canadá.

—Si estuviéramos cerca de la superficie del océano, echaría mis anclas, pero nos encontramos a tanta altura que, ni uniendo todas las cuerdas que llevamos tocaría su extremo el agua.

—¿No podemos descender más?

—Sí; pero tendríamos que sacrificar parte del gas y ya sabe usted que es demasiado preciso para, que lo dejemos escapar.

—¿A qué distancia estamos del banco de Terranova?

—A ciento setenta millas.

—¿Y retrocedemos hacia allá?

—A una velocidad de sesenta millas por hora. Si continuamos con este rumbo, dentro de cuatro o cinco horas, veremos el Labrador.

—¡Maldito viento! Confiemos en que cambiará, señor Kelly, aunque no me desagradaría encaminarme al polo en vez de ir a Europa. Sería un descubrimiento magnífico.

—Por el momento se lo cedo a quien lo quiera, pues no llevamos las ropas necesarias para resistir aquellos terribles fríos, ni una cocina portátil para preparar bebidas calientes. Si el viento nos arrastra en esa dirección, descenderemos en la primera tierra que nos salga al paso y reanudaremos nuestra tentativa más adelante, desde cualquier otra costa.

—Me contrariaría mucho.

—También a mí, O’Donnell. Confiemos en que la corriente quedará restablecida cuando salga el sol.

—¿No estará la corriente buena a los 3500 metros?

—Es posible que por debajo de esa altura exista otra corriente, la que ahora nos lleva al noroeste.

—Soltemos lastre, pues, para elevarnos.

—Eso sería una imprudencia muy grande. Nos privaríamos de un peso que más adelante puede sernos muy necesario, y cuando el sol dilatara nuestro hidrógeno ascenderíamos a tanta altitud que no seríamos capaces de resistirla. A los 8000 metros, según parece, la rarificación del aire es mortal o poco menos; a los 9000 metros no podríamos resistir ninguno de nosotros. Dejemos, pues, que el viento nos lleve al noroeste, y ya veremos mañana.

—¿Seguimos bajando?

—Sí —contestó el ingeniero— y en este descenso confío bastante para detener el aerostato. Ya estamos a 2500 metros y aun no llevamos traza de parar: el hidrógeno se va enfriando con mucha rapidez… ¡mejor que mejor!

Efectivamente, el globo, o mejor dicho, los dos globos, a causa de la humedad de la noche, que aumentaba su peso, y del frío, que contraía el hidrógeno, descendían a ojos vistas, dando saltos bruscos. Se detenían un instante y luego bajaban como si disminuyeran sus fuerzas repentinamente, o como si el hidrógeno perdiera su fuerza ascensional; luego volvían a pararse para reanudar la caída a los pocos minutos.

O’Donnell empezaba a estar intranquilo, a pesar de que tenía mucha confianza en el aerostato y en su inventor. En cuanto al miedoso Simón, gemía muy apurado á cada caída, y miraba con ojos asustados la sombría superficie del océano, que se acercaba rápidamente. El pobre diablo se consideraba irremediablemente perdido y esperaba con indescriptible angustia el momento en que el Washington fuese tragado por las aguas.

En cambio, el ingeniero estaba tranquilo y hasta bendecía para sus adentros aquella humedad y aquel frío que le permitían echar al agua sus anclas y contener la marcha hacia regiones opuestas a las que esperaba llegar.

A las nueve de la noche sólo estaba el globo a mil metros de distancia del océano. Se oían perfectamente los rugidos de sus sombrías olas y se veía con toda claridad la espuma que las coronaba.

A las diez bajaron a 500 metros y a las doce y cuarto a 300. Allí se contuvo el descenso. Se había restablecido el equilibrio.

—¡Abajo las anclas! —ordenó el ingeniero.

—¿Tendremos suficiente cuerda? —preguntó O’Donnell respirando libremente.

—Uniendo los tres guide-ropes y todas las demás, nos sobrará mucho.

—¿No seguirá bajando el globo?

—Creo que no; con lo que vamos a hacer quedará aligerado de un peso considerable y además le obligaremos a detenerse. Ayúdeme usted, O’Donnell.

Llevaron uno a proa y otro a popa los dos grandes conos de aluminio, de una capacidad total de unos 460 litros y los ataron a las larguísimas cuerdas previamente anudadas.

El ingeniero y el irlandés, ayudados por Simón, que al fin se decidió a moverse, echaron al agua las dos originales anclas que inmediatamente se pusieron boca arriba y se llenaron de agua.

Descargado de aquel peso el Washington tensó pronto las dos cuerdas y detuvo en el acto su huida hacia el noroeste. Los enormes husos dieron la vuelta, colocándose en la dirección del viento, pero los conos resistieron oponiendo fuerte resistencia.

Durante algunos momentos la aeronave se quedó completamente inmóvil; luego el viento que azotaba con violencia su extensa superficie, empezó a arrastrarla en la primera dirección. Pero la velocidad de la marcha era casi mínima: el ingeniero pudo comprobar que su aerostato recorría con mucho trabajo tres millas por hora.

—Este resultado rebasa mis previsiones —dijo—. En una hora nada más de buen viento podemos recuperar lo que hayamos perdido en ocho o diez de marcha contraria. ¿Quiere usted que le de un consejo, O’Donnell?

—Hable usted, señor Kelly.

—Envuélvase en una buena manta de lana, y procure dormir mientras Simón vela. No corremos peligro alguno y podemos cerrar los ojos mientras llega nuestra hora de estar en guardia.

—¿Me acompañará usted?

—Hasta media noche. A las cuatro de la mañana me relevará usted.

—Con mucho gusto. Buenas noches, señor Kelly; si me necesita para algo tíreme usted de las piernas sin miramiento o mande a Simón que me tire.

Abrigaronse con sus mantas ambos aeronautas, para protegerse contra la humedad y contra el frío de la noche y se durmieron profundamente mientras el Washington navegaba con lentitud hacia el noroeste arrastrando las dos anclas que hendían las olas con sordo rumor.

A media noche, Simón, que poco a poco iba cobrando ánimos, y que no se había atrevido a cerrar los ojos por miedo a despertarse en el fondo del mar, llamó al ingeniero.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó este.

—Ninguna, massa —respondió el interpelado.

—¿Seguimos caminando hacia el noroeste?

—Sí.

—Vete a dormir y procura no padecer pesadillas.

Se sentó en la popa de la barquilla, encendió un pitillo y dirigió una mirada al océano, que rugía a menos de 250 metros. El enfriamiento del hidrógeno continuaba, provocado por el descenso de la temperatura.

No se divisaba luz alguna en la negra superficie del Atlántico. Unicamente en el horizonte reflejaban las aguas el disco del astro nocturno en su primer cuarto, tiñéndose de una luz blanquecina, y el fulgor rojizo o azulado de las estrellas próximas al océano.

No interrumpía el silencio más que el rumor producido por las anclas, que procuraban oponer resistencia al viento, a cuyo impulso obedecía muy trabajosamente el Washington; y el apagado murmullo de las olas.

Levantó Kelly la cabeza y vio que los dos enormes husos oscilaban en el aire con sus extremos dirigidos hacia el noroeste. El viento formaba arrugas en su superficie, introduciéndose en los pliegues de la tela, pero soplaba flojamente y no podía ocasionar ninguna avería. El ingeniero hubiera podido eliminarlo hinchando los globitos interiores con su bomba impelente, pero no valía la pena cansarse en tal faena, pues no amenazaba peligro alguno. Dentro de unas horas se encargaría el calor solar de poner tensa aquella superficie.

Continuó el ingeniero fumando tranquilo, mecido suavemente por la barquilla que se balanceaba a merced del viento, y esperando la hora de ser relevado por el irlandés, que roncaba estrepitosamente debajo de un banco y bien arropado en su manta de lana.

Comenzaba a aparecer por oriente una luz indecisa que tiñó el cielo con reflejos nacarados e hizo palidecer a las estrellas, cuando el ingeniero se vió bruscamente arrancado a sus meditaciones por un bramido lejano que al parecer se acercaba muy de prisa.

Se puso en pie y miro hada abajo. No vió nada en la negra superficie del océano. Paseó sus miradas en torno y advirtió hacia el oeste tres puntos luminosos que surcaban el horizonte con rapidez fantástica.

—Un vapor correo —murmuró—. Un buque que navega hacia Europa o con rumbo a la bahía de Hudson.

De pronto dio un grito. Entre los tres puntos luminosos brilló una llamarada, a la cual siguió a poco una detonación y pasó un proyectil silbando entro los dos globos, para caer al mar con sordo ruido.

VIII. LAS GRANDES ASCENSIONES

Bruscamente despiertos por las exclamaciones del ingeniero y por la detonación, O’Donnell y el negro se pusieron de pie creyendo que había estallado el Washington y que la barquilla se precipitaba desde la altura a las espumantes olas del Atlántico.

—¡Dios mío! —exclamó el irlandés—. ¿Que sucede, señor Kelly?

—¡A las anclas sin perder momento! —contesto el ingeniero.

—¿Caemos?

—No; nos persiguen a cañonazos.

—¿Todavía?

—¡Silencio! Coja usted la cuerda que va sobre el o guide-rope y vuelque el cono de proa, mientras yo hago lo mismo con el de popa; tú, Simón, prepárate a tirar un saco de lastre. ¡De prisa, si no queremos que un cañonazo atraviese alguno de los globos!

El irlandés, que comprendió el gravísimo peligro en que se veían, cogió la cuerdecita apareada a la cuerda-freno, dando un tirón muy fuerte, mientras el ingeniero realizaba la misma operación.

Invirtiéronse ambas anclas, vaciando los cuatrocientos litros que contenían, peso enorme que el aerostato no hubiera podido levantar más que desprendiéndose de igual cantidad de arena.

Aligerado de tan considerable obstáculo, el Washington dio un salto brusco en el aire, derribando a los tres aeronautas que ni siquiera tuvieron tiempo de agarrarse a las cuerdas.

Casi al mismo tiempo retumbó sobre el mar otro cañonazo y pasó una granada silbando a tres metros nada más de la amenazada barquilla, para estallar seiscientos metros más allá.

—¡Canallas! —rugió O’Donnell—. Si yo tuviese una docena de granadas, arrasaría vuestro barco hasta dejarlo como un pontón.

El aerostato continuaba ascendiendo con mucha rapidez. Subió a mil metros, luego a dos mil y se detuvo en los dos mil trescientos.

Resonaron sobre el mar alaridos de rabia seguidos de tres detonaciones y de una descarga de fusilería, pero el globo estaba ya fuera del alcance de las balas y ni las de los cañones ni las de los fusiles llegaban hasta él.

—¡Uf! —exclamó el irlandés, enjugándose la frente humedecida de frío sudor—. ¡Si llegamos a retrasarnos cinco minutos, estamos perdidos!… ¿Ve usted, señor Kelly, a qué riesgos se expone por mi culpa?

—¡Bah! ¿De qué valdría un viaje sin emociones? —contestó el ingeniero—. ¡Que encarnizados están esos ingleses contra nosotros! ¡Ya se cansarán…!

—Pero ¿qué clase de buques poseen para haber podido alcanzarnos tan pronto?

—Unos barcos que caminan a razón de quince o diez y seis nudos por hora.

—Pues nosotros hemos corrido más que ellos.

—Pero el viento nos ha rechazado hacia las costas americanas. Si no hubiese cambiado de dirección la corriente aérea, ese buque estaría ahora tan lejos de nosotros que no podría tener esperanza de alcanzarnos. Nos ha encontrado por casualidad.

—Y gracias a que le ha visto usted a tiempo. ¿Nos sigue aún?

—Sí; distingo sus luces de situación, pero están ya muy lejos.

—¿Navegamos todavía hacia el noroeste?

—No; hemos vuelto a encontrar nuestra corriente, que nos lleva al nordeste.

—¡A Europa!

—Sí, O’Donnell. Renace mi esperanza.

—¡Hurra por el Washington!

Al ascender el aerostato por haberse librado de los cincuenta kilos de arena, volvió a encontrar la corriente aérea descubierta por el ingeniero, la que, al parecer, soplaba constantemente hacia el nordeste, y mientras la atención de los navegantes estaba concentrada en el buque de guerra que los perseguía, los dos grandes husos viraron en redondo y emprendieron la carrera en la dirección primitiva, a una velocidad de sesenta millas por hora, avanzando hacia el centro de la infinita extensión de agua que empezaban a colorear las primeras claridades del amanecer.

El buque de guerra, incapaz de competir con la extraordinaria velocidad del aerostato interrumpió su cañoneo y en pocos minutos quedó reducido a un punto negro que apenas era visible en la superficie del Atlántico. No tardaron en desaparecer también sus luces.

Mientras, el sol iba a salir por el horizonte oriental. La luz blanquecina se volvió sonrosada; palidecieron rápidamente las estrellas, confundiéndose entre aquellas primeras oleadas de luz, de color de rosa; surgió de repente el primer rayo de sol, en el sitio en que parecían confundidos el mar y el cielo, y cabrilleó el agua cubriéndose de pajuelas doradas de admirable efecto, mientras la cubierta de los globos adquiría tonos de púrpura.

Desvaneciéronse las últimas tinieblas ante aquella brusca invasión del astro rey; las estrellas se ocultaron como por arte dé magia y las aguas recobraron su entonación verdosa, esmeraldina, interrumpida a veces por manchas de un azul intenso.

El ingeniero examinó el horizonte para ver si se hallaba a la vista algún buque o si se divisaba alguna tierra hacia el noroeste. El océano estaba desierto y no aparecía isla ni continente alguno en ninguna dirección.

Unicamente las aves marinas revoloteaban sobre la superficie del agua, sumergiéndose de cuando en cuando entre las olas para apoderarse de los peces que se arriesgaban a dejarse ver.

Había muchas de esas fúnebres aves de las tormentas, que existen en todas las latitudes; algunas fragatas, de vuelo fulminante, y varias parejas de alciones. De cuando en cuándo se veía saltar fuera del agua, recorrer volando veinte o treinta metros y sumergirse otra vez, centenares de esos extraños peces llamados dactilópteros, o peces voladores, de un pie de largo algunos de ellos, feísimos, de un color pardo rojizo, con aletas negras, con una especie de casco erizado de espinas en la cabeza, y otros de menos de veinte centímetros con las escamas azules plateadas. Surgían por diferentes sitios, Se cruzaban en todas, direcciones, hacian esfuerzos asombrosos para mantenerse en el aire, y volvían a caer en cuanto se secaban sus aletas. No cabe duda de que aquellos desgraciados habitantes del océano se veían atacados por otros peces, mayores y más voraces.

—Es una lastima que no dispongamos de alguna red —dijo O’Donnell—. Me gustaría comer unos peces asados.

—¿Olvida usted que estamos a mucha altura y que no tenemos cocina?

—Tiene usted razón, señor Kelly. Olvidaba que no podemos encender lumbre y que aunque pudiéramos, sería peligroso encenderla… Pero ¡por todos los diablos del infierno! ¡Si hay miles de peces ahí…!

—¿Le choca a usted eso?

—No, porqué sé que los peces son muy prolíficos y ponen de cada vez millares de huevos.

—Algunos ponen millones, no millares.

—Creo que los más fecundos son los arenques. En los puertos de mi país se agrupan en bancos grandísimos.

—Pues está usted equivocado, porque los arenques no ponen por termino medio más que unos treinta mil huevos.

—¿Le parece a usted poco?

—¡Qué dirá usted de los bacalaos, que ponen siete millones!

—¡Caramba!

—¿Y del pez lira, que pone de veinte a treinta?

—¡Treinta millones de huevos…! —exclamó O’Donnell—. ¡Qué familia debe nacer de una pareja de peces de esos!

—Se cree que son les más prolíficos de todos. Sin. embargo, existe uno que por sus dimensiones puede considerarse más fecundo que el pez lira: el pleuronectos flexus, que es muy pequeño, por el estilo de les gorriones de mar, y produce hasta millón y medio de nuevos.

Mientras así charlaban el negro disponía el almuerzo que habían de tomar en sustitución del café, que no figuraba entre sus provisiones por carencia de una cocina u hornillo, y el Washington, que flotaba en un mar de luz subía hacia las altas regiones de la atmósfera.

Las arrugas habían, desaparecido poco a poco y la superficie se puso tirante bajo el esfuerzo del hidrógeno dilatado por el calor solar, que aumentaba en grado máximo su fuerza ascensional, ya considerable a causa del lanzamiento del lastre.

A las diez estaba ya a 3600 metros y seguía subiendo. O’Donnell, que no había notado nada pero sentía recrudecerse el frío, pues la temperatura había llegado al cero, miró a su alrededor creyendo que hubiese vuelto a entrar el Washington en otra nube de hielo, pero la atmósfera tenía una limpidez absoluta.

—¿Dónde estamos? —Preguntó—. ¿Nos acercamos sin darnos cuenta a las regiones polares?

—No: seguimos navegando hacia el noroeste por el paralelo 48° —contestó el ingeniero—. Este descenso de temperatura obedece a nuestra elevación. Mire usted el barómetro: ya hemos subido a 3700 metros.

—¿Querrá el Washington llegar a la luna?

—No; ya verá usted cómo se detiene.

—Cuanto más subimos, más frío hace, ¿verdad?

—Sí, y además, el aire se enrarece tanto que acaba por matar a los imprudentes que suben demasiado.

—¿Cómo es eso?

—Porque disminuye la tensión del oxígeno que a esas alturas ya no penetra en la sangre y por consiguiente en les tejidos, en cantidad suficiente para mantener la combustión vital en su estado de normal energía. A la altura a que nos encontramos debe usted tener ya ochenta pulsaciones por minuto y sentir un principio de náuseas.

—Efectivamente, siento algún malestar.

—Si seguimos subiendo verá usted que se le hincha el vientre, que se le congestiona, el rostro, que le dan vértigos. Más arriba está la muerte, pero nosotros no llegaremos a esa zona mortal.

—En eso confío, señor Kelly, no por mí, sino por usted. Dígame, ¿ha habido aeronautas que se atrevieran a llegar a esa zona?

—Sí, y algunos de ellos bajaron ya sin vida. Los primeros que se arriesgaron audazmente a escalar los espacios celestes para ver hasta qué altura era respirable el ambiente para los humanos, fueron Robertson y Lhoest, que en 1803 ascendieron según parece a 7000 metros. Se dijo entonces que a Robertson se le había hinchado la cabeza de tal modo que no podía ponerse el sombrero, pero esto me parece una fábula.

En 1804 Gay-Lussae llegó también a los 7000 metros: tuvo náuseas, vértigo y principio de asfixia, pero pudo descender con vida.

»En 1850 Gaisher y Coxwell afirmaron que habían llegado a los 10,000 metros. El primero se desmayó, pero el segundo, aunque no podía mover las manos porque el frío se las había entumecido, consiguió sujetar con los dientes las cuerdas de la válvula de descenso y así llegaron a tierra.

»A pesar de todo yo opino que no llegaron a tal altura y lo mismo que yo creen muchos aeronautas. Si hubieran subido a tanta altura no hubieran descendido convida.

»La ascensión más dramática, la más terrible fué la del Zenith, en la cual perecieron dos jóvenes y audaces aeronautas: Croce-Spinelli, italiano naturalizado en Francia, y Silvel.

»En 1874, animados y subvencionados por la Sociedad Francesa de Navegación Aérea, realizaron la primera ascensión, llegando a los 7300 metros.

»El 15 de abril de 1875 subieron en el globo Zenith acompañados por Tissandier, un aeronauta avezado ya, pues llevaba hechas veinte ascensiones.

»El aerostato, descargado continuamente de su lastre de arena, subió rápidamente hacia las heladas regiones de las grandes alturas.

»El frío los entumeció, tuvieron náuseas y vértigos, pero continuaron subiendo audazmente. A los 8000 metros Croce-Spinelli y Silvel, aunque respiraban muy a menudo el oxígeno que llévaban a prevención, perdieron él sentido, pero Tissandier resistía aún y continuó sus observaciones.

»A los 8600 metros se detuvo el Zenith y luego empezó a caer llevando dos cadáveres. ¡Croce-Spinelli y Silvel habían perecido! ¿Qué me dice usted de esto, O’Donnell?

El irlandés, que hacía rato estaba sentado a horcajadas en un banco de la barquilla, no contestó nada. Volvióse hacia él el ingeniero, y le vió desplomado sobre sí mismo como si le hubiese dado un desmayo o le acometiera un sueño irresistible.

Miró hacia la popa y vió al negro, que parecía dormido también.

—¡Demontre! —exclamó—. ¿Dónde estamos?

Examinó el barómetro: indicaba una altura de 4300 metros.

—¡Es demasiado! —murmuró—. Unos centenares de metros más arriba y estos hombres que no están acostumbrados a las ascensiones, se dormirían para siempre.

Cogió las dos cuerdas de las válvulas de escape y dió un tirón. En el acto se oyeron unos leves estallidos en lo alto y se esparció en torno suyo un penetrante olor de hidrógeno.

—Basta —se dijo así mismo al cabo de medio minuto—, este gas es demasiado valioso para malgastarlo.

El Washington, apenas sangrado, descendía lentamente a regiones de ambiente más respirable. En diez minutos bajó a 2600 metros y detuvo allí su descenso.

O’Donnell abrió los ojos bostezando como un oso que no hubiera dormido en una semana.

—¿Qué le parece a usted la desgraciada suerte de Croce-Spinelli y de Silvel? —le preguntó el ingeniero sonriéndose maliciosamente.

—¡Silvel!… ¡Croce-Spinelli!… —exclamó el feniano mirando a Kelly con estupor—. ¿Acaso es usted brujo y adivina mis sueños?

—¿Ha soñado usted, O’Donnell?

—Sí, con globos; con la ascensión de un tal Tissandier… Pero ¿de qué se ríe usted?

—Porque no ha habido tal sueño, sino que ha oído usted de mi boca todo eso, y se ha quedado dormido mientras yo le relataba la trágica expedición.

—¿Qué me he dormido yo?

—Sí, O’Donnell, a causa de la excesiva altura alcanzada por el Washington. También a Simón, que ahora empieza a abrir los ojos, le sucedió lo mismo. ¿Cómo se encuentra usted ahora?

—Muy bien; hasta tengo un hambre de lobo.

—Buena señal —comentó Kelly riéndose—. Con el descenso desaparecen repentinamente las perturbaciones producidas por la excesiva altura.

—Así debe de ser, y ya se ve que no hemos nacido para subir en globo, ni Simón ni yo. ¿Qué dices, negro?

El africano se limitó a bostezar de tal modo que parecía que se le iban, a desarticular las mandíbulas, y enseñaba dos hileras de dientes como para dar envidia a un cocodrilo del África Ecuatorial.

IX. ARRASTRADOS HACIA EL ECUADOR

Durante la segunda jornada de su viaje, el Washington continuó navegando hada el nordeste, pero siempre con tendencia a tomar un rumbo decisivo al este, siguiendo al paralelo 48°.

Parecía como si la gran corriente aérea estudiada por el ingeniero y que se mantenía entre los tres mil y los cuatro mil metros, tuviera la estabilidad constante de los vientos alisios que soplan entre las costas de África y las de América, pero en dirección contraria. ¿Tendría aquélla también la duración de éstos? Eso es lo que el ingeniero ignoraba, pero confiando mucho en la afirmativa.

El océano seguía estando desierto. Unicamente lo surcaban las aves marinas que permanecían a bastante distancia del aerostato, tomándolo tal vez por algún monstruo de nueva especie. Sin embargo, un albatros muy grande, cuyas alas desplegadas medían dos metros y medio, impulsado por la curiosidad llegó hasta la nave aérea y dio dos vueltas a su alrededor. El ingeniero, a quien inspiraba temor el robusto pico de aquel pajarraco, pues podía desgarrar fácilmente la tela de los globos, le ahuyento mediante un disparo de revólver.

De cuando en cuando se veían surgir de la superficie del océano cabezas de voraces tiburones a los cuales atraía de fijo la enorme sombra proyectada por el Washington sobre las aguas. Aquellos monstruos, alguno de los cuales tenía once y más metros de longitud, mostraban sus tremendas bocas erizadas de formidables dientes y capaces de contener un hombre entero, replegado sobre sí mismo, y lanzaban roncos suspiros que ponían pálido y tembloroso al cobarde Simón.

A las cuatro de la tarde, cuando menos lo esperaban, la corriente aérea que hasta entonces se había mantenido rápida y uniforme impulsándolos hacia adelante a una velocidad de cuarenta millas por hora, se interrumpió de pronto o, mejor dicho, se dividió en dos: una que tendía a remontar hacia el norte y otra que descendía hacia el sudeste. El aerostato, después de permanecer unos minutos casi inmóvil, retrocedió como si le rechazase otra corriente que soplara del este; luego lo recogió la que bajaba con rumbo a las regiones cálidas y le arrastró con velocidad de sesenta millas.

—¿Hemos virado de frente? —preguntó O’Donnell al ingeniero, que fruncía el entrecejo.

—Sí —contestó Kelly, cruzándose de brazos.

—¿Y qué camino llevamos?

—Ahora bajamos hacia el trópico, pero ¿y después?

—¿Iremos a caer a las costas de África?

—¡Cualquiera sabe si ha de cambiar esta corriente o no! Si nos empuja hasta los vientos alisios, volveremos a América, porque soplan de levante a poniente.

—Pues eso es muy grave.

—Ya lo sé.

—¿Confía usted en que cambie?

—Confío.

—¿No se puede intentar nada para variar el rumbo?

—¿Y qué quiere usted que intentemos si no tenemos dirección ni movimiento propios? No hay más remedio que dejarse llevar por las corrientes y acabar donde ellas quieran.

—¿Hay peligro de que nos arrastren por el Atlántico hasta que no nos acabe el gas?

—También eso es posible, O’Donnell. Por fortuna poseemos la barquilla y navegando con ella no se nos tragará el océano.

—¿Qué piensa usted hacer ahora?

—Nada, nada más que soltar mis palomas mensajeras.

—¿Para qué?

—¡Es verdad que no le he dicho a usted que varios amigos esperan noticias mías, para embarcarse en caso preciso y acudir en mi ayuda! Con este propósito han fletado un barco de vapor y están preparados para zarpar al primer aviso.

Si se enteran de que navegamos con rumbo al sudeste, saldrán en la misma dirección para recogernos, en el caso de que nos hubiéramos visto obligados a recurrir a la barquilla.

—Ha pensado usted en todo, señor Kelly.

—El viento podía llevarme al Atlántico meridional o al Polo Norte, poniéndome en grave dificultad. Un globo, por bien construido que esté, no puede mantenerse en el aire semanas y más semanas. El Washington puede perder todo el gas antes de tomar tierra, y nosotros caer en medio del océano, tal vez sin víveres.

—¿Llegarán a la Isla Bretona las palomas mensajeras?

—Estamos a ochocientas millas de ella en línea recta, de modo que si no perecen atacadas por las aves de presa, pueden llegar en menos de catorce horas calculando que vuelan a sesenta millas.

—¿No se cansarán?

—Las palomas mensajeras hacen recorridos más largos aún.

—Es un medio admirable de comunicación que honra mucho al primero que acertó a emplearlo.

—Es cosa antiquísima.

—¿Antiquísima? Pues a mí me parecía muy moderna.

—Bástele a usted saber que ya lo utilizaban los griegos de la antigüedad. Los gimnastas y los luchadores que tomaban parte en los juegos olímpicos, empleaban palomas mensajeras para comunicar a los parientes y amigos lejanos, sus triunfos. Sabido es que Anacreonte, que existió ciento ochenta años antes de la era vulgar, envió una carta a Bathyl, por medio de una paloma, y Perckrato, que vivió cuatrocientos años antes de la misma era, dejó escrito que, en su época, los atenienses se servían de palomas para comunicarse con pueblos distantes. Los romanos las usaron también en sus guerras y especialmente en los asedios.

»A falta de telégrafos y de ferrocarriles empleaban las alas de los volátiles. No estaban tan atrasados como se dice los hombres de la antigüedad.

»Por medio de palomas mensajeras se instaló mi servicio regular de correos; esto sucedió en Oriente, durante el mando del califa Mustafá, entre 1170 y 1180. Utilizábanse para ello palomas de la raza de Bagdad. Pero el mérito de haber fundado un verdadero servicio postal, bajo la dirección de verdaderos jefes de posta, corresponde al Sultán Nur Eddin, entre 1146 y 1174. Dicen que aquellas aves eran tan estimadas que a veces se pagaban mil dineros por cada una.

»Aquel servicio duró basta 1258, es decir, hasta la destrucción de Bagdad por los mongoles.

»En cambio en Egipto el correo con palomas mensajeras subsistió hasta el año 1500.

—¿Y en Europa? ¿Cuándo se implantó?

—En los primeros años del siglo XIX, merced sobre todo a los grandes banqueros. Se organizó, especialmente, un servicio regular entre París, Bruselas y Amberes, y otro entre Londres, Amberes y Colonia. En este último empleaban las palomas seis horas nada más.

»Duró el sistema hasta la aparición de les ferrocarriles, y luego fue dado al olvido, sin embargo de lo cual se siguió adiestrando palomas mensajeras, y en la guerra de 1870-71, entre Francia y Alemania, estas aves prestaron importantes servicios. Por medio de ellas y de los globos, París, sitiado, pudo tener correspondencia con las tropas del oeste. Actualmente casi todos los ejércitos europeos poseen palomas mensajeras.

—¿Y usted confía en dar noticias del viaje a sus amigos con las que tiene en el globo?

—Sí; suponiendo que lleguen a la isla sin que se apoderen de ellas los albatros ni otras aves de rapiña. Y vamos ya a soltarlas, O’Donnell; cada minuto que pasa nos aleja más de la Isla Bretona.

Abrieron con precaución la jaula, sacaron de ella las dos palomas, les ató el ingeniero bajo las alas dos mensajes muy enrollados en los cuales había escrito previamente un resumen de los incidentes ocurridos, y consignaba el nuevo rumbo del aerostato.

Hecho esto dejaron en libertad a las aves. Como éstas, de seguro, no se encontraban a gusto en aquellas alturas, descendieron precipitadamente hacia la superficie del mar y cuando llegaron a unos seiscientos metros de éste, empezaron a describir círculos concéntricos, aparentemente indecisas acerca de la dirección que tenían que tornar. De pronto, como si estuvieran de acuerdo, echaron a volar las dos hacia el noroeste con extraordinaria rapidez. Algunos pajarracos las siguieron, impulsados tal vez por la curiosidad, pero no tardaron en quedarse atrás.

Durante algunos momentos se vio destacar sobre el fondo sombrío del océano aquellos dos puntitos blancos que eran cada vez más pequeños, y por fin desaparecieron hacia el lejano horizonte, confundiéndose, con Las sombras de la tarde, pues empezaba a anochecer.

—¡Buen viaje, lindas mensajeras! —exclamó O’Donnell—. ¡Cuánto os envidio las alas!

—También yo las envidio —dijo el ingeniero—. Si tuviese alas, volaría camino de Europa, pero como carezco de ellas, ignoro adonde iremos a parar.

—Vamos a ver, señor Kelly, ¿cuántos días cree usted que podrán sostenerse en el aire estos dos globos?

—Es imposible decirlo exactamente; eso depende de las circunstancias y de la impermeabilidad más o menos perfecta del tejido de seda que forma sus cubiertas. Si todo sale bien, tirando la arena, que tiene un peso considerable, y utilizando el hidrógeno que llevamos en esos cilindros, confío en poder navegar una docena de días y tal vez alguno más.

—Pues en doce días podemos recorrer una distancia enorme y tomar tierra en algún sitio.

—¿Pero usted se figura que esta corriente de aire va a seguir siempre como ahora? Puede interrumpirse, puede llevarnos otra corriente hacia el oeste y otra después hacia el sur, y otra al este y otra al norte y así sucesivamente. Podemos navegar errabundos hacia adelante o hacia atrás, a la derecha o a la izquierda, sobre el océano, hasta que se nos acabe el gas y sin ver tierra.

»Mientras la corriente del nordeste fue constante, pude confiar en que llegaríamos a Europa en pocos días; ahora estamos a merced del viento y en las manos de Dios.

—No es muy agradable, que digamos, la perspectiva; pero en el caso de que la situación llegue a ser desesperada y el globo descienda, para no volver a elevarlo, podemos arrojar al agua la última reserva. Sesenta kilos representan algo para un globo.

—¿De qué reserva habla usted?

—¡De la mía, señor Kelly! Daré un salto desde la barquilla al mar y ustedes volverán a subir.

—¡Está usted loco, O’Donnell! No será preciso recurrir a ese terrible expediente, porque aun nos queda la barquilla, en la cual podríamos llegar cómodamente a la costa más próxima. ¡Ya ya, basta de pensamientos tristes y sentémonos a comer!

Mientras devoraban la cena, el aerostato empezó a descender. Se había, hecho de noche, bajó mucho la temperatura y el hidrógeno se condensaba, con la misma rapidez. A las nueve, el Washington había descendido de 3500 metros, a 400. Una corriente de aire que soplaba en aquel sitio, rasando la superficie del mar, se apoderó de él y lo arrastró al sur a una velocidad de treinta kilómetros por hora.

El ingeniero, temeroso de ser llevado al Atlántico meridional y caer en la zona de los vientos alisios, mandó echar al agua las dos anclas.

Lo mismo que la primera vez, Simón hizo el primer cuarto de guardia, siendo sustituido por O’Donnell a media noche, y éste por el ingeniero a las tres de la madrugada.

El Washington navegaba, lentamente hacia el sur, balanceándose un poco, y de cuando en cuando descendía algunos metros más, para volver a subir en seguida. Los conos, invertidos, oponían una gran, resistencia.

A eso de las cinco, y en ocasión en que el ingeniero encendía un cigarrillo, sufrió el aerostato una sacudida tan fuerte que algunos de los barriles que había en la barquilla, y otros varios objetos, rodaron.

La barquilla se indinó por la parte de proa y los dos enormes husos descendieron unos cuantos metros, aunque volvieron a subir lentamente.

—¿Qué será esto? —se preguntó Kelly a sí mismo, en el colmo del asombro—. Si no estuviéramos en alta mar, creería que habíamos chocado con algo: pero ¿con que puede haber sido?

Miró en torno suyo y no vio ningún obstáculo. Sólo la atmósfera rodeaba a la aeronave.

