Águilas de la Estepa

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE

Capítulo 1. Un Suplicio Espantoso

—¡A él, sartos!… ¡Ahí está!…

Alaridos ensordecedores respondieron a este grito y una ola humana se derramó por las angostas callejuelas de la aldea flanqueadas por pequeñas casas de adobe, de color gris y miserable aspecto, como todas las habitadas por los turcomanos no nómades de la gran estepa turana.

—¡Deténganlo con una bala en el cráneo!

—¡Maten a ese perro!… ¡Fuego!. . .

Una voz autoritaria que no admitía réplica dominó todo ese alboroto.

—¡Guay de quien dispare!!… Cien "thomanes" al que me lo traiga vivo!

El que había pronunciado estas palabras era un soberbio tipo de anciano, mayor de sesenta años, de aspecto rudo y robusto, anchas espaldas, brazos musculosos y bronceada piel que los vientos punzantes y los rayos ardientes del sol de la estepa habían vuelto áspera. Sus ojos negros y brillantes, la nariz como pico de loro y una larga barba blanca le cubría hasta la mitad del pecho. Por las prendas que vestía se notaba en seguida que pertenecía a una clase elevada: su amplio turbante era de abigarrada seda entretejida con hilos de oro; la casaca de paño fino con alamares de plata y las botas, de punto muy levantada, de marroquí rojo. Empuñaba un auténtico sable de Damasco, una de esas famosas hojas que se fabricaban antiguamente en la célebre ciudad y que parecían estar formadas por sutilísimas láminas de acero superpuestas para que fueran flexibles hasta la empuñadura.

A la orden del anciano todos los hombres que lo rodeaban bajaron los fusiles y pistolas y echaron mano de sus "cangiares", arma muy parecida al "yatagán" de los turcos, para proseguir su furiosa carrera a los gritos de:

—¡Atrápenlo!… ¡Rápido!

—¡No hay que dejarlo escapar!

—¡Cien "thomanes" a ganar!…

Un hombre había saltado poco antes de la azotea de una de aquellas casuchas y corría delante de ellos haciendo esfuerzos prodigiosos por mantener la distancia. Pese a que ya no era joven, brincaba con la agilidad de un antílope y describía bruscas curvas para dificultar la puntería. Era de constitución grosera: cuello de toro, cara angulosa color de tierra, larga barba negra y ojos pequeños, ligeramente oblicuos como los de los quirguizos, los inquietos e indomables bandoleros de la estepa del hambre. Blandía en una mano un "yatagán" de hoja ancha y encorvada y llevaba en la otra una especie de guitarra de cuerdas de seda y largo mango que los turquestanos denominan "guzla".

La persecución se hacía encarnizada: los sartos eran unos cincuenta, casi todos jóvenes y ligeros de piernas, y competían para ganar el premio prometido por el barbiblanco, que para ellos representaba una suma importante pues era gente que casi nunca disponía de dinero.

—¡Párate, canalla! —aullaban en coro agitando descomedidamente los "cangiares" a riesgo de herirse entre sí—. ¡Condenado perro! ¡Ni tu "guzla" de "mestvire" te va a salvar!…

El pobre músico maullando y resoplando como una bestia acosada, redoblaba sus bríos: tenía el rostro congestionado, los ojos se le salían de las órbitas y le latían fuertemente las sienes. Había logrado salir de las estrechas callejas y desembocado en la inmensa llanura cubierta de altas hierbas donde esperaba hallar un escondrijo, cuando hirieron sus oídos gritos de triunfo lanzados por sus perseguidores.

—¡Tabriz! ¡Ahí está Tabriz!… ¡Oh, el astuto!…

Un individuo de enorme corpulencia, montado en un magnífico caballo persa de pelo reluciente, había salido de una calle lateral y pasado como un huracán por delante de los sartos. El fugitivo al oir el galope lanzó una blasfemia y se detuvo agitando en alto su "yatagán".

—¡No me tomarán vivo! —alardeó—. ¡Y antes que yo van a caer algunos de ustedes!

El descomunal jinete se arrojó sobre él con rapidez fulmínea y de nada le valió pegar un salto de costado, porque con un brusco tirón de riendas hacia la derecha dio vuelta al animal y se lo echó encima haciéndolo rodar por el sucio.

—¡Ya estás en mi poder, amigo! —proclamó el coloso.

Se tiró de la montura y en un segundo estuvo sobre su prisionero, le arrancó el arma de la mano y lo levantó en el aire como si fuera una criatura al tiempo que gritaba al anciano:

—¡Aquí lo tienes, Giah Agha! ¡Es tuyo!

El cancionista se debatía desesperadamente, apretaba los dientes y trataba, sin lograrlo, de golpear al adversario con sus botas claveteadas. Pronto los dos hombres fueron rodeados por la masa de perseguidores que no cesaba de aullar:

—¡Ya está!… ¡Ya lo tiene!… ¡Destrózalo, Tabriz! ¡Dale un abrazo de los tuyos!… ¡Venga a la bella Talmá!…

El de la larga y blanca barba, que fue el último en llegar, detuvo al gigante con un gesto imperioso cuando éste ya empezaba a apretar el cuello del "mestvire".

—No, Tabriz —le dijo—. Antes tiene que' decirnos adónde han llevado a Talmá. Es un cómplice o tal vez uno de los jefes de los malditos bandidos de la estepa.

—¡No es verdad, "beg!" —protestó el hombre con voz estrangulada—. ¡No soy más que un pobre tañedor de "guzla", un romancero, y no he ayudado a los "águilas" a raptar la esposa de Hossein! ¡Lo juro! ¡Lo juro!

—¡Calla, ave de mal agüero! —le ordenó el coloso sacudiéndolo rudamente—. ¡Calla o te rompo las costillas con uno de los apretones que sólo yo sé dar!

—¡Todos ustedes son unos infames que quieren divertirse con mi muerte!

—Llévalo al pueblo, Tabriz —dispuso el viejo "beg" dirigiendo una mirada feroz al prisionero. Y volviéndose ala demás gente preguntó:

—¿Tienen yeso en sus casas?

Un alarido de horror se escapó de la garganta del juglar al oir esas palabras.

—¡Ah, no, no! ¡Por piedad!… ¡Clemencia! —gritó.

—Colócalo sobre tu caballo, Tabriz —prosiguió el jefe sin hacer caso de la impetración—. Y ustedes, recojan todo el yeso que encuentren y llévenlo a la plaza de la aldea.

Un terror inmenso se reflejaba en el descompuesto semblante del "mestvire" cuyas pupilas se habían dilatado y gruesas gotas de sudor rodaban por su frente.

—Un momento, patrón —dijo el hércules— primero voy a asegurarlo. Estos reptiles muerden.

Lo puso de bruces y mientras lo mantenía sujeto con una rodilla se quitó la larga faja de fieltro que le rodeaba la cintura y le ató fuertemente las manos a la espalda. Luego lo levantó, lo atravesó como una alforja sobre el caballo y saltando a la silla exclamó:

—¡Listo, patrón!

La tropa se puso en marcha hacia el poblado donde se habían congregado las mujeres, los viejos y los niños. El músico ambulante no había vuelto a abrir la boca ni intentado el menor gesto para librarse de sus ataduras. Estaba intensamente pálido y de tanto en tanto un fuerte temblor lo hacía sobresaltar, sobre todo cuando su mirada tropezaba con la del anciano "beg". Se detuvieron delante de una casa de mejor aspecto que las circundantes; Tabriz detuvo su cabalgadura y descargó al prisionero en tanto que el jefe daba instrucciones a sus acompañantes.

—Diez de ustedes con los fusiles listos harán guardia delante de la puerta; los demás irán a buscar el yeso y lo llevará a la plaza. El suplicio de este granuja va a ser público…; Y ahora, despejen!

—Sí, "beg" Agha —contestaron todos en coro.

El gigante tomó al músico en sus brazos, separó de una patada la piedra que hacía las veces de puerta y penetró en un vasto recinto de paredes grisáceas mal iluminado por dos agujeros semejantes a troneras. Depositó el bulto sobre un viejo tapete persa, sin desatarle las manos, y se sentó a su lado con el "cangiar" desenvainado, dispuesto a usarlo a la menor tentativa de revuelta. El barbiblanco Agha permaneció de pie mirando con fiereza al aterrorizado "guzlero".

—¡Habla! —le ordenó con voz amenazante—. ¿Adónde condujeron a Talmá?

—Yo no sé nada, "beg" —respondió el interpelado—. En' mi vida no he hecho otra cosa que recitar historias y nunca he tenido nada que ver con los "águilas de la estepa".

—¡Tú mientes, perro! —bramó el anciano, exasperado—. Si hubieras tenido la conciencia tranquila no habrías huido ante los sartos. Además, hay un testigo que jura haberte visto antes de la fecha de la boda de mi nieto Hossein hablar con un quirguizo perteneciente a la banda.

—¡Ese hombre se ha engañado, "beg"; lo juro sobre la cabeza de mi mujer y mis hijos!

—¿No quieres decirlo, entonces? —gritó Giah Agha levantando el puño.

—No puedo confesar lo que no sé —replicó el romancero con voz firme—. Tienes autoridad para aplicarme el tremendo suplicio del yeso, pero nada sacarás de mí, porque jamás he formado parte de una partida de bandoleros.

—¿Es tu última palabra?

—Sí, "beg".

—Está bien. Ya veremos si sabrás resistir. Tabriz, no lo pierdas de vista un solo instante; yo voy a prepararle la fosa.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del miserable, su rostro se puso del color de la cera, pero sus labios permanecieron cerrados. No había acabado de salir el anciano jefe cuando penetró en el local un joven de regular estatura, flacucho, de cara amarillenta, que endosaba un suntuoso atuendo entre georgiano y persa, con muchos bordados de oro en la casaca y largos pantalones de seda blanca. Un soberbio chal de Kirmán le ceñía los flancos y en sus pliegues llevaba dos "cangiares" con la empuñadura de jaspe oriental. Sus ojos, de tinte y reflejos de acero, carecían de la expresión limpia y orgullosa característica de los turcomanos y más bien tenía algo de ambiguo, de falso, que producía una sensación de malestar al cabo de pocos instantes. También sus rasgos duros y angulosos estaban muy lejos del bello oval que se advierte en los descendientes de los antiguos iranios: tenía la nariz torcida y la boca demasiado ancha, con labios sutiles que dibujaban una sonrisa antipática.

—¿Tú, patrón? —exclamó Tabriz saludándolo con una inclinación de cabeza.

—Acabo de llegar precediendo a mi primo Hossein —explicó el joven dirigiendo una ojeada inquieta al prisionero.

—¿No han encontrado nada?

—Arruinamos inútilmente nuestros caballos… ¿Dónde está el tío?

—Salió hace un rato a preparar a este pícaro una bien apretada tumba.

El recién llegado se estremeció y sus ojos volvieron a posarse sobre el "mestvire". Hesitó un momento y luego inquirió:

—¿No quiere hablar?

—No, señor Abei.

—Déjame solo con él, Tabriz. Voy a probar si puedo hacerlo cantar. .

—Cuídate, patrón. Es un individuo peligroso; capaz de todo.

—Tengo a mano dos "cangiares" que cortan como navajas, de modo que nada tengo que temer. Quédate en la puerta para acudir en cuanto te llame.

—Sí, patrón —dijo el gigante levantándose.

En cuanto estuvo solo, el joven se inclinó rápidamente sobre el prisionero y le susurró:

—Debes haberte convencido de que estás perdido sin remedio y que aunque confesaras todo, no por ello saldrías vivo de la presión del yeso. Dentro de algunos minutos se hallará aquí mi primo y bien sabes que no puedes esperar de él ninguna gracia.

—Lo sé, señor Dullah —convino el músico ambulante Para mí esto es el fin.

—¿Tienes mujer e hijos, verdad?

—Así es, señor.

—Bien; me comprometo a hacer entregar a tu familia dos mil "thomanes" si mantienes el secreto y no pronuncias mi nombre. Por otra parte, si quisieras traicionarme, nadie te creería.

—¿Me juras cumplir tu promesa, señor?

—Sí, sobre el Corán.

—Sabiendo que los míos no van a sufrir hambre, moriré más tranquilo y sabré soportar como buen quirguizo la terrible prueba.

—¡Cuidado!

—No temas, señor.

El joven se incorporó y llamó al gigante que acudió en el acto.

—Este hombre no hablará —le dijo—. Lo mataremos inútilmente y no lograremos saber si tomó parte o no en el rapto de Talmá ni el lugar en que la han ocultado los "águilas de la estepa". ¡Pobre Hossein! ¡El dolor lo va a enloquecer!

Sus últimas palabras fueron cubiertas por un estrepitoso clamoreo que llegaba de la calle.

—¡El prisionero! ¡El prisionero! —repetían muchas voces.

Un tropel de hombres armados de "cangiares" y fusiles de largo caño penetró en el recinto, y uno de ellos expresó:

—Todo está listo, Tabriz; el "beg" está esperando en la plaza.

—Ha llegado tu hora —dijo el coloso al malhadado romancero, poniéndolo de pie—. Prepárate para el gran viaje y recomienda tu alma al Profeta.

El condenado inclinó la cabeza sin desplegar los labios y se dejó empujar afuera, donde fue rodeado por una gran muchedumbre. Tabriz lo sujetó por un brazo y atravesó con él tres o cuatro callejuelas en las que se hallaban apiñados todos los habitantes del lugar entremezclados con camellos y caballos. En un espacio libre que servía de plaza se hallaba el viejo "beg" acompañado de otros hombres armados. A sus pies se había cavado un hoyo de un metro y medio de profundidad por sesenta centímetros de ancho. Al verlo el "mestvire" se puso a temblar y sus ojos, inyectados de sangre, parecieron buscar ansiosamente los de Abei. Este, con un signo disimulado procuró infundirle un poco de aliento.

—¿Vas a hablar? —le preguntó el anciano, aproximándosele.

—Ya te he dicho que no sé nada —repitió el prisionero con amargura—. Además, si te dijese o inventase alguna cosa, no por ello salvaría mi vida, ya que tu nieto Hossein no me perdonaría.

—¡No, por cierto; porque eres tú, canalla, el que organizó el rapto de Talmá! Pero antes de comparecer delante del Profeta para afrontar el juicio supremo, deberías decirnos dónde la escondieron los "águilas". Las buenas acciones son tenidas en cuenta por el gran justiciero.

—No sé nada y no me arrancarás ninguna otra palabra! ¿Quieres mi vida? ¡Pues bien, tómala!

—¡Desciéndanlo! —ordenó el "beg".

Tabriz le quitó al hombre la ropa dejándolo casi desnudo; le ató las piernas y lo aseguró a una gruesa estaca plantada en medio de la fosa.

—Vacíen las bolsas —indicó el Agha a los hombres que habían traído el yeso.

Una vez que el blanco polvo cubrió al desgraciado hasta la altura de los hombros, le volcaron encima varios cubos de agua. El "mestvire", que hasta entonces había demostrado un admirable coraje, no pudo refrenar un alarido de terror. El espantoso suplicio, más cruel que la decapitación la horca y aun el palo, había comenzado. Invento de los persas, que en todas las épocas se mostraron como los más feroces de los verdugos, y que todavía lo usan en algunas provincias aunque lo han suprimido en las ciudades donde hay cónsules europeos, fue muy pronto adoptado por los turcos, los afganes y los beluchistanes, todavía más salvajes que los mismos persas. Como se sabe, el yeso, cuando ha sido mojado no tarda en espesarse y encerrar como en una prensa de hierro el objeto que rodea; fácil es, pues, imaginar la fuerza que ejerce sobre el cuerpo humano. La sangre, sometida a esa formidable presión, que va aumentando por instantes, se detiene, brazos y piernas se inmovilizan, hasta que sobreviene la muerte.

El juglar, que sólo tenía la cabeza fuera de la masa blanca que lo ahogaba, comenzó a lanzar aullidos aterradores; sus facciones se habían descompuesto y los ojos muy dilatados, parecían querer escaparse de su cavidad. El "beg" asistía impasible a la agonía y los demás circunstantes no demostraban la menor emoción por sus espantosos sufrimientos. Sólo Abei Dullah se sentía asaltado de tanto en tanto por un estremecimiento.

—¿Confesarás? —volvió a preguntar después de un rato el barbiblanco jefe inclinándose sobre el reo.

Este le dirigió una mirada cargada de odio pero no movió la boca.

—¡Más agua! —ordenó el "beg".

Se arrojaron sobre el atormentado otros dos cubos y se agregó más yeso. La masa le cubrió el cuello rápidamente y la cara se le puso violácea, la sofocación había comenzado.

—¿No hablarás? —insistió una vez más el viejo.

—Si… —se le oyó en un estertor al moribundo.

—¿Adónde han llevado a Talmá?

—A… a… Samar…

No pudo continuar. Torció la vista, abrió enormemente la boca como si quisiera absorber todo el aire del espacio y dejó caer la cabeza hacia atrás. La asfixia había puesto fin a su atroz tormento.

Capítulo 2. La Tienda del "Beg"

La luz se había extinguido en la, inmensa llanura que se extiende desde las riberas orientales del mar Caspio a las occidentales del lago Aral, cuya sola vegetación se compone de hierbas que en verano el sol ardiente reseca y reviven lozanas bajo el clima invernal. La noche no era muy oscura, sin luna ni estrellas; el cielo estaba lleno de vapores y el frío se sentía intensamente a causa de la abundante escarcha que cubre en la estación de otoño ese suelo que en estío quema como una brasa. Un viento seco y cortante que venía del mar, soplaba con intermitencias, doblando las altas hierbas y haciendo oscilar la tienda del Giah Ágha, pese a la gran piedra que tenía atada a la correa central para darle mayor estabilidad.

Los turcomanos, esos terribles nómades que tanto quehacer dieran no pocas veces a rusos, persas, beluchistanes y hasta afganos, son famosos por la construcción de sus tiendas, capaces de resistir los vientos impetuosos que se desencadenan en aquellas interminables planicies. Tienen una forma especial, diferente de la de los árabes y más aún de la de los "wigwam", los pieles rojas americanos Semejan elevadas cúpulas debido a que su armazón consiste en pértigas elásticas profundamente plantadas en el suelo, con la parte superior arqueada y bien sujeta' a un anillo de hierro. El revestimiento es de fieltro muy compacto, impenetrable a la lluvia y de color oscuro.

Aunque esas viviendas no son en general muy amplias, las de Giah Agha eran de excepcionales dimensiones, prueba de que su dueño no pertenecía a la simple clase de los criadores de caballos y camellos. Antes de armarla se había limpiado bien el terreno y ahora se hallaba extendida sobre él una magnífica alfombra persa de dibujos y colores bellísimos. Contenía valiosos cofres de cedro del Líbano llenos de incrustaciones de metal y grandes almohadones y cojines de seda roja con bordados de plata. De las pértigas colgaban armas dignas de un príncipe: arcabuces de larguísimos caños cubiertos de delicados arabescos y madreperlas en las culatas; "cangiares" de acero fino en cuyas empuñaduras se hallaban engarzadas zafiros y turquesas y en las hojas llevaban burilados versículos del Corán. En un ángulo se veían acurrucados cuatro hermosos halcones con las cabezas encerradas en capuchas de cuero y las garras sujetas con cadenitas de plata, los cuales gemían quedamente cada vez que la pesada piedra bomboleaba e imprimía a la tienda violenta oscilación.

El anciano "beg", tendido sobre un muelle almohadón y con la cabeza apoyada contra una pértiga, fumaba plácidamente mirando distraído a los pájaros y prestando atención a los susurros del viento. Su narguilé, de cristal puro y grabado con viñetas doradas, expandía a intervalos con medida lentitud, por el tubo sobrante, nubecillas de humo impregnadas de un agudo olor a rosas, que se confundían con las que salían de los labios del fumador. Este había consumido casi todo el tabaco y el agua comenzaba a burbujear cuando una fuerte ráfaga que conmovió la tienda lo hizo sobresaltar.

—¿No le habrá sucedido alguna desgracia al excelente Hossein? —murmuró—. ¿Y qué será de Abei Dullah? ¿Dónde se habrá detenido la caravana? Estamos en la víspera de la boda y ya deberían estar aquí para limpiar las armas y preparar los caballos para la gran carrera.

Como si quisiese dar consistencia a sus presentimientos, se oyó en ese instante un tiro de fusil que repercutió largamente dentro de la tienda. El anciano dejó caer la cánula de su pipa y se incorporó llamando.

Apareció un turcomano de enorme estatura, imponente aspecto, gran barba rojiza e hirsuta y un par de ojos rapaces. Vestía como los de clase inferior: sombrero velludo en forma de piña, casaca de fieltro grosero, ancho cinturón de cuero que sostenía dos "cangiares" de curvas hojas, y botes negras terminadas en punta.

—¿Qué deseas, "beg"? —preguntó.

—¿Has oído? ¿Habrá sido Hossein el que hizo fuego?

—Sí, patrón; es su arcabuz el que ha disparado. Reconocería el tiro entre mil.

—¿Contra quién lo habrá hecho? —caviló el viejo preocupado.

—No te inquietes, "beg" —lo tranquilizó el gigante—. Tu sobrino es el hombre más valeroso de la comarca y yo dormiría confiado aunque lo supiese haciendo frente a veinte enemigos.

—Antes de partir me habló de movimientos de los "águilas de la estepa" y tú sabes que cuando estos salteadores abandonan los desiertos del Aral, nunca lo hacen en corto número.

—Hossein se ríe de ellos —dijo el coloso encogiéndose de hombros—. Por otra parte, es bien conocido en la estepa el Giah Agha. ¿Quién osaría atacar a sus familiares? Bien saben esos bandidos que, peses tus años, no ha perdido tu brazo su fortaleza y que los guerreros de tu tribu son de los más valerosos. ¿No condenaste acaso a la ceguera el año pasado a diez barbas blancas que habían acaudillado a la partida de "águilas" que asaltaron una de tus caravanas? La lección les habrá servido de escarmiento, patrón…

—¡Escucha, Tabriz! —lo interrumpió el anciano.

—No oigo más que el murmullo del viento entre las hierbas.

—¿Lleva los perros consigo Hossein? ¿No los sientes ladrar?

—Van con él, sí, pero no los oigo.

—No estoy tranquilo, Tabriz.

—¿Quieres que monte a caballo y vaya en busca de tu sobrino?

—¡No es necesario, mi bravo titán! —declaró en ese momento una voz sonora a la entrada de la tienda—. ¡Aquí me tienes, padre; completamente sanó!

El recién llegado era un joven no mayor de veinte años, cuyo hermoso semblante más reproducía las perfectas líneas masculinas de los persas que las angulosas y rudas de los turquestanos. Era de elevada estatura y de formas vigorosas; ojos muy negros y vivaces coronados por cejas tan tupidas y oscuras que parecían pintadas con antimonio; tenía una boca tan bien dibujada que la hubiera envidiado una niña y le daba sombra un bigotito castaño terminado en audaces puntas. Su rostro reflejaba la franqueza y la osadía y se adivinaba en sus miembros una fuerza poco común. Vestía como los grandes señores de Ispahán y Teherán: una casaca más bien corta, de anchos bordes dorados y abierta en el pecho para dejar en descubierto la camisa de blanca seda; amplia faja encarnada; calzones a la turca que le llegaban a las rodillas; altas botas amarillas con muchos pliegues, como las de los usbeki. En lugar de turbante cubría su cabeza una especie de "hobak" tártaro coronado por un pequeño penacho.

—¿Estabas intranquilo, padre? —preguntó el joven desprendiéndose del fusil que llevaba colgado a la espalda y del "yatagán" de vaina roja laminada de oro.

—¿Fuiste tú el que tiró hace poco, hijo mío? —inquirió a su vez el anciano, ya sereno.

—Sí, padre, disparé a quinientos metros de la tienda. —¿Contra quién?

—Me pareció ver una sombra que se deslizaba entre las hierbas y temiendo se tratase de algún asesino, le envié un tiro de advertencia para hacerle comprender que estábamos en guardia.

—¿Lo mataste?

—No lo sé, pero dentro de poco regresarán los perros y si hubiera caído, traerán algún trozo de su vestidura…

En ese momento dos de esos animales penetraron en la tienda: un lebrel al que los turcomanos llaman "tazé", grueso, alto, pesado, de mandíbulas formidables y un "gurdios" bajita, de orejas punteagudas, especie apta para toda clase de caza especialmente la del zorro, al que siguen obstinadamente durante días y noches enteros. Hossein miró al más grande y constató que no tenía nada en la boca ni estaba manchada de sangre.

—¿Será posible que haya fallado? —comentó—. Sin embargo, hay pocos en la estepa que sepan emplear el arcabuz con tanta eficacia como yo.

—Has de haber tirado contra una sombra —sonrió el viejo—. ¿No has visto a los "águilas"?

—No, padre —daba este nombre al anciano— pero uno de nuestros camelleros me dijo que ayer por la mañana varios pastores le advirtieron que tuviera los ojos bien abiertos porque habían visto pasar muchos jinetes sospechosos la noche anterior.

Giah Agha hizo un gesto de duda y expresó:

—Nadie se atrevería a asaltarnos, hijo; ocupémonos, pues; de tu matrimonio. Piensa que mañana debes presentarte a tu novia con los mejores atavíos y las más bellas armas.

El rostro del joven se iluminó de intensa alegría.

—Suspiro por el instante en que volveré a verla, esta vez para hacerla mía. Hace tres meses que estamos separados.

—¡Parece que la quieres mucho, muchacho!

—¡Más que a la vida, padre! Y creo que seré el hombre más dichoso de la estepa.

—No te falta razón. Hossein, pues si a ti te consideran el joven más brillante que existe entre el Caspio y el Ara¡, ella es la más extraordinaria criatura que ha salido de las manos de Allah.

Con los ojos semicerrados el muchacho parecía perseguir una visión encantadora, porque tardó algún instante en volver a la realidad y ordenar:

¡Tabriz, tráeme mis armas! Voy a darles tal brillo que van a encandilar las hermosas pupilas de mi adorada Talmá!

El gigantesco turcomano, que hasta entonces había estado contemplando al joven con una especie de adoración, se acercó a un gran cofre cerrado de hierro y extrajo dos espléndidos "cangiares" con mangos de plata cincelada y engastados de turquesas y esmeraldas; un par de pistolas con placas de oro en las culatas y un sable legítimo de Damasco. Hossein se acomodó sobre un cojín y con un pedazo de fieltro se puso a frotar vigorosamente los metales. El viejo "beg" había vuelto a asir la cánula de su narguilé y fumaba espaciosamente a la par que seguía con interés y visible complacencia los movimientos de su sobrino. Tabriz, junto a la puerta, con los dos perros acurrucados a su lado, escrutaba en la negrura de la noche la misteriosa llanura. Durante algunos minutos reinó en la tienda un gran silencio sólo interrumpido por el crujir de las pértigas, hasta que Giah Agha preguntó a Hossein:

¿Llegará la caravana antes del alba?

—No lo creo, padre —contestó el muchacho—. Los camellos estaban agotados y también los caballos, salvo el de mi primo Abei.

—¿Por qué no vino con nosotros Abei? Ahora se encontraría mejor aquí que acampando en la estepa. La caravana cuenta con bastantes hombres para defenderse.

Hossein dejó la pieza que estaba limpiando, se puso de pie y mirando fijamente al anciano le dijo:

—¿No has notado, padre, que desde hace algún tiempo mi primo ha cambiado de humor?

—Es verdad —confirmó el "beg" después de un momento de reflexión—. Me he dado cuenta de que se ha vuelto excesivamente frío y muy avaro de palabras. Es que sin duda ha de pensar con demasiada intensidad en su bella prima, pero deberá tener paciencia y cumplir antes los veinte años para que le entregue a la muchacha que ama. Y entonces, tú en las orillas del Aral, él en las costas del Caspio y yo en la estepa, uniremos los dos mares y la planicie con nuestros corazones.

El sobrino lo dejó hablar y cuando hubo terminado le replicó:

—¡La muchacha que ama! ¡Te engañas, padre! ¡No la ama, la detesta!… ¿Y sabes por qué?

El barbiblanco hizo un gesto de estupor. Hossein prosiguió:

—Porque le dijeron que la hija del Rahn de los Tadyicki sólo hubiera aceptado la mano de un hombre… —Se interrumpió indeciso.

—Continúa —lo alentó el anciano.

—… que se llama el "beg" Hossein.

—¡Tú!

—Eso se dice.

—¡Pero yo la he destinado a tu primo! —gritó Giah Agha con la frente contraída.

—El "beg" Hossein únicamente ama a la bella Talmá; su corazón no late sino por la más esplendente hija de los sartos. Nada tiene que temer Abei de mí, padre; bien sabes que soy leal.

—Sí —reconoció el viejo "beg" ya tranquilo—, eres demasiado noble para engañar a tu primo. Los dos han crecido juntos; su padre y el tuyo eran hermanos y ambos cayeron valientemente combatiendo contra las falanges del kahn de Bukara; por tus venas y las de Abei corre la misma sangre. Los adopté a los dos y los amo como si fuesen carne de mi carne; todas mis riquezas les pertenecerán un día, pero ¡guay si surgiere entre ustedes alguna rivalidad! ¡El anciano Giah Agha, el antiguo guerrero que hizo temblar hasta a los rusos, sería inexorable!

—Soy leal —repitió el joven— y sólo amo a ti y a Talmá.

En ese instante Tabriz se levantó rápidamente para contener a los perros que se habían puesto a aullar y forcejeaban por lanzarse afuera.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor—. ¿Es el murmullo del viento o los dulces sones de una "guzla" lo que percibe mi oído? ¿Quién puede ser el hombre que en una noche semejante se divierta haciendo música en medio de la estepa?

No había terminado de decirlo cuando el grueso lebrel dio un fuerte ladrido y Tabriz informó:

—Oigo nítidamente el galope de un caballo. ¿Será alguno de la caravana?

Hossein sin hablar tomó su largo fusil y lo martilló.

—¿Qué haces? —le preguntó el "beg".

—Puede ser un "águila", padre —respondió el joven yendo a reunirse con Tabriz que trataba de atravesar las tinieblas con la mirada.

—Sí, es un caballo —confirmó el coloso turcomano— y parece venir de occidente. ¿No lo distingues, patrón?

En la oscura línea del horizonte que el leve resplandor de algún relámpago lejano alumbraba de cuando en cuando se divisaba la figura de un animal que se acercaba en carrera desenfrenada.

—¿Quién vive? —le gritó Hossein apuntando su fusil cuando estuvo a corta distancia.

—¡Abei Dullah! —contestó una voz traída por el viento.

—¡Mi primo! —exclamó el joven sorprendido—. ¿Por qué habrá abandonado la caravana que conduce los regalos de boda para mi prometida? ¿Habrá sido asaltada por los bandoleros esteparios?

El jinete, que avanzaba a gran velocidad haciendo dar al corcel 'saltos extraordinarios para salvar las grietas del terreno, en pocos segundos estuvo junto a la tienda y abandonó la silla con habilísimo movimiento.

—¡La ventura sea contigo, Hossein! —gritó como saludo, mientras Tabriz tomaba al caballo por la rienda—. ¿Está nuestro padre todavía despierto?

—Sabes bien que no se duerme en vísperas de bodas —respondió el primo— y que el novio esta noche debe preparar sus armas.

Capítulo 3. El "Mestvire"

Giah Agha al ver entrar a Abei cuya insignificante figura aparecía más mezquina junto a la de su primo Hossein, se levantó para inquirir con cierta ansiedad:

—¿Traes acaso alguna mala noticia, Abei?

—No, padre —lo tranquilizó el recién venido tratando de evitar su inquisidora mirada—. La caravana no corre ningún peligro, a pesar que desde hace algunos días ha sido señalada en el norte una numerosa banda de "águilas de la estepa".

—¿Por qué has abandonado a nuestros hombres? —quiso saber el anciano.

—Para poder pasar con mi primo su última noche de libertad. Mañana se habrá unido para siempre a la mujer que ama y ya no podré gozar de su grata compañía. Por lo demás, nuestros hombres se bastan para tener a raya a los bandoleros.

—¿Está preparado tu caballo para la gran carrera? Quiero que demuestres a los sartos la habilidad de los jinetes del Caspio.

—Desde hace siete días sólo lo alimento con heno bien seco —informó Abei—. Correrá más veloz que el viento, como las trombas de arena de los desiertos turanos. Tabriz: tráeme un narguilé y "cumis" para hacer más placentera la velada.

El coloso ató el caballo a un poste plantado a unos pasos de la tienda junto a otros tres soberbios ejemplares; luego trajo un gran vaso que contenía leche de camella fermentada y otra pipa de cristal de agua y provista del fuerte tabaco llamado "tumbac". Abei se había sentado en cuclillas cerca de los halcones y se puso a sacudir las cadenas para despertarlos. Hossein había vuelto a dedicarse al pulido de sus armas; el viejo "beg", recostado en sus almohadones, chupaba lentamente de su boquilla de ámbar. Todos permanecieron callados durante algunos minutos. Abei parecía divertirse en irritar a los pájaros, aunque un observador habría notado como a veces fijaba en el primo su mirada y contraía los labios en una perversa sonrisa. La voz de Tabriz rompió el silencio.

—Lo que usted oyó, patrón, fue realmente el sonido de una "guzla" y parece que se viene acercando —dijo.

Abei Dullah se estremeció y dejó de fumar.

—¿Ves a alguien? —preguntó al servidor el viejo jefe.

—No, todavía —contestó éste.

—¿Algún músico o romancero de la aldea de Talmá?

—No sería difícil que lo hubiese enviado mi prometida —dijo Hossein levantando la cabeza—. Tú sabes, padre, que los sartos tienen la costumbre de hacer concurrir a los más famosos para animar sus banquetes nupciales.

Un hombre había surgido de la oscuridad y ahora apresuraba el paso guiándose por la luz que expandía la lámpara colgada delante de la tienda. Desde la puerta saludó a sus ocupantes:

—¡Que Allah los cubra con su protección, mis buenos señores! Permítanme que alegre la velada del futuro esposo de la incomparable Talmá, la bella entre las bellas.

—Aproxímate —le dijo Tabriz—. La tienda del "beg" Giah Agha esta noche está abierta para todos,, hasta para los bandidos de la estepa, si viniesen con buenas intenciones.

El músico, arrancando sones a las cuerdas de su instrumento, penetró en la tienda mostrándose en plena luz. Era el mismo que soportaría más tarde el espantoso suplicio inventado por la mente infernal de los verdugos persas. Llevaba en la cabeza un pesado gorro de piel de cordero negro, en forma de cono truncado y vestía una largó túnica de burdo paño oscuro que le llegaba hasta las gruesas botas claveteadas. Todas sus armas parecía consistieran en un "yatagán" de ancha hoja, pero cierto abultamiento de la ropa hacía sospechar que llevase alguna pistola.

—¿De dónde vienes? —le preguntó el "beg".

—De la casa de la sin par Talmá, mi señor —respondió humildemente, curvando su dorso de bisonte—. He tocado bajo sus ventanas hasta la puesta del sol.

—¿Es ella la que te manda? —quiso saber Hossein.

El músico tuvo una breve hesitación, y antes de contestar, miró de soslayo a Abei, que estaba entretenido con los halcones. Después de un rato dijo:

—No, mi señor.

—¿Cómo has sabido, pues, que acampábamos aquí?

—Un pastor sarto me lo reveló y decidí venir a regocijar tu noche. Soy pobre y debo aprovechar todas las buenas ocasiones que se me ofrecen para poder vivir y ellas no se presentan todos los días.

—Mi siervo te dará de comer y beber —declaró el anciano— y cuando te vayas, no será con la bolsa vacía. Tabriz: trae algo para este hombre.

El gigante abrió un cofre, sacó un plato de plata llenode trozos de cordero asado y lo puso cerca del "mestvire" que se había sentado sobre la alfombra y templaba su "guzla".

—Voy a narrarles, mi señores —comenzó éste— la historia del alfarero de Albonaz. ¿La conocen?

—No —respondió el "beg".

—Escúchenla, entonces:

Al pie de las montañas de Albonaz, en una peque ña aldea, habitaba un "mollah" de nombre Tafilet. Un día fue a visitarlo un alfarero al que conocía muy bien por haberle comprado varias veces vasijas de barro. El "mollah", aunque pobrísimo, era muy hospitalario y le ofreció lo que tenía: moras e higos secos, después de lo cual ambos se echaron a la sombra de un bosquecillo de granados, al borde de un arroyo, y se entretuvieron fumando y conversando. En cierto momento dijo el alfarero:

—Tengo en casa una hija que es bella como una flor de la estepa y ha alcanzado la edad del matrimonio. Si la pudiese colocar convenientemente, yo recuperaría mi libertad y podría casarme otra vez, pues mi primera esposa se me murió hace mucho tiempo.

—Mi querido amigo —le replicó el "mollah"— yo también tengo una hija cuyo rostro es hermoso como la luna, sus cabellos semejan hilos de oro y tiene los labios más rojos que el fruto de los árboles bajo los cuales nos hallamos. Pero ¿para qué nos sirven a ti y a mí los encantos de nuestras criaturas? Una esposa vale más que una hija, porque atiende con mayor celo los quehaceres domésticos.

Al final, los dos viejos acordaron cambiarse las respectivas hijas: el "mollah" se casó con la del alfarero y éste con la del "mollah". Desgraciadamente la primera era una cabecita alocada y poco después del matrimonio empezó a dirigir miradas dulces a los jóvenes cazadores que frecuentaban la aldea los días de mercado. El "mollah" se dio cuenta de ello y en castigo le cortó la nariz y la mandó de vuelta a casa de su padre, con la explicación de que la había puesto en ese estado para que adquiriese juicio. El alfarero al verla mutilada se quedó perplejo y discurrió de esta manera:

—Si mi hija se muestra sin nariz en la aldea, la gente se burlará de mí y me pondrá de apodo "el padre de la desnarizada". ¿Cómo podré soportar semejante ultraje?

Y para que nadie pudiera mofarse de él, la mató. Pero luego, exaltado por los remordimientos pensó: El "mollah" se portó como un bruto y me debo vengar.

Llamó a su mujer y le dijo:

—Tu padre le cortó la nariz a mi hija y tuve que matarla para no convertirme en el hazmerreír del vecindario. Ahora es preciso que yo tome mi revancha, cha, de manera que voy a cortarte también a ti la nariz y las orejas por añadidura, para devolverte a tu padre.

Al oír esto, la muchacha estalló en sollozos y le pidió que le concediese algunos días de gracia.

—No quiero negarte alguna concesión —dijo el alfarero; esperaré hasta mañana, así podré afilar mejor mi cuchillo.

A las once de la noche el hombre, que en contra de la prohibición del Profeta bebía demasiado, se hallaba profundamente dormido y la muchacha, que no deseaba verse desfigurada, se deslizó de la cama sin hacer ruido y abandonó la casa.

La noche era fría, borrascosa y muy oscura, pero la hija del "mollah" sabía dónde se encontraban las tiendas de la tribu de los terines, a los que quería pedir protección, ya que no dudaba que si regresaba a la casa de su padre éste la mataría para evitar pleitos con el alfarero y si apelaba a las autoridades, acabaría por ser entregada a su marido.

Después de haber cruzado la planicie, atravesado montañas, vadeado ríos de aguas heladas y haberse extraviado no pocas veces, llegó… no al campamento mento de la tribu que buscaba, sino a uno de los rusos del mar Caspio. Y cuando la aurora asomaba por oriente, la mujer del alfarero e hija del "mollah", llah", se dio por salvada."

Aquí interrumpió el "mestvire" su relato y arrancó algunos acordes a las cuerdas de su instrumento.

—¿Y después? —preguntó Hossein que había escuchado la historia con sumo interés.

—Después —concluyó el romancero con tono marcadamente burlón— la muchacha se Basó con el jefe de una tribu turcomana y dejó en sus manos, a los tres meses de matrimonio, la nariz y las orejas.

Y coronó el epílogo con una ruidosa carcajada que hizo palidecer intensamente al orgulloso joven.

—¿Qué es lo que quieres demostrar con esa historia? —preguntó éste con las cejas fruncidas.

—Que todas las mujeres son infieles —le contestó el músico.

—¿Y vienes a decírmelo justamente a mí, que estoy por casarme con Talmá? ¿Esconde acaso tu relato una amonestación o alguna otra cosa?

—Yo no lo sé, mi señor —expresó humildemente el mestvire"—. Sólo narro lo que he aprendido y nada más.

—Cuenta algo mejor —intervino el anciano al observar que el enojo de Hossein aumentaba por grados—. Los romanceros de nuestra estepa son más poéticos en sus relatos:

El juglar pareció concentrarse, pero por debajo de sus tupidos párpados miraba fijamente a Abei Dullah el cual simulaba no prestarle ninguna atención. Luego bebió la mitad del vaso de "cumis", templó la "guzla" y dijo:

—Escuchen esta canción:

He buscado la tumba de mi amada y no supe encontrarla. ¡Ay de mí! suspiraba gimiendo, ¿dónde está mi adorada?…

Divisé una rosa entre hojas y espinas, sola, aislada, y la interrogué con el corazón palpitante: ¿Eres tú mi amada? La flor en señal de asentimiento se estremeció meció e inclinándose dulcemente dejó caer algunas gotas de rocío, símiles a lágrimas.

Un ruiseñor voló por encima de mi cabeza y se posó sobre una mata. Me dirigí a él y le pregunté con voz tierna: ¿Eres tú mi amada? El ave extendió las alas, tomó con el pico la rosa y en su melodioso lenguaje me respondió que sí.

Una blanca estrella iluminó de improviso con suave fulgor a la rosa y al ruiseñor. Interpelé a la estrella magnífica en su belleza: ¿Eres tú mi amada? Y ella me contestó con un chispazo de luz que hirió mis ojos.

El aire en ese momento me acarició levemente el rostro y me susurró al oído: ¡Ahí está la que buscas!

¡No te inquietes por ella! Transcurre los días tranquila desde la aurora hasta el crepúsculo; pasa la noche serena desde el atardecer hasta la madrugada; el ser que tú has amado se ha dividido en tres: una rosa, un ruiseñor, una estrella… "

El "mestvire" se puso de pie.

—La noche es oscura y los lobos pueden salir de sus madrigueras —dijo—. Mañana tengo que hallarme delante de la casa de la bella Talmá y habré de tocar y cantar largamente… ¡Buenas noches, mis señores!

—¿Por qué no pernoctas aquí? —quiso saber el "beg"—. No faltan ni cojinetes ni tapetes y podrás comer y beber hasta hartas te.

—Prefiero volver a mi humilde choza —manifestó el "guzlero"—. Tengo mucho que pensar para extraer de mi memoria los cuentos más hermosos que quiero relatar mañana durante el banquete de bodas.

Giah Agha sacó de uno de sus bolsillos una bolsita conteniendo varias monedas de oro y la arrojó a su huésped que la atrapó al vuelo.

—¡Buena suerte, mi señor! —deseó con un dejo de ironía en el tono a Hossein, ocupado en fregar vigorosamente el caño de una pistola.

Cambió una imperceptible seña con Abei Dullah y después de hacer una profunda reverencia al viejo "beg", con su "guzla" en bandolera salió de la tienda. Durante algunos segundos se le oyó canturrear, hasta que el murmullo de las hierbas movidas por el viento cubrió su voz.