Levanto la cabeza y se dio cuenta de que los dos globos estaban inmóviles; la brisa del mar silbaba al pasar por entre las cuerdas.

—¿A que se deberá esta parada? —siguió preguntándose más extrañado a cada instante—. ¿Habrán encallado los dos conos en algún banco que esté a flor de agua?

Iba a desdoblar el mapa del Atlántico septentrional para comprobar si en aquella longitud y latitud había algún escollo o algún banco de arena, cuando otra sacudida más fuerte que la primera le aterrorizó.

La inclinación de la barquilla era tan prenunciada que O’Donnell y el negro Simón cayeron uno encima de otro.

By good! —exclamó d irlandés, desembarazándose apresuradamente de la manta que le envolvía—. ¿Caemos?

¡Massat! ¡massat! ¡Socorro! —empezó a chillar el negro, creyendo que el globo caía al mar.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo el ingeniero, que se puso en pie inmediatamente—. Si mis anclas tuviesen picos se podría creer que algún tiburón se hubiera enganchado en uno de los brazos, pero como se trata de conos lisos…

—¿Un tiburón? —interrogó el feniano—. ¿Vamos a remolque de alguno?

—Nada de eso, puesto que estamos absolutamente quietos.

—Pues entonces ¿que sucede?

—Eso es lo que trato de explicarme y no lo consigo.

—¡Demontre! ¿Se habrá agarrado algo a los conos?

—¿Quién quiere usted que se agarre?

—¿No se ve ningún barco?

—No; yo no veo más que el agua.

Otra sacudida, violentísima también, inclino hacia proa los dos globos fusiformes. Ya no era posible dudarlo: algún monstruo se había aferrado al cono lanzado por la proa y procuraba arrastrar consigo al Washington, el cual, no obstante, y merced a su fuerza ascensional, no cedía y volvía todas las veces a su primer nivel.

Aquellas sacudidas podían ocasionar graves daños; desgarrar la tela de seda de los globos; romper las cuerdas o desbaratar la barquilla. En vista de ello los tres aeronautas cogieron el guide-rope de proa y dieron un tirón con todas sus fuerzas, pero el monstruo que imprimía aquellas sacudidas al aerostato debía de pesar mucho y tener una fuerza excepcional, porque no soltó el cono.

—¿Como estará agarrado? —inquirió O’Donnell—. ¿Se lo habrá tragado algún tiburón gigantesco?

—No hay tiburón con garganta capaz de tragarse un cono que lleva doscientos treinta litros de agua.

—Será una ballena.

—Tampoco. Los cetáceos tienen las tragaderas tan estrechas que no pueden comer peces que sean más gruesos que un brazo humano.

—Pues será otro animal por el estilo. Yo sé que los cetáceos tienen gargantas enormes.

—De ser uno de ellos, a estas horas nos habría arrastrado al fondo del mar, o hubiese cortado la cuerda.

—Entonces, ¿de que monstruo supone usted que se trata?

—Lo ignoro.

—¿Qué piensa usted hacer? ¿Cortar las cuerdas y abandonar el ancla?

—Sería gran imprudencia, perder uno de los conos. Enviaré a Simón a que se entere.

—¿Al negro? ¿A un ser tan cobarde? Permítame usted, señor Kelly, que vaya yo.

—Es preciso bajar por la cuerda un recorrido de trescientos cincuenta metros y usted no puede intentar tan arriesgada empresa. En cambio Simón es ágil como un mono de las selvas africanas, y puede llegar hasta el cono sin cansarse.

—¿Y luego para subir?

—Le subiremos nosotros hasta la barquilla tirando de la cuerda. ¡Vamos, Simón, coge un revólver y ve a ver qué pasa allá abajo!

X. UN PULPO GIGANTESCO

A pesar de los temores de O’Donnell, el negro no obligó a que le repitieran la orden que le daba su amo. Un miedo mucho mayor, el de ver caer al globo y hundirse en el océano, dominó al otro, tal vez, o aquel hombre, que hasta entonces no había dado pruebas de valor, por lo menos en presencia del irlandés, poseía en los momentos de apuro, verdadera audacia.

Fuera ello lo que fuese, el negro aceptó sin titubear la orden de bajar a desembarazar el ancla, dejándose deslizar por aquella cuerda de trescientos cincuenta metros de larga. Se sujetó en la cintura el revólver que el ingeniero le tendía; oprimió con ambas manos el guide-rope; cruzó las piernas y empezó el peligroso descenso que sólo un africano o un marinero podía intentar con buen éxito.

—Procura agarrarte bien y párate a descansar cada vez que encuentres un nudo —le dijo el ingeniero.

—Sí, massa —contestó el negro con voz poco firme.

—Si adviertes algún peligro, detente en el último nudo y dispara el revólver.

—Sí, massa —repitió el negro.

O’Donnell y el ingeniero, asomados a la proa y dominados por la mayor ansiedad, seguían al africano con la mirada. Simón continuaba descendiendo sin mirar a su alrededor, tal vez por miedo a sufrir algún vértigo.

De vez en cuando el monstruo, que seguía obstinadamente aferrado al cono, daba terribles sacudidas al Washington, obligando al negro a detener su descenso y a los otros dos aeronautas a sujetarse bien para no ser despedidos de la barquilla.

En vano aguzaba la vista el ingeniero para ver a que especie pertenecía el animalote. La distancia que de él le separaba era excesiva, y por si esto fuera poco, el monstruo permanecía sumergido en las oscuras aguas que no dejaban transparentarse nada.

Se veía, sin embargo, que alrededor del cono de proa se agitaban las aguas y se cubrían de espuma, como si el misterioso habitante del océano hiciera esfuerzos tremendos para atraer al aerostato hacia sí.

Simón seguía deslizándose a lo largo del guide-rope, sin detenerse más que un instante cada vez que sus pies tropezaban con un nudo.

—¿No ves nada? —le preguntaba entonces el ingeniero.

—No —contestaba el negro invariablemente.

Comenzaban a asomar por el horizonte los primeros rayos del sol, cuando llegó al último nudo que estaba a diez y seis o diez y ocho brazas sobre la superficie del mar.

—¿Ves algo? —interrogó míster Kelly.

No respondió el negro. Convulsivamente agarrado a la cuerda miraba abajo sin moverse, sin abrir la boca. ¿Procuraba descubrir al monstruo, o le había paralizado el miedo?

—¡Simón! —gritó el ingeniero.

Tampoco esta vez contestó el interpelado, pero poco después ascendió hasta la barquilla una exclamación entrecortada.

—¿Qué ves? —rugió Kelly.

—¡So…co…rro… mas…sa! —se oyó en seguida.

La voz del negro era ahogada y su tono revelaba el más profundo terror. ¿Qué habría visto? Sin duda un monstruo espantoso, porque el infeliz parecía anonadado.

De pronto se vio que el agua se agitaba como en una borrasca, por junto a la cuerda, y surgieron siete u ocho brazos desmesurados que se alargaban hacia el negro, el cual prorrumpió en desgarradores gemidos.

—¡Dispara el revólver! —le gritó el ingeniero que se había puesto muy pálido.

Simón no podía ni moverse siquiera: le paralizaba el miedo y se valía de las pocas fuerzas que le quedaban para oprimir la cuerda con manos y pies.

—¡Allá voy yo! —exclamó O’Donnell.

El animoso irlandés, después de apoderarse rápidamente de otro revólver y de una hoz, se cogió al guide-rope, subió a la borda de la barquilla y medio el cuerpo fuera, pero Kelly lo retuvo con violencia.

—¿Qué va usted a hacer, desdichado?

—Voy a socorrerle.

—¿Y cómo subirá usted después?

—Eso es cuenta mía.

Y se dejó escurrir con velocidad vertiginosa por la cuerda, después de envolverla con su propia gorra para no abrasarse las manos con el roce. Diez minutos más tarde estaba junto al negro, que no cesaba de dar gritos ahogados, desorbitando los ojos, como si se hubiera vuelto loco de repente.

—Sujétate bien —le dijo—. ¡Mira que si te caes eres hombre muerto!

Le rodeó con uno de sus brazos para ampararle y luego miró a sus pies. Sólo entonces pudo comprender el espantoso miedo que se había apoderado del negro.

Allá abajo, medio sumergido, le miraba fijamente, con dos ojos grandes, aplastados y de colores glaucos, un monstruo enorme, blancuzco, fusiforme, de cabeza redonda con un pico semejante al de los loros y armado con ocho brazos de más de seis metros de largo y coronados de ventosas.

El tal monstruo, que debía de pesar un par de toneladas, oprimía con dos de sus brazos el cono que utilizaban los del globo a guisa de ancla, y trataba de alcanzar al negro con los otros.

O’Donnell, aunque se sentía como fascinado por aquellos horribles ojazos; aunque se apoderó de él un temblor intenso, no abandonó al negro, antes bien lo abrazó con suprema energía, aferrándose a la cuerda con el mismo brazo, y luego, con la mano izquierda, que le quedaba libre, disparó uno tras otro los seis tiros de su revólver en la boca del monstruo.

El gigantesco pulpo soltó el cono y descargó sobre los dos infelices aeronautas un torrente de líquido negro que apestaba, inundándoles de pies a cabeza.

—¡Puah! —exclamo el irlandés, procurando sacudirse de encima aquella especie de tinta…

En cambio el negro profirió un alarido tan penetrante que daba lugar a suponer que hubiese soltado la cuerda.

—¡Eh! ¡Aprieta fuerte las piernas! —dijo O’Donnell—. ¿Quieres caer entre los tentáculos del pulpo? ¡Por vida de…! ¡Esto se pone muy serio!

Miró hacia abajo y soltó un largo suspiro de desahogo al ver que ya no estaba allí el horrible monstruo. Sin duda quedó herido o muerto por los seis balazos y se hundió en los inmensos abismos del océano.

—¡Ya era tiempo! —murmuró O’Donnell—. Si llega a sacudir la cuerda un poco más, ¡menuda voltereta hubiésemos dado!

—¡O’Donnell! —gritó Kelly, que, desde la barquilla, había seguido con indescriptible angustia el desarrollo de la escena.

—¡Presente, señor ingeniero! —contestó el irlandés, ya recobrado su buen humor habitual.

—¿Ha quedado libre el ancla?

—Sí.

—¿Están ustedes heridos?

—No, gracias a Dios; pero ese maldito monstruo nos ha embadurnado con una sustancia que parece tinta o cosa así, y que huele muy mal. Los caimanes no pueden oler peor que nosotros, se lo aseguro.

—¿Era un cefalópodo?

—Eso creo.

—Me lo figuré. Mande usted subir a Simón, y luego, entre ambos, le subiremos a usted.

—No puede ser. Está medio muerto de miedo. Temo que se desmaye de un momento a otro.

Y era verdad. El negro parecía como idiotizado por el susto. Su tez se puso gris, es decir, palidísima; de sus labios salían palabras truncadas y sin sentido y sus ojos, extraviados, parecían fijos en un punto imaginario y tenían a ratos fulgores como los que animan les ojos de los dementes.

—¡Eh, Simón! —le dijo O’Donnell—. ¡Animo, demontre! ¿Quieres quedarte ahí hasta mañana?

El negro contestó con una carcajada, pero una de esas carcajadas que, en vez de dar alegría, hacen daño.

—¿Se habrá vuelto loco de miedo? —se preguntó el irlandés palideciendo—. ¡No nos faltaba más que eso, para empeorar nuestra desagradable situación!

—¿Qué pasa? —interrogó el ingeniero—. Dense ustedes prisa, que ya empieza a dilatarse el hidrógeno.

—Señor Kelly —contestó O’Donnell—. Temo que su criado esté delirando. Se ríe como un negro beodo o demente y si lo abandono es seguro que se cae al agua.

—Pruebe usted a zarandearlo.

—Sería inútil. Está medio muerto. Echeme usted una cuerda para atarlo bien y luego procuraré subir yo.

—Tenga usted en cuenta que ha de recorrer trescientos cincuenta metros.

—Descansando en todos los nudos, confío cu llegar arriba. Pero dése usted prisa que me flaquean las fuerzas.

—¡Allá va! ¡Cuidado con la cabeza!

El ingeniero pasó alrededor del guide-rope una cuerda y la dejó caer. O’Donnell logró cogerla antes de que le diese en la cabeza.

—No te muevas, Simón —dijo.

Le pasó la cuerda bajo las axilas varias veces, luego alrededor de las piernas y le ató fuertemente al guide-rope. Cuando tuvo la certeza de haberle amarrado bien para que no pudiese caerse aunque se desmayara, empezó a subir por la cuerda, apretando bien las manos y las rodillas.

El recorrido era largo, pero O’Donnell tenía músculos de acero y tanta agilidad por lo menos como Simón. Descansó unos instantes en el primer nudo, llegó luego de un tirón al segundo, distanciado quince metros de aquél, y así sucesivamente durante una hora.

Apenas le vio llegar a la barquilla, el ingeniero le cogió por los brazos y con una fuerza hercúlea le hizo entrar a bordo.

—¡Uf! —exclamó el irlandés, dejándose caer a plomo sobro una caja—. ¡No puedo más, señor Kelly! ¡Si hubiese tenido que subir veinte metros más me caigo al agua sin remedio!

—¡No lo hubiera hecho mejor un marinero, amigo mío! —comentó el ingeniero ofreciéndole una botella de whisky.

—¡Gracias, señor Kelly! —contestó el feniano después de beber algunos sorbos.

—¿Y Simón?

—Abajo queda, en lo último de la cuerda. No hay cuidado. Le até como un salchichón. Temo que el miedo le haya privado del sentido.

—¿De veras? —preguntó Kelly conmovido.

—Sí; me miraba de tal modo que sentí escalofríos.

—Apresurémonos a subirlo… ¿Quién hubiera sospechado que ese africano fuese tan cobarde? A mí, por lo menos, me ha dado varias pruebas de valentía.

—Le habrá trastornado este viaje.

—Aun no hace mucho, cuando le propuse que me acompañara en la travesía, aceptó entusiasmado. Lamentaría mucho haberle causado esa desgracia.

—No se apene usted. Acaso no sea más que una exaltación momentánea ocasionada por el miedo. Y le aseguro que aquel monstruo le ponía carne de gallina a cualquiera. A mí me la puso y digo esto por no decir que me heló la sangre. ¡Qué ojos, Dios mío! No los olvidaré, aunque hubiese de vivir mil años… ¡Vaya, vamos a subir a ese pobre Simón!

XI. EL TRANSATLÁNTICO

El negro, que debía de padecer un furioso acceso de delirio, había abierto las manos y pendía del último nudo de la cuerda-freno, sostenido únicamente por las cuerdas con que le ató el irlandés.

El desgraciado agitaba locamente los brazos y las piernas, daba gritos ahogados y de cuando en cuando se reía a carcajadas, que llegaban a los oídos de los aeronautas.

El ingeniero dio un tirón de la cuerdecita, para volver el cono, y luego, juntando sus fuerzas con las del irlandés, empezaron a izar el guide-rope, para subir el negro, que continuaba forcejeando.

No era cosa fácil subirle, y con él los trescientos cincuenta metros de cuerda que, por sí solos, constituían un peso considerable; pero descansando de vez en cuando, al cabo de media hora dieron cima a la fatigosa empresa.

O’Donnell actuó rápidamente al agarrar a Simón y meterlo en la barquilla, a pesar de que forcejeaba como un energúmeno.

Ya dentro, su salvador le dirigió una mirada compasiva y de sus labios salió una exclamación de dolor y de asombro. La cabellera, corta y rizada, del africano, que media hora antes era negra, se había vuelto blanca, como la nieve.

—¡Vea usted los efectos del miedo, señor Kelly! —dijo.

—¡Pobre Simón! —exclamó el ingeniero—. ¡Quién diría que el maldito cefalópodo iba a producirle tan tremenda impresión!

—¿No volverá a ponérsele el pelo negro?

—No, O’Donnell.

—Es un caso rarísimo.

—Nada de eso. También María Antonieta, la desgraciada reina de Francia, se volvió canosa en una sola noche.

—Pero… mire usted ese hombre… ¡Parece idiotizado!

—No lo quiera Dios. Sería una desgracia terrible que más pronto o más tarde podría ocasionarnos grandes dificultades, dadas las circunstancias en que nos encontramos. Vamos a darle un calmante; acaso se le pase el acceso después de dormir un buen rato.

Apenas estuvo en la barquilla, Simón cayó en brazos del irlandés, como si de pronto le hubieran faltado las fuerzas. Sin embargo, de su boca, seguían saliendo gritos roncos, temblaban sus miembros, sus ojos expresaban grandísimo terror y, de cuando en cuando, brillaban de un modo extraño.

El ingeniero le separó los dientes a la fuerza y le echó en la garganta un calmante mezclado con cierta dosis de opio, después de lo cual los gritos cesaron poco a poco, los estremecimientos perdieron intensidad y, al fin, el negro cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.

Le acostaron en un colchón y le ataron las piernas en un exceso de precaución, por si le repetía el acceso y quería tirarse al mar. Además le instalaron en la proa, para tenerle a la vista constantemente.

—Confiemos en que despertará tranquilo —dijo el ingeniero—. Y ahora vamos a izar el otro cono; el hidrógeno se dilata y si no ascendemos acabará por salirse por la válvula de escape.

En pocos minutos quedó realizada la maniobra, y el aerostato, libre de aquel peso, se elevó lentamente a cuatrocientos metros. Ya allí, hallada la corriente del día anterior, empezó a navegar al sudeste, a una velocidad de quince millas.

—¿Volvemos a bajar hacia las regiones de clima caliente? —preguntó O’Donnell.

—Bien a pesar mío —dijo el ingeniero.

—Allá abajo veo unas nubes. ¿No producirán alguna variación en la corriente?

—Es posible. ¡Ojalá sea un huracán! Lo deseo con toda mi alma.

—¿Y no correremos peligro?

—¿Cuál?

—Que descargue sobre nosotros algún rayo y estalle el globo.

—Eso se evita fácilmente.

—¿Cómo? ¿Ha puesto usted pararrayos sobre el Washington?

—No; pero basta con que subamos a más altura que las nubes, operación muy sencilla, dada la cantidad de lastre que llevamos y que no es necesaria. Con vaciar unos cuantos sacos de arena, subiríamos a gran altura. Las nubes no se agrupan más allá de los mil o mil quinientos metros.

—En ese caso presenciaríamos una lluvia desde lo alto.

—Con acompañamiento de relámpagos, truenos y descargas eléctricas, inofensivas para nosotros.

—No me desagradaría ver un espectáculo así. ¿Anuncia algo el barómetro?

—Desde anoche, O’Donnell… Pero, volviendo al monstruo que por un poco nos hunde en el océano, ¿ha visto usted que el ancla está aplastada?

—¿Por el pulpo aquél?

—Sin duda. Debía de tener un tamaño enorme.

—Lo menos pesaba dos mil kilos, señor Kelly. En mi vida he visto un monstruo semejante, ni más feo que aquél. ¡Si viera usted qué ejes…! Yo creí que me iban a fascinar y a obligarme a caer entre sus tentáculos… Confundiría nuestra ancla con algún pez de nuevo género.

—Es lo más probable.

—¿Abundan mucho aquí eses cefalópodos?

—Al contrario, son muy raros y cuesta trabajo encontrar alguno. Durante mucho tiempo se ha puesto en duda su existencia, pero los sabios han tenido que rendirse desde que el vapor Alecto informó que había encontrado uno cerca de las islas Canarias, y se apoderó de uno de sus tentáculos, que aun se conserva, creo, en Santa Cruz de Tenerife.

—He leído en una obra de Sonini que hay pulpos de tamaño tan grande que pueden abrazar un buque. ¿Es cierto?

—Lo dudo mucho, a pesar de las leyendas del norte hablan de monstruos colosales. Olao Magno, obispo de Upsala, pretende haber visto, en el siglo XVI, un tan enorme que tenía una milla de largo y mas parecía una isla que un habitante del mar; otro prelado escandinavo escribió también que había confundido a un monstruo de caos con una roca y que sobre el levantó un altar y celebró misa sin que el desmedrado pulpo, cetáceo, o lo que fuera, se sumergiese. Ponteppidan afirma que uno de aquellos monstruos tenía tan extraordinarias dimensiones que sobre él podía maniobrar un regimiento de caballería.

—¡Demontre! ¿Era una plaza de armas?

—Los sabios han negado la existencia de esos colosales Kraken, como los llamaban los pueblos del norte. Plinio, el historiador y naturalista romano, habla de un monstruo, pescado en las costas de España, en su tiempo, que tenía brazos de diez metros de largo, cabeza del tamaño de un barril y pesaba trescientos cincuenta kilogramos, en tanto qué el que vio la tripulación del Alecto, en 1861, tenía un cuerpo de cinco a seis metros de longitud y pesaba cerca de dos mil kilos.

»Han sido vistos otros muchos de más reducidas dimensiones. En las islas del Océano Pacífico, especialmente en las de Hawai, se pescan muchos cuyo cuerpo mide más de dos metros de largo.

—¿Hubiera podido arrastrarnos al fondo del mar el que se agarró a nuestra ancla?

—Si pesaba dos mil kilos, pudo obligarnos a descender, pero, afortunadamente, llevamos hoces, y con ellas hubiésemos cortado la cuerda, abandonando el ancla. ¡Hola!… ¡Un buque! Mire usted allí abajo, hacia el norte…

El irlandés miró en la dirección que se le indicaba y, efectivamente, en la línea del horizonte, vio un punto negro, de buen tamaño, y sobre él un penacho de humo. Al parecer hacía rumbo al oeste.

—Será un transatlántico europeo que va a América —opinó el ingeniero.

—¿Vendrá hacia nosotros?

—Es probable. El encuentro de un aerostato en medio del mar es cosa que no ha ocurrido nunca y la tripulación del buque creerá tal vez que somos unos infelices arrastrados hasta este sitio contra nuestra voluntad.

—Me parece que ha cambiado el rumbo, señor Kelly —dijo el irlandés, que había tomado un anteojo para ver mejor el transatlántico—. No me disgustaría bajar a beber un vasito de burdeos a bordo.

—Por desgracia no podemos bajar —replicó el ingeniero—. Para ello tendríamos que abrir las válvulas y dejar escapar una cantidad de gas, que a cada momento que pasa, es más valioso para nosotros.

El transatlántico, desde el cual debían haber divisado la aeronave, que aparecía en una atmósfera purísima, cambió de rumbo en seguida, dirigiéndose hacia los aeronautas para socorrerlos. Evidentemente, la tripulación del buque creía que algún huracán los hubiera arrastrado al océano, y acudía en su auxilio.

—Aprovecharemos la ocasión para enviar noticias a nuestros amigos de América —dijo el ingeniero arrancando unas hojas de su cuaderno de notas y llenándolas con una escritura menudita.

El vapor aumentaba de tamaño a ojos vistas. Era uno de esos magníficos transatlánticos que viajan desde las costas de Europa a las de América y viceversa, tardando en cada recorrido doce días escasos.

Medía cerca de cien metros de eslora, tenía cuatro palos y dos chimeneas que vomitaban torrentes de humo mezclado con escorias. La cubierta estaba llena de pasajeros que seguían con ansiedad la ruta del globo. Sus exclamaciones, gracias a la calma que reinaba en el océano, llegaban distintamente a los oídos de los aeronautas.

Pasada media hora, el vapor correo, que navegaba rumbo a oeste, llegó a estar casi por bajo del Washington. Trescientas voces gritaron entonces: ¡Bajad! ¡Bajad!

El ingeniero se asomó a la proa de la barquilla, agitando la bandera de los Estados Unidos y gritando:

—¡Buen viaje!… ¡Vamos a Europa!

Le entendieron todos y del transatlántico ascendió un ¡hurra! inmenso, a tiempo que los trescientos pasajeros agitaban sus pañuelos y el capitán mandaba arriar e izar tres veces la bandera, en señal de saludo.

—¿Necesitan algún auxilio? —preguntó el jefe del buque, mediante un megáfono.

—Gracias por el ofrecimiento. Tenemos todo lo necesario —contestó el ingeniero—, pero sí agradeceríamos que llevaran nuestra correspondencia.

Puso sus cartas en un saquito de tela y lo metió todo en una caja de hoja de lata, que tiró al mar y fue a caer a veinte brazas del buque.

Arriaron desde éste un bote, tripulado por dos marineros, que no tardaron en recoger la caja y subirla a bordo.

—¡Buen viaje! —gritaron los pasajeros agrupados en la toldilla.

—¡Gracias, señores! —contestó el ingeniero muy conmovido.

Después, y a tiempo que un nuevo y formidable ¡hurra! despedía a los aeronautas, el transatlántico volvió a su rumbo anterior y navegó hacia el oeste. Durante algunos minutos se vio a los pasajeros agitando los pañuelos con entusiasmo y se oyeron sus gritos; luego, como el aerostato reanudó su marcha ascendente, pues el hidrógeno se dilataba bajo la caricia del sol, el buque fue empequeñeciéndose rápidamente y las voces se confundieron en un murmullo lejano.

—¿Adónde irá eso barco? —preguntó O’Donnell, que estaba tan conmovido como el ingeniero.

—A Boston o a Filadelfia. A lo menos eso deduzco yo de su dirección y de su encuentro en estas latitudes.

—Confieso, señor Kelly, que he sentido una emoción muy intensa con este encuentro. Me pareció que veía un rincón de Europa o de América.

—Lo creo.

Seguía aumentando la temperatura ambiente y ascendiendo el aerostato; pronto pasó de los mil metros y luego de los dos mil, pero al llegar a los des mil quinientos, se detuvo.

El ingeniero, que parecía dominado por extraña agitación, no apartaba los ojos del barómetro, y arrugó varias veces el entrecejo, suspirando. Empezaba a disminuir la fuerza ascensional del Washington, que no podía alcanzar las mayores alturas de antes.

Escapábase el gas por los poros de la cubierta de seda, aunque ésta había sido tejida con el mayor esmero. Si la corriente de aire se hubiese mantenido como el primer día, impulsándolos hacia Europa, no se preocuparía el ingeniero, pues aun tenía cuatrocientos metros cúbicos de gas guardado en los cilindros y cerca de setecientos kilos de arena de lastre que podía soltar; pero como el viento les llevaba hacia el Ecuador, para rechazarlos tal vez luego a las costas americanas o hacia el Atlántico meridional, las circunstancias variaban mucho, y la travesía proyectada iba siendo de muy problemática realización.

A pesar de todo no desesperó y guardó el secreto para no apurar a sus compañeros. Confiaba en los grandes medios de que disponía.

El aerostato, después de llegar a los dos mil quinientos metros, navegó hacia el sudeste con mayor velocidad que antes, pues había encontrado una corriente más viva. Avanzaba a razón de 700 metros por minuto, acercándose por momentos al trópico de Cáncer.

El océano había vuelto a estar desierto desde la desaparición del transatlántico. Ya no se veía ni siquiera un ave marina. En cambio, de cuando en cuando aparecía a flor de agua la cabeza de un tiburón y se vio un pez martillo de respetables dimensiones.

Como el sol calentaba mucho, O’Donnell extendió una lona sobre la barquilla para resguardar también al negro que seguía profundamente dormido.

A mediodía tomó la altura el ingeniero y se comprobó que el Washington se hallaba a 36° 7’ de latitud norte y a 32° 54’ de longitud oeste.

—¿Dónde estamos? —preguntó O’Donnell.

—En el paralelo de Virginia.

—¿Tanto hemos bajado?

—Así es, desgraciadamente.

—¿Qué distancia nos separa de las costas americanas?

—Mil doscientas cincuenta millas en línea recta, pero hay que tener en cuenta La línea curve-entrante que describe el continente desde el cabo de Nueva Escocia al cabo Hatteras.

—¿Y de la Isla Bretona?

—En línea recta unas ochocientas millas.

—Pues hemos hecho un buen recorrido en poco más de dos días.

—No digo que no, O’Donnell. Por desgracia esta marcha tan veloz no nos acerca a Europa, sino todo lo contrario, nos aleja mucho.

—Si el globo siguiera el mismo paralelo sin desviarse, ¿adónde iríamos a parar?

—A las inmediaciones el estrecho de Gibraltar.

—¿Podría entrar en el Mediterráneo y caer en las costas de Italia?

—Sí; pero como el viento sigue empujándonos hacia el sudeste, nos llevará a las costas de África.

—Bueno, pues caeremos en África, en vez de caer en Europa. De todas maneras habremos atravesado el Atlántico.

—Cierto, pero ¿y si caemos en una costa desierta o en medio de una tribu salvaje?

—Sería una ocasión magnífica para que nos creyeran hijos del cielo y nos nombraran jefes de la tribu…

—¡Silencio!

—¿Qué pasa?

—Que se despierta Simón.

XII. EL HURACÁN

En efecto, el pobre negro estaba abriendo les ojos. Echó a un lado las mantas con que O’Donnell le abrigó y procuraba librar sus piernas de las ataduras que las sujetaban.

Se sentó merced a un movimiento enérgico y miró a su alrededor con ojos extraviados, fijándolos primero en el irlandés y luego en el ingeniero. Su negro rostro que contrastaba notablemente con el color blanco de su ensortijada cabellera, revelaba todavía un terror pánico y sus labios no habían recuperado aún el color rojo.

—¿Dónde estamos? —pregunto con voz ronca y trémula.

—Simón, amigo mío —le dijo el ingeniero—. ¿No nos conoces?

El negro le miró sin contestar y pasándose luego una mano por la frente. Parecía como si evocase algún recuerdo remoto.

—Tranquilízate, Simón —siguió el ingeniero—. No había razón para que te asustases tanto.

—¡Ah…! —dijo el negro—. ¡Ahora recuerdo… sí… aquellos ojos…! ¡Qué cosa más horrible…!

Volvió a dominarle un temblor convulsivo ante tal recuerdo y le castañetearon los dientes.

—Cálmate, Simón —intervino O’Donnell—, ¡qué demontre! ¡Tanto miedo por un pulpo…! Toma este vaso de whisky y échatelo al coleto, muchacho.

El negro tomó el vaso que le ofrecían, lo vació de un trago, y dijo luego:

—¿Murió el monstruo?

—Sí, yo lo maté —contestó O’Donnell.

—¿Y los ojos? ¿Dónde están los ojos?

—¡Por vida de…! ¿Querrías que me los hubiese guardado en el bolsillo?

—Me dan miedo, todavía… los veo delante de mí… me miran fijos, fijos… ¡Qué brillo más espantoso tienen!

—Señor Kelly, temo que este pobre muchacho no esté bien de la cabeza.

—Acaso se tranquilice del todo cuando se le pase la impresión de terror. De todas maneras tenemos que vigilarle no sea que en un momento de excitación cometa alguna insensatez.

—¿Tiene usted miedo de que se arroje al mar?

—No… pero…

—Me pone usted en cuidado, señor Kelly.

—Tengo miedo de que Simón se haya vuelto loco.

—No lo creo, pero no le ocultaré a usted que me preocupa mucho su estado. ¡Pobrecillo! Si hubiera sabido que no era hombre a propósito para acompañarme en este viaje erizado de peligros, le hubiese dejado en tierra, pero yo suponía que ya estaba acostumbrado a los viajes aéreos puesto que llevaba realizadas más de treinta ascensiones en globo cautivo. ¡Vaya, no desesperemos, tal vez se tranquilice!

A pesar de lo que decía el ingeniero, no se desvanecían sus dudas. El negro estaba tranquilo en apariencia, pero sus miradas continuaban extraviadas y tenían de vez en cuando fulgores semejantes a las de los dementes.

Se acostó sobre las cajas y permaneció sumido en quién sabe qué pensamientos, parecía que no se daba cuenta de que continuaba en el aerostato, ni de que le acompañaban su amo y O’Donnell. Así y todo, por los estremecimientos que agitaban sus labios, adivinábase que seguía dominado por un miedo terrible y que no dejaba de pensar en los ojos del tremendo pulpo…

El Washington continuaba su navegación sobre el inmenso océano. El sol, que ya calentaba mucho, había dilatado por completo el hidrógeno de los dos aerostatos, haciéndoles subir doscientos metros más.

El viento no cambiaba, era fuerte y llevaba al aerostato en la misma dirección de la víspera, es decir, hacia el sudeste. Sin embargo, ciertos indicios permitían confiar en un cambio próximo.

Acá y acullá, perdido en la inacabable extensión de la bóveda celeste, veíanse algunos cirrus, nubes que, como es sabido, anuncian cambios en la dirección y en la velocidad del viento. Además, por el lado del oriente ascendían unas nubes blancuzcas, opalinas, reveladoras de que por aquellas regiones soplaba una corriente contraria.

—Se acerca la perturbación atmosférica —dijo el ingeniero a O’Donnell— y temo que la violencia del choque de las corrientes de aire produzca algún huracán. Estamos muy cerca de una región que tiene acerca de esto muy triste celebridad.

—¡Qué región!

—La de las Antillas y las Lucayas, que no están lejos.

—¿Hay fábrica de ciclones en estas islas? —dijo el irlandés.

—Sí —contestó el ingeniero, echándose a reír—. No hay, probablemente, región más combatida por los huracanes, que ésta. Esas ricas, esas espléndidas islas sufren con frecuencia grandísimos daños a causa de las trombas que van a estrellarse en sus costas. Bástele a usted saber que el viento alcanza a veces una velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo.

—¡Qué choques debe producir!

—Ni las casas más sólidas resisten el empuje de tales corrientes.

—Padecerán devastaciones espantosas esas desgraciadas islas…

—Le diré a usted algunas para darle idea de esos huracanes. En 1825 un ciclón desatado sobre Guadalupe, arrasó por completo las plantaciones de azúcar y de café, derribando las casas, de las cuales no quedó una pared en pie. Un edificio grande, de piedra, recién construido, fue destruido en gran parte y sus tejas proyectadas con tal violencia que algunas atravesaron puertas de parte a parte…

—¡Menudo ventarrón!

—Cuarenta y cinco años antes, otro huracán destruyó casi del todo la ciudad de Savana-la-Marry, situada en la costa occidental de Jamaica, echando a pique cuatro buques que había en el puerto y estropeando tres más. En la Martinica fue también terrible, pues hubo al mismo tiempo una marejada alta y perecieron nueve mil personas, quedaron mil enfermos sepultados bajo los escombros del hospital de Fort-de-France, derribó la catedral y otras siete iglesias, a más de un centenar de casas, en tanto que el mar, que subió ocho metros sobre su nivel ordinario, derrumbó de un golpe ciento cincuenta edificios.

—¡Qué espantoso desastre!

—Pues aún hubo más. Una flota compuesta por cincuenta barcos mercantes y dos fragatas, sorprendida por el huracán en las inmediaciones de la Martinica, se hundió en el mar y sólo pudieron salvarse siete barcazas. De los cinco mil hombres que tripulaban aquellos barcos sobrevivieron poquísimos.

»En San Esteban fueron lanzados contra la costa otros veintisiete buques; en la Dominica no quedó en pie una sola casa en las inmediaciones del puerto en la Isla de San Vicente, de seiscientas casas que constituía la ciudad de Kingstown, sólo subsistieron catorce y el mar echó a las playas bancos de coral arrancados del fondo; en Santa Lucía fue mayor aún el desastre, pues se hundieron todos los edificios, murieron entre los escombros seis mil personas, fue destruido el fuerte y el mar levantó unos cañones muy grandes emplazados en una muralla de treinta y cinco metros de altura.

»Durante el cataclismo se pudo observar extraños fenómenos eléctricos. Hubo gran número de rayos globulares y todas las construcciones metálicas fueron destruidas o seriamente averiadas.

—Si nos pillara un ciclón de esos no podría resistir nuestro Washington.

—¡Claro está, O’Donnell! Aunque subiésemos mucho, la violencia del viento sería tal que desgarraría los dos globos como si fuesen de papel. Por fortuna son poco frecuentes estos huracanes.

—¡Caramba! —exclamó el feniano, que desde hacía varios minutos miraba hacia el esto—. ¿Qué es eso que se ve allí, señor Kelly?

El ingeniero miró en la dirección que se le indicaba y vio como a unos dos kilómetros del aerostato una zona de color verde pálido, suspendida a unos dos mil doscientos metros de altura.

—Es una nube transparente que se ofrece a nuestra vista en sentido horizontal —dijo.

—Parece como un velo enorme.

—El viento nos lleva hacia ella. La examinaremos desde lo alto.

El Washington navegaba precisamente en dirección a la nube. Tardó pocos minutos en hallarse sobre ella, como a unos trescientos metros más arriba.

Pronto desapareció el color verdoso y los dos aeronautas no vieron más que una niebla ligerísima, que ocupaba una gran extensión y permitía divisar por debajo de ella el océano. Apenas se distinguía la enorme sombra de los dos globos fusiformes en aquella zona vaporosa, de puro transparente que era.

Al otro lado de la niebla tropezó el Washington, sin embargo, con una nube grande, o mejor dicho, con varias superposiciones de densos vapores, colocados en capas de doscientos metros de espesor y separados por un espacio de aire nada más.

Encontráronse rodeados de una semioscuridad y experimentaron una desagradable sensación de frío húmedo.

En pocos minutos quedaron caladas sus ropas, y el aerostato, cuyo peso aumentaba aquella humedad, descendió bruscamente, atravesando las capas inferiores.

—¿Caemos? —preguntó O’Donnell, mientras Simón, como si se diese cuenta de la caída del Washington, se ponía de pie en menos que se dice y miraba en torno suyo con los ojos torcidos.

—Ya nos detendremos y volveremos a subir —afirmó Kelly.

—¿Sin soltar lastre?

—El sol se encargará de sacarnos. Vigile usted a Simón.

—No le pierdo de vista.

El Washington atravesó sucesivamente tres capas de niebla densa y se detuvo a unos ochocientos metros de la superficie del mar. La atmósfera estaba allí cargada de nubes y los rayos del sol que caían un poco horizontalmente eran abrasadores.

Una hora más tarde volvió a ascender el aerostato, pero a poco cayó de nuevo, a causa de la humedad, que le hacía más pesado. Como se acercaba el anochecer y el ingeniero sabía que la condensación del hidrógeno motivaría de todas maneras el descenso, no quiso privarse de parte alguna de lastre, que iba siendo más valioso cada vez.

A las nueve se hizo de noche con rapidez casi fulminante, pues en la proximidad de los trópicos el crepúsculo es muy breve, y, poco después reanudó su descenso el aerostato, cuyas cubiertas de seda formaron grandes arrugas, especialmente por los dos extremos.

Al ver que el cielo se cubría muy de prisa de nubes y temeroso de que el huracán anunciado por el barómetro se desencadenase durante la noche, Kelly adoptó sin titubear todas las precauciones necesarias para que no le pillara desprevenido la tormenta.

Por primera vez mandó que funcionara la bomba impelente, hasta llenar de aire por completo los dos globos pequeños, y que así se pusiera tensa la superficie de los dos husos, eliminando las arrugas del tejido, que podían ser muy peligrosas si soplaba un viento fuerte. Merced a la violenta presión de la bomba los globos se llenaron de aire hasta tal punto que parecía que iban a estallar y comprimieron el hidrógeno de los globos grandes que rellenó el espacio que la condensación había dejado libre. Aquel aire no aumentaba el poder ascensional del Washington, pero mantenía tersa la superficie de la tela, que así no ofrecía presa al viento ni formaba bolsas entre las cuales pudiera meterse éste y causar desgarraduras.

No se limitó a lo dicho. Mando, además, preparar dos cilindros de hidrógeno comprimido y acoplarlos a las mangas de los husos que habían sido fuertemente atadas a la popa de la barquilla, y repartió la arena a lo largo de los costados para poderla tirar sin pérdida de momento a la primera señal de peligro.

Mientras los tres hombres se ocupaban en estos preparativos, las nubes fueron invadiendo la bóveda celeste, extendiéndose sobre el aerostato y eclipsando las estrellas. La más profunda oscuridad envolvía el océano y el globo, y a cada minuto parecía más densa y más pavorosa.

El viento dio un salto brusco, cambiando hacia el sur-sureste y su velocidad creció de modo considerable, llegando a los dieciséis metros por segundo. Aun no tenía la rapidez que adquiere durante la tempestad, que es de veintidós metros y medio en el mismo tiempo, de 27 en las grandes tormentas, de 35 en los huracanes y de 45 en los terribles ciclones; pero no tardaría en aumentar su violencia.

Se le oía zumbar por entre las cuerdas y las mallas de las redes, se le sentía imprimir grandes sacudidas a los dos husos, que se agitaban como si estuviesen en la superficie del mar, haciendo que se balancease la barquilla.

Sin embargo, parecía que en torno a los aeronautas reinase una calma absoluta, pues corriendo a la par del viento y con aquella velocidad, raras veces experimentaban el efecto de aquellos soplos impetuosos.

A sus pies, no obstante, se oía rugir el huracán sordamente, a menos de cuatrocientos metros. De cuando en cuando en aquella ilimitada extensión de color de tinta, se veían fugaces fulgores, producidos sin duda por un principio de fosforescencia.

Cada vez que Simón oía aquellos amenazadores rugidos y sentía las furiosas embestidas de las rachas fuertes, se estremecía y fijaba los ojazos en su amo, dejando salir, al mismo tiempo, por entre sus contraídos labios frases entrecortadas.

A las diez, O’Donnell, que se había apoyado en un alambre de cobre que reforzaba una cuerda soporte, vio con la mayor sorpresa que se desprendía de aquel una chispa, y sintió como un pinchazo en la mano.

—¡Por vida de…! —exclamó—. ¿Qué es esto?

—¡Mala señal! —comentó el ingeniero—. Es preciso sacrificar un poco de lastre y ascender.

—¿Por qué, señor Kelly?

—Eso que le ha pasado a usted indica que el aire está saturado de electricidad y que dentro de poco caerán algunos rayos. Procuremos subir antes de que alguno de ellos caiga sobre nuestro globo.

—¿Cuánta arena hay que tirar?

—Bastará con cincuenta kilos.

O’Donnell cogió un saco y lo lanzó al mar.

Casi al mismo tiempo un relámpago deslumbrador desgarró las tinieblas y un sordo trueno retumbó entre las nubes tempestuosas, perdiéndose a lo lejos con sordo y prolongado rumor.

XIII. LA ATLÁNTIDA

Descargado de aquel peso, el Washington ascendió muy de prisa hacia la masa de nubes que obstruía la bóveda celeste. Los rugidos del Atlántico, cuyas aguas removía el viento en olas enormes, iban siendo más roncos a medida que se alejaba el aerostato.

En pocos minutos dominaron los viajeros la distancia que les separaba de las nubes y se encontraron rodeados por una niebla densa, cargada de humedad, que parecía abrir paso con gran esfuerzo al globo. La temperatura descendió bruscamente a cuatro grados sobre cero y Kelly, O’Donnell y el negro se encontraron en medio de una obscuridad intensa.

Sin embargo, al través de aquellas nubes, que debían de tener un espesor enorme, se veían de cuando en cuando vibrar rápidos fulgores que se desvanecían en seguida y algunas llamitas azules, fuego de San Telmo, se posaron en los bordes de la barquilla y recorrieron las mallas de las redes.

Simón, aterrado, profirió un alarido penetrante y se puso en pie de un salto con los ojos desorbitados, el cabello en desorden y la cara descompuesta. Parecía que iba a lanzarse al espacio, pero estaba a su lado O’Donnell que le sujetó por los brazos y le obligó a sentarse.

—No te asustes, Simón —le dijo—. Estamos pasando por dentro de las nubes, y esas llamas no queman a nadie.

En dos minutos atravesó el globo la masa nubosa y ascendió a la atmósfera pura, en lo alto de la cual refulgían las estrellas. La luna brillaba en el horizonte y su luz azulada caía dulcemente sobre los tripulantes del Washington.

A sus pies veían las nubes que se atropellaban confusamente, impulsadas por la furia del viento, y en el seno de estas zigzagueaban líneas de fuego. De rato en rato estallaban formidables truenos en aquella masa nubosa y su estrépito se propagaba con increíble intensidad por las profundidades inconmensurables de la bóveda celeste.

Del océano no había ni rastro; diríase que había desaparecido la tierra y que el globo, fuera ya de su atmósfera, navegaba hacia la luna.

En aquellas altas regiones el viento no encontraba obstáculo que le contuviera, ni corriente que le contrariara, y soplaba a una velocidad increíble arrastrando consigo al aerostato, no ya hacia el sudeste, sino hacia el este, a lo largo del paralelo 32°.

—¡Por fin!… —exclamó el ingeniero—. ¡Ya era hora de que el viento nos llevase hacia oriente! Si sigue así, en pocas horas recorreremos un espacio muy grande.

—¿A qué velocidad navegamos? —preguntó O’Donnell.

—A la de las grandes tempestades: a noventa y ocho kilómetros por hora.

—Bastante más que los ferrocarriles.

—Debe haberse desatado una tormenta violentísima sobre el Atlántico —dijo Kelly.

—Pues compadezco a los barcos que haya en él.

—Puede que alguno, o algunos, no lleguen a las costas de Europa o América.

—En cambio nosotros no corremos ningún peligro.

—Aquí arriba, a tres mil quinientos metros de altura, no, pero si se hubiera encontrado el globo sin hidrógeno de repuesto y sin arena, ninguno de nosotros se salvaría. Oiga usted los truenos y vea los rayos que surcan las nubes cargadas de electricidad.

—¿Así que nuestro Washington habría sido fulminado?

—Lo primero de todo, O’Donnell. Como era lo más cerca que había de las nubes hubiera recibido la primera descarga.

—¿Matan siempre en el acto los rayos, señor Kelly?

—No, O’Donnell. Eso es una creencia errónea. A veces carbonizan a las personas o animales sobre los cuales caen; en otras ocasiones gastan bromas muy pesadas, pero no mortales; ya se limitan a quemar las ropas de la persona sin producir a ésta daño alguno; ya funden o destruyen las monedas, sin tocar a quien las lleva consigo; ya descalzan a un peatón, enviando muy lejos sus zapatos…

»Se han observado acerca de esto fenómenos inexplicables. Se ha visto personas muertas por un rayo que conservaban la frescura de sus carnes como si estuviesen vivas; en cambio otras las tenían completamente consumidas.

—Son muy caprichosos los rayos, por lo que oigo.

—Mucho, amigo mío. El señor Neal, por ejemplo, vio a un desgraciado al cual le había quemado una exhalación la mano hasta el hueso, dejándole intactos los guantes.

—¡Qué raro!

—Otros han visto individuos a quienes un rayo desgarró o destruyó la ropa sin tocarles el cuerpo, y viceversa, otros que quedaron abrasados y con el traje indemne.

»Howard afirma que vio a cierto aldeano, al cual una descarga eléctrica descosió las ropas y los zapatos, pero tan perfectamente como hubieran podido hacerlo un sastre y un zapatero. El doctor Gualterio de Claubry, en cambio, se quedó con la barba abrasada por un rayo que no le tocó la cara.

—¡Qué bien! ¡Eso quiere decir que hay rayos barberos!

—A otro individuo le quitó una exhalación todo el vello de su cuerpo, que apareció enmarañado e incrustado en los pulpejos de sus manos.

—¡Yaya una navaja bien afilada!

—Parece cosa de broma, ¿verdad? También hay rayos grabadores: un soldado alcanzado por uno de ellos se encontró reproducidos en un muslo los contornos de tres hojas, que ya no desaparecieron jamás. En Suiza un rayo le dibujó a una señora en la pierna izquierda una flor. Durante el espantoso ciclón que el 19 de agosto de 1870 destruyó la ciudad de San Claudio, en el Jura, se observaron fenómenos muy extraños. Los árboles heridos por las chispas eléctricas se pusieron encarnados; quedaron inutilizadas muchas cerraduras; desaparecieron los herrajes de no pocas puertas, y se encontraron las llaves en el interior de muchas casas donde no había caído rayo alguno; por último, en bastantes muebles desaparecieron los tornillos.

—Es cosa que asusta, señor Kelly.

—¿Verdad, O’Donnell? Por fortuna nosotros estamos fuera del alcance de los rayos.

Por debajo del globo seguía el huracán desencadenado, violentísimo.

El viento agitaba las nubes que se levantaban aquí y allá como las olas de un océano revuelto por la tormenta, se desgarraban, se comprimían, rodaban unas por encima de otras, descendían y se levantaban blancas, con reflejos nacarados, rojas como si en su interior ardiese una lumbrada enorme, o negras, como si de repente hubiese caído sobre ellas un mar de tinta o de betún. Agudos silbidos, chirridos prolongados, crujidos formidables, ya cortos y secos, ya interminables, salían de aquella masa que el huracán conducía en sus potentes alas y todos aquellos estrépitos se perdían hacia arriba y hacia abajo, formando un bronco retumbar. A veces, cuando cesaban los truenos, se oía un rugido prolongado bajo las nubes: era el océano, que tomaba parte en aquella grandiosa competencia de los elementos desencadenados.

El globo, que se mantenía a tres mil seiscientos metros de altura, devoraba el espacio con fantástica rapidez, a merced de las corrientes aéreas, a pesar de que parecía estar constantemente inmóvil o poco menos. La corriente que al principio le impulsaba hacia el este habíase quebrado, acaso al encontrarse con otra que llevaba distinta dirección, y se desviaba con frecuencia, ya hacia el sur, ya recobrando su primitivo rumbo.

Los dos grandes globos fusiformes sufrían a veces fuertes sacudidas y cuando cambiaba el viento se inclinaba de proa, imprimiendo bruscas oscilaciones a la barquilla.

Nadie se atrevía, a dormir. El miedo a que el aerostato descendiese a causa de la condensación del hidrógeno, o de un desgarrón, y de que se internara en aquellas nubes tempestuosas, cargadas de electricidad, tenía desvelados a los tres viajeros. Por fin, Simón, a pesar de los truenos, se quedó dormido entre dos cajas. Pero su sueño era intranquilo: de cuando en cuando se agitaba, movía los brazos como un loco, abría sus grandes ojos y brotaban de sus labios gritos roncos, reveladores de un terror insuperable. Si no estaba demente aquel desgraciado, le faltaba muy poco: desde su encuentro con el pulpo gigantesco, tenía peligrosamente perturbado el cerebro.

A las tres de la madrugada se encontró el globo, casi de repente, sobre el océano. Acababan allí las masas nubosas y parecía que huían hacia el sur, arrastradas acaso por alguna corriente aérea.

Durante unos minutos se vio aquella inmensa aglomeración de nubes fluctuar entre el mar y el cielo, con el repetido fulgor de los relámpagos; luego desapareció por el tenebroso horizonte. Cesaron inmediatamente los fragores de la tormenta y sólo se oyó un rumor lejano. Les rugidos del mar apagaron después la voz de la tempestad.

Abajo, en lo hondo, se veía de un modo confuso el Atlántico iluminado por los pálidos rayos del astro de la noche. Aparecía como un extenso velo de color indefinible, entre el azul oscuro y el castaño, sacudido, agitado por poderosas ráfagas de viento. Por intervalos se divisaban espacios, líneas blancuzcas, que se movían con rapidez y que desaparecían al punto. Debía de ser la espuma que coronaba las ingentes olas.

O’Donnell, que lo observaba todo, indicó al ingeniero un barco que huía hacia el sur, con el velamen recogido. Se le veía subir trabajosamente por el lomo de las grandes olas, hundirse en sus pendientes, reanudar el ascenso y la caída y casi desaparecer entre la espuma. Algunas veces se pudo ver sus luces de situación que brillaban como dos puntos luminosos, uno encarnado y otro verde; luego, nada.

El aerostato, impulsado por el viento, que corría entonces a razón de ochenta kilómetros por hora, se alejaba dejándolo todo tras sí. Ningún buque, ningún crucero, por muy potentes máquinas que tuviera, podrían competir con él.

A las tres, el feniano, que se obstinaba en permanecer despierto, aunque ya no había peligro alguno, y el cielo estaba perfectamente limpio de nubes, indicó una claridad intensa que aparecía en el océano, hacia el nordeste.

—¿Será una isla? —preguntó al ingeniero, que se puso a mirar con un anteojo.

—¿Tierra aquí? Imposible, O’Donnell.

—¿No están en nuestra ruta las Azores?

—No, sino más al norte, y, además están muy lejos todavía.

—Pueden ser las Canarias.

—Tampoco; están más lejos aún que las Azores.

—Pueden ser las de Cabo Verde.

—Aunque hemos corrido mucho, todavía deben de encontrarse a muchas millas de distancia. Además, no creo que nos haya llevado el huracán tan al sur.

—Entonces, ¿qué opina usted que será?

—Hay mucha distancia, y la obscuridad es grande para discernir lo que sea, pero temo que se trate de un incendio.

—¿Un incendio? ¿Dónde?

—En algún barco.

—¡Por San Patricio…! Un barco ardiente en medio del huracán… ¡Qué situación más espantosa para sus tripulantes!

—Puede que sea algún volcán.

—¿Un volcán en medio del Atlántico? ¿Qué está usted diciendo?

—¿Por qué no, amigo O’Donnell?

—¿No dice usted que estamos lejos de todas las islas? Entonces, ¿dónde podría estar el volcán? ¿Sobre las olas?

—No; en el fondo del océano.

—Pues, que yo sepa, no se ha visto nunca un volcán en medio del Atlántico.

—¿Y eso qué importa? ¿No puede haber surgido de un momento a otro, acaso esta misma noche? ¿Cree usted que el fondo del Atlántico se está quieto? ¡Pues no hay tal cosa! Se agita muy a menudo a merced del esfuerzo del fuego interno, y experimenta grandes modificaciones: sube, se deprime… En 1811 formó una isla volcánica, cerca de las Azores, en aguas de San Miguel.

—¿Una isla?

—Sí; la que se llamó Sabrina, que tuvo trescientos metros de altura sobre el océano y fue destruida por las olas. Por aquellos sitios apareció otra, después de una abundante erupción de vapores, humo y fuego, durante un terremoto, pero desapareció en seguida.

—¿De modo que en este océano hay islas volcánicas?

—¿Acaso no tienen ese origen las Azores, las Canarias, Ascensión, Santa Elena y Tristán de Acuña?

—¿Y las Bermudas también?

—No, O’Donnell. Esas han sido formadas por los corales.

—Pues si es verdad como usted dice que el fondo del océano experimenta grandes modificaciones y se agita, habría que creer a los escritores de la antigüedad lo de la desaparición de la Atlántida.

—¿Y por qué no?

—Pero ¿usted se figura que existió en realidad aquel continente? Ante todo, ¿qué era aquella Atlántida, de la cual he oído hablar vagamente?

—Una isla inmensa, tan grande, según los antiguos, como la Libia y el Asia menor, juntas, que se extendía más allá de las columnas de Hércules, o sea del Estrecho de Gibraltar, y que otras islas más pequeñas acercaban a un continente. Todos los escritores antiguos hablan de ella, lo cual hace suponer que existió en efecto o que existe aún.

—¿Que existe…? ¿Dónde?

—Se lo diré a usted luego. Homero en su Odisea, la cita; Hesiodo habla de ella en su Teogonia; Eurípides en sus dramas; Solón en la gran epopeya ideada por él; Platón, Estrabón y Plinio, también le dedican atención.

»Según parece, los Atlántidas llegaron al Mediterráneo impulsados por sus deseos de conquista, y trataron de predominar sobre Grecia, pero fueron rechazados por los primitivos atenienses. Así y todo, invadieron parte del Mediterráneo, Egipto, África septentrional y las costas del mar Tirreno, o sea la Italia actual, así como alguna parte del continente opuesto.

»Dícese que en aquella isla reinaba una poderosa dinastía y que la poblaban numerosas tribus. Pero llegó un tiempo en que, después de violentos terremotos y diluvios, se hundió en las aguas la isla con todos sus habitantes. Hasta los cartagineses mencionan una isla deliciosa y tenían resuelto ocuparla en el caso de que destruyese su república algún desastre.

—¿Cómo se la tragaron las aguas?

—Se han dado distintas explicaciones del fenómeno. Unos creen que a consecuencia de un terremoto tremendo; otros, y entre ellos Bory de Saint Vincent y Mantelle, dos sabios eminentes, opinan quo se hundió al desaguar en el océano un extenso lago salado de África, tal vez el del Sahara, pues este desierto parece ser el lecho de un mar antiguo. Por mi parte pienso de muy distinto modo, y creo que la Atlántida existe todavía.

—Pero ¿dónde?

—Será, o parecerá un disparate, pero yo recuerdo que los antiguos estaban en cuestión de conocimientos geográficos, mucho más adelantados que los europeos del siglo XV y aun del XVI. Se asegura que aquella isla estaba más allá de las columnas de Hércules y que otras muchas islas la acercaban a un continente. Pues bien, eche usted una mirada al mapamundi. ¿Qué ve usted al occidente de Europa?

—América —contestó O’Donnell, que escuchaba atentamente al ingeniero.

—¿Y más allá de América?

—Pero…

—Espere nn poco. ¿Qué hay más allá?

—Las innumerables islas del Océano Pacífico.

—¿Y luego?

—El gran continente asiático-europeo.

—En vista de lo cual yo deduzco que la Atlántida de los antiguos era la América actual, que las islas que la acercaban al continente opuesto son las del Océano Pacífico, y que el tal continente era el asiático-europeo, el único que podían conocer los antiguos griegos.

—Eso vale tanto como decir que los antiguos conocían la redondez de la tierra.

—Sí, O’Donnell; estoy convencido de ello y afirmo que conocían nuestro planeta mejor que los europeos del siglo XV.

—Pero ¿y eso de los terremotos y los diluvios, y las tierras hundidas?

—Aquellos terremotos, aquel, gran cataclismo, pueden haber ocurrido, pueden haberse tragado alguna isla, del mismo modo que pueden haber hecho surgir las Azores y las Canarias que, como ya he dicho, son de origen volcánico. ¡Quién sabe! Acaso los antiguos navegantes, asustados por aquel cataclismo, no se atrevieron a aventurarse por el Atlántico, y América volvió a la obscuridad y fue olvidada hasta la época en que el gran navegante Colón y luego Caboto, la dieron a conocer a los pueblos europeos…

XIV. LAS CALMAS TROPICALES

Los rayos del sol invadieron de pronto el espacio a las cinco de la mañana, iluminando el océano hasta los extremos confines del horizonte. Casi al mismo tiempo el viento fuerte que impulsaba al aerostato hacia el este, disminuyó poco a poco y pareció que la corriente se hubiera desviado o interrumpido, como si tropezara con algún obstáculo.

¿La repelían los vientos alisios que soplan de levante a poniente, naciendo en las costas de la Península Ibérica y terminando en la América central? Así, al menos, lo suponía el ingeniero que había temido verse llevado muy al sur por el huracán.

Si la suposición era fundada, preparábasele al Washington un mal rato, pues podía dominarle aquella corriente y llevarle otra vez a las costas americanas, sin que los audaces navegantes pudieran hacer la más mínima cosa para evitarlo.

—A mediodía tomaremos la altura para saber dónde estamos —dijo Kelly a O’Donnell, que le preguntaba acerca de esto—. Confiemos en que no habremos bajado mucho al sur.

Lo cierto era que el calor aumentaba por momentos a medida que el sol ascendía en el horizonte, lo cual era indicio seguro de que el aerostato se acercaba a las ardientes regiones del trópico de Cáncer. A las nueve señalaba el termómetro marcaba 32° Reaumur y amenazaba subir más todavía.

O’Donnell, que estaba habituado al clima frío del Canadá, empezaba a sentirse molesto y corrió el toldo para protegerse contra las mordeduras de aquel sol, que tan repentinamente se le hacía insoportable. Sólo Simón, por su condición de africano, parecía estar a gusto con aquella elevada temperatura; hasta parecía que se hubiese tranquilizado al fin, pues permanecía callado, sus miradas no eran ya extraviadas y su cara no tenía la expresión de miedo de poco antes.

A las diez estaba el globo casi inmóvil. Reinaba una calma absoluta sobre el océano que, al cesar el viento, volvía a estar tranquilo y terso como una inmensa placa azul.

—Nos hallamos en la región tropical —dijo el ingeniero, después de observar durante largo rato la superficie del Atlántico.

—¿En qué se funda usted para afirmarlo?

—¿Ve usted allá abajo aquellos pájaros que vuelan?

El irlandés se asomó al borde de la barquilla y valiéndose de los gemelos pudo ver varios volátiles de plumas blancas y negras, fuertes alas y cola breve, adornada con dos plumas largas, que se lanzaban de cuando en cuando sobre las olas rapidísimamente, para buscar los peces que subían a la superficie.

—¿Qué aves son esas? —preguntó.

—Faetornis, o como los llaman los marineros, colas de paja. Es una especie que nunca se aleja de los trópicos.

—¿Y cómo es que están aquí, a tanta distancia de la costa?

—Son pájaros de vuelo muy poderoso, que pueden recorrer en pocas horas distancias enormes. ¡Quién sabe! Acaso tengan éstos su nido en las Azores, en las Canarias o en las islas de Cabo Verde…

—¿Dónde nos encontramos, pues?

—Dentro de hora y media lo sabremos. Ya falta poco para mediodía.

—Estoy impaciente por saberlo.

—Yo también, O’Donnell.

Durante aquella hora y media no avanzó el Washington más de diez millas; en cambio el calor fue en aumento hasta llegar a los 35°. Si a aquella altura de 3800 metros era tan elevada la temperatura, ¿qué sería en la superficie del mar? Allí debía de marcar el termómetro 40° o más.

A las doce en punto, el ingeniero tomó la altura. Hecho el cálculo rápidamente por las observaciones realizadas con el sextante, averiguó que el Washington se hallaba a 17° 15’ de longitud oeste y a 24° 39’ de latitud norte.

—Estamos a pocas millas del trópico —dijo—. No me engañaron los faetornis.

—Pues entonces debemos de haber recorrido una distancia inmensa, de ayer a hoy. Ayer estábamos…

—A 32° 54’ de longitud y a 36° 7’ de latitud —añadió el ingeniero.

—Así que en veinticuatro horas hemos recorrido…

—Cerca de mil millas hacia el sudeste.

—No existe buque alguno que pueda cubrir esa distancia en tan poco tiempo. Si siguiera soplando el viento en la misma dirección, ¿adonde nos llevaría?

—A las islas de Cabo Verde.

—¿Y si nos empujara hacia el este?

—A las costas próximas al desierto de Sahara.

—¿Hacia dónde vamos ahora?

—Al este.

—¿No es en esta región donde soplan los vientos alisios?

—No están muy lejos, y si seguimos descendiendo unas docenas de leguas hacia el sur, los encontraremos. ¿Sabe usted donde temo encontrarme?

—No.

—En la zona de calma de Cáncer.

—Desagradable suposición, señor Kelly.

—Terrible, O’Donnell, porque esas calmas pueden tenernos inmovilizados o poco menos varios días y tal vez durante algunas semanas y puede decirse que nuestro aerostato tiene sus horas contadas y caería en pleno océano.

—Pero aun nos queda la barquilla.

—Sí, pero nuestras provisiones son muy limitadas, sobre todo el agua, que empieza a disminuir rápidamente, evaporada por este calor tan intenso.

—¡Demontre! El caso es más serio de lo que yo creía; pero no desesperemos, señor Kelly; tal vez se interrumpa esta calma pronto y nos lleve el viento a las costas africanas.

Por desgracia, la calma que les rodeaba no tenía trazas de acabar. Parecía que se hubieran desvanecido las corrientes aéreas, o que el calor las hubiese absorbido, pues no soplaba la más leve brisa ni en la altura ni junto a la superficie del mar, que estaba lisa como un cristal.

En cambio el calor aumentaba de un modo inquietante, evaporando por momentos la provisión de agua contenida en los barriles de aluminio. Para colmo de desdichas, el hidrógeno comenzó a escaparse al través de los poros de la seda. ¿Se había desgastado el barniz a causa de la humedad que las nubes dejaron en aquélla o se deshacía por exceso de calor? Fuera por un motivo o por otro, la fuerza ascensional del Washington había menguado y en los extremos de los globos fusiformes comenzaban a dibujarse arrugas. En ocho horas descendió de tres mil seiscientos metros, casi quinientos. Si no hubiesen arrojado un saco de arena hubiese descendido mil más.

Así y todo, el ingeniero no se asustaba todavía. Disponía aún de los cuatrocientos metros cúbicos de hidrógeno y de seiscientos cincuenta kilos de arena, y merced a estos medios contaba con sostener su globo en el aire durante unos días más.

Al ponerse el sol, el descenso del Washington se acentuó y no tardó en ser rápido, pues la temperatura disminuyó varios grados en pocos cuartos de hora.

A las diez no estaba ya más que a doscientos metros de la superficie del mar. Previendo la posibilidad de otra caída y en su deseo de ahorrar cuanta arena pudiese, dispuso el ingeniero que echaran al agua las cuerdas-freno y con ellas los dos conos y el ancla de gancho.

Al perder parte de su peso específico aquellos objetos sumergidos en el agua quedó también descargada la aeronave de un peso importante. En realidad el Washington contuvo su descenso, a pesar de que la temperatura seguía disminuyendo, y no bajó de los doscientos metros.

La primera noche que pasaron en la calma del trópico fue tranquila. El globo estuvo perfectamente inmóvil, permitiendo a los aeronautas descansar cómodamente. Sin embargo, el ingeniero, que dormía con un ojo nada más, se despertó varias veces con el ruido que producían los saltos de los tiburones, reunidos en buen número por debajo del Washington y que tropezaban repetidamente con los dos conos y el anclote.

Al amanecer presentóse el sol de pronto en el horizonte, ahuyentando las tinieblas, y la temperatura, que había bajado hasta 28°, subió casi instantáneamente a 34°. Como si se despertase de repente el globo ascendió despacio, pero casi contra su voluntad, a duras penas. Aquellos hombres, aquella arena, aquella barquilla y cuanto contenía, empezaban a pesar demasiado para sus fuerzas más débiles cada vez, como las de un herido que va perdiendo sangre gota a gota.

No obstante esto, subió a setecientos metros y ya en aquella altura encontró una corriente débil de aire, que soplaba hacia el este con una pequeña desviación al sudeste.

—¡Hum! —exclamó O’Donnell, que había despertado—. Está el globo un poco enfermo, señor Kelly. Nuestro Washington se queda sin fuerzas y va a haber que reanimarlo.

—Lo mismo pienso yo, amigo O’Donnell —contestó el ingeniero—. Si esta calma continúa no sé qué va a ser de nosotros.

—¿Cuánto avanzamos?

—Apenas siete millas por hora.

—¡Demontre! Este globo se ha convertido en un caracol. Diga usted, señor Kelly, ¿han caído muchos aeronautas al mar con sus globos?

—Muchos y también son muchos los que se han estrellado al caer a tierra.

—Será muy larga la lista de los naufragios aéreos, ¿verdad?

—No tanto como pudiera creerse. Además, ha de saber usted que las catástrofes se han debido siempre a imprudencias de los aeronautas. Se calcula que se habrán realizado desde el descubrimiento de los globos unas veinte mil ascensiones y el numero de desgracias ocurridas no pasa de un centenar.

—¡Pero habrán sido espantosas!

—Eso sí, O’Donnell, porque cuando un globo estalla o cae, no hay maniobra posible que le salve.

—¿Quiénes fueron los primeros que dieron el terrible salto?

—Pilâtre des Roziers, el rival de Blanchard, y su compañero Romain fueron las primeras víctimas de la ciencia aeronáutica. Salieron de Boulogne el 15 de junio de 1785, para intentar la travesía del Canal de la Mancha y descender en Inglaterra, con un globo provisto de un hornillo que debía mantener el gas en constante dilatación, introduciendo una corriente de aire caliente en una especie de tubo.

»Quisieron elevarse más; en vez de apagar el hornillo activaron la combustión y el globo estalló con formidable estruendo. Los dos desdichados cayeron a tierra, destrozándose, a unos cuatro kilometros de la ciudad, cerca de una torre que aun existe.

Pilâtre murió en el acto; su compañero respiró algunos minutos y pereció sin haber podido decir ni una sola palabra. Una modesta columna erigida al final de una pradera recuerda el trágico fin de aquellas primeras víctimas de la aerostática.

»Zambecari, arriesgado aeronauta italiano, que dio gran impulso a la navegación aérea, fue otra víctima. Después de escapar a la muerte por milagro, en pleno Adriático, mar sobre el cual le llevó el viento en una ascensión que realizó en Bolonia el 21 de octubre de 1804, pereció pocos años después, abrasado, a la vista de su mujer, de sus hijos y de considerable número de espectadores, por haberse volcado la lámpara que utilizaba para dilatar el gas. Se encontró su cuerpo totalmente carbonizado.