Capítulo 4. El Mensajero

En el cielo tenebroso no brillaba ni una estrella; fuertes ráfagas hacían inclinar los tallos de las plantas hasta casi tocar el suelo y por intervalos rumoraba en lontananza el ronquido del trueno sin el acompañamiento de los relámpagos. A pesar de conocer al dedillo el terreno que pisaba, al "mestvire" le costaba bastante trabajo orientarse en aquella oscuridad.

—He aquí una noche propicia para los "águilas de la estepa" —iba mascullando—. Se arrojarán sobre la presa con mayor velocidad que los halcones de Abei Dullah y el enamorado esposo se verá privado de la bella Talmá. El primito sabe dirigir bien sus negocios y es más generoso que el khan de Bukara. ¡Pobre "beg" Giah Agha! ¡Esta vez tu barba blanca vale menos que la naciente de un jovenzuelo de veinte años!

Levantó la cabeza, miró las nubes que pasaban empujadas por el viento cada vez más fuerte y expresó casi en voz alta:

—Hay que abrir bien los ojos.

Extrajo de debajo de la túnica dos pistolas, las colocó en la cintura al lado del "yatagán" y continuó su marcha tarareando:

—Hay quien bebe el Vino igual que si fuese agua y se conserva manso como un cordero; otro canta tal que una alondra; un tercero adquiere la fuerza del toro; alguno se transforma en tigre feroz con alma de demonio; son muchos los que se ponen a hacer muecas símiles a las de los monos y no falta el que se siente feliz revolcándose en el fango lo mismo que un puerco. Además…

El músico ambulante interrumpió bruscamente su canturreo, se puso a escrutar las tinieblas y tendió el oído inclinándose para escuhar mejor. Entre el ruido de las hierbas sacudidas por el viento percibió un silbido.

—Hadgi —reconoció—. Podía haberme esperado un poco más lejos. ¡En buen aprieto me encontraría si el mastodonte del turcomano me hubiese acompañado!

Todavía podía distinguirse a la distancia la tienda del "beg" de la que se filtraba un rayo de luz que iluminaba largo trecho de la llanura.

—Por suerte nadie se ocupará ya de mí, fuera de Abei Dullah, que pondrá el mayor cuidado en no traicionarse.

Se llevó dos dedos a la boca y emitió un prolongado silbido al cual contestó otro a breve distancia. Un instante después una sombra humana surgió a pocos pasos.

—¿Águila? —preguntó el "mestvire" con la mano apoyada en la empuñadura de una pistola.

—Soy Hadgi, jefe —respondió la sombra.

—No pensaba que estuvieras a tan breve distancia de la tienda del "beg".

—Era necesario que te hablase urgentemente. —¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Algún sarto ha descubierto nuestra presencia, porque la casa de Talmá fue cerrada esta noche más temprano de lo habitual y se han oído rumores como si estuvieran barricando las entradas.

—¿Habrán cometido tus hombres la imprudencia de hacerse ver en las cercanías?

—No, jefe.

—¿Ninguno estuvo en la aldea de los sartos?

—No; permanecieron todo el día ocultos entre las altas hierbas.

—¿Quién puede habernos traicionado? A pesar de todo, es indispensable dar el golpe esta noche, mientras Hossein esté lejos. Además, así lo he convenido con su primo.

—Mi gente está lista.

—Como comprenderás, no quiero perder los cinco mil "thomanes" que me prometió, suma que ni el khan de Chiva pagaría por una muchacha, aunque fuese la más bella de la estepa quirguisa.

—Tampoco nosotros deseamos perder la parte que nos corresponde —dijo Hadgi.

—¿Qué disposiciones has tomado?

—La casa de Talmá está rodeada a corta distancia por mis hombres, que no esperan más que mi orden para asaltarla. No nos llevará mucho tiempo, sobre todo no contando con la presencia del terrible Hossein, tan distinto de su miedoso primo.

—La noticia le llegará un poco tarde. La tienda del "beg" está muy alejada y los disparos no podrán oírse. Por otra parte, trataremos de no emplear las armas de fuego. ¿Te has informado de las fuerzas de que dispone Talmá?

—Ocho servidores y un par de mujeres.

—Bien, vamos allá; la medianoche no debe estar lejos.

Los dos bandidos se pusieron en marcha. Hadgi, que poseía mejor vista que su compañero o más sentido de orientación, tomó la delantera y avanzaba encorvado para resistir mejor los embates del viento. Cuando éste se levanta en la estepa turquestana conduce tal cantidad de arena de los vecinos desiertos, que llega a interceptar a veces los rayos solares. Las trombas son tan comunes en esas regiones, que hasta en los días en que no sopla la más leve brisa se ven elevarse grandes columnas del suelo y desfilar por la llanura. Los indígenas, que las temen sobremanera porque a menudo les impiden abandonar sus tiendas, les dan el nombre de "shaitans", que quiere decir demonios.

—¿No oyes nada, Hadgi? —preguntó el "mestvire" deteniendo de pronto al compañero.

—Sólo el viento —respondió el otro.

—No, escucha bien: es el galope de un caballo. ¿Algún siervo de Talmá que haya podido abandonar la casa sin ser visto para advertir al "beg"? Prepara tu arcabuz, ¡rápido!

Ambos cómplices se aplastaron en el suelo. Á pesar del viento se percibía perfectamente el galope de un caballo lanzado a rienda suelta, pues los cascos resonaban contra la tierra arcillosa. Al rato en la hosca línea del horizonte se dibujó confusa la silueta de un caballero.

—Apunta tú al jinete, yo lo haré al animal —dispuso el romancero.

—Lástima no poder verle la cara antes de mandárselo al Profeta —ironizó Hadgi.

—¿Estás seguro de que no se ha movido ninguno de los nuestros?

—Ordené que nadie se alejase de los alrededores de la casa, pasara lo que pasara, y bien sabes, jefe, que nuestra gente obedece.

—Entonces no te preocupes y derriba al jinete —dispuso fríamente el, "guzlero"—. Uno más o menos no va a turbar nuestras conciencias.

El desalmado levantó su arcabuz y apoyó el codo sobre la rodilla para afirmar la puntería. El mensajero pasaba entonces a unos cuarenta pasos de distancia. Dos lampos iluminaron la noche: el jinete se abatió sobre el cuello del caballo mientras este pegaba un brinco y lanzaba un relincho de dolor.

—¡Tocados! —gritó el "mestvire" con sonrisa feroz—. ¡Los "águilas de la estepa" no erran nunca! ¡Vamos, Hadgi!

Con enorme sorpresa oyeron a una voz airada exclamar:

—¡Pero no siempre matan, malvados!… ¡Vuela, Kasmin!

El noble bruto dio un salto de costado y reanudó su desenfrenada carrera mientras el dueño se aferraba a su cuello, señal de que había sido herido gravemente.

—¡Se nos escapa! —aulló el "mestvire" lleno de rabia.

—No te preocupes, jefe. Ese hombre no llegará vivo a la tienda del "beg" —le aseguró Hadgi—. Mi bala debe de haberle atravesado el cráneo o quebrado la columna vertebral.

—Así será, pero más me hubiera gustado verlo aquí caído. ¿Qué haremos ahora?

—Atacar en seguida la casa de Talmá, jefe. Si tardamos, podemos perder los "thomanes" de Abei Dullah.

—Tienes razón, corramos. No creo que encontremos mucha resistencia y podremos despachar el negocio rápidamente.

Mientras los dos compinches apresuraban el paso para alcanzar la aldea, el caballo herido corría como una luz en dirección a la tienda de Giah Agha guiado por los reflejos que se desprendían de ella. El pobre animal jadeaba ininterrumpidamente y de su boca se escapaban sordos relinchos junto con abundante saliva que manchaba su reluciente pelaje negro. El jinete, casi agonizante, tenía la cara pegada a sus crines y reunía sus postreras fuerzas para mantenerse en la silla. Cuando el caballo se detuvo a la puerta de la tienda, dobló las rodillas y se desplomó.

El inmenso Tabriz, que desde hacía rato había estado tendiendo el oído al galope cada vez más próximo, salió rápidamente y llegó a tiempo para recibir en sus brazos al infeliz mensajero antes de que cayese de la montura. Hossein apareció en ese momento llevando en la mano una tea encendida.

—¡Un hombre herido! —exclamó.

—Sí, y un caballo que se muere —completó Tabriz.

El gigante depositó al jinete sobre un almohadón, sosteniéndole la cabeza para evitar que los flujos de sangre lo ahogaran. Parecía a punto de expirar. Se acercaron Abei y el anciano y todos lo contemplaban ansiosamente. Era un joven de unos veinticinco años, de piel morena, nariz encorvada y pequeña barba rojiza. Llevaba una casaca de gruesa lana y un cinturón de cuerda del que colgaba un "cangiar". Tenía una herida en el costado derecho y de ella salía la sangre a borbotones.

—Es un sarto —dijo Hossein—. ¿Quién habrá sido el asesino?

—Sóplale en la boca, Tabriz —indicó el "beg" al ver que el desdichado hacía esfuerzos por mover los labios.

Obedeció el coloso y el herido en seguida abrió los ojos fijándolos sobre Hossein al tiempo que balbuceaba:

—Talmá… a la casa… los "águilas"… pronto…

El joven dejó escapar un alarido.

—¿Qué dices?… ¿Talmá en peligro?… ¡Habla, habla antes de que la muerte te lleve!

El moribundo asintió con la cabeza y casi en un soplo agregó:

—Los "águilas"… celada… rodean la casa… corran…

Se enderezó hasta sentarse y se mantuvo un instante en esa posición, luego un estremecimiento sacudió todos sus miembros y se derrumbó sobre el cojín.

—Ha muerto —anunció el viejo "beg".

—¡Ah… pero yo lo vengaré! —gritó Hossein lanzando llamas por los ojos—. ¡Los bandoleros han invadido nuestra estepa, pero no conocen todavía el peso de mi "cangiar"! ¡Mi caballo, Tabriz! ¡Mi fusil, mis pistolas!…

—¿Adónde quieres ir, primo? —le preguntó Abei.

—¡A salvar a Talmá o a morir a su lado! —le respondió el joven con ímpetu.

—¡Eres un valiente, Hossein! —expresó el Giah Agha contemplándolo con orgullo—. Digno hijo del que con un solo gesto hacía temblar a los piratas de la estepa quirguisa. Pero vas a cometer una imprudencia. Esperemos que llegue nuestra escolta o, mejor todavía, mandemos a Tabriz a alcanzarla. Dentro de una hora y media nuestros hombres pueden estar aquí.

—Yo me encargo de ello —se ofreció Abei—. Lo mismo que tú, primo, no temo a los "águilas de la estepa".

—Y tú, padre, vas a quedarte aquí solo! —se inquietó Hossein.

El viejo "beg" se había levantado, las facciones contraídas, la mirada flameante.

—¡Que prueben esos reptiles a asaltar mi tienda! —bramó—. ¡Anda Hossein, ve a defender a tu prometida! Y tú, Abei, corre a buscar a la escolta y ataca con ella por la espalda a esos bandidos.

—Los caballos están prontos —vino a anunciar en ese momento Tabriz—. Podemos partir.

—¡Adelante, Hossein! —lo alentó el barbiblanco—. ¡No economices hierro ni fuego! ¡Yo te seguiré con el pensamiento!

Abrazó al valeroso joven y lo acompañó fuera de la tienda.

—¡Monta, patrón! —gritó el gigante echándose en bandolera dos largos arcabuces—. Desfondaremos las líneas de esos malhechores y pasaremos por ellas como dos proyectiles. Prepárate, mi bravo Agar, a competir con el viento!

Segundos más tarde Hossein y su descomunal siervo habían desaparecido entre las sombras de la noche.

Capítulo 5. A Través de la Estepa

Ambos corceles corrían como si en efecto hubiesen querido ganar en velocidad al viento que barría sin descanso la interminable llanura. Eran dos bellos ejemplares persas, menos delgados y de formas más bellas 'que los de raza árabe, de cabeza alargada y patas sutiles y nerviosas. Los animales de la estepa turquestana, donde los hay en abundancia ya que todas las tribus se dedican a su cría, son de una resistencia increíble, pero no tienen el galope fogoso de los oriundos de Persia, en especial los del Jorasán, que son los más estimados, aunque en verdad exigen mayores cuidados que los autóctonos,, los cuales no necesitan ninguno, y sus propietarios antes de ponerlos en venta los someten a pruebas extraordinarias.

Hossein y Tabriz, a galope tendido, aguzaban el oído temerosos por instantes de que les llegara el estruendo de alguna descarga anunciadora de que el ataque a la morada de Talmá había principiado. Pero el viento soplaba del sud y dada la lejanía, aunque se hubiese producido no hubieran podido percibirlo.

—¿Llegaremos a tiempo, patrón? —preguntó el servidor cuando habían galopado algunas milla—. Nuestros caballos despliegan una velocidad endiablaba, pero antes de una hora no nos será posible llegar a la casa de tu prometida. Y en ese tiempo puede tomarse de asalto hasta un fortín.

—Si nos enviaron a aquel desdichado mensajero, quiere decir que la gente de Talmá no piensa rendirse antes de nuestro arribo —contestó el joven aparentando calma.

—¿Quién pudo haber empujado hasta aquí a los "águilas de la estepa"?

—Siempre caen cuando creen alzarse con un buen botín y Talmá es rica.

—Yo sospecho otra cosa, patrón, pero no oso decírtela.

—Debes hablar, Tabriz.

—He oído decir que el khan de Samarkanda y también el de Bukara se han servido muy a menudo de los "águilas" para proveer de bellas muchachas a sus harenes…

Hossein sintió como si le hubiesen dado un golpe en el corazón y vaciló en la silla.

—¿Quieres matarme, Tabriz? —gimió con voz sofocada.

—Yo no quería decírtelo, señor.

—¿Pero será posible que esos desalmados hayan podido ser atraídos por la hermosura de Talmá más que por sus tesoros?

—La fama de la muchacha ha volado muy lejos y puede haber alcanzado el harén de los khanes.

—¡Ay de ellos si así fuera! Por potentes que sean, mi cólera sabría golpearlos.

—Ten en cuenta, señor, que esto no es más que una suposición mía.

—Que me ha herido más dolorosamente que una puñalada.

—También es posible que sólo persigan apoderarse de las riquezas de tu amada, patrón.

—¡Que se lleven todos sus cofres henchidos de oro y pedrerías, pero que no la toquen a ella! Nunca podrás formarte una idea, Tabriz, de lo mucho que la quiero… Cuando corro por la estepa, me parece verla huir delante mío como una visión celeste; cuando duermo, sueño que entra silenciosamente en mi tienda, se acerca a la cabecera de mi lecho y me murmura palabras de amor; cuando estoy cazando, el movimiento de los animales, el gorjeo de los pájaros, el rumor de las hojas movidas por el aire, todo me parece que me habla de ella… ¿Me entiendes, Tabriz?… Aguija, pues, a tu caballo, sin tregua, sin compasión… no importa que sucumba, lo mismo que el mío… tenemos muchos para reemplazarlos…!

—¡Perros bandoleros! —rugió el gigante—. ¡Voy a hacer una carnicería de ellos, lo juro! ¡No les van a quedar ganas de abandonar sus malditas cuevas de la Quirguicia!

¡Apura, Tabriz!

Los dos bridones hacía media hora que galopaban sin disminuir su acelerado ritmo. De pronto el colosal siervo lanzó una exclamación.

—¿Has oído, patrón? ¡La descarga!

—¡Detén tu caballo! —le gritó Hossein.

El gigante, con la rapidez del rayo, de un terrible tirón hizo dar una vuelta a su montura que se plegó sobre los jarretes. El muchacho, que era más hábil jinete, había frenado de golpe el suyo a riesgo de quebrarle las patas. El viento soplaba con la mayor violencia y arrastraba trombas de arena que giraban vertiginosamente.

—Escucha, patrón —dijo Tabriz.

—Sólo oigo los rugidos del viento —contestó Hossein cuya frente se había inundado de sudor.

Los dos caballos, con la cabeza gacha, soplaban ruidosamente y parecían escuchar también ellos los estridentes silbidos que terminaban en gemidos agudos o cesaban de improviso y se alternaban con ensordecedores mugidos como los que producen las olas al romperse en la playa.

—¿Tampoco ahora has oído, patrón? —preguntó Tabriz.

—Sí; es una descarga de arcabuces.

—Acaso estén asaltando la casa de Talmá…

—¡Volemos! ¡Volemos!

Reanudaron la loca carrera. La morada de la muchacha distaba todavía unas nueve millas, que los incomparables corceles podían salvar en menos de una hora. Galoparon con la cabeza baja para evitar las ráfagas de arena respirando como fuelles por más de treinta minutos, hasta que Hossein, que escrutaba ansiosamente el oscuro horizonte, detuvo su jorasano al tiempo que le gritaba al servidor:

—¡Atención, Tabriz!

—¿Qué pasa, patrón?

—¡Los lobos!

—¡Mala señal! detrás de ellos estarán los "águilas".

—Reposemos un momento. Si la casa de Talmá hubiese sido asaltada, habríamos oído repetirse los tiros de fusil. Llegaremos a tiempo.

Los bandidos que infestan las estepas turquestanas usan de un sistema especial, triste pero seguro para dar caza al hombre, porque de su delito no queda la menor traza: siguen a los lobos. Estas bestias, como es sabido, sólo atacan a las personas cuando están aisladas o en pequeño grupo, así es que en cuanto los salteadores entienden sus lúgubres aullidos, que el viento lleva muy lejos, montan a caballo y por la vía más breve caen sobre los infelices viajeros y los roban y degüellan sin piedad. Los lobos; intimidados por la aparición de tanta gente montada, se detienen a cierta distancia y apenas aquéllos se retiran después de cometidas sus fechorías, se dan un banquete con los cuerpos de las víctimas. Los turquestanos afirman que estos carniceros nunca asaltan a los asesinos, aún hallándose en gran número, por haber comprendido que son sus mejores proveedores de alimento. Desde luego que esta versión no puede comprobarse. Hossein y Tabriz se pusieron a observar las pequeñas sombras de ojos fosforescentes que corrían con fantástica ligereza y pegaban saltos por encima de las altas hierbas.

—Son realmente lobos —dijo el joven sin demostrar la menor inquietud— pero no hay que preocuparse. No están en cantidad suficiente como para atreverse a atacar; además, nuestros bridones corren más que ellos.

—Y deben saberlo, patrón, porque permanecen a distancia.

—Lo que interesaría descubrir es si los "águilas" se encuentran delante o detrás de ellos. —Eso es difícil adivinarlo.

—¿Qué aconsejas hacer?

—Tomar vuelo y hacer correr a los lobos, señor. Todavía no han empezado a ulular y tal vez los bandoleros estén lejos.

—¡Adelante, entonces, y estemos bien en guardia!

Los dos finos corredores emitieron un relincho, levantaron las orejas y se arrojaron en la oscuridad con la cabeza extendida, las narices dilatadas y las pupilas brillantes. Los lobos saludaron su partida con un espantoso concierto de aullidos que se expandió por toda la dilatada planicie.

—¡Los malditos nos están denunciando a los "águilas"! —dijo Tabriz martillando una de sus pistolas.

—No tires por ahora —le indicó Hossein—. Pueden creer también que están persiguiendo a un grupo de asnos salvajes o de gacelas.

Las hambrientas fieras, divididas en dos filas, galopaban a derecha e izquierda de los corceles separadas por un espacio de cincuenta metros. No eran más de una treintena y parecía que no se sintiesen suficientemente fuertes para acometer. Especularían también con que saltase de la montura alguno de los jinetes o rodase agotado uno de los animales para caerle encima. No habían transcurrido muchos minutos cuando el gigante divisó sobre la línea del horizonte, que empezaba a clarear, grandes sombras que se agrupaban rápidamente.

—¡Patrón! —gritó—. ¡Los "águilas" están delante nuestro! Mira qué raya oscura que se mueve allí. Pareciera que se preparasen a cerrarnos el paso.

—¡Miserables! —rugió el joven levantándose en los estribos para ver mejor—. ¡Creen poder detener al sobrino del "beg" Agha! ¡Atravesaremos sus 'filas como balas de cañón!… ¡Fuera, el "cangiar", Tabriz!

—¡Ya lo empuño!

—¡La rienda entre los dientes y una pistola en la mano izquierda;… ¡A todo galope!

Cuando estuvieron a cincuenta pasos de la barrera enemiga una voz potente les gritó:

—¡Párense! ¿Quién vive?

—¡Amigos de la estepa! —contestó Hossein levantando el "cangiar".

—¡Deténganse!

—¡Espera un momento!… ¡Atropella, Tabriz! ¡A ellos!

Un jinete que se había destacada de la línea avanzaba al trote corto. Hossein le apuntó su pistola y disparó. El bandolero, golpeado en medio del pecho, abrió los brazos, dejó caer la brida y cayó pesadamente, mientras su caballo espantado pegaba un brinco y emprendía una loca fuga por la estepa.

—¡Carga, Tabriz! —ordenó el joven—. ¡Embistamos a esos perros!

Los dos hombres arremetieron contra los bandidos con el ímpetu de un huracán. Eran unos veinte, formados en fila y bien montados y armados, pero Hossein y Tabriz, después de descargar sus pistolas, apretaron con las rodillas los flancos de sus cabalgaduras y comenzaron a repartir a diestro y siniestro terribles sablazos. Esa carga furiosa, llevada con tanta audacia, tomó de sorpresa a la banda, produciendo en ella pánico e indecisión. En lugar de cerrar la línea sus componentes hicieron saltar a los caballos de costado abriendo con ello un pasaje y no atinaron siquiera a usar sus armas de fuego. La valiente pareja, abatidos un par de facinerosos, pasó como una tromba y continuó su veloz carrera por entre las tupidas hierbas de la llanura.

—¡Afloja las riendas, Tabriz! ¡Esos perros ahora tratarán de darnos alcance! —recomendó Hossein.

Múltiples detonaciones confirmaron sus palabras y los proyectiles silbaron alrededor de los jinetes. El coloso se volvió para mirar lo que sucedía a sus espaldas y vio a la masa de piratas esteparios que ávida de venganza por la muerte de sus compañeros, se había lanzado tras ellos como una caterva de demonios lanzando alaridos espantosos. Pero sus caballos turquestanos no tenían la clase de los persas, y a pesar de que éstos habían galopado más de dos horas, no dejaban que se les aproximasen los de sus perseguidores.

—No nos van a perder de vista —comentó Hossein.

—Dentro de poco estaremos en la casa de Talmá —respondió Tabriz— y entonces…

Una lejana descarga interrumpió su dicho. El joven profirió un juramento.

—¡Están atacando!…

—Sí, la casa de Talmá —confirmó el servidor que se había puesto pálido.

—¡Ah, canallas!… —aulló Hossein, hirviendo en cólera. En ese instante resonó una segunda descarga.

—¡Parece que se está combatiendo en dos lugares distintos! —apreció Tabriz.

—Los bandidos han de haberse dividido en dos grupos; uno estará sitiando la casa de mi prometida y el otro habrá arremetido contra la aldea de los sartos para impedir que acudan en ayuda de su señora.

—Bien; quiere decir que tenemos enemigos atrás, enemigos delante y enemigos en los flancos… ¡Si hoy no dejamos aquí la piel, viviremos cien años!

—¿Siempre nos persiguen?

—Sí, se hallan distantes, pero no demuestran intenciones de abandonar la caza. Lo que me sorprende es que no hagan uso de sus fusiles: todavía podrían hacer blanco.

—Han de querer tomarnos vivos.

—En efecto, cuando pasamos entre ellos han tirado a nuestras monturas y no a nosotros.

—Aprovecharemos esa interesada magnanimidad para hacer estragos en ellos… ¡Oh! ¡Otra descarga!… ¡Parece que esos perros intensifican el ataque!

Los disparos arreciaban, sin pausa, lo que denotaba que los asaltantes habían encontrado recia resistencia. Hossein y Tabriz, encorvados sobre la silla, escrutaban ansiosamente el horizonte. Sus rostros reflejaban preocupación y rabia.

—¡Ya estoy aquí, Talmá! —gritaba el joven como si ésta pudiese oírlo—. ¡Resiste todavía algunos minutos! ¡Pronto estará a tu lado el hombre que te ama!

Unos momentos más tarde vieron destacarse sobre la planicie los contornos de una construcción maciza de la que brotaba intermitentes lampos de fuego que se cruzaban con otros que salían de las altas hierbas.

—Patrón —propuso Tabriz— entremos por la parte trasera del edificio. Los "águilas" están arremetiendo de frente y por aquel lado no se nota ningún movimiento.

—Como quieras. Tabriz, aunque mi deseo sería caer inmediatamente sobre esa canalla y sablearla a gusto.

—Es mejor ser prudente, señor. Son muchos y nunca se sabe dónde va a terminar una bala de pistola o de mosquete.

—Da la vuelta, entonces; nos tomaremos más tarde la revancha.

Hicieron un rodeo para acercarse a la casa por la parte posterior sin ser notados. Los "águilas de la estepa", que tenían concentrada toda su atención en el ataque, ni siquiera advirtieron su llegada.

Capítulo 6. Talma, La Bella

Mientras los turcomanos, pueblo esencialmente nómade, vivían bajo tiendas, los sartos, que forman una tribu aparte, aunque habitan en la misma estepa… fabrican sus viviendas, y como no disponen de madera, por be en el transcurso de los siglos los bosques desaparecieron del Turquestán debido a que los naturales abatieron los árboles sin cuidarse de plantar otros, sólo utilizan la tierra arcillosa. Con ella forman ladrillos que dejan secar al sol y emplean en la construcción de sus casas. Estas son pequeñas y de poca altura, aunque de paredes compactas, y de un color grisáceo que producen mala impresión; las puertas son tan bajas que para pasar hay que agacharse. Salvo los arquitrabes de la entrada, constituidos con pedazos de madera sacada con infinita fatiga de los "arctha", gigantescos enebros que crecen en los valles lejanos, la obra entera es de tierra. Los techos, con armazón de cañas recubiertas de hojas secas, son de poca duración, pues los arruinan las lluvias que en esas regiones persisten varias semanas. El pobre sarto ve cómo su casita se va desmoronando lentamente y debe abandonarla y fabricarse otra.

Sólo a las familias ricas les es dado construirse edificios amplios y sólidos con cimientos de ladrillos cocidos, pórticos, patios y terrazas. Su arquitectura no es, empero, muy diferente de la de los humildes: son casas macizas, pesadas y más bien bajas para evitar que se desplomen durante alguno de los fuertes terremotos que allí se producen. En general, cada vivienda está dividida por un patio en dos secciones distintas: el "esquire", reservado exclusivamente a las mujeres y el "sacchir" o "birun", que ocupan los hombres, sus amigos y los caballos.

La casa de Talmá no era, por cierto, de las de la clase pobre, siendo la hija de un "beg" sarto que había acumulado grandes riquezas. Contenía muchas habitaciones, patios, y terrazas y sus muros, muy sólidos, tenían ventanas cerradas con barrotes de hierro. Se la consideraba como una fortaleza intomable por gente armada solamente de pistolas y arcabuces. Hossein y su gigantesco servidor, una vez llegados al pie del edificio saltaron a tierra y recogiendo todas sus armas se dirigieron a la pared del recinto en que se guardaba a los caballos y carneros de la propietaria.

—Deja sueltos a nuestros jorsanes —dispuso el joven—. No necesitan de nosotros para volver a la tienda. No quiero que los vean los bandidos.

Tabriz les quitó las riendas con los frenos para que fuesen más libres y les prodigó dos poderosas patadas. Los animales, no habituados a ese trato desconsiderado, se encabritaron y partieron velozmente, desapareciendo en la oscuridad.

—Ya se fueron, patrón —informó el mastodonte.

—Ahora trepa a la muralla y ayúdame.

—Un momento, señor. Antes hay que advertir a los defensores, de lo contrario nos tomarán por "águilas" y nos recibirán a balazos.

—Es verdad —convino el joven—. ¿Qué hacer?

Tabriz estaba por contestar cuando una sombra apareció en la terraza de esa parte de la casa.

—¡Somos amigos! —gritó Hossein—. ¡Soy el sobrino del "beg" Agha! ¡No tires!

El hombre, que ya había apuntado el fusil, lo bajó.

—¡Arrójame pronto una cuerda! —agregó el joven ¡Los bandidos se están acercando! El hombre desapareció.

—Escala el muro, Tabriz; ya los siento llegar.

El gigante dio un salto y se aferró con las dos manos a los bordes, se izó y puesto a horcajadas tendió las manos a su joven patrón y lo levantó hasta sí con extrema facilidad. Al otro lado había numerosos caballos que se encabritaban a cada detonación y se esforzaban por romper las correas que los tenían sujetos a los postes. Hossein y Tabriz atravesaron corriendo el recinto y llegaron al frente de la casa en el momento en que una cuerda a nudos era arrojada de la terraza.

—Trepa, patrón, mientras yo trataré de hacer frente a los bandoleros por algunos minutos.

Detrás del muro que acababan de salvar se oía el alboroto que aquéllos armaban v los preparativos que hacían para realizar el escalamiento. Hossein, sin pérdida de tiempo, se prendió de la cuerda y se elevó rápidamente hasta donde un servidor lo esperaba con un mosquete cargado.

—¿Eres tú, señor? —Lo saludó extrañado—. ¡No te esperábamos tan pronto!

—Calla y prepárate a hacer fuego —le respondió el joven descolgando de la espalda su fusil v martillándolo—. Le falta subir a Tabriz, que está abajo.

Dos disparos sonaron en aquel momento y detrás del muro aparecieron otras tantas cabezas.

—¡Sube, Tabriz! —gritó Hossein y vuelto al servidor—. Tú apunta al de la izquierda, que yo me encargo del de la derecha.

Siguieron dos detonaciones y los s tos, que ya estaban a caballo del muro se desplomaron lado exterior, en el mismo instante en que el inmenso Tabriz ponía los pies en la terraza.

—Ve a saludar a tu amada, patrón —dijo éste en cuanto estuvo arriba.

El joven, encorvándose para no servir de blanco a los atacantes, llegó hasta una escalera cubierta que terminaba en una veranda. Desde ella algunos hombres resguardados detrás de un parapeto hacían fuego.

—¡Talmá! —gritó Hossein al ver blanquear entre ellos una forma femenina.

Una vibrante exclamación le contestó:

—¡Mi prometido!… ¡Estamos salvados!… ¡Fuego, amigos, fuego!

Y Talmá, que justificaba plenamente su fama de ser la muchacha más hermosa de la estepa turquestana, corrió a refugiarse en los brazos del hombre amado. No tendría más de quince años, pero era tan alta como Hossein y llenita de formas, como gusta a los orientales, para quiénes la flacura en una mujer es considerada como una grave imperfección. Poseía grandes ojos azules debajo de unas cejas de arco perfecto; los cabellos, más negros que alas de cuervo, los llevaba recogidos en varias trenzas y sujetos con ristras de perlas. Vestía una casaca de seda verde, abierta en el pecho, que cubría una fina camisa blanca; calzones largos, embutidos, para no dejar transparentar las piernas; calzaba botines altos de cuero rojo y punta muy levantada y rodeaba sus caderas un chal de Cachemira de soberbios colores, anudado delante, y cuyas puntas colgaban hasta casi tocar el suelo. Pese a la situación grave, se había adornado los brazos con valiosas pulseras y prendido a sus orejas largos pendientes formados con perlas, turquesas y rubíes.

—Llegas a tiempo, mi valiente Hossein —le expresó la muchacha con voz emocionada—. ¿Y tu tío? ¿Y Abei? ¿Viniste con la escolta?

—Sólo con Tabriz, pero no tengas cuidado, mi dulce Talmá, dentro de una hora o dos mis hombres estarán aquí y haremos una hecatombe con esos miserables. ¿Está atrincherada la casa?

—Todas las puertas están barricadas.

—¿De cuántos hombres dispones? —De nueve; uno te lo envié, ¿lo viste?

—Sí, y ha muerto… Pero salgamos de este lugar las balas rebotan de todas partes. Debemos ocuparnos de la defensa.

—¡No te expongas, Hossein! —le gritó, al ver que se precipitaba al parapeto de la galería.

—No temas —le dijo el joven, separándola dulcemente—. Refúgiate tú en el interior de la casa. Por ahora no es grave el peligro.

—Soy la hija de un "beg" —replicó haciendo un gesto negativo la muchacha— y también por mis venas corre sangre guerrera. Quiero afrontar a tu lado las balas de esos bandidos, Hossein.

—Veo que la más hermosa de nuestra estepa es también la más valiente. Ven, Talmá, vamos a demostrarles a los "águilas de la estepa" cómo combaten los hombres del Caspio y las mujeres del Aral.

Tomados de la mano se acercaron al parapeto desde el cual los servidores, arrodillados uno junto a otro, mantenían un fuego vivísimo contra los sitiadores. Una parte de éstos se esforzaba por llegar al pie del edificio arrastrando una larga escalera, mientras otra, oculta detrás de las matas de hierba, concentraba su fuego contra la galería, paró obligar a retirarse a los defensores. Hossein y Talmá, al reparo de una sólida pilastra, disparaban sin pausa los fusiles que un servidor arrodillado junto a ellos les cargaba. La muchacha, habituada a las correrías que los bandidos en forma periódica efectuaban a las aldeas sartas, no manifestaba ningún temor y hacía fuego con toda tranquilidad, orgullosa de mostrar su coraje al sobrino del "beg" más respetado de la estepa. De tanto en tanto volvía hacia él la cabeza para dirigirle una sonrisa.

El fuego se hacía cada vez más recio. Los "águilas" irritados al verse tenidos en jaque por un pequeño puñado de hombres que habían creído poder derrotar con toda facilidad, avanzaban audazmente al asalto de la casa sin cuidarse de los compañeros que caían muertos o heridos. Hadgi los incitaba al ataque aullando ferozmente y prometiéndoles las cabezas de los siervos defensores. Entre los forajidos se encontraría de seguro el "mestvire", que era el verdadero jefe de la banda, pero si estaba allí se cuidaba bien de mostrarse. Hossein, que no erraba tiro y abatía a los más furibundos, ya empezaba a preocuparse por la tardanza de Abei.

—¿Qué estará haciendo mi primo? —se preguntaba—. Ya debería hallarse aquí con la escolta.

—Pareces inquieto, Hossein —le dijo Talmá, que había estado observándolo—. ¿Temes que le haya pasado algo al anciano "beg"?

—A él no —respondió el joven—. Los "águilas" lo respetan y ninguno se atrevería a agredirlo. Pienso en Abei, cuya demora en llegar no me explico.

—¡Con tal de que no tarde mucho! ¡Me desespera pensar que tú puedas caer bajo los golpes de esos bribones! —dejó escapar la muchacha en un sollozo.

—¡Calla, luz de mis ojos! —la amonestó dulcemente su prometido—. ¡No angusties el corazón del guerrero que combate por ti…! ¡Haz fuego, Talmá! ¡Allí, contra aquel grupo!… Tabriz, acércate!

El gigante, que disparaba desde la terraza, no obstante el ruido de la fusilería, oyó la voz del jefe y corrió a su lado con el arma humeante en la mano.

—¿Qué mandas, patrón?

Hossein, después de ordenar a dos servidores que fuesen a ocupar el sitio abandonado por Tabriz, preguntó:

—¿Invadieron el recinto los "águilas"?

—Todavía no, señor; están detrás del muro y no demuestran tener prisa para escalarlo.

—Necesito de tu fuerza… ¡Ponte atrás, Talmá!

—¡Ah…! ¿Está aquí la señora? —exclamó el coloso, que hasta entonces no la había visto—. No creo que sea este tu puesto…

—Déjame hacer todavía algún disparo, Tabriz —pidió la muchacha.

Algunos clamores salidos del grupo que defendía la veranda, les indicaron que allí estaba por ocurrir algo grave. Hossein echó una rápida ojeada por encima del parapeto.

—¡Han colocado la escalera! —gritó.

—Déjalos subir, patrón —lo tranquilizó el mastodonte, remangándose los brazos y dejando al descubierto dos bíceps tan poderosos como los de un gorila.

Hossein empujó a la joven hasta la puerta de una de las habitaciones que daban a la galería y le dijo con voz alterada:

—Vé, amada mía. Este es un momento terrible y no debes estar cerca mío… mi corazón desfallecería.

—Si hemos de morir, Hossein, quiero caer a tu lado —exclamó la muchacha con acento apasionado.

—¡Es el guerrero quien te lo manda y no el prometido que lo implora, mi amor, y debes obedecer!

Se arrancó bruscamente de su abrazo y sacando las pistolas del cinto se lanzó entre el humo de la pólvora.

—¡Heme aquí, Tabriz! —gritó a su siervo—. ¿Suben?

—Sí, y los estoy esperando —contestó el gigante con voz reposada.

Una docena de bandidos se habían encaramado por la escalera con los "cangiares" entre los dientes, apoyados por el fuego infernal que hacían los que habían quedado en tierra.

—¡A tu faena, Tabriz! —comandó el joven dominando con su voz los alaridos de los asaltantes.

El gigante, que estaba agazapado detrás del parapeto, se incorporó de golpe, aferró las dos extremidades de la escalera y apelando a todas sus fuerzas la empujó hacia fuera. Pesadísima debido al número de hombres que la ocupaban, al principio resistió, pero luego, ante la formidable presión de sus brazos, se desplomó sobre las hierbas de la estepa. El racimo humano que colgaba de ella se desprendió dando volteretas en el aire y cayó entre aullidos de espanto y gemidos de dolor.

—¡Concluido! —proclamó el coloso, riendo—. Espero que ésos, por lo menos, estarán escarmentadas.

En ese momento se oyeron las voces de los servidores de Talmá que gritaban:

—¡La caballería!… ¡Los sartos!… ¡Llegan los sartos!

Hossein se había precipitado al parapeto mientras Tabriz, que parecía haberse puesto furioso, con un golpe de hombro derribaba una de las columnas de la veranda, con riesgo de derribar parte de la terraza, y cubrió de escombros a un grupo de "águilas" que se estaban esforzando por enderezar de nuevo la escalera. Cuatro escuadras de jinetes venían cruzando a rienda suelta la estepa y a su frente podía distinguirse, iluminado por las primeras claridades de la aurora a un soberbio jinete de barba blanca que montaba un corcel más negro que el carbón, el cual describía saltos prodigiosos.

—¡Mi tío! —exclamó Hossein lleno de admiración—. ¡Estamos salvados!

El viejo "beg" se acercaba velozmente y ya podía oírse su atronadora e iracunda voz que bramaba:

—¡Miserables! ¡Giah Agha los va a exterminar!… ¡A cargar con los "cangiares", sartos!

Los bandidos, en cuanto notaron la llegada de refuerzos, habían comenzado a replegarse y a huir desordenadamente a través de los matorrales.

—¡A caballo! —había ordenado Hada—. Reanudaremos la empresa en el momento oportuno.

Sonó una trompeta: era la señal de retirada. Los "águilas" que se encontraban detrás de la casa de Talmá haciendo fuego contra la terraza, abandonaron rápidamente el muro y se reunieron con sus compañeros perseguidos bajo el incesante fuego de los sitiados.

—¡Al galope! —mandó Hadgi—. ¡Hemos perdido la partida!

Los "águilas de la estepa" aflojaron las bridas de sus monturas y formando dos largas filas desaparecieron en dirección al este antes que el temible Giah Agha tuviese tiempo de cortarles la retirada con sus pelotones de guerreros.

Capítulo 7. La Desaparición de Abel Dullah

Después de la partida apresurada de Hossein y Tabriz, el viejo "beg" había quedado completamente solo en la tienda, pues Abei Dullah marchó también en procura de la escolta que debía venir de occidente. Hechos sus preparativos de defensa, en previsión de que algún grupo de salteadores pudiese intentar un golpe de mano sabiéndolo sin compañía, había vuelto a dedicarse a aspirar el aromático humo de su narguilé. Como la noticia de la inminente boda de su sobrino Hossein con la bella Talmá se había difundido por toda la estepa y los presentes de los ricos son siempre de gran valor, no era difícil que el ataque de los bandoleros del desierto estuviese dirigido más contra los regalos que contra los contrayentes. Eso, por lo _venos, pensaba el "beg", que en su juventud había sido un guerrero indómito y cuyos ardores bélicos los años no habían logrado atenuar. Apenas los tres compañeros habían desaparecido en la oscuridad, aprontó sus arcabuces persas de largo alcance, se acomodó dos pistolas en la cintura, al lado de su "cangiar" adornado de rubíes, y turquesas, y fue a situarse en la entrada de la tienda.

—Si los bandoleros tienen el antojo de hacerme una visita —musitó— los recibiré con todos los honores que merecen.

Su pipa se había apagado; volvió a encenderla y prosiguió:

—La escolta no puede tardar en llegar: el caballo de Abei nada tiene que envidiar en ligereza al de Hossein y al mío… A propósito. Será mejor que ponga a éste al seguro y que lo tenga cerca… ¡Heggiaz! —gritó.

Un relincho respondió en seguida al llamado y un soberbio bridón surgió de la sombra y corrió a poner su hocico en las manos de su amo. Era todo negro, de reluciente pelaje y enjaezado con lujo oriental: la gualdrapa que lo cubría hasta el vientre estaba bordada en plata, con adornos de perlas en los cuatro ángulos y de la montura y bridas colgaban cadenillas con monedas de oro. El "beg" le echó una bocanada de oloroso humo en las narices, que el animal pareció gustar, y le dijo:

—Acuéstate cerca mío, mi bravo Heggiaz: tú percibes a los enemigos desde lejos mejor que yo.

El caballo obedeció dócilmente y se tendió en medio de las hierbas que crecían junto a la tienda. Pasó más de una hora, durante la cual se oyó el silbido del viento y el movimiento que hacían los halcones inquietos. El anciano ya no fumaba con su calma habitual, como lo denunciaba el fuerte burbujear del agua del narguilé.

—Abei debería ya estar aquí con la escolta —murmuraba preocupado—. ¡A menos que haya tenido algún encuentro con los "águilas"! ¿Y Hossein? ¿Habrá llegado a casa de Talmá? Por él no temo, pues lleva consigo a Tabriz que vale por diez hombres y además, es más fuerte y valiente que su primo…

De pronto el caballo lanzó un agudo relincho y volvió las orejas hacia el oeste. El anciano se puso de pie y martilló uno de sus fusiles a la par que aguzaba el oído.

—Debe ser Abei que se adelantó a la escolta —se dijo al percibir un precipitado galope.

Pocos minutos después vio al que lo producía dar la vuelta a la tienda, acaso para frenar su impulso, y topar violentamente contra Heggiaz.

—¡Ader que vuelve sin Abei! —exclamó al reconocer al animal—. ¿Qué desgracia le habrá sucedido? Una caída no es posible, pues no sólo es un experimentado jinete, sino que su corcel no se habría movido de su lado.

Llevó a éste bajo la lámpara y lo observó: no mostraba ninguna herida y su guarnición estaba intacta. El anciano hizo un gesto desesperado.

—¡Hossein y Talmá en peligro, Abei desaparecido y yo sin poder saber nada! ¡Malditos "águilas"! ¡Que la ira del Profeta caiga sobre ellos! ¿Qué hacer?…

Permaneció un momento inmóvil contemplando con mirada colérica la dilatada estepa; luego tomó una resolución.

—¡Iré a pedir ayuda a los sartos!

Ató a un poste el caballo del sobrino, apagó la lámpara, bajó la pesada manta que servía de puerta a la tienda y echándose el fusil a la espalda llamó a su Heggiaz. Tomado de las crines puso un pie en el estribo y con la agilidad de un joven saltó a la silla.