—¡Qué muerte más espantosa!

—En 1802 murió también Olivari. Subió el 25 de abril en un sencillo globo de papel, que ardió, y el desgraciado aeronauta cayó a tierra, destrozándose.

—¿Pero se atrevió a subir en un globo de papel?

—Sí; esos atrevimientos se llaman insensateces. El 7 de abril de 1806 salió Momesent en un globo provisto de una tabla en lugar de barquilla, para que pesara menos. El infeliz perdió el equilibrio y fue a estrellarse en los fosos de la ciudad de Lila, abriendo con su propio cuerpo su sepultura en la arena.

—¡Qué horrible salto!

—El 17 de julio de 1812 ascendió Bitrof en un globo de papel, como Olivari, y como él pereció, víctima de su imprudencia.

»Más tarde cayeron los hermanos Braeliet, que sustituyeron la barquilla con un trapecio. No les fue posible contener la caída del globo y se despedazaron contra el suelo.

»El 6 de julio de 1819 fue una mujer la que cayó; la primera que se atrevió a subir a las altas regiones de la atmósfera. Fue la señora Blanchard, que se precipitó contra el tejado de una casa, en París, y quedó muerta.

—¡Pobre señora!

—Luego Luis Deschamps cayó sobre un palo y se partió la columna vertebral; Arban, que fue arrastrado al Mediterráneo, y desapareció entre las olas con su globo; Merlo, que pereció asfixiado por el gas, en la calle de Troves, en Chalons del Marne; el italiano Comasehi ascendió desde Constantinopla, en 1845, en un globo estropeado; el viento le llevó al mar Negro, en cuyas aguas encontró la muerte; en San Petersburgo salió el joven Ledet el año 1847 y cayó en el lago Ladoga pereciendo ahogado antes de que llegaran las barcas de los pescadores que intentaban salvarle.

»En 1851 perdió la vida Tardini en el mar Báltico; luego Piaña pereció ahogado por el gas en Roma; Pérez, discípulo de Godard, que subió en la Habana y desapareció con globo y todo en el mar de las Antillas; Emma Verdicr, víctima lanzada en un Montgolfier por una mano asesina; luego Bruet, que subió en Burdeos el año 1874 colgado de un trapecio y por una mala maniobra o por un vahído se estrelló contra el suelo.

»Se me olvidaba La Mountain, un imprudente que el 4 de junio de 1874 salió de Jone, en el Michigan, a bolado de un Montgolfier. En lugar de encerrar el globo en una red, como se hace siempre, tuvo la desdichada idea de rodearlo de cuerdas sin anudar, y éstas fueron juntándose poco a poco y dejaron escapar el globo, cayendo su desgraciado tripulante con la barquilla y las cuerdas colgantes, en un campo donde se destrozó a la vista de miles de aterrorizados espectadores.

»Otro que se me olvidaba es Duroí, que salió el 31 de agosto del mismo año 74, de Calais, en compañía de su joven esposa. Este fue uno de los más dramáticos naufragios aéreos. El globo, que se llamaba El Tricolor, fue a parar al océano, y al cabo de doce horas cayó al agua. Marido y mujer, agarrados al aro de la barquilla, lucharon desesperadamente contra las olas que amenazaban tragárselos, hasta que la pobre mujer se desmayó. Su marido la sostuvo sin soltar el aro. Fueron vistos desde un buque, que echó un bote al agua, y tuvo la suerte de salvarlos.

»La última catástrofe que conozco es la del Zenith, el globo tripulado por Croce-Spinelli, Silvel y Tissandier. Ya sabe usted que sólo se salvó éste último.

—Pues es una hecatombe de aeronautas.

—Se equivoca usted, O’Donnell. Probablemente en veinte mil viajes hechos por los buques por el mar, serán más numerosas las víctimas que perecieron bajo las aguas.

—¿Y dice usted que esas catástrofes se debieron a imprudencias de los aeronautas?

—Sí, y, a veces, de los espectadores, de la gente que asiste a las ascensiones y no tienen en cuenta los riesgos que corren los que las hacen.

»El público fue quien obligó a Zambecari a realizar la ascensión del 7 de septiembre de 1804 en Bolonia. El audaz aeronauta no quería subir, porque el viento era desfavorable, pero se burlaron de él, le tacharon de cobarde, y subió con dos compañeros: Andreoli y Grasetti, sin tomar alimento, con la hiel en los labios y la desesperación en el alma. Arrastrados al Adriático, pudo salvarlos milagrosamente un barco. El 21 de septiembre de 1812, el mismo pueblo boloñés le obligó a apresurar la ascensión, incendióse el globo y el desgraciado murió achicharrado en vida.

»Parecida muerte le tocó a Arban, impelido por el pueblo de Trieste, que el 8 de septiembre de 184.6 le obligó a subir, con injurias y amenazas, a pesar del viento contrario que reinaba, sin cuerdas-freno, sin ancla y sin barquilla. Le recogieron moribundo en medio del Adriático.

»Aquel hombre estaba predestinado a que le tragara el mar. Pocos años más tarde ascendió en Barcelona y…

—¿Murió ahogado?

El ingeniero no contestó. Se había vuelto hacia el este y al parecer miraba algo fijamente.

—¿Divisa usted algún barco?

—No sé lo que es. Allá lejos veo un punto negro, que me parece que está inmóvil.

XV. EL BUQUE DE LOS MUERTOS

Allá al este, a mucha distancia, destacábase netamente sobre la superficie tranquila del Atlántico un punto negro, que parecía inmóvil del todo. No podía ser un ave ni una barca, porque a tal distancia ni una ni otra serían perceptibles; tampoco podía ser un tiburón grande, porque no se hubiese estado quieto; ni un barco, porque sobre él no se alzaba el más mínimo penacho de humo, que se vería fácilmente, ni velamen de ninguna clase.

—¿Qué será? —se preguntó O’Donnell mirando con la mayor atención aquella mancha negra que estaba, por cierto, en la mismísima dirección del aerostato.

—Acaso un cetáceo gigantesco, que duerme a flor de agua, o está muerto —opinó el ingeniero.

—¿Una ballena aquí, en este clima cálido?

—No, O’Donnell; las ballenas no se alejan nunca de los mares fríos; pero cachalotes los hay en todas partes, hasta en el mismísimo ecuador.

—Vamos a verlo —replicó el irlandés cogiendo un anteojo y enfocándolo en dirección a la mancha negra.

Permaneció más de veinte minutos mirando con la mayor atención. En su rostro se dibujó la expresión de la más viva sorpresa.

—No es un cetáceo —dijo.

—Pues ¿qué es? —preguntó el ingeniero.

—Los restos de un desastre marítimo, señor Kelly. Un buque sin mástiles, tumbado de estribor y sin tripulantes.

—¿Un velero?

—De fijo, ya que no alcanzo a ver la chimenea.

—Lo habrá abandonado la tripulación…

—¿Abandonado? ¡No, señor Kelly!

—¿Cómo lo sabe usted?

—Estoy viendo cuatro botes colgados de los pescantes de babor y de estribor.

—¡No es posible!

—Convénzase usted.

El ingeniero se apoderó del anteojo y miró.

—Tiene usted razón —dijo en seguida—, los botes están en su sitio.

—¿Se habrá salvado la tripulación en alguna balsa?

—Se hubieran llevado los botes también, que siempre valen más que una almadía, que navega muy mal a la vela y que cualquier tormenta puede destruir.

—Habrán sido recogidos los tripulantes por otro barco…

—Tal vez, pero ¿por qué había de dejar el buque salvador en sus pescantes los botes que siempre tienen valor?

—Me gustaría poner en claro este misterio, señor Kelly.

—Lo pondremos, O’Donnell. El viento nos lleva en derechura al buque y llegaremos a su lado antes de que anochezca.

—Eso será si no cambia el viento.

—Estoy decidido a descender y a echar las anclas. Acaso encontremos en ese barco agua para llenar nuestros barriles, que se vacían de una manera alarmante. Apenas nos quedan ciento cincuenta litros.

—¡Es decir, que el sol ha evaporado en treinta horas más de cuarenta litros! Si la calma nos detiene cuatro o cinco días más, sufriremos los tormentos de la sed.

—Ya ve usted, pues, que es necesario llegar a ese buque.

—Si sólo conseguimos pasar cerca de él, me comprometo a echarme al agua y remolcar al Washington.

—Y yo a sacrificar un poco de hidrógeno.

Aunque seguía la calma, el aerostato iba acercándose al buque misterioso, pero con extraordinaria lentitud. No se advertía más que un levísimo soplo de aire, y eso no continuadamente. Cuando más, los globos fusiformes avanzaban a razón de seis kilómetros por hora y el buque estaba a más de treinta.

A mediodía cesó la ligera brisa y el Washington se quedó parado a veintidós o veinticuatro kilómetros de distancia. Pero a eso de las tres, cuando el asfixiante calor, que había llegado a los 42°, empezó a aminorar, saltó una brisa bastante fresca, que hizo caminar a nuestros viajeros a más de ocho kilómetros por hora.

Afortunadamente no había cambiado la dirección del viento y el globo seguía descendiendo. En cualquier otra ocasión aquel descenso hubiera contrariado a los aeronautas, pero ahora lo bendecían, porque iba a permitirles abordar aquellos restos de naufragio sin sacrificar la más pequeña porción de hidrógeno. A las cuatro de la tarde sólo estaban a ciento cincuenta metros de altura y a diez kilómetros del buque.

A tan corta distancia y con ayuda de los gemelos, el ingeniero y el irlandés pudieron verle perfectamente.

Era un velero de mil doscientas toneladas, poco más o menos, de forma esbelta, pintado de negro. Al parecer, sus mástiles habían sido cortados al ras de la cubierta, pues sólo se veían dos trozos muy bajos; acá y acullá, diseminados de popa a proa, vergas, jirones de tela y cordajes. De los botes de babor pendían hasta el agua masteleros, obenques y flechaduras.

Aquel barco, que debió estar armado como brick o bergantín, estaba inclinado a babor. Parecía que su carga se hubiera corrido de repente, acaso durante una tormenta.

No se veía a nadie sobre cubierta, pero sí, corriendo de popa a proa, una sombra negra que no se podía distinguir bien.

—¿Qué animal será ese? —interrogó O’Donnell.

—Un perro, probablemente.

—¿Abandonado por la tripulación?

—De seguro.

—Entonces el desastre debe de haber sido cosa muy reciente, porque, si no, se hubiese muerto de hambre el perro.

—Eso mismo me parece a mí.

A las cinco ya estaba el Washington a tres kilómetros nada más del barco. El viento le llevaba hacía él, precisamente.

El ingeniero mandó atar el anclote de ganchos al extremo de una cuerda-freno y lo echó por la borda hasta casi tocar el agua. Para colmo de precaución mandó echar también los dos conos con el propósito de que se detuviera el globo aunque soplase aire fuerte.

A las cinco y cuarto sólo separaban al globo unos pasos de aquellos restos, inmóviles como un cadáver abandonado en un estanque de aguas tranquilas. Sobre cubierta, un perro enorme de pelo negro, miraba con ojos furiosos al globo, que iba acercándose, y dejaba oír sordos gruñidos.

—¡Atención al ancla, O’Donnell! —gritó el ingeniero.

—Ya derecha hacia la barcaza de babor y se enganchará en los obenques que cuelgan de ella o en las garruchas del bote —contestó el irlandés.

El Washington estaba precisamente encima del buque. De pronto experimentó una fuerte sacudida, descendieron los dos husos con violencia, viraron sobre sí mismos y se quedaron inmóviles. El ancla, guiada por el brazo del feniano, habíase enganchado entre las jarcias y los obenques que pendían de la barcaza de popa a babor.

El perro, una fiera enorme, se lanzó furioso hacia el ancla, dando ladridos amenazadores.

—¡Demontre! —exclamó O’Donnell—. Va a ser un poco difícil amansar a ese guardián. Nos va a morder en las piernas.

—Antes le mataremos, pierda usted cuidado. Pero…

—¿Qué?

—¿No percibe usted las pestíferas emanaciones que salen del barco?

—¡Ya lo creo! ¡Huele a muerto! —dijo el irlandés, poniéndose pálido.

Así era. De aquel barco abandonado en el océano, sin palos, sin velas, medio deshecho, presa fatal del primer huracán que se desencadenara, salía un tufo de carne corrompida que apestaba el ambiente. Diríase que llevaba un cargamento de cadáveres. ¿Qué siniestro cementerio flotante era aquél?

El ingeniero y O’Donnell, dominados por intensa emoción, procuraban distinguir algo al través de la escotilla mayor, que estaba abierta, como la boca de un precipicio tenebroso, pero no lo lograron.

—¡Dios mío! —exclamó el irlandés—. ¡Qué fúnebre descubrimiento hemos hecho! ¿Será éste el buque fantasma del maldito holandés, o la nave-ataúd?

—¿Es usted valiente, O’Donnell? —inquirió el ingeniero.

—Me parece que sí.

—Pues venga usted conmigo.

—¿Y Simón?

—Se quedará custodiando el globo. Si le damos otro susto es capaz de volverse loco.

—No se fíe usted, señor Kelly. Mire usted qué ojos y qué cara tiene.

El ingeniero se volvió hacia el negro y le vio asomado por el borde de la barquilla, con la mirada fija en el buque; sus ojos revelaban un miedo espantoso y su cara se había puesto gris, es decir, palidísima.

—¡Simón! —gritó el ingeniero.

El negro no respondió, ni abandonó su actitud. Parecía como si tratase de adivinar la causa de aquellas emanaciones que ascendían a bocanadas basta el globo.

—Simón —repitió Kelly—, ¿qué haces?

Esta vez el interpelado levantó la cabeza y miró a su amo con ojos extraviados.

—¿Muertos? —preguntó dando diente con diente—. ¡Tengo miedo!

—Pero ¿de qué muertos hablas, cobarde?

—¡Allí! ¡Allí! —balbució el negro estremeciéndose e indicando la boca de la escotilla—. ¡Es el barco de los muertos!

—¡Estás soñando, Simón!

—¡No! —replicó éste con extraordinaria energía.

—Quédese usted cuidando del Washington, señor Kelly —dijo el irlandés—. Ese pobre idiota puede gastarnos una broma muy pesada.

—¿Cuál?

—Cortar la cuerda y dejarnos en ese maldito barco.

—Quédese usted, O’Donnell, y bajaré yo.

—Nada de eso. Allá abajo hay un animal carnívoro, un perro hidrófobo.

—No me da miedo. Quédese usted vigilando a Simón, que si necesito ayuda yo le llamaré.

—¡Quia! Usted es el capitán y no debe abandonar el aerostato ni exponerse a riesgo alguno.

Y antes de que el ingeniero pensara en impedirlo, el valeroso irlandés se descolgó por el borde de la barquilla, se agarró a la cuerda y se dejó deslizar.

—¡Cuidado con el perro! —gritó Kelly.

—Llevo un revólver.

A medida que descendía, el pestífero olor iba aumentando en intensidad, hasta el punto de que O’Donnell creyó que iba a asfixiarle. Le parecía que bajaba a una fosa inmensa, llena de cadáveres putrefactos.

Cuando llegó al último nudo, se detuvo y miró a sus pies. El perrazo estaba junto al ancla y le miraba con ojos que imponían respeto, lanzando al mismo tiempo sordos gruñidos.

—¡Está rabioso! —dijo O’Donnell, sintiendo que un temblor agitaba hasta sus huesos—. ¡Buen guardián para este barco de muertos!

Empuñó el revólver con la mano derecha, mientras con la izquierda permanecía agarrado al cable, y descargó cuatro tiros contra el furioso animal, que se desplomó sobre la cubierta.

—¿Le ha matado usted? —preguntó el ingeniero.

—Me parece que sí, pero si intenta levantarse aprovecharé las dos cápsulas que me quedan.

Siguió bajando y se dejó caer en la toldilla.

—¡Por vida de…! —exclamó—. ¡Qué perfume!… ¿Qué habrá sucedido aquí? ¿Se habrán matado unos a otros los tripulantes?

Acercóse al perro, y al ver que aun se movía, le remató de un tiro en un oído; luego, venciendo la repugnancia que le dominaba, se acercó a la escotilla mayor que, como queda dicho, estaba abierta.

Miró hacia aquella sima y vio que estaba casi llena de barriles amontonados confusamente y apoyados en las paredes. En medio de ellos divisó el cadáver de un marinero en estado de completa putrefacción.

—No puede ser este solo el que despide tan pestíferas emanaciones —murmuró.

Pasó a la popa y en la rueda del timón leyó estas palabras: Benito Juárez - Veracruz.

—Es un barco mejicano —gritó, dirigiéndose al ingeniero, que le miraba con ansiedad.

—¿Hay muertos? —preguntó éste.

—No he visto más que un marinero, pero temo que en la cámara de popa haya otros más, pues se nota un olor insoportable.

—¿No se oye ningún ruido, ningún lamento?

—Nada. Reina aquí un silencio sepulcral. Deben de haber muerto todos y de seguro hace varias semanas.

—El barco es…

—Mejicano, ya se lo he dicho a usted.

—Temo un peligro muy grave, O’Donnell.

—¡Bah! Les muertos no se mueven.

—Pero envenenan, matan…

—Tengo muy duro el pellejo —contestó el irlandés, que probablemente no entendió la alusión del ingeniero.

Sin añadir palabra bajó animosamente la escalera que iba a dar a la cámara, no obstante el olor apestosamente horrendo que de ella salía.

Poco duró su ausencia. El ingeniero le vio salir de nuevo muy de prisa con el cabello erizado, la cara descompuesta, pálido como un muerto, y lanzarse hacia el ancla para desengancharla de un tirón de las jarcias que la sujetaban.

—¡Huyamos, señor Kelly, huyamos! —gritó con acento de terror.

Agarróse a la cuerda-freno, y sin contestar al ingeniero para no perder tiempo, empezó a subir, haciendo esfuerzos sobrehumanos, lo más de prisa que podía. En poco más de un minuto llegó a la barquilla, repitiendo aterrado:

—¡Huyamos, señor Kelly, huyamos!

—Pero ¿qué ha visto usted, O’Donnell? Está usted pálido, descompuesto…

—Pues que… yo… que nosotros… que hemos respirado… esos miasmas… estamos perdidos… probablemente…

—¿Ha habido alguna epidemia a bordo?

—Sí, ¡la peor de todas! ¡La fiebre amarilla!

—¡Huyamos! —repitió el ingeniero que, a pesar de su presencia de ánimo no pudo dominar un estremecimiento.

Volcaron los conos que mantenían sujeto al globo y soltaron un saco de lastre.

El Washington, desembarazado de aquel peso, ascendió con rapidez, huyendo de las mortales emanaciones que brotaban de aquel cementerio flotante.

XVI. UN SALTO EN EL OCÉANO

Si el cólera y la peste son azotes terribles, la fiebre amarilla, esa epidemia puramente americana, que no arraiga en los otros continentes; que puede decirse que está limitada a los países comprendidos entre los trópicos, y más especialmente a los situados junto al Océano Atlántico, ha adquirido triste celebridad, no inferior a la de las otras dos epidemias que hacen estragos en Asia y se corren a Europa algunas veces.

Cuando el vómito negro, como le llaman los cubanos, o vómito preto, según los brasileños, estalla, se propaga con increíble rapidez, ávido de víctimas. Las poblaciones de la costa rebosan moribundos y los primeros que caen víctimas de la terrible fiebre, que se manifiesta con vómitos negros, son los no aclimatados, en especial los europeos.

Combatiéndola intensamente, se llega a veces a dominar la cruel epidemia; pero no siempre ocurre esto y todos los años, durante la estación calurosa, produce buen número de víctimas entre los hispano-americanos. A veces acaba con los habitantes de una ciudad, sin que sea eficaz huir de ella para librarse de sus efectos.

Es cosa extraña; parece que esta enfermedad reina a bordo en los viajes transoceánicos y ataca más a los hombres de mar que a los terrestres.

Lo cierto es que los barcos que salen de América del Sur o del Centro, especialmente de Méjico, durante la temporada de fiebre amarilla, llevan casi siempre consigo los gérmenes, que no tardan en desarrollarse hasta en medio del mar, a mil millas de la costa.

¿Entran a bordo esos gérmenes con el agua, recogida generalmente por las tripulaciones en las desembocaduras de los grandes ríos, que están rodeadas de pantanos? ¿La llevan los alimentos sólidos, o el cargamento? De cualquier modo que sea, un día cualquiera, un mal día, aparece en el barco la fiebre amarilla y cae sobre la tripulación y los pasajeros.

Es la muerte dentro de casa, o por mejor decir la muerte dentro de una cárcel, pues los que van en el buque: tripulantes y pasajeros, no tienen medio alguno de alejarse de los primeros atacados. Les es forzoso aspirar aquel ambiente mortífero, tener ante sus ojos a los moribundos y esperar el momento en que la epidemia ha de atacarlos.

Si se trata de un buque de vapor que lleva consigo generalmente médico y botica; que posee una velocidad considerable, merced a la cual le es dado llegar en poco tiempo a más frescos climas, hay posibilidad de combatir y hasta de dominar la enfermedad; pero, en los barcos de vela, es muy diferente. La fiebre sigue haciendo estragos en tanto que no se encuentra la embarcación en un clima que dificulte la propagación de la epidemia, o mientras quede una persona a bordo.

Faltas de médicos y a menudo de medicinas, encerradas, sujetas a veces por las ardientes calmas tropicales o del Ecuador, las tripulaciones se ven en la imposibilidad de luchar y caen hombre a hombre. Esto es lo que debió de ocurrir en el velero mejicano al cual abordó el Washington en medio del mar.

Probablemente estallaría la fiebre amarilla a bordo cuando el bergantín o el brick o lo que fuese estaba prisionero en la zona de calma del trópico de Cáncer, y los hombres que lo tripulaban sin médicos y sin medicinas perecieron uno tras otro. Luego sorprendería al barco alguna tormenta que completó la obra de destrucción comenzada por el morbo.

¿Qué consecuencias tendría para los aeronautas su contacto con el barco de les muertos? ¿Habrían salido inmunes aun después, de respirar durante un cuarto de hora, las emanaciones pestíferas de aquella carnicería en putrefacción, repletas, sin duda, de gérmenes de la fiebre? ¿Aparecería en el aerostato la terrible enfermedad? Esto es lo que se preguntaba, angustiado, el ingeniero, que no desconocía el poder mortífero del vómito negro.

—Más hubiera valido que nos llevase el viento cien millas hacia el sur —dijo—. ¿Había muchos cadáveres, O’Donnell?

—Yo vi un grupo de hombres tumbados en la cámara, medio desnudos, putrefactos ya, demacrados, retorcidos —contestó el irlandés estremeciéndose.

—¿Cuántos?

—Lo ignoro; no los conté porque me pareció que me acometía la fiebre y que se me revolvía el estómago con los primeros síntomas del vomito. ¿Me dará, señor Kelly? Yo no temo a la muerte, pero lo sentiría por usted, porque si se desarrollara la epidemia en esta barquilla moriríamos todos.

—¿Siente usted algo?

—Hasta ahora, no.

—Avíseme al primer síntoma, a las primeras náuseas. Combatiéndola al principio, puede curarse también la fiebre amarilla.

—No dejare de avisarle —dijo O’Donenll procurando sonreírse.

—Vamos a ascender y a mantenernos en la altura.

—¿Para qué?

—Para tener una temperatura más fresca. La fiebre no ataca más que en los climas cálidos y desaparece en cuanto se aleja uno de ellos.

Un grito extraño, ronco, sonó en aquel instante a espaldas de los aeronautas. Volviéronse y pudieron ver al negro, que se había puesto de pie y estaba agarrado al asta de la bandera.

El desgraciado parecía presa de otro ataque de terror; tenía alteradas las facciones; sus pupilas giraban en dos círculos sangrientos y castañeteaban sus dientes.

—¿Qué te pasa, Simón? —preguntó el ingeniero.

El negro abrió la boca como para decir una frase, pero permaneció mudo, mirando a su amo con unos ojos que daban miedo.

—¿Qué nuevo espanto perturba tu imaginación?

—Es que está loco, señor Kelly —opinó O’Donnell.

Simón se estuvo quieto unos minutos, mirando al ingeniero y luego articuló estas palabras:

—¡El vó… mito… ne… gro…!

—Se ha dado cuenta de todo —dijo el irlandés.

—Sí, y ahora le asusta la fiebre amarilla. Tiene trastornado el cerebro y empiezo a temer que no podrá curarse.

—¡Maldito pulpo…!

—¡El vó… mito… ne… gro…! —repitió Simón.

Luego se echó a reír convulsivamente, con los ojos revueltos, y como si aquella carcajada hubiese agotado sus fuerzas, se desplomó sobre el colchón, oprimiéndose la cabeza con las manos contraídas, y se quedó amodorrado al parecer.

—¡Por todos los diablos del infierno! —exclamó el feniano—. Me parece, señor Kelly, que nuestra situación empieza a ser poco satisfactoria. Nos rodea una calma absoluta que nos mantiene clavados en esta atmósfera de fuego; los globos empiezan a perder fuerza; nos acompaña un loco, que nos da no poco que hacer; estamos amenazados por la fiebre amarilla y nuestra provisión de agua disminuye. ¡Demontre! ¿Puede aguardarnos algo peor?

—Es cierto, O’Donnell —respondió Kelly suspirando—. La suerte que nos acompañó al principio nos ha abandonado ahora, pero los dos somos hombres dotados de alguna energía y lucharemos mientras nos queden fuerzas.

—¿Cuántos días estaremos aún en el aire?

—Con los medios de que dispongo y que aun permanecen intactos, pues sólo hemos gastado cien kilos de arena, calculo que la vida del Washington puede prolongarse siete u ocho días aún.

—Es imposible que en este largo plazo no logremos atravesar el océano. En doce horas nada más hemos recorrido cerca de mil millas; en siete días, por muy despacio que nos movamos, bien podemos cubrir la distancia que nos separa de las costas africanas.

—Sepa usted que las calmas de los trópicos duran semanas, a veces.

—¡Demontre!

—Y que nos amenaza otro peligro: la falta de agua. Durante el día de ayer ha disminuido nuestra provisión veinticinco o treinta litros más.

—¡Qué sangría!… ¡Y no se ve ni una nube…! ¿No anuncia algún cambio el barómetro?

—No, O’Donnell; indica calma perfecta.

—Confiemos en Dios y en nuestros ánimos.

Dicho esto, el irlandés se tumbó junto al negro y se sumió en hondas reflexiones, mientras el ingeniero se sentaba en la proa de la barquilla, mirando hacia el este.

El Washington, que había subido dos mil metros, avanzaba muy despacio con rumbo a oriente, impulsado por un hilillo de aire que soplaba irregularmente. De fijo no recorría más de siete u ocho millas por hora.

Seguía desierto el Atlántico. Sólo se veía el barco de los muertos, cuya masa negra se destacaba sobre el color azul del agua. Hasta los pájaros del trópico habían desaparecido y ya no se oían sus gritos, que poco antes alegraban el ánimo de los aeronautas.

En la ilimitada extensión de agua, como en la inconmensurable profundidad de la bóveda celeste, reinaba un silencio absoluto, un silencio de muerte, que impresionaba al irlandés y a Kelly, aumentando su tristeza.

A mediodía marcó el termómetro 39°, a la una, 40° y a las dos, 43°.

El aire se puso tan caliente que a los viajeros les parecía estar respirando el que saliese de un horno gigantesco cuya puerta se acababa de abrir. ¡Cuánto había de disminuir aquella temperatura la provisión de agua, que ya era reducidísima!

A las tres empezó a descender el globo lentamente. Fue una suerte que tal ocurriera, pues a mil ochocientos metros del nivel del mar encontró una corriente de aire más fresco que le impulsó hacia el este, a razón de doce o trece millas horarias.

Poco después los aeronautas, que estaban observando desde la proa de la barquilla, divisaron una leve nube que se extendía por delante de ellos a unos tres kilómetros del Washington y que al parecer se dirigía al sur, impulsada por una corriente que venía del norte.

—¿Disfrutaríamos de un poco de fresco si pudiéramos meternos entre aquella niebla? —preguntó O’Donnell.

—Lo dudo. Además estamos lo menos cuatrocientos metros más altos que ella.

—¿Indica esa nube un cambio de tiempo?

—Tal vez, pero ese cambio puede estar muy lejano.

A las cinco, el Washington, que navegaba a una velocidad de diez millas, se encontró sobre las nubes, más densas de lo que al pronto parecía, pero no agrupadas por completo. Formaban grandes aglomeraciones fluctuantes a distintas alturas y separadas unas de otras por espacios considerables.

Cuando se hallaron sobre ellas los aeronautas presenciaron un fenómeno admirable, sorprendente.

La sombra de los dos globos fusiformes proyectada sobre las nubes aparecía rodeada de una aureola con los siete colores del iris, que a cada instante cambiaba de dimensión y de forma. Ya se alargaba inmensamente circundando toda la sombra de ambos husos, que parecía envuelta en un cerco de luz de esplendidos colores; ya se empequeñecía y esfumaba, para romperse, reconstruirse y rodear solo la sombra de uno de los globos, o de la barquilla nada más.

A las ocho, cuando desaparecía, el sol por el horizonte, entró el Washington en una nueva corriente de aire que bajaba del norte. La temperatura descendió bruscamente, como si aquella corriente acabara de pasar por una región frígidísima, y en diez minutos nada más, bajó el termómetro a 24°.

El hidrógeno se condensó con mucha rapidez y el globo, no bajó, se precipitó, como si fuese a caer al agua. Se detenía unos minutos, luego descendía de golpe trescientos o cuatrocientos metros, volvía a detenerse y caía otra vez.

O’Donnell preparó un saco de arena para soltarlo oportunamente, pero no fue necesario, pues al llegar la aeronave a doscientos metros sobre el nivel del mar, recobró el equilibrio.

—¡Por fin podemos respirar! —exclamó el irlandés—. Ya era tiempo de que aminorase aquel calor del infierno. Si llega a durar tres días más, nos deja secos. ¿A qué obedecerá este repentino cambio de temperatura?

—Probablemente a algún huracán desencadenado en las regiones septentrionales. No durará mucho, por desgracia; mañana volveremos a sentir calor.

—¿Le parece a usted?

—Sí; el aire no puede tardar en caldearse en estos climas ardientes.

—¿Bajará más aún el globo?

—Creo que no, pero vigilaremos por turno.

Cenaron un poco de carne en conserva y una lata de atún, economizando agua; luego se acostó O’Donnell cerca de Simón, que seguía roncando, y el ingeniero se quedó de guardia sentado en su colchón, que estaba a proa.

Durante el primer cuarto de vigilancia no ocurrió nada. Unicamente el globo, cuyo hidrógeno seguía condensándose, pues perduraba la corriente de aire frío, descendió cien metros más.

A media noche, O’Donnell relevó a Kelly. Dirigió una mirada a su alrededor, otra al océano, que rugía, a treinta metros de distancia nada más y luego se sentó a proa a fumar un cigarrillo.

Ya habían transcurrido dos horas y empezaban a cerrársele los ojos, incitados al sueño por el suave balanceo de la barquilla, cuando de repente sufrió el globo una sacudida violenta.

Se volvió rápidamente y vio al negro erguido en la popa, con el cabello erizado, los ojos relucientes como los de los animales nocturnos y los brazos en el aire.

—¡Simón! —exclamó—. ¿Qué haces?

El loco dio un grito ronco.

—¡El monstruo…! ¡El monstruo…! —exclamó con voz entrecortada.

O’Donnell echó a correr hacia él, pero ya era tarde. El pobre loco, dominado quien sabe por que terror, se disponía a huir y puso un pie en el vacío…

El irlandés gritó:

—¡Señor Kelly!

Luego, en tanto que el aerostato, libre del peso de Simón, ascendía, él, sin preocuparse del peligro que iba a afrontar, se lanzó al mar en pos del negro.

El ingeniero despertó sobresaltado; oyó los dos gritos; la caída de los dos cuerpos al agua y nada más.

Aligerado bruscamente de aquellos dos cuerpos, que pesaban juntos ciento cuarenta kilos, el globo llevábase a Kelly con vertiginosa rápidez al través de las altas regiones de la atmósfera…

XVII. UN DRAMA ENTRE LAS OLAS

El acto valeroso pero irreflexivo del valiente irlandés, que debía ser considerado como un rapto de locura, podía tener incalculables consecuencias, tanto para aquellos hombres, como para el Washington y comprometer la audaz travesía.

Si el irlandés se hubiera parado a pensar en aquel supremo instante que el globo, al ser descargado del peso de los dos hombres, ascendería muy de prisa abandonándolos en medio del inmenso océano e imposibilitando al ingeniero para socorrerles, acaso se habría detenido, abandonando al pobre negro a su suerte; pero ya era tarde para remediar lo hecho.

A menos de ocurrir un milagro, los dos estaban condenados a morir. Más pronto o más tarde se los tragaría el océano, a cuyos profundísimos abismos irían a parar.

Al caer al agua O’Donnell, su propio peso le arrastró al fondo, pero, aunque algo atontado por aquella caída de más de treinta metros de altura, volvió a la superficie con un esfuerzo tremendo.

Miró hacia arriba y sólo vio las estrellas que brillaban en el obscuro fondo del cielo. Del globo, ¡ni rastro!

—¡Me parece que he cometido una insensatez que puede costarme la vida! —murmuró suspirando—. Pero ¡bah!, ¡ya estaba yo condenado a muerte…!

Consolado por esta reflexión, empezó a nadar vigorosamente, mirando en torno suyo. A pocos metros de distancia distinguió una cosa negra que forcejeaba a flor de agua.

—¡Simón! —gritó.

A sus oídos llegó una carcajada.

—No le ha sentado bien el baño —dijo O’Donnell para sí—. Procuremos salvarle, y luego ¡suceda lo que Dios quiera!

Se dirigió hacia aquel sitio y llegó junto al negro, que se revolvía como el diablo en una pila de agua bendita. ¿Subsistía en el loco el instinto de conservación? Había que creerlo así, por lo menos, pues el infeliz luchaba con el agua que estaba a punto de ahogarle.

El irlandés llegó a su lado en pocas brazadas y le cogió por las axilas, diciéndole:

—No cometas imprudencias, si no quieres que te trague el mar. Apóyate en mis hombros, muchacho; soy fuerte y nado bien, de modo que podremos sostenernos a flote algún tiempo.