—¡Y ahora, mi bravo, no pares hasta la aldea de los sartos! —dijo a su bridón.

El noble animal partió como un rayo hacia el norte, en dirección al poblado próximo a la casa habitada por Talmá, de quien dependía como una especie de feudo, ya que el padre había sido "beg" de la tribu. Giah Agha pensaba alcanzarlo antes de una hora y media y la fortuna favoreció sus propósitos, pues los bandoleros, seguros de no ser molestados y ansiosos de apoderarse de los tesoros encerrados en la casa, habían cometido la imprudencia de no distribuir centinelas en la llanura y pudo atravesarla sin ningún mal encuentro, fuera de algún grupo de lobos que no se atrevieron a atacarlo. Era la medianoche cuando entró en la aldea integrada por un centenar de casitas y en la que reinaba un profundo silencio. Sus habitantes dormían como benditos sin imaginar que los "águilas de la estepa" estaban asaltando la morada de su señora. El "beg" se detuvo delante de una casa mayor que las demás y descargó su arcabuz al aire. No había cesado el eco de la detonación y ya se veían iluminarse algunas de las pequeñas ventanas y partir gritos de diferentes casas. En la terraza de la más cercana apareció un hombre armado de fusil y con una antorcha encendida.

—¡A las armas, sartos! —aulló con voz tonante—. ¡Nos asaltan los "águilas"!

—¡Cállate, grajo! —le espetó el anciano—. En lugar de chillar, baja y reúne a toda tu gente.

—¿Quién eres? —quiso saber el sarto.

—¡El "beg" Giah Agha!

El hombre desapareció para presentarse poco después acompañado de varios otros que llevaban en las manos lámparas y mosquetes.

—¿Tú, señor? —exclamó con expresión de estupor el que había dado la alarma.

—¡Mientras ustedes duermen, los bandidos están asaltando la casa de vuestra patrona!

—¡La casa de la princesa! —repitieron muchas voces.

—¡No pierdan tiempo! Reúnan la mayor cantidad de combatientes y síganme. Daremos a los condenados "águilas" una buena lección.

De todas partes venían corriendo hombres armados y cada cual con su respectiva montura.

—¿Cuántos son? —preguntó el "beg".

—Unos doscientos —contestó el de mayor edad.

—Bien. ¡A caballo! ¡Giah Agha los conduce!

La fama del viejo caudillo era conocida; por otra parte, los sartos siempre se mostraron valientes soldados, en sus continuas guerras con quirguizos y usbekis, los eternos depredadores de la llanura turana. En un lapso corto el pelotón estuvo listo y abandonó la plaza acompañado por las voces de las mujeres y ancianos que le gritaban:

—¡Regresen vencedores!

También el almuecín había subido al pequeño minarete de la mezquita, ya medio derrumbado, y berreaba con todas sus fuerzas:

—"¡Slonchay!… ¡Dismillahir rahmunvir rahim!"

El "beg" se había puesto a la cabeza del escuadrón y lo conducía con una velocidad vertiginosa. Habían recorrido apenas un par de millas cuando comenzaron a oír el estruendo de la mosquetería.

—¡Preparen las armas! —ordenó el jefe, enderezándose en los estribos y empuñando su "cangiar"—. ¡Y peguen sin compasión!

La desenfrenada carrera prosiguió todavía por algunos minutos mientras las descargas se hacían más seguidas e intensas… De pronto algunos de los sartos comenzaron a gritar:

—¡"Kabarda! ¡Kabarda!"

Varios hombres huían a caballo a través de la estepa; lampos de fuego salían de las hierbas y se cruzaban con otros procedentes de la casa de Talmá, ahora visible.

—¡Toca a cargar, ordenanza! —comandó el "beg".

Un hombre que lo seguía de cerca sacó de la silla una especie de corneta y se puso a soplarla con furia, arrancándole notas estridentes que se propagaban a gran distancia. Eso fue lo que produjo el desbande de los "águilas de la estepa".

—¡Padre! —gritó Hossein, cuando el anciano jefe llegó junto a la casa.

—¿Dónde está Talmá? —preguntó Giah Agha mientras bajaba del caballo—. Manda abrir la puerta.

—Está aquí, cerca mío —contestó el joven dando la orden a los servidores.

En tanto se retiraban las dos pesadas losas que cerraban las entradas de la casa, los sartos emprendieron la persecución de los malhechores, deseosos de vengar los arrasamientos de sus tierras y los robos de majadas que tantas veces habían sufrido de ellos. El "beg" penetró al interior precedido de su ordenanza y se encontró con Hossein y Talmá que lo esperaban al pie de la escalera que llevaba a la galería.

—¡Allah sea loado y su Profeta! —exclamó abrazando a los dos jóvenes—. Temía no llegar a tiempo… Espero que los "águilas" ya no volverán a turbar vuestra felicidad.

—¡Gracias por el augurio, padre! —respondió la melodiosa voz de Talmá.

—¿Y Abei? —inquirió Hossein—. ¿Está dando caza a los enemigos?

—No lo he visto —le informó el anciano. Su caballo volvió a la tienda sin jinete.

—¡Abei desaparecido!… —gritaron a un tiempo los dos prometidos.

—Temo, hijos míos, que haya tenido alguna malaventura antes de alcanzar a la caravana.

—¡Hay que salir a buscarlo!…

—Sí; voy a confiar esa misión a Tabriz. Me apenaría que no asistiese a vuestra boda.

El gigante era muy conocido de los sartos: eligió a veinte de ellos, montó a Heggiaz, el cual a pesar de la larga carrera aparecía como recién salido de la caballeriza, y se puso en marcha al instante, mientras desde la veranda el "beg" le gritaba:

—¡Regresa pronto y con él!

Capítulo 8. La Estepa Turquestana

En el espacio que se extiende de oriente a occidente entre los mares Caspio y del Aral y linda con Persia, Afganistán, el Tíbet y Siberia vive un pueblo bravo y belicoso que ninguno de los Estados confinantes ha sido capaz de subyugar. Sólo los rusos, después de no fácil lucha y enormes sacrificios, lograron recientemente ponerle freno, pero no dominarlo, y aún hoy pueden considerarse todos sus kahanatos como independientes. Es el de los turcomanos, formados por varias razas que lo único que tienen de común entre ellas es una cosa: el instinto de la rapiña. En eso se parecen a los temibles "tuang" que imperan en el desierto del Sahara.

Ese pueblo inquieto, del que salieron en los pasados siglos las hordas que invadieron el Asia Menor y la península balcánica y unidas a los árabes hicieron temblar durante tanto tiempo a las aguerridas naciones del Mediterráneo, ocupa toda la inmensa estepa y el valle del Óx, parte de Jorasán y una porción de Beluchistán. Es una tierra ardiente y árida en verano y fría y nevosa en invierno, y en la que sólo crecen, gracias a las abundantes lluvias que caen en otoño y primavera, hierbas que asumen gran altura. Existen algunos oasis donde se cultivan con buenos resultados arroz, lino, algodón y frutas, los que se producen también en los valles que cruzan sus mayores ríos: el SyrCeria, el Kisel y el Óxus, particularmente fértiles.

Cuatro castas diferentes se disputan el predominio: la de los usbeki, oriundos del Volga, que forman la gran masa; la de los turcomanos, ascendientes de los turcos de la parte europea; la de los quirguisos, llamados los "águilas de la estepa", salvajes, depredadores, siempre en lucha con sus vecinos, y la de los bujaras, que son los más civilizados, a la par que los más débiles, y tienen que soportar el yugo de las otras tres. Al contrario de éstas, que viven como nómades y desprecian la agricultura, los bujaras cultivan el suelo y construyen aldeas. A ellos pertenecen los sartos.

El pelotón comandado por Tabriz se dirigió primeramente a la tienda del "beg" para poner a buen recaudo las arcas conteniendo sus riquezas. Poco a poco había ido clareando y el sol de otoño iluminaba la estepa; grupos de gacelas salían huyendo de las matas a velocidad fantástica y cantidad de liebres, animal cuya carne considera el musulmán tan impura como la del puerco, lo hacían casi por entre las patas de los caballos. Serían las siete cuando el coloso divisó la tienda que se destacaba solitaria sobre la dilatada llanura.

—Parece que hasta aquí no han llegado los "águilas" —dijo el gigante al jinete que galopaba a su lado y hacía las veces de ordenanza—. ¡No saben el botín que se han perdido!…, Dime, ¿sabes quién los acaudilla?

—Se dice que un turcomano de las márgenes del Caspio —contestó el sarto.

—Hubiera jurado que todos eran quirguizos y procedían de la estepa del hambre… pero unos y otros, esos pajarracos son peligrosos cuando abren las alas. Acorta la marcha, que puede haber algunos ocultos que nos hagan fuego a quemarropa.

Se hallaban a un centenar de metros de la tienda. Tabriz detuvo su caballo y lo obligó a relinchar pellizcándole la oreja. De inmediato se escuchó otro relincho.

—Es el bridón de Abei que contesta —reconoció el gigante—. Podemos acercarnos con confianza.

Aflojó las riendas y en pocos instantes estuvo frente a la tienda, levantó el paño que le servía de puerta y vio al animal atado a una pértiga.

—¡Es extraño! —murmuró después de revisarlo—. ¡Ni un rasguño… ni una mancha de barro en las rodillas…! El caballo no ha caído… ¿cómo pudieron apoderarse de Abei?… ¡Aquí hay un misterio!…

Dejó dos hombres de guardia para que cuidasen la tienda y volvió a montar diciendo a los de la escolta:

—¡Síganme y agucen bien los ojos y los oídos!

El pelotón se puso al galope. Tabriz había decidido marchar directamente hacia el Ungus-Bett, en cuyas riberas Abei había dejado a la caravana de camellos. De hacer sido éste sorprendido en el camino, tendría que encontrar sus huellas o su cadáver.

—Traten de ver si descubren águilas, no humanas, sino de plumas —recomendó a su gente—. Cuando éstas bajen es porque hay algún cuerpo que destrozar.

—¿Crees que lo han asesinado? —le preguntó el ordenanza.

—No, no lo creo, y aunque nunca me ha sido muy simpático… —hizo un gesto vago con la mano.

Nubes de "coaboras", especie de avutardas de plumas gris-amarillentas y manchas oscuras, volaban alrededor de pequeños estanques. El coloso no les prestó la menor atención, pues toda ella la tenía conservada en una línea abierta en la hierba que a cualquier otro le hubiera pasado inadvertida.

—Debe haberla hecho el caballo de Abei —musitó.

Hacía una hora que galopaban y ya se distinguía a través de la niebla formada por la evaporación de la humedad el río cercano, cuando se oyó un agudo lamento procedente de un cañaveral que bordeaba una laguna. En el mismo instante salió de allí volando una bandada de grajos. El gigante paró de golpe su cabalgadura a riesgo de quebrarle las patas.

—¡Socorro! —clamó una voz.

—¿Será Abei? —se preguntó el coloso—. ¿Qué haya tenido la suerte de encontrarlo? —Y se puso a gritar con todas sus fuerzas—. ¿Quién llama?… ¡Un poco de paciencia!… ¡Ya vamos!

Echó pie a tierra, lo mismo que su ordenanza, y con grandes precauciones ambos se internaron entre las plantas acuáticas abriéndose paso con el arcabuz. Al llegar al lugar de donde había partido el grito, inquirió:

—¿Eres tú, señor?

—¡No me engaño! —dijo una voz alborozada—. ¡Es Tabriz el que me habla!

El descomunal turcomano avanzó rápidamente y encontró al sobrino del "beg" atado de pies y manos y echado en medio de las plantas.

—¿Qué haces aquí, mi señor? —preguntó Tabriz—. ¿Te sorprendieron los "águilas"?

—¡Bien ves que estoy amarrado! —contestó Abei fingiendo indignación—. ¿Te parece que lo haya podido hacer yo mismo?

Con algunos golpes de "cangiar" el servidor cortó las ligaduras sin dejar de notar que estaban tan flojamente anudadas que con un pequeño esfuerzo hubiese podido desembarazarse de ellas.

—¡Hace seis horas que estoy aquí! —dijo Abei poniéndose ágilmente en pie—. ¡Podías haber venido antes!

—Teníamos que defender a Talmá, señor, y los malditos bandoleros nos tuvieron ocupados hasta el alba.

—¿Se la llevaron a Talmá?

—No, por verdadero milagro: una hora más que hubiésemos tardado y la casa habría sido tomada por asalto.

Abei se había puesto intensamente pálido y una profunda arruga surcaba su frente.

—¡Hossein está allí?

—Sí, con el "beg".

—¿Y quiénes son estos hombres que te acompañan?

—Los sartos de Talmá.

—¿Entonces se hará la boda? —quiso saber el primo felón, conteniendo a duras penas un gesto de rabia.

—Sí, señor, esta noche, a la caída de la tarde —le informó el servidor—, de manera que debemos ponernos en marcha sin pérdida de tiempo si quieres asistir. El "beg" cuenta con tus halcones y tu montura; la caravana debe de haber llegado ya con los regalos… ¡Traigan un caballo! —ordenó a los de la escolta.

Uno de los sartos avanzó, saltó a tierra delante de Abei y dijo:

—¡Larga vida al sobrino del "beg" Giah Agha! ¡Aquí está el mío, señor!

El joven lo aceptó sin dar las gracias; el dueño montó en las ancas del de un compañero y el pelotón salió al galope en dirección a la tienda. El primo de Hossein no volvió a abrir la boca y parecía entregado a tétricos pensamientos.

—Señor —observó en cierto momento Tabriz—, se diría que estás muy disgustado.

—Es verdad —contestó el taciturno— estoy furioso contra esos perros ladrones y además intrigado: me gustaría saber quién los habrá impulsado a dar este golpe de mano.

—También yo me lo pregunto —asintió el coloso—. Detrás de esto debe esconderse la mano de algún poderoso: el khan de Bukara o el de Chiva.

—Es posible —convino Abei y volvió a encerrarse en su mutismo.

Una hora después llegaron a la tienda y próximos a ella hallaron a los dos bribones que dejaron en libertad la noche anterior Hossein y Tabriz. Este, ayudado por los sartos, arrancó las pértigas y plegó los paños; hizo retirar alfombras y tapices, cofres y cojines y cargar todo sobre los caballos, dejando a Abei que se ocupase de sus halcones. A las tres de la tarde la caravana llegaba a la casa de Talmá rebosante de gente venida de todos los poblados vecinos.

La realización de un matrimonio en las estepas turanas es un acontecimiento de singular importancia que se realiza con grandes comilonas y diversiones y juegos en que los concurrentes hacen derroche de alegría y alarde de habilidades. Ese día se da hospitalidad a todo el mundo, amigos y forasteros y hasta a enemigos, los cuales no tienen nada que temer, por lo menos mientras duran las fiestas. Cuando los contrayentes son ricos, les agrada hacer ostentación de lujo y munificencia y no es raro que congreguen a millares de personas, algunas procedentes de lugares muy alejados, sabedoras de que se organizarán cacerías y carreras y banquetes colosales.

Las nupcias de Talmá y Hossein había atraído un numeroso concurso de caballeros bien montados, en hábito de fiesta, con enormes turbantes de variados colores y armas relucientes. ¿Quiénes eran y de dónde venían? Nadie hubiera osado dirigirles esa pregunta que, de acuerdo con la ley de la hospitalidad turquestana hubiese constituido una grave ofensa. Muchos eran sartos del Takhunt, gente amiga, que se distinguía por su larga túnica; otros, de blusa corta y anchas fajas de algodón, amplios calzones y botas amarillas o rojas, de cara barbuda y aspecto de bandoleros, pertenecían a otras tribus situadas, a leguas de distancia.

Los servidores de Talmá, con la colaboración de algunos aldeanos y de la escolta del "beg", llegada con los regalos, habían hecho todos los preparativos. Se habían tendido larguísimas mesas para el banquete nocturno y alineado cantidad de calderas para cocinar los trozos de carnero que habían preparado durante el día los cocineros improvisados, y al lado de ellas formaban centenares de tinajas rebosantes de leche ácida de camella. Todos los invitados podían comer y beber a reventar, para que pudiesen después alabar y propagar por todas partes las riquezas y la generosidad del "beg" y de los esposos.

El sonido de un cuerno anunció a los huéspedes, que se habían formado en dos interminables filas a lo largo de la estepa, que la cacería con halcones, primer número de la fiesta, iba a comenzar y que tres gacelas, animales velocísimos, serían la presa de esos rapaces. Se abrió la puerta principal de la casa y apareció Abei pomposamente ataviado en su hermoso bridón y llevando en el puño izquierdo, resguardado por un grueso guante, a su pájaro favorito. Detrás venían los novios: Hossein endosaba un hermoso traje persa de seda blanca con grandes alamares de oro y un gorro cónico con penacho adornado de diamantes y esmeraldas; Talmá, montada en cándida yegua, vestía su indumento de esposa: una magnífica túnica de seda encarnada, sin mangas, que dejaba al descubierto sus hermosos brazos engalanados con preciosas pulseras; calzones a la turca, de seda blanca; una faja azul rodeando sus curvas escultóricas y babuchas rojas con bordados de plata: cubría su cabeza con una especie de tiara de plata dorada incrustada de turquesas y tenía los cabellos separados en dos grandes trenzas, alargadas artificialmente con pelos de camello, sujetas por ristras de perlas y tapadas en parte por un rico encaje antiguo salpicado de rubíes, zafiros y esmeraldas, que le llegaba hasta la cintura. Giah Agha, que venía el último, estaba envuelto en una severa casaca de paño oscuro, se había ceñido un cinturón de piel amarillo que apretaba su famosa cimitarra de Damasco y rodeado su cráneo con un monumental turbante cuyo penacho sostenía un zafiro de inestimable valor. Cada cual llevaba un halcón en la izquierda perfectamente enguantada y su aparición fue saludada con un alarido salvaje que salía de mil bocas:

—¡"Uran"!…¡"Urán"!

Era el tradicional grito de los turquestanos que, como el de los cosacos, expresa a la vez furor y entusiasmo y es de exaltación y de guerra. En seguida de una choza levantada en medio de las altas hierbas se le dio libertad a tres graciosas gacelas capturadas vivas el día anterior, las cuales se lanzaron en veloz carrera por la vasta llanura, perseguidas por una turba de jinetes a la que precedían los novios el "beg", Abei y Tabriz, flanqueados por grandes lebreles con la lengua afuera y la cola al viento.

Capítulo 9. La Emboscada de las "Aguilas"

Los turquestanos no cuentan en su historia un Carlos V que dio en feudo la isla de Malta contra el tributo anual de un halcón blanco amaestrado; ni sacerdotes que se dedicaran más a criar estos rapaces que a sus prácticas religiosas; ni barones fanáticos, como algunos ingleses, que reclamaban el derecho de colocar sus pajarracos sobre los altares mientras se celebraban las funciones; ni un Francisco I que tenía un halconero mayor, jefe de quince nobles y cincuenta servidores, para cuidar a los trescientos que poseía: ni un Ludovico II que condenaba a muerte a quien robaba un halcón y a un año de cárcel al que sustraía un huevo de sus nidos. Con todo, los ricos, en especial los "beg" y los khanes, sienten una gran pasión por esas aves cazadoras y emplean para amaestrarlas los mismos métodos de los antiguos señores feudales.

Capturan al volátil adulto y lo dejan un tiempo tranquilo sobre un palo plantado en el suelo, ofreciéndole de vez en cuando un pequeño pájaro recientemente muerto o un trozo de cordero sangrante. Pon algunos días el pichón rechaza el alimento, pero constreñido por el hambre, termina por aceptarlo: es el primer paso. Así va conociendo al dueño y se acostumbra a permanecer algún tiempo sobre su puño, para lo cual se le cansa privándolo de sueño mediante el mantenimiento de luz cerca de los ojos. Entonces se le permite efectuar algunos cortos vuelos atado a una correa no mayor de cincuenta centímetros y volver a su puesto; luego se reemplaza la correa por un cordel de unos treinta metros de largo y se le enseña a partir y regresar al mandato de un silbo. Desde las primeras lecciones se le acostumbra a los gritos de los cazadores, a los relinchos de los caballos y a los ladridos de los perros, para que no se asuste en el momento de la caza y cuando conoce bien a su dueño y responde a su silbido, se le enseña a cazar "al vivo". Para ello, atan de una pata a un pájaro más bien grande y lo sueltan al tiempo que incitan al halcón a perseguirlo. Este parte como una flecha y aferra a la presa con sus garras; se deja que la devore y en ese tiempo se da vueltas a su alrededor para habituarlo a no alarmarse y a dejarse prender junto con sus víctimas. Un mes de estos ejercicios cotidianos basta para que quede perfectamente amaestrado y sepa cazar aves, liebres y también antílopes, a los que arranca los ojos y retiene hasta la llegada de los cazadores.

La cabalgata continuaba su furiosa carrera detrás de los fugitivos animales que atemorizados por los gritos, ladridos y el repiqueteo de los cascos equinos, trataban desesperadamente de alejarse, aunque los galgos, que se habían adelantado a los caballeros, no los perdían de vista. Abei, que dirigía la partida, cuando consideró que era el momento oportuno ordenó:

—¡Atención!… ¡A ti, Talmá!… ¡Suéltalo!

La muchacha desprendió la cadena de plata que sujetaba a su halcón y levantó el puño mientras Abei emitía un agudo silbido. El ave rapaz extendió las alas, las batió un par de veces y emprendió el vuelo.

—¡Adelante los otros! —gritó Abei liberando el suyo.

También el de Hossein partió como un rayo a juntarse con los compañeros y los tres, en un acuerdo perfecto, cayeron a plomo entre los cuernos de las aterradas gacela.: a las que detuvieron casi de golpe e hicieron doblar las rodillas.

—¡Bravo, mis criaturas! —exclamó Abei entusiasmado.

Las pobres bestias a las que los halcones habían devorado los ojos, se debatían exhalando dolorosos lamentos cuando la jauría de perros se arrojó sobre ellas ladrando furiosamente y cubriéndolas con sus cuerpos. Los dos primos y Talmá llegaron a tiempo para impedir que terminasen con las víctimas, las cuales yacían destrozadas en un lago de sangre. Hossein bajó del caballo, cortó un pie a la gacela más grande y ofreciéndolo galantemente a su prometida le dijo:

—¡A la reina de la caza!

Volvió a montar y dirigiéndose a sus huéspedes les anunció:

—¡El banquete nos espera!

—¡Uran!… ¡Uran!… —fue el grito con que acogieron su dicho.

Los halcones a un silbido de Abei ocuparon sus respectivos puestos; los jinetes rodearon a los novios y luego divididos en pintorescos grupos, se entregaron a variadas pruebas de destreza y ejecutaron la llamada "fantasía" turcomana. Lanzaban los caballos a todo correr y les hacían cambiar de frente con vueltas violentas: los entrecruzaban como si fuesen a empeñar batalla y blandiendo sus "cangiares" y descargando sus pistolas y fusiles al aire, giraban como un torbellino alrededor de la pareja y del viejo "beg" hasta que se llegó al lugar de la fiesta. Allí ataron sus animales a las pértigas especialmente plantadas y tomaron de asalto las mesas, que se plegaban bajo el peso de platos y vasos de tierra cocida.

Inmediatamente los cocineros se apresuraron a traer sobre grandes planchas de cobre carneros asados enteros, los que fueron en un santiamén cortados en pedazos y devorados. El "choumis"y la leche fermentada de camella corrían a torrentes y cada uno de los comensales trataba de demostrar la potencia de su vientre para recibir alimentos y líquido. Una comilona gratuita como ésa no se les presentaba todos los días a los pobres nómades de la estepa, porque no eran muchos los que podían reunir las riquezas de Talmá y del anciano Giah Agha.

Mientras las poderosas mandíbulas de los asistentes trituraban carne y huesos, un conjunto de tañedores de "guzlas" recorría las largas mesas y les recreaba los oídos con sus dulces sones. A la cabeza se hallaba el "mestvire", quien había comido y bebido copiosamente en un lugar apartado y ahora tocaba y cantaba a la vez que dirigía a su pequeña banda de barbudos, con más aspecto de bandoleros que de narradores de romances.

Faltaba una hora para la puesta del sol cuando los dos novios y el "beg", que estaban sentados debajo de una especie de pabellón de tela roja y, amarilla, abandonaron la mesa y penetraron en la casa. Era la señal que daba por terminado el festín de bodas. Abei se había quedado en su sitio y el "mestvire", simulando templar su instrumento, se detuvo frente a él para cambiar una significativa mirada y se retiró en seguida precipitadamente con sus compañeros. Los huéspedes, vaciada la última taza de "choumis", montaron a caballo y formaron en dos filas un pasaje que partía de la puerta principal del edificio. Instantes después retumbó fragoroso el grito de:

—¡Vivan los esposos!

Talmá había aparecido sobre su blanca yegua y llevaba entre los brazos un albo cordero que acababan de sacrificar adornado con cintas de seda de variados colores. Se detuvo un momento, recorrió con la mirada la línea de caballeros y lanzó su cabalgadura al galope tendido apretando contra el pecho al animalito muerto. Hossein se presentó un minuto después en su soberbio bridón y seguido de Giah Agha y Tabriz se echó tras ella gritando con voz potente:

—¡Mi estrella huye! ¡Ayúdenme, amigos, a alcanzarla!

—¡Aquí nos tienes! —vociferaron en coro los caballeros desenvainando sus "cangiares" y clavaron las espuelas a sus corceles excitándolos con estentóreos—. ¡Uran! ¡Uran!…

Esa comedia constituía la parte más importante de la ceremonia nupcial en uso entre los turcomanos, afganos y beluchistanos, en que debe simularse el rapto de la novia. Los sartos se limitan a darle caza y arrancarle el corderito; otras tribus le introducen algunas variaciones, pero el sistema más original es el de los turanos, que a veces resulta dramático. El día fijado para la boda el novio, acompañado de sus amigos bien armados, se presenta delante de la tienda de la novia e intima con imperio a los padres su entrega, si no quieren probar el temple de su cimitarra. La joven, ataviada con sus mejores prendas se halla rodeada de sus amigas y parientes y apoya al padre en la negativa. El pretendiente, empero, penetra por la fuerza en la tienda sostenido por un séquito y allí se produce una discusión animada que muchas veces termina en golpes hasta con derramamiento de sangre. El novio siempre acaba por vencer y se lleva a la muchacha pese a la resistencia que ésta finge oponer. Cuatro de los amigos más robustos la echan sobre un tapete y escapan con ella protegidos por los demás compañeros, los cuales tienen que aguantar las piedras y los puñados de tierra que les tiran los adictos y allegados de la esposa. Hay tribus en las que se obliga a ésta a fugarse dl hogar doméstico después de algunos días de luna de miel y refugiarse en casa de los parientes más próximos, donde puede quedarse hasta un año, en tanto el marido se ve obligado a tomar parte en actos de pillaje a fin de juntar lo suficiente como para rescatarla, si es que no lo matan en una de esas correrías.

La bella Talmá, que cabalgaba magistralmente, imprimió a su yegua mayor velocidad acicateándola con la voz y con la fusta; reía sin pausa y de tanto en tanto volvía la cabeza para apreciar la distancia que la separaba de la multitud de jinetes que la seguían. Había recorrido ya más de tres kilómetros cuando de pronto el animal chocó violentamente contra algo y cayó, haciéndola saltar de la silla. La joven lanzó un grito y quedó inmóvil. En el mismo instante una docena de individuos capitaneados por Hadgi, salieron de unas matas y se precipitaron sobre ella.

—¡Los caballos! —ordenó el segundo del "mestvire" levantando a la muchacha—. ¡Ligero!

Algunos silbidos estridentes hicieron salir como por encanto a doce vigorosos corredores que tenían escondidos tras las altas hierbas. Hadgi, con la ayuda de uno de sus compinches, montó el primero que tuvo a mano llevándose a Talmá desmayada en los brazos. Al partir gritó a los suyos:

—¡Rápido! ¡A volar! ¡Dejen la cuerda!…

El grupo de forajidos lo siguió a rienda suelta, mientras de la muchedumbre que formaba el acompañamiento de la novia se elevaba un infierno de gritos, denuedos y maldiciones.

—Deténganse!… ¡Infames!… ¡Facinerosos!…

Sonaron numerosos disparos, pero los raptores ya estaban demasiado lejos para ser alcanzados. Hossein que al principio quedara perplejo y se había puesto pálido como un muerto, reaccionó rápidamente, clavó las espuelas al noble bruto y se lanzó como una furia detrás de los bandoleros aullando con acento en que se mezclaba el dolor con la ira:

—¡Mi Talmá! ¡Mi adorada!… ¡Perros ladrones, los voy a degollar uno por uno!…

Eran como quinientos jinetes los que lo seguían, pero sus caballos, fatigados por las proezas cumplidas durante la tarde no podían competir con los descansados de los "águilas". De repente, los que conducían al "beg", los dos primos y Tabriz, que formaban la avanzada, al llegar al sitio en que cayera Talmá rodaron también por tierra arrastrando a sus dueños, e igual cosa sucedió segundos después con los más inmediatos. Se produjo un desconcierto indescriptible; durante algunos minutos se debatieron mezclados hombres y caballos entre gritos, bufidos, blasfemias y lamentos. Muchos animales, ilesos, salieron disparando por la estepa en cuanto pudieron incorporarse, en tanto sus dueños lo hacían a duras penas doloridos y sangrantes. Las imprecaciones no tenían fin:

—¡Canallas!… ¡Forajidos!… ¡Nos han burlado!… ¡Tendieron una cuerda debajo de las hierbas!… ¡Desalmados!…

En ese momento una voz de trueno dominó a todas las otras:

—¡A caballo!… ¡Síganme, amigos!

Era la de Hossein, quien a pesar de haber sido arrojado por su bridón a diez pasos de distancia, no había sufrido daño al caer felizmente sobre una espesa mata de hierbas. Un pelotón de sartos, de los más fieles, que habían podido contener a tiempo sus cabalgaduras, respondieron inmediatamente al llamado.

—¡A tu disposición, señor!

—¡Hay que alcanzar a esos chacales! ¡Perseguirlos sin tregua hasta el fin del mundo!… ¡Mi Talmá!… ¡Mi Talmá!… ¡Tengo que matarlos a todos!… ¡A mí, Tabriz!

El gigante ya estaba en pie, pero en cuanto quiso montar, su puro persa se derrumbó exhalando un quejumbroso relincho.

—No puedo acompañarte, señor —declaró pesaroso—. Mi fiel corcel se ha quebrado las patas delanteras.

—¡A mí, tío! A mí, Abei!… —gritó Hossein—. ¡Ayúdenme a destruir a esos miserables!

El "beg" había hecho un gesto desesperado: su caballo, como el de su adicto servidor, tenía también las rodillas rotas.

—¡Vayan ustedes dos, hijos! —dijo resignado.

Hossein se lanzó a una carrera loca seguido por más de treinta sartos que no cesaban de vociferar:

—¡A ellos!… ¡A muerte!… ¡A muerte!…

Pero los "águilas de la estepa" les llevaban más de un kilómetro de ventaja y se alejaban aceleradamente en dirección al norte.

—¿Qué haces tú aquí, Abei? —preguntó el anciano sorprendido de verlo todavía allí.

El interpelado estaba por contestar cuando se oyeron fuertes descargas de arcabuces en lontananza.

—Padre —dijo entonces— parece que los bandidos están asaltando la aldea de los sartos… Creo que es más conveniente que vayamos a dar a éstos una mano y hacer un escarmiento con los depredadores, con lo que conseguiremos al mismo tiempo que mi primo no tenga enemigos a su espalda.

—¡Conque habían preparado un doble asalto!… ¡Óh, esto es demasiado! —bramó Giah Agha con el rostro congestionado de rabia—. ¡Será preciso exterminar hasta el último de esos reptiles!… ¡Tabriz, rápido, procúrame un caballo!…

Capítulo 10. La Expedición de Rescate

Los sartos y otros asistentes a la fiesta habían recuperado parte de la caballada, de modo que no le fue difícil al coloso conseguir das animales y conducirlos delante del "beg".

—¿Qué quieres hacer, patrón? —le preguntó—. Los bandidos ya están lejos y estas pobres bestias muy cansadas. Por lo demás, ya, tienen a sus talones a Hossein y su primo.

—¿Partió también Abei?

—Allí puedes verlo galopando con un pelotón de séquito.

—¡Corramos! —gritó el anciano a los sartos que habían quedado—. ¡Hay que defender a vuestras familias! ¡Y recuerden: no se debe dar cuartel a esos criminales!

Unos doscientos de a caballos rodearon al "beg" y a Tabriz mientras otros seguían procurando reunirse con sus monturas y los restantes no podían moverse porque las suyas se habían estropeado.

—¡Adelante! —tronó Giah Agha—. ¡Vamos a destruir a esos bandoleros!

La tropa se puso en movimiento dirigiéndose a la aldea.

—¿Alcanzará Hossein a los raptores? —comentó Tabriz que cabalgaba al lado del "beg".

—¡Pobre muchacho! —gimió el anciano—. ¡No se esperaba este golpe! ¿Por encargo de quién habrán trabajado esos bribones? ¡No pueden haberlo hecho por cuenta propia!

—De seguro que no; los "águilas" no se llevaron a Talmá para guardársela ellos. Algún khan o emir ha de haber contratado sus servicios.

—Es lo que también yo sospecho. Pero por mucho que corran habremos de llegar a ellos antes de que salgan de la estepa… ¿Miraste bien a los raptores?

—No me fue posible. Rodé por tierra tan sorpresivamente, que cuando pude levantarme se hallaban muy lejos.

—Pues yo reconocí entre ellos a varios de los músicos que acompañaban al "mestvire".

—¡Imposible!… ¡Entonces ese perro es uno de sus aliados, un espía! —exclamó el coloso apretando los dientes—. ¡Ay de él si lo encuentro! ¡Lo voy a aplastar de un solo puñetazo…!

—Debe de haber sido por eso que no quiso pernoctar en la tienda.

—Cuando nos preparábamos a seguir la fuga de Talmá, lo vi que se encaminaba a la aldea de los sartos… ¡Que pida a Allah lo libre de caer en mis manos…

—En tanto yo le pediré que me deje capturarlo —replicó Giah Agha—. ¡Le reservo un suplicio que le hará maldecir el día en que ha venido al mundo!…

El tropel de jinetes pasó al galope delante de la casa de Talmá donde se le incorporó otro grupo, quedando para guardarla la servidumbre reforzada por los huéspedes que habían perdido su cabalgadura. Ya no se oían detonaciones y una gran calma imperaba en la estepa, tan sólo turbada por el ruido de los cascos. Sin duda los bandidos, después de haber hecho una demostración de hostilidad para confundir a los perseguidores, se habían dispersado. En menos de una hora el "beg" y su tropa llegaron a la aldea donde únicamente habían quedado las mujeres y los niños y defendían los viejos armados de mosquetes y cimitarras.

—¿Los "águilas"? —preguntó Giah Agha cuando éstos lo circundaron.

—Desaparecieron, señor —informó un sarto de barba blanca—. Dispararon algunos tiros y siguieron rumbo al norte. Parece que no tenían la intención de asaltarnos.

—¿No viste a un "mestvire" con una "guzla a la espalda?

—Hace media hora estaba aquí y apostaría a que no ha salido todavía del poblado.

—¿No siguió a los "águilas"? ¿Lo conocías de antes? —Esta es la primera vez que lo he visto y estoy seguro de que no se fue con los atacantes.

—¿Has oído, Tabriz" —dijo el "beg" volviéndose al gigante.

—Sí y lo tomaremos vivo o muerto.

—¿Muerto?… ¡No; vivo, Tabriz! Ha de saber ciertamente muchas cosas y lo haremos hablar… —se dirigió a los hombres que lo habían seguido—. Ustedes rodeen la aldea y si el "mestvire" trata de huir lo prenden pero vivo… ¡Lo quiero vivo!

Los jinetes se diseminaron en torno de la aldea formando un cerco que nadie, por ágil y resuelto que fuera, hubiese podido atravesar. Una vez tomada esta precaución, Giah Agha con la colaboración de unos cincuenta entre jóvenes y viejos, se había puesto a inspeccionar todas las casas una por una… El resto, ya lo conoce el lector, así como la horrible muerte que sufriera el criminal romancero.

Cumplida la ejecución del jefe de los "águilas de la estepa", el viejo "beg" seguido por Abei y Tabriz, fue a ocupar una de las mejores viviendas que los habitantes habían puesto a su disposición. Estaba de pésimo numor y en cuanto llegó se dejó caer sobre un tapete y se tomó la cabeza con las manos mientras el coloso blasfemaba entre dientes y el sobrino jugaba con los botones de su ostentosa casaca como si nada lo preocupase. Parecía muy poco afectado por la desgracia acaecida a su primo y el tormento impuesto al "mestvire". La oscuridad había comenzado a invadir la habitación y el servidor encendió una vela de sebo colocada sobre una madera que pendía de la bóveda, que la llenó muy pronto de un humor denso y nauseabundo. El sarto es económico en cuestión de alumbrado: los pudientes usan ese combustible y los pobres se contentan con una mecha de algodón sumergida en aceite de mala calidad. Por lo demás, se acuestan temprano.

—Patrón —dijo Tabriz después de un rato de silencio—. ¿Los habrán alcanzado?… ¿No cree que ya podrían estar de vuelta?

El barbiblanco hizo un gesto de desaliento y suspiró:

—Me parece difícil… y temo que los veremos llegar con las manos vacías.

—Si el "mestvire" dijo la verdad, el inspirador del rapto se encontraría en Samarkanda… ¿Quién podrá ser?

Giah Agha se había quedado taciturno; parecía que sus admirables energías lo hubiesen abandonado de pronto. El servidor, al no recibir respuesta, se volvió hacia Abei que se había tendido sobre un tapete y miraba distraídamente la llama de la vela.

—¿Qué dices tú de todo esto, señor? —le preguntó.

—Que habría que ir a Samarkanda —contestó con una sutil sonrisa— aunque el momento no sería muy favorable, porque la ciudad está ocupada por los rusos.

—¿Quién te lo dijo?

—Un turcomano presente en la boda. Se dice que el gobernador moscovita del Turquestán prepara una expedición para castigar a la tribu de los bechs que se rebelaron contra el emir de Bukara.

Un galope furioso que se propagó rápidamente por las callejuelas del pueblo, hizo sobresaltar al "beg" y al gigante.

—¡Ya están aquí! —exclamaron los dos a un tiempo.

Abei se puso del color de la cera y preso de viva ansiedad. Para no traicionarse se puso también de pie y se tiró hacia adelante las dos anchas cintas que colgaban de su turbante.

—¡Deben ser ellos patrón! —gritó Tabriz corriendo a la puerta—. ¿La traerán…?

El galope habían cesado pero afuera se oía un murmullo de voces. Segundos después apareció en el umbral Hossein cubierto de polvo, y con las facciones contraídas por un intenso dolor. El anciano fue a su encuentro y lo estrechó contra su pecho.

—¡Huyeron, padre! —dijo el joven sin poder continuar—. ¡Huyeron llevándose a mi Talmá! ¡Los miserables!… ¿Qué les había hecho mi adorada?… ¡Ah, padre, tengo el corazón destrozado…!

—Sabremos encontrarla, hijo mío —lo reconfortó el viejo.

—¡Tal vez ya no viva, padre!… ¡Tengo sed de sangre… necesito matar…!

—¡Los destruiremos a esos malditos "águilas", te lo prometo, Hossein, aunque tenga que invertir en ello toda mi fortuna. Por lo pronto sabemos adónde se dirigen, y eso es mucho…

—Sí, a Katib.

—No, te engañas: a Samarkanda. Me lo dijo el "mestvire", que era un espía de los bandoleros y a quien le apliqué el castigo del yeso.

—Ese vil te ha mentido, padre.

—¡Pero no! —intervino Abei que simulaba estar consternado—. Lo confesó antes de morir, primo.

—¡Mintió! —rugió Hossein—. Es a Katib que conducen a Talmá. Me lo confesó uno de los miserables que conseguí voltear de un tiro y a quien luego finiquité con el "cangiar".

—¿Quién habrá dicho la verdad? —se preguntó Tabriz.

—Yo creo que el "mestvire" —sostuvo Abei.

—No, el bandido —replicó Hossein—. Estaba tan espantado que no pudo mentir. Es en Katib donde encontraremos a mi amada, me lo dice el corazón.

—Tabriz, ¿tú conoces la ciudad, verdad? —inquirió el anciano después de un rato de silencio.

—Sí, patrón; mi madre era una shagrissiab, pariente del "beg" Djura, y tengo amigos allí.

—¿Cuánto tiempo necesitas para reclutar una partida de cincuenta hombres? Entre los concurrentes a la fiesta, que pertenecen en su mayor parte a tribus belicosas, podrías encontrar sin dificultad elementos decididos. Mi bolsa está abierta: gasta generosamente.

—Dentro de un hora los habré reunido, patrón. He visto a muchos quirguizos y shagrissiabs, gente que se juega la piel por pocos "thomanes".

—Hossein —dijo el "beg" cuando Tabriz hubo salido—. Al amanecer te pondrás en marcha con Abei. Quizás logren llegar a Kitab al mismo tiempo que los "águilas" e impedir a estos desalmados que entreguen a Talmá al que les encargó raptarla Hay que proceder rápidamente, antes de que lleguen los rusos que avanzan contra los shagrissiabs, según noticias que circulan. Como no tardarán en asediar la ciudad, es preciso alcanzarla antes que ellos. Tu primo te ayudará en la empresa… ¿Has comprendido, Abei? —preguntó á éste, que retraído en un rincón poco iluminado había hecho una mueca.

—Semejante expedición con los moscovitas en campaña no será fácil, padre —observó el farsante.

—¿Y qué? —rugió el viejo jefe con voz de trueno dirigiéndole una mirada terrible—. ¿Tienes miedo? ¿Serás un hijo degenerado del que murió como un héroe frente al enemigo?

—Estoy pronto a morir por devolver la dicha a mi primo, padre —declaró Abei con falsa emoción—. Tú sabes que lo quiero como a un hermano y que no temo a los bandidos de la estepa.

—Perdóname si he sido violento —deploró Giah Agha—. Es mi carácter.

—Entre tú y yo primo, haremos temblar a esos canallas —alardeó Hossein—. Y si es cierto que el emir dispuso el rapto, le revolveremos las tripas con nuestros "cangiares".

—Sí, primo —aseguró el hipócrita—. Talmá volverá a tus brazos.

—Ahora vayan a reposar un poco para estar más frescos mañana —aconsejó el "beg"—. Tengo necesidad de estar solo.

—¿Cómo podría dormir? —exclamó Hossein con acento desesperado—. ¡Mi noche de bodas…! ¡Mejor hubiera sido que me hubiesen matado los "águilas"!

—¿Y la venganza? Un hombre de la estepa no muere sin haberla saboreado antes —declaró el temible jefe con voz sorda—. Ve, hijo; el combatiente debe sentirse fuerte cuando entra en batalla— y acercándosele agregó en tono solemne—. ¡Juro por Allah que sea quien fuere el ser que ha turbado tu felicidad, conocerá la fuerza de mi castigo! ¡Y Giah Agha no ha faltado nunca a sus juramentos!… Vayan, que ya vuelve Tabriz.

Los dos jóvenes salieron en el momento en que entraba el servidor. Abei se había puesto lívido al oír las palabras del anciano.