En vez de obedecerle, el loco se le escapó, se volvió de pronto y le sujetó por el cuello, apretando para quitarle la respiración, mientras le prendía las piernas con las suyas.

—¡Por todos los demonios del infierno!… ¡Suelta esas manos! —gritó el irlandés, procurando sustraerse a la terrible opresión—. ¿Quieres ahogarme?

El negro se echó a reír y en vez de soltar se le puso encima y siguió oprimiéndole con desesperada energía. ¿Le había acometido ese miedo insuperable que no razona y que se apodera de las personas que están a punto de ahogarse, o quería arrastrar a su salvador a los abismos del océano?

Aterrado, pálido de emoción, empezaba O’Donnell a arrepentirse de su humanitario arranque. Trató de librarse de aquellas manos que le estrangulaban y de aquellas piernas que paralizaban sus movimientos, echándole al fondo, pero parecía que el negro poseyese en aquel instante una fuerza extraordinaria.

—¡Suelta esas garras, Simón! —rugió con voz ahogada—. ¡Suelta o…!

Interrumpió la frase una ola que le cubrió por completo, llenándole la boca de agua salada y amarga. Hundióse, pero, haciendo un esfuerzo desesperado, logró desprender las piernas y volver a la superficie arrastrando consigo al loco, que no quería separarse de él.

—¡Déjame! —volvió a gritar enronquecido.

Siguió apretando el negro y dando saltos desordenados para hundirle en el agua. O’Donnell levantó la mano y dio un puñetazo en la cara a aquel desdichado, pero inútilmente. Sus manos no le soltaban, antes al contrario, le hundían cada vez más las uñas en el cuello.

—¿No quieres dejarme en paz, eh? Bueno, ¡pues vas a morir tú solo!

Entonces, en medio de la obscuridad, entre las olas que cubrían por momentos a los dos hombres, se entabló una lucha desesperada.

El negro se resistía con energía increíble, y dejaba oír de cuando en cuando sus siniestras carcajadas; el irlandés procuraba librarse del apretón mortal y le golpeaba con los puños para atontarle, dando gritos más roncos cada vez, más entrecortados.

Bajaban hacia lo profundo, volvían a subir a flote, volteaban por entre las aguas, se mordían, daban alaridos. O’Donnell, casi sin fuerzas ya, casi asfixiado, sólo veía a su enemigo como al través de una niebla y se sentía arrastrado a los misteriosos abismos del océano que se abrían bajo sus pies.

Con un esfuerzo supremo volvió a llevar al negro a la superficie y se dejó hundir otra vez. De repente sintió un choque violento y un roce con un cuerpo áspero que casi le levantó la epidermis, y le pareció oír bajo el agua que le rodeaba un grito horrible.

En el acto notó que se aflojaba la opresión del cuello y se encontró en libertad. Sin perder tiempo subió a flote y dirigió a su alrededor una mirada extraviada.

A tres pasos de distancia vio surgir una forma negra, dar la vuelta sobre sí misma y desaparecer luego. Dio un grito de horror: aquella forma negra era un tronco humano que parecía cortado en su mitad por una guadaña gigantesca.

Entonces se acordó del choque, de la rozadura y del grito oído entre las aguas y lo comprendió todo: ¡un escualo había partido en dos al pobre Simón!

El irlandés era hombre animoso; ya hemos visto pruebas de ello; pero al verse solo en medio del océano, espiado tal vez por los tiburones y teniendo ante los ojos el horrible fin del negro, creyó que iba a volverse loco de terror.

Permaneció unos instantes inmóvil, como entontecido, lívido, helado de espanto, sin atreverse a hacer el más leve movimiento, por miedo a llamar la atención de los escualos, y encogiendo las piernas, temeroso de que se las mordiesen de un momento a otro.

El estampido de una detonación lejana que parecía venir del cielo, le sacó de aquella inmovilidad, que poco a poco iba sumergiéndole en el mar.

—¡Es el señor Kelly! —murmuró—. ¡Si supiera en qué situación me encuentro!

Levantó los ojos y miró al cielo, pero no logró divisar el aerostato.

Esperó unos instantes, dominado por terrible ansiedad, y al fin, allá al sur, como a dos millas de distancia, vio brillar a gran altura una franja luminosa, y oyó otra detonación lejana.

—Ya comprendo —se dijo—, me está indicando su dirección. Lo malo es que no puedo contestar, ni mucho menos alcanzarle. ¿A qué altura estará el Washington? ¡Me va a costar caro el chapuzón!

Bajó los ojos para examinar el mar que le rodeaba y le pareció distinguir una cosa negra que se balanceaba entre la espuma de una ola.

—¿Qué será? —se preguntó—. ¿Acaso en el momento en que el globo se elevaba me habrá echado el señor Kelly algo que pueda flotar? Recuerdo haber visto salvavidas en una de las cajas que ocupaban la barquilla. Vamos a ver; yo no puedo estar así indefinidamente: si me ven los tiburones harán conmigo lo mismo que con el negro.

Esta idea le estremeció; cobró ánimos y procurando no hacer ruido se encaminó hacia aquel objeto que las olas balanceaban.

No tardó en alcanzarlo y lo estrechó entre sus brazos.

—¡No me equivoque! —dijo, respirando libremente—. ¡Gracias, señor Kelly, por haber pensado en mí!

El objeto al cual se agarró era uno de esos aros grandes de corcho, forrados de tela gruesa y fuerte, que llevan los buques colgados de las amuras para lanzárselos a los marineros o a los pasajeros que, accidentalmente, se caen al mar. Pueden sostener cómodamente a una persona, por mucho que pese, manteniéndola a flote, aun entre las olas más grandes.

Al mismo tiempo que pensó el ingeniero en facilitar a los náufragos un punto de apoyo quiso proporcionarles medios de defensa contra los formidables asaltos de los monstruos marinos. Y así fue como O’Donnell encontró colgados del salvavidas dos cuchillos largos y afilados, dos de esos bowie-knifes que usan los americanos del norte.

—Ahora, si me quieren comer los escualos, se van a encontrar con un hueso duro de roer —dijo poniéndose las armas en el cinturón—. ¡En marcha, pues, y a ver si puedo seguir al globo!

Se metió en el salvavidas sacando la cabeza y los brazos por arriba, y, admirablemente sostenido por el aro de corcho, se encaminó al sur, dirigiendo miradas intranquilas a las aguas que le rodeaban y deteniéndose de cuando en cuando para aguzar el oído y saber si le seguía algún monstruo.

Cesaron las detonaciones, pero ya sabía él que el aerostato caminaba con rumbo sur y esto le bastaba. Tenía la evidencia de que en aquel momento estaría el ingeniero sacrificando su hidrógeno para descender hasta tocar el agua con la barquilla.

Apenas había recorrido el náufrago unos seiscientos metros cuando vio hacia el sur y casi a flor de agua brillar un fogonazo y oyó poco después una detonación.

—¿Eh? —exclamó—. ¿Será algún barco, o habrá bajado ya el ingeniero?

Se detuvo mirando atentamente en aquella dirección y le pareció distinguir sobre el fondo azul del cielo, que comenzaba a colorearse con los primeros reflejes de la aurora, una masa obscura suspendida a poca distancia de la superficie del mar.

—Debe de ser el Washington —pensó—. ¡Menuda sangría habrá hecho el señor Kelly a los globos para descender tan pronto! Por fortuna le queda aún la reserva de los cilindros y bastante arena.

»¡Maldito pulpo! Suya es la culpa de todas nuestras desgracias y del horrible fin de nuestro compañero.

¡Por vida de los demontres! Se me hiela la sangre cada vez que me acuerdo de aquel tronco humano que vi aparecer entre las aguas y de aquel…

Se detuvo de pronto para mirar despavorido a su alrededor. Le había parecido sentir un suspiro ronco y un sordo chapuzón.

—¿Será algún escualo? —dijo dando diente con diente—. ¿Estaré destinado yo también a tenor por sepultura, el estómago de un tiburón? ¡Por vida de…! Es para volverse loco, aun sin ser miedoso.

Estuvo escuchando unos minutos, sin respirar siquiera, pero no volvió a oír nada. Creyendo que se había engañado, volvió a emprender la marcha hacia el sur, pues en tal dirección empezaba a divisar al Washington, que parecía anclado, a poca distancia, sobre el océano.

Las olas grandes, al asaltarle y cubrirle de espuma, le rendían, paralizando la energía de sus esfuerzos que ya empezaba a agotarse, aunque seguía sosteniéndose apoyado en el salvavidas.

Notaba que se le iba entumeciendo la extremidad de sus miembros poco a poco y sentía gran opresión en el pecho que le dificultaba la respiración. Aun así, el temor de verse acometido de algún modo por los escualos hambrientos, lejos del aerostato, le obligaba a seguir adelante sin descansar ni un momento.

El Washington se destacaba ya sobre el nacarado fondo del horizonte; se aproximaba el amanecer y parecía que la distancia que separaba al irlandés del globo, no disminuía nunca. Para mayor infortunio, el miedo invadía poco a poco al pobre náufrago, a quien se le figuraba oír sin tregua a sus espaldas roncos suspiros de los monstruos marinos y temía que se acercaran a él por debajo del agua.

En tales momentos encogía las piernas y se detenía dominado por una angustia indescriptible; palidecía como un muerto y, a pesar del frío que aquel prolongado baño le hacía sentir, notaba que corrían por su frente gruesas gotas de sudor.

—¿Llegaré vivo al Washington o perderé las piernas en el mar? —se preguntaba y se volvía a preguntar a sí mismo con espantosa perplejidad.

A las cinco apareció de pronto el sol en el horizonte, inundando el océano con sus rayos deslumbradores. O’Donnell respiró y saludó al astro diurno con un grito de verdadera alegría.

—Por lo menos podré ver algo y enterarme a tiempo de la presencia de los tiburones —pensó.

Miró hacia el sur. El aerostato estaba a menos de una milla y en él se veía al ingeniero levantando los brazos, como para animarle a darse prisa.

Redobló sus esfuerzos y siguió avanzando, casi sin poder respirar, de puro cansado. Aun no había recorrido cuatrocientos metros, cuando se detuvo con el cabello erizado y la cara descompuesta por una angustia infinita. A veinte pasos por delante de él acababa de ver un punto negruzco que surgía entre las aguas y luego una aleta grande, que desapareció en el acto.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Ya está aquí el enemigo!

Abandonó el salvavidas, empuñó el bowie-knife y se zambulló. El agua estaba límpida y se podía ver a mucha profundidad los peces de grandes dimensiones.

Miró a derecha e izquierda y pudo ver una sombra grande que, al parecer, se sumergía veinte o treinta metros más allá. La siguió con miradas de espanto, mientras pudo divisarla, y luego volvió a subir a la superficie y se agarró al salvavidas, que apenas se había movido.

No vio nada. ¿Había confundido algún delfín grande con un escualo, o sería que el escualo no le había visto aún? Sabido es que estos terribles monstruos, sobre todo las tintoreras, ven muy poco y podía ocurrir que el que se encontraba en aquellas aguas no hubiese descubierto la presa humana.

O’Donnell se estuvo quieto unos cuantos minutos, con el oído atento y los ojos bien abiertos, y al fin se decidió a reanudar su peligroso ejercicio. Se daba cuenta de que su salvación dependía solamente de su rapidez, pues el escualo no tardaría en verle.

Hizo un último y desesperado llamamiento a sus propias fuerzas y siguió adelante con la mayor rapidez que le era posible, pero procurando al mismo tiempo no hacer ruido.

A las seis estaba ya a cien pasos del Washington solamente. El globo permanecía retenido por sus dos anclas a sesenta metros nada más del nivel del océano.

El ingeniero había soltado una cuerda-freno, de cuyo extremo pendía el anclote, que no había sido desatado de ella desde el encuentro con el buque de los muertos.

—¡Animo, O’Donnell! —le gritó Kelly—. ¡Un esfuerzo más y está usted en salvo!

—Voy, señor Kelly —contestó el irlandés, exhausto ya.

—¿Dónde está Simón? ¿Ha muerto?

—¡Muer… te! —contestó O’Donnell, estremeciéndose.

—¿Acaso…?

El ingeniero se calló de pronto y luego lanzó un grito de espanto.

XVIII. EL ASALTO DE LOS TIBURONES

AL oír que aquel grito, revelador de un terror profundo, brotaba de los labios de un hombre como el ingeniero, que no se conmovía fácilmente, comprendió O’Donnell al punto que le amenazaba un peligro muy grave.

Sin detenerse volvió la cabeza y sintió que se le helaba la sangre y se paralizaban sus fuerzas al descubrir a veinte metros de distancia, tres escualos enormes, de más de doce pies de longitud, que avanzaban hacia él en línea recta, dando potentes coletazos, dejando ver sus bocazas semicirculares erizadas de agudos dientes, que se movían, merced a la extraña disposición, de las mandíbulas, como si ya paladearan la suculenta presa.

Sus ojos redondos, con las pupilas azuladas y el iris de color verde oscuro, estaban fijos en el náufrago que, en aquel, supremo instante, se sentía como fascinado por el extraño fulgor de aquellas miradas.

—¡O’Donnell! —gritó el ingeniero con voz entrecortada por la angustia—. ¡Huya usted!

Estas exclamaciones sacaron al irlandés de su inmovilidad. Comprendió que si se detenía unos segundos podía costaría muy caro, y abandonando el salvavidas, pero con el bowie-knife entre los dientes, comenzó a nadar desesperadamente hacia la cuerda-freno.

Los tres monstruos, sin asustarse poco ni mucho de la sombra que los dos globos proyectaban sobre el mar, ni de los gritos del ingeniero, seguían su camino sin detenerse. El irlandés los oía tras de sí golpear furiosamente el agua con sus colas, agitar sus largas aletas triangulares y lanzar roncos suspiros que parecían truenos lejanos.

Aunque hacía esfuerzos desesperados, el perseguido iba perdiendo la delantera que llevaba a los tiburones, monstruos que están dotados de una fuerza incalculable y que poseen ímpetu extraordinario.

Por fortuna estaba allí el ingeniero para acudir en su ayuda. Comprendiendo que O’Donnell iba a ser alcanzado antes de llegar a la cuerda-freno, armóse con un fusil de tiro rápido, un Winchester de doce tiros, y comenzó a disparar sobre los escualos.

El primero, que sólo estaba a quince metros de su víctima, herido por varios balazos, dio un salto descomunal, volvió a caer, forcejeó furiosamente, y por fin dio la vuelta y dejó ver toda la boca, enorme, situada bajo el hocico y la piel blanco sucio del vientre; luego se hundió produciendo un remolino de agua.

Los otros dos, al advertir aquello, se detuvieron indecisos, y luego se sumergieron de común acuerdo. El ingeniero, que los veía perfectamente al través del agua limpidísima, siguió disparando para impedir que se acercaran al irlandés, pero las balas, al atravesar las capas líquidas, perdían fuerza y ya no causaban heridas mortales.

—¡Cuidado, O’Donnell! —grito al verles nadar hacia el irlandés.

—¡Ya estoy en salvo! —contestó el valeroso joven—. ¡Vuelque usted en seguida los conos, señor Kelly…!

Reuniendo sus fuerzas para un impulso definitivo, logró agarrarse a la cuerda-freno y se puso a caballo sobre los ganchos del anclote. Agotado por el cansancio y por las terribles emociones que acababa de experimentar, se sentía ya, por el momento al menos, sin fuerzas para trepar hasta la barquilla.

El ingeniero, que veía acercarse a los dos escualos con velocidad de exhalación, y que no ignoraba que estos animales dan tremendos saltos fuera del agua, de un empujón echó al mar un saco de arena de sesenta kilos de peso, que había colocado previamente en el borde de la barquilla, y luego, de dos tirones enérgicos, volvió los conos boca abajo.

Descargado de aquel peso, el Washington ascendió de prisa en el mismo momento en que aparecían los tiburones a flor de agua, precisamente en el sitio donde antes estaba el anclote. Al ver que se les escapaba la presa, lanzáronse fuera del agua de un formidable coletazo, confiando en apoderarse del anclote y del náufrago, y arrastrar al fondo del océano al globo, pero ya era tarde.

No obstante, fue tan tremendo su impulso que llegaron a tropezar con el extremo del hocico en el anclote, dándole un golpe tan fuerte que estuvo en poco que no cayese O’Donnell al agua.

El Washington, al elevarse con suma rapidez, llevándose consigo al irlandés, que se mantenía agarrado con todas sus fuerzas al guide-rope, oprimiendo el ancla con las piernas, quitó a los feroces monstruos toda esperanza de insistir en su intento con alguna probabilidad de éxito. Así y todo, continuaron a flor de agua contemplando con ardientes miradas la presa que se les escapaba por el aire.

La aeronave subió a mil metros de altura, a pesar de la pérdida de gas provocada por el ingeniero para descender cuando cayeron el irlandés y el negro; luego permaneció unos minutos inmóvil, como indecisa acerca del camino que había de seguir, y por último, una corriente de aire la llevó hacia el sud-sudeste a la velocidad de doce millas por hora.

O’Donnell no soltaba la cuerda-freno, pero no se atrevía aún a subir. El inmenso vacío que le rodeaba; la espantosa distancia que había de sus pies a la superficie del océano, le tenían acobardado. Para mayor precaución cerró los ojos, temiendo que le diese el vértigo.

—¡O’Donnell, valiente amigo, agárrese usted bien! —dijo Kelly.

—Ya cuido de no soltar la cuerda —balbució el joven—, pero confieso a usted que este vacío me asusta y me parece que la cabeza empieza a darme vueltas.

—¿Tendrá usted fuerzas bastantes para subir?

—Me parece que sí, pero no ahora. Estoy extenuado y tengo los miembros encogidos.

—Tome usted eso.

El ingeniero le envió, atados, una botella de whisky descorchada, y un cinturón de cuero.

—Beba usted, y átese al guide-rope.

—Gracias, señor Kelly.

Se ató bien para no caer aunque sufriese vértigos o le faltaran las fuerzas, y luego bebió unos sorbos del fuerte licor.

—Me parece que voy cobrando ánimos —dijo poco después—. Voy a tratar de reunirme con usted, señor Kelly.

—¿Quiere usted que abra las válvulas para, que descendamos?

—Nada de eso. Demasiado hidrógeno ha sacrificado usted sólo para recogerme. Los nudos de la cuerda están muy cerca unos de otros y puedo descansar con frecuencia.

—No mire usted hacia abajo.

—Cerraré los ojos.

El valeroso muchacho desató el cinturón, se izó poniendo los pies en los brazos del anclote, respiró unos instantes y empezó la arriesgada ascensión valiéndose de las manos, de los pies y a veces hasta de los dientes.

No se atrevía a mirar a su alrededor, porque empezaba, a notar un principio de vértigo, a pesar de que tenía los ojos cerrados: la inmensidad que le rodeaba, le fascinaba, le atraía.

El ingeniero, más pálido tal vez que O’Donnell, seguía con ansiedad y con el corazón oprimido por la angustia, los movimientos del náufrago y procuraba tener fija la cuerda, que el anclote balanceaba.

—¡Animo! —le decía con voz ahogada, en tanto que humedecían su frente gruesas gotas de sudor.

El irlandés llegó al primer nudo y se detuvo. Estaba lívido, le temblaban los labios y todo el cuerpo, pero apretaba con la mayor energía la cuerda, que cada vez tenía más amplias oscilaciones.

Descansó unos momentos, bebió un sorbo para reanimarse, siguió trepando después, y llegó al segundo nudo, al tercero, y por fin arriba del todo.

Cuando el ingeniero le vio tan cerca, le cogió por debajo de los brazos y le metió en la barquilla.

—¡Gracias! —dijo con voz que apenas se oía, el irlandés.

Inmediatamente, la energía que hasta entonces le había sostenido, le faltó de pronto y se desmayó en brazos de su compañero.

—¡Pobre! —exclamó este—. ¡Puedes envanecerte de poseer un valor que los más audaces te envidiarían!

Le colocó suavemente en un colchón, le abrió la boca y le hizo tragar parte del contenido de un botellita que había sacado del botiquín.

Casi en seguida abrió los ojos O’Donnell, dirigió una sonrisa al ingeniero, y luego volvió a cerrarlos, pero no desmayado, sino dormido, profundamente dormido.

—Descansa cuanto quieras —dijo Kelly, cubriéndole con una buena manta de lana—. Algunas horas de sueño te repondrán por completo y te harán mas provecho que cualquier cordial.

Dirigió una mirada al océano y dio un suspiro.

—¡Pobre Simón! —murmuró—. Ha sido la primera víctima. ¿Le seguiremos nosotros? ¡Bah! ¡Fuera pensamientos tristes! Vamos ahora a reanimar a este valeroso Washington, antes de que descienda otra vez.

Ya era hora de recurrir a los cilindros de acero que contenían el hidrógeno comprimido. El aerostato había perdido mucho gas, especialmente en el descenso realizado para recoger al irlandés, y formaba grandes arrugas en sus extremos, en donde chocaba el viento, produciendo crepitaciones, con riesgo de romper el tejido. Por el momento, como no soplaba muy fuerte, el peligro no era muy grande, pero podía aumentar la intensidad de la corriente y producir algún desgarrón de funestas consecuencias.

Retiró Kelly la manga del huso de estribor, se aseguró antes de que no había sufrido avería ninguna, la enchufó luego al primer cilindro y en el acto empezó a pasar el hidrógeno por la manga, recobrando su volumen, y penetró en el huso produciendo un prolongado silbido. El aeronauta vació luego otro cilindro, ató bien la manga para evitar escapes, y repitió la operación introduciendo en el otro globo dos cilindros de hidrógeno, es decir, cien metros cúbicos entre los dos husos, con una fuerza ascensional de 118 kilogramos, ya que la del gas mencionado es de 1’18 por metro cúbico. El Washington, reforzado de esta manera se elevó rápidamente hasta los dos mil quinientos metros, donde encontró una corriente más rápida que le llevó hacia el nordeste.

El hidrógeno aquél no era suficiente, sin embargo, para hacer que desaparecieran las arrugas, y como Kelly no quería consumir de una vez los trescientos metros cúbicos que le quedaban en los restantes cilindros, puso en movimiento la bomba de llenar los globitos interiores, que también habían perdido algo de aire. Esta maniobra hecha para comprimir el hidrógeno, bastó para estirar del todo los extremos de los globos grandes.

—Con lo hecho será suficiente para un par de días, y luego repetiremos la operación.

Una exclamación de alegría le obligo a volver la cara.

—¡Buenos días, señor Kelly! Me parece que está usted sudoroso.

—¿Ya se ha despertado usted? ¿Cómo se encuentra?

—Cono si hubiera dormido veinticuatro horas de un tirón.

—Pues no han sido mas que dos, O’Donnell.

—Dos o veinticuatro, lo mismo da. Lo cierto os que estoy muy bien, y que tengo bastante apetito.

—Puedo usted disponer de todo lo que hoy en la despensa —dijo el ingeniero jovialmente—. No sabe usted cuánto me alegro de verle satisfecho.

—Pues yo le aseguro que la pasada noche no lo estuve. ¡Por mi patrón San Patricio! No se como no se me ha vuelto blanco el cabello, como le pasó al pobre Simón.

—Murió ahogado el pobre, ¿verdad?

—Peor que eso: murió partido en dos por un tiburón. ¡Brrr! Cuando me acuerdo de aquello, me estremezco de pies a cabeza, y se me eriza el pelo.

—¡Pobre Simón!

—Estaba loco, pero loco furioso, y si me ve usted con vida ahora, a aquel tiburón se lo debo. Fíjese, aun tengo en el cuello las señales de las uñas de Simón.

—¿Quiso estrangularle a usted?

—Precisamente. Se empeñó en ahogarme, en retorcerme el pescuezo, como si yo fuese un pavo. Lo menos trague cuatro litros de agua durante aquella espantosa lucha.

—Ya se ha visto que su valeroso intento de salvarlo tenía que ser inútil. Aunque no hubiera estado loco, Simón se habría abogado, porque no sabía nadar.

—Me lo dice usted demasiado tarde, señor Kelly. Y ¿cómo se las arregló usted para recogerme con tanta oportunidad?

—Abriendo las válvulas y dejando salir mas de un centenar de metros cúbicos de gas.

—¡Demontre! ¡Que perdida! Debe usted haber dado un salto tremendo en el aire cuando nos tiramos los dos al mar.

—Subí a cinco mil metros, a pesar de que abrí las válvulas en eguida; luego bajó muy despacio a tres kilómetros de distancia del sitio en que se sumergieron usted y Simón…

—¿Ha vuelto usted a descargar lastre? ¡Estamos a mucha altura!

—No. He llenado de nuevo los globos.

—Entonces, ¡adiós reserva de hidrógeno!

—Aun nos queda. Poseemos todavía trescientos metros cúbicos de gas y cuatrocientos kilos de arena. Confío en que con ambas cosas nos bastará para mantenemos en el aire hasta el día en que divisemos la costa africana. Pero ya hemos hablado bastante de nuestras reservas y del globo. Ahora es más interesante que entre usted a saco en la despensa, pues con tantas aventuras y tanto cansancio debe de estar muy débil.

—¡A la mesa, pues! —dijo O’Donnell—. Abramos una botella de vino español y bebámosla a la salud de usted.

XIX. EL NAUFRAGO

A aquella altitud de tres mil metros parecía que el Washington había encontrado una corriente favorable. En efecto, la velocidad que, horas antes, era de diez o doce kilómetros por hora, aumentaba de minuto en minuto, alejándole de la peligrosa zona de las calmas tropicales y llevándole, no ya hacia las regiones cálidas del Ecuador, sino hacia más frescos climas, puesto que había cambiado su rumbo.

Navegaban ahora a cuarenta y dos kilómetros por hora, tendiendo a acercarse a las costas septentrionales de África, y especialmente a las del imperio marroquí, a la altura del desierto de Sahara. Cierto que la distancia que tenían que recorrer era enorme, ya que según el cálculo más reciente del ingeniero, apenas acababan de llegar al 21° meridiano; pero con un globo se pueden recorrer en menos de doce horas algunos cientos de millas, aunque no sea muy fuerte el viento.

—Si seguimos así —dijo el ingeniero a O’Donnell, que había acabado de comer y fumaba un cigarrillo excelente, tumbado cómodamente en la proa de la barquilla— le prometo que no tardaremos en ver tierra.

—¿La costa africana?

—No aspiro a tanto, pero si el viento no deja de soplar con la misma fuerza que ahora, mañana al anochecer o pasada mañana veremos las islas Canarias.

—¿Vamos en esa dirección?

—Sí.

—Buena ocasión para beber una botella de vino de Madera.

—¡Borrachón!

—¿A que distancia estamos del continente africano?

—A unas mil cuatrocientas millas, en línea recta, pero ahora vamos oblicuando y esto duplica el recorrido.

—De todos modos es una insignificancia para nuestro globo. ¡Que admirable invención ha sido lo de los aerostatos!

—¡Ya lo creo!

—Fueron los hermanos Montgolfier los inventores, ¿verdad?

—Les corresponde el mérito de haber elevado el primer globo, pero antes que ellos, habían intentado otros valientes subir a las altas regiones de la atmósfera y si no lo consiguieron fue por el escaso desarrollo que en sus tiempos alcanzaban la física y la mecánica.

»Los italianos, como siempre, marchando a la cabeza de todos los descubridores, fueron de los primeros. Uno de sus grandes hombres, Leonardo de Vinci, expuso la posibilidad de mantenerse en el aire. Francisco Lana, italiano también, proponía en una Memoria publicada en 1670 en la ciudad de Brescia, hacer el vacío en un recipiente constituido por sólidas planchas de madera, asegurando que se elevaría en el aire. Después siguen los ingleses: Cavendish demostró en 1768 que el aire inflamable es menos pesado que la atmósfera; un año después, Black aseguró que había elevado un globo. El mérito de haber soltado el primero corresponde al italiano Cavalli, que lo hizo el año 1782, pero su descubrimiento quedó eclipsado por el entusiasmo a que dieron lugar los hermanos Jacobo y José Montgolfier, que el 5 de junio de 1783, es decir, al año siguiente, lanzaron a los aires el primer globo de aire caliente.

—Es decir, que la gloria de ser autor del primer globo pertenece a Cavalli y no a los hermanos Montgolfier.

—Sí, O’Donnell; pero los italianos han tenido siempre la desgracia de no sacar partido de sus descubrimientos, y dejar que se los usurpen los extranjeros. En cambio, es de los franceses la gloria de haber dado un impulso definitivo a su maravilloso descubrimiento, y en primer lugar, en este caso, figuran Blanchard y Pilátre des Roziers. El primero, normando, hábil artista, dijo que había encontrado la manera de dirigir los globos.

—¡Pero si eso no ha sido descubierto aún!

—Así y todo Blanchard aseguraba que lo había inventado y para demostrarlo emprendió la travesía del Canal de la Mancha. Hombre de mucha imaginación, dotó a su globo de una especie de paraguas y a la barquilla de un timón y de remos que se movían mediante una palanca de su invención, y realizó las primeras ascensiones, que, naturalmente, le convencieron de la inutilidad de aquellos objetos. Aun así aseguró que había obtenido éxitos brillantes, y el 7 de enero de 1735 ascendió otra vez, desde la peña de Shakespeare, en la orilla inglesa de la Mancha, y en compañía del doctor Henry, llevando una saca de correspondencia. Había sustituido el paraguas una especie de ventilador y el hombre iba muy confiado en realizar grandes maravillas.

»El viento les llevó hacia el Canal, pero por error de equilibrio, se vieron obligados los aeronautas a tirar los diez sacos de arena que llevaban, los víveres, la tapicería de seda de la barquilla, sus abrigos y el famoso ventilador, los remos y el timón, cuya inutilidad les constaba. Tomaron tierra en Calais, sólo con dejarse llevar por el viento.

»Blanchard proclamó descaradamente que había descubierto la dirección de los globos y el público cayó en el error de creerle. Los habitantes de Calais le confirieron la ciudadanía, el Ayuntamiento compró por un precio elevadísimo el globo, que aun se conserva en el Museo de aquella ciudad, se erigió un monumento conmemorativo de la travesía, y el rey de Francia concedió al embustero aeronauta una pensión de mil escudos. Aquella sencilla travesía bastó para hacer a Blanchard célebre primero y millonario después.

—¿Qué hubiéramos conseguido nosotros si llegamos a anunciar y realizar la travesía del Atlántico en aquel tiempo?

—La inmortalidad, O’Donnell —dijo el ingeniero, riéndose.

—¡En vez de eso nos persiguen, a cañonazos!

—Pilatre, un físico valiente y audaz, fue el primero que introdujo modificaciones en la navegación aérea. Comprendiendo que los Montgolfier no estaban en condiciones de emprender verdaderos viajes aéreos, por su poca fuerza ascensional, combinó en un solo aparato las ventajas del Montgolfier y las de los globos. Creó el aero-montgolfier, que era un globo de gas en el que se introducía por medio de un tubo una corriente de aire caliente para mantener dilatado el hidrógeno. El físico Charles le advirtió que con su aerostato así constituido iba a hacer lo mismo que haría un artillero que encendiese un hornillo dentro de un almacén de pólvora; pero Pilátre no era hombre que se asustara fácilmente y dijo que emprendería la travesía del Canal, saliendo de Boulogne. Se elevó, en efecto, no apagó la lumbre que introducía aire caliente en el globo y el hidrógeno, dilatadísimo, reventó la cubierta de seda, incendiándose, y el desgraciado aeronauta y su compañero, como ya le dije a usted, fueron a estrellarse en un bosque.

»El italiano Zambecari, el desventurado aeronauta que pereció abrasado, hombre inteligente y atrevido, ocupó preferente lugar entre los primeros navegantes aéreos, por sus numerosas ascensiones y sus descubrimientos. Dio a los globos y a los montgolfieres las proporciones necesarias, regulando la fuerza ascensional de unos y otros, y modificó notablemente el sistema inventado por Pilátre, usando en vez de la paja que éste quemaba en el camino para dilatar el gas, una lámpara de petróleo y eliminando el tubo conductor, cuya absoluta inutilidad había comprobado.

»Luego sigue Eobert y tras él varios italianos: Lunardi, Andreoli y otros muchos que aportaron grandes mejoras a los aerostatos y estudiaron con empeño el modo de dirigirlos, aunque nc consiguieron nada.

—Una pregunta, señor Kelly.

—Diga usted.

—Si se construyese un globo inmenso, de enorme fuerza ascensional, ¿podría llegar a la Luna?

—¿Quiere usted irse a vivir allí? —preguntó el ingeniero soltando la carcajada—. El proyecto sería irrealizable, porque a cierta altura el hidrógeno se transforma en aire caliente.

—¿Por qué?

—Todavía no han logrado los físicos explicarse ese raro fenómeno. Yo sé que se soltó un globo con determinada fuerza ascensional, sin barquilla, pero provisto de instrumentos a propósito para marcar la altura a que llegase. Se elevó a veinte mil metros y cayó precipitadamente. Cuando lo recogieron pudo verse que contenía aire caliente.

—Siendo así, renuncio a mi proyecto, señor Kelly.

—Lo creo, tanto más cuanto que a los veinte mil metros moriría usted helado y asfixiado, sin ver la luna ni un milímetro más grande.

En tanto que así discutían, llegó la noche, y con ella el descenso del aerostato, que, al realizarlo rápidamente, se encontró con una corriente de aire frío, a pesar de que no se había alejado de los ardientes parajes del trópico.

A las nueve estaba ya a mil metros de altura nada más y no daba señales de detenerse; a las diez sólo le separaban seiscientos metros del nivel del agua.

O’Donnell, que estaba muy cansado, se acostó a popa, al paso que el ingeniero se sentó en la proa fumando un cigarrillo en espera de que transcurriese su cuarto de guardia.

El viento se mantenía fresco y arrastraba al Washington a dieciséis millas por hora, pero su dirección había experimentado un cambio muy importante, puesto que ahora navegaba con rumbo al norte. Sin duda no había corrientes constantes en aquella región, tal vez a causa de los vientos alisios, que debían de producir continuas perturbaciones en la orilla septentrional.

El señor Kelly no se alarmaba sin embargo, antes bien, aquello le satisfacía aunque no le aproximara a las costas de África. Confiaba en alcanzar los paralelos europeos y dar más adelante con una corriente que le impulsara hacia España o Portugal.