—Asunto concluido, patrón —informó el coloso—. Ya tengo a la gente contratada: veinte "thomanes" por cabeza al final de la expedición.

—¿Qué son?

—Casi todos shagrissiabs y sartos; elementos hechos a la guerra.

El "beg " quedó un momento pensativo, luego acercándose al fiel servidor le golpeó familiarmente el hombro y le preguntó a quemarropa:

—¿Qué piensas de Abei?

—¿Por qué me haces esa pregunta, patrón? —exclamó el gigante muy sorprendido.

—¿Crees tú que realmente lo quiere a Hossein?… ¡Deseo que lo vigiles de cerca!

—¿A tú sobrino, patrón?

—¡No me parece franco, Tabriz!… Desde un tiempo a esta parte lo estoy observando y he constatado actitudes ambiguas y continuas vacilaciones. Está celoso de Hossein, de su lealtad, de su coraje, de su belleza y quizás de algo más todavía…

—¡Patrón!…

—¿Convocaste a los enganchados para el alba?

—Estarán todos frente a la puerta.

—¿Conoces a Sagadsca, el jefe de los filiados? El podrá darte informaciones preciosas, porque si los "águilas", se dirigen a Kitab deben pasar por su campo.

—Veré a ese jefe.

—Y ahora, vete a descansar que es tarde y te lo recomiendo, protege a Hossein y no pierdas de vista a Abei.

—Así lo haré, patrón.

Capítulo 11. El Campo de los Iliados

A las primeras claridades de la aurora cincuenta guerreros armados de fusiles de caños largos, pistolas y "cangiares" y montados de cuatro en fondo, se alinearon delante de la casa ocupada por el "beg". Casi todos eran bajos de estatura, membrudos, de anchas espaldas, barbas hirsutas y rojizas, piel oscura, nariz arqueada y ojos rapaces. Muchos eran sartos, pero la mayor parte pertenecía a la tribu de los sagrissiabs, pastores y bandidos a un tiempo, considerados como los mejores jinetes de la estepa turana. Giah Agha, sus dos sobrinos y Tabriz, los pasaron rápidamente en revista y el primero opinó:

—Creo, Hossein, que con estos hombres podrás llegar sin inconvenientes a Kitab. Trata de evitar a los rusos y de no dejarte atrapar dentro de los muros de la ciudad, a menos que…

—Continúa, padre.

—… Djura Bey te devuelva o te haga devolver a Talmá, en cuyo caso quedas en libertad para ayudarle a combatir a los odiados moscovitas.

—Está bien, padre.

—Y ahora, a caballo, hijo mío, y no olvides que me quedo esperando con angustia tu regreso. —Le puso la mano sobre la cabeza y añadió—. Tienes mi bendición: Allah la ha concedido a mis manos.

El pequeño ejército partió al trote, despedido por los augurios de la población que se había reunido en las terrazas y enderezó hacia el oriente. Diez minutos después galopaba en procura del Amu-Darja, el río que sirve de frontera a las tribus turcomanas llamadas independientes. En la vasta etapa, donde existen campos inmensos en cuyo subsuelo no falta el agua y con la construcción de pozos artesianos podrían fertilizarse, son raros los lugares habitados y la comitiva no hallaba a su paso ánima viviente. Hossein y Tabriz iban delante y Abei, que no se sentía muy cómodo al lado del primo, con la excusa de vigilar alguna posible deserción, se había colocado a la cola. El novio de la bella Talmá, a quien dominaba una tétrica desesperación, parecía haber envejecido en las últimas veinticuatro horas.

—¡Mi pobre señor —le dijo el gigante— se diría que desesperas de tu destino!

—Separado de mi amada, mi buen Tabriz, me parece estar rodeado de tinieblas eternas.

—No eres razonable, señor. A tu edad no se desfallece jamás. Talmá te ama, dentro de cuatro días estaremos en Kitab y tu tío es un "beg" demasiado notable para que Djura Bey se niegue a hacerte justicia.

—¿Y si hubiese sido él quien la mandó robar?

—Entonces el asunto sería distinto. Pero no creo que haya tenido humor para ocuparse de Talmá si es verdad que los rusos marchan contra él.

—¡Si yo supiese quién ha sido el miserable que me la ha raptado…!

—Lo descubriremos, no lo dudes, patrón. Sagadsca conoce a todos los bandoleros de la estepa y nos dará informaciones precisas sobre la dirección que llevan los "águilas". Su gente está recogiendo la cosecha de rosas en las riberas del Amu y sabremos si pasaron por allí. No te desanimes y trataremos de ganar terreno.

Sin necesidad de ser espoleados, los caballos matenían un andar bastante rápido y podían seguirlo sin pausa durante mucho tiempo. Al mediodía se les dio un descanso de dos horas en un lugar sombreado por enormes plátanos después de lo cual reanudaron la marcha tan frescos como cuando la habían iniciado. Tabriz conocía bien la comarca por haber vivido en ella muchos años y se orientaba perfectamente guiándose por la posición del sol. En lontananza empezaban a dibujarse algunos grupos de tiendas alrededor de las cuales pacían camellos y carneros en buen número. Una que otra mezquita agrietada apuntaba al cielo su blanco minarete indicando que algunos siglos antes había existido allí un centro de población. Tal vez fuese aquella la tierra santa de losmagos de Zoroastro y del Zendavesta, pues correspondía a la que los persas colonizaran en la antigüedad. Hacia el crepúsculo el gigante indicó a Hossein un conjunto de tiendas cónicas, de color oscuro, levantadas alrededor de un oasis de granados, membrillos de gran tamaño y ciruelos altísimos.

—El campo del emir de los filiados —le advirtió.

—¿El amigo de mi tío de quien tanto me has hablado?

—El mismo. En un tiempo combatieron juntos contra los bukaros y los beluchistanes. Si los "águilas" pasaron por sus tierras, ten la seguridad que nos lo dirá.

—A lo mejor ya ni se acordará del nombre de Giah Agha —terció Abei que en ese momento se les había reunido—. En la estepa se olvidan fácilmente a los amigos.

—Al contrario, señor —replicó Tabriz un poco picado— se recuerdan más que en otros lugares, porque a menudo se los necesita para afrontar a los depredadores o a los soldados de los emires.

—Verás que si nos recibe nos tratará como a gente sospechosa. Tienen otros problemas de que ocuparse para que den importancia a nuestros asuntos.

—Será como tú dices, señor. Yo cumpliré las instrucciones del "beg".

—Mi tío cree demasiado en las amistades —ironizó el contradictor…

Tabriz lo miró con cierta extrañeza y arrugó la frente; Hossein, sumergido en su tristeza parecía no haber oído nada del diálogo.

—Tu tío, señor —repuso el servidor amoscado— ha sabido siempre elegir sus amigos y yo, que tengo más edad que tú, entiendo algo de eso.

Entretanto, en el campo de los filiados se había producido visible efervescencia. La columna armada que se aproximaba los había puesto en estado de alarma, creyendo se tratase de una de las tantas partidas de ladrones que se proponía asaltarlos. Recogían precipitadamente su ganado en los recintos cerrados y se parapetaban con sus caballos detrás de los gruesos troncos de plátanos. Los filiados son nómades que cambian de lugar según las estaciones y abandonan en primavera las cadenas montañosas que atraviesan la parte meridional de la Bukara y se desparraman en la estepa turana, en las proximidades de estanques o cursos de agua. Los hombres, más parecidos a los tártaros que a los turcomanos, son de alta estatura y aspecto varonil; las mujeres son consideradas como las más graciosas de la llanura. El coloso, que conocía su índole desconfiada, hizo detener la tropa y avanzó solo con Hossein, los arcabuces apuntando al suelo. Cuando estuvo a cierta distancia gritó:

—Digan al emir de los filiados que los sobrinos del "beg" Giah Agha solicitan hospitalidad. Sagadsca no se negará a acordarla.

Hubo un cambio de opiniones entre los nómades y luego un viejo de barba blanca al que le faltaba un ojo, avanzó , al encuentro de los recién llegados.

—Los sobrinos de mi amigo pueden entrar en mi campo y gozar de mi hospitalidad.

El séquito se instaló bajo los árboles mientras Tabriz y los dos jóvenes eran conducidos a una vasta tienda en la que rodearon al jefe de la tribu seis muchachas.

—¿Eres tú Sagadsca? —le preguntó entonces el coloso.

—Sí, soy el amigo de Giah Agha; que sus sobrinos se sienten a mi lado.

—Gracias por tu hospitalidad —le expresó Hossein—. Hemos venido a tu campamento porque necesitamos de tus consejos e informaciones.

—Después de la cena obtendrás todo lo que deseas. Déjame cumplir antes con mis deberes y no te preocupes por tu gente: tendrá víveres y tiendas para repararse.

Sobre un tapete persa se tendió un mantel y se colocaron platos de plata, lujo que sólo un jefe de tribu podía permitirse.

—Han llegado ustedes a buen tiempo —dijo éste— hoy festejo el duodécimo aniversario de mi última hija.

Dos pastores trajeron varias fuentes cargadas de alimentos que exhalaban un olor apetitoso y las depositaron delante de los huéspedes. Es sabido que el mayor placer de los habitantes de la estepa cuando disponen de medios, es comer bien, y este hábito asume proporciones exageradas si se festeja algún acontecimiento. Su cocina no es tan ordinaria como podría creerse tratándose de gente irrequieta, pues preparan el carnero, asado entero o guisado en manteca, mechado o condimentado con almendras, dátiles, pasas de uva, bayas, rosas pimienta y otras especias y en trozos con arroz hervido que llaman "pilat", así como en pasteles con salsas sabrosísimas. Esa noche los cocineros de Sagadsca habían realizado verdaderos prodigios y presentado variados manjares y vasos llenos de granadas dulces, membrillos perfumados y sandías con pulpa de muchos colores. Al servirse el café se trajeron cuatro hermosos narguiles de aromatizado líquido y tabaco fuerte y una vez encendidos, dijo el anfitrión a Hossein que había tocado apenas los alimentos:

—Ahora te escucho. Leo en tus ojos una gran pena incompatible con tu juventud y te interrogo: ¿qué desgracia puede haber golpeado a los sobrinos de mi viejo amigo Giah Agha?

—Me han raptado la novia en la ceremonia del desposorio —le informó Hossein.

—¿Quién? —exclamó el viejo asombrado.

—Los "águilas de la estepa" —completó Tabriz— y hemos venido a preguntarte si tus hombres los han visto.

—¡Mirsa Rabat! —gritó el jefe filiado golpeando las manos. Y cuando un joven pastor estuvo en su presencia le ordenó:

—Relata a mis huéspedes el encuentro que has tenido esta mañana.

—Vi a numerosos jinetes que parecían quirguizos —informó el muchacho— a cuya cabeza iba un individuo de formas robustas que llevaba a una mujer en sus brazos…

—¡Talmá! —lo interrumpió Hossein.

El pastor lo miró sorprendido y a una señal de su jefe prosiguió:

—La mujer llevaba traje de bodas y en la cabeza una tiara de metal.

—¡Era ella —gritó Hossein, mientras Tabriz lanzaba un rugido y Abei se mordía los labios—. Mi prometida!

—Cálmate, señor y sigamos escuchando a este muchacho —le pidió el servidor—. ¿Qué rumbo llevaba la banda?

—El de levante, en dirección al río.

—¿Se agitaba la joven?… ¿Estaba viva?…

—La vi levantar un brazo y amenazar al hombre.

—¿A qué hora fue eso?

—Alrededor del mediodía; iban al pequeño trote y sus caballos debían estar muy rendidos porque algunos quedaban a menudo rezagados.

—¿Eran muchos?

—Lo menos ciento cincuenta.

—¿Cómo pueden haber sido tantos…? —se extrañó Hossein—. ¡Los raptores no eran más de una docena…!

—Se les habrán reunido los que tirotearon la aldea sarta-indujo el gigante.

—¡No será su número lo que nos impida seguirlos! —bramó Hossein.

—¿Sabes adónde se dirigen? —inquirió Sagadsca.

—A Kitab.

—¿Qué irán a hacer allí? Quizás no sepan que los rusos salieron de Samarkanda con cañones y culebrinas para combatir a Djura y al "beg" de Schaar.

—¿Luego es cierta la expedición?

—Sí: la manda el coronel Miklalowsky y se compone de infantería y algunas "sotnie" de cosacos. Tiene orden de dominar a los revoltosos y poner Kitab y Schaar bajo la autoridad del emir de Bukara. No se habla más que de eso en la estepa oriental y las informaciones que tengo las considero exactas.

—No tenemos tiempo que perder, señor —dijo Tabriz a Hossein.

—Si quieren entrar a la ciudad, deben hacerlo antes de que la asedien los rusos —advirtió el filiado—. ¿Se hallan cansados vuestros caballos?

—Galopan desde la madrugada.

—Tengo trescientos en mi campo; elijan los mejores y partan en seguida. ¿Saben por cuenta de quién fue raptada la joven?

—Sospechamos que de Djura bey —dijo Hossein.

—¡Uhm! —hizo Sagadsca—. Tiene demasiadas preocupaciones para pensar en cosas de harén. Debe ser algún otro. De todos modos, no les será difícil dar con la muchacha, pues tanto Kitab como Schaar son ciudades pequeñas. Voy a darles un consejo; acudan directamente a Djura y díganle en mi nombre que si sus cosas anduvieran mal, siempre encontrará un refugio en la tribu de los filiados. Crucen al Amu-Darja por el vado de Ispás: allí encontrarán gente mía que seguramente podrá proporcionarles otros informes. Y ahora, amigos, vamos a escoger la caballada.

Capítulo 12. Detrás de los Bandidos

Era la medianoche cuando Hossein y su séquito, montando animales frescos abandonaron el campamento de los filiados. No deseaban verse envueltos en el conflicto a pesar del odio que, como todos los turquestanos, sentían por los moscovitas, insaciables conquistadores del Asia central. Al despertar el día, después de un galope furioso, llegaron a la orilla del Amu, el mayor de los ríos que cruzan la estepa y que va a desaguar en el lago de Aral.

—En estos campos cultivados de rosales deben de hallarse los hombres de Sagadsca y también el vado —dijo Tabriz—, esperemos que amanezca para dar con ellos.

Mientras se les proporcionaba un poco de reposo a los animales, los tres conductores se acercaron al borde del agua y comprobaron que en ese lugar no tenía más de un metro de profundidad.

—Este debe ser el vado —dijo el gigante.

—No te engañas, señor —respondió una voz que salía de una mata de altos rosales.

Un hombre de cierta edad, que llevaba en un brazo un cesto lleno de rosas recién cortadas, se acercó.

—¿Eres un filiado de Sagadsca? —le preguntó Tabriz—. Anoche recibimos hospitalidad de tu jefe y nos mandó aquí para que nos dijeran si habían visto pasar una masa de gente a caballo.

—Yo he dormido como un oso —confesó el hombrepero podrán informarte los destiladores, que no apagaron el fuego. Sígueme; están a pocos pasos y desde aquí se distingue la humareda.

Atravesaron un pequeño bosque de plátanos y pronto llegaron a una explanada donde una docena de filiados semidesnudos, ennegrecidos por el humo y manando sudor, estaban atareados alrededor de varias calderas de cobre colocadas sobre hogueras. Los turquestanos, lo mismo que los persas, destilan las rosas en el mismo terreno de cultivo para que conserven todo su perfume. Les colocan recipientes de una capacidad de cien a ciento veinte litros y las hierven en un volumen de líquido cinco veces mayor que su peso. De esta cocción extraen el agua de rosas, la que someten nuevamente al fuego hasta que aparecen pequeños glóbulos oleosos que son la esencia y que recogen con cucharas perforadas. Un campo de cuarenta áreas de rosales puede dar hasta dos mil kilos de flores, y éstas producen setecientos gramos de esencia que se vende a precios muy elevados. El capataz de los destiladores, al ver a los forasteros fue a su encuentro y los saludó cortésmente.

—¡Que Allah les sea propicio!

Y cuando le preguntaron si habían visto pasar por allí una caravana de caballeros, exclamó:

—¿Caballeros?… ¡Bandidos querrán decir!… Los que cruzaron el río en las primeras horas de la noche no eran personas honestas.

—¿Cuántos contaron?

—Más de cien y entre ellos advertimos una muchacha montada en una yegua blanca cuyas riendas llevaba uno de los jinetes.

—¿Qué hacía la muchacha?

—No tuve tiempo de observar bien porque el grupo atravesó apresuradamente el río y desapareció detrás de los árboles de la otra orilla.

—¿Estaban cansados los caballos?

—Me parecieron agotados.

—Patrón —aconsejó Tabriz— partamos en seguida. Si nuestros animales no ceden, llegaremos a Kitab junto con ellos.

—¡Si pudiéramos alcanzarlos antes para exterminarlos!… —rugió Hossein.

—Olvidas, primo —le objetó Abei, que no cesaba de atormentar su escaso bigote— que son ciento cincuenta y no les falta coraje, como lo demostraron en el asalto a la residencia de Talmá.

—¡Aunque fueran el doble!… —le replicó su primo.

—Bien dicho, señor! —apoyó el coloso—. Repetiremos la hazaña de la noche de los lobos.

La columna cruzó el vado con toda celeridad y entró en territorio gobernado por el khan de Bukara, el más extendido de la Tartaria llamada independiente, habitado en general por nómades que sólo en invierno viven en poblado y el resto del año ambulan por las estepas. Samarkanda es la más importante de sus ciudades, la que el famoso Tamerlán eligiera como capital y fuera el centro de activo tráfico mercantil. Hoy, a pesar de haber perdido gran parte de su antiguo esplendor, posee una academia de ciencias, fábricas que tejen la más apreciada seda de Asia y un comercio bastante activo. También Bukara, donde pasa la mayor parte del año el bárbaro khan, ha decaído después de haber sido un centro de hombres doctos entre los que se destacara Avicena, el "príncipe de los médicos". Cuando estuvieron en la otra orilla Tabriz ordenó a la gente que se detuviera y acompañado de Hossein fue a inspeccionar la arboleda.

—¿Qué buscas, Tabriz? —le preguntó el joven al verle observar atentamente el suelo.

—Las huellas de los bandidos —contestó el gigante.

Siguieron avanzando bajo los plátanos y abedules. La tierra estaba húmeda y podían distinguirse fácilmente las pisadas de numerosos caballos. Tabriz abandonó el suyo para verificarlas mejor y de pronto se incorporó y echó mano al fusil que pendía de su silla.

—¿Qué pasa ahora? —quiso saber Hossein, que también empuñó su arma.

Sin responder, el servidor apuntó a una espesa mata que crecía cerca de un banano y de la que salió en ese momento un lastimoso gemido.

—¿Has oído? —dijo entonces—. Debe haber un herido allí…

Se acercó con cautela y separó las ramas con el caño del arcabuz. Detrás se hallaba un hombre cuyo cuerpo sólo estaba cubierto con algunos jirones de camisa.

—¡Perdonen la vida a un pobre infeliz! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Allah ha prohibido matarse entre creyentes!…

—¡¿Quién eres y qué haces aquí desnudo? —le preguntó Tabriz.

—Soy un usbek de la ciudad de Kitab a quien asaltó una banda de ladrones anoche. Me robaron mi majada de carneros que había traído a pastar y me quitaron la ropa.

—¿Eran "águilas de la estepa"? ¿No llevaban una joven con ellos?

—Yo no la he visto.

—¿Cuántos eran?

—Una veintena, pero debía de haber más en el bosque, Porque oí relinchos de caballos. ¡Por favor, señor! ¡No me dejes aquí solo y sin armas! ¡Hay lobos y panteras en la espesura!…

El coloso interrogó con la mirada a Hossein.

—Podrá servirnos de guía —sugirió éste.

—Monta en ancas de mi caballo —le dijo Tabriz—. Veremos de procurarte algo para que te cubras.

—¡Seré tu esclavo! —declaró el citado en un arranque de agradecimiento—. ¡Lo he perdido todo!

—Te vengaremos. Estamos persiguiendo a esos bandidos.

Se reunieron con la escolta y Tabriz obtuvo que algunos de sus integrantes se desprendiesen de alguna prenda de vestir para habilitar al usbek, mientras Hossein informaba a Abei del descubrimiento. Luego reanudaron la marcha al trote corto, atravesaron los pocos centenares de metros de terreno boscoso y desembocaron de nuevo en la planicie.

Los viajeros que recorren estas regiones observan que el crecimiento forestal cesa al pie de las montañas para reaparecer en las proximidades de los ríos, sin que ninguna vegetación se note en la tierra negra que recubre la parte llana y que debería ser tanto más fértil cuanto que es virgen. La explicación plausible es que la capa de esa tierra no va a más de cuarenta centímetros de profundidad y descansa sobre un fondo de arcilla compacta, impenetrable a las raíces de las plantas. A medida que la expedición avanzaba en los dominios bukarenses, los conglomerados de tiendas aparecían con mayor frecuencia y en el horizonte se veían desfilar largas caravanas de camellos y grandes majadas de ovejas, escoltadas por gente armada de aspecto siniestro. Todas se dirigían rumbo al occidente con una prisa que llamó la atención de Tabriz.

—Parecen huir ante un peligro —comentó con Hossein.

Hizo que se adelantara su caballo hasta alcanzar a un grupo que conducía una procesión de caballos y pidió la explicación.

—¡Los rusos! —le dijeron.

—¿Ya sitian Kitab?

—Todavía no, pero lo harán dentro de poco.

El gigante volvió a su puesto y dijo a los dos primos:

—Hay que acelerar la marcha, si no, nos exponemos a quedar cortados fuera de la ciudad.

Capítulo 13. La Llegada a Kitab

No obstante los esfuerzos prodigiosos realizados por los caballos, la noche sorprendió a la comitiva a cuarenta kilómetros de Kitab, en las inmediaciones del minúsculo y desierto villorrio de Iskander. Hombres y animales estaban tan extenuados por esa marcha de casi cuarenta y ocho horas, que todo avance resultaba imposible. Hossein y Tabriz, que no quería arruinar completamente a las cabalgaduras, se vieron obligados a ordenar un alto. Por otra parte, los rusos todavía no habían atacado a la ciudad, como lo demostraba el éxodo de gente y ganado que proseguía hacia el oeste. Las diez o doce chozas que componían el lugar habían sido abandonadas por sus dueños, contingencia que aprovecharon los expedicionarios para pasar la noche bajo techo. Consumieron de prisa las provisiones que llevaban j' en cuanto se tendieron en el suelo quedaron profundamente dormidos.

Sólo dos hombres no cerraron los ojos: Abei y el pastor asaltado que habían recogido cerca del Amú. Ambos, durante la marcha, se habían cambiado miradas y signos de inteligencia, como si se conociesen de antes, y cuando el felón sobrino del "beg" se convenció de que su primo y el gigante dormían, salió silenciosamente de la choza y se dirigió hacia el primer grupo de caballos junto a los cuales se distinguía una forma humana agazapada.

—¿Qué significa tu presencia aquí, Hadgi? —le preguntó al hombre.

—Recibir nuevas instrucciones, ya que no habíamos previsto la invasión de los rusos. Eso puede haberte hecho cambiar de plan y como sabía que al perseguirnos tendrían que pasar ustedes por el único vado del río que existe en muchas leguas, resolví esperarte en sus proximidades.

—Has jugado una carta muy peligrosa.

—¿Por qué? Ni tu primo ni el servidor me conocen y engañarlos era cosa facilísima. No hice más que esconder ropa y armas en una mata y, como has visto, la estratagema dio buen resultado.

—Eres un bandido astuto —reconoció el pérfido.

—Se hace lo que se puede… Dime ahora adónde debo conducir a la muchacha.

—¿Conoces algún refugio en las montañas de KasretSultán?

—Sí, existen allí cavernas magníficas, aunque suden petróleo por todas partes.

—Bien; entrarás entonces en Katib, atravesarás la ciudad poniendo bien en vista a Talmá y la llevarás a las montañas. Nadie se preocupará de ella aunque pida socorro, ya que los habitantes tienen otras cosas en qué pensar. En todo caso, dirás que es una loca que reconduces a su familia. Tus hombres me conocen, ¿no?

—La noche que viniste al campamento a proponernos el negocio, estaban todos y ninguno ha olvidado tu cara.

—Deja entonces un par de ellos en Kitab para que me guíen más tarde al refugio.

—Mira que si tardas mucho corres peligro de quedar sitiado.

—Es lo que deseo. Por lo demás, esto a ti no te interesa. Lo que debe interesarte es ganar la suma convenida, que ahora te pertenece íntegra por la muerte del "mestvire".

—La supe. Tu tío fue muy cruel, pero tengo que estarle agradecido porque con su acto me convirtió en jefe de los "águilas".

—No te quejes, pues. Y ahora vete y alcanza a tu gente antes de que entre en la ciudad.

—Adiós, señor, y cuenta con mi fidelidad.

—Y tú con mis "thomanes" —replicó con sorna su interlocutor.

Hadgi desató un caballo, le envolvió la cabeza para que no relinchase, saltó a la silla y se perdió en la oscuridad de la noche.

—Los moscovitas llegan en buena hora —murmuró Abei—. Babá bey no habrá olvidado que un día mi padre le salvó la vida y me ayudará… ¿Con que lo querías todo para ti, mi querido primo? Belleza, coraje, admiración de las mujeres, felicidad… ¿Y nada para mí? Por lo menos tendré a Talmá, la muchacha a quien amo secretamente antes que tú y sin la cual no me importa la vida… ¡Qué poco me conocen ella y tú…!

Se deslizó en la choza tratando de no hacer ruido y se echó sobre su gualdrapa sin que Hossein y Tabriz se diesen cuenta de nada. A medianoche, la tropa empezó a prepararse y los despertó su vocerío y los relinchos de los animales Salieron al aire libre y dieron la orden de partida. En eso se acercó a Hossein uno de los sartos.

—Señor —denunció— falta mi caballo.

—Y también el hombre que ha recogido junto al río —agregó otro.

—¡Que vaya a que lo ahorquen en otra parte! —gruñó el gigante—. No nos preocupemos por ese truhán y pongámonos en marcha antes de que se nos adelanten los rusos.

El hombre que quedara de a pie montó detrás de un compañero y la comitiva ganó rápidamente la estepa. Por la parte sur aparecían muchas aldeas y villorrios, situados en las márgenes de los afluentes del Amú y rodeados de arboledas y matas de rosales chinos de flores blancas y rojas. Los caballos, descansados, galopaban sin necesidad de ser aguijados y a los primeros albores del día se pudo distinguir la silueta del Kasret-Sultán-Geb a espaldas de Kitab.

—Ya estamos, señor —anunció Tabriz a Hossein—. Si no nos han engañado, dentro de poco rescataremos a tu amada.

—¿Volveré a verla?… —gimió el malogrado esposo llevándose la mano al corazón.

—Tu tío es harto famoso en la estepa para que el emir de Kitab no lo conozca y no se negará a ayudarnos en nuestra búsqueda, especialmente si reforzamos el pedido con algunos miles de "thomanes".

—¿Qué clase de tipo es? ¿Lo conoces, Tabriz?

—Lo he visto más de una vez. Es un ambicioso que en diversas ocasiones se ha rebelado contra su señor, el emir de Bukara. Parece querer imitar a Yakub, el que fuera lugarteniente de éste y después de haberse hecho declarar por la población "atalech-gazí", o sea, defensor de la fe, se construyó un reino a expensas de aquél y de los chinos de la Duzungaria. Malhadadamente para él, tendrá que hacer sus cuentas con los moscovitas, y el negocio le va salir mal.

—Lo mejor es no meterse —opinó Hossein.

—Siempre que nos sea posible, primo —apuntó Abei—. Djura Bey podía pedir nuestro apoyo: cincuenta hombres a caballo le serían de gran utilidad en estos momentos, y si nos rehusásemos, podría decirnos que busquemos solos a Talmá.

—Es claro que tratará de aprovechar la ocasión para reforzar su ejército —convino el coloso—. Por mi parte no me disgustaría dejar caer un poco la mano sobre los rusos…

Kitab estaba a la vista: se destacaban nítidamente sus blancas mezquitas de cúpulas doradas, las murallas almenadas y los altos terraplenes que reforzaban las defensas. Hossein estaba por disponer que espoleasen los caballos, cuando se oyeron descargas de mosquetería y algunos tiros de cañón.

—¡Los rusos! —exclamaron a la vez los tres conductores.

—Debemos apresurarnos si no queremos llegar tarde —incitó Abei lanzando adelante su montura—. Esas nubes de polvo que se ven en el norte, las debe levantar un cuerpo de caballería.

—Aflojen las riendas —ordenó Tabriz.

El tropel partió a todo galope. La fusilería se hacía oír a pausas regulares, lo que revelaba que procedía de soldados disciplinados. Algunas detonaciones secas, poderosas, parecían salir de culebrinas más que de piezas de verdadera artillería. Detrás de los terraplenes densas cortinas de polvo denotaban que la caballería de Kitab ya combatía contra los cosacos de Miklalowsky. La comitiva de Hossein había llegado a un centenar de metros de la puerta de Ravatak, cuando apareció una masa de jinetes que bajaba apresuradamente de las alturas al tiempo que estallaban algunas granadas sobre sus cabezas.

—¡Los shagrissiabs! —reconoció el gigante—. ¡Cuando escapan de ese modo es porque los moscovitas han de haberlos golpeado bien…!

Los fugitivos volvían a la ciudad lanzando furiosos alaridos y de tanto en tanto volvían atrás la cabeza y descargaban sus mosquetes.

—¡Apuren, amigos! —exhortó Hossein—. ¡Tenemos que llegar antes que los rusos!

La tropa superó la distancia que faltaba, atravesó el puente levadizo y penetró en poblado al tiempo que en los reductos tronaban los arcabuces y los cañones de Djura Bey.

Capítulo 14. Los Fanáticos del Turquestán

Kitab, sin poseer la categoría de Bukara y de Samarkanda, las "reinas de la estepa", como la llaman los turquestanos, era en 1875 una ciudad importante por su población, su comercio y sus fortificaciones que, ligadas a las de Schaar, la hacían respetable. Aunque no se consideraba una roca inexpugnable para un ejército europeo, lo era para los bárbaros, debido a los veinte cañones y cierto número de culebrinas que guarnecían los reductos de su ciudadela. Poseía, como todos los centros poblados del Turquestán, gran número de mezquitas y bellísimos jardines, pero sus casas eran bajas, con muros de tierra batida de un metro de espesor y techos de cañas revestidas de creta. Sólo la del bey tenía más de un piso y vastas galerías y terrazas de estilo mitad chino y mitad musulmán y se erguía majestuosa en medio de esa chatura.

Una gran agitación reinaba en la ciudad en el momento en que el séquito de Hossein entraba en ella. Hombres de a pie y a caballo se cruzaban en todas direcciones aullando rabiosamente y blandiendo toda clase de armas, mientras multitud de mujeres y niños se dirigían a las salidas arreando' camellos y carneros. De los muros, terraplenes y terrazas, se hacía fuego continuo contra un enemigo invisible, pues hasta entonces no había aparecido ningún ruso.

—¡Al bazar! —ordenó Tabriz a sus hombres.

Atravesaron la parte meridional de la ciudad e hicieron alto en una amplia plaza ocupada por tiendas y bancos completamente vacíos, pues los vendedores habían huido llevándose las mercaderías. El coloso, después de haber dado un vistazo en derredor, enderezó hacia una construcción que se levantaba en un ángulo y tenía varias puertas de entrada.

—Ocupemos ante todo el caravanserrallo y esperemos a que se restablezca un poco la calma antes de ir a visitar al bey —díjole a Hossein—. Los moscovitas no acometerán antes de haber abierto brechas en las murallas. No ignoran que la ciudad está bien defendida, de manera que por el momento no tenemos por qué apresurarnos.

—Primo —propuso Abei—. ¿No te disgustas si me encargo de ir a ver al "beg" de Schaar que es aliado de Djura? No podrá negarme su apoyo, porque tiene una deuda de gratitud con mi padre.

—Una vez me contaste algo de él. Si mal no recuerdo le salvó la vida. ¿Se acordará de ello? —Yo se lo recordaré si lo ha olvidado.

—¿Estará en la ciudad?

—Su caballería se retiró tras los muros y es de suponer que él ha entrado con ella. Yo sabré descubrirlo: estará en la ciudadela o en el palacio de Djura. Si tardo en volver, no te inquietes, primo.

Mientras la comitiva se acomodaba en un inmenso local destinado a servir de hospedaje a las caravanas provenientes de la estepa, Abei, después de haber rechazado una escolta, se dirigió lentamente a la ciudad. Sobre una pequeña altura se destacaba la ciudadela protegida por cuatro reductos y por terraplenes almenados.

—Es más probable que se encuentre allí, rodeado de sus cañones —musitó Abei sonriente—. ¡No te imaginas la partida que voy a jugarte, querido primo!… ¡Te aseguro que mis "thomanes" van a estar bien empleados!

Aunque ya no se produjesen descargas más allá de las huertas, la inquietud de la población estaba lejos de calmarse. Pelotones de gente armada recorría las callejuelas y de las terrazas se seguía tirando al acaso. También de la ciudadela disparaban los cañones consumiendo municiones inútilmente, y desde los minaretes se desgañitaban los almuecines clamando con voz estridente:

—¡A las armas, hijos de Allah! ¡En nombre del Profeta, de Alí y de Hussein! ¡Muerte a los infieles!

Abei seguía trepando por las angostas vías y los tortuosos senderos que llevaban a la ciudadela sin preocuparse de toda esa alharaca y girando la mirada en torno para ver de descubrir a alguno de los bandidos que Hadgi debió dejar.

—Es imposible que no hayan advertido nuestra llegada —murmuró—. Cincuenta hombres a caballo llaman la atención de cualquiera. A lo mejor me están esperando en las cercanías del caravanserrallo.

Eran las nueve de la mañana cuando llegó al sitio fortificado. Ya había percibido en uno de los reductos a un hombre de edad madura vestido como un príncipe, con grandes bordados de oro en la casaca blanca y un descomunal turbante de muselina verde. Al llegar a una de las puertas fue detenido por un centinela de gran estatura que le apuntaba un enorme trabuco.

—Pon de lado tu trombón —le dijo, con acento irónicoy ve a decirle a Babá bey que el sobrino de Giah Agha e hijo de Abei Hakub desea verle.

El shagrissiab, impresionado por el tono altanero y la calma del joven, hizo transmitir de inmediato el mensaje y poco después abría la puerta de par en par y escoltando por cuatro artilleros el visitante entraba en la ciudadela. Babá bey lo esperaba apoyado en su cimitarra en una pequeña explanada.

—¿Eres el hijo de Abei Hakub? —le preguntó cuando hubo descendido del caballo.

—¿No me parezco a mi padre, "beg"? Siempre me han dicho que soy su vivo retrato.

—En efecto —confirmó el emir de Schaar— me recuerdas al hombre que me salvó un día la vida. ¿Qué quieres de mí?

—¿Has saldado con mi padre tu deuda de gratitud?

El "beg" lo miró un poco inquieto e hizo seña a los artilleros para que se retirasen.

—Llegas en un mal momento, mi joven amigo —le dijo luego—. Tenemos a los rusos en la puerta de la ciudad.

—Tal vez mi llegada puede serte propicia. No he venido solo; he traído cincuenta caballeros que valen por doscientos de tus shagrissiabs.

Babá bey le dirigió una mirada de estupor y su rostro se iluminó con una sonrisa.

—¿Cómo? ¿Vienes a pedirme el pago de mi deuda de gratitud y al mismo tiempo me traes ayuda?

—Sí, y con una condición: que destines a mis hombres y a sus jefes donde sea más intenso el fuego de los moscovitas.

—No te comprendo, jovencito. Tu padre me salvó la vida en la estepa un día en que una pequeña horda de quirguizos me habían asaltado. ¿Qué es lo que tú quieres ahora en retribución?

—Contéstame antes algunas preguntas. Ayer estuvo aquí una numerosa cabalgata conduciendo a una muchacha, ¿verdad?

—Sí, eso me informaron. Parece que se trataba de un matrimonio, porque la joven llevaba vestido de novia y una tiara valiosa.

—¿Dónde se encuentran ahora?

—No lo sé; atravesaron velozmente la ciudad y salieron por la puerta opuesta sin detenerse.

—Bien; tu deuda está saldada, "beg" —declaró Abei con expresión gozosa—. La tropa que te he traído está comandada por un primo mío, también sobrino de Giah Agha. Mándalo a la primera línea de fuego y no te preocupes de otra cosa. El resto me concierne.

—He ahí un negocio para mí excelente —declaró Babá sonriendo—. No quiero averiguar cuál es el misterio que te impele a sacrificar a esos hombres; necesito gente valerosa y voy a disponer de la tuya.

—¿Tienes alguna esperanza de resistir á los rusos? ¿Cuándo crees que intentarán el asalto a la plaza?

—No antes de mañana y si consigo fanatizar a la población, quizá pueda rechazarlos. Esta noche saldrán a la calle los almuédanos con las reliquias sagradas del Islam y predicarán la guerra santa.

—¿Cuento entonces con tu palabra, Babá bey?

—Puedes confiar en ella.

—Nos volveremos á ver en el campo de batalla.

El malvado jovenzuelo saludó con un gesto de la mano y abandonó la ciudadela al trote corto de su farsitano, dirigiéndose a la plaza del bazar. Hossein y Tabriz, después de haber adquirido alimentos para su gente se preparaban a comer cuándo lo vieron llegar sonriente y satisfecho.

—¿Qué noticias traes, primo? ¿Supiste algo de Talmá? —le preguntó el primero, impaciente.

—Tu Talmá está aquí, pero Babá bey todavía no sabe dónde la ocultara. Tiene una sospecha y me ha jurado sobre el Corán que nos ayudará a encontrarla… Pero no hay que alegrarse demasiado, primo: como me lo temía, el servicio habrá que pagarlo.

—¡Qué dices?… ¿Cómo?

—Exige en compensación que le ayudemos contra los rusos.

—Si no es más que eso, lo haremos con todo placer —terció Tabriz—. Siempre que encuentre y nos devuelva a Talmá, sablearemos cumplidamente á los moscovitas, ¿verdad, señor?

—¿Y los "águilas"? —preguntó Hossein.

—Huyeron después de haber dejado aquí a la muchacha.

—¿Pero, a quién se la dejaron? ¿No te lo dijo?

—No lo sabe aún.

—Señor —intervino el coloso— si Babá bey juró sobre el Corán, como buen musulmán mantendrá su promesa. Vamos a ayudarlo a rechazar a esos malditos rusos… Claro que hubiera sido mejor no mezclarnos en este negocio, pero ya que nos vemos envueltos en él, moveremos las manos lo mejor que sepamos.

—Ahora almorcemos —propuso Abei—. Dentro de poco comenzará la procesión de las reliquias para despertar el fanatismo de los creyentes y nosotros debemos también tomar parte. Encontraremos a Talmá, primo, no lo dudes, pues no ha salido de la ciudad. Y el que pagó a los "águilas" para robártela, pagará con la vida su bribonada. ¿Verdad, Tabriz?

—Yo me-encargo de eso —respondió el hombrón mostrando sus peludos brazos—. Bastará un apretón y… ¡crac! Me va a quedar el cuello entre los dedos…

La comida transcurrió silenciosa; los tres parecían preocupados, especialmente Abei, que no podía separar los ojos de las manos del gigante. Al ruido de los tiros y al bullicio callejero había sucedido un profundo silencio, pues la gente se había retirado a sus casas y se preparaba a tomar parte en la procesión de la noche. Y cuándo el sol había apenas tramontado, los almuecines, desde los alminares de las mezquitas comenzaron a convocar al pueblo:

—¡He ahí a la luna del Islam que surge!… ¡Por la gloria de Hussein y de Alí!… ¡Demuestren los creyentes a estos santos su fe!…

—Vamos a hacerlo también nosotros como buenos mahometanos —dijo Hossein—. Además, podríamos encontrar a Talmá entre la muchedumbre…

Montaron todos a caballo y abandonaron el local. La ciudad se había llenado de lámparas y de todas partes centelleaban luces rojas, verdes, amarillas, blancas, que le daban un aspecto fantástico. Por las callejas descendían torrentes de antorchas que dejaban tras sí nubes de humo y de chispas. Un mundo de gente llenaba la plaza, rodeaba la mezquita dedicada á los dos santones y salmodiaba versículos del Corán. Los turquestanos están considerados como los más fanáticos de los musulmanes, casi tanto como los hindúes lo son de su religión. No se arrojan, como éstos, debajo de los carros para dejarse aplastar a centenares, pero celebran sus fiestas, aún hoy, con derramamiento de sangre. En sus procesiones eligen de entre la enorme concurrencia cierto número de exaltados que ponen a su frente armados de armas blancas y arrastrando pesadas cadenas, les cuales, durante la ceremonia, con feroz y repugnante voluptuosidad se hacen cortes y tajos en la cara, el pecho y los brazos entre aullidos ensordecedores e invocaciones a Alí Hussein. Llega a tal grado su erotismo, que los parientes y amigos se ven obligados a desarmarlos para evitar que se degüellen. Pero a pesar de esta vigilancia siempre se cuentan, después de cada procesión, varios muertos, a los que se envidia, porque es convicción general que han ascendido al paraíso de Mahoma.

Cuando la comitiva de Hossein llegó a la plaza decorada con banderas verdes y tiendas negras, la columna de fieles ya estaba organizada. Unos trescientos fanáticos, cubiertos con amplias túnicas blancas y arrastrando con ruido infernal gruesas cadenas abrían el cortejo, flanqueados por allegados y personas amigas que llevaban hachones encendidos. Seguían varios almuecines conduciendo por la brida a tres caballos blancos fastuosamente enjaezados, grandes penachos en la frente y cubiertos con gualdrapas bordadas en oro y plata. El primero llevaba dos cimitarras con sendas manzanas ensartadas, la fruta predilecta de Alí, el yerno de Mahoma asesinado por los partidarios de Omar, el aspirante al califato; el segundo animal cargaba un traje de seda verde que representaba el que la víctima endosaba el día de su sacrificio; y al tercero se le había colocado en el dorso un cesto que contenía dos palomas, símbolo de la horrible matanza que hicieran en las huestes de Hussein los sostenedores de Omar. Detrás de los corceles venían soldados, jinetes, peatones, todos apiñados, chocando, empujándose, entre el estrépito indescriptible de miles y miles de voces que repetían desaforadamente:

—¡Alí! Hussein! ¡Protejednos de los infieles! ¡Extermínenlos! ¡Fulmínenlos! ¡Allah! ¡Allah!

—¡Mahoma! ¡Mahoma!

En medio de esa turba marchaban los "begs" de Kitab y de Schaar caballeros en cándidos bridones y seguidos de un brillante estado mayor. El desfile se hacía a pasos acelerados, porque los fanáticos que lo encabezaban se habían puesto a correr. De pronto se elevó de la muchedumbre un alarido formidable:

—¡Alí!… ¡Hussein!… ¡Allah!…

Los exaltados habían empezado a tajearse rostro, brazos, cuello; usando sus cimitarras, cuchillos y "yataganes" con insano deleite y la sangre les manchaba la ropa y salpicaba a los vecinos. El horrible espectáculo impresionaba muy poco a esa masa de salvajes y cuando alguno de los martirizados se desplomaba en medio de convulsiones, la boca llena de espuma y los ojos fuera de las órbitas, lo metían en una casa, lo lavaban y trataban de reponerlo dándole a beber "choumis" o aguardiente de centeno. Ya duraba el desfile una media hora cuando Abei, que como muchos otros había tenido que desmontar para no aplastar a los caminantes, se sintió tirar fuertemente de la manga. Tabriz y Hossein se hallaban muy adelante, pues habían sido separados en la confusión. Un tipo barbudo con el rostro medio tapado por un gran turbante le susurró al oído:

—Señor, deja pasar a estos idiotas; apóyate en la pared y ten bien sujeto al caballo. —Después lo empujó contra una puerta y agregó:

—Hadgi…

—Espera —le contestó Abei radiante.

Cuando hubo desfilado toda la procesión, el bandido le manifestó:

—No podemos perder tiempo; los rusos se acercan…

—¿Eres uno de los hombres de Hadgi?

—Sí, señor, y cuatro compañeros me esperan junto a la puerta de Ravatak. Tengo que comunicarle que la joven está segura en las montañas de Kasret, de manera que debemos apresurarnos a salir para no quedar asediados.

—Vamos —dijo Abei y masculló para sí: "mañana los rusos harán aquí una masacre y será difícil que Hossein y Tabriz escapen con vida… ¡Talmá me pertenece!…"

En quince minutos estuvieron en el lugar donde se hallaban los otros compinches, pero cuando quisieron salir al campo libre, un grupo de guerreros les salió al paso.

—La puerta ha sido cerrada —les informó—. Los rusos nos están sitiando.

Un cañonazo retumbó en las tinieblas como anuncio de que las columnas del general Abramow había iniciado la conquista de la ciudad.

Capítulo 15. El Ataque a Kitab

Los habitantes del Asia central, especialmente los de la región conocida con el nombre de Tartaria independiente, son de una turbulencia increíble. Es raro que pase un año sin que estalle una insurrección y los tremendos castigos que se imponen a los vencidos no bastan para contenerlos. Desde que Yakub pudo formarse mediante una revolución, un Estado, que lo convirtió en poco tiempo en uno de los más prósperos y civilizados, muchos caudillos locales trataron de imitarlo. Los beys de Kitab y de Schaar se habían aliado para independizarse dei emir de Bukara y posiblemente lo consiguieran si no hubiese intervenido el imperio ruso, que ejercía sobre él su protectorado. Y como el emir no contaba con fuerzas para hacer frente a los revoltosos, el gobernador moscovita del Turquestán formó con las tropas que guarnecían Samarkanda un pequeño ejército y lo mandó con orden de aplastarlos. No era muy poderoso, pero lo suficiente como para derrotar a la indisciplinada horda de los shagrissiabs, excelentes para emboscadas pero pésimos para sostener una verdadera batalla.

La expedición, al mando del general Abramov, se había dividido en dos columnas: la del coronel Kiklalowsky, que debía detenerse en Diam y la del teniente coronel Schovnine con orden de tomar Kitab. Habían calculado que la lucha sería breve y las tropas llevaban víveres para diez días, aunque se habían acumulado en Diam provisiones en abundancia. El 11 de agosto de 1875 la primera columna ocupó la aldea de Makrt sin disparar un solo tiro. Los habitantes estaban tan distantes de pensar en una invasión rusa, que fueron sorprendidos mientras cultivaban sus campos y no tuvieron tiempo de organizar la menor resistencia. Al día siguiente algunas bandas a caballo, después de dejar pasar al grueso de la soldadesca, atacaron su retaguardia matando e hiriendo a muchos, pero bastaron pocos disparos de mosquetes y culebrinas para dispersarlas.

El 13 por la tarde la columna llegaba sin combatir a las huertas de Urens-Reschlak, en la cintura externa de defensa de los shagrissiabs y poco después hacía su conjunción con la comandada por Schovnine. En la madrugada del 14 algunos contingentes de la plaza acometían de improviso el flanco del campamento con fuego violento aunque mal dirigido y desaparecían a las primeras descargas de los moscovitas. Una vez rechazado este intento, el general, seguido por su estado mayor, hacía un rápido reconocimiento de las murallas para escoger el punto a atacar y al anochecer se iniciaba el bombardeo de la ciudad.

Al oír Abei el tronar del cañón y ver acudir en masa a los defensores a los reductos, estalló en maldiciones. Se veía encerrado en la plaza amenazada, expuesto a los peligros de la lucha e imposibilitado de juntarse con los bandoleros que retenían a Talmá.

—¡Allah condene a esos bribones de Djura y Babá! —aulló rojo de ira.

Los cinco "águilas" lo habían rodeado a la espera de instrucciones y asombrados de verlo tan furioso.

—¿Y ustedes, estúpidos, no podían haberse dejado ver más pronto? —les espetó amenazándolos con el puño.

—Lo hemos buscado por todas partes, señor —le explicó el que lo había guiado—. También a nosotros nos hubiera gustado salir antes de que los rusos nos encerrasen aquí.

El excitado joven se quedó un rato pensativo, luego se encogió de hombros y volviendo bridas murmuró:

—¡B h! Acaso sea mejor así… Trataré de empujar adelante a los otros sin exponer mi piel…

Seguido por los cinco tunantes se dirigió al trote hacia el caravanserrallo donde encontró a Hossein y Tabriz con el séquito, listos para tomar parte en la defensa de la ciudad. Habían recibido un mensaje de Babá bey solicitando su ayuda.

—Creíamos que te había pasado algo —le dijo Hossein—. Las balas están cayendo como lluvia en las calles.

—Me había extraviado, primo y gracias a estos hombres he podido hallar el camino.

—Llegas a buen punto. Los moscovitas se aprestan a expugnar la ciudad y arremeten por la puerta de Ravatak —informó Tabriz.

—Ven, primo —le dijo Hossein—. Enseñémosles cómo se baten los nómades turquestanos.

A una señal el pelotón, reforzado por los cinco quirguizos, se puso en marcha hacia el sitio amenazado. Los rusos querían terminar pronto y atacaban vigorosamente, seguros de que los parapetos de adobe no podrían ofrecer mucha resistencia. El general había mandado excavar una profunda trinchera frente al punto elegido para abrir una brecha y hecho colocar en ella cañones y culebrinas. Las columnas de ataque las había ocultado detrás de un barranco. Los shagrissiabs, a pesar de que no tenían ninguna duda respecto al éxito de la batalla, habían acudido en tropel a defender las murallas y hacían un fuego infernal de mosquetería apoyado por los tiros de la ciudadela. Las balas enemigas desfondaban los techos de las casas, ponían en fuga a sus mujeres y niños y producían incendios que no se preocupaban de apagar. Cuando los hombres de Hossein llegaron al puesto que debían ocupar, se hacía un fuego intenso por ambas partes. Abandonaron los caballos y se achataron detrás de las almenas de los terraplenes, mientras el primero y Tabriz se hacían cargo de una batería de falconetes. Los defensores eran tres o cuatro veces más numerosos que los atacantes, pero no tenían disciplina y estaban mal dirigidos; cada cual combatía por su cuenta y la artillería, de tipo anticuado, carecía de eficacia. A las siete de la mañana las piezas instaladas en la torre de Ravatak habían sido silenciadas y se había abierto un gran boquete en los muros. Los cazadores resguardados en el barranco se habían dividido en dos columnas y se preparaban a dar el asalto.

—Tabriz —manifestó el sobrino mayor del "beg" sin dejar de descargar su pieza— esto toca a su fin; los shagrissiabs no podrán resistir un cuarto de hora más.

—Pienso lo mismo señor —le contestó el coloso—. Estos hombres no son comparables a los de la estepa; temen demasiado a las bayonetas moscovitas.

—¿Cómo terminará la aventura?

—Seguramente mal si no escapamos más que de prisa, primo —dijo una voz a sus espaldas—. Ya no tenemos nada que nacer aquí. Acaba de decirme Babá bey que Talmá no está en la ciudad.

—¿Qué has dicho? —aulló Hossein.

—Que los bandidos antes de la llegada de los rusos la llevaron a las montañas de Kasret-Sultán.

—¿Y por qué no lo dijo antes ese bellaco?

—Seguro que para utilizar nuestra fuerza —presumió Tabriz.

—Es posible —concedió Abei— aunque más bien creo que no lo sabía.

—¿Qué hacemos, Tabriz?

—Me parece que sólo una cosa nos queda que hacer: retirarnos antes que acometan los sitiadores. Como no disponen de bastantes tropas para rodear la ciudad, quizás podamos salir por la puerta de Raschid, donde no se percibe ruidos de combate.

—Será una defección de parte nuestra —opinó Hossein.

—Es evidente de buena guerra, señor —le replicó el gigante—. El "beg" nos ha engañado y nosotros le devolvemos el golpe. Vamos, señor, no tenemos nada que ver con el emir de Bukara ni con sus protectores. —Se volvió a sus hombres y le ordenó con su vozarrón de trueno—. ¡A caballo, amigos! ¡A cargar a los rusos!

Era tal la confusión reinante que nadie se preocupó de la retirada del pelotón auxiliar. Los atacantes, protegidos por la artillería de la trinchera y profiriendo fragorosas ¡hurras!, se habían lanzado al asalto llevando altas escaleras y sin preocuparse de los millares de fusiles que disparaban contra ellos. El séquito de Hossein atravesó a galope tendido la ciudad atiborrada de fugitivos, muchos de los cuales fueron atropellados y pisoteados por los caballos, y alcanzaron la puerta de Raschid guardada por algunos defensores.

—¡Abran! —les gritó Tabriz desenvainando su "cangiar"—. ¡Orden de Djura bey!

—¿Qué van a hacer? —le preguntó el que mandaba la patrulla.

—¡Cargar a los rusos por la espalda! —contestó el coloso—. ¡Apúrate, antes de que tomen por asalto la torre de Ravatak!

La puerta fue abierta y la comitiva cruzó como un huracán el puente levadizo.

—Preparen los arcabuces —indicó Hossein—. Esta calma es sospechosa… ¿No ves nada, Tabriz?

—No, y participo de tus temores. Este silencio me huele a celada.

—¡Carguemos a fondo, el "cangiar" entre los dientes!… ¡Adelante!…

El primer barranco se hallaba a mil metros de la última huerta. Cuando lo alcanzaron e iniciaron el descenso, vieron surgir de repente ante ellos una selva de bayonetas. Ya era demasiado tarde para detener las cabalgaduras y el pelotón pasó volando y derribando a cuanto enemigo encontró a su paso, pero trascientos metros más lejos se alzaba otro barranco y de él partió una descarga cerrada capaz de voltear a la mitad de los animales.

—¡A tierra! —gritó Hossein—. ¡Parapetarse detrás de los caballos!… ¡Fuego al barranco!…

La orden fue obedecida en el acto y los disparos respondidos con otros disparos. Abei, aprovechando la confusión, había hecho una seña a sus compinches y cuando pudieron oírlo los instruyó:

—Aquí… cerca mío… no se expongan… un golpe supremo… o no les daré ni un "thomán".. .

El rostro del miserable en ese momento se había puesto morado. Tendido cerca de su caballo no miraba a los rusos, sino a su primo y al gigante que se hallaban a pocos pasos delante de él.

—¡Amigos! —voceó Hossein— ¡no tiren hasta que se muestren…! ¡Ahora!… ¡Fuego!…

Unos cincuenta moscovitas avanzaban con precaución por entre las hierbas: quince o veinte cayeron heridos en las piernas, pues los esteparios habían apuntado bajo. Eso desorganizó un poco a los atacantes, pero inmediatamente, como por encanto, surgió una media "sotnia" de cosacos de las matas y derribó con acertados tiros un buen número de contrarios.

—¡Estamos perdidos, Tabriz! —exclamó Hossein.

—¡No tenemos más recurso que cargar, señor! —precisó el coloso—. ¡En vuelo y a fondo!

—Da la orden antes de que nos estropeen todos los animales.

El gigante estaba por incorporarse cuando dos descargas, de frente y de atrás, que procedían de los dos barrancos, les aniquilaron más de la mitad de la gente.

—¡A caballo los que quedan…! —ordenó Hossein poniéndose de pie.

Un tiro de pistola sonó detrás de él. Tabriz, con los dientes apretados se volvió empuñando el "cangiar" y bramando:

—¡Traición! ¡Trai…!

No pudo terminar: se oyó una segunda detonación y el gigante, herido en la espalda, cayó al lado de su señor… ¡Pero había visto la mano que había disparado! En el mismo instante Abei, que había saltado sobre su farsitano, gritaba con voz tonante:

—¡A montar!… ¡Carguen!…

Quince hombres, entre ellos los "águilas" de Hadgi, habían respondido a la orden lanzando el grito de guerra:

—¡"Uran"! ¡"Uran"!

Y como un hato de demonios se arrojaron con incontenible impulso sobre los rusos que ocupaban las márgenes del barranco y les cayeron encima en forma tan brusca, que para no ser aplastados se apartaron desordenadamente, sin intentar hacerles frente. Los audaces jinetes esteparios pasaron como una flecha y desaparecieron tras las altas hierbas saludados por una última pero tardía descarga.

Capítulo 16. El Refugio de los Bandidos

Mientras Abei galopaba con la pequeña escolta hacia la cadena de montañas de Kasret-Sultán-Geb, la ciudad de Kitab iba siendo poco a poco dominada por los rusos. Los defensores se habían apiñado sobre muros y terrazas y hacían un fuego violento de arcabuces apoyados por algunos falconetes de la ciudadela, pues los cañones yacían en su mayor parte destrozados. Los atacantes bajo una tormenta de balas habían colocado sus escaleras y, superado el primer cinturón de las fortificaciones, marchaban a la conquista del segundo mientras los shagrissiabs se daban a la fuga a través de huertos y jardines gritando:

—¡El enemigo!… ¡El enemigo!… ¡Sálvese quien pueda!…

El número de invasores aumentaba continuamente y proseguía su avance al resplandor del incendio de algunas chozas, sólo hostilizados por los disparos que les hacían en su huida los defensores. El general Abramow deseoso de acabar rápidamente, lanzó una tercera columna en la ofensiva y un cuarto de hora después, sin mayor esfuerzo, sus tropas dominaban la ciudad no obstante que los beys Djura y Babá habían concentrado alrededor de ella ocho mil hombres entre infantes y caballería. Los rusos habían peleado cuerpo a cuerpo en las veredas, huertos y callejas; sosteniendo la avalancha de los guerreros que bajaban como un torrente de la ciudadela abandonada; tomado por asalto la última torre artillada, y a las ocho de la mañana eran dueños de todo el campo de batalla, los shagrissiabs hacían acto de sumisión y su ejemplo era imitado en seguida por la guarnición de Schaar. A los partidarios de los "begs" la aventura había costado más de seiscientos muertos y una cantidad ignorada de heridos; a los imperiales, diecinueve de los primeros y ciento dos lesionados, entre ellos siete oficiales.

El pelotón conducido por Abei no había sido molestado: marchaban delante los cinco hombres de Hadgi, conocedores de la región, que lo guiaban a la frontera de la Tartaria china, no muy distante. Al mediodía llegaba a los primeros contrafuertes cubiertos de pinos y cedros salvajes, sobre los cuales volaban halcones águilas de Astracán. Cuando estuvieron a la entrada de un sensdero que serpenteaba por entre un barranco, los "águilas" se detuvieron y miraron a su patrón. Este comprendió que se hallaban cerca del refugio y había que tomar precauciones, pues fuera de los cinco bandidos la escolta se componía de sartos fieles a Talmá, dispuestos a cualquier sacrificio para salvarla y no debían sospechar en ningún momento su complicidad con los bandidos.

—Amigos —les dijo fingiéndose profundamente afligido—, mi pobre primo ha caído bajo el plomo de los rusos, pero yo juré al "beg" mi tío llevar a feliz término la empresa que los ha traído tan lejos de sus casas. Mi vida pertenece a vuestra señora y no volveré a atravesar el Amú sin haberla rescatado. ¿Estáis dispuestos a ayudarme?

—¡Estamos dispuestos a morir por nuestra patrona! —declararon los sartos a una voz.

—Estos hombres que nos han guiado conocen la caverna en que se guarecen los "águilas" que retienen a Talmá. Haremos una exploración mientras ustedes se quedan aquí.

—Señor —repuso un sarto de barba gris— no podemos dejar que expongas tu vida separado de nosotros. El "beg" te nos ha confiado y debemos protegerte.

—Se trata de un simple reconocimiento, ya que no estamos en número suficiente para atacar a los bandoleros y tendremos que valernos más bien de una sorpresa para quitarles la cautiva. No se inquieten, pues por mí' y esperen tranquilos el regreso.

Los sartos acamparon al pie de un grupo de grandes plátanos y Abei siguió adelante escoltado por los bandidos. Al término del barranco, que se extendía más de una milla, les dio el alto una patrulla de barbudos armados hasta los dientes.

—¡Abajo las armas! —les intimó uno de los de la escolta a los raptores.

Los vigilantes inclinaron los fusiles y los viajeros prosiguieron su camino hasta llegar frente a una elevada pared rocosa en cuya base se abría una ancha hendedura. De entre las matas que crecían en los alrededores salieron otros forajidos, los cuales bajaron las armas en cuanto reconocieron a sus compañeros.

—Llamen al jefe —les indicó uno de éstos.

A los pocos minutos Hadgi salía de la caverna y se reunía con Abei que lo esperaba detrás de un grupo de plantas.

—Ya empezaba a preocuparme tu retardo, señor —le dijo el bandido—. Toda la noche he oído tronar el cañón en Kitab. ¿La tomaron?

—Creo que a estas horas todo ha terminado para Djura bey —contestó el joven—. ¿Y Talmá?

—Está adentro y bien vigilarla. No hace más que llorar.

—Yo me encargaré de consolarla.

—¿Y tu primo? ¿Dónde lo dejaste?

—Lo mataron los rusos, junto con Tabriz.

—¿Estás seguro, señor? Te confieso que me inspiran más miedo esos dos hombres que todos los shagrissiabs de Djura bey.

—Los moscovitas no me dieron tiempo para comprobarlo, pero vi caer a ambos heridos por la espalda…

—¿Por la espalda? —repitió el taimado mirándolo maliciosamente—. ¿Con balas de plomo o revestidas de cobre?

¿Y si hubiesen quedado solamente heridos?

—No te preocupes por ello: los moscovitas no bromean con los espías; los deportan al Don o los fusilan.

—No te comprendo, señor.

—Como no soy un idiota, deslicé anoche en la faja de mi primo algunos papeles comprometedores.

—¡Eres maravilloso!… —reconoció el pícaro con sincera admiración.

—Bueno; dejemos a los muertos y ocupémonos de los vivos. ¿Preparaste tu plan? Recuerda que yo debo aparecer como salvador, si no, todo el edificio se vendrá abajo… y los "thomanes" también.

—¿Traes una escolta, verdad? —preguntó Hadgi después de un minuto de reflexión.

—Unos quince hombres.

—Haré creer a Talmá que debo correr en ayuda de Kitab con la mayor parte de mis hombres y dejaré sólo una decena para cuidarla. Esta noche asaltarás el refugio, éstos huirán a los primeros tiros por un pasaje conocido únicamente por nosotros y tú te llevarás a la muchacha…

¿Quieres algo más simple?

—¡Eres un maestro en astucias…!

—Y ahora, los "thomanes", señor, porque quizá no volveremos a vernos más. Regreso a la estepa del hambre y por algunos años no traspasaré la frontera de Bukara.

Abei sacó de su amplia faja dos papeles y se los entregó.

—Son dos órdenes: una para ti y otra para la familia del "mestvire" y serás pagado. Ya tiene aviso desde hace varias semanas… ¡Espero que serás leal con la familia del "mestvire"!

—¡Lo juro sobre el Corán! Gracias, señor y adiós. Esta noche estaré muy lejos.

Abei lo despidió con un gesto, montó en su farsitano y regresó al punto en que había dejado a los sartos, seguido siempre por los cinco barbudos de Hedgi. Cuando se reunió con aquéllos les dijo:

—Acampemos aquí, amigos. He descubierto el escondite de los bandoleros y sabido también por un pastor que casi todos abandonaron la montaña para llevar ayuda a la gente de Kitab. Sólo un pequeño grupo vigila a Talmá.

—¡Señor —exclamó uno de los sartos de más edad— si eso es verdad, partamos en seguida y hagamos pedazos a esos miserables!

—No —declaró el joven con voz firme—, esperaremos la noche para sorprenderlos.

—Tu tío no hubiese esperado ni un segundo —observó otro sarto.

—El que manda aquí soy yo y no mi tío —acentuó amoscado el mozalbete—. Acampen y déjenme reposar. Yo sé lo que hago.

Desensilló su caballo para que pastase libremente, trituró una galleta de maíz y fue a echarse a la sombra de un plátano. La tarde transcurrió sin novedades y al oscurecer reunió a la escolta para arengarla:

—Ha llegado, amigos, el momento de tomar la revancha. Piensen que del valor de ustedes depende el rescate de Talmá. ¿Han cargado sus fusiles?

—Sí, señor —respondieron en coro.

—¡Adelante, entonces; los guía el sobrino de Giah Agha!

Desenvainó su "cangiar" y se puso a la cabeza del puñado de hombres para contornear el sendero bordeado de altas plantas. La oscuridad se hacía cada vez más densa a medida que se entraba en una cortina de niebla que había invadido la parte alta de la montaña. Cuando el pelotón se halló a trescientos metros de la caverna, Abei mandó hacer 1 alto y desmontar para poder acercarse inobservados y sorprender a los bandidos.

—Señor —le preguntó uno de los sartos—, ¿atacamos a fondo o sitiamos la cueva?

—Hay que tomarla de asalto. Podrían regresar los que marcharon a Schaar y sorprendernos a nosotros. Hagan fuego cuando estemos cerca de la entrada y luego atropellen con los "cangiares".

Habían llegado a unos treinta metros de la guarida cuando un grito retumbó en el interior.

—¡A las armas! ¡Nos asaltan…!

Los sartos superaron en pocos instantes la distancia y después de descargar sus arcabuces se lanzaron a la caverna empuñando "cangiares" y pistolas. Dentro sonaron algunos disparos y gritos que se fueron alejando y cuando los atacantes penetraban por la abertura los detuvo una voz que hizo latir el corazón del despreciable joven.

—¡Cesen el fuego, amigos!

—¡Talmá! —exclamó Abei.

—Sí soy yo, cuñado —respondió la muchacha corriendo a su encuentro.

—¿Y los bandidos?

—Todos huyeron… ¿Dónde está Hossein? ¿Por qué no lo veo con ustedes?

—¡Viva nuestra señora! —exclamaban los sartos rodeándola.

—Hossein está junto al "beg" —le mintió el felón—. Una herida lo obligó a regresar con Tabriz.

—¡El, herido…!

—Cosa de nada, hermanita. Un bayonetazo en un brazo que le dio un ruso durante el asalto de Kitab. Dentro de dos días, cuando lleguemos a tu casa, lo encontrarás curado. Sube a caballo y partamos.

Volvieron al sitio en que habían quedado los animales y pocos minutos más tarde la comitiva descendía por la montaña.

Hacia el crepúsculo del segundo día Abei, que había dejado a Talmá bajo la protección de los sartos y se había adelantado alguna milla, entraba en la tienda del "beg" plantada frente a la casa de aquélla.

—Padre —dijo al anciano simulando secarse una lágrima— te traigo a Talmá que arranqué del poder de los bandoleros, pero debo anunciarte que ahora sólo te queda un hijo para que te consuele, si es que lo podrá, en tu vejez.

Al oír Giah Agha esas palabras se puso blanco como la nieve y se lanzó sobre el sobrino tomándolo por los brazos.

—¡Hossein!… —pronunció en un aullido de dolor.

—Murió junto con Tabriz bajo los muros de Kitab, alcanzados ambos por el maldito plomo moscovita —le informó con voz compungida el miserable.

El viejo "beg" había permanecido algunos instantes erguido, con los ojos desencajados y las facciones contraídas por intenso sufrimiento; luego se había desplomado sobre un diván sollozando desesperadamente.

—Padre —prosiguió el indigno sobrino— has perdido un hijo pero podrás tener una hija, ya que Talmá está viva y a salvo y si tú lo quieres reemplazaré a mi primo y te daré una familia.

—Sí… —murmuró el inconsolable anciano.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 1. Los Prisioneros

—A tus órdenes, sargento.

—Adelante. Tal vez haya que recoger algunos caídos en los barrancos… ¡Cargaba bien ese puñado de shagrissiabs!… Si Djura bey hubiese dispuesto de un par de miles como ellos, no hubiera caído tan fácilmente Kitab en nuestras manos.

—Deben haber quedado bastantes de los nuestros allí, sargento.

—Sí; vayan pues y atención donde ponen los pies. Cuida que no se apague la linterna; la noche es muy oscura.

—Así lo haré, sargento.

Cuatro soldados de línea mandados por un vigoroso cabo de pelo rojizo, avanzaron con precaución en el espacio comprendido entre los dos barrancos donde había sido casi exterminada la escolta de Hossein.

—No debemos estar lejos, muchachos —apuntó el superior—. Las aves rapaces revolotean sobre nuestras cabezas y eso es señal de que hay muertos cerca. Abran los ojos.

—Esto es más negro que la boca de un cañón —protestó el que llevaba la linterna.

—Pídele a la luna que se muestre, tú que eres hijo de pope —le retrucó un compañero.

—Sería más seguro poner fuego a estas hierbas.

—Para que nos asáramos todos, ¿verdad? Cómo se conoce que no eres cosaco y no entiendes de cosas de estepa. Cuando arde, querido, hasta el incendio de los pozos petroleros de Bakú, con todos sus depósitos, haría un papel deslucido al lado de ella… ¡Ah, ya hemos llegado…! ¡Entre hombres y caballos hay una buena cantidad de cadáveres aquí!

A cincuenta metros del segundo barranco se habían detenido. El cabo tomó la linterna y proyectó la luz delante suyo.

—Vamos a ver si encontramos algún camarada para darle sepultura; de los bribones de shagrissiabs no hay que preocuparse, los cuervos y halcones se encargarán de ellos.

—También puede haber algún herido —observó un soldado.

No sin repugnancia se pusieron todos a extraer cuerpos humanos debajo de los animales. Los caídos mostraban un aspecto fiero y todos tenían en sus manos contraídas por la agonía un "cangiar" o una pistola.

—Son bien feos —comentó el graduado— y tienen cara de bandoleros.

—Este no, cabo —exclamó uno de los subordinados que se había inclinado sobre un cuerpo—. Hasta haría buena figura entre los de la guardia imperial.

—A ver, Mikaloff.… —dijo el nombrado acercándose con la linterna—. En efecto, es un lindo muchacho.

—¡Parece un príncipe! —admiró otro de los rusos—. Debe ser hijo de algún emir… no hay más que verle las armas… ¡Qué lástima haberlo muerto! ¡Tan joven!

—Levántalo un poco, Olaff —le indicó el cabo.

Dos soldados retiraron a Hossein de debajo del caballo y el suboficial se puso a revisarlo.

—Delante no se le ve ninguna herida… Denlo vuelta… ¡Ah, aquí, debajo del omóplato izquierdo!… ¡Bala!… ¡Pero me parece imposible que haya podido ocasionarle la muerte…! ¡Vamos, muchachos, todavía no ha expirado!… ¡Yo entiendo bastante de esto!

Los cuatro soldados que habían sentido una súbita simpatía por el joven, lo apoyaron sobre uno de los animales muertos; el cabo le quitó el "cangiar" de la mano, pulió la hoja y se la arrimó contra los labios diciendo:

—El aire es frío; veamos si se empaña el acero.

Algunos segundos después lo retiró y profirió un grito de gozo al ver que un ligero velo había enturbiado el metal.

—¡Respira!… Aunque sea nuestro enemigo, me gustaría que se salvase.

Interrumpió el examen y retrocedió bruscamente, lo mismo que sus subordinados, acudiendo rápidos a sus fusiles. Una sombra gigantesca había surgido a pocos pasos y se les acercaba tambaleante increpándolos con voz ronca:

—¡Qué están haciendo, canallas!… ¿Son los cuervos de la estepa?… ¡No toquen a ese joven o los mato a todos!…

—¡Eh, eh! ¡Nosotros somos rusos y no ladrones! —le gritó el cabo preparándose a agredirlo.

El coloso se quedó callado y paseaba los ojos de Hossein a la linterna. De pronto dejó escapar un alarido desgarrador.

—¡Mi señor…! ¡Muerto! ¡Muerto!… ¡Que Allah maldiga al condenado asesino!

—¿Y si te engañaras, Hércules? —le dijo el suboficial—. ¿Quién es?

—¡Mi patrón!… ¡El sobrino del "beg" Giah Agha!…

—Me imaginé que era de buena casa. Tranquilízate, Hércules; no está muerto; todavía no ha llegado al paraíso de Mahoma; parece que vive.

Tabriz dio un salto adelante, pero cayó sobre el mismo caballo en que estaba apoyado su señor.

—¡Condenada bala! —gimió apretando los dientes.

—¿También tú estás herido? —le preguntó el cabo.

—Sí, pero no me preocupo por mí, ¡se necesita más que una bala para abatirme!…

—Ya lo veo, pareces más fuerte que un gorila.

—Cabo —le observó Olaff— estamos perdiendo el tiempo en charlar en vez de curar al muchacho.

—Tienes razón. Colóquenlo en una frazada y llevémoslo al campamento; nuestros médicos se encargarán de él. Más tarde volveremos a inspeccionar a los caídos. Tú, Hércules, ¿puedes seguirnos?… Para llevarte a ti haría falta un elefante…

—¡Salven a mi señor! Yo iré detrás de ustedes, pero es él quien debe vivir.

—¡Uhm! —murmuró el cosaco—. ¡Con tal de que no lo fusile luego o lo prive de la vista el emir de Bukara…! ¡No es muy tierno ese bárbaro con los rebeldes que turban sus sueños!

Quitó a Hossein la blusa, hizo tiras de la camisa de seda, le revisó la herida, colocó dentro una mecha de hilo, fajó rápidamente y mandó que lo acomodaran con toda delicadeza en una de las frazadas que los soldados llevaban en banderola.

—¡Vaya! Creo que un doctor del ejército no lo haría mejor —alardeó al término de la operación. Se volvió a Tabriz que se mantenía en pie por un milagro de voluntad y le preguntó—. ¿Qué puedo hacer por ti, Hércules? ¿Quieres que revise tu herida?

—Harás lo que quieras, moscovita —le contestó el gigante— pero más tarde, en el campamento.

—¡He aquí un magnífico oso! —masculló el suboficial—.

¡Tienen la piel dura estos shagrissiabs! —luego levantando la voz ordenó—. ¡Ligero, muchachos, al campamento!

Los soldados levantaron las cuatro puntas de la cobija y se pusieron en marcha seguidos por Tabriz que parecía haber sanado repentinamente. A la media hora alcanzaron las huertas de Kitab donde los rusos estaban acampados; atravesaron un bosque de tiendas y se detuvieron delante de una muy vasta, iluminada por un gran farol y sobre la cual tremolaba la bandera de la cruz roja. En el interior había alineados unos veinte colchones, en la mayor parte de los cuales se hallaban tendidos hombres con la cabeza o algún miembro vendado. Bajo una linterna, en el centro, se hallaba sentado el capitán médico, barbudo, fumando un grueso cigarro y leyendo un diario vaya a saber cuanto tiempo atrasado.

—¿Qué me traes, Alikof? —preguntó al cabo—. ¿No terminó todavía la cosecha?

—No, capitán; pero el que traigo no es de los nuestros.

—¿Un rebelde? Llévenselo a Djura bey o a su socio Babá —dijo el doctor disgustado.

—No llegaría vivo… Es un pez gordo, capitán; el hijo de un "beg", parece…

—Bueno, veamos… —tiró el cigarro y se acercó al herido—. ¡Por San Pedro y San Pablo! —exclamó—. ¿Dónde pescaste a tan lindo muchacho?

—Entre un cúmulo de cadáveres, capitán; parece que está con vida.

—¿En qué parte está herido?

—En la espalda.

—¡No es una herida gloriosa, que digamos!… Hazlo poner en aquella cama vacía y alcánzame los fierros.

—Hay otro más capitán —repuso el cabo señalando a Tabriz que entraba en ese momento.

El galeno miró al recién llegado con asombro y dijo sonriendo:

—A ese bastará con suministrarle una buena sopa para que se reponga.

—No, capitán; también él tiene una bala en el cuerpo; con todo, ha llegado aquí sin ayuda.

—¡Ni que tuviese el alma asegurada con pernos de acero!… Bueno, que espere; vamos a ocuparnos del muchacho. Si no ha muerto hasta ahora, es posible que se salve.

Se acercó a Hossein y le puso el oído sobre el corazón comprobando que latía; luego revisó la herida.

—Es grave, sin duda —opinó— pero acaso no sea mortal. Vamos a extraerle ante todo la bala.

Mientras le quitaba la larga faja de seda que le rodeaba la cintura, cayó a tierra un pequeño sobre que recogió y guardó en su bolsillo, acto que no dejó de notar el gigante aunque no creyó oportuno hacer observaciones. El cabo había traído la caja con los instrumentos quirúrgicos y dos enfermeros preparaban paños y fajas de hilo. El capitán hizo colocar de bruces al paciente y primero sondeó la herida, la ensanchó e introdujo una pinza. Procedía rápidamente, con mano segura, revelando una gran práctica en su profesión. Al cabo de algunos minutos retiró suavemente el utensilio y enseñó a los circunstantes una bala redonda cubierta de sangre.

—Afortunadamente la detuvo el omóplato —explicó—, si hubiese continuado su camino habría atravesado el pulmón.

—¿No es bala rusa, verdad, señor? —preguntó Tabriz cuyos ojos echaban llamaradas de cólera.

El médico dejó caer la pieza en una vasija para lavarla y cuando la sacó dijo:

—Está revestida de cobre: es una bala turquestana… ¿De manera que se matan entre ustedes?

—No señor; es que se ha cometido un delito infame y lo comprueba la herida en la espalda. Este joven valeroso no ha mostrado nunca los talones al enemigo…

En ese momento se escapó un suspiro de la boca de Hossein.

—¡Buena señal! —declaró el capitán—. Vamos a ver ahora lo que tienes tú, titán; los enfermeros se ocuparán de tu amo.

El coloso se tendió sobre un colchón vacío que se hallaba al lado del de Hossein después de haberse quitado la ropa sin ayuda de nadie.

—Una herida casi idéntica, también en el omóplato, pero el derecho en lugar del izquierdo —manifestó el médico—. Parece que el que les tiró quiso dar un doble golpe… Aquí la cosa va a ser más fácil… ¡Lo que es a ti, ni aunque la bala hubiese sido de falconete te hubiese volteado!

Durante la operación que duró algunos minutos Tabriz no emitió una sola queja y cuando oyó el ruido del metal en la vasija preguntó:

—¿Turquestana, doctor?

—Exactamente igual a la otra.

—¡El miserable…!

—¿Conoces al asesino? ¿Es un estepario como tú?

—Sí, capitán; un falso camarada, al que encontraré un día y mataré como a un chacal, no obstante ser sobrino de un "beg" y pariente de mi señor.

—Calla ahora y piensa en curarte. Los enfermos no deben hablar.

—Todavía una palabra, señor. ¿Respondes de la vida de mi señor? ¿Crees que vivirá?

—Pienso que ya no corre ningún peligro. Dentro de un par de días podrá hablar, pero por ahora debe estar completamente tranquilo. A ti te asaltará la fiebre muy pronto, ¡aguántala!

Abandonó la tienda-hospital y pasó a otra pequeña que i se hallaba a poca distancia y contenía un catre de campaña, una mesita y una silla, todo en bastante mal estado. Se sentó, encendió un cigarro y extrajo del bolsillo el sobre que había caído de la faja de Hossein.

—Puede ser un documento importante —murmuró abriéndolo.

Contenía dos hojas de papel, pero debía ser muy grave lo que en ellas estaba escrito, porque el facultativo había experimentado un sobresalto y enarcado las cejas.

—¡Un complot contra el general Abramow y el emir! —exclamó espantado—. ¡Hizo muy bien en escapar Djura ' bey!… ¡Y estos dos eran los encargados de asesinarlos' ¡No valía la pena sacarles las balas para tener que meterles más tarde una docena!… ¡Veremos lo que dirá el khan de Bukara!

Capítulo 2. La Traición de Abei

Después de tres días de alta fiebre con frecuentes accesos de delirio, durante los cuales no hizo más que invocar el nombre de Talmá, Hossein reconoció por fin a su leal Tabriz. Pero fue tal su estupor al verse yacente al lado de éste en un lugar desconocido, que al principio creyó estar todavía delirando, hasta que el gigante al notar que lo contemplaba con ojos desconcertados y —no abría los labios, le dijo:

—No te engañas, mi señor: soy yo, tu fiel servidor… ¿Cómo te sientes? A lo que parece mejor que ayer… Hemos escapado a la muerte por un pelo.

—¡Tabriz…! ¡Tú!…

—Habla en voz baja, señor; sino el capitán médico se disgustará, pues todavía estás débil.

—¿Qué ha sucedido, Tabriz? ¿Qué haces tú ahí? ¿Dónde estamos? ¡Siento una confusión horrible en mi cerebro!

—Han pasado cosas que es mejor que las ignores por el momento —contestó el coloso con voz sorda—. Estamos en un hospital de los moscovitas, bajo los muros de Kitab.

—¿Y Talmá?

—Calla, señor y no la nombres. No debes pensar en ella por ahora. Bástete saber que conozco a la persona que pagó a los "águilas" para robártela. Nuestras heridas me han abierto los ojos.

—¿Qué quieres decir, Tabriz?

—Que no hemos caído bajo el plomo de los rusos. Un miserable nos ha baleado por la espalda y era un estepario como nosotros.

—¿Quién era? ¿Conoces su nombre?

—Sí, patrón; pero no te lo diré hasta que no estés completamente sano. —Luego bajando la voz le preguntó—. ¿Llevabas algún documento en tu faja?

—No. Ninguno —contestó el joven.

—¿Otra traición? —se preguntó el gigante tirándose rabiosamente la barba.

—¿Qué te sucede, Tabriz?

—Cuando el doctor te sacó la faja, cayó un sobre, señor.

—No es posible, no tenía nada encima. Cuando voy a la guerra sólo llevo mis armas y nunca papeles.

—Me habré engañado —admitió el coloso notando que su patrón se ponía intranquilo—. Silencio, señor, que el doctor se acerca.

Este había entrado precediendo a varios enfermeros y al ver a Hossein con la cabeza inclinada sobre Tabriz, le había lanzado una mirada poco benigna.

—¿Cómo está, jovencito? —le preguntó con acento rudo—. Ya decía yo que no moriría.

—Gracias a su ciencia y a sus cuidados, capitán —completó cortésmente Hossein—. Mi tío, el "beg" Giah Agha, le quedará muy agradecido.

—¡Quién sabe! —dudó el facultativo en extraño tono—. Ten presente que con tu compañero están en calidad de prisioneros.

—¿De guerra?

—¡Ah, eso no lo sé! Pero no debes hablar mucho; tu fiebre todavía no ha cesado y necesitas reposo absoluto. En cuanto a ti —le dijo a Tabriz— podrás levantarte dentro de un par de días; tu resistencia es maravillosa.

Sin esperar respuesta pasó a inspeccionar a los otros enfermos. Apenas abandonó la tienda, dos casacos armados de fusil se colocaron junto a los dos turquestanos.

—Nos ponen guardias —comentó el gigante inquieto.

—¡Silencio! —impuso uno de éstos—. Tenemos orden de no dejarlos hablar.

Tabriz dejó escapar una especie de gruñido y se metió dentro de las cobijas; su señor hizo lo mismo. Y así transcurrieron seis días; el coloso estaba completamente curado, pero no se le permitía poner los pies fuera de la tienda ni cambiar una palabra con su compañero. Al cumplirse la semana, Hossein aprovechó la visita del médico para expresarle:

—Capitán, creo que ya es tiempo de que me consienta abandonar el lecho. La herida se cicatriza rápidamente y el reposo no está hecho para los hombres de la estepa.

—Haga lo que usted quiera —le respondió el médico volviéndole la espalda.

El gigante se había levantado para ayudar a su señor a vestirse, pero fue detenido por el cosaco.

—¡No te muevas! —le gritó—. ¡Eres prisionero!

Tabriz arqueó los brazos y cerró los puños dispuesto a triturar al nativo del Don, pero lo dominó una imperiosa mirada de Hossein. En ese mismo instante penetraba en la tienda una patrulla de soldados con la bayoneta calada. Al verla dijo aquél:

—Señor, ¿quieres que despachurre a estos imbéciles?

—¡No muevas ni un dedo! —le ordenó Hossein—. Veamos de qué nos acusan estos moscovitas. Un prisionero de guerra no puede ser tratado como un bandido de la estepa.

El cabo que los había recogido del campo de batalla mandaba la patrulla y les aconsejó:

—Traten de seguirnos sosegados, porque tengo la consigna de hacer fuego en caso de rebelión. Yo espero que todo terminará bien para ustedes, mis pobres amigos.

—¿De qué se nos acusa? —quiso saber el sobrino del "beg"—. ¿De haber querido abandonar Kitab antes de ser sometida? No deseábamos vernos mezclados en los asuntos de Djura y de Babá.

—Yo no lo sé… ¡Vamos, que al mayor no le gusta esperar!. . .

Los dos prisioneros fueron colocados en medio del piquete y conducidos a una pequeña tienda plantada a la sombra de un plátano delante de la cual un soldado montaba guardia. En el interior dos personas se hallaban sentadas a una mesa: una de edad madura, barba rubio oscuro y el pecho cubierto de medallas; la otra con un gran turbante verde, una casaca bordada en oro y una enorme cimitarra. El uno era el mayor ruso; el otro, un alto dignatario de la corte del khan de Bukara. Al entrar Hossein, el primero clavó sobre él sus ojos grisáceos.

—¿Tú eres…? —le preguntó después de un breve silencio.

—El sobrino del "beg" Giah Agha —le contestó el joven.

—¿Le conoce? —inquirió el ruso volviéndose al personaje que estaba a su lado.

—Sí; Giah Agha es uno de los jefes más notables de la estepa occidental —respondió aquél— y hace algunos años dio bastante que hacer a mi señor… Un hombre peligroso.

—¿Y su sobrino no lo será menos, verdad?

—Probablemente.

—Juzga usted demasiado de prisa —le observó Hossein con cierta ironía.

—¿Niegas haber combatido contra nosotros? —le replicó el mayor—. Yo mandaba el batallón delante del cual has caído.

—No digo lo contrario. Pero me interesa hacerte observar, mayor, que yo no quería medirme con los rusos, pues j nunca me han interesado los negocios de Djura bey ni los del emir de Bukara. Venía persiguiendo a una banda de "águilas de la estepa" que me habían robado a mi prometida.

—¡Bah, bah…! —soltó el oficial con una sonrisa burlona—. No soy tan niño como para tragarme semejantes historias.

Una llamarada de ira Inundó el rostro del sobrino del "beg" al tiempo que Tabriz apretaba sus formidables puños.

—¡Yo no he mentido jamás, mayor! —gritó el muchacho—. ¡No soy un bandolero! ¡Mi padre era un príncipe!…

—¡Yo sostengo que has venido aquí con otra misión y tengo las pruebas! —afirmó el ruso.

—¿Otra misión? ¿Cuál?

—La de atentar contra la vida del emir de Bukara y del general Abramow, comandante de la expedición contra los revoltosos.