Cerca de las once quiso examinar sus instrumentos para comprobar la altura y la velocidad del viento, y encendió un fósforo. Apenas se había puesto en pie para acercarse a la amura de babor, donde estaban colgados aquéllos, cuando le pareció oír un grito lejano. Sorprendido a más no poder, miró hacia lo alto, creyendo que hubiera dado aquel grito algún ave marina, pero no vio nada en toda la extensión del estrellado cielo; miró hacia abajo y tampoco logró ver nada en la negra superficie del mar.

—¡Qué raro! —exclamó—. ¿Habrá pasado algún barco por debajo de nosotros? ¡No! Si hubiese pasado alguno, vería yo, al menos, sus luces de situación y no se ve nada…

Púsose a escuchar con toda atención y oyó claramente una voz humana que subía del océano.

—¡O’Donnell! —gritó.

El irlandés, que tenía el sueño muy ligero, se despertó en seguida.

—¿Ya me toca a mí?

—Todavía no; quería preguntarle si ha oído un grito.

—No, estaba dormido como un lirón.

—¡Escuche…!

Otra vez, algo así como un llamamiento desesperado llegó a sus oídos. Venía del norte, al parecer, es decir, de la misma dirección que seguía el globo.

Aunque no era supersticioso, O’Donnell se puso pálido y murmuró:

—¿Será la voz del negro? Dicen que los que mueren en el océano reaparecen.

—Esos son cuentos de marineros.

—¿Pues quien cree usted que será? ¿Algún pez gigantesco?

—No; ha sido un grito humano.

—¡Chist…!

—¿Otra vez?

Al través de las tinieblas se oyó con toda claridad una voz argentina, de niño casi, que gritaba:

—¡Help!… ¡Help…!

Kelly y el irlandés se asomaron al borde de la barquilla para registrar con la mirada la sombría extensión del mar, esperando ver algo, pero la oscuridad era demasiado densa.

—¡Es un inglés! —exclamó O’Donnell.

—O un americano —dijo el ingeniero.

—Me parece una voz de niño.

—Acaso sea un náufrago.

—¿Y vamos a dejarle morir, señor Kelly?

—¡Eso no, O’Donnell!

Púsose las manos ante la boca a modo de portavoz y gritó:

—¿Quién es usted?

—¡Un náufrago!

—¿Está usted solo?

—Sí.

—¿Puede mantenerse a flote hasta que amanezca?

—Estoy en un bote.

—¿Es usted un niño?

—Un muchacho.

—Nosotros le salvaremos.

—Gracias, caballero.

—No perdamos tiempo, O’Donnell. El viento nos arrastra con demasiada velocidad y no es cosa de que descendamos fuera de su vista.

—¿Vamos a sacrificar más hidrógeno?

—Es indispensable. Gracias a que está condensado y no perderemos mucho para descender quinientos o seiscientos metros.

Cogió las dos cuerdas que pendían de los globos fusiformes y de un tirón abrió las válvulas de escape. En seguida se oyeron en lo alto unos estallidos leves y se esparció en torno a la aeronave un penetrante olor de hidrógeno.

—Apague usted la luz —ordenó el ingeniero.

O’Donnell obedeció y luego echó al mar las anclas cónicas para aminorar la rapidez del descenso y frenar el globo.

El Washington bajaba en amplios balanceos, describiendo a veces círculos concéntricos.

—¡Basta ya! —dijo el ingeniero soltando las cuerdas.

Se cerraron las dos válvulas, pero el aerostato siguió descendiendo con mucha, rapidez. Los conos y la cuerda-freno se sumergió en el mar y no tardaron en detener la marcha del globo, manteniendole a sesenta metros de altura.

—¿Ve usted algo? —preguntó O’Donnell al ingeniero, que miraba con el anteojo.

—Sí; me parece que distingo una raya negra que se muere sobre el océano.

—¿Está muy lejos?

—A tres o cuatro kilómetros.

—Entonces no tardará en llegar aquí el náufrago. ¿Cómo puede ser que esté perdido en el Atlántico y solo, un muchacho?

—Ya nos lo dirá él. ¿No oye usted el ruido de los remos?

—Sí; me parece que oigo un rumor lejano. ¿Nos verá el muchacho?

—Encienda usted una antorcha y le servirá de faro.

La menuda franja negra iba acercándose al globo y ya se la veía sin necesidad de anteojos y se oía claramente el golpear de los remos en el agua.

Al cabo de media hora solo estaba a unos cincuenta metros del globo y en ella se veía, una forma humana, de reducidas dimensiones que manejaba los remos con mucha energía.

—¡Animo, muchacho! —le grito Kelly.

—¡Gracias, caballero! —le respondió el náufrago.

En poco minutos recorrió la distancia que le separaba de sus salvadores; se cogió a la cuerda; abandonó su embarcación; se detuvo unos instantes en el primer nudo del guide-rope con objeto descansar, y luego trepó hasta la barquilla con la agilidad de un gato.

O’Donnell le sujetó por los brazos para meterle dentro.

—¡Gracias! —repitió el náufrago.

Luego dirigió una mirada a las cajas y a los barriles que se amontonaban en la barquilla y dijo:

—¡Denme ustedes algo de beber, señores; me muero de sed!

XX. LA ISLA MISTERIOSA

Aquel desconocido a quien acababan de encontrar solo y muriéndose de sed en medio del inmenso océano, tendría unos quince años. Estaba espantosamente flaco; era alto, para su edad, tenía el pelo rubio, los ojos grandes y muy azules y las facciones enérgicas, pero alteradas por una larga serie de sufrimientos.

De fijo no pesaba ni cuarenta kilos, contando las ropas que cubrían su delgaducho cuerpo.

O’Donnell y el ingeniero, conmovidos al ver ante sí a aquel muchacho reducido a la piel y los huesos, se apresuraron a ofrecerle una botella de vino y una taza de agua.

El muchacho rehusó la botella y se bebió el agua de un trago, repitiendo con voz apenas perceptible:

—Denme ustedes un poco más…

—¡Bebe antes un sorbo de este vino, criatura! —le aconsejó el ingeniero—. ¡Después beberás toda el agua que quieras!

Obedeció el náufrago y luego se echó al coleto otra taza de agua que le ofreció el irlandés.

—Muchas gradas —balbució.

—¿Tienes hambre?

—Mucha, señor. Hace tres semanas que vivo sin tomar más alimento que una galleta cada veinticuatro horas y tengo el estómago vacío del todo, hace tres días.

—¡Ya se adivina por lo flaco que estás, pobre muchacho! Por lo pronto moja estas galletas en un vaso de vino: un hartazgo después de tan prolongado ayuno podría sor funesto para ti.

—¡Que buenos son ustedes! No se parecen a los de la balsa…

—¿De qué balsa, hablas?

—De la que ocupaba la tripulación.

—¿Se deshizo?

—No, señor.

—Pues, ¿por qué la abandonaste?

—Para que no me mataran y me comieran —contestó el muchacho dando diente con diente, a causa del terror de tal recuerdo.

—¿Qué drama marítimo se habrá desarrollado en estos parajes? —murmuró O’Donnell.

—¿Se hundió tu barco? —preguntó el ingeniero.

—Sí; se fue a pique hace tres semanas, a mil trescientas millas de las islas Canarias. Se llamaba La Florida y había zarpado de Baltimore con un cargamento de chucherías, con rumbo a Sierra Leona.

»Una noche se abrió una grieta bajo la proa y el brick empezó a hacer agua de tal modo que el trabajo de las bombas era ineficaz.

»Echamos los botes al mar, pero el calor había abierto sus junturas y se hundieron todos menos el pequeñito en donde estaba yo hace poco. Entonces mientras unos cuantos marineros trabajaban en las bombas, los demás construyeron una balsa.

»Aun no estaba hecha del todo cuando se hundió el brick, llevándose al capitán y al segundo de a bordo.

»En la confusión que se produjo en aquel instante supremo, se nos olvidó recoger los víveres que habían sido amontonados sobre cubierta y sólo a costa de grandes esfuerzos pudimos salvar tres cajas de galletas y dos barriles de agua que aun flotaban.

»Decidieron poner rumbo al este para llegar a las islas Canarias o a cualquier sitio de la costa africana, pero nos sorprendió la calma y estuvimos muchos días parados bajo el sol que nos abrasaba. El agua se nos acabó muy pronto; luego se nos acabaron las galletas y eso que se repartían con la mayor parsimonia.

»Yo había observado que los marineros me miraban fijamente con frecuencia y luego se reunían para discutir con mucha animación, pero procurando que sus palabras no llegasen a mis oídos. Nació en mí una sospecha espantosa: que se estaban poniendo de acuerdo para matarme y que mi cuerpo les sirviera de alimento.

»Hace cinco noches, cuando yo fingía estar dormido, vi que se me acercaba el contramaestre acompañado por dos marineros y oí que aquel decía:

»—Está delgado como una hoja de bacalao: es mejor que lo echemos a suertes.

»—No —contestaron sus acompañantes—. Este muchacho tierno va ser la primera víctima del hambre. ¿Por qué hemos de esperar a que se muera? Antes o después, lo mismo da, y acaso podamos salvarnos nosotros.

»Luego se separaron diciendo:

»—¡Hasta mañana!

—¡Miserables! —exclamo O’Donnell—. ¡Matar a un niño…!

—Yo había puesto aparte unas cuantas galletas y medio litro de agua y los tenía escondidos en un hueco de la balsa, bajo el tablado de la cubierta, y en vista de lo que pasaba, decidí escaparme sin pérdida de tiempo.

»Esperé a que estuviesen todos dormidos, me embarqué en el bote que estaba amarrado a la popa de la balsa y llevándome las escasas provisiones que tenía, me alejé hacia el sur.

»Bogue desesperadamente toda la noche y al amanecer había recorrido ya tanto camino que no veía la balsa. Al cabo de dos días se me habían acabado los víveres, pero seguí remando con la esperanza de encontrar algún, buque en la ruta de Europa a América, hasta que, extenuado, muerto de sed y de hambre, caí desmayado en el fondo del bote.

»Ya estaba resignado a morir cuando al abrir los ojos vi brillar en el aire una luz y dibujarse junto a ella una forma humana…

—Era, yo, que había encendido una antorcha —dijo el ingeniero—. Debió de sorprenderte mucho ver a un hombre, en el aire.

—Sí, señor —contestó el muchacho—. Creí que estaba soñando, pero como luego divisé por encima de usted una masa negra en la cual se reflejaba de trecho en trecho la llama de la antorcha, aunque todo aquello me parecía muy extraño comprendí en seguida que por encima de mí pasaba un globo y di el primer grito.

—¿Eres americano? —preguntó Kelly.

—Sí, señor; de Virginia. Nací en Richmond y me llamo Walter Chidley.

—¿Tienes familia en Richmond?

—No, señor; estoy solo en el mundo y no he conocido a mis padres.

—Te adopto por hijo.

Los azules ojos del pobre muchacho se llenaron de lágrimas.

—¡Señor… señor…! ¡Qué bueno es usted…! ¡Mi vida es suya!

—Guárdala para ti, muchacho. Yo tengo bastante alegría con este viaje que me ha permitido conocer a dos buenos amigos.

—¡Gracias, señor Kelly! —exclamó O’Donnell estrechando la mano que le tendía el ingeniero—. Estos dos amigos, como usted nos llama, le deben la vida.

—Y yo os debo a vosotros acaso mi salvación. A no ser por vosotros no sé qué hubiera sido de mí, con el pobre Simón por compañero.

Y prosiguió, dirigiéndose al muchacho:

—La balsa navegaba hacia el norte, ¿verdad?

—Eso creo, señor Kelly.

—¿Cuántos hombres iban en ella?

—Cuando yo la dejé había catorce marineros, pero temo que ya no estén todos vivos. Habrán tenido que comerse a alguno.

—Si los encontramos procuraremos auxiliarles. Aun tengo víveres suficientes para un mes y confío en no necesitar tanto para llegar a la costa. Acuéstate en aquel colchón, muchacho, y descansa, que debes de estar rendido. Cuando te despiertes comerás todo lo que quieras.

En aquel instante un choque violento tambaleó con fuerza la barquilla, a cuyos bordes llegaron salpicaduras de espuma.

—¡Una ola! —exclamó O’Donnell, que se había asomado—. Estamos junto al agua.

—¡Claro! Se nos olvidó tirar un poco de arena. Este muchacho no pesa gran cosa, pero los globos no soportan el menor exceso de carga.

O’Donnell cogió un saco de lastre de cincuenta kilos y lo tiró al mar. El Washington ascendió inmediatamente, estirando las cuerdas de las anclas y el guide-rope.

—Viento de suroeste —dijo el ingeniero dirigiendo una mirada a la veleta colocada en el mástil de la bandera, y otra a la brújula—. ¡Vamos andando!

Volcaron los conos o izaron a bordo la cuerda-freno. Los dos enormes husos ascendieron, despacio y cuando se hallaron a cuatrocientos metros de altura tomaron rumbo nordeste, en dirección a las islas Canarias.

El muchacho, extenuado por las largas marchas y los prolongados ayunos, se había acostado y estaba profundamente dormido en el colchón que fue del desgraciado negro. Le imitó el ingeniero pues había terminado cuarto de guardia y O’Donnell se puso a fumar en la proa.

La noche era muy obscura. Una capa de nubes que poco a poco habían ido acumulándose en la profundidad de la bóveda celeste interceptaba por completo la débil luz de los astros.

Allá en lo hondo, murmuraba sordamente el océano y se percibía el rumor de las olas que levantaban el viento, bastante fresco ya, y que chocaban entre si y se deshacían en espuma. De cuando en cuando, entre aquellos torrentes obscuros veíanse brillar unos puntos luminosos. Probablemente eran tiburones que de noche se vuelven fosforescentes.

El Washington navegaba a razón de veinte kilómetros por hora, pero su dirección no era fija. A veces cambiaba de pronto la corriente de aire y le llevaba hacia el norte o hacia el este y hasta algunos momentos le impulsaba al sur.

A las dos de la madrugada predominó por fin la corriente del sudoeste y llevó al aerostato hacia el nordeste, a cuarenta kilómetros por hora. Si continuaban con la misma dirección no tardarían en ver tierra los aeronautas.

A las cuatro, cuando empezaba o dibujarse por oriente una faja de luz blanca se desato sobre el océano una lluvia copiosísima. Los vapores condesados durante la noche sobre aquella parte del Atlántico se disolvían rápidamente.

Aquellos grandes goterones producían al caer en la seda de los dos globos extrañas crepitaciones y aumentaban el peso de la aeronave, cuyo gas no había empezado aún a dilatarse.

O’Donnell, que seguía de guardia, notó muy pronto que bajaban hacia el mar a gran velocidad. Al cabo de pocos minutos vio las olas a menos de cuarenta brazas de distancia.

Despertó a Kelly y le enteró de lo que ocurría.

—Descarguemos lastre —dijo éste.

—Ya tiramos ayer otros cincuenta kilos.

—Pues es necesario tirar más.

—Nos quedarnos sin ninguno a este paso.

—Aun tenemos trescientos metros cúbicos de hidrógeno.

—Bien: tiraremos arena.

Cayó por la borda otro saco. El Whashington volvió a subir rápidamente, atravesando la capa de nubes entre las cuales se pusieron chorreando hombres, mantas y colchones, y se detuvo a mil trescientos metros, altura a la que empezó a navegar sobre capas de nubes.

El viento soplaba allí arriba con bastante fuerza, siempre en la dirección nordeste, con gran alegría del ingeniero que esperaba que volverían a subir hacia Europa evitando la corriente de los vientos alisios que podían rechazarles hacia el océano central.

A las ocho de la mañana había subido el aerostato mil quinientos metros más y empezaba a dilatarse el hidrógeno a causa del calor solar que era ya intenso, a pesar de que los aeronautas se habían separado bastante del trópico de Cáncer.

A las diez, estaba O’Donnell sentado a proa, charlando con el muchacho, cuando vio un transatlántico que navegaba a todo vapor hacia el sur. Desapareció al poco tiempo, pues el globo corría a razón de cuarenta y dos kilómetros por hora y abajo, a casi ochocientos metros del nivel del mar, se extendían unos nubarrones cargados de lluvia a poca distancia unos de otros.

A las once, el ingeniero, que hacía tiempo que miraba obstinadamente hacia el este, enseñó a O’Donnell una especie de niebla que subía en forma de cono y que estaba muy lejos.

—¿Qué es eso? —preguntó el irlandés.

—Allí están las islas Canarias.

—¿Las Canarias? ¡Es imposible que hayamos llegado tan pronto!

—¿Llegado, eh? Falta todavía un trecho considerable que recorrer.

—Si se ve una de sus montañas, no deben de estar muy distantes.

—Ese pico que ve usted es el de Tenerife, que es visible desde más de doscientos kilómetros de distancia.

—Tenemos tiempo de sobra para llegar a ese archipiélago.

—Si llegamos, que lo dudo, porque el viento nos lleva en otro sentido.

—¿Forman un grupo muy considerable esas tierras?

—Las islas son siete: Palma, Gran Canaria, Gomera, Tenerife, Lanzarote, Hierro y Fuerteventura; además existen los islotes de los Lobos, Roque del Este y del Oeste, Alegranza, Montaña y graciosa, pero parece que en otro tiempo eran catorce.

—¿Desapareció la décimacuarta?

—Eso se dice.

—¿No se cree en su desaparición?

—Sí y no.

—Explíquese usted con más claridad.

—Las antiguas crónicas portuguesas mencionan una isla que se llamaba de San Brandan. Dícese que en la primera mitad del siglo XV, un marinero viejo se presentó al rey Enrique afirmando que cerca de las Canarias había visto una isla habitada por antiguos portugueses, en la cual había siete magníficas ciudades con hermosos palacios.

»Cuenta la leyenda que un acaudalado caballero portugués, un tal don Fernando de Ulmo, marchó con dos carabelas, armadas a sus expensas, en busca de aquella isla misteriosa que suponía habitada por portugueses que huyeron de su patria durante la invasión de los moros, es decir, en el siglo VIII.

»Parece que Fernando de Ulmo desembarcó en San Brandan, fue espléndidamente acogido por sus compatriotas, que le nombraron su Adelantado. Y en este punto da principio una historia maravillosa y muy extraña. Dice la leyenda que un siglo después regresaba a Lisboa Fernando de Ulmo…

—¿Cien años después?

—Sí, pero es la leyenda la que lo afirma. Se dio a conocer, y le tomaron por loco: ya no se acordaba nadie de él ni de su viaje a la isla de las siete opulentas ciudades, pues todos sus parientes y sus amigos habían muerto.

»Sin embargo, un anciano recordó haber oído referir en su juventud que había marchado a Canarias un Ulmo, y llevó al navegante junto a una sepultura que tenía su retrato esculpido, un retrato que se le parecía mucho, a pesar de los años transcurridos.

»Ulmo volvió a marcharse a Canarias en busca de su isla, pero ésta había desaparecido.

»Murió poco tiempo después cuando, desde el promontorio de Las Palmas buscaba ávidamente con los ojos las huellas de aquella misteriosa tierra, y le enterraron en la catedral de la isla.

—¿Y usted cree que haya existido realmente tal isla?

—¿Por qué no? Las Canarias son de formación volcánica, y la isla misteriosa pudo ser tragada por el mar durante cualquier conmoción del fondo de éste. Algunos habitantes del archipiélago y no pocos navegantes portugueses y españoles han asegurado que de tiempo en tiempo, cuando el volcán de Tenerife entra en erupción y los terremotos conmueven las islas, aparece aquélla a flor de agua para volver a hundirse otra vez.

XXI. LAS CANARIAS

De permanecer soplando constantemente la corriente que ahora les llevaba hacia el nor-nordeste, los aeronautas, al cabo de tantas aventuras peligrosas como les habían sucedido en los pocos días que llevaban vagando sobre el inmenso océano, aun podían esperar en que alcanzarían las costas europeas, escapando a la influencia de los vientos alisios, la gran corriente que baja a lo largo de las costas de África y tuerce luego hacia las de América a la altura del trópico de Cáncer.

Navegando velozmente durante cuarenta y ocho horas o quizá menos, salvarían la distancia que les separaba del primer paralelo europeo, que es el que corta en línea recta las columnas de Hércules o mejor dicho el estrecho de Gibraltar. Para un buque aunque estuviese provisto de una máquina de vapor de formidable potencia sería una insensatez tal esperanza; pero para el aerostato que corría con la velocidad del viento, el espacio aquel, inmenso y todo, carecía de importancia… Todo estribaba en que no disminuyera aquella velocidad de cuarenta kilómetros.

Así y todo el Washington seguía perdiendo gas y sólo a costa de grandes esfuerzos se mantenía a tres mil metros de altura. De cuando en cuando caía bruscamente, a pesar de que había sido aligerado pocas horas antes de otros cincuenta kilos de arena, y le costaba mucho trabajo recuperar su nivel anterior. Las puntas de los dos husos empezaban a tener arrugas que de hora en hora crecían.

Cierto es que aun disponían los aeronautas de trescientos cincuenta kilos de arena y trescientos metros cúbicos de gas almacenado en los cilindros, pero no por ello estaban tranquilos, porque el viento podía cambiar nuevamente y rechazarlos Atlántico adentro.

A las cuatro de la tarde el ingeniero, al ver que aunque continuaba la rapidez de la marcha, descendía el globo a ojos vistas, tuvo el temor de que bajo aquella corriente favorable existiesen los vientos alisios, resolvió rellenar les globos introduciendo por medio de las mangas cincuenta metros cúbicos de hidrógeno en cada uno.

Esta operación, además de borrar las arrugas, contribuyó a acelerar la marcha, pues al subir otra vez la aeronave a tres mil metros adquirió mayor velocidad toda vez que la corriente era más fuerte a tan considerable altura.

A las ocho, poco más o menos, una hora antes de que se pusiera el sol, el ingeniero señaló la presencia de un grupo de islas que se destacaban claramente sobre el cerúleo fondo del océano.

Aquellas islas eran las de Madera que tanta celebridad han adquirido por la exquisitez de sus vinos, de fama universal. El grupo se compone de dos: la de Madera, propiamente dicha, que tiene cincuenta y ocho kilómetros de longitud por veintidós de anchura, y una población de 116 000 habitantes, oriundos en su mayoría de Portugal, 25 000 de los cuales pueblan Funchal, que es la capital, situada en la costa sur, y la de Porto Santo. Hay otros islotes que son sencillamente arrecifes y se llaman islas Desiertas. En aquel territorio se disfruta de una primavera eterna y son numerosos los enfermos, tísicos sobre todo, que allí van en busca, si no de su curación, de unos años más de vida. Aunque aquellas islas son de formación volcánica, y en ellas escasea el agua, son bastante fértiles y, además del vino, producen en abundancia, cebada, patatas y caña de azúcar. Estos productos han sido abandonados poco a poco en vista de que su cultivo es menos remunerador que el de la vid. También se crían castañas, el árbol del cual se extrae la sangre de drago, y naranjas; en sus costas hay abundante pesca, en particular sardina.

El descubrimiento de estas islas se debe a la casualidad, a pesar de que están tan cerca de las costas africanas y europeas. Es muy probable que los antiguos fenicios y los cartagineses, que visitaron las Canarias, las vieron muchos siglos antes, pero, lo mismo que estas islas, permanecieron desconocidas hasta el año 1344. En aquel tiempo el caballero inglés Roberto Macham fue llevado por los vientos a las playas de Madera, cuando se escapaba embarcado con varios amigos y la hija del duque de Dorset, a la cual había obligado su padre a casarse a la fuerza con un alto dignatario del reino, siendo así que ella había jurado amor eterno al noble joven.

Los compañeros de éste trajeron a Europa la noticia del descubrimiento, cuando ya habían fallecido Macham y su amada.

No necesitaban los aeronautas anteojo alguno para ver con toda claridad las dos islas principales y los islotes, pues el ambiente era diáfano a más no poder. Aunque las islas estaban aún a ochenta millas de distancia, el ingeniero pudo indicar con la mano extendida a sus compañeros el monte Ruino, que es el más elevado de la región.

—¿Es allí donde se cosecha ese exquisito vino? —inquirió O’Donnell.

—Allí, precisamente.

—¿Producen mucho las islas?

—En los años buenos dan esos viñedos unas cinco mil pipas o sea 2 685 000 litros. En 1852 estuvieron a punto de perder la cosecha totalmente por la aparición del oidium tuckeri, pero lograron combatir a tiempo la enfermedad. En 1873 hizo estragos allí la filoxera y comprometió la cosecha, pero los cultivadores pusieron remedio al mal plantando vides americanas.

—¿Exige cuidados especiales ese vino para resultar tan exquisito?

—Casi nada. Basta con exponerlo durante cierto tiempo a temperaturas altas y añadirle después alcohol a razón de diez litros por cada pipa. Antiguamente, para que mejorase la bebida calentándose mejor (la temperatura a que hay que exponerla no debe bajar de 50°) embarcaban los barriles, llenos de madera, y los llevaban al otro lado del Ecuador. Luego, sobre los envases, ponían los ingleses, principales exportadores del precioso néctar, unos cartelitos con esta inscripción: Tivice passed the line, para indicar que había atravesado dos veces la línea ecuatorial y que por consiguiente estaba el vino en perfectas condiciones.

—¿Es el terreno el que influye en la calidad de esa bebida?

—Eso debe ser y se dice que su fertilidad procede de un incendio que duró siete años.

—¡Demontre! ¿Quién lo prendió?

—Los primeros navegantes portugueses Zarco, Fescevra y Perestrello, para destruir los grandes bosques que cubrían la isla. Aquellas cenizas bastaron para abonar intensamente el terreno.

—¿Y a quién se le ocurrió plantar vides en la isla?

—A los portugueses que, en 1425, plantaron algunas estaquillas que mandaron llevar de la isla de Chipre. Luego plantaron de otras especies y así obtuvieron varias clases de vino.

—¿No es una sola la del madera?

—No, O’Donnell. Existe el tipo Malvasía, que se obtiene de los racimos de color de oro y se paga a 1500 pesetas la pipa; el Sercial, producido por viñedos originarios del Ehin, y que, según dicen, es el vino mejor y el más espirituoso; el Bual, que en Funchal se vende a 1800 y 2500 pesetas la pipa; el Tinto, que al cosecharlo es encarnado y luego se vuelve amarillo; el Ver delito, que es clarísimo y el Madera corriente, que es el que más abunda y se puede adquirir a 500 pesetas la pipa, aunque a veces se triplica este precio.

—No hará muchos años que son famosos esos vinos.

—Al contrario, O’Donnell. Ya en 1445 el navegante veneciano Cadel Mosto los dio a conocer elogiando su aroma, y Francisco I, rey de Francia, que fue el primero que lo bebió en Europa, confirmó su extraordinaria bondad y lo hizo célebre, de pronto.

El aerostato viró en redondo en aquel momento, imprimiendo un ligero balanceo a la barquilla.

—¿Caemos? —preguntaron el muchacho y O’Donnell.

—No, pero…

—¿Cambia el viento?

El ingeniero contestó con un gesto de desesperación, corrió hacia la brújula y se puso pálido.

—¡Volvemos al sur! —dijo con voz ahogada.

—¿Al sur? —exclamó el irlandés—. ¿Se ha quebrado la corriente?

—Peor que eso.

—¿Qué sucede?

—Una cosa muy grave. Nos han sorprendido los vientos alisios y nos vuelven al centro del Atlántico.

—¡Por vida de todos los demontres! ¡Cómo nos persigue la mala suerte!

Durante algunos momentos reinó un silencio sombrío en el aerostato, arrastrado por el viento con gran rapidez hacia las regiones ecuatoriales. El ingeniero y el irlandés se sentían vencidos y se preguntaban angustiados qué suerte les reservaría el Destino, que parecía que se hubiese propuesto perderlos, después de dejarles vislumbrar la esperanza ele arribar a las costas de Europa.

Si no sobrevenía un milagro la situación podía calificarse de desesperada. La corriente de los alisios, de la cual hasta entonces habían procurado huir, no les soltaría ya y los arrastraría al medio del océano, para empujarles luego a las costas de América central, si no los llevaba a la América del Sur. ¿Les sería posible mantenerse en el aire todo el tiempo necesario para atravesar otra vez el océano? No, no había tal posibilidad con los limitados medios de que disponían. Parecía inevitable que cayesen al mar. ¡Qué desastre sería esto, faltos casi de agua potable como estaban!

El ingeniero, dominado por la tristeza que le invadía, se dejó caer en la proa de la barquilla, oprimiéndose la cabeza con ambas manos; O’Donnell dirigía miradas de desesperanza a las islas, que poco a poco desaparecían en la penumbra, como una bandada de cuervos; sólo Walter, el pobre muchacho a quien recogieron moribundo en el océano, estaba tranquilo y parecía preguntarse el motivo de aquella desesperación que abrumaba a sus salvadores.

—Señor O’Donnell —murmuró con timidez—. ¿Es acaso el peso de mi cuerpo lo que ha producido el cambio de dirección del globo?

—No, muchacho —contestó el interpelado procurando sonreírse—. Es el viento que en vez de acercarnos a las costas de África o de Europa, nos vuelve hacia América.

—¿Y no podríamos pararnos echando las anclas, para esperar viento más favorable?

—A estas alturas ya es imposible. Ni atando una a otra todas nuestras cuerdas llegaríamos a tocar la superficie del agua. Más tarde, cuando se condense el hidrógeno procuraremos detenernos.

—¿Quiere usted que vaya anudando las cuerdas?

—Sí —dijo el ingeniero estremeciéndose—. Es indispensable que nos detengamos y no nos dejemos arrastrar al centro del Atlántico.

—¿Cree usted que no va a cambiar el viento? —dijo O’Donnell.

—Confío en que salte un huracán.

—¿Anuncia el barómetro la perturbación?

—Sí; esta mañana lo he visto.

—¿Se quebrará la corriente de ahora?

—En eso confío, O’Donnell; si no en la superficie del mar, arriba, a tres mil, a cuatro mil, a seis mil metros, o más todavía…

—¿Podemos descender en el acto y echar anclas, sacrificando un poco de gas?

—¿Ahora? Sería una imprudencia perder más hidrógeno cuando tal vez el viento nos lleva al través del Atlántico, en lugar de conducirnos con rumbo a África. Necesito conservar todas las fuerzas del Washington, para buscar en la altura nuevas corrientes.

—¡Es que vamos hacia el sur muy de prisa!

—No importa. África queda a nuestra izquierda, y no nos separaremos de ella en mucho tiempo. ¿Qué más nos da aproar aquí o más al sur, cerca del Sahara, de Senegambia o de Sierra Leona, si se nos escapa Europa? Cuando descienda el Washington echaremos las anclas y esperaremos la borrasca para subir todo lo que podamos.

—¿Y si el huracán nos lleva al oeste?

—¡Dios dispone de nosotros, O’Donnell! ¡Que sea lo que El quiera!

—¿Opina usted que no tiene el Washington fuerza suficiente para atravesar el Atlántico, otra vez?

—Por lo menos, lo dudo. Es verdad que los vientos huracanados alcanzan velocidades increíbles y que sólo estamos a 1500 millas de Sierra Leona y del cabo brasileño de San Roque, pero nuestros medios son muy escasos y caeremos en medio del mar, a menos que nos recoja algún buque.

—¡Anda! ¡Nos hemos olvidado de nuestros amigos! ¡Quién sabe si a estas horas están buscándonos, en el caso de que hayan llegado a la isla Bretona las palomas mensajeras!

—No confío mucho en ello. El Atlántico es muy grande, y mis amigos no pueden saber adonde nos lleva el viento. Sólo podemos contar con nuestras fuerzas.

—Me parece, señor Kelly, que el hidrógeno se condensa muy despacio esta noche; aun no hemos empezado a descender.

—Porque estamos en medio de una corriente de aire muy cálido, y, además, hace pocas horas que hemos rellenado de hidrógeno el Washington; pero ya bajaremos, O’Donnell, se lo aseguro a usted. Mientras eso llega vamos anudando todas las cuerdas disponibles y dispongámonos a echar los conos al agua.

Como había dicho O’Donnell, el Washington no comenzaba el acostumbrado descenso a pesar de que la temperatura había bajado unos grados. Se mantenía a 2500 metros de altura, navegando hacia el sur a sesenta kilómetros por hora lo menos. Si no se calmaba el viento, tardaría pocas horas el globo en perder la ventaja que logró durante la jornada y en encontrarse otra vez cerca de las islas Canarias, de las cuales se alejó a eso de las once de la mañana.

Por fin, a las diez, empezó a descender el aerostato, pero muy despacito. Bajaba a razón de trescientos o trescientos cincuenta metros cada hora y en cambio la velocidad del viento iba aumentando.

A media noche el ingeniero enseñó a sus acompañantes un punto luminoso que se veía hacia el este.

—¿Es un buque? —preguntó O’Donnell.

—No —dijo Kelly que estuvo observando con un anteojo—; es la luz de un faro, del de Tenerife o de Hierro…

—¿Ya estamos en las Canarias? ¡Y corremos más cada vez!

A las tres de la madrugada no estaba el globo más que a unos doscientos metros del mar. Ordenó el ingeniero que se echaran al agua los conos, que en seguida se llenaron, inmovilizando a la aeronave.

—Descansemos —dijo después—. No corremos peligro alguno.

Los tres aeronautas que habían estado en vela hasta entonces y que se morían de sueño, echáronse en sus respectivos colchones y se durmieron profundamente, mecidos por la comente de los alisios.

XXII. LA BALSA DE LOS NAUFRAGOS

Llevaban ya dos horas durmiendo, cuando les despertaron de pronto unos gritos penetrantes, varias detonaciones y unas sacudidas violentísimas que agitaban la barquilla, derribando cajas y barriles. Sorprendidos y no sabiendo a qué causa atribuir aquel vocerío, más intenso cada vez, y aquellos tiros, se pusieron en pie y se asomaron a los bordes de la barquilla.

A favor de las primeras luces del amanecer pudieron distinguir, por debajo de ellos, una masa grande y obscura que aun no podía precisarse lo que fuese, sobre la cual se movían como locas varias sombras humanas.

—¿Es un buque? —dijo O’Donnell.

—No; no veo ningún mástil —contesto Kelly.

—¡Es la balsa! —dijo el muchacho palideciendo y estremeciéndose—. ¡Reconozco las voces de Mac Canthy y de Niell…!