—¡Quien te ha dicho eso te ha mentido! —estalló Hossein hirviendo de indignación.

—¿Y las cartas que te hemos encontrado encima? —¿Cartas?…

—¡Ah, el infame! —rugió Tabriz—. ¡Lo había sospechado!

—¿Lo ves? —se mofó el oficial—. Tu servidor involuntariamente se ha traicionado y te ha perdido.

—¿Qué quieres decir, mayor? —inquirió el muchacho con ja mirada extraviada.

—Que cuando el médico te desnudó, encontró ocultas en tu ropa dos cartas que contenían las instrucciones para llevar a cabo los asesinatos.

—¡Es imposible!

—¿No lo crees?. . Pues bien, mira. ¿Reconoces esta caligrafía?

El ruso sacó de un bolsillo interior de su casaca dos hojas de papel y las puso bajo los ojos del joven. Este fijó en ellas la mirada y retrocedió espantado, pálido como un muerto, las pupilas dilatadas. Un grito desgarrador se escapó de sus labios.

—¡La letra de mi primo…! ¡Ah, el miserable! ¡El infame!… ¡El fue entonces quien me hirió por la espalda para quitarme a Talmá!…

—Sí, mi señor —le confirmó el gigante con acento airado—. Yo lo vi cuando descargó sus pistolas contra nosotros. Ahora puedo decírtelo: es él quien lo ha tramado todo.

—¡Canalla!… ¡Canalla! —rugió Hossein.

El ruso y el representante del emir no parecían haberse conmovido ni por el dolor del joven ni por la cólera del coloso. El primero susurró al oído del segundo.

—¡Que hábiles comediantes son estos salvajes de la estepa! —y volviéndose a Hossein que se había dejado caer en una silla ocultando el rostro entre las manos, le precisó—. ¿De modo que ha reconocido la caligrafía?

—Sí, es la de mi primo Abei.

—¿Y dónde está ese primo?

—No lo sé. Debe de haber huido.

—Habrá ido a reunirse con los "águilas", mi señor —intervino Tabriz—. No me queda la menor duda que ha sido él quien los contrató.

—¿Sabrán por lo menos dónde se han refugiado esos bandidos?

—Posiblemente en las montañas.

—¡Y el primo con ellos!… Ha sido más astuto que ustedes —dijo el mayor irónicamente—. Ya pensará el emir mandar a desanidarlos, si tiene tiempo.

Permaneció un rato en silencio y luego golpeó las manos. De inmediato entró el cabo seguido por la patrulla.

—Conduzca a estos hombres a la ciudadela y que se le ponga doble guardia.

—¿Qué piensas hacer de nosotros, señor? —preguntó Hossein poniéndose en pie.

—Lo decidirá el representante del emir —contestó el oficial—. Si el asunto dependiera de mí, estaría resuelto. Ustedes son dos individuos peligrosos y acreedores a un pozo de Siberia en el fondo de una mina.

—¿De manera que no crees en lo que hemos dicho y nos tratas como a bandoleros?

—No; como a rebeldes.

—No hemos tomado parte en la insurrección… ¡lo juro!

—Han hecho fuego contra nosotros y eso basta.

—Porque nos impedían irnos… ¡Son unos miserables que abusan de la fuerza!

—¡Eh, jovencito! ¡Recuerda que aquí no estamos en la estepa y pon un poco de cuidado en lo que dices…! ¡Tenemos plomo en nuestros fusiles!

—¡Y nosotros acero en nuestros "cangiares"! —réspondió orgullosamente Hossein.

—¡Y puños que abisman en nuestros brazos! —agregó Tabriz.

—¡Llévenlos! —ordenó el mayor al suboficial—. Ya los he aguantado bastante.

Cuando quedaron solos el ruso y el bukaro, preguntó el primero al segundo:

—¿Cree usted lo que han contado los prisioneros?

—No —contestó secamente el interpelado.

—¿No cree tampoco que el joven sea un personaje importante? A mí me lo parece.

—Es posible que sea un sobrino del "beg" Giah Agha.

—Es un hombre fuerte ese "beg"?

—Goza de gran autoridad en la estepa de occidente por j haber purgado la región del bandidaje que la asolaba y también por haber contenido los avances de mi señor que deseaba extender sus dominios más allá del Amú-Darja.

—¿Cree que ese joven quisiera de veras atentar contra la vida del emir?

—No tengo la menor duda; es más, sospecho que pertenezca a la secta de los "babi".

—¿Los "babi"? ¿Quiénes son ésos?

—Fanáticos que persiguen derribar a todos los emires y también al cha de Persia. En ese país han recibido golpes terribles, especialmente en Zindjan, donde fueron pasados por las armas todos los que tomaron las tropas de Nasserel-Din. Pero a pesar de todo, se han infiltrado también en nuestro khanato.

—¿Qué piensa hacer con los prisioneros?

—Conducirlos a Bukara junto con los rebeldes capturados. Esta es la orden de mi señor.

—¿Y si no fuesen afiliados a la secta?

—El emir decidirá.

—Pero sepa —le previno el ruso— que después de interrogarlos deberán devolvernos a todos los prisioneros vivos… ¡no lo olvide: vivos! Europa entera tiene puestos los ojos sobre nosotros….

—No mataremos a ninguno; lo prometo en nombre del emir. Nosotros respetamos los tratados.

—Bien; le entregaré, también a estos dos, pero "babis" no, tendrá que devolvérnoslos. Tenemos demasiadas tierras desocupadas en torno al Caspio y esta gente no se encontrará mal allí. Y sacaremos también del medio a pretendientes como Djura bey y Babá bey. Nosotros no trabajamos por los bellos ojos de su señor. Mañana pondremos a su disposición a todos los insurrectos de Kitab; pueden retenerlos durante una semana, pero no más, ¿me entiende? Hablo en nombre del general Abramow y del gobierno del Turquestán. Creo que estamos de acuerdo.

Capítulo 3. Los Espiasen Acecho

—¿Has sabido algo?

—No, Karawal.

—¿Crées tú que puedes ganarte los "thomanes" del sobrino del "beg" tomando café y paseando por las calles de Kitab?

—Es que no es posible averiguar nada: sepultan los cadáveres en montón, sin preocuparse de si son pobres o ricos.

—¡Eres un estúpido, Dinar! Yo he sido más sagaz que tú y supe de ellos.

—¡Has tenido más suerte… ¿Muertos, verdad?

¡Vivitos como tú y yo; las sospechas de Abei eran bien fundadas!

—¿Pero no estaba seguro de haberlos muerto?

—Nunca se sabe en qué va a terminar una bala —sentenció Karawal— ¡a veces fulmina, otras falla!… ¡Fíate de ellas! Mejor es el "cangiar", querido: el acero es más seguro. Hossein y Tabriz están vivos; los vi con mis propios ojos salir de una tienda-hospital en medio de un pelotón de cosacos.

—¡Si están en manos de los rusos…!

—Supe otra cosa: que mañana serán conducidos a Bukara junto con los rebeldes prisioneros… Y nosotros los seguiremos.

—¡Nuestra misión debería terminar aquí.

—¡Eso es! ¿Piensas que Abei nos hubiera prometido quinientos "thomanes" tan sólo por hacerle saber si los dos hombres habían muerto? ¡Eres un cretino! Si no querías tomarte más molestias debían haber seguido a Hadgi y contentarte con las diez o doce monedas que recibieron los otros dos que estaban con nosotros. Pero yo sé conducir mis propios negocios.

—¡Tienes razón, soy un imbécil! Puedes repetírmelo que no me ofendo. No poseo como tú el cerebro de un futuro jefe de los "águilas de la estepa".

—Ese es mi sueño y lo realizaré aunque tenga que renegar de Mahoma.

—¿Qué haremos ahora?

—Seguiremos a Hossein y su servidor y en caso de que él emir no los suprima, nosotros repararemos el error.

—¡Se te hace fácil a ti! ¡Ponerse frente a ese demonio de Tabriz!…

—Me animan los "thomanes" del señorito… ¡Con un golpe a traición terminaremos con él!

—¿Y no inspiraremos sospechas a la gente del emir?

—¿Quién va a sospechar de dos pobres "loutis" que se ganan la vida haciendo bailar a monos amaestrados? Ni Hossein ni Tabriz podrán reconocernos; estaban demasiado ocupados en la lucha para poner su atención en nosotros. Además, estamos bastante bien disfrazados… ¡Patrón, otra taza!

Este diálogo tenía lugar en uno de los tantos "cabue-cabué" de Kitab, pequeños cafés donde se reúnen diariamente los desocupados para saborear una taza de la aromática infusión; jugar al ajedrez o a las damas; escuchar las historias contadas por algún "mestvire" o fumar un narguilé. Eran dos auténticos tipos de bribones: el uno no mayor de veinte años y el otro de doble edad, barba hirsuta y una horrible cicatriz que le cruzaba la cara pasando entre la nariz y los labios. Ambos vestían ropa desgarrada, cubrían la cabeza con gorros persas y llevaban en la mano fustas de mango corto. Cuando terminaron la segunda taza de café, Karawal, el de la cicatriz, tocó con el pie el de su compañero y le murmuró en voz baja:

—¿Has comprendido cuál es mi plan? Como tu inteligencia es muy corta, tendré que repetírtelo… ¡Nunca llegarás a nada, hijo mío!

—Soy muy joven, Karawal.

—A tu edad yo era un bandido perfecto y robaba caballos, camellos y carneros casi bajo las miradas de los pastores.

—Espero llegar algún día también yo a ser tan hábil.

—Te lo deseo de corazón… Bueno; mi plan consiste en informar a Abei del fracaso de su golpe, a fin de que apresure sus bodas con Talmá.

—Falta que la muchacha acepte…

—Las mujeres se resignan y olvidan pronto. Por otra parte, lo mismo que el otro, él es sobrino del "beg"… Una vez que lo hemos puesto al corriente seguiremos a los prisioneros y si escapan de las manos del emir, procuraremos que no se salven de las nuestras. Es preciso que no vuelvan a la estepa, sino se nos escaparán los "thomanes" de Abei.

—Estoy completamente contigo.

—¡Bravo! Parece que tu inteligencia comienza a despertarse… Bajo mi dirección harás carrera, hijo… Recojamos nuestros monos y dispongámonos a partir.

—¿Nos dejarán seguir a los prisioneros?

—No lo dudes; los "loutis" son bien vistos por los soldados.

Pagaron y abandonaron el cafetucho detrás del cual, bajo un improvisado cobertizo, se hallaban dos cuadrumanos de medio metro de alto con colas de veinticinco centímetros, cuerpo macizo de pelo verdoso y la cara del color del bronce. Procedían de las montañas de Cachemira y podían soportar el frío por su hábito de vivir en la altura, pero eran agresivos y difíciles de domesticar. Los dos cofrades los desataron y llevándolos por las cadenas se alejaron velozmente, pese a la resistencia y chillidos de protesta de los animales. La ciudad de Kitab todavía estaba trastornada; los rusos vivaqueaban en la plaza y las calles principales y la gente prefería permanecer en su casa a pesar de la orden impartida por el general a su ejército, de no molestar a la población. La atravesaron en menos de media hora y llegaron a la puerta de oriente donde los rusos, bajo grandes tiendas y vigilados por un doble cordón de centinelas, habían concentrado a los prisioneros que serían conducidos al día siguiente a Bukara, donde se encontraba el emir. Escalaron un muro y se dejaron caer en un huerto abandonado por sus dueños, abrigándose debajo de un granado.

—Aquí estamos como en nuestra casa; nadie vendrá a molestarnos mientras los rusos no regresen a Samarkanda —dijo Karawal—. Es un puesto excelente para vigilar a los prisioneros.

Sacaron galletas de maíz de sus alforjas de cuero y unos trazos de carnero asado; comieron, dieron a los monos algunas granadas y se tendieron sobre la hierba encendiendo sus "cibuc". Cuando cayó la noche, el de mayor edad se encaramó al muro y dio un vistazo al campamento que se hallaba alumbrado por grandes fogatas; se aseguró de que todo estaba en calma y fue a ocupar su lugar al lado del compañero. El sonido estridente de un clarín despertó a hombres y cuadrumanos cuando recién aparecían en el horizonte los primeros tintes del alba.

—¡En marcha! —dispuso Karawal—. Vamos a enterarnos de lo que sucede en Bukara.

Tirando de sus monos se dirigieron al campo de los prisioneros, los cuales habían sido sujetos en grupos de veinte mediante una larga cadena que pasaba por sus cinturas y guardados por caballería usbeka y bukara. Se trataba de los más comprometidos en la insurrección a los cuales el emir quería interrogar y devolver luego vivos a los moscovitas sin tener derecho a imponerles otro castigo que el de multas pecuniarias, las que, naturalmente, serían ruinosas. En el cuarto grupo se hallaban Hossein y Tabriz atados uno junto al otro con doble cadena. El gigante estaba furioso y lanzaba miradas de exterminio sobre los guardianes; su señor, en cambio, parecía como si el último golpe lo hubiese aniquilado.

—¡Uhm…! —hizo Karawal, tirándose de la barba—. Creo que no tendremos necesidad de emplear nuestros "cangiares"… ¡No quisiera encontrarme en la piel de nuestros esteparios, te lo aseguro!…

—¿Piensas que el emir los matará?

—Tal vez no se atreva a ello porque es muy vigilado por los rusos, pero tiene a sus órdenes excelentes "arranca ojos” ¡ese querido príncipe!

—Lo sé —confirmó el joven Dinar—. El año pasado vi dejar ciegos a unos cincuenta bandidos que habían asaltado a una de sus caravanas. Me produjeron una impresión terrible.

—Te creo… ¡Ahí salen los últimos…, pongámonos a la cola!

La caravana, compuesta de unos trescientos cautivos y casi doscientos guardianes bajo el comando del representante del emir; se había puesto en movimiento y los dos fingidos saltimbanquis la siguieron sin que a nadie le llamase la atención. Descendió las últimas pendientes del Sarset-Sultán y entró en la estepa de Karnak-Tschul, que divide las tierras de Kitab de las de Bukara. No era ésta una planicie como la habitada por los sartos, en que crecían hierbas y flores, sino un páramo interminable quemado por el sol y sin más vegetación que algunas gramíneas tan duras que apenas los camellos podían tolerarlas. A pesar de la tranquilidad del aire, se veían numerosas cortinas de polvo que a la hora del crepúsculo tomaban un tinte color azul oscuro y producían la impresión de un extenso mar al fondo del horizonte. El que levantaban los cascos de los caballos cubría a la columna de una ligera nube como de humo que secaba la garganta e irritaba los ojos de los prisioneros.

—Este es un país maldito —dijo Tabriz a Hossein—. ¿Has visto alguna vez, mi señor, una estepa más árida que ésta? Si llegara a soplar la "burana" pasaríamos un mal cuarto de hora.

—Qué es la "burana"? —preguntó el joven distraídamente.

—Un terrible huracán de arena que a" 'Veces resulta fatal a muchas caravanas.

—¡Ojalá se produjera para terminar de una vez! —murmuró Hossein con voz sorda.

—No debes descorazonarte, señor; debes vivir para la venganza.

—Ya no espero nada… Además, no saldremos vivos de la mano del emir.

—Yo creo lo contrario.

—¿Quién nos defenderá de la formidable acusación que pesa sobre nosotros? Mi tío nos creerá muertos y no podrá intervenir para ayudarnos.

—Desgraciadamente eso es verdad —reconoció el servidor—. Tu despreciable primo le habrá hecho creer que nos mataron los moscovitas.

—¡Necesitaba mi vida para apoderarse de Talmá…! ¡Mi Talmá…! ¡También ella creerá que ya no existo!… ¡Infame!… Tienes razón, Tabriz, necesito vivir para vengarme. ¡Ay de él si llego a volver a la estepa! ¡El castigo será atroz!

—Así me gusta verte, señor.

—¡Con tal que el emir crea en nuestra inocencia!

—¡Eh… señor! ¡A lo mejor ni tendrá el placer de conocernos…! ¡Todavía no estamos en Bukara, tenemos una semana por delante, y en una semana pueden suceder muchas cosas! Las cadenas pueden quebrarse y los prisioneros verse libres, caer de improviso sobre la escolta y aniquilarla…

—¿Qué quieres decir? ¿Meditas alguna evasión?

—Me bastaría un poco de "burana", señor, y ¿quién te dice que no la tengo? Esas cortinas que desfilan a lo lejos indican que si aquí reina calma absoluta, allá sopla el viento… ¡No hay que desesperar!…

—¿Y qué ayuda podría proporcionarte una tormenta de polvo?

—Tú no has visto nunca lino de estos fenómenos, porque en tu estepa no se producen, pero te darás cuenta de lo qué es si tenemos la suerte de presenciarlo… Silencio, ahora, pues parece que los guardias tienden la oreja.

En lontananza, 'mezclados a gruesos cristales de sal que despedían resplandores intensos, enormes médanos de arena se extendían hasta perderse de vista; las matas de hierba eran raras y en el inmenso llano no se veía ni una tienda. Era la verdadera estepa del hambre, sin agua para calmar la sed; sin que un solo animal la habitase. Al mediodía la caravana hizo alto junto a un minúsculo oasis formado por algunas raquíticas encinas y tristes palmeras salvajes. Los prisioneros, poco acostumbrados a andar a pie, se hallaban exhaustos, con las gargantas secas y los ojos hinchados por el polvo. Se les hizo una magra distribución de alimentos, pues se contaba con provisiones conducidas por sólo seis camellos, y se los dejó que se asaran al sol mientras los soldados plantaban sus tiendas para guarecerse de sus rayos. Tabriz, cuya juventud había transcurrido en buena parte en aquel erial maldito y sabía bastante del movimiento de las arenas, observaba el horizonte con profunda atención. De tanto en tanto mojaba un dedo y lo levantaba para conocer la dirección del viento.

—Con tal que no cambie —comunicó a Hossein que se había acostado a su lado— viene del norte, que es el que provoca las "buranas".

—¡Débil esperanza!

—¡No tanto!… Mira allá… el cielo se oscurece; las cortinas se vuelven más espesas; el viento sopla fuerte… Iskandú y Karakie deben hallarse cubiertas de polvo… los soldados del emir han comenzado a darse cuenta de ello…

En efecto, entre los bukaros y usbekis se notaba agitación: habían salido de las tiendas e interrogaban ansiosamente con los ojos el cielo.

—¡"Burana"! ¡`Burana"! —se les oía repetir con inquietud.

Desmontaron rápidamente las tiendas y dieron la señal de partida. El gigante dijo a uno de ellos que le pasó cerca:

—¿Por qué no permanecen aquí, tontos, al reparo de los árboles?

—Más adelante lo estaremos al de las colinas —le contestó—. Caminen lo más ligero que puedan si quieren salvar la vida. No tenemos tiendas suficientes p todos.

La columna se había puesto en marcha casi corriendo, acuciados los cautivos por los gritos y chasquidos de fusta de sus guardianes.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban éstos sin descanso.

Caballos y camellos empezaban a dar señales de desasosiego: los primeros temblaban y relinchaban sordamente; los segundos alargaban el cuello y bamboleaban nerviosos la cabeza. La tormenta se acercaba; las ráfagas de polvo se hacían más frecuentes; enormes trombas de arena se levantaban a gran altura y se desplazaban a toda velocidad: algunas chocaban contra la caravana y se deshacían sobre los pobres prisioneros. La carrera desenfrenada duraba desde hacía un cuarto de hora cuando el representante del emir ordenó detenerse: las colinas no eran todavía visibles y la "burana" ya estaba encima.

—¡Arréglense como puedan! —vociferaban los guardias entre el rugido del viento—. ¡Tírense detrás de los caballos!

—¡No dudes que nos arreglaremos! —musitó el gigante y volviéndose a Hossein—. Prepárate, patrón; dentro de poco la arena nos envolverá y nadie podrá distinguir a su vecino. No te preocupes de las cadenas, yo podré romperlas.

—¿No moriremos sofocados, Tabriz? —preguntó el joven.

—¡Confiemos en Allah, pero no te separes de mi lado! —contestó el servidor.

Capítulo 4. El Huracán de Arena

La "burana" de las estepas turquesanas puede compararse al "simún" de los desiertos del Sahara y tal vez sea más peligrosa, porque es tan ardiente que llega a sofocar a los viandantes que carecen de todo reparo. Ordinariamente esas tormentas se desencadenan después de las primeras lluvias: el cielo se cubre de nubes amarillas, los remolinos se forman en toda la inmensa llanura y el viento sopla con tal violencia que a veces transporta la arena hasta la India, donde le dan el nombre de "hotwind", porque marchita las plantas y deshoja los árboles. Los habitantes de ciudades y aldeas tienen que cubrir sus ventanas con cortinas de paja trenzada, bien empapada en agua, para impedir la entrada del polvo y refrescar un poco el aire que respiran. En invierno, en cambio, la "Burana" es fría y en la estepa es la nieve en vez de la arena, la que atormenta a los seres vivientes.

Cuando la caravana se detuvo, los soldados plantaron febrilmente las tiendas; situaron los animales formando una doble línea en la parte del viento y cavaron trincheras para mayor' resguardo. El huracán se desencadenó muy pronto: desapareció el sol y se inició un concierto endemoniado de aullidos, mugidos y silbidos, mientras la cortina de arena se volcaba sobre el campamento. Tabriz, llevando de la mano a Hossein, se había dejado caer dentro de una zanja defendida por una pequeña tienda que se apoyaba sobre dos camellos. Un par de usbeki que se hallaban dentro al principio trataron de rechazarlos, pero al ver a aquel gigante con los brazos levantados y libre de la cadena, que con poco esfuerzo había quebrado, se apresuraron a hacerles un poco de lugar. Minutos más tarde. Tabriz acercó los labios al oído de su señor y le susurró:

—Este es el momento y hay que aprovecharlo.

Sin agregar más, se movió como si quisiera cambiar de postura y rápido como el rayo, con puñetazos terribles fulminó a los soldados del emir sin darles tiempo ni de exhalar un suspiro.

—¡Las armas, señor! —rugió con su vozarrón capaz de cubrir todos los ruidos.

Hossein se lanzó sobre el usbeki que tenía cerca y le quitó las pistolas y el "cangiar" que llevaban a la cintura; Tabriz, que había hecho lo mismo con el otro, tomó al joven de la mano y lo instruyó:

—Cúbrete la cabeza y cierra bien la boca y los ojos… ¡Vamos, señor! Es mejor morir sepultados por la arena que en manos de los torturadores del emir.

Arrancaron la tienda, que podría servirles más tarde, y abandonaron el foso desapareciendo entre las oleadas de arena. El riesgo a que se exponían era grave, ya que podían ser embestidos y sepultados por una de ellas o absorbidos y arrastrados en alto por una borda. Marchaban con la cabeza baja y los ojos, nariz y boca defendidos por la tienda que el huracán trataba de arrebatarles de las manos. No sabían cuál era la dirección que llevaban debido a profunda oscuridad; Tabriz tenía sujeto a Hossein de una mano y en los intervalos entre dos ráfagas furiosas le repetía:

—¡Valor, señor, y no dejes de taparte la boca!

Jadeantes, semisofocados, ciegos, continuamente derribados, vagaban de un lado a otro sin rumbo, empujados por el deseo único de alejarse del campamento, Cuando una masa de arena los arrojaba al suelo, el gigante no tardaba en incorporarse y liberar al compañero, el cual hubiera perecido sin su ayuda, hasta que se produjo un torbellino tan impetuoso que los dos hombres, a pesar de haberse abrazado formando un solo cuerpo, se sintieron chupados, levantados y transportados con una velocidad extraordinaria. Cayeron en un estado de inconsciencia y nunca supieron el tiempo que estuvieron sumidos en ella.

Cuando Tabriz volvió en sí la "burana" había cesado; al gunas cortinas de arena ondeaban todavía en el horizonte, pero el cielo se había vuelto limpio. A su alrededor reinaba el caos: dunas abatidas, ramas y raíces amontonadas, arrancadas quién sabe de dónde; cúmulos de pedruscos, trozos de tiendas arrastradas tal vez de millas de distancia. El gigante miró el sol, rojo como un disco de metal incandescente, se palpó las costillas doloridas, giró la vista en torno y repitió con voz angustiada:

—¿Y Hossein?… ¿Y Hossein?…

Aunque casi no podía mover una pierna, se puso a correr afanosamente aullando como un poseído:

—Patrón… ¡Patrón!…

Un lamento ronco que salía de una montaña de ramas y piedrecillas, le respondió. El coloso se puso a removerlo precipitadamente y descubrió a su señor sepultado en la arena hasta las rodillas, lo que le imposibilitaba moverse.

—¡Salvado!… —exclamó—. ¡Allah es grande!…

—¡Pronto, Tabriz!… —le gritó Hossein—. ¡Sofoco!… El abnegado compañero, sirviéndose de manos y pies dispersó los impedimentos, aferró al joven de los brazos, lo sentó y le limpió el rostro cubierto de polvo.

—¡Agua!… ¡Una gota de agua…! ¡Tabriz!… ¡Una sola!… ¡Me quemo!…

—¡Ah, señor!… ¿Dónde hallar agua aquí!…

—¡Tengo… abrasada la garganta…! ¡Me… siento morir!

—¡Agua!… ¡Agua!… —gritaba el servidor desesperado. Hubiese sido locura pensar encontrarla en aquellas profundas capas de arena, porque en el supuesto de que hubiera podido pasar por ese páramo un arroyuelo, la "burana" lo habría tapado por completo.

—¡Aguó!… ¡Dame agua… Tabriz!…

—¡Pero sí… sí, mi señor!… —rugió el gigante, extrayendo el "cangiar"—. ¡Un poco de sangre podrá por un momento calmar su sed!…

Se remangó el brazo izquierdo y con la punta del arma se pinchó una vena de la que empezó a brotar el rojo líquido.

—¡Bebe, señor! —le dijo, acercándole el brazo.

—¡No, Tabriz! —gimió el joven, echando hacia atrás la cabeza.

—¡Bebe sin miedo, señor! ¡Mi cuerpo está bien provisto! La sed del muchacho debía ser bien terrible, porque posó sus labios en el pulso de su siervo y chupó tres o cuatro largos sorbos.

—¡Gracias, mi generoso Tabriz! —murmuró luego—. ¡Me has devuelto la vida!

—¿Tienes bastante?

Hossein hizo un gesto afirmativo y cayó de espaldas co mo asaltado por un repentino sopor. El coloso se arrancó un pedazo de manga, se fajó apretadamente la herida y contemplando satisfecho a su patrón, musitó:

Dejémoslo reposar un poco, ya que por el momento no nos amenaza ningún peligro. Dentro de algunos instantes habrá oscurecido y podremos continuar viaje.

Subió a una elevación de arena e investigó atentamente los cuatro puntos cardinales.

—¡Sí pudiese saber dónde nos encontramos! ¿Estaremos cerca o lejos del campamento de los bukaros? ¡No hay ni un árbol en esta estepa maldita! ¡Y no podemos detenernos mucho tiempo…!

Tomó el aletargado en sus brazos como si se tratase de una criatura y se puso resueltamente en marcha, dirigiéndose hacia el poniente.

—En línea recta tengo que encontrar el Amú-Darja —infirió.

El sol iba desapareciendo tras una nube rosada que se volvía cada vez más oscura, pero otro disco que la refracción hacia ver rojo y grande, surgía lentamente en el cielo: la luna. Tabriz seguía andando con los ojos bien abiertos y los oídos atentos para percibir el más lejano rumor o la aparición de algún ser viviente. Pensaba que una vez pasada la tormenta los soldados habrían descubierto a sus camaradas desmayados por sus puños y estarían buscando a los fugitivos en todas direcciones. Ese temor lo impulsaba a caminar; pese a su cojera, lo más rápidamente posible. Así anduvo durante una buena hora al encuentro de una mancha confusa que iluminaba el astro nocturno. Cuando se hallaba cerca de ella Hossein abrió los ojos y se deslizó de sus brazos.

—¡Me has llevado como a un niño! —exclamó.

—Era necesario, mi señor. Puedes alabarte de tener los huesos bien resistentes. No sé si otro hubiese salido vivo del vuelo planetario que nos hizo emprender el maldito torbellino.

—¡Qué bueno eres, Tabriz!

—No hice sino cumplir con mi deber de leal, servidor… ¿Te sientes mejor, señor?

—Sí, pero tengo una sed que me devora.

—Ten un poco de paciencia. Veo algunas plantas delante de nosotros y espero que encontraremos allí un poco de agua, o por lo menos fruta.

—¿A qué distancia nos encontraremos del campamento?

—Creo que la tromba nos llevó bastante lejos, porque su velocidad era extraordinaria. Pero dejemos eso y tratemos ahora de alcanzar ese pequeño grupo de árboles. ¿Puedes caminar?

—Sí, mi buen Tabriz.

—Adelante entonces y ten prontas las armas, pues los raros oasis de la estepa del hambre son refugio de bandidos y animales feroces, tan peligrosos los unos como los otros.

Al occidente se divisaba una mancha de plantas que ocupaba algunas hectáreas, lo que hacía presumir que allí hubiese agua. Los dos fugitivos no tardaron en llegar; el sitio se hallaba al parecer deshabitado pero los árboles eran plátanos que sólo producían una materia colorante usada por las mujeres turquestanas para pintarse las uñas. También había arbustos resinosos, otros de incienso, pero ninguno de ellos era de provecho para personas sedientas.

—¡Mala suerte! —exclamó Tabriz, que se había detenido a la entrada del bosquecillo—. ¡No se ve una higuera ni un granado!

—¡Ni tampoco agua! —agregó Hossein, espantado.

—Vamos a explorar, señor.

Después de posar el oído en el suelo por si percibieran el rumor de alguna corriente, con toda cautela se abrieron paso entre aquellos vegetales a los cuales observaban con atención, ya que es habitual que estén infestados de arañas tan gruesas como una nuez, cuya mordedura es muy venenosa. Habían atravesado varios grupos de árboles cuando Tábriz se paró de pronto y martilló una pistola.

—¿Que has visto? —le preguntó Hossein.

—Me ha parecido oír un leve maullido en medio de esa mata de tragacantos.

—¿Habrá alguna fiera escondida?

—Es probable, señor; las panteras no faltan en la estepa del hambre.

—Sería una buena señal, porque indicaría que hay agua.

—Es verdad; vamos a asegurarnos, pero preparemos los "cangiares".

Avanzaron protegiéndose detrás de los troncos de los árboles y en cuanto estuvieron junto a la mata se pusieron a escuchar.

—¡Agua! —gritó de pronto Tabriz, con cara radiante—. ¡La oigo murmurar!

—¿Dónde?

—¡Allí, en el medio! ¿No la oyes, señor? ¡Estamos salvados!

—¿Y la fiera?

—Aunque sea un tigre no me da miedo.

El gigante se lanzó adelante con el "cangiar" en la mano, pero no había hecho cinco pasos cuando tropezó con algo blando que emitía maullidos y le arañaba las botas.

—¡Alto, Hossein! —gritó.

Este le respondió con una resonante risotada.

—¡Estás aplastando a unos pobres gatitos, Tabriz! —le contestó—. ¡Acuérdate que Mahoma prohibió matarlos!…

Capítulo 5. Las Sorpresas del Oasis

El voluminoso servidor que había caído cuan largo era, se incorporó prestamente, echando maldiciones y dispuesto a hacer trizas a los animales predilectos del Profeta.

—¡Eh, eh…! —exclamó de pronto—. ¿Llamas gatos a éstos? ¡Cuídate, que la madre puede andar cerca!

Dos bestezuelas, no más grandes que gatos comunes, de pelo amarillento cubierto de manchas negruzcas, jugaban entre los tragacantos sin hacer el menor caso de los intrusos.

—¿Cómo? ¿Te inspiran miedo estos dos animaluchos? —le preguntó Hossein, burlón, al verlo girar los ojos alrededor.

—Dos de mis dedos sobrarían para estrangularlos —respondió el gigante—. De quienes tengo miedo es de los padres…

—¿Qué clase de animales son, entonces?

—Onzas; una especie de pantera tan peligrosa como ésta, aunque sean menos corpulentas.

—¿Y a estos cachorros, van a matarlos?

—No; no hay que irritar a sus mayores, señor. Calmemos nuestra sed y luego acampemos al margen del oasis.

Separó las hojas secas que cubrían el suelo y quedó al descubierto un arroyito que corría casi oculto.

—Bebe, patrón, mientras yo vigilo —dijo al joven.

Este, que se sentía morir de sed, se echó de bruces y se puso a beber ávidamente, pero estuvo en pie de un salto con las dos pistolas en la mano en cuanto le oyó a Tabriz gritar:

—¡Las onzas!… ¡Huyamos!…

Salieron de la mata y alcanzaron los bordes de la arboleda con el fin de encaramarse a los altos árboles en caso de peligro. Si hubiesen dispuesto de buenos arcabuces habrían hecho frente a las fieras, pero con las viejas pistolas de que estaban armados no era posible. Sé colocaron debajo de un granado salvaje y tendieron el oído.

—¿No te habrás engañado, Tabriz? —comentó Hossein después de algunos momentos de espera.

—No, señor; sentí moverse los arbustos y juraría haber visto también brillar dos ojos entre las ramas.

—¿Pero son tan peligrosas estas bestias como para hacer retroceder a un hombre de tu clase?

—Tanto como las panteras y… ¡Calla!… ¿No oyes?

—Sí, un crujido como si alguien quisiera abrirse paso entre los tragacantos.

—Trepemos a este árbol, señor. Estaremos más seguros.

El coloso ayudó a su amo a colocarse a horcajadas en la rama más baja del granado; luego trató de alcanzarla a su vez abrazándose al tronco, pero cuando estaba por cumplir la operación oyó a Hossein que le gritaba:

—¡Rápido, Tabriz, sube! ¡Ya están aquí!

Dos animales parecidos al leopardo habían salido de la arboleda y con un gran brinco se habían precipitado sobre el gigante. Uno de ellos, el más corpulento, lo había asido de una pierna y tiraba de ella. Por fortuna las botas eran de cuero muy resistente y el que las calzaba poseía una sangre fría admirable; con un esfuerzo se izó, mientras la desilusionada fiera se venía a tierra.

—Un segundo de retardo y me hacía caer —dijo Tabriz.

—Ahora vamos a arreglarles las cuentas —significó Hossein.

—Hay que procurar no perder tiro, señor. Sólo disponemos entre los dos de ocho balas y podemos tener todavía otros encuentros como éste. Hemos cometido una gran imprudencia al no habernos apoderado de todas las municiones que llevaban los usbeki.

Las onzas se habían puesto a girar en torno al granado sin atreverse a atacarlos, cosa que les hubiera sido fácil, pues son hábiles trepadoras, pero sin quitarles los fosforescentes ojos de encima.

—¿Estarán hambrientas o irritadas porque hemos descubierto sus madrigueras? —preguntó el joven.

—Tal vez las dos cosas —contestó Tabriz—. Apresurémonos a desembarazarnos de estos importunos: yo apunta— j ré al más grande, que debe ser el macho.

Aprovecharon que las dos fieras se habían quedado quietas a pocos pasos del árbol para tomarlas de mira, e hicieron fuego simultáneamente. Cuando se disipó el humo vieron a la hembra contorcerse en el suelo mientras el macho, espantado por las detonaciones escapaba dando saltos de cinco o seis metros.

—¿Habremos fallado? —interrogó el joven.

—¡Mala pólvora, señor! ¡Es un milagro que haya caído la hembra! .

—Quizás también el compañero esté herido, pero me hubiera gustado verlo muerto. A lo mejor se nos presenta de nuevo… ¿No tienes hambre, Tabriz?

—Más que hambre me devora la sed. Tengo la garganta ardiente.

—El agua no está lejos, pero allí están los cachorros…

—Empuñemos los "cangiares", señor; sis nos asalta-el padre nos defenderemos con ellos.

Apartaron con el pie el cuerpo de la onza y se dirigieron a la mata en busca del arroyo. Las dos bestezuelas estaban jugando igual que cuando las habían dejado.

—He ahí nuestro asado —indicó el gigante, después de cerciorarse de que no había nadie en las proximidades.

Bastaron dos apretones de sus manos para ahogar a las pequeñas fieras; después levantó algunas hojas que tapaban la corriente de agua y se puso a beber a largos sorbos mientras Hossein montaba la guardia. Ya estaba por incorporarse, cuando una enorme sombra le pasó por encima y cayó sobre su señor derribándolo antes de darle tiempo para usar la pistola.

—¡A mí, Tabriz! —pudo gritar.

—¡Ah… bestia infame! —rugió el coloso.

De un salto superó los tres pasos de distancia que lo separaban de la onza, a la que tomó de la cola y con un formidable tirón la arrancó de allí. El animal, que sin duda no esperaba tan brutal ataque, se volvió mostrando los dientes y maullando, pero antes de que pudiera agredirlo, Tabriz le descargó tan descomunal golpe con el "cangiar", que le separó netamente la cabeza.

—¡Asombroso!… —exclamó Hossein.

—¡Se hace lo que se puede, señor!… ¡El brazo no se porta tan mal!…

Regresaron al margen del bosquecillo, recogieron ramas secas, encendieron el fuego y después de haber despellejado a los dos cachorros, los ensartaron en un palo y los pusieron a asar sobre las brasas, dándolos vuelta de tanto en tanto.

—El almuerzo va a ser exquisito, lástima no tener a mano una pipa y buen "tomac"! Necesitaríamos también un poco de "cumis", pero no hay camellas en la estepa del hambre.

Con los ojos fijos en el fuego Hossein parecía sumergido en profundos pensamientos… La pérdida de Talmá o la infame traición de su primo.

—Patrón —le dijo Tabriz para distraerlo— el asado está pronto; tendremos que comerlo sin el sabroso acompañamiento de una hogaza de maíz.

Retiró la carne del fuego, la depositó sobre una capa de hojas de granado y la cortó en trozos con su "cangiar".

—Te va a —resultar un poco coriácea, señor, pero hay que comer… así que plántale los dientes.

Cuando hubieron satisfecho el apetito, se echaron debajo de un plátano y se quedaron dormidos, seguros de que nadie iría a molestarlos en un oasis en que se guarecía una familia de animales tan feroces como los que habían destruido. Su sueño debió ser muy largo y el primero en abrir los ojos fue Tabriz, despertado por un gruñido ronco. Creyendo procediese de Hossein, inquirió:

—¿Te sientes mal, señor?

Pero un segundo gruñido, más fuerte que el primero, y la sensación de que lo estuviesen pisoteando dos pesados pies, lo hicieron levantar y descubrir una masa imprecisa que trataba de aferrarlo.

—¡A las armas, señor! —gritó—. ¡Los usbekis del emir!…

Hossein se puso de pie instantáneamente, pero las sombras eran tan densas que en el primer momento no distinguió nada.

—¡Tabriz! —llamó.

—¡Ya lo tengo! —contestó el servidor—. ¡Ah, perro!… ¿Quieres luchar conmigo?

—¿Qué sucede, Tabriz?

—¡Estúpida bestia, te voy a hacer pedazos!…

Un aullido horrible, capaz de helar la sangre en las venas, resonó en las tinieblas y a él siguió una blasfemia.

—¡Ahá!… ¿Conque muerdes? ¡Animal maldito, ahora verás!… ¡Toma esto!… ¡Y esto! ¡Toma más! ¡Desgraciado!

Un gruñido doloroso y el ruido de un cuerpo pesado que se desploma, hicieron eco a esas palabras.

—¡Se derrumbó! ¡Ya era tiempo!… —bramó el coloso—. ¿Qué clase de animal será? ¡Querría luchar conmigo! ¡Le ha costado caro convencerse de que tengo las costillas sólidas y los brazos fuertes!

—¿Pero, qué es lo que has derribado, Tabriz?

—En verdad que no lo sé, señor. Enciende un tizón en alguna de las brasas que quedan y lo veremos.

El joven tomó una rama seca y consiguió una llama bastante luminosa.

—¡Tabriz —gritó, sorprendido— un oso!

—¡Me lo sospechaba! Quiso empeñar conmigo una verdadera lucha; al principio creí que era un usbeki, pero pronto me di cuenta, por el pelaje, que no se trataba de un ser humano.

—¡Y creías que este oasis estaba desierto!…

—¡Parece más bien una casa de fieras, señor!

—¡Dos onzas y un oso hasta ahora!… ¡Vamos a mi rarlo bien, Tabriz!

—Aviva el tizón, señor.

Capítulo 6. El Amaestrador de Monos

En efecto, el animal que había intentado sorprenderlos en el sueño, era un oso y pertenecía a una raza particular que se encuentra en el continente asiático, especialmente en las pendientes de la gran cordillera que, partiendo de la India se extiende hacia el Afganistán y la Tartaria. No tienen la corpulencia de los osos negros o castaños; son más ágiles, su hocico es aguzado, las orejas grandes y redondas, el pelo oscuro estriado de blanco en el pecho y una especie de crin les rodea el cuello. Son muy robustos y corajudos y el que acababa de abatir Tabriz pesaría no menos de doscientos kilos y presentaba tres grandes heridas abiertas por el "cangiar" de su adversario.

—Primero le partí la espina dorsal —comprobó el gigante sin mostrarse mínimamente impresionado— y cuando empezó a morderme, lo ataqué con el "cangiar". Los usbekis tienen pésimas pistolas, pero saben afilar bien sus armas blancas.

—¿Cómo puede encontrarse aquí esta bestia que habita generalmente en las montañas?

—Es lo que también yo me pregunto. Debe haber descendido del Kasret-Sultán empujado por el hambre.

—Son peligrosos estos animales ¿verdad?

—En mi juventud cacé algunos. Atacan a los hombres y son el terror de los criadores de caballos. Muy golosos de miel y fruta, no desprecian la carne cuando la han probado, sobre todo la de los equinos. Pero los perjudicados se indemnizan con la de ellos, que es más sabrosa que la del carnero… Lo comprobarás en breve.

Mientras hablaba, el gigante había cortado las patas traseras del oso y con el "cangiar" estaba cavando un agujero de medio metro de profundidad; luego lo llenó de ramas secas entrecruzadas y les prendió fuego.

—He aquí un horno soberbio —explicó—. Ahora hay que quitar el cuero a las patas y envolverlas en hojas para que no se quemen.

—¿Me vas a enseñar a cocinar, Tabriz?

—Talmá me lo agradecería… ¡Qué bruto soy!… No debía recordártela… ¡Perdóname, señor!

—¡Al contrario, Tabriz es bueno que hablemos de ella! —lo tranquilizó Hossein, que se había puesto intensamente pálido—. Pero termina antes tus preparativos.

El servidor desembarazó el foso de los tizones semiconsumidos e introdujo en las cenizas calientes los dos jamones; cubrió de tierra hasta el ras y encendió encima una buena cantidad de leña y hojas secas para mantener el calor interno.

—Ya está hecho, señor.

—Dime, entonces: ¿qué me aconsejas hacer con respecto a Talmá?

—Matar a tu primo, señor… Es él quien ha pagado a los "águilas" para raptarla y el que intentó asesinarnos. ¡Mátalo sin piedad, sin misericordia! ¡Si tú no lo haces, juro por Allah que lo haré yo!… Tú no has advertido ciertos actos sospechosos que no escaparon a tu tío ni a mí…

—¿El "beg"?

—Sí, también él había notado algo y antes de que abandonáramos la estepa me encargó que vigilara a Abei.

—¿Quieres queme vuelva loco, Tabriz?

—Quiero abrirte los ojos. Por otra parte, ¿no tenemos las pruebas? No sólo trató de asesinarnos, sino que llevó su infamia hasta colocarte en la faja documentos que habían de perdernos en el caso de no sucumbir a su primo traidor.

—¡Tienes razón, Tabriz! ¡Tengo que matarlo! —rugió Hossein—. Pero de Talmá… ¿Qué le habrá sucedido a Talmá, Tabriz? ¡Dime algo!…

El fiel amigo estaba por abrir los labios, pero no se atrevió a exteriorizar lo que pensaba y contuvo su impulso. Dejó pasar algunos instantes y dijo:

—Cálmate, señor. ¿Has olvidado a tu tío? Giah Agha no dejará que tu prometida quede en manos de los bandidos y procurará rescatarla aunque tenga que emplear en ello toda su fortuna.

—¿Y a quién la dará si se corre la voz de que hemos caído bajo los muros de Kitab?

—No hará nada si antes estar completamente convencido de tu muerte. Además, ¿no estamos libres ahora?

—Todavía no hemos salido de la estepa, Tabriz…

—Saldremos. Los usbekis han de creernos sepultados en la arena y no perderán el tiempo en buscarnos. Estoy seguro que están galopando con rumbo a Bukara.

—Acaso tengas razón —concedió Hossein, que parecía un poco más tranquilo—. ¿Crees que estamos muy, lejos del Amu-Darja?

—Creo que no lo alcanzaremos antes de una semana, patrón. No podemos contar con nuestras piernas, pues acostumbrados al caballo, somos muy malos caminantes. Tratemos de hacer honor al asado si queremos reponer las fuerzas; después nos pondremos en macha llevando algunas provisiones con nosotros.

—Sobre todo agua, aunque no veo en qué recipiente.

—Utilizaremos la vejiga del oso, que puede contener varios litros, señor. Olvida tus preocupaciones y hagamos honor a los jamones, que deben estar a punto.

El coloso excavó la ceniza y los retiró sin hacer caso del calor, aspirando el olor exquisito que de ellos se desprendía.

—¡Un bocado que nos envidiaría el mismo cha de Persia! —elogió.

Cortó varias anchas hojas de plátano y depositó la carne sobre ellas después de limpiarlas de las quemadas que la envolvían.

—¡Cocción perfecta! ¡Mira el rosado y agrietado de la piel, patrón!…

Dividió el asado en cuatro pedazos y comenzaba a saborearlo cuando oyeron una voz jovial decir tras ellos:

—¡Buenas noches, mis señores! ¿No hay nada para un pobre "loutis" que se muere dé hambre y que ha perdido a los colaboradores que lo ayudaban a vivir?

Hossein y Tabriz, tomados de sorpresa, se pusieron de pie y empuñaron sus armas. El hombre que había salido de la mata de tragacantos hizo un gesto de innocuidad y añadió:

—¡No teman nada de mí, señores! ¡Ya ven que no soy más que un pobre diablo!

—Me parece haberte visto otra vez —dijo Tabriz, después de haberlo escudriñado atentamente.

—Y a mí también, señor, me parece haberte visto —concordó Karawal, pues era él.

—¿No formabas parte de la caravana de prisioneros tomados en Kitab?

—Sí; la seguía para divertir con mis monos a aquellos infelices y ganarme el sustento.

—Si no me equivoco tenías un compañero… ¿Cómo te encuentras ahora aquí? ¿Por qué no has continuado con la caravana?

—Cuando arreció la tormenta me sentí elevar en el aire y arrojar no sé donde.

—Igual que nosotros —terció Hossein.

—Al recobrar el sentido me encontré en medio de las dunas con los huesos destrozados; me orienté lo mejor que pude y traté de ganar de nuevo el campamento, pero en el sitio en que debía hallarse no encontré ni tiendas ni ánima viviente.

—¿Habían partido?

—Lo dudo, señor; creo más bien que hombres y animales hayan sido sepultados por la violencia de la "burana". Sólo vi una enorme colina de arena y si hubiese dispuesto de algún instrumento para hacer una excavación, lo habría comprobado.

—Prosigue. ¿Y luego?

—Me puse en marcha para alcanzar este oasis antes de morir de sed.

—¿Conoces entonces la estepa?

—He nacido en ella; además nosotros, los amaestradores de monos, no cesamos de caminar durante toda nuestra vida, por lo que la Tartaria, Persia, el Beluchistán, nos resultan completamente familiares.

—Siéntate y come —lo invitó Hossein—, tenemos carne en abundancia.

—Lo veo, señor —constató el "loutis" echando una mirada ávida sobre el cuerpo del oso que yacía a pocos pagos.

Los tres se pusieron a comer sin agregar palabra. El bribón devoraba como si no hubiese probado bocado desde hacía varios días y una sonrisa de satisfacción se dibujaba en sus labios, producida no por el hambre apagada, sino por haber dado con los fugitivos. Terminado el banquete dedicaron varias horas a prepararse para la prosecución del viaje. Asaron otra buena parte del oso, convirtieron su vejiga en odre para llevar el agua y abandonaron el oasis con rumbo opuesto al que seguía la caravana. Tabriz, que las últimas experiencias hicieran desconfiado en extremo, había prestado muy poca fe a las afirmaciones del "bailamonos" pues sabía que después de un fuerte huracán la estepa cambia de fisonomía y no es fácil reconocer un lugar cualquiera. En ese momento atravesaban una región cubierta de "tepe", montículos de tierra finísima dispuestos en estrato, debajo de los cuales se encuentran carroñas de bestias y también de seres humanos. Ninguna mata de hierbas alegraba el inmenso erial; ni un pájaro, ni una gacela lo animaba: hasta las avutardas, comunes en otras estepas, allí faltaban en absoluto.

—¡Qué triste región! —lamentó Hossein.

—¡Y de este espectáculo tenemos lo menos por ocho días! —advirtió Tabriz que sudaba copiosamente—. ¿Verdad, "loutis"?

—Sí; no tardaremos menos en alcanzanzar las limpias aguas del Amú-Darja, señor —confirmó éste.

—¿No equivocaremos la dirección? —inquirió Hossein.

—Un trotamundos no se equivoca nunca; si podemos renovar nuestra provisión de agua y aguantan nuestras piernas, llegaremos de seguro.

Hacía algunas horas que el sol había desaparecido cuando los viandantes, completamente agotados, decidieron hacer alto entre dos dunas que formaban una especie de barranco bastante profundo en el que se veían los esqueletos de algunos camellos y caballos.

—¡Compañía poco alegre! —comentó el coloso—. ¡Pero que nos dará menos fastidios que los vivos!

—Seguro que a éstos los ha sepultado alguna "burana", pues de lo contrario tendríamos a los usbekis siguiendo las huellas que vamos dejando en la arena y que se mantienen hasta que sopla de nuevo el viento.

—¿Sabes dónde nos encontramos, "loutis"?

—A pocas horas de marcha de otro oasis al que llegaremos antes del mediodía.

—¿Hay allí agua y caza?

—Así lo espero, señor.

—Creo que haremos bien en dividir la noche en cuartos de guardia.

—Es inútil señor —objetó el bandido—. Nadie vendrá a turbar nuestro sueño. En estos parajes en que falta el agua no se ve nunca a nadie. Cenemos y durmamos tranquilamente para reponer fuerzas y poder reanudar la marcha al despuntar el alba.

Devoraron otro trozo de oso, bebieron parcamente y cavaron un pozo en la arena en el que se dejaron caer teniendo las armas a mano. Diez minutos después Hossein y Tabriz, que estaban rendidos, dormían profundamente, pero no Karawal, quién habituado quizás a caminar o más resistente al sueño, había pegado el oído en el suelo y puéstose a escuchar acuciosamente. Permaneció así una media hora, luego se incorporó silencioso tratando de no hacer crujir la arena y musitó:

—Debe ser él; no es tan tonto como lo creía… —dirigió una mirada a los durmientes y prosiguió—: Esta sería una buena ocasión para terminar con ellos, pero es peligroso. Con este oso no debe jugarse… mientras mato a uno el otro puede saltarme encima y entonces ¡adiós ambiciones de comandar la banda! Hay que ser prudente y tener paciencia… ¡No soy un estúpido!

Esperó algunos minutos y después de comprobar que ni Tabriz ni Hossein se habían movido, ascendió la duna sin producir el menor rumor y se situó en la cima monologando:

—No debe de hallarse lejos; mis sentidos no me engañan jamás. —Armó una pistola del par que llevaba oculto en su ancha faja y dijo—. Las precauciones nunca están de más…

Una sombra se había dibujado sobre otra alta duna. El falso "loutis" se llevó dos dedos a la boca y emitió un leve silbido al que respondió otro igual; la sombra se dejó resbalar hasta el pie de la duna y Karawal hizo lo mismo.

—No me engañé, Dinar —dijo éste cuando se encontraron—. Muchacho querido, te estás convirtiendo en un hábil bandido más pronto de lo que yo pensaba. Si continúas a este paso, cuando yo sea el jefe de los "águilas" tendré en ti un buen lugarteniente:

—El mérito es de mi maestro —reconoció con toda modestia el aprovechado discípulo— y espero responder con honor al alto cargo.

—¡Ajá!… ¿De modo que también tú tienes tus ambiciones?… ¡Muy bien! Con ambición se puede conquistar el mundo… Dime ahora cómo te ha ido.

—He podido seguirlos sin ninguna dificultad… ¿Así que son ellos?…

—¡Por Allah, el Profeta y todos los santos de nuestro Paraíso!… ¡Es claro que son ellos!… ¿Sabes algo de los Bukaros?

—No he vuelto a verlos. Sospecho como tú, que la tempestad los habrá enterrado.

—Hemos hecho bien en escapar cuando vimos que lo hacían nuestros queridos amigos…

—¿Qué piensas hacer ahora, Karawal?

El bandido mayor se acarició la barba y miró las estrellas como si les pidiera inspiración; luego declaró con voz grave:

—Es preciso que cumplan su interrumpido viaje a Bukara, así embolsaremos otra recompensa que nos dará el emir y también estaremos seguros de que allí terminarán su aventura mientras nosotros redoblamos las ganancias.

—¡Eres un genio de sagacidad, Karawal! ¿Y cómo realizaremos ese propósito?

—Muy fácil: a orillas del Amú hay un; puesto de usbekis y quirguizos, mitad soldados y mitad bandoleros, situados allí por el emir para vigilar la frontera. A su jefe, que un tiempo formó parte de los "águilas", lo conozco bien. Supongo que no tendrás miedo de atravesar solo la estepa del hambre; eres joven y robusto y en seis días puedes alcanzar el puesto y hablar con él. Ese hombre por pocos "thomanes" sería capaz de matar a su padre, además de que podrá contar con un premio del emir.

—Bueno, ¿y después qué pasa?

—¿Recaes en tu estupidez, muchacho? Yo conduzco a mis dos hombres al Amú-Durja; el pelotón de usbekis nos detiene, nos hace prisioneros a los tres… ¿Comprendes?

—¿Y no informaremos de esto al señor Abei?

—Se necesitarían de quince a veinte días para llegar a la estepa de los sartos y no contamos ni podemos fiarnos de nadie. Lo sabrá todo a nuestro regreso.

—¿En qué paraje se encuentra ese jefe usbeki amigo tuyo?

—En Georlu-Tochgoi… ¿Sabrás hallarlo?

—Allí pesqué muchas veces con los somorgujos, cuando era niño, la deliciosa "garitsa" que tanto abunda.

—Entonces, hijo mío, parte sin pérdida de tiempo y trata de llegar entero a ese lugar.

—Adiós, Karawal.

El joven Dinar se echó a la espalda una alforja con víveres, remontó la duna y desapareció tras ella.

—¡Así es como se dirigen los negocios! —murmuró Karawal refregándose las manes alegremente—. Comparado conmigo Hadgi, que asumió la jefatura de los "águilas", no es más que un cretino.

Y fue a reunirse con sus protectores.

Capítulo 7. En la Estepa del Hambre

Un poco antes de amanecer, para aprovechar la frescura matutina los tres viajeros reemprendían la marcha a través de la interminable estepa donde reinaba un silencio impresionante. A pesar de la estación avanzada, a las pocas horas el calor era abrasador y ponía a dura prueba la resistencia de Hossein y Tabriz, habitantes de una zona relativamente fresca y ventilada. En cambio, el otro compañero se mostraba incólume a los ardores del sol y al polvo que levantaban sus pies, bien aclimatado como estaba a esa atmósfera agobiante. A mediodía, aprovechando el poco de sombra de una duna muy elevada, hicieron una pausa de varias horas; reanudaron luego el fatigoso andar y con las últimas claridades del crepúsculo alcanzaron felizmente el segundo oasis, formado por un grupo de árboles que ocupaban dos o tres hectáreas de terreno.

—¡Que Allah te condene al infierno, "loutis"! —dijo Tabriz, que ya no daba más, tirándose sobre las hierbas al llegar—. ¡Nosotros no tenemos tus piernas para esta clase de caminatas! ¡No nos asustan trescientas millas a caballo, pero nos agotan tres mil metros a pie!

—Mi señor —le contestó humildemente el hipócrita— en la estepa del hambre no debe uno detenerse si quiere salvar, la vida… Mira, el calor casi ha hecho que se evapore nuestra provisión de líquido.

—¡Me siento como si hubiese atravesado el Asia entera! —replicó el otro.

—¿Encontraremos al menos agua? —preguntó Hossein, también tumbado en el suelo.

—Así lo espero, mi señor. Permanezcan aquí mientras yo voy a buscarla.

El bandolero empuñó el "yatagán" que llevaba a la cintura, tomó el odre ya semivacío y se internó en la arboleda no sin cierta aprensión, pues sabía que esos parajes eran muy frecuentados por animales feroces. Como era su costumbre, iba monologando entre dientes.

—Me gustaría saber si ese tonto de Dinar se paró aquí. Tiene buenas piernas y…

Se interrumpió bruscamente corrió a ocultarse detrás del tronco de un grueso plátano e surgía aislado en medio de un grupo de arbustos.

—Querido Karawal —continuó cuando se hubo tranquilizado un poco— una rama no se rompe sola a menos que sople un fuerte viento, según me enseñó mi padre…

Se mantuvo inmóvil espiando con los sentidos aguzados a su alrededor y pasados algunos minutos sin que notara nada sospechoso, prosiguió su camino husmeando el aire como los perros de caza. Había avanzado tina veintena de pasos cuando oyó un ruido igual al de un cuerpo que cayera a un pozo.

—Parece que bebida no falta —masculló—. Ahora hay que averiguar quién es el que está bebiendo… ¡Atención, amigo!

Separó unas ramas y descubrió una abertura redonda de una docena de metros de circunferencia llena de un líquido clarísimo. En la superficie se veían círculos concéntricos que se ensanchaban hasta romperse en los bordes.

—Alguien ha cruzado el estanque —se dijo poniéndose inquieto.

Miró en tornó y dio un rápido salto al agua en la que se hundió hasta las caderas. Un animal que se hallaba oculto entre los arbustos acababa de saltar también y caer en el mismo punto en que Karawal se había encontrado: un solo segundo de vacilación que éste hubiese tenido lo habría puesto entre las garras del agresor el cual, desilusionado, emitió una suerte de balido similar al de la oveja.

—Sé que no eres un cordero, mi amigo —exclamó el bandido— y también lo que vales. Conozco tus uñas pero no me agarrarás tan fácilmente… ¡Un guepardo! ¡Peligroso vecino!

El animal no era mayor que una oveja y tenía la cabeza de un perro, pequeña y alargada, el cuerpo de un gato de grandes dimensiones; las patas altas, el pelaje largo e hirsuto, de color gris amarillento con manchas negras y marrones. Pariente próximo de la pantera y del leopardo, aunque de menor corpulencia, es tan audaz y feroz como ellos; pega saltos extraordinarios y es un temible cazador, pues corre con tanta velocidad como las gacelas. Sin embargo se deja domesticar fácilmente y árabes e hindúes se sirven de él como auxiliar en la caza.

El guepardo daba vueltas alrededor del estanque soplando y bufando, pero sin osar poner las patas en el agua. Karawal no ignoraba que estos animales no se deciden nunca a cruzar un río por pequeño que sea, porque tienen a la mojadura la misma aversión que los gatos. Con todo, se había situado en el centro del estanque para evitar que tuviese la tentación de echarle las zarpas.

—Aquí no corro peligro —pensó— pero me encuentro inmovilizado. ¿Cómo saldré si los otros no vienen a socorrerme?

Mientras tanto la fiera, cada vez más exasperada, corría en torno a la circunferencia buscando el punto más cercano para pegar el brinco. De cuando en cuando se detenía de golpe, plantábase tiesa en sus largas patas y miraba ferozmente al "loutis" para reemprender en seguida su carrera. Por fin cansada de malgastar inútilmente sus fuerzas, se había tendido a la entrada de una espesa mata refunfuñando sordamente y azotándose los flancos con la cola como un gato irritado.

—¡Héme aquí sitiado! —murmuró el bandido—. ¿Qué hacen mis dos protectores que no acuden en mi ayuda? ¿Se habrán quedado dormidos?… ¡Yo no puedo medir mis uñas contra las garras de un guepardo…!

En ese instante la bestia volvió la cabeza, dio un resoplido, se incorporó y aguzó la vista.

—Debe de haber percibido algún rumor —indujo el sitiado—. Tal vez sean mis compañeros que llegan. ¡Y sería tiempo!

El guepardo daba evidentes señales de inquietud y se preparaba a alejarse de la mata cuando sonaron dos detonaciones a corto intervalo una de otra. Se le vio entonces replegarse sobre sí mismo y luego caer para no volver a levantarse más.

—¡Gracias, mis señores! —dijo simplemente el bandido apresurándose salir del estanque—. Me encuentran fresco como una rosa y bien bañado.

—¿Y con mucho miedo? —le preguntó Hossein, que fue el primero en aparecer con la pistola en la mano.

—Ni siquiera un adarme, mi señor, se lo aseguro —contestó Karawal—. El guepardo no podía atacarme porque el agua me servía de trinchera.

—Pero te tenía bien asediado —le hizo notar Tabriz.

—Eso es verdad, señor, y ya empezaba a impacientarme. ¿Sospecharon ustedes que me había ocurrido alguna malaventura?

—Es más, creímos que sólo encontraríamos tu cadáver —respondió el sobrino del "beg".

—Todo está bien cuando termina bien —sentenció el "bailamonos"—. Ahora calmen su sed, mis señores, en esta agua que es de manantial y no existe otra tan buena en toda la estepa del hambre.

—Y debe saber al polvo que llevabas encima —bromeó el gigante.

—No es culpa mía, señor; no podía dejarme devorar como si fuera un pastel para no ensuciar el estanque.

Bebieron largamente y regresaron al punto que habían escogido para acampar dejando a la fiera allí tirada por ser su carne incomible. Tabriz había descubierto dos nidos de avutardas y recogido una veintena de huevos al parecer frescos, que puso a cocer entre cenizas.

—Pasaremos aquí la noche —dispuso Hossein—. Las marchas en estos terrenos ondulados abisman a los más fuertes.

—Yo no tengo ningún apuro, mi señor —declaró el "loutis"—. Llegar al río diez días antes o después, me es exactamente lo mismo.

Cenaron dividiéndose fraternalmente los huevos, recogieron leña para mantener el fuego en previsión de que hubiese ocultas otras fieras en los alrededores, y se tendieron sobre la hierba. La noche pasó tranquila, turbada tan sólo por los aullidos de una pareja de lobos, y cuando aparecieron las primeras luces de la aurora emprendieron nuevamente su andar en busca del oasis de Kara Kum. No soplaba la más leve brisa, pero a pesar de ello, algunas cortinas de arena ondeaban hacia el occidente, que era la dirección que llevaba la pequeña comitiva.

—¿Nos amenazará otra "burana"? —interrogó Hossein.

—No, señor —fue el parecer del amaestrador de monos que observaba atentamente el horizonte—, la atmósfera está limpidísima y no advierto ningún cirro que anuncie viento.

—Sin embargo —observó el gigante— esos polvos se levantan en forma de torbellino y no podrían hacerlo si no fuesen aventados.

—La causa debe ser algún grupo numeroso de animales —presumió Karawal.

—¿Gacelas? —preguntó el joven.

—No, ejemplares más grandes.

—Elefantes no deben ser —significó Tabriz— porque nunca los hubo en la estepa.

—Apostaría a que son onagres —opinó el "loutis"—. Algunas veces se dejan ver por estos eriales y siempre en grandes manadas. Hay que cuidarse de ellos, porque cuando corren no los detiene ni un cañonazo y tiran coces muy poderosas. Un día recibí una que casi me deja muerto. Cuando cargan lo mejor es aplastarse detrás de alguna duna y dejarlos pasar sin intentar hacer fuego.

—Yo comería con gusto un poco de asado de onagre —confesó el coloso—. La carne de estos asnos silvestres es apreciada' hasta por los emires.

—Se dice que no falta ningún día de la mesa del cha de Persia —añadió Hossein.

—Pues tendrán que esperar otra ocasión para saborearla —significó Karawal.

Las nubes de arena continuaban y cambiaban bruscamente de dirección, como si las bestias que las producían se divirtiesen en galopar sin rumbo fijo. Por cierto que esa es la costumbre de los onagres, los cuales se pasan el día compitiendo entre ellos a quien es más veloz y sólo se detienen algunos momentos para comer un poco de gramínea.

—Pues parece que ahora se están entreteniendo en asustarnos, porque obstruyen el camino —observó Tabrizseñal de que nos han visto.

—Sí, también yo me he dado cuenta de ello —manifestó el bandido con cierta preocupación.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Hossein.

El "loutis" estaba por contestar cuando aparecieron entre las nubes de polvo los primeros grupos de onagres galopando desenfrenadamente. Este animal es parecido al asno común, tiene su mismo tamaño, pero sus formas son más esbeltas, las orejas menos largas y el pelaje grisáceo con una línea longitudinal negra en el dorso que se cruza con otras dos a la altura de la espalda.

—¡A ocultarse! —gritó Karawal con voz tonante.

Con pocos saltos ganaron la duna más cercana, de un par de metros de alto y cien de extensión, cavaron apresuradamente algunos pozos y se tendieron uno al lado del otro. Eran lo menos cuatrocientos los asnos silvestres, y salvaban con rapidez prodigiosa las dunas que encontraban a su paso. Delante iban los machos, seguían los más jóvenes y luego las hembras, pero detrás de éstas había una retaguardia formada por los ejemplares más fuertes. Cuando llegaron a la altura detrás de la cual se guarecían Hossein y sus compañeros, se detuvieron un breve instante y la cruzaron levantando una enorme columna de polvo. Era tal la impetuosidad de su carrera, que pasaron sobre los tres hombres sin tocarlos con sus cascos.

—¡Salvados! —exclamó Tabriz poniéndose en pie de un salto, con una pistola en la mano.

Pero había cantado victoria demasiado pronto, porque en ese momento aparecían dos masas amarillentas en lo alto de la duna persiguiendo a la manada.

—¡Atención! —advirtió al verlas—. ¡Leones!

—¡Huyamos! —gritó a su vez el "loutis"—. ¡Pronto! ¡Pronto!

Una suerte de cerro de arena de unos diez metros de elevación surgía a unos cincuenta pasos y hacia él corría desesperadamente el bandido.

—¡Piernas, señor! —recomendó el coloso a su patrón, siguiéndolo.

En el tiempo que dura un relámpago alcanzaron la cúspide del cerro y se aprestaron a defenderse. Los leones, advertidos un poco tarde de su presencia, se quedaron indecisos entre acometerlos o seguir detrás de la velocísima presa que perseguían. Los onagres habían aprovechado su detención para ganar distancia.

—¡Esos pícaros nos han dejado en la estacada! —protestó el "bailamonos"—. ¡Como las fieras ya no podrán alcanzarlos, ahora se echarán sobre nosotros!… Son macho y hembra y probablemente deben de estar hambrientos.

—¿De dónde pueden venir estos leones? —quiso saber Tabriz—. En nuestra estepa nunca he visto uno.

—Seguro que de los desiertos de Persia —susurró Karawal—. Hay muchos en ese país.

—¡Cuidado! —avisó Hossein—. Se acercan.

Las bestias carniceras habían cruzado la primera duna. Eran de talla más bien pequeña pero muy temibles por su extremada agilidad. No parecían tener mucha prisa por atacarlos y los observaban con cierta inquietud a juzgar por el movimiento de sus colas.

—Tomemos posiciones —sugirió el gigante—. Yo cuidaré esta parte y ustedes la contraria, pues tengo la impresión de que atacarán por ambos lados.

—A menos que esperen la noche —apuntó el amansamonos.

—¿Y nos tendrán aquí quemándonos al sol y sin tener nada que llevamos a la boca?

—Ya te resarcirás después con un muslo de león —lo consoló su señor.

—Pésimo bocado, señor; valía más el guepardo.

—Parece que las bestias están de consulta —dijo el sobrino del "beg" que no las perdía de vista. Vuelto a Karawal inquirió—. ¿Están cargadas tus pistolas?

—Sí, señor, pero dudo que la pólvora prenda: todavía debe estar mojada.

—Yo no tengo más que una carga. ¿Y tú, Tabriz?

—Dos, patrón; algo es algo. Empero tenemos los "cangiares", que también valen… ¡Ah, parece que los señores leones están explorando! ¡No los creía tan prudentes!

—Procuran ganarse la comida sin exponer la piel —comentó el bandido.

Las dos fieras, después de haberse aproximado a la pequeña colina casi arrastrándose por la arena, se habían separado y cumplían el giro en sentido opuesto, con los ojos puestos en la altura, como si la midieran para elegir el punto más favorable al asalto. Concluida la exploración se habían echado el uno junto al otro y emitían roncos rugidos.

—Es el asedio —dijo el "loutis"—. Anoche fue el guepardo, hoy los leones: voy a terminar en el vientre de una bestia feroz…

Capítulo 8. El Ataque de los Leones

Los animales carniceros de cualquier *taza, que no vacilan en atacar gacelas, antílopes y hasta jirafas en pleno día, no se atreven con el hombre aunque estén hambrientos. Se diría que su mirada los hacen titubear y esperan las tinieblas para agredirlo. Los dos leones, quizás impresionados también por la actitud resuelta de los tres viajeros, estaban esperando que desapareciera el sol para obrar.

—Comienzo a creer que tengan el estómago menos vacío de lo que nos imaginábamos y que anoche han disfrutado de una cena más copiosa que la nuestra —opinó el coloso.

—Estamos perdiendo un tiempo precioso —lamentó Hossein.

—En cuanto pasemos el Amú-Darja dispondremos de los caballos que queramos y en un par de días alcanzaremos la tienda del "beg", señor —lo alentó el servidor.

—¡Con tal que ella estuviese allí…! —murmuró el jo; ven que sólo pensaba en Talmá.

—Silencio, señor; éste no es el momento oportuno para hablar de estas cosas… ¡Mire! Los leones se permiten el lujo de echar una siestita… ¡Si los pudiera sorprender les acariciaría bien el lomo con mi "cangiar"!…

En efecto, las fieras al ver que los hombres no abandonaban la altura, habían colocado la cabeza entre las patas delanteras y entornado los ojos. Al coloso ya empezaba a aburrirlo aquella situación y suponiendo que se hubiesen realmente dormido, había decidido tentar un golpe audaz.

—¡Pase lo que pase, voy a embestirlos! —dijo.

—¡Te acompaño! —declaró el sobrino del "beg".

—¡Es una locura, señores! —les previno Karawal.

No era por sus vidas que se preocupaba el bandolero, sino porque si eran despachurrados por los leones él se encontraría solo para afrontarlos.

—Quédate aquí si tienes miedo —le dijo Tabriz.

—Yo no soy un guerrero como ustedes, señores, sino un pobre "loutis" —lloriqueó el taimado.

—Permanece, entonces —concedió Hossein.

Los dos turquestanos armaron sus pistolas, desenvainaron los "cangiares" y con infinitas precauciones iniciaron el descenso del cerrito para ver de acercarse a las fieras hasta tenerlas a tiro. Estas parecían verdaderamente dormidas, pero cuando ya estaban a mitad camino detonó eh los ámbitos un rugido tan potente como un trueno. El macho había saltado como movido por un resorte, con la crin erizada, y se había encogido preparándose para el gran brinco.

—¡Atento, señor! —gritó el gigante.

La fiera había arremetido contra el joven que se hallaba eh un plano más bajo, pero éste le hizo fuego con una calma admirable, deteniéndolo eh su impulso y haciéndolo rodar casi a los pies de Tabriz.

—¡Ahora me toca a mi! —aulló el servidor propinándole un formidable golpe de "cangiar" eh la cabeza.

La leona eh tanto, al oír el rugido del compañero también se había incorporado, pero tuvo un instante de hesitación que aprovechó el coloso para descargarle las dos pistolas. Profirió un bramido lamentoso y a largos saltos se perdió entre las dunas.

—¡Eh, "loutís"! —gritó Tabríz—. ¿Has visto cómo los hombres de la estepa turquestana saben matar a vuestros leones?

—Tiran ustedes mejor que los cosacos del Don —se limitó a expresar el bandido.

—Ahora podemos continuar nuestro viaje —consideró Hossein—. Hemos perdido demasiado tiempo y llegaremos a hora tarda al oasis de Kara Kum.

Bebieron unos sorbos de agua del odre y se pusieron eh movimiento procurando caminar lo más ligero posible. Alcanzaron la meta completamente deshechos, muertos de hambre y sedientos, tres horas después de ponerse el sol, pero en ese terreno más vasto, poblado de árboles y de rica vegetación, no sólo encontraron agua fresca, sino gran cantidad de huevos de avutarda, por existir allí una inmensa colonia de estas aves. Comieron de buen humor al margen del pozo y luego, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía el fuego encendido para alejar a posibles fieras, los otros dos dormían a pierna suelta.

Los días que siguieron fueron una monótona secuencia de marchas por la ilimitada estepa, interrumpidas solamente para comer algo y descansar un poco, y cuando cumplían la sexta jornada descubrieron por fin la zona umbrosa que se extiende a lo largo del Amú Darja. El pseudo domesticador de mohos había maniobrado de modo de' desembocar cerca del puesto quirguizo comandado por su amigo.

—Señores —dijo cuando se detuvieron delante de los primeros árboles, fingiendo incontenible alegría— la parte más difícil de nuestro viaje la hemos superado. Ahora no tenemos sino atravesar el río y entraremos eh la estepa de los filiados que confina con la de los sartos.

—Eres un buen hombre y recibirás un regalo digno del sobrino de un "beg" —le prometió Hossein.

—¿Habrá aquí un vado? —inquirió Tabríz.

—Eso es lo difícil, señor —manifestó el bandido—. El Amú debe ser en esta parte ancho y profundo y sin una barca no podremos atravesarlo. Pero si no yerro debemos estar no distantes de una aldea de pescadores de "garitsa". ¿Conocen ustedes esos exquisitos peces que se parecen a las truchas?

—Nos interesa más conocer a los que los pescan —apuntó el coloso.

—Si me lo permiten me pondré a buscarlos. Tenemos todavía unas horas de luz y mis piernas aguantan perfectamente. Aquí pueden aguardarme tranquilos, pues estas riberas están deshabitadas; continúen andando hasta el río y enciendan fuego; me comprometo a volver con una barca.

—Bien; nosotros trataremos entretanto de procurar la cena —dijo Hossein.

El "loutís" se alejó siguiendo el margen de la arboleda y el gigante y su, señor se internaron bajo la bóveda de follaje para gozar de su deliciosa frescura al cabo de ocho días de extenuantes caminatas asaeteados por los ardientes rayos del sol.

—¡Me parece revivir! —exclamó el coloso—. Siento cómo los poros de mi reseca piel absorben voluptuosamente la humedad de este ámbito… ¡Hasta husmeo el aire de nuestra estepa, señor!…

—¡Se va acercando la hora de la venganza…! —dijo Hossein que se había puesto sombrío.

—¡Si, patrón; y el castigo debe ser despiadado como es ley entre los hombres de nuestra tribu!

—Mi tío no perdonará. Lo conozco: es implacable. Pero me atormenta una sospecha.

—¿Cuál, señor?

—Que Abei le haya hecho creer que he muerto y obtenido sustituirme al lado de Talmá.

—Descarta por ahora esos malos pensamientos e intentemos averiguar si es posible cruzar el río sin esperar la vuelta del "loutis".

En aquel sitio el Amú tenía un ancho de más de medio kilómetro, su corriente era muy rápida y parecía profundo; además, la orilla opuesta no ofrecía ningún punto de abordaje. Estaba formada por altísimas rocas negruzcas, cortadas a pico, que trasudaban una materia viscosa de color oscuro que se deslizaba lentamente al agua.

—Sin una embarcación no podremos pasar —manifestó el coloso— y deberemos hacerlo más arriba o más abajo de aquí, pues enfrente tenemos un terreno petrolífero: no hay sino ver el líquido que mana de aquellas piedras.

—Esperemos entonces al hombre de los monos. Sabiendo que va a recibir un premio, no dejará de volver.

—Entretanto iré a buscar algo de comer. No ha de faltar aquí algún árbol frutal.

No fue muy rendidora la excursión de Tabriz, ya que sólo recogió algunas grosellas y bayas.

—Por el momento contentémonos con esto —dijo—. El domamonos sabe que estamos desprovistos de víveres y pos traerá de seguro muestras de famosos peces.

Comieron golosamente la fruta y se sentaron bajo una gigantesca encina que extendía sus ramas en todas direcciones. Amo y siervo se quedaron callados con la mirada fija en la otra ribera. Ambos pensaban en lo mismo: el "beg", Talmá y, sobre todo, en el indigno causante de todas sus desdichas. Hacía varias horas, que las tinieblas los rodeaban cuando el gigante, que observaba de tanto en tanto el curso del río, percibió algunos puntos luminosos que se reflejaban en sus aguas.

—Barcas de pesca —reconoció incorporándose—. El "loutis" nos había prometido una y viene con varias… Hubiera preferido, sin embargo, lo primero.

—¿Temes algo, Tabriz? —preguntó Hossein, que parecía salir de un sueño.

—Nunca he tenido relaciones con los pescadores del Amú, señor, de manera que no puedo decirte si son buenas o malas gentes.

—Si son bandidos es poco lo que podrán robarnos, porque los bukanos del emir me sacaron hasta el último "thomán".

—Como a mí —ratificó el coloso.

Los puntos luminosos aumentaban a los vistos y comenzaban a delinearse las siluetas de las embarcaciones; pronto se distinguieron a los remeros que se esforzaban por vencer la correntada: eran seis unidades tripuladas cada una por cinco personas. En la proa y a la extremidad de un largo palo había una especie de bola hecha con alambre de cobre entretejido dentro de la cual ardía un hachón impregnado en petróleo. No sin cierto estupor, los dos observadores notaron posados sobre las bordas, uno al lado del otro, numerosos pájaros de patas más bien largas, que parecían en libertad.

—¿Pero estos hombres se dedican a la pesca o a la caza? —exclamó Tabriz—. ¿Qué hacen allí esos avechuchos?

En ese momento una voz conocida se hizo oír desde la flotilla:

—¡Aquí estoy, mis señores! ¡Llego en buena hora!

—¡El "loutis"! —gritaron a un tiempo Hossein y Tabriz.

Con pocos golpes de remo la chalupa en que venía atracó en el sitio donde ardía él fuego y el bandolero saltó a tierra anunciando:

—Somos huéspedes de estos pescadores, muy buena gente de la que no tenemos nada que temer.

—¿Nos trasladarán al otro lado del río?

—Sí señor, pero a la madrugada, porque ahora van a emprender la pesca de la "garitsa". Por otra parte, para encontrar un lugar en que efectuar el desembarco tendremos que navegar río abajo bastantes millas, pues en la ribera de enfrente la pared rocosa se extiende a larga distancia y detrás hay una vasta zona petrolífera. Vengan a bordo y asistirán a una pesca muy divertida.

—¿Con el vientre vacío?

—No; ya he pensado en ello. Preparé una canasta con pescado cocido, galletas de maíz, un frasco de "cumis" y pipas.

Saltaron a la barca que era la mayor de todas y los remeros la hicieron avanzar ofreciendo la popa a la corriente.

—Dime un poco, "loutis" —lo interrogó el gigante sin dejar de comer—. ¿Qué hacen aquí esos pajarracos?

—Sirven para pescar la "garitsa", señor. Son somorgujos del mar de Aral, buceadores infatigables amaestrados para esta pesca, que se realiza especialmente en las noches oscuras como la de hoy.

Las seis barcas se habían colocado formando dos líneas en mitad del río y los hombres movían los remos hacia atrás para atenuar la rapidez de la corriente. En el mar de Aral y los cursos fluviales que desembocan en él, así como en los de China y del Japón, los pescadores utilizan aquellos palmípedos para obtener pesca abundante, del mismo modo que en las estepas se valen de los halcones para la caza. Ello hace a ambas operaciones además de productivas interesantes.

Los somorgujos, ávidos comedores de peces, tienen una habilidad excepcional para sacarlos porque pueden mantener mucho tiempo la cabeza bajo el agua. Bien amaestrado, cada uno de ellos puede proporcionar el sustento a una familia de pescadores. Se emplean raramente de día porque las horas más propicias son las de la noche. Los peces son atraídos por la luz que colocan en los fanales de las chalupas y cuando se muestran a flor de agua, obedeciendo a un silbido las aves se arrojan sobre ellos. Las más atrevidas son las jóvenes: se zambullen, aferran la presa y la llevan a su patrón, el cual podría esperarla en vano si no les hubiese puesto en el cuello un apretado anillo de bronce que les impide tragarla. Son tan estúpidas y obedecen de tal modo a su instinto, que a pesar de no poder aprovechar su trabajo, lo prosiguen hasta el fin. Reciben como recompensa las entrañas de las víctimas que devoran hasta el hartazgo. Un somorgujo produce por excursión de quince a veinte kilogramos de pescado, que multiplicados por los que lleva cada barca representa una respetable ganancia para su propietario.

La flotilla se deslizaba río abajo y las aves pescadoras iban y venían trayendo en cada vuelo una "garitsa" que la tripulación destripaba seguidamente. Fuera de esa tarea, sólo tenia la de renovar las antorchas de los fanales. Cuando llegó a una parte del río tan ancha que formaba un lago sembrado de pequeñas islas boscosas, dijo Karawal a Tabriz:

—Aquí van a realizar la gran pesca, porque es el punto donde la "garitsa" se reúne en mayor cantidad.

Empero, en las chalupas que avanzaban se produjo un hecho inesperado: los somorgujos apenas tocaban el agua se apresuraban a regresar a bordo y se negaban obstinadamente a volar de nuevo. Entre los tripulantes comenzó a manifestarse entonces cierta agitación: escrutaban el agua, olfateaban el aire, detenían la marcha. De pronto partió un clamor de la primera:

—¡Huyamos!… ¡Huyamos!… ¡La nafta!…

Y al mismo tiempo se veía una inmensa llama que avanzaba sobre la superficie del agua.

Capítulo 9. Entre el Agua y el Petróleo

Toda la región que se extiende entre el Caspio y el Aral no es más que un inmenso depósito de petróleo, extraordinario, inagotable, que un día proporcionará millares de millones a quien sepa explotarlo. Desde hace siglos los habitantes de esas comarcas habían notado ciertos fenómenos para ellos inexplicables, como la aparición improvisa de lampos de fuego que salían de las rocas y de grietas que manaban una sustancia oleosa y de fuerte olor. Era el petróleo que, como se ha comprobado en estos últimos años por las numerosas perforaciones realizadas, se encuentra a poca profundidad, sobre todo en las proximidades del mar Negro, donde se levanta la ciudad de Bakú, sagrada para los adoradores del fuego a causa de la perenne llama que brota del intersticio de un peñasco.

Toda esa extensa zona ha permanecido infructuosa hasta nuestros días, pues recién en 1870 atrajo la atención de los hombres de ciencia y de los industriales, que vislumbraron su incalculable riqueza. De los pozos que se cavaron en la parte meridional, el mineral líquido brotó en cantidad tan grande que no pudieron contenerlo con ningún medio y un verdadero torrente fue a perderse en el mar Caspio poniendo en serio peligro a las naves que circulaban por él. Y de un día al otro, el precio del petróleo bajó a ¡un céntimo por litro!…

Pero no solamente en las cercanías de esos mares existen yacimientos de ese combustible: todo el Turquestán septentrional es uno de ellos, enorme, inacabable donde se le encuentra bajo los cauces de los ríos y lo trasudan las rocas. A veces, por un sacudimiento sísmico u otras causas ignoradas, se desprenden de hendeduras y grietas columnas de gas que forman en la superficie del agua millones de burbujas. Bastaría un fósforo encendido para provocar llamitas parecidas a las que producen los picos del alumbrado y ofrecer un espectáculo fantástico y poco peligroso para los navegantes. Pero si con el fluido se ha deslizado el aceite, ¡ay de ellos! porque se verían los barcos envueltos en un mar de fuego del que difícilmente lograrían salir.

Al grito de angustia lanzado por los tripulantes de la primera chalupa siguieron los de las otras: el petróleo ardía y amenazaba de muerte espantosa a los pescadores; los somorgujos, asustados, habían levantado el vuelo hacia las islas. Tabriz y Hossein, lo mismo que Karawal, voceaban como los otros:

—¡A los remos! ¡A los remos!

Un momento de retardo hubiese significado el fin para todos. Así lo comprendió el jefe de la flotilla, quien ordenó:

—¡A las islas…! ¡Coraje!…

Las seis barcas se pusieron en movimiento aprovechando que el agua delante de ellas todavía no se había incendiado y mientras los remeros les imprimían la mayor velocidad, los timoneles se apresuraban a apagar las teas de los fanales. El cuadro que ofrecía el lago era impresionante: se había convertido en un infierno de fuego y las llamas, de varios metros de altura, corrían detrás de las embarcaciones e iluminaban con luz intensa, enceguecedora, las islas y la costa; el agua bullía crepitante como si un volcán se hubiese abierto en el fondo. Los pescadores, después de un cuarto de hora de esfuerzos, pudieron ganar la mayor de las superficies de tierra que sobresalían en el lago, ya que el incendio les impedía llegar a la ribera. Desembarcaron a toda prisa, arrastraron al seco las barcas y se dejaron caer bajo los altos juncos que allí crecían.

—¡Linda aventura! —exclamó Tabriz echándose entre Hossein y Karawal—. ¿Cómo terminará?

—Confío que bien —contestó el "bailamonos"—. Esperaremos a que el petróleo acabe de arder e iremos a desayunarnos a la aldea de los pescadores con algunas docenas de "garitsas".

—¡Al diablo con tus peces! —le espetó el gigante—. ¡A causa de ellos casi nos asamos vivos! —No es mía la culpa, señor.

—Si lo hubiese sido ya no tendrías la cabeza unida al tronco…

El fuego en lugar de amenguar parecía ir en aumento; un torrente descendía por el río y su resplandor iluminaba todo el espacio visible. Tabriz contemplando los peces cocinados que arrastraba la corriente, comentó:

—¡Que lástima no poder meter la mano ahí dentro! ¡Hay comida como para quinientas personas!

Hossein no contestó: observaba preocupado las llamas que circundaban la isla y hacían crepitar las cañas y juncos de los bordes. Los pescadores sin embargo, no se mostraban impresionados: ese fenómeno de apariencias tan terribles no debía ser nuevo para ellos y conocerían su duración. Tendidos entre las hierbas y protegidos del calor y del humo por las plantas, miraban con todo sosiego las altas llamaradas que la corriente empujaba hacia la desembocadura del lago. Unas horas después el, fuego comenzó a decrecer, la luz a mermar y pronto las sombras recuperaron de nuevo su imperio.