—¡Mil rayos! —rugió una voz áspera—. ¡Bajad o disparamos!

—¿Quiénes sois? —preguntó el ingeniero poniendo las manos a modo de portavoz.

—Unos náufragos —contestaron diez o doce voces.

—¿Qué queréis de nosotros?

—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Que nos morimos de hambre!

—Tened calma. En cuanto amanezca procuraremos socorreros.

—¡Vaya! ¿Espera usted a que haya luz, señor pasajero del aire? —replicó la misma voz de antes—. ¡Mi estómago no puede someterse a la comodidad de usted, y los de mis compañeros tampoco!

—¡Es usted tan cortés como un oso, buen hombre!

—¡Es Mac Canthy, el más feroz de la tripulación, señor O’Donnell! —dijo el muchacho—. Tenga usted cuidado con él.

—¡Vamos a ver! —insistió el marinero—. ¿Bajan ustedes, sí o no?

—¡Poco a poco, buen hombre! —replicó el ingeniero—. ¿Nos toma usted por negros? ¿Se figura que somos sus proveedores?

—Nos importa muy poco que sean ustedes negros o blancos. Lo que hay es que ya que les hemos encontrado tienen ustedes que darnos de comer. ¡No somos perros, señor viajero del aire!

—¡Pues yo le digo a usted que si sigue hablando en ese tono cortaré las cuerdas y les dejaré sin una migaja de pan! —amenazó Kelly, enérgicamente.

Estas amenazas produjeron mucho efecto en los náufragos, y en seguida hubo una reacción violenta contra el rudo marinero.

—¡Cállate esa boca, ave de mal agüero! —dijeron algunos—. ¡Abajo Mac Canthy! ¡Apiádese usted de nosotros, señor aeronauta, que nos estamos muriendo de hambre! ¡No nos abandone, por amor de Dios!

—Les prometo que les socorreré, pero suelten las cuerdas si no quieren estropearme el globo.

—¡Eso sí que no! ¡Se escaparía usted! —rugieron los náufragos en tono amenazador.

—Les prometo que no me escapo, palabra de yanqui.

—¿Es usted compatriota nuestro? ¡Viva América!

Iba llegando el amanecer muy de prisa, eclipsando unos tras otro a los astros. Faltaban pocos minutos para que saliese el sol e inundara con sus rayos el océano.

La balsa, la misma efectivamente de la cual huyó Walter seis días antes, era ya visible.

Constituíanla un amontonamiento de maderos, de vergas, de tablazón, atado todo con cuerdas y con cadenas, con un tronco de mastelero plantado en el centro y del cual pendía una vela desgarrada.

Once hombres tripulaban la balsa; once miserables de caras bestiales, de miembros esqueléticos por el prolongado ayuno, de barbas enmarañadas y vestidos con harapos. Algunos empuñaban cuchillos y dos tenían escopetas; parecía que amenazaban al globo y que estuvieran dispuestos a echarlo abajo de una descarga antes de permitir que se fuese.

En la proa de aquella extraña embarcación vieron los aeronautas con un estremecimiento de horror los restos de dos esqueletos humanos arrinconados tras de los barriles sin fondo. No hacía falta esforzarse mucho para comprender que aquellos desgraciados, enloquecidos por el hambre, se habían comido la carne de aquellas dos víctimas.

—¡Qué horror! —exclamó O’Donnell—. ¡Esta es la segunda edición del naufragio de la Medusa!

—Con el hambre no se puede discutir. Procuremos socorrerlos hasta donde alcancen nuestros medios.

—¿Y luego? ¿Nos dejarán en libertad?

—Si no nos dejan, cortaremos las cuerdas.

—¿Y las anclas?

—Antes de que nos obliguen a bajar a la balsa, prefiero perderlas…

—Este encuentro nos trae la desgracia, señor Kelly.

El ingeniero no contestó, dio un vistazo a la despensa, eligió unas latas de carne en conserva; colocó en una caja unos cuantos kilos de galletas, azúcar y latas de atún.

—Vamos a echarles estos víveres —dijo—. Con ellos, y racionándose, podrán resistir esos hombres algunas semanas y llegar a las islas Canarias que no están lejos.

—El caso es que no tenemos cuerda para echarles la caja —apuntó O’Donnell.

—La dejaremos deslizar por la cuerda de un ancla. Ayudadme.

Los náufragos, comprendiendo que estaba a punto de llegar el socorro, interrumpieron sus gritos de amenaza; pero no soltaron los conos, que habían subido a la balsa para impedir que escapase el aerostato.

Con la cara hacia arriba, fijas las miradas, no se les escapaba el menor movimiento de los aeronautas.

El ingeniero y O’Donnell ataron la caja a una cuerda del ancla y la dejaron escurrir gritando:

—¡Cuidado con las cabezas!

Corrió a lo largo de la cuerda el envío y fue a caer sobre el cono. Los náufragos se precipitaron sobre la caja, empujándose y apartándose unos a otros, en su deseo de ser cada cual el primero que pusiera mano sobre los víveres. Con unos cuantos golpes deshicieron la caja y a poco un rugido de furor brotó de sus bocas.

—¿Y el agua? ¡Queremos agua! —exigieron tendiendo las arrugadas manos hacia los aeronautas.

—No tenemos para nosotros casi —contestó el ingeniero.

—¡Pues dadnos la que tengáis, canallas! —rugió Mac Canthy.

—¡A ver si te meto una bala en los sesos, bandido! —replicó O’Donnell—. ¡El canalla lo serás tú!

—¡A ellos, amigos! —gritó el marinero—. ¡Traigámosles aquí abajo!

—¡Sí, sí; abajo o dadnos agua! —vocearon furiosos los demás marineros.

El ingeniero cogió el Winchester y lo armó resueltamente, en tanto que O’Donnell tomaba una hoz, dispuesto a cortar las cuerdas.

—¡Al primero que toque el ancla le mato como a un perro! —dijo Kelly en tono amenazador.

En vez de calmarse los náufragos ante aquella actitud, se enfurecieron más todavía, se precipitaron sobre las cuerdas y dieron tal tirón que el globo bajó unos cuantos metros.

—¡Corte usted, O’Donnell! —gritó Kelly.

De dos golpes de hoz asestados fuertemente sobre los bordes de la barquilla, en los cuales descansaban las cuerdas, quedó libre el aerostato, que dio un salto hacia arriba.

Al ver que se escapaba y que caían las cuerdas, los náufragos gritaron como locos furiosos. Los dos que tenían armas de fuego dispararon después de apuntar.

Una de las balas pasó, silbando, por el borde de popa de la barquilla y se perdió en el espacio. La otra no pudieron oírla Kelly ni sus compañeros.

O’Donnell, enfurecido, cogió una carabina, y apuntó a la balsa, pero el ingeniero le detuvo.

—Es inútil —dijo—. ¡Déjeles usted: el hambre y la sed no admiten reflexiones!

—Son unos canallas que no conocen el agradecimiento. De buena gana hubiera metido una bala en el cuerpo a ese animal de Mac Canthy.

—El era el que quería comerme —dijo Walter.

—Pues ahora me parece que es a él a quien van a comerse sus compañeros.

El Washington ascendía rápidamente, aligerado de aquellos doscientos y pico de metros de cuerda y de los dos conos. Sin embargo, los náufragos seguían amenazando y disparaban con sus dos fusiles aunque ya el blanco estaba fuera de su alcance. Su rabia no tenía límites, pues se habían dado cuenta de la presencia de Walter en el globo y se oía la áspera voz de Mac Canthy, rugiendo:

—¡Baja, perro!

Al ver que el Washington se encaminaba al sur, aquellos hombres que, al parecer, habían perdido la razón, precipitáronse sobre la vela que en un instante quedó izada y al viento, y luego se proveyeron de tablas y de vergas con las cuales remaban furiosamente. No tardaron en convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos. El globo estaba más lejos cada vez; desde el se oían apenas, como un vago rumor, sus gritos; luego dejaron de oírse del todo; la balsa disminuyó de tamaño a la vista de los aeronautas y por fin desapareció.

—¡Así os trague el océano, canallas! —exclamó O’Donnell, que estaba muy excitado todavía—. ¡Buen modo tenéis de agradecer el donativo de víveres que os hemos hecho!

—Las privaciones los han enfurecido —dijo el ingeniero—. Probablemente nosotros en su caso hubiéramos hecho lo mismo.

—¡Que el diablo se los lleve! Por su culpa nos encontramos ahora sin las anclas, cosa que nos dará que sentir, de fijo.

—Tiene usted razón, O’Donnell. Ahora ya no podemos detenernos cuando nos convenga o sea necesario. Estamos a merced del viento.

—La pérdida es muy grave y…

Interrumpióse el irlandés, que levantó la cara hacia lo alto y olfateó la atmósfera. De pronto se puso pálido y profirió una maldición.

—Señor Kelly —dijo con la voz alterada—. ¿No nota usted olor a gas?

—¡Sí, sí! —contestó el ingeniero.

—¿Se habrá abierto alguna válvula, o…?

—¿Una válvula? Es imposible, O’Donnell. Eso es que alguien ha estropeado nuestros globos.

—¿Algún balazo de aquellos bribones, tal vez?

—¡Cállese!

Kelly, que estaba menos intranquilo que el feniano, trepó por el mástil que sostenía la barquilla y escuchó con la mayor atención. Así pudo oír hacia lo alto unos crujidos…

—¡Infames! —exclamó—. ¡Y yo les he socorrido!

Bajó, dominado por sorda cólera; si todavía hubiese estado la balsa al alcance del globo, probablemente no hubiera impedido a O’Donnell que contestase a los tiros de los náufragos, con los disparos de su Winchester.

—¿Qué sucede? —preguntó con ansiedad el irlandés.

—Que se escapa el hidrógeno.

—¿Han atravesado alguno de los globos los balazos de aquellos miserables?

—Sí; probablemente están agujereados los dos.

—Esas heridas son muy graves, ¿no es cierto?

—Sí, porque se irán agrandando los agujeros poco a poco y caeremos al mar.

—¿No podremos cerrarlos? ¿No hay algún medio?

—Sí; cosiéndolos; pero ¿quién sube hasta allí arriba?

—Yo, señor Kelly.

—¡De ningún modo, señor O’Donnell! Eso es cuenta mía —le interrumpió Walter.

—¿No tendrás miedo al vértigo? —le preguntó el ingeniero.

—Soy muy joven, señor Kelly.

—Es que estamos a una altura espantosa; a 3300 metros.

—No tendré miedo —replicó el muchacho con voz firme.

—Se te puede escurrir una mano o un pie y puedes caerte al mar —razonó el irlandés—. Déjame ir a mí.

—Usted pesa mucho —intervino el ingeniero— y podría desequilibrar el globo. Prefiero que suba Walter que pesa menos.

—Gracias, señor Kelly.

Registró éste en una caja y sacó hilo de seda, agujas, y un bote que contenía barniz muy espeso y muy pegajoso, con penetrante olor a resina. Se lo entregó todo al muchacho y le dijo:

—No pierdas tiempo, querido. Cada minuto que pasa se nos lleva un metro cúbico de hidrógeno.

Walter se metió todo aquello en los bolsillos, se descalzó para no estropear la tela del globo con los zapatos, y para tener más firmeza al apoyarse, y por último se agarró a las cuerdas y trepó animosamente.

—¿Tienes miedo? —le preguntaron sus salvadores—. Si notas que te va a dar un vértigo, baja en seguida.

—No me impresiona la altura.

Subió por las redes sobre aquel espantoso abismo abierto bajo sus pies. De malla en malla llegó al borde inferior del huso de estribor y trepó por el costado en busca de los agujeros abiertos por las balas.

El huso, bajo la influencia de aquel peso pendiente de uno de sus lados, se inclinó hacia afuera, pero no llegó a caer porque estaba fuertemente unido al otro globo gemelo.

—¿Has encontrado algo? —inquirió el ingeniero que ya no podía ver al muchacho.

—Sí, señor Kelly.

—¿Es un agujero o una desgarradura?

—Es un roto de seis centímetros de largo y en el otro globo veo también otro roto mayor que éste.

—¿Puedes cerrarlos?

—Me parece que sí.

»Walter puso manos a la obra inmediatamente. En vez de atravesar los globos abriendo dos boquetes, como al principio se figuraba el ingeniero, pasaron rozando con ellos y produjeron dos desgarraduras grandes por las cuales se salía el gas, con mucha fuerza, silbando. Se podían cerrar, pero mientras la operación se realizaba se escaparía muchísimo hidrógeno, comprometiendo la estabilidad de la aeronave, que ya empezaba a descender, inclinándose a estribor.

»Walter se ató un pañuelo a modo de mordaza para que le tapase las narices y la boca y evitar que le asfixiase el gas que brotaba de la abertura, y empezó la faena con mucha actividad en tanto que O’Donnell y Kelly preparaban los cilindros de hidrógeno comprimido para inyectarlo por medio de las mangas en los globos fusiformes.

Por muy de prisa que cosía el mozo, no fue posible evitar que el Washington se arrugara más cada vez, y apresurara su descenso, es decir su precipitada caída. En cinco minutos bajó mil quinientos metros, y aun no se detenía. El ingeniero, que veía acercarse el océano con alarmante rapidez, abrió la válvula del primer cilindro e introdujo cuarenta metros cúbicos en el huso que ya había sido reparado. El Washington se enderezó, se contuvo el descenso, y hasta empezó a subir, despacio primero y luego con bastante rapidez hasta que llegó a los 3200 metros.

El muchacho, terminada la costura, cubrió las puntadas con varias pinceladas de barniz; comprobó qne no había más aberturas, pasó al otro globo y repitió la operación en el segundo jirón qne era mayor que el primero y parecía hecho con un proyectil cortante.

—¿Has acabado ya? —le preguntó el ingeniero.

—Sí, señor Kelly.

—¡Muy bien, muchacho! Ahora llenaremos nosotros ese globo también.

—¿Resistirán las costuras? —preguntó O’Donnell.

—No pretendo que queden herméticamente cerradas, y que no se salga por ellas el gas —manifestó el ingeniero—, pero al fin y al cabo la pérdida no será muy grande y aun podremos mantenernos en el aire algunos días.

—Aunque así sea… El viento nos lleva constantemente hacia el sur, y la costa está muy lejos.

En vez de contestar, el ingeniero dio un suspiro muy hondo.

XXIII. LOS ÚLTIMOS ESFUERZOS DEL WASHINGTON

La situación de los aeronautas del Washington era más grave a cada momento, y el éxito de la grandiosa travesía iba a frustrarse cuando ya estaban casi a la vista de las costas del continente africano.

Parecía que la fatalidad persiguiese a aquellos audaces hijos del aire. Cogidos por la fuerte corriente de los alisios, que los llevaba al sur, y más tarde habría de rechazarlos hacia el Atlántico central, apenas llegaran al paralelo 30°, podían considerarse perdidos o poco menos.

El Washington, debilitado por la continua pérdida de gas, que era entonces más rápida por culpa de los malditos balazos, no podía sostenerse en el aire mucho tiempo.

Sus días y tal vez hasta sus horas, estaban contados. Dentro de poco, empleados la poca arena que les quedaba, y los pocos metros cúbicos de hidrógeno que aun contenían los cilindros, caerían los aeronautas en medio del inmenso Atlántico, para no volver a subir. Cierto era que aun poseían la barquilla, pero con la paupérrima provisión de agua que tenían, amenazábanles días muy tristes.

La corriente de aire en vez de calmarse aumentaba en velocidad, como si se propusiera llevarles lejos de aquellas costas, por las cuales tanto suspiraron al ver las primeras islas. ¡Qué tremenda ironía de la suerte!

El Washington navegaba a una velocidad de sesenta y dos kilómetros por hora, manteniéndose a cuatrocientos del continente africano. A las ocho llegaban ya al paralelo 20° con rumbo a las islas de Cabo Verde que no debían tardar en aparecer en el horizonte meridional. A las diez, el ingeniero, que examinaba con ansiedad la superficie del océano, anunció su presencia en el sudeste. Parecían puntos nebulosos, pero fueron agrandándose muy de prisa y adquiriendo mayor consistencia.

Hállense dichas islas a 480 kilómetros de la costa africana; son catorce y tienen entre todas una superficie de 4385 kilómetros cuadrados, y una población de 70 000 habitantes, negros en su mayoría.

Las principales son Santiago, con Riveira por capital, que tiene unos quinientos edificios: San Nicolás, Praya, con la ciudad de Porto Praya, habitada por 1200 almas, Mayo, Fogo, Brava, Bonavista, Santa Lucía, San Vicente y San Antonio. Las demás son sólo islotes casi inhabitables.

Son de origen volcánico, de aspecto montañoso, cubiertas de bosques, pero en ellas escasea mucho el agua. El clima es cálido y poco salubre. A pesar de esto producen arroz, maíz, plátanos, frutos ácidos y melones, y también uvas que en aquel clima abrasador maduran dos veces al año. Su principal riqueza es la sal, que los isleños recogen en grandes cantidades en algunas de las islas, mediante la evaporación.

Los fenicios y los cartagineses las conocieron según parece con el nombre de Gergades, pero las abandonaron y hasta 1462 no fueron descubiertas por un genovés que estaba al servicio del rey Enrique de Portugal; el navegante Antonio de Noli. Según otros, las descubrió en 1456 el veneciano Albino Ca’de Mosto, también al servicio del gobierno portugués, que en aquella época realizó numerosos descubrimientos en las costas de África desembarcando en el Senegal en las desembocaduras de los ríos Gambia y Eío Grande.

Si el Washington se hubiera encontrado cerca de las islas, el ingeniero se hubiese apresurado a descender, antes de dejarse arrastrar al centro del océano; pero el viento les impulsaba en otro sentido, manteniéndoles a más de cuarenta kilómetros de Bonavista que es la isla más avanzada al este.

A las nueve, pudieron ver los aeronautas con toda claridad el monte Fogo que se eleva a 2982 metros sobre la isla de su mismo nombre, y con el auxilio de los anteojos divisaron varios puntos blanquecinos que se movían sobre las olas del Atlántico y se dirigían hacia ellos.

—¿Nos habrán visto los habitantes? —preguntó O’Donnell.

—Creo que sí —dijo Kelly—. La atmósfera está límpida y nuestro Washington es visible desde larga distancia.

—¡Qué mala suerte, no poder detenernos! Así tendríamos la seguridad de que nos recogerían.

—Ya no tenemos anclas, amigo mío.

—¡Malditos náufragos! Bien caro nos han hecho pagar el auxilio que recibieron de nosotros.

—Así es, O’Donnell, pero esas lamentaciones no tienen ningún fin práctico.

—¿Cree usted que lograrán salvarse los náufragos?

—Sí, lo creo. Los encontramos a poca distancia de las Canarias; además por esta parte del mar hay siempre muchos barcos de vela que a veces bajan hasta las islas de Cabo Verde para aprovechar los vientos alisios.

—¡Si tuviéramos nosotros la suerte de encontrar alguno…!

—Confiemos en ello, O’Donnell.

—Y si seguimos bajando en esta dirección, ¿no volveremos a ver tierra?

—Ninguna. Pero ya verá usted cómo cambiamos de rumbo y navegamos hacia el oeste.

—A mí me parece que el viento nos lleva al este. Mire usted la montaña de la isla de Fogo, cómo se aleja por nuestra derecha…

By-good! —exclamó Kelly—. ¡Es cierto!

—¿Nos habrá cogido alguna otra corriente?

—No lo creo, pero el hecho es que nos acercamos a la costa africana, describiendo una línea oblicua. ¿Irá el alisio a chocar contra Cabo Verde, antes de torcer hacia occidente? ¡Sería una suerte muy grande para nosotros!

—Eso en el caso de que lleguemos a tiempo de ver la isla.

—¿Por qué?

—Porque seguimos cayendo, y muy de prisa, señor Kelly.

—¿Todavía? —exclamó el ingeniero con pena. Luego se asomó por la borda de la barquilla e hizo un gesto de rabia—. ¡Miserables! ¡Aquellos náufragos nos han arruinado!

—¿Habrán vuelto a abrirse los agujeros del globo?

—Supongo que no, pero de todas maneras el gas se escapa por las costuras.

—¿Quiere usted —propuso el muchacho— que vaya a cubrirlas de barniz?

—Es inútil, Walter. Dentro de media hora volveríamos a empezar. Mejor será que introduzcamos en los globos el poco gas que nos queda.

—¿Y arena? ¿Hay mucha todavía?

—Unos doscientos kilos. Ayúdenme ustedes.

—Un momento, señor Kelly. Si introdujésemos el gas en los globos interiores, ¿no obtendríamos un efecto mejor, y más duradero?

—Tiene usted razón, O’Donnell. Esa es una buena idea que no sé cómo no se me ha ocurrido a mí. Vamos a hacerlo en seguida, porque estamos ya muy cerca del agua.

El Washington caía. Al cabo de tanto tiempo el gas perdía su fuerza, como un hombre agotado por largo ayuno.

Bajaba de minuto en minuto, oscilando ampliamente y virando en redondo a veces.

Los aeronautas, que, a cada momento que pasaba, oían más distintamente el rumor de las olas, pusieron mano con el mayor apresuramiento a aquel trabajo, que iba a ser el último, pues ya no quedaba en la barquilla ni un metro cúbico de hidrógeno.

Ayudado por sus amigos abrió el ingeniero las mangas de ambos globos interiores y dejó que se saliese el aire, provocando una nueva caída de los husos, para introducir luego en lugar de aquél, todo el hidrógeno que aun poseía.

La fuerza ascensional del Washington se manifestó inmediatamente como por arte de magia. El aerostato, que no estaba ya más que a veinticinco o treinta metros del agua, dio un salto brusco y se elevó a dos mil quinientos. Echaron al mar la bomba impelente que ya no tenía utilidad ninguna para ellos y algunas cajas vacías y subieron quinientos metros más.

Aquel desmesurado brinco tuvo para ellos la suerte de hacerles encontrar otra corriente aérea que soplaba en sentido diagonal por encima de los alisios y hacia la costa africana. Las esperanzas, un momento desvanecidas, renacieron en el alma de los aeronautas.

Era considerabilísima la velocidad de aquella corriente, mucho mayor de la que había por debajo, pues llegaba a los sesenta kilómetros por hora.

Como no pasaba de cuatrocientos la distancia que había entre el globo y la costa africana, podían llegar a ésta antes de las cuatro de la tarde.

—¡Cuánto me gustaría dormir bajo un árbol frondoso! —exclamó O’Donnell—. ¡Pensar que acaso esta misma noche pueda estirar las piernas sobre una alfombra de hierba fresca y mullida!

—Si no cambia la dirección del viento —añadió Kelly— hoy cenaremos en África.

—¡Y encenderemos una buena lumbre!

—Y hasta puede que asemos algo en ella. En África hay mucha caza.

—Soy capaz de comerme una chuleta de león. Pero… ¿dónde caeremos?

—En Senegambia, si seguimos con este mismo rumbo.

—¿Correremos riesgo de que nos maten los negros?

—No. Esos negros son súbditos franceses y no se atreverán a tocarnos el pelo de la ropa.

—Pues entonces… ¡viva Senegambia!

—Poco a poco, que todavía no hemos llegado.

—Pero llegaremos, señor Kelly. Me lo dice el corazón.

—El corazón suele equivocarse con frecuencia.

El Washington continuaba entre tanto navegando hacia la costa con el rumbo diagonal que aparentemente había de pasar por las inmediaciones de Cabo Verde. Aunque el gas seguía escapándose por las costuras se mantenía la aeronave a la altitud indicada gracias a los globos interiores.

A eso de las dos, O’Donnell, que asestaba el anteojo frecuentemente al este, en su deseo de divisar la costa, señaló la presencia de unas manchas grises que aparecían en la superficie del océano, y, hacia el norte, la de una raya gris también, que corría hacia occidente, pero a mucha distancia.

—¡África! —exclamó con voz alterada por la emoción.

—¿Ya? —dijo el ingeniero.

Luego tomó el anteojo que le tendía O’Donnell y miró atentamente en aquella dirección.

—Sí —asintió—. Allí aparece el continente negro. Aquella franja que se ve al norte debe ser Cabo Verde.

—¿Y aquellas islas?

—Las que hay ante la desembocadura del Gambia: Santa María y Sanguonar, seguramente.

—¿De modo que nos encontramos ahora…?

—A 13° 30’ de latitud y a 19° de longitud.

—¿Habrá hombres blancos allá abajo?

—Sí; muchos. Los franceses tienen varias factorías en las islas de los Elefantes, de los Hipopótamos, de los Pájaros y de Safo, y una importantísima en Albreda. También las tienen los ingleses a lo largo del río, y poseen una colonia, la de Bathurst, en la isla de Santa María.

—Me disgustaría caer en sus manos, señor Kelly. Ya sabe usted que me persigue la policía.

—Caeremos en territorio francés o en terrenos del pequeño reino de Bar. Ahí tiene usted la desembocadura del río, que empieza a dibujarse claramente. Dentro de cinco minutos nos hallaremos sobre las islas del estuario.

—Nada de eso.

—¿Cómo dice usted?

—Digo que no ocurrirá eso, porque el viento ha dado un salto, como dicen los marineros.

—Pero sigue empujándonos hacia el este.

—No, señor Kelly —dijo O’Donnell con voz ahogada—; ¡nos lleva hacia el sur!

XXIV. LA COSTA AFRICANA

El irlandés, que desde hacía unos minutos fijaba sus miradas en los dos husos, estaba en lo cierto. La corriente que existía sobre la de los alisios, en sentido transversal, había cambiado repentinamente de dirección y soplaba hacia el sur. La proximidad de la cadena de montañas que surge del interior de la Senegambia, y corre paralela a la costa, obligaba tal vez a la corriente, al llegar a aquel sitio, a desviarse a lo largo de la playa. También podía ocurrir que otra corriente que viniera del norte la hubiese quebrado por ser más poderosa y más rápida. Fuese lo que quisiera, lo indudable era que el Washington se veía alejado de aquellas costas, en el preciso momento en que se disponía a descender en ellas.

—Subamos —dijo Kelly—. Acaso encontremos más arriba la corriente que nos llevaba al este.

—¿Tiramos lastre?

—Todo el que haya, O’Donnell. Si dejamos pasar esta ocasión estamos perdidos.

—¡Allá va la arena, pues, y sea lo que Dios quiera!

Probablemente era una imprudencia muy grande prescindir de aquel peso que más adelante podía servirles de mucho; pero era indispensable intentarlo todo para que no se apartase el globo de aquellas costas que huían como espejismos de los desiertos africanos.

O’Donnell y Walter cogieron los sacos y los echaron al mar, y el globo, libre de aquel peso de ciento noventa kilos, subió con la rapidez del rayo.

A los aeronautas les parecía que iban a ahogarse en aquella ascensión vertiginosa; la temperatura bajó a su alrededor bruscamente y se tornó fría, como si de pronto hubiese llegado el invierno a aquellas regiones de sol abrasador.

El aerostato pasó de los 3000 metros sin detenerse y luego de los 4000 y de los 5000, y se paró cien metros más arriba.

Llevados los viajeros casi de golpe a aquellas altas regiones donde reina el llamado mal de las montañas, cayeron al fondo de la barquilla con un atontamiento general y con principio de asfixia. Sentían náuseas y vértigos; tenían la cara congestionada, el vientre hinchado y sus sienes latían apresuradamente, como si fuesen a estallar, en tanto que un frío intenso entumecía sus miembros.

—¿Dónde estamos, señor Kelly? —dijo O’Donnell con débil voz—. ¿Nos ha llevado el viento entre los hielos de la bahía de Hudson?

—No. Estamos a 5100 metros de altura en una región donde disminuye la tensión del oxígeno, que ya no penetra en nuestra sangre en cantidad suficiente para mantener las combustiones vitales en su estado de normal energía.

—Yo estoy completamente trastornado y tengo náuseas.

—Yo también —añadió Walter—. Parece que me voy a marear.

—Pronto cesarán esos trastornos, porque no tardará el Washington en descender a regiones más respirables.

—¿Vamos hacia el este siquiera? —interrogó el irlandés haciendo esfuerzos para levantarse.

—No; estamos parados.

—¿No hay corriente?

—Ninguna.

—¿La encontraremos más abajo?

—Luego lo sabremos.

—¡Oh, qué espectáculo! El África a dos pasos… ¿Y aquel río?

—Es el Gambia.

—Parece una plancha de plata colocada sobre una alfombra verde.

—Sí, una plancha de 1500 kilómetros de largo y 24 de ancho en la desembocadura.

—¡Qué panorama, señor Kelly! Vale la pena de exponerse a sufrir náuseas con tal de contemplar ese incomparable espectáculo.

—Con tal que después de ese espectáculo no presenciemos otro muy terrible para nosotros…

—¿Por qué?

—Estamos bajando.

—¿Todavía? Decididamente nuestro globo está tísico.

—¿Aun tiene usted ganas de reír con lo que nos amenaza?

—Procuro estar alegre en el último instante. Después de todo, el mal humor no habría de modificar nuestra situación.

—Le admiro a usted, O’Donnell.

—Gracias, señor Kelly.

—¿Por qué me da usted las gracias?

—Por haberme prolongado la vida hasta hoy.

—¡Vaya una cosa! En cambio dentro de poco le arrastraré a usted conmigo hasta allá abajo.

—¡Bah! Aun nos queda la barquilla.

—Es cierto, O’Donnell y ahora que lo pienso me propongo utilizarla.

—¿Para llegar a la costa?

—Como usted lo ha dicho.

—Es una idea magnífica, que siempre se nos ha escapado. ¿A cuánta distancia estamos del Gambia?

A cuarenta millas aproximadamente.

—¡Bah! Un paseíto…

—Sí, O’Donnell. Si no encontramos más abajo una corriente que nos lleve a tierra abriremos las válvulas para caer en el océano.

—Esperemos, pues.

El Washington descendía lentamente; se le escapaba el gas al través del tejido y de los desgarrones; ya pendían los extremos de los dos grandes husos formando extensas arrugas.

La costa lejana, que según dijo Kelly no estaba a más de cuarenta millas, se divisaba perfectamente desde aquella altura.

El Gambia, esa gran arteria que atraviesa la región conocida con el nombre de Senegambia, aparecía claramente en un espacio inmenso. Se veían sus afluentes de ambos lados: el Ba-Creek, el Niolacaba, el Nerico, el Nolico, el Narcisar, el Poré, el Zelato y el Crepina que corrían a través de espesos bosques. Con auxilio del anteojo se distinguían hasta las remotas cascadas de Barraconda que están a cuatrocientos kilómetros y pico de la desembocadura, y las islas de los Elefantes, de los Hipopótamos, de los Pájaros y de Safo.

A las cinco llegaron a los oídos de los navegantes un griterío ensordecedor y varias detonaciones.

Asomáronse al borde de la barquilla y vieron que estaban sobre Bathurst, la aldea principal de la isla de Santa María. Distinguían la iglesia católica, la escuela, las viviendas de los negros, y las factorías inglesas y francesas.

Por los caminos había numerosos puntos negros que se agitaban corriendo de un lado a otro, y aquí y allá fulguraban algunos fogonazos.

—Son los indígenas que nos invitan a descender —dijo Kelly.

—Bajemos entonces.

—Delante de la aldea veo grandes bultos negros; aquello de allí son embarcaciones.

—¿Y eso qué importa?

—Mucho. Me urge escapar de aquí; tal vez entre esos barcos haya alguno inglés de servicio en estas aguas, o algún crucero, que no le dejaría a usted marchar.

—Pero ¿cómo han de saber aquí quiénes somos?

—Nuestro viaje ha de haber tenido mucha resonancia, hasta en Europa; todos los cónsules de las ciudades marítimas de Europa y de África, así como los buques de guerra, habrán sido avisados de nuestra fuga.

—¿Eso cree usted?

—Lo creo, porque sé lo tenaces que son los ingleses. Estoy seguro de que han dado órdenes severas para que seamos detenidos, en el caso de que el globo descienda en alguno de sus territorios o a la vista de alguno de sus buques. Usted debe saber que Inglaterra no perdona a los fenianos.

—Así es, señor Kelly, pero yo no consentiré que por salvarme a mí caiga usted en medio del océano.

—Ya sabré yo arreglarme para que descendamos lejos de estas costas, aunque no tanto que no podamos volver a ellas.

En aquel momento el globo hizo rumbo al sur y empezó a navegar lentamente en aquella dirección alejándose de la isla.

—¡El viento! —exclamó O’Donnell.

—Y sopla a nuestro favor —añadió el ingeniero.

—Dios sea ala…

No pudo terminar la frase el irlandés. Una detonación formidable retumbó sobre el mar obligándole a enmudecer.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó luego palideciendo.

—¡Un buque de vapor! —gritó Walter.

El ingeniero y O’Donnell se asomaron a la borda de la barquilla y miraron hacia abajo. Había zarpado de la isla un buque que seguía a todo vapor al aerostato.

—¿Vendrán a auxiliarnos? —dijo O’Donnell.

—¿A auxiliarnos? —repitió el ingeniero con sorna—. ¡No! Ese barco nos persigue para cogernos presos. ¡No me equivocaba!

—¿Es un buque de guerra inglés?

—Sí, desde aquí veo sobre cubierta las chaquetillas encarnadas de la Infantería de marina.

—¿De modo que usted cree…?

—Que saben quiénes somos y sobre todo quién es usted.

—¡Eso es imposible!

—¿Por qué?

—En el mundo hay más de un globo. ¡Cuántos habrán subido desde que salimos nosotros!

—Todo lo que usted quiera pero como mi Washington tiene una forma especial, y sólo nosotros hemos intentado esta travesía…

Resonó otra detonación sobre las aguas. El ingeniero escuchó atentamente, pero no oyó el silbido del proyectil.

—Ha sido un disparo con pólvora sola. ¿Sabe usted lo que quiere decir para la gente de mar?

—Sí: una intimación a detenerse.

—Eso es, y al dirigírnosla a nosotros es la orden de que descendamos so pena de ser cañoneados.

—Estaba escrito que había de caer otra vez en sus manos —comentó O’Donnell resignado—. ¡Bien, que me cojan cuando quieran!

—Todavía no está usted en su poder.

—¿Qué se propone usted hacer?

—Salvarle.

—¡Pero no ve usted que el globo sigue bajando, y el viento nos lleva con una velocidad menor de diez millas! Dentro de unos minutos estará junto a nosotros ese buque.