—No creía que esto terminase tan satisfactoriamente —declaró el gigante a su joven señor—. Tenía miedo de terminar mis días asado como un carnero.

Hossein acogió sus palabras con una leve y triste sonrisa.

—Patrón —prosiguió él coloso— nunca te he visto tan preocupado. Deberías pensar que sólo estamos a algunos centenares de pasos de nuestra estepa.

—Calla, Tabriz —le pidió el cuitado.

—¡Es una gran verdad que uno nunca está contento en este mundo…! —rezongó el abnegado servidor.

Aunque el peligro ya había desaparecido, los pescadores esperaron a que se hiciera de día para volver a poner en el agua sus embarcaciones y apenas lo hicieron, los somorgujos ocuparon en ellas sus' puestos. La flotilla atravesó el lago y al cabo de una milla de navegación atracó frente a una aldehuela defendida por una especie de reducto artillado con falconetes, sobre el cual flameaba el estandarte verde del emir. Cuando los dos turquestanos lo vieron, se cruzaron una mirada llena de aprensión.

—Dime "loutis" —le preguntó Tabriz al bandido con aire amenazador—. ¡Adónde nos has conducido?

—A una aldea de pescadores, señor —contestó el interpelado.

—¿Y esa bandera?

—Son súbditos del emir, señor, pero estoy seguro que no nos darán ningún fastidio. No formaban parte de la caravana ni habrán sabido todavía, seguramente, la caída de Kitab.

—¿No hay usbekis en aquel reducto?

—¿Qué puede importarles si algunos viajeros les solicitan que les dejen cruzar el río?

—Puede que tengas razón —admitió el coloso un tanto tranquilizado por las palabras del bandolero.

Desembarcó con Hossein esperando poder cruzar a la otra orilla una vez descargadas las barcas de la pesca.

—Vamos a desayunarnos en la choza de un amigo mío —propuso Karawal—. Antes de una hora no concluirán de vaciar las chalupas y en ese tiempo podremos saborear alguna sartenada de peces.

—Siempre que no perdamos mucho tiempo —aceptó el gigante—. Las emociones nocturnas me han abierto el apetito. ¿Vamos, señor?

Hossein, siempre taciturno, los siguió y entraron en una tapera con las paredes de barro y el techo de paja en la que se encontraba un joven no mayor de veinte años ocupado en freír pescados en una sartén de cobre llena de grasa de camello.

—Patrón —le dijo Karawal cambiando con él una rápida mirada— sírveles algo a estos señores.

—Tengo listas algunas docenas de "garítsas" —manifestó el cocinero, que no era otro que Dinar—. Están a punto y las preparaba para el comandante del fuerte.

—Le cocinarás otras más tarde —le dijo el "loutís"—. Te vamos a pagar.

El jovenzuelo colocó bastantes peces en un plato de creta y los puso delante de los huéspedes, que se habían acomodado alrededor de una tosca mesa, la única del local.

—Señores —propuso Karawal después de haber comido un poco de la fritura— si ustedes quieren, mientras terminan de comer yo iré a contratar la barca y así, dentro de un cuarto de hora estaremos en el otro lado de la frontera.

Los consultados asintieron y continuaron saboreando las "garítsas" con gran apetito. Cuando hubieron vaciado el plato, dijo el coloso a Hosseín:

—Ese bribón de "loutís" tenia razón en alabar a estos excelentes pobladores del Amu-Darja, señor. Nunca había comido un pescado tan sabroso y engulliría con gusto algunos más.

—Encárgalos si 'lo deseas —le contestó el joven—. Le haremos pagar a nuestro acompañante y después lo resarciremos de todo.

—¡Eh, buen hombre! —gritó el coloso—. ¡Fríenos otro tanto!

—Cuando me hayan dicho quiénes son y dónde van —respondió una voz que no era la ya conocida del cocinero.

El gigante y Hosseín se volvieron rápidamente y advirtieron que en lugar de aquél, que había desaparecido, se hallaba en el umbral de la puerta un hombre barbudo, de aspecto poco tranquílízador, que llevaba un verdadero arsenal de armas en la cintura. Detrás de él se veían una media docena de usbekís tan pertrechados como su jefe.

—¿Quién eres tú y qué quieres? —le preguntó Tabríz levantando el pesado escaño en que estaba sentado.

—Un oficial del emir de Bukara —contestó el intruso con soberbia, desnudando uno de sus "cangiares".

—Entonces mándame al cocinero para que nos prepare otra sartenada de "garítsas" y te permitiremos que las saborees en nuestra compañía.

—¿Yo con ustedes? —exclamó el oficial haciendo un gesto despreciativo.

—¡Eh, tú, el hombre!… ¡Aprende que este señor que está conmigo es el sobrino de uno de los "begs" más famosos de la estepa…! ¡Abajo la gorra!.

—¡Ustedes son dos bandidos buscados por mi señor! —replicó el oficial—. ¡Entréguense o los hago pedazos!

Pero no pudo seguir hablando. El gigante, asaltado de un improviso acceso de ira, le había descargado la silla en la cabeza con tal fuerza que lo tumbó al suelo sin sentido. Los que le seguían trataron de irrumpir en la choza con los "yataganes" en alto, pero Hosseín con un movimiento fulmíneo alzó la mesa y la arrojó contra la puerta obstruyéndoles el paso.

—¡A ellos con los "cangiares", Tabríz! —gritó luego.

Los usbekís, detenidos de golpe, espantados por la imponente mole del coloso y viendo agitarse sobre ellos las dos cortantes hojas, creyeron oportuno escapar dejando abandonado el cuerpo de su jefe.

—¡Hemos sido traicionados, señor! —vociferó Tabríz posesionada de una terrible cólera—. ¡El "loutís" nos ha vendido!

—¡El miserable! —lo secundó Hosseín—. ¡Si me cae en las manos le voy a cortar la cabeza!. . .

—¡Y Yo le arrancaré el corazón!… ¡Canalla!

—Tenemos una buena presa, Tabríz: el oficial…

—¡Va a ser un buen rehén…! ¡Ven conmigo, amiguito!

El coloso alargó los brazos por encima de la tabla, aferró al caído por la casaca y lo levantó como si fuera un fantoche.

—Con esto reforzaremos nuestra barricada —dijo poniéndolo delante—. Veremos si los usbekis se atreven a fusilar a su comandante.

—No creo que mejore mucho nuestra situación, Tabriz —opinó Hossein—. ¿Cómo podremos resistir sin municiones?

—¿Y estas pistolas, señor? —indicó el servidor recogiendo las que llevaba el barbudo. Cuatro balas son algo cuando se las sabe emplear… ¡Ah, "loutis" bandido!… ¡Y nos aseguraba que ésta era una aldea de pescadores…! ¡Si le pongo la mano encima…!

Dos docenas de soldados del emir habían aparecido a breve distancia armados de mosquetes: los mandaba un individuo de mediana edad, con un turbante verde en la cabeza y que tenía el aspecto de un santón.

—¿Quién será ese mamarracho? —exclamó Tabriz que espiaba por la abertura entre el borde de la mesa y el dintel de la puerta—. ¡Si confías en tu turbante para salvarte de nuestros tiros…! ¿Comenzamos, patrón?

—Esperemos que se acerquen más —dijo Hossein que se había arrodillado detrás de la tabla.

—Procuraremos dar una buena lección a estos asaltantes.

Capítulo 10. Dos contra Veinticuatro

Los usbekis que habían fugado ante la decisión y el coraje de los turquestanos, volvían reforzados y deliberaban a unos cincuenta pasos sobre la mejor manera de apoderarse de los recalcitrantes. Luego, temiendo alguna inopinada descarga, se habían tendido detrás de una mata de arbustos.

—¡Uhm!… —murmuró el gigante—. ¡No me parecen muy corajudos estos soldados del emir! ¡Con dos docenas de hombres yo habría tomado a esta hora, de asalto, su reducto!

—¡No te adelantes, Tabriz! La partida no ha comenzado todavía. Has olvidado que en el reducto hay falconetes y que esta tapera tiene las paredes de barro… —lo amonestó el joven, que no participaba de su optimismo.

En el mismo instante partió de la mata un tiro de fusil que fue a incrustarse en la mesa que les servía de barricada. El coloso dio un salto y se puso al reparo detrás de la puerta.

—Por lo visto se han decidido —dijo sonriendo—. ¡Son más prudentes que conejos.:.!

—¡Calla, Tabriz, y trata de no exponerte!

—No temas, señor. Voy a dejar que derrochen sus municiones. También yo tengo apego a la vida, al menos hasta el día en que te vea vengado.

Una descarga siguió a su discurso: las balas penetraron en la tabla, en las paredes y en el techo.

—Patrón, tengo una idea que me parece buena. No te asustes si me oyes gritar, al contrario, imítame.

Resonó una segunda descarga: el gigante lanzó un alarido como si hubiese sido herido de muerte.

—¡Grita también tú, patrón!… ¡Fuerte! ¡Fuerte!. . .

Aunque Hossein todavía no había captado la intención de su servidor, profirió un aullido salvaje.

—Ahora, silencio —le susurró Tabriz—. Finjámonos muertos.

Los sitiadores al oír los gritos se habían levantado con los fusiles humeantes; permanecieron quietos algunos minutos y al no percibir ningún rumor procedente de la choza, alentados por el tipo del turbante verde, avanzaron algunos pasos; luego como los ocupantes no dieran señales de vida, creyeron que ya no la tenían y decidieron retirar sus cadáveres del interior. Eso hizo que no tomaran la precaución de cargar sus mosquetes.

—¡Atención, patrón! —murmuró el gigante, que se mantenía oculto detrás del batiente de la puerta—. Cuando sea el momento, cáeles encima saltando por arriba de la mesa.

El que iba a la cabeza del pelotón se había adelantado blandiendo una descomunal cimitarra y cuando estuvo a tres o cuatro pasos de la tapera empezó a gritar:

—¡Ríndanse!… ¡Ríndanse!…

Como no obtuviera ninguna respuesta, esperó todavía un rato y luego declaró volviéndose a sus hombres:

—Están verdaderamente muertos. No esperaba de ustedes que tirasen tan bien…

Los veinticuatro soldados avanzaron valientemente, pero cuando estaban por remover la mesa, Hossein y el inmenso Tabriz la salvaron de un salto y cayeron sobre ellos haciendo resonar el grito de guerra de su tribu:

—¡"Uran"!… ¡"Uran"!…

El ataque fue tan inesperado que produjo un desbarajuste: los dos primeros golpes de "cangiar" derribaron a la pareja de usbekis más adelantada con las cabezas partidas; el coloso con su sola presencia inspiraba pánico. Los atacantes, convertidos en atacados, se pusieron a disparar como liebres en pos de su jefe que marcaba el tiempo de la velocidad.

—Creo que por el momento tienen bastante —consideró Tabriz—. Pero pronto habrá que cuidarse mucho de las balas, pues van a caer como lluvia sobre nosotros.

—Mientras sean de fusil no me preocupan —expresó el joven— lo malo sería que se sirviesen de los falconetes que tienen en el reducto.

—Hasta ahora no han pensado en ellos; si llegaran a tener esa ocurrencia, no podríamos resistir mucho. —¿Qué hacen ahora esos poltrones?

—Nos están espiando y cambian ideas… ¡Parece que les agrada más parlotear que combatir!… No, me engañaba: van a consumirle más pólvora al emir.

Salieron algunos tiros de la mata que sólo produjeron ruido y humo, ya que las balas de esos viejos mosquetes no lograban atravesar las paredes de barro ni la mesa de un espesor poco común.

—¡Adelante! ¡Música! —voceaba el gigante que parecía divertirse enormemente—. ¡Hace falta algo más que vuestros ruidosos fusiles para vencernos, estúpidos! ¡Vengan a desalojarnos con los "cangiares", si se atreven!…

De súbito pegó un salto hacia la mesa sin cuidarse de las balas.

—¿Qué haces, Tabriz? —le gritó Hossein.

—¡El miserable…! ¡Allí…! ¡El "loutis"…! ¡Está allí…!

—¿Con los usbekis?

—Sí, patrón… se oculta… ¡El canalla! Pero lo tendré de ojo…

—¡Sal de ahí…!

—Tienes razón, señor. Soy un idiota en exponerme así… ¡Algunos centímetros más abajo y mi cabeza estallaba…!

Una bala le había hecho saltar su alto gorro persa y desde ese momento tanto él como su joven amo se guardaron bien de asomarse, pues la fusilería continuaba sin pausa. Cesó media hora después, como si los sitiadores se hubiesen convencido de que estaban haciendo un desperdicio inútil de municiones.

—¿Vendrán al asalto ahora, Tabriz? —preguntó Hossein.

—No parece que tengan esa intención —contestó el coloso—, al menos por el momento.

—¿Irán a buscar los falconetes?

—¡Eh, no lo sé, señor…! ¡Pero no me siento muy tranquilo…!

—¿Cuál será el fin de esta aventura…? Ya no los veo, ¿los ves tú?

—Desaparecieron todos… Habrán ido a desayunarse. Vamos a ver si encontramos nosotros también algo de comer. Mientras tú vigilas, yo hurgo.

En la mezquina habitación había algunos cajones contra las paredes y un baúl carcomido sobre el que yacía un jergón que debía servir de lecho al ocupante de la choza. Tabriz buscó en su interior y tuvo suerte de hallar varias galletas de maíz y un cacharro con pescado frito conservado en grasa de camello. En un ángulo encontró también un vaso de "cumis".

—Por un par de días tenemos víveres asegurados —dijo Tabriz después de realizada la inspección— y en ese tiempo pueden suceder muchas cosas… ¿Volvieron, patrón?

—No veo a nadie; se diría que han abandonado la empresa.

El gigante no contestó; estaba muy ocupado en mover algo que se hallaba en la base de una de las paredes. Se trataba de una tabla de encina encajada en el barro.

—¿Qué haces? —quiso saber el joven.

—Algo debe de haber detrás de esto… —contestó el servidor tirando de la madera. ¡Es resistente! ¡Ya vas a ceder, querida; nada resiste a los músculos de Tabriz!

En uno de los fuertes tirones cedió el obstáculo y dejó al descubierto una abertura de más de un metro de circunferencia que debía comunicar con alguna caverna subterránea o por lo menos con algún sótano.

—Señor, cuida la puerta en tanto yo hago una exploración.

Se deslizó y desapareció mientras su compañero tomaba posición detrás de la mesa; pero no descubría a ningún usbeki. Seguramente estarían deliberando sobre algún plan para apoderarse de los duros combatientes. En esto pensaba el sobrino del "beg" cuando vio penetrar en la choza un objeto humeante que lo obligó a apartarse bruscamente. Alguien había lanzado un hachón encendido.

—¡No parece que se hayan retirado…! —murmuró Hossein.

Un acceso de tos le impidió continuar. Había caído otro cuerpo junto a la puerta del cual se desprendía un humo acre y hediondo.

—¡El "alfek"!… ¡La hierba repugnante de los pantanos amargos! ¡A eso sí que no podremos resistir…! ¡Nos van a asfixiar…!

—¡Por todos los diablos del infierno! —gritó detrás de él el gigante, que acababa de salir del pozo y se había puesto a toser—. ¡Llego bien a tiempo!

—¡Nos van a agarrar, Tabriz! El viento sopla de aquel lado y dentro de poco la choza estará llena de humo.

—Sígueme, señor. Antes de que adviertan nuestra fuga estaremos lejos…! ¡Verás qué linda jugada…!

El coloso reía despreocupadamente, lo que demostraba que no había ningún peligro. Sin pedir explicaciones, Hossein se puso detrás de su fiel servidor, quien después de haberse llenado los bolsillos de galletas y pescado había redescendido por la abertura.

—Aférrate a mi casaca, señor —le dijo— ya que no tic nes como yo ojos de gato.

—¿Adónde vamos?

—No te preocupes; corre siempre tras mío antes de que ese humo pestilente nos asfixie.

El coloso caminaba de prisa con los brazos extendidos hacia adelante: parecía que viese realmente, porque no hesitaba ni un segundo en su avance. El joven, en cambio, andaba a ciegas por aquel corredor tenebroso en el que no se filtraba un solo rayo de luz. El suelo, al principio descendía, pero aproximadamente a los cien metros se empinaba sin que la oscuridad se atenuase. Un rato después anunció Tabriz:

—Ya llegamos. He aquí el aire fresco de la colina que empieza a acariciarnos. Todavía quince o veinte pasos y haremos trabajar a los falconetes.

—¿Los falconetes? ¿Te has vuelto loco, Tabriz?

—¡Ya verás, patrón! ¡Los tomaremos por la espalda! ¡Los vamos a ahogar a todos en el río, incluso al "loutis'!… ¡Alto! Ya estamos en la salida.

El coloso se había parado de golpe; sus manos tantearon una superficie metálica y al dar con una manija, la empujó con fuerza. Una gran claridad iluminó el corredor.

—¡Una puerta de hierro! —exclamó Hossein—. ¿Adónde lleva?

—¡Nunca podrías adivinarlo!

—¡No me impacientes, Tabriz!

—¡Ven!

Cruzaron la puerta y se hallaron en una suerte de depósito lleno de cajones y barriles, que recibía la luz por dos estrechas troneras.

—¿Dónde estamos? —repitió el joven.

—En un polvorín: esos barriles están llenos de pólvora, ya los inspeccioné antes.

—¿Será el reducto que vimos desde la barca?

—El mismo, señor.

—¿De modo que nos encontramos en la guarida de los lobos de Bukana? Esperemos que no nos hagan pedazos.

—No lo creo. Por lo pronto cerraremos la puerta de comunicación que es sólida y se atranca con baras de hierro. Los usbekis no entrarán en el corredor antes de que pasen varias horas.

—¿Estás seguro de que no hay nadie en el reducto?

—Cuando estuve no oí rumor alguno. Es indudable que toda la guarnición se encuentra en la orilla del río esperando que salgamos de la choza.

Atravesaron el depósito y pasaron a una caballeriza en la que se hallaban cuatro hermosos corceles persas. —¡Ya tenemos con qué vadear el río! —exclamó Tabriz.

—¡Son soberbios! —admiró el sobrino del "beg".

—¡Calla!… ¿No has oído crujir una puerta? —¿Serán los soldados que vendrán a proveerse de municiones?

—¡Esto es lo que nos faltaría!…

En un ángulo había un montón de heno lo suficientemente alto como para ocultarlos y se colocaron detrás. Un paso pesado y cadencioso se hizo notar a lo largo de un pasaje cubierto que conduciría sin duda al reducto. Unos segundos después, un viejo bukaro armado de fusil entraba en la caballeriza y se dirigía al depósito de municiones. El gigante había hecho un movimiento para incorporarse, pero fue retenido por Hossein.

—Déjalo estar —le susurró—. Podría dar la voz de alarma. Cuando se haya munido de pólvora y balas retornará al río.

Es lo que sucedió: el hombre, a su regreso llevaba consigo dos bolsas de regular tamaño y se marchó sin haber notado nada. Al apagarse el ruido de sus pasos los dos esteparios se pusieron de pie.

—¡Rápido, patrón! —apremió el, gigante.

Salvaron rápidamente el recinto cubierto y salieron al aire libre donde estiba la batería de cuatro falconetes afirmada sobre un terraplén. No había ningún centinela. El comandante, seguro de que a nadie se le ocurriría llegar hasta allí, había llevado a presenciar el asedio de la ''hoza a todos sus hombres. Tabriz buscó la puerta de salida del reducto al descampado y la atrancó con una gruesa viga.

Capítulo 11. La Derrota de los Usbekis

El fortín que defendía los vados del Amú-Darja en ese punto de la frontera estaba situado sobre una pequeña colina, posiblemente la única altura de la estepa occidental. Aunque no era muy recio, ofrecía cierta importancia porque estaba formado por un grupo de construcciones de adobe en un terraplén munido de almenas y contaba con cuatro falconetes que disparaban balas de una libra.

Desde allí los turquestanos dominaban el río en un largo trecho y a toda la aldea. Divisaron en seguida la choza que acababan de abandonar, la cual estaba aislada de todas las demás en la extremidad meridional. Delante de ella ardían hachones de leña fétida que expandían nubes de humo negro y a poca distancia se hallaban en acecho los soldados del emir fusil en mano, preparados a recibir con una descarga a los presuntos asilados. Eran unos cuarenta y a ellos se habían agregado algunos pescadores, más por curiosidad que para prestarles ayuda. Tabriz exclamó de pronto:

—¡El "loutis"!… ¡Allá!… ¡Atraviesa el río en una barca llevando dos caballos!

—¿Huye?

—¡Lo apostaría! Ha de haber recibido el precio de su traición y ahora trata de ponerse en salvo.

—¡No debemos dejarlo escapar, Tabriz! ¡Quiero tener a ese hombre en mis manos, pues sospecho que es uno de los "águilas" pagados por Abei!

—Espera, entonces; voy a tratar de destrozarle la barca.

—¡Te dije que lo necesito vivo!

—Haré lo que pueda por complacerte. Tú dispara contra los usbekis; yo miraré a ese perro y a su compañero, que me parece es el que nos cocinó el pescado.

Examinaron los falconetes y vieron que estaban todos cargados. Apuntaron con la mayor exactitud las dos piezas que se hallaban en las extremidades de la batería y encendieron las mechas.

—¡Allá va! —anunció Hossein.

Una fuerte explosión sacudió el aire y el proyectil fue a caer en medio de los usbekis, derribando a dos de ellos. El coloso hizo fuego a su vez y la bala dio en la popa de la chalupa en que huían los dos bandoleros. Entre los soldados del emir se produjo indescriptible estupor y se desparramaron en todas direcciones profiriendo aullidos y blasfemias.

—¡A las otras piezas! —urgió Tabriz—. ¡No hay que darles tiempo de reponerse!

—Sabremos aprovechar los tiros… ¡Mira!… ¡La barca se hunde.

—¡Por Mahoma!… ¡Esos miserables están ganando la costa a caballo!… Ah, pero a lo menos nos enseñan dónde está el vado! ¡Lo aprovecharemos!

Karawal y. Dinar, al ver que la chalupa se iba a pique, se habían tirado resueltamente al agua, obligando a hacer lo mismo a los caballos y como los separaban pocos metros de la ribera, llegaron rápidamente a ella y se perdieron en la espesura. El gigante, al verlo, exclamó con acento lamentoso:

—¡Ah, señor! ¿Por qué no me permitiste matarlos?

Hossein no tuvo tiempo de contestarle: furiosos alaridos y algunos disparos de mosquete habían explotado al pie de la colina. Los usbekis se habían decidido a atacar cuando se dieron cuenta de quiénes eran los que habían ocupado el reducto.

—Patrón —sugirió Tabriz—, descarga los otros falconetes mientras yo voy a buscar más munición.

—Trae también fusiles y ten prontos dos caballos a la salida —completó el joven—. Estemos listos para huir.

Mientras el gigante se alejaba corriendo, el sobrino del "beg" se puso a buscar el sitio donde se habían ocultado los enemigos. Estos, reparados por las rocas, habían alcanzado la base del sendero y avanzaban aguijoneados por la voz de su jefe.

—Los voy a tomar de enfilada —musitó Hossein—. Se me ofrecen en profundidad y dos balas bien dirigidas van a producir un descalabro.

Sin preocuparse del fuego de arcabuz que le hacían, resguardado como estaba por las almenas, puso en posición las dos piezas apuntando a lo largo del sendero y las descargó una tras otra. La primera bala le sacó limpia la cabeza, con turbante y todo, al que comandaba la tropa, y la segunda derribó, como si se tratase de un juego de bolos, a media docena de soldados. Los demás se detuvieron un instante, indecisos entre continuar subiendo o salir disparando. La muerte de su jefe hizo que optaran por lo último: descendieron desordenadamente la vereda y ganaron el río, donde se encontraban varias barcas ancladas. Cuando Tabriz estuvo de vuelta con las municiones, ya se habían embarcado y remaban desesperadamente.

—Te perdiste lo mejor —le dijo Hossein—. Somos dueños de la aldea.

—¿Escaparon?

—Ya no se les ve; han de ir a buscar refuerzos. Pero no vamos a ser tan torpes como para esperarlos.

—Los caballos están listos: elegí los dos mejores.

—Y los fusiles?

—Colgué dos de cada silla; había bastantes en el arsenal.

—Entonces, vámonos antes de que regresen y tratemos de vadear el río.

Traspusieron corriendo el declive del terraplén y alcanzaron la puerta detrás de la cual se hallaban las cabalgaduras; atravesaron una especie de rastrillo tendido sobre un precipicio, montaron de un salto y descendieron el sendero a todo galope. La aldehuela había sido abandonada por sus habitantes ante el temor de ser ametrallados por la batería del fortín.

—Si no nos salvamos ahora, no lo haremos nunca más —sentenció el coloso—. Mahoma y Alá nos protegen.

—Así lo creo —concordó Hossein—. Y lo hacen para que yo pueda castigar al infame que engañó a mi tío, me robó a Talmá y trató de asesinarnos… ¡Al vado, Tabriz! ¡Nos espera nuestra querida estepa turana!

Los caballos no opusieron ninguna resistencia para entrar en el agua; el fondo se tocaba a poco más de un metro y avanzaron con toda seguridad. Un cuarto de hora más tarde ponían el pie en la ribera opuesta que no era muy escarpada.

—Sigamos las huellas del "loutis" y su compañero, Tabriz.

—Dejaron un pasaje entre estas hierbas, de modo que no nos será difícil hacerlo. Estarán lejos, pero no nos llevan más de una hora de ventaja.

—¡Acelera!

Se habían internado apenas en la arboleda cuando sintieron resonar un tiro de arcabuz y una voz que intimaba:

—¡Alto! ¡Son prisioneros!

—¡Prepara el "cangiar", Tabriz, y carguemos! —gritó Hossein.

Por fortuna la amenaza no tuvo consecuencia, pues con gran sorpresa, los fugitivos pudieron continuar camino sin ser molestados y penetrar en la inmensa estepa de los filiados.

—¡Esta es la libertad! —exclamó el gigante.

—¡Y la venganza! —agregó Hossein—. ¿Ves las trazas del "loutis", Tabriz?

—Sí, patrón; por aquí pasaron los dos granujas: las hierbas no se han enderezado todavía.

—¿Se habrán resignado los usbekis con su derrota o nos perseguirán?

—No creo que se atrevan a invadir la frontera…

La soberbia, verdeante llanura, donde las hierbas estaban constantemente en movimiento, como las olas del mar, se abría ante ellos. El sol tramontaba envuelto en un nimbo de oro y púrpura, pero pronto la luna aparecería en todo su esplendor. En la vasta planicie no se distinguía una tienda, un animal, ni tampoco vestigios de los bandidos. A pesar de ello, los jinetes no perdían la esperanza de alcanzarlos.

—Antes de que lleguemos a orillas del mar Negro o a los confines de Persia, les caeremos encima —sostenía Tabriz—. Es imposible que monten caballos mejores que los nuestros.

—¿Hacia dónde crees que se dirigen?

—Lo más probable es que busquen pasar a territorio irano.

—En ese caso tendrán que cruzar la estepa de los sartos… ¡Tengo necesidad de ese hombre, Tabriz! ¡Es un testimonio precioso!

—Que yo preferiría torcerle el cuello antes que llevárselo a tu tío.

—Cometerías un gran error, Tabriz…

—¡Mira! —lo interrumpió éste—. Dos puntos negros en el horizonte.

—¿Nuestros hombres?

—Podrían ser también dos liebres, señor. Esperemos a que salga la luna.

Hossein detuvo su montura y estudió con atención las dos manchitas que se veían en lontananza.

—Lobos no son —estimó—, más bien parecen caballos.

Reanudaron la carrera en el momento en que el sol desaparecía por completo sumiendo la estepa en profunda oscuridad.

—Atenuemos un poco la marcha, señor, y esperemos la salida de la luna que no tardará en producirse —propuso el coloso.

—Entonces los alcanzaremos de noche.

—Sería lo mejor. En alguna parte habrán de detenerse; sus caballos no son de hierro y tendrán necesidad de un poco de reposo.

Pusieron los animales al paso a la espera 'de que una claridad en el horizonte les anunciase la aparición del astro nocturno. Tabriz no apartaba los ojos de la línea marcada por los perseguidos, bien visible entre las altas hierbas. No habían transcurrido veinte minutos cuando surgió de la extremidad de la planicie un gran disco de cobre inflamado que proyectaba grandes fases de luz rosa, la cual se transformaba rápidamente en azulada.

—Ya tenemos ahí la luna que acude en nuestra ayuda —dijo el gigante—. Vamos a ver cómo en pleno día y en este mar de verdor, los caballos de nuestros bandidos se destacarán nítidamente.

—Deben de haber hecho alto en alguna parte, porque no los percibo —observó Hossein—. También es posible que habiéndose dado cuenta de que son perseguidos, hayan forzado la marcha para ganarnos alguna milla.

—No lo creo, señor; sus animales no pueden competir con los nuestros. Lo más posible es que estén escondidos en algún sitio, de modo que hay que proceder con la mayor cautela. Pueden ser buenos tiradores, aunque nunca oí que lo fuera un "loutis" o un cocinero.

—Ya te dije que el "bailamonos" sospecho sea un "águila de la estepa".

—En ese caso la cosa cambia. Pongamos al trote los caballos y seamos prudentes.

—Tengamos también prontos los fusiles.

Moderaron el paso y se alzaron sobre los estribos para abarcar con la vista mayor extensión en busca de un punto luminoso que descubriese el campamento de los dos pillastres.

—No se ve nada —rezongó el coloso— y no obstante siento, como los lobos cuando olfatean su presa, que nos han preparado una celada. En guardia y tratemos de ser nosotros los que los sorprendamos a ellos, ya que hay que tomarlos vivos.

Continuaron andando durante otro cuarto de hora hasta que Tabriz, que iba delante, tiró violentamente de las riendas.

—¡Alto, patrón!

—¿Hemos llegado?

—¡Encabrita tu caballo!

Un relámpago iluminó el espacio seguido del estruendo de un grueso mosquete. El animal de Tabriz, que al recibir un vigoroso golpe de talón se había empinado sobre sus patas traseras, cayó arrastrando a su jinete. Hossein disparó el fusil disparando al acaso a ras de tierra. Se oyó un grito estridente:

—¡Karawal… me han muerto!…

—¡En cambio yo estoy vivo! —replicó el vozarrón del gigante.

Con toda habilidad, en el momento de derrumbarse su montura, había estirado las piernas y abandonado los estribos, de tal modo que fue a parar algunos metros más lejos. Mientras se incorporaba un hombre salía de las hierbas y huía con la velocidad de un gamo. Era el "loutis" que, sin tiempo para saltar en su cabalgadura, había cifrado su salvación en su agilidad para mover los pies. El coloso lo vio y se lanzó tras él, "cangiar" en mano, mientras Hossein lo corría a caballo. Pero cuando éste había avanzado unos pocos metros, salía volando por el aire: su montura había tropezado contra una cuerda tendida y rodado al suelo. Por fortuna las hierbas allí tenían más de un metro de alto y la caída no tuvo mayores consecuencias. Tabriz, en tanto, perseguía encarnizadamente al fugitivo, al que gritaba sin pausa:

—¡Párate, bandido, o te abro "el cráneo! ¡Es Tabriz, el gigante, quien te corre! ¡Me basta un puño para anonadarte!

El falso domesticador de monos, loco de terror, bufando como una foca, trataba de ganar distancia: parecía tener alas en los talones y la agilidad de los veinte años. Pero el coloso, con sus largas piernas, no le permitía la más pequeña ventaja y se le acercaba cada vez más. De pronto, el miserable dio un tropiezo y cayó. Tabriz le estuvo rápidamente encima y tomándolo por el cuello lo levantó como a un muñeco.

—¡Estás en mis manos, canalla! —bramó.

—¡Gracia, señor…! —jadeó el bandolero, sin atreverse a oponer resistencia.

—La obtendrás si hablas. Por lo pronto dame tu "cangiar" y el arcabuz y esperemos al patrón.

—¿El señor Hossein?

—¿Cómo? ¿Lo conoces? —aulló el gigante, apretándole el cuello con más fuerza, hasta hacerle salir un palmo de lengua—. ¡Ajá!… ¡Te has traicionado! ¡No andaba tan errado mi señor!

—¡Gracia!… ¡Me estrangulas!…

—No lo haré ahora, ¡pero como no hables!…

Le quitó las armas, las colocó delante suyo y le advirtió con acento terrible:

—¡Si haces un movimiento, te aplasto de un puñetazo!…

¡Y es bueno que sepas que me bastó uno para matar un día a un camello! ¿Me has entendido?

—Sí, señor Tabriz; no soy sordo —contestó el pillastre con voz temblorosa.

En ese momento una voz que venía de detrás de la mata preguntó:

—¿Lo has apresado?

Era la de Hossein que avanzaba trayendo por las bridas su caballo y los de los bandoleros.

—Aquí lo tengo, señor, y no se escapará, te lo aseguro. El joven ató juntos a los tres animales y los hizo acostar en el suelo; luego, armado de su "cangiar" se acercó al prisionero y le enrostró colérico:

Miserable! ¡Después de lo que has hecho, la muerte entre los mayores tormentos no sería suficiente para ti!

—¡Gracia, señor! —imploró el infeliz—. ¡Yo no he obrado por cuenta propia!…

—¿Quién te pagó? ¡Habla!

—Si por mí hubiese sido, no los habría traicionado… Por otra parte no deben negar que merezco un poco de reconocimiento, ya que sin mí no hubiesen salido vivos de la estepa del hambre.

—Es más astuto que el diablo el bribón éste —murmuró Tabriz.

—¿Por cuenta de quién has obrado? ¿Del jefe de los "águilas"?

—No, señor. Después que Talmá fue liberada por tu primo Abei, no he vuelto a verlo y creo que todavía ignoraba que ustedes se hubiesen salvado.

—¿De quién, entonces?

El malhechor vaciló un momento antes de responder.

—¡Si no lo dices te haré asar a fuego lento!

—De tu primo.

—¡De Abei!… —rugió el joven.

—Sí; me había tomado a su servicio para que volviese a Kitab a verificar si tú y Tabriz habían muerto. Quería estar seguro.

—Ah, el infame!… ¿Y por qué necesitaba esa comprobación?

—Sin alguien que pudiese atestiguar tu muerte, ¿cómo habría de poder casarse con Talmá?

—¡El miserable!…

—Una palabra, patrón —terció el coloso; y volviéndose a Karawal:

—Tú debes saber quién fue que nos baleó a traición cuando hacíamos frente a los moscovitas.

—Sí; me han dicho que fue Abei.

—¡Ese vil quería a mi prometida y le era necesaria mi vida!… Continúa: ¿Qué órdenes tenías que cumplir en Kitab?

—De ser posible, llevar los cadáveres a la estepa; en caso de que sólo estuviesen heridos, tratar de ponerlos en manos del emir, pues te había colocado encima documentos comprometedores.

—Ya ves, patrón, que no me había engañado —apuntó Tabriz.

Hossein permaneció algunos segundos silencioso; luego dijo al bandido:

—Tengo derecho a matarte, pero te perdonaré la vida si declaras delante de mi tío la infame misión que te había encomendado mi primo.

—Estoy pronto a hacerlo —exclamó Karawal, respirando a pulmones llenos.

—Tabriz, ata los brazos a este hombre y colócalo a caballo. Partiremos al instante… ¡Tengo sed de venganza!…

El gigante amarró sólidamente al falso "loutis"' y los tres emprendieron la marcha al trote corto de los animales a través de la interminable llanura.

Capítulo 12. La Justicia del "Beg"

Giah Agha, sentado en los cojines de seda de su espaciosa tienda, fumaba silenciosamente su narguile; los siervos entraban y salían para trasmitir las órdenes que daba a los conductores del innumerable ganado que pacía en las fértiles tierras de los sartos. Esa tarde no se le veía tan sereno como le era habitual, trabajado tal vez por algún misterioso presentimiento. De tanto en tanto se ponía de pie y separaba casi con rabia la boquilla de ámbar de la boca, como si el tabaco hubiese perdido de improviso su delicioso perfume y sus ojos se detenían en los cuatro halcones de Abei que gemían posados sobre los bastones en cruz. Al exterior fuertes ráfagas de viento se sucedían una u otra y agitaban el armazón de cristal, cuando se oyeron a los dos perros de guardia emitir largos y lúgubres aullidos.

—¿Quién se acerca, Karen? —preguntó el "beg".

—No distingo a nadie, señor; los mastines deben de haber olido algún animal —respondió el servidor.

—No —replicó el anciano—, si eso fuera no ladrarían así y se habrían lanzado en su busca. Sal a ver.

Karen, una suerte de mayordomo que había tomado el puesto de Tabriz, se internó en las altas hierbas aunque estaba convencido de que patrón y perros se habían equivocado. Pero cuando había recorrido unos trescientos metros, llegó a su oído el galope de varios caballos. Temiendo que una banda de ladrones estuviese por irrumpir en el campamento, regresó aceleradamente a la tienda para informar a su dueño:

—¿Será Abei que vuelve de casa de Talmá? —preguntó éste.

—Nunca se deja acompañar, "beg" —observó el mayor domo—. Además, los perros lo conocen y no harían ese alboroto.

En eso se oyeron los gritos de los cuidadores de ganado que gritaban:

—¿Quién vive?

Una voz, tan retumbante como un trueno, contestó desde las tinieblas:

—¡Buscamos al "beg" Giah Agha, nuestro señor!

Minutos después tres hombres que montaban caballos negros cubiertos de espuma, desmontaban delante de la tienda del viejo jefe voceando:

—¡Paso a los amigos!

Aquél había dejado caer el tubo de su narguilé y se había puesto pálido.

—¿Me engañan mis sentidos o resucitan los muertos? —murmuró.

—No, tío —respondió una voz—, son vivos los que regresan.

Una mano levantó el paño de la entrada y un joven avanzó hasta el centro de la tienda. El "beg" profirió un alarido.

—¡Hossein!

—Sí, padre, soy yo —expresó el joven que se había puesto blanco como la creta— y vengo a pedir justicia al "beg" de la estepa turquestana.

—¡Y también yo estoy aquí! —detonó la voz de Tabriz.

Giah Agha había quedado inmóvil de sorpresa; luego, con un movimiento que le hubiese envidiado un adolescente, se puso de pie.

—¡Hossein! ¡Tabriz! —exclamó—. ¿De dónde vienen? ¿Del otro mundo?

—No, padre. No hemos salido de éste, como te había hecho creer mi primo, ya que sus balas no fueron mortales.

—¡Hossein! ¿Qué quieres decir? —gritó el anciano.

—¡Digo que Abei, mi primo, nos ha hecho fuego por la espalda, a Tabriz y a mí, mientras luchábamos desesperadamente contra los rusos! ¡Lo acuso de haber pagado a los "águilas" para que robasen a Talmá; de haber ocultado en mi faja escritos para que me fusilen los moscovitas o el emir y contratado un asesino para atentar contra mi vida por segunda vez!… ¡Padre, pido venganza! ¡La pido al beg!

—Y yo, patrón —expresó Tabriz, dando un paso adelante— confirmo todas las acusaciones de tu sobrino y presento otro testimonio: el del hombre pagado por Abei para asesinarnos… ¡Adelante, Karawal! ¡Habla!

El bandido, que hasta entonces se había mantenido en la sombra, se adelantó.

—Todo cuanto estos hombres te han dicho —declaróes la verdad. ¡Lo juro por Allah y por Mahoma su Profeta! Yo fui contratado por tu sobrino Abei para suprimirlos o entregarlos al emir de Bukara. Me adelantó cien "thomanes" que debía dividir con el compañero que Tabriz mató. Que traigan el Corán y pondré mi mano sobre él.

Un rugido que parecía haber salido, de la garganta de un león, escapó de los labios del "beg.

—¡Basta! —dijo—. ¡Las pruebas son suficientes! Por otra parte yo tenía mis sospechas. ¡Allah sea alabado! ¡Te haré justicia!

Estrechó con frenesí a Hossein contra su pecho y volviéndose al mayordomo que se hallaba en la puerta le ordenó con gesto majestuoso:

—Ve a casa de Talmá y dile a Abei que venga inmediatamente.

—Es inútil, señor: oigo el galope de su caballo —informó Karen.

—Hossein. Tabriz, salgan y llévense a ese bandolero.

Vuelvan cuando esté aquí Abei.

—Una pregunta antes, padre: ¿Se casó con Talmá? —No; no se lo prometí porque no pudo presentarme pruebas de tu muerte.

—¡Gracias, padre!

Después que salieron, el "beg" se reacomodó en los cojines, encendió con calma, más aparente que real, su narguile y acarició el mango de su cimitarra de Damasco con feroz sonrisa. En ese momento el galope del caballo de Abei se oía netamente.

—¡La justicia del "beg" será tremenda! —murmuró.

El animal se detuvo a la entrada de la tienda y Abei, de blanca casaca con alamares de oro entró saludando:

—¡Buenas noches, padre!

El anciano movió apenas la cabeza, retiró de su boca el tubo del narguilé y preguntó con acento indiferente:

—¿Cómo está Talmá?

—Llora siempre, padre —respondió el joven con ira en la voz—. Parece que no es capaz de olvidar al pobre Hossein.

—Quizá dude de que haya muerto…

—Lo vi caer con mis propios ojos, justo con Tabriz, bajo el plomo de los rusos… ¿Qué espera todavía?

—¿Estás bien seguro de que han muerto?

—¿Dudarías de mí? —protestó Abei, palideciendo.

—Acércate y escúchame.

El traidor, ocultando su inquietud, obedeció.

—Vuelve ahora la cabeza.

Con indescriptible espanto miró a su tío, en cuyos ojos brillaba una mirada terrible.

El malvado jovenzuelo giró la-cabeza y lanzó un aullido.

—¡Vuélvete! —repitió éste en un bramido. El malvado jovenzuelo giró la cabeza y lanzó un aullido de horror; Hossein, Tabriz y Karawal se hallaban en fila a la entrada de la tienda.

—¿Los ves? —gritó el "beg".

Con rápido gesto extrajo su larga cimitarra, un lampo fulguró en el aire y Abei se desplomó con la cabeza casi separada del tronco.

—¡Esta es la justicia del "beg" de la estepa turquestana! —proclamó con voz tonante—. ¡Hossein! ¡Ya estás vengado!

Karawal, el falso "loutis", loco de terror, se había lanzado fuera de la tienda, pero Tabriz, que no lo perdía de vista, lo siguió. Se oyeron dos detonaciones y al rato regresó con las dos pistolas humeantes en las manos.

—Patrón —dijo a Hossein que contemplaba horrorizado el cuerpo de su primo—, tú le habías prometido perdonarle la vida al bandido, pero no yo. Traidores hay demasiados y sobran en la estepa…

Giah Agha se acercó y con voz tranquila dispuso:

—La ley de la tribu fue cumplida. Ahora, hijo mío, toma mi mejor caballo y ve a reunirte con tu prometida, que desde que tía vuelto no hace más que llorarte. —Luego ordenó a Tabriz, indicándole el cuerpo de Abei—. Entierra a este hombre en la estepa. No es mi sobrino, sino un miserable… ¡Anda… sácalo de mi vista!…


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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