—Le desafío a alcanzarnos.

—Ya verá usted qué pronto lo consigue.

—No tanto como usted se figura.

—Ya no nos queda arena que tirar.

—Pero tenemos los barriles, los cilindros, las cajas, las armas, las municiones y en último caso la barquilla. ¡No, señores ingleses, no nos cogerán ustedes tan fácilmente!

—Pero es que si nos cogen le encarcelarán a usted también, como cómplice mío.

—¡Ca! Yo soy americano, no soy súbdito de la Gran Bretaña, y no se atreverán a tocarme.

—¡Gracias, señor Kelly! —exclamó O’Donnell conmovido—. ¡Le debo a usted la vida!

—Déjese de agradecimientos, amigo, y vamos a desocupar la barquilla. Para salvarle a usted es necesario que lleguemos a la costa de África y tomemos tierra lejos de la orilla.

—¿Nos lleva el viento hacia la costa?

—Directamente no, pero creo que dentro de pocas horas podremos descender en algún bosque del interior.

A todo esto el buque, que iba consumiendo carbón a toneladas para aumentar la velocidad de su marcha, se acercaba, reducía la distancia rápidamente. Era un crucero de mil a mil doscientas toneladas, aparejado de goleta, de mucha eslora o longitud y poca manga o anchura. A popa, en el pico de cangreja, ondeaba la bandera británica, y en el mastelero de la mayor, el gallardete grande de los buques de guerra.

No era posible equivocarse acerca de sus intenciones, después de aquellos dos cañonazos sin bala. Indudablemente había sido avisada la salida del Washington a todos los barcos de guerra ingleses surtos en los puertos occidentales de Europa y de África. En todos ellos se sabía que el feniano O’Donnell había huido en compañía del audaz aeronauta y todos tenían, de fijo, orden de detenerlos antes de que aterrizaran en cualquier nación.

Al ver aquel aerostato que venía del oeste, el comandante del buque debió de sospechar que tenía que ser el Washington, único que podía venir del mar, y se dispuso a darle caza, decidido tal vez a derribarlo a cañonazo antes de que fuese a caer en algún bosque de la Senegambia, en territorio francés, donde no podían entrar sus hombres sin provocar graves complicaciones diplomáticas.

Comprendiendo que el viento llevaba al Washington hacia la costa, aunque muy despacio, forzaba las máquinas el crucero para capturarlo, con tanto más empeño cuanto que le veía caer, y no despacio, por cierto.

Ignoraba el comandante que tenía en Kelly un rival dispuesto a todo, hasta a defenderse por la violencia, con tal de salvar de la horca a su valeroso amigo, a su compañero que, en la maravillosa y aventurada travesía le dio tantas pruebas de afecto.

Caía el Washington. Ya sólo estaba a mil doscientos metros de la superficie del océano y no se detenía. Ya veían los aeronautas claramente a la tripulación inglesa, formada en la cubierta del crucero, a los oficiales de pie en la pasarela de mando, así como también el cañón de proa que había hecho los dos disparos.

—Apresurémonos —aconsejó el ingeniero—. Esa gente no está de broma y nos cogerán a cañonazos si notan que en vez de descender tratamos de elevarnos.

En aquel instante partió de la cubierta del crucero una voz tonante que dijo:

—¡Desciendan ustedes!

No se dignó contestar el ingeniero y desplegó la bandera de los Estados Unidos.

—¡Desciendan o disparamos! —repitió la voz.

—¿No le decía a usted, O’Donnell, que esos zorros se habían dado cuenta de quiénes somos y de dónde venimos?

Asomóse el ingeniero por la popa de la barquilla y utilizando un portavoz, gritó:

—¿Qué quieren ustedes?

—Que bajen.

—¿Con qué derecho?

—Con el de los buques de guerra.

—Soy súbdito de los Estados Unidos, y no tengo que dar cuenta de mis actos a los barcos del rey de Inglaterra.

—Pero con ustedes está un súbdito inglés; el sentenciado Harry O’Donnell.

—No le conozco.

—¡Baje usted o disparamos!

—¡Ahórquese usted, si quiere! —rugió el ingeniero, furioso.

Y luego, dirigiéndose a O’Donnell, que conservaba su admirable sangre fría, y al muchacho Walter, les dijo rápidamente:

—Soltadlo todo.

A esta orden ambos arrojaron al mar los cilindros, las cajas, los barriles, las ropas de repuesto, los colchones, las mantas, todo cuanto había en la, barquilla.

Del puente del barco subió un clamor furioso y luego se oyeron quince o veinte tiros de fusil; pero el aerostato estaba ya fuera de su alcance.

Descargado de todo aquel peso, dio un salto enorme y llegó a tres mil setecientos metros de altura.

—¡Buen viaje! —gritó el ingeniero irónicamente—. ¡Ya tiene usted que correr si quiere alcanzarnos!

XXV. LA PERSECUCIÓN

Empezaba la caza del Washington. Los ingleses, furiosos al ver que se les escapaba la presa que ya creían tener en su mano; al ver que en vez de bajar ascendía velozmente, lanzaron tras el globo su buque a todo vapor.

Sabiendo que podían aterrizar en aquella costa perteneciente al sultán de Bar, sometido al protectorado de Francia, se disponían a emprenderla a cañonazos contra la aeronave, para derribarla antes de que pudiese tomar tierra. Por suerte para los aeronautas, el Washington encontró a los tres mil setecientos metros una corriente más rápida, que le impulsó a veinte millas por hora, hacia la costa, que estaba a doce o quince millas de distancia.

Aquella corriente fue su salvación, porque al llevarle con velocidad superior a la del buque, le puso fuera del alcance de los cañonazos de éste, cuyas balas, de otro modo, le hubieran alcanzado con facilidad.

Como con el cañón de proa no podían los ingleses obtener la elevación necesaria para lanzar sus proyectiles al aire, emplazaron sobre la cubierta un mortero, pero antes de que preparasen el primer disparo ya había logrado el globo tanta ventaja que les hizo perder las esperanzas de utilizar con éxito aquella pieza artillera. Empezaron a disparar con el cañón de proa, que era de largo alcance, pero las granadas no llegaban a la altura necesaria, por falta de inclinación del cañón. Todas se acercaban al aerostato, pero quedándose cortas.

Pusiéronse los ingleses a perseguirle, echando en los hornos toneladas de carbón, para alcanzar la velocidad máxima. No podían competir con el Washington, pero no querían perderle de vista, porque estaban seguros de que no tardaría en caer.

—Quieren cogernos aunque sea muertos —dijo el ingeniero a O’Donnell—. Esos bribones no renuncian a perseguirnos, pero yo confío en que podremos librarnos de sus cañonazos.

—¿Y si nos persiguen por la selva?

—¿Una violación de territorio? Me parece que lo pensarán mucho antes de desembarcar en las playas de un reino que no está bajo su protección.

—¿Seguimos navegando hacia el sudeste?

—Sí; dentro de un par de horas estaremos entre las islas de Bissagos y la costa.

—¿Podremos estar tanto tiempo en el aire?

—Así creo. En todo caso estoy decidido a echar al agua la barquilla y a ganar la costa navegando en ella. Ahora ya hemos realizado la travesía del Atlántico. Los habitantes de Bathurst y la tripulación de ese crucero pueden atestiguarlo.

El Washington seguía adelantándose a sus perseguidores, cada vez más lejos de él, a pesar de que las máquinas del buque funcionaban febrilmente. El viento, que soplaba constantemente a razón de diez y ocho o veinte millas, le llevaba paralelamente a la costa, pero acercándole más a ella cada vez.

Costeaba entonces el Bar, el reducido reino que se encuentra en la desembocadura del Gambia y tiene setenta y dos kilómetros de longitud por cincuenta y seis de anchura, y una superficie de cuatro mil kilómetros cuadrados. Es uno de los que fundó Amara-Soko, el famoso guerrero mandinga que hace muchos años invadió todas las aldeas que se extienden por aquellas costas, al frente de veinte mil soldados.

Los aeronautas veían, merced a los anteojos, a los habitantes de las aldeas, que pertenecen a la vigorosa y emprendedora raza mandinga, correr a lo largo de la costa para seguir con la mirada hasta donde fuera posible al globo, que probablemente se figuraban que era algún pájaro colosal. De cuando en cuando se oían algunas detonaciones.

A las seis empezó a descender el globo. El hidrógeno se le escapaba muy de prisa por las costuras que hizo Walter, y que, probablemente, se habrían abierto a causa del impulso interior.

Por fortuna los aeronautas habían logrado una ventaja de ocho millas sobre el crucero y no podían alcanzarles las balas. Pero como aun estaban distantes de la costa, echaron al mar las últimas cosas que les quedaban; parte de las municiones, barómetros, termómetros, cronómetros, los últimos víveres y la escasa provisión de agua. Sólo conservaron el anclote, necesario para el descenso, una cuerda y las armas, de las cuales no querían prescindir hasta el último instante.

Volvió a elevarse el Washington recobrando los seiscientos metros que había perdido. El viento le llevaba hacia el archipiélago de Bissagos, que ya aparecía claramente en el horizonte.

—Si no podemos atracar en la costa, caeremos en una de esas islas —dijo el ingeniero.

—¿Nos cogerán los ingleses?

—Cuando caigamos no podrán vernos, ni sabrán dónde hemos aterrizado.

—¿Y los negros? ¿Nos recibirán bien?

—Lo ignoro. O’Donnell. Las islas de Bissagos son poco conocidas todavía.

—Si nos acogen con hostilidad, ya sabremos defender nuestras vidas.

—Volvemos a caer —avisó Walter.

—¡Pobre Washington! —añadió O’Donnell—. Se vacía a toda marcha.

—Temo que se hayan vuelto a abrir las costuras. Huele a gas.

—¡Malditos náufragos!

—¡Bah! Ya estamos a salvo, y hemos realizado la travesía.

—¿Se ve todavía el crucero?

—Sí, allí está, echando humo como un volcán en erupción; pero no puede con nosotros por poco que sople el viento.

Seguía bajando la aeronave. De cada vez caía dos o trescientos metros, como si le faltaran las fuerzas de repente; luego se detenía girando sobre sí misma y volvía a caer. ¡Y ya no quedaba nada que tirar!

Pronto llegó a oídos de los aeronautas el fragor de las olas. El océano sólo estaba a seiscientos metros; pero las islas de Bissagos distaban unos kilómetros nada más.

—Preparémonos a abandonar el Washington —dijo el ingeniero con cierta emoción.

—¿No podremos salvarlo? —preguntó O’Donnell, apenado—. Le he tomado cariño a este globo que me ha llevado a través del Atlántico.

—Imposible. Las olas tienen gran violencia en estas costas e imprimirían a nuestra barquilla tales balanceos que la echarían a pique, si no la libráramos del aerostato.

—Entonces, ¿se elevará él solo?

—Sí.

—¿Y dónde irá a caer?

—¡Cualquiera lo sabe! Tal vez muy lejos de aquí; en el interior de Sierra Leona, o más allá.

—Se van a figurar los negros que es la luna.

—Probablemente, O’Donnell, y sabe Dios cuántos talismanes preciosos harán de su tela.

Descendía el Washington con extraordinaria rapidez. Parecía que todo se hubiese vuelto muy pesado, de pronto.

—¡Ya está aquí lo que yo temía! —dijo el ingeniero—. Prepárense ustedes a cortar las cuerdas.

—Ya estamos preparados.

—Pónganse los fusiles en bandolera y las municiones en los bolsillos. Nadie sabe lo que puede ocurrir.

Precipitábase el Washington hacia el mar, describiendo una línea oblicua, en vez de la vertical, pues le empujaba el viento.

A los cuatrocientos metros, sin embargo, cayó perpendicularmente con rapidez vertiginosa.

—¡Agarraos bien a las cuerdas! —ordenó el ingeniero.

La barquilla estaba sólo a unos metros del océano, cuyas olas, como montañas, rugían siniestramente, como si estuvieran impacientes por devorar la importante presa que les caía desde las altas regiones de la atmósfera.

De repente se encontraron los aeronautas bañados por las olas, que habían cubierto y volcado la barquilla, al caer precipitadamente el globo.

—¡Cortad las cuerdas!

—¡Nos hundimos! —gritó O’Donnell—. ¡Hemos perdido la barquilla!

—Cortad las cuerdas y agarraos bien a las redes; así podremos salir a flote, tal vez.

Entre O’Donnell y Walter, que no habían perdido su sangre fría, cortaron las cuerdas en un abrir y cerrar de ojos. La barquilla, que estaba llena de agua, se hundió, pero los aeronautas tuvieron tiempo, antes, de agarrarse bien al globo.

El Washington, aligerado de aquel último peso, tuvo aún fuerzas para ascender a quinientos metros, llevando pendientes a Kelly y a sus compañeros, que se habían sentado en el palo de sujeción agarrándose con la energía de la desesperación a las cuerdas.

—¡Se acabó! —dijo O’Donnell.

—¡Teneos firmes! —aconsejó el ingeniero.

—¿Volveremos a caer al mar?

—Mucho lo temo, pero las islas están muy cerca.

Efectivamente, ante ellos aparecían las Bissagos, la más cerca de las cuales distaría una milla escasa, y el viento seguía impulsándoles hacia ella.

Miraron atentamente hacia la playa, pero no vieron ser humano alguno. Volviendo las miradas hacia el oeste descubrieron una embarcación pequeña que navegaba a lo largo de la costa a tres o cuatro millas de distancia.

—¿Otro buque de guerra? —inquirió O’Donnell.

—No; es un barco de vela; un cutter mercante —dijo el ingeniero—. Fíjese usted; ahora vira en redondo y pone proa hacia la costa septentrional de la isla.

—¿Nos habrá visto?

—Sí, y viene en nuestro auxilio.

—¿Llegará a tiempo?

—No, porque ya estamos cayendo otra vez, pero nos recogerá luego.

Oyéronse a lo lejos unas detonaciones; era que la tripulación del cutter avisaba a los aeronautas que les había visto; O’Donnell disparó la escopeta que había salvado del naufragio y el ingeniero su revólver.

—Ya se acercan —prosiguió Kelly—; pero, para cuando lleguen, habremos caído al agua.

—¿Se ve el barco de guerra?

—No —contestó el ingeniero, que era el que estaba más alto de los tres.

—¿Ni el humo de su chimenea?

—Me parece que lo distingo allá lejos, como un penacho insignificante.

—Más vale así. Y ese barquito ¿qué será?

—Probablemente uno de los que se dedican al tráfico en estas costas, por cuenta de las factorías.

—Confiemos en que no será inglés.

—Más fácil es que sea francés o portugués.

—Caemos —repitió Walter.

—¿Tienes miedo, muchacho? —le dijo el ingeniero.

—No, señor.

—Procura estar cerca de mí —le aconsejó O’Donnell.

—No hace falta: soy buen nadador y no temo a las olas.

—¡Muy bien, muchacho!

—¡Cuidado! —previno Kelly.

Caía el globo a mil pasos de la playa de la primera isla. Se paró un momento y luego se hundió entre las olas como si fuera una bala de cañón, pero en cuanto se sumergieron los tres hombres, volvió a ascender bruscamente, poniendo las cuerdas tirantes.

—¡Agarraos bien! —dijo el ingeniero—. No os soltéis hasta que lleguemos a la playa.

El mar estaba alborotado; las olas del Atlántico, al estrellarse contra aquel grupo de islas e islotes, y contra la costa africana, producían ese furioso mar de fondo tan de temer hasta para las embarcaciones de los negros.

Las olas se precipitaban furiosamente contra los aeronautas como si quisieran despedazarlos, los cubrían de espuma, los zarandeaban en todos sentidos y les ensordecían con su estrépito. Los dos globos fusiformes, que experimentaban las mismas sacudidas que los tres hombres, subían, bajaban, daban vueltas, y se inclinaban ya hacia un lado, ya hacia el otro.

Pero el viento, al meterse por entre las arrugas, los empujaba hacia la isla.

De pronto, entre el rugir de las olas, resonó un grito. Casi al mismo tiempo O’Donnell y el ingeniero se sintieron sacados del agua bruscamente y arrastrados hacia lo alto.

—¡Dios mío! —imploró el irlandés, agarrándose a la red—. ¿Qué ha sucedido?

—¡Walter…! ¡Walter…! —gritó el ingeniero, en tanto que el aerostato, descargado del peso del muchacho, volvía a subir en el aire.

El pobre rapaz, a quien las olas habían arrebatado del palo donde iba sentado, apareció entre las espumas nadando vigorosamente e indicó con una mano la playa que estaba a doscientos metros.

El Washington, aunque estaba casi vacío y calado por las olas, pudo arrastrarse hasta llegar a los grandes bosques que cubrían la isla.

—¿Se salvará el pobre muchacho? —preguntó O’Donnell.

—Sí; nada muy bien y podrá llegar a la playa sin cansarse.

—¿Le encontraremos?

—Por lo menos hemos de buscarle. Seguimos cayendo.

—¿En el bosque?

—Más vale así, porque el follaje atenuará el golpe. Procure usted agarrarse a alguna rama.

—¿Se ve el barquito?

—Sí; ahora da la vuelta al cabo septentrional de la isla.

En aquel momento el sol aparecía en el horizonte. El Washington caía sobre los árboles.

XXVI. LAS ISLAS DE BISSAGOS

El archipiélago de las Bissagos forma un grupo considerable de islas situado, no frente al Gambia, como generalmente aparece en los mapas, sino entre la desembocadura de Río Grande y la costa de Sierra Leona, y con más exactitud entre el cabo Rojo y la punta Verga.

Son cerca de veinte islas, más o menos grandes, y constituyen dos grupos diferentes: el primero, compuesto de Gallinas, Arcas, Famosa, Canabae, Charache, Geuthera, Cervele, Cavalla, Casegut y Cove, ésta en alta mar; el segundo, formado por Brissas, Burlama, Jate, Bussi, Manterra y otros cuantos islotes, se halla junto a la costa, de la cual sólo le separan los brazos del río.

Aunque estas tierras están tan próximas a las posesiones francesas de Senegambia, son poco conocidas, pues ha habido pocos exploradores que se aventurasen por aquellas costas, que tienen muy mala fama.

Se sabe que en ellas abundan los bosques y que sus habitantes son belicosos y crueles, Bijugas, guerreros violentísimos, que se hicieron dueños de las islas fluviales, persiguiendo y exterminando a los pacíficos Biafres, que las habitaban.

Hace muchos años, en 1792, los franceses realizaron una tentativa para instalar una colonia en la isla de Bularma, pero el proyecto fracasó a causa del clima, que es muy malsano, y de la hostilidad de los negros, que aun en la época actual desconfían mucho de los extranjeros. Todos los navegantes que pretendían entablar relaciones comerciales con aquellos isleños para encauzar la exportación del cacahuete, del caucho y de los cocos, que abundan en aquella tierra, tuvieron que lamentar siempre la doblez de aquellos negros traidores. Conocida es la tristísima aventura ocurrida a la tripulación de un barco inglés, mandado por el capitán John Renn, que naufragó en la costa en 1864. No se salvó ni uno solo: los negros los exterminaron para apoderarse de los restos del naufragio.

Como se ve, los aeronautas del Washington iban, a caer en una isla muy peligrosa; pero, por el momento, ni el ingeniero, ni O’Donnell se preocupaban de ello. Les bastaba con tomar tierra y no ser empujados hacia el Atlántico entre cuyas olas hubieran hallado irremediablemente la muerte.

Según queda dicho, en el momento en que el sol se ponía empezó el Washington a caer precipitadamente, como si de pronto lo hubieran rellenado de hierro. Por fortuna en vez de caer sobre un terreno descubierto iba a parar a un bosque muy poblado que elevaba hacia el espacio gigantescas ramas.

—No tenga usted miedo, O’Donnell —dijo el ingeniero—. Esas ramas nos servirán de colchoneta.

—Estoy acostumbrado a las caídas —dijo el irlandés.

—Le aconsejo que no suelte la red mientras yo no se lo diga, porque si no, uno de los dos volveríamos al espacio, arrastrados por el globo.

—Espero sus órdenes.

Seguía cayendo el aerostato. La distancia disminuía con alarmante celeridad; a los aeronautas les parecía que era el bosque el que volaba hacia ellos.

—¡Cuidado con las ramas, O’Donnell! Procure usted no ser atravesado por alguna de ellas.

Un instante después se precipitaba el globo sobre la cima del bosque. Al encontrar un punto de apoyo trató de ascender por última vez, pero las mallas se enredaron entre las ramas y quedó sujeto, retenido violentamente. Sin embargo, el viento logró desengancharlo y lo arrastró unos pasos más, hasta que se desgarró del todo contra la copa de los árboles.

Salió el gas con un leve zumbido por la abertura; se desinfló la tela de seda rápidamente y los dos husos se doblaron sobre las ramas, cayendo hasta el suelo como dos enormes jirones.

—¡Pobre Washington! —exclamó O’Donnell apenado.

—¡Se acabó! —dijo el ingeniero suspirando.

—¿Bajamos, señor Kelly?

—¿Está usted herido?

—No.

—¡Al suelo, pues!

Se habían agarrado a las ramas de un árbol de enormes dimensiones, a un baobab viejo, árbol de esos que alcanzan un desarrollo gigantesco, aunque los que crecen cerca de la costa no llegan a igualar el grosor de los del interior del continente africano. Se deslizaron a lo largo de las ramas que se inclinaban hacia tierra y se dejaron caer sobre unos matorrales espesos.

Iban a levantarse cuando se les echaron encima treinta o cuarenta hombres de alta estatura, del color del regaliz, cubiertos con unos harapos y armados con lanzas y fusiles largos y antiguos.

La aparición fue tan rápida y tan inesperada que O’Donnell y el ingeniero se vieron reducidos a la impotencia antes de que pudieran hacer uso de sus armas, que no habían abandonado durante la caída del Washington.

—¿Qué es esto? —dijo el irlandés furioso—. ¿Así se trata en esta isla a las personas que caen del cielo? ¡Abajo las manos, bribones!

En vez de obedecerle, los negros sujetaron más fuertemente aún a los dos náufragos del aire, dando formidables gritos y perreando como orangutanes juguetones. Se reían, se daban golpes en el vientre, que sonaba como un tambor, y hablaban sin cesar, repitiendo muy a menudo la palabra tubaba.

¡Tubaba! ¿Qué querrá decir eso? ¿Los entiende usted, señor Kelly?

—No, pero acaso alguno de ellos sepa francés, ya que estos negros suelen tener tratos con los traficantes de Senegambia.

—Pruebe usted a preguntarles. Me gustaría saber lo que quieren hacer de nosotros.

—¿Qué deseáis? —preguntó en francés el ingeniero.

Al oír esto, un negro muy alto que llevaba al cuello una lata de sardinas de Nantes, vacía, y en la cabeza una gorra deformada y desgarrada, que debió pertenecer a algún oficial de Marina, contestó en el mismo idioma:

—Vamos a llevaros a Umpán.

—¿Qué es eso de Umpán?

—Es el rey de la isla.

—¿Cómo se llama esta isla?

—Orango.

—¿Nos habéis tendido una asechanza?

—Os vimos caer y vinimos corriendo para comernos al pájaro que os ha traído.

El ingeniero soltó la carcajada.

—Anda a comértelo, si puedes —dijo.

—¿Se ha escapado? No veo más que la piel.

—Sí, se fue, después de soltar su primera piel —contestó Kelly sin dejar de reírse—. ¿Adónde vamos ahora?

—A la tabanca de Umpán.

—Pues vamos andando.

A una orden del negro, que parecía ser jefe del grupo, pusiéronse todos en marcha, rodeando a los aeronautas, a quienes habían quitado las armas, y llevándose los restos del globo, después de haberlo hecho pedazos. Abriéndose paso por entre los espesos matorrales que cubrían el suelo y dando vueltas y revueltas obligadas por los gigantescos troncos de los baobabs, las palmeras y los mangles, que crecían a orillas de los pantanos, llegaron al cabo de media hora a una aldea situada a poca distancia del mar y formada por un centenar de chozas más o menos grandes y de amplios edificios que parecían almacenes.

Al oír los gritos del grupo, salían de las casas multitud de negros que llevaban ramas de árbol encendidas, y rodearon a los prisioneros, sin manifestar por el momento propósitos de hostilidad.

Los gritos llegaron a ser tan ensordecedores, que ambos náufragos tuvieron que taparse los oídos.

—¡Qué concierto! —dijo el irlandés, más aburrido que asustado—. Una banda de monos aulladores no haría tanto ruido.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Kelly al negro de la gorra.

—Allí —contestó éste, indicando con el dedo una cabaña grande circular, protegida por una empalizada de bambúes y rodeada de un bosquecillo de naranjos.

—Llévame a su presencia.

El negro y su escolta rechazaron a la muchedumbre con una lluvia de palos y llevaron a los aeroanutas a la cabaña grande. El rey, informado sin duda de su llegada, los esperaba a la puerta.

Era un negro feísimo, de treinta y cinco a treinta y ocho años, de feroces facciones, ojos oblicuos, que revelaban la doblez de su alma, nariz ganchuda como el pico de un loro color negro absoluto.

Llevaba unas enagüillas adornadas con cuentas de cristal, dientes de animales salvajes y colas de mono; en las piernas unas botas altas sin suela, y sobre la cabeza un sombrero de copa viejo, manchado, arrugado, con un adorno hecho con etiquetas de latas de sardinas y en la mano un bastón de tambor mayor. Mientras esperaba a los extranjeros estaba mordisqueando con visible deleite una pastilla de jabón de olor.

Al ver a los aeronautas avanzó a su encuentro seguido de algunos dignatarios y varios guerreros armados de fusiles viejos, y les miró unos momentos con curiosidad, interrogando luego al jefe del grupo, al negrazo de la gorra.

Como el diálogo se prolongaba mucho, y el ingeniero no entendía una palabra de cuanto hablaban, dio unos pasos al frente y dijo:

—En resumen, ¿qué desea el rey negro?

—Nada, por ahora —contestó el negrazo—. Mañana decidirá el gran sacerdote lo que haya de hacerse con vosotros.

—¿Qué estás diciendo? ¡Exigimos nuestra libertad sin condiciones! Somos hombres libres, nada debemos a tu rey; dile que nos deje marchar.

—Se hará lo que resuelva el gran sacerdote.

—¡Maldito lo que ese sacerdote me importa!

—Ten cuidado con lo que dices, hombre blanco. Acuérdate de que eres extranjero y de que los Bijugas son muy poderosos.

En aquel momento se oyó una detonación hacia el lado del mar; parecía el disparo de un cañón pequeño. El ingeniero y O’Donnell se volvieron a mirar hacia allí, en tanto que los negros prorrumpían en penetrantes alaridos, y a la pálida luz de la luna, que salía entonces, vieron, navegando cerca de la isla, al cutter que había acudido en auxilio del Washington cuando estaba a punto de caer al agua.

—¡Estamos salvados! —dijo O’Donnell.

Una voz argentina, pero vibrante, salió del barco:

—¡Señor Kelly! ¡Señor O’Donnell!

—¡Walter! —exclamaron los aeronautas.

Un hombre blanco, armado con fusil y revólver, había desembarcado y avanzaba rápidamente hacia los negros, seguido de Walter y de ocho negros con fusiles de retrocarga.

—¡Atrás! —dijo en portugués—. ¿Dónde está Umpán?

Los Bijugas que, al parecer, le conocían, abrieron paso, y el hombre blanco avanzó hacia los sorprendidos aeronautas tendiéndoles la mano y diciendo:

—Tengo una satisfacción inmensa en poder librarles de esta gentuza, señores Kelly y O’Donnell. Ahora lo arreglaremos todo.

—¡Gracias, caballero! —contestaron ambos muy conmovidos y estrechando su mano.

—Sé quiénes son ustedes —continuó aquél— y de dónde vienen. Lo sabía antes de recoger a este muchacho. Hasta en las costas africanas tuvimos noticia de su audacísima empresa.

Luego, en tanto que el ingeniero y el irlandés abrazaban a Walter, el desconocido se dirigió a Umpán y le dijo con tono enérgico:

—¿Es así cómo tratas a mis amigos? Tendré que resolverme a no volver más a esta isla y a vender a otros mis cacahuetes y mi pólvora.

—¡Pero si esos hombres han caído del cielo…! —contestó el rey, en portugués también—. ¿Acaso era tuyo el pájaro que los trajo?

—Sí; era mío —afirmó el otro muy serio.

—Entonces, ¿le enviarás uno a tu amigo Umpán?

—En mi próximo viaje te lo traeré.

—¿Y no se escapará como éste, dejándome la piel?

—Yo te enseñaré la manera de impedir que se escape, pero antes tienes que entregarme estos dos hombres blancos, que son amigos míos.

—¿Lo consentirán los dioses de la isla?

—Pregúntaselo.

Obedeciendo a una seña del rey se acercó un negro viejo que se había apresurado a cubrirse con un trozo de tela del Washington, adornándolo con rabos de mono, dientes humanos, conchas de tortuga y cuentas de cristal Llevaba al cinto un cuchillo que parecía recién afilado.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó al portugués el ingeniero.

—Que van a cortarle la cabeza a un pobre gallo, señor Kelly.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con ese gallo?

—Estos supersticiosos negros creen que los dioses de la isla residen en el cuerpo de los gallos, y manifiestan sus deseos y su voluntad por medio de las contorsiones de la inocente víctima. Si el gallo, al agitarse moribundo, cae cerca de usted, es que los dioses permiten que se marche; si cae lejos ya sería una cosa muy seria. Afortunadamente, conozco a ese zorro de sacerdote y con un regalito haremos que todo ocurra a medida de nuestro deseo.

—¿De veras?

—Ya le he mandado aviso de que le daré uno de mis revólveres.

En aquel instante llevaron a la víctima. Era un hermoso gallo negro que forcejeaba desesperadamente para librarse de las manos de los dos altos dignatarios que le sujetaban de las patas y de la cabeza.

El gran sacerdote cruzó una rápida mirada con el portugués, y de una cuchillada decapitó a la víctima, que fué a caer a los pies del ingeniero y de O’Donnell.

—Los dioses les protegen, Umpán —dijo el sacerdote solemnemente.

—Podéis iros —añadió el rey con visible mal humor—. Estáis en libertad. Me quedo con vuestras armas y con la piel del pájaro grande.

—Te las cedemos con mucho gusto —dijo el portugués.

Y mientras uno de sus hombres daba al sacerdote el revólver ofrecido, añadió:

—Apresurémonos, señores. Ese canalla de Umpán puede arrepentirse.

A una seña del rey abrieron calle los negros y los dos aeronautas, su salvador, Walter y la escolta echaron a andar de prisa hacia el cutter y se embarcaron.

—¡No te olvides de mi pájaro! —gritó Umpán.

—Ya te lo enviaré —contestó el portugués riéndose—. ¡Verás qué grande va a ser!

Levadas las anclas, fueron izadas la cangreja y la escandalosa, y el barco se alejó rápidamente del peligroso archipiélago, llevándose a los héroes de aquel sorprende viaje, realizado al través del Océano Atlántico.

El portugués que había recogido a los aeronautas era el señor Antao Cabrera, propietario de una factoría situada en Monrovia, capital de la República de Liberia, en la costa de Sierra Leona. Había terminado ya el tráfico con los habitantes del archipiélago de Bissagos y se disponía a regresar a la factoría con un cargamento de cacahuete.

A las costas de Sierra Leona llegaron noticias de la grandiosa travesía del Atlántico, en los periódicos europeos recibidos en Monrovia, por el correo que hace el servicio costero entre el Senegal y las colonias de Guinea. El animoso portugués, al ver el inmenso globo que venía del océano, tripulado por tres hombres, comprendió en seguida que era el Washington y se apresuró a acudir en auxilio de los náufragos.

Informado de la persecución de que habían hecho objeto a la aeronave los cruceros ingleses, para capturar a O’Donnell, el señor Cabrera, a quien le hacían los súbditos de la Gran Bretaña tanta gracia como el humo en los ojos, se propuso engañarles con un rasgo de audacia.

En lugar de refugiarse en la costa africana o en las ensenadas de las islas fluviales, hizo que los aeronautas se escondieran entre el cargamento y navegó audazmente hacia el sur. A media noche la tripulación señaló la presencia del crucero que navegaba a todo vapor hacia la costa.

Dejó que se acercara y cuando estuvo al alcance de la voz, mandó disparar algunos tiros que llamaran la atención de los oficiales ingleses. Estos, suponiendo que los del cutter tendrían algo que decirles, se acercaron preguntando el motivo de aquellas señales.

El señor Cabrera se apresuró a comunicarles que pocas horas antes había visto un globo grande, tripulado por tres hombres, que navegaba hacia las islas Bissagos y que luego desapareció por el oeste. Los ingleses, que no sabían por dónde podían buscarle, hicieron rumbo al oeste y desaparecieron a todo vapor.

Libre del peligro inmediato, el portugués tendió todas las velas, y cuarenta y dos horas más tarde desembarcó a los aeronautas sanos y salvos en el libre territorio de la República de Liberia, que está bajo la protección de los Estados Unidos de América.

El telégrafo anunció desde allí a los pueblos del Viejo y del Nuevo Mundo el gran acontecimiento, con toda clase de detalles, que produjeron honda impresión por doquier. Su Majestad Británica, no menos conmovida que los demás, por las arriesgadas aventuras ocurridas a aquellos audaces aeronautas, los primeros que realizaban la gran travesía considerada irrealizable, firmó el perdón de O’Donnell.

Tres semanas después, los amigos del ingeniero, que ya habían recibido las noticias que les llevaron las palomas mensajeras, y ganado considerables sumas, producto de sus apuestas, desembarcaban en Monrovia de un transatlántico fletado ad-hoc y llevaban a su patria al valeroso aeronauta y a sus dos compañeros.

El señor Kelly ha adoptado al pobre muchacho a quien recogió moribundo de hambre en el inmenso océano, y a O’Donnell, el valeroso. Se afirma que tiene en proyecto otra arriesgada tentativa en unión de sus valientes amigos y que en su regia quinta de las orillas del Ontario, a pocas millas de las cascadas del Niágara, realiza frecuentes ascensiones.

Se habla vagamente de un viaje al Polo. ¿Será verdad? No lo sabemos, pero parece que el audaz ingeniero no lo negó cuando se lo preguntaron.


Publicado el 22 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